Anónimo
Los zapatos voladores
Cierta vez, en el reino del cacique Calfucir, durante
la dominación india de los territorios de América, el influyente soberano de la
gran tribu de los tehuelches, que se extendía en todo el Sur de la hoy
República Argentina, tuvo graves desavenencias con otro jefe llamado Rayén, que
ejercía su autoridad en aquel tiempo, sobre los grupos aborígenes araucanos,
que poblaban el lado occidental de la cordillera de los Andes, hoy República de
Chile.
Motivó la situación de odio mortal entre los dos
grandes caudillos el que Rayén, en un viaje de cortesía que efectuó por la
pampa, se enamoró locamente de la princesa Ocrida, hija de Calfucir.
- ¡Dámela por mujer! -había suplicado Rayén al soberano
tehuelche.
- ¡Nunca! -respondió el anciano monarca blandiendo su
enorme lanza de combate.- Ocrida se casará con un joven de su raza y no con un
araucano enemigo de los indios pampas.
Rayén, ante esta contestación arrogante y desafiadora,
se retiró a sus tierras lleno de rencor y con propósitos de venganza; y
convocando al Consejo de Ancianos de sus vastos dominios, resolvió reunir un
poderoso ejército e invadir las grandes llanuras, dominio del padre de la
hermosa Ocrida.
A las pocas lunas, ya que de esta manera los
aborígenes medían el tiempo, millares de araucanos iniciaron la marcha, para
cruzar las elevadas cumbres de la cordillera de los Andes, lo que lograron
después de múltiples peligros, al transponer las enormes montañas, pasando ríos
caudalosos, cimas casi inaccesibles y senderos interrumpidos por las rocas y
rodeados de abismos.
Una tarde, cuando el sol ya se ponía por el lejano
horizonte, las huestes de Rayén se lanzaron como un huracán sobre la pampa, y
sorprendieron a las tribus de Calfucir, las que nunca pudieron imaginar que los
araucanos intentaran la temeraria empresa de atravesar las monumentales cumbres
andinas.
La batalla fue de corta duración, y aunque los
tehuelches presentaron una tenaz resistencia, fueron vencidos por los hombres del
país de Arauco, que después de dar muerte a muchos guerreros, raptaron a la
hija de Calfucir, la bella Ocrida, para entregarla a su jefe el bravo Rayén.
La infeliz princesa, acomodada en un improvisado
palanquín fue conducida al lejano país de su raptor por los accidentados
caminos que cruzan los nevados picachos. El viaje duró varias lunas, ya que en
esos días había dado comienzo el invierno y caído sobre la cordillera tan
enorme cantidad de nieve que, al obstruir las sendas, dificultaba la lenta marcha
de la comitiva.
Rayén recibió la noticia con muestras de la mayor
alegría y ordenó inmediatamente se festejara la gran victoria obtenida sobre
los hombres de la llanura y el rapto de la mujer a quien tanto quería a la que
pensaba hacer su esposa cuando las flores de la araucaria, el árbol sagrado,
cubrieran de blanco los caminos de su reino.
Por supuesto, la desgraciada prisionera lloraba
angustiada, al recordar su lejana patria, sus vastas pampas y el amor de su
padre que, apenado, lamentaría su involuntaria ausencia.
A todo esto, el soberano de los tehuelches,
desesperado no sólo por la derrota sufrida sino por la pérdida de su hija, no
sabía qué decisión adoptar en venganza del agravio y pasaba los días encerrado
en su toldo, triste y meditabundo, pensando en el mal destino que la suerte
había deparado a su querida Ocrida.
- ¡Ya no la veré más! -gritaba sin consuelo. ¡Pobre
hijita mía! ¡Mil veces preferiría su muerte, a su vida en manos del odiado
Rayén!
Los ancianos de la tribu estaban también desconcertados,
al no hallar el medio de rescatar a la niña, pues sus ejércitos eran impotentes
para luchar contra las aguerridas fuerzas araucanas que defendían los difíciles
pasos de la gran cordillera.
Como una última esperanza, el rey Calfucir dictó una
proclama que hizo pregonar hasta en los más lejanos puntos de su reino, por la
que ofrecía la mano de la bella Ocrida y gran parte del país, al valiente que
consiguiera restituirle la dolorida cautiva.
Muchos jóvenes tehuelches intentaron llegar a las
tierras de Arauco en procura de la princesa, pero fueron descubiertos y muertos
por los centinelas de Rayén que vigilaban noche y día los caminos de la
montaña.
En el tiempo de este suceso y en una apartada región
de la pampa, sobre el caudaloso río Colorado, vivía un pastor de guanacos
llamado Catiel, quien al escuchar de boca de los
pregoneros del cacique los deseos de éste y el premio a tan magna aventura, se
propuso intentar el fantástico viaje, encaminándose a las tolderías de Calfucir
para ofrecer sus servicios.

- ¡Aquí estoy majestad! -dijo el valiente Catiel,
arrodillándose ante su señor.- ¡Yo procuraré traer la tranquilidad y la alegría
a la nación Tehuelche, rescatando a la hermosa Ocrida de manos del sanguinario
y cruel Rayén!
- ¡Hijo mío -contestó el dolorido cacique,- si
consiguieras ese milagro, serías mi súbdito predilecto y el feliz esposo de mi
desdichada hija!
Catiel, sin temor ni vacilaciones inició la empresa y
después de varias lunas llegó hasta los primeros pasos de la enorme cordillera,
casi sobre las fronteras de su país con la tierra de los araucanos.
¡Pero... allí comenzaron las grandes dificultades! El
macizo andino estaba cubierto de nieve y sus difíciles sendas eran
intransitables para la planta humana, no sólo por las crueldades del invierno,
sino por los miles de guerreros que, muy alerta, vigilaban la peligrosa línea
divisoria.
Una y otra vez, el denodado Catiel intentó subir a las
cumbres y siempre se halló detenido por el terrible frío y las flechas de los
soldados araucanos, que silbaban trágicamente sobre su cabeza.
Cansado un día de pretender en vano la extraordinaria
aventura, se sentó sobre una piedra y bajó la cabeza abrumado y vencido,
lamentando no poder cumplir el juramento hecho a su rey, cuando, de manera
inesperada, se presentó frente a él una viejecita india, arrugada como una
pasa, que con voz clara y firme le dijo:
- ¡Valiente Catiel! ¡Hijo predilecto del país de los
tehuelches! ¡Sé tus pesares y tus anhelos y comprendo que sólo la muerte será
el premio a tus inútiles esfuerzos para cruzar la gran cordillera! ¡Los
araucanos vigilan y te matarán! ¡El hondo de las montañas será tu sepulcro si
prosigue la lucha!
- ¿Qué he de hacer entonces? -preguntó el decidido
muchacho a la anciana hechicera.
- ¡Nada podrás, sin mí! -repuso ésta.
- ¿Quieres ayudarme? -suplicó de nuevo el mozo,
mirando con ojos de duda a la centenaria mujer.
- ¡Sí! ¡Yo te ayudaré y podrás traer a la pampa a la
hermosa Ocrida, ya que lo mereces por tu valor y tu decisión!
- Pero... ¿cómo? ¡Los pasos de la montaña están
cerrados por la nieve y los soldados araucanos los guardan!
- Hay un medio -respondió sonriente, la hechicera. Y
luego, señalando a un cóndor que en aquel instante volaba sobre ellos,
continuó.- ¡Podrás llegar al país de Arauco volando como esa ave que ahora
cruza sobre nosotros!
- ¿Volando como el cóndor? ¡Tú estás loca!
- Loco es quien no cree en mí poder -contestó la
mujer.
- ¡Dime el medio!
- Yo lo tengo, ya que poseo la fuerza del viento, el
calor del sol y la grandeza de las cumbres. -Y diciendo esto, hizo un signo
misterioso con la mano derecha y por arte de encantamiento aparecieron junto al
asombrado Catiel, unos zapatos de cuero de guanaco, llamados usutas.
- ¿Qué es esto? -exclamó aterrorizado el muchacho.
- ¡Son tus alas! -contestó la vieja.
- ¿Mis alas? ¡No lo comprendo!
- ¡Escucha! ¡Las cumbres están nevadas y los guerreros
araucanos te aguardan para matarte en los pasos de la montaña! ¡Tienes un solo
medio para llegar a donde está la infeliz cautiva! ¡volando! ¡Estos zapatos,
una vez puestos, te elevarán sobre los hombres y la tierra, como si fueses un
cóndor y así, burlarás la vigilancia de los soldados y podrás rescatar a la
pobrecita Ocrida!
Esto diciendo, la misteriosa viejecita desapareció tan
súbitamente como había llegado y el valiente Catiel quedó mudo de asombro
contemplando los usutas que estaban próximos a sus pies.
- ¡Lo intentaré! -exclamó, y acto seguido se calzó los
zapatos.
No bien terminó de atárselos a los tobillos, cuando
sucedió lo inesperado. Como impulsado por una enérgica fuerza invisible,
comenzó a elevarse con rapidez fulmínea y luego de unos pequeños giros, como
los que para orientarse describen las palomos, inició su marcha por sobre la
cordillera hacia el temido país de Arauco.
- ¡Esto es maravilloso! -exclamaba Catiel en el colmo
del estupor.
El viaje fue de pocos minutos; muy pronto estuvo a la
vista de la corte del reino de Rayén, que claramente se distinguía a la luz de
una gran luna que parecía de plata.
Catiel preparó sus armas cuando los usutas iniciaron
el descenso y antes de que lo pudiera pensar, ya estaba sobre el negro castillo
del monarca, que se elevaba majestuoso sobre unas grandes moles de piedra
rojiza.
Como es lógico, la entrada le fue muy fácil, al
descender sobre los techos de la morada y luego, cerciorado de que nadie le
había visto, inició sus trabajos para dar con el paradero de la hermosa
cautiva.
Bien pronto, el llanto y los suspiros de una mujer,
que se oían por una ventana pequeña, le indicó el lugar donde estaba encerrada
Ocrida y entrando audazmente en la lujosa residencia, se encontró con la morena
princesa que sollozaba sin consuelo por su triste soledad.
- ¡Ocrida! -gritó Catiel cayendo de rodillas ante la
apenada muchacha.- ¡Me manda tu padre, el cacique Calfucir para que te lleve a
las lejanas tierras de la pampa!
La prisionera, loca de alegría, casi no daba crédito a
lo que escuchaba y veía y presa de una invencible pasión, se echó en brazos de
su joven salvador, cubriéndolo de besos.
Fácil fue para el valiente Catiel el regreso. Tomó a
Ocrida de la cintura suavemente y dijo: - ¡Vamos!
Los zapatos maravillosos elevaron a la pareja por
encima de la ciudad en silencio, y tomando de nuevo el camino de los cielos, en
muy poco tiempo llegaron a las tolderías del dolorido soberano de las pampas
que aun lloraba la pérdida de su querida hija.
El entusiasmo fue imponderable y Calfucir ordenó se
celebrasen grandes fiestas en homenaje del salvador de la bella cautivo, las
que se realizaron en toda la vasta extensión de la pampa, desde el Río de Agua
Dulce, que más tarde se llamó Río de la Plata, hasta las desiertas regiones de
la Patagonia.
De más está decir que Catiel se casó con la divina
Ocrida y así consiguió la felicidad, por la ayuda milagrosa de la viejecita
india que, en tan buen momento, le había obsequiado con los zapatos voladores.
El caballito incansable
¿Habéis oído hablar de caballito incansable? ¿No?
Pues, entonces, yo os contaré una historia muy interesante sucedida hace muchos
años, cuando los ejércitos argentinos combatían tenazmente por su libertad.
Dicen los que saben, que después del gran triunfo que
el general don Manuel Belgrano obtuvo sobre los realistas en la memorable
batalla de Salta, necesitó un mensajero que trajera a la ciudad de Buenos Aires
la extraordinaria noticia de la gloriosa victoria.
En el ejército de Belgrano había muy buenos jinetes,
ya que estaba formado en su mayoría por gauchos que, como es sabido, son los
más diestros domadores de caballos del mundo entero.
Belgrano hizo formar a los hombres que juzgaba más
aptos para tan delicada empresa y ordenó dieran un paso adelante los que se
sintieran capaces de tan enorme y loable esfuerzo.
- Mis queridos soldados -dijo el general.- ¡Necesito
un chasqui
que lleve a la capital mi parte de batalla! ¡El
hombre que se arriesgue a tan dura prueba, ya que deberá recorrer miles de
kilómetros, debe tener presente que no descansará ni un minuto durante el viaje
y que sólo hallará reposo una vez entregado el documento! ¿Quién se anima?

¡Ni uno de los soldados se quedó quieto! Todos dieron
un paso adelante en espera, cada uno, de ser elegido por el general.
Belgrano, orgulloso de la valiente actitud de sus
hombres, paseó la mirada por la larga fila de caras nobles y curtidas y titubeó
en la elección, ya que todos le parecían capaces de afrontar la peligrosa
marcha.
En un extremo de la fila estaba rígido y pálido, un
joven moreno, que miraba a su jefe con ojos ansiosos, como anhelando que se
fijara en él.
Belgrano aun no había decidido, cuando el muchacho,
impulsado por sus deseos, se adelantó hacia el general y cuadrándose a pocos
pasos de éste, te dijo con voz serena pero conmovida:
- ¡Señor! ¡Yo quisiera llevar ese parte!
- ¿Te atreves? ¡Es muy largo el camino! -respondió el
héroe.
- ¡Nada me detendrá! ¡Juro por Dios y por la Patria,
que llegaré a Buenos Aires en el menor tiempo posible!
Tal simpatía y franqueza brotaba de los ojos del
desconocido, que Belgrano no vaciló más y entregándole un voluminoso sobre, le
dijo, mientras estrechaba su mano:
- ¡Aquí está mi parte de batalla! ¡En ti confío para
que sea puesto en manos de mi Gobierno! ¡Deberás correr rápido como la luz por
montes, sierras, cumbres y desiertos, sin que nada te detenga hasta atar tu
caballo en el palenque
del Cabildo de Buenos Aires!

- ¡Está bien, señor! -respondió el muchacho.
Belgrano continuó:
- ¡En el largo camino, encontrarás muchas postas y
ranchos amigos, en donde podrás cambiar de cabalgadura, deteniéndote lo
indispensable para ensillar el animal de refresco! ¡No te dejes engañar por
ninguno que intente entorpecer tu misión y muere antes de que te arrebaten este
sobre!
Benavides, que así se llamaba el joven soldado, rojo
de orgullo, recibió los papeles de manos de Belgrano y después de elevar su
mirada a la bandera azul y blanca que hacía pocos días flameaba como símbolo de
la patria, montó en su caballo alazán que partió al galope, ante los ¡viva! de
sus compañeros, que lo vieron perderse entre las cumbres lejanas.
La primera posta para cambiar de cabalgadura distaba
tan sólo diez leguas, las que fueron cubiertas por el brioso alazán de
Benavides en pocas horas.
El dueño del rancho, no bien vio llegar a un soldado
del ejército libertador, dispuso todo lo necesario para que cambiara de animal
y sacando de un corral un caballo tostado, se lo ofreció a Benavides.
El muchacho se disponía con gran prisa a desensillar
su valiente alazán, cuando ocurrió algo tan inesperado que lo conmovió en todo
su ser.
El caballo, al ver a su amo desmontar y observar los
preparativos del cambio, lanzó un estridente relincho en el que claramente se
oyó que decía:
- ¡No me
dejes!... ¡Tengo fuerzas para seguir!...
Benavides no dio crédito a lo que oía y prosiguió en
su trabajo de aflojar la cincha, cuando, otra vez, el relincho del alazán
rompió el silencio, y entonces con más energía...
- ¡No me
dejes!... ¡Tengo fuerzas para seguir!...
¡No cabía dudar! ¡El caballo había hablado!
¡El mensajero, pálido como un muerto, miró al noble
bruto con curiosidad y estupor y sólo contempló unos ojos negros y grandes que
parecían implorarle que no lo abandonara!
Y decidido, volvió a ensillar a su valiente compañero
y emprendió de nuevo la marcha a gran velocidad, pasando por escarpados caminos
de montaña que ponían en peligro la vida del chasqui.
¡Pero el alazán, dócil y animoso, sin dar la más
pequeña muestra de cansancio, cruzó las cumbres y descendió a la llanura!
¡Llegaron a la segunda posta!
Benavides desmontó de un salto y pidió un caballo de
repuesto, en la certeza de que su alazán ya no resistiría más tan
extraordinario esfuerzo, pero cuál no sería su sorpresa, el oír el relincho
agudo que de nuevo expresaba:
- ¡No me
dejes!... ¡Tengo fuerzas para seguir!...
- ¡No puede ser! -exclamó el jinete.- No hay ser en el
mundo capaz de afrontar tal desgaste. ¡Te dejaré aquí!
- ¡No me dejes!...
¡Tengo fuerzas para seguir! -repitió el caballo en otro relincho sonoro y
después se acercó a su amo, acariciándole las manos, con su belfo tibio y
cubierto de espuma.
El muchacho no vaciló más y creyendo en un milagro,
otra vez montó en su noble amigo emprendiendo el camino peor de toda la
travesía: el desolado desierto de Santiago del Estero, tan espantoso y
solitario como los temibles arenales africanos.
Así, bajo un sol abrasador, pisando la arena ardiente,
galopó todo el día, deteniéndose a ratos para dar descanso a su maravilloso
alazán, que sin mostrar fatiga, lo miraba como invitándole a continuar la
marcha.
Varias aves de rapiña revoloteaban por encima de sus
cabezas, esperando que caballo y jinete cayeran rendidos, para lanzarse sobre
ellos y llenar sus buches de comida fresca.
Pero el alazán no se daba por vencido y así prosiguió
toda esa noche, con su constante galope corto y parejo, hasta que los primeros
rayos del sol los sorprendieron junto a la tranquera
de la tercera posta del largo trayecto.

- Esta vez sí te cambiaré -dijo el muchacho echando
pie a tierra.- ¡Has probado ser bueno, pero si continúas así reventarás! -Y
comenzó la tarea de desensillar, mientras el dueño de la posta le preparaba
otro caballo negro y lustroso.
Pero la sorpresa de Benavides llegó a su colmo, cuando
volvió a oír el relincho del noble bruto, su lastimera petición:
- ¡No me
dejes!... ¡Tengo fuerzas para seguir!...
El jinete desde entonces prosiguió la marcha con un
miedo casi supersticioso y al llegar a cada posta, escuchaba el agudo relincho
que le volvía a suplicar...
- ¡No me
dejes!... ¡Tengo fuerzas para seguir!...
Así continuó el soldado su camino, durante días, que
se convirtieron en semanas, cruzando llanuras, lomas, caudalosos ríos, arenales
inhospitalarios, bosques poblados de alimañas y, en cada posta que se detenía
para el relevo, el alazán alargaba su pescuezo, sacudía su cuerpo sudoroso y
lanzaba a los vientos su potente relincho que más bien parecía un clarín de
batalla:
- ¡No me
dejes!... ¡Tengo fuerzas para seguir!...
Por fin, un día, desde la pampa solitaria, Benavides y
el alazán, contemplaron a la distancia, las torres de las iglesias de Buenos
Aires y los tejados rojos de sus casas.
¡Estaban llegando!
Breves momentos después, hacían su triunfal entrada
por la calle de la Reconquista y penetraban en la ansiada Plaza de las
Victorias, donde se levantaba el Cabildo, punto terminal de tan maravilloso
viaje.
¡Benavides no cabía en sí de orgullo!
Como lo juró al heroico general Manuel Belgrano, ató
su noble y tenaz caballo en el palenque de la Casa histórica y entregó el sobre
que contenía el parte de la batalla de Salta a los hombres que gobernaban en
aquel tiempo el país.
¿Y el alazán?
¡El alazán había cumplido con su deber!
¡Entonces, se sintió rendido! ¡Una angustiosa fatiga
lo dominó hasta hacerlo arrodillar en el suelo áspero de la calle!
La gente lo contemplaba dolorida y suspensa. ¡Un
estremecimiento de muerte agitó sus patas y lanzando un postrer relincho, que
semejaba al toque de clarín de la victoria, cayó para siempre entre un charco
de sangre que brotó de sus narices!
¡El noble bruto había realizado algo maravilloso, casi
increíble, y esto... no era sino un ejemplo sencillo de lo que puede el poco
esbelto caballito criollo, nervioso y crinudo, pero de una resistencia
inigualada por sus congéneres del mundo!
A ese animal pequeño y valiente... a esos nobles
amigos que pueblan los campos argentinos, es a los que un gran poeta
les ha cantado en estrofas inolvidables:

"¡Caballito criollo del galope corto,
del resuello largo, del instinto fiel...
Caballito criollo que fue como un asta
para la bandera que anduvo sobre él!"
¡Y ésta es la verídica historia del caballito
incansable!
El Hada del Arroyo
El Hada del Arroyito
tiene los ojos azules,
y su cuerpo chiquito
lo lleva envuelto entre tules!
¡Su cabello es como el oro
y en su pecho de algodón,
tiene anidado el tesoro
de su hermoso corazón!
Los niños de la estancia, una y mil veces habían
cantado estas sentidas estrofas, mientras agarrados de la mano formaban el
bullicioso y alegre corro infantil.
La tarde era plácida y tibia, el sol al parecer en el
ocaso doraba los árboles y las mieses y los pajarillos del campo se refugiaban
entre las frondas, para cobijarse en ellos de las crueldades de la noche.
El majestuoso edificio de la lujosa casa de campo, se
elevaba a muy pocos metros de donde los niños del propietario continuaban en
sus infantiles juegos, mostrando sus enormes ventanales, sus torres de agudas
puntas y sus escalinatas de blanco y lustroso mármol.
Dos enormes perros daneses, echados a los lados de la
puerta principal, eran el complemento de esta escena, que parecía sacada de un
antiguo cuento de hadas europeo, de esos en que los príncipes de ojos azules,
cabalgando en dorados pegasos, llegan hasta los castillos prendidos en las
cumbres de la montaña, para rescatar a la angustiada y hermosa princesita,
convertida en flor por los sortilegios de las brujas.
Los niños eran ocho. Tres hijos del acaudalado
propietario de la estancia y cinco amiguitos invitados a pasar las vacaciones
con ellos.
Como es natural, entre los chicuelos, los había de
buenos y de malos sentimientos, pero esas virtudes o esos defectos no se
adivinaban en sus caras risueñas, de mejillas rojas por la agitación del juego,
y los cabellos revueltos por el viento.
Zulemita, la hijita mayor del dueño, era una niña de
diez años, dulce y buena, que nunca pensaba en hacer daño a los humanos ni a
los animales y que siempre tenía palabras de aliento y de piedad para todos
aquellos seres que sufrían o padecían miserias. Acompañada por su padre,
recorría los puestos de la estancia, llevando regalos y golosinas para los
niños de los humildes labriegos y por todas esas virtudes, era querida por
cuantos seres habitaban los grandes dominios de sus mayores.
Entre los pequeños invitados, estaba Carlitos, un
chicuelo travieso y de no buenos instintos que se solazaba en el mal y era por
lo tanto la piedra de escándalo de las inocentes reuniones diarias que tenían
en el patio del establecimiento.
Los animales domésticos le tenían terror, ya que en
muchas ocasiones, por placer y sin motivo, había muerto gallinas a pedradas,
colgado en largas cuerdas a los patitos indefensos o atado hasta ahogarlos a
los cachorros de los lebreles que se criaban en la casa.
Zulemita, por todos estos actos, le había increpado
más de una vez y el niño travieso, después de jurar no cometer de nuevo tales
fechorías, persistía en sus acciones, cada vez más repudiabas.
Pero, aquella tarde, olvidados de estas cosas, todos
los chicuelos jugaban agarrados de la mano en la bulliciosa ronda, entre
carcajadas argentinas y agitados corazoncitos.
El Hado del Arroyito
tiene los ojos azules,
y su cuerpo chiquitito
lo lleva envuelto entre tules.
Así cantaban todos a coro, al acompasado danzar de la
rueda, hasta que uno de ellos caía entre la gramilla, con el consiguiente
alboroto de los demás.
Pero los niños, poseídos de entusiasmo, no se habían
fijado en algo que conmovía el corazón.
Escondida tras un árbol, una niñita harapienta, hija
de uno de los peones de la casa, contemplaba el juego con los ojos abiertos por
el asombro, chupándose el dedo meñique de su mano derecha y sonriente también
al contemplar la jarana general.
La pobrecita niña se llamaba Teresa y había llegado
por casualidad al palacio de la estancia, acompañando a su padre que traía las
verduras de las extensas huertas lejanas.
Teresa, en el entusiasmo y sin meditarlo siquiera, se
asomó de su escondite más de la cuenta y por fin fue vista por los niños ricos
que corrieron hasta donde estaba.
- ¡Pobrecita mía! -exclamó Zulemita,- ¿quieres jugar
con nosotros?
- ¡Sí! ¡Que juegue! ¡Que juegue! -exclamaron varias
vocecitas entre carcajadas.
Antes de que lo pensara, la pobre humilde criatura,
fue arrastrada hasta el centro del patio y tomándola de las manos, los niños
prosiguieron el interrumpido juego.
¡Su cabello es como el oro
y en su pecho de algodón,
tiene anidado el tesoro
de su hermoso corazón!
Pero Carlitos, con su cerebro predispuesto al mal,
había meditado la manera de hacer sufrir a la chicuela harapienta y en una de
las vueltas rápidas del corro, la tiró con fuerza contra el suelo, de manera
tan desgraciada, que la pobre Teresa dio con su frente en una piedra,
produciéndose una pequeña herida de la que enseguida manó sangre abundante.
El alboroto fue general y mientras los demás niños
corrían asustados hacia el interior de la casa, la buena Zulemita restañó la
sangre y colmó a Teresita de caricias con sus manitas blancas de ángel.
- Perdona a ese perverso -le dijo entre sollozos. -¡No
sabe lo que hace y algún día pagará sus maldades!
Teresita miró a la niña rica con sus grandes ojos
negros y en tono humilde le respondió:
- ¡No es nada mi señorita... Seguramente habrá sido
sin querer! ¡Yo estoy muy agradecida a sus bondades!
- Mira -le contestó Zulemita,- para que tengas un
grato recuerdo de mí, te regalaré un libro de cuentos de hadas, hermoso y
entretenido, en donde verás príncipes encantados, dragones monstruosos, brujas
con ojos de fuego, y castillos de oro prendidos en montañas de piedras
preciosas.
- Pero... ¿es verdad todo eso? -preguntó la inocente
Teresa, mirando asombrada a la niña.
- ¡Para nosotros, es verdad, ya que lo vivimos en
nuestra imaginación! ¿Sabes leer?
- Sí -respondió la campesina.
- Pues bien... ¡espera!
Y levantándose corrió hacia la casa, regresando a los
pocos minutos con un gran libro, lleno de fantásticas y hermosas láminas, que
abrió ante Teresita, quien al verlo, le pareció estar soñando.
- ¡Muchos gracias! -alcanzó a musitar...- ¿Es para mí?
- ¡Sí... para ti!
Y la humilde chicuela, con su extraordinario libro
debajo de su desnudo bracito, partió corriendo en busca de su padre, en el
deseo de retornar pronto a la pobre choza para devorarse los cuentos y
extasiarse en sus magníficos y divinos dibujos.
Como era de esperar, toda esa tarde, Teresita, sentada
al pie de un gran árbol, y rodeada de gallinas y patitos que picoteaban a su
lado, leyó las páginas de tan portentoso regalo, cada una de las cuales le
parecía aún más interesante.
En su cabecita de niña humilde, danzaban más tarde mil
encontradas ideas y soñaba despierta con los relatos fantásticos de hadas
hermosas, de caballeros invencibles y de terribles hechiceras que salían por
las chimeneas de los castillos, cabalgando en escobas con alas.
La noche la sorprendió en estos pensamientos y se
recogió más tarde, siempre meditando en aquellos extraños relatos que habían
recorrido sus ojos.
Una hora después, Teresita, bajo la influencia de su
preocupación, comenzó, en su pobrecito lecho, a soñar escenas fantásticas,
mezclando las lecturas del libro con las cosas de la llanura en que vivía. Y
así... agitada y estremecida por mil raras sensaciones, inició su sueño, en la
quietud del campo, envuelto en las sombras nocturnas...
Era... un castillo hermoso... de miles de ventanas,
por las que se derramaba una luz tan brillante como la del sol. El castillo
estaba enclavado sobre una roca elevada, casi inaccesible, cuidado eternamente
por miles de vizcachas
que recorrían sus profundos fosos, armadas de enormes
espadas de oro puro.

En los altos corredores de la maravillosa mansión, se
veían pasear como centinelas, vigilando los intrincados senderos, a varios
soldados de raros trajes, mezcla curiosa de gauchos y de caballeros medievales.
En las cabezas ostentaban brillantes plumas de ñandú
, sostenidas por vinchas
rojas como la sangre. Sus pechos estaban protegidos
por bruñidas corazas adornadas con arabescos de plata y sus extremidades las
cubrían chiripás
con calzoncillo bordado. Sus armas eran también
curiosas, pues junto a la enorme espada de los caballeros andantes, colgaban
largos trabucos naranjeros de ancha boca y alargado cañón.



Aun había más. En el amplio patio de armas del
castillo, junto al puente levadizo que era manejado por cuarenta dragones con
cabeza de toro, estaba reunida la soldadesca, alegre y bulliciosa, la cual se
agolpaba junto a un gran fogón en el que hervía una descomunal pava
que de cuando en cuando sacaban de las brasas varios
de los soldados, para cebar un mate
de enormes proporciones.


¡De pronto, se hizo el silencio! De una de las torres,
partían ayes lastimeros, que estremecieron a las vizcachas y conmovieron a los
soldados.
¿Quién era la cautiva?
¡En una buharda, prisionera y separada del resto del
mundo por una gran puerta de hierro, sollozaba una princesa rubia, de belleza
sólo comparable a la gloria del día o al perfume de las flores! ¡Cosa
extraordinaria! ¡La princesita cautiva no era otra que Zulemita, la bondadosa
hija del dueño de la estancia!
De pronto se escucharon pasos en los negros y lúgubres
corredores y abriéndose la pesada puerta, penetró en la habitación un hombre
alto, de mirada torva y gesto repulsivo que se detuvo junto a la infeliz,
cruzándose de brazos. Pero... ¡sí! ¡Ese hombre perverso, tenía la cara de
Carlitos, el pernicioso niño que había herido a Teresita!
- ¿No has resuelto aún, princesa Flor, casarte
conmigo? -preguntó el gigante posando su mano derecha sobre el pomo de su
espada que pendía de un lucido cinturón de monedas de plata.
- ¡Nunca! -exclamó la dolorida princesa, mirando a su
verdugo.- ¡Antes, la muerte!
- ¡Pues bien... morirás! -respondió en un bramido el
salvaje, levantando su mano.- Mañana al salir el sol, te haré ejecutar al pie
del ombú
que eleva sus ramas junto al horno de hacer
empanadas. -Y al decir esto, dio media vuelta y se retiró, cerrando la puerta y
sumiendo a la desgraciada en el más espantoso dolor.

Llegó la noche. El castillo maldito se cubría de
sombras y de quietud y sólo se escuchaban a lo lejos los trinos de los pájaros
y el ladrido de los perros. De pronto, quizá atraída por los sollozos de la
pobre princesa, brotó de las sombras una hermosa mujer, pequeña, rubia, con
ojos azules y cubierta de tules vaporosos, que acercándose a la dolorida, le
tocó un hombro, mientras le decía con voz suave y cristalina:
- ¡Princesa triste! ¡Me conmueve tu desgracia y vengo
a salvarte!
- ¿Quién eres? -preguntó la desvalida niña.
- ¡Soy el Hada del Arroyo que llego, atraída por tus
sollozos!
- ¡Es verdad! -contestó la cautiva- ¡Soy muy
desgraciada! ¡El príncipe Chimango quiere que me case con él y, ante mi
negativa, ha dispuesto sacrificarme! ¿Será posible que yo muera joven sin que
nadie se apiade de mí?
- ¡Yo procuraré salvarte, princesa dolorida!
respondió el hada y alargando su mano, la puso sobre el convulso pecho de la
prisionera, mientras sus ojos contemplaban su pálido rostro.
La princesita, presa de una alegría enloquecedora, se
arrodilló ante el Hada del Arroyo y tomando sus manos las besó varias veces en
prueba de profundo agradecimiento.
- ¡Gracias... gracias... -repetía- mi vida desde hoy
te pertenece y mi corazón es tuyo!
- ¡No digas eso! -exclamó el hada sonriendo. ¡Tu vida
y tu corazón, pertenecerán al príncipe maravilloso que consiga sacarte de este
encierro!
- ¡No conozco a ninguno! ¡Si es por eso, estoy
perdida! -gritó la princesa, sollozando.
- ¡El príncipe salvador, llegará, no lo dudes, y no
necesita conocerte, ya que la fama de tu belleza ha corrido de boca en boca
hasta los remotos países del otro lado del mar!
- Pero... ¿cómo podrá saber en dónde me encuentro?
-preguntó la niña, levantando sus ojos hacia los de la hermosa aparecida.
- ¡Yo me encargaré de ello! ¡Confía! -respondió ésta,
y después de poner sus labios sobre la pálida frente de la cautiva, se perdió
en las sombras con la facilidad con que había nacido de ellas.
Entretanto, el malvado Chimango, había ordenado
preparar el lugar de la ejecución, tal como lo pensara, debajo del ombú que
estaba junto al horno de hacer empanadas.
La pobrecita princesa de los ojos azules, algo
tranquila por la visita de la esplendorosa hada, aguardaba el nuevo día,
confiando en las palabras de su bienhechora y pensando para sí, cómo sería el
príncipe misterioso que pudiera llegar hasta su elevado balcón para rescatarla
de tan humillante encierro.
- ¿Será bello? ¿Será rubio? ¿Será joven? -se
preguntaba, mientras las sombras se iban disipando y los primeros albores del
día surgían en el horizonte.
"¡La ejecución se efectuará a la madrugada!"
había dicho el terrible dueño del castillo, pero un inconveniente, quizás
ordenado por el Hada del Arroyo, aplazó el cumplimiento de la sentencia.
Una lluvia torrencial cayó sobre el castillo e
inundando sus patios y habitaciones, impidió que los planes de Chimango se
llevaran al cabo, por lo menos en aquel día.
La furia del hombre no tenía límites y mirando hacia
los cielos blasfemaba, levantando sus puños, como si pretendiera retar a las
nubes que, sin escucharlo, seguían lanzando sobre la tierra verdaderas
cataratas de agua.
Entretanto, a muy pocas leguas del castillo, junto al
arroyo que cruzaba murmurante por los campos, habitaba un joven pastor, hermoso
y alegre, haciendo su feliz vida, entre las ovejas y los perros que lo ayudaban
a vigilarlas.
Este pastorcito, de nombre Cojinillo, había nacido en
el lugar y desde su infancia se había mirado en las cristalinas ondas de la
corriente que serpenteaba junto a su cabaña.
Así, pues, era compañero de las límpidas aguas y del
hada que habitaba en su cauce, la que desde niño le protegía en su tranquila
existencia escasa en complicaciones.
Aquella tarde, mientras guardaba el rebaño, apareció
de pronto su protectora y tocándole la cabeza con su vara mágica rodeada de
rayos como los de la luna, le dijo a modo de saludo.
- ¡Amigo Cojinillo... ha llegado la hora de que me
pagues mis cuidados!
- ¡Soy todo tuyo, Hada del Arroyo! -respondió el
pastor cayendo de hinojos ante la deslumbrante diosa.
- ¡Bien -continuó la hermosa y fantástica mujer,- te
ordeno que vayas al castillo del príncipe Chimango y rescates a la cautiva que
está encerrada en la torre de poniente!
- ¿Ir al castillo del príncipe Chimango? ¡sería una
locura! ¡Esa casa está custodiada por miles de vizcachas armadas y de guerreros
valientes, que me matarán antes de haber podido cruzar su puente levadizo!
- ¡Y, sin embargo, debes ir! -contestó el hada.
- ¡Me ultimarán!
- ¡Te haré invulnerable!
- ¡No podré cruzar los caminos de la montaña!
- ¡Allanaré tus pasos!
- ¡La torre es muy alta!
- ¡Te daré los medios para alcanzar sus almenas!
- ¡La princesa me arrojará de su lado, al verme
desastrado y feo!
- ¡Mi poder es ilimitado y pronto cambiarás! ¿Aceptas?
- ¡Hermosa hada -respondió por último Cojinillo,- iría
aunque supiera que mi cuerpo sería pasto de los caranchos...
tus deseos son órdenes para mí!

El Hada del Arroyo sonrió complacida y le preguntó:
- ¿Has visto al gusano convertirse en mariposa?
- ¡sí...!
- Pues bien... ¡mírate ahora en la corriente!
Y diciendo esto, tocó al pastor con la vara luminosa y
de pronto cambió su traje, poniendo tanta belleza en su rostro, que al
contemplarse Cojinillo en las aguas, lanzó un grito de sorpresa y besó
frenéticamente los tules blancos de la extraordinaria y misteriosa protectora.
- ¡Es milagroso! ¡Dime lo que sea y lo haré!
- ¡Vete ahora al castillo y quítale al maldito
Chimango la divina princesa!
- ¡A pie, tardaré mucho!
- ¡Ya lo he pensado -respondió el hada;- aquí tienes
tu cabalgadura! -Y haciendo un ademán con su prodigiosa vara, apareció un
avestruz negro y enorme, enjaezado como si fuera un caballo, que se quedó
quieto junto al pastor, en espera que éste subiera sobre su lomo.
Cojinillo no salía de su asombro ante tanta maravilla
y luego de trepar sobre el animal, esperó las últimos órdenes en silencio.
- ¡Escucha -continuó el hada;- seguramente tendrás que
luchar contra hombres y fieras! ¡Chimango es implacable y enviará todo su poder
contra ti, pero te daré armas para combatir y para vencer!
Y de nuevo extendió su vara y prendida en la cintura
del muchacho apareció de pronto una enorme espada de luminosa punta, que el
pastor tomó enseguida y blandió sobre la cabeza, en señal de saludo.
- ¡Ahora... vete mi buen Cojinillo! -terminó el hada y
señaló con su mano de nácar el castillo que se elevaba a distancia, casi
perdido entre las nubes.
A todo esto, había llegado un nuevo día y el príncipe
Chimango, contento de poder cumplir su juramento, mandó sacar de su cautiverio
a la hermosa princesa que fue transportada hasta el pie del ombú, por cinco
fuertes guerreros de brillante coraza y negro chiripá.
La pobre niña, llena de terror, llegó hasta el lugar
del sacrificio, sin esperanzas de salvación, ya que pensaba que la hermosa Hada
del Arroyo la había abandonado, y mirando los cielos, rogó a Dios que acogiera
su alma después de tan injusta muerte. - Por última vez... ¿quieres ser mi
esposa? gritó Chimango iracundo.
- ¡Nunca! -volvió a responderle la valiente niña, en
un gemido.- ¡Mátame y que mi sangre manche tus noches llenas de remordimientos!
Chimango, ante la inutilidad de sus esfuerzos para
conseguir la mano de la hermosa cautiva, ordenó que se efectuara la ejecución y
la infeliz niña fue llevada hasta el patíbulo, ante el silencio de la
muchedumbre.
Un horrible dragón con tres cabezas, una de toro, otra
de serpiente y la última de águila, la esperaba en lo alto del tablado, para
engullirla en cuanto los soldados la abandonaran a su voracidad.
La princesa al ver tan monstruoso animal; lanzó un
grito y cerró los ojos, creyendo que había llegado por fin su último instante.
- ¡Maldito! -sólo alcanzó a gritar entre sollozos-
¡algún día pagarás tus culpas!
Una horrible carcajada de Chimango fue la respuesta
mientras los soldados, dejaban a la desgraciada, casi junto a las garras de la
terrible fiera.
Pero sucedió lo inesperado.
De pronto, desde las nubes, se dejó caer en el lugar
del injusto sacrificio, un avestruz negro, en el que iba montado un caballero
hermoso, blandiendo una enorme espada con punta fulgurante.
- ¡Aquí estoy para salvarte, hermosa princesa! gritó
el jinete interponiéndose entre ella y el monstruo.- ¡Ten calma y te arrancaré
de aquí!
La princesita, al escuchar esta voz, abrió sus ojos y
se encontró ante una escena jamás imaginada.
El desconocido, con un valor rayano en la temeridad,
se había empeñado en franca lucha con el horrendo animal, que le atacaba entre
bramidos ensordecedores.
De un mandoble cortó la cabeza de toro y gritó:
- ¡Va una!
Instantes después rodaba por el suelo la segunda
cabeza, del águila y Cojinillo, que no era otro el recién llegado, volvía a
exclamar:
- ¡Van dos!
El monstruo se revolvía presa de temible furia. Su
sangre manchaba los tules de la princesa mientras sus garras querían llegar
inútilmente al cuerpo del caballero que no era tocado, por la velocidad de
movimientos del gigantesco avestruz.
- ¡Van tres! -gritó por fin triunfante el salvador,
mientras su fantástico enemigo caía exánime a sus pies, en las convulsiones de
la agonía.
Chimango, al ver al intruso, no permaneció quieto y
mandó un ejército de vizcachas armadas, para aniquilar a tan audaz visitante.
La espada de Cojinillo entró de nuevo en danza y en
pocos segundos no quedaba vizcacha viva en el lugar de la contienda.
No creyendo aún lo que veían sus ojos, Chimango ordenó
a todos sus soldados que atacaran al valiente defensor de la princesa, pero la
espada de Cojinillo, despidiendo rayos de su filo y de su aguda punta, envió al
otro mundo uno por uno a los atacantes, terminando en pocos minutos con
centenares de enemigos.
El malvado príncipe Chimango, al ver esta espantosa
carnicería, y presa de un terror sin límites, intentó la fuga, pero la
velocidad del avestruz no le permitió esquivar el ataque de Cojinillo, que en
contados segundos le partió el corazón, terminando de esta manera las andanzas
malvadas de tan perverso personaje.
La pobrecita princesa, ya no lloraba, y contemplaba a
su salvador con tal admiración que no se dio cuenta cuando éste, tomándola
suavemente por la cintura, la subió en el lomo del avestruz y emprendió el
prodigioso camino de los cielos, en dirección al arroyo donde moraba el hada.
- Aquí la tienes -dijo Cojinillo, breves momentos
después, dejando deslizar hacia la tierra a la hermosa cautiva.- ¡He cumplido
tus órdenes divina Hada del Arroyo!
- ¡Bien está lo que has hecho, Cojinillo! -respondió
la diosa sonriente.- Y en premio a tanto valor y lealtad, te entrego a la
princesita por esposa, pero antes deseo hablar con ella... -Y acercándose a la
niña, le dijo con dulzura.- Princesa Flor... como te había prometido, conseguí
tu libertad. ¡Ahora podrás gozar de la vida y ser feliz por el resto de tus
días!
- ¡Gracias Hada del Arroyo! -exclamó la pobrecita
cayendo de rodillas.- ¡te debo la libertad y la inmensa dicha de haber conocido
a mi hermoso salvador el Príncipe Encantado!
- No hay tal -respondió el hada con una sonrisa,- el
Príncipe Encantado no es más que un pobre pastorcillo que vive miserablemente
junto al arroyo! Ahora... ¡elige! ¡Si quieres, puedes quedarte a su lado por
esposa, pero vivirás humildemente y no habrá lujos para ti, y si aun te agradan
las joyas y el esplendor, puedes continuar tu camino y llegar al palacio de tus
padres! Pero antes... quiero hacerte una observación: "¡La riqueza no es
la madre de la felicidad!"
- Tienes razón Hada del Arroyo -respondió la niña.-
¡Quiero quedarme aquí y ser la esposa del pastor que tan valientemente expuso
su vida por salvarme!
- ¡Bien! -terminó el hada y al mover con leve ademán
su vara mágica, hizo que Cojinillo volviera a ser el pobre cuidador de rebaños,
con sus calzones remendados y su camisa burda.
- ¿Lo quieres aún? -Preguntó a la princesita.
- ¡Más que nunca! -exclamó ésta, echándose en brazos
de Cojinillo.
El hada bendijo la unión y se marchó a su morada del
arroyo.
Y Teresita, al despertar, sintióse embargada por una
inmensa felicidad, recordando la expresión alegre de los rostros de la
princesita Flor y del pastorcillo.
El alcalde presuntuoso
En cierta ocasión, y en la entonces pequeña ciudad de
Salta, capital más tarde de la provincia argentina del mismo nombre, existía un
alcalde orgulloso y antipático, que era odiado por la población por su estúpida
manía de avasallar a la gente.
El mal incurable de este alcalde, le hacía cometer
infinidad de yerros, ya que todo el que se cree superior a los demás mortales y
tiene la debilidad de declararlo, sólo consigue ser aborrecido por cuantos lo
conocen y lo tratan.
La humildad para este hombre insoportable, era
debilidad de tontos y no comprendía que una de las mejores virtudes de los
humanos es precisamente el conocerse a sí mismo y no pretender ir más allá de
lo que le permitan sus medios y su inteligencia.
Los consejeros del gobernante intentaron inútilmente
hacerte comprender lo perjudicial de su defecto y terminaran por cansarse y
dejar al insensato librado a su suerte.
Una tarde en que el alcalde se paseaba por los alrededores
de la ciudad acompañado de uno de los más ancianos consejeros, tropezó en el
camino con una serpiente de gran tamaño, que yacía muerta entre la hierba.
- ¡Mira! -exclamó el alcalde, señalando al repugnante
reptil.- ¡Alguien ha luchado contra este animal!
- Efectivamente -contestó el consejero y, aprovechando
la coyuntura de tan desagradable hallazgo, le pidió al ilustre orgulloso,
permiso para referirle un cuento que venía muy al caso.
El señor alcalde aceptó con gusto la prometida
narración, en espera de algo interesante, pues el consejero tenía fama de listo
y ameno, y así, esa tarde apacible, los dos hombres se sentaron sobre una
piedra del camino y el anciano, después de unos momentos de silencio, comenzó:
- ¡Pues bien... el cuento que le voy a narrar, sucedió
en las maravillosas épocas en que los animales hablaban como nosotros y
pensaban quizá mejor que nosotros!
Era en un país remoto de esta parte del mundo,
conocido actualmente por América, y en un vasto desierto de hierba, que llegaba
hasta el horizonte.
En dichos parajes convivían infinidad de razas de
animales, que pasaban su existencia tranquilamente, bebiendo en las cristalinas
aguas de los ríos o comiendo los hermosos y fragantes frutos de la encantadora
región.
Un sol tibio los calentaba de día, y por las noches
una luna grande y plateada los acariciaba desde los cielos.
Como es natural, las razas de animales eran múltiples
y allí estaban unidos, desde los más variados reptiles hasta los más veloces
pájaros.
Pero como no todo es color de rosa en este pícaro
mundo, también las pasiones se cobijaron en las almas de los irracionales de mi
cuento y florecían la envidia con su corte de sombras, el odio, la venganza y
otros innumerables horribles defectos, iguales a los que hoy anidan en la mayoría
de los corazones humanos.
En dicho país, vivía su mísera existencia una gran
serpiente de hermosa piel pintada, que por su poder y aspecto era temida por
los demás animales de los contornos.
La tal serpiente se paseaba dominadora por las frescas
hierbas y se enorgullecía del pavor que despertaba su presencia y que, ingenua,
tomaba por sumisión y respeto.
Indiscutiblemente, el animal era invencible y lo había
demostrado una y mil veces en terribles luchas contra pumas, tigres y otras
fieras, que habían muerto ahogados por sus anillos de poder sin igual.
Pero la serpiente no estaba contenta con su suerte, ya
que es común que ni el más poderoso se sienta satisfecho de su destino, y
envidiaba el vuelo de las raudas aves, que cruzaban sobre su cabeza, haciendo
mil maravillosas curvas en el azul infinito.
- ¡Eso es lo que me falta para ser la dominadora del
mundo! -exclamaba llena de envidia, mientras sus amarillos ojos seguían una
bandada de blancas palomas que se perdían en el horizonte.- ¡Si yo tuviera
alas, me convertiría en el rey de la tierra y de los cielos!
Y llena de loca furia se enroscaba en los troncos de
los árboles, mitigando su ira con ensordecedores silbidos que espantaban a los
otros animales de aquellos campos.
Una mañana que dormitaba nuestra serpiente junto a los
restos de un pobre animalito que había muerto momentos antes, por casualidad se
posó a su lado una hermosa águila blanca que la miró con curiosidad.
- ¡Eh! ¡Amiga reptil! -le gritó- ¿puedo devorar
algunos pedazos de ese cervato que tienes a tu lado?
La serpiente, bruscamente despertada, irguió su cabeza
llena de furor ante la insolencia de la osada ave que así se atrevía a
dirigirle la palabra y le contestó con aire de desafío:
- ¡Si quieres comida, vete a buscarla! ¿Acaso no te
sirven de nada tu afilado pico y tus fuertes garras?
- ¡Me sirven de mucho -le contestó el águila,- pero
hoy no he visto una buena presa desde las alturas, y tengo apetito!
La serpiente se rió con ganas.
- ¿De manera -contestó en el colmo del orgullo- que
apelas a mí para saciar tu hambre? ¡Es natural! ¡Con esto me demuestras que yo
valgo más que todos los seres de la tierra, y que mi poder es ilimitado e
insuperable! ¡Ningún animal me ha vencido hasta hoy y todos me respetan y me
temen!
- ¡Es verdad -contestó el águila mirando a la
serpiente desde lejos- me doy cabal cuenta de tu fuerza y de tu habilidad para
arrastrarte en silencio y sorprender a tus víctimas, pero... te falta algo para
convertirte en la reina de la creación!
- ¿Qué? -preguntó el repugnante animal, levantando su
achatada cabeza.
- ¡Mis alas! -le respondió el águila, batiendo su
plumaje, para dar más fuerza a sus palabras.
- ¡Es verdad! -exclamó con amargura la serpiente.-
¡Eso es lo que anhelo poseer, ya que con alas, dominaría la tierra y los cielos!
- ¿Has intentado volar?
- ¡Sí, pero inútilmente!
- ¿Desearías, hacerlo?
- ¡Daría la mitad de mi vida! -respondió el ofidio con
un movimiento de sus ojillos brillantes.
El águila supo sacar provecho de los anhelos
fantásticos de su interlocutora y prontamente dijo:
- Pues... ¡es fácil! ¡Yo te enseñaré a volar, si me
das los restos de tu comida!
- ¡Trato hecho! -contestó la serpiente y dejó que el
ave saciara su voraz apetito.
Una vez terminado el almuerzo, el águila inició sus
difíciles lecciones.
- ¡Mira -dijo- volar no es una cosa del otro mundo y
sólo consiste en perder el miedo al espacio! ¡Todo es cuestión de audacia y
buena voluntad! ¡Ya me ves a mí! ¡Antes no sabía cernirme entre las nubes y
ahora domino los cielos con mis alas! ¡Procura hacer lo mismo y triunfarás!
- Pero... ¿cómo?- preguntó interesada la discípula.
- ¡Déjame que te eleve entre mis garras y cuando
estemos a muchos metros de la tierra, te enseñaré como puedes quedarte en las
alturas!
La serpiente, en su deseo insano de pretender lo
imposible, aceptó ciegamente el ofrecimiento y se dejó elevar por el ave que
muy pronto la suspendió en los espacios sin límites.
- ¿Te gusta? -le preguntó en un chillido.
- ¡Es maravilloso! -respondió la incauta. ¡Ahora sí
que dominaré al mundo!
- ¡Bien -continuó la improvisada profesora ahora
debes aprender a saber caer!
¡Y al terminar la frase abrió sus garras y la
serpiente, privada de sostén, se precipitó a tierra, estrellándose en el duro
suelo!
- ¡Este es mi cuento! -terminó el consejero mirando detenidamente
al alcalde.- ¡El deseo de querer ser más de lo se puede, perdió al orgulloso
animal, que más tarde fue devorado por las alimañas que antes tanto la habían
temido!
¡El alcalde comprendió el significado del cuento y
desde entonces separó de su corazón su fatuidad y sus anhelos de dominio, para
proseguir por la vida, mansamente, alejando de sí todo lo que pudiera
conducirlo a pretensiones, vanidades y orgullos mal entendidos, que lo
precipitarían sin remedio, al triste fin del repugnante reptil!
El enanito de la llanura
Don Juan el colono, era un hombre bueno, lleno de
méritos, ya que desde hacía muchos años labraba la tierra para alimentar a su
numerosa familia.
Sus campos eran grandes y en ciertas épocas del año,
se cubrían de verduras o de frutos, según fuera el tiempo de las diversas
cosechas, ayudado siempre por los brazos de su mujer y de sus hijos que
trabajaban a la par del jefe de la familia.
Don Juan el colono vivía feliz, y la vida se deslizaba
sin dificultades, entre las alegrías de los niños y las horas de trabajo que
para él eran sagradas.
Muchos años fue ayudado por la mano de Dios para
levantar buenas cosechas y de esta manera pudo ir acumulando algunos centavos,
ya que el ahorro es una de las mayores virtudes que puede poseer un hombre que
tenga hijos que atender.
Pero, hete aquí que llegó la desgracia a las tierras
del buen labrador, con la aparición de una plaga de ratas que de la noche a la
mañana, convirtieron sus fértiles huertas en un desierto y sus hermosos
frutales en esqueléticos ramajes sin una sola hoja que los protegiera.
Don Juan el colono, se desesperó ante tamaña desgracia
y procuró por todos los medios luchar contra tan temible enemigo, pero todo fue
en vano, ya que los roedores proseguían su obra de destrucción sin miramientos
y sin conmoverse por las lágrimas del humilde trabajador de la tierra.
Una noche, don Juan el colono, regresó a su casa,
muerto de fatiga por la inútil lucha y sentándose entristecido, se puso a
llorar en presencia de su mujer y de sus hijos que también se deshicieron en un
mar de lágrimas, al ver el desaliento del jefe de la familia.
- ¡Es el término de nuestra felicidad! -gemía el pobre
hombre mesándose los cabellos.- ¡He hecho lo posible por extirpar esta maldita
plaga, pero todo es inútil, ya que las ratas se multiplican de tal manera que
terminarán por echarnos de nuestra casa!
La esposa se lamentaba también y abrazaba a sus hijos,
presa de gran desesperación, ante el desastre que no tenía visos de terminar.
En vano el pobre colono quemó sus campos, envenenó
alimentos que desparramaba por la propiedad e inundó las cuevas de los temibles
enemigos que, en su audacia, ya aparecían hasta en las mismas habitaciones de
la familia, amenazando con morder a los más pequeños vástagos del atribulado hombre.
Don Juan el colono, tenía en su hijo mayor a su más
ferviente colaborador. Éste era un muchacho de unos catorce años, fuerte y
decidido, que alentaba al padre en la desigual lucha contra los implacables
devastadores de la llanura.
El muchacho, de nombre Pedro, aun mantenía esperanzas
de triunfo, y se pasaba los días y hasta parte de las noches, recorriendo los
surcos y apaleando enérgicamente a las bien organizadas huestes de ratas que
avanzaban mostrando sus pequeños dientes blancos y afilados.
Mas para el pobre niño también llegó la hora de¡
desaliento y una noche, al regreso de su inútil tarea, se tiró en su cama y
comenzó a derramar copioso llanto, presa de una amarga desesperación.
- ¡Pobre padre! -gemía el niño.- ¡Todo lo ha perdido y
ahora nos vemos arruinados por culpa de estos endiablados animalitos! ¿Qué
podremos hacer para aniquilar a tan temibles enemigos?
- ¡No te aflijas mi buen Pedro! -le contestó una débil
voz, llegada de entre las sombras de la habitación.
El niño se irguió sorprendido y temeroso, ya que había
escuchado claramente las palabras del intruso, pero no lo distinguía por
ninguna parte.
- ¿No me ves? -volvió a preguntar la misma voz, con
risa irónica.
- ¡No, y sin embargo te escucho, -respondió Pedro
dominado por un miedo invencible.
- No te asustes, porque vengo en tu ayuda, mi querido
Pedro -,volvió a decir la misteriosa voz. Mira bien en todos los rincones de
tu cuarto y me hallarás.
El muchacho buscó hasta en los grietas de la madera al
intruso, pero todo fue inútil y ya cansado volvió a pedir, casi suplicante:
- ¡Si eres el espíritu del mal que llega para reírse
de nuestra desgracia, te ruego que me dejes!
- ¡No soy el espíritu del mal, sino, por el contrario,
tu salvador! -le respondió la voz, aun más cerca.- Mira bien y me hallarás.
Pedro inició de nuevo la búsqueda, la que le dio igual
resultado que la vez primera y presa de un pánico irrefrenable se dirigió a la
puerta para demandar ayuda a su padre.
- ¡No te vayas! ¡No seas miedoso! ¡Estoy a tu lado!
-escuchó nuevamente.
- Pero... ¿dónde? ¡Preséntate de una vez!
Una risa larga y sonora le respondió y acto seguido
apareció la diminuta figura de un enano, sobre la mesilla de noche del
muchacho.
- ¡Aquí me tienes! -dijo el hombrecito.- Ahora me
puedes mirar a tu gusto y supongo que te desaparecerá el miedo que hace temblar
tus labios.
Pedro, en el colmo del asombro, contempló a su extraño
interlocutor, que desde su sitio lo saludaba sacándose un enorme gorro color
verde que le cubría por entero la cabeza.
Mudo de admiración analizó al intruso. Era un ser
humano, magníficamente constituido, de larga barba blanca, ojos negros,
cabellos de plata y rosado cutis, vestido a la usanza de los pajes de los
castillos feudales de Europa, pero que no medía más de tres centímetros de estatura,
lo que le facilitaba ocultarse a voluntad de las miradas indiscretas.
- ¡Ahora ya me conoces! -dijo por fin el enanito,
después de largo silencio.- ¿Te gusto?
- Eres un hombrecillo maravilloso -respondió el niño.-
¡Jamás he visto una cosa igual!
- ¡Como qué soy el único ser, en la tierra, de tales
proporciones! -respondió él visitante con una carcajada.
- ¿Cómo has podido entrar en mi cuarto?
- ¡Hombre! ¡Para un ser de mi estatura, nada difícil
es meterse en cualquier parte!. ¡He entrado a tu habitación por la cueva de los
ratones!
- ¡Es extraordinario! -exclamó Pedro, contemplando con
más confianza a tan fantástico y diminuto visitante.
- ¡Aunque mi tamaño es muy pequeño -continuó el
vejete,- mi poder es ilimitado y ya lo quisieran los hombres que por ser de
gran estatura, se creen los reyes de la creación! ¡Pobre gente!- continuó con
un dejo de desprecio.- ¡Viven reventando de orgullo y son unos míseros gusanos
incapaces de salvarse si algún mal los ataca! ¡Me dan lástima!
- ¿Y tú, todo lo puedes?
- ¡Todo! ¡Mi pequeñez hace que consiga cosas que
vosotros no podríais lograr jamás! ¡Me meto donde quiero, sé cuanto se me
ocurre y ataco sin que me vean!
- ¿Tienes mucha fuerza? -preguntó de nuevo el
muchacho.
- ¡Mira! -respondió el enano y levantó el velador, con
una sola mano, rojo su semblante, como lo hubiera hecho un atleta de circo.
Pedro gozaba admirado y sonreía ante el inesperado
amigo, que subido por uno de sus hombros, se colgaba de una de sus orejas.
- ¡Eres tan pequeño como mi dedo meñique! exclamaba
el chico sin querer tocar al hombrecito por miedo de hacerle daño.
- ¡Pero tan grande de alma como Sansón! -le respondió
gravemente el minúsculo ser humano.
Pedro lo contempló con incredulidad.
- ¿Qué puedes hacer con ese tamaño?
- ¡Todo! ¡Para ti será difícil creerlo, pero dentro de
muy poco tiempo te lo demostraré!
- ¿De qué manera?
- ¡Ayudándote en tu lucha contra las temibles ratas de
la llanura!
- ¿Serás capaz de eso?
- Capaz de eso y de mucho más -respondió el enano
ensanchando su pecho.- ¡Ya lo verás!
- ¿Tienes algún secreto o talismán misterioso?
- ¡Tengo el poder ilimitado de hacerme obedecer por
los pequeños animales de mis dominios!
- ¡Explícamelo todo! -dijo el muchacho mirando ahora
con mayor respeto al hombrecillo, que en aquel instante se había sentado sobre
la palma de su mano derecha.
- ¡Es bien fácil! ¡Con paciencia durante muchos años,
porque has de saber que cuento ciento cincuenta abriles, he dominado a las aves
de rapiña y poseo un ejército bien disciplinado de caranchos y aguiluchos que
sólo esperan mis órdenes para atacar a los enemigos!
- ¡Es increíble!
- ¡Pero exacto! ¡La constancia es la madre del éxito y
yo he conseguido lo que ningún hombre de la tierra ha logrado!
- ¿Me ayudarás entonces en mi lucha contra las ratas
que han arruinado a mi padre?
- ¡A eso he venido! ¡Mañana, a la salida de¡ sol, mira
desde tu ventana lo que pasa en la llanura, y te asombrarás con el espectáculo!
¡Y... ahora me voy! ¡Tengo que preparar mis huestes para que no fracasen en la
batalla! ¡Mañana volveré a visitarte!
Y diciendo estas últimas palabras, descendió por la
pierna del maravillado Pedro y en pocos saltitos se perdió por una entrada de
ratones que había en un rincón de¡ cuarto.
El muchacho, con entusiasmo sin límites, corrió a la
alcoba de su padre, Juan el colono y le refirió la fantástica visita que había
tenido momentos antes.
- ¡Has soñado! -respondió el labrador después de
escuchar a su hijo.- ¡Eso que me dices sólo lo he leído en los cuentos de
hadas!
- ¡Pues es la pura verdad, padre! -contestó el chico.-
Y si lo dudas, dentro de pocas horas, a la salida del sol, el hombrecillo me ha
prometido venir con su poderosas huestes de aves de rapiña.
Juan el colono se sonrió, creyendo que su hijo había
tenido un alocado sueño y le ordenó volviese a la cama a seguir su reposo.
Pedrito no durmió aquella noche y esperó los primeros
resplandores del día con tal ansiedad, que el corazón le latía en la garganta.
Por fin apareció la luz por las rendijas de la puerta
y el muchacho, tal como se lo había pedido el enanito, se puso a contemplar el
campo desde su ventana, a la espera del anunciado ataque.
Las mieses habían desaparecido por completo y en la
tierra reseca se veían merodear millones de ratas que chillaban y se atacaban
entre sí.
De pronto, en el cielo plomizo del amanecer, apareció
en el horizonte como una gran nube negra que, poco a poco, cubrió el espacio
como si cayeran otra vez las sombras de la noche.
Estático de admiración, no quería creer lo que
contemplaban sus ojos.
¡La nube no era otra cosa sino millones de aguiluchos
y de chimangos
, que en filas simétricamente formadas, avanzaban en
vuelo bajo las nubes, con admirable disciplina, precedidos por sus guías, aves
de rapiña de mayor tamaño que les indicaban las rutas a seguir!

Pedro, ante el extraordinario espectáculo, llamó a sus
padres a grandes gritos; acudieron éstos y quedaron maravillados también de las
escenas fantásticas que contemplaban.
¡De pronto, como si el ejército de volátiles cumpliera
una orden misteriosa, se precipitaron a tierra con la velocidad de un rayo y en
pocos minutos, después de una lucha sangrienta y despiadada, no quedó ni una
rata en la llanura!
- ¡Es milagroso! -exclamaba Juan el colono abrazando a
su hijo.- Tu amiguito el enano ha cumplido su palabra. ¡Ahora sí creo en lo que
me contabas, querido mío!
La batalla mientras tanto, había terminado y las aves
iniciaban la retirada en estupendas formaciones, dejando los campos del
desgraciado labrador limpios de los temibles enemigos que tanto mal le habían
causado.
A la noche siguiente, Pedro esperó a su amiguito
salvador, el hombrecillo de la llanura, pero éste no llegó y el muchacho, desde
entonces, todas las noches lo aguarda pacientemente, en la seguridad de que
alguna vez tornará a su cuarto y se sentará tranquilamente en la palma de su
mano, para conversar de mil cosas portentosas, imposibles de ser llevadas a
cabo por los hombres normales que se decepcionan al primer fracaso.
El cóndor de fuego
Pues bien... vais a saber ahora la verídica leyenda
del Cóndor de Fuego, que según algunas personas de la región, vivió hace
muchísimos años en los más altos picos de la cordillera de los Andes.
En aquellos tiempos, trabajaba en los valles fértiles
de Pozo Amarillo, junto a la enorme mole de piedra que se alarga desde Tierra
del Fuego hasta América Central, un hombrecillo anciano ya, pero no por eso
menos activo que los jóvenes de ágiles brazos.
Este hombre se llamaba Inocencio y era descendiente de
uno de los bravos españoles que llegaron a estas tierras en la expedición de
Francisco Pizarro.
Sus hábitos eran sobrios y sosegados y su vida se
limitaba a trabajar y a guardar algunos centavos por si la desgracia le pusiera
en cama enfermo.
Vecino a Inocencio, vivía otro hombre de nombre
Jenaro, cuidador de vacunos y a veces buscador de oro entre los misteriosos
valles escondidos en la gran cordillera.
Jenaro, al contrario de Inocencio, era un hombre
ambicioso, que todo lo supeditaba al oro, capaz de cometer un desatino, con tal
de conseguir cuantas riquezas pudiera.
Para el bueno de Inocencio, Jenaro era un insensato,
pero no llegaba más allá su opinión, porque su alma se rebelaba a creer que
existieran perversos en el mundo.
Una tarde que Inocencio volvía de sus trabajos en las
cumbres, encontró caída junto a una roca, a una pobre india vieja que se
quejaba muy fuerte de terribles dolores.
- Pobre anciana -exclamó nuestro hombre y levantándola
del duro suelo, se la llevó a su choza, donde la atendió lo mejor que pudo.
La india se encontraba muy mal por una caída en los cerros
y bien pronto, ante la angustia de Inocencio, le comenzaron las primeras
convulsiones de la muerte.
Inocencio se afligió mucho por la desgraciada y sólo
atinaba a llorar junto a la anciana que parecía sumida en un profundo sopor.
De pronto, los ojos de la india se abrieron y, luego
de pasearlos por la choza, se fijaron en Inocencio con marcada gratitud.
- Eres muy bueno, hermanito de las cumbres le dijo en
un suspiro,- ¡tú has sido el único hombre, que al pasar por el camino, se ha
apiadado de la pobre Quitral y la ha recogido! ¡Por tu bondad, mereces ser
feliz y tener tantas riquezas que puedas dar a manos llenas a los necesitados!
- Yo soy dichoso con mi vida, viejecita -respondió
Inocencio.- ¡para mí, la mayor riqueza consiste en la tranquilidad espiritual!
- Es verdad -repuso la aborigen con voz entrecortada,-
pero no es menos cierto que si pudieras disponer de grandes cantidades de oro,
¡muchos menesterosos tendrían ayuda y paz!
- Quizá tengas razón, pero ¿de dónde sacaría el oro
que dices?
- ¡Yo te lo daré!
- ¿Tú? Una pobre india.
- Las apariencias engañan muchas veces, hijo mío
-contestó la anciana sonriente.- ¡Yo siempre he vivido miserablemente, mas
poseo el secreto de la cumbre y sé dónde anida el codiciado Cóndor de Fuego!
- ¡El Cóndor de Fuego! exclamó Inocencio, con el más
grande estupor, al recordar una leyenda antiquísima que le habían narrado sus
padres.- Entonces... ¿es cierto que existe?
- ¡Es cierto... yo lo he visto... yo estuve a su lado!
- Dime, ¿cómo es?
- ¡Es un cóndor enorme, cuatro veces mayor que los
comunes y su plumaje es totalmente rojo oro, como los rayos del sol! ¡Su
guarida está sobre las nubes, en la cima más alta de nuestra cordillera y es el
guardián eterno de la entrada de los grandes tesoros del Rey Tihaguanaco, jefe de
mi raza, hace miles de años!
Inocencio no salía de su asombro y escuchaba
tembloroso la interesante narración de la anciana.
- ¡Yo soy la última descendiente de esa raza de
héroes, que se extinguió hace muchos siglos! -continuó la india.- ¡En las cumbres
he estado muy cerca de la guarida del Cóndor de Fuego y he vivido en su
compañía durante casi dos siglos, mantenida por el hermoso animal, que
descendía a los valles solitarios para llevarme alimentos! ¡Muchas y muchas
veces he entrado en las enormes cavernas donde duerme el maravilloso tesoro!
¡Cuando lo veas, creerás volverte loco! ¡Allí se encierran más riquezas que
todas las que hoy existen en el mundo conocido, y con ellas tendrás dinero
suficiente para alimentar y hacer felices a todos los menesterosos de la
tierra!
- ¿Será posible? -exclamó Inocencio en el colmo del
estupor.
- Tú mismo te cerciorarás de lo que digo -contestó la
india suavemente.- ¡Esos tesoros, por una tradición de mis antepasados, deberán
caer en manos de un hombre bueno, de vida acrisolada y de sentimientos nobles
como los del mismo Dios! ¡Ese hombre tendrá como única obligación, recorrer el
mundo repartiendo felicidad a los necesitados, edificando hospitales, asilos,
colegios, sanatorios, y todo lo que sea posible en favor de la humanidad
enferma o desgraciada! ¡Y... ese hombre, que tantos años busqué, ya lo he
encontrado, casi a la hora de mi muerte! ¡Ese hombre eres tú, Inocencio!
- ¿Yo?
- ¡Sí! ¡Tú!
- ¡Cómo puedes saber que soy bueno, si apenas me
conoces!
- ¡La sabia Quitral nunca se equivoca y tiene la
virtud de leer la verdad en los ojos de los mortales.
- Entonces... ¿me dirás dónde se encuentra el Cóndor
de Fuego?
- ¡Sí... te lo diré, pero con una condición!
- ¡La que quieras! -exclamó el maravillado Inocencio.
- ¡Me jurarás cumplir con los deseos de mi raza! ¡Ese
dinero nunca será empleado en armas, ni en campañas guerreras que son el azote
de los humanos, ni será la base de ninguna maldad! ¡Ese dinero, se te entregará
para el bien y la paz de todos los mortales! ¿Me lo juras?
- ¡Te lo juro! -exclamó el hombre con gran emoción.
- ¡Bien... ahora, escucha! La voz de la india se iba
debilitando por momentos y su mirada se fijaba insistentemente en las pupilas
de Inocencio.
Continuó:
- En mi dedo meñique de la mano derecha, tengo un
anillo con una piedra verde, y sobre mi pecho cuelga de una cadena, una
diminuta llavecita de oro. ¡El anillo te servirá para que el Cóndor de Fuego te
reconozca como su nuevo amo, y te cuide y te guíe hasta la entrada de¡
tesoro... la pequeña llavecita es la de un cofre que está enterrado en las
laderas del Aconcagua, la enorme montaña de cúspide blanca, dentro del cual
encontrarás el secreto para entrar a los sagrados sitios donde se halla tanta
riqueza! ¡Cuando yo muera ... entiérrame simplemente junto a tu choza y
emprende el camino de las cumbres! ¡Algún día volará sobre tu cabeza el hermoso
Cóndor de Fuego; no le temas y cumple mis órdenes! ¡Ya te he dicho todo... ! Me
voy tranquila, al lugar misterioso donde me esperan mis antepasados.
Y diciendo estas últimas palabras, la vieja india
cerró los ojos para siempre.
Mucho lloró Inocencio la muerte de tan noble anciana y
cumpliendo sus deseos, la enterró modestamente junto a su cabaña, después de
sacarle el anillo de la piedra verde y la llavecita que guardaba sobre su
pecho.
Al otro día empezó su largo camino, en procura del
Cóndor de Fuego.
Pero la desgracia rondaba al pobre Inocencio. El
malvado Jenaro, que solapadamente había escuchado tras de la puerta de la
cabaña las palabras de la india, acuciado por una terrible sed de riqueza, no
vaciló ni un segundo en arrojarse como un tigre furioso sobre el indefenso
labrador, haciéndole caer desvanecido.
- ¡Ahora, seré yo quien encuentre tanta fortuna!
-exclamó el temible Jenaro al ver a Inocencio tendido a sus pies.- ¡Seré
inmensamente rico y así podré dominar al mundo con mi oro, aunque haya de
sucumbir la mitad de la humanidad.
Su fiebre de poder lo había convertido en un loco y
sus carcajadas resonaban entre los pasos de la montaña, como si fueran largos
lamentos de muerte.
Ansioso, Jenaro quitó el maravilloso talismán de la
piedra verde a Inocencia y olvidando la pequeña llavecita continuó el camino,
sin pensar en el grave error que cometía.
Muchos días después, casi ya en las más altas cumbres
de la montaña, recordó la diminuta llave, pero no hizo caso, ya que se
imaginaba que de cualquier manera podría entrar a la caverna del tesoro, con la
ayuda del Cóndor de Fuego.
Una tarde que cruzaba un valle solitario, escuchó
sobre su cabeza el furioso ruido de unas enormes alas. Miró hacia los cielos y
vio con asombro un monstruoso cóndor que desde lo alto lo contemplaba con sus
ojos llameantes.
- ¡Ahí está! -exclamó el malvado.
El fantástico animal era imponente. Su cuerpo era
cuatro veces mayor que los cóndores comunes y, su plumaje, rojo oro, parecía
sacado de un trozo de sol. Sus garras enormes y afiladas, despedían fulgores
deslumbrantes como si fueran hechas de oro. Su pico alargado y rojo se abría de
cuando en cuando, para dejar pasar un grito estridente que paralizaba a todos
los irracionales de la montaña.
Jenaro tembló al verlo, pero, repuesto enseguida, alzó
su mano derecha y le mostró al Cóndor de Fuego el precioso talismán de la
piedra verde.
El carnicero gigantesco, al contemplar la misteriosa
alhaja, detuvo su vuelo de pronto y se quedó como prendido en el espacio.
Después, lanzando un graznido ensordecedor, cayó de golpe sobre Jenaro y
tomándolo suavemente entre sus enormes garras lo elevó hacia los cielos con la
velocidad de la luz.
El malvado se sintió sobrecogido de miedo, creyendo
que le había llegado su última hora y cerró los ojos ante el inmenso abismo que
se extendía a sus pies.
Los valles, los ríos y las mismas cumbres, desde tan
prodigiosa altura, le parecían pequeñas cosas de juguete y pensaba aterrorizado
que si el temible animal lo dejaba caer, su cuerpo se estrellaría entre los
riscos y su muerte sería espantosa.
Pero nada de esto sucedió. El Cóndor de Fuego lo
transportó por los aires, en un viaje de varias horas, hasta que, casi a la caída
del sol, descendió con velocidad fulmínea sobre las mismas cumbres de la enorme
montaña llamada del Aconcagua. Habían llegado.
El corazón del miserable palpitaba emocionado, al
darse cuenta de que estaba muy cerca del codiciado tesoro que le haría el más
poderoso de la tierra.
El Cóndor de Fuego, una vez que lo abandonó, se detuvo
junto a él y lo contempló como esperando órdenes. El anillo de la piedra verde
cumplía la misión de obligar a la terrible ave a servir de guía y guardián de
su poseedor.
Jenaro, más tranquilo, miró el punto en donde lo había
dejado el monstruo y vio muy cerca, casi al alcance de su mano, una enorme
entrada de caverna, escondida en las nubes eternas.
- ¡Ahí es! ¡Ya el tesoro es mío! -gritó el codicioso,
elevando su frente con gestos de loco.- ¡Ahora el mundo temblará con mi poder
sin límites!
En pocos pasos estuvo a la entrada de la misteriosa
profundidad, pero... se encontró con que ésta se hallaba cerrada por una gran
puerta de piedra, llena de inscripciones indescifrables.
- ¿Cómo haré para abrirla? -se preguntaba Jenaro
impaciente.- ¡La llavecita olvidada hubiera sido el remedio, pero... me
ingeniaré para entrar!
Tanteó la puerta y perdió sus esperanzas, al darse
cabal cuenta de que ni millares de hombres hubieran podido franquear tan
gigantesco trozo de granito.
- ¡Lo haré saltar con la pólvora de mis armas! dijo
sin meditar las consecuencias de su acción. Y acto seguido se puso a juntar
todo el polvo explosivo de sus cartuchos hasta fabricar una pequeña mina, que
enseguida colocó bajo la majestuosa entrada.
Mientras tanto, el Cóndor de Fuego, lo contemplaba en
silencio desde muy cerca, y sus ojos refulgentes parecían desconfiar del nuevo
poseedor de la alhaja, ya que de tiempo en tiempo brotaban de su garganta
graznidos amenazadores.
Jenaro, sin recordar al monstruo, e impulsado por su
codicia sin límites, prendió fuego a la mecha y muy pronto una terrible
explosión conmovió la montaña.
Miles de piedras saltaron y la enorme puerta que
defendía el tesoro de Tihaguanaco cayó hecha trizas, dejando expedita la
entrada a la misteriosa y obscura caverna.
- ¡Es mío! ¡Es mío! -gritó el demente entre espantosas
carcajadas, pero una terrible sorpresa le aguardaba.
El Cóndor de Fuego, el eterno guardián de los tesoros
que indicara la india Quitral, al darse cuenta de que el poseedor de la piedra
verde desconocía el secreto de la llave de oro, con un bramido que atronó el
espacio, cayó sobre el intruso y elevándolo hasta más allá de las nubes, lo
dejó caer entre los agudos riscos de las montañas, en donde el cuerpo del
malvado Jenaro se estrelló, como castigo a su perversidad y codicia.
Desde entonces, el tesoro del Cóndor de Fuego ha
quedado escondido para siempre en las nevadas alturas del Aconcagua, y allí
continuará por los siglos de los siglos, custodiado desde los cielos por el
fantástico monstruo alado de plumaje rojo oro como los rayos del sol.
La roldana maravillosa
En una humilde casa de campo, vivían, cierta vez, dos
hermanas llamadas Rosa y Cristina.
Rosa por ser tan bella como la flor de su nombre era
la mimada de sus padres y para ella eran todos los regalos, todos las fiestas y
todas las dichas de la vida.
Cristina, por el contrario, era una niña humilde y
dócil que había sido abandonada del corazón de sus padres y sólo la utilizaban
en la casa como sirvienta, ordeñando las vacas por la mañana, haciendo la
comida al mediodía, fregando los platos, lavando la ropa de todos y dando de
comer a las aves que cacareaban en los corrales.
Tan injusta era la diferencia, que el vecindario
estaba indignado y las habladurías llegaron hasta los más apartados rincones de
la aldea.
Rosa, como es natural, pronto tuvo un novio rico y
buen mozo, tan orgulloso e inútil como ella, con lo que colmó la ambición de
los padres, que creían a la niña, por su belleza, como el astro de la familia.
Cristina, buena y sin manchas de envidia en su alma,
se alegraba también de la felicidad de su hermanita y proseguía sus quehaceres
domésticos, sin pensar nada malo de la frialdad de trato de cuantos la
rodeaban.
La humilde niña, se levantaba del lecho al amanecer,
iba al pozo a sacar agua, como primera faena, y escuchaba alegremente el
chirrido de la roldana que le cantaba mientras iniciaba su rápido girar:
- Soy la roldana que canta
y agua te da cristalina...
buenos días, bella y santa,
inigualable Cristina.
La chica respondía a este saludo mañanero con su risa
angelical y miraba con cariño a la roldanita, que proseguía su canción
estridente y alegre, mientras el balde ascendía hasta sus manos.
Pero para la pobre Cristina, las cosas iban de mal en
peor, y la altiva Rosa, que como la del rosal, estaba llena de espinas, comenzó
a despreciarla en tal forma, que los días se le hicieron amargos y las noches
muy tristes.
Los padres, entusiasmados con el próximo casamiento,
de la hermosa Rosa ni se acordaban de la otra hija, y sólo le hablaban cuando
tenían que darle alguna orden terminante o para castigarla por faltas
imaginarias.
Pero Cristina, paciente y buena, sufría todas estas
injusticias y se consolaba llorando a solas, mientras proseguía sus rudos
trabajos diarios.
Así continuó la vida, y todas las madrugadas, al
llegar al pozo e iniciar sus faenas, la roldanita le cantaba...
- Soy la roldana que canta
y agua te da cristalina...
buenos días, bella y santa,
inigualable Cristina.
La infeliz criatura un día no pudo acallar más su
dolor y al oír la canción de la roldana, comenzó un lloro tan sentido y amargo
que ésta, deteniendo su rápido andar, le dijo en tono grave:
- Sé que tú sufres y lloras
de la noche a la mañana...
pídele lo que desees
a tu amiga la roldana.
Cristina al escuchar la voz argentina de la pequeña
rueda, no pudo contener un estremecimiento de alegría y mirándola con sus
grandes ojos dulces, la respondió entre sollozos:
- Roldanita amiga, compañera de todas mis horas, sólo
pido el amor de mis padres y el cariño de mi hermana.
- ¡Los tendrás! -fue la respuesta y prosiguió girando
la frágil polea impulsada por los desnudos y fornidos brazos de la niña.
Al día siguiente, la casa se llenó de luz y se animó
de alegría, abierta a todos los habitantes de la región que acudían a
presenciar el casamiento de la hermosa muchacha, la niña mimada de sus padres.
Cristina no tuvo permiso para presenciar tan magnífica
fiesta y se contentó con mirar todo desde lejos, mientras preparaba los manjares
para la comida de bodas.
Sus ojos vertían copioso llanto y su corazón sufría en
silencio tan gran injusticia, pensando lo desgraciada que era, por el olvido en
que la tenía su familia.
La música y las risas, llegaban hasta la cocina y se
mezclaban con los sollozos de la chica, que continuaba su labor sin odios ni
rencores, pues éstos no tenían cabida en su alma.
Pero, hete aquí, que sucedió lo inesperado, como
siempre suele acontecer cuando se cometen tan grandes injusticias.
Cristina necesitó sacar agua del pozo y se encaminó a
él con los ojos enrojecidos y el corazón contrito.
Había iniciado el ascenso del balde lleno de agua
cristalina, cuando escuchó la alegre voz de la roldana, que le decía:
- Querida amiga Cristina
yo cumpliré mi promesa,
saca lo que hay en el balde
y envidiarán tu belleza.
La niña, asombrada y curiosa, al escuchar la voz de su
amiga, miró el cubo al llegar a sus manos y quedó maravillada y suspensa de lo
que vio dentro de él.
En vez de agua, en el fondo había un voluminoso paquete
con cintas de oro, que estuvo pronto entre sus dedos.
- Ponte todo lo que tiene
en vez de agua cristalina
y reinarás en la fiesta
mi buena amiga Cristina.
Así cantó la roldana entre sus chirridos estridentes y
alegres.
La chica, con el paquete junto a su corazón
palpitante, corrió a su modesta habitación y al abrirlo se encontró con un
traje de extraordinario belleza, todo recamado de piedras preciosas de
incalculable valor, un cintillo de perlas y diez anillos de oro rematados por
deslumbrantes esmeraldas y rubíes.
Innecesario es decir que Cristina se desprendió
enseguida de sus viejas ropas y se puso el extraordinario vestido, las
esplendorosas alhajas y los adornos que había en el paquete, y mirándose luego
al espejo quedó asombrada ante el cambio que había experimentado.
¡No podía creer lo que contemplaban sus ojos! Era
ella... ¡sí! Pero... ¡qué cambiada! Hasta su cabello, como por arte de magia,
aparecía debidamente peinado y su cara rosada y juvenil era ahora de una
belleza fascinante, capaz de ser admirada por el más exigente galán.
Su entrada en el salón de la fiesta fue digna de una
reina y cruzó entre los invitados, que la miraban mudos de asombro, en unión de
sus padres, incapaces de comprender lo sucedido.
Desde aquel instante todos las ponderaciones fueron
para ella y tanto su hermana Rosa como los indiferentes padres, creyeron ver en
este milagro una dura lección por su desamor y despego, y abrazaron a la feliz
y virtuosa Cristina que pasó a ser tan mimada y querida como su hermosa hermanita
Rosa.
Las joyas y las piedras preciosas de su vestido de un
valor incalculable, fueron vendidas, y con el dinero de tanta magnificencia
compraron campos, edificaron una lujosa casa y vivieron todos felices por el
resto de sus días.
Pero la dichosa Cristina no abandonó nunca a su amiga,
la roldana maravillosa, y todas las mañanas iba al brocal del pozo y elevando
el balde lleno de agua a rebosar escuchaba la voz de su amiga, que alegremente
le seguía cantando:
- Soy la roldana que canta
y agua te da cristalina...
Buenos días, bella y santa,
inigualable Cristina.
Damián el turbulento
Ésta es la muy breve historia de Damián el Turbulento.
El mal genio de este hombre lo convertía a veces en
una fiera, cometiendo faltas tan graves, que tardaba mucho tiempo en volver su
espíritu a la tranquilidad.
Por lo demás, y en estado normal, Damián era un hombre
bueno, trabajador y caritativo, pero su enorme desgracia consistía en
encolerizarse súbitamente por cualquier cosa, cegándose hasta convertirse en un
malvado.
Por tales causas, su caballo tordillo tan pronto
recibía caricias como palos y su inseparable pistola, unas veces estaba
cuidadosamente limpia, como otras andaba por el suelo, enmohecida y sucia.
Damián el Turbulento conocía su falta, pero por más
que luchaba por enmendarse, no lo podía conseguir, siempre dominado por su
fatal genio que lo convertía en un injusto.
Nuestro hombre, tenía su rancho en medio de la pampa
y, como todo gaucho, vivía de su trabajo, arreando animales, esquilando ovejas
o transportando en las lentas carretas las bolsas de trigo hasta las estaciones
del ferrocarril.
Por su terrible defecto, Damián era temido en muchas
leguas a la redonda, y no bien la gente se daba cuenta de que comenzaba a
enfurecerse, corría despavorida a sus viviendas temiendo los desmanes de tan
desconcertante individuo.
Inútil fue que los amigos y parientes lo aconsejaran.
Damián, lloroso, prometía enmendarse, pero a los pocos días, por lo más
insignificante y fútil, daba rienda suelta a su mal genio, provocando
situaciones que muchas veces se convertían en tragedias.
Pero, como todo en este mundo tiene su castigo, a
Damián el Turbulento le llegó su hora y pagó sus culpas de una manera rara y
misteriosa.
Una tarde, después de jurar ante su madre corregirse
de tan temible defecto, galopaba por la pampa en dirección a una lejana
estancia, cuando su pobre caballo se espantó de una perdiz que salió volando de
entre sus patas.
La furia de Damián invadió de pronto su cerebro y entre
palabras procaces y gritos de loco, le dio una paliza tal al pobre bruto, que
éste cayó resoplando de dolor sobre la verde hierba.
Damián, ciego de rabia y sin darse cuenta, en su
demencia repentina, de la injusticia que cometía, sacó su pistola y apuntando a
la cabeza del noble caballo, presionó el gatillo con la evidente intención de
matarlo.
Pero, cosa extraña, la bala no salió y el gatillo cayó
con un ruido seco sobre el cartucho inofensivo.
- ¡Maldita arma! -gritó Damián blandiéndola por los
aires,- ¡no me sirves para nada y aquí te quedarás para enmohecerse entre los
pastos!
Y diciendo esto, arrojó la pistola lejos de si con
toda la potencia de su fornido brazo.
Y aquí sucedió lo imprevisto. La pistola al golpear
fuertemente sobre el suelo, disparó la bala que antes se había negado a salir y
entre el gran estrépito del fogonazo, Damián el Turbulento rodó herido, al
perforar su brazo el frío plomo vengador.
Para el hombre de nuestra historia, ésa fue la mejor
lección de su vida, mucho más elocuente que las palabras de parientes y amigos
y nunca jamás volvió a ser dominado por el mal genio que, indudablemente, lo
hubiera llevado por sombríos caminos, y en adelante fue un hombre pacífico y
bueno, con la consiguiente satisfacción de todos los que antes le temieran.
Julio Jorge, el niño travieso
Julio Jorge es un hermoso niño de poca edad, inteligente
y vivaz, que tiene el defecto de no obedecer las órdenes que le dan sus padres.
Al cumplir los tres años, hubo una gran fiesta en la
casa del pequeñuelo, a la que concurrieron muchos amiguitos y diversas
amistades de la familia.
Entre el gran número de regalos que recibió Julio
Jorge ese feliz día, resaltaba un lucido burrito de cartón con plomizo pelaje y
largas orejas, obsequio de su madrecita Matilde.
Cuídalo -dijo la buena señora al entregárselo; este
burrito que mueve la cola y la cabeza, lo debes guardar, para que constituya un
grato recuerdo de tu niñez, cuando seas hombrecito.
Julio Jorge, prometió no romperlo y comenzó a jugar
con el burrito, corriendo por los pasillos de la casa ante la alegría de sus
abuelos Diógenes, Isaura, Francisco y Matilde.
Pero, como era de presumir, la promesa fue olvidada
bien pronto por el niño pillín, y a los pocos días, cansado del burrito que
movía la cabeza, se propuso romperlo para curiosear qué tenía en su voluminosa
panza.
Se apoderó de un afilado cuchillo, a hurtadillas de
sus progenitores, se arrinconó tras de la puerta de la cocina y comenzó la
repulsiva tarea de someter a una pintoresca autopsia al bonito pollino de
cartón.
Tomando al juguete por las patas, inició el trabajo,
asestando una profunda puñalada en el pecho del borrico y cual no sería su
sorpresa y su pánico, cuando escuchó de boca de su víctima, las siguientes
palabras:
- ¿Por qué quieres deshacerme? ¿Acaso no soy tu
compañero y juego a todo hora contigo sin que me canse de ti?
Julio Jorge, repuesto del susto y creyendo que la voz
había llegado de las habitaciones contiguas, intentó proseguir la tarea, cuando
de nuevo el burrito repitió su queja:
- ¡No me hieras amiguito! ¡No merezco este fin tan
desastroso!
- Me gustaría saber qué tienes dentro -respondió el
niño sin detenerse en su trabajo.
- Tengo madera y lana -contestó el animalito
lastimero.- ¡Sería una crueldad que me destrozaras!
- ¡Nada me importan tus quejas! ¡Tengo muchos juguetes
con que entretenerme aunque tú me faltes! - ¡No digas semejante cosa Julio
Jorge! ¡Si me despedazas, algún día sentirás mi desaparición y llorarás mi
ausencia!
El niño travieso, no se conmovió ante los lamentos y
prosiguió su obra de destrucción.
Por fin rodó por el suelo un pedazo.
- ¡Ay, mi patita! -gritó el burrito.
Otra parte del animal caía más tarde.
- ¡Ay, mi cola! -se lamentó la víctima.
Y poco a poco, entre quejas y expresiones de
resignación, el hermoso juguete fue convirtiéndose en algo inservible, en las
manos crueles del travieso niño.
Una vez terminada su desdichada obra, Julio Jorge miró
los restos de su amigo esparcidos por el suelo, transformado en un informe
montón de maderas y de vellones de lana, y entonces, cuando ya no había
remedio, se dio exacta cuenta de su mala acción y del remordimiento que le
produciría con el tiempo la desaparición de tan lindo juguete.
- ¡Mi papá me comprará otro! -dijo, por fin, en tono
de consuelo y corrió para seguir sus juegos con otros muñecos que se hacinaban
en un rincón de su cuarto de recreo.
Días más tarde, recordando a su compañero de juegos,
el burrito que movía la cabeza, rogó a su padre le adquiriera uno igual al
desaparecido, y ante la rotunda negativa que se le dio como castigo por su afán
destructor, Julio Jorge comenzó a sentir dolorida su almita, por la ausencia
del lindo juguete que tantos ruegos le dirigiera para que no lo despedazara.
Muchas noches, en su sueños infantiles, se le apareció
el buen burrito y escuchó estremeciéndose en el lecho su voz dolorida, y tanta
y tanta fue su pena ante el recuerdo del frágil compañero, que vertió copioso
llanto y juró no romper jamás otro juguete, que al fin y al cabo, eran y siguen
siendo, sus amiguitos más dóciles, más nobles y más bellos.
El gigante de nieve
Una vez, un matrimonio de ricos comerciantes de Buenos
Aires, resolvieron pasar los días del verano en un lugar fresco de la república
y se trasladaron con sus hijos Pepito, Leopoldo y Manuel a las apartadas
regiones del sur del país, donde junto a los maravillosos lagos cordilleranos,
se goza en esos meses de una temperatura muy agradable.
Tomaron el tren en la capital y después de un viaje
encantador cruzando hermosas poblaciones hasta llegar a la ciudad de Bahía
Blanca, entraron en la extensa Patagonia en donde los niños, desde las ventanas
del vagón, pudieron admirar las majadas que en esas tierras se cuentan por
millones, los caudalosos ríos poblados de cisnes, patos y otras aves acuáticas,
las grandes llanuras sembradas de trigo, lino, alfalfa y cebada y las
pintorescas villas que sirven de albergue a los colonos.
Algunas horas después estaban sobre las primeras
mesetas de la montaña, y más tarde llegaron al hotel en donde sus padres habían
dispuesto pasar las vocaciones en recompensa del buen comportamiento de los
niños.
Para Pepe, Leopoldo y Manuel, aquello era el paraíso.
Un gran lago, que supieron luego se llamaba
Nahuel-Huapí se extendía a sus pies, poblado de hermosas aves, con frondosas
islas en su centro, y en las que se veían por entre las ramas de la vegetación,
grandes residencias de tejados rojos.
Los niños estaban encantados de tanta maravilla y se
pasaban los días cabalgando con su padres por los caminos de la montaña o
pescando sobre las márgenes del lago grandes peces que más tarde se informaron
que eran truchas.
Una tarde, el viento sopló con más fuerza desde las
cumbres de la cordillera y comenzó a dejarse sentir un frío tan intenso que
todos los turistas hubieron de refugiarse en el hotel y rodear las estufas como
en pleno invierno.
Pasadas varias horas, toda la gran extensión de sendas,
valles y montañas estaba cubierta de nieve, y no faltaron viajeros que
resolvieron hacer deportes invernales con esquíes, improvisados trineos, y
saltos con patines,
Para los niños de nuestra historia, aquello era una
novedad inesperada y de común acuerdo dispusieron abrigarse bien y jugar en la
nieve hasta que el sol la derritiese.
Se fugaron a corta distancia del hotel donde se
hospedaban y en un lugar solitario cubierto por los blancos copos de nieve,
dispusieron modelar un gran muñeco, tal como lo habían contemplado en muchas
láminas de revistas europeas llegadas a sus manos.
- ¡Haremos un gigante! -dijo Pepe.
- ¡Con sombrero y bastón! -repuso Leopoldo saltando de
frío.
- Yo le haré los ojos -gritaba entusiasmado Manuel, el
más pequeño de los hermanos.
Dicho y hecho; los niños, entre risas y alegres
exclamaciones, comenzaron su gran obra, a la que muy pronto dieron fin,
contemplando luego al gigante blanco que parecía mirarlos con sus ojos huecos y
sin vida.
Pepe corrió al hotel y muy pronto estuvo de regreso
con un sombrero del padre y un bastón de otro viajero y ayudado por sus
hermanitos, trepó por el muñeco y le puso en la cabeza el hongo y en su tendido
brazo la recta caña de la India.
Terminada la escultura, que no estaba del todo mal,
los niños se detuvieron a contemplarla y se admiraron de haber realizado un
trabajo, para ellos, tan magnífico, porque el gigante de nieve, tenía boca,
nariz, orejas y un cuerpo proporcionado que se alzaba más de dos metros del
suelo.
- ¡Qué hermoso! -exclamó Pepe,
- ¡Se lo enseñaremos a papá! -gritaba Leopoldo,
batiendo palmas.
- ¡Lástima que no hable! -se lamentaba, Manuelito,
mirándolo con cariño.- ¿Qué nombre le pondremos?
- ¡Se llamará Bob! -repuso el mayor.
- ¡Bien por Bob! ¡Viva Bob! -gritaron los niños a coro.
De pronto sucedió lo inesperado. El gigante de nieve
comenzó a mover sus brazos, mientras los huecos de sus ojos iban cobrando vida,
hasta cubrirlos dos pupilas azules y bondadosas.
- ¡El gigante camina! -gritó Pepe, reflejando en su
rostro una expresión de asombro y temor a la par.
- ¡Nos matará! -tartamudeó de miedo Leopoldo.
- ¡Mamita! -alcanzó a balbucear el menor, abrazando a
sus hermanos para resguardarse.
Mientras tanto, la gigantesca escultura helada, se
movía, efectivamente, y sus extremidades, antes rígidas, comenzaban a
ablandarse, jugando sus articulaciones como si se tratara de un ser de carne y
hueso.
- ¡Huyamos! -logró exclamar Pepe, en el colmo del
pavor.
Una carcajada larga y bonachona le contestó.
- ¿Por qué intentáis huir? -dijo el gigante, cubriendo
su desdentada boca blanca.- ¡No os haré daño; por el contrario, os protegeré,
ya que vosotros me habéis modelado! ¡Bob os saluda!
Y diciendo esto, se inclinó reverente ante los niños,
quitándose su sombrero como lo hubiera hecho el más galante de los galantes
caballeros de antaño.
Pepe, Leopoldo y Manuel se quedaron atónitos, sin
saber qué partido tomar, pero al poco rato y ante los ademanes pacíficos del
hombre de nieve, cobraron confianza y muy pronto se hicieron amigos, trepando
los chicuelos por sus hombros y deslizándose hasta el suelo por sus rodillas,
con el consiguiente regocijo del gigante que se avenía a todo capricho y
ocurrencia de sus dueños, entre grandes risotadas de alegría.
Los niños estaban encantados de su obra, y así pasaron
muchas horas, corriendo por las pendientes de la montaña, resbalando por las
empinadas laderas o patinando por los extensos campos helados.
- ¡Esto es maravilloso! -exclamaban a coro, mientras
subían a las espalda de Bob que, como es natural, era maestro en todos los
ejercicios de invierno.
Entre juegos y jaranas, Pepe, Leopoldo y Manolito se
alejaron demasiado del hotel y, sin darse cuenta, se aproximaron a los linderos
de un bosque muy solitario que se elevaba sobre grandes lomas, próximas al
hermoso lago.
El sol se ocultaba tras las cumbres lejanas y sobre la
inmensa sábana de nieve, caían lentamente las sombras.
Los niños, entretenidos con el gigante, no
consideraron que un terrible peligro los amenazaba. Junto a la orilla de la
selva, un tigre grande, con ojos sanguinarios, los contemplaba, abriendo sus
fauces negras al tiempo que encogía sus patas, dispuesto a saltar sobre sus
indefensas víctimas.
Pepe y sus hermanitos, se acercaron más y más a la
fiero, ajenos a esta amenaza de muerte perseguidos por el blanco Bob que se
había rezagado un poco, para después alcanzarlos.
De pronto, un terrible rugido rompió el silencio y
tres gritos desgarradores se oyeron en la inmensa soledad.
El felino había dado un descomunal salto, cayendo a
pocos metros de los niños que se abrazaron sobrecogidos por un pánico
justificado ante el peligro que corrían.
- ¡Nos mata! -gritó Pepe llorando.
Efectivamente, las pobres criaturas no tenían
salvación y sólo esperaban el terrible zarpazo de la fiera, que sin remisión
caería sobre ellos.
Pero... el maldito animal no había contado con el
gigante blanco.
Bob, al ver a sus amiguitos en tan espantoso peligro,
dio un rápido salto de carnero y convirtiéndose. en bola de nieve se precipitó
rodando por la pendiente, arrastrando al feroz tigre con tal violencia, que lo
dejó tendido sin vida. El muñeco bonachón había salvado a sus queridos dueños y
ahora, caído en la nieve, reía a mandíbula batiente, ante el asombro de los
niños que lo contemplaban con admiración y agradecimiento.
Como ya era avanzada la tarde, Bob propuso o los
pequeños que montaran sobre sus espaldas y así llegarían más pronto al hotel.
Aceptando tan oportuno ofrecimiento, Pepe, Leopoldo y Manuel, cubrieron la
distancia hasta la entrada de la casa con la rapidez de un rayo.
Bob se despidió de ellos cariñosamente y les dijo que
al día siguiente, por la mañana, los esperaba en el sitio donde lo habían
levantado, para proseguir sus juegos en aquel ambiente invernal.
Aquella noche calmóse el temporal y al otro día, ante
los ojos admirados de los chicos, amaneció el cielo despejado, azul, con un sol
resplandeciente y tibio que ahuyentó el frío y la nieve.
Pepe, Leopoldo y Monolito, corrieron al lugar de la
cita y... ¡oh, desgracia! ya no estaba allí Bob esperándolos como les prometió.
En el sitio donde se levantara el gigante, sólo había un pequeño charco de agua
tranquila sobre la que flotaban el sombrero y el bastón...
El sol, desde lo alto, parecía reírse del desconsuelo
de los niños y sus rayos caían sobre sus cabezas, como dándoles a entender que
él había sido la causa de la desaparición del bueno de Bob.
Los pequeños regresaron muy tristes al hotel, y desde
aquel día, todos los inviernos, esperan en vano la caída de la nieve para poder
levantar otra vez al gigante risueño, que una mañana les distrajo con sus
juegos y una tarde les salvó la vida.
El anillo de la piedra roja
Una vez existía en la ciudad de Catamarca, y de esto
hace casi dos siglos, una mujer llamada Candelaria, fea y de ojos pequeños y
redondos como los de los tortugas, a quien nadie en lo población quería por su
detestable defecto de la curiosidad.
Ella ansiaba saber la vida y milagros de toda la
vecindad y no sólo se contentaba con preguntar lo que no le interesaba, sino
que también se atrevía a concurrir a las casas de visita, para poder así
enterarse más fielmente de cuanto deseaba.
La gente del lugar la había apodado "La
Curiosa" y ya ninguno la conocía por su verdadero nombre que era sonoro y
agradable.
Nosotros, siguiendo la costumbre establecida por aquel
tiempo en Catamarca, la denominaremos también "La Curiosa" al
proseguir este verídico relato.
La curiosidad es un defecto terriblemente feo, que al
que lo practica, le ocasiona siempre muchos enredos y malos momentos, pero para
ella no había obstáculos, y aunque muchas veces había tenido serios disgustos,
no podía vencer su manía de averiguarlo todo.
Claro es, la gente estaba harta de soportarla en sus
permanentes averiguaciones y no sabía cómo enmendar a esta mujer que era la
piedra de escándalo en la apacible ciudad provinciana.
Como es sabido, la curiosidad trae aparejada una gran
cantidad de males, entre los que sobresale la murmuración, ya que al comentar
lo que se sabe o lo que se cree saber se llega al chisme y hasta a la
difamación.
Así pues, Catamarca vivía intranquila, ya que había
llegado por culpa de "La Curiosa", una ola de resquemores que iban
separando, cada vez más, a familias enteras, que se trataban desde hacía
infinidad de años.
Era necesario, para la tranquilidad de todos, dar un
escarmiento a la chismosa mujer, pero... ¿cómo? Se intentaron toda clase de
pruebas, desde el desprecio hasta el incidente personal, pero todo fue inútil,
ya que "La Curiosa" proseguía su vida, sin cambiar en nada sus
deplorables costumbres.
- ¡Esto es intolerable! -exclamó una noche el alcalde
de la ciudad, hombre entrado en años, de grave aspecto y larga barba blanca.-
¡Hay que poner inmediato remedio a este mal que amenaza dividir por completo a
la sociedad!
- ¿De qué manera? -preguntó otro contertulio.
- ¡No lo sé! ¡Pero hay que hallar el modo de extinguir
esta enfermedad, peor que la viruela!
- ¡Encerrémosla! -gritó un tercero.
- ¡Echémosla de la ciudad! -dijo un cuarto.
- ¡Cortémosle la lengua! -vociferó un quinto,
blandiendo sus puños, lleno de ira, ya que "La Curiosa" le había
hecho separarse de su esposa a causa de sus intrigas.
- Nada de eso es bueno -respondió el alcalde gravemente-
hay que hallar otro medio más eficaz. Si la encerramos, su voz se seguirá
oyendo por entre las rejas; si la echamos de la ciudad, llevaremos la desgracia
a otras poblaciones apacibles como la nuestra; si le cortamos la lengua, será
un castigo inhumano que no es de hombres civilizados. Hay que procurar otro
remedio...
Los contertulios se quedaron mudos, ensimismados, sin
saber qué partido tomar para resolver tan serio problema, que constituía un
flagelo en la soñolienta población de Catamarca.
Se resolvió por fin efectuar una reunión de notables y
llamar a su seno a "La Curiosa" para invitarla a cambiar de vida, so
pena de severos castigos.
Así se hizo.
Una noche, en la Sala del Cabildo, iluminado con
cientos de velas de sebo, se reunió lo más granado de la sociedad catamarqueña
bajo la severa presidencia del alcalde, que nunca dejaba de acariciarse su
larga barba blanca que le cubría el pecho.
"La Curiosa" fue llevada a duras penas, ya
que desde un principio se negó a concurrir, pero al fin fue introducida en la
sala, donde se desencadenó una tempestad de murmullos desaprobadores ante la
presencia de la malhadada mujer.
Ésta miró con sus ojos de tortuga a la concurrencia y
se sonrió después, como desafiando a sus improvisados jueces.
- Oye, Candelaria -comenzó el alcalde.- Nos hemos
reunido para invitarte a que des fin a tu perjudicial defecto de la curiosidad,
que arrastra un sin número de males que nos afectan a todos por igual.
- Pero... ¡si yo no hago mal a nadie! -respondió la
mujer con voz áspera.- Yo sólo pregunto y la gente me cuenta la verdad... ¡Eso
es todo!
- ¿Sabes positivamente si te cuentan la verdad?
-preguntó el alcalde mirando detenidamente a la acusada.
- ¡Estoy segura de ello! -respondió prontamente
"La Curiosa".- ¡Si no lo hicieran, mentirían, y el mentir es un
terrible pecado!
Ante esta salida, no pudieron menos que reírse todos
los oyentes, ya que la mujer se horrorizaba de otro defecto, sin pensar en el
que ella poseía.
El alcalde, ocultando su risa, contestó haciendo
esfuerzos por parecer grave:
- ¡Observas la paja en el ojo ajeno y no ves la viga
en el tuyo, Candelaria! ¡Toda esa gente a quien durante tantos años le has
preguntado cosas que no debían interesarte, quizá te hayan mentido, ya que la
mentira en este caso se justifica ante el deseo malsano de saber! Nosotros te
pedimos buenamente que procures dominar tu grave defecto que tanto mal nos ha
hecho y te recibiremos con gusto nuevamente en nuestros hogares, si es que tu
voluntad vence a tu terrible vicio! ¿Aceptas?
"La Curiosa" vaciló unos instantes y luego
repuso muy suelta de lengua:
- ¡Está bien, señor alcalde! ¡Procuraré refrenar mi
curiosidad, pero estoy segura que toda la gente siempre me ha dicho la verdad!
- Ojalá fuera cierto -repuso el anciano y así terminó
aquella reunión, saliendo la gente poco convencida de que pudiera enmendarse.
Tal como lo habían pensado los habitantes de
Catamarca, la mujer, a los pocos días, continuó su terrible manía y las
rencillas y murmuraciones adquirieron tal carácter, que se perdió por completo
la paz y el sosiego en la lejana población colonial.
La noticia de tan terrible mal, llegó hasta los más
apartados lugares de la provincia y lo supo una viejecita india que vivía en su
choza, sobre las laderas de unas cumbres llamadas de Calingasta.
- Yo sabré curarla -dijo la anciana aborigen, y marchó
camino de la ciudad, y cuando llegó fue directamente a la casa de "La
Curiosa" que la recibió con agrado.
- ¡Me han dicho que tienes un terrible defecto!
-comenzó diciendo la anciana, al entrevistarse con Candelaria.- ¿Es verdad?
- Así lo murmuran en el pueblo... -contestó la
interpelada.
- ¿Quieres curarte?
- Lo desearía, pero no puedo...
- Pues bien -repuso la india.- Aquí te entrego un
talismán que seguramente te arrancará del cuerpo el mal de la curiosidad.
Cuídalo mucho, porque perteneció a antiguos reyes de América de épocas muy
remotas.
- ¿Qué es? -preguntó "La Curiosa" con
ansiedad.
- Míralo. Es un anillo con una gruesa piedra roja, que
te lo pondrás en el dedo del corazón de tu mano derecha. Este anillo tiene la
virtud de dar a conocer siempre los verdaderos pensamientos de la gente. Cuando
algo preguntes y te respondan, pide al talismán que obligue a que te digan la
verdad y así verás y escucharás cosas que nunca te has imaginado.
Y, dicho esto, la india marchó a su choza de la
montaña, dejando a "La Curiosa" completamente intrigada sobre el
poder sobrenatural de la preciosa alhaja.
No bien estuvo sola, pensó en poner en juego el poder
del talismán y salió a la calle a continuar sus acostumbradas correrías
averiguando la vida y milagros de todos.
- ¡Hola, vecina! -empezó diciendo, ante una señora que
por allí pasaba.- ¿Qué tal? ¿Es verdad que su hija Micaela se ha disgustado con
su novio?
- ¡Sí, doña Candelaria, es verdad! -respondió la
interpelada.
"La Curiosa" quiso poner en juego los
poderes de su piedra y solicitó su ayuda, tocándola tres veces, tal como se lo
aconsejó la india.
¡Y aconteció lo inesperado! La vecina, presa de un
ataque de sinceridad, empezó a decir lo que verdaderamente sentía.
- ¡Es falso lo que te he dicho, vieja lechuza!
gritó.- ¡Mi hija se casará y serán felices! ¡Te detesto, curiosa insoportable!
¡Ojalá se te pudriera la lengua!
"La Curiosa", confusa de estupor y espanto,
echó a andar temblorosamente.
Un poco más allá se cruzó con don Damián, el jefe de
Correos, quien, al verla, le dijo con una sonrisa:
- ¡Adiós, hermosura!
La mujer tocó de nuevo tres veces a su anillo mágico y
don Damián comenzó, en forma inesperada, a hablar como un loco.
- ¡Eres más fea que un escuerzo! ¡No puedo ni verte,
curiosa insoportable!
La infeliz no quiso oír más y siguió su camino, cada
vez más sorprendida por lo que estaba ocurriendo.
Al llegar a la puerta de su casa, tropezó con su
hermano mayor que salía para el trabajo, el que la saludó con afecto.
Candelaria volvió a tocar tres veces el anillo para
saber lo que pensaba de ella tan próximo pariente y escuchó:
- ¡Eres la vergüenza de la familia! ¡Por ti vivimos
separados de todo el mundo! ¡Quiera, Dios que te alejes para siempre de nuestro
lado!
La pobre mujer no pudo más, y con espanto y amargura
arrojó lejos de sí la alhaja maravillosa y penetró en su habitación convertida
en un mar de lágrimas.
Entonces se dio cuenta de que la curiosidad sólo
conduce al deshonor y al desprecio y que por su propia culpa era rechazada
hasta por sus mismos hermanos.
La prueba del anillo fue mejor remedio que todos los
consejos del alcalde y las amenazas de la población.
Desde aquel día se enmendó de manera definitiva, y
jamás volvió a abrir su boca para hacer preguntas indiscretas, con lo que poco
a poco ganó la confianza de los vecinos y el amor de sus parientes. ¡Y ésta es
la verídica historia del anillo de la piedra roja, que con su poder
sobrenatural, obligaba a la gente a decir la verdad!
Don Segismundo Cara de Loro
Don Segismundo Cara de Loro, era un gaucho pendenciero
que habitaba los confines de la Pampa, muy cerca del río Negro.
Tenía fama de perverso y según aseguraban, no había
animal que se atreviera acercarse a su rancho que no fuera muerto por el
sanguinario ser humano.
Una noche, cansados de tanta persecución, se reunieron
en asamblea los seres del desierto y resolvieron darle un castigo ejemplar a
tan despiadado personaje.
A la cita acudieron todas las especies, no faltando ni
el temible puma o león americano, el gato montés, la vizcacha, el ñandú, el
chimango, la mulita, ni mucho menos otras razas como las perdices, el guanaco,
los chorlitos, el tatú carreta
, el tucutucu, los patos silvestres, el bullicioso
chajá
, la comadreja, y un sinfín de animales que pueblan
esas dilatadas llanuras.


Luego de un largo cambio de ideas, el puma propuso
llamar al seno de la gran asamblea al Espíritu Protector de la Pampa,
maravilloso ser poseedor de grandes virtudes, y que siempre que solicitaban su
presencia sus súbditos de la pradera surgía de la tierra a continuación de un
estremecimiento, como si se tratara de un terremoto.
- ¡Aquí estoy, mis amigos! -dijo el fantástico
personaje.
- Te hemos llamado -contestó el puma- para que nos
ayudes a luchar contra el temible gaucho Segismundo Cara de Loro que nos
persigue a muerte hasta en los más lejanos rincones de nuestra tierra.
- Nada más fácil -respondió el Espíritu Protector.-
Entre vosotros se halla el animal que os hará justicia, molestando en tal forma
a vuestro enemigo que lo ahuyentará de estas tranquilas regiones.
- Y... ¿quién es? -preguntaron a coro los cientos de
animales.
- ¡Tú! -dijo el Espíritu, señalando al diminuto
mosquito.
Todos los irracionales miraron al Protector con ojos
incrédulos.
- ¿Cómo puede ser? ¡El mosquito es muy pequeño e
inofensivo! -exclamó el teruteru
en una carcajada.

- ¡Imposible! -gritó el orgulloso puma.
- ¡Iríamos al fracaso! -dijo desde lejos el chimango
batiendo alegremente sus alas.
El Espíritu Protector los dejó hablar y ordenando
silencio, respondió:
- ¡Habéis de saber, mis queridos súbditos, que no
existe enemigo pequeño; desgraciado de aquél que, por ser más grande y poderoso
se crea invulnerable a los ataques de los más débiles! ¡Tú, mosquito, iniciarás
desde mañana la batalla y molestarás en tal forma al malo de don Segismundo
Cara de Loro, que acabará por humillarse vencido!
Al siguiente día, el zumbador y diminuto mosquito
comenzó su faena, picando por la noche al perverso gaucho tan despiadadamente
que no lo dejó dormir. El hombre se defendía a manotadas y golpes, que siempre
caían en el vacío o en la misma cara del criminal, dada la agilidad prodigiosa
de su atacante.
Así continuó el mosquito la lucha sin tregua, noche
tras noche y día tras día, durante más de tres semanas, siempre zumbador y
molesto, picando al gaucho don Segismundo en cuanta parte presentara digna de
chuparle la sangre.
El malvado Cara de Loro, ya no dormía y había perdido
su tranquilidad, de tal manera que ni comer podía y, así, poco a poco, se fue
quedando tan delgado, que se le podían contar los huesos de su cuerpo arrugado
y enrojecido.
El mosquito no abandonaba la batalla y proseguía
clavándole su aguijón sin escuchar los gritos de loco de don Segismundo que,
una noche, enfurecido por la maldita persecución, se dio tal golpe con un
hierro en su ansia de matar al díptero, que se partió la frente, cayendo muerto
dentro de su miserable rancho.
El insecto había vencido, con paciencia y habilidad, a
tan desproporcionado adversario.
El Espíritu Protector, horas después, reunió de nuevo
a la pintoresca asamblea de animales y presentando al héroe, les dijo
sentenciosamente:
- ¡Ya veis, mis queridos súbditos! ¡El mosquito ha
vencido y ha hecho lo que no pudieron hacer ni las garras del puma ni el pico de
las águilas! Esto os enseñará a saber respetar al débil y a recordar siempre
que en este mundo no existe enemigo pequeño.
La arañita agradecida
Consuelo era una niñita muy buena y estudiosa que
todas las mañanas se levantaba con el canto de los gallos para hacer sus
deberes, después tomaba su desayuno y se dirigía entre saltos y canciones a la
escuela que distaba apenas tres manzanas de su casa.
A la hora del almuerzo regresaba al hogar y dando un
beso a sus padres, se sentaba a la mesa para comer, con toda gravedad, los
diversos platos que le presentaba una vieja sirvienta que hacía muchos años que
estaba en la casa.
Consuelo había descubierto durante su almuerzo,
colgando de su telita transparente, a una pequeña arañita que ocultaba su
vivienda colgante de uno de los adornos que pendían del techo.
- ¡Querida amiguita! -había dicho la niña alborozada,
mientras agitaba su mano en señal de saludo.- ¡Eres mi compañera de comida y no
es justo que te quedes mirándome, mientras yo termino mi plato de dulce! ¡Tú
también debes acompañarme!
La arañita, como si hubiera entendido el discurso de
la pequeña, salió de su tela y se deslizó casi hasta el borde de la mesa,
pendiente de un hilo casi invisible.
- ¿Me vienes a visitar? ¡No eres fea! ¡Diminuta y
negra como una gota de tinta! Seremos amigas, ¿no te parece? Desde hoy
dialogaremos todos los días y mientras yo te cuento cómo me ha ido en el
colegio y te digo cuantos juguetes nuevos me compran mis padres, tú me dirás
todo lo que contemplas desde un sitio tan elevado como ese en que tienes tu
frágil vivienda.
La arañita se balanceaba en su hilillo al escuchar a
la niña, como si comprendiera las palabras que le dirigían y subía y bajaba
graciosamente, en el deseo de agradar a su linda amiguita.
De pronto se escucharon ruidos en el pasillo que
conducía al comedor.
- ¡Sube! ¡Sube pronto a tu telita, que si te ven te
echarán con el plumero! -gritó la pequeña, alarmada, haciendo señas a la
arañita para que se diera cuenta del peligro que la amenazaba.
El arácnido, como si hubiera comprendido, inició el
rápido ascenso y bien pronto se perdió entre las molduras del colgante, en
donde tenía escondido su aposento de cristal.
La amistad entre estos personajes tan distintos se
arraigó cada día más y conforme la niña se sentaba para almorzar, la arañita
bajaba de su escondite y se colocaba casi al nivel de los ojos de la alegre
criatura, como si quisiera darle los buenos días.
Así pasaron muchas semanas, hasta que una vez la
desgracia llamó a la puerta de ese hogar, al ponerse enferma de mucho cuidado
la hermosa criatura, que por su estado febril hubo de guardar cama, con el
consiguiente sobresalto de los padres que se desesperaban ante el peligro de
muerte que corría el rayo de sol de la casa.
La pequeña, dolorida y presa de una modorra permanente
producida por la alta temperatura, creía ver entre sueñas a su diminuta
compañera, que se balanceaba sobre su cabeza y le sonreía cariñosamente,
colgada de su hilillo invisible.
- ¡Buenas noches, querida mía! -susurraba la niña
alargando sus manecitas.- ¡no puedo moverme, pero te agradezco la visita!
¡Estoy muy malita y creo que me moriré!
Los padres escuchaban estas palabras y creían, como es
natural, que eran ocasionadas por la fiebre que abrasaba el cuerpo de la
enfermita.
Mientras tanto, la arañita del comedor, al no ver más
a su amiga, había abandonado la tela y deslizándose por las paredes, pudo
llegar, venciendo muchas dificultades, hasta el dormitorio en donde reposaba
Consuelo.
El animalito quizá no se dio cuenta cabal de todo lo que
ocurría, pero se extrañó mucho de que su compañerita no pudiera levantarse de
la cama, que a ella le parecía, desde las alturas, un campo blanco de tamaño
inconmensurable.
Pero, como la simpatía y el amor existe en todos los
seres de la creación, nuestra amorosa arañita se conmovió mucho de la situación
de su graciosa amiga y decidió acompañarla, formando otra tela sobre la
cabecera de la cama, escondida tras un cuadro que representaba al niño Jesús.
- Aquí estaré bien -pensó mientras trabajaba afanosamente
en el maravilloso tejido. - ¡Desde este sitio podré observar a mi compañera y
cuidar su sueño!
La enfermedad de la criatura seguía, mientras tanto,
su curso y los médicos, graves y ceñudos, examinaban su cuerpecito
calenturiento, recetando mil cosas de mal sabor y peor aspecto.
La arañita, entristecida desde su frágil vivienda,
miraba todo aquello con profundo dolor y no sabía cómo serle útil a la
paciente, que se revolvía entre los cobertores, inquieta por la fiebre.
La primavera mientras tanto había llegado y las
plantas del jardín se cubrieron de flores de mil coloridos que alegraban la
vista y perfumaban el ambiente.
Todo era paz y alegría en el exterior, pero en la
habitación de la criatura la muerte rondaba sin apiadarse de la fragilidad e
inocencia de su víctima.
Muchas veces el olor de los remedios y el vapor de
ciertas mezclas que quemaban en la alcoba, molestaban mucho a nuestra diminuta
arañita, pero su voluntad de mantenerse cerca de la enferma vencía su temor de
caer asfixiada por aquellas emanaciones, y se encerraba dentro de la tela como
mejor podía, para defenderse de tales peligros.
Por fin, gracias a Dios y a la juventud de Consuelo,
se inició la difícil convalecencia, pudiendo sentarse en la cama y mirar por la
abierta ventana su jardín cubierto de colores y lleno de trinos.
La felicidad de nuestra araña no tenía límites y,
aprovechando la ausencia de seres indiscretos en la pieza, se deslizó por su
invisible hilillo y se columpió ante los ojos de su amiga que la contemplaba
con una sonrisa de inmensa dicha.
- ¡Hola, compañerita mía! -exclamó la niña. ¡Mucho te
eché de menos los pasados días! ¡Muy pronto volveremos a almorzar juntas!
La arañita escuchaba las palabras extrañas y sólo
atinaba a acercarse más, como dando con ello muestras de su desbordante
felicidad.
Con el calor, llegaron al jardín mil plagas de
insectos que, sin solicitar permiso, penetraron en la habitación de la enferma
y cubrieron sus sábanas blancas, cuando no revoloteaban junto a la luz de los
candelabros.
Para la pobre niña, esto era un martirio, ya que los
mosquitos no le dejaban conciliar el sueño de noche y le cubrían el rostro de
feas y peligrosas ronchas.
Inútil era que los padres combatieran esta plaga
quemando ciertos preparados insecticidas y otros productos; lo único que
conseguían era mortificar a la convaleciente.
- ¿Qué haremos? -preguntó una noche la madre, alarmada
al contemplar la cara de la niña llena de puntos rojos.
- ¡No lo sé! -respondió el padre, desesperado al no
encontrar el remedio para terminar con los dañinos insectos.
La arañita, desde su punto de observación, había
escuchado todo, y en su diminuto mente concibió una idea maravillosa para
socorrer a su querida amiga y enseguida la puso en práctica.
Aquella noche, nuestro arácnido se deslizó de su tela
y corriendo lo más velozmente que le permitían sus patitas, sobre las
verticales paredes, llegó al desván de la casa, en donde, como es natural,
habitaban miles de arañas de todas las clases y tamaños.
- ¡Vengo a pedir ayuda! -gritó el animalito, en cuanto
estuvo cerca de sus congéneres.- ¡Necesito de vuestros servicios!
- Estamos a tus órdenes -respondieron las arañas a
coro.
La patudita, entusiasmada con tan preciosa alianza,
explicó en pocas palabras de lo que se trataba y muy pronto miles de arañas,
dirigidas por ella, abandonaron sus telas y en formaciones dignas de un
ejército disciplinado, se dirigieron a la habitación donde reposaba Consuelo,
molestada a cada instante por los mosquitos sanguinarios y otros insectos
molestos.
- Debemos protegerla -dijo tan pronto llegaron. -¡A
trabajar todas!
Las arañas, al escuchar esta orden terminante, se
dividieron en varios grupos y comenzaron a formar telas, desde la cabecera
hasta los pies de la cama, dejando en pocos instantes a la criatura bajo de un tejido
maravilloso, en donde los mosquitos y otros bichos, se enredaban y morían
atacados sin tregua por las arañas que no daban un minuto de reposo a su
humanitaria tarea.
En contadas horas la pieza quedó libre de insectos y
la niña convaleciente, sin nada que la molestara, pudo continuar descansando en
su cama, cubierta por tan extraño palio que más bien parecía un tejido de hadas
sobre el lecho de un ángel.
Una vez terminada la tarea, las arañas regresaron al
desván y la arañita de nuestra historia volvió a su casita de tul, prendida
tras el cuadro del Niño Jesús, desde donde continuó contemplando el plácido
sueño de su amiga del alma, pagando con esto, la amistad que la niña le había
dispensado en los ya lejanos días del comedor.
Así, el frágil animalito, probó ante el mundo que el
amor y la lealtad no son sólo patrimonio de algunos corazones humanos.
El aviso del tero
Sabido es en toda la campaña argentina, que el tero
, esa avecilla zancuda que hace sus nidales junto a
las lagunas o entre los cañaverales de los ríos, es el mejor amigo del hombre
en los vastos desiertos.

¿Cómo puede ser esto - preguntará la gente que
desconozca la pampa - si el tal animalito es pequeño, y casi inofensivo?
Sencillamente, por su vigilancia constante y sus
escándalos cuando algo de extraño advierte en la quietud de sus dominios.
Si es cierto que los gansos del Capitolio dieron la
alarma, con sus graznidos estridentes, a los soldados desprevenidos, convirtiendo
una segura derrota en la más gloriosa victoria
, no es menos cierto que los teros de la interminable
pampa, comunican al viajero todos los peligros que lo acechan, poniéndolo en
guardia, con sus chillidos y sus revoloteos casi a ras de tierra, que no cesan
hasta que la tranquilidad renace en las dilatadas regiones.

Su plumaje es bonito y llamativo con su color plomizo,
su pecho blanco, su penacho agudo y sus ojos rojos como dos rubíes.
Para el gaucho, el animalito es sagrado y nunca
intenta matarlo, no sólo por la eficaz ayuda que le presta en sus viajes, sino
porque su carne, dura y negruzca, como la de ciertas aves de rapiña, no es
comestible.
El tero es la más simpática de las avecitas americanas
y su sagacidad para esconder los nidales es proverbial en la campaña argentina.
Si a todo esto agregamos su valentía para combatir a
las serpientes y a otras alimañas de la llanura, veremos que este zancudo,
entre las aves, es uno de los más nobles amigos del hombre.
Y ahora que hemos presentado a tan simpático
animalito, vayamos a nuestra historia, que es tan cierta como la existencia del
sol, según las palabras de don Nicanor, el paisano viejo, que una tarde, narró
estos hechos en rueda de amigos en la pulpería.
Cierta vez, vivía en el desierto un hombre bueno,
llamado Isidoro, que durante algunos años labró la tierra y cuidó de su
familia, compuesta por su mujer y dos hijos varones de corta edad.
Isidoro, trabajando de sol a sol, había conseguido
hacerse propietario de una majada y otros animales domésticos que le
proporcionaban un vivir modesto, pero desahogado.
El campesino era, como dejamos dicho, de muy buen
corazón, siendo querido en toda la comarca por sus actos de abnegación y sus
generosidades para con los pobres y desvalidos.
Pero como no hay nada perfecto en este mundo, Isidoro
tenía un grave defecto que lo llevaba muchas veces a cometer serios yerros, y
era su testarudez, hija de un amor propio mal entendido.
Cuando Isidoro se proponía una cosa, era inútil que se
le hiciera ver razones; el hombre se mantenía en su idea en contra de toda
lógica, lo que motivaba el alejamiento de aquellos que intentaban conducirlo
por la mejor senda.
Como les ocurre a todas estas personas de cabeza dura,
cuanto más se le pedía que abandonara un alocado propósito, más se obstinaba en
salir con la suya, aunque en su interior se diera buena cuenta de su error
insensato.
- ¡No hagas tal cosa, Isidoro! -le decía a veces su
mujer.
- ¡Ya que te opones, lo haré, aunque reviente! -le
contestaba el testarudo, y proseguía en sus trece, y en ocasiones con grave
riesgo de su vida.
Llegó un día en que los indios salvajes del desierto
formaron grandes malones, con los que avanzaron sobre los poblados cristianos,
robando ganado, asesinando a los que se oponían a sus atropellos y haciendo
cautivas a las pobres mujeres.
Como es natural, todos los colonos de la llanura
fueron avisados con tiempo del malón, y huyeron hacia los fortines militares,
para ponerse bajo su seguro amparo.
Pero Isidoro, por llevar la contraria, resolvió
quedarse en su rancho, exponiendo a su mujer y a sus hijos a los más graves
sufrimientos si los salvajes llegaban hasta aquellos sitios.
- ¡Debemos huir! ¡los indios nos matarán! -le decía la
esposa entre sollozos.
- ¡Me quedaré! -le contestaba invariablemente el testarudo,
sin medir las consecuencias de su acción insensata.
- ¡Hazlo por tus hijos! -volvía a rogarle la pobre
mujer.
- ¡Nunca! ¡Aquí debo permanecer! ¡Nadie me sacará! ¡Yo
lo quiero así! -respondía casi a gritos el hombre, encaprichado en llevar la
contraria a los ruegos de toda la familia.
Como es natural, hubo que obedecerle, e Isidoro y los
suyos fueron los únicos seres humanos que permanecieron en sus viviendas del
desierto, expuestos a ser sacrificados por los salvajes merodeadores de la
pampa.
La mujer no se conformó, como es natural, con la
descabellada resolución del jefe de la familia y resolvió huir con los niños a
sitio más seguro, ya que no podía permitir que por un capricho fueran
asesinados los pobres inocentes.
Aquella noche aguardó que Isidoro se durmiera, tomó
las criaturas, las abrigó para preservarlas del frío del desierto y atando un
caballo a un pequeño carrito que poseían, emprendió el camino hacia lugares más
civilizados, rogando a Dios los protegiera en la difícil y peligrosa travesía.
Quien conoce la pampa sabe lo difícil que es
orientarse en ella cuando no existe la guía del sol, y la infeliz mujer bien
pronto se perdió entre las sombras, sin saber, en su desesperación, cuál era el
punto de su destino.
Así, abrazada a los pequeños, llorosa y angustiada, se
detuvo en medio de la llanura, levantando sus ojos hacia los cielos, para rogar
ayuda por la vida de sus desventurados vástagos.
La noche fría y el viento pampero, casi permanente en
aquellas regiones, hacían más crítica la situación de la pobre madre, que
momentos después, aterrada, escuchó a lo lejos el tropel de la caballería
india, que cruzaba entre alaridos salvajes, llenando el desierto de mil ruidos
enloquecedores.
- ¡Dios salve a mis hijos! -gemía la infeliz de
rodillas, mirando las estrellas que titilaban entre las sombras del cielo.
En el ruego estaba, cuando por encima de su cabeza,
pasó volando una avecilla, que casi rozando su cabeza, gritó en un estridente
chillido:
- ¡Teruteru... sígueme! ¡Teruteru... sígueme!
La mujer miró hacia donde revoloteaba el pájaro y
sorprendida por el milagro, dijo entre sollozos:
- ¡Dios te envía!
El tero, que no era otro el que desde el espacio había
hablado, dio vueltas a su alrededor y cada vez más fuerte, insistía:
- ¡Teruteru... sígueme! ¡Teruteru... sígueme!
La dolorida madre, cobijando en su corazón una débil
esperanza, subió con los chicos al carro y prosiguió la marcha lentamente,
siempre precedida por el fantástico vuelo del animalito, que le iba indicando
el camino entre las densas sombras.
- ¡Teruteru... sígueme! ¡Teruteru... sígueme!
Una hora había durado la marcha, cuando el tero casi
sobre los ateridos viajeros, gritó con fuerza mientras agitaba sus alas:
- ¡Teruteru... párate! ¡Teruteru... párate!
La mujer obedeció y a los pocos minutos, una turba de
indios cruzaba casi junto a ellos y se perdía más tarde entre las tinieblas,
sin haberlos visto.
- ¡Gracias! -musitó la pobre, contemplando el animal
que volvía de investigar el campo.
- ¡Teruteru... sígueme! ¡Teruteru... sígueme!
Se reinició la marcha y paso a paso entre el silencio
conmovedor del desierto, tan sólo interrumpido por la queja del viento entre
los cañaverales, el carrito continuó su huida, llevando en su interior tres
corazones angustiados, que miraban las sombras con los ojos abiertos por el
espanto.
Así, por tres horas más prosiguió el viaje, siempre
precedidos por el extraordinario terito, que a la pobre madre le recordaba la
estrella que guió a los Reyes Magos hacia el lejano Belén.
A la mañana siguiente, cuando el sol ya doraba los
secos hierbajos de la pampa, divisaron las primeras poblaciones cercanas al
fortín, lo que señalaba el final de la trágica aventura y la salvación de la
vida.
Casi en las puertas de las primeras empalizadas,
cuando todo peligro había pasado, el terito, guía maravilloso, volvió a
revolotear por encima de las tres cabezas y con un alegre chillido de
despedida, se perdió en el horizonte, mirando por última vez a sus salvados,
con sus redondos ojillos de rubí.
Isidoro, el testarudo, pagó con su vida el capricho,
teniendo la mala suerte de todos aquellos que se dejan arrastrar hacia los
peores destinos, llevados por un amor propio mal entendido.
La cazadora de mariposas
Hace muchísimos años, vivía en los alrededores de
Buenos Aires, una familia acaudalada poseedora, entre otras fincas hermosas: de
un jardín que parecía de ensueño.
En él había macizos de cándidas violetas, escondidas
entre sus redondas hojas; olorosos jazmines blancos; rojos claveles, como gotas
de sangre; altaneras rosas de diversos colores, pálidas orquídeas de
imponderable valía; grandes crisantemos y moradas dalias que recordaban a
países remotos y pintorescos.
Es natural que, al abrirse tantas flores de múltiples
coloridos y perfumes, existiera también la corte de insectos que siempre las
atacan, para alimentarse con sus néctares o simplemente para revolotear entre
sus pétalos.
De día, el jardín era visitado por miles de bichitos
de variadas especies, entre los que sobresalían las mariposas de maravillosas
alas azules, blancas y doradas.
Pero estos hermosos lepidópteros tenían un gran
enemigo que los perseguía sin tregua y con verdadera saña y sin ninguna
finalidad práctica.
Este enemigo era la hija del dueño de casa, llamada
Azucena, como cierta flor, pero menos pura que ésta, ya que no se conmovía ante
la belleza y la fragilidad de las pobrecitas mariposas, y con su red, en forma
de manga, las cazaba para después pincharlas sin piedad con alfileres y
colocarlas en sendos tableros, donde las coleccionaba, por el sólo placer de
mostrar a sus amistades el curioso y cruel museo.
Cierta noche, después de una fructífera caza, Azucena
soñó con el Hada del Jardín. Esta era una mujer blanca, como los pétalos de las
calas, de cabello dorado como la espuela de caballero y de ojos celestes como
los pequeñas hojas de las dalias. Vestía un manto soberbio de piel de
chinchilla, adornado con flores de lis hechas de láminas de oro, y su mano
derecha sostenía una vara de nardo en flor, que derramaba sobre el jardín una
pálida luz como la reflejada por la luna.
Su corte era numerosa, y tras el hada, en
disciplinadas filas, llegaban toda clase de insectos, abejas, escarabajos,
grillos, mariposas, avispas, cigarras, hormigas y miles de otras especies, que
en perfecto orden, caminaban a paso de marcha, portadoras de armas de los más
variados tipos.
El hada se acercó a la cama de la cruel niña y luego
de tocarla con la olorosa vara de nardo, le dijo con su voz suave como la brisa
del jardín:
- ¡Azucena! ¡Tú eres una niña educada y de buen
corazón! ¡Tus crueldades para con algunos hermosos habitantes de mis canteros,
son producto de tu inconsciencia! ¡Todos los animalitos de mis dominios son
buenos e inofensivos y llegan hasta mis flores para alimentarse y embellecer mi
reino! ¡No les hagas daño! ¡Tú eres una enemiga despiadada de mis mariposas!
¡Las persigues y las matas entre los más atroces suplicios! ¿Qué te han hecho
ellas? ¡Nada! ¡Su único pecado consiste en ser bellas y tener alas de divinos
colores! ¡Piensa que son hijas de Dios, como tú y como todo lo creado, y desde
mañana debes dejar de perseguirlas y ser amiga de todo lo que existe en mi
hermoso jardín!
- Hada divina -respondió la niña.- ¡Tus mariposas son
tan bellas que yo deseo coleccionarlas para enseñárselas a mis amigas!
- ¡Tú eres también bella! -le respondió el hada,- pero
no te gustaría que, por serlo, alguien te hiciera sufrir y te matara
pinchándote en la pared.
- ¡Oh, no! -contestó la niña asustada.
- ¡Pues bien! ¡Lo que no quieres para ti, no lo hagas
a los demás y seguirás tu vida feliz y contenta, querida por todos y bendecida
por los inofensivos animalitos de mis dominios!
La pequeña Azucena prometió enmendarse, jurando no
perseguir más a las multicolores mariposas, pero a la mañana siguiente, en
presencia del follaje que le brindaba mil placeres, olvidó las palabras del
hada y prosiguió su incansable persecución de tan encantadores lepidópteros.
La noche siguiente soñó algo que la llenó de miedo.
Estaba en presencia de un tribunal de insectos, en
medio de un macizo de violetas, presidido por el hada que dominaba el cuadro,
sentada sobre un sillón de oro, adornado con varas de nardo y tapizado con
pétalos de rosa.
El acusador era el grillo, que agitaba sus élitros
como un loco, señalando al aterrorizado reo.
- Esta mala niña -decía el grillito,- no ha hecho caso
de los ruegos de nuestra hada. Desde hace mucho tiempo persigue a nuestras
amigas las mariposas, que embellecen el jardín con sus maravillosas alas
multicolores. Sin piedad, llevando en sus crueles manos una gran red para cazarlas,
las mata entre los más atroces suplicios que, si se cometieran entre los
humanos, levantarían un clamor por el crimen y la alevosía. El reo tiene en su
contra el haber sido perjuro.
Un griterío ensordecedor apagó la vibrante voz del
grillo.
Éste continuó:
- ¡El reo, he dicho, es perjuro, ya que ha cometido la
enorme falta de engañar a nuestra reina, la hermosa y buena Hada del Jardín!
- ¡La muerte! ¡La muerte! -aullaban los insectos.
El hada levantó su vara de nardo e impuso silencio.
- ¡Debe de pagar sus culpas, con la peor de las penas
-terminó el acalorado acusador,- y por lo tanto, solicito del tribunal que me
escucha, la de muerte, para la niño mala y cruel!
Las últimas palabras del grillo, produjeron un
verdadero alboroto y todos los animalitos gritaban en sus variadas voces,
solicitando un ejemplar castigo, ante el terror de Azucena que contemplaba todo
aquello, atada a un árbol y vigilada por cien abejas de puntiagudos aguijones.
Una vez hecha la calma, se levantó el defensor, un
escarabajo cachaciento y grave que comenzó diciendo:
- Respetable tribunal. ¡Francamente no sé qué palabras
emplear para defender a tan temible monstruo que asola nuestro querido país!
¡Su majestad, nuestra hada, me ha designado para que defienda a esta niña mala
y no encuentro base sólida para iniciar mi defensa! ¡Sólo sé decirles, que esta
criatura, como ser humano de pocos años, quizá no tenga aún el cerebro maduro
para reflexionar en los graves daños que comete y persiga a nuestras mariposas
con la inconsciencia de su corta edad! ¡Pero... creo que no es ella la única
que ha faltado a sus deberes de la más simple humanidad, sino sus mayores, que
han descuidado conducirla por el buen camino y hacerle ver con suaves palabras
que martirizar a los débiles es un pecado que ni el mismo Creador perdona! ¡Por
lo tanto, solicito seáis clementes con ella!
Acallados los silbidos y los aplausos motivados por la
feliz peroración del escarabajo, mucho más elocuente que la de algunos mortales
que llegan a altas posiciones, se reunió el tribunal para deliberar sobre el
castigo que merecía tan despiadada muchacha.
Breves momentos después, el ujier, que para este caso
era un alargado alguacil, leyó gravemente la sentencia...
"¡La niña Azucena, será condenada a sufrir los
mismos martirios que ella ha impuesto a las indefensas mariposas!"
Una salva de atronadores aplausos se siguió a la
lectura y los insectos todos, ante la orden del hada, se encaminaron a sus
respectivas tareas, ya que las primeras claridades del día anunciaban bien
pronto la llegada del sol.
Azucena, aquella mañana se levantó del lecho algo
preocupada con el sueño, pero ante la presencia de los padres y con la
confianza que inspira la luz, olvidó la pena impuesta por los insectos y
reinició la cruel cacería con la temible red, que no paraba hasta atrapar los
hermosos lepidópteros.
Pero la fría cazadora no contaba con la ejecución de
la sentencia del tribunal nocturno.
No bien comenzó su inconsciente persecución, fue
atacada por un verdadero ejército de miles de abejas y de avispas, qué bien
pronto convirtieron la cara de la muchacha en algo imposible de reconocer por
el color y la hinchazón.
En vano la infeliz gritaba pidiendo socorro y tratando
de defenderse de tan brutal ataque. Las abejas y avispas, poseídas de un ciego furor,
continuaron su obra hasta que la niña, casi desvanecida, fue sacada de tan
difícil situación por los padres, que inmediatamente la condujeron a su
habitación para hacerle la primera cura de urgencia.
Azucenita, tardó varios días en mejorarse de tan terribles
picaduras y cuando volvió a su jardín recordó la dura lección de los insectos y
nunca mas volvió a cazar mariposas ni cometer actos de crueldad con los
indefensos animalitos de los dominios de la hermosa hada, que tan bien la había
aconsejado.
El trébol de cuatro hojas
Amalia era una niña mimada por su padre, que vivía en
las lejanas regiones de la Patagonia, en donde su familia era poseedora de
grandes extensiones de tierra en donde pululaban grandes rebaños de ovejas.
Según aseguraban los que conocían al padre de Amalia,
éste era propietario de dos millones de estos mansos animalitos que nos dan sus
rizadas lanas para fabricar nuestros vestidos y otras prendas necesarias para
la vida cotidiana.
Amalia poseía virtudes que la hacían querer por racionales
e irracionales y todas las mañanas las dedicaba a recorrer las solitarios
extensiones cuidando los corderillos recién nacidos y acariciando a las madres
que balaban de gusto al verla llegar.
No había persona en cien leguas a la redonda, que no hubiera
sido alguna vez protegida por la buena niña y no tuviera palabras de
agradecimiento para sus bondades y misericordias.
Donde había un enfermo, allí estaba Amalia.
En la choza que entraba la miseria, la mano de la niña
llegaba, para tranquilizar con sus regalos a sus habitantes.
Los chicuelos de los contornos creían ver en ella al
Ángel de la Guarda, ya que se desvivía por llevarles juguetes y golosinas que
hacían la dicha de sus humildes amiguitos.
Hasta los pájaros de la llanura comían en su mano y revoloteaban
confiados sobre su cabeza, agitando alegremente las alas, en bulliciosa
bienvenida.
Amalia poseía un tesoro en su pequeño alazán,
caballito manso y fiel, con el que todas las mañanas recorría los campos
montada sobre su lustroso lomo.
El caballito atendía por el dulce nombre de Picaflor,
que le había puesto la pequeña, comparándolo con el hermoso pajarillo de mil
colores que por las madrugadas llegaba hasta su ventana para libar el néctar de
las flores rojas de un rosal.
Pero, como la felicidad no es duradera en el mundo, el
padre de Amalia perdió completamente su gran fortuna en malos negocios y poco a
poco tuvieron que ir reduciendo sus lujos, hasta llegar a una pobreza terrible.
- ¿Qué haremos ahora? -decía tristemente mientras
contemplaba a su querida hijita.
- ¡Luchar, papá! -respondía Amalia, dándole ánimos al
pobre hombre, que se inclinaba derrotado y dolorido.
Instigado por las palabras de aliento de su pequeña,
el padre prosiguió trabajando, pero la Diosa Fortuna le había dado definitivamente
la espalda.
Como es muy natural en todos estos casos, los amigos,
al ver al padre de Amalia pobre y sin medios para brindarles fiestas y
diversiones, se fueron alejando, hasta que un día se encontró solo, sin
relaciones y despreciado por los que antes lo habían adulado en todas las
formas.
- ¡Éste es el mundo! -gemía.- El desagradecimiento
impera en casi todas las almas y bien pronto se olvidan de los favores
recibidos.
No obstante su gran pobreza, el buen padre conservó
unas leguas de tierra yerma en el lejano territorio del Chubut, las que no
había podido convertir en dinero por no encontrar comprador para tan áridas
propiedades.
Efectivamente, los campos eran arenales, sin
vegetación y completamente estériles, en los que sólo moraban los huemules
y algunos indios patagones, pobres y hambrientos.

Amalia, por todos estas desgracias, estaba muy triste
y lloraba en silencio tal desastre, junto al pequeño Picaflor, del que no se
separaría por nada del mundo.
El buen animalito, como dándose cuenta de la pesadumbre
que embargaba a la niña, se acercaba a ella y la acariciaba amorosamente con su
belfo tibio y tembloroso.
Una sombría tarde, el padre resolvió irse a vivir a
aquellos solitarios campos del Chubut, ya que era el único lugar que le
brindaba algún sosiego y sin pensar más se encaminó la familia hacia las
lejanos regiones.
Por supuesto, Amalia llevó consigo a su fiel Picaflor,
en el que iba montada para no cansarse de tan fatigoso viaje.
En esas tierras levantaron su humilde hogar y
continuaron luchando por la vida, en la esperanza de que aquellas arenas
respondieran con hermosos frutos a los deseos del buen hombre.
Pero bien pronto una nueva desilusión los entristeció
más. Todo aquel campo era un lugar maldito, en donde sólo imperaba el constante
viento que quemaba las carnes y la dorada arena que cegaba los ojos.
El dolor y la desesperación llegaron con su corte de
lágrimas y de quejas.
Amalia sollozaba al ver la pálida cara de su buen papá
y rogaba a Dios noche tras noche, para que los ayudara en tal difícil
situación.
Una mañana en que la bondadosa niña recorría los
áridos lugares montada en su fiel Picaflor, contempló algo inesperado que la
llenó de asombro. Ante ella, cortándole el camino, había surgido de la tierra
una divina figura de niño, alto y de ojos celestes, que la miró sonriendo.
- ¿Quién eres? -preguntó Amalia sin temores.
- ¡Soy tu Ángel de la Guarda! -le respondió el hermoso
aparecido.
- ¿Mi Ángel de la Guarda?
- ¡Sí! ¡Has de saber, linda Amalia, que todos los
niños buenos que existen en el mundo tienen un Ángel invisible que los cuida y
los libra de todo mal!
- ¿Y tú eres el mío? -insistió la niña alegremente.
- ¡Lo has adivinado! ¡Soy tu Ángel tutelar, que al
verte llorosa y triste viene a ayudarte para que la risa vuelva a tu rosado
rostro! ¿Qué es lo que quieres?
- ¡Que ayudes a mi papá! -dijo Amalia pausadamente.-
¡Hace mucho que trabaja y siempre le va mal! ¡Él no merece tanta desgracia y
quiero que vuelva a ser rico, para que yo pueda ayudar a los necesitados como
lo hacía antes!
- ¡Si ése es tu deseo, tu padre volverá a ser
millonario! -respondió el Ángel.- ¡Tu bondad y tu maravilloso comportamiento
para con los menesterosos, te hacen acreedora a que los seres que nos rigen te
ayuden, buena Amalia!
- ¡Gracias... gracias! -respondió entusiasmada la
niña.
- Escucha -continuó el ser divino.- Estas tierras
áridas que parecen no servir para nada, tienen en sus entrañas una fortuna tan
grande, que el que la posea será uno de los hombres más ricos de la tierra.
Sigue tu camino buscando entre estos arenales sin vida, un trébol de cuatro
hojas. En el lugar en que lo encuentres, dile a tu padre que cave y se hará
poderoso. ¡Adiós mi querida niña! -terminó diciendo el hermoso Ángel y voló
hacia los cielos perdiéndose entre las nubes doradas por el sol.
Amalia, loca de contento, prosiguió su camino montada
en su inseparable Picaflor, mirando el arenoso suelo, para ver si encontraba el
maravilloso trébol de cuatro hojas.
- ¿Podrá ser cierto? -murmuraba la niño, contemplando
el desierto.- ¡Aquí no crece ni una brizna de hierba!
Pero su caballito fiel fue el que más tarde le indicó
el sitio en donde se escondía el codiciado trébol. Como si el animalito también
hubiera oído las palabras del Ángel de la Guarda, recorrió el campo paso a
paso, hasta que de pronto se detuvo y relinchó alegremente.
- ¡Aquí está! ¡Aquí está! -parecía decir en su
relincho.
La niña se apeó y arrancó de entre unas dunas
recalentadas por el sol, la buscada ramita de trébol, que poseía cuatro
hojitas, tal como lo había indicado la divina aparición.
Bien pronto llegó alborozada a su humilde hogar y
conduciendo a su entristecido padre hasta el sitio del hallazgo, le rogó que
llevara herramientas para cavar, cumpliendo con las órdenes de su buen Ángel
tutelar.
El hombre, quizás alentado por una loca esperanza,
obedeció a su buena hija y comenzó a cavar de tal manera que a las pocas horas
había hecho un profundo pozo.
- ¡No hay nada! -gemía.
- ¡Cava! ¡Cava! -le respondía la niña mirando hacia
los cielos.
De pronto, el buen hombre, lanzó un grito de alegría:
el tesoro indicado por el Ángel estaba allí. ¡Sí! ¡Allí! Era un manantial de
petróleo que comenzó a subir por el pozo abierto y pronto inundó parte de la
yerma llanura.
- ¡Petróleo! ¡Petróleo! ¡Ahora seremos nuevamente
ricos! -exclamaba el hombre abrazando a su hija.- ¡Éste es un milagro! ¡Bendito
sea Dios!
La niña lloraba y reía abrazado a su buen padre,
mientras sus pequeños labios oraban en acción de gracias.
El manso Picaflor también estaba alegre y sus
relinchos agudos resonaban de cuando en cuando en el espacio callado.
Como es natural, poco después comenzó la explotación
de tanta riqueza, y la familia volvió a ser millonaria, pudiendo desde
entonces, la buena Amalia, proseguir sus anhelos de bien, recorriendo en su
fiel caballito todas las viviendas de la comarca, llevando en sus bolsillos oro
y en sus ojos alegría, para el bienestar de los desvalidos y los desgraciados.
La caverna del puma con ojos de sangre
Como ya sabrán todos los niños del mundo, el puma es un
animal carnicero que vive en las desoladas pampas argentinas o en los inmensos
arenales de los desiertos patagónicos.
Más pequeño que el león africano, pero de tanto valor
como éste, recorre las interminables extensiones, atacando a los ganados, y
muchas veces causando destrozos en las mismas casas de la llanura a donde entra
acuciado por el hambre, sin temor a las bolas ni a los hombres, a los que hace
frente, si se ve acorralado y en peligro de muerte. Sus garras potentes y
afiladas y su extraordinaria agilidad para trepar de un salto al lomo de las
bestias, lo hacen un peligroso adversario, que muchas veces sale victorioso en
las más sangrientas luchas contra animales mayores y hasta contra los seres
humanos que se aventuran a presentarle batalla.
En las lejanas épocas de nuestra historia, cuando aun
no había sido conquistado totalmente el desierto por el ejército nacional,
vivía en las estribaciones de las Sierras de Tandil, un enorme puma con ojos de
sangre, que era el azote de toda la comarca.
No había rancho en la región que no hubiera sido
visitado por tan terrible fiera, matando ovejas, caballos y vacas y hasta
hiriendo con sus formidables zarpas a los propietarios que se habían aventurado
a defender el espantado ganado.
La indiada y aun los escasos blancos que habitaban las
cercanías de las sierras, le habían cobrado a la sanguinaria fiera un espantoso
terror supersticioso, ya que según decían, las balas resbalaban sobre su piel
dorada y las flechas caían al chocar contra sus flancos, como si hubieran dado
sobre una dura roca.
No era extraño, pues, que los aborígenes y aun los
gauchos, creyeran que se trataba de alguna fiera sobrenatural, quizá el mismo
Diablo, encarnado en tan espantosa bestia.
- ¡Mandinga
en persona! -dijo una noche de crudo invierno, el
paisano Peñaranda, entre mate y mate, cebado por la diestra mano de su mujer.

- ¡Puede que así sea! -respondió ésta, mirando
temblorosa hacia el campo por la mal cerrada puerta del rancho.
Manolito, el vivaracho hijo de estos colonos, desde su
rústica cama había escuchado las palabras de sus padres e incorporándose,
también terció en la conversación, diciendo por lo bajo:
- Algunas personas dicen que el puma tiene ojos de
sangre, garras de oro y dientes largos, blancos y tan grandes como los que he visto
en algunas estampas de elefantes.
- Puede ser -respondió el padre con preocupación,-
pero lo cierto es que ese animal nos tiene enloquecidos a todos.
- ¿Por qué no procuran matarlo? -preguntó la pobre
mujer.
- Ya se ha hecho -respondió el paisano,- varias veces
han salido grandes partidas armadas, llevando buenos perros para seguirle las
huellas, pero todo ha sido inútil. ¡La fiera tiene su guarida en algún lugar
secreto de las sierras y no hay cómo llegar a ella!
Esa noche la humilde familia durmió bajo el dominio de
su terror, y así siguieron los días entre sobresaltos e investigaciones, hasta
que una tarde sucedió lo inesperado.
Volvía la mujer de recoger sus majaditas, siendo ya
muy entrado la tarde, en compañía de su hijo, el travieso Manolito, cuando
escuchó a su espalda, entre unas enormes matas que crecían junto a los
corrales, un espantoso rugido y el grito desgarrador del niño pidiendo ayuda.
La desesperación de la infeliz mujer no tuvo límites
y, sin darse cuenta del peligro que corría, acudió hacia el sitio de la
tragedia, no viendo más que soledad y sombras.
¿Qué había sido de su hijo?
Toda esa noche y los días que siguieron, grandes
contingentes de gauchos e indios pacíficos buscaron a la criatura, pero nada
pudieron sacar en limpio, hasta que, al regreso a sus casas con las manos
vacías, abandonando la pesquisa, comunicaron a las autoridades que el puma con
ojos de sangre debía ser algo sobrenatural, escapado de las profundidades de la
tierra.
Y ahora sigamos nuestra historia con la curiosa
aventura que le ocurrió a Manolito, a continuación de ser apresado por el
temible felino.
El niño, al verse agarrado de su ropa por el animal,
lanzó, como dejamos dicho, un desgarrador grito de socorro, pero aun no se
había apagado el eco de su voz, cuando se vio suspendido en el aire entre los
largos dientes del puma, y transportado a la carrera por la soledad del
desierto.
El misterioso viaje duró varias horas, sin que el
animal diera muestras del menor cansancio, hasta que, luego de trepar las
empinadas cuestas de las sierras y de bajar a desconocidos precipicios, fue
introducido en una inmensa caverna entre las grandes rocas de granito.
"¿Habrá llegado mi último hora?", se
preguntaba Manolito angustiosamente.
Pero, al parecer, el puma no tenía, por el momento,
propósitos homicidas y se limitó a arrastrar al niño por un largo corredor
hasta depositarlo suavemente en un mullido colchón de paja, en donde lo dejó
para quedarse absorto, contemplándole.
Manolito, con algo más de confianza, se atrevió a
abrir un ojo y vio lo más terrorífico que se hubiera podido imaginar su mente
conturbada.
Junto a él, casi quemándole con su fétido aliento,
estaba el terrible carnicero, sentado en sus patas posteriores, y agitando
lentamente la larga cola que pegaba en sus flancos.
El puma era en verdad de fantásticas proporciones,
casi diez veces el tamaño natural de los leones americanos y sus ojos eran
rojos sangre rodeados de una aureola brillante como de fuego. Su pelo largo y
sedoso, era color oro bruñido y sus garras potentes y tan grandes como el
propio Manolito, terminaban en unas uñas amarillas que parecían hechas del
mismo metal. Lo que más le llamó la atención al despavorido niño, fueron los
dientes del animal, que brotaban de su hocico como los de los elefantes y de un
tamaño tan desproporcionado, que más bien parecían colmillos de estos
paquidermos.
La criatura se sintió desfallecer ante tan
horripilante cuadro y musitó con voz apagada:
- ¡Me voy a volver loco! ¡ojalá me mate de una vez!
Pero su asombro no tuvo límites cuando el puma habló
con voz humana, grave y profunda, mientras lo contemplaba con sus pupilas de
sangre:
- Escucha, Manolito -comenzó la fiera,- no me temas
porque no te haré daño. Te he traído aquí para que hablemos y me ayudes a
salvarme de mi lamentable desgracia.
- ¡Habla! -respondió el niño, más confiado.
- Yo, en otras épocas lejanas, era un ser humano como
tú. Tenía mi choza entre estas mismas serranías, junto a mi tribu de indios
pehuelches que dominaban la llanura. Yo me llamaba el cacique Carupán, era
valiente y noble, pero una tarde, la desgracia tocó mi alma. En una de nuestras
correrías por el desierto, combatimos contra nuestros enemigos los araucanos y
los vencimos, trayendo a mi toldo a la princesa Yacowa, hija predilecta del
gran emperador Coupalicán. Mi amor sin límites por la muchacha enemiga, me hizo
traicionar a mi raza y huí con ella por las más altas cumbres de la cordillera
hacia el país de Arauco, cuna de la hermosa Yacowa. En la ciudad de Arauco fui
mal recibido por los enemigos de mis tribus y el rey Coupalicán me hizo
encerrar en una caverna durante diez años, en cuyo tiempo sufrí mucho y fui muy
desgraciado. Una noche, con la ayuda de un indio de buen corazón, pude escapar
de manos de mi cruel adversario y corrí otra vez por las cumbres nevadas, en
demanda de mi pueblo, al que llegué después de muchos días de luchar contra los
vientos y las nieves. Pero mi tribu tenía otro jefe y fui recibido como un
traidor por los que antes me habían querido y obedecido. Inútil fue rogar y pedir
que me admitieran como el último de los guerreros; la sentencia se dictó y una
noche me condenaron a morir en la hoguera de los sacrificios. Horas antes de la
ejecución, el hechicero de mi tribu, hombre de gran ciencia y de un poder
sobrenatural, se acercó a la choza donde estaba encerrado y me dijo con grave
tono:
"- Cacique Carupán. En otras épocas fui tu
vasallo y admiré tu valor, hasta que un amor demente te alejó de nosotros
traicionando a tu raza. Ahora estás condenado a morir entre las llamas, pero
como no deseo verte gemir abrasado por ellas, con el poder mágico de mi caña de
tacuara
, te convertiré en un puma sanguinario que será el
terror de las praderas. Todo el mundo te perseguirá durante muchos siglos y así
vivirás en continuo sobresalto, pagando de esta manera tu grave falta. Si
alguna vez consigues esta caña de tacuara y te golpeas tres veces la cabeza con
ella, volverás a ser el valiente Carupán amado por tu pueblo."

Y al decir esto, tocó mi hombro con su maravillosa
tacuara, e instantáneamente un rugido brotó de mi garganta. Me había convertido
en lo que soy: en un puma de sanguinaria mirada.
La terrible fiera hizo silencio y el buen Manolito
pudo observar que, por los párpados rojos del animal, corría una lágrima de
fuego, que cayó sobre las rocas, brotando de ellas una pequeña llamarada azul.
- Y... ¿qué puedo hacer por ti? -preguntó el niño.
- ¡Mucho! -respondió el felino.- ¡yo no puedo, en mi
condición de animal, buscar la varita mágica del cruel hechicero! ¡Tú, que eres
bueno y noble, puedes hacerlo y con ello conseguirás que vuelva a ser un
hombre, y me tendrás de esclavo el resto de mi vida!
- ¿Dónde está ese hechicero? -volvió a decir el
muchacho.
- ¡Ay! ¡No lo sé! -contestó el puma.- Mi
transformación en animal ocurrió hace más de un siglo y el hechicero hace
muchos años que ha muerto.
- Entonces... será imposible encontrar su caña de
tacuara -exclamó Manolito con tristeza.
- ¡Imposible, no! ¡Pero muy difícil, sí! Solamente
debes tener paciencia y recorrer estos contornos hasta que halles la tumba del
mago, y en ella encontrarás el precioso talismán -contestó el felino en un
rugido muy parecido a un sollozo.
- Haré lo que me pides. Desde ahora, por la salvación
de tu alma, trataré de encontrar la sepultura del hechicero de tu tribu.
- Gracias. Gracias, amigo Manolito. Si me conviertes
en lo que fui, te enseñaré dónde se ocultan los tesoros de mi reino y serás
inmensamente rico.
Dichas estas palabras, el puma de ojos de sangre,
cogió al niño entre sus dientes y de un salto prodigioso lo colocó en el camino
de la montaña, diciéndole como única despedida:
- ¡Vete! ¡Aquí te espero! ¡Cumple tu promesa!
Manolito, al verse libre y solo, lanzó un suspiro de
alivio y pensó inmediatamente en huir hacia la casa de sus padres, pero las
palabras del puma aun le sonaban en los oídos y decidido y valiente, resolvió
ponerse a buscar la tumba del hechicero para rescatar de entre sus restos la
caña de tacuara que tanto deseaba conseguir el monstruoso felino.
Diez días y diez noches recorrió las serranías sin
hallar más que piedras y arena, hasta que una tarde que había bajado a un
pequeño valle solitario, escuchó a lo lejos el grito de un chajá que le decía
entre aleteos:
- ¡Chajá... chajá... aquí está... aquí está!
El niño creyó soñar, pero dominando sus nervios, se
detuvo para mirar al simpático volátil.
- ¡Chajá... chajá... aquí está... aquí está! -repitió
el animalito como llamándolo.
Manolito no vaciló más y pronto estuvo junto al chajá,
que estaba parado sobre un pequeño montículo de piedra semejante a una antigua
tumba india.
El chico, con una emoción sin límites, se puso
inmediatamente a quitar los pedruscos hasta que después de algunas horas de
labor, descubrió los negros huesos de un ser humano y junto a ellos la
codiciada caña de tacuara.
- ¡El talismán! ¡El talismán! -gritó loco de alegría
tomando la caña con sus dedos temblorosos. ¡Ahora salvaré al pobre Carupán!
Corriendo por los peñascales, llegó horas después a la
caverna donde dormitaba la fiera y entró en ella jadeante mostrando en su mano
el precioso hallazgo.
El puma lo recibió con muestras de gran alegría y al
contemplar la tacuara, dijo entre sollozos:
- ¡Es ésa, mi buen Manolito! ¡Pégame con ella tres
veces en la cabeza!
El niño, trémulo, ejecutó la orden y de pronto, el
puma de ojos de sangre desapareció, y ante sus ojos abiertos por el asombro se
presentó un indio alto y arrogante, cuya frente estaba cubierta con hermosas
plumas de águila.
- ¡Soy tu esclavo! -dijo Carupán, arrodillándose ante
el pequeño- ¡cumpliré mi promesa!
La magia del temible hechicero había sido vencida y
muy pocos días después, Carupán ponía en manos de Manolito los enormes tesoros
de su tribu, con lo que éste vivió muchísimos años, feliz y contento, en
compañía de sus padres y bajo la permanente custodia del cacique Carupán que
nunca abandonó al valiente y decidido salvador de su alma.
Anónimo
El príncipe Tomasito y San José
Érase una vez un rey que tenía un hijo de catorce
años.
Todas las tardes iban de paseo el monarca y el
principito hasta la Fuente del Arenal.
La Fuente del Arenal estaba situada en el centro de
los jardines de un palacio abandonado, en el que se decía que vivían tres
brujas, llamadas Mauregata, Gundemara y Espinarda.
Una tarde el rey cogió en la Fuente del Arenal una
rosa blanca hermosísima, que parecía de terciopelo y se la llevó a la reina.
A la soberana le gustó mucho la flor y la guardó en
una cajita que dejó en su gabinete, próximo a la alcoba real.
A medianoche, cuando todo el mundo dormía, oyó el rey
una voz lastimera que decía:
- ¡Ábreme, rey, ábreme!
- ¿Me decías algo? - preguntó el monarca a su esposa.
- No.
- Me había parecido que me llamabas.
- Estarías soñando.
Quedó dormida la reina y el rey volvió a oír la misma
voz de antes:
- ¡Ábreme, rey, ábreme!
Levantóse entonces el rey y fue a la habitación
vecina, abriendo la caja, que era de donde procedían las voces.
Al abrir la caja empezó a crecer la rosa, que no era
otra que la bruja Espinarda, hasta convertirse en una princesa, que le dijo al
rey:
- Mata a tu esposa y cásate conmigo.
- De ningún modo - contestó el rey.
- Piénsalo bien... Te doy un cuarto de hora para
reflexionar... O te casas conmigo o mueres.
El rey no quería matar a su esposa, pero tampoco
quería morir, por lo que cogió a la reina en brazos, la condujo a un sótano y
la dejó encerrada.
La desgraciada reina, temiendo que su marido hubiese
perdido el juicio, quedó llorando amargamente e implorando la ayuda de San
José.
Volvió el soberano a su alcoba y dijo a la bruja que
había matado a su esposa.
A la mañana siguiente, cuando Tomasito entró, como de
costumbre, a dar los buenos días a sus padres, exclamó:
- ¡Ésta no es mi madre!
- ¡Calla o te mato! - gritó la bruja.
Luego salió, reunió a todos los criados y dijo:
- Soy la reina Rosa... Quien se atreva a desobedecerme
haré que lo maten.
Tomasito se marchó llorando; recorrió todo el palacio
y cuando estaba en una de las habitaciones del piso bajo oyó unos lamentos que
le parecieron de su madre.
Guiándose por el oído, llegó al sótano donde estaba
encerrada y le dijo:
- No puedo abrirte, mamá; pero te traeré algo de
comer.
En el palacio, todos estaban atemorizados por la nueva
reina.
Un día, la bruja pensó en deshacerse del principito y
le hizo llamar.
- ¡Tráeme inmediatamente un jarro de agua de la Fuente
del Arenal! - le ordenó
Tomasito tomó un jarro, hizo que le ensillaran un
caballo y salió al galope hacia la Fuente.
En el camino se encontró, con un anciano que le dijo:
- Óyeme, Tomasito... Coge el agua de la Fuente, sin
detenerte ni apearte del caballo, sin volver la visita atrás y sin hacer caso
cuando te llamen.
Al llegar Tomasito cerca de la fuente le llamaron dos
mujeres, que escondían en sus manos una soga para arrojarla al cuello del
principito, pero éste no hizo caso a sus llamadas y, llenando la jarra de agua
sin bajar de su montura, regresó al galope a palacio.
La bruja, extrañadísima al verlo llegar sano y salvo,
le ordenó que volviera a la Fuente del Arenal y le trajera tres limones.
Encontró el principito en su camino al mismo anciano
de antes, que volvió a aconsejarle que cogiera los limones sin detenerse ni
volver la vista atrás.
Hízolo así Tomasito y no tardó en presentarse en
palacio con los tres limones.
La bruja, hecha una verdadera furia, le dijo:
- ¿Para qué me traes limones? Lo que yo te ordené que
me trajeras fue naranjas... Vuelve y tráeme tres naranjas inmediatamente.
Marchóse de nuevo Tomasito y tornó a aparecérsele el
anciano, que le dijo que procurara no detener el caballo al pasar bajo los
árboles.
Obedeció el principito, como las veces anteriores, y
regresó a palacio con las tres naranjas.
La reina Rosa, a punto de reventar de rabia, le dijo
que era un inútil y lo echó a la calle.
Tomasito se fue al sótano, se despidió de su madre,
encargó a una doncella que no dejara de llevarle comida y cuidarla y se marchó
de palacio a recorrer el mundo, huyendo de la reina Rosa.
A los pocos Kilómetros de marcha le salió al paso el
anciano, que era San José, aunque el príncipe Tomasito, estaba muy lejos de
sospecharlo, y, pasándole la mano por la cara, disfrazó, a nuestro héroe de
ángel, con una cabellera rubia llena de tirabuzones, y le dijo:
- Vamos al palacio abandonado. Viven en él dos
mujeres, que me dirán que te deje un ratito con ellas para enseñarte el
castillo. Son las dos hermanas de la reina Rosa. Tú me pedirás permiso,
diciéndome: «¡Déjame, papá!» Y yo te permitiré que pases dos horas con ellas...
Te enseñarán todas las habitaciones menos una... Pero tú insistirás en que te
enseñen ésta también y cuando lo hayas conseguido obrarás como te aconseje tu
conciencia y tu inteligencia.
Llegaron al palacio y todo sucedió como había previsto
San José. Dejó éste al niño allí y las brujas le enseñaron todas las
habitaciones del inmenso castillo, a excepción de una, que estaba cerrada con
llave.
Tomasito dijo que quería ver aquélla también, a lo que
las brujas, contestaron que no tenía nada de particular y que, además, se
estaba haciendo tarde, pues estaban esperando a un niño que se llamaba Tomasito
para colgarlo de un árbol.
Insistió el príncipe en ver la habitación, empleando
tantos argumentos y caricias, que las convenció, y vio que se trataba de una
cámara con paños negros en las paredes y una mesa con tres faroles, cada uno de
los cuales llevaba en su interior una vela encendida.
- ¿Qué significan esos faroles? - preguntó.
Y la bruja Gundemara respondió:
- Estas dos velas son nuestras vidas y aquélla es la
de nuestra hermana Espinarda, que ahora se ha convertido en la reina Rosa.
Cuando se apaguen estas velas moriremos nosotras...
No había terminado de decirlo, cuando Tomasito, de un
soplo, apagó las velas de los dos faroles juntos, cayendo Gundemara y Mauregata
al suelo, como si hubiesen sido fulminadas por un rayo. Un instante después,
sus cuerpos se habían convertido en polvo negro y maloliente.
Tomasito cogió el tercer farol y salió a la calle, donde
le esperaba el anciano, que le dijo:
- Has hecho lo que suponía... Vámonos a tu palacio....
Hora es ya de que sepas que soy San José, que estoy atendiendo las súplicas de
tu madre.
Llegaron al palacio y por medio de un criado mandó
llamar a su padre.
Cuando lo tuvo delante lo dijo:
- Papá, ¿a quién prefieres? ¿A mamá o a la reina Rosa?
El rey exhaló un suspiro y respondió sin vacilar:
- A tu mamá, hijo querido.
- Sopla en esta vela, entonces.
El rey sopló, apagóse la vela y la reina Rosa dio un
estallido y salió volando hacia el infierno.
Entonces bajaron al sótano y sacaron a la verdadera
reina, que lloraba y reía de contento.
Cuando Tomasito se volvió para dar las gracias a San
José, comprobó con estupor que el anciano había desaparecido.
Pero su protección no les faltó desde entonces y los
monarcas y su hijo fueron en lo sucesivo tan felices como el que más.
El sapo y el ratón
Érase una vez un sapo que estaba tocando
tranquilamente la flauta a la luz de la luna, cuando se le acercó un ratón y le
dijo:
- ¡Buenas noches, señor Sapo! ¡Con ese latazo que me
está dando, no puedo pegar un ojo! ¿Por qué no se va con la música a otra
parte?
El señor Sapo le miró en silencio durante todo un
minuto con sus ojillos saltones. Luego replicó:
- Lo que usted tiene, señor Ratón, es envidia porque
no puede cantar tan melodiosamente como yo.
- Desde luego que no; pero puedo correr, saltar y
hacer muchas cosas que usted no puede - repuso el Ratón con acento desdeñoso.
Y se volvió a su cueva, sonriendo olímpicamente.
El señor Sapo estuvo reflexionando durante un buen
rato. Quería vengarse de la insolencia del señor Ratón. Al cabo se le ocurrió
una idea.
Fuése a la entrada de la cueva del señor Ratón y
empezó de nuevo a soplar en la flauta, arrancándole sonidos estrepitosos.
El señor Ratón salió furioso, dispuesto a castigar al
osado músico, pero éste le contuvo diciéndole:
- He venido a desafiarle a correr.
A punto estuvo de reventar de risa el señor Ratón al
oír aquellas palabras.
Pero el señor Sapo, golpeándose el pecho con las patas
traseras, exclamó_
- ¿Qué apuesta a que corro yo, más por debajo de la
tierra que usted por encima?
- Me apuesto lo que quiera. Mi casa contra su flauta.
Si gano, ya tendré derecho a destrozar ese infernal instrumento, golpeándolo
contra una piedra hasta dejarlo hecho añicos... Si gana usted, podrá tomar
posesión de mi palacete, y yo me marcharé a correr mundo.
- De acuerdo - respondió el señor Sapo.
- Pues bien: al amanecer empezaremos la carrera.
El señor Sapo regresó a su casa y al entrar gritó:
- ¡Señora Sapo, venga usted aquí!
La señora Sapo, que conocía el mal genio de su marido,
acudió al instante a su llamamiento.
- Señora Sapo - le dijo, - he desafiado a correr al
señor Ratón.
- ¡Al señor Ratón...!
- ¡No me interrumpas...! Mañana, al amanecer,
empezaremos la carrera. Tú irás, al otro lado del monte y te meterás en un
agujero. Y cuando veas que el señor Ratón está al llegar, sacarás la cabeza y
le gritarás: «¡Ya estoy aquí!» Y harás siempre la misma cosa, hasta que yo vaya
a buscarte.
- Pero... - murmuró la señora Sapo.
- ¡Silencio, mujer...! Y no te mezcles en los asuntos
de los hombres, de los cuales tú no sabes nada.
- Muy bien - murmuró la señora Sapo, muy humilde.
Y se puso inmediatamente en movimiento para seguir el
plan de su astuto esposo.
El señor Sapo se dirigió al lugar en que se abría la
cueva del señor Ratón, hizo a su lado un agujero y se tendió a dormir.
Al amanecer, salió el señor Ratón frotándose los ojos,
descubrió al señor Sapo que estaba roncando, sonoramente y le despertó
diciendo:
- ¡Ah, dormilón, vamos a empezar la carrera! ¿O es que
se ha arrepentido?
- Nada de eso. Vamos, cuando guste.
Colocáronse uno al lado del otro y al tercer toque que
el señor Sapo, dio en su flauta, emprendieron la carrera.
El señor Ratón corría tan velozmente que parecía que
volaba, dando la sensación de que no apoyaba las patitas en el suelo.
Sin embargo, el señor Sapo, apenas hubo dado tres
pasos, se volvió al agujero que había hecho.
Cuando el señor Ratón iba llegando al otro lado del monte,
la señora Sapo sacó
la cabeza y gritó:
- ¡Ya estoy aquí!
El señor Ratón se quedó asombrado, pero no vio el
ardid, pues los ratones no son muy observadores.
Y, por otra parte, nada hay que se asemeje tanto a un
señor Sapo como una señora Sapo.
- Eres un brujo - murmuró el señor Ratón - Pero ahora
lo vamos a ver.
Y emprendió el regreso a mayor velocidad que antes,
diciendo a la señora Sapo:
- Sígame; ahora sí que no me adelantará.
Pero cuando estaba a punto de llegar a su cueva, el
señor Sapo asomó, la cabeza y dijo tranquilamente:
- ¡Ya estoy aquí!
El señor Ratón estuvo a punto de enloquecer de rabia.
- Vamos a descansar un rato y correremos otra vez -
murmuró con voz sofocada.
- Como quiera - respondió el señor Sapo en tono
displicente.
Y se puso a tocar la flauta dulcemente.
Pensando en su inexplicable derrota, el señor Ratón
estuvo llorando de ira. Cuando se sintió descansado, dijo al señor Sapo
apretando los dientes:
- ¿Está dispuesto?
- Sí, sí... Ya puede echar a correr cuando guste...
Llegaré antes que usted.
La carrera del señor Ratón sólo podía compararse a la
de la liebre.
Iba tan veloz que dejaba sus uñas entre las piedras
del monte sin darse cuenta.
Cuando apenas le faltaban dos pasos para llegar a la
meta, la señora Sapo sacó la cabeza de su agujero y gritó:
- ¡Pero hombre! ¿Qué ha estado haciendo por el camino?
¡Ya hace bastante tiempo que le estoy esperando!
Dio la vuelta el señor Ratón, regresando al punto de
partida con velocidad vertiginosa. Pero cuando le faltaban cuatro o cinco pasos
percibió el sonido de la flauta del señor Sapo, que al verle le dijo:
- Me aburría tanto de esperarle que me he puesto a
tocar para matar el tiempo.
Silenciosamente, con las uñas arrancadas, jadeando,
fatigado y con el rabo entre las piernas, el señor Ratón dio media vuelta y se
marchó tristemente a correr mundo, careciendo de techo que le cobijara, por
haber perdido su casa en una apuesta que creía ganar de antemano.
El señor Sapo fue a buscar a su señora y estaba tan
contento que le prometió, para recompensarla, no gritarle más, durante toda su
vida...
El Cristo del convite
Había una vez dos hermanas viudas, una con dos hijos y
otra con cuatro, todos pequeñitos.
La que tenía menos hijos era muy rica; la que tenía
más hijos era pobre y tenía que trabajar para mantenerse ella y sus hijitos.
Algunas veces iba la hermana pobre a casa de la
hermana rica a lavar, planchar y remendar la ropa, y recibía por sus servicios
algunas cosas de comer.
Y sucedió que un día, estando en casa de la hermana
rica de limpieza general, encontraron en un cuarto oscuro un Crucifijo, muy
sucio de polvo, muy viejo.
Y dijo la hermana rica:
- Llévate este Santo Cristo a tu casa, que aquí no
hace más que estorbar, y yo tengo ya uno más bonito, más grande y más nuevo.
Así la hermana pobre, terminado su trabajo, se llevó a
su casa algunos comestibles y el Santo Cristo.
Llegada a su casa, hizo unas sopas de ajo, llamó a sus
hijitos para cenar y les dijo:
- Mirad qué Santo Cristo más bonito me ha dado mi
hermana. Mañana lo colgaremos en la pared, pero esta noche lo dejaremos aquí en
la mesa, para que nos ayude y proteja.
Al ir a ponerse a cenar, preguntó la mujer:
- Santo Cristo, ¿quieres cenar con nosotros?
El Santo Cristo no contestó, y se pusieron a cenar.
En este momento llamaron a la puerta, salió a abrir la
mujer y vio que era un pobre que pedía limosna.
La mujer fue a la mesa, cogió el pan para dárselo al
pobre y dijo a sus hijos:
- Nosotros, con el pan de las sopas tenemos bastante.
A la mañana siguiente clavaron una escarpia en la pared,
colgaron el Santo Cristo, y, cuando llegó la hora de comer, invitó la mujer
antes de empezar:
- Santo Cristo, ¿quieres comer con nosotros?
El Santo Cristo no contestó, y en este momento llaman
a la puerta.
Salió la mujer y era un pobre que pedía limosna.
Fue la mujer, cogió el pan que había en la mesa, se lo
dio al pobre y dijo a sus hijitos:
- Nosotros tenemos bastante con las patatas, que
alimentan mucho.
Por la noche, al ir a ponerse a cenar, hizo la mujer
la misma invitación:
- Santo Cristo, ¿quieres cenar con nosotros?
Y el Santo Cristo no contestó. En éstas llamaron a la
puerta. Salió a abrir la mujer, y era otro pobre que pedía limosna.
La mujer le dijo:
- No tengo nada que darle, pero entre usted y cenará
con nosotros.
El pobre entró, cenó con ellos, y se marchó muy
agradecido.
Al día siguiente la mujer cobró un dinero que no
pensaba cobrar y preparó una comida mejor que la de ordinario, y al ir a
empezar a comer convidó:
- Santo Cristo, ¿quieres comer con nosotros?
El Santo Cristo habló y le dijo:
- Tres veces te he pedido de comer y las tres me has
socorrido. En premio a tus obras de caridad, descuélgame, sacúdeme y verás la
recompensa. Quédatela para ti y para tus hijitos.
La mujer descolgó el Santo Cristo, lo sacudió encima
de la mesa y de dentro de la Cruz, que estaba hueca, empezaron a caer monedas
de oro.
La pobre mujer, que de pobre, en premio a sus obras de
caridad, se había convertido en rica, no quiso hacer alarde de su dinero.
Pero contó a su hermana, la rica, el milagro que había
hecho el Santo Cristo.
La rica pensó que su Santo Cristo era todo de plata,
muy reluciente, más bonito y de más valor, y que sí le convidaba le daría más
dinero que a su hermana.
Así, a la hora de comer, dijo la rica al ir a empezar:
- Santo Cristo, ¿quieres comer con nosotros?
Y el Santo Cristo no contestó.
En ese momento llaman a la puerta, sale a abrir la
criada y viene ésta a decir:
- Señora, en la puerta hay un pobre.
Y contestó la rica:
- Dile que Dios le ampare.
Por la noche, al empezar a cenar, dijo también:
- Santo Cristo, ¿quieres cenar con nosotros?
Y el Santo Cristo no contestó.
En éstas llaman a la puerta, sale la criada y entra
diciendo que era un pobre.
Y dijo la rica:
- Dile que no son horas de venir a molestar.
Al día siguiente, cuando se pusieron a comer, volvió a
invitar:
- Santo Cristo, ¿quieres comer con nosotros?
Y el Santo Cristo no contestó.
Llamaron a la puerta y se levantó la misma rica y fue
a la puerta y vio que era un pobre.
Y le dijo:
- No hay nada; vaya usted a otra puerta.
Llegó la noche, se pusieron a cenar y dijo la hermana
rica:
- Santo Cristo, ¿quieres cenar con nosotros?
Y el Santo Cristo contestó:
- Tres veces te he dicho que sí, porque convidar a los
pobres hubiera sido convidarme a mí, y las tres veces me lo has negado;, por lo
tanto, espera pronto tu castigo.
Y aquella misma noche se le quemó la casa entera y
perdió todo lo que tenía.
Y se fue a casa de su hermana, y la hermana pobre y
caritativa se compadeció y le dio la mitad de todo lo que le había dado el
Santo Cristo.
El «Castillo de Irás y No Volverás»
Érase que se era un pobrecito pescador que vivía en
una choza miserable acompañado de su mujer y tres hijos, y sin más bienes de
fortuna que una red remendada por cien sitios, una caña larga, su aparejo y su
anzuelo.
Una mañana, muy temprano, salió el pescador camino de
la playa con el estómago vacío, la cabeza baja, descorazonado, y cargado con
los trebejos de pescar.
A medida que andaba, el cielo se iba ennegreciendo y
cuando llegó al lugar donde acostumbraba a pescar observó que se había
desencadenado una horrorosa tempestad.
Pero el infeliz pescador no pensaba más que en sus
hijos y en su esposa, que ya hacía dos días que no probaban bocado, por lo que,
sin hacer caso de la lluvia que le empapaba, ni del viento que le azotaba, ni
de los relámpagos que le cegaban, armó la red y la echó al mar.
Y cuando fue a sacarla, la red pesaba como si
estuviese cargada de plomo; por lo que el pescador tiró de ella con todas sus
fuerzas, sudando a pesar del viento y de la lluvia, latiéndole el corazón de
alegría al pensar que aquel día su familia no se acostaría sin cenar, como en
tantas otras ocasiones.
Finalmente, con la ayuda de Dios y de la Virgen del
Carmen, a la que imploró, viendo que le faltaban las fuerzas, el pescador consiguió
aupar la red, viendo que en su interior no había más que un pez muy chiquito
pero gordito, cuyas escamas eran de oro y plata.
Asombrado al ver que le había costado tanto trabajo
pescar aquel único pez, el pobre pescador se lo quedó mirando con la boca
abierta.
De repente el extraño pececillo rompió a hablar y dijo
con voz dulcísima, extraordinariamente armoniosa y musical:
- ¡Échame otra vez al agua, oh pescador, que otro día
estaré más gordo!
- ¿Qué dices, desventurado? - preguntó el interpelado,
que apenas podía creer lo que oía.
- ¡Que me eches otra vez al agua, que otro día estaré
más gordo!
- ¡Estás fresco! Llevan mis hijos y mi mujer dos días
sin comer; estoy yo dos horas tirando de la red, aguantando el viento y la
lluvia, ¿ y quieres que te tire al agua?
- Pues si no me sueltas, oh pescador, no me comas. Te
lo ruego...
- ¡También está bueno eso! ¿De qué me habría servido
cogerte, si no te echara en la sartén?
- Pues si me comes - prosiguió diciendo el pececillo
-, te suplico que guardes mis espinas y las entierres en la puerta de tu casa.
- Menos mal que me pides algo que puedo hacer... Te
prometo cumplir fielmente tu solicitud.
Y marchóse, contento de su suerte, camino del hogar.
A pesar de ser tan chiquito el pececillo, todos
comieron de él y quedaron saciados. Luego, el pescador enterró, como
prometiera, las espinas en la puerta de su choza.
Por la mañana, cuando Miguelín, el hijo mayor del
pescador, se levantó y salió al aire libre, encontró, en el lugar donde habían
sido enterradas las espinas, un magnífico caballo alazán; encima del caballo
había un perro; encima del perro un soberbio traje de terciopelo y sobre éste
una bolsa llena de monedas de oro.
El muchacho, que anhelaba correr el mundo, pero que
estaba dotado de excelente corazón, dejó la bolsa a sus padres, sin tocar un
céntimo, y, seguido del can, emprendió la marcha sin rumbo fijo.
Galopó durante tres días y tres noches, recorriendo la
selva de los árboles parlantes y el bosque de las campanillas áureas y
argentinas, que sonaban al ser acariciadas por el viento, formando un seráfico
concierto, llegando finalmente a una encrucijada donde vio un león, una paloma
y una pulga disputándose agriamente una liebre muerta.
- Párate o eres hombre muerto, - rugió el león. - Y si
eres, como dicen, el rey de la creación, sírvenos de juez en este litigio. La
paloma y la pulga estaban disputándose la liebre... ¿Para qué quieren ellas un
trozo de carne tan grande...? Yo, confieso que he llegado el último, pero para
algo soy el rey de la selva... La liebre me corresponde por derecho propio...
¿No lo crees así?
La paloma habló entonces y dijo, arrullando:
- Ya habías pasado de largo, cuando yo descubrí desde
lo alto a la liebre, que estaba mortalmente herida... Me corresponde a mí, por
haberla visto morir.
La pulga, a su vez, exclamó:
- ¡Ninguno de vosotros tiene derecho a la liebre!. No
la habrían herido, si no le hubiese dado yo un picotazo debajo de la cola
cuando iba corriendo, con lo que le obligué a detenerse y entonces, un cazador
le metió una bala en las costillas... ¡La liebre es mía!
Y ya estaba la disputa a punto de degenerar en
tragedia si Miguelín no hubiese mediado como amigable componedor.
- Amiga pulga - dijo - ¿Qué harías tú con un trozo de
carne como ese, que asemeja una montaña a tu lado?
Y sacó el cuchillo de monte, cortó a la liebre muerta
la puntita del rabo y lo entregó a la pulga, que quedó complacidísima.
Del mismo modo, cortó las orejas y el resto del rabo,
que ofreció a la paloma, la cual confesó que tenía bastante con aquellos despojos.
Lo que quedaba, o sea, la liebre entera, se la cedió
al león, que quedó encantado de juez tan justiciero.
- Veo que eres realmente el rey de la creación -
exclamó, con su más dulce rugido - pero yo, el rey de los animales, quiero
recompensarte como mereces, como corresponde a mi indiscutible majestad.
Y arrancándose un pelo del rabo lo entregó a Miguelín,
diciéndole:
- Aquí tienes mi regalo; cuando digas: «¡Dios me
valga, león!», te convertirás en león, siempre que no pierdas este pelo. Para
recobrar tu forma natural, no tendrás más que decir: «¡Dios me valga, hombre!»
Marchóse el león, alta la frente, orgullosa la mirada,
pero sin olvidar llevarse la liebre, y se internó en la selva.
La paloma, para no ser menos, se arrancó' una pluma y
dijo:
- Cuando quieras ser paloma y volar, no tienes más que
decir: «¡Dios me valga, paloma!»
Y agitando las alas, se remontó por el aire.
- Yo no tengo plumas ni pelos - dijo la pulga - pero
puedo oírte dondequiera que digas: «¡Dios me valga, pulga!» y convertirte en un
ente tan poco envidiable y molesto como yo.
Miguelín volvió a montar a caballo y prosiguió su
camino sin descansar, hasta que, al cabo de tres días y tres noches, vio
brillar una lucecita a lo lejos.
Preguntó a un pastor que encontró:
- ¿De dónde procede esa luz?
El pastor respondió:
- Ese es el «Castillo de Irás y No Volverás».
Miguelín se dijo:
- Iré al «Castillo de Irás y No Volverás».
Al cabo de tres días y tres noches, se encontró con
otro pastor.
- ¿Podrías decirme, amigo, si está muy lejos de aquí
el «Castillo de Irás y No Volverás»?
- Libre es el señor caballero de llegar a él - repuso
el pastor, echando a correr como alma que lleva el diablo.
Pero el hijo del pescador era firme de voluntad y duro
de mollera y se había propuesto ir al castillo, aunque fuese preciso dejar la
piel en el camino; así es que, sin pizca de temor, siguió cabalgando tres días
con tres noches, al cabo de los cuales la lucecita parecía acercarse, ¡por
fin!, ante sus ojos.
Y he aquí que, después de muchas, muchísimas fatigas,
llegó ante el suspirado «Castillo de Irás y No Volverás».
De oro macizo eran sus muros y de plata las rejas de
sus ventanas y las cadenas de sus puertas; en lo alto de sus almenas,
deslumbraban, al ser heridas por el sol, las incrustaciones de jaspe y lapislázuli,
el ónix, el marfil, el ágata e infinidad de piedras preciosas.
Rodeaba al edificio un bosquecillo donde, posados en
las ramas de sus árboles, cuyas hojas eran de oro o plata, según se reflejara
en ellas, el sol o la luna, innumerables pajarillos de colores maravillosos
saludaban al recién llegado; unos con burlonas carcajadas, otros con sus trinos
más inspirados, otros con palabras de ánimo o de desesperanza.
- ¡Adelante el mancebo! ¡Adelante nuestro salvador! -
decían unas voces.
- ¡Atrás! ¡Atrás! ¡Irás y no volverás! ¡Irás y no
volverás! - repetían otras.
Pero el hijo del pescador, como si fuese sordo,
continuaba su camino sin detenerse un instante a escuchar los maravillosos
trinos, ni volver la cabeza para ver de dónde procedían, sin detenerse ante la
fuente de cristal que cantaba: «¡Alto! ¡Alto!», ni el árbol de mil hojas que,
como manecitas verdes, se agarraban a su casaca para impedirle el paso.
Así hasta las mismas puertas del castillo, pero ¡oh
desilusión! Tres perros, del tamaño de elefantes, le impedían la entrada.
¿Qué había de hacer? ¿Volverse, atrás? ¡De ninguna
manera! ¡Todo antes que retroceder!
Sacó el cuchillo con aire decidido, mas ¿qué podía
aquella arma minúscula contra los formidables monstruos?
De repente recordó las dádivas de los animales
litigantes y viendo en lo alto, junto a las almenas, una ventana abierta sacó
de su escarcela la pluma y gritó:
- ¡Dios me valga, paloma!
Una fracción de segundo más tarde, Miguelín,
convertido en paloma, volaba a través de la abierta ventana y se colaba de
rondón en el castillo. Cuando estuvo dentro se posó, en el suelo y gritó:
- ¡Dios me valga, hombre!
Y recobró en el acto su forma natural.
Encontróse en una sala inmensa, cuyas paredes eran de
plata; pero no había en ellas muebles, adornos, ni utensilios de ninguna clase,
así como tampoco el menor rastro de persona viviente. Pasó a otra estancia toda
de oro y luego a otra de piedras preciosas, esmeraldas, rubíes y topacios que
refulgían de tal modo que le cegaban. En todas halló la misma soledad.
La contemplación de tales maravillas no impedía a
nuestro héroe sentir un apetito horroroso, hasta el punto de que, impaciente
por conocer de una vez la dicha o el peligro que le aguardaba, exclamó:
- ¡Diablo o ángel, genio o gigante, dueño de este
maravilloso castillo; todo tu oro, toda tu plata, todas tus piedras preciosas,
las trocaría de buena gana por un plato de humeante sopa!
Al punto aparecieron ante sus ojos una silla, una mesa
con su blanco mantel, sus platos, cubierto y servilleta. Y Miguelín,
contentísimo, sentóse a la mesa.
Servidos por mano invisible fueron llegando todos los
platos de un opíparo festín, desde la humeante y sabrosa sopa de tortuga, hasta
las riquísimas perdices, amén de frutas, dulces, y confituras.
Terminado el banquete, desaparecieron platos,
cubiertos, mesa, silla y manteles como por arte de magia, y Miguelín empezó a
vagar, desorientado, por los regios y desiertos salones.
- Siete días llevo sin dormir - recordó - si en vez de
tanta pedrería hubiera por aquí aunque fuera un jergón de paja...
Al punto apareció ante sus ojos asombrados una
magnífica cama de plata cincelada con siete colchones de pluma.
Miguelín se acostó, dispuesto a dormir toda la noche
de un tirón. Mas apenas habían transcurrido unas dos horas, despertóle un
llanto ahogado, que salía de la habitación vecina.
- Será algún pequeño del hada - murmuró, dando media
vuelta.
Pero todavía no había conseguido reconciliar el sueño,
cuando los sollozos se dejaron oír con más fuerza, acompañados de suspiros
entrecortados y lamentos de una voz de mujer.
- Esto se pone feo - pensó, Miguelín.
Y levantándose de un salto, pasó al salón contiguo,
que encontró tan desierto como antes.
Pasó a otro, y a otro, y a otro, hasta recorrer más de
cien salones, sin dar con alma viviente y oyendo siempre, cada vez más
cercanos, los lamentos.
Creyendo que se burlaban de él, dio con rabia una
fuerte patada en el suelo, que se abrió. Y al abrirse, cayó Miguelín por la
abertura, en un aposento regiamente amueblado, con las paredes tapizadas de
tisú de plata y damasco azul.
En medio de tanto esplendor, una princesita, de rubios
cabellos y manecitas de lirio, lloraba amargamente.
- Apuesto doncel - dijo, al verle entrar: - aléjate
cuanto antes de este malhadado castillo. No seas uno más entre tantos jóvenes
infortunados que aquí han dejado sus vidas, pretendiendo salvar las de otras
princesas tan desgraciadas como yo. El gigante dueño de este castillo duerme
veintidós días de cada mes, durante los cuales no toma alimento alguno. Cuando
despierta, dedica siete días a preparar el banquete con que se obsequia el
octavo, después del cual reanuda su sueño. El postre de este banquete consiste
en una doncella, princesa si es posible. Mañana despertará el monstruo y la
víctima elegida he sido yo. Sólo me quedan ocho días de vida; mas, como nada
puedes hacer en favor mío, aléjate, te lo suplico.
- ¡No llores, preciosa niña! - exclamó Miguelín. - En
siete días puede volver a hacerse el mundo. Y no me tomes por tan poquita cosa.
Para defenderte, tengo mi cuchillo de monte y si esto no bastara, puedo
convertirme en león, en paloma o en pulga. Seca, pues, tus lágrimas y dime
dónde está ese dormilón tragaprincesas, que ya me van entrando ganas de
conocerlo.
- Nada podrás contra el gigante - contestó la princesita.
- Ni tu cuchillo ni la garra del más fiero león. Sólo un huevo que se encuentra
dentro de una serpiente que habita en el Monte Oscuro, en los Pirineos.
El huevo ha de dispararse con tan certera puntería que
hiera al monstruo entre ceja y ceja, matándolo. Entonces quedaría desencantado
el castillo. Pero también la serpiente es un monstruo maligno y poderoso:
devora a todo bicho viviente que se atreve a acercarse a cinco leguas de ella.
Créeme, conviértete en paloma ya que tal poder tienes, y sal por esa ventana
antes de que den las doce de la noche y despierte el gigante, porque entonces
no podrías librarte de sus iras.
- Así lo haré - repuso Miguelín - mas será para ir al
encuentro de esa monstruosa serpiente y si quieres que salga vencedor en la empresa,
- añadió - prométeme que te casarás conmigo dentro de siete días, cuando te
saque de este castillo.
Prometiólo así la Princesa, y Miguelín, convertido en
paloma, voló, al bosquecillo a través de la ventana.
Allí volvió a su estado de hombre, para recoger el
caballo y el perro, que, alejados cuanto podían de los tres gigantescos
guardianes, le esperaban.
Montado en su alazán y seguido de su perro fiel, salió
del bosque y del recinto del castillo, sin hacer caso de las voces con que
pretendían detenerle los pájaros, los árboles y la fuente de plata.
Y anduvo, anduvo, durante tres días, siguiendo la
dirección que le diera la princesita, hasta llegar al pueblo, cuyas señas
retenía en la memoria, y que se hallaba enclavado ante un monte elevadísimo,
cubierto de maravillosa vegetación.
Dejó caballo y perro en las cercanías y entró en el
pueblo humildemente.
Llamó a la primera casa.
- ¿Qué deseas, hermoso doncel? - le preguntaron.
- Una plaza de pastor, sólo por la comida.
- Eres demasiado apuesto para eso - le contestaron.
Y le dieron con la puerta en las narices.
Por fin halló en las afueras del pueblo una casa de
labranza de blancas paredes, donde llamó y salió a abrirle una linda muchacha.
- Vengo a ver si necesitan ustedes un mozo para la
casa - dijo tímidamente.
La muchacha, prendida de la donosura de Miguelín, fue
corriendo a avisar a su padre.
Y éste dio a Miguelín una plaza de pastor.
Vistiendo la tosca pelliza y el cayado en la mano,
salió Miguelín al día siguiente, muy de mañana, tras los rebaños flacos y
escuálidos.
- No te acerques a aquellas montañas cubiertas de
verdor - le advirtió su amo al despedirle - Hay en ellas una serpiente de
colosal tamaño, que devora a cuantos pastores y rebaños intentan acercarse
siquiera a cinco leguas. Por eso nuestros animales están flacos y en este
pueblo la mortandad entre ellos es tremenda, ya que sus únicos pastos son
aquellas otras montañas, áridas, y estériles, adonde has de dirigirte.
Pero Miguelín hizo todo lo contrario de lo que le
habían aconsejado; es decir, se encaminó en derechura a la montaña de la
serpiente.
Anduvo, anduvo y, desde muchas leguas de distancia,
cuando apenas había hollado los pastos verdes y húmedos, oyó el silbido
espantoso de la Serpiente que se hallaba en la cima de la montaña.
Al poco, la Serpiente llegaba como una exhalación.
Pero Miguelín, al conjuro de «¡Dios me valga, león!»
se había convertido ya en imponente fiera.
Y león y serpiente lucharon con todo el brío posible.
Todo era espuma y sangre, silbidos y rugidos de coraje
y amenaza.
Al cabo de un buen rato, rendidos y jadeantes, cesaron
el combate y se separaron.
La Serpiente dijo rabiosa:
Si tuviese agua de la ría,
¡qué pronto, león mío, te mataría!
Y el león contestó:
Y si yo tuviese un trozo de pan,
una botella de vino y el beso de una doncella
¡qué pronto, serpiente mía, la muerte te diera!
Luego, añadiendo: «¡Dios me valga, pulga!»,
desapareció, para recobrar la forma natural en la falda de la montaña, donde
recogió su rebaño y regresó a la casa de labranza, donde no salían de su
asombro al ver a los animales tan gordos y relucientes.
A la mañana siguiente, cuando salió Miguelín con los
rebaños hacia el monte, dijo el labrador a su hija:
- Habría que espiar al nuevo pastor, pues no comprendo
cómo en un solo día ha podido hacer cambiar de ese modo a los animales. Están
gordísimos y lustrosos.
- Padre mío, si quieres, yo iré mañana a vigilarle -
contestó ella.
Y a la mañana siguiente, le siguió de lejos y vio cómo
se encaminaba a la montaña de la Serpiente y dejaba los rebaños en su falda
paciendo a placer, dirigiéndose sin temor al encuentro del monstruo.
Luego le vio convertirse en león y luchar fieramente
con la Serpiente.
Todo era espuma y sangre y rugidos de coraje y
amenaza. Por fin, rendidos y jadeantes, se soltaron, y la Serpiente,
enfurecida, silbó:
Si tuviese agua de la ría,
¡qué pronto, león mío, te mataría!
Y rugió el león:
Y si yo tuviera un trozo de pan,
una botella de vino y el beso de una doncella,
¡qué pronto, serpiente mía, la muerte te diera!
Luego le oyó añadir:
- ¡Dios me valga, pulga!
Y desapareció.
La hija del labrador echó a correr hacia su casa, mas
se guardó muy bien de referir a nadie lo que había visto. Al día siguiente,
cuando salió Miguelín con los rebaños, cada vez más gordos y lustrosos, echó a
andar la moza, con un cestito en la mano, siguiéndole de lejos.
Y otra vez vio la moza cómo Miguelín convertido en
león acometía a la Serpiente, cómo los ánimos de las dos fieras se encendían de
ira, y ambos despedían chispas y todo el suelo se cubría de sangre y espuma,
con nunca vista fiereza y demasía.
Por fin, cansados, medio muertos, cesaron el fiero
combate y se separaron. Y la Serpiente, azul de cólera, silbó:
Si tuviese agua de la ría,
¡qué pronto, león mío, te mataría!
Y el león, no menos furioso, replicó:
Si yo tuviera un trozo de pan,
una botella de vino y el beso de una doncella,
¡qué pronto, ¡serpiente mía, la muerte te diera!
En aquel instante la hija del labrador salió de la
espesura donde estaba escondida, sacó del cesto un pedazo de pan y una botella
de vino y se lo dio al león, acompañado de un sonoro beso de sus labios
frescos.
El león comió el pan con presteza, bebióse el vino, y
de nuevo embistió, con renovada energía a la Serpiente.
Repitióse la lucha, y otra vez manó la sangre y corrió
la espuma de los cuerpos maltrechos. Mas la serpiente no tardó en desfallecer y
el león cada vez más pujante le atacaba; hasta que al fin la serpiente se
desplomó.
Miguelín, recobrando la forma humana, después de haber
dado las gracias a la hija del labrador, sacó su cuchillo de monte, abrió al
monstruoso reptil en canal y extrajo de su vientre el huevo que había de
servirle para libertar a la princesita de rubios cabellos y manecitas de lirio.
No hay que decir el júbilo y los agasajos con que fue
recibido nuestro Miguelín en el pueblo, no bien se supo que había dado muerte a
la monstruosa serpiente.
Todos se disputaban el honor de verlo y abrazarle y
todos le regalaban sacos, llenos de oro y riquísimas joyas, y el labrador, loco
de alegría, quería casarlo a toda costa con su hija.
Pero Miguelín ardía en deseos de correr a libertar a
la princesita, a quien sólo quedaba un día de vida.
Así lo notificó al labrador y al mismo tiempo le
pidió, la mano de su hija para casarla a su regreso con su hermano, el hijo
segundo del pescador.
Todo el pueblo acudió a despedirle, vitoreándole y
llevándolo en hombros; pero él sólo pensaba en no llegar demasiado tarde a
salvar a su bella princesa.
Cuando, montado en su caballo alazán y seguido de su
perro fiel, atravesó, el bosquecillo de los pájaros cantores, de los árboles
parlantes y de la fuente de cristal, y se encontró a la puerta del castillo,
vio que habían empezado los preparativos para el gran festín.
Inmediatamente dijo:
- ¡Dios me valga, paloma!
Y en raudo vuelo llegó hasta el lugar donde el gigante
esperaba a que sonara la hora para dar principio a la matanza.
Posose en el antepecho del ventanal y exclamó:
- ¡Dios me valga, hombre!
Y en hombre se convirtió.
Y antes de que el monstruo tuviera tiempo de abrir la
boca, sacó de la escarcela el huevo de la serpiente, apuntó con precisión y se
lo tiró, hiriéndole entre ceja y ceja, matándole.
Oyóse un estrépito horroroso, como de millones de
truenos que retumbaran al unísono y el «Castillo de Irás y No Volverás» se
derrumbó.
De entre sus escombros surgió Miguelín dando la mano a
la Princesita de rubios cabellos y manecitas de lirio.
Otras muchas princesas y otros muchos galanes,
encantados desde hacía largos años por el Gigante, salieron también.
Los pájaros cantores se convirtieron en hermosos
niños, las hojas de los árboles en apuestos mancebos y la fuente de cristal en
una lindísima dama, que se casó con el hijo menor del pescador.
- Acabó mi encantamiento - exclamó la Princesita de
rubios cabellos y manecitas de lirio. - Yo soy la hija del rey de estas
tierras. Vámonos al punto a casa de mi padre.
Y a palacio fueron.
El rey se volvió loco de júbilo; llamó al señor obispo
y los mandó casar.
Miguelín quiso que sus propios padres tuviesen un
palacio en la ciudad.
La hija del labrador, que tan eficazmente le había
socorrido, se casó con su otro hermano, el segundo hijo del pescador.
Y desde entonces vivieron todos felices y contentos, y
el que no lo crea que se fastidie; y al que lo crea, albricias.
Pereza y testarudez
Había una vez un marido y una mujer, ambos campesinos,
que habrían vivido pacíficamente y hasta con alegría, de no haber sido por la
pereza, feísimo vicio que atacaba con intermitencias a uno y otro cónyuge y al
que se unía, para colmo, una testarudez de aragoneses.
Cuando cualquiera de los dos esposos se sentía con
pocas o ningunas ganas de trabajar, empeñábase el otro en hacer lo mismo que su
compañero, o menos.
Cierto día levantase la esposa con unos deseos atroces
de no hacer nada.
Apenas si quedaba en la casa pan para desayunar.
El marido, al darse cuenta de la escasez, dijo a su
mujer:
- María, tienes que amasar esta misma tarde.
- No serán estas manos las que se metan en harina -
respondió ella. - Amasa tú, si ese es tu gusto.
- ¿Acaso piensas que cenemos sin pan
- Tienes un par de brazos hermosísimos; mucho más
fuertes que los míos. Amasa tú.
- ¡María, no me hagas enfadar!
- ¡Quico, no me pongas nerviosa!
- ¡Yo no amaso!
- ¡Yo tampoco!
- No riñamos.
- Eso, de ti depende.
- Voy a decirte lo que se me ha ocurrido.
- Adivino que es algo para no trabajar.
- Y para no discutir.
- Eso está mejor... ¿Qué es?
- Puesto que tú no tienes ganas de amasar...
- Ni tú tampoco...
- De acuerdo... Puesto que no tenemos ganas de
amasar...
- Así.
- Para no enzarzarnos en discusiones, vamos a acordar
que el primero que hable sea el que amase el pan... ¿Conforme?
En vano esperó - el marido respuesta de su esposa,
que, aunque perezosa, no era tonta, y comprendió que, si contestaba, tendría
que amasar.
Pasaron horas y horas y ninguno se decidía a hablar.
Sin probar bocado, tal vez por miedo a que, al
despegar los labios, pudiera escapárseles alguna palabra, se acostaron poco
después de anochecer.
Tendiéronse en la cama, uno de cara a la pared y el
otro dándole la espalda y se durmieron sin haber abierto la boca.
A la mañana siguiente, cuando se despertaron,
miráronse disimuladamente de reojo. El marido tenía la cara seria. A la mujer
le faltaba poco para romper a reír; pero ninguno se dio por enterado.
Sonaron en la iglesia del pueblo las campanas de las
doce y el matrimonio seguía en la cama, sin haber abierto la boca, como no
fuese para bostezar, pues tenían un hambre espantosa.
Púsose el Sol y seguían del mismo modo y llegó la
noche y no hubo modificación alguna en su actitud, exceptuando, una mayor
frecuencia en los bostezos.
Los vecinos, asombrados de no haber visto en todo el
día a ninguno de los dos, ni haberse abierto en la casa puerta ni ventana
alguna, temieron que una desgracia irreparable fuera la causa de aquel silencio
incomprensible.
No tardaron en congregarse los vecinos, que, algo
medrosos para obrar por su cuenta, fuéronse a casa del alcalde para comunicarle
lo que sospechaban.
Tomóse el acuerdo de acudir, sin pérdida de tiempo, al
domicilio de Quico y María, marchando el propio alcalde a la cabeza de la
asamblea.
Cuando llegaron a la casa, llamaron a la puerta con
gran fuerza, pero nadie contestó a las llamadas, ni se percibió el menor sonido
en el interior.
Los rostros de los vecinos allí congregados empezaron
a mostrar temor e inquietud. Insistieron en las llamadas con el mismo resultado
y ante lo grave de la situación, el alcalde propuso que se derribara la puerta.
La cosa se hizo con rapidez. Entraron en la casa con
extremadas precauciones, temblándoles exageradamente las piernas a muchos de
los reunidos. Temblaba hasta la vara del alcalde; parecía la batuta de un
director de orquesta, de tanto como oscilaba a uno y otro lado.
Por fin llegaron al dormitorio de Quico y María.
Ninguno de ellos se movía ni daba la menor señal de
vida. Tenían los ojos cerrados y las caras pálidas y desencajadas; nada extraño
si se piensa que llevaban ya todo un día y una noche sin probar bocado.
Apoderóse de los allí reunidos un horror general. El
alcalde, alzando la vara, que le temblaba más que antes, tartamudeó emocionado:
- ¡Quico! ¡María! ¡Responded al alcalde!
Pero los perezosos testarudos no pronunciaron palabra
alguna ni hicieron el menor movimiento.
Entonces, la primera autoridad del pueblo se quitó
respetuosamente el sombrero, que hasta entonces había conservado puesto, adoptó
un aire compungido y dijo a los vecinos presentes:
- ¡Rogad a Dios por el alma de estos desgraciados! En
cuanto a los cuerpos, voy a ordenar, ahora mismo, que les den cristiana
sepultura.
A una de las vecinas le pareció, que, en el momento en
que el alcalde pronunciaba estas palabras, los cadáveres de Quico y María se
estremecieron o temblaron ligeramente.
Pero como, en buena lógica, esto era imposible, no
quiso la vecina hablar del caso, ni considerarlo más que como una ilusión de
sus sentidos.
Poco tardaron en llegar seis fornidos lugareños que
cargaron con los cuerpos inertes, de la infeliz pareja, conduciéndolos camino
del cementerio.
Llegados al lugar de reposo eterno, iluminado por la
luz de la luna, dejaron sobre el suelo los que todos creían despojos mortales
de Quico y María.
Y quiso la casualidad que sus cuerpos quedaran de
costado y frente a frente.
Nadie de los presentes y con toda probabilidad ni
siquiera la misma luna, advirtió que el marido y la mujer entreabrieron los
ojos y se miraron como basiliscos. Hubo un instante en que pareció que Quico,
desfallecido, iba a decir una palabra; pero no quiso darse por vencido, y
cerrando los ojos, se apretó la lengua entre los dientes.
María bostezó una vez más, con riesgo de ser vista por
los improvisados sepultureros, que, abierta ya la fosa, aproximáronse a
recogerla para echarla dentro.
Estaba ya en la fosa la mujer, cuando fueron en busca
del cuerpo del marido. De pronto se escapó un chillido de horror de todos los
labios y hombres y mujeres, con el alcalde a la cabeza, echaron a correr como
alma que lleva el diablo.
Y es que el pobre Quico, comprendiendo que estaba a
punto de no volver a contemplar la luz del sol, dióse por vencido ante la
horrorosa perspectiva de ser enterrado vivo, y, abriendo los ojos
desmesuradamente, para demostrar que no estaba muerto, gritó con voz sepulcral,
como la de un fantasma:
- ¡Socorro! ¡Socorro! ¡No estoy muerto!
No costó poco trabajo convencer a los vecinos y
vecinas, con el alcalde a la cabeza, de que no había expirado el perezoso y
testarudo Quico y que, por consiguiente, no había motivo para asustarse.
Pero el colmo de la sorpresa fue el ver que María,
asomando la cabeza y los brazos por la abertura de la fosa, exclamaba con faz
sonriente:
- ¡Ahora amasaras tú!
La ratita presumida
Érase una vez una ratita que, barriendo la calle
delante de su casa, se encontró un ochavo.
Lo cogió, y dijo:
- ¿Qué compraré con este ochavito? ¿Me compraré
avellanas? No, no, que son golosina. ¿Me compraré rosquillas, caramelos? No,
no, que son más que golosina. ¿Me compraré alfileres? No, no, que me puedo
pinchar. ¿Me compraré unas cintitas de seda? Sí, sí, que me pondré muy guapa.
Y la ratita, que era muy presumida, se compró unas
cintitas de seda de varios colores y con ellas se hizo dos lacitos con los que
se adornó la cabeza y la punta del rabito.
Luego se asomó al balcón a lucir el garbo, viendo a
los jóvenes que pasaban.
En esto pasó un carnero y le dijo:
- Ratita, ratita, qué guapa estás.
- Cuando una es bonita, todo luce más.
- ¿Quieres casarte conmigo?
- ¿Y por la noche que harás?
- ¡Béee, béee!
- ¡Ay!, no, que me despertarás.
Pasó luego un perro y le dijo:
- Ratita, ratita, qué guapa estás.
- Cuando una es bonita, todo luce más.
- ¿Quieres casarte conmigo?
- ¿Y por la noche que harás?
- Pues en cuanto oigo un ruido hago ¡guau, guau!
- ¡Ay!, no, que me despertarás.
Pasó luego un gato y le dijo:
- Ratita, ratita, qué guapa estás.
- Cuando una es bonita, todo luce más.
- ¿Quieres casarte conmigo?
- ¿Y por la noche que harás?
- ¡Miau! ¡Miau!
- ¡Ay!, no, que me despertarás.
Pasó luego un gallo y le dijo:
- Ratita, ratita, qué guapa estás.
- Cuando una es bonita, todo luce más.
- ¿Quieres casarte conmigo?
- ¿Y por la noche que harás?
- Pues de madrugada canto: ¡quí, quí, ri, quí!
- ¡Ay!, no, que me despertarás.
Pasó luego un sapo y le dijo:
- Ratita, ratita, qué guapa estás.
- Cuando una es bonita, todo luce más.
- ¿Quieres casarte conmigo?
- ¿Y por la noche que harás?
- Pues me la paso croando: ¡croac, croac!
- ¡Ay!, no, que me despertarás.
Pasó luego un grillo y le dijo:
- Ratita, ratita, qué guapa estás.
- Cuando una es bonita, todo luce más.
- ¿Quieres casarte conmigo?
- ¿Y por la noche que harás?
- Pues me la paso haciendo: ¡grí, grí, grí!
- ¡Ay!, no, que me despertarás.
Al poco rato pasó un ratoncito chiquito y bonito y le
dijo:
- Ratita, ratita, qué guapa estás.
- Cuando una es bonita, todo luce más.
- ¿Quieres casarte conmigo?
- ¿Y por la noche que harás?
- Por la noche, ¡dormir y callar!.
- ¡Ay!, sí, tú me gustas; contigo me voy a casar.
Y se casaron.
La ratita presumida todos los días se arreglaba y se
ponía las cintitas de seda de varios colores, y el ratoncito chiquito y bonito
estaba cada día más enamorado de ella.
Eran una pareja feliz.
Un día, a media mañana, dijo la ratita presumida a su
ratoncito chiquito y bonito:
- Me voy a la plaza, y te traeré unos quesitos para
postre. Quédate tú al cuidado de la casa; espuma el puchero con la cuchara de
mango pequeño; y si ves que falta agua, échale una poca, para que no pare de
cocer.
Y con el cesto de la plaza al brazo, salió la ratita a
hacer algunas compras.
Llevaba un rato solo en la casa el ratoncito cuando se
dijo:
- Voy a echarle un vistazo al cocido.
Destapó el puchero, vio que estaba cociendo y que
sobrenadaba un pedazo de tocino que fue una tentación irresistible.
Metió una mano para enganchar el tocino y se cayó
dentro del puchero y allí se quedó.
Cuando volvió de la plaza, la ratita presumida llamó:
- Ratoncito chiquito y bonito: ¡abre! ¡soy yo!
Y ratoncito no salió a abrirle. Volvió a llamar varias
veces:
- Ratoncito chiquito y bonito: ¡abre! ¡soy yo!
Cansada de llamar, fue a casa de una vecina para
preguntarle si había visto salir a su marido o si le había pasado algo.
La vecina no sabía nada. Decidieron subir al tejado y
entrar por la chimenea.
La ratita empezó a recorrer la casa diciendo:
- Ratoncito chiquito y bonito, ¿dónde estás? Ratoncito
chiquito y bonito, ¿dónde estás?
Se cansó de mirar por todos los rincones y de meterse
por todos los agujeros, y dijo:
- Habrá salido a buscarme, ya volverá.
Al cabo de un rato, sintiendo unas ganas de comer
atroces, dijo:
- Haré la sopa, a ver si, mientras tanto, viene.
Hizo la sopa y dijo:
- Pues yo voy a comer y le guardaré la comida para
cuando venga.
Se comió la sopa. Después fue a volcar el cocido en
una fuente y allí encontró al ratoncito que se había cocido con los garbanzos,
las patatas, la carne y el tocino.
La ratita presumida rompió a llorar amargamente y
avisó a toda la familia.
Acudieron los vecinos, el pueblo entero, y le
preguntaban:
- Ratita, ratita, ¿por qué lloras tanto?
Y ella, sin parar de llorar, contestaba:
Mi ratoncito chiquito y bonito
se cayó en la olla,
su padre le gime,
su madre le llora
y su pobre ratita, se queda sola.
Y se acabó este cuento con ajo y pimiento; y el que lo
está oyendo, que cuente otro cuento.
El pandero de piel de piojo
Érase un rey que tenía una hija de quince años.
Un día, estaba la princesita paseando por el jardín
con su doncella, cuando vio una planta desconocida.
Y preguntó, curiosa:
- ¿Qué es esto?
- Una matita de hinojo, Alteza.
- Cuidémosla, a ver lo que crece - dijo la princesa.
Otro día, la doncella encontró un piojo. Y la princesa
propuso:
- Cuidémoslo, a ver lo que crece.
Y lo metieron en una tinaja.
Pasó, el tiempo. La matita se convirtió, en un árbol y
el piojo engordó tanto, que, al cabo de nueve meses, ya no cabía en la tinaja.
El rey, después de consultar a su hija, publicó un
bando diciendo que la princesa estaba en edad de casarse, pero que lo haría con
el más listo del país.
Para ello se le ocurrió hacer un pandero con la piel
del piojo, construyéndose el cerco del mismo con madera de hinojo.
Luego lo hizo colocar en todas las esquinas de las
casas del reino un nuevo bando, diciendo:
«La princesita se casará con el que acierte de qué
material está hecho el pandero. A los pretendientes a su mano se les dará tres
días de plazo para acertarlo. Quien no lo hiciere en este tiempo, será
condenado a muerte.»
A palacio acudieron condes, duques, y marqueses, así
como muchachos riquísimos, que ansiaban casarse con la princesita, pero ninguno
adivinó de qué material estaba fabricado el pandero y murieron todos al tercer
día.
Un pastor, que había leído el bando, dijo a su madre:
- Prepárame las alforjas, que voy a probar suerte.
Conozco las pieles de todos los bichos del campo y la madera de todos los
árboles del bosque.
Después de discutir un rato con la madre, que temía le
sucediera lo mismo que a tantos otros pretendientes a la mano de la princesa,
el pastor logró convencer a su progenitora y emprendió el camino hacia la
corte.
En las afueras de un pueblo encontróse con un gigante
que estaba sujetando un peñasco como una montaña y le preguntó:
- ¿Qué haces ahí, muchacho?
- Sujeto esta piedrecita para que no caiga y destroce
el pueblo.
- ¿Cómo te llamas?
- Hércules.
- Mejor dejas eso y te vienes conmigo; llevo un
negocio entre manos y si me sale bien algo te tocará a ti. ¡Anda, ven!
Hércules echó a rodar la peña en dirección contraria
al pueblo, arrasando los bosques en una extensión de cinco kilómetros, y se
marchó con el pastor.
Llegaron a otro pueblo y vieron a un hombre que
apuntaba con una escopeta al cielo.
- ¿Qué haces ahí? - preguntóle el pastor.
Y el cazador contestó:
- Encima de aquella nube vuela una bandada de
gavilanes. Por cada uno que mato me dan diez céntimos.
- ¿Cómo te llamas?
- Bala-Certera.
- Mejor dejas eso y te vienes con nosotros; llevo un
negocio entre manos y si me sale bien algo te tocará a ti. Anda, vente con
nosotros.
Y Bala-Certera se unió al pastor y a Hércules.
A la salida de otro pueblo vieron junto al camino a un
hombre que estaba con el oído pegado al suelo.
El pastor le preguntó:
- ¿Qué haces ahí?
- Oigo crecer la hierba.
- ¿Cómo te llamas?
- Oídos-Finos.
- Vente con nosotros; con esos oídos puedes prestarnos
buenos servicios.
Y Oídos-Finos se marchó con el pastor, Hércules y
Bala-Certera.
Llevaban andando un buen rato, cuando vieron a un
hombre atado a un árbol, con sendas ruedas de molino a los pies.
El pastor le preguntó:
- ¿Qué haces aquí?
- He hecho que me aten, porque suelto me corro el
mundo entero en un minuto.
- ¿Cómo te llamas?
- Veloz-como-el-Rayo.
- Ya somos cuatro - dijo el pastor. - No admitimos más
socios. Vendrás con nosotros.
Desataron a Veloz-como-el-Rayo y éste dijo a sus
compañeros que se colocarán sobre las ruedas de molino, asegurándoles que los
conduciría adonde quisieran ir con la velocidad del rayo.
Mientras se colocaban todos, acercóse una hormiga que
dijo:
- Pastor, llévame en el zurrón.
- No quiero, porque vas a picotear la tortilla que
llevo para la merienda.
- Llévame contigo, pastor, que tengo de prestarte
buenos servicios.
El pastor metió la hormiga en el zurrón, y en esto se
acerca un escarabajo que le dice:
- Pastor, llévame en el zurrón.
- No quiero, porque vas a estropearme una tortilla que
llevo para la merienda.
- Llévame, hombre, que tengo de prestarte buenos
servicios.
El pastor metió el escarabajo en el zurrón, y en esto
se acerca un ratón que le dice:
- Pastor, llévame en el zurrón.
- No quiero que estropees, la tortilla que llevo para
la merienda.
- No te la estropearé, que anoche llovió y tengo el
hocico limpio. Llévame contigo, que tengo de prestarte buenos servicios.
El pastor lo metió en el zurrón.
Emprendieron todos la marcha montados en las ruedas de
molino y sin darse cuenta llegaron a palacio.
Alojáronse todos en un mesón que había frente al
palacio, donde el pastor dejó a Hércules, a Bala-Certera, a OídosFinos y a
Veloz-como-el-Rayo, para ir a ver a la princesa.
Cuando le enseñaron el pandero, dijo:
- Esto es de piel de cabrito y madera de cornicabra.
- Te has equivocado - dijo el rey. - Tienes tres días
para pensarlo. Si no lo aciertas, morirás.
El pastor, desconsolado, volvió al mesón, y
Oídos-Finos, el que oía crecer la hierba, le preguntó la causa de su tristeza.
Contóle el pastor lo ocurrido y OídosFinos dijo:
- No te aflijas. Averiguaré lo que te interesa saber y
te lo diré.
Al día siguiente, se marchó al jardín donde paseaba la
princesa con su doncella. Pego el oído al suelo y oyó, decir a la doncella:
- ¿No es lástima ver cómo matan a vuestros
pretendientes, Alteza?
- Sí, desde luego; pero estarán muriendo hasta que
alguno acierte que el pandero está hecho de piel de piojo y madera de hinojo.
- No lo acertará nadie.
Oídos-Finos no esperó más; volvió corriendo al mesón.
- Ya sé de qué es la piel del pandero - dijo a sus
compañeros. - De piel de piojo y madera de hinojo. Acabo de oírselo a la
doncella de la princesa.
Lleno de alegría, el pastor se dirigió a palacio y
pidió ver al rey.
El monarca le dijo:
- ¿No sabes que el que no acierta la segunda vez de
qué es la piel del pandero, tiene pena de la vida?
- Sí que lo sé, Majestad. Venga el pandero.
El pastor cogió el pandero, lo miró un momento y dijo:
- La piel de este pandero es de un animal que se mata
así.
Y al decir esto, apretó una contra otra las uñas de
sus pulgares.
El rey miró para su hija.
Y ésta preguntó al pastor:
- ¿De qué es la piel? Dilo pronto.
- ¿De qué es la piel? ¡Ja, ja, ja! La piel es de
piojo.
- Acertaste - dijo el rey.
El monarca reunió acto seguido a la Corte, para
anunciar que el pastor había acertado y que se casaría con la princesa; pero
ésta dijo que con un pastor no se casaba de ninguna manera.
- Un rey - dijo su padre - no tiene más que una
palabra. Tienes que casarte.
- Bien - respondió la muchacha. - Lo haré cuando me
cumpla tres condiciones: la primera que me traiga antes de que se ponga el sol
una botella de agua de la Fuente Blanca...
- ¡Pero hija mía! La Fuente Blanca está a cien leguas
de aquí...
- Ya lo sé... No podrá hacerlo; pero por si acaso
habrá de realizar otras dos pruebas: separar en una noche un montón de diez
fanegas de maíz, poniendo a un lado, el bueno, al otro el mediano y al otros el
malo; y luego habrá de llevar en un solo viaje dos arcones llenos de monedas de
oro desde el palacio al pabellón de caza...
Marchóse el pastor a la posada, tan afligido como el
día anterior, y refirió, a sus compañeros las condiciones que, para casarse, le
imponía la princesa.
Veloz-como-el-Rayo, el que corría el mundo entero en
un minuto, dijo:
- Por la botella de agua de la Fuente Blanca, que está
a cien leguas de aquí, no te apures. Dame una botella y la traeré llena de agua
en un abrir y cerrar de ojos.
En un santiamén regresó con la botella de agua.
Hércules afirmó:
- Los arcones los transportaré yo, a donde quieras.
Y la hormiga asomó la cabecita por un agujero del
zurrón y añadió:
- Llévame a la habitación donde está el maíz y te lo
separaré en una noche.
Al poco rato se presentó el pastor en palacio con la
botella de agua y la hormiga en el bolsillo. Entregó la botella y pidió que le
pusieran una cama en la habitación del maíz, ya que le sobraría tiempo para
dormir.
A la mañana siguiente, mientras el rey y la princesa
estaban viendo el maíz, ya separado en tres montones, fue Hércules y trasladó
los dos arcones al pabellón de caza.
Pero, la princesita se puso muy rabiosa y afirmó que
no se casaría con el pastor aunque la mataran, presentando a la corte
inmediatamente como su futuro esposo a un príncipe vecino muy guapo y
arrogante.
El pastor, compungido, abandonó el palacio.
Una vez en la posada, contó a sus compañeros lo que
había ocurrido, a lo cual dijo el ratón, asomando el hociquito por un bolsillo:
- El día de la boda, el escarabajo y yo te vengaremos.
Llegó el día de la boda. El pastor se presentó en
palacio y dejó el ratón y el escarabajo en la habitación destinada al novio,
marchándose luego a la posada a esperar los acontecimientos.
Cuando el novio entró a acicalarse para la ceremonia,
el ratón se le metió en el bolsillo de la casaca, mientras que el escarabajo se
escondía en una de las amplias solapas.
Fueron los novios hacia el altar, acompañados de los
padrinos, entre nutrida y escogida concurrencia.
Cuando el sacerdote preguntó al novio si aceptaba por
esposa a la princesa, el escarabajo, de un salto, se le metió en la boca, con
lo que el infeliz no pudo pronunciar palabra, sino que sintió una angustia
horrible.
Entretanto, el ratón salió del bolsillo y se metió por
entre las ropas de la princesa, dándole un mordisco tan atroz en la rodilla que
por poco se muere del susto.
Novio y novia echaron a correr como locos hacia la
puerta del templo, seguidos de los invitados, que no sabían lo que les pasaba.
Cuando hubieron, regresado a palacio, el novio abrió
la boca para excusar su conducta, pero el escarabajo se agitó de nuevo y tuvo
que cerrarla más que de prisa, mientras que el ratón propinó a la princesa un
nuevo mordisco y la obligó a refugiarse en su habitación para huir de lo que
todavía ignoraba lo que era.
Sola en su alcoba, la princesa se quitó el traje de
novia y empezó a sollozar.
- Princesita - dijo el ratón - no descansarás un
instante hasta que rompas con el príncipe y te cases con el pastor.
- ¿Quién me está hablando? - preguntó la princesa
espantada.
- La voz de tu propia conciencia - aseguró el
simpático roedor.
Entretanto, el príncipe se esforzaba en matar el
escarabajo haciendo gárgaras; pero el bicho se le metía en las narices hasta
que pasaba el chaparrón, consiguiendo que estornudara sin parar, con tal fuerza
que se daba con la cabeza contra los muebles.
- ¿Es que no me vas a dejar tranquilo, miserable
bicho? - rugió encolerizado.
- Hasta que no salgas de aquí te atormentaré sin
cesar, día y noche.
El príncipe, al oír estas palabras, salió despavorido,
no parando de correr hasta llegar a su reino.
El escarabajo, cuando le vio cruzar el umbral del
palacio se dejó caer y fue a reunirse con el ratón.
- Vamos en busca del pastor - dijo el ratón. - Tengo
la seguridad de que ahora la princesa se casará con él.
Fueron a la posada, contaron al pastor lo sucedido y
cuando éste se presentó en palacio fue muy bien acogido por la princesa, que se
colgó de su brazo y, acompañados por el rey y los altos dignatarios, volvieron
a la iglesia, celebrándose la ceremonia con toda pompa y esplendor.
Luego hubo un baile magnífico, en que bailaron
Hércules, Veloz-como-el-Rayo y Oídos-Finos, mientras Bala-Certera se quedaba de
centinela en la puerta de palacio.
A medianoche, la madrina del príncipe desdeñado, una
bruja horrible con muy malas intenciones, vino disfrazada de búho a matar al
pastor, pero Bala-Certera, de un solo disparo, la envió al infierno.
Después del baile hubo un gran banquete, al que
acudieron los reyes y los pastores de todos los países colindantes.
Los compañeros del pastor se quedaron a vivir para
siempre en palacio.
Hércules, el gigante, fue nombrado mayordomo;
Oídos-Finos, el que oía crecer la hierba, jefe de policía; Veloz-comoel-Rayo,
el que corría el mundo en un minuto, correo real; y Bala-Certera, el cazador,
capitán de la guardia.
La hormiguita, el ratoncito y el escarabajo fueron
debidamente recompensados.
A la hormiguita le reservaron unos terrenos donde
había toda clase de granos y golosinas apreciados por ella, y con el tiempo
formó un pobladísimo hormiguero que todos los súbditos respetaban, pues se
pregonó que se castigaría con la pena de muerte al que hollara aquel espacio.
El ratoncito recibió un queso del tamaño de un pajar,
para que hiciera en él su morada, prometiéndole otro igual cuando le hiciera
goteras.
El escarabajo recibió una hermosísima pelota de
terciopelo verde y amarillo, con la que el avispado animalito hacía verdaderas
maravillas, rodándola de un extremo a otro del trozo del jardín destinado a él
exclusivamente.
Y todos vivieron felices.
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
El príncipe desmemoriado
Cuéntase que había una vez un príncipe, llamado
Andana, hijo del rey Perico y de la reina Mari-Castaña, que tenía el gravísimo
defecto de carecer de memoria. Todo cuanto oía, veía, hacía o decía lo olvidaba
en el acto.
Los reyes, muy preocupados, llamaron en consulta a los
mejores médicos del reino y éstos, después de largas y profundas
deliberaciones, llegaron al acuerdo de que ninguno de ellos conocía remedio
alguno para el mal que aquejaba al joven príncipe, presentando al rey un
extenso, dictamen, en el que le aconsejaban que enviara a Andana a recorrer el
mundo, asegurándole que de este modo, cuando volviera, recordaría, si no todo,
algo de lo que viera.
Tanto el rey Perico como su esposa, la reina
Mari-Castaña, acogieron con alborozo el consejo de los sabios doctores,
concediéndoles cruces y distinciones en premio a su fenomenal talento y
sapiencia.
Inmediatamente decidieron poner en práctica la
atinadísima sugerencia de los sesudos varones y la reina Mari-Castaña preparó
con sus reales manos una suculenta merienda al infante desmemoriado, diósela,
junto con su bendición y algunos consejos, y le despidió llorando a lágrima
viva.
El príncipe emprendió la marcha. Al poco rato no se
acordaba ni de las lágrimas de su madre, ni de los consejos, ni de que llevaba
merienda.
Continuó andando, hasta que sintió un hambre atroz y,
viendo una posada, entró en ella. Pidió de comer; le sirvieron una suculenta
comida, pues le habían reconocido, y cuando hubo terminado se marchó sin
acordarse de pagar la cuenta al posadero.
Andando, andando, llegó nuestro héroe, a orillas del
mar. Sentía sed, y al ver una riquísima viña, entró a coger uvas, pero el
guarda le confundió con un ladronzuelo vulgar y para escarmentarlo lo arrojó de
cabeza al mar.
El pobre Andana no recordó' si sabía nadar o no, pero
cuando salió a la superficie empezó a mover brazos y pies y comprobó; con gran
satisfacción que se sostenía a flote. Sin embargo, había olvidado dónde estaba
la playa y empezó a nadar mar adentro, hasta que, cuando estaba ya casi
desfallecido por el tremendo esfuerzo realizado, fue recogido por un barco que
navegaba hacia Turquía.
En aquellos tiempos era soberano de aquella nación el
Gran Turco, déspota sanguinario y cruel, a quien todo el pueblo odiaba y temía.
Ya tenía más de sesenta años y estaba completamente ciego, pues se le habían
formado cataratas en los ojos.
Por los días en que sucedía lo que contamos, el feroz
sultán había llamado a los médicos de la corte, y les había dicho, con un
acento que hubiera hecho estremecerse a una estatua de mármol:
- O me devolvéis la vista u os corto la cabeza.
Los galenos otomanos no sabían operar las cataratas,
pero como les peligraba el relleno del turbante, se decidieron a buscar un
colega que fuese capaz de curar la ceguera del Gran Turco.
Llegó a su conocimiento que en una de las ciudades
turcas habla un médico cristiano que realizaba curas sorprendentes e
inmediatamente transmitieron la noticia al Gran Turco.
- ¡Que salgan cien jinetes a buscarlo! - ordenó el
déspota.
Dos días más tarde, el médico cristiano se hallaba en
presencia del sultán.
- Te he hecho venir, cristiano - díjole con voz
atronadora - para que me devuelvas la vista, cosa que estos imbéciles no son
capaces de conseguir... Si lo haces, te llenaré todos los bolsillos de oro,
pero si fracasas...
- ¿Si fracaso, señor... ?
- Si fracasas, puedes despedirte de tu cabeza.
Lleno de temor, el médico cristiano entretuvo durante
unos cuantos días al tirano con cocimientos de flor de saúco y con lavados de
agua de San Antonio; pero como el Gran Turco no mejoraba y el pobre galeno
temía por su vida, se le ocurrió decirle:
- El remedio más eficaz para curarte, señor, no se
encuentra aquí, en Turquía...
- ¿Qué remedio es ése?
- Una especie de ungüento hecho con manteca de
cristiano y unas hierbas milagrosas que sólo yo conozco... Pero,
desgraciadamente, aquí es muy difícil encontrar un cristiano...
- ¿Y las hierbas?
- Las hierbas, sí, señor...
- Prepara entonces las hierbas y mis médicos te
sacarán la manteca a ti mismo...
El desgraciado galeno estuvo a pique de morir del
susto.
- Es que..., señor - dijo tartamudeando, - mi manteca
no sirve... Ha de ser la de un cristiano joven...
En aquel preciso instante entraron unos edecanes a
decir al Gran Turco que unos marineros habían recogido a un náufrago cristiano,
que aseguraba ser el príncipe Andana, hijo del rey Perico y de la reina
Mari-Castaña.
- ¡Ya tenemos el ungüento! - exclamó el sultán, con
gran estupefacción de los recién llegados.
Luego, volviéndose al médico, añadió: - ¡Sácale la
manteca y prepárate para devolverme la vista!
Tambaleándose de espanto, el médico cristiano salió,
cubierto de frío sudor.
Fuése en busca del príncipe Andana, pero con el
decidido propósito de no sacrificarlo y de salvarle la vida. Cuando lo vio,
después de saludarlo, concibió una idea maravillosa y, encaminándose
seguidamente a las habitaciones del Gran Turco pidióle audiencia y le dijo:
- Señor, el esclavo cristiano está tan delgado que no
tiene, manteca ninguna. Si quieres curarte, tienes que alimentarlo bien, darle
una buena habitación y proporcionarle toda clase de distracciones.
La proposición pareció de perlas al sultán, que ordenó
que se alojara al príncipe Andana en la mejor habitación de su palacio, vecina
a la de una esclava circasiana, recién llegada, que era de peregrina hermosura.
Cuando el príncipe hubo tomado posesión de su nueva
morada, el médico fue a visitarle y le refirió lo que ocurría.
- Aunque paséis hambre - añadió no comáis más que lo
estrictamente necesario. Yo me encargaré de preparar nuestra fuga.
Pero al poco entraron los criados negros llevando
enormes bandejas cargadas de faisanes trufados, gallinas en pepitoria, huevos
hilados, frutas en inmensa variedad, helados, licores... Y el príncipe, sin
acordarse de la recomendación del médico, se atracó de lo lindo.
Para reposar del pantagruélico banquete sacó una
butaca al balcón y vio a la circasiana.
Toda la tarde se la pasó hablando con su vecina y se
enamoró de ella enajenadamente.
Las comidas abundantísimas y las conversaciones con la
circasiana se repitieron durante algunas semanas, con lo que el príncipe
engordó extraordinariamente.
Un día entró el médico a visitarle y le dijo que había
dado palabra al Gran Turco de hacerle el ungüento al día siguiente, pero que no
tuviese miedo, pues aquella misma tarde, al anochecer, se fugarían en un barco
que tenía preparado.
El príncipe respondió que habían de llevarse también a
la circasiana, pues estaba dispuesto a casarse con ella, cosa a la que accedió
el doctor.
Despidióse el buen galeno, diciendo que pasaría la
tarde con el sultán, para que no sospechara nada, contándole el modo de
confeccionar y aplicar la milagrosa untura.
Llegó la tarde y cuando el sol empezó a ocultarse
hacia Poniente, el médico se dirigió apresuradamente al puerto, encontrándose
con la desagradable sorpresa de que el barco no era más que un puntito insignificante
en el horizonte.
El príncipe, tan pronto como había puesto los pies en
el barco se había olvidado de su amigo.
El médico empezó a dar gritos, llamando al príncipe y
a la circasiana, pero sólo consiguió enronquecer. El barco no tardó en desaparecer
de su vista.
Ya estaba bien entrada la noche cuando un edecán entró
en la suntuosa alcoba del sultán, para dar a su señor la noticia de la fuga del
médico, del príncipe y de la esclava circasiana.
- ¡Maldito! - exclamó el feroz monarca. - ¿Cómo los
has dejado escapar?
- Pero, señor, si yo no los he visto huir...
- ¿Cómo sabes, entonces, que se han escapado? - clamó
el sultán.
- Porque un marinero los vio, y vino a traerme la
noticia, pero yo estaba acostado y mientras me vestía...
- ¡Oh, oh, oh! ¡Te costará la cabeza haberte acostado
tan a destiempo! ¡Guardias! ¡Guardias!
El edecán, al verse en peligro, desenvainó su alfanje
y de un solo tajo rebanó la cabeza del tirano.
Cuando entraron los guardias vieron el cadáver del
sultán y en vez de abalanzarse sobre su asesino prorrumpieron en gritos de
júbilo, saliendo enseguida a dar la gratísima noticia al gran visir, que hizo
salir por toda Constantinopla la banda de trompetas, con un heraldo al frente,
para hacer pública la muerte del Gran Turco.
El pueblo, al enterarse de que la causa de la muerte
de su tirano había sido indirectamente el médico cristiano, formó una gran
manifestación de alegría, dando vivas al médico y al príncipe.
Un marinero llevó a palacio la noticia de que el barco
en que se habían fugado Andana y la circasiana había embarrancado cerca de la
costa.
Inmediatamente dio el heraldo la noticia al pueblo,
formándose otra manifestación, con dos carros triunfales para recoger a los
náufragos y pasearlos por las calles y plazas de la ciudad.
Cuando llegaron al barco se enteraron de que el médico
no había huido con ellos, en vista de lo cual fueron a su casa y derribaron las
puertas de la habitación.
El pobre médico, oyendo el tumulto, se hincó de
rodillas y encomendó su alma a Dios, suplicándole que le concediera una muerte
rápida y sin sufrimientos. Cuál no sería su alegría cuando vio entrar al
príncipe y a la circasiana, seguidos de los más altos dignatarios de la corte,
que daban vivas y más vivas al médico y al príncipe.
En triunfal procesión fueron conducidos todos a
palacio, donde el nuevo gobierno les obsequió con un suculento banquete y luego
les regaló un barco cargado de oro.
Embarcaron acto seguido nuestros héroes, llegando al
cabo de pocas semanas al país del príncipe.
El rey Perico y la reina Mari-Castaña organizaron
grandes fiestas para presentar la nueva princesa a la corte y poco más tarde se
casaron Andana y la hermosa circasiana. Esta ayudó en lo sucesivo a su
desmemoriado esposo a recordar todo lo que olvidaba.
En cuanto al médico, recibió un magnífico empleo en
palacio y todos vivieron felices hasta que se murieron.
Y colorín colorado...
Los zapatos de hierro
Pues señor, érase una vez un joven cordobés, llamado
Luis, que se encontró una noche en una posada con un caballero desconocido que
se hacía llamar el Marqués del Sol.
Pusiéronse a jugar a cartas y el forastero ganó sin
cesar, mientras que Luis, ansioso de tomar el desquite, perdía onza a onza toda
su fortuna.
Empezó perdiendo el dinero, luego se jugó el caballo y
lo perdió; a continuación su espada y la perdió.
Finalmente, desesperado, dijo:
- ¡Ya no me queda más que mi alma! ¡Me la juego!
Y la perdió también.
Levantóse el forastero para marcharse y el joven,
recobrando el buen sentido y dándose cuenta de su locura, exclamó:
- Caballero, me ha ganado usted mi espada, mi caballo
y mi fortuna... Son suyas las tres cosas; consérvelas y que le duren mucho,
pero devuélvame mi alma.
- Se la devolveré, - replicó el otro cuando haya
gastado usted este par de zapatos.
Y el Marqués del Sol, entregando a Luis un par de
zapatos de hierro, se marchó, llevándose su alma.
A partir de aquel día, Luis se sentía
extraordinariamente desgraciado. Ni experimentaba alegría, ni tristeza; todo le
era indiferente. Por fin, se calzó los zapatos de hierro y se dispuso a
recobrar su alma. Un amigo le prestó algún dinero y nuestro joven jugador
emprendió la marcha.
Desgraciadamente no sabía qué rumbo seguir, pues no
sabía del Marqués del Sol más que este título, que podía ser falso.
Anduvo días, semanas, meses, años, sin encontrar a
nadie que pudiera decirle dónde vivía el misterioso Marqués del Sol. Recorrió
toda España, desde Córdoba a Barcelona y desde Murcia a Santiago.
Y los zapatos de hierro se iban desgastando poco a
poco.
Una noche que llegó a un pueblo desconocido vio,
muchas personas que gritaban y gesticulaban ante una pequeña posada. Preguntó
el motivo de aquel alboroto y el posadero le respondió:
- Se trata, señor, de que un viajero que me debía más
de ocho días de estancia ha muerto de repente. Como había contraído algunas
deudas en el pueblo, sus acreedores están disputando como locos, pues su
equipaje no vale ni tres reales. ¿Qué haré yo ahora con el cadáver? No soy lo
bastante rico para pagar el ataúd y el entierro de un forastero, que ojalá
hubiese ido a terminar sus días en otra parte.
Luis entregó su bolsa al posadero y le dijo:
- Pague usted con eso las deudas de este desgraciado y
con lo que quede, que le hagan un buen entierro, a fin de que su alma pueda
descansar en paz.
- Que Dios se lo pague, señor - respondió el posadero.
- Puede usted estar seguro de que todo se hará como usted ha dispuesto.
Luis no comió aquel día, porque había dado al posadero
hasta el último céntimo que poseía. Continuó su camino y no tardó en darse
cuenta de que uno de los zapatos de hierro acababa de romperse.
Llegada la noche, un caballero, jinete en un soberbio
caballo negro, y envuelto en luenga capa, apareció de repente ante el viajero.
- Luis - dijo el desconocido, - soy el alma del
forastero cuyas deudas y sepelio has pagado hoy. Has liberado mi alma y quiero
pagarte el favor que me has hecho. Continúa andando hasta que encuentres un
río; entonces, escóndete entre los sauces que crecen a sus orillas y aguarda.
Aparecerán tres pájaros blancos que dejarán caer sus mantos de plumas y se
convertirán en tres preciosas doncellas. Apodérate entonces del manto de una de
ellas y no se lo devuelvas hasta que te diga lo que deseas saber.
Desapareció el caballero en la noche.
Luis no había querido dirigir la palabra a aquella
alma en pena, pero se dispuso a seguir su consejo y anduvo tanto y tan a prisa,
que llegó antes del alba a orillas del río anunciado.
En aquel instante se le rompió el segundo zapato, pero
el joven, agotado de fatiga, ni siquiera pensó en alegrarse, sino que se
escondió, entre los sauces y se quedó dormido.
Cuando despertó, el sol naciente empurpuraba el río y
en el cielo rosado tres enormes pájaros blancos volaban pausadamente.
Aproximáronse poco a poco al río donde nuestro héroe se hallaba escondido y
vinieron a posarse tan cerca de él que sintió el viento de sus alas.
Casi al mismo tiempo las tres aves dejaron caer sus
plumas y se convirtieron en tres doncellas de peregrina hermosura, que se
lanzaron al agua entre gritos y risas, y se alejaron nadando.
El joven salió entonces de su escondrijo y se apoderó
de una de las capas de plumas.
En aquel momento, las tres nadadoras lo vieron y
vinieron apresuradamente hacia la orilla; pero Luis ya se había escondido de
nuevo. Dos de las muchachas se convirtieron precipitadamente en aves y salieron
volando más que deprisa, pero la tercera, sentada en la arena, lloraba
amargamente.
Salió Luis, por segunda vez de su escondrijo y ella,
al ver que él tenía en las manos su manto de plumas, suplicó llorosa:
- Señor, devuélvame eso. Sin el manto no podría volver
al castillo de mi padre.
- Te lo devolveré, bella ninfa, si me dices dónde se
halla el Marqués del Sol.
- Que Dios no permita que lo encuentre usted jamás en
su camino, caballero. En cuanto a mí, me está prohibido revelar su morada.
- Entonces no te devolveré el manto.
- Señor, el Marqués del Sol es mi padre y nos ha hecho
jurar a todas que jamás le traicionaremos.
Luis reflexionó un instante y dijo:
- Está bien. Permíteme entonces que te siga y te
devolveré tus plumas. De este modo, tú no habrás faltado a tu juramento, ya que
sólo prometiste no revelar su domicilio... Así, toda la responsabilidad será
mía.
Consintió la muchacha y cuando Luis le devolvió las
plumas, se trocó de nuevo en ave y empezó a volar lentamente, de modo que el
joven pudo seguirla con facilidad.
Tardaron todo un día en llegar a un castillo cuyos
formidables muros se elevaban al pie de una montaña enorme. En aquel momento
desapareció de repente la blanca ave y Luis se encontró solo ante la entrada de
la fortaleza.
Entró y, cuando, en medio de un patio de colosales
dimensiones, titubeaba sobre el camino a seguir, vio venir hacia él a su
compañero de juego de otro tiempo.
- ¿Cómo ha podido llegar hasta aquí? - preguntóle el
Marqués del Sol.
- He venido andando; los zapatos de hierro ya los he
gastado y vengo a pedirle que me devuelva mi alma.
- Se la daré mañana - respondió el hechicero, pues
habéis de saber que el Marqués de mi cuento no era otra cosa. - Esta noche
repose usted, que estará bastante fatigado del viaje.
Al día siguiente, Luis recordó a su anfitrión la
promesa que le había hecho.
- No puedo devolverle su alma hasta tanto que no haya
aplanado esta montaña que me oculta la luz del día.
Luis salió del castillo. La montaña era tan alta que
mil hombres, en mil años, habrían estado trabajando noche y día sin conseguir
nivelarla con el suelo.
El joven, descorazonado, se dejó caer bajo las ramas
de una encina y ocultó el rostro entre las manos para llorar.
Una hormiguita trepó por su cuerpo y le dio un
picotazo en un puño.
Ya se disponía Luis a aplastarla, cuando ella le dijo:
- No me mates. Soy la que te ha conducido hasta aquí.
Me llamo Blancaflor. No te muevas. No digas nada; te ayudaré. Duerme, que yo te
prometo que, cuando despiertes, lo que ahora crees un imposible se habrá
realizado.
Durmióse Luis. Cuando despertó ya no había ni montaña
ni trazas de ella; el suelo estaba tan liso como la palma de la mano.
Entonces fue corriendo al castillo y dijo al
hechicero:
- Ya he gastado los zapatos de hierro he aplanado la
montaña. ¿Me devolverá ahora mi alma?
- Hoy, no; váyase a descansar. Mañana le daré trabajo.
Al día siguiente el hechicero le entregó un cesto
enorme lleno de semillas de árboles.
- Siembre esto y tráiganos para desayunar los frutos
que haya dado.
Luis tomó el cesto y se dirigió al lugar que ocupaba
antes la montaña.
- Jamás podré hacer crecer árboles y madurar sus
frutos en tres horas pensaba con desaliento.
Pero un pajarito, posado en un zarzal, empezó a
cantar:
- Soy Blancaflor; te ayudo y te vigilo.
Dame ese cesto y duerme tranquilo.
Cuando se despertó, el cesto, vacío, estaba a su lado;
y en los árboles recién brotados maduraban sabrosísimos frutos.
Luis cogió dátiles y melocotones, manzanas, granadas,
uvas e higos, hasta llenar el cesto, que llevó al Marqués del sol.
- ¿Me devolverá ahora mi alma? - le dijo.
- Se la devolveré si me trae mi anillo de oro, que
está en el fondo del río.
Fuése el pobre joven a sentarse a orillas de la
corriente y exclamó:
- ¿Cómo podré encontrar un anillo de oro en el fondo
de estas aguas amarillentas?
En aquel momento apareció, en la superficie del
líquido elemento la cabecita de un pececillo plateado, que dijo:
- Soy Blancaflor, Luis. Cógeme, córtame en tantos
trozos como puedas v guárdalos con cuidado, pero echa mi sangre en el río.
Entonces verás al anillo flotando sobre la espuma y te será fácil cogerlo.
Luego colocarás cada uno de mis trozos en su lugar, cuidando de no olvidar
ninguno.
Sacó el joven su cuchillo de monte, cogió al pececillo
y lo hizo cuarenta y tres pedazos. A continuación echó su sangre al agua, que
se agitó, se hinchó y arrojó el anillo sobre la orilla.
Luis recogió el anillo y se apresuró a recomponer el
pececillo, uniendo los cuarenta y tres trozos, pero temía tanto equivocarse
que, en su ansiedad, dejó caer uno de los pedacitos.
- Eres poco mañoso - dijo el pez, volviendo a la vida.
- Por tu culpa, tu amiguita Blancaflor tendrá en lo sucesivo el meñique de la
mano izquierda más corto que el de la derecha.
Desapareció el pez en el río, mientras que Luis
llevaba la sortija al Marqués del Sol.
- He gastado los zapatos de hierro - le dijo - he
aplanado la montaña, he hecho madurar los frutos de árboles que habían sido
plantados tres horas antes y he encontrado su anillo de oro. ¿Me devolverá
ahora mi alma?
- Te la devolveré enseguida - respondió el hechicero -
y te regalaré también uno de mis mejores caballos. Lo encontrarás en la cuadra,
ensillado y embridado, listo para conducirte a Córdoba en cuanto lo desees.
Luis, cuando se quedó solo, vio acercarse un pequeño
ratoncito gris.
- Soy Blancaflor - dijo. - Ten cuidado. Mi padre
quiere matarte, pues el caballo que has de montar no es otro que él mismo e
intentara tirarte a tierra y patearte. Cálzate las espuelas, ármate de un
látigo que encontrarás colgado en la pared de la cuadra y no dudes en utilizar
ambas cosas hasta que el caballo, domado, te pida misericordia.
Obedeció Luis. Cuando llegó a la cuadra vio un
espléndido caballo negro inmóvil junto a un pesebre. Lo asió por la crin y
saltó a la silla, después de haberse colocado las espuelas y apoderado del
látigo que colgaba de la pared.
Salieron al patio. El bruto empezó a dar corcovas y
saltos de carnero, bajando la cabeza y levantando a un tiempo las patas
posteriores, con ánimo de derribar al jinete.
Pero nuestro héroe no se dejó desmontar y golpeó al
animal con todas sus fuerzas, a tiempo que clavaba ferozmente las espuelas en
sus ijares, por donde no tardó en correr la sangre.
- ¡Detente, detente! - relinchó el caballo. - ¡Soy el
Marqués del Sol!
- ¡Dame mi alma, traidor, o te mato a latigazos!
- La tendrás, pero déjame.
Apeóse Luis del caballo y el Marqués, adoptando la
forma humana le condujo a una cámara sin ventanas, donde brillaban, como otras
tantas llamitas, encerradas en sendos frascos de vidrio transparente, las almas
de sus víctimas. Devolvió a Luis la suya y en el mismo instante el joven
experimentó tanta alegría que deseó vivamente compartirla con alguien.
Bajó al jardín y encontró el cielo más azul, las flores
más olorosas y abigarradas; anheló volver a ver a Blancaflor exactamente igual
que se le había aparecido a orillas del río y quiso darle las gracias por
haberle salvado de los lazos que le había tendido el hechicero.
En la impaciencia que sentía por encontrarse en
presencia de la muchacha Luis comprendió que al recuperar su alma se había
enamorado de Blancaflor.
Inclinóse para coger una rosa.
- ¿A cuál de las tres hermanas elegirías para esposa?
- preguntóle la flor.
- ¿A quién había de elegir, linda flor? Pues a la que
me ha conducido hasta aquí y me ha estado ayudando desde el primer día.
- Escúchame, entonces... Para que mis hermanas no
tengan celos de mí y mi padre no sospeche nada de lo ocurrido, solicita hacer
tu elección sin vernos.
- ¿Y cómo he de reconocer a la que adoro con toda mi
alma?
- Recuerda que Blancaflor, por tu culpa, perdió la
punta del meñique izquierdo.
Luis se presentó al Marqués del Sol y le dijo:
- Me marcho, pero quiero solicitar de usted un favor.
- ¿Cuál?
- Que me conceda la mano de una de sus hijas
- ¿De cuál de ellas?
- No importa. No conozco a ninguna. Sin embargo, para
no ofender a las otras, quiero dejar todo a la suerte. Que se alineen sus hijas
detrás de una cortina. Cada una de ellas hará un agujerito en la tela y pasará
a través de la abertura el dedo meñique; así escogeré la que ha de ser mi
esposa, sin haberle visto el rostro.
Accedió a ello el hechicero. Las tres jóvenes, a las
que se oía charlar y reír detrás de la cortina, hicieron, tres agujeritos en la
tela y asomaron los dedos meñiques.
Luis reconoció sin trabajo el dedo de Blancaflor,
menguado por su culpa, y pudo elegir a la que amaba con todo su corazón.
Las otras hijas del hechicero, celosas de su hermana
menor, fueron a contar a su padre que un día Blancaflor había perdido su manto
de plumas y había prestado ayuda a Luis en contra suya.
Blancaflor las oyó y resolvió emprender la fuga.
- Huyamos - dijo a su prometido. - Mi padre querrá
castigarme y vengarse de ti. Corre a la cuadra, toma un caballo, blanco muy
viejo que verás atado a un pesebre y vente deprisa a reunirte conmigo a la
puerta exterior del castillo.
Luis corrió a la cuadra y vio un caballo blanco, tan
viejo y flaco, que inspiraba compasión, por lo que, como había allí otros
caballos, eligió el que le pareció más fuerte y vigoroso y abandonó a toda
prisa el castillo maldito.
Su novia le esperaba. Había preparado dos saquitos que
colgó, de la silla del noble bruto; en uno había oro, en el otro iba encerrado
su manto de plumas blancas.
- ¡Desgraciado! - exclamó al ver el caballo.
- ¿Qué ocurre? - inquirió él sobresaltado.
- Que no has hecho caso de mi consejo y estamos
perdidos. El caballo blanco es un animal embrujado que corre más a prisa que la
luz. Partamos, sin embargo; disponemos todavía de algunas horas, pues he dejado
en mi habitación una camisa que responderá por mí, si a mi padre se le ocurre
ir a buscarme.
Emprendieron el galope.
Blancaflor dijo en el camino a Luis que era preciso
que llegaran cuanto antes al lejano río, donde terminaba el poder mágico de su
padre. Allí los fugitivos estarían a salvo de todo peligro.
El marqués del Sol había oído el galope del caballo
negro y creyó, que Luis huía solo. Para asegurarse de que Blancaflor estaba
todavía en el castillo subió a la habitación de su hija.
- ¿Estás ahí, Blancaflor? - preguntó, aplicando el
oído a la cerradura de la puerta.
- ¡Aquí estoy, papá! - respondió la camisa encantada.
El hechicero se tranquilizó, pero a poco llegaron
también sus hermanas.
- ¿Estás ahí, Blancaflor? - preguntaron.
- Sí, aquí estoy - respondió la camisa.
- ¡Abre la puerta!
Nadie respondió. Las muchachas fueron a buscar un
manojo de llaves y consiguieron abrir la puerta.
Blancaflor no estaba en su alcoba; pero vieron
extendida en el lecho la camisa encantada.
- ¡Blancaflor! ¡Blancaflor! - gritaron.
- ¡Aquí estoy! ¡Aquí estoy! - contestó la mágica
prenda.
Furiosas al ver que habían sido engañadas, las hijas
del hechicero fueron corriendo a decir a su padre que Blancaflor se había
fugado con el joven.
- ¡Que me ensillen inmediatamente el caballo blanco -
rugió el hechicero. - ¡No tardaré en alcanzar a esos miserables!
Por los campos incultos y los bosques de olivos, Luis
y Blancaflor, jinetes en su caballo, devoraban los kilómetros uno tras otro. La
muchacha, inquieta, volvía frecuentemente la cabeza.
No tardó en percibir a lo lejos una nube de polvo.
- ¡Por allí viene mi padre! ¡A prisa, Luis! ¡A prisa!
Pero el caballo no podía acelerar la velocidad,
mientras que el caballo blanco del hechicero daba saltos fantásticos. Cuando se
encontraba a pocos pasos de los fugitivos, Blancaflor se quitó una peineta de
los cabellos y la arrojó al suelo, diciendo:
- ¡Conviértete en montaña!
Y la peineta se transformó en una montaña tan alta que
ocultaba el sol.
Luis, esperanzado al ver aquel prodigio, dejó
descansar a su caballo, que jadeaba estertóreamente.
Pero Blancaflor velaba por la seguridad de ambos.
- ¡Démonos prisa! - exclamó. - Mi padre nos alcanza...
¡Le oigo!
El Marqués del Sol había franqueado la montaña. Su
caballo blanco ganaba terreno a ojos vistas.
La muchacha arrojó entonces al suelo su velo gris y
gritó:
- ¡Conviértete en nube y ocúltanos! Inmediatamente una
nube espesa ocultó a los fugitivos de la vista del hechicero, pero no tardó el
viento en dispersarla y prosiguió la persecución.
El río estaba lejos todavía.
Al atravesar un bosque, el caballo negro tropezó y
cayó al suelo. Luis y Blancaflor habían saltado de la silla, pero cuando
levantaron al caballo vieron que apenas podía sostenerse. La joven murmuró
algunas palabras; en el acto el caballo se convirtió en un nogal y los
fugitivos en nueces verdes.
Sucedió todo oportunamente, pues el hechicero pasaba
un segundo más tarde muy cerca del árbol a pleno galope. Poco después, volvía
sobre sus pasos, dándose cuenta de que había perdido la pista de los fugitivos.
Estos, cuando lo vieron bastante lejos, recobraron su
forma natural y continuaron la huida a pie. Ya se hallaban muy cerca del río
cuando oyeron de nuevo, el galope formidable del caballo blanco, tan cerca de
ellos, que la muchacha no tuvo tiempo esta vez de recurrir a sus artes mágicas.
Espantada, se vio perdida, así como su novio, y lloró.
Sus lágrimas se convirtieron en un río que creció y creció, entendiéndose entre
ellos y el hechicero, que se habría ahogado si el caballo blanco, apoyando las
patas delanteras en el suelo, no se hubiese detenido en seco arrojándolo por
encima de las orejas.
- ¡Te escapas de mis manos, maldita! - rugió colérico
- ¡Pero las artes mágicas que te enseñé y el poder que te conferí no te
servirán de nada en lo sucesivo! Desde ahora en adelante serás una mujer como
las demás y tu novio se olvidará de ti en cuanto bese a otra persona.
- ¡Oh, Luis! - exclamó, Blancaflor - ¡Por seguirte he
abandonado a mi padre, a mis hermanas, al castillo donde tan feliz vivía y la
omnipotencia de mis artes mágicas! ¿Me olvidarás, como ha predicho mi padre?
Luis, por toda respuesta, le dio un beso.
Cuando hubieron llegado a poca distancia del pueblo,
tuvieron que detenerse agotados por la fatiga. Luis, con gran trabajo, condujo
a la joven a un bosque de olivos y le dijo que descansara mientras él iba a
buscar un caballo a Córdoba.
- No tardaré - añadió.
Dos horas más tarde, el joven se hallaba en Córdoba y
se dirigió a un hotel donde sabía que encontraría caballos.
Una anciana que le vio pasar, gritó, alborozada:
- ¡Santo Dios! ¡Si es Luisito!
Se arrojó al cuello del joven y le besó efusivamente
en las mejillas. Luis recordó con placer en aquella anciana a una antigua
criada que había tenido muchos años en su casa. Besóla a su vez y le pidió
noticias de sus familiares.
- ¡Todos están bien! ¡Todos están bien! ¿Y tú, hijo
mío? Todas te dábamos por muerto; es decir, todos no; yo sabía que volverías
tarde o temprano, pues le había ofrecido un cirio a San Antonio si volvía a
verte... ¡Y me ha hecho caso! ¿A dónde te dirigías con tanta prisa, muchacho?
- ¿A dónde iba? Pues, no lo sé.
- ¿Te burlas? ¿Vas a decirme también que no sabes de
dónde vienes?
- ¿De dónde vengo? Pues, tampoco lo sé.
- Está bien... Está bien... No me lo digas, si no
quieres... Estoy demasiado contenta de volver a verte para enfadarme por tus
bromas.
Luis fue a pasearse por la ciudad. Encontró a muchos
de sus antiguos amigos y se enteró de que un tío suyo, extraordinariamente
rico, había fallecido durante su ausencia, nombrándole heredero universal.
Entró en posesión de su inesperada fortuna y empezó a
hacer la misma vida de siempre.
La maldición del hechicero se había realizado. Luis
había olvidado a Blancaflor.
Ya hacía un año que estaba Luis de regreso cuando
encontró en un rincón de la casa un paquetito que se acordó de haber dejado
allí el día en que volvió a Córdoba rendido de fatiga.
Deshizo el paquete y apareció ante sus ojos un
maravilloso tejido de plumas blancas, ligeras y suaves como las de un pájaro.
- ¿Dónde he visto yo antes este manto? - exclamó
contemplándolo con aire pensativo.
De repente recordó todo y empezó a gritar como un
loco:
- ¡Los pájaros! ¡El hechicero! ¡Blancaflor! ¡Mi alma!
¡Mil millones de maldiciones! ¡Olvidé a mi prometida a dos horas de camino de
aquí!.
Al oír sus gritos acudió la anciana criada.
- ¡Lárgate de aquí, vieja bruja! - rugió el joven. -
¡Todo esto ha sucedido por culpa tuya!
Y salió corriendo, mientras que la vieja, que no salía
de su asombro, contaba a los vecinos curiosos que su amo había perdido el
juicio.
Volvió Luis por la noche, y viéndolo más tranquilo, la
anciana doméstica le preguntó la causa de su cólera, cosa que él le refirió con
todo detalle.
- ¿No era más que eso? - exclamó la vieja. - ¡Bah, una
muchacha guapa se encuentra siempre! ¡Además, ten la seguridad de que no te
guardará rencor por haber besado a una pobre vieja como yo! Dame dos reales...
Voy a poner una vela a San Antonio... Ahora bien, como quiera que hay que
ayudar al Cielo, vete corriendo al Alcázar Viejo, busca la callejuela de los
Angeles y en la callejuela de los Angeles, la casa de la tía Mariposa. Allí
vive desde hace algunos meses una gitana que sabe casi tanto como los santos...
No hace mucho que está en Córdoba y ya ha hecho treinta y seis milagros...
Visítala... Tal vez ella pueda ayudarte.
Luis se encogió de hombros; pero obedeció la
sugerencia de la vieja.
Entre las callejuelas angostas y oscuras que bordeaban
el viejo palacio, encontró al fin lo que buscaba: una casita miserable, pero
bien blanqueada con cal y que tenía en su única ventana un tiesto, con claveles
rojos.
El joven entró en aquella casa tenebrosa y no vio nada
ni a nadie.
- ¿Qué buscas aquí? - preguntóle de repente una voz.
- Busco lo que he perdido - contestó él.
- ¿Y qué es lo que has perdido?
- Una mujer.
- ¿Deseas mucho volver a verla?
- Daría la vida por ella.
- ¿Por qué la abandonaste, entonces?
- Porque se realizó la maldición de su padre.
Los ojos de Luis, acostumbrándose poco a poco a la
oscuridad, miraban a la gitana asombrados... ¡La gitana no era otra que
Blancaflor!
Entre risas y llantos la muchacha le contó cómo había
llegado a la ciudad al verse abandonada, pero esperando siempre la vuelta de su
bien amado.
Luis condujo a Blancaflor a su casa, donde fueron
recibidos con gritos de alborozo por la anciana sirvienta.
- ¡Ya sabía yo que San Antonio atendería mi plegaria -
exclamaba, llena de emoción.
Casóse Luis con la hija del Marqués del Sol y la
muchacha no volvió a echar de menos su vida anterior, faltándole tiempo para
ocuparse de otra cosa que no fuese su hogar y su marido.
Y la felicidad reinó en aquella casa, sirviendo a
Blancaflor su magnífico manto de plumas para abrigar a un precioso querubín con
que el Cielo bendijo su matrimonio con Luis.
Y colorín colorado, por la ventana se va al tejado.
La gaita maravillosa
Érase que se era un padre con tres hijos.
Los dos mayores eran inteligentes y aplicados, pero el
tercero era algo simplote y le gustaba más jugar que estudiar.
El muchachito creía que ni sus padres ni sus
hermanitos le querían, pues siempre le estaban regañando o burlándose de él por
su ignorancia.
Cuando ya fue mayor, su padre le buscó una colocación
de pastor en casa del labrador más rico del pueblo.
Ya llevaba bastante tiempo cuidando las ovejas y
cumplía muy bien como pastor, por lo que era muy apreciado, de sus amos.
Un día apacentaba el ganado, sentado en una piedra,
sin hacer nada, como de costumbre, cuando se le acercó una anjana
, que entabló conversación con él.

- ¿Por qué estás aquí de pastor, muchacho? - preguntó
la anjana.
- Porque mis hermanos y mi padre no me quieren...
Siempre estaban burlándose de mí.
- Algún día te burlarás tú de ellos... ¿Cómo te va de
pastor?
- Muy bien, señora.
- ¿Qué tal es tu amo?
- Muy bueno.
- ¿Te da bien de comer?
- Sí, señora.
- ¿Y tú no te cansas de estar hora tras hora sin hacer
nada?
- Sí, señora; me aburro extraordinariamente, pero como
no sirvo para trabajar ni para estudiar, ¿qué quiere que haga? He pensado
comprarme una gaita cuando el amo me pague.
- No tienes necesidad de ello. Te voy a regalar yo una
que tiene la virtud de hacer bailar a todo el mundo cuando la tocan... Aquí la
tienes.
Y la anjana, después de entregarle el instrumento, se
despidió de él y se marchó.
Cuando el muchacho quedó solo, probó a tocar la gaita
e inmediatamente se pusieron a bailar las ovejas. Estuvo tocando hasta que se
cansó y las ovejas, reventadas de tanto bailar, se tumbaron en el suelo a
descansar.
Todos los días, a media mañana y a media tarde, hacía
bailar a las ovejas; luego las dejaba descansar. Con el ejercicio se les abría
el apetito y comían mucho y como luego reposaban, se pusieron muy gordas y
lustrosas.
El pastor no decía a nadie la virtud de su gaita, pero
se enteraron otros pastores y, por envidia, dijeron al amo que el muchacho
estaba loco o era brujo, porque estaba enseñando a bailar a las ovejas.
El amo no quería creer tal cosa, pero los otros
insistieron tanto, que decidió comprobarlo al día siguiente por sus propios
ojos.
Llegó, pues, al día siguiente a ver al rebaño y
observó, que todas las ovejas estaban acostadas.
- ¿Que les pasa a las ovejas que no comen? - preguntó
al pastor.
- Es que están descansando, señor.
- Me han dicho que las haces bailar... ¿Es verdad?
- Sí, señor... Bailan cuando yo les toco la gaita,
luego descansan y comen más a gusto; por eso están tan gordas y lustrosas.
- ¿Las podrías hacer bailar delante de mí?
- Claro que sí. Cuando usted quiera.
- Ahora mismo.
Empezó a tocar el pastor la gaita. En el acto comenzaron
a levantarse las ovejas y corderillos y se pusieron a bailar. El amo, riendo a
carcajadas, bailó también sin darse cuenta.
Cuando el pastor cesó de tocar, se acostaron de nuevo
las ovejas y el amo tuvo que tumbarse también de cansado que estaba.
Volvió el amo algo más tarde a casa y contó a su mujer
lo sucedido.
- ¿Dices que al tocar la gaita el pastor has estado
bailando tú y las ovejas? - preguntó la esposa, incrédula. - ¿Cómo quieres
hacerme tragar esas paparruchas? ¿Has bebido?
- No he bebido y lo que te estoy diciendo es la
verdad... Ve mañana a verlo y te convencerás.
Al día siguiente, el ama se dirigió al lugar en que el
pastor de la gaita apacentaba el ganado.
- ¿Es verdad que haces bailar a las ovejas, simplote?
- preguntó bruscamente.
- Sí, señora.
- Pues hazlas bailar que yo lo vea.
El muchacho empezó a tocar la gaita y las ovejas,
levantándose, iniciaron una danza desenfrenada.
El ama también estuvo dando saltos y cabriolas, con
tal viveza que no tardó en fatigarse, por lo que cuando el pastor, compadecido,
cesó de tocar, se dejó caer al suelo, sin poder hablar.
Cuando descansó un poco, se levantó y gritó al pastor:
- No puedo consentirte esta burla, mostrenco... A la
noche vas a casa para que te dé la cuenta... Quedas despedido.
Volvió el ama a su casa. El marido la vio sofocada y
comprendió que había estado bailando como él.
- ¿Te has convencido ya? - preguntó
Ella contestó furiosa:
- Sí... He visto bailar a las ovejas y he bailado yo
hasta que al animal de tu pastor le ha dado la gana. Por eso lo he despedido...
No puedo aguantar que se haya burlado de mí.
Entregaron la cuenta al pastor aquella misma noche y
el muchacho se marchó a su casa muy cariacontecido. Cuando llegó dijo a sus
hermanos y a su padre que había sido despedido, pero sin explicarles el motivo,
para no tener que hablar de su gaita.
El padre dijo que, aunque era un inútil, procuraría
encontrarle otra colocación y que comprendiera que sus hermanos iban a tener
que trabajar para él.
Entonces respondió el muchacho:
- A mí me gusta mucho ser pastor, papá; pero el ama se
ha enfadado conmigo porque la he hecho bailar...
Los hermanos empezaron a reírse de él y el muchacho se
calló.
Al día siguiente, el hermano mayor salió, por encargo
de su padre, a vender un cesto de manzanas.
A pocos metros de la puerta de su casa le salió al
encuentro una viejecita que le preguntó:
- ¿Qué llevas ahí, muchacho?
- Ratas - contestó.
- Ratas serán - repuso la vieja.
Siguió andando, con la gran cesta al brazo, entró en
una casa y preguntó si querían manzanas. Le dijeron que las enseñara y al abrir
la cesta empezaron a salir ratas...
Los habitantes de la casa salieron despavoridos,
llamaron a todos los vecinos y le dieron al muchacho una paliza fenomenal por
aquella broma de mal gusto.
El pobrecillo, cuando volvió a casa, tuvo que meterse
en la cama.
Al día siguiente se fue el segundo hermano a vender
manzanas con la misma cesta.
Salióle al encuentro la misma viejecita y le preguntó:
- ¿Qué llevas en el cesto, muchacho?
- Pájaros - contestó.
- Pájaros serán - repuso la anciana.
Entró en una casa a vender manzanas y cuando abrió la
cesta salieron los pájaros volando. Los de la casa rieron hasta desternillarse
de lo que creían una broma y el muchacho volvió a la suya muy desconsolado.
El hermano menor dijo a su padre:
- Quiero ir yo a vender manzanas, papá.
Los otros hermanos empezaron a gritar:
- No lo dejes, papá... ¿A dónde va a ir esa calamidad?
Pero el padre le dejó llenar la cesta y salir.
Encontróse el pequeño con la anciana, que le preguntó:
- ¿Qué llevas en ese cesto, muchacho?
- Manzanas, abuela. Y que son hermosas y sanas... Tome
una y pruébela...
- No, hijo mío. Muchas gracias. Vete a venderlas y no
te entretengas.
Llegó a una casa ofreciendo las manzanas. Le pidieron
que se las enseñara y al ver lo buenas que eran le compraron media cesta. Echó
entonces el dinero en un taleguillo y se fue a otra casa.
Ofreció las manzanas, le dijeron que las mostrara y,
al abrir la cesta, observó que estaba llena. Compráronle media cesta, guardó el
dinero en el taleguillo y siguió su camino.
Cada vez que entraba en una casa y abría la cesta se
la encontraba llena. Así fue vendiendo manzanas y manzanas, llenó de dinero el
taleguillo, todos los bolsillos y un pañuelo, que ató por las cuatro puntas.
Ya se volvía a casa, decidido a no vender más
manzanas, y había sacado la gaita para entretenerse por el camino, cuando le
salió la anjana que se la había regalado, y que le dijo:
- No toques la gaita hasta que llegues a tu casa.
Guardóse, pues, la gaita, y se encaminó a su casa,
donde vio que solamente estaban sus hermanos. Abriéronle la cesta y al verla
llena de manzanas empezaron a burlarse de él, pero el muchacho sacó entonces la
gaita y empezó a tocar, haciendo bailar a sus hermanos, hasta que éstos cayeron
al suelo rendidos de cansancio.
Poco más tarde llegó el padre; acompañado de la bruja
buena.
- Hijos míos - dijo a los dos mayores - no volváis a
burlaros de vuestro hermano menor, porque es el mejor de los tres.
La anjana añadió:
- Yo fui quien os convirtió las manzanas en ratas y en
pájaros, para castigaros por vuestras mentiras... En cuanto a ti, agregó,
volviéndose al pequeño, devuélveme la gaita, pues ya no la volverás a
necesitar.
Y como los mayores no molestaron más al pequeño y éste
empezó desde aquel día a trabajar con celo, vivieron muy felices y comieron
perdices.
La dama del lago
Había una vez una viuda que, habiendo perdido a su
esposo en la guerra, vivía en unión de su único hijo. Ambos eran tan
trabajadores que, en pocos años, se habían asegurado una existencia holgada,
sin que nada les faltase.
Tenían una casita con un huerto, y el establo lleno de
animales. La madre cuidaba la casa, y el hijo tenía a su cargo el cuidado de
los animales, los que llevaba a pastar al prado que se hallaba en las cercanías
de un lago.
Un día, el joven, sentado junto a la orilla,
contemplaba las transparentes aguas del lago, cuando descubrió de repente una
muchacha que se paseaba sobre la superficie de las aguas.
Era más bella que un rayo de sol; una espléndida
cascada de dorados cabellos caía sobre su espalda de alabastro y sus ojos de
turquesa contemplaban la superficie del lago, donde se reflejaba, como en un
espejo, su extraordinaria belleza.
El joven, que estaba comiendo un trozo de pan y queso,
quedó como en éxtasis, creyendo que soñaba.
De pronto, la hermosa muchacha pareció verle, y se
aproximó lentamente a la orilla.
El hijo de la viuda le ofreció el trozo de pan que
tenía en su mano derecha.
Ella lo rechazó, diciendo.
- Mano dura, pan duro, no procuran sino angustias y
miserias.
Sin añadir más, zambullóse en el agua y desapareció.
El joven quedó largo rato en la orilla, escrutando las
aguas, esperando ver aparecer de nuevo a la encantadora muchacha, cuya
armoniosa voz le pareció estar oyendo aún. Mas aguardó en vano y, al caer la
tarde, volvióse a su casa tras de sus vacas.
Cenó tan poco y estuvo tan absorto en sus pensamientos
que su madre no pudo por menos que preguntarle si se sentía enfermo.
Él le contó cuanto había visto, añadiendo que jamás
podría olvidar a aquella hermosa muchacha que había aparecido en la superficie
de las aguas del lago.
La madre quedó pensativa unos instantes; luego, dijo a
su hijo:
- No ha aceptado tu pan porque era demasiado duro.
Mañana te llevarás pan tierno y no lo rehusará.
- Tienes razón, madre. Así lo haré.
Durante toda aquella noche no pudo conciliar el sueño,
pensando en la joven de los cabellos de oro, de la que se había enamorado
perdidamente.
Y, no hubo bien amanecido, tomó prestamente el camino
del lago, llevando en su morral un trozo de pan blanco, recién salido del
horno.
Sentado junto a la orilla, con el corazón palpitante
de emoción, aguardó la aparición de la encantadora criatura.
Mas pasó el tiempo y la superficie del lago permaneció
desierta y silenciosa. De repente, levantóse un poco de viento que hizo
encresparse las aguas, al tiempo que una nube blanca ocultaba el sol.
- ¡Tal vez no viene porque hace mal tiempo! - pensó el
joven, con tristeza.
En efecto, transcurrieron muchas horas sin que la
fascinadora muchacha de los cabellos de oro se dejara ver. Finalmente, las
nubes se desvanecieron y el sol volvió a lucir victorioso, reflejándose en la
superficie del lago.
Advirtiendo que algunas de sus vacas se habían
acercado a abrevar a la orilla, corrió hacia ellas, por temor de que cayeran al
agua. Pero no había avanzado sino unos cuantos pasos, cuando la extraordinaria
aparición se alzó ante él, envolviéndole en una mirada fascinadora.
El joven quedó, como encantado unos segundos; mas,
rehaciéndose al fin, dijo:
- Toma, éste no es duro como el de ayer. Acéptalo,
porque te quiero y desearía hacerte mi esposa.
Ella no respondió, pero no dejó de mirarle con sus
ojos color de cielo.
Entonces el joven se arrodilló, prosiguiendo con voz
trémula:
- Si consientes en ser mi esposa, te haré feliz y no
viviré más que para ti.
Respondió la joven:
- No. Pan tierno y corazón sensible, dan a menudo
grandes dolores.
Y, como el día anterior, desapareció en las aguas del
lago.
El hijo de la viuda había observado que, mientras
hablaba la encantadora muchacha de cabellos de oro sonreía y sus ojos relucían
maravillosamente. Esto le hizo abrigar alguna esperanza y, cuando llegó a su
casita, estaba menos triste que la noche anterior.
Su madre quiso saber lo que le había sucedido y,
cuando el joven hubo terminado su relato, dijo:
- El pan de ayer era demasiado duro y el de hoy
demasiado blando. Es menester que le ofrezcas un trozo de pan que no esté
demasiado seco ni demasiado fresco.
Y preparó en la artesa el pan que su hijo debía llevar
el día siguiente.
Extendíase el lago al pie de la verde montaña y
refulgía el sol en el firmamento azul, rodeado de nubes blancas como la nieve.
Sentado junto a la orilla, el hijo de la viuda no
apartaba su mirada de la superficie del lago.
Más cuando llegó la hora de ponerse el sol sin que la
fascinadora muchacha de los cabellos de oro y ojos color de cielo hubiera
aparecido, el pobre joven sintió que una gran amargura invadía su corazón.
Había de volver a su casita, triste y desilusionado.
Ya llamaba a su rebaño para alejarse de allí, cuando,
al dirigir una última mirada al lago, vio algo que le llenó de estupor: las
vacas, paseaban tranquilamente por la superficie de las aguas y la joven de los
cabellos de oro y ojos de color de cielo le contemplaba, sonriendo.
Al ver al pastor le salió al encuentro y saltó a la
orilla, tendiéndole una mano.
Preso de una felicidad indescriptible, él le ofreció
el pan amasado por su madre. La muchacha lo aceptó, mientras en su rostro se
reflejaba una expresión de ternura.
Sentados uno junto al otro, el pastor tomó en las
suyas una de las delicadas manecitas de la muchacha, diciendo:
- Te quiero. ¿Me harás dichoso, siendo mi esposa?
- ¡Imposible! - respondió ella.
- ¿Por qué? ¿Quieres que me muera de pena?
- No puedo aceptar, porque tú eres un ser mortal,
mientras que yo pertenezca al reino de las hadas.
- No importa. No, es por cierto, la primera vez que un
mortal se casa con un hada.
La muchacha dudó unos momentos y luego contestó:
- Bien, estoy dispuesta a ser tu esposa; pero con una
condición.
- Habla amor mío. Por ti, estoy dispuesto a todo.
- Me casaré contigo; mas si me pegas tres veces sin
motivo, nos separaremos.
- ¿Yo pegarte? - exclamó el pastor, enajenado de
felicidad. - Mis manos no se posarán en ti más que para prodigarte caricias.
No bien hubo él terminado de decir esto, cuando la
encantadora joven dio un salto poderoso y se sumergió en las aguas,
desapareciendo en el fondo del lago.
La desesperación del pastor no es para ser descrita.
Y como en verdad no podía vivir sin aquella hermosa
muchacha, se habría echado al agua tras ella, de no haberle contenido el
pensamiento de que su madre se quedaría sola en el mundo.
Ya iba a alejarse de allí lleno de tristeza, cuando
vio dos jovencitas que le salían al encuentro, acompañadas de un anciano que
llevaba los cabellos extendidos sobre los hombros.
- Hijo de los hombres - dijo al pastor - Soy el padre
de la muchacha con quien quieres casarte. Estas son mis dos hijas, y si puedes
decirme a cuál de ellas has elegido, consentiré en tu casamiento.
El pastor contempló a aquellas dos encantadoras
muchachas y quedó perplejo.
Eran idénticas, como dos gotas de agua.
Si no acertaba a indicar cual de ellas era la que
había visto sobre las aguas, ninguna de las dos sería su esposa.
Y quedó mirándolas con fijeza, profundamente
sorprendido, mientras el viejo aguardaba su respuesta.
Ya estaba a punto de desesperarse, cuando una de las
jóvenes sacó un diminuto pie por debajo del vestido.
El pastor comprendió el significado de aquella seña y,
acercándose a la muchacha, le cogió, de la mano, profundamente emocionado.
Dijo el anciano:
- Muy bien. Te confío la felicidad de mi hija.
- Aseguro a usted que la haré dichosa - dijo el
pastor.
- Poco a poco, jovencito. Hemos de hablar de cosas
prácticas. Mi hija tiene una dote.
- No quiero nada - replicó, el pastor. - Mi madre
tiene una casa, un huerto y mucho ganado. Como soy su único heredero, puedo
asegurarle que su hija será rica.
- Pero yo no puedo casarla sin darle su dote -
insistió el anciano.
- Es usted muy generoso, pero yo estoy dispuesto a
casarme con ella, aun sin dote, porque la amo.
- No importa. Recuerda, sin embargo, que si le pegas
por tres veces sin motivo, el matrimonio quedará anulado y mi hija volverá
conmigo.
Dicho esto, se volvió a la muchacha y le preguntó qué
quería como dote.
Ella pidió cinco caballos, diez vacas y tres bueyes.
Apenas hubo terminado de manifestar sus deseos, los
animales aparecieron como por arte de magia, relinchando y mugiendo
alegremente.
El viejo bendijo a los dos jóvenes y desapareció en el
lago con su otra hija.
El pastor ofreció su brazo a la joven esposa y se
dirigió a su casa, seguido de los animales.
La madre los acogió muy contenta y, pocos días más
tarde, se celebró la boda.
Los recién casados se habían establecido en una casita
cercana a la de la viuda y vivían contentos y tranquilos, en unión de tres
niñas que completaban su felicidad.
Un día recibieron la invitación de asistir a un
bautizo, pero la joven esposa no se encontraba en disposición de ponerse en camino.
- Iremos a caballo - propuso el marido.
- Prefiero quedarme en casa.
- No, querida, no quiero dejarte sola. Ve a preparar
tu caballo, mientras yo preparo el mío.
Y se fue a la cuadra para ponerse la silla a su
cabalgadura.
Mas, cuando volvió y notó que su mujer no se había
movido, apoderóse de él tal rabia que le dio un ligero golpe con la mano,
exclamando:
- ¿Por qué no has hecho lo que te he dicho?
Por toda respuesta, ella rompió a llorar, gimiendo:
- ¡Ah, malo, malo! ¡Me has pegado sin ningún motivo!
¡Acuérdate del trato hecho y no me pegues más, pues te quedarás sin mí!
- Lo he hecho en broma - respondió el marido,
mesándose los cabellos con desesperación.
Y se arrodilló ante su adorada esposa, prometiéndole
que no lo haría más.
Al cabo de algún tiempo, el incidente fue olvidado.
Un día fueron invitados a una boda y asistieron,
participando de la alegría de los convidados. Pero, en cierto momento, sin
ningún motivo, la esposa del pastor rompió de pronto en amargo llanto.
- ¿Por qué lloras? - le preguntó su esposo
afectuosamente, dándole un ligero golpe en la mejilla. - ¿Estás enferma?
- ¡Ah! - gimió ella, retorciéndose las manos y
llorando aún más amargamente. - ¡Me has pegado por segunda vez, sin motivo
alguno!
Preso de loca desesperación, el marido vio que había
olvidado que, según la ley de las hadas, el golpe más leve equivalía a una
paliza.
También este segundo incidente quedó olvidado pronto,
y los dos esposos continuaron gozando de su felicidad, rodeados de sus tres
hijas, que crecían sanos y robustos.
De cuando en cuando, la esposa recordaba al marido el
pacto hecho antes de casarse; si le pegaba por tercera vez, su felicidad
quedaría truncada para siempre.
Mas, un mal día, el pastor olvidó su promesa.
Habían ido a unos funerales, y, mientras los parientes
y amigos del difunto lloraban su muerte, la mujer del pastor prorrumpió de
pronto en una carcajada.
Sorprendido, su marido le dio un golpe en el brazo,
diciéndole:
- ¿Estás loca? ¿Qué haces?
- Río porque los muertos están más contentos que los vivos,
porque están libres de toda angustia y dolor.
Y, dirigiendo una triste mirada a su marido, añadió:
- Ahora nuestro matrimonio se ha roto. Me has pegado
por tercera vez y tenemos que separamos para siempre.
Sin escuchar las súplicas del pastor, la mujer volvió
a la casita donde habían vivido felices tantos años.
Y dijo a los animales:
- ¡Volved a la corte de vuestro rey!
Los animales abandonaron la cuadra y, con la esposa
del pastor, se dirigieron al lago, en cuyas aguas desaparecieron
inmediatamente.
Después de haberlos seguido en vano, el desgraciado
pastor volvió a su casita, y, pocos días después, murió de tristeza.
Las tres hijas continuaron durante muchos años yendo a
la orilla del lago, con la esperanza de volver a ver a su mamá, pero la hermosa
dama de cabellos de oro y ojos color de cielo no apareció nunca más en las
aguas.
Quizá, en las claras, noches de luna, un débil y
triste lamento se eleva de las tranquilas aguas, como el llanto de una madre
que invoca en vano a sus queridos hijos, perdidos para siempre jamás.
La infantita que fue convertida en almendro
Éranse un rey y una reina que, después de solicitarlo
mucho al cielo, tuvieron una hija, a la que decidieron poner de nombre
Margalida. Al bautizo fueron invitadas todas las hadas del país, menos una,
llamada Isaura, de la que no tenían la menor noticia.
Todas las hadas invitadas colmaron a la infantita de
preciosos dones: una le deseó belleza, otra salud, otra bondad, otra sabiduría,
otra alegría.
Pero, Isaura, furiosa por no haber sido invitada al
bautizo, entró en la alcoba de la princesita y pronunció un voto funesto:
Dijo con voz ronca:
- Cuando llegues a la edad de casarte, Margalida, te
convertirás en almendro.
El hada madrina, la bondadosa Mafalda, se acercó a la
cuna en que dormía inocentemente su ahijada la infantita. Y como no podía
destruir por completo el maleficio de la despechada Isaura, quiso neutralizarlo
con un voto supremo y dijo:
- Sí, te convertirás en árbol al llegar a la edad de
casarte, ahijada mía pero recuperarás la forma en cuanto encuentres novio...
Pasaron quince años.
La infantita salió una tarde a cazar mariposas al
jardín y... no volvió a palacio.
Se había convertido en almendro.
Sus padres, aunque consternados no se desesperaron.
Habíase cumplido el vaticinio de Isaura, el hada mala. También se realizaría el
de Mafalda, el hada buena.
Una mañana de primavera pasaba un pastor por debajo de
un almendro en flor y oyó decir al árbol:
- Pastorcito, pastorcito... Soy la princesa
Margalida... ¿Quieres ser mi esposo?
Alzó el pastorcillo la vista y vio surgir, entre las
rosadas flores del almendro, la rubia cabecita de la infantita. Asustado, echó
a correr.
A mediodía pasó por el mismo lugar un escudero y oyó
que el almendro le decía:
- Escudero, escudero... Soy la princesa Margalida...
¿Quieres ser mi esposo?
Levantó la cabeza el escudero y vio el hermoso rostro
y las doradas trenzas de la infantita.
- Sí, quiero, mi princesa; pero antes he de obtener la
venia de mis padres.
Por la tarde pasó un caballero bajo el almendro en
flor.
El almendro le dijo:
- Caballero, caballero... Soy la princesa Margalida...
¿Quieres ser mi esposo?
Alzó la mirada el caballero y, descubriendo la
cabecita de la infantita entre las rosadas flores del árbol, respondió:
- Sí, quiero; pero antes he de verte en forma
humana... No permito a nadie que me engañe...
Y se alejó lentamente, volviendo de vez en cuando la
cabeza.
Por la noche pasó por debajo del almendro un príncipe
azul y oyó decir al árbol:
- Príncipe, príncipe... Soy la princesa Margalida...
¿Quieres ser mi esposo?
Levantó el príncipe los ojos hacia el árbol y no bien
hubo descubierto la cabecita angelical de la infantita, cayó rodillas y
exclamó:
- Sí, quiero.
La infantita salió entonces del tronco del árbol,
vestida con una túnica blanca cubierta de estrellas y la cabeza coronada de
flores de almendro.
Cuando se dirigía a palacio, acompañada de su novio,
el príncipe azul, encontró en su camino al pastorcito, al escudero y al
caballero.
Los tres volvían a buscarla.
Al pastorcito le dijo, sonriendo:
- Ya es tarde, mi buen pastorcito.
Al escudero, muy seria:
- No has llegado a tiempo; vuélvete.
Y al caballero no le dijo nada, sino que volvió la
cabeza al otro lado, como si hubiese visto un basilisco.