Hans Cristian Andersen
Cuentos XVI
Pedro,
Perico y Pedrín
¡Es asombroso lo
que saben los niños hoy en día! Uno ya casi no sabe qué es lo que ellos no
saben. Eso de que la cigüeña los sacó muy pequeños del pozo o de la balsa del
molino y los llevó a sus padres, es una historia tan anticuada, que ya ninguno
la cree, a pesar de que es la verdad pura.
Pero, ¿cómo van a
parar los pequeñuelos a la balsa o al pozo? Eso no lo saben todos, pero algunos
sí. Si en una noche estrellada te has entretenido en contemplar el cielo,
habrás visto caer estrellas fugaces. Parece exactamente como si una estrella
cayera y desapareciese. Ni los hombres más sabios son capaces de explicar lo
que no saben; pero cuando uno lo sabe, puede explicarlo. Es como si una velilla
del árbol de Navidad cayese del cielo y se apagase; es un alma fulgurante de
Dios Nuestro Señor que baja a la Tierra, y al llegar a nuestra atmósfera,
pesada y densa, se extingue su brillo, quedando solamente lo que nuestros ojos
no pueden ver, pues es mucho más sutil que nuestro aire. Es una criatura del
cielo enviada acá abajo, un angelito, aunque sin alas, pues está destinado a
ser un hombre; se desliza por el espacio, y el viento lo lleva a una flor, a un
dondiego de noche, a una margarita, a una rosa o a una lucérnula; allí se queda
y se recoge. Es vaporoso y ligero, una mosca podría llevarlo, y mucho más una
abeja; y éstas acuden por turno en busca del néctar de las flores. Si el «bebé»
les estorba, no lo arrojan al suelo, no tienen tan mal corazón, sino que lo
depositan al sol sobre un pétalo de nenúfar, y en él es mecido suavemente en el
agua, durmiendo y creciendo hasta que la cigüeña lo ve y puede llevarlo a una
familia humana de las muchas que están suspirando por un dulce pequeñuelo como
él. Pero el que sea o no dulce depende de que haya bebido en la clara fuente o
se le haya atragantado barro y alguna lenteja de agua, que ésas son cosas que
agrian el humor. La cigüeña carga con el primero que ve, sin hacer distingos. Un
día irá a una casa buena, donde moran padres excelentes, otro dejará al pequeño
en el hogar de gentes duras que viven en plena miseria, y entonces más le
hubiera valido al chiquitín seguir en la balsa del molino.
Los pequeños no se
acuerdan de lo que soñaron bajo el pétalo del nenúfar, donde al anochecer les
cantaban las ranas su «croac, croac», lo cual, en lengua humana, significa:
«¡Dormíos y tened dulces sueños!». Ni pueden tampoco acordarse de la flor en
que estuvieron, ni de cómo olía; pero cuando ya son mayores hay algo en su
interior que les dice: «¡Esta es la flor que más me gusta!». Pues es aquélla
que les sirvió de cuna cuando eran criaturas del aire.
La cigüeña tiene
una vida muy larga y siempre se preocupa de saber qué tal les va a los niños
que llevó y cómo se despabilan en el mundo. Claro que nada puede hacer por
ellos, ni cambiar sus circunstancias, pues bastante tiene con cuidar de su
propia familia; pero sus pensamientos los acompañan siempre.
Yo conozco a una
anciana cigüeña, muy respetable y sabihonda. Ha traído unos cuantos niños y
conoce sus historias, en las cuales hay invariablemente un poquitín de fango y
una que otra lenteja de la balsa del molino. Le pedí que me diera una pequeña
biografía de uno de ellos, y he aquí que se ofreció a contarme no una, sino
tres vidas de la casa Peitersen.
Era una familia
simpatiquísima la de los Peitersen. El marido figuraba entre los treinta y dos
prohombres de la ciudad, lo cual no dejaba de ser una distinción. En éstas
llegó la cigüeña y le trajo un hijo, al que llamaron Pedro. Al año siguiente
volvió el ave con otro niño, y le pusieron por nombre Perico, y al presentarse
con el tercero, lo bautizaron Pedrín, pues en esos tres nombres, Pedro, Perico
y Pedrín está el nombre de Peitersen.
Fueron, pues, tres
hermanos, tres estrellas fugaces, cada uno mecido en su flor, depositados en la
balsa del molino bajo la hoja de nenúfar y recogidos por la cigüeña y por ella
llevados a la familia Peitersen, aquellos que viven en la esquina, como bien
sabes.
Crecieron de cuerpo
y de alma, y por eso quisieron ser algo más que los treinta y dos prohombres.
Pedro dijo que
quería ser bandido. Había visto «Fra Diavolo», y sacó en consecuencia que la
profesión de bandolero era la más hermosa del mundo. Perico quiso ser basurero,
y Pedrín, que era un muchacho cariñoso y formal, mofletudo y regordete, y cuyo
único defecto era el de comerse las uñas, pensó en ser «padre». Claro que esto
es lo que dicen todos cuando se les pregunta qué quieren ser.
Fueron a la
escuela; uno fue el primero, otro el último, y uno quedó en medio, pero los
tres venían a ser iguales de buenos y listos, y, efectivamente, lo eran, según
sus perspicaces y juiciosos padres.
Asistieron a bailes
infantiles, fumaban cigarros cuando nadie los veía, y crecían en ciencia y
experiencia.
Desde chiquillo
Pedro era ya muy pendenciero, como debe ser todo bandido. Era muy travieso, lo
cual, según, su madre, era debido a que padecía de lombrices. Los chicos
traviesos tienen siempre lombrices: barro en el estómago. Su testarudez y mal
carácter se manifestaron un día en el vestido de seda nuevo de la madre.
- ¡No des contra la
mesa del café, corderillo mío! - le había dicho la mujer -. Podrías tirar la
mantequera y mancharme el vestido de seda.
El «corderillo»,
agarrando con mano firme la mantequera, vertió toda la crema en el regazo de
mamá. Ésta dijo, por todo comentario: - Corderillo, corderillo, ¡qué
atolondrado eres, corderillo mío! Pero lo que es voluntad, el niño la tenía,
y su madre lo reconocía. Voluntad demuestra carácter, y para una madre esto es
muy prometedor.
Indudablemente
hubiera podido ser bandolero, pero todo quedó en palabras. Sólo por su exterior
lo parecía, pues usaba un sombrero abollado, cuello abierto, y largo pelo
suelto. Quería ser artista, pero no tenía de ello más que el traje, y encima
parecía un malvavisco. Todas las figuras que dibujaba parecían otros tantos
malvaviscos, de puro larguiruchas. Le gustaba mucho aquella flor; según la
cigüeña, había yacido en ella.
A Pedro le había
tocado por lecho un botón de oro. Tenía tan pringosas las comisuras de la boca
y tan amarilla la piel, que se hubiera dicho que haciéndole un corte en la
mejilla, saldría mantequilla. Parecía nacido para mantequera, y habría podido
ser su propio anuncio; pero en el fondo, en lo más íntimo de su ser, era
basurero; era también el talento musical de la familia Peitersen, «y se bastaba
por todos los demás juntos», decían los vecinos. En una semana compuso
diecisiete polcas, y luego las reunió en una ópera para trompeta y carraca.
¡Señores, qué hermosura!
Pedrín era blanco y
rojo, menudo y ordinario; procedía de una margarita. Nunca se defendía cuando
los demás chicos le zurraban; decía que era el más juicioso, y el juicioso
siempre cede. Primero coleccionó pizarrines, luego sellos y, finalmente, se
organizó un pequeño gabinete de naturalista que contenía el esqueleto de un
gasterósteo, tres ratones ciegos de nacimiento guardados en alcohol, y un topo
disecado. Pedrín tenía aptitudes para la Ciencia y ojo para la Naturaleza, lo
cual era muy satisfactorio para sus padres y para él. Prefería ir al bosque
antes que a la escuela. Sus hermanos estaban ya prometidos, cuando él no vivía
sino por completar su colección de huevos de aves acuáticas. Pronto supo más de
los animales que de las personas, y sostenía que nosotros no podemos alcanzar
al animal en lo que consideramos más noble y elevado: el amor. Veía que el
ruiseñor macho, cuando la hembra incubaba, permanecía toda la noche a su lado,
cantándole: «¡cluc, cluc si, lo, lo, li!». Nunca Pedrín habría sido capaz de
tamaña abnegación. Cuando la madre cigüeña estaba en el nido con sus pequeños,
el padre permanecía de pie sobre una pata en la parhilera del tejado, sin
moverse en toda la noche. Pedrín no lo habría resistido ni una hora. Y un día
que examinó una tela de araña con lo que había en ella, decidió renunciar para
siempre al matrimonio. El señor araña vive única y exclusivamente para atrapar
moscas descuidadas, ya sean jóvenes o viejas, hinchadas de sangre o secas como
un huso; atento sólo a tejer y a nutrir a su familia, mientras la señora vive
nada más que para el padre. Lo devora de puro enamorada, se zampa su corazón,
su cabeza y abdomen; sólo sus largas y delgadas patas quedan en la tela, en
aquella tela en que él vivió sin más preocupación que la de alimentar a la
familia. Es la pura verdad, extraída directamente de la Historia Natural.
Pedrín lo vio, y la cosa le dio que pensar: «¡Ser amado hasta tal extremo por
su esposa, ser por ella devorado, víctima de una pasión tan ardiente! ¡No!
Hasta eso no llega ningún ser humano. Por lo demás, ¿sería de veras deseable?».
Pedrín resolvió no
casarse nunca, nunca dar ni recibir un beso, pues ello habría podido tomarse
por el primer paso conducente al matrimonio. Y, sin embargo, recibió un beso,
el que recibimos todos, el fuerte ósculo de la muerte. Cuando hemos vivido el
tiempo asignado, la Muerte recibe la orden: «¡Llévatelo de un beso!». Y ¡adiós
el hombre! De Dios Nuestro Señor nos baja un rayo de sol tan intenso, que nos
ciega los ojos. El alma humana, que llegó en forma de estrella fugaz, emprende
el vuelo en la misma forma, pero no para ir a descansar en una flor o a soñar
bajo un pétalo de nenúfar. Cosas más importantes tiene que hacer. Vuela al gran
país de la Eternidad. Cómo es aquel país y qué aspecto tiene, nadie sabría
decirlo, pues nadie lo ha visto, ni siquiera la cigüeña, por muy lejos que
alcance su vista y por muchas cosas que sepa. Así, nada más podía decir de
Pedro, Perico y Pedrín; bien es verdad que ya tenía bastante de ellos, y tú
seguramente también. De modo que por esta vez le daremos muchas gracias a la
cigüeña. Pero ella, en pago de esta historieta, que nada tiene de particular,
pide tres ranas y una culebrina. Por lo visto, cobra en especies. ¿Quieres
pagarle tú? Yo no, pues no tengo ni ranas ni culebras.
Guardado
en el corazón, y no olvidado
Érase una vez un
viejo castillo, con su foso pantanoso y su puente levadizo, el cual estaba más
veces levantado que bajado, pues no todas las visitas son deseables. Había
troneras bajo el tejado, y mirillas a lo largo de los muros; por ellos podía
dispararse al exterior o arrojar agua hirviendo o plomo derretido sobre el
enemigo, cuando se acercaba demasiado. Los aposentos interiores eran de alto
techo, y así convenía que fuesen, por el mucho humo que salía del fuego del
hogar, alimentado con troncos húmedos. De la pared colgaban retratos de hombres
con sus armaduras, y de altivas damas en sus pesados ropajes. La más altiva de
todas vivía y deambulaba por los recintos del castillo; era su dueña y se
llamaba Mette Mogens.
Una noche vinieron
bandidos. Mataron a tres de los servidores del castillo y al perro mastín,
ataron luego a Dama Mette a la perrera con la cadena del animal e, instalándose
en la gran sala, se bebieron el vino de la bodega y la buena cerveza.
Dama Mette
permanecía encadenada en la caseta; ni siquiera podía ladrar.
En éstas se le
acercó el más joven de los bandidos, deslizándose de puntillas para no ser
oído, pues los demás lo hubieran asesinado.
- Señora Mette
Mogens - dijo el mozo -, ¿te acuerdas de que un día mi padre, en vida aún de tu
esposo, fue condenado a montar en el potro del tormento? Tú pediste piedad para
él, pero en vano; hubo de cumplirse la sentencia. Pero tú te acercaste a
hurtadillas como lo hago yo ahora, y le pusiste una piedra debajo de cada pie
para procurarle un punto de apoyo. Nadie lo vio, o por lo menos hicieron como
si no lo vieran; por algo eras la señora. Mi padre me lo contó, y yo he
guardado el relato en mi corazón, mas no lo he olvidado. ¡Ahora te devuelvo la
libertad, señora Mette Mogens!
Poco después los
dos galopaban, bajo la lluvia y la tempestad, en busca de ayuda.
- Ha sido un pago
espléndido por el pequeño favor que presté al viejo - dijo Dama Mogens.
- Lo que se guarda
en el corazón no se olvida - respondió el joven.
Los bandidos fueron
ahorcados.
En una región
solitaria se alzaba un viejo castillo; todavía hoy existe. No era el de Dama
Mette Mogens, sino de otra noble familia.
La historia sucede
en nuestros tiempos. El sol brilla en la punta dorada de la torre; pequeñas
manchas de bosque destacan como ramilletes entre el agua, y en derredor nadan
cisnes salvajes. En el jardín crecen rosas; la castellana es la rosa más
preciosa, radiante de alegría, la alegría de una buena acción. El rayo de gozo
no se proyecta hacia fuera, hacia el mundo, sino que penetra profundamente en
el corazón; en él permanece bien guardado, no olvidado.
La señora viene del
castillo y se dirige a la cabaña de unos jornaleros que viven en el campo. En ella
yace una pobre muchacha paralítica. La ventana del reducido cuartucho da al
Norte, y nunca entra por ella el sol. La inválida sólo puede ver un pedacito de
campo, cerrado por el alto borde del foso. Pero hoy luce allí el sol, el
hermoso y confortador sol de Dios, que entra desde el Sur por la nueva ventana,
que antes era toda ella pared. La enferma está sentada al sol, ve el bosque y
la orilla del mar; el mundo se ha vuelto para ella inmenso y bello, y todo
gracias a una sola palabra de la bondadosa castellana.
- ¡La palabra fue
tan sencilla, la acción tan insignificante! - dijo -, pero la alegría que sentí
fue inmensamente grande y bienhechora.
Y por eso practica
tantas buenas obras, piensa en todos los hogares humildes y también en los
ricos, cuando pasan por alguna tribulación. Lo hace todo sin ostentación, en
secreto; pero Dios no lo olvida.
Hay una antigua
casa patricia en la ciudad grande y laboriosa. No entraremos en sus aposentos y
salones, sino que nos quedaremos en la cocina. Está clara y caldeada, limpia y
aseada. La batería de cobre reluce como espejos, la mesa parece pulimentada, el
vertedero está como una tabla acabada de fregar. Es una sola criada la que ha
hecho todo el trabajo, y aún ha tenido tiempo de vestirse primorosamente, como
para ir a la iglesia. Lleva en la cofia un lazo, un lazo negro, señal de luto.
Y, sin embargo, no tiene a nadie por quien llevar luto, ni padre ni madre,
ningún pariente, ni novio; es una pobre doncella. En tiempos estuvo prometida,
con un hombre pobre también; se querían entrañablemente. Un día él le dijo:
- No poseemos nada.
La rica viuda que es dueña de la bodega me ha dirigido palabras cariñosas y
quiere proporcionarme el bienestar; pero tú sola vives en mi corazón. ¿Qué me
aconsejas?
- Lo que tú creas
que haya de hacer tu felicidad - respondió la muchacha -. Sé bueno y afectuoso
con ella; pero piensa que no volveremos a vernos desde el momento en que nos
separemos.
Transcurrieron unos
años. Un día ella se encontró en la calle con su antiguo amigo y novio. Su aspecto
era triste y enfermo, y la joven no pudo por menos de preguntarle:
- ¿Qué tal estás?
- Muy bien, no me
falta nada - respondió el -. La mujer es buena y honrada, pero tú llenas mi
corazón. He sostenido una terrible batalla, que pronto terminará. ¡No
volveremos a vernos sino ante el trono de Dios!
Transcurrió otra
semana, y en el periódico de hoy viene la noticia de su muerte; pero eso se ha
puesto luto la doncella. El que un día fue su novio ha fallecido - dice la
esquela -, dejando esposa y tres hijastros. La campana tañe con un son
quebrado; y, sin embargo, el metal es puro.
El lazo negro
indica el luto, el rostro de la joven lo indica aún más. Vive oculto en el
corazón, pero no olvidado.
¿Ves? Son tres
historias, tres hojas de un tallo. ¿Quieres más hojas de trébol? Hay muchas
guardadas en el libro del corazón; guardadas, pero no olvidadas.
El hijo
del portero
El general vivía en
el primer piso, y el portero, en el sótano. Había una gran distancia entre las
dos familias: primero las separaba toda la planta baja, y luego la categoría
social.
Pero las dos
moraban bajo un mismo tejado, con la misma vista a la calle y al patio, en el
cual había un espacio plantado de césped, con una acacia florida, al menos en
la época en que florecen las acacias. Bajo el árbol solía sentarse la
emperejilada nodriza con la pequeña Emilia, la hijita del general, más
emperejilado todavía. Delante de ellas bailaba, descalzo, el niño del portero.
Tenía grandes ojos castaños y oscuro cabello y la niña le sonreía y le alargaba
las manitas. Cuando el general contemplaba aquel espectáculo desde su ventana,
inclinando la cabeza con aire complacido, decía:
- ¡Charmant!
La generala, tan
joven que casi habría podido pasar por hija de un primer matrimonio del
militar, no se asomaba nunca a la ventana a mirar al patio, pero tenía mandado
que, si bien el pequeño de «la gente del sótano» podía jugar con la niña, no le
estaba permitido tocarla, y el ama cumplía al pie de la letra la orden de la
señora.
El sol entraba en
el primer piso y en el sótano; la acacia daba flores, que caían, y al año
siguiente daba otras nuevas. Florecía el árbol, y florecía también el hijo del
portero; habríais dicho un tulipán recién abierto.
La hijita del
general crecía delicada y paliducha, con el color rosado de la flor de acacia.
Ahora bajaba raramente al patio; salía a tomar el aire en el coche, con su
mamá, y siempre que pasaba saludaba con la cabeza al pequeño Jorge del portero.
Al principio le dirigía incluso besos con la mano, hasta que su madre le dijo
que era demasiado mayor para hacerlo.
Una mañana subió el
mocito a llevar al general las cartas y los periódicos que habían dejado en la
portería. Mientras estaba en la escalera oyó un leve ruido en el cuarto donde
guardaban la arena blanca empleada para la limpieza de los suelos. Pensando que
sería un pollito allí encerrado, abrió la puerta y se encontró ante la hijita
del general, vestida de gasas y encajes.
- No lo digas a mis
papás; se enfadarían.
- Pero, ¿qué pasa?
¿Qué sucede, señorita? - preguntó Jorge.
- Todo está
ardiendo - respondió ella -. ¡Llamas y llamas!
Jorge abrió la
puerta de la habitación de la niña. La cortina de la ventana estaba casi
completamente quemada, y el barrote ardía. El niño lo hizo caer de un salto y
pidiendo socorro a gritos. De no haber sido por él, la casa entera se hubiera
incendiado.
El general y la
generala interrogaron a Emilita.
- Sólo cogí una
cerilla - dijo la niña -; prendió enseguida, y la cortina también. Escupí para
apagar el fuego, escupí cuanto pude, pero no tenía bastante saliva, y entonces
salí corriendo de la habitación, pues pensé que mis papás se enfadarían.
- ¡Escupir! - dijo
el general -, ¿Qué palabrota es esa? ¿Cuándo la oíste a tu papá o a tu mamá? La
aprendería ahí abajo.
A Jorgito, empero,
le dieron una moneda de cuatro chelines, que no fue a parar a la pastelería,
no, sino a la hucha. Y pronto hubo en ella los chelines suficientes para
comprar una caja de lápices de colores, con los cuales pudo iluminar sus
numerosos dibujos. Éstos fluían materialmente de los lápices y los dedos. Los
primeros los regaló a Emilita.
- ¡Charmant!
- exclamó el general. Hasta la generala admitió que se veía perfectamente la
idea del chiquillo -. Tiene talento -. Estas palabras fueron comunicadas, para
su satisfacción, a la mujer del portero.
El general y su
esposa eran personas de la nobleza; tenían sus escudos de armas, cada cual el
propio, en la portezuela del coche. La señora había hecho bordar el suyo en
todas sus piezas de tela, tanto exteriores como interiores, así como en su
gorro de dormir y en el bolso de cama. Era un escudo precioso, y sus buenos
florines había costado a su padre, pues no había nacido con él, ni ella
tampoco. Había venido al mundo demasiado pronto, siete años antes que el
blasón. La mayoría de las personas lo recordaban; sólo la familia lo había
olvidado. El escudo del general era antiguo y de gran tamaño; llevarlo encima
habría sido como para que rechinaran los huesos, y ahora se le había añadido
otro. Y a la señora generala parecía que se le oyeran rechinar los huesos
cuando se dirigía en su carroza al baile de la Corte, toda tiesa y envarada.
El general era ya
viejo y de cabello entrecano, pero montado en su caballo, hacía aún buena
figura. Como estaba convencido de ello, salía todos los días a caballo, con su
ordenanza a la distancia conveniente. Cuando entraba en una reunión parecía
también hacerlo a caballo, y tenía tantas condecoraciones, que resultaba casi
increíble. Pero, ¿qué iba a hacerle? Había entrado muy joven en la carrera
militar, y había participado en muchas maniobras, todas en otoño y en tiempo de
paz. De aquellos tiempos recordaba una anécdota, la única que sabía contar. Su
suboficial cortó una vez la retirada a un príncipe, haciéndolo prisionero, por
lo que éste hubo de entrar en la ciudad en calidad de cautivo, junto con un
grupo de soldados, detrás del general.
Había sido un
acontecimiento inolvidable, que el general narraba año tras año con
regularidad, repitiendo siempre las memorables palabras que habla pronunciado
al restituir el sable al príncipe:
«Sólo un suboficial
pudo hacer prisionero a Vuestra Alteza; yo nunca». Y el príncipe había
respondido: «Es usted incomparable». Jamás el general había tomado parte en una
campaña de verdad. Cuando la guerra asoló el país, él entró en la carrera
diplomática, y fue acreditado, sucesivamente, en tres Cortes extranjeras.
Hablaba el francés tan a la perfección, que por esta lengua casi había olvidado
la propia; bailaba bien, montaba bien, y las condecoraciones se acumulaban en
su pecho en número incontable. Los centinelas le presentaban armas; una
lindísima muchacha lo hizo también, y ello le valió ser elevada al rango de
generala y tener una hijita encantadora, que parecía caída del cielo. Y el hijo
del portero bailaba ante ella en el patio, y le regalaba todos sus dibujos y
pinturas, que ella miraba complacida antes de romperlos. ¡Era tan delicada y
tan linda!
- ¡Mi pétalo de
rosa! - decíale la generala -. ¡Naciste para un príncipe!
El príncipe estaba
ya en la puerta, pero nadie lo sabía. Las personas no ven nunca más allá del
umbral.
- Hace poco nuestro
pequeño partió su merienda con ella - dijo la mujer del portero -. No tenía ni
queso ni carne, y, sin embargo, le gustó como si fuese buey asado. Se habría
armado la gorda si llegan a verlo los generales; pero no se enteraron.
Jorge había
compartido su merienda con Emilita, y muy a gusto habría compartido también su
corazón si ello hubiese podido darle gusto. Era un buen muchacho, listo y
despierto. A la sazón concurría a la escuela nocturna de la Academia, para
perfeccionarse en el dibujo. Emilita también progresaba en sus conocimientos;
hablaba francés con su ama, y tenía profesor de baile.
* * *
- Jorge va a recibir la
confirmación para Pascuas - dijo la mujer del portero. Tan mayor era ya.
- Convendría ponerlo de aprendiz -
observó el padre -. Habría que darle un buen oficio; y sería una carga menos.
- Pero tendrá que venir a dormir a
casa - respondió la madre.
No es cosa fácil encontrar un
maestro que disponga de dormitorio para aprendices. Igualmente tendremos que
vestirlo, y, en cuanto a la comida, no supone un gran sacrificio, ya sabes que
se contenta con unas patatas hervidas. Su instrucción no nos cuesta nada;
déjalo que siga su camino. No nos pesará, ya lo verás. Lo dice su profesor.
El traje de confirmación estaba
listo. La propia madre lo había confeccionado. Se lo había cortado un sastre de
la vecindad, que tenía muy buenas manos. Como decía la portera, si hubiese
dispuesto de medios y tenido un taller con oficiales, habría sido sastre de la
Corte.
Los vestidos estaban listos, y el
confirmando también. El día de la ceremonia, uno de los padrinos de Jorge, el
más rico de todos un ex-mozo de almacén de edad ya avanzada, regaló a su
ahijado un gran reloj de metal barato. Era un reloj viejo y muy usado que
siempre adelantaba, pero mejor era eso que atrasar; fue un regalo espléndido.
El obsequio de la familia del general consistió en un devocionario encuadernado
en tafilete; se lo envió la señorita, a quien Jorge había regalado tantos dibujos.
En la portada se leía su nombre y el de ella, con la expresión «afectuosa
protectora». Lo había escrito la muchacha al dictado de la generala, y su
marido, al leerlo, lo había encontrado charmant
- Verdaderamente es una gran
atención, de parte de personas tan distinguidas - dijo la mujer del portero; y
Jorge hubo de vestir su traje de confirmación, y, con su devocionario, subir a
dar las gracias.
La generala estaba sentada, muy
arropada, pues padecía jaqueca siempre que se aburría. Recibió a Jorge muy
amablemente, lo felicitó y le deseó que nunca tuviera que sufrir aquel dolor de
cabeza. El general iba en bata de noche, gorra de borla y botas rusas de caña
roja. Por tres veces recorrió la habitación sumido en sus pensamientos y
recuerdos; finalmente, se detuvo y pronunció el siguiente discurso:
- Así ya tenemos al pequeño Jorge
hecho un cristiano. Sé también un hombre bueno y respeta a tus superiores.
Cuando seas viejo, podrás decir: ¡Lo aprendí del general!
Fue sin duda el discurso más largo
de cuantos el bravo militar habla pronunciado en toda su vida; luego volvió a
reconcentrarse y adoptó un aire de gran dignidad. Pero de todo lo que Jorge oyó
y vio en aquella casa, lo que más se grabó en su recuerdo fue la señorita
Emilia. ¡Qué encantadora! ¡Qué dulce, vaporosa y distinguida! Si tuviera que
pintarla, tendría que hacerlo en una pompa de jabón. Un fino perfume se
exhalaba de todos sus vestidos y de su ensortijado cabello rubio. Habríase
dicho un capullo de rosa recién abierto. ¡Y con aquella criatura había partido
él un día su merienda! Ella se la había comido con verdadera voracidad, con un
gesto de aprobación a cada bocado. ¿Se acordaría aún de aquello? Sí,
seguramente; y en recuerdo le había regalado el hermoso devocionario.
A la primera luna nueva del año
siguiente, siguiendo una vieja tradición, salió a la calle con un trozo de pan
y un chelín, y abrió el libro al azar, buscando una canción que le descubriera
su porvenir. Salió un cántico de alabanza y de gracias. Preguntó luego al
oráculo por el destino de Emilita. Procedió con extremo cuidado, para no dar
con un himno mortuorio, y, a pesar de todo, el libro se abrió en una página que
hablaba de la muerte y de la sepultura; pero, ¡quién cree en esas tonterías! Y,
sin embargo, experimentó una angustia infinita cuando, poco más tarde, la
encantadora muchachita cayó enferma, y el coche del doctor se paraba cada
mediodía delante de la puerta.
- No conservarán a la niña - decía
la portera -. El buen Dios sabe bien a quién debe llamar a su lado.
No murió, sin embargo, y Jorge
siguió componiendo dibujos y enviándoselos. Dibujó el palacio del Zar y el
antiguo Kremlin tal y como era, con sus torres y cúpulas, que, en el dibujo del
muchacho, parecían enormes calabazas verdes y doradas por el sol. A Emilita le
gustaban mucho estas composiciones, y aquella misma semana Jorge le envió
otras, representando también edificios, para que la niña pudiera fantasear
acerca de lo que había detrás de las puertas y ventanas.
Dibujó una pagoda china, con
campanillas en cada uno de sus dieciséis pisos, y dos templos griegos con
esbeltas columnas de mármol y grandes escalinatas alrededor. Dibujó asimismo
una iglesia noruega de madera; se veía que estaba construida toda ella de
troncos y vigas, muy bien tallados y modelados, y encajados unos con otros con
un arte singular. Pero lo más bonito de la colección fue un edificio, que él
tituló «Palacio de Emilita», porque ella debía habitarlo un día. Era una
invención de Jorge y contenía todos los elementos que le habían gustado más en
las restantes construcciones. Tenía la viguería de talla, como la iglesia
noruega; columnas de mármol, como el templo griego; campanillas en cada piso, y
en lo alto, cúpulas verdes y doradas, como el Kremlin del Zar. Era un verdadero
palacio infantil, y bajo cada ventana se leía el destino de la sala
correspondiente: «Aquí duerme Emilia, aquí Emilia baila y juega a
"visitas"». Daba gusto mirarlo, y causó la admiración de todos.
- ¡Charmant! - exclamó el
general.
Pero el anciano conde - pues había
un conde anciano, más distinguido aún que el general y propietario de un
palacio propio y una gran hacienda señorial - no dijo nada. Enteróse de que lo
había imaginado y dibujado el hijo del portero. Ya no era un niño, pues había
recibido la confirmación. El anciano conde examinó los dibujos y se guardó su
opinión.
Una mañana en que hacía un tiempo
de perros, gris, húmedo, en una palabra, abominable, significó, sin embargo,
para Jorge el principio de uno de los días más radiantes y bellos de su vida.
El profesor de la Academia de Arte lo llamó.
- Escucha, amiguito - le dijo -,
tenemos que hablar tú y yo. Dios te ha dotado de aptitudes excepcionales, y ha
querido al mismo tiempo que no te faltase la ayuda de personas virtuosas. El
anciano conde que vive en esta calle ha hablado conmigo. He visto tus dibujos,
pero ahora no hablemos de ellos, pues tienen demasiado que corregir. Desde
ahora podrás asistir dos veces por semana a mi escuela de dibujo y aprenderás a
hacer las cosas como se debe. Creo que es mayor tu disposición para arquitecto
que para pintor. Pero tienes tiempo para pensarlo. Preséntate hoy mismo al
señor conde de la esquina, y da gracias a Dios por haber puesto a este hombre
en tu camino.
El hijo
del portero
Continuación
Era una hermosa
casa la del conde, allá en la esquina de la calle. Las ventanas estaban
enmarcadas con relieve de piedra, representando elefantes y dromedarios, todo
del tiempo antiguo, pero el anciano conde vivía de cara al nuevo y a todo lo
bueno que nos ha traído, lo mismo si ha salido del primer piso como del sótano
o de la buhardilla.
- Creo - observó la
mujer del portero - que cuanto más de veras son nobles las personas, más
sencillas son. Mira el anciano conde, ¡qué llano y amable! Y habla exactamente
como tú y como yo; no lo hacen así los generales.
No estaba poco
entusiasmado anoche Jorge, después de visitar al conde. Pues lo mismo me ocurre
hoy a mí, después de haber sido recibida por este gran señor. ¿Ves lo bien que
hicimos al no poner a Jorge de aprendiz? Tiene mucho talento.
- Pero necesita
apoyo de los de fuera observó el padre.
- Ya lo tiene -
repuso la madre -. El conde habló con palabras muy claras y precisas.
- Pero la cosa
salió de casa del general - opinó el portero y también a él debemos estarle
agradecidos.
- Desde luego -
respondió la madre -, aunque no creo yo que les debamos gran cosa. Daré las
gracias a Dios, y se las daré también por el restablecimiento de Emilita.
La niña salía
adelante, en efecto, y lo mismo hacía Jorge. Al cabo de un año ganó la segunda
medalla de plata, y después, la primera.
* * *
- ¡Más nos hubiera valido ponerlo
de aprendiz! - exclamaba llorando la mujer del portero -; así lo hubiéramos
tenido a nuestro lado. ¿Qué se le ha perdido en Roma? No volveré a verlo,
aunque regrese algún día. ¡Pero nunca volverá mi hijo querido!
- ¡Pero si es por su bien, si es un
gran honor para él! - la consolaba el padre.
- Gracias por tus consuelos -
protestó la mujer -, pero ni tú mismo crees lo que estás diciendo. ¡Estás tan
triste como yo!
La aflicción de los padres era
justificada, pero no lo era menos el viaje. Para el muchacho era una gran
suerte, decía la gente.
Llegó la hora de despedirse,
incluso de la familia del general. La señora no salió, pues sufría de fuerte
jaqueca. El general le repitió su única anécdota, lo que había dicho al
príncipe y la respuesta de éste: «Es usted incomparable». Luego le tendió la
blanda mano. Emilia se la estrechó a su vez, parecía afligida, pero Jorge
estaba aún más triste.
* * *
El tiempo pasa deprisa cuando se
trabaja; pero también cuando no se hace nada. El tiempo es igual de largo, pero
no de útil. Para Jorge era provechoso, pero no largo ni mucho menos, excepto
cuando pensaba en los seres queridos que había dejado en casa. ¿Qué tal irían
las cosas en el primer piso y en el sótano? Se escribían, naturalmente.
¡Cuántas cosas puede reflejar una carta! Días de sol y otros turbios y
difíciles. Así llegó una anunciando que su padre había muerto y que la madre
quedaba sola. Emilia se había portado como un ángel de consuelo. Había bajado
al sótano, escribía la madre, añadiendo que le permitían continuar de portera.
* * *
La generala llevaba su diario, en
el que registraba cada baile y cada tertulia a que había concurrido, así como
las visitas de todos los forasteros. El diario estaba ilustrado con las
tarjetas de los diplomáticos y de la alta nobleza; la dama estaba orgullosa de
su diario. Había ido creciendo a lo largo del tiempo, a costa de horas, bajo
fuertes jaquecas, pero también como fruto de claras noches, es decir, de bailes
cortesanos. Emilia había asistido ya al primer baile; su madre llevaba un
vestido rojo brillante, con encajes negros: traje español. La hija iba de
blanco, fina y exquisita. Cintas de seda verde ondeaban como juncos entre sus
dorados rizos, coronados por una guirnalda de lirios de agua. Sus ojos
despedían un brillo azul y límpido, su boca era roja y delicada; toda ella era
comparable a una sirena, hermosa hasta lo indecible. Tres príncipes bailaron
con ella, uno tras otro, naturalmente. La generala estuvo luego ocho días sin
que le doliera la cabeza.
Mas aquel baile no fue el único, en
perjuicio de la salud de Emilia. Por eso fue una suerte que llegase el verano,
con su descanso y su vida al aire libre. El anciano conde invitó a la familia a
su palacio.
Este palacio tenía un parque
admirable. Una parte de él se conservaba como en sus tiempos primitivos, con
espesos setos verdes, que no parecía sino que uno anduviese entre verdes
mamparas interrumpidas por mirillas. Bojes y tejos estaban cortados en figura de
estrellas y pirámides, y el agua brotaba de grutas de concha; en derredor había
estatuas de mármoles rasos, de bellos rostros y nobles ropajes. Cada arriate
tenía una forma distinta; uno figuraba un pez, otro un escudo de armas, otro
unas iniciales. Ésta era la parte francesa del parque. Desde ella se penetraba
en el bosque fresco y verde, donde los árboles crecían en plena libertad; por
eso eran tan grandes y tan magníficos. El césped era verde y mullido y le
pasaban con frecuencia el rodillo, lo segaban y cuidaban para que se pudiera
andar sobre él como sobre una alfombra. Era la parte inglesa del jardín.
- La época antigua y la nueva -
decía el conde -. Aquí al menos se armonizan, y la una valoriza a la otra.
Dentro de dos años el palacio tendrá su auténtico carácter. Van a embellecerlo
y mejorarlo a fondo. Les mostraré los dibujos y les presentaré al arquitecto, a
quien he invitado a comer.
- ¡Charmant! - respondió
el general.
- ¡Un verdadero paraíso! - exclamó
la generala -; y allí tiene además un castillo medieval.
- Es mi gallinero - replicó el
conde -. Las palomas viven en la torre, los pavos, en el primer piso; pero
abajo reina la vieja Elsa. En todos lados tiene habitaciones para huéspedes;
las cluecas viven independientes, las gallinas con sus polluelos, también, y
los patos tienen una salida especial al agua.
- ¡Charmant! - repitió el
general.
Y todos se dirigieron a ver aquella
maravilla.
En el centro de la habitación
estaba la vieja Elsa, y a su lado su hijo, el arquitecto Jorge. Él y Emilita se
volvían a encontrar al cabo de bastantes años, y el encuentro ocurría en el
gallinero. Sí, allí estaba él, y de verdad que era un apuesto mozo. Abierta y
resuelta era la expresión de su rostro, brillante su negro cabello, y en sus
labios se dibujaba una sonrisa, como queriendo significar: a mí no me las dais,
os conozco a fondo. La anciana no llevaba zuecos; se había puesto medias en
honor de los distinguidos visitantes. Las gallinas cloqueaban, y el gallo
cacareaba, y los patos anadeaban con su «rap, rap» camino del agua. Pero la
fina muchacha, la amiga de su niñez, la hija del general, permanecía de pie,
con un rubor en sus mejillas, de ordinario tan pálidas, los grandes ojos
abiertos, la boca tan elocuente, a pesar de que no salía de ella ni una palabra.
Y el saludo que él recibió fue el más amable que un joven pudiera esperar de
una damita que no perteneciese a una encumbrada familia o hubiese bailado más
de una vez con él. Pues ella y el arquitecto nunca habían bailado juntos.
El conde tomó la mano del joven y
lo presentó:
- No les es del todo desconocido
nuestro joven amigo, don Jorge.
La generala correspondió con una
inclinación, la hija estuvo a punto de ofrecerle la mano, pero se retuvo.
- ¡Nuestro pequeño amigo Jorge! -
dijo el general -. Viejos amigos de casa. ¡Charmant!
- Viene usted hecho un perfecto
italiano - le dijo la generala. - Hablará la lengua como un nativo, ¿verdad?
- Mi señora no habla el italiano,
pero lo canta - explicó el general.
En la mesa, Jorge se sentó a la
derecha de Emilia; el general había entrado del brazo de ella, mientras el
conde lo daba a la generala.
Don Jorge habló y contó, y lo hizo
bien; él fue quien ayudado por el anciano conde, animó la mesa con sus relatos
y su ingenio. Emilia callaba, atento el oído, la mirada brillante. Pero no dijo
nada.
Ella y Jorge se reunieron en la
terraza, entre las flores; un rosal los ocultaba. De nuevo Jorge tenía la
palabra; fue el primero en hablar.
- Gracias por su amable conducta
con mi anciana madre - le dijo -. Sé que la noche en que falleció mi padre,
usted bajó a su casa y permaneció a su lado hasta que se cerraron sus ojos.
¡Gracias! -. Y cogiendo la mano de Emilia, la besó; bien podía hacerlo en
aquella ocasión. Un vivo rubor cubrió las mejillas de la muchacha, que le
respondió apretándole la mano y mirándole con sus expresivos ojos azules.
- Su madre es tan buena persona...
¡Cómo lo quiere! Me dejaba leer todas sus cartas; creo que lo conozco bien.
¡Qué bueno fue usted conmigo cuando yo era niña! Me daba dibujos...
- Que usted rompía - interrumpió
Jorge.
- No, conservo aún una obra suya,
en mi palacio.
- Ahora voy a construirlos de
verdad - dijo Jorge, entusiasmándose con sus propias palabras.
El general y la generala discutían
en su habitación acerca del hijo del portero, y convenían en que sabía moverse
y expresarse. - Podría ser preceptor - dijo el general.
- Tiene ingenio - se limitó a
observar la generala.
* * *
Durante los dulces días de verano,
don Jorge iba con frecuencia al palacio del conde. Lo echaban de menos si no lo
hacía.
- Cuántos dones le ha hecho Dios,
con preferencia a nosotros, pobres mortales - le decía Emilia .- ¿No le está
muy agradecido?
A Jorge le halagaba oír aquellas
alabanzas de labios de la hermosa muchacha, en quien encontraba altísimas
aptitudes.
El general estaba cada vez más
persuadido de la imposibilidad de que Jorge hubiese nacido en un sótano.
- Por otra parte, la madre era una
excelente mujer - decía -. He de reconocerlo, aunque sea sobre su tumba.
Pasó el verano, llegó el invierno y
nuevamente se habló de don Jorge. Era bien visto, y se le recibía en los
lugares más encumbrados; el general hasta se encontró con él en un baile de la
Corte.
Organizaron otro en casa en honor
de la señorita Emilia. ¿Sería correcto invitar a don Jorge?
- Cuando el Rey invita, también
puede hacerlo el general - dijo éste, creciéndose lo menos una pulgada.
Invitaron a don Jorge, y éste
acudió; y acudieron príncipes y condes, y cada uno bailaba mejor que el
anterior. Pero Emilia sólo bailó el primer baile; le dolía un pie, no es que
fuera una cosa de cuidado, pero tenía que ser prudente, renunciar a bailar y
limitarse a mirar a los demás. Y se estuvo sentada, mirando, con el arquitecto
a su lado.
- Parece usted dispuesto a darle la
basílica de San Pedro toda entera - dijo el general, pasando ante ellos con una
sonrisa, muy complacido de sí mismo.
Con la misma sonrisa complaciente
recibió a don Jorge unos días más tarde. Probablemente el joven venía a dar las
gracias por la invitación al baile. ¿Qué otra cosa, si no? Pero, no: era otra
cosa.
La más sorprendente, la más
extravagante que cupiera imaginar: de sus labios salieron palabras de locura;
el general no podía prestar crédito a sus oídos. «¡Inconcebible!», una petición
completamente absurda: don Jorge solicitaba la mano de Emilita.
- ¡Señor mío! - exclamó el general,
poniéndose colorado como un cangrejo -. No lo comprendo en absoluto. ¿Qué dice
usted? ¿Qué quiere? No lo conozco. ¿Cómo ha podido ocurrírsele venir a mi casa
con esta embajada? No sé si debo quedarme o retirarme y andando de espaldas,
se fue a su dormitorio y lo cerró con llave, dejando solo a Jorge. Éste aguardó
unos minutos y luego se retiró.
En el pasillo estaba Emilia.
- ¿Qué contestó mi padre? - dijo
con voz temblorosa.
Jorge le estrechó la mano.
- Me dejó plantado. ¡Otro día
estaré de mejor suerte!
Las lágrimas asomaron a los ojos de
Emilia. En los del joven brillaban la confianza y el ánimo; el sol brilló sobre
los dos, enviándoles su bendición.
Entretanto el general seguía en su
habitación, fuera de sí por la ira. Su rabia le hacía desatarse en improperios:
- ¡Qué monstruosa locura! ¡Qué
desvaríos de portero!.
Menos de una hora después, la
generala había oído la escena de boca de su marido. Llamó a Emilia a solas.
- ¡Pobre criatura! ¡Ofenderte de
este modo! ¡Ofendernos a todos!
Veo lágrimas en tus ojos, pero te
favorecen. Estás encantadora llorando. Te pareces a mí el día de mi boda.
¡Llora, llora, Emilia querida!
- Sí, habré de llorar - replicó la
muchacha - si tú y papá no decís que sí.
- ¡Hija! - exclamó la generala -.
Tú estás enferma, estás delirando, y por tu culpa voy a recaer en mi terrible
jaqueca. ¡Qué desgracia ha caído sobre nuestra casa! ¿Quieres la muerte de tu
madre, Emilia? Te quedarás sin madre.
Y a la generala se le humedecieron
los ojos; no podía soportar la idea de su propia muerte.
Día de
mudanza
¿Te acuerdas del
torrero Ole, verdad? Ya te conté que le hice dos visitas. Pues ahora te contaré
una tercera, y no es la última.
Por lo regular voy
a verlo a su torre el día de Año Nuevo, pero esta vez fue el día de mudanza
general, en que no se está a gusto en las calles de la ciudad, pues están
llenas de montones de basura, cascos rotos y trastos viejos, y no hablemos ya
de la paja vieja de los jergones, por la cual hay que pasar casi a vado.
Siguiendo por entre aquellas pilas de desperdicios, vi a unos niños que estaban
jugando con la paja. Jugaban a acostarse, encontrando que todo allí convidaba a
este juego. Se metían en la paja viva, y se echaban encima, a guisa de
cubrecama, una vieja cortina rota.
- ¡Se está muy
cómodo! - decían. Aquello ya era demasiado y me alejé, en dirección a la
morada de Ole.
- ¡Es día de
mudanza! - dijo -. Calles y callejones están convertidos en cubos de basura;
unos cubos de basura grandiosos. A mí me basta con un carro lleno. Siempre
puedo sacar algo de él, y así lo hice, poco después de Navidad. Bajé a la
calle; el tiempo era rudo, húmedo, sucio, muy a propósito para enfriarse. El
basurero se había parado con su carro lleno, una especie de muestrario de las
calles de Copenhague en día de mudanza. En la parte posterior del carro había
un abeto, verde todavía y con oropeles en las ramas; había estado en una fiesta
de Nochebuena, y luego lo habían arrojado a la calle; el basurero lo había
cargado encima de la basura, en la parte trasera del carro. Lo mismo parecía
alegre que lloroso, cualquiera sabe. Todo depende de lo que esté uno pensando
en aquel momento, y yo estaba pensando, y los objetos amontonados en el carro,
de seguro que también pensaban; pensaban o habrían podido pensar, que viene a
ser lo mismo. Había allí un guante de señora, roto. ¿Qué pensaría? ¿Quiere que
se lo diga? Allí estaba quieto, señalando con el dedo meñique el abeto. «¡Me
emociona este árbol! - pensaba -. También yo he estado en una fiesta iluminada
con grandes lámparas. Mi vida propiamente dicha fue una noche de baile; un
apretón de manos, y reventé. Aquí me abandonan mis recuerdos, no tengo otra
cosa de que poder vivir». Esto era lo que pensaba el guante, o lo que hubiera
podido pensar. «Es un tonto ese abeto», dijeron los cascos de loza rota. Esos
cascos todo lo encuentran siempre tonto. «Una vez se está en el carro de la
basura - decían hay que dejar de hacerse ilusiones y de llevar oropeles. Yo
sé que he sido útil en este mundo, más útil que un palo verde como ése». ¿Ve
usted? Esto es sólo una opinión personal, que acaso compartan muchos. Y, sin
embargo, el abeto hacía bonito, era un poco de poesía entre la basura, y de
ésta las calles están llenas los días de mudanza. El camino se me hacía pesado
y fatigoso, y ya tenía ganas de llegar a la torre y quedarme en ella. Sentado
en su altura, contemplo de buen humor lo que ocurre abajo.
Las buenas gentes
están jugando a las «cuatro esquinas». Se arrastran y atormentan con sus
trastos, y el duende, sentado en la cuba, se muda con ellas; chismes
domésticos, comadrerías de familia, cuidados y preocupaciones, todo abandona la
casa vieja para trasladarse a la nueva. Y, ¿qué sacan en claro ellos y nosotros
de todo aquel ajetreo? ¡Oh! Tiempo ha lo escribieron en aquel antiguo verso del
«Noticiero»: «¡Piensa en el día de la muerte, la gran mudanza!».
Éste es un
pensamiento muy serio, pero imagino que no le gustará que se lo recuerden. La
muerte es y será siempre el funcionario más concienzudo, a pesar de sus
numerosos empleos accesorios. ¿No ha pensado usted en ella?
La Muerte es
conductora de ómnibus, expedidora de pasaportes, estampa su nombre al pie de
nuestro boletín de conducta y es directora de la gran caja de ahorros de la
vida. ¿Comprende? Todas las acciones que realizamos en el curso de nuestra
existencia terrena las llevamos a la caja de ahorros, y cuando la muerte se
detiene ante nuestra puerta con su carro de mudanzas y montamos en él con
destino a la Eternidad, al llegar a la frontera nos da como pasaporte nuestro
boletín de comportamiento. Como viático saca de la caja de ahorros tal o cual
de nuestras acciones, la más típica de nuestro proceder. Esto puede resultar
agradable, pero a lo mejor es espantoso.
Nadie ha escapado
todavía a este ómnibus. Cierto que se cuenta de un individuo que no pudo subir:
el zapatero de Jerusalén; hubo de echar a correr detrás. De haberlo alcanzado,
habría escapado al trato de que le han hecho objeto los poetas. Dirija usted
mentalmente una mirada a aquel gran ómnibus de mudanzas. Verá qué sociedad tan
abigarrada. Juntos van sentados un rey y un mendigo, un genio y un idiota;
deben viajar sin más dinero ni bienes que su boletín de conducta y el viático
de la caja de ahorros. ¿Cuál de sus acciones habrán sacado? Tal vez una muy
pequeña, del tamaño de un guisante; pero de un guisante se puede hacer un
zarcillo florido.
La pobre
Cenicienta, que se había pasado la vida sentada en el taburete del rincón, sin
conocer más que golpes y palabras duras, recibirá tal vez como viático y
distintivo su roto asiento, el cual, en el país de la Eternidad, es muy posible
que se transforme en litera o se eleve a la categoría de un trono, reluciente
como el oro, florido como una glorieta.
Quien siempre
anduvo por ahí sorbiendo la espaciosa bebida del placer para olvidar los
errores que cometía, recibirá su barrilito de madera y tendrá que beber de su
contenido en el curso del viaje, y la bebida será pura y sin mezcla, por lo que
sus ideas se volverán claras, y se despertarán todos los buenos y nobles
sentimientos; verá y comprenderá lo que antes no supo o no quiso ver, y de este
modo llevará en sí mismo el castigo, el gusano roedor que no muere en toda la
eternidad. Si en las copas había grabada la palabra «olvido», en el barrilito hay
la de «recuerdo».
Si leo un buen
libro, una obra histórica, pongamos por caso, siempre me imagino al
protagonista en el momento de subir al ómnibus de la muerte, y me pregunto
cuáles de sus acciones sacaría la Descarnada de la caja de ahorros, qué viático
le dieron para su viaje al país de la Eternidad. Hubo una vez un rey de
Francia, cuyo nombre he olvidado - los nombres de los buenos se olvidan algunas
veces, hasta yo los olvido, pero volverán a brillar -, que en ocasión de una
carestía fue el bienhechor de su pueblo, y éste le erigió un monumento de
nieve, con esta inscripción: «Más rápido de lo que tarda ésta en fundirse,
acudiste tú en nuestra ayuda». Imagino que la muerte, al ver el monumento, le
dio un solo copo, que nunca se derretirá y que en figura de blanca mariposa
echó a volar encima de su cabeza hacia el país de la inmortalidad. Hubo también
Luis XI; he retenido su nombre, pues de los malos es fácil acordarse. Uno de
sus actos me viene con frecuencia a la memoria, y me gustaría que alguien demostrara
que es falso. Mandó ejecutar a su condestable; podía hacerlo, justa o
injustamente. Pero a sus dos hijitos inocentes, de 8 años el uno y de 7 el
otro, mandó conducirlos al cadalso, donde fueron rociados con la sangre, aún
caliente, de su padre, y luego los hizo encerrar en la Bastilla, en una jaula
de hierro, sin darles una mala manta que les sirviera de lecho; y el rey Luis
mandaba cada ocho días al verdugo para que les arrancase un diente a cada uno,
así que no lo pasaban muy bien los pobrecillos. Y dijo el mayor: «Mi madre
moriría de pena si supiera que mi hermanito ha de sufrir tanto. ¡Sácame dos
dientes a mí y déjalo a él en libertad!». Hasta al verdugo le acudieron las
lágrimas a los ojos; pero la voluntad del Rey fue más fuerte que las lágrimas,
y cada ocho días presentaban al Rey dos dientes de niño en una bandeja de
plata: los había exigido y los tuvo. Y creo que la muerte sacaría de la caja de
ahorros aquellos dos dientes y se los entregaría a Luis XI para el viaje al
país de la inmortalidad. Aquellos inocentes dientes infantiles volarían como
dos moscas de fuego delante de él, brillando, quemando, torturándolo.
Sí, es un viaje muy
serio el que se efectúa en el ómnibus el día de la gran mudanza. ¿Y cuándo
será?
Esto es lo grave,
que puede presentarse cualquier día, a cualquier hora, en cualquier minuto.
¿Cuál de nuestras acciones sacará la muerte de la caja de ahorros para
entregárnosla? ¡Pensemos en ello! Esta fecha de la gran mudanza no está
señalada en el calendario.
Rompenieves
Era invierno, el
aire frío, el viento cortante, pero en el hogar se estaba caliente y a gusto, y
la flor yacía en su casita, encerrada en su bulbo, bajo la tierra y la nieve.
Un día llovió, las
gotas atravesaron la capa de nieve y penetraron en la tierra, tocaron el bulbo
y le hablaron del luminoso mundo de allá arriba; poco después, un rayo de sol
taladró a su vez la nieve y fue a llamar a la corteza del bulbo.
- ¡Adelante! - dijo
la flor.
- No puedo -
respondió el rayo de sol -. No tengo bastante fuerza para abrir. Hasta el
verano no seré fuerte.
- ¿Cuándo llegará
el verano? - preguntó la flor, y fue repitiendo la misma pregunta cada vez que
llegaba un nuevo rayo de sol. Pero faltaba aún mucho para el verano. El suelo
estaba cubierto de un manto de nieve, y todas las noches se helaba el agua.
- ¡Cuánto tarda,
cuánto tarda! - se lamentaba la flor -. Siento un cosquilleo, no puedo estar
quieta, necesito estirarme, abrir, salir afuera, ir a dar los buenos días al
verano. ¡Qué tiempo más feliz será!
Y la flor venga agitarse
y estirarse contra la delgada envoltura, que el agua reblandecía desde fuera y
la nieve y la tierra calentaban, aquella tierra en la que el sol ya había
penetrado. Iba encaramándose bajo la nieve, con una yema verde y blanquecina en
el extremo del verde tallo, con hojas estrechas y jugosas que parecían querer
protegerla. La nieve era fría, pero estaba bañada de luz; por eso era fácil
atravesarla, y la flor sintió que el rayo de sol tenía más fuerza que antes.
- ¡Bienvenida,
bienvenida! - cantaban y decían todos los rayos, mientras la flor se elevaba
por encima de la nieve, asomando al mundo luminoso. Los rayos la acariciaban y
besaban, impulsándola a abrirse del todo, blanca como la nieve y adornada con
fajas verdes. Inclinó la cabeza, gozosa y humilde.
- ¡Magnífica flor!
- cantaban los rayos del sol -. ¡Qué pura y delicada! Eres la primera, la
única. ¡Eres nuestro amor! Tú anuncias el verano, el verano espléndido, que
llega a los campos y a las ciudades. Toda la nieve se fundirá, y los vientos
fríos serán expulsados. Nosotros seremos los reyes. ¡Todo reverdecerá! Y tú
tendrás compañeras: lilas, codesos y rosas. Pero tú eres la primera, pura y
delicada.
Reinaba una gran
alegría. Era como si el aire cantase y vibrase, como si los rayos de luz
penetrasen en sus hojas y en su tallo. Ella se levantaba fina y ligera, frágil
y, no obstante, vigorosa en su joven belleza; vestida de blanco con franjas
verdes, cantaba los loores del verano. Y, sin embargo, faltaba aún mucho
tiempo; espesas nubes ocultaban el sol, y soplaban vientos acerados.
- ¡Viniste
demasiado pronto! - decían el viento y el tiempo -. Todavía dominamos nosotros.
Sentirás nuestro poder y te someterás a él. Debieras haberte quedado en casita,
sin apresurarte a lucir tus galas. ¡No es hora todavía!
El frío era
cortante. Los días que siguieron no aportaron ni un rayo de sol. Menuda como
era la florecilla, corría peligro de helarse; pero tenía fuerzas, más de las
que ella misma pensaba. Era fuerte en su alegría y su fe en el verano, que un
día u otro tenía que llegar; se lo anunciaba una honda inquietud, y se lo había
pronosticado aquel sol primero. Por eso seguía confiada, vestida de blanco en
medio de la blanca nieve, doblando la cabeza cuando caían los copos, espesos y
pesados, y soplaban sobre ella los gélidos vientos.
- ¡Te quebrarás! -
decían éstos -, ¡te perderás, morirás! ¿Qué viniste a buscar aquí fuera? ¿Por
qué cediste a la tentación? El sol se ha burlado de ti. ¡Mal vas a pasarlo,
loca de verano!.
- ¡Loca de verano!
- repitió ella bajo el frío de la mañana. - ¡Loca de verano! - exclamaron
jubilosos unos chiquillos que acudieron al jardín -. ¡Miradla qué bonita, qué
hermosa; la primera, la única!
Aquellas palabras
hicieron un gran bien a la flor; fueron como cálidos rayos de sol. En su alegría,
ni siquiera se dio cuenta de que la cortaban. Quedó en una mano infantil,
besáronla unos labios de niña. Llevada a una habitación caliente, la
contemplaron unos ojos dulces y fue puesta en agua, un agua reconfortante y
vivificadora. La flor creyó que la habían transportado al pleno verano. La hija
de la casa, una niña encantadora, acababa de recibir la confirmación. Tenía un
amiguito muy simpático, recién confirmado también y que iba ya al colegio.
«¡Será mi loca de verano!», dijo la pequeña, y, cogiendo la florecilla, la
envolvió en un papel perfumado que tenía escritos unos versos sobre la flor.
Empezaban con loca de verano y terminaban con loca de verano; y luego decía:
«¡Amigo mío, sé un loco de invierno!». Todo estaba puesto en verso; doblaron el
papel en forma de carta, con la flor dentro. La envolvía la oscuridad, una
oscuridad semejante a la del interior del bulbo. La flor se fue de viaje, en un
saco postal, comprimida y apretada. No era agradable, pero todo tiene su fin.
Efectuado el viaje,
la carta fue abierta y leída por el amigo, cuya alegría fue tal, que besó la
flor y la depositó luego, junto con el papel, en un cajón que contenía otras
varias cartas muy hermosas, aunque sin flores. Ella era la primera, la única,
como la habían llamado los rayos del sol; y era un placer recordarlo.
Tuvo mucho tiempo
para entregarse a aquel recuerdo, mientras pasaba el verano y después el largo
invierno. Al llegar el nuevo verano fue sacada a la luz. Pero el humor del
muchacho había cambiado: cogió las cartas con rudeza y tiró los versos, con lo
que la flor se vino al suelo. Cierto que estaba aplastada y marchita, pero esto
no era motivo para que la trataran así. Pero mejor era aquello que ir a parar
al fuego, como les sucedió a los versos y a los cartas. ¿Qué había ocurrido? Lo
de siempre. La flor se había burlado de él, era una broma; y la muchacha se
había burlado de él, pero eso no era una broma. Al llegar el verano había
elegido a otro amigo.
Por la mañana el
sol brilló sobre la campanilla comprimida, que parecía pintada en el suelo. La
criada la recogió al barrer y la puso en uno de los libros de encima de la
mesa, creyendo que se habría caído al cambiarlos de sitio. Y otra vez se
encontró la flor entre versos impresos, más distinguidos todavía que los manuscritos;
por lo menos se pagan más.
Pasaron años, y el
libro siguió en su anaquel. Un día lo sacaron, abrieron y leyeron. Era un buen
libro: poemas y canciones del poeta danés Ambrosio Stub, muy digno de ser
conocido. Y el hombre que lo leía, al volver una página dijo:
- ¡Toma, aquí hay
una flor! Una loca de verano. Sin duda la pusieron aquí adrede. ¡Pobre Ambrosio
Stub! También él fue un loco de verano, un poeta antes de tiempo. Se anticipó a
su época, y hubo de aguantar nevadas y frías ventoleras, yendo de cortijo en
cortijo por tierras de Fionia, como flor en florero, flor en carta rimada. Loco
de verano, loco de invierno, broma y bufonada, y, no obstante, el primero, el
único, el poeta danés que más frescor juvenil respira. Sigue como señal en el
libro, pequeña campanilla blanca; con intención te pusieron en él.
Y la campanilla fue
dejada en el libro, y se sintió honrada y contenta, sabiendo que era una señal
en el hermoso volumen de poesías, y que aquel que por primera vez la había
cantado y escrito sobre ella, había sido también un loco de verano, e incluso
en invierno había pasado por loco. La flor lo comprendía a su manera, como
todos comprendemos las cosas a la nuestra.
Y éste es el cuento
del rompenieves, de la campanilla blanca, de la loca de verano.
La tía
Tendrías que haber
conocido a mi tía. Era encantadora. No quiero decir encantadora en el sentido
que se suele dar a la palabra, sino buena y cariñosa, divertida a su modo,
dispuesta siempre a charlar sobre sí misma, cuando uno tenía ganas de charlar y
reírse a propósito de alguien. Sin dificultad te la imaginabas en una comedia,
entre otras cosas, porque sólo vivía para el teatro y la vida de la escena. Era
una mujer muy respetable, pero el agente Fabs, a quien tía llamaba Flabs, decía
que estaba loca por el teatro.
- El teatro es mi
escuela - afirmaba -, la fuente de mis conocimientos. En él he refrescado mi
Historia Sagrada: «Moisés», «José y sus hermanos»; eso son óperas. Al teatro
debo mis conocimientos de Historia Universal, Geografía y Psicología. Por las
obras francesas conozco la vida de París, equívoca, pero interesantísima. ¡Cómo
he llorado con la «Familia Riquebourg» porque el marido ha de matarse bebiendo
para que el joven amante pueda casarse con ella! Sí, he derramado muchas lágrimas
en los cincuenta años que he estado abonada.
Mi tía conocía
todas las obras teatrales, todos los decorados, todos los personajes que salían
o habían salido a escena. Puede decirse que sólo vivía durante los nueves meses
de la temporada. El verano, sin teatro, era para ella un tiempo vacío, que sólo
servía para envejecer, mientras que una sola noche de espectáculo alargada
hasta la madrugada, constituía una verdadera prolongación de su vida. No decía,
como tantas otras personas: «Ya viene la primavera; ha llegado la cigüeña», o
bien «ya están en el mercado las primeras fresas». Lo que ella anunciaba era la
proximidad del otoño: «¿Ha visto que ya se ha abierto el abono a los palcos?
Van a empezar las representaciones».
Estimaba la
situación de una vivienda sólo por la distancia a que se encontraba del teatro.
Vivió durante muchos tiempo en una calleja de detrás de la sala de
espectáculos, y tuvo un gran disgusto cuando se vio obligada a trasladarse a
otra calle.
- En casa quiero
que mi ventana sea mi palco. No puede una permanecer sentada y encerrada en sí
misma. Necesito ver a la gente. Ahora vivo como si me hubiese trasladado al
campo. Si quiero ver gente, he de ir a la cocina a sentarme en el vertedero;
sólo allí tengo a alguien delante. En cambio, cuando vivía en el callejón veía
el interior de la tienda de telas y sólo estaba a trescientos pasos del teatro,
mientras que ahora me separan de él tres mil, y de soldado.
A veces la tía se
sentía enferma, pero muy mal tenía que estar para perderse una comedia. Una vez
el médico le ordenó que se pusiera una cataplasma en las plantas de los pies.
Ella lo hizo, pero se fue al teatro en coche y siguió la función con la
cataplasma en su sitio. Morir en el teatro, ésta hubiera sido su ilusión.
Thorwaldsen murió en el teatro. A eso le llamaba ella una «muerte venturosa».
No podía imaginar
un cielo sin teatro. Cierto que nada de ello se dice en los libros sagrados,
pero todos esos excelentes actores y actrices que nos han precedido, en algo
tendrán que ocuparse en la eternidad.
Mi tía tenía su
hilo telegráfico desde el teatro a su casa; el telegrama llegaba cada domingo a
la hora del café. Este hilo telegráfico ,era el «tramoyista señor Sivertsen»,
el encargado de dar las señales de subir y bajar el telón, de colocar o retirar
los decorados y cortinas. Él le anticipaba una breve explicación del argumento
y circunstancias de la obra. A «La Tempestad», de Shakespeare, la llamaba la
«maldita pieza». «Hay tanto y tanto que cambiar, y desde la primera escena está
uno metido en agua». Quería decir, desde luego, que había que poner en primer
término las «olas rodantes». En cambio, cuando la decoración no variaba en los
cinco actos, el hombre decía que era una obra razonable y bien escrita, una
obra tranquila, que discurre sola, sin complicaciones escenográficas.
En aquellos
tiempos, como decía la tía hablando de treinta años atrás, ella y el mentado
señor Sivertsen eran jóvenes. El hombre trabajaba ya de tramoyista, y ella lo
llamaba su «bienhechor». Entonces era costumbre, en la función nocturna que se
daba en el único y espacioso teatro de la ciudad, admitir espectadores en el
telar, y todos los ayudantes tramoyistas disponían de dos o tres entradas
gratuitas. Con frecuencia se llenaba aquel lugar de gente muy distinguida.
Decíase que allí habían estado incluso generales y esposas de consejeros. Era
muy interesante presenciar el espectáculo desde lo alto de los bastidores y ver
moverse a los cómicos cuando había bajado el telón.
Mi tía estuvo allí
varias veces viendo tragedias y «ballets», pues cuanto más personajes
participaban en una obra, tanto más le interesaba verla desde el telar. Allá
arriba se estaba casi a oscuras, y la mayoría de los concurrentes se traían la
cena. Una vez cayeron tres manzanas y un bocadillo de salchichón precisamente
en el calabozo de Ugolino, aquel infeliz condenado a morir de hambre, lo cual
provocó una carcajada general en el público. Aquel salchichón fue uno de los
principales motivos que indujeron a la dirección a suprimir los puestos del
telar.
- Pero yo estuve
treinta y siete veces - decía la tía -, y eso nunca dejaré de agradecérselo al
señor Sivertsen.
Justamente la
última noche que se permitió la entrada al telar se representaba el «Juicio de
Salomón»; la tía se acordaba muy bien. Por mediación de su benefactor, el señor
Sivertsen, había procurado una entrada al agente Fabs, a pesar de que no se lo
merecía, porque continuamente se burlaba del teatro y gastaba bromas a la tía.
No obstante, ella le había conseguido un puesto. El hombre deseaba ver la
comedia «del revés», tales habían sido sus palabras, muy propias de él, como
decía la tía.
Vio «El Juicio de
Salomón» desde arriba y se durmió como si viniera de un gran banquete y hubiera
brindado de lo lindo. Quedóse, pues, dormido y encerrado, y se pasó la noche
durmiendo en el teatro. Luego explicó sus experiencias, pero la tía se negó a
creerlo. Según dijo, una vez terminado «El Juicio de Salomón», cuando todas las
luces estaban apagadas y el público se había marchado, entonces empezó la
verdadera comedia, el sainete, que fue lo mejor de la velada. ¡Cómo se animó
todo! No era ya el «Juicio de Salomón» lo que se representaba, sino el «Juicio
final». Y el agente Fabs tuvo la frescura de pretender que la tía se tragase
aquello; ésas fueron las gracias por haberle procurado una entrada gratis.
Lo que contó el
agente tenía su gracia, pero enturbiada por un fondo de malicia y de burla.
- Desde arriba todo
se veía oscuro - dijo el agente -. Pero luego empezó el hechizo, la gran
representación: «El Juicio final en escena». Los acomodadores se presentaron en
las puertas, y todos los espectadores hubieron de exhibir su certificado de
conducta, a la vista del cual se decidía si entrarían con las manos libres o
atadas, con mordaza o sin ella. Los caballeros y damas que llegaban una vez
empezada la función, así como los jóvenes que nunca sabían ser puntuales,
fueron atados fuera de la sala y se les pusieron zapatillas de fieltro; con
ellas y con una mordaza se les permitiría entrar antes de que comenzase el
siguiente acto. Y entonces se representa el Juicio final.
- ¡Pura
bellaquería! - dijo la tía -. Que Dios no se la tome en cuenta.
El pintor, si
quería subir al cielo, tenía que subir por una escalera pintada por él mismo y
en la que no se sostenía un pie humano. Era un pecado contra la perspectiva.
Todos los edificios y plantas que el tramoyista había situado con gran sudor y
esfuerzo en países que no les correspondían, hubo de trasladarlos el pobre
hombre a los lugares debidos, y eso antes de que cantara el gallo, si quería
entrar en el cielo. Mejor haría el señor Fabs en preocuparse de que lo dejaran
entrar a él, en lugar de contar tantos chismes de los personajes de la tragedia
y de la comedia, del canto y del baile. No era digno de ir al telar, y la tía
no repetiría nunca sus palabras. Fabs decía que lo había anotado todo, pero que
no lo imprimirían hasta que estuviese muerto y enterrado, pues no quería que lo
desollaran vivo.
Una sola vez pasó
la tía un gran miedo y angustia en su templo de la bienaventuranza. Fue un día
de invierno, uno de esos días en que no hay más que dos horas de luz bajo el
cielo gris. El frío era horrible, con una ventisca atroz; pero la tía no pudo
faltar a la función. Representaban «Hermann von Unna», con una breve ópera y un
«ballet»; un prólogo y un epílogo; la cosa terminaría tarde. La tía pidió
prestados a su patrona unos zapatos de piel: piel por fuera y por dentro, que
le subían hasta las pantorrillas.
Llegó a la sala,
entró en su palco; los zapatos eran calientes, y no se los quitó. De pronto se
oyó la voz de «¡fuego!». Salía humo de uno de los bastidores y bajaba del
telar. Originóse una alarma espantosa; la gente se echó a correr hacia las
puertas, y la tía se quedó la última en el palco.
- Segunda fila
izquierda, desde allí es de donde mejor se ven las decoraciones - decía -; las
colocan de manera que produzcan el mejor efecto vistas desde el palco real.
La tía quiso salir,
pero los que la precedían, en su miedo y atolondramiento habían dejado cerrarse
la puerta. Y allí quedó la mujer sin poder ir hacia fuera ni hacia dentro, es
decir, que tampoco podía pasar al palco vecino, pues la mampara intermedia era
demasiado alta. Gritó, pero no la oyeron; miró a la fila inferior de palcos;
estaba desierta, era baja, y la separaba de ella muy poca distancia. El terror
la volvió joven y ágil; se dispuso a saltar, puso una pierna encima de la
barandilla, la otra sobre el banco y allí se quedó a horcajadas, con el vestido
de flores y una pierna tambaleándose, calzada con el enorme zapato de piel. ¡Un
espectáculo digno de ver! Al final la vieron y la oyeron, y se salvó del fuego,
que, por lo demás, no pasó a mayores.
Aquella noche fue
la más memorable de su vida; y estaba contenta de no haberse visto a sí misma,
pues se habría muerto de vergüenza.
Su protector, el
señor Sivertsen, acudía a su casa con toda regularidad los domingos. Pero de
domingo a domingo van muchos días, y se estableció la costumbre de que a mitad
de semana una niña iba «para los restos», o sea, para comer lo que había
sobrado de la comida del domingo. Era una muchacha del «ballet», que pasaba
bastante hambre y actuaba de duendecillo o de paje. Su papel más difícil era el
de pata trasera del león en la «Flauta encantada»; poco a poco fue ascendiendo
hasta el de pata delantera, por lo que cobraba no más de tres marcos, mientras
que por las traseras pagaban un escudo, pero en cambio el actor tenía que andar
encorvado y no respiraba aire puro. Saber todo eso resultaba muy interesante,
en opinión de la tía.
Valía la pena vivir
mientras existiese el teatro, pero no le fue concedido este privilegio. Ni
tampoco el de morir en el teatro, sino que cerró los ojos digna y decentemente
en su propio lecho. Sin embargo, sus últimas palabras fueron muy
significativas, pues preguntó:
- ¿Qué representan
mañana?
A su muerte dejó
unos quinientos escudos; lo deducimos de los intereses, que se elevaban a
veinte escudos. La tía los había dejado en herencia a una respetable solterona
sin familia, a condición de invertirlos en el abono anual a una butaca de la
segunda fila izquierda y en funciones de sábado noche, que era cuando se daban
las mejores obras. Una sola obligación se estipulaba para la heredera: que cada
sábado por la noche recordase a la tía que reposaba en la sepultura.
Tal era la religión
de mi tía.
El sapo
Érase un pozo muy
profundo, y la cuerda era larga en proporción. La polea giraba pesadamente
cuando había que subir el cubo lleno de agua; apenas si a uno le quedaban
fuerzas para acabar de levantarlo sobre el pretil. Los rayos del sol nunca
llegaban a reflejarse en el agua, con ser ésta tan clara; pero hasta donde
llegaba el sol, crecían plantas verdes entre las piedras.
En el fondo vivía
una familia de sapos; la madre era la primera que llegó allí, bien a pesar
suyo, pues se cayó de cabeza en el pozo; era ya muy vieja, pero aún vivía. Las
verdes ranas, establecidas en el lugar desde mucho antes y que se pasaban la
vida nadando por aquellas aguas, reconocieron el parentesco y llamaron a los
nuevos residentes los «huéspedes del pozo». Éstos llevaban el firme propósito
de quedarse, vivían muy a gusto en el seco, como llamaban a las piedras
húmedas.
Madre sapo había
efectuado un viaje; una vez estuvo en el cubo cuando lo subían, y llegó hasta
muy cerca del borde, pero el exceso de luz la cegó, y suerte que pudo saltar
del balde. Se pegó un terrible batacazo al caer abajo, y tuvo que permanecer
tres días en cama con dolores de espalda. No pudo contar muchas cosas del mundo
de allá arriba, pero sabía, como ya lo sabían todos, que el mundo no terminaba
en el pozo. La señora sapo podría haber explicado algunas cositas, pero nunca
contestaba cuando le dirigían preguntas; por eso no le preguntaban nunca.
- Es gorda, patosa
y fea - decían las verdes ranillas -. Sus hijos serán tan feos como ella.
- A lo mejor - dijo
la madre sapo -, pero uno de ellos tendrá en la cabeza una piedra preciosa, a
no ser que la tenga yo misma ya. - Las verdes ranas todo eran ojos y oídos, y
como aquello no les gustaba, desaparecieron en las honduras con muchas muecas.
En cuanto a los sapos hijos, de puro orgullo estiraron las patas traseras; cada
uno creía tener la piedra preciosa, y por eso mantenían la cabeza quieta.
Finalmente, uno de ellos preguntó qué había de aquella piedra preciosa de la
que estaban tan orgullosos.
- Es algo tan
magnífico y valioso - dijo la madre -, que no sabría describíroslo. El que la
luce experimenta un gran placer, y es la envidia de todos los demás. Pero no me
preguntéis, porque no os responderé.
- Bueno, pues lo
que es yo, no tengo la piedra preciosa - dijo el más pequeño de los sapos, el
cual era tan feo como sólo un sapo puede ser -. ¿A santo de qué habría de tener
yo una cosa tan preciosa? Además, si causa enfado a los otros, no puede
alegrarme a mí. Lo único que deseo es poder subir un día al borde del pozo y
echar una ojeada al exterior. Debe ser hermosísimo.
- Mejor será que te
quedes donde estás - respondió la vieja -. Aquí los conoces a todos y sabes lo
que tienes. De una sola cosa has de guardarte: del cubo. Podría aplastarte.
Nunca te metas en él, que a lo mejor te caes. No siempre se tiene la suerte que
tuve yo, que pude escapar sin ningún hueso roto y con los huevos sanos.
- ¡Croac! - exclamó
el pequeño, lo cual equivale, poco más o menos, al «¡ay!» de las personas.
Tenía unas ganas locas
de subir al borde del pozo para ver el vasto mundo; lo devoraba un gran anhelo
de hallarse en aquel verde de allá arriba. Al día siguiente fue elevado el cubo
lleno de agua, y casualmente se paró un momento frente a la piedra donde se
encontraba el sapo. El animalito sintió que un estremecimiento recorría todo su
cuerpo, y, sin pensarlo dos veces, saltó al recipiente y se sumergió hasta el
fondo. El cubo llegó arriba, y fue vertida el agua y el sapo.
- ¡Diablos! -
exclamó el mozo al descubrirlo -. ¡Qué bicho tan feo! -. Y lanzó violentamente
el zueco contra el sapo, que habría muerto aplastado si no se hubiese dado maña
para escapar, ocultándose entre unas ortigas. Formaban éstas una espesa
enramada, pero al mirar a lo alto se dio cuenta de que el sol brillaba en las
hojas y las volvía transparentes. El sapo experimentó una sensación comparable
a la que sentimos nosotros al entrar en un gran bosque, donde los rayos del sol
se filtran por entre las ramas y las hojas.
- Esto es mucho más
hermoso que el fondo del pozo. Me pasaría aquí la vida entera - dijo el sapito.
Y se estuvo allí una hora, dos horas -. ¿Qué debe de haber allá fuera? Ya que
he llegado hasta aquí, es cosa de ver si voy más lejos -. Y, arrastrándose lo
más rápidamente posible, salió a la carretera, donde lo inundó el sol y lo
cubrió el polvo al atravesarla.
- Esto sí es estar
en seco - dijo el sapo -. Casi diría que lo es demasiado; siento un cosquilleo
en el cuerpo que me molesta.
Llegó a la cuneta,
donde crecían nomeolvides y lirios; muy cerca había un seto de saúcos y
oxiacantos, con enredaderas cuajadas de flores blancas, que eran un encanto de
ver. También revoloteaba una mariposa; el sapo la tomó por una flor que se
había desprendido de la planta para poder ver mejor el mundo; lo encontraba muy
natural.
«¡Quién pudiera
volar tan rápidamente como ella! - pensó el sapo -. ¡Croac! ¡qué maravilla!».
Permaneció en la
cuneta por espacio de ocho días con sus noches; la comida era buena y
abundante. Al día noveno dijo: «¡Adelante, adelante!». ¿Qué podía esperar mejor
que aquel paraíso? En realidad, lo que deseaba era encontrar compañía, una
familia de sapos o, cuando menos, de ranas verdes. La noche anterior había
resonado aquello de lo lindo, como si habitasen «primos» por aquellos
alrededores.
«Aquí se vive muy
bien, fuera del pozo. Puedes yacer entre ortigas, arrastrarte por el camino
polvoriento y descansar en la húmeda cuneta. Pero sigamos adelante, a ver si
damos con ranas y con un sapito. Echo de menos la compañía. La Naturaleza sola
acaba aburriéndome». Y con este pensamiento continuó su peregrinación.
Llegó, en plena
campiña, a una charca muy grande, cubierta de cañaverales y se dio un paseo por
ella.
- ¿No es demasiado
húmedo para usted? - le preguntaron las ranas -. Sin embargo, sea bienvenido.
¿Es usted sapo o sapa? Pero es igual, sea lo que fuere, ¡bienvenido!
Y aquella noche lo
invitaron al concierto familiar: gran entusiasmo y voces débiles, ya las
conocemos. Banquete no hubo, sólo bebida gratis; toda la charca, si a uno le
apetecía.
- Seguiré adelante
- dijo el sapito; lo dominaba el afán de descubrir cosas cada vez mejores.
Vio centellear las
estrellas, grandes y límpidas; vio brillar la Luna, y salir el Sol, y
remontarse en el cielo.
- Por lo visto,
sigo estando en un pozo, sólo que mucho mayor. Me gustaría subir más arriba.
Este anhelo me corroe y devora -. Y cuando la Luna brilló llena y redonda, el
pobre animal pensó: «¿Será acaso el cubo? Si lo bajaran podría saltar en él
para, seguir remontándome. ¿O tal vez es el Sol el gran cubo? ¡Qué enorme y
brillante! Todos cabríamos en él. Sólo es cuestión de aguardar la oportunidad.
¡Oh, qué claridad se hace en mi cabeza! No creo que pueda brillar más la piedra
preciosa. Pero no la tengo y no lloraré por eso. Quiero seguir subiendo, hacia el
esplendor y la alegría. Tengo confianza, y, sin embargo, siento miedo. Es un
paso difícil, pero no hay más remedio que darlo. ¡Adelante, de cabeza a la
carretera!».
Avanzó a saltitos,
como hacen los de su especie, y se encontró en una gran calle habitada por
hombres. Había allí jardines y huertos, y el sapo se quedó a descansar en uno
de éstos.
- ¡Cuántas cosas
nuevas voy descubriendo! ¡Qué grande y hermoso es el mundo! Tengo ganas de
verlo todo, darme una vuelta por él, en vez de quedarme quieto en un solo
lugar. ¡Qué verdor y qué hermosura!
- ¡Y usted que lo
diga! - exclamó la oruga de la col desde la hoja -. Mi hoja es la más grande de
todas. Me tapa la mitad del mundo, pero con el resto me basta.
«¡Cloc, cloc!».
Eran los pollos que llegaban al huerto, con su menudo trote. La primera gallina
tenía muy buena vista; descubrió la oruga en la rizada hoja, y de un picotazo
la hizo caer al suelo, donde el bicho empezó a volverse y retorcerse. La
gallina la miró primero con un ojo y luego con el otro, insegura de lo que
saldría de tanto meneo.
- No lleva buenas
intenciones - pensó la gallina, y levantó la cabeza, dispuesta a zampársela. El
sapo, lleno de compasión, pegó un saltito hacia la gallina.
- ¡Ah!, ¡conque
tienes guardianes! - dijo la gallina -. ¡Qué bicho tan feo! -. Y le volvió la
espalda -. Bien pensado ese animalito verde no vale la pena. Es peludo y me
haría cosquillas en el cuello -. Las demás gallinas pensaron que tenía razón, y
se alejaron presurosas.
- ¡Por fin libre! -
suspiró la oruga -. Lo importante es no perder la presencia de ánimo. Pero
ahora queda lo más difícil: volver a subirme a la hoja de col. ¿Dónde está?
El sapito se le
acercó para expresarle su simpatía, contento de haber asustado a las gallinas
con su fealdad.
- ¿Qué se cree
usted? - dijo la oruga -. Yo sola me basté para salir de apuros. ¡Uf, qué mala
facha tiene usted! ¿Permite que me retire a mi propiedad? Huelo a col. Estoy
cerca de mi hoja. Nada hay tan hermoso como estar en casa. Voy a ver si puedo
subirme.
- Sí, arriba - dijo
el sapo -, siempre arriba. Ésta piensa como yo. Sólo que hoy está de mal
temple; será seguramente por el susto que se ha llevado. Todos queremos subir,
siempre subir -. Y levantó la mirada hasta donde podía alcanzar.
La cigüeña estaba
en su nido, en el tejado de la casa de campo; castañeteó con el pico, y la
hembra le respondió en el mismo lenguaje.
«¡Qué altos viven!
- pensó el sapo -. ¡Quién pudiera llegar hasta allá».
En la granja vivían
dos jóvenes estudiantes, uno de ellos poeta, el otro naturalista. El primero
cantaba con alegría todas las maravillas de la Creación; en versos sonoros y
armoniosos describía las impresiones que las obras de Dios dejaban en su
corazón. El segundo iba a las cosas en sí, cortaba por lo sano cuando era
necesario. Consideraba la creación divina como una gran operación de cálculo,
restaba, multiplicaba, quería conocerlo todo por dentro y por fuera y hablar de
todo con justo criterio, y hacíalo con alegría y talento. Uno y otro eran
hombres buenos y piadosos.
- Ahí tenemos un bonito
ejemplar de sapo - dijo el naturalista. Voy a ponerlo en alcohol.
- Pero si tienes ya
dos - protestó el poeta -. ¿Por qué no lo dejas tranquilo, que goce de su vida?
- ¡Pero es
horriblemente feo! - dijo el otro.
- Si pudiésemos dar
con la piedra preciosa en su cabeza - observó el poeta -, también yo sería del
parecer de abrirlo.
- ¡Una piedra
preciosa! - replicó el sabio -. Parece que sabes muy poco de Historia Natural.
- Pues yo encuentro
un bello y profundo sentido en la creencia popular de que el sapo, el más feo
de todos los animales, a menudo encierra un valiosísimo diamante en la cabeza.
¿No ocurre lo mismo con el hombre? ¿Qué piedra preciosa encerraba en sí Esopo?
¿Y Sócrates?
No oyó más el sapo,
y aun de todo aquello no entendió ni la mitad. Los dos amigos siguieron su
paseo, y él se libró de ir a parar a un frasco con alcohol.
«Hablaban también
de la piedra preciosa - pensó el sapo ¡Qué suerte que no la tenga! ¡Menudos
disgustos me produciría el poseerla!».
Oyóse un castañeteo
en el tejado de la granja. Era el padre cigüeña que dirigía un discurso a su
familia, la cual miraba de reojo a los dos jóvenes del huerto.
- El hombre es la
más presuntuosa de las criaturas - decía la cigüeña -. Fijaos cómo mueve la
boca, y ni siquiera sabe castañetear como es debido. Se jactan de sus dotes
oratorias, de su lenguaje. ¡Valiente lenguaje! Una sola jornada de viaje y ya
no se entienden entre sí. Nosotros, con nuestra lengua, nos entendemos en todo
el mundo, lo mismo en Dinamarca que en Egipto. Además de que tampoco saben
volar. Para correr se sirven de un invento que llaman «ferrocarril», pero con
frecuencia se rompen la crisma con él. Me dan escalofríos en el pico sólo de
pensarlo. El mundo puede prescindir de los hombres; a nosotros no nos hacen
ninguna falta. Mientras tengamos ranas y lombrices...
«Prudente discurso
- pensó el sapito -. Es un gran personaje, y está tan alto como no había visto
aún a nadie. ¡Y cómo nada!» - añadió al ver a la cigüeña volar por los aires
con las alas desplegadas.
Y madre cigüeña se
puso a contar en el nido, hablando de Egipto, de las aguas del Nilo y del cieno
inolvidable que había en aquel lejano país. Al sapito le pareció todo aquello
nuevo y maravilloso.
- Tendré que ir a
Egipto - dijo para sí -. Si quisieran llevarme con ellos la cigüeña o uno de
sus pequeños... Procuraría agradecérselo el día de su boda. Estoy seguro de que
llegaré a Egipto; la suerte me es favorable. Este anhelo, este afán que siento,
valen mucho más que tener en la cabeza una piedra preciosa.
Y justamente era
aquélla la piedra preciosa: aquel eterno afán y anhelo de elevarse, de subir
más y más. En su cabeza brillaba una mágica lucecita.
De repente se
presentó la cigüeña. Había descubierto el sapo en la hierba, bajó volando y
cogió al animalito sin muchos miramientos. El pico apretaba, el viento silbaba;
no era nada agradable, pero subía arriba, hacia Egipto; de ello estaba seguro
el sapo; por eso le brillaban los ojos, como si despidiesen chispas.
- ¡Croac! ¡Ay!
El cuerpo había
muerto, había muerto el sapo. Pero, ¿y aquella chispa de sus ojos, dónde
estaba?
Se la llevó el rayo
de sol, se llevó la piedra preciosa de la cabeza del sapo. ¿Adónde?
No lo preguntes al
naturalista; mejor será que te dirijas al poeta. Él te lo contará como si fuese
un cuento; y figurarán en él la oruga de la col y la familia de las cigüeñas.
¡Imagínate! La oruga se transforma, se metamorfosea en una bellísima mariposa.
La familia de las cigüeñas vuela por encima de montañas y mares hacia la remota
África desde donde volverá por el camino más corto a su casa, la tierra danesa,
al mismo lugar y el mismo tejado. Parece un cuento, y, sin embargo, es la
verdad pura. Pregúntalo al naturalista; verás cómo te lo confirma. Y tú lo
sabes también, pues lo has visto.
- Pero, ¿y la
piedra preciosa de la cabeza del sapo?
Búscala en el Sol.
Vela si puedes.
El resplandor es
demasiado vivo. Nuestros ojos no tienen aún la fuerza necesaria para mirar la
magnificencia que Dios ha creado, pero un día la tendrá, y aquél será el más
bello de los cuentos, pues nosotros figuraremos en él.
El libro
de estampas del padrino
El padrino sabía
contar historias, muchas y muy largas. Y sabía también recortar estampas y
dibujar figuras. Cuando se acercaban las Navidades cogía un cuaderno de hojas
blancas y limpias, y en ellas pegaba ilustraciones, recortadas de libros y
periódicos; si no bastaban para su propósito, las dibujaba con su propia mano.
De niño yo fui obsequiado con muchos de aquellos libros de estampas, pero el
más hermoso de todos fue uno acerca del «Año memorable en que el gas sustituyó
en Copenhague a los viejos faroles de aceite de pescado», título que figuraba
en primera página.
- Hay que guardar
muy bien este libro - me dijeron mis padres -; sólo lo sacaremos en ocasiones
solemnes -. El padre había anotado en la tapa:
Si rompes el libro, no será un gran
delito.
Peor habrá obrado más de un
amiguito.
Lo mejor era cuando el padrino,
sacando el cuaderno, leía en alta voz los versos y demás cosas escritas en él,
y luego se ponía a contar. ¡Entonces sí que la historia se volvía una verdadera
historia!
En la primera página había una
estampa recortada del «Correo Volante», donde aparecía Copenhague con la Torre
Redonda y la iglesia de Nuestra Señora. A la izquierda había pegado un dibujo
que representaba una vieja linterna, con el letrero «Aceite», y a la derecha
estaba un candelabro, con la palabra «Gas».
Fíjate en la portada - dijo el
padrino -. Es la introducción a la historia que vas a oír. También podría haber
servido para una comedia, que habría podido titularse: «Aceite y gas, o la vida
de Copenhague». Es un título sensacional. Al pie de la página aparece todavía
otro grabado, que no es muy fácil de interpretar; por eso te lo descifraré: es
un caballo infernal. Debiera figurar al fin del libro, pero se ha adelantado
para advertir que ni la introducción ni el cuerpo de la obra, ni su desenlace
valen gran cosa. Él lo habría hecho mejor si hubiera podido hacerlo. Como te
digo, el caballo infernal, durante el día, va enganchado al periódico; está en
las columnas, como dicen, pero al anochecer se escapa y se sitúa ante la puerta
del poeta, y relincha para que el hombre que está dentro se muera en seguida;
pero no muere si hay en él vida verdadera. El caballo infernal es casi siempre
un pobre diablo que anda desorientado, pero necesita aire y alimento para
correr y relinchar. El libro del padrino no le gusta ni pizca, de eso estoy
seguro; razón de más para creer que no es tan malo.
Mira, ahí tienes la primera página,
la portada.
Era precisamente la última noche
que se encendían las viejas linternas de aceite. Habían instalado gas en la
ciudad, y daba una luz tan viva, que aquellos pobres faroles quedaban casi
eclipsados por completo.
- Aquella noche yo salí a la calle
- dijo el padrino -. La gente circulaba en todas direcciones para ver la nueva
iluminación. Había un gran gentío, casi doble número de piernas que de cabezas.
Los vigilantes estaban tristes, pues presentían que los despedirían como a los
faroles de aceite. Éstos recordaban sus tiempos pasados, ya que no podían
pensar en los venideros. ¡Recordaban tantas y tantas cosas de las veladas
silenciosas y de las noches oscuras! Me apoyé en el poste del farol, y oí
chisporrotear el aceite y el pabilo; oí también lo que decía la linterna y te
lo repetiré.
«Hemos hecho cuanto hemos podido -
decía -. Servimos a nuestra época, la alumbramos en las horas de alegría y en
las de pena. Hemos presenciado muchas cosas notables, podríamos decir que hemos
sido los ojos nocturnos de Copenhague. Ahora, las nuevas luces vienen a ocupar
nuestros puestos y desempeñar nuestras funciones. Cuántos años van a brillar y
para qué lo harán, es cosa que aún está por ver. Son más luminosas que
nosotras, hay que reconocerlo, pero qué tiene eso de particular, cuando lo
funden a uno en forma de poste con tantas conexiones. Todos se ayudan entre sí.
Tienen cañerías en todos los sentidos y pueden procurarse fuerzas dentro y
fuera de la ciudad. En cambio, nosotras, las linternas de aceite, hemos de
alumbrar con lo que llevamos dentro, sin poder contar con los parientes.
Nosotras y nuestras abuelas hemos estado alumbrando Copenhague durante un
tiempo larguísimo, inacabable. Mas, puesto que ésta es la última noche que nos
encienden, como si fuéramos vuestros ayudantes, no queremos murmurar ni mostrarnos
envidiosas, brillantes compañeros; por el contrario, estaremos alegres y
complacientes. Somos las viejas centinelas a quienes relevan alabarderos de
nuevo cuño, vestidos con mejor uniforme. Os contaremos lo que nuestro linaje ha
visto y vivido, remontándonos hasta los abuelos: toda la historia de
Copenhague. ¡Ojalá vosotros y vuestros descendientes podáis presenciar y
narrar, hasta el último poste de gas, acontecimientos tan memorables el día en
que, como hoy nosotras, tengáis que despediros; día que os llegará sin duda.
Debéis estar preparados para cuando venga. Los hombres inventarán seguramente
una iluminación más intensa que el gas; yo he oído decir a unos estudiantes que
algún día se llegará a quemar agua del mar». La mecha chisporroteó al decir esto
la linterna; tenía la sensación de que ya la estaban empapando de agua.
El padrino escuchaba con atención,
y pensó que la vieja linterna había tenido una excelente idea al aprovechar
aquella noche de cambio del aceite por el gas, para pasar revista a toda la
historia de Copenhague.
Jamás hay que desperdiciar una
buena idea - dijo el padrino -. Yo la adopté enseguida; me fui a casa y
confeccioné este libro de estampas. Se remonta aún a tiempos anteriores al de
las linternas.
He aquí el libro, y aquí va la
historia: «La vida de Copenhague». Empieza con unas tinieblas absolutas, una
hoja negra como el carbón; es la época de la oscuridad.
Volvamos ahora la página - dijo el
padrino -. ¿Ves este grabado? Sólo se ve el mar embravecido y el furioso viento
Nordeste. Bloques de hielo por doquier; nadie navega por sus aguas, aparte las
enormes piedras que, allá en Noruega, se precipitan de las rocas sobre los
hielos. El viento impele los témpanos, como empeñado en enseñar a las montañas
germanas los peñascos que hay en el Norte. La flota de hielo ha llegado ya al
estrecho de la costa zelandesa, donde se levanta hoy Copenhague, ciudad que
entonces no existía. Bajo el agua se extendían grandes bancos de arena; los
bloques de hielo, cargados con las enormes piedras, chocaron contra uno de
ellos, y toda la helada flota se detuvo, sin que el viento pudiera despegarla
del fondo. Por eso, henchido de cólera, maldijo el banco de arena, el «fondo de
los ladrones», como lo llamó, jurando que si algún día se elevaba por encima de
la superficie marina, desembarcarían allí ladrones y bandidos.
Pero mientras maldecía y
protestaba, salió el sol, y en sus rayos se columpiaban radiantes espíritus
buenos, hijos de la luz, que bailaban por encima de los frígidos bloques de
hielo y los derretían, por lo que las grandes piedras que estaban presas en
ellos, se precipitaron al fondo, sobre el banco de arena.
«¡Chusma del sol! - gritaba el
viento Nordeste -. ¿Es esto camaradería y parentesco? Ya me acordaré para
vengarme. ¡Lo maldigo!».
«Nosotros lo bendecimos -
respondieron los hijos de la luz -. El banco emergerá, y nosotros lo
protegeremos. Sobre él se levantarán la Bondad, la Verdad y la Belleza».
«¡Estúpidos!», gritó el viento.
- ¿Ves? De todo esto nada sabían
las linternas - dijo el padrino pero yo sí lo sé, y es de gran importancia en
la vida de Copenhague -. Volvamos ahora la página - añadió -. Han pasado muchos
años, y el banco de arena se ha elevado. Un ave marina se ha posado sobre la
mayor de las piedras, la que más sobresalía del agua. Puedes verla en la
estampa. Corrieron los años. El mar arrojaba peces muertos a la arena; brotaron
tenaces carrizos, se marchitaron y pudrieron, y abonaron el suelo. Nacieron
otras especies de hierbas, y el banco de arena se transformó en una isla verdeante.
Desembarcaron los vikingos; estallaron reyertas y desafíos, que fueron otras
tantas avenidas de la muerte. En el Holm de Seeland había un buen fondeadero.
Ardió la primera linterna de aceite; creo que asaron pescado sobre ella;
abundaba bastante. Los arenques circulaban en enormes bandadas por el Sund,
hasta el extremo de dificultar las maniobras de las embarcaciones. Brillaban
las aguas como si en su seno estallaran relámpagos de calor; el fondo relucía
como una aurora boreal. El Sund era rico en peces; por eso se fue poblando la
costa de Seeland. Las paredes de las casas eran de roble, y los tejados, de
corteza; no eran árboles lo que faltaba. Los barcos entraban en el puerto; la
linterna de aceite ardía balanceándose en las jarcias, mientras el viento
Nordeste soplaba, cantando: «¡huu-ui!». Si en el Holm brillaba una linterna,
era de bandidos. Contrabandistas y bandidos prosperaban en la «Isla de los
ladrones».
- Creo que la maldad va
extendiéndose, tal como yo quería - dijo el viento Nordeste -. No tardará en
venir el árbol del que pueda sacudir el fruto.
- Y aquí tenemos el árbol -
continuó el padrino -. ¿Ves la horca en la Isla de los ladrones? De ella
cuelgan ladrones y asesinos, tal y como se hacía entonces. El viento soplaba
haciendo chocar entre sí los largos esqueletos, y la luna brillaba satisfecha
sobre ellos, como brilla hoy sobre una fiesta campestre. También el sol enviaba
contento sus rayos, ayudando a que se pudriesen las colgantes osamentas, y
desde sus rayos cantaban los hijos de la luz: «¡Lo sabemos, lo sabemos! En
tiempos venideros, esto será hermoso. Será una tierra bella y feliz».
- ¡Necias palabras! - refunfuñaba
el viento.
- Volvamos otra página - dijo el
padrino -. Doblaban las campanas en la ciudad de Roeskilde, residencia del
obispo Absalón, hombre que lo mismo leía la Biblia que blandía la espada. Tenía
poder y voluntad, y se había propuesto proteger contra el pillaje a los
laboriosos pescadores del puerto de aquella ciudad, que entretanto había
crecido y convertido en centro comercial. Mandó rociar con agua bendita aquel
suelo infame: restituyóse la honra a la Isla de los ladrones. Albañiles y
carpinteros pusieron manos a la obra; por iniciativa del obispo, pronto se
levantó un edificio. Los rayos del sol besaron sus rojos muros.
Así surgió la Casa de Axel.
Castillo con torreones,
firme en la tormenta;
muros que desafían los siglos.
¡Hu-u-uh!
Vino el viento Norte
con su hálito helado.
Sopló,
arremetió,
mas el castillo no cedió.
Y en el lugar levantóse
«Copenhague», el puerto de los comerciantes.
Morada de sirenas, entre lagos
brillantes,
Construida en la verde floresta.
Acudieron los extranjeros a comprar
pescado, levantaron tiendas y casas, en cuyas ventanas las vejigas de cerdo
hacían de cristales, pues el vidrio era muy caro; surgieron graneros, con
pináculos y poleas. ¿Ves? En estas tiendas están los solterones, los que no
pueden casarse, comercian con jengibre y pimienta: son los «pimenteros».
El viento Nordeste pasea sus
ráfagas por las calles y callejas, arremolina el polvo, arranca algún que otro
tejado de paja. Vacas y cerdos se meten en el arroyo.
- ¡A puñadas y empujones me llevaré
las casas en torno al castillo de Axel! No puedo equivocarme. La llaman
Steileborg de Tyvsö.
Y el padrino me mostró un dibujo
hecho por él mismo. Junto al muro se alineaban los palos, de cada uno de los
cuales pendía la cabeza de un pirata capturado, regañando los dientes.
- Esto ha sucedido de verdad -
afirmó el padrino -; conviene saberlo y comprenderlo. El obispo Absalón estaba
en el baño, y a través de la delgada pared oyó que se acercaba un barco
corsario. Salió inmediatamente, subió a su barco y tocó el cuerno, a cuyo son
acudió la tripulación, y las flechas volaron, y se clavaron en las espaldas de
los piratas. Éstos trataron de huir, remando con todas sus fuerzas; las flechas
les herían en las manos, pero no había tiempo para arrancarlas. El obispo
capturó a todos los que habían quedado con vida y mandó decapitarlos y exhibir
las cabezas en la muralla del castillo. El viento Nordeste soplaba con toda la
fuerza de sus carrillos hinchados, con mal tiempo en la boca, como dice el
marino.
- Me estiraré aquí - dijo el viento
-. Echado en este lugar veré todo este negocio -. Se quedó encalmado varias
horas, soplando luego durante días y noches. Transcurrieron años.
Salió el guardián de la torre del
castillo y miró al Este, al Oeste, al Norte y al Sur.
- Ahí lo tienes en esta estampa -
dijo el padrino, señalándolo -. Ahí está, y ahora te diré lo que vio.
Ante las murallas de Steileborg se
despliega al mar hasta el Golfo de Kjöge; el canal que sigue hasta la costa de
Seeland es muy ancho. Frente a Serritslev Mark y Solbjerg Mark, donde están los
grandes poblados, prospera la nueva ciudad, con sus casas de paredes entramadas
y fachadas en hastial. Hay callejones enteros ocupados por zapateros y
curtidores, abaceros y cerveceros; hay una plaza-mercado, una casa gremial, y
junto a la playa, donde anteriormente había una isla, se levanta la magnífica
iglesia de San Nicolás. Tiene una torre y una espira altísima; una y otra se
reflejan bellamente en las aguas límpidas. No lejos de allí se encuentra la
iglesia de Nuestra Señora, donde rezan y cantan misas, huele el incienso y
arden los cirios. Copenhague es ahora la sede del obispo; el obispo de Roeskilde
la rige y gobierna.
Otro prelado llamado Erlandsen,
ocupa la casa de Axel. En la cocina están asando, se sirve cerveza y vino
especiado, mientras suenan violines y timbales. Arden cirios y lámparas, el
palacio reluce como una linterna, encendida para iluminar todo el país y todo
el reino. El viento Nordeste sopla a Poniente en torno a las fortificaciones de
la ciudad, que no son sino un vallado de planchas. ¡Con tal que resista! Fuera
está el rey de Dinamarca, Cristóbal I.
Los sublevados lo derrotaron en Skjelskör,
y ahora busca refugio en la ciudad del obispo.
El viento silba, diciéndole, como
el prelado:
- ¡Quédate fuera! ¡Quédate fuera!
La puerta está cerrada para ti.
Atravesamos una época de
descontento; los días son difíciles. Todos quieren gobernar. La bandera del
Holstein ondea en la torre del castillo; hay privaciones y sufrimientos, es la
noche del terror: guerra en el país y la muerte negra, una noche tenebrosa,
pero luego vino Waldemar Atterdag.
La ciudad del obispo es ahora la
ciudad del Rey. Tiene casas de hastial y estrechos callejones, tiene guardas y
una casa consistorial; en la puerta de Poniente se alza una horca amurallada.
Ningún forastero puede ser ahorcado en ella. Hay que ser ciudadano de la
capital para tener el privilegio de colgar allí, tan alto, dominando Kjöge y
sus pollos.
- ¡Magnífica horca! - exclamó el
viento Nordeste -. Es un adorno para el paisaje -. Y venga soplar y arremeter.
De Alemania llegan la aflicción y
la miseria.
- Vinieron las Hansas - dijo el
padrino -; vinieron de Rostock, Lubeck y Brema; pretendían algo más que
apoderarse del ganso de oro de la torre de Waldemar. En la capital de Dinamarca
mandaban más que el mismo Rey; vinieron en barcos armados. Nadie estaba
preparado, y, por otra parte, el rey Erich no deseaba pelearse con sus primos
alemanes; eran muchos y muy fuertes. El Monarca y sus cortesanos se
precipitaron por la puerta de Poniente, dirigiéndose a Sorö, junto al lago
tranquilo y los verdes bosques, entre canciones de amor y chocar de copas.
El libro
de estampas del padrino
Continuación
Sin embargo, se
había quedado en Copenhague un corazón real, una verdadera cabeza de rey. ¿Ves
esta figura, esta mujer joven, delicada y fina, de ojos azules y cabello de
lino? Es la reina de Dinamarca, Felipa, princesa de Inglaterra. Ella se quedó
en la aterrorizada ciudad, en cuyos angostos callejones y calles de empinadas
escaleras y cerrados tenduchos, los ciudadanos corrían a la desbandada,
totalmente desorientados. Ella tiene el valor y el corazón de un hombre: llama
a los ciudadanos y a los campesinos, los anima, los estimula. Se aparejan las
naves, se equipan los fortines; los cañones retumban, vomitando fuego y humo.
Vuelven los ánimos. Dios no abandona a Dinamarca, y el sol brilla en todos los
corazones, mientras el júbilo de la victoria ilumina los ojos. ¡Bendita sea
Felipa! La bendición en las chozas, en los hogares, en el palacio real, donde
son atendidos los heridos y enfermos. He recortado una corona para ponerla como
marco a esta estampa. ¡Bendita sea la reina Felipa!
- Saltemos ahora
algunos años - continuó el narrador -. Copenhague salta con ellos. El rey
Cristián I ha estado en Roma, el Papa le ha dado su bendición, y en todo el
largo camino ha sido objeto de homenajes y honores. En su país levanta una casa
de piedras cocidas; en ella prosperará la Ciencia, que será difundida en latín.
Los hijos de las familias humildes, del terruño y del taller, podrán venir
también, abriéndose paso a fuerza de mendigar, llevando el largo y amplio manto
negro, cantando frente a las puertas de los ciudadanos.
Junto a la casa de
la Ciencia, donde todo se dice en latín, hay otra casita en la que reinan la
lengua y las costumbres danesas. Para desayuno se sirve sopa de cerveza, y se
almuerza a las diez de la mañana. A través de los pequeños cristales brilla el
sol en la alacena y en la librería, en la cual se guardan tesoros literarios,
como el «Rosario» y «Comedias piadosas» del Señor Miguel, el «Recetario de
Henrik Harpenstren» y la «Crónica rimada danesa» de los hermanos Niels de Sorö.
Todo danés debiera conocerla, dice el dueño de la casa, y éste es el hombre
llamado a divulgarla. Es el primer impresor de Dinamarca, el holandés Godofredo
de Gehmen. Practica el bendito arte negro: la imprenta.
Y los libros llegan
al real palacio y a las casas de los burgueses. Proverbios y canciones
adquieren vida imperecedera. Lo que el hombre no sabe expresar en poemas y
canciones lo canta el pájaro de la canción popular con palabras floridas pero
claras. Vuela libre y vuela lejos, a los aposentos del servicio y al castillo
señorial; gorjeando, se posa como el halcón en la mano de la amazona; se
desliza como un ratoncillo y se pone a piar ante el siervo campesino en la
perrera.
- ¡Charla vacía! -
exclama el acerado viento Nordeste.
- ¡Es primavera! -
replican los rayos del sol -. Mira cómo asoma la verde hierba.
- Sigamos hojeando
en nuestro libro de estampas - dijo el padrino -. ¡Cómo resplandece Copenhague!
Torneos y juegos, magníficos desfiles. ¡Mira los nobles caballeros en sus
armaduras, las encopetadas damas vestidas de seda y oro! El rey Hans otorga al
Elector de Brandeburgo la mano de su hija Isabel. ¡Qué joven es, y qué contenta
está! Anda sobre terciopelo; en sus ojos brilla el porvenir, la felicidad de la
vida doméstica. A su lado avanza su real hermano, el príncipe Cristián, de ojos
melancólicos y sangre ardiente y alborotada. Los burgueses lo quieren; él
conoce sus cuitas, el futuro de los pobres vive en su pensamiento. ¡Sólo Dios
concede la felicidad!
- ¡Adelante con
nuestro libro de estampas! - prosigue el padrino -. El viento sopla furioso,
cantando las agudas espadas, los tiempos difíciles y sin paz. Es un día gélido
de mediados de abril. ¿Por qué la multitud se apretuja frente al palacio,
frente a la vieja aduana, donde está anclada la nave real, izadas las banderas
y las velas extendidas? Se ve gente en las ventanas y los tejados. Reinan el
dolor y la aflicción, la incertidumbre y el miedo. Todas las miradas se
concentran en el castillo, en cuyas doradas salas se bailó otrora la danza de
las antorchas, mientras hoy aparecen silenciosas y desiertas. Miran a la
ventana del torreón, desde la cual el rey Cristián tantas veces siguió con la
vista, al otro lado del Puente de la Corte y del estrecho callejón, a su
palomita, la muchacha holandesa que había traído de la ciudad de Bergen. Los
postigos están cerrados, la multitud mira al palacio; he aquí que se abre la
puerta y se baja el puente levadizo. Ahí viene el rey Cristián con su fiel
consorte Isabel, que se niega a abandonar a su real esposo en la hora de la
desgracia.
Había fuego en su
pecho, fuego en su pensamiento. Quiso romper con los viejos tiempos, romper el
yugo del campesino, favorecer al burgués, cortar las alas a los «voraces
cernícalos». Pero eran demasiados. Helo ahí abandonando su patria y su reino,
para ganarse en el extranjero amigos y parientes. Su esposa y sus leales lo
acompañan, todos los ojos están húmedos a aquella hora de la separación.
Mézclanse las voces que entonan la canción del tiempo, en su favor, en su contra;
un triple
coro. Escucha las
palabras de
la nobleza; pues
han quedado escritas e impresas:
- ¡Maldición sobre
ti, Cristián el Malvado! La sangre vertida en el mercado de Estocolmo clama
venganza contra ti y te maldice. - También el coro de los monjes expresa la
misma sentencia:
- ¡Repudiado seas
por Dios y por nosotros! Trajiste a esta tierra la doctrina luterana, le
entregaste la Iglesia y el púlpito, permitiste que hablase la lengua del
demonio. ¡Maldición sobre ti, Cristián el Malvado!
Pero los campesinos
y los burgueses lloraban:
- ¡Cristián, rey
bondadoso! El campesino no ha de ser vendido como ganado ni trocado por un
perro de caza. ¡Esta ley es tu ejecutoria! -. Pero las palabras de los humildes
son como paja al viento.
Pasa ahora el barco
por delante del palacio, y los ciudadanos corren a lo alto de la muralla para
decir un último adiós a la real nave.
Largo es el tiempo,
y tenebroso. ¡No te fíes de los amigos, no te fíes de los parientes!
Tío Federico, del
castillo de Kiel, ambiciona el trono.
El rey Federico
está ante Copenhague. ¿Ves esta estampa: «Copenhague la Leal»? Ciérnense sobre
ella negros nubarrones, grabado tras grabado; fíjate en cada uno. En una
estampa ruidosa; resuena todavía en la leyenda y en la canción: el tiempo es
duro, difícil, amargo.
- ¿"Qué fue
del rey Cristián, el ave sin rumbo? Lo han cantado los pájaros, que vuelan
lejos, allende las tierras y los mares. La cigüeña llegó pronto, en primavera,
procedente del Sur, a través del país germano. Había visto lo que vamos a
contar.
- Vi al fugitivo
rey Cristián cruzando el erial. Lo esperaba allí un mísero carruaje tirado por
un caballo. Iban en el vehículo su hermana la margravesa de Brandeburgo, que su
marido expulsó por haberse mantenido fiel a la doctrina luterana. En el oscuro
páramo se encontraron los proscritos hijos del Rey. ¡Largo es el tiempo, y
angustioso; no confíes en tus amigos y parientes!
La golondrina llegó
del castillo de Sönderborg, entonando una canción plañidera:
- ¡El rey Cristián
ha sido traicionado!
Yace allí encerrado
en la profunda torre; sus graves pasos dejan huellas en el pavimento de piedra,
su dedo graba signos en el duro mármol:
¡Ah! ¿Qué dolor halló palabras
como las que oyó la dura piedra?
Del mar embravecido vino el
quebrantahuesos. El mar es amplio y libre, y lo surca un barco, tripulado por
el valeroso fionés Sören Nordby. La fortuna lo acompaña; pero la fortuna es
veleidosa como el viento y el tiempo.
En Jutlandia y en Fionia gritan el
cuervo y la corneja:
- ¡Avanzamos! ¡Las cosas van bien,
muy bien! Yacen allá cadáveres de caballos y de hombres.
Es una época de inquietud, con las
querellas de los condes. El campesino empuñó su maza, el comerciante su
cuchillo, y todos echaron a gritar:
- ¡Degollaremos los lobos, hasta
que no quede ni un lobezno!
Nubes y humo suben de las ciudades
incendiadas.
El rey Cristián está prisionero en
el castillo de Sönderborg; no puede escapar, no ve Copenhague ni su extrema
miseria. En el herbazal al norte de la ciudad está Cristián III, allí donde
estuvo su padre. En la capital reinan el terror, el hambre y la peste.
Apoyado contra la pared de la
iglesia, yace el cadáver de una mujer, vestida de harapos; dos criaturas vivas,
sentadas en su regazo, chupan sangre del pecho de la muerta. El valor ha
cedido, cede la resistencia. ¡Oh, tú, leal Copenhague!
Resuenan clarines. ¡Escuchan los
timbales y las trompetas!
En ricos trajes de seda y
terciopelo, con plumas ondeantes, se acercan los nobles montados en caballos
guarnecidos de oro, cabalgando hacia el Altmark. ¿Hay allí algún torneo, alguna
lucha a la antigua usanza? Burgueses y campesinos endomingados se encaminan
también allí. ¿A ver qué? ¿Acaso han erigido una pira para quemar imágenes
papistas, o está allí el verdugo, como estaba en la pira de Slaghoek? El Rey,
señor del país, es luterano; hay que reconocerlo y proclamarlo en toda forma.
Distinguidas damas y nobles
doncellas, con altos cuellos y, luciendo perlas en las cofias, están sentadas
detrás de las abiertas ventanas, contemplando aquel esplendor. Sobre un paño
extendido, y bajo un dosel, se sienta el Consejo del Reino, en sus trajes
antiquísimos, cerca del trono real. El Monarca permanece silencioso. Su
voluntad y la del Consejo son leídas en alta voz y en lengua danesa; burgueses
y campesinos han de oír palabras duras, duras reconvenciones por la resistencia
que opusieron a la alta nobleza. El ciudadano es humillado, el campesino se
convierte en esclavo. Luego se alzan voces de condenación contra los obispos
del país. Su poder ha terminado. Todos los bienes de la Iglesia y de los
conventos pasan al Rey y a la nobleza.
Reinan la soberbia y el odio, reina
la ostentación, reina la desolación.
Ave pobre va cojeando, cojeando.
Ave rica rauda va, rauda va.
Los tiempos de transformación traen
consigo negras nubes, pero también sol. Hay luz ahora en la casa de la Ciencia,
en el hogar del estudiante, y nombres de entonces brillan aún hoy. Hans Tausen,
el pobre hijo del herrero de Fionia:
Fue aquel mozo de la ciudad de
Birken.
Su nombre pervive en la memoria
danesa.
Lutero danés, luchó con la espada
del verbo
y venció con el espíritu en el
corazón del pueblo.
Brilla allí el nombre de Petrus
Palladius, latinizado del danés Peter Plade, obispo de Roeskilde, hijo asimismo
de un pobre herrero de la tierra jutlandesa. Y entre los apellidos nobiliarios
destaca el de Hans Friis, canciller del reino. Sentó a los estudiosos a su
mesa, cuidó de ellos y de los alumnos. Uno, por encima de todos, es objeto de
un hurra y de una canción:
Mientras moje un estudiante
su pluma en el puerto de Axel,
la obra del rey Cristián
será saludada con hurras.
En aquellos tiempos de
transformación los rayos del sol atravesaron las tupidas nubes.
Ahora volvamos la página.
¿Qué es lo que silba y canta en el
Gran Belt, junto a la costa de Samsö? Emerge del mar una sirena de cabellera
verde como las algas y predice al campesino: Nacerá un príncipe que será un rey
poderoso y grande.
Nació en el campo, bajo el
oxiacanto florido.
Hoy su nombre brilla en leyendas y
canciones, en torno a los castillos feudales y los palacios. Surgió la Bolsa,
con su torre y su espira, levantóse Rosenborg muy por encima de la muralla; el
estudiante tuvo su casa propia, junto a la cual se alza la Torre Redonda
señalando al cielo, una columna de Urania que domina la Isla de Hveen, donde
yace Uranienborg; sus doradas cúpulas brillaban a la luz de la luna, y las
sirenas cantaban acerca del hombre que moraba en él, el genio de noble sangre,
Tycho Brahe, a quien visitaban reyes y hombres ilustres. A tal altura llevó el
nombre de Dinamarca, que él y el cielo estrellado son conocidos en todos los
países civilizados del Globo. Mas Dinamarca lo repudió.
En su dolor, consolóse con una
canción:
¿No está el cielo por doquier?
¿Qué más necesito entonces?
Su canción tiene la vida de la
canción popular, como la de la sirena de Cristián IV.
- Viene ahora una página que debes
considerar con atención - dijo el padrino -. Las estampas siguen las estampas
como los versos en la canción popular. Es una poesía tan alegre en su comienzo,
como triste en el final.
Una princesita danza en el palacio
real: ¡qué preciosa está! ¡Mírala sentada en las rodillas de Cristián IV!; es
su hija querida, Leonor.
Crece en las virtudes y cualidades
que adornan a una mujer. El hombre más ilustre de la poderosa nobleza, Korfitz
Ulfeldt, es su prometido. Ella es una niña todavía, sometida a los azotes de su
severa aya; ella se queja a su amado, y hace bien. ¡Qué lista es, qué cortés e
instruida! Sabe griego y latín, canta en italiano al son de su laúd, es capaz
de hablar acerca del Papa y de Lutero.
El rey Cristián yace de cuerpo
presente en la capilla de la catedral de Roeskilde; el hermano de Leonor sube
al trono. En el palacio de Copenhague todo es esplendor y magnificencia,
belleza y talento, y por encima de todos destaca la Reina, Sofía Amalia de
Luneburgo. ¿Quién sabe como ella dominar el caballo? ¿Quién es tan elegante en
el baile? ¿Quién habla con tanta erudición e ingenio como la reina de
Dinamarca?
- ¡Leonor Cristina Ulfeldt! - así
dice el embajador francés -: Ésta supera a todas en belleza e inteligencia.
En el suelo liso del palacio crecía
el cardo de la maldad. Fuertemente agarrado, propagaba a su alrededor el
sarcasmo y la injuria:
- ¡La bastarda! Su coche siempre
parado junto al puente de palacio; donde vaya la Reina, allí debe ir ella -. La
calumnia, la invención, la mentira dieron sus frutos.
Y, en la noche silenciosa, Ulfeldt
coge la mano de su esposa.
Tiene las llaves de las puertas de
la ciudad y abre una de ellas. Los caballos aguardan al exterior. Galopan a lo
largo de la orilla, camino de la tierra de Suecia.
- Volvamos la página, del mismo
modo que la suerte vuelve la espalda a los dos.
Es otoño, con sus días cortos y sus
largas noches; gris está el
cielo, y húmedo. El viento sopla
frío aumentando por momentos su violencia. Ruge entre el follaje del bosque,
las hojas vuelan al interior de la mansión de Peder Oxe, desierta y abandonada
por su dueño. Y el viento silba sobre Chistianshavn, en torno a la morada de
Kai Lykke; ahora es una cárcel. Él ha sido proscrito, infamado; su escudo de
armas aparece roto, y su efigie cuelga de la horca más alta. De este modo han
sido castigadas sus petulantes y ligeras palabras sobre la venerada reina del
país. Aúlla el viento, volando por el solar abandonado donde se levantó la mansión
del mayordomo imperial; hoy sólo queda de ella una piedra.
«Lo arrojé como un guijarro sobre
los hielos flotantes - dice el viento -; la piedra quedó varada en el lugar
donde un día surgiera la Isla de los ladrones, maldita por mí; después vino a
parar al palacio del señor de Ulfeldt, donde la castellana cantaba al son del
laúd, leía en griego y en latín y llevaba erguida la cabeza. Ahora queda sólo
la piedra con su inscripción:
Para eterno ludibrio y vergüenza
del traidor Corfitz Ulfeldt».
¿Dónde está ahora, la noble dama?
¡Hu-uihu-ui! - silba el viento con voz de nieve -. Lleva ya muchos años en la
«Torre azul», detrás del castillo, donde las olas se estrellan contra la
muralla cenagosa. En el recinto hay más humo que calor; la ventanita queda muy
alta, junto al techo. La niña mimada del rey Cristián, la distinguida señorita,
la noble dama, ¡qué pobre y miserable vive ahora! El recuerdo extiende cortinas
y tapices sobre las paredes ennegrecidas de la cárcel. La mujer piensa en los
tiempos felices de su juventud, en los rasgos bondadosos y radiantes de su
padre; piensa en su magnífico viaje de bodas, en los días de su encumbramiento,
en los de miseria en Holanda, Inglaterra y Bornholm.
¡Nada es demasiado gravoso para el
amor verdadero!
Pero entonces estaba él a su lado,
y ahora está sola, sola para siempre. No sabe dónde está su tumba, nadie lo
sabe.
Lealtad al hombre fue todo su
crimen.
Pasó allí muchos y largos años,
mientras fuera bullía la vida.
Nunca se detiene, pero nosotros nos
pararemos un instante a pensar en aquella mujer y en lo que dice la canción:
Fui fiel al esposo en el honor,
en la desgracia y en el gran dolor.
- ¿Ves este grabado? - dijo el
padrino -. Estamos en invierno; el hielo tiende un puente entre Laaland y
Fionia, un puente para Carlos Gustavo, que avanza arrollador. El pillaje y el
incendio, el terror y la miseria reinan en todo el país.
Los
trapos viejos
Frente a la fábrica
había un montón de balas de harapos, procedentes de los más diversos lugares.
Cada trapo tenía su historia, y cada uno hablaba su propio lenguaje, pero no
nos sería posible escucharlos a todos. Algunos de los harapos venían del
interior, otros de tierras extranjeras. Un andrajo danés yacía junto a otro
noruego, y si uno era danés legítimo, no era menos legítimo noruego su
compañero, y esto era justamente lo divertido de ambos, como diría todo
ciudadano noruego o danés sensato y razonable.
Se reconocieron por
la lengua, a pesar de que, a decir del noruego, sus respectivas lenguas eran
tan distintas como el francés y el hebreo.
- Allá en mi tierra
vivimos en agrestes alturas rocosas, y así es nuestro lenguaje, mientras el
danés prefiere su dulzona verborrea infantil.
Así decían los
andrajos; y andrajos son andrajos en todos los países, y sólo tienen cierta
autoridad reunidos en una bala.
- Yo soy noruego -
dijo el tal -, y cuando digo que soy noruego creo haber dicho bastante. Mis
fibras son tan resistentes como las milenarias rocas de la antigua Noruega,
país que tiene una constitución libre, como los Estados Unidos de América.
Siento un escozor en cada fibra cuando pienso en lo que soy, y me gustaría que
estas palabras mías resonaran como bronce en palabras graníticas.
- Pero nosotros
poseemos una literatura - replicó el trapo danés -. ¿Comprende usted lo que esto
significa?
- ¡Claro que lo
comprendo! - respondió el noruego -. ¡Pobre habitante del llano! Quisiera
llevarlo a lo alto de las rocas y hacer que lo iluminase la aurora boreal,
¡pedazo de trapo! Cuando el hielo se funde bajo el sol noruego, vienen a nuestro
país barcas danesas cargadas de mantequilla y queso, productos realmente
suculentos. Y como lastre, llevan literatura danesa. ¡No nos hace maldita la
falta! Uno renuncia gustoso a la insípida cerveza allí donde mana la fuente
pura, y en nuestro país hay un manantial virgen, no pregonado en toda Europa
por periódicos, compadrerías y los viajes al extranjero. Hablo sin remilgos,
sin pelos en la lengua, y el danés tendrá que habituarse a este tono franco y
llano, y lo hará, gracias a su arraigo escandinavo, por su vinculación a
nuestra altiva tierra rocosa, raíz del mundo.
- Nunca un andrajo
danés podría hablar así - dijo el otro -. No está en nuestra naturaleza. Me
conozco, y como yo son todos nuestros andrajos daneses: bonachones, modestos,
con muy poca fe en nosotros mismos, y así no se gana nada, ciertamente. Pero no
me importa; al menos lo encuentro simpático. Por lo demás, puedo asegurarle que
conozco perfectamente mi propio valor, aunque no hable de él. No podrán
reprocharme este defecto. Soy blando y dúctil, lo sufro todo, no envidio a
nadie, hablo bien de todo el mundo, con lo difícil que muchas veces es hacerlo.
Pero dejemos esto. Yo me tomo las cosas con buen humor; esta cualidad si la
tengo.
- No me hables en
este tono blanducho de la tierra llana; me da asco - dijo el noruego, y,
aprovechando una ráfaga de viento, se soltó del fardo para trasladarse a otro.
Los dos fueron
transformados en papel, y quiso el azar que el andrajo noruego pasara a ser una
hoja en la que un joven de su país escribió una carta de amor a una muchacha
danesa, mientras el trapo danés se convirtió en el manuscrito de una oda danesa
en alabanza de la fuerza y la grandeza noruegas.
También de los
andrajos puede salir algo bueno una vez han salido del fardo de trapos viejos y
se han transformado en verdad y en belleza; brillan en buena armonía y
encierran bendiciones.
Ésta es la
historia, muy regocijante y no ofensiva para nadie, salvo para los andrajos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
GRACIAS POR LLEGAR AQUI, DEJA TU COMENTARIO: