EL ULTIMO ELFO
LIBRO SEGUNDO
EL ÚLTIMO DRAGÓN
Capítulo 1
Robi se sentó sobre un tronco. Respiró el aire fresco. Miró tos árboles al fondo del valle. Las hojas comenzaban a volverse amarillas. En el prado, bajo la luz del sol naciente, brillaban las últimas flores de principios de otoño. Había unas florecitas amarillas que su mamá llamaba «botoncitos de rey» y, además, unas flores azules que parecían campanitas, y otras que son como una especie de copo que, si se sopla, las pelusas vuelan y la flor se deshace.
El otoño estaba llegando. Esto quería decir que después llegaría el invierno. Primero el otoño, luego el invierno. Ésa era la regla.
Otoño: pocas castañas, casi nada de polenta, alguna que otra manzana, pies fríos y mocos en la nariz.
Invierno: nada de castañas, casi nada de polenta, ninguna manzana, pies helados, nariz tan congestionada que el moco baja hasta donde se respira y se convierte en tos; te podías calentar con la leña. No porque la pudieras poner a arder, que eso estaba prohibido, sino porque la cortabas con el hacha: después de un tronco, otro tronco y otro más, y al final te destrozabas la espalda y los brazos, y tenías ampollas en las manos, pero mientras lo hacías no te morías de frío. Luego el frío regresaba y las ampollas se te quedaban en las manos.
Si sobrevivías, llegaba la primavera y entonces debías estar de aquí para allá en las granjas para darles de comer a los animales, reparar los corrales y llevar las vacas a pastar; y esto era muy bueno porque podías sisar un huevo o un poco de leche. Sin embargo, era necesario ser hábil, porque todas las granjas pertenecían ahora al condado de Daligar, y un hurto al condado de Daligar, aunque fuera sólo un huevo, significaba veinte golpes con el garrote.
Ellos no sabían contar, pero veinte quería decir que daban un garrotazo por cada dedo del niño, primero los de las manos y luego los de los pies. Cala tenía un dedo menos porque mientras cortaba la leña con el hacha había errado el blanco; entonces, cuando la golpeaban a ella, contaban un golpe de más.
En el verano tenías que disputarte tu sangre con los piojos y los mosquitos, pero había tanta comida para robar que todos conseguían devorar algo sin dejarse pillar, aun los más tontos, los que acaban de llegar, los que todavía lloraban.
Ella era hábil. Nunca se había dejado pillar. Al menos no durante el último año. Dos años antes, cuando acababa de llegar a la Casa de los Huérfanos, la habían pillado tres veces, pero entonces era una niña. Ingenua, como lo son los niños pequeños. Y, además, siempre tenía a su papá y a su mamá metidos en la cabeza. Para ser un buen ladrón es necesario concentrarse. Cuando tienes a tu papá, a tu mamá, y a la que fue tu casa metidos en la cabeza, la concentración no es suficiente. Aun cuando trataba de sacarse a papá y a mamá de la cabeza, bastaba con que volviera a pensar en su barquita de madera verde y rosada, o en su muñeca de trapo, para que los ojos se le llenaran de lágrimas. Ahora estaba bien. Ahora se concentraba. Ya nadie la pillaba.
De repente le vino a la memoria el recuerdo de las manzanas de su madre, tan de golpe que casi pudo sentir su olor. Su madre cortaba las manzanas en tajadas y las ponía a secar en la leñera. Fingía enfadarse cuando Robi robaba algunas: la perseguía por toda la leñera y cuando la atrapaba, la colmaba de besitos y luego las dos se reían como locas. Se comía las manzanas secas con leche caliente junto al fuego de la chimenea, mientras sostenía su muñeca y fuera la nieve caía cubriéndolo todo, y el mundo se volvía blanco como las alas de los patos salvajes cuando el sol las atraviesa. Luego, por la tarde, llegaba su padre con algo realmente bueno para comer. Su papá trabajaba de cazador, además de campesino, pastor, sembrador de manzanas, criador de cerdos, vaquero, carpintero, reparador de techos, constructor de refugios y pescador, y siempre traía cosas buenas para la cena. En invierno eran truchas, porque era fácil pescarlas: se hacía un agujero en el hielo que cubría el río y se esperaba un rato. El recuerdo de las truchas asadas con romero también le llenó la cabeza y le provocó un espasmo en el estómago. Robi alejó el recuerdo. Si la sorprendían ahora, ya no habría besitos. Se tragó las lágrimas. Son cosas de niños. Ella ya no era una niña.
El sol apareció y la iluminó. El aire se volvió más tibio. Al fondo del claro había dos nogales grandes. Las nueces que se guardan en los sacos están buenas todo el año, pero especialmente al comenzar el otoño, cuando aún están en los árboles: están frescas, y se puede levantar la piel amarga con la uña y encontrar allí debajo la nuez, blanca como las alas de los patos cuando la luz del sol las atraviesa. Pero los nogales se podían ver desde las ventanas de la casita de piedra y madera que se alzaba al lado de la destartalada Casa de tos Huérfanos; era demasiado arriesgado. Detrás de los nogales había unos arbustos de moras, que no eran nada comparados con las nueces, pero que de todas maneras eran algo. Sin embargo, las moras estaban en el campo de visión de los arqueros que hacían la guardia en la garita. Era cierto que a esa hora los guardias probablemente todavía dormían, pero no valía la pena correr ese riesgo por esas cositas aguadas que no te llenan el estómago sino por un ratito, y sí que te llenan de rasguños que tardan mucho tiempo en sanar.
Robi cerró los ojos. Bajo sus párpados cerrados nació el sueño, el que tenía siempre que podía estar en paz con los ojos cerrados en un lugar tibio desde que había dejado su casa. Soñó con un dragón y con un príncipe de cabellos tan rubios que parecían de plata. Era un dragón enorme, con dos alas verdes grandísimas que ocupaban el cielo y a través de las cuales pasaba la luz. El príncipe tenía un vestido blanco como las alas de los patos salvajes que vuelan por el cielo cuando migran. Sonreía. El dragón volaba hacia ella. Venían a buscarla. Para llevársela de allí. Para siempre. Era un sueño que se formaba por sí solo. Al principio era muy vago: algo claro encima de algo verde. Cada día que pasaba, el sueño se hacía más nítido. Era como si el príncipe y el dragón estuvieran volando en la niebla y día a día se fueran acercando a ella. No era un sueño que ella soñara, sino que se le formaba en la cabeza como por arte de magia.
Robi alejó el sueño. Era una tontería. Los dragones ya no existían; habían sido animales crueles y malvados, y hacía siglos que los habían exterminado. Los príncipes buenos también debían de haberse extinguido o quizá se habían ido a vivir a otros territorios, porque hacía tiempo que tampoco nadie los recordaba.
Robi volvió a abrir los ojos. Una bandada de perdices se levantó frente a ella bajo la luz dorada de principios de otoño. Por un instante, su aleteo cubrió el cielo de turquesa oscuro. Habían salido de las matas de espino blanco de la parte baja del claro, que no era visible desde la Casa de los Huérfanos ni desde las garitas. Su padre había sido un cazador. Si todavía estuviera vivo, habría sacado su arco y ella y su madre habrían comido perdiz asada con romero. Su papá se llamaba Monser. Tenía el cabello negro como el suyo y era grande y fuerte como un roble. Su mamá habría desplumado la perdiz y habría cosido las plumas una por una a su chaqueta para dejarla mucho más bonita y caliente. Su madre se llamaba Sajra. Robi trató de estirar su larga y sucia falda, de cáñamo gris, sobre los tobillos para calentarse un poco, pero no era lo suficientemente larga. Su mamá tenía el cabello rubio oscuro y hacía las mejores tortitas de manzana de todo el valle. Robi se levantó. No tenía ni el arco ni las flechas de su padre, pero igualmente las perdices turquesas significaban alimento. Ponían sus huevos al principio del otoño, cuando estaban bien gordas, después de haberse pasado el verano devorando mariposas, gusanos y cucarachas. Las mariposas, las cucarachas y los gusanos también se pueden comer, pero sólo cuando realmente no hay nada mejor, mientras que los huevos son una de las cosas más sabrosas que existen en el mundo. Cuando tienes un huevo en el estómago no sólo el hambre, sino también el frío y el miedo desaparecen por un rato.
Robi miró alrededor con cautela. Había sido la primera en despertarse; los demás aún dormían. Oía el sueño ruidoso de los otros niños en el interior del dormitorio: había gemidos y toses como siempre. Desde la casita le llegaba el ronquido uniforme de los dos vigilantes, «Ilustres Patrones de la Casa de los Huérfanos», Stramazzo y Tracarna, marido y mujer, llamados afectuosamente «Las Hienas», que dormían en una cama de verdad con una chimenea de verdad. Frente a ella, el valle se abría bajo el sol, y las montañas, a lo lejos, parecían azules. Las primeras nieves brillaban sobre las cimas. Las garitas de los soldados estaban lo suficientemente lejos y la parte baja del claro quedaba fuera del alcance de su vista. Los soldados, según Las Hienas, servían para proteger a los niños de la Casa de los Huérfanos, en caso de que algún malintencionado le diera por ir a hacerles no se sabe exactamente qué, quizá a robarles los piojos, que era lo único que abundaba por allí. En realidad, sin los soldados en las garitas ni uno solo de los niños, ni siquiera de los más pequeños y tontos, se habría quedado en aquel tugurio horripilante en compañía de las dos Hienas y de su garrote, a disputarse la polenta con los gusanos, a trabajar hasta no poder tenerse en pie, a ser golpeado, a morir de frío o a ser comido vivo por los mosquitos, según la estación.
Robi no se movió hasta no estar segura de que todos dormían y de que nadie la observaba. Todo el alimento debía ser entregado, aun si lo cogías de un nido de perdices en el brezal, en un árbol de nogal que no tenía dueño o en una zarza en medio de las espinas. Si te lo comías por tu cuenta, se consideraba un hurto. Hurto y egoísmo. El egoísmo también era un crimen grave. Los padres de lomir, la niña más amiga de Robi, habían sido egoístas, ¡egoístas!, ¡e-go-ís-tas!, como lo silabeaba Tracarna siempre que lo decía. Egoístas quería decir que habían tratado de pagar menos impuestos de los debidos, con la tonta excusa de que de otro modo sus hijos se habrían muerto de hambre, y con la ridícula pretensión de que los fríjoles y el trigo que habían sacado de su tierra, partiéndose la espalda y sudando sangre, les pertenecían a ellos y no al condado de Daligar.
En cuanto a los suyos, a sus padres... Robi prefería no pensar en ellos. Alejó ese pensamiento. No esta mañana. No después de haber descubierto dónde tenían su nido las perdices.
Se acercó lentamente sin siquiera caminar en línea recta, así, si alguien la había seguido, podía dar la impresión de estar dando un inocente paseo sin rumbo. No estaba segura de que fuera creíble que a una muchachita medio muerta de hambre le diera por pasear por el brezal al alba, pero Tracarna y Stramazzo no brillaban precisamente por su perspicacia. Además, podría decir que la había despertado un mal sueño y que quería olvidarlo. Los malos sueños eran frecuentes. La hierba estaba muy alta. Robi se puso a cuatro patas para camuflarse en ella. Se deslizó por entre los arbustos. El nido estaba a la altura de su nariz, casi se chocó contra él. Dentro había dos huevos: dos momentos sin hambre. Eran dos huevos pequeños, con puntitos de un delicado color marrón que se volvía dorado en los sitios más claros. Robi tomó un huevo entre las manos y lo sintió liso y tibio contra la piel. Cerró los ojos por un instante: mientras la estrechaba entre sus brazos, su mamá le había dicho que, cuando somos felices, las personas que nos han amado y que ya no están, regresan del reino de los muertos para estar junto a nosotros. Ahora quizá su papá y su mamá estaban con ella. Robi volvió a abrir los ojos. Miró una vez más su inconmensurable tesoro de dos huevos de perdiz y luego to atacó. Se comió de inmediato el huevo que tenía en la mano. Le hizo un huequito golpeándolo contra una rama y lo sorbió con una alegría feroz: primero la parte blanca y luego la mejor, la amarilla, que se tragó lentamente, gota a gota, con un placer que rozaba la alegría de vivir.
El problema era otro; la primera idea fue devorarlo rápidamente. Lo que tienes en el estómago no se te puede perder ni te lo pueden robar. Pero dos huevos eran mucho y algunas veces la barriga, cuando está muy acostumbrada a estar medio vacía, no retiene las cosas, se enferma y vomita. Y luego, por más que uno coma, después de medio día la barriga vuelve a estar entumecida de hambre. Mejor comer sólo un poco cada vez. Robi envolvió el segundo huevo con un grueso puñado de tierra y éste, a su vez, con un puñado de hierba; luego lo escondió, pero no en el bolsillo grande que tenía en la falda y que le servía para las herramientas de trabajo, sino en otro, uno secreto. Ella sólita se había fabricado una especie de pliegue donde podía esconder las cosas debajo de su chaqueta de arpillera grisácea y sucia, usando como agujas unas espinas gruesas y con un pedazo de cordel robado de los sacos donde se guardaba la polenta. Un día sin hambre. Robi respiró el aire de la mañana: éste sería un buen día.
Capítulo 2
El sol iluminó el alba. Las antiguas ventanas filtraron la luz y la biblioteca se volvió dorada.
Yorshkrunsquarkljolnerstrink, el joven elfo, se despertó y estiró sus largos brazos de adolescente.
El dragón siguió durmiendo. Las láminas de ámbar vibraban con su suave ronquido dándole a la luz sobre las paredes un movimiento leve, como el de la brisa sobre un estanque. El joven elfo se levantó y se sacudió de encima los cientos de mariposas azules y doradas que por la noche lo recubrían y lo calentaban con su ligera tibieza.
Permaneció un instante frente a las plantas trepadoras cargadas de frutas, que tapizaban los antiguos arcos, para decidir qué deseaba realmente para el desayuno. ¿El dulzor sutil de las fresas y el pronunciado ácido de las naranjas? No, no para el desayuno. Mejor el dulzor acentuado de un higo junto con el dulzor fresco y redondo de la uva rosada. Sin lugar a dudas, mejor. Incluso el efecto de los colores resultaba mejor. El rosado claro y el verde oscuro combinan. En el plato de ámbar formaban un agradable contraste.
Había sido una suerte descubrir las semillas y las instrucciones para los frutales trepadores en un antiguo libro. Su aroma resultaba sutil y exquisito. El joven elfo suspiró. Todo era tan perfecto. Tan agradablemente perfecto. Tan impecablemente perfecto. Tan incomparablemente perfecto. Innegablemente perfecto. Obstinadamente perfecto. Insoportablemente perfecto.
El dragón era una montaña roncante que ocupaba con su mole la totalidad de la enorme sala. Las escamas grises y rosadas se alternaban formando garabatos y espirales complicados. Su cola estaba enroscada como un rollo de cuerda sobre un muelle. El joven elfo pasó a su lado, luego se acercó al antiguo portal de madera chapada que cerraba la caverna y lo abrió delicadamente. No logró evitar el ruido; sin embargo, el dragón siguió durmiendo.
Fuera soplaba el viento. En la lejanía, el horizonte se cerraba sobre un mar sombrío, blanqueado por la espuma. Las gaviotas votaban. El joven elfo sintió llegar el perfume del mar hasta él. Se sentó y miró las gaviotas. El viento le desordenó el cabello. Detrás de él, las Montañas Oscuras se levantaban más allá de las nubes. El olor del mar se fundía con el de los pinos. El joven elfo cerró los ojos y soñó con poder tocar el mar. Sentir la espuma sobre su cara. El sabor de la sal. Soñó con ver las olas romper. Soñó con navegar en el mar, escalar montañas, atravesar ciudades, cruzar ríos. Soñó con sentir la tierra bajo sus pies paso a paso, mientras veía cómo estaba formado el mundo.
La voz del dragón cortó la mañana y le retumbó en los tímpanos.
—Tú, joven desalmado, ¿cómo pudiste hacer una cosa en tal modo cruel como tener abierto ese portal que me hiela a mí, viejo dragón asaz enfermo, todos mis huesos reumáticos? ¿Y qué, has olvidado, oh desalmado, que cuando el aire hace corriente la mal que me atenaza el cráneo asaz empeora?... Tú no recuerdas, tú asaz desgraciado, cuánto mal me pode hacer el aire cuando pasa por el portal y me hiela... Aire de fisura, aire de sepultura...
El joven elfo volvió a abrir los ojos. Suspiró. Una vez, hacía tres años, había mencionado la idea de bajar las escaleras para ver el mar más de cerca. Habría tardado sólo medio día en ir y volver. Los lamentos habían durado once días. A fuerza de llorar copiosamente por el horror de un posible abandono, al dragón le dio una sinusitis que después se le complicó con una enfermedad en ambos oídos, por la cual comenzó a sufrir de vértigos muy molestos que nunca se le curaron totalmente y que se agravaban en los días ventosos. Y cuando lo sacudían los vértigos era como si el estómago se le subiera entre la garganta y el oído derecho, algunas veces también el izquierdo, pero más frecuentemente el derecho...
Yorsh suspiró de nuevo.
Cuando era niño había jurado que lo cuidaría. Al dragón. Siempre.
Le preguntó gentilmente al dragón si tenía hambre.
Éste le respondió con un largo aullido de sufrimiento moral. La pregunta lo había indignado. ¿Hambre? ¿Hambre? ¿No recordaba el desalmado, que él, el dragón, sufría de halitosis, pirosis, borborigmos, eructos, dolores en el segundo, tercer y sexto espacio intercostal derecho, para no hablar del hipo? ¿Cómo podía, con todos esos infortunios, tener hambre? El mero pensamiento era irresponsable y extravagante.
—¿Entonces no quieres desayunar? —preguntó Yorsh.
Esta vez el aullido hizo temblar las vidrieras de ámbar y la luz en la pared ondeó como las olas del mar. ¿Cómo podía, con qué crueldad, con qué maldad podía atreverse a proponerle un ayuno? Cada vez que pasaba más de dos doceavas partes del día sin comer, le daban una serie de contracciones entre el estómago y el esófago como si tuviera allí burbujas minúsculas, para no hablar de la punzada en el quinto, undécimo y vigésimosexto espacio intercostal izquierdo...
El joven elfo indicó que le parecía que los dragones no tenían más de veinticuatro costillas. El dragón se puso a llorar porque nadie lo amaba.
El joven elfo se dejó caer sentado en el suelo y se sujetó la cabeza entre las manos. Después recordó su juramento: ¡lo cuidaría por siempre! Se levantó, puso una tajada de melón rosado y algunas uvas rosadas sobre unas fresas rosadas, esperando que le gustaran. Los lamentos se interrumpieron. Había dado resultado. El rosado siempre funcionaba.
El viento entró por el portal, que había quedado entreabierto de tal modo que atenuó la corriente convirtiéndola en una brisa; las cañas pegadas del techo vibraron y una música deliciosa se esparció.
Todo malditamente perfecto.
Después del desayuno, el dragón se durmió de nuevo y su ronquido superó a la música.
Finalmente se podía leer en paz. Desde hacía trece años, Yorsh estaba prácticamente recluido en la biblioteca junto a un número incalculable de mariposas y junto a un dragón que era la quintaesencia del aburrimiento total, sin contar con que su mente se iba perdiendo progresivamente en los oscuros rincones de una fragilidad cada vez más hostil.
Por lo menos Yorsh podía leer. La biblioteca contenía todo el saber humano y élfico, desde la historia de los antiguos reinos, los nombres de los grandes reyes y la desastrosa invasión de los orcos, hasta la herbología, la astronomía y la física. Yorsh había leído, estudiado, ordenado y catalogado libro tras libro, estante tras estante, habitación tras habitación, estalactita tras estalactita. Probablemente ninguna otra criatura viviente entre los elfos y, obviamente, mucho menos entre los humanos, había rozado, ni lejanamente, su nivel de conocimiento. Probablemente, la biblioteca nunca había estado así de ordenada, ni siquiera durante su feliz y remota edad de oro, cuando la visitaban una cantidad tal de sabios, que había sido necesario prohibir escupir en el suelo. A Yorsh le faltaba sólo el último estante de la habitación pequeña, la del extremo sur, la más apartada del gran corazón de la biblioteca, donde roncaba el dragón. Era una sala pequeña, mal hecha, donde había tantas estalactitas y estalagmitas que a duras penas se podía entrar.
Yorsh se dirigió hacia allí levantando nubes de mariposas a su paso, en medio de plantas trepadoras cargadas de flores. En el único estante había un libro de historia, la enésima biografía del gran Arduin, y un libro de zoología verosímilmente fantástica: tenía dibujos de una especie de vaca flaquísima con un cuello larguísimo, con manchas amarillas y marrón, y de un extraño animal de color gris, tan grande como una casa, con una nariz muy larga con la cual se rascaba sus enormes orejas por detrás. Además, estaban los consabidos libros de astrología élfica, un texto de astrología humana y una especie de pergamino muy viejo y desgastado que el moho había convertido en un solo bloque ilegible, o mejor dicho, que ni siquiera se podía desenrollar. Durante sus trece años como bibliotecario, Yorsh se había vuelto experto en restaurar pergaminos antiguos. Se requería tiempo, vapor y aceite de almendras dulces. Todo esto lo tenía en abundancia: el vapor de un volcán calentaba la biblioteca y las almendras dulces la tapizaban por el lado oeste; tiempo tenía tanto que no sabía qué hacer con él, y cualquier cosa que lograra ocuparlo era una bendición. Yorsh se preguntó cómo se las arreglaría para que sus días transcurrieran sin sumirse en la nostalgia, ahora que todo lo legible había sido leído, lo estudiable, estudiado, y lo archivable, archivado. Había días en los que tenía que evitar que su pensamiento volara hacia el cazador y la mujer. Quién sabía si estarían vivos, ¡seguramente se habrían casado! Quizá tendrían hijos y a lo mejor les habrían hablado de él. Tal vez estaban esperando que crecieran para emprender el viaje y visitarlo. Quizá no podían decirle a nadie que habían conocido a un elfo de verdad, y sería peligroso para ellos regresar. Quizá nunca más volvería a saber de ellos.
No debía pensar en eso. Le causaba mucho dolor.
El joven elfo se puso manos a la obra: después de sumergir el fardo de moho en aceite de almendras, lo puso sobre un bastón y luego lo extendió sobre el cráter. No ató el pergamino al bastón. No era capaz de hacer levitar un objeto por completo, pero sí lograba mantenerlo en equilibrio con su pensamiento. El penacho de vapor recubrió el pergamino. Ahora hacía falta esperar.
Se sentó cómodamente bajo la lluvia de pétalos y apretó el bastón entre las manos. Era áspero, sin corteza y nudoso.
Había pertenecido al cazador. Yorsh cerró los ojos y se sumió en los recuerdos. Y con los recuerdos llegó la nostalgia. Tenía un destello de recuerdos de su madre, el instante de una sonrisa, el eco de su voz. La abuela, en cambio, estaba fija en su memoria con toda su tristeza y todo lo que le había enseñado. Y también estaban ellos, Sajra y Monser, su alegría, su valor...
Yorsh sonrió al recordar, pero luego la nostalgia lo entristeció y su sonrisa desapareció, como la última hierba cuando llegan las heladas. Lo invadió la nostalgia de la amistad, de la ternura, y también de un sentimiento sutil e impalpable que le era difícil definir. Era, cómo decirlo, la incertidumbre de las cosas, su imprevisibilidad. La mañana comenzaba y no se sabía cómo transcurriría. Todo, o exactamente lo contrario, podía suceder.
El miedo, la esperanza, la desesperación, el hambre, la felicidad y la alegría estaban presentes en aquellos días pasados, mientras que ahora todo lo que sucedía en un día, de la mañana a la tarde, año tras año, estación tras estación a lo largo de una serie infinita de estaciones todas iguales, era pétalos y perfección color rosa.
La esperanza de la imperfección se volvía una ilusión cada vez más inalcanzable. Incluso el barro, la lluvia y el hambre le producían nostalgia. En realidad, tenía nostalgia de ellos, de Sajra y Monser, la mujer y el hombre que lo habían recogido, salvado, acompañado y amado. De hecho, mientras más lo pensaba, no era la imperfección lo que extrañaba.
Extrañaba a Monser y a Sajra.
Extrañaba ser libre.
—¿Qué estar tú a hacer? —preguntó el dragón.
—Nada importante —respondió el elfo.
—¿Entonces pode venir aquí a lo hacer? Así no estaré en soledad y nosotros poder leer buen libro aunque nosotros ya leído, libro de la bella princesa que se esposa con lo príncipe encantador, que había estado perdido desde niño y todos creían que era otro... —Era evidente que, después del segundo milenio de vida, el cerebro de los dragones comienza a presentar fallos dramáticos. El dragón no recordaba su propio nombre. Al joven elfo le había parecido que de todas las deficiencias posibles ésta era la más mortalmente absurda. Eso fue al principio, cuando aun no conocía su pasión por las novelas de amor. No por todas las novelas de amor. Sólo por las que eran absolutamente estúpidas.
—Termino aquí y ya voy —prometió el joven elfo.
Ya el vapor había ablandado el moho. Yorsh comenzó muy lentamente a desenrollar los pergaminos. Procedía con cuidado para no desgarrarlos, le untaba aceite de almendras a todo antes de despegar suavemente unas hojas de otras.
El título pronto podría descifrarse.
Impaciente, el dragón preguntó otra vez qué hacía y, mientras le respondía, Yorsh descifró el titulo: Dracos, en lengua de la tercera dinastía rúnica, Los dragones. ¡Un libro sobre dragones! Era la primera vez que veía uno. En toda la biblioteca, que contaba con un total de 523 826 libros, ni uno solo hablaba sobre los dragones. ¿Quinientos veintitrés mil ochocientos veintiséis libros que iban desde la astronomía a la alquimia pasando por la meteorología, la geografía, manuales para la pesca y la conserva de arándanos en licor, y que incluían 1105 recetas sobre hongos y 18 400 novelas de amor, todas compitiendo por el premio de libro más tonto del milenio, y ni un solo tratado que hablara sobre los dragones?
Luego comprendió. La biblioteca debió de haber tenido no docenas, sino cientos de libros sobre los dragones, pero por algún oscuro motivo el dragón no quería que se leyeran y los había destruido.
El dragón comenzó de nuevo a protestar por su soledad: el espasmo en el estómago, la punzada en el quinto espacio intercostal izquierdo que se le pasaba a la vértebra ciento cincuenta y siete...; luego se durmió y su sordo ronquido llenó la biblioteca.
«Los dragones (Dragosaurus igniforus) tienen ciento cincuenta y seis vértebras», así comenzaba el libro. Yorsh era algo lento con los caracteres de la tercera dinastía rúnica, pero de todas maneras se las arreglaba.
Capítulo 3
Robi se coló en el dormitorio: era una sala grande que en el pasado había sido acondicionada como corral. Por los tablones separados se filtraba la luz de la mañana. No tenía ventanas y una vieja piel de oveja hacía de puerta. En el interior había un aire estancado en el que se fundían el olor a moho, a criaturas humanas sin bañarse y, además, algún vestigio de puro hedor a oveja que era, de hecho, la parte que mejor olía de todo. En el suelo había una capa uniforme de heno, que se interponía entre los cuerpos de los niños dormidos y el suelo desnudo. El polvo danzaba con los rayos del sol naciente. Robi encontró su lugar, entre lomir y la pared norte, donde la madera estaba un poco más húmeda y un poco más podrida. Se cubrió con su capa, que le servía de manta en las noches, acarició con los dedos la minúscula protuberancia que el segundo huevito formaba debajo de su chaqueta y cerró los ojos, feliz. La imagen del príncipe y del dragón se formó inmediatamente, y esta vez no la alejó, se quedó contemplándola y permitió que le llenara la cabeza y el corazón.
Estaba tan perdida en sus fantasías que el sonido de la campana que los despertaba, aunque previsto y esperado, la sobresaltó. No fue la única, era normal para los niños despertarse sobresaltados por sus agitados sueños. El dormitorio se puso de pie inmediatamente. La expectativa del desayuno, aunque fuera escaso, y la posible intolerancia de Las Hienas ante los retrasos, hacía que todos actuaran velozmente, o más bien, agitadamente. Doblaron las capas y las pusieron en el suelo de tierra apisonada de acuerdo con un orden preciso, que correspondía con el orden de la llamada de lista. Amontonaron el heno en los rincones, para así dejar desnuda la tierra apisonada del suelo, y allí los niños se pusieron en fila, siempre siguiendo el orden de sus miserables lechos. Todo sucedía en silencio, deprisa, con el miedo de no estar listos a tiempo. La piel de oveja de la entrada se apartó y Las Hienas entraron en el dormitorio. Los más retrasados se precipitaron, chocando entre sí, asustados. Tracarna siempre sonreía. Era bella, o quizá sería más apropiado decir que debió de haber sido muy bella antes y que todavía conservaba la costumbre de serlo, aunque ahora no lo fuera. Era pequeña, con un rostro ovalado. Llevaba un complicado peinado de trenzas recogidas en la nuca, sostenido por unas hebillas de plata con piedras verdes. Ese día vestía con una chaqueta rosada con bordados rosados oscuros, que se intercalaban con filas de cuentas de vidrio. La falda era del mismo color que los bordados de la chaqueta. En el cuello tenía un elegante encaje blanco que formaba una especie de onda que luego se cruzaba sobre sí misma en un nudo voluminoso. Stramazzo era mucho más viejo que ella. Tal vez en el pasado pudo haber tenido una cara inteligente o quizá pudo haber dicho o hecho algo inteligente, pero eso, realmente, se había perdido en la noche de los tiempos. En este momento parecía un enorme sapo que se hubiera tragado un melón gigantesco sin masticarlo, con cara de satisfacción por haberlo logrado; ésta era la única expresión que alternaba con una de profundo y total aburrimiento.
—Buenos días, adorados niños —dijo Tracarna. Stramazzo asintió vagamente.
—Buenos días tengan ustedes, madame Tracarna y señor Stramazzo —dijeron los niños al unísono.
Uno de los niños más pequeños no terminó bien la frase porque la tos lo interrumpió. Por un instante, Tracarna frunció el ceño con severidad: el pequeño trató de recuperarse rápidamente.
—Es el amanecer de otro maravilloso día en el que podréis conocer la bondad, magnanimidad, generosidad y dulzura de vuestro benefactor. De nuestro benefactor, el benefactor de todos nosotros. Nuestro guía. Aquel que nos defiende. Nosotros amamos...
—Al Juez administrador de Daligar y territorios limítrofes —respondieron de nuevo los niños con una sola voz. De nuevo, el pequeño no pudo terminar porque la tos lo interrumpió. Robi lo tenía a su espalda, pero no se atrevía a darse la vuelta para ver de quién se trataba. Dentro de la rica y variada lista de faltas de Tracarna, darse la vuelta durante el «diálogo» era clasificado como «insolencia» y era castigado con un número variable de bofetones, entre uno y seis, según las circunstancias. Robi tenía la impresión de que quien tosía era lomir, pero no estaba segura.
—Todos nosotros estamos... —volvió a comenzar Tracarna.
—Agradecidos —terminaron los niños.
—A nuestro amado...
—Juez administrador de Daligar, nuestro amado condado, único bien en el mundo por el que vale la pena vivir y morir...
Sobre todo morir: más fácil y verosímil. Vivir en ese condado se había vuelto una verdadera hazaña, y día a día aumentaba la cantidad de suerte y de habilidad necesarias para la mera supervivencia.
La tos interrumpió de nuevo. Ahora Robi estaba segura, se trataba de lomir.
—Sin él ustedes estarían... —prosiguió Tracarna molesta.
La cabeza de Robi fue ocupada otra vez por el recuerdo de sus padres: sin el Juez administrador de Daligar y territorios limítrofes, ellos aún estarían vivos y ella estaría durmiendo ahora bajo las mantas de lana en su casa y luego se despertaría para desayunar con leche, pan, manzanas, algo de miel y a veces un poco de queso.
—Perdidos y desesperados —respondió el coro—, hijos de padres desgraciados.
«Felices y con la panza llena», pensó Robi; ella, y seguramente lomir, y además todos aquellos que eran hijos de padres que habían muerto por tantas privaciones. Antes de que el Juez administrador de Daligar y territorios limítrofes llegara para reorganizarles la vida a todos de acuerdo con sus curiosos esquemas de Justicia y Amor por el condado, era difícil sentir verdadera hambre en una tierra donde abundaban los cultivos de árboles frutales, donde los huertos se alternaban con los viñedos y las vacas llenaban los pastizales junto a las flores. La escasez ni siquiera había tocado el condado durante las Grandes Lluvias, los sombríos años de oscuridad. Ahora era lo cotidiano, lo normal, la regla. Todos los veranos salían de los campos carros y carros cargados de trigo y fruta y se ponían en camino hacia la ciudad de Daligar, donde a lo mejor se usaban para empedrar las calles, porque no era humanamente posible que allí se llegaran a consumir todos esos alimentos.
Sin el Juez tampoco serían huérfanos. Sin el Juez habrían vivido en un mundo donde la gente pensaba que la única razón que justificaba la vida o la muerte eran los hijos.
—O peor —prosiguió Tracarna.
En este punto el coro se calló.
—Hijos de padres egoístas —prosiguió la voz de lomir sola, pero de nuevo la tos le cortó las últimas sílabas.
Robi tomó aire: era su turno de solista.
—O egoístas y protectores de los elfos —agregó deprisa, con la esperanza de que fuera una de esas mañanas en que todo terminaba rápido. Su esperanza fue vana. Era una de esas mañanas en que se extendían y entraban en detalles. Tracarna se le acercó y su sonrisa luego se enterneció.
—Exactamente así —comenzó a explicar—, tus padres eran...
—Egoístas —murmuró Robi, prefiriendo limitarse a la cosa menos grave, porque para ella era tan repugnante que sus padres hubieran podido proteger a un elfo, que se horrorizaba con sólo pensarlo.
—¡Más fuerte, querida, más fuerte!
—E-go-ís-tas —silabeó Robi.
—¿Y qué quiere decir eso?
—Que sentían apego por su riqueza. —Robi volvió a pensar en la riqueza: las manzanas secas de su madre, los patos de su padre, los frutales detrás de la casa. Su papá y su mamá comenzaban a trabajar antes del amanecer, paraban ya entrada la noche y el resultado era una despensa llena, e hileras de coles en el huerto. Luego habían llegado los soldados.
—Es cierto, queridísimos niños —explicó Tracarna mientras Stramazzo asentía aburrido—, no compartir los bienes propios, estar apegado a la propia riqueza es una cosa horrible, ho-rri-ble. —Tracarna se interrumpió molesta. Robi había posado la mirada sobre sus zapatos de terciopelo morado bordados con hilos de oro, donde entre cada puntada brillaba una minúscula perla. Era francamente difícil mirar hacia abajo y evitar al mismo tiempo verle los zapatos, y Robi aún recordaba la única vez que había intentado hablar con Tracarna sin bajar la mirada—. Los zapatos dorados no son para mí —aclaró Tracarna con un tono gélido—, son para el funcionario de Daligar que represento. Yo solamente los llevo puestos sobre mi modesta y humilde persona —explicó silabeando como si hablara con deficientes mentales.
Tracarna suspiró y contempló a los niños. Robi también echó una ojeada a su alrededor y no le pareció un gran espectáculo: todos estaban descalzos, vestidos con arpillera color barro; los cabellos sucios y despeinados les caían sobre las caras delgadas y mugrientas. En alguna ocasión, Robi le había hecho trenzas a lomir y esto había sido considerado como un comportamiento «extravagante y frívolo»: una hora más de trabajo y nada de cenar para ninguna.
lomir comenzó a toser de nuevo y Tracarna la miró con tristeza, como afligida por su irresponsable ingratitud.
—lomir, hoy has interrumpido muchas veces —dijo dulcemente, mientras se acercaba a la niña. lomir trató de parar de toser y por poco se ahoga—. Nada de desayuno —agregó Tracarna con un suspiro de triste desilusión.
Luego se volvió para ordenarles a los dos niños más grandes, Crechio y Morón, que repartieran una manzana y un puñado de polenta por cabeza. Se podían dividir la de lomir entre los dos. Crechio y Morón se cruzaron una mirada triunfante. Luego, añadió Tracarna, debían acompañar a los niños a los pastizales para segar el último heno y recoger un poco de leña. lomir logró aguantar hasta que Las Hienas se marcharon antes de ponerse a llorar. Los niños salieron como un enjambre al aire libre, y se pusieron ordenadamente en fila, todos excepto Robi, que se quedó donde estaba, y lomir, que se escondió en un rincón de la habitación a llorar.
Robi pensó en el huevo que tenía en el estómago. Por ese día su hambre estaba vencida.
Miró a lomir, pequeña y desesperada, con las manitas en la cara.
Mientras los otros salían hacia la luz, Robi se quedó en la sombra, recuperó el huevo de perdiz de su bolsillo secreto y le sacudió la tierra, luego se acercó a la niña y se lo puso entre las manos.
—¡No pares de llorar por un rato! —le aconsejó en voz baja—, y cómete también el cascarón, para que no quede por ahí.
Luego hizo la fila para la manzana. Le tocó una manzanita arrugada y un poco podrida, y menos polenta que de costumbre, pero mientras se la comía sentía cómo el llanto de lomir se volvía cada vez más alegremente falso. Hoy sería un buen día.
Capítulo 4
El dragón pretendía que le releyera desde el principio la historia de la princesa de las habas. A estas alturas ya se la debía de saber de memoria. La princesa se había perdido recién nacida en un sembrado de habas durante una inundación y una campesina malvada la había criado; cuando la reina la encontró, ignorando ser su madre, no la reconoció. En este punto paraban para darle tiempo al dragón a llorar a mares, y luego proseguían. Cuando la princesa, que creía ser pobre, le decía al malvado príncipe que podía quedarse con todas sus riquezas, paraban de nuevo para cubrir de el tapete de pétalos rosados que estaba puesto en el suelo. La celebración era en el momento del reconocimiento: la joven de las habas y la reina madre se lanzaban la una en brazos de la otra; en ese momento las lágrimas eran tan abundantes que no sólo los pétalos rosados, sino también las mariposas resultaban empapadas. Fin. Silencio.
El dragón yacía dormido, agotado de tanto llanto y tanta emoción. Su ligero ronquido agitaba los pétalos y las mariposas con un movimiento regular, como las ondas de la marea.
Los dragones tienen ciento cincuenta y seis vértebras, veinticuatro pares de costillas, cuatro pulmones, dos corazones. Entre la úvula y la tiroides están las glándulas igníferas, que contienen la glucosalcoholconvertasis, sustancia que convierte la glucosa en alcohol. Cuando una cualesquiera emoción aumenta la temperatura del dragón, el alcohol se enciende en una intensa emisión de llamas acompaña la espiración. La inhalación de agua mezclada con una infusión de flores frescas de aconitus albus, digitale purpúrea et árnica montana disminuye la emisión de fuego que es incontrolada en el dragón recién nacido. Pero deben ser pocas, porque muchas son venenosas y mortales. También la inhalación de simple...
La inhalación simple, que apagaba al dragón, había sido comida por el moho y se había perdido al despegar los pergaminos. No parecía información importante. Su dragón nunca había escupido ni siquiera una chispa, quizá el fuego era una regla que tenía sus excepciones.
Si se inhala menta fuerte, también el aliento puede mejorar.
¿Dónde podía sembrar un poco de menta fuerte? Una plantación o dos, quizá tres.
También el alma de los dragones es puro fuego. Su valor no tiene par, su generosidad no tiene igual, su conocimiento es vasto como el mar, la sabiduría en ellos alcanza el cielo, la única cosa semejante a su infinito intelecto es su infinito amor por el vuelo et la libertad.
Yorshkrunsquarkljolnerstrink estaba tan perplejo que revisó el título: sí, el lema eran los dragones. Le parecía que el terror a las corrientes de aire tenía poco que ver con ese incomparable valor. Le parecía que la inteligencia de dimensiones oceánicas desentonaba con las lágrimas por la suerte de las princesas perdidas, por no hablar del olvido de su propio nombre.
Definitivamente todas las reglas tienen su excepción.
Sólo una palabra puede describir a un dragón: magnificencia.
Bueno, todo en el mundo es cuestión de opiniones. Probablemente al autor de ese escrito era un fanático de los lamentos, un apasionado de los gruñidos intestinales. O lo que estaba escrito en los libros de dracología era válido para todos los dragones menos para el suyo.
Quizá la biblioteca había tenido otros manuales de dracología, y el dragón los había destruido temiendo que su, en pocas palabras, falta de normalidad se hiciera evidente. Quizá también, de niño, es decir, cuando era un cachorro, sí, en definitiva, cuando hacía poco que había nacido, los otros dragoncitos le tomaban el pelo por preferir las historias de princesas perdidas a jugar a pillar sobre los volcanes o al escondite entre rayos y nubes.
El corazón del elfo se enterneció. Debía de ser terrible ser quejica, insoportable y torpe en un mundo de magníficos genios.
Despegó la página siguiente con menos éxito que la anterior, pues en más de un sitio la escritura se borró y se hizo ilegible.
Todos los dragones al final de sus vidas ponen un huevo.
La tercera dinastía rúnica no era la lengua que más dominara. Yorsh lo releyó tres veces antes de estar seguro. ¿Todos los dragones al final de sus vidas ponen un huevo? ¿Todos? Pero ¿los dragones son machos o hembras? ¿Y el suyo? Él siempre había dado por hecho que era un macho.
Como algunos peces de la mar, los dragones nacen machos y luego se vuelven madres.
Interesante. Pero no aparecía ni el nombre científico ni el nombre común de los peces en cuestión; ese libro como tal era de una deficiencia indecente.
La incubación dura trece años, tres meses, ocho días, o a veces nueve.
¿Trece años de incubación? ¿Más tres meses y ocho días y medio?
Durante la incubación el dragón pierde su fuego, su valor, las ganas de volar, de ser libre. Todo se pierde en el deseo angustioso de un lugar cálido donde poder estar en paz.
Los conocimientos del dragón se pierden en una nada que todo se lo traga: primero las matemáticas, luego la geometría, la astronomía, la profetología, la historia, la biología et el arte de atrapar mariposas; la nada se lo traga todo. La penúltima cosa en desaparecer es la gramática et el dragón habla una oscura lengua que parece la lengua de esos que se han golpeado la cabeza y se han hecho asaz mal y la línea de su pensamiento es como la de esos que se han golpeado la cabeza et se han hecho asaz mal. En los últimos trece años también resulta olvidado el nombre propio, que es el conocimiento supremo, porque el nombre propio es la propia alma, y sobre todo para los dragones que escogen su nombre propio por sí mismos, cuando están en lo máximo de su poder, al menos que el nombre les sea dado por quien los cría.
Yorsh tragó saliva. Tuvo la impresión de que le acababa de caer un jarro de agua helada encima.
Para la incubación se necesita asaz calor. En la época en la cual los dragones eran muchos et cubrían el mundo así como en nuestros días lo hacen los tábanos y los saltamontes, un dragón antes de empezar su incubación se procuraba otro dragón para que le contara historias. Eran historias llenas de sentimientos y emociones, porque ellas son el único sistema para que la temperatura se eleve y el huevo resulte bien incubado. Lo dragón amigo de lo dragón que incuba, además de entretener et calentar la incubación con las historias de bebés cambiados y princesas raptadas, tendrá otra tarea asaz más elevada: criar al pequeño del dragón porque lo dragón no sobrevive a la incubación más que una pocas horas, lo tiempo necesario para hacer su último vuelo, de tal manera que pueda sentir por una última vez la fortaleza de lo viento en sus alas et así alejarse, para que su recién nacido no vea, apenas acaba de salir del huevo, el deceso de su propio progenitor.
¿Deceso? ¿Muerte? ¿Su dragón iba a morir? Una puñalada atravesó el corazón del joven elfo.
Éste es lo motivo por lo cual el dragón que incuba es particularmente quejumbroso, aburrido, insoportable et poco interesante, para que así sea probada, más allá de toda duda razonable, la paciencia del futuro tutor de su propia criatura, quien deberá amarla, protegerla et, sobre todo, enseñarle a volar, porque cuando lo nuevo dragón sabe volar, deja de ser un recién nacido,
¿Pero por qué no se lo había dicho? ¿Por qué lo había ocultado?
Probablemente había destruido todos los manuales de dracología para que él no lo descubriera.
Lo dragón que incuba le teme a todo.
Se lo había ocultado por miedo. ¿De ser abandonado? ¿De que él abandonara su precioso huevo?
Pero ahora que los dragones han desaparecido, cada vez es más difícil para ellos encontrar un lugar tranquilo, cálido y con algo de comer, sin poder moverse nunca, ni siquiera para un vuelo muy corto, porque de otro modo su huevo se enfría et muere. Et además lo dragón necesita de historias que eleven la temperatura lo suficiente para la incubación. Et si lo dragón de pronto ha encontrado, esto aún necesita de alguien que adopte al huerfanillo y éste es lo motivo por el cual pocos son los dragones et pocos serán siempre. Lo dragón que incuba sabe que debe mantener en secreto su estado a toda costa, porque criar uno dragón recién nacido... —moho— y nadie permanecería frente a uno encargo similar. También porque...
También porque, no fue posible saberlo. El resto de lo escrito había sido devorado por el moho.
El estómago del joven elfo estaba contraído por el horror y la emoción. Y el sentimiento de culpa. ¿No habría podido ser más amable? Claro, el dragón era estúpido, quejica, dictatorial e insoportable, ¡pero era que estaba incubando!
Una incubación terrible, larguísima, tan larga y fatigosa que anulaba el espíritu, debilitaba la mente, destruía el valor. El último acto de su vida. Luego llegaría la muerte.
¡La muerte!
Yorsh soltó el pergamino, que cayó con un leve splash. No tuvo tiempo de hacer nada más: hubo un gras aterrador y hasta las paredes mismas de la caverna temblaron.
Siguió un curioso ruido de splash, splash, splash, como de un pergamino que cae al suelo, pero mucho más suave y continuo. Como de unas alas enormes batiendo en el cielo.
Y finalmente un insoportable y agudísimo squeeeeek, que hizo añicos la mitad de las láminas de ámbar que cubrían las ventanas.
El joven elfo corrió deprisa hacia la gran sala. En el centro había un enorme huevo sobre el que el verde esmeralda y el dorado creaban los mismos dibujos que formaba el rosado y el gris claro en la piel del dragón (¿dragona?). Estaba roto por un lado y por ahí salía la cabeza desesperada de una versión reducida y verde esmeralda del (¿de la?) incubante. Los colores eran verde y dorado como el huevo. El mechón sobre los ojos era de un verde más oscuro, como el fondo del mar cuando el mar es cristalino. Los ojos eran enormes, redondos, desorbitados y desesperados. Todos los libros de la estantería norte, 846 libros de geometría analítica y los manuales sobre cómo hacer las conservas de arándanos y pimentones, se habían esfumado. Evidentemente el squeeeeek había ido acompañado por una ráfaga de fuego. Yorshkrunsquarkljolnerstrink aún pudo detenerse a pensar que no había sido muy buena idea organizar los libros de un mismo tema en el mismo estante. Ahora el análisis de la geometría plana había desaparecido de la categoría de los temas estudiables; y la humanidad tendría que redescubrirla desde el principio, a menos que él pudiera sacar un poco de tiempo, cincuenta o sesenta años, más o menos, para reescribir al menos los fundamentos. Las conservas de arándanos y pimentón puestos a macerar con tomillo también habían desaparecido para siempre; pero, con un poco de suerte, éstas no las redescubriría nadie.
El crash con el relativo temblor de las paredes había sido la apertura del gigantesco portal. Los dos batientes estaban abiertos de par en par, y el viento del mar entraba esparciendo pétalos, mariposas y las cenizas residuales de tres siglos de estudios de geometría, que formaban en pequeños remolinos sobre el suelo.
Al otro lado, en el cielo, las grandes alas del dragón viejo batían sobre el mar. Su vuelo llenaba el cielo. La luz del sol, ahora alto, pasaba a través de los dibujos de sus alas. Sus ojos dorados y los ojos azules del joven elfo se encontraron. Esos ojos tenían toda la ternura del mundo y todo el orgullo, todo el amor posible y toda la fuerza, la vehemencia y la arrogancia.
Toda la magnificencia.
Magnificencia.
Magnificencia.
Magnificencia.
Magnificencia.
—Erbrow —gritó el dragón mientras formaba una raya con el fuego que salía de sus fauces y rasgaba el cielo, tiñéndolo de anaranjado.
Yorsh comprendió que ése era su nombre. Asintió, y luego hizo una profunda reverencia. La raya de fuego permaneció en el cielo, dividiéndolo en dos, mientras las grandes alas del gran dragón bajaron hasta el horizonte, donde unas olas en tempestad se encontraban con el cielo.
Las olas se abrieron y lentamente acogieron las grandes alas, que permanecieron largo rato suspendidas, justo en la línea del horizonte, bajo nubes de gaviotas.
Luego las olas se cerraron nuevamente y no quedó nada del dragón.
Los ojos de Yorsh permanecieron fijos en el último punto donde habían brillado las alas bajo el sol.
El corazón del joven elfo se sumió en el dolor. Y el dolor le entró en el alma como un cuchillo y allí encontró otro dolor, aquel que estaba allí desde siempre: su madre, que se había ido al lugar de donde no se regresa cuando él era demasiado pequeño para recordarla; la abuela, que se había quedado en medio del agua que subía cuando él era ya muy mayor para poder olvidarlo alguna vez.
El corazón del joven elfo se sumió en la añoranza. Deseó poder tener al dragón viejo todavía, poder leer una última vez la historia de la princesa de los guisantes, o habas o lo que fueran. Deseó con todas sus fuerzas oír que lo reñía como si fuera el peor de los criminales por haber tratado de subirse en el roble frente al portal de la entrada, u oírlo enumerar todos los síntomas de la otitis externa, por no hablar de la gastritis, la sinusitis, la urticaria o el espasmo en la trigésima segunda vértebra caudal, o la decimosexta o la cuadragésima.
Luego otro insoportable squeeeeek retumbó a sus espaldas.
El dragoncito estaba llorando de nuevo.
La física también había acabado convertida en remolinos de cenizas sobre el suelo. La humanidad tendría que redescubrir desde el principio la termodinámica y las leyes sobre las palancas. ¡Se necesitarían milenios, si todo salía bien!
Mientras Yorsh pensaba desesperadamente qué hacer y cómo hacerlo, le vino a la cabeza uno de los proverbios de Arduin, el Señor de la Luz, fundador de Daligar: «Cuando los desastres son inminentes uno no tiene tiempo de pensar cuan triste o desesperado está y, por lo tanto, deja de estarlo».
La primera cosa que debía hacer era sacar al dragoncito de su huevo. El cascarón tenía casi ocho centímetros de espesor. Yorsh trató de romperlo, pero era como tratar de partir una piedra con las manos. Con cuidado, extendió una mano, tratando de hacer el movimiento lo más lentamente posible para no asustar al pequeño dragón.
El movimiento no fue lo suficientemente lento.
Hubo otro squeeeeek, con llamarada adjunta: afortunadamente el manual para curar las quemaduras estaba entre las recetas para cocinar setas y las instrucciones para hacer máquinas voladoras.
Yorsh lo intentó de nuevo, esta vez con la mano izquierda, dado que la derecha parecía una de las setas de Cómo cocinar sus setas a la brasa, cuarto estante del lado sur de la tercera sala. Aumentó la lentitud del movimiento para evitar que su rostro se pareciera a los dibujos de Cómo no carbonizar las setas a la brasa, tercer estante en el lado sur de la tercera sala.
El movimiento fue lo bastante lento.
Esta vez, Yorsh pudo posar su mano sobre la cabeza del pequeño. Garabatos de minúsculas escamas verdes se alternaban con mechones de pelo de un verde más oscuro, con destellos dorados, y suaves como el terciopelo. Todo era liso, suave y tibio, pero, a través de su mano, el elfo sintió el miedo desesperado del pequeño, un miedo arrebatador y total como sólo puede ser el miedo de un recién nacido, un miedo que lo abarca todo, pues está en un cerebro donde aún no existe nada más. En la cabecita tibia del enorme dragoncito estaban la angustia infinita y el temor de algo profundamente más doloroso que el hambre y profundamente más aterrador que la oscuridad.
Yorsh corrió el riesgo de ser abatido por aquel terror ciego y abismal, y se acordó de sí mismo, solo, bajo una lluvia infinita, sin nadie, excepto él mismo, hasta el horizonte.
El miedo de estar solo.
El miedo de que nadie te ame.
Comprendió lo que debía hacer. Con todas sus fuerzas pensó en sí mismo y en el pequeño juntos. Se imaginó a sí mismo con la cabeza del pequeño en su regazo en medio de un campo inmenso de margaritas diminutas. Luego se imaginó que él y el pequeño dormían abrazados. Luego imaginó que se dividían las almendras dulces y las habas por mitades. Y luego, de nuevo, que el pequeño tenía la cabeza en su regazo en un campo inmenso de margaritas.
El pequeño se calmó, la desesperación se desvaneció de sus facciones, sus ojos se serenaron.
—Todo está bien, pequeño, todo está bien.
«Pequeño» era un modo de hablar. El dragoncito era como una pequeña montaña. Pero no se le ocurría ningún otro apelativo. Era un pequeño. Tenía grandes ojos húmedos, verdes y dorados como el lago de la montaña sobre el que brilla el sol.
«Todo está bien, pequeñín, yo estoy aquí»; funcionaba. Los ojos verdes del dragón se perdieron en los ojos azules del elfo.
—Pequeño, hermoso pequeñín. Eres mi pequeñín hermoso. Polluelo, dragoncito bonito, dragoncito pequeñín, bonito polluelo.
El dragoncito se alegró. Por primera vez en la vida sonrió.
Era menos arisco que un dragón adulto y tenía una sonrisa tiernísima, casi desdentada: ninguna huella de los dientes posterolaterales, posteromediales, inferoposteriores e inferocraneales; había apenas un esbozo de los centrales.
Por primera vez en su vida, el pequeño meneó la cola y su enorme huevo se hizo añicos. Ésa era la manera en que salían del huevo. No estaba escrito en el libro, y habrían debido agregarlo. Los pedazos del huevo volaron en todas direcciones, como una explosión de fuegos artificiales, verde esmeralda y dorados.
—¡Erbrow! —Así se llamaría—. Erbrow —repitió el elfo triunfante.
El pequeño se volvió literalmente loco de alegría. Saltó feliz. Un mortífero golpe de su cola, que no dejaba de menear, derribó una antiquísima estalactita y un peñasco se desplomó desde el techo. Siguió un squeeeeek lleno de alegría y, afortunadamente, Yorsh se agachó a tiempo para salvar su cara, pero su cabello terminó en pequeños remolinos de cenizas que danzaban en el suelo junto con lo que quedaba de El arte de los meridianos. La humanidad tampoco lograría saber la hora en los próximos siglos. Incluso la simple predicción de un cometa o de un eclipse sería toda una hazaña.
Yorsh se sentó en el suelo; el dragoncito sonrió de nuevo. Tenía una sonrisa desdentada, y sus ojos se iluminaban aún más cuando sonreía. El pequeño le puso la cabeza sobre el regazo y se durmió inmediatamente, exhausto.
Paz.
A Yorsh le ardía su mano derecha. EÍ fuego también había rozado su frente.
Trató de hacer un plan rápido de cosas pendientes en orden de urgencia: organizar todos los libros y los pergaminos amontonándolos en la habitación central para protegerlos tanto del dragoncito como de la intemperie; buscar el árnica montana, el acónito y la digital purpúrea, y buscar la forma de hacerle las inhalaciones al dragoncito, para volverlo un poco más, como decirlo, manejable. ¡Esto es lo que se llama suerte: el árnica montana también sirve para curar las quemaduras! Tendría que plantarla por todas partes. Moviéndose lentamente para no despertar al pequeño, que dormía en su regazo, Yorsh se estiró sobre el suelo de la caverna en medio de un tapete de pequeñas margaritas; alargó su mano izquierda, la única que podía usar, y estirándose al máximo, recuperó su manual de dracología, en ese momento el libro más importante de la biblioteca.
¿Margaritas? Un prado de margaritas cubría el suelo de la caverna.
El manual no contenía una gran cantidad de información útil sobre los dragones.
No mencionaba tampoco que la mente de un dragoncito, cuando está feliz, hace realidad sus sueños.
O quién sabe, quizá lo mencionara, pero el moho lo había devorado.
Capítulo 5
Estaban trabajando en la recolección de uvas desde por la mañana: el mejor trabajo del mundo. No hay vigilancia posible que pueda contar todos los racimos en una vid, todas las uvas en un racimo. Era necesario cantar ininterrumpidamente para demostrar que se tenía la boca vacía, pero era imposible darse cuenta de cuándo faltaba una voz. Las notas de
...Todos nosotros amamos al Juez. A él nos encomendamos agradecidos le estamos porque nos ama...
resonaban ininterrumpidas entre las viñas. Los niños habían aprendido a comer por turnos, uno solo cada vez, los que estuvieran más alejados de Tracarna en ese momento. Ella pasaba continuamente ente las hileras mientras en la parte de abajo, a los pies de la pendiente con las vides, a la sombra de un árbol de higos, Stramazzo roncaba. Cuando dormía, la boca se le abría y la saliva empezaba a escurrírsele por un lado de la barba grisácea, pero incluso así tenía un aspecto menos estúpido que cuando estaba despierto.
Ni siquiera Crechio y Morón eran un peligro: estaban demasiado ocupados tratando de devorar todo lo que pudieran.
El sol brillaba sobre las hileras. El verano había sido seco: la uva era magnífica. En la lejanía, sobre las Montañas Oscuras, brillaban las primeras nieves. Se decía que del otro lado de las Montañas Oscuras estaba el mar, que es una especie de río inmenso que no termina nunca y que continúa por todos los lados hasta que el horizonte lo separa del cielo. Robi pensó en su padre, que siempre le decía que tarde o temprano la llevaría a ver el mar, porque el espíritu de las criaturas libres las empuja inevitablemente hacia los lugares donde nada interrumpe el paisaje y el cielo limita con el mundo a lo largo de la línea del horizonte.
lomir estaba cerca de Robi y hasta ella tenía un aspecto casi alegre, y entre una uva y otra gritaba a todo pulmón «porque nos ama».
Entonces, de repente, su cara se paralizó, se llevó las manos a la boca y casi dejó caer el racimo que estaba recogiendo. Por su rostro pasaron, en orden: el más grande estupor del mundo, la felicidad más grande del mundo, la infelicidad más grande del mundo, el miedo más grande del mundo y el horror más grande del mundo. Robi se volvió para mirar en la misma dirección que lomir y vio que una sombra se escondía entre las vides. Lo comprendió al vuelo: uno de los padres de lomir, o quizá ambos, habían venido a recuperar a su hija, y la pequeña estaba aterrorizada ante la idea de que Tracarna y Stramazzo o uno de los abandonados pudieran verlos.
Se podía ir a parar a la Casa de los Huérfanos por ser un huérfano de verdad, es decir, hijo de padres que habían muerto; o por ser un abandonado, es decir, hijo de padres que habían tomado su propio camino y habían dejado a sus hijos al cuidado de Las Hienas.
Esto formaba dos bandos diferentes, inevitablemente hostiles y, en consecuencia, enemigos entre sí. Los huérfanos tenían una férrea costumbre de orfandad; eran, de algún modo, unos sobrevivientes al hambre y a la crueldad desde la más tierna edad, las consideraban partes fundamentales de su propio ser y de la vida en general; en consecuencia sentían un desprecio mayor que el odio hacia cualquiera que tuviera recuerdos de ternura y abundancia escondidos en la memoria. Los huérfanos conocían a Tracarna y Stramazzo desde siempre, y casi eran apreciados por ellos, dentro de los estrechos límites de la benevolencia que les era posible a ambos. Los huérfanos representaban, con su propia existencia, la prueba de que los cuidados dispensados por Las Hienas también podían ser compatibles con la supervivencia. Eran, en cierto sentido, el motivo de orgullo de la Casa de los Huérfanos.
A los abandonados los guiaba un sueño inconfesado: un día alguien iría a buscarlos. Un rey o una reina llamarían un día a la puerta de la Casa de los Huérfanos para buscar a su criatura, perdida a causa de una terrible catástrofe: desaparecida en un terremoto, arrastrada lejos en una cesta de mimbre durante un alud, raptada por pura maldad por los orcos, los troles, los elfos, los lobos feroces o algo parecido, y luego abandonada.
Pasaban los días, ni una maldita alma llamaba a la puerta. De hecho, ni siquiera había una puerta en la cual un rey o una reina o una persona cualquiera pudiera llamar y preguntar si su niño adorado o su amadísima hija estaban por casualidad allí. Había sólo una piel de oveja que únicamente se abría para dejar entrar a Las Hienas o a los «tutores temporales», que venían a contratar el trabajo de los niños. Éstos negociaban el precio con Tracarna mientras Stramazzo vigilaba sentado debajo de un sauce, donde uno de los niños más pequeños lo abanicaba para ahuyentarle el calor y los mosquitos, y la cara se le alargaba del tedio en una expresión inequívoca de idiotez.
Pero nunca se sabe. En el fondo de sus mentes todos los huérfanos, incluso los más grandes, los que carecían de las formas más elementales de ingenuidad y de fe, tenían el sueño de que, un día, un rey y una reina llegarían hasta la piel de oveja en una carroza de oro cargada de comida.
Los abandonados llegaban a la Casa de los Huérfanos y al cuidado de las dos Hienas sin una preparación adecuada, o más bien con una preparación que después, con frecuencia, resultaba inadecuada debido a la nostalgia y los recuerdos. A esto se sumaba que Las Hienas tenían entre sus principales tareas la obligación de borrar de las mentes jóvenes cualquier sentimiento de afecto que no fuera hacia Daligar.
Pero eso no era todo. Cualquier criatura humana, incluso la peor, es más, sobre todo la peor, tiene un intenso deseo de ser amada, o al menos no demasiado odiada. En la mirada desesperada y abatida de los niños cuyos padres habían sido reemplazados por Las Hienas, y el pan y el queso reemplazados por la polenta con gusanos, habitaba el odio, escondido entre el miedo y el hambre, metido entre la desolación y la humillación.
Con frecuencia, la partida de los padres del chico en cuestión no era provocada por las miserias, epidemias o carencias que abundaban, sino por una intervención directa del Juez administrador, que era uno de los que jamás le habría ahorrado a su pueblo, por su propio bien, el santo castigo de la horca. Esto, por un lado, aumentaba el odio en las miradas de los niños, y, por otro, la perversa alegría de Las Hienas al infligir castigos, reducir las raciones y multiplicar el trabajo.
Las intervenciones directas del Juez podían ser una condena a la horca o una orden de exilio, esta última acompañada de la obligación de dejar a los hijos, considerados propiedad del condado.
Esto era lo que había ocurrido con los padres de lomir, que si alguna vez hubieran regresado para tratar de llevarse a su hija, habrían cometido el delito de secuestro de menores, castigado con la pena de muerte.
Como un jefe militar que estudia la estrategia de una batalla, Robi localizó rápidamente la posición de Tracarna y de los representantes más hostiles del bando de los huérfanos, principalmente Crechio y Morón, pero también Cala, la niña que tenía un dedo menos, quien detestaba a lomir con toda el alma. Crechio y Morón estaban lejos, al otro lado de la viña; Tracarna estaba más o menos a mitad del camino, entre Robi y lomir y la sombra escondida, pero se había vuelto hacia la parte alta de la colina donde unos niños más pequeños se habían caído y quizá se habían golpeado, pero lo grave era que habían volcado el cesto con la uva que estaban recogiendo. El peligro era Cala: estaba a pocos pasos de la sombra agazapada. Afortunadamente, ella también estaba distraída con el suceso de la caída y los insultos de Tracarna, pero eso no duraría mucho. Robi pensó a toda prisa, tratando de que se le ocurriera alguna idea; luego se echó a correr como una loca, lo más lejos posible de la sombra agazapada.
—¡Una serpiente, socorro, una serpiente! —comenzó a gritar con todas sus fuerzas.
—Detente inmediatamente y regresa a tu trabajo, muchachita estúpida —gritó Tracarna como respuesta—, como mucho será una culebra inofensiva.
Demasiado tarde: el pánico se había propagado entre las vides, o quizá solamente fuera una excusa para cantar menos y comer más uvas. Los niños habían dejado de recoger la uva. Había gritos y miedo, y todos escapaban en todas direcciones, chocándose unos contra otros. Robi continuó corriendo mientras fingía terror, agitaba las manos y emitía chillidos horrorizados. Se tropezó realmente con una raíz y cayó cuan larga era contra una de las enormes cestas donde se vaciaban poco a poco los capachos que los niños llenaban entre las hileras. La cesta osciló un par de veces, luego se desequilibró definitivamente, cayó al suelo y comenzó a rodar hacia abajo, perdiendo parte de su contenido aunque no mucho: el resto permaneció en su lugar. De hecho, la cesta seguía prácticamente llena cuando salió volando, después de un último bote sobre una piedra, para aterrizarle encima a Stramazzo. Se armó un gran revuelo. Todos gritaban. Tracarna se apresuró a liberar a su cómplice, pero las dimensiones de la cesta parecían hechas a la medida de Stramazzo, que se había quedado atascado adentro. Crechio y Morón acudieron para echar una mano, agregándole a la escena (con ellos dos que tiraban de un lado, Tracarna del otro, y Stramazzo en el centro, gritando dentro de la cesta y derramando jugo de uva por todos partes) una bocanada involuntaria e irresistible de comicidad. Entre las hileras de uva alguien comenzó a reírse abiertamente. Robi alcanzó a ver por el rabillo del ojo que lomir desaparecía a través del viñedo, entre los brazos de una sombra oscura.
Se había ido.
Sin embargo, ahora el problema lo tenía ella. Trató de pensar en otra idea para evitarse líos, pero su mente estaba en blanco, nada la agitaba, como la superficie del pequeño estanque detrás de su casa, después de que los patos volaban hacia el sur debido al invierno.
Stramazzo, finalmente fuera de la cesta, se había levantado chorreando jugo de uva como una cuba en otoño y se dirigía hacia Robi demostrando que podía tener una tercera expresión aparte de la complacencia estúpida o de la inflexible y pura estupidez: la furia. Tampoco así tenía un aspecto inteligente, pero sí que daba miedo.
—Tú... tú —comenzó a gritar apuntando su índice hacia Robi—. Tú... tú... —La voz se le ahogó.
Robi no tenía el más mínimo deseo de saber qué seguiría después del «tú». Se preguntó qué posibilidades tenía de emprender ella también una fuga. Ninguna, porque Crechio y Morón le estaban bloqueando el camino.
Se preguntó cuántos golpes le darían y cuántas veces sería excluida de la fila para la polenta y la manzana; y el miedo al dolor, junto con el desconsuelo por el hambre, llenaron su ser.
Por primera vez sintió miedo de verdad: quizá no conseguiría sobrevivir hasta la primavera.
Robi se quedó inmóvil, apabullada. Por primera vez en su vida incluso el más pequeño rayito de esperanza parecía haberse desvanecido.
De repente, el mundo se volvió verde. Alguien gritó de miedo. Robi levantó los ojos. Una cosa de un enorme color esmeralda estaba en el cielo, traspasada por la luz. Robi fue la primera en comprender, o quizá sería más correcto decir en reconocer, lo que estaba sucediendo: las alas de un dragón habían tapado el sol.
Capítulo 6
Yorsh se despertó y se desperezó. Las quemaduras del brazo derecho y de la frente estaban prácticamente curadas y casi no las sentía, mientras que las de la espalda le hacían ver las estrellas. Se levantó cojeando. La última estalactita, que la cola del dragón le había hecho caer encima, le había golpeado en los tobillos. Ambos. Estaba anquilosado, rígido y adolorido.
Sus miembros estaban entumecidos por el frío y las rodillas no le respondían.
Se sentía como un camarón que hubiera dormido dentro de un glaciar.
El cazador le había comprado ropa caliente y cómoda de lana gris y azul en Arstrid, la última aldea señalada, pero las ropas no crecen, mientras que los niños sí; eso sin tener en cuenta que estaban rotas, descosidas, y que había puntos donde simplemente ya no había tela porque se había desgastado. ¡Todo lo que quedaba era un trapo alrededor de sus caderas, y en el resto se moría del frío.
Recordó los buenos tiempos cuando dormía a una temperatura perfecta, con una capa perfecta de mariposas que le daban calor. ¡Y aún así se había lamentado! Sus deseos habían sido cumplidos por un destino que tenía un gran sentido del humor. Ahora la imperfección y la incertidumbre abundaban, incluso rebasaban los límites; habría dado mucho por tener un día previsible y tediosamente igual a los demás.
Recordó cuando él, siendo pequeño, casi de tres años, se estaba muriendo de frío, temor y hambre dentro de la oscuridad y la lluvia, y le había pedido al destino un poco de calor y de abundancia. Durante trece años los había tenido hasta hastiarse. El destino, evidentemente, carecía de términos medios.
El dragoncito aún dormía. Una nieve ligera recubría el bosque de alerces donde habían pasado la noche. Era mejor estar fuera de la biblioteca, no solamente para salvar algo del saber humano, sino también porque el pequeño tenía un corazón alegre, siempre alegre; no paraba de menear la cola, y las estalactitas derribadas a coletazos podían ser mortales.
El joven elfo se encaminó al claro que había fuera. El árnica montana crecía en el límite con el glaciar. Yorshkrunsquarkljolnerstrink había hecho de todo para comunicarle al dragoncito el concepto de una plantación de árnica montana, con la esperanza de verla nacer a sus pies. Lo único que había conseguido era un desolado squeeeeek de incomprensión, acompañado de la inevitable y mortífera llamarada: la espalda todavía le ardía al recordarlo.
Evidentemente, la materialización sólo funcionaba cuando había emociones extraordinarias: montones de alegría y manojos rebosantes de afecto. La mera necesidad de un poco de árnica para curar o evitar las quemaduras no provocaba el júbilo necesario para ello.
Además al pequeño le estaban creciendo los dientes; los centrales estaban ya casi completos, y habían aparecido los esbozos de los posterolaterales. Esto le provocaba picores en las encías, y él buscaba alivio royendo cosas. Entre los libros consumidos por el fuego y los consumidos por el mordisqueo, el saber de las generaciones futuras corría el riesgo de reducirse. Era como tener en casa una rata de setecientos kilos.
Yorsh había logrado llegar cojeando hasta el árnica. Había unas pocas plantitas, pero serían suficientes para la espalda y el hombro. Para apagar al dragoncito o al menos para atenuarlo un poco, serían necesarios también el acónito y la digital, pero el problema era que el libro no especificaba las dosis. Recomendaba «pocas» flores para la infusión, porque «muchas» serían tóxicas. Mortalmente tóxicas. ¿Cuántas eran «pocas» y cuántas eran «muchas»?
Mientras la duda persistiera, tenía que seguir con las quemaduras. Era necesario tratar de reducirlas un poco evitándole al pequeño cualquier tipo de emoción repentina.
Yorsh había terminado. Se puso de pie. Detrás de él las cimas nevadas de las Montañas Oscuras blanqueaban en el cielo azul, y a sus pies se abría el valle.
Dejó vagar su mirada. El bosquecito de abetos rojos donde había aparecido de improviso una borrita espantando a Erbrow, todavía humeaba. En cambio el zarzal cerca del laguito donde Erbrow había descubierto un magnífico enjambre de mariposas, ya se había apagado. Yorsh se puso en marcha hacia el bosque de alerces, cojeando. Si Erbrow se despertaba y se daba cuenta de que estaba solo, se asustaría y otra buena cantidad de árboles terminaría convertida en tizones ardientes.
El dragoncito aún dormía entre los alerces. Yorsh se sentó y luego lo acarició. Sus dedos pasaron lentamente sobre el suave y tibio pelo color esmeralda. «Un dragón recién nacido pesa setecientos kilos», narraba el libro.
Setecientos kilos de desastres y destrucciones. Setecientos kilos de pelo tibio y ternura.
Setecientos kilos de catástrofes y quemaduras. Setecientos kilos de afecto y escamitas luminosas.
El dragoncito se despertó, se desperezó y abrió la boca en un gran bostezo que redujo a cenizas la copa del pino centenario en el umbral del claro.
Luego Erbrow notó la presencia del elfo, lo miró feliz y estalló en risas por la alegría de volverlo a ver. Yorsh consiguió apartarse a tiempo: ahora tenía los reflejos de un felino; sin embargo, una mata de romero terminó en llamas. Yorsh continuó acariciando al dragoncito, que meneaba la cola feliz. Yorsh y el dragoncito se estrecharon el uno contra el otro junto al romero que ardía calentando el aire y produciendo reflejos dorados en la niebla. El pequeño lo miró extasiado y el muchacho le dio un besito en la punta de la nariz. Era como tener un hermanito menor. Erbrow estaba realmente feliz, el meneo de su cola aumentó y uno de los alerces cayó al suelo, partido en dos. Esta vez Yorsh logró esquivarlo. Sí, definitivamente estaba volviéndose ágil como un felino. Sí, definitivamente era como tener un hermanito recién nacido. Setecientos kilos de hermanito menor.
Setecientos kilos de los cuales al menos media docena eran de glándulas igníferas.
No estaba ya «solo hasta el horizonte», pero, indudablemente, el destino, al menos el suyo, no tenía talento para los términos medios. ¡Si sólo la espalda le doliera un poco menos!
Yorsh cogió su vieja alforja bordada que llevaba en bandolera. La abrió, sacó su pergamino y un puñado de habas doradas para el pequeño. Éste enloqueció con ellas, y muy alegre y tranquilo, empezó a comérselas una por una, muy lentamente, como todos los dragones cachorros.
El dragón deja de ser un recién nacido cuando aprende a volar. Sólo entonces comienza su infinita sabiduría, sólo entonces aprende a hablar, a escribir et la correlación entre su fuego et los daños que el mismo produce...
«Cuando» y no «quando». Después y como consecuencia. Como consecuencia del hecho de aprender a volar, después de su primer vuelo, el dragón deja de ser un recién nacido. Había un dibujo que ilustraba el concepto. Las emociones de los vuelos, sumadas a los movimientos de los músculos pectorales y dorsales, permiten al dragoncito la maduración definitiva de su cerebro.
Por consiguiente, el tutor del dragón tiene que enseñarle a volar. Y hasta que no lo logre es mejor proveerse de árnica montana en abundancia.
El problema era ¿cómo? El vuelo se aprendía por imitación.
Yorsh no sabía volar. Su mayor experiencia al respecto se reducía a una tarde en columpio. La primera idea que se le había ocurrido a Yorsh había sido simple y genial. Había puesto la mano sobre la enorme cabecita del dragoncito y luego se había concentrado con todas sus fuerzas en un grupo de cansas que revoloteaban. No había funcionado. El dragoncito había intentado gorjear (quemadura del brazo derecho de Yorsh y destrucción de ocho plantas de mandarino rosado), había pasado medio día correteando a saltitos como alguien que está convencido de que pesa medio gramo y había arrancado tres trepadoras de pomelos rosados al tratar de saltar por encima de ellas con los pies juntos.
La segunda idea había sido más práctica. Yorsh se había fabricado dos alas mecánicas que, en lugar de plumas, estaban hechas con las hojas de los pomelos derribados, y había intentado hacer una demostración directa. El pequeño lo había mirado con una perplejidad desinteresada mientras él corría de arriba abajo por el claro agitando sus dos enormes alas de hojas de pomelo rosado.
Poco antes de que Yorsh cayera fulminado por un ataque cardíaco de tanto correr, Erbrow había encontrado una ranita. Al principio se había asustado porque era la primera que veía, y la inevitable llamarada había destruido un ciruelo silvestre que estaba cerca; luego se había puesto a jugar muy contento, saltando también por todas partes.
En vista de su escaso éxito, Yorsh había tratado de mejorar el resultado subiéndose sobre las rocas y planeando después hacia el suelo. Sin embargo, había pasado ya mucho tiempo desde que había leído el manual para fabricar máquinas voladoras, y no podía releerlo porque había sido carbonizado por el segundo estornudo del pequeño, mientras que los textos sobre globos aerostáticos y cometas habían sido destruidos por el primero.
Era evidente que las alas no eran suficientemente grandes o que la inclinación de las hojas que hacían de balancín respecto a las que sostenían el impacto del aire probablemente, era incorrecta. En el primer intento se había estrellado miserablemente contra un prado cubierto de gencianas, levantando una nube de hojas de pomelo rosado. La expresión del dragoncito había pasado de la perplejidad al terror: el flanco de la montaña guardaría por mucho tiempo las huellas de su llanto desesperado. Yorsh había aprendido a apagar el fuego empleando de forma inversa la transferencia de energía con la que conseguía encenderlo. Pero la energía se transfería pero no se anulaba; es decir, se encontraba en el interior de la cabeza del muchacho, exactamente detrás de la frente y encima de la nariz, y allí ardía durante un rato, produciéndole algo intermedio entre una especie de quemadura interna y un insoportable dolor de cabeza, que sin duda sería más soportable si no se sumara a las contusiones de los tobillos, las quemaduras de la espalda, las rascadas de la rodilla izquierda, por no mencionar los moretones en los codos y las deformaciones del dedo gordo de su pie izquierdo.
Los dedos y los ojos del muchacho hojeaban los antiguos pergaminos que ya se sabía de memoria. Tenía en sus manos las flores de árnica montana y la nieve fresca, y se las pasaba por todos los puntos dolorosos: quemaduras, cortes, contusiones, rascadas, luxaciones, despellejaduras y moretones. Se sobresaltó de improviso. Había una última página que no había podido despegar antes, que se estaba abriendo y que era legible.
El árnica montana y la nieve fresca que tenía en sus manos, sumadas al humo de romero, actuaban en forma extraordinaria contra el moho de los pergaminos. Era un descubrimiento interesante.
Habría podido añadirlo al Manual sobre la conservación y salvación de los pergaminos antiguos, si tan sólo el pequeño no lo hubiera roído ya.
Había unas pocas líneas solamente.
Si lo dragón no tiene a nadie que le cuente historias de princesas cambiadas con príncipes asaz bellos, hay aún una posibilidad: leerlas en los libros. Hay una nueva estirpe de criaturas vivientes nacidas de la unión de la gente élfica et la gente humana.
Ellos no son como los elfos que sólo aman los libros de ciencias et los que explican cómo se hacen las cosas, ni como los humanos que no aman ningún tipo de libro porque, después de la caída del imperio et la llegada de las sórdidas poblaciones bárbaras, ignorantes se volvieron como los jabalíes et hasta peores.
Yorsh leyó, luego releyó, luego releyó otra vez y continuó releyendo hasta estar seguro, más allá de toda posible duda, de que cada palabra, cada letra o sílaba había quedado grabada en su mente como el hierro candente en la piel.
Erbrow había terminado las habas y había venido muy contento a dejarse contemplar.
Criaturas nacidas de gente élfica y gente humana. Por lo tanto, los matrimonios entre los elfos y los humanos no siempre habían sido castigados, no siempre había existido la condena a la hoguera. Es más, ahora que lo pensaba, el solo hecho de que estuvieran prohibidos quería decir que eran posibles.
Él siempre se había imaginado solo. Un muchacho solo. Un joven solo, un hombre solo, un viejo solo que muere solo, en medio de sus libros. Solo o en compañía de un dragón.
Sin embargo, no: podría unirse con una muchacha humana. La sola idea hizo que su corazón diera un vuelco. Una muchacha humana sería humana, es decir, en pocas palabras, tendría características humanas. El llanto que te sale como agua que gotea por los ojos y la nariz. Alguien que no sea un elfo puede incluso tener cabellos que no sean rubios y ojos que no sean azules. Caries en los dientes. Sería alguien que comiera carne muerta y aplastara los mosquitos con las manos. Más que el corazón, ahora era el estómago el que se le contraía.
Y como si eso no bastara, los desvaríos de los hijos que nacerían de esta unión serían sobre princesas que se perdían entre campos de habas y eran encontradas entre campos de fríjoles.
Por otro lado, también su dragoncito tendría su período de incubación si no destruía ahora la biblioteca a fuego y golpes. Un lugar protegido, fruta y novelas tontas y repugnantes a voluntad. De repente se acordó de la profecía de Daligar.
Decía algo sobre un elfo que era el más poderoso y el último. Ya sabía que era él. El elfo más poderoso y el último, encontraría al último dragón. Yorsh se estremeció ante este pensamiento. ¿El último? ¿El último en el sentido de que ahora sólo había un dragón a la vez, o en el sentido de que no podría poner su huevo y con él su raza quedaría extinguida?
Le parecía que también estaba escrito que su destino era desposar una muchacha con el nombre de la luz de la mañana, hija de un hombre y una mujer que... Había otras cuatro palabras, pero no las había podido leer. Los caracteres de la segunda dinastía rúnica no eran fáciles, sobre todo si se leen estando en los brazos de alguien que corre. Si sólo hubiera podido leer las últimas tres palabras después de ese «que». ¡Si sólo el cazador que lo llevaba cargado hubiera ido un poco más despacio! Habría tenido tiempo de leer y ahora no tendría dudas acerca de su destino. Pero si hubieran ido más despacio los habrían apresado y colgado. De hecho, también el colgamiento habría obstaculizado su destino, era mejor haberse quedado con la duda. ¡Si al menos hubiera entendido por qué se habían enfurecido tanto con ellos en Daligar! Él era un elfo, cierto, pero todo lo que había hecho con su magia en la ciudad de Daligar había sido resucitar una gallina. Era una gallina hermosa, con las plumas de un cálido color marrón.
No podía ser sino él quien tenía que casarse con alguien. Una muchacha que tenía en su nombre la luz de la mañana.
Tenía que enseñarle a volar al dragón. Ciertamente tenía que enseñarle a volar al dragón.
Aún le quedaba una idea que todavía no había puesto en práctica y que podría funcionar.
Yorsh se puso en camino hacia los picos nevados. Erbrow lo seguía trotando, calentito dentro de su piel y sus escamas verde esmeralda.
El elfo temblaba del frío. Si se concentraba con todas sus fuerzas en la sensación de calor sobre la piel conseguía evitar quedarse helado, pero de todas formas el frío era terrible. La vegetación era cada vez más escasa. La nieve era alta. Abajo, en el valle, la pequeña nevada de los últimos días se había depositado sobre la hierba y, allá arriba, sobre la antigua nieve del invierno anterior.
Yorsh había visto desde el valle un punto que era perfecto: un gran peñasco terminado en pico encima de un espolón rocoso que estaba unos seis metros más abajo. Más abajo estaba el abismo, cientos de metros en caída vertical entre picos de granito tan altos como decenas de torres sumadas. Al fondo se abrían los valles, con bosques de alerces alternados con claros y, más al fondo todavía, el mar, con toda su magnificencia.
El frío era insoportable. El lugar era perfecto. La idea era ponerse a jugar con el dragoncito y hacer que lo siguiera hasta el peñasco. En el último instante, Yorsh se tiraría sobre el borde donde había una especie de nicho que parecía hecho a propósito. Erbrow, en su afán de seguirlo, caería al vacío, y una vez en el vacío abriría sus grandes alas para luego caer planeando sobre el espolón rocoso, seis metros más abajo. El espolón era grande. No había riesgo de que el pequeño fuera a parar en el abismo, era un plan simple y genial.
Yorsh se puso a correr. Agitaba los brazos, reía y llamaba al pequeño. Erbrow estaba totalmente feliz. Aullaba de felicidad. Pequeñas llamaradas de alegría derretían la nieve aquí y allá, calentando el aire.
«Ahora», pensó el elfo. Cogió impulso. Sentía el suelo retumbar tras él con los pasos paquidérmicos del pequeño. Al llegar al borde del peñasco se tiró al nicho y se acurrucó allí, con el corazón en la boca. Erbrow no alcanzó a frenar a tiempo, rebasó el borde y se encontró en el vacío, siguió hacia abajo aterrorizado sin abrir las alas y se estrelló contra el espolón rocoso, seis metros más abajo.
Permaneció allí, estupefacto, porque por primera vez en la vida se había hecho daño, y mucho. Incluso su piel y sus escamas, que lo protegían contra todo, estaban levantadas, magulladas, sucias y llenas de sangre. El dragoncito ni siquiera se puso a llorar. Lentamente levantó la cabeza y su mirada buscó a Yorsh. Lo peor eran sus ojos. Se quedaron abiertos de par en par mirando a Yorsh.
Setecientos kilos de estupor. Setecientos kilos de desesperación, sufrimiento y desilusión. Incluso su cerebro de recién nacido comprendía que lo había hecho a propósito. ¿Cómo había podido hacerle esto? ¿Por qué le había hecho esto?
Luego el dragoncito volvió a bajar la cabeza. Esta vez se puso a llorar emitiendo un leve aullido. Tampoco hubo emisión de llamas, era como si el fuego se le hubiera apagado.
Yorshkrunsquarkljolnerstrink se sentía muy mal. Enterró la cabeza en el pecho. No podía más.
Sintió su tremenda soledad como una capa de acero que le cortaba la respiración.
Se había arrastrado solo a través del pantano y la lluvia. Un hombre y una mujer le habían ayudado pero no consolado, porque ellos eran hombres y él era un elfo, y entre ellos siempre había una barrera de extrañeza e incomprensión.
Durante diez años había estado con un dragón demasiado perdido en las angustias de su incubación como para tenerlo en cuenta a él y a sus pensamientos, y ahora, de nuevo, no tenía a nadie. Quería a alguien que lo consolara, que lo abrazara y le dijera: «Lo has hecho bien, hijo mío, has hecho todo lo que podías, todo lo que sabías. Ahora no te preocupes, ya me encargo yo».
Nunca en su vida había escuchado las palabras: «No te preocupes, ya me encargo yo».
Quería que alguien lo llamara para decirle que la cena estaba lista.
Quería que alguien lo cubriera con las mantas por la noche.
Quería que llegara alguien tan grande y tan listo que pudiera ayudarle con el pequeño dragón, alguien que supiera qué decir y qué hacer para que sufriera menos.
Pero no había ni una maldita alma. Sólo él. Y un pequeño dragón desesperado.
Tenía que arreglárselas por sí solo. Se acordó de haber curado a un conejo y a una gallina heridos de muerte. Había ayudado a Sajra para que el agua saliera de sus pulmones. No había nadie más grande ni más fuerte que él, pero estaba él. Eso era mejor que nada.
Estaba él, sería suficiente. Debía ir con el dragoncito, aliviarle el dolor de las heridas, cicatrizarlas. No era capaz de sanar sus propias heridas, pero sí las de los demás.
Luego tenía que consolar al pequeño y consolarse también a sí mismo. Consolarse es una de esas cosas que uno puede hacer aunque esté solo, pero que en pareja resultan mejor: si consuelas a otro, encuentras consuelo.
Y luego tenía que enseñarle a volar. Tenía que lograrlo. El dragón solamente era demasiado pequeño.
Lo intentaría de nuevo dentro de algunos meses y el pequeñín lo entendería todo. Claro, así era, sólo se había equivocado de momento. Yorsh alzó la cabeza sobre los hombros que le dolían y se movió para ir a socorrer al pequeño. Puso el pie sin darse cuenta sobre una rama caída, y su tobillo lesionado no lo sostuvo; perdió el equilibrio y cayó afuera del peñasco. Hizo un vuelo de casi seis metros y aterrizó, estrellándose sobre el dragoncito. Su tranquilo aullido se transformó en un grito desesperado. Erbrow, aterrorizado, se sobresaltó y su sobresalto, hizo volar al joven, un largo vuelo formando un semicírculo perfecto como los arcos de la primera dinastía rúnica.
Yorsh aterrizó en el borde del espolón, donde la roca terminaba y se volvía vacío.
Logró agarrarse con las manos de una mata de zarzas. El resto de su cuerpo se mecía como un péndulo sobre el vacío. Bajo él quedaba un salto de cientos de metros y luego el granito.
—¡Ayúdame! —le gritó al dragoncito—. ¡Ayúdame! —repitió a pleno pulmón—. Tírame tu cola. Puedes salvarme.
El pequeño lo miraba inmóvil y aterrorizado. Estaba paralizado.
Setecientos kilos de incomprensión.
—¡La cola! —gritó otra vez el joven—. ¡Lánzame tu coooola!
Se había herido las manos en la caída. Además, tenía las viejas quemaduras que aún no estaban curadas y, para colmo, las espinas de la zarza.
El elfo trató de agarrarse con todas sus fuerzas, pero sus manos cedieron.
—Estoy a punto de morir. No me dejes morir. La cola. ¡Puedes hacerlo, bestia maldita! ¡Sálvame!
Setecientos kilos de completa y atónita inutilidad.
Yorsh no pudo agarrar más la zarza.
Cayó al vacío.
Trató de pensar en algo, si no para salvarse, al menos para no sufrir tanto cuando llegara el momento de estrellarse. Yorsh se preguntaba cuánto tiempo se tarda en morir y si sería suficiente como para sentir dolor. Trató de pensar en su madre. Ahora se volverían a encontrar. Ese pensamiento no lo consoló. Lo único que lograba pensar era que quería seguir con vida a toda costa.
El mundo se volvió verde. El cielo, el sol, sus manos, que había estirado mientras caía, lo que alcanzaba a ver de su cuerpo, la nieve arriba en las cimas. Todo. Dos enormes alas verdes se habían abierto sobre de él y la luz las traspasaba.
El dragoncito estaba volando. Estaba encima de él, con las alas totalmente abiertas. Por lo menos le había enseñado a volar.
Decidió no ilusionarse.
«Solamente me está siguiendo», pensó Yorsh aún. «Está volando por imitación. De un momento a otro hará squeeeeek y en vez de volar en pedazos arderé vivo.»
Luego sus ojos se encontraron con los de Erbrow. Setecientos kilos de decisión. Setecientos kilos de determinación. El pequeñín venía hacia él a salvarlo. Al caer, se había hecho daño, y mucho. Había comprendido que al caer uno se hace daño. Venía a impedir que Yorsh chocara contra el suelo. Estaba volando con todas sus fuerzas para cogerlo. Ya lo había alcanzado. Yorsh cerró los ojos y contuvo el aliento esperando sentir las garras del dragón agarrándolo hasta hacerlo sangrar, aunque fuera para salvarle la vida. Quizá se salvaría de la caída para morir de un zarpazo.
Setecientos kilos de inteligencia.
Sintió cómo tiraba de él hacia arriba. Erbrow lo había cogido por las muñecas entre las garras de sus patas anteriores. Su agarre era seguro, fuerte y... suave a la vez. Las patas de Erbrow eran todavía suaves como las de todos los cachorros. Sus garras ni siquiera lo habían rozado. ¡Su cerebro había madurado y funcionaba!
El dragoncito viró con decisión hacia arriba y se dirigió hacia las colinas más allá de las Montañas Oscuras. Descendieron sobre un paisaje suave donde las vides se alternaban con los manzanos. Yorsh contrajo los músculos abdominales con todas sus fuerzas y tiró los pies hacia arriba, en una especie de cabriola. Erbrow entendió la maniobra y la facilitó bajando su hombro derecho, y simultáneamente, en el momento justo, soltando las muñecas del joven. Yorsh se encontró de nuevo arriba, sobre la espalda del dragón. Como dos acróbatas que se hubieran entrenado durante años. Yorsh alcanzó a ver, abajo, entre las hileras de vides, figuritas minúsculas que escapaban en todas las direcciones.
—¡Vámonos de aquí! —gritó.
Erbrow viró de nuevo y se dirigieron hacia el mar al otro lado de las Montañas Oscuras, las sobrevolaron alternando vuelos altísimos por encima de las nubes con vuelos bajos tocando las cimas de los alerces. Yorsh descubrió que su biblioteca estaba ahora totalmente aislada. Probablemente durante la penúltima primavera, cuando las lluvias habían sido violentísimas y simultáneas al deshielo, había habido dos deslizamientos: uno cerraba las escaleras que él había subido con Monser y Sajra, y el otro, el camino que ellos dos habían tomado para alejarse. A su biblioteca sólo podía llegar alguien que tuviera alas. Finalmente vio el horizonte que se abría frente a él más allá del valle, bajo las nubes, interrumpido sólo por las gaviotas. Sintió el viento en los cabellos, el sonido del mar se mezclaba con el del viento y el de las gaviotas.
La espalda del dragón parecía hecha a propósito para acoger a un caballero: entre las dos alas verdaderas tenía dos minúsculas alas internas de pelo suave y caliente. El dragón se dio cuenta de que el muchacho temblaba y cerró sus dos alas menores sobre él. Era el lugar más maravillosamente confortable que Yorsh se pudiera imaginar.
Bajo ellos, el valle se abría en todo su esplendor. Erbrow descendió valientemente hasta tocar las copas de los alerces, luego se elevó de nuevo, descendió hasta un claro de hierba y luego de nuevo al cielo.
El grito del dragón, mucho más bajo y profundo que el squeeeeek habitual, se oyó en el aire, y una raya de fuego se formó frente a ellos. El dragoncito la atravesó tan velozmente que ni él ni el muchacho alcanzaron a sentir su calor, como cuando se pasa un dedo rápidamente por la llama de una vela.
Con cada grito, el cielo se coloreaba de rojo encendido y dorado para luego volverse de inmediato claro y azul. El dragoncito descendió sobre el mar y rozó las olas. Yorsh sintió la espuma salada sobre la cara y el cabello. Alrededor de él, las olas se sucedían, las gaviotas volaban, nada interrumpía el horizonte.
Yorsh pensó que hay un antes y un después en la vida: antes y después del momento en el que se toca el mar por primera vez. Las vidas en las que no existe este momento son vidas en las que falta algo.
Erbrow le cerró encima las alas internas, para así protegerlo y calentarlo, y se sumergió. Yorsh soñó nuevamente con ser un pez, y el agua salada alrededor de él se convirtió en puro placer. Encontraron un grupo de delfines que los miraban con curiosidad. También había un delfín mamá junto con su delfinito; por un instante, el corazón de Yorsh se llenó de nostalgia por su propia infancia no vivida, pero luego Erbrow se alzó de nuevo hacia el cielo en medio de una nube de gaviotas, y la nostalgia se disolvió en las gotitas de espuma que quedaron atrás, debajo de ellos.
El dragón gritó de nuevo; su grito era bajo, fuerte, como un cuerno de caza. No se abrió ninguna llama frente a ellos.
Yorsh se echó a reír, había encontrado el elemento que faltaba para apagar la llama del dragón, mucho más simple que el acónito, la digital y el árnica: agua de mar, simplemente.
Luego no paró de reír, porque volar hacia el cielo, hacia el horizonte y de nuevo hacia el cielo, con el viento en el cabello, las gaviotas cerca y un delfinito que lo miraba desde el agua haciendo cabriolas para jugar con ellos, era la esencia misma de la felicidad. No paraba de reír porque la soledad se había roto y ésa era la esencia misma de la felicidad, mucho más que el vuelo. Tenía a su lado, o debajo, para ser más precisos, un verdadero hermano, grande y fuerte.
Él y Erbrow, al volar juntos, habían roto el círculo del horizonte, el círculo de la tristeza, de la soledad.
Se inclinó sobre el dragón y lo abrazó. Metió la cara en su pelo verde y permaneció allí. El dragón gritó de alegría. Esta vez su llama de color oro atravesó el cielo como una larga espada de luz.
El sol cayó en el horizonte. Desapareció. El cielo se llenó de estrellas. Una minúscula isla con un enorme cerezo silvestre encima era la única tierra a la vista; por lo demás, el horizonte era un círculo perfecto donde el cielo y el mar se encontraban, nada lo rompía.
Capítulo 7
Robi estaba tendida al sol, mientras el tiempo le pasaba por encima como el agua sobre una piedra.
Desde que el dragón había llenado el cielo con el verde de sus alas no habían tenido ni un día más de trabajo. Nadie había seguido el rastro de lomir. Estaban comiendo también un poquito mejor y a ella ni siquiera la habían castigado. Lo increíble había sucedido. A pesar de que sólo habían pasado unos pocos días, las innumerables versiones sobre el recuerdo de lo que había sucedido eran tan imprecisas, retorcidas y enredadas, que la verdad era ya inalcanzable.
Finalmente, la teoría más verosímil era que un dragón había aparecido en el cielo, había raptado a la pobre lomir y que los demás huérfanos se habían salvado porque Stramazzo había luchado con valentía contra él y, al final, chorreando sangre heroicamente, lo había hecho huir. El lado divertido de la cosa, siempre y cuando se tenga mucho sentido del humor, es que, después de la tercera repetición, realmente se lo creían. La tierra se había tragado la verdad al igual que se traga el jugo de la uva una vez aplastada. Robi tampoco había sido castigada. Al contrario, en las diferentes repeticiones de la historia había resultado ser ella quien había dado la voz de alarma. Si no era propiamente una heroína, al menos sí una de las protagonistas. Tracarna, a pocos pasos de ella, apoyada en el cerco, le relataba la historia al enviado de Daligar:
—... y entonces esta niña, Robi, dio la voz de alarma. Ella es hija de gentuza de lo peor... —suspiró—, por fortuna la justicia se ha ocupado de ellos, pero gracias a la moral aprendida aquí, ahora Robi incluso ha hecho algo bueno. Claro que no ha sido únicamente por amor a la justicia sino también por temor al dragón, claro... —Risita—. Pero, gracias a nuestra buena influencia, de todos modos hizo lo correcto. Y además, debió haberlo visto, a Stramazzo, quiero decir... —momento de emoción con los ojos perdidos en el vacío, y una sonrisa—, de un salto se puso de pie, agarró una enorme cesta llena de uvas y la blandió como un escudo improvisado...
Por consiguiente, nada de castigo para Robi, ningún sabueso suelto tras lomir, quien fue dada por muerta oficialmente, y cuatro condecoraciones para Stramazzo por su valor frente al enemigo, su generosidad para con los menores al salvarlos de la fiera a pesar de lo indignos que son, su desprecio por el peligro y su capacidad de honrar a Daligar, porque en el momento de alejar al monstruo lanzándole un cuévano de uvas...
—... Stramazzo gritó: «Por Daligar y por su Juez administrador» y se lanzó contra el dragón. Así exactamente, mi esposo se abalanzó sobre él con su cesta gritando como un héroe... —Pequeño sollozo de emoción con lágrimas—. El monstruo estaba tan aterrorizado que huyó. Abrió sus enormes alas, entre sus fauces tenía lo que quedaba aún de la pequeña lomir y...
Robi se sentía feliz porque lomir estaba libre y con los suyos, pero notaba intensamente su ausencia. Tenía más que nunca la necesidad de hablar con alguien, de recordar lo que había sucedido y comprenderlo.
Un dragón de verdad había aparecido en el cielo. Verde. Como en su sueño. Los dragones no se habían extinguido y su sueño no era una fantasía. El dragón estaba a contraluz, pero a pesar de tener el sol en sus ojos, Robi había podido ver una figura humana pegada de sus patas, meciéndose peligrosamente en el vacío. Quizá pudo haber parecido una presa, una criatura atrapada, pero en el momento en que Robi estaba mirando la figura, ésta había hecho una cabriola y se había colocado en la grupa del dragón. Había permanecido allí algunos instantes. Negra contra el sol resplandeciente, había estirado los brazos como para abrazar el mundo. Ésa había sido la última imagen clara; después el dragón había virado hacia las Montañas Oscuras desapareciendo rápidamente detrás de ellas.
Por consiguiente, el dragón existía y llevaba a alguien en la espalda.
¿Al príncipe? ¿A quién si no al príncipe? Robi tenía su mente dividida en dos: una parte decía que el sueño era verdad: el dragón había venido a socorrerla y a salvarla con su mera presencia. Ahora regresaría a llevársela lejos de allí. La felicidad la colmaba, la esperanza brotaba, el recuerdo de la luz que se volvía color esmeralda la iluminaba desde dentro como una velita en la oscuridad.
La otra parte de su mente decía que esto no tenía ninguna lógica: ella no era para nada una princesa o cualquier cosa por el estilo. Aún existía un dragón, eso era todo.
Aún existía un dragón con un tipo encima, que por pura casualidad habían llegado en el momento en el cual ella estaba desesperada y en peligro, y la habían salvado sólo con aparecer; y que por pura casualidad era absolutamente parecido al dragón con el que ella soñaba todas las noches desde que su familia había sido destruida. ¿Una coincidencia?
Un tercer pensamiento también revoloteaba en su cabeza; era un pensamiento despreciable, un pensamiento de vil gusano, peludo y venenoso como esos que se encontraba en junio dentro de esas cerezas que parecían buenísimas y no lo eran. A lo mejor eso que decían Tracarna y Stramazzo era cierto. Quizá no eran sólo calumnias o mentiras. Quizá ella no era una persona cualquiera. Quizá era verdad que su familia era... mala. Una familia que... (a Robi le daba repugnancia simplemente pronunciar la frase, aunque fuera sólo mentalmente...) una familia que había ayudado a los elfos. Era horrible, no podía ser verdad. Su mamá y su papá eran buenos; no era cierto, no era posible que hubieran hecho algo tan bajo como proteger a un elfo y sobre todo por dinero. Ésa había sido la acusación: proteger a un elfo a cambio de monedas de oro, que habían usado después para comprar la casa, la granja, la vaca, el caballo, las ovejas, las gallinas y los árboles frutales. Quien haya protegido a un elfo puede relacionarse con un dragón. Y el elfo que habían protegido no era un elfo cualquiera sino El Elfo, aquel que había llegado a aterrorizar a Daligar el año anterior al nacimiento de Robi. El Juez administrador era el que había salvado a la ciudad de la furia del terrible individuo, una fiera ávida de sangre que se habría divertido masacrando a todos los soldados, las mujeres, los niños, los perros e incluso a las gallinas, si el Juez administrador no lo hubiera detenido con su coraje y su valor.
Los detalles de la hazaña nunca habían sido aclarados. Y Robi también tenía sus dudas con respecto a la hazaña en sí. En toda su vida nunca había conocido a nadie que fuera hijo de alguien que hubiera sido asesinado por el terrible elfo de Daligar, a pesar de que todos los huérfanos del condado estaban allí con ella.
Si el elfo era tan poderoso como para haber desperdigado a los soldados con el mero sonido de su horrendo nombre, ¿cómo lo había podido hacerle frente el Juez administrador? ¿Quizá del mismo modo en que Stramazzo se había enfrentado valientemente al dragón? Robi se rió socarronamente. La alegría reapareció. ¿Y si fuera falso que los dragones son malos, que los elfos son perversos? ¿Si fuera todo falso como la heroica batalla sobre la colina de las uvas?
—Una batalla heroica, heroica —continuó la voz de Tracarna—, la sangre le chorreaba por encima como el mosto fuera de una cuba...
Quizá los dragones eran buenos y un dragón venía a buscarla. Robi cerró los ojos, el hambre y la tristeza desaparecieron de nuevo, y bajo sus párpados se formó la imagen otra vez. El dragón estaba tan cerca que sus alas lo ocupaban todo. Robi pudo distinguir las espirales de piel dorada que se alternaban con las escamas color esmeralda.
Aunque tenía los ojos cerrados, percibió la presencia de alguien. Era esa sensación inconfundible que se experimenta cuando alguien te está mirando. Robi abrió los ojos y se encontró frente a frente con Cala. Crechio y Morón estaban de pie a algunos pasos, con los brazos cruzados sobre el pecho, mientras Cala estaba arrodillada observándola como se mira un hormiguero de hormigas rojas, con un poco de repulsión y un poco de miedo.
Robi se dio cuenta de que estaba metida en un lío. Se puso de pie y los miró a los tres.
—¿Hacia dónde se fue lomir? —chilló Cala. Era pequeña, y el cabello rubio que te caía sobre la cara acentuaba su aspecto malvado. Sin los dos perros guardianes a su espalda jamás se habría enfrentado a Robi, pero con ellos se sentía fuerte.
—Se la comió el dragón, ¿no lo recuerdas? —respondió serenamente Robi.
—No es ver-dad —silabeó Cala—. Tú sabes algo. El dragón apareció en el momento justo. —La miró de arriba abajo—. En tu casa eran amigos de los elfos —agregó venenosamente— ¿por qué no también de los dragones?
—Bien, vamos a preguntarle a Tracarna si es verdad eso que está contando o si todo es inventado —propuso Robi, cada vez más serena. Se volvió como si realmente quisiera dirigirse hacia el cerco. Crechio y Morón la miraron por un instante, luego apretaron los labios, levantaron los hombros y, después de una maligna mirada de reojo, se alejaron. Solamente se quedó Cala.
—...el dragón emitió un gemido de terror, entre sus dientes se veía todavía una mano de la pobre criatura... —Tracarna no paraba.
—No es verdad —insistió Cala, envidiosa y llena de odio. Tenía los ojos llenos de lágrimas, llenos de todo el rencor del mundo. Alguien había arriesgado la vida por volver a abrazar a lomir, su niña. Nadie había venido nunca a buscar a Cala.
Robi la miró durante largo rato. Luego le dijo una cosa absurda:
—Tarde o temprano alguien vendrá a buscarte a ti también. —En cierta manera, esto se le había escapado de la boca por sí solo, se oyó mientras lo decía y se horrorizó. No tenía sentido, además era cruel, porque no tener nada es muchísimo mejor que tener una ilusión y luego ver que se hace pedazos. Simplemente no pudo dejar de decirlo. Miró la carita de Cala, medio escondida tras su melena rubia y sucia, y sus ojos furibundos y desesperados. De nuevo las palabras llegaron como por sí solas a sus labios—. Tarde o temprano alguien te sacará de aquí —confirmó.
Cala palideció bajo la suciedad; sus ojos se abrieron. Se llevó las manos a la boca como para ahogar un grito. O un gemido. A su manita izquierda le faltaba el pulgar, que es el dedo más importante de todos. De repente, en !a cabeza de Robi, detrás de sus párpados, se formó la imagen de la manita de Cala con los cinco dedos completos. Se mordió la lengua casi hasta sangrar para no decir que aquella manita podía volver a ser normal, porque habría sido realmente demasiado absurdo y cruel.
—Eres una bruja, ¿verdad? —preguntó Cala susurrando—. ¿Tu familia es una familia de brujas? ¿Por eso son amigos de los elfos? Pero... escucha... Tú realmente sabes cosas, ¿verdad?... ¿verdad?
Robi no respondió nada.
—Stramazzo chorreaba sangre y fango, deberían haberlo visto, sangre y fango... —continuaba Tracarna. Luego su relato se interrumpió con un grito ahogado. El dragón de alas de esmeralda revoloteaba enorme, espléndido y amenazante sobre sus cabezas. Sobre su espalda se alcanzaba a ver una figura minúscula y blanca. Los gritos de terror se extendieron por todas partes. Hubo una desbandada general. Stramazzo, olvidando sus antecedentes guerreros y heroicos, salió de repente de su arrogante ronquido para exhibirse en una increíble carrera hacia el pajar más cercano. El enviado de Daligar, que le había llevado las condecoraciones, estaba demasiado ocupado escapando en dirección opuesta, hacia su caballo, como para notar la incongruencia. Tracarna acabó también en un pajar, pero antes de llegar, se tropezó con uno de los niños más pequeños y su túnica color azul grisáceo con puntadas de hilo de plata quedó hecha un montón de barro y paja.
Crechio y Morón corrían en la lejanía. Robi se había quedado inmóvil y miraba al dragón. Sus labios esbozaron una sonrisa. Después de un último revoloteo, el dragón viró nuevamente hacia las Montañas Oscuras, sobrevoló sus cimas y desapareció por detrás. Evidentemente su refugio no estaba lejos. Cala estaba junto a Robi y continuaba mirándola estupefacta. Ella tampoco había escapado. Finalmente se atrevió a preguntar:
—¿Ahora que no está lomir, puedo dormir junto a ti?
Robi no tuvo necesidad de pensarlo.
—Por supuesto —respondió.
Capítulo 8
El problema era cómo.
El dragoncito dormía feliz, enroscado dentro de dos vueltas de su cola, como un pajarito en su nido. Fuera el viento ululaba y, a decir verdad, también ululaba adentro de la gruta porque el squeeeeek del recién nacido Erbrow había derribado, una tras otra, todas las láminas de ámbar, y Yorsh no tenía idea de cómo arreglarlas. De todos modos, dentro ululaba menos que fuera y además el vapor del volcán calentaba el ambiente. La temperatura estaba muy lejos de ser perfecta, pero en general era compatible con la supervivencia de un elfo semidesnudo.
Acurrucado sobre una estalactita, como un búho en una rama, Yorsh trataba de ver exactamente cuál era la situación.
¿Cómo conseguir ropa? No podía andar por ahí medio desnudo. El invierno estaba muy cerca. La nieve, que por ahora sólo había aparecido en las cimas más altas, de un momento a otro cubriría el mundo. Además, a los humanos no les gustan los elfos. Y probablemente les gustarían menos aún los que están medio desnudos, y, sobre todo, lo reconocerían aún más rápidamente. Una capucha le escondería el color del cabello y las orejas puntiagudas, lo protegería de un resfriado y también le protegería la cabeza en el caso, para nada improbable, de que lo apedrearan.
¿Cómo enseñarle al dragoncito a leer y a escribir? Trató de recordar cómo le había enseñado la abuela, pero su memoria no llegaba hasta el período en el que no sabía leer. Pero ¿en realidad había sucedido? ¿O uno viene al mundo ya sabiendo leer? Probablemente no. Uno viene al mundo sin saber hacer nada. Después aprende a hablar, y, solamente después de aprender a hablar, aprende a leer. Sí, ciertamente ésa tenía que ser la secuencia. Primero hablar, después leer. De hecho, Monser y Sajra no sabían leer, pero al menos hablaban. El lenguaje de ellos era algo burdo, no superaba la irracionalidad del pensamiento que lo producía, y sin embargo era indudablemente inteligible.
¿Cómo enfrentarse el mundo de los humanos sin terminar lapidado a muerte y/o desollado y/o colgado y/o quemado vivo, o muerto de cualquiera de las susodichas maneras y quemado después de muerto? La respuesta más fácil: tenía que encontrar a Sajra y a Monser. Ellos lo acogerían, lo ayudarían, lo protegerían y lo aconsejarían. Por lo tanto, el problema se trasladaba al paso siguiente: ¿cómo encontrar a Monser y a Sajra? Podría preguntar. Hacía años y años que no hablaba con nadie que no fuera un dragón. Deba entrenarse para preguntar, preparar la conversación.
«Excuse, excelencia...» ¿O imbécil? ¿Cuál de las dos era la fórmula de cortesía? Continuaba confundiéndolas.
No, desde el principio, tenía que preparar la conversación de manera impecable. En caso de equivocarse terminaría apedreado, cosa que no le deseaba a nadie.
"Excuse, noble señor (señora), ¿sabe dónde viven dos fulanos que se llaman Sajra y Monser y que son dos humanos?»
Era mejor quitar la parte de los humanos. De otro modo, al interlocutor le vendría la sospecha sobre su posible no pertenencia al género humano y por consiguiente terminaría apedreado.
«Excuse, noble señor (señora), ¿sabe dónde viven una mujer llamada Sajra y un hombre llamado Monser?»
Podría funcionar. Con mucha suerte y disponiendo de algunos años, quizá un decenio, tarde o temprano los volvería a encontrar.
¿Qué hacer con el dragoncito? No soportaba la idea de abandonarlo. ¿Llevarlo consigo?
¿Cómo hacer para esconder un dragón verde que ahora superaba los mil kilos y que los doblaría antes de terminar el mes? Imposible. Debía abandonarlo. Pero no así, como estaba ahora, perdido en el silencioso desierto de la ignorancia. Tenía que enseñarle a hablar y a leer. Una vez que tuviera suficiente instrucción, Erbrow podría pasar el tiempo cultivándose. Aun descontando los que habían sido carbonizados o roídos, quedaban libros suficientes para pasar agradablemente el tiempo sin sufrir por el abandono o la soledad.
Yorsh, por lo tanto, podría dejar solo al dragón el tiempo necesario para buscar a Monser y a Sajra, encontrar una esposa, evitar las lapidaciones, los colgamientos y las hogueras y regresar.
Máximo un decenio o dos.
Su esposa humana seguramente sería feliz de pasar la vida en la cima de una montaña inaccesible, junto a un dragón, porque no se encuentra un dragón todos los días, y además podría resultarle útil para encender el fuego y cocinar un poco de fríjoles, ya que los humanos siempre tienen el problema de su incapacidad al respecto. Además, ¿qué situación más idílica que quedarse toda la vida en una biblioteca que contiene todo el saber humano, o al menos lo que restaba de éste, que de todas maneras era considerable? Les enseñaría a sus hijos la lectura, la escritura, la astronomía, la geometría, la zoología y la danza, alimentándolos con habas doradas y pomelos rosados. A lo mejor así, sin comer conejos muertos, podrían llegar a ser menos toscos que su madre y también apestar un poco menos de lo que apestan los humanos generalmente.
El plan era perfecto, el problema era cómo.
Yorsh trató de bajarse de su estalactita. No era fácil porque Erbrow le había roído sus zapatos de junco de mandarino silvestre trenzado, pocos días después de salir del huevo, hacía dos semanas, cuando le estaban saliendo los dientes posterolaterales, que deben de molestar muchísimo. Además, 'como si no bastara con esto, el tapete de mariposas amarillas y doradas del suelo de la gruta había sido reemplazado por una gruesa capa de excrementos de pájaro.
Yorsh no era el único que había advertido que la temperatura en el interior de la caverna era mucho más tibia que la temperatura helada del exterior, y a través de las ventanas quebradas todos podían buscar refugio. Prácticamente la parte de arriba de casi todas las estalactitas estaba ocupada por nidos de alguna cosa. Había cañizas y algunos estorninos, pero la gran mayoría eran urracas. Yorsh no pudo dejar de notar que éste era el animal que más fuerte batía sus alas, el que más gritaba y peleaba y el que más excrementos producía. Dando saltitos rápidos y cortos de un punto limpio a otro, el joven elfo alcanzó las enredaderas de habas doradas. En un rincón, un pichón de urraca cazaba las últimas mariposas aterrorizadas, que estaban luchando valientemente contra la extinción. El pajarito aleteaba feliz hasta que un enorme búho lo agarró.
El pichón no tuvo tiempo ni de gritar; plumas y sangre volaron por doquier, sobre las habas doradas, el suelo y el pecho del joven elfo, que sintió por un instante que el estómago se le contraía por la mezcla de exasperación y horror que ya se había vuelto su humor de costumbre.
El estrépito había despertado al dragón, que abrió los ojos y levantó la cabeza. Yorsh lo alcanzó saltando sobre montones de excrementos, plumas y residuos de huesillos descarnados por los búhos.
Después del magnífico vuelo sobre el mar del día anterior, habían regresado a la biblioteca; pero el tiempo que habían pasado fuera había sido lo suficientemente largo para transformarla en una especie de madriguera para animales. Sólo la habitación central, aislada de todo, cerrada y llena de libros, estaba aún limpia y decente, pero, precisamente, aparte de los libros, allí dentro no cabía ni un canario, y mucho menos ellos dos.
Yorsh se organizó con calma. El dragón lo estaba mirando. Adormilado, pero atento. Yorsh le sonrió, la enseñanza tenía que ser una experiencia placentera para el alumno.
Ninguno de los libros que había leído se refería a los niños pequeños, pero una buena parte de los textos de filosofía hablaba sobre cómo enseñar. Más o menos dos terceras partes de ellos recomendaban los palmetazos en los dedos para mejorar el proceso de aprendizaje, mientras la otra tercera confiaba en la teoría del juego para enfocar la atención del alumno. Los dragones no tienen dedos, y darle palmetazos a una criatura de mil kilos o más (en el caso de que él encontrara el valor para hacerle daño a Erbrow) podría ser incompatible con la supervivencia; por lo tanto Yorsh decidió confiar en el sistema suave. La enseñanza debía parecer un juego.
Puso en el suelo las habas: un haba a un lado, dos al otro, luego tres juntas y así hasta llegar a tener seis. Quizá podía enseñarle lenguaje y matemáticas a la vez.
—Haba —dijo señalando el haba que estaba sola. Sonrió y aplaudió—. Ha-ba; ha-ba. —Otra sonrisa, un saltito y un aplauso con cada letra.
Erbrow había levantado la cabeza y lo miraba perplejo. Perplejo, pero interesado: ¡funcionaba!
—H-a-b-a —repitió Yorsh—. H-a-b-a: un haba, dos habas. Haba, haba. Uno, dos. Un haba. Dos habas. Más habas. —Un saltito, dos saltitos, más saltitos. Aplauso y risotada.
El dragón no le quitaba los ojos de encima. Cada vez más perplejo, pero cada vez más interesado. Definitivamente era el método apropiado.
—Haba, habas. Uno, dos. Un haba, dos habas. Hache-abe-a: ¡haba! —Yorsh sonrió radiante y satisfecho.
—¿Te has transformado en un imbécil esta noche, oh jovencito elfo, o ya lo eras y yo no me había dado cuenta? —preguntó el dragón educadamente—. Y por favor, ¿no hay algo más de comer que no sean habas doradas y mandarinas rosadas? Si las veo de nuevo, podría revolvérseme el estómago, y este suelo, como está ahora, es ya una indigna y sucia letrina.
Capítulo 9
Había bastantes cosas que no estaban escritas en el incompleto libro de dracología. Las nociones que el jovencito tenía sobre los dragones eran limitadas, escasas, incompletas y decadentes como las hojas en el invierno o las manzanas durante las épocas de escasez. Era necesario volver a explicarle todo desde el principio con la paciencia de los dragones, grande y amplia.
—¿A través del huevo? —Yorsh estaba aterrado.
—A través del espesor del huevo —confirmó el dragón pacientemente. La paciencia de los dragones es amplia, como los prados que se abren sobre las montañas, mientras que la inteligencia del jovencito parecía angosta como los trasteros donde se guardan las escobas. El dragón se sorprendió, recordaba algún libro donde se afirmaba categóricamente cuan astutos e inteligentes eran los elfos—. De otro modo, según tú, ¿por qué otra razón se sentaría un dragón durante años sobre un huevo?
—Para calentarlo. Como los pájaros —propuso Yorsh.
La comparación enfrió al dragón como lo hace la nieve helada en la espalda. Se le erizaron las escamas de la cola. ¿Como los pájaros? Pero ¿cómo se atrevía? Su padre y el padre de éste habrían vengado con sangre, o mejor dicho con fuego, una afrenta de ese tipo. Un poco de fuego y un poco de romero. Fuego, sal y un poco de romero. Parecía un jovencito sabroso. No, definitivamente no. Por más tonterías que pudiera decir o pensar, no se puede asar a quien te sacó del huevo, te enseñó a volar y te entretuvo, o a quien calentó y asistió a tu padre mientras te incubaba. El dragón suspiró y luego comenzó de nuevo a explicarle con voz lenta y calmada, agotando realmente lo que le quedaba de paciencia, que en los dragones es infinita al igual que su belleza, su modestia y su genialidad. Le explicó que los pájaros eran precisamente pájaros porque tenían el cerebro de un polluelo. El águila también: cerebro de gallina, mirada fiera y una estupidez abismal. Un pájaro pone su propio cuerpo sobre un huevo porque, dado que es pájaro, es irremediablemente tonto y no cuenta con otros sistemas para calentarlo. Ellos eran dragones. Dragones. ¡D-r-a-g-o-n-e-s! ¿Le quedaba claro el concepto al joven elfo, o sería necesario que se lo silabeara dando saltitos sobre las garras? Bueno, si el problema fuera calentar el huevo, ellos, que eran dragones, ¡dragones!, calcularían la temperatura y el tiempo necesarios y la obtendrían por combustión, refracción, o por el aprovechamiento del vapor. Si ellos se quedan con las ancas puestas sobre el huevo en vez de irse de paseo a explorar el universo y a mejorar el mundo con su presencia, es porque, durante la incubación, el pensamiento se transfiere directamente del dragón padre al dragón hijo. Ellos no pensaban con el trasero. El hecho era que el sistema reproductivo del dragón tenía un desarrollo maravillosamente intermedio entre el del ave fénix y el de los elfos, gallinas, hombres, perros, canarios, delfines, pingüinos, tiburones... Sí, claro, y seguramente también el de las mariposas. Si Yorsh dejara de interrumpirlo continuamente, la conversación sería más agradable. Entre otras cosas, ¿no había querido el elfo encargarse de la tarea de enseñarle a hablar? ¡Exactamente!, él ya sabía hacerlo, ¡por lo tanto debería gozar de ello en silencio! ¿Dónde se había quedado? ¡Odiaba que lo interrumpieran! Era algo detestable. ¡Detestable! ¿Le había mencionado ya que los dragones son magníficos, la obra más grande de la naturaleza, la esencia misma de la creación? Seguramente se le había olvidado debido a que continuamente se veía interrumpido por sus frecuentes e insulsos comentarios. ¿Quién le había enseñado a hablar? Obviamente su padre, ¿quién si no? «Su excelentísimo padre», si en realidad quería referirse a él correctamente; había aprendido de su memoria. El cerebro del dragón padre se concentra en el cerebro del recién nacido y le comunica todos sus conocimientos y recuerdos, de tal modo que el recién nacido, apenas sale del huevo y es instruido en el vuelo, es ya..., ¿cómo decirlo?... Pues bien, existe sólo una palabra: «perfecto».
Él hablaba de una forma diferente a su excelentísimo padre. Bueno, estaba bien, si Yorsh lo consideraba importante podría llamarlo simplemente Erbrow el Viejo, pero le parecía que le restaba importancia. Pues los dragones hablan la misma lengua que los humanos, y la lengua de los humanos se modifica un poquito de generación en generación. La vida de los dragones es larga. El dragón, cuando incuba, es decir, cuando está viejo y cansado, retoma su primera lengua, la que aprendió cuando era un niño, o sea, en el caso de Erbrow el Viejo, la de la segunda dinastía rúnica. Él, Erbrow el Joven, hablaba la última que el Viejo había usado, la lengua común.
—Volvamos al principio —continuó el dragón—. El sistema reproductivo del dragón tiene un desarrollo intermedio entre el del ave fénix y el de los elfos. ¿Has visto alguna vez un ave fénix? ¿No? Obviamente no; las últimas se remontan al tiempo entre la tercera dinastía rúnica y la era del medio, y vosotros, los mezquinos elfos, no asimilasteis el conocimiento de vuestras antepasadas aves. El ave fénix regeneraba su propio ser por medio del fuego; siempre era el mismo individuo. ¿Comprendes? El fuego era la piedra filosofal, su camino hacia la eterna juventud. Era inmortal hasta que a alguien se le ocurrió torcerle el pescuezo y prepararla en estofado. Por suerte, el estofado era sabroso y el romero abundaba, y las hemos extinguido.
—¿Las habéis extinguido? ¿Vosotros extinguisteis las aves fénix? ¿Que eran inmortales? Y vosotros las... las... extinguisteis...
¿Y ahora qué le pasaba al jovencito? ¿Tampoco recordaba cómo se habla?
Yorsh se había quedado sin palabras. Parecía que le hubieran acabado de echar un jarro de agua fría encima. ¡También respiraba mal! El joven dio un paso atrás, uno de sus pies descalzos resbaló sobre un huesillo de búho medio descamado, se cayó y su trasero fue a dar sobre la capa de excrementos de pájaro que recubría el suelo.
Quizá a los elfos la inteligencia les llegaba cuando eran un poco más viejos.
—¿Te sientes bien? —le preguntó Erbrow.
—Vosotros extinguisteis... —balbuceó de nuevo—, pero, ¿cómo pudisteis?
—Pues no fue difícil. —El dragón se emocionó al recordarlo, no era su propio recuerdo, lo había absorbido de la memoria paterna, pero era algo que le hacía la boca agua—. Algunas hojas de romero y un poco de sal marina. Cocinarlas poco, igual que los pescados.
¡Debieron de haber sido aves magníficas!
—Exactamente, también las fresas son magníficas y nos las comemos. Las aves fénix eran los pájaros más indignamente obtusos, más completamente insulsos y más brutos que jamás hayan sido creados. Cuando alguien nace tan descerebrado, no se puede lamentar si después resulta extinto. Las únicas cosas que tiene un ave fénix en la cabeza son las plumas de la cola y arrugas debajo de los ojos. Sólo alguien que las haya conocido sabe a qué me refiero.
«Hablar con un ave fénix es desolador, es como estar en medio de un prado de hierba seca y flores que nunca brotan. La desolación me invade el cerebro sólo con recordarlo. Y además fue un gesto misericordioso, porque su existencia es puro sufrimiento. Dispuestas a quemarse vivas para no envejecer. No nacía ni una nueva ave fénix, ¿entiendes? ¡Lo que resurgía era siempre el mismo polluelo con la cabeza llena sólo de tonterías! —El dragón suspiró—. En cambio, el sistema es diferente para los perros, gatos, canarios, pollos, elfos, jabalíes y, ahora que lo pienso, también para las mariposas: hay un padre y una madre, y éstos se unen y tienen un hijo o dos o cinco o, en el caso de los conejos, hasta once o quince. Y estos hijos no son ni el padre ni la madre, son una criatura nueva. Tienen la nariz del padre, los ojos de la abuela, el dedo gordo de la madre, los dientes de atrás de la otra abuela. El hijo es nuevo, único e irrepetible, y para educarlo hay que comenzar de cero. Todo es fruto de la enseñanza, desde los elementos de la comunicación escrita y oral, hasta hacer pipa en un recipiente y caca lejos de la casa. ¿Entiendes? A propósito de excrementos, hijito, ¿te has dado cuenta de dónde te has sentado?
El jovencito debió de haberse golpeado la cabeza, cuando era pequeño, contra algo muy duro. Al igual que el que escribió que los elfos eran las criaturas más geniales del mundo.
Yorsh asintió. Se había dado cuenta de dónde se había sentado.
Se levantó con esfuerzo y se dispuso a salir de la gruta. Había un pequeño pozo de agua, no muy lejos, donde podría lavarse. El dragón lo siguió.
Por un lado, Yorsh se sentía aliviado, infinitamente aliviado, pero por el otro tenía una extraña sensación. Cómo decirlo, después de todo, en general, lo preferiría de nuevo recién nacido. Chillón y desastroso, y que lo mirara con adoración.
Ahora no chillaba y no quemaba, pero la adoración sin duda escaseaba.
La niebla envolvía el mundo. El horizonte se perdía en la bruma. El pozo era de agua gélida, pero limpia. Yorsh se quitó de encima sus trapos desgarrados, sucios y fétidos y luego se zambulló con decisión.
—El dragón no es exactamente el padre, pero es una copia similar a éste y asimila la ciencia, los conocimientos y el recuerdo del ave fénix asada, a través del cascarón del huevo. La madre naturaleza no deja jamás de sorprendernos con su genialidad —dijo el dragón con tono inspirado y conmovido—. Y puesto que el dragón es ya una criatura perfecta, no tendría sentido hacerle ninguna modificación, mientras que vuestro sistema lleva siempre a tener hijos diferentes con la esperanza, bueno..., de que tarde o temprano... haya alguna posible, cómo decirlo... —el dragón miró al elfo con bondad, mientras buscaba la palabra—, mejoría —propuso finalmente, con una sonrisa amable.
Sin duda Yorsh tendría que haber disfrutado más la adoración mientras la tuvo. Ahora que lo pensaba, su destino era darse cuenta de las cosas buenas cuando ya las había perdido.
El agua estaba muy fría. Soñó con ser un pez. El frío se volvió agradable. El agua se deslizó sobre él, acariciándolo.
El dragón continuó:
—El huevo se pone y la incubación comienza al final de la vida del dragón, justamente para que el dragón pueda poner todo su conocimiento, toda su experiencia y todos sus recuerdos dentro de la nueva criatura —añadió con tono inspirado—. Durante la incubación, el dragón usa sólo una pequeña parte de su cerebro, la occipital, que es también la más..., cómo decirlo...
—¿Estúpida? —propuso Yorsh. Estaba empezando a colmarle la paciencia.
—¿Comprendes que podría quemarte como a un mirlo, dorarte como un pincho, fulminarte en la gloria de las llamas? —preguntó el dragón, enojado.
—Nunca lo harías.
—¿Por qué estás tan seguro? ¡No puedes leerme el pensamiento, en todo caso no a esa distancia!
—Porque cuando me miras meneas la cola —respondió secamente el muchacho.
El dragón se sintió un poco mal. Se sentó sobre su cola para impedirle cualquier movimiento.
—Encuentro detestable tu gusto por términos tan crudos —le informó arrogantemente—. El cerebro occipital es el más... primitivo, mientras los lóbulos superiores, frontales, parietales, medianos y límbicos, son las sedes del coraje, del conocimiento, de la inteligencia, de la magnificencia y de… ¿cómo decirlo?
—¿La vanidad insoportable? —propuso Yorsh, de nuevo.
—Del orgullo —corrigió el dragón—, orgullo. Conciencia y orgullo de la propia superioridad. —Esta vez el dragón estaba realmente enojado—. Decía que el dragón usa sólo su cerebro inferior para pensar, comer, dormir y vivir, porque el superior está en contacto permanente con el cerebro del dragón nuevo para comunicarle todo su saber. Así que, cuando el dragón nace, tiene todos los recuerdos del padre, y en cuanto hace su primer vuelo y conecta las diferentes partes de su cerebro está listo para ser...
—¿Para ser...?
—Perfecto. ¡Absolutamente perfecto! ¡Perdona, pero cuando hablo de nuestra perfección, pues, sí, me emociono! —Una lágrima de emoción descendió por la mejilla del dragón. Al llegar al borde del labio se soltó, dio un salto en el vacío e hizo plop, aterrizando en el agua, donde dibujó una serie de círculos concéntricos.
Debió quedarse bebé.
Ya estaba limpio. Yorsh salió del agua. El viento helado cubrió su piel mojada. Temblaba. Estornudó. Los ojos del dragón, perdidos en la autocelebración de su magnificencia, bajaron para mirarlo.
—Estás temblando como una hoja de otoño sacudida por un viento helado —notó—. Esto significa tener frío —concluyó la bestia complacida y triunfante ante su propia sagacidad.
—Sabía que no podría ocultártelo —confirmó Yorsh; detestaba el tonito del dragón.
—Puedo sólo imaginarlo e intuirlo, sabes. Nosotros los dragones no sabemos qué es el frío —continuó el dragón complacido y jactancioso—. Las escamas son aislantes térmicos excepcionales, por no mencionar las dos alas internas interescapulares revestidas de pelo...
—La admiración me está sofocando —repuso el elfo cada vez más molesto y frío. Frío en todos los sentidos. Tenía que abandonar el espacio abierto y buscar alguna forma de calentarse dentro de una caverna fría llena de excrementos de pájaro. Tal vez quemando los excrementos podría reunir algo de calor, pero no era una perspectiva muy agradable. ¡Si sólo sus dientes dejaran de castañear!
El dragón lo miró un largo rato, luego extendió las alas y las dos enormes bolsas internas se abrieron, cálidas y muy suaves, como un doble marsupial.
—Sube —le propuso—, vamos a volar.
—¿Volar? —Durante un instante Yorsh se quedó parado; estaba tan irritado que había incluso olvidado lo hermoso que era volar. ¿Hermoso? ¡Magnífico!
—Volar —confirmó el dragón guiñándole el ojo. Extendió sus alas aún más, casi como en un abrazo—. Aquí estás caliente —le recordó.
—¡Volar! —confirmó Yorsh, saltando en medio del pelo cálido y suave—. Esta vez hacia las montañas.
Había pasado, bruscamente, de tener un insoportable hermano menor a tener un insoportable hermano mayor, pero en general, para algunas cosas, como por ejemplo el vuelo, ¡era mejor ahora que cuando era un recién nacido! Mientras se subía a la espléndida grupa del dragón, retomó la conversación.
—Escucha, las mariposas...
—¿Y sigues aún con lo de las mariposas?
—Ya te lo dije, sólo las he tenido a ellas para observar. Bueno, te quería preguntar algo, tú dijiste que los perros, gatos, canarios, gallinas y elfos se reproducen como las mariposas. Entonces, ¿yo también nací de un huevo? ¿Verdad? Según tú, ¿lo incubó mi madre o mi abuela? La abuela, ¿verdad?, ya que a mi madre la perdí muy pronto... ¿Mi esposa incubará nuestro huevo, quiero decir, nuestro hijo, o también podré hacerlo yo? ¿Los elfos incuban como los dragones y las gallinas o dejan el huevo en algún sitio para que se incube por sí mismo como las mariposas? ¡También las arañas! Una vez vi una araña que ponía...
El dragón se quedó sin aliento. Jadeó.
—Perdona, hijito, ¿pero ninguna de las personas que te has encontrado, o ninguno de los libros que has leído te has explicado los hechos de la vida?
Yorsh se dio cuenta de que la cosa que más detestaba en el mundo era que lo llamaran «hijito».
—¡Claro! —respondió enojado—. Mi abuela me explicó bien el Decreto para la Protección de los Elfos y las Leyes Especiales para los Elfos, por no hablar de los doce libros de derecho y cuarenta y seis de historia...
El dragón prorrumpió en una larguísima e insoportable carcajada. De vez en cuando conseguía dejar de reírse; luego lo miraba a la cara y volvía a empezar. Insoportable.
—Ponte cómodo, hijito —dijo finalmente—, te explicaré un par de cosas mientras volamos.
Definitivamente, una especie de hermano mayor.
Capítulo 10
El día era gris. La niebla hacía que el mundo fuera indistinguible y mágico, con las sombras de los grandes pinos que se alternaban con la claridad de sus copas.
Erbrow se dirigió con decisión hacia arriba. Le preguntó al joven cuál era su plan, y esta pregunta resultó ser interesante, porque Yorsh se vio forzado a elaborar uno.
Irían a buscar a Monser y a Sajra, los dos humanos que lo habían recogido, salvado, protegido y consolado. Y también irían a conseguir ropa... No, era mejor invertir el orden: primero la ropa, luego los humanos. No sería adecuado aparecerse en medio de los humanos desnudo como una mariposa. A lo mejor no se decía «desnudo como una mariposa», sino «como una oruga»...
—Como una «lombriz» —sugirió el dragón.
Como una lombriz, exactamente. Conseguiría ropa, con la ropa encontraría a la mujer y al cazador, y luego, también con la ayuda de éstos, encontraría una esposa, humana obviamente, que estaría feliz de irse a vivir con él toda la vida en una gruta azotada por los vientos, en una montaña por lo demás inalcanzable para alguien que no tuviera alas, comiendo habas doradas junto a un dragón. Cualquier chica se entusiasmaría ante semejante perspectiva, no tenía la menor duda, claro que no, ¿por qué habría de tenerla? Para conseguir la ropa había pensado en ir a la aldea de Arstrid, que es taba inmediatamente después de las montañas: si seguían el río, meandro tras meandro, llegarían. Allí habían sido amables y no odiaban a los elfos. No era del todo imposible que el cazador y la mujer se hubieran establecido allí: era un buen sitio para vivir. El problema era cómo conseguir la ropa. Debía darles algo a cambio y no tenía nada; además se añadía el inconveniente de tener que comerciar desnudo como una oruga.
—Como una lombriz —corrigió de nuevo el dragón.
Tuvieron una compleja discusión sobre cómo conseguir algún tipo de vestido. Yorsh había pensado en una de las dos copias del tratado de astronomía múltiple de Gervasio el Astrónomo, cuarto rey de la tercera dinastía rúnica. Podría cambiar una copia por la ropa... No, no se le había ocurrido pensar que una humanidad pobre y analfabeta consideraría el tratado de astronomía de Gervasio el Astrónomo como un bien de dudoso valor... En todo caso, podrían mirar los dibujos. El tratado tenía grabados que eran sublimes, por decir poco... No, no se le había ocurrido que cuando uno se está muriendo de frío y lo único que tiene para comer es polenta y castañas, el sentido estético se vuelve estéril... En todo caso no se mencionaba el tema de robar la ropa... Imposible, a no ser que Erbrow insistiera; antes que robarla preferiría seguir andando desnudo como una oruga... Sí, está bien, lombriz, lo que fuera...
Finalmente, la niebla se abrió bajo ellos y se dieron cuenta de que estaban encima de Arstrid.
A Yorshkrunsquarkljolnerstrink le preocupaba que pudiera ser visto desnudo como una mariposa o una oruga, mmm... sí, como una lombriz, mientras revoloteaba en la espalda de un dragón, pero se dio cuenta de que su preocupación era en vano: lo que quedaba de Arstrid no era mucho y la única cosa que subsistía eran los cuervos.
Había un mayor número de casas que las que recordaba, pero estaban ennegrecidas por el fuego, con los techos hundidos, y lo que quedaba de las puertas chirriaba inútilmente en las bisagras.
Lo que habían sido viñas había quedado reducido a algunos pedazos de vides silvestres, que seguían creciendo en lo que quedaba de las cañas carbonizadas. Los manzanos habían sido derribados. Una barca yacía boca abajo y desfondada sobre la pequeña playa junto al esqueleto deshecho de una vaca y los huesos medio descarnados de algunos animales más pequeños, quizá ovejas o perros. En medio de lo que había sido la plaza de la minúscula aldea estaba la olla de la concordia, abollada, ennegrecida e inservible.
El dragón aterrizó.
Yorsh se sentía como si se le hubiera muerto un amigo. Durante su larga permanencia en la gruta había fantaseado con su regreso al mundo de los humanos, dado que el de los elfos ya sólo existía en los libros de historia, y siempre sus fantasías comenzaban en Arstrid, a partir de Arstrid. Imaginaba que llegaría, compraría ropas cambiándolas por un libro antiguo o por algunas habas doradas, preguntaría dónde estaban Monser y Sajra y los habitantes de Arstrid le mostrarían dónde, porque seguramente no sería muy lejos. Era la aldea más acogedora que habían encontrado y la más alejada de los soldados de Daligar; seguramente sus amigos estarían allí. Se reencontraría con Sajra y Monser, que le dirían: «Oh, pero qué guapo estás, cuánto has crecido, cuánto nos alegra verte», y él les diría: —Pero claro, también me alegra veros, vengo a agradeceros el haberme salvado la vida cuando era un niño». Luego abriría su alforja y les mostraría las habas doradas, y ellos dirían que eran maravillosas y entonces se abrazarían.
La voz del dragón sobresaltó a Yorsh. Se había perdido nuevamente en sus fantasías.
En su vida, Erbrow sólo había visto una caverna, algunas montañas, un bosque y el mar, sin embargo era suficiente para saber que por donde se encontraban ahora era un lugar desolado, por no decir más. Era horrendo, para decir algo más. Del esqueleto de la vaca salían unos gusanos blancuzcos y gordos y un hedor pestilente. Los cuervos revoloteaban y graznaban alrededor. La niebla se disipó empujada por una brisa leve que hizo golpear violentamente una puerta; bajo esta luz más vivida el espectáculo no mejoró. El joven elfo estaba lívido. La desolación parecía oprimirlo y llenarlo, como cuando muere alguien que amamos mucho. El dragón buscó en sus diversos recuerdos: en los de su padre y en los del padre del que estaba antes de él, para saber cómo consolar a alguien, pero no encontró nada. Trató de pensar en algo que pudiera consolar a Yorsh.
—Las personas que vivían aquí no están muertas —dijo con decisión, señalando a su alrededor—, sólo hay huesos de vacas, ovejas y perros. Ningún humano, ni adultos ni niños. Todos se fueron. O los han echado. O se los han llevado a otro lugar... De esto me acuerdo, es una costumbre humana el mover a la gente de un sitio a otro, y si uno dice: «No, gracias, a mí me gusta este sitio»., lo cuelgan de un árbol con una cuerda que pasa por el cuello y esto no es bueno para la respiración.
Funcionó. El joven elfo inmediatamente salió de su estado de inmovilidad y desesperación.
—¡Es verdad! —dijo. Luego dio una vuelta corriendo a lo que quedaba de las cabañas quemadas—. No hay nadie ni vivo ni muerto. ¡Sólo pueden estar en alguna otra parte! A lo mejor escaparon, o quizá los han..., ¿cómo se dice?, mmm... sí, desterrado. Es cierto, sabes, los humanos acostumbran desterrar a las personas, lo hicieron también con los elfos. Nos pusieron en ciertos lugares horribles llamados «Lugares para Elfos», y allí nos moríamos uno tras otro.
—¿De qué?
—De hambre, creo, devorados vivos por los piojos.
—Pero ¿los elfos no son magos?
—Tienen algunos poderes. ¿Y qué?
—Pero ¿no podían hacer algo? ¿Quemar a los agresores, fulminarlos, hacer que les cayera la peste? ¿La urticaria?
—No es tan simple. No todos los elfos son magos. Mi padre no lo era en absoluto. La mayor parte de nosotros sólo sabe encender fuegos pequeñísimos y resucitar mosquitos.
—Resucitar mosquitos. ¿Qué clase de poder es ése?
—Depende del punto de vista; para los mosquitos es importante. Tú notas en tu cabeza su alegría por estar vivo de nuevo y te sientes muy bien. Dejando los mosquitos de lado, ningún elfo sabe causar ningún tipo de enfermedad, ni lo querría. Sólo algunos entre nosotros, algunos casos raros, tienen poderes que podrían ser útiles durante una guerra, pero los hombres creen que éstos son unos conocimientos generales y por eso la emprendieron contra todos nosotros. Como no tenían poderes verdaderos, salvo algunas excepciones, los elfos no pudieron evitar el destierro, y cuando se dieron cuenta de que en los Lugares para Elfos los esperaba la muerte por inanición, ya era tarde, ya estaban diezmados, empobrecidos y entristecidos. La magia se ahoga en la tristeza, sabes. Cuando a una madre se le muere un hijo pierde para siempre la capacidad de hacer cosas mágicas.
—Pudieron haber usado las armas viejas: espadas, flechas, alabardas. ¡Los elfos han sido grandes guerreros, arqueros grandiosos!
Yorsh se quedó pensativo. No sabía qué decir. Habían sido guerreros, claro, pero eso había sido antes. Antes de que aprendieran a leer el dolor y la alegría en la cabeza de las personas. Si la felicidad de un mosquito es tan grande cuando revive, cuan grande será el horror de un hombre cuando lo están matando. Debió de ser eso lo que los paralizó. Y además eran pocos y desunidos. En los siglos pasados ya había habido persecuciones. Persecuciones homicidas. La última vez, los estaban desplazando de un lugar a otro, o por lo menos ésa era la impresión que ellos tenían. Podían llevar sus libros con ellos. No debió de parecerles tan grave. Cuando se dieron cuenta de lo que estaba sucediendo, ya había sucedido, ya habían cedido tanto... No les habría servido para nada combatir, solamente para aumentar su sufrimiento... Y había algo más; mientras más lo pensaba, más percibía lo fundamental que había sido: todo el mundo quería verlos muertos...
—¿Y moristeis para quedar bien con ellos? ¿Para no desilusionarlos? Muy corteses, realmente. —El tono del dragón estaba nuevamente yendo hacia el sarcasmo, pero esta vez Yorsh no se ofendió.
Se quedó pensando, porque ahora que hablaba sobre esto con alguien, los pensamientos se iban aclarando en su cabeza. Al hablar sobre el tema lograba entenderlo.
—La magia se ahoga en el odio. —Ése era el problema—. No, espera, el pensamiento se ahoga en el odio. El deseo de vivir, el de combatir... Cuando todos te gritan el camino, es más fácil dejarse ir, dejarse llevar... No, no el camino más fácil, el único posible... El cazador y la mujer arriesgaron sus vidas por salvar la mía... Esto quiere decir que ellos... pues sí, me amaban; quizá me amaban a pesar de ser un elfo, no porque fuera un elfo, no importa, para ellos valía la pena arriesgar la vida para que yo viviera... Eso es, sí, cuando todos gritan contra ti es suficiente que una sola persona luche por ti para que recuperes tu fuerza, tu capacidad de lucha... Si esta persona no existe, estás muerto y tu gente se muere contigo...
El muchacho sacudió la cabeza. Luego la bajó. La brisa se transformó en viento. La puerta golpeó violentamente. El joven elfo se estremeció. El dragón se enterneció.
—En cuanto tengas ropa, buscaremos a los habitantes de esta aldea. —Yorsh se animó. Levantó la cabeza. Asintió—. Aquí ya no hay nadie —añadió el dragón—. Quizá podrías dar simplemente una ojeada alrededor para ver si hay algo que te pueda servir para cubrirte.
—¿No sería un hurto?
—No —el tono del dragón se había vuelto dulce—, claro que no. Sería simplemente tomar cosas que ya no le sirven a nadie.
El joven elfo volvió a recorrer la aldea. Todo estaba destruido o quemado. En la que debió de haber sido la cabaña más grande, encontró lo que quedaba de una barquita de juguete y una muñeca de trapo, que se llevó consigo y que le atravesaron el corazón con una nueva puñalada de tristeza. Algo blanco se materializó entre la bruma. Era un perro grande, viejísimo, escuálido: había estado agazapado entre los cañaverales hasta ese momento, quizá asustado por el dragón. Pero cuando Yorsh tocó los juguetes el perro consiguió levantarse y ahora se arrastraba hacia él, mientras agitaba la cola débilmente. Tenía una pupila totalmente blanca por la ceguera, pero conservaba algo de su olfato.
—¡Fido! —gritó Yorsh—. Fido. Fido, Fido. —¡Era el perro de ellos! Mejor dicho, de Monser y Sajra—. Fido. Fido. ¡Fido!
El perro también lo había reconocido. Yorsh se arrodilló en el suelo, pasó sus brazos alrededor del viejo cuello cubierto de pelo ralo, grisáceo y sucio. El perro le cubrió el rostro a lametones. Cuando las manos de Yorsh tocaron la frente del perro, llegaron recuerdos confusos a su conciencia: gritos, olores ásperos, fuego, miedo. El perro recordó que mientras la aldea ardía, un caballo le había dado una patada que lo había dejado cojo. Además había otros recuerdos, otros olores: el hambre, la soledad, la nostalgia, los días pasados peleándose con los gusanos por los viejos esqueletos, con la esperanza de que alguien regresara. Y ahora alguien había regresado. Ya no tenía que vigilar más. Ya había logrado su objetivo. Yorsh había llegado, había encontrado la casa, de alguna manera pondría las cosas en su lugar. Regresarían los olores de antes, los antiguos olores a manzanas secas, a perdices asadas, olores sabrosos de gente que se ama. Yorsh volvió a ver, por un instante, en la memoria del perro las figuras de la mujer y del cazador y por un segundo una sombra vaga y pequeña, alguien que jugaba con la muñeca y la barquita.
Fue un abrazo larguísimo. Yorsh estaba inclinado y sus brazos rodeaban el pecho del perro. El elfo percibió en él un cansancio infinito; ahora que su guardia había terminado sólo deseaba descansar. Sintió que la respiración del perro se hacía cada vez más lenta hasta que se detuvo por completo. Sintió que el corazón daba un latido, luego otro más débil, luego, después de un intervalo, todavía otro y, finalmente, el último. Y después nada más. Yorsh se quedó quieto, abrazando al perro durante largo rato, sintiendo el calor que abandonaba su cuerpo y los músculos que comenzaban a ponerse rígidos. No había hecho nada para retenerlo, pero se resistió a soltar su abrazo. Ya no tenía dudas, Monser y Sajra habían vivido allí, en la aldea, en la casa donde estaban los juguetes. Algo terrible debía de haberles sucedido; ahora más que nunca tenía que buscarlos.
Yorsh dejó de abrazar al perro, le hizo aún una última caricia sobre los ojos y luego lo sepultó en la playa en un hueco que Erbrow excavó rápidamente de un coletazo. Continuó buscando afanosamente algo de ropa; ahora la necesitaba más que nunca para moverse en el mundo de los humanos.
Yorsh estaba por renunciar cuando tuvo un inesperado golpe de suerte. En la cabaña más lejana encontró un viejo baúl escondido debajo de un pedazo de escalera, las piedras de las gradas lo habían protegido del fuego. Era un baúl pequeño, hecho de fina madera de nogal. La cerradura de hierro forjado con flores grabadas por encima estaba cerrada, pero el dragón resolvió el problema con un zarpazo. Adentro había un largo vestido blanco hecho de lino puro, completamente cubierto de florecitas bordadas. Debió de haber costado años de trabajo. Alrededor de las mangas y en el borde inferior de la falda tenía enganchados unos pequeños pedazos de tela con dibujos hechos con agujeritos. El dragón dijo que eso se llamaba encaje. La parte anterior del corpiño tenía una M bordada.
Yorsh se quedó atascado entre los diversos velos que se superponían, pero finalmente logró ponérselo. Al menos ya un problema estaba resuelto.
El dragón creía recordar que, entre los humanos, los hombres nunca, por ningún motivo, se ponen vestidos blancos hechos de encajes, bordados y puntilla, y que las mujeres sólo los usan un día en la vida, exactamente el día de su boda, pero como esto no le parecía importante, decidió no mencionarlo. Los dragones nacen desnudos y así se quedan hasta el final. Las complejas costumbres humanas sobre el vestir estaban almacenadas en algunas de sus memorias como un oropel inútil, una tradición extraña e incierta, nada por lo que valiera la pena entablar una discusión.
Capítulo 11
No era que Robi realmente supiera leer.
Y no era que saber leer estuviera realmente vetado.
Tracarna y Stramazzo eran capaces. Leían los raros despachos que les llegaban de Daligar con una solemnidad exagerada, en realidad con auténtica petulancia, después de haber inflado el pecho como pavos. Para todos los que no tenían nada que ver con la Administración, leer no era muy aconsejable, o quizá sería más correcto decir que era desaconsejable, un conocimiento sospechoso. En Arstrid, el pueblo donde Robi había nacido, sabían leer un poquito y también tenían una especie de escuela. Arstrid era una aldea agradable, literalmente enclavada en medio de cosas ricas para comer: por un lado estaban las truchas del río y por el otro las manzanas de los frutales; en medio estaban las huertas y las gallinas y por detrás las colinas con las vacas; esto quería decir leche que luego se convertía en mantequilla.
Cuando no había truchas para pescar, manzanas para recoger, vacas para ordeñar o cercas para arreglar, es decir, dos veces al año, el jefe de la aldea reunía ruidosamente a todos los niños y trataba, sin ningún método, de manera incongruente y caótica, de enseñarles el alfabeto, que era todo cuanto sabía. Las lecciones transcurrían entre las risas de los alumnos y las muecas cómicas del jefe de la aldea, y finalizaban cuando, en un momento dado, llegaban las madres llamando a gritos a sus críos para mandarlos a ordeñar las vacas o a recoger manzanas. O a ahumar las truchas. O a poner las uvas sobre las cañas para que se secaran y se convirtieran en uvas pasas para hacer los panes de miel para la fiesta de invierno.
El jefe de la aldea conocía las letras gracias a un misterioso y legendario personaje de nombre impronunciable que muchos años antes de que Robi naciera había frecuentado Arstrid, y le había suministrado la mítica olla para ahumar.
De las absurdas lecciones, Robi conservaba las cuatro letras de su nombre: Robi.
R de Rosa: los pétalos de las rosas se podían sumergir en miel y transformarse en golosinas. O de Oca asada: la última se la habían comido el día antes de que aparecieran los soldados de Daligar como lobos hambrientos, exigiéndoles todo lo que tenían e incluso lo que no tenían, aduciendo una oscura historia de impuestos atrasados. Había sido durante el último verano.
El invierno siguiente, la aldea había sido destruida y sus padres arrestados; más bien, para decirlo en orden, sus padres habían sido arrestados y luego la aldea destruida, pero esto fue después, cuando ella ya estaba en la Casa de los Huérfanos. Lo supo porque Tracarna se lo había dicho. Los soldados habían ido en verano, exigiendo un montón de alimentos para el condado y para su Juez administrador: trigo, que ellos no tenían, y una cantidad exorbitante de truchas ahumadas, más de la que alcanzaban a recoger en todo un año. El jefe de la aldea ya no estaba, había muerto durante el invierno anterior poco después de la boda de su hija. Así que su padre tuvo que enfrentarse a los soldados, diciéndoles que el condado de Daligar jamás les había dado nada y que ellos no le debían nada, y había agregado que, en todo caso, a la gente se le puede pedir una parte de lo que posee, pero no todo o incluso más de lo que jamás ha tenido. Y fue entonces cuando uno de los soldados, uno alto, engreído, que parecía una lechuza, con una barba blanca como la nieve, había mirado fijamente a su padre y a su madre, y los había reconocido: eran los del elfo. Los protectores del terrible elfo que años antes había devastado Daligar. Robi no podía creerlo, sus padres no podían haber protegido a algo tan repugnante como un elfo. Tenia que ser falso.
B de Bueno para comer. También de Bueno para beber, como la leche o el mosto fresco.
I de Indigestión. Cuando Marcia, la hija del jefe de la aldea, se había puesto su bellísimo vestido hecho de velos sobre velos, con la M de su nombre bordada en la parte delantera y el cuello de encaje recogido, Robi había comido tanto, que le había dado una indigestión. Incluso había tenido que renunciar a una tercera porción de la torta de nueces: la nostalgia hacía que todavía se le llenaran los ojos de lágrimas cuando lo recordaba.
Si no conociera esas cuatro letras, ésa habría sido una mañana como todas las demás, una de las tantas mañanas que se alteraban un poco por la llegada del carro de Daligar con su habitual carga de nuevos y amados huéspedes para la Casa de los Huérfanos. Los nuevos y amados huéspedes eran dos muchachitos demacrados y rubios, sin duda hermanos, ambos con orejas de elefante y pecas en la cara. Los dos estaban acurrucados en medio de una diversidad de víveres y una olla de cobre enorme, abollada y sucia, pero sin agujeros, que evidentemente iba a reemplazar la olla donde les preparaban la misma sopa de siempre, que tenía innumerables agujeros e innumerables reparaciones y que ya era inservible. Alrededor del caldero había muchas cestas de mimbre cerradas, cada una con algo escrito en la tapa. Tracarna adoraba saber leer y no perdía oportunidad para hacer alarde de ello; además, era mejor no poner el queso en la misma cesta donde había estado una oca viva en el viaje anterior. El color y el olor del queso se podían alterar y, para quien no le gusten los excrementos de oca, no para mejorarlos.
El corazón de Robi dio un vuelco. Sobre la cesta más pequeña había tres de sus letras y una estaba repetida dos veces.
No había dudas: burro
La mantequilla era sin duda el bien más preciado, blanco como la leche, suave como una caricia. Su madre la ponía sobre la polenta los días de fiesta.
La mantequilla era el sueño de la normalidad, el sabor de la abundancia. Con la mantequilla se hacían, a veces, no siempre, sólo cuando las cosas marchaban bien, las galletas que se comían en el solsticio de invierno para saludar, en el día más corto del año, la luz que comenzaba de nuevo a aumentar.
Robi no lograba ni siquiera imaginar cuál podría ser el castigo por robar mantequilla. Estaba probablemente más allá de las posibilidades de su mente, pero desafortunadamente no de la de Tracarna. ¿O quizá sí? Cuando uno persigue a alguien por llevarse a la boca una miserable mora, quizá ni se le ocurre que pueda tener la audacia de echarle mano al bien supremo, al placer total, a la mantequilla.
Uno de los niños, el más pequeño, se puso a llorar. Robi tenía la orden de hacerlo bajar del carro y, como era horriblemente estúpida y torpe, como después se lo gritó Tracarna durante un buen rato, hizo caer la olla de cobre, que rodó fuera del carro con un estruendo infernal. Cuando todo fue puesto otra vez en su sitio, la mantequilla había desaparecido. Tracarna lo registró todo y a todos, principalmente a Robi, pero el cesto de la mantequilla se había evaporado. Al final, la única explicación fue que había habido un error: quizá no lo habían enviado de Daligar. A Robi la registraron de nuevo y la golpearon más; de todos modos, en ese momento se cerró el caso, porque no había nada que hacer.
Los dos muchachitos nuevos se llamaban Merty y Mondy. Cuando cayó la tarde y se encontraron en el redil sucio y en ruinas, los dos ya no tenían ni siquiera lágrimas para llorar. Crechio y Morón habían distribuido la manzana y la polenta, y los niños estaban en un rincón, cada uno sobre su capa, tratando de hacer durar la cena el mayor tiempo posible. Robi los miró a todos un largo rato: a los dos nuevos, a Crechio y Morón, a Cala y a todos los demás. Luego se miró los moretones, los que se había ganado por la tarde. Después miró de nuevo a los demás y, una vez más, sus moretones. Merty y Mondy comenzaron a llorar de nuevo, y Cala trató de consolarlos sin éxito. Crechio y Morón les dijeron que se callaran, pero esto no funcionó; por el contrario, empeoraron. Finalmente Robi se hartó, se levantó y salió antes de que Crechio y Morón pudieran impedírselo y regresó con la mantequilla entre sus manos.
—¡Al diablo! —dijo—. ¡Quería tenerla y me la merezco! Mirad qué moretones... El truco es distraerlos, cuando el caldero se cayó, por un instante todos miraron hacia otro lado y yo escondí la mantequilla debajo del carro. Si los distraes por un instante, puedes hacer cualquier cosa. Si eres veloz, puedes robar cualquier cosa. Le robaría la corona a un rey... Recuperé la mantequilla cuando ya nadie estaba mirando... Pero... dejad de llorar... Un dedo de mantequilla para cada uno..., sobre la polenta..., como en casa... Si trato de comérmela yo sola, duraría mucho tiempo, y tarde o temprano me descubrirían.
Hubo una ovación.
Hubo una fiesta.
No fue como estar en casa, pero, al menos por una noche, nada de tristeza, nada de hambre. Incluso Crechio y Morón estaban demasiado sorprendidos, demasiado admirados y demasiado contentos para agredir o fastidiar, amenazar o confiscar como de costumbre.
Los llantos se interrumpieron. Incluso los dos nuevos, pegaditos uno contra otro, se calmaron.
Robi explicó una y otra vez cómo se roba. Hizo también algunas demostraciones. Luego le preguntaron cómo supo dónde estaba la mantequilla y ella les explicó todo el asunto: la B de Bueno para comer, las dos R de Robi, la O de Oca. Esto fue todavía mejor que cuando explicó los principios esenciales del arte del robo. La verdad era que todos, quién más, quién menos, habían creído siempre que saber leer era una especie de..., ¿cómo decirlo?..., ¡de magia! Una capacidad inexplicable e inasequible, que dividía el mundo entre los que sabían leer, seres de alguna manera superiores, y los que, como ellos, no sabían y nunca sabrían. Robi, en cuclillas, continuaba trazando las cuatro letras sobre la tierra apisonada en la que dormían, y la magia se hizo posible. Robi también conocía la M, porque estaba bordada en el vestido de boda de la hija del jefe de su aldea, y los dos niños recién llegados dejaron de llorar por un rato mientras, con su dedo, también dibujaban en el suelo las dos colinas que formaba la primera letra de sus nombres. Robi también recordó la A de Arstrid y de ese modo las letras fueron seis.
Todos las dibujaron durante un buen rato antes de irse a acostar. Robi tuvo la impresión de que esos signos hechos sobre la tierra apisonada eran de algún modo importantes, quizá incluso más importantes que la mantequilla. Era como si, en ese momento, se hubieran vuelto menos miserables.
Luego apagaron la vela y se durmieron.
Apenas Robi cerró sus ojos, todo se tomó verde, con complicados dibujos dorados.
Capítulo 12
Yorsh había doblado el borde inferior de su vestido para evitar ensuciarlo y se lo había amarrado a la cintura con una especie de nudo. Nunca había usado un vestido más incómodo. Incluso los horribles trapos de cáñamo amarillo «de elfo» que le habían puesto desde el principio de su vida, que eran a la vez pesadísimos y fríos, eran más cómodos que esa nube vaporosa de lino blanco. De todos modos, había hecho todo lo posible para evitar que se ensuciara o rasgara. Había dormido en el alféizar de una de las ventanas que tenían el ámbar intacto, y antes lo había desempolvado cuidadosamente usando un plumero improvisado, hecho con las plumas que perdían al volar las numerosas urracas que se habían establecido debajo de los antiguos arcos.
Después de una noche llena de pesadillas en las que había visto la aldea arder y había oído los gritos de socorro elevarse inútilmente en la oscuridad, se despertó por la mañana con una angustia terrible que le oprimía el corazón. El deseo de partir crecía a cada instante. Su magnífico vestido casi no se había ensuciado. El dragón estaba fuera, al aire libre. El elfo lo alcanzó y le informó sobre su firme intención de emprender, lo más pronto posible, la búsqueda de la mujer y del cazador. Después, con calma y con su ayuda, quizá podría encontrar una esposa. De acuerdo, era un poco joven, pero los elfos tienen la costumbre de empezar a buscar pronto a la mujer que será su esposa, aunque después esperen muchos años antes de casarse. Y tienen sólo un amor en la vida. Para siempre, pues para ellos el amor es un asunto demasiado elevado como para no dedicarle toda la vida. Con frecuencia, en las historias sobre elfos había un juguete que los padres habían compartido durante su niñez y con el que después jugaban las criaturas que ellos traían al mundo. En su caso era su trompo azul: su papá, cuando era un niño, se lo había regalado a su mamá, y posteriormente se había convertido en su juguete.
Yorsh albergaba muchas dudas sobre cómo hacerlo. Le preguntó al dragón si su vestido era apropiado para buscarse una esposa y el dragón le aseguró, condescendiente, que cualquiera que lo aceptara vestido de esa manera tenía que ser una joya de tolerancia y mentalidad abierta.
Después de esto, el dragón bajó los ojos y siguió comiéndose las alas de un pájaro asado.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó el elfo perplejo.
—El desayuno —respondió el dragón muy contento. Mostró el pincho largo que se había fabricado con el tronco de un abeto joven, sobre el que yacía lo que quedaba de los esqueletos de una docena de urracas, búhos y urogallos—. De esta manera te estoy echando una mano para tu matrimonio. He hecho la mitad del trabajo para desocupar tu morada, y así tu esposa, cuando tengas una, estará más cómoda. Yo me he ocupado de los pájaros, a ti solamente te toca limpiar el suelo, te he reducido el trabajo a la mitad.
Yorsh lo miró fijamente, pasmado, horrorizado, frío. ¡Se había comido las urracas! ¡También los búhos! Esos pequeños, espléndidos búhos con su aspecto tan torpemente feroz, esas tiernísimas urracas. Era cierto que hacían un estrépito infernal, por no hablar de la increíble cantidad de excrementos que producían. En efecto, eran insoportables, pero eso no le daba derecho a nadie a devorarlos como si fueran guisantes en una vaina.
—¿Cómo has podido? —preguntó con lo que le quedaba de voz.
—Con romero —respondió serenamente el dragón—. Hay una mata un poco más allá del portal.
El dragón bostezó, después comenzó a limpiarse los clientes usando como palillo lo que quedaba del hueso de la pata de un urogallo.
—Bueno —dijo—, ¿cuándo partimos?
—¿Nosotros? —preguntó Yorsh perplejo.
—Nosotros —contestó serenamente el dragón.
Yorsh no se lo esperaba. Era lo último que hubiera esperado. ¿Andar por el mundo de los humanos con un dragón detrás? ¿Cómo? No era muy... en resumen...
—Presentable —objetó cohibido—, no eres muy presentable. Eres muy hermoso, me atrevería a decir que magnífico, pero debo pasar inadvertido entre los humanos, que se espantarán sólo con la idea de que yo sea un elfo, sin tener que sumar a su desconfianza el terror de un dragón. —No quería ser descortés. No quería ofender al dragón; le regaló una sonrisa radiante—. Ahora sabes volar, puedes ir a..., ¿cómo lo dijiste una vez? Ir de paseo a explorar el universo y a mejorar el mundo.
—Explorar el universo solo no es divertido —objetó Erbrow tranquilo—. Tendremos cuidado. Volaremos de noche, y de día me esconderé dentro de los barrancos y en los claros de los bosques más grandes. No te preocupes, nos las arreglaremos para que no me descubran. Si nos descubren, nos iremos volando por encima de las nubes. ¿Recuerdas que tanto las escaleras como el camino que conducen a la biblioteca se han derrumbado? Lo vimos durante el vuelo. Y además, mira, yo soy un dragón. Te aseguro que mi presencia en los alrededores limitará considerablemente el número de los que puedan matarte, colgarte o hacerte daño.
En Daligar también había aquella extraña profecía que pablaba de él. Era un buen sitio para comenzar.
Su destino era la profecía que, grabada en el mármol, le mostraba el camino. No tenía madre ni padre. Su familia era un trompo de madera y el recuerdo de una abuela que le decía que se fuera y que nunca mirara hacia atrás, pero, en alguna parte, en los siglos pasados, hubo alguien que sabía de él, que había soñado con él mientras buscaba el rastro del futuro en las órbitas de lejanas constelaciones.
Alguien que había escrito, esculpiendo en el mármol, que él sería el último y que a la vez no lo sería. Tendría una esposa. Quizá. Eso le parecía recordar. Los primeros versos eran ciertos.
QUANDO EL AGUA SUMERJA LA TIERRA, El SOL DESAPARECERÁ,
LAS TINIEBLAS Y EL FRÍO LLEGARÁN
QUANDO EL ÚLTIMO DRAGÓN Y EL ÚLTIMO ELFO
ROMPAN EL CÍRCULO.
EL PASADO Y EL FUTURO SE ENCONTRARÁN,
EL SOL DE UN NUEVO VERANO BRILLARÁ EN EL CIELO.
Y lo condenaban a un destino de cruel soledad. El último es el último. El que está solo.
Lo que seguía le daba una esperanza.
No estaba seguro de lo que seguía. Pero recordaba que estaba escrito que él debería unirse a una esposa que tenía el nombre de la luz de la mañana y que veía en la oscuridad, una esposa que era...
... La HIJA DEL HOMBRE Y LA MUJER QUE...
¿Qué...?
Y además estaba ese extraño libro de dracología, que tenía algo escrito sobre los hijos de los humanos y de los elfos que se convertían en los autores de historias extrañas sobre princesas cambiadas por otras. Quizá los elfos y los humanos podían unirse en matrimonio. Evidentemente ya lo habían hecho, y de sus hijos nacieron las novelas que tanto gustaban a los dragones en incubación. Quizá ser el último elfo no lo condenaba a la soledad.
Quizá su camino era un sendero de flores y no un oscuro callejón.
Su camino estaba escrito en la piedra de Daligar.
Hubo una breve consulta sobre qué dirección tomar. Tanto el abuelo como el padre de Erbrow habían estado en Daligar, pero la verdad es que durante la incubación el sentido de la orientación tiende a perderse un poco, al contrario de la crónica histórica, que se conserva vivida. El dragón era capaz de mencionar los nombres, sobrenombres, patronímicos, fechas de nacimiento y número de hijos de todos los picapedreros que habían erigido los murallones de Daligar, pero simplemente no sabía dónde quedaba la ciudad. Yorsh tenía un mapa algo simplificado y resumido: todo lo que pudo deducir era que Daligar estaba hacia el sur, lo cual era un dato un tanto vago.
Decidieron volar sobre el río; así, tarde o temprano, llegarían a la ciudad.
El agua brillaba bajo la luna y, de noche, esto era un rastro suficiente. Cuando veían la luz cuadrada de la ventana de una cabaña, bajaban y volaban entre las copas de los alerces. Había varios tipos de oscuridad: el negro del cielo; el negro más fuerte de los bosques bajo ellos, cuyas copas, cuando ellos descendían entre los troncos, se veían más oscuras que el cielo donde las estrellas brillaban, y además, estaba la oscuridad aún más negra de la tierra por donde discurría la cinta del agua del río con sus destellos plateados.
Si Erbrow volaba alto, no tenían que seguir exactamente todos los meandros; cortaban por encima y el viaje se hacía menos largo. Yorsh recordaba la caminata larga y extenuante que había hecho de niño, recorriendo ese camino en sentido contrario. Extenuante era un modo de decir: cuando estaba cansado Monser lo cargaba; sin embargo, larga sí había sido. Llegaron a Daligar antes del amanecer. Los murallones, erizados con troncos puntiagudos como las espinas de un enorme puercoespín, se levantaban amenazantes, proyectando su sombra sobre el agua del río, que centelleaba dorada con la luz de la mañana. La ciudad estaba aún más llena de torreones, almenas y aspilleras que lo que Yorsh recordaba.
Erbrow planeó suavemente sobre un pequeño claro cubierto de hierba y tréboles que quedaba escondido entre grandes castaños. La profecía estaba en la parte sur, exactamente en el lado opuesto de la puerta grande con el puente levadizo. El plan era simple: el dragón permanecería agazapado en la sombra, casi indistinguible bajo la luz débil y rasante del alba, mientras Yorsh se escabulliría entre la multitud, después de haber evitado a los guardias de antes del puente levadizo, a los guardias del puente levadizo, a los guardias de detrás del puente levadizo y a los que patrullaban las calles. Para entonces, habría alcanzado el muro sur del palacio de justicia y leído la antigua profecía.
Yorsh se acercó con aire indiferente al puente levadizo. Uno de los velos de su complicado traje blanco le cubría la cabeza a modo de capucha, escondiendo sus orejas puntiagudas y su cabello demasiado claro. Su corazón latía frenéticamente. Eran ya muchos los años que había vivido aislado en una biblioteca situada en la cima de una montaña inaccesible, con un dragón como única compañía. La mera presencia de un número tal de criaturas humanas lo inquietaba. Además, estaban el miedo a ser agredido, la esperanza de encontrar un rastro de su destino y el recuerdo de Monser y Sajra, que continuamente lo invadía de nostalgia. Estaba a pocos pasos de la reja, cuando de algún modo lo identificaron. Todos dejaron de hacer lo que estaban haciendo: los que estaban cotilleando se interrumpieron, los que estaban atravesando el puente se detuvieron, los dos vendedores ambulantes de manzanas y coles suspendieron de inmediato sus gritos sobre el valor de la mercancía y se volvieron para mirarlo. Sin embargo, la palabra «elfo» no retumbó. Todos comenzaron simplemente a desternillarse de la risa. Un grupo de muchachitos harapientos, liderados por un cabecilla con unas enormes orejas de elefante, apareció de repente y comenzó a burlarse de él. Todos hablaban a la vez, y Yorsh no pudo entender nada, pero de nuevo no identificó la palabra «elfo». Pero entonces, ¿por qué la habían emprendido contra él?
Alguna piedra voló, pero no lo alcanzó. Si Yorsh se concentraba en la trayectoria de la piedra, lograba desviarla. Después del primer susto, entendió el sistema y comenzó a encontrarlo casi divertido. Un guardia de la puerta pensó que ya era suficiente y con un par de gritos roncos interrumpió el apedreamiento y también consiguió un poco de silencio. Era un hombre alto, delgado, con una gran barba gris. Se volvió hacia Yorsh y le hizo señas para que lo siguiera, probablemente para buscar a un superior y pedirle consejo. El muchacho entró a la ciudad seguido por el hombre: esto lo protegió de ataques posteriores. A él, que llevaba años recluido en los confines de una biblioteca, Daligar le pareció grandísima y, al igual que cuando era niño, lo sorprendió. Estaba llena de edificios inmensos, con columnas antiguas y arcos grandes que se cruzaban, dividendo el cielo en extrañas geometrías. Muchos de los arcos estaban partidos, las bóvedas medio caídas. Algunos de los antiguos edificios albergaban lazaretos y mercados miserables en donde, frente a bancos desvencijados, se formaban colas ordenadas para comprar algunas coles o unas pocas manzanas. Había un hedor insoportable estancado en el ambiente, que se mezclaba con el perfume de las flores de los jazmines que colgaban enormes y cargados de las paredes derruidas. Yorsh se preguntó cómo era posible que aún florecieran a finales del otoño.
Reconoció el empedrado de la ciudad, las fachadas de las casas con sus techos en punta pintadas de colores pasteles y las persianas pintadas con rayas rojas oscuras y verdes que se intercalaban en diagonal y que al cerrarse formaban un dibujo de rombos. Ahora, sin embargo, todo estaba deteriorado y ya no había geranios en las ventanas como cuando era niño. Pasaron junto a una fuente que tenía encima la escultura de madera de un oso rampante, que ahora estaba descabezado, mientras el agua era apenas un chorrito fétido. Frente a ellos había un muro altísimo de piedras cuadradas alternadas con ladrillos sobre el cual crecían diminutos helechos y flores rosadas. Era el palacio del Juez administrador, que se extendía hasta el tribunal debajo del cual estaban las prisiones. Quizá Yorsh había llegado al lugar preciso para obtener noticias de su familia humana.
El palacio se levantaba en medio de la ciudad. La base era algo así como un polígono asimétrico, cuya forma exacta no era identificable. No tenía torres, simplemente una parte era más alta que la otra, dándole a la totalidad un aspecto desbaratado y provisional, un punto intermedio entre algo que no se ha terminado de construir y algo que ya ha comenzado a derrumbarse.
Contrariamente al Daligar que recordaba, ya no había gallinas en mitad de la calle. De repente, apareció una, que salió a la calle desde un portal medio derruido. Era una gallina viejísima, se arrastraba con esfuerzo sobre sus patas, pero venía resuelta hacia Yorsh, que la reconoció. Hacía trece años la había resucitado. Evidentemente su curioso destino de resucitada la había salvado de la olla y del asador, pero el vínculo que se había creado entre ambos le había impedido morirse. Ahora ya no daba más. Había sentido a Yorsh. La mente del muchacho se había fundido con la suya cuando había regresado de la muerte, y esto los unía. Se había arrastrado hasta él. Yorsh se agachó y la tomó entre sus brazos; se miraron por última vez y finalmente la gallina se dejó morir. El muchacho sintió que la paz la llenaba y que su corazón se detenía. Levantó los ojos para ver a los presentes. No era el único que conocía la historia de la gallina ni el único que la había reconocido. En la calle, además del soldado que lo acompañaba, había cuatro hombres, dos matronas, una chica y el consabido grupito de muchachitos harapientos y esqueléticos, peligrosamente armados con hondas. Todos lo estaban mirando. La palabra «elfo» retumbó fuerte y clara. El apedreamiento volvió a comenzar, esta vez multiplicado, de modo que era imposible estar pendiente de todas las trayectorias.
Yorsh se preguntó hacia dónde podía escapar. Todas las posibles vías de fuga estaban bloqueadas, sólo quedaba el muro. Le bastó con pensar que era una lagartija para encontrarse en la parte de arriba del muro, perseguido por los gritos y las piedras, envuelto en su vestido como en una nube. Al otro lado del muro había un jardín con árboles enormes, fuentes que salpicaban y un estanque donde se reflejaban los cisnes. Sobre el muro se apoyaban enormes glicinias, cuyos troncos nudosos le facilitaron a Yorsh el descenso. Estaban cargadas de flores, y le dieron a Yorsh la impresión de estar en una especie de paraíso, un paraíso extraño, en cierto modo excesivo. Yorsh se preguntó otra vez cómo era posible esa increíble floración en el umbral del invierno. No sabía nada de glicinias, pero también su perfume le parecía exagerado. No muy lejos de él, una chica también vestida de blanco estaba montada en un columpio, entonando una antigua canción que hablaba de chicas, chicos y nuevos amores. Yorsh se acercó, siempre escondido tras la sombra de las glicinias: la joven era alta, delgada y muy bella, con la piel blanca y grandes ojos verdes. Llevaba un vestido claro, con dibujos dorados y el cabello rubio peinado en una serie de trencitas que se cruzaban como las puntadas del alto cuello almidonado, y en cada cruce había un anillito de oro. Todo parecía un cuadro o una representación teatral. Entre otras, la chica era un poco mayor para pasarse el tiempo holgazaneando y cantando en un columpio. Finalmente, el dudoso engaño de la escena se hizo añicos: junto a la chica que se columpiaba había una niña, pequeña y morena, que, cuando la otra terminó de cantar, tomó aire y valor y se atrevió a preguntarle algo. Hubo una especie de caos, y Yorsh pudo oír algunos fragmentos de la conversación que siguió. El motivo de la discusión era la posibilidad de turnarse en el columpio, cuyo uso, al parecer, era un derecho intransferible y permanente de la chica rubia.
—... Porque yo, entiendes, soy la hija del Juez administrador, pero cómo puedes tú..., insoportable muñeca tonta hija de... cualquiera... insignificante y cualquier... —La pequeñita lloraba desesperada—. Eres gorda, fea y estúpida. Y eres una cualquiera. Cualquiera. Mi padre, entiendes, mi padre es el que...
Qué insoportable gallina. ¿Pero cuántos años tenía? ¿Dos y medio mal llevados? ¿Y qué habría querido decir con «cualquiera»? ¿Era un insulto? Aparte de que los columpios son cosas de niños pequeños y la damisela parecía ya en edad de conseguir marido, su alteza era una verdadera hiena. Yorsh tuvo la tentación de ir a defender a la niña más pequeña, pero ya tenía suficientes problemas y era mejor no aumentarlos.
¿Ésa era la hija del Juez administrador? Un motivo más para no dejarse pillar en ese jardín. Al otro lado del muro continuaban resonando gritos con la palabra «elfo». Yorsh calculó que si el muro norte, ese que había acabado de escalar, daba a la calle principal, el muro del otro lado, del sur, podría dar al río. Demasiado tarde, el portal se había abierto y decenas de soldados se apresuraban a entrar, mientras la chica, con grandes gritos de terror, escapaba hacia la construcción cubierta de rosas trepadoras que se hallaba al fondo. Las rosas también estaban florecidas. Yorsh se preguntó si la niña más pequeña habría podido montarse en el columpio.
El problema era cómo atravesar el jardín. Yorsh se subió al muro de nuevo y trató de moverse por arriba, pero uno de sus pies se enredó en una rama de glicina y cayó en el punto de partida en la calle principal. Los soldados se habían desperdigado y estaban dentro del jardín, pero los muchachitos se habían agrupado. El apedreamiento comenzó de nuevo, esta vez con mayor intensidad. Las piedras, cada vez más numerosas, golpearon a Yorsh, y su frente empezó a sangrar. Su vestido blanco se manchó de sangre. Trató de correr. Corrió como corren los elfos: soñando con ser un águila que vuela en picado. Le faltaba muy poco para dejar atrás a sus agresores, pero tropezó en su vaporoso vestido y cayó aparatosamente. Consiguió levantarse y arrastrarse hacia la parte alta de la ciudad, donde las casuchas se amontonaban unas sobre otras como un hormiguero gigantesco recubierto de plantas de alcaparras y alguna que otra vid raquítica con unos pocos y escuálidos racimos de uva. Las casas eran de tierra y de corteza de árbol, las calles estaban cubiertas de barro por el que corrían riachuelos y charcos, que se cruzaban formando una red continua de agua sucia que reflejaba el blanco de las nubes y el cielo. En las calles fangosas, los niños abandonados se revolcaban con los perros callejeros, disputándose el corazón de una col o de una manzana. Nadie se distrajo para burlarse de él ni para perseguirlo. Yorsh corrió por callejones estrechísimos, por donde a duras penas cabía una persona, que se empinaban entrelazándose con escaleras destartaladas. Ninguno de los miserables habitantes con los que se cruzó (una viejita encorvada, un hombre joven y lisiado que usaba una muleta de palo para caminar y una mujer que llevaba un niñito de la mano) dio un paso para detenerlo, al contrario: se pegaron contra las paredes para no obstaculizarle el paso y después salían a tropezarse con los soldados. Yorsh intuyó que se trataba de la solidaridad de que podía disfrutar, por esos lados, cualquiera que tuviera problemas con la justicia del Juez. Consiguió dejar atrás a sus perseguidores y alejarse lo suficiente como para alcanzar una explanada que estaba encima del meandro del río. Desde allí podía ver a Erbrow y el dragón podía verlo a él.
El mundo se volvió verde. Los gritos de triunfo se transformaron en gritos de terror. Erbrow el Joven había venido a salvarlo. El dragón aterrizó. Hubo un rugido y una lengua de fuego atravesó el aire. La explanada era lo suficientemente grande para que Erbrow pudiera aterrizar. Yorsh subió a su grupa y luego sobrevolaron la aterrorizada ciudad hasta la puerta sur. Yorsh reconoció el porticado y las escalinatas y encontró el arco con la profecía. El dragón descendió un poco y se puso a volar lentamente en círculos, para darle tiempo de ver y leer. La profecía ya no estaba, había sido borrada con un cincel. Las huellas del cincel habían quedado en la piedra como cicatrices descuidadas, eliminando cualquier duda.
Uno de los soldados, recuperándose del terror, puso una flecha en su arco y disparó. Erbrow dio un brinco, y la sangre comenzó a brotar de su pecho. Yorsh comprendió por qué ya no había más dragones: la parte anterior, que es la que el dragón le ofrece al mundo mientras vuela, está completamente indefensa ya que sólo la cubren escamas pequeñas, no más duras que las de una culebra o una lagartija. El dragón levantó inmediatamente el vuelo.
Volaron directamente hacia las Montañas Oscuras. Sobrevolaron de nuevo las colinas de vides y frutales que habían sobrevolado la primera vez, y en esta ocasión, Yorsh, sin la luz en los ojos, pudo distinguir numerosas figuritas que corrían sobre el pasto. No todas: junto a una cerca, dos personas minúsculas se habían quedado mirándolos sin moverse, siguiendo con la cabeza su vuelo hacia el sol. Luego el dragón viró y se lanzó en picado detrás de las cimas de las Montañas Oscuras; apareció el pico donde estaba la biblioteca y, detrás, el mar.
Capítulo 13
La herida de Erbrow no era grave ni profunda; Yorsh se la curó en unos pocos instantes. Cuando el dragón se elevó sobre la ciudad de Daligar, ya había expulsado la flecha y la sangre había dejado de manar. Antes de llegar a la biblioteca, la cicatriz ya se había formado y poco después de llegar ya había desaparecido y en su lugar había nuevamente piel. Durante el resto del día, Erbrow, que se sentía muy bien, pasó el tiempo alegre como un pájaro en las cimas de las montañas nevadas, deslizándose en la nieve y cazando urogallos que después cocinaba sobre una hoguera crepitante de pinas y romero. Yorsh estaba acostado sobre el suelo de la caverna. Estaba completamente desanimado, tenía náuseas y un escalofrío febril lo sacudía con violencia. Era como si la energía necesaria para extirparle la flecha y curarle la herida a Erbrow hubiera salido de su pecho, que le dolía tan agudamente como si la flecha lo hubiera atravesado a él mismo. La terrible desilusión de no haber sabido dónde podían estar Monser y Sajra, siempre y cuando aún estuvieran con vida, empeoraba las cosas. Yorsh se recuperó por la tarde y se arrastró hacia fuera, hasta el pozo de agua fresca, donde bebió. Su vestido tenía el barro que le habían tirado encima, lo que quedaba de las pedradas, la sangre que le había chorreado desde la frente, unas salpicaduras de la de Erbrow, y, sobre todo, excrementos de pájaro, principalmente urracas y búhos, que había recogido del suelo de la caverna cuando se había arrastrado descompuesto después de bajarse de la espalda del dragón. Sólo algunos pedacitos de encaje, junto al cuello, seguían siendo blancos. El color del resto del vestido iba del terracota al rubí pasando por el marrón, el negro y el gris, e incluía el inconfundible verde guisante claro de los excrementos del herrerillo.
Al día siguiente, Yorsh se sentía lo bastante bien para seguir con la exploración. Decidieron regresar a Arstrid.
Partieron al atardecer para resultar menos escandalosamente visibles. La tarde no estaba muy despejada, pero tampoco estaba nublada. Volaron sobre los bosques de alerces que estaban inmóviles como estatuas bajo la última luz, y luego sobre los bosques de castaños, desde los cuales caían hojas amarillas como una lluvia lenta y suave, brillando bajo la tenue luz de las estrellas.
El dragón batía perezosamente sus alas mientras perdía altura con suavidad y comenzaba a describir grandes círculos sobre la planicie de Arstrid. Una pequeña luna apareció y brilló sobre el meandro del río. Las ruinas quemadas de la aldea aparecieron bajo la luz, que se reflejaba entre el cielo y el agua con toda su desolación. Una nube tapó la luna y el mundo se oscureció. Yorsh estaba caliente y cómodo en la espalda del dragón. Se sentía desconsolado por no haber podido obtener ninguna noticia. Iba a conquistar el mundo y a salvar a sus amigos, lástima que no supiera en lo más mínimo qué dirección debía tomar.
El dragón aterrizó. Los dos hablaron sobre lo que debían hacer. No tenían ninguna idea.
La nube se levantó. La luna brilló de nuevo. Yorsh bajó la mirada: algo brillaba a sus pies, medio escondido entre la hierba. Se agachó para recogerlo. Era una piedrita blanca sobre la cual se reflejaba la luz de la luna. Apartó la hierba con sus manos. A un paso de la primera había una segunda, después una tercera y después otra más. Desde arriba no se veían, pero una vez que uno se ponía a cuatro patas, las piedritas blancas brillaban bajo la luna.
Yorsh le mostró el rastro al dragón.
—Nos han dejado un rastro —dijo triunfante.
—¿A nosotros? ¡Pero si ni siquiera tienen idea de que existimos en este mundo!
—Pues quizá no nos lo han dejado a nosotros, ¡pero han dejado un rastro! —dijo Yorsh, obstinadamente.
—¿Y quién puede ser tan tonto como para dejarle un caminito de piedras a no se sabe bien quién? ¿Con qué objetivo?
—Para encontrar el camino a casa otra vez. Ha sido un niño. Cuando me fui del lugar donde estaba mi abuela, yo también dejé un caminito de piedras para poder volver a encontrarla. La lluvia las sumergió, y de todas maneras se me acabaron antes de la mitad del primer día. Es algo que un niño hace cuando lo obligan a abandonar un lugar que no quiere dejar. Va dejando piedritas a su paso, porque así puede volver a encontrar el camino y eso le da seguridad. O puede soñar que volverá a encontrarlo. Cuando todo te da miedo, necesitas un sueño incluso más que algo de comer. Pero esto nos está mostrando ahora el camino a nosotros. Debemos seguirlo a pie. Las piedritas son demasiado pequeñas para verlas desde arriba.
—¿Estás seguro? Yo detesto caminar. Los dragones no caminamos. No nos gusta pasear. Somos capaces, claro, pero la misma estructura de nuestras rodillas y de nuestros metatarsos...
La luna brillaba. Frente a ellos se abría un sendero que luego se ensanchaba en un camino estrecho. Las piedritas estaban en la hierba, al lado del camino, para que no se confundieran con las piedras que estaban en el centro. Pero allí estaban: todas iguales, todas redondas, todas blanquísimas. El niño que las había ido dejando debió de haber ido recogiéndolas durante años de exploración en las playas a lo largo del río. Habían sido recogidas y conservadas como un tesoro que luego había regado a lo largo del camino a cambio del sueño de poder regresar.
Inicialmente, el camino iba en dirección opuesta a las Montañas Oscuras, hacia la ciudad de Daligar, luego torcía hacia el este. Las piedritas comenzaron a espaciarse, como si la persona que las estaba distribuyendo hubiera decidido economizarlas. Cada vez menos y más espaciadas. El dragón no dejó de lamentarse ni un instante por el dolor en sus patas traseras, para no mencionar la espalda, ni de explicar cuan evidentemente superior era volar a caminar. De hecho, su forma de caminar, que recordaba la de una gallina monumental, era tan ridícula como espléndidas sus alas al abrirse en el cielo.
La luna se ocultó y llegó el alba. Sólo había piedritas en las pocas bifurcaciones que había en el camino para indicar cuál era la dirección correcta. Estaban a algunos pasos después de la bifurcación, así que no podían haberse equivocado.
El sol naciente brilló sobre una última piedrita que señalaba un sendero estrecho, pantanoso y medio borrado por los zarzales que allí crecían. Después de algunos pasos, el sendero se empantanó y se hizo indistinguible. No había más piedritas. Un terreno pantanoso se abrió frente a ellos. Los acogieron nubes de mosquitos. El sol se levantó definitivamente, y las moscas se despertaron con la luz del nuevo día.
Avanzaron con mucho esfuerzo, ya que el terreno estaba completamente encharcado.
Finalmente se abrió una especie de valle ante ellos y vieron, al fondo, medio hundido en el pantano, una choza hecha con ramas secas y barro y, a juzgar por el olor, con excrementos de vaca y de cabra. No tenía ventanas. La puerta era un hueco cubierto por una piel de oveja.
—No hay más piedritas —dijo Yorsh—, y hemos llegado a alguna parte.
—Bien —replicó el dragón—, es una buena noticia. Mis patas traseras parecen dos salchichas a la parrilla, mis rodillas crujen como un haz de madera rodando por un barranco, por no hablar de mi espalda. Mi estómago ruge como el viento entre las copas de los árboles. Podemos acampar aquí, descansar, dormir y recuperar el aliento. Mejor todavía: yo acampo, descanso, duermo y recupero el aliento, y tú te acercas y ves de qué se trata.
Yorsh estaba cansadísimo, pero no había cansancio alguno que pudiera detenerlo. El dragón se ocultó en la parte alta del minúsculo valle, bajo dos grandes robles, logrando camuflarse con el paisaje. La larga caminata nocturna lo había ensuciado y, mientras se acostaba, se le sumaron otras manchas de lodo. Las complicadas espirales que las escamas formaban en su espalda, que alternaban diferentes matices de verde, hacían que fuera todavía más difícil distinguirlo de los pantanos.
El joven elfo se puso en marcha hacia la choza. De vez en cuando se daba vuelta para asegurarse de que el dragón era como una mancha indistinguible en el verde. Cuando estuvo cerca, notó que al lado de la choza había una bonita construcción hecha de una preciosa piedra blanca y rosada, con un friso superior de granito, donde estaba esculpida una larga hilera de minúsculos patos, cada uno con una pajarita en el cuello y un ramillete de flores en el pico. También había una puerta de madera que tenía pintada una chimenea con una larga hilera de corazoncitos multicolores, por donde salía un penachito de humo, y una cerca de juncos que tenía en su interior una pequeña bandada de patos que picoteaban junto a las gallinas. Al otro lado de la cerca había un claro rodeado por una empalizada cruel y miserable, llena de viejas lanzas oxidadas, pedazos de madera puntiagudos, zarzas y espinas, con dos garitas para los arqueros. En el claro, el joven elfo vio una escena extraña para sus ojos: un grupo de niños sucios, uniformados, demacrados y harapientos, estaban cavando fosas larguísimas en la tierra fangosa.
Capítulo 14
El miedo se había apoderado del mundo. Todos parecían enloquecidos. Un dragón con un elfo en la espalda había reaparecido en Daligar, donde habían sido exterminadas todas las aves de corral del condado. Miles y miles de gallinas muertas se amontonaban bajo nubes de moscas en un hedor de podredumbre y putrefacción. Por lo menos éste era el rumor que corría.
Robi nunca había estado en Daligar porque su papá y su mamá siempre habían evitado ir allá; pero Glamo, uno de los niños más grandes, uno largo y flaco, con un cabello negro que le caía sobre la cara, provenía justamente de Daligar, y decía que la verdad era que allá ya no había más gallinas porque el Juez administrador no las quería, pues creaban desorden en las calles. Sólo había algunas en la parte alta de la ciudad, el lugar menos recomendable del condado, donde incluso los soldados raramente se dejaban ver. Sin embargo, también allí las gallinas eran pocas, sólo tantas como dedos tiene un niño, nunca tantas como para formar una colina. Si las amontonaran, no llenarían ni un saco. El problema era que Glamo era el mayor embustero que hubieran conocido. Era el hijo de dos vendedores ambulantes que iban de plaza en plaza vendiendo cacharros, antes de que la tos y el frío de un invierno más cruel que los demás los matara. Como todos los vagabundos, Glamo tenía la vanidad del que se las sabe todas, porque había visto un montón de cosas, y la convicción de que los demás eran todos tan tontos como para creer todo lo que él decía.
Era él quien afirmaba que en la parte baja de Daligar quedaba una sola gallina con vida, a la que nadie se atrevía a retorcerle el pescuezo porque era una gallina especial, mágica, que ya había muerto y resucitado.
Glamo había sido golpeado en varias ocasiones por gente que se exasperaba con sus tonterías, sobre todo por Crechio y Morón, pero aguantaba impasible, y seguía hablando de la gallina de Daligar que ya había estado en el reino de los muertos y había regresado; a menos que estuviera contando alguna de sus otras mentiras, como que en Daligar había plantas que florecían todo el año, o la vez que en las Montañas Oscuras se habían encontrado con un trol y dos gigantes que trabajaban como leñadores y que le habían ayudado a su padre a arreglar el carromato. Su padre les había regalado medio jamón como recompensa y ellos lo habían enterrado y desenterrado antes de comérselo. Glamo también había sido golpeado por esa historia...
Aun sabiendo que a Glamo no se le podía tomar en serio, la historia de la montaña de gallinas muertas no tenía mucho sentido. Si realmente un dragón había exterminado montones de ellas, ¿no se las habría comido en vez de dejarlas pudrir? ¿O dárselas a ellos? En la Casa de los Huérfanos se habrían comido las gallinas hasta con gusanos. Esa historia de los montones de gallinas exterminadas que se pudrían apestando el ambiente se parecía mucho a la del rapto de lomir.
Según los rumores que corrían, el dragón había sido atacado por la guarnición de honor del Juez administrador, que, después de un valeroso combate, lo había dejado chorreando sangre y prácticamente moribundo, pero, evidentemente, los dragones se curan de su agonía mas rápidamente de lo que tardan en curarse las ampollas de las manos de los niños, porque después había logrado sobrevolar la Casa de los Huérfanos e irse por sus propios medios, veloz y poderoso, casi tan alto como las nubes.
Las noticias volaban, se difundían, se exageraban. La única cosa segura era que el trabajo había aumentado, la polenta había disminuido y, cuando no estaban recogiendo manzanas para mandar a Daligar, estaban cavando trincheras en el barro. Habían cerrado el dormitorio con una puerta de verdad, asegurada con un cerrojo. Después de que la pobre lomir había sido raptada por la bestia, todos debían trabajar rigurosamente en parejas, cada uno debía ser responsable del otro y debía responder frente a Tracarna y Stramazzo. Por fortuna, a Robi le había tocado con Cala. De todas las labores horribles que Robi había realizado, las trincheras eran las peores. El barro era blando. Resbalaba y volvía a resbalar y luego resbalaba de nuevo. Dentro había lombrices y una clase de gusanos peludos que parecían dormidos, pero que cuando se despertaban pegaban unos terribles mordiscos, que dolían por horas.
La idea de las trincheras era de Stramazzo, que sabía de estrategia militar tanto como de astronomía, es decir, absolutamente nada, ya que sólo a un idiota que no había usado el cerebro en años se le podía ocurrir enfrentarse a una criatura alada hundiéndose en el barro sin ningún tipo de protección.
Cuando el dragón había aparecido por segunda vez, la fiesta de la victoria había sido sustituida por un terror abismal. Stramazzo, que ya se había enfrentado y vencido al dragón a golpes de cesta, y por lo tanto tenía experiencia, había sido nombrado comandante de campo encargado de la defensa de los «territorios limítrofes», es decir, de lo que estaba fuera de los murallones de la ciudad de Daligar. El resultado había sido una serie de estremecimientos histéricos que se alternaban con la enésima repetición de la historia de la cacería del dragón. Primero habían cavado trincheras alrededor de los pantanos, luego las habían abandonado para cavar debajo de las vides, luego habían comenzado a erigir un terraplén que abandonaron poco después de haberlo empezado y que jamás terminaron, para finalmente regresar a la idea inicial de las trincheras alrededor de los pantanos.
Robi se detuvo un instante. No podía más. Los brazos le dolían y tenía ampollas en las manos. Además tenía hambre.
No se podía robar nada mientras se cavaban las trincheras. Estaba cansada, la verdad era que no podía más.
Se decía que el dragón había resultado herido. Quizá muerto. Quizá ya no regresaría. Quizá todo estaba perdido. Quizá el dragón que había visto y vuelto a ver era solamente un sueño insensato. Quizá nadie iba a venir, nadie la salvaría, ni a ella ni a los demás. Todo seguiría igual.
De repente, una imagen paradisíaca centelleó por el barro, la esperanza renació y el espíritu se animó: acababa de pasar la rata más gorda que Robi jamás hubiera visto. No sólo ella, también Cala la había visto. Las dos muchachitas intercambiaron una mirada: carne. Y mucha. Una rata completa, de las grandes. Una verdadera rata, una auténtica rata de alcantarilla.
Cuando fue a la Casa de los Huérfanos, le habían quitado la ropa, los zapatos y el chal de lana virgen que su mamá le había tejido, pero Robi había logrado salvar su honda. Su papá se la había hecho: era una tira de cuero que tenía una parte más ancha en el centro para poner la piedra. Robi la había salvado de inspección tras inspección porque la había cosido con hilos de paja en el interior de su sucia chaqueta de arpillera.
Tracarna y Stramazzo estaban en el extremo opuesto de la larguísima trinchera y, además, ni Robi ni Cala habían aprovechado aún el permiso de «necesidad corporal» que le correspondía una vez al día a cada «pequeño trabajador». Las dos muchachitas se fueron detrás de la rata, que afortunadamente se escondió detrás de los matorrales de espino blanco y mora que bordeaban el claro antes del bosque, donde Robi tuvo la posibilidad de sacar la honda, agarrar una piedra y lanzarla sin que nadie la viera. Pam. Un tiro limpio y certero. La rata cayó. Las dos niñas se apresuraron a ocupar su puesto en la trinchera. La mañana siguió pasando lenta e inexorable hasta la hora del mediodía, cuando cada chico excavador debía hacer fila para recibir las seis castañas y la media manzana que le estaban destinadas gracias a la generosidad del condado de Daligar.
La rata era una comida comunitaria. Uno podía engullir por cuenta propia uvas, moras, nueces, huevos y miel sin tener que darle las gracias o los buenos días a nadie. Pero para que una rata fuera comestible había que despellejarla y asarla, dos tareas sólo realizables por el bloque de la comunidad de los «amados huéspedes» de la Casa de los Huérfanos. Moviéndose disimuladamente a lo largo de las trincheras, Robi logró llegar al lado de Crechio y Morón y advertirles sobre la caza. Le dolía el corazón por tener que hacerlo, pues esto significaba que la mitad de la rata sería para ellos dos solos. La otra mitad se repartiría entre todos, porque el despellejamiento y la cocción tenían que hacerse en el dormitorio, usando el pequeño brasero que los calentaba. Esto representaba un pedacito pequeño para cada uno, pero un pedacito pequeño era, de todos modos, mejor que nada, sin olvidar que sería toda una fiesta. Cuando llegó la hora de la repartición, Morón fue solo, mientras Crechio se dirigió hacia los zarzales con Robi y Cala para recuperar la presa. Se llevaron el saco de las castañas, que ahora estaba vacío, para hacer desaparecer la rata adentro y meterla de contrabando en el dormitorio por la noche. Una rata no era «hurto» y no implicaba castigo, pero igualmente habría sido confiscada por «distracción del trabajo», sin contar con las acusaciones de ingratitud y barbarie.
«¿Cómo habéis podido?», habría graznado Tracarna. «Con todas las cosas ricas que se comen en la Casa de los Huérfanos. ¡Todo abundante y bien cocinado!»
«¡Son bárbaros!», habría mascullado Stramazzo, saliendo de su habitual condición cataléptica. «Hijos de bárbaros... Por suerte estamos aquí nosotros, que somos inteligentes, que les podemos enseñar...»
La rata muerta ya no estaba en el claro. O, para ser más exactos, sí estaba, pero en vez de estar donde y como la habían dejado, es decir, en el suelo y tiesa, estaba en los brazos de un tipo que parecía una nube con las piernas peludas, pues llevaba un vestido de novia increíblemente sucio, doblado y atado en la cintura. El tipo era muy joven, un muchacho, un poco mayor que ellos. Robi se preguntó si en caso de que el vestido hubiera tenido menos mugre, el conjunto hubiera resultado menos ridículo. El problema no era tanto lo sucio, sino el insoportable e inconfundible hedor a excremento de pájaro que esa porquería emanaba. Incluso ellos, que se alojaban en un viejo redil medio derrumbado y que nunca se bañaban, salvo cuando trabajaban bajo la lluvia, lo encontraban insoportable. El desconocido tenía la rata sobre las rodillas y le hablaba mientras la acariciaba como si fuera un pariente o un amigo muy querido. La rata lo miraba feliz moviendo la cola suavemente. Evidentemente, Robi sólo la había atontado, y también, evidentemente, el hedor a excrementos de pájaros le sentaba bien. Los dos siguieron mirándose tiernamente por un buen rato, luego la rata bajó al suelo y se alejó perezosamente adentrándose en el espino blanco. Ni siquiera en dos años de convivencia con Stramazzo, Robi había presenciado una escena tan cargada de idiotez: un fulano disfrazado con un vestido de novia sucio y que apestaba a excremento de pájaro que mimaba a una rata como si fuera su propio hijo.
Cala dio un paso atrás, asustada por lo absurdo de la escena. Robi la tranquilizó agarrándola del brazo. No debía temerle a nada, ella estaba ahí.
El extranjero notó el gesto y sonrió.
El primero en recuperarse fue Crechio.
—Estúpida mocosa, niñita cretina, ni siquiera sabes si has matado una rata o no —masculló, cargado de desprecio.
—Pero estaba muerta —protestó Robi estupefacta. La única cosa parecida a la humillación es el estupor.
—Ahora ya no lo está —dijo dulcemente el desconocido.
Cala se echó a llorar. Hacía horas que pensaba en ese asado de rata, que soñaba con el momento de la noche en que ponía el pedacito de carne entre sus dientes, y todos dirían que ella y Robi habían sido muy listas, dos auténticas cazadoras, y todos estarían contentos y la carne asada habría hecho scrunch bajo los dientes...
—Robi la había matado —insistió Cala—. Nos la habríamos comido —agregó desconsolada. La tristeza por el sueño frustrado de su ínfimo y miserable banquete le ahogó la voz. Robi todavía seguía muda.
—Nunca hay que comer algo que haya pensado —le reprochó suavemente el desconocido.
La afirmación era tan absolutamente rara que Cala, por lo menos, dejó de llorar.
El desconocido se puso de píe sin dejar de sonreír. Era el muchacho más bello que Robi había visto. ¡Si al menos no fuera tan absolutamente estúpido y tuviera un olor menos apestoso! Y si hubiera tenido algo de comer, pues alguien con una sonrisa tan extraordinariamente ingenua tiene cara de ser de esos que se dejan quitar la comida.
—¿Las ratas piensan? —preguntó Crechio, perplejo.
Robi respondió levantando los hombros con un gesto vago; si Stramazzo pensaba...
—Pero ¿qué quiere decir? —siguió preguntando Crechio. Robi levantó los hombros con un gesto aún más vago—. ¿Según tú, esto es un elfo? —preguntó Crechio bajando la voz.
Al extranjero se le había caído el velo de la cabeza, revelando su cabello clarísimo y sus orejas en punta.
—No —dijo Robi, convencida.
—¿Por qué estás tan segura?
—Los elfos, tal vez por el hecho de ser malvados, son malvados, sin embargo tienen que ser inteligentes —susurró Robi en respuesta.
El desconocido la miró y sonrío todavía más profundamente, luego hizo una inclinación.
—Yorshkrunsquarkljolnerstrink —dijo.
—Salud —replicó educadamente Robi, como siempre le había dicho su mamá que dijera cuando alguien estornudara.
—Salud a vosotros —contestó el extranjero—. Si queréis podéis llamarme Yorsh. Busco a alguien que venga de la aldea de Arstrid.
Cala y Crechio señalaron a Robi con el brazo estirado y apuntando con el índice, uno el izquierdo y el otro el derecho ya que estaba cada uno a un lado de la muchacha.
Los ojos del extranjero se quedaron fijos en la manita de Cala, a la que le faltaba el pulgar. La miró un buen rato y luego dijo la frase idiota.
—¡Te falta el pulgar!
Cala bajó el brazo y luego los ojos, humillada y mortificada. Su labio inferior comenzó a temblar de nuevo y un silencioso sollozo comenzó a sacudirla. Robi miró al extranjero con odio, y deseó ser lo suficientemente grande y fuerte como para poder abofetearlo.
El extranjero se acercó a Cala, le tomó la mano izquierda entre las suyas y la sostuvo durante largo rato, con los ojos perdidos en el vacío. Cala estaba asustada, pero extrañamente no se movió ni intentó retirar la mano. Permaneció allí, con los ojos perdidos en el azul de los ojos del extranjero, que a su vez se perdían en el vacío. El extranjero comenzó a palidecer, se puso lívido y un estremecimiento comenzó a sacudirlo. Robi se preguntó de pronto si sería una enfermedad contagiosa y se acercó para separarlo de Cala. No hubo necesidad; las manos largas, grandes y ágiles del extranjero se abrieron y la manita de Cala, sucia y mutilada, de nuevo fue libre. Yorsh se dejó caer de rodillas en el fango, dado que no podía sostenerse más en pie, y luego dijo una segunda frase idiota.
—¿Sabes?, tu mano se pondrá bien. Los adultos no pueden curarse, pero los niños sí.
Cala se quedo mirándolo fijamente, encantada. Robi estaba cada vez más furiosa. Deseó ser aún más grande para abofetearlo; patearlo y abofetearlo.
El extranjero, jadeante y de rodillas, se volvió de nuevo hacia Robi.
—Sabía que aquí había un niño que venía de Arstrid —le dijo alegre—, ¡alguien dejó un caminito de piedras y eso es algo que sólo un niño puede hacer!
¿Niño? Crechio le lanzó una mirada a Robi, la mirada inconfundible con la que se mira a los deficientes mentales, y Robi sintió que odiaba al extranjero con toda el alma.
—Mis respetos, señora mía, te ruego me digas qué sucedió en tu agradable pueblo, y por qué razón ahora te encuentras aquí trabajando.
Al oír las palabras «señora mía», Robi se había vuelto a toda prisa pensando que Tracarna estaba detrás de ella. Cuando estuvo segura de que no tenía a nadie a su espalda, y que por lo tanto el extranjero se estaba dirigiendo a ella, su frustración y su rabia contra aquel insoportable bufón (Yorsh, había dicho llamarse) que, después de haberle robado la esperanza de una cena, venía a burlarse y a mofarse de ella, colmaron los límites, por lo demás estrechos, de su paciencia. Se agachó para recoger un pedazo de rama y se lo mostró decidida al extranjero.
—Soy más pequeña que usted, pero golpeo más fuerte —le informó amenazante—, y no se atreva a tocarla más —agregó señalando a Cala con un movimiento de su cabeza, sin quitarle los ojos de encima.
El extranjero se quedó ahí, muy débil. Seguía temblando y respirando con dificultad, y como no era capaz de sostenerse en pie, Robi y su bastón se elevaban por encima de él.
—Perdóname, señora mía, si ofendí las buenas costumbres, ¡fue involuntario!... Mmm... excel... ¿no? Imbécil..., no, tampoco.
La expresión de Robi se volvió más amenazante, sus manos apretaron la rama con más fuerza. El extranjero puso cara de haber recordado algo de repente, abrió una bolsita azul de terciopelo bordado que llevaba en bandolera y de ahí sacó una barquita de leño y una muñequita de trapo, con los cabellos hechos de lana de oveja teñida con corteza de nuez, para que fueran rizados y negros como los de Robi.
—¿Son tuyos, verdad? —dijo el extranjero ofreciéndoselos—. Los encontré en Arstrid. ¡Te los he traído de nuevo!
Esta vez la mirada de Crechio estaba realmente cargada de conmiseración burlona. Por un lado, Robi deseó que el extranjero desapareciera, se sumergiera en el pantano, se hundiera en el barro, viniera un dragón a llevárselo lejos, pero por el otro miró su barquita y su muñeca con el deseo feroz de poder tocarlas una vez más. Le vino a la mente el recuerdo de su padre mientras esculpía en un pedazo de haya el casco de su barquita, y el de su madre cortando de su propia falda la tela para el vestidito de la muñeca. Era todo lo que le quedaba de ellos.
Alargó la mano y las tomó sin decir una palabra.
—¿Qué ocurrió en Arstrid? —preguntó el extranjero con voz dulce.
Robi se quedó mirándolo enfadada; luego, lentamente, bajó la rama.
—Fue destruida —dijo deprisa.
—¿Por qué?
Robi se quedó callada. No tenía ganas de recordarlo. No tenía ganas de hablar.
—¿Por qué? —repitió el extranjero.
—E-go-ís-mo —silabeó cansadamente Robi.
—¿Y qué significa?
Robi se quedó callada.
—No pagaron suficientes impuestos —explicó Crechio, interviniendo en la conversación—. No quisieron pagar —explicó a continuación, con una calma indiferente, recalcando la palabra «quisieron», imitando a Tracarna.
—¡No podían! —protestó Robi, desesperada—. ¡No se podía!
El extranjero asintió pensativo, luego se dirigió de nuevo a Robi.
—¿Sus habitantes están vivos?
Robi asintió.
—¿Y dónde están? —continuó el extranjero.
—Escaparon hacia las partes altas de las Montañas Oscuras, más allá de la cascada; ahora viven a orillas del mar.
No era un secreto. Los soldados lo sabían. No habían ido nunca a perseguir a los fugitivos simplemente porque le tenían mucho miedo a la cascada.
—¿Conoces a un hombre llamado Monser y a una mujer llamada Sajra? —preguntó el extranjero. Silencio—. ¿Conoces a un hombre llamado Monser y a una mujer llamada Sajra? —repitió el extranjero.
Silencio. Robi sintió que sus labios empezaban a temblar; sus ojos se llenaron de lágrimas. Apretó fuertemente la barquita y la muñeca, y ni siquiera Crechio se atrevió a dejar de estar serio.
—Eran mi papá y mi mamá —dijo despacio. Si respiraba profundamente y hablaba lentamente, a lo mejor conseguiría no ponerse a llorar.
—¿Eran? —insistió el extranjero.
No, no lo conseguiría, ni siquiera hablando lentamente y respirando hondo. Robi se puso a llorar.
—Los colgaron —dijo Crechio.
El extranjero se puso lívido.
—¿Por qué? —preguntó con voz ahogada una vez que la hubo recuperado después de un largo instante en el que le había faltado el aire—. ¿Por qué?
Silencio.
—Egoísmo —dijo Robi entre sollozos; no lograba calmarse—, y... —Robi no pudo continuar.
—¿Y...? —la animó el extranjero.
—Y además dicen que habían protegido a un elfo, pero yo sé que no es verdad, no puede ser...
Robi no pudo terminar.
—¡Nooooooooooooooo! —gritó Yorsh—. No, no, no, no. ¡Dieron su vida, están muertos, te dejaron huérfana por salvarme a mí!
El extranjero se cubrió la cara con las manos. Estaba arrodillado en el suelo, doblado sobre sí mismo, temblando cada vez más, sacudiéndose como una hoja en una rama con el viento del invierno. Crechio sonrió triunfante.
—¡Ves como es un elfo!
Robi dejó de llorar. Levantó la cabeza y bajó la mirada sobre la criatura llorona que estaba a sus pies. ¿Realmente eso era un elfo? O mejor, El Elfo, eso por lo que... ¿Realmente sus padres habían muerto y la habían dejado huérfana por salvar eso? ¿Por eso que estaba allí? ¿Ella era huérfana por eso que estaba ahí? ¿Ya no tenía ni papá ni mamá por eso? ¿Ya nada de manzanas secas ni perdices asadas, ni una camita caliente, ni leche con miel por las mañanas... por ese ser innoble que lo único que sabía hacer era burlarse de un grupo de niños hambrientos y de una manita mutilada? No era cierto, no era posible. Finalmente, después de que el extranjero hubiera nombrado a Arstrid, Robi reconoció el vestido que llevaba puesto: ¡era el vestido de novia de la hija del jefe de la aldea, horriblemente sucio! Incluso su mamá había ayudado a bordar la M que tenía delante. La rabia superó al dolor. Robi le dio una ligerísima patada con el pie desnudo a Yorsh, que, por lo demás, ni siquiera se dio cuenta.
—Vete, vete —gritó Robi—. Nada de lo que has dicho es cierto. ¡Vete de aquí! —También le escupió encima, pero Yorsh se quedó inmóvil; se había desmayado.
Robi no tuvo tiempo de pensar algo más para decir o hacer; el grito de Tracarna a sus espaldas le hizo saber que el descanso hacía rato que había terminado, y que lo malo no termina nunca.
—Es un elfo —gritó Crechio, señalando a sus pies la figura del joven postrado por la desesperación.
La palabra de nuevo hizo eco y llegó hasta donde estaban los soldados. Algunas flechas volaron. Robi, Cala y Crechio se tiraron al suelo y se cubrieron la cabeza con las manos. Yorsh permaneció inmóvil, apenas respiraba. La colina que se alcanzaba a ver detrás de la Casa de los Huérfanos de repente se movió: había un dragón oculto en la hierba. Estaba muy cerca y era enorme. La desbandada fue general, excepto por los tres que estaban en el suelo, que no podían ver nada y que se quedaron tendidos con las manos en la cabeza sin saber qué estaba sucediendo. Lo descubrieron cuando un viento cálido y fétido los cubrió y, al levantar la mirada, se encontraron cara a cara con las fauces de un dragón, y vieron claro que el viento era el aliento que salía de una boca
con dientes tan largos como un brazo.
Por suerte el dragón ni siquiera los había mirado, estaba buscando la forma de atrapar a Yorsh entre sus fauces de manera segura y sin hacerle daño.
—¡Robi! —llamó Cala.
—Ssshhh. Silencio, ahora.
—Robi, me he hecho pipí en los pantalones.
—No es grave, a lo mejor es una buena idea —susurró Robi, tratando de tranquilizarla—, así estarás menos sabrosa para comer. Ahora cállate.
De todas maneras, el dragón no estaba interesado en ellos ni en lo más mínimo. Seguía buscando la forma de llevarse a Yorsh. Después de algunos intentos con los dientes se decidió por las garras: con la de la pata izquierda lo agarró de los tobillos y con la de la derecha, de las muñecas. Luego el dragón abrió sus enormes alas color esmeralda y levantó el vuelo lentamente.
Cuando estuvo arriba en el cielo, muy, pero muy arriba, otro par de flechas volaron con intención de alcanzarlo.
Robi se quedó tumbada en el suelo sin saber qué hacer hasta que las manos de Tracarna la agarraron por los hombros y la levantaron.
—Tú... —comenzó con la voz sofocada por la ira—, tú... tú, miserable canalla, amiga de los elfos... Sí, así es, amiga de los elfos..., como tu padre y tu madre, gloria a Daligar por haberlos condenado a muerte..., miserable canalla... Pero yo te tenía en la mira, sabes... yo lo sabía, sabes..., Eres tú la que nos lo has echado encima... Es culpa tuya, ¿verdad...?
Robi ni siquiera intentó negar nada. Sabía que eso solamente habría aumentado la rabia de Tracarna y la furia de los golpes. Trataba de recuperarse como podía. Estaba tan mal que los insultos de Tracarna eran el menor de sus problemas. Su madre y su padre se habían hecho condenar a muerte y a ella la habían condenado a la desgracia por un cretino miserable. El sueño que la acompañaba desde que su vida y su familia habían sido destruidas (un dragón con un príncipe vestido de blanco) se había realizado, y un elfo canalla con un vestido de novia lleno de caca de pájaro y otros líquidos malolientes, sobre los cuales era mejor no indagar, había aparecido para liar más su ya complicada existencia.
Cuando Tracarna se calmó, Robi estaba llena de moretones. Stramazzo también había llegado y estaban decidiendo qué hacer. Él iría a Daligar a pedir los refuerzos necesarios para transportar allí a la pequeña bruja.
—Sí, bruja —añadió dirigiéndose a Robi—, exactamente bruja, así es como llamamos a las amigas de los elfos...
Se necesitaría medio día. Pero no podía arriesgar su preciosa vida escoltándola él solo: el dragón y el elfo podrían atacar de nuevo. Sin duda habían atacado para liberarla.
«Bueno», pensó amargamente Robi. Estaba por partir hacia Daligar a la celda de una prisión, a la que probablemente seguiría la horca apenas hubiera alcanzado la edad mínima, siempre y cuando no fuera ya considerada adulta. La segunda parte de su sueño también estaba a punto de cumplirse: dejaría la Casa de los Huérfanos para siempre, gracias al dragón y al príncipe.
Se dejó llevar hacia una de las garitas donde la encadenaron. Los dos arqueros montarían guardia mientras esperaban las otras tropas. Robi se acurrucó sobre sí misma con la cabeza entre los brazos, apretando la barquita y la muñeca entre sus manos, dejando que el tiempo transcurriera, mientras los mismos pensamientos continuaban dando vueltas en su cabeza como una bandada de cuervos enloquecidos.
El tiempo pasó. De vez en cuando, los ojos de Robi se cerraban de cansancio, pero ninguna imagen se formaba, excepto la de una pequeña mano izquierda con los cinco dedos abiertos. Stramazzo regresó acompañado de una guarnición completa. Fueron a buscarla, le quitaron las cadenas y le pusieron unas más ligeras, apropiadas para el viaje. Luego la hicieron subir en un asno. Era la primera vez que Robi cabalgaba, pero estaba demasiado desesperada como para darles importancia a estas cosas. Era un día triste y nublado que borraba los colores del otoño.
Los otros huérfanos estaban alineados en silencio en el claro frente al viejo redil. Una mano se levantó para saludaría y se quedó abierta en el aire separando los cinco dedos. Tracarna gritó algo, pero la manita permaneció obstinadamente en el aire y Robi se dio cuenta de que no era un saludo: Cala le estaba mostrando su manita izquierda con sus cinco dedos perfectos.
También el pulgar, el que se había cortado con el hacha hacía dos años.
Robi miró las manos de Cala, que ahora las había levantado juntas: le faltó el aire y por un instante se le nubló la vista. Al fin lo comprendió: ¡una criatura poderosa y benévola, más allá de lo imaginable, se había cruzado en su camino, y todo lo que había hecho ella era pegarle patadas y escupirle encima! Siguió mirando a Cala fijamente hasta que fue apenas visible, mientras el asno se alejaba escoltado por una tropa de soldados que habría sido suficiente para enfrentarse a un ejército de troles.
Capítulo 15
Yorsh estaba desesperado. Había sido un idiota, un completo idiota. Le daban náuseas al pensar en lo estúpido que había sido. De una idiotez abismal, mundial, cósmica, descomunal, colosal, épica, infinita, inmensa, oceánica, vasta como la luna y además inexcusable. Incurable. Irremediable.
—De acuerdo, fuiste algo tonto, pero no es cierto que no haya esperanza, sólo la muerte no la tiene, y ayer realmente nadie murió...
Las palabras del dragón se perdieron en el viento, que soplaba furioso desde el mar tempestuoso.
Yorsh todavía estaba demasiado débil para hacer algo distinto a estar acostado, acurrucado sobre sí mismo, temblando como una hoja abatida por la tempestad, mientras un dolor intolerable como la hoja de un cuchillo ardiente le atravesaba los pulgares de ambas manos. La fiebre lo quemaba, el viento helado era un alivio para su piel ardiente. Estaba sobre la hierba empapada, con las manos sumergidas en el pequeño pozo de agua helada que se formaba entre las rocas frente a la caverna, después de días de lluvia.
Era evidente que la niña no podía ser más que la hija de Monser y Sajra; tenía las facciones de su mamá en la piel oscura de su padre; debió haberse dado cuenta por sí mismo. Tenía la generosidad y la valentía de su padre y de su madre. En ningún momento había dejado de proteger y tranquilizar a la niña más pequeña. ¡Lástima que, como su madre y su padre, se enfadara tan fácilmente, y por motivos más que incomprensibles! Yorsh debería haberse dado cuenta por sí mismo de que la pequeña estaba desesperada, desnutrida, miserable, vencida por la fatiga y, ante todo, tendría que haberla protegido y habérsela llevado, en vez de abandonarla allí, después de haberla puesto en un peligro mortal.
La verdad era que el dolor de la otra niñita, la que tenía la manita mutilada, lo había golpeado como una pedrada y no se había dado cuenta del orden en el que habría sido sensato hacer las cosas: primero llevar a los niños a un lugar mejor, luego curar sus heridas, sanar sus llagas y consolar sus penas...
El dragón asintió convencido, mientras atacaba el tercer urogallo, que tenía ensartado en un pincho hecho con una rama de sauce y que se cocinaba lentamente sobre una deliciosa hoguera de romero y pino, para que el aroma de las ramas quemadas se fundiera con el sabor de la carne asada.
—¿Cómo puedes comer eso? —preguntó el elfo con voz afligida.
—Muerdo con los dientes anteriores y mastico con los posterolaterales —respondió cortésmente el dragón—. Sigamos con la historia, ¿por qué te desmayaste?
—Reconstruir el dedo de la niña fue terrible; tendría que haberlo sabido, tendría que haber recordado lo extremadamente agotador que fue curar tu herida y multiplicarlo por una infinidad de veces. Debí prever que quedaría fuera de combate y comprender que ése no era el momento. Pero lo peor fue después, saber que ellos murieron por culpa mía... por culpa mía... —Los ojos de Yorsh se perdieron en la nada—. Todo esto es tan... tan... —No encontraba la palabra.
—¿Tonto, ridículo y risible? —propuso Erbrow el Joven mientras atacaba su cuarto urogallo. También se estaba carcajeando. Yorsh se dejó llevar de tal manera por la rabia que se sintió casi mejor.
—Pero ¿cómo te atreves?... ¿Cómo puedes?... —Gesticuló buscando palabras que pudieran herir a Erbrow tanto como él lo estaba—. Bestia inconsciente, estúpida, hijo de una bestia aún más estúpida, más inconsciente, idiota, que además solamente escuchaba fábulas tontas. Cómo puedes reírte, esa niña maravillosa y desesperada está huérfana porque yo... porque ellos... ¡me salvaron a mí!
El dragón no se molestó. Mordió tranquilamente su quinto urogallo.
—Me río de ti, no de ella. Esa maravillosa niña está huérfana y desesperada no por tu culpa, sino por culpa de los criminales que anudaron una soga alrededor del cuello de sus padres y, no contentos con esto, la metieron en un lugar al lado del cual una fosa de serpientes es una casa de veraneo. Nosotros sólo somos responsables de nuestras acciones, sólo de ésas. Marcio y Sila, o como diablos se llamaran esos dos, eligieron salvarte y estaban en su derecho. Fue su elección. Entre otras, sin ti, quizá nunca se habrían unido y su maravillosa niña no existiría. Pero el punto no es éste; ¿recuerdas la historia de los enanos en la segunda dinastía rúnica? Primero los perseguían porque se dejaban barba, luego porque ya no se la dejaban. Simplemente querían sus minas. Las expediciones estaban partiendo hacia las costas orientales y necesitaban plata para sus naves. —El dragón se interrumpió para tragarse el sexto urogallo, y prosiguió—: Quien está al mando en Daligar quiere súbditos estúpidos y miserables, y esos dos no tenían vocación ni para la estupidez ni para la miseria. Si no hubiera sido por ti, habría sido por cualquier otra cosa, igualmente los habrían destruido. Es más: piensa que les debes la vida, por lo tanto disfrútala y aprovéchala. Deja de graznar como un urogallo que ha perdido la cola, mueve el trasero y ve a salvar a la muchachita, ¿cómo se llama?
—Robi, la otra niñita la llamó Robi.
—¿Robi? Los humanos evidentemente tienen talento para los nombres que no quieren decir nada. Se les escapa el concepto de que un nombre es importante. ¿Cuál es el plan?, ¿cómo vamos a regresar a buscarla?
Yorsh comenzaba a sentirse realmente mejor.
—Vamos de noche. Una noche sin luna. Una noche como ésta. —Yorsh se dio cuenta de que su fuerza iba aumentando a cada instante. Nada se había perdido. El dragón tenía razón—. Regresemos esta noche. Vámonos ya —dijo decidido. —Déjame terminar la merienda —suspiró el dragón. Era el séptimo urogallo, y sobre el sauce había veintiuno—. Nunca se puede comer en paz en este lugar.
Yorsh engulló algunas habas doradas y recogió sus cosas: el arco y las flechas élficas (porque, Erbrow insistió, «nunca se sabe»), y la legendaria bolsita de terciopelo bordado que contenía el libro de poesía de su mamá y el trompo de su infancia, que había sido el juguete con el que habían jugado sus padres cuando eran niños.
—Eso me parece un equipaje fundamental; si los arqueros nos atacan, les puedes leer poesía y ponerlos a jugar con el trompo —comentó Erbrow sarcástico.
Yorsh no respondió. Llenó el resto del espacio del saquito con habas doradas, así al menos uno de los problemas de los niños, el hambre, se podría resolver rápidamente.
El vestido de Yorsh apestaba a excremento de pájaro (aunque la noche pasada bajo el viento y la lluvia lo había dejado ligeramente menos apestoso) y, además, ahora Yorsh tenía la sensación cada vez más fuerte de que había algo equivocado en esa forma de vestirse. No teniendo ningún tipo de alternativa, se limitó a hacerle algunas variaciones. Cortó la capa más externa del vestido, donde estaban los bordados y los dibujitos hechos con huequitos, eso que llaman encaje. Cortó las mangas abombadas, que le estorbaban, y cortó la falda por encima de los tobillos para no tener que llevarla atada a la cintura. El resultado fue una especie de sayo de un color gris indefinible, de un olor casi pasable, que recordaba un poco la ropa de los alquimistas y de los antiguos sabios.
A medida que pasaban los días, el dragón se volvía más grande; ahora era casi del mismo tamaño de Erbrow el Viejo y sus alas extendidas eran más largas que el claro que albergaba las rocas con el pequeño pozo. Cogió al muchacho entre sus alas y se elevó, estable y seguro, entre el viento y la tempestad. Se desorientaron en la oscuridad total de la noche, donde la lluvia formaba paredes de agua, luego discutieron entre ellos para decidir cuál era la dirección, después se perdieron otra vez y finalmente volvieron a discutir para establecer quién era el culpable de haber perdido el rumbo. Finalmente, hacia el alba, llegó la luz, y la sombra de las colinas, empapada y pálida, emergió de la oscuridad y el redil medio desbaratado con su empalizada feroz apareció en el horizonte. Yorsh se había secado, pero las alas de Erbrow estaban tan mojadas que ya casi no podía volar. Aterrizaron detrás del pequeño bosque que bordeaba el famoso claro donde Yorsh se había lucido con la resurrección de la rata, y los dos se preguntaron qué hacer. Yorsh había leído sobre tácticas y estrategias militares, y con orgullo mal disimulado comenzó a explicar sus dos planes, el principal y el de reserva. La idea era que penetrara silenciosamente en el redil el más... ehm... discreto de los dos, es decir, Yorsh, mientras Erbrow permanecía en la retaguardia, listo para interceptar cualquier maniobra circundante y cubría la vía de escape...
En ese momento, los gansos comenzaron a graznar. En un universo grisáceo, de pantano y lluvia, en el gallinero de Tracarna y Stramazzo, frente a su encantadora casita de madera y piedra por la que trepaba la uva, un grupo de cuatro gansos reflejaban sus propias alas blancas como la nieve en un charco que las duplicaba. Cuando Yorsh se acercó, comenzaron a emitir los sonidos más fuertes que el jamás hubiera oído. El joven elfo recordó que los gansos eran usados como guardias en los palacios de los antiguos reyes contra los intrusos, ladrones e invasores, y comprendió la astucia del asunto. Tracarna y Stramazzo salieron presurosos hacia el redil, obviamente en paños menores. Los soldados se precipitaron fuera de las garitas, obviamente con sus armaduras y sus arcos preparados. Todos se miraron por algunos instantes, luego el dragón salió de su inmovilidad, abrió la boca y lanzó un rugido aterrador, acompañado de una larguísima lengua de fuego, que atravesó la lluvia haciéndola evaporarse en una fina raya de niebla, detrás de la cual todos emprendieron la fuga: a la cabeza, Tracarna; en segundo lugar, los soldados entorpecidos por sus armaduras, y, por último, Stramazzo, arrastrando su enorme trasero cubierto por una prenda de un delicado verde guisante. Sólo habían quedado los niños, encerrados en su repugnante dormitorio.
—¿Cuál era el plan de reserva? —preguntó el dragón educadamente.
Para la cerradura bastó con el pensamiento de Yorsh (clank).
La puerta se abrió; una docena de muchachitos aterrorizados se habían amontonado en un rincón y miraban a Yorsh, pero sobre todo miraban la sombra de Erbrow al otro lado de la puerta.
—Me he hecho pipí en los calzones —susurró con voz lastimera uno de los niños más pequeños.
—Bueno, ha sido una buena idea —lo consoló Cala—, así serás menos sabroso para comer.
—Yo me llamo Yorsh —se presentó el elfo. Ya estaba harto de que le dijeran «salud» y había decidido limitarse a usar la abreviatura.
Los niños permanecieron amontonados y aterrorizados. El lloriqueo espantado continuó y alcanzó un tono más estridente.
—Haz algo para tranquilizarlos —le dijo el elfo al dragón.
Erbrow se quedó perplejo, gesticuló buscando una idea dentro de sus diversas memorias, luego su boca se alargó en un intento por sonreír, con lo cual dejó al descubierto sus dientes inferomediales y posterolaterales, y el aullido de los niños aumentó aún más.
—¡Alguna cosa mejor! —gimió Yorsh.
La sonrisa se hizo más grande; aparecieron también los dientes inferoposteriores, que además de ser largos también eran curvos. Muchos niños se tiraron al suelo suplicando que no se los comieran.
—Pero en definitiva, ¡qué tontería! ¡Los dragones nunca se comen a la gente! —dijo Yorsh exasperado. En ese momento se dio cuenta de que Robi no estaba. Debía tranquilizar a alguno deprisa para que le dijera dónde había ido ella a parar.
El bullicio continuó aumentado: los gemidos se alternaban con súplicas de piedad. Ahora le suplicaban a Erbrow que no se los comiera, y a él, el terrible elfo, que no los matara con su rabia.
Yorsh no sabía qué hacer. Todo cuanto se le ocurría (gritar, agitar los brazos, encender la pequeña antorcha junto a la entrada) solamente lograba asustar más a los niños.
Finalmente, un rugido superó el bullicio y la luz de una nueva llamarada iluminó la oscuridad. Un olor a carne entre asada y quemada llenó el ambiente. De repente se hizo un silencio total.
—¿Quién quiere un poco de pato asado? —preguntó el dragón—. Un pato gordo y hermoso, mientras vosotros estáis esqueléticos y miserables, ¿os parece que con un gallinero a mi disposición me rebajaría a devorar un montón de huesos y piojos? Oíd, vosotros dos, los más grandes —se dirigió a Crechio y Morón—, uno que vaya a buscar un poco de romero, y el otro, una rama de sauce o de pino para que pongamos a asar el resto del gallinero.
No tuvo tiempo de acabar; los muchachitos salieron raudos hacia fuera, hacia el cerco de donde venía el inconfundible olor a algo caliente donde podrían hundir sus dientes y sentir que se llenaban sus estómagos vacíos eliminando el hambre, la nostalgia y la tristeza que siempre albergaban.
—La única cosa que puede superar el miedo es el hambre —explicó el dragón rápidamente—. Esto vale para perros, gatos, humanos, peces rojos, dragones y troles; no conozco tanto a los elfos como para emitir un juicio al respecto sobre ellos.
Cala se había quedado. Se acercó a Yorsh, respiró profundamente, tragó saliva y luego se quedó allí. Yorsh se arrodilló para que su cabeza quedara a la altura de la de la niña.
—¿Adonde han llevado a Robi? —preguntó con voz suave.
Cala se tranquilizó, tragó saliva otra vez, y luego pudo hablar.
—A Daligar, la han llevado a Daligar. Oí a Tracarna y a Stramazzo hablando. La han llevado a un lugar llamado «el subterráneo del antiguo palacio».
—Sé dónde es —dijo Yorsh—, yo también estuve allí cuando era niño.
Cala tragó saliva otra vez.
—Dijeron... dijeron... Creo que le harán daño... Tracarna la golpeó... mucho.
—No tengas miedo, ahora iré a buscarla. No tengas miedo, todo saldrá bien.
Yorsh lo repitió varias veces, no sólo para tranquilizar a Cala, sino también para tranquilizarse a sí mismo. Todo saldría bien, sin duda.
Cala asintió y los ojos se le llenaron de lágrimas, pero se las tragó y no lloró.
Yorsh se dio la vuelta para irse de allí. Estaba ya en la puerta cuando Cala murmuró algo.
—¿Perdona? —preguntó, y se volvió.
Cala levantó tímidamente la manita izquierda, separando los dedos, y suspiró nuevamente.
—Gracias por mi mano —dijo, y esta vez sí fue comprensible.
Durante los pocos instantes que estuvo Yorsh con Cala, Erbrow el Joven había ya organizado a los niños. Había puesto a los más pequeños a salvo en la casita con los patitos y los corazoncitos. Tracarna y Stramazzo la habían dejado con la puerta abierta de par en par, y los más grandes le estaban echando una mano para organizar, a pesar de la lluvia, un asador gigantesco. En la casa de Tracarna y Stramazzo, los niños habían encontrado pan de verdad, hecho con trigo de verdad, y una cosa amarilla con un color muy particular que llamaban cerveza. Por todas partes volaban plumas de pato y de gallina, y Yorsh miró con horror las pobres criaturas a las que estaban a punto de retorcer el pescuezo.
—¿Alguien quiere un poco de habas doradas? —preguntó.
Ni siquiera le respondieron.
—¿De verdad algunas veces comes hombres? —estaba averiguando uno de los niños más pequeños.
—Sólo excepcionalmente —respondió el dragón con cierta solemnidad—, el sabor no es de los mejores y los zapatos son una complicación después....
—¿Podrías comerte a Stramazzo? —preguntó el pequeño, esperanzado.
—¿Es ese con el trasero enorme de color verde guisante? —preguntó el dragón, vagamente interesado.
—Los dragones ya no comen seres humanos. Los dragones nunca comen seres humanos. ¡Nunca! —gritó Yorsh que comenzaba a exasperarse realmente.
Si no otra cosa, por lo menos logró que se hiciera el silencio por un instante.
—Voy a Daligar a rescatar a Robi —le dijo al dragón.
—¿Daligar es ese simpático lugar donde los soldados tiran flechas? ¿Te molesta si me quedo aquí defendiendo a los demás niños? Podría haber peligro. No sé..., no quisiera que un pato los atacara... —dijo vagamente el dragón.
Yorsh lo pensó.
—Sí, es una buena idea, quédate aquí y protege a los niños. Los soldados podrían regresar, o esos dos horrendos humanos adultos, a quienes estaban, digamos, confiados. —Se volvió hacia los niños—. Cuando regrese, los que quieran pueden seguirnos hasta el mar, al otro lado de las Montañas Oscuras.
No lo había pensado todavía, pero finalmente sabía qué hacer: rescataría a Robi y los llevaría a todos a salvo al mar.
—En la orilla del mar hay conchas que quizá piensan y escriben poesía, pero se pueden comer —dijo, citando a Monser, el cazador; más que decirlo, lo pensó en voz alta.
Cala se echó a reír.
—Robi también decía eso, a ella se lo había dicho su papá.
—Ya. ¿Cuánto voy a tardar de aquí a Daligar? ¿Un día de camino?
—Si vas a pie, creo que sí —respondió Cala—, pero está el caballo. La última vez que Stramazzo fue a Daligar regresó a caballo, ahora está atado al otro lado de la casa.
—Entonces lo cojo, y mejor me doy prisa, antes de que también lo preparen con romero —dijo Yorsh, dándole una última ojeada al dragón y a la multitud de niñitos famélicos—. Ahora ve tú a... comer tu pedazo de carne.
—¿Aunque haya pensado?
Yorsh tragó rápidamente para disminuir la sensación de náusea que le producía el olor de carne en el fuego. Miró las mejillas chupadas de la niña, sus grandes ojos y sus piernas esqueléticas, y pensó que los patos y las gallinas se transformarían en fuerza, sangre y carne.
—Sí —dijo convencido—, aunque haya pensado.
Cala sonrió y se fue corriendo, feliz.
Yorsh fue a buscar el caballo. Era un magnífico bayo con dos grandes ojos color avellana. Yorsh le puso una mano sobre la frente y sintió su pelo suave mientras una serie de sensaciones le atravesaron la mente: la nostalgia de la madre del potro, el horror por la silla y los arreos, el rencor por ese interminable viaje desde Daligar bajo el enorme trasero y el látigo de ese horrible individuo, un deseo enorme de darle de patadas.
—De acuerdo —susurró—, nada de silla ni de arreos; nosotros los elfos no los necesitamos.
El caballo lo miró a los ojos y comprendió que lo que estaba en la mente del elfo también estaba en la suya. Yorsh se subió en la grupa y el caballo partió de inmediato. Era como ser uno solo con su fuerza y su velocidad, la sensación más hermosa que había experimentado, aparte de volar sobre Erbrow.
A pesar de la luz húmeda de la mañana, era fácil orientarse. Antes del mediodía divisó los muros amenazantes de Daligar.
Capítulo 16
La prisión era mucho más fría que la Casa de los Huérfanos: era de piedra y además no estaban los otros niños, que al respirar todos juntos en un lugar pequeño lo calentaban. Por otro lado, era más seca, la paja donde se dormía era mejor y te daban un poco más de comida. Tampoco había que hacer ningún trabajo. Si no fuera porque periódicamente resonaba la palabra «colgamiento», habría podido ser una especie de casa de veraneo.
Estaba encerrada allí dentro desde la tarde anterior. Poco después de su llegada había comenzado un viento gélido y una lluvia fuerte que no daba señales de menguar. Robi se preguntó si aquella tempestad detendría al príncipe o si de todas maneras vendría. Ya sabía que el príncipe y el dragón no eran una fantasía: existían. ¡El dragón era enorme y el príncipe era el elfo al que, cuando era un niño, sus padres habían salvado la vida! El príncipe la estaba buscando. Se preguntó cuál de sus poderes usaría para llegar hasta ella. Quizá derribaría los muros haciendo sonar una trompeta, o pasaría a través de ellos como un espíritu, o volaría hasta allí en el dragón, o haría caer el techo a golpes de piedra. O bien...
Sus sueños eran verdaderos. Desde que las imágenes habían comenzado a formarse detrás de sus párpados, Robi se había preguntado qué otro sentido podrían tener, si es que no eran una tranquila, insensata y consoladora locura, algo inocuo para llenar su vida destruida por el frío, la nostalgia y el hambre. Ahora sabía que eso que soñaba sucedía, no exactamente como ella lo había soñado, pero sucedía. El príncipe existía y tenía un dragón, contrariamente a su teoría anterior de que los dragones, al igual que los príncipes benévolos, se habían extinguido. El príncipe existía y era bueno, quizá un poco difícil de entender, pero indudablemente era una gran persona, y sus padres lo habían querido. El hecho de que tuviera una deuda de gratitud con sus padres aumentaba la posibilidad de que, bueno, en definitiva (a pesar de que ella le había dado patadas y también le había escupido) no se ofendiera demasiado.
Los dos soldados de la prisión entraron: Meliloto, pequeño y delicado, y Paladio, grande, gordo, con la cara roja, siempre a la caza de media jarra de cerveza. Eran dos hombres de mediana edad, probablemente padres de familia, que no eran muy malos con ella, sino más bien amables; sin duda más gentiles que Tracarna y Stramazzo. Le habían dejado también su muñeca y su barquita, y ahora le habían conseguido una manta para pasar la noche.
Ahora estaban asustados e inquietos; el Juez administrador en persona iba a bajar a hablar con ella en los subterráneos. Era un acontecimiento absolutamente extraordinario, nadie recordaba algo semejante. Los dos soldados iban de un lado a otro como dos flechas, tratando desesperadamente de desenterrar algún vestigio de decencia en ese lugar tras años de suciedad y abandono. Invirtieron un tiempo ridículamente largo discutiendo si debían dejarle o no los juguetes y la manta a Robi. En el primer caso sería evidente que allí se cuidaba a los detenidos y en el segundo, que no eran excesivamente indulgentes con ellos. Al final decidieron dejárselo todo con la orden de que escondiera los juguetes debajo de la manta, en el rincón más oscuro de la celda. Encendieron las antorchas, que no se habían prendido desde hacía años, y que estaban en parte húmedas o enmohecidas. También esta operación les llevó un tiempo excesivo y llenó el subterráneo de un humo molesto, acre y de un curioso color amarillento.
Los montones de paja abandonados en los rincones, recorridos por ratas enormes, no mejoraron con la luz. Los dos trataron de remover al menos la paja, así quizá también disminuirían las ratas y todo el conjunto comenzaría a parecerse más al subterráneo de un palacio con pretensiones de realeza, y menos a un establo. La discusión sobre cuál de los dos era el más idóneo también les ocupó mucho rato y sólo al final, cuando ya era muy tarde, los dos se dieron cuenta de que la tarea más urgente era sacar las jarras de barro amontonadas junto al puesto de guardia, prueba irrefutable de que la actividad fundamental durante el servicio de guardia era beber. Finalmente Paladio, con los brazos llenos de paja, y Meliloto, cargado de jarras vacías, se precipitaron hacia la salida exactamente en el mismo momento en que el Juez había decidido entrar, de modo que se chocaron. El Juez y Paladio terminaron en el suelo. Meliloto logró quedarse de pie, pero no fue lo suficientemente hábil para sostener las jarras vacías; éstas, por consiguiente, cayeron sobre los dos que estaban abajo, y, dado que Paladio fue lo bastante astuto para esquivarlas, le cayeron encima al Juez. La penúltima que le fue encima tenía todavía tanta cerveza dentro, que la ropa del Juez cambió del blanco azucena con tendencias sutiles hacia el marfil, al inconfundible color amarillento de la cerveza, y el humor del Juez pasó del «realmente furibundo» al «dame a alguien para estrangular, y que sea, por favor, antes de la cena».
Robi no pudo contener la risa. Sabía que no debía y que además no era realmente divertido; en definitiva eran tres personas que se habían caído y quizá se habían hecho daño. Pero cuando hay tanta tensión y no se ha dormido durante mucho tiempo, se hacen cosas estúpidas como soltar esas carcajadas agudas, insoportables e interminables cuando alguien se cae. Cuando logró controlarse, el Juez estaba frente a ella con las manos apoyadas en la reja, y ahora sí que estaba realmente enfurecido.
—¿Has sido tú, verdad? ¡Tú has provocado todo esto! Yo lo sé —farfulló. El Juez era alto, delgado, con bigotes, barba y cabellos plateados que estarían ensortijados en bucles suaves si la cerveza rancia no los hubiera apelmazado en un amasijo maloliente y amarillento—. Los has embrujado y por eso se han caído, ¿no es cierto? ¡Yo lo sé! Has venido aquí con el único objetivo de desacreditarme y ridiculizarme, ¿cieno? ¡Desacreditar mi cargo y mi persona! Yo lo sé.
Robi se preguntó si venía al caso tratar de responder y disculparse, tratar de decir que ella no era capaz de embrujar a nadie, que nunca lo había sido y nunca lo sería. Además, ella no había ido allí voluntariamente, sino que la habían llevado obligada; si tuviera algún poder, lo habría usado para hacerse abrir la celda y dejar de molestar lo más pronto posible, pero el Juez siguió hablando sin darle tiempo de dar ninguna respuesta.
—Tú sabes sin duda quién soy yo, ¿no es cierto?
Robi dudó por un instante. La mitad de su cabeza, en la que prevalecían el orgullo y el coraje, habría querido responder, «el asesino de mis padres, el que firmó su pena de muerte, el miserable y cretino criminal que propaga la injusticia y la desolación como una vela emana luz». La otra mitad de su cabeza, aquella que a toda costa quería seguir viviendo la vida que sus padres le habían dejado, pensaba quedarse con la descripción oficial: «Usted es el Juez... », quizá agregando también alguna característica más:«... grande..., noble...».
Tampoco esta vez fue necesario elegir; lo del Juez no era un diálogo sino un monólogo mezclado con interrogativas. No estaba previsto que ella contestara.
—Yo soy el que ha venido a traer la justicia a esta tierra, a erradicar la glotonería, la codicia, el orgullo. Es una tarea demasiado alta y noble para dejar que la piedad la entorpezca. ¡Yo lo sé! Como un cirujano que valientemente amputa una extremidad cuando la gangrena la invade, yo sanaré el cuerpo de este infortunado y amado condado. ¿Sabes por qué razón me he rebajado a hablarte, yo, que soy el representante del condado de Daligar?
Esta vez, Robi no hizo ningún esfuerzo por cerrar la boca porque realmente no tenía ninguna idea.
—Porque quiero que tú comprendas. Puede parecer cruel matar a un niño, yo sé. Éste es el motivo por el cual no serás colgada en la plaza pública como tus miserables e insignificantes padres, sino aquí, a salvo de las miradas que podrían no entenderlo. Sin embargo, quiero que lo comprendas, porque de otro modo, yo lo sé, en tu miserable e insignificante cabeza puedes tachar mi magnificencia de injusticia, ¿no es cierto? Esto sería intolerable para mí. ¿Sabes que el mendigo de tu padre se atrevió a decir en voz alta que la única cosa que le interesaba en el mundo, entiendes, por encima de Daligar y de mí, entiendes, era su miserable e insignificante mujer y su aún más miserable e insignificante hija?
Robi cada vez estaba más perpleja. Con frecuencia había pensado en el Juez administrador y lo veía como una especie de Señor del Mal, con un cierto orgullo por su propia crueldad, más o menos como un orco, pero más civilizado e inteligente. Error: a parte de los orcos, nadie se declara «Señor de las Tinieblas». El Juez administrador, al igual que Tracarna y Stramazzo, creía que él era bueno y que los malos eran los demás, esos que trataban de quedarse con algo para aliviar el hambre de sus propios hijos, esos que no querían acabar muertos de hambre con los huesos devorados por los perros en fosas comunes. El objetivo de sus leyes no era tener un pueblo de esclavos medio muerto de hambre, que no amara nada y que no estuviera dispuesto a combatir por nada. Al contrario, el verdadero objetivo era que un montón de gente lo amara sólo a él, el Juez administrador, que lo amara realmente, que realmente creyera en él.
—¡Hemos capturado a tu elfo! —le informó el Juez con cruel orgullo—. Se entregó voluntariamente ante nuestros guardias hace poco. Sabe que somos invencibles, ni siquiera trató de combatir. Yo lo sé: ¡éste es el momento de nuestra gloria! ¿No es cierto?
Bien, he ahí cuál había sido el camino escogido por el príncipe para llegar hasta ella. Entregarse: un plan simple y genial. Robi respiró aliviada. Por suerte, la única cosa parecida a la crueldad era la estupidez. Evidentemente, al Juez administrador le parecía normal que un señor que tiene poderes extraordinarios y que entre otras cosas cabalga nada menos que sobre un dragón, no quisiera sino hacer feliz al susodicho Juez administrador, entregándose voluntariamente, con el fin de permitir que los colgaran sin más contratiempos.
Robi jamás se había sentido tan segura como en aquel momento: el príncipe había venido a buscarla. Él sabía qué hacer y cómo hacerlo.
Capítulo 17
Yorsh no tenía ni la más mínima idea de qué hacer, ni cómo hacerlo. La única idea que se le había ocurrido había sido entregarse a los soldados de la puerta grande, y no estaba muy seguro de que hubiera sido una idea brillante.
Había hecho un intercambio, él se entregaba sin combatir a cambio de la jovencita. No sólo porque estaba en deuda con Monser y Sajra, sino porque desde que la había visto lo único que le importaba era ella. Entregarse a cambio de la joven era la única idea que se le había ocurrido. Él no sabía combatir: ¿qué otra cosa podría haber hecho?
Con frecuencia, en las complicadas fábulas que le leía a Erbrow el Viejo durante la incubación, alguien intercambiaba algo con alguien más: yo te doy media libra de calabacines y un cuarto de judías ahora, y tu hija será mía al nacer. O si me traes tres plumas de la cola de un buitre dorado, te daré la mitad de mi reino, o si no, siete octavos del tapete mágico y cinco onceavos de la olla de la abundancia. Y todos respetaban todo. Por lo tanto, le faltaba saber que era posible que los pactos no se respetaran y que era necesario negociar desde una posición fuerte antes de cederla. Primero debió hacer que liberaran a Robi y luego entregarse. La verdad era, ahora se daba cuenta, que le había parecido descortés suponer que no eran personas de honor, y tomar precauciones al respecto. Haberse presentado solo, ante la puerta de la guarnición armada hasta los dientes y con los arcos preparados, tampoco había sido muy astuto. Debió haberlos amenazado con las represalias del dragón; probablemente ninguno habría pensado que no lo había traído consigo, pero su antigua incapacidad de mentir y la intolerable vergüenza ante la idea de ser descubierto haciéndolo, lo habían paralizado. Ya era tarde. Se había dejado capturar y, por lo tanto, el plan era la horca para todos. Él en la plaza y Robi en el fondo del subterráneo.
Yorsh tenía encima una cantidad tal de cadenas que a duras penas podía respirar. El número de soldados que lo rodeaban era tan grande que no alcanzaba a contarlos. El único consuelo era que lo estaban llevando al lugar preciso: a los subterráneos del palacio de Daligar, donde sabía que se encontraba Robi. Algo se le ocurriría. En todo caso no estaba muy preocupado por sí mismo, sin duda se las arreglaría de algún modo: si una antigua profecía se refería a su futuro, quería decir que aún tenía algún futuro. Y él no se salvaría sin llevarse consigo a Robi.
Continuó bajando las escaleras, que cada vez eran más estrechas y empinadas, atravesando corredores cada vez más bajos y oscuros, cada vez más hundidos en las profundidades de la Tierra, cada vez más alejados de la luz del día, hasta que las paredes se alargaron y, a la luz de las antorchas, vio una figura lujosamente vestida de blanco que, curiosamente, olía a cerveza rancia y que reconoció como el Juez administrador.
Detrás de él, más allá de las rejas la oscuridad ocultaba, apenas perceptible, la figurita de Robi.
El Juez no perdió tiempo.
—Te esperaba, elfo —dijo con voz dura—, has venido a buscar a tu futura esposa, ¿no es cierto? Yo lo sé.
Yorsh se quedó sin palabras. ¿Cómo podía saberlo? Robi era poco más que una niña, y él todavía era un muchachito, pero los elfos escogen a su esposa desde muy jóvenes y para siempre. Cada vez que pensaba en Robi, en su cara, su ternura y la valentía con la que había tratado de consolar a la niña más pequeña, a la que le faltaba un dedo, ¡sentía que era ella o ninguna!
—Yo lo sé. Yo también sé leer las lenguas antiguas, también leí la profecía antes de hacerla destruir al igual que todos los demás escritos que ensuciaban las paredes de este lugar. Leer no le hace bien al pueblo: ¡si es que hay alguien que pueda hacerlo! Yo he evitado esa desgracia. ¡La profecía había sido escrita por Arduin, el gran brujo, el Señor de la Luz, el Fundador! Daligar fue una ciudad élfica, ¿sabías esto, no es cierto? Después de que los orcos la destruyeran, Arduin la reconquistó y la volvió a fundar. Arduin estaba completamente loco, amaba a los elfos. Aunque reconozco que tenía una cierta agudeza militar. Es verdad que liberar a la ciudad de los orcos, cuando estaban en la cúspide de su poder, atacándolos y venciéndolos con un ejército que no era ni la mitad del de ellos, fue una hazaña que requería de cierta habilidad, de cierto coraje y también de cierta sagacidad, debo reconocerlo, ¡pero nada comparable conmigo! Yo soy el verdadero fundador de Daligar, su verdadero libertador. Yo estoy liberando a Daligar de las pasiones, del egoísmo; la estoy encaminando por la senda de la virtud y la humildad, la estoy depurando con mi justicia y mi severidad. ¡Y embelleciendo! Yo también soy un mago, mucho más grande que Arduin, que todo lo que sabía hacer era predecir el futuro y destruir el encantamiento de la Sombra con el que los orcos sometían al mundo. Yo he hecho más, ¿no lo has notado? ¿No has visto mi extraordinario prodigio? ¡Mi triunfo!
Silencio. Un largo silencio. Yorsh se preguntaba si se esperaba que él dijera algo. Probablemente sí, pero francamente no tenía idea de cuál era el extraordinario prodigio del Juez administrador. La única cosa que se le ocurrió era que Daligar le había parecido un lugar de pobreza extraordinaria y que era prodigioso que se hubiera convertido en eso después de sus pasados esplendores. El molesto silencio continuó y finalmente el Juez prosiguió.
—¡Las flores! —prorrumpió exasperado—. ¡Las glicinias siempre florecidas, el perfume de los jazmines! Dejando pudrir enormes cantidades de fruta y de trigo que nos llegan de los campos, se obtiene un fertilizante especial que permite esta floración permanente, estos perfumes intensos. ¿No es extraordinario? Esto realmente es extraordinario, ¿no es cierto?
Yorsh miraba fijamente al Juez, impresionado. Estaba completamente loco, visiblemente demente. No podía existir la más mínima duda sobre su demencia. Lo que era incomprensible para él era por qué sus espectadores, numerosos y armados, continuaban en posición de firmes ante su locura, en vez de tomarlo de la mano y acompañarlo de forma cortés, pero decidida, a un lugar donde lo ayudaran con su delirio o al menos pudieran neutralizarlo.
—Tuve que destruir también el antiguo palacio real de Arduin; arcos por todas partes, arcos y columnas sin gracia que se alternaban con esos patios insulsos alrededor de esos absurdos cedros. Todo anticuado. Arduin construía como las dinastías rúnicas, o peor aún, como los elfos. Yo, el Juez, hice derribar casi todo, sólo faltan los pórticos para que «lo nuevo» finalmente surja: una nueva era. Una era nunca antes vista, de la cual mi palacio será el símbolo mismo. —Se hizo un silencio. El Juez estaba sumido en la autocomplacencia—. Arduin —prosiguió— escribió su profecía antes de morir: «El último elfo se unirá en matrimonio a una chica, descendiente y heredera del propio Arduin. La chica tendrá, al igual que su abuelo, el poder de la clarividencia y en su nombre estará la luz de la mañana; será hija del hombre y de la mujer que siempre... a este elfo». Ahí falta una palabra, borrada por el tiempo y la intemperie. Yo intuyo que debe ser «odiaron». Cuando me dijeron que habías estado en mi jardín y habías visto a mi encantadora hija Aurora, comprendí que volverías a buscarla y que entonces podría y tendría que destruirte.
¿Aurora? ¿La hija del Juez? ¡La hija del Juez se llamaba Aurora! ¿Esa joya de maldad, arrogancia y prepotencia tenía en su nombre la luz de la mañana?
—Mi hija Aurora, en su nombre está la luz de la mañana. La he educado en la perfección absoluta. Ella es la doncella perfecta. Toca el laúd, lee poemas antiguos y canta mientras se mece en un columpio como las princesas de reinos pasados. Por lo menos así están representadas en las imágenes de los pergaminos. Y por consiguiente nunca le he permitido, a Aurora, quiero decir, desde que tiene uso de razón, sino tocar el laúd y mecerse cantando entre las flores, porque ésta es la perfección para una doncella-Laúd, cantos, columpio y flores de la mañana a la noche, día tras día.
Yorsh empezó a sentir un destello de simpatía por la pobre Aurora, obligada a vivir como la imitación perfecta de algún relato absurdo de alguna princesa que a lo mejor nunca existió. Por eso era tan insoportablemente tonta: la perfección debe de ser una carga inaguantable.
—Aurora es mi hija y por lo tanto heredera de Arduin, porque al ser la cabeza de esta ciudad, como él lo fue, soy su sucesor. —El Juez había elevado el tono de su voz y ahora vocalizaba mejor las palabras, como para darles más peso—. Además, Aurora tiene la capacidad de predecir el futuro, ¿sabes? Una vez predijo que tendría el collar de oro de la mujer del jefe de los guardias, y adivina qué. Se descubrió que él era un traidor, lo ahorcaron y sus bienes fueron confiscados, y el collar de oro ahora es de Aurora... También predijo que, tarde o temprano, la sequía del verano anterior terminaría y que en el otoño llovería, y tenía razón.
Una vaga sonrisa de complacencia ennobleció por algunos instantes los rasgos del Juez. La mente de Yorsh estaba inquieta. ¡Aurora! ¿La vil e insoportable tonta del columpio? ¿Capaz de hacer llorar a un niño pequeño por horas? Lo sentía por ella: a su modo de ver, ella también había tenido un destino difícil, más bien insoportable, pero ¿fundar una nueva estirpe junto a ella? ¡De eso ni hablar! Jamás. Prefería la horca. Jamás. Por nada del mundo. Hasta ahí llegaba su destino y al diablo con Arduin y sus profecías. Quizá también el pobre Arduin se había deteriorado con la edad. Seguramente la luz lo cegaba de vez en cuando y las sombras se le confundían en la cabeza. Pelear una guerra contra los orcos no debió de haber sido cosa de niños. Seguramente en uno de esos asedios debió de golpearse la cabeza contra algo muy duro y se le había ocurrido que Yorsh tendría que casarse con Aurora.
Ahora el problema era cómo rescatar a Robi y despedirse rápidamente, dejando al Juez y a su encantadora hija con sus geniales predicciones.
El Juez tenía entre sus manos su arco con las tres flechas y su bolsita de terciopelo azul.
—Veamos qué habías traído para destruirnos, elfo. Tu arco y tus flechas están en mis manos. ¿Qué más hay?
El Juez rasgó la bolsita de terciopelo. Las habas doradas se esparcieron por el suelo.
Su aroma era muy ligero para la nariz de los humanos, pero no para la de un elfo.
Mientras se desparramaban por el suelo, Yorsh volvió a sentir su olor, un olor suave pero inconfundible, dulce y penetrante como el del pan recién horneado.
Yorsh se acordó de las ratas.
Las ratas gordas y grandes de las prisiones de Daligar ya lo habían ayudado una vez, cuando era un niño.
Ellas también percibieron el olor de las habas y sus mentes se llenaron de él. La mente de las ratas es fácil de controlar. Allí había miles. Yorsh lo sintió. Sintió su hambre constante e insaciable, su rabia, el rencor por todas las patadas, las pedradas, los dardos tirados en broma, los cebos envenenados. Miles en todos los subterráneos, hambrientas, enfadadas, perversas.
Yorsh respiró y sintió que el aire le llenaba los pulmones y que su fuerza aumentaba: sabía qué hacer. Usaría a las ratas. Multiplicó el aroma de las habas doradas y con éste buscó sus mentes y las guió.
—Un juguete —el Juez dejó caer el trompo al suelo y lo rompió de una patada—, y... ¡un libro! Interesante, ¿verdad?...
Las ratas comenzaron a salir de la oscuridad desde detrás de las rejas, desde los pasillos laterales. Algunas corrían sobre las paredes usando los frisos que había entre las antorchas. Todavía no eran muchas, sólo unas docenas. Yorsh alejó el miedo de sus mentes. Llegaron otras y detrás otras más y aún más. Se dirigían hacia las habas, sin hacer caso de los soldados, sin ningún temor, una ola de carne, pelo y minúsculos dientes, que sumergieron los pies de los hombres como una marea. Los soldados trataron de sacudírselas, de esquivarlas, chocándose unos contra otros. El Juez tenía entre las manos el libro de poesía de la madre de Yorsh y estaba demasiado absorto en él como para darse cuenta de nada.
—¿Qué son, encantamientos? ¿Poesías? ¡Qué tonterías! «Sigue la ra...ma... sigue la rama de la hiedra.» Yo también conozco tu lengua, elfo, ¿lo sabías? Siempre es necesario conocer la lengua de tus enemigos. «Sigue la rama azul de la hiedra. » La hiedra es verde, yo lo sé, los elfos siempre mienten, ¿no es verdad? Hasta en las poesías.
Sigue la rama azul de la hiedra: te conducirá a donde el cielo brilla. Busca el lugar donde borbotea el agua. El futuro depende de nuestra fuerza...
Las ratas estaban empezando a morder no sólo las habas doradas, sino todo lo que encontraban a su paso, es decir, los pies y las piernas de los soldados y del Juez, que dejó caer el libro con un grito. Sólo Yorsh y Robi estaban indemnes: sus pies estaban libres de la capa uniforme de ratas que lo cubría todo como un tapete hormigueante, inestable, móvil y dotado de dientes.
Algunos comenzaron a escapar apoyándose en las paredes para no perder el equilibrio. Clank: el cerrojo que aseguraba las muñecas de Yorsh se abrió y las cadenas cayeron a sus pies; clank, también liberó sus tobillos. La desbandada era general, mientras que la marea de ratas arrasaba con todo. El Juez se tropezó con lo que quedaba del trompo y cayó al suelo. Los pocos soldados que quedaban se apresuraron para protegerlo y levantarlo, dejando completamente descuidada la celda de Robi. Clank. También ésta se abrió.
Yorsh la cogió de la mano y la sacó fuera de allí, luego se alejaron casi lentamente, caminando de espaldas para no perder de vista a los soldados y al Juez mientras la marea de ratas se abría obediente a su paso. Yorsh sacó una antorcha de la pared y le dio una última ojeada al grupo: el Juez ya estaba en pie, pero ahora había otras cosas más importantes que hacer que ocuparse de ellos. Los soldados se movían por las escaleras, había otras escaleras con más soldados y luego más y más.
En cambio, en la mente de las ratas estaba la imagen de un mundo subterráneo inmenso, laberíntico, que se extendía por debajo de la ciudad y por debajo del río. Robi y Yorsh empezaron a correr en dirección opuesta a las escaleras. Una reja les impedía el paso; afortunadamente estaba cerrada con un cerrojo que se abrió, y más allá continuaba el corredor. Yorsh cerraba todos los cerrojos tras de sí para retrasar a sus posibles perseguidores, que tarde o temprano probablemente llegarían. Esperaba ardientemente ver un rayo de luz, un rayo de sol que le mostrara alguna salida para volver a subir, pero no había nada parecido. El corredor se inclinaba hacia abajo, siempre hacia abajo, a lo largo de galerías que cada vez eran más oscuras. Las ratas comenzaron a disminuir. Otras rejas, otros cerrojos, otros pasillos, cada vez más abajo, más profundos y más oscuros. La persona que había construido el antiguo palacio real, probablemente Arduin, había decidido aprovechar los antiguos subterráneos élficos, transformando una parte de ellos en una prisión que estaba separada del resto por rejas antiguas e insuperables. Su antiguo palacio real había sido derribado y sobre éste se erigía el curioso palacio del Juez, con su forma incomprensible; sin embargo, las prisiones se habían conservado intactas.
Yorsh y Robi se detuvieron sin aliento. Yorsh tenía miedo, no era cierto que fuera capaz de salir de allí. Tarde o temprano las ratas se distraerían, o alguien recordaría que basta con una antorcha para hacerlas huir, y ellos tendrían que discutir con todo el ejército de Daligar las ventajas improbables de su supervivencia contra las de su muerte, y no sería una discusión amigable. O simplemente se perderían en medio de las galerías semidestruidas, esperando a que el hambre reemplazara la horca.
—No sé adonde ir —confesó; apenas fue capaz de hablar.
Robi le sonrió tranquila. Se limitó a hacer un gesto con la mano, señalándole el techo de la galería donde la luz débil de la antorcha iluminaba un fresco larguísimo que representaba una rama de hiedra azul. ¡El libro de poesía de su madre también era un mapa! ¡Bastaba con seguir el camino!
La verdad era que la hiedra estaba por todas partes: en las bifurcaciones; en las encrucijadas de tres y de cuatro caminos; en galerías que terminaban en la nada, estrechándose cada vez más, obligándolos a avanzar reptando, y en galerías que terminaban bruscamente en paredes decoradas con frescos de fuentes y jardines.
Al observar con atención, Yorsh notó que en algunos sitios la rama formaba letras élficas: cuando la palabra escrita era »vas», el camino no se interrumpía. El lugar en que se encontraban era un antiguo laberinto. Las galerías se cruzaban entre sí, todas tenían en común el mismo tipo de frescos y era necesario reconstruir el rastro con las letras escondidas en los dibujos de las ramas. A veces aparecía la palabra «no», a veces, algún verso burlón: «Ahora la vía has errado, y el camino has aumentado», o: «Si atención has de poner, nunca más la vía has de perder».
Para cualquiera que no conociera la lengua élfica, el laberinto era indescifrable, pero un grupo adecuado de personas armadas de paciencia, tiempo y un ovillo de hilo para reencontrar el camino, podría explorarlo y superarlo. Era necesario actuar deprisa, pues aunque los soldados del Juez se habían tomado su tiempo, tarde o temprano aparecían. El juego se complicó. La palabra «vas» comenzó a guiarlos hacia paredes ciegas o escaleras que no conducían a ninguna parte. Una de las paredes representaba el juego del ajedrez élfico: ninfas blancas y dos dragones negros combatían alrededor de una reina que tenía una corona sobre la cual se envolvía la hiedra azul. La clave era el libro, las poesías se habían mezclado con adivinanzas:
Cuatro somos.
En el corazón tenemos
valor de guerrero;
espada empuñada,
mirada fiera,
la reina protegemos.
¡Las ninfas! Yorsh miró con atención; en los puntos donde las manos de las ninfas empuñaban las espadas había cuatro fisuras sutiles e imperceptibles, escondidas dentro de la sombra de la empuñadura. Metiendo la mano, Yorsh encontró unas palancas que sus dedos alcanzaron a tocar pero no a mover. No era grave: lo importante era que comprendiera cuál debía ser el movimiento para guiarlo, exactamente como con los cerrojos. Clank. La pared era un panel y se abrió. Sin embargo, las palancas, deterioradas por el tiempo y el polvo, se rompieron al abrirse y no fue posible volver a colocar la pared en su lugar; de ese modo les estaban abriendo el camino a sus perseguidores, guiándolos a ellos por los antiguos subterráneos.
Otra pared cerraba bruscamente una vertiginosa escalera en caracol, que los había llevado tan abajo que Yorsh empezaba a pensar que estaban muy por debajo del río. En las paredes estaba pintado el mar.
—Cuando salgamos de aquí, nos iremos a vivir al mar —le dijo Yorsh a Robi, quizá para animarse a sí mismo y también a ella.
«...Pequeños frutos por el sol enrojecidos, rociados por las olas saladas...», decía el libro. Observando cuidadosamente, Yorsh localizó la pequeña isla que tenía un cerezo silvestre encima, la misma que había sobrevolado montado, en la espalda de Erbrow. ¿Existía desde hacía siglos, con un cerezo que tenía que ser el bisabuelo del actual, o simplemente el pintor la había imaginado o soñado? Las cerezas brillaban en el árbol con un esmalte rojo que se oscurecía en los lugares de sombra, en los cuales estaban las fisuras que escondían los mecanismos. Clank. El panel se abrió, y fue imposible, una vez más, volverlo a colocar en su lugar cuando pasaron. Lo único importante en ese momento era darse prisa.
Estaban descendiendo cada vez más, debajo de las entrañas de la ciudad, en lo que habían sido los subterráneos del palacio real de la capital de los elfos.
El camino estaba cubierto por enormes telarañas y estrechado por pequeños deslizamientos que se alternaban con inundaciones que las filtraciones habían causado. Esto los obligaba a avanzar arrastrándose por el barro en medio de un aire cada vez más escaso y denso, cargado de polvo y de antiguos olores a tierra, agua y hojas podridas. Yorsh estaba aterrorizado. Quizá estaba dirigiéndose hacia la muerte y, lo que era infinitamente peor, también arrastraba a Robi hacia ella. Hasta ese momento no había tenido realmente miedo de nada, porque en cierta manera la profecía lo protegía. El hecho de que alguien, en este caso Arduin, Señor de la Luz, hubiera formulado una hipótesis sobre su destino, indicaba que, en todo caso, él tenía uno. ¡Pero ahora sabía que estaba fuera de la profecía! Antes que unir su vida a esa perversa gallina llamada Aurora, prefería hacerse devorar por un trol. O morirse en los subterráneos de Daligar. Si la profecía sólo era parcialmente cierta, entonces su supervivencia también pasaba a convertirse en una opinión. Arduin estaba a favor de esa opinión; el Juez administrador estaba totalmente en contra, y éste estaba mucho más cerca de él que el primero y contaba con una compañía más numerosa. ¡Si sólo pudiera salvar a Robi!
De repente, la galería simplemente se acabó. Estaban gateando a través del barro y se toparon con una reja. Al otro lado de ésta, se extendía la oscuridad y el aire era frío y limpio. Evidentemente, la galería desembocaba en una caverna. La reja estaba hecha de complicadas espirales parecidas a la hiedra: las hojas eran de plata, las ramas de oro y se estrechaban en arcos que se entrelazaban. El trabajo era, sin lugar a dudas, élfico, e igualmente cierto era que no dejaba entrever ninguna posibilidad de apertura, no tenía ni cerraduras ni goznes. Se trataba exactamente de una reja, no de una verja.
—Debo hacerte una pregunta —dijo Robi. Bajo la luz incierta de la antorcha, sus ojos oscuros brillaban como estrellas, y una sonrisa tímida le iluminó el rostro. Yorsh esbozó una sonrisa de aprobación y esperó que no le fuera a preguntar si tenían alguna esperanza de sobrevivir, porque era un tema sobre el cual prefería no extenderse.
—¿Ahora? —preguntó. Robi asintió. La timidez le invadió el rostro borrando su sonrisa, pero asintió tercamente—. Está bien, ¿qué quieres saber?
—Eso que dijo el Juez, mmm..., él dijo «descendiente»: ¿eso significa que hace el mismo trabajo o que tiene la misma sangre? Es decir, que es la hija del hijo del nieto de la hija..., algo así. ¿Entiendes?
Yorsh estaba perplejo. Perplejo y conmovido. La sed de conocimiento de la muchachita era tan grande que incluso ahora, ante la perspectiva de elegir entre un nuevo encuentro con el Juez y sus horcas o una muerte más serena por inanición, se perdía en cuestiones semánticas.
—Puede tener ambos significados —explicó.
Robi asintió contenta.
—¿Ese señor, el de la luz, tuvo muchos hijos?
—¿Preguntas por Arduin?
—Sí.
Yorsh trató de acordarse; los libros de historia no se detienen mucho en sucesos familiares.
—Mmm... sí, ahora lo recuerdo: tuvo un hijo, Gesein el Sabio, que lo sucedió y que después murió sin dejar hijos, y por lo menos seis hijas, dos de las cuales, al casarse, se fueron a vivir fuera de Daligar.
»Y estas hijas tuvieron hijos o hijas que a su vez tuvieron otros hijos e hijas, que tuvieron otros hijos e hijas, ¡así que hoy ya no se sabe quién es descendiente de Arduin! ¡Quizá hay descendientes suyos que ni siquiera saben que lo son! —concluyó triunfante. Yorsh lo meditó un instante; esa conversación era en efecto un poco absurda, pero por lo menos así aplazaban el momento en el que tenían que decirse que no había esperanza—. Sí, creo que sí —confirmó.
Después de la interrupción histórica la conversación regresó a la semántica.
—Claro... mmm... veo claro...
—¿Clarividencia?
—Sí, clarividencia. ¿Es cuando tú cierras los ojos y ante ti aparecen las imágenes de cosas que después suceden?
—Sí —respondió Yorsh con convicción. Luego se hartó de la conversación—. No hay ninguna manera de abrir esta reja.
—Pues claro que la hay —rebatió Robi, tranquila—. Tiene que haberla. Es imposible que no la haya. Es sólo que no lo has pensado lo suficiente. ¿Hay algo de comer? ¡Incluso comida estúpida, si quieres!
—¿Comida estúpida? —La conversación era cada vez más absurda.
—¡Que no piensa!
Yorsh había hecho dos bolsillos internos y secretos en su túnica, usando las instrucciones de los veintiséis manuales de costura y bordado de la biblioteca, y ahora miró dentro de ellos: aún le quedaban algunas habas doradas. Se las dio a Robi, y al entregárselas sus manos se rozaron. Yorsh tuvo una extraña sensación en el estómago; algo como un intermedio entre el hambre y el hipo; era la primera vez que lo experimentaba.
Robi se llenó la boca de habas. Yorsh sabía lo buenas que eran. Sonrió ante la expresión de satisfacción de Robi, ante la felicidad con que comía; sintió dentro de sí su alegría y fue con un huracán. Pero claro que lograría sacarla de allí. Estaba fuera de la profecía, pero él seguía siendo un elfo. El último y el más poderoso. El camino existía, bastaba con encontrarlo. Y para encontrarlo, bastaba con tener la certeza de poder encontrarlo. Tuvo la tentación de decirle a Robi cuánto la amaba, que para el sólo existía ella en el mundo, pero afortunadamente se detuvo. Robi no era un elfo, sino una criatura humana, y las criaturas humanas no escogen a sus compañeros desde niños, sino cuando son adultos. Debía aguardar y esperar que Robi lo aceptara. Tenía más probabilidades si lo aplazaba algunos años. Y además, él era un elfo. La mayoría de los humanos odian a los elfos. ¡Incluso Monser y Sajra al principio! Debía esperar a que Robi lo conociera mejor si quería tener alguna posibilidad.
De repente, Robi le preguntó por Aurora, ¿la conocía? ¿Había visto cuan bella era? Yorsh estaba por responder que la consideraba una odiosa y perversa gallina cuando le vino otro pensamiento a la mente: Robi estaba tan increíblemente tranquila porque estaba segura de que él era parte de la profecía y esto garantizaba su supervivencia. Si le dijera la verdad, el miedo, como un halcón, la atraparía. Se limitó a hacer un vago gesto de asentimiento.
Capítulo 18
En el momento en el que el elfo había entrado, rodeado de guardias y más guardias, el corazón de Robi había comenzado a latir más rápido. Era aún más guapo de lo que recordaba. Ahora estaba vestido con una túnica normal que evocaba a los antiguos sabios. Le habían encadenado las muñecas detrás de la espalda, y una mezcla de fragilidad y poder emanaba de su ser.
Había venido por ella. Se había entregado para liberarla a ella.
Desde que sus padres dejaron de existir, Robi había experimentado el agudo sufrimiento de no ser más la niña de alguien. Su vida, su muerte, su hambre, sus rodillas raspadas ya no le interesaban a nadie. Ahora, de repente, era el centro del mundo. Un joven grande, de carne y hueso, con poderes inmensos y hermoso como el sol, estaba arriesgando su vida por ella. Estaba allí, con las manos atadas detrás de la espalda, sin tener miedo a nada porque sabía que podía salvarla.
Después, el Juez administrador había hablado de la profecía y entonces el corazón de Robi realmente se había inundado de luz. ¡Era ella! Ella tenía las visiones que le decían lo que iba a ocurrir. Era ella la que se llamaba... Estaba a punto de decir, a punto de gritar que Robi era un diminutivo. Su papá y su mamá le habían dado un nombre que encerraba dentro de sí ese momento mágico de la mañana cuando la luz comienza a cubrir el mundo y está intacta la esperanza de que ése puede ser un buen día. Su mamá se lo decía todas las mañanas cuando la despertaba, aunque fuera lloviera o nevara o no hubiera luz alguna. Ella era Rosalba, la luz con la cual todos los días renace la esperanza de un buen día. Por suerte, la prudencia la había silenciado y, además, cuando el Juez había comenzado a hablar de su propia hija, Aurora, el rayo de sol que le iluminaba el corazón se había transformado en una cascada de barro helado y lo único que le había dejado era una sensación extraña en la parte alta del estómago, algo como un intermedio entre el hambre y el hipo, como lo que sentía cuando Tracarna se daba cuenta de que había robado algo.
Robi conocía a Aurora. La había visto cuando había entrado a Daligar escoltada por la mitad del ejército del condado. Se habían cruzado rápidamente después de la puerta grande, Robi en su asno y Aurora sobre su palanquín marfil y carmesí. Robi se había quedado muda; era la chica más hermosa que jamás hubiera visto. Tenía un rostro angelical, enmarcado arriba por sus cabellos rubios y abajo por el cuello de su vestido de brocados dorados. Estaba peinada con una serie de trencitas que se cruzaban formando unos rombos que recordaban las puntadas de su corpiño. Le había lanzado a Robi, que se había quedado boquiabierta contemplándola, la inconfundible mirada de alguien que está viendo una cucaracha. Robi se había sentido como una cucaracha. Bueno, sí, a decir verdad tenía cierto parecido con una cucaracha. Hacía dos años que no se peinaba. El baño más reciente se remontaba al penúltimo aguacero del verano anterior, el último aguacero había sido de noche y no pudo aprovecharlo. Las lluvias otoñales empapaban y helaban los pies, pero por debajo uno quedaba sucio. Y además, ¡Aurora era por lo menos dos palmos más alta que ella!
Cuando sus padres todavía vivían, su mamá le decía que tenía los ojos de su papá y su papá le decía que tenía la sonrisa de su mamá, y ambos se iluminaban cuando la miraban. ¡Pero ahora hacía tanto tiempo que sus padres ya no estaban, para alegrarse y decirle esas cosas!
Hasta unos pocos minutos antes, lo único que ella quería era poder seguir con vida; ahora, no le bastaba sólo que Yorsh la salvara, quería que fuera suyo. ¡Pero la otra era infinitamente más hermosa que ella! ¡Y era mayor!
Al diablo.
Era ella, Robi, Rosalba, la esposa anunciada por la profecía. Lo sabía. Eso que el Juez había descrito como las «predicciones de Aurora» eran estupideces. Era ella la que veía tales cosas, sí, definitivamente «clarividencia» quería decir eso, ver las cosas antes de que sucedieran. ¿La hija del hombre y de la mujer que siempre lo odiaron? ¡Vamos! ¡Qué tipo de profecía sería ésa! Medio mundo odiaba a los elfos. Todos odiaban a los elfos. Todos menos algunos. Todos menos unos pocos. Todos menos Monser y Sajra. La palabra era «salvaron» y no «odiaron».
La hija del hombre y de la mujer que siempre lo salvaron, la hija de Monser y Sajra, aquella que tiene en su nombre la luz de la mañana.
¡Ella evidentemente era la nieta de una nieta del Señor de la Luz! Ese señor debía de estar entre los abuelos de sus abuelos o de sus bisabuelos o entre los bisabuelos de los abuelos de sus bisabuelos; además, por otra parte, ¿quién sabe quiénes son los abuelos de sus bisabuelos? Podría ser cualquier persona, ¿por qué no el de la luz (como habían dicho que se llamaba)? Robi quiso confirmarlo preguntándole a Yorsh: «descender» quiere decir tener la misma sangre y la clarovi..., en fin, eso, quería decir que el futuro se forma dentro de tu cabeza y tú lo conoces antes de que pase. Cuando el joven elfo le había hablado del mar, al fin había comprendido cuál era el azul que le llenaba la cabeza siempre que cerraba los ojos.
Mientras escapaban por las galerías cada vez más estrechas y oscuras, donde los magníficos dibujos élficos continuaban por las paredes, Robi sentía que la alegría y la calma aumentaban de galería en galería, de hoja de hiedra en hoja de hiedra. Arst... Ard... el tipo de la luz nunca habría soñado con ellos para que murieran colgados de una horca o en el fondo de las entrañas de la tierra como dos ratas. Estaba pensando en decirle a Yorsh su nombre, en hablarle sobre sus visiones, cuando de nuevo la alegría se le contrajo adentro y se convirtió en una especie de piedra fría en la parte alta del estómago. ¿Él sería suyo porque así lo quería, o porque estaba escrito en un muro? Es decir, ¿el Señor de la Luz, Ar..., bueno, ése, veía las cosas que uno quería hacer o las que debía hacer? ¿Y si él, Yorsh, se pasara la vida con ella pero pensando en la otra? ¡Aurora! De nuevo ese rostro le atravesó por la mente. ¡Casi tan hermosa como un elfo! ¡La otra no era sólo codos, rodillas y dientes salidos! Una vez Tracarna la había examinado de arriba abajo y le había dicho con un tono dulce y triste que, siendo así de morena, realmente parecía una cucaracha. Una cucaracha con dientes de rata. Luego había susurrando que no todos podíamos ser guapos. Y además ella, Aurora, probablemente sabía escribir y se comería las habas como toda una señora, ¡no se atiborraría como había hecho ella! Cuando Yorsh le había dado las habas, sus manos se habían rozado: su mano larga, pálida y perfecta había tocado la suya, pequeña, sucia, con las uñas comidas y negruzcas. Robi se miró las rodillas esqueléticas, empapadas y raspadas, y se sintió otra vez como una cucaracha. Le preguntó a Yorsh por Aurora y su gesto de asentimiento la ahogó en la aflicción.
De nuevo cerró la boca. No le diría que ella era su futura esposa. Jamás. Prefería no serlo que saber que él la había escogido «a la fuerza».
Finalmente, después de haberla examinado cuidadosamente y durante un largo rato, Yorsh supo cómo funcionaba la reja. La parte central estaba pegada del resto por cuatro diminutos rabitos de oro sutilmente atornillados alrededor de un hilo de las ramas. Él le explicó que bastaba con aumentar la temperatura para «fundirlos», o sea derretirlos, como le pasa a la última nieve bajo el sol en primavera. Él lograba hacer calor con su cabeza, y no en el sentido de calentar las cosas a cabezazos, sino que si pensaba en el calor y en los pestillos que tenía la reja, éstos se calentarían tanto que se, derretirían como la nieve bajo el sol.
Al quitar la reja el mundo se abría. Al otro lado había una gruta enorme con grandes columnas de roca, unas que subían desde el suelo y otras que caían desde el techo como lluvia. Se oía un fuerte ruido de agua. La gruta tenía por todas partes incrustaciones en oro, que brillaban con la luz de la antorcha como si la gruta estuviera cubierta de estrellas. Yorsh le explicó que esas columnas que subían desde el suelo se llamaban estalag... algo, y las que venían de abajo, tenían otro nombre muy parecido. La caverna estaba debajo del río Dogon. El agua había cavado todo eso, y como el Dogon es un río que contiene oro, la caverna estaba recubierta completamente por él. Robi no había entendido bien cómo lo hacía el agua para cavar, pues para ello eran necesarias una pala y dos manos que la agarraran, y el agua no tenía ninguna de esas tres cosas. De todas formas no pidió más explicaciones; la voz y la sonrisa de Yorsh cuando explicaba eran, de cualquier manera, espléndidas, aunque lo que dijera no tuviera ni pies ni cabeza y, además, probablemente «la otra» lo habría entendido y ella no quería representar el papel de la tonta.
El inconfundible ruido del metal de las armaduras de los soldados resonó a sus espaldas. Paladio se había quedado atascado en la reja y Meliloto lo estaba empujando con todas sus fuerzas.
Mientras estaba atrapado en la reja en medio de las espirales de la hiedra de oro y de plata, Paladio sonrió.
—Os hemos seguido paso a paso —les comunicó triunfante—, siguiendo vuestras voces.
—De otro modo nos habríamos perdido en ese laberinto —dijo Meliloto.
—¡Ese loco nos quería colgar! —prosiguió Paladio, enrojecido por el esfuerzo—. ¡Por media pinta de cerveza que le hemos derramado en la cabeza!
—¿Os importa si nos unimos a vosotros? —preguntó Meliloto—, sólo para escapar de aquí dentro. Luego nos vamos por nuestra cuenta.
—¡Además, si os están persiguiendo, hemos logrado que se retrasen! —concluyó Paladio, mostrando feliz el gran manojo de llaves—, ¡nosotros tenemos las llaves! Ellos deberán encontrar un cerrajero y no es fácil. El último que había lo ahorcaron hace dos días.
—También os hemos traídos vuestras cosas —dijo Meliloto mostrando la barquita, la muñeca, el arco, las flechas y el libro—. Nos pondréis a salvo también, ¿verdad?
Yorsh y Robi se quedaron sin habla. Permanecieron en silencio mirando a los dos recién llegados, con la misma cara con la que hubieran mirado a peces que hablaran o a un asno con alas. Meliloto, que seguía empujando a Paladio con todas sus fuerzas sin moverlo ni un palmo, les pidió con cierta impaciencia que si en vez de quedarse allí mirándolos como dos graciosas estatuillas podrían lomarse la molestia de echarles una mano.
—¿Cómo os ha ocurrido seguimos? —preguntó Yorsh cuando recuperó la voz.
Los dos comenzaron a hablar al mismo tiempo.
—Te lo dije: ése nos colgará... Media pinta de cerveza sobre el cráneo..., tú no lo conoces... Ah no..., al contrario, pensándolo bien, también tú lo conoces muy bien... Nosotros no queremos morir... Y como... —concluyeron finalmente al unísono— tú eres mago. Incluso Arduin sabía que estabas destinado a sobrevivir. ¡Si estamos contigo, también sobreviviremos y saldremos con vida de aquí! —agregaron con voz alegre.
Por algún motivo misterioso, Yorsh puso una cara extraña. Era, sin duda alguna, la cara de alguien que no estaba contento; más o menos la cara de alguien que acaba de saber que la única cosa que había para comer acaba de resucitar, o que le han dicho que hay que cavar trincheras. Es decir, la cara de alguien que no sólo no está contento, sino que además tiene fiebre. Yorsh se acercó a la reja y comenzó a buscar otro punto por donde romperla, pero evidentemente el diseño élfico original no había previsto que pasaran soldados con forma de barril. Al final todo se resolvió: Yorsh tiraba con todas sus fuerzas mientras Meliloto empujaba con todas sus fuerzas y Paladio maldecía con todas sus fuerzas, y, al fin, entre los tres, el soldado se desatascó y aterrizó en el suelo con un preocupante ruido de hierro, que, sin embargo y por fortuna, no tuvo consecuencias irreparables.
—Bien —dijo Paladio, después de que milagrosamente se pusiera de pie—, ahora, sin embargo, por favor démonos prisa. En cuanto estemos lejos de aquí, nosotros os dejamos y vamos a resolver nuestros asuntos, y resolver nuestros asuntos significa que debemos ir a nuestras casas a rescatar a nuestras familias.
—Yo tengo cuatro hijos y él, cinco —explicó Meliloto—, debemos ir a buscarlos, y escapar todos juntos, si no, cuando el loco se dé cuenta de que hemos huido, irá a por nuestras mujeres y nuestros niños.
El gesto de Yorsh empeoró: parecía la cara de alguien con fiebre, picor y también ganas de vomitar.
Capítulo 19
La caverna era inmensa. Su descripción estaba escondida entre los versos:
... en el oscuro bosque de piedra
las tórtolas duermen un sueño encantado...
Ahí estaban, a la derecha, la estalactita donde el agua y el oro habían formado el perfil de cuatro tórtolas. Era necesario llegar a ella y de ahí buscar el paso siguiente:
... el sueño descenderá de lo alto...
¿El sueño? ¿Qué podía ser el sueño? Sueño y velo en lengua élfica eran una misma palabra: el velo de los sueños, la estalagmita ligerísima y transparente, al fondo a la izquierda, y además también a la derecha donde estaba:
... el espejo de la chica joven y orgullosa, El espejo de la vejez sabia y alter...
El pequeño estanque formado por el chorrito de agua que se filtraba desde arriba, en el cual se reflejaban unas estalactitas que tenían la forma de una mujer joven y de un viejo con bastón. Yorsh siempre se había preguntado qué querrían decir las poesías que su madre le había dejado. A decir verdad, siempre le habían parecido más bien insípidas, pero ahora adquirían sentido para mostrarle el camino. A medida que avanzaba iba recuperando el valor. Hubo un momento en el que el miedo lo invadió y le transformó el estómago en una masa helada, al pensar en el número de vidas de las que era responsable y del incalculable dolor que su fracaso provocaría. ¡No solamente estaba arriesgando la vida de Robi, que ya era la luz de sus ojos (¡como si no bastara con que fuera la hija del hombre y la mujer que lo habían protegido y salvado!), sino también la de esos dos pobres hombres y sus mujeres y sus hijos!
Poco a poco, mientras avanzaba por la enorme caverna que el agua del río Dogon había formado bajo la ciudad de Daligar durante los milenios pasados, Yorsh recobraba el valor. Ese lugar lo tranquilizaba. Los antiguos versos que describían el pasaje entre las estalactitas eran una guía segura. Sin duda se estaba dirigiendo hacia algún sitio. Estaba en los lugares que habían sido de los elfos. Era el último de su estirpe y quizá el más poderoso. Si no era él, ¿entonces quién?
El espejo del agua multiplicó las antorchas, la suya y la de Meliloto, y por ello no se dieron cuenta inmediatamente de que la luz estaba aumentando. Finalmente, un rayo de sol apareció imperioso entre las estalactitas de oro, iluminando el polvo como si fuera un enjambre de estrellas.
Bajo el haz de luz había un trono de oro sobre el cual la hiedra azul dibujaba espirales que se alternaban con letras élficas.
En el trono aún se hallaba sentado un antiguo soberano: su esqueleto estaba recubierto con vestidos de oro; sobre su cabeza, el oro esmaltado con el bajorrelieve de las hojas de hiedra azul se trenzaba formando una corona brillante. Todavía tenía entre las manos su espada, cuya empuñadura de oro estaba igualmente adornada con las ramas de hiedra. La hoja penetraba en la base de piedra. El collar que le colgaba del cuello y los anillos que llevaba en sus dedos también eran de oro y hiedra azul. Yorsh se acercó y la luz del día lo iluminó, dando a su cabello, por un instante, el brillo de una aureola. Rasgó las telarañas, que se desvanecieron en volutas de polvo, y leyó:
AQUÍ YACE
EL QUE LA CORONA HA LLEVADO
EL QUE LA ESPADA HA TENIDO
Cuatro columnas de oro flanqueaban las estalactitas. La hiedra azul se envolvía alrededor de ellas formando un altorelieve tan profundo que podía ser usado como una única y larguísima escalera de caracol. Yorsh levantó la cabeza; la luz lo cegó, pero alcanzó a ver una abertura bordeada de helechos. La parte más alta de la columna cercana a la abertura estaba cubierta de musgo y de algunos pequeños helechos que centelleaban con el sol.
—Ha dejado de llover —dijo Meliloto.
—Podemos irnos de aquí; esas columnas son unas escaleras de verdad —agregó Paladio, contento.
También Robi se había acercado al sarcófago. La luz iluminó sus ojos, que brillaron como estrellas.
Yorsh sentía que su fuerza aumentaba cuando ella estaba cerca de él y que su miedo casi desaparecía. O quizá era el antiguo rey quien emanaba aquella extraña sensación de poder. Yorsh miró las órbitas vacías cubiertas de telarañas y experimentó una extraña sensación de pertenencia. Posó la mano sobre la empuñadura y la espada permaneció férreamente inmóvil. Probó con sus dos manos; nada que hacer. La espada estaba clavada en la roca y parecía que fuera parte de ella. Yorsh se quedó atónito, luego se echó a reír. Claro, estaba destinada para un elfo. Era sólo una trampa para estar seguros de que solamente la persona adecuada podría arrancar la espada, una simple cuestión térmica: al disminuir la temperatura, el volumen también disminuiría. Una vez que la hoja se enfriara, reduciría su tamaño de una manera imperceptible, pero suficiente para, que se deslizara fuera de la roca con la misma facilidad con que, una vez, igualmente fría, la había penetrado siglos antes. Afortunadamente, la necesidad de apagar los innumerables incendios causados por Erbrow recién nacido lo había entrenado para enfriar objetos. Puso la mano sobre la empuñadura, cerró los ojos y enfrió la hoja; luego la extrajo. Fue un movimiento suave y sin esfuerzo: la antigua espada brilló entre sus manos. La empuñadura con los espirales de hiedra se adaptaba a su palma como si hubiera sido hecha a su medida. Quizá el truco de enfriar era excepcional incluso para un elfo. Quizá la espada no había sido fabricada para un elfo sino para el más poderoso de los elfos. El último. Era como si la espada lo estuviera esperando, como si el rey la hubiera estado guardando para él.
Todo rastro de miedo desapareció. Sin embargo, el cansancio lo derribó y se sentó a los pies del trono esperando que la frente dejara de arderle; había, sido menos doloroso que apagar los incendios de Erbrow, pero igualmente necesitaba un poco de tiempo para recuperarse. Cuando se levantó, contempló al rey de nuevo. La corona, el collar y los anillos habían desaparecido. Atónito, Yorsh miró fijamente a los dos soldados, que a su vez lo miraban con disimulo.
—Yo, cuatro hijos, y él, cinco... —comenzaron a decir avergonzados.
—Al muerto no le sirven para nada, ya no tiene que llevarle pan a nadie...
—Él no sabe qué se siente cuando llegas a casa y no tienes qué darle de comer a todos y todos lloran.
—Si no lo hacemos nosotros, otros cogerán estas cosas...
—Quizá el Juez, él siempre se apodera de todo...
Yorsh los fulminó con la mirada, pero no tuvo tiempo de intimidarlos para que lo pusieran todo en su lugar. Los soldados del Juez, que debido a las rejas habían avanzado lentamente y que además se habían perdido en el laberinto, finalmente habían llegado. Ellos no habían entendido cuál era el rastro que debían seguir, pero tenían la ventaja del número; eran suficientes para seguir todas las bifurcaciones, desperdigarse en todas las direcciones y encontrar finalmente el camino.
Comenzaron a agruparse en la parte más baja y profunda de la gruta: aún no se veían. Uno detrás de otro, Yorsh el primero y Meliloto el último, treparon usando la columna como una escalera en caracol. Paladio se había, quitado la coraza y esta vez no se quedó atascado. Salieron por entre los helechos, junto al río. Estaban en la parte sur de la ciudad. El Dogon corría rebosante de agua y más allá de los diques estaba el palacio del Juez. Los soldados de la guardia los vieron y apuntaron sus arcos, pero Meliloto y Paladio lograron hacerles creer que ya habían arrestado a los dos fugitivos. Parecía realmente que los estuvieran escoltando. Cruzaron los diques y se encaminaron hacia el palacio. Los dos muchachos iban en el centro con las manos a la espalda, como si estuvieran encadenados, y los dos soldados a los lados, como escoltas de dos prisioneros. Robi fingió que se caía, y aprovechó para recoger piedras. Yorsh llevaba consigo el arco y la espada. Trataba de esconderlos entre los pliegues de su túnica. Tenía las manos detrás de la espalda y todo iba bien hasta que sus enemigos potenciales les salieron al encuentro. Cuando los primeros perseguidores aparecieron a sus espaldas, en medio de los helechos, sobre el arenal del río, la función se acabó. Meliloto y Paladio echaron a correr un segundo antes de que comenzaran a volar flechas. Fue un gesto astuto: todos estaban ocupados con los dos muchachos y nadie salió detrás de ellos. Eran particularmente rápidos, incluso Paladio, a pesar de su forma de barril. Yorsh no consideró la fuga como una traición, sino como una liberación. Ya no tenía que preocuparse por los dos fugitivos y tampoco por sus familias, porque de cualquier manera se las estaban arreglando solos. Por consiguiente, sólo tenía que enfrentarse a los ocho soldados que tenía enfrente, a los seis que estaban en lo alto y a un número indeterminado que tenía a sus espaldas; luego debía ocuparse, además, de los cuatro soldados de caballería que bloqueaban la calle, cruzar la puerta grande y recuperar su caballo, aún sin nombre, que esperaba encontrar donde lo había dejado. Esta vez no podía usar el río como vía de escape, porque Robi no sabía nadar y era aún muy pequeña y frágil para resistir el frío del agua, pero de lodos modos lo lograría. No tenía miedo. No mientras empuñara su espada.
Se inclinó para decirle a Robi que no tuviera miedo. Vio que la pequeña tenía en su mano una honda de verdad y trataba de apuntar. Asintió convencida, sin desviar la mirada.
Una flecha por poco la alcanza. Yorsh apretó su espada. La furia lo inundó ante aquellos soldados pesados, con sus armas y armaduras, que apuntaban sus arcos contra dos pobres diablos que no le habían hecho daño a nadie y que sólo querían irse de allí. Su rabia se convirtió en una tempestad. Un viento feroz se levantó contra los soldados. Cegados por el polvo, los soldados no podían ver y las pocas flechas que tiraban eran abatidas por la furia del aire antes de alcanzar su objetivo. Los caballos enloquecieron e hicieron caer a sus jinetes. Yorsh pudo entrar en contacto con la mente de uno de los animales, la mula grande y negra que estaba más cerca de él. Le habló de libertad y de habas doradas. Creó en su cabeza la imagen de sus arreos sueltos. La mula permaneció un rato indecisa y perpleja, luego comenzó a acercársele lentamente. Un grupo de soldados rodeó a los dos fugitivos: eran tres, jóvenes, altos y armados con espadas, tres espadas militares comunes, rectas y de buen acero. La de Yorsh brillaba con luz propia; las otras, al chocar contra su hoja, se astillaban y se hacían añicos. Yorsh sintió en su cabeza el dolor del hombre, el más joven de los tres, a quien había herido en un hombro, pero el odio contra todo aquel que se propusiera matar a Robi eliminó el dolor. Otros soldados se unieron, y luego otros, en un amasijo de yelmos, escudos y espadas del que Yorsh ya no alcanzaba a distinguir los rostros ni las expresiones. Los derribó uno tras otro. Con cada espada que se cruzaba con la suya, astillándose, él se llenaba de valor y los otros lo perdían. Un oficial con una armadura llena de condecoraciones estuvo a punto de atacarlo por la espalda, pero una pedrada de Robi lo tumbó. De repente, la mula se decidió y echó a correr hacia ellos derribando a los soldados. Yorsh logró detenerla y montar a Robi en la grupa, pero para hacerlo tuvo que bajar su espada. Esto bastó para que el soldado de barba grisácea, que lo había arrestado la última vez, se le acercara lo suficiente para poder herirlo. Un golpe de su espada alcanzó a Yorsh en la pierna y le abrió una larga herida de la que saltó sangre; luego el hombre levantó su espada hacia la cabeza de Robi. La espada de Yorsh bajó y él sintió en su cabeza la muerte del hombre: sintió el recuerdo de su infancia, el miedo a la oscuridad y al vacío, la nostalgia por una mujer con la que no se había casado. Mientras el horror y el dolor llenaban su cabeza, Yorsh logró subir a la mula, detrás de Robi. Tomó las riendas, pasando sus brazos alrededor de Robi, y espoleó el animal hacia la puerta grande. Atravesaron la plaza principal donde ya estaban preparadas dos horcas: una grande para él, una más pequeña para Robi. El Juez administrador, impulsado por la rabia, había renunciado también al ambiguo vestigio de decencia de querer evitar la ejecución de un niño en público. La visión de la horca destinada a Robi le devolvió a Yorsh el deseo de combatir a toda costa, aunque esto significara tener que herir o matar a alguien. Tenía que ponerla a salvo de inmediato antes de que su herida lo debilitara, tenía que ganar la batalla deprisa. La mula volaba por las calles de Daligar. La reluciente espada élfica estaba desenfundada y sucia de sangre, su feroz resplandor bastó para intimidar y alejar a cualquiera que quisiera detenerlos.
Estaban en la puerta grande. El puente levadizo se estaba alzando frente a ellos. Era un sistema rápido, hecho con cuerdas, que superaba al de cadenas, que era más lento. Yorsh le entregó las riendas a Robi, tomó el arco que llevaba colgado y una de las tres flechas que estaban en un carcaj minúsculo pegado al mango, y disparó. Se había entrenado durante años para hacer caer las frutas más altas cortándoles el pecíolo. Sabía que debía ver el blanco con los ojos de la mente y no con los del cuerpo. En cuanto la flecha abandonó el arco, él le prendió fuego a la punta; ésta golpeó de llenó una de las dos cuerdas gruesas que sostenían el puente, la cortó parcialmente y comenzó a quemarla. Después le tocó el tumo a la segunda. Las dos cuerdas, cortadas por las flechas y quemadas por las llamas, cedieron.
El puente volvió a bajar frente a ellos con un estruendo que hizo crujir las viejas vigas y levantó una nube de polvo rojizo.
La mula lo atravesó como el viento. Los soldados de la puerta grande, en vez de intervenir, se apartaron. La polvareda les impidió a los arqueros ver claramente.
¡Eran libres! ¡Lo habían logrado! ¡Eran libres! ¡Libres!
Yorsh tenía una herida en la pierna, una espada élfica entre las manos, un caballo, o más bien dos, y un arco con una sola flecha. Y tenía a Robi consigo. Lo había logrado. Robi estaba sana y salva, y estaba con él. El dolor por el soldado muerto regresó, y Yorsh supo que no lo abandonaría nunca, como era lo justo. Sabía también que, sin embargo, estaba dispuesto a luchar de nuevo por Robi y por los demás, por sí mismo y por sus hijos cuando los tuviera.
Atravesaron un claro y un bosquecillo de castaños. El caballo estaba allí. Yorsh no lo había amarrado (como se lo había prometido), y él no se había ido. El sol estaba cayendo. El aire estaba enfriándose. Yorsh tuvo una curiosa sensación en la boca del estómago que no experimentaba desde hacía años, trece para ser exactos, y que identificó como hambre. Un hambre terrible. Era evidente que su destino desconocía los términos medios. Bajó de la mula con un movimiento lento y siguió apoyándose en ella. La herida no le dolía demasiado, y la pierna lo sostenía. Rasgó un pedazo de su túnica, afortunadamente hecha de velos superpuestos, y se la vendó. Recogió algunos puñados de castañas y las compartió con Robi, que había permanecido sobre la mula para evitarse el problema de tener que subir de nuevo.
Yorsh tenía ganas de decir algo. Quería decir que lo habían logrado. Que estaban vivos. Que estaban juntos. Que eran libres. Habría querido decir lo feliz que era porque ella estaba viva, porque ella era libre, porque ella estaba junto a él.
Por algún motivo que no logró comprender, los pensamientos de las cosas que habría podido decir rebotaban en su cabeza y se chocaban unos contra otros como en una pelea de urracas, y al final, entre todas esas cosas, la que salió fue la menos importante, una que realmente no le importara mucho.
—Debimos dejarle la corona... al rey.
—Pero estaba muerto —refutó Robi con convicción—. Realmente muy muerto —insistió.
Yorsh se sentía cada vez más incómodo y tonto. ¿Cómo había podido, con todas las cosas que quería decirle, meterse en una conversación tan... insulsa?
—Así estaba escrito en el libro —explicó—: «El que tiene el destino del guerrero tendrá la espada; el que tiene el destino del rey, la corona...» —recitó—. Él era el rey, debimos dejarle la corona, creo —añadió dudoso.
—Oh, por eso —dijo Robi—. ¡Entonces no es tan grave! ¡Mira!
Metió la mano en su enorme bolsillo de tela sucia y la corona élfica, trenzada con la hiedra azul, brilló mientras la sacaba.
Yorsh miró fijamente la corona, boquiabierto.
—¿La has cogido tú?
—No, fue Paladio, el más robusto de los dos. Se agachó delante de mí cuando salimos al aire libre y fue fácil sacársela de la bolsa. De todas maneras le quedan los anillos para sus hijos, que eran muchos... los anillos, quiero decir. ¡Como ladrona, soy muy hábil! ¡Sé cómo robar cualquier cosa! —agregó con una sonrisa tímidamente orgullosa—. Pero si tú dices que es importante, la próxima vez que pasemos se la devolvemos al rey, así estará más contento. ¿Él también puede resucitar como la rata o se queda muerto?
—Se queda muerto.
«Insulso» era poco decir. ¡Pero en definitiva era la primera vez que hablaba con Robi! ¿Pero por qué no le decía... algo más? Yorsh siguió sintiéndose tonto, pero se consoló porque ya habría tiempo. Después. En aquel momento no lo tenían. Probablemente ya se estaría organizando una persecución a su espalda; era necesario irse de allí.
La muía se llamaba Mancha (Yorsh lo había leído en su memoria), pero su caballo permanecía aún sin nombre. Debía de haber cambiado con frecuencia de propietario, pues tenía una confusión sobre sus nombres, y ninguno de ellos se había quedado en su memoria.
Tenía que darle un nombre. Un nombre que fuera tan apropiado para el caballo como lo había sido Fido para el perro. Pensó en algo que diera a la vez la idea de velocidad y belleza. ¡Un rayo de luz!
—Te llamaré Rayo —dijo en voz alta.
Robi pensó que de todos los nombres que se le podían dar a un caballo, ése era el más extravagante. Un caballo debía de llamarse Mancha o Pata o Cola o simplemente Caballo. Pensó que ése sería probablemente el primer y último caballo que se llamaría Rayo, porque era un nombre realmente ridículo, pero no dijo nada.
La mente del caballo respondió, asintiendo.
Yorsh sobre Rayo y Robi sobre Mancha se pusieron en camino hacia la Casa de los Huérfanos; cada uno iba mordisqueando lentamente su puñado de castañas crudas, para hacerlas durar más.
Durante la primera parte del viaje, Yorsh sintió un cansancio atroz, ese que le daba después de haber usado toda su fuerza; una fatiga tan grande que se convirtió en sufrimiento, pero después mejoró. El cielo se despejó. La luz de las estrellas brilló.
De vez en cuando, él y Robi se cruzaban una mirada.
Yorsh tenía dentro de sí el dolor de haber asesinado a un hombre, una herida en una pierna y un ejército siguiéndolo a su espalda; sin embargo, a pesar de todo, éste era el momento más feliz de toda su vida, aun cuando su vida incluía volar sobre un dragón.
Llegaron a la Casa de los Huérfanos al alba. El cielo estaba nublado pero no llovía. Una niebla tenue y helada se levantaba del suelo. Estaban cansados, felices, hambrientos y libres. Cuando estaban pasando a través de un viñedo de rojos y dorados resplandecientes, dos salteadores de caminos les salieron al encuentro. Estaban enmascarados, armados con los garrotes de Tracarna y Stramazzo y llevaban encima los inconfundibles harapos de la Casa de los Huérfanos. Los amenazaron con cosas horribles si no les daban los caballos inmediatamente. Hubo un instante de perplejidad bilateral, luego todos se reconocieron. Los dos salteadores eran Crechio y Morón, que estaban muy alegres, felizmente ebrios y dijeron que había sido el dragón en persona, antes de que la cerveza lo durmiera del todo, quien les había pedido que consiguieran tantos caballos como pudieran para transportarlos a todos hacia el mar. Ellos eran los dos primeros jinetes que pasaban por allí.
¿Y quiénes eran todos? Todos los que se les habían unido. Cuando había dejado de llover y el aroma de su asado se había esparcido por los alrededores, elevándose sobre aldeas miserables y granjas donde los conejos estaban mejor alimentados que las personas, todos los muertos de hambre habían llegado para unírseles. Los que no tenían nada. Los que no tenían a nadie. Habían congregado a todos los pobres y miserables, a los que ya no tenían tierras y soñaban con tener una nuevamente; y eran muchísimos.
Robi y Yorsh, siempre sobre sus caballos, llegaron al claro de la Casa de los Huérfanos. Había restos de hogueras por todas partes; algunas todavía humeaban, y el humo se levantaba mezclándose con la niebla. Plumas de oca, gallina y pato se mezclaban en el suelo con las hojas del otoño. Había tres barriles de cerveza vacíos y tirados en el suelo alrededor del dragón. Había gente que estaba durmiendo dentro: figuras amontonadas con manos oscuras y delgadas que salían de las mangas rasgadas. Otros estaban en la casita de Tracarna y Stramazzo, y algunos otros en las eras. La Casa de los Huérfanos ya no existía. En su lugar, un increíble número de piedras formaban casi una minúscula colina. Había sido derribada a pedradas. Robi, con la ayuda de Crechio y Morón, descendió de la grupa de Mancha y se detuvo a mirar la Casa de los Huérfanos; luego se agachó, cogió una piedra y golpeó lo que quedaba de la pared norte, cerca de donde solía dormir. Se quedó allí un largo rato, inmóvil, con la mirada perdida en el vacío. Cala la localizó y corrió a su encuentro gritando; le había guardado un buen muslo de pollo que había defendido valientemente contra todo y contra todos. Las gallinas no pensaban muchísimo y sabían mejor que las ratas.
El dragón estaba de un humor francamente desagradable y tenía un dolor de cabeza insoportable.
Yorsh le preguntó furibundo cómo se le había ocurrido pervertir a dos inocentes convirtiéndolos en salteadores de caminos y ladrones de caballos. El dragón le contestó que la palabra «inocente» tenía un significado obviamente discutible, y que esos dos tenían tanto talento natural para ser bandidos que sería una crueldad no dejar que lo fueran. En todo caso, si Yorsh era tan listo como para tener una idea mejor sobre cómo organizar el transporte hacia Arstrid de toda la gente que había llegado, él estaba dispuesto a escuchar sus consejos. Estaban los niños de la Casa de los Huérfanos, entre los que había desde bebés hasta muchachos; los muchachos caminan, los otros no y es necesario cargarlos.
Además, estaba el grupo de vagabundos que de repente habían aparecido de la nada; no de repente, en realidad, habían llegado cuando el aroma a pato asado se había comenzado a extender por la llanura. Se habían instalado allí, sosteniendo que alguno de los niños de la Casa de los Huérfanos era un pariente lejano y, por consiguiente, ellos también formaban parte de la comitiva.
Los vagabundos eran dos abuelos, seis bisabuelos, siete progenitores entre padres y madres, más un total de veintitrés niños, también desde bebés hasta muchachos, y prácticamente ninguno estaba en condiciones de caminar más de unos kilómetros. Además estaban los viejitos, escapados de la granja del norte, que, al parecer, era un lugar donde metían a los ancianos, igual que metían a los huérfanos en la Casa de los Huérfanos. Allí la gente comía proporcionalmente a lo que aún lograra trabajar; en vista de que eran viejitos, ya algo achacosos por los años que tenían en los huesos, con el trabajo útil que realizaban no alcanzaban a comer más que lo que come una rana, criatura que, en general, come menos que una criatura humana. Uno de los soldados de la guardia de la Casa de los Huérfanos había regresado y había preguntado si podía quedarse. Era un muchachón que tenía granos y cabello rojo, y que después de haber sido a su vez un huésped de la Casa de los Huérfanos había tenido el honor de ser uno de sus vigilantes. Aparte de los patos asados, había regresado porque no existía realmente ningún otro lugar adonde pudiera ir, ni nadie más con quien pudiera estar, y no tenía ni la capacidad ni el valor de estar solo e irse a la aventura por su propia cuenta, y no comprendía por qué debía tenerlo dada la vida que siempre había llevado. Por lo menos, él podía clasificarse como un hombre valioso, y lo mismo podía decirse de los «trabajadores voluntarios» del condado de Daligar, dos alhamíes armados de azadones y un leñador carpintero armado de hacha y sierras, que se habían escapado de la mina de hierro de más allá de la colina al norte. Sí, el olor del asado también había llegado hasta allá; el viento soplaba en esa dirección y uno se vuelve muy sensible a los olores cuando deja de sentirlos durante años. Ellos tres estaban en la posición más vulnerable, por decirlo así, porque habían traído consigo sus herramientas. Los tres sostenían que les pertenecían desde siempre, desde mucho antes de que el Juez se pusiera a gobernar y dijera que todas las cosas que había bajo el sol entre las Montañas Oscuras y el valle alto del Dogon eran de Daligar, aunque el leñador hubiera heredado el hacha directamente de su padre. La verdad era que esas cosas habían sido declaradas propiedad del condado de Daligar y, por consiguiente, además de incurrir en el hurto de patos, también eran responsables del robo de herramientas de trabajo, y por lo tanto tenían derecho a ser colgados no una vez, sino dos. En fin, como si no bastara con esto, la casa de salud, que estaba al este, al otro lado de la fosa de las zarzas, se había vaciado. Afortunadamente, nadie tenía ninguna enfermedad infecciosa; solamente había cojos, lisiados, escrofulosos e individuos tan cansados que a duras penas se tenían en pie y que habían declarado que, antes de regresar al lugar de donde venían, preferían morirse allí; y con éstos se completaba el cuadro.
No, no todos estaban en condiciones de escapar. Si el grupo completo estuviera en condiciones de caminar durante un día entero, no habría habido necesidad de recurrir al bandidaje para conseguir caballos. Los más viejos, los más maltrechos y la multitud de niños no podrían llegar a pie hasta las Montañas Oscuras, al menos no de una sola vez; y no se podían dar el lujo de parar a merendar en la hierba y hacer un día de campo entre las flores cuando todo el ejército del condado seguramente ya los estaba persiguiendo. No, él no podía volar, no antes de haber digerido la cerveza y de que se le pasara el dolor de cabeza. De hecho, si fuera capaz de volar, ya habría regresado a las Montañas Oscuras porque él era un dragón, el último de su estirpe, el último de su especie, y ellos, los dragones, nunca se habían mezclado con alguien que no fuera un dragón, y él ya comenzaba a estar harto de niños llorones, de harapientos malolientes y de elfos moralistas, por no mencionar su terrible dolor de cabeza. Podía hablar más bajo, por favor, tenía la impresión de que alguien lo estaba golpeando por dentro con un pico, y cada golpe era un espasmo de dolor, atenuado pero insoportable, entre el cuarto y el quinto hueso parietal; y dado que habían tocado el tema, tampoco se le había quitado el dolor en las patas posteriores, por no hablar del dolor de espalda. A Yorsh le parecía recordar que los dragones no tenían sino tres huesos parietales en total, pero después de los años que había pasado con Erbrow el Viejo durante la incubación, había adquirido una sensibilidad considerable para saber cuándo debía tener la boca cerrada.
La niebla se despejó y dejó ver la cima de la colina donde media docena de pequeños espacios quemados interrumpían el diseño regular de las hileras de vides. Yorsh las miró atónito. Crechio le explicó que la cerveza le daba hipo al dragón.
Capítulo 20
Desde que su papá y su mamá habían muerto, Robi no le echaba mano a un muslo de pollo. La carne se deshacía deliciosamente entre sus dientes; tenía el aroma de su madre cocinando y de su padre cazando, ¡y también le habían puesto romero! No sabía si comer deprisa, para que le pasara el hambre, o lentamente, un pedacito a la vez, para que la carne durara un poco más.
Había gente por todas partes. Todos estaban harapientos. Parecían cansados. Algunos quizá estaban enfermos.
Yorsh estaba tratando de reunirlos; tenían que marcharse deprisa. Tarde o temprano, más temprano que tarde, llegaría la caballería de Daligar y entonces todos añorarían la esclavitud en las granjas como una edad de oro feliz, porque lo que les sucedería sería inmensamente peor. Yorsh estaba herido, cojeaba. Trataba de reunir a la gente, pero ésta parecía un rebaño de ovejas con un perro pastor cojo. Cuando creía que ya estaban todos y que podían partir, algunos comenzaban a dispersarse nuevamente para coger algo, buscar otro racimo de uvas o esperar hallar un último pedazo de pan o una jarra de cerveza, quizá escondida en algún lugar.
Robi comprendió: durante tanto tiempo habían estado tan desesperados, que ni siquiera eran capaces de tener la esperanza de salvarse. Cuando se arrastran años de hambre y debilidad, «el mañana» se convierte en un pensamiento difícil. Lo único que ocupa tu mente es el «aquí y ahora». Tener un poco menos de hambre, ahora. Quedarnos aquí porque irnos implica esfuerzo. Alguien que sólo ha obedecido órdenes y que ha sido molido a latigazos cuando trata de hacer algo que no se le ha ordenado, no logra hacer nada que no le sea ordenado, ¡ni siquiera salvar su vida!
La verdad era que estaban tan acostumbrados a tener miedo que la amenaza de un posible ataque de la caballería de Daligar no los asustaba, no les parecía que pudiera ser peor que esa sensación de no valer nada que siempre los oprimía. Y además pensaban que a los esclavos no se les mata, porque el que lo haga después tiene que trabajar en su lugar. Pero, por el contrario, si no se iban de allí deprisa, el destino que los esperaba no era el de esclavos, sino el de cadáveres. Un cadáver sin nombre y sin tumba, abandonado en medio del barro para los gusanos, los buitres, los cuervos y las ratas. El Juez administrador no permitiría que después de una rebelión, aunque sólo fuera una comilona hecha con los pollos de «su» condado, alguien quedara vivo.
Además no tenían ninguna confianza en la posibilidad de escapar de allí realmente, era evidente que no podrían lograrlo. Lo único que querían era encontrar todavía cualquier migaja y luego abandonarse, y que pasara lo que tuviera que pasar. Por otro lado, estaban habituados a tener hambre siempre, por ello les parecía más importante no dejar escapar ni siquiera el grano más pequeño de trigo o de uva, que evitar el encuentro con la caballería.
Robi cerró los ojos. El azul apareció detrás de sus párpados: ahora las olas eran distinguibles, sintió también su sonido y vio pájaros blancos que volaban hacia el horizonte. Vio una playa y reconoció a varias personas en ella: la viejita, algo encorvada y con bastón, que estaba jugando con Cala; el hombre con la nariz aguileña que en ese momento estaba entre las vides; Crechio y Morón en una barca con una red. ¡Estaban destinados a lograrlo! Yorsh evidentemente era capaz de guiarlos. Él no lo sabía, pero era capaz de hacerlo. Había algo que él consideraba carente de importancia, o de algún modo inútil en ese momento, pero que, por el contrario, era fundamental.
—¿De qué eres capaz? —le preguntó Robi a Yorsh bruscamente cuando lo alcanzó.
Yorsh se quedó perplejo, luego comenzó a enumerar. Lo primero que se le ocurrió decir fue que sabía resucitar mosquitos. Robi tuvo que valerse de toda su fe para no perder el coraje, luego la lista aumentó con... encender el fuego sin yesca..., abrir cerrojos sin llaves... Sabía levantar el viento para confundir a sus adversarios como lo había hecho en Daligar, pero eso lo fatigaba muchísimo; había logrado hacerlo por unos pocos instantes y luego durante medio día había sido incapaz de hacer algo más mientras recuperaba sus fuerzas. Sabía curar heridas..., no, las suyas no, sólo las de los demás... Sabía resucitar mosquitos, ¿ya lo había dicho? También ratas..., gallinas..., un conejo una vez... En los últimos trece años lo que más había hecho era leer. Leía muy bien, sabía leer siete lenguas diferentes sin contar la élfica... Había pasado trece años en una biblioteca donde había de todo…, también libros sobre tácticas militares, pero ésos explicaban cómo ganar cuando había dos ejércitos, y ahora tenían un ejército de un lado y una banda... de..., bueno, mejor olvidar lo de la táctica militar. Además había leído libros de astronomía, alquimia, balística, biología, cartografía, etimología, filología, filosofía..., cómo hacer mermelada de uva... por no hablar de los cuentos. ¿Qué cuentos? Los que le leía al dragón, no, no a éste, sino al otro, al padre del que estaba allí, mientras incubaba... Los dragones incuban... ¿Hembra? No lo sabía, no había podido entender nunca si era macho o hembra... De todos modos cuando un dragón incuba, el cerebro no le funciona bien porque se cansa durante la incubación... No, los dragones no tienen el cerebro en el trasero, lo tienen en la cabeza como todo el mundo, pero cuando incuban no les funciona muy bien... y entonces es necesario hacerles compañía contándoles cuentos, como la historia de la princesa de las habas... ¿Cómo era la historia de la princesa de las habas?... Bueno, había una vez una reina que no podía tener hijos y estaba terriblemente triste porque su vida transcurría mes tras mes, estación tras estación, sin alguien a quien arrullar...
El silencio fue total. Incluso los que estaban mordisqueando algo habían dejado de hacerlo. Robi también se había olvidado de todo, hasta de acabar de roer su hueso de pollo, para escucharlo. Le pareció que todo lo que estaba pasando, incluso la caballería de Daligar, que probablemente ya estaría llegando, era de cualquier manera menos importante que la terrible tristeza de esa infortunada reina que ahora la estaba invadiendo.
Yorsh dejó de hablar y la miró perplejo.
—¡Continúa! —gritó Robi.
—¿Y entonces? —gritó alguien más.
—¡Oye, no te detengas!
—¿Cómo termina?
Los que habían escuchado la historia desde el principio se la contaban a otros que no la habían oído y que estaban llegando.
Yorsh los miró un largo rato, cada vez más sorprendido, y luego prosiguió.
Levantó el tono de voz, y, siempre sin interrumpirse, miró alrededor; todos estaban reunidos en torno a él, que narraba. Comenzó a contarlos, siempre sin parar de narrar, más bien incluyendo el recuento dentro del cuento; en el punto en que la reina comienza a comerse las habas, las enumeró una por una. Estaban todos. Podían partir. Arstrid estaba a menos de un día de marcha. Había agua a lo largo del camino en forma de riachuelos y torrentes. Todos tenían la barriga llena. A lo mejor podrían lograrlo. Sin dejar de narrar su interminable historia, Yorsh despertó a Erbrow (que había dejado de roncar), montó a los dos niños más pequeños sobre Mancha y él cogió a Rayo, porque su herida le impedía caminar, y montó en la grupa al revés, con la espalda hacia el frente y su rostro mirando hacia atrás, hacia su río de harapientos, y se puso en marcha. El dragón cerraba la fila. No dejó de quejarse ni un segundo, porque a cada paso el dolor de cabeza se le sumaba el dolor de las patas posteriores, por no hablar del dolor de espalda; pero mantenía la voz lo suficientemente baja para que se pudiera oír la historia de Yorsh. El cuento era interminable: cada vez que parecía que iba a terminar, volvía a comenzar con un nuevo hallazgo, un nuevo rapto, un reconocimiento más, alguna otra maldad, un duelo... El sol salió. El barro disminuyó. Las piernas comenzaron a cansarse. Las ganas de sentarse un rato al borde del camino aumentaban con cada paso. Los niños más pequeños se turnaban en la grupa de Mancha, pero los otros tenían que caminar. La voz de Yorsh estaba ya ronca, pero no se detenía. Los vagabundos habían sacado sus flautas y con ellas subrayaban las partes relevantes de la historia; cuando la princesa de las habas había comenzado a huir con su gente frente a los orcos, la música se había vuelto fuerte y arrebatadora, y Yorsh había podido parar para beber un sorbo de agua. Cuando continuó, la historia que contaba, curiosamente, se iba pareciendo mucho a la de ellos. Había una muchedumbre de fugitivos que solamente podría salvarse si seguía caminando. Robi le oyó hablar de la desesperación, la esperanza, el miedo y la valentía de todos ellos, y sintió dentro de sí un deseo feroz de no detenerse, de seguir paso a paso hasta alcanzar el último tramo del camino soñado, ese que sólo se detiene al llegar al mar. Miró alrededor; el cansancio también había desaparecido de los rostros de los demás. El único que estaba mal era Yorsh; no sólo su voz se estaba enronqueciendo cada vez más, sino que sus manos temblaban nuevamente. El sol comenzó a ponerse hacia el oeste; dentro de poco se escondería detrás de las Montañas de la Sombra, las Montañas Oscuras.
Inmediatamente después de la última curva, cuando vislumbraron los restos de lo que había sido la aldea de Arstrid, todos entendieron finalmente por qué la caballería de Daligar no los estaba persiguiendo: la tenían frente a ellos, desplegada en Arstrid, cerrando la garganta.
Capítulo 21
Yorsh sintió que el horror lo invadía: los había arrastrado a todos, paso a paso, relato tras relato, hacia la catástrofe.
Se quedó anonadado mirando el sol que brillaba sobre las armaduras.
Los había conducido hacia una masacre. Lo más fuerte de todo era el deseo de no tener que escoger, de no decidir. Lo más fuerte de todo eran las ganas de que alguien le dijera: «No te preocupes, hijo. Aquí estoy yo, yo me hago cargo».
Yorsh se quedó en silencio. Todos se habían detenido. El dragón adelantó a la procesión, cargando su dolor de cabeza y su dolor en las patas, hasta donde estaban Rayo y Mancha. El sol llegó a las cimas de las Montañas Oscuras y dibujó sombras largas en el suelo y luego las nubes se lo tragaron todo.
—¿Cuál es el plan ahora? —preguntó Erbrow secamente.
—¿Tienes alguna idea? —preguntó Yorsh, esperanzado.
—¿Yo voy por la derecha y tú por la izquierda y los rodeamos? —propuso el dragón irónicamente.
—En la guerra con los troles, un dragón incendió la pradera para evitar el encuentro. Sucedió en el cuarto siglo de la segunda dinastía rúnica.
—En el quinto de la tercera —corrigió el dragón—. Y fue en verano. Un verano tórrido y seco: un estornudo habría sido suficiente. ¿Ves esa cosa marrón oscuro que está en el suelo entre un tallo y otro de hierba? Se llama barro. B-a-r-r-o. El barro tiene numerosas propiedades, entre las cuales está la de ser incombustible, que es lo contrario de combustible, no arde y no prende. Si quieres, puedo hacer algún anillito de hierba quemada siempre y cuando no llueva, pero dudo que eso los impresione.
Yorsh y Erbrow se quedaron mirándose. La noche cayó y comenzó a lloviznar.
Robi cerró sus ojos; todo se llenó de azul. Vio un grupo grande de figuras contra el mar que centelleaba: eran Yorsh, Cala, Crechio y Morón, aquel hombre alto y torcido, la mujer bajita que cojeaba... Todos estaban. Lo lograrían. Todos.
Esos dos podrían conseguirlo, sólo que no sabían cómo. Debía darse prisa. La desesperación se arrastraba entre la multitud como una serpiente en medio de las ratas y, como una serpiente en medio de las ratas, se tragaba todo lo que encontraba a su paso. El llanto se alternaba con gritos y maldiciones; de un momento a otro comenzarían a huir, todos se dispersarían por la llanura y serían presas fáciles y miserables para los caballeros armados, como un grupo de ranas para los buitres.
Robi intervino serenamente.
—Tú sabes volar —le dijo al dragón—, y escupes fuego, y Yorsh tiene una espada invencible. Sin duda lo podéis conseguir.
—Su espada no es invencible. No quiero dar la impresión de ser puntilloso y fanático de los detalles insignificantes, pero ninguno de nosotros dos es invulnerable. Él está herido, y mis escamas anteroinferiores, las de la barriga, en definitiva, son algo... ehm... blandas para las flechas. Yo escupo fuego de mis glándulas igníferas, que tampoco son infinitas. Y ahora ya que tengo... el...
—¿Hipo de la borrachera? —sugirió Robi solícitamente.
—Digamos que no estoy al máximo —respondió secamente el dragón—, puedo carbonizar a uno o dos caballeros, siempre que el guerrero aquí presente me lo permita, pero quedarán suficientes para hacernos saber que no lo encuentran divertido.
—Puedes asustarlos —sugirió Robi—, ellos no saben que estás... que estás... ¿vacío?
—Agotado.
—Agotado, exacto. Ellos no lo saben y si tú no carbonizas a ninguno de ellos, todos tendrán miedo de ser el primer seleccionado para el asado y todos se echarán atrás. Mira, no es imposible. El dragón los distrae por ese lado y nosotros escapamos hacia la garganta. Algunos atacarán, pero serán pocos; Yorsh se las arreglará, se enfrentó a un montón de soldados en Daligar.
—¿Y después? ¡No puedo distraerlos para siempre! Tarde o temprano lograrán entrar en la garganta. ¿Y la cascada? La garganta se estrecha formando una cascada vertiginosa, ¿no lo recordáis? Se llama el Despeñadero del Dogon y es infranqueable. Las escaleras que suben hasta la biblioteca están bloqueadas por un deslizamiento: lo vimos el día de nuestro primer vuelo.
—La cascada no es infranqueable: los habitantes de Arstrid la pasaron. Nosotros también pasaremos.
—Bueno —dijo el dragón—, entonces también pasarán ellos. En vez de ser masacrados aquí seremos masacrados en una playa.
Se hizo un largo silencio. Robi sintió algo en la parte alta de su estómago, que no era hambre sino miedo. Había aprendido a confiar en sus visiones, pero sabía que eran incompletas. Quizá todos alcanzarían el agua azul del mar y eso era lo que ella veía, pero después llegarían los soldados del Juez, y el azul se convertiría en rojo claro o en un rosado muy oscuro. Después se recuperó. El mar era azul y así se quedaba. Centelleaba cristalino bajo el sol.
—Nosotros pasaremos y ellos no —gritó con firmeza—, porque nosotros somos inteligentes y ellos estúpidos. Nosotros estamos escapando para salvarnos y para vivir, y ellos sólo están obedeciendo órdenes. Se nos ocurrirá algo que ellos no saben. Podemos hacerlo. Ahora. Ellos tienen capas y armaduras, la lluvia los entorpece más a ellos que a nosotros. ¡Ahora! Sus caballos se hunden más en el barro que nuestros pies. ¡Ahora!
—¿De verdad? —dijo Cala, que se había empapado como un pollito y estaba abajo en el barro, pues se acababa de resbalar—. ¿Realmente la lluvia los entorpecerá más a ellos que a nosotros?... ¿Estás segura?... ¿Entonces todavía no estamos realmente muertos? ¿Todavía podemos salir de ésta?...
Robi no le respondió.
—¡Ahora! —les gritó por última vez al elfo y al dragón. Luego se volvió y miró a su miserable banda, que se dispersaba bajo la lluvia. Tuvo la idea de subirse a la grupa de Mancha, pero los tres niñitos que estaban encima de ella se aferraron tan tenazmente que fue imposible soltarlos. Trató de reunir a la muchedumbre, porque unidos tenían la posibilidad de alcanzar su meta, mientras que si se desperdigaban, estarían perdidos.
Corría de un lado a otro, resbalándose en el barro.
—Había una vez —gritó Yorsh con todo el aliento que le quedaba en la garganta. Su voz retumbó por encima de los gemidos y del llanto—. Había una vez una muchedumbre de héroes, que... que... habían sido esclavos. Había una vez un pueblo de esclavos, que... que... decidió... irse... para convertirse en un pueblo de gente libre y para ello..., para ser libre... quiero decir..., llegaron hasta el mar...
Yorsh comenzó a contar una historia larga y magnífica. Inventó nombres, creó ejércitos, describió uno a uno los fugitivos, y cada uno encontró la descripción de sí mismo con otro nombre y otra historia. El miedo comenzó a esfumarse. El cansancio que se había apoderado de sus piernas cansadas y de sus mentes exhaustas comenzó a disminuir.
Dejó de llover. Un viento leve se levantó y despejó las nubes. La luz de la luna iluminó la llanura y la garganta de Arstrid, al otro lado de la cual estaban la libertad y el mar. La banda de harapientos comenzó a reunirse.
—Había una vez un pueblo de esclavos que se hizo libre atravesando el desierto y el mar... y luego una garganta... Seguid a Robi: quedaos juntos y caminad hacia la garganta. Ella conoce el camino porque vivía aquí. El dragón y yo os protegeremos. Quedaros juntos y seguid a Robi.
Robi necesitaba ser lo más visible posible bajo la débil luz de la luna. La luz era poca y además muchos la confundían con Cala, y seguían un rato a una y un rato a la otra. Todavía tenía la corona del rey en el bolsillo. La sacó y se la puso en la cabeza. La luna la iluminó y la corona brilló en la oscuridad.
En aquel momento, la caballería se movió. Comenzó el ataque. Yorsh desenvainó su espada. Rayo estaba exhausto, sus patas tenían encima un día, una noche y otro día más de marcha, pero recobró su fuerza. Se levantó en dos patas. Robi vio la espada de Yorsh brillar bajo la luna, como su corona.
Por un momento fue como si la luz de la luna hubiera detenido el tiempo, como si la realidad y los sueños se hubieran fundido en un instante de inmovilidad; luego todo se hizo pedazos.
Erbrow finalmente decidió intervenir.
Un rugido aterrador resonó.
Una llamarada terrible rasgó la oscuridad, transformando la humedad en una fina niebla.
La caballería se detuvo dudosa. El ejército de los harapientos recobró su valor. Entre ellos y las lanzas de los soldados de Daligar estaba la luminosa espada de un guerrero y la fulgurante llamarada de un dragón. En el interior de cada uno estaba la historia de un pueblo esclavo que había cruzado el mundo para convertirse en un pueblo de gente libre y, así, transformarse en un pueblo de héroes. Delante de ellos, la corona de la pequeña reina brillaba en la oscuridad como la espada del guerrero.
Crechio y Morón, armados con garrotes, se acercaron a Yorsh para protegerlo uno a cada lado. Los dos hombres que habían escapado de la mina, donde eran «trabajadores de excavación del condado de Daligar», llevándose sus palas con ellos, ahora las empuñaban para combatir. Un leñador, antes «trabajador de troncos», se había llevado su hacha, sumando el delito de «hurto de las herramientas de trabajo» al delito de «abandono del cargo asignado», igual que los otros. Ahora había decidido utilizar sus herramientas de trabajo. Todos los hombres, las mujeres sin niños y los muchachos más grandes se reunieron en torno a Yorsh, que no dejaba de hablar. Ahora estaba narrando la gesta heroica de Pintrore y Farnuche, ladrones callejeros que se convertían en lugartenientes; de Prart, que venía de la selva con su hacha mágica; de los Labradores Corteses, que acababan de despertar de un encantamiento...
Se acercó una descarga de flechas como una bandada de gavilanes, pero el dragón se había interpuesto entre ellos y la caballería, y las flechas rebotaron como garbanzos lanzados con una cerbatana sobre las duras y numerosas escamas de su espalda.
—Lo estamos logrando —gritó Robi, feliz.
"¿Hasta cuándo?", se preguntó Yorsh.
El cielo se despejó del todo. Las nubes se dispersaron. El frío aumentó. La luna iluminó de lleno las ruinas esqueléticas de Arstrid sobre el meandro del río, que brillaba plateado en la oscuridad. Arriba, por un lado, el despeñadero rocoso bajaba verticalmente, y por el otro, la pendiente era un poco más suave, hecha de tierra y de un bosque de enormes robles antiguos que sostenían, entre sus raíces negras, bloques gigantescos de granito blanco en los cuales se reflejaba la luz de la luna.
Protegidos por Yorsh y su pequeño grupo de guerreros improvisados, y sobre todo por la amenazante y sólida espalda del dragón, uno tras otro fueron entrando a la garganta. Robi pasó junto a las cenizas de la que había sido su casa; sus ojos se llenaron de lágrimas y rozó con sus manos los muros carbonizados, que era todo lo que quedaba. Recordó cuando la habían sacado a la fuerza de allí, dos años antes, y había dejado una hilera de piedritas del río, blancas, redondas e idénticas para volver a encontrar el camino. Desde entonces nunca más había llorado. Su perro Fido había tratado de protegerla y lo habían dejado cojo. En todos sus sueños, cuando regresaba a Arstrid, Fido corría a su encuentro, cojeando. Lo buscó con la mirada, con la esperanza de que se hubiera quedado allí, cuidando la casa y esperándola, pero obviamente era una esperanza absurda, porque ningún perro es tan fiel como para esperar tantos años. La silueta torcida del perro no apareció por ninguna parte. Los ojos de Robi se llenaron de lágrimas que no descendieron por sus mejillas; se las tragó, como siempre.
Era necesario seguir adelante.
Robi se dio la vuelta. Todos los harapientos estaban a salvo en la garganta. Yorsh y los demás cerraban la fila de héroes involuntarios, que ahora resaltaba contra el río color plata, y el dragón obstaculizaba el paso a la garganta. ¿Hasta cuándo? En el momento en que se moviera, la caballería los atacaría y los tendrían a todos encima. La caballería estaba descansada. En cambio ellos se habían puesto en marcha por la mañana. Algunos estaban comenzando a tirarse al suelo del cansancio. Ya no había ninguna historia que pudiera darles la fuerza para caminar. Los niños más pequeños lloriqueaban por el frío y el hambre. Mancha parecía ya no dar más. Rayo también se había detenido.
El dragón levantó el vuelo.
Sus alas se abrieron. Las magníficas espirales verdes se dibujaron bajo la luz de la luna.
Era magnífico.
Magnífico.
Magnífico.
Magnífico.
Magnífico.
Levantó el vuelo en medio de una lluvia de flechas, e incluso bajo la luz tenue de la noche, Robi pudo distinguir las estelas rojas de la sangre que chorreaba de las heridas que se abrían, una tras otra, en las escamas delgadas de su pecho. Como en un sueño, Robi escuchó el largo «Nooooooooo» de Yorsh perderse en la oscuridad como una súplica inútil. Una última llamarada rasgó la noche, iluminándola definitivamente. Los robles fueron cubiertos por una oleada de fuego mortífero y, aunque estaban empapados, se quemaron. Las raíces carbonizadas se hicieron pedazos y dejaron de sujetar los bloques de granito, que comenzaron a rodar hacia abajo arrastrando el barro junto con lo que quedaba de los troncos aún en llamas. El dragón golpeó con todo su peso los últimos bloques que sostenían todo ese lado de la colina, y para hacerlo tuvo que permanecer en el aire con el pecho hacia los atacantes, recibiendo unas flechas más, y luego otras y luego otras más.
Se formó una masa inmensa de tierra, piedras y hielo, que con un bramido espantoso se hundió en las profundidades de la garganta, cerrándola.
Había bloques de piedras y barro, y más bloques de piedra y barro, y todavía más bloques de piedra y barro y árboles despedazados.
Todo el flanco de la montaña había caído y había cerrado la garganta de Arstrid para siempre.
Erbrow batió sus alas por última vez, luego descendió y desapareció para siempre al otro lado de la infranqueable pared de tierra, piedras, barro y árboles despedazados que ahora los protegía.
Robi cerró los ojos. Todo se volvió azul, las figuras de todos ellos se dibujaban contra el mar centelleante.
¿Cómo no se había dado cuenta antes? No había verde por ningún lado.
En su visión nunca había estado el dragón.
Todos ellos se habían salvado porque el dragón había muerto por ellos.
Apenas hacía medio día que conocía al dragón. Había intercambiado con él sólo unas pocas palabras hurañas, pero sin él su sueño de ser libres habría sido una locura.
Desde hacía dos años, la imagen de sus grandes alas verdes consolaba su desesperación.
Robi estalló en un largo llanto que se unió al lamento de Yorsh.
Capítulo 22
La luna iluminaba el mundo. Un viento fresco había venido a refrescarlo.
El dolor de cabeza había desaparecido; Erbrow estaba de nuevo en condiciones de volar.
Podía irse finalmente. Un buen vuelo vertical, dándole la espalda a los arqueros.
De todos modos quedarse no serviría para nada, tarde o temprano los masacrarían a todos. Mejor temprano que tarde: las esperas son molestas, las ejecuciones aplazadas son una crueldad.
Él, que era un dragón, llegaría a la biblioteca, donde, siendo un dragón, sobreviviría durante algunos siglos volando sobre el mar y devorando delfines y gaviotas. Cuando llegara el momento de la incubación, él, que era un dragón, se atrincheraría en su espléndida biblioteca donde las habas doradas, los pomelos rosados y una inagotable reserva de libros de cuentos lo entretendrían hasta que naciera su descendiente, que, siendo también un dragón, devoraría delfines y gaviotas durante siglos y así sucesivamente.
Porque él era un dragón, y ellos una banda de mendigos. Sin embargo, para salir de allí con la espalda hacia los arqueros, tenía que volar por encima de Yorsh, Robi y los demás; verlos por última vez mientras los abandonaba. Paciencia. La soledad siempre es el destino de un dragón, y la traición había sido siempre una necesidad tolerable para su raza. Quien es dragón no le debe fidelidad a nadie.
Erbrow recordó que nadie cuidaría de su recién nacido.
Nadie le enseñaría a volar.
Su pequeño estaría desesperado y solo. Quizá moriría en algún incendio provocado por él mismo estornudando o lloriqueando o por haber tropezado con su propia cola.
Se acordó de Yorsh cuando le había enseñado a volar.
Pensó que nunca podría hacerlo, irse dejándolos allí, solos, frente a un ejército. En su cabeza, a través de sus diferentes memorias, resonó la desaprobación de su padre y de sus abuelos, porque él, un dragón, pensaba arriesgar su vida por unas criaturas insignificantes que no eran más que una banda de mendigos.
Él era un dragón. El último dragón. El señor de la creación. Y un dragón no lucha por nadie salvo por sí mismo, porque no puede existir nadie que tenga un valor equiparable al suyo. Debía irse. Debía abandonarlos y salvarse.
Si él se iba en ese momento, seguiría viviendo. Una vida larguísima en una soledad total llena de hastío, una incubación larguísima en una soledad total llena de hastío. Tendría un pequeño dragón que también viviría en una soledad total y llena de hastío, siempre y cuando lograra sobrevivir de algún modo a su propia infancia desolada y vacía. Una existencia aún más despreciable que la del ave fénix.
Pensó que no había más dragones porque la soledad los había extinguido.
Pensó que no se puede vivir, siglo tras siglo, incubando la propia magnificencia y la propia soledad.
Pensó que lo importante no son las cosas, sino el sentido que nosotros les damos. Tarde o temprano, la muerte nos espera a todos. Darle un sentido a la muerte es más importante que aplazarla.
En la oscuridad, bajo la luna, la espada de Yorsh y la corona de Robi brillaban con una luz plateada. Erbrow pensó que las leyendas hablarían de él. Por siglos y siglos, los cantores le cantarían al último dragón, aquel que había llevado a un gran guerrero élfico y a una pequeña reina harapienta hacia su destino como fundadores de un lugar donde podrían ser libres.
El gran dragón alzó el vuelo y su vuelo trajo la salvación: un gran alud de barro que cerró la garganta con una pared enorme, inestable e infranqueable; sin embargo, al hacerlo descubrió su vientre, su parte vulnerable, donde las flechas no rebotaban como garbanzos sino que se clavaban en la carne profundamente, y grandes chorros de sangre mancharon el verde de sus escamas. El dragón voló con sus grandes alas abiertas a la luz de la luna; luego las flechas fueron demasiadas y la sangre que brotaba se agotó.
Erbrow, el último dragón, cayó derribado al suelo y allí permaneció, sobre la hierba pantanosa, sus últimos instantes.
Al final soñó que no moría, que podía vivir todavía un poco más, aun así, con el pecho traspasado por las flechas, mientras el pantano que lo rodeaba se empapaba con su sangre.
Luego otro sueño lo llenó; el primer sueño que había tenido en su vida. Soñó que volvía a ser un recién nacido, un cachorro, con la cabeza apoyada en el regazo de su hermano elfo, en un prado inmenso lleno de margaritas. Abrió los ojos por última vez. El milagro se había repetido nuevamente. Miles y miles de flores pequeñas lo rodeaban, iluminadas por la luz de la luna, bajo los pies de los soldados que se acercaban con cautela. Erbrow miró los pétalos y sintió que la felicidad lo envolvía, y luego cerró de nuevo los ojos, esta vez para siempre.
Capítulo 23
El alba despuntó fría, neblinosa y gris. Yorsh temblaba. No era sólo por la herida, sino también por el cansancio y el frío; ya no tenía energía suficiente para combatir.
Haber perdido a Erbrow le pesaba como si tuviera un peñasco encima.
Había sido su familia, su hermano.
Parecía que todos los seres que amaba o que lo amaban estaban destinados a morir.
Todos menos Robi.
Robi estaba viva. Debía tener sus pensamientos fijos en Robi, en su respiración, en su sonrisa, y entonces la carga que lo oprimía se hacía un poco más ligera y le permitía respirar.
Después del gigantesco alud, los fugitivos cayeron postrados y se amontonaron unos al lado de otros para calentarse, entre los restos de las cabañas de Arstrid. Luego habían encendido algunas hogueras.
Para Yorsh, la noche fue una cadena ininterrumpida de desilusiones. A cada instante esperaba ver las alas abriéndose de nuevo, esperaba ver la llamarada. Tenía que ser un simulacro, un truco, una especie de burla. No podía ser otra cosa que un simulacro, un truco, una especie de burla. Quizá lo habían herido y capturado. Lo habrían llevado encadenado a Daligar como prisionero. Él, Yorsh, iría a liberarlo con su espada, se enfrentaría a toda la guarnición y luego huirían juntos; Erbrow con sus grandes alas abiertas y él encima
Sin embargo, al mismo tiempo, lo sabía. Una parte de su cerebro seguía contándose cuentos, pero otra lo sabía. La mente de Yorsh era capaz de percibir la de Erbrow exactamente como sus ojos podían verlo y su nariz olerlo. La mente de Yorsh sabía que Erbrow estaba muerto. En el lugar donde antes estaba la percepción del dragón, ahora había un negro agujero de gélida muerte.
Yorsh estaba triste porque ahora estaba en un mundo donde ya no existían dragones, donde Erbrow ya no vivía y no pondría ningún huevo.
Hizo una cuenta rápida que lo heló como si le hubieran echado encima un cubo de agua del río. La costumbre de considerarlo una especie de hermano mayor, con un juego complicado de memorias múltiples y heredadas, que le permitían hablar en primera persona de eventos sucedidos años o siglos antes, le había hecho olvidar que Erbrow, en realidad, había vivido menos de dos meses. Había sido como un meteorito. Recordó que erbrow en la antigua lengua élfica quiere decir «cometa».
Robi había sollozado un largo rato. También a ella, como a su madre, cuando estaba desesperada le chorreaba líquido por los ojos. La nariz se le llenaba de mocos, los ojos se le enrojecían y los párpados se le hinchaban como cuando uno no ha dormido en dos días. Por un lado, Yorsh seguía encontrándolo extremadamente raro, poco higiénico e incómodo, pero por otro habría querido con todo su corazón poder llorar también.
Como si no fuera suficiente, también tenía que sumarle a todo esto el horror de haber tenido que matar a otros.
Desde que el alba había iluminado el mundo, estaba el problema de la comida. Todos tenían hambre. Todo lo que habían cargado, los restos del banquete en el claro de la Casa de los Huérfanos, hacía tiempo que se había acabado. Los manzanos y las vides de Arstrid habían sido derribados o quemados. La única cosa que quedaba eran las truchas.
En ese momento los peces pululaban en el Dogon. Sus escamas plateadas resplandecían a través del agua, y Yorsh contaba con un arco y una flecha élfica. Nadie se había atrevido a pedírselo, pero en un momento dado, sintió que el hambre de toda esta pobre gente y de los niños era insoportable. La vida y la muerte son un único engranaje, había dicho Erbrow.
La muerte de unos se engrana en la vida de otros. Nunca más se lo oiría decir. Nunca más. Nunca más lo oiría roncar. Nunca más lo vería respirar. Nunca más. Nunca más. Cualquier cosa que hacía provocaba que esas dos palabras resonaran en su interior. Nunca más. Nunca más. Nunca más.
Yorsh puso la flecha sobre la cuerda de su arco y apuntó. Nunca más escucharía su voz. Su puntería de elfo era infalible, porque miraba con los ojos de la mente, pero siempre lo atormentaba el deseo de errar el blanco para no sentir el dolor del pez al morir. Lanzó. Nunca más vería sus alas en el cielo. Yorsh vio la flecha alcanzar a la trucha y sintió dentro de sí la desolación de la trucha ante su propia muerte. Le tocaría hacer esto todavía unas cincuenta veces más antes de que terminara el día. Debía alimentar a noventa y nueve personas, y una trucha alcanzaba para un adulto, o dos muchachitos o tres niños pequeños. El leñador se tiró al agua para recoger la trucha. Él y uno de los dos labradores eran los únicos que sabían nadar y debían turnarse en la helada tarea de rescatar del agua tanto la presa como el único dardo del que disponían.
Nunca más. Nunca más. Nunca más. Nunca más. Nunca más. Nunca más. Nunca más. Nunca más. Nunca más. Nunca más. Nunca más.
El leñador había recuperado la flecha y se la devolvió. Yorsh volvió a comenzar. Capturó un par de truchas más, luego la multitud se puso en camino. Si alternaban la marcha con la pesca y algo de descanso, llegarían a las cascadas. Yorsh recordó cuando las había sobrevolado montado en la espalda de Erbrow. Nunca más. De nuevo deseó poder llorar.
Caminaban, pescaban, algunos lograban encontrar bayas. Montaban el campamento antes del atardecer. El leñador cortaba ramas grandes de pino o de abeto con las que formaba un refugio improvisado. En los cuatro rincones había leña ardiendo mientras las truchas se asaban encima. Siguieron avanzando día tras día, con la curiosa impresión de que, de algún modo, su vida estaba suspendida, a la espera.
Yorsh recordaba la primera vez que había hecho ese recorrido. Había sido en una barca, acostado sobre la espalda, con dos personas maravillosas que se esforzaban incluso por no comer frente a él sus truchas ahumadas, y tenían sacos llenos de fríjoles y maíz para llenarse el estómago. Por tierra el camino era más largo, más accidentado, más fatigoso, para no mencionar el hambre. Y todo esto no era nada comparado con la herida que tenía en el corazón, aquellas dos palabras, «nunca más», que resonaban en su cabeza con cada respiración; sin embargo, estaba esa increíble e inesperada riqueza, Robi, que caminaba junto a él.
Era necesario apresurarse. El otoño ya estaba muy avanzado. En cualquier momento llegarían las primeras nieves y todo se volvería más difícil.
A veces el camino era fácil y podían caminar a lo largo de las orillas bordeadas de pequeñas playas; otras veces tenían que trepar por rocas empinadas, lisas; resbalándose sobre el musgo o, cuando las orillas eran intransitables, hacer largas travesías cruzando los bosques, cuidando de no alejarse del agua para no desorientarse y perder el camino.
De repente, las cascadas aparecieron frente a ellos. No fue realmente de repente, habían sido anunciadas con antelación por el estruendo que hacía el agua al saltar, pero de todos modos la visión daba vértigo. El agua caía en un salto altísimo en el cual la luz producía reflejos de colores. Frente a ellos se abría el mar. El horizonte tocaba el cielo con una larga línea que nada interrumpía excepto una isla diminuta sobre la que un cerezo salvaje perdía sus últimas hojas. Tras las rocas, a su derecha, a partir de una minúscula playa a la que sólo se llegaba desde las tumultuosas aguas del río, subían las escaleras estrechísimas que llegaban a la altísima roca sobre la cual se veía el escrito:
HIC SUNT DRAGOS
Una parte de las escaleras estaba irremediablemente derrumbada y el escrito había pasado a ser una mentira. La biblioteca, sobre el pico ahora inaccesible, aislada de todo y de todos, custodiaba sus inútiles tesoros.
Si ponía toda su atención en Robi, Yorsh lograba que la angustia no lo dominara.
HIC SUNT DRAGOS
Nunca más, sino hasta el fin de los siglos.
Pero estaba Robi, en el mundo estaba Robi. Y también los otros. Ahora los conocía. A todos, uno por uno. Era una curiosa sensación después de su vida pasada en soledad.
Robi existía y estaba con él. Debía seguir pensando en esto.
—¿Cómo pasaremos? —preguntó Grechio, anonadado frente a ese salto magnífico y vertiginoso.
—No lo sé —respondió Yorsh, honestamente.
—¡Nunca podremos hacerlo! —agregó Morón, desmoralizado.
—Pero claro que lo lograremos —les aseguró Robi, serenamente—, tenemos que hacerlo. Los habitantes de Arstrid también pasaron por aquí. ¡Tiene que ser posible!
Yorsh recuperó el coraje. Erbrow no podía haber muerto en vano. Lo conseguirían. Tenía que pensar más. Miró alrededor. El mar era azul. Alrededor de ellos, las hojas resplandecían rojas y doradas en los árboles casi desnudos, mientras que las cimas de las Montañas Oscuras estaban blancas de nieve. Debía de haber una forma.
No se le ocurrió nada.
—Oye. No es difícil en absoluto, ¡sólo hace falta cavar! —murmuró una voz, más bien dos.
Los dos trabajadores de excavación del condado de Daligar se habían rebautizado como los «Labradores Corteses», porque se identificaban con los personajes de una historia heroica y curiosa (personajes que Yorsh había inventado, por supuesto, a su imagen y semejanza). Desde entonces, después de haberse pasado la vida considerándose poco menos que animales de carga, se habían sentido investidos con una nueva luz de dignidad e importancia. Por primera vez en sus vidas, que habían transcurrido murmurando entre sí, se atrevían a hablar en voz alta para decir algo en público. Los dos Labradores Corteses habían trepado sobre la parte sur del despeñadero, donde no había solamente roca, sino también tierra. Se podía excavar un camino entre las rocas debajo de la caída de agua si se apuntalaba con algunas ramas. Necesitaban una cuadrilla que fuera retirando la tierra a medida que ellos cavaban, algunos hombres para reemplazarlos cuando se les cansaran los brazos y madera firme y puntiaguda para sostener la excavación.
Si todos echaban una mano, podrían hacerlo.
Capítulo 24
Medio día no fue suficiente. Se necesitaron tres, enteros. Al final, no había nadie que no pareciera una estatua de barro. Tuvieron que esculpir su camino primero en la tierra y luego en la roca, usando piedras puntiagudas a falta de picos.
Sus brazos estaban tan cansados que les parecía increíble que pudieran dejar de estarlo.
Fue un descenso lento, fatigoso y magnífico. El mar se abría frente a ellos, la cascada rugía a su lado, en una miríada de gotas iridiscentes. El aire tenía el perfume de la sal, que se unía al del mirto y al del hinojo silvestre que crecía obstinadamente entre las fisuras de rocas inhóspitas golpeadas por el viento, junto a diminutas orquídeas salvajes. Poco a poco, mientras descendían, se hizo visible el laguito de agua dulce que la cascada formaba abajo, entre los pinos marítimos, antes de la larguísima playa blanca que bordeaba la bahía bajo ellos. Por un lado, la bahía continuaba en una costa plana, y por el otro estaba protegida y cerrada por un promontorio áspero y verdísimo sobre el cual brillaban lucecitas en las noches, ¡eran las nuevas casas de Arstrid!
Yorsh no tenía ni más fuerzas ni ideas para contar cuentos, pero los vagabundos sacaron sus instrumentos, y su música les dio a los que trabajaban fuerzas para continuar. Apretaron los dientes y no desistieron. Hora tras hora, palmo a palmo, cavaron su camino.
Mientras cavaban su camino, vieron pedazos de cuerda quemada que colgaban de las rocas y de las ramas más bajas de los castaños que se extendían hacia el horizonte.
Los habitantes de Arstrid debieron haber descendido con un sistema de escaleras de cuerda que luego, una vez a salvo, habían quemado.
Yorsh se dio cuenta de que la lluvia y la intemperie rápidamente harían invisible, y sobre todo intransitable, el camino que estaban dejando a sus espaldas.
Su herida estaba cerrada, pero aún no había cicatrizado, de modo que él no formaba parte de la cuadrilla que estaba abriendo el camino pegado contra el flanco de la montaña. Se quedó arriba, con las mujeres más viejas, los niños más pequeños y aquellos que descansaban después de haber trabajado. Cuando los Labradores Corteses encontraron una roca tan tan dura que era indestructible e infranqueable, mandaron a Cala para que llamara a Yorsh, Éste llegó y trató de pensar en algo. Se acordó de un libro de mecánica donde había estudiado las palancas, pero no había nada en qué apoyarse para hacer fuerza y mover la roca. Quizá con cuñas podría tratar de partirla en dos, pero no había ninguna fisura por donde meter las cuñas, y no había nada que pudiera servir de cuña. Se elevó un viento leve que trajo el grito de las gaviotas más claramente. Exasperado por su impotencia, Yorsh desenvainó su espada y la dejó caer con todas sus fuerzas sobre el granito, que se hizo añicos con el golpe de la hoja. La hoja quedó intacta y su brillo aumentó, como si el golpe la hubiera reforzado más. La sonrisa serena de Robi se hizo cada vez más grande y una ovación estalló alrededor.
El descenso también fue lento, un paso cada vez, cogidos todos de la mano como una única y larguísima serpiente, para estar seguros de que nadie se cayera.
Cuando llegaron abajo, la tensión y el cansancio eran tales que permanecieron en silencio durante un largo rato, mirando las olas y el movimiento suave con el que venían a morir a la orilla. Alguien se arrodilló y besó la arena. Muchos fueron a tocar el mar.
Yorsh había sentido el sabor del mar por primera vez mientras volaba en la espalda de Erbrow.
Entonces había pensado que tocar el mar divide la vida en un antes y un después, porque después nada vuelve a ser igual que antes. El silencio continuó, interrumpido solamente por las olas y por un grupo de gaviotas que volaban sobre la orilla.
Los primeros en moverse fueron los niños. Salieron en estampida por la playa, maravillados por el movimiento de las olas. Yorsh, que había leído cinco tratados sobre conchas, les enseñó a encontrar debajo de la arena las comestibles, y así comenzó una recolecta alegre y ruidosa.
También Robi se había acuclillado en la orilla, con las manos sumergidas en la arena húmeda y fina que rápidamente se resbalaba, de tal modo que las conchas lisas y alargadas de los grandes bivalvos rosados se le quedaban entre los dedos.
—Mi padre decía que lo que hay dentro de las conchas es sabroso para comer aunque piensa y a lo mejor entiende de poesía —le dijo riendo con sus grandes ojos, brillantes como estrellas. Yorsh se dijo que tarde o temprano tendría que contarle dónde y cómo se había acuñado la broma.
El campamento se hizo en el pinar cerca del laguito debajo de la cascada. Era un buen lugar y había agua en abundancia. El sonido de la cascada se confunda con el de las olas y parecía que alguien cantara una canción de cuna.
Había una pared vertical de roca blanca que delimitaba un claro.
Yorsh tomó la espada y escribió «Erbrow» en la pared, primero en caracteres élficos y luego en los corrientes.
Un corrillo de personas lo miró fascinado. Algunos se aproximaron lo suficiente para tocar las letras con sus dedos. Preguntaron qué querían decir y Yorsh se lo explicó.
—Bueno —dijo el leñador, antes trabajador de troncos del condado de Daligar—. Era el nombre del dragón, ¿verdad? Ése será el nombre de nuestro pueblo. Lo llamaremos Erbrow.
Hubo un coro de humilde aprobación.
Uno de los «trabajadores de la tierra del condado de Daligar» dijo entonces:
—Escribe también: «Lo que produce la tierra es de quien la trabaja y nadie puede quitárselo».
Yorsh lo escribió en caracteres cuidadosamente nítidos, pero sin cambiar ni una sílaba, porque el que ha luchado para tener la posibilidad de hablar tiene derecho a que lo que diga no sea cambiado.
Después añadió todo lo que se le dictaba:
Al que no le guste esto se puede ir, y si luego regresa nos da lo mismo.
Nadie puede golpear a nadie.
El azadón con el que siempre has trabajado y que antes era de tu padre, es tuyo.
Tampoco se puede colgar a nadie.
Se puede intentar leer.
También escribir.
Lo que pesques en el mar es tuyo y no tienes que pagarle nada a nadie.
Si un papá y una mamá mueren, sus mejores amigos se convierten en los padres de su pequeño.
Ningún niño pequeño debe trabajar.
Los niños trabajan menos que los grandes y hacen cosas fáciles.
Cavar en el barro no es una cosa fácil y ningún niño debe hacerlo.
Se hizo un largo silencio.
—Cada uno puede tratar de ser feliz como pueda —dijo una mujer.
—No está prohibido ser un elfo —añadió la voz de Morón.
Yorsh escribió eso también. Robi y Cala estuvieron confabulando un buen rato en medio de risotadas, y luego Cala, roja hasta las orejas, mientras Robi se escondía detrás de ella, expresó la última ley:
—Uno puede casarse con quien quiera, pero realmente con quien quiera, aunque sea un poco diferente, y nadie puede decirle nada.
Cuando terminó, Yorsh lo releyó todo y todos lo aprobaron.
Después se separaron para organizar su primera noche en Erbrow, pueblo de hombres, mujeres y niños libres.
Cala y Crechio se miraron.
—Robi había dicho que alguien vendría a buscarme para llevarme lejos de la Casa de los Huérfanos.
—Vinieron un elfo y un dragón.
—Sí, lo sé, pero ellos vinieron por todos. Yo pensaba que alguien vendría sólo por mí. No es lo mismo.
Crechio se sentó en la arena.
—Yo también soñé durante años que alguien venía a buscarme expresamente a mí a la Casa de los Huérfanos. Todavía lo sueño, de verdad, ahora que ya no estamos allí dentro. —Cala permaneció en silencio; luego Crechio prosiguió—: Entonces hagamos lo siguiente: yo te busqué a ti y tú me buscaste a mí, así nosotros también tenemos a alguien que fue a buscarnos precisamente a nosotros.
Cala dijo que sí con la cabeza y luego se sentó en la playa junto a él.
El sol descendió sobre el mar. Una raya rosada y dorada iluminó el horizonte, y el cielo se llenó de luz, mientras en el este, en la oscuridad reciente, brillaban las primeras estrellas. Una gaviota voló hacia ellos.
Robi y Yorsh se acercaron al agua, donde rompían las olas.
—¿Sabes? —comenzó Robi—, mi nombre es...
No tuvo tiempo de terminar. Yorsh la interrumpió.
—Tu nombre es muy hermoso, me gusta muchísimo.
—¿Te gusta «Robi»?
—Sí, es como el sonido de una gota que cae, de una piedra que rebota en el agua; es un nombre muy hermoso.
Robi se quedó dudosa y pensativa, con un esbozo de sonrisa en el rostro; luego la sonrisa se abrió un poco más y luego del todo,
—¿Y la profecía? —preguntó—. ¿Y tu destino? ¿La chica con la luz de la mañana en su nombre?
Yorsh levantó los hombros y la miró, enrojeció intensamente e hizo un gesto vago.
—Nuestro destino es el que queremos, no el que está grabado en la piedra; es nuestra vida, no el sueño que otros soñaron.
Robi asintió. Se agachó sobre el agua, puso en ella su barquita con la muñequita dentro y la vio flotar suavemente. Eran los juguetes que le habían fabricado sus padres; era todo lo que le quedaba de ellos, a parte de una honda, su nombre y ella misma.
—Mis hijos jugarán con ellos —dijo con certeza. Lo sabía. Lo había visto.
Se preguntó si debía decirle a Yorsh lo de su nombre, el de la profecía.
Podía pensarlo con calma.
Tenía toda la vida.
Fin
LIBRO SEGUNDO
EL ÚLTIMO DRAGÓN
Capítulo 1
Robi se sentó sobre un tronco. Respiró el aire fresco. Miró tos árboles al fondo del valle. Las hojas comenzaban a volverse amarillas. En el prado, bajo la luz del sol naciente, brillaban las últimas flores de principios de otoño. Había unas florecitas amarillas que su mamá llamaba «botoncitos de rey» y, además, unas flores azules que parecían campanitas, y otras que son como una especie de copo que, si se sopla, las pelusas vuelan y la flor se deshace.
El otoño estaba llegando. Esto quería decir que después llegaría el invierno. Primero el otoño, luego el invierno. Ésa era la regla.
Otoño: pocas castañas, casi nada de polenta, alguna que otra manzana, pies fríos y mocos en la nariz.
Invierno: nada de castañas, casi nada de polenta, ninguna manzana, pies helados, nariz tan congestionada que el moco baja hasta donde se respira y se convierte en tos; te podías calentar con la leña. No porque la pudieras poner a arder, que eso estaba prohibido, sino porque la cortabas con el hacha: después de un tronco, otro tronco y otro más, y al final te destrozabas la espalda y los brazos, y tenías ampollas en las manos, pero mientras lo hacías no te morías de frío. Luego el frío regresaba y las ampollas se te quedaban en las manos.
Si sobrevivías, llegaba la primavera y entonces debías estar de aquí para allá en las granjas para darles de comer a los animales, reparar los corrales y llevar las vacas a pastar; y esto era muy bueno porque podías sisar un huevo o un poco de leche. Sin embargo, era necesario ser hábil, porque todas las granjas pertenecían ahora al condado de Daligar, y un hurto al condado de Daligar, aunque fuera sólo un huevo, significaba veinte golpes con el garrote.
Ellos no sabían contar, pero veinte quería decir que daban un garrotazo por cada dedo del niño, primero los de las manos y luego los de los pies. Cala tenía un dedo menos porque mientras cortaba la leña con el hacha había errado el blanco; entonces, cuando la golpeaban a ella, contaban un golpe de más.
En el verano tenías que disputarte tu sangre con los piojos y los mosquitos, pero había tanta comida para robar que todos conseguían devorar algo sin dejarse pillar, aun los más tontos, los que acaban de llegar, los que todavía lloraban.
Ella era hábil. Nunca se había dejado pillar. Al menos no durante el último año. Dos años antes, cuando acababa de llegar a la Casa de los Huérfanos, la habían pillado tres veces, pero entonces era una niña. Ingenua, como lo son los niños pequeños. Y, además, siempre tenía a su papá y a su mamá metidos en la cabeza. Para ser un buen ladrón es necesario concentrarse. Cuando tienes a tu papá, a tu mamá, y a la que fue tu casa metidos en la cabeza, la concentración no es suficiente. Aun cuando trataba de sacarse a papá y a mamá de la cabeza, bastaba con que volviera a pensar en su barquita de madera verde y rosada, o en su muñeca de trapo, para que los ojos se le llenaran de lágrimas. Ahora estaba bien. Ahora se concentraba. Ya nadie la pillaba.
De repente le vino a la memoria el recuerdo de las manzanas de su madre, tan de golpe que casi pudo sentir su olor. Su madre cortaba las manzanas en tajadas y las ponía a secar en la leñera. Fingía enfadarse cuando Robi robaba algunas: la perseguía por toda la leñera y cuando la atrapaba, la colmaba de besitos y luego las dos se reían como locas. Se comía las manzanas secas con leche caliente junto al fuego de la chimenea, mientras sostenía su muñeca y fuera la nieve caía cubriéndolo todo, y el mundo se volvía blanco como las alas de los patos salvajes cuando el sol las atraviesa. Luego, por la tarde, llegaba su padre con algo realmente bueno para comer. Su papá trabajaba de cazador, además de campesino, pastor, sembrador de manzanas, criador de cerdos, vaquero, carpintero, reparador de techos, constructor de refugios y pescador, y siempre traía cosas buenas para la cena. En invierno eran truchas, porque era fácil pescarlas: se hacía un agujero en el hielo que cubría el río y se esperaba un rato. El recuerdo de las truchas asadas con romero también le llenó la cabeza y le provocó un espasmo en el estómago. Robi alejó el recuerdo. Si la sorprendían ahora, ya no habría besitos. Se tragó las lágrimas. Son cosas de niños. Ella ya no era una niña.
El sol apareció y la iluminó. El aire se volvió más tibio. Al fondo del claro había dos nogales grandes. Las nueces que se guardan en los sacos están buenas todo el año, pero especialmente al comenzar el otoño, cuando aún están en los árboles: están frescas, y se puede levantar la piel amarga con la uña y encontrar allí debajo la nuez, blanca como las alas de los patos cuando la luz del sol las atraviesa. Pero los nogales se podían ver desde las ventanas de la casita de piedra y madera que se alzaba al lado de la destartalada Casa de tos Huérfanos; era demasiado arriesgado. Detrás de los nogales había unos arbustos de moras, que no eran nada comparados con las nueces, pero que de todas maneras eran algo. Sin embargo, las moras estaban en el campo de visión de los arqueros que hacían la guardia en la garita. Era cierto que a esa hora los guardias probablemente todavía dormían, pero no valía la pena correr ese riesgo por esas cositas aguadas que no te llenan el estómago sino por un ratito, y sí que te llenan de rasguños que tardan mucho tiempo en sanar.
Robi cerró los ojos. Bajo sus párpados cerrados nació el sueño, el que tenía siempre que podía estar en paz con los ojos cerrados en un lugar tibio desde que había dejado su casa. Soñó con un dragón y con un príncipe de cabellos tan rubios que parecían de plata. Era un dragón enorme, con dos alas verdes grandísimas que ocupaban el cielo y a través de las cuales pasaba la luz. El príncipe tenía un vestido blanco como las alas de los patos salvajes que vuelan por el cielo cuando migran. Sonreía. El dragón volaba hacia ella. Venían a buscarla. Para llevársela de allí. Para siempre. Era un sueño que se formaba por sí solo. Al principio era muy vago: algo claro encima de algo verde. Cada día que pasaba, el sueño se hacía más nítido. Era como si el príncipe y el dragón estuvieran volando en la niebla y día a día se fueran acercando a ella. No era un sueño que ella soñara, sino que se le formaba en la cabeza como por arte de magia.
Robi alejó el sueño. Era una tontería. Los dragones ya no existían; habían sido animales crueles y malvados, y hacía siglos que los habían exterminado. Los príncipes buenos también debían de haberse extinguido o quizá se habían ido a vivir a otros territorios, porque hacía tiempo que tampoco nadie los recordaba.
Robi volvió a abrir los ojos. Una bandada de perdices se levantó frente a ella bajo la luz dorada de principios de otoño. Por un instante, su aleteo cubrió el cielo de turquesa oscuro. Habían salido de las matas de espino blanco de la parte baja del claro, que no era visible desde la Casa de los Huérfanos ni desde las garitas. Su padre había sido un cazador. Si todavía estuviera vivo, habría sacado su arco y ella y su madre habrían comido perdiz asada con romero. Su papá se llamaba Monser. Tenía el cabello negro como el suyo y era grande y fuerte como un roble. Su mamá habría desplumado la perdiz y habría cosido las plumas una por una a su chaqueta para dejarla mucho más bonita y caliente. Su madre se llamaba Sajra. Robi trató de estirar su larga y sucia falda, de cáñamo gris, sobre los tobillos para calentarse un poco, pero no era lo suficientemente larga. Su mamá tenía el cabello rubio oscuro y hacía las mejores tortitas de manzana de todo el valle. Robi se levantó. No tenía ni el arco ni las flechas de su padre, pero igualmente las perdices turquesas significaban alimento. Ponían sus huevos al principio del otoño, cuando estaban bien gordas, después de haberse pasado el verano devorando mariposas, gusanos y cucarachas. Las mariposas, las cucarachas y los gusanos también se pueden comer, pero sólo cuando realmente no hay nada mejor, mientras que los huevos son una de las cosas más sabrosas que existen en el mundo. Cuando tienes un huevo en el estómago no sólo el hambre, sino también el frío y el miedo desaparecen por un rato.
Robi miró alrededor con cautela. Había sido la primera en despertarse; los demás aún dormían. Oía el sueño ruidoso de los otros niños en el interior del dormitorio: había gemidos y toses como siempre. Desde la casita le llegaba el ronquido uniforme de los dos vigilantes, «Ilustres Patrones de la Casa de los Huérfanos», Stramazzo y Tracarna, marido y mujer, llamados afectuosamente «Las Hienas», que dormían en una cama de verdad con una chimenea de verdad. Frente a ella, el valle se abría bajo el sol, y las montañas, a lo lejos, parecían azules. Las primeras nieves brillaban sobre las cimas. Las garitas de los soldados estaban lo suficientemente lejos y la parte baja del claro quedaba fuera del alcance de su vista. Los soldados, según Las Hienas, servían para proteger a los niños de la Casa de los Huérfanos, en caso de que algún malintencionado le diera por ir a hacerles no se sabe exactamente qué, quizá a robarles los piojos, que era lo único que abundaba por allí. En realidad, sin los soldados en las garitas ni uno solo de los niños, ni siquiera de los más pequeños y tontos, se habría quedado en aquel tugurio horripilante en compañía de las dos Hienas y de su garrote, a disputarse la polenta con los gusanos, a trabajar hasta no poder tenerse en pie, a ser golpeado, a morir de frío o a ser comido vivo por los mosquitos, según la estación.
Robi no se movió hasta no estar segura de que todos dormían y de que nadie la observaba. Todo el alimento debía ser entregado, aun si lo cogías de un nido de perdices en el brezal, en un árbol de nogal que no tenía dueño o en una zarza en medio de las espinas. Si te lo comías por tu cuenta, se consideraba un hurto. Hurto y egoísmo. El egoísmo también era un crimen grave. Los padres de lomir, la niña más amiga de Robi, habían sido egoístas, ¡egoístas!, ¡e-go-ís-tas!, como lo silabeaba Tracarna siempre que lo decía. Egoístas quería decir que habían tratado de pagar menos impuestos de los debidos, con la tonta excusa de que de otro modo sus hijos se habrían muerto de hambre, y con la ridícula pretensión de que los fríjoles y el trigo que habían sacado de su tierra, partiéndose la espalda y sudando sangre, les pertenecían a ellos y no al condado de Daligar.
En cuanto a los suyos, a sus padres... Robi prefería no pensar en ellos. Alejó ese pensamiento. No esta mañana. No después de haber descubierto dónde tenían su nido las perdices.
Se acercó lentamente sin siquiera caminar en línea recta, así, si alguien la había seguido, podía dar la impresión de estar dando un inocente paseo sin rumbo. No estaba segura de que fuera creíble que a una muchachita medio muerta de hambre le diera por pasear por el brezal al alba, pero Tracarna y Stramazzo no brillaban precisamente por su perspicacia. Además, podría decir que la había despertado un mal sueño y que quería olvidarlo. Los malos sueños eran frecuentes. La hierba estaba muy alta. Robi se puso a cuatro patas para camuflarse en ella. Se deslizó por entre los arbustos. El nido estaba a la altura de su nariz, casi se chocó contra él. Dentro había dos huevos: dos momentos sin hambre. Eran dos huevos pequeños, con puntitos de un delicado color marrón que se volvía dorado en los sitios más claros. Robi tomó un huevo entre las manos y lo sintió liso y tibio contra la piel. Cerró los ojos por un instante: mientras la estrechaba entre sus brazos, su mamá le había dicho que, cuando somos felices, las personas que nos han amado y que ya no están, regresan del reino de los muertos para estar junto a nosotros. Ahora quizá su papá y su mamá estaban con ella. Robi volvió a abrir los ojos. Miró una vez más su inconmensurable tesoro de dos huevos de perdiz y luego to atacó. Se comió de inmediato el huevo que tenía en la mano. Le hizo un huequito golpeándolo contra una rama y lo sorbió con una alegría feroz: primero la parte blanca y luego la mejor, la amarilla, que se tragó lentamente, gota a gota, con un placer que rozaba la alegría de vivir.
El problema era otro; la primera idea fue devorarlo rápidamente. Lo que tienes en el estómago no se te puede perder ni te lo pueden robar. Pero dos huevos eran mucho y algunas veces la barriga, cuando está muy acostumbrada a estar medio vacía, no retiene las cosas, se enferma y vomita. Y luego, por más que uno coma, después de medio día la barriga vuelve a estar entumecida de hambre. Mejor comer sólo un poco cada vez. Robi envolvió el segundo huevo con un grueso puñado de tierra y éste, a su vez, con un puñado de hierba; luego lo escondió, pero no en el bolsillo grande que tenía en la falda y que le servía para las herramientas de trabajo, sino en otro, uno secreto. Ella sólita se había fabricado una especie de pliegue donde podía esconder las cosas debajo de su chaqueta de arpillera grisácea y sucia, usando como agujas unas espinas gruesas y con un pedazo de cordel robado de los sacos donde se guardaba la polenta. Un día sin hambre. Robi respiró el aire de la mañana: éste sería un buen día.
Capítulo 2
El sol iluminó el alba. Las antiguas ventanas filtraron la luz y la biblioteca se volvió dorada.
Yorshkrunsquarkljolnerstrink, el joven elfo, se despertó y estiró sus largos brazos de adolescente.
El dragón siguió durmiendo. Las láminas de ámbar vibraban con su suave ronquido dándole a la luz sobre las paredes un movimiento leve, como el de la brisa sobre un estanque. El joven elfo se levantó y se sacudió de encima los cientos de mariposas azules y doradas que por la noche lo recubrían y lo calentaban con su ligera tibieza.
Permaneció un instante frente a las plantas trepadoras cargadas de frutas, que tapizaban los antiguos arcos, para decidir qué deseaba realmente para el desayuno. ¿El dulzor sutil de las fresas y el pronunciado ácido de las naranjas? No, no para el desayuno. Mejor el dulzor acentuado de un higo junto con el dulzor fresco y redondo de la uva rosada. Sin lugar a dudas, mejor. Incluso el efecto de los colores resultaba mejor. El rosado claro y el verde oscuro combinan. En el plato de ámbar formaban un agradable contraste.
Había sido una suerte descubrir las semillas y las instrucciones para los frutales trepadores en un antiguo libro. Su aroma resultaba sutil y exquisito. El joven elfo suspiró. Todo era tan perfecto. Tan agradablemente perfecto. Tan impecablemente perfecto. Tan incomparablemente perfecto. Innegablemente perfecto. Obstinadamente perfecto. Insoportablemente perfecto.
El dragón era una montaña roncante que ocupaba con su mole la totalidad de la enorme sala. Las escamas grises y rosadas se alternaban formando garabatos y espirales complicados. Su cola estaba enroscada como un rollo de cuerda sobre un muelle. El joven elfo pasó a su lado, luego se acercó al antiguo portal de madera chapada que cerraba la caverna y lo abrió delicadamente. No logró evitar el ruido; sin embargo, el dragón siguió durmiendo.
Fuera soplaba el viento. En la lejanía, el horizonte se cerraba sobre un mar sombrío, blanqueado por la espuma. Las gaviotas votaban. El joven elfo sintió llegar el perfume del mar hasta él. Se sentó y miró las gaviotas. El viento le desordenó el cabello. Detrás de él, las Montañas Oscuras se levantaban más allá de las nubes. El olor del mar se fundía con el de los pinos. El joven elfo cerró los ojos y soñó con poder tocar el mar. Sentir la espuma sobre su cara. El sabor de la sal. Soñó con ver las olas romper. Soñó con navegar en el mar, escalar montañas, atravesar ciudades, cruzar ríos. Soñó con sentir la tierra bajo sus pies paso a paso, mientras veía cómo estaba formado el mundo.
La voz del dragón cortó la mañana y le retumbó en los tímpanos.
—Tú, joven desalmado, ¿cómo pudiste hacer una cosa en tal modo cruel como tener abierto ese portal que me hiela a mí, viejo dragón asaz enfermo, todos mis huesos reumáticos? ¿Y qué, has olvidado, oh desalmado, que cuando el aire hace corriente la mal que me atenaza el cráneo asaz empeora?... Tú no recuerdas, tú asaz desgraciado, cuánto mal me pode hacer el aire cuando pasa por el portal y me hiela... Aire de fisura, aire de sepultura...
El joven elfo volvió a abrir los ojos. Suspiró. Una vez, hacía tres años, había mencionado la idea de bajar las escaleras para ver el mar más de cerca. Habría tardado sólo medio día en ir y volver. Los lamentos habían durado once días. A fuerza de llorar copiosamente por el horror de un posible abandono, al dragón le dio una sinusitis que después se le complicó con una enfermedad en ambos oídos, por la cual comenzó a sufrir de vértigos muy molestos que nunca se le curaron totalmente y que se agravaban en los días ventosos. Y cuando lo sacudían los vértigos era como si el estómago se le subiera entre la garganta y el oído derecho, algunas veces también el izquierdo, pero más frecuentemente el derecho...
Yorsh suspiró de nuevo.
Cuando era niño había jurado que lo cuidaría. Al dragón. Siempre.
Le preguntó gentilmente al dragón si tenía hambre.
Éste le respondió con un largo aullido de sufrimiento moral. La pregunta lo había indignado. ¿Hambre? ¿Hambre? ¿No recordaba el desalmado, que él, el dragón, sufría de halitosis, pirosis, borborigmos, eructos, dolores en el segundo, tercer y sexto espacio intercostal derecho, para no hablar del hipo? ¿Cómo podía, con todos esos infortunios, tener hambre? El mero pensamiento era irresponsable y extravagante.
—¿Entonces no quieres desayunar? —preguntó Yorsh.
Esta vez el aullido hizo temblar las vidrieras de ámbar y la luz en la pared ondeó como las olas del mar. ¿Cómo podía, con qué crueldad, con qué maldad podía atreverse a proponerle un ayuno? Cada vez que pasaba más de dos doceavas partes del día sin comer, le daban una serie de contracciones entre el estómago y el esófago como si tuviera allí burbujas minúsculas, para no hablar de la punzada en el quinto, undécimo y vigésimosexto espacio intercostal izquierdo...
El joven elfo indicó que le parecía que los dragones no tenían más de veinticuatro costillas. El dragón se puso a llorar porque nadie lo amaba.
El joven elfo se dejó caer sentado en el suelo y se sujetó la cabeza entre las manos. Después recordó su juramento: ¡lo cuidaría por siempre! Se levantó, puso una tajada de melón rosado y algunas uvas rosadas sobre unas fresas rosadas, esperando que le gustaran. Los lamentos se interrumpieron. Había dado resultado. El rosado siempre funcionaba.
El viento entró por el portal, que había quedado entreabierto de tal modo que atenuó la corriente convirtiéndola en una brisa; las cañas pegadas del techo vibraron y una música deliciosa se esparció.
Todo malditamente perfecto.
Después del desayuno, el dragón se durmió de nuevo y su ronquido superó a la música.
Finalmente se podía leer en paz. Desde hacía trece años, Yorsh estaba prácticamente recluido en la biblioteca junto a un número incalculable de mariposas y junto a un dragón que era la quintaesencia del aburrimiento total, sin contar con que su mente se iba perdiendo progresivamente en los oscuros rincones de una fragilidad cada vez más hostil.
Por lo menos Yorsh podía leer. La biblioteca contenía todo el saber humano y élfico, desde la historia de los antiguos reinos, los nombres de los grandes reyes y la desastrosa invasión de los orcos, hasta la herbología, la astronomía y la física. Yorsh había leído, estudiado, ordenado y catalogado libro tras libro, estante tras estante, habitación tras habitación, estalactita tras estalactita. Probablemente ninguna otra criatura viviente entre los elfos y, obviamente, mucho menos entre los humanos, había rozado, ni lejanamente, su nivel de conocimiento. Probablemente, la biblioteca nunca había estado así de ordenada, ni siquiera durante su feliz y remota edad de oro, cuando la visitaban una cantidad tal de sabios, que había sido necesario prohibir escupir en el suelo. A Yorsh le faltaba sólo el último estante de la habitación pequeña, la del extremo sur, la más apartada del gran corazón de la biblioteca, donde roncaba el dragón. Era una sala pequeña, mal hecha, donde había tantas estalactitas y estalagmitas que a duras penas se podía entrar.
Yorsh se dirigió hacia allí levantando nubes de mariposas a su paso, en medio de plantas trepadoras cargadas de flores. En el único estante había un libro de historia, la enésima biografía del gran Arduin, y un libro de zoología verosímilmente fantástica: tenía dibujos de una especie de vaca flaquísima con un cuello larguísimo, con manchas amarillas y marrón, y de un extraño animal de color gris, tan grande como una casa, con una nariz muy larga con la cual se rascaba sus enormes orejas por detrás. Además, estaban los consabidos libros de astrología élfica, un texto de astrología humana y una especie de pergamino muy viejo y desgastado que el moho había convertido en un solo bloque ilegible, o mejor dicho, que ni siquiera se podía desenrollar. Durante sus trece años como bibliotecario, Yorsh se había vuelto experto en restaurar pergaminos antiguos. Se requería tiempo, vapor y aceite de almendras dulces. Todo esto lo tenía en abundancia: el vapor de un volcán calentaba la biblioteca y las almendras dulces la tapizaban por el lado oeste; tiempo tenía tanto que no sabía qué hacer con él, y cualquier cosa que lograra ocuparlo era una bendición. Yorsh se preguntó cómo se las arreglaría para que sus días transcurrieran sin sumirse en la nostalgia, ahora que todo lo legible había sido leído, lo estudiable, estudiado, y lo archivable, archivado. Había días en los que tenía que evitar que su pensamiento volara hacia el cazador y la mujer. Quién sabía si estarían vivos, ¡seguramente se habrían casado! Quizá tendrían hijos y a lo mejor les habrían hablado de él. Tal vez estaban esperando que crecieran para emprender el viaje y visitarlo. Quizá no podían decirle a nadie que habían conocido a un elfo de verdad, y sería peligroso para ellos regresar. Quizá nunca más volvería a saber de ellos.
No debía pensar en eso. Le causaba mucho dolor.
El joven elfo se puso manos a la obra: después de sumergir el fardo de moho en aceite de almendras, lo puso sobre un bastón y luego lo extendió sobre el cráter. No ató el pergamino al bastón. No era capaz de hacer levitar un objeto por completo, pero sí lograba mantenerlo en equilibrio con su pensamiento. El penacho de vapor recubrió el pergamino. Ahora hacía falta esperar.
Se sentó cómodamente bajo la lluvia de pétalos y apretó el bastón entre las manos. Era áspero, sin corteza y nudoso.
Había pertenecido al cazador. Yorsh cerró los ojos y se sumió en los recuerdos. Y con los recuerdos llegó la nostalgia. Tenía un destello de recuerdos de su madre, el instante de una sonrisa, el eco de su voz. La abuela, en cambio, estaba fija en su memoria con toda su tristeza y todo lo que le había enseñado. Y también estaban ellos, Sajra y Monser, su alegría, su valor...
Yorsh sonrió al recordar, pero luego la nostalgia lo entristeció y su sonrisa desapareció, como la última hierba cuando llegan las heladas. Lo invadió la nostalgia de la amistad, de la ternura, y también de un sentimiento sutil e impalpable que le era difícil definir. Era, cómo decirlo, la incertidumbre de las cosas, su imprevisibilidad. La mañana comenzaba y no se sabía cómo transcurriría. Todo, o exactamente lo contrario, podía suceder.
El miedo, la esperanza, la desesperación, el hambre, la felicidad y la alegría estaban presentes en aquellos días pasados, mientras que ahora todo lo que sucedía en un día, de la mañana a la tarde, año tras año, estación tras estación a lo largo de una serie infinita de estaciones todas iguales, era pétalos y perfección color rosa.
La esperanza de la imperfección se volvía una ilusión cada vez más inalcanzable. Incluso el barro, la lluvia y el hambre le producían nostalgia. En realidad, tenía nostalgia de ellos, de Sajra y Monser, la mujer y el hombre que lo habían recogido, salvado, acompañado y amado. De hecho, mientras más lo pensaba, no era la imperfección lo que extrañaba.
Extrañaba a Monser y a Sajra.
Extrañaba ser libre.
—¿Qué estar tú a hacer? —preguntó el dragón.
—Nada importante —respondió el elfo.
—¿Entonces pode venir aquí a lo hacer? Así no estaré en soledad y nosotros poder leer buen libro aunque nosotros ya leído, libro de la bella princesa que se esposa con lo príncipe encantador, que había estado perdido desde niño y todos creían que era otro... —Era evidente que, después del segundo milenio de vida, el cerebro de los dragones comienza a presentar fallos dramáticos. El dragón no recordaba su propio nombre. Al joven elfo le había parecido que de todas las deficiencias posibles ésta era la más mortalmente absurda. Eso fue al principio, cuando aun no conocía su pasión por las novelas de amor. No por todas las novelas de amor. Sólo por las que eran absolutamente estúpidas.
—Termino aquí y ya voy —prometió el joven elfo.
Ya el vapor había ablandado el moho. Yorsh comenzó muy lentamente a desenrollar los pergaminos. Procedía con cuidado para no desgarrarlos, le untaba aceite de almendras a todo antes de despegar suavemente unas hojas de otras.
El título pronto podría descifrarse.
Impaciente, el dragón preguntó otra vez qué hacía y, mientras le respondía, Yorsh descifró el titulo: Dracos, en lengua de la tercera dinastía rúnica, Los dragones. ¡Un libro sobre dragones! Era la primera vez que veía uno. En toda la biblioteca, que contaba con un total de 523 826 libros, ni uno solo hablaba sobre los dragones. ¿Quinientos veintitrés mil ochocientos veintiséis libros que iban desde la astronomía a la alquimia pasando por la meteorología, la geografía, manuales para la pesca y la conserva de arándanos en licor, y que incluían 1105 recetas sobre hongos y 18 400 novelas de amor, todas compitiendo por el premio de libro más tonto del milenio, y ni un solo tratado que hablara sobre los dragones?
Luego comprendió. La biblioteca debió de haber tenido no docenas, sino cientos de libros sobre los dragones, pero por algún oscuro motivo el dragón no quería que se leyeran y los había destruido.
El dragón comenzó de nuevo a protestar por su soledad: el espasmo en el estómago, la punzada en el quinto espacio intercostal izquierdo que se le pasaba a la vértebra ciento cincuenta y siete...; luego se durmió y su sordo ronquido llenó la biblioteca.
«Los dragones (Dragosaurus igniforus) tienen ciento cincuenta y seis vértebras», así comenzaba el libro. Yorsh era algo lento con los caracteres de la tercera dinastía rúnica, pero de todas maneras se las arreglaba.
Capítulo 3
Robi se coló en el dormitorio: era una sala grande que en el pasado había sido acondicionada como corral. Por los tablones separados se filtraba la luz de la mañana. No tenía ventanas y una vieja piel de oveja hacía de puerta. En el interior había un aire estancado en el que se fundían el olor a moho, a criaturas humanas sin bañarse y, además, algún vestigio de puro hedor a oveja que era, de hecho, la parte que mejor olía de todo. En el suelo había una capa uniforme de heno, que se interponía entre los cuerpos de los niños dormidos y el suelo desnudo. El polvo danzaba con los rayos del sol naciente. Robi encontró su lugar, entre lomir y la pared norte, donde la madera estaba un poco más húmeda y un poco más podrida. Se cubrió con su capa, que le servía de manta en las noches, acarició con los dedos la minúscula protuberancia que el segundo huevito formaba debajo de su chaqueta y cerró los ojos, feliz. La imagen del príncipe y del dragón se formó inmediatamente, y esta vez no la alejó, se quedó contemplándola y permitió que le llenara la cabeza y el corazón.
Estaba tan perdida en sus fantasías que el sonido de la campana que los despertaba, aunque previsto y esperado, la sobresaltó. No fue la única, era normal para los niños despertarse sobresaltados por sus agitados sueños. El dormitorio se puso de pie inmediatamente. La expectativa del desayuno, aunque fuera escaso, y la posible intolerancia de Las Hienas ante los retrasos, hacía que todos actuaran velozmente, o más bien, agitadamente. Doblaron las capas y las pusieron en el suelo de tierra apisonada de acuerdo con un orden preciso, que correspondía con el orden de la llamada de lista. Amontonaron el heno en los rincones, para así dejar desnuda la tierra apisonada del suelo, y allí los niños se pusieron en fila, siempre siguiendo el orden de sus miserables lechos. Todo sucedía en silencio, deprisa, con el miedo de no estar listos a tiempo. La piel de oveja de la entrada se apartó y Las Hienas entraron en el dormitorio. Los más retrasados se precipitaron, chocando entre sí, asustados. Tracarna siempre sonreía. Era bella, o quizá sería más apropiado decir que debió de haber sido muy bella antes y que todavía conservaba la costumbre de serlo, aunque ahora no lo fuera. Era pequeña, con un rostro ovalado. Llevaba un complicado peinado de trenzas recogidas en la nuca, sostenido por unas hebillas de plata con piedras verdes. Ese día vestía con una chaqueta rosada con bordados rosados oscuros, que se intercalaban con filas de cuentas de vidrio. La falda era del mismo color que los bordados de la chaqueta. En el cuello tenía un elegante encaje blanco que formaba una especie de onda que luego se cruzaba sobre sí misma en un nudo voluminoso. Stramazzo era mucho más viejo que ella. Tal vez en el pasado pudo haber tenido una cara inteligente o quizá pudo haber dicho o hecho algo inteligente, pero eso, realmente, se había perdido en la noche de los tiempos. En este momento parecía un enorme sapo que se hubiera tragado un melón gigantesco sin masticarlo, con cara de satisfacción por haberlo logrado; ésta era la única expresión que alternaba con una de profundo y total aburrimiento.
—Buenos días, adorados niños —dijo Tracarna. Stramazzo asintió vagamente.
—Buenos días tengan ustedes, madame Tracarna y señor Stramazzo —dijeron los niños al unísono.
Uno de los niños más pequeños no terminó bien la frase porque la tos lo interrumpió. Por un instante, Tracarna frunció el ceño con severidad: el pequeño trató de recuperarse rápidamente.
—Es el amanecer de otro maravilloso día en el que podréis conocer la bondad, magnanimidad, generosidad y dulzura de vuestro benefactor. De nuestro benefactor, el benefactor de todos nosotros. Nuestro guía. Aquel que nos defiende. Nosotros amamos...
—Al Juez administrador de Daligar y territorios limítrofes —respondieron de nuevo los niños con una sola voz. De nuevo, el pequeño no pudo terminar porque la tos lo interrumpió. Robi lo tenía a su espalda, pero no se atrevía a darse la vuelta para ver de quién se trataba. Dentro de la rica y variada lista de faltas de Tracarna, darse la vuelta durante el «diálogo» era clasificado como «insolencia» y era castigado con un número variable de bofetones, entre uno y seis, según las circunstancias. Robi tenía la impresión de que quien tosía era lomir, pero no estaba segura.
—Todos nosotros estamos... —volvió a comenzar Tracarna.
—Agradecidos —terminaron los niños.
—A nuestro amado...
—Juez administrador de Daligar, nuestro amado condado, único bien en el mundo por el que vale la pena vivir y morir...
Sobre todo morir: más fácil y verosímil. Vivir en ese condado se había vuelto una verdadera hazaña, y día a día aumentaba la cantidad de suerte y de habilidad necesarias para la mera supervivencia.
La tos interrumpió de nuevo. Ahora Robi estaba segura, se trataba de lomir.
—Sin él ustedes estarían... —prosiguió Tracarna molesta.
La cabeza de Robi fue ocupada otra vez por el recuerdo de sus padres: sin el Juez administrador de Daligar y territorios limítrofes, ellos aún estarían vivos y ella estaría durmiendo ahora bajo las mantas de lana en su casa y luego se despertaría para desayunar con leche, pan, manzanas, algo de miel y a veces un poco de queso.
—Perdidos y desesperados —respondió el coro—, hijos de padres desgraciados.
«Felices y con la panza llena», pensó Robi; ella, y seguramente lomir, y además todos aquellos que eran hijos de padres que habían muerto por tantas privaciones. Antes de que el Juez administrador de Daligar y territorios limítrofes llegara para reorganizarles la vida a todos de acuerdo con sus curiosos esquemas de Justicia y Amor por el condado, era difícil sentir verdadera hambre en una tierra donde abundaban los cultivos de árboles frutales, donde los huertos se alternaban con los viñedos y las vacas llenaban los pastizales junto a las flores. La escasez ni siquiera había tocado el condado durante las Grandes Lluvias, los sombríos años de oscuridad. Ahora era lo cotidiano, lo normal, la regla. Todos los veranos salían de los campos carros y carros cargados de trigo y fruta y se ponían en camino hacia la ciudad de Daligar, donde a lo mejor se usaban para empedrar las calles, porque no era humanamente posible que allí se llegaran a consumir todos esos alimentos.
Sin el Juez tampoco serían huérfanos. Sin el Juez habrían vivido en un mundo donde la gente pensaba que la única razón que justificaba la vida o la muerte eran los hijos.
—O peor —prosiguió Tracarna.
En este punto el coro se calló.
—Hijos de padres egoístas —prosiguió la voz de lomir sola, pero de nuevo la tos le cortó las últimas sílabas.
Robi tomó aire: era su turno de solista.
—O egoístas y protectores de los elfos —agregó deprisa, con la esperanza de que fuera una de esas mañanas en que todo terminaba rápido. Su esperanza fue vana. Era una de esas mañanas en que se extendían y entraban en detalles. Tracarna se le acercó y su sonrisa luego se enterneció.
—Exactamente así —comenzó a explicar—, tus padres eran...
—Egoístas —murmuró Robi, prefiriendo limitarse a la cosa menos grave, porque para ella era tan repugnante que sus padres hubieran podido proteger a un elfo, que se horrorizaba con sólo pensarlo.
—¡Más fuerte, querida, más fuerte!
—E-go-ís-tas —silabeó Robi.
—¿Y qué quiere decir eso?
—Que sentían apego por su riqueza. —Robi volvió a pensar en la riqueza: las manzanas secas de su madre, los patos de su padre, los frutales detrás de la casa. Su papá y su mamá comenzaban a trabajar antes del amanecer, paraban ya entrada la noche y el resultado era una despensa llena, e hileras de coles en el huerto. Luego habían llegado los soldados.
—Es cierto, queridísimos niños —explicó Tracarna mientras Stramazzo asentía aburrido—, no compartir los bienes propios, estar apegado a la propia riqueza es una cosa horrible, ho-rri-ble. —Tracarna se interrumpió molesta. Robi había posado la mirada sobre sus zapatos de terciopelo morado bordados con hilos de oro, donde entre cada puntada brillaba una minúscula perla. Era francamente difícil mirar hacia abajo y evitar al mismo tiempo verle los zapatos, y Robi aún recordaba la única vez que había intentado hablar con Tracarna sin bajar la mirada—. Los zapatos dorados no son para mí —aclaró Tracarna con un tono gélido—, son para el funcionario de Daligar que represento. Yo solamente los llevo puestos sobre mi modesta y humilde persona —explicó silabeando como si hablara con deficientes mentales.
Tracarna suspiró y contempló a los niños. Robi también echó una ojeada a su alrededor y no le pareció un gran espectáculo: todos estaban descalzos, vestidos con arpillera color barro; los cabellos sucios y despeinados les caían sobre las caras delgadas y mugrientas. En alguna ocasión, Robi le había hecho trenzas a lomir y esto había sido considerado como un comportamiento «extravagante y frívolo»: una hora más de trabajo y nada de cenar para ninguna.
lomir comenzó a toser de nuevo y Tracarna la miró con tristeza, como afligida por su irresponsable ingratitud.
—lomir, hoy has interrumpido muchas veces —dijo dulcemente, mientras se acercaba a la niña. lomir trató de parar de toser y por poco se ahoga—. Nada de desayuno —agregó Tracarna con un suspiro de triste desilusión.
Luego se volvió para ordenarles a los dos niños más grandes, Crechio y Morón, que repartieran una manzana y un puñado de polenta por cabeza. Se podían dividir la de lomir entre los dos. Crechio y Morón se cruzaron una mirada triunfante. Luego, añadió Tracarna, debían acompañar a los niños a los pastizales para segar el último heno y recoger un poco de leña. lomir logró aguantar hasta que Las Hienas se marcharon antes de ponerse a llorar. Los niños salieron como un enjambre al aire libre, y se pusieron ordenadamente en fila, todos excepto Robi, que se quedó donde estaba, y lomir, que se escondió en un rincón de la habitación a llorar.
Robi pensó en el huevo que tenía en el estómago. Por ese día su hambre estaba vencida.
Miró a lomir, pequeña y desesperada, con las manitas en la cara.
Mientras los otros salían hacia la luz, Robi se quedó en la sombra, recuperó el huevo de perdiz de su bolsillo secreto y le sacudió la tierra, luego se acercó a la niña y se lo puso entre las manos.
—¡No pares de llorar por un rato! —le aconsejó en voz baja—, y cómete también el cascarón, para que no quede por ahí.
Luego hizo la fila para la manzana. Le tocó una manzanita arrugada y un poco podrida, y menos polenta que de costumbre, pero mientras se la comía sentía cómo el llanto de lomir se volvía cada vez más alegremente falso. Hoy sería un buen día.
Capítulo 4
El dragón pretendía que le releyera desde el principio la historia de la princesa de las habas. A estas alturas ya se la debía de saber de memoria. La princesa se había perdido recién nacida en un sembrado de habas durante una inundación y una campesina malvada la había criado; cuando la reina la encontró, ignorando ser su madre, no la reconoció. En este punto paraban para darle tiempo al dragón a llorar a mares, y luego proseguían. Cuando la princesa, que creía ser pobre, le decía al malvado príncipe que podía quedarse con todas sus riquezas, paraban de nuevo para cubrir de el tapete de pétalos rosados que estaba puesto en el suelo. La celebración era en el momento del reconocimiento: la joven de las habas y la reina madre se lanzaban la una en brazos de la otra; en ese momento las lágrimas eran tan abundantes que no sólo los pétalos rosados, sino también las mariposas resultaban empapadas. Fin. Silencio.
El dragón yacía dormido, agotado de tanto llanto y tanta emoción. Su ligero ronquido agitaba los pétalos y las mariposas con un movimiento regular, como las ondas de la marea.
Los dragones tienen ciento cincuenta y seis vértebras, veinticuatro pares de costillas, cuatro pulmones, dos corazones. Entre la úvula y la tiroides están las glándulas igníferas, que contienen la glucosalcoholconvertasis, sustancia que convierte la glucosa en alcohol. Cuando una cualesquiera emoción aumenta la temperatura del dragón, el alcohol se enciende en una intensa emisión de llamas acompaña la espiración. La inhalación de agua mezclada con una infusión de flores frescas de aconitus albus, digitale purpúrea et árnica montana disminuye la emisión de fuego que es incontrolada en el dragón recién nacido. Pero deben ser pocas, porque muchas son venenosas y mortales. También la inhalación de simple...
La inhalación simple, que apagaba al dragón, había sido comida por el moho y se había perdido al despegar los pergaminos. No parecía información importante. Su dragón nunca había escupido ni siquiera una chispa, quizá el fuego era una regla que tenía sus excepciones.
Si se inhala menta fuerte, también el aliento puede mejorar.
¿Dónde podía sembrar un poco de menta fuerte? Una plantación o dos, quizá tres.
También el alma de los dragones es puro fuego. Su valor no tiene par, su generosidad no tiene igual, su conocimiento es vasto como el mar, la sabiduría en ellos alcanza el cielo, la única cosa semejante a su infinito intelecto es su infinito amor por el vuelo et la libertad.
Yorshkrunsquarkljolnerstrink estaba tan perplejo que revisó el título: sí, el lema eran los dragones. Le parecía que el terror a las corrientes de aire tenía poco que ver con ese incomparable valor. Le parecía que la inteligencia de dimensiones oceánicas desentonaba con las lágrimas por la suerte de las princesas perdidas, por no hablar del olvido de su propio nombre.
Definitivamente todas las reglas tienen su excepción.
Sólo una palabra puede describir a un dragón: magnificencia.
Bueno, todo en el mundo es cuestión de opiniones. Probablemente al autor de ese escrito era un fanático de los lamentos, un apasionado de los gruñidos intestinales. O lo que estaba escrito en los libros de dracología era válido para todos los dragones menos para el suyo.
Quizá la biblioteca había tenido otros manuales de dracología, y el dragón los había destruido temiendo que su, en pocas palabras, falta de normalidad se hiciera evidente. Quizá también, de niño, es decir, cuando era un cachorro, sí, en definitiva, cuando hacía poco que había nacido, los otros dragoncitos le tomaban el pelo por preferir las historias de princesas perdidas a jugar a pillar sobre los volcanes o al escondite entre rayos y nubes.
El corazón del elfo se enterneció. Debía de ser terrible ser quejica, insoportable y torpe en un mundo de magníficos genios.
Despegó la página siguiente con menos éxito que la anterior, pues en más de un sitio la escritura se borró y se hizo ilegible.
Todos los dragones al final de sus vidas ponen un huevo.
La tercera dinastía rúnica no era la lengua que más dominara. Yorsh lo releyó tres veces antes de estar seguro. ¿Todos los dragones al final de sus vidas ponen un huevo? ¿Todos? Pero ¿los dragones son machos o hembras? ¿Y el suyo? Él siempre había dado por hecho que era un macho.
Como algunos peces de la mar, los dragones nacen machos y luego se vuelven madres.
Interesante. Pero no aparecía ni el nombre científico ni el nombre común de los peces en cuestión; ese libro como tal era de una deficiencia indecente.
La incubación dura trece años, tres meses, ocho días, o a veces nueve.
¿Trece años de incubación? ¿Más tres meses y ocho días y medio?
Durante la incubación el dragón pierde su fuego, su valor, las ganas de volar, de ser libre. Todo se pierde en el deseo angustioso de un lugar cálido donde poder estar en paz.
Los conocimientos del dragón se pierden en una nada que todo se lo traga: primero las matemáticas, luego la geometría, la astronomía, la profetología, la historia, la biología et el arte de atrapar mariposas; la nada se lo traga todo. La penúltima cosa en desaparecer es la gramática et el dragón habla una oscura lengua que parece la lengua de esos que se han golpeado la cabeza y se han hecho asaz mal y la línea de su pensamiento es como la de esos que se han golpeado la cabeza et se han hecho asaz mal. En los últimos trece años también resulta olvidado el nombre propio, que es el conocimiento supremo, porque el nombre propio es la propia alma, y sobre todo para los dragones que escogen su nombre propio por sí mismos, cuando están en lo máximo de su poder, al menos que el nombre les sea dado por quien los cría.
Yorsh tragó saliva. Tuvo la impresión de que le acababa de caer un jarro de agua helada encima.
Para la incubación se necesita asaz calor. En la época en la cual los dragones eran muchos et cubrían el mundo así como en nuestros días lo hacen los tábanos y los saltamontes, un dragón antes de empezar su incubación se procuraba otro dragón para que le contara historias. Eran historias llenas de sentimientos y emociones, porque ellas son el único sistema para que la temperatura se eleve y el huevo resulte bien incubado. Lo dragón amigo de lo dragón que incuba, además de entretener et calentar la incubación con las historias de bebés cambiados y princesas raptadas, tendrá otra tarea asaz más elevada: criar al pequeño del dragón porque lo dragón no sobrevive a la incubación más que una pocas horas, lo tiempo necesario para hacer su último vuelo, de tal manera que pueda sentir por una última vez la fortaleza de lo viento en sus alas et así alejarse, para que su recién nacido no vea, apenas acaba de salir del huevo, el deceso de su propio progenitor.
¿Deceso? ¿Muerte? ¿Su dragón iba a morir? Una puñalada atravesó el corazón del joven elfo.
Éste es lo motivo por lo cual el dragón que incuba es particularmente quejumbroso, aburrido, insoportable et poco interesante, para que así sea probada, más allá de toda duda razonable, la paciencia del futuro tutor de su propia criatura, quien deberá amarla, protegerla et, sobre todo, enseñarle a volar, porque cuando lo nuevo dragón sabe volar, deja de ser un recién nacido,
¿Pero por qué no se lo había dicho? ¿Por qué lo había ocultado?
Probablemente había destruido todos los manuales de dracología para que él no lo descubriera.
Lo dragón que incuba le teme a todo.
Se lo había ocultado por miedo. ¿De ser abandonado? ¿De que él abandonara su precioso huevo?
Pero ahora que los dragones han desaparecido, cada vez es más difícil para ellos encontrar un lugar tranquilo, cálido y con algo de comer, sin poder moverse nunca, ni siquiera para un vuelo muy corto, porque de otro modo su huevo se enfría et muere. Et además lo dragón necesita de historias que eleven la temperatura lo suficiente para la incubación. Et si lo dragón de pronto ha encontrado, esto aún necesita de alguien que adopte al huerfanillo y éste es lo motivo por el cual pocos son los dragones et pocos serán siempre. Lo dragón que incuba sabe que debe mantener en secreto su estado a toda costa, porque criar uno dragón recién nacido... —moho— y nadie permanecería frente a uno encargo similar. También porque...
También porque, no fue posible saberlo. El resto de lo escrito había sido devorado por el moho.
El estómago del joven elfo estaba contraído por el horror y la emoción. Y el sentimiento de culpa. ¿No habría podido ser más amable? Claro, el dragón era estúpido, quejica, dictatorial e insoportable, ¡pero era que estaba incubando!
Una incubación terrible, larguísima, tan larga y fatigosa que anulaba el espíritu, debilitaba la mente, destruía el valor. El último acto de su vida. Luego llegaría la muerte.
¡La muerte!
Yorsh soltó el pergamino, que cayó con un leve splash. No tuvo tiempo de hacer nada más: hubo un gras aterrador y hasta las paredes mismas de la caverna temblaron.
Siguió un curioso ruido de splash, splash, splash, como de un pergamino que cae al suelo, pero mucho más suave y continuo. Como de unas alas enormes batiendo en el cielo.
Y finalmente un insoportable y agudísimo squeeeeek, que hizo añicos la mitad de las láminas de ámbar que cubrían las ventanas.
El joven elfo corrió deprisa hacia la gran sala. En el centro había un enorme huevo sobre el que el verde esmeralda y el dorado creaban los mismos dibujos que formaba el rosado y el gris claro en la piel del dragón (¿dragona?). Estaba roto por un lado y por ahí salía la cabeza desesperada de una versión reducida y verde esmeralda del (¿de la?) incubante. Los colores eran verde y dorado como el huevo. El mechón sobre los ojos era de un verde más oscuro, como el fondo del mar cuando el mar es cristalino. Los ojos eran enormes, redondos, desorbitados y desesperados. Todos los libros de la estantería norte, 846 libros de geometría analítica y los manuales sobre cómo hacer las conservas de arándanos y pimentones, se habían esfumado. Evidentemente el squeeeeek había ido acompañado por una ráfaga de fuego. Yorshkrunsquarkljolnerstrink aún pudo detenerse a pensar que no había sido muy buena idea organizar los libros de un mismo tema en el mismo estante. Ahora el análisis de la geometría plana había desaparecido de la categoría de los temas estudiables; y la humanidad tendría que redescubrirla desde el principio, a menos que él pudiera sacar un poco de tiempo, cincuenta o sesenta años, más o menos, para reescribir al menos los fundamentos. Las conservas de arándanos y pimentón puestos a macerar con tomillo también habían desaparecido para siempre; pero, con un poco de suerte, éstas no las redescubriría nadie.
El crash con el relativo temblor de las paredes había sido la apertura del gigantesco portal. Los dos batientes estaban abiertos de par en par, y el viento del mar entraba esparciendo pétalos, mariposas y las cenizas residuales de tres siglos de estudios de geometría, que formaban en pequeños remolinos sobre el suelo.
Al otro lado, en el cielo, las grandes alas del dragón viejo batían sobre el mar. Su vuelo llenaba el cielo. La luz del sol, ahora alto, pasaba a través de los dibujos de sus alas. Sus ojos dorados y los ojos azules del joven elfo se encontraron. Esos ojos tenían toda la ternura del mundo y todo el orgullo, todo el amor posible y toda la fuerza, la vehemencia y la arrogancia.
Toda la magnificencia.
Magnificencia.
Magnificencia.
Magnificencia.
Magnificencia.
—Erbrow —gritó el dragón mientras formaba una raya con el fuego que salía de sus fauces y rasgaba el cielo, tiñéndolo de anaranjado.
Yorsh comprendió que ése era su nombre. Asintió, y luego hizo una profunda reverencia. La raya de fuego permaneció en el cielo, dividiéndolo en dos, mientras las grandes alas del gran dragón bajaron hasta el horizonte, donde unas olas en tempestad se encontraban con el cielo.
Las olas se abrieron y lentamente acogieron las grandes alas, que permanecieron largo rato suspendidas, justo en la línea del horizonte, bajo nubes de gaviotas.
Luego las olas se cerraron nuevamente y no quedó nada del dragón.
Los ojos de Yorsh permanecieron fijos en el último punto donde habían brillado las alas bajo el sol.
El corazón del joven elfo se sumió en el dolor. Y el dolor le entró en el alma como un cuchillo y allí encontró otro dolor, aquel que estaba allí desde siempre: su madre, que se había ido al lugar de donde no se regresa cuando él era demasiado pequeño para recordarla; la abuela, que se había quedado en medio del agua que subía cuando él era ya muy mayor para poder olvidarlo alguna vez.
El corazón del joven elfo se sumió en la añoranza. Deseó poder tener al dragón viejo todavía, poder leer una última vez la historia de la princesa de los guisantes, o habas o lo que fueran. Deseó con todas sus fuerzas oír que lo reñía como si fuera el peor de los criminales por haber tratado de subirse en el roble frente al portal de la entrada, u oírlo enumerar todos los síntomas de la otitis externa, por no hablar de la gastritis, la sinusitis, la urticaria o el espasmo en la trigésima segunda vértebra caudal, o la decimosexta o la cuadragésima.
Luego otro insoportable squeeeeek retumbó a sus espaldas.
El dragoncito estaba llorando de nuevo.
La física también había acabado convertida en remolinos de cenizas sobre el suelo. La humanidad tendría que redescubrir desde el principio la termodinámica y las leyes sobre las palancas. ¡Se necesitarían milenios, si todo salía bien!
Mientras Yorsh pensaba desesperadamente qué hacer y cómo hacerlo, le vino a la cabeza uno de los proverbios de Arduin, el Señor de la Luz, fundador de Daligar: «Cuando los desastres son inminentes uno no tiene tiempo de pensar cuan triste o desesperado está y, por lo tanto, deja de estarlo».
La primera cosa que debía hacer era sacar al dragoncito de su huevo. El cascarón tenía casi ocho centímetros de espesor. Yorsh trató de romperlo, pero era como tratar de partir una piedra con las manos. Con cuidado, extendió una mano, tratando de hacer el movimiento lo más lentamente posible para no asustar al pequeño dragón.
El movimiento no fue lo suficientemente lento.
Hubo otro squeeeeek, con llamarada adjunta: afortunadamente el manual para curar las quemaduras estaba entre las recetas para cocinar setas y las instrucciones para hacer máquinas voladoras.
Yorsh lo intentó de nuevo, esta vez con la mano izquierda, dado que la derecha parecía una de las setas de Cómo cocinar sus setas a la brasa, cuarto estante del lado sur de la tercera sala. Aumentó la lentitud del movimiento para evitar que su rostro se pareciera a los dibujos de Cómo no carbonizar las setas a la brasa, tercer estante en el lado sur de la tercera sala.
El movimiento fue lo bastante lento.
Esta vez, Yorsh pudo posar su mano sobre la cabeza del pequeño. Garabatos de minúsculas escamas verdes se alternaban con mechones de pelo de un verde más oscuro, con destellos dorados, y suaves como el terciopelo. Todo era liso, suave y tibio, pero, a través de su mano, el elfo sintió el miedo desesperado del pequeño, un miedo arrebatador y total como sólo puede ser el miedo de un recién nacido, un miedo que lo abarca todo, pues está en un cerebro donde aún no existe nada más. En la cabecita tibia del enorme dragoncito estaban la angustia infinita y el temor de algo profundamente más doloroso que el hambre y profundamente más aterrador que la oscuridad.
Yorsh corrió el riesgo de ser abatido por aquel terror ciego y abismal, y se acordó de sí mismo, solo, bajo una lluvia infinita, sin nadie, excepto él mismo, hasta el horizonte.
El miedo de estar solo.
El miedo de que nadie te ame.
Comprendió lo que debía hacer. Con todas sus fuerzas pensó en sí mismo y en el pequeño juntos. Se imaginó a sí mismo con la cabeza del pequeño en su regazo en medio de un campo inmenso de margaritas diminutas. Luego se imaginó que él y el pequeño dormían abrazados. Luego imaginó que se dividían las almendras dulces y las habas por mitades. Y luego, de nuevo, que el pequeño tenía la cabeza en su regazo en un campo inmenso de margaritas.
El pequeño se calmó, la desesperación se desvaneció de sus facciones, sus ojos se serenaron.
—Todo está bien, pequeño, todo está bien.
«Pequeño» era un modo de hablar. El dragoncito era como una pequeña montaña. Pero no se le ocurría ningún otro apelativo. Era un pequeño. Tenía grandes ojos húmedos, verdes y dorados como el lago de la montaña sobre el que brilla el sol.
«Todo está bien, pequeñín, yo estoy aquí»; funcionaba. Los ojos verdes del dragón se perdieron en los ojos azules del elfo.
—Pequeño, hermoso pequeñín. Eres mi pequeñín hermoso. Polluelo, dragoncito bonito, dragoncito pequeñín, bonito polluelo.
El dragoncito se alegró. Por primera vez en la vida sonrió.
Era menos arisco que un dragón adulto y tenía una sonrisa tiernísima, casi desdentada: ninguna huella de los dientes posterolaterales, posteromediales, inferoposteriores e inferocraneales; había apenas un esbozo de los centrales.
Por primera vez en su vida, el pequeño meneó la cola y su enorme huevo se hizo añicos. Ésa era la manera en que salían del huevo. No estaba escrito en el libro, y habrían debido agregarlo. Los pedazos del huevo volaron en todas direcciones, como una explosión de fuegos artificiales, verde esmeralda y dorados.
—¡Erbrow! —Así se llamaría—. Erbrow —repitió el elfo triunfante.
El pequeño se volvió literalmente loco de alegría. Saltó feliz. Un mortífero golpe de su cola, que no dejaba de menear, derribó una antiquísima estalactita y un peñasco se desplomó desde el techo. Siguió un squeeeeek lleno de alegría y, afortunadamente, Yorsh se agachó a tiempo para salvar su cara, pero su cabello terminó en pequeños remolinos de cenizas que danzaban en el suelo junto con lo que quedaba de El arte de los meridianos. La humanidad tampoco lograría saber la hora en los próximos siglos. Incluso la simple predicción de un cometa o de un eclipse sería toda una hazaña.
Yorsh se sentó en el suelo; el dragoncito sonrió de nuevo. Tenía una sonrisa desdentada, y sus ojos se iluminaban aún más cuando sonreía. El pequeño le puso la cabeza sobre el regazo y se durmió inmediatamente, exhausto.
Paz.
A Yorsh le ardía su mano derecha. EÍ fuego también había rozado su frente.
Trató de hacer un plan rápido de cosas pendientes en orden de urgencia: organizar todos los libros y los pergaminos amontonándolos en la habitación central para protegerlos tanto del dragoncito como de la intemperie; buscar el árnica montana, el acónito y la digital purpúrea, y buscar la forma de hacerle las inhalaciones al dragoncito, para volverlo un poco más, como decirlo, manejable. ¡Esto es lo que se llama suerte: el árnica montana también sirve para curar las quemaduras! Tendría que plantarla por todas partes. Moviéndose lentamente para no despertar al pequeño, que dormía en su regazo, Yorsh se estiró sobre el suelo de la caverna en medio de un tapete de pequeñas margaritas; alargó su mano izquierda, la única que podía usar, y estirándose al máximo, recuperó su manual de dracología, en ese momento el libro más importante de la biblioteca.
¿Margaritas? Un prado de margaritas cubría el suelo de la caverna.
El manual no contenía una gran cantidad de información útil sobre los dragones.
No mencionaba tampoco que la mente de un dragoncito, cuando está feliz, hace realidad sus sueños.
O quién sabe, quizá lo mencionara, pero el moho lo había devorado.
Capítulo 5
Estaban trabajando en la recolección de uvas desde por la mañana: el mejor trabajo del mundo. No hay vigilancia posible que pueda contar todos los racimos en una vid, todas las uvas en un racimo. Era necesario cantar ininterrumpidamente para demostrar que se tenía la boca vacía, pero era imposible darse cuenta de cuándo faltaba una voz. Las notas de
...Todos nosotros amamos al Juez. A él nos encomendamos agradecidos le estamos porque nos ama...
resonaban ininterrumpidas entre las viñas. Los niños habían aprendido a comer por turnos, uno solo cada vez, los que estuvieran más alejados de Tracarna en ese momento. Ella pasaba continuamente ente las hileras mientras en la parte de abajo, a los pies de la pendiente con las vides, a la sombra de un árbol de higos, Stramazzo roncaba. Cuando dormía, la boca se le abría y la saliva empezaba a escurrírsele por un lado de la barba grisácea, pero incluso así tenía un aspecto menos estúpido que cuando estaba despierto.
Ni siquiera Crechio y Morón eran un peligro: estaban demasiado ocupados tratando de devorar todo lo que pudieran.
El sol brillaba sobre las hileras. El verano había sido seco: la uva era magnífica. En la lejanía, sobre las Montañas Oscuras, brillaban las primeras nieves. Se decía que del otro lado de las Montañas Oscuras estaba el mar, que es una especie de río inmenso que no termina nunca y que continúa por todos los lados hasta que el horizonte lo separa del cielo. Robi pensó en su padre, que siempre le decía que tarde o temprano la llevaría a ver el mar, porque el espíritu de las criaturas libres las empuja inevitablemente hacia los lugares donde nada interrumpe el paisaje y el cielo limita con el mundo a lo largo de la línea del horizonte.
lomir estaba cerca de Robi y hasta ella tenía un aspecto casi alegre, y entre una uva y otra gritaba a todo pulmón «porque nos ama».
Entonces, de repente, su cara se paralizó, se llevó las manos a la boca y casi dejó caer el racimo que estaba recogiendo. Por su rostro pasaron, en orden: el más grande estupor del mundo, la felicidad más grande del mundo, la infelicidad más grande del mundo, el miedo más grande del mundo y el horror más grande del mundo. Robi se volvió para mirar en la misma dirección que lomir y vio que una sombra se escondía entre las vides. Lo comprendió al vuelo: uno de los padres de lomir, o quizá ambos, habían venido a recuperar a su hija, y la pequeña estaba aterrorizada ante la idea de que Tracarna y Stramazzo o uno de los abandonados pudieran verlos.
Se podía ir a parar a la Casa de los Huérfanos por ser un huérfano de verdad, es decir, hijo de padres que habían muerto; o por ser un abandonado, es decir, hijo de padres que habían tomado su propio camino y habían dejado a sus hijos al cuidado de Las Hienas.
Esto formaba dos bandos diferentes, inevitablemente hostiles y, en consecuencia, enemigos entre sí. Los huérfanos tenían una férrea costumbre de orfandad; eran, de algún modo, unos sobrevivientes al hambre y a la crueldad desde la más tierna edad, las consideraban partes fundamentales de su propio ser y de la vida en general; en consecuencia sentían un desprecio mayor que el odio hacia cualquiera que tuviera recuerdos de ternura y abundancia escondidos en la memoria. Los huérfanos conocían a Tracarna y Stramazzo desde siempre, y casi eran apreciados por ellos, dentro de los estrechos límites de la benevolencia que les era posible a ambos. Los huérfanos representaban, con su propia existencia, la prueba de que los cuidados dispensados por Las Hienas también podían ser compatibles con la supervivencia. Eran, en cierto sentido, el motivo de orgullo de la Casa de los Huérfanos.
A los abandonados los guiaba un sueño inconfesado: un día alguien iría a buscarlos. Un rey o una reina llamarían un día a la puerta de la Casa de los Huérfanos para buscar a su criatura, perdida a causa de una terrible catástrofe: desaparecida en un terremoto, arrastrada lejos en una cesta de mimbre durante un alud, raptada por pura maldad por los orcos, los troles, los elfos, los lobos feroces o algo parecido, y luego abandonada.
Pasaban los días, ni una maldita alma llamaba a la puerta. De hecho, ni siquiera había una puerta en la cual un rey o una reina o una persona cualquiera pudiera llamar y preguntar si su niño adorado o su amadísima hija estaban por casualidad allí. Había sólo una piel de oveja que únicamente se abría para dejar entrar a Las Hienas o a los «tutores temporales», que venían a contratar el trabajo de los niños. Éstos negociaban el precio con Tracarna mientras Stramazzo vigilaba sentado debajo de un sauce, donde uno de los niños más pequeños lo abanicaba para ahuyentarle el calor y los mosquitos, y la cara se le alargaba del tedio en una expresión inequívoca de idiotez.
Pero nunca se sabe. En el fondo de sus mentes todos los huérfanos, incluso los más grandes, los que carecían de las formas más elementales de ingenuidad y de fe, tenían el sueño de que, un día, un rey y una reina llegarían hasta la piel de oveja en una carroza de oro cargada de comida.
Los abandonados llegaban a la Casa de los Huérfanos y al cuidado de las dos Hienas sin una preparación adecuada, o más bien con una preparación que después, con frecuencia, resultaba inadecuada debido a la nostalgia y los recuerdos. A esto se sumaba que Las Hienas tenían entre sus principales tareas la obligación de borrar de las mentes jóvenes cualquier sentimiento de afecto que no fuera hacia Daligar.
Pero eso no era todo. Cualquier criatura humana, incluso la peor, es más, sobre todo la peor, tiene un intenso deseo de ser amada, o al menos no demasiado odiada. En la mirada desesperada y abatida de los niños cuyos padres habían sido reemplazados por Las Hienas, y el pan y el queso reemplazados por la polenta con gusanos, habitaba el odio, escondido entre el miedo y el hambre, metido entre la desolación y la humillación.
Con frecuencia, la partida de los padres del chico en cuestión no era provocada por las miserias, epidemias o carencias que abundaban, sino por una intervención directa del Juez administrador, que era uno de los que jamás le habría ahorrado a su pueblo, por su propio bien, el santo castigo de la horca. Esto, por un lado, aumentaba el odio en las miradas de los niños, y, por otro, la perversa alegría de Las Hienas al infligir castigos, reducir las raciones y multiplicar el trabajo.
Las intervenciones directas del Juez podían ser una condena a la horca o una orden de exilio, esta última acompañada de la obligación de dejar a los hijos, considerados propiedad del condado.
Esto era lo que había ocurrido con los padres de lomir, que si alguna vez hubieran regresado para tratar de llevarse a su hija, habrían cometido el delito de secuestro de menores, castigado con la pena de muerte.
Como un jefe militar que estudia la estrategia de una batalla, Robi localizó rápidamente la posición de Tracarna y de los representantes más hostiles del bando de los huérfanos, principalmente Crechio y Morón, pero también Cala, la niña que tenía un dedo menos, quien detestaba a lomir con toda el alma. Crechio y Morón estaban lejos, al otro lado de la viña; Tracarna estaba más o menos a mitad del camino, entre Robi y lomir y la sombra escondida, pero se había vuelto hacia la parte alta de la colina donde unos niños más pequeños se habían caído y quizá se habían golpeado, pero lo grave era que habían volcado el cesto con la uva que estaban recogiendo. El peligro era Cala: estaba a pocos pasos de la sombra agazapada. Afortunadamente, ella también estaba distraída con el suceso de la caída y los insultos de Tracarna, pero eso no duraría mucho. Robi pensó a toda prisa, tratando de que se le ocurriera alguna idea; luego se echó a correr como una loca, lo más lejos posible de la sombra agazapada.
—¡Una serpiente, socorro, una serpiente! —comenzó a gritar con todas sus fuerzas.
—Detente inmediatamente y regresa a tu trabajo, muchachita estúpida —gritó Tracarna como respuesta—, como mucho será una culebra inofensiva.
Demasiado tarde: el pánico se había propagado entre las vides, o quizá solamente fuera una excusa para cantar menos y comer más uvas. Los niños habían dejado de recoger la uva. Había gritos y miedo, y todos escapaban en todas direcciones, chocándose unos contra otros. Robi continuó corriendo mientras fingía terror, agitaba las manos y emitía chillidos horrorizados. Se tropezó realmente con una raíz y cayó cuan larga era contra una de las enormes cestas donde se vaciaban poco a poco los capachos que los niños llenaban entre las hileras. La cesta osciló un par de veces, luego se desequilibró definitivamente, cayó al suelo y comenzó a rodar hacia abajo, perdiendo parte de su contenido aunque no mucho: el resto permaneció en su lugar. De hecho, la cesta seguía prácticamente llena cuando salió volando, después de un último bote sobre una piedra, para aterrizarle encima a Stramazzo. Se armó un gran revuelo. Todos gritaban. Tracarna se apresuró a liberar a su cómplice, pero las dimensiones de la cesta parecían hechas a la medida de Stramazzo, que se había quedado atascado adentro. Crechio y Morón acudieron para echar una mano, agregándole a la escena (con ellos dos que tiraban de un lado, Tracarna del otro, y Stramazzo en el centro, gritando dentro de la cesta y derramando jugo de uva por todos partes) una bocanada involuntaria e irresistible de comicidad. Entre las hileras de uva alguien comenzó a reírse abiertamente. Robi alcanzó a ver por el rabillo del ojo que lomir desaparecía a través del viñedo, entre los brazos de una sombra oscura.
Se había ido.
Sin embargo, ahora el problema lo tenía ella. Trató de pensar en otra idea para evitarse líos, pero su mente estaba en blanco, nada la agitaba, como la superficie del pequeño estanque detrás de su casa, después de que los patos volaban hacia el sur debido al invierno.
Stramazzo, finalmente fuera de la cesta, se había levantado chorreando jugo de uva como una cuba en otoño y se dirigía hacia Robi demostrando que podía tener una tercera expresión aparte de la complacencia estúpida o de la inflexible y pura estupidez: la furia. Tampoco así tenía un aspecto inteligente, pero sí que daba miedo.
—Tú... tú —comenzó a gritar apuntando su índice hacia Robi—. Tú... tú... —La voz se le ahogó.
Robi no tenía el más mínimo deseo de saber qué seguiría después del «tú». Se preguntó qué posibilidades tenía de emprender ella también una fuga. Ninguna, porque Crechio y Morón le estaban bloqueando el camino.
Se preguntó cuántos golpes le darían y cuántas veces sería excluida de la fila para la polenta y la manzana; y el miedo al dolor, junto con el desconsuelo por el hambre, llenaron su ser.
Por primera vez sintió miedo de verdad: quizá no conseguiría sobrevivir hasta la primavera.
Robi se quedó inmóvil, apabullada. Por primera vez en su vida incluso el más pequeño rayito de esperanza parecía haberse desvanecido.
De repente, el mundo se volvió verde. Alguien gritó de miedo. Robi levantó los ojos. Una cosa de un enorme color esmeralda estaba en el cielo, traspasada por la luz. Robi fue la primera en comprender, o quizá sería más correcto decir en reconocer, lo que estaba sucediendo: las alas de un dragón habían tapado el sol.
Capítulo 6
Yorsh se despertó y se desperezó. Las quemaduras del brazo derecho y de la frente estaban prácticamente curadas y casi no las sentía, mientras que las de la espalda le hacían ver las estrellas. Se levantó cojeando. La última estalactita, que la cola del dragón le había hecho caer encima, le había golpeado en los tobillos. Ambos. Estaba anquilosado, rígido y adolorido.
Sus miembros estaban entumecidos por el frío y las rodillas no le respondían.
Se sentía como un camarón que hubiera dormido dentro de un glaciar.
El cazador le había comprado ropa caliente y cómoda de lana gris y azul en Arstrid, la última aldea señalada, pero las ropas no crecen, mientras que los niños sí; eso sin tener en cuenta que estaban rotas, descosidas, y que había puntos donde simplemente ya no había tela porque se había desgastado. ¡Todo lo que quedaba era un trapo alrededor de sus caderas, y en el resto se moría del frío.
Recordó los buenos tiempos cuando dormía a una temperatura perfecta, con una capa perfecta de mariposas que le daban calor. ¡Y aún así se había lamentado! Sus deseos habían sido cumplidos por un destino que tenía un gran sentido del humor. Ahora la imperfección y la incertidumbre abundaban, incluso rebasaban los límites; habría dado mucho por tener un día previsible y tediosamente igual a los demás.
Recordó cuando él, siendo pequeño, casi de tres años, se estaba muriendo de frío, temor y hambre dentro de la oscuridad y la lluvia, y le había pedido al destino un poco de calor y de abundancia. Durante trece años los había tenido hasta hastiarse. El destino, evidentemente, carecía de términos medios.
El dragoncito aún dormía. Una nieve ligera recubría el bosque de alerces donde habían pasado la noche. Era mejor estar fuera de la biblioteca, no solamente para salvar algo del saber humano, sino también porque el pequeño tenía un corazón alegre, siempre alegre; no paraba de menear la cola, y las estalactitas derribadas a coletazos podían ser mortales.
El joven elfo se encaminó al claro que había fuera. El árnica montana crecía en el límite con el glaciar. Yorshkrunsquarkljolnerstrink había hecho de todo para comunicarle al dragoncito el concepto de una plantación de árnica montana, con la esperanza de verla nacer a sus pies. Lo único que había conseguido era un desolado squeeeeek de incomprensión, acompañado de la inevitable y mortífera llamarada: la espalda todavía le ardía al recordarlo.
Evidentemente, la materialización sólo funcionaba cuando había emociones extraordinarias: montones de alegría y manojos rebosantes de afecto. La mera necesidad de un poco de árnica para curar o evitar las quemaduras no provocaba el júbilo necesario para ello.
Además al pequeño le estaban creciendo los dientes; los centrales estaban ya casi completos, y habían aparecido los esbozos de los posterolaterales. Esto le provocaba picores en las encías, y él buscaba alivio royendo cosas. Entre los libros consumidos por el fuego y los consumidos por el mordisqueo, el saber de las generaciones futuras corría el riesgo de reducirse. Era como tener en casa una rata de setecientos kilos.
Yorsh había logrado llegar cojeando hasta el árnica. Había unas pocas plantitas, pero serían suficientes para la espalda y el hombro. Para apagar al dragoncito o al menos para atenuarlo un poco, serían necesarios también el acónito y la digital, pero el problema era que el libro no especificaba las dosis. Recomendaba «pocas» flores para la infusión, porque «muchas» serían tóxicas. Mortalmente tóxicas. ¿Cuántas eran «pocas» y cuántas eran «muchas»?
Mientras la duda persistiera, tenía que seguir con las quemaduras. Era necesario tratar de reducirlas un poco evitándole al pequeño cualquier tipo de emoción repentina.
Yorsh había terminado. Se puso de pie. Detrás de él las cimas nevadas de las Montañas Oscuras blanqueaban en el cielo azul, y a sus pies se abría el valle.
Dejó vagar su mirada. El bosquecito de abetos rojos donde había aparecido de improviso una borrita espantando a Erbrow, todavía humeaba. En cambio el zarzal cerca del laguito donde Erbrow había descubierto un magnífico enjambre de mariposas, ya se había apagado. Yorsh se puso en marcha hacia el bosque de alerces, cojeando. Si Erbrow se despertaba y se daba cuenta de que estaba solo, se asustaría y otra buena cantidad de árboles terminaría convertida en tizones ardientes.
El dragoncito aún dormía entre los alerces. Yorsh se sentó y luego lo acarició. Sus dedos pasaron lentamente sobre el suave y tibio pelo color esmeralda. «Un dragón recién nacido pesa setecientos kilos», narraba el libro.
Setecientos kilos de desastres y destrucciones. Setecientos kilos de pelo tibio y ternura.
Setecientos kilos de catástrofes y quemaduras. Setecientos kilos de afecto y escamitas luminosas.
El dragoncito se despertó, se desperezó y abrió la boca en un gran bostezo que redujo a cenizas la copa del pino centenario en el umbral del claro.
Luego Erbrow notó la presencia del elfo, lo miró feliz y estalló en risas por la alegría de volverlo a ver. Yorsh consiguió apartarse a tiempo: ahora tenía los reflejos de un felino; sin embargo, una mata de romero terminó en llamas. Yorsh continuó acariciando al dragoncito, que meneaba la cola feliz. Yorsh y el dragoncito se estrecharon el uno contra el otro junto al romero que ardía calentando el aire y produciendo reflejos dorados en la niebla. El pequeño lo miró extasiado y el muchacho le dio un besito en la punta de la nariz. Era como tener un hermanito menor. Erbrow estaba realmente feliz, el meneo de su cola aumentó y uno de los alerces cayó al suelo, partido en dos. Esta vez Yorsh logró esquivarlo. Sí, definitivamente estaba volviéndose ágil como un felino. Sí, definitivamente era como tener un hermanito recién nacido. Setecientos kilos de hermanito menor.
Setecientos kilos de los cuales al menos media docena eran de glándulas igníferas.
No estaba ya «solo hasta el horizonte», pero, indudablemente, el destino, al menos el suyo, no tenía talento para los términos medios. ¡Si sólo la espalda le doliera un poco menos!
Yorsh cogió su vieja alforja bordada que llevaba en bandolera. La abrió, sacó su pergamino y un puñado de habas doradas para el pequeño. Éste enloqueció con ellas, y muy alegre y tranquilo, empezó a comérselas una por una, muy lentamente, como todos los dragones cachorros.
El dragón deja de ser un recién nacido cuando aprende a volar. Sólo entonces comienza su infinita sabiduría, sólo entonces aprende a hablar, a escribir et la correlación entre su fuego et los daños que el mismo produce...
«Cuando» y no «quando». Después y como consecuencia. Como consecuencia del hecho de aprender a volar, después de su primer vuelo, el dragón deja de ser un recién nacido. Había un dibujo que ilustraba el concepto. Las emociones de los vuelos, sumadas a los movimientos de los músculos pectorales y dorsales, permiten al dragoncito la maduración definitiva de su cerebro.
Por consiguiente, el tutor del dragón tiene que enseñarle a volar. Y hasta que no lo logre es mejor proveerse de árnica montana en abundancia.
El problema era ¿cómo? El vuelo se aprendía por imitación.
Yorsh no sabía volar. Su mayor experiencia al respecto se reducía a una tarde en columpio. La primera idea que se le había ocurrido a Yorsh había sido simple y genial. Había puesto la mano sobre la enorme cabecita del dragoncito y luego se había concentrado con todas sus fuerzas en un grupo de cansas que revoloteaban. No había funcionado. El dragoncito había intentado gorjear (quemadura del brazo derecho de Yorsh y destrucción de ocho plantas de mandarino rosado), había pasado medio día correteando a saltitos como alguien que está convencido de que pesa medio gramo y había arrancado tres trepadoras de pomelos rosados al tratar de saltar por encima de ellas con los pies juntos.
La segunda idea había sido más práctica. Yorsh se había fabricado dos alas mecánicas que, en lugar de plumas, estaban hechas con las hojas de los pomelos derribados, y había intentado hacer una demostración directa. El pequeño lo había mirado con una perplejidad desinteresada mientras él corría de arriba abajo por el claro agitando sus dos enormes alas de hojas de pomelo rosado.
Poco antes de que Yorsh cayera fulminado por un ataque cardíaco de tanto correr, Erbrow había encontrado una ranita. Al principio se había asustado porque era la primera que veía, y la inevitable llamarada había destruido un ciruelo silvestre que estaba cerca; luego se había puesto a jugar muy contento, saltando también por todas partes.
En vista de su escaso éxito, Yorsh había tratado de mejorar el resultado subiéndose sobre las rocas y planeando después hacia el suelo. Sin embargo, había pasado ya mucho tiempo desde que había leído el manual para fabricar máquinas voladoras, y no podía releerlo porque había sido carbonizado por el segundo estornudo del pequeño, mientras que los textos sobre globos aerostáticos y cometas habían sido destruidos por el primero.
Era evidente que las alas no eran suficientemente grandes o que la inclinación de las hojas que hacían de balancín respecto a las que sostenían el impacto del aire probablemente, era incorrecta. En el primer intento se había estrellado miserablemente contra un prado cubierto de gencianas, levantando una nube de hojas de pomelo rosado. La expresión del dragoncito había pasado de la perplejidad al terror: el flanco de la montaña guardaría por mucho tiempo las huellas de su llanto desesperado. Yorsh había aprendido a apagar el fuego empleando de forma inversa la transferencia de energía con la que conseguía encenderlo. Pero la energía se transfería pero no se anulaba; es decir, se encontraba en el interior de la cabeza del muchacho, exactamente detrás de la frente y encima de la nariz, y allí ardía durante un rato, produciéndole algo intermedio entre una especie de quemadura interna y un insoportable dolor de cabeza, que sin duda sería más soportable si no se sumara a las contusiones de los tobillos, las quemaduras de la espalda, las rascadas de la rodilla izquierda, por no mencionar los moretones en los codos y las deformaciones del dedo gordo de su pie izquierdo.
Los dedos y los ojos del muchacho hojeaban los antiguos pergaminos que ya se sabía de memoria. Tenía en sus manos las flores de árnica montana y la nieve fresca, y se las pasaba por todos los puntos dolorosos: quemaduras, cortes, contusiones, rascadas, luxaciones, despellejaduras y moretones. Se sobresaltó de improviso. Había una última página que no había podido despegar antes, que se estaba abriendo y que era legible.
El árnica montana y la nieve fresca que tenía en sus manos, sumadas al humo de romero, actuaban en forma extraordinaria contra el moho de los pergaminos. Era un descubrimiento interesante.
Habría podido añadirlo al Manual sobre la conservación y salvación de los pergaminos antiguos, si tan sólo el pequeño no lo hubiera roído ya.
Había unas pocas líneas solamente.
Si lo dragón no tiene a nadie que le cuente historias de princesas cambiadas con príncipes asaz bellos, hay aún una posibilidad: leerlas en los libros. Hay una nueva estirpe de criaturas vivientes nacidas de la unión de la gente élfica et la gente humana.
Ellos no son como los elfos que sólo aman los libros de ciencias et los que explican cómo se hacen las cosas, ni como los humanos que no aman ningún tipo de libro porque, después de la caída del imperio et la llegada de las sórdidas poblaciones bárbaras, ignorantes se volvieron como los jabalíes et hasta peores.
Yorsh leyó, luego releyó, luego releyó otra vez y continuó releyendo hasta estar seguro, más allá de toda posible duda, de que cada palabra, cada letra o sílaba había quedado grabada en su mente como el hierro candente en la piel.
Erbrow había terminado las habas y había venido muy contento a dejarse contemplar.
Criaturas nacidas de gente élfica y gente humana. Por lo tanto, los matrimonios entre los elfos y los humanos no siempre habían sido castigados, no siempre había existido la condena a la hoguera. Es más, ahora que lo pensaba, el solo hecho de que estuvieran prohibidos quería decir que eran posibles.
Él siempre se había imaginado solo. Un muchacho solo. Un joven solo, un hombre solo, un viejo solo que muere solo, en medio de sus libros. Solo o en compañía de un dragón.
Sin embargo, no: podría unirse con una muchacha humana. La sola idea hizo que su corazón diera un vuelco. Una muchacha humana sería humana, es decir, en pocas palabras, tendría características humanas. El llanto que te sale como agua que gotea por los ojos y la nariz. Alguien que no sea un elfo puede incluso tener cabellos que no sean rubios y ojos que no sean azules. Caries en los dientes. Sería alguien que comiera carne muerta y aplastara los mosquitos con las manos. Más que el corazón, ahora era el estómago el que se le contraía.
Y como si eso no bastara, los desvaríos de los hijos que nacerían de esta unión serían sobre princesas que se perdían entre campos de habas y eran encontradas entre campos de fríjoles.
Por otro lado, también su dragoncito tendría su período de incubación si no destruía ahora la biblioteca a fuego y golpes. Un lugar protegido, fruta y novelas tontas y repugnantes a voluntad. De repente se acordó de la profecía de Daligar.
Decía algo sobre un elfo que era el más poderoso y el último. Ya sabía que era él. El elfo más poderoso y el último, encontraría al último dragón. Yorsh se estremeció ante este pensamiento. ¿El último? ¿El último en el sentido de que ahora sólo había un dragón a la vez, o en el sentido de que no podría poner su huevo y con él su raza quedaría extinguida?
Le parecía que también estaba escrito que su destino era desposar una muchacha con el nombre de la luz de la mañana, hija de un hombre y una mujer que... Había otras cuatro palabras, pero no las había podido leer. Los caracteres de la segunda dinastía rúnica no eran fáciles, sobre todo si se leen estando en los brazos de alguien que corre. Si sólo hubiera podido leer las últimas tres palabras después de ese «que». ¡Si sólo el cazador que lo llevaba cargado hubiera ido un poco más despacio! Habría tenido tiempo de leer y ahora no tendría dudas acerca de su destino. Pero si hubieran ido más despacio los habrían apresado y colgado. De hecho, también el colgamiento habría obstaculizado su destino, era mejor haberse quedado con la duda. ¡Si al menos hubiera entendido por qué se habían enfurecido tanto con ellos en Daligar! Él era un elfo, cierto, pero todo lo que había hecho con su magia en la ciudad de Daligar había sido resucitar una gallina. Era una gallina hermosa, con las plumas de un cálido color marrón.
No podía ser sino él quien tenía que casarse con alguien. Una muchacha que tenía en su nombre la luz de la mañana.
Tenía que enseñarle a volar al dragón. Ciertamente tenía que enseñarle a volar al dragón.
Aún le quedaba una idea que todavía no había puesto en práctica y que podría funcionar.
Yorsh se puso en camino hacia los picos nevados. Erbrow lo seguía trotando, calentito dentro de su piel y sus escamas verde esmeralda.
El elfo temblaba del frío. Si se concentraba con todas sus fuerzas en la sensación de calor sobre la piel conseguía evitar quedarse helado, pero de todas formas el frío era terrible. La vegetación era cada vez más escasa. La nieve era alta. Abajo, en el valle, la pequeña nevada de los últimos días se había depositado sobre la hierba y, allá arriba, sobre la antigua nieve del invierno anterior.
Yorsh había visto desde el valle un punto que era perfecto: un gran peñasco terminado en pico encima de un espolón rocoso que estaba unos seis metros más abajo. Más abajo estaba el abismo, cientos de metros en caída vertical entre picos de granito tan altos como decenas de torres sumadas. Al fondo se abrían los valles, con bosques de alerces alternados con claros y, más al fondo todavía, el mar, con toda su magnificencia.
El frío era insoportable. El lugar era perfecto. La idea era ponerse a jugar con el dragoncito y hacer que lo siguiera hasta el peñasco. En el último instante, Yorsh se tiraría sobre el borde donde había una especie de nicho que parecía hecho a propósito. Erbrow, en su afán de seguirlo, caería al vacío, y una vez en el vacío abriría sus grandes alas para luego caer planeando sobre el espolón rocoso, seis metros más abajo. El espolón era grande. No había riesgo de que el pequeño fuera a parar en el abismo, era un plan simple y genial.
Yorsh se puso a correr. Agitaba los brazos, reía y llamaba al pequeño. Erbrow estaba totalmente feliz. Aullaba de felicidad. Pequeñas llamaradas de alegría derretían la nieve aquí y allá, calentando el aire.
«Ahora», pensó el elfo. Cogió impulso. Sentía el suelo retumbar tras él con los pasos paquidérmicos del pequeño. Al llegar al borde del peñasco se tiró al nicho y se acurrucó allí, con el corazón en la boca. Erbrow no alcanzó a frenar a tiempo, rebasó el borde y se encontró en el vacío, siguió hacia abajo aterrorizado sin abrir las alas y se estrelló contra el espolón rocoso, seis metros más abajo.
Permaneció allí, estupefacto, porque por primera vez en la vida se había hecho daño, y mucho. Incluso su piel y sus escamas, que lo protegían contra todo, estaban levantadas, magulladas, sucias y llenas de sangre. El dragoncito ni siquiera se puso a llorar. Lentamente levantó la cabeza y su mirada buscó a Yorsh. Lo peor eran sus ojos. Se quedaron abiertos de par en par mirando a Yorsh.
Setecientos kilos de estupor. Setecientos kilos de desesperación, sufrimiento y desilusión. Incluso su cerebro de recién nacido comprendía que lo había hecho a propósito. ¿Cómo había podido hacerle esto? ¿Por qué le había hecho esto?
Luego el dragoncito volvió a bajar la cabeza. Esta vez se puso a llorar emitiendo un leve aullido. Tampoco hubo emisión de llamas, era como si el fuego se le hubiera apagado.
Yorshkrunsquarkljolnerstrink se sentía muy mal. Enterró la cabeza en el pecho. No podía más.
Sintió su tremenda soledad como una capa de acero que le cortaba la respiración.
Se había arrastrado solo a través del pantano y la lluvia. Un hombre y una mujer le habían ayudado pero no consolado, porque ellos eran hombres y él era un elfo, y entre ellos siempre había una barrera de extrañeza e incomprensión.
Durante diez años había estado con un dragón demasiado perdido en las angustias de su incubación como para tenerlo en cuenta a él y a sus pensamientos, y ahora, de nuevo, no tenía a nadie. Quería a alguien que lo consolara, que lo abrazara y le dijera: «Lo has hecho bien, hijo mío, has hecho todo lo que podías, todo lo que sabías. Ahora no te preocupes, ya me encargo yo».
Nunca en su vida había escuchado las palabras: «No te preocupes, ya me encargo yo».
Quería que alguien lo llamara para decirle que la cena estaba lista.
Quería que alguien lo cubriera con las mantas por la noche.
Quería que llegara alguien tan grande y tan listo que pudiera ayudarle con el pequeño dragón, alguien que supiera qué decir y qué hacer para que sufriera menos.
Pero no había ni una maldita alma. Sólo él. Y un pequeño dragón desesperado.
Tenía que arreglárselas por sí solo. Se acordó de haber curado a un conejo y a una gallina heridos de muerte. Había ayudado a Sajra para que el agua saliera de sus pulmones. No había nadie más grande ni más fuerte que él, pero estaba él. Eso era mejor que nada.
Estaba él, sería suficiente. Debía ir con el dragoncito, aliviarle el dolor de las heridas, cicatrizarlas. No era capaz de sanar sus propias heridas, pero sí las de los demás.
Luego tenía que consolar al pequeño y consolarse también a sí mismo. Consolarse es una de esas cosas que uno puede hacer aunque esté solo, pero que en pareja resultan mejor: si consuelas a otro, encuentras consuelo.
Y luego tenía que enseñarle a volar. Tenía que lograrlo. El dragón solamente era demasiado pequeño.
Lo intentaría de nuevo dentro de algunos meses y el pequeñín lo entendería todo. Claro, así era, sólo se había equivocado de momento. Yorsh alzó la cabeza sobre los hombros que le dolían y se movió para ir a socorrer al pequeño. Puso el pie sin darse cuenta sobre una rama caída, y su tobillo lesionado no lo sostuvo; perdió el equilibrio y cayó afuera del peñasco. Hizo un vuelo de casi seis metros y aterrizó, estrellándose sobre el dragoncito. Su tranquilo aullido se transformó en un grito desesperado. Erbrow, aterrorizado, se sobresaltó y su sobresalto, hizo volar al joven, un largo vuelo formando un semicírculo perfecto como los arcos de la primera dinastía rúnica.
Yorsh aterrizó en el borde del espolón, donde la roca terminaba y se volvía vacío.
Logró agarrarse con las manos de una mata de zarzas. El resto de su cuerpo se mecía como un péndulo sobre el vacío. Bajo él quedaba un salto de cientos de metros y luego el granito.
—¡Ayúdame! —le gritó al dragoncito—. ¡Ayúdame! —repitió a pleno pulmón—. Tírame tu cola. Puedes salvarme.
El pequeño lo miraba inmóvil y aterrorizado. Estaba paralizado.
Setecientos kilos de incomprensión.
—¡La cola! —gritó otra vez el joven—. ¡Lánzame tu coooola!
Se había herido las manos en la caída. Además, tenía las viejas quemaduras que aún no estaban curadas y, para colmo, las espinas de la zarza.
El elfo trató de agarrarse con todas sus fuerzas, pero sus manos cedieron.
—Estoy a punto de morir. No me dejes morir. La cola. ¡Puedes hacerlo, bestia maldita! ¡Sálvame!
Setecientos kilos de completa y atónita inutilidad.
Yorsh no pudo agarrar más la zarza.
Cayó al vacío.
Trató de pensar en algo, si no para salvarse, al menos para no sufrir tanto cuando llegara el momento de estrellarse. Yorsh se preguntaba cuánto tiempo se tarda en morir y si sería suficiente como para sentir dolor. Trató de pensar en su madre. Ahora se volverían a encontrar. Ese pensamiento no lo consoló. Lo único que lograba pensar era que quería seguir con vida a toda costa.
El mundo se volvió verde. El cielo, el sol, sus manos, que había estirado mientras caía, lo que alcanzaba a ver de su cuerpo, la nieve arriba en las cimas. Todo. Dos enormes alas verdes se habían abierto sobre de él y la luz las traspasaba.
El dragoncito estaba volando. Estaba encima de él, con las alas totalmente abiertas. Por lo menos le había enseñado a volar.
Decidió no ilusionarse.
«Solamente me está siguiendo», pensó Yorsh aún. «Está volando por imitación. De un momento a otro hará squeeeeek y en vez de volar en pedazos arderé vivo.»
Luego sus ojos se encontraron con los de Erbrow. Setecientos kilos de decisión. Setecientos kilos de determinación. El pequeñín venía hacia él a salvarlo. Al caer, se había hecho daño, y mucho. Había comprendido que al caer uno se hace daño. Venía a impedir que Yorsh chocara contra el suelo. Estaba volando con todas sus fuerzas para cogerlo. Ya lo había alcanzado. Yorsh cerró los ojos y contuvo el aliento esperando sentir las garras del dragón agarrándolo hasta hacerlo sangrar, aunque fuera para salvarle la vida. Quizá se salvaría de la caída para morir de un zarpazo.
Setecientos kilos de inteligencia.
Sintió cómo tiraba de él hacia arriba. Erbrow lo había cogido por las muñecas entre las garras de sus patas anteriores. Su agarre era seguro, fuerte y... suave a la vez. Las patas de Erbrow eran todavía suaves como las de todos los cachorros. Sus garras ni siquiera lo habían rozado. ¡Su cerebro había madurado y funcionaba!
El dragoncito viró con decisión hacia arriba y se dirigió hacia las colinas más allá de las Montañas Oscuras. Descendieron sobre un paisaje suave donde las vides se alternaban con los manzanos. Yorsh contrajo los músculos abdominales con todas sus fuerzas y tiró los pies hacia arriba, en una especie de cabriola. Erbrow entendió la maniobra y la facilitó bajando su hombro derecho, y simultáneamente, en el momento justo, soltando las muñecas del joven. Yorsh se encontró de nuevo arriba, sobre la espalda del dragón. Como dos acróbatas que se hubieran entrenado durante años. Yorsh alcanzó a ver, abajo, entre las hileras de vides, figuritas minúsculas que escapaban en todas las direcciones.
—¡Vámonos de aquí! —gritó.
Erbrow viró de nuevo y se dirigieron hacia el mar al otro lado de las Montañas Oscuras, las sobrevolaron alternando vuelos altísimos por encima de las nubes con vuelos bajos tocando las cimas de los alerces. Yorsh descubrió que su biblioteca estaba ahora totalmente aislada. Probablemente durante la penúltima primavera, cuando las lluvias habían sido violentísimas y simultáneas al deshielo, había habido dos deslizamientos: uno cerraba las escaleras que él había subido con Monser y Sajra, y el otro, el camino que ellos dos habían tomado para alejarse. A su biblioteca sólo podía llegar alguien que tuviera alas. Finalmente vio el horizonte que se abría frente a él más allá del valle, bajo las nubes, interrumpido sólo por las gaviotas. Sintió el viento en los cabellos, el sonido del mar se mezclaba con el del viento y el de las gaviotas.
La espalda del dragón parecía hecha a propósito para acoger a un caballero: entre las dos alas verdaderas tenía dos minúsculas alas internas de pelo suave y caliente. El dragón se dio cuenta de que el muchacho temblaba y cerró sus dos alas menores sobre él. Era el lugar más maravillosamente confortable que Yorsh se pudiera imaginar.
Bajo ellos, el valle se abría en todo su esplendor. Erbrow descendió valientemente hasta tocar las copas de los alerces, luego se elevó de nuevo, descendió hasta un claro de hierba y luego de nuevo al cielo.
El grito del dragón, mucho más bajo y profundo que el squeeeeek habitual, se oyó en el aire, y una raya de fuego se formó frente a ellos. El dragoncito la atravesó tan velozmente que ni él ni el muchacho alcanzaron a sentir su calor, como cuando se pasa un dedo rápidamente por la llama de una vela.
Con cada grito, el cielo se coloreaba de rojo encendido y dorado para luego volverse de inmediato claro y azul. El dragoncito descendió sobre el mar y rozó las olas. Yorsh sintió la espuma salada sobre la cara y el cabello. Alrededor de él, las olas se sucedían, las gaviotas volaban, nada interrumpía el horizonte.
Yorsh pensó que hay un antes y un después en la vida: antes y después del momento en el que se toca el mar por primera vez. Las vidas en las que no existe este momento son vidas en las que falta algo.
Erbrow le cerró encima las alas internas, para así protegerlo y calentarlo, y se sumergió. Yorsh soñó nuevamente con ser un pez, y el agua salada alrededor de él se convirtió en puro placer. Encontraron un grupo de delfines que los miraban con curiosidad. También había un delfín mamá junto con su delfinito; por un instante, el corazón de Yorsh se llenó de nostalgia por su propia infancia no vivida, pero luego Erbrow se alzó de nuevo hacia el cielo en medio de una nube de gaviotas, y la nostalgia se disolvió en las gotitas de espuma que quedaron atrás, debajo de ellos.
El dragón gritó de nuevo; su grito era bajo, fuerte, como un cuerno de caza. No se abrió ninguna llama frente a ellos.
Yorsh se echó a reír, había encontrado el elemento que faltaba para apagar la llama del dragón, mucho más simple que el acónito, la digital y el árnica: agua de mar, simplemente.
Luego no paró de reír, porque volar hacia el cielo, hacia el horizonte y de nuevo hacia el cielo, con el viento en el cabello, las gaviotas cerca y un delfinito que lo miraba desde el agua haciendo cabriolas para jugar con ellos, era la esencia misma de la felicidad. No paraba de reír porque la soledad se había roto y ésa era la esencia misma de la felicidad, mucho más que el vuelo. Tenía a su lado, o debajo, para ser más precisos, un verdadero hermano, grande y fuerte.
Él y Erbrow, al volar juntos, habían roto el círculo del horizonte, el círculo de la tristeza, de la soledad.
Se inclinó sobre el dragón y lo abrazó. Metió la cara en su pelo verde y permaneció allí. El dragón gritó de alegría. Esta vez su llama de color oro atravesó el cielo como una larga espada de luz.
El sol cayó en el horizonte. Desapareció. El cielo se llenó de estrellas. Una minúscula isla con un enorme cerezo silvestre encima era la única tierra a la vista; por lo demás, el horizonte era un círculo perfecto donde el cielo y el mar se encontraban, nada lo rompía.
Capítulo 7
Robi estaba tendida al sol, mientras el tiempo le pasaba por encima como el agua sobre una piedra.
Desde que el dragón había llenado el cielo con el verde de sus alas no habían tenido ni un día más de trabajo. Nadie había seguido el rastro de lomir. Estaban comiendo también un poquito mejor y a ella ni siquiera la habían castigado. Lo increíble había sucedido. A pesar de que sólo habían pasado unos pocos días, las innumerables versiones sobre el recuerdo de lo que había sucedido eran tan imprecisas, retorcidas y enredadas, que la verdad era ya inalcanzable.
Finalmente, la teoría más verosímil era que un dragón había aparecido en el cielo, había raptado a la pobre lomir y que los demás huérfanos se habían salvado porque Stramazzo había luchado con valentía contra él y, al final, chorreando sangre heroicamente, lo había hecho huir. El lado divertido de la cosa, siempre y cuando se tenga mucho sentido del humor, es que, después de la tercera repetición, realmente se lo creían. La tierra se había tragado la verdad al igual que se traga el jugo de la uva una vez aplastada. Robi tampoco había sido castigada. Al contrario, en las diferentes repeticiones de la historia había resultado ser ella quien había dado la voz de alarma. Si no era propiamente una heroína, al menos sí una de las protagonistas. Tracarna, a pocos pasos de ella, apoyada en el cerco, le relataba la historia al enviado de Daligar:
—... y entonces esta niña, Robi, dio la voz de alarma. Ella es hija de gentuza de lo peor... —suspiró—, por fortuna la justicia se ha ocupado de ellos, pero gracias a la moral aprendida aquí, ahora Robi incluso ha hecho algo bueno. Claro que no ha sido únicamente por amor a la justicia sino también por temor al dragón, claro... —Risita—. Pero, gracias a nuestra buena influencia, de todos modos hizo lo correcto. Y además, debió haberlo visto, a Stramazzo, quiero decir... —momento de emoción con los ojos perdidos en el vacío, y una sonrisa—, de un salto se puso de pie, agarró una enorme cesta llena de uvas y la blandió como un escudo improvisado...
Por consiguiente, nada de castigo para Robi, ningún sabueso suelto tras lomir, quien fue dada por muerta oficialmente, y cuatro condecoraciones para Stramazzo por su valor frente al enemigo, su generosidad para con los menores al salvarlos de la fiera a pesar de lo indignos que son, su desprecio por el peligro y su capacidad de honrar a Daligar, porque en el momento de alejar al monstruo lanzándole un cuévano de uvas...
—... Stramazzo gritó: «Por Daligar y por su Juez administrador» y se lanzó contra el dragón. Así exactamente, mi esposo se abalanzó sobre él con su cesta gritando como un héroe... —Pequeño sollozo de emoción con lágrimas—. El monstruo estaba tan aterrorizado que huyó. Abrió sus enormes alas, entre sus fauces tenía lo que quedaba aún de la pequeña lomir y...
Robi se sentía feliz porque lomir estaba libre y con los suyos, pero notaba intensamente su ausencia. Tenía más que nunca la necesidad de hablar con alguien, de recordar lo que había sucedido y comprenderlo.
Un dragón de verdad había aparecido en el cielo. Verde. Como en su sueño. Los dragones no se habían extinguido y su sueño no era una fantasía. El dragón estaba a contraluz, pero a pesar de tener el sol en sus ojos, Robi había podido ver una figura humana pegada de sus patas, meciéndose peligrosamente en el vacío. Quizá pudo haber parecido una presa, una criatura atrapada, pero en el momento en que Robi estaba mirando la figura, ésta había hecho una cabriola y se había colocado en la grupa del dragón. Había permanecido allí algunos instantes. Negra contra el sol resplandeciente, había estirado los brazos como para abrazar el mundo. Ésa había sido la última imagen clara; después el dragón había virado hacia las Montañas Oscuras desapareciendo rápidamente detrás de ellas.
Por consiguiente, el dragón existía y llevaba a alguien en la espalda.
¿Al príncipe? ¿A quién si no al príncipe? Robi tenía su mente dividida en dos: una parte decía que el sueño era verdad: el dragón había venido a socorrerla y a salvarla con su mera presencia. Ahora regresaría a llevársela lejos de allí. La felicidad la colmaba, la esperanza brotaba, el recuerdo de la luz que se volvía color esmeralda la iluminaba desde dentro como una velita en la oscuridad.
La otra parte de su mente decía que esto no tenía ninguna lógica: ella no era para nada una princesa o cualquier cosa por el estilo. Aún existía un dragón, eso era todo.
Aún existía un dragón con un tipo encima, que por pura casualidad habían llegado en el momento en el cual ella estaba desesperada y en peligro, y la habían salvado sólo con aparecer; y que por pura casualidad era absolutamente parecido al dragón con el que ella soñaba todas las noches desde que su familia había sido destruida. ¿Una coincidencia?
Un tercer pensamiento también revoloteaba en su cabeza; era un pensamiento despreciable, un pensamiento de vil gusano, peludo y venenoso como esos que se encontraba en junio dentro de esas cerezas que parecían buenísimas y no lo eran. A lo mejor eso que decían Tracarna y Stramazzo era cierto. Quizá no eran sólo calumnias o mentiras. Quizá ella no era una persona cualquiera. Quizá era verdad que su familia era... mala. Una familia que... (a Robi le daba repugnancia simplemente pronunciar la frase, aunque fuera sólo mentalmente...) una familia que había ayudado a los elfos. Era horrible, no podía ser verdad. Su mamá y su papá eran buenos; no era cierto, no era posible que hubieran hecho algo tan bajo como proteger a un elfo y sobre todo por dinero. Ésa había sido la acusación: proteger a un elfo a cambio de monedas de oro, que habían usado después para comprar la casa, la granja, la vaca, el caballo, las ovejas, las gallinas y los árboles frutales. Quien haya protegido a un elfo puede relacionarse con un dragón. Y el elfo que habían protegido no era un elfo cualquiera sino El Elfo, aquel que había llegado a aterrorizar a Daligar el año anterior al nacimiento de Robi. El Juez administrador era el que había salvado a la ciudad de la furia del terrible individuo, una fiera ávida de sangre que se habría divertido masacrando a todos los soldados, las mujeres, los niños, los perros e incluso a las gallinas, si el Juez administrador no lo hubiera detenido con su coraje y su valor.
Los detalles de la hazaña nunca habían sido aclarados. Y Robi también tenía sus dudas con respecto a la hazaña en sí. En toda su vida nunca había conocido a nadie que fuera hijo de alguien que hubiera sido asesinado por el terrible elfo de Daligar, a pesar de que todos los huérfanos del condado estaban allí con ella.
Si el elfo era tan poderoso como para haber desperdigado a los soldados con el mero sonido de su horrendo nombre, ¿cómo lo había podido hacerle frente el Juez administrador? ¿Quizá del mismo modo en que Stramazzo se había enfrentado valientemente al dragón? Robi se rió socarronamente. La alegría reapareció. ¿Y si fuera falso que los dragones son malos, que los elfos son perversos? ¿Si fuera todo falso como la heroica batalla sobre la colina de las uvas?
—Una batalla heroica, heroica —continuó la voz de Tracarna—, la sangre le chorreaba por encima como el mosto fuera de una cuba...
Quizá los dragones eran buenos y un dragón venía a buscarla. Robi cerró los ojos, el hambre y la tristeza desaparecieron de nuevo, y bajo sus párpados se formó la imagen otra vez. El dragón estaba tan cerca que sus alas lo ocupaban todo. Robi pudo distinguir las espirales de piel dorada que se alternaban con las escamas color esmeralda.
Aunque tenía los ojos cerrados, percibió la presencia de alguien. Era esa sensación inconfundible que se experimenta cuando alguien te está mirando. Robi abrió los ojos y se encontró frente a frente con Cala. Crechio y Morón estaban de pie a algunos pasos, con los brazos cruzados sobre el pecho, mientras Cala estaba arrodillada observándola como se mira un hormiguero de hormigas rojas, con un poco de repulsión y un poco de miedo.
Robi se dio cuenta de que estaba metida en un lío. Se puso de pie y los miró a los tres.
—¿Hacia dónde se fue lomir? —chilló Cala. Era pequeña, y el cabello rubio que te caía sobre la cara acentuaba su aspecto malvado. Sin los dos perros guardianes a su espalda jamás se habría enfrentado a Robi, pero con ellos se sentía fuerte.
—Se la comió el dragón, ¿no lo recuerdas? —respondió serenamente Robi.
—No es ver-dad —silabeó Cala—. Tú sabes algo. El dragón apareció en el momento justo. —La miró de arriba abajo—. En tu casa eran amigos de los elfos —agregó venenosamente— ¿por qué no también de los dragones?
—Bien, vamos a preguntarle a Tracarna si es verdad eso que está contando o si todo es inventado —propuso Robi, cada vez más serena. Se volvió como si realmente quisiera dirigirse hacia el cerco. Crechio y Morón la miraron por un instante, luego apretaron los labios, levantaron los hombros y, después de una maligna mirada de reojo, se alejaron. Solamente se quedó Cala.
—...el dragón emitió un gemido de terror, entre sus dientes se veía todavía una mano de la pobre criatura... —Tracarna no paraba.
—No es verdad —insistió Cala, envidiosa y llena de odio. Tenía los ojos llenos de lágrimas, llenos de todo el rencor del mundo. Alguien había arriesgado la vida por volver a abrazar a lomir, su niña. Nadie había venido nunca a buscar a Cala.
Robi la miró durante largo rato. Luego le dijo una cosa absurda:
—Tarde o temprano alguien vendrá a buscarte a ti también. —En cierta manera, esto se le había escapado de la boca por sí solo, se oyó mientras lo decía y se horrorizó. No tenía sentido, además era cruel, porque no tener nada es muchísimo mejor que tener una ilusión y luego ver que se hace pedazos. Simplemente no pudo dejar de decirlo. Miró la carita de Cala, medio escondida tras su melena rubia y sucia, y sus ojos furibundos y desesperados. De nuevo las palabras llegaron como por sí solas a sus labios—. Tarde o temprano alguien te sacará de aquí —confirmó.
Cala palideció bajo la suciedad; sus ojos se abrieron. Se llevó las manos a la boca como para ahogar un grito. O un gemido. A su manita izquierda le faltaba el pulgar, que es el dedo más importante de todos. De repente, en !a cabeza de Robi, detrás de sus párpados, se formó la imagen de la manita de Cala con los cinco dedos completos. Se mordió la lengua casi hasta sangrar para no decir que aquella manita podía volver a ser normal, porque habría sido realmente demasiado absurdo y cruel.
—Eres una bruja, ¿verdad? —preguntó Cala susurrando—. ¿Tu familia es una familia de brujas? ¿Por eso son amigos de los elfos? Pero... escucha... Tú realmente sabes cosas, ¿verdad?... ¿verdad?
Robi no respondió nada.
—Stramazzo chorreaba sangre y fango, deberían haberlo visto, sangre y fango... —continuaba Tracarna. Luego su relato se interrumpió con un grito ahogado. El dragón de alas de esmeralda revoloteaba enorme, espléndido y amenazante sobre sus cabezas. Sobre su espalda se alcanzaba a ver una figura minúscula y blanca. Los gritos de terror se extendieron por todas partes. Hubo una desbandada general. Stramazzo, olvidando sus antecedentes guerreros y heroicos, salió de repente de su arrogante ronquido para exhibirse en una increíble carrera hacia el pajar más cercano. El enviado de Daligar, que le había llevado las condecoraciones, estaba demasiado ocupado escapando en dirección opuesta, hacia su caballo, como para notar la incongruencia. Tracarna acabó también en un pajar, pero antes de llegar, se tropezó con uno de los niños más pequeños y su túnica color azul grisáceo con puntadas de hilo de plata quedó hecha un montón de barro y paja.
Crechio y Morón corrían en la lejanía. Robi se había quedado inmóvil y miraba al dragón. Sus labios esbozaron una sonrisa. Después de un último revoloteo, el dragón viró nuevamente hacia las Montañas Oscuras, sobrevoló sus cimas y desapareció por detrás. Evidentemente su refugio no estaba lejos. Cala estaba junto a Robi y continuaba mirándola estupefacta. Ella tampoco había escapado. Finalmente se atrevió a preguntar:
—¿Ahora que no está lomir, puedo dormir junto a ti?
Robi no tuvo necesidad de pensarlo.
—Por supuesto —respondió.
Capítulo 8
El problema era cómo.
El dragoncito dormía feliz, enroscado dentro de dos vueltas de su cola, como un pajarito en su nido. Fuera el viento ululaba y, a decir verdad, también ululaba adentro de la gruta porque el squeeeeek del recién nacido Erbrow había derribado, una tras otra, todas las láminas de ámbar, y Yorsh no tenía idea de cómo arreglarlas. De todos modos, dentro ululaba menos que fuera y además el vapor del volcán calentaba el ambiente. La temperatura estaba muy lejos de ser perfecta, pero en general era compatible con la supervivencia de un elfo semidesnudo.
Acurrucado sobre una estalactita, como un búho en una rama, Yorsh trataba de ver exactamente cuál era la situación.
¿Cómo conseguir ropa? No podía andar por ahí medio desnudo. El invierno estaba muy cerca. La nieve, que por ahora sólo había aparecido en las cimas más altas, de un momento a otro cubriría el mundo. Además, a los humanos no les gustan los elfos. Y probablemente les gustarían menos aún los que están medio desnudos, y, sobre todo, lo reconocerían aún más rápidamente. Una capucha le escondería el color del cabello y las orejas puntiagudas, lo protegería de un resfriado y también le protegería la cabeza en el caso, para nada improbable, de que lo apedrearan.
¿Cómo enseñarle al dragoncito a leer y a escribir? Trató de recordar cómo le había enseñado la abuela, pero su memoria no llegaba hasta el período en el que no sabía leer. Pero ¿en realidad había sucedido? ¿O uno viene al mundo ya sabiendo leer? Probablemente no. Uno viene al mundo sin saber hacer nada. Después aprende a hablar, y, solamente después de aprender a hablar, aprende a leer. Sí, ciertamente ésa tenía que ser la secuencia. Primero hablar, después leer. De hecho, Monser y Sajra no sabían leer, pero al menos hablaban. El lenguaje de ellos era algo burdo, no superaba la irracionalidad del pensamiento que lo producía, y sin embargo era indudablemente inteligible.
¿Cómo enfrentarse el mundo de los humanos sin terminar lapidado a muerte y/o desollado y/o colgado y/o quemado vivo, o muerto de cualquiera de las susodichas maneras y quemado después de muerto? La respuesta más fácil: tenía que encontrar a Sajra y a Monser. Ellos lo acogerían, lo ayudarían, lo protegerían y lo aconsejarían. Por lo tanto, el problema se trasladaba al paso siguiente: ¿cómo encontrar a Monser y a Sajra? Podría preguntar. Hacía años y años que no hablaba con nadie que no fuera un dragón. Deba entrenarse para preguntar, preparar la conversación.
«Excuse, excelencia...» ¿O imbécil? ¿Cuál de las dos era la fórmula de cortesía? Continuaba confundiéndolas.
No, desde el principio, tenía que preparar la conversación de manera impecable. En caso de equivocarse terminaría apedreado, cosa que no le deseaba a nadie.
"Excuse, noble señor (señora), ¿sabe dónde viven dos fulanos que se llaman Sajra y Monser y que son dos humanos?»
Era mejor quitar la parte de los humanos. De otro modo, al interlocutor le vendría la sospecha sobre su posible no pertenencia al género humano y por consiguiente terminaría apedreado.
«Excuse, noble señor (señora), ¿sabe dónde viven una mujer llamada Sajra y un hombre llamado Monser?»
Podría funcionar. Con mucha suerte y disponiendo de algunos años, quizá un decenio, tarde o temprano los volvería a encontrar.
¿Qué hacer con el dragoncito? No soportaba la idea de abandonarlo. ¿Llevarlo consigo?
¿Cómo hacer para esconder un dragón verde que ahora superaba los mil kilos y que los doblaría antes de terminar el mes? Imposible. Debía abandonarlo. Pero no así, como estaba ahora, perdido en el silencioso desierto de la ignorancia. Tenía que enseñarle a hablar y a leer. Una vez que tuviera suficiente instrucción, Erbrow podría pasar el tiempo cultivándose. Aun descontando los que habían sido carbonizados o roídos, quedaban libros suficientes para pasar agradablemente el tiempo sin sufrir por el abandono o la soledad.
Yorsh, por lo tanto, podría dejar solo al dragón el tiempo necesario para buscar a Monser y a Sajra, encontrar una esposa, evitar las lapidaciones, los colgamientos y las hogueras y regresar.
Máximo un decenio o dos.
Su esposa humana seguramente sería feliz de pasar la vida en la cima de una montaña inaccesible, junto a un dragón, porque no se encuentra un dragón todos los días, y además podría resultarle útil para encender el fuego y cocinar un poco de fríjoles, ya que los humanos siempre tienen el problema de su incapacidad al respecto. Además, ¿qué situación más idílica que quedarse toda la vida en una biblioteca que contiene todo el saber humano, o al menos lo que restaba de éste, que de todas maneras era considerable? Les enseñaría a sus hijos la lectura, la escritura, la astronomía, la geometría, la zoología y la danza, alimentándolos con habas doradas y pomelos rosados. A lo mejor así, sin comer conejos muertos, podrían llegar a ser menos toscos que su madre y también apestar un poco menos de lo que apestan los humanos generalmente.
El plan era perfecto, el problema era cómo.
Yorsh trató de bajarse de su estalactita. No era fácil porque Erbrow le había roído sus zapatos de junco de mandarino silvestre trenzado, pocos días después de salir del huevo, hacía dos semanas, cuando le estaban saliendo los dientes posterolaterales, que deben de molestar muchísimo. Además, 'como si no bastara con esto, el tapete de mariposas amarillas y doradas del suelo de la gruta había sido reemplazado por una gruesa capa de excrementos de pájaro.
Yorsh no era el único que había advertido que la temperatura en el interior de la caverna era mucho más tibia que la temperatura helada del exterior, y a través de las ventanas quebradas todos podían buscar refugio. Prácticamente la parte de arriba de casi todas las estalactitas estaba ocupada por nidos de alguna cosa. Había cañizas y algunos estorninos, pero la gran mayoría eran urracas. Yorsh no pudo dejar de notar que éste era el animal que más fuerte batía sus alas, el que más gritaba y peleaba y el que más excrementos producía. Dando saltitos rápidos y cortos de un punto limpio a otro, el joven elfo alcanzó las enredaderas de habas doradas. En un rincón, un pichón de urraca cazaba las últimas mariposas aterrorizadas, que estaban luchando valientemente contra la extinción. El pajarito aleteaba feliz hasta que un enorme búho lo agarró.
El pichón no tuvo tiempo ni de gritar; plumas y sangre volaron por doquier, sobre las habas doradas, el suelo y el pecho del joven elfo, que sintió por un instante que el estómago se le contraía por la mezcla de exasperación y horror que ya se había vuelto su humor de costumbre.
El estrépito había despertado al dragón, que abrió los ojos y levantó la cabeza. Yorsh lo alcanzó saltando sobre montones de excrementos, plumas y residuos de huesillos descarnados por los búhos.
Después del magnífico vuelo sobre el mar del día anterior, habían regresado a la biblioteca; pero el tiempo que habían pasado fuera había sido lo suficientemente largo para transformarla en una especie de madriguera para animales. Sólo la habitación central, aislada de todo, cerrada y llena de libros, estaba aún limpia y decente, pero, precisamente, aparte de los libros, allí dentro no cabía ni un canario, y mucho menos ellos dos.
Yorsh se organizó con calma. El dragón lo estaba mirando. Adormilado, pero atento. Yorsh le sonrió, la enseñanza tenía que ser una experiencia placentera para el alumno.
Ninguno de los libros que había leído se refería a los niños pequeños, pero una buena parte de los textos de filosofía hablaba sobre cómo enseñar. Más o menos dos terceras partes de ellos recomendaban los palmetazos en los dedos para mejorar el proceso de aprendizaje, mientras la otra tercera confiaba en la teoría del juego para enfocar la atención del alumno. Los dragones no tienen dedos, y darle palmetazos a una criatura de mil kilos o más (en el caso de que él encontrara el valor para hacerle daño a Erbrow) podría ser incompatible con la supervivencia; por lo tanto Yorsh decidió confiar en el sistema suave. La enseñanza debía parecer un juego.
Puso en el suelo las habas: un haba a un lado, dos al otro, luego tres juntas y así hasta llegar a tener seis. Quizá podía enseñarle lenguaje y matemáticas a la vez.
—Haba —dijo señalando el haba que estaba sola. Sonrió y aplaudió—. Ha-ba; ha-ba. —Otra sonrisa, un saltito y un aplauso con cada letra.
Erbrow había levantado la cabeza y lo miraba perplejo. Perplejo, pero interesado: ¡funcionaba!
—H-a-b-a —repitió Yorsh—. H-a-b-a: un haba, dos habas. Haba, haba. Uno, dos. Un haba. Dos habas. Más habas. —Un saltito, dos saltitos, más saltitos. Aplauso y risotada.
El dragón no le quitaba los ojos de encima. Cada vez más perplejo, pero cada vez más interesado. Definitivamente era el método apropiado.
—Haba, habas. Uno, dos. Un haba, dos habas. Hache-abe-a: ¡haba! —Yorsh sonrió radiante y satisfecho.
—¿Te has transformado en un imbécil esta noche, oh jovencito elfo, o ya lo eras y yo no me había dado cuenta? —preguntó el dragón educadamente—. Y por favor, ¿no hay algo más de comer que no sean habas doradas y mandarinas rosadas? Si las veo de nuevo, podría revolvérseme el estómago, y este suelo, como está ahora, es ya una indigna y sucia letrina.
Capítulo 9
Había bastantes cosas que no estaban escritas en el incompleto libro de dracología. Las nociones que el jovencito tenía sobre los dragones eran limitadas, escasas, incompletas y decadentes como las hojas en el invierno o las manzanas durante las épocas de escasez. Era necesario volver a explicarle todo desde el principio con la paciencia de los dragones, grande y amplia.
—¿A través del huevo? —Yorsh estaba aterrado.
—A través del espesor del huevo —confirmó el dragón pacientemente. La paciencia de los dragones es amplia, como los prados que se abren sobre las montañas, mientras que la inteligencia del jovencito parecía angosta como los trasteros donde se guardan las escobas. El dragón se sorprendió, recordaba algún libro donde se afirmaba categóricamente cuan astutos e inteligentes eran los elfos—. De otro modo, según tú, ¿por qué otra razón se sentaría un dragón durante años sobre un huevo?
—Para calentarlo. Como los pájaros —propuso Yorsh.
La comparación enfrió al dragón como lo hace la nieve helada en la espalda. Se le erizaron las escamas de la cola. ¿Como los pájaros? Pero ¿cómo se atrevía? Su padre y el padre de éste habrían vengado con sangre, o mejor dicho con fuego, una afrenta de ese tipo. Un poco de fuego y un poco de romero. Fuego, sal y un poco de romero. Parecía un jovencito sabroso. No, definitivamente no. Por más tonterías que pudiera decir o pensar, no se puede asar a quien te sacó del huevo, te enseñó a volar y te entretuvo, o a quien calentó y asistió a tu padre mientras te incubaba. El dragón suspiró y luego comenzó de nuevo a explicarle con voz lenta y calmada, agotando realmente lo que le quedaba de paciencia, que en los dragones es infinita al igual que su belleza, su modestia y su genialidad. Le explicó que los pájaros eran precisamente pájaros porque tenían el cerebro de un polluelo. El águila también: cerebro de gallina, mirada fiera y una estupidez abismal. Un pájaro pone su propio cuerpo sobre un huevo porque, dado que es pájaro, es irremediablemente tonto y no cuenta con otros sistemas para calentarlo. Ellos eran dragones. Dragones. ¡D-r-a-g-o-n-e-s! ¿Le quedaba claro el concepto al joven elfo, o sería necesario que se lo silabeara dando saltitos sobre las garras? Bueno, si el problema fuera calentar el huevo, ellos, que eran dragones, ¡dragones!, calcularían la temperatura y el tiempo necesarios y la obtendrían por combustión, refracción, o por el aprovechamiento del vapor. Si ellos se quedan con las ancas puestas sobre el huevo en vez de irse de paseo a explorar el universo y a mejorar el mundo con su presencia, es porque, durante la incubación, el pensamiento se transfiere directamente del dragón padre al dragón hijo. Ellos no pensaban con el trasero. El hecho era que el sistema reproductivo del dragón tenía un desarrollo maravillosamente intermedio entre el del ave fénix y el de los elfos, gallinas, hombres, perros, canarios, delfines, pingüinos, tiburones... Sí, claro, y seguramente también el de las mariposas. Si Yorsh dejara de interrumpirlo continuamente, la conversación sería más agradable. Entre otras cosas, ¿no había querido el elfo encargarse de la tarea de enseñarle a hablar? ¡Exactamente!, él ya sabía hacerlo, ¡por lo tanto debería gozar de ello en silencio! ¿Dónde se había quedado? ¡Odiaba que lo interrumpieran! Era algo detestable. ¡Detestable! ¿Le había mencionado ya que los dragones son magníficos, la obra más grande de la naturaleza, la esencia misma de la creación? Seguramente se le había olvidado debido a que continuamente se veía interrumpido por sus frecuentes e insulsos comentarios. ¿Quién le había enseñado a hablar? Obviamente su padre, ¿quién si no? «Su excelentísimo padre», si en realidad quería referirse a él correctamente; había aprendido de su memoria. El cerebro del dragón padre se concentra en el cerebro del recién nacido y le comunica todos sus conocimientos y recuerdos, de tal modo que el recién nacido, apenas sale del huevo y es instruido en el vuelo, es ya..., ¿cómo decirlo?... Pues bien, existe sólo una palabra: «perfecto».
Él hablaba de una forma diferente a su excelentísimo padre. Bueno, estaba bien, si Yorsh lo consideraba importante podría llamarlo simplemente Erbrow el Viejo, pero le parecía que le restaba importancia. Pues los dragones hablan la misma lengua que los humanos, y la lengua de los humanos se modifica un poquito de generación en generación. La vida de los dragones es larga. El dragón, cuando incuba, es decir, cuando está viejo y cansado, retoma su primera lengua, la que aprendió cuando era un niño, o sea, en el caso de Erbrow el Viejo, la de la segunda dinastía rúnica. Él, Erbrow el Joven, hablaba la última que el Viejo había usado, la lengua común.
—Volvamos al principio —continuó el dragón—. El sistema reproductivo del dragón tiene un desarrollo intermedio entre el del ave fénix y el de los elfos. ¿Has visto alguna vez un ave fénix? ¿No? Obviamente no; las últimas se remontan al tiempo entre la tercera dinastía rúnica y la era del medio, y vosotros, los mezquinos elfos, no asimilasteis el conocimiento de vuestras antepasadas aves. El ave fénix regeneraba su propio ser por medio del fuego; siempre era el mismo individuo. ¿Comprendes? El fuego era la piedra filosofal, su camino hacia la eterna juventud. Era inmortal hasta que a alguien se le ocurrió torcerle el pescuezo y prepararla en estofado. Por suerte, el estofado era sabroso y el romero abundaba, y las hemos extinguido.
—¿Las habéis extinguido? ¿Vosotros extinguisteis las aves fénix? ¿Que eran inmortales? Y vosotros las... las... extinguisteis...
¿Y ahora qué le pasaba al jovencito? ¿Tampoco recordaba cómo se habla?
Yorsh se había quedado sin palabras. Parecía que le hubieran acabado de echar un jarro de agua fría encima. ¡También respiraba mal! El joven dio un paso atrás, uno de sus pies descalzos resbaló sobre un huesillo de búho medio descamado, se cayó y su trasero fue a dar sobre la capa de excrementos de pájaro que recubría el suelo.
Quizá a los elfos la inteligencia les llegaba cuando eran un poco más viejos.
—¿Te sientes bien? —le preguntó Erbrow.
—Vosotros extinguisteis... —balbuceó de nuevo—, pero, ¿cómo pudisteis?
—Pues no fue difícil. —El dragón se emocionó al recordarlo, no era su propio recuerdo, lo había absorbido de la memoria paterna, pero era algo que le hacía la boca agua—. Algunas hojas de romero y un poco de sal marina. Cocinarlas poco, igual que los pescados.
¡Debieron de haber sido aves magníficas!
—Exactamente, también las fresas son magníficas y nos las comemos. Las aves fénix eran los pájaros más indignamente obtusos, más completamente insulsos y más brutos que jamás hayan sido creados. Cuando alguien nace tan descerebrado, no se puede lamentar si después resulta extinto. Las únicas cosas que tiene un ave fénix en la cabeza son las plumas de la cola y arrugas debajo de los ojos. Sólo alguien que las haya conocido sabe a qué me refiero.
«Hablar con un ave fénix es desolador, es como estar en medio de un prado de hierba seca y flores que nunca brotan. La desolación me invade el cerebro sólo con recordarlo. Y además fue un gesto misericordioso, porque su existencia es puro sufrimiento. Dispuestas a quemarse vivas para no envejecer. No nacía ni una nueva ave fénix, ¿entiendes? ¡Lo que resurgía era siempre el mismo polluelo con la cabeza llena sólo de tonterías! —El dragón suspiró—. En cambio, el sistema es diferente para los perros, gatos, canarios, pollos, elfos, jabalíes y, ahora que lo pienso, también para las mariposas: hay un padre y una madre, y éstos se unen y tienen un hijo o dos o cinco o, en el caso de los conejos, hasta once o quince. Y estos hijos no son ni el padre ni la madre, son una criatura nueva. Tienen la nariz del padre, los ojos de la abuela, el dedo gordo de la madre, los dientes de atrás de la otra abuela. El hijo es nuevo, único e irrepetible, y para educarlo hay que comenzar de cero. Todo es fruto de la enseñanza, desde los elementos de la comunicación escrita y oral, hasta hacer pipa en un recipiente y caca lejos de la casa. ¿Entiendes? A propósito de excrementos, hijito, ¿te has dado cuenta de dónde te has sentado?
El jovencito debió de haberse golpeado la cabeza, cuando era pequeño, contra algo muy duro. Al igual que el que escribió que los elfos eran las criaturas más geniales del mundo.
Yorsh asintió. Se había dado cuenta de dónde se había sentado.
Se levantó con esfuerzo y se dispuso a salir de la gruta. Había un pequeño pozo de agua, no muy lejos, donde podría lavarse. El dragón lo siguió.
Por un lado, Yorsh se sentía aliviado, infinitamente aliviado, pero por el otro tenía una extraña sensación. Cómo decirlo, después de todo, en general, lo preferiría de nuevo recién nacido. Chillón y desastroso, y que lo mirara con adoración.
Ahora no chillaba y no quemaba, pero la adoración sin duda escaseaba.
La niebla envolvía el mundo. El horizonte se perdía en la bruma. El pozo era de agua gélida, pero limpia. Yorsh se quitó de encima sus trapos desgarrados, sucios y fétidos y luego se zambulló con decisión.
—El dragón no es exactamente el padre, pero es una copia similar a éste y asimila la ciencia, los conocimientos y el recuerdo del ave fénix asada, a través del cascarón del huevo. La madre naturaleza no deja jamás de sorprendernos con su genialidad —dijo el dragón con tono inspirado y conmovido—. Y puesto que el dragón es ya una criatura perfecta, no tendría sentido hacerle ninguna modificación, mientras que vuestro sistema lleva siempre a tener hijos diferentes con la esperanza, bueno..., de que tarde o temprano... haya alguna posible, cómo decirlo... —el dragón miró al elfo con bondad, mientras buscaba la palabra—, mejoría —propuso finalmente, con una sonrisa amable.
Sin duda Yorsh tendría que haber disfrutado más la adoración mientras la tuvo. Ahora que lo pensaba, su destino era darse cuenta de las cosas buenas cuando ya las había perdido.
El agua estaba muy fría. Soñó con ser un pez. El frío se volvió agradable. El agua se deslizó sobre él, acariciándolo.
El dragón continuó:
—El huevo se pone y la incubación comienza al final de la vida del dragón, justamente para que el dragón pueda poner todo su conocimiento, toda su experiencia y todos sus recuerdos dentro de la nueva criatura —añadió con tono inspirado—. Durante la incubación, el dragón usa sólo una pequeña parte de su cerebro, la occipital, que es también la más..., cómo decirlo...
—¿Estúpida? —propuso Yorsh. Estaba empezando a colmarle la paciencia.
—¿Comprendes que podría quemarte como a un mirlo, dorarte como un pincho, fulminarte en la gloria de las llamas? —preguntó el dragón, enojado.
—Nunca lo harías.
—¿Por qué estás tan seguro? ¡No puedes leerme el pensamiento, en todo caso no a esa distancia!
—Porque cuando me miras meneas la cola —respondió secamente el muchacho.
El dragón se sintió un poco mal. Se sentó sobre su cola para impedirle cualquier movimiento.
—Encuentro detestable tu gusto por términos tan crudos —le informó arrogantemente—. El cerebro occipital es el más... primitivo, mientras los lóbulos superiores, frontales, parietales, medianos y límbicos, son las sedes del coraje, del conocimiento, de la inteligencia, de la magnificencia y de… ¿cómo decirlo?
—¿La vanidad insoportable? —propuso Yorsh, de nuevo.
—Del orgullo —corrigió el dragón—, orgullo. Conciencia y orgullo de la propia superioridad. —Esta vez el dragón estaba realmente enojado—. Decía que el dragón usa sólo su cerebro inferior para pensar, comer, dormir y vivir, porque el superior está en contacto permanente con el cerebro del dragón nuevo para comunicarle todo su saber. Así que, cuando el dragón nace, tiene todos los recuerdos del padre, y en cuanto hace su primer vuelo y conecta las diferentes partes de su cerebro está listo para ser...
—¿Para ser...?
—Perfecto. ¡Absolutamente perfecto! ¡Perdona, pero cuando hablo de nuestra perfección, pues, sí, me emociono! —Una lágrima de emoción descendió por la mejilla del dragón. Al llegar al borde del labio se soltó, dio un salto en el vacío e hizo plop, aterrizando en el agua, donde dibujó una serie de círculos concéntricos.
Debió quedarse bebé.
Ya estaba limpio. Yorsh salió del agua. El viento helado cubrió su piel mojada. Temblaba. Estornudó. Los ojos del dragón, perdidos en la autocelebración de su magnificencia, bajaron para mirarlo.
—Estás temblando como una hoja de otoño sacudida por un viento helado —notó—. Esto significa tener frío —concluyó la bestia complacida y triunfante ante su propia sagacidad.
—Sabía que no podría ocultártelo —confirmó Yorsh; detestaba el tonito del dragón.
—Puedo sólo imaginarlo e intuirlo, sabes. Nosotros los dragones no sabemos qué es el frío —continuó el dragón complacido y jactancioso—. Las escamas son aislantes térmicos excepcionales, por no mencionar las dos alas internas interescapulares revestidas de pelo...
—La admiración me está sofocando —repuso el elfo cada vez más molesto y frío. Frío en todos los sentidos. Tenía que abandonar el espacio abierto y buscar alguna forma de calentarse dentro de una caverna fría llena de excrementos de pájaro. Tal vez quemando los excrementos podría reunir algo de calor, pero no era una perspectiva muy agradable. ¡Si sólo sus dientes dejaran de castañear!
El dragón lo miró un largo rato, luego extendió las alas y las dos enormes bolsas internas se abrieron, cálidas y muy suaves, como un doble marsupial.
—Sube —le propuso—, vamos a volar.
—¿Volar? —Durante un instante Yorsh se quedó parado; estaba tan irritado que había incluso olvidado lo hermoso que era volar. ¿Hermoso? ¡Magnífico!
—Volar —confirmó el dragón guiñándole el ojo. Extendió sus alas aún más, casi como en un abrazo—. Aquí estás caliente —le recordó.
—¡Volar! —confirmó Yorsh, saltando en medio del pelo cálido y suave—. Esta vez hacia las montañas.
Había pasado, bruscamente, de tener un insoportable hermano menor a tener un insoportable hermano mayor, pero en general, para algunas cosas, como por ejemplo el vuelo, ¡era mejor ahora que cuando era un recién nacido! Mientras se subía a la espléndida grupa del dragón, retomó la conversación.
—Escucha, las mariposas...
—¿Y sigues aún con lo de las mariposas?
—Ya te lo dije, sólo las he tenido a ellas para observar. Bueno, te quería preguntar algo, tú dijiste que los perros, gatos, canarios, gallinas y elfos se reproducen como las mariposas. Entonces, ¿yo también nací de un huevo? ¿Verdad? Según tú, ¿lo incubó mi madre o mi abuela? La abuela, ¿verdad?, ya que a mi madre la perdí muy pronto... ¿Mi esposa incubará nuestro huevo, quiero decir, nuestro hijo, o también podré hacerlo yo? ¿Los elfos incuban como los dragones y las gallinas o dejan el huevo en algún sitio para que se incube por sí mismo como las mariposas? ¡También las arañas! Una vez vi una araña que ponía...
El dragón se quedó sin aliento. Jadeó.
—Perdona, hijito, ¿pero ninguna de las personas que te has encontrado, o ninguno de los libros que has leído te has explicado los hechos de la vida?
Yorsh se dio cuenta de que la cosa que más detestaba en el mundo era que lo llamaran «hijito».
—¡Claro! —respondió enojado—. Mi abuela me explicó bien el Decreto para la Protección de los Elfos y las Leyes Especiales para los Elfos, por no hablar de los doce libros de derecho y cuarenta y seis de historia...
El dragón prorrumpió en una larguísima e insoportable carcajada. De vez en cuando conseguía dejar de reírse; luego lo miraba a la cara y volvía a empezar. Insoportable.
—Ponte cómodo, hijito —dijo finalmente—, te explicaré un par de cosas mientras volamos.
Definitivamente, una especie de hermano mayor.
Capítulo 10
El día era gris. La niebla hacía que el mundo fuera indistinguible y mágico, con las sombras de los grandes pinos que se alternaban con la claridad de sus copas.
Erbrow se dirigió con decisión hacia arriba. Le preguntó al joven cuál era su plan, y esta pregunta resultó ser interesante, porque Yorsh se vio forzado a elaborar uno.
Irían a buscar a Monser y a Sajra, los dos humanos que lo habían recogido, salvado, protegido y consolado. Y también irían a conseguir ropa... No, era mejor invertir el orden: primero la ropa, luego los humanos. No sería adecuado aparecerse en medio de los humanos desnudo como una mariposa. A lo mejor no se decía «desnudo como una mariposa», sino «como una oruga»...
—Como una «lombriz» —sugirió el dragón.
Como una lombriz, exactamente. Conseguiría ropa, con la ropa encontraría a la mujer y al cazador, y luego, también con la ayuda de éstos, encontraría una esposa, humana obviamente, que estaría feliz de irse a vivir con él toda la vida en una gruta azotada por los vientos, en una montaña por lo demás inalcanzable para alguien que no tuviera alas, comiendo habas doradas junto a un dragón. Cualquier chica se entusiasmaría ante semejante perspectiva, no tenía la menor duda, claro que no, ¿por qué habría de tenerla? Para conseguir la ropa había pensado en ir a la aldea de Arstrid, que es taba inmediatamente después de las montañas: si seguían el río, meandro tras meandro, llegarían. Allí habían sido amables y no odiaban a los elfos. No era del todo imposible que el cazador y la mujer se hubieran establecido allí: era un buen sitio para vivir. El problema era cómo conseguir la ropa. Debía darles algo a cambio y no tenía nada; además se añadía el inconveniente de tener que comerciar desnudo como una oruga.
—Como una lombriz —corrigió de nuevo el dragón.
Tuvieron una compleja discusión sobre cómo conseguir algún tipo de vestido. Yorsh había pensado en una de las dos copias del tratado de astronomía múltiple de Gervasio el Astrónomo, cuarto rey de la tercera dinastía rúnica. Podría cambiar una copia por la ropa... No, no se le había ocurrido pensar que una humanidad pobre y analfabeta consideraría el tratado de astronomía de Gervasio el Astrónomo como un bien de dudoso valor... En todo caso, podrían mirar los dibujos. El tratado tenía grabados que eran sublimes, por decir poco... No, no se le había ocurrido que cuando uno se está muriendo de frío y lo único que tiene para comer es polenta y castañas, el sentido estético se vuelve estéril... En todo caso no se mencionaba el tema de robar la ropa... Imposible, a no ser que Erbrow insistiera; antes que robarla preferiría seguir andando desnudo como una oruga... Sí, está bien, lombriz, lo que fuera...
Finalmente, la niebla se abrió bajo ellos y se dieron cuenta de que estaban encima de Arstrid.
A Yorshkrunsquarkljolnerstrink le preocupaba que pudiera ser visto desnudo como una mariposa o una oruga, mmm... sí, como una lombriz, mientras revoloteaba en la espalda de un dragón, pero se dio cuenta de que su preocupación era en vano: lo que quedaba de Arstrid no era mucho y la única cosa que subsistía eran los cuervos.
Había un mayor número de casas que las que recordaba, pero estaban ennegrecidas por el fuego, con los techos hundidos, y lo que quedaba de las puertas chirriaba inútilmente en las bisagras.
Lo que habían sido viñas había quedado reducido a algunos pedazos de vides silvestres, que seguían creciendo en lo que quedaba de las cañas carbonizadas. Los manzanos habían sido derribados. Una barca yacía boca abajo y desfondada sobre la pequeña playa junto al esqueleto deshecho de una vaca y los huesos medio descarnados de algunos animales más pequeños, quizá ovejas o perros. En medio de lo que había sido la plaza de la minúscula aldea estaba la olla de la concordia, abollada, ennegrecida e inservible.
El dragón aterrizó.
Yorsh se sentía como si se le hubiera muerto un amigo. Durante su larga permanencia en la gruta había fantaseado con su regreso al mundo de los humanos, dado que el de los elfos ya sólo existía en los libros de historia, y siempre sus fantasías comenzaban en Arstrid, a partir de Arstrid. Imaginaba que llegaría, compraría ropas cambiándolas por un libro antiguo o por algunas habas doradas, preguntaría dónde estaban Monser y Sajra y los habitantes de Arstrid le mostrarían dónde, porque seguramente no sería muy lejos. Era la aldea más acogedora que habían encontrado y la más alejada de los soldados de Daligar; seguramente sus amigos estarían allí. Se reencontraría con Sajra y Monser, que le dirían: «Oh, pero qué guapo estás, cuánto has crecido, cuánto nos alegra verte», y él les diría: —Pero claro, también me alegra veros, vengo a agradeceros el haberme salvado la vida cuando era un niño». Luego abriría su alforja y les mostraría las habas doradas, y ellos dirían que eran maravillosas y entonces se abrazarían.
La voz del dragón sobresaltó a Yorsh. Se había perdido nuevamente en sus fantasías.
En su vida, Erbrow sólo había visto una caverna, algunas montañas, un bosque y el mar, sin embargo era suficiente para saber que por donde se encontraban ahora era un lugar desolado, por no decir más. Era horrendo, para decir algo más. Del esqueleto de la vaca salían unos gusanos blancuzcos y gordos y un hedor pestilente. Los cuervos revoloteaban y graznaban alrededor. La niebla se disipó empujada por una brisa leve que hizo golpear violentamente una puerta; bajo esta luz más vivida el espectáculo no mejoró. El joven elfo estaba lívido. La desolación parecía oprimirlo y llenarlo, como cuando muere alguien que amamos mucho. El dragón buscó en sus diversos recuerdos: en los de su padre y en los del padre del que estaba antes de él, para saber cómo consolar a alguien, pero no encontró nada. Trató de pensar en algo que pudiera consolar a Yorsh.
—Las personas que vivían aquí no están muertas —dijo con decisión, señalando a su alrededor—, sólo hay huesos de vacas, ovejas y perros. Ningún humano, ni adultos ni niños. Todos se fueron. O los han echado. O se los han llevado a otro lugar... De esto me acuerdo, es una costumbre humana el mover a la gente de un sitio a otro, y si uno dice: «No, gracias, a mí me gusta este sitio»., lo cuelgan de un árbol con una cuerda que pasa por el cuello y esto no es bueno para la respiración.
Funcionó. El joven elfo inmediatamente salió de su estado de inmovilidad y desesperación.
—¡Es verdad! —dijo. Luego dio una vuelta corriendo a lo que quedaba de las cabañas quemadas—. No hay nadie ni vivo ni muerto. ¡Sólo pueden estar en alguna otra parte! A lo mejor escaparon, o quizá los han..., ¿cómo se dice?, mmm... sí, desterrado. Es cierto, sabes, los humanos acostumbran desterrar a las personas, lo hicieron también con los elfos. Nos pusieron en ciertos lugares horribles llamados «Lugares para Elfos», y allí nos moríamos uno tras otro.
—¿De qué?
—De hambre, creo, devorados vivos por los piojos.
—Pero ¿los elfos no son magos?
—Tienen algunos poderes. ¿Y qué?
—Pero ¿no podían hacer algo? ¿Quemar a los agresores, fulminarlos, hacer que les cayera la peste? ¿La urticaria?
—No es tan simple. No todos los elfos son magos. Mi padre no lo era en absoluto. La mayor parte de nosotros sólo sabe encender fuegos pequeñísimos y resucitar mosquitos.
—Resucitar mosquitos. ¿Qué clase de poder es ése?
—Depende del punto de vista; para los mosquitos es importante. Tú notas en tu cabeza su alegría por estar vivo de nuevo y te sientes muy bien. Dejando los mosquitos de lado, ningún elfo sabe causar ningún tipo de enfermedad, ni lo querría. Sólo algunos entre nosotros, algunos casos raros, tienen poderes que podrían ser útiles durante una guerra, pero los hombres creen que éstos son unos conocimientos generales y por eso la emprendieron contra todos nosotros. Como no tenían poderes verdaderos, salvo algunas excepciones, los elfos no pudieron evitar el destierro, y cuando se dieron cuenta de que en los Lugares para Elfos los esperaba la muerte por inanición, ya era tarde, ya estaban diezmados, empobrecidos y entristecidos. La magia se ahoga en la tristeza, sabes. Cuando a una madre se le muere un hijo pierde para siempre la capacidad de hacer cosas mágicas.
—Pudieron haber usado las armas viejas: espadas, flechas, alabardas. ¡Los elfos han sido grandes guerreros, arqueros grandiosos!
Yorsh se quedó pensativo. No sabía qué decir. Habían sido guerreros, claro, pero eso había sido antes. Antes de que aprendieran a leer el dolor y la alegría en la cabeza de las personas. Si la felicidad de un mosquito es tan grande cuando revive, cuan grande será el horror de un hombre cuando lo están matando. Debió de ser eso lo que los paralizó. Y además eran pocos y desunidos. En los siglos pasados ya había habido persecuciones. Persecuciones homicidas. La última vez, los estaban desplazando de un lugar a otro, o por lo menos ésa era la impresión que ellos tenían. Podían llevar sus libros con ellos. No debió de parecerles tan grave. Cuando se dieron cuenta de lo que estaba sucediendo, ya había sucedido, ya habían cedido tanto... No les habría servido para nada combatir, solamente para aumentar su sufrimiento... Y había algo más; mientras más lo pensaba, más percibía lo fundamental que había sido: todo el mundo quería verlos muertos...
—¿Y moristeis para quedar bien con ellos? ¿Para no desilusionarlos? Muy corteses, realmente. —El tono del dragón estaba nuevamente yendo hacia el sarcasmo, pero esta vez Yorsh no se ofendió.
Se quedó pensando, porque ahora que hablaba sobre esto con alguien, los pensamientos se iban aclarando en su cabeza. Al hablar sobre el tema lograba entenderlo.
—La magia se ahoga en el odio. —Ése era el problema—. No, espera, el pensamiento se ahoga en el odio. El deseo de vivir, el de combatir... Cuando todos te gritan el camino, es más fácil dejarse ir, dejarse llevar... No, no el camino más fácil, el único posible... El cazador y la mujer arriesgaron sus vidas por salvar la mía... Esto quiere decir que ellos... pues sí, me amaban; quizá me amaban a pesar de ser un elfo, no porque fuera un elfo, no importa, para ellos valía la pena arriesgar la vida para que yo viviera... Eso es, sí, cuando todos gritan contra ti es suficiente que una sola persona luche por ti para que recuperes tu fuerza, tu capacidad de lucha... Si esta persona no existe, estás muerto y tu gente se muere contigo...
El muchacho sacudió la cabeza. Luego la bajó. La brisa se transformó en viento. La puerta golpeó violentamente. El joven elfo se estremeció. El dragón se enterneció.
—En cuanto tengas ropa, buscaremos a los habitantes de esta aldea. —Yorsh se animó. Levantó la cabeza. Asintió—. Aquí ya no hay nadie —añadió el dragón—. Quizá podrías dar simplemente una ojeada alrededor para ver si hay algo que te pueda servir para cubrirte.
—¿No sería un hurto?
—No —el tono del dragón se había vuelto dulce—, claro que no. Sería simplemente tomar cosas que ya no le sirven a nadie.
El joven elfo volvió a recorrer la aldea. Todo estaba destruido o quemado. En la que debió de haber sido la cabaña más grande, encontró lo que quedaba de una barquita de juguete y una muñeca de trapo, que se llevó consigo y que le atravesaron el corazón con una nueva puñalada de tristeza. Algo blanco se materializó entre la bruma. Era un perro grande, viejísimo, escuálido: había estado agazapado entre los cañaverales hasta ese momento, quizá asustado por el dragón. Pero cuando Yorsh tocó los juguetes el perro consiguió levantarse y ahora se arrastraba hacia él, mientras agitaba la cola débilmente. Tenía una pupila totalmente blanca por la ceguera, pero conservaba algo de su olfato.
—¡Fido! —gritó Yorsh—. Fido. Fido, Fido. —¡Era el perro de ellos! Mejor dicho, de Monser y Sajra—. Fido. Fido. ¡Fido!
El perro también lo había reconocido. Yorsh se arrodilló en el suelo, pasó sus brazos alrededor del viejo cuello cubierto de pelo ralo, grisáceo y sucio. El perro le cubrió el rostro a lametones. Cuando las manos de Yorsh tocaron la frente del perro, llegaron recuerdos confusos a su conciencia: gritos, olores ásperos, fuego, miedo. El perro recordó que mientras la aldea ardía, un caballo le había dado una patada que lo había dejado cojo. Además había otros recuerdos, otros olores: el hambre, la soledad, la nostalgia, los días pasados peleándose con los gusanos por los viejos esqueletos, con la esperanza de que alguien regresara. Y ahora alguien había regresado. Ya no tenía que vigilar más. Ya había logrado su objetivo. Yorsh había llegado, había encontrado la casa, de alguna manera pondría las cosas en su lugar. Regresarían los olores de antes, los antiguos olores a manzanas secas, a perdices asadas, olores sabrosos de gente que se ama. Yorsh volvió a ver, por un instante, en la memoria del perro las figuras de la mujer y del cazador y por un segundo una sombra vaga y pequeña, alguien que jugaba con la muñeca y la barquita.
Fue un abrazo larguísimo. Yorsh estaba inclinado y sus brazos rodeaban el pecho del perro. El elfo percibió en él un cansancio infinito; ahora que su guardia había terminado sólo deseaba descansar. Sintió que la respiración del perro se hacía cada vez más lenta hasta que se detuvo por completo. Sintió que el corazón daba un latido, luego otro más débil, luego, después de un intervalo, todavía otro y, finalmente, el último. Y después nada más. Yorsh se quedó quieto, abrazando al perro durante largo rato, sintiendo el calor que abandonaba su cuerpo y los músculos que comenzaban a ponerse rígidos. No había hecho nada para retenerlo, pero se resistió a soltar su abrazo. Ya no tenía dudas, Monser y Sajra habían vivido allí, en la aldea, en la casa donde estaban los juguetes. Algo terrible debía de haberles sucedido; ahora más que nunca tenía que buscarlos.
Yorsh dejó de abrazar al perro, le hizo aún una última caricia sobre los ojos y luego lo sepultó en la playa en un hueco que Erbrow excavó rápidamente de un coletazo. Continuó buscando afanosamente algo de ropa; ahora la necesitaba más que nunca para moverse en el mundo de los humanos.
Yorsh estaba por renunciar cuando tuvo un inesperado golpe de suerte. En la cabaña más lejana encontró un viejo baúl escondido debajo de un pedazo de escalera, las piedras de las gradas lo habían protegido del fuego. Era un baúl pequeño, hecho de fina madera de nogal. La cerradura de hierro forjado con flores grabadas por encima estaba cerrada, pero el dragón resolvió el problema con un zarpazo. Adentro había un largo vestido blanco hecho de lino puro, completamente cubierto de florecitas bordadas. Debió de haber costado años de trabajo. Alrededor de las mangas y en el borde inferior de la falda tenía enganchados unos pequeños pedazos de tela con dibujos hechos con agujeritos. El dragón dijo que eso se llamaba encaje. La parte anterior del corpiño tenía una M bordada.
Yorsh se quedó atascado entre los diversos velos que se superponían, pero finalmente logró ponérselo. Al menos ya un problema estaba resuelto.
El dragón creía recordar que, entre los humanos, los hombres nunca, por ningún motivo, se ponen vestidos blancos hechos de encajes, bordados y puntilla, y que las mujeres sólo los usan un día en la vida, exactamente el día de su boda, pero como esto no le parecía importante, decidió no mencionarlo. Los dragones nacen desnudos y así se quedan hasta el final. Las complejas costumbres humanas sobre el vestir estaban almacenadas en algunas de sus memorias como un oropel inútil, una tradición extraña e incierta, nada por lo que valiera la pena entablar una discusión.
Capítulo 11
No era que Robi realmente supiera leer.
Y no era que saber leer estuviera realmente vetado.
Tracarna y Stramazzo eran capaces. Leían los raros despachos que les llegaban de Daligar con una solemnidad exagerada, en realidad con auténtica petulancia, después de haber inflado el pecho como pavos. Para todos los que no tenían nada que ver con la Administración, leer no era muy aconsejable, o quizá sería más correcto decir que era desaconsejable, un conocimiento sospechoso. En Arstrid, el pueblo donde Robi había nacido, sabían leer un poquito y también tenían una especie de escuela. Arstrid era una aldea agradable, literalmente enclavada en medio de cosas ricas para comer: por un lado estaban las truchas del río y por el otro las manzanas de los frutales; en medio estaban las huertas y las gallinas y por detrás las colinas con las vacas; esto quería decir leche que luego se convertía en mantequilla.
Cuando no había truchas para pescar, manzanas para recoger, vacas para ordeñar o cercas para arreglar, es decir, dos veces al año, el jefe de la aldea reunía ruidosamente a todos los niños y trataba, sin ningún método, de manera incongruente y caótica, de enseñarles el alfabeto, que era todo cuanto sabía. Las lecciones transcurrían entre las risas de los alumnos y las muecas cómicas del jefe de la aldea, y finalizaban cuando, en un momento dado, llegaban las madres llamando a gritos a sus críos para mandarlos a ordeñar las vacas o a recoger manzanas. O a ahumar las truchas. O a poner las uvas sobre las cañas para que se secaran y se convirtieran en uvas pasas para hacer los panes de miel para la fiesta de invierno.
El jefe de la aldea conocía las letras gracias a un misterioso y legendario personaje de nombre impronunciable que muchos años antes de que Robi naciera había frecuentado Arstrid, y le había suministrado la mítica olla para ahumar.
De las absurdas lecciones, Robi conservaba las cuatro letras de su nombre: Robi.
R de Rosa: los pétalos de las rosas se podían sumergir en miel y transformarse en golosinas. O de Oca asada: la última se la habían comido el día antes de que aparecieran los soldados de Daligar como lobos hambrientos, exigiéndoles todo lo que tenían e incluso lo que no tenían, aduciendo una oscura historia de impuestos atrasados. Había sido durante el último verano.
El invierno siguiente, la aldea había sido destruida y sus padres arrestados; más bien, para decirlo en orden, sus padres habían sido arrestados y luego la aldea destruida, pero esto fue después, cuando ella ya estaba en la Casa de los Huérfanos. Lo supo porque Tracarna se lo había dicho. Los soldados habían ido en verano, exigiendo un montón de alimentos para el condado y para su Juez administrador: trigo, que ellos no tenían, y una cantidad exorbitante de truchas ahumadas, más de la que alcanzaban a recoger en todo un año. El jefe de la aldea ya no estaba, había muerto durante el invierno anterior poco después de la boda de su hija. Así que su padre tuvo que enfrentarse a los soldados, diciéndoles que el condado de Daligar jamás les había dado nada y que ellos no le debían nada, y había agregado que, en todo caso, a la gente se le puede pedir una parte de lo que posee, pero no todo o incluso más de lo que jamás ha tenido. Y fue entonces cuando uno de los soldados, uno alto, engreído, que parecía una lechuza, con una barba blanca como la nieve, había mirado fijamente a su padre y a su madre, y los había reconocido: eran los del elfo. Los protectores del terrible elfo que años antes había devastado Daligar. Robi no podía creerlo, sus padres no podían haber protegido a algo tan repugnante como un elfo. Tenia que ser falso.
B de Bueno para comer. También de Bueno para beber, como la leche o el mosto fresco.
I de Indigestión. Cuando Marcia, la hija del jefe de la aldea, se había puesto su bellísimo vestido hecho de velos sobre velos, con la M de su nombre bordada en la parte delantera y el cuello de encaje recogido, Robi había comido tanto, que le había dado una indigestión. Incluso había tenido que renunciar a una tercera porción de la torta de nueces: la nostalgia hacía que todavía se le llenaran los ojos de lágrimas cuando lo recordaba.
Si no conociera esas cuatro letras, ésa habría sido una mañana como todas las demás, una de las tantas mañanas que se alteraban un poco por la llegada del carro de Daligar con su habitual carga de nuevos y amados huéspedes para la Casa de los Huérfanos. Los nuevos y amados huéspedes eran dos muchachitos demacrados y rubios, sin duda hermanos, ambos con orejas de elefante y pecas en la cara. Los dos estaban acurrucados en medio de una diversidad de víveres y una olla de cobre enorme, abollada y sucia, pero sin agujeros, que evidentemente iba a reemplazar la olla donde les preparaban la misma sopa de siempre, que tenía innumerables agujeros e innumerables reparaciones y que ya era inservible. Alrededor del caldero había muchas cestas de mimbre cerradas, cada una con algo escrito en la tapa. Tracarna adoraba saber leer y no perdía oportunidad para hacer alarde de ello; además, era mejor no poner el queso en la misma cesta donde había estado una oca viva en el viaje anterior. El color y el olor del queso se podían alterar y, para quien no le gusten los excrementos de oca, no para mejorarlos.
El corazón de Robi dio un vuelco. Sobre la cesta más pequeña había tres de sus letras y una estaba repetida dos veces.
No había dudas: burro
La mantequilla era sin duda el bien más preciado, blanco como la leche, suave como una caricia. Su madre la ponía sobre la polenta los días de fiesta.
La mantequilla era el sueño de la normalidad, el sabor de la abundancia. Con la mantequilla se hacían, a veces, no siempre, sólo cuando las cosas marchaban bien, las galletas que se comían en el solsticio de invierno para saludar, en el día más corto del año, la luz que comenzaba de nuevo a aumentar.
Robi no lograba ni siquiera imaginar cuál podría ser el castigo por robar mantequilla. Estaba probablemente más allá de las posibilidades de su mente, pero desafortunadamente no de la de Tracarna. ¿O quizá sí? Cuando uno persigue a alguien por llevarse a la boca una miserable mora, quizá ni se le ocurre que pueda tener la audacia de echarle mano al bien supremo, al placer total, a la mantequilla.
Uno de los niños, el más pequeño, se puso a llorar. Robi tenía la orden de hacerlo bajar del carro y, como era horriblemente estúpida y torpe, como después se lo gritó Tracarna durante un buen rato, hizo caer la olla de cobre, que rodó fuera del carro con un estruendo infernal. Cuando todo fue puesto otra vez en su sitio, la mantequilla había desaparecido. Tracarna lo registró todo y a todos, principalmente a Robi, pero el cesto de la mantequilla se había evaporado. Al final, la única explicación fue que había habido un error: quizá no lo habían enviado de Daligar. A Robi la registraron de nuevo y la golpearon más; de todos modos, en ese momento se cerró el caso, porque no había nada que hacer.
Los dos muchachitos nuevos se llamaban Merty y Mondy. Cuando cayó la tarde y se encontraron en el redil sucio y en ruinas, los dos ya no tenían ni siquiera lágrimas para llorar. Crechio y Morón habían distribuido la manzana y la polenta, y los niños estaban en un rincón, cada uno sobre su capa, tratando de hacer durar la cena el mayor tiempo posible. Robi los miró a todos un largo rato: a los dos nuevos, a Crechio y Morón, a Cala y a todos los demás. Luego se miró los moretones, los que se había ganado por la tarde. Después miró de nuevo a los demás y, una vez más, sus moretones. Merty y Mondy comenzaron a llorar de nuevo, y Cala trató de consolarlos sin éxito. Crechio y Morón les dijeron que se callaran, pero esto no funcionó; por el contrario, empeoraron. Finalmente Robi se hartó, se levantó y salió antes de que Crechio y Morón pudieran impedírselo y regresó con la mantequilla entre sus manos.
—¡Al diablo! —dijo—. ¡Quería tenerla y me la merezco! Mirad qué moretones... El truco es distraerlos, cuando el caldero se cayó, por un instante todos miraron hacia otro lado y yo escondí la mantequilla debajo del carro. Si los distraes por un instante, puedes hacer cualquier cosa. Si eres veloz, puedes robar cualquier cosa. Le robaría la corona a un rey... Recuperé la mantequilla cuando ya nadie estaba mirando... Pero... dejad de llorar... Un dedo de mantequilla para cada uno..., sobre la polenta..., como en casa... Si trato de comérmela yo sola, duraría mucho tiempo, y tarde o temprano me descubrirían.
Hubo una ovación.
Hubo una fiesta.
No fue como estar en casa, pero, al menos por una noche, nada de tristeza, nada de hambre. Incluso Crechio y Morón estaban demasiado sorprendidos, demasiado admirados y demasiado contentos para agredir o fastidiar, amenazar o confiscar como de costumbre.
Los llantos se interrumpieron. Incluso los dos nuevos, pegaditos uno contra otro, se calmaron.
Robi explicó una y otra vez cómo se roba. Hizo también algunas demostraciones. Luego le preguntaron cómo supo dónde estaba la mantequilla y ella les explicó todo el asunto: la B de Bueno para comer, las dos R de Robi, la O de Oca. Esto fue todavía mejor que cuando explicó los principios esenciales del arte del robo. La verdad era que todos, quién más, quién menos, habían creído siempre que saber leer era una especie de..., ¿cómo decirlo?..., ¡de magia! Una capacidad inexplicable e inasequible, que dividía el mundo entre los que sabían leer, seres de alguna manera superiores, y los que, como ellos, no sabían y nunca sabrían. Robi, en cuclillas, continuaba trazando las cuatro letras sobre la tierra apisonada en la que dormían, y la magia se hizo posible. Robi también conocía la M, porque estaba bordada en el vestido de boda de la hija del jefe de su aldea, y los dos niños recién llegados dejaron de llorar por un rato mientras, con su dedo, también dibujaban en el suelo las dos colinas que formaba la primera letra de sus nombres. Robi también recordó la A de Arstrid y de ese modo las letras fueron seis.
Todos las dibujaron durante un buen rato antes de irse a acostar. Robi tuvo la impresión de que esos signos hechos sobre la tierra apisonada eran de algún modo importantes, quizá incluso más importantes que la mantequilla. Era como si, en ese momento, se hubieran vuelto menos miserables.
Luego apagaron la vela y se durmieron.
Apenas Robi cerró sus ojos, todo se tomó verde, con complicados dibujos dorados.
Capítulo 12
Yorsh había doblado el borde inferior de su vestido para evitar ensuciarlo y se lo había amarrado a la cintura con una especie de nudo. Nunca había usado un vestido más incómodo. Incluso los horribles trapos de cáñamo amarillo «de elfo» que le habían puesto desde el principio de su vida, que eran a la vez pesadísimos y fríos, eran más cómodos que esa nube vaporosa de lino blanco. De todos modos, había hecho todo lo posible para evitar que se ensuciara o rasgara. Había dormido en el alféizar de una de las ventanas que tenían el ámbar intacto, y antes lo había desempolvado cuidadosamente usando un plumero improvisado, hecho con las plumas que perdían al volar las numerosas urracas que se habían establecido debajo de los antiguos arcos.
Después de una noche llena de pesadillas en las que había visto la aldea arder y había oído los gritos de socorro elevarse inútilmente en la oscuridad, se despertó por la mañana con una angustia terrible que le oprimía el corazón. El deseo de partir crecía a cada instante. Su magnífico vestido casi no se había ensuciado. El dragón estaba fuera, al aire libre. El elfo lo alcanzó y le informó sobre su firme intención de emprender, lo más pronto posible, la búsqueda de la mujer y del cazador. Después, con calma y con su ayuda, quizá podría encontrar una esposa. De acuerdo, era un poco joven, pero los elfos tienen la costumbre de empezar a buscar pronto a la mujer que será su esposa, aunque después esperen muchos años antes de casarse. Y tienen sólo un amor en la vida. Para siempre, pues para ellos el amor es un asunto demasiado elevado como para no dedicarle toda la vida. Con frecuencia, en las historias sobre elfos había un juguete que los padres habían compartido durante su niñez y con el que después jugaban las criaturas que ellos traían al mundo. En su caso era su trompo azul: su papá, cuando era un niño, se lo había regalado a su mamá, y posteriormente se había convertido en su juguete.
Yorsh albergaba muchas dudas sobre cómo hacerlo. Le preguntó al dragón si su vestido era apropiado para buscarse una esposa y el dragón le aseguró, condescendiente, que cualquiera que lo aceptara vestido de esa manera tenía que ser una joya de tolerancia y mentalidad abierta.
Después de esto, el dragón bajó los ojos y siguió comiéndose las alas de un pájaro asado.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó el elfo perplejo.
—El desayuno —respondió el dragón muy contento. Mostró el pincho largo que se había fabricado con el tronco de un abeto joven, sobre el que yacía lo que quedaba de los esqueletos de una docena de urracas, búhos y urogallos—. De esta manera te estoy echando una mano para tu matrimonio. He hecho la mitad del trabajo para desocupar tu morada, y así tu esposa, cuando tengas una, estará más cómoda. Yo me he ocupado de los pájaros, a ti solamente te toca limpiar el suelo, te he reducido el trabajo a la mitad.
Yorsh lo miró fijamente, pasmado, horrorizado, frío. ¡Se había comido las urracas! ¡También los búhos! Esos pequeños, espléndidos búhos con su aspecto tan torpemente feroz, esas tiernísimas urracas. Era cierto que hacían un estrépito infernal, por no hablar de la increíble cantidad de excrementos que producían. En efecto, eran insoportables, pero eso no le daba derecho a nadie a devorarlos como si fueran guisantes en una vaina.
—¿Cómo has podido? —preguntó con lo que le quedaba de voz.
—Con romero —respondió serenamente el dragón—. Hay una mata un poco más allá del portal.
El dragón bostezó, después comenzó a limpiarse los clientes usando como palillo lo que quedaba del hueso de la pata de un urogallo.
—Bueno —dijo—, ¿cuándo partimos?
—¿Nosotros? —preguntó Yorsh perplejo.
—Nosotros —contestó serenamente el dragón.
Yorsh no se lo esperaba. Era lo último que hubiera esperado. ¿Andar por el mundo de los humanos con un dragón detrás? ¿Cómo? No era muy... en resumen...
—Presentable —objetó cohibido—, no eres muy presentable. Eres muy hermoso, me atrevería a decir que magnífico, pero debo pasar inadvertido entre los humanos, que se espantarán sólo con la idea de que yo sea un elfo, sin tener que sumar a su desconfianza el terror de un dragón. —No quería ser descortés. No quería ofender al dragón; le regaló una sonrisa radiante—. Ahora sabes volar, puedes ir a..., ¿cómo lo dijiste una vez? Ir de paseo a explorar el universo y a mejorar el mundo.
—Explorar el universo solo no es divertido —objetó Erbrow tranquilo—. Tendremos cuidado. Volaremos de noche, y de día me esconderé dentro de los barrancos y en los claros de los bosques más grandes. No te preocupes, nos las arreglaremos para que no me descubran. Si nos descubren, nos iremos volando por encima de las nubes. ¿Recuerdas que tanto las escaleras como el camino que conducen a la biblioteca se han derrumbado? Lo vimos durante el vuelo. Y además, mira, yo soy un dragón. Te aseguro que mi presencia en los alrededores limitará considerablemente el número de los que puedan matarte, colgarte o hacerte daño.
En Daligar también había aquella extraña profecía que pablaba de él. Era un buen sitio para comenzar.
Su destino era la profecía que, grabada en el mármol, le mostraba el camino. No tenía madre ni padre. Su familia era un trompo de madera y el recuerdo de una abuela que le decía que se fuera y que nunca mirara hacia atrás, pero, en alguna parte, en los siglos pasados, hubo alguien que sabía de él, que había soñado con él mientras buscaba el rastro del futuro en las órbitas de lejanas constelaciones.
Alguien que había escrito, esculpiendo en el mármol, que él sería el último y que a la vez no lo sería. Tendría una esposa. Quizá. Eso le parecía recordar. Los primeros versos eran ciertos.
QUANDO EL AGUA SUMERJA LA TIERRA, El SOL DESAPARECERÁ,
LAS TINIEBLAS Y EL FRÍO LLEGARÁN
QUANDO EL ÚLTIMO DRAGÓN Y EL ÚLTIMO ELFO
ROMPAN EL CÍRCULO.
EL PASADO Y EL FUTURO SE ENCONTRARÁN,
EL SOL DE UN NUEVO VERANO BRILLARÁ EN EL CIELO.
Y lo condenaban a un destino de cruel soledad. El último es el último. El que está solo.
Lo que seguía le daba una esperanza.
No estaba seguro de lo que seguía. Pero recordaba que estaba escrito que él debería unirse a una esposa que tenía el nombre de la luz de la mañana y que veía en la oscuridad, una esposa que era...
... La HIJA DEL HOMBRE Y LA MUJER QUE...
¿Qué...?
Y además estaba ese extraño libro de dracología, que tenía algo escrito sobre los hijos de los humanos y de los elfos que se convertían en los autores de historias extrañas sobre princesas cambiadas por otras. Quizá los elfos y los humanos podían unirse en matrimonio. Evidentemente ya lo habían hecho, y de sus hijos nacieron las novelas que tanto gustaban a los dragones en incubación. Quizá ser el último elfo no lo condenaba a la soledad.
Quizá su camino era un sendero de flores y no un oscuro callejón.
Su camino estaba escrito en la piedra de Daligar.
Hubo una breve consulta sobre qué dirección tomar. Tanto el abuelo como el padre de Erbrow habían estado en Daligar, pero la verdad es que durante la incubación el sentido de la orientación tiende a perderse un poco, al contrario de la crónica histórica, que se conserva vivida. El dragón era capaz de mencionar los nombres, sobrenombres, patronímicos, fechas de nacimiento y número de hijos de todos los picapedreros que habían erigido los murallones de Daligar, pero simplemente no sabía dónde quedaba la ciudad. Yorsh tenía un mapa algo simplificado y resumido: todo lo que pudo deducir era que Daligar estaba hacia el sur, lo cual era un dato un tanto vago.
Decidieron volar sobre el río; así, tarde o temprano, llegarían a la ciudad.
El agua brillaba bajo la luna y, de noche, esto era un rastro suficiente. Cuando veían la luz cuadrada de la ventana de una cabaña, bajaban y volaban entre las copas de los alerces. Había varios tipos de oscuridad: el negro del cielo; el negro más fuerte de los bosques bajo ellos, cuyas copas, cuando ellos descendían entre los troncos, se veían más oscuras que el cielo donde las estrellas brillaban, y además, estaba la oscuridad aún más negra de la tierra por donde discurría la cinta del agua del río con sus destellos plateados.
Si Erbrow volaba alto, no tenían que seguir exactamente todos los meandros; cortaban por encima y el viaje se hacía menos largo. Yorsh recordaba la caminata larga y extenuante que había hecho de niño, recorriendo ese camino en sentido contrario. Extenuante era un modo de decir: cuando estaba cansado Monser lo cargaba; sin embargo, larga sí había sido. Llegaron a Daligar antes del amanecer. Los murallones, erizados con troncos puntiagudos como las espinas de un enorme puercoespín, se levantaban amenazantes, proyectando su sombra sobre el agua del río, que centelleaba dorada con la luz de la mañana. La ciudad estaba aún más llena de torreones, almenas y aspilleras que lo que Yorsh recordaba.
Erbrow planeó suavemente sobre un pequeño claro cubierto de hierba y tréboles que quedaba escondido entre grandes castaños. La profecía estaba en la parte sur, exactamente en el lado opuesto de la puerta grande con el puente levadizo. El plan era simple: el dragón permanecería agazapado en la sombra, casi indistinguible bajo la luz débil y rasante del alba, mientras Yorsh se escabulliría entre la multitud, después de haber evitado a los guardias de antes del puente levadizo, a los guardias del puente levadizo, a los guardias de detrás del puente levadizo y a los que patrullaban las calles. Para entonces, habría alcanzado el muro sur del palacio de justicia y leído la antigua profecía.
Yorsh se acercó con aire indiferente al puente levadizo. Uno de los velos de su complicado traje blanco le cubría la cabeza a modo de capucha, escondiendo sus orejas puntiagudas y su cabello demasiado claro. Su corazón latía frenéticamente. Eran ya muchos los años que había vivido aislado en una biblioteca situada en la cima de una montaña inaccesible, con un dragón como única compañía. La mera presencia de un número tal de criaturas humanas lo inquietaba. Además, estaban el miedo a ser agredido, la esperanza de encontrar un rastro de su destino y el recuerdo de Monser y Sajra, que continuamente lo invadía de nostalgia. Estaba a pocos pasos de la reja, cuando de algún modo lo identificaron. Todos dejaron de hacer lo que estaban haciendo: los que estaban cotilleando se interrumpieron, los que estaban atravesando el puente se detuvieron, los dos vendedores ambulantes de manzanas y coles suspendieron de inmediato sus gritos sobre el valor de la mercancía y se volvieron para mirarlo. Sin embargo, la palabra «elfo» no retumbó. Todos comenzaron simplemente a desternillarse de la risa. Un grupo de muchachitos harapientos, liderados por un cabecilla con unas enormes orejas de elefante, apareció de repente y comenzó a burlarse de él. Todos hablaban a la vez, y Yorsh no pudo entender nada, pero de nuevo no identificó la palabra «elfo». Pero entonces, ¿por qué la habían emprendido contra él?
Alguna piedra voló, pero no lo alcanzó. Si Yorsh se concentraba en la trayectoria de la piedra, lograba desviarla. Después del primer susto, entendió el sistema y comenzó a encontrarlo casi divertido. Un guardia de la puerta pensó que ya era suficiente y con un par de gritos roncos interrumpió el apedreamiento y también consiguió un poco de silencio. Era un hombre alto, delgado, con una gran barba gris. Se volvió hacia Yorsh y le hizo señas para que lo siguiera, probablemente para buscar a un superior y pedirle consejo. El muchacho entró a la ciudad seguido por el hombre: esto lo protegió de ataques posteriores. A él, que llevaba años recluido en los confines de una biblioteca, Daligar le pareció grandísima y, al igual que cuando era niño, lo sorprendió. Estaba llena de edificios inmensos, con columnas antiguas y arcos grandes que se cruzaban, dividendo el cielo en extrañas geometrías. Muchos de los arcos estaban partidos, las bóvedas medio caídas. Algunos de los antiguos edificios albergaban lazaretos y mercados miserables en donde, frente a bancos desvencijados, se formaban colas ordenadas para comprar algunas coles o unas pocas manzanas. Había un hedor insoportable estancado en el ambiente, que se mezclaba con el perfume de las flores de los jazmines que colgaban enormes y cargados de las paredes derruidas. Yorsh se preguntó cómo era posible que aún florecieran a finales del otoño.
Reconoció el empedrado de la ciudad, las fachadas de las casas con sus techos en punta pintadas de colores pasteles y las persianas pintadas con rayas rojas oscuras y verdes que se intercalaban en diagonal y que al cerrarse formaban un dibujo de rombos. Ahora, sin embargo, todo estaba deteriorado y ya no había geranios en las ventanas como cuando era niño. Pasaron junto a una fuente que tenía encima la escultura de madera de un oso rampante, que ahora estaba descabezado, mientras el agua era apenas un chorrito fétido. Frente a ellos había un muro altísimo de piedras cuadradas alternadas con ladrillos sobre el cual crecían diminutos helechos y flores rosadas. Era el palacio del Juez administrador, que se extendía hasta el tribunal debajo del cual estaban las prisiones. Quizá Yorsh había llegado al lugar preciso para obtener noticias de su familia humana.
El palacio se levantaba en medio de la ciudad. La base era algo así como un polígono asimétrico, cuya forma exacta no era identificable. No tenía torres, simplemente una parte era más alta que la otra, dándole a la totalidad un aspecto desbaratado y provisional, un punto intermedio entre algo que no se ha terminado de construir y algo que ya ha comenzado a derrumbarse.
Contrariamente al Daligar que recordaba, ya no había gallinas en mitad de la calle. De repente, apareció una, que salió a la calle desde un portal medio derruido. Era una gallina viejísima, se arrastraba con esfuerzo sobre sus patas, pero venía resuelta hacia Yorsh, que la reconoció. Hacía trece años la había resucitado. Evidentemente su curioso destino de resucitada la había salvado de la olla y del asador, pero el vínculo que se había creado entre ambos le había impedido morirse. Ahora ya no daba más. Había sentido a Yorsh. La mente del muchacho se había fundido con la suya cuando había regresado de la muerte, y esto los unía. Se había arrastrado hasta él. Yorsh se agachó y la tomó entre sus brazos; se miraron por última vez y finalmente la gallina se dejó morir. El muchacho sintió que la paz la llenaba y que su corazón se detenía. Levantó los ojos para ver a los presentes. No era el único que conocía la historia de la gallina ni el único que la había reconocido. En la calle, además del soldado que lo acompañaba, había cuatro hombres, dos matronas, una chica y el consabido grupito de muchachitos harapientos y esqueléticos, peligrosamente armados con hondas. Todos lo estaban mirando. La palabra «elfo» retumbó fuerte y clara. El apedreamiento volvió a comenzar, esta vez multiplicado, de modo que era imposible estar pendiente de todas las trayectorias.
Yorsh se preguntó hacia dónde podía escapar. Todas las posibles vías de fuga estaban bloqueadas, sólo quedaba el muro. Le bastó con pensar que era una lagartija para encontrarse en la parte de arriba del muro, perseguido por los gritos y las piedras, envuelto en su vestido como en una nube. Al otro lado del muro había un jardín con árboles enormes, fuentes que salpicaban y un estanque donde se reflejaban los cisnes. Sobre el muro se apoyaban enormes glicinias, cuyos troncos nudosos le facilitaron a Yorsh el descenso. Estaban cargadas de flores, y le dieron a Yorsh la impresión de estar en una especie de paraíso, un paraíso extraño, en cierto modo excesivo. Yorsh se preguntó otra vez cómo era posible esa increíble floración en el umbral del invierno. No sabía nada de glicinias, pero también su perfume le parecía exagerado. No muy lejos de él, una chica también vestida de blanco estaba montada en un columpio, entonando una antigua canción que hablaba de chicas, chicos y nuevos amores. Yorsh se acercó, siempre escondido tras la sombra de las glicinias: la joven era alta, delgada y muy bella, con la piel blanca y grandes ojos verdes. Llevaba un vestido claro, con dibujos dorados y el cabello rubio peinado en una serie de trencitas que se cruzaban como las puntadas del alto cuello almidonado, y en cada cruce había un anillito de oro. Todo parecía un cuadro o una representación teatral. Entre otras, la chica era un poco mayor para pasarse el tiempo holgazaneando y cantando en un columpio. Finalmente, el dudoso engaño de la escena se hizo añicos: junto a la chica que se columpiaba había una niña, pequeña y morena, que, cuando la otra terminó de cantar, tomó aire y valor y se atrevió a preguntarle algo. Hubo una especie de caos, y Yorsh pudo oír algunos fragmentos de la conversación que siguió. El motivo de la discusión era la posibilidad de turnarse en el columpio, cuyo uso, al parecer, era un derecho intransferible y permanente de la chica rubia.
—... Porque yo, entiendes, soy la hija del Juez administrador, pero cómo puedes tú..., insoportable muñeca tonta hija de... cualquiera... insignificante y cualquier... —La pequeñita lloraba desesperada—. Eres gorda, fea y estúpida. Y eres una cualquiera. Cualquiera. Mi padre, entiendes, mi padre es el que...
Qué insoportable gallina. ¿Pero cuántos años tenía? ¿Dos y medio mal llevados? ¿Y qué habría querido decir con «cualquiera»? ¿Era un insulto? Aparte de que los columpios son cosas de niños pequeños y la damisela parecía ya en edad de conseguir marido, su alteza era una verdadera hiena. Yorsh tuvo la tentación de ir a defender a la niña más pequeña, pero ya tenía suficientes problemas y era mejor no aumentarlos.
¿Ésa era la hija del Juez administrador? Un motivo más para no dejarse pillar en ese jardín. Al otro lado del muro continuaban resonando gritos con la palabra «elfo». Yorsh calculó que si el muro norte, ese que había acabado de escalar, daba a la calle principal, el muro del otro lado, del sur, podría dar al río. Demasiado tarde, el portal se había abierto y decenas de soldados se apresuraban a entrar, mientras la chica, con grandes gritos de terror, escapaba hacia la construcción cubierta de rosas trepadoras que se hallaba al fondo. Las rosas también estaban florecidas. Yorsh se preguntó si la niña más pequeña habría podido montarse en el columpio.
El problema era cómo atravesar el jardín. Yorsh se subió al muro de nuevo y trató de moverse por arriba, pero uno de sus pies se enredó en una rama de glicina y cayó en el punto de partida en la calle principal. Los soldados se habían desperdigado y estaban dentro del jardín, pero los muchachitos se habían agrupado. El apedreamiento comenzó de nuevo, esta vez con mayor intensidad. Las piedras, cada vez más numerosas, golpearon a Yorsh, y su frente empezó a sangrar. Su vestido blanco se manchó de sangre. Trató de correr. Corrió como corren los elfos: soñando con ser un águila que vuela en picado. Le faltaba muy poco para dejar atrás a sus agresores, pero tropezó en su vaporoso vestido y cayó aparatosamente. Consiguió levantarse y arrastrarse hacia la parte alta de la ciudad, donde las casuchas se amontonaban unas sobre otras como un hormiguero gigantesco recubierto de plantas de alcaparras y alguna que otra vid raquítica con unos pocos y escuálidos racimos de uva. Las casas eran de tierra y de corteza de árbol, las calles estaban cubiertas de barro por el que corrían riachuelos y charcos, que se cruzaban formando una red continua de agua sucia que reflejaba el blanco de las nubes y el cielo. En las calles fangosas, los niños abandonados se revolcaban con los perros callejeros, disputándose el corazón de una col o de una manzana. Nadie se distrajo para burlarse de él ni para perseguirlo. Yorsh corrió por callejones estrechísimos, por donde a duras penas cabía una persona, que se empinaban entrelazándose con escaleras destartaladas. Ninguno de los miserables habitantes con los que se cruzó (una viejita encorvada, un hombre joven y lisiado que usaba una muleta de palo para caminar y una mujer que llevaba un niñito de la mano) dio un paso para detenerlo, al contrario: se pegaron contra las paredes para no obstaculizarle el paso y después salían a tropezarse con los soldados. Yorsh intuyó que se trataba de la solidaridad de que podía disfrutar, por esos lados, cualquiera que tuviera problemas con la justicia del Juez. Consiguió dejar atrás a sus perseguidores y alejarse lo suficiente como para alcanzar una explanada que estaba encima del meandro del río. Desde allí podía ver a Erbrow y el dragón podía verlo a él.
El mundo se volvió verde. Los gritos de triunfo se transformaron en gritos de terror. Erbrow el Joven había venido a salvarlo. El dragón aterrizó. Hubo un rugido y una lengua de fuego atravesó el aire. La explanada era lo suficientemente grande para que Erbrow pudiera aterrizar. Yorsh subió a su grupa y luego sobrevolaron la aterrorizada ciudad hasta la puerta sur. Yorsh reconoció el porticado y las escalinatas y encontró el arco con la profecía. El dragón descendió un poco y se puso a volar lentamente en círculos, para darle tiempo de ver y leer. La profecía ya no estaba, había sido borrada con un cincel. Las huellas del cincel habían quedado en la piedra como cicatrices descuidadas, eliminando cualquier duda.
Uno de los soldados, recuperándose del terror, puso una flecha en su arco y disparó. Erbrow dio un brinco, y la sangre comenzó a brotar de su pecho. Yorsh comprendió por qué ya no había más dragones: la parte anterior, que es la que el dragón le ofrece al mundo mientras vuela, está completamente indefensa ya que sólo la cubren escamas pequeñas, no más duras que las de una culebra o una lagartija. El dragón levantó inmediatamente el vuelo.
Volaron directamente hacia las Montañas Oscuras. Sobrevolaron de nuevo las colinas de vides y frutales que habían sobrevolado la primera vez, y en esta ocasión, Yorsh, sin la luz en los ojos, pudo distinguir numerosas figuritas que corrían sobre el pasto. No todas: junto a una cerca, dos personas minúsculas se habían quedado mirándolos sin moverse, siguiendo con la cabeza su vuelo hacia el sol. Luego el dragón viró y se lanzó en picado detrás de las cimas de las Montañas Oscuras; apareció el pico donde estaba la biblioteca y, detrás, el mar.
Capítulo 13
La herida de Erbrow no era grave ni profunda; Yorsh se la curó en unos pocos instantes. Cuando el dragón se elevó sobre la ciudad de Daligar, ya había expulsado la flecha y la sangre había dejado de manar. Antes de llegar a la biblioteca, la cicatriz ya se había formado y poco después de llegar ya había desaparecido y en su lugar había nuevamente piel. Durante el resto del día, Erbrow, que se sentía muy bien, pasó el tiempo alegre como un pájaro en las cimas de las montañas nevadas, deslizándose en la nieve y cazando urogallos que después cocinaba sobre una hoguera crepitante de pinas y romero. Yorsh estaba acostado sobre el suelo de la caverna. Estaba completamente desanimado, tenía náuseas y un escalofrío febril lo sacudía con violencia. Era como si la energía necesaria para extirparle la flecha y curarle la herida a Erbrow hubiera salido de su pecho, que le dolía tan agudamente como si la flecha lo hubiera atravesado a él mismo. La terrible desilusión de no haber sabido dónde podían estar Monser y Sajra, siempre y cuando aún estuvieran con vida, empeoraba las cosas. Yorsh se recuperó por la tarde y se arrastró hacia fuera, hasta el pozo de agua fresca, donde bebió. Su vestido tenía el barro que le habían tirado encima, lo que quedaba de las pedradas, la sangre que le había chorreado desde la frente, unas salpicaduras de la de Erbrow, y, sobre todo, excrementos de pájaro, principalmente urracas y búhos, que había recogido del suelo de la caverna cuando se había arrastrado descompuesto después de bajarse de la espalda del dragón. Sólo algunos pedacitos de encaje, junto al cuello, seguían siendo blancos. El color del resto del vestido iba del terracota al rubí pasando por el marrón, el negro y el gris, e incluía el inconfundible verde guisante claro de los excrementos del herrerillo.
Al día siguiente, Yorsh se sentía lo bastante bien para seguir con la exploración. Decidieron regresar a Arstrid.
Partieron al atardecer para resultar menos escandalosamente visibles. La tarde no estaba muy despejada, pero tampoco estaba nublada. Volaron sobre los bosques de alerces que estaban inmóviles como estatuas bajo la última luz, y luego sobre los bosques de castaños, desde los cuales caían hojas amarillas como una lluvia lenta y suave, brillando bajo la tenue luz de las estrellas.
El dragón batía perezosamente sus alas mientras perdía altura con suavidad y comenzaba a describir grandes círculos sobre la planicie de Arstrid. Una pequeña luna apareció y brilló sobre el meandro del río. Las ruinas quemadas de la aldea aparecieron bajo la luz, que se reflejaba entre el cielo y el agua con toda su desolación. Una nube tapó la luna y el mundo se oscureció. Yorsh estaba caliente y cómodo en la espalda del dragón. Se sentía desconsolado por no haber podido obtener ninguna noticia. Iba a conquistar el mundo y a salvar a sus amigos, lástima que no supiera en lo más mínimo qué dirección debía tomar.
El dragón aterrizó. Los dos hablaron sobre lo que debían hacer. No tenían ninguna idea.
La nube se levantó. La luna brilló de nuevo. Yorsh bajó la mirada: algo brillaba a sus pies, medio escondido entre la hierba. Se agachó para recogerlo. Era una piedrita blanca sobre la cual se reflejaba la luz de la luna. Apartó la hierba con sus manos. A un paso de la primera había una segunda, después una tercera y después otra más. Desde arriba no se veían, pero una vez que uno se ponía a cuatro patas, las piedritas blancas brillaban bajo la luna.
Yorsh le mostró el rastro al dragón.
—Nos han dejado un rastro —dijo triunfante.
—¿A nosotros? ¡Pero si ni siquiera tienen idea de que existimos en este mundo!
—Pues quizá no nos lo han dejado a nosotros, ¡pero han dejado un rastro! —dijo Yorsh, obstinadamente.
—¿Y quién puede ser tan tonto como para dejarle un caminito de piedras a no se sabe bien quién? ¿Con qué objetivo?
—Para encontrar el camino a casa otra vez. Ha sido un niño. Cuando me fui del lugar donde estaba mi abuela, yo también dejé un caminito de piedras para poder volver a encontrarla. La lluvia las sumergió, y de todas maneras se me acabaron antes de la mitad del primer día. Es algo que un niño hace cuando lo obligan a abandonar un lugar que no quiere dejar. Va dejando piedritas a su paso, porque así puede volver a encontrar el camino y eso le da seguridad. O puede soñar que volverá a encontrarlo. Cuando todo te da miedo, necesitas un sueño incluso más que algo de comer. Pero esto nos está mostrando ahora el camino a nosotros. Debemos seguirlo a pie. Las piedritas son demasiado pequeñas para verlas desde arriba.
—¿Estás seguro? Yo detesto caminar. Los dragones no caminamos. No nos gusta pasear. Somos capaces, claro, pero la misma estructura de nuestras rodillas y de nuestros metatarsos...
La luna brillaba. Frente a ellos se abría un sendero que luego se ensanchaba en un camino estrecho. Las piedritas estaban en la hierba, al lado del camino, para que no se confundieran con las piedras que estaban en el centro. Pero allí estaban: todas iguales, todas redondas, todas blanquísimas. El niño que las había ido dejando debió de haber ido recogiéndolas durante años de exploración en las playas a lo largo del río. Habían sido recogidas y conservadas como un tesoro que luego había regado a lo largo del camino a cambio del sueño de poder regresar.
Inicialmente, el camino iba en dirección opuesta a las Montañas Oscuras, hacia la ciudad de Daligar, luego torcía hacia el este. Las piedritas comenzaron a espaciarse, como si la persona que las estaba distribuyendo hubiera decidido economizarlas. Cada vez menos y más espaciadas. El dragón no dejó de lamentarse ni un instante por el dolor en sus patas traseras, para no mencionar la espalda, ni de explicar cuan evidentemente superior era volar a caminar. De hecho, su forma de caminar, que recordaba la de una gallina monumental, era tan ridícula como espléndidas sus alas al abrirse en el cielo.
La luna se ocultó y llegó el alba. Sólo había piedritas en las pocas bifurcaciones que había en el camino para indicar cuál era la dirección correcta. Estaban a algunos pasos después de la bifurcación, así que no podían haberse equivocado.
El sol naciente brilló sobre una última piedrita que señalaba un sendero estrecho, pantanoso y medio borrado por los zarzales que allí crecían. Después de algunos pasos, el sendero se empantanó y se hizo indistinguible. No había más piedritas. Un terreno pantanoso se abrió frente a ellos. Los acogieron nubes de mosquitos. El sol se levantó definitivamente, y las moscas se despertaron con la luz del nuevo día.
Avanzaron con mucho esfuerzo, ya que el terreno estaba completamente encharcado.
Finalmente se abrió una especie de valle ante ellos y vieron, al fondo, medio hundido en el pantano, una choza hecha con ramas secas y barro y, a juzgar por el olor, con excrementos de vaca y de cabra. No tenía ventanas. La puerta era un hueco cubierto por una piel de oveja.
—No hay más piedritas —dijo Yorsh—, y hemos llegado a alguna parte.
—Bien —replicó el dragón—, es una buena noticia. Mis patas traseras parecen dos salchichas a la parrilla, mis rodillas crujen como un haz de madera rodando por un barranco, por no hablar de mi espalda. Mi estómago ruge como el viento entre las copas de los árboles. Podemos acampar aquí, descansar, dormir y recuperar el aliento. Mejor todavía: yo acampo, descanso, duermo y recupero el aliento, y tú te acercas y ves de qué se trata.
Yorsh estaba cansadísimo, pero no había cansancio alguno que pudiera detenerlo. El dragón se ocultó en la parte alta del minúsculo valle, bajo dos grandes robles, logrando camuflarse con el paisaje. La larga caminata nocturna lo había ensuciado y, mientras se acostaba, se le sumaron otras manchas de lodo. Las complicadas espirales que las escamas formaban en su espalda, que alternaban diferentes matices de verde, hacían que fuera todavía más difícil distinguirlo de los pantanos.
El joven elfo se puso en marcha hacia la choza. De vez en cuando se daba vuelta para asegurarse de que el dragón era como una mancha indistinguible en el verde. Cuando estuvo cerca, notó que al lado de la choza había una bonita construcción hecha de una preciosa piedra blanca y rosada, con un friso superior de granito, donde estaba esculpida una larga hilera de minúsculos patos, cada uno con una pajarita en el cuello y un ramillete de flores en el pico. También había una puerta de madera que tenía pintada una chimenea con una larga hilera de corazoncitos multicolores, por donde salía un penachito de humo, y una cerca de juncos que tenía en su interior una pequeña bandada de patos que picoteaban junto a las gallinas. Al otro lado de la cerca había un claro rodeado por una empalizada cruel y miserable, llena de viejas lanzas oxidadas, pedazos de madera puntiagudos, zarzas y espinas, con dos garitas para los arqueros. En el claro, el joven elfo vio una escena extraña para sus ojos: un grupo de niños sucios, uniformados, demacrados y harapientos, estaban cavando fosas larguísimas en la tierra fangosa.
Capítulo 14
El miedo se había apoderado del mundo. Todos parecían enloquecidos. Un dragón con un elfo en la espalda había reaparecido en Daligar, donde habían sido exterminadas todas las aves de corral del condado. Miles y miles de gallinas muertas se amontonaban bajo nubes de moscas en un hedor de podredumbre y putrefacción. Por lo menos éste era el rumor que corría.
Robi nunca había estado en Daligar porque su papá y su mamá siempre habían evitado ir allá; pero Glamo, uno de los niños más grandes, uno largo y flaco, con un cabello negro que le caía sobre la cara, provenía justamente de Daligar, y decía que la verdad era que allá ya no había más gallinas porque el Juez administrador no las quería, pues creaban desorden en las calles. Sólo había algunas en la parte alta de la ciudad, el lugar menos recomendable del condado, donde incluso los soldados raramente se dejaban ver. Sin embargo, también allí las gallinas eran pocas, sólo tantas como dedos tiene un niño, nunca tantas como para formar una colina. Si las amontonaran, no llenarían ni un saco. El problema era que Glamo era el mayor embustero que hubieran conocido. Era el hijo de dos vendedores ambulantes que iban de plaza en plaza vendiendo cacharros, antes de que la tos y el frío de un invierno más cruel que los demás los matara. Como todos los vagabundos, Glamo tenía la vanidad del que se las sabe todas, porque había visto un montón de cosas, y la convicción de que los demás eran todos tan tontos como para creer todo lo que él decía.
Era él quien afirmaba que en la parte baja de Daligar quedaba una sola gallina con vida, a la que nadie se atrevía a retorcerle el pescuezo porque era una gallina especial, mágica, que ya había muerto y resucitado.
Glamo había sido golpeado en varias ocasiones por gente que se exasperaba con sus tonterías, sobre todo por Crechio y Morón, pero aguantaba impasible, y seguía hablando de la gallina de Daligar que ya había estado en el reino de los muertos y había regresado; a menos que estuviera contando alguna de sus otras mentiras, como que en Daligar había plantas que florecían todo el año, o la vez que en las Montañas Oscuras se habían encontrado con un trol y dos gigantes que trabajaban como leñadores y que le habían ayudado a su padre a arreglar el carromato. Su padre les había regalado medio jamón como recompensa y ellos lo habían enterrado y desenterrado antes de comérselo. Glamo también había sido golpeado por esa historia...
Aun sabiendo que a Glamo no se le podía tomar en serio, la historia de la montaña de gallinas muertas no tenía mucho sentido. Si realmente un dragón había exterminado montones de ellas, ¿no se las habría comido en vez de dejarlas pudrir? ¿O dárselas a ellos? En la Casa de los Huérfanos se habrían comido las gallinas hasta con gusanos. Esa historia de los montones de gallinas exterminadas que se pudrían apestando el ambiente se parecía mucho a la del rapto de lomir.
Según los rumores que corrían, el dragón había sido atacado por la guarnición de honor del Juez administrador, que, después de un valeroso combate, lo había dejado chorreando sangre y prácticamente moribundo, pero, evidentemente, los dragones se curan de su agonía mas rápidamente de lo que tardan en curarse las ampollas de las manos de los niños, porque después había logrado sobrevolar la Casa de los Huérfanos e irse por sus propios medios, veloz y poderoso, casi tan alto como las nubes.
Las noticias volaban, se difundían, se exageraban. La única cosa segura era que el trabajo había aumentado, la polenta había disminuido y, cuando no estaban recogiendo manzanas para mandar a Daligar, estaban cavando trincheras en el barro. Habían cerrado el dormitorio con una puerta de verdad, asegurada con un cerrojo. Después de que la pobre lomir había sido raptada por la bestia, todos debían trabajar rigurosamente en parejas, cada uno debía ser responsable del otro y debía responder frente a Tracarna y Stramazzo. Por fortuna, a Robi le había tocado con Cala. De todas las labores horribles que Robi había realizado, las trincheras eran las peores. El barro era blando. Resbalaba y volvía a resbalar y luego resbalaba de nuevo. Dentro había lombrices y una clase de gusanos peludos que parecían dormidos, pero que cuando se despertaban pegaban unos terribles mordiscos, que dolían por horas.
La idea de las trincheras era de Stramazzo, que sabía de estrategia militar tanto como de astronomía, es decir, absolutamente nada, ya que sólo a un idiota que no había usado el cerebro en años se le podía ocurrir enfrentarse a una criatura alada hundiéndose en el barro sin ningún tipo de protección.
Cuando el dragón había aparecido por segunda vez, la fiesta de la victoria había sido sustituida por un terror abismal. Stramazzo, que ya se había enfrentado y vencido al dragón a golpes de cesta, y por lo tanto tenía experiencia, había sido nombrado comandante de campo encargado de la defensa de los «territorios limítrofes», es decir, de lo que estaba fuera de los murallones de la ciudad de Daligar. El resultado había sido una serie de estremecimientos histéricos que se alternaban con la enésima repetición de la historia de la cacería del dragón. Primero habían cavado trincheras alrededor de los pantanos, luego las habían abandonado para cavar debajo de las vides, luego habían comenzado a erigir un terraplén que abandonaron poco después de haberlo empezado y que jamás terminaron, para finalmente regresar a la idea inicial de las trincheras alrededor de los pantanos.
Robi se detuvo un instante. No podía más. Los brazos le dolían y tenía ampollas en las manos. Además tenía hambre.
No se podía robar nada mientras se cavaban las trincheras. Estaba cansada, la verdad era que no podía más.
Se decía que el dragón había resultado herido. Quizá muerto. Quizá ya no regresaría. Quizá todo estaba perdido. Quizá el dragón que había visto y vuelto a ver era solamente un sueño insensato. Quizá nadie iba a venir, nadie la salvaría, ni a ella ni a los demás. Todo seguiría igual.
De repente, una imagen paradisíaca centelleó por el barro, la esperanza renació y el espíritu se animó: acababa de pasar la rata más gorda que Robi jamás hubiera visto. No sólo ella, también Cala la había visto. Las dos muchachitas intercambiaron una mirada: carne. Y mucha. Una rata completa, de las grandes. Una verdadera rata, una auténtica rata de alcantarilla.
Cuando fue a la Casa de los Huérfanos, le habían quitado la ropa, los zapatos y el chal de lana virgen que su mamá le había tejido, pero Robi había logrado salvar su honda. Su papá se la había hecho: era una tira de cuero que tenía una parte más ancha en el centro para poner la piedra. Robi la había salvado de inspección tras inspección porque la había cosido con hilos de paja en el interior de su sucia chaqueta de arpillera.
Tracarna y Stramazzo estaban en el extremo opuesto de la larguísima trinchera y, además, ni Robi ni Cala habían aprovechado aún el permiso de «necesidad corporal» que le correspondía una vez al día a cada «pequeño trabajador». Las dos muchachitas se fueron detrás de la rata, que afortunadamente se escondió detrás de los matorrales de espino blanco y mora que bordeaban el claro antes del bosque, donde Robi tuvo la posibilidad de sacar la honda, agarrar una piedra y lanzarla sin que nadie la viera. Pam. Un tiro limpio y certero. La rata cayó. Las dos niñas se apresuraron a ocupar su puesto en la trinchera. La mañana siguió pasando lenta e inexorable hasta la hora del mediodía, cuando cada chico excavador debía hacer fila para recibir las seis castañas y la media manzana que le estaban destinadas gracias a la generosidad del condado de Daligar.
La rata era una comida comunitaria. Uno podía engullir por cuenta propia uvas, moras, nueces, huevos y miel sin tener que darle las gracias o los buenos días a nadie. Pero para que una rata fuera comestible había que despellejarla y asarla, dos tareas sólo realizables por el bloque de la comunidad de los «amados huéspedes» de la Casa de los Huérfanos. Moviéndose disimuladamente a lo largo de las trincheras, Robi logró llegar al lado de Crechio y Morón y advertirles sobre la caza. Le dolía el corazón por tener que hacerlo, pues esto significaba que la mitad de la rata sería para ellos dos solos. La otra mitad se repartiría entre todos, porque el despellejamiento y la cocción tenían que hacerse en el dormitorio, usando el pequeño brasero que los calentaba. Esto representaba un pedacito pequeño para cada uno, pero un pedacito pequeño era, de todos modos, mejor que nada, sin olvidar que sería toda una fiesta. Cuando llegó la hora de la repartición, Morón fue solo, mientras Crechio se dirigió hacia los zarzales con Robi y Cala para recuperar la presa. Se llevaron el saco de las castañas, que ahora estaba vacío, para hacer desaparecer la rata adentro y meterla de contrabando en el dormitorio por la noche. Una rata no era «hurto» y no implicaba castigo, pero igualmente habría sido confiscada por «distracción del trabajo», sin contar con las acusaciones de ingratitud y barbarie.
«¿Cómo habéis podido?», habría graznado Tracarna. «Con todas las cosas ricas que se comen en la Casa de los Huérfanos. ¡Todo abundante y bien cocinado!»
«¡Son bárbaros!», habría mascullado Stramazzo, saliendo de su habitual condición cataléptica. «Hijos de bárbaros... Por suerte estamos aquí nosotros, que somos inteligentes, que les podemos enseñar...»
La rata muerta ya no estaba en el claro. O, para ser más exactos, sí estaba, pero en vez de estar donde y como la habían dejado, es decir, en el suelo y tiesa, estaba en los brazos de un tipo que parecía una nube con las piernas peludas, pues llevaba un vestido de novia increíblemente sucio, doblado y atado en la cintura. El tipo era muy joven, un muchacho, un poco mayor que ellos. Robi se preguntó si en caso de que el vestido hubiera tenido menos mugre, el conjunto hubiera resultado menos ridículo. El problema no era tanto lo sucio, sino el insoportable e inconfundible hedor a excremento de pájaro que esa porquería emanaba. Incluso ellos, que se alojaban en un viejo redil medio derrumbado y que nunca se bañaban, salvo cuando trabajaban bajo la lluvia, lo encontraban insoportable. El desconocido tenía la rata sobre las rodillas y le hablaba mientras la acariciaba como si fuera un pariente o un amigo muy querido. La rata lo miraba feliz moviendo la cola suavemente. Evidentemente, Robi sólo la había atontado, y también, evidentemente, el hedor a excrementos de pájaros le sentaba bien. Los dos siguieron mirándose tiernamente por un buen rato, luego la rata bajó al suelo y se alejó perezosamente adentrándose en el espino blanco. Ni siquiera en dos años de convivencia con Stramazzo, Robi había presenciado una escena tan cargada de idiotez: un fulano disfrazado con un vestido de novia sucio y que apestaba a excremento de pájaro que mimaba a una rata como si fuera su propio hijo.
Cala dio un paso atrás, asustada por lo absurdo de la escena. Robi la tranquilizó agarrándola del brazo. No debía temerle a nada, ella estaba ahí.
El extranjero notó el gesto y sonrió.
El primero en recuperarse fue Crechio.
—Estúpida mocosa, niñita cretina, ni siquiera sabes si has matado una rata o no —masculló, cargado de desprecio.
—Pero estaba muerta —protestó Robi estupefacta. La única cosa parecida a la humillación es el estupor.
—Ahora ya no lo está —dijo dulcemente el desconocido.
Cala se echó a llorar. Hacía horas que pensaba en ese asado de rata, que soñaba con el momento de la noche en que ponía el pedacito de carne entre sus dientes, y todos dirían que ella y Robi habían sido muy listas, dos auténticas cazadoras, y todos estarían contentos y la carne asada habría hecho scrunch bajo los dientes...
—Robi la había matado —insistió Cala—. Nos la habríamos comido —agregó desconsolada. La tristeza por el sueño frustrado de su ínfimo y miserable banquete le ahogó la voz. Robi todavía seguía muda.
—Nunca hay que comer algo que haya pensado —le reprochó suavemente el desconocido.
La afirmación era tan absolutamente rara que Cala, por lo menos, dejó de llorar.
El desconocido se puso de píe sin dejar de sonreír. Era el muchacho más bello que Robi había visto. ¡Si al menos no fuera tan absolutamente estúpido y tuviera un olor menos apestoso! Y si hubiera tenido algo de comer, pues alguien con una sonrisa tan extraordinariamente ingenua tiene cara de ser de esos que se dejan quitar la comida.
—¿Las ratas piensan? —preguntó Crechio, perplejo.
Robi respondió levantando los hombros con un gesto vago; si Stramazzo pensaba...
—Pero ¿qué quiere decir? —siguió preguntando Crechio. Robi levantó los hombros con un gesto aún más vago—. ¿Según tú, esto es un elfo? —preguntó Crechio bajando la voz.
Al extranjero se le había caído el velo de la cabeza, revelando su cabello clarísimo y sus orejas en punta.
—No —dijo Robi, convencida.
—¿Por qué estás tan segura?
—Los elfos, tal vez por el hecho de ser malvados, son malvados, sin embargo tienen que ser inteligentes —susurró Robi en respuesta.
El desconocido la miró y sonrío todavía más profundamente, luego hizo una inclinación.
—Yorshkrunsquarkljolnerstrink —dijo.
—Salud —replicó educadamente Robi, como siempre le había dicho su mamá que dijera cuando alguien estornudara.
—Salud a vosotros —contestó el extranjero—. Si queréis podéis llamarme Yorsh. Busco a alguien que venga de la aldea de Arstrid.
Cala y Crechio señalaron a Robi con el brazo estirado y apuntando con el índice, uno el izquierdo y el otro el derecho ya que estaba cada uno a un lado de la muchacha.
Los ojos del extranjero se quedaron fijos en la manita de Cala, a la que le faltaba el pulgar. La miró un buen rato y luego dijo la frase idiota.
—¡Te falta el pulgar!
Cala bajó el brazo y luego los ojos, humillada y mortificada. Su labio inferior comenzó a temblar de nuevo y un silencioso sollozo comenzó a sacudirla. Robi miró al extranjero con odio, y deseó ser lo suficientemente grande y fuerte como para poder abofetearlo.
El extranjero se acercó a Cala, le tomó la mano izquierda entre las suyas y la sostuvo durante largo rato, con los ojos perdidos en el vacío. Cala estaba asustada, pero extrañamente no se movió ni intentó retirar la mano. Permaneció allí, con los ojos perdidos en el azul de los ojos del extranjero, que a su vez se perdían en el vacío. El extranjero comenzó a palidecer, se puso lívido y un estremecimiento comenzó a sacudirlo. Robi se preguntó de pronto si sería una enfermedad contagiosa y se acercó para separarlo de Cala. No hubo necesidad; las manos largas, grandes y ágiles del extranjero se abrieron y la manita de Cala, sucia y mutilada, de nuevo fue libre. Yorsh se dejó caer de rodillas en el fango, dado que no podía sostenerse más en pie, y luego dijo una segunda frase idiota.
—¿Sabes?, tu mano se pondrá bien. Los adultos no pueden curarse, pero los niños sí.
Cala se quedo mirándolo fijamente, encantada. Robi estaba cada vez más furiosa. Deseó ser aún más grande para abofetearlo; patearlo y abofetearlo.
El extranjero, jadeante y de rodillas, se volvió de nuevo hacia Robi.
—Sabía que aquí había un niño que venía de Arstrid —le dijo alegre—, ¡alguien dejó un caminito de piedras y eso es algo que sólo un niño puede hacer!
¿Niño? Crechio le lanzó una mirada a Robi, la mirada inconfundible con la que se mira a los deficientes mentales, y Robi sintió que odiaba al extranjero con toda el alma.
—Mis respetos, señora mía, te ruego me digas qué sucedió en tu agradable pueblo, y por qué razón ahora te encuentras aquí trabajando.
Al oír las palabras «señora mía», Robi se había vuelto a toda prisa pensando que Tracarna estaba detrás de ella. Cuando estuvo segura de que no tenía a nadie a su espalda, y que por lo tanto el extranjero se estaba dirigiendo a ella, su frustración y su rabia contra aquel insoportable bufón (Yorsh, había dicho llamarse) que, después de haberle robado la esperanza de una cena, venía a burlarse y a mofarse de ella, colmaron los límites, por lo demás estrechos, de su paciencia. Se agachó para recoger un pedazo de rama y se lo mostró decidida al extranjero.
—Soy más pequeña que usted, pero golpeo más fuerte —le informó amenazante—, y no se atreva a tocarla más —agregó señalando a Cala con un movimiento de su cabeza, sin quitarle los ojos de encima.
El extranjero se quedó ahí, muy débil. Seguía temblando y respirando con dificultad, y como no era capaz de sostenerse en pie, Robi y su bastón se elevaban por encima de él.
—Perdóname, señora mía, si ofendí las buenas costumbres, ¡fue involuntario!... Mmm... excel... ¿no? Imbécil..., no, tampoco.
La expresión de Robi se volvió más amenazante, sus manos apretaron la rama con más fuerza. El extranjero puso cara de haber recordado algo de repente, abrió una bolsita azul de terciopelo bordado que llevaba en bandolera y de ahí sacó una barquita de leño y una muñequita de trapo, con los cabellos hechos de lana de oveja teñida con corteza de nuez, para que fueran rizados y negros como los de Robi.
—¿Son tuyos, verdad? —dijo el extranjero ofreciéndoselos—. Los encontré en Arstrid. ¡Te los he traído de nuevo!
Esta vez la mirada de Crechio estaba realmente cargada de conmiseración burlona. Por un lado, Robi deseó que el extranjero desapareciera, se sumergiera en el pantano, se hundiera en el barro, viniera un dragón a llevárselo lejos, pero por el otro miró su barquita y su muñeca con el deseo feroz de poder tocarlas una vez más. Le vino a la mente el recuerdo de su padre mientras esculpía en un pedazo de haya el casco de su barquita, y el de su madre cortando de su propia falda la tela para el vestidito de la muñeca. Era todo lo que le quedaba de ellos.
Alargó la mano y las tomó sin decir una palabra.
—¿Qué ocurrió en Arstrid? —preguntó el extranjero con voz dulce.
Robi se quedó mirándolo enfadada; luego, lentamente, bajó la rama.
—Fue destruida —dijo deprisa.
—¿Por qué?
Robi se quedó callada. No tenía ganas de recordarlo. No tenía ganas de hablar.
—¿Por qué? —repitió el extranjero.
—E-go-ís-mo —silabeó cansadamente Robi.
—¿Y qué significa?
Robi se quedó callada.
—No pagaron suficientes impuestos —explicó Crechio, interviniendo en la conversación—. No quisieron pagar —explicó a continuación, con una calma indiferente, recalcando la palabra «quisieron», imitando a Tracarna.
—¡No podían! —protestó Robi, desesperada—. ¡No se podía!
El extranjero asintió pensativo, luego se dirigió de nuevo a Robi.
—¿Sus habitantes están vivos?
Robi asintió.
—¿Y dónde están? —continuó el extranjero.
—Escaparon hacia las partes altas de las Montañas Oscuras, más allá de la cascada; ahora viven a orillas del mar.
No era un secreto. Los soldados lo sabían. No habían ido nunca a perseguir a los fugitivos simplemente porque le tenían mucho miedo a la cascada.
—¿Conoces a un hombre llamado Monser y a una mujer llamada Sajra? —preguntó el extranjero. Silencio—. ¿Conoces a un hombre llamado Monser y a una mujer llamada Sajra? —repitió el extranjero.
Silencio. Robi sintió que sus labios empezaban a temblar; sus ojos se llenaron de lágrimas. Apretó fuertemente la barquita y la muñeca, y ni siquiera Crechio se atrevió a dejar de estar serio.
—Eran mi papá y mi mamá —dijo despacio. Si respiraba profundamente y hablaba lentamente, a lo mejor conseguiría no ponerse a llorar.
—¿Eran? —insistió el extranjero.
No, no lo conseguiría, ni siquiera hablando lentamente y respirando hondo. Robi se puso a llorar.
—Los colgaron —dijo Crechio.
El extranjero se puso lívido.
—¿Por qué? —preguntó con voz ahogada una vez que la hubo recuperado después de un largo instante en el que le había faltado el aire—. ¿Por qué?
Silencio.
—Egoísmo —dijo Robi entre sollozos; no lograba calmarse—, y... —Robi no pudo continuar.
—¿Y...? —la animó el extranjero.
—Y además dicen que habían protegido a un elfo, pero yo sé que no es verdad, no puede ser...
Robi no pudo terminar.
—¡Nooooooooooooooo! —gritó Yorsh—. No, no, no, no. ¡Dieron su vida, están muertos, te dejaron huérfana por salvarme a mí!
El extranjero se cubrió la cara con las manos. Estaba arrodillado en el suelo, doblado sobre sí mismo, temblando cada vez más, sacudiéndose como una hoja en una rama con el viento del invierno. Crechio sonrió triunfante.
—¡Ves como es un elfo!
Robi dejó de llorar. Levantó la cabeza y bajó la mirada sobre la criatura llorona que estaba a sus pies. ¿Realmente eso era un elfo? O mejor, El Elfo, eso por lo que... ¿Realmente sus padres habían muerto y la habían dejado huérfana por salvar eso? ¿Por eso que estaba allí? ¿Ella era huérfana por eso que estaba ahí? ¿Ya no tenía ni papá ni mamá por eso? ¿Ya nada de manzanas secas ni perdices asadas, ni una camita caliente, ni leche con miel por las mañanas... por ese ser innoble que lo único que sabía hacer era burlarse de un grupo de niños hambrientos y de una manita mutilada? No era cierto, no era posible. Finalmente, después de que el extranjero hubiera nombrado a Arstrid, Robi reconoció el vestido que llevaba puesto: ¡era el vestido de novia de la hija del jefe de la aldea, horriblemente sucio! Incluso su mamá había ayudado a bordar la M que tenía delante. La rabia superó al dolor. Robi le dio una ligerísima patada con el pie desnudo a Yorsh, que, por lo demás, ni siquiera se dio cuenta.
—Vete, vete —gritó Robi—. Nada de lo que has dicho es cierto. ¡Vete de aquí! —También le escupió encima, pero Yorsh se quedó inmóvil; se había desmayado.
Robi no tuvo tiempo de pensar algo más para decir o hacer; el grito de Tracarna a sus espaldas le hizo saber que el descanso hacía rato que había terminado, y que lo malo no termina nunca.
—Es un elfo —gritó Crechio, señalando a sus pies la figura del joven postrado por la desesperación.
La palabra de nuevo hizo eco y llegó hasta donde estaban los soldados. Algunas flechas volaron. Robi, Cala y Crechio se tiraron al suelo y se cubrieron la cabeza con las manos. Yorsh permaneció inmóvil, apenas respiraba. La colina que se alcanzaba a ver detrás de la Casa de los Huérfanos de repente se movió: había un dragón oculto en la hierba. Estaba muy cerca y era enorme. La desbandada fue general, excepto por los tres que estaban en el suelo, que no podían ver nada y que se quedaron tendidos con las manos en la cabeza sin saber qué estaba sucediendo. Lo descubrieron cuando un viento cálido y fétido los cubrió y, al levantar la mirada, se encontraron cara a cara con las fauces de un dragón, y vieron claro que el viento era el aliento que salía de una boca
con dientes tan largos como un brazo.
Por suerte el dragón ni siquiera los había mirado, estaba buscando la forma de atrapar a Yorsh entre sus fauces de manera segura y sin hacerle daño.
—¡Robi! —llamó Cala.
—Ssshhh. Silencio, ahora.
—Robi, me he hecho pipí en los pantalones.
—No es grave, a lo mejor es una buena idea —susurró Robi, tratando de tranquilizarla—, así estarás menos sabrosa para comer. Ahora cállate.
De todas maneras, el dragón no estaba interesado en ellos ni en lo más mínimo. Seguía buscando la forma de llevarse a Yorsh. Después de algunos intentos con los dientes se decidió por las garras: con la de la pata izquierda lo agarró de los tobillos y con la de la derecha, de las muñecas. Luego el dragón abrió sus enormes alas color esmeralda y levantó el vuelo lentamente.
Cuando estuvo arriba en el cielo, muy, pero muy arriba, otro par de flechas volaron con intención de alcanzarlo.
Robi se quedó tumbada en el suelo sin saber qué hacer hasta que las manos de Tracarna la agarraron por los hombros y la levantaron.
—Tú... —comenzó con la voz sofocada por la ira—, tú... tú, miserable canalla, amiga de los elfos... Sí, así es, amiga de los elfos..., como tu padre y tu madre, gloria a Daligar por haberlos condenado a muerte..., miserable canalla... Pero yo te tenía en la mira, sabes... yo lo sabía, sabes..., Eres tú la que nos lo has echado encima... Es culpa tuya, ¿verdad...?
Robi ni siquiera intentó negar nada. Sabía que eso solamente habría aumentado la rabia de Tracarna y la furia de los golpes. Trataba de recuperarse como podía. Estaba tan mal que los insultos de Tracarna eran el menor de sus problemas. Su madre y su padre se habían hecho condenar a muerte y a ella la habían condenado a la desgracia por un cretino miserable. El sueño que la acompañaba desde que su vida y su familia habían sido destruidas (un dragón con un príncipe vestido de blanco) se había realizado, y un elfo canalla con un vestido de novia lleno de caca de pájaro y otros líquidos malolientes, sobre los cuales era mejor no indagar, había aparecido para liar más su ya complicada existencia.
Cuando Tracarna se calmó, Robi estaba llena de moretones. Stramazzo también había llegado y estaban decidiendo qué hacer. Él iría a Daligar a pedir los refuerzos necesarios para transportar allí a la pequeña bruja.
—Sí, bruja —añadió dirigiéndose a Robi—, exactamente bruja, así es como llamamos a las amigas de los elfos...
Se necesitaría medio día. Pero no podía arriesgar su preciosa vida escoltándola él solo: el dragón y el elfo podrían atacar de nuevo. Sin duda habían atacado para liberarla.
«Bueno», pensó amargamente Robi. Estaba por partir hacia Daligar a la celda de una prisión, a la que probablemente seguiría la horca apenas hubiera alcanzado la edad mínima, siempre y cuando no fuera ya considerada adulta. La segunda parte de su sueño también estaba a punto de cumplirse: dejaría la Casa de los Huérfanos para siempre, gracias al dragón y al príncipe.
Se dejó llevar hacia una de las garitas donde la encadenaron. Los dos arqueros montarían guardia mientras esperaban las otras tropas. Robi se acurrucó sobre sí misma con la cabeza entre los brazos, apretando la barquita y la muñeca entre sus manos, dejando que el tiempo transcurriera, mientras los mismos pensamientos continuaban dando vueltas en su cabeza como una bandada de cuervos enloquecidos.
El tiempo pasó. De vez en cuando, los ojos de Robi se cerraban de cansancio, pero ninguna imagen se formaba, excepto la de una pequeña mano izquierda con los cinco dedos abiertos. Stramazzo regresó acompañado de una guarnición completa. Fueron a buscarla, le quitaron las cadenas y le pusieron unas más ligeras, apropiadas para el viaje. Luego la hicieron subir en un asno. Era la primera vez que Robi cabalgaba, pero estaba demasiado desesperada como para darles importancia a estas cosas. Era un día triste y nublado que borraba los colores del otoño.
Los otros huérfanos estaban alineados en silencio en el claro frente al viejo redil. Una mano se levantó para saludaría y se quedó abierta en el aire separando los cinco dedos. Tracarna gritó algo, pero la manita permaneció obstinadamente en el aire y Robi se dio cuenta de que no era un saludo: Cala le estaba mostrando su manita izquierda con sus cinco dedos perfectos.
También el pulgar, el que se había cortado con el hacha hacía dos años.
Robi miró las manos de Cala, que ahora las había levantado juntas: le faltó el aire y por un instante se le nubló la vista. Al fin lo comprendió: ¡una criatura poderosa y benévola, más allá de lo imaginable, se había cruzado en su camino, y todo lo que había hecho ella era pegarle patadas y escupirle encima! Siguió mirando a Cala fijamente hasta que fue apenas visible, mientras el asno se alejaba escoltado por una tropa de soldados que habría sido suficiente para enfrentarse a un ejército de troles.
Capítulo 15
Yorsh estaba desesperado. Había sido un idiota, un completo idiota. Le daban náuseas al pensar en lo estúpido que había sido. De una idiotez abismal, mundial, cósmica, descomunal, colosal, épica, infinita, inmensa, oceánica, vasta como la luna y además inexcusable. Incurable. Irremediable.
—De acuerdo, fuiste algo tonto, pero no es cierto que no haya esperanza, sólo la muerte no la tiene, y ayer realmente nadie murió...
Las palabras del dragón se perdieron en el viento, que soplaba furioso desde el mar tempestuoso.
Yorsh todavía estaba demasiado débil para hacer algo distinto a estar acostado, acurrucado sobre sí mismo, temblando como una hoja abatida por la tempestad, mientras un dolor intolerable como la hoja de un cuchillo ardiente le atravesaba los pulgares de ambas manos. La fiebre lo quemaba, el viento helado era un alivio para su piel ardiente. Estaba sobre la hierba empapada, con las manos sumergidas en el pequeño pozo de agua helada que se formaba entre las rocas frente a la caverna, después de días de lluvia.
Era evidente que la niña no podía ser más que la hija de Monser y Sajra; tenía las facciones de su mamá en la piel oscura de su padre; debió haberse dado cuenta por sí mismo. Tenía la generosidad y la valentía de su padre y de su madre. En ningún momento había dejado de proteger y tranquilizar a la niña más pequeña. ¡Lástima que, como su madre y su padre, se enfadara tan fácilmente, y por motivos más que incomprensibles! Yorsh debería haberse dado cuenta por sí mismo de que la pequeña estaba desesperada, desnutrida, miserable, vencida por la fatiga y, ante todo, tendría que haberla protegido y habérsela llevado, en vez de abandonarla allí, después de haberla puesto en un peligro mortal.
La verdad era que el dolor de la otra niñita, la que tenía la manita mutilada, lo había golpeado como una pedrada y no se había dado cuenta del orden en el que habría sido sensato hacer las cosas: primero llevar a los niños a un lugar mejor, luego curar sus heridas, sanar sus llagas y consolar sus penas...
El dragón asintió convencido, mientras atacaba el tercer urogallo, que tenía ensartado en un pincho hecho con una rama de sauce y que se cocinaba lentamente sobre una deliciosa hoguera de romero y pino, para que el aroma de las ramas quemadas se fundiera con el sabor de la carne asada.
—¿Cómo puedes comer eso? —preguntó el elfo con voz afligida.
—Muerdo con los dientes anteriores y mastico con los posterolaterales —respondió cortésmente el dragón—. Sigamos con la historia, ¿por qué te desmayaste?
—Reconstruir el dedo de la niña fue terrible; tendría que haberlo sabido, tendría que haber recordado lo extremadamente agotador que fue curar tu herida y multiplicarlo por una infinidad de veces. Debí prever que quedaría fuera de combate y comprender que ése no era el momento. Pero lo peor fue después, saber que ellos murieron por culpa mía... por culpa mía... —Los ojos de Yorsh se perdieron en la nada—. Todo esto es tan... tan... —No encontraba la palabra.
—¿Tonto, ridículo y risible? —propuso Erbrow el Joven mientras atacaba su cuarto urogallo. También se estaba carcajeando. Yorsh se dejó llevar de tal manera por la rabia que se sintió casi mejor.
—Pero ¿cómo te atreves?... ¿Cómo puedes?... —Gesticuló buscando palabras que pudieran herir a Erbrow tanto como él lo estaba—. Bestia inconsciente, estúpida, hijo de una bestia aún más estúpida, más inconsciente, idiota, que además solamente escuchaba fábulas tontas. Cómo puedes reírte, esa niña maravillosa y desesperada está huérfana porque yo... porque ellos... ¡me salvaron a mí!
El dragón no se molestó. Mordió tranquilamente su quinto urogallo.
—Me río de ti, no de ella. Esa maravillosa niña está huérfana y desesperada no por tu culpa, sino por culpa de los criminales que anudaron una soga alrededor del cuello de sus padres y, no contentos con esto, la metieron en un lugar al lado del cual una fosa de serpientes es una casa de veraneo. Nosotros sólo somos responsables de nuestras acciones, sólo de ésas. Marcio y Sila, o como diablos se llamaran esos dos, eligieron salvarte y estaban en su derecho. Fue su elección. Entre otras, sin ti, quizá nunca se habrían unido y su maravillosa niña no existiría. Pero el punto no es éste; ¿recuerdas la historia de los enanos en la segunda dinastía rúnica? Primero los perseguían porque se dejaban barba, luego porque ya no se la dejaban. Simplemente querían sus minas. Las expediciones estaban partiendo hacia las costas orientales y necesitaban plata para sus naves. —El dragón se interrumpió para tragarse el sexto urogallo, y prosiguió—: Quien está al mando en Daligar quiere súbditos estúpidos y miserables, y esos dos no tenían vocación ni para la estupidez ni para la miseria. Si no hubiera sido por ti, habría sido por cualquier otra cosa, igualmente los habrían destruido. Es más: piensa que les debes la vida, por lo tanto disfrútala y aprovéchala. Deja de graznar como un urogallo que ha perdido la cola, mueve el trasero y ve a salvar a la muchachita, ¿cómo se llama?
—Robi, la otra niñita la llamó Robi.
—¿Robi? Los humanos evidentemente tienen talento para los nombres que no quieren decir nada. Se les escapa el concepto de que un nombre es importante. ¿Cuál es el plan?, ¿cómo vamos a regresar a buscarla?
Yorsh comenzaba a sentirse realmente mejor.
—Vamos de noche. Una noche sin luna. Una noche como ésta. —Yorsh se dio cuenta de que su fuerza iba aumentando a cada instante. Nada se había perdido. El dragón tenía razón—. Regresemos esta noche. Vámonos ya —dijo decidido. —Déjame terminar la merienda —suspiró el dragón. Era el séptimo urogallo, y sobre el sauce había veintiuno—. Nunca se puede comer en paz en este lugar.
Yorsh engulló algunas habas doradas y recogió sus cosas: el arco y las flechas élficas (porque, Erbrow insistió, «nunca se sabe»), y la legendaria bolsita de terciopelo bordado que contenía el libro de poesía de su mamá y el trompo de su infancia, que había sido el juguete con el que habían jugado sus padres cuando eran niños.
—Eso me parece un equipaje fundamental; si los arqueros nos atacan, les puedes leer poesía y ponerlos a jugar con el trompo —comentó Erbrow sarcástico.
Yorsh no respondió. Llenó el resto del espacio del saquito con habas doradas, así al menos uno de los problemas de los niños, el hambre, se podría resolver rápidamente.
El vestido de Yorsh apestaba a excremento de pájaro (aunque la noche pasada bajo el viento y la lluvia lo había dejado ligeramente menos apestoso) y, además, ahora Yorsh tenía la sensación cada vez más fuerte de que había algo equivocado en esa forma de vestirse. No teniendo ningún tipo de alternativa, se limitó a hacerle algunas variaciones. Cortó la capa más externa del vestido, donde estaban los bordados y los dibujitos hechos con huequitos, eso que llaman encaje. Cortó las mangas abombadas, que le estorbaban, y cortó la falda por encima de los tobillos para no tener que llevarla atada a la cintura. El resultado fue una especie de sayo de un color gris indefinible, de un olor casi pasable, que recordaba un poco la ropa de los alquimistas y de los antiguos sabios.
A medida que pasaban los días, el dragón se volvía más grande; ahora era casi del mismo tamaño de Erbrow el Viejo y sus alas extendidas eran más largas que el claro que albergaba las rocas con el pequeño pozo. Cogió al muchacho entre sus alas y se elevó, estable y seguro, entre el viento y la tempestad. Se desorientaron en la oscuridad total de la noche, donde la lluvia formaba paredes de agua, luego discutieron entre ellos para decidir cuál era la dirección, después se perdieron otra vez y finalmente volvieron a discutir para establecer quién era el culpable de haber perdido el rumbo. Finalmente, hacia el alba, llegó la luz, y la sombra de las colinas, empapada y pálida, emergió de la oscuridad y el redil medio desbaratado con su empalizada feroz apareció en el horizonte. Yorsh se había secado, pero las alas de Erbrow estaban tan mojadas que ya casi no podía volar. Aterrizaron detrás del pequeño bosque que bordeaba el famoso claro donde Yorsh se había lucido con la resurrección de la rata, y los dos se preguntaron qué hacer. Yorsh había leído sobre tácticas y estrategias militares, y con orgullo mal disimulado comenzó a explicar sus dos planes, el principal y el de reserva. La idea era que penetrara silenciosamente en el redil el más... ehm... discreto de los dos, es decir, Yorsh, mientras Erbrow permanecía en la retaguardia, listo para interceptar cualquier maniobra circundante y cubría la vía de escape...
En ese momento, los gansos comenzaron a graznar. En un universo grisáceo, de pantano y lluvia, en el gallinero de Tracarna y Stramazzo, frente a su encantadora casita de madera y piedra por la que trepaba la uva, un grupo de cuatro gansos reflejaban sus propias alas blancas como la nieve en un charco que las duplicaba. Cuando Yorsh se acercó, comenzaron a emitir los sonidos más fuertes que el jamás hubiera oído. El joven elfo recordó que los gansos eran usados como guardias en los palacios de los antiguos reyes contra los intrusos, ladrones e invasores, y comprendió la astucia del asunto. Tracarna y Stramazzo salieron presurosos hacia el redil, obviamente en paños menores. Los soldados se precipitaron fuera de las garitas, obviamente con sus armaduras y sus arcos preparados. Todos se miraron por algunos instantes, luego el dragón salió de su inmovilidad, abrió la boca y lanzó un rugido aterrador, acompañado de una larguísima lengua de fuego, que atravesó la lluvia haciéndola evaporarse en una fina raya de niebla, detrás de la cual todos emprendieron la fuga: a la cabeza, Tracarna; en segundo lugar, los soldados entorpecidos por sus armaduras, y, por último, Stramazzo, arrastrando su enorme trasero cubierto por una prenda de un delicado verde guisante. Sólo habían quedado los niños, encerrados en su repugnante dormitorio.
—¿Cuál era el plan de reserva? —preguntó el dragón educadamente.
Para la cerradura bastó con el pensamiento de Yorsh (clank).
La puerta se abrió; una docena de muchachitos aterrorizados se habían amontonado en un rincón y miraban a Yorsh, pero sobre todo miraban la sombra de Erbrow al otro lado de la puerta.
—Me he hecho pipí en los calzones —susurró con voz lastimera uno de los niños más pequeños.
—Bueno, ha sido una buena idea —lo consoló Cala—, así serás menos sabroso para comer.
—Yo me llamo Yorsh —se presentó el elfo. Ya estaba harto de que le dijeran «salud» y había decidido limitarse a usar la abreviatura.
Los niños permanecieron amontonados y aterrorizados. El lloriqueo espantado continuó y alcanzó un tono más estridente.
—Haz algo para tranquilizarlos —le dijo el elfo al dragón.
Erbrow se quedó perplejo, gesticuló buscando una idea dentro de sus diversas memorias, luego su boca se alargó en un intento por sonreír, con lo cual dejó al descubierto sus dientes inferomediales y posterolaterales, y el aullido de los niños aumentó aún más.
—¡Alguna cosa mejor! —gimió Yorsh.
La sonrisa se hizo más grande; aparecieron también los dientes inferoposteriores, que además de ser largos también eran curvos. Muchos niños se tiraron al suelo suplicando que no se los comieran.
—Pero en definitiva, ¡qué tontería! ¡Los dragones nunca se comen a la gente! —dijo Yorsh exasperado. En ese momento se dio cuenta de que Robi no estaba. Debía tranquilizar a alguno deprisa para que le dijera dónde había ido ella a parar.
El bullicio continuó aumentado: los gemidos se alternaban con súplicas de piedad. Ahora le suplicaban a Erbrow que no se los comiera, y a él, el terrible elfo, que no los matara con su rabia.
Yorsh no sabía qué hacer. Todo cuanto se le ocurría (gritar, agitar los brazos, encender la pequeña antorcha junto a la entrada) solamente lograba asustar más a los niños.
Finalmente, un rugido superó el bullicio y la luz de una nueva llamarada iluminó la oscuridad. Un olor a carne entre asada y quemada llenó el ambiente. De repente se hizo un silencio total.
—¿Quién quiere un poco de pato asado? —preguntó el dragón—. Un pato gordo y hermoso, mientras vosotros estáis esqueléticos y miserables, ¿os parece que con un gallinero a mi disposición me rebajaría a devorar un montón de huesos y piojos? Oíd, vosotros dos, los más grandes —se dirigió a Crechio y Morón—, uno que vaya a buscar un poco de romero, y el otro, una rama de sauce o de pino para que pongamos a asar el resto del gallinero.
No tuvo tiempo de acabar; los muchachitos salieron raudos hacia fuera, hacia el cerco de donde venía el inconfundible olor a algo caliente donde podrían hundir sus dientes y sentir que se llenaban sus estómagos vacíos eliminando el hambre, la nostalgia y la tristeza que siempre albergaban.
—La única cosa que puede superar el miedo es el hambre —explicó el dragón rápidamente—. Esto vale para perros, gatos, humanos, peces rojos, dragones y troles; no conozco tanto a los elfos como para emitir un juicio al respecto sobre ellos.
Cala se había quedado. Se acercó a Yorsh, respiró profundamente, tragó saliva y luego se quedó allí. Yorsh se arrodilló para que su cabeza quedara a la altura de la de la niña.
—¿Adonde han llevado a Robi? —preguntó con voz suave.
Cala se tranquilizó, tragó saliva otra vez, y luego pudo hablar.
—A Daligar, la han llevado a Daligar. Oí a Tracarna y a Stramazzo hablando. La han llevado a un lugar llamado «el subterráneo del antiguo palacio».
—Sé dónde es —dijo Yorsh—, yo también estuve allí cuando era niño.
Cala tragó saliva otra vez.
—Dijeron... dijeron... Creo que le harán daño... Tracarna la golpeó... mucho.
—No tengas miedo, ahora iré a buscarla. No tengas miedo, todo saldrá bien.
Yorsh lo repitió varias veces, no sólo para tranquilizar a Cala, sino también para tranquilizarse a sí mismo. Todo saldría bien, sin duda.
Cala asintió y los ojos se le llenaron de lágrimas, pero se las tragó y no lloró.
Yorsh se dio la vuelta para irse de allí. Estaba ya en la puerta cuando Cala murmuró algo.
—¿Perdona? —preguntó, y se volvió.
Cala levantó tímidamente la manita izquierda, separando los dedos, y suspiró nuevamente.
—Gracias por mi mano —dijo, y esta vez sí fue comprensible.
Durante los pocos instantes que estuvo Yorsh con Cala, Erbrow el Joven había ya organizado a los niños. Había puesto a los más pequeños a salvo en la casita con los patitos y los corazoncitos. Tracarna y Stramazzo la habían dejado con la puerta abierta de par en par, y los más grandes le estaban echando una mano para organizar, a pesar de la lluvia, un asador gigantesco. En la casa de Tracarna y Stramazzo, los niños habían encontrado pan de verdad, hecho con trigo de verdad, y una cosa amarilla con un color muy particular que llamaban cerveza. Por todas partes volaban plumas de pato y de gallina, y Yorsh miró con horror las pobres criaturas a las que estaban a punto de retorcer el pescuezo.
—¿Alguien quiere un poco de habas doradas? —preguntó.
Ni siquiera le respondieron.
—¿De verdad algunas veces comes hombres? —estaba averiguando uno de los niños más pequeños.
—Sólo excepcionalmente —respondió el dragón con cierta solemnidad—, el sabor no es de los mejores y los zapatos son una complicación después....
—¿Podrías comerte a Stramazzo? —preguntó el pequeño, esperanzado.
—¿Es ese con el trasero enorme de color verde guisante? —preguntó el dragón, vagamente interesado.
—Los dragones ya no comen seres humanos. Los dragones nunca comen seres humanos. ¡Nunca! —gritó Yorsh que comenzaba a exasperarse realmente.
Si no otra cosa, por lo menos logró que se hiciera el silencio por un instante.
—Voy a Daligar a rescatar a Robi —le dijo al dragón.
—¿Daligar es ese simpático lugar donde los soldados tiran flechas? ¿Te molesta si me quedo aquí defendiendo a los demás niños? Podría haber peligro. No sé..., no quisiera que un pato los atacara... —dijo vagamente el dragón.
Yorsh lo pensó.
—Sí, es una buena idea, quédate aquí y protege a los niños. Los soldados podrían regresar, o esos dos horrendos humanos adultos, a quienes estaban, digamos, confiados. —Se volvió hacia los niños—. Cuando regrese, los que quieran pueden seguirnos hasta el mar, al otro lado de las Montañas Oscuras.
No lo había pensado todavía, pero finalmente sabía qué hacer: rescataría a Robi y los llevaría a todos a salvo al mar.
—En la orilla del mar hay conchas que quizá piensan y escriben poesía, pero se pueden comer —dijo, citando a Monser, el cazador; más que decirlo, lo pensó en voz alta.
Cala se echó a reír.
—Robi también decía eso, a ella se lo había dicho su papá.
—Ya. ¿Cuánto voy a tardar de aquí a Daligar? ¿Un día de camino?
—Si vas a pie, creo que sí —respondió Cala—, pero está el caballo. La última vez que Stramazzo fue a Daligar regresó a caballo, ahora está atado al otro lado de la casa.
—Entonces lo cojo, y mejor me doy prisa, antes de que también lo preparen con romero —dijo Yorsh, dándole una última ojeada al dragón y a la multitud de niñitos famélicos—. Ahora ve tú a... comer tu pedazo de carne.
—¿Aunque haya pensado?
Yorsh tragó rápidamente para disminuir la sensación de náusea que le producía el olor de carne en el fuego. Miró las mejillas chupadas de la niña, sus grandes ojos y sus piernas esqueléticas, y pensó que los patos y las gallinas se transformarían en fuerza, sangre y carne.
—Sí —dijo convencido—, aunque haya pensado.
Cala sonrió y se fue corriendo, feliz.
Yorsh fue a buscar el caballo. Era un magnífico bayo con dos grandes ojos color avellana. Yorsh le puso una mano sobre la frente y sintió su pelo suave mientras una serie de sensaciones le atravesaron la mente: la nostalgia de la madre del potro, el horror por la silla y los arreos, el rencor por ese interminable viaje desde Daligar bajo el enorme trasero y el látigo de ese horrible individuo, un deseo enorme de darle de patadas.
—De acuerdo —susurró—, nada de silla ni de arreos; nosotros los elfos no los necesitamos.
El caballo lo miró a los ojos y comprendió que lo que estaba en la mente del elfo también estaba en la suya. Yorsh se subió en la grupa y el caballo partió de inmediato. Era como ser uno solo con su fuerza y su velocidad, la sensación más hermosa que había experimentado, aparte de volar sobre Erbrow.
A pesar de la luz húmeda de la mañana, era fácil orientarse. Antes del mediodía divisó los muros amenazantes de Daligar.
Capítulo 16
La prisión era mucho más fría que la Casa de los Huérfanos: era de piedra y además no estaban los otros niños, que al respirar todos juntos en un lugar pequeño lo calentaban. Por otro lado, era más seca, la paja donde se dormía era mejor y te daban un poco más de comida. Tampoco había que hacer ningún trabajo. Si no fuera porque periódicamente resonaba la palabra «colgamiento», habría podido ser una especie de casa de veraneo.
Estaba encerrada allí dentro desde la tarde anterior. Poco después de su llegada había comenzado un viento gélido y una lluvia fuerte que no daba señales de menguar. Robi se preguntó si aquella tempestad detendría al príncipe o si de todas maneras vendría. Ya sabía que el príncipe y el dragón no eran una fantasía: existían. ¡El dragón era enorme y el príncipe era el elfo al que, cuando era un niño, sus padres habían salvado la vida! El príncipe la estaba buscando. Se preguntó cuál de sus poderes usaría para llegar hasta ella. Quizá derribaría los muros haciendo sonar una trompeta, o pasaría a través de ellos como un espíritu, o volaría hasta allí en el dragón, o haría caer el techo a golpes de piedra. O bien...
Sus sueños eran verdaderos. Desde que las imágenes habían comenzado a formarse detrás de sus párpados, Robi se había preguntado qué otro sentido podrían tener, si es que no eran una tranquila, insensata y consoladora locura, algo inocuo para llenar su vida destruida por el frío, la nostalgia y el hambre. Ahora sabía que eso que soñaba sucedía, no exactamente como ella lo había soñado, pero sucedía. El príncipe existía y tenía un dragón, contrariamente a su teoría anterior de que los dragones, al igual que los príncipes benévolos, se habían extinguido. El príncipe existía y era bueno, quizá un poco difícil de entender, pero indudablemente era una gran persona, y sus padres lo habían querido. El hecho de que tuviera una deuda de gratitud con sus padres aumentaba la posibilidad de que, bueno, en definitiva (a pesar de que ella le había dado patadas y también le había escupido) no se ofendiera demasiado.
Los dos soldados de la prisión entraron: Meliloto, pequeño y delicado, y Paladio, grande, gordo, con la cara roja, siempre a la caza de media jarra de cerveza. Eran dos hombres de mediana edad, probablemente padres de familia, que no eran muy malos con ella, sino más bien amables; sin duda más gentiles que Tracarna y Stramazzo. Le habían dejado también su muñeca y su barquita, y ahora le habían conseguido una manta para pasar la noche.
Ahora estaban asustados e inquietos; el Juez administrador en persona iba a bajar a hablar con ella en los subterráneos. Era un acontecimiento absolutamente extraordinario, nadie recordaba algo semejante. Los dos soldados iban de un lado a otro como dos flechas, tratando desesperadamente de desenterrar algún vestigio de decencia en ese lugar tras años de suciedad y abandono. Invirtieron un tiempo ridículamente largo discutiendo si debían dejarle o no los juguetes y la manta a Robi. En el primer caso sería evidente que allí se cuidaba a los detenidos y en el segundo, que no eran excesivamente indulgentes con ellos. Al final decidieron dejárselo todo con la orden de que escondiera los juguetes debajo de la manta, en el rincón más oscuro de la celda. Encendieron las antorchas, que no se habían prendido desde hacía años, y que estaban en parte húmedas o enmohecidas. También esta operación les llevó un tiempo excesivo y llenó el subterráneo de un humo molesto, acre y de un curioso color amarillento.
Los montones de paja abandonados en los rincones, recorridos por ratas enormes, no mejoraron con la luz. Los dos trataron de remover al menos la paja, así quizá también disminuirían las ratas y todo el conjunto comenzaría a parecerse más al subterráneo de un palacio con pretensiones de realeza, y menos a un establo. La discusión sobre cuál de los dos era el más idóneo también les ocupó mucho rato y sólo al final, cuando ya era muy tarde, los dos se dieron cuenta de que la tarea más urgente era sacar las jarras de barro amontonadas junto al puesto de guardia, prueba irrefutable de que la actividad fundamental durante el servicio de guardia era beber. Finalmente Paladio, con los brazos llenos de paja, y Meliloto, cargado de jarras vacías, se precipitaron hacia la salida exactamente en el mismo momento en que el Juez había decidido entrar, de modo que se chocaron. El Juez y Paladio terminaron en el suelo. Meliloto logró quedarse de pie, pero no fue lo suficientemente hábil para sostener las jarras vacías; éstas, por consiguiente, cayeron sobre los dos que estaban abajo, y, dado que Paladio fue lo bastante astuto para esquivarlas, le cayeron encima al Juez. La penúltima que le fue encima tenía todavía tanta cerveza dentro, que la ropa del Juez cambió del blanco azucena con tendencias sutiles hacia el marfil, al inconfundible color amarillento de la cerveza, y el humor del Juez pasó del «realmente furibundo» al «dame a alguien para estrangular, y que sea, por favor, antes de la cena».
Robi no pudo contener la risa. Sabía que no debía y que además no era realmente divertido; en definitiva eran tres personas que se habían caído y quizá se habían hecho daño. Pero cuando hay tanta tensión y no se ha dormido durante mucho tiempo, se hacen cosas estúpidas como soltar esas carcajadas agudas, insoportables e interminables cuando alguien se cae. Cuando logró controlarse, el Juez estaba frente a ella con las manos apoyadas en la reja, y ahora sí que estaba realmente enfurecido.
—¿Has sido tú, verdad? ¡Tú has provocado todo esto! Yo lo sé —farfulló. El Juez era alto, delgado, con bigotes, barba y cabellos plateados que estarían ensortijados en bucles suaves si la cerveza rancia no los hubiera apelmazado en un amasijo maloliente y amarillento—. Los has embrujado y por eso se han caído, ¿no es cierto? ¡Yo lo sé! Has venido aquí con el único objetivo de desacreditarme y ridiculizarme, ¿cieno? ¡Desacreditar mi cargo y mi persona! Yo lo sé.
Robi se preguntó si venía al caso tratar de responder y disculparse, tratar de decir que ella no era capaz de embrujar a nadie, que nunca lo había sido y nunca lo sería. Además, ella no había ido allí voluntariamente, sino que la habían llevado obligada; si tuviera algún poder, lo habría usado para hacerse abrir la celda y dejar de molestar lo más pronto posible, pero el Juez siguió hablando sin darle tiempo de dar ninguna respuesta.
—Tú sabes sin duda quién soy yo, ¿no es cierto?
Robi dudó por un instante. La mitad de su cabeza, en la que prevalecían el orgullo y el coraje, habría querido responder, «el asesino de mis padres, el que firmó su pena de muerte, el miserable y cretino criminal que propaga la injusticia y la desolación como una vela emana luz». La otra mitad de su cabeza, aquella que a toda costa quería seguir viviendo la vida que sus padres le habían dejado, pensaba quedarse con la descripción oficial: «Usted es el Juez... », quizá agregando también alguna característica más:«... grande..., noble...».
Tampoco esta vez fue necesario elegir; lo del Juez no era un diálogo sino un monólogo mezclado con interrogativas. No estaba previsto que ella contestara.
—Yo soy el que ha venido a traer la justicia a esta tierra, a erradicar la glotonería, la codicia, el orgullo. Es una tarea demasiado alta y noble para dejar que la piedad la entorpezca. ¡Yo lo sé! Como un cirujano que valientemente amputa una extremidad cuando la gangrena la invade, yo sanaré el cuerpo de este infortunado y amado condado. ¿Sabes por qué razón me he rebajado a hablarte, yo, que soy el representante del condado de Daligar?
Esta vez, Robi no hizo ningún esfuerzo por cerrar la boca porque realmente no tenía ninguna idea.
—Porque quiero que tú comprendas. Puede parecer cruel matar a un niño, yo sé. Éste es el motivo por el cual no serás colgada en la plaza pública como tus miserables e insignificantes padres, sino aquí, a salvo de las miradas que podrían no entenderlo. Sin embargo, quiero que lo comprendas, porque de otro modo, yo lo sé, en tu miserable e insignificante cabeza puedes tachar mi magnificencia de injusticia, ¿no es cierto? Esto sería intolerable para mí. ¿Sabes que el mendigo de tu padre se atrevió a decir en voz alta que la única cosa que le interesaba en el mundo, entiendes, por encima de Daligar y de mí, entiendes, era su miserable e insignificante mujer y su aún más miserable e insignificante hija?
Robi cada vez estaba más perpleja. Con frecuencia había pensado en el Juez administrador y lo veía como una especie de Señor del Mal, con un cierto orgullo por su propia crueldad, más o menos como un orco, pero más civilizado e inteligente. Error: a parte de los orcos, nadie se declara «Señor de las Tinieblas». El Juez administrador, al igual que Tracarna y Stramazzo, creía que él era bueno y que los malos eran los demás, esos que trataban de quedarse con algo para aliviar el hambre de sus propios hijos, esos que no querían acabar muertos de hambre con los huesos devorados por los perros en fosas comunes. El objetivo de sus leyes no era tener un pueblo de esclavos medio muerto de hambre, que no amara nada y que no estuviera dispuesto a combatir por nada. Al contrario, el verdadero objetivo era que un montón de gente lo amara sólo a él, el Juez administrador, que lo amara realmente, que realmente creyera en él.
—¡Hemos capturado a tu elfo! —le informó el Juez con cruel orgullo—. Se entregó voluntariamente ante nuestros guardias hace poco. Sabe que somos invencibles, ni siquiera trató de combatir. Yo lo sé: ¡éste es el momento de nuestra gloria! ¿No es cierto?
Bien, he ahí cuál había sido el camino escogido por el príncipe para llegar hasta ella. Entregarse: un plan simple y genial. Robi respiró aliviada. Por suerte, la única cosa parecida a la crueldad era la estupidez. Evidentemente, al Juez administrador le parecía normal que un señor que tiene poderes extraordinarios y que entre otras cosas cabalga nada menos que sobre un dragón, no quisiera sino hacer feliz al susodicho Juez administrador, entregándose voluntariamente, con el fin de permitir que los colgaran sin más contratiempos.
Robi jamás se había sentido tan segura como en aquel momento: el príncipe había venido a buscarla. Él sabía qué hacer y cómo hacerlo.
Capítulo 17
Yorsh no tenía ni la más mínima idea de qué hacer, ni cómo hacerlo. La única idea que se le había ocurrido había sido entregarse a los soldados de la puerta grande, y no estaba muy seguro de que hubiera sido una idea brillante.
Había hecho un intercambio, él se entregaba sin combatir a cambio de la jovencita. No sólo porque estaba en deuda con Monser y Sajra, sino porque desde que la había visto lo único que le importaba era ella. Entregarse a cambio de la joven era la única idea que se le había ocurrido. Él no sabía combatir: ¿qué otra cosa podría haber hecho?
Con frecuencia, en las complicadas fábulas que le leía a Erbrow el Viejo durante la incubación, alguien intercambiaba algo con alguien más: yo te doy media libra de calabacines y un cuarto de judías ahora, y tu hija será mía al nacer. O si me traes tres plumas de la cola de un buitre dorado, te daré la mitad de mi reino, o si no, siete octavos del tapete mágico y cinco onceavos de la olla de la abundancia. Y todos respetaban todo. Por lo tanto, le faltaba saber que era posible que los pactos no se respetaran y que era necesario negociar desde una posición fuerte antes de cederla. Primero debió hacer que liberaran a Robi y luego entregarse. La verdad era, ahora se daba cuenta, que le había parecido descortés suponer que no eran personas de honor, y tomar precauciones al respecto. Haberse presentado solo, ante la puerta de la guarnición armada hasta los dientes y con los arcos preparados, tampoco había sido muy astuto. Debió haberlos amenazado con las represalias del dragón; probablemente ninguno habría pensado que no lo había traído consigo, pero su antigua incapacidad de mentir y la intolerable vergüenza ante la idea de ser descubierto haciéndolo, lo habían paralizado. Ya era tarde. Se había dejado capturar y, por lo tanto, el plan era la horca para todos. Él en la plaza y Robi en el fondo del subterráneo.
Yorsh tenía encima una cantidad tal de cadenas que a duras penas podía respirar. El número de soldados que lo rodeaban era tan grande que no alcanzaba a contarlos. El único consuelo era que lo estaban llevando al lugar preciso: a los subterráneos del palacio de Daligar, donde sabía que se encontraba Robi. Algo se le ocurriría. En todo caso no estaba muy preocupado por sí mismo, sin duda se las arreglaría de algún modo: si una antigua profecía se refería a su futuro, quería decir que aún tenía algún futuro. Y él no se salvaría sin llevarse consigo a Robi.
Continuó bajando las escaleras, que cada vez eran más estrechas y empinadas, atravesando corredores cada vez más bajos y oscuros, cada vez más hundidos en las profundidades de la Tierra, cada vez más alejados de la luz del día, hasta que las paredes se alargaron y, a la luz de las antorchas, vio una figura lujosamente vestida de blanco que, curiosamente, olía a cerveza rancia y que reconoció como el Juez administrador.
Detrás de él, más allá de las rejas la oscuridad ocultaba, apenas perceptible, la figurita de Robi.
El Juez no perdió tiempo.
—Te esperaba, elfo —dijo con voz dura—, has venido a buscar a tu futura esposa, ¿no es cierto? Yo lo sé.
Yorsh se quedó sin palabras. ¿Cómo podía saberlo? Robi era poco más que una niña, y él todavía era un muchachito, pero los elfos escogen a su esposa desde muy jóvenes y para siempre. Cada vez que pensaba en Robi, en su cara, su ternura y la valentía con la que había tratado de consolar a la niña más pequeña, a la que le faltaba un dedo, ¡sentía que era ella o ninguna!
—Yo lo sé. Yo también sé leer las lenguas antiguas, también leí la profecía antes de hacerla destruir al igual que todos los demás escritos que ensuciaban las paredes de este lugar. Leer no le hace bien al pueblo: ¡si es que hay alguien que pueda hacerlo! Yo he evitado esa desgracia. ¡La profecía había sido escrita por Arduin, el gran brujo, el Señor de la Luz, el Fundador! Daligar fue una ciudad élfica, ¿sabías esto, no es cierto? Después de que los orcos la destruyeran, Arduin la reconquistó y la volvió a fundar. Arduin estaba completamente loco, amaba a los elfos. Aunque reconozco que tenía una cierta agudeza militar. Es verdad que liberar a la ciudad de los orcos, cuando estaban en la cúspide de su poder, atacándolos y venciéndolos con un ejército que no era ni la mitad del de ellos, fue una hazaña que requería de cierta habilidad, de cierto coraje y también de cierta sagacidad, debo reconocerlo, ¡pero nada comparable conmigo! Yo soy el verdadero fundador de Daligar, su verdadero libertador. Yo estoy liberando a Daligar de las pasiones, del egoísmo; la estoy encaminando por la senda de la virtud y la humildad, la estoy depurando con mi justicia y mi severidad. ¡Y embelleciendo! Yo también soy un mago, mucho más grande que Arduin, que todo lo que sabía hacer era predecir el futuro y destruir el encantamiento de la Sombra con el que los orcos sometían al mundo. Yo he hecho más, ¿no lo has notado? ¿No has visto mi extraordinario prodigio? ¡Mi triunfo!
Silencio. Un largo silencio. Yorsh se preguntaba si se esperaba que él dijera algo. Probablemente sí, pero francamente no tenía idea de cuál era el extraordinario prodigio del Juez administrador. La única cosa que se le ocurrió era que Daligar le había parecido un lugar de pobreza extraordinaria y que era prodigioso que se hubiera convertido en eso después de sus pasados esplendores. El molesto silencio continuó y finalmente el Juez prosiguió.
—¡Las flores! —prorrumpió exasperado—. ¡Las glicinias siempre florecidas, el perfume de los jazmines! Dejando pudrir enormes cantidades de fruta y de trigo que nos llegan de los campos, se obtiene un fertilizante especial que permite esta floración permanente, estos perfumes intensos. ¿No es extraordinario? Esto realmente es extraordinario, ¿no es cierto?
Yorsh miraba fijamente al Juez, impresionado. Estaba completamente loco, visiblemente demente. No podía existir la más mínima duda sobre su demencia. Lo que era incomprensible para él era por qué sus espectadores, numerosos y armados, continuaban en posición de firmes ante su locura, en vez de tomarlo de la mano y acompañarlo de forma cortés, pero decidida, a un lugar donde lo ayudaran con su delirio o al menos pudieran neutralizarlo.
—Tuve que destruir también el antiguo palacio real de Arduin; arcos por todas partes, arcos y columnas sin gracia que se alternaban con esos patios insulsos alrededor de esos absurdos cedros. Todo anticuado. Arduin construía como las dinastías rúnicas, o peor aún, como los elfos. Yo, el Juez, hice derribar casi todo, sólo faltan los pórticos para que «lo nuevo» finalmente surja: una nueva era. Una era nunca antes vista, de la cual mi palacio será el símbolo mismo. —Se hizo un silencio. El Juez estaba sumido en la autocomplacencia—. Arduin —prosiguió— escribió su profecía antes de morir: «El último elfo se unirá en matrimonio a una chica, descendiente y heredera del propio Arduin. La chica tendrá, al igual que su abuelo, el poder de la clarividencia y en su nombre estará la luz de la mañana; será hija del hombre y de la mujer que siempre... a este elfo». Ahí falta una palabra, borrada por el tiempo y la intemperie. Yo intuyo que debe ser «odiaron». Cuando me dijeron que habías estado en mi jardín y habías visto a mi encantadora hija Aurora, comprendí que volverías a buscarla y que entonces podría y tendría que destruirte.
¿Aurora? ¿La hija del Juez? ¡La hija del Juez se llamaba Aurora! ¿Esa joya de maldad, arrogancia y prepotencia tenía en su nombre la luz de la mañana?
—Mi hija Aurora, en su nombre está la luz de la mañana. La he educado en la perfección absoluta. Ella es la doncella perfecta. Toca el laúd, lee poemas antiguos y canta mientras se mece en un columpio como las princesas de reinos pasados. Por lo menos así están representadas en las imágenes de los pergaminos. Y por consiguiente nunca le he permitido, a Aurora, quiero decir, desde que tiene uso de razón, sino tocar el laúd y mecerse cantando entre las flores, porque ésta es la perfección para una doncella-Laúd, cantos, columpio y flores de la mañana a la noche, día tras día.
Yorsh empezó a sentir un destello de simpatía por la pobre Aurora, obligada a vivir como la imitación perfecta de algún relato absurdo de alguna princesa que a lo mejor nunca existió. Por eso era tan insoportablemente tonta: la perfección debe de ser una carga inaguantable.
—Aurora es mi hija y por lo tanto heredera de Arduin, porque al ser la cabeza de esta ciudad, como él lo fue, soy su sucesor. —El Juez había elevado el tono de su voz y ahora vocalizaba mejor las palabras, como para darles más peso—. Además, Aurora tiene la capacidad de predecir el futuro, ¿sabes? Una vez predijo que tendría el collar de oro de la mujer del jefe de los guardias, y adivina qué. Se descubrió que él era un traidor, lo ahorcaron y sus bienes fueron confiscados, y el collar de oro ahora es de Aurora... También predijo que, tarde o temprano, la sequía del verano anterior terminaría y que en el otoño llovería, y tenía razón.
Una vaga sonrisa de complacencia ennobleció por algunos instantes los rasgos del Juez. La mente de Yorsh estaba inquieta. ¡Aurora! ¿La vil e insoportable tonta del columpio? ¿Capaz de hacer llorar a un niño pequeño por horas? Lo sentía por ella: a su modo de ver, ella también había tenido un destino difícil, más bien insoportable, pero ¿fundar una nueva estirpe junto a ella? ¡De eso ni hablar! Jamás. Prefería la horca. Jamás. Por nada del mundo. Hasta ahí llegaba su destino y al diablo con Arduin y sus profecías. Quizá también el pobre Arduin se había deteriorado con la edad. Seguramente la luz lo cegaba de vez en cuando y las sombras se le confundían en la cabeza. Pelear una guerra contra los orcos no debió de haber sido cosa de niños. Seguramente en uno de esos asedios debió de golpearse la cabeza contra algo muy duro y se le había ocurrido que Yorsh tendría que casarse con Aurora.
Ahora el problema era cómo rescatar a Robi y despedirse rápidamente, dejando al Juez y a su encantadora hija con sus geniales predicciones.
El Juez tenía entre sus manos su arco con las tres flechas y su bolsita de terciopelo azul.
—Veamos qué habías traído para destruirnos, elfo. Tu arco y tus flechas están en mis manos. ¿Qué más hay?
El Juez rasgó la bolsita de terciopelo. Las habas doradas se esparcieron por el suelo.
Su aroma era muy ligero para la nariz de los humanos, pero no para la de un elfo.
Mientras se desparramaban por el suelo, Yorsh volvió a sentir su olor, un olor suave pero inconfundible, dulce y penetrante como el del pan recién horneado.
Yorsh se acordó de las ratas.
Las ratas gordas y grandes de las prisiones de Daligar ya lo habían ayudado una vez, cuando era un niño.
Ellas también percibieron el olor de las habas y sus mentes se llenaron de él. La mente de las ratas es fácil de controlar. Allí había miles. Yorsh lo sintió. Sintió su hambre constante e insaciable, su rabia, el rencor por todas las patadas, las pedradas, los dardos tirados en broma, los cebos envenenados. Miles en todos los subterráneos, hambrientas, enfadadas, perversas.
Yorsh respiró y sintió que el aire le llenaba los pulmones y que su fuerza aumentaba: sabía qué hacer. Usaría a las ratas. Multiplicó el aroma de las habas doradas y con éste buscó sus mentes y las guió.
—Un juguete —el Juez dejó caer el trompo al suelo y lo rompió de una patada—, y... ¡un libro! Interesante, ¿verdad?...
Las ratas comenzaron a salir de la oscuridad desde detrás de las rejas, desde los pasillos laterales. Algunas corrían sobre las paredes usando los frisos que había entre las antorchas. Todavía no eran muchas, sólo unas docenas. Yorsh alejó el miedo de sus mentes. Llegaron otras y detrás otras más y aún más. Se dirigían hacia las habas, sin hacer caso de los soldados, sin ningún temor, una ola de carne, pelo y minúsculos dientes, que sumergieron los pies de los hombres como una marea. Los soldados trataron de sacudírselas, de esquivarlas, chocándose unos contra otros. El Juez tenía entre las manos el libro de poesía de la madre de Yorsh y estaba demasiado absorto en él como para darse cuenta de nada.
—¿Qué son, encantamientos? ¿Poesías? ¡Qué tonterías! «Sigue la ra...ma... sigue la rama de la hiedra.» Yo también conozco tu lengua, elfo, ¿lo sabías? Siempre es necesario conocer la lengua de tus enemigos. «Sigue la rama azul de la hiedra. » La hiedra es verde, yo lo sé, los elfos siempre mienten, ¿no es verdad? Hasta en las poesías.
Sigue la rama azul de la hiedra: te conducirá a donde el cielo brilla. Busca el lugar donde borbotea el agua. El futuro depende de nuestra fuerza...
Las ratas estaban empezando a morder no sólo las habas doradas, sino todo lo que encontraban a su paso, es decir, los pies y las piernas de los soldados y del Juez, que dejó caer el libro con un grito. Sólo Yorsh y Robi estaban indemnes: sus pies estaban libres de la capa uniforme de ratas que lo cubría todo como un tapete hormigueante, inestable, móvil y dotado de dientes.
Algunos comenzaron a escapar apoyándose en las paredes para no perder el equilibrio. Clank: el cerrojo que aseguraba las muñecas de Yorsh se abrió y las cadenas cayeron a sus pies; clank, también liberó sus tobillos. La desbandada era general, mientras que la marea de ratas arrasaba con todo. El Juez se tropezó con lo que quedaba del trompo y cayó al suelo. Los pocos soldados que quedaban se apresuraron para protegerlo y levantarlo, dejando completamente descuidada la celda de Robi. Clank. También ésta se abrió.
Yorsh la cogió de la mano y la sacó fuera de allí, luego se alejaron casi lentamente, caminando de espaldas para no perder de vista a los soldados y al Juez mientras la marea de ratas se abría obediente a su paso. Yorsh sacó una antorcha de la pared y le dio una última ojeada al grupo: el Juez ya estaba en pie, pero ahora había otras cosas más importantes que hacer que ocuparse de ellos. Los soldados se movían por las escaleras, había otras escaleras con más soldados y luego más y más.
En cambio, en la mente de las ratas estaba la imagen de un mundo subterráneo inmenso, laberíntico, que se extendía por debajo de la ciudad y por debajo del río. Robi y Yorsh empezaron a correr en dirección opuesta a las escaleras. Una reja les impedía el paso; afortunadamente estaba cerrada con un cerrojo que se abrió, y más allá continuaba el corredor. Yorsh cerraba todos los cerrojos tras de sí para retrasar a sus posibles perseguidores, que tarde o temprano probablemente llegarían. Esperaba ardientemente ver un rayo de luz, un rayo de sol que le mostrara alguna salida para volver a subir, pero no había nada parecido. El corredor se inclinaba hacia abajo, siempre hacia abajo, a lo largo de galerías que cada vez eran más oscuras. Las ratas comenzaron a disminuir. Otras rejas, otros cerrojos, otros pasillos, cada vez más abajo, más profundos y más oscuros. La persona que había construido el antiguo palacio real, probablemente Arduin, había decidido aprovechar los antiguos subterráneos élficos, transformando una parte de ellos en una prisión que estaba separada del resto por rejas antiguas e insuperables. Su antiguo palacio real había sido derribado y sobre éste se erigía el curioso palacio del Juez, con su forma incomprensible; sin embargo, las prisiones se habían conservado intactas.
Yorsh y Robi se detuvieron sin aliento. Yorsh tenía miedo, no era cierto que fuera capaz de salir de allí. Tarde o temprano las ratas se distraerían, o alguien recordaría que basta con una antorcha para hacerlas huir, y ellos tendrían que discutir con todo el ejército de Daligar las ventajas improbables de su supervivencia contra las de su muerte, y no sería una discusión amigable. O simplemente se perderían en medio de las galerías semidestruidas, esperando a que el hambre reemplazara la horca.
—No sé adonde ir —confesó; apenas fue capaz de hablar.
Robi le sonrió tranquila. Se limitó a hacer un gesto con la mano, señalándole el techo de la galería donde la luz débil de la antorcha iluminaba un fresco larguísimo que representaba una rama de hiedra azul. ¡El libro de poesía de su madre también era un mapa! ¡Bastaba con seguir el camino!
La verdad era que la hiedra estaba por todas partes: en las bifurcaciones; en las encrucijadas de tres y de cuatro caminos; en galerías que terminaban en la nada, estrechándose cada vez más, obligándolos a avanzar reptando, y en galerías que terminaban bruscamente en paredes decoradas con frescos de fuentes y jardines.
Al observar con atención, Yorsh notó que en algunos sitios la rama formaba letras élficas: cuando la palabra escrita era »vas», el camino no se interrumpía. El lugar en que se encontraban era un antiguo laberinto. Las galerías se cruzaban entre sí, todas tenían en común el mismo tipo de frescos y era necesario reconstruir el rastro con las letras escondidas en los dibujos de las ramas. A veces aparecía la palabra «no», a veces, algún verso burlón: «Ahora la vía has errado, y el camino has aumentado», o: «Si atención has de poner, nunca más la vía has de perder».
Para cualquiera que no conociera la lengua élfica, el laberinto era indescifrable, pero un grupo adecuado de personas armadas de paciencia, tiempo y un ovillo de hilo para reencontrar el camino, podría explorarlo y superarlo. Era necesario actuar deprisa, pues aunque los soldados del Juez se habían tomado su tiempo, tarde o temprano aparecían. El juego se complicó. La palabra «vas» comenzó a guiarlos hacia paredes ciegas o escaleras que no conducían a ninguna parte. Una de las paredes representaba el juego del ajedrez élfico: ninfas blancas y dos dragones negros combatían alrededor de una reina que tenía una corona sobre la cual se envolvía la hiedra azul. La clave era el libro, las poesías se habían mezclado con adivinanzas:
Cuatro somos.
En el corazón tenemos
valor de guerrero;
espada empuñada,
mirada fiera,
la reina protegemos.
¡Las ninfas! Yorsh miró con atención; en los puntos donde las manos de las ninfas empuñaban las espadas había cuatro fisuras sutiles e imperceptibles, escondidas dentro de la sombra de la empuñadura. Metiendo la mano, Yorsh encontró unas palancas que sus dedos alcanzaron a tocar pero no a mover. No era grave: lo importante era que comprendiera cuál debía ser el movimiento para guiarlo, exactamente como con los cerrojos. Clank. La pared era un panel y se abrió. Sin embargo, las palancas, deterioradas por el tiempo y el polvo, se rompieron al abrirse y no fue posible volver a colocar la pared en su lugar; de ese modo les estaban abriendo el camino a sus perseguidores, guiándolos a ellos por los antiguos subterráneos.
Otra pared cerraba bruscamente una vertiginosa escalera en caracol, que los había llevado tan abajo que Yorsh empezaba a pensar que estaban muy por debajo del río. En las paredes estaba pintado el mar.
—Cuando salgamos de aquí, nos iremos a vivir al mar —le dijo Yorsh a Robi, quizá para animarse a sí mismo y también a ella.
«...Pequeños frutos por el sol enrojecidos, rociados por las olas saladas...», decía el libro. Observando cuidadosamente, Yorsh localizó la pequeña isla que tenía un cerezo silvestre encima, la misma que había sobrevolado montado, en la espalda de Erbrow. ¿Existía desde hacía siglos, con un cerezo que tenía que ser el bisabuelo del actual, o simplemente el pintor la había imaginado o soñado? Las cerezas brillaban en el árbol con un esmalte rojo que se oscurecía en los lugares de sombra, en los cuales estaban las fisuras que escondían los mecanismos. Clank. El panel se abrió, y fue imposible, una vez más, volverlo a colocar en su lugar cuando pasaron. Lo único importante en ese momento era darse prisa.
Estaban descendiendo cada vez más, debajo de las entrañas de la ciudad, en lo que habían sido los subterráneos del palacio real de la capital de los elfos.
El camino estaba cubierto por enormes telarañas y estrechado por pequeños deslizamientos que se alternaban con inundaciones que las filtraciones habían causado. Esto los obligaba a avanzar arrastrándose por el barro en medio de un aire cada vez más escaso y denso, cargado de polvo y de antiguos olores a tierra, agua y hojas podridas. Yorsh estaba aterrorizado. Quizá estaba dirigiéndose hacia la muerte y, lo que era infinitamente peor, también arrastraba a Robi hacia ella. Hasta ese momento no había tenido realmente miedo de nada, porque en cierta manera la profecía lo protegía. El hecho de que alguien, en este caso Arduin, Señor de la Luz, hubiera formulado una hipótesis sobre su destino, indicaba que, en todo caso, él tenía uno. ¡Pero ahora sabía que estaba fuera de la profecía! Antes que unir su vida a esa perversa gallina llamada Aurora, prefería hacerse devorar por un trol. O morirse en los subterráneos de Daligar. Si la profecía sólo era parcialmente cierta, entonces su supervivencia también pasaba a convertirse en una opinión. Arduin estaba a favor de esa opinión; el Juez administrador estaba totalmente en contra, y éste estaba mucho más cerca de él que el primero y contaba con una compañía más numerosa. ¡Si sólo pudiera salvar a Robi!
De repente, la galería simplemente se acabó. Estaban gateando a través del barro y se toparon con una reja. Al otro lado de ésta, se extendía la oscuridad y el aire era frío y limpio. Evidentemente, la galería desembocaba en una caverna. La reja estaba hecha de complicadas espirales parecidas a la hiedra: las hojas eran de plata, las ramas de oro y se estrechaban en arcos que se entrelazaban. El trabajo era, sin lugar a dudas, élfico, e igualmente cierto era que no dejaba entrever ninguna posibilidad de apertura, no tenía ni cerraduras ni goznes. Se trataba exactamente de una reja, no de una verja.
—Debo hacerte una pregunta —dijo Robi. Bajo la luz incierta de la antorcha, sus ojos oscuros brillaban como estrellas, y una sonrisa tímida le iluminó el rostro. Yorsh esbozó una sonrisa de aprobación y esperó que no le fuera a preguntar si tenían alguna esperanza de sobrevivir, porque era un tema sobre el cual prefería no extenderse.
—¿Ahora? —preguntó. Robi asintió. La timidez le invadió el rostro borrando su sonrisa, pero asintió tercamente—. Está bien, ¿qué quieres saber?
—Eso que dijo el Juez, mmm..., él dijo «descendiente»: ¿eso significa que hace el mismo trabajo o que tiene la misma sangre? Es decir, que es la hija del hijo del nieto de la hija..., algo así. ¿Entiendes?
Yorsh estaba perplejo. Perplejo y conmovido. La sed de conocimiento de la muchachita era tan grande que incluso ahora, ante la perspectiva de elegir entre un nuevo encuentro con el Juez y sus horcas o una muerte más serena por inanición, se perdía en cuestiones semánticas.
—Puede tener ambos significados —explicó.
Robi asintió contenta.
—¿Ese señor, el de la luz, tuvo muchos hijos?
—¿Preguntas por Arduin?
—Sí.
Yorsh trató de acordarse; los libros de historia no se detienen mucho en sucesos familiares.
—Mmm... sí, ahora lo recuerdo: tuvo un hijo, Gesein el Sabio, que lo sucedió y que después murió sin dejar hijos, y por lo menos seis hijas, dos de las cuales, al casarse, se fueron a vivir fuera de Daligar.
»Y estas hijas tuvieron hijos o hijas que a su vez tuvieron otros hijos e hijas, que tuvieron otros hijos e hijas, ¡así que hoy ya no se sabe quién es descendiente de Arduin! ¡Quizá hay descendientes suyos que ni siquiera saben que lo son! —concluyó triunfante. Yorsh lo meditó un instante; esa conversación era en efecto un poco absurda, pero por lo menos así aplazaban el momento en el que tenían que decirse que no había esperanza—. Sí, creo que sí —confirmó.
Después de la interrupción histórica la conversación regresó a la semántica.
—Claro... mmm... veo claro...
—¿Clarividencia?
—Sí, clarividencia. ¿Es cuando tú cierras los ojos y ante ti aparecen las imágenes de cosas que después suceden?
—Sí —respondió Yorsh con convicción. Luego se hartó de la conversación—. No hay ninguna manera de abrir esta reja.
—Pues claro que la hay —rebatió Robi, tranquila—. Tiene que haberla. Es imposible que no la haya. Es sólo que no lo has pensado lo suficiente. ¿Hay algo de comer? ¡Incluso comida estúpida, si quieres!
—¿Comida estúpida? —La conversación era cada vez más absurda.
—¡Que no piensa!
Yorsh había hecho dos bolsillos internos y secretos en su túnica, usando las instrucciones de los veintiséis manuales de costura y bordado de la biblioteca, y ahora miró dentro de ellos: aún le quedaban algunas habas doradas. Se las dio a Robi, y al entregárselas sus manos se rozaron. Yorsh tuvo una extraña sensación en el estómago; algo como un intermedio entre el hambre y el hipo; era la primera vez que lo experimentaba.
Robi se llenó la boca de habas. Yorsh sabía lo buenas que eran. Sonrió ante la expresión de satisfacción de Robi, ante la felicidad con que comía; sintió dentro de sí su alegría y fue con un huracán. Pero claro que lograría sacarla de allí. Estaba fuera de la profecía, pero él seguía siendo un elfo. El último y el más poderoso. El camino existía, bastaba con encontrarlo. Y para encontrarlo, bastaba con tener la certeza de poder encontrarlo. Tuvo la tentación de decirle a Robi cuánto la amaba, que para el sólo existía ella en el mundo, pero afortunadamente se detuvo. Robi no era un elfo, sino una criatura humana, y las criaturas humanas no escogen a sus compañeros desde niños, sino cuando son adultos. Debía aguardar y esperar que Robi lo aceptara. Tenía más probabilidades si lo aplazaba algunos años. Y además, él era un elfo. La mayoría de los humanos odian a los elfos. ¡Incluso Monser y Sajra al principio! Debía esperar a que Robi lo conociera mejor si quería tener alguna posibilidad.
De repente, Robi le preguntó por Aurora, ¿la conocía? ¿Había visto cuan bella era? Yorsh estaba por responder que la consideraba una odiosa y perversa gallina cuando le vino otro pensamiento a la mente: Robi estaba tan increíblemente tranquila porque estaba segura de que él era parte de la profecía y esto garantizaba su supervivencia. Si le dijera la verdad, el miedo, como un halcón, la atraparía. Se limitó a hacer un vago gesto de asentimiento.
Capítulo 18
En el momento en el que el elfo había entrado, rodeado de guardias y más guardias, el corazón de Robi había comenzado a latir más rápido. Era aún más guapo de lo que recordaba. Ahora estaba vestido con una túnica normal que evocaba a los antiguos sabios. Le habían encadenado las muñecas detrás de la espalda, y una mezcla de fragilidad y poder emanaba de su ser.
Había venido por ella. Se había entregado para liberarla a ella.
Desde que sus padres dejaron de existir, Robi había experimentado el agudo sufrimiento de no ser más la niña de alguien. Su vida, su muerte, su hambre, sus rodillas raspadas ya no le interesaban a nadie. Ahora, de repente, era el centro del mundo. Un joven grande, de carne y hueso, con poderes inmensos y hermoso como el sol, estaba arriesgando su vida por ella. Estaba allí, con las manos atadas detrás de la espalda, sin tener miedo a nada porque sabía que podía salvarla.
Después, el Juez administrador había hablado de la profecía y entonces el corazón de Robi realmente se había inundado de luz. ¡Era ella! Ella tenía las visiones que le decían lo que iba a ocurrir. Era ella la que se llamaba... Estaba a punto de decir, a punto de gritar que Robi era un diminutivo. Su papá y su mamá le habían dado un nombre que encerraba dentro de sí ese momento mágico de la mañana cuando la luz comienza a cubrir el mundo y está intacta la esperanza de que ése puede ser un buen día. Su mamá se lo decía todas las mañanas cuando la despertaba, aunque fuera lloviera o nevara o no hubiera luz alguna. Ella era Rosalba, la luz con la cual todos los días renace la esperanza de un buen día. Por suerte, la prudencia la había silenciado y, además, cuando el Juez había comenzado a hablar de su propia hija, Aurora, el rayo de sol que le iluminaba el corazón se había transformado en una cascada de barro helado y lo único que le había dejado era una sensación extraña en la parte alta del estómago, algo como un intermedio entre el hambre y el hipo, como lo que sentía cuando Tracarna se daba cuenta de que había robado algo.
Robi conocía a Aurora. La había visto cuando había entrado a Daligar escoltada por la mitad del ejército del condado. Se habían cruzado rápidamente después de la puerta grande, Robi en su asno y Aurora sobre su palanquín marfil y carmesí. Robi se había quedado muda; era la chica más hermosa que jamás hubiera visto. Tenía un rostro angelical, enmarcado arriba por sus cabellos rubios y abajo por el cuello de su vestido de brocados dorados. Estaba peinada con una serie de trencitas que se cruzaban formando unos rombos que recordaban las puntadas de su corpiño. Le había lanzado a Robi, que se había quedado boquiabierta contemplándola, la inconfundible mirada de alguien que está viendo una cucaracha. Robi se había sentido como una cucaracha. Bueno, sí, a decir verdad tenía cierto parecido con una cucaracha. Hacía dos años que no se peinaba. El baño más reciente se remontaba al penúltimo aguacero del verano anterior, el último aguacero había sido de noche y no pudo aprovecharlo. Las lluvias otoñales empapaban y helaban los pies, pero por debajo uno quedaba sucio. Y además, ¡Aurora era por lo menos dos palmos más alta que ella!
Cuando sus padres todavía vivían, su mamá le decía que tenía los ojos de su papá y su papá le decía que tenía la sonrisa de su mamá, y ambos se iluminaban cuando la miraban. ¡Pero ahora hacía tanto tiempo que sus padres ya no estaban, para alegrarse y decirle esas cosas!
Hasta unos pocos minutos antes, lo único que ella quería era poder seguir con vida; ahora, no le bastaba sólo que Yorsh la salvara, quería que fuera suyo. ¡Pero la otra era infinitamente más hermosa que ella! ¡Y era mayor!
Al diablo.
Era ella, Robi, Rosalba, la esposa anunciada por la profecía. Lo sabía. Eso que el Juez había descrito como las «predicciones de Aurora» eran estupideces. Era ella la que veía tales cosas, sí, definitivamente «clarividencia» quería decir eso, ver las cosas antes de que sucedieran. ¿La hija del hombre y de la mujer que siempre lo odiaron? ¡Vamos! ¡Qué tipo de profecía sería ésa! Medio mundo odiaba a los elfos. Todos odiaban a los elfos. Todos menos algunos. Todos menos unos pocos. Todos menos Monser y Sajra. La palabra era «salvaron» y no «odiaron».
La hija del hombre y de la mujer que siempre lo salvaron, la hija de Monser y Sajra, aquella que tiene en su nombre la luz de la mañana.
¡Ella evidentemente era la nieta de una nieta del Señor de la Luz! Ese señor debía de estar entre los abuelos de sus abuelos o de sus bisabuelos o entre los bisabuelos de los abuelos de sus bisabuelos; además, por otra parte, ¿quién sabe quiénes son los abuelos de sus bisabuelos? Podría ser cualquier persona, ¿por qué no el de la luz (como habían dicho que se llamaba)? Robi quiso confirmarlo preguntándole a Yorsh: «descender» quiere decir tener la misma sangre y la clarovi..., en fin, eso, quería decir que el futuro se forma dentro de tu cabeza y tú lo conoces antes de que pase. Cuando el joven elfo le había hablado del mar, al fin había comprendido cuál era el azul que le llenaba la cabeza siempre que cerraba los ojos.
Mientras escapaban por las galerías cada vez más estrechas y oscuras, donde los magníficos dibujos élficos continuaban por las paredes, Robi sentía que la alegría y la calma aumentaban de galería en galería, de hoja de hiedra en hoja de hiedra. Arst... Ard... el tipo de la luz nunca habría soñado con ellos para que murieran colgados de una horca o en el fondo de las entrañas de la tierra como dos ratas. Estaba pensando en decirle a Yorsh su nombre, en hablarle sobre sus visiones, cuando de nuevo la alegría se le contrajo adentro y se convirtió en una especie de piedra fría en la parte alta del estómago. ¿Él sería suyo porque así lo quería, o porque estaba escrito en un muro? Es decir, ¿el Señor de la Luz, Ar..., bueno, ése, veía las cosas que uno quería hacer o las que debía hacer? ¿Y si él, Yorsh, se pasara la vida con ella pero pensando en la otra? ¡Aurora! De nuevo ese rostro le atravesó por la mente. ¡Casi tan hermosa como un elfo! ¡La otra no era sólo codos, rodillas y dientes salidos! Una vez Tracarna la había examinado de arriba abajo y le había dicho con un tono dulce y triste que, siendo así de morena, realmente parecía una cucaracha. Una cucaracha con dientes de rata. Luego había susurrando que no todos podíamos ser guapos. Y además ella, Aurora, probablemente sabía escribir y se comería las habas como toda una señora, ¡no se atiborraría como había hecho ella! Cuando Yorsh le había dado las habas, sus manos se habían rozado: su mano larga, pálida y perfecta había tocado la suya, pequeña, sucia, con las uñas comidas y negruzcas. Robi se miró las rodillas esqueléticas, empapadas y raspadas, y se sintió otra vez como una cucaracha. Le preguntó a Yorsh por Aurora y su gesto de asentimiento la ahogó en la aflicción.
De nuevo cerró la boca. No le diría que ella era su futura esposa. Jamás. Prefería no serlo que saber que él la había escogido «a la fuerza».
Finalmente, después de haberla examinado cuidadosamente y durante un largo rato, Yorsh supo cómo funcionaba la reja. La parte central estaba pegada del resto por cuatro diminutos rabitos de oro sutilmente atornillados alrededor de un hilo de las ramas. Él le explicó que bastaba con aumentar la temperatura para «fundirlos», o sea derretirlos, como le pasa a la última nieve bajo el sol en primavera. Él lograba hacer calor con su cabeza, y no en el sentido de calentar las cosas a cabezazos, sino que si pensaba en el calor y en los pestillos que tenía la reja, éstos se calentarían tanto que se, derretirían como la nieve bajo el sol.
Al quitar la reja el mundo se abría. Al otro lado había una gruta enorme con grandes columnas de roca, unas que subían desde el suelo y otras que caían desde el techo como lluvia. Se oía un fuerte ruido de agua. La gruta tenía por todas partes incrustaciones en oro, que brillaban con la luz de la antorcha como si la gruta estuviera cubierta de estrellas. Yorsh le explicó que esas columnas que subían desde el suelo se llamaban estalag... algo, y las que venían de abajo, tenían otro nombre muy parecido. La caverna estaba debajo del río Dogon. El agua había cavado todo eso, y como el Dogon es un río que contiene oro, la caverna estaba recubierta completamente por él. Robi no había entendido bien cómo lo hacía el agua para cavar, pues para ello eran necesarias una pala y dos manos que la agarraran, y el agua no tenía ninguna de esas tres cosas. De todas formas no pidió más explicaciones; la voz y la sonrisa de Yorsh cuando explicaba eran, de cualquier manera, espléndidas, aunque lo que dijera no tuviera ni pies ni cabeza y, además, probablemente «la otra» lo habría entendido y ella no quería representar el papel de la tonta.
El inconfundible ruido del metal de las armaduras de los soldados resonó a sus espaldas. Paladio se había quedado atascado en la reja y Meliloto lo estaba empujando con todas sus fuerzas.
Mientras estaba atrapado en la reja en medio de las espirales de la hiedra de oro y de plata, Paladio sonrió.
—Os hemos seguido paso a paso —les comunicó triunfante—, siguiendo vuestras voces.
—De otro modo nos habríamos perdido en ese laberinto —dijo Meliloto.
—¡Ese loco nos quería colgar! —prosiguió Paladio, enrojecido por el esfuerzo—. ¡Por media pinta de cerveza que le hemos derramado en la cabeza!
—¿Os importa si nos unimos a vosotros? —preguntó Meliloto—, sólo para escapar de aquí dentro. Luego nos vamos por nuestra cuenta.
—¡Además, si os están persiguiendo, hemos logrado que se retrasen! —concluyó Paladio, mostrando feliz el gran manojo de llaves—, ¡nosotros tenemos las llaves! Ellos deberán encontrar un cerrajero y no es fácil. El último que había lo ahorcaron hace dos días.
—También os hemos traídos vuestras cosas —dijo Meliloto mostrando la barquita, la muñeca, el arco, las flechas y el libro—. Nos pondréis a salvo también, ¿verdad?
Yorsh y Robi se quedaron sin habla. Permanecieron en silencio mirando a los dos recién llegados, con la misma cara con la que hubieran mirado a peces que hablaran o a un asno con alas. Meliloto, que seguía empujando a Paladio con todas sus fuerzas sin moverlo ni un palmo, les pidió con cierta impaciencia que si en vez de quedarse allí mirándolos como dos graciosas estatuillas podrían lomarse la molestia de echarles una mano.
—¿Cómo os ha ocurrido seguimos? —preguntó Yorsh cuando recuperó la voz.
Los dos comenzaron a hablar al mismo tiempo.
—Te lo dije: ése nos colgará... Media pinta de cerveza sobre el cráneo..., tú no lo conoces... Ah no..., al contrario, pensándolo bien, también tú lo conoces muy bien... Nosotros no queremos morir... Y como... —concluyeron finalmente al unísono— tú eres mago. Incluso Arduin sabía que estabas destinado a sobrevivir. ¡Si estamos contigo, también sobreviviremos y saldremos con vida de aquí! —agregaron con voz alegre.
Por algún motivo misterioso, Yorsh puso una cara extraña. Era, sin duda alguna, la cara de alguien que no estaba contento; más o menos la cara de alguien que acaba de saber que la única cosa que había para comer acaba de resucitar, o que le han dicho que hay que cavar trincheras. Es decir, la cara de alguien que no sólo no está contento, sino que además tiene fiebre. Yorsh se acercó a la reja y comenzó a buscar otro punto por donde romperla, pero evidentemente el diseño élfico original no había previsto que pasaran soldados con forma de barril. Al final todo se resolvió: Yorsh tiraba con todas sus fuerzas mientras Meliloto empujaba con todas sus fuerzas y Paladio maldecía con todas sus fuerzas, y, al fin, entre los tres, el soldado se desatascó y aterrizó en el suelo con un preocupante ruido de hierro, que, sin embargo y por fortuna, no tuvo consecuencias irreparables.
—Bien —dijo Paladio, después de que milagrosamente se pusiera de pie—, ahora, sin embargo, por favor démonos prisa. En cuanto estemos lejos de aquí, nosotros os dejamos y vamos a resolver nuestros asuntos, y resolver nuestros asuntos significa que debemos ir a nuestras casas a rescatar a nuestras familias.
—Yo tengo cuatro hijos y él, cinco —explicó Meliloto—, debemos ir a buscarlos, y escapar todos juntos, si no, cuando el loco se dé cuenta de que hemos huido, irá a por nuestras mujeres y nuestros niños.
El gesto de Yorsh empeoró: parecía la cara de alguien con fiebre, picor y también ganas de vomitar.
Capítulo 19
La caverna era inmensa. Su descripción estaba escondida entre los versos:
... en el oscuro bosque de piedra
las tórtolas duermen un sueño encantado...
Ahí estaban, a la derecha, la estalactita donde el agua y el oro habían formado el perfil de cuatro tórtolas. Era necesario llegar a ella y de ahí buscar el paso siguiente:
... el sueño descenderá de lo alto...
¿El sueño? ¿Qué podía ser el sueño? Sueño y velo en lengua élfica eran una misma palabra: el velo de los sueños, la estalagmita ligerísima y transparente, al fondo a la izquierda, y además también a la derecha donde estaba:
... el espejo de la chica joven y orgullosa, El espejo de la vejez sabia y alter...
El pequeño estanque formado por el chorrito de agua que se filtraba desde arriba, en el cual se reflejaban unas estalactitas que tenían la forma de una mujer joven y de un viejo con bastón. Yorsh siempre se había preguntado qué querrían decir las poesías que su madre le había dejado. A decir verdad, siempre le habían parecido más bien insípidas, pero ahora adquirían sentido para mostrarle el camino. A medida que avanzaba iba recuperando el valor. Hubo un momento en el que el miedo lo invadió y le transformó el estómago en una masa helada, al pensar en el número de vidas de las que era responsable y del incalculable dolor que su fracaso provocaría. ¡No solamente estaba arriesgando la vida de Robi, que ya era la luz de sus ojos (¡como si no bastara con que fuera la hija del hombre y la mujer que lo habían protegido y salvado!), sino también la de esos dos pobres hombres y sus mujeres y sus hijos!
Poco a poco, mientras avanzaba por la enorme caverna que el agua del río Dogon había formado bajo la ciudad de Daligar durante los milenios pasados, Yorsh recobraba el valor. Ese lugar lo tranquilizaba. Los antiguos versos que describían el pasaje entre las estalactitas eran una guía segura. Sin duda se estaba dirigiendo hacia algún sitio. Estaba en los lugares que habían sido de los elfos. Era el último de su estirpe y quizá el más poderoso. Si no era él, ¿entonces quién?
El espejo del agua multiplicó las antorchas, la suya y la de Meliloto, y por ello no se dieron cuenta inmediatamente de que la luz estaba aumentando. Finalmente, un rayo de sol apareció imperioso entre las estalactitas de oro, iluminando el polvo como si fuera un enjambre de estrellas.
Bajo el haz de luz había un trono de oro sobre el cual la hiedra azul dibujaba espirales que se alternaban con letras élficas.
En el trono aún se hallaba sentado un antiguo soberano: su esqueleto estaba recubierto con vestidos de oro; sobre su cabeza, el oro esmaltado con el bajorrelieve de las hojas de hiedra azul se trenzaba formando una corona brillante. Todavía tenía entre las manos su espada, cuya empuñadura de oro estaba igualmente adornada con las ramas de hiedra. La hoja penetraba en la base de piedra. El collar que le colgaba del cuello y los anillos que llevaba en sus dedos también eran de oro y hiedra azul. Yorsh se acercó y la luz del día lo iluminó, dando a su cabello, por un instante, el brillo de una aureola. Rasgó las telarañas, que se desvanecieron en volutas de polvo, y leyó:
AQUÍ YACE
EL QUE LA CORONA HA LLEVADO
EL QUE LA ESPADA HA TENIDO
Cuatro columnas de oro flanqueaban las estalactitas. La hiedra azul se envolvía alrededor de ellas formando un altorelieve tan profundo que podía ser usado como una única y larguísima escalera de caracol. Yorsh levantó la cabeza; la luz lo cegó, pero alcanzó a ver una abertura bordeada de helechos. La parte más alta de la columna cercana a la abertura estaba cubierta de musgo y de algunos pequeños helechos que centelleaban con el sol.
—Ha dejado de llover —dijo Meliloto.
—Podemos irnos de aquí; esas columnas son unas escaleras de verdad —agregó Paladio, contento.
También Robi se había acercado al sarcófago. La luz iluminó sus ojos, que brillaron como estrellas.
Yorsh sentía que su fuerza aumentaba cuando ella estaba cerca de él y que su miedo casi desaparecía. O quizá era el antiguo rey quien emanaba aquella extraña sensación de poder. Yorsh miró las órbitas vacías cubiertas de telarañas y experimentó una extraña sensación de pertenencia. Posó la mano sobre la empuñadura y la espada permaneció férreamente inmóvil. Probó con sus dos manos; nada que hacer. La espada estaba clavada en la roca y parecía que fuera parte de ella. Yorsh se quedó atónito, luego se echó a reír. Claro, estaba destinada para un elfo. Era sólo una trampa para estar seguros de que solamente la persona adecuada podría arrancar la espada, una simple cuestión térmica: al disminuir la temperatura, el volumen también disminuiría. Una vez que la hoja se enfriara, reduciría su tamaño de una manera imperceptible, pero suficiente para, que se deslizara fuera de la roca con la misma facilidad con que, una vez, igualmente fría, la había penetrado siglos antes. Afortunadamente, la necesidad de apagar los innumerables incendios causados por Erbrow recién nacido lo había entrenado para enfriar objetos. Puso la mano sobre la empuñadura, cerró los ojos y enfrió la hoja; luego la extrajo. Fue un movimiento suave y sin esfuerzo: la antigua espada brilló entre sus manos. La empuñadura con los espirales de hiedra se adaptaba a su palma como si hubiera sido hecha a su medida. Quizá el truco de enfriar era excepcional incluso para un elfo. Quizá la espada no había sido fabricada para un elfo sino para el más poderoso de los elfos. El último. Era como si la espada lo estuviera esperando, como si el rey la hubiera estado guardando para él.
Todo rastro de miedo desapareció. Sin embargo, el cansancio lo derribó y se sentó a los pies del trono esperando que la frente dejara de arderle; había, sido menos doloroso que apagar los incendios de Erbrow, pero igualmente necesitaba un poco de tiempo para recuperarse. Cuando se levantó, contempló al rey de nuevo. La corona, el collar y los anillos habían desaparecido. Atónito, Yorsh miró fijamente a los dos soldados, que a su vez lo miraban con disimulo.
—Yo, cuatro hijos, y él, cinco... —comenzaron a decir avergonzados.
—Al muerto no le sirven para nada, ya no tiene que llevarle pan a nadie...
—Él no sabe qué se siente cuando llegas a casa y no tienes qué darle de comer a todos y todos lloran.
—Si no lo hacemos nosotros, otros cogerán estas cosas...
—Quizá el Juez, él siempre se apodera de todo...
Yorsh los fulminó con la mirada, pero no tuvo tiempo de intimidarlos para que lo pusieran todo en su lugar. Los soldados del Juez, que debido a las rejas habían avanzado lentamente y que además se habían perdido en el laberinto, finalmente habían llegado. Ellos no habían entendido cuál era el rastro que debían seguir, pero tenían la ventaja del número; eran suficientes para seguir todas las bifurcaciones, desperdigarse en todas las direcciones y encontrar finalmente el camino.
Comenzaron a agruparse en la parte más baja y profunda de la gruta: aún no se veían. Uno detrás de otro, Yorsh el primero y Meliloto el último, treparon usando la columna como una escalera en caracol. Paladio se había, quitado la coraza y esta vez no se quedó atascado. Salieron por entre los helechos, junto al río. Estaban en la parte sur de la ciudad. El Dogon corría rebosante de agua y más allá de los diques estaba el palacio del Juez. Los soldados de la guardia los vieron y apuntaron sus arcos, pero Meliloto y Paladio lograron hacerles creer que ya habían arrestado a los dos fugitivos. Parecía realmente que los estuvieran escoltando. Cruzaron los diques y se encaminaron hacia el palacio. Los dos muchachos iban en el centro con las manos a la espalda, como si estuvieran encadenados, y los dos soldados a los lados, como escoltas de dos prisioneros. Robi fingió que se caía, y aprovechó para recoger piedras. Yorsh llevaba consigo el arco y la espada. Trataba de esconderlos entre los pliegues de su túnica. Tenía las manos detrás de la espalda y todo iba bien hasta que sus enemigos potenciales les salieron al encuentro. Cuando los primeros perseguidores aparecieron a sus espaldas, en medio de los helechos, sobre el arenal del río, la función se acabó. Meliloto y Paladio echaron a correr un segundo antes de que comenzaran a volar flechas. Fue un gesto astuto: todos estaban ocupados con los dos muchachos y nadie salió detrás de ellos. Eran particularmente rápidos, incluso Paladio, a pesar de su forma de barril. Yorsh no consideró la fuga como una traición, sino como una liberación. Ya no tenía que preocuparse por los dos fugitivos y tampoco por sus familias, porque de cualquier manera se las estaban arreglando solos. Por consiguiente, sólo tenía que enfrentarse a los ocho soldados que tenía enfrente, a los seis que estaban en lo alto y a un número indeterminado que tenía a sus espaldas; luego debía ocuparse, además, de los cuatro soldados de caballería que bloqueaban la calle, cruzar la puerta grande y recuperar su caballo, aún sin nombre, que esperaba encontrar donde lo había dejado. Esta vez no podía usar el río como vía de escape, porque Robi no sabía nadar y era aún muy pequeña y frágil para resistir el frío del agua, pero de lodos modos lo lograría. No tenía miedo. No mientras empuñara su espada.
Se inclinó para decirle a Robi que no tuviera miedo. Vio que la pequeña tenía en su mano una honda de verdad y trataba de apuntar. Asintió convencida, sin desviar la mirada.
Una flecha por poco la alcanza. Yorsh apretó su espada. La furia lo inundó ante aquellos soldados pesados, con sus armas y armaduras, que apuntaban sus arcos contra dos pobres diablos que no le habían hecho daño a nadie y que sólo querían irse de allí. Su rabia se convirtió en una tempestad. Un viento feroz se levantó contra los soldados. Cegados por el polvo, los soldados no podían ver y las pocas flechas que tiraban eran abatidas por la furia del aire antes de alcanzar su objetivo. Los caballos enloquecieron e hicieron caer a sus jinetes. Yorsh pudo entrar en contacto con la mente de uno de los animales, la mula grande y negra que estaba más cerca de él. Le habló de libertad y de habas doradas. Creó en su cabeza la imagen de sus arreos sueltos. La mula permaneció un rato indecisa y perpleja, luego comenzó a acercársele lentamente. Un grupo de soldados rodeó a los dos fugitivos: eran tres, jóvenes, altos y armados con espadas, tres espadas militares comunes, rectas y de buen acero. La de Yorsh brillaba con luz propia; las otras, al chocar contra su hoja, se astillaban y se hacían añicos. Yorsh sintió en su cabeza el dolor del hombre, el más joven de los tres, a quien había herido en un hombro, pero el odio contra todo aquel que se propusiera matar a Robi eliminó el dolor. Otros soldados se unieron, y luego otros, en un amasijo de yelmos, escudos y espadas del que Yorsh ya no alcanzaba a distinguir los rostros ni las expresiones. Los derribó uno tras otro. Con cada espada que se cruzaba con la suya, astillándose, él se llenaba de valor y los otros lo perdían. Un oficial con una armadura llena de condecoraciones estuvo a punto de atacarlo por la espalda, pero una pedrada de Robi lo tumbó. De repente, la mula se decidió y echó a correr hacia ellos derribando a los soldados. Yorsh logró detenerla y montar a Robi en la grupa, pero para hacerlo tuvo que bajar su espada. Esto bastó para que el soldado de barba grisácea, que lo había arrestado la última vez, se le acercara lo suficiente para poder herirlo. Un golpe de su espada alcanzó a Yorsh en la pierna y le abrió una larga herida de la que saltó sangre; luego el hombre levantó su espada hacia la cabeza de Robi. La espada de Yorsh bajó y él sintió en su cabeza la muerte del hombre: sintió el recuerdo de su infancia, el miedo a la oscuridad y al vacío, la nostalgia por una mujer con la que no se había casado. Mientras el horror y el dolor llenaban su cabeza, Yorsh logró subir a la mula, detrás de Robi. Tomó las riendas, pasando sus brazos alrededor de Robi, y espoleó el animal hacia la puerta grande. Atravesaron la plaza principal donde ya estaban preparadas dos horcas: una grande para él, una más pequeña para Robi. El Juez administrador, impulsado por la rabia, había renunciado también al ambiguo vestigio de decencia de querer evitar la ejecución de un niño en público. La visión de la horca destinada a Robi le devolvió a Yorsh el deseo de combatir a toda costa, aunque esto significara tener que herir o matar a alguien. Tenía que ponerla a salvo de inmediato antes de que su herida lo debilitara, tenía que ganar la batalla deprisa. La mula volaba por las calles de Daligar. La reluciente espada élfica estaba desenfundada y sucia de sangre, su feroz resplandor bastó para intimidar y alejar a cualquiera que quisiera detenerlos.
Estaban en la puerta grande. El puente levadizo se estaba alzando frente a ellos. Era un sistema rápido, hecho con cuerdas, que superaba al de cadenas, que era más lento. Yorsh le entregó las riendas a Robi, tomó el arco que llevaba colgado y una de las tres flechas que estaban en un carcaj minúsculo pegado al mango, y disparó. Se había entrenado durante años para hacer caer las frutas más altas cortándoles el pecíolo. Sabía que debía ver el blanco con los ojos de la mente y no con los del cuerpo. En cuanto la flecha abandonó el arco, él le prendió fuego a la punta; ésta golpeó de llenó una de las dos cuerdas gruesas que sostenían el puente, la cortó parcialmente y comenzó a quemarla. Después le tocó el tumo a la segunda. Las dos cuerdas, cortadas por las flechas y quemadas por las llamas, cedieron.
El puente volvió a bajar frente a ellos con un estruendo que hizo crujir las viejas vigas y levantó una nube de polvo rojizo.
La mula lo atravesó como el viento. Los soldados de la puerta grande, en vez de intervenir, se apartaron. La polvareda les impidió a los arqueros ver claramente.
¡Eran libres! ¡Lo habían logrado! ¡Eran libres! ¡Libres!
Yorsh tenía una herida en la pierna, una espada élfica entre las manos, un caballo, o más bien dos, y un arco con una sola flecha. Y tenía a Robi consigo. Lo había logrado. Robi estaba sana y salva, y estaba con él. El dolor por el soldado muerto regresó, y Yorsh supo que no lo abandonaría nunca, como era lo justo. Sabía también que, sin embargo, estaba dispuesto a luchar de nuevo por Robi y por los demás, por sí mismo y por sus hijos cuando los tuviera.
Atravesaron un claro y un bosquecillo de castaños. El caballo estaba allí. Yorsh no lo había amarrado (como se lo había prometido), y él no se había ido. El sol estaba cayendo. El aire estaba enfriándose. Yorsh tuvo una curiosa sensación en la boca del estómago que no experimentaba desde hacía años, trece para ser exactos, y que identificó como hambre. Un hambre terrible. Era evidente que su destino desconocía los términos medios. Bajó de la mula con un movimiento lento y siguió apoyándose en ella. La herida no le dolía demasiado, y la pierna lo sostenía. Rasgó un pedazo de su túnica, afortunadamente hecha de velos superpuestos, y se la vendó. Recogió algunos puñados de castañas y las compartió con Robi, que había permanecido sobre la mula para evitarse el problema de tener que subir de nuevo.
Yorsh tenía ganas de decir algo. Quería decir que lo habían logrado. Que estaban vivos. Que estaban juntos. Que eran libres. Habría querido decir lo feliz que era porque ella estaba viva, porque ella era libre, porque ella estaba junto a él.
Por algún motivo que no logró comprender, los pensamientos de las cosas que habría podido decir rebotaban en su cabeza y se chocaban unos contra otros como en una pelea de urracas, y al final, entre todas esas cosas, la que salió fue la menos importante, una que realmente no le importara mucho.
—Debimos dejarle la corona... al rey.
—Pero estaba muerto —refutó Robi con convicción—. Realmente muy muerto —insistió.
Yorsh se sentía cada vez más incómodo y tonto. ¿Cómo había podido, con todas las cosas que quería decirle, meterse en una conversación tan... insulsa?
—Así estaba escrito en el libro —explicó—: «El que tiene el destino del guerrero tendrá la espada; el que tiene el destino del rey, la corona...» —recitó—. Él era el rey, debimos dejarle la corona, creo —añadió dudoso.
—Oh, por eso —dijo Robi—. ¡Entonces no es tan grave! ¡Mira!
Metió la mano en su enorme bolsillo de tela sucia y la corona élfica, trenzada con la hiedra azul, brilló mientras la sacaba.
Yorsh miró fijamente la corona, boquiabierto.
—¿La has cogido tú?
—No, fue Paladio, el más robusto de los dos. Se agachó delante de mí cuando salimos al aire libre y fue fácil sacársela de la bolsa. De todas maneras le quedan los anillos para sus hijos, que eran muchos... los anillos, quiero decir. ¡Como ladrona, soy muy hábil! ¡Sé cómo robar cualquier cosa! —agregó con una sonrisa tímidamente orgullosa—. Pero si tú dices que es importante, la próxima vez que pasemos se la devolvemos al rey, así estará más contento. ¿Él también puede resucitar como la rata o se queda muerto?
—Se queda muerto.
«Insulso» era poco decir. ¡Pero en definitiva era la primera vez que hablaba con Robi! ¿Pero por qué no le decía... algo más? Yorsh siguió sintiéndose tonto, pero se consoló porque ya habría tiempo. Después. En aquel momento no lo tenían. Probablemente ya se estaría organizando una persecución a su espalda; era necesario irse de allí.
La muía se llamaba Mancha (Yorsh lo había leído en su memoria), pero su caballo permanecía aún sin nombre. Debía de haber cambiado con frecuencia de propietario, pues tenía una confusión sobre sus nombres, y ninguno de ellos se había quedado en su memoria.
Tenía que darle un nombre. Un nombre que fuera tan apropiado para el caballo como lo había sido Fido para el perro. Pensó en algo que diera a la vez la idea de velocidad y belleza. ¡Un rayo de luz!
—Te llamaré Rayo —dijo en voz alta.
Robi pensó que de todos los nombres que se le podían dar a un caballo, ése era el más extravagante. Un caballo debía de llamarse Mancha o Pata o Cola o simplemente Caballo. Pensó que ése sería probablemente el primer y último caballo que se llamaría Rayo, porque era un nombre realmente ridículo, pero no dijo nada.
La mente del caballo respondió, asintiendo.
Yorsh sobre Rayo y Robi sobre Mancha se pusieron en camino hacia la Casa de los Huérfanos; cada uno iba mordisqueando lentamente su puñado de castañas crudas, para hacerlas durar más.
Durante la primera parte del viaje, Yorsh sintió un cansancio atroz, ese que le daba después de haber usado toda su fuerza; una fatiga tan grande que se convirtió en sufrimiento, pero después mejoró. El cielo se despejó. La luz de las estrellas brilló.
De vez en cuando, él y Robi se cruzaban una mirada.
Yorsh tenía dentro de sí el dolor de haber asesinado a un hombre, una herida en una pierna y un ejército siguiéndolo a su espalda; sin embargo, a pesar de todo, éste era el momento más feliz de toda su vida, aun cuando su vida incluía volar sobre un dragón.
Llegaron a la Casa de los Huérfanos al alba. El cielo estaba nublado pero no llovía. Una niebla tenue y helada se levantaba del suelo. Estaban cansados, felices, hambrientos y libres. Cuando estaban pasando a través de un viñedo de rojos y dorados resplandecientes, dos salteadores de caminos les salieron al encuentro. Estaban enmascarados, armados con los garrotes de Tracarna y Stramazzo y llevaban encima los inconfundibles harapos de la Casa de los Huérfanos. Los amenazaron con cosas horribles si no les daban los caballos inmediatamente. Hubo un instante de perplejidad bilateral, luego todos se reconocieron. Los dos salteadores eran Crechio y Morón, que estaban muy alegres, felizmente ebrios y dijeron que había sido el dragón en persona, antes de que la cerveza lo durmiera del todo, quien les había pedido que consiguieran tantos caballos como pudieran para transportarlos a todos hacia el mar. Ellos eran los dos primeros jinetes que pasaban por allí.
¿Y quiénes eran todos? Todos los que se les habían unido. Cuando había dejado de llover y el aroma de su asado se había esparcido por los alrededores, elevándose sobre aldeas miserables y granjas donde los conejos estaban mejor alimentados que las personas, todos los muertos de hambre habían llegado para unírseles. Los que no tenían nada. Los que no tenían a nadie. Habían congregado a todos los pobres y miserables, a los que ya no tenían tierras y soñaban con tener una nuevamente; y eran muchísimos.
Robi y Yorsh, siempre sobre sus caballos, llegaron al claro de la Casa de los Huérfanos. Había restos de hogueras por todas partes; algunas todavía humeaban, y el humo se levantaba mezclándose con la niebla. Plumas de oca, gallina y pato se mezclaban en el suelo con las hojas del otoño. Había tres barriles de cerveza vacíos y tirados en el suelo alrededor del dragón. Había gente que estaba durmiendo dentro: figuras amontonadas con manos oscuras y delgadas que salían de las mangas rasgadas. Otros estaban en la casita de Tracarna y Stramazzo, y algunos otros en las eras. La Casa de los Huérfanos ya no existía. En su lugar, un increíble número de piedras formaban casi una minúscula colina. Había sido derribada a pedradas. Robi, con la ayuda de Crechio y Morón, descendió de la grupa de Mancha y se detuvo a mirar la Casa de los Huérfanos; luego se agachó, cogió una piedra y golpeó lo que quedaba de la pared norte, cerca de donde solía dormir. Se quedó allí un largo rato, inmóvil, con la mirada perdida en el vacío. Cala la localizó y corrió a su encuentro gritando; le había guardado un buen muslo de pollo que había defendido valientemente contra todo y contra todos. Las gallinas no pensaban muchísimo y sabían mejor que las ratas.
El dragón estaba de un humor francamente desagradable y tenía un dolor de cabeza insoportable.
Yorsh le preguntó furibundo cómo se le había ocurrido pervertir a dos inocentes convirtiéndolos en salteadores de caminos y ladrones de caballos. El dragón le contestó que la palabra «inocente» tenía un significado obviamente discutible, y que esos dos tenían tanto talento natural para ser bandidos que sería una crueldad no dejar que lo fueran. En todo caso, si Yorsh era tan listo como para tener una idea mejor sobre cómo organizar el transporte hacia Arstrid de toda la gente que había llegado, él estaba dispuesto a escuchar sus consejos. Estaban los niños de la Casa de los Huérfanos, entre los que había desde bebés hasta muchachos; los muchachos caminan, los otros no y es necesario cargarlos.
Además, estaba el grupo de vagabundos que de repente habían aparecido de la nada; no de repente, en realidad, habían llegado cuando el aroma a pato asado se había comenzado a extender por la llanura. Se habían instalado allí, sosteniendo que alguno de los niños de la Casa de los Huérfanos era un pariente lejano y, por consiguiente, ellos también formaban parte de la comitiva.
Los vagabundos eran dos abuelos, seis bisabuelos, siete progenitores entre padres y madres, más un total de veintitrés niños, también desde bebés hasta muchachos, y prácticamente ninguno estaba en condiciones de caminar más de unos kilómetros. Además estaban los viejitos, escapados de la granja del norte, que, al parecer, era un lugar donde metían a los ancianos, igual que metían a los huérfanos en la Casa de los Huérfanos. Allí la gente comía proporcionalmente a lo que aún lograra trabajar; en vista de que eran viejitos, ya algo achacosos por los años que tenían en los huesos, con el trabajo útil que realizaban no alcanzaban a comer más que lo que come una rana, criatura que, en general, come menos que una criatura humana. Uno de los soldados de la guardia de la Casa de los Huérfanos había regresado y había preguntado si podía quedarse. Era un muchachón que tenía granos y cabello rojo, y que después de haber sido a su vez un huésped de la Casa de los Huérfanos había tenido el honor de ser uno de sus vigilantes. Aparte de los patos asados, había regresado porque no existía realmente ningún otro lugar adonde pudiera ir, ni nadie más con quien pudiera estar, y no tenía ni la capacidad ni el valor de estar solo e irse a la aventura por su propia cuenta, y no comprendía por qué debía tenerlo dada la vida que siempre había llevado. Por lo menos, él podía clasificarse como un hombre valioso, y lo mismo podía decirse de los «trabajadores voluntarios» del condado de Daligar, dos alhamíes armados de azadones y un leñador carpintero armado de hacha y sierras, que se habían escapado de la mina de hierro de más allá de la colina al norte. Sí, el olor del asado también había llegado hasta allá; el viento soplaba en esa dirección y uno se vuelve muy sensible a los olores cuando deja de sentirlos durante años. Ellos tres estaban en la posición más vulnerable, por decirlo así, porque habían traído consigo sus herramientas. Los tres sostenían que les pertenecían desde siempre, desde mucho antes de que el Juez se pusiera a gobernar y dijera que todas las cosas que había bajo el sol entre las Montañas Oscuras y el valle alto del Dogon eran de Daligar, aunque el leñador hubiera heredado el hacha directamente de su padre. La verdad era que esas cosas habían sido declaradas propiedad del condado de Daligar y, por consiguiente, además de incurrir en el hurto de patos, también eran responsables del robo de herramientas de trabajo, y por lo tanto tenían derecho a ser colgados no una vez, sino dos. En fin, como si no bastara con esto, la casa de salud, que estaba al este, al otro lado de la fosa de las zarzas, se había vaciado. Afortunadamente, nadie tenía ninguna enfermedad infecciosa; solamente había cojos, lisiados, escrofulosos e individuos tan cansados que a duras penas se tenían en pie y que habían declarado que, antes de regresar al lugar de donde venían, preferían morirse allí; y con éstos se completaba el cuadro.
No, no todos estaban en condiciones de escapar. Si el grupo completo estuviera en condiciones de caminar durante un día entero, no habría habido necesidad de recurrir al bandidaje para conseguir caballos. Los más viejos, los más maltrechos y la multitud de niños no podrían llegar a pie hasta las Montañas Oscuras, al menos no de una sola vez; y no se podían dar el lujo de parar a merendar en la hierba y hacer un día de campo entre las flores cuando todo el ejército del condado seguramente ya los estaba persiguiendo. No, él no podía volar, no antes de haber digerido la cerveza y de que se le pasara el dolor de cabeza. De hecho, si fuera capaz de volar, ya habría regresado a las Montañas Oscuras porque él era un dragón, el último de su estirpe, el último de su especie, y ellos, los dragones, nunca se habían mezclado con alguien que no fuera un dragón, y él ya comenzaba a estar harto de niños llorones, de harapientos malolientes y de elfos moralistas, por no mencionar su terrible dolor de cabeza. Podía hablar más bajo, por favor, tenía la impresión de que alguien lo estaba golpeando por dentro con un pico, y cada golpe era un espasmo de dolor, atenuado pero insoportable, entre el cuarto y el quinto hueso parietal; y dado que habían tocado el tema, tampoco se le había quitado el dolor en las patas posteriores, por no hablar del dolor de espalda. A Yorsh le parecía recordar que los dragones no tenían sino tres huesos parietales en total, pero después de los años que había pasado con Erbrow el Viejo durante la incubación, había adquirido una sensibilidad considerable para saber cuándo debía tener la boca cerrada.
La niebla se despejó y dejó ver la cima de la colina donde media docena de pequeños espacios quemados interrumpían el diseño regular de las hileras de vides. Yorsh las miró atónito. Crechio le explicó que la cerveza le daba hipo al dragón.
Capítulo 20
Desde que su papá y su mamá habían muerto, Robi no le echaba mano a un muslo de pollo. La carne se deshacía deliciosamente entre sus dientes; tenía el aroma de su madre cocinando y de su padre cazando, ¡y también le habían puesto romero! No sabía si comer deprisa, para que le pasara el hambre, o lentamente, un pedacito a la vez, para que la carne durara un poco más.
Había gente por todas partes. Todos estaban harapientos. Parecían cansados. Algunos quizá estaban enfermos.
Yorsh estaba tratando de reunirlos; tenían que marcharse deprisa. Tarde o temprano, más temprano que tarde, llegaría la caballería de Daligar y entonces todos añorarían la esclavitud en las granjas como una edad de oro feliz, porque lo que les sucedería sería inmensamente peor. Yorsh estaba herido, cojeaba. Trataba de reunir a la gente, pero ésta parecía un rebaño de ovejas con un perro pastor cojo. Cuando creía que ya estaban todos y que podían partir, algunos comenzaban a dispersarse nuevamente para coger algo, buscar otro racimo de uvas o esperar hallar un último pedazo de pan o una jarra de cerveza, quizá escondida en algún lugar.
Robi comprendió: durante tanto tiempo habían estado tan desesperados, que ni siquiera eran capaces de tener la esperanza de salvarse. Cuando se arrastran años de hambre y debilidad, «el mañana» se convierte en un pensamiento difícil. Lo único que ocupa tu mente es el «aquí y ahora». Tener un poco menos de hambre, ahora. Quedarnos aquí porque irnos implica esfuerzo. Alguien que sólo ha obedecido órdenes y que ha sido molido a latigazos cuando trata de hacer algo que no se le ha ordenado, no logra hacer nada que no le sea ordenado, ¡ni siquiera salvar su vida!
La verdad era que estaban tan acostumbrados a tener miedo que la amenaza de un posible ataque de la caballería de Daligar no los asustaba, no les parecía que pudiera ser peor que esa sensación de no valer nada que siempre los oprimía. Y además pensaban que a los esclavos no se les mata, porque el que lo haga después tiene que trabajar en su lugar. Pero, por el contrario, si no se iban de allí deprisa, el destino que los esperaba no era el de esclavos, sino el de cadáveres. Un cadáver sin nombre y sin tumba, abandonado en medio del barro para los gusanos, los buitres, los cuervos y las ratas. El Juez administrador no permitiría que después de una rebelión, aunque sólo fuera una comilona hecha con los pollos de «su» condado, alguien quedara vivo.
Además no tenían ninguna confianza en la posibilidad de escapar de allí realmente, era evidente que no podrían lograrlo. Lo único que querían era encontrar todavía cualquier migaja y luego abandonarse, y que pasara lo que tuviera que pasar. Por otro lado, estaban habituados a tener hambre siempre, por ello les parecía más importante no dejar escapar ni siquiera el grano más pequeño de trigo o de uva, que evitar el encuentro con la caballería.
Robi cerró los ojos. El azul apareció detrás de sus párpados: ahora las olas eran distinguibles, sintió también su sonido y vio pájaros blancos que volaban hacia el horizonte. Vio una playa y reconoció a varias personas en ella: la viejita, algo encorvada y con bastón, que estaba jugando con Cala; el hombre con la nariz aguileña que en ese momento estaba entre las vides; Crechio y Morón en una barca con una red. ¡Estaban destinados a lograrlo! Yorsh evidentemente era capaz de guiarlos. Él no lo sabía, pero era capaz de hacerlo. Había algo que él consideraba carente de importancia, o de algún modo inútil en ese momento, pero que, por el contrario, era fundamental.
—¿De qué eres capaz? —le preguntó Robi a Yorsh bruscamente cuando lo alcanzó.
Yorsh se quedó perplejo, luego comenzó a enumerar. Lo primero que se le ocurrió decir fue que sabía resucitar mosquitos. Robi tuvo que valerse de toda su fe para no perder el coraje, luego la lista aumentó con... encender el fuego sin yesca..., abrir cerrojos sin llaves... Sabía levantar el viento para confundir a sus adversarios como lo había hecho en Daligar, pero eso lo fatigaba muchísimo; había logrado hacerlo por unos pocos instantes y luego durante medio día había sido incapaz de hacer algo más mientras recuperaba sus fuerzas. Sabía curar heridas..., no, las suyas no, sólo las de los demás... Sabía resucitar mosquitos, ¿ya lo había dicho? También ratas..., gallinas..., un conejo una vez... En los últimos trece años lo que más había hecho era leer. Leía muy bien, sabía leer siete lenguas diferentes sin contar la élfica... Había pasado trece años en una biblioteca donde había de todo…, también libros sobre tácticas militares, pero ésos explicaban cómo ganar cuando había dos ejércitos, y ahora tenían un ejército de un lado y una banda... de..., bueno, mejor olvidar lo de la táctica militar. Además había leído libros de astronomía, alquimia, balística, biología, cartografía, etimología, filología, filosofía..., cómo hacer mermelada de uva... por no hablar de los cuentos. ¿Qué cuentos? Los que le leía al dragón, no, no a éste, sino al otro, al padre del que estaba allí, mientras incubaba... Los dragones incuban... ¿Hembra? No lo sabía, no había podido entender nunca si era macho o hembra... De todos modos cuando un dragón incuba, el cerebro no le funciona bien porque se cansa durante la incubación... No, los dragones no tienen el cerebro en el trasero, lo tienen en la cabeza como todo el mundo, pero cuando incuban no les funciona muy bien... y entonces es necesario hacerles compañía contándoles cuentos, como la historia de la princesa de las habas... ¿Cómo era la historia de la princesa de las habas?... Bueno, había una vez una reina que no podía tener hijos y estaba terriblemente triste porque su vida transcurría mes tras mes, estación tras estación, sin alguien a quien arrullar...
El silencio fue total. Incluso los que estaban mordisqueando algo habían dejado de hacerlo. Robi también se había olvidado de todo, hasta de acabar de roer su hueso de pollo, para escucharlo. Le pareció que todo lo que estaba pasando, incluso la caballería de Daligar, que probablemente ya estaría llegando, era de cualquier manera menos importante que la terrible tristeza de esa infortunada reina que ahora la estaba invadiendo.
Yorsh dejó de hablar y la miró perplejo.
—¡Continúa! —gritó Robi.
—¿Y entonces? —gritó alguien más.
—¡Oye, no te detengas!
—¿Cómo termina?
Los que habían escuchado la historia desde el principio se la contaban a otros que no la habían oído y que estaban llegando.
Yorsh los miró un largo rato, cada vez más sorprendido, y luego prosiguió.
Levantó el tono de voz, y, siempre sin interrumpirse, miró alrededor; todos estaban reunidos en torno a él, que narraba. Comenzó a contarlos, siempre sin parar de narrar, más bien incluyendo el recuento dentro del cuento; en el punto en que la reina comienza a comerse las habas, las enumeró una por una. Estaban todos. Podían partir. Arstrid estaba a menos de un día de marcha. Había agua a lo largo del camino en forma de riachuelos y torrentes. Todos tenían la barriga llena. A lo mejor podrían lograrlo. Sin dejar de narrar su interminable historia, Yorsh despertó a Erbrow (que había dejado de roncar), montó a los dos niños más pequeños sobre Mancha y él cogió a Rayo, porque su herida le impedía caminar, y montó en la grupa al revés, con la espalda hacia el frente y su rostro mirando hacia atrás, hacia su río de harapientos, y se puso en marcha. El dragón cerraba la fila. No dejó de quejarse ni un segundo, porque a cada paso el dolor de cabeza se le sumaba el dolor de las patas posteriores, por no hablar del dolor de espalda; pero mantenía la voz lo suficientemente baja para que se pudiera oír la historia de Yorsh. El cuento era interminable: cada vez que parecía que iba a terminar, volvía a comenzar con un nuevo hallazgo, un nuevo rapto, un reconocimiento más, alguna otra maldad, un duelo... El sol salió. El barro disminuyó. Las piernas comenzaron a cansarse. Las ganas de sentarse un rato al borde del camino aumentaban con cada paso. Los niños más pequeños se turnaban en la grupa de Mancha, pero los otros tenían que caminar. La voz de Yorsh estaba ya ronca, pero no se detenía. Los vagabundos habían sacado sus flautas y con ellas subrayaban las partes relevantes de la historia; cuando la princesa de las habas había comenzado a huir con su gente frente a los orcos, la música se había vuelto fuerte y arrebatadora, y Yorsh había podido parar para beber un sorbo de agua. Cuando continuó, la historia que contaba, curiosamente, se iba pareciendo mucho a la de ellos. Había una muchedumbre de fugitivos que solamente podría salvarse si seguía caminando. Robi le oyó hablar de la desesperación, la esperanza, el miedo y la valentía de todos ellos, y sintió dentro de sí un deseo feroz de no detenerse, de seguir paso a paso hasta alcanzar el último tramo del camino soñado, ese que sólo se detiene al llegar al mar. Miró alrededor; el cansancio también había desaparecido de los rostros de los demás. El único que estaba mal era Yorsh; no sólo su voz se estaba enronqueciendo cada vez más, sino que sus manos temblaban nuevamente. El sol comenzó a ponerse hacia el oeste; dentro de poco se escondería detrás de las Montañas de la Sombra, las Montañas Oscuras.
Inmediatamente después de la última curva, cuando vislumbraron los restos de lo que había sido la aldea de Arstrid, todos entendieron finalmente por qué la caballería de Daligar no los estaba persiguiendo: la tenían frente a ellos, desplegada en Arstrid, cerrando la garganta.
Capítulo 21
Yorsh sintió que el horror lo invadía: los había arrastrado a todos, paso a paso, relato tras relato, hacia la catástrofe.
Se quedó anonadado mirando el sol que brillaba sobre las armaduras.
Los había conducido hacia una masacre. Lo más fuerte de todo era el deseo de no tener que escoger, de no decidir. Lo más fuerte de todo eran las ganas de que alguien le dijera: «No te preocupes, hijo. Aquí estoy yo, yo me hago cargo».
Yorsh se quedó en silencio. Todos se habían detenido. El dragón adelantó a la procesión, cargando su dolor de cabeza y su dolor en las patas, hasta donde estaban Rayo y Mancha. El sol llegó a las cimas de las Montañas Oscuras y dibujó sombras largas en el suelo y luego las nubes se lo tragaron todo.
—¿Cuál es el plan ahora? —preguntó Erbrow secamente.
—¿Tienes alguna idea? —preguntó Yorsh, esperanzado.
—¿Yo voy por la derecha y tú por la izquierda y los rodeamos? —propuso el dragón irónicamente.
—En la guerra con los troles, un dragón incendió la pradera para evitar el encuentro. Sucedió en el cuarto siglo de la segunda dinastía rúnica.
—En el quinto de la tercera —corrigió el dragón—. Y fue en verano. Un verano tórrido y seco: un estornudo habría sido suficiente. ¿Ves esa cosa marrón oscuro que está en el suelo entre un tallo y otro de hierba? Se llama barro. B-a-r-r-o. El barro tiene numerosas propiedades, entre las cuales está la de ser incombustible, que es lo contrario de combustible, no arde y no prende. Si quieres, puedo hacer algún anillito de hierba quemada siempre y cuando no llueva, pero dudo que eso los impresione.
Yorsh y Erbrow se quedaron mirándose. La noche cayó y comenzó a lloviznar.
Robi cerró sus ojos; todo se llenó de azul. Vio un grupo grande de figuras contra el mar que centelleaba: eran Yorsh, Cala, Crechio y Morón, aquel hombre alto y torcido, la mujer bajita que cojeaba... Todos estaban. Lo lograrían. Todos.
Esos dos podrían conseguirlo, sólo que no sabían cómo. Debía darse prisa. La desesperación se arrastraba entre la multitud como una serpiente en medio de las ratas y, como una serpiente en medio de las ratas, se tragaba todo lo que encontraba a su paso. El llanto se alternaba con gritos y maldiciones; de un momento a otro comenzarían a huir, todos se dispersarían por la llanura y serían presas fáciles y miserables para los caballeros armados, como un grupo de ranas para los buitres.
Robi intervino serenamente.
—Tú sabes volar —le dijo al dragón—, y escupes fuego, y Yorsh tiene una espada invencible. Sin duda lo podéis conseguir.
—Su espada no es invencible. No quiero dar la impresión de ser puntilloso y fanático de los detalles insignificantes, pero ninguno de nosotros dos es invulnerable. Él está herido, y mis escamas anteroinferiores, las de la barriga, en definitiva, son algo... ehm... blandas para las flechas. Yo escupo fuego de mis glándulas igníferas, que tampoco son infinitas. Y ahora ya que tengo... el...
—¿Hipo de la borrachera? —sugirió Robi solícitamente.
—Digamos que no estoy al máximo —respondió secamente el dragón—, puedo carbonizar a uno o dos caballeros, siempre que el guerrero aquí presente me lo permita, pero quedarán suficientes para hacernos saber que no lo encuentran divertido.
—Puedes asustarlos —sugirió Robi—, ellos no saben que estás... que estás... ¿vacío?
—Agotado.
—Agotado, exacto. Ellos no lo saben y si tú no carbonizas a ninguno de ellos, todos tendrán miedo de ser el primer seleccionado para el asado y todos se echarán atrás. Mira, no es imposible. El dragón los distrae por ese lado y nosotros escapamos hacia la garganta. Algunos atacarán, pero serán pocos; Yorsh se las arreglará, se enfrentó a un montón de soldados en Daligar.
—¿Y después? ¡No puedo distraerlos para siempre! Tarde o temprano lograrán entrar en la garganta. ¿Y la cascada? La garganta se estrecha formando una cascada vertiginosa, ¿no lo recordáis? Se llama el Despeñadero del Dogon y es infranqueable. Las escaleras que suben hasta la biblioteca están bloqueadas por un deslizamiento: lo vimos el día de nuestro primer vuelo.
—La cascada no es infranqueable: los habitantes de Arstrid la pasaron. Nosotros también pasaremos.
—Bueno —dijo el dragón—, entonces también pasarán ellos. En vez de ser masacrados aquí seremos masacrados en una playa.
Se hizo un largo silencio. Robi sintió algo en la parte alta de su estómago, que no era hambre sino miedo. Había aprendido a confiar en sus visiones, pero sabía que eran incompletas. Quizá todos alcanzarían el agua azul del mar y eso era lo que ella veía, pero después llegarían los soldados del Juez, y el azul se convertiría en rojo claro o en un rosado muy oscuro. Después se recuperó. El mar era azul y así se quedaba. Centelleaba cristalino bajo el sol.
—Nosotros pasaremos y ellos no —gritó con firmeza—, porque nosotros somos inteligentes y ellos estúpidos. Nosotros estamos escapando para salvarnos y para vivir, y ellos sólo están obedeciendo órdenes. Se nos ocurrirá algo que ellos no saben. Podemos hacerlo. Ahora. Ellos tienen capas y armaduras, la lluvia los entorpece más a ellos que a nosotros. ¡Ahora! Sus caballos se hunden más en el barro que nuestros pies. ¡Ahora!
—¿De verdad? —dijo Cala, que se había empapado como un pollito y estaba abajo en el barro, pues se acababa de resbalar—. ¿Realmente la lluvia los entorpecerá más a ellos que a nosotros?... ¿Estás segura?... ¿Entonces todavía no estamos realmente muertos? ¿Todavía podemos salir de ésta?...
Robi no le respondió.
—¡Ahora! —les gritó por última vez al elfo y al dragón. Luego se volvió y miró a su miserable banda, que se dispersaba bajo la lluvia. Tuvo la idea de subirse a la grupa de Mancha, pero los tres niñitos que estaban encima de ella se aferraron tan tenazmente que fue imposible soltarlos. Trató de reunir a la muchedumbre, porque unidos tenían la posibilidad de alcanzar su meta, mientras que si se desperdigaban, estarían perdidos.
Corría de un lado a otro, resbalándose en el barro.
—Había una vez —gritó Yorsh con todo el aliento que le quedaba en la garganta. Su voz retumbó por encima de los gemidos y del llanto—. Había una vez una muchedumbre de héroes, que... que... habían sido esclavos. Había una vez un pueblo de esclavos, que... que... decidió... irse... para convertirse en un pueblo de gente libre y para ello..., para ser libre... quiero decir..., llegaron hasta el mar...
Yorsh comenzó a contar una historia larga y magnífica. Inventó nombres, creó ejércitos, describió uno a uno los fugitivos, y cada uno encontró la descripción de sí mismo con otro nombre y otra historia. El miedo comenzó a esfumarse. El cansancio que se había apoderado de sus piernas cansadas y de sus mentes exhaustas comenzó a disminuir.
Dejó de llover. Un viento leve se levantó y despejó las nubes. La luz de la luna iluminó la llanura y la garganta de Arstrid, al otro lado de la cual estaban la libertad y el mar. La banda de harapientos comenzó a reunirse.
—Había una vez un pueblo de esclavos que se hizo libre atravesando el desierto y el mar... y luego una garganta... Seguid a Robi: quedaos juntos y caminad hacia la garganta. Ella conoce el camino porque vivía aquí. El dragón y yo os protegeremos. Quedaros juntos y seguid a Robi.
Robi necesitaba ser lo más visible posible bajo la débil luz de la luna. La luz era poca y además muchos la confundían con Cala, y seguían un rato a una y un rato a la otra. Todavía tenía la corona del rey en el bolsillo. La sacó y se la puso en la cabeza. La luna la iluminó y la corona brilló en la oscuridad.
En aquel momento, la caballería se movió. Comenzó el ataque. Yorsh desenvainó su espada. Rayo estaba exhausto, sus patas tenían encima un día, una noche y otro día más de marcha, pero recobró su fuerza. Se levantó en dos patas. Robi vio la espada de Yorsh brillar bajo la luna, como su corona.
Por un momento fue como si la luz de la luna hubiera detenido el tiempo, como si la realidad y los sueños se hubieran fundido en un instante de inmovilidad; luego todo se hizo pedazos.
Erbrow finalmente decidió intervenir.
Un rugido aterrador resonó.
Una llamarada terrible rasgó la oscuridad, transformando la humedad en una fina niebla.
La caballería se detuvo dudosa. El ejército de los harapientos recobró su valor. Entre ellos y las lanzas de los soldados de Daligar estaba la luminosa espada de un guerrero y la fulgurante llamarada de un dragón. En el interior de cada uno estaba la historia de un pueblo esclavo que había cruzado el mundo para convertirse en un pueblo de gente libre y, así, transformarse en un pueblo de héroes. Delante de ellos, la corona de la pequeña reina brillaba en la oscuridad como la espada del guerrero.
Crechio y Morón, armados con garrotes, se acercaron a Yorsh para protegerlo uno a cada lado. Los dos hombres que habían escapado de la mina, donde eran «trabajadores de excavación del condado de Daligar», llevándose sus palas con ellos, ahora las empuñaban para combatir. Un leñador, antes «trabajador de troncos», se había llevado su hacha, sumando el delito de «hurto de las herramientas de trabajo» al delito de «abandono del cargo asignado», igual que los otros. Ahora había decidido utilizar sus herramientas de trabajo. Todos los hombres, las mujeres sin niños y los muchachos más grandes se reunieron en torno a Yorsh, que no dejaba de hablar. Ahora estaba narrando la gesta heroica de Pintrore y Farnuche, ladrones callejeros que se convertían en lugartenientes; de Prart, que venía de la selva con su hacha mágica; de los Labradores Corteses, que acababan de despertar de un encantamiento...
Se acercó una descarga de flechas como una bandada de gavilanes, pero el dragón se había interpuesto entre ellos y la caballería, y las flechas rebotaron como garbanzos lanzados con una cerbatana sobre las duras y numerosas escamas de su espalda.
—Lo estamos logrando —gritó Robi, feliz.
"¿Hasta cuándo?", se preguntó Yorsh.
El cielo se despejó del todo. Las nubes se dispersaron. El frío aumentó. La luna iluminó de lleno las ruinas esqueléticas de Arstrid sobre el meandro del río, que brillaba plateado en la oscuridad. Arriba, por un lado, el despeñadero rocoso bajaba verticalmente, y por el otro, la pendiente era un poco más suave, hecha de tierra y de un bosque de enormes robles antiguos que sostenían, entre sus raíces negras, bloques gigantescos de granito blanco en los cuales se reflejaba la luz de la luna.
Protegidos por Yorsh y su pequeño grupo de guerreros improvisados, y sobre todo por la amenazante y sólida espalda del dragón, uno tras otro fueron entrando a la garganta. Robi pasó junto a las cenizas de la que había sido su casa; sus ojos se llenaron de lágrimas y rozó con sus manos los muros carbonizados, que era todo lo que quedaba. Recordó cuando la habían sacado a la fuerza de allí, dos años antes, y había dejado una hilera de piedritas del río, blancas, redondas e idénticas para volver a encontrar el camino. Desde entonces nunca más había llorado. Su perro Fido había tratado de protegerla y lo habían dejado cojo. En todos sus sueños, cuando regresaba a Arstrid, Fido corría a su encuentro, cojeando. Lo buscó con la mirada, con la esperanza de que se hubiera quedado allí, cuidando la casa y esperándola, pero obviamente era una esperanza absurda, porque ningún perro es tan fiel como para esperar tantos años. La silueta torcida del perro no apareció por ninguna parte. Los ojos de Robi se llenaron de lágrimas que no descendieron por sus mejillas; se las tragó, como siempre.
Era necesario seguir adelante.
Robi se dio la vuelta. Todos los harapientos estaban a salvo en la garganta. Yorsh y los demás cerraban la fila de héroes involuntarios, que ahora resaltaba contra el río color plata, y el dragón obstaculizaba el paso a la garganta. ¿Hasta cuándo? En el momento en que se moviera, la caballería los atacaría y los tendrían a todos encima. La caballería estaba descansada. En cambio ellos se habían puesto en marcha por la mañana. Algunos estaban comenzando a tirarse al suelo del cansancio. Ya no había ninguna historia que pudiera darles la fuerza para caminar. Los niños más pequeños lloriqueaban por el frío y el hambre. Mancha parecía ya no dar más. Rayo también se había detenido.
El dragón levantó el vuelo.
Sus alas se abrieron. Las magníficas espirales verdes se dibujaron bajo la luz de la luna.
Era magnífico.
Magnífico.
Magnífico.
Magnífico.
Magnífico.
Levantó el vuelo en medio de una lluvia de flechas, e incluso bajo la luz tenue de la noche, Robi pudo distinguir las estelas rojas de la sangre que chorreaba de las heridas que se abrían, una tras otra, en las escamas delgadas de su pecho. Como en un sueño, Robi escuchó el largo «Nooooooooo» de Yorsh perderse en la oscuridad como una súplica inútil. Una última llamarada rasgó la noche, iluminándola definitivamente. Los robles fueron cubiertos por una oleada de fuego mortífero y, aunque estaban empapados, se quemaron. Las raíces carbonizadas se hicieron pedazos y dejaron de sujetar los bloques de granito, que comenzaron a rodar hacia abajo arrastrando el barro junto con lo que quedaba de los troncos aún en llamas. El dragón golpeó con todo su peso los últimos bloques que sostenían todo ese lado de la colina, y para hacerlo tuvo que permanecer en el aire con el pecho hacia los atacantes, recibiendo unas flechas más, y luego otras y luego otras más.
Se formó una masa inmensa de tierra, piedras y hielo, que con un bramido espantoso se hundió en las profundidades de la garganta, cerrándola.
Había bloques de piedras y barro, y más bloques de piedra y barro, y todavía más bloques de piedra y barro y árboles despedazados.
Todo el flanco de la montaña había caído y había cerrado la garganta de Arstrid para siempre.
Erbrow batió sus alas por última vez, luego descendió y desapareció para siempre al otro lado de la infranqueable pared de tierra, piedras, barro y árboles despedazados que ahora los protegía.
Robi cerró los ojos. Todo se volvió azul, las figuras de todos ellos se dibujaban contra el mar centelleante.
¿Cómo no se había dado cuenta antes? No había verde por ningún lado.
En su visión nunca había estado el dragón.
Todos ellos se habían salvado porque el dragón había muerto por ellos.
Apenas hacía medio día que conocía al dragón. Había intercambiado con él sólo unas pocas palabras hurañas, pero sin él su sueño de ser libres habría sido una locura.
Desde hacía dos años, la imagen de sus grandes alas verdes consolaba su desesperación.
Robi estalló en un largo llanto que se unió al lamento de Yorsh.
Capítulo 22
La luna iluminaba el mundo. Un viento fresco había venido a refrescarlo.
El dolor de cabeza había desaparecido; Erbrow estaba de nuevo en condiciones de volar.
Podía irse finalmente. Un buen vuelo vertical, dándole la espalda a los arqueros.
De todos modos quedarse no serviría para nada, tarde o temprano los masacrarían a todos. Mejor temprano que tarde: las esperas son molestas, las ejecuciones aplazadas son una crueldad.
Él, que era un dragón, llegaría a la biblioteca, donde, siendo un dragón, sobreviviría durante algunos siglos volando sobre el mar y devorando delfines y gaviotas. Cuando llegara el momento de la incubación, él, que era un dragón, se atrincheraría en su espléndida biblioteca donde las habas doradas, los pomelos rosados y una inagotable reserva de libros de cuentos lo entretendrían hasta que naciera su descendiente, que, siendo también un dragón, devoraría delfines y gaviotas durante siglos y así sucesivamente.
Porque él era un dragón, y ellos una banda de mendigos. Sin embargo, para salir de allí con la espalda hacia los arqueros, tenía que volar por encima de Yorsh, Robi y los demás; verlos por última vez mientras los abandonaba. Paciencia. La soledad siempre es el destino de un dragón, y la traición había sido siempre una necesidad tolerable para su raza. Quien es dragón no le debe fidelidad a nadie.
Erbrow recordó que nadie cuidaría de su recién nacido.
Nadie le enseñaría a volar.
Su pequeño estaría desesperado y solo. Quizá moriría en algún incendio provocado por él mismo estornudando o lloriqueando o por haber tropezado con su propia cola.
Se acordó de Yorsh cuando le había enseñado a volar.
Pensó que nunca podría hacerlo, irse dejándolos allí, solos, frente a un ejército. En su cabeza, a través de sus diferentes memorias, resonó la desaprobación de su padre y de sus abuelos, porque él, un dragón, pensaba arriesgar su vida por unas criaturas insignificantes que no eran más que una banda de mendigos.
Él era un dragón. El último dragón. El señor de la creación. Y un dragón no lucha por nadie salvo por sí mismo, porque no puede existir nadie que tenga un valor equiparable al suyo. Debía irse. Debía abandonarlos y salvarse.
Si él se iba en ese momento, seguiría viviendo. Una vida larguísima en una soledad total llena de hastío, una incubación larguísima en una soledad total llena de hastío. Tendría un pequeño dragón que también viviría en una soledad total y llena de hastío, siempre y cuando lograra sobrevivir de algún modo a su propia infancia desolada y vacía. Una existencia aún más despreciable que la del ave fénix.
Pensó que no había más dragones porque la soledad los había extinguido.
Pensó que no se puede vivir, siglo tras siglo, incubando la propia magnificencia y la propia soledad.
Pensó que lo importante no son las cosas, sino el sentido que nosotros les damos. Tarde o temprano, la muerte nos espera a todos. Darle un sentido a la muerte es más importante que aplazarla.
En la oscuridad, bajo la luna, la espada de Yorsh y la corona de Robi brillaban con una luz plateada. Erbrow pensó que las leyendas hablarían de él. Por siglos y siglos, los cantores le cantarían al último dragón, aquel que había llevado a un gran guerrero élfico y a una pequeña reina harapienta hacia su destino como fundadores de un lugar donde podrían ser libres.
El gran dragón alzó el vuelo y su vuelo trajo la salvación: un gran alud de barro que cerró la garganta con una pared enorme, inestable e infranqueable; sin embargo, al hacerlo descubrió su vientre, su parte vulnerable, donde las flechas no rebotaban como garbanzos sino que se clavaban en la carne profundamente, y grandes chorros de sangre mancharon el verde de sus escamas. El dragón voló con sus grandes alas abiertas a la luz de la luna; luego las flechas fueron demasiadas y la sangre que brotaba se agotó.
Erbrow, el último dragón, cayó derribado al suelo y allí permaneció, sobre la hierba pantanosa, sus últimos instantes.
Al final soñó que no moría, que podía vivir todavía un poco más, aun así, con el pecho traspasado por las flechas, mientras el pantano que lo rodeaba se empapaba con su sangre.
Luego otro sueño lo llenó; el primer sueño que había tenido en su vida. Soñó que volvía a ser un recién nacido, un cachorro, con la cabeza apoyada en el regazo de su hermano elfo, en un prado inmenso lleno de margaritas. Abrió los ojos por última vez. El milagro se había repetido nuevamente. Miles y miles de flores pequeñas lo rodeaban, iluminadas por la luz de la luna, bajo los pies de los soldados que se acercaban con cautela. Erbrow miró los pétalos y sintió que la felicidad lo envolvía, y luego cerró de nuevo los ojos, esta vez para siempre.
Capítulo 23
El alba despuntó fría, neblinosa y gris. Yorsh temblaba. No era sólo por la herida, sino también por el cansancio y el frío; ya no tenía energía suficiente para combatir.
Haber perdido a Erbrow le pesaba como si tuviera un peñasco encima.
Había sido su familia, su hermano.
Parecía que todos los seres que amaba o que lo amaban estaban destinados a morir.
Todos menos Robi.
Robi estaba viva. Debía tener sus pensamientos fijos en Robi, en su respiración, en su sonrisa, y entonces la carga que lo oprimía se hacía un poco más ligera y le permitía respirar.
Después del gigantesco alud, los fugitivos cayeron postrados y se amontonaron unos al lado de otros para calentarse, entre los restos de las cabañas de Arstrid. Luego habían encendido algunas hogueras.
Para Yorsh, la noche fue una cadena ininterrumpida de desilusiones. A cada instante esperaba ver las alas abriéndose de nuevo, esperaba ver la llamarada. Tenía que ser un simulacro, un truco, una especie de burla. No podía ser otra cosa que un simulacro, un truco, una especie de burla. Quizá lo habían herido y capturado. Lo habrían llevado encadenado a Daligar como prisionero. Él, Yorsh, iría a liberarlo con su espada, se enfrentaría a toda la guarnición y luego huirían juntos; Erbrow con sus grandes alas abiertas y él encima
Sin embargo, al mismo tiempo, lo sabía. Una parte de su cerebro seguía contándose cuentos, pero otra lo sabía. La mente de Yorsh era capaz de percibir la de Erbrow exactamente como sus ojos podían verlo y su nariz olerlo. La mente de Yorsh sabía que Erbrow estaba muerto. En el lugar donde antes estaba la percepción del dragón, ahora había un negro agujero de gélida muerte.
Yorsh estaba triste porque ahora estaba en un mundo donde ya no existían dragones, donde Erbrow ya no vivía y no pondría ningún huevo.
Hizo una cuenta rápida que lo heló como si le hubieran echado encima un cubo de agua del río. La costumbre de considerarlo una especie de hermano mayor, con un juego complicado de memorias múltiples y heredadas, que le permitían hablar en primera persona de eventos sucedidos años o siglos antes, le había hecho olvidar que Erbrow, en realidad, había vivido menos de dos meses. Había sido como un meteorito. Recordó que erbrow en la antigua lengua élfica quiere decir «cometa».
Robi había sollozado un largo rato. También a ella, como a su madre, cuando estaba desesperada le chorreaba líquido por los ojos. La nariz se le llenaba de mocos, los ojos se le enrojecían y los párpados se le hinchaban como cuando uno no ha dormido en dos días. Por un lado, Yorsh seguía encontrándolo extremadamente raro, poco higiénico e incómodo, pero por otro habría querido con todo su corazón poder llorar también.
Como si no fuera suficiente, también tenía que sumarle a todo esto el horror de haber tenido que matar a otros.
Desde que el alba había iluminado el mundo, estaba el problema de la comida. Todos tenían hambre. Todo lo que habían cargado, los restos del banquete en el claro de la Casa de los Huérfanos, hacía tiempo que se había acabado. Los manzanos y las vides de Arstrid habían sido derribados o quemados. La única cosa que quedaba eran las truchas.
En ese momento los peces pululaban en el Dogon. Sus escamas plateadas resplandecían a través del agua, y Yorsh contaba con un arco y una flecha élfica. Nadie se había atrevido a pedírselo, pero en un momento dado, sintió que el hambre de toda esta pobre gente y de los niños era insoportable. La vida y la muerte son un único engranaje, había dicho Erbrow.
La muerte de unos se engrana en la vida de otros. Nunca más se lo oiría decir. Nunca más. Nunca más lo oiría roncar. Nunca más lo vería respirar. Nunca más. Nunca más. Cualquier cosa que hacía provocaba que esas dos palabras resonaran en su interior. Nunca más. Nunca más. Nunca más.
Yorsh puso la flecha sobre la cuerda de su arco y apuntó. Nunca más escucharía su voz. Su puntería de elfo era infalible, porque miraba con los ojos de la mente, pero siempre lo atormentaba el deseo de errar el blanco para no sentir el dolor del pez al morir. Lanzó. Nunca más vería sus alas en el cielo. Yorsh vio la flecha alcanzar a la trucha y sintió dentro de sí la desolación de la trucha ante su propia muerte. Le tocaría hacer esto todavía unas cincuenta veces más antes de que terminara el día. Debía alimentar a noventa y nueve personas, y una trucha alcanzaba para un adulto, o dos muchachitos o tres niños pequeños. El leñador se tiró al agua para recoger la trucha. Él y uno de los dos labradores eran los únicos que sabían nadar y debían turnarse en la helada tarea de rescatar del agua tanto la presa como el único dardo del que disponían.
Nunca más. Nunca más. Nunca más. Nunca más. Nunca más. Nunca más. Nunca más. Nunca más. Nunca más. Nunca más. Nunca más.
El leñador había recuperado la flecha y se la devolvió. Yorsh volvió a comenzar. Capturó un par de truchas más, luego la multitud se puso en camino. Si alternaban la marcha con la pesca y algo de descanso, llegarían a las cascadas. Yorsh recordó cuando las había sobrevolado montado en la espalda de Erbrow. Nunca más. De nuevo deseó poder llorar.
Caminaban, pescaban, algunos lograban encontrar bayas. Montaban el campamento antes del atardecer. El leñador cortaba ramas grandes de pino o de abeto con las que formaba un refugio improvisado. En los cuatro rincones había leña ardiendo mientras las truchas se asaban encima. Siguieron avanzando día tras día, con la curiosa impresión de que, de algún modo, su vida estaba suspendida, a la espera.
Yorsh recordaba la primera vez que había hecho ese recorrido. Había sido en una barca, acostado sobre la espalda, con dos personas maravillosas que se esforzaban incluso por no comer frente a él sus truchas ahumadas, y tenían sacos llenos de fríjoles y maíz para llenarse el estómago. Por tierra el camino era más largo, más accidentado, más fatigoso, para no mencionar el hambre. Y todo esto no era nada comparado con la herida que tenía en el corazón, aquellas dos palabras, «nunca más», que resonaban en su cabeza con cada respiración; sin embargo, estaba esa increíble e inesperada riqueza, Robi, que caminaba junto a él.
Era necesario apresurarse. El otoño ya estaba muy avanzado. En cualquier momento llegarían las primeras nieves y todo se volvería más difícil.
A veces el camino era fácil y podían caminar a lo largo de las orillas bordeadas de pequeñas playas; otras veces tenían que trepar por rocas empinadas, lisas; resbalándose sobre el musgo o, cuando las orillas eran intransitables, hacer largas travesías cruzando los bosques, cuidando de no alejarse del agua para no desorientarse y perder el camino.
De repente, las cascadas aparecieron frente a ellos. No fue realmente de repente, habían sido anunciadas con antelación por el estruendo que hacía el agua al saltar, pero de todos modos la visión daba vértigo. El agua caía en un salto altísimo en el cual la luz producía reflejos de colores. Frente a ellos se abría el mar. El horizonte tocaba el cielo con una larga línea que nada interrumpía excepto una isla diminuta sobre la que un cerezo salvaje perdía sus últimas hojas. Tras las rocas, a su derecha, a partir de una minúscula playa a la que sólo se llegaba desde las tumultuosas aguas del río, subían las escaleras estrechísimas que llegaban a la altísima roca sobre la cual se veía el escrito:
HIC SUNT DRAGOS
Una parte de las escaleras estaba irremediablemente derrumbada y el escrito había pasado a ser una mentira. La biblioteca, sobre el pico ahora inaccesible, aislada de todo y de todos, custodiaba sus inútiles tesoros.
Si ponía toda su atención en Robi, Yorsh lograba que la angustia no lo dominara.
HIC SUNT DRAGOS
Nunca más, sino hasta el fin de los siglos.
Pero estaba Robi, en el mundo estaba Robi. Y también los otros. Ahora los conocía. A todos, uno por uno. Era una curiosa sensación después de su vida pasada en soledad.
Robi existía y estaba con él. Debía seguir pensando en esto.
—¿Cómo pasaremos? —preguntó Grechio, anonadado frente a ese salto magnífico y vertiginoso.
—No lo sé —respondió Yorsh, honestamente.
—¡Nunca podremos hacerlo! —agregó Morón, desmoralizado.
—Pero claro que lo lograremos —les aseguró Robi, serenamente—, tenemos que hacerlo. Los habitantes de Arstrid también pasaron por aquí. ¡Tiene que ser posible!
Yorsh recuperó el coraje. Erbrow no podía haber muerto en vano. Lo conseguirían. Tenía que pensar más. Miró alrededor. El mar era azul. Alrededor de ellos, las hojas resplandecían rojas y doradas en los árboles casi desnudos, mientras que las cimas de las Montañas Oscuras estaban blancas de nieve. Debía de haber una forma.
No se le ocurrió nada.
—Oye. No es difícil en absoluto, ¡sólo hace falta cavar! —murmuró una voz, más bien dos.
Los dos trabajadores de excavación del condado de Daligar se habían rebautizado como los «Labradores Corteses», porque se identificaban con los personajes de una historia heroica y curiosa (personajes que Yorsh había inventado, por supuesto, a su imagen y semejanza). Desde entonces, después de haberse pasado la vida considerándose poco menos que animales de carga, se habían sentido investidos con una nueva luz de dignidad e importancia. Por primera vez en sus vidas, que habían transcurrido murmurando entre sí, se atrevían a hablar en voz alta para decir algo en público. Los dos Labradores Corteses habían trepado sobre la parte sur del despeñadero, donde no había solamente roca, sino también tierra. Se podía excavar un camino entre las rocas debajo de la caída de agua si se apuntalaba con algunas ramas. Necesitaban una cuadrilla que fuera retirando la tierra a medida que ellos cavaban, algunos hombres para reemplazarlos cuando se les cansaran los brazos y madera firme y puntiaguda para sostener la excavación.
Si todos echaban una mano, podrían hacerlo.
Capítulo 24
Medio día no fue suficiente. Se necesitaron tres, enteros. Al final, no había nadie que no pareciera una estatua de barro. Tuvieron que esculpir su camino primero en la tierra y luego en la roca, usando piedras puntiagudas a falta de picos.
Sus brazos estaban tan cansados que les parecía increíble que pudieran dejar de estarlo.
Fue un descenso lento, fatigoso y magnífico. El mar se abría frente a ellos, la cascada rugía a su lado, en una miríada de gotas iridiscentes. El aire tenía el perfume de la sal, que se unía al del mirto y al del hinojo silvestre que crecía obstinadamente entre las fisuras de rocas inhóspitas golpeadas por el viento, junto a diminutas orquídeas salvajes. Poco a poco, mientras descendían, se hizo visible el laguito de agua dulce que la cascada formaba abajo, entre los pinos marítimos, antes de la larguísima playa blanca que bordeaba la bahía bajo ellos. Por un lado, la bahía continuaba en una costa plana, y por el otro estaba protegida y cerrada por un promontorio áspero y verdísimo sobre el cual brillaban lucecitas en las noches, ¡eran las nuevas casas de Arstrid!
Yorsh no tenía ni más fuerzas ni ideas para contar cuentos, pero los vagabundos sacaron sus instrumentos, y su música les dio a los que trabajaban fuerzas para continuar. Apretaron los dientes y no desistieron. Hora tras hora, palmo a palmo, cavaron su camino.
Mientras cavaban su camino, vieron pedazos de cuerda quemada que colgaban de las rocas y de las ramas más bajas de los castaños que se extendían hacia el horizonte.
Los habitantes de Arstrid debieron haber descendido con un sistema de escaleras de cuerda que luego, una vez a salvo, habían quemado.
Yorsh se dio cuenta de que la lluvia y la intemperie rápidamente harían invisible, y sobre todo intransitable, el camino que estaban dejando a sus espaldas.
Su herida estaba cerrada, pero aún no había cicatrizado, de modo que él no formaba parte de la cuadrilla que estaba abriendo el camino pegado contra el flanco de la montaña. Se quedó arriba, con las mujeres más viejas, los niños más pequeños y aquellos que descansaban después de haber trabajado. Cuando los Labradores Corteses encontraron una roca tan tan dura que era indestructible e infranqueable, mandaron a Cala para que llamara a Yorsh, Éste llegó y trató de pensar en algo. Se acordó de un libro de mecánica donde había estudiado las palancas, pero no había nada en qué apoyarse para hacer fuerza y mover la roca. Quizá con cuñas podría tratar de partirla en dos, pero no había ninguna fisura por donde meter las cuñas, y no había nada que pudiera servir de cuña. Se elevó un viento leve que trajo el grito de las gaviotas más claramente. Exasperado por su impotencia, Yorsh desenvainó su espada y la dejó caer con todas sus fuerzas sobre el granito, que se hizo añicos con el golpe de la hoja. La hoja quedó intacta y su brillo aumentó, como si el golpe la hubiera reforzado más. La sonrisa serena de Robi se hizo cada vez más grande y una ovación estalló alrededor.
El descenso también fue lento, un paso cada vez, cogidos todos de la mano como una única y larguísima serpiente, para estar seguros de que nadie se cayera.
Cuando llegaron abajo, la tensión y el cansancio eran tales que permanecieron en silencio durante un largo rato, mirando las olas y el movimiento suave con el que venían a morir a la orilla. Alguien se arrodilló y besó la arena. Muchos fueron a tocar el mar.
Yorsh había sentido el sabor del mar por primera vez mientras volaba en la espalda de Erbrow.
Entonces había pensado que tocar el mar divide la vida en un antes y un después, porque después nada vuelve a ser igual que antes. El silencio continuó, interrumpido solamente por las olas y por un grupo de gaviotas que volaban sobre la orilla.
Los primeros en moverse fueron los niños. Salieron en estampida por la playa, maravillados por el movimiento de las olas. Yorsh, que había leído cinco tratados sobre conchas, les enseñó a encontrar debajo de la arena las comestibles, y así comenzó una recolecta alegre y ruidosa.
También Robi se había acuclillado en la orilla, con las manos sumergidas en la arena húmeda y fina que rápidamente se resbalaba, de tal modo que las conchas lisas y alargadas de los grandes bivalvos rosados se le quedaban entre los dedos.
—Mi padre decía que lo que hay dentro de las conchas es sabroso para comer aunque piensa y a lo mejor entiende de poesía —le dijo riendo con sus grandes ojos, brillantes como estrellas. Yorsh se dijo que tarde o temprano tendría que contarle dónde y cómo se había acuñado la broma.
El campamento se hizo en el pinar cerca del laguito debajo de la cascada. Era un buen lugar y había agua en abundancia. El sonido de la cascada se confunda con el de las olas y parecía que alguien cantara una canción de cuna.
Había una pared vertical de roca blanca que delimitaba un claro.
Yorsh tomó la espada y escribió «Erbrow» en la pared, primero en caracteres élficos y luego en los corrientes.
Un corrillo de personas lo miró fascinado. Algunos se aproximaron lo suficiente para tocar las letras con sus dedos. Preguntaron qué querían decir y Yorsh se lo explicó.
—Bueno —dijo el leñador, antes trabajador de troncos del condado de Daligar—. Era el nombre del dragón, ¿verdad? Ése será el nombre de nuestro pueblo. Lo llamaremos Erbrow.
Hubo un coro de humilde aprobación.
Uno de los «trabajadores de la tierra del condado de Daligar» dijo entonces:
—Escribe también: «Lo que produce la tierra es de quien la trabaja y nadie puede quitárselo».
Yorsh lo escribió en caracteres cuidadosamente nítidos, pero sin cambiar ni una sílaba, porque el que ha luchado para tener la posibilidad de hablar tiene derecho a que lo que diga no sea cambiado.
Después añadió todo lo que se le dictaba:
Al que no le guste esto se puede ir, y si luego regresa nos da lo mismo.
Nadie puede golpear a nadie.
El azadón con el que siempre has trabajado y que antes era de tu padre, es tuyo.
Tampoco se puede colgar a nadie.
Se puede intentar leer.
También escribir.
Lo que pesques en el mar es tuyo y no tienes que pagarle nada a nadie.
Si un papá y una mamá mueren, sus mejores amigos se convierten en los padres de su pequeño.
Ningún niño pequeño debe trabajar.
Los niños trabajan menos que los grandes y hacen cosas fáciles.
Cavar en el barro no es una cosa fácil y ningún niño debe hacerlo.
Se hizo un largo silencio.
—Cada uno puede tratar de ser feliz como pueda —dijo una mujer.
—No está prohibido ser un elfo —añadió la voz de Morón.
Yorsh escribió eso también. Robi y Cala estuvieron confabulando un buen rato en medio de risotadas, y luego Cala, roja hasta las orejas, mientras Robi se escondía detrás de ella, expresó la última ley:
—Uno puede casarse con quien quiera, pero realmente con quien quiera, aunque sea un poco diferente, y nadie puede decirle nada.
Cuando terminó, Yorsh lo releyó todo y todos lo aprobaron.
Después se separaron para organizar su primera noche en Erbrow, pueblo de hombres, mujeres y niños libres.
Cala y Crechio se miraron.
—Robi había dicho que alguien vendría a buscarme para llevarme lejos de la Casa de los Huérfanos.
—Vinieron un elfo y un dragón.
—Sí, lo sé, pero ellos vinieron por todos. Yo pensaba que alguien vendría sólo por mí. No es lo mismo.
Crechio se sentó en la arena.
—Yo también soñé durante años que alguien venía a buscarme expresamente a mí a la Casa de los Huérfanos. Todavía lo sueño, de verdad, ahora que ya no estamos allí dentro. —Cala permaneció en silencio; luego Crechio prosiguió—: Entonces hagamos lo siguiente: yo te busqué a ti y tú me buscaste a mí, así nosotros también tenemos a alguien que fue a buscarnos precisamente a nosotros.
Cala dijo que sí con la cabeza y luego se sentó en la playa junto a él.
El sol descendió sobre el mar. Una raya rosada y dorada iluminó el horizonte, y el cielo se llenó de luz, mientras en el este, en la oscuridad reciente, brillaban las primeras estrellas. Una gaviota voló hacia ellos.
Robi y Yorsh se acercaron al agua, donde rompían las olas.
—¿Sabes? —comenzó Robi—, mi nombre es...
No tuvo tiempo de terminar. Yorsh la interrumpió.
—Tu nombre es muy hermoso, me gusta muchísimo.
—¿Te gusta «Robi»?
—Sí, es como el sonido de una gota que cae, de una piedra que rebota en el agua; es un nombre muy hermoso.
Robi se quedó dudosa y pensativa, con un esbozo de sonrisa en el rostro; luego la sonrisa se abrió un poco más y luego del todo,
—¿Y la profecía? —preguntó—. ¿Y tu destino? ¿La chica con la luz de la mañana en su nombre?
Yorsh levantó los hombros y la miró, enrojeció intensamente e hizo un gesto vago.
—Nuestro destino es el que queremos, no el que está grabado en la piedra; es nuestra vida, no el sueño que otros soñaron.
Robi asintió. Se agachó sobre el agua, puso en ella su barquita con la muñequita dentro y la vio flotar suavemente. Eran los juguetes que le habían fabricado sus padres; era todo lo que le quedaba de ellos, a parte de una honda, su nombre y ella misma.
—Mis hijos jugarán con ellos —dijo con certeza. Lo sabía. Lo había visto.
Se preguntó si debía decirle a Yorsh lo de su nombre, el de la profecía.
Podía pensarlo con calma.
Tenía toda la vida.
Fin
SILVANA DE MARI EL ÚLTIMO ELFO LIBRO PRIMERO hambre frío desesperación El sol regresaría. el ultimo dragon
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