Hans Cristian Andersen
Cuentos VIII
Desde una
ventana de Vartou
La
pastora y el deshollinador
Holger el
danés
Los
vecinos
Los
vecinos
Continuación
El
pequeño Tuk
La sombra
La sombra
Continuación
La
familia feliz
Historia
de una madre
El cuello
de camisa
Desde una
ventana de Vartou
Junto a la verde
muralla que se extiende alrededor de Copenhague, se levanta una gran casa roja
con muchas ventanas, en las que crecen balsaminas y árboles de ámbar. El
exterior es de aspecto mísero, y en ella viven gentes pobres y viejas. Es
Vartou.
Mira: En el
antepecho de una de las ventanas se apoya una anciana solterona, entretenida en
arrancar las hojas secas de la balsamina y mirando la verde muralla, donde
saltan y corren unos alegres chiquillos. ¿En qué debe estar pensando? Un drama
de su vida se proyecta ante su mente.
Los pobres
pequeñuelos, ¡qué felices juegan! ¡Qué mejillas más sonrosadas y qué ojos tan
brillantes! Pero no llevan medias ni zapatos; están bailando sobre la muralla
verde. Según cuenta la leyenda, hace pocos años la tierra se hundía allí
constantemente, y en una ocasión un inocente niño cayó con sus flores y
juguetes en la abierta tumba, que se cerró mientras el pequeñuelo jugaba y
comía. Allí se alzaba la muralla, que no tardó en cubrirse de un césped
espléndido. Los niños ignoran la leyenda; de otro modo, oirían llorar al que se
halla bajo la tierra, y el rocío de la hierba se les figuraría lágrimas ardientes.
Tampoco saben la historia de aquel rey de Dinamarca que allí plantó cara al
invasor y juró ante sus temblorosos cortesanos que se mantendría firme junto a
los habitantes de su ciudad y moriría en su nido. Ni saben de los hombres que
lucharon allí, ni de las mujeres que vertieron agua hirviendo sobre los
enemigos que, vestidos de blanco para confundirse con la nieve, trepaban por el
lado exterior del muro.
Los pobres
chiquillos seguían jugando alegremente.
¡Juega, juega,
chiquilla! Pronto pasarán los años. Los confirmandos irán cogidos de la mano a
la verde muralla; tú llevarás un vestido blanco que le habrá costado mucho a tu
madre, a pesar de estar hecho de otro viejo más grande. Te darán un pañuelo
rojo, que te colgará muy abajo, demasiado; pero así se verá lo grande que es,
¡sí!, demasiado grande. Pensarás en tus galas y en Dios Nuestro Señor. ¡Qué
hermoso es pasear por la muralla! Y los años transcurren, con muchos días
sombríos, pero también con sus goces de juventud. Y tú encontrarás un amigo, sin
saber cómo; os reuniréis, y al acercarse la primavera iréis a pasear por la
muralla, mientras todas las campanas doblan llamando a la penitencia y a la
oración. No habrán brotado todavía las violetas, pero frente al antiguo y bello
palacio de Rosenborg lucirá un árbol sus primeras yemas verdeantes; os
quedaréis allí. Todos los años da aquel árbol nuevas ramas verdes, cosa que no
hace el corazón encerrado en el pecho humano, por el cual pasan nubes negras,
más negras que las que conoce el Norte. ¡Pobre niña! La cámara nupcial de tu
novio será el féretro, y tú te convertirás en una solterona. Desde Vartou
mirarás, por entre las balsaminas, a los niños que juegan, y te darás cuenta de
que se repite tu propia historia.
Y éste es
justamente el drama de la vida que se despliega ante la anciana, que está
mirando a la muralla, donde brilla el sol, y los niños de rojas mejillas, sin
zapatos ni medias, juegan y gozan como las avecillas del cielo.
La
pastora y el deshollinador
¿Has visto alguna
vez uno de estos armarios muy viejos, ennegrecidos por los años, adornados con
tallas de volutas y follaje? Pues uno así había en una sala; era una herencia
de la bisabuela, y de arriba abajo estaba adornado con tallas de rosas y
tulipanes. Presentaba los arabescos más raros que quepa imaginar, y entre ellos
sobresalían cabecitas de ciervo con sus cornamentas. En el centro, habían
tallado un hombre de cuerpo entero; su figura era de verdad cómica, y en su
cara se dibujaba una mueca, pues aquello no se podía llamar risa. Tenía patas
de cabra, cuernecitos en la cabeza y una luenga barba. Los niños de la casa lo
llamaban siempre el «Sargento-mayor-y-menor-mariscal-de-campo-pata-de-chivo»;
era un nombre muy largo, y son bien pocos los que ostentan semejante titulo; ¡y
no debió de tener poco trabajo, el que lo esculpió!
Y allí estaba, con
la vista fija en la mesa situada debajo del espejo, en la que había una linda
pastorcilla de porcelana, con zapatos dorados, el vestido graciosamente sujeto
con una rosa encarnada, un dorado sombrerito en la cabeza y un báculo de pastor
en la mano: era un primor. A su lado había un pequeño deshollinador, negro como
el carbón, aunque asimismo de porcelana, tan fino y pulcro como otro
cualquiera; lo de deshollinador sólo lo representaba: el fabricante de
porcelana lo mismo hubiera podido hacer de él un príncipe, ¡qué más le daba!
He ahí, pues, al
hombrecillo con su escalera, y unas mejillas blancas y sonrosadas como las de
la muchacha, lo cual no dejaba de ser un contrasentido, pues un poquito de hollín
le hubiera cuadrado mejor. Estaba de pie junto a la pastora; los habían
colocado allí a los dos, y, al encontrarse tan juntos, se habían enamorado.
Nada había que objetar: ambos eran de la misma porcelana e igualmente frágiles.
A su lado había aún
otra figura, tres veces mayor que ellos: un viejo chino que podía agachar la
cabeza. Era también de porcelana, y pretendía ser el abuelo de la zagala,
aunque no estaba en situación de probarlo. Afirmaba tener autoridad sobre ella,
y, en consecuencia, había aceptado, con un gesto de la cabeza, la petición que
el «Sargento-mayor-y-menor-mariscal-de-campo-pata-de-chivo» le había hecho de
la mano de la pastora.
- Tendrás un marido
-dijo el chino a la muchacha- que estoy casi convencido, es de madera de ébano;
hará de ti la «Sargentamayor-y-menor-mariscal-de-campo-pata-de-chivo». Su
armario está repleto de objetos de plata, ¡y no digamos ya lo que deben
contener los cajones secretos!
- ¡No quiero entrar
en el oscuro armario! -protestó la pastorcilla-. He oído decir que guarda en él
once mujeres de porcelana. - En este caso, tú serás la duodécima -replicó el
chino-. Esta noche, en cuanto cruja el viejo armario, se celebrará la boda,
¡como yo soy chino! -. E, inclinando la cabeza, se quedó dormido.
La pastorcilla,
llorosa, levantó los ojos al dueño de su corazón, el deshollinador de
porcelana.
- Quisiera pedirte
un favor. ¿Quieres venirte conmigo por esos mundos de Dios? Aquí no podemos
seguir.
- Yo quiero todo lo
que tú quieras -respondióle el mocito.- Vámonos enseguida, estoy seguro de que
podré sustentarte con mi trabajo.
- ¡Oh, si
pudiésemos bajar de la mesa sin contratiempo! -dijo ella-. Sólo me sentiré
contenta cuando hayamos salido a esos mundos.
Él la tranquilizó,
y le enseñó cómo tenía que colocar el piececito en las labradas esquinas y en
el dorado follaje de la pata de la mesa; sirvióse de su escalera, y en un
santiamén se encontraron en el suelo. Pero al mirar al armario, observaron en
él una agitación; todos los ciervos esculpidos alargaban la cabeza y, levantando
la cornamenta, volvían el cuello; el
«Sargento-mayor-y-menor-mariscal-de-campo-pata-de-chivo» pegó un brinco y gritó
al chino:
- ¡Se escapan, se
escapan!
Los pobrecillos,
asustados, se metieron en un cajón que había debajo de la ventana.
Había allí tres o
cuatro barajas, aunque ninguna completa, y un teatrillo de títeres montado un
poco a la buena de Dios. Precisamente se estaba representando una función y
todas las damas, oros y corazones, tréboles y espadas, sentados en las primeras
filas, se abanicaban con sus tulipanes; detrás quedaban las sotas, mostrando
que tenían cabeza o, por decirlo mejor, cabezas, una arriba y otra abajo, como
es costumbre en los naipes. El argumento trataba de dos enamorados que no
podían ser el uno para el otro, y la pastorcilla se echó a llorar, por lo mucho
que el drama se parecía al suyo.
- ¡No puedo
resistirlo! -exclamó-. ¡Tengo que salir del cajón! -. Pero una vez volvieron a
estar en el suelo y levantaron los ojos a la mesa, el viejo chino, despierto,
se tambaleó con todo el cuerpo, pues por debajo de la cabeza lo tenía de una
sola pieza.
- ¡Que viene el
viejo chino! -gritó la zagala azorada, cayendo de rodillas.
- Se me ocurre una
idea -dijo el deshollinador-. ¿Y si nos metiésemos en aquella gran jarra de la
esquina? Estaremos entre rosas y espliego, y si se acerca le arrojaremos sal a
los ojos.
- No serviría de
nada -respondió ella-. Además, sé que el chino y la jarra estuvieron
prometidos, y siempre queda cierta simpatía en semejantes circunstancias. No;
el único recurso es lanzarnos al mundo.
- ¿De verdad te
sientes con valor para hacerlo? -preguntó el deshollinador-. ¿Has pensado en lo
grande que es y que nunca podremos volver a este lugar?
- Sí -afirmó ella.
El deshollinador la
miró fijamente y luego dijo:
- Mi camino pasa
por la chimenea. ¿De veras te sientes con ánimo para aventurarte en el horno y
trepar por la tubería? Saldríamos al exterior de la chimenea; una vez allí, ya
sabría yo apañármelas. Subiremos tan arriba, que no podrán alcanzarnos, y en la
cima hay un orificio que sale al vasto mundo.
Y la condujo a la
puerta del horno.
- ¡Qué oscuridad!
-exclamó ella, sin dejar de seguir a su guía por la caja del horno y por el
tubo, oscuro como boca de lobo.
- Estamos ahora en
la chimenea -explicóle él-. Fíjate: allá arriba brilla la más hermosa de las
estrellas.
Era una estrella
del cielo que les enviaba su luz, exactamente como para mostrarles el camino. Y
ellos venga trepar y arrastrarse. ¡Horrible camino, y tan alto! Pero el mozo la
sostenía, indicándole los mejores agarraderos para apoyar sus piececitos de
porcelana. Así llegaron al borde superior de la chimenea y se sentaron en él,
pues estaban muy cansados, y no sin razón.
Encima de ellos
extendíase el cielo con todas sus estrellas, y a sus pies quedaban los tejados
de la ciudad. Pasearon la mirada en derredor, hasta donde alcanzaron los ojos;
la pobre pastorcilla jamás habla imaginado cosa semejante; reclinó la cabecita
en el hombro de su deshollinador y prorrumpió en llanto, con tal vehemencia que
se le saltaba el oro del cinturón.
- ¡Es demasiado!
-exclamó-. No podré soportarlo, el mundo es demasiado grande. ¡Ojalá estuviese
sobre la mesa, bajo el espejo! No seré feliz hasta que vuelva a encontrarme
allí. Te he seguido al ancho mundo; ahora podrías devolverme al lugar de donde
salimos. Lo harás, si es verdad que me quieres.
El deshollinador le
recordó prudentemente el viejo chino y el
«Sargento-mayor-y-menor-mariscal-de-campo-pata-de-chivo», pero ella no cesaba
de sollozar y besar a su compañerito, el cual no pudo hacer otra cosa que ceder
a sus súplicas, aun siendo una locura.
Y así bajaron de
nuevo, no sin muchos tropiezos, por la chimenea, y se arrastraron por la
tubería y el horno. No fue nada agradable.
Una vez en la caja
del horno, pegaron la oreja a la puerta para enterarse de cómo andaban las
cosas en la sala. Reinaba un profundo silencio; miraron al interior y... ¡Dios
mío!, el viejo chino yacía en el suelo. Se había caído de la mesa cuando trató
de perseguirlos, y se rompió en tres pedazos; toda la espalda era uno de ellos,
y la cabeza, rodando, había ido a parar a una esquina. El
«Sargento-mayor-y-menor-mariscal-de-campo-pata-de-chivo» seguía en su puesto
con aire pensativo.
- ¡Horrible!
-exclamó la pastorcita-. El abuelo roto a pedazos, y nosotros tenemos la culpa.
¡No lo resistiré! -y se retorcía las manos.
- Aún es posible
pegarlo -dijo el deshollinador-. Pueden pegarlo muy bien, tranquilízate; si le
ponen masilla en la espalda y un buen clavo en la nuca quedará como nuevo; aún
nos dirá cosas desagradables.
- ¿Crees? -preguntó
ella. Y treparon de nuevo a la mesa.
- Ya ves lo que
hemos conseguido -dijo el deshollinador-. Podíamos habernos ahorrado todas
estas fatigas.
- ¡Si al menos
estuviese pegado el abuelo! -observó la muchacha-. ¿Costará muy caro?
Pues lo pegaron, sí
señor; la familia cuidó de ello. Fue encolado por la espalda y clavado por el
pescuezo, con lo cual quedó como nuevo, aunque no podía ya mover la cabeza.
- Se ha vuelto
usted muy orgulloso desde que se hizo pedazos -dijo el «Sargento-mayor-y-menor-mariscal-de-campo-pata-dechivo»
-. Y la verdad que no veo los motivos. ¿Me la va a dar o no?
El deshollinador y
la pastorcilla dirigieron al viejo chino una mirada conmovedora, temerosos de
que agachase la cabeza; pero le era imposible hacerlo, y le resultaba muy
molesto tener que explicar a un extraño que llevaba un clavo en la nuca. Y de
este modo siguieron viviendo juntas aquellas personitas de porcelana,
bendiciendo el clavo del abuelo y queriéndose hasta que se hicieron pedazos a
su vez.
Holger el
danés
Hay en Dinamarca un
viejo castillo llamado Kronborg. Está junto al Öresund, estrecho que cruzan
diariamente centenares de grandes barcos, lo mismo ingleses que rusos y
prusianos, saludando al viejo castillo con salvas de artillería, ¡bum!, y él
contesta con sus cañones: ¡bum! Pues de esta forma los cañones dicen «¡Buenos
días!» y «¡Muchas gracias!». En invierno no pasa por allí ningún buque, ya que
entonces está todo cubierto de hielo, hasta muy arriba de la costa sueca; pero
en la buena estación es una verdadera carretera. Ondean las banderas danesa y
sueca, y las poblaciones de ambos países se dicen «¡Buenos días!» y «¡Muchas
gracias!», pero no a cañonazos, sino con un amistoso apretón de manos, y unos
llevan pan blanco y rosquillas a los otros, pues la comida forastera siempre
sabe mejor. Pero lo más estupendo de todo es el castillo de Kronborg, en cuyas
cuevas, profundas y tenebrosas, a las que nadie baja, reside Holger el Danés.
Va vestido de hierro y acero, y apoya la cabeza en sus robustos brazos; su
larga barba cuelga por sobre la mesa de mármol, a la que está pegada. Duerme y
sueña, pero en sueños ve todo lo que ocurre allá arriba, en Dinamarca. Por
Nochebuena baja siempre un ángel de Dios y le dice que es cierto lo que ha soñado,
y que puede seguir durmiendo tranquilamente, pues Dinamarca no se encuentra aún
en verdadero peligro. Si este peligro se presentara, Holger, el viejo danés, se
levantaría, y rompería la mesa al retirar la barba. Volvería al mundo y pegaría
tan fuerte, que sus golpes se oirían en todos los ámbitos de la Tierra.
Un anciano explicó
a su nietecito todas estas cosas acerca de Holger, y el pequeño sabía que todo
lo que decía su abuelo era la pura verdad. Mientras contaba, el viejo se
entretenía tallando una gran figura de madera que representaría a Holger,
destinada a adornar la proa de un barco; pues el abuelo era escultor de madera,
o sea, un hombre que talla figuras para espolones de barcos, figuras que van de
acuerdo con el nombre del navío. Y en aquella ocasión había representado a
Holger, erguido y altivo, con su larga barba, la ancha espada de combate en una
mano, mientras la otra se apoyaba en el escudo adornado con las armas danesas.
El abuelo contó
tantas y tantas cosas de hombres y mujeres notables de Dinamarca, que el nieto
creyó al fin que sabía tanto como el propio Holger, el cual, además, se
limitaba a soñarlas; y cuando se fue a acostar, púsose a pensar tanto en
aquello, que aplicó la barbilla contra la colcha y se dio a creer que tenía una
luenga barba pegada a ella.
El abuelo se había
quedado para proseguir su trabajo, y realizaba la última parte del mismo, que
era el escudo danés. Cuando ya estuvo listo contempló su obra, pensando en todo
lo que leyera y oyera, y en lo que aquella noche había explicado al muchachito.
Hizo un gesto con la cabeza, se limpió las gafas y, volviendo a sentarse, dijo:
- Durante el tiempo
que me queda de vida, seguramente no volverá Holger; pero ese pequeño que
duerme ahí tal vez lo vea y esté a su lado el día que sea necesario.
Y el viejo abuelo
repitió su gesto, y cuanto más examinaba su Holger, más se convencía de que
había hecho una buena talla; parecióle que cobraba color, y que la armadura
brillaba como hierro y acero; en el escudo de armas, los corazones se enrojecían
gradualmente, y los leones coronados, saltaban.
- Es el escudo más
hermoso de cuantos existen en el mundo entero -dijo el viejo-. Los leones son
la fuerza, y los corazones, la piedad y el amor. Contempló el primer león y
pensó en el rey Knud, que incorporó la gran Inglaterra al trono de Dinamarca; y
al considerar el segundo recordó a Waldemar, unificador de Dinamarca y
conquistador de los países vendos; el tercer león le trajo a la memoria a
Margarita, que unió Dinamarca, Suecia y Noruega. Y cuando se fijó en los rojos
corazones, pareciéronle que brillaban aún más que antes; eran llamas que se
movían, y sus, pensamientos fueron en pos de cada uno de ellos.
La primera llama lo
condujo a una estrecha y oscura cárcel, ocupada por una prisionera, una hermosa
mujer, hija de Cristián IV: Leonora Ulfeldt; y la llama se posó, cual una rosa,
en su pecho, floreciendo y brillando con el corazón de la mejor y más noble de
todas las mujeres danesas.
- Sí, es uno de los
corazones del escudo de Dinamarca -dijo el abuelo. Y luego su mente se dirigió
a la llama segunda, que lo llevó a alta mar, donde los cañones tronaban, y los
barcos aparecían envueltos en humo; y la llama se fijó, como una condecoración,
en el pecho de Hvitfeldt, cuando, para salvar la flota, voló su propio barco
con él a bordo.
La tercera llama lo
transportó a las míseras cabañas de Groenlandia, donde el párroco Hans Egede
realizaba su apostolado de amor con palabras y obras; la llama era una estrella
en su pecho, un corazón en las armas danesas.
Y los pensamientos
del abuelo se anticiparon a la llama flotante, pues sabía adónde iba ésta. En
la pobre vivienda de la campesina, Federico VI, de pie, escribía con tiza su
nombre en las vigas. La llama temblaba sobre su pecho y en su corazón; en
aquella humilde estancia, su corazón pasó a forzar parte del escudo danés. Y el
viejo se secó los ojos, pues había conocido al rey Federico, con sus cabellos
de plata y sus nobles ojos azules, y por él había vivido. Y juntando las manos
se quedó inmóvil, con la mirada fija. Entró entonces su nuera a decir al
anciano que era ya muy tarde y hora de descansar, y que la mesa estaba puesta.
- Pero, ¡qué
hermosa estatua has hecho, abuelo! -exclamó la joven-. ¡Holger y nuestro escudo
completo! Diría que esta cara la he visto ya antes.
- No, tú no la has
visto -dijo el abuelo-, pero yo sí, y he procurado tallarla en la madera, tal y
como la tengo en la memoria. Cuando los ingleses estaban en la rada el día 2 de
abril, supimos demostrar que éramos los antiguos daneses. A bordo del «Dinamarca»,
donde yo servía en la escuadra de Steen Bille, había a mi lado un hombre;
habríase dicho que las balas le tenían miedo. Cantaba alegremente viejas
canciones, mientras disparaba y combatía como si fuese un ser sobrehumano. Me
acuerdo todavía de su rostro; pero no sé, ni lo sabe nadie, de dónde vino ni
adónde fue. Muchas veces he pensado si sería Holger, el viejo danés, en
persona, que habría salido de Kronborg para acudir en nuestra ayuda a la hora
del peligro. Esto es lo que pensé, y ahí está su efigie.
Y la figura
proyectaba una gran sombra en la pared e incluso sobre parte del techo; parecía
como si allí estuviese el propio Holger, pues la sombra se movía; claro que
podía también ser debido a que la llama de la lámpara ardía de manera irregular.
La nuera dio un beso al abuelo y lo acompañó hasta el gran sillón colocado
delante de la mesa, y ella y su marido, hijo del viejo y padre del chiquillo
que dormía en la cama, se sentaron a cenar. El anciano habló de los leones y de
los daneses, de la fuerza y la clemencia, y explicó de modo bien claro que
existía otra fuerza, además de la espada, y señaló el armario que guardaba
viejos libros; allí estaban las comedias completas de Holberg, tan leídas y
releídas, que uno creía conocer desde hacía muchísimo tiempo a todos sus
personajes.
- ¿Veis? Éste
también supo zurrar -dijo el abuelo-. Hizo cuanto pudo por acabar con todo lo
disparatado y torpe que había en la gente -y, señalando el espejo sobre el cual
estaba el calendario con la Torre Redonda, dijo: - También Tico Brahe manejó la
espada, pero no con el propósito de cortar carne y quebrar huesos, sino para
trazar un camino más preciso entre las estrellas del cielo. Y luego aquel cuyo
padre fue de mi profesión, el hijo del viejo escultor, aquel a quien yo mismo
he visto, con su blanco cabello y anchos hombros, aquel cuyo nombre es famoso
en todos los países de la Tierra. Sí, él sabía esculpir, yo sólo sé tallar. Sí,
Holger puede aparecérsenos en figuras muy diversas, para que en todos los
pueblos se hable de la fuerza de Dinamarca. ¿Brindamos a la salud de Bertel?.
Pero el pequeño, en
su cama, veía claramente el viejo Kronborg y el Öresund, y veía al verdadero
Holger allá abajo, con su barba pegada a la mesa de mármol, soñando con todo lo
que sucede acá arriba. Y Holger soñaba también en la reducida y pobre vivienda
del imaginero, oía cuanto en ella se hablaba, y, con un movimiento de la
cabeza, sin despertar de su sueño, decía:
- Sí, acordaos de
mí, daneses, retenedme en vuestra memoria. No os abandonaré en la hora de la
necesidad.
Allá, ante el
Kronborg, brillaba la luz del día, y el viento llevaba las notas del cuerno de
caza a las tierras vecinas; los barcos, al pasar, enviaban sus salvas: ¡bum!
¡bum!, y desde el castillo contestaban: ¡bum! ¡bum! Pero Holger no se
despertaba, por ruidosos que fuesen los cañonazos, pues sólo decían: «¡Buenos
días!», «¡Muchas gracias!». De un modo muy distinto tendrían que disparar para
despertarlo; pero un día u otro despertará, pues Holger el danés es de recia
madera.
Los
vecinos
Cualquiera habría
dicho que algo importante ocurría en la balsa del pueblo, y, sin embargo, no
pasaba nada. Todos los patos, tanto los que se mecían en el agua como los que
se habían puesto de cabeza - pues saben hacerlo -, de pronto se pusieron a
nadar precipitadamente hacia la orilla; en el suelo cenagoso quedaron bien
visibles las huellas de sus pies y sus gritos podían oírse a gran distancia. El
agua se agitó violentamente, y eso que unos momentos antes estaba tersa como un
espejo, en el que se reflejaban uno por uno los árboles y arbustos de las
cercanías y la vieja casa de campo con los agujeros de la fachada y el nido de
golondrinas, pero muy especialmente el gran rosal cuajado de rosas, que bajaba
desde el muro hasta muy adentro del agua. El conjunto parecía un cuadro puesto
del revés. Pero en cuanto el agua se agitaba, todo se revolvía, y la pintura se
esfumaba. Dos plumas que habían caído de los patos al desplegar las alas, se
balanceaban sobre las olas, como si soplase el viento; y, sin embargo, no lo
había. Por fin quedaron inmóviles: el agua recuperó su primitiva tersura y
volvió a reflejar claramente la fachada con el nido de golondrinas y el rosal
con cada una de sus flores, que eran hermosísimas, aunque ellas lo ignoraban
porque nadie se lo había dicho. El sol se filtraba por entre las delicadas y
fragantes hojas; y cada rosa se sentía feliz, de modo parecido a lo que nos
sucede a las personas cuando estamos sumidos en nuestros pensamientos.
- ¡Qué bella es la
vida! -decía cada una de las rosas-. Lo único que desearía es poder besar al
sol, por ser tan cálido y tan claro.
- Y también
quisiera besar las rosas de debajo del agua: ¡se parecen tanto a nosotras! Y
besaría también a las dulces avecillas del nido, que asoman la cabeza piando
levemente; no tienen aún plumas como sus padres. Son buenos los vecinos que
tenemos, tanto los de arriba como los de abajo. ¡Qué hermosa es la vida!
Aquellos pajarillos
de arriba y de abajo - los segundos no eran sino el reflejo de los primeros en
el agua - eran gurriatos, hijos de gorriones; habían ocupado el nido abandonado
por las golondrinas el año anterior, y se encontraban en él como en su propia
casa.
- ¿Son patitos los
que allí nadan? -preguntaron los gurriatos al ver flotar en el agua las plumas
de las palmípedas.
- ¡No preguntéis
tonterías! -replicó la madre-. ¿No veis que son plumas, prendas de vestir vivas
como las que yo llevo y que vosotros llevaréis también, sólo que las nuestras
son más finas? Por lo demás, me gustaría tenerlas aquí en el nido, pues son muy
calientes. Quisiera saber de qué se espantaron los patos. Habrá sucedido algo
en el agua. Yo no he sido, aunque confieso que he piado un poco fuerte. Esas
cabezotas de rosas deberían saberlo, pero no saben nada; mirarse en el espejo y
despedir perfume, eso es cuanto saben hacer. ¡Qué vecinas tan aburridas!
- ¡Escuchad los
pajarillos de arriba! -dijeron las rosas-, hacen ensayos de canto. No saben
todavía, pero ya vendrá. ¡Qué bonito debe ser saber cantar! Es delicioso tener
vecinos tan alegres.
En aquel momento
llegaron, galopando, dos caballos; venían a abrevar; un zagal montaba uno de
ellos, despojado de todas sus prendas de vestir, excepto el sombrero, grande y
de anchas alas. El mozo silbaba como si fuese un pajarillo, y se metió con su
cabalgadura en la parte más profunda de la balsa; al pasar junto al rosal cortó
una de sus rosas, se la prendió en el sombrero, para ir bien adornado, y siguió
adelante. Las otras rosas miraban a su hermana y se preguntaban mutuamente: -
¿Adónde va? -pero ninguna lo sabía.
- A veces me
gustaría salir a correr mundo -dijo una de las flores a sus compañeras-. Aunque
también es muy hermoso este rincón verde en que vivimos. Durante el día brilla
el sol y nos calienta, y por la noche, el cielo es aún más bello; podemos verlo
a través de los agujeritos que tiene.
Se refería a las
estrellas; pensaba que eran agujeros del cielo. ¡No llegaba a más la ciencia de
las rosas!
- Nosotros traemos
vida y animación a estos parajes -dijo la gorriona-. Los nidos de golondrina
son de buen agüero, dice la gente; por eso se alegran de tenernos. Pero aquel
vecino, el gran rosal que se encarama por la pared, produce humedad. Espero que
se marche pronto, y en su lugar crezca trigo. Las rosas sólo sirven de adorno y
para perfumar el ambiente; a lo sumo, para sujetarlas al sombrero. Todos los
años se marchitan, lo sé por mi madre. La campesina las conserva en sal, y
entonces tienen un nombre francés que no sé pronunciar, ni me importa; luego
las esparce por la ventana cuando quiere que huela bien. ¡Y ésta es toda su
vida! No sirven más que para alegrar los ojos y el olfato. Ya lo sabéis, pues.
Al anochecer,
cuando los mosquitos empezaron a danzar en el aire tibio, y las nubes
adquirieron sus tonalidades rojas, presentóse el ruiseñor y cantó a las rosas
que en este mundo lo bello se parece a la luz del sol y vive eternamente. Pero
las rosas creyeron que el ruiseñor cantaba sus propias loanzas, y cualquiera lo
habría pensado también. No se les ocurrió que eran ellas el objeto de su canto;
sin embargo, experimentaron un gran placer y se preguntaban si tal vez los
gurriatos no se volverían a su vez ruiseñores.
- He comprendido
muy bien lo que cantó el pájaro -dijeron los gurriatos-. Sólo una palabra
quisiera que me explicasen: ¿qué significa «lo bello»?
- No es nada
-respondió la madre-, es una simple apariencia. Allá arriba, en la finca de los
señores, donde las palomas tienen su casa propia y todos los días se les
reparten guisantes y grano - yo he comido también con ellas, y algún día vendréis
vosotros: dime con quién andas y te diré quién eres -, pues en aquella finca
tienen dos pájaros de cuello verde y un mechoncito de plumas en la cabeza.
Pueden extender la cola como si fuese una gran rueda; tienen todos los colores,
hasta el punto de que duelen los ojos de mirarlos. Se llaman pavos reales, y
son la belleza. Sólo con que los desplumasen un poquitín, casi no se
distinguirían de nosotros. ¡Me entraban ganas de emprenderlas a picotazos con
ellos, pero eran tan grandotes!.
- Pues yo los voy a
picotear -exclamó el benjamín de los gurriatos; el mocoso no tenía aún plumas.
En el cortijo vivía
un joven matrimonio que se quería tiernamente; los dos eran laboriosos y
despiertos, y su casa era un primor de bien cuidada. Los domingos por la mañana
salía la mujer, cortaba un ramo de las rosas más bellas y las ponía en un
florero, en el centro del armario.
- ¡Ahora me doy
cuenta de que es domingo! -decía el marido, besando a su esposa; y luego se
sentaban y lean un salmo, cogidos de las manos, mientras el sol penetraba por
las ventanas, iluminando las frescas rosas y a la enamorada pareja.
- ¡Este espectáculo
me aburre! -dijo la gorriona, que lo contemplaba desde su nido de enfrente; y
echó a volar.
Lo mismo hizo una
semana después, pues cada domingo ponían rosas frescas en el florero, y el
rosal seguía floreciendo tan hermoso. Los gorrioncitos, que ya tenían plumas,
hubieran querido lanzarse a volar con su madre, pero ésta les dijo: - ¡Quedaos
aquí! - y se estuvieron quietecitos. Ella se fue, pero, como suele ocurrir con
harta frecuencia, de pronto quedó cogida en un lazo hecho de crines de caballo,
que unos muchachos habían colocado en una rama. Las crines aprisionaron
fuertemente la pata de la gorriona, tanto, que parecía que iban a partirla.
¡Qué dolor y qué miedo! Los chicos cogieron el pájaro, oprimiéndole
terriblemente: - ¡Sólo es un gorrión! -dijeron; pero no lo soltaron, sino que
se lo llevaron a casa, golpeándolo en el pico cada vez que chillaba.
En la casa había un
viejo entendido en el arte de fabricar jabón para la barba y para las manos,
jabón en bolas y en pastillas. Era un viejo alegre y trotamundos; al ver el
gorrión que traían los niños, del que, según ellos, no sabían qué hacer,
preguntóles:
- ¿Queréis que lo
pongamos guapo?
Un estremecimiento
de terror recorrió el cuerpo de la gorriona al oír aquellas palabras. El viejo
abrió su caja - que contenía colores bellísimos -, tomó una buena porción de
purpurina y, cascando un huevo que le proporcionaron los chiquillos, separó la
clara y untó con ella todo el cuerpo del avecilla, espolvoreándolo luego con el
oro. Y de este modo quedó la gorriona dorada, aunque no pensaba en su belleza,
pues se moría de miedo. Después, el jabonero arrancó un trapo rojo del forro de
su vieja chaqueta, lo cortó en forma de cresta y lo pegó en la cabeza del
pájaro.
- ¡Ahora veréis
volar el pájaro de oro! -dijo, soltando al animalito, el cual, presa de mortal
terror, emprendió el vuelo por el espacio soleado. ¡Dios mío, y cómo relucía!
Todos los gorriones, y también una corneja que no estaba ya en la primera edad,
se asustaron al verlo, pero se lanzaron en su persecución, ávidos de saber
quién era aquel pájaro desconocido.
- ¿De dónde, de
dónde? -gritaba la corneja.
- ¡Espera un poco,
espera un poco! -decían los gorriones. Pero ella no estaba para aguardar;
dominada por el miedo y la angustia, se dirigió en línea recta hacia su casa.
Poco le faltaba para desplomarse rendida, pero cada vez era mayor el número de
sus perseguidores, grandes y chicos; algunos se disponían incluso a atacarla.
- ¡Fijaos en ése,
fijaos en ése! -gritaban todos.
- ¡Fijaos en ése,
Fijaos en ése! -gritaron también sus crías cuando a madre llegó al nido-.
Seguramente es un pavito, tiene todos los colores, y hace daño a los ojos, como
dijo madre. ¡Pip! ¡Es la belleza! -. Y arremetieron contra ella a picotazos,
impidiéndole posarse en el nido; y estaba la gorriona tan aterrorizada, que no
fue capaz de decir ¡pip!, y mucho menos, claro está, ¡soy vuestra madre! Las
otras aves la agredieron también, le arrancaron todas las plumas, y la pobre
cayó ensangrentada en medio del rosal.
- ¡Pobre animal!
-dijeron las rosas-. ¡Ven, te ocultaremos! ¡Apoya la cabecita sobre nosotras!
La gorriona
extendió por última vez las alas, luego las oprimió contra el cuerpo y expiró
en el seno de la familia vecina de las frescas y perfumadas rosas.
- ¡Pip! -decían los
gurriatos en el nido -, no entiendo dónde puede estar nuestra madre. ¿No será
una treta suya, para que nos despabilemos por nuestra cuenta y nos busquemos la
comida? Nos ha dejado en herencia la casa, pero, ¿quién de nosotros se quedará
con ella, cuando llegue la hora de constituir una familia?
- Pues ya veréis
cómo os echo de aquí, el día en que amplíe mi hogar con mujer e hijos - dijo el
más pequeño.
- ¡Yo tendré mujer
e hijos antes que tú! -replicó el segundo.- ¡Yo soy el mayor! -gritó un
tercero. Todos empezaron a increparse, a propinarse aletazos y picotazos, y,
¡paf!, uno tras otro fueron cayendo del nido; pero aún en el suelo seguían
peleándose. Con la cabeza de lado, guiñaban el ojo dirigido hacia arriba: era
su modo de manifestar su enfado.
Sabían ya volar un
poquitín; luego se ejercitaron un poco más y por último, convinieron en que,
para reconocerse si alguna vez se encontraban por esos mundos de Dios, dirían
tres veces ¡pip! y rascarían otras tantas con el pie izquierdo.
Los
vecinos
Continuación
El más pequeño, que
había quedado en el nido, se instaló a sus anchas, pues había quedado como
único propietario; pero no duró mucho su satisfacción. Aquella misma noche se
incendió la casa: las rojas llamas estallaron a través de las ventanas,
prendieron en la paja seca del techo y, en un momento, el cortijo entero quedó
reducido a cenizas. El matrimonio pudo salvarse, pero el gurriato murió
abrasado.
Cuando salió el sol
a la mañana siguiente y todo parecía despertar de un sueño tranquilo y
reparador, de la casa no quedaban más que algunas vigas carbonizadas, que se
sostenían contra la chimenea, lo único que seguía en pie. De entre los restos
salía aún una densa humareda; pero delante se alzaba, lozano y florido, el
rosal, cuyas ramas y flores se reflejaban en el agua límpida y tranquila.
- ¡Qué bellas son
las rosas frente a la casa incendiada! -exclamó un hombre que acertaba a pasar
por allí-. Voy a tomar un apunte -. Sacó del bolsillo un lápiz y un cuaderno de
hojas blancas - pues era pintor - y dibujó los escombros humeantes, los maderos
calcinados sobre la chimenea, que se inclinaba cada vez más, y, en primer
término, el gran rosal florido, que era verdaderamente hermoso y costituía el
motivo central del cuadro.
Pocas horas más
tarde pasaron por el lugar dos de los gorriones que hablan nacido allí. -
¿Dónde está la casa? -preguntaron-. ¿Dónde está el nido? ¡Pip! Todo se ha
consumido, y nuestro valiente hermano habrá muerto achicharrado. Le está bien
empleado por haberse querido quedar con el nido. Las rosas han escapado con
vida; helas ahí con sus mejillas coloradas. La desgracia del vecino las deja
tan frescas. No quiero dirigirles la palabra. Este sitio se me hace
insoportable. - Y se echaron a volar.
En un hermoso y
soleado día del siguiente otoño, que parecía de verano, bajaron las palomas al
seco y limpio suelo del patio que se extendía frente a la gran escalera de la
hacienda señorial. Las había negras y blancas y abigarradas, sus plumas
brillaban al sol, y las viejas madres decían a los pichones: - ¡Agruparse,
chicos, agruparse! - pues así parecían mejor.
- ¿Quién es ese
pequeñín pardusco que salta entre nosotras? preguntó una paloma cuyos ojos
despedían destellos rojos y verdes.
- ¡Pequeñín,
pequeñín! -dijo.
- ¡Son gorriones,
pobrecillos! Siempre hemos tenido fama de ser bondadosas, dejémosles que se
lleven unos granitos. Hablan poco entre ellos, y rascan tan graciosamente con
el pie.
Rascaban, en
efecto; tres veces lo hicieron con el pie izquierdo, diciendo al mismo tiempo
«¡pip!». Y entonces se reconocieron: eran tres gorriones del nido de la casa
quemada.
- ¡Qué bien se come
aquí! -dijeron los gorriones. Y las palomas se paseaban a su alrededor,
pavoneándose y guardándose su opinión.- ¡Fíjate en aquella buchona! -dijo una
de las palomas a su vecina-. ¡Qué manera de tragarse los arbejones! Come
demasiados y se queda con los mejores además. ¡Curr, curr! Mira cómo se le
hincha el buche. ¡Vaya con el bicho feo y asqueroso! ¡Curr, curr! -. Y sus ojos
despedían rojas chispas de indignación-. ¡Agruparse, agruparse! ¡Pequeñines,
pequeñines!, ¡curr, curr! -. Así discurrían las cosas entre las amables palomas
y los pichones; y así es de esperar que sigan discurriendo dentro de mil años.
Los gorriones se
trataban a cuerpo de rey, se movían a sus anchas entre las palomas, aunque no
se encontraban en su elemento. Hartos al fin, se largaron, mientras
intercambiaban opiniones acerca de sus huéspedes. Saltaron luego la valla del
jardín y, como estuviese abierta la puerta de la habitación que daba a él, uno
saltó al umbral. Había comido muy bien y se sentía animoso. - ¡Pip! -dijo-, me
lanzo -. ¡Pip! -dijo el otro-, también yo me lanzo, y más aún que tú -. Y se
entró en la habitación. No había nadie en ella, y el tercero al verlo, de una
volada se plantó en el centro y dijo: - ¡o dentro del todo o nada! Son curiosos
los nidos de los hombres. ¡Toma! ¿Qué es eso?
¡Eran las rosas de
la vieja casa, que se reflejaban en el agua, y las vigas carbonizadas, apoyadas
contra la ruinosa chimenea! ¿Cómo había ido a parar aquello a la habitación de
la hacienda señorial?
Los tres gorriones
se alzaron para volar por encima de las rosas y de la chimenea, pero fueron a
chocar contra una pared. Era un cuadro, un grande y magnífico cuadro, que el
pintor había compuesto a base de su apunte.
- ¡Pip! - dijeron
los gorriones-. ¡No es nada, sólo es apariencia! ¡Pip! ¡Esto es la belleza! ¿Lo
comprendes? ¡Yo no! -. Y se alejaron volando, pues entraron personas en el
cuarto.
Transcurrieron días
y aún años; las palomas arrullaron muchas veces, por no decir gruñeron, las muy
enredonas. Los gorriones pasaron los inviernos helándose y los veranos dándose
la gran vida. Todos estaban ya prometidos o casados, como se quiera. Tenían
pequeñuelos y, como es natural, cada uno creía que los suyos eran los más
listos y hermosos. Uno volaba por aquí, otro por allá, y cuando se encontraban
se reconocían por su ¡Pip! y el triple rascar con el pie izquierdo. La más
vieja era una gorriona solterona, que no tenla nido ni polluelos. Deseosa de
irse a una gran ciudad, emprendió el vuelo hacia Copenhague.
Había allí, cerca
del Palacio, una gran casa pintada de vivos colores, junto al canal, donde
amarraban barcos cargados de manzanas y muchas otras cosas. Las ventanas eran
más anchas por la parte inferior que por la superior, y si los gorriones
miraban dentro del edificio, cada habitación se les aparecía como un tulipán,
con mil colores y arabescos; y en el centro de la flor había personajes
blancos, de mármol, aunque algunos eran de yeso; pero esto no sabían
distinguirlo los ojos de los gorriones. En la cima de la casa había un grupo de
bronce, figurando una cuadriga guiada por la diosa de la Victoria; y todo era
de metal: el carro, los caballos y la diosa. Era el museo Thorwaldsen.
- ¡Cómo brilla,
cómo brilla! -dijo la gorriona-. Seguramente esto es la belleza. ¡Pip! ¡Pero
aquí es mucho mayor que en el pavo! -.
Recordaba que,
siendo «niña», su madre le había dicho que la belleza más grande estaba en el
pavo. Bajó al patio, donde todo era magnífico, con palmeras y ramas pintadas en
las paredes; en el centro crecía un gran rosal lleno de rosas que se extendía
hasta el lado opuesto de una tumba. Voló hasta allí y se encontró con varios
gorriones que agitaban las alas. Dijeron «¡Pip!» y rascaron tres veces con el
pie izquierdo, aquel saludo tan querido que tantas veces dirigió a unos y otros
en el curso de su vida sin que nadie lo comprendiera, pues los que una vez se
separaron, no suelen volver a encontrarse todos los días. Pero aquella forma de
saludar se había convertido en hábito en ella, y he aquí que ahora se topaba
con dos viejos gorriones y uno joven, que decían «¡Pip!» y rascaban con el pie
izquierdo.
- ¡Ah, hola, buenos
días, buenos días! -. Eran tres gorriones del viejo nido, con otro más joven
que formaba parte de la familia-. ¿Aquí nos encontramos? -dijeron. - Es un
lugar muy distinguido, pero lo que es comida no sobra. ¡Esto es la belleza!
¡Pip!
Entraron muchas
personas, que venían de las salas laterales, donde se hallaban las magníficas
estatuas de mármol, y se dirigieron a la tumba que guardaba los restos del gran
maestro, autor de todas aquellas esculturas. Cuantos se acercaban contemplaban
con rostro radiante la sepultura de Thorwaldsen; algunos recogían los pétalos
de rosa caídos y los guardaban. Algunos venían de muy lejos, de Inglaterra,
Alemania y Francia; y la más hermosa de las señoras cogió una rosa y se la
prendió en el pecho. Pensaron entonces los gorriones que allí reinaban las
rosas, que la casa había sido construida para ellas, y les pareció un tanto
exagerado; pero viendo que los humanos mostraban tanto amor por las flores, no
quisieron ellos ser menos. - ¡Pip! dijeron, poniéndose a barrer el suelo con
el rabo y guiñando el ojo a las rosas. No bien las hubieron visto, quedaron
persuadidos de que eran sus antiguas vecinas, y, en efecto, lo eran. El pintor
que dibujara el rosal junto a la vieja casa de campo incendiada había obtenido
permiso, ya avanzado el año, para trasplantarlo, y lo había regalado al
arquitecto, pues en ningún sitio crecían rosas tan hermosas. El arquitecto
había plantado el rosal sobre la tumba de Thorwaldsen, donde florecía como
símbolo de la Belleza, dando rosas encarnadas y fragantes, que los turistas se
llevaban como recuerdo a sus lejanos países.
- ¿Habéis
encontrado acomodo en la ciudad? -preguntaron los gorriones. Las rosas
contestaron con un gesto afirmativo, y, reconociendo a sus pardos vecinos del
estanque campesino, se alegraron de volver a verlos.
- ¡Qué bello es
vivir y florecer, encontrarse con antiguos amigos y conocidos y ver siempre
caras amables! Aquí es como si todos los días fuese una gran fiesta.
- ¡Pip! -dijeron
los gorriones-. Sí, son nuestros antiguos vecinos; sus descendientes de la
balsa del pueblo se acuerdan de nosotros. ¡Pip! ¡Qué suerte han tenido! Los hay
que hasta durmiendo hacen fortuna. Y la verdad es que no comprendo qué belleza
puede haber en una cabeza roja como las suyas. ¡Allí hay una hoja seca, la veo
muy bien!
Se pusieron a
picotearía hasta que cayó; pero el rosal quedó aún más lozano y más verde, y
las rosas siguieron enviando su perfume a la tumba de Thorwaldsen, a cuyo
nombre inmortal se había asociado su belleza.
El
pequeño Tuk
Pues sí, éste era
el pequeño Tuk. En realidad no se llamaba así, pero éste era el nombre que se
daba a sí mismo cuando aún no sabía hablar. Quería decir Carlos, es un detalle
que conviene saber. Resulta que tenía que cuidar de su hermanita Gustava, mucho
menor que él, y luego tenía que aprenderse sus lecciones; pero, ¿cómo atender a
las dos cosas a la vez? El pobre muchachito tenía a su hermana sentada sobre
las rodillas y le cantaba todas las canciones que sabía, mientras sus ojos
echaban alguna que otra mirada al libro de Geografía, que tenía abierto delante
de él. Para el día siguiente habría de aprenderse de memoria todas las ciudades
de Zelanda y saberse, además, cuanto de ellas conviene conocer.
Llegó la madre a
casa y se hizo cargo de Gustavita. Tuk corrió a la ventana y se estuvo leyendo
hasta que sus ojos no pudieron más, pues había ido oscureciendo y su madre no
tenía dinero para comprar velas.
- Ahí va la vieja
lavandera del callejón -dijo la madre, que se había asomado a la ventana-. La
pobre apenas puede arrastrarse y aún tiene que cargar con el cubo lleno de agua
desde la bomba. Anda, Tuk, sé bueno y ve a ayudar a la pobre viejecita. Harás
una buena acción.
Tuk corrió a la
calle a ayudarla, pero cuando estuvo de regreso la oscuridad era completa, y
como no había que pensar en encender la luz, no tuvo más remedio que acostarse.
Su lecho era un viejo camastro y, tendido en él estuvo pensando en su lección
de Geografía, en Zelanda y todo lo que había explicado el maestro. Debiera
haber seguido estudiando, pero era imposible, y se metió el libro debajo de la
almohada, porque había oído decir que aquello ayudaba a retener las lecciones
en la mente; pero no hay que fiarse mucho de lo que se oye decir.
Y allí se estuvo
piensa que te piensa, hasta que de pronto le pareció que alguien le daba un
beso en la boca y en los ojos. Se durmió, y, sin embargo, no estaba dormido;
era como si la anciana lavandera lo mirara con sus dulces ojos y le dijera: -
Sería un gran pecado que mañana no supieses tus lecciones. Me has ayudado, ahora
te ayudaré yo, y Dios Nuestro Señor lo hará, en todo momento.
Y de pronto el
libro empezó a moverse y agitarse debajo de la almohada de nuestro pequeño Tuk.
- ¡Quiquiriquí!
¡Put, put! -. Era una gallina que venía de Kjöge.
- ¡Soy una gallina
de Kjöge! -gritó, y luego se puso a contar del número de habitantes que allí
había, y de la batalla que en la ciudad se había librado, añadiendo empero que
en realidad no valía la pena mencionarla-. Otro meneo y zarandeo y, ¡bum!, algo
que se cae: un ave de madera, el papagayo del tiro al pájaro de Prastö. Dijo
que en aquella ciudad vivían tantos habitantes como clavos tenía él en el
cuerpo, y estaba no poco orgulloso de ello-. Thorwaldsen vivió muy cerca de mí.
¡Cataplún! ¡Qué bien se está aquí!
Pero Tuk ya no
estaba tendido en su lecho; de repente se encontró montado sobre un caballo,
corriendo a galope tendido. Un jinete magníficamente vestido, con brillante
casco y flotante penacho, lo sostenía delante de él, y de este modo atravesaron
el bosque hasta la antigua ciudad de Vordingborg, muy grande y muy bulliciosa
por cierto. Altivas torres se levantaban en el palacio real, y de todas las
ventanas salía vivísima luz; en el interior todo eran cantos y bailes: el rey
Waldemar bailaba con las jóvenes damas cortesanas, ricamente ataviadas.
Despuntó el alba, y con la salida del sol desaparecieron la ciudad, el palacio
y las torres una tras otra, hasta no quedar sino una sola en la cumbre de la
colina, donde se levantara antes el castillo. Era la ciudad muy pequeña y
pobre, y los chiquillos pasaban con sus libros bajo el brazo, diciendo: - Dos
mil habitantes -. Pero no era verdad, no tenía tantos.
Y Tuk seguía en su
camita, como soñando, y, sin embargo, no soñaba, pero alguien permanecía junto
a él.
- ¡Tuquito,
Tuquito! -dijeron. Era un marino, un hombre muy pequeñín, semejante a un
cadete, pero no era un cadete.
- Te traigo muchos
saludos de Korsör. Es una ciudad floreciente, llena de vida, con barcos de
vapor y diligencias; antes pasaba por fea y aburrida, pero ésta es una opinión
anticuada.
- Estoy a orillas
del mar, dijo Korsör; tengo carreteras y parques y he sido la cuna de un poeta
que tenía ingenio y gracia; no todos los tienen. Una vez quise armar un barco
para que diese la vuelta al mundo, mas no lo hice, aunque habría podido; y,
además, ¡huelo tan bien! Pues en mis puertas florecen las rosas más bellas.
Tuk las vio, y ante
su mirada todo apareció rojo y verde; pero cuando se esfumaron los colores, se
encontró ante una ladera cubierta de bosque junto al límpido fiordo, y en la
cima se levantaba una hermosa iglesia, antigua, con dos altas torres
puntiagudas. De la ladera brotaban fuentes que bajaban en espesos riachuelos de
aguas murmureantes, y muy cerca estaba sentado un viejo rey con la corona de
oro sobre el largo cabello; era el rey Hroar de las Fuentes, en las
inmediaciones de la ciudad de Roeskilde, como la llaman hoy día. Y todos los
reyes y reinas de Dinamarca, coronados de oro, se encaminaban, cogidos de la
mano, a la vieja iglesia, entre los sones del órgano y el murmullo de las
fuentes. Nuestro pequeño Tuk lo veía y oía todo.
- ¡No olvides los
Estados! -le dijo el rey Hroar.
De pronto
desapareció todo. ¿Dónde había ido a parar? Daba exactamente la impresión de
cuando se vuelve la página de un libro. Y hete aquí una anciana, una
escardadera venida de Sorö, donde la hierba crece en la plaza del mercado.
Llevaba su delantal de tela gris sobre la cabeza y colgándole de la espalda;
estaba muy mojado - seguramente había llovido -. Sí que ha llovido -dijo la
mujer, y le contó muchas cosas divertidas de las comedias de Holberg, así como
de Waldemar y Absalón. Pero de pronto se encogió toda ella y se puso a mover la
cabeza como si quisiera saltar-. ¡Cuac! -dijo-, está mojado, está mojado; hay
un silencio de muerte en Sorö -. Se había transformado en rana; ¡cuac!, y luego
otra vez en una vieja -. Hay que vestirse según el tiempo -dijo-. ¡Está mojado,
está mojado! Mi ciudad es como una botella: se entra por el tapón y luego hay
que volver a salir. Antes tenía yo corpulentas anguilas en el fondo de la
botella, y ahora tengo muchachos robustos, de coloradas mejillas, que aprenden
la sabiduría: ¡griego, hebreo, cuac, cuac! -. Sonaba como si las ranas cantasen
o como cuando camináis por el pantano con grandes botas. Era siempre la misma
nota, tan fastidiosa, tan monótona, que Tuk acabó por quedarse profundamente
dormido, y le sentó muy bien el sueño, porque empezaba a ponerse nervioso.
Pero aun entonces
tuvo otra visión, o lo que fuera. Su hermanita Gustava, la de ojos azules y cabello
rubio ensortijado, se había convertido en una esbelta muchacha, y, sin tener
alas, podía volar. Y he aquí que los dos volaron por encima de Zelanda, por
encima de sus verdes bosques y azules lagos.
- ¿Oyes cantar el
gallo, Tuquito? ¡Quiquiriquí! Las gallinas salen volando de Kjöge. ¡Tendrás un
gallinero, un gran gallinero! No padecerás hambre ni miseria. Cazarás el
pájaro, como suele decirse; serás un hombre rico y feliz. Tu casa se levantará
altivamente como la torre del rey Waldemar, y estará adornada con columnas de
mármol como las de Prastö. Ya me entiendes. Tu nombre famoso dará la vuelta a
la Tierra, como el barco que debía partir de Korsör y en Roeskilde - ¡no te
olvides de los Estados! dijo el rey Hroar -; hablarás con bondad y talento,
Tuquito, y cuando desciendas a la tumba, reposarás tranquilo...
- ¡Como si
estuviese en Sorö! - dijo Tuk, y se despertó. Brillaba la luz del día, y el
niño no recordaba ya su sueño; pero era mejor así, pues nadie debe saber cuál
será su destino. Saltó de la cama, abrió el libro y en un periquete se supo la
lección. La anciana lavandera asomó la cabeza por la puerta y, dirigiéndole un
gesto cariñoso, le dijo:
- ¡Gracias, - hijo
mío, por tu ayuda! Dios Nuestro Señor haga que se convierta en realidad tu
sueño más hermoso.
Tuk no sabía lo que
había soñado, pero ¿comprendes? Nuestro Señor sí lo sabía.
La sombra
¡Es terrible lo que
quema el sol en los países cálidos! Las gentes se vuelven muy morenas, y en los
países más tórridos su piel se quema hasta hacerse negra. Pero ahora vais a oír
la historia de un sabio que de los países fríos pasó sin transición a los
cálidos, y creía que podría seguir viviendo allí como en su tierra. Muy pronto
tuvo que cambiar de opinión. Durante el día tuvo que seguir el ejemplo de todas
las personas juiciosas: permanecer en casa, con los postigos de puertas y
ventanas bien cerrados. Hubiérase dicho que la casa entera dormía o que no
había nadie en ella. Para empeorar las cosas, la estrecha calle de altos
edificios, en la que residía nuestro hombre, estaba orientada de manera que en
ella daba el sol desde el mediodía hasta el ocaso; era realmente inaguantable.
El sabio de las tierras frías era un hombre joven e inteligente; tenía la
impresión de estar encerrado en un horno ardiente, y aquello lo afectó de tal
modo que adelgazó terriblemente, tanto, que hasta su sombra se contrajo y
redujo, volviéndose mucho más pequeña que cuando se hallaba en su país; el sol
la absorbía también. Sólo se recuperaban al anochecer, una vez el astro se
había ocultado.
Era un espectáculo
que daba gusto. No bien se encendía la luz de la habitación, la sombra se
proyectaba entera en la pared, en toda su longitud; debía estirarse para
recobrar las fuerzas. El sabio salía al balcón, para estirarse en él, y en
cuanto aparecían las estrellas en el cielo sereno y maravilloso, se sentía
pasar de muerte a vida.
En todos los
balcones de las casas - en los países cálidos, todas las casas tienen balcones
- se veía gente; pues el aire es imprescindible, incluso cuando se es moreno
como la caoba. Todo se animaba, arriba y abajo. Zapateros, sastres y ciudadanos
en general salían a la calle con sus mesas y sillas, y ardía la luz, y más de
mil luces, y todos hablaban unos con otros y cantaban, y algunos paseaban,
mientras rodaban coches y pasaban mulos, haciendo sonar sus cascabeles.
Desfilaban entierros al son de cantos fúnebres, los golfillos callejeros
encendían petardos, repicaban las campanas; en suma, que en la calle reinaba
una gran animación. Una sola casa, la fronteriza a la ocupada por el sabio
extranjero, se mantenía en absoluto silencio, y, sin embargo, la habitaba
alguien, pues había flores en el balcón, flores que crecían ubérrimas bajo el
sol ardoroso, cosa que habría sido imposible de no ser regadas; alguien debía regarlas,
pues, y, por tanto, alguien debía de vivir en la casa. Al atardecer abrían
también el balcón, pero el interior quedaba oscuro, por lo menos las
habitaciones delanteras; del fondo llegaba música. Al sabio extranjero aquella
música le parecía maravillosa, pero tal vez era pura imaginación suya, pues lo
encontraba todo estupendo en los países cálidos; ¡lástima que el sol quemara
tanto! El patrón de la casa donde residía le dijo que ignoraba quién vivía
enfrente; nunca se veía a nadie, y en cuanto a la música, la encontraba
aburrida. Era como si alguien estudiase una pieza, siempre la misma, sin lograr
aprenderla. «¡La sacaré!», piensa; pero no lo conseguirá, por mucho que toque.
Una noche el
forastero se despertó. Dormía con el balcón abierto, el viento levantó la
cortina, y al hombre le pareció que del balcón fronterizo venía un brillo
misterioso; todas las flores relucían como llamas, con los colores más
espléndidos, y en medio de ellas había una esbelta y hermosa doncella; parecía
brillar ella también. El sabio se sintió deslumbrado, pero hizo un esfuerzo
para sacudiese el sueño y abrió los ojos cuanto pudo. De un salto bajó de la
cama; sin hacer ruido se deslizó detrás de la cortina, pero la muchacha había
desaparecido, y también el resplandor; las flores no relucían ya, pero seguían
tan hermosas como de costumbre; la puerta estaba entornada, y en el fondo
resonaba una música tan deliciosa, que verdaderamente parecía cosa de sueño.
Era como un hechizo; pero, ¿quién vivía allí? ¿Dónde estaba la entrada propiamente
dicha? La planta baja estaba enteramente ocupada por tiendas, y no era posible
que en éstas estuviera la entrada.
Un atardecer se
hallaba el sabio sentado en su balcón; tenía la luz a su espalda, por lo que
era natural que su sombra se proyectase sobre la pared de enfrente, al otro
lado de la calle, entre las flores del balcón; y cuando el extranjero se movía,
movíase también ella, como ya se comprende.
- Creo que mi
sombra es lo único viviente que se ve ahí delante -dijo el sabio-. ¡Cuidado que
está graciosa, sentada entre las flores! La puerta está entreabierta. Es una
oportunidad que mi sombra podría aprovechar para entrar adentro; a la vuelta me
contaría lo que hubiese visto. ¡Venga, sombra -dijo bromeando-, anímate y
sírveme de algo! Entra, ¿quieres? -y le dirigió un signo con la cabeza, signo
que la sombra le devolvió-. Bueno, vete, pero no te marches del todo -. El
extranjero se levantó, y la sombra, en el balcón fronterizo, levantóse a su
vez; el hombre se volvió, y la sombra se volvió también. Si alguien hubiese
reparado en ello, habría observado cómo la sombra se metía, por la entreabierta
puerta del balcón, en el interior de la casa de enfrente, al mismo tiempo que
el forastero entraba en su habitación, dejando caer detrás de si la larga cortina.
A la mañana
siguiente nuestro sabio salió a tomar café y leer los periódicos. - ¿Qué
significa esto? -dijo al entrar en el espacio soleado-. ¡No tengo sombra!
Entonces será cierto que se marchó anoche y no ha vuelto. ¡Esto sí que es
bueno!
Le fastidiaba la
cosa, no tanto por la ausencia de la sombra como porque conocía el cuento del
hombre que había perdido su sombra, cuento muy popular en los países fríos. Y
cuando el sabio volviera a su patria y explicara su aventura, todos lo
acusarían de plagiario, y no quería pasar por tal. Por eso prefirió no hablar
del asunto, y en esto obró muy cuerdamente.
Al anochecer salió
de nuevo al balcón, después de colocar la luz detrás de él, pues sabía que la
sombra quiere tener siempre a su señor por pantalla; pero no hubo medio de
hacerla comparecer. Se hizo pequeño, se agrandó, pero la sombra no se dejó ver.
El hombre la llamó con una tosecita significativa: ¡ajem, ajem!, pero en vano.
Era, desde luego,
para preocuparse, aunque en los países cálidos todo crece con gran rapidez, y
al cabo de ocho días observó nuestro sabio, con gran satisfacción, que, tan
pronto como salía el sol, le crecía una sombra nueva a partir de las piernas;
por lo visto, habían quedado las raíces. A las tres semanas tenía una sombra
muy decente, que, en el curso del viaje que emprendió a las tierras
septentrionales, fue creciendo gradualmente, hasta que al fin llegó á ser tan
alta y tan grande, que con la mitad le habría bastado.
Así llegó el sabio
a su tierra, donde escribió libros acerca de lo que en el mundo hay de
verdadero, de bueno y de bello. De esta manera pasaron días y años; muchos
años.
Una tarde estaba
nuestro hombre en su habitación, y he aquí que llamaron a la puerta muy
quedito.
- ¡Adelante! -dijo,
pero no entró nadie. Se levantó entonces y abrió la puerta: se presentó a su
vista un hombre tan delgado, que realmente daba grima verlo. Aparte esto, iba
muy bien vestido, y con aire de persona distinguida.
- ¿Con quién tengo
el honor de hablar? -preguntó el sabio.
- Ya decía yo que no
me reconocería -contestó el desconocido-. Me he vuelto tan corpórea, que
incluso tengo carne y vestidos. Nunca pensó usted en verme en este estado de
prosperidad. ¿No reconoce a su antigua sombra? Sin duda creyó que ya no iba a
volver. Pues lo he pasado muy bien desde que me separé de usted. He prosperado
en todos los aspectos. Me gustaría comprar mi libertad, tengo medios para
hacerlo -. E hizo tintinear un manojo de valiosos dijes que le colgaban del
reloj, y puso la mano en la recia cadena de oro que llevaba alrededor del
cuello. ¡Cómo refulgían los brillantes en sus dedos! Y todos auténticos,
además.
La sombra
Continuación
- Pues no, no
acierto a explicarme... -dijo el sabio-. ¿Qué significa todo esto?
- No es corriente,
desde luego, -respondió la sombra-, pero es que usted también se sale de lo
ordinario, y yo, bien lo sabe, desde muy pequeña seguí sus pasos. En cuanto
usted creyó que yo estaba en situación de ir por esos mundos de Dios, me fui
por mi cuenta. Ahora estoy en muy buena situación, pero una especie de anhelo
me impulsó a volver a verlo antes de su muerte, pues usted debe morir. Además,
me apetecía visitar de nuevo estas tierras, pues uno quiere a su patria. Sé que
usted tiene otra sombra; ¿he de pagarle algo a usted o a ella? Dígamelo, por
favor.
- ¿De verdad eres
tú? -exclamó el sabio-. ¡Es asombroso! Jamás hubiera creído que una vieja
sombra pudiese volver en figura humana.
- Dígame cuánto
tengo que abonarle -insistió la sombra pues me molesta estar en deuda con
alguien.
- ¡Qué cosas tienes!
-exclamó el sabio-. Aquí no se trata de deudas. Puedes sentirte tan libre como
cualquiera. Me alegro mucho de tu buena fortuna. Siéntate, mi vieja amiga, y
cuéntame tan sólo lo que ocurrió y lo que viste, en las tierras cálidas, en
aquella casa de enfrente.
- Voy a contárselo
-dijo la sombra, tomando asiento-, pero tiene que prometerme no decir a nadie
que yo fui un día su sombra; pues a lo mejor volvemos a encontrarnos en esta
ciudad. Mi intención es casarme; tengo de sobras para mantener a una familia.
- Tranquilízate
-contestó el sabio-. Jamás diré a nadie lo que en realidad eres. Ahí va mi
mano, y ya sabes que soy hombre de palabra.
- Y yo sombra de
palabra -respondió ella expresándose del único modo que podía.
Sin embargo, era
curioso que se hubiera hecho tan humana. Vestía de negro, su traje era de
finísimo paño, llevaba zapatos de charol, y un sombrero que sólo consistía en
copa y ala, por no decir nada de lo que ya sabemos: la cadena de oro y las
sortijas de brillantes. Sí, la sombra vestía con gran elegancia, y eso era
precisamente lo que hacía de ella un ser humano.
- Pues voy a
contarle -dijo, apoyando los pies, con los zapatos encharolados, sobre el brazo
de la nueva sombra con toda la fuerza posible; nos referimos a la segunda
sombra que al sabio le habla nacido, y que permanecía echada a sus pies como un
perrillo. Lo hizo, ora por orgullo, ora para que se le quedase pegada. La
sombra del suelo se estuvo muy quietecita y callada; no quería perder palabra
del relato, pues tenía gran interés en enterarse de cómo podía emanciparse y
convertirse en una persona independiente.
- ¿Sabe quién
residía en la casa de enfrente? -dijo la sombra-. ¡Pues la belleza máxima, la
Poesía! Yo estuve allí tres semanas, y el efecto es el mismo que si se viviese
tres mil años y se leyese todo lo que se ha compuesto y escrito. Lo afirmo y es
la verdad. Lo he visto todo y todo lo sé.
- ¡La Poesía!
-exclamó el sabio-. Sí, no es raro que viva sola en las grandes ciudades. ¡La
Poesía! La vi un solo y breve momento, pero estaba medio dormido. Salió al
balcón, reluciente como la aurora boreal. ¡Cuenta, cuenta! Tú estuviste en el
balcón, entraste en la casa y...
- Me encontré en la
antesala -continuó la sombra-. Usted seguía mirando más allá de la habitación.
No había luz, reinaba una especie de penumbra, pero estaban abiertas las
puertas de una larga serie de aposentos y salones, situados unos enfrente de
otros. Dentro, la claridad era vivísima, y la luz me habría fulminado si
hubiera entrado directamente en la habitación de la doncella; pero fui prudente
y me tomé tiempo, que es lo que debe hacerse.
- ¿Y qué viste
luego? -preguntó el sabio.
- Lo vi todo y se
lo voy a contar, pero - y conste que no es presunción -, dada mi condición de
ser libre y los conocimientos que poseo, para no hablar ya de mi buena posición
y fortuna, creo no estaría de más que me tratase de usted.
- Le pido mil
perdones -respondió el sabio-, ¡es una vieja costumbre tan arraigada! Tiene
usted toda la razón y trataré de no olvidarlo. Pero cuénteme todo lo que vio.
- Todo -asintió la
sombra-, pues lo he visto todo y lo sé todo.
- ¿Qué aspecto
ofrecían aquellas salas, las más interiores? ¿No eran acaso como el verde
bosque? ¿No tenía uno la impresión de hallarse en un santuario? ¿No eran las
salas como el cielo estrellado, cuando uno lo mira desde la cima de las
montañas?
- De todo había
-dijo la sombra-. No entré enteramente, sino que me quedé en la habitación
primera, en la penumbra; pero estaba muy bien situada, pues lo vi todo y me
enteré de todo. Estuve en la antesala de la corte de la Poesía.
- Pero, ¿qué es lo
que vio? ¿Pasaron acaso por los grandes salones todos los dioses de la
Antigüedad? ¿Combatían los antiguos héroes? ¿Jugaban niños encantadores y
contaban sus sueños?
- Le digo que
estuve allí, y comprenderá sin duda que vi cuanto había que ver. Si usted
hubiera entrado, no se habría convertido en hombre, pero yo sí, y al mismo
tiempo conocí mi naturaleza íntima, mi condición innata, mi parentesco con la
Poesía. Cuando vivía con usted no pensaba en ello, pero, bien lo sabe, al salir
y ponerse el sol, adquiría yo unas proporciones sorprendentes, y a la luz de la
luna era casi más visible que usted mismo. Entonces no comprendía mi
naturaleza, pero en la antesala de la Poesía se me reveló plenamente. Me
convertí en ser humano. Salí de allí maduro, pero usted se había marchado ya de
las tierras cálidas. Me daba vergüenza mostrarme en mi nueva condición humana,
tal como, iba; necesitaba zapatos, vestidos, todo ese barniz que distingue al
hombre. Busqué refugio - a usted se lo diré, pero no vaya a ponerlo en ningún
libro -, busqué refugio en las faldas de la cocinera, me escondí debajo de
ellas. La mujer no tenía idea de lo que encerraba. Sólo de noche salía yo a
rondar por las calles bajo la luz de la luna; me apretaba tan largo como era
contra la pared - ¡producía un cosquilleo tan agradable en la espalda! - corría
de un lado para otro, por los tejados y las ventanas más altas miraba al
interior de las casas; veía lo que nadie podía ver y presencié lo que nadie más
ha presenciado ni debiera presenciar. En el fondo, es un mundo muy malo. No me
habría interesado convertirme en ser humano si no fuera por la especial
distinción que ello confiere. Vi lo más increíble, en las mujeres, en los
hombres, en los padres y en los tiernos hijos; vi -prosiguió la sombra- lo que
nadie debiera saber y que, sin embargo, todos se afanan por saber: lo malo en
casa del vecino. Si hubiese publicado un periódico, ¡qué éxito el mío! Pero
opté por escribir a las mismas personas, y cundió el espanto en todas las
ciudades, a las que llegaba. Sentían terror de mí, y al propio tiempo me
apreciaban. Los profesores me tomaban por uno de ellos, los sastres me daban
trajes nuevos, estoy bien provisto; el jefe de la casa de la moneda acuñó monedas
para mí, y las mujeres decían que era muy guapo. Así llegué a ser el personaje
que soy, y ahora me despido.. Ahí tiene mi tarjeta; vivo en la parte soleada, y
cuando llueve estoy siempre en casa-. Y la sombra se marchó.
- ¡Qué cosa más
extraña! -dijo el sabio.
Transcurrió un año,
y la sombra se presentó de nuevo.
- ¿Qué tal?
-preguntó.
- ¡Ay! -contestó el
sabio-. Yo venga escribir acerca de la verdad, la bondad y la belleza, pero
nadie me hace caso. Estoy desesperado, pues esto significa mucho para mí.
- Pues a mí me
preocuparía muy poco -dijo la sombra-. Yo engordo, y esto es lo que hay que
procurar. Usted no sabe comprender el mundo; caerá enfermo como siga así. Debe
viajar. Yo voy a emprender un viaje en verano, ¿quiere acompañarme? Me gustaría
tener un compañero. ¿Quiere venir como mi sombra? Tendré mucho gusto en
llevarlo; le pagaré los gastos.
- ¡Va usted
demasiado lejos! -dijo el sabio.
- Depende de como
se lo tome -observó la sombra-. Un viaje le haría mucho bien. Si se aviene a
ser mi sombra, lo tendrá todo gratis.
- ¡Basta de
locuras! -exclamó el sabio.
- ¡Pero si el mundo
es así -replicó la sombra- y seguirá así! -. Y se marchó.
Las cosas le iban
mal al sabio; lo perseguían las preocupaciones y los disgustos; y todo lo que
escribía sobre la verdad, la bondad y la belleza, era apreciado por la mayoría
como las rosas lo son por una vaca. Al fin cayó enfermo.
- ¡Parece usted una
sombra! -decíale la gente; y al oírlo sentía cómo un escalofrío le recorría la
espalda.
- Vaya una
temporada a un balneario -le aconsejó la sombra en la siguiente visita-; es su
único remedio. En consideración a nuestras antiguas relaciones, lo llevaré
conmigo. Le pagaré el viaje, usted escribirá la crónica y me distraerá durante
el camino. Pienso ir a tomar las aguas, pues la barba no me crece como debiera,
lo cual no deja de ser una enfermedad, pues hay que tener barba. Sea razonable
y acepte mi ofrecimiento; viajaremos como compañeros.
La
familia feliz
La hoja verde más
grande de nuestra tierra es seguramente la del lampazo. Si te la pones delante
de la barriga, parece todo un delantal, y si en tiempo lluvioso te la colocas
sobre la cabeza, es casi tan útil como un paraguas; ya ves si es enorme. Un
lampazo nunca crece solo. Donde hay uno, seguro que hay muchos más. Es un goce
para los ojos, y toda esta magnificencia es pasto de los caracoles, los grandes
caracoles blancos, que en tiempos pasados, la gente distinguida hacía cocer en
estofado y, al comérselos, exclamaba: «¡Ajá, qué bien sabe!», persuadida de que
realmente era apetitoso; pues, como digo, aquellos caracoles se nutrían de
hojas de lampazo, y por eso se sembraba la planta.
Pues bien, había
una vieja casa solariega en la que ya no se comían caracoles.
Estos animales se
habían extinguido, aunque no los lampazos, que crecían en todos los caminos y
bancales; una verdadera invasión. Era un auténtico bosque de lampazos, con
algún que otro manzano o ciruelo; por lo demás, nadie habría podido suponer que
aquello había sido antaño un jardín. Todo eran lampazos, y entre ellos vivían
los dos últimos y matusalémicos caracoles.
Ni ellos mismos
sabían lo viejos que eran, pero se acordaban perfectamente de que habían sido
muchos más, de que descendían de una familia oriunda de países extranjeros, y
de que todo aquel bosque había sido plantado para ellos y los suyos. Nunca
habían salido de sus lindes, pero no ignoraban que más allá había otras cosas
en el mundo, una, sobre todo, que se llamaba la «casa señorial», donde ellos
eran cocidos y, vueltos de color negro, colocados en una fuente de plata; pero
no tenían idea de lo que ocurría después. Por otra parte, no podían imaginarse
qué impresión debía causar el ser cocido y colocado en una fuente de plata;
pero seguramente sería delicioso, y distinguido por demás. Ni los abejorros, ni
los sapos, ni la lombriz de tierra, a quienes habían preguntado, pudieron
informarles; ninguno había sido cocido ni puesto en una fuente de plata.
Los viejos
caracoles blancos eran los más nobles del mundo, de eso sí estaban seguros. El
bosque estaba allí para ellos, y la casa señorial, para que pudieran ser
cocidos y depositados en una fuente de plata.
Vivían muy solos y
felices, y como no tenían descendencia, habían adoptado un caracolillo
ordinario, al que educaban como si hubiese sido su propio hijo; pero el pequeño
no crecía, pues no pasaba de ser un caracol ordinario. Los viejos,
particularmente la madre, la Madre Caracola, creyó observar que se
desarrollaba, y pidió al padre que se fijara también; si no podía verlo, al
menos que palpara la pequeña cascara; y él la palpó y vio que la madre tenía
razón.
Un día se puso a
llover fuertemente.
- Escucha el
rampataplán de la lluvia sobre los lampazos -dijo el viejo.
- Sí, y las gotas
llegan hasta aquí -observó la madre-. Bajan por el tallo. Verás cómo esto se
moja. Suerte que tenemos nuestra buena casa, y que el pequeño tiene también la
suya. Salta a la vista que nos han tratado mejor que a todos los restantes
seres vivos; que somos los reyes de la creación, en una palabra. Poseemos una
casa desde la hora en que nacemos, y para nuestro uso exclusivo plantaron un
bosque de lampazos. Me gustaría saber hasta dónde se extiende, y que hay ahí
afuera.
- No hay nada fuera
de aquí - respondió el padre -. Mejor que esto no puede haber nada, y yo no
tengo nada que desear.
- Pues a mí -dijo
la vieja- me gustaría llegarme a la casa señorial, que me cocieran y me
pusieran en una fuente de plata. Todos nuestros antepasados pasaron por ello y,
créeme, debe de
ser algo
excepcional.
- Tal vez la casa
esté destruida -objetó el caracol padre-, o quizás el bosque de lampazos la ha
cubierto, y los hombres no pueden salir. Por lo demás, no corre prisa; tú
siempre te precipitas, y el pequeño sigue tu ejemplo. En tres días se ha subido
a lo alto del tallo; realmente me da vértigo, cuando levanto la cabeza para
mirarlo.
- No seas tan
regañón -dijo la madre-. El chiquillo trepa con mucho cuidado, y estoy segura
de que aún nos dará muchas alegrías; al fin y a la postre, no tenemos más que a
él en la vida. ¿Has pensado alguna vez en encontrarle esposa? ¿No crees que si
nos adentrásemos en la selva de lampazos, tal vez encontraríamos a alguno de
nuestra especie?
- Seguramente habrá
por allí caracoles negros -dijo el viejo- caracoles negros sin cáscara; pero,
¡son tan ordinarios!, y, sin embargo, son orgullosos. Pero podríamos encargarlo
a las hormigas, que siempre corren de un lado para otro, como si tuviesen mucho
que hacer. Seguramente encontrarían una mujer para nuestro pequeño.
- Yo conozco a la
más hermosa de todas -dijo una de las hormigas-, pero me temo que no haya nada
que hacer, pues se trata de una reina.
- ¿Y eso qué
importa? -dijeron los viejos-. ¿Tiene una casa?
- ¡Tiene un
palacio! -exclamó la hormiga-, un bellísimo palacio hormiguero, con setecientos
corredores.
- Muchas gracias
-dijo la madre-. Nuestro hijo no va a ir a un nido de hormigas. Si no sabéis
otra cosa mejor, lo encargaremos a los mosquitos blancos, que vuelan a mucho
mayor distancia, tanto si llueve como si hace sol, y conocen el bosque de
lampazos por dentro y por fuera.
- ¡Tenemos esposa
para él! -exclamaron los mosquitos-. A cien pasos de hombre en un zarzal, vive
un caracolito con casa; es muy pequeñín, pero tiene la edad suficiente para
casarse. Está a no más de cien pasos de hombre de aquí.
- Muy bien, pues que
venga -dijeron los viejos-. Él posee un bosque de lampazos, y ella, sólo un
zarzal.
Y enviaron recado a
la señorita caracola. Invirtió ocho días en el viaje, pero ahí estuvo
precisamente la distinción; por ello pudo verse que pertenecía a la especie
apropiada.
Y se celebró la
boda. Seis luciérnagas alumbraron lo mejor que supieron; por lo demás, todo
discurrió sin alboroto, pues los viejos no soportaban francachelas ni bullicio.
Pero Madre Caracola pronunció un hermoso discurso; el padre no pudo hablar, por
causa de la emoción. Luego les dieron en herencia todo el bosque de lampazos y
dijeron lo que habían dicho siempre, que era lo mejor del mundo, y que si
vivían honradamente y como Dios manda, y se multiplicaban, ellos y sus hijos
entrarían algún día en la casa señorial, serían cocidos hasta quedar negros y
los pondrían en una fuente de plata.
Terminado el
discurso, los viejos se metieron en sus casas, de las cuales no volvieron ya a
salir; se durmieron definitivamente. La joven pareja reinó en el bosque y tuvo
una numerosa descendencia; pero nadie los coció ni los puso en una fuente de
plata, de lo cual dedujeron que la mansión señorial se había hundido y que en
el mundo se había extinguido el género humano; y como nadie los contradijo, la
cosa debía de ser verdad. La lluvia caía sólo para ellos sobre las hojas de
lampazo, con su rampataplán, y el sol brillaba únicamente para alumbrarles el
bosque y fueron muy felices. Toda la familia fue muy feliz, de veras.
Historia
de una madre
Estaba una madre
sentada junto a la cuna de su hijito, muy afligida y angustiada, pues temía que
el pequeño se muriera. Éste, en efecto, estaba pálido como la cera, tenía los
ojitos medio cerrados y respiraba casi imperceptiblemente, de vez en cuando con
una aspiración profunda, como un suspiro. La tristeza de la madre aumentaba por
momentos al contemplar a la tierna criatura.
Llamaron a la
puerta y entró un hombre viejo y pobre, envuelto en un holgado cobertor, que
parecía una manta de caballo; son mantas que calientan, pero él estaba helado.
Se estaba en lo más crudo del invierno; en la calle todo aparecía cubierto de
hielo y nieve, y soplaba un viento cortante.
Como el viejo
tiritaba de frío y el niño se había quedado dormido, la madre se levantó y puso
a calentar cerveza en un bote, sobre la estufa, para reanimar al anciano. Éste
se había sentado junto a la cuna, y mecía al niño. La madre volvió a su lado y
se estuvo contemplando al pequeño, que respiraba fatigosamente y levantaba la
manita.
- ¿Crees que
vivirá? -preguntó la madre-. ¡El buen Dios no querrá quitármelo!
El viejo, que era
la Muerte en persona, hizo un gesto extraño con la cabeza; lo mismo podía ser
afirmativo que negativo. La mujer bajó los ojos, y las lágrimas rodaron por sus
mejillas. Tenía la cabeza pesada, llevaba tres noches sin dormir y se quedó un
momento como aletargada; pero volvió en seguida en sí, temblando de frío.
- ¿Qué es esto?
-gritó, mirando en todas direcciones. El viejo se había marchado, y la cuna
estaba vacía. ¡Se había llevado al niño! El reloj del rincón dejó oír un ruido
sordo, la gran pesa de plomo cayó rechinando hasta el suelo, ¡paf!, y las
agujas se detuvieron.
La desolada madre
salió corriendo a la calle, en busca del hijo. En medio de la nieve había una
mujer, vestida con un largo ropaje negro, que le dijo:
- La Muerte estuvo
en tu casa; lo sé, pues la vi escapar con tu hijito. Volaba como el viento.
¡Jamás devuelve lo que se lleva!
- ¡Dime por dónde
se fue! -suplicó la madre-. ¡Enséñame el camino y la alcanzaré!
- Conozco el camino
-respondió la mujer vestida de negro pero antes de decírtelo tienes que
cantarme todas las canciones con que meciste a tu pequeño. Me gustan, las oí
muchas veces, pues soy la Noche. He visto correr tus lágrimas mientras
cantabas.
- ¡Te las cantaré
todas, todas! -dijo la madre-, pero no me detengas, para que pueda alcanzarla y
encontrar a mi hijo.
Pero la Noche
permaneció muda e inmóvil, y la madre, retorciéndose las manos, cantó y lloró;
y fueron muchas las canciones, pero fueron aún más las lágrimas. Entonces dijo
la Noche:
- Ve hacia la
derecha, por el tenebroso bosque de abetos. En él vi desaparecer a la Muerte
con el niño.
Muy adentro del
bosque se bifurcaba el camino, y la mujer no sabía por dónde tomar. Levantábase
allí un zarzal, sin hojas ni flores, pues era invierno, y las ramas estaban
cubiertas de nieve y hielo.
- ¿No has visto
pasar a la Muerte con mi hijito?
- Sí -respondió el
zarzal- pero no te diré el camino que tomó si antes no me calientas apretándome
contra tu pecho; me muero de frío, y mis ramas están heladas.
Y ella estrechó el
zarzal contra su pecho, apretándolo para calentarlo bien; y las espinas se le
clavaron en la carne, y la sangre le fluyó a grandes gotas. Pero del zarzal
brotaron frescas hojas y bellas flores en la noche invernal: ¡tal era el ardor
con que la acongojada madre lo había estrechado contra su corazón! Y la planta
le indicó el camino que debía seguir.
Llegó a un gran
lago, en el que no se veía ninguna embarcación. No estaba bastante helado para
sostener su peso, ni era tampoco bastante somero para poder vadearlo; y, sin
embargo, no tenía más remedio que cruzarlo si quería encontrar a su hijo.
Echóse entonces al suelo, dispuesta a beberse toda el agua; pero ¡qué criatura
humana sería capaz de ello! Mas la angustiada madre no perdía la esperanza de
que sucediera un milagro.
- ¡No, no lo
conseguirás! -dijo el lago-. Mejor será que hagamos un trato. Soy aficionado a
coleccionar perlas, y tus ojos son las dos perlas más puras que jamás he visto.
Si estás dispuesta a desprenderte de ellos a fuerza de llanto, te conduciré al
gran invernadero donde reside la Muerte, cuidando flores y árboles; cada uno de
ellos es una vida humana.
- ¡Ay, qué no diera
yo por llegar a donde está mi hijo! -exclamó la pobre madre-, y se echó a
llorar con más desconsuelo aún, y sus ojos se le desprendieron y cayeron al
fondo del lago, donde quedaron convertidos en preciosísimas perlas. El lago la
levantó como en un columpio y de un solo impulso la situó en la orilla opuesta.
Se levantaba allí un gran edificio, cuya fachada tenía más de una milla de
largo. No podía distinguirse bien si era una montaña con sus bosques y cuevas,
o si era obra de albañilería; y menos lo podía averiguar la pobre madre, que
había perdido los ojos a fuerza de llorar.
- ¿Dónde encontraré
a la Muerte, que se marchó con mi hijito? -preguntó.
- No ha llegado
todavía -dijo la vieja sepulturera que cuida del gran invernadero de la
Muerte-. ¿Quién te ha ayudado a encontrar este lugar?
- El buen Dios me
ha ayudado -dijo la madre-. Es misericordioso, y tú lo serás también. ¿Dónde
puedo encontrar a mi hijo?
- Lo ignoro
-replicó la mujer-, y veo que eres ciega. Esta noche se han marchitado muchos
árboles y flores; no tardará en venir la Muerte a trasplantarlos. Ya sabrás que
cada persona tiene su propio árbol de la vida o su flor, según su naturaleza.
Parecen plantas corrientes, pero en ellas palpita un corazón; el corazón de un
niño puede también latir. Atiende, tal vez reconozcas el latido de tu hijo,
pero, ¿qué me darás si te digo lo que debes hacer todavía?
- Nada me queda
para darte -dijo la afligida madre pero iré por ti hasta el fin del mundo.
- Nada hay allí que
me interese -respondió la mujer pero puedes cederme tu larga cabellera negra;
bien sabes que es hermosa, y me gusta. A cambio te daré yo la mía, que es
blanca, pero también te servirá.
- ¿Nada más? -dijo
la madre-. Tómala enhorabuena -. Dio a la vieja su hermoso cabello, y se quedó
con el suyo, blanco como la nieve.
Entraron entonces
en el gran invernadero de la Muerte, donde crecían árboles y flores en
maravillosa mezcolanza. Había preciosos, jacintos bajo campanas de cristal, y
grandes peonías fuertes como árboles; y había también plantas acuáticas,
algunas lozanas, otras enfermizas. Serpientes de agua las rodeaban, y cangrejos
negros se agarraban a sus tallos. Crecían soberbias palmeras, robles y
plátanos, y no faltaba el perejil ni tampoco el tomillo; cada árbol y cada flor
tenia su nombre, cada uno era una vida humana; la persona vivía aún: éste en la
China, éste en Groenlandia o en cualquier otra parte del mundo. Había grandes
árboles plantados en macetas tan pequeñas y angostas, que parecían a punto de
estallar; en cambio, veíanse míseras florecillas emergiendo de una tierra
grasa, cubierta de musgo todo alrededor. La desolada madre fue inclinándose
sobre las plantas más diminutas, oyendo el latido del corazón humano que había
en cada una; y entre millones reconoció el de su hijo.
- ¡Es éste!
-exclamó, alargando la mano hacia una pequeña flor azul de azafrán que colgaba
de un lado, gravemente enferma.
- ¡No toques la
flor! -dijo la vieja-. Quédate aquí, y cuando la Muerte llegue, pues la estoy
esperando de un momento a otro, no dejes que arranque la planta; amenázala con
hacer tú lo mismo con otras y entonces tendrá miedo. Es responsable de ellas,
ante Dios; sin su permiso no debe arrancarse ninguna.
De pronto sintióse
en el recinto un frío glacial, y la madre ciega comprendió que entraba la
Muerte.
- ¿Cómo encontraste
el camino hasta aquí? -preguntó.- ¿Cómo pudiste llegar antes que yo?
- ¡Soy madre!
-respondió ella.
La Muerte alargó su
mano huesuda hacia la flor de azafrán, pero la mujer interpuso las suyas con
gran firmeza, aunque temerosa de tocar una de sus hojas. La Muerte sopló sobre
sus manos y ella sintió que su soplo era más frío que el del viento polar. Y
sus manos cedieron y cayeron inertes.
- ¡Nada podrás
contra mí! -dijo la Muerte.
- ¡Pero sí lo puede
el buen Dios! -respondió la mujer.
- ¡Yo hago sólo su
voluntad! -replicó la Muerte-. Soy su jardinero. Tomo todos sus árboles y
flores y los trasplanto al jardín del Paraíso, en la tierra desconocida; y tú
no sabes cómo es y lo que en el jardín ocurre, ni yo puedo decírtelo.
- ¡Devuélveme mi
hijo! -rogó la madre, prorrumpiendo en llanto. Bruscamente puso las manos sobre
dos hermosas flores, y gritó a la Muerte:
- ¡Las arrancaré
todas, pues estoy desesperada!
- ¡No las toques!
-exclamó la Muerte-. Dices que eres desgraciada, y pretendes hacer a otra madre
tan desdichada como tú.
- ¡Otra madre!
-dijo la pobre mujer, soltando las flores-. ¿Quién es esa madre?
- Ahí tienes tus
ojos -dijo la Muerte-, los he sacado del lago; ¡brillaban tanto! No sabía que
eran los tuyos. Tómalos, son más claros que antes. Mira luego en el profundo
pozo que está a tu lado; te diré los nombres de las dos flores que querías
arrancar y verás todo su porvenir, todo el curso de su vida. Mira lo que
estuviste a punto de destruir.
Miró ella al fondo
del pozo; y era una delicia ver cómo una de las flores era una bendición para
el mundo, ver cuánta felicidad y ventura esparcía a su alrededor.
La vida de la otra
era, en cambio, tristeza y miseria, dolor y privaciones.
- Las dos son lo
que Dios ha dispuesto -dijo la Muerte.
- ¿Cuál es la flor
de la desgracia y cuál la de la ventura? -preguntó la madre.
- Esto no te lo
diré -contestó la Muerte-. Sólo sabrás que una de ellas era la de tu hijo. Has
visto el destino que estaba reservado a tu propio hijo, su porvenir en el
mundo.
La madre lanzó un
grito de horror: - ¿Cuál de las dos era mi hijo? ¡Dímelo, sácame de la
incertidumbre! Pero si es el desgraciado, líbralo de la miseria, llévaselo
antes. ¡Llévatelo al reino de Dios! ¡Olvídate de mis lágrimas, olvídate de mis
súplicas y de todo lo que dije e hice!
- No te comprendo
-dijo la Muerte-. ¿Quieres que te devuelva a tu hijo o prefieres que me vaya
con él adonde ignoras lo que pasa?
La madre,
retorciendo las manos, cayó de rodillas y elevó esta plegaria a Dios Nuestro
Señor:
- ¡No me escuches
cuando te pida algo que va contra Tu voluntad, que es la más sabia! ¡No me escuches!
¡No me escuches!
Y dejó caer la
cabeza sobre el pecho, mientras la Muerte se alejaba con el niño, hacia el
mundo desconocido.
El cuello
de camisa
Érase una vez un
caballero muy elegante, que por todo equipaje poseía un calzador y un peine; pero
tenía un cuello de camisa que era el más notable del mundo entero; y la
historia de este cuello es la que vamos a relatar. El cuello tenía ya la edad
suficiente para pensar en casarse, y he aquí que en el cesto de la ropa
coincidió con una liga.
Dijo el cuello:
- Jamás vi a nadie
tan esbelto, distinguido y lindo. ¿Me permite que le pregunte su nombre?
- ¡No se lo diré!
-respondió la liga.
- ¿Dónde vive,
pues? -insistió el cuello.
Pero la liga era
muy tímida, y pensó que la pregunta era algo extraña y que no debía
contestarla.
- ¿Es usted un
cinturón, verdad? -dijo el cuello-, ¿una especie de cinturón interior?. Bien
veo, mi simpática señorita, que es una prenda tanto de utilidad como de adorno.
- ¡Haga el favor de
no dirigirme la palabra! -dijo la liga.- No creo que le haya dado pie para
hacerlo.
- Sí, me lo ha
dado. Cuando se es tan bonita -replicó el cuello no hace falta más motivo.
- ¡No se acerque
tanto! -exclamó la liga-. ¡Parece usted tan varonil!
- Soy también un
caballero fino -dijo el cuello-, tengo un calzador y un peine -. Lo cual no era
verdad, pues quien los tenía era su dueño; pero le gustaba vanagloriarse.
- ¡No se acerque
tanto! -repitió la liga-. No estoy acostumbrada.
- ¡Qué remilgada!
-dijo el cuello con tono burlón; pero en éstas los sacaron del cesto, los
almidonaron y, después de haberlos colgado al sol sobre el respaldo de una
silla, fueron colocados en la tabla de planchar; y llegó la plancha caliente.
- ¡Mi querida
señora -exclamaba el cuello-, mi querida señora! ¡Qué calor siento! ¡Si no soy
yo mismo! ¡Si cambio totalmente de forma! ¡Me va a quemar; va a hacerme un
agujero! ¡Huy! ¿Quiere casarse conmigo?
- ¡Harapo! -replicó
la plancha, corriendo orgullosamente por encima del cuello; se imaginaba ser
una caldera de vapor, una locomotora que arrastraba los vagones de un tren.
- ¡Harapo!
-repitió.
El cuello quedó un
poco deshilachado de los bordes; por eso acudió la tijera a cortar los hilos.
- ¡Oh! -exclamó el
cuello-, usted debe de ser primera bailarina, ¿verdad?. ¡Cómo sabe estirar las
piernas! Es lo más encantador que he visto. Nadie sería capaz de imitarla.
- Ya lo sé
-respondió la tijera.
- ¡Merecería ser
condesa! -dijo el cuello-. Todo lo que poseo es un señor distinguido, un
calzador y un peine. ¡Si tuviese también un condado!
- ¿Se me está
declarando, el asqueroso? -exclamó la tijera, y, enfadada, le propinó un corte
que lo dejó inservible.
- Al fin tendré que
solicitar la mano del peine. ¡Es admirable cómo conserva usted todos los
dientes, mi querida señorita! -dijo el cuello-. ¿No ha pensado nunca en
casarse?
- ¡Claro, ya puede
figurárselo! -contestó el peine-. Seguramente habrá oído que estoy prometida
con el calzador.
- ¡Prometida!
-suspiró el cuello; y como no había nadie más a quien declararse, se las dio en
decir mal del matrimonio.
Pasó mucho tiempo,
y el cuello fue a parar al almacén de un fabricante de papel. Había allí una
nutrida compañía de harapos; los finos iban por su lado, los toscos por el
suyo, como exige la corrección. Todos tenían muchas cosas que explicar, pero el
cuello los superaba a todos, pues era un gran fanfarrón.
- ¡La de novias que
he tenido! -decía-. No me dejaban un momento de reposo. Andaba yo hecho un
petimetre en aquellos tiempos, siempre muy tieso y almidonado. Tenía además un
calzador y un peine, que jamás utilicé. Tenían que haberme visto entonces,
cuando me acicalaba para una fiesta. Nunca me olvidaré de mi primera novia; fue
una cinturilla, delicada, elegante y muy linda; por mí se tiró a una bañera.
Luego hubo una plancha que ardía por mi persona; pero no le hice caso y se
volvió negra. Tuve también relaciones con una primera bailarina; ella me
produjo la herida, cuya cicatriz conservo; ¡era terriblemente celosa! Mi propio
peine se enamoró de mí; perdió todos los dientes de mal de amores. ¡Uf!, ¡la de
aventuras que he corrido! Pero lo que más me duele es la liga, digo, la
cinturilla, que se tiró a la bañera. ¡Cuántos pecados llevo sobre la
conciencia! ¡Ya es tiempo de que me convierta en papel blanco!
Y fue convertido en
papel blanco, con todos los demás trapos; y el cuello es precisamente la hoja
que aquí vemos, en la cual se imprimió su historia. Y le está bien empleado,
por haberse jactado de cosas que no eran verdad. Tengámoslo en cuenta, para no
comportarnos como él, pues en verdad no podemos saber si también nosotros
iremos a dar algún día al saco de los trapos viejos y seremos convertidos en
papel, y toda nuestra historia, aún lo más íntimo y secreto de ella, será
impresa, y andaremos por esos mundos teniendo que contarla.
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