Hans Cristian Andersen
Cuentos VII
La
campana
El
alforfón
La casa
vieja
La casa
vieja
Continuación
Una rosa
de la tumba de Homero
La gota
de agua
Pegaojos
(Ole
Luköie)
Y todas las flores de las macetas se convirtieron en altos árboles, que extendieron las largas ramas por debajo del techo y por las paredes, de modo que toda la habitación parecía una maravillosa glorieta de follaje; las ramas estaban cuajadas de flores, y cada flor era más bella que una rosa y exhalaba un aroma delicioso; y si te daba por comerla, sabía más dulce que mermelada.
Había frutas que relucían como oro, y no faltaban pasteles llenos de pasas. ¡Un espectáculo inolvidable! Pero al mismo tiempo salían unas lamentaciones terribles del cajón de la mesa, que guardaba los libros escolares de Federico.
- ¿Qué pasa ahí? -inquirió Pegaojos, y, dirigiéndose a la mesa, abrió el cajón. Algo se agitaba en la pizarra, rascando y chirriando: era una cifra equivocada que se había deslizado en la operación de aritmética, y todo andaba revuelto, que no parecía sino que la pizarra iba a hacerse pedazos. El pizarrín todo era saltar y brincar atado a la cinta, como si fuese un perrillo ansioso de corregir la falta; mas no lo lograba. Pero lo peor era el cuaderno de escritura. ¡Qué de lamentos y quejas! Partían el alma. De arriba abajo, en cada página, se sucedían las letras mayúsculas, cada una con una minúscula al lado; servían de modelo, y a continuación venían unos garabatos que pretendían parecérseles y eran obra de Federico; estaban como caídas sobre las líneas que debían servirles para tenerse en pie.
- Mirad, os tenéis que poner así -decía la muestra-. ¿Veis? Así, inclinadas, con un trazo vigoroso.
- ¡Ay! ¡qué más quisiéramos nosotras! -gimoteaban las letras de Federico-. Pero no podemos; ¡somos tan raquíticas!
- Entonces os voy a dar un poco de aceite de hígado de bacalao -dijo Pegaojos.
- ¡Oh, no! -exclamaron las letras, y se enderezaron que era un primor.- Pues ahora no hay cuento -dijo el duende-. Ejercicio es lo que conviene a esas mocosuelas. ¡Un, dos, un, dos! -. Y siguió ejercitando a las letras, hasta que estuvieron esbeltas y perfectas como la propia muestra. Mas por la mañana, cuando Pegaojos se hubo marchado, Federico las miró y vio que seguían tan raquíticas como la víspera.
Encima de la cómoda colgaba un gran cuadro en un marco dorado; representaba un paisaje, y en él se veían viejos y corpulentos árboles, y flores entre la hierba, y un gran río que fluía por el bosque, pasando ante muchos castillos para verterse, finalmente, en el mar encrespado.
Pegaojos tocó el cuadro con su jeringa mágica, y los pájaros empezaron a cantar; las ramas, a moverse, y las nubes, a desfilar, según podía verse por las sombras que proyectaban sobre el paisaje.
Entonces Pegaojos levantó a Federico hasta el nivel del marco y lo puso de pie sobre el cuadro, entre la alta hierba; y el sol le llegaba por entre el ramaje de los árboles. Echó a correr hacia el río y subió a una barquita; estaba pintada de blanco y encarnado, la vela brillaba como plata, y seis cisnes, todos con coronas de oro en torno al cuello y una radiante estrella azul en la cabeza, arrastraban la embarcación a lo largo de la verde selva; los árboles hablaban de bandidos y brujas, y las flores, de los lindos silfos enanos y de lo que les habían contado las mariposas.
Peces magníficos, de escamas de oro y plata, nadaban junto al bote, saltando de vez en cuando fuera del agua con un fuerte chapoteo, mientras innúmeras aves rojas y azules, grandes y chicas, lo seguían volando en largas filas, y los mosquitos danzaban, y los abejorros no paraban de zumbar: «¡Bum, bum!». Todos querían seguir a Federico, y todos tenían una historia que contarle.
¡Vaya excursioncita! Tan pronto el bosque era espeso y oscuro, como se abría en un maravilloso jardín, bañado de sol y cuajado de flores. Había vastos palacios de cristal y mármol con princesas en sus terrazas, y todas eran niñas a quienes Federico conocía y con las cuales había jugado. Todas le alargaban la mano y le ofrecían pastelillos de mazapán, mucho mejores que los que vendía la mujer de los pasteles. Federico agarraba el dulce por un extremo, pero la princesa no lo soltaba del otro, y así, al avanzar la barquita se quedaban cada uno con una parte: ella, la más pequeña; Federico, la mayor. Y en cada palacio había príncipes de centinela que, sables al hombro, repartían pasas y soldaditos de plomo.
¡Bien se veía que eran príncipes de veras!
El barquito navegaba ora por entre el bosque, ora a través de espaciosos salones o por el centro de una ciudad; y pasó también por la ciudad de su nodriza, la que lo había llevado en brazos cuando él era muy pequeñín y lo había querido tanto; y he aquí que la buena mujer le hizo señas con la cabeza y le cantó aquella bonita canción que había compuesto y enviado a Federico:
¡Cuánto te recuerdo, mi niño querido,
Mi dulce Federico, jamás te olvido!
Besé mil veces tu boquita sonriente,
Tus párpados suaves y tu blanca frente.
Oí de tus labios la palabra primera
Y hube de separarme de tu vera.
¡Bendígate Dios en toda ocasión,
Ángel que llevé contra mi corazón!
Y todas las avecillas le hacían coro, y las flores bailaban sobre sus peciolos, y los viejos árboles inclinaban, complacidos, las copas, como si también a ellos les contase historias Pegaojos.
Pegaojos
(Ole
Luköie)
Continuación
- Si quieres embarcar, Federico -dijo Pegaojos-, esta noche podrías irte por tierras extrañas y mañana estar de vuelta.
Y ahí tenéis a Federico, con sus mejores vestidos domingueros, embarcado en la magnífica nave. En un tris se despejó el cielo y el barco, con las velas desplegadas, avanzó por las calles, contorneó la iglesia y fue a salir a un mar inmenso. Y siguieron navegando hasta que desapareció toda tierra, y vieron una bandada de cigüeñas que se marchaban de su país en busca de otro más cálido. Las aves volaban en fila, una tras otra, y estaban ya lejos, muy lejos. Una de ellas se sentía tan cansada, que sus alas casi no podían ya sostenerla; era la última de la hilera, y volaba muy rezagada. Finalmente, la vio perder altura, con las alas extendidas, y aunque pegó unos aletazos, todo fue inútil. Tocó con las patas el aparejo del barco, deslizóse vela abajo y, ¡bum!, fue a caer sobre la cubierta.
La cogió el grumete y la metió en el gallinero, con los pollos, los gansos y los pavos; pero la pobre cigüeña se sentía cohibida entre aquella compañía.
- ¡Mirad a ésta! -exclamaron los pollos.
El pavo se hinchó tanto como pudo y le preguntó quién era. Los patos todo era andar a reculones, empujándose mutuamente y gritando: «¡Cuidado, cuidado!».
La cigüeña se puso a hablarles de la tórrida África, de las pirámides y las avestruces, que corren por el desierto más veloces que un camello salvaje. Pero los patos no comprendían sus palabras, y reanudaron los empujones: - Estamos todos de acuerdo en que es tonta, ¿verdad?.
- Claro que es tonta! -exclamó el pavo, y soltó unos graznidos. Entonces la cigüeña se calló y se quedó pensando en su África.
- ¡Qué patas tan delgadas tiene usted! -dijo la pava-. ¿A cuánto la vara?
«¡Cuac, cuac, cuac!», graznaron todos los gansos; pero la cigüeña hizo como si no los oyera.
- ¡Por qué no te ríes con nosotros? -le dijo la pava-. ¿No te parece graciosa mi pregunta? ¿O es que está por encima de tu inteligencia? ¡Bah! ¡Qué espíritu tan obtuso! Mejor será dejarla. -
Y soltó otro graznido, mientras los patos coreaban: «¡Cuac, cuac! ¡cuac, cuac!». ¡Dios mío, y cómo se divertían!
Pero Federico fue al gallinero, abrió la puerta y llamó a la cigüeña, que muy contenta lo siguió a la cubierta dando saltos.
Estaba ya descansada, y con sus inclinaciones de cabeza parecía dar las gracias a Federico. Desplegó luego las alas y emprendió nuevamente el vuelo hacia las tierras cálidas, mientras las gallinas cloqueaban, los patos graznaban, y al pavo se le ponía toda la cabeza encendida.
- ¡Mañana haremos una buena sopa contigo! -le dijo Federico, y en esto se despertó, y se encontró en su camita. ¡Qué extraño viaje le había procurado aquella noche Pegaojos.
- Pero ¿cómo voy a pasar por la ratonera? -preguntó Federico.- Déjalo por mi cuenta -replicó Pegaojos-; verás cuán pequeño te vuelvo. Y lo tocó con su jeringuita mágica, y enseguida Federico se fue reduciendo, reduciendo, hasta no ser más largo que un dedo-. Ahora puedes pedirle su uniforme al soldado de plomo; creo que te sentará bien, y en sociedad lo mejor es presentarse de uniforme.
- Desde luego -respondió Federico, y en un momento estuvo vestido de soldado de plomo.
- ¿Hace el favor de sentarse en el dedal de su madre? -preguntó el ratoncito-. Será para mí un honor llevarlo.
- Si la señorita es tan amable -dijo Federico; y salieron para la boda.
Primero llegaron a un largo corredor del sótano, junto lo bastante alto para que pudiesen pasar con el dedal; y en toda su longitud estaba alumbrado con la fosforescencia de madera podrida.
- ¿Verdad que huele bien? -dijo el ratón que lo llevaba-. Han untado todo el pasillo con corteza de tocino. ¡Ay, que cosa tan rica!
Así llegaron al salón de la fiesta. A la derecha se hallaban reunidas todas las ratitas, cuchicheando y hablándose al oído, qué no parecía sino que estuviesen a partir un piñón; y a la izquierda quedaban los caballeros, alisándose los bigotes con la patita. Y en el centro de la sala aparecía la pareja de novios, de pie sobre la corteza de un queso vaciado, besándose sin remilgos delante de toda la concurrencia, pues estaban prometidos y dentro unos momentos quedarían unidos en matrimonio.
Seguían llegando forasteros y más forasteros; todo eran apreturas y pisotones; los novios se habían plantado ante la misma puerta, de modo que no dejaban entrar ni salir. Toda la habitación estaba untada de tocino como el pasillo, y en este olor consistía el banquete; para postre presentaron un guisante, en el que un ratón de la familia había marcado con los dientes el nombre de los novios, quiero decir las iniciales. Jamás se vio cosa igual.
Todos los ratones afirmaron que había sido una boda hermosísima, y el banquete, magnífico.
Federico regresó entonces a su casa; estaba muy contento de haber conocido una sociedad tan distinguida; lástima que hubiera tenido que reducirse tanto de tamaño y vestirse de soldadito de plomo.
El viejo
farol
El jabalí
de bronce
El jabalí
de bronce
Continuación
El abeto
El abeto
Continuación
La Reina
de las Nieves
(historia
en siete episodios)
Atención, que vamos a empezar. Cuando hayamos llegado al final de esta parte sabremos más que ahora; pues esta historia trata de un duende perverso, uno de los peores, ¡como que era el diablo en persona! Un día estaba de muy buen humor, pues había construido un espejo dotado de una curiosa propiedad: todo lo bueno y lo bello que en él se reflejaba se encogía hasta casi desaparecer, mientras que lo inútil y feo destacaba y aún se intensificaba. Los paisajes más hermosos aparecían en él como espinacas hervidas, y las personas más virtuosas resultaban repugnantes o se veían en posición invertida, sin tronco y con las caras tan contorsionadas, que era imposible reconocerlas; y si uno tenía una peca, podía tener la certeza de que se le extendería por la boca y la nariz. Era muy divertido, decía el diablo. Si un pensamiento bueno y piadoso pasaba por la mente de una persona, en el espejo se reflejaba una risa sardónica, y el diablo se retorcía de puro regocijo por su ingeniosa invención. Cuantos asistían a su escuela de brujería - pues mantenía una escuela para duendes - contaron en todas partes que había ocurrido un milagro; desde aquel día, afirmaban, podía verse cómo son en realidad el mundo y los hombres. Dieron la vuelta al Globo con el espejo, y, finalmente, no quedó ya un solo país ni una sola persona que no hubiese aparecido desfigurada en él. Luego quisieron subir al mismo cielo, deseosos de reírse a costa de los ángeles y de Dios Nuestro Señor. Cuanto más se elevaban con su espejo, tanto más se reía éste sarcásticamente, hasta tal punto que a duras penas podían sujetarlo. Siguieron volando y acercándose a Dios y a los ángeles, y he aquí que el espejo tuvo tal acceso de risa, que se soltó de sus manos y cayó a la Tierra, donde quedó roto en cien millones, qué digo, en billones de fragmentos y aún más. Y justamente entonces causó más trastornos que antes, pues algunos de los pedazos, del tamaño de un grano de arena, dieron la vuelta al mundo, deteniéndose en los sitios donde veían gente, la cual se reflejaba en ellos completamente contrahecha, o bien se limitaban a reproducir sólo lo irregular de una cosa, pues cada uno de los minúsculos fragmentos conservaba la misma virtud que el espejo entero. A algunas personas, uno de aquellos pedacitos llegó a metérseles en el corazón, y el resultado fue horrible, pues el corazón se les volvió como un trozo de hielo. Varios pedazos eran del tamaño suficiente para servir de cristales de ventana; pero era muy desagradable mirar a los amigos a través de ellos. Otros fragmentos se emplearon para montar anteojos, y cuando las personas se calaban estos lentes para ver bien y con justicia, huelga decir lo que pasaba. El diablo se reía a reventar, divirtiéndose de lo lindo. Pero algunos pedazos diminutos volaron más lejos. Ahora vais a oírlo.
La Reina
de las Nieves
Continuación
En la gran ciudad, donde viven tantas personas y se alzan tantas casas que no queda sitio para que todos tengan un jardincito - por lo que la mayoría han de contentarse con cultivar flores en macetas -, había dos niños pobres que tenían un jardín un poquito más grande que un tiesto. No eran hermano y hermana, pero se querían como si lo fueran. Los padres vivían en las buhardillas de dos casas contiguas. En el punto donde se tocaban los tejados de las casas, y el canalón corría entre ellos, se abría una ventanita en cada uno de los edificios; bastaba con cruzar el canalón para pasar de una a otra de las ventanas.
Los padres de los dos niños tenían al exterior dos grandes cajones de madera, en los que plantaban hortalizas para la cocina; en cada uno crecía un pequeño rosal, y muy hermoso por cierto. He aquí que a los padres se les ocurrió la idea de colocar los cajones de través sobre el canalón, de modo que alcanzasen de una a otra ventana, con lo que parecían dos paredes de flores. Zarcillos de guisantes colgaban de los cajones, y los rosales habían echado largas ramas, que se curvaban al encuentro una de otra; era una especie de arco de triunfo de verdor y de flores. Como los cajones eran muy altos, y los niños sabían que no debían subirse a ellos, a menudo se les daba permiso para visitarse; entonces, sentados en sus taburetes bajo las rosas, jugaban en buena paz y armonía.
En invierno, aquel placer se interrumpía. Con frecuencia, las ventanas estaban completamente heladas. Entonces los chiquillos calentaban a la estufa monedas de cobre, y, aplicándolas contra el hielo que cubría al cristal, despejaban en él una mirilla, detrás de la cual asomaba un ojo cariñoso y dulce, uno en cada ventana; eran los del niño y de la niña; él se llamaba Carlos, y ella, Margarita. En verano era fácil pasar de un salto a la casa del otro, pero en invierno había que bajar y subir muchas escaleras, y además nevaba copiosamente en la calle. Es un enjambre de abejas blancas - decía la abuela, que era muy viejecita.
- ¿Tienen también una reina? -preguntó un día el chiquillo, pues sabía que las abejas de verdad la tienen.
- ¡Claro que sí! -respondió la abuela-. Vuela en el centro del enjambre, con las más grandes, y nunca se posa en el suelo, sino que se vuelve volando a la negra nube. Algunas noches de invierno vuela por las calles de la ciudad y mira al interior de las ventanas, y entonces éstas se hielan de una manera extraña, cubriéndose como de flores.
- ¡Sí, ya lo he visto! -exclamaron los niños a dúo; y entonces supieron que aquello era verdad.
- ¿Y podría entrar aquí la reina de las nieves? -preguntó la muchachita.
- Déjala que entre -dijo el pequeño-. La pondré sobre la estufa y se derretirá.
Pero la abuela le acarició el cabello y se puso a contar otras historias.
Aquella noche, estando Carlitos en su casa medio desnudo, subióse a la silla que había junto a la ventana y miró por el agujerito. Fuera caían algunos copos de nieve, y uno de ellos, el mayor, se posó sobre el borde de uno de los cajones de flores; fue creciendo creciendo, y se transformó, finalmente, en una doncella vestida con un exquisito velo blanco hecho como de millones de copos en forma de estrella. Era hermosa y distinguida, pero de hielo, de un hielo cegador y centelleante, y, sin embargo, estaba viva; sus ojos brillaban como límpidas estrellas, pero no había paz y reposo en ellos. Hizo un gesto con la cabeza y una seña con la mano. El niño, asustado, saltó al suelo de un brinco; en aquel momento pareció como si delante de la ventana pasara volando un gran pájaro. Fue una sensación casi real.
Al día siguiente hubo helada con el cielo sereno, y luego vino el deshielo; después apareció la primavera. Lució el sol, brotaron las plantas, las golondrinas empezaron a construir sus nidos; abriéronse las ventanas, y los niños pudieron volver a su jardincito del canalón, encima de todos los pisos de las casas.
En verano, las rosas florecieron con todo su esplendor. La niña había aprendido una canción que hablaba de rosas, y en ella pensaba al mirar las suyas; y la cantó a su compañero, el cual cantó con ell
«Florecen en el valle las rosas,
Bendito seas, Jesús, que las haces tan hermosas».
Y los pequeños, cogidos de las manos, besaron las rosas y, dirigiendo la mirada a la clara luz del sol divino, le hablaron como si fuese el Niño Jesús. ¡Qué días tan hermosos! ¡Qué bello era todo allá fuera, junto a los lozanos rosales que parecían dispuestos a seguir floreciendo eternamente!
Carlos y Margarita, sentados, miraban un libro de estampas en que se representaban animales y pajarillos, y entonces - el reloj acababa de dar las cinco en el gran campanario - dijo Carlos: - ¡Ay, qué pinchazo en el corazón! ¡Y algo me ha entrado en el ojo!
La niña le rodeó el cuello con el brazo, y él parpadeaba, pero no se veía nada.
- Creo que ya salió -dijo; pero no había salido. Era uno de aquellos granitos de cristal desprendidos del espejo, el espejo embrujado. Bien os acordáis de él, de aquel horrible cristal que volvía pequeño y feo todo lo grande y bueno que en él se reflejaba, mientras hacía resaltar todo lo malo y ponía de relieve todos los defectos de las cosas. Pues al pobre Carlitos le había entrado uno de sus trocitos en el corazón. ¡Qué poco tardaría éste en volvérsela como un témpano de hielo! Ya no le dolía, pero allí estaba.
- ¿Por qué lloras? -preguntó el niño-. ¡Qué fea te pones! No ha sido nada. ¡Uf! -exclamó de pronto-, ¡aquella rosa está agusanada! Y mira cómo está tumbada. No valen nada, bien mirado. ¡Qué quieres que salga de este cajón! -y pegando una patada al cajón, arrancó las dos rosas.
- Carlos, ¿qué haces? -exclamó la niña; y al darse él cuenta de su espanto, arrancó una tercera flor, se fue corriendo a su ventana y huyó de la cariñosa Margarita.
Al comparecer ella más tarde con el libro de estampas, le dijo Carlos que aquello era para niños de pecho; y cada vez que abuelita contaba historias, salía él con alguna tontería. Siempre que podía, se situaba detrás de ella, y, calándose unas gafas, se ponía a imitarla; lo hacía con mucha gracia, y todos los presentes se reían. Pronto supo remedar los andares y los modos de hablar de las personas que pasaban por la calle, y todo lo que tenían de peculiar y de feo. Y la gente exclamaba: - ¡Tiene una cabeza extraordinaria este chiquillo! -. Pero todo venía del cristal que por el ojo se le había metido en el corazón; esto explica que se burlase incluso de la pequeña Margarita, que tanto lo quería.
Sus juegos eran ahora totalmente distintos de los de antes; eran muy juiciosos. En invierno, un día de nevada, se presentó con una gran lupa, y sacando al exterior el extremo de su chaqueta, dejó que se depositasen en ella los copos de nieve.
- Mira por la lente, Margarita -dijo; y cada copo se veía mucho mayor, y tenía la forma de una magnífica flor o de una estrella de diez puntas; daba gusto mirarlo -. ¡Fíjate qué arte! -observó Carlos-. Es mucho más interesante que las flores de verdad; aquí no hay ningún defecto, son completamente regulares. ¡Si no fuera porque se funden!
Poco más tarde, el niño, con guantes y su gran trineo a la espalda, dijo al oído de Margarita: - Me han dado permiso para ir a la plaza a jugar con los otros niños -y se marchó.
En la plaza no era raro que los chiquillos más atrevidos atasen sus trineos a los coches de los campesinos, y de esta manera paseaban un buen trecho arrastrados por ellos. Era muy divertido. Cuando estaban en lo mejor del juego, llegó un gran trineo pintado de blanco, ocupado por un personaje envuelto en una piel blanca y tocado con un gorro, blanco también. El trineo dio dos vueltas a la plaza, y Carlos corrió a atarle el suyo, dejándose arrastrar. El trineo desconocido corría a velocidad creciente, y se internó en la calle más próxima; el conductor volvió la cabeza e hizo una seña amistosa a Carlos, como si ya lo conociese. Cada vez que Carlos trataba de soltarse, el conductor le hacía un signo con la cabeza, y el pequeño se quedaba sentado. Al fin salieron de la ciudad, y la nieve empezó a caer tan copiosamente, que el chiquillo no veía siquiera la mano cuando se la ponía delante de los ojos; pero la carrera continuaba. Él soltó rápidamente la cuerda para desatarse del trineo grande pero de nada le sirvió; su pequeño vehículo seguía sujeto, y corrían con la velocidad del viento. Se puso a gritar, pero nadie lo oyó; continuaba nevando intensamente, y el trineo volaba, pegando de vez en cuando violentos saltos, como si salvase fosos y setos. Carlos estaba aterrorizado; quería rezar el Padrenuestro, pero sólo acudía a su memoria la tabla de multiplicar.
Los copos de nieve eran cada vez mayores, hasta que, al fin, parecían grandes pollos blancos. De repente dieron un salto a un lado, el trineo se detuvo, y la persona que lo conducía se incorporó en el asiento. La piel y el gorro eran de pura nieve, y ante los ojos del chiquillo se presentó una señora alta y esbelta, de un blanco resplandeciente. Era la Reina de las Nieves.
- Hemos corrido mucho -dijo, pero, ¡qué frío! Métete en mi piel de oso -, prosiguió, y lo sentó junto a ella en su trineo y lo envolvió en la piel. A él le pareció que se hundía en un torbellino de nieve.
- ¿Todavía tienes frío? -preguntóle la señora, besándolo en la frente. ¡Oh, sus labios eran peor que el hielo, y el beso se le entró en el corazón, que ya de suyo estaba medio helado! Tuvo la sensación de que iba a morir, pero no duró más que un instante; luego se sintió perfectamente, y dejó de notar el frío.
«¡Mi trineo! ¡No olvides mi trineo!», pensó él de pronto; pero estaba atado a uno de los pollos blancos, el cual echo a volar detrás de ellos con el trineo a la espalda. La Reina de las Nieves dio otro beso a Carlos, y Margarita, la abuela y todos los demás se borraron de su memoria.
- No te volveré a besar -dijo ella-, pues de lo contrario te mataría.
Carlos la miró; era muy hermosa; no habría podido imaginar un rostro más inteligente y atractivo. Ya no le parecía de hielo, como antes, cuando le había estado haciendo señas a través de la ventana. A los ojos del niño era perfecta, y no le inspiraba temor alguno. Contóle que sabía hacer cálculo mental, hasta con quebrados; que sabía cuántas millas cuadradas y cuántos habitantes tenía el país. Ella lo escuchaba sonriendo, y Carlos empezó a pensar que tal vez no sabía aún bastante. Y levantó los ojos al firmamento, y ella emprendió el vuelo con él, hacia la negra nube, entre el estrépito de la tempestad; el niño se acordó de una vieja canción. Pasaron volando por encima de ciudades y lagos, de mares y países; debajo de ellos aullaban el gélido viento y los lobos, y centelleaba la nieve; y encima volaban las negras y ruidosas cornejas; pero en lo más alto del cielo brillaba, grande y blanca, la luna, y Carlos la estuvo contemplando durante toda la larga noche. Al amanecer se quedó dormido a los pies de la Reina de las Nieves.
La
campana
A la caída de la
tarde, cuando se pone el sol, y las nubes brillan como si fuesen de oro por
entre las chimeneas, en las estrechas calles de la gran ciudad solía orse un
sonido singular, como el tañido de una campana; pero se percibía sólo por un
momento, pues el estrépito del tránsito rodado y el griterío eran demasiado
fuertes.
- Toca la campana
de la tarde -decía la gente-, se está poniendo el sol.
Para los que vivían
fuera de la ciudad, donde las casas estaban separadas por jardines y pequeños
huertos, el cielo crepuscular era aún más hermoso, y los sones de la campana
llegaban más intensos; habríase dicho que procedían de algún templo situado en
lo más hondo del bosque fragante y tranquilo, y la gente dirigía la mirada
hacia él en actitud recogida.
Transcurrió
bastante tiempo. La gente decía: - ¿No habrá una iglesia allá en el bosque? La
campana suena con una rara solemnidad. ¿Vamos a verlo?
Los ricos se
dirigieron al lugar en coche, y los pobres a pie, pero a todos se les hizo
extraordinariamente largo el camino, y cuando llegaron a un grupo de sauces que
crecían en la orilla del bosque, se detuvieron a acampar y, mirando las largas
ramas desplegadas sobre sus cabezas, creyeron que estaban en plena selva. Salió
el pastelero y plantó su tienda, y luego vino otro, que colgó una campana en la
cima de la suya; por cierto que era una campana alquitranada, para resistir la
lluvia, pero le faltaba el badajo. De regreso a sus casas, las gentes afirmaron
que la excursión había sido muy romántica, muy distinta a una simple merienda.
Tres personas aseguraron que se habían adentrado en el bosque, llegando hasta
su extremo, sin dejar de percibir el extraño tañido de la campana; pero les
daba la impresión de que venía de la ciudad. Una de ellas compuso sobre el caso
todo un poema, en el que decía que la campana sonaba como la voz de una madre a
los oídos de un hijo querido y listo. Ninguna melodía era comparable al son de
la campana.
El Emperador del
país se sintió también intrigado y prometió conferir el título de «campanero
universal» a quien descubriese la procedencia del sonido, incluso en el caso de
que no se tratase de una campana.
Fueron muchos los
que salieron al bosque, pero uno solo trajo una explicación plausible. Nadie
penetró muy adentro, y él tampoco; sin embargo, dijo que aquel sonido de
campana venía de una viejísima lechuza que vivía en un árbol hueco; era una
lechuza sabia que no cesaba de golpear con la cabeza contra el árbol. Lo que no
podía precisar era si lo que producía el sonido era la cabeza o el tronco
hueco. El hombre fue nombrado campanero universal, y en adelante cada año
escribió un tratado sobre la lechuza; pero la gente se quedó tan enterada como
antes.
Llegó la fiesta de
la confirmación; el predicador había hablado con gran elocuencia y unción, y
los niños quedaron muy enfervorizados. Para ellos era un día muy importante, ya
que de golpe pasaban de niños a personas mayores; el alma infantil se
transportaba a una personalidad dotada de mayor razón. Brillaba un sol
delicioso; los niños salieron de la ciudad y no tardaron en oír, procedente del
bosque, el tañido de la enigmática campana, más claro y recio que nunca. A
todos, excepto a tres, entráronles ganas de ir en su busca: una niña prefirió
volverse a casa a probarse el vestido de baile, pues el vestido y el baile
habían sido precisamente la causa de que la confirmaran en aquella ocasión, ya
que de otro modo no hubiera asistido; el segundo fue un pobre niño, a quien el
hijo del fondista había prestado el traje y los zapatos, a condición de
devolverlos a una hora determinada; el tercero manifestó que nunca iba a un
lugar desconocido sin sus padres; siempre había sido un niño obediente, y
quería seguir siéndolo después de su confirmación. Y que nadie se burle de él,
a pesar de que los demás lo hicieron.
Así, aparte los
tres mencionados, los restantes se pusieron en camino. Lucía el sol y gorjeaban
los pájaros, y los niños que acababan de recibir el sacramento iban cantando,
cogidos de las manos, pues todavía no tenían dignidades ni cargos, y eran todos
iguales ante Dios. Dos de los más pequeños no tardaron en fatigarse, y se
volvieron a la ciudad; dos niñas se sentaron a trenzar guirnaldas de flores, y
se quedaron también rezagadas; y cuando los demás llegaron a los sauces del
pastelero, dijeron:
- ¡Toma, ya estamos
en el bosque! La campana no existe; todo son fantasías.
De pronto, la
campana sonó en lo más profundo del bosque, tan magnífica y solemne, que cuatro
o cinco de los muchachos decidieron adentrarse en la selva. El follaje era muy
espeso, y resultaba en extremo difícil seguir adelante; las aspérulas y las
anemonas eran demasiado altas, y las floridas enredaderas y las zarzamoras
colgaban en largas guirnaldas de árbol a árbol, mientras trinaban los
ruiseñores y jugueteaban los rayos del sol. ¡Qué espléndido! Pero las niñas no
podían seguir por aquel terreno; se hubieran roto los vestidos. Había también
enormes rocas cubiertas de musgos multicolores, y una límpida fuente manaba,
dejando oír su maravillosa canción: ¡gluc, gluc!
- ¿No será ésta la
campana? -preguntó uno de los confirmandos, echándose al suelo a escuchar-.
Habría que estudiarlo bien y se quedó, dejando que los demás se marchasen.
Llegaron a una casa
hecha de corteza de árbol y ramas. Un gran manzano silvestre cargado de fruto
se encaramaba por encima de ella, como dispuesto a sacudir sus manzanas sobre
el tejado, en el que florecían rosas; las largas ramas se apoyaban precisamente
en el hastial, del que colgaba una pequeña campana. ¿Sería la que habían oído?
Todos convinieron en que sí, excepto uno, que afirmó que era demasiado pequeña
y delicada para que pudiera oírse a tan gran distancia; eran distintos los
sones capaces de conmover un corazón humano. El que así habló era un príncipe,
y los otros dijeron: «Los de su especie siempre se las dan de más listos que
los demás».
Prosiguió, pues,
solo su camino, y a medida que avanzaba sentía cada vez más en su pecho la
soledad del bosque; pero seguía oyendo la campanita junto a la que se habían
quedado los demás, y a intervalos, cuando el viento traía los sones de la del
pastelero, oía también los cantos que de allí procedían. Pero las campanadas
graves seguían resonando más fuertes, y pronto pareció como si, además, tocase
un órgano; sus notas venían del lado donde está el corazón.
Se produjo un
rumoreo entre las zarzas y el príncipe vio ante sí a un muchacho calzado con
zuecos y vestido con una chaqueta tan corta, que las mangas apenas le pasaban
de los codos. Se conocieron enseguida, pues el mocito resultó ser aquel mismo
confirmando que no había podido ir con sus compañeros por tener que devolver al
hijo del posadero el traje y los zapatos. Una vez cumplido el compromiso, se
había encaminado también al bosque en zuecos y pobremente vestido, atraído por
los tañidos, tan graves y sonoros, de la campana.
- Podemos ir juntos
-dijo el príncipe. Mas el pobre chico estaba avergonzado de sus zuecos, y,
tirando de las cortas mangas de su chaqueta, alegó que no podría alcanzarlo;
creía además que la campana debía buscarse hacia la derecha, que es el lado de
todo lo grande y magnífico.
- En este caso no
volveremos a encontrarnos -respondió el príncipe; y se despidió con un gesto
amistoso. El otro se introdujo en la parte más espesa del bosque, donde los
espinos no tardaron en desgarrarle los ya míseros vestidos y ensangrentarse
cara, manos y pies. También el príncipe recibió algunos arañazos, pero el sol
alumbraba su camino. Lo seguiremos, pues era un mocito avispado.
- ¡He de encontrar
la campana! -dijo- aunque tenga que llegar al fin del mundo.
Los malcarados
monos, desde las copas de los árboles, le enseñaban los dientes con sus risas
burlonas.
- ¿Y si le diésemos
una paliza? -decían-. ¿Vamos a apedrearlo? ¡Es un príncipe!
Pero el mozo
continuó infatigable bosque adentro, donde crecían las flores más maravillosas.
Había allí blancos lirios estrellados con estambres rojos como la sangre,
tulipanes de color azul celeste, que centelleaban entre las enredaderas, y
manzanos cuyos frutos parecían grandes y brillantes pompas de jabón. ¡Cómo
refulgían los árboles a la luz del sol! En derredor, en torno a bellísimos
prados verdes, donde el ciervo y la corza retozaban entre la alta hierba,
crecían soberbios robles y hayas, y en los lugares donde se había desprendido
la corteza de los troncos, hierbas y bejucos brotaban de las grietas. Había
también vastos espacios de selva ocupados por plácidos lagos, en cuyas aguas
flotaban blancos cisnes agitando las alas. El príncipe se detenía con
frecuencia a escuchar; a veces le parecía que las graves notas de la campana
salían de uno de aquellos lagos, pero muy pronto se percataba de que no venían
de allí, sino demás adentro del bosque.
Se puso el sol, el
aire tomó una tonalidad roja de fuego, mientras en la selva el silencio se
hacía absoluto. El muchacho se hincó de rodillas y, después de cantar el salmo
vespertino, dijo:
- Jamás encontraré
lo que busco; ya se pone el sol y llega la noche, la noche oscura. Tal vez
logre ver aún por última vez el sol, antes de que se oculte del todo bajo el
horizonte. Voy a trepar a aquella roca; su cima es tan elevada como la de los
árboles más altos.
Y agarrándose a los
sarmientos y raíces, se puso a trepar por las húmedas piedras, donde se
arrastraban las serpientes de agua, y los sapos lo recibían croando; pero él
llegó a la cumbre antes de que el astro, visto desde aquella altura,
desapareciera totalmente.
¡Gran Dios, qué
maravilla! El mar, inmenso y majestuoso, cuyas largas olas rodaban hasta la
orilla, extendíase ante él, y el sol, semejante a un gran altar reluciente,
aparecía en el punto en que se unían el mar y el cielo. Todo se disolvía en
radiantes colores, el bosque cantaba, y cantaba el océano, y su corazón les
hacía coro; la Naturaleza entera se había convertido en un enorme y sagrado
templo, cuyos pilares eran los árboles y las nubes flotantes, cuya alfombra la
formaban las flores y hierbas, y la espléndida cúpula el propio cielo. En lo
alto se apagaron los rojos colores al desaparecer el sol, pero en su lugar se
encendieron millones de estrellas como otras tantas lámparas diamantinas, y el
príncipe extendió los brazos hacia el cielo, hacia el bosque y hacia el mar; y
de pronto, viniendo del camino de la derecha, se presentó el muchacho pobre,
con sus mangas cortas y sus zuecos; había llegado también a tiempo, recorrida
su ruta. Los dos mozos corrieron al encuentro uno de otro y se cogieron de las
manos en el gran templo de la Naturaleza y de la Poesía, mientras encima de
ellos resonaba la santa campana invisible, y los espíritus bienaventurados la
acompañaban en su vaivén cantando un venturoso aleluya.
El
alforfón
Si después de una
tormenta pasáis junto a un campo de alforfón, lo veréis a menudo ennegrecido y
como chamuscado; se diría que sobre él ha pasado una llama, y el labrador
observa: - Esto es de un rayo -. Pero, ¿cómo sucedió? Os lo voy a contar, pues
yo lo sé por un gorrioncillo, al cual, a su vez, se lo reveló un viejo sauce
que crece junto a un campo de alforfón. Es un sauce corpulento y venerable pero
muy viejo y contrahecho, con una hendidura en el tronco, de la cual salen
hierbajos y zarzamoras. El árbol está muy encorvado, y las ramas cuelgan hasta
casi tocar el suelo, como una larga cabellera verde.
En todos los campos
de aquellos contornos crecían cereales, tanto centeno como cebada y avena, esa
magnífica avena que, cuando está en sazón, ofrece el aspecto de una fila de
diminutos canarios amarillos posados en una rama. Todo aquel grano era una
bendición, y cuando más llenas estaban las espigas, tanto más se inclinaban,
como en gesto de piadosa humildad.
Pero había también
un campo sembrado de alforfón, frente al viejo sauce. Sus espigas no se
inclinaban como las de las restantes mieses, sino que permanecían enhiestas y
altivas.
- Indudablemente,
soy tan rico como la espiga de trigo - decía -, y además soy mucho más bonito;
mis flores son bellas como las del manzano; deleita los ojos mirarnos, a mí y a
los míos. ¿Has visto algo más espléndido, viejo sauce?
El árbol hizo un
gesto con la cabeza, como significando: «¡Qué cosas dices!». Pero el alforfón,
pavoneándose de puro orgullo, exclamó: - ¡Tonto de árbol! De puro viejo, la
hierba le crece en el cuerpo.
Pero he aquí que
estalló una espantosa tormenta; todas las flores del campo recogieron sus hojas
y bajaron la cabeza mientras la tempestad pasaba sobre ellas; sólo el alforfón
seguía tan engreído y altivo.
- ¡Baja la cabeza
como nosotras! - le advirtieron las flores.
- ¡Para qué! -
replicó el alforfón.
- ¡Agacha la cabeza
como nosotros! - gritó el trigo -. Mira que se acerca el ángel de la tempestad.
Sus alas alcanzan desde las nubes al suelo, y puede pegarte un aletazo antes de
que tengas tiempo de pedirle gracia.
- ¡Que venga! No
tengo por qué humillarme - respondió el alforfón.
- ¡Cierra tus
flores y baja tus hojas! - le aconsejó, a su vez, el viejo sauce -. No levantes
la mirada al rayo cuando desgarre la nube; ni siquiera los hombres pueden
hacerlo, pues a través del rayo se ve el cielo de Dios, y esta visión ciega al
propio hombre. ¡Qué no nos ocurriría a nosotras, pobres plantas de la tierra,
que somos mucho menos que él!
- ¿Menos que él? -
protestó el alforfón -. ¡Pues ahora miraré cara a cara al cielo de Dios! -. Y
así lo hizo, cegado por su soberbia. Y tal fue el resplandor, que no pareció
sino que todo el mundo fuera una inmensa llamarada.
Pasada ya la
tormenta, las flores y las mieses se abrieron y levantaron de nuevo en medio
del aire puro y en calma, vivificados por la lluvia; pero el alforfón aparecía
negro como carbón, quemado por el rayo; no era más que un hierbajo muerto en el
campo.
El viejo sauce
mecía sus ramas al impulso del viento, y de sus hojas verdes caían gruesas
gotas de agua, como si el árbol llorase, y los gorriones le preguntaron:
- ¿Por qué lloras?
¡Si todo esto es una bendición! Mira cómo brilla el sol, y cómo desfilan las
nubes. ¿No respiras el aroma de las flores y zarzas? ¿Por qué lloras, pues,
viejo sauce?
Y el sauce les
habló de la soberbia del alforfón, de su orgullo y del castigo que le valió.
Yo, que os cuento la historia, la oí de los gorriones. Me la narraron una
tarde, en que yo les había pedido que me contaran un cuento.
La casa
vieja
Había en una
callejuela una casa muy vieja, muy vieja; tenía casi trescientos años, según
podía leerse en las vigas, en las que estaba escrito el año, en cifras talladas
sobre una guirnalda de tulipanes y hojas de lúpulo. Había también versos
escritos en el estilo de los tiempos pasados, y sobre cada una de las ventanas
en la viga, se veía esculpida una cara grotesca, a modo de caricatura. Cada
piso sobresalía mucho del inferior, y bajo el tejado habían puesto una gotera
con cabeza de dragón; el agua de lluvia salía por sus fauces, pero también por
su barriga, pues la canal tenía un agujero.
Todas las otras
casas de la calle eran nuevas y bonitas, con grandes cristales en las ventanas
y paredes lisas; bien se veía que nada querían tener en común con la vieja, y
seguramente pensaban:
«¿Hasta cuándo
seguirá este viejo armatoste, para vergüenza de la calle? Además, el balcón
sobresale de tal modo que desde nuestras ventanas nadie puede ver lo que pasa
allí. La escalera es ancha como la de un palacio y alta como la de un
campanario. La barandilla de hierro parece la puerta de un panteón, y además
tiene pomos de latón. ¡Habráse visto!».
Frente por frente
había también casas nuevas que pensaban como las anteriores; pero en una de sus
ventanas vivía un niño de coloradas mejillas y ojos claros y radiantes, al que
le gustaba la vieja casa, tanto a la luz del sol como a la de la luna. Se
entretenía mirando sus decrépitas paredes, y se pasaba horas enteras imaginando
los cuadros más singulares y el aspecto que años atrás debía de ofrecer la
calle, con sus escaleras, balcones y puntiagudos hastiales; veía pasar soldados
con sus alabardas y correr los canalones como dragones y vestiglos. Era
realmente una casa notable. En el piso alto vivía un anciano que vestía calzón
corto, casaca con grandes botones de latón y una majestuosa peluca. Todas las
mañanas iba a su cuarto un viejo sirviente, que cuidaba de la limpieza y hacía
los recados; aparte él, el anciano de los calzones cortos vivía completamente
solo en la vetusta casona. A veces se asomaba a la ventana; el chiquillo lo
saludaba entonces con la cabeza, y el anciano le correspondía de igual modo.
Así se conocieron, y entre ellos nació la amistad, a pesar de no haberse
hablado nunca; pero esto no era necesario.
El chiquillo oyó
cómo sus padres decían:
- El viejo de
enfrente parece vivir con desahogo, pero está terriblemente solo.
El domingo
siguiente el niño cogió un objeto, lo envolvió en un pedazo de papel, salió a
la puerta y dijo al mandadero del anciano:
- Oye, ¿quieres
hacerme el favor de dar esto de mi parte al anciano señor que vive arriba?
Tengo dos soldados de plomo y le doy uno, porque sé que está muy solo.
El viejo sirviente
asintió con un gesto de agrado y llevó el soldado de plomo a la vieja casa.
Luego volvió con el encargo de invitar al niño a visitar a su vecino, y el niño
acudió, después de pedir permiso a sus padres.
Los pomos de latón
de la barandilla de la escalera brillaban mucho más que de costumbre; diríase
que los habían pulimentado con ocasión de aquella visita; y parecía que los
trompeteros de talla, que estaban esculpidos en la puerta saliendo de
tulipanes, soplaran con todas sus fuerzas y con los carrillos mucho más
hinchados que lo normal. «¡Taratatrá! ¡Que viene el niño! ¡Taratatrá!»,
tocaban; y se abrió la puerta. Todas las paredes del vestíbulo estaban
cubiertas de antiguos cuadros representando caballeros con sus armaduras y
damas vestidas de seda; y las armas rechinaban, y las sedas crujían. Venía
luego una escalera que, después de subir un buen trecho, volvía a bajar para
conducir a una azotea muy decrépita, con grandes agujeros y largas grietas, de
las que brotaban hierbas y hojas. Toda la azotea, el patio y las paredes
estaban revestidas de verdor, y aun no siendo más que un terrado, parecía un
jardín. Había allí viejas macetas con caras pintadas, y cuyas asas eran orejas
de asno; pero las flores crecían a su antojo, como plantas silvestres. De uno
de los tiestos se desparramaban en todos sentidos las ramas y retoños de una
espesa clavellina, y los retoños hablaban en voz alta, diciendo: «¡He recibido
la caricia del aire y un beso del sol, y éste me ha prometido una flor para el
domingo, una florecita para el domingo!».
Pasó luego a una
habitación cuyas paredes estaban revestidas de cuero de cerdo, estampado de
flores doradas.
El dorado se
desluce
pero el cuero
queda,
decían las paredes.
Había sillones de
altos respaldos, tallados de modo pintoresco y con brazos a ambos lados.
«¡Siéntese! ¡Tome asiento! -decían-. ¡Ay! ¡Cómo crujo! Seguramente tendré la
gota, como el viejo armario. La gota en la espalda, ¡ay!».
Finalmente, el niño
entró en la habitación del mirador, en la cual estaba el anciano.
- Muchas gracias
por el soldado de plomo, amiguito mío -dijo el viejo-. Y mil gracias también
por tu visita.
«¡Gracias,
gracias!», o bien «¡crrac, crrac!», se oía de todos los muebles. Eran tantos,
que casi se estorbaban unos a otros, pues, todos querían ver al niño.
En el centro de la
pared colgaba el retrato de una hermosa dama, de aspecto alegre y juvenil, pero
vestida a la antigua, con el pelo empolvado y las telas tiesas y holgadas; no
dijo ni «gracias» ni «crrac», pero miraba al pequeño con ojos dulces. Éste
preguntó al viejo:
-¿ De dónde lo has
sacado?
- Del ropavejero de
enfrente -respondió el hombre-. Tiene muchos retratos. Nadie los conoce ni se
preocupa de ellos, pues todos están muertos y enterrados; pero a ésta la conocí
yo en tiempos; hace ya cosa de medio siglo que murió.
Bajo el cuadro
colgaba, dentro de un marco y cubierto con cristal, un ramillete de flores
marchitas; seguramente habrían sido cogidas también medio siglo atrás, tan
viejas parecían. El péndulo del gran reloj marcaba su tictac, y las manecillas
giraban, y todas las cosas de la habitación se iban volviendo aún más viejas;
pero ellos no lo notaron.
- En casa dicen -observó
el niño- que vives muy solo.
- ¡Oh! -sonrió el
anciano-, no tan solo como crees. A menudo vienen a visitarme los viejos
pensamientos, con todo lo que traen consigo, y, además, ahora has venido tú. No
tengo por qué quejarme.
Entonces sacó del
armario un libro de estampas, entre las que figuraban largas comitivas, coches
singularísimos como ya no se ven hoy día, soldados y ciudadanos con las
banderas de las corporaciones: la de los sastres llevaba unas tijeras
sostenidas por dos leones; la de los zapateros iba adornada con un águila, sin
zapatos, es cierto, pero con dos cabezas, pues los zapateros lo quieren tener
todo doble, para poder decir: es un par. ¡Qué hermoso libro de estampas!
El anciano pasó a
otra habitación a buscar golosinas, manzanas y nueces; en verdad que la vieja
casa no carecía de encantos.
- ¡No lo puedo
resistir! -exclamó de súbito el soldado de plomo desde su sitio encima de la
cómoda-. Esta casa está sola y triste. No; quien ha conocido la vida de
familia, no puede habituarse a esta soledad. ¡No lo resisto! El día se hace
terriblemente largo, y la noche, más larga aún. Aquí no es como en tu casa,
donde tu padre y tu madre charlan alegremente, y donde tú y los demás
chiquillos estáis siempre alborotando. ¿Cómo puede el viejo vivir tan solo?
¿Imaginas lo que es no recibir nunca un beso, ni una mirada amistosa, o un
árbol de Navidad? Una tumba es todo lo que espera. ¡No puedo resistirlo!
La casa
vieja
Continuación
- No debes tomarlo
tan a la tremenda -respondió el niño-. Yo me siento muy bien aquí. Vienen de
visita los viejos pensamientos, con toda su compañía de recuerdos.
- Sí, pero yo no
los veo ni los conozco -insistió el soldado de plomo-. No puedo soportarlo.
- Pues no tendrás
más remedio -dijo el chiquillo.
Volvió el anciano
con cara risueña y con riquísimas confituras, manzanas y nueces, y el pequeño
ya no se acordó más del soldado.
Regresó a su casa
contento y feliz; transcurrieron días y semanas; entre él y la vieja casa se
cruzaron no pocas señas de simpatía, y un buen día el chiquillo repitió la
visita.
Los trompeteros de
talla tocaron: «¡Taratatrá! ¡Ahí llega el pequeño! ¡Taratatrá!»; entrechocaron
los sables y las armaduras de los retratos de los viejos caballeros, crujieron
las sedas, «habló» el cuero de cerdo, y los antiguos sillones que sufrían de
gota en la espalda soltaron su ¡ay! Todo ocurrió exactamente igual que la
primera vez, pues allí todos los días eran iguales, y las horas no lo eran
menos.
- ¡No puedo
resistirlo! -exclamó el soldado-. He llorado lágrimas de plomo. ¡Qué tristeza
la de esta casa! Prefiero que me envíes a la guerra, aunque haya de perder
brazos y piernas. Siquiera allí hay variación. ¡No lo resisto más! Ahora ya sé
lo que es recibir la visita de sus viejos pensamientos, con todos los recuerdos
que traen consigo. Los míos me han visitado también, y, créeme, a la larga no
te dan ningún placer; he estado a punto de saltar de la cómoda. Os veía a todos
allá enfrente, en casa, tan claramente como si estuvieseis aquí; volvía a ser
un domingo por la mañana, ya sabes lo que quiero decir. Todos los niños
colocados delante de la mesa, cantabais vuestra canción, la de todas las
mañanas, con las manitas juntas. Vuestros padres estaban también con aire serio
y solemne, y entonces se abrió la puerta y trajeron a vuestra hermanita María,
que no ha cumplido aún los dos años y siempre se pone a bailar cuando oye
música, de cualquier especie que sea. No estaba bien que lo hiciera, pero se
puso a bailar; no podía seguir el compás, pues las notas eran muy largas; primero
se sostenía sobre una pierna e inclinaba la cabeza hacia delante, luego sobre
la otra y volvía a inclinarla, pero la cosa no marchaba. Todos estabais allí
muy serios, lo cual no os costaba poco esfuerzo, pero yo me reía para mis
adentros, y, al fin, me caí de la mesa y me hice un chichón que aún me dura;
pero reconozco que no estuvo bien que me riera. Y ahora todo vuelve a desfilar
por mi memoria; y esto son los viejos pensamientos, con lo que traen consigo.
Dime, ¿cantáis todavía los domingos? Cuéntame algo de Marita, y ¿qué tal le va
a mi compañero, el otro soldado de plomo? De seguro que es feliz. ¡Vamos, que
no puedo resistirlo!
- Lo siento, pero
ya no me perteneces -dijo el niño-. Te he regalado, y tienes que quedarte. ¿No
lo comprendes?
Entró el viejo con
una caja que contenía muchas cosas maravillosas: una casita de yeso, un bote de
bálsamo y naipes antiguos, grandes y dorados como hoy ya no se estilan. Abrió
muchos cajones, y también el piano, cuya tapa tenía pintado un paisaje en la
parte interior; dio un sonido ronco cuando el hombre lo tocó; y en voz queda,
éste se puso a cantar una canción.
- ¡Ella sí sabía
cantarla! -dijo, indicando con un gesto de la cabeza el cuadro que había
comprado al trapero; y en sus ojos apareció un brillo inusitado.
- ¡Quiero ir a la
guerra, quiero ir a la guerra! -gritó el soldado de plomo con todas sus
fuerzas; y se precipitó al suelo.
- ¿Dónde se habrá
metido? Lo buscó el viejo y lo buscó el niño, pero no lograron dar con él-. Ya
lo encontraré -dijo el anciano; pero no hubo modo, el suelo estaba demasiado
agujereado; el soldado había caído por una grieta, y fue a parar a un foso
abierto.
Pasó el día, y el
niño se volvió a su casa. Transcurrió aquella semana y otras varias. Las
ventanas estaban heladas; el pequeño, detrás de ellas, con su aliento,
conseguía despejar una mirilla en el cristal para poder ver la casa de
enfrente: la nieve llenaba todas las volutas e inscripciones y se acumulaba en
las escaleras, como si no hubiese nadie en la casa. Y, en efecto, no había nadie:
el viejo había muerto.
Al anochecer, un
coche se paró frente a la puerta y lo bajaron en el féretro; reposaría en el
campo, en el panteón familiar. A él se encaminó el carruaje, sin que nadie lo
acompañara; todos sus amigos estaban ya muertos. Al pasar, el niño, con las
manos, envió un beso al ataúd.
Algunos días
después se celebró una subasta en la vieja casa, y el pequeño pudo ver desde su
ventana cómo se lo llevaban todo: los viejos caballeros y las viejas damas, las
macetas de largas orejas de asno, los viejos sillones y los viejos armarios.
Unos objetos partían en una dirección, y otros, en la opuesta. El retrato
encontrado en casa del ropavejero fue de nuevo al ropavejero, donde quedó
colgando ya para siempre, pues nadie conocía a la mujer ni se interesaba ya por
el cuadro.
En primavera
derribaron la casa, pues era una ruina, según decía la gente. Desde la calle se
veía el interior de la habitación tapizada de cuero de cerdo, roto y
desgarrado; y las plantas de la azotea colgaban mustias en torno a las vigas
decrépitas. Todo se lo llevaron.
- ¡Ya era hora!
-exclamaron las casas vecinas.
En el solar que
había ocupado la casa vieja edificaron otra nueva y hermosa, con grandes
ventanas y lisas paredes blancas; en la parte delantera dispusieron un jardincito,
con parras silvestres que trepaban por las paredes del vecino. Delante del
jardín pusieron una gran verja de hierro, con puerta también de hierro. Era de
un efecto magnífico; la gente se detenía a mirarlo. Los gorriones se posaban
por docenas en las parras, charloteando entre sí con toda la fuerza de sus
pulmones, aunque no hablaban nunca de la casa vieja, de la cual no podían
acordarse.
Pasaron muchos
años, y el niño se había convertido en un hombre que era el orgullo de sus
padres. Se había casado, y, con su joven esposa, se mudó a la casa nueva del
jardín. Estaba un día en el jardín junto a su esposa, mirando cómo plantaba una
flor del campo que le había gustado. Lo hacía con su mano diminuta, apretando
la tierra con los dedos. - ¡Ay! -. ¿Qué es esto? Se había pinchado; y sacó del
suelo un objeto cortante.
¡Era él!
-imaginaos-, ¡el soldado de plomo!, el mismo que se había perdido en el piso
del anciano. Extraviado entre maderas y escombros, ¡cuántos años había
permanecido enterrado!
La joven limpió el
soldado, primero con una hoja verde, y luego con su fino pañuelo, del que se
desprendía un perfume delicioso. Al soldado de plomo le hizo el efecto de que
volvía en sí de un largo desmayo.
- Deja que lo vea
-dijo el joven, riendo y meneando la cabeza-. Seguramente no es el mismo; pero
me recuerda un episodio que viví con un soldado de plomo siendo aún muy niño -.
Y contó a su esposa lo de la vieja casa y el anciano y el soldado que le había
enviado porque vivía tan solo. Y se lo contó con tanta naturalidad, tal y como
ocurriera, que las lágrimas acudieron a los ojos de la joven.
- Es muy posible
que sea el mismo soldado -dijo-. Lo guardaré y pensaré en todo lo que me has
contado. Pero quisiera que me llevases a la tumba del viejo.
- No sé dónde está
-contestó él-, y no lo sabe nadie. Todos sus amigos habían ya muerto, nadie se
preocupó de él, y yo era un chiquillo.
- ¡Qué solo debió
de sentirse! -dijo ella.
- ¡Espantosamente
solo! -exclamó el soldado de plomo. Pero ¡qué bella cosa es no ser olvidado!
- ¡Muy bien! -gritó
algo muy cerca; pero aparte el soldado, nadie vio que era un jirón del tapiz de
cuero de cerdo. Le faltaba todo el dorado y se confundía con la tierra húmeda,
pero tenía su opinión y la expresó:
El dorado se
desluce
pero el cuero
queda.
Sin embargo, el
soldado de plomo no lo pensaba así.
Una rosa
de la tumba de Homero
En todos los cantos
de Oriente suena el amor del ruiseñor por la rosa; en las noches silenciosas y
cuajadas de estrellas, el alado cantor dedica una serenata a la fragante reina
de las flores.
No lejos de
Esmirna, bajo los altos plátanos adonde el mercader guía sus cargados camellos,
que levantan altivos el largo cuello y caminan pesadamente sobre una tierra
sagrada, vi un rosal florido; palomas torcaces revoloteaban entre las ramas de
los corpulentos árboles, y sus alas, al resbalar sobre ellas los oblicuos rayos
del sol, despedían un brillo como de madreperla.
Tenía el rosal una
flor más bella que todas las demás, y a ella le cantaba el ruiseñor su cuita
amorosa; pero la rosa permanecía callada; ni una gota de rocío se veía en sus
pétalos, como una lágrima de compasión; inclinaba la rama sobre unas grandes
piedras, - Aquí reposa el más grande de los cantores -dijo la rosa-. Quiero
perfumar su tumba, esparcir sobre ella mis hojas cuando la tempestad me
deshoje. El cantor de la Ilíada se tornó tierra, en esta tierra de la que yo he
brotado. Yo, rosa de la tumba de Homero, soy demasiado sagrada para florecer
sólo para un pobre ruiseñor.
Y el ruiseñor
siguió cantando hasta morir.
Llegó el camellero,
con sus cargados animales y sus negros esclavos; su hijito encontró el pájaro
muerto, y lo enterró en la misma sepultura del gran Homero; la rosa temblaba al
viento. Vino la noche, la flor cerró su cáliz y soñó:
Era un día
magnífico, de sol radiante; acercábase un tropel de extranjeros, de francos,
que iban en peregrinación a la tumba de Homero. Entre ellos iba un cantor del
Norte, de la patria de las nieblas y las auroras boreales. Cogió la rosa, la
comprimió entre las páginas de un libro y se la llevó consigo a otra parte del
mundo a su lejana tierra. La rosa se marchitó de pena en su estrecha prisión
del libro, hasta que el hombre, ya en su patria, lo abrió y exclamó: «¡Es una
rosa de la tumba de Homero!».
Tal fue el sueño de
la flor, y al despertar tembló al contacto del viento, y una gota de rocío
desprendida de sus hojas fue a caer sobre la tumba del cantor. Salió el sol, y
la rosa brilló más que antes; el día era tórrido, propio de la calurosa Asia.
Se oyeron pasos, se acercaron extranjeros francos, como aquellos que la flor
viera en sueños, y entre ellos venía un poeta del Norte que cortó la rosa y,
dándole un beso, se la llevó a la patria de las nieblas y de las auroras
boreales.
Como una momia
reposa ahora el cadáver de la flor en su Ilíada, y, como en un sueño, lo oye
abrir el libro y decir: «¡He aquí una rosa de la tumba de Homero!».
La gota
de agua
Seguramente sabes
lo que es un cristal de aumento, una lente circular que hace las cosas cien
veces mayores de lo que son. Cuando se coge y se coloca delante de los ojos, y
se contempla a su través una gota de agua de la balsa de allá fuera, se ven más
de mil animales maravillosos que, de otro modo, pasan inadvertidos; y, sin
embargo, están allí, no cabe duda. Diríase casi un plato lleno de cangrejos que
saltan en revoltijo. Son muy voraces, se arrancan unos a otros brazos y patas,
muslos y nalgas, y, no obstante, están alegres y satisfechos a su manera.
Pues he aquí que
vivía en otro tiempo un anciano a quien todos llamaban Crible-Crable, pues tal
era su nombre. Quería siempre hacerse con lo mejor de todas las cosas, y si no
se lo daban, se lo tomaba por arte de magia. Así, peligraba cuanto estaba a su
alcance.
El viejo estaba
sentado un día con un cristal de aumento ante los ojos, examinando una gota de
agua que había extraído de un charco del foso. ¡Dios mío, que hormiguero! Un
sinfín de animalitos yendo de un lado para otro, y venga saltar y brincar,
venga zamarrearse y devorarse mutuamente.
- ¡Qué asco!
-exclamó el viejo Crible-Crable -. ¿No habrá modo de obligarlos a vivir en paz
y quietud, y de hacer que cada uno se cuide de sus cosas? -. Y piensa que te
piensa, pero como no encontraba la solución, tuvo que acudir a la brujería.
- Hay que darles
color, para poder verlos más bien -dijo, y les vertió encima una gota de un
líquido parecido a vino tinto, pero que en realidad era sangre de hechicera de
la mejor clase, de la de a seis peniques. Y todos los animalitos quedaron
teñidos de rosa; parecía una ciudad llena de salvajes desnudos.
- ¿Qué tienes ahí?
-le preguntó otro viejo brujo que no tenía nombre, y esto era precisamente lo
bueno de él.
- Si adivinas lo
que es -respondió Crible-Crable -, te lo regalo; pero no es tan fácil
acertarlo, si no se sabe.
El brujo innominado
miró por la lupa y vio efectivamente una cosa comparable a una ciudad donde
toda la gente corría desnuda. Era horrible, pero más horrible era aún ver cómo
todos se empujaban y golpeaban, se pellizcaban y arañaban, mordían y
desgreñaban. El que estaba arriba quería irse abajo, y viceversa.
- ¡Fíjate, fíjate!,
su pata es más larga que la mía. ¡Paf! ¡Fuera con ella! Ahí va uno que tiene un
chichón detrás de la oreja, un chichoncito insignificante, pero le duele, y
todavía le va a doler más.
Y se echaban sobre
él, y lo agarraban, y acababan comiéndoselo por culpa del chichón. Otro
permanecía quieto, pacífico como una doncellita; sólo pedía tranquilidad y paz.
Pero la doncellita no pudo quedarse en su rincón: tuvo que salir, la agarraron
y, en un momento, estuvo descuartizada y devorada.
- ¡Es muy
divertido! -dijo el brujo.
- Sí, pero ¿qué
crees que es? -preguntó Crible-Crable -. ¿Eres capaz de adivinarlo?
- Toma, pues es muy
fácil -respondió el otro-. Es Copenhague o cualquiera otra gran ciudad, todas
son iguales. Es una gran ciudad, la que sea.
- ¡Es agua del
charco! - contestó Crible-Crable.
Pegaojos
(Ole
Luköie)
En todo el mundo no
hay quien sepa tantos cuentos como Pegaojos. ¡Señor, los que sabe!
Al anochecer,
cuando los niños están aún sentados a la mesa o en su escabel, viene un duende
llamado Pegaojos; sube la escalera quedito, quedito, pues va descalzo, sólo en
calcetines; abre las puertas sin hacer ruido y, ¡chitón!, vierte en los ojos de
los pequeñuelos leche dulce, con cuidado, con cuidado, pero siempre bastante
para que no puedan tener los ojos abiertos y, por tanto, verlo. Se desliza por
detrás, les sopla levemente en la nuca y los hace quedar dormidos. Pero no les
duele, pues Pegaojos es amigo de los niños; sólo quiere que se estén
quietecitos, y para ello lo mejor es aguardar a que estén acostados. Deben
estarse quietos y callados, para que él pueda contarles sus cuentos.
Cuando ya los niños
están dormidos, Pegaojos se sienta en la cama. Va bien vestido; lleva un traje
de seda, pero es imposible decir de qué color, pues tiene destellos verdes,
rojos y azules, según como se vuelva. Y lleva dos paraguas, uno debajo de cada
brazo.
Uno de estos
paraguas está bordado con bellas imágenes, y lo abre sobre los niños buenos;
entonces ellos durante toda la noche sueñan los cuentos más deliciosos; el otro
no tiene estampas, y lo despliega sobre los niños traviesos, los cuales se
duermen como marmotas y por la mañana se despiertan sin haber tenido ningún
sueño.
Ahora veremos cómo
Pegaojos visitó, todas las noches de una semana, a un muchachito que se llamaba
Federico, para contarle sus cuentos. Son siete, pues siete son los días de la
semana.
Lunes
- Atiende -dijo Pegaojos, cuando ya
Federico estuvo acostado-, verás cómo arreglo todo esto.Y todas las flores de las macetas se convirtieron en altos árboles, que extendieron las largas ramas por debajo del techo y por las paredes, de modo que toda la habitación parecía una maravillosa glorieta de follaje; las ramas estaban cuajadas de flores, y cada flor era más bella que una rosa y exhalaba un aroma delicioso; y si te daba por comerla, sabía más dulce que mermelada.
Había frutas que relucían como oro, y no faltaban pasteles llenos de pasas. ¡Un espectáculo inolvidable! Pero al mismo tiempo salían unas lamentaciones terribles del cajón de la mesa, que guardaba los libros escolares de Federico.
- ¿Qué pasa ahí? -inquirió Pegaojos, y, dirigiéndose a la mesa, abrió el cajón. Algo se agitaba en la pizarra, rascando y chirriando: era una cifra equivocada que se había deslizado en la operación de aritmética, y todo andaba revuelto, que no parecía sino que la pizarra iba a hacerse pedazos. El pizarrín todo era saltar y brincar atado a la cinta, como si fuese un perrillo ansioso de corregir la falta; mas no lo lograba. Pero lo peor era el cuaderno de escritura. ¡Qué de lamentos y quejas! Partían el alma. De arriba abajo, en cada página, se sucedían las letras mayúsculas, cada una con una minúscula al lado; servían de modelo, y a continuación venían unos garabatos que pretendían parecérseles y eran obra de Federico; estaban como caídas sobre las líneas que debían servirles para tenerse en pie.
- Mirad, os tenéis que poner así -decía la muestra-. ¿Veis? Así, inclinadas, con un trazo vigoroso.
- ¡Ay! ¡qué más quisiéramos nosotras! -gimoteaban las letras de Federico-. Pero no podemos; ¡somos tan raquíticas!
- Entonces os voy a dar un poco de aceite de hígado de bacalao -dijo Pegaojos.
- ¡Oh, no! -exclamaron las letras, y se enderezaron que era un primor.- Pues ahora no hay cuento -dijo el duende-. Ejercicio es lo que conviene a esas mocosuelas. ¡Un, dos, un, dos! -. Y siguió ejercitando a las letras, hasta que estuvieron esbeltas y perfectas como la propia muestra. Mas por la mañana, cuando Pegaojos se hubo marchado, Federico las miró y vio que seguían tan raquíticas como la víspera.
Martes
No bien estuvo Federico en la cama,
Pegaojos, con su jeringa encarnada, roció los muebles de la habitación, y
enseguida se pusieron a charlar todos a la vez, cada uno hablando de sí mismo.
Sólo callaba la escupidera, que, muda en su rincón se indignaba al ver la
vanidad de los otros, que no sabían pensar ni hablar más que de sus propias
personas, sin ninguna consideración a ella, que se estaba tan modesta en su
esquina, dejando que todo el mundo le escupiera.Encima de la cómoda colgaba un gran cuadro en un marco dorado; representaba un paisaje, y en él se veían viejos y corpulentos árboles, y flores entre la hierba, y un gran río que fluía por el bosque, pasando ante muchos castillos para verterse, finalmente, en el mar encrespado.
Pegaojos tocó el cuadro con su jeringa mágica, y los pájaros empezaron a cantar; las ramas, a moverse, y las nubes, a desfilar, según podía verse por las sombras que proyectaban sobre el paisaje.
Entonces Pegaojos levantó a Federico hasta el nivel del marco y lo puso de pie sobre el cuadro, entre la alta hierba; y el sol le llegaba por entre el ramaje de los árboles. Echó a correr hacia el río y subió a una barquita; estaba pintada de blanco y encarnado, la vela brillaba como plata, y seis cisnes, todos con coronas de oro en torno al cuello y una radiante estrella azul en la cabeza, arrastraban la embarcación a lo largo de la verde selva; los árboles hablaban de bandidos y brujas, y las flores, de los lindos silfos enanos y de lo que les habían contado las mariposas.
Peces magníficos, de escamas de oro y plata, nadaban junto al bote, saltando de vez en cuando fuera del agua con un fuerte chapoteo, mientras innúmeras aves rojas y azules, grandes y chicas, lo seguían volando en largas filas, y los mosquitos danzaban, y los abejorros no paraban de zumbar: «¡Bum, bum!». Todos querían seguir a Federico, y todos tenían una historia que contarle.
¡Vaya excursioncita! Tan pronto el bosque era espeso y oscuro, como se abría en un maravilloso jardín, bañado de sol y cuajado de flores. Había vastos palacios de cristal y mármol con princesas en sus terrazas, y todas eran niñas a quienes Federico conocía y con las cuales había jugado. Todas le alargaban la mano y le ofrecían pastelillos de mazapán, mucho mejores que los que vendía la mujer de los pasteles. Federico agarraba el dulce por un extremo, pero la princesa no lo soltaba del otro, y así, al avanzar la barquita se quedaban cada uno con una parte: ella, la más pequeña; Federico, la mayor. Y en cada palacio había príncipes de centinela que, sables al hombro, repartían pasas y soldaditos de plomo.
¡Bien se veía que eran príncipes de veras!
El barquito navegaba ora por entre el bosque, ora a través de espaciosos salones o por el centro de una ciudad; y pasó también por la ciudad de su nodriza, la que lo había llevado en brazos cuando él era muy pequeñín y lo había querido tanto; y he aquí que la buena mujer le hizo señas con la cabeza y le cantó aquella bonita canción que había compuesto y enviado a Federico:
¡Cuánto te recuerdo, mi niño querido,
Mi dulce Federico, jamás te olvido!
Besé mil veces tu boquita sonriente,
Tus párpados suaves y tu blanca frente.
Oí de tus labios la palabra primera
Y hube de separarme de tu vera.
¡Bendígate Dios en toda ocasión,
Ángel que llevé contra mi corazón!
Y todas las avecillas le hacían coro, y las flores bailaban sobre sus peciolos, y los viejos árboles inclinaban, complacidos, las copas, como si también a ellos les contase historias Pegaojos.
Pegaojos
(Ole
Luköie)
Continuación
Miércoles
¡Qué manera de llover! Federico oía
la lluvia en sueños, y como a Pegaojos le dio por abrir una ventana, el pequeño
vio cómo el agua llegaba hasta el antepecho, formando un lago inmenso. Pero
junte a la casa flotaba un barco soberbio.- Si quieres embarcar, Federico -dijo Pegaojos-, esta noche podrías irte por tierras extrañas y mañana estar de vuelta.
Y ahí tenéis a Federico, con sus mejores vestidos domingueros, embarcado en la magnífica nave. En un tris se despejó el cielo y el barco, con las velas desplegadas, avanzó por las calles, contorneó la iglesia y fue a salir a un mar inmenso. Y siguieron navegando hasta que desapareció toda tierra, y vieron una bandada de cigüeñas que se marchaban de su país en busca de otro más cálido. Las aves volaban en fila, una tras otra, y estaban ya lejos, muy lejos. Una de ellas se sentía tan cansada, que sus alas casi no podían ya sostenerla; era la última de la hilera, y volaba muy rezagada. Finalmente, la vio perder altura, con las alas extendidas, y aunque pegó unos aletazos, todo fue inútil. Tocó con las patas el aparejo del barco, deslizóse vela abajo y, ¡bum!, fue a caer sobre la cubierta.
La cogió el grumete y la metió en el gallinero, con los pollos, los gansos y los pavos; pero la pobre cigüeña se sentía cohibida entre aquella compañía.
- ¡Mirad a ésta! -exclamaron los pollos.
El pavo se hinchó tanto como pudo y le preguntó quién era. Los patos todo era andar a reculones, empujándose mutuamente y gritando: «¡Cuidado, cuidado!».
La cigüeña se puso a hablarles de la tórrida África, de las pirámides y las avestruces, que corren por el desierto más veloces que un camello salvaje. Pero los patos no comprendían sus palabras, y reanudaron los empujones: - Estamos todos de acuerdo en que es tonta, ¿verdad?.
- Claro que es tonta! -exclamó el pavo, y soltó unos graznidos. Entonces la cigüeña se calló y se quedó pensando en su África.
- ¡Qué patas tan delgadas tiene usted! -dijo la pava-. ¿A cuánto la vara?
«¡Cuac, cuac, cuac!», graznaron todos los gansos; pero la cigüeña hizo como si no los oyera.
- ¡Por qué no te ríes con nosotros? -le dijo la pava-. ¿No te parece graciosa mi pregunta? ¿O es que está por encima de tu inteligencia? ¡Bah! ¡Qué espíritu tan obtuso! Mejor será dejarla. -
Y soltó otro graznido, mientras los patos coreaban: «¡Cuac, cuac! ¡cuac, cuac!». ¡Dios mío, y cómo se divertían!
Pero Federico fue al gallinero, abrió la puerta y llamó a la cigüeña, que muy contenta lo siguió a la cubierta dando saltos.
Estaba ya descansada, y con sus inclinaciones de cabeza parecía dar las gracias a Federico. Desplegó luego las alas y emprendió nuevamente el vuelo hacia las tierras cálidas, mientras las gallinas cloqueaban, los patos graznaban, y al pavo se le ponía toda la cabeza encendida.
- ¡Mañana haremos una buena sopa contigo! -le dijo Federico, y en esto se despertó, y se encontró en su camita. ¡Qué extraño viaje le había procurado aquella noche Pegaojos.
Jueves
- ¿Sabes qué? -dijo el duende-. Voy
a hacer salir un ratoncillo, pero no tengas miedo. -y le tendió la mano,
mostrándole el lindo animalito-. Ha venido a invitarte a una boda. Esta noche
se casan dos ratoncillos. Viven abajo, en la despensa de tu madre; ¡es una
vivienda muy hermosa!- Pero ¿cómo voy a pasar por la ratonera? -preguntó Federico.- Déjalo por mi cuenta -replicó Pegaojos-; verás cuán pequeño te vuelvo. Y lo tocó con su jeringuita mágica, y enseguida Federico se fue reduciendo, reduciendo, hasta no ser más largo que un dedo-. Ahora puedes pedirle su uniforme al soldado de plomo; creo que te sentará bien, y en sociedad lo mejor es presentarse de uniforme.
- Desde luego -respondió Federico, y en un momento estuvo vestido de soldado de plomo.
- ¿Hace el favor de sentarse en el dedal de su madre? -preguntó el ratoncito-. Será para mí un honor llevarlo.
- Si la señorita es tan amable -dijo Federico; y salieron para la boda.
Primero llegaron a un largo corredor del sótano, junto lo bastante alto para que pudiesen pasar con el dedal; y en toda su longitud estaba alumbrado con la fosforescencia de madera podrida.
- ¿Verdad que huele bien? -dijo el ratón que lo llevaba-. Han untado todo el pasillo con corteza de tocino. ¡Ay, que cosa tan rica!
Así llegaron al salón de la fiesta. A la derecha se hallaban reunidas todas las ratitas, cuchicheando y hablándose al oído, qué no parecía sino que estuviesen a partir un piñón; y a la izquierda quedaban los caballeros, alisándose los bigotes con la patita. Y en el centro de la sala aparecía la pareja de novios, de pie sobre la corteza de un queso vaciado, besándose sin remilgos delante de toda la concurrencia, pues estaban prometidos y dentro unos momentos quedarían unidos en matrimonio.
Seguían llegando forasteros y más forasteros; todo eran apreturas y pisotones; los novios se habían plantado ante la misma puerta, de modo que no dejaban entrar ni salir. Toda la habitación estaba untada de tocino como el pasillo, y en este olor consistía el banquete; para postre presentaron un guisante, en el que un ratón de la familia había marcado con los dientes el nombre de los novios, quiero decir las iniciales. Jamás se vio cosa igual.
Todos los ratones afirmaron que había sido una boda hermosísima, y el banquete, magnífico.
Federico regresó entonces a su casa; estaba muy contento de haber conocido una sociedad tan distinguida; lástima que hubiera tenido que reducirse tanto de tamaño y vestirse de soldadito de plomo.
El viejo
farol
¿Has oído la
historia del viejo farol de la calle? No es muy alegre por cierto; sin embargo,
vale la pena oírla.
Era un buen farol
que había estado alumbrando la calle durante muchos años. Lo dieron de baja, y
aquélla era la última noche que, desde lo alto de su poste, debía enviar su luz
a la calle. Por eso su estado de ánimo era algo parecido al de una vieja
bailarina que da su última representación, sabiendo que al día siguiente habrá
de encerrarse, olvidada, en su buhardilla. El farol tenía miedo del día
siguiente, pues no ignoraba que sería llevado por primera vez a las casas
consistoriales, donde el «ilustre Concejo municipal» dictaminaría si era aún
útil o inútil. Decidirían entonces si lo enviarían a iluminar uno de los
puentes o una fábrica del campo; tal vez iría a parar a una fundición, como
chatarra, y entonces podría convertirse en mil cosas diferentes; pero lo
atormentaba la duda de si en su nueva condición conservaría el recuerdo de su
existencia como farol. Lo que sí era seguro es que debería separarse del
vigilante y su mujer, a quienes consideraba como su familia: se convirtió en
farol el día en que el hombre fue nombrado vigilante. Por aquel entonces la
mujer era muy peripuesta; sólo al anochecer, cuando pasaba por allí, levantaba
los ojos para mirarlo; pero de día no lo hacía jamás. En cambio, en el curso de
los últimos años, cuando ya los tres, el vigilante, su mujer y el farol, habían
envejecido, ella lo había cuidado, limpiado la lámpara y echado aceite. Era un
matrimonio honrado, y a la lámpara no le habían estafado ni una gota. Y he aquí
que aquélla era su última noche de calle; al día siguiente lo llevarían al ayuntamiento.
Estos pensamientos tenían muy perturbado al farol; imaginaos, pues, cómo
ardería. Pero por su cabeza pasaron también otros recuerdos; había visto muchas
cosas e iluminado otras muchas, acaso tantas como el «ilustre Concejo
municipal»; pero se lo callaba, porque era un farol viejo y honrado y no quería
despotricar contra nadie, y menos contra una autoridad. Pensó en muchas cosas,
mientras oscilaba su llama; era como si un presentimiento le dijese: «Sí,
también se acordarán de ti. Allí estaba aquel apuesto joven - ¡ay, cuántos años
habían pasado! que llegó con una carta escrita en elegante papel color de
rosa, con canto dorado y fina escritura femenina. La leyó dos veces, y,
besándola, levantó hasta mí la mirada, que decía: - ¡Soy el más feliz de los
hombres!. - Sólo él y yo supimos lo que decía aquella primera carta de la
amada. Recuerdo también otro par de ojos; ¡es curioso, los saltos que pueden
darse con el pensamiento! En nuestra calle hubo un día un magnífico entierro;
la mujer, joven y bonita, yacía en el féretro, en el coche fúnebre tapizado de
terciopelo. Lucían tantas flores y coronas, y brillaban tantos blandones, que
yo quedé casi eclipsado. Toda la acera estaba llena de personas que acompañaban
al cadáver; pero cuando todos los cirios se hubieron alejado y yo miré a mi
alrededor, quedaba solamente un hombre junto al poste, llorando, y nunca
olvidaré aquellos ojos llenos de tristeza que me miraban». Muchos pensamientos
pasaron así por la mente del viejo farol, que alumbraba la calle por vez
postrera. El centinela que es relevado conoce por lo menos a su sucesor y puede
decirle unas palabras; pero el farol no conocía al suyo, y, sin embargo, le
habría proporcionado algunas informaciones acerca de la lluvia y la niebla, de
hasta dónde llegaba la luz de la luna en la acera, y de qué lado soplaba el
viento.
En el arroyo había
tres personajes que se habían presentado al farol, en la creencia de que él
tenía atribuciones para designar a su sucesor. Uno de ellos era una cabeza de
arenque, que en la oscuridad es fosforescente, por lo cual pensaba que
representaría un notable ahorro de aceite si lo colocaban en la cima del poste
de alumbrado. El segundo aspirante era un pedazo de madera podrida, el cual
luce también, y aun más que un bacalao, según afirmaba él, diciendo, además,
que era el último resto de un árbol, que antaño había sido la gloria del
bosque. El tercero era una luciérnaga. De dónde procedía, el farol lo ignoraba,
pero lo cierto era que se había presentado y que era capaz de dar luz; sin
embargo, la cabeza de arenque y la madera podrida aseguraban que sólo podía
brillar a determinadas horas, por lo que no merecía ser tomada en
consideración.
El viejo farol
objetó que ninguno de los tres poseía la intensidad luminosa suficiente para ser
elevado a la categoría de lámpara callejera, pero ninguno se lo creyó, y cuando
se enteraron de que el farol no estaba facultado para otorgar el puesto,
manifestaron que la medida era muy acertada, pues realmente estaba demasiado
decrépito para poder elegir con justicia.
Entonces llegó el
viento, que venía de la esquina y sopló por el tubo de ventilación del viejo
farol.
- ¡Qué oigo!
-dijo-. ¿Qué mañana te marchas? ¿Ésta es la última noche que nos encontramos?
En ese caso voy a hacerte un regalo; voy a airearte la cabeza de tal modo, que
no sólo recordarás clara y perfectamente todo lo que has oído y visto, sino que
además verás con la mayor lucidez cuanto se lea o se cuente en tu presencia.
- ¡Bueno es esto!
-dijo el viejo farol-. Muchas gracias. ¡Con tal que no me fundan!
- No lo harán
todavía -dijo el viento-, y ahora voy a soplar en tu memoria. Si consigues más
regalos de esta clase, disfrutarás de una vejez dichosa.
- ¡Con tal que no
me fundan! -repitió el farol-. ¿Podrías también en este caso asegurarme la
memoria?
- Viejo farol, sé
razonable -dijo el viento soplando. En aquel mismo momento salió la luna-. ¿Y
usted qué regalo trae? - preguntó el viento.
- Yo no regalo nada
-respondió la luna-. Estoy en menguante, y los faroles nunca me han iluminado, sino
al contrario, soy yo quien he dado luz a los faroles -. Y así diciendo, la luna
se ocultó de nuevo detrás de las nubes, pues no quería que la importunasen.
Cayó entonces una
gota de agua, como de una gotera, y fue a dar en el tubo de ventilación; pero
dijo que procedía de las grises nubes, y era también un regalo, acaso el mejor
de todos.
- Te penetro de tal
manera, que tendrás la propiedad de transformarte, en una noche, si lo deseas,
en herrumbre, desmoronándote y convirtiéndote en polvo -. Al farol le pareció
aquél un regalo muy poco envidiable, y el viento estuvo de acuerdo con él-. ¿No
tiene nada mejor? ¿No tiene nada mejor? -sopló con toda su fuerza. En esto cayó
una brillante estrella fugaz, que dibujó una larga estela luminosa.
- ¿Qué ha sido esto?
-exclamó la cabeza de arenque-. ¿No acaba de caer una estrella? Me parece que
se metió en el farol. ¡Caramba!, si personajes tan encumbrados solicitan
también el cargo, ya podemos nosotros retirarnos a casita -. Y así lo hizo,
junto con sus compañeros. Pero el farol brilló de pronto con una intensidad
asombrosa -. ¡Éste sí que ha sido un magnífico regalo! -dijo-. Las estrellas
rutilantes, que tanto me gustaron siempre y que brillan tan maravillosamente,
mucho más de lo que yo haya podido hacerlo nunca a pesar de todos mis deseos y
esfuerzos, han reparado en mí, pobre viejo farol, y me han enviado un regalo
por una de ellas. Y este regalo consiste en que todo lo que yo pienso y veo tan
claramente, también puede ser visto por todos aquellos a quienes quiero. Y éste
si que es un verdadero placer, pues la alegría compartida es doble alegría.
- Es un pensamiento
muy digno -dijo el viento-, pero, ¿no sabes que también las velas pertenecen a
esta clase? Si no encienden dentro de ti una vela, no puedes ayudar a nadie a
ver nada. En esto no han pensado las estrellas; creen que todo lo que brilla
tiene en sí, por lo menos, una vela. Pero estoy cansado -añadió el viento voy a
echarme un rato-. Y se calmó.
Al día siguiente
-bueno, el día podemos saltarlo-, a la noche siguiente estaba el farol en la
butaca. ¿Y dónde? Pues en casa del vigilante, el cual había rogado al ilustre
Concejo Municipal que le permitiese guardarlo, en pago de sus muchos y buenos
servicios. Se rieron de él, pero se lo dieron, y ahí tenéis a nuestro farol en
la butaca, al lado de la estufa encendida; y parecía como si hubiese crecido,
tanto, que ocupaba casi todo el sillón. Los viejos estaban cenando, y dirigían
de vez en cuando afectuosas miradas al farol, al que gustosos habrían asignado
un puesto en la mesa. Su vivienda estaba en el sótano, a dos buenas varas bajo
tierra. Para llegar a su habitación había que atravesar un corredor enlosado,
pero dentro la temperatura era agradable, pues habían puesto burlete en la
puerta. El cuarto tenía un aspecto limpio y aseado, con cortinas en torno a las
camas y en las ventanitas, sobre las cuales se veían dos singulares macetas,
que el marinero Christian había traído de las Indias Orientales u Occidentales.
Eran dos elefantes de arcilla, a los que faltaba el dorso; en el lugar de éste
brotaban, de la tierra que llenaba el cuerpo de los elefantes, un magnífico
puerro y un gran geranio florido: la primera maceta era el huerto del
matrimonio; la segunda, su jardín. De la pared colgaba un gran cuadro de
vistosos colores: «El Congreso de Viena». De este modo tenían reunidos a todos
los emperadores y reyes. Un reloj de Bornholm, con sus pesas de plomo, cantaba
su eterno tic-tac, adelantándose siempre; pero mejor es un reloj que adelanta
que uno que atrasa, pensaban los viejos.
Estaban, pues,
comiendo su cena, según ya dijimos, con el farol depositado en el sillón, cerca
de la estufa. Al farol parecíale que aquello era el mundo al revés. Pero cuando
el vigilante, mirándolo, empezó a hablar de lo que habían pasado juntos, bajo
la lluvia y la niebla, en las claras y breves noches de verano y la época de
las nieves, en que tanto había deseado él regresar a su sótano, el farol sintió
que todo volvía a estar en su sitio, pues veía todo lo que el otro contaba,
como si estuviese allí mismo. Realmente el viento lo había iluminado por
dentro.
Eran diligentes y
despiertos los dos viejos; ni una hora permanecían ociosos. En la tarde del
domingo sacaban del armario algún libro, generalmente un relato de viajes, y el
viejo leía en voz alta acerca de África, con sus grandes selvas y elefantes
salvajes, y la anciana escuchaba atentamente, dirigiendo miradas de reojo a las
macetas de arcilla en figura de elefantes -. ¡Me parece casi que los veo!
-decía. Entonces, el farol experimentaba vivísimos deseos de tener allí una
vela, para que la encendiesen en su interior; así, la mujer vería las cosas con
la misma claridad que él: los corpulentos árboles, las entrelazadas ramas, los
negros a caballo y grandes manadas de elefantes aplastando con sus anchos pies
los cañaverales y los arbustos.
- ¿De qué me sirven
todas mis aptitudes, si no hay aquí ninguna vela? -suspiraba el farol-. Sólo
tienen aceite y luces de sebo, pero eso no es suficiente.
Un día apareció en
el sótano todo un paquete de cabos de vela; los mayores fueron encendidos, y
los más pequeños los utilizó la vieja para encerar el hilo cuando cosía. Ya
tenían luz de vela, pero a ninguno de los ancianos se le ocurría poner un cabo
en el farol.
- Y yo aquí quieto,
con mis raras aptitudes -decía éste-. Lo poseo todo y no puedo compartirlo con
ellos. No saben que podría transformar las blancas paredes en hermosísimos
tapices, en ricos bosques, en todo cuanto pudieran apetecer. ¡No lo saben!
Por lo demás, el
farol descansaba muy limpito y aseado en un rincón, bien visible a todas horas;
y aun cuando la gente decía que era un trasto viejo, el vigilante y su mujer lo
seguían guardando; le tenían afecto.
Un día -era el
cumpleaños del vigilante-, la vieja se acercó al farol y dijo:
- Voy a iluminar la
casa en tu obsequio.
El farol hizo
crujir el tubo de ventilación, pensando: «¡Ahora verán lo que es luz!». Pero en
lugar de una vela le pusieron aceite. Ardió toda la noche, pero sabiendo que el
don que le concedieran las estrellas, el mejor don de todos, seria un tesoro
muerto para esta vida. Y soñó - cuando se poseen semejantes facultades, bien se
puede soñar - que los viejos habían muerto, y que él había ido a parar al
fundidor e iba a ser fundido; temía también que lo llevasen al ayuntamiento, y
el ilustre Concejo Municipal lo condenase; pero aun cuando poseía la propiedad
de convertirse en herrumbre y polvo a su antojo, no lo hizo. Así pasó al horno
de fundición y fue transformado en hermosísimo candelabro de hierro, destinado
a sostener un cirio. Diéronle forma de ángel, un ángel que sostenía un ramo de
flores; en el centro del ramo pusieron la vela, y el candelabro fue colocado
sobre una mesa escritorio cubierta de un paño verde. La habitación era
acogedora; había muchos libros, colgaban hermosos cuadros - era la morada de un
poeta, y todo lo que decía y escribía se reflejaba en derredor. La habitación
evocaba espesos bosques oscuros, prados bañados de sol donde se paseaba
arrogante la cigüeña, cubiertas de naves mecidas por las olas...
- ¡Qué aptitudes
tengo! -dijo el farol al despertarse-. Casi debería desear que me fundieran.
Pero no, no mientras vivan estos viejos. Me quieren por mí mismo. Vengo a ser
un poco como su hijo, pues me cuidaron y me dieron aceite, y lo paso tan bien
como «El Congreso», con todo y ser él tan noble.
Desde aquel día
menguó su agitación interior; y bien se lo merecía el viejo y honrado farol.
El jabalí
de bronce
En la ciudad de
Florencia, no lejos de la Piazza del Granduca, corre una calle transversal que,
si mal no recuerdo, se llama Porta Rossa. En ella, frente a una especie de
mercado de hortalizas, se levanta la curiosa figura de un jabalí de bronce,
esculpido con mucho arte. Agua límpida y fresca fluye de la boca del animal,
que con el tiempo ha tomado un color verde oscuro. Sólo el hocico brilla, como
si lo hubiesen pulimentado - y así es en efecto - por la acción de los muchos
centenares de chiquillos y pobres que, cogiéndose a él con las manos, acercan
la boca a la del animal para beber. Es un bonito cuadro el de la bien dibujada
fiera abrazada por un gracioso rapaz medio desnudo, que aplica su fresca boca
al hocico de bronce.
A cualquier
forastero que llegue a Florencia le es fácil encontrar el lugar; no tiene más
que preguntar por el jabalí de bronce al primer mendigo que encuentre, seguro
que lo guiarán a él.
Era un anochecer
del invierno; las montañas aparecían cubiertas de nieve, pero en el cielo
brillaba la luna llena; y la luna llena en Italia es tan luminosa como un día
gris de invierno de los países nórdicos; y le gana aún, pues el aire brilla y
adquiere relieve, mientras que en el Norte el techo de plomo, frío y lúgubre,
deprime al hombre, lo aplasta contra el suelo, ese suelo húmedo y frío que un
día cubrirá su ataúd.
Un chiquillo
harapiento se había pasado todo el día sentado en el jardín del Gran Duque,
bajo el tejado de pinos, donde incluso en invierno florecen las rosas por
millares; un chiquillo que podía pasar por la imagen de Italia, tal era de
hermoso, sonriente y, sin embargo, enfermizo de aspecto. Sufría hambre y sed,
nadie le daba un céntimo y al oscurecer - hora de cerrar el jardín - el portero
lo echó. Durante un largo rato se estuvo entregado a sus ensueños en el puente
que cruza el Arno, contemplando las estrellas que se reflejaban en el agua,
entre él y el magnífico puente de mármol «della Trinitá».
Se dirigió luego
hacia el jabalí de bronce, hincó la rodilla al llegar a él y, pasando los
brazos alrededor del cuello de la figura, aplicó la boca al reluciente hocico y
bebió a grandes tragos de su fresca agua. Al lado yacían unas hojas de lechuga
y dos o tres castañas; aquello fue su cena. En la calle no había ni un alma; el
chiquillo estaba completamente solo; sentóse sobre el dorso del jabalí, se
apoyó hacia delante, de manera que su rizada cabecita descansara sobre la del
animal, y, sin darse cuenta, quedóse profundamente dormido.
Al sonar la
medianoche, el jabalí de bronce se estremeció, y el niño oyó que decía: -
¡agárrate bien, chiquillo, que voy a correr! -. Y emprendió la carrera, con él
a cuestas. ¡Extraño paseo! Primero llegaron a la Piazza del Granduca, donde el
caballo de bronce de la estatua del príncipe los acogió relinchando. El
policromo escudo de armas de las antiguas casas consistoriales brillaba como si
fuese transparente, mientras el David de Miguel Ángel blandía su honda. Por
doquier rebullía una vida sorprendente. Los grupos de bronce que representan
Perseo y el rapto de las Sabinas se agitaban frenéticamente; de la boca de las
mujeres surgió un grito de mortal angustia, que resonó en la gran plaza
solitaria.
El jabalí de bronce
se detuvo en el Palazzo degli Uffizi, bajo la arcada donde se reúne la nobleza
en las fiestas de carnaval. - Agárrate bien - repitió el animal -, vamos a
subir por esta escalera -. El niño permanecía callado, entre tembloroso y
feliz.
Entraron en una
larga galería, que él conocía muy bien; ya antes había estado en ella. De las
paredes colgaban magníficos cuadros, y había estatuas y bustos, todo iluminado
por vivísima luz, como en pleno día. Pero lo más hermoso vino cuando se
abrieron las puertas que daban acceso a una sala contigua. El niño no había
olvidado cuán magnífico era aquello, pero nunca lo había visto tan esplendoroso
como aquella noche.
Había allí una
maravillosa mujer desnuda, como sólo pueden moldearla la Naturaleza y el cincel
de los grandes maestros. Movía los graciosos miembros, delfines saltaban a sus
pies, la inmortalidad brillaba en sus ojos. El mundo la llama la Venus de
Médicis. Todo en torno relucían las estatuas de mármol, en las que la piedra
aparecía animada por la vida del espíritu: figuras de hombres magníficos, uno
afilando la espada - por eso se le llama el Afilador -, más allá el grupo de
los Pugilistas; la espada era aguzada, y los combatientes luchaban por la Diosa
de la Belleza.
El chiquillo estaba
como deslumbrado por todo aquel esplendor; las paredes ardían de color, y todo
era vida y movimiento. Podían verse dos Venus, representando la Venus terrena,
turgente y ardorosa, tal como Tiziano la había apretado sobre su corazón. Eran
dos soberbias figuras femeninas. Los bellos miembros desnudos se extendían
sobre los muelles almohadones; el pecho se levantaba, y la cabeza se movía
dejando caer los abundantes rizos en torno a los bien curvados hombros,
mientras los oscuros ojos expresaban ardientes pensamientos. Pero ninguno de
aquellos personajes osaba salir por completo de su marco. La propia Diosa de la
Belleza, los Pugilistas y el Afilador, permanecían en sus puestos, pues la
Gloria que irradiaba de la Madonna, de Jesús y San Juan, los mantenía sujetos.
Las imágenes de los santos no eran ya imágenes, sino los santos en persona.
¡Qué esplendor y
qué belleza de sala en sala! Y el niño lo veía todo; el jabalí de bronce
avanzaba paso a paso por entre toda aquella magnificencia. Una visión eclipsaba
a la otra, pero una sola imagen se fijó en el alma del niño, seguramente por
los niños alegres y dichosos que aparecían en ella, y que el pequeño ya había
visto antes a la luz del día.
Son muchos los que
pasan por delante de aquel cuadro sin apenas reparar en él, y, sin embargo,
encierra un tesoro de poesía. Es Cristo descendiendo a los infiernos; pero a su
alrededor no se ve a los condenados, sino a los paganos. El florentino Angiolo
Bronzino pintó aquel cuadro, lo más sublime del cual es la certeza reflejada en
el rostro de los niños, de que irán al cielo: dos de ellos se abrazan ya; uno,
muy chiquitín, tiende la mano a otro que está aún en el abismo, y se señala a
sí mismo, como diciendo: «¡Me voy al cielo!». Todos los restantes permanecen
indecisos, esperando o inclinándose humildemente ante Jesús Nuestro Señor.
El niño empleó en
la contemplación de aquel cuadro mucho más rato que en todos los demás. El
jabalí de bronce seguía parado delante de él. Se percibió un leve suspiro;
¿salía de la pintura o del pecho del animal? El niño extendió el brazo hacia
los sonrientes pequeñuelos del cuadro, y entonces el jabalí prosiguió su
camino, saliendo por el abierto vestíbulo.
- ¡Gracias, y Dios
te bendiga, buen animal! - exclamó el muchacho, acariciando a su montura, que
bajaba saltando las escaleras.
- ¡Gracias, y Dios
te bendiga a ti! - respondió el jabalí -. Yo te he prestado un servicio, y tú
me has prestado otro a mí, pues sólo con una criatura inocente sobre el lomo me
son dadas fuerzas para correr. ¿Ves?, hasta puedo entrar dentro del círculo de
luz que viene de la lámpara colgada ante el cuadro de la Virgen. A todas partes
puedo llevarte, excepto a la iglesia; pero si tú estás conmigo, puedo mirar a
su interior a través de la puerta abierta. No te apees de mi espalda; si lo
haces, caeré muerto, tal como me ves durante el día en la calle de la Porta
Rossa.
- Me quedaré
contigo, mi buen animal - respondió el niño; y el jabalí emprendió veloz
carrera por las calles de Florencia, no deteniéndose hasta llegar a la plaza
donde se levanta la iglesia de Santa Croce.
El jabalí
de bronce
Continuación
Abrióse súbitamente
la doble puerta, y las luces del altar proyectaron su brillo hasta la solitaria
plaza.
Un extraño
resplandor irradiaba de un monumento sepulcral situado en la nave izquierda del
templo; millares de estrellas móviles formaban una aureola a su alrededor. El
sarcófago ostentaba un blasón nobiliario: una escalera de mano, de color rojo
sobre campo azul, que refulgía como fuego. Era la tumba de Galileo. Es un
monumento sencillo, pero la roja escalera sobre campo azul está llena de
significado: es el símbolo del Arte, cuyo camino conduce siempre hacia arriba,
hacia el cielo, por una escalera ardiente. Todos los profetas del espíritu
suben al cielo como el profeta Elías.
En la nave, cada
estatua de los ricos sarcófagos parecía estar animada. Allí estaba Miguel
Ángel, luego Dante, coronado de laurel; Alfieri, Maquiavelo; unos junto a
otros, reposaban allí los héroes del espíritu, el orgullo de Italia.
Es una iglesia
preciosa, mucho más que la catedral de mármol de Florencia, aunque no tan
grande.
Habríase dicho que
las marmóreas ropas se movían, que las grandes estatuas levantaban más la
cabeza, y, entre canto y armoniosos sones, miraban en medio de la noche hacia
el radiante altar, verdadera orgía de colores, en el que unos adolescentes
vestidos de blanco balanceaban incensarios de oro. Su intensa fragancia,
saliendo de los ámbitos del templo, llegaba hasta la plaza.
El niño tendió los
brazos en dirección de la luz, pero en el mismo momento el jabalí de bronce
reanudó su carrera. El pequeño hubo de cogerse firmemente; el viento le zumbaba
en los oídos, oyó rechinar las puertas del templo y las vio girar sobre sus
goznes, al tiempo que experimentaba la sensación de perder el sentido; sintió
un frío de hielo y abrió los ojos.
Amanecía. El niño
se encontró precariamente sentado sobre el jabalí de bronce, que, como siempre,
estaba en la calle de la Porta Rossa.
Sobrecogió al
chiquillo un sentimiento de miedo y angustia al pensar en aquella a quien
llamaba su madre, la mujer que la víspera lo había despachado con orden de
procurarse dinero. No tenía ni un ochavo, y sentía hambre y sed. Otra vez se
abrazó al cuello del jabalí, lo besó en el hocico y, dirigiéndole un gesto
afectuoso, se encaminó hacia uno de los callejones más angostos; tenía apenas
la anchura suficiente para permitir el paso de un asno bien cargado. Una gran
puerta chapeada de hierro estaba medio abierta; el muchacho subió por una
escalera de piedra de sucios peldaños, con una cuerda a guisa de barandilla, y
llegó a una galería abierta, en la que colgaban muchos andrajos. Desde allí,
otra escalera conducía al patio; del pozo, que había en éste salían fuertes
alambres, de los que se podía tirar desde todos los pisos de la casa; los cubos
colgaban uno al lado de otro, mientras rechinaba la polea, y un cubo danzaba en
el aire, soltando agua que iba a caer al patio. Una tercera escalera,
semiderruída, conducía a los pisos. Dos marineros rusos bajaban saltando
alegremente, y por poco derriban al chiquillo; venían de alguna juerga
nocturna. Seguíalos una mujer ya no joven, aunque de constitución robusta, con
abundante cabello negro.
- ¿Qué traes?
-preguntó al muchacho.
- No me riñas
-suplicó éste-, no me han dado nada.
Y cogió la falda de
su madre, como para besarla. Entraron en la habitación, que no describiremos;
diremos sólo que en ella había un brasero de asas con fuego de carbón: marito
lo llaman. La mujer lo cogió para calentarse los dedos, y dio un empellón al
niño con el codo -. ¡Seguro que tienes dinero! -gritó.
El pequeño se echó
a llorar, la mujer le dio una patada, y el llanto se hizo más estridente-. ¡O
te callas o te parto la cabeza -dijo ella blandiendo el fogón que tenía en la
mano. El chiquillo se encogió hasta el suelo, sin cesar en sus gritos; entonces
se presentó, en la puerta la vecina, también cargada con su marito.
- ¡Felicita! ¿Qué
le haces al chico?
- ¡Es mi hijo!
-respondió Felicita-, y puedo matarlo si me da la gana, y a ti con él, Glaninna
- y levantó el brasero. La otra hizo lo mismo en actitud defensiva, y los dos
cacharros salieron, disparados el uno contra el otro, proyectando por la
habitación, cascos, fuego y ceniza. El niño, en un santiamén, llegó a la
puerta, atravesó el patio y salió a la calle, corriendo cuanto le permitían sus
piernas, hasta que el cansancio lo obligó a detenerse. Se paró junto a la
iglesia de la Santa Croce, la misma cuya puerta principal se había abierto ante
él la noche anterior, y entró en ella. ¡Todo brillaba! Se arrodilló frente a la
primera tumba de la derecha, la de Miguel Ángel, y prorrumpió en sollozos.
Pasaba gente, decían la misa, y nadie prestaba atención al pequeño. Sólo un
ciudadano de edad madura se detuvo un momento y, después de mirarlo, siguió su
camino como los demás.
El hambre y la sed
atormentaban al niño, que, agazapándose en el ángulo formado por la pared y el
mausoleo de mármol, se quedó dormido. Casi anochecía ya cuando se despertó, al
sacudirlo alguien. Se incorporó y vio ante él al mismo ciudadano de la mañana.
- ¿Estás enfermo?
¿Dónde vives? ¿Te has pasado todo el día aquí? -fueron algunas de las preguntas
que le dirigió el anciano. Habiendo respondido el niño, el hombre lo llevó
consigo a una casita situada a poca distancia, en una de las calles
transversales. Era un taller de guantería. Entraron; la mujer estaba todavía
trabajando, activamente y no se interrumpió al verlos. Una perrita boloñesa,
esquilada tan a rape que hasta se traslucía su piel rosada, subiéndose sobre la
mesa recibió al niño con animados saltos y dando alegres ladridos.
- Las almas
inocentes se reconocen -dijo la mujer, acariciando al animal y al rapaz.
Aquella buena gente lo sentaron a la mesa con ellos y le dieron de comer y de
beber, diciéndole que podría pasar la noche en su casa. Al día siguiente, el
tío Giuseppe hablaría con su madre. Lo acostaron en una camita muy pobre, pero
que para él, acostumbrado a dormir sobre el duro suelo, resultó un lecho digno
de un rey. Durmió de un tirón, soñando con las magníficas estatuas y el jabalí
de bronce.
El tío Giuseppe
salió a la mañana siguiente, con gran disgusto del pequeño, que sabía que el
objeto de la gestión era llevarlo a casa de su madre. El niño besó llorando al
perro juguetón, y la mujer sonrió amablemente a los dos.
¿Qué noticias trajo
a su vuelta el tío Giuseppe? Estuvo hablando largo rato con su esposa, la cual
asentía con la cabeza y acariciaba al pequeño. - Es un niño precioso -exclamó-.
Puede llegar a ser tan buen guantero como tú lo fuiste. Tiene los dedos finos y
flexibles. La Madonna lo ha destinado a ser guantero.
El abeto
Allá en el bosque
había un abeto, lindo y pequeñito. Crecía en un buen sitio, le daba el sol y no
le faltaba aire, y a su alrededor se alzaban muchos compañeros mayores, tanto
abetos como pinos.
Pero el pequeño
abeto sólo suspiraba por crecer; no le importaban el calor del sol ni el
frescor del aire, ni atendía a los niños de la aldea, que recorran el bosque en
busca de fresas y frambuesas, charlando y correteando. A veces llegaban con un
puchero lleno de los frutos recogidos, o con las fresas ensartadas en una paja,
y, sentándose junto al menudo abeto, decían: «¡Qué pequeño y qué lindo es!».
Pero el arbolito se enfurruñaba al oírlo.
Al año siguiente
había ya crecido bastante, y lo mismo al otro año, pues en los abetos puede
verse el número de años que tienen por los círculos de su tronco.
«¡Ay!, ¿por qué no
he de ser yo tan alto como los demás? - suspiraba el arbolillo -. Podría
desplegar las ramas todo en derredor y mirar el ancho mundo desde la copa. Los
pájaros harían sus nidos entre mis ramas, y cuando soplara el viento, podría
mecerlas e inclinarlas con la distinción y elegancia de los otros.
Éranle indiferentes
la luz del sol, las aves y las rojas nubes que, a la mañana y al atardecer,
desfilaban en lo alto del cielo.
Cuando llegaba el
invierno, y la nieve cubría el suelo con su rutilante manto blanco, muy a
menudo pasaba una liebre, en veloz carrera, saltando por encima del arbolito.
¡Lo que se enfadaba el abeto! Pero transcurrieron dos inviernos más y el abeto
había crecido ya bastante para que la liebre hubiese de desviarse y darle la
vuelta. «¡Oh, crecer, crecer, llegar a ser muy alto y a contar años y años:
esto es lo más hermoso que hay en el mundo!», pensaba el árbol.
En otoño se
presentaban indefectiblemente los leñadores y cortaban algunos de los árboles
más corpulentos. La cosa ocurría todos los años, y nuestro joven abeto, que
estaba ya bastante crecido, sentía entonces un escalofrío de horror, pues los
magníficos y soberbios troncos se desplomaban con estridentes crujidos y gran
estruendo. Los hombres cortaban las ramas, y los árboles quedaban desnudos,
larguiruchos y delgados; nadie los habría reconocido. Luego eran cargados en
carros arrastrados por caballos, y sacados del bosque.
¿Adónde iban? ¿Qué
suerte les aguardaba?
En primavera,
cuando volvieron las golondrinas y las cigüeñas, les preguntó el abeto:
- ¿No sabéis adónde
los llevaron ¿No los habéis visto en alguna parte?
Las golondrinas
nada sabían, pero la cigüeña adoptó una actitud cavilosa y, meneando la cabeza,
dijo:
- Sí, creo que sí.
Al venir de Egipto, me crucé con muchos barcos nuevos, que tenían mástiles
espléndidos. Juraría que eran ellos, pues olían a abeto. Me dieron muchos
recuerdos para ti. ¡Llevan tan alta la cabeza, con tanta altivez!
- ¡Ah! ¡Ojalá fuera
yo lo bastante alto para poder cruzar los mares! Pero, ¿qué es el mar, y qué
aspecto tiene?
- ¡Sería muy largo
de contar! - exclamó la cigüeña, y se alejó.
- Alégrate de ser
joven - decían los rayos del sol -; alégrate de ir creciendo sano y robusto, de
la vida joven que hay en ti.
Y el viento le
prodigaba sus besos, y el rocío vertía sobre él sus lágrimas, pero el abeto no
lo comprendía.
Al acercarse las
Navidades eran cortados árboles jóvenes, árboles que ni siquiera alcanzaban la
talla ni la edad de nuestro abeto, el cual no tenía un momento de quietud ni
reposo; le consumía el afán de salir de allí. Aquellos arbolitos - y eran
siempre los más hermosos - conservaban todo su ramaje; los cargaban en carros
tirados por caballos y se los llevaban del bosque.
«¿Adónde irán
éstos? - preguntábase el abeto -. No son mayores que yo; uno es incluso más
bajito. ¿Y por qué les dejan las ramas? ¿Adónde van?».
- ¡Nosotros lo
sabemos, nosotros lo sabemos! - piaron los gorriones -. Allá, en la ciudad,
hemos mirado por las ventanas. Sabemos adónde van. ¡Oh! No puedes imaginarte el
esplendor y la magnificencia que les esperan. Mirando a través de los cristales
vimos árboles plantados en el centro de una acogedora habitación, adornados con
los objetos más preciosos: manzanas doradas, pastelillos, juguetes y centenares
de velitas.
- ¿Y después? -
preguntó el abeto, temblando por todas sus ramas -. ¿Y después? ¿Qué sucedió
después?
- Ya no vimos nada
más. Pero es imposible pintar lo hermoso que era.
- ¿Quién sabe si
estoy destinado a recorrer también tan radiante camino? - exclamó gozoso el
abeto -. Todavía es mejor que navegar por los mares. Estoy impaciente por que
llegue Navidad. Ahora ya estoy tan crecido y desarrollado como los que se
llevaron el año pasado. Quisiera estar ya en el carro, en la habitación
calentita, con todo aquel esplendor y magnificencia. ¿Y luego? Porque claro
está que luego vendrá algo aún mejor, algo más hermoso. Si no, ¿por qué me adornarían
tanto? Sin duda me aguardan cosas aún más espléndidas y soberbias. Pero, ¿qué
será? ¡Ay, qué sufrimiento, qué anhelo! Yo mismo no sé lo que me pasa.
- ¡Gózate con
nosotros! - le decían el aire y la luz del sol goza de tu lozana juventud bajo
el cielo abierto.
Pero él permanecía
insensible a aquellas bendiciones de la Naturaleza. Seguía creciendo, sin
perder su verdor en invierno ni en verano, aquel su verdor oscuro. Las gentes,
al verlo, decían: - ¡Hermoso árbol! -. Y he ahí que, al llegar Navidad, fue el
primero que cortaron. El hacha se hincó profundamente en su corazón; el árbol
se derrumbó con un suspiro, experimentando un dolor y un desmayo que no lo
dejaron pensar en la soñada felicidad. Ahora sentía tener que alejarse del
lugar de su nacimiento, tener que abandonar el terruño donde había crecido.
Sabía que nunca volvería a ver a sus viejos y queridos compañeros, ni a las
matas y flores que lo rodeaban; tal vez ni siquiera a los pájaros. La despedida
no tuvo nada de agradable.
El árbol no volvió
en sí hasta el momento de ser descargado en el patio junto con otros, y
entonces oyó la voz de un hombre que decía:
- ¡Ese es
magnífico! Nos quedaremos con él.
Y se acercaron los
criados vestidos de gala y transportaron el abeto a una hermosa y espaciosa sala.
De todas las paredes colgaban cuadros, y junto a la gran estufa de azulejos
había grandes jarrones chinos con leones en las tapas; había también mecedoras,
sofás de seda, grandes mesas cubiertas de libros ilustrados y juguetes, que a
buen seguro valdrían cien veces cien escudos; por lo menos eso decían los
niños. Hincaron el abeto en un voluminoso barril lleno de arena, pero no se
veía que era un barril, pues de todo su alrededor pendía una tela verde, y
estaba colocado sobre una gran alfombra de mil colores. ¡Cómo temblaba el
árbol! ¿Qué vendría luego?
Criados y señoritas
corrían de un lado para otro y no se cansaban de colgarle adornos y más
adornos. En una rama sujetaban redecillas de papeles coloreados; en otra,
confites y caramelos; colgaban manzanas doradas y nueces, cual si fuesen frutos
del árbol, y ataron a las ramas más de cien velitas rojas, azules y blancas.
Muñecas que parecían personas vivientes - nunca había visto el árbol cosa
semejante - flotaban entre el verdor, y en lo más alto de la cúspide
centelleaba una estrella de metal dorado. Era realmente magnífico,
increíblemente magnífico.
- Esta noche -
decían todos -, esta noche sí que brillará.
«¡Oh! - pensaba el
árbol -, ¡ojalá fuese ya de noche! ¡Ojalá encendiesen pronto las luces! ¿Y qué sucederá
luego? ¿Acaso vendrán a verme los árboles del bosque? ¿Volarán los gorriones
frente a los cristales de las ventanas? ¿Seguiré aquí todo el verano y todo el
invierno, tan primorosamente adornado?».
Creía estar
enterado, desde luego; pero de momento era tal su impaciencia, que sufría
fuertes dolores de corteza, y para un árbol el dolor de corteza es tan malo
como para nosotros el de cabeza.
El abeto
Continuación
Al fin encendieron
las luces. ¡Qué brillo y magnificencia! El árbol temblaba de emoción por todas
sus ramas; tanto, que una de las velitas prendió fuego al verde. ¡Y se puso a
arder de verdad!
- ¡Dios nos ampare!
- exclamaron las jovencitas, corriendo a apagarlo. El árbol tuvo que esforzarse
por no temblar. ¡Qué fastidio! Le disgustaba perder algo de su esplendor; todo
aquel brillo lo tenía como aturdido. He aquí que entonces se abrió la puerta de
par en par, y un tropel de chiquillos se precipitó en la sala, que no parecía
sino que iban a derribar el árbol; les seguían, más comedidas, las personas
mayores. Los pequeños se quedaron clavados en el suelo, mudos de asombro,
aunque sólo por un momento; enseguida se reanudó el alborozo; gritando con
todas sus fuerzas, se pusieron a bailar en torno al árbol, del que fueron
descolgándose uno tras otro los regalos.
«¿Qué hacen? -
pensaba el abeto -. ¿Qué ocurrirá ahora?».
Las velas se
consumían, y al llegar a las ramas eran apagadas. Y cuando todas quedaron
extinguidas, se dio permiso a los niños para que se lanzasen al saqueo del
árbol. ¡Oh, y cómo se lanzaron! Todas las ramas crujían; de no haber estado
sujeto al techo por la cúspide con la estrella dorada, seguramente lo habrían
derribado.
Los chiquillos
saltaban por el salón con sus juguetes, y nadie se preocupaba ya del árbol,
aparte la vieja ama, que, acercándose a él, se puso a mirar por entre las
ramas. Pero sólo lo hacía por si había quedado olvidado un higo o una manzana.
- ¡Un cuento, un
cuento! - gritaron de pronto, los pequeños, y condujeron hasta el abeto a un
hombre bajito y rollizo.
El hombre se sentó
debajo de la copa. - Pues así estamos en el bosque - dijo -, y el árbol puede
sacar provecho, si escucha. Pero os contaré sólo un cuento y no más. ¿Preferís
el de Ivede-Avede o el de Klumpe-Dumpe, que se cayó por las escaleras y, no
obstante, fue ensalzado y obtuvo a la princesa? ¿Qué os parece? Es un cuento
muy bonito.
- ¡Ivede-Avede! -
pidieron unos, mientras los otros gritaban: - ¡Klumpe-Dumpe!
¡Menudo griterío y
alboroto se armó! Sólo el abeto permanecía callado, pensando: «¿y yo, no cuento
para nada? ¿No tengo ningún papel en todo esto?». Claro que tenía un papel, y
bien que lo había desempeñado.
El hombre contó el
cuento de Klumpe-Dumpe, que se cayó por las escaleras y, sin embargo, fue
ensalzado y obtuvo a la princesa. Y los niños aplaudieron, gritando: - ¡Otro,
otro! -. Y querían oír también el de Ivede-Avede, pero tuvieron que contentarse
con el de Klumpe-Dumpe. El abeto seguía silencioso y pensativo; nunca las aves
del bosque habían contado una cosa igual. «Klumpe-Dumpe se cayó por las
escaleras y, con todo, obtuvo a la princesa. De modo que así va el mundo» -
pensó, creyendo que el relato era verdad, pues el narrador era un hombre muy
afable -. «¿Quién sabe? Tal vez yo me caiga también por las escaleras y gane a
una princesa». Y se alegró ante la idea de que al día siguiente volverían a
colgarle luces y juguetes, oro y frutas.
«Mañana no voy a
temblar - pensó -. Disfrutaré al verme tan engalanado. Mañana volveré a
escuchar la historia de KlumpeDumpe, y quizá, también la de Ivede-Avede». Y el
árbol se pasó toda la noche silencioso y sumido en sus pensamientos.
Por la mañana se
presentaron los criados y la muchacha.
«Ya empieza otra
vez la fiesta», pensó el abeto. Pero he aquí que lo sacaron de la habitación y,
arrastrándolo escaleras arriba, lo dejaron en un rincón oscuro, al que no
llegaba la luz del día.
«¿Qué significa
esto? - preguntóse el árbol -. ¿Qué voy a hacer aquí? ¿Qué es lo que voy a oír
desde aquí?». Y, apoyándose contra la pared, venga cavilar y más cavilar. Y por
cierto que tuvo tiempo sobrado, pues iban transcurriendo los días y las noches
sin que nadie se presentara; y cuando alguien lo hacía, era sólo para depositar
grandes cajas en el rincón. El árbol quedó completamente ocultado; ¿era posible
que se hubieran olvidado de él?
«Ahora es invierno
allá fuera - pensó -. La tierra está dura y cubierta de nieve; los hombres no
pueden plantarme; por eso me guardarán aquí, seguramente hasta la primavera.
¡Qué considerados son, y qué buenos! ¡Lástima que sea esto tan oscuro y tan
solitario! No se ve ni un mísero lebrato. Bien considerado, el bosque tenía sus
encantos, cuando la liebre pasaba saltando por el manto de nieve; pero entonces
yo no podía soportarlo. ¡Esta soledad de ahora sí que es terrible!».
«Pip, pip», murmuró
un ratoncillo, asomando quedamente, seguido a poco de otro; y, husmeando el
abeto, se ocultaron entre sus ramas.
- ¡Hace un frío de
espanto! - dijeron -. Pero aquí se está bien. ¿Verdad, viejo abeto?
- ¡Yo no soy viejo!
- protestó el árbol -. Hay otros que son mucho más viejos que yo.
- ¿De dónde vienes?
¿Y qué sabes? - preguntaron los ratoncillos. Eran terriblemente curiosos -.
Háblanos del más bello lugar de la Tierra. ¿Has estado en él? ¿Has estado en la
despensa, donde hay queso en los anaqueles y jamones colgando del techo; donde
se baila a la luz de la vela y donde uno entra flaco y sale gordo?
- No lo conozco -
respondió el árbol -; pero, en cambio, conozco el bosque, donde brilla el sol y
cantan los pájaros -. Y les contó toda su infancia; y los ratoncillos, que
jamás oyeran semejantes maravillas, lo escucharon y luego exclamaron: -
¡Cuántas cosas has visto! ¡Qué feliz has sido!
- ¿Yo? - replicó el
árbol; y se puso a reflexionar sobre lo que acababa de contarles -. Sí; en el
fondo, aquéllos fueron tiempos dichosos. Pero a continuación les relató la
Nochebuena, cuando lo habían adornado con dulces y velillas.
- ¡Oh! - repitieron
los ratones -, ¡y qué feliz has sido, viejo abeto!
- ¡Digo que no soy
viejo! - repitió el árbol -. Hasta este invierno no he salido del bosque. Estoy
en lo mejor de la edad, sólo que he dado un gran estirón.
- ¡Y qué bien sabes
contar! - prosiguieron los ratoncillos; y a la noche siguiente volvieron con
otros cuatro, para que oyesen también al árbol; y éste, cuanto más contaba, más
se acordaba de todo y pensaba: «La verdad es que eran tiempos agradables
aquéllos. Pero tal vez volverán, tal vez volverán. Klumpe-Dumpe se cayó por las
escaleras y, no obstante, obtuvo a la princesa; quizás yo también consiga una».
Y, de repente, el abeto se acordó de un abedul lindo y pequeñín de su bosque;
para él era una auténtica y bella princesa.
- ¿Quién es
Klumpe-Dumpe? - preguntaron los ratoncillos. Entonces el abeto les narró toda
la historia, sin dejarse una sola palabra; y los animales, de puro gozo,
sentían ganas de trepar hasta la cima del árbol. La noche siguiente acudieron
en mayor número aún, y el domingo se presentaron incluso dos ratas; pero a
éstas el cuento no les pareció interesante, lo cual entristeció a los
ratoncillos, que desde aquel momento lo tuvieron también en menos.
- ¿Y no sabe usted
más que un cuento? - inquirieron las ratas.
- Sólo sé éste -
respondió el árbol -. Lo oí en la noche más feliz de mi vida; pero entonces no
me daba cuenta de mi felicidad.
- Pero si es una
historia la mar de aburrida. ¿No sabe ninguna de tocino y de velas de sebo?
¿Ninguna de despensas?
- No - confesó el
árbol.
- Entonces, muchas
gracias - replicaron las ratas, y se marcharon a reunirse con sus congéneres.
Al fin, los
ratoncillos dejaron también de acudir, y el abeto suspiró: «¡Tan agradable como
era tener aquí a esos traviesos ratoncillos, escuchando mis relatos! Ahora no
tengo ni eso. Cuando salga de aquí, me resarciré del tiempo perdido».
Pero ¿iba a salir
realmente? Pues sí; una buena mañana se presentaron unos hombres y comenzaron a
rebuscar por el desván. Apartaron las cajas y sacaron el árbol al exterior.
Cierto que lo tiraron al suelo sin muchos miramientos, pero un criado lo
arrastró hacia la escalera, donde brillaba la luz del día.
«¡La vida empieza
de nuevo!», pensó el árbol, sintiendo en el cuerpo el contacto del aire fresco
y de los primeros rayos del sol; estaba ya en el patio. Todo sucedía muy
rápidamente; el abeto se olvidó de sí mismo: ¡había tanto que ver a su
alrededor! El patio estaba contiguo a un jardín, que era una ascua de flores;
las rosas colgaban, frescas o fragantes, por encima de la diminuta verja;
estaban en flor los tilos, y las golondrinas chillaban, volando:
«¡Quirrevirrevit, ha vuelto mi hombrecito!». Pero no se referían al abeto.
«¡Ahora a vivir!»,
pensó éste alborozado, y extendió sus ramas. Pero, ¡ay!, estaban secas y
amarillas; y allí lo dejaron entre hierbajos y espinos. La estrella de oropel
seguía aún en su cúspide, y relucía a la luz del sol.
En el patio jugaban
algunos de aquellos alegres muchachuelos que por Nochebuena estuvieron bailando
en torno al abeto y que tanto lo habían admirado. Uno de ellos se le acercó
corriendo y le arrancó la estrella dorada.
- ¡Mirad lo que hay
todavía en este abeto, tan feo y viejo! - exclamó, subiéndose por las ramas y
haciéndolas crujir bajo sus botas.
El árbol, al
contemplar aquella magnificencia de flores y aquella lozanía del jardín y
compararlas con su propio estado, sintió haber dejado el oscuro rincón del
desván. Recordó su sana juventud en el bosque, la alegre Nochebuena y los
ratoncillos que tan a gusto habían escuchado el cuento de Klumpe-Dumpe.
«¡Todo pasó, todo
pasó! - dijo el pobre abeto -. ¿Por qué no supe gozar cuando era tiempo? Ahora
todo ha terminado».
Vino el criado, y
con un hacha cortó el árbol a pedazos, formando con ellos un montón de leña,
que pronto ardió con clara llama bajo el gran caldero. El abeto suspiraba
profundamente, y cada suspiro semejaba un pequeño disparo; por eso los
chiquillos, que seguían jugando por allí, se acercaron al fuego y, sentándose y
contemplándolo, exclamaban: «¡Pif, paf!». Pero a cada estallido, que no era
sino un hondo suspiro, pensaba el árbol en un atardecer de verano en el bosque
o en una noche de invierno, bajo el centellear de las estrellas; y pensaba en
la Nochebuena y en KlumpeDumpe, el único cuento que oyera en su vida y que
había aprendido a contar - y así hasta que estuvo del todo consumido.
Los niños jugaban
en el jardín, y el menor de todos se había prendido en el pecho la estrella
dorada que había llevado el árbol en la noche más feliz de su existencia. Pero
aquella noche había pasado, y, con ella, el abeto y también el cuento: ¡adiós,
adiós! Y éste es el destino de todos los cuentos.
La Reina
de las Nieves
(historia
en siete episodios)
PRIMER EPISODIO
Trata del espejo y
del trozo de espejo
Atención, que vamos a empezar. Cuando hayamos llegado al final de esta parte sabremos más que ahora; pues esta historia trata de un duende perverso, uno de los peores, ¡como que era el diablo en persona! Un día estaba de muy buen humor, pues había construido un espejo dotado de una curiosa propiedad: todo lo bueno y lo bello que en él se reflejaba se encogía hasta casi desaparecer, mientras que lo inútil y feo destacaba y aún se intensificaba. Los paisajes más hermosos aparecían en él como espinacas hervidas, y las personas más virtuosas resultaban repugnantes o se veían en posición invertida, sin tronco y con las caras tan contorsionadas, que era imposible reconocerlas; y si uno tenía una peca, podía tener la certeza de que se le extendería por la boca y la nariz. Era muy divertido, decía el diablo. Si un pensamiento bueno y piadoso pasaba por la mente de una persona, en el espejo se reflejaba una risa sardónica, y el diablo se retorcía de puro regocijo por su ingeniosa invención. Cuantos asistían a su escuela de brujería - pues mantenía una escuela para duendes - contaron en todas partes que había ocurrido un milagro; desde aquel día, afirmaban, podía verse cómo son en realidad el mundo y los hombres. Dieron la vuelta al Globo con el espejo, y, finalmente, no quedó ya un solo país ni una sola persona que no hubiese aparecido desfigurada en él. Luego quisieron subir al mismo cielo, deseosos de reírse a costa de los ángeles y de Dios Nuestro Señor. Cuanto más se elevaban con su espejo, tanto más se reía éste sarcásticamente, hasta tal punto que a duras penas podían sujetarlo. Siguieron volando y acercándose a Dios y a los ángeles, y he aquí que el espejo tuvo tal acceso de risa, que se soltó de sus manos y cayó a la Tierra, donde quedó roto en cien millones, qué digo, en billones de fragmentos y aún más. Y justamente entonces causó más trastornos que antes, pues algunos de los pedazos, del tamaño de un grano de arena, dieron la vuelta al mundo, deteniéndose en los sitios donde veían gente, la cual se reflejaba en ellos completamente contrahecha, o bien se limitaban a reproducir sólo lo irregular de una cosa, pues cada uno de los minúsculos fragmentos conservaba la misma virtud que el espejo entero. A algunas personas, uno de aquellos pedacitos llegó a metérseles en el corazón, y el resultado fue horrible, pues el corazón se les volvió como un trozo de hielo. Varios pedazos eran del tamaño suficiente para servir de cristales de ventana; pero era muy desagradable mirar a los amigos a través de ellos. Otros fragmentos se emplearon para montar anteojos, y cuando las personas se calaban estos lentes para ver bien y con justicia, huelga decir lo que pasaba. El diablo se reía a reventar, divirtiéndose de lo lindo. Pero algunos pedazos diminutos volaron más lejos. Ahora vais a oírlo.
La Reina
de las Nieves
Continuación
SEGUNDO EPISODIO
Un niño y una niña
En la gran ciudad, donde viven tantas personas y se alzan tantas casas que no queda sitio para que todos tengan un jardincito - por lo que la mayoría han de contentarse con cultivar flores en macetas -, había dos niños pobres que tenían un jardín un poquito más grande que un tiesto. No eran hermano y hermana, pero se querían como si lo fueran. Los padres vivían en las buhardillas de dos casas contiguas. En el punto donde se tocaban los tejados de las casas, y el canalón corría entre ellos, se abría una ventanita en cada uno de los edificios; bastaba con cruzar el canalón para pasar de una a otra de las ventanas.
Los padres de los dos niños tenían al exterior dos grandes cajones de madera, en los que plantaban hortalizas para la cocina; en cada uno crecía un pequeño rosal, y muy hermoso por cierto. He aquí que a los padres se les ocurrió la idea de colocar los cajones de través sobre el canalón, de modo que alcanzasen de una a otra ventana, con lo que parecían dos paredes de flores. Zarcillos de guisantes colgaban de los cajones, y los rosales habían echado largas ramas, que se curvaban al encuentro una de otra; era una especie de arco de triunfo de verdor y de flores. Como los cajones eran muy altos, y los niños sabían que no debían subirse a ellos, a menudo se les daba permiso para visitarse; entonces, sentados en sus taburetes bajo las rosas, jugaban en buena paz y armonía.
En invierno, aquel placer se interrumpía. Con frecuencia, las ventanas estaban completamente heladas. Entonces los chiquillos calentaban a la estufa monedas de cobre, y, aplicándolas contra el hielo que cubría al cristal, despejaban en él una mirilla, detrás de la cual asomaba un ojo cariñoso y dulce, uno en cada ventana; eran los del niño y de la niña; él se llamaba Carlos, y ella, Margarita. En verano era fácil pasar de un salto a la casa del otro, pero en invierno había que bajar y subir muchas escaleras, y además nevaba copiosamente en la calle. Es un enjambre de abejas blancas - decía la abuela, que era muy viejecita.
- ¿Tienen también una reina? -preguntó un día el chiquillo, pues sabía que las abejas de verdad la tienen.
- ¡Claro que sí! -respondió la abuela-. Vuela en el centro del enjambre, con las más grandes, y nunca se posa en el suelo, sino que se vuelve volando a la negra nube. Algunas noches de invierno vuela por las calles de la ciudad y mira al interior de las ventanas, y entonces éstas se hielan de una manera extraña, cubriéndose como de flores.
- ¡Sí, ya lo he visto! -exclamaron los niños a dúo; y entonces supieron que aquello era verdad.
- ¿Y podría entrar aquí la reina de las nieves? -preguntó la muchachita.
- Déjala que entre -dijo el pequeño-. La pondré sobre la estufa y se derretirá.
Pero la abuela le acarició el cabello y se puso a contar otras historias.
Aquella noche, estando Carlitos en su casa medio desnudo, subióse a la silla que había junto a la ventana y miró por el agujerito. Fuera caían algunos copos de nieve, y uno de ellos, el mayor, se posó sobre el borde de uno de los cajones de flores; fue creciendo creciendo, y se transformó, finalmente, en una doncella vestida con un exquisito velo blanco hecho como de millones de copos en forma de estrella. Era hermosa y distinguida, pero de hielo, de un hielo cegador y centelleante, y, sin embargo, estaba viva; sus ojos brillaban como límpidas estrellas, pero no había paz y reposo en ellos. Hizo un gesto con la cabeza y una seña con la mano. El niño, asustado, saltó al suelo de un brinco; en aquel momento pareció como si delante de la ventana pasara volando un gran pájaro. Fue una sensación casi real.
Al día siguiente hubo helada con el cielo sereno, y luego vino el deshielo; después apareció la primavera. Lució el sol, brotaron las plantas, las golondrinas empezaron a construir sus nidos; abriéronse las ventanas, y los niños pudieron volver a su jardincito del canalón, encima de todos los pisos de las casas.
En verano, las rosas florecieron con todo su esplendor. La niña había aprendido una canción que hablaba de rosas, y en ella pensaba al mirar las suyas; y la cantó a su compañero, el cual cantó con ell
«Florecen en el valle las rosas,
Bendito seas, Jesús, que las haces tan hermosas».
Y los pequeños, cogidos de las manos, besaron las rosas y, dirigiendo la mirada a la clara luz del sol divino, le hablaron como si fuese el Niño Jesús. ¡Qué días tan hermosos! ¡Qué bello era todo allá fuera, junto a los lozanos rosales que parecían dispuestos a seguir floreciendo eternamente!
Carlos y Margarita, sentados, miraban un libro de estampas en que se representaban animales y pajarillos, y entonces - el reloj acababa de dar las cinco en el gran campanario - dijo Carlos: - ¡Ay, qué pinchazo en el corazón! ¡Y algo me ha entrado en el ojo!
La niña le rodeó el cuello con el brazo, y él parpadeaba, pero no se veía nada.
- Creo que ya salió -dijo; pero no había salido. Era uno de aquellos granitos de cristal desprendidos del espejo, el espejo embrujado. Bien os acordáis de él, de aquel horrible cristal que volvía pequeño y feo todo lo grande y bueno que en él se reflejaba, mientras hacía resaltar todo lo malo y ponía de relieve todos los defectos de las cosas. Pues al pobre Carlitos le había entrado uno de sus trocitos en el corazón. ¡Qué poco tardaría éste en volvérsela como un témpano de hielo! Ya no le dolía, pero allí estaba.
- ¿Por qué lloras? -preguntó el niño-. ¡Qué fea te pones! No ha sido nada. ¡Uf! -exclamó de pronto-, ¡aquella rosa está agusanada! Y mira cómo está tumbada. No valen nada, bien mirado. ¡Qué quieres que salga de este cajón! -y pegando una patada al cajón, arrancó las dos rosas.
- Carlos, ¿qué haces? -exclamó la niña; y al darse él cuenta de su espanto, arrancó una tercera flor, se fue corriendo a su ventana y huyó de la cariñosa Margarita.
Al comparecer ella más tarde con el libro de estampas, le dijo Carlos que aquello era para niños de pecho; y cada vez que abuelita contaba historias, salía él con alguna tontería. Siempre que podía, se situaba detrás de ella, y, calándose unas gafas, se ponía a imitarla; lo hacía con mucha gracia, y todos los presentes se reían. Pronto supo remedar los andares y los modos de hablar de las personas que pasaban por la calle, y todo lo que tenían de peculiar y de feo. Y la gente exclamaba: - ¡Tiene una cabeza extraordinaria este chiquillo! -. Pero todo venía del cristal que por el ojo se le había metido en el corazón; esto explica que se burlase incluso de la pequeña Margarita, que tanto lo quería.
Sus juegos eran ahora totalmente distintos de los de antes; eran muy juiciosos. En invierno, un día de nevada, se presentó con una gran lupa, y sacando al exterior el extremo de su chaqueta, dejó que se depositasen en ella los copos de nieve.
- Mira por la lente, Margarita -dijo; y cada copo se veía mucho mayor, y tenía la forma de una magnífica flor o de una estrella de diez puntas; daba gusto mirarlo -. ¡Fíjate qué arte! -observó Carlos-. Es mucho más interesante que las flores de verdad; aquí no hay ningún defecto, son completamente regulares. ¡Si no fuera porque se funden!
Poco más tarde, el niño, con guantes y su gran trineo a la espalda, dijo al oído de Margarita: - Me han dado permiso para ir a la plaza a jugar con los otros niños -y se marchó.
En la plaza no era raro que los chiquillos más atrevidos atasen sus trineos a los coches de los campesinos, y de esta manera paseaban un buen trecho arrastrados por ellos. Era muy divertido. Cuando estaban en lo mejor del juego, llegó un gran trineo pintado de blanco, ocupado por un personaje envuelto en una piel blanca y tocado con un gorro, blanco también. El trineo dio dos vueltas a la plaza, y Carlos corrió a atarle el suyo, dejándose arrastrar. El trineo desconocido corría a velocidad creciente, y se internó en la calle más próxima; el conductor volvió la cabeza e hizo una seña amistosa a Carlos, como si ya lo conociese. Cada vez que Carlos trataba de soltarse, el conductor le hacía un signo con la cabeza, y el pequeño se quedaba sentado. Al fin salieron de la ciudad, y la nieve empezó a caer tan copiosamente, que el chiquillo no veía siquiera la mano cuando se la ponía delante de los ojos; pero la carrera continuaba. Él soltó rápidamente la cuerda para desatarse del trineo grande pero de nada le sirvió; su pequeño vehículo seguía sujeto, y corrían con la velocidad del viento. Se puso a gritar, pero nadie lo oyó; continuaba nevando intensamente, y el trineo volaba, pegando de vez en cuando violentos saltos, como si salvase fosos y setos. Carlos estaba aterrorizado; quería rezar el Padrenuestro, pero sólo acudía a su memoria la tabla de multiplicar.
Los copos de nieve eran cada vez mayores, hasta que, al fin, parecían grandes pollos blancos. De repente dieron un salto a un lado, el trineo se detuvo, y la persona que lo conducía se incorporó en el asiento. La piel y el gorro eran de pura nieve, y ante los ojos del chiquillo se presentó una señora alta y esbelta, de un blanco resplandeciente. Era la Reina de las Nieves.
- Hemos corrido mucho -dijo, pero, ¡qué frío! Métete en mi piel de oso -, prosiguió, y lo sentó junto a ella en su trineo y lo envolvió en la piel. A él le pareció que se hundía en un torbellino de nieve.
- ¿Todavía tienes frío? -preguntóle la señora, besándolo en la frente. ¡Oh, sus labios eran peor que el hielo, y el beso se le entró en el corazón, que ya de suyo estaba medio helado! Tuvo la sensación de que iba a morir, pero no duró más que un instante; luego se sintió perfectamente, y dejó de notar el frío.
«¡Mi trineo! ¡No olvides mi trineo!», pensó él de pronto; pero estaba atado a uno de los pollos blancos, el cual echo a volar detrás de ellos con el trineo a la espalda. La Reina de las Nieves dio otro beso a Carlos, y Margarita, la abuela y todos los demás se borraron de su memoria.
- No te volveré a besar -dijo ella-, pues de lo contrario te mataría.
Carlos la miró; era muy hermosa; no habría podido imaginar un rostro más inteligente y atractivo. Ya no le parecía de hielo, como antes, cuando le había estado haciendo señas a través de la ventana. A los ojos del niño era perfecta, y no le inspiraba temor alguno. Contóle que sabía hacer cálculo mental, hasta con quebrados; que sabía cuántas millas cuadradas y cuántos habitantes tenía el país. Ella lo escuchaba sonriendo, y Carlos empezó a pensar que tal vez no sabía aún bastante. Y levantó los ojos al firmamento, y ella emprendió el vuelo con él, hacia la negra nube, entre el estrépito de la tempestad; el niño se acordó de una vieja canción. Pasaron volando por encima de ciudades y lagos, de mares y países; debajo de ellos aullaban el gélido viento y los lobos, y centelleaba la nieve; y encima volaban las negras y ruidosas cornejas; pero en lo más alto del cielo brillaba, grande y blanca, la luna, y Carlos la estuvo contemplando durante toda la larga noche. Al amanecer se quedó dormido a los pies de la Reina de las Nieves.
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