Hans Cristian Andersen
Cuentos X
El
gollete de botella
El
gollete de botella
Continuación
El último
día
Dentro de
mil años
(escrito
en 1853)
Bajo el
sauce
Continuación
Una hoja
del cielo
¡No era
buena para nada!
La última
perla
Dos
pisones
En el mar
remoto
El
gollete de botella
En una tortuosa
callejuela, entre varias míseras casuchas, se alzaba una de paredes entramadas,
alta y desvencijada. Vivían en ella gente muy pobre; y lo más mísero de todo
era la buhardilla, en cuya ventanuco colgaba, a la luz del sol, una vieja jaula
abollada que ni siquiera tenía bebedero; en su lugar había un gollete de
botella puesto del revés, tapado por debajo con un tapón de corcho y lleno de
agua. Una vieja solterona estaba asomada al exterior; acababa de adornar con
prímulas la jaula donde un diminuto pardillo saltaba de uno a otro palo
cantando tan alegremente, que su voz resonaba a gran distancia.
«¡Ay, bien puedes
tú cantar! -exclamó el gollete. Bueno, no es que lo dijera como lo decimos
nosotros, pues un casco de botella no puede hablar, pero lo pensó a su manera,
como nosotros cuando hablamos para nuestros adentros -. Sí, tú puedes cantar,
pues no te falta ningún miembro. Si tú supieras, como yo lo sé, lo que
significa haber perdido toda la parte inferior del cuerpo, sin quedarme más que
cuello y boca, y aun ésta con un tapón metido dentro... Seguro que no
cantarías. Pero vale más así, que siquiera tú puedas alegrarte. Yo no tengo
ningún motivo para cantar, aparte que no sé hacerlo; antes sí sabía, cuando era
una botella hecha y derecha, y me frotaban con un tapón. Era entonces una
verdadera alondra, me llamaban la gran alondra. Y luego, cuando vivía en el
bosque, con la familia del pellejero y celebraron la boda de su hija... Me
acuerdo como si fuese ayer. ¡La de aventuras que he pasado, y que podría
contarte! He estado en el fuego y en el agua, metida en la negra tierra, y he
subido a alturas que muy pocos han alcanzado, y ahí me tienes ahora en esta
jaula, expuesta al aire y al sol. A lo mejor te gustaría oír mi historia,
aunque no la voy a contar en voz alta, pues no puedo».
Y así el gollete de
botella - hablando para sí, o por lo menos pensándolo para sus adentros -
empezó a contar su historia, que era notable de verdad. Entretanto, el
pajarillo cantaba su alegre canción, y abajo en la calle todo el mundo iba y
venía, pensando cada cual en sus problemas o en nada. Pero el gollete de la
botella recuerda que recuerda.
Vio el horno
ardiente de la fábrica donde, soplando, le habían dado vida; recordó que hacía
un calor sofocante en aquel horno estrepitoso, lugar de su nacimiento; que
mirando a sus honduras le habían entrado ganas de saltar de nuevo a ellas, pero
que, poco a poco, al irse enfriando, se fue sintiendo bien y a gusto en su
nuevo sitio, en hilera con un regimiento entero de hermanos y hermanas, nacidas
todas en el mismo horno, aunque unas destinadas a contener champaña y otras
cerveza, lo cual no era poca diferencia. Más tarde, ya en el ancho mundo, cabe
muy bien que en una botella de cerveza se envase el exquisito «lacrimae
Christi», y que en una botella de champaña echen betún de calzado; pero siempre
queda la forma, como ejecutoria del nacimiento. El noble es siempre noble,
aunque por dentro esté lleno de betún.
Después de un rato,
todas las botellas fueron embaladas, la nuestra con las demás. No pensaba
entonces ella que acabaría en simple gollete y que serviría de bebedero de
pájaro en aquellas alturas, lo cual no deja de ser una existencia honrosa, pues
siquiera se es algo. No volvió a ver la luz del día hasta que la desembalaron
en la bodega de un cosechero, junto con sus compañeras, y la enjuagaron por
primera vez, cosa que le produjo una sensación extraña. Quedóse allí vacía y
sin tapar, presa de un curioso desfallecimiento. Algo le faltaba, no sabía qué
a punto fijo, pero algo. Hasta que la llenaron de vino, un vino viejo y de
solera; la taparon y lacraron, pegándole a continuación un papel en que se
leía: «Primera calidad». Era como sacar sobresaliente en el examen; pero es que
en realidad el vino era bueno, y la botella, buena también. Cuando se es joven,
todo el mundo se siente poeta. La botella se sentía llena de canciones y versos
referentes a cosas de las que no tenía la menor idea: las verdes montañas
soleadas, donde maduran las uvas y donde las retozonas muchachas y los
bulliciosos mozos cantan y se besan. ¡Ah, qué bella es la vida! Todo aquello
cantaba y resonaba en el interior de la botella, lo mismo que ocurre en el de
los jóvenes poetas, que con frecuencia tampoco saben nada de todo aquello.
Un buen día la
vendieron. El aprendiz del peletero fue enviado a comprar una botella de vino
«del mejor», y así fue ella a parar al cesto, junto con jamón, salchichas y
queso, sin que faltaran tampoco una mantequilla de magnífico aspecto y un pan
exquisito. La propia hija del peletero vació el cesto. Era joven y linda; reían
sus ojos azules, y una sonrisa se dibujaba en su boca, que hablaba tan
elocuentemente como sus ojos. Sus manos eran finas y delicadas, y muy blancas,
aunque no tanto como el cuello y el pecho. Veíase a la legua que era una de las
mozas más bellas de la ciudad, y, sin embargo, no estaba prometida.
Cuando la familia
salió al bosque, la cesta de la comida quedó en el regazo de la hija; el cuello
de la botella asomaba por entre los extremos del blanco pañuelo; cubría el
tapón un sello de lacre rojo, que miraba al rostro de la muchacha. Pero no
dejaba de echar tampoco ojeadas al joven marino, sentado a su lado. Era un
amigo de infancia, hijo de un pintor retratista. Acababa de pasar felizmente su
examen de piloto, y al día siguiente se embarcaba en una nave con rumbo a
lejanos países. De ello habían estado hablando largamente mientras
empaquetaban, y en el curso de la conversación no se había reflejado mucha
alegría en los ojos y en la boca de la linda hija del peletero.
Los dos jóvenes se
metieron por el verde bosque, enzarzados en un coloquio. ¿De qué hablarían? La
botella no lo oyó, pues se había quedado en la cesta. Pasó mucho rato antes de
que la sacaran, pero cuando al fin, lo hicieron, habían sucedido cosas muy
agradables; todos los ojos estaban sonrientes, incluso los de la hija, la cual
apenas abría la boca, y tenía las mejillas encendidas como rosas encarnadas.
El padre cogió la
botella llena y el sacacorchos. Es extraño, sí, la impresión que se siente
cuando a una la descorchan por vez primera. Jamás olvidó el cuello de la
botella aquel momento solemne; al saltar el tapón le había escapado de dentro
un raro sonido, «¡plump!», seguido de un gorgoteo al caer el vino en los vasos.
- ¡Por la felicidad
de los prometidos! - dijo el padre, y todos los vasos se vaciaron hasta la
última gota, mientras el joven piloto besaba a su hermosa novia.
- ¡Dichas y
bendiciones! -exclamaron los dos viejos.
El mozo volvió a
llenar los vasos. - ¡Por mi regreso y por la boda de hoy en un año! -brindó, y
cuando los vasos volvieron a quedar vacíos, levantando la botella, añadió: -
¡Has asistido al día más hermoso de mi vida; nunca más volverás a servir! -. Y
la arrojó al aire.
Poco pensó entonces
la muchacha que aún vería volar otras veces la botella; y, sin embargo, así
fue. La botella fue a caer en el espeso cañaveral de un pequeño estanque que
había en el bosque; el gollete recordaba aún perfectamente cómo había ido a
parar allí y cómo había pensado:
«Les di vino y
ellos me devuelven agua cenagosa; su intención era buena, de todos modos». No
podía ya ver a la pareja de novios ni a sus regocijados padres, pero durante
largo rato los estuvo oyendo cantar y charlar alegremente. Llegaron en esto dos
chiquillos campesinos, que, mirando por entre las cañas, descubrieron la
botella y se la llevaron a casa. Volvía a estar atendida.
En la casa del
bosque donde moraban los muchachos, la víspera había llegado su hermano mayor,
que era marino, para despedirse, pues iba a emprender un largo viaje. Corría la
madre de un lado para otro empaquetando cosas y más cosas; al anochecer, el
padre iría a la ciudad a ver a su hijo por última vez antes de su partida, y a
llevarle el último saludo de la madre. Había puesto ya en el hato una botellita
de aguardiente de hierbas aromáticas, cuando se presentaron los muchachitos con
la botella encontrada, que era mayor y más resistente. Su capacidad era
superior a la de la botellita, y el licor era muy bueno para el dolor de
estómago, pues entre otras muchas hierbas, contenía corazoncillo. Esta vez no
llenaron la botella con vino, como la anterior, sino con una poción amarga,
aunque excelente, para el estómago. La nueva botella reemplazó a la antigua, y
así reanudó aquélla sus correrías. Pasó a bordo del barco propiedad de Peter
Jensen, justamente el mismo en el que servía el joven piloto, el cual no vio la
botella, aparte que lo más probable es que no la hubiera reconocido ni pensado
que era la misma con cuyo contenido habían brindado por su noviazgo y su feliz
regreso.
Aunque no era vino
lo que la llenaba, no era menos bueno su contenido. A Peter Jensen lo llamaban
sus compañeros «El boticario», pues a cada momento sacaba la botella y
administraba a alguien la excelente medicina - excelente para el estómago,
entendámonos -; y aquello duró hasta que se hubo consumido la última gota.
Fueron días felices, y la botella solía cantar cuando la frotaban con el tapón.
De entonces le vino el nombre de alondra, la alondra de Peter Jensen.
Había transcurrido
un largo tiempo, y la botella había sido dejada, vacía, en un rincón; mas he
aquí que - si la cosa ocurrió durante el viaje de ida o el de vuelta, la
botella no lo supo nunca a punto fijo, pues jamás desembarcó - se levantó una
tempestad. Olas enormes negras y densas, se encabritaban, levantaban el barco
hasta las nubes y lo lanzaban en todas direcciones; quebróse el palo mayor, un
golpe de mar abrió una vía de agua, y las bombas resultaban inútiles. Era una
noche oscura como boca de lobo, y el barco se iba a pique; en el último
momento, el joven piloto escribió en una hoja de papel: «¡En el nombre de Dios,
naufragamos!». Estampó el nombre de su prometida, el suyo propio y el del
buque, metió el papel en una botella vacía que encontró a mano y, tapándola
fuertemente, la arrojó al mar tempestuoso. Ignoraba que era la misma que había
servido para llenar los vasos de la alegría y de la esperanza. Ahora flotaba
entre las olas llevando un mensaje de adiós y de muerte.
Hundióse el barco,
y con él la tripulación, mientras la botella volaba como un pájaro, llevando
dentro un corazón, una carta de amor. Y salió el sol y se puso de nuevo, y a la
botella le pareció como si volviese a los tiempos de su infancia, en que veía
el rojo horno ardiente. Vivió períodos de calma y nuevas tempestades, pero ni
se estrelló contra una roca ni fue tragada por un tiburón.
Más de un año
estuvo flotando al azar, ora hacia el Norte, ora hacia Mediodía, a merced de
las corrientes marinas. Por lo demás, era dueña de sí, pero al cabo de un
tiempo uno llega a cansarse incluso de esto.
La hoja escrita,
con el último adiós del novio a su prometida, sólo duelo habría traído,
suponiendo que hubiese ido a parar a las manos a que iba destinada. Pero,
¿dónde estaban aquellas manos, tan blancas cuando, allá en el verde bosque, se
extendían sobre la jugosa hierba el día del noviazgo? ¿Dónde estaba la hija del
peletero? ¿Dónde se hallaba su tierra, y cuál sería la más próxima? La botella
lo ignoraba; seguía en su eterno vaivén, y al fin se sentía ya harta de aquella
vida; su destino era otro. Con todo, continuó su viaje, hasta que, finalmente,
fue arrojada a la costa, en un país extraño. No comprendía una palabra de lo
que las gentes hablaban; no era la lengua que oyera en otros tiempos, y uno se
siente muy desvalido cuando no entiende el idioma.
El
gollete de botella
Continuación
Alguien recogió la
botella y la examinó. Vieron que contenía un papel y lo sacaron; pero, por
muchas vueltas que le dieron nadie supo interpretar las líneas escritas. Estaba
claro que la botella había sido arrojada al mar deliberadamente, y que en la
hoja se explicaba el motivo de ello, pero nadie supo leerlo, por lo que
volvieron a introducir el pliego en el frasco, el cual fue colocado en un gran
armario de una espaciosa habitación de una casa grandiosa.
Cada vez que
llegaba un forastero sacaban la hoja, la desdoblaban y manoseaban, con lo que
el escrito, trazado a lápiz, iba borrándose progresivamente y volviéndose
ilegible; al fin nadie podía reconocer que aquello fueran letras. La botella
permaneció todavía otro año en el armario; luego la llevaron al desván, donde
se cubrió, de telarañas y de polvo. Allí recordaba ella los días felices en
que, en el bosque, contenía vino tinto, y aquellos otros en que vagaba mecida
por las olas, portadoras de un misterio, una carta, un suspiro de despedida.
En el desván pasó
veinte años, y quién sabe hasta cuándo hubiera seguido en él, de no haber sido
porque reconstruyeron la casa. Al quitar el techo salió la botella; algo
dijeron de ella los presentes, ¡pero cualquiera lo entendía! No se aprende nada
viviendo en el desván, aunque se esté en él veinte años.
«Si me hubiesen
dejado en la habitación de abajo -pensó- de seguro que habría aprendido la
lengua»,
La levantaron y
enjuagaron, y bien que lo necesitaba. Se sintió, entonces diáfana y
transparente, joven de nuevo como en días pretéritos; pero la hoja escrita que
estaba encerrada en su interior se estropeó completamente con él lavado.
Llenaron el frasco
de semillas, no sabía ella de qué clase. La taparon y envolvieron, con lo que
no vio ni un resquicio de luz, y no hablemos ya de sol y luna; «cuando se va de
viaje hay que poder ver algo», pensaba la botella. Pero no pudo ver nada,
aunque de todos modos hizo lo principal: viajar y llegar a destino. Allí la
desenvolvieron.
- ¡Menudo trabajo
se han tomado con ella en el extranjero -exclamó alguien-. Y, a pesar de todo,
seguramente se habrá rajado -. Pero no, no se había rajado. La botella
comprendía todas las palabras que se decían, pues lo hacían en la lengua que
oyera en el horno vidriero, en casa del bodeguero, en el verde bosque y luego
en el barco: la única vieja y buena lengua que ella podía comprender. Había
llegado a su tierra natal, que saludó alborozada. De puro gozo, por poco salta
de las manos que la sostenían; apenas se dio cuenta de que la descorchaban y
vaciaban. La llevaron después a la bodega, para que no estorbase, y allí se
quedó, olvidada del todo. En casa es donde se está mejor, aunque sea en la
bodega. Jamás se le ocurrió. pensar cuánto tiempo pasó en ella; llevaba ya allí
varios años, bien apoltronada, cuando un buen día bajaron unos individuos y se
llevaron todas las botellas.
El jardín ofrecía
un aspecto brillantísimo: lámparas encendidas colgaban en guirnaldas, y faroles
de papel relucían a modo de grandes tulipanes transparentes. La noche era
magnífica, y la atmósfera, quieta y diáfana; brillaban las estrellas en un
cielo de luna nueva; ésta se veía como una bola de color grisazulado ribeteada
de oro. Para quien tenía buena vista, resultaba hermosísima.
Los senderos
laterales estaban también algo iluminados, lo suficiente para no andar por
ellos a ciegas. Entre los setos habían colocado botellas, cada una con una luz,
y de su número formaba parte nuestra antigua conocida, destinada a terminar un
día en simple gollete, bebedero de pájaros. En aquel momento le parecía todo
infinitamente hermoso, pues volvía a estar en medio del verdor, tomaba parte en
la fiesta y el regocijo, oía el canto y la música, el rumor y el zumbido de
muchas voces humanas, especialmente las que llegaban de la parte del jardín
adornada con linternas de papel de colores. Cierto que ella estaba en uno de
los caminos laterales, pero justamente aquello daba oportunidad para entregarse
a los recuerdos. La botella, puesta de pie y sosteniendo la luz, prestaba una
utilidad y un placer, y así es como debe ser. En horas semejantes se olvida uno
hasta de los veinte años de reclusión en el desván.
Muy cerca de ella
pasó una pareja solitaria, cogida del brazo, -como aquellos novios del bosque,
el piloto y la hija del peletero. La botella tuvo la impresión de que revivía
la escena. Por el jardín paseaban los invitados, y también gentes del pueblo deseosas
de admirar aquella magnificencia. Entre éstas paseaba una vieja solterona que
había visto morir a todos sus familiares, aunque no le faltaban amigos. Por su
cabeza pasaban los mismos pensamientos que por la mente de la botella: pensaba
en el verde bosque y en una joven pareja de enamorados; de todo había gozado,
puesto que la novia era ella misma. Había sido la hora más feliz de su vida,
hora que no se olvida ya nunca, ni cuando se llega a ser una vieja solterona.
Pero ni ella reconoció la botella ni ésta a la ex-prometida, y así es como
andamos todos por el mundo, pasando unos al lado de otros, hasta que volvemos a
encontrarnos; eso les ocurrió a ellas, que vinieron a encontrarse en la misma
ciudad.
La botella salió
del jardín para volver a la tienda del cosechero, donde otra vez la llenaron de
vino para el aeronauta que el próximo domingo debía elevarse en globo. Un
enorme hormiguero de personas se apretujaban para asistir al espectáculo.
Resonó la música de la banda militar y se efectuaron múltiples preparativos; la
botella lo vio todo desde una cesta donde se hallaba junto con un conejo vivo,
aunque medio muerto de miedo, porque sabía que se lo llevaban a las alturas con
el exclusivo objeto de soltarlo en paracaídas. La botella no sabía de subidas ni
de bajadas; vio cómo el globo iba hinchándose gradualmente, y cuando ya alcanzó
el máximo de volumen, comenzó a levantarse y a dar muestras de inquietud. De
pronto, cortaron las amarras que lo sujetaban, y el aeróstato se elevó en el
aire con el aeronauta, el cesto, la botella y el conejo. La música rompió a
tocar, y todos los espectadores gritaron «¡hurra!».
«¡Es gracioso esto
de volar por los aires! -pensó la botella es otra forma de navegar. No hay
peligro de choques aquí arriba».
Muchos millares de
personas seguían la aeronave con la mirada, entre ellas, la vieja solterona,
desde la abierta ventana de su buhardilla, de cuya pared colgaba la jaula con
el pardillo, que no tenía aún bebedero y debía contentarse con una diminuta
escudilla de madera. En la misma ventana había un tiesto con un arrayán, que
habían apartado algo para que no cayera a la calle cuando la mujer se asomaba.
Esta distinguía perfectamente al aeronauta en su globo, y pudo ver cómo soltaba
el conejo con el paracaídas y luego arrojaba la botella proyectándola hacia lo
alto. La vieja solterona poco sospechaba que la había visto volar ya otra vez,
aquel día feliz en el bosque, cuando era ella aún muy jovencita.
A la botella no le
dio tiempo de pensar; ¡fue tan inopinado aquello de encontrarse de repente en
el punto crucial de su existencia! Al fondo se vislumbraban campanarios y
tejados, y las personas no eran mayores que hormigas.
Luego se precipitó,
a una velocidad muy distinta de la del conejo. Volteaba en el aire, sintiéndose
joven y retozona - estaba aún llena de vino hasta la mitad -, aunque por muy
poco tiempo. ¡Qué viaje! El sol le comunicaba su brillo, toda la gente seguía
con la vista su vuelo; el globo había desaparecido ya, y pronto desapareció
también la botella. Fue a caer sobre uno de los tejados, haciéndose mil
pedazos; pero los cascos llevaban tal impulso, que no se quedaron en el lugar
de la caída, sino que siguieron saltando y rodando hasta dar en el patio, donde
acabaron de desmenuzarse y desparramarse por el suelo. Sólo el gollete quedó
entero, cortado en redondo, como con un diamante.
- Podría servir de
bebedero para un pájaro -dijo el hombre que habitaba en el sótano; pero él no
tenía pájaro ni jaula, y tampoco era cosa de comprarse uno y otra sólo por el
mero hecho de tener un cuello de botella apropiado para bebedero. La vieja
solterona de la buhardilla le encontraría aplicación, y he aquí cómo el gollete
fue a parar arriba, donde le pusieron un tapón de corcho, y la parte que antes
miraba al cielo fue ahora colocada hacia abajo. ¡Cambios bien frecuentes en la
vida! Lo llenaron de agua fresca y lo colgaron de la reja de la jaula, por el
exterior; y la avecilla se puso a cantar con tanto brío y regocijo, que sus
trinos resonaban a gran distancia.
- ¡Ay, bien puedes
tú cantar! -fue lo que dijo el gollete de la botella, el cual no dejaba de ser
una notabilidad, ya que había estado en el globo. Era todo lo que se sabía de
su historia. Colgado ahora en calidad de bebedero, oía los rumores y los gritos
de los transeúntes y las conversaciones de la vieja solterona en su cuartucho.
Es el caso que acababa de llegar una visita, una amiga de su edad, y ambas se
pusieron a charlar - no del gollete de la botella, sino del mirto de la
ventana.
- No te gastes dos
escudos por la corona de novia de tu hija -decía la solterona-; yo te daré una
que he conservado, con flores magníficas. ¿Ves aquel arbolillo de la ventana?
Es un esqueje del arrayán que me regalaste el día en que me prometí, para que
al cabo de un año me tejiera la corona de novia; pero ese día jamás llegó.
Cerráronse los ojos destinados a iluminar mis gozos y mi dicha en esta vida.
Reposa ahora dulcemente en el fondo del mar, pobre alma mía. El arbolillo se
convirtió en un árbol viejo, pero yo envejecí más aún, y cuando aquél se marchitó,
corté la última de sus ramas verdes y la planté, y aquella ramita se ha vuelto
este arbolillo, que, al fin, será un adorno de novia, la corona de tu hija.
Mientras
pronunciaba estas palabras, gruesas lágrimas resbalaban por las mejillas de la
vieja solterona; hablaba del amigo de su juventud, de su noviazgo en el bosque.
Pensaba en el momento en que todos habían brindado por los prometidos, pensaba
en el primer beso - pero todo esto se lo callaba; ahora no era sino una vieja
solterona. ¡En tantas cosas pensó! -, pero ni por un momento le vino a la
imaginación que en la ventana había un recuerdo de aquellos días venturosos, el
gollete de la botella que había dicho «¡plump!» al saltar el tapón con un
estampido. Por su parte, él no la reconoció tampoco, pues aunque hubiera podido
seguir perfectamente la narración, no lo hizo. ¿Para qué? Estaba sumido en sus
propios pensamientos.
El último
día
De todos los días
de nuestra vida, el más santo es aquel en que morimos; es el último día, el
grande y sagrado día de nuestra transformación. ¿Te has detenido alguna vez a
pensar seriamente en esa hora suprema, la última de tu existencia terrena?
Hubo una vez un
hombre, un creyente a machamartillo, según decían, un campeón de la divina
palabra, que era para él ley, un celoso servidor de un Dios celoso. He aquí que
la Muerte llegó a la vera de su lecho, la Muerte, con su cara severa de
ultratumba.
- Ha sonado tu
hora, debes seguirme -le dijo, tocándole los pies con su dedo gélido; y sus
pies quedaron rígidos. Luego la Muerte le tocó la frente y el corazón, que cesó
de latir, y el alma salió en pos del ángel exterminador.
Pero en los breves
segundos que transcurrieron entre el momento en que sintió el contacto de la
Muerte en el pie y en la frente y el corazón, desfiló por la mente del
moribundo, como una enorme oleada negra, todo lo que la vida le había aportado
e inspirado. Con una mirada recorrió el vertiginoso abismo y con un pensamiento
instantáneo abarcó todo el camino inconmensurable. Así, en un instante, vio en
una ojeada de conjunto, la miríada incontable de estrellas, cuerpos celestes y
mundos que flotan en el espacio infinito.
En un momento así,
el terror sobrecoge al pecador empedernido que no tiene nada a que agarrarse;
tiene la impresión de que se hunde en el vacío insondable. El hombre piadoso,
en cambio, descansa tranquilamente su cabeza en Dios y se le entrega como un
niño:
- ¡Hágase en mí Tu
voluntad!
Pero aquel
moribundo no se sentía como un niño; se daba cuenta de que era un hombre. No
temblaba como el pecador, pues se sabía creyente. Se había mantenido aferrado a
las formas de la religión con toda rigidez; eran millones, lo sabía, los
destinados a seguir por el ancho camino de la condenación; con el hierro y el
fuego habría podido destruir aquí sus cuerpos, como serían destrozadas sus
almas y seguirían siéndolo por una eternidad. Pero su camino iba directo al
cielo, donde la gracia le abría las puertas, la gracia prometedora.
Y el alma siguió al
ángel de la muerte, después de mirar por última vez al lecho donde yacía la
imagen del polvo envuelta en la mortaja, una copia extraña del propio yo. Y
volando llegaron a lo que parecía un enorme vestíbulo, a pesar de que estaba en
un bosque; la Naturaleza aparecía recortada, distendida, desatada y dispuesta
en hileras, arreglada artificiosamente como los antiguos jardines franceses; se
celebraba una especie de baile de disfraces.
- ¡Ahí tienes la
vida humana! -dijo el ángel de la muerte.
Todos los
personajes iban más o menos disfrazados; no todos los que vestían de seda y oro
eran los más nobles y poderosos, ni todos los que se cubrían con el ropaje de
la pobreza eran los más bajos e insignificantes. Era una mascarada asombrosa, y
lo más sorprendente de ella era que todos se esforzaban cuidadosamente en ocultar
algo debajo de sus vestidos; pero uno tiraba del otro para dejar aquello a la
vista, y entonces asomaba una cabeza de animal: en uno, la de un mono, con su
risa sardónica; en otro, la de un feo chivo, de una viscosa serpiente o de un
macilento pez.
Era la bestia que
todos llevamos dentro, la que arraiga en el hombre; y pegaba saltos, queriendo
avanzar, y cada uno la sujetaba, con sus ropas, mientras los demás la
apartaban, diciendo: «¡Mira! ¡Ahí está, ahí está!», y cada uno ponía al
descubierto la miseria del otro.
- ¿Qué animal vivía
en mí? -preguntó el alma errante; y el ángel de la muerte le señaló una figura
orgullosa. Alrededor de su cabeza brillaba una aureola de brillantes colores,
pero en el corazón del hombre se ocultaban los pies del animal, pies de pavo
real; la aureola no era sino la cola abigarrada del ave.
Cuando prosiguieron
su camino, otras grandes aves gritaron perversamente desde las ramas de los
árboles, con voces humanas muy inteligibles:
- Peregrino de la
muerte, ¿no te acuerdas de mí?
Eran los malos
pensamientos y las concupiscencias de los días de su vida, que gritaban: «¿No
te acuerdas de mí?».
Por un momento se
espantó el alma, pues reconoció las voces, los malos pensamientos y deseos que
se presentaban como testigos de cargo.
- ¡Nada bueno vive
en nuestra carne, en nuestra naturaleza perversa! -exclamó el alma-. Pero mis
pensamientos no se convirtieron en actos, el mundo no vio sus malos frutos -. Y
apresuró el paso, para escapar de aquel horrible griterío; mas los grandes
pajarracos negros la perseguían, describiendo círculos a su alrededor, gritando
con todas sus fuerzas, como para que el mundo entero los oyese. El alma se puso
a brincar como una corza acosada, y a cada salto ponía el pie sobre agudas
piedras, que le abrían dolorosas heridas. - ¿De dónde vienen estas piedras
cortantes? Yacen en el suelo como hojas marchitas.
- Cada una de ellas
es una palabra imprudente que se escapó de tus labios, y que hirió a tu prójimo
mucho más dolorosamente de como ahora las piedras te lastiman los pies.
- ¡Nunca pensé en
ello! -dijo el alma.
- No juzguéis si no
queréis ser juzgados -resonó en el aire.
- ¡Todos hemos
pecado! -dijo el alma, volviendo a levantarse-. Yo he observado fielmente la
Ley y el Evangelio; hice lo que pude, no soy como los demás.
Así llegaron a la
puerta del cielo, y el ángel guardián de la entrada preguntó:
- ¿Quién eres? Dime
cuál es tu fe y pruébamela con tus acciones.
- He guardado
rigurosamente los mandamientos. Me he humillado a los ojos del mundo, he odiado
y perseguido la maldad y a los malos, a los que siguen por el ancho camino de
la perdición, y seguiré haciéndolo a sangre y fuego, si puedo.
- ¿Eres entonces un
adepto de Mahoma? -preguntó el ángel.
- ¿Yo? ¡Jamás!
- Quien empuñe la
espada morirá por la espada, ha dicho el Hijo. Tú no tienes su fe. ¿Eres acaso
un hijo de Israel, de los que dicen con Moisés: «Ojo por ojo, diente por
diente»; un hijo de Israel, cuyo Dios vengativo es sólo dios de tu pueblo?
- ¡Soy cristiano!
- No te reconozco
ni en tu fe ni en tus hechos. La doctrina de Cristo es toda ella
reconciliación, amor y gracia.
- ¡Gracia! -resonó
en los etéreos espacios; la puerta del cielo se abrió, y el alma se precipitó
hacia la incomparable magnificencia.
Pero la luz que de
ella irradiaba eran tan cegadora, tan penetrante, que el alma hubo de
retroceder como ante una espada desnuda; y las melodías sonaban dulces y
conmovedoras, como ninguna lengua humana podría expresar. El alma, temblorosa,
se inclinó más y más, mientras penetraba en ella la celeste claridad; y
entonces sintió lo que nunca antes había sentido: el peso de su orgullo, de su
dureza y su pecado. Se hizo la luz en su pecho.
- Lo que de bueno
hice en el mundo, lo hice porque no supe hacerlo de otro modo; pero lo malo...
¡eso sí que fue cosa mía!
Y el alma se sintió
deslumbrada por la purísima luz celestial y desplomóse desmayada, envuelta en
sí misma, postrada, inmadura para el reino de los cielos, y, pensando en la
severidad y la justicia de Dios, no se atrevió a pronunciar la palabra
«gracia».
Y, no obstante,
vino la gracia, la gracia inesperada.
El cielo divino
estaba en el espacio inmenso, el amor de Dios se derramaba, se vertía en él en
plenitud inagotable.
- ¡Santa, gloriosa,
dulce y eterna seas, oh, alma humana! -cantaron los ángeles.
Todos, todos
retrocederemos asustados como aquella alma el día postrero de nuestra vida
terrena, ante la grandiosidad y la gloria del reino de los cielos. Nos
inclinaremos profundamente y nos postraremos humildes, y, no obstante, nos
sostendrá Su Amor y Su Gracia, y volaremos por nuevos caminos, purificados,
ennoblecidos y mejores, acercándonos cada vez más a la magnificencia de la luz,
y, fortalecidos por ella, podremos entrar en la eterna claridad.
Dentro de
mil años
(escrito
en 1853)
Sí, dentro de mil años
la gente cruzará el océano, volando por los aires, en alas del vapor. Los
jóvenes colonizadores de América acudirán a visitar la vieja Europa. Vendrán a
ver nuestros monumentos y nuestras decaídas ciudades, del mismo modo que
nosotros peregrinamos ahora para visitar las decaídas magnificencias del Asia
Meridional. Dentro de mil años, vendrán ellos.
El Támesis, el
Danubio, el Rin, seguirán fluyendo aún; el Montblanc continuará enhiesto con
su nevada cumbre, la auroras boreales proyectarán sus brillantes resplandores
sobre las tierras del Norte; pero una generación tras otra se ha convertido en
polvo, series enteras de momentáneas grandezas han caído en el olvido, como
aquellas que hoy dormitan bajo el túmulo donde el rico harinero, en cuya
propiedad se alza, se mandó instalar un banco para contemplar desde allí el
ondeante campo de mieses que se extiende a sus pies.
- ¡A Europa!
-exclamarán las jóvenes generaciones americanas-. ¡A la tierra de nuestros
abuelos, la tierra santa de nuestros recuerdos y nuestras fantasías! ¡A Europa!
Llega la aeronave,
llena de viajeros, pues la travesía es más rápida que por el mar; el cable
electromagnético que descansa en el fondo del océano ha telegrafiado ya dando
cuenta del número de los que forman la caravana aérea. Ya se avista Europa, es
la costa de Irlanda la que se vislumbra, pero los pasajeros duermen todavía;
han avisado que no se les despierte hasta que estén sobre Inglaterra. Allí
pisarán el suelo de Europa, en la tierra de Shakespeare, como la llaman los hombres
de letras; en la tierra de la política y de las máquinas, como la llaman otros.
La visita durará un día: es el tiempo que la apresurada generación concede a la
gran Inglaterra y a Escocia.
El viaje prosigue
por el túnel del canal hacia Francia, el país de Carlomagno y de Napoleón. Se
cita a Molière, los eruditos hablan de una escuela clásica y otra romántica,
que florecieron en tiempos remotos, y se encomia a héroes, vates y sabios que
nuestra época desconoce, pero que más tarde nacieron sobre este cráter de
Europa que es París.
La aeronave vuela
por sobre la tierra de la que salió Colón, la cuna de Cortés, el escenario
donde Calderón cantó sus dramas en versos armoniosos; hermosas mujeres de
negros ojos viven aún en los valles floridos, y en estrofas antiquísimas se
recuerda al Cid y la Alhambra.
Surcando el aire,
sobre el mar, sigue el vuelo hacia Italia, asiento de la vieja y eterna Roma.
Hoy está decaída, la Campagna es un desierto; de la iglesia de San Pedro sólo
queda un muro solitario, y aun se abrigan dudas sobre su autenticidad.
Y luego a Grecia,
para dormir una noche en el lujoso hotel edificado en la cumbre del Olimpo;
poder decir que se ha estado allí, viste mucho. El viaje prosigue por el
Bósforo, con objeto de descansar unas horas y visitar el sitio donde antaño se
alzó Bizancio. Pobres pescadores lanzan sus redes allí donde la leyenda cuenta
que estuvo el jardín del harén en tiempos de los turcos.
Continúa el
itinerario aéreo, volando sobre las ruinas de grandes ciudades que se
levantaron a orillas del caudaloso Danubio, ciudades que nuestra época no
conoce aún; pero aquí y allá - sobre lugares ricos en recuerdos que algún día
saldrán del seno del tiempo - se posa la caravana para reemprender muy pronto
el vuelo.
Al fondo se
despliega Alemania - otrora cruzada por una densísima red de ferrocarriles y
canales - el país donde predicó Lutero, cantó Goethe y Mozart empuñó el cetro
musical de su tiempo. Nombres ilustres brillaron en las ciencias y en las
artes, nombres que ignoramos. Un día de estancia en Alemania y otro para el
Norte, para la patria de Örsted y Linneo, y para Noruega, la tierra de los
antiguos héroes y de los hombres eternamente jóvenes del Septentrión. Islandia
queda en el itinerario de regreso; el géiser ya no bulle, y el Hecla está
extinguido, pero como la losa eterna de la leyenda, la prepotente isla rocosa
sigue incólume en el mar bravío.
- Hay mucho que ver
en Europa -dice el joven americano- y lo hemos visto en ocho días. Se puede
hacer muy bien, como el gran viajero - aquí se cita un nombre conocido en aquel
tiempo - ha demostrado en su famosa obra: Cómo visitar Europa en ocho días.
Bajo el
sauce
La comarca de Kjöge
es ácida y pelada; la ciudad está a orillas del mar, y esto es siempre una
ventaja, pero es innegable que podría ser más hermosa de lo que es en realidad;
todo alrededor son campos lisos, y el bosque queda a mucha distancia. Sin
embargo, cuando nos encontramos a gusto en un lugar, siempre descubrimos algo
de bello en él, y más tarde lo echaremos de menos, aunque nos hallemos en el
sitio más hermoso del mundo. Y forzoso es admitir que en verano tienen su
belleza los arrabales de Kjöge, con sus pobres jardincitos extendidos hasta el
arroyo que allí se vierte en el mar; y así lo creían en particular Knud y
Juana, hijos de dos familias vecinas, que jugaban juntos y se reunían
atravesando a rastras los groselleros. En uno de los jardines crecía un saúco,
en el otro un viejo sauce, y debajo de éste gustaban de jugar sobre todo los
niños; y se les permitía hacerlo, a pesar de que el árbol estaba muy cerca del
río, y los chiquillos corrían peligro de caer en él. Pero el ojo de Dios vela
sobre los pequeñuelos - de no ser así, ¡mal irían las cosas! -. Por otra parte,
los dos eran muy prudentes; el niño tenía tanto miedo al agua, que en verano no
había modo de llevarlo a la playa, donde tan a gusto chapoteaban los otros
rapaces de su edad; eso lo hacía objeto de la burla general, y él tenía que
aguantarla.
Un día la hijita
del vecino, Juana, soñó que navegaba en un bote de vela en la Bahía de Kjöge, y
que Knud se dirigía hacia ella vadeando, hasta que el agua le llegó al cuello y
después lo cubrió por entero. Desde el momento en que Knud se enteró de aquel
sueño, ya no soportó que lo tachasen de miedoso, aduciendo como prueba al sueño
de Juana. Éste era su orgullo, mas no por eso se acercaba al mar.
Los pobres padres
se reunían con frecuencia, y Knud y Juana jugaban en los jardines y en el
camino plantado de sauces que discurría a lo largo de los fosos. Bonitos no
eran aquellos árboles, pues tenían las copas como podadas, pero no los habían
plantado para adorno, sino para utilidad; más hermoso era el viejo sauce del
jardín a cuyo pie, según ya hemos dicho, jugaban a menudo los dos amiguitos. En
la ciudad de Kjöge hay una gran plaza-mercado, en la que, durante la feria
anual, se instalan verdaderas calles de puestos que venden cintas de seda,
calzados y todas las cosas imaginables. Había entonces un gran gentío, y
generalmente llovía; además, apestaba a sudor de las chaquetas de los
campesinos, aunque olía también a exquisito alajú, del que había toda una
tienda abarrotada; pero lo mejor de todo era que el hombre que lo vendía se
alojaba, durante la feria, en casa de los padres de Knud, y, naturalmente, lo
obsequiaba con un pequeño pan de especias, del que participaba también Juana.
Pero había algo que casi era más hermoso todavía: el comerciante sabía contar
historias de casi todas las cosas, incluso de sus turrones, y una velada
explicó una que produjo tal impresión en los niños, que jamás pudieron
olvidarla;
por eso será
conveniente que la oigamos también nosotros, tanto más, cuanto que es muy
breve.
- Sobre el
mostrador - empezó el hombre - había dos moldes de alajú, uno en figura de un
hombre con sombrero, y el otro en forma de mujer sin sombrero, pero con una
mancha de oropel en la cabeza; tenían la cara de lado, vuelta hacia arriba, y
había que mirarlos desde aquel ángulo y no del revés, pues jamás hay que mirar
así a una persona. El hombre llevaba en el costado izquierdo una almendra
amarga, que era el corazón, mientras la mujer era dulce toda ella. Estaban para
muestra en el mostrador, y llevaban ya mucho tiempo allí, por lo que se
enamoraron; pero ninguno lo dijo al otro, y, sin embargo, preciso es que
alguien lo diga, si ha de salir algo de tal situación.
«Es hombre, y por
tanto, tiene que ser el primero en hablar», pensaba ella; no obstante, se
habría dado por satisfecha con saber que su amor era correspondido.
Los pensamientos de
él eran mucho más ambiciosos, como siempre son los hombres; soñaba que era un
golfo callejero y que tenía cuatro chelines, con los cuales se compraba la
mujer y se la comía.
Así continuaron por
espacio de días y semanas en el mostrador, y cada día estaban más secos; y los
pensamientos de ella eran cada vez más tiernos y femeninos: «Me doy por
contenta con haber estado sobre la mesa con él», pensó, y se rompió por la
mitad.
«Si hubiese
conocido mi amor, de seguro que habría resistido un poco más», pensó él.
- Y ésta es la
historia y aquí están los dos - dijo el turronero. - Son notables por su vida y
por su silencioso amor, que nunca conduce a nada. ¡Vedlos ahí! - y dio a Juana
el hombre, sano y entero, y a Knud, la mujer rota; pero a los niños les había
emocionado tanto el cuento, que no tuvieron ánimos para comerse la enamorada
pareja.
Al día siguiente se
dirigieron, con las dos figuras, al cementerio, y se detuvieron junto al muro
de la iglesia, cubierto, tanto en verano como en invierno, de un rico tapiz de
hiedra; pusieron al sol los pasteles, entre los verdes zarcillos, y contaron a
un grupo de otros niños la historia de su amor, mudo e inútil, y todos la
encontraron maravillosa; y cuando volvieron a mirar a la pareja de alajú, un
muchacho grandote se había comido ya la mujer despedazada, y esto, por pura
maldad. Los niños se echaron a llorar, y luego - y es de suponer que lo
hicieron para que el pobre hombre no quedase solo en el mundo - se lo comieron
también; pero en cuanto a la historia, no la olvidaron nunca.
Los dos chiquillos
seguían reuniéndose bajo el sauce o junto al saúco, y la niña cantaba canciones
bellísimas con su voz argentina. A Knud, en cambio, se le pegaban las notas a
la garganta, pero al menos se sabía la letra, y más vale esto que nada. La
gente de Kjöge, y entre ella la señora de la quincallería, se detenían a
escuchar a Juana. - ¡Qué voz más dulce! - decían.
Aquellos días
fueron tan felices, que no podían durar siempre. Las dos familias vecinas se
separaron; la madre de la niña había muerto, el padre deseaba ir a Copenhague,
para volver a casarse y buscar trabajo; quería establecerse de mandadero, que
es un oficio muy lucrativo. Los vecinos se despidieron con lágrimas, y sobre
todo lloraron los niños; los padres se prometieron mutuamente escribirse por lo
menos una vez al año.
Y Knud entró de
aprendiz de zapatero; era ya mayorcito y no se le podía dejar ocioso por más
tiempo. Entonces recibió la confirmación.
¡Ah, qué no hubiera
dado por estar en Copenhague aquel día solemne, y ver a Juanita! Pero no pudo
ir, ni había estado nunca, a pesar de que no distaba más de cinco millas de
Kjöge. Sin embargo, a través de la bahía, y con tiempo despejado, Knud había
visto sus torres, y el día de la confirmación distinguió claramente la
brillante cruz dorada de la iglesia de Nuestra Señora.
¡Oh, cómo se acordó
de Juana! Y ella, ¿se acordaría de él? Sí, se acordaba.
Hacia Navidad llegó
una carta de su padre para los de Knud. Las cosas les iban muy bien en
Copenhague, y Juana, gracias a su hermosa voz, iba a tener una gran suerte;
había ingresado en el teatro lírico; ya ganaba algún dinerillo, y enviaba un
escudo a sus queridos vecinos de Kjöge para que celebrasen unas alegres
Navidades. Quería que bebiesen a su salud, y la niña había añadido de su puño y
letra estas palabras: «¡Afectuosos saludos a Knud!».
Todos derramaron
lágrimas, a pesar de que las noticias eran muy agradables; pero también se
llora de alegría. Día tras día Juana había ocupado el pensamiento de Knud, y
ahora vio el muchacho que también ella se acordaba de él, y cuanto más se acercaba
el tiempo en que ascendería a oficial zapatero, más claramente se daba cuenta
de que estaba enamorado de Juana y de que ésta debía ser su mujer; y siempre
que le venía esta idea se dibujaba una sonrisa en sus labios y tiraba con mayor
fuerza del hilo, mientras tesaba el tirapié; a veces se clavaba la lezna en un
dedo, pero ¡qué importa! Desde luego que no sería mudo, como los dos moldes de
alajú; la historia había sido una buena lección.
Y ascendió a
oficial. Colgóse la mochila al hombro, y por primera vez en su vida se dispuso
a trasladarse a Copenhague; ya había encontrado allí un maestro. ¡Qué
sorprendida quedaría Juana, y qué contenta! Contaba ahora 16 años, y él, 19.
Ya en Kjöge, se le
ocurrió comprarle un anillo de oro, pero luego pensó que seguramente los
encontraría mucho más hermosos en Copenhague. Se despidió de sus padres, y un
día lluvioso de otoño emprendió el camino de la capital; las hojas caían de los
árboles, y calado hasta los huesos llegó a la gran Copenhague y a la casa de su
nuevo patrón.
El primer domingo
se dispuso a visitar al padre de Juana. Sacó del baúl su vestido de oficial y
el nuevo sombrero que se trajera de Kjöge y que tan bien le sentaba; antes
había usado siempre gorra. Encontró la casa que buscaba, y subió los muchos peldaños
que conducían al piso. ¡Era para dar vértigo la manera cómo la gente se apilaba
en aquella enmarañada ciudad!
La vivienda
respiraba bienestar, y el padre de Juana lo recibió muy afablemente. A su
esposa no la conocía, pero ella le alargó la mano y lo invitó a tomar café.
- Juana estará
contenta de verte - dijo el padre -. Te has vuelto un buen mozo. Ya la verás;
es una muchacha que me da muchas alegrías y, Dios mediante, me dará más aún.
Tiene su propia habitación, y nos paga por ella -. Y el hombre llamó
delicadamente a la puerta, como si fuese un forastero, y entraron - ¡qué
hermoso era allí! -. Seguramente en todo Kjöge no había un aposento semejante:
ni la propia Reina lo tendría mejor. Había alfombras; en las ventanas, cortinas
que llegaban hasta el suelo, un sillón de terciopelo auténtico y en derredor
flores y cuadros, además de un espejo en el que uno casi podía meterse, pues
era grande como una puerta. Knud lo abarcó todo de une ojeada, y, sin embargo,
sólo veía a Juana; era una moza ya crecida, muy distinta de como la imaginara,
sólo que mucho más hermosa; en toda Kjöge no se encontraría otra como ella;
¡qué fina y delicada! La primera mirada que dirigió a Knud fue la de una
extraña, pero duró sólo un instante; luego se precipitó hacia él como si
quisiera besarle. No lo hizo, pero poco le faltó. Sí, estaba muy contenta de
volver a ver al amigo de su niñez. ¿No brillaban lágrimas en sus ojos? Y
después empezó a preguntar y a contar, pasando desde los padres de Knud hasta
el saúco y el sauce; madre saúco y padre sauce, como los llamaba, cual si
fuesen personas; pero bien podían pasar por tales, si lo habían sido los
pasteles de alajú. De éstos habló también y de su mudo amor, cuando estaban en
el mostrador y se partieron... y la muchacha se reía con toda el alma, mientras
la sangre afluía a las mejillas de Knud, y su corazón palpitaba con violencia
desusada. No, no se había vuelto orgullosa. Y ella fue también la causante -
bien se fijó Knud - de que sus padres lo invitasen a pasar la velada con ellos.
Sirvió el té y le ofreció con su propia mano una taza luego cogió un libro y se
puso a leer en alta voz, y al muchacho le pareció que lo que leía trataba de su
amor, hasta tal punto concordaba con sus pensamientos. Luego cantó una sencilla
canción, pero cantada por ella se convirtió en toda una historia; era como si
su corazón se desbordase en ella. Sí, indudablemente quería a Knud. Las
lágrimas rodaron por las mejillas del muchacho sin poder él impedirlo, y no
pudo sacar una sola palabra de su boca; se acusaba de tonto a sí mismo, pero
ella le estrechó la mano y le dijo:
- Tienes un buen
corazón, Knud. Sé siempre como ahora.
Fue una velada
inolvidable. Son ocasiones después de las cuales no es posible dormir, y Knud
se pasó la noche despierto.
Bajo el
sauce
Continuación
Al despedirlo el
padre de Juana le había dicho:
- Ahora no nos
olvidarás. Espero que no pasará el invierno sin que vuelvas a visitarnos -. Por
ello, bien podía repetir la visita el próximo domingo; y tal fue su intención.
Pero cada velada, terminado el trabajo - y eso que trabajaba hasta entrada la
noche -, Knud salía y se iba hasta la calle donde vivía Juana; levantaba los
ojos a su ventana, casi siempre iluminada, y una noche vio incluso la sombra de
su rostro en la cortina - fue una noche maravillosa -. A la señora del zapatero
no le parecían bien tantas salidas vespertinas, y meneaba la cabeza
dubitativamente; pero el patrón se sonreía:
- ¡Es joven! -
decía.
«El domingo nos
veremos, y le diré que es la reina de todos mis pensamientos y que ha de ser mi
esposa. Sólo soy un pobre oficial zapatero, pero puedo llegar a maestro;
trabajaré y me esforzaré (sí, se lo voy a decir). A nada conduce el amor mudo,
lo sé por aquellos alajús».
Y llegó el domingo,
y Knud se fue a casa de Juana. Pero, ¡qué pena! Estaban invitados a otra casa,
y tuvieron que decirlo al mozo. Juana le estrechó la mano y le preguntó:
- ¿Has estado en el
teatro? Pues tienes que ir. Yo canto el miércoles, y, si tienes tiempo, te
enviaré una entrada. Mi padre sabe la dirección de tu amo.
¡Qué atención más
cariñosa de su parte! Y el miércoles llegó, efectivamente, un sobre cerrado que
contenía la entrada, pero sin ninguna palabra, y aquella noche Knud fue por
primera vez en su vida al teatro. ¿Qué vio? Pues sí, vio a Juana, tan hermosa y
encantadora; cierto que estaba casada con un desconocido, pero aquello era
comedia, una cosa imaginaria, bien lo sabía Knud; de otro modo, ella no habría
osado enviarle la entrada para que lo viera. Al terminar, todo el público
aplaudió y gritó «¡hurra!», y Knud también.
Hasta el Rey sonrió
a Juana, como si hubiese sentido mucho placer en verla actuar. ¡Dios mío, qué
pequeño se sentía Knud! Pero la quería con toda su alma, y ella lo quería
también; pero es el hombre quien debe pronunciar la primera palabra, así lo
pensaba también la figura del cuento. ¡Tenía mucha enjundia aquella historia!
No bien llegó el
domingo, Knud se encaminó nuevamente a casa de Juana. Su estado de espíritu era
serio y solemne, como si fuera a recibir la Comunión. La joven estaba sola y lo
recibió; la ocasión no podía ser más propicia.
- Has hecho muy
bien en venir - le dijo -. Estuve a punto de enviarte un recado por mi padre,
pero presentí que volverías esta noche. Debo decirte que el viernes me marcho a
Francia; tengo que hacerlo, si quiero llegar a ser algo.
Knud sintió como si
el cuarto diera vueltas a su alrededor, y le pareció que su corazón iba a
estallar. No asomó ni una lágrima a sus ojos, pero su desolación no era menos
visible.
- Mi bueno y fiel
amigo... - dijo ella, y sus palabras desataron la lengua del muchacho. Le dijo
cómo la quería y cómo deseaba que fuese su esposa. Y al pronunciar estas
palabras, vio que Juana palidecía y, soltándole la mano, le dijo con acento
grave y afligido:
- ¡No quieras que
los dos seamos desgraciados, Knud! Yo seré siempre una buena hermana para ti,
siempre podrás contar conmigo, pero nada más - y le pasó la mano suave por la
ardorosa frente -. Dios nos da la fuerza necesaria, con tal que nosotros lo
queramos.
En aquel momento la
madrastra entró en el aposento.
- Knud está
desolado porque me marcho - dijo Juana ¡Vamos, sé un hombre! - y le dio un
golpe en el hombro; era como si no hubiesen hablado más que del viaje. -
¡Chiquillo! - añadió -. Vas a ser bueno y razonable, como cuando de niños
jugábamos debajo del sauce.
Parecióle a Knud
que el mundo se había salido de quicio; sus ideas eran como una hebra suelta
flotando a merced del viento. Quedóse sin saber si lo habían invitado o no,
pero todos se mostraron afables y bondadosos; Juana le sirvió té y cantó. No
era ya aquella voz de antes, y, no obstante, sonaba tan maravillosamente, que
el corazón del muchacho estaba a punto de estallar. Y así se despidieron. Knud
no le alargó la mano, pero ella se la cogió, diciendo:
- ¡Estrecha la mano
de tu hermana para despedirte, mi viejo hermano de juego! - y se sonreía entre
las lágrimas que le rodaban por las mejillas; y volvió a llamarlo hermano.
¡Valiente consuelo! Tal fue la despedida.
Se fue ella a
Francia, y Knud siguió vagando por las sucias calles de Copenhague. Los
compañeros del taller le preguntaron por qué estaba siempre tan caviloso, y lo
invitaron a ir con ellos a divertirse; por algo era joven.
Y fue con ellos al
baile, donde había muchas chicas bonitas, aunque ninguna como Juana. Allí,
donde había esperado olvidarse de ella, la tenía más que nunca presente en sus
pensamientos. «Dios nos da la fuerza necesaria, con tal que nosotros lo
queramos», le había dicho ella; una oración acudió a su mente y juntó las
manos... los violines empezaron a tocar, y las muchachas a bailar en corro.
Knud se asustó; le pareció que no era aquél un lugar adecuado para Juana, pues
la llevaba siempre en su corazón; salió, pues, del baile y, corriendo por las
calles, pasó frente a la casa donde ella habla vivido. Estaba oscura; todo
estaba oscuro, desierto y solitario. El mundo siguió su camino, y Knud el suyo.
Llegó el invierno,
y se helaron las aguas; parecía como si todo se preparase para la tumba.
Pero al venir la
primavera y hacerse a la mar el primer vapor, entróle a Knud un gran deseo de
marcharse lejos, muy lejos a correr mundo, aunque no de ir a Francia.
Cerró la mochila y
se fue a Alemania, peregrinando de una población a otra, sin pararse en
ninguna, hasta que, al llegar a la antigua y bella ciudad de Nuremberg, le
pareció que volvía a ser señor de sus piernas y que podía quedarse allí.
Nuremberg es una
antigua y maravillosa ciudad, que parece recortada de una vieja crónica
ilustrada. Las calles discurren sin orden ni concierto; las casas no gustan de
estar alineadas; miradores con torrecillas, volutas y estatuas resaltan por
encima de las aceras, y en lo alto de los tejados, asombrosamente puntiagudos,
corren canalones que desembocan sobre el centro de la calle, adoptando formas
de dragones y perros de alargados cuerpos.
Knud llegó a la
plaza del mercado, con la mochila a la espalda, y se detuvo junto a una antigua
fuente, en la que unas soberbias figuras de bronce, representativas de
personajes bíblicos e históricos, se levantan entre los chorros de agua que
brotan del surtidor. Una hermosa muchacha que estaba sacando agua dio de beber
a Knud, y como llevara un puñado de rosas, le ofreció también una, y esto lo
tomó el muchacho como un buen agüero.
Desde la cercana
iglesia le llegaban sones de órgano, tan familiares como si fueran los de la
iglesia de Kjöge, y el mozo entró en la vasta catedral. El sol, a través de los
cristales policromados, brillaba por entre las altas y esbeltas columnas. Un
gran fervor llenó sus pensamientos, y sintió en el alma una íntima paz.
Buscó y encontró en
Nuremberg un buen maestro; quedóse en su casa y aprendió la lengua.
Los antiguos fosos
que rodean la ciudad han sido convertidos en huertecitos, pero las altas
murallas continúan en pie, con sus pesadas torres. El cordelero trenza sus
cuerdas en el corredor construido de vigas que, a la largo del muro, conduce a
la ciudad, y allí, brotando de grietas y hendeduras, crece el saúco,
extendiendo sus ramas por encima de las bajas casitas, en una de las cuales
residía el maestro para quien trabajaba Knud. Sobre la ventanuca de la
buhardilla que era su dormitorio, el arbusto inclinaba sus ramas.
Residió allí todo
un verano y un invierno, pero al llegar la primavera no pudo resistir por más
tiempo; el saúco floreció, y su fragancia le recordaba tanto su tierra, que le
parecía encontrarse en el jardín de Kjöge. Por eso cambió Knud de patrón, y se
buscó otro en el interior de la ciudad, en un lugar donde no crecieran saúcos.
Su taller estaba en
las proximidades de un antiguo puente amurallado, encima de un bajo molino de
aguas que murmuraba eternamente; por debajo fluía un río impetuoso, encajonado
entre casas de cuyas paredes se proyectaban miradores corroídos, siempre a
punto de caerse al agua. No había allí saúcos, ni siquiera una maceta con una
planta verde, pero enfrente se levantaba un viejo y corpulento sauce, que
parecía agarrarse a la casa para no ser arrastrado por la corriente. Extendía
sus ramas por encima del río, exactamente como el del jardín de Kjöge lo hacía
por encima del arroyo.
En realidad, había
ido a parar de la madre saúco al padre sauce; especialmente en las noches de
luna, aquel árbol le hacía pensar en Dinamarca. Pero este pensamiento, más que
de la luz de la luna, venía del viejo sauce.
No pudo resistirlo;
y ¿por qué no? Pregúntalo al sauce, pregúntalo al saúco florido. Por eso dijo
adiós a su maestro de Nuremberg y prosiguió su peregrinación.
Una hoja
del cielo
A gran altura, en
el aire límpido, volaba un ángel que llevaba en la mano una flor del jardín del
Paraíso, y al darle un beso, de sus labios cayó una minúscula hojita, que, al
tocar el suelo, en medio del bosque, arraigó en seguida y dio nacimiento a una
nueva planta, entre las muchas que crecían en el lugar.
- ¡Qué hierba más
ridícula! - dijeron aquéllas. Y ninguna quería reconocerla, ni siquiera los
cardos y las ortigas.
- Debe de ser una
planta de jardín - añadieron, con una risa irónica, y siguieron burlándose de
la nueva vecina; pero ésta venga crecer y crecer, dejando atrás a las otras, y
venga extender sus ramas en forma de zarcillos a su alrededor.
- ¿Adónde quieres
ir? - preguntaron los altos cardos, armados de espinas en todas sus hojas -.
Dejas las riendas demasiado sueltas, no es éste el lugar apropiado. No estamos
aquí para aguantarte.
Llegó el invierno,
y la nieve cubrió la planta; pero ésta dio a la nívea capa un brillo
espléndido, como si por debajo la atravesara la luz del sol. En primavera se
había convertido en una planta florida, la más hermosa del bosque.
Vino entonces el
profesor de Botánica; su profesión se adivinaba a la legua. Examinó la planta,
la probó, pero no figuraba en su manual; no logró clasificarla.
- Es una especie
híbrida - dijo -. No la conozco. No entra en el sistema.
- ¡No entra en el
sistema! - repitieron los cardos y las ortigas. Los grandes árboles
circundantes miraban la escena sin decir palabra, ni buena ni mala, lo cual es
siempre lo más prudente cuando se es tonto.
Acercóse en esto,
bosque a través, una pobre niña inocente; su corazón era puro, y su entendimiento,
grande, gracias a la fe; toda su herencia acá en la Tierra se reducía a una
vieja Biblia, pero en sus hojas le hablaba la voz de Dios: «Cuando los hombres
se propongan causarte algún daño, piensa en la historia de José: pensaron mal
en sus corazones, mas Dios lo encaminó al bien. Si sufres injusticia, si eres
objeto de burlas y de sospechas, piensa en Él, el más puro, el mejor, Aquél de
quien se mofaron y que, clavado en cruz, rogaba:
¡Padre, perdónalos,
que no saben lo que hacen!"».
La muchachita se detuvo
delante de la maravillosa planta, cuyas hojas verdes exhalaban un aroma suave y
refrescante, y cuyas flores brillaban a los rayos del sol como un castillo de
fuegos artificiales, resonando además cada una como si en ella se ocultase el
profundo manantial de las melodías, no agotado en el curso de milenios. Con
piadoso fervor contempló la niña toda aquella magnificencia de Dios; torció una
rama para poder examinar mejor las flores y aspirar su aroma, y se hizo luz en
su mente, al mismo tiempo que sentía un gran bienestar en el corazón. Le habría
gustado cortar una flor, pero no se decidía a hacerlo, pues se habría
marchitado muy pronto; así, se limitó a llevarse una de las verdes hojas que,
una vez en casa, guardó en su Biblia, donde se conservó fresca, sin marchitarse
nunca.
Quedó oculta entre
las hojas de la Biblia; en ella fue colocada debajo de la cabeza de la
muchachita cuando, pocas semanas más tarde, yacía ésta en el ataúd, con la
sagrada gravedad de la muerte reflejándose en su rostro piadoso, como si en el
polvo terrenal se leyera que su alma se hallaba en aquellos momentos ante Dios.
Pero en el bosque
seguía floreciendo la planta maravillosa; era ya casi como un árbol, y todas
las aves migratorias se inclinaban ante ella, especialmente la golondrina y la
cigüeña.
- ¡Esto son artes
del extranjero! - dijeron los cardos y lampazos -. Los que somos de aquí no
sabríamos comportarnos de este modo.
Y los negros
caracoles de bosque escupieron al árbol.
Vino después el
porquerizo a recoger cardos y zarcillos para quemarlos y obtener ceniza. El
árbol maravilloso fue arrancado de raíz y echado al montón con el resto:
- Que sirva para
algo también - dijo, y así fue.
Mas he aquí que
desde hacía mucho tiempo el rey del país venía sufriendo de una hondísima melancolía;
era activo y trabajador, pero de nada le servía; le leían obras de profundo
sentido filosófico y le leían, asimismo, las más ligeras que cabía encontrar;
todo era inútil. En esto llegó un mensaje de uno de los hombres más sabios del
mundo, al cual se habían dirigido. Su respuesta fue que existía un remedio para
curar y fortalecer al enfermo: «En el propio reino del Monarca crece, en el
bosque, una planta de origen celeste; tiene tal y cual aspecto, es imposible
equivocarse». Y seguía un dibujo de la planta, muy fácil de identificar: «Es
verde en invierno y en verano. Coged cada anochecer una hoja fresca de ella, y
aplicadla a la frente del Rey; sus pensamientos se iluminarán y tendrá un
magnífico sueño que le dará fuerzas y aclarará sus ideas para el día
siguiente».
La cosa estaba bien
clara, y todos los doctores, y con ellos el profesor de Botánica, se dirigieron
al bosque. Sí; mas, ¿dónde estaba la planta?
- Seguramente ha
ido a parar a mi montón - dijo el porquero y tiempo ha está convertida en ceniza;
pero, ¿qué sabía yo?
- ¿Qué sabías tú? -
exclamaron todos -. ¡Ignorancia, ignorancia! -. Estas palabras debían llegar al
alma de aquel hombre, pues a él y a nadie más iban dirigidas.
No hubo modo de dar
con una sola hoja; la única existente yacía en el féretro de la difunta, pero
nadie lo sabía.
El Rey en persona,
desesperado, se encaminó a aquel lugar del bosque.
- Aquí estuvo el
árbol - dijo -. ¡Sea éste un lugar sagrado!
Y lo rodearon con
una verja de oro y pusieron un centinela. El profesor de Botánica escribió un
tratado sobre la planta celeste, en premio del cual lo cubrieron de oro, con
gran satisfacción suya; aquel baño de oro le vino bien a él y a su familia, y
fue lo más agradable de toda la historia, ya que la planta había desaparecido,
y el Rey siguió preso de su melancolía y aflicción.
- Pero ya las
sufría antes - dijo el centinela.
¡No era
buena para nada!
El alcalde estaba
de pie ante la ventana abierta; lucía camisa de puños planchados y un alfiler
en la pechera, y estaba recién afeitado. Lo había hecho con su propia mano, y
se había producido una pequeña herida; pero la había tapado con un trocito de
papel de periódico.
- ¡Oye, chaval! -
gritó.
El chaval era el
hijo de la lavandera; pasaba por allí y se quitó respetuosamente la gorra, cuya
visera estaba doblada de modo que pudiese guardarse en el bolsillo. El niño,
pobremente vestido pero con prendas limpias y cuidadosamente remendadas, se
detuvo reverente, cual si se encontrase ante el Rey en persona.
- Eres un buen
muchacho - dijo el alcalde -, y muy bien educado. Tu madre debe de estar
lavando ropa en el río. Y tú irás a llevarle eso que traes en el bolsillo, ¿no?
Mal asunto, ese de tu madre. ¿Cuánto le llevas?
- Medio cuartillo -
contestó el niño a media voz, en tono asustado.
- ¿Y esta mañana se
bebió otro tanto? - prosiguió el hombre.
- No, fue ayer -
corrigió el pequeño.
- Dos cuartos hacen
un medio. No vale para nada. Es triste la condición de esa gente. Dile a tu
madre que debiera avergonzarse. Y tú procura no ser un borracho, aunque mucho
me temo que también lo serás. ¡Pobre chiquillo! Anda, vete.
El niño siguió su
camino, guardando la gorra en la mano, por lo que el viento le agitaba el rubio
cabello y se lo levantaba en largos mechones. Torció al llegar al extremo de la
calle, y por un callejón bajó al río, donde su madre, de pies en el agua junto
a la banqueta, golpeaba la pesada ropa con la pala. El agua bajaba en impetuosa
corriente - pues habían abierto las esclusas del molino, - arrastrando las
sábanas con tanta fuerza, que amenazaba llevarse banqueta y todo. A duras penas
podía contenerla la mujer.
- ¡Por poco se me
lleva a mí y todo! - dijo -. Gracias a que has venido, pues necesito reforzarme
un poquitín. El agua está fría, y llevo ya seis horas aquí. ¿Me traes algo?
El muchacho sacó la
botella, y su madre, aplicándosela a la boca, bebió un trago.
- ¡Ah, qué bien
sienta! ¡Qué calorcito da! Es lo mismo que tomar un plato de comida caliente, y
sale más barato. ¡Bebe, pequeño! Estás pálido, debes de tener frío con estas
ropas tan delgadas; estamos ya en otoño. ¡Uf, qué fría está el agua! ¡Con tal
que no caiga yo enferma! Pero no será. Dame otro trago, y bebe tú también, pero
un sorbito solamente; no debes acostumbrarte, pobre hijito mío.
Y subió a la
pasarela sobre la que estaba el pequeño y pasó a la orilla; el agua le manaba
de la estera de junco que, para protegerse, llevaba atada alrededor del cuerpo,
y le goteaba también de la falda.
- Trabajo tanto,
que la sangre casi me sale por las uñas; pero no importa, con tal que pueda
criarte bien y hacer de ti un hombre honrado, hijo mío.
En aquel momento se
acercó otra mujer de más edad, pobre también, a juzgar por su porte y sus
ropas. Cojeaba de una pierna, y una enorme greña postiza le colgaba encima de
un ojo, con objeto de taparlo, pero sólo conseguía hacer más visible que era
tuerta. Era amiga de la lavandera, y los vecinos la llamaban «la coja del
rizo».
- Pobre, ¡cómo te
fatigas, metida en esta agua tan fría! Necesitas tomar algo para entrar en
calor; ¡y aún te reprochan que bebas unas gotas! -. Y le contó el discurso que
el alcalde había dirigido a su hijo. La coja lo había oído, indignada de que al
niño se le hablase así de su madre, censurándola por los traguitos que tomaba,
cuando él se daba grandes banquetazos en el que el vino se iba por botellas
enteras.
- Sirven vinos
finos y fuertes - dijo -, y muchos beben más de lo que la sed les pide. Pero a
eso no lo llaman beber. Ellos son gente de condición, y tú no vales para nada.
- ¡Conque esto te
dijo, hijo mío! - balbuceó la mujer con labios temblorosos -. ¡Que tienes una
madre que no vale nada! Tal vez tenga razón, pero no debió decírselo a la
criatura. ¡Con lo que tuve que aguantar, en casa del alcalde!
- Serviste en ella,
¿verdad? cuando aún vivían sus padres; muchos años han pasado desde entonces.
Muchas fanegas de sal han consumido, y les habrá dado mucha sed - y la coja
soltó una risa amarga -. Hoy se da un gran convite en casa del alcalde; en
realidad debieran haberlo suspendido, pero ya era tarde, y la comida estaba preparada.
Hace una hora llegó una carta notificando que el más joven de los hermanos
acaba de morir en Copenhague. Lo sé por el criado.
- ¡Ha muerto! -
exclamó la lavandera, palideciendo.
- Sí - respondió la
otra -. ¿Tan a pecho te lo tomas? Claro, lo conociste, pues servías en la casa.
- ¡Ha muerto! Era
el mejor de los hombres. No van a Dios muchos como él - y las lágrimas le
rodaban por las mejillas -. ¡Dios mío! Me da vueltas la cabeza. Debe ser que me
he bebido la botella, y es demasiado para mí. ¡Me siento tan mal! - y se agarró
a un vallado para no caerse.
- ¡Santo Dios,
estás enferma, mujer! - dijo la coja -. Pero tal vez se te pase. ¡No, de verdad
estás enferma! Lo mejor será que te acompañe a casa.
- Pero, ¿y la ropa?
- Déjala de mi
cuenta. Cógete a mi brazo. El pequeño se quedará a guardar la ropa; luego yo
volveré a terminar el trabajo; ya quedan pocas piezas.
La lavandera apenas
podía sostenerse.
- Estuve demasiado
tiempo en el agua fría. Desde la madrugada no había tomado nada, ni seco ni
mojado. Tengo fiebre. ¡Oh, Jesús mío, ayúdame a llegar a casa! ¡Mi pobre
hijito! - exclamó, prorrumpiendo a llorar.
Al niño se le
saltaron también las lágrimas, y se quedó solo junto a la ropa mojada. Las dos
mujeres se alejaron lentamente, la lavandera con paso inseguro. Remontaron el
callejón, doblaron la esquina y, cuando pasaban por delante de la casa del
alcalde, la enferma se desplomó en el suelo. Acudió gente.
La coja entró en la
casa a pedir auxilio, y el alcalde y los invitados se asomaron a la ventana.
- ¡Otra vez la
lavandera! - dijo -. Habrá bebido más de la cuenta; no vale para nada. Lástima
por el chiquillo. Yo le tengo simpatía al pequeño; pero la madre no vale nada.
Reanimaron a la
mujer y la llevaron a su mísera vivienda, donde la acostaron enseguida.
Su amiga corrió a
prepararle una taza de cerveza caliente con mantequilla y azúcar; según ella,
no había medicina como ésta. Luego se fue al lavadero, acabó de lavar la ropa,
bastante mal por cierto, - pero hay que aceptar la buena voluntad - y, sin escurrirla,
la guardó en el cesto.
Al anochecer se
hallaba nuevamente a la cabecera de la enferma. En la cocina de la alcaldía le
habían dado unas patatas asadas y una buena lonja de jamón, con lo que cenaron
opíparamente el niño y la coja; la enferma se dio por satisfecha con el olor, y
lo encontró muy nutritivo.
Acostóse el niño en
la misma cama de su madre, atravesado en los pies y abrigado con una vieja
alfombra toda zurcida y remendada con tiras rojas y azules.
La lavandera se
encontraba un tanto mejorada; la cerveza caliente la había fortalecido, y el
olor de la sabrosa cena le había hecho bien.
- ¡Gracias, buen
alma! - dijo a la coja -. Te lo contaré todo cuando el pequeño duerma. Creo que
está ya dormido. ¡Qué hermoso y dulce está con los ojos cerrados! No sabe lo
que sufre su madre. ¡Quiera Dios Nuestro Señor que no haya de pasar nunca por
estos trances! Cuando yo servía en casa del padre del alcalde, que era
Consejero, regresó el más joven de los hijos, que entonces era estudiante. Yo
era joven, alborotada y fogosa pero honrada, eso sí que puedo afirmarlo ante
Dios - dijo la lavandera -. El mozo era alegre y animado, y muy bien parecido.
Hasta la última gota de su sangre era honesta y buena. Jamás dio la tierra un
hombre mejor. Era hijo de la casa, y yo sólo una criada, pero nos prometimos
fidelidad, siempre dentro de la honradez. Un beso no es pecado cuando dos se
quieren de verdad. Él lo confesó a su madre; para él representaba a Dios en la
Tierra, y la señora era tan inteligente, tan tierna y amorosa. Antes de
marcharse me puso en el dedo su anillo de oro. Cuando hubo partido, la señora
me llamó a su cuarto. Me habló con seriedad, y no obstante con dulzura, como
sólo el bondadoso Dios hubiera podido hacerlo, y me hizo ver la distancia que
mediaba entre su hijo y yo, en inteligencia y educación. «Ahora él sólo ve lo
bonita que eres, pero la hermosura se desvanece. Tú no has sido educada como
él; no sois iguales en la inteligencia, y ahí está el obstáculo. Yo respeto a
los pobres - prosiguió -; ante Dios muchos de ellos ocuparán un lugar superior
al de los ricos, pero aquí en la Tierra no hay que desviarse del camino, si se
quiere avanzar; de otro modo, volcará el coche, y los dos seréis víctimas de
vuestro desatino. Sé que un buen hombre, un artesano, se interesa por ti; es el
guantero Erich. Es viudo, no tiene hijos y se gana bien la vida. Piensa bien en
esto». Cada una de sus palabras fue para mí una cuchillada en el corazón, pero
la señora estaba en lo cierto, y esto me obligó a ceder. Le besé la mano
llorando amargas lágrimas, y lloré aún mucho más cuando, encerrándome en mi
cuarto, me eché sobre la cama. Fue una noche dolorosa; sólo Dios sabe lo que
sufrí y luché. Al siguiente domingo acudí a la Sagrada Misa a pedir a Dios paz
y luz para mi corazón. Y como si Él lo hubiera dispuesto, al salir de la
iglesia me encontré con Erich, el guantero. Yo no dudaba ya; éramos de la misma
clase y condición, y él gozaba incluso de una posición desahogada. Por eso fui
a su encuentro y cogiéndole la mano, le dije: «¿Piensas todavía en mí?». «Sí, y
mis pensamientos serán siempre para ti sola», me respondió. «¿Estás dispuesto a
casarte con una muchacha que te estima y respeta, aunque no te ame? Pero quizás
el amor venga más tarde». «¡Vendrá!», dijo él, y nos dimos las manos. Me volví
yo a la casa de mi señora; llevaba pendiente del cuello, sobre el corazón, el
anillo de oro que me había dado su hijo; de día no podía ponérmelo en el dedo,
pero lo hice a la noche al acostarme, besándolo tan fuertemente que la sangre
me salió de los labios. Después lo entregué a la señora, comunicándole que la
próxima semana el guantero pedirla mi mano. La señora me estrechó entre sus
brazos y me besó; no dijo que no valía para nada, aunque reconozco que entonces
yo era mejor que ahora; pero ¡sabía tan poco del mundo y de sus infortunios!
Nos casamos por la Candelaria, y el primer año lo pasamos bien; tuvimos un
criado y una criada; tú serviste entonces en casa.
- ¡Oh, y qué buen
ama fuiste entonces para mí! - exclamó la coja -. Nunca olvidaré lo bondadosos
que fuisteis tú y tu marido. - Eran buenos tiempos aquellos... No tuvimos hijos
por entonces. Al estudiante, no volví a verlo jamás. O, mejor dicho, sí, lo vi
una vez, pero no él a mí. Vino al entierro de su madre. Lo vi junto a su tumba,
blanco como yeso y muy triste, pero era por su madre. Cuando, más adelante, su
padre murió, él estaba en el extranjero; no vino ni ha vuelto jamás a su ciudad
natal. Nunca se casó, lo sé de cierto. Era abogado. De mí no se acordaba ya, y
si me hubiese visto, difícilmente me habría reconocido. ¡Me he vuelto tan fea!
Y es así como debe ser.
Luego le contó los
días difíciles de prueba, en que se sucedieron las desgracias. Poseían
quinientos florines, y en la calle había una casa en venta por doscientos, pero
sólo sería rentable derribándola y construyendo una nueva. La compraron, y el
presupuesto de los albañiles y carpinteros elevóse a mil veinte florines. Erich
tenía crédito; le prestaron el dinero en Copenhague, pero el barco que lo traía
naufragó, perdiéndose aquella suma en el naufragio.
- Fue entonces
cuando nació este hijo mío, que ahora duerme aquí. A su padre le acometió una
grave y larga enfermedad; durante nueve meses, tuve yo que vestirlo y
desnudarlo. Las cosas marchaban cada vez peor; aumentaban las deudas, perdimos
lo que nos quedaba, y mi marido murió. Yo me he matado trabajando, he luchado y
sufrido por este hijo, he fregado escaleras y lavado ropa, basta o fina, pero
Dios ha querido que llevase esta cruz. Él me redimirá y cuidará del pequeño.
Y se quedó dormida.
A la mañana
sintióse más fuerte; pensó que podría reanudar el trabajo. Estaba de nuevo con
los pies en el agua fría, cuando de repente le cogió un desmayo. Alargó
convulsivamente la mano, dio un paso hacia la orilla y cayó, quedando con la
cabeza en la orilla y los pies en el agua. La corriente se llevó los zuecos que
calzaba con un manojo de paja en cada uno. Allí la encontró la coja del rizo
cuando fue a traerle un poco de café.
Entretanto, el
alcalde le había enviado recado a su casa para que acudiese a verlo cuanto
antes, pues tenía algo que comunicarle. Pero llegó demasiado tarde. Fue un
barbero para sangrarla, pero la mujer había muerto.
- ¡Se ha matado de
una borrachera! - dijo el alcalde.
La carta que daba
cuenta del fallecimiento del hermano contenía también copia del testamento, en
el cual se legaban seiscientos florines a la viuda del guantero, que en otro
tiempo sirviera en la casa de sus padres. Aquel dinero debería pagarse,
contante y sonante, a la legataria o a su hijo.
- Algo hubo entre
ellos - dijo el alcalde -. Menos mal que se ha marchado; toda la cantidad será
para el hijo; lo confiaré a personas honradas, para que hagan de él un artesano
bueno y capaz.
Dios dio su
bendición a aquellas palabras.
El alcalde llamó al
niño a su presencia, le prometió cuidar de él, y le dijo que era mejor que su
madre hubiese muerto, pues no valía para nada.
Condujeron el
cuerpo al cementerio, al cementerio de los pobres; la coja plantó un pequeño
rosal sobre la tumba, mientras el muchachito permanecía de pie a su lado.
- ¡Madre mía! -
dijo, deshecho en lágrimas -. ¿Es verdad que no valía para nada?
- ¡Oh, sí, valía! -
exclamó la vieja, levantando los ojos al cielo.
- Hace muchos años
que yo lo sabía, pero especialmente desde la noche última. Te digo que sí
valía, y que lo mismo dirá Dios en el cielo. ¡No importa que el mundo siga
afirmando que no valía para nada!.
La última
perla
Era una casa rica,
una casa feliz; todos, señores, criados e incluso los amigos eran dichosos y
alegres, pues acababa de nacer un heredero, un hijo, y tanto la madre como el
niño estaban perfectamente.
Se había velado la
luz de la lámpara que iluminaba el recogido dormitorio, ante cuyas ventanas
colgaban pesadas cortinas de preciosas sedas. La alfombra era gruesa y mullida
como musgo; todo invitaba al sueño, al reposo, y a esta tentación cedió también
la enfermera, y se quedó dormida; bien podía hacerlo, pues todo andaba bien y
felizmente. El espíritu protector de la casa estaba a la cabecera de la cama;
diríase que sobre el niño, reclinado en el pecho de la madre, se extendía una
red de rutilantes estrellas, cada una de las cuales era una perla de la
felicidad. Todas las hadas buenas de la vida habían aportado sus dones al
recién nacido; brillaban allí la salud, la riqueza, la dicha y el amor; en
suma, todo cuanto el hombre puede desear en la Tierra.
- Todo lo han
traído - dijo el espíritu protector.
- ¡No! - oyóse una
voz cercana, la del ángel custodio del niño -. Hay un hada que no ha traído aún
su don, pero vendrá, lo traerá algún día, aunque sea de aquí a muchos años.
Falta aún la última perla.
- ¿Falta? Aquí no
puede faltar nada, y si fuese así hay que ir en busca del hada poderosa. ¡Vamos
a buscarla!
- ¡Vendrá, vendrá!
Hace falta su perla para completar la corona.
- ¿Dónde vive?
¿Dónde está su morada? Dímelo, iré a buscar la perla.
- Tú lo quieres -
dijo el ángel bueno del niño - yo te guiaré dondequiera que sea. No tiene
residencia fija, lo mismo va al palacio del Emperador como a la cabaña del más
pobre campesino; no pasa junto a nadie sin dejar huella; a todos les aporta su
dádiva, a unos un mundo, a otros un juguete. Habrá de venir también para este
niño. ¿Piensas tú que no todos los momentos son iguales? Pues bien, iremos a
buscar la perla, la última de este tesoro.
Y, cogidos de la
mano, se echaron a volar hacia el lugar donde a la sazón residía el hada.
Era una casa muy
grande, con oscuros corredores, cuartos vacíos y singularmente silenciosa; una
serie de ventanas abiertas dejaban entrar el aire frío, cuya corriente hacía
ondear las largas cortinas blancas.
En el centro de la
habitación se veía un ataúd abierto, con el cadáver de una mujer joven aún. Lo
rodeaban gran cantidad de preciosas y frescas rosas, de tal modo que sólo
quedaban visibles las finas manos enlazadas y el rostro transfigurado por la
muerte, en el que se expresaba la noble y sublime gravedad de la entrega a
Dios.
Junto al féretro
estaban, de pie, el marido y los niños, en gran número; el más pequeño, en
brazos del padre. Era el último adiós a la madre; el esposo le besó la mano,
seca ahora como hoja caída, aquella mano que hasta poco antes había estado
laborando con diligencia y amor. Gruesas y amargas lágrimas caían al suelo,
pero nadie pronunciaba una palabra; el silencio encerraba allí todo un mundo de
dolor. Callados y sollozando, salieron de la habitación.
Ardía un cirio, la
llama vacilaba al viento, envolviendo el rojo y alto pabilo. Entraron hombres
extraños, que colocaron la tapa del féretro y la sujetaron con clavos; los
martillazos resonaron por las habitaciones y pasillos de la casa, y más
fuertemente aún en los corazones sangrantes.
- ¿Adónde me
llevas? - preguntó el espíritu protector -. Aquí no mora ningún hada cuyas
perlas formen parte de los dones mejores de la vida.
- Pues aquí es
donde está, ahora, en este momento solemne - replicó el ángel custodio,
señalando un rincón del aposento; y allí, en el lugar donde en vida la madre se
sentara entre flores y estampas, desde el cual, como hada bienhechora del hogar
había acogido amorosa al marido, a los hijos y a los amigos, y desde donde,
cual un rayo de sol, había esparcido la alegría por toda la casa, como el eje y
el corazón de la familia, en aquel rincón había ahora una mujer extraña,
vestida con un largo y amplio ropaje: era la Aflicción, señora y madre ahora en
el puesto de la muerta. Una lágrima ardiente rodó por su seno y se transformó
en una perla, que brillaba con todos los colores del arco iris. Recogióla el
ángel, y entonces, adquirió el brillo de una estrella de siete matices.
- La perla de la
aflicción, la última, que no puede faltar. Realza el brillo y el poder de las
otras. ¿Ves el resplandor del arco iris, que une la tierra con el cielo? Con
cada una de las personas queridas que nos preceden en la muerte, tenemos en el
cielo un amigo más con quien deseamos reunirnos. A través de la noche terrena
miramos las estrellas, la última perfección. Contémplala, la perla de la
aflicción; en ella están las alas de Psique, que nos levantarán de aquí.
Dos
pisones
¿Has visto alguna
vez un pisón? Me refiero a esta herramienta que sirve para apisonar el
pavimento de las calles. Es de madera todo él, ancho por debajo y reforzado con
aros de hierro; de arriba estrecho, con un palo que lo atraviesa, y que son los
brazos.
En el cobertizo de
las herramientas había dos pisonas, junto con palas, cubos y carretillas; había
llegado a sus oídos el rumor de que las «pisonas» no se llamarían en adelante
así, sino «apisonadoras», vocablo que, en la jerga de los picapedreros, es el
término más nuevo y apropiado para, designar lo que antaño llamaban pisonas.
Ahora bien; entre
nosotros, los seres humanos, hay lo que llamamos «mujeres emancipadas», entre
las cuales se cuentan directoras de colegios, comadronas, bailarinas - que por
su profesión pueden sostenerse sobre una pierna -, modistas y enfermeras; y a
esta categoría de «emancipadas» se sumaron también las dos «pisonas» del
cobertizo; la Administración de obras públicas las llamaba «pisonas», y en modo
alguno se avenían a renunciar a su antiguo nombre y cambiarlo por el de
«apisonadoras».
- Pisón es un
nombre de persona - decían -, mientras que «apisonadora» lo es de cosa, y no
toleraremos que nos traten como una simple cosa; ¡esto es ofendernos!
- Mi prometido está
dispuesto a romper el compromiso - añadió la más joven, que tenía por novio a
un martinete, una especie de máquina para clavar estacas en el suelo, o sea,
que hace en forma tosca lo que la pisona en forma delicada -. Me quiere como
pisona, pero no como apisonadora, por lo que en modo alguno puedo permitir que
me cambien el nombre.
- ¡Ni yo! - dijo la
mayor -. Antes dejaré que me corten los brazos.
La carretilla, sin
embargo, sustentaba otra opinión; y no se crea de ella que fuera un don nadie;
se consideraba como una cuarta parte de coche, pues corría sobre una rueda.
- Debo advertirles
que el nombre de pisonas es bastante ordinario, y mucho menos distinguido que
el de apisonadora, pues este nuevo apelativo les da cierto parentesco con los
sellos, y sólo con que piensen en el sello que llevan las leyes, verán que sin
él no son tales. Yo, en su lugar, renunciaría al nombre de pisona.
- ¡Jamás! Soy
demasiado vieja para eso - dijo la mayor.
- Seguramente usted
ignora eso que se llama «necesidad europea» - intervino el honrado y viejo cubo
-. Hay que mantenerse dentro de sus límites, supeditarse, adaptarse a las
exigencias de la época, y si sale una ley por la cual la pisona debe llamarse
apisonadora, pues a llamarse apisonadora tocan. Cada cosa tiene su medida.
- En tal caso
preferiría llamarme señorita, si es que de todos modos he de cambiar de nombre
- dijo la joven -. Señorita sabe siempre un poco a pisona.
- Pues yo antes me
dejaré reducir a astillas - proclamó la vieja. En esto llegó la hora de ir al
trabajo; las pisonas fueron cargadas en la carretilla, lo cual suponía una
atención; pero las llamaron apisonadoras.
- ¡Pis! -
exclamaban al golpear sobre el pavimento -, ¡pis! -, y estaban a punto de
acabar de pronunciar la palabra «pisona», pero se mordían los labios y se
tragaban el vocablo, pues se daban cuenta de que no podían contestar. Pero
entre ellas siguieron llamándose pisonas, alabando los viejos tiempos en que
cada cosa era llamada por su nombre, y cuando una era pisona la llamaban
pisona; y en eso quedaron las dos, pues el martinete, aquella maquinaza, rompió
su compromiso con la joven, negándose a casarse con una apisonadora.
En el mar
remoto
Varios grandes
barcos habían sido enviados a las regiones del Polo Norte para descubrir los
límites más septentrionales entre la tierra y el mar, e investigar hasta dónde
podían avanzar los hombres en aquellos parajes. Llevaban ya mucho tiempo
abriéndose paso por entre la niebla y los hielos, y sus tripulaciones habían
tenido que sufrir muchas penalidades. Ahora había llegado el invierno y desaparecido
el sol; durante muchas, muchas semanas, reinó la noche continua; en derredor
todo era un único bloque de hielo, en el que los barcos habían quedado
aprisionados; la nieve alcanzaba gran altura, y con ella habían construido
casas en forma de colmena, algunas grandes como túmulos, y otras, más pequeñas,
capaces de albergar solamente de dos a cuatro hombres. Sin embargo, la
oscuridad no era completa, pues las auroras boreales enviaban sus resplandores
rojos y azules; era como un eterno castillo de fuegos artificiales, y la nieve
despedía un tenue brillo; la noche era allí como un largo crepúsculo llameante.
En los períodos de mayor claridad se presentaban grupos de indígenas de
singularísimo aspecto, con sus hirsutos abrigos de pieles; iban montados en
trineos construidos de trozos de hielo, y traían pieles en grandes fardos,
gracias a las cuales las casas de nieve pudieron ser provistas de calientes
alfombras. Las pieles servían, además, de mantas y almohadas, y con ellas los
marineros se arreglaban camas bajo sus cúpulas de nieve, mientras en el
exterior arreciaba el frío con una intensidad desconocida incluso en los más
rigurosos inviernos nórdicos. En nuestra patria era todavía otoño, y de ello se
acordaban aquellos hombres perdidos en tan altas latitudes; pensaban en el sol
de su tierra y en el follaje amarillo que colgaba aún de sus árboles. El reloj
les dijo que era noche y hora de acostarse, y en una de las chozas de nieve dos
hombres se tendieron a descansar. El más joven tenía consigo el mejor y más
preciado tesoro de la patria, regalo de su abuela en el momento de su partida:
la Biblia. Cada noche se la ponía debajo de la cabeza; ya desde niño sabía lo
que en ella estaba escrito. Leía un trozo cada día, y estando en el lecho le
venían con gran frecuencia a la memoria aquellas santas palabras de consuelo:
«Si tomase yo las alas de la aurora y estuviese en el mar más remoto, Tu mano
me guiaría hasta allí, y Tu diestra me sostendría». Y a estas palabras de
verdad se cerraban sus ojos y llegaba el sueño, la revelación del espíritu en
Dios; el alma estaba viva mientras el cuerpo reposaba; él lo sentía, parecíale
como si resonasen viejas y queridas melodías, como si le envolvieran tibias
brisas estivales; y desde su lecho veía cómo un gran resplandor se filtraba a
través de la nívea cúpula. Levantaba la cabeza, y aquel blanco refulgente no
era pared ni techo, sino las grandes alas de un ángel, a cuyo rostro dulce y
radiante alzaba los ojos.
Como del cáliz de
un lirio salía el ángel de las páginas de la Biblia, extendía los brazos, y las
paredes de la choza se esfumaban a modo de un sutil y vaporoso manto de niebla:
los verdes prados y colinas de la patria, y sus bosques oscuros y rojizos se
extendían en derredor, al sol apacible de un bello día de otoño; el nido de la
cigüeña estaba vacío, pero colgaban todavía frutos de los manzanos silvestres,
aunque habían caído ya las hojas; brillaban los rojos escaramujos, y el
estornino silbaba en su pequeña jaula verde, colocada sobre la ventana de la
casa de campo, donde tenía él su hogar; el pájaro silbaba como le habían
enseñado, y la abuela le ponía mijo en la jaula, según viera hacer siempre al
nieto; y la hija del herrero, tan joven y tan linda, sacaba agua del pozo y
dirigía un saludo a la abuela, quien le correspondía con un gesto de la cabeza,
mostrándole al mismo tiempo una carta llegada de muy lejos. Se había recibido
aquella misma mañana; venía de las heladas tierras del polo Norte, donde se
encontraba el nieto - en manos de Dios -. Y las dos mujeres reían y lloraban a
la vez, y él, que todo lo veía y oía desde aquellos parajes de hielo y nieve,
en el mundo del espíritu bajo las alas del ángel, reía con ellas y con ellas
lloraba. En la carta se leían aquellas mismas palabras de la Biblia: «En el mar
más remoto, su diestra me sostendrá». Sonó en derredor una sublime música, como
salida de un coro celeste, mientras el ángel extendía sus alas, a modo de velo,
sobre el mozo dormido... Se desvaneció el sueño; en la choza reinaba la
oscuridad, pero la Biblia seguía bajo su cabeza, la fe y la esperanza moraban
en su corazón, Dios estaba con él, y también la patria, «en el mar remoto».
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