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lunes, 20 de julio de 2009

PULGARCITO -- Charles Perrault

Charles Perrault

PULGARCITO


PULGARCITO

Charles Perrault

Érase una vez un leñador y una leñadora que tenían siete hijos, todos ellos varones. El mayor tenía diez años y el menor, sólo siete. Puede ser sorprendente que el leñador haya tenido tantos hijos en tan poco tiempo; pero es que a su esposa le cundía la tarea pues los hacía de dos en dos. Eran muy pobres y sus siete hijos eran una pesada carga ya que ninguno podía aún ganarse la vida. Sufrían además porque el menor era muy delicado y no hablaba palabra alguna, interpretando como estupidez lo que era un rasgo de la bondad de su alma. Era muy pequeñito y cuando llegó al mundo no era más gordo que el pulgar, por lo cual lo llamaron Pulgarcito.

Este pobre niño era en la casa el que pagaba los platos rotos y siempre le echaban la culpa de todo. Sin embargo, era el más fino y el más agudo de sus hermanos y, si hablaba poco, en cambio escuchaba mucho.

Sobrevino un año muy difícil, y fue tanta la hambruna, que esta pobre pareja resolvió deshacerse de sus hijos. Una noche, estando los niños acostados, el leñador, sentado con su mujer junto al fuego le dijo:

—Tú ves que ya no podemos alimentar a nuestros hijos; ya no me resigno a verlos morirse de hambre ante mis ojos, y estoy resuelto a dejarlos perderse mañana en el bosque, lo que será bastante fácil pues mientras estén entretenidos haciendo atados de astillas, sólo tendremos que huir sin que nos vean.

—¡Ay! exclamó la leñadora, ¿serías capaz de dejar tu mismo perderse a tus hijos?

Por mucho que su marido le hiciera ver su gran pobreza, ella no podía permitirlo; era pobre, pero era su madre. Sin embargo, al pensar en el dolor que sería para ella verlos morirse de hambre, consistió y fue a acostarse llorando.

Pulgarcito oyó todo lo que dijeron pues, habiendo escuchado desde su cama que hablaban de asuntos serios, se había levantado muy despacio y se deslizó debajo del taburete de su padre para oírlos sin ser visto. Volvió a la cama y no durmió más, pensando en lo que tenía que hacer.

Se levantó de madrugada y fue hasta la orilla de un riachuelo donde se llenó los bolsillos con guijarros blancos, y en seguida regresó a casa. Partieron todos, y Pulgarcito no dijo nada a sus hermanos de lo que sabía. Fueron a un bosque muy tupido donde, a diez pasos de distancia, no se veían unos a otros. El leñador se puso a cortar leña y sus niños a recoger astillas para hacer atados. El padre y la madre, viéndolos preocupados de su trabajo, se alejaron de ellos sin hacerse notar y luego echaron a correr por un pequeño sendero desviado.

Cuando los niños se vieron solos, se pusieron a bramar y a llorar a mares. Pulgarcito los dejaba gritar, sabiendo muy bien por dónde volverían a casa; pues al caminar había dejado caer a lo largo del camino los guijarros blancos que llevaba en los bolsillos. Entonces les dijo:

—No teman, hermanos; mi padre y mi madre nos dejaron aquí, pero yo los llevaré de vuelta a casa, no tienen más que seguirme.

Lo siguieron y él los condujo a su morada por el mismo camino que habían hecho hacia el bosque. Al principio no se atrevieron a entrar, pero se pusieron todos junto a la puerta para escuchar lo que hablaban su padre y su madre.

En el momento en que el leñador y la leñadora llegaron a su casa, el señor de la aldea les envió diez escudos que les estaba debiendo desde hacía tiempo y cuyo reembolso ellos ya no esperaban. Esto les devolvió la vida ya que los infelices se morían de hambre. El leñador mandó en el acto a su mujer a la carnicería. Como hacía tiempo que no comían, compró tres veces más carne de la que se necesitaba para la cena de dos personas. Cuando estuvieron saciados, la leñadora dijo:

—¡Ay! ¿qué será de nuestros pobres hijos? Buena comida tendrían con lo que nos queda. Pero también, Guillermo, fuiste tú el que quisiste perderlos. Bien decía yo que nos arrepentiríamos. ¿Qué estarán haciendo en ese bosque? ¡Ay!: ¡Dios mío, quizás los lobos ya se los han comido! Eres harto inhumano de haber perdido así a tus hijos.

El leñador se impacientó al fin, pues ella repitió más de veinte veces que se arrepentirían y que ella bien lo había dicho. Él la amenazó con pegarle si no se callaba. No era que el leñador no estuviese hasta más afligido que su mujer, sino que ella le machacaba la cabeza, y sentía lo mismo que muchos como él que gustan de las mujeres que dicen bien, pero que consideran inoportunas a las que siempre bien lo decían. La leñadora estaba deshecha en lágrimas.

—¡Ay! ¿dónde están ahora mis hijos, mis pobres hijos? Una vez lo dijo tan fuerte que los niños, agolpados a la puerta, la oyeron y se pusieron a gritar todos juntos:

—¡Aquí estamos, aquí estamos!

Ella corrió de prisa a abrirles la puerta y les dijo abrazándolos:

—¡Qué contenta estoy de volver a verlos, mis queridos niños! Están bien cansados y tienen hambre; y tú, Pierrot, mira cómo estás de embarrado, ven para limpiarte.

Este Pierrot era su hijo mayor al que amaba más que a todos los demás, porque era un poco pelirrojo, y ella era un poco colorina.

Se sentaron a la mesa y comieron con un apetito que deleitó al padre y la madre; contaban el susto que habían tenido en el bosque y hablaban todos casi al mismo tiempo. Estas buenas gentes estaban felices de ver nuevamente a sus hijos junto a ellos, y esta alegría duró tanto como duraron los diez escudos. Cuando se gastó todo el dinero, recayeron en su preocupación anterior y nuevamente decidieron perderlos; pero para no fracasar, los llevarían mucho más lejos que la primera vez.

No pudieron hablar de esto tan en secreto como para no ser oídos por Pulgarcito, quien decidió arreglárselas igual que en la ocasión anterior; pero aunque se levantó de madrugada para ir a recoger los guijarros, no pudo hacerlo pues encontró la puerta cerrada con doble llave. No sabía que hacer; cuando la leñadora, les dio a cada uno un pedazo de pan como desayuno; pensó entonces que podría usar su pan en vez de los guijarros, dejándolo caer a migajas a lo largo del camino que recorrerían; lo guardo, pues, en el bolsillo.

El padre y la madre los llevaron al lugar más oscuro y tupido del bosque y junto con llegar, tomaron por un sendero apartado y dejaron a los niños.

Pulgarcito no se afligió mucho porque creía que podría encontrar fácilmente el camino por medio de su pan que había diseminado por todas partes donde había pasado; pero quedó muy sorprendido cuando no pudo encontrar ni una sola miga; habían venido los pájaros y se lo habían comido todo.

Helos ahí, entonces, de lo más afligidos, pues mientras más caminaban más se extraviaban y se hundían en el bosque. Vino la noche, y empezó a soplar un fuerte viento que les producía un susto terrible. Por todos lados creían oír los aullidos de lobos que se acercaban a ellos para comérselos. Casi no se atrevían a hablar ni a darse vuelta. Empezó a caer una lluvia tupida que los caló hasta los huesos; resbalaban a cada paso y caían en el barro de donde se levantaban cubiertos de lodo, sin saber qué hacer con sus manos.

Pulgarcito se trepó a la cima de un árbol para ver si descubría algo; girando la cabeza de un lado a otro, divisó una lucecita como de un candil, pero que estaba lejos más allá del bosque. Bajó del árbol; y cuando llegó al suelo, ya no vio nada más; esto lo desesperó. Sin embargo, después de caminar un rato con sus hermanos hacia donde había visto la luz, volvió a divisarla al salir del bosque.

Llegaron a la casa donde estaba el candil no sin pasar muchos sustos, pues de tanto en tanto la perdían de vista, lo que ocurría cada vez que atravesaban un bajo. Golpearon a la puerta y una buena mujer les abrió. Les preguntó qué querían; Pulgarcito le dijo que eran unos pobres niños que se habían extraviado en el bosque y pedían albergue por caridad. La mujer, viéndolos a todos tan lindos, se puso a llorar y les dijo:

—¡Ay! mis pobres niños, ¿dónde han venido a caer? ¿Saben ustedes que esta es la casa de un ogro que se come a los niños?

—¡Ay, señora! respondió Pulgarcito que temblaba entero igual que sus hermanos, ¿qué podemos hacer? los lobos del bosque nos comerán con toda seguridad esta noche si usted no quiere cobijarnos en su casa. Siendo así, preferimos que sea el señor quien nos coma; quizás se compadecerá de nosotros, si usted se lo ruega.

La mujer del ogro, que creyó poder esconderlos de su marido hasta la mañana siguiente, los dejó entrar y los llevó a calentarse a la orilla de un buen fuego, pues había un cordero entero asándose al palo para la cena del ogro.

Cuando empezaban a entrar en calor, oyeron tres o cuatro fuertes golpes en la puerta: era el ogro que regresaba. En el acto la mujer hizo que los niños se ocultaran debajo de la cama y fue a abrir la puerta. El ogro preguntó primero si la cena estaba lista, si habían sacado vino, y en seguida se sentó a la mesa. El cordero estaba aún sangrando, pero por eso mismo lo encontró mejor. Olfateaba a derecha e izquierda, diciendo que olía a carne fresca.

—Tiene que ser, le dijo su mujer, ese ternero que acabo de preparar lo que sentís.

—Huelo carne fresca, otra vez te lo digo, repuso el ogro mirando de reojo a su mujer, aquí hay algo que no comprendo.

Al decir estas palabras, se levantó de la mesa y fue derecho a la cama.

—¡Ah, dijo él, así me quieres engañar, maldita mujer! ¡No sé por qué no te como a ti también! Suerte para ti que eres una bestia vieja. Esta caza me viene muy a tiempo para festejar a tres ogros amigos que deben venir en estos días.

Sacó a los niños de debajo de la cama, uno tras otro. Los pobres se arrodillaron pidiéndole misericordia; pero estaban ante el más cruel de los ogros quien, lejos de sentir piedad, los devoraba ya con los ojos y decía a su mujer que se convertirían en sabrosos bocados cuando ella les hiciera una buena salsa. Fue a coger un enorme cuchillo y mientras se acercaba a los infelices niños, lo afilaba en una piedra que llevaba en la mano izquierda. Ya había cogido a uno de ellos cuando su mujer le dijo:

—¿Qué queréis hacer a esta hora? ¿No tendréis tiempo mañana por la mañana?

—Cállate, repuso el ogro, así estarán más tiernos.

—Pero todavía tenéis tanta carne, replicó la mujer; hay un ternero, dos corderos y la mitad de un puerco

—Tienes razón, dijo el ogro; dales una buena cena para que no adelgacen, y llévalos a acostarse.

La buena mujer se puso contentísima, y les trajo una buena comida, pero ellos no podían tragar. de puro susto. En cuanto al ogro, siguió bebiendo, encantado de tener algo tan bueno para festejar a sus amigos. Bebió unos doce tragos más que de costumbre, que se le fueron un poco a la cabeza, obligándolo a ir a acostarse.

El ogro tenía siete hijas muy chicas todavía. Estas pequeñas ogresas tenían todas un lindo colorido pues se alimentaban de carne fresca, como su padre; pero tenían ojitos grises muy redondos, nariz ganchuda y boca grande con unos afilados dientes muy separados uno de otro. Aún no eran malvadas del todo, pero prometían bastante, pues ya mordían a los niños para chuparles la sangre.

Las habían acostado temprano, y estaban las siete en una gran cama, cada una con una corona de oro en la cabeza. En el mismo cuarto había otra cama del mismo tamaño; ahí la mujer del ogro puso a dormir a los siete muchachos, después de lo cual se fue a acostar al lado de su marido.

Pulgarcito; que había observado que las hijas del ogro llevaban coronas de oro en la cabeza y temiendo que el ogro se arrepintiera de no haberlos degollado esa misma noche, se levantó en mitad de la noche y tomando los gorros de sus hermanos y el suyo, fue despacito a colocarlos en las cabezas de las niñas, después de haberles quitado sus coronas de oro, las que puso sobre la cabeza de sus hermanos y en la suya a fin de que el ogro los tomase por sus hijas, y a sus hijas por los muchachos que quería degollar.

La cosa resultó tal como había pensado; pues el ogro, habiéndose despertado a medianoche, se arrepintió de haber dejado para el día siguiente lo que pudo hacer la víspera. Salió, pues, bruscamente de la cama, y cogiendo su enorme cuchillo:

—Vamos a ver, dijo, cómo están estos chiquillos; no lo dejemos para otra vez.

Subió entonces al cuarto de sus hijas y se acercó a la cama donde estaban los muchachos; todos dormían menos Pulgarcito que tuvo mucho miedo cuando sintió la mano del ogro que le tanteaba la cabeza, como había hecho con sus hermanos. El ogro, que sintió las coronas de oro:

—Verdaderamente, dijo, ¡buen trabajo habría hecho! Veo que anoche bebí demasiado.

Fue en seguida a la cama de las niñas donde, tocando los gorros de los muchachos:

—¡Ah!, exclamó, ¡aquí están nuestros mozuelos!, trabajemos con coraje.

Diciendo estas palabras, degolló sin trepidar a sus siete hijas. Muy satisfecho después de esta expedición, volvió a acostarse junto a su mujer.

Apenas Pulgarcito oyó los ronquidos del ogro, despertó a sus hermanos y les dijo que se vistieran rápido y lo siguieran. Bajaron muy despacio al jardín y saltaron por encima del muro. Corrieron durante toda la noche, tiritando siempre y sin saber a dónde se dirigían.

El ogro, al despertar, dijo a su mujer:

—Anda arriba a preparar a esos chiquillos de ayer.

Muy sorprendida quedó la ogresa ante la bondad de su marido sin sospechar de qué manera entendía él que los preparara; y creyendo que le ordenaba vestirlos, subió y cuál no seria su asombro al ver a sus siete hijas degolladas y nadando en sangre. Empezó por desmayarse (que es lo primero que discurren casi todas las mujeres en circunstancias parecidas). El ogro, temiendo que la mujer tardara demasiado tiempo en realizar la tarea que le había encomendado, subió para ayudarla. Su asombro no fue menor que el de su mujer cuando vio este horrible espectáculo.

—¡Ay! ¿qué hice? exclamó. ¡Me la pagarán estos desgraciados, y en el acto!

—Echó un tazón de agua en la nariz de su mujer y haciéndola volver en sí:

—Dame pronto mis botas de siete leguas, le dijo, para ir a agarrarlos.

Se puso en campaña, y después de haber recorrido lejos de uno a otro lado, tomó finalmente el camino por donde iban los pobres muchachos que ya estaban a sólo cien pasos de la casa de sus padres. Vieron al ogro ir de cerro en cerro, y atravesar ríos con tanta facilidad como si se tratara de arroyuelos. Pulgarcito, que descubrió una roca hueca cerca de donde estaban, hizo entrar a sus hermanos y se metió él también, sin perder de vista lo que hacia el ogro.

Este, que estaba agotado de tanto caminar inútilmente (pues las botas de siete leguas son harto cansadoras), quiso reposar y por casualidad fue a sentarse sobre la roca donde se habían escondido los muchachos. Como no podía más de fatiga, se durmió después de reposar un rato, y se puso a roncar en forma tan espantosa que los niños se asustaron igual que cuando sostenía el enorme cuchillo para cortarles el pescuezo.

Pulgarcito sintió menos miedo, y les dijo a sus hermanos que huyeran de prisa a la casa mientras el ogro dormía profundamente y que no se preocuparan por él. Le obedecieron y partieron raudos a casa.

Pulgarcito, acercándose al ogro le sacó suavemente las botas y se las puso rápidamente. Las botas eran bastante anchas y grandes; pero como eran mágicas, tenían el don de adaptarse al tamaño de quien las calzara, de modo que se ajustaron a sus pies y a sus piernas como si hubiesen sido hechas a su medida. Partió derecho a casa del ogro donde encontró a su mujer que lloraba junto a sus hijas degolladas.

—Su marido, le dijo Pulgarcito, está en grave peligro; ha sido capturado por una banda de ladrones que han jurado matarlo si él no les da todo su oro y su dinero. En el momento en que lo tenían con el puñal al cuello, me divisó y me pidió que viniera a advertirle del estado en que se encuentra, y a decirle que me dé todo lo que tenga disponible en la casa sin guardar nada, porque de otro modo lo matarán sin misericordia. Como el asunto apremia, quiso que me pusiera sus botas de siete leguas para cumplir con su encargo, también para que usted no crea que estoy mintiendo.

La buena mujer, asustadísima, le dio en el acto todo lo que tenía: pues este ogro no dejaba de ser buen marido, aun cuando se comiera a los niños. Pulgarcito, entonces, cargado con todas las riquezas del ogro, volvió a la casa de su padre donde fue recibido con la mayor alegría.

Hay muchas personas que no están de acuerdo con esta última circunstancia, y sostienen que Pulgarcito jamás cometió ese robo; que, por cierto, no tuvo ningún escrúpulo en quitarle las botas de siete leguas al ogro porque éste las usaba solamente para perseguir a los niños. Estas personas aseguran saberlo de buena fuente, hasta dicen que por haber estado comiendo y bebiendo en casa del leñador. Aseguran que cuando Pulgarcito se calzó las botas del ogro, partió a la corte, donde sabía que estaban preocupados por un ejército que se hallaba a doscientas leguas, y por el éxito de una batalla que se había librado. Cuentan que fue a ver al rey y le dijo que si lo deseaba, él le traería noticias del ejército esa misma tarde. El rey le prometió una gruesa cantidad de dinero si cumplía con este cometido.

Pulgarcito trajo las noticias esa misma tarde, y habiéndose dado a conocer por este primer encargo, ganó todo lo que quiso; pues el rey le pagaba generosamente por transmitir sus órdenes al ejército; además, una cantidad de damas le daban lo que él pidiera por traerles noticias de sus amantes, lo que le proporcionaba sus mayores ganancias. Había algunas mujeres que le encargaban cartas para sus maridos, pero le pagaban tan mal y representaba tan poca cosa, que ni se dignaba tomar en cuenta lo que ganaba por ese lado.

Después de hacer durante algún tiempo el oficio de correo, y de haber amasado grandes bienes, regresó donde su padre, donde la alegría de volver a verlo es imposible de describir. Estableció a su familia con las mayores comodidades. Compró cargos recién creados para su padre y sus hermanos y así fue colocándolos a todos, formando a la vez con habilidad su propia corte.

MORALEJA

Nadie se lamenta de una larga descendencia

cuando todos los hijos tienen buena presencia,

son hermosos y bien desarrollados;

mas si alguno resulta enclenque o silencioso

de él se burlan, lo engañan y se ve despreciado.

A veces, sin embargo, será este mocoso

el que a la familia ha de colmar de agrados.

RIQUET-EL-DEL-COPETE -- Charles Perrault

Charles Perrault

RIQUET

EL-DEL-COPETE

RIQUET-EL-DEL-COPETE

Charles Perrault

Había una vez una reina que dio a luz un hijo tan feo y tan contrahecho que mucho se dudó si tendría forma humana. Un hada, que asistió a su nacimiento, aseguró que el niño no dejaría de tener gracia pues sería muy inteligente y; agregó que en virtud del don que acababa de concederle, él podría darle tanta inteligencia como la propia a la persona que más quisiera.

Todo esto consoló un poco a la pobre reina que estaba muy afligida por haber echado al mundo un bebé tan feo. Es cierto que este niño, no bien empezó a hablar, decía mil cosas lindas, y había en todos sus actos algo tan espiritual que irradiaba encanto. Olvidaba decir que vino al mundo con un copete de pelo en la cabeza, así es que lo llamaron Riquet-el-del-Copete, pues Riquet era el nombre de familia.

Al cabo de siete u ocho años, la reina de un reino vecino dio a luz dos hijas. La primera que llegó al mundo era más bella que el día; la reina se sintió tan contenta que llegaron a temer que esta inmensa alegría le hiciera mal. Se hallaba presente la misma hada que había asistido al nacimiento del pequeño Riquet-el-del-Copete, y para moderar la alegría de la reina le declaró que esta princesita no tendría inteligencia, que sería tan estúpida como hermosa. Esto mortificó mucho a la reina; pero algunos momentos después tuvo una pena mucho mayor pues la segunda hija que dio a luz resultó extremadamente fea.

—No debéis afligiros, señora, le dijo el hada; vuestra hija, tendrá una compensación: estará dotada de tanta inteligencia que casi no se notará su falta de belleza.

—Dios lo quiera, contestó la reina; pero, ¿no había forma de darle un poco de inteligencia a la mayor que es tan hermosa?

—No tengo ningún poder, señora, en cuanto a la inteligencia, pero puedo todo por el lado de la belleza; y como nada dejaría yo de hacer por vuestra satisfacción, le otorgaré el don de volver hermosa a la persona que le guste.

A medida que las princesas fueron creciendo, sus perfecciones crecieron con ellas y por doquier no se hablaba más que de la belleza de la mayor y de la inteligencia de la menor. Es cierto que también sus defectos aumentaron mucho con la edad. La menor se ponía cada día más fea, y la mayor cada vez más estúpida. O no contestaba lo que le preguntaban, o decía una tontería. Era además tan torpe que no habría podido colocar cuatro porcelanas en el borde de una chimenea sin quebrar una, ni beber un vaso de agua sin derramar la mitad en sus vestidos.

Aunque la belleza sea una gran ventaja para una joven, la menor, sin embargo, se destacaba casi siempre sobre su hermana en las reuniones. Al principio, todos se acercaban a la mayor para verla y admirarla, pero muy pronto iban al lado de la más inteligente, para escucharla decir mil cosas ingeniosas; y era motivo de asombro ver que en menos de un cuarto de hora la mayor no tenía ya a nadie a su lado y que todo el mundo estaba rodeando a la menor. La mayor, aunque era bastante tonta, se dio cuenta, y habría dado sin pena toda su belleza por tener la mitad del ingenio de su hermana.

La reina, aunque era muy prudente, no podía a veces dejar de reprocharle su tontera, con lo que esta pobre princesa casi se moría de pena. Un día que se había refugiado en un bosque para desahogar su desgracia, vio acercarse a un hombre bajito, muy feo y de aspecto desagradable, pero ricamente vestido. Era el joven príncipe Riquet-el-del-Copete que, habiéndose enamorado de ella por sus retratos que circulaban profusamente, había partido del reino de su padre para tener el placer de verla y de hablar con ella.

Encantado de encontrarla así, completamente sola, la abordó con todo el respeto y cortesía imaginables.

Habiendo observado, luego de decirle las amabilidades de rigor, que ella estaba bastante melancólica, él le dijo:

—No comprendo, señora, cómo una persona tan bella como vos, podéis estar tan triste como parecéis; pues, aunque pueda vanagloriarme de haber visto una infinidad de personas hermosas, debo decir que jamás he visto a alguien cuya belleza se acerque a la vuestra.

—Vos lo decís complacido, señor, contestó la princesa, y no siguió hablando.

—La belleza, replicó Riquet-el-del-Copete, es una ventaja tan grande que compensa todo lo demás; y cuando se tiene, no veo que haya nada capaz de afligirnos.

—Preferiría, dijo la princesa, ser tan fea como vos y tener inteligencia, que tener tanta belleza como yo y ser tan estúpida como soy.

—Nada hay, señora, que denote más inteligencia que creer que no se tiene, y es de la naturaleza misma de este bien que mientras más se tiene, menos se cree tener.

—No se nada de eso, dijo la princesa, pero sí sé que soy muy tonta, y de ahí viene esta pena que me mata.

—Si es sólo eso lo que os aflige, puedo fácilmente poner fin a vuestro dolor.

—¿Y cómo lo haréis? dijo la princesa.

—Tengo el poder, señora, dijo Riquet-el-del-Copete, de otorgar cuanta inteligencia es posible a la persona que más llegue a amar, y como sois vos, señora, esa persona, de vos dependerá que tengáis tanto ingenio como se puede tener, si consentís en casaros conmigo.

La princesa quedó atónita y no contestó nada.

—Veo, dijo Riquet-el-del-Copete, que esta proposición os causa pena, y no me extraña; pero os doy un año entero para decidiros.

La princesa tenía tan poca inteligencia, y a la vez tantos deseos de tenerla, que se imaginó que el término del año no llegaría nunca; de modo que aceptó la proposición que se le hacía.

Tan pronto como prometiera a Riquet-el-del-Copete que se casaría con él dentro de un año exactamente, se sintió como otra persona; le resultó increíblemente fácil decir todo lo que quería y decirlo de una manera fina, suelta y natural. Desde ese mismo instante inició con Riquet-el-del-Copete una conversación graciosa y sostenida, en que se lució tanto que Riquet-el-del-Copete pensó que le había dado más inteligencia de la que había reservado para sí mismo.

Cuando ella regresó al palacio, en la corte no sabían qué pensar de este cambio tan repentino y extraordinario, ya que por todas las sandeces que se le habían oído anteriormente, se le escuchaban ahora otras tantas cosas sensatas y sumamente ingeniosas. Toda la corte se alegró a más no poder; sólo la menor no estaba muy contenta pues, no teniendo ya sobre su hermana la ventaja de la inteligencia, a su lado no parecía ahora más que un bicho desagradable. El rey tomaba en cuenta sus opiniones y aun a veces celebraba el consejo en sus aposentos.

Habiéndose difundido la noticia de este cambio, todos los jóvenes príncipes de los reinos vecinos se esforzaban por hacerse amar, y casi todos la pidieron en matrimonio; pero ella encontraba que ninguno tenía inteligencia suficiente y los escuchaba a todos sin comprometerse. Sin embargo, se presentó un pretendiente tan poderoso, tan rico, tan genial y tan apuesto que no pudo refrenar una inclinación hacia él. Al notarlo, su padre le dijo que ella sería dueña de elegir a su esposo y no tenía más que declararse. Pero como mientras más inteligencia se tiene más cuesta tomar una resolución definitiva en esta materia, ella luego de agradecer a su padre, le pidió un tiempo para reflexionar.

Fue casualmente a pasear por el mismo bosque donde había encontrado a Riquet-el-del-Copete, a fin de meditar con tranquilidad sobre lo que haría. Mientras se paseaba, hundida en sus pensamientos, oyó un ruido sordo bajo sus pies, como de gente que va y viene y está en actividad. Escuchando con atención, oyó que alguien decía: "Tráeme esa marmita"; otro: "Dame esa caldera"; y el otro: "Echa leña a ese fuego". En ese momento la tierra se abrió, y pudo ver, bajo sus pies, una especie de enorme cocina llena de cocineros, pinches y toda clase de servidores como para preparar un magnífico festín. Salió de allí un grupo de unos veinte encargados de las carnes que fueron a instalarse en un camino del bosque alrededor de un largo mesón quienes, tocino en mano y cola de zorro en la oreja, se pusieron a trabajar rítmicamente al son de una armoniosa canción.

La princesa, asombrada ante tal espectáculo, les preguntó para quién estaban trabajando.

—Es, contestó el que parecía el jefe, para el príncipe Riquet-el-del-Copete, cuyas bodas se celebrarán mañana.

La princesa, más asombrada aún, y recordando de pronto que ese día se cumplía un año en que había prometido casarse con el príncipe Riquet-el-del-Copete, casi se cayó de espaldas. No lo recordaba porque, cuando hizo tal promesa, era estúpida, y al recibir la inteligencia que el príncipe le diera, había olvidado todas sus tonterías.

No había alcanzado a caminar treinta pasos continuando su paseo, cuando Riquet-el-del-Copete se presentó ante ella, elegante, magnífico, como un príncipe que se va a casar.

—Aquí me veis, señora, dijo él, puntual para cumplir con mi palabra, y no dudo que vos estéis aquí para cumplir con la vuestra y, al concederme vuestra mano, hacerme el más feliz de los hombres,

—Os confieso francamente, respondió la princesa, que aún no he tomado una resolución al respecto, y no creo que jamás pueda tomarla en, el sentido que vos deseáis.

—Me sorprendéis, señora, le dijo Riquet-el-del-Copete.

—Pues eso creo, replicó la princesa, y seguramente si tuviera que habérmelas con un patán, un hombre sin finura, estaría harto confundida. Una, princesa no tiene más que una palabra, me diría él, y os casaréis conmigo puesto que así lo prometisteis. Pero como el que está hablando conmigo es el hombre más inteligente del mundo, estoy segura que atenderá razones. Vos sabéis que cuando yo era sólo una tonta, no pude resolverme a aceptaros como esposo; ¿cómo queréis que teniendo la lucidez que vos me habéis otorgado, que me ha hecho aún más exigente respecto a las personas, tome hoy una resolución que no pude tomar en aquella época? Si pensabais casaros conmigo de todos modos, habéis hecho mal en quitarme mi simpleza y permitirme ver más claro que antes.

—Puesto que un hombre sin genio, respondió Riquet-el-del-Copete, estaría en su derecho, según acabáis de decir, al reprocharos vuestra falta de palabra, ¿por qué queréis, señora; que no haga uno de él, yo también, en algo que significa toda la dicha de mi vida? ¿Es acaso razonable que las personas dotadas de inteligencia estén en peor condición que los que no la tienen? ¿Podéis pretenderlo, vos que tenéis tanta y que tanto deseasteis tenerla? Pero vamos a los hechos, por favor. ¿Aparte de mi fealdad, hay alguna cosa en mí que os desagrade? ¿Os disguste mi origen, mi carácter, mis modales?

—De ningún modo, contestó la princesa, me agrada en vos todo lo que acabáis de decir.

—Si es así, replicó Riquet-el-del-Copete, seré feliz, ya que vos podéis hacer de mí el más atrayente de los hombres.

—¿Cómo puedo hacerlo? le dijo la princesa.

—Ello es posible, contestó Riquet-el-del-Copete, si me amáis lo suficiente como para desear que así sea; y para que no dudéis, señora, habéis de saber que la misma hada que al nacer yo, me otorgó el don de hacer inteligente a la persona que yo quisiera, os hizo a vos el don de darle belleza al hombre que habréis de amar si quisierais concederle tal favor.

—Si es así, dijo la princesa, deseo con toda mi alma que os convirtáis en el príncipe más hermoso y más atractivo del mundo; y os hago este don en la medida en que soy capaz.

Apenas la princesa hubo pronunciado estas palabras, Riquet-el-del-Copete pareció antes sus ojos el hombre más hermoso, más apuesto y más agradable que jamás hubiera visto. Algunos aseguran que no fue el hechizo del hada, sino el amor lo que operó esta metamorfosis. Dicen que la princesa, habiendo reflexionado sobre la perseverancia de su amante, sobre su discreción y todas las buenas cualidades de su alma y de su espíritu, ya no vio la deformidad de su cuerpo, ni la fealdad de su rostro; que su joroba ya no le pareció sino la postura de un hombre que se da importancia, y su cojera tan notoria hasta entonces a los ojos de ella, la veía ahora como un ademán que sus ojos bizcos le parecían aún más penetrantes, en cuya alteración veía ella el signo de un violento exceso de amor y, por último, que su gruesa nariz enrojecida tenía algo de heroico y marcial.

Comoquiera que fuese, la princesa le prometió en el acto que se casaría con él, siempre que obtuviera el consentimiento del rey su padre.

El rey, sabiendo que su hija sentía gran estimación por Riquet-el-del-Copete, a quien, por lo demás, él consideraba un príncipe muy inteligente y muy sabio, lo recibió complacido como yerno.

Al día siguiente mismo se celebraron las bodas, tal como Riquet-el-del-Copete lo tenía previsto y de acuerdo a las órdenes que había impartido con mucha anticipación.

MORALEJA

Lo que observamos en este cuento

más que ficción es verdad pura:

En quien amamos vemos talento,

todo lo amado tiene hermosura.

OTRA MORALEJA

En alguien puede la naturaleza

haber puesto colorido y belleza

que jamás el arte logrará igualar.

Mas para conmover a un corazón sensible

menos puede ese don que la gracia invisible

que el amor llega a detectar.

PIEL DE ASNO

Charles Perrault

piel de asno

PIEL DE ASNO

Charles Perrault

Érase una vez un rey tan famoso, tan amado por su pueblo, tan respetado por todos sus vecinos, que de él podía decirse que era el más feliz de los monarcas. Su dicha se confirmaba aún más por la elección que hiciera de una princesa tan bella como virtuosa; y estos felices esposos vivían en la más perfecta unión. De su casto himeneo había nacido una hija dotada de encantos y virtudes tales que no se lamentaban de tan corta descendencia.

La magnificencia, el buen gusto y la abundancia reinaban en su palacio. Los ministros eran hábiles y prudentes; los cortesanos virtuosos y leales, los servidores fieles y laboriosos. Sus caballerizas eran grandes y llenas de los más hermosos caballos del mundo, ricamente enjaezados. Pero lo que asombraba a los visitantes que acudían a admirar estas hermosas cuadras, era que en el sitio más destacado un señor asno exhibía sus grandes y largas orejas. Y no era por capricho sino con razón que el rey le había reservado un lugar especial y destacado. Las virtudes de este extraño animal merecían semejante distinción, pues la naturaleza lo había formado de modo tan extraordinario que su pesebre, en vez de suciedades, se cubría cada mañana con hermosos escudos y luises de todos tamaños, que eran recogidos a su despertar.

Pues bien, como las vicisitudes de la vida alcanzan tanto a los reyes como a los súbditos, y como siempre los bienes están mezclados con algunos males el cielo permitió que la reina fuese aquejada repentinamente de una penosa enfermedad para la cual, pese a la ciencia y a la habilidad de los médicos, no se pudo encontrar remedio.

La desolación fue general. El rey, sensible y enamorado, a pesar del famoso proverbio que dice que el matrimonio es la tumba del amor, sufría sin alivio, hacia encendidos votos a todos los templos de su reino, ofrecía su vida a cambio de la de su esposa tan querida; pero dioses y hadas eran invocados en vano.

La reina, sintiendo que se acercaba su última hora, dijo a su esposo que estaba deshecho en llanto:

—Permitidme, antes de morir, que os exija una cosa; si quisierais volver a casaros...

A estas palabras el rey, con quejas lastimosas, tomó las manos de su mujer, las baño de lágrimas, y asegurándole que estaba de más hablarle de un segundo matrimonio:

—No, no, dijo por fin, mi amada reina, habladme más bien de seguiros.

—El Estado, repuso la reina con una firmeza que aumentaba las lamentaciones de este príncipe, el Estado que exige sucesores ya que sólo os he dado una hija, debe apremiaros para que tengáis hijos que se os parezcan; mas os ruego, por todo el amor que me habéis tenido, no ceder a los apremios de vuestros súbditos sino hasta que encontréis una princesa más bella y mejor que yo. Quiero vuestra promesa, y entonces moriré contenta.

Es de presumir que la reina, que no carecía de amor propio, había exigido esta promesa convencida que nadie en el mundo podía igualarla, y se aseguraba de este modo que el rey jamás volviera a casarse. Finalmente, ella murió. Nunca un marido hizo tanto alarde: llorar, sollozar día y noche, menudo derecho que otorga la viudez, fue su única ocupación.

Los grandes dolores son efímeros. Además, los consejeros del Estado se reunieron y en conjunto fueron a pedirle al rey que volviera a casarse.

Esta proposición le pareció dura y le hizo derramar nuevas lágrimas. Invocó la promesa hecha a la reina, y los desafió a todos a encontrar una princesa más hermosa y más perfecta que su difunta esposa, pensando que aquello era imposible.

Pero el consejo consideró tal promesa como una bagatela, y opinó que poco importaba la belleza, con tal que una reina fuese virtuosa y nada estéril; que el Estado exigía príncipes para su tranquilidad y paz; que, a decir verdad, la infante tenía todas las cualidades para hacer de ella una buena reina, pero era preciso elegirle a un extranjero por esposo; y que entonces, o el extranjero se la llevaba con él o bien, si reinaba con ella, sus hijos no serían considerados del mismo linaje y además, no habiendo príncipe de su dinastía, los pueblos vecinos podían provocar guerras que acarrearían la ruina del reino. El rey, movido por estas consideraciones, prometió que lo pensaría.

Efectivamente, buscó entre las princesas casaderas cuál podría convenirle. A diario le llevaban retratos atractivos; pero ninguno exhibía los encantos de la difunta reina. De este modo, no tomaba decisión alguna.

Por desgracia, empezó a encontrar que la infanta, su hija, era no solamente hermosa y bien formada, sino que sobrepasaba largamente a la reina su madre en inteligencia y agrado. Su juventud, la atrayente frescura de su hermosa piel, inflamó al rey de un modo tan violento que no pudo ocultárselo a la infanta, diciéndole que había resuelto casarse con ella pues era la única que podía desligarlo de su promesa.

La joven princesa, llena de virtud y pudor, creyó desfallecer ante esta horrible proposición. Se echó a los pies del rey su padre, y le suplicó con toda la fuerza de su alma, que no la obligara a cometer un crimen semejante.

El rey, que estaba empecinado con este descabellado proyecto, había consultado a un anciano druida, para tranquilizar la conciencia de la joven princesa. Este druida, más ambicioso que religioso, sacrificó la causa de la inocencia y la virtud al honor de ser confidente de un poderoso rey. Se insinuó con tal destreza en el espíritu del rey, le suavizó de tal manera el crimen que iba a cometer, que hasta lo persuadió de estar haciendo una obra pía al casarse con su hija.

El rey, halagado por el discurso de aquel malvado, lo abrazó y salió más empecinado que nunca con su proyecto: hizo dar órdenes a la infanta para que se preparara a obedecerle.

La joven princesa, sobrecogida de dolor, pensó en recurrir a su madrina, el hada de las Lilas. Con este objeto, partió esa misma noche en un lindo cochecito tirado por un cordero que sabía todos los caminos. Llegó a su destino con toda felicidad. El hada, que amaba a la infanta, le dijo que ya estaba enterada de lo que venía a decirle, pero que no se preocupara: nada podía pasarle si ejecutaba fielmente todo lo que le indicaría.

—Porque, mi amada niña, le dijo, sería una falta muy grave casaros con vuestro padre; pero, sin necesidad de contradecirlo, podéis evitarlo: decidle que para satisfacer un capricho que tenéis, es preciso que os regale un vestido color del tiempo. Jamás, con todo su amor y su poder podrá lograrlo.

La princesa le dio las gracias a su madrina, y a la mañana siguiente le dijo al rey su padre lo que el hada le había aconsejado y reiteró que no obtendrían de ella consentimiento alguno hasta tener el vestido color del tiempo.

El rey, encantado con la esperanza que ella le daba, reunió a los más famosos costureros y les encargó el vestido bajo la condición de que si no eran capaces dé realizarlo los haría ahorcar a todos.

No tuvo necesidad de llegar a ese extremo: a los dos días trajeron el tan ansiado traje. El firmamento no es de un azul más bello, cuando lo circundan nubes de oro, que este hermoso vestido al ser desplegado. La infanta se sintió toda acongojada y no sabía cómo salir del paso. El rey apremiaba la decisión. Hubo que recurrir nuevamente a la madrina quien, asombrada porque su secreto no había dado resultado, le dijo que tratara de pedir otro vestido del color de la luna.

El rey, que nada podía negarle a su hija, mandó buscar a los más diestros artesanos, y les encargó en forma tan apremiante un vestido del color de la luna, que entre ordenarlo y traerlo no mediaron ni veinticuatro horas. La infanta, más deslumbrada por este soberbio traje que por la solicitud de su padre, se afligió desmedidamente cuando estuvo con sus damas y su nodriza.

El hada de las Lilas, que todo lo sabía, vino en ayuda de la atribulada princesa y le dijo:

—O me equivoco mucho, o creo que si pedís un vestido color del sol lograremos desalentar al rey vuestro padre, pues jamás podrán llegar a confeccionar un vestido así.

La infanta estuvo de acuerdo y pidió el vestido; y el enamorado rey entregó sin pena todos los diamantes y rubíes de su corona para ayudar a esta obra maravillosa, con la orden de no economizar nada para hacer esta prenda semejante al sol: Fue así que cuando el vestido apareció, todos los que lo vieron desplegado tuvieron que cerrar los ojos, tan deslumbrante era.

¡Cómo se puso la infanta ante esta visión! Jamás se había visto algo tan hermoso y tan artísticamente trabajado. Se sintió confundida; y con el pretexto de que a la vista del traje le habían dolido los ojos, se retiró a su aposento donde el hada la esperaba, de lo más avergonzada. Fue peor aún, pues al ver el vestido color del sol, se puso roja de ira.

—¡Oh!, como último recurso, hija mía, —le dijo a la princesa, vamos a someter al indigno amor de vuestro padre a una terrible prueba. Lo creo muy empecinado con este matrimonio, que él cree tan próximo; pero pienso que quedará un poco aturdido si le hacéis el pedido que os aconsejo: la piel de ese asno que ama tan apasionadamente y que subvenciona tan generosamente todos sus gastos. Id, y no dejéis de decirle que deseáis esa piel.

La princesa, encantada de encontrar una nueva manera de eludir un matrimonio que detestaba, y pensando que su padre jamás se resignaría a sacrificar su asno, fue a verlo y le expuso su deseo de tener la piel de aquel bello animal.

Aunque extrañado por este capricho, el rey no vaciló en satisfacerlo. El pobre asno fue sacrificado y su piel galantemente llevada a la infanta quien, no viendo ya ningún otro modo de esquivar su desgracia, iba a caer en la desesperación cuando su madrina acudió.

—¿Qué hacéis, hija mía?, dijo, viendo a la princesa arrancándose los cabellos y golpeándose sus hermosas mejillas. Este es el momento más hermoso de vuestra vida. Cubríos con esta piel, salid del palacio y partid hasta donde la tierra pueda llevaros: cuando se sacrifica todo a la virtud, los dioses saben recompensarlo. ¡Partid! Yo me encargo de que todo vuestro tocador y vuestro guardarropa os sigan a todas partes; dondequiera que os detengáis, vuestro cofre conteniendo vestidos, alhajas, seguirá vuestros pasos bajo tierra; y he aquí mi varita, que os doy: al golpear con ella el suelo cuando necesitéis vuestro cofre, éste aparecerá ante vuestros ojos. Mas, apresuraos en partid, no tardéis más.

La princesa abrazó mil veces a su madrina, le rogó que no la abandonara, se revistió con la horrible piel luego de haberse refregado con hollín de la chimenea, y salió de aquel suntuoso palacio sin que nadie la reconociera.

La ausencia de la infanta causó gran revuelo. El rey, que había hecho preparar una magnífica fiesta, estaba desesperado e inconsolable. Hizo salir a mas de cien guardias y más de mil mosqueteros en busca de su hija; pero el hada, que la protegía, la hacía invisible a los más hábiles rastreos. De modo que al fin hubo que resignarse.

Mientras tanto, la princesa caminaba. Llegó lejos, muy lejos, todavía más lejos, en todas partes buscaba un trabajo. Pero, aunque por caridad le dieran de comer, la encontraban tan mugrienta qué nadie la tomaba.

Andando y andando, entró a una hermosa ciudad, a cuyas puertas había una granja; la granjera necesitaba una sirvienta para lavar la ropa de cocina, y limpiar los pavos y las pocilgas de los puercos. Esta mujer, viendo a aquella viajera tan sucia; le propuso entrar a servir a su casa, lo que la infanta aceptó con gusto, tan cansada estaba de todo lo que había caminado.

La pusieron en un rincón apartado de la cocina donde, durante los primeros días, fue el blanco de las groseras bromas de la servidumbre, así era la repugnancia que inspiraba su piel de asno.

Al fin se acostumbraron; además ella ponía tanto empeño en cumplir con sus tareas que la granjera la tomó bajo su protección. Estaba encargada de los corderos, los metía al redil cuando era preciso: llevaba a los pavos a pacer, todo con una habilidad como si nunca hubiese hecho otra cosa. Así pues, todo fructificaba bajo sus bellas manos.

Un día estaba sentada junto a una fuente de agua clara, donde deploraba a menudo su triste condición, se le ocurrió mirarse; la horrible piel de asno que constituía su peinado y su ropaje, la espantó. Avergonzada de su apariencia, se refregó hasta que se sacó toda la mugre de la cara y de las manos las que quedaron más blancas que el marfil, y su hermosa tez recuperó su frescura natural.

La alegría de verse tan bella le provocó el deseo de bañarse, lo que hizo; pero tuvo que volver a ponerse la indigna piel para volver a la granja. Felizmente, el día siguiente era de fiesta; así pues, tuvo tiempo para sacar su cofre, arreglar su apariencia, empolvar sus hermosos cabellos y ponerse su precioso traje color del tiempo. Su cuarto era tan pequeño que no se podía extender la cola de aquel magnífico vestido. La linda princesa se miraba y se admiraba a sí misma con razón, de modo que, para no aburrirse, decidió ponerse por turno todas sus hermosas tenidas los días de fiesta y los domingos, lo que hacía puntualmente. Con un arte admirable, adornaba sus cabellos mezclando flores y diamantes; a menudo suspiraba pensando que los únicos testigos de su belleza eran sus corderos y sus pavos que la amaban igual con su horrible piel de asno, que había dado origen al apodo con que la nombraban en la granja.

Un día de fiesta en que Piel de Asno se había puesto su vestido color del sol, el hijo del rey, a quien pertenecía esta granja, hizo allí un alto para descansar al volver de caza. El príncipe era joven, hermoso y apuesto; era el amor de su padre y de la reina su madre, y su pueblo lo adoraba. Ofrecieron a este príncipe una colación campestre, que él aceptó; luego se puso a recorrer los gallineros y todos los rincones.

Yendo así de un lugar a otro entró por un callejón sombrío al fondo del cual vio una puerta cerrada. Llevado por la curiosidad, puso el ojo en la cerradura. ¿pero qué le pasó al divisar a una princesa tan bella y ricamente vestida, que por su aspecto noble y modesto, él tomó por una diosa? El ímpetu del sentimiento que lo embargó en ese momento lo habría llevado a forzar la puerta, a no mediar el respeto que le inspirara esta persona maravillosa.

Tuvo que hacer un esfuerzo para regresar por ese callejón oscuro y sombrío, pero lo hizo para averiguar quién vivía en ese pequeño cuartito. Le dijeron que era una sirvienta que se llamaba Piel de Asno a causa de la piel con que se vestía; y que era tan mugrienta y sucia que nadie la miraba ni le hablaba, y que la habían tomado por lástima para que cuidara los corderos y los pavos.

El príncipe, no satisfecho con estas referencias, se dio cuenta que estas gentes rudas no sabían nada más y que era inútil hacerles más preguntas. Volvió al palacio del rey su padre, indeciblemente enamorado, teniendo constantemente ante sus ojos la imagen de esta diosa que había visto por el ojo de la cerradura. Se lamentó de no haber golpeado a la puerta, y decidió que no dejaría de hacerlo la próxima vez.

Pero la agitación de su sangre, causada por el ardor de su amor, le provocó esa misma noche una fiebre tan terrible que pronto decayó hasta el más grave extremo. La reina su madre, que tenía este único hijo, se desesperaba al ver que todos los remedios eran inútiles. En vano prometía las más suntuosas recompensas a los médicos; éstos empleaban todas sus artes, pero nada mejoraba al príncipe. Finalmente, adivinaron que un sufrimiento mortal era la causa de todo este daño; se lo dijeron a la reina quien, llena de ternura por su hijo, fue a suplicarle que contara la causa de su mal; y aunque se tratara de que le cedieran la corona, el rey su padre bajaría de su trono sin pena para hacerlo subir a él; que si deseaba a alguna princesa, aunque se estuviera en guerra con el rey su padre y hubiese justos motivos de agravio, sacrificarían todo para darle lo que deseaba; pero le suplicaba que no se dejara morir, puesto que de su vida dependía la de sus padres. La reina terminó este conmovedor discurso no sin antes derramar un torrente de lágrimas sobre el rostro de su hijo.

—Señora, le dijo por fin el príncipe, con una voz muy débil, no soy tan desnaturalizado como para desear la corona de mi padre; ¡quiera el cielo que él viva largos años y me acepte durante mucho tiempo como el más respetuoso y fiel de sus súbditos! En cuanto a las princesas que me ofrecéis; aún no he pensado en casarme; y bien sabéis que, sumiso como soy a vuestras voluntades, os obedeceré siempre, a cualquier precio.

—¡Ah!, hijo mío, repuso la reina, ningún precio es muy alto para salvarte la vida; mas, querido hijo, salva la mía y la del rey tu padre, diciéndome lo que deseas, y ten la plena seguridad que te será acordado.

—¡Pues bien!, señora, dijo él, si tengo que descubriros mi pensamiento, os obedeceré. Me sentiría un criminal si pongo en peligro dos cabezas que me son tan queridas. Sí, madre mía, deseo que Piel de Asno me haga una torta y tan pronto como esté hecha, me la traigan.

La reina, sorprendida ante este extraño nombre, preguntó quién era Piel de Asno.

—Es, señora, replicó uno de sus oficiales que por casualidad había visto a esa niña, el bicho más vil después del lobo; una negra, una mugrienta que vive en vuestra granja y que cuida vuestros pavos.

—No importa, dijo la reina, mi hijo, al volver de caza, ha probado tal vez su pastelería; es una fantasía de enfermo. En una palabra, quiero que Piel de Asno, puesto que de Piel de Asno se trata le haga ahora mismo una torta.

Corrieron a la granja y llamaron a Piel de Asno para ordenarle que hiciera con el mayor esmero una torta para el príncipe.

Algunos autores sostienen que Piel de Asno, cuando el príncipe había puesto sus ojos en la cerradura, con los suyos lo había visto; y que en seguida, mirando por su ventanuco, había mirado a aquel príncipe tan joven, tan hermoso y bien plantado que no había podido olvidar su imagen y que a menudo ese recuerdo le arrancaba suspiros.

Como sea, si Piel de Asno lo vio o había oído decir de él muchos elogios, encantada de hallar una forma para darse a conocer, se encerró en su cuartucho, se sacó su fea piel, se lavó manos y rostro, peinó sus rubios cabellos, se puso un corselete de plata brillante, una falda igual, y se puso a hacer la torta tan apetecida: usó la más pura harina, huevos y mantequilla fresca. Mientras trabajaba, ya fuera de adrede o de otra manera, un anillo que llevaba en el dedo cayó dentro de la masa y se mezcló a ella. Cuando la torta estuvo cocida, se colocó su horrible piel y fue a entregar la torta al oficial, a quien le preguntó por el príncipe; pero este hombre, sin dignarse contestar, corrió donde el príncipe a llevarle la torta.

El príncipe la arrebató de manos de aquel hombre, y se la comió con tal avidez que los médicos presentes no dejaron de pensar que este furor no era buen signo. En efecto, el príncipe casi se ahogó con el anillo que encontró en uno de los pedazos, pero se lo sacó diestramente de la boca; y el ardor con que devoraba la torta se calmó, al examinar esta fina esmeralda montada en un junquillo de oro cuyo círculo era tan estrecho que, pensó él, sólo podía caber en el más hermoso dedito del mundo.

Besó mil veces el anillo, lo puso bajo sus almohadas, y lo sacaba cada vez que sentía que nadie lo observaba. Se atormentaba imaginando cómo hacer venir a aquélla a quien este anillo le calzara; no se atrevía a creer, si llamaba a Piel de Asno que había hecho la torta, que le permitieran hacerla venir; no se atrevía tampoco a contar lo que había visto por el ojo de la cerradura temiendo ser objeto de burla y tomado por un visionario; acosado por todos estos pensamientos simultáneos, la fiebre volvió a aparecer con fuerza. Los médicos, no sabiendo ya qué hacer, declararon a la reina que el príncipe estaba enfermo de amor. La reina acudió donde su hijo acompañada del rey que se desesperaba.

—Hijo mío, hijo querido, exclamó el monarca, afligido, nómbranos a la que quieres. Juramos que te la daremos, aunque fuese la más vil de las esclavas.

Abrazándolo, la reina le reiteró la promesa del rey. El príncipe, enternecido por las lágrimas y caricias de los autores de sus días, les dijo:

—Padre y madre míos, no me propongo hacer una alianza que os disguste. Y en prueba de esta verdad, añadió, sacando la esmeralda que escondía bajo la cabecera, me casaré con aquella a quien le venga este anillo; y no parece que la que tenga este precioso dedo sea una campesina ordinaria.

El rey y la reina tomaron el anillo, lo examinaron con curiosidad, y pensaron, al igual que el príncipe, que este anillo no podía quedarle bien sino a una joven de alta alcurnia. Entonces el rey, abrazando a su hijo y rogándole que sanara, salió, hizo tocar los tambores, los pífanos y las trompetas por toda la ciudad, y anunciar por los heraldos que no tenían más que venir al palacio a probarse el anillo; y aquella a quien le cupiera justo se casaría con el heredero del trono.

Las princesas acudieron primero, luego las duquesas, las marquesas y las baronesas; pero por mucho que se hubieran afinado los dedos, ninguna pudo ponerse el anillo. Hubo que pasar a las modistillas que, con ser tan bonitas, tenían los dedos demasiado gruesos. El príncipe, que se sentía mejor, hacía él mismo probar el anillo.

Al fin les tocó el turno a las camareras, que no tuvieron mejor resultado. Ya no quedaba nadie que no hubiese ensayado infructuosamente la joya, cuando el príncipe pidió que vinieran las cocineras, las ayudantes, las cuidadoras de rebaños. Todas acudieron, pero sus dedos regordetes; cortos y enrojecidos no dejaron pasar el anillo más allá de la una.

—¿Hicieron venir a esa Piel de Asno que me hizo una torta en días pasados? dijo el príncipe.

Todos se echaron a reír y le dijeron que no, era demasiado inmunda y repulsiva.

—¡Que la traigan en el acto! dijo el rey. No se dirá que yo haya hecho una excepción.

La princesa; que había escuchado los tambores y los gritos de los heraldos, se imaginó muy bien que su anillo era lo que provocaba este alboroto. Ella amaba al príncipe y como el verdadero amor es timorato y carece de vanidad, continuamente la asaltaba el temor de que alguna dama tuviese el dedo tan menudo como el suyo. Sintió, pues, una gran alegría cuando vinieron a buscarla y golpearon a su puerta.

Desde que supo que buscaban un dedo adecuado a su anillo, no se sabe qué esperanza la había llevado a peinarse cuidadosamente y a ponerse su hermoso corselete de plata con la falda llena de adornos de encaje de plata, salpicados de esmeraldas. Tan pronto como oyó que golpeaban a su puerta y que la llamaban para presentarse ante el príncipe, se cubrió rápidamente con su piel de asno, abrió su puerta y aquellas gentes, burlándose de ella, le dijeron que el rey la llamaba para casarla con su hijo. Luego, en medio de estruendosas risotadas, la condujeron donde el príncipe quien, sorprendido él mismo por el extraño atavío de la joven, no se atrevió a creer que era la misma que había visto tan elegante y bella. Triste y confundido por haberse equivocado, le dijo:

—Sois vos la que habitáis al fondo de ese callejón oscuro, en el tercer gallinero de la granja?

—Sí, su señoría, respondió ella.

—Mostradme vuestra mano, dijo él temblando y dando un hondo suspiro.

¡Señores! ¿quién quedó asombrado? Fueron el rey y la reina, así como todos los chambelanes y los grandes de la corte, cuando de adentro de esa piel negra y sucia, se alzó una mano delicada, blanca y sonrosada, y el anillo entró sin esfuerzo en el dedito más lindo del mundo; y, mediante un leve movimiento que hizo caer la piel, la infanta apareció de una belleza tan deslumbrante que el príncipe, aunque todavía estaba débil, Se puso a sus pies y le estrechó las rodillas con un ardor que a ella la hizo enrojecer. Pero casi no se dieron cuenta pues el rey y la reina fueron a abrazar a la princesa, pidiéndole si quería casarse con su hijo.

La princesa, confundida con tantas caricias y ante el amor que le demostraba el joven príncipe, iba sin embargo a darles las gracias, cuando el techo del salón se abrió, y el hada de las Lilas, bajando en un carro hecho de ramas y de las flores de su nombre, contó, con infinita gracia, la historia de la infanta.

El rey y la reina, encantados al saber que Piel de Asno era una gran princesa, redoblaron sus muestras de afecto; pero el príncipe fue más sensible ante la virtud de la princesa, y su amor creció al saberlo. La impaciencia del príncipe por casarse con la princesa fue tanta, que a duras penas dio tiempo para los preparativos apropiados a este augusto matrimonio.

El rey y la reina, que estaban locos con su nuera, le hacían mil cariños y siempre la tenían abrazada. Ella había declarado que no podía casarse con el príncipe sin el consentimiento del rey su padre. De modo que fue el primero a quien le enviaran una invitación, sin decirle quién era la novia; el hada de las Lilas, que supervigilaba todo, como era natural, lo había exigido a causa de las consecuencias.

Vinieron reyes de todos los países; unos en silla de manos, otros en calesa, unos más distantes montados sobre elefantes, sobre tigres, sobre águilas: pero el más imponente y magnífico de los ilustres personajes fue el padre de la princesa quien, felizmente había olvidado su amor descarriado y había contraído nupcias con una viuda muy hermosa que no le había dado hijos.

La princesa corrió a su encuentro; él la reconoció en el acto y la abrazó con una gran ternura, antes que ella tuviera tiempo de echarse a sus pies. El rey y la reina le presentaron a su hijo, a quien colmó de amistad. Las bodas se celebraron con toda pompa imaginable. Los jóvenes esposos, poco sensibles a estas magnificencias, sólo tenían ojos para ellos mismos.

El rey, padre del príncipe, hizo coronar a su hijo ese mismo día y, besándole la mano, lo puso en el trono, pese a la resistencia de aquel hijo bien nacido; pero había que obedecer.

Las fiestas de esta ilustre boda duraron cerca de tres meses y el amor de los dos esposos todavía duraría si los dos no hubieran muerto cien años después.

MORALEJA

El cuento de Piel de Asno parece exagerado;

pero mientras existan en el mundo criaturas

y haya madres y abuelas que narren aventuras,

estará su recuerdo conservado.

BARBA AZUL

Charles Perrault

BARBA AZUL

BARBA AZUL

Charles Perrault

Érase una vez un hombre que tenía hermosas casas en la ciudad y en el campo, vajilla de oro y plata, muebles forrados en finísimo brocado y carrozas todas doradas. Pero desgraciadamente, este hombre tenía la barba azul; esto le daba un aspecto tan feo y terrible que todas las mujeres y las jóvenes le arrancaban.

Una vecina suya, dama distinguida, tenía dos hijas hermosísimas. Él le pidió la mano de una de ellas, dejando a su elección cuál querría darle. Ninguna de las dos quería y se lo pasaban una a la otra, pues no podían resignarse a tener un marido con la barba azul. Pero lo que más les disgustaba era que ya se había casado varias veces y nadie sabia qué había pasado con esas mujeres.

Barba Azul, para conocerlas, las llevó con su madre y tres o cuatro de sus mejores amigas, y algunos jóvenes de la comarca, a una de sus casas de campo, donde permanecieron ocho días completos. El tiempo se les iba en paseos, cacerías, pesca, bailes, festines, meriendas y cenas; nadie dormía y se pasaban la noche entre bromas y diversiones. En fin, todo marchó tan bien que la menor de las jóvenes empezó a encontrar que el dueño de casa ya no tenía la barba tan azul y que era un hombre muy correcto.

Tan pronto hubieron llegado a la ciudad, quedó arreglada la boda. Al cabo de un mes, Barba Azul le dijo a su mujer que tenía que viajar a provincia por seis semanas a lo menos debido a un negocio importante; le pidió que se divirtiera en su ausencia, que hiciera venir a sus buenas amigas, que las llevara al campo si lo deseaban, que se diera gusto.

—He aquí, le dijo, las llaves de los dos guardamuebles, éstas son las de la vajilla de oro y plata que no se ocupa todos los días, aquí están las de los estuches donde guardo mis pedrerías, y ésta es la llave maestra de todos los aposentos. En cuanto a esta llavecita, es la del gabinete al fondo de la galería de mi departamento: abrid todo, id a todos lados, pero os prohibo entrar a este pequeño gabinete, y os lo prohibo de tal manera que si llegáis a abrirlo, todo lo podéis esperar de mi cólera.

Ella prometió cumplir exactamente con lo que se le acababa de ordenar; y él, luego de abrazarla, sube a su carruaje y emprende su viaje.

Las vecinas y las buenas amigas no se hicieron de rogar para ir donde la recién casada, tan impacientes estaban por ver todas las riquezas de su casa, no habiéndose atrevido a venir mientras el marido estaba presente a causa de su barba azul que les daba miedo.

De inmediato se ponen a recorrer las habitaciones, los gabinetes, los armarios de trajes, a cual de todos los vestidos más hermosos y más ricos. Subieron en seguida a los guardamuebles, donde no se cansaban de admirar la cantidad y magnificencia de las tapicerías, de las camas, de los sofás, de los bargueños, de los veladores, de las mesas y de los espejos donde uno se miraba de la cabeza a los pies, y cuyos marcos, unos de cristal, los otros de plata o de plata recamada en oro, eran los más hermosos y magníficos que jamas se vieran. No cesaban de alabar y envidiar la felicidad de su amiga quien, sin embargo, no se divertía nada al ver tantas riquezas debido a la impaciencia que sentía por ir a abrir el gabinete del departamento de su marido.

Tan apremiante fue su curiosidad que, sin considerar que dejarlas solas era una falta de cortesía, bajó por una angosta escalera secreta y tan precipitadamente, que estuvo a punto de romperse los huesos dos o tres veces. Al llegar á la puerta del gabinete, se detuvo durante un rato, pensando en la prohibición que le había hecho su marido, y temiendo que esta desobediencia pudiera acarrearle alguna desgracia. Pero la tentación era tan grande que no pudo superarla: tomó, pues, la llavecita y temblando abrió la puerta del gabinete.

Al principio no vio nada porque las ventanas estaban cerradas; al cabo de un momento, empezó a ver que el piso se hallaba todo cubierto de sangre coagulada, y que en esta sangre se reflejaban los cuerpos de varias mujeres muertas y atadas a las murallas (eran todas las mujeres que habían sido las esposas de Barba Azul y que él había degollado una tras otra).

Creyó que se iba a morir de miedo, y la llave del gabinete que había sacado de la cerradura se le cayó de la mano. Después de reponerse un poco, recogió la llave, volvió a salir y cerró la puerta; subió a su habitación para recuperar un poco la calma; pero no lo lograba, tan conmovida estaba.

Habiendo observado que la llave del gabinete estaba manchada de sangre, la limpió dos o tres veces, pero la sangre no se iba; por mucho que la lavara y aún la resfregara con arenilla, la sangre siempre estaba allí, porque la llave era mágica, y no había forma de limpiarla del todo: si se le sacaba la mancha de un lado, aparecía en el otro.

Barba Azul regresó de su viaje esa misma tarde diciendo que en el camino había recibido cartas informándole que el asunto motivo del viaje acababa de finiquitarse a su favor. Su esposa hizo todo lo que pudo para demostrarle que estaba encantada con su pronto regreso.

Al día siguiente, él le pidió que le devolviera las llaves y ella se las dio, pero con una mano tan temblorosa que él adivinó sin esfuerzo todo lo que había pasado.

—¿Y por qué, le dijo, la llave del gabinete no está con las demás?

—Tengo que haberla dejado, contestó ella allá arriba sobre mi mesa.

—No dejéis de dármela muy pronto, dijo Barba Azul.

Después de aplazar la entrega varias veces, no hubo más remedio que traer la llave.

Habiéndola examinado, Barba Azul dijo a su mujer:

—¿Por qué hay sangre en esta llave?

—No lo sé, respondió la pobre mujer, pálida corno una muerta.

—No lo sabéis, repuso Barba Azul, pero yo sé muy bien. ¡Habéis tratado de entrar al gabinete! Pues bien, señora, entraréis y ocuparéis vuestro lugar junto a las damas que allí habéis visto.

Ella se echó a los pies de su marido, llorando y pidiéndole perdón, con todas las demostraciones de un verdadero arrepentimiento por no haber sido obediente. Habría enternecido a una roca, hermosa y afligida como estaba; pero Barba Azul tenía el corazón más duro que una roca.

—Hay que morir, señora, le dijo, y de inmediato.

—Puesto que voy a morir, respondió ella mirándolo con los ojos bañados de lágrimas, dadme un poco de tiempo para rezarle a Dios.

—Os doy medio cuarto de hora, replicó Barba Azul, y ni un momento más.

Cuando estuvo sola llamó a su hermana y le dijo:

—Ana, (pues así se llamaba), hermana mía, te lo ruego, sube a lo alto de la torre, para ver si vienen mis hermanos, prometieron venir hoy a verme, y si los ves, hazles señas para que se den prisa.

La hermana Ana subió a lo alto de la torre, y la pobre afligida le gritaba de tanto en tanto;

—Ana, hermana mía, ¿no ves venir a nadie?

Y la hermana respondía:

—No veo más que el sol que resplandece y la hierba que reverdece.

Mientras tanto Barba Azul, con un enorme cuchillo en la mano, le gritaba con toda sus fuerzas a su mujer:

—Baja pronto o subiré hasta allá.

—Esperad un momento más, por favor, respondía su mujer; y a continuación exclamaba en voz baja: Ana, hermana mía, ¿no ves venir a nadie?

Y la hermana Ana respondía:

—No veo más que el sol que resplandece y la hierba que reverdece.

—Baja ya, gritaba Barba Azul, o yo subiré.

—Voy en seguida, le respondía su mujer; y luego suplicaba: Ana, hermana mía, ¿no ves venir a nadie?

—Veo, respondió la hermana Ana, una gran polvareda que viene de este lado.

—¿Son mis hermanos?

—¡Ay, hermana, no! es un rebaño de ovejas.

—¿No piensas bajar? gritaba Barba Azul.

—En un momento más, respondía su mujer; y en seguida clamaba: Ana, hermana mía, ¿no ves venir a nadie?

Veo, respondió ella, a dos jinetes que vienen hacia acá, pero están muy lejos todavía... ¡Alabado sea Dios! exclamó un instante después, son mis hermanos; les estoy haciendo señas tanto como puedo para que se den prisa.

Barba Azul se puso a gritar tan fuerte que toda la casa temblaba. La pobre mujer bajó y se arrojó a sus pies, deshecha en lágrimas y enloquecida.

—Es inútil, dijo Barba Azul, hay que morir.

Luego, agarrándola del pelo con una mano, y levantando la otra con el cuchillo se dispuso a cortarle la cabeza. La infeliz mujer, volviéndose hacia él y mirándolo con ojos desfallecidos, le rogó que le concediera un momento para recogerse.

—No, no, dijo él, encomiéndate a Dios; y alzando su brazo...

En ese mismo instante golpearon tan fuerte a la puerta que Barba Azul se detuvo bruscamente; al abrirse la puerta entraron dos jinetes que, espada en mano, corrieron derecho hacia Barba Azul.

Este reconoció a los hermanos de su mujer, uno dragón y el otro mosquetero, de modo que huyó para guarecerse; pero los dos hermanos lo persiguieron tan de cerca, que lo atraparon antes que pudiera alcanzar a salir. Le atravesaron el cuerpo con sus espadas y lo dejaron muerto. La pobre mujer estaba casi tan muerta como su marido, y no tenía fuerzas para levantarse y abrazar a sus hermanos.

Ocurrió que Barba Azul no tenía herederos, de modo que su esposa pasó a ser dueña de todos sus bienes. Empleó una parte en casar a su hermana Ana con un joven gentilhombre que la amaba desde hacía mucho tiempo; otra parte en comprar cargos de Capitán a sus dos hermanos; y el resto a casarse ella misma con un hombre muy correcto que la hizo olvidar los malos ratos pasados con Barba Azul.

MORALEJA

La curiosidad, teniendo sus encantos,

a menudo se paga con penas y con llantos;

a diario mil ejemplos se ven aparecer.

Es, con perdón del sexo, placer harto menguado;

no bien se experimenta cuando deja de ser;

y el precio que se paga es siempre exagerado.

OTRA MORALEJA

Por poco que tengamos buen sentido

y del mundo conozcamos el tinglado,

a las claras habremos advertido

que esta historia es de un tiempo muy pasado;

ya no existe un esposo tan terrible,

ni capaz de pedir un imposible,

aunque sea celoso, antojadizo.

Junto a su esposa se le ve sumiso

y cualquiera que sea de su barba el color,

cuesta saber, de entre ambos, cuál es amo y señor.

LA BELLA DURMIENTE DEL BOSQUE

Charles Perrault

la bella durmiente del bosque


LA BELLA DURMIENTE DEL BOSQUE

Charles Perrault

Había una vez un rey y una reina que estaban tan afligidos por no tener hijos, tan afligidos que no hay palabras para expresarlo. Fueron a todas las aguas termales del mundo; votos, peregrinaciones, pequeñas devociones, todo se ensayó sin resultado.

Al fin, sin embargo, la reina quedó encinta y dio a luz una hija. Se hizo un hermoso bautizo; fueron madrinas de la princesita todas las hadas que pudieron encontrarse en la región (eran siete) para que cada una de ellas, al concederle un don, como era la costumbre de las hadas en aquel tiempo, colmara a la princesa de todas las perfecciones imaginables.

Después de las ceremonias del bautizo, todos los invitados volvieron al palacio del rey, donde había un gran festín para las hadas. Delante de cada una de ellas habían colocado un magnífico juego de cubiertos en un estuche de oro macizo, donde había una cuchara, un tenedor y un cuchillo de oro fino, adornado con diamantes y rubíes. Cuando cada cual se estaba sentando a la mesa, vieron entrar a una hada muy vieja que no había sido invitada porque hacia más de cincuenta años que no salía de una torre y la creían muerta o hechizada.

El rey le hizo poner un cubierto, pero no había forma de darle un estuche de oro macizo como a las otras, pues sólo se habían mandado a hacer siete, para las siete hadas. La vieja creyó que la despreciaban y murmuró entre dientes algunas amenazas. Una de las hadas jóvenes que se hallaba cerca la escuchó y pensando que pudiera hacerle algún don enojoso a la princesita, fue, apenas se levantaron de la mesa, a esconderse tras la cortina, a fin de hablar la última y poder así reparar en lo posible el mal que la vieja hubiese hecho.

Entretanto, las hadas comenzaron a conceder sus dones a la princesita. La primera le otorgó el don de ser la persona más bella del mundo, la siguiente el de tener el alma de un ángel, la tercera el de poseer una gracia admirable en todo lo que hiciera, la cuarta el de bailar a las mil maravillas, la quinta el de cantar como un ruiseñor, y la sexta el de tocar toda clase de instrumentos musicales a la perfección. Llegado el turno de la vieja hada, ésta dijo, meneando la cabeza, más por despecho que por vejez, que la princesa se pincharía la mano con un huso, lo que le causaría la muerte.

Este don terrible hizo temblar a todos los asistentes y no hubo nadie que no llorara. En ese momento, el hada joven salió de su escondite y en voz alta pronunció estas palabras:

—Tranquilizaos, rey y reina, vuestra hija no morirá; es verdad que no tengo poder suficiente para deshacer por completo lo que mi antecesora ha hecho. La princesa se clavará la mano con un huso; pero en vez de morir, sólo caerá en un sueño profundo que durará cien años, al cabo de los cuales el hijo de un rey llegará a despertarla.

Para tratar de evitar la desgracia anunciada por la anciana, el rey hizo publicar de inmediato un edicto, mediante el cual bajo pena de muerte, prohibía a toda persona hilar con huso y conservar husos en casa.

Pasaron quince o dieciséis años. Un día en que el rey y la reina habían ido a una de sus mansiones de recreo, sucedió que la joven princesa, correteando por el castillo, subiendo de cuarto en cuarto, llegó a lo alto de un torreón, a una pequeña buhardilla donde una anciana estaba sola hilando su copo. Esta buena mujer no había oído hablar de las prohibiciones del rey para hilar en huso.

—¿Qué hacéis aquí, buena mujer? —dijo la princesa. Estoy hilando, mi bella niña, le respondió la anciana, que no la conocía.

—¡Ah! qué lindo es, replicó la princesa, ¿cómo lo hacéis? Dadme, a ver si yo también puedo.

No hizo más que coger el huso, y siendo muy viva y un poco atolondrada, aparte de que la decisión de las hadas así lo habían dispuesto, cuando se clavó la mano con él y cayó desmayada.

La buena anciana, muy confundida, clama socorro. Llegan de todos lados, echan agua al rostro de la princesa, la desabrochan, le golpean las manos, le frotan las sienes con agua de la reina de Hungría; pero nada la reanima.

Entonces el rey, que acababa de regresar al palacio y había subido al sentir el alboroto, se acordó de la predicción de las hadas, y pensando que esto tenía que suceder ya que ellas lo habían dicho, hizo poner a la princesa en el aposento más hermoso del palacio, sobre una cama bordada en oro y plata. Se veía tan bella que parecía un ángel, pues el desmayo no le había quitado sus vivos colores: sus mejillas eran encarnadas y sus labios como el coral; sólo tenía los ojos cerrados, pero se la oía respirar suavemente, lo que demostraba que no estaba muerta. El rey ordenó que la dejaran dormir en reposo, hasta que llegase su hora de despertar.

El hada buena que le había salvado la vida, al hacer que durmiera cien años, se hallaba en el reino de Mataquin, a doce mil leguas de allí, cuando ocurrió el accidente de la princesa; pero en un instante recibió la noticia traída por un enanito que tenía botas de siete leguas (eran unas botas que recorrían siete leguas en cada paso). El hada partió de inmediato, y al cabo de una hora la vieron llegar en un carro de fuego tirado por dragones.

El rey la fue a recibir dándole la mano a la bajada del carro. Ella aprobó todo lo que él había hecho; pero como era muy previsora, pensó que cuando la princesa llegara a despertar, se sentiría muy confundida al verse sola en este viejo palacio.

Hizo lo siguiente: tocó con su varita todo lo que había en el castillo (salvo al rey y a la reina), ayas, damas de honor, mucamas, gentilhombres, oficiales, mayordomos, cocineros, tocó también todos los caballos que estaban en las caballerizas, con los palafreneros, los grandes perros de gallinero, y la pequeña Puf, la perrita de la princesa que estaba junto a ella sobre el lecho. Junto con tocarlos, se durmieron todos, para que despertaran al mismo tiempo que su ama, a fin de que estuviesen todos listos para atenderla llegado el momento; hasta los asadores, que estaban al fuego con perdices y faisanes, se durmieron, y también el fuego. Todo esto se hizo en un instante: las hadas no tardaban en realizar su tarea.

Entonces el rey y la reina luego de besar a su querida hija, sin que ella despertara, salieron del castillo e hicieron publicar prohibiciones de acercarse a él a quienquiera que fuese en todo el mundo. Estas prohibiciones no eran necesarias, pues en un cuarto de hora creció alrededor del parque tal cantidad de árboles grandes y pequeños, de zarzas y espinas entrelazadas unas con otras, que ni hombre ni bestia habría podido pasar; de modo que ya no se divisaba, sino lo alto de las torres del castillo y esto sólo de muy lejos. Nadie dudó de que esto fuese también obra del hada para que la princesa, mientras durmiera, no tuviera nada que temer de los curiosos.

Al cabo de cien años, el hijo de un rey que gobernaba en ese momento y que no era de la familia de la princesa dormida, andando de caza por esos lados, preguntó qué eran esas torres que divisaba por encima de un gran bosque muy espeso; cada cual le respondió según lo que había oído hablar. Unos decían que era un viejo castillo poblado de fantasmas; otros, que todos los brujos de la región celebraban allí sus reuniones. La opinión más corriente era que en ese lugar vivía un ogro y llevaba allí a cuanto niño podía atrapar, para comérselo a gusto y sin que pudieran seguirlo, teniendo él solamente el poder para hacerse un camino a través del bosque. El príncipe no sabía qué creer, hasta que un viejo campesino tomó la palabra y le dijo:

—Príncipe, hace más de cincuenta años le oí decir a mi padre que había en ese castillo una princesa, la más bella del mundo; que dormiría durante cien años y sería despertada por el hijo de un rey a quien ella estaba destinada.

Al escuchar este discurso, el joven príncipe se sintió enardecido; creyó sin vacilar que él pondría fin a tan hermosa aventura; e impulsado por el amor y la gloria, resolvió investigar al instante de qué se trataba.

Apenas avanzó hacia el bosque, esos enormes árboles, aquellas zarzas y espinas se apartaron solos para dejarlo pasar: caminó hacia el castillo que veía al final de una gran avenida adonde penetró, pero, ante su extrañeza, vio que ninguna de esas gentes había podido seguirlo porque los árboles se habían cerrado tras él. Continuó sin embargo su camino: un príncipe joven y enamorado es siempre valiente.

Llegó a un gran patio de entrada donde todo lo que apareció ante su vista era para helarlo de temor. Reinaba un silencio espantoso, por todas partes se presentaba la imagen de la muerte, era una de cuerpos tendidos de hombres y animales, que parecían muertos. Pero se dio cuenta, por la nariz granujienta y la cara rubicunda de los guardias, que sólo estaban dormidos, y sus jarras, donde aún quedaban unas gotas de vino, mostraban a las claras que se habían dormido bebiendo.

Atraviesa un gran patio pavimentado de mármol, sube por la escalera, llega a la sala de los guardias que estaban formados en hilera, la carabina al hombro, roncando a más y mejor. Atraviesa varias cámaras llenas de caballeros y damas, todos durmiendo, unos de pie, otros sentados; entra en un cuarto todo dorado, donde ve sobre una cama cuyas cortinas estaban abiertas, el más bello espectáculo que jamás imaginara: una princesa que parecía tener quince o dieciséis años cuyo brillo resplandeciente tenía algo luminoso y divino.

Se acercó temblando y en actitud de admiración se arrodilló junto a ella. Entonces, como había llegado el término del hechizo, la princesa despertó; y mirándolo con ojos más tiernos de lo que una primera vista parecía permitir:

—¿Sois vos, príncipe mío? —le dijo ella— bastante os habéis hecho esperar.

El príncipe, atraído por estas palabras y más aún por la forma en que habían sido dichas, no sabía cómo demostrarle su alegría y gratitud; le aseguró que la amaba más que a sí mismo. Sus discursos fueron inhábiles; por ello gustaron más; poca elocuencia, mucho amor, con eso se llega lejos. Estaba más confundido que ella, y no era para menos; la princesa había tenido tiempo de soñar con lo que le diría, pues parece (aunque la historia no lo dice) que el hada buena, durante tan prolongado letargo, le había procurado el placer de tener sueños agradables. En fin, hacía cuatro horas que hablaban y no habían conversado ni de la mitad de las cosas que tenían que decirse.

Entretanto, el palacio entero se había despertado junto con la princesa; todos se disponían a cumplir con su tarea, y como no todos estaban enamorados, ya se morían de hambre; la dama de honor, apremiada como los demás, le anunció a la princesa que la cena estaba servida. El príncipe ayudó a la princesa a levantarse y vio que estaba toda vestida, y con gran magnificencia; pero se abstuvo de decirle que sus ropas eran de otra época y que todavía usaba gorguera; no por eso se veía menos hermosa.

Pasaron a un salón de espejos y allí cenaron, atendido por los servidores de la princesa; violines y oboes interpretaron piezas antiguas pero excelentes, que ya no se tocaban desde hacía casi cien años; y después de la cena, sin pérdida de tiempo, el capellán los casó en la capilla del castillo, y la dama de honor les cerró las cortinas: durmieron poco, la princesa no lo necesitaba mucho, y el príncipe la dejó por la mañana temprano para regresar a la ciudad, donde su padre debía estar preocupado por él.

El príncipe le dijo que estando de caza se había perdido en el bosque y que había pasado la noche en la choza de un carbonero quien le había dado de comer queso y pan negro. El rey: su padre, que era un buen hombre, le creyó pero su madre no quedó muy convencida, y al ver que iba casi todos los días a cazar y que siempre tenía una excusa a mano cuando pasaba dos o tres noches afuera, ya no dudó que se trataba de algún amorío; pues vivió más de dos años enteros con la princesa y tuvieron dos hijos siendo la mayor una niña cuyo nombre era Aurora, y el segundo un varón a quien llamaron el Día porque parecía aún más bello que su hermana.

La reina le dijo una y otra vez a su hijo para hacerlo confesar, que había que darse gusto en la vida, pero él no se atrevió nunca a confiarle su secreto; aunque la quería, le temía, pues era de la raza de los ogros, y el rey se había casado con ella por sus riquezas; en la corte se rumoreaba incluso que tenía inclinaciones de ogro, Y que al ver pasar niños, le costaba un mundo dominarse para no abalanzarse sobre ellos; de modo que el príncipe nunca quiso decirle nada.

Mas, cuando murió el rey, al cabo de dos años, y él se sintió el amo, declaró públicamente su matrimonio y con gran ceremonia fue a buscar a su mujer al castillo. Se le hizo un recibimiento magnífico en la capital a donde ella entró acompañada de sus dos hijos.

Algún tiempo después, el rey fue a hacer la guerra contra el emperador Cantalabutte, su vecino. Encargó la regencia del reino a su madre, recomendándole mucho que cuidara a su mujer y a sus hijos. Debía estar en la guerra durante todo el verano, y apenas partió, la reina madre envió a su nuera y sus hijos a una casa de campo en el bosque para poder satisfacer más fácilmente sus horribles deseos. Fue allí algunos días más tarde y le dijo una noche a su mayordomo.

—Mañana para la cena quiero comerme a la pequeña Aurora.

—¡Ay! señora, dijo el mayordomo.

—¡Lo quiero!, dijo la reina (y lo dijo en un tono de ogresa que desea comer carne fresca), y deseo comérmela con salsa —Robert.

El pobre hombre, sabiendo que no podía burlarse de una ogresa, tomó su enorme cuchillo y subió al cuarto de la pequeña Aurora; ella tenía entonces cuatro años y saltando y corriendo se echó a su cuello pidiéndole caramelos. El se puso a llorar, el cuchillo se le cayó de las manos, y se fue al corral a degollar un corderito, cocinándolo con una salsa tan buena que su ama le aseguró que nunca había comido algo tan sabroso. Al mismo tiempo llevó a la pequeña Aurora donde su mujer para que la escondiera en una pieza que ella tenía al fondo del corral.

Ocho días después, la malvada reina le dijo a su mayordomo:

—Para cenar quiero al pequeño Día.

El no contestó, habiendo resuelto engañarla como la primera vez. Fue a buscar al niño y lo encontró, florete en la mano, practicando esgrima con un mono muy grande, aunque sólo tenía tres años. Lo llevó donde su mujer, quien lo escondió junto con Aurora, y en vez del pequeño Día, sirvió un cabrito muy tierno que la ogresa encontró delicioso.

Hasta aquí la cosa había marchado bien; pero una tarde, esta reina perversa le dijo al mayordomo:

—Quiero comerme a la reina con la misma salsa que sus hijos.

Esta vez el pobre mayordomo perdió la esperanza de poder engañarla nuevamente. La joven reina tenía más de 20 años, sin contar los cien que había dormido: aunque hermosa y blanca su piel era algo dura; ¿y cómo encontrar en el corral un animal tan duro? Decidió entonces, para salvar su vida, degollar a la reina, y subió a sus aposentos con la intención de terminar de una vez. Tratando de sentir furor y con el puñal en la mano, entró a la habitación de la reina. Sin embargo no quiso sorprendería y en forma respetuosa le comunicó la orden que había recibido de la reina madre.

—Cumplid con vuestro deber, le dijo ella, tendiendo su cuello; ejecutad la orden que os han dado; iré a reunirme con mis hijos, mis pobres hijos tan queridos (pues ella los creía muertos desde que los había sacado de su lado sin decirle nada).

—No, no, señora, le respondió el pobre mayordomo, enternecido, no moriréis, y tampoco dejaréis de reuniros con vuestros queridos hijos, pero será en mi casa donde los tengo escondidos, y otra vez engañaré a la reina, haciéndole comer una cierva en lugar vuestro.

La llevó en seguida al cuarto de su mujer y dejando que la reina abrazara a sus hijos y llorara con ellos, fue a preparar una cierva que la reina comió para la cena, con el mismo apetito que si hubiera sido la joven reina. Se sentía muy satisfecha con su crueldad, preparándose para contarle al rey, a su regreso, que los lobos rabiosos se habían comido a la reina su mujer y a sus dos hijos.

Una noche en que como de costumbre rondaba por los patios y corrales del castillo para olfatear alguna carne fresca, oyó en una sala de la planta baja al pequeño Día que lloraba porque su madre quería pegarle por portarse mal, y escuchó también a la pequeña Aurora que pedía perdón por su hermano.

La ogresa reconoció la voz de la reina y de sus hijos, y furiosa por haber sido engañada, a primera hora de la mañana siguiente, ordenó con una voz espantosa que hacía temblar a todo el mundo, que pusieran al medio del patio una gran cuba haciéndola llenar con sapos, víboras, culebras y serpientes, para echar en ella a la reina y sus niños, al mayordomo, su mujer y su criado; había dado la orden de traerlos con las manos atadas a la espalda.

Ahí estaban, y los verdugos se preparaban para echarlos a la cuba, cuando el rey, a quien no esperaban tan pronto, entró a caballo en el patio; había viajado por la posta, y preguntó atónito qué significaba ese horrible espectáculo. Nadie se atrevía a decírselo, cuando de pronto la ogresa, enfurecida al mirar lo que veía, se tiró de cabeza dentro de la cuba y en un instante fue devorada por las viles bestias que ella había mandado poner.

El rey no dejó de afligirse: era su madre, pero se consoló muy pronto con su bella esposa y sus queridos hijos.

MORALEJA

Esperar algún tiempo para hallar un esposo

rico, galante, apuesto y cariñoso

parece una cosa natural

pero aguardarlo cien años en calidad de durmiente

ya no hay doncella tal que duerma tan apaciblemente.

La fábula además parece querer enseñar

que a menudo del vínculo el atrayente lazo

no será menos dichoso por haberle dado un plazo

y que nada se pierde con esperar;

pero la mujer con tal ardor

aspira a la fe conyugal

que no tengo la fuerza ni el valor

de predicarle esta moral.