Hans Cristian Andersen
Cuentos XVII
Vänö y
Glänö
Había en otros
tiempos, junto a la costa de Seeland, frente a Holsteinborg, dos islas
cubiertas de bosque: Vänö y Glänö; tenían un pueblo con iglesia y diversas
granjas, todas cerca de la orilla y a muy poca distancia unas de otras. Hoy
sólo hay una isla.
Una noche estalló
una espantosa tempestad. El mar subió como no recordaba nadie. La borrasca
adquiría violencia por momentos; parecía el Juicio Final, con un estruendo como
si fuera a estallar la Tierra. Las campanas de la iglesia se pusieron a tocar
sin que las impulsase mano humana.
En el curso de
aquella noche desapareció Vänö, tragada por el mar, sin dejar huellas. Más
tarde, empero, en alguna noche de verano, a la hora de la bajamar y cuando las
aguas estaban encalmadas, los pescadores que habían salido a la pesca de la
anguila con antorchas, veían en el fondo, si tenían buenos ojos, la Isla de
Vänö, con su blanco campanario y el alto muro de la iglesia. - Vänö aguarda a
Glänö - dice la leyenda. Veían la isla, oían tañer las campanas allá en el
fondo del agua, pero sin duda se equivocaban; seguramente eran los gritos de
los numerosos cisnes salvajes, que con frecuencia se posan en la superficie del
mar en aquellos lugares; graznan y se quejan, y sus gritos suenan a lo lejos
como doblar de campanas.
Era un tiempo en
que muchos ancianos de Glänö se acordaban aún de aquella noche borrascosa, y
también de que siendo niños habían pasado en carro, a la hora de la bajamar, de
una a otra isla, del mismo modo que hoy se va de la costa de Seeland, cerca de
Holsteinborg, a la Isla de Glänö; el agua llega sólo al eje de las ruedas. -
Vänö aguarda a Glänö - decíase, y el dicho se convirtió en certidumbre.
Muchos niños y
niñas yacían en cama desvelados en las noches tempestuosas, pensando: esta
noche Vänö vendrá a buscar a Glänö. Temerosos, rezaban su padrenuestro, y al
cabo se dormían y tenían dulces sueños; y a la mañana, Glänö seguía aún en su
lugar, con sus bosques y campos de mieses, sus acogedoras granjas y sus huertos
de lúpulo; cantaba el pájaro y saltaba el gamo; el topo no olía a agua de mar,
lo cual quiere decir que tenía sitio sobrado para excavar sus galerías.
Y, sin embargo, los
días de Glänö están contados. Imposible es decir cuántos son, pero contados lo
están. Cualquier mañana, la isla habrá desaparecido.
Tal vez aún ayer
estuviste en la orilla del mar y viste los cisnes salvajes flotando en el agua,
entre Seeland y Glänö; una barca con las velas desplegadas pasaba rauda frente
al bosque espeso; tú cruzaste el vado somero, pues otro camino no hay; los
caballos chapoteaban en el agua, salpicando las ruedas del coche.
Te marchaste de
allí; tal vez te fuiste a correr mundo y no regresarás hasta dentro de unos
años. Entonces verás que el bosque rodea una gran pradera verde, donde el heno
perfuma el aire frente a unas primorosas casas de campo. ¿Dónde estás?
Holsteinborg sigue luciendo su dorado campanario puntiagudo, pero no ya junto
al fiordo, sino más adentro; cruzas el bosque y unos campos para llegar a la
orilla... ¿Dónde está Glänö? No ves ante ti ninguna isla selvática, sino el mar
libre. ¿Acaso Vänö se llevó a Glänö, después de esperarla tanto tiempo? ¿En qué
noche tempestuosa sucedió, cuándo tembló la tierra, y el viejo Holsteinsborg
fue transportado tierra adentro tantos miles de pasos de ave?
Pues no; no hubo
tal noche tempestuosa; la cosa ocurrió en pleno día de luz y de sol. La humana
inteligencia domó el mar, la humana inteligencia hizo desaparecer el agua como
por encanto, uniendo Glänö al Continente. El fiordo quedó transformado en un
prado de hierba exuberante; Glänö ha quedado soldado a Seeland. La vieja granja
está donde siempre. No fue Vänö la que se llevó a Glänö; fue Seeland la que,
con los largos brazos que son los diques, sujetó la isla, y con la boca de las
bombas achicó el agua y pronunció las palabras mágicas, las palabras del
noviazgo, recibiendo en dote muchas toneladas de tierra. Es la verdad, puedes
verlo confirmado oficialmente. Y lo ves con tus propios ojos: la Isla de Glänö
ha desaparecido.
La más
feliz
- ¡Qué rosas tan
bellas! - dijo el Sol -. Y todas las yemas se abrirán, y serán tan hermosas
como ellas. ¡Son hijas mías! Yo les he dado el beso de la vida.
- Son hijas mías -
dijo a su vez el rocío -. Les he dado a beber mis lágrimas.
-Pues yo diría que
su madre soy yo - exclamó el rosal -. Vosotros no sois sino los padrinos, que
les ofrecisteis un regalo según vuestras posibilidades y vuestra buena
voluntad.
- ¡Rosas, hermosas
hijas mías! - dijeron los tres, y les deseaban a todas la mayor felicidad de
que puede gozar una rosa. Sin embargo, una sola podía ser la más feliz; y otra
debía ser la menos feliz de todas. Era inevitable. Pero, ¿cuál sería?
- Yo lo averiguaré
- dijo el viento -. Voy volando hasta muy lejos y en todas direcciones, me meto
en las rendijas más estrechas, sé lo que pasa en todas partes.
Todas las rosas
abiertas oyeron la conversación, y los capullos henchidos, también.
En esto se presentó
en el jardín una madre amorosa vestida de luto, con semblante triste, y cogió
una rosa a medio abrir, fresca y lozana; la que le pareció más hermosa.
Llevósela a su solitaria habitación, donde pocos días antes había estado
brincando su hijita, enamorada de la vida, y que ahora yacía en el negro ataúd,
dormida estatua de mármol. La madre besó a la muerta, y besando luego la rosa
semiabierta, la depositó sobre el pecho de la muchacha, como esperando que su
frescor y el beso de una madre pudieran hacer palpitar nuevamente el corazón.
Pareció como si la
rosa se hinchara; cada uno de sus pétalos temblaba de gozo:
- ¡Qué destino de
amor me ha sido concedido! He llegado a ser como una criatura humana, recibo el
beso de una madre escucho palabras de bendición y me voy al reino desconocido,
soñando junto al pecho de la muerta. Indudablemente he sido la más feliz de
todas las hermanas.
Apareció luego en
el jardín la vieja escardadera. Contempló a su vez la magnificencia del rosal y
sus ojos se clavaron en la rosa mas grande, abierta del todo. «Otra gota de
rocío y otro día ardoroso, y sus hojas caerán», pensó la mujer. La flor había
dado ya el beneficio de su belleza, y debía dar ahora el de su utilidad. La
cortó y guardó en un periódico; la pondría en casa junto a otras rosas
marchitas, y, mezclándolas con esas otras pequeñas flores azules llamadas
espliegos, las embalsamaría con sal. Hay que observar que sólo se embalsama a
las rosas y a los reyes.
- ¡Qué honor el
mío! - dijo la rosa al sentirse cogida por la escardadera -. Van a
embalsamarme. Yo seré la más feliz.
Presentáronse luego
en el jardín dos jóvenes; uno de ellos era poeta, el otro pintor, y cada uno de
ellos cogió una rosa bellísima.
El pintor trasladó
al lienzo una imagen de la flor abierta, con tal fidelidad que parecía su
reflejo.
- De este modo -
dijo el artista - viviré muchas generaciones, mientras millones y millones de
su especie se marchitarán y morirán.
- Yo habré sido la
más favorecida - dijo la rosa -; la suerte mejor habrá sido para mí.
El poeta contempló
la flor que había cogido y compuso sobre ella un poema, en el que se expresaban
todos los misterios que había leído en sus pétalos. Púsole por título «Libro de
estampas del Amor» y pasó a la inmortalidad.
- ¡Me han hecho
inmortal! - exclamó la rosa -. ¡Yo soy la más feliz de todas!
Entre la
magnificencia del rosal florido había una rosa que quedaba casi oculta bajo las
restantes. Casualmente, y por suerte tal vez para ella, tenía un defecto:
estaba torcida en su tallo, y las hojas de un lado no eran simétricas a las del
opuesto. Del centro de la flor salía una hojita verde deformada. Son esas
miserias de las que no se libran ni las rosas.
- ¡Pobrecilla! -
dijo el viento besándola en la mejilla. La rosa creyó que era un saludo, un
homenaje; tuvo la impresión de ser distinta de las demás rosas, y parecióle una
distinción la circunstancia de tener en el centro aquella hoja verde. Llegó
volando una mariposa y besó sus pétalos; era un pretendiente, y ella lo dejó
marchar. Vino después un saltamontes muy grandote, que se posó sobre otra rosa,
se puso a frotarse la falsa pata, lo cual, en los saltamontes, es señal de
amor. La flor en que se había posado no lo comprendió, pero la rosa deformada
sí se dio cuenta de que el insecto miraba con ojos que decían: «Te comería de
puro amor». ¿Y qué mayor signo de amor que el quererse comer al ser amado? Pero
la rosa no quiso entregarse al saltamontes. El ruiseñor cantó en medio de la
noche estrellada.
- Estoy segura de
que lo hace para mí - dijo la rosa del defecto, o de la distinción -. Por qué
me han distinguido así por encima de todas mis hermanas? ¿Por qué me dieron
esta cualidad, que hace de mí la más feliz?
A continuación
entraron en el jardín dos fumadores. Hablaban de rosas y de tabaco. Decíase que
las rosas no soportaban el humo del tabaco, y que a su contacto la flor perdía
su color y se volvía verde. Querían efectuar el experimento, pero les dolió
echar a perder una de aquellas rosas tan bellas, y cortaron la defectuosa.
- ¡Una nueva
distinción! - exclamó ésta -. ¡Qué ventura la mía! Soy la más feliz de todas.
Y se puso verde, de
orgullo y del humo del tabaco.
Una rosa,
semicapullo todavía, acaso la más bella del rosal, obtuvo el puesto de honor en
un artístico ramillete que reunió el jardinero y que, llevado al señorito de la
casa, salió con él en coche. La rosa brillaba como una perla entre otras
flores, rodeadas de verdor. La llevaron a la esplendoroso fiesta, a la que
asistían elegantes caballeros y damas, a la luz de mil lámparas. Sonó la
música; sucedía aquello en el océano de luz del teatro, y cuando la joven y
celebrada bailarina apareció, vaporosa, en escena, saludada por el general
entusiasmo, los ramos volaron a sus pies como lluvia de flores. Entre ellos
cayó el ramillete, en cuyo centro brillaba como piedra preciosa la bella rosa
de nuestro jardín. Sintió la flor su inmensa e indecible felicidad, la gloria y
el esplendor que la rodeaban, y al tocar el suelo lanzóse también a bailar, a
saltar por las tablas, pues al caer se había quebrado su tallo. No fue a parar
a manos de la agasajada, sino que rodó detrás del bastidor, donde la recogió un
tramoyista. Vio éste que era bellísima y fragante, pero que carecía de tallo;
se la metió en el bolsillo, y al llegar a su casa por la noche, púsola en una
copita con agua. A la mañana siguiente la colocaron delante de la abuela, que,
vieja e inválida, ocupaba el sillón. La mujer estuvo contemplando la magnífica
rosa rota y recreándose en su aspecto y su perfume.
- No fuiste a parar
a la mesa de la rica y linda señorita, sino a la de esta pobre vieja; pero aquí
eres como un pomo de rosas. ¡Qué hermosa eres! -. Y miraba la flor con alegría
infantil, pensando seguramente en su lejana juventud perdida.
- Entré por un
agujero que tenía el cristal - dijo el viento y vi los brillantes ojos
juveniles de la anciana y la bella rosa quebrada en la copita. ¡La más feliz de
todas! Lo sé. Puedo afirmarlo.
Cada una de las
rosas del rosal de aquel jardín tenía su historia. Cada una creía ser la más
feliz, y la fe da la ventura. La última de las flores estaba persuadida de ser
la más dichosa de todas.
- He sobrevivido a
las demás. Soy la última, la única, la hija predilecta de nuestra madre.
- Y yo soy su madre
- dijo el rosal.
- ¡Yo lo soy! -
replicó el sol.
- ¡Y yo! -
afirmaron el viento y el tiempo.
-Todos tenemos
nuestra parte - dijo el viento -. Y cada uno de nosotros participará de su
belleza -. Y el viento esparció las hojas sobre la planta, donde yacían las
gotas del rocío y brillaba el sol. - También yo he tenido mi parte - añadió el
viento -. Yo he visto la historia de todas las rosas, y la contaré por todo el
vasto mundo. Luego me dirás cuál de ellas fue la más feliz, esto debes decirlo
tú; yo he hablado ya bastante.
La dríade
Estamos de camino
hacia París, para ver la Exposición. Ya llegamos. ¡Vaya viaje! Fue volar sin
arte de magia. Nos impulsó el vapor, lo mismo por mar que por tierra.
Sí, nos ha tocado
vivir en la época de los cuentos de hadas.
Nos hallamos en el
corazón de París, en un gran hotel. Flores adornan las paredes de la escalera,
mullidas alfombras cubren los peldaños.
Nuestra habitación
es cómoda. Por el balcón abierto se domina la perspectiva de una gran plaza.
Allí está la primavera, ha llegado a París al mismo tiempo que nosotros. La
vemos en figura de un joven y majestuoso castaño, con delicadas hojas recién
brotadas. ¡Qué bello está, con sus galas primaverales, eclipsando todos los
demás árboles de la plaza!. Uno de ellos ha sido borrado del número de los
vivos; yace tendido en el suelo, arrancado de raíz. En su lugar será
trasplantado y prosperará el joven castaño.
Éste se encuentra
todavía en el pesado carro que, de madrugada, lo transportó desde el campo, a
varias millas de París. Durante varios años había crecido al lado de un fornido
roble, a cuya sombra solía sentarse el anciano y venerable párroco para contar
sus cuentos a los niños. El castaño escuchaba también: la dríade que moraba en
él era aún una niña. Acordábase todavía del tiempo en que el diminuto árbol
sobresalía apenas de las hierbas y los helechos. Éstos habían alcanzado ya el
límite de su desarrollo, mas no el árbol, que seguía creciendo año tras año,
gozando del aire y del sol, bebiendo el rocío y la lluvia, sacudido y agitado
por los fuertes vientos. Todo esto forma parte de la educación.
La dríade gozaba de
su existencia, del sol y del gorjear de los pájaros. Pero lo que más le gustaba
era la voz humana; comprendía su lenguaje, lo mismo que el de los animales.
La visitaban
mariposas, libélulas y moscas, en una palabra, todos los insectos voladores. Le
contaban cosas del pueblo, de los viñedos y el bosque, del viejo palacio y del
parque, con sus canales y el estanque, en el fondo de cuyas aguas moraban
también seres vivos que, a su manera, volaban de un punto a otro por debajo de
la superficie; seres pensantes y muy ilustrados, y que siempre estaban
callados, de puro inteligentes.
Y la golondrina que
se había zambullido en el agua explicaba cosas de los lindos peces dorados, los
gordos sargos, las voluminosas tencas y las viejas y musgosas carpas. La
golondrina lo describía con mucha gracia, pero añadía que uno tenía que verlo
con los propios ojos, para hacerse cargo. Mas ¿cómo podía esperar la dríade ver
jamás aquellas maravillas? Tenía que contentarse con contemplar la hermosa
campiña y observar el ajetreo de los seres humanos.
Todo era bello y
espléndido, pero especialmente cuando el viejo sacerdote contaba cosas de
Francia, de las hazañas de sus hijos e hijas, cuyos nombres son pronunciados
con admiración en todos los tiempos.
Entonces supo la
dríade los hechos de la pastora Juana de Arco, de Carlota Corday, y conoció
tiempos antiquísimos, y los de Enrique IV y de Napoleón I, llegando hasta los
actuales. Oyó hablar de grandes genios y talentos; oyó nombres cuyo eco resuena
en el corazón del pueblo: Francia es un gran país, el suelo nutricio del genio,
con el cráter de la libertad.
Los niños de la
aldea escuchaban con unción, y la dríade también; era un escolar como ellos. En
las formas cambiantes de las nubes que desfilaban por el cielo veía, una por
una, todas las escenas que describía el párroco.
El cielo con sus
nubes era su libro de estampas.
Se sentía feliz con
su hermosa Francia, y, sin embargo, tenía la impresión de que el ave, como
todos los animales voladores, era más favorecida que ella. Hasta la mosca podía
darse una vueltecita por el mundo, volar lejos, mucho más lejos de lo que
alcanzaba a ver la dríade.
Francia era grande
y magnífica, pero ella veía sólo un pedacito insignificante. El país se
extendía indefinidamente con sus viñedos, sus bosques y sus populosas ciudades,
entre las cuales era París la más grandiosa y soberbia. Las aves podían volar
hasta París, pero a ella le estaba vedado.
Entre los niños de
la aldea había una chiquilla muy pobre y vestida de andrajos, pero de agradable
aspecto. Cantaba y reía sin parar y llevaba siempre flores rojas en el negro
cabello.
- ¡No vayas a
París! - le decía el viejo señor cura -. Allí te perderías, pobrecilla.
Pero ella se fue a
París.
La dríade pensaba a
menudo en aquella niña. Las dos habían sentido el mismo embrujo de la gran
ciudad.
Desfilaron la
primavera, el verano, el otoño y el invierno; transcurrieron varios años.
El árbol de la
dríade dio sus primeras flores, los pájaros gorjearon a su alrededor, bajo el
tibio sol. Por el camino viose venir un lujoso coche ocupado por una
distinguida señora, que con su mano guiaba los ágiles caballos, mientras un
pequeño jockey, muy peripuesto, iba sentado en la parte posterior. La dríade la
reconoció, y la reconoció también el anciano sacerdote, quien, sacudiendo la
cabeza, dijo, afligido:
- ¡Fuiste a buscar
tu perdición, pobre María!
«¿Pobre? - pensó la
dríade -. ¡Qué ha de ser! ¡Si va vestida como una duquesa! ¡Cómo ha cambiado,
en la ciudad de los hechizos! ¡Ay, si yo pudiese estar allí, entre tanta
magnificencia! Su esplendor llega por la noche hasta las nubes; basta mirar al
cielo para saber dónde está la ciudad».
Noche tras noche,
miraba la dríade en aquella dirección. Veía la luminosa niebla en el horizonte;
en las claras noches de luna echaba de menos las nubes viajeras que le ofrecían
imágenes de la ciudad y de la Historia.
De igual forma que
el niño hojea su libro de estampas, así la dríade consultaba las nubes.
El cielo de verano,
sereno y sin nubes, era para ella una hoja en blanco; y ya llevaba varios días
sin haber visto más que páginas vacías.
Era la calurosa
estación veraniega, con días ardorosos, sin un hálito de brisa. Cada hoja, cada
flor, vivía como aletargada, y los hombres también.
En esto se
levantaron nubes en el punto donde la neblina luminosa anunciaba la presencia
de París.
Las nubes se
amontonaron, formaron como una cadena montañosa y se extendieron por toda la
región, hasta donde alcanzaba la vista de la dríade.
Semejantes a
enormes peñascos negruzcos, los nubarrones se acumulaban en las alturas, capa
sobre capa. Empezaron a rasgarlas los relámpagos. «También ellos son servidores
de Dios», había dicho el anciano sacerdote. Y de pronto brilló un rayo
deslumbrante, vivísimo como el mismo sol, capaz de volar las rocas, y que al
caer hirió el venerable roble, hendiéndolo hasta la raíz. Partióse la copa,
partióse el tronco, que se desplomó en dos pedazos, como si extendiera los
brazos para recibir al mensajero de la luz.
No hay cañones que,
al nacer un príncipe real, puedan resonar con un fragor comparable al del
trueno que acompañó la muerte del viejo roble. La lluvia caía a torrentes,
empezó a soplar un viento fresco, y en un momento se calmó la tormenta; el aire
quedó limpio y sereno, como en una tarde de domingo. Los aldeanos se
congregaron en torno al roble abatido; el señor cura pronunció sentidas
palabras de recuerdo, y un pintor dibujó el árbol para que quedase de él un
testimonio duradero.
- Todo se va - dijo
la dríade -, se va como la nube, para no volver jamás.
Tampoco volvió el
anciano sacerdote. El tejado de su escuela se había hundido, y desaparecido la
tarima desde la que él daba sus lecciones. Los niños no volvieron, pero vino el
otoño, y el invierno, y luego también la primavera. Al cambiar la estación, la
dríade dirigió la mirada hacia el punto del horizonte donde, todas las tardes y
noches, París brillaba como una niebla luminosa. De allí salía locomotora tras
locomotora. Los trenes se sucedían ininterrumpidamente, silbando, rugiendo, a
todas las horas del día. Llegaban trenes al anochecer, a medianoche, por la
mañana y en pleno día, y en cada uno de ellos viajaban hombres de todos los
países del mundo. Una nueva maravilla los llamaba a París.
¿En qué consistía
tal maravilla?
- Una prodigiosa
floración del Arte y de la Industria - decían ha brotado en la desierta arena
del Campo de Marte. Un girasol gigantesco, en cuyas hojas puede aprenderse
Geografía y Estadística, hasta llegar a ser docto como un decano, elevarse a
las alturas del Arte y la Poesía, y reconocerse en ellas la grandeza y el
poderío de los países.
- Una flor de
leyenda - decían otros -, una flor de loto multicolor que despliega sus verdes
hojas sobre la arena, a modo de alfombra de terciopelo; la temprana primavera
la ha hecho germinar, el verano la verá en todo su esplendor, las tormentas de
otoño se la llevarán y no dejarán de ella hojas ni raíces.
Frente a la Escuela
Militar se extiende, en tiempo de paz, la arena de la guerra, un campo sin
hierba ni planta alguna, un trozo de estepa arenosa arrancada al desierto de
África, donde el espejismo exhibe sus fantásticos castillos aéreos y jardines
colgantes. Pero en el Campo de Marte se alzaban éstos aún más hermosos y maravillosos,
pues la humana inteligencia ha sabido trocar en realidad las mentidas imágenes
atmosféricas.
Se ha construido el
palacio del Aladino de la Era moderna - decíase -. Día tras día, hora tras
hora, va desplegándose en toda su milagrosa magnificencia. Mármoles y colores
realzan sus espaciosos salones. El «maestro sin sangre» mueve aquí sus miembros
de hierro y acero en la gran sala circular de las máquinas. Verdaderas obras de
arte, hechas en metal, en piedra, en fibras textiles, pregonan la vida del espíritu
que anima todos los países del mundo. Salas de pinturas, el esplendor de las
flores, todo cuanto el talento y la habilidad pueden crear en el taller del
artesano, aparece aquí expuesto. Hasta los monumentos de la Antigüedad sacados
de los viejos palacios y de las turberas se han dado cita en París.
El grandioso
conjunto, abrumador en su riqueza, debe descomponerse en pequeños fragmentos,
reducirse a un juguete, para que pueda ser abrazado y captado en su integridad.
Como una gran mesa
navideña, el Campo de Marte albergaba un mágico palacio de la Industria y del
Arte, y en torno a él se exponían envíos de todos los países; cada nación
encontraba allí un recuerdo de la patria.
Aparecía aquí el
palacio real de Egipto, y más allá la caravanera de las tierras desérticas. El
beduino había abandonado su soleado país y paseaba por París montado en su
camello. Las cuadras rusas cobijaban los fogosos y soberbios caballos de las
estepas. La casita de campo danesa, con el techo de paja y la bandera de
Danebrog, alzábase junto a la casa de madera de Gustavo Wasa de Dalarne, con
sus primorosas tallas. Chozas americanas, «cottages» ingleses, pabellones
franceses, quioscos, iglesias y teatros estaban dispuestos en derredor con arte
y gracia exquisitos, y entre ellos había frescos céspedes, claras aguas
fluyentes, floridos setos, árboles raros, invernaderos en cuyo interior creía
uno hallarse en plena selva tropical; grandes rosaledas traídas de Damasco
florecían bajo un tejado. ¡Qué riqueza de colores y perfumes!
Grutas artificiales
con columnas estalactiticas encerraban aguas dulces y salobres, ofreciendo una
vista panorámica del reino de los peces; estaba uno como en el fondo del mar,
entre peces y pólipos.
- Todo eso - decían
- contiene y exhibe el Campo de Marte, y en torno a la inmensa mesa del
banquete, opíparamente servida, se mueve el enorme gentío como laborioso
hormiguero, a pie o en diminutos carruajes, pues no todas las piernas resisten
la agotadora peregrinación.
Acude la gente
desde las primeras horas de la mañana hasta la noche cerrada. Un vapor tras
otro, abarrotados de público, bajan por el Sena, el número de vehículos aumenta
por momentos, los tranvías y ómnibus van hasta los topes. Todas esas riadas de
gente confluyen hacia un mismo punto: la exposición de París. Las entradas del
recinto están adornadas con banderas de Francia: alrededor del bazar de los
países ondean los colores de todas las naciones; de la sala de maquinaria llega
un fuerte zumbido, los campanarios envían las melodías de los carillones, el
órgano suena en los templos, y a sus notas se mezclan, gangosos y
enronquecidos, los cantos de los cafés orientales. Diríase un imperio
babilónico, una lengua cosmopolita, una maravilla del Universo.
La dríade
Continuación
Así era, en efecto,
decían las noticias que llegaban de allí. ¿Quién no las oía? La dríade sabía
todo lo que acabamos de contar acerca del nuevo milagro de la ciudad de las
ciudades.
- ¡Volad, aves!
¡Volad a verlo y volved a contármelo! - suplicaba la dríade.
Su deseo se
convirtió en un anhelo ardiente, y he aquí que en la noche clara y silenciosa,
a la luz de la luna, la dríade vio cómo del luminoso astro de la noche salía
una chispa, que descendió como una estrella fugaz y se detuvo delante del
árbol, cuyas ramas se estremecieron como al embate de una brusca ventolera.
Apareció entonces una figura imponente y luminosa, y habló con voz suave y
recia a la vez, como las trompetas que el día del Juicio Final nos llamarán a
escuchar nuestra sentencia.
- Irás a la ciudad
hechizada, echarás raíces en ella, gozarás de su vida bulliciosa, de su aire y
de su sol. Pero tu vida se acortará, la serie de años que aquí en el campo te
estaban destinados, se reducirá a una pequeña fracción. ¡Pobre dríade! ¡Ésta
será tu perdición! Vivirás con el alma en un hilo, tus deseos se volverán
tempestuosos. El árbol será para ti una cárcel, abandonarás tu envoltura,
renunciarás a tu naturaleza, te escaparás para mezclarte con los humanos.
Entonces tu vida se reducirá a la mitad de la de una efímera, pues vivirás una
sola noche. Tu luz vital se extinguirá, las hojas del árbol se marchitarán y
morirán, perdido el verdor para siempre.
Así dijo y la
luminosa aparición se esfumó, pero no el anhelo de la dríade, que quedó
temblando de expectación, dominada por la fiebre de tantas emociones. «¡Iré a
la ciudad de las ciudades! - exclamó -. La vida empieza, crece como la nube,
nadie sabe adónde va».
Al amanecer, cuando
palideció la luna, y las nubes se tiñeron de grana, sonó la hora de la
realización y se cumplieron las palabras de la promesa.
Presentáronse unos
hombres provistos de palas y palancas. Cavaron hasta muy hondo, en torno a las
raíces del árbol; adelantóse un carro tirado por caballos, levantaron el árbol
con sus raíces y la tierra que las sujetaba y, después de envolverlas con
esteras de juncos a modo de caliente saco de viaje, lo cargaron en el vehículo.
Lo ataron sólidamente y emprendieron el viaje a París, la noble capital de
Francia, la ciudad de las ciudades, donde el árbol debía crecer y medrar.
Las ramas y las
hojas del castaño temblaron al ponerse el carro en movimiento; la dríade tembló
a su vez de ardiente impaciencia.
- ¡Adelante,
adelante! - decía a cada latido ¡Adelante! ¡adelante! - sonaba en palabras
aladas y vibrantes -. La dríade ni se acordó de decir adiós a la tierra natal,
a las ondeantes hierbas y a las candorosas margaritas que la habían mirado
desde el nivel del suelo como a una gran dama del jardín de Nuestro Señor, como
a una princesita que jugaba a pastora en el campo.
El castaño yacía en
el carro, saludando con las ramas. Si quería decir «adiós» o «adelante», la
dríade lo ignoraba; soñaba tan sólo en las maravillosas novedades, tan
conocidas sin embargo, que iban a desplegarse ante ella. Ningún corazón
infantil, inocente y alegre, ninguna sangre ansiosa de placeres había
emprendido el viaje a Paris con tal exaltación.
Su «¡adiós!» fue un
«¡adelante, adelante!».
Giraban las ruedas.
La lejanía se aproximaba y pasaba, cambiaba el paisaje como las nubes;
aparecían nuevos viñedos, bosques, pueblos, torres y jardines; se acercaban,
desaparecían. El castaño seguía avanzando, y la dríade con él. Sucedíanse las
estruendosas locomotoras y se cruzaban, enviando al aire nubes de humo que
hablaban de París, de dónde venían y adónde se dirigía la dríade.
En derredor todos
sabían o adivinaban su punto de destino; cada árbol del camino parecía extender
hacia ella sus ramas, rogándole: «¡Llévame contigo, llévame contigo!». En cada
uno moraba también una dríade anhelante.
¡Qué cambio! ¡Qué
viaje! Parecía como si del suelo brotaran las casas, cada vez más numerosas y
más espesas. Levantábanse las chimeneas como tiestos de flores, superpuestas o
alineadas en los tejados; grandes letreros con letras gigantescas y figuras
multicolores, que cubrían las paredes desde el zócalo a la cornisa, destacaban
brillantes y luminosas.
- ¿Dónde empieza
París? ¿Cuándo llegaré? - preguntábase la dríade. El hormiguero humano
aumentaba, crecían el ruido y el ajetreo, sucedíanse los carruajes, peatones
seguían a jinetes, y en torno se alineaban las tiendas y todo era música,
canto, griterío y discursos.
La dríade, en el
interior de su árbol, se encontraba en el centro de París.
El grande y pesado
carro se detuvo en una plaza plantada de otros árboles y rodeada de altas casas
que tenían balcones en vez de ventanas. La gente miraba desde ellos al joven
castaño verde que acababa de llegar y que iba a ser plantado en el lugar del
árbol muerto y arrancado, yacente en el suelo. Los transeúntes se paraban en la
plaza a mirar con gozosa sonrisa el hermoso presagio de la primavera. Los
árboles de más edad, cubiertos aún de yemas, saludaban con el murmullo de sus
ramas: «¡Bienvenido, bienvenido!». Y el surtidor proyectaba al aire sus chorros
de agua, que, al caer en la ancha pila, enviaban sus gotas al árbol recién
venido, como para saludar su llegada invitándolo a un refresco.
La dríade sintió
que descargaban su árbol del carro y lo colocaban en el hoyo que le tenían
destinado. Las raíces fueron recubiertas con tierra, y encima plantaron fresco
césped. Junto con el árbol fueron plantadas también matas y flores en macetas,
quedando un jardincito en el centro de la plaza. El árbol muerto, víctima de
las emanaciones del gas, de los vapores y del asfixiante aire ciudadano, fue
cargado en el carro y retirado. Los transeúntes miraban, niños y viejos se
sentaban en el banco, entre el verdor, alzando la vista para contemplar las
hojas del árbol. Y nosotros, que relatamos la historia, veíamos desde un balcón
aquel joven emisario de la primavera, venido de los puros aires campestres, y
repetíamos las palabras del anciano sacerdote. «¡Pobre dríade!».
- ¡Qué feliz soy,
qué feliz! - exclamaba ésta, jubilosa -. Pero no logro comprender ni expresar
lo que siento. Todo es como me lo había imaginado, y al mismo tiempo muy
distinto.
Las casas estaban
allí, tan altas, tan cercanas. El sol brillaba solamente en una de las paredes,
la cual se hallaba cubierta de rótulos y carteles, ante los que la gente se
detenía, apretujándose. Circulaban carruajes, pesados y ligeros. Los ómnibus,
esas abarrotadas casas ambulantes, corrían a gran velocidad. Entre ellos se
deslizaban jinetes, y lo mismo trataban de hacer los carros y coches. La dríade
se preguntó si acaso aquellas altísimas casas tan apiñadas no se esfumarían
pronto como las nubes del cielo, cambiando de forma, apartándose para dejarle
ver mejor la ciudad de París. ¿Dónde estaba Notre Dame, la columna Vendóme y
aquella maravilla que había atraído y seguía atrayendo a tantos extranjeros?
Pero las casas no
se movían de su sitio.
Había aún luz de
día cuando encendieron los faroles; los mecheros de gas enviaban su resplandor
desde el interior de los comercios, alumbrando hasta las ramas de los árboles;
parecía el sol de verano. En lo alto fueron asomando las estrellas, las mismas
que la dríade conocía del campo. Creyó sentir que venía de él una corriente de
aire, puro y suave. Experimentó la sensación de ser levantada y fortalecida;
veía por cada hoja del árbol, sentía por cada fibra de la raíz. En medio de
aquel mundo de los humanos sentía que la miraban unos ojos dulces, mientras a
su alrededor todo era confusión y ruido, colores y luz.
De las calles
adyacentes llegaban sones de instrumentos musicales y las melodías del
organillo que invitaban a la danza. ¡A bailar, a bailar! Convidaban a la
alegría, a gozar de la vida. Era una música capaz de hacer danzar los caballos,
coches, árboles y casas, si hubiesen sabido bailar. El pecho de la dríade
rebosaba de entusiasmo y de júbilo.
- ¡Cuánta dicha y
belleza! - exclamaba -. ¡Estoy en París!
El día y la noche
que siguieron, y el otro día y la otra noche ofrecieron el mismo espectáculo:
aquel movimiento, aquella animación, siempre distintos y, sin embargo, siempre
iguales.
- Ya conozco a
todos los árboles y a todas las flores de la plaza. Y conozco también las casas
una por una, cada balcón y cada tienda de este retirado rincón donde me han
plantado, y que me oculta la enorme y populosa ciudad. ¿Dónde están los arcos
de triunfo, los bulevares, la maravilla del mundo? No veo nada. Estoy como
encerrada en una jaula en medio de las altas casas que conozco ya de memoria,
con sus letreros, rótulos y carteles; ya no me gusta este abigarramiento.
¿Dónde está todo aquello que me contaron, que sé que existe, que tanto anhelaba
ver y que encendió en mí el deseo de venir a la ciudad? ¿Qué he conseguido, qué
he encontrado? Sigo sintiendo aquel ansia de antes, siento que hay una vida que
quisiera captar y vivir. Es necesario que salga de aquí y me mezcle entre los
vivos, que me mueva con ellos, vuele como las aves, vea y sienta, me convierta
en un ser humano, goce de la mitad de un día, en vez de esta existencia que
discurre durante años y años en un estado de embotamiento y abulia, en el que
me consumo y hundo, caigo como el rocío del prado y desaparezco. Quiero brillar
como la nube, brillar al sol de la vida, contemplar el mundo como la nube, y,
como ella, surcar el cielo sin rumbo conocido.
Así suspiraba la
dríade:
- ¡Quítame mis años
de vida - suplicó al fin -, concédeme la mitad de la existencia de la efímera!
¡Líbrame de mi prisión! Dame la vida humana, la dicha de los hombres, aunque
sea por breve plazo, por esta única noche si no puede ser más, y castígame
después por mi presunción, por mí anhelo de vivir. Extíngueme, seca mi
envoltura, este árbol joven y lozano, conviértelo en cenizas que el viento
dispersa.
Un rumor llegó por
entre las ramas del árbol, cuyas hojas temblaron como agitadas por una
corriente de fuego. Una ráfaga de viento azotó la copa, y de su centro surgió
una figura femenina: era la propia dríade. Apareció entre las frondosas ramas
alumbradas por el gas, joven y hermosa como aquella pobre María a quien habían
dicho: «La gran ciudad será tu perdición».
La dríade se sentó
al pie del árbol, a la puerta de su casa, que había cerrado, y luego tiró la
llave. ¡Tan joven y tan bella! Las estrellas la veían, centelleando; las
lámparas de gas la veían, brillando y haciéndole señas. ¡Qué delicada y, al
mismo tiempo, qué lozana era: una niña y, sin embargo, ya una mujer! Su vestido
era fino como la seda, verde como las hojas recién desplegadas de la copa del
árbol. En su cabello castaño había una flor semiabierta; habríase dicho la
diosa de la primavera.
Sólo un momento
permaneció inmóvil. Enseguida se incorporó de un brinco, grácil y ligera como
una gacela echó a correr, volviendo la esquina. Corría y saltaba como el
reflejo que el sol envía a un cristal y que a cada movimiento es proyectado en
una dirección distinta. Quien la hubiera podido seguir fijamente con la mirada,
habría gozado de un maravilloso espectáculo: en cada lugar donde se detenía,
según fuera la luz y el ambiente, cambiaban su vestido y su figura.
Llegó al bulevar,
bañado por el río de luz que enviaban los faroles de gas y los mecheros de
tiendas y cafés. Alinéabanse allí jóvenes y esbeltos árboles, cada uno
protegiendo a su propia dríade de los rayos de aquel sol artificial. Toda la
acera, interminable, era como una única y enorme sala de fiestas; había allí
mesas puestas con toda clase de refrescos, desde el champaña y los licores
hasta el café y la cerveza. Había también una exposición de flores, estatuas,
libros y telas de todos los colores.
Por entre la
multitud congregada entre las altas casas miró al otro lado de la pavorosa
riada humana, más allá de las hileras de árboles. Avanzaba una oleada de
coches, cabriolés, carrozas, ómnibus, caballeros montados y tropas formadas.
Atravesar la calle suponía poner en peligro la vida. Ora lucían antorchas, ora
dominaban las llamas del gas. De repente salió disparado un cohete. ¿De dónde
salía? ¿Adónde iba?
Indudablemente era
la avenida principal de la gran urbe.
Resonaban aquí
suaves melodías italianas, allí canciones españolas con repiqueteo de
castañuelas; pero todo lo dominaba la música de moda, el excitante ritmo del
cancán, que jamás conoció Orfeo ni fue escuchada por la bella Elena. Hasta la
carretilla de mano habría bailado a su compás si la hubieran dejado. La dríade
danzaba, flotaba, volaba, cambiando de colores como el colibrí a los rayos del
sol; cada casa, cada grupo de gente le enviaba su reflejo.
Como la radiante
flor de loto arrancada de su raíz es arrastrada por el remolino de la
corriente, así también iba ella a la deriva, cambiando de figura cada vez que
se paraba; por eso nadie podía seguirla, reconocerla y contemplarla.
Tal como hicieran
las visiones ofrecidas por las nubes, todo volaba ante ella, rostro tras
rostro, pero no conocía ninguno, ni uno solo era de su tierra. En su
pensamiento brillaban dos ojos radiantes: pensaba en María, la pobre María,
aquella niña alegre y harapienta de la flor roja en el negro cabello. Allí
estaba, en la gran urbe, rica y radiante como aquél día que había pasado en
coche frente a la casa del señor cura y junto al árbol de la dríade y al viejo
roble.
Seguramente estaba
entre aquel ensordecedor bullicio; tal vez acababa de apearse de una magnífica
carroza. Aparcaban en aquel lugar coches lujosísimos, de cocheros ricamente
galoneados y criados con medias de seda. De los vehículos descendían damas
brillantemente ataviadas. Entraban por la puerta de la verja y subían por la
alta y ancha escalinata que conducía a un edificio de blancas columnas de
mármol. ¿Sería aquello la maravilla universal? Seguramente allí estaba María.
«¡Santa María!»,
cantaban en el interior, mientras nubes de perfumado incienso salían por las
altas arcadas, pintadas y doradas, debajo de las cuales reinaba la penumbra.
Era la iglesia de
Santa Magdalena.
Las distinguidas
damas vestidas con telas preciosas, confeccionadas a la última moda, avanzaban
por el brillante pavimento. Los blasones lucían en los broches de plata de los
devocionarios y en los finísimos pañuelos, perfumados y orlados con bellísimos
encajes de Bruselas. Algunas se arrodillaban ante los altares y permanecían en
silenciosa oración, mientras otras se encaminaban a los confesonarios.
La dríade sentía
una especie de inquietud, una angustia, como si hubiese entrado en un lugar que
le estaba vedado. Aquélla era la mansión del silencio, el recinto de los
misterios; no se hablaba sino en susurros, en voz queda.
La dríade se vio a
sí misma vestida de seda y cubierta con un velo, semejante, por su exterior, a
las demás señoras de alta cuna y opulenta familia. ¿Serían todas, como ella,
hijas del deseo?
Oyóse un suspiro,
hondo y doloroso. ¿Vino de un confesonario o del pecho de la dríade? Ésta se
cubrió mejor con el velo. Respiraba perfume de incienso y no aire puro. No era
aquél el lugar de su anhelo.
¡Adelante, adelante
sin descanso! La efímera no conoce la quietud; volar es su vida.
Volvió a
encontrarse fuera, bajo los luminosos faroles de gas, junto a un surtidor
magnífico. «Toda el agua que brota no podrá nunca lavar la sangre inocente que
aquí se vertió».
Alguien pronunció
estas palabras.
Unos extranjeros
hablaban en voz alta, como nadie hubiera osado hacer en aquella gran sala de
los misterios de donde la dríade acababa de salir.
Una gran losa de
piedra giró y fue levantada. Ella no lo comprendía; vio un pasadizo abierto que
conducía a las profundidades. Bajaron, dejando a sus espaldas la vivísima luz,
la llama refulgente del gas y la vida al aire libre,
- ¡Tengo miedo! -
exclamó una de las señoras que allí estaban -. No me atrevo a bajar. No me
importan las maravillas que pueda haber allá abajo. ¡Quédate conmigo!
- ¿Volvernos a
casa? - protestó el marido -. ¿Marcharnos de París sin haber visto lo más
notable de la ciudad, la gran maravilla de nuestra época, obra de la
inteligencia y la voluntad de un solo hombre?
- ¡Yo no bajo! -
fue la respuesta.
- La maravilla de
nuestra época - habían dicho. La dríade lo oyó y comprendió. Había alcanzado el
objeto de su más ardiente deseo; por allí se iba a las regiones profundas, al
subsuelo de París. Nunca se le habría ocurrido, pero viendo cómo los forasteros
descendían, los siguió.
La escalera era de
hierro fundido, de caracol, ancha y cómoda. Abajo brillaba una lámpara, y más
al fondo, otra.
Halláronse en un
laberinto de salas y arcadas interminables que se cruzaban entre sí. Todas las
calles y callejones de París se veían como en un espejo empañado; leíanse los
nombres, cada casa de la superficie tenía allá abajo su correspondiente número
y extendía sus raíces por debajo de las aceras empedradas y desiertas, que se
abrían a lo largo de un ancho canal por el que corría un agua fangosa. Encima,
el agua pura fluía por sobre unas arcadas, y en la parte más alta pendía la red
de las cañerías de gas y de hilos telegráficos. De distancia en distancia
ardían lámparas, como un reflejo de la urbe que quedaba allá arriba. A
intervalos se oía un ruido sordo; eran los pesados carruajes que circulaban por
los puentes de la entrada. ¿Dónde se había metido la dríade?
La
familia de Hühnergrete
Hühnergrete era la
única persona que vivía en la espléndida casa que en el cortijo se había
construido para habitación de los pollos y patos. Se alzaba en el lugar que
antaño ocupara el viejo castillo con sus torres, hastiales, fosos y puente
levadizo. Junto a ella había una verdadera selva de árboles y arbustos; allí
había estado el parque que se extendía hasta un gran lago, convertido hoy en una
turbera. Cuervos, cornejas y grajos volaban graznando y chillando por entre los
viejos árboles. Era un hervidero de aves, y la caza no hacía mella en sus
filas; antes bien su número crecía constantemente. Se oían desde el gallinero
donde residía Hühnergrete, y donde los patitos se le subían a los zuecos.
Conocía cada uno de los pollos y cada uno de los gansos a partir del día en que
habían roto el cascarón, y estaba orgullosa de sus pupilos, así como de la
magnífica casa que habían construido para ella. Su habitacioncita era limpia y
bien cuidada; así lo exigía la propietaria del gallinero, la cual se presentaba
a menudo en compañía de invitados de distinción, para enseñarles «el cuartel de
los pollos y los patos», como lo llamaba.
Había allí un
armario ropero y un sillón, e incluso una cómoda, y en lo alto se veía una
bruñida placa de latón que llevaba grabada la palabra «Grubbe». Era el apellido
de la antigua y noble familia que había vivido en el castillo señorial. La
placa la habían encontrado al excavar los cimientos, y, en opinión del
sacristán, no tenía más valor que el de un antiguo recuerdo. El sacristán
estaba muy bien informado en todo lo concerniente al lugar y a su pasado; lo
sabía por los libros, y guardaba muchos documentos en el cajón de su mesa.
Conocía muchas cosas del tiempo antiguo, pero más sabía aún la vieja corneja, y
las pregonaba en su lenguaje; sólo que el sacristán no lo entendía, con ser tan
inteligente e instruido.
En los calurosos
días estivales, el pantano exhalaba vapores como si fuese un auténtico lago,
frente a los viejos árboles visitados por cuervos, cornejas y grajos. Así era
cuando el hidalgo Grubbe residía en aquellos parajes, y se alzaba aún el
antiguo castillo de espesos muros rojos. La cadena del mastín llegaba entonces
hasta más allá de la puerta. Por la torre, un corredor empedrado conducía a los
aposentos. Las ventanas eran estrechas, y los cristales, pequeños, incluso en
el salón principal, donde se celebraban los bailes. Pero ya en tiempos del
último Grubbe, nadie recordaba que se hubiese bailado allí, aun cuando se
guardaba un viejo tambor que había formado parte de la orquesta. En un armario
ricamente esculpido se conservaban raras plantas bulbosas, pues la señora
Grubbe era muy aficionada a la jardinería. Su esposo prefería salir a cazar
lobos y jabalíes, y su hijita María lo acompañaba siempre un buen trecho. A los
cinco años montaba orgullosamente en su propia jaquita, mirando arrogante a su
alrededor, con sus grandes ojos negros. Se divertía repartiendo latigazos entre
los perros de caza, aunque más le gustaba al padre que los propinara a los
hijos de los labriegos que se acercaban corriendo a ver a los señores.
El campesino que
vivía en la choza de las inmediaciones del castillo tenía un hijo llamado
Sören, de la misma edad que la noble muchacha. Sabía trepar ágilmente, y lo
hacía buscando nidos de pájaros para la niña. Los pájaros chillaban
alborotados, y uno ya bastante crecido le picó en un ojo con tal violencia que
le salió mucha sangre, y pareció que iba a perderlo; pero no ocurrió nada, por
suerte. María Grubbe lo llamaba «su» Sören, lo cual era una gran distinción y
redundó en beneficio de su padre, el pobre Jön, un día en que habiendo cometido
una falta por descuido, fue condenado al suplicio del potro. Estaba éste en el
patio del castillo, con cuatro estacas por patas y una única y estrecha tabla
por lomo. Sobre él debía montar Jön a horcajadas, con una pesada piedra en cada
pie para que no le resultase tan ligera la montura. El hombre hacía muecas horribles;
Sören, llorando, acudió suplicante a la niña María. Ésta ordenó que se liberara
inmediatamente al padre del muchacho, y, al no ser obedecida, se puso a
patalear en el puente de piedra y a tirar con tanta fuerza de la manga de su
padre, que la desgarró. Estaba resuelta a salirse con la suya y lo consiguió:
el padre de Sören fue soltado.
La señora Grubbe,
que llegó en aquellos momentos, acarició el cabello de su hijita y la miró con
ojos cariñosos. María no comprendió por qué lo hacía.
Gustaba de ir con los
perros de caza, mas no con su madre, que bajaba al jardín y al lago, donde
florecían los nenúfares y se mecían espadañas y juncos. Ella contemplaba la
exuberante lozanía, y exclamaba: «¡Qué bonito!». En el jardín crecía un árbol
entonces raro, que ella misma había plantado, al que llamaban haya roja, una
especie de moro entre los demás árboles, tan negruzcas eran sus hojas.
Necesitaba mucho sol, pues a la sombra se habría vuelto verde como los demás,
perdiendo su cualidad característica. En los altos castaños abundaban los
nidos, lo mismo que en los arbustos y las altas hierbas. Parecía como si estos
animales supieran que allí estaban protegidos, que nadie podía disparar allí su
escopeta.
La pequeña María
frecuentaba aquel lugar con Sören, pues el niño sabía trepar, como ya dijimos,
y cogía los huevos y las crías, cubiertas aún de vello. Las aves, grandes y
chicas, echaban a volar asustadas y angustiadas. El frailecillo de los campos,
los cuervos, grajos y cornejas de las altas copas, gritaban desesperadamente,
como gritan aún hoy día sus descendientes.
- ¿Qué hacéis,
niños? - les dijo un día la dama -. Estáis cometiendo una acción impía.
Sören se detuvo con
aire compungido, la noble niña miró también un poco de soslayo, pero luego
replicó, tajante y resuelta:
- En casa de mi
padre puedo hacerlo.
- ¡Fuera, fuera! -
gritaban las grandes aves negras, echando a volar; pero regresaron al día
siguiente, pues aquélla era su casa.
No permaneció mucho
tiempo en la suya la apacible y bondadosa señora. Nuestro Señor la llamó a su
seno, donde encontró un hogar mejor que el del castillo. Las campanas de la
iglesia doblaron solemnemente, cuando su cuerpo fue conducido al templo; en los
ojos de los pobres brillaron las lágrimas, pues la castellana había sido
siempre buena para ellos.
Desaparecida la
señora, nadie se preocupó ya de sus plantas, y el jardín decayó.
El señor Grubbe era
un hombre duro, pero su hija, aunque tan joven, sabía amansarlo; lo hacía reír
y conseguía sus propósitos. No contaba más que doce años, pero era muy
talludita; miraba a las gentes con sus ojos negros penetrantes, cabalgaba como
un hombre y disparaba la escopeta como el más consumado cazador.
Un día llegaron a
la comarca nobles visitantes: el joven Rey y su hermanastro y compañero, el
señor Ulrico Federico Gyldenlöve. Iban a la caza del jabalí y querían pasar un
día en el castillo de Grubbe.
Gyldenlöve se sentó
a la mesa, al lado de María Grubbe. Cogiéndole la cabeza, le dio un beso, como
si fuesen parientes; mas ella le respondió con un bofetón y le dijo que no lo
podía soportar. El incidente provocó grandes risas, como si fuese muy
divertido.
Tal vez sí lo
fuera, pues cinco años más tarde, al cumplir María los diecisiete, llegó un
mensajero con una carta: el señor de Gyldenlöve pedía la mano de la noble
doncella. ¡Como si nada!
- Es el caballero
más distinguido y galante de todo el reino - dijo el señor de Grubbe -. No es
cosa de despreciarlo.
- ¡No me gusta! -
dijo María. Pero no despreció al hombre más distinguido del país, que ocupaba
el primer lugar al lado del Rey.
Platería, lanas y
telas fueron embarcados con destino a Copenhague; ella efectuó el viaje por
tierra, en diez días. El barco que conducía el ajuar no tuvo suerte con los
vientos, y tardó cuatro meses en llegar a puerto; y cuando llegó, la señora de
Gyldenlöve se había marchado.
- ¡Prefiero dormir
sobre estopa a hacerlo en su cama de seda! - dijo -. ¡Antes iré a pie y
descalza, que con él en carroza!
Una tarde de
noviembre llegaron dos mujeres a la ciudad de Aarhuus. Iban a caballo, y eran
la esposa de Gyldenlöve, María Grubbe, y su doncella. Venían de Veile, adonde
habían llegado en barco desde Copenhague. Dirigiéronse al castillo del señor de
Grubbe, al cual gustó muy poco la visita. La joven tuvo que escuchar palabras
duras, pero le dieron una habitación donde dormir, y por la mañana le sirvieron
la sopa de cerveza, aunque amenizada con un discurso lleno de reproches. El
padre volvió contra ella su mal humor, cosa a la que la muchacha no estaba
acostumbrada. Tampoco ella se dejaba achicar, y, según le hablan a uno, así
replica. María habló de su marido con acrimonia y odio; se negaba a vivir con
él, pues era demasiado honrada y decente para tolerarlo.
Pasó un año, nada
agradable por cierto. Entre padre e hija cruzáronse muchas palabras rencorosas
y esto es de mal augurio. Malas palabras dan malos frutos. ¿Cómo acabaría todo
aquello?
- No podemos seguir
los dos bajo un mismo techo - le dijo un día su padre -. Vete a vivir a nuestra
vieja casa, pero muérdete la lengua antes de propagar mentiras entre la gente.
Y se separaron.
Ella se retiró con su doncella a la vieja casa donde había nacido y crecido, y
en la cripta de cuya capilla estaba enterrada su madre, aquella mujer piadosa y
apacible. Residía en el edificio un viejo pastor; era toda la servidumbre. En
las habitaciones colgaban telarañas, que el polvo había ennegrecido; en el
jardín, todas las plantas crecían a su antojo; los lúpulos y las enredaderas
formaban una red entre los árboles y las matas; la cicuta y las ortigas crecían
sin estorbo. El haya roja estaba invadida de plantas parásitas, y ya no le daba
el sol; sus hojas eran verdes como las de los restantes árboles y nada quedaba
de su antigua belleza.
Cuervos, grajos y
cornejas volaban en grandes bandadas encima de los altos castaños, con enorme
griterío, como si tuviesen alguna gran novedad que contar. Había vuelto la
pequeña que hacía robar sus huevos y sus crías; por su parte, el ladrón que se
los llevaba estaba encaramado a un árbol sin hojas, al alto poste, donde
recibía fuertes latigazos cuando se negaba a obedecer.
Todo esto relataba
en nuestros tiempos el sacristán; lo había sacado de libros y dibujos, que
había reunido y guardado, junto con muchos otros papeles escritos, en el cajón
de su mesa.
- En el mundo todo
son altibajos - decía -. ¡Maravilla oírlo!-. Y nosotros queremos saber qué fue
de María Grubbe, sin olvidarnos por esto de Hühnergrete, que en nuestros
tiempos reside en el espléndido corral donde estuvo María Grubbe, aunque con
pensamientos muy distintos de los de la vieja Hühnergrete.
Pasó el invierno,
pasaron la primavera y el verano, y volvió la época tormentosa de otoño, con
sus nieblas marinas, húmedas y frías. Era una vida solitaria y monótona la del
cortijo.
María Grubbe,
armada de su escopeta, salía al erial a cazar liebres y zorros y todas las aves
que se ponían a tiro. Más de una vez se encontró con un señor de familia noble,
Palle Dyre de Nörrebäk, que solía también ir de caza, con su escopeta y sus
perros. Era hombre alto y fornido, y se jactaba de ello cada vez que se paraban
a hablar. Había podido medirse con el difunto señor de Brockenhuus de Egeskov,
en Fionia, de cuya fuerza se hacía cruces la gente. Siguiendo su ejemplo, Palle
Dyre había mandado colgar en su puerta una cadena de hierro con un cuerno de
caza, y, cuando regresaba, cogía la cadena y, levantándose del suelo con el
caballo, tocaba el cuerno.
- Venid a verlo,
doña María - díjole -. En Nörrebäk soplan aires puros. Las crónicas no nos
dicen cuándo fue ella a la casa señorial, pero en los candelabros de la iglesia
de Nörrebäk puede leerse que fueron donativo de Palle Dyre y de María Grubbe,
del castillo de Nörrebäk.
Fuerte y vigoroso
era Palle Dyre; bebía como una esponja, y era un tonel sin fondo. Roncaba como
una pocilga entera, y tenía la cara encarnada e hinchada.
- Es taimado y
socarrón como un campesino - decía la señora Palle Dyre, la hija de Grubbe. No
tardó en cansarse de aquella vida, pero no por ello mejoraron las cosas.
Estaba un día la
mesa puesta, y los platos se enfriaban; Palle Dyre había salido a la caza del
zorro, y la señora no aparecía por ninguna parte. Palle Dyre regresó a
medianoche, mas la señora Dyre no compareció ni a medianoche ni a la mañana
siguiente. Había vuelto la espalda a Nörrebäk, despidiéndose a la francesa.
El tiempo era gris
y húmedo, con viento frío. Una bandada de chillonas aves negras pasó volando
sobre su cabeza. Aquellos pájaros estaban menos desamparados que ella.
La
familia de Hühnergrete
Continuación
Primero se dirigió
hacia el Sur, hacia Alemania. Unas sortijas de oro con piedras preciosas le
procuraron dinero. Luego tomó el camino del Este, para torcer después al Oeste.
Iba sin rumbo fijo y se sentía descontenta de todo, incluso de Dios; a tal
extremo de miseria moral había descendido. Pronto le fallaron también las
fuerzas físicas; apenas podía arrastrar los pies. El avefría escapó de su nido
en el suelo, al caer ella encima; el pájaro gritaba, como suele: «¡Du Dieb! ¡Du
Dieb!», que significa: «¡Ladrón, ladrón!». Jamás la mujer había robado los
bienes ajenos, pero de niña había hecho que le trajesen los huevos y los
polluelos de los nidos; ahora se acordaba.
Desde el lugar
donde yacía veíanse las dunas. En la orilla habitaban pescadores, pero estaba
tan extenuada, que nunca podría llegar hasta allí. Las grandes gaviotas blancas
describían círculos encima de su cabeza, chillando como lo hicieran los
cuervos, grajos y cornejas por sobre el jardín del castillo paterno. Las aves
pasaban volando a muy poca distancia, y al fin parecieron volverse negras; pero
también se hizo la noche ante sus ojos.
Al abrirlos
nuevamente, sintió que alguien la levantaba y la llevaba a cuestas. Un hombre
alto y robusto la había cogido en brazos. Ella miró su cara barbuda; tenía una
cicatriz encima de un ojo, que le partía la ceja en dos. El hombre la condujo
al barco, donde el patrón le recibió con palabras brutales.
Al día siguiente
zarpó el barco. María Grubbe no bajó a tierra, sino que partió en la nave.
¿Regresaría tal vez? ¡Ah! ¿Cuándo y dónde?
Pues también lo
sabía el sacristán, y conste que no era un cuento que se hubiera inventado.
Conocía toda la historia por un viejo libro que nosotros podemos también leer.
El poeta danés Ludvig Holberg, autor de tantos y tantos libros interesantes y
alegres comedias, por los cuales conocemos bien su época y sus hombres, habla
en sus cartas de María Grubbe, dónde y cómo se encontró con ella en el mundo.
Merece la pena escucharlo, aunque no por eso nos olvidamos de Hühnergrete,
instalada en su magnífico corral, contenta y bonachona.
Estábamos en el
momento de zarpar el barco, con María Grubbe a bordo. Pasaron años y años.
La peste hacía
estragos en Copenhague; corría el año 1711. La reina de Dinamarca se retiró a
su patria alemana, el Rey abandonó la capital. Todos los que pudieron se
marcharon, hasta los estudiantes que gozaban de pensión gratuita. Uno de ellos,
el último, que había permanecido en el llamado «Borchs-Kollegium», contiguo a
la residencia estudiantil de Regentsen, partió a su vez. Eran las dos de la
madrugada cuando emprendió el camino, cargado con su mochila, más llena de
libros y manuscritos que de prendas de vestir. Flotaba sobre la ciudad una
niebla, y en la calle no se veía un alma. Por todas partes había cruces
pintadas en puertas y portales, señal de que en el interior reinaba la peste o
de que sus moradores habían muerto de ella. Tampoco paraba nadie por la calle
Ködmangergade, que iba de la Torre Redonda al palacio real. Pasó traqueteando
una gran carreta fúnebre; el carretero chasqueó el látigo, y los caballos se
lanzaron al galope; el carro iba cargado de cadáveres. El estudiante se cubrió
el rostro con la mano, aspirando el fuerte alcohol que llevaba en una esponja,
dentro de un estuche de latón. De una taberna situada en un callejón llegaban
ruidosos cantos y lúgubres carcajadas; eran gentes que se pasaban la noche
bebiendo para olvidarse de que el cólera llamaba a la puerta y los quería
cargar en la carreta, junto con los muertos. El estudiante se encaminó al
puente del palacio, donde se hallaban fondeadas algunas pequeñas embarcaciones;
una de ellas estaba levando anclas para huir de la apestada ciudad.
- Si Dios nos
conserva la vida y nos da viento favorable, iremos a Grönsund, cerca de Falster
- dijo el patrón, preguntando su nombre al estudiante que solicitaba embarcar.
- Luis Holberg -
respondió el joven, y su nombre sonó como otro cualquiera; hoy es uno de los
más ilustres de Dinamarca, pero en aquellos días el que lo llevaba era un joven
estudiante desconocido.
El barco se deslizó
por delante del palacio, y salió a alta mar cuando aún no había amanecido.
Soplaba una fresca brisa, hincháronse las velas, y el estudiante, tendiéndose
cara al viento, se durmió, lo cual no era precisamente lo más aconsejable.
A la tercera mañana
ancló el barco frente a Falster.
- ¿No sabríais de
algún lugar en el que pudiese hospedarme por poco dinero? - preguntó Holberg al
patrón.
- Tal vez os
conviniera ver a la esposa de Möller, el barquero respondióle el marino -. Si
queréis ser cortés, podéis llamarla madre Sören Sörensen Möller. Pero a lo
mejor se enfada, si os mostráis demasiado fino. Su marido está en la cárcel,
purgando un delito, y ella guía la barca. ¡Tiene buenos puños!
El estudiante se
cargó la mochila y se dirigió a la casa del barquero. La puerta estaba
entornada, el picaporte cedió, y nuestro amigo entró en una habitación
empedrada, cuyo mueble principal era un camastro cubierto con una manta de
piel. Una gallina blanca con polluelos estaba atada al camastro y había volcado
el bebedero, por lo que el agua corría por el suelo. No había allí nadie, ni
tampoco en la habitación contigua, aparte una criaturita en una cuna. Volvió la
barca con una sola persona en ella. Habría sido difícil decir si hombre o
mujer: iba envuelta en una amplia capa y se cubría la cabeza con una capucha.
La barca atracó.
Entró en la casa
una mujer. Al erguirse notábase de porte distinguido; dos altivos ojos
brillaban bajo las negras cejas. Era la madre Sören, la mujer del barquero,
aunque los cuervos, grajos y cornejas le habrían dado otro nombre, que nosotros
conocemos muy bien.
Parecía malhumorada
y no gastó muchas palabras, pero concertaron que el estudiante se quedaría a
pensión en la casa por tiempo indeterminado, en espera de que mejorasen las
cosas en Copenhague.
A la choza del
barquero venía a menudo algún honrado ciudadano de la ciudad cercana.
Presentáronse Franz, el cuchillero, y Sivert, el recaudador de aduanas, los
cuales bebieron un jarro de cerveza y charlaron con el estudiante. Era éste un
joven muy listo, que sabía muy bien su oficio, como ellos decían; leía en
griego y en latín y conocía muchas cosas elevadas.
- Cuanto menos se
sabe, menos oprimido se siente uno - dijo madre Sören.
- ¡Lleváis una vida
bien dura! - le dijo Holberg un día que ella hacía colada y luego se puso a cortar
un montón de leña.
- ¡Eso es cosa mía!
- replicó la mujer.
- ¿Desde niña
habéis ido siempre tan arrastrada?
- Eso podéis leerlo
en mis puños - dijo ella mostrándole dos manos pequeñas, pero recias y
endurecidas, con las uñas raídas -. Sois instruido y sabréis leerlo.
Al acercarse
Navidad empezó a nevar intensamente; el frío era vivo, y el viento, cortante,
como si quisiera lavar la cara de la gente con aguafuerte. Madre Sören no se
arredró por eso; arrebujóse la capa y se caló la capucha. Ya a primeras horas
de la tarde estaba oscuro en la casa; la mujer echó leña y turba al hogar y se
sentó a zurcir las medias: no tenía a nadie que lo hiciera. Al atardecer
dirigió al estudiante unas palabras, contra su costumbre; le habló de su
marido.
- Sin querer, mató
a un marino de Dragör. Por eso tiene que pasarse tres años encadenado a la
barra, condenado a trabajos forzados. Como es un simple marinero, la Ley debe
seguir su curso.
- La Ley alcanza
también a las personas de alta clase - dijo Holberg.
- Eso creéis vos -
replicó madre Sören, fijando la mirada en el fuego. Luego prosiguió -: ¿Habéis
oído hablar de Kai Lykke, que mandó derribar una de sus iglesias? Cuando el
párroco Mads protestó desde el púlpito, él lo hizo encadenar, lo sometió a
juicio, lo condenó él mismo a muerte y lo mandó decapitar. No era una falta por
imprudencia, y, sin embargo, Kai Lykke salió libre de costas.
- En aquella época
estaba en su derecho - dijo Holberg - Pero aquellos tiempos han pasado.
- Esto es lo que
decís los bobos - replicó madre Sören, y, levantándose, fue a la habitación
donde yacía su hijita, una niña de poca edad. Levantóla y la acomodó,
preparando luego el camastro del estudiante, al cual dio la manta de piel, pues
era más friolero que ella, a pesar de haber nacido en Noruega.
El día de Año Nuevo
amaneció soleado y magnífico. La helada había sido muy intensa, la nieve
acumulada formaba una capa dura, por la que se podía andar sin hundirse. Las
campanas de la ciudad llamaban a la iglesia; el estudiante Holberg se envolvió
en su abrigo de lana y se dispuso a ir a la población.
Por sobre la casa
del barquero volaban cuervos, grajos y cornejas con un griterío de todos los
demonios, que ahogaba el son de las campanas. Madre Sören, en la calle, llenaba
de nieve un caldero de latón para ponerlo al fuego y obtener agua. Levantó la
mirada a las bandadas de aves y se sumió en sus pensamientos.
El estudiante
Holberg fue a la iglesia, y tanto a la ida como a la vuelta pasó frente a la
casa del aduanero Sivert, situada en la puerta de la ciudad. Lo invitaron a
tomar un vaso de cerveza caliente con jarabe y jengibre, y la conversación
recayó sobre madre Sören. Pero el perceptor de aduanas no sabía gran cosa sobre
ella; eran muy pocos los que conocían su historia. No era de Falster, dijo;
seguramente en tiempo pasado poseyó algunos bienes. Su marido era un sencillo
marinero de genio vivo, y había matado a un patrón de Dragör.
- Zurra a su mujer,
y, sin embargo, ella lo defiende.
- Yo no aguantaría
semejante trato - dijo la esposa del aduanero -. También yo soy de buena casa.
Mi padre fue calcetero real.
- Por eso os
casasteis con un funcionario del Rey - contestó Holberg, haciendo una
reverencia al matrimonio.
Era la noche de los
Reyes Magos. Madre Sören encendió para Holberg las tres velas de sebo típicas
de la fiesta, fabricadas por ella misma.
- Una luz para cada
uno - dijo Holberg.
- ¿Cada uno? -
preguntó ella lanzándole una mirada penetrante.
- Cada uno de los
Magos de Oriente - dijo Holberg.
- ¡Eso pensáis vos!
- replicó ella, y permaneció callada durante largo rato. Pero aquella noche su
huésped se enteró de muchas cosas que hasta entonces ignoraba.
- Vos queréis a
vuestro marido - dijo Holberg -, y, no obstante, la gente dice que os maltrata.
- ¡Eso no le
importa a nadie más que a mí! - protestó ella -. Los golpes me hubieran sido de
provecho cuando niña; ahora los recibo por mis pecados. Pero el bien que él me
ha hecho es cosa que yo me sé. - Y se levantó -. Cuando yacía enferma en el
erial, sin nadie que se preocupara de mí, a excepción tal vez de los cuervos y
cornejas que esperaban devorarme, él me llevó en sus brazos y tuvo que oírse
palabras duras por el botín que traía a bordo. Yo me repuse, pues no he nacido
para estar enferma. Cada cual tiene su modo de obrar, y Sören también; no se
debe juzgar el caballo por el cabestro. Con él lo he pasado mucho mejor que al
lado del que llamaban al más galante y distinguido de los súbditos del Rey. Fue
mi marido el Gobernador Gyldenlöve, hermanastro del Rey: y más tarde lo fue
Palle Dyre. Tanto valía el uno como el otro, cada cual a su modo, y yo al mío.
He hablado mucho, pero ahora lo sabéis todo -. Y salió del cuarto.
¡Era María Grubbe!
¡De qué extraña manera la había tratado el destino! Ya no vio muchas más
veladas de los Reyes Magos; Holberg ha consignado que murió en junio de 1716,
pero lo que no escribió, porque no lo supo, fue que una gran bandada de negras
aves describía sus círculos en el aire el día en que madre Sören yacía de
cuerpo presente en la casa del barquero. Mas los pajarracos no gritaban, como
si supiesen que el silencio es propio de las ceremonias fúnebres. Tan pronto
como la hubieron enterrado, desaparecieron las aves, pero aquella misma noche
fue visto en Jutlandia, en las inmediaciones de la casa señorial, una enorme cantidad
de cuervos, cornejas y grajos que graznaban excitados, como si tuvieran algo
que comunicarse; tal vez hablaban del hombre que de niño había robado sus
huevos y pollos, el hijo del labrador que había pasado tres años condenado en
el presidio del Rey, y de la noble señora que acababa de morir en Grönsund
siendo mujer del barquero. «¡Bravo, bravo!», gritaban.
Y toda la familia
repitió. «¡Bravo, bravo!» cuando derribaron la vieja mansión señorial.
- Y todavía siguen
gritando, a pesar de que ningún motivo tienen para hacerlo - dijo el sacristán
al terminar su narración -. La familia se ha extinguido, el castillo fue
derribado, y el lugar donde se levantó está hoy ocupado por la magnífica granja
avícola con la dorada veleta, donde reside la vieja Hühnergrete. La mujer está
muy contenta con su linda casita; si no hubiera venido aquí, hoy estaría en el
hospicio.
Las palomas
arrullaban sobre su cabeza, los pavos glogloteaban, y los patos graznaban.
- Nadie la conocía
- decían -, no tiene familia. Está aquí por pura lástima. No tiene un pato
padre ni una gallina madre; no tiene descendencia.
Familia la tuvo
seguramente, sólo que no la conoció, ni tampoco el sacristán, a despecho de
todos los papelotes escritos que guardaba en el cajón de la mesa. Pero una de
las viejas cornejas la conocía y hablaba de ella. Habla oído cosas relativas a
la madre y la abuela de Hühnergrete; también la conocemos nosotros, pues su
abuela era la que de niña pasaba a caballo por el puente levadizo, mirando
orgullosa a su alrededor como si fuese señora del mundo entero y de todos los
nidos de aves; la encontramos en el erial cerca de las dunas, y, finalmente, en
la casa del barquero. Su nieta, la última de la familia, había vuelto a la
tierra de sus ascendientes, donde se había levantado el antiguo castillo y
gritaban las aves salvajes. Mas ahora estaba entre otras aves domésticas, las
conocía y era de ellas conocida. ¡Qué más podía desear Hühnergrete! No la
asustaba la muerte, y era ya lo bastante vieja para esperarla.
-¡Grab, grab!, es
decir, ¡tumba!, ¡tumba! - gritaban las cornejas.
Y le dieron una
buena sepultura, que nadie conoce, aparte la vieja corneja, suponiendo que no
haya muerto también.
Y ahora ya sabéis
la historia de la antigua mansión señorial, el antiguo linaje de los Grubbe y
toda la familia de Hühnergrete.
Las
aventuras del cardo
Ante una rica
quinta señorial se extendía un hermoso y bien cuidado jardín, plantado de
árboles y flores raras. Todos los que visitaban la finca expresaban su
admiración por él. La gente de la comarca, tanto del campo como de las
ciudades, acudían los días de fiesta y pedían permiso para visitar el parque;
incluso escuelas enteras se presentaban para verlo.
Delante de la
valla, por la parte de fuera junto al camino, crecía un enorme cardo; su raíz
era vigorosa y vivaz, y se ramificaba de tal modo, que él sólo formaba un
matorral. Nadie se paraba a mirarlo, excepto el viejo asno que tiraba del carro
de la lechera. El animal estiraba el cuello hacia la planta y le decía: «¡Qué
hermoso eres! Te comería». Pero el ronzal no era bastante largo para que el
pollino pudiese alcanzarlo.
Habían llegado
numerosos invitados al palacio: nobles parientes de la capital, jóvenes y
lindas muchachas, y entre ellas una señorita llegada de muy lejos, de Escocia.
Era de alta cuna, rica en dinero y en propiedades, lo que se dice un buen
partido. Así lo pensaba más de un joven soltero, y las madres estaban de
acuerdo.
Los jóvenes
salieron a correr por el césped y a jugar al «crocket»; pasearon luego entre
las flores, y cada una de las muchachas cogió una y la puso en el ojal de un
joven. La señorita escocesa estuvo buscando largo rato sin encontrar ninguna a
su gusto, hasta que, al mirar por encima de la valla, se dio cuenta del gran
cardo del exterior, con sus grandes flores azules y rojas. Sonrió al verlo y
pidió al hijo de la casa que le cortase una de ellas.
- Es la flor de
Escocia - dijo -. Figura en el escudo de mi país. Dámela.
El joven eligió la
más bonita y se pinchó los dedos, como si la flor hubiese crecido en un espinoso
rosal.
La damita puso el
cardo en el ojal del joven, quien se sintió muy halagado por ello. Todos los
demás habrían cedido muy a gusto la flor respectiva a cambio de aquélla,
obsequio de las lindas manos de la señorita escocesa. Y si el hijo de la casa
se sentía honrado, ¡qué no se sentiría la planta! Parecióle como si por todos
sus tejidos corrieran rocío y rayos de sol.
«Resulta, pues, que
soy mucho más de lo que pensaba - dijo el cardo para sus adentros -. Mi puesto
era dentro del vallado, y no fuera. Es que a veces lo sitúan a uno de modo bien
raro en el mundo. Pero ahora al menos tengo uno de los míos del otro lado de la
valla, y en un ojal por añadidura».
La planta contaba
aquel hecho a cada nueva yema que se abría y desplegaba, y no transcurrirían
muchos días sin que el cardo se enterase, no por los hombres ni por el parloteo
de los pájaros, sino por el propio aire - que recoge y propaga todos los
rumores, tanto de las avenidas más apartadas del jardín como de los salones del
palacio, cuyas ventanas y puertas están abiertas -, que el joven que recibiera
de la linda escocesa la flor de cardo, se había ganado también su corazón y su
mano. Formaban una magnífica pareja, y ella era un buen partido.
«Soy yo quien lo ha
hecho» - pensó el cardo, refiriéndose a la flor que había dado para el ojal. Y
cada nueva yema que se abría hubo de escuchar el acontecimiento.
«No hay duda de que
me trasplantarán al jardín - decíase el cardo -. Tal vez me pongan en una
maceta, bien apretadita. Eso sí que sería un gran honor».
Y la planta lo
deseaba con tanto afán, que exclamó, persuadida:
- ¡Iré a una
maceta!
Prometió a cada
florecita que nacía de su pie, que iría también a la maceta y quizás al ojal,
que es lo más alto a que se puede aspirar. Pero ninguna fue a parar al tiesto,
y no digamos ya al ojal. Bebieron aire y luz, lamieron los rayos del sol
durante el día y el rocío durante la noche, florecieron, recibieron la visita
de abejas y tábanos que buscaban la miel contenida en la flor y se alejaban
después de tomarla.
- ¡Banda de
ladrones! - exclamó el cardo -. Si pudiese ensartaros... Pero no puedo.
Las flores
agacharon la cabeza y se marchitaron, pero brotaron otras nuevas.
- Llegáis a punto -
dijo el cardo -. Estoy esperando de un momento a otro que nos pasen al otro
lado de la valla.
Unas margaritas
inocentes y un llantén escuchaban atónitos y admirados, creyendo todo lo que
decía.
El viejo asno de la
lechera miraba furtivamente el cardo desde el borde del camino, pero la cuerda
era demasiado corta para llegar hasta él.
El cardo estuvo
tanto tiempo pensando en el de Escocia, a cuya familia pertenecía, que acabó
creyendo que también él había venido de aquel país y que sus padres figuraban
en el escudo del reino. Eran pensamientos elevados, como un gran cardo como aquél
bien puede tener de cuando en cuando.
- A veces ocurre
que uno es de buena familia sin saberlo - dijo la ortiga que crecía a su lado;
también ella tenía cierto presentimiento de que, debidamente tratada, podía
llegar a dar una fina muselina, de la que usan las reinas.
Pasó el verano y
luego el otoño. Las hojas de los árboles cayeron, las flores adquirieron
colores más brillantes, pero exhalaban menos aroma. El mozo jardinero cantaba
en el jardín, por encima del vallado:
Cuesta abajo y
cuesta arriba,
así es toda la
vida.
Los tiernos abetos
del bosque recibían las primeras visitas navideñas, a pesar de que faltaba aún
mucho para Navidad. Aquello era desesperante.
- Y yo sin moverme
de aquí - decía el cardo -. Diríase que nadie se acuerda de mí, y, sin embargo,
¿quién, sino yo, hizo el noviazgo? Se prometieron, y hoy hace ocho días se
celebró la boda. Pero no voy a ser yo quien dé el primer paso; por lo demás,
tampoco podría.
Transcurrieron
varias semanas. El cardo seguía en el lugar con su última y única flor; era
grande y llena, y había brotado muy cerca de la raíz. El viento soplaba ya muy
fresco, los colores se esfumaron, la belleza se desvaneció. El cáliz de la
flor, grande como una alcachofa, parecía un girasol marchito.
Presentóse en el
jardín la joven pareja, convertidos ya en marido y mujer, y fueron paseando a
lo largo de la valla. La esposa se asomó por encima.
- Ahí sigue aún el
gran cardo - dijo -. Ya no tiene flores. - Mira, le queda el espectro de la
última - observó él señalando el plateado resto de la flor.
- También así es
bonita - exclamó ella -. Hay que cortarla, la colocaremos en el marco de
nuestro retrato.
Y el joven tuvo que
saltar nuevamente la valla y cortar el cáliz de la flor del cardo. Éste le
pinchó el dedo, enfadado porque lo había llamado «espectro». Y la flor entró en
el jardín, y luego en el salón del palacio, donde había un cuadro representando
a la joven pareja. En el ojal del novio aparecía pintada una flor de cardo. Se
habló mucho de esta flor, y también de la otra, la flor postrera de color de
plata, cuya imagen sería tallada en el marco.
El aire difundió la
conversación por toda la comarca.
- ¡Lo que es la
vida! - exclamó el cardo -. Mi primogénita fue a parar al ojal, y la última, al
marco. ¿Adónde iré yo?
Mientras tanto, el
borriquillo, desde el borde del camino, seguía mirándolo de reojo.
- Acércate,
golosina mía. No puedo ir hasta ti, el ronzal no alcanza.
Pero el cardo no
respondió, sumido como se hallaba en sus pensamientos. Estuvo cavilando así
hasta Navidad, y de su concentración mental nació una flor.
- Mientras los
hijos lo pasaban bien allá dentro, su madre se resigna a permanecer en el
exterior, frente al vallado.
- Es un noble
pensamiento - dijo el rayo de sol -. También tú tendrás un buen sitio.
- ¿En la maceta o
en el marco? - preguntó el cardo.
- ¡En un cuento! -
respondió el rayo de sol.
Aquí lo tenéis.
Lo que se
puede inventar
Érase una vez un
joven que estudiaba para poeta. Quería serlo ya para Pascua, casarse y vivir de
la poesía, que, como él sabía muy bien, se reduce a inventar algo, sólo que a
él nada se le ocurría. Había venido al mundo demasiado tarde; todo había sido
ya ideado antes de llegar él; se había escrito y poetizado sobre todas las
cosas.
- ¡Felices los que
nacieron mil años atrás! - suspiraba. ¡Cuán fácil les resultó ganar la
inmortalidad! ¡Feliz incluso el que nació hace un siglo, pues entonces aún
quedaba algo sobre que escribir. Hoy, en cambio, todo está agotado. ¿De qué
puedo tratar en mis versos?
Y estudió tanto,
que cayó enfermo y se encontró en la miseria. Los médicos nada podían hacer por
él; tal vez la adivina lograse aliviarlo. Vivía en la casita junto a la verja,
y cuidaba de abrir ésta a los coches y jinetes; pero sabía hacer algo más que
abrir la verja: era más lista que un doctor, que viaja en coche propio y paga
impuestos.
- ¡Tengo que ir a
verla! - dijo el joven.
La casa donde
residía era pequeña y linda, pero de aspecto tristón. No había ni un árbol ni
una flor; junto a la puerta veíase una colmena, cosa muy útil, y un foso, donde
crecía un endrino que había florecido ya y tenía ahora unas bayas de aquellas
que no se pueden comer hasta que las han tocado las heladas, pues hacen
contraer la boca.
«He aquí el símbolo
de nuestra prosaica época», pensó el joven; aquello era al menos un
pensamiento, un granito de oro encontrado a la puerta de la adivina.
- Anótalo - dijo
ella -. Las migas también son pan. Sé para qué has venido: no se te ocurre
nada, y, sin embargo, quieres ser poeta antes de Pascua.
- Ya lo han escrito
todo - dijo él -. Nuestra época no es como antes.
- No - contestó la
mujer -. En aquellos tiempos quemaban a las brujas, y los poetas paseaban con
el estómago vacío y los codos rotos. Nuestra época es muy buena, la mejor de
todas. Pero tú no sabes captar bien las cosas, no tienes el oído aguzado, y
seguramente por la noche no rezas el Padrenuestro. Los temas son inagotables,
si uno los sabe manejar. Puedes extraerlos de las plantas de la tierra, de las
aguas fluyentes y de las estancadas, pero necesitas comprender, tienes que
aprender a coger un rayo de sol. Prueba mis gafas, ponte al oído mi
trompetilla, ruega a Dios y deja de pensar en ti mismo.
Esto último era muy
difícil, más de lo que puede exigir una adivina.
Diole las gafas y
la trompetilla, y lo condujo al centro del campo de patatas. La mujer le puso
en la mano un grueso tubérculo, que resultó sonoro; salía de él una canción con
palabras: la historia de las patatas. He ahí una cosa interesante: una historia
cotidiana en diez líneas; diez líneas bastaban.
¿Y qué cantaba la
patata?
Pues cantaba de sí
misma y de su familia, de la llegada de las patatas a Europa, de los desprecios
que habían debido sufrir antes de ser como son hoy, una bendición mayor que un
terrón de oro.
- Por mandato del
Rey fuimos distribuidas en las casas consistoriales de todas las ciudades y se
publicaron bandos acerca de nuestro gran valor, pero la gente no les hizo caso,
no sabían plantarnos. Uno abría un hoyo y metía en él toda una fanega de
patatas; otro plantaba una aquí y otra allí y se quedaba esperando que saliera
un árbol para sacudirle los frutos. Brotaron plantas, flores, tubérculos, pero
todo se marchitó. Nadie adivinaba lo que podía haber en la tierra, en la
bendición que eran las patatas. Sí, hemos resistido y sufrido; es decir,
nuestros abuelos, pero ellos y nosotros somos una sola y misma cosa. ¡Qué
historia la nuestra!
- Bueno, basta de
esto - dijo la adivina -. Ahora mira el endrino.
- Tenemos también
próximos parientes en la tierra de las patatas, sólo que más al Norte que ellas
- dijeron las endrinas -. De Noruega vinieron unos normandos que, a través de
la niebla y desafiando las tempestades, navegaban con rumbo a un país
desconocido; allí, más allá del hielo y la nieve, encontraron hierbas y verdes
prados, y unos arbustos que daban unas bayas de color azul negruzco: los
endrinos. Los racimos maduraban al helarse, que es lo que hacemos también
nosotras. A aquel país le pusieron por nombre Vinlandia, la tierra del vino,
que es lo mismo que Groenlandia, o tierra verde, tierra del endrino.
- Es una narración
muy romántica - dijo el joven.
- Lo es, en efecto,
pero sígueme - dijo la adivina, conduciéndolo a la colmena. Él miró al
interior. ¡Qué vida y qué ajetreo! Había abejas en todas las galerías, ocupadas
en hacer aire con las alas para ventilar el edificio; aquélla era su misión.
Luego llegaron otras abejas del exterior; habían nacido con cestitos en las
patas y los traían llenos de polen, que una vez vaciado y separado, sería
convertido en miel y cera. Entraban y salían, volando sin cesar; también la
reina hubiera querido ir con ellas, pero entonces habrían tenido que marcharse
todas las abejas. No era hora todavía. Ya le llegaría su turno. Y mordían las
alas a Su Majestad para forzarla a quedarse.
- Súbete al borde
del foso - dijo la adivina -. Echa una ojeada a la carretera; verás gente en
ella.
- ¡Qué bullicio! -
exclamó el joven -. ¡Esto es historia tras historia! ¡Qué manera de zumbar! Lo
veo todo revuelto. ¡Me caigo de espaldas!
- Nada de eso, anda
siempre derechito - dijo la mujer -. Métete entre el gentío, aguza el ojo, el
oído y el corazón, y no tardarás en encontrar algo. Pero antes de que te
marches devuélveme mis gafas y la trompetilla -. Y le quitó los dos objetos.
- Ahora no veo nada
en absoluto! - dijo el joven -. Ni oigo nada.
- En tal caso, no
serás poeta para Pascua - respondió la adivina.
- ¿Cuándo, pues?
- Ni la primera
Pascua ni la segunda. No aprenderás a inventar nada.
- Entonces, ¿qué
debo hacer para ganarme el pan con la poesía?
- ¡Oh, si sólo
quieres eso, puedes conseguirlo antes de carnaval! Arremete contra los poetas.
Si matas sus obras, los matarás a ellos mismos. Pero no te andes con
miramientos. Duro con ellos, y tendrás bollos de carnaval para hartarte tú y tu
mujer.
- ¡Lo que uno puede
inventar! - dijo el joven, y arremetió contra todo poeta que encontraba, sólo
porque él no podía serlo.
Lo sabemos por la
adivina; ella sabe lo que se puede inventar.
El cometa
Y vino el cometa:
brilló con su núcleo de fuego, y amenazó con la cola. Lo vieron desde el rico
palacio y desde la pobre buhardilla; lo vio el gentío que hormiguea en la
calle, y el viajero que cruza llanos desiertos y solitarios; y a cada uno
inspiraba pensamientos distintos.
- ¡Salid a ver el
signo del cielo! ¡Salid a contemplar este bellísimo espectáculo! - exclamaba la
gente; y todo el mundo se apresuraba, afanoso de verlo.
Pero en un
cuartucho, una mujer trabajaba junto a su hijito. La vela de sebo ardía mal,
chisporroteando, y la mujer creyó ver una viruta en la bujía; el sebo formaba
una punta y se curvaba, y aquello, creía la mujer, significaba que su hijito no
tardaría en morir, pues la punta se volvía contra él.
Era una vieja
superstición, pero la mujer la creía.
Y justamente aquel
niño estaba destinado a vivir muchos años sobre la Tierra, y a ver aquel mismo
cometa cuando, sesenta años más tarde, volviera a aparecer.
El pequeño no vio
la viruta de la vela, ni pensó en el astro que por primera vez en su vida
brillaba en el cielo. Tenía delante una cubeta con agua jabonosa, en la que
introducía el extremo de un tubito de arcilla y, aspirando con la boca por el
otro, soplaba burbujas de jabón, unas grandes, y otras pequeñas. Las pompas
temblaban y flotaban, presentando bellísimos y cambiantes colores, que iban del
amarillo al rojo, del lila al azul, adquiriendo luego un tono verde como hoja
del bosque cuando el sol brilla a su través.
- Dios te conceda
tantos años en la Tierra como pompas de jabón has hecho - murmuraba la madre.
- ¿Tantos, tantos?
- dijo el niño -. No terminaré nunca las pompas con toda esta agua -. Y el niño
sopla que sopla.
- ¡Ahí vuela un
año, ahí vuela un año! ¡Mira cómo vuelan! - exclamaba a cada nueva burbuja que
se soltaba y emprende el vuelo. Algunas fueron a pararle a los ojos; aquello
escocía, quemaba; le asomaron las lágrimas. En cada burbuja veía una imagen de
lo por venir, brillante, fúlgida.
- ¡Ahora se ve el
cometa! - gritaron los vecinos -. ¡Salid a verlo, no os quedéis ahí dentro!
La madre salió
entonces, llevando el niño de la mano; el pequeño hubo de dejar el tubito de
arcilla y las pompas de jabón; había salido el cometa.
Y el niño vio la
reluciente bola de fuego y su cola radiante; algunos decían que medía tres
varas, otros, que millones de varas. Cada uno ve las cosas a su modo.
- Nuestros hijos y
nietos tal vez habrán muerto antes de que vuelva a aparecer - decía la gente.
La mayoría de los
que lo dijeron habían muerto, en efecto, cuando apareció de nuevo. Pero el niño
cuya muerte, al creer de su madre, había sido pronosticada por la viruta de la
vela, estaba vivo aún, hecho un anciano de blanco cabello. «Los cabellos
blancos son las flores de la vejez», reza el proverbio; y el hombre tenía
muchas de aquellas flores. Era un anciano maestro de escuela.
Los alumnos decían
que era muy sabio, que sabía Historia y Geografía y cuanto se conoce sobre los
astros.
- Todo vuelve -
decía -. Fijaos, si no, en las personas y en los acontecimientos, y os daréis
cuenta de que siempre vuelven, con ropaje distinto, en otros países.
Y el maestro les
contó el episodio de Guillermo Tell, que de un flechazo hubo de derribar una
manzana colocada sobre la cabeza de su hijo; pero antes de disparar la flecha
escondió otra en su pecho, destinada a atravesar el corazón del malvado
Gessler. La cosa ocurrió en Suiza, pero muchos años antes había sucedido lo
mismo en Dinamarca, con Palnatoke. También él fue condenado a derribar una
manzana puesta sobre la cabeza de su hijo, y también él se guardó una flecha
para vengarse. Y hace más de mil años los egipcios contaban la misma historia.
Todo volverá, como los cometas, los cuales se alejan, desaparecen y vuelven.
Y habló luego del
que esperaban, y que él había visto de niño. El maestro sabía mucho acerca de
los cuerpos celestes y pensaba sobre ellos, pero sin olvidarse de la Historia y
la Geografía.
Había dispuesto su
jardín de manera que reprodujese el mapa de Dinamarca. Estaban allí las plantas
y las flores tal como aparecen distribuidas en las diferentes regiones del
país.
- Tráeme guisantes
- decía, y uno iba al bancal que representaba Lolland -. Tráeme alforfón - y el
interpelado iba a Langeland. La hermosa genciana azul y el romero se
encontraban en Skagen, y la brillante oxiacanta, en Silkeborg. Las ciudades
estaban señaladas con pedestales. Ahí estaba San Canuto con el dragón, indicando
Odense; Absalón con el báculo episcopal indicaba Söro; el barquito con los
remos significaba que en aquel lugar se levantaba la ciudad de Aarhus. En el
jardín del maestro se aprendía muy bien el mapa de Dinamarca, pero antes había
que escuchar sus explicaciones, y ésta era lo mejor de todo.
Estaban esperando
el cometa, y el buen señor les habló de él y de lo que la gente había dicho y
pensado sobre el astro muchos años antes, cuando había aparecido por última
vez.
- El año del cometa
es año de buen vino - dijo -. Se puede diluir con agua sin que se note. Los
bodegueros deben esperar con agrado los años del cometa.
Por espacio de dos
semanas enteras el cielo estuvo nublado, y, a pesar de que el meteoro brillaba
en el firmamento, no podía verse.
El anciano maestro
estaba en su pequeña vivienda contigua a la escuela. El reloj de Bornholm,
heredado de sus padres, estaba en un rincón, pero las pesas de plomo no subían
ni bajaban, ni el péndulo se movía; el cuclillo, que antaño salía a anunciar
las horas, llevaba ya varios años encerrado, silencioso, en su casita. Todo en
la habitación permanecía callado y mudo; el reloj no andaba. Mas el viejo
piano, también del tiempo de los padres, tenía aún vida; las cuerdas aunque
algo roncas podían tocar las melodías de toda una generación. El viejo
recordaba muchas cosas, alegres y tristes, sucedidas durante todos aquellos
años, desde que, siendo niño, viera el cometa, hasta su actual reaparición.
Recordaba lo que su madre había dicho acerca de la viruta de la vela, y recordaba
también las hermosas pompas de jabón, cada una de los cuales era un año - había
dicho la mujer -, y ¡qué brillantes y ricas de colores! Todo lo bello y lo
agradable se reflejaba en ellas: juegos de infancia e ilusiones de juventud,
todo el vasto mundo desplegado a la luz del sol, aquel mundo que él quería
recorrer. Eran burbujas del futuro. Ya viejo, arrancaba de las cuerdas del
piano melodías del tiempo pasado: burbujas de la memoria, con las irisaciones
del recuerdo. La canción de su madre mientras hacía calceta, el arrullo de la
niñera...
Ora sonaban
melodías del primer baile, un minueto y una polca, ora notas suaves y
melancólicas que hacían asomar las lágrimas a los ojos del anciano. Ya era una
marcha guerrera, ya un cántico religioso, ya alegres acordes, burbuja tras
burbuja, como las que de niño soplara en el agua jabonosa.
Tenía fija la
mirada en la ventana; por el cielo desfilaba una nube, y de pronto vio el
cometa en el espacio sereno, con su brillante núcleo y su cabellera.
Parecióle que lo había
visto la víspera, y, sin embargo, mediaba toda una larga vida entre aquellos
días y los presentes. Entonces era un niño, y las pompas le decían:
«¡Adelante!». Hoy todo le decía: «¡Atrás!». Sintió revivir los pensamientos y
la fe de su infancia, sus ojos brillaron, y su mano se posó sobre las teclas;
el piano emitió un sonido como si saltara una cuerda.
- ¡Venid a ver el
cometa! - gritaban los vecinos -. El cielo está clarísimo. ¡Venid a verlo!
El anciano maestro
no contestó; había partido para verlo mejor; su alma seguía una órbita mayor,
en unos espacios más vastos que los que recorre el cometa. Y otra vez lo verán
desde el rico palacio y desde la pobre buhardilla, desde el bullicio de la
calle y desde el erial que cruza el viajero solitario. Su alma fue vista por
Dios v por los seres queridos que lo habían precedido en la tumba y con los que
él ansiaba volver a reunirse.
Los días
de la semana
Una vez los días de
la semana quisieron divertirse y celebrar un banquete todos juntos. Sólo que
los días estaban tan ocupados, que en todo el año no disponían de un momento de
libertad; hubieron de buscarse una ocasión especial, en que les quedara una
jornada entera disponible, y vieron que esto ocurría cada cuatro años: el día
intercalar de los años bisiestos, que lo pusieron en febrero para que el tiempo
no se desordenara.
Así, pues,
decidieron reunirse en una comilona el día 29 de febrero; y siendo febrero el
mes del carnaval, convinieron en que cada uno se disfrazaría, comería hasta
hartarse, bebería bien, pronunciaría un discurso y, en buena paz y compañía,
diría a los demás cosas agradables y desagradables. Los gigantes de la
Antigüedad en sus banquetes solían tirarse mutuamente los huesos mondos a la
cabeza, pero los días de la semana llevaban el propósito de dispararse juegos
de palabras y chistes maliciosos, como es propio de las inocentes bromas de
carnaval.
Llegó el día, y
todos se reunieron.
Domingo, el
presidente de la semana, se presentó con abrigo de seda negro. Las personas
piadosas podían pensar que lo hacía para ir a la iglesia, pero los mundanos
vieron en seguida que iba de dominó, dispuesto a concurrir a la alegre fiesta,
y que el encendido clavel que llevaba en el ojal era la linternita roja del
teatro, con el letrero: «Vendidas todas las localidades. ¡Que os divirtáis!».
Lunes, joven
emparentado con el Domingo y muy aficionado a los placeres, llegó el segundo.
Decía que siempre salía del taller cuando pasaban los soldados.
- Necesito salir a
oír la música de Offenbach. No es que me afecte la cabeza ni el corazón; más
bien me cosquillea en las piernas, y tengo que bailar, irme de parranda,
acostarme con un ojo a la funerala; sólo así puedo volver al trabajo al día
siguiente. Soy lo nuevo de la semana.
Martes, el día de
Marte, o sea, el de la fuerza.
- ¡Sí, lo soy! -
dijo -. Pongo manos a la obra, ato las alas de Mercurio a las botas del
mercader, en las fábricas inspecciono si han engrasado las ruedas y si éstas
giran; atiendo a que el sastre esté sentado sobre su mesa y que el empedrador
cuide de sus adoquines. ¡Cada cual a su trabajo! No pierdo nada de vista, por
eso he venido en uniforme de policía. - Si no os parece adecuado, buscadme un
atuendo mejor.
- ¡Ahora voy yo! -
dijo Miércoles -. Estoy en el centro de la semana. Soy oficial de la tienda,
como una flor entre el resto de honrados días laborables. Cuando dan orden de
marcha, llevo tres días delante y otros tres detrás, como una guardia de honor.
Tengo motivos para creer que soy el día de la semana más distinguido.
Jueves se presentó
vestido de calderero, con el martillo y el caldero de cobre; era el atributo de
su nobleza.
- Soy de ilustre
cuna - dijo -, ¡gentil, divino! En los países del Norte me han dado un nombre
derivado de Donar, y en los del Sur, de Júpiter. Ambos entendieron en el arte
de disparar rayos y truenos, y esto ha quedado en la familia.
Y demostró su alta
alcurnia golpeando en el caldero de cobre.
Viernes venia
disfrazado de señorita, y se llamaba Freia o Venus, según el lenguaje de los
países que frecuentaba. Por lo demás, afirmó que era de carácter pacífico y
dulce, aunque aquel día se sentía alegre y desenvuelto; era el día bisiesto, el
cual da libertad a la mujer, pues, según una antigua costumbre, ella es la que
se declara, sin necesidad de que el hombre le haga la corte.
Sábado vino de ama
de casa, con escoba, como símbolo de la limpieza. Su plato característico era
la sopa de cerveza, mas no reclamó que en ocasión tan solemne la sirviesen a
todos los comensales; sólo la pidió para ella, y se la trajeron.
Y todos los días de
la semana se sentaron.
Los siete quedan
dibujados, utilizables para cuadros vivientes en círculos familiares, donde
pueden ser presentados de la manera más divertida. Aquí los damos en febrero
sólo en broma, el único mes que tiene un día de propina.
Historias
del sol
- ¡Ahora voy a
contar yo! - dijo el Viento.
- No, perdone -
replicó la Lluvia -. Bastante tiempo ha pasado usted en la esquina de la calle,
aullando con todas sus fuerzas.
- ¿Éstas son las
gracias - protestó el Viento - que me da por haber vuelto en su obsequio varios
paraguas, y aún haberlos roto, cuando la gente nada quería con usted?
- Tengamos la
fiesta en paz - intervino el Sol -. Contaré yo-. Y lo dijo con tal brillo y
tanta majestad, que el Viento se echó cuan largo era. La Lluvia, sacudiéndolo,
le dijo:
- ¿Vamos a tolerar
esto? Siempre se mete donde no lo llaman el señor Sol. No lo escucharemos. Sus
historias no valen un comino.
Y el Sol se puso a
contar:
- Volaba un cisne
por encima del mar encrespado; sus plumas relucían como oro; una de ellas cayó
en un gran barco mercante que navegaba con todas las velas desplegadas. La
pluma fue a posarse en el cabello ensortijado del joven que cuidaba de las
mercancías, el sobrecargo, como lo llamaban. La pluma del ave de la suerte le tocó
en la frente, pasó a su mano, y el hombre no tardó en ser el rico comerciante
que pudo comprarse espuelas de oro y un escudo nobiliario. ¡Yo he brillado en
él! - dijo el Sol -. El cisne siguió su vuelo por sobre el verde prado donde el
zagal, un rapaz de siete años, se había tumbado a la sombra del viejo árbol, el
único del lugar. Al pasar el cisne besó una de las hojas, la cual cayó en la
mano del niño; y de aquella única hoja salieron tres, luego diez y luego un
libro entero, en el que el niño leyó acerca de las maravillas de la Naturaleza,
de la lengua materna, de la fe y la Ciencia. A la hora de acostarse se ponía el
libro debajo de la cabeza para no olvidar lo que había leído, y aquel libro lo
condujo a la escuela, a la mesa del saber. He leído su nombre entre los sabios
- dijo el Sol -. Entróse el cisne volando en la soledad del bosque, y paróse a
descansar en el lago plácido y oscuro donde crecen el nenúfar y el manzano
silvestre y donde residen el cuclillo y la paloma torcaz. Una pobre mujer recogía
leña, ramas caídas, que se cargaba a la espalda; luego, con su hijito en
brazos, se encaminó a casa. Vio el cisne dorado, el cisne de la suerte que
levantaba el vuelo en el juncal de la orilla. ¿Qué era lo que brillaba allí?
¡Un huevo de oro! La mujer se lo guardó en el pecho, y el huevo conservó el
calor; seguramente había vida en él. Sí, dentro del cascarón algo rebullía;
ella lo sintió y creyó que era su corazón que latía.
Al llegar a su
humilde choza sacó el huevo dorado. «¡Tic-tac!», sonaba como si fuese un
valioso reloj de oro, y, sin embargo, era un huevo que encerraba una vida.
Rompióse la cáscara, y asomó la cabeza un minúsculo cisne, cubierto de plumas,
que parecían de oro puro. Llevaba cuatro anillos alrededor del cuello, y como
la pobre mujer tenía justamente cuatro hijos varones, tres en casa y el que
había llevado consigo al bosque solitario, comprendió enseguida que había un
anillo para cada hijo, y en cuanto lo hubo comprendido, la pequeña ave dorada
emprendió el vuelo.
La mujer besó los
anillos e hizo que cada pequeño besase uno, que luego puso primero sobre su
corazón y después en el dedo.
- Yo lo vi - dijo
el Sol -. Y vi lo que sucedió más tarde.
Uno de los niños se
metió en la barrera, cogió un terrón de arcilla y, haciéndolo girar entre los
dedos, obtuvo la figura de Jasón, el conquistador del vellocino de oro.
El segundo de los
hermanos corrió al prado, cuajado de flores de todos los colores. Cogiendo un
puñado de ellas, las comprimió con tanta fuerza, que el jugo le saltó a los
ojos y humedeció su anillo. El líquido le produjo una especie de cosquilleo en
el pensamiento y en la mano, y al cabo de un tiempo la gran ciudad hablaba del
gran pintor.
El tercero de los
muchachos sujetó su anillo tan fuertemente en la boca, que produjo un sonido
como procedente del fondo del corazón; sentimientos y pensamientos se
convirtieron en acordes, se elevaron como cisnes cantando, y como cisnes se
hundieron en el profundo lago, el lago del pensamiento. Fue compositor, y todos
los países pueden decir: «¡Es mío!».
El cuarto hijo era
como la Cenicienta; tenía el moquillo, decía la gente; había que darle pimienta
y cuidarlo como un pollito enfermo. A veces decían también: «¡Pimienta y
zurras!». ¡Y vaya si las llevaba! Pero de mí recibió un beso - dijo el Sol -,
diez besos por cada golpe. Era un poeta, recibía puñadas y besos, pero poseía
el anillo de la suerte, el anillo del cisne de oro. Sus ideas volaban como
doradas mariposas, símbolo de la inmortalidad.
- ¡Qué historia más
larga! - dijo el Viento.
- ¡Y aburrida! -
añadió la Lluvia -. ¡Sóplame, que me reanime!
Y el Viento sopló,
mientras el Sol seguía contando:
- El cisne de la
suerte voló por encima del profundo golfo, donde los pescadores habían tendido
sus redes. El más pobre de ellos pensaba casarse, y, efectivamente, se casó.
El cisne le llevó
un pedazo de ámbar. Y como el ámbar atrae, atrajo corazones a su casa; el ámbar
es el más precioso de los inciensos. Vino un perfume como de la iglesia, de la
Naturaleza de Dios. Gozaron la felicidad de la vida doméstica, el contento en
la humildad, y su vida fue un verdadero rayo de sol.
- ¡Vamos a dejarlo!
- dijo el Viento -. El Sol ha contado ya bastante. ¡Cómo me he aburrido!
- ¡Y yo! - asintió
la Lluvia.
¿Qué diremos
nosotros, los que hemos estado escuchando las historias? Pues diremos:
¡Se terminaron!
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