Un monte para vivir -- Gustavo Roldán
*
El río de aguas marrones corría bordeado por la sombra
de los árboles. Pequeños remolinos jugaban con las hojas que
caían bailoteando en el aire. Y un rumor de abejas flotaba en
la tarde. En fin, era una buena tarde de verano.
Pero el coatí estaba triste.
El mono estaba triste.
La pulga estaba triste.
El quirquincho estaba triste.
En realidad, todos estaban tristes. Nadie cantaba, ni jugaba,
ni corría, nadie hacía ningún ruido, porque hacía un tiempo
que el tigre andaba al acecho.
Y cuando no hay ruidos, el monte se vuelve triste.
Y un monte triste es un mal lugar para vivir.
–Claro –dijo la paloma–, si no puedo decir currucucú, mis
plumas pierden el brillo.
–Y yo –dijo el monito–, cuando no puedo saltar de rama en
rama, ando arrastrando la cola.
–Si no puedo correr –dijo el coatí–, se me caen las lágrimas,
y cuando se me caen las lágrimas me dan ganas de llorar.
–Lo peor –dijo la pulga– es que ya no tengo ni ganas de picar.
–¡Bah! –dijo la vizcacha–, todo es cuestión de
acostumbrarse. Esto tiene muchas ventajas.
–Yo no le encuentro ninguna –gritó la pulga medio enojada.
–Pero tiene muchas. Todo está muy ordenado. Y eso de
que los monos no puedan andar saltando de rama en rama
me parece muy bien. ¿Acaso vieron alguna vizcacha que ande
haciendo eso?
–¡Pero yo no puedo decir currucucú! –dijo la paloma.
–Sí, sí –dijo la vizcacha–. Pero, ¿qué tiene de lindo? Yo no
digo nunca currucucú y así estoy muy pero muy bien.
–Pero doña vizcacha –dijo el tordo–, todos decían que mi
canto era muy lindo y ahora no puedo cantar.
–Son los excesos, m’hijo, los excesos. Usted silbaba todo el
día. Míreme a mí, yo nunca silbo, y tan contenta.
El picaflor, que ahora tenía que estar quietito
en una rama, protestó:
–Los picaflores siempre estamos volando.
Comemos volando, tomamos agua volando, y
vamos como una flecha de un lado para el
otro.
–Eso es lo que yo digo. ¿Alguien vio que
una vizcacha haga una cosa así? ¿Qué es
eso de quedarse parado en el aire? A mí
nunca se me ocurriría hacerlo. Y me
parece muy bien que el tigre haya
prohibido todas esas cosas.
–Los que tenemos patas largas necesitamos correr –dijo el
piojo parado en la cabeza del ñandú.
–Bueno, bueno –dijo la vizcacha–, pero el tigre prohibió
todo y listo. Es la nueva ley y hay que respetarla.
–Pero la mano viene un poco más dura –dijo el tatú–. Y por
algunas cosas que hice, el tigre me anda buscando con malas
intenciones. Mejor me voy a vivir al otro lado del río.
–Y yo también me voy –dijo el loro–. Parece que estoy
entre los primeros de la lista, y me voy al otro lado del río.
–A mí me tiene marcado el murciélago orejudo –dijo el
hornero–. También es mejor que me vaya.
–Y yo también y yo también –dijeron la calandria y la
iguana, y mil animales más.
Y se fueron a buscar un lugar para vivir.
Se fueron, pero no se fueron contentos.
–Yo me quedo aquí –dijo la pulga–, y que me encuentren si
son brujos.
–Yo también –dijo el tordo–. Yo no sé cantar en otro lado, y
ya veré cómo me las arreglo.
–Y yo –dijo el monito–, yo me cuidaré muy bien de lo que
hago. O por lo menos delante de quién lo hago.
–Y yo y yo y yo –dijeron el coatí y el sapo y la paloma y la
cotorrita verde y mil animales más.
Se quedaron, pero no se quedaron contentos.
Y así pasaron los años. Muchos.
A veces había noticias de los unos para los otros.
A veces algún encuentro los llenaba de alegría y de tristeza.
A veces comenzaban a olvidarse. Pero otras veces, no.
En el fondo, todos estaban un poco tristes.
Las aguas marrones del río seguían jugueteando con las
hojas, cada vez con menos entusiasmo. El piojo, parado en la
cabeza del ñandú, miraba el río y pensaba. Después de un
rato dijo:
–Los que tenemos patas largas ya no aguantamos más.
–Sí, pero ¿qué podemos hacer? –preguntó la paloma.
–Yo digo ¡punto y coma, el que no se escondió se
embroma! –bramó la pulga con bramido de pulga.
–Y yo y yo y yo –dijeron el quirquincho y el tordo y el coatí
y la cotorrita verde y mil animales más.
–Sí, pero ¿qué podemos hacer? –repitió la paloma.
–Bueno, bueno –dijo el sapo–. No es que este sapo quiera
saber más que nadie, pero ya tenemos la solución.
–¿Cuál es? ¿Cuál es?
–Ésa que dijo la pulga y que repitieron todos: ¡punto y
coma, el que no se escondió se embroma! ¿Qué les parece si
bss bss bss? –y contó en secreto sus planes.
El picaflor voló más rápido que nunca para contarles a los
que se habían ido.
El tordo voló para el otro lado.
Y la paloma para el otro.
Y la cotorrita verde para el otro.
Y el quirquincho. Bueno, el quirquincho no voló, pero se
fue al trotecito de quirquincho también para algún lado.
El tigre, el zorro, la vizcacha, el carancho, la
yarará y el murciélago orejudo vieron de lejos la
polvareda que se acercaba.
–¿Qué es eso? –rugió el tigre–. ¡Aquí estoy
con mis amigos y no me gusta toda esa
tierra!
–¡Y qué ruido, don tigre! ¡Eso le debe
gustar menos! –dijo la vizcacha, zalamera.
–¡Voy corriendo a ordenar silencio! –se
ofreció el zorro.
Y se fue al trote para poner un poco de
orden.
Pero al ratito estaba de vuelta con la
cola entre las patas.
–Mire, don tigre, me parece que la cosa se complica...
–Bah –dijo el tapir–, dejen todo en mis manos.
Y se fue a ver qué pasaba.
Al rato volvió con la cabeza gacha. Y la polvareda seguía
acercándose cada vez más.
–No y no –dijo la yarará moviendo la cabeza para todos
lados–, dejen todo en mis manos... digo, dejen todo a mi cargo.
Y se fue arrastrando su veneno hacia la polvareda.
Pasó un rato. Pasó otro rato. Cuando al tercer rato la yarará
no volvía, el tigre empezó a ponerse nervioso.
En eso la vio llegar. Venía chata y arrastrándose con
esfuerzo.
–Don tigre, don tigre –dijo sacando esa lengua que ya no
asustaba a nadie–, vienen todos juntos, los que se fueron y
los que se quedaron.
–¿Todos juntos, los que se fueron y los que se quedaron?
–Sí, don tigre, y vienen gritando: ¡Punto y coma, el que no
se escondió se embroma!
–¿Y vienen muchos?
–Muchos no, don tigre, ¡vienen todos!
–¿Y gritan fuerte?
–A grito pelado, don tigre.
–¿Y con los ojos brillantes?
–Muy brillantes, don tigre.
–¡Pero yo soy el tigre!
–Sí, sí, eso lo saben...
–Ah, me conocen bien...
–Sí, lo conocen bien, y por eso vienen gritando: ¡Adónde
está ese tigre!
–Entonces conviene que el murciélago orejudo vaya a ver
–dijo el tigre mirando para todos lados.
Pero el murciélago orejudo hacía rato que se había borrado
y no quedaban ni rastros de él.
–Don tigre –dijo la vizcacha temblando–, me parece que ya
llegan. Ruja don tigre, así se asustan.
El tigre respiró hondo, abrió muy grande la boca y largó su
rugido más fuerte. Pero apenas se oyó un grr de gatito con
hambre.
Entonces dijo:
–¿Y si nos vamos?
Dicen que corrieron y corrieron, mientras la gran polvareda
los seguía de cerca.
Dicen que se fueron hasta donde el sol se
pone.
Hasta donde nacen los ríos.
Hasta donde se acaba el viento.
Dicen que se fueron con un miedo como
para siempre.
El monte volvió a llenarse de ruidos, de
silbidos de tordo, de monos saltando de
rama en rama, de palomas que decían
currucucú.
–Juguemos una carrera –le dijo el piojo
al picaflor–. Los que tenemos patas largas
queremos correr siempre.
Y corrieron. Y llegaron juntos hasta el río de aguas
marrones que ahora jugueteaba con las hojas haciendo mil
remolinos.
–Uf –dijo el piojo parado en la cabeza del ñandú–, cuesta
trabajo, pero qué lindo es tener un monte para vivir.
*
El río de aguas marrones corría bordeado por la sombra
de los árboles. Pequeños remolinos jugaban con las hojas que
caían bailoteando en el aire. Y un rumor de abejas flotaba en
la tarde. En fin, era una buena tarde de verano.
Pero el coatí estaba triste.
El mono estaba triste.
La pulga estaba triste.
El quirquincho estaba triste.
En realidad, todos estaban tristes. Nadie cantaba, ni jugaba,
ni corría, nadie hacía ningún ruido, porque hacía un tiempo
que el tigre andaba al acecho.
Y cuando no hay ruidos, el monte se vuelve triste.
Y un monte triste es un mal lugar para vivir.
–Claro –dijo la paloma–, si no puedo decir currucucú, mis
plumas pierden el brillo.
–Y yo –dijo el monito–, cuando no puedo saltar de rama en
rama, ando arrastrando la cola.
–Si no puedo correr –dijo el coatí–, se me caen las lágrimas,
y cuando se me caen las lágrimas me dan ganas de llorar.
–Lo peor –dijo la pulga– es que ya no tengo ni ganas de picar.
–¡Bah! –dijo la vizcacha–, todo es cuestión de
acostumbrarse. Esto tiene muchas ventajas.
–Yo no le encuentro ninguna –gritó la pulga medio enojada.
–Pero tiene muchas. Todo está muy ordenado. Y eso de
que los monos no puedan andar saltando de rama en rama
me parece muy bien. ¿Acaso vieron alguna vizcacha que ande
haciendo eso?
–¡Pero yo no puedo decir currucucú! –dijo la paloma.
–Sí, sí –dijo la vizcacha–. Pero, ¿qué tiene de lindo? Yo no
digo nunca currucucú y así estoy muy pero muy bien.
–Pero doña vizcacha –dijo el tordo–, todos decían que mi
canto era muy lindo y ahora no puedo cantar.
–Son los excesos, m’hijo, los excesos. Usted silbaba todo el
día. Míreme a mí, yo nunca silbo, y tan contenta.
El picaflor, que ahora tenía que estar quietito
en una rama, protestó:
–Los picaflores siempre estamos volando.
Comemos volando, tomamos agua volando, y
vamos como una flecha de un lado para el
otro.
–Eso es lo que yo digo. ¿Alguien vio que
una vizcacha haga una cosa así? ¿Qué es
eso de quedarse parado en el aire? A mí
nunca se me ocurriría hacerlo. Y me
parece muy bien que el tigre haya
prohibido todas esas cosas.
–Los que tenemos patas largas necesitamos correr –dijo el
piojo parado en la cabeza del ñandú.
–Bueno, bueno –dijo la vizcacha–, pero el tigre prohibió
todo y listo. Es la nueva ley y hay que respetarla.
–Pero la mano viene un poco más dura –dijo el tatú–. Y por
algunas cosas que hice, el tigre me anda buscando con malas
intenciones. Mejor me voy a vivir al otro lado del río.
–Y yo también me voy –dijo el loro–. Parece que estoy
entre los primeros de la lista, y me voy al otro lado del río.
–A mí me tiene marcado el murciélago orejudo –dijo el
hornero–. También es mejor que me vaya.
–Y yo también y yo también –dijeron la calandria y la
iguana, y mil animales más.
Y se fueron a buscar un lugar para vivir.
Se fueron, pero no se fueron contentos.
–Yo me quedo aquí –dijo la pulga–, y que me encuentren si
son brujos.
–Yo también –dijo el tordo–. Yo no sé cantar en otro lado, y
ya veré cómo me las arreglo.
–Y yo –dijo el monito–, yo me cuidaré muy bien de lo que
hago. O por lo menos delante de quién lo hago.
–Y yo y yo y yo –dijeron el coatí y el sapo y la paloma y la
cotorrita verde y mil animales más.
Se quedaron, pero no se quedaron contentos.
Y así pasaron los años. Muchos.
A veces había noticias de los unos para los otros.
A veces algún encuentro los llenaba de alegría y de tristeza.
A veces comenzaban a olvidarse. Pero otras veces, no.
En el fondo, todos estaban un poco tristes.
Las aguas marrones del río seguían jugueteando con las
hojas, cada vez con menos entusiasmo. El piojo, parado en la
cabeza del ñandú, miraba el río y pensaba. Después de un
rato dijo:
–Los que tenemos patas largas ya no aguantamos más.
–Sí, pero ¿qué podemos hacer? –preguntó la paloma.
–Yo digo ¡punto y coma, el que no se escondió se
embroma! –bramó la pulga con bramido de pulga.
–Y yo y yo y yo –dijeron el quirquincho y el tordo y el coatí
y la cotorrita verde y mil animales más.
–Sí, pero ¿qué podemos hacer? –repitió la paloma.
–Bueno, bueno –dijo el sapo–. No es que este sapo quiera
saber más que nadie, pero ya tenemos la solución.
–¿Cuál es? ¿Cuál es?
–Ésa que dijo la pulga y que repitieron todos: ¡punto y
coma, el que no se escondió se embroma! ¿Qué les parece si
bss bss bss? –y contó en secreto sus planes.
El picaflor voló más rápido que nunca para contarles a los
que se habían ido.
El tordo voló para el otro lado.
Y la paloma para el otro.
Y la cotorrita verde para el otro.
Y el quirquincho. Bueno, el quirquincho no voló, pero se
fue al trotecito de quirquincho también para algún lado.
El tigre, el zorro, la vizcacha, el carancho, la
yarará y el murciélago orejudo vieron de lejos la
polvareda que se acercaba.
–¿Qué es eso? –rugió el tigre–. ¡Aquí estoy
con mis amigos y no me gusta toda esa
tierra!
–¡Y qué ruido, don tigre! ¡Eso le debe
gustar menos! –dijo la vizcacha, zalamera.
–¡Voy corriendo a ordenar silencio! –se
ofreció el zorro.
Y se fue al trote para poner un poco de
orden.
Pero al ratito estaba de vuelta con la
cola entre las patas.
–Mire, don tigre, me parece que la cosa se complica...
–Bah –dijo el tapir–, dejen todo en mis manos.
Y se fue a ver qué pasaba.
Al rato volvió con la cabeza gacha. Y la polvareda seguía
acercándose cada vez más.
–No y no –dijo la yarará moviendo la cabeza para todos
lados–, dejen todo en mis manos... digo, dejen todo a mi cargo.
Y se fue arrastrando su veneno hacia la polvareda.
Pasó un rato. Pasó otro rato. Cuando al tercer rato la yarará
no volvía, el tigre empezó a ponerse nervioso.
En eso la vio llegar. Venía chata y arrastrándose con
esfuerzo.
–Don tigre, don tigre –dijo sacando esa lengua que ya no
asustaba a nadie–, vienen todos juntos, los que se fueron y
los que se quedaron.
–¿Todos juntos, los que se fueron y los que se quedaron?
–Sí, don tigre, y vienen gritando: ¡Punto y coma, el que no
se escondió se embroma!
–¿Y vienen muchos?
–Muchos no, don tigre, ¡vienen todos!
–¿Y gritan fuerte?
–A grito pelado, don tigre.
–¿Y con los ojos brillantes?
–Muy brillantes, don tigre.
–¡Pero yo soy el tigre!
–Sí, sí, eso lo saben...
–Ah, me conocen bien...
–Sí, lo conocen bien, y por eso vienen gritando: ¡Adónde
está ese tigre!
–Entonces conviene que el murciélago orejudo vaya a ver
–dijo el tigre mirando para todos lados.
Pero el murciélago orejudo hacía rato que se había borrado
y no quedaban ni rastros de él.
–Don tigre –dijo la vizcacha temblando–, me parece que ya
llegan. Ruja don tigre, así se asustan.
El tigre respiró hondo, abrió muy grande la boca y largó su
rugido más fuerte. Pero apenas se oyó un grr de gatito con
hambre.
Entonces dijo:
–¿Y si nos vamos?
Dicen que corrieron y corrieron, mientras la gran polvareda
los seguía de cerca.
Dicen que se fueron hasta donde el sol se
pone.
Hasta donde nacen los ríos.
Hasta donde se acaba el viento.
Dicen que se fueron con un miedo como
para siempre.
El monte volvió a llenarse de ruidos, de
silbidos de tordo, de monos saltando de
rama en rama, de palomas que decían
currucucú.
–Juguemos una carrera –le dijo el piojo
al picaflor–. Los que tenemos patas largas
queremos correr siempre.
Y corrieron. Y llegaron juntos hasta el río de aguas
marrones que ahora jugueteaba con las hojas haciendo mil
remolinos.
–Uf –dijo el piojo parado en la cabeza del ñandú–, cuesta
trabajo, pero qué lindo es tener un monte para vivir.
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