Hans Cristian Andersen
Cuentos XV
El
caracol y el rosal
Cercaba un jardín
un seto de avellanos. Más allá se extendían campos y prados, en los que pacían
vacas y ovejas; pero en el centro del jardín crecía un rosal florido, a cuyo
pie rastreaba un caracol, muy poseído de sí mismo.
- Espera a que
llegue mi hora - dijo -. Haré algo más que dar rosas, avellanas o leche como la
vaca y la oveja.
- Yo espero grandes
cosas de usted - dijo el rosal -. ¿No será indiscreto preguntar cuándo llegará
su hora?
- Me lo tomo con
calma - replicó el caracol -. Ustedes siempre llevan demasiada prisa. La espera
nada gana con eso.
Al año siguiente,
el caracol se encontraba poco más o menos en el mismo lugar, al sol, al pie del
rosal, que había dado nuevas yemas y rosas, frescas y recientes. El caracol
sacó de su casa la mitad del cuerpo, extendió los cuernos y volvió a
encogerlos.
- Todo igual que el
año pasado. No se nota ni el menor progreso. El rosal sigue con sus rosas; no
da más de sí.
Pasó el verano, y
pasó el otoño; el rosal seguía dando capullos y flores, hasta que empezó a
nevar, y el tiempo se puso frío y húmedo. Entonces el arbusto se dobló sobre la
tierra, y el caracol se introdujo en ella.
Empezó un nuevo
año, y brotaron las rosas, y asomó otra vez el caracol.
- Ya es usted un
viejo rosal - observó el caracol -. Pronto se morirá. Ha dado al mundo cuanto
tenía dentro. Si eso fue o no útil, es cuestión que no me importa. Pero está
bien claro que no ha hecho usted lo más mínimo para su propio desarrollo
interno; de hacerlo, otra cosa hubiera sido. ¿Cómo lo justifica? Pronto no será
más que un palo. ¿Comprende lo que le digo?
- Me asusta usted -
respondió el rosal -. Nunca había pensado en esto.
- Claro, de seguro
que nunca se dedicó a pensar. ¿Se ha preguntado alguna vez por qué florece y
qué ha sido de sus flores? ¿Por qué fueron las cosas así, y no de otro modo?
- No - admitió el
rosal -. Florecía de puro gozo, porque no podía menos. ¡El sol brillaba tan
confortador, el aire era tan refrescante! Yo sorbía el límpido rocío y la
lluvia que vigoriza. Respiraba y vivía. De la tierra subía a mi cuerpo una gran
fuerza, y otra fuerza me venía de lo alto. Sentía una gran felicidad,
constantemente renovada y creciente; por eso florecía una y otra vez. Ésta era
mi vida, no he conocido nada más.
- Ha llevado una
vida muy descansada - dijo el caracol.
- Cierto. Todo me
lo dieron - asintió el rosal -. Pero a usted le dieron más todavía. Es una de
esas naturalezas pensantes, profundas, de esos talentos nacidos para asombrar
al mundo.
- No es éste mi
propósito - replicó el caracol -. El mundo me tiene sin cuidado. ¿Qué tengo yo
que ver con el mundo? Me basta conmigo mismo y con el que llevo en mí.
- Pero, ¿no tenemos
la obligación, los que vivimos en la Tierra, de ofrecer a los demás lo mejor
que hay en nosotros, todo aquello que podemos ofrecerles? Es verdad que yo he
dado sólo rosas. Pero usted, que está tan ricamente dotado, ¿qué piensa brindar
al mundo? ¿Qué le dará?
- ¿Qué le brindaré?
¿Qué le daré? ¡Le escupo! No vale nada el mundo, no me importa un comino. Dé
usted rosas. ¿Qué más puede hacer? Y que el avellano dé avellanas, y la vaca y
la oveja, leche; cada uno tiene su público; el mío está en mí mismo. Me meto
dentro de mí, y aquí me quedo. El mundo nada me importa.
Y el caracol se
metió en su concha y se encerró en ella a piedra y lodo.
- ¡Qué triste! -
dijo el rosal -. Por mucho que quiera, no puedo entrar en mí mismo; he de
desenvolverme siempre hacia fuera y criar rosas. Las hojas caen, y el viento se
las lleva. Sin embargo, vi cómo una rosa era colocada en el libro de himnos de
la señora de la casa, otra obtuvo un lugar en el pecho de una hermosa joven, y
una tercera fue besada por unos rojos y alegres labios infantiles. Todo eso me
hizo mucho bien, fue una verdadera bendición. Éstos son mis recuerdos, mi vida.
Y el rosal floreció
en su inocencia, mientras el caracol permanecía, perezoso, en su casa. El mundo
no le importaba.
Pasaron años.
El caracol era
tierra en la tierra, y el rosal también. Asimismo se había marchitado la rosa
del libro de cánticos, pero en el jardín crecían nuevos rosales, y crecían
también nuevos caracoles; se metían en sus casas, escupían su baba,
indiferentes al mundo. ¿Empezamos otra vez el cuento? Será siempre el mismo.
«Los
fuegos fatuos están en la ciudad»,
dijo la
Reina del Pantano
Érase un hombre que
había sabido muchos cuentos nuevos, pero se le habían escapado, según él decía.
El cuento, que antes se le presentaba por propia iniciativa, había dejado de
llamar a su puerta. ¿Y por qué no venía? Cierto es que el hombre llevaba
muchísimo tiempo sin pensar en él, sin esperar que se presentara y llamara; se
había distraído de los cuentos, pues fuera rugía la guerra, y dentro reinaban
la aflicción y la miseria, compañeras inseparables de aquélla.
La cigüeña y la
golondrina regresaban de su largo viaje, sin temer nada malo, y he aquí que al
llegar se encontraron con sus nidos quemados, lo mismo que las casas de los
hombres, y los setos en pleno desorden, cuando no desaparecidos del todo. Los
caballos del enemigo piafaban sobre las viejas sepulturas. Eran tiempos duros y
tenebrosos, pero todo tiene su fin.
Les ha llegado el
fin, decían todos, y, no obstante, el cuento no acudía a llamar a la puerta ni
daba noticias de su persona.
- Seguramente habrá
muerto o se habrá marchado como tantos otros -dijo el hombre. Pero el cuento
nunca muere.
Transcurrió mucho
tiempo; y él lo echaba de menos.
- ¿Es posible que
no vuelva y llame a la puerta? -. Y se acordaba de él como si lo tuviera
delante, en todas las formas con que solía presentársela: ya joven y hermoso
como la propia primavera, una encantadora muchacha con una guirnalda de
aspérulas en la frente y una rama de haya en la mano, y ojos brillantes cual
profundos lagos en el bosque bajo el sol; ya en figura de buhonero, abierta la
caja de la que salían cintas de plata que ondeaban al viento, y con poemitas e
inscripciones para recordatorios. Pero cuando más bello estaba era cuando venía
de abuelita, con el cabello plateado y grandes ojos inteligentes. Entonces sí
que sabía cosas de los tiempos más remotos, muy anteriores a aquellos en que
las princesas hilaban con husos de oro, y acechaban por ahí dragones y
vestigios. Contaba de una manera tan viva, que a los oyentes se les ofuscaba la
vista, y el suelo parecía negro de sangre humana; horrible de ver y de oír y,
sin embargo, ¡tan agradable!, pues hacía tanto tiempo que había sucedido...
- ¡Y si no volviera
a llamar! - exclamaba el hombre, clavando la mirada en la puerta con tanta
insistencia, que creía ver manchas negras en el aire y en el suelo. No sabía si
era sangre o un crespón de luto por los terribles y lúgubres días vividos.
Un día en que
estaba cavilando, ocurriósele la idea de que tal vez el cuento se hubiese
escondido, como la princesa de aquellos antiguos cuentos, y quería que lo
buscasen. Si lo encontraban, brillaría con nueva luz, más hermosa que antes.
- ¡Quién sabe, a lo
mejor se ha ocultado en la paja tirada junto al pretil del pozo! ¡Cuidado,
cuidado! Tal vez se esconde en una flor marchita, guardada en uno de aquellos
voluminosos libros del anaquel.
Y el hombre,
dirigiéndose a la biblioteca, abrió uno de los tomos más nuevos, deseoso de
poner las cosas en claro. Mas no había allí ninguna flor: sólo historias de
Holger Danske. Y el hombre leyó cómo aquella historia había sido inventada en
Francia por un monje, arreglada en forma de novela y «traducida e impresa en
lengua danesa». Que Holger Danske no había vivido en realidad y, por tanto, no
podía volver, contra lo que creíamos y tan a gusto cantábamos. Con Holger
Danske ocurría lo que con Guillermo Tell: todo era pura palabrería, sin nada en
que poder apoyarse; y todo eso aparecía escrito en aquel libro, con grandes
alardes de erudición.
- Bueno, yo sé lo
que tengo que creer - dijo el hombre -. Donde no ha pisado ningún pie, no se
trilla camino -. Y cerrando el libro y volviéndolo al estante, dirigióse a las
flores que crecían en la ventana. A lo mejor se había escondido en el rojo
tulipán de borde dorado, o en la fresca rosa, o en la reluciente camelia. El
sol jugaba entre las hojas, pero el cuento no asomaba por ningún lado.
- Las flores que
había aquí, en aquellos días tristes, eran mucho más hermosas; pero las
cortaron sin dejar una, para trenzar coronas con ellas, coronas que fueron
colocadas en el ataúd recubierto con la bandera. Tal vez con las flores
enterraron también al cuento. Pero las flores lo habrían sabido, y el ataúd se
habría dado cuenta, y la tierra también, y los tallitos de hierba lo habrían
dicho al brotar. ¡El cuento no muere jamás!
Quizá vino aquí y
llamó, pero ¡quién estaba entonces para él! La gente miraba con ojos sombríos,
melancólicos, casi coléricos, el sol de primavera, el revoloteo de los pájaros
y el verde esperanzador de los campos; la lengua no soportaba las viejas
canciones populares, que habían sido enterradas, como tantas otras cosas tan
queridas de nuestro corazón. Es muy posible que el cuento haya venido a llamar
a la puerta, pero nadie lo había oído, nadie le había dado la bienvenida, y así
se marchó nuevamente.
Iré a buscarlo. ¡Al
campo, al bosque, a la anchurosa orilla!
En pleno campo hay
una vieja mansión señorial de rojas paredes, frontón dentado y ondeante bandera
en la torre. El ruiseñor canta entre las festoneadas hojas del haya, mientras
mira los manzanos en flor del jardín, tomándolos por rosas. Aquí y allí, las
diligentes abejas revolotean al sol, rodeando a su reina con su zumbido
monótono. La tempestad de otoño sabe de la caza salvaje, de las generaciones
humanas y del follaje del bosque, que pasan veloces. Por Navidad, al exterior
cantan los cisnes salvajes desde las aguas abiertas, mientras los hombres,
cómodamente instalados junto al fuego de la chimenea, escuchan canciones y
leyendas.
Por el sector
antiguo del jardín, con su atrayente y penumbrosa avenida de castaños, paseaba
el hombre que había salido en busca del cuento. Una vez el viento le había
murmurado allí algo relativo a Waldemar Daae y sus hijas. La dríada del árbol,
que era la propia madre de las leyendas, le había contado allí el último sueño
del viejo roble. En tiempos de la abuela había allí setos recortados; ahora, en
cambio, sólo crecían helechos y ortigas, que se extendían por encima de
abandonados restos de antiguas estatuas de piedra. Crecíales musgo en los ojos,
a pesar de lo cual veían tan bien como en sus buenos tiempos. Esto no lo sabía
el hombre que andaba en busca del cuento y no lo veía. ¿Dónde estaría?
Por sobre su cabeza
y los viejos árboles volaban las cornejas a centenares, lanzando su «¡cra, da,
cra, da!». Él salió del jardín a la alameda, pasando por los fosos. Había allí
una casita de forma hexagonal, con un gallinero y un corral de patos. En la
habitación estaba la anciana que cuidaba de la hacienda y que se enteraba de
cada huevo que ponían las gallinas y de cada polluelo que salía del cascarón.
Pero no era ella el cuento que el hombre andaba buscando, como podía verse por
la fe de bautismo y el certificado de vacunación que estaban sobre la cómoda.
Al exterior, a poca
distancia de la casa, hay un montículo cubierto de acerolo y codeso. Yace allí
una antigua losa sepulcral, que había venido a parar a aquel lugar procedente
del pequeño cementerio de la villa. Era un monumento de uno de los honorables
consejeros de la ciudad. Alrededor de su imagen se veían esculpidas las de su
esposa y sus cinco hijas, todas con alzacuellos y con las manos dobladas. Si uno
estaba un rato contemplándola, al fin obraba sobre el pensamiento, y éste, a su
vez, sobre la losa, haciéndole contar recuerdos de tiempos pretéritos; por lo
menos esto le sucedió al hombre que iba en busca del cuento. Al llegar allí vio
que una mariposa se había posado sobre la frente del relieve que representaba
al consejero. El insecto aleteó, voló un poco más lejos y volvió a posarse,
cansado, sobre la losa sepulcral, como queriendo llamar la atención sobre lo
que en ella crecía, o sea, tréboles de cuatro hojas, siete de ellos juntos. ¡Si
viene la fortuna, bienvenida sea! El hombre recogió los tréboles y se los
guardó en el bolsillo. La suerte vale tanto como el dinero contante y sonante.
Hubiera preferido un cuento nuevo y bonito, pensó nuestro amigo; pero tampoco
estaba allí.
El sol se ponía
como un gran globo rojo. Del prado subían vapores: era que la reina del pantano
estaba destilando.
Ya anochecido,
hallábase nuestro hombre solo en su casa, paseando la mirada por el jardín y el
prado, el pantano y la orilla. Brillaba la luna clara, del prado subían
vapores, como si fuese un gran lago, y, en efecto, lo había sido en otros
tiempos, según la leyenda, y la luz de la luna es lo mejor que hay para las
leyendas.
Entonces se acordó
el hombre de lo que leyera en la ciudad: que Guillermo Tell y Holger Danske no
habían existido nunca, a pesar de lo cual persistían en la creencia del pueblo,
como aquel lago lejano, vivas imágenes de la leyenda. ¡Sí, Holger Danske
volvía!
Estando así
pensativo, algo llamó a la ventana con un fuerte golpe. ¿Sería un ave, un
murciélago o un mochuelo? A ésos no los dejan entrar por mucho que llamen. Pero
la ventana se abrió por sí sola, y el hombre vio a una anciana que lo miraba.
- ¿Qué desea? - le
preguntó -. ¿Quién es usted? ¿Alcanza al primer piso? ¿O se sostiene con una
escalera de mano?
- Tienes en el
bolsillo un trébol de cuatro hojas - dijo ella o, mejor dicho, tienes siete,
uno de los cuales es de seis hojas.
- ¿Quién es usted?
- preguntó el hombre.
- La reina del
pantano - respondió ella -. La reina del pantano, la destiladora; ahora iba a
destilar, precisamente. Tenía puesta ya la espita en el barril, pero un
chiquillo hizo una de sus travesuras, la sacó y la echó en dirección al patio,
donde vino a dar contra la ventana. Y ahora la cerveza se está saliendo del
barril, con perjuicio para todos.
- Cuénteme más
cosas - le pidió el hombre.
- Espérate un poco
- dijo la mujer -. Ahora tengo cosas más urgentes que hacer - y se marchó.
El hombre se
disponía a cerrar la ventana, cuando la vieja se presentó de nuevo.
- Ya está - dijo -.
La mitad de la cerveza puedo volver a destilarla mañana, si el tiempo no
cambia. Bueno, ¿qué querías preguntarme? He vuelto porque siempre cumplo mi
palabra, y porque tú llevas en el bolsillo siete tréboles de cuatro hojas, y
uno de seis. Esto impone respeto; es una condecoración que crece en los
caminos, pero que no todos encuentran. ¿Qué tenías que preguntarme? No te
quedes ahí como un bobo, que debo volver cuanto antes a mi espita y mi barril.
El hombre le
preguntó entonces por el cuento, ¿No lo habría encontrado en su camino?
- ¡Mira con lo que
me sale ahora! - exclamó la mujer -. ¿Aún no tienes bastantes cuentos? La
mayoría están ya hasta la coronilla. Otras cosas hay que hacer y a que atender.
¡Hasta los niños se han emancipado en este punto! Da un cigarro a un mozalbete
o un miriñaque nuevo a una niña, y lo preferirán. ¡Escuchar cuentos! ¡Como si
no hubiera en qué ocuparse, y problemas mucho más importantes!
- ¿Qué quiere decir
con eso? - dijo el hombre -. ¿Qué sabe usted del mundo? ¡Usted sólo ve ranas y
fuegos fatuos!
- Sí, pues mucho
cuidado con los fuegos fatuos - replicó la vieja -. Andan por ahí sueltos.
Tendríamos que hablar de ellos. Ven conmigo al pantano, donde es necesaria mi
presencia, y te lo contaré todo. Pero de prisa, mientras estén frescos tus
siete tréboles de cuatro hojas y el de seis, y mientras la Luna esté en el
cielo.
Y la reina del
pantano desapareció.
«Los
fuegos fatuos están en la ciudad»,
dijo la
Reina del Pantano
Continuación
Dieron las doce en
el reloj del campanario, y antes de que se extinguiera el eco de la última
campanada, el hombre ya había bajado al patio, salido al jardín y llegado al
prado. La niebla se había disipado, y la mujer había cesado de destilar.
- ¡Cuánto has
tardado! - dijo -. Las brujas corremos más que los hombres. Estoy muy contenta
de haber nacido de la familia de las hechiceras.
- ¿Qué tiene que
decirme? - preguntó el hombre -. ¿Puede informarme sobre el cuento?
- ¿No se te ocurre
preguntar otra cosa? - dijo la vieja.
- Tal vez podría
usted ilustrarme sobre la poesía de lo por venir - inquirió el hombre.
- No te pongas
retórico - contestó la mujer -, y te responderé. Sólo piensas en poesía y sólo
preguntas por el cuento, como si fuesen los reyes del mundo. Cierto es que el
cuento es lo más viejo que hay, y, sin embargo, es considerado siempre como el
más joven. ¡Bien lo conozco! También yo fui joven, y no es ésta una enfermedad
de infancia. Un día fui una linda elfilla, y bailé a la luz de la luna con las
demás; escuché el canto del ruiseñor, fui al bosque y me encontré con el señor
cuento, que vagaba por aquellos lugares. Tan pronto establecía su lecho en un
tulipán a medio abrir o en una flor del prado, como entraba a hurtadillas en la
iglesia y se envolvía en un fúnebre crespón que colgaba de los cirios del
altar.
- Está usted muy
bien informada - dijo el hombre.
- Al menos he de
saber tanto como tú - replicó la vieja Cuento y Poesía, dos pedazos de la misma
pieza, pueden echarse donde les apetezca. Toda su obra y toda su charla puede
recocerse y sale mejor y más barata. Yo te la daré gratis. Tengo un armario
lleno de poesía embotellada. Es la esencia, lo mejor de ella; hierbas, dulces y
amargas. Guardo en botellas toda la poesía que utilizan los humanos, para poner
unas gotas en el pañuelo los domingos y aspirarla.
- Es maravilloso lo
que me explica - dijo el hombre -. ¿Guarda poesía en botellas?
- Más de la que
puedas necesitar - respondió la mujer -. Supongo que sabrás aquel cuento de la
muchacha que pisoteó el pan para no ensuciarse los zapatos nuevos. Anda por ahí
escrito e impreso.
- Yo mismo lo conté
- dijo el hombre.
- En ese caso
sabrás también que la muchacha se hundió en el suelo y fue a parar a la morada
de la reina del pantano en el preciso momento en que se hallaba en ella la
abuela del diablo, que quería presenciar las operaciones de la destilación. Vio
caer a la chica y pidió que se le diese para pedestal, como un recuerdo de su
visita, y se lo di. A cambio me obsequió con una cosa que no me sirve para
nada: un botiquín de viaje, todo un armario lleno de poesía embotellada. La
abuela me indicó el lugar donde debía colocar el armario y allí está todavía.
¡Mira! Tienes en el bolsillo tus siete tréboles de cuatro hojas, uno de los
cuales es de seis. Si los guardas, aún podrás verlo, seguramente.
- Y, en efecto, en
el centro del pantano había un objeto voluminoso, parecido a un cepo de chopo y
que en realidad era el armario de la abuela. Estaba abierto para la reina del
pantano y para todas las gentes de todas las tierras y de todos los tiempos que
supiesen dónde se encontraba. Podría abrirse por delante, por detrás, por los
lados y por los bordes; era una verdadera obra de arte, a pesar de su aspecto
de cepo de chopo. Se había imitado allí a los poetas de todos los países,
especialmente los del nuestro: su espíritu se había examinado, criticado,
renovado, concentrado y puesto en botellas. Con certero instinto, como se dice
cuando no se quiere decir talento, la abuela había sacado de la Naturaleza
cuanto olía a tal o cual poeta, añadiéndole un poquitín de sustancia diabólica,
y de este modo tenía la poesía embotellada para toda la eternidad.
- Déjemelo ver -
pidió el hombre.
- Sí, pero tienes
que oír cosas aún más importantes - replicó la vieja.
- Mas ya que
estamos junto al armario - dijo él, mirando al interior - y veo botellas de
todos tamaños, dime: ¿qué hay en ésta? ¿Y en ésta?
- Ésta contiene lo
que llaman fragancias de mayo. No lo he probado, pero sé que con verter un
chorrito en el suelo, enseguida sale un hermoso lago de bosque con nenúfares y
mentas rizadas. Echas sólo dos gotas sobre un viejo cuaderno, y por malo que
sea se convertirá en una comedia olorosa, muy propia para ser representada e
incluso para hacer dormir: ¡tan intenso es su aroma! Seguramente en mi honor
pusieron en la etiqueta: «Brebaje de la reina del pantano».
Ahí tienes la
botella del escándalo. Parece llena de agua sucia, y, en efecto, así es, pero
está mezclada con polvos efervescentes de la chismografía ciudadana; tres onzas
de mentiras y dos granos de verdad, todo ello agitado con una rama de abedul;
nada de usar vergajos puestos en salmuera y rotos sobre el cuerpo sangrante del
pecador, o un pedazo de férula del maestro de escuela; tiene que ser una rama
sacada de la escoba que barrió el arroyo.
Ésta es la botella
que contiene la poesía piadosa en tono de salmodia. Cada gota suena como el
chirrido de la puerta del infierno, y está elaborada con sangre y sudor de los
castigados. Algunos afirman que no es sino hiel de paloma; pero las palomas son
los animales más piadosos, y no tienen hiel, según dice la gente que no sabe
Historia Natural.
Venía luego la
botella de las botellas, que ocupaba la mitad del armario, y contenía las
«historias cotidianas». Estaba metida en una funda de cuero y una vejiga de
cerdo, pues no podía soportar la pérdida de la más mínima parte de su fuerza.
Cada nación podía extraer de ella su propia sopa, según la manera de volver y
emplear las botellas. Había allí vieja sopa alemana de sangre, con albóndigas
de bandido, y también la clara sopa casera, con consejeros de Corte de verdad,
puestos allí como raíces, mientras en la superficie flotaban ojos de grasa
filosófica. Había sopa de institutriz inglesa y el potaje francés «a la Kock»,
preparado con huesos de pollo y huevos de gorrión, llamado también «sopa
cancán»; pero la mejor de todas era la de Copenhague. Por lo menos eso decían
las familias.
Seguía la tragedia
en la botella de champaña, capaz de detonar, y esto es lo que debe hacer. La
comedia tenía forma de arena fina, para saltar a los ojos de la gente - nos
referimos a la comedia refinada -. La más burda estaba también en su botella,
pero sólo en forma de anuncios futuristas, y lo más substancioso de ella era el
título.
El hombre estaba
ensimismado en sus pensamientos, pero la mujer continuó, deseosa de terminar de
una vez.
- Ya has mirado
bastante lo que contiene el armario - le dijo Ya sabes lo que hay aquí, pero
todavía no conoces lo principal, que deberías saber también. Los fuegos fatuos
están en la ciudad. Esto es más importante que la Poesía y el Cuento. Tendría
que callarme la boca, pero debe haber una fatalidad, un destino, que cuando
llevo algo dentro, se me sube a la garganta y tengo que soltarlo. Los fuegos
fatuos están en la ciudad. Andan sueltos. ¡Cuidado con ellos, hombres!
- No entiendo una
palabra - dijo el hombre.
- Haz el favor de
sentarte sobre el armario - replicó ella pero cuidado con caerte dentro y
romperme las botellas, ya sabes lo que contienen. Te contaré el gran acontecimiento;
es muy reciente, sólo de anteayer. Correrá aún durante trescientos sesenta y
cuatro días. ¿Sabes cuántos días tiene el año, no?
Y la reina del
pantano inició su narración.
- Aquí ocurrió ayer
un gran suceso. Fue bautizado un niño. Nació un duendecillo; mejor dicho,
nacieron doce duendes, que tienen la facultad de adoptar la figura humana
cuando quieren, y obrar y mandar como si fuesen hombres de carne y hueso. En el
pantano esto constituye un gran acontecimiento; por eso acudieron a bailar los
fuegos fatuos, varones y hembras, por la superficie del agua y por el prado.
Hay también mujercitas, pero no se habla de ellas. Yo me senté sobre el
armario, con los doce recién nacidos en el regazo. Brillaban como luciérnagas;
empezaban ya a dar saltitos y crecían a ojos vistas, tanto, que al cabo de un
cuarto de hora todos eran tan talluditos como sus padres o sus tíos. Ahora
bien, existe un derecho tradicional, un privilegio, según el cual cuando la
luna ocupa la posición que ocupaba ayer en el cielo y el viento sopla como ayer
soplaba, se permite a los fuegos fatuos que han nacido en aquella hora y
minuto, transformarse en seres humanos y obrar como tales. El fuego fatuo puede
vagar por el campo o introducirse en el gran mundo, con tal que no tema caerse
al lago o ser arrastrado por el huracán. Puede incluso introducirse en una
persona y hablar por ella, y efectuar todos sus movimientos. El duende puede
tomar cualquier figura de hombre o de mujer, actuar en su espíritu según se le
antoje. Tiene empero la obligación de desencaminar en un año a trescientos
sesenta y cinco seres humanos, extraviarles de la senda de la verdad y la
justicia, y ello en gran estilo. Entonces alcanza el honor máximo a que puede
llegar un duende: el de convertirse en postillón de la carroza del diablo,
vestir fulgurante librea amarilla y despedir llamas por la boca. A un duende
sencillo la boca se le hace agua ante esta perspectiva. Pero ese trabajo
comporta también sus peligros y no pocas fatigas. Si el hombre sabe abrir los ojos
y, al darse cuenta de lo que tiene delante, se lo sacude, el otro está perdido
y ha de volver al pantano. Y si al duende lo acomete la nostalgia de su familia
antes de que haya transcurrido el año y se rinde, está perdido también, ya no
seguirá ardiendo con claridad, se apagará y no podrá ser encendido de nuevo. Y
si al término del año no ha desencaminado a trescientos sesenta y cinco
personas y no se ha llevado todo lo que es bueno y grande, queda condenado a
yacer en la madera podrida y brillar sin moverse, lo cual es el castigo más
terrible para un duende, tan dinámico por naturaleza. Todo esto lo sabía yo, y
se lo dije a los doce duendecillos que tuve en mi regazo, y que estaban como
fuera de sí de alegría. Les dije que lo más seguro y cómodo era renunciar al
honor y no hacer nada; pero los pequeños no quisieron escucharme; se veían ya
en sus fulgurantes ropajes amarillos, despidiendo fuego por la boca. «Quedaos
con nosotros», les aconsejaron algunos viejos, mientras otros les decían:
«Probad suerte con los hombres. Los hombres secan nuestros prados, los
desaguan. ¡Qué será de nuestros descendientes!».
«¡Queremos brillar,
brillar!», exclamaban los fuegos fatuos recién nacidos; y así fue convenido.
Enseguida empezó el
baile del minuto; más breve no podía ser. Las doncellas elfas dieron unas
vueltas con todos los demás, para no pasar por orgullosas, aunque preferían
bailar solas. Luego vino el reparto de los regalos de los padrinos. Los
obsequios volaron como guijarros por encima de las aguas pantanosas. Cada ella
dio una punta de su velo. «¡Cógelo! - decían - y sabrás bailar
maravillosamente, con los pasos y movimientos más difíciles. Podrás adoptar la
actitud correcta y exhibirte en la sociedad más distinguida».
El hombre nocturno
enseñó a cada uno de los nuevos fuegos fatuos a decir «¡bra, bra, bravo!», y a
decirlo en el lugar apropiado, lo cual es una gran ciencia, y de gran
rendimiento.
También la lechuza
y la cigüeña soltaron algo, pero no valía la pena hablar de ello, dijeron, y
así lo dejaremos. La partida de caza del rey Waldemar pasó corriendo por encima
del pantano, y cuando sus señorías se enteraron de la fiesta, enviaron como
obsequio un par de excelentes perros, capaces de correr como el viento y de
llevar a lomos uno o incluso tres fuegos fatuos. Dos viejas pesadillas, que se
alimentan cabalgando, participaron también en el banquete. De ellas aprendieron
el arte de introducirse por el ojo de las cerraduras, y esto equivale a tener
todas las puertas abiertas. Ofreciéronse además a guiar a los jóvenes fuegos
fatuos a la ciudad; la conocían muy bien. Generalmente cabalgan sobre el pelo
que les crece en el cogote, que es muy largo y se lo atan en un moño, para
sentarse sobre una silla dura, y así cruzan los aires; pero en aquella ocasión
montaron los salvajes perros de caza, llevando en el regazo a los jóvenes
fuegos fatuos, dispuestos a descarriar y perder a los hombres. ¡Arre, a todo
galope! Todo esto sucedió anoche. Ahora los fuegos fatuos están en la ciudad;
manos a la obra, pero dónde y cómo, ¡cualquiera lo sabe! Me corre un cosquilleo
por el dedo gordo del pie; esto siempre me anuncia algo.
- Esto es todo un
cuento - dijo el hombre.
- Sí, pero sólo el
principio - respondió la mujer -. ¿Podrías explicarme ahora cómo se las
arreglan los fuegos fatuos, cómo se comportan, qué figuras adoptan para
descarriar a los hombres?
- Creo - dijo el
hombre - que podría componerse toda una novela sobre ellos, una novela en doce
partes, una para cada uno; o, mejor aún, toda una comedia popular.
- Deberías
escribirla - dijo la mujer -. Aunque más vale quizá que lo dejes correr.
- Sí, eso es lo más
cómodo - respondió el hombre -. Así no te calumnian luego en los periódicos, lo
cual es tan fastidioso como para un fuego fatuo tener que alojarse en la madera
podrida y brillar sin poder decir esta boca es mía.
- A mí me da lo
mismo - dijo la mujer -. Pero mejor será que dejes que la escriban otros, tanto
si saben como si no. Te daré una vieja espita de mi barril. Con ella podrás
abrir el armario de la poesía embotellada y sacar lo que te haga falta. Pero en
cuanto a ti, amigo mío, me parece que te has manchado ya bastante los dedos de
tinta y que has llegado a una edad en que no está bien correr en busca de
cuentos, sobre todo habiendo cosas mucho más importantes que hacer. ¿Sabes a
qué me refiero?
- Los fuegos fatuos
están en la ciudad - dijo el hombre -. Lo he oído y comprendido. Pero, ¿qué
debo hacer? Me molerían a palos si lo viera y dijera a las gentes: «¡Cuidado,
ahí va un duende vestido de levita!».
- También van en camisa
- dijo la mujer -. El duende puede adoptar todas las formas y presentarse en
todos los lugares. Va a la iglesia, aunque no por amor a Dios; a lo mejor se
introduce dentro del párroco. Pronuncia discursos los días de elecciones, no
con miras al bien del país y del imperio, sino pensando en su propio beneficio.
Es artista, lo mismo con la paleta que en el teatro, pero cuando se ha hecho el
amo, la olla está vacía. Y yo charla que te charla, pero he de sacar lo que
tengo en el buche, en perjuicio de mi propia familia. Por lo visto, debo
constituirme ahora en salvadora de los hombres. En realidad no lo hago por
buena voluntad o para que me den una medalla. Estoy haciendo la mayor locura
que puedo hacer: decirlo a un poeta, con lo cual muy pronto lo sabrá la ciudad
entera.
- La ciudad no se
lo tomará en serio - dijo el hombre -. Nadie me hará caso, pues todos creerán
que les estoy contando un cuento, cuando les diga, con toda la seriedad de que
soy capaz: «Los fuegos fatuos están en la ciudad, según me dijo la reina del
pantano. ¡Mucho ojo, pues!».
El molino
de viento
En la cima del
cerro había un molino de viento, de altivo aspecto; y la verdad es que se
sentía muy orgulloso.
- No es que sea
orgulloso - decía -, lo que sí soy muy ilustrado, por fuera y por dentro. Tengo
el sol y la luna para mi uso externo y también interno, y además dispongo de
velas de estearina, lámparas de aceite y bujías de sebo. Bien puedo decir que
soy un molino de luces; un ser inteligente y tan perfecto, que da gusto. Tengo
en el pecho una rueda, y cuatro alas dispuestas sobre la cabeza, inmediatamente
debajo del sombrero. Las aves, en cambio, poseen sólo dos, y las llevan en la
espalda. De nacimiento soy holandés, bien se nota por mi figura; un holandés
volante que, como no ignoro, figura entre los seres sobrenaturales, y, con
todo, soy perfectamente natural. Tengo una galería alrededor del estómago y una
vivienda en la parte inferior; en ella habitan mis pensamientos. Al más fuerte
de ellos, el que manda y domina, lo llaman los demás «el molinero». Ése sabe lo
que se trae entre manos, y está muy por encima de la harina y la sémola; sin
embargo, tiene a su compañera, la «molinera». Ella es el corazón; no corre sin
ton ni son de un lado para otro, pues también ella sabe lo que quiere y lo que
puede; es suave como una leve brisa, y fuerte como un vendaval; es prudente y
logra imponer su voluntad. Es mi sentido de la suavidad, el padre es el de la
dureza. Aunque son dos, forman una sola persona, y entre ellos se llaman «mi
mitad». Tienen hijos: pequeños pensamientos que crecerán. ¡Cuántas diabluras
cometen los rapaces! No hace mucho me sentía deprimido e hice que el padre y
sus oficiales examinasen mi mecanismo y la rueda que tengo en el pecho; quería
saber lo que me ocurría, pues algo en mí no marchaba como debiera, y conviene
vigilarse; los pequeñuelos metieron un ruido infernal, cosa muy enfadosa cuando
se vive en la cumbre de una colina. Hay que contar con que todos te ven, y no
se debe despreciar la opinión pública. Pero, como iba diciendo, los chiquillos
cometieron una de travesuras... El más chiquitín se me subió sobre el sombrero,
y armó tal alboroto que me daba cosquillas. Los pensamientos chicos pueden
crecer, lo sé por experiencia. Y de fuera vienen también pensamientos, y no
precisamente de mi linaje, pues no veo a ningún pariente en todo lo que alcanza
mi vista; estoy sólo. Pero las casas sin alas, donde no se oye el girar de la
rueda, tienen también pensamientos que vienen a reunirse con los míos y se
enamoran unos de otros, como suele decirse. Es bien asombroso. ¡La de cosas
extrañas que hay en el mundo! No sé si me ha venido de dentro o de fuera, pero
el hecho es que ha habido un cambio en mi mecanismo. Es algo así como si el
padre hubiese cambiado su mitad, como si hubiera venido un sentido más dulce
aún, una compañera más amorosa, joven y buena y, sin embargo, la misma, pero
más dulce y más piadosa a medida que pasa el tiempo. Lo amargo se ha evaporado;
el conjunto resulta muy agradable. Van y vienen los días, cada vez más claros y
alegres, hasta que - sí, dicho y escrito está - llegará uno en que todo habrá
terminado para mí, aunque no del todo. Me derribarán para reconstruirme, nuevo
y mejor. Desapareceré, pero seguiré viviendo. Seré distinto y, no obstante,
seré el mismo. Esto me resulta muy difícil de comprender, pese a toda mi
ilustración y a que me iluminan el sol, la luna, la estearina, el aceite y el
sebo. Mis viejas paredes y habitaciones volverán a alzarse de entre los
escombros. Espero que conservaré mis antiguos pensamientos: el molinero, la
madre, los mayores y los chicos, la familia, como los llamo en conjunto, uno y,
sin embargo, tantos, todo el conjunto de pensamientos, que ya me es
imprescindible. Y tengo que seguir también siendo yo mismo, con la rueda en el
pecho, las alas sobre la cabeza, la galería en torno al estómago; de otro modo
no me reconocería, y tampoco me reconocerían los demás, y no podrían decir:
«Ahí tenemos el molino en la colina, tan apuesto pero nada orgulloso».
Todo esto dijo el
molino, y muchas cosas más; pero lo más importante es lo que hemos apuntado.
Y vinieron los días
y se fueron, hasta que llegó el último. Estalló un incendio en el molino;
eleváronse las llamas, proyectándose hacia fuera y hacia dentro, lamiendo las
vigas y planchas y devorándolas. Desplomóse el edificio, y no quedó de él más
que un montón de cenizas. De él se levantaba una columna de humo, que el viento
dispersó.
Lo que de vivo
había en el molino, vivo quedó, y, en vez de sufrir daños, más bien salió
ganando. La familia del molinero, un alma con muchos pensamientos, se construyó
un molino nuevo y hermoso para su servicio, de aspecto exactamente igual al
anterior, por lo que la gente decía: «Ahí está el molino de la colina, altivo y
apuesto». Pero estaba mejor construido, más a la moderna, pues los tiempos
progresan. Los viejos maderos, carcomidos y esponjosos, yacían convertidos en
polvo y ceniza; el cuerpo del molino no volvió a levantarse, como él había
creído; había dado fe a las palabras, pero no hay que tomar las cosas tan al
pie de la letra.
El chelín
de plata
Érase una vez un
chelín. Cuando salió de la ceca, pegó un salto y gritó, con su sonido metálico
«¡Hurra! ¡Me voy a correr mundo!». Y, efectivamente, éste era su destino.
El niño lo sujetaba
con mano cálida, el avaro con mano fría y húmeda; el viejo le daba mil vueltas,
mientras el joven lo dejaba rodar. El chelín era de plata, con muy poco cobre,
y llevaba ya todo un año corriendo por el mundo, es decir, por el país donde lo
habían acuñado. Pero un día salió de viaje al extranjero. Era la última moneda
nacional del monedero de su dueño, el cual no sabía ni siquiera que lo tenía,
hasta que se lo encontró entre los dedos.
- ¡Toma! ¡Aún me
queda un chelín de mi tierra! - exclamó - ¡Hará el viaje conmigo! -. Y la pieza
saltó y cantó de alegría cuando la metieron de nuevo en el bolso. Y allí estuvo
junto a otros compañeros extranjeros, que iban y venían, dejándose sitio unos a
otros mientras el chelín continuaba en su lugar. Era una distinción que se le
hacía.
Llevaban ya varias
semanas de viaje, y el chelín recorría el vasto mundo sin saber fijamente dónde
estaba. Oía decir a las otras monedas que eran francesas o italianas. Una
explicaba que se encontraban en tal ciudad, pero el chelín no podía formarse
idea. Nada se ve del mundo cuando se permanece siempre metido en el bolso, y
esto le ocurría a él. Pero un buen día se dio cuenta de que el monedero no
estaba cerrado, por lo que se asomó a la abertura, para echar una mirada al
exterior. Era una imprudencia, pero pudo más la curiosidad, y esto se paga.
Resbaló y cayó al bolsillo del pantalón, y cuando, a la noche, fue sacado de él
el monedero, nuestro chelín se quedó donde estaba y fue a parar al vestíbulo
con las prendas de vestir; allí se cayó al suelo, sin que nadie lo oyera ni lo
viese. A la mañana siguiente volvieron a entrar las prendas en la habitación;
el dueño se las puso y se marchó, pero el chelín se quedó atrás. Alguien lo
encontró y lo metió en su bolso, para que tuviera alguna utilidad.
«Siempre es interesante
ver el mundo - pensó el chelín -, conocer a otras gentes, otras costumbres».
- ¿Qué moneda es
ésta? - exclamó alguien -. No es del país. Debe ser falsa, no vale.
Y aquí empieza la
historia del chelín, tal y como él la contó más tarde.
- ¡Falso! ¡Que no
valgo! Aquello me hirió hasta lo más profundo - dijo el chelín -. Sabía que era
de buena plata, que tenía buen sonido, y el cuño auténtico. «Esta gente se
equivoca - pensé - o tal vez no hablan de mí». Pero sí, a mí se referían: me
llamaban falso e inútil. «Habrá que pasarlo a oscuras», dijo el hombre que me
había encontrado; y me pasaron en la oscuridad, y a la luz del día volví a oír
pestes: «¡Falso, no vale! Tendremos que arreglarnos para sacárnoslo de encima».
Y el chelín
temblaba entre los dedos cada vez que lo colaban disimuladamente, haciéndolo
pasar por moneda del país.
- ¡Mísero de mí!
¿De qué me sirve mi plata, mi valor, mi cuño, si nadie los estima? Para el
mundo nada vale lo que uno posee, sino sólo la opinión que los demás se han
formado de ti. Debe ser terrible tener la conciencia cargada, haber de
deslizarse por caminos tortuosos, cuando yo, que soy inocente, sufro tanto sólo
porque tengo las apariencias en contra. Cada vez que me sacaban, sentía pavor
de los ojos que iban a verme. Sabía que me rechazarían, que me tirarían sobre
la mesa, como si fuese mentira y engaño.
Una vez fui a parar
a manos de una mujer vieja y pobre, en pago de su duro trabajo del día; y ella
no encontraba medio de sacudírseme; nadie quería aceptarme, era una verdadera
desgracia para la pobre.
- No tengo más
remedio que colarlo a alguien - decía -; no puedo permitirme el lujo de guardar
un chelín falso. El rico panadero se lo tragará; no le hace tanta falta como a
mí; pero, sea como fuere, es una mala acción de mi parte.
- ¡Vaya! ¡Encima
voy a ser una carga sobre la conciencia de esta vieja! - suspiró el chelín -.
¿Tanto he cambiado en estos últimos tiempos?
La mujer se fue a
la tienda del rico panadero, pero el hombre era perito en materia de monedas
buenas y falsas. No me quiso, y hube de sufrir que me arrojaran a la cara de la
vieja, la cual tuvo que volverse sin pan. Mi corazón sangraba, pues sólo me
habían acuñado para causar disgustos a los demás. ¡Yo, que de joven tanta
confianza había merecido y había estado tan seguro y orgulloso de mi valor y de
la autenticidad de mi cuño! Me invadió una melancolía tal como sólo un pobre
chelín puede sentir cuando nadie lo quiere.
Pero la mujer se me
llevó nuevamente a su casa y me miró con cariño, con dulzura y bondad. «¡No, no
engañaré a nadie más contigo! - dijo -. Voy a agujerearte para que todo el
mundo vea que eres falso; y, no obstante - se me ocurre una idea -, tal vez
eres una moneda de la suerte. Se me acaba de ocurrir este pensamiento, y quiero
creer en él. Haré un agujero en el chelín, le pasaré un cordón y lo colgaré del
cuello del pequeñuelo de la vecina como moneda de la suerte».
Y me agujereó,
operación nada agradable, pero que uno soporta cuando se hace con buena
intención. Me pasaron un cordón por el orificio, y quedé convertido en una
especie de medallón. Colgáronme del cuello del niño, que me sonrió y me besó; y
toda la noche descansé sobre el pecho calentito e inocente de la criatura.
A la mañana
siguiente, la madre me cogió entre sus dedos y me examinó; pronto comprendí que
traía alguna intención. Cogiendo las tijeras, cortó la cuerdecita que me ataba.
- ¿El chelín de la
suerte? - dijo -. Pronto lo veremos -. Me puso en vinagre, con lo que muy
pronto estuve completamente verde. Luego taponó el agujero y, tras haberme
frotado un poco, al atardecer se fue conmigo a la administración de loterías
para comprar un número, que debía ser el de la suerte.
¡Qué mal lo pasé!
Sentíame oprimido como si fuese a romperme; sabía que me calificarían de falso
y me rechazarían, y ello en presencia de todo aquel montón de monedas, todas
con su cara y su inscripción, de que tan orgullosas podían sentirse. Pero me
fue ahorrada aquella vergüenza; había tanta gente en el despacho de loterías, y
el hombre estaba tan atareado, que fui a parar a la caja junto con las demás
piezas. Si luego salió premiado el billete, es cosa que ignoro; lo que sí sé es
que al día siguiente fui reconocido por falso, puesto aparte y destinado a
seguir engañando, siempre engañando. Esto es insoportable cuando se tiene una
personalidad real y verdadera, y nadie puede negar que yo la tengo.
Durante mucho
tiempo fui pasando de mano en mano, de casa en casa, recibido siempre con
improperios, y siempre mal visto. Nadie fiaba en mí; yo había perdido toda
confianza en mí mismo y en el mundo. ¡Fueron duros aquellos tiempos!
Un día llegó un
viajero; me pusieron en sus manos, y el hombre fue lo bastante cándido para
aceptarme como moneda corriente. Pero cuando llegó el momento de pagar conmigo,
volví a oír el sempiterno insulto: «No vale. Es falso».
- Pues yo lo tomé
por bueno - dijo el hombre, examinándome con detenimiento. Y, de repente, se
dibujé una amplia sonrisa en su cara, cosa que no se había producido en ninguna
de cuantas me habían mirado. - ¡Qué es esto! - exclamó -. Pero si es una moneda
de mi país, un bueno y auténtico chelín de casa, que agujerearon y ahora tienen
por falso. ¡Vaya caso divertido! Me lo guardaré y me lo llevaré a mi tierra.
Me estremecí de
alegría al oírme llamar chelín bueno y legítimo. Volvería a mi patria, donde
todos me conocerían, y sabrían que soy de buena plata y de auténtico cuño.
Habría echado chispas de puro gozo, pero eso de despedir chispas no me va, lo
hace el acero, pero no la plata.
Me envolvieron en
un papel fino y blanco para no confundirme con las demás monedas y pasarme por
descuido. Y sólo me sacaban en ocasiones solemnes, cuando acertaban a
encontrarse paisanos míos, y siempre hablaban muy bien de mí. Decían que era
interesante; es chistoso eso de ser interesante sin haber pronunciado una sola
palabra. Y al fin volví a mi patria. Mis penalidades tocaron a su fin y comenzó
mi dicha. Era de buena ley, llevaba el cuño legitimo, y el haber sido
agujereado para marcarme como falso no suponía desventaja alguna. Con tal de no
serlo, la cosa no tiene importancia. Hay que tener paciencia y perseverar, que
con el tiempo se hace justicia. Ésta es mi creencia - terminó el chelín.
En el
cuarto de los niños
Papá, mamá y todos
los hermanitos habían ido a ver la comedia; Anita y su padrino quedaron solos
en casa.
- También nosotros
tendremos nuestra comedia - dijo el padrino -. Manos a la obra.
- Pero no tenemos
teatro - replicó la pequeña Anita -, ni nadie que haga de cómico. Mi vieja
muñeca es demasiado fea, y no quiero que se arrugue el vestido de la nueva.
- Cómicos siempre
hay, si nos contentamos con lo que tenemos - dijo el padrino -.
Ante todo vamos a
construir el teatro. Pondremos aquí un libro, allí otro, y un tercero
atravesado. Ahora tres del otro lado; ya tenemos los bastidores.
Aquella caja vieja
podrá servirnos de fondo; pondremos la base hacia fuera. La escena representa
una habitación, esto está claro. Dediquémonos ahora a los personajes. Veamos
qué hay en la caja de los juguetes. Primero los personajes, después la obra; cuando
tengamos los primeros, la otra vendrá por sí sola, y la cosa saldrá que ni
pintada. Aquí hay una cabeza de pipa, y allí un guante sin pareja; podrán ser
padre e hija.
- Pero no basta con
dos - protestó Anita -. Aquí tengo el chaleco viejo de mi hermano. ¿No podría
trabajar también?
- Desde luego; ya
tiene la edad suficiente para ello - asintió el padrino.
- Será el galán. No
lleva nada en los bolsillos; esto es ya interesante, revela un amor
desgraciado. Y aquí están las botas del cascanueces con espuelas y todo,
¡caramba, pues no puede pavonearse y zapatear! Será el pretendiente
intempestivo, a quien la señorita no puede sufrir. ¿Qué comedia prefieres?
¿Quieres un drama o una pieza de familia?
- ¡Eso! - exclamó
Ana -. A los demás les gusta mucho. ¿Sabes una?
- ¡Uf! ¡Ciento! -
exclamó el padrino -. Las más apreciadas son traducidas del francés, pero no
son propias para niñas. Hay una que es preciosa, aunque en el fondo todas se
parecen. ¡Agito el saco! ¡Flamante! ¡Son completamente nuevas! Fíjate sino en
él cartel -. Y el padrino, cogiendo un periódico, hizo como que leía en alta
voz: «El Cabeza de Pipa y la buena cabeza. Comedia de familia, en un acto».
Reparto:
Señor Cabeza de Pipa, el padre.
Señorita Guante, la hija.
Señor Chaleco, el enamorado.
Señor de la Bota, pretendiente.
Y ahora,
¡a empezar! Se levanta el telón; como no lo tenemos, figurémonos que ya está
levantado. Todos los personajes están en escena; así los tenemos ya reunidos.
Yo haré de padre Cabeza de Pipa. Hoy está airado; ya se ve que es espuma de mar
ahumada:
-
¡Tonterías y nada más que tonterías! Yo soy el amo en mi casa. ¡Soy el padre de
mi hija! Atención a lo que digo. El Señor de la Bota es persona muy
distinguida, tafilete por encima y espuelas abajo. Se casará con mi hija.
- Atiende
al Chaleco, Anita - dijo el padrino. - Ahora habla el Chaleco. Tiene el cuello
vuelto, es muy modesto, pero conoce su valor y está en su derecho al decir lo
que dice:
- Soy una
persona intachable, y la bondad cuenta mucho. Soy de seda auténtica y llevo cordones.
- Sólo
los lleva el día de la boda; y cuando lo lavan, pierde el color - Esto lo dice
el Señor Cabeza de Pipa -. El Señor de la Bota es impermeable, de cuero
resistente, y, sin embargo, muy suave; puede crujir, chacolotear con las
espuelas, y tiene cara de italiano.
-
Deberían hablar en verso - dijo Anita -. Quedaría mucho más bonito.
- No hay
inconveniente - asintió el padrino -. Cuando el público lo manda, se habla en
verso. Fíjate ahora en la señorita Guante, que extiende los dedos:
Antes quedar solterona
que casarme con esta persona.
¡Ay, no lo quiero!
¡Oíd cómo se me rompe el cuero!
- Tonterías.
Esto lo dice el señor Cabeza de
Pipa. Oigamos ahora al Chaleco:
Guante, de ti me habría enamorado,
aunque en España te hubiesen
fabricado.
Holger Dranske lo ha jurado.
El señor de la Bota protesta, hace
sonar las espuelas y derriba tres bastidores.
- ¡Magnífico! - palmotea la pequeña
Anita.
- ¡Cállate, cállate! - dice el
padrino -. El aplauso mudo demuestra que tú eres un público ilustrado, sentado
en las primeras filas. Ahora la señorita Guante canta su gran aria:
Mi voz se quiebra de emoción,
y me saldrá un gallo del corazón.
¡Quiquiriquí, cantan en el balcón!
- Ahora viene lo más emocionante,
Anita. Es lo principal de la obra. ¿Ves? El señor Chaleco se abotona, y te
dirige su discurso para que lo aplaudas; pero no lo hagas, es más distinguido.
Escucha cómo cruje la seda: «¡Me empujan a una acción extrema! ¡Guárdese! Ahora
viene la intriga: si usted es Cabeza de Pipa, yo soy la buena cabeza. ¡Paf! ¡Desaparecido!».
¿Ves, Anita? - dijo el padrino -. La escenificación y la obra son estupendas;
el señor Chaleco agarró al viejo Cabeza de Pipa y se lo metió en el bolsillo.
Allí está, y el Chaleco dice: «Ahora lo tengo en el bolsillo, en el bolsillo
más hondo. No saldrá de él hasta que me prometa unirme a su hija, Guante
Izquierdo. Yo le ofrezco la derecha».
- ¡Qué bonito! - exclamó Anita.
Ahora contesta el viejo Cabeza de
Pipa:
A pesar de ser todo oído,
me quedé tonto y sin eco.
Mi buen humor se ha perdido
y echo a faltar mi tubo hueco.
¡Ay! nunca me sentí tan infeliz
como aquí.
Vuélveme a la luz, y al instante
te casaré con mi hijita Guante.
- ¿Se ha terminado? - preguntó
Anita.
- ¡Dios nos libre! - contestó el
padrino -. Sólo ha terminado para el señor de la Bota. Los enamorados se
arrodillan; Lino canta:
¡Padre!
Y el otro:
¡Ya puedes salir
y a tus hijos bendecir!
Les echa la bendición, se celebra
la boda y los muebles cantan a coro:
¡Knik, knak, knak!
Gracias, público amado.
La comedia ha terminado.
- Y ahora nosotros a aplaudir -
dijo el padrino -. Así saldrán todos a escena, incluso los muebles. Son de
caoba.
- ¿Crees que nuestra comedia es tan
buena como la que han visto los otros en el teatro de verdad?
- ¡Mucho mejor! - dijo el padrino
-. Es más corta, no ha costado un céntimo, y nos ha ayudado a esperar la hora
de la merienda.
El tesoro
dorado
La mujer del tambor
fue a la iglesia. Vio el nuevo altar con los cuadros pintados y los ángeles de
talla. Todos eran preciosos, tanto los de las telas, con sus colores y
aureolas, como los esculpidos en madera, pintados y dorados además. Su
cabellera resplandecía, como el oro, como la luz del sol; era una maravilla.
Pero el sol de Dios era aún más bello; lucía por entre los árboles oscuros con
tonalidades rojas, claras, doradas, a la hora de la puesta. ¡Qué hermoso es
mirar la cara de Nuestro Señor! Y la mujer contemplaba el sol ardiente,
mientras otros pensamientos más íntimos se agitaban en su alma. Pensaba en el
hijito que pronto le traería la cigüeña, y esta sola idea la alborozaba. Con
los ojos fijos en el horizonte de oro, deseaba que su niño tuviese algo de
aquel brillo del sol, que se pareciese siquiera a uno de aquellos angelillos
radiantes del nuevo altar.
Cuando, por fin,
tuvo en sus brazos a su hijito y lo mostró al padre, era realmente como uno de
aquellos ángeles de la iglesia; su cabello dorado brillaba como el sol
poniente.
- ¡Tesoro dorado,
mi riqueza, mi sol! - exclamó la madre besando los dorados ricitos; y pareció
como si en la habitación resonara música y canto. ¡Cuánta alegría, cuánta vida,
cuánto bullicio! El padre tocó un redoble en el tambor, un redoble de
entusiasmo. Decía:
- ¡Pelirrojo! ¡El
chico es pelirrojo! ¡Atiende al tambor y no a lo que dice su madre! ¡Ran, ran,
ranpataplán!
Y toda la ciudad
decía lo mismo que el tambor.
Llevaron el niño a
la iglesia para bautizarlo. Nada había que objetar al nombre que le pusieron:
Pedro. La ciudad entera, y con ella el tambor, lo llamó Pedro, el pelirrojo
hijo del tambor. Pero su madre le besaba el rojo cabello y lo llamaba su tesoro
dorado.
En la hondonada
había una ladera arcillosa en la que muchos habían grabado su nombre, como
recuerdo.
- La fama - decía
el padre de Pedro - no hay que despreciarla - y así grabó el nombre propio
junto al de su hijo.
Vinieron las
golondrinas; en el curso de sus largos viajes habían visto antiguas
inscripciones en las paredes rocosas del Indostán y en los muros de sus
templos: grandes gestas de reyes poderosos, nombres inmortales, tan antiguos,
que nadie era capaz de leerlos ni pronunciarlos siquiera.
- ¡Gran nombre!
¡Fama!
Las golondrinas
construyeron sus nidos en la cañada. Abrían agujeros en la pared de arcilla. El
viento y la lluvia descompusieron los nombres y los borraron, incluso los del
tambor y su hijito.
- Pero el nombre de
Pedro se conservó durante año y medio - dijo el padre.
«¡Tonto!», pensó el
instrumento; pero limitóse a decir: ¡Ran, ran, ranpataplán!
El rapazuelo
pelirrojo era un chiquillo rebosante de vida y alegría. Tenía una hermosa voz,
sabía cantar, y lo hacía como los pájaros del bosque. Eran melodías, y, sin
embargo, no lo eran.
- Tendrá que ser
monaguillo - decía la madre -. Cantará en la iglesia, debajo de aquellos
hermosos ángeles dorados a los que se parece.
- Gato color de
fuego - decían los maliciosos de la ciudad. El tambor se lo oyó a las comadres
de la vecindad.
- ¡No vayas a casa,
Pedro! - gritaban los golfillos callejeros
Si duermes en la
buhardilla, se pegará fuego en el piso alto y tu padre tendrá que batir el
tambor.
- ¡Pero antes me
dejará las baquetas! - replicaba Pedro, y, a pesar de ser pequeño, arremetía
valientemente contra ellos y tumbaba al primero de un puñetazo en el estómago,
mientras los otros ponían pies en polvorosa.
El músico de la
ciudad era un hombre fino y distinguido, hijo de un tesorero real. Le gustaba
el aspecto de Pedro, y alguna vez que otra se lo llevaba a su casa; le regaló
un violín y le enseñó a tocarlo. El niño tenía gran disposición; la habilidad
de sus dedos parecía indicar que iba a ser algo más que tambor, que sería
músico municipal.
- Quiero ser
soldado - decía, sin embargo. Era todavía un chiquillo, y creía que lo mejor
del mundo era llevar fusil, marcar el paso, «¡un, dos, un, dos!», y lucir
uniforme y sable.
- Pues tendrás que
aprender a obedecer a mi llamada - decía el tambor -. ¡Plan, plan, rataplán!
- Eso estaría bien,
si pudieses ascender hasta general - decía el padre -. Mas para eso hace falta
que haya guerra.
- ¡Dios nos guarde!
- exclamaba la madre.
- Nada tenemos que
perder - replicaba el hombre.
- ¿Cómo que no? ¿Y
nuestro hijo?
- Mas piensa que
puede volver convertido en general.
- ¡Sin brazos ni
piernas! - respondía la madre -. No, yo quiero guardar mi tesoro dorado.
¡Ran, ran, ran!, se
pusieron a redoblar los tambores. Había estallado la guerra. Los soldados
partieron, y el pequeño con ellos.
- ¡Mi cabecita de
oro! ¡Tesoro dorado! - lloraba la madre. En su imaginación, el padre se lo veía
«famoso». En cuanto al músico, opinaba que en vez de ir a la guerra debía
haberse quedado con los músicos municipales.
- ¡Pelirrojo! - lo
llamaban los soldados, y Pedro se reía; pero si a alguno se le ocurría llamarle
«Piel de zorro», el chico apretaba los dientes y ponía cara de enfado. El
primer mote no le molestaba.
Despierto era el
mozuelo, de genio resuelto y humor alegre.
- Ésta es la mejor
cantimplora - decían los veteranos.
Más de una noche
hubo de dormir al raso, bajo la lluvia y el mal tiempo, calado hasta los
huesos, pero nunca perdió el buen humor. Aporreaba el tambor tocando diana:
«¡Ran, ran, tan, pataplán! ¡A levantarse!». Realmente había nacido para tambor.
Amaneció el día de
la batalla. El sol no había salido aún, pero ya despuntaba el alba. El aire era
frío; el combate, ardiente. La atmósfera estaba empañada por la niebla, pero
más aún por los vapores de la pólvora. Las balas y granadas pasaban volando por
encima de las cabezas o se metían en ellas o en los troncos y miembros, pero el
avance seguía. Alguno que otro caía de rodillas, las sienes ensangrentadas, la
cara lívida. El tamborcito conservaba todavía sus colores sanos; hasta entonces
estaba sin un rasguño. Miraba, siempre con la misma cara alegre, el perro del
regimiento, que saltaba contento delante de él, como si todo aquello fuese pura
broma, como si las balas cayeran sólo para jugar con ellas. «¡Marchen! ¡De
frente!», decía la consigna del tambor. Tal era la orden que le daban. Sin
embargo, puede suceder que la orden sea de retirada, y a veces esto es lo más
prudente, y, en efecto, le ordenaron: «¡Retirada!»; pero el tambor no comprendió
la orden y tocó: «Adelante, al ataque!» Así lo había entendido, y los soldados
obedecieron a la llamada del parche. Fue un famoso redoble, un redoble que dio
la victoria a quienes estaban a punto de ceder.
Fue una batalla
encarnizada y que costó muy cara. La granada desgarra la carne en sangrantes
pedazos, incendia los pajares en los que ha buscado refugio el herido, donde
permanecerá horas y horas sin auxilio, abandonado tal vez hasta la muerte. De
nada sirve pensar en todo ello, y, no obstante, uno lo piensa, incluso cuando
se halla lejos, en la pequeña ciudad apacible. En ella cavilaban el viejo
tambor y su esposa. Pedro estaba en la guerra.
- ¡Ya estoy harto
de gemidos! - decía el hombre.
Se trabó una nueva
batalla; el sol no había salido aún, pero amanecía. El tambor y su mujer
dormían; se habían pasado casi toda la noche en vela, hablando del hijo, que
estaba allí - «en manos de Dios » -. Y el padre soñó que la guerra había
terminado, los soldados regresaban, y Pedro ostentaba en el pecho la cruz de
plata. En cambio, la madre soñaba que iba a la iglesia y contemplaba los
cuadros y los ángeles de talla, con su cabello dorado; y he aquí que su hijo
querido, el tesoro de su corazón, estaba entre los ángeles vestido de blanco,
cantando tan maravillosamente como sólo los ángeles pueden hacerlo, mientras se
elevaba al cielo con ellos y, envuelto en el resplandor del sol, enviaba un
dulce saludo a su madre.
- ¡Tesoro dorado! -
exclamó la mujer, despertando -. ¡Dios se lo ha llevado consigo! - Doblando las
manos hundió la cabeza en la cortina estampada y prorrumpió a llorar -. ¿Dónde
estará, entre el montón de caídos, en la gran fosa que cavan para los muertos?
Tal vez esté en el fondo del pantano. Nadie conoce su tumba, no habrán rezado
ninguna oración sobre ella -. Sus labios balbucearon un padrenuestro; agachó la
cabeza y se quedó medio dormida. ¡Se sentía tan cansada!
Fueron pasando los
días, entre la vida y los sueños.
Era al anochecer;
un arco iris se dibujaba encima del bosque, desde éste al profundo pantano.
Entre el pueblo circula una superstición que pasa por verdad incontrovertible.
Existe un gran tesoro en el lugar donde el arco iris toca la tierra. También
allí debía de haber uno; pero nadie pensó en el pequeño tambor, aparte su
madre, que de continuo soñaba en él.
Y los días fueron
pasando entre la vida y los sueños.
No había sufrido el
más mínimo rasguño, no había perdido uno solo de sus dorados cabellos. - ¡Plan,
plan, rataplán! ¡Es él, es él! - hubiera dicho el tambor y cantado la madre, si
lo hubiesen visto o soñado.
Entre cantos y
hurras y con los laureles de la victoria, regresaron los soldados a casa, una
vez terminada la guerra y concertada la paz. Describiendo grandes círculos
marchaba a la cabeza el perro del regimiento, como deseoso de hacer el camino
tres veces más largo.
Y pasaron semanas y
días, y Pedro se presentó en la casa de sus padres. Venía moreno como un
gitano, los ojos brillantes, radiante el rostro como la luz del sol. Su madre
lo estrechó entre sus brazos y lo besó en la boca, en los ojos, en el dorado
cabello. Volvía a tener al lado a su hijo. No lucía la cruz de plata, como
había soñado su padre, pero venía con los miembros enteros, como su madre no
había soñado. ¡Qué alegría! Lloraban y reían, y Pedro abrazó el viejo instrumento.
- ¡Todavía está
aquí ese trasto viejo! - dijo, y el padre tocó un redoble en él.
- Diríase que acaba
de estallar un gran incendio - exclamó el parche -. ¡Fuego en el tejado, fuego
en los corazones, tesoro mío! ¡Ran, ran, rataplán!
¿Y después? Sí, ¿y
después? Pregúntalo al músico.
- Pedro se
emancipará aún del tambor - dijo -. Pedro será más grande que yo - y eso que
era hijo de un criado del palacio real. Pero lo que había aprendido en toda una
vida, Pedro lo aprendió en medio año. Había tanta franqueza en él, daba una tal
impresión de bondad... Sus ojos brillaban, y brillaba su cabello, nadie podía
negarlo.
- Debería teñirse
el pelo - dijo la vecina -. A la hija del policía le quedó muy bien y pescó
novio.
- Pero al cabo de
muy poco lo tenía del color de lenteja de agua, y ahora tiene que estárselo
tiñendo continuamente.
- No le falta
dinero para hacerlo - replicó la vecina -, y tampoco le falta a Pedro. Lo
reciben en las casas más distinguidas, incluso en la del alcalde, y da
lecciones de piano a la señorita Lotte.
Sí, sabía tocar el
piano, e interpretaba melodías deliciosas, no escritas aún en ningún
pentagrama. Tocaba en las noches claras, y tocaba también en las oscuras. Era
inaguantable, decían los vecinos, y el viejo tambor de alarma también creía que
aquello era demasiado.
Tocaba hasta que
sus pensamientos levantaban el vuelo, y grandes proyectos para el futuro se
arremolinaban en su cabeza: ¡Gloria!
Y Lotte, la hija
del alcalde, estaba sentada al piano; sus finos dedos danzaban sobre las teclas,
y sus notas percutían en el corazón de Pedro. Parecíale como si aquello fuese
demasiado estrecho, y la impresión la tuvo no una vez, sino varias. Por eso un
día, cogiéndole los finos dedos y la delicada mano, la miró en los grandes ojos
castaños. Dios sólo sabe lo que dijo; nosotros podemos conjeturarlo. Lotte se
sonrojó hasta el cuello y los hombros; no le respondió una palabra. En aquel
momento entró un forastero en la habitación, un hijo del Consejero de Estado,
con una reluciente calva que le llegaba hasta el pescuezo. Pedro permaneció
mucho rato con ellos y la dulce mirada de Lotte no se apartó de él.
Aquella noche habló
a sus padres de lo grande que es el mundo, y de la riqueza que se encerraba
para él en el violín.
¡Gloria!
- ¡Ran, ran,
rataplán! - dijo el tambor de alarma -. Este Pedro nos va a volver locos. Me
parece que está chiflado.
A la mañana
siguiente, la madre se fue a la compra.
- ¿Sabes la última
noticia, Pedro? - dijo al volver -. Lotte, la hija del alcalde, se ha prometido
con el hijo del Consejero de Estado. Anoche mismo se cerró el compromiso.
- ¡No! - exclamó
Pedro, saltando de la silla. Pero su madre insistió en que sí; lo sabía por la
mujer del barbero, al cual se lo había comunicado el propio alcalde.
Pedro se volvió
pálido, y cayó desplomado en la silla.
- ¡Dios santo! ¿Qué
te pasa? - gritó la mujer.
- ¡Nada! ¡nada!
Dejadme marchar - respondió él; y las lágrimas le rodaron por las mejillas.
- ¡Hijo mío
querido! ¡Tesoro dorado! - exclamó la madre, llorando. Pero el tambor de alarma
se puso a tocar: ¡Lotte murió, Lotte murió! ¡Se terminó la canción!
Pero la canción no
había terminado todavía; quedaban aún muchas estrofas y muy largas, las más
bellas; un tesoro para toda la vida.
- ¡Pues sí que lo
ha cogido fuerte! - dijo la vecina -. Todos tienen que leer las cartas que le
envía su tesoro, y escuchar lo que los diarios cuentan de él y de su violín. Le
manda mucho dinero, y bien que lo necesita la mujer desde que enviudó.
- Toca en presencia
de reyes y emperadores - dijo el músico
A mí la suerte no
me sonrió. Pero él fue mi discípulo y recuerda a su viejo maestro.
- Su padre soñaba -
dijo la mujer - que Pedro regresaba de la guerra con una cruz de plata en el
pecho. En campaña no la ganó, allí debe de ser más difícil, obtenerlo. Pero
ahora luce la cruz de caballero. ¡Si su padre pudiera verlo!
- ¡Famoso! - gruñía
el tambor de alarma, y toda su ciudad natal lo repetía. Aquel tamborcillo,
Pedro, el pelirrojo, que de niño calzaba zuecos y a quien de mayor habían visto
tocar el tambor y en el baile, era ya famoso.
- Tocó ante
nosotros antes de hacerlo ante los reyes - decía la alcaldesa -. Entonces
estaba loco por Lotte. Quería subir y siempre subir. Era presumido y extraño.
Mi marido se echó a reír cuando se enteró de aquel desatino. Hoy Lotte es la
señora consejera.
Se escondía un
tesoro en el corazón de aquel pobre niño que de tamborcillo había tocado el
«¡Adelante, marchen!», llevando a la victoria a los que estaban a punto de
ceder. En su corazón había un tesoro, un manantial de notas divinas que se
escapaban de su violín como si en él estuviera encerrado todo un órgano, y como
si todos los elfos bailasen en sus cuerdas en una noche de verano. Oíase el
canto del tordo y la clara voz humana; por eso hechizaba a todos los corazones
y hacía que su nombre corriese de boca en boca. Ardía un gran fuego, el fuego
del entusiasmo.
- ¡Y, además, es
tan guapo! - decían las damitas, y las viejas les daban la razón. La más vieja
de todas abrió un álbum de rizos famosos, sólo para poder procurarse uno del
rico y hermoso cabello del joven violinista, un tesoro, un tesoro dorado.
Y un buen día entró
en la pobre morada del tambor aquel hijo, bello como un príncipe, más feliz que
un rey, llenos de luz los ojos, resplandeciente el rostro como el sol. Y estrechó
entre sus brazos a su madre, y ella lo besó en la boca, llorando tan feliz,
como sólo de gozo se puede llorar. Dirigió un saludo a cada uno de los viejos
muebles: a la cómoda con las tazas de té y el florero; al lecho donde durmiera
de pequeño. Sacó el viejo tambor de alarma y lo puso en el centro de la
habitación:
- Padre habría
tocado ahora un redoble - dijo a su madre -. Lo haré yo por él -. Y se puso a
aporrearlo con todas sus fuerzas, armando un estrépito de mil demonios; y el
instrumento se sintió tan honrado, que reventó de orgullo.
- ¡Tiene buen puño!
- dijo el tambor. - Ahora guardaré de él un recuerdo para toda la vida. Me temo
que la vieja estalle también de alegría, con su tesoro.
Y ahí tenéis la
historia del tesoro dorado.
La
tempestad cambia los rótulos
En días remotos,
cuando el abuelito era todavía un niño y llevaba pantaloncito encarnado y
chaqueta de igual color, cinturón alrededor del cuerpo y una pluma en la gorra
- pues así vestían los pequeños cuando iban endomingados -, muchas cosas eran
completamente distintas de como son ahora. Eran frecuentes las procesiones y
cabalgatas, ceremonias que hoy han caído en desuso, pues nos parecen
anticuadas. Pero da gusto oír contarlo al abuelito.
Realmente debió de
ser un bello espectáculo el solemne traslado del escudo de los zapateros el día
que cambiaron de casa gremial. Ondeaba su bandera de seda, en la que aparecían
representadas una gran bota y un águila bicéfala; los oficiales más jóvenes
llevaban la gran copa y el arca; cintas rojas y blancas descendían, flotantes,
de las mangas de sus camisas. Los mayores iban con la espada desenvainada, con
un limón en la punta. Dominábalo todo la música, y el mayor de los instrumentos
era el «pájaro», como llamaba el abuelito a la alta percha con la media luna y
todos los sonajeros imaginables; una verdadera música turca. Sonaba como mil
demonios cuando la levantaban y sacudían, y a uno le dolían los ojos cuando el
sol daba sobre el oro, la plata o el latón.
A la cabeza de la
comitiva marchaba el arlequín, vestido de mil pedazos de tela de todos los
colores, con la cara negra y cascabeles en la cabeza, como caballo de trineo.
Vapuleaba a las gentes con su palmeta, y armaba gran alboroto, aunque sin hacer
daño a nadie; y la gente se apretujaba, retrocedía y volvía a adelantarse. Los
niños se metían de pies en el arroyo; viejas comadres se daban codazos,
poniendo caras agrias y echando pestes. El uno reía, el otro charlaba; puertas
y ventanas estaban llenas de curiosos, y los había incluso en lo alto de los
tejados. Lucía el sol, y cayó también un chaparroncito; pero la lluvia
beneficiaba al campesino, y aunque muchos quedaron calados, fue una verdadera
bendición para el campo.
¡Qué bien contaba
el abuelito! De niño había visto aquellas fiestas en todo su esplendor. El
oficial más antiguo del gremio pronunciaba un discurso desde el tablado donde
había sido colgado el escudo; un discurso en verso, expresamente compuesto por
tres de los miembros, que, para inspirarse, se habían bebido una buena jarra de
ponche. Y la gente gritaba «¡hurra!», dando gracias por el discurso, pero aún
eran más sonoros los hurras cuando el arlequín, montando en el tablado, imitaba
a los demás. El bufón hacía sus payasadas y bebía hidromel en vasitos de
aguardiente, que luego arrojaba a la multitud, la cual los pescaba al vuelo. El
abuelito guardaba todavía uno, regalo de un oficial albañil que lo había
cogido. Era la mar de divertido. Y luego colgaban el escudo en la nueva casa
gremial, enmarcado en flores y follaje.
- Fiestas como aquellas
no se olvidan nunca, por viejo que llegue uno a ser - decía abuelito; y, en
efecto, él no las olvidaba, con haber visto tantos y tantos espectáculos
magníficos. Nos hablaba de todos ellos, pero el más divertido era sin duda el
de la comitiva de los rótulos por las calles de la gran ciudad.
De niño, el
abuelito había hecho con sus padres un viaje a la ciudad. Era la primera vez
que visitaba la capital. Circulaba santísima gente por las calles, que él creyó
se trataba de una de aquellas procesiones del escudo. Había una cantidad
ingente de rótulos para trasladar; se hubieran cubierto las paredes de cien
salones, si en vez de colgarlos en el exterior se hubiesen guardado dentro. En
el del sastre aparecían pintados toda clase de trajes, pues cosía para toda
clase de gentes, bastas o finas; luego había los rótulos de los tabaqueros, con
lindísimos chiquillos fumando cigarros, como si fuesen de verdad. Veíanse
rótulos con mantequilla y arenques ahumados, valonas para sacerdotes, ataúdes,
qué sé yo, así como las más variadas inscripciones y anuncios. Uno podía andar
por las calles durante un día entero contemplando rótulos y más rótulos;
además, os enterábais enseguida de la gente que habitaba en las casas, puesto
que tenían sus escudos colgados en el exterior; y, como decía abuelito, es muy
conveniente y aleccionador saber quiénes viven en una gran ciudad.
Pero quiso el azar
que cuando el abuelito fue a la ciudad, ocurriera algo extraordinario con los
rótulos; él mismo me lo contó, con aquellos ojos de pícaro que ponía cuando
quería hacerme creer algo. ¡Lo explicaba tan serio!
La primera noche
que pasó en la ciudad hizo un tiempo tan horrible, que hasta salió en los
periódicos; un tiempo como nadie recordaba otro igual. Las tejas volaban por el
aire; viejas planchas se venían al suelo; hasta una carretilla se echó a correr
sola, calle abajo, para salvarse. El aire bramaba, mugía y lo sacudía todo; era
una tempestad desatada. El agua de los canales se desbordó por encima de la
muralla, pues no sabía ya por dónde correr. El huracán rugía sobre la ciudad,
llevándose las chimeneas; más de un viejo y altivo remate de campanario hubo de
inclinarse, y desde entonces no ha vuelto a enderezarse.
Junto a la casa del
viejo jefe de bomberos, un buen hombre que llegaba siempre con la última bomba,
había una garita. La tempestad se encaprichó de ella, la arrancó de cuajo y la
lanzó calle abajo, rodando. Y, ¡fíjate qué cosa más rara! Se quedó plantada
frente a la casa del pobre oficial carpintero que había salvado tres vidas humanas
en el último incendio. Pero la garita no pensaba en ello.
El rótulo del
barbero - aquella gran bacía de latón - fue arrancado y disparado contra el
hueco de la ventana del consejero judicial, cosa que todo el vecindario
consideró poco menos que ofensiva, pues todo el mundo y hasta las amigas más
íntimas llamaban a la esposa del consejero la «navaja». Era listísima, y
conocía la vida de todas las personas más que ellas mismas.
Un rótulo con un
bacalao fue a dar sobre la puerta de un individuo que escribía un periódico.
Resultó una pesada broma del viento, que no pensó que un periodista no tolera
bromas, pues es rey en su propio periódico y en su opinión personal.
La veleta voló al
tejado de enfrente, en el que se quedó como la más negra de las maldades,
dijeron los vecinos.
El tonel del
tonelero quedó colgado bajo el letrero de «Modas de señora».
La minuta de la
fonda, puesta en un pesado marco a la puerta del establecimiento, fue llevada
por el viento hasta la entrada del teatro, al que la gente no acudía nunca; era
un cartel ridículo: «Rábanos picantes y repollo relleno». ¡Y entonces le dio a
la gente por ir al teatro!
La piel de zorro
del peletero, su honroso escudo, apareció pegada al cordón de la campanilla de
un joven que asistía regularmente al primer sermón, parecía un paraguas
cerrado, andaba en busca de la verdad y, según su tía, era un modelo.
El letrero
«Academia de estudios superiores» fue encontrado en el club de billar, y
recibió a cambio otro que ponía: «Aquí se crían niños con biberón». No tenía la
menor gracia, y resultaba muy descortés. Pero lo había hecho la tormenta, y
vaya usted a pedirle cuentas.
Fue una noche
espantosa. Imagínate que por la mañana casi todos los rótulos habían cambiado
de sitio, en algunos casos con tan mala idea, que abuelito se negaba a
contarlo, limitándose a reírse por dentro, bien lo observaba yo. Y como pícaro,
lo era, desde luego.
Las pobres gentes
de la gran ciudad, especialmente los forasteros, andaban de cabeza, y no podía
ser de otro modo si se guiaban por los carteles.
A lo mejor uno
pensaba asistir a una grave asamblea de ancianos, donde habrían de debatirse
cuestiones de la mayor trascendencia, e iba a parar a una bulliciosa escuela,
donde los niños saltaban por encima de mesas y bancos.
Hubo quien confundió
la iglesia con el teatro, y esto sí que es penoso.
Una tempestad como
aquella no se ha visto jamás en nuestros días. Aquélla la vio sólo el abuelito,
y aun siendo un chiquillo. Tal vez no la veamos nosotros, sino nuestros nietos.
Esperémoslo, y roguemos que se estén quietecitos en casa cuando el vendaval
cambie los rótulos.
La tetera
Érase una vez una
tetera muy arrogante; estaba orgullosa de su porcelana, de su largo pitón, de
su ancha asa; tenía algo delante y algo detrás: el pitón delante, y detrás el
asa, y se complacía en hacerlo notar. Pero nunca hablaba de su tapadera, que
estaba rota y encolada; o sea, que era defectuosa, y a nadie le gusta hablar de
los propios defectos, ¡bastante lo hacen los demás! Las tazas, la mantequera y
la azucarera, todo el servicio de té, en una palabra, a buen seguro que se
había fijado en la hendedura de la tapa y hablaba más de ella que de la
artística asa y del estupendo pitón. ¡Bien lo sabía la tetera!
«¡Las conozco! -
decía para sus adentros -. Pero conozco también mis defectos y los admito; en
eso está mi humildad, mi modestia. Defectos los tenemos todos, pero una tiene
también sus cualidades. Las tazas tienen un asa, la azucarera una tapa. Yo, en
cambio, tengo las dos cosas, y además, por la parte de delante, algo con lo que
ellas no podrán soñar nunca: el pitón, que hace de mí la reina de la mesa de
té. El papel de la azucarera y la mantequera es de servir al paladar, pero yo
soy la que otorgo, la que impero: reparto bendiciones entre la humanidad
sedienta; en mi interior, las hojas chinas se elaboran en el agua hirviente e
insípida.
Todo esto pensaba
la tetera en los despreocupados días de su juventud. Estaba en la mesa puesta,
manejada por una mano primorosa. Pero la primorosa mano resultó torpe, la
tetera se cayó, rompióse el pitón y rompióse también el asa; de la tapa no
valía la pena hablar; ¡bastante disgusto había causado ya antes! La tetera
yacía en el suelo sin sentido, y se salía toda el agua hirviendo. Fue un rudo
golpe, y lo peor fue que todos se rieron: se rieron de ella y de la torpe mano.
- ¡Este recuerdo no
se borrará nunca de mi mente! - exclamó la tetera cuando, más adelante,
relataba su vida -. Me llamaron inválida, me pusieron en un rincón, y al día
siguiente me regalaron a una mujer que vino a mendigar un poco de grasa del
asado. Descendí al mundo de los pobres, tan inútil por dentro como por fuera,
y, sin embargo, allí empezó para mí una vida mejor. Se empieza siendo una cosa,
y de pronto se pasa a ser otra distinta. Me llenaron de tierra, lo cual, para
una tetera, es como si la enterrasen; pero entre la tierra pusieron un bulbo.
Quién lo hizo, quién me lo dio, lo ignoro; el caso es que me lo regalaron. Fue
una compensación por las hojas chinas y el agua hirviente, por el asa y el
pitón rotos. Y el bulbo depositado en la tierra, en mi seno, se convirtió en mi
corazón, mi corazón vivo; nunca lo había tenido. Desde entonces hubo vida en
mí, fuerza y energías. Latió el pulso, el bulbo germinó, estalló por la
expansión de sus pensamientos, y sentimientos, que cristalizaron en una flor.
La vi, la sostuve, olvidéme de mí misma ante su belleza. ¡Dichoso el que se
olvida de sí por los demás! No me dio las gracias ni pensó en mí; a él iban la
admiración y los elogios de todos. Si yo me sentía tan contenta, ¿cómo no iba a
ser ella admirada? Un día oí decir a alguien que se merecía una maceta mejor.
Me partieron por la mitad; ¡ay, cómo dolió!, y la flor fue trasplantada a otro
tiesto más nuevo, mientras a mí me arrojaron al patio, donde estoy convertida en
cascos viejos. Mas conservo el recuerdo, y nadie podrá quitármelo.
El pájaro
de la canción popular
Impresión íntima
Es invierno; cubre la tierra un
manto de nieve, diríase de mármol tallado en las rocas. El aire es claro y
diáfano; el viento, acerado como espada forjada por los enanos. Los árboles se
levantan semejantes a blancos corales, como ramas de almendro florido, en un
ambiente puro como el de las cumbres alpinas. Magnífica es la noche bajo los
resplandores de la aurora boreal, bajo el brillo de innúmeras estrellas
fulgurantes.
Llegan las tempestades, levántanse
las nubes y sacuden su plumón de cisne; caen los copos de nieve, cubriendo
caminos y casas, el campo espacioso y las angostas calles. Entretanto, nosotros
permanecemos en la habitación caldeada, junto a la estufa ardiente, contando
recuerdos de otros tiempos. Escuchamos una leyenda:
A orillas del vasto mar elevábase
un túmulo, en cuya cumbre se sentaba, a medianoche, el espíritu del héroe en él
sepultado; había sido un rey. La áurea diadema brillaba en su frente, el
cabello flotaba al viento, y el personaje iba vestido de hierro y acero.
Agachaba la cabeza con aire de preocupación y suspiraba dolorido, como un
espíritu desgraciado.
Pasó, surcando las olas, un barco
de vela. Los hombres echaron el ancla y desembarcaron. Iba con ellos un
escalda, el cual, acercándose a la real figura, le preguntó:
- ¿Por qué sufres y te lamentas?
Y respondió el muerto:
- Nadie ha cantado las gestas de mi
vida; yacen muertas y olvidadas; el canto no las lleva por las tierras y a los
corazones de los hombres. Por eso no tengo paz ni reposo.
Y habló de sus hechos y hazañas,
que los hombres de su época habían conocido pero no cantado, porque entre ellos
no había ningún rapsoda.
Entonces el viejo bardo se puso a
pulsar las cuerdas de su arpa y cantó el valor juvenil del héroe, y su fuerza
viril y la grandeza de sus gestas. Al oírlo, el rostro del muerto adquirió un
brillo comparable al de la orla de la nube que baila la luz de la luna; alegre
y feliz levantóse la figura envuelta en resplandor y en luminosos rayos,
esfumándose como el brillo de la aurora boreal. Quedó sólo el montículo
cubierto de verde césped, y las piedras huérfanas de inscripciones túnicas.
Pero encima de ellas, al último acorde del arpa, levantó el vuelo, como si del
arpa saliera, un pajarillo, un bellísimo pájaro cantor, cuyo trino sonaba como
el del tordo, pero conteniendo a la vez el latido del corazón humano y la nota
de la tierra patria, tal como la oye el ave de paso. El pajarillo se echó a volar
por sobre montes y valles, campos y bosques. Era el pájaro de la canción
popular, que nunca muere.
Nosotros oímos su canto, lo oímos
ahora, aquí en la habitación, en una velada de invierno, mientras afuera
revolotea el blanco enjambre, y la tempestad descarga sus violentas ráfagas. El
pájaro no sólo nos canta las gestas gloriosas del héroe, sino también dulces
melodías amorosas, ricas y abundantes, sobre la lealtad nórdica. Sabe cuentos
en palabras y en notas; sabe proverbios y refranes que, puestos como runas
debajo de la lengua del muerto, le hacen hablar de tal modo, que uno viene a
conocer su patria, la patria del ave de la canción popular.
En tiempos paganos, en época de los
vikingos, construía su nido en el arpa del bardo. En los días de los castillos
medievales, cuando la fuerza bruta sostenía la balanza de la justicia, y la
violencia dominaba el Derecho, cuando un campesino valía lo mismo que un perro,
¿dónde encontró el pájaro cantor refugio o protección? Nadie pensaba en él, en
aquellos días brutales y crudos. Pero en el torreón del castillo, donde la
castellana, sentada ante el pergamino, anotaba los viejos recuerdos en
canciones y leyendas, y la viejecita de la choza y el buhonero sentados en el
banco junto a ella, le contaban los suyos, por sobre sus cabezas volaba y
aleteaba, trinando y gorjeando el pájaro que nunca muere, que no morirá
mientras le quede un palmo de tierra donde poner el pie: el pájaro de la
canción popular.
Ahora nos canta a nosotros. Fuera
arrecia la nevada y reina la noche. Él nos pone las runas debajo de la lengua,
y nosotros conocemos nuestra patria. Dios nos habla en nuestra lengua materna,
en las notas del pájaro de la canción popular. Despiértanse antiguos recuerdos;
colores desvaídos recobran su frescor original; la leyenda y la canción se
mezclan en un filtro vivificante; se elevan la mente y el sentir, convirtiendo
la velada en una auténtica Nochebuena. La nieve sigue cayendo, el hielo cruje,
reina el temporal; diríase que el amo es éste, y no el buen Dios.
Estamos en invierno; el viento es
cortante como una espada forjada por enanos; la nieve sigue cayendo - lleva
cayendo días y semanas - y se amontona como enorme montaña sobre la gran
ciudad, como una pesadilla en la noche invernal. Todo queda oculto y sepultado;
sólo la cruz dorada de la iglesia, símbolo de la fe, sobresale de la blanca
tumba, brillando al aire azul, al sol radiante.
Y por sobre la ciudad sepultada
vuelan las aves del cielo, grandes y pequeñas, gorjeando y cantando como saben,
cada una según su pico. Es como un canto de vida, heterogéneo y magnífico,
entonado sobre la nuestra ciudad.
Viene primero el tropel de
gorriones, piando por calles y callejas, en el nido y en la casa. Saben
historias de la fachada delantera y de la trasera. «Conocemos la ciudad
enterrada - dicen -. Todo lo que hay de vivo en ella dice: ¡pip, pip, pip!».
Los negros cuervos y cornejas
vuelan sobre la blanca nieve: «¡Grab, grab! - graznan -, de allí podemos sacar
todavía algo, algo para el buche. Eso es lo principal, como piensan casi todos
los que viven en esta Tierra».
Los cisnes salvajes llegan con
ruidoso vuelo y cantan lo grande y lo hermoso que brota aún de los pensamientos
y corazones de los hombres que moran en la ciudad sepultada bajo la nieve.
No reina allí la muerte: la vida
fluye, lo percibimos en los acordes, que nos llegan como sones de órgano y nos
impresionan como el rumor de la «Colina de los elfos», como los cantos de
Ossian, como el estruendoso aleteo de las valquirias. ¡Qué armonía! Habla a
nuestros corazones, eleva nuestros pensamientos, oímos el pájaro de la canción
popular. Y en este momento nos llega del cielo el hálito de Dios, se abren las
nevadas montañas, el sol penetra en su masa, viene la primavera, los pájaros
vuelven en nuevas generaciones, pero con las mismas melodías patrias. Escucha
la epopeya del año: el poder de la nieve, el grávido sueño de la noche
invernal, todo se esfuma, todo se levanta en el canto maravilloso del pájaro de
la canción popular, que nunca morirá.
Los
verdezuelos
Había un rosal en
la ventana. Hasta hace poco estaba verde y lozano, mas ahora tenía un aspecto
enfermizo; algo debía ocurrirle.
Lo que le pasaba es
que habían llegado soldados y tenía que alojarlos. Los recién llegados se lo
comían vivo, a pesar de tratarse de una tropa muy respetable, en uniforme
verde.
Hablé con uno de
los alojados, que aunque sólo contaba tres días de edad, era ya bisabuelo.
¿Sabes lo que me dijo? Pues me contó muchas cosas de él y de toda la tropa.
- Somos el
regimiento más notable entre todas las criaturas de la Tierra. Cuando hace
calor damos a luz hijos vivos, pues entonces el tiempo se presta a ello; nos
casamos enseguida y celebramos la boda. Cuando hace frío ponemos huevos; así
los pequeños están calientes. El más sabio de todos los animales, la hormiga, a
la que respetamos sobremanera, nos estudia y aprecia. No se nos come, sino que
coge nuestros huevos, los pone entre los suyos y en el piso inferior de su
casa, los coloca por orden numérico en hileras y en capas, de manera que cada
día pueda salir uno del huevo. Entonces nos llevan al establo y, sujetándonos
las patas posteriores, nos ordeñan hasta que morimos: es una sensación
agradabilísima. Nos dan el nombre más hermoso imaginable: «dulce vaquita
lechera». Éste es el nombre que nos dan los animales inteligentes como las
hormigas; sólo los hombres no lo hacen, lo cual es una ofensa capaz de hacernos
perder la ecuanimidad. ¿No podría escribir nada para arreglar esta embarazoso
situación y poner las cosas en su punto?
Nos miran
estúpidamente, y, además, con ojos coléricos, total porque nos comemos unos
pétalos de rosa, cuando ellos devoran todos los seres vivos, todo lo que verdea
y florece. Nos dan el nombre más despectivo y más odioso que quepa imaginar; no
me atrevo a decirlo, ¡puh! Me mareo sólo al pensarlo. No puedo repetirlo, al
menos cuando voy de uniforme; y como nunca me lo quito...
Nací en la hoja del
rosal. Yo y todo el regimiento vivimos de él, pero gracias a nosotros subsisten
otros muchos seres más elevados en la escala de la Creación. Los hombres no nos
toleran; vienen a matarnos con agua jabonosa, que es una bebida horrible. Me
parece que la estoy oliendo. Es abominable eso de ser lavado cuando uno nació
para no serlo.
¡Hombre! Tú que me
miras con enfurruñados ojos de agua jabonosa, piensa en nuestra misión en la
Naturaleza, en nuestra sabia función de poner huevos y dar hijos vivos. También
a nosotros nos alcanza aquel mandato: «Creced y multiplicaos». Nacemos en
rosas, y en rosas morimos; nuestra vida entera es poesía. No nos ofendas con el
nombre más repugnante y abyecto que encontraste, con el nombre de - ¡pero no,
no lo diré, no lo repetiré! -. Llámanos «vaquita lechera de las hormigas»,
regimiento del rosal o verdezuelos.
Y yo, el hombre,
permanecía allí contemplando el rosal y los verdezuelos, cuyo verdadero nombre
no quiero pronunciar para no ofender a un habitante de la rosa, a una gran
familia con huevos e hijos vivos. El agua jabonosa con que me disponía a
lavarlos - pues había venido con ella y con muy malas intenciones - la batiré
hasta que saque espuma, soplaré con ella burbujas de jabón y contemplaré su
belleza; acaso encuentre un cuento en cada una.
La ampolla se hizo
muy voluminosa y brilló con todos los colores, mientras en su centro parecía
flotar una perla de plata. Osciló, se desprendió, emprendió el vuelo hacia la
puerta y se estrelló contra ella; pero abrióse la puerta y presentóse el hada
de los cuentos en persona.
- ¡Qué bien! Ahora
ella os contará, pues va a hacerlo mejor que yo, el cuento de los... - ¡no digo
el nombre! - de los verdezuelos.
- El de los
pulgones - corrigióme el hada de los cuentos -. Hay que llamar a todas las
cosas por su verdadero nombre, y si a veces no conviene, al menos en los
cuentos debe hacerse.
El
duendecillo y la mujer
Al duende lo
conoces, pero, ¿y a la mujer del jardinero? Era muy leída, se sabía versos de
memoria, incluso era capaz de escribir algunos sin gran dificultad; sólo las
rimas, el «remache», como ella decía, le costaba un regular esfuerzo. Tenía
dotes de escritora y de oradora; habría sido un buen señor rector o, cuando
menos, una buena señora rectora.
- Es hermosa la
Tierra en su ropaje dominguero - había dicho, expresando luego este pensamiento
revestido de bellas palabras y «remachándolas», es decir, componiendo una
canción edificante, bella y larga.
El señor
seminarista Kisserup - aunque el nombre no hace al caso - era primo suyo, y
acertó a encontrarse de visita en casa de la familia del jardinero. Escuchó su
poesía y la encontró buena, excelente incluso, según dijo.
- ¡Tiene usted
talento, señora! - añadió.
- ¡No diga
sandeces! - atajó el jardinero -. No le meta esas tonterías en la cabeza. Una
mujer no necesita talento. Lo que le hace falta es cuerpo, un cuerpo sano y
dispuesto, y saber atender a sus pucheros, para que no se quemen las papillas.
- El sabor a
quemado lo quito con carbón - respondió la mujer -, y, cuando tú estás
enfurruñado, lo arreglo con un besito. Creería una que no piensas sino en coles
y patatas, y, sin embargo, bien te gustan las flores - y le dio un beso -. ¡Las
flores son el espíritu! - añadió.
- Atiende a tu
cocina - gruñó él, dirigiéndose al jardín, que era el puchero de su
incumbencia.
Entretanto, el
seminarista tomó asiento junto a la señora y se puso a charlar con ella. Sobre
su lema «Es hermosa la Tierra» pronunció una especie de sermón muy bien
compuesto.
- La Tierra es
hermosa, sometedla a vuestro poder, se nos ha dicho, y nosotros nos hicimos
señores de ella. Uno lo es por el espíritu, otro por el cuerpo; uno fue puesto
en el mundo como signo de admiración, otro como guión mayor, y cada uno puede
preguntarse: ¿cuál es mi destino? Éste será obispo, aquél será sólo un pobre
seminarista, pero todo está sabiamente dispuesto. La Tierra es hermosa, y
siempre lleva su ropaje dominguero. Vuestra poesía hace pensar, y está llena de
sentimiento y de geografía.
- Tiene usted
ingenio, señor Kisserup - respondió la mujer. - Mucho ingenio, se lo aseguro. -
Hablando con usted, veo más claro en mí misma.
Y siguieron
tratando de cosas bellas y virtuosas. Pero en la cocina había también alguien
que hablaba; era el duendecillo, el duendecillo vestido de gris, con su gorrito
rojo. Ya lo conoces.
Pues el duendecillo
estaba en la cocina vigilando el puchero; hablaba, pero nadie lo atendía,
excepto el gato negro, el «ladrón de nata», como lo llamaba la mujer.
El duendecillo
estaba enojado con la señora porque - bien lo sabía él - no creía en su
existencia. Es verdad que nunca lo había visto, pero, dada su vasta erudición,
no tenía disculpa que no supiera que él estaba allí y no le mostrara una cierta
deferencia. Jamás se le ocurrió ponerle, en Nochebuena, una buena cucharada de
sabrosas papillas, homenaje que todos sus antecesores habían recibido, incluso
de mujeres privadas de toda cultura. Las papillas habían quedado en mantequilla
y nata. Al gato se le hacía la boca agua sólo de oírlo.
- Me llama una
entelequia - dijo el duendecillo -, lo cual no me cabe en la cabeza. ¡Me niega,
simplemente! Ya lo había oído antes, y ahora he tenido que escucharlo otra vez.
Allí está charlando con ese calzonazos de seminarista. Yo estoy con el marido:
«¡Atiende a tu puchero!». ¡Pero quiá! ¡Voy a hacer que se queme la comida!
Y el duendecillo se
puso a soplar en el fuego, que se reavivó y empezó a chisporrotear. ¡Surterurre-rup!
La olla hierve que te hierve.
- Ahora voy al
dormitorio a hacer agujeros en los calcetines del padre - continuó el
duendecillo -. Haré uno grande en los dedos y otro en el talón; eso le dará que
zurcir, siempre que sus poesías le dejen tiempo para eso. ¡Poetisa, poetiza de
una vez las medias del padre!
El gato estornudó;
se había resfriado, a pesar de su buen abrigo de piel.
- He abierto la
puerta de la despensa - dijo el duendecillo -. Hay allí nata cocida, espesa
como gachas. Si no la quieres, me la como yo.
- Puesto que, sea
como fuere, me voy a llevar la culpa y los palos - dijo el gato mejor será que
la saboree yo.
- Primero la dulce
nata, luego los amargos palos - contestó el duendecillo. - Pero ahora me voy al
cuarto del seminarista, a colgarle los tirantes del espejo y a meterle los
calcetines en la jofaina; creerá que el ponche era demasiado fuerte y que se le
subió a la cabeza. Esta noche me estuve sentado en la pila de leña, al lado de
la perrera; me gusta fastidiar al perro.
Dejé colgar las piernas
y venga balancearlas, y el mastín no podía alcanzarlas, aunque saltaba con
todas sus fuerzas.
Aquello lo sacaba
de quicio, y venga ladrar y más ladrar, y yo venga balancearme; se armó un
ruido infernal. Despertamos al seminarista, el cual se levantó tres veces,
asomándose a la ventana a ver qué ocurría, pero no vio nada, a pesar de que
llevaba puestas las gafas; siempre duerme con gafas.
- Di «¡miau!» si
viene la mujer - interrumpióle el gato - Oigo mal hoy, estoy enfermo.
- Te regalaste
demasiado - replicó el duendecillo -. Vete al plato y saca el vientre de penas.
Pero ten cuidado de secarte los bigotes, no se te vaya a quedar nata pegada en
ellos. Anda, vete, yo vigilaré.
Y el duendecillo se
quedó en la puerta, que estaba entornada; aparte la mujer y el seminarista, no
había nadie en el cuarto. Hablaban acerca de lo que, según expresara el
estudiante con tanta elegancia, en toda economía doméstica debería estar por
encima de ollas y cazuelas: los dones espirituales.
- Señor Kisserup -
dijo la mujer -, ya que se presenta la oportunidad, voy a enseñarle algo que no
he mostrado a ningún alma viviente, y mucho menos a mi marido: mis ensayos
poéticos, mis pequeños versos, aunque hay algunos bastante largos. Los he
llamado «Confidencias de una dueña honesta». ¡Doy tanto valor a las palabras
castizas de nuestra lengua!
- Hay que dárselo -
replicó el seminarista -. Es necesario desterrar de nuestro idioma todos los
extranjerismos.
- Siempre lo hago -
afirmó la mujer -. Jamás digo «merengue» ni «tallarines», sino «rosquilla
espumosa» y «pasta de sopa en cintas». Y así diciendo, sacó del cajón un
cuaderno de reluciente cubierta verde, con dos manchurrones de tinta.
- Es un libro muy
grave y melancólico - dijo -. Tengo cierta inclinación a lo triste. Aquí
encontrará «El suspiro en la noche», «Mi ocaso» y «Cuando me casé con
Clemente», es decir, mi marido. Todo esto puede usted saltarlo, aunque está
hondamente sentido y pensado. La mejor composición es la titulada «Los deberes
del ama de casa»; toda ella impregnada de tristeza, pues me abandono a mis
inclinaciones. Una sola poesía tiene carácter jocoso; hay en ella algunos
pensamientos alegres, de esos que de vez en cuando se le ocurren a uno;
pensamientos sobre - no se ría usted - la condición de una poetisa. Sólo la
conocemos yo, mi cajón, y ahora usted, señor Kisserup. Amo la Poesía, se adueña
de mí, me hostiga, me domina, me gobierna. Lo he dicho bajo el título «El
duendecillo». Seguramente usted conoce la antigua superstición campesina del
duendecillo, que hace de las suyas en las casas. Pues imaginé que la casa era
yo, y que la Poesía, las impresiones que siento, eran el duendecillo, el
espíritu que la rige. En esta composición he cantado el poder y la grandeza de
este personaje, pero debe usted prometerme solemnemente que no lo revelará a mi
marido ni a nadie. Lea en voz alta para que yo pueda oírla, suponiendo que
pueda descifrar mi escritura.
Y el seminarista
leyó y la mujer escuchó, y escuchó también el duendecillo. Estaba al acecho,
como bien sabes, y acababa de deslizarse en la habitación cuando el seminarista
leyó en alta voz el titulo.
- ¡Esto va para mí!
- dijo -. ¿Qué debe haber escrito sobre mi persona? La voy a fastidiar. Le
quitaré los huevos y los polluelos, y haré correr a la ternera hasta que se le
quede en los huesos. ¡Se acordará de mí, ama de casa!
Y aguzó el oído,
prestando toda su atención; pero cuanto más oía de las excelencias y el poder
del duendecillo, de su dominio sobre la mujer - y ten en cuenta que al decir
duendecillo ella entendía la Poesía, mientras aquél se atenía al sentido
literal del título -, tanto más se sonreía el minúsculo personaje. Sus ojos
centelleaban de gozo, en las comisuras de su boca se dibujaba una sonrisa, se
levantaba sobre los talones y las puntas de los pies, tanto que creció una
pulgada. Estaba encantado de lo que se decía acerca del duendecillo.
- Verdaderamente,
esta señora tiene ingenio y cultura. ¡Qué mal la había juzgado! Me ha
inmortalizado en sus «Confidencias»; irá a parar a la imprenta y correré en
boca de la gente. Desde hoy no dejaré que el gato se zampe la nata; me la
reservo para mi. Uno bebe menos que dos, y esto es siempre un ahorro, un ahorro
que voy a introducir, aparte que respetaré a la señora.
- Es exactamente
como los hombres este duende - observó el viejo gato -. Ha bastado una palabra
zalamera de la señora, una sola, para hacerle cambiar de opinión. ¡Qué taimada
es nuestra señora!
Y no es que la
señora fuera taimada, sino que el duende era como, son los seres humanos.
Si no entiendes
este cuento, dímelo. Pero guárdate de preguntar al duendecillo y a la señora.
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