Hans Cristian Andersen
Cuentos IX
El lino
ronca con tesón.
Se terminó la canción.
- No, no se terminó -dijo el lino-. El sol luce por la mañana, la lluvia reanima. Oigo cómo crezco y siento cómo florezco. ¡Soy dichoso, dichoso, más que ningún otro!
Pero un día vinieron gentes que, agarrando al lino por el copete, lo arrancaron de raíz, operación que le dolió. Lo pusieron luego al agua como para ahogarlo, y a continuación sobre el fuego, como para asarlo. ¡Horrible!
«No siempre pueden marchar bien las cosas -suspiró el lino.- Hay que sufrir un poco, así se aprende».
Pero las cosas se pusieron cada vez peor. El lino fue partido y roto, secado y peinado. Él ya no sabía qué pensar de todo aquello. Luego fue a parar a la rueca, ¡y ronca que ronca! No había manera de concentrar las ideas.
«¡He sido enormemente feliz! -pensaba en medio de sus fatigas-. Hay que alegrarse de las cosas buenas de que se ha gozado. ¡Alegría, alegría, vamos!» -. Así gritaba aún, cuando llegó al telar, donde se transformó en una magnífica pieza de tela. Todas las plantas de lino entraron en una pieza.
- ¡Pero esto es extraordinario! Jamás lo hubiera creído. Sí, la fortuna me sigue sonriendo, a pesar de todo. Las estacas sabían bien lo que se decían con su
Ronca que ronca, carraca,
ronca con tesón.
La canción no ha terminado aún, ni mucho menos. No ha hecho más que empezar. ¡Es magnífico! Sí, he sufrido, pero en cambio de mí ha salido algo; soy el más feliz del mundo. Soy fuerte y suave, blanco y largo. ¡Qué distinto a ser sólo una planta, incluso dando flores! Nadie te cuida, y sólo recibes agua cuando llueve. Ahora hay quien me atiende: la muchacha me da la vuelta cada mañana, y al anochecer me riega con la regadera. La propia señora del Pastor ha pronunciado un discurso sobre mí, diciendo que soy el lino mejor de la parroquia. No puede haber una dicha más completa.
Llegó la tela a casa y cayó en manos de las tijeras. ¡Cómo la cortaban, y qué manera de punzarla con la aguja! ¡Verdaderamente no daba ningún gusto! Pero de la tela salieron doce prendas de ropa blanca, de aquellas que es incorrecto nombrar, pero que necesitan todas las personas. ¡Nada menos que doce prendas!
- ¡Mirad! ¡Ahora sí que de mí ha salido algo! Éste era, pues, mi destino. Es espléndido; ahora presto un servicio al mundo, y así es como debe ser; esto da gusto de verdad. Nos hemos convertido en doce, y, sin embargo, seguimos siendo uno y el mismo, somos una docena. ¡Qué sorpresas tiene la suerte!
Pasaron años, ya no podían seguir sirviendo.
- Algún día tendrá que venir el final -decía cada prenda-. Bien me habría gustado durar más tiempo, pero no hay que pedir imposibles.
Fueron cortadas a trozos y convertidas en trapos, por lo que creyeron que estaban listos definitivamente, pues los descuartizaron, estrujaron y cocieron (¡qué sé yo lo que hicieron con ellos!), y he aquí que quedaron transformados en un hermoso papel blanco.
- ¡Caramba, vaya sorpresa! ¡Y sorpresa agradable además! -dijo el papel-. Soy ahora más fino que antes, y escribirán en mí. ¡Las cosas que van a escribir! Ésta sí que es una suerte fabulosa -. Y, en efecto, escribieron en él historias maravillosas, y la gente escuchaba embobada su lectura, pues eran narraciones de la mejor índole, de las que hacen a los hombres mejores y más sabios de lo que fueran antes; era una verdadera bendición lo que decían aquellas palabras escritas.
- Esto es más de cuanto había soñado mientras era una florecita del campo. ¡Cómo podía ocurrírseme que un día iba a llevar la alegría y el saber a los hombres! ¡Aún ahora no acierto a comprenderlo! Y, no obstante, es verdad. Dios Nuestro Señor sabe que nada he hecho por mí mismo, nada más que lo que caía dentro de mis humildes posibilidades. Y, con todo, me depara gozo tras gozo. Cada vez que pienso: «¡Se terminó la canción!», me encuentro elevado a una condición mejor y más alta. Seguramente me enviarán ahora a viajar por el mundo entero, para que todos los hombres me lean. Es lo más probable. Antes daba flores azules; ahora, en lugar de flores, tengo los más bellos pensamientos. ¡Soy el más feliz del mundo!
Pero el papel no salió de viaje, sino que fue enviado a la imprenta, donde todo lo que tenía escrito se imprimió para confeccionar un libro, o, mejor dicho, muchos centenares de libros; pues de esta manera un número infinito de personas podrían extraer de ellos mucho más placer y provecho que si el único papel original hubiese recorrido todo el Globo, con la seguridad de que a mitad de camino habría quedado ya inservible.
«Sí, esto es indudablemente lo más satisfactorio de todo -pensó el papel escrito-. No se me había ocurrido. Me quedo en casa y me tratan con todos los honores, como si fuese el abuelo. Y han escrito sobre mí; justamente sobre mí fluyeron las palabras salidas de la pluma. Yo me quedo, y los libros se marchan. Ahora puede hacerse algo positivo. ¡Qué contento estoy, y qué feliz me siento!».
Después envolvieron el papel, formando un paquetito, y lo pusieron en un cajón.
- Cumplida la misión, conviene descansar -dijo el papel-. Es lógico y razonable recogerse y reflexionar sobre lo que hay en uno. Hasta ahora no supe lo que se encerraba en mí. «Conócete a ti mismo», ahí está el progreso. ¿Qué vendrá después?. De seguro que algún adelanto; ¡siempre adelante!
Un día echaron todo el papel a la chimenea, pues iban a quemarlo en vez de venderlo al tendero para envolver mantequilla y azúcar. Habían acudido los chiquillos de la casa y formaban círculo; querían verlo arder, y contemplar las rojas chispas en el papel hecho ceniza, aquellas chispas que parecían correr y extinguirse una tras otra con gran rapidez - son los niños que salen de la escuela, y la última chispa es el maestro; a menudo cree uno que se ha marchado ya, y resulta que vuelve a presentarse por detrás.
Y todo el papel formaba un montón en el fuego. ¡Qué modo de echar llamas! «¡Uf!», dijo, y en un santiamén estuvo convertido todo él en una llama, que se elevó mucho más de lo que hiciera jamás la florecita azul del lino, y brilló mucho más también que la blanca tela de hilo. Todas las letras escritas adquirieron instantáneamente un tono rojo, y todas las palabras e ideas quedaron convertidas en llamas.
- ¡Ahora subo en línea recta hacia el Sol! -exclamó en el seno de la llama, y pareció como si mil voces lo dijeran al unísono; y la llama se elevó por la chimenea y salió al exterior. Más sutiles que las llamas, invisibles del todo a los humanos ojos, flotaban seres minúsculos, iguales en número a las flores que había dado el lino. Eran más ligeros aún que la llama que hablan producido, y cuando ésta se extinguió, quedando del papel solamente las negras cenizas, siguieron ellos bailando todavía un ratito, y allí donde tocaban dejaban sus huellas, las chispas rojas. Los niños salían de la escuela, y el maestro, el último de todos. Daba gozo verlo; los niños de la casa, de pie, cantaban junto a las cenizas apagadas:
Ronca que ronca, carraca,
ronca con tesón.
¡Se terminó la canción!
Pero los minúsculos seres invisibles decían a coro:
- ¡La canción no ha terminado, y esto es lo más hermoso de todo! Lo sé, y por eso soy el más feliz del mundo.
Mas esto los niños no pueden oírlo ni entenderlo, ni tienen por qué entenderlo, pues los niños no necesitan saberlo todo.
El Ave
Fénix
Una
historia
El libro
mudo
Tiene que
haber diferencias
La vieja
losa sepulcral
El nido
de cisnes
Buen
humor
Cada cosa
en su sitio
Cada cosa
en su sitio
Continuación
El duende
de la tienda
El lino
El lino estaba
florido. Tenía hermosas flores azules, delicadas como las alas de una polilla,
y aún mucho más finas. El sol acariciaba las plantas con sus rayos, y las nubes
las regaban con su lluvia, y todo ello le gustaba al lino como a los niños
pequeños cuando su madre los lava y les da un beso por añadidura. Son entonces
mucho más hermosos, y lo mismo sucedía con el lino.
- Dice la gente que
me sostengo admirablemente -dijo el lino y que me alargo muchísimo; tanto, que
hacen conmigo una magnífica pieza de tela. ¡Qué feliz soy! Sin duda soy el más
feliz del mundo. Vivo con desahogo y tengo porvenir. ¡Cómo vivifica el sol, y
cómo gusta y refresca la lluvia! Mi dicha es completa. Soy el ser más feliz del
mundo entero.
- ¡Sí, sí, sí!
-dijeron las estacas de la valla-, tú no conoces el mundo, pero lo que es
nosotras, nosotras tenemos nudos -y crujían lamentablemente:
Ronca que ronca carraca,ronca con tesón.
Se terminó la canción.
- No, no se terminó -dijo el lino-. El sol luce por la mañana, la lluvia reanima. Oigo cómo crezco y siento cómo florezco. ¡Soy dichoso, dichoso, más que ningún otro!
Pero un día vinieron gentes que, agarrando al lino por el copete, lo arrancaron de raíz, operación que le dolió. Lo pusieron luego al agua como para ahogarlo, y a continuación sobre el fuego, como para asarlo. ¡Horrible!
«No siempre pueden marchar bien las cosas -suspiró el lino.- Hay que sufrir un poco, así se aprende».
Pero las cosas se pusieron cada vez peor. El lino fue partido y roto, secado y peinado. Él ya no sabía qué pensar de todo aquello. Luego fue a parar a la rueca, ¡y ronca que ronca! No había manera de concentrar las ideas.
«¡He sido enormemente feliz! -pensaba en medio de sus fatigas-. Hay que alegrarse de las cosas buenas de que se ha gozado. ¡Alegría, alegría, vamos!» -. Así gritaba aún, cuando llegó al telar, donde se transformó en una magnífica pieza de tela. Todas las plantas de lino entraron en una pieza.
- ¡Pero esto es extraordinario! Jamás lo hubiera creído. Sí, la fortuna me sigue sonriendo, a pesar de todo. Las estacas sabían bien lo que se decían con su
Ronca que ronca, carraca,
ronca con tesón.
La canción no ha terminado aún, ni mucho menos. No ha hecho más que empezar. ¡Es magnífico! Sí, he sufrido, pero en cambio de mí ha salido algo; soy el más feliz del mundo. Soy fuerte y suave, blanco y largo. ¡Qué distinto a ser sólo una planta, incluso dando flores! Nadie te cuida, y sólo recibes agua cuando llueve. Ahora hay quien me atiende: la muchacha me da la vuelta cada mañana, y al anochecer me riega con la regadera. La propia señora del Pastor ha pronunciado un discurso sobre mí, diciendo que soy el lino mejor de la parroquia. No puede haber una dicha más completa.
Llegó la tela a casa y cayó en manos de las tijeras. ¡Cómo la cortaban, y qué manera de punzarla con la aguja! ¡Verdaderamente no daba ningún gusto! Pero de la tela salieron doce prendas de ropa blanca, de aquellas que es incorrecto nombrar, pero que necesitan todas las personas. ¡Nada menos que doce prendas!
- ¡Mirad! ¡Ahora sí que de mí ha salido algo! Éste era, pues, mi destino. Es espléndido; ahora presto un servicio al mundo, y así es como debe ser; esto da gusto de verdad. Nos hemos convertido en doce, y, sin embargo, seguimos siendo uno y el mismo, somos una docena. ¡Qué sorpresas tiene la suerte!
Pasaron años, ya no podían seguir sirviendo.
- Algún día tendrá que venir el final -decía cada prenda-. Bien me habría gustado durar más tiempo, pero no hay que pedir imposibles.
Fueron cortadas a trozos y convertidas en trapos, por lo que creyeron que estaban listos definitivamente, pues los descuartizaron, estrujaron y cocieron (¡qué sé yo lo que hicieron con ellos!), y he aquí que quedaron transformados en un hermoso papel blanco.
- ¡Caramba, vaya sorpresa! ¡Y sorpresa agradable además! -dijo el papel-. Soy ahora más fino que antes, y escribirán en mí. ¡Las cosas que van a escribir! Ésta sí que es una suerte fabulosa -. Y, en efecto, escribieron en él historias maravillosas, y la gente escuchaba embobada su lectura, pues eran narraciones de la mejor índole, de las que hacen a los hombres mejores y más sabios de lo que fueran antes; era una verdadera bendición lo que decían aquellas palabras escritas.
- Esto es más de cuanto había soñado mientras era una florecita del campo. ¡Cómo podía ocurrírseme que un día iba a llevar la alegría y el saber a los hombres! ¡Aún ahora no acierto a comprenderlo! Y, no obstante, es verdad. Dios Nuestro Señor sabe que nada he hecho por mí mismo, nada más que lo que caía dentro de mis humildes posibilidades. Y, con todo, me depara gozo tras gozo. Cada vez que pienso: «¡Se terminó la canción!», me encuentro elevado a una condición mejor y más alta. Seguramente me enviarán ahora a viajar por el mundo entero, para que todos los hombres me lean. Es lo más probable. Antes daba flores azules; ahora, en lugar de flores, tengo los más bellos pensamientos. ¡Soy el más feliz del mundo!
Pero el papel no salió de viaje, sino que fue enviado a la imprenta, donde todo lo que tenía escrito se imprimió para confeccionar un libro, o, mejor dicho, muchos centenares de libros; pues de esta manera un número infinito de personas podrían extraer de ellos mucho más placer y provecho que si el único papel original hubiese recorrido todo el Globo, con la seguridad de que a mitad de camino habría quedado ya inservible.
«Sí, esto es indudablemente lo más satisfactorio de todo -pensó el papel escrito-. No se me había ocurrido. Me quedo en casa y me tratan con todos los honores, como si fuese el abuelo. Y han escrito sobre mí; justamente sobre mí fluyeron las palabras salidas de la pluma. Yo me quedo, y los libros se marchan. Ahora puede hacerse algo positivo. ¡Qué contento estoy, y qué feliz me siento!».
Después envolvieron el papel, formando un paquetito, y lo pusieron en un cajón.
- Cumplida la misión, conviene descansar -dijo el papel-. Es lógico y razonable recogerse y reflexionar sobre lo que hay en uno. Hasta ahora no supe lo que se encerraba en mí. «Conócete a ti mismo», ahí está el progreso. ¿Qué vendrá después?. De seguro que algún adelanto; ¡siempre adelante!
Un día echaron todo el papel a la chimenea, pues iban a quemarlo en vez de venderlo al tendero para envolver mantequilla y azúcar. Habían acudido los chiquillos de la casa y formaban círculo; querían verlo arder, y contemplar las rojas chispas en el papel hecho ceniza, aquellas chispas que parecían correr y extinguirse una tras otra con gran rapidez - son los niños que salen de la escuela, y la última chispa es el maestro; a menudo cree uno que se ha marchado ya, y resulta que vuelve a presentarse por detrás.
Y todo el papel formaba un montón en el fuego. ¡Qué modo de echar llamas! «¡Uf!», dijo, y en un santiamén estuvo convertido todo él en una llama, que se elevó mucho más de lo que hiciera jamás la florecita azul del lino, y brilló mucho más también que la blanca tela de hilo. Todas las letras escritas adquirieron instantáneamente un tono rojo, y todas las palabras e ideas quedaron convertidas en llamas.
- ¡Ahora subo en línea recta hacia el Sol! -exclamó en el seno de la llama, y pareció como si mil voces lo dijeran al unísono; y la llama se elevó por la chimenea y salió al exterior. Más sutiles que las llamas, invisibles del todo a los humanos ojos, flotaban seres minúsculos, iguales en número a las flores que había dado el lino. Eran más ligeros aún que la llama que hablan producido, y cuando ésta se extinguió, quedando del papel solamente las negras cenizas, siguieron ellos bailando todavía un ratito, y allí donde tocaban dejaban sus huellas, las chispas rojas. Los niños salían de la escuela, y el maestro, el último de todos. Daba gozo verlo; los niños de la casa, de pie, cantaban junto a las cenizas apagadas:
Ronca que ronca, carraca,
ronca con tesón.
¡Se terminó la canción!
Pero los minúsculos seres invisibles decían a coro:
- ¡La canción no ha terminado, y esto es lo más hermoso de todo! Lo sé, y por eso soy el más feliz del mundo.
Mas esto los niños no pueden oírlo ni entenderlo, ni tienen por qué entenderlo, pues los niños no necesitan saberlo todo.
El Ave
Fénix
En el jardín del
Paraíso, bajo el árbol de la sabiduría, crecía un rosal. En su primera rosa
nació un pájaro; su vuelo era como un rayo de luz, magníficos sus colores,
arrobador su canto.
Pero cuando Eva
cogió el fruto de la ciencia del bien y del mal, y cuando ella y Adán fueron
arrojados del Paraíso, de la flamígera espada del ángel cayó una chispa en el
nido del pájaro y le prendió fuego. El animalito murió abrasado, pero del rojo
huevo salió volando otra ave, única y siempre la misma: el Ave Fénix. Cuenta la
leyenda que anida en Arabia, y que cada cien años se da la muerte abrasándose
en su propio nido; y que del rojo huevo sale una nueva ave Fénix, la única en
el mundo.
El pájaro vuela en
torno a nosotros, rauda como la luz, espléndida de colores, magnífica en su canto.
Cuando la madre está sentada junto a la cuna del hijo, el ave se acerca a la
almohada y, desplegando las alas, traza una aureola alrededor de la cabeza del
niño. Vuela por el sobrio y humilde aposento, y hay resplandor de sol en él, y
sobre la pobre cómoda exhalan, su perfume unas violetas.
Pero el Ave Fénix
no es sólo el ave de Arabia; aletea también a los resplandores de la aurora
boreal sobre las heladas llanuras de Laponia, y salta entre las flores
amarillas durante el breve verano de Groenlandia. Bajo las rocas cupríferas de
Falun, en las minas de carbón de Inglaterra, vuela como polilla espolvoreada
sobre el devocionario en las manos del piadoso trabajador. En la hoja de loto
se desliza por las aguas sagradas del Ganges, y los ojos de la doncella hindú
se iluminan al verla.
¡Ave Fénix! ¿No la
conoces? ¿El ave del Paraíso, el cisne santo de la canción? Iba en el carro de
Thespis en forma de cuervo parlanchín, agitando las alas pintadas de negro; el
arpa del cantor de Islandia era pulsada por el rojo pico sonoro del cisne;
posada sobre el hombro de Shakespeare, adoptaba la figura del cuervo de Odin y
le susurraba al oído: ¡Inmortalidad! Cuando la fiesta de los cantores,
revoloteaba en la sala del concurso de la Wartburg.
¡Ave Fénix! ¿No la
conoces? Te cantó la Marsellesa, y tú besaste la pluma que se desprendió de su
ala; vino en todo el esplendor paradisíaco, y tú le volviste tal vez la espalda
para contemplar el gorrión que tenía espuma dorada en las alas.
¡El Ave del
Paraíso! Rejuvenecida cada siglo, nacida entre las llamas, entre las llamas
muertas; tu imagen, enmarcada en oro, cuelga en las salas de los ricos; tú
misma vuelas con frecuencia a la ventura, solitaria, hecha sólo leyenda: el Ave
Fénix de Arabia.
En el jardín del
Paraíso, cuando naciste en el seno de la primera rosa bajo el árbol de la
sabiduría, Dios te besó y te dio tu nombre verdadero: ¡poesía!.
Una
historia
En el jardín
florecían todos los manzanos; se habían apresurado a echar flores antes de
tener hojas verdes; todos los patitos estaban en la era, y el gato con ellos,
relamiéndose el resplandor del sol, relamiéndoselo de su propia pata. Y si uno
dirigía la mirada a los campos, veía lucir el trigo con un verde precioso, y
todo era trinar y piar de mil pajarillos, como si se celebrase una gran fiesta;
y de verdad lo era, pues había llegado el domingo. Tocaban las campanas, y las
gentes, vestidas con sus mejores prendas, se encaminaban a la iglesia, tan
orondas y satisfechas. Sí, en todo se reflejaba la alegría; era un día tan tibio
y tan magnífico, que bien podía decirse:
- Verdaderamente,
Dios Nuestro Señor es de una bondad infinita para con sus criaturas.
En el interior de
la iglesia, el pastor, desde el púlpito, hablaba, sin embargo, con voz muy
recia y airada; se lamentaba de que todos los hombres fueran unos descreídos y
los amenazaba con el castigo divino, pues cuando los malos mueren, van al
infierno, a quemarse eternamente; y decía además que su gusano no moriría, ni
su fuego se apagaría nunca, y que jamás encontrarían la paz y el reposo. ¡Daba
pavor oírlo, y se expresaba, además, con tanta convicción...! Describía a los
feligreses el infierno como una cueva apestosa, donde confluye toda la
inmundicia del mundo; allí no hay más aire que el de la llama ardiente del
azufre, ni suelo tampoco: todos se hundirían continuamente, en eterno silencio.
Era horrible oír todo aquello, pero el párroco lo decía con toda su alma, y
todos los presentes se sentían sobrecogidos de espanto. Y, sin embargo, allá
fuera los pajarillos cantaban tan alegres, y el sol enviaba su calor, y cada
florecilla parecía decir: «Dios es infinitamente bueno para todos nosotros».
Sí, allá fuera las cosas eran muy distintas de como las pintaba el párroco.
Al anochecer, a la
hora de acostarse, el pastor observó que su esposa permanecía callada y
pensativa.
- ¿Qué te pasa? -le
preguntó.
- Me pasa...
-respondió ella-, pues me pasa que no puedo concretar mis pensamientos, que no
comprendo bien lo que dijiste, que haya tantas personas impías y que han de ser
condenadas al fuego eterno. ¡Eterno...! ¡Ay, qué largo es esto! Yo no soy sino
una pobre pecadora, y, sin embargo, no tendría valor para condenar al fuego
eterno ni siquiera al más perverso de los pecadores. ¡Cómo podría, pues,
hacerlo Dios Nuestro Señor, que es infinitamente bueno y sabe que el mal viene
de fuera y de dentro! No, no puedo creerlo, por más que tú lo digas.
Había llegado el
otoño, y las hojas caían de los árboles; el grave y severo párroco estaba
sentado a la cabecera de una moribunda: un alma creyente y piadosa iba a cerrar
los ojos; era su propia esposa.
- ...Si alguien
merece descanso en la tumba y gracia ante Dios, ésa eres tú -dijo el pastor. Le
cruzó las manos sobre el pecho y rezó una oración para la difunta.
La mujer fue
conducida a su sepultura. Dos gruesas lágrimas rodaron por las mejillas de
aquel hombre grave. En la casa parroquial reinaban el silencio y la soledad: el
sol del hogar se había apagado; ella se había ido.
Era de noche; un
viento frío azotó la cabeza del clérigo. Abrió los ojos y le pareció como si la
luna brillara en el cuarto, y, sin embargo, no era así. Pero junto a su cama
estaba de pie una figura humana: el espíritu de su esposa difunta, que lo
miraba con expresión afligida, como si quisiera decirle algo.
El párroco se
incorporó en el lecho y extendió hacia ella los brazos:
- ¿Tampoco tú gozas
del eterno descanso? ¿Es posible que sufras, tú, la mejor y la más piadosa?
La muerta bajó la
cabeza en signo afirmativo y se puso la mano en el pecho.
- ¿Podría yo
procurarte el reposo en la sepultura?
- Si -llegó a sus
oídos.
- ¿De qué manera?
- Dame un cabello,
un solo cabello de la cabeza de un pecador cuyo fuego jamás haya de
extinguirse, de un pecador a quien Dios haya de condenar a las penas eternas
del infierno.
- ¡Oh, será fácil
salvarte, mujer pura y piadosa! -exclamó él.
- ¡Sígueme, pues!
-contestó la muerta-. Así nos ha sido concedido. Volarás a mi lado allá donde
quiera llevarte tu pensamiento; invisibles a los hombres, penetraremos en sus
rincones más secretos, pero deberás señalarme con mano segura al condenado a
las penas eternas, y tendrás que haberlo encontrado antes de que cante el
gallo.
En un instante,
como llevados por el pensamiento, estuvieron en la gran ciudad, y en las
paredes de las casas vieron escritas en letras de fuego los nombres de los
pecados mortales: orgullo, avaricia, embriaguez, lujuria, en resumen, el iris
de siete colores de las culpas capitales.
- Sí, ahí dentro,
como ya pensaba y sabía -dijo el párroco moran los destinados al fuego eterno
-. Y se encontraron frente a un portal magníficamente iluminado, de anchas
escaleras adornadas con alfombras y flores; y de los bulliciosos salones
llegaban los sones de música de baile. El portero lucía librea de seda y
terciopelo y empuñaba un bastón con incrustaciones de plata.
- ¡Nuestro baile
compite con los del Palacio Real! - dijo, dirigiéndose a la muchedumbre
estacionada en la calle. En su rostro y en su porte entero se reflejaba un solo
pensamiento: «¡Pobre gentuza que miráis desde fuera, para mí todos sois canalla
despreciable!».
- ¡Orgullo! -dijo
la muerta-. ¿Lo ves?
- ¿Ese? -contestó
el párroco-. Pero ése no es más que un loco, un necio; ¿cómo ha de ser
condenado a las penas eternas?
- ¡No más que un
loco! -resonó por toda la casa del orgullo. Todos en ella lo eran.
Entraron volando al
interior de las cuatro paredes desnudas del avariento. Escuálido como un
esqueleto, tiritando de frío, hambriento y sediento, el viejo se aferraba al
dinero con toda su alma. Lo vieron saltar de su mísero lecho, como presa de la
fiebre, y apartar una piedra suelta de la pared. Allí había monedas de oro
metidas en un viejo calcetín. Lo vieron cómo palpaba su chaqueta androjosa,
donde tenía cosidas más monedas, y sus dedos húmedos temblaban.
- ¡Está enfermo! Es
puro desvarío, una triste demencia envuelta en angustia y pesadillas.
Se alejaron
rápidamente, y muy pronto se encontraron en el dormitorio de la cárcel, donde,
en una larga hilera de camastros, dormían los reclusos. Uno de ellos despertó,
y, como un animal salvaje, lanzó un grito horrible, dando con el codo huesudo
en el costado del compañero, el cual, volviéndose, exclamó medio dormido:
- ¡Cállate la boca,
so bruto, y duerme! ¡Todas las noches haces lo mismo!
- ¡Todas las
noches! -repitió el otro- ...¡Sí, todas las noches se presenta y lanza alaridos
y me atormenta! En un momento de ira hice tal y cual cosa; nací con malos
instintos, y ellos me han llevado aquí por segunda vez; pero obré mal y sufro
mi merecido. Una sola cosa no he confesado. Cuando salí de aquí la última vez,
al pasar por delante de la finca de mi antiguo amo, se encendió en mí el odio.
Froté un fósforo contra la pared, el fuego prendió en el tejado de paja y las
llamas lo devoraron todo. Me pasó el arrebato, como suele ocurrirme, y ayudé a
salvar el ganado y los enseres. Ningún ser vivo murió abrasado, excepto una
bandada de palomas que cayeron al fuego, y el perro mastín, en el que no había
pensado. Se le oía aullar entre las llamas... y sus aullidos siguen
lastimándome los oídos cuando me echo a dormir; y cuando ya duermo, viene el
perro, enorme e hirsuto, y se echa sobre mí aullando y oprimiéndome,
atormentándome... ¡Escucha lo que te cuento, pues! Tú puedes roncar, roncar
toda la noche, mientras yo no puedo dormir un cuarto de hora -. Y en un arrebato
de furor, pego a su campanero un puñetazo en la cara.
- ¡Ese Mads se ha
vuelto loco otra vez! -gritaron en torno; los demás presos se lanzaron contra
él, y, tras dura lucha, le doblaron el cuerpo hasta meterle la cabeza entre las
piernas, atándolo luego tan reciamente, que la sangre casi le brotaba de los
ojos y de todos los poros.
- ¡Vais a matarlo,
infeliz! -gritó el párroco, y al extender su mano protectora hacia aquel
pecador que tanto sufría, cambió bruscamente la escena.
Volaron a través de
ricos salones y de modestos cuartos; la lujuria, la envidia y todos los demás
pecados capitales desfilaron ante ellos; un ángel del divino tribunal daba
lectura a sus culpas y a su defensa; cierto que ello contaba poco ante Dios,
pues Dios lee en los corazones, lo sabe todo, lo malo que viene de dentro y de
fuera; Él, que es la misma gracia y el amor mismo. La mano del pastor temblaba,
no se atrevía a alargarla para arrancar un cabello de la cabeza de un pecador.
Y las lágrimas manaban de sus ojos como el agua de la gracia y del amor, que
extinguen el fuego eterno del infierno.
En esto cantó el
gallo.
- ¡Dios
misericordioso! ¡Concédele paz en la tumba, la paz que yo no pude darle!
- ¡Gozo de ella,
ya! -exclamó la muerta-. Lo que me ha hecho venir a ti han sido tus palabras
duras, tu sombría fe en Dios y en sus criaturas. ¡Aprende a conocer a los
hombres! Aun en los malos palpita una parte de Dios, una parte que apagará y
vencerá las llamas de infierno.
El sacerdote sintió
un beso en sus labios; había luz a su alrededor: el sol radiante de Nuestro
Señor entraba en la habitación, donde su esposa, dulce y amorosa, acababa de
despertarlo de un sueño que Dios le había enviado.
El libro
mudo
Junto a la
carretera que cruzaba el bosque se levantaba una granja solitaria; la carretera
pasaba precisamente a su través. Brillaba el sol, todas las ventanas estaban
abiertas; en el interior reinaba gran movimiento, pero en la era, entre el
follaje de un saúco florido, había un féretro abierto, con un cadáver que debía
recibir sepultura aquella misma mañana. Nadie velaba a su lado, nadie lloraba
por el difunto, cuyo rostro aparecía cubierto por un paño blanco. Bajo la
cabeza tenía un libro muy grande y grueso; las hojas eran de grandes pliegos de
papel secante, y en cada una había, ocultas y olvidadas, flores marchitas, todo
un herbario, reunido en diferentes lugares. Debía ser enterrado con él, pues
así lo había dispuesto su dueño. Cada flor resumía un capítulo de su vida.
- ¿Quién es el
muerto? -preguntamos, y nos respondieron:
- Aquel viejo
estudiante de Upsala. Parece que en otros tiempos fue hombre muy despierto, que
estudió las lenguas antiguas, cantó e incluso compuso poesías, según decían.
Pero algo le ocurrió, y se entregó a la bebida. Decayó su salud, y finalmente
vino al campo, donde alguien pagaba su pensión. Era dulce como un niño mientras
no lo dominaban ideas lúgubres, pero entonces se volvía salvaje y echaba a
correr por el bosque como una bestia acosada. En cambio, cuando habían
conseguido volverlo a casa y lo persuadían de que hojease su libro de plantas
secas, era capaz de pasarse el día entero mirándolas, y a veces las lágrimas le
rodaban por las mejillas; sabe Dios en qué pensaría entonces. Pero había rogado
que depositaran el libro en el féretro, y allí estaba ahora. Dentro de poco
rato clavarían la tapa, y descansaría apaciblemente en la tumba.
Quitaron el paño
mortuorio: la paz se reflejaba en el rostro del difunto, sobre el que daba un
rayo de sol; una golondrina penetró como una flecha en el follaje y dio media
vuelta, chillando, encima de la cabeza del muerto.
¡Qué maravilloso es
- todos hemos experimentado esta impresión - sacar a la luz viejas cartas de
nuestra juventud y releerlas! Toda una vida asoma entonces, con sus esperanzas
y cuidados. ¡Cuántas veces creemos que una persona con la que estuvimos unidos
de corazón, está muerta hace tiempo, y, sin embargo, vive aún, sólo que hemos
dejado de pensar en ella, aunque un día pensamos que seguiremos siempre a su
lado, compartiendo las penas y las alegrías.
La hoja de roble
marchita de aquel libro recuerda al compañero, al condiscípulo, al amigo para
toda la vida; prendióse aquella hoja a la gorra de estudiante aquel día que, en
el verde bosque, cerraron el pacto de alianza perenne. ¿Dónde está ahora? La
hoja se conserva, la amistad se ha desvanecido. Hay aquí una planta exótica de
invernadero, demasiado delicada para los jardines nórdicos... Diríase que las
hojas huelen aún. Se la dio la señorita del jardín de aquella casa noble. Y
aquí está el nenúfar que él mismo cogió y regó con amargas lágrimas, la rosa de
las aguas dulces. Y ahí una ortiga; ¿qué dicen sus hojas? ¿Qué estaría pensando
él cuando la arrancó para guardarla? Ved aquí el muguete de la soledad
selvática, y la madreselva arrancada de la maceta de la taberna, y el desnudo y
afilado tallo de hierba.
El florido saúco
inclina sus umbelas tiernas y fragantes sobre la cabeza del muerto; la
golondrina vuelve a pasar volando y lanzando su trino... Y luego vienen los
hombres provistos de clavos y martillo; colocan la tapa encima del difunto, de
manera que la cabeza repose sobre el libro... conservado... deshecho.
Tiene que
haber diferencias
Era el mes de mayo.
Soplaba aún un viento fresco, pero la primavera había llegado; así lo
proclamaban las plantas y los árboles, el campo y el prado. Era una orgía de
flores, que se esparcían hasta por debajo de los verdes setos; y justamente
allí la primavera llevaba a cabo su obra, manifestándose desde un diminuto
manzano del que había brotado una única ramita, pero fresca y lozana, y cuajada
toda ella de yemas color de rosa a punto de abrirse. Bien sabía la ramita lo
hermosa que era, pues eso está en la hoja como en la sangre; por eso no se
sorprendió cuando un coche magnífico se detuvo en el camino frente a ella, y la
joven condesa que lo ocupaba dijo que aquella rama de manzano era lo más
encantador que pudiera soñarse; era la primavera misma en su manifestación más
delicada. Y quebraron la rama, que la damita cogió con la mano y resguardó bajo
su sombrilla de seda. Continuaron luego hacia palacio, aquel palacio de altos
salones y espléndidos aposentos; sutiles cortinas blancas aleteaban en las
abiertas ventanas, y maravillosas flores lucían en jarros opalinos y
transparentes; en uno de ellos - habríase dicho fabricado de nieve recién caída
- colocaron la ramita del manzano entre otras de haya, tiernas y de un verde
claro. Daba alegría mirarla.
A la ramita se le
subieron los humos a la cabeza; ¡es tan humano eso!. Pasaron por las
habitaciones gentes de toda clase, y cada uno, según su posición y categoría,
permitióse manifestar su admiración. Unos permanecían callados, otros hablaban
demasiado, y la rama del manzano pudo darse cuenta de que también entre los
humanos existen diferencias, exactamente lo mismo que entre las plantas.
«Algunas están sólo para adorno, otras sirven para la alimentación, e incluso
las hay completamente superfluas», pensó la ramita; y como sea que la habían
colocado delante de una ventana abierta, desde su sitio podía ver el jardín y
el campo, lo que le daba oportunidad para contemplar una multitud de flores y
plantas y efectuar observaciones a su respecto. Ricas y pobres aparecían
mezcladas; y, aún se veían, algunas en verdad insignificantes.
- ¡Pobres hierbas
descastadas! -exclamó la rama del manzano-. La verdad es que existe una
diferencia. ¡Qué desgraciadas deben de sentirse, suponiendo que esas criaturas
sean capaces de sentir como nosotras. Naturalmente, es forzoso que haya
diferencias; de lo contrario todas seríamos iguales.
Nuestra rama consideró
con cierta compasión una especie de flores que crecían en número incontable en
campos y ribazos. Nadie las cogía para hacerse un ramo, pues eran demasiado
ordinarias. Hasta entre los adoquines crecían: como el último de los hierbajos,
asomaban por doquier, y para colmo tenían un nombre de lo mas vulgar: diente de
león.
- ¡Pobre planta
despreciada! -exclamó la rama del manzano-. Tú no tienes la culpa de ser como
eres, tan ordinaria, ni de que te hayan puesto un nombre tan feo. Pero con las
plantas ocurre lo que con los hombres: tiene que haber diferencias.
- ¡Diferencias!
-replicó el rayo de sol, mientras besaba al mismo tiempo la florida rama del
manzano y los míseros dientes de león que crecían en el campo; y también los
hermanos del rayo de sol prodigaron sus besos a todas las flores, pobres y
ricas.
Nuestra ramita no
había pensado nunca sobre el infinito amor de Dios por su mundo terrenal, y por
todo cuanto en él se mueve y vive; nunca había reflexionado sobre lo mucho de
bueno y de bello que puede haber en él - oculto, pero no olvidado -. Pero,
¿acaso no es esto también humano?
El rayo de sol, el
mensajero de la luz, lo sabía mejor. - No ves bastante lejos, ni bastante
claro. ¿Cuál es esa planta tan menospreciada que así compadeces?
- El diente de león
-contestó la rama-. Nadie hace ramilletes con ella; todo el mundo la pisotea;
hay demasiados. Y cuando dispara sus semillas, salen volando en minúsculos
copos como de blanca lana y se pegan a los vestidos de los viandantes. Es una
mala hierba, he ahí lo que es. Pero hasta de eso ha de haber. ¡Cuánta gratitud
siento yo por no ser como él!
De pronto llegó al
campo un tropel de chiquillos; el menor de todos era aún tan pequeño, que otros
tenían que llevarlo en brazos. Y cuando lo hubieron sentado en la hierba en
medio de todas aquellas flores amarillas, se puso a gritar de alegría, a agitar
las regordetas piernecillas y a revolcarse por la hierba, cogiendo con sus
manitas los dorados dientes de león y besándolos en su dulce inocencia.
Mientras tanto los
mayores rompían las cabecitas floridas, separándolas de los tallos huecos y
doblando éstos en anillo para fabricar con ellos cadenas, que se colgaron del
cuello, de los hombros o en torno a la cintura; se los pusieron también en la
cabeza, alrededor de las muñecas y los tobillos - ¡qué preciosidad de cadenas y
grilletes verdes! -. Pero los mayores recogían cuidadosamente las flores
encerradas en la semilla, aquella ligera y vaporosa esfera de lana, aquella
pequeña obra de arte que parece una nubecilla blanca hecha de copitos
minúsculos. Se la ponían ante la boca, y de un soplo tenían que deshacerla
enteramente. Quien lo consiguiera tendría vestidos nuevos antes de terminar el
año - lo había dicho abuelita.
Y de este modo la
despreciada flor se convertía en profeta.
- ¿Ves? -preguntóle
el rayo de sol a la rama de manzano-. ¿Ves ahora su belleza y su virtud?
- ¡Sí, para los
niños! -replicó la rama.
En esto llegó al
campo una ancianita, y, con un viejo y romo cuchillo de cocina, se puso a
excavar para sacar la raíz de la planta. Quería emplear parte de las raíces
para una infusión de café; el resto pensaba llevárselas al boticario para sacar
unos céntimos.
- Pero la belleza
es algo mucho más elevado -exclamó la rama del manzano-. A su reino van sólo
los elegidos. Existe una diferencia entre las plantas, de igual modo como la
hay entre las personas.
Entonces el rayo de
sol le habló del infinito amor de Dios por todas sus criaturas, amor que abraza
con igual ternura a todo ser viviente; y le habló también de la divina justicia,
que lo distribuye todo por igual en tiempo y eternidad.
- ¡Sí, eso cree
usted! -respondió la rama.
En eso entró gente
en el salón, y con ella la condesita que tan lindamente había colocado la rama
florida en el transparente jarrón, sobre el que caía el fulgurante rayo de sol.
Traía una flor, o lo que fuese, cuidadosamente envuelta en tres o cuatro
grandes hojas, que la rodeaban como un cucurucho, para que ni un hálito de aire
pudiese darle y perjudicarla: y ¡la llevaba con un cuidado tan amoroso! Mucho
mayor del que jamás se había prestado a la ramita del manzano. La sacaron con
gran precaución de las hojas que la envolvían y apareció... ¡la pequeña
esferita de blancos copos, la semilla del despreciado diente de león! Esto era
lo que la condesa con tanto cuidado había cogido de la tierra y traído para que
ni una de las sutilísimas flechas de pluma que forman su vaporosa bolita fuese
llevada por el viento. La sostenía en la mano, entera e intacta; y admiraba su
hermosa forma, aquella estructura aérea y diáfana, aquella construcción tan
original, aquella belleza que en un momento disiparía el viento. Daba lástima
pensar que pudiera desaparecer aquella hermosa realidad.
- ¡Fijaos que
maravillosamente hermosa la ha creado Dios! -dijo-. La pintaré junto con la
rama del manzano. Todo el mundo, encuentra esta rama primorosa; pero la pobre
florecilla, a su manera, ha sido agraciada por Dios con no menor hermosura.
¡Qué distintas son, y, sin embargo, las dos son hermanas en el reino de la
belleza!
Y el rayo de sol
besó al humilde diente de león, exactamente como besaba a la florida rama del
manzano, cuyos pétalos parecían sonrojarse bajo la caricia.
La vieja
losa sepulcral
En una pequeña
ciudad, toda una familia se hallaba reunida, un atardecer de la estación en que
se dice que «las veladas se hacen más largas», en casa del propietario de una
granja. El tiempo era todavía templado y tibio; habían encendido la lámpara,
las largas cortinas colgaban delante de las ventanas, donde se veían grandes
macetas, y en el exterior brillaba la luna; pero no hablaban de ella, sino de
una gran piedra situada en la era, al lado de la puerta de la cocina, y sobre
la cual las sirvientas solían colocar la vajilla de cobre bruñida para que se
secase al sol, y donde los niños gustaban de jugar. En realidad era una antigua
losa sepulcral.
- Sí -decía el
propietario-, creo que procede de la iglesia derruida del viejo convento.
Vendieron el púlpito, las estatuas y las losas funerarias. Mi padre, que en
gloria esté, compró varias, que fueron cortadas en dos para baldosas; pero ésta
sobró, y ahí la dejaron en la era.
- Bien se ve que es
una losa sepulcral -dijo el mayor de los niños-. Aún puede distinguirse en ella
un reloj de arena y un pedazo de un ángel; pero la inscripción está casi
borrada; sólo queda el nombre de Preben y una S mayúscula detrás; un poco más
abajo se lee Marthe. Es cuanto puede sacarse, y aún todo eso sólo se ve cuando
ha llovido y el agua ha lavado la piedra.
- ¡Dios mío, pero
si es la losa de Preben Svane y de su mujer! -exclamó un hombre muy viejo; por
su edad hubiera podido ser el abuelo de todos los reunidos en la habitación-.
Sí, aquel matrimonio fue uno de los últimos que recibieron sepultura en el
cementerio del antiguo convento. Era una respetable pareja de mis años mozos.
Todos los conocían y todos los querían; eran la pareja más anciana de la
ciudad. Corría el rumor de que poseían más de una tonelada de oro, y, no
obstante, vestían con gran sencillez, con prendas de las telas más bastas,
aunque siempre muy aseados. Formaban una simpática pareja de viejos, Preben y
su Marta. Daba gusto verlos sentados en aquel banco de la alta escalera de
piedra de la casa, bajo las ramas del viejo tilo, saludando y gesticulando, con
su expresión amable y bondadosa. En caritativos no había quien les ganara;
daban de comer a los pobres y los vestían, y ejercían su caridad con delicadeza
y verdadero espíritu cristiano. La mujer murió la primera; recuerdo muy bien el
día. Era yo un chiquillo y estaba con mi padre en casa del viejo Preben, cuando
su esposa acababa de fallecer; el pobre hombre estaba muy emocionado, y lloraba
como un niño. El cadáver se hallaba aún en el dormitorio contiguo; Preben habló
a mi padre y a varios vecinos de lo solo que iba a encontrarse en adelante, de
lo buena que ella había sido, de los muchos años que habían vivido juntos y de
cómo se habían conocido y enamorado. Yo era muy niño, como he dicho, me
limitaba a escuchar; pero me causó una enorme impresión oír al viejo y ver como
iba animándose poco a poco y le volvían los colores a la cara al contar sus
días de noviazgo, y cuán bonita había sido ella, y los inocentes ardides de que
él se había valido para verla. Y nos habló también del día de la boda; sus ojos
se iluminaron, y el buen hombre revivió aquel tiempo feliz... y he aquí que
ahora yacía ella muerta en el aposento contiguo, y él, viejo también, hablando
del tiempo de la esperanza... sí, así van las cosas. Entonces era yo un niño, y
hoy soy viejo, tan viejo como Preben Svane. Pasa el tiempo y todo cambia. Me
acuerdo muy bien del entierro; el viejo Preben seguía detrás del féretro. Pocos
años antes, el matrimonio había mandado esculpir su losa sepulcral, con la
inscripción y los nombres, todo excepto el año de la muerte; al atardecer
transportaron la piedra y la aplicaron sobre la tumba... para volver a
levantarla un año más tarde, cuando el viejo Preben fue a reunirse con su
esposa. No dejaron el tesoro del que hablaba la gente; lo que quedó fue para
una familia que residía muy lejos y de la que nadie sabía la menor cosa. La
casa de entramado de madera, con el banco en lo alto de la escalera de piedra
bajo el tilo, fue derribada por orden de la autoridad; era demasiado vieja y
ruinosa para dejarla en pie. Más tarde, cuando la iglesia conventual corrió la
misma suerte, y fue cerrado el cementerio, la losa sepulcral de Preben y su
Marta fue a parar, como todo lo demás de allí, a manos de quien quiso
comprarlo, y ha querido el azar que esta piedra no haya sido rota a pedazos y
usada para baldosa, sino que se ha quedado en la era, lugar de juego para los
niños, plataforma para la vajilla fregada de las sirvientas. La carretera
empedrada pasa hoy por encima del lugar donde descansan el viejo Preben y su
mujer. ¿Quién se acuerda ya de ellos? -. Y el anciano meneó la cabeza
melancólicamente-. ¡Olvidados! Todo se olvida -concluyó.
Y entonces se
empezó a hablar de otras cosas; pero el muchachito, un niño de grandes ojos
serios, se había subido a una silla y miraba a la era, donde la luna enviaba su
blanca luz a la vieja losa, aquella piedra que antes le pareciera siempre vacía
y lisa, pero que ahora yacía allí como una hoja entera de un libro de Historia.
Todo lo que el muchacho acaba de oír acerca de Preben y su mujer vivía en
aquella losa; y él la miraba, y luego levantaba los ojos hacia la clara luna,
colgada en el alto cielo purísimo; era como si el rostro de Dios brillase sobre
la Tierra.
- ¡Olvidado! Todo
se olvida -se oyó en el cuarto, y en el mismo momento un ángel invisible besó
al niño en el pecho y en la frente y le murmuró al oído: - ¡Guarda bien la
semilla que te han dado, guárdala hasta el día de su maduración! Por ti, hijo
mío, esta inscripción borrada, esta losa desgastada por la intemperie,
resucitará en trazos de oro para las generaciones venideras. El anciano
matrimonio volverá a recorrer, cogido del brazo, las viejas calles, y se
sentará de nuevo, sonriente y con rojas mejillas, en la escalera bajo el tilo,
saludando a ricos y pobres. La semilla de esta hora germinará a lo largo de los
años, para transformarse en un florido poema. Lo bueno y lo bello no cae en el
olvido; sigue viviendo en la leyenda y en la canción.
El nido
de cisnes
Entre los mares
Báltico y del Norte hay un antiguo nido de cisnes: se llama Dinamarca. En él
nacieron y siguen naciendo cisnes que jamás morirán.
En tiempos remotos,
una bandada de estas aves voló, por encima de los Alpes, hasta las verdes
llanuras de Milán; aquella bandada de cisnes recibió el nombre de longobardos.
Otra, de brillante
plumaje y ojos que reflejaban la lealtad, se dirigió a Bizancio, donde se sentó
en el trono imperial y extendió sus amplias alas blancas a modo de escudo, para
protegerlo. Fueron los varingos.
En la costa de
Francia resonó un grito de espanto ante la presencia de los cisnes sanguinarios,
que llegaban con fuego bajo las alas, y el pueblo rogaba:
- ¡Dios nos libre
de los salvajes normandos!
Sobre el verde
césped de Inglaterra se posó el cisne danés, con triple corona real sobre la
cabeza y extendiendo sobre el país el cetro de oro.
Los paganos de la
costa de Pomerania hincaron la rodilla, y los cisnes daneses llegaron con la
bandera de la cruz y la espada desnuda.
- Todo eso ocurrió
en épocas remotísimas - dirás.
También en tiempos
recientes se han visto volar del nido cisnes poderosos.
Hízose luz en el
aire, hízose luz sobre los campos del mundo; con sus robustos aleteos, el cisne
disipó la niebla opaca, quedando visible el cielo estrellado, como si se
acercase a la Tierra. Fue el cisne Tycho Brahe.
- Sí, en aquel
tiempo - dices -. Pero, ¿y en nuestros días?
Vimos un cisne tras
otro en majestuoso vuelo. Uno pulsó con sus alas las cuerdas del arpa de oro, y
las notas resonaron en todo el Norte; las rocas de Noruega se levantaron más
altas, iluminadas por el sol de la Historia. Oyóse un murmullo entre los abetos
y los abedules; los dioses nórdicos, sus héroes y sus nobles matronas, se
destacaron sobre el verde oscuro del bosque.
Vimos un cisne que
batía las alas contra la peña marmórea, con tal fuerza que la quebró, y las
espléndidas figuras encerradas en la piedra avanzaron hasta quedar inundadas de
luz resplandeciente, y los hombres de las tierras circundantes levantaron la
cabeza para contemplar las portentosas estatuas.
Vimos un tercer
cisne que hilaba la hebra del pensamiento, el cual da ahora la vuelta al mundo
de país en país, y su palabra vuela con la rapidez del rayo.
Dios Nuestro Señor
ama al viejo nido de cisnes construido entre los mares Báltico y Norte.
Dejad si no que
otras aves prepotentes se acerquen por los aires con propósito de destruirlo.
¡No lo lograrán jamás! Hasta las crías implumes se colocan en circulo en el
borde del nido; bien lo hemos visto. Recibirán los embates en pleno pecho, del
que manará la sangre; mas ellos se defenderán con el pico y con las garras.
Pasarán aún siglos,
otros cisnes saldrán del nido, que serán vistos y oídos en toda la redondez del
Globo, antes de que llegue la hora en que pueda decirse en verdad:
- Es el último de
los cisnes, el último canto que sale de su nido.
Buen
humor
Mi padre me dejó en
herencia el mejor bien que se pueda imaginar: el buen humor. Y, ¿quién era mi
padre? Claro que nada tiene esto que ver con el humor. Era vivaracho y
corpulento, gordo y rechoncho, y tanto su exterior como su interior estaban en
total contradicción con su oficio. Y, ¿cuál era su oficio, su posición en la
sociedad? Si esto tuviera que escribirse e imprimirse al principio de un libro,
es probable que muchos lectores lo dejaran de lado, diciendo: «Todo esto parece
muy penoso; son temas de los que prefiero no oír hablar». Y, sin embargo, mi
padre no fue verdugo ni ejecutor de la justicia, antes al contrario, su
profesión lo situó a la cabeza de los personajes más conspicuos de la ciudad, y
allí estaba en su pleno derecho, pues aquél era su verdadero puesto. Tenía que
ir siempre delante: del obispo, de los príncipes de la sangre...; sí, señor,
iba siempre delante, pues era cochero de las pompas fúnebres.
Bueno, pues ya lo
sabéis. Y una cosa puedo decir en toda verdad: cuando veían a mi padre sentado
allá arriba en el carruaje de la muerte, envuelto en su larga capa
blanquinegra, cubierta la cabeza con el tricornio ribeteado de negro, por
debajo del cual asomaba su cara rolliza, redonda y sonriente como aquella con
la que representan al sol, no había manera de pensar en el luto ni en la tumba.
Aquella cara decía: «No os preocupéis. A lo mejor no es tan malo como lo
pintan».
Pues bien, de él he
heredado mi buen humor y la costumbre de visitar con frecuencia el cementerio.
Esto resulta muy agradable, con tal de ir allí con un espíritu alegre, y otra
cosa, todavía: me llevo siempre el periódico, como él hacía también.
Ya no soy tan joven
como antes, no tengo mujer ni hijos, ni tampoco biblioteca, pero, como ya he
dicho, compro el periódico, y con él me basta; es el mejor de los periódicos,
el que leía también mi padre. Resulta muy útil para muchas cosas, y además trae
todo lo que hay que saber: quién predica en las iglesias, y quién lo hace en
los libros nuevos; dónde se encuentran casas, criados, ropas y alimentos; quién
efectúa «liquidaciones», y quién se marcha. Y luego, uno se entera de tantos
actos caritativos y de tantos versos ingenuos que no hacen daño a nadie,
anuncios matrimoniales, citas que uno acepta o no, y todo de manera tan
sencilla y natural. Se puede vivir muy bien y muy felizmente, y dejar que lo
entierren a uno, cuando se tiene el «Noticiero»; al llegar al final de la vida
se tiene tantísimo papel, que uno puede tenderse encima si no le parece
apropiado descansar sobre virutas y serrín.
El «Noticiero» y el
cementerio son y han sido siempre las formas de ejercicio que más han hablado a
mi espíritu, mis balnearios preferidos para conservar el buen humor.
Ahora bien, por el
periódico puede pasear cualquiera; pero veníos conmigo al cementerio. Vamos
allá cuando el sol brilla y los árboles están verdes; paseémonos entonces por
entre las tumbas, Cada una de ellas es como un libro cerrado con el lomo hacia
arriba; puede leerse el título, que dice lo que la obra contiene, y, sin
embargo, nada dice; pero yo conozco el intríngulis, lo sé por mi padre y por mí
mismo. Lo tengo en mi libro funerario, un libro que me he compuesto yo mismo
para mi servicio y gusto. En él están todos juntos y aún algunos más.
Ya estamos en el
cementerio.
Detrás de una reja
pintada de blanco, donde antaño crecía un rosal - hoy no está, pero unos tallos
de siempreviva de la sepultura contigua han extendido hasta aquí sus dedos, y
más vale esto que nada -, reposa un hombre muy desgraciado, y, no obstante, en
vida tuvo un buen pasar, como suele decirse, o sea, que no le faltaba su buena
rentecita y aún algo más, pero se tomaba el mundo, en todo caso, el Arte,
demasiado a pecho. Si una noche iba al teatro dispuesto a disfrutar con toda su
alma, se ponía frenético sólo porque el tramoyista iluminaba demasiado la cara
de la luna, o porque las bambalinas colgaban delante de los bastidores en vez
de hacerlo por detrás, o porque salía una palmera en un paisaje de Dinamarca,
un cacto en el Tirol o hayas en el norte de Noruega. ¿Acaso tiene eso la menor
importancia? ¿Quién repara en estas cosas? Es la comedia lo que debe causaros
placer. Tan pronto el público aplaudía demasiado, como no aplaudía bastante. -
Esta leña está húmeda -decía-, no quemará esta noche -. Y luego se volvía a ver
qué gente había, y notaba que se reían a deshora, en ocasiones en que la risa
no venía a cuento, y el hombre se encolerizaba y sufría. No podía soportarlo, y
era un desgraciado. Y helo aquí: hoy reposa en su tumba.
Aquí yace un hombre
feliz, o sea, un hombre muy distinguido, de alta cuna; y ésta fue su dicha, ya
que, por lo demás, nunca habría sido nadie; pero en la Naturaleza está todo tan
bien dispuesto y ordenado, que da gusto pensar en ello. Iba siempre con
bordados por delante y por detrás, y ocupaba su sitio en los salones, como se
coloca un costoso cordón de campanilla bordado en perlas, que tiene siempre
detrás otro cordón bueno y recio que hace el servicio. También él llevaba
detrás un buen cordón, un hombre de paja encargado de efectuar el servicio.
Todo está tan bien dispuesto, que a uno no pueden por menos que alegrársele las
pajarillas.
Descansa aquí -
¡esto sí que es triste! -, descansa aquí un hombre que se pasó sesenta y siete
años reflexionando sobre la manera de tener una buena ocurrencia. Vivió sólo
para esto, y al cabo le vino la idea, verdaderamente buena a su juicio, y le
dio una alegría tal, que se murió de ella, con lo que nadie pudo aprovecharse,
pues a nadie la comunicó. Y mucho me temo que por causa de aquella buena idea
no encuentre reposo en la tumba; pues suponiendo que no se trate de una
ocurrencia de esas que sólo pueden decirse a la hora del desayuno - pues de
otro modo no producen efecto -, y de que él, como buen difunto, y según es
general creencia, sólo puede aparecerse a medianoche, resulta que no siendo la
ocurrencia adecuada para dicha hora, nadie se ríe, y el hombre tiene que
volverse a la sepultura con su buena idea. Es una tumba realmente triste.
Aquí reposa una
mujer codiciosa. En vida se levantaba por la noche a maullar para hacer creer a
los vecinos que tenía gatos; ¡hasta tanto llegaba su avaricia!
Aquí yace una
señorita de buena familia; se moría por lucir la voz en las veladas de
sociedad, y entonces cantaba una canción italiana que decía: «Mi manca la
voce!» («¡Me falta la voz!»). Es la única verdad que dijo en su vida.
Yace aquí una
doncella de otro cuño. Cuando el canario del corazón empieza a cantar, la razón
se tapa los oídos con los dedos. La hermosa doncella entró en la gloria del
matrimonio... Es ésta una historia de todos los días, y muy bien contada
además. ¡Dejemos en paz a los muertos!
Aquí reposa una
viuda, que tenía miel en los labios y bilis en el corazón. Visitaba las
familias a la caza de los defectos del prójimo, de igual manera que en días
pretéritos el «amigo policía» iba de un lado a otro en busca de una placa de
cloaca que no estaba en su sitio.
Tenemos aquí un
panteón de familia. Todos los miembros de ella estaban tan concordes en sus
opiniones, que aun cuando el mundo entero y el periódico dijesen: «Es así», si
el benjamín de la casa decía, al llegar de la escuela: «Pues yo lo he oído de
otro modo», su afirmación era la única fidedigna, pues el chico era miembro de
la familia. Y no había duda: si el gallo del corral acertaba a cantar a media
noche, era señal de que rompía el alba, por más que el vigilante y todos los
relojes de la ciudad se empeñasen en decir que era medianoche.
El gran Goethe
cierra su Fausto con estas palabras: «Puede continuarse», Lo mismo podríamos
decir de nuestro paseo por el cementerio. Yo voy allí con frecuencia; cuando
alguno de mis amigos, o de mis no amigos se pasa de la raya conmigo, me voy
allí, busco un buen trozo de césped y se lo consagro, a él o a ella, a quien
sea que quiero enterrar, y lo entierro enseguida; y allí se están muertecitos e
impotentes hasta que resucitan, nuevecitos y mejores. Su vida y sus acciones,
miradas desde mi atalaya, las escribo en mi libro funerario. Y así debieran
proceder todas las personas; no tendrían que encolerizarse cuando alguien les
juega una mala pasada, sino enterrarlo enseguida, conservar el buen humor y el
«Noticiero», este periódico escrito por el pueblo mismo, aunque a veces
inspirado por otros.
Cuando suene la
hora de encuadernarme con la historia de mi vida y depositarme en la tumba,
poned esta inscripción: «Un hombre de buen humor».
Ésta es mi
historia.
Cada cosa
en su sitio
Hace de esto más de
cien años.
Detrás del bosque,
a orillas de un gran lago, se levantaba un viejo palacio, rodeado por un
profundo foso en el que crecían cañaverales, juncales y carrizos. Junto al
puente, en la puerta principal, habla un viejo sauce, cuyas ramas se inclinaban
sobre las cañas.
Desde el valle
llegaban sones de cuernos y trotes de caballos; por eso la zagala se daba prisa
en sacar los gansos del puente antes de que llegase la partida de cazadores.
Venía ésta a todo galope, y la muchacha hubo de subirse de un brinco a una de
las altas piedras que sobresalían junto al puente, para no ser atropellada. Era
casi una niña, delgada y flacucha, pero en su rostro brillaban dos ojos
maravillosamente límpidos. Mas el noble caballero no reparó en ellos; a pleno
galope, blandiendo el látigo, por puro capricho dio con él en el pecho de la
pastora, con tanta fuerza que la derribó.
- ¡Cada cosa en su
sitio! -exclamó-. ¡El tuyo es el estercolero! -y soltó una carcajada, pues el
chiste le pareció gracioso, y los demás le hicieron coro. Todo el grupo de
cazadores prorrumpió en un estruendoso griterío, al que se sumaron los ladridos
de los perros. Era lo que dice la canción:
«¡Borrachas llegan
las ricas aves!».
Dios sabe lo rico
que era.
La pobre muchacha,
al caer, se agarró a una de las ramas colgantes del sauce, y gracias a ella
pudo quedar suspendida sobre el barrizal. En cuanto los señores y la jauría
hubieron desaparecido por la puerta, ella trató de salir de su atolladero, pero
la rama se quebró, y la muchachita cayó en medio del cañaveral, sintiendo en el
mismo momento que la sujetaba una mano robusta. Era un buhonero, que, habiendo
presenciado toda la escena desde alguna distancia, corrió en su auxilio.
- ¡Cada cosa en su
sitio! -dijo, remedando al noble en tono de burla y poniendo a la muchacha en
un lugar seco. Luego intentó volver a adherir la rama quebrada al árbol; pero
eso de «cada cosa en su sitio» no siempre tiene aplicación, y así la clavó en
la tierra reblandecida -. Crece si puedes; crece hasta convertirte en una buena
flauta para la gente del castillo -. Con ello quería augurar al noble y los
suyos un bien merecido castigo. Subió después al palacio, aunque no pasó al
salón de fiestas; no era bastante distinguido para ello. Sólo le permitieron
entrar en la habitación de la servidumbre, donde fueron examinadas sus
mercancías y discutidos los precios. Pero del salón donde se celebraba el
banquete llegaba el griterío y alboroto de lo que querían ser canciones; no
sabían hacerlo mejor. Resonaban las carcajadas y los ladridos de los perros. Se
comía y bebía con el mayor desenfreno. El vino y la cerveza espumeaban en copas
y jarros, y los canes favoritos participaban en el festín; los señoritos los
besaban después de secarles el hocico con las largas orejas colgantes. El
buhonero fue al fin introducido en el salón, con sus mercancías; sólo querían
divertirse con él. El vino se les había subido a la cabeza, expulsando de ella
a la razón. Le sirvieron cerveza en un calcetín para que bebiese con ellos,
¡pero deprisa! Una ocurrencia por demás graciosa, como se ve. Rebaños enteros
de ganado, cortijos con sus campesinos fueron jugados y perdidos a una sola
carta.
- ¡Cada cosa en su
sitio! -dijo el buhonero cuando hubo podido escapar sano y salvo de aquella
Sodoma y Gomorra, como él la llamó-. Mi sitio es el camino, bajo el cielo, y no
allá arriba -. Y desde el vallado se despidió de la zagala con un gesto de la
mano.
Pasaron días y
semanas, y aquella rama quebrada de sauce que el buhonero plantara junto al
foso, seguía verde y lozana; incluso salían de ella nuevos vástagos. La
doncella vio que había echado raíces, lo cual le produjo gran contento, pues le
parecía que era su propio árbol.
Y así fue
prosperando el joven sauce, mientras en la propiedad todo decaía y marchaba del
revés, a fuerza de francachelas y de juego: dos ruedas muy poco apropiadas para
hacer avanzar el carro.
No habían
transcurrido aún seis años, cuando el noble hubo de abandonar su propiedad
convertido en pordiosero, sin más haber que un saco y un bastón. La compró un
rico buhonero, el mismo que un día fuera objeto de las burlas de sus antiguos
propietarios, cuando le sirvieron cerveza en un calcetín. Pero la honradez y la
laboriosidad llaman a los vientos favorables, y ahora el comerciante era dueño
de la noble mansión. Desde aquel momento quedaron desterrados de ella los
naipes. - ¡Mala cosa! -decía el nuevo dueño-. Viene de que el diablo, después
que hubo leído la Biblia, quiso fabricar una caricatura de ella e ideo el juego
de cartas.
El nuevo señor
contrajo matrimonio - ¿con quién dirías? - Pues con la zagala, que se había
conservado honesta, piadosa y buena. Y en sus nuevos vestidos aparecía tan
pulcra y distinguida como si hubiese nacido en noble cuna. ¿Cómo ocurrió la
cosa? Bueno, para nuestros tiempos tan ajetreados sería ésta una historia
demasiado larga, pero el caso es que sucedió; y ahora viene lo más importante.
En la antigua
propiedad todo marchaba a las mil maravillas; la madre cuidaba del gobierno
doméstico, y el padre, de las faenas agrícolas. Llovían sobre ellos las
bendiciones; la prosperidad llama a la prosperidad. La vieja casa señorial fue
reparada y embellecida; se limpiaron los fosos y se plantaron en ellos árboles
frutales; la casa era cómoda, acogedora, y el suelo, brillante y limpísimo. En
las veladas de invierno, el ama y sus criadas hilaban lana y lino en el gran
salón, y los domingos se leía la Biblia en alta voz, encargándose de ello el
Consejero comercial, pues a esta dignidad había sido elevado el ex-buhonero en
los últimos años de su vida. Crecían los hijos - pues habían venido hijos -, y
todos recibían buena instrucción, aunque no todos eran inteligentes en el mismo
grado, como suele suceder en las familias.
La rama de sauce se
había convertido en un árbol exuberante, y crecía en plena libertad, sin ser
podado. - ¡Es nuestro árbol familiar! -decía el anciano matrimonio, y no se
cansaban de recomendar a sus hijos, incluso a los más ligeros de cascos, que lo
honrasen y respetasen siempre.
Y ahora dejamos
transcurrir cien años.
Estamos en los
tiempos presentes. El lago se había transformado en un cenagal, y de la antigua
mansión nobiliaria apenas quedaba vestigio: una larga charca, con unas ruinas
de piedra en uno de sus bordes, era cuanto subsistía del profundo foso, en el
que se levantaba un espléndido árbol centenario de ramas colgantes: era el
árbol familiar. Allí seguía, mostrando lo hermoso que puede ser un sauce cuando
se lo deja crecer en libertad. Cierto que tenía hendido el tronco desde la raíz
hasta la copa, y que la tempestad lo había torcido un poco; pero vivía, y de
todas sus grietas y desgarraduras, en las que el viento y la intemperie habían
depositado tierra fecunda, brotaban flores y hierbas; principalmente en lo
alto, allí donde se separaban las grandes ramas, se había formado una especie
de jardincito colgante de frambuesas y otras plantas, que suministran alimento
a los pajarillos; hasta un gracioso acerolo había echado allí raíces y se
levantaba, esbelto y distinguido, en medio del viejo sauce, que se miraba en
las aguas negras cada vez que el viento barría las lentejas acuáticas y las
arrinconaba en un ángulo de la charca. Un estrecho sendero pasaba a través de los
campos señoriales, como un trazo hecho en una superficie sólida.
En la cima de la
colina lindante con el bosque, desde la cual se dominaba un soberbio panorama,
se alzaba el nuevo palacio, inmenso y suntuoso, con cristales tan
transparentes, que habríase dicho que no los había. La gran escalinata frente a
la puerta principal parecía una galería de follaje, un tejido de rosas y
plantas de amplias hojas. El césped era tan limpio y verde como si cada mañana
y cada tarde alguien se entretuviera en quitar hasta la más ínfima brizna de
hierba seca. En el interior del palacio, valiosos cuadros colgaban de las
paredes, y había sillas y divanes tapizados de terciopelo y seda, que parecían
capaces de moverse por sus propios pies; mesas con tablero de blanco mármol y libros
encuadernados en tafilete con cantos de oro... Era gente muy rica la que allí
residía, gente noble: eran barones.
Cada cosa
en su sitio
Continuación
Reinaba allí un
gran orden, y todo estaba en relación con lo demás. «Cada cosa en su sitio»,
decían los dueños, y por eso los cuadros que antaño habrían adornado las
paredes de la vieja casa, colgaban ahora en las habitaciones del servicio. Eran
trastos viejos, en particular aquellos dos antiguos retratos, uno de los cuales
representaba un hombre en casaca rosa y con enorme peluca, y el otro, una dama
de cabello empolvado y alto peinado, que sostenía una rosa en la mano, rodeados
uno y otro de una gran guirnalda de ramas de sauce. Los dos cuadros presentaban
numerosos agujeros, producidos por los baronesitos, que los habían tomado por
blanco de sus flechas. Eran el Consejero comercial y la señora Consejera, los
fundadores del linaje.
- Sin embargo, no
pertenecen del todo a nuestra familia -dijo uno de los baronesitos-. Él había
sido buhonero, y ella, pastora. No eran como papá y mamá.
Aquellos retratos
eran trastos viejos, y «¡cada cosa en su sitio!», se decía; por eso el
bisabuelo y la bisabuela habían ido a parar al cuarto de la servidumbre.
El hijo del párroco
estaba de preceptor en el palacio. Un día salió con los señoritos y la mayor de
las hermanas, que acababa de recibir su confirmación. Iban por el sendero que
conducía al viejo sauce, y por el camino la jovencita hizo un ramo de flores
silvestres. «Cada cosa en su sitio», y de sus manos salió una obra artística de
rara belleza. Mientras disponía el ramo, escuchaba atentamente cuanto decían
los otros, y sentía un gran placer oyendo al hijo del párroco hablar de las
fuerzas de la Naturaleza y de la vida de grandes hombres y mujeres. Era una
muchacha de alma sana y elevada, de nobles sentimientos, y dotada de un corazón
capaz de recoger amorosamente cuanto de bueno había creado Dios.
Se detuvieron junto
al viejo sauce. El menor de los niños pidió que le fabricasen una flauta, como
las había tenido ya de otros sauces, y el preceptor rompió una rama del árbol.
- ¡Oh, no lo
hagáis! -dijo la baronesita; pero ya era tarde- ¡Es nuestro viejo árbol famoso!
Lo quiero mucho. En casa se me ríen por eso, pero me da lo mismo. Hay una
leyenda acerca de ese árbol...
Y contó cuanto
había oído del sauce, del viejo castillo, de la zagala y el buhonero, que se
habían conocido en aquel lugar y eran los fundadores de la noble familia de la
baronesita.
- No quisieron ser
elevados a la nobleza; eran probos e íntegros -dijo-. Tenían por lema: «Cada
cosa en su sitio», y temían sentirse fuera de su sitio si se dejaban ennoblecer
por dinero. Su hijo, mi abuelo, fue el primer barón; tengo entendido que fue un
hombre sabio, de gran prestigio y muy querido de príncipes y princesas, que lo
invitaban a todas sus fiestas. A él va la admiración de mi familia, pero yo no
sé por qué los viejos bisabuelos me inspiran más simpatía. ¡Qué vida tan
recogida y patriarcal debió de llevarse en el viejo palacio, donde el ama
hilaba en compañía de sus criadas, y el anciano señor leía la Biblia en voz
alta!
- Fueron gente
sensata y de gran corazón -asintió el hijo del párroco; y de pronto se
encontraron enzarzados en una conversación sobre la nobleza y la burguesía, y
casi parecía que el preceptor no formaba parte de esta última clase, tal era el
calor con qué encomiaba a la primera.
- Es una suerte
pertenecer a una familia que se ha distinguido, y, por ello, llevar un impulso
en la sangre, un anhelo de avanzar en todo lo bueno. Es magnífico llevar un apellido
que abra el acceso a las familias más encumbradas. Nobleza es palabra que se
define a sí misma, es la moneda de oro que lleva su valor en su cuño. El
espíritu de la época afirma, y muchos escritores están de acuerdo con él,
naturalmente, que todo lo que es noble ha de ser malo y disparatado, mientras
en los pobres todo es brillante, tanto más cuanto más se baja en la escala
social. Pero yo no comparto este criterio, que es completamente erróneo y
disparatado. En las clases superiores encontramos muchos rasgos de conmovedora
grandeza; mi padre me contó uno, al que yo podría añadir otros muchos. Un día
se encontraba de visita en una casa distinguida de la ciudad, en la que según
tengo entendido, mi abuela había criado a la señora. Estaba mi madre en la
habitación, al lado del noble y anciano señor, cuando éste se dio cuenta de una
mujer de avanzada edad que caminaba penosamente por el patio apoyada en dos
muletas. Todos los domingos venía a recoger unas monedas. «Es la pobre vieja
-dijo el señor-. ¡Le cuesta tanto andar!». Y antes de que mi madre pudiera
adivinar su intención, había cruzado el umbral y corría escaleras abajo, él, Su
Excelencia en persona, al encuentro de la mendiga, para ahorrarle el costoso
esfuerzo de subir a recoger su limosna. Es sólo un pequeño rasgo, pero, como el
óbolo de la viuda, resuena en lo más hondo del corazón y manifiesta la bondad
de la naturaleza humana; y éste es el rasgo que debe destacar el poeta, y más
que nunca en nuestro tiempo, pues reconforta y contribuye a suavizar
diferencias y a reconciliar a la gente. Pero cuando una persona, por ser de
sangre noble y poseer un árbol genealógico como los caballos árabes, se levanta
como éstos sobre sus patas traseras y relincha en las calles y dice en su casa:
«¡Aquí ha estado gente de la calle!», porque ha entrado alguien que no es de la
nobleza, entonces la nobleza ha degenerado, ha descendido a la condición de una
máscara como aquélla de Tespis; todo el mundo se burla del individuo, y la
sátira se ensaña con él.
Tal fue el discurso
del hijo del párroco, un poco largo, y entretanto había quedado tallada la
flauta.
Había recepción en
el palacio. Asistían muchos invitados de los alrededores y de la capital, y
damas vestidas con mayor o menor gusto. El gran salón pululaba de visitantes.
Reunidos en un grupo veíase a los clérigos de la comarca, retirados
respetuosamente en un ángulo de la estancia, como si se preparasen para un
entierro, cuando en realidad aquello era una fiesta, sólo que aún no había
empezado de verdad.
Había de darse un
gran concierto; para ello, el baronesito había traído su flauta de sauce, pero
todos sus intentos y los de su padre por arrancar una nota al instrumento
habían sido vanos, y, así, lo habían arrinconado por inútil.
Se oyó música y
canto de la clase que más divierte a los ejecutantes, aunque, por lo demás, muy
agradable.
- ¿También usted es
un virtuoso? -preguntó un caballero, un auténtico hijo de familia-. Toca la
flauta y se la fabrica usted mismo. Es el genio que todo lo domina, y a quien
corresponde el lugar de honor. ¡Dios nos guarde! Yo marcho al compás de la
época, y esto es lo que procede. ¿Verdad que va a deleitarnos con su pequeño
instrumento? -. Y alargando al hijo del párroco la flauta tallada del sauce de
la charca, con voz clara y sonora anunció a la concurrencia que el preceptor de
la casa los obsequiaría con un solo de flauta,
Fácil es comprender
que se proponían burlarse de él, por lo que el joven se resistía, a pesar de
ser un buen flautista. Pero tanto insistieron y lo importunaron, que, cogiendo
el instrumento, se lo llevó a sus labios.
Era una flauta
maravillosa. Salió de ella una nota prolongada, como el silbido de una
locomotora, y más fuerte aún, que resonó por toda la finca, y, más allá del
parque y el bosque, por todo el país, en una extensión de millas y millas; y al
mismo tiempo se levantó un viento tempestuoso, que bramó: «¡Cada cosa en su
sitio!».
Y ya tenéis a papá
volando, como llevado por el viento, hasta la casa del pastor, y a éste volando
al palacio, aunque no al salón, pues en él no podía entrar, pero sí en el
cuarto de los criados, donde quedó en medio de toda la servidumbre; y aquellos
orgullosos lacayos, en librea y medias de seda quedaron como paralizados de
espanto, al ver a un individuo de tan humilde categoría sentado a la mesa entre
ellos.
En el salón, la
baronesita fue trasladada a la cabecera de la mesa, el puesto principal, y a su
lado vino a parar el hijo del párroco, como si fueran una pareja de novios. Un
anciano conde de la más rancia nobleza del país permaneció donde estaba, en su
lugar de honor, pues la flauta era justa, como se debe ser. El caballero
chistoso, aquel hijo de familia que había provocado la catástrofe, voló de
cabeza al gallinero, y no fue él solo.
El son de la flauta
se oía a varias leguas a la redonda, y en todas partes ocurrían cosas extrañas.
Una rica familia de comerciantes, que usaba carroza de cuatro caballos, se vio
arrojada del carruaje; ni siquiera le dejaron un puesto detrás. Dos campesinos
acaudalados, que en nuestro tiempo habían adquirido muchos bienes además de sus
campos propios, fueron a dar con sus huesos en un barrizal. ¡Era una flauta
peligrosa! Afortunadamente, reventó a la primera nota, y suerte hubo de ello.
Entonces volvió al bolsillo. ¡Cada cosa en su sitio!
Al día siguiente no
se hablaba ya de lo sucedido; de ahí viene la expresión: «Guardarse la flauta».
Todo volvió a quedar como antes, excepto que los dos viejos retratos, el del
buhonero y el de la pastora, fueron colgados en el gran salón, al que habían
sido llevados por la ventolera; y como un entendido en cosas de arte afirmara
que se trataba realmente de obras maestras, quedaron definitivamente en el
puesto de honor. Antes se ignoraba su mérito, ¿cómo iba a saberse?
Pero desde aquel
día presidieron el salón: «Cada cosa en su sitio», y ahí lo tenéis. Larga es la
eternidad, más larga que esta historia.
El duende
de la tienda
Érase una vez un
estudiante, un estudiante de verdad, que vivía en una buhardilla y nada poseía;
y érase también un tendero, un tendero de verdad, que habitaba en la trastienda
y era dueño de toda la casa; y en su habitación moraba un duendecillo, al que
todos los años, por Nochebuena, obsequiaba aquél con un tazón de papas y un
buen trozo de mantequilla dentro. Bien podía hacerlo; y el duende continuaba en
la tienda, y esto explica muchas cosas.
Un atardecer entró
el estudiante por la puerta trasera, a comprarse una vela y el queso para su
cena; no tenía a quien enviar, por lo que iba él mismo. Diéronle lo que pedía,
lo pagó, y el tendero y su mujer le desearon las buenas noches con un gesto de
la cabeza. La mujer sabía hacer algo más que gesticular con la cabeza; era un
pico de oro.
El estudiante les
correspondió de la misma manera y luego se quedó parado, leyendo la hoja de
papel que envolvía el queso. Era una hoja arrancada de un libro viejo, que
jamás hubiera pensado que lo tratasen así, pues era un libro de poesía.
- Todavía nos queda
más -dijo el tendero-; lo compré a una vieja por unos granos de café; por ocho
chelines se lo cedo entero.
- Muchas gracias
-repuso el estudiante-. Démelo a cambio del queso. Puedo comer pan solo; pero
sería pecado destrozar este libro. Es usted un hombre espléndido, un hombre
práctico, pero lo que es de poesía, entiende menos que esa cuba.
La verdad es que fue
un tanto descortés al decirlo, especialmente por la cuba; pero tendero y
estudiante se echaron a reír, pues el segundo había hablado en broma. Con todo,
el duende se picó al oír semejante comparación, aplicada a un tendero que era
dueño de una casa y encima vendía una mantequilla excelente.
Cerrado que hubo la
noche, y con ella la tienda, y cuando todo el mundo estaba acostado, excepto el
estudiante, entró el duende en busca del pico de la dueña, pues no lo utilizaba
mientras dormía; fue aplicándolo a todos los objetos de la tienda, con lo cual
éstos adquirían voz y habla. y podían expresar sus pensamientos y sentimientos
tan bien como la propia señora de la casa; pero, claro está, sólo podía
aplicarlo a un solo objeto a la vez; y era una suerte, pues de otro modo,
¡menudo barullo!
El duende puso el
pico en la cuba que contenía los diarios viejos. - ¿Es verdad que usted no sabe
lo que es la poesía?
- Claro que lo sé
-respondió la cuba-. Es una cosa que ponen en la parte inferior de los
periódicos y que la gente recorta; tengo motivos para creer que hay más en mí
que en el estudiante, y esto que comparado con el tendero no soy sino una cuba
de poco más o menos.
Luego el duende
colocó el pico en el molinillo de café. ¡Dios mío, y cómo se soltó éste! Y
después lo aplicó al barrilito de manteca y al cajón del dinero; y todos
compartieron la opinión de la cuba. Y cuando la mayoría coincide en una cosa,
no queda mas remedio que respetarla y darla por buena.
- ¡Y ahora, al
estudiante! -pensó; y subió callandito a la buhardilla, por la escalera de la
cocina. Había luz en el cuarto, y el duendecillo miró por el ojo de la
cerradura y vio al estudiante que estaba leyendo el libro roto adquirido en la
tienda. Pero, ¡qué claridad irradiaba de él!
De las páginas
emergía un vivísimo rayo de luz, que iba transformándose en un tronco, en un
poderoso árbol, que desplegaba sus ramas y cobijaba al estudiante. Cada una de
sus hojas era tierna y de un verde jugoso, y cada flor, una hermosa cabeza de
doncella, de ojos ya oscuros y llameantes, ya azules y maravillosamente
límpidos. Los frutos eran otras tantas rutilantes estrellas, y un canto y una
música deliciosos resonaban en la destartalada habitación.
Jamás había
imaginado el duendecillo una magnificencia como aquélla, jamás había oído
hablar de cosa semejante. Por eso permaneció de puntillas, mirando hasta que se
apagó la luz. Seguramente el estudiante había soplado la vela para acostarse;
pero el duende seguía en su sitio, pues continuaba oyéndose el canto, dulce y
solemne, una deliciosa canción de cuna para el estudiante, que se entregaba al
descanso.
- ¡Asombroso! -se
dijo el duende-. ¡Nunca lo hubiera pensado! A lo mejor me quedo con el
estudiante... -. Y se lo estuvo rumiando buen rato, hasta que, al fin, venció
la sensatez y suspiró. - ¡Pero el estudiante no tiene papillas, ni mantequilla!
-. Y se volvió; se volvió abajo, a casa del tendero. Fue una suerte que no
tardase más, pues la cuba había gastado casi todo el pico de la dueña, a fuerza
de pregonar todo lo que encerraba en su interior, echada siempre de un lado; y
se disponía justamente a volverse para empezar a contar por el lado opuesto,
cuando entró el duende y le quitó el pico; pero en adelante toda la tienda,
desde el cajón del dinero hasta la leña de abajo, formaron sus opiniones
calcándolas sobre las de la cuba; todos la ponían tan alta y le otorgaban tal
confianza, que cuando el tendero leía en el periódico de la tarde las noticias
de arte y teatrales, ellos creían firmemente que procedían de la cuba.
En cambio, el
duendecillo ya no podía estarse quieto como antes, escuchando toda aquella
erudición y sabihondura de la planta baja, sino que en cuanto veía brillar la
luz en la buhardilla, era como si sus rayos fuesen unos potentes cables que lo
remontaban a las alturas; tenía que subir a mirar por el ojo de la cerradura, y
siempre se sentía rodeado de una grandiosidad como la que experimentamos en el
mar tempestuoso, cuando Dios levanta sus olas; y rompía a llorar, sin saber él
mismo por qué, pero las lágrimas le hacían un gran bien. ¡Qué magnífico debía
de ser estarse sentado bajo el árbol, junto al estudiante! Pero no había que
pensar en ello, y se daba por satisfecho contemplándolo desde el ojo de la
cerradura. Y allí seguía, en el frío rellano, cuando ya el viento otoñal se
filtraba por los tragaluces, y el frío iba arreciando. Sólo que el duendecillo
no lo notaba hasta que se apagaba la luz de la buhardilla, y los melodiosos
sones eran dominados por el silbar del viento. ¡Ujú, cómo temblaba entonces, y
bajaba corriendo las escaleras para refugiarse en su caliente rincón, donde tan
bien se estaba! Y cuando volvió la Nochebuena, con sus papillas y su buena bola
de manteca, se declaró resueltamente en favor del tendero.
Pero a media noche
despertó al duendecillo un alboroto horrible, un gran estrépito en los
escaparates, y gentes que iban y venían agitadas, mientras el sereno no cesaba
de tocar el pito. Había estallado un incendio, y toda la calle aparecía
iluminada. ¿Sería su casa o la del vecino? ¿Dónde? ¡Había una alarma espantosa,
una confusión terrible! La mujer del tendero estaba tan consternada, que se
quitó los pendientes de oro de las orejas y se los guardó en el bolsillo, para
salvar algo. El tendero recogió sus láminas de fondos públicos, y la criada, su
mantilla de seda, que se había podido comprar a fuerza de ahorros. Cada cual
quería salvar lo mejor, y también el duendecillo; y de un salto subió las
escaleras y se metió en la habitación del estudiante, quien, de pie junto a la
ventana, contemplaba tranquilamente el fuego, que ardía en la casa de enfrente.
El duendecillo cogió el libro maravilloso que estaba sobre la mesa y,
metiéndoselo en el gorro rojo lo sujetó convulsivamente con ambas manos: el más
precioso tesoro de la casa estaba a salvo. Luego se dirigió, corriendo por el
tejado, a la punta de la chimenea, y allí se estuvo, iluminado por la casa en
llamas, apretando con ambas manos el gorro que contenía el tesoro. Sólo
entonces se dio cuenta de dónde tenía puesto su corazón; comprendió a quién
pertenecía en realidad. Pero cuando el incendio estuvo apagado y el duendecillo
hubo vuelto a sus ideas normales, dijo:
- Me he de repartir
entre los dos. No puedo separarme del todo del tendero, por causa de las
papillas.
Y en esto se
comportó como un auténtico ser humano. Todos procuramos estar bien con el
tendero... por las papillas.
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