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lunes, 27 de septiembre de 2010

COLMILLO BLANCO - JACK LONDON - 1ªparte



Jack London
Colmillo Blanco







PRIMERA PARTE



LO SALVAJE
I
La pista de la carne



Aun lado y a otro del helado cauce de erguía un oscuro bosque de abetos de ceñudo aspecto. Hacía poco que el viento había despojado a los árboles de la capa de hielo que los cubría y, en medio de la escasa claridad, que se iba debilitando por momentos, parecían inclinarse unos ha­cia otros, negros y siniestros. Reinaba un profundo silencio en toda la vasta extensión de aquella tierra. Era la desolación misma, sin vida, sin movimiento, tan solitaria y fría que ni siquiera bastaría decir, para describirla, que su esencia era la tristeza. En ella había sus asomos de risa; pero de una risa más terrible que todas las tristezas..., una risa sin alegría, como el sonreír de una esfinge, tan fría como el hielo y con algo de la severa dureza de lo infalible. Era la magistral e inefable sabiduría de la eternidad riéndose de lo fútil de la vida y del esfuerzo que supone. Era el bárbaro y salvaje desierto, aquel desierto de corazón helado, propio de los países del norte.
Pero, a pesar de todo, allí había vida; lo que significaba, sin duda, todo un reto. Por la pendiente del helado cauce bajaba penosamente una hilera de perros que parecían más bien lobos. La escarcha cubría un hirsuto* pelaje. El aliento se les helaba en el aire en cuanto salía de su boca, era des­pedido hacia atrás en vaporosa espuma hasta posarse en sus pies, en donde se cristalizaba. Los perros llevaban sendos jae­ces* de cuerpo, como tirantes, que los mantenían unidos a un trineo que arrastraban. El vehículo, especie de narria*, había sido construido de recias cortezas de abedul, carecía de cuchillas o patines, y toda su superficie inferior descansaba sobre la nieve. La parte delantera del trineo estaba vuelta hacia arri­ba, a fin de que pudiera penetrar por la gran ola de nieve blanda que le dificultaba el paso. Atada fuertemente sobre el trineo, se veía una caja estrecha y larga, rectangular. Había también otros objetos: mantas, una gran hacha, una cafetera y una sartén; pero lo que ocupaba la mayor parte del sitio disponible, destacándose sobre todo lo demás, era la caja es­trecha y larga, de forma rectangular.
Delante de los perros, calzando anchos y blandos zapatos de pelo para la nieve, avanzaba trabajosamente un hombre. Detrás del trineo iba otro. Dentro, en la caja, iba un tercero para quien todo esfuerzo había ya terminado: una víctima de aquel salvaje desierto, un vencido que no se movería ni lu­charía ya más, aplastado, aniquilado por él. Al desierto no suele gustarle el movimiento. Toma como una ofensa la vida, porque vida es movimiento, y él tiende siempre a destruirlo. Hiela el agua para no dejarla correr hacia el mar; les roba la savia a los árboles - hasta helarles el potente corazón; y con mayor ferocidad, y por más terrible modo aún, anonada y obliga a someterse al hombre. Al hombre, que es lo más in­quieto que la vida ofrece, siempre en rebelión, justamente en contra de la idea de que todo movimiento acaba con la ce­sación del mismo.
Pero allí, al frente de la zaga, como escolta, audaces, in­domables, caminaban trabajosamente los dos hombres que no habían muerto aún. Pieles y cueros blandos cubrían sus cuerpos. Tenían pestañas, mejillas y labios tan cubiertos de cris­tales de hielo, producidos por su helada respiración, que era imposible distinguirles la cara. Esto les daba el aspecto de enmascarados duendes, de enterradores de un mundo de es­pectros en el entierro de uno de los suyos. Pero, pese a las apariencias, eran hombres que penetraban en la tierra donde todo es desolación, mofa sarcástica y silencio; aventureros no­vatos enfrascados en una colosal empresa. Se introducían a viva fuerza en un mundo poderosísimo, tan remoto, tan ajeno a ellos y tan sin pulso como las profundidades del espacio. Avanzaban sin hablar, economizando el aliento para man­tener las funciones del cuerpo. Por todos lados reinaba el si­lencio, casi podían palpar su presencia. Afectaba su mente como las innumerables atmósferas que pesan sobre el buzo, en lo hondo de las aguas, afectan su cuerpo. Los aplastaba materialmente bajo la pesadumbre de la extensión sin fin, de inexorables fallos. Los anonadaba hasta reducirlos al último rincón de su mente, prensada para que de ella se escurrieran, como de los racimos el zumo, todo el falso ardor, la exaltación y las indebidas presunciones del alma humana; hasta lograr que se sintieran muy limitados e insignificantes, unas simples manchitas, unos átomos, moviéndose con débil maña y escasa discreción en el drama externo e interno de los ciegos y enor­mes elementos y fuerzas naturales. Pasó una hora y luego otra. Menguaba, cada vez más rápidamente, la pálida luz del día, corto y sin sol, cuando en medio del aire en reposo resonó un grito débil y lejano. Se remontó primero con rápido im­pulso hasta llegar a la nota más alta, donde se afirmó vibrante para ir bajando después lentamente hasta dejar de oírse. Aque­llo hubiera podido ser el lamento de un alma en pena, de no haber en el triste grito cierta ferocidad, cierta hambrienta ve­hemencia. El hombre que iba al frente del trineo volvió la cabeza y cruzó la mirada con el que iba detrás. Por encima de la estrecha caja rectangular, ambos cambiaron una señal de asentimiento.
Entonces se oyó un segundo grito que pareció elevarse en el aire perforando aquel silencio con la sutil penetración de una aguja. Los dos hombres comprendieron de dónde partía el sonido. Venía de allá atrás, de algún sitio en la nevada extensión que acababan de atravesar. Un tercer grito, contes­tación a los anteriores, resonó también en la misma dirección, pero más a la izquierda del segundo.
-Nos persiguen, Bill -dijo el hombre que iba delante del vehículo.
Su voz sonó ronca, como algo que no parecía humano, y era evidente el esfuerzo que realizó para hablar.
-La carne escasea -contestó su compañero-. Desde hace días no he visto ni un rastro de conejo.
No dijeron nada más, aunque siguieron con el oído atento a los gritos de caza que continuaban resonando allá lejos, a su espalda.
Como había oscurecido ya por completo, desviaron los perros hacia un grupo de abetos al borde del cauce, y allí acamparon. El ataúd, colocado junto al fuego, servía de asien­to y de mesa. Los perros lobo, agrupados al otro lado de la hoguera, gruñían y se peleaban, pero sin mostrar el menor deseo de perderse entre la oscuridad.
-Me parece, Henry, que es digno de tomar en cuenta eso de que se hayan quedado tan cerca de nosotros -comentó Bill.
Henry, en cuclillas junto a la lumbre y apoyando la ca­fetera con un pedazo de hielo, asintió con la cabeza. No aña­dió una palabra hasta que se sentó sobre el ataúd y empezó a comer.
-Saben que si se apartan, pueden acabar sin su pellejo -contestó entonces-. Prefieren comer de lo nuestro a ser comidos. Ya saben ellos lo que hacen, ya.
Bill movió dubitativamente la cabeza y objetó:
-¡Oh, no sé! ¡No sé!
Su compañero lo miró con aire de curiosidad.
-Esta es la primera vez que te oigo dudar de su instinto.
-Henry -replicó el otro, mascando obstinadamente las habas que comía-, ¿te has fijado, por casualidad, en el modo que se revolvían los perros cuando les daba yo la comida?
-Sí, alborotaban más que de costumbre -contestó el interpelado.
-¿Cuántos perros tenemos, Henry?
-Seis.
-Bueno, Henry... -Bill se interrumpió un momento, como para dar mayor fuerza y énfasis a sus palabras-. Como íbamos diciendo, Henry, tenemos seis perros. Seis pescados saqué yo del saco. Le fui dando uno a cada perro, pero al llegar al último, no me quedaba ya pescado para él.
-Es que contaste mal.
-Seis perros tenemos -insistió el otro tranquilamente-. Seis eran los pescados que yo saqué. Oreja Cortada se quedó sin el suyo. Volví al saco, cogí otro y se lo di.
-Pues no tenemos más que seis perros.
-Henry -continuó Bill como si tal cosa-, no diré yo que fueran todos perros; pero eran siete los que engulleron los pescados.
Henry dejó de comer para echar una mirada por encima de la lumbre y contar los perros.
-Lo que es ahora, no hay más que seis -dijo.
-Yo vi al otro huir a través de la nieve -anunció Bill fríamente, pero con toda seguridad-. Yo vi siete.
Henry lo miró con lástima, diciéndole:
-¡Lo que yo me voy a alegrar cuando hayamos llegado al fin de este viaje...!
-¿Qué quieres decir con eso? -preguntó Bill.
-Pues quise decir que esta carga que llevamos te ha pues­to ya tan nervioso que empiezas a ver visiones.
-También a mí se me ocurrió la idea -contestó grave­mente Bill-. Y por eso, cuando lo vi correr por la nieve, me acerqué y observé las huellas. Entonces conté los perros y aún había seis. En la nieve han quedado todavía las pisadas. ¿Quie­res verlas? Yo te las enseñaré.
Henry no contestó y siguió mascando en silencio, hasta que, terminada la comida, tomó una taza de café. Se secó la boca con el dorso de la mano y dijo:
-Pues entonces, tú crees que era... -un prolongado au­llido, tan feroz como triste y que partía de aquellas tenebrosas profundidades, vino a interrumpirle. Lo escuchó un momento y luego terminó la frase diciendo-: Uno de esos -al tiempo que acompañaba las palabras con un movimiento de la mano, señalando al sitio de donde el aullido provenía.
Bill asintió con la cabeza.
Yo me inclinaría a creer esto antes que otra cosa -in­dicó-. Tú mismo observaste la barahúnda que armaron los perros.
Como un aullido sucedía a otro, el silencio de antes se había convertido en un vocerío de casa de locos. De todas partes se elevaban los gritos, y de tal modo impresionó aquello a los perros, que se apretaban, aterrorizados, unos contra otros, tan cerca de la lumbre que el pelo se les chamuscaba. Bill echó algo más de leña al fuego antes de encender la pipa.
-Me parece que no las tienes todas contigo -observó su compañero.
-Henry... -y aquí le dio Bill una chupada a la pipa, muy meditabundo, antes de seguir adelante-. Henry, estaba pensando en la condenada suerte que ha tenido ese y no lle­garemos nunca a tener nosotros -al decirlo, señalaba con el pulgar al que iba en el ataúd que les servía de asiento-. Lo que es cuando tú y yo nos muramos, Henry, podremos darnos por satisfechos con que haya bastantes piedras sobre nuestro esqueleto para evitar que los perros nos desentierren.
-Pero es que nosotros no tenemos familia ni dinero y demás, como tiene él -objetó Henry--. Estos entierros a larga distancia son un lujo que ni tú ni yo podemos pagar, verdaderamente.
-Lo que no me cabe a mí en la cabeza, Henry, es que a un muchacho como ese, que era lord o cosa por el estilo en su país, y que nunca tuvo que preocuparse de provisiones, ni de mantas, ni de todas esas cosas, se le antojara venir a estas malditas tierras que son el fin del mundo... Eso es lo que no acabo de comprender.
-Y que si hubiera sabido quedarse en casa, bien podía haberse muerto de puro viejo -contestó Henry, compartien­do la opinión del otro.
Bill abrió la boca para hablar, pero se quedó sin hacerlo. En vez de ello, señaló hacia aquel espeso muro de sombras que parecía oprimirlos por todos lados. No se distinguía en la profunda oscuridad ninguna forma, pero sí un par de ojos que relucían como ascuas. Pronto, Henry indicó con un mo­vimiento de la cabeza un segundo par, y luego un tercero. En torno al campamento se había ido formando un círculo de relucientes ojos.
De vez en cuando, uno de aquellos se movía, o bien de­saparecía para volver a aparecer después.
La intranquilidad de los perros había ido en aumento y huían, presa de repentino terror, hacia el lado del fuego donde estaban los hombres, entre cuyas piernas se arrastraban. En medio del tumulto, uno de los perros cayó rodando al borde mismo de la hoguera, aullando de dolor y de miedo, mientras el aire olía a pelo quemado. El barullo hizo que el círculo de ojos se moviera con inquietud durante un momento y que se retirara algo; pero volvió a la misma posición de antes en cuanto los perros se apaciguaron.
-Henry, ¡qué desgracia que tengamos tan pocas muni­ciones!
Bill había acabado de fumar su pipa y estaba ayudando a su compañero a tender las pieles y las mantas sobre las ramas de abeto que habían esparcido en la nieve antes de cenar. Henry gruñó y comenzó a desatarse los peludos zapatos.
-¿Cuántos cartuchos dijiste que te quedaban?
-Tres -fue la contestación-. Y ojalá fueran trescientos. Entonces verían esos condenados para qué me iban a servir.
Amenazó con el puño y lleno de coraje a aquellos ojos que brillaban en la oscuridad y comenzó a acercar con cuidado a la lumbre sus zapatos para que se secaran.
-Lo que yo quisiera es que esta racha de frío se acabara -continuó-. Llevamos ya dos semanas de estar a veinte gra­dos bajo cero. Y lo que también quisiera es no haber emprendido nunca este viaje, Henry. Las cosas tienen mal as­pecto. No las tengo todas conmigo, la verdad. Y puesto ya a pedir, lo que desearía es que hubiéramos terminado de una vez con todo esto, y estuviésemos ya sentados tú y yo junto al fuego en Fuerte Macgurry, jugando a las cartas: eso es lo que yo quisiera.
Henry volvió a contestar con un gruñido y se arrastró para acostarse. Dormitaba ya cuando le despertó la voz de su com­pañero.
-Oye, Henry: a aquel otro que se acercó y cogió el pes­cado, ¿por qué no se le echaron encima los perros? Eso me está atormentando la cabeza.
-Sí, y demasiado dura ya la manía, Bill -contestó el otro medio dormido-. Nunca te vi de este modo. Hazme el favor de callar y duerme, que cuando llegue la mañana te habrá ya pasado todo. Es que estás mal del estómago: eso es lo que tienes.
Los dos hombres se durmieron, respirando pesadamente, uno al lado del otro y cubiertos con los mismos abrigos. El fuego de la hoguera fue amortiguándose y el círculo de ojos brillantes que la rodeaba se fue cerrando. Los perros se api­ñaron atemorizados, gruñendo de cuando en cuando amenazadoramente, al ver que algún par de aquellos ojos se acercaba demasiado. De pronto, fue tal el ruido que armaron, que Bill se despertó. Salió del lecho cautelosamente, como si no qui­siera despertar a su compañero, y echó más leña al fuego. En cuanto se alzaron las llamas, el círculo de ojos se fue retirando. Miró él, como por casualidad, a los apiñados perros. Se res­tregó los ojos y volvió a mirarlos con mayor atención. Después se arrastró hacia el montón de mantas.
-¡Henry! -llamó-. ¡Henry!
Este lanzó una especie de gemido al despertarse y pre­guntó:
-¿Qué ocurre ahora?
-Nada..., que ya vuelve a haber siete. Acabo de contarlos.
Henry se limitó a manifestar con otro gruñido que que­daba enterado, y al momento, vencido de nuevo por el sueño, roncaba ya.
Quien primero se despertó a la mañana siguiente fue él, que llamó a su compañero para que se levantara. Faltaban tres horas para que se hiciera de día, a pesar de ser ya las seis de la mañana, y en medio de la oscuridad, Henry comenzó a preparar el desayuno, mientras Bill enrollaba las mantas y de­jaba listo el trineo para enganchar.
-Oye, Henry -preguntó de pronto-, ¿cuántos perros dijiste que teníamos?
-Seis.
-Pues no, señor -exclamó triunfalmente Bill.
-¿Otra vez siete?
-No, cinco. Uno ha desaparecido.
-¡Diablos! -gritó furioso Henry, abandonando sus que­haceres para ir a contar los perros.
-Tienes razón, Bill -confesó-. El Gordito se ha mar­chado.
-Se apartó un poco, y ha desaparecido para siempre.
-No es fácil que volvamos a verlo. De fijo que se lo han engullido vivo. Apostaría cualquier cosa a que aún gruñía cuando se lo tragaron. ¡El diablo se los lleve!
-¡Perro tonto! ¡Siempre fue así!
-Pero por tonto que fuera, no debía haberlo sido hasta el punto de ir a suicidarse de ese modo -miró a los demás perros del trineo con ojos escudriñadores que parecieron juzgar en un momento los rasgos más salientes de cada animal-. Apuesto -añadió- a que ninguno de estos haría lo que él ha hecho.
-Ni a garrotazos se apartaban estos de la lumbre -dijo Bill, asintiendo a aquellas palabras-. Siempre me pareció que el Gordito no andaba bien de la cabeza.
Y ese fue el epitafio* que inspiró la muerte de un perro en aquellas tierras del norte...; menos corto, por cierto, que el de no pocos hombres.



II
La loba



Tras desayunar y atar al trineo el ligero equipo, los viajeros volvieron la espalda al agradable fuego y se lanzaron a la plena oscuridad. Inmediatamente comenzaron a oírse aullidos impregnados de ferocidad y de tristeza, aullidos que, a través de las tinieblas y del frío, se llamaban y se con­testaban unos a otros. Cesó toda conversación. La luz del día no apareció hasta las nueve. Hacia el sur, el cielo adquirió un color rosa pálido al llegar al mediodía, marcando el punto donde la redondez de la Tierra se interponía entre el sol me­ridiano y el mundo septentrional*. Pero aquel rosado color desapareció muy pronto. La grisácea luz del día que quedó entonces duró hasta las tres, hora en que también desapareció repentinamente, y él manto de la noche ártica descendió, en­volviendo la solitaria y silenciosa tierra.
Al llegar la oscuridad, aquellos gritos de caza que se oían a derecha e izquierda y hacia atrás fueron acercándose..., y tan cerca resonaron, que más de una vez una ráfaga de miedo hizo presa de los cansados perros, que se atropellaron con terror.
Aquello ocurrió una vez más mientras Bill y Henry ponían orden en la traílla*, y el primero dijo:
-¡Ojalá levanten de una vez alguna pieza, vayan tras ella y nos dejen en paz!
-Ataca los nervios oírlos -observó Henry, asintiendo a lo dicho por su compañero.
No hablaron nada más hasta llegar al sitio donde acam­paron de nuevo. Henry estaba agachado, añadiendo pedazos de hielo a la olla en que hervían las habas, cuando se sobre­saltó al oír el ruido de un golpe, una exclamación de Bill y un agudo gruñido de dolor que partía del grupo de los perros. Se enderezó a tiempo para ver desaparecer un negro y confuso bulto que cruzaba entre la nieve y se perdía en la oscuridad. Luego vio a Bill, de pie en medio de los perros, entre triun­fante y acobardado, sosteniendo en una mano un grueso ga­rrote y en la otra la cola y parte del cuerpo de un salmón curado al sol.
-Se me ha llevado la mitad -dijo-, pero al menos he podido darle un buen porrazo. ¿No oíste el chillido?
-¿Y cómo era? -preguntó Henry.
-No pude distinguirlo bien. Pero tenía cuatro patas, boca y pelo, y en todo se parecía a un perro.
-Debe de ser un lobo domesticado..., supongo.
-Pues bien domesticado ha de estar el maldito, sea lo que sea, para venir aquí a la hora de comer y llevarse una ración de pescado.
Aquella noche, cuando acabaron de cenar y sentados sobre la caja rectangular fumaban sus pipas, el círculo de ojos bri­llantes se acercó mucho más que anteriormente.
-¿Por qué no levantarán esos una manada de antas* o cualquier otra cosa y se irán tras ella, dejándonos tranquilos? -dijo Bill.
Henry asintió con una especie de gruñido en cuya ento­nación había algo que no era solo aprobación, y durante un cuarto de hora siguieron sentados y sin decir palabra. Henry miraba la lumbre fijamente, y Bill, aquel círculo de ojos que relucían en la oscuridad más allá de las llamas de la hoguera.
-¡Ojalá estuviéramos ya camino de Macgurry! -volvió a empezar el segundo.
-¡Cállate de una vez y deja de refunfuñar y molestarme! -exclamó enojado Henry-. Tú estás mal del estómago. Eso es lo que tienes. Trágate una cucharada de soda y verás cómo se te endulza el carácter y tu compañía resulta más agradable.
Al llegar la mañana, a Henry le despertaron todo un torrente de blasfemias que brotaban de la boca de Bill. Se apoyó sobre el codo para mirar a su compañero, que estaba de pie entre los perros, junto al fuego, al que había añadido más leña, con los brazos en alto en actitud indignada, y torcido el gesto de pura cólera.
-¡Hola...! ¿Qué te pasa ahora? -le gritó Henry.
-Que el Rana se ha ido.
-No puede ser.
-Te digo que sí.
Henry saltó de entre las mantas y se dirigió hacia los pe­rros. Los contó con cuidado y unió sus maldiciones a las de Bill contra aquel poder de la vida salvaje que acababa de ro­barles otro perro.
-El Rana era el más fuerte de la traílla -afirmó Bill.
-Y este sí que no tenía un pelo de tonto -añadió Henry.
Y tales palabras fueron el segundo epitafio pronunciado en el espacio de dos días.
El desayuno resultó triste, y los cuatro perros que que­daban fueron enganchados al trineo. El día era una repetición de los anteriores. Los hombres se afanaron en caminar sin hablar sobre la tierra pelada. Nada interrumpía el silencio, excepto los aullidos de sus perseguidores, que, invisibles, iban siempre detrás de ellos. Al hacerse de noche, a media tarde, los gritos resonaron más cerca, según la costumbre, y el miedo volvió a apoderarse de los perros, que se alborotaban enredan­do los tiros y aumentando la depresión de los hombres.
-A ver si así os quedáis sujetos, ¡estúpidos! -dijo satis­fecho Bill aquella noche, plantándose muy erguido después de terminar su tarea. Henry dejó lo que estaba cocinando para ver de qué se trataba. Su compañero no solo había atado a los perros, sino que lo hizo como suelen hacerlo los indios: con palos. A cada perro le había anudado una correa al cuello. A esta, y tan cerca del cuello que el animal no podía clavar allí los dientes, había atado un grueso palo de un metro o metro y medio de largo. El otro extremo del mismo quedaba asegurado, por medio de otra correa, a una estaca clavada en el suelo. Así el perro no podía ir royendo, hasta cortarla, la correa que estaba fija al primer extremo del palo.
Henry aprobó lo hecho con un movimiento de cabeza.
-Es lo único capaz de sujetar a Oreja Cortada --dijo-. Sus dientes cortan la correa como un cuchillo y casi con igual rapidez. Así, por la mañana no volverá a faltarnos ningún perro.
Apuesto lo que quieras a que no -replicó Bill-. Si falta uno, me quedo yo sin café.
-Ellos saben que no estamos suficientemente preparados para matarlos -observó Henry, al llegar la hora de acostarse, señalando al círculo de relucientes ojos que les tenían puesto cerco-. Si pudiéramos mandarles un par de balas, nos mi­rarían con más respeto. Cada noche se acercan un poco más. Apártate algo de la lumbre para ver mejor y mira... ¡allí! ¿Ves aquel?
Durante cierto tiempo, los hombres se entretuvieron en observar el movimiento de confusos bultos casi al borde mis­mo de la hoguera. Mirando un rato fijamente a un par de aquellos ojos que brillaban entre las sombras, la forma del animal iba tomando cuerpo lentamente, y a veces hasta lle­gaban a verlo moverse.
Un ruido que partió del grupo de los perros llamó la atención de los dos hombres. Oreja Cortada lanzaba repetidos y breves quejidos, embistiendo cuanto le permitía el palo que lo sujetaba, hacia la oscuridad, y desistiendo de ello, de cuan­do en cuando, para atacar furiosamente a dentelladas el palo mismo.
-¡Mira, Bill! -dijo Henry en voz baja.
Iluminado por la hoguera, cuya luz le daba de lleno, se deslizaba cautelosamente un animal parecido a un perro. Se movía con cierta rara mezcla de recelo y de audacia, observaba con cuidado a los, hombres pero concentraba principalmente la atención en los canes. Oreja Cortada se lanzó, todo lo que el palo le permitía, hacia el intruso, dando un ansioso quejido.
-Ese estúpido de Oreja Cortada no parece estar muy asustado -susurró Bill.
-Se trata de una loba -le contestó Henry del mismo modo-. Eso explica que el Gordito y el Rana se fueran. Ella es el señuelo* de la manada. Sirve para atraer al perro, y luego se le echan todos encima y lo devoran.
La leña de la hoguera dio un chasquido. Uno de los tron­cos cayó rodando con estrépito y chisporroteo. Al oír el ruido, el raro animal saltó hacia atrás, desapareciendo en la oscuri­dad.
-Henry, he pensado una cosa -anunció Bill.
-¿Qué has pensado?
-Pues que a este fue al que le di yo el garrotazo.
-No me cabe la menor duda -repuso Henry.
-Y de paso quiero que conste también -continuó Hill- ­que eso de que este animal esté tan familiarizado con las ho­gueras de los campamentos es algo sospechoso e inmoral.
-La verdad es que sabe más de lo que cualquier lobo que se respete un poco debe saber -continuó Henry-. Un lobo que sabe cuándo ha de venir aquí para encontrar comiendo a la traílla tiene cierta experiencia.
-El viejo Villan tuvo una vez un perro que se escapó y se fue con los lobos -iba diciendo Bill como si estuviera hablando solo-. Puedo afirmarlo con seguridad. Lo separé de la manada de un balazo, en un prado donde van a pacer las antas más allá de Little Stick. Y Villan lloró entonces como una criatura. Tres años había estado sin verlo, según dijo. Todo ese tiempo estuvo con los lobos.
-Me parece que has dado en el clavo, Bill. En realidad, ese lobo es un perro, y muchas veces ha comido pescado antes de ahora, recibiéndolo de manos de algún hombre.
-Y si se presenta la ocasión, este lobo, que no es lobo, sino perro, no será pronto más que un montón de carne -afirmó Bill-. No podemos permitirnos el lujo de perder más animales que los que hemos perdido.
-¡Pero si no tienes más que tres cartuchos! -objetó Henry.
-Esperaré hasta que el tiro sea seguro -fue la contes­tación que obtuvo.
Por la mañana, Henry renovó el fuego y preparó el de­sayuno; le acompañaban los ronquidos de su compañero. -Dormías tan a pierna suelta que no quise cometer la crueldad de despertarte antes -le dijo Henry al llamarle para que fuera a desayunar.
Bill empezó a comer, somnoliento aún. Observó que su taza estaba vacía y comenzó a buscar la cafetera. Pero esta estaba fuera del alcance de su mano y al lado mismo de Henry.
-Oye, Henry -le dijo como riñéndole suavemente-, ¿no te has olvidado de algo?
Miró este a un lado y a otro, buscando con gran cuidado, y movió negativamente la cabeza. Bill le tendió entonces su taza vacía.
-No hay café para ti -le anunció Henry.
-¿Se ha acabado?
-No.
-¿Crees que no me conviene para la digestión?
-No.
De pronto, la sangre se le subió a Bill a la cabeza y le coloreó fuertemente el rostro.
-Pues entonces ya estás tardando demasiado en darme alguna explicación -dijo.
-El Zancudo se ha ido -le contestó Henry.
Sin precipitarse, con aire de persona que admite con re­signación una desgracia, Bill volvió la cabeza y, desde el sitio donde estaba sentado, contó los perros con cuidado.
-¿Cómo fue? -preguntó con apatía.
Henry se encogió de hombros.
-No sé. La única posibilidad es que Oreja Cortada le haya roído las correas y lo haya dejado suelto. Él mismo no podía hacerlo: eso con seguridad.
-¡Mal bicho! -Bill hablaba grave y lentamente, sin dar rienda suelta a toda la rabia que le devoraba-. ¡Claro! Como no pudo desatarse él mismo, se decidió a hacerlo con el Zan­cudo.
-¡Bueno! Ese ha acabado de padecer. Me parece que a estas horas estará ya digerido y dando vueltas por ahí, repar­tido en veinte vientres de otros tantos lobos -ese fue el epitafio que Henry dedicó al último de los perros que habían perdido-. Toma café, Bill -añadió.
Pero Bill movió la cabeza negativamente.
-Toma, hombre -insistió Henry levantando la cafetera.
Bill retiró su taza vacía.
-Que me ahorquen -dijo- si lo tomo. Dije que me quedaría sin él si se perdía otro perro, y no lo quiero.
-Mira que está riquísimo... -indicó el otro para tentarle.
Pero Bill era terco, y tragó el desayuno en seco, ayudán­dose solo con el buen golpe de maldiciones murmuradas a media voz contra Oreja Cortada por la mala partida con que acababa de obsequiarlos librando al otro perro.
-Lo que es esta noche, los ato a distancia para que no puedan acercarse uno a otro -aseguró Bill mientras los dos hombres volvían a reanudar su camino.
Habían andado poco menos de cien metros cuando Henry, que iba delante, se agachó y recogió algo con lo que había tropezado. En la oscuridad no podía verlo, pero supo lo que era por el tacto. Lo arrojó hacia atrás, de modo que primero dio contra el trineo y luego saltó hasta los peludos zapatos de Bill.
-Podría ser que te hiciera falta -dijo.
Bill lanzó una exclamación. Era lo único que había que­dado del Zancudo: el palo que sirvió para atarlo.
-Se lo comieron con piel y todo -fue su comentario-. El palo está tan limpio y desnudo como si no se hubiera tocado. Se han comido hasta las correas de los extremos. Están hambrientos, los malditos, y me parece que tendremos ocasión de saberlo tú y yo antes de que terminemos este viaje.
Henry se rió con aire de desafío.
-Los lobos no me han seguido nunca hasta ahora -dijo-; pero por cosas peores he pasado sin que perdiera por ello la salud. Se necesita algo más que un puñado de esa peste de animales para acabar con este tu afectísimo servidor, Bill, hijo mío.
-No sé, no sé -murmuró Bill con expresión siniestra.
-Bueno, pues ya lo sabrás cuando lleguemos a Macgurry. -No me entusiasma mucho esto -insistió Bill.
-Lo que te pasa es que estás muy pálido y necesitas qui­nina* -replicó en tono enigmático Henry-. Voy a darte una buena dosis en cuanto lleguemos a Macgurry.
Bill manifestó, refunfuñando, su disconformidad con el diagnóstico, y luego se quedó callado. El día resultaba como todos los demás. Llegó la claridad a las nueve. A las doce, el lado del horizonte se coloreó un poco al influjo del invisible sol, y luego comenzó la gris frialdad de la tarde que debía hundirse en la noche tres horas después.
A continuación de aquel vano esfuerzo del sol para mos­trarse, sacó Bill el rifle de entre las correas que lo sujetaban al trineo y dijo:
-Tú sigue, Henry, que yo voy a ver... lo que voy a ver.
-Mejor sería que no te separaras del trineo -le objetó su compañero-. No tienes más que tres cartuchos, y nadie sabe lo que puede ocurrir.
-¿Quién es ahora el gruñón, tú o yo? -preguntó triun­falmente Bill.
Henry no contestó y continuó solo, aunque no sin lanzar frecuentes miradas de ansiedad hacia atrás, hacia la gris sole­dad por donde acababa de perderse su compañero. Una hora después, gracias a haber tomado por el atajo las curvas que el trineo tuvo que describir, llegó Bill.
Andan esparcidos y en un amplio radio -dijo-. Al mismo tiempo que nos siguen, van al ojeo de alguna pieza que puedan levantar. ¡Claro! De nosotros están seguros, pero saben que han de esperar aún. Mientras tanto, se contentarán con cualquier cosa de la que puedan echar mano. -Querrás decir que se figuran estar seguros de nosotros. Supongo que no habrán probado bocado en algunas semanas, excepto lo que les han proporcionado el Gordito, el Rana y el Zancudo, y son ellos tantos que no les tocaría mucho a cada uno. Están tan flacos que sus costillas parecen un enrejado y el vientre se les ha subido hasta plegárseles al espinazo. Están furiosos, te lo aseguro. Acabarán por volverse rabiosos, y en­tonces, ¡mucho ojo!
Tres minutos después, Henry, que iba ahora detrás del trineo, lanzó un sordo silbido de alerta. Bill se volvió y miró, después de lo cual paró los perros silenciosamente. A reta guardia, desde la última curva que habían dejado y siguiendo sus mismos pasos, visible por completo y sin recatarse lo más mínimo, iba trotando, como escapado, un animal peludo. Se­guía el rastro con el hocico. Tenía un trote especial. Parecía que se deslizara y adelantaba sin el menor esfuerzo. Cuando ellos se paraban, se detenía él también, levantando la cabeza y mirándolos fijamente, venteando con ahínco para estudiarlos por medio del olfato.
-Es la loba -dijo Bill.
Los perros se habían echado en la nieve y, dejándolos, Bill retrocedió para unirse a su amigo al lado del trineo. Juntos observaban vigilantes el extraño animal que había estado persiguiéndolos durante días enteros y al que se debía ya la pér­dida de la mitad de la traílla.
Después de examinarlos con todo cuidado, trotó algo más, unos cuantos pasos. Repitió lo mismo varias veces hasta que al fin quedó ya a unos pocos centenares de metros. Entonces se paró, con la cabeza enhiesta, junto a unos abetos, y mirando y olfateando, estudió el equipo de los hombres, que lo obser­vaban también. Los contemplaba de un modo raro, pensativo, al estilo de como suelen hacerlo los perros; pero en todo aquel interés, en toda aquella atención, no había nada de la perruna afectuosidad. Era producto del hambre, y resultaba tan cruel como sus propios colmillos, tan sin piedad como el hielo.
Para ser un lobo, resultaba muy grande. Era uno de los mayores ejemplares de su raza.
-Lo menos tiene cerca de cuatro palmos* de alto -co­mentó Henry-. Y apuesto a que no anda muy lejos del metro y medio de largo.
-¡Qué color más raro para un lobo! -observó Bill-. Es la primera vez que veo un lobo rojo. Casi me parece de color canela.
No era ciertamente así. Su pelaje resultaba, en realidad, el de un verdadero lobo. El color dominante era el gris, pero mezclado con un matiz rojo pálido, un matiz engañador que tan pronto aparecía como desaparecía, que semejaba más bien una ilusión óptica, pues a veces era gris claro y a veces surgían en él reflejos de un rojo vago, inclasificable entre los colores acostumbrados del lobo.
-Todo su aspecto es el de un indómito perrazo de trineo -afirmó Bill-. No me extrañaría que empezara a mover la cola.
-¡Hola, salvaje! -le gritó-. Ven aquí, tú, como te lla­mes.
-No te teme ni pizca -dijo Henry, riéndose.
Bill le amenazó con la mano, riñéndole a gritos; pero el animal no dio muestras de atemorizarse lo más mínimo. La única alteración que en él notaron fue que se puso más alerta que nunca. Los miraba con aquella despiadada atención hija del hambre. Ellos eran carne, y él estaba hambriento; su deseo hubiera sido echárseles encima y devorarlos, si se hubiese atre­vido a hacerlo.
-Mira, Henry -dijo Bill, bajando inconscientemente la voz hasta que parecía un susurro, porque a ello le impulsaba la idea que se le había ocurrido-, tenemos tres cartuchos, pero el tiro es blanco seguro. Imposible errarlo. Se nos ha llevado a tres de nuestros perros, y hora es ya de que esto se acabe. ¿Qué te parece?
Henry asintió, como dándole permiso. Bill sacó el rifle de entre las correas del trineo cautelosamente. Iba a echárselo a la cara; pero no llegó a apoyarse la culata en el hombro. En el mismo instante, la loba dio un salto hacia un lado, apar­tándose del camino, y desapareció tras un grupo de abetos.
Los dos hombres se quedaron mirándose. Henry se con­tentó con silbar significativamente.
-¡Debía haberlo pensado! -exclamó Bill, reprendiéndose a sí mismo mientras colocaba el rifle en su sitio.
-¡Claro! Un lobo que es bastante listo para mezclarse con los perros a la hora de la comida ha de saber para qué sirven las armas de fuego. Créeme, Henry, y no lo dudes: ese animal es la causa de todo lo que nos pasa. Si no fuera por él, por esa loba, aún tendríamos nuestros seis perros, en vez de los tres que nos quedan. Y no lo dudes tampoco: yo voy a acabar con ella. Sabe demasiado para que se deje tirar a pecho des­cubierto, pero la cazaré al acecho. Caerá en la emboscada o dejaría yo de ser quien soy.
-No te apartes mucho al intentarlo -le previno su com­pañero-. Si a la manada se le antoja tomarte por su cuenta, los tres cartuchos te servirán de tan poco como tres voces que dieras en el mismo infierno. Esos condenados animales están hambrientos, y si les da por perseguirte, acaban contigo, Bill. Aquella noche, los dos amigos acamparon temprano. Tres perros no podían arrastrar el trineo tan aprisa ni durante tan­tas horas como cuando eran seis, y daban ya claras señales de estar rendidos. Los hombres se acostaron pronto, después de cuidar Bill de que los perros quedaran atados y a distancia uno de otro para que no pudieran roer las correas del vecino. Pero los lobos iban atreviéndose a acercarse, y más de una vez despertaron a nuestros viajeros. Tan cerca los tenían, que los perros comenzaron a mostrarse locos de terror, y fue ne­cesario ir renovando y aumentando de cuando en cuando el fuego de la hoguera, a fin de mantener a aquellos merodea­dores a mayor y más segura distancia.
-Varias veces he oído contar a los marineros cómo los tiburones siguen a los barcos -observó Bill al volver, arras­trándose, a echarse en las mantas, después de una de estas ocasiones en que fue preciso añadir leña a la hoguera.
-¡Bueno...! Pues los lobos son los tiburones de la tierra. Ellos saben mucho mejor que nosotros lo que hacen, y si siguen nuestra pista de este modo, no será para que el ejercicio les conserve la salud. Acabarán por apoderarse de nosotros. Seguro que nos cazan, Henry.
-Lo que es a ti, te tienen medio cogido desde el mo­mento en que hablas así. Cuando un hombre dice que lo van a devorar, ya está andada la mitad del camino que conduce a ello. Y tú estás medio devorado. Solo por hablar tanto de lo que nos va a pasar.
-De hombres más fuertes que tú y yo han dado ellos cuenta -replicó Bill.
-¡Basta! ¡Cállate ya de una vez y no estés siempre gru­ñendo! No haces más que freírme la sangre y molestarme. Henry se volvió enfurecido, pero sorprendido de que Bill no le contestara de igual modo. No solía ser esta su costum­bre, porque al oír que le hablaban con dureza siempre salía de tino.
Henry se quedó largo tiempo pensando en esto antes de que llegara a dormirse del todo, y mientras los párpados se le cerraban y se iba quedando traspuesto, no podía apartar esta idea de su mente:
«No hay duda de que Bill tiene una murria* fenomenal. Tendré que dedicarme mañana a animarle un poco.»



III



El aullido del hambre



El día comenzó prósperamente. No habían perdido ningún perro más durante la noche, y se lanzaron al trillado sendero, y con él al silencio, a la oscuridad y al frío, con ánimo bastante tranquilo. Bill parecía haberse olvidado ya de sus pronósticos de la víspera, y hasta acogió con sardónicas burlas a los perros cuando estos, al llegar el mediodía, volcaron el trineo en un punto del camino en que el paso era difícil.
Se armó un lío que nada tenía de agradable. El trineo boca abajo metido entre el tronco de un árbol y una enorme roca, y ellos viéndose obligados a desenganchar los perros para poner orden en aquel enredo. Se hallaban los dos hombres encorvados sobre el vehículo, forcejeando para colocarlo bien, cuando Henry observó que Oreja Cortada se escurría hacia un lado con intención de marcharse.
-¡Eh, tú!, ¿adónde vas? -le gritó, llamándole por su nombre, enderezándose y volviéndose hacia el perro.
Pero Oreja Cortada salió escapado a través de la nieve, dejando tras sí las huellas que marcaban su fuga... Y allí, en la nieve, donde estaba el otro rastro que habían dejado ellos a su espalda, se hallaba la loba esperando al nuevo fugitivo. A medida que el perro se iba acercando, se volvía cauteloso. Fue deteniendo la carrera hasta convertirla en una serie de pasos cortos y vigilantes, ansiosamente. Pareció que la loba le sonreía. El perro la miraba con cieno cuidado y como du­dando, pero enseñándole los dientes de un modo más bien insinuante que amenazador. La loba dio hacia él algunos pa­sos, como jugando, y se paró.
Oreja Cortada se acercó a ella cautelosamente, aún ojo avizor, enderezadas la cola y las orejas y alta la cabeza.
El perro trató de aproximar su hocico al de ella; pero la hembra retrocedió entre traviesa y esquiva. Cada avance de él iba seguido del correspondiente retroceso de ella. Paso a paso fue apartándolo de la protección que podía prestarle la com­pañía humana. Una de estas veces, como si una vaga sospecha o aprensión hubiera cruzado por el cerebro del animal, volvió la cabeza y miró hacia atrás, hacia el volcado trineo, sus com­pañeros de tiro y los dos hombres que lo estaban llamando.
Pero sea la que fuera la idea que empezaba a tomar forma en su cabeza, se borró cuando la loba avanzó hacia él. Se olisquearon un brevísimo instante, y luego la hembra volvió a adoptar su esquivo sistema de retirada al verse requerida de nuevo.
Mientras tanto, Bill había pensado en la posibilidad de utilizar el rifle, pero con el vuelco se había quedado debajo del trineo, y antes de que lo hubiesen levantado, Oreja Cortada y la loba estaban demasiado cerca ya uno de otro y a sobrada distancia de los hombres para que cualquiera se arries­gara a disparar.
El perro comprendió su error demasiado tarde. Antes de que nuestros hombres se percataran de la causa que a ello le movía, lo vieron volverse en redondo y empezar a correr en busca de su compañía. Entonces vieron una docena de lobos flacos y grises que se acercaban en ángulo recto al camino trillado y le cerraban la retirada. Inmediatamente, toda la es­quivez y travesura de la loba desaparecieron como por encan­to. Dando un gruñido y un salto, se lanzó sobre Oreja Cor­tada. Este le dio un empujón con el hombro para apartarse. Veía la retirada cortada, pero persistió aún en el propósito de volver donde estaba el trineo, así que cambió de dirección intentando dar un rodeo. A cada momento aparecían más lo­bos que tomaban parte en su caza. En cuanto a la loba, se hallaba a la distancia de un salto detrás de Oreja Cortada y se preparaba al ataque.
-¿Adónde vas? -preguntó de pronto Henry, poniendo la mano sobre el brazo de su compañero.
Bill le apartó de una sacudida.
-Eso no lo aguanto -exclamó-. No van a quitarnos ni uno más de nuestros perros si yo puedo impedirlo.
Rifle en mano, se hundió en el bosque bajo que bordeaba el sendero. Su intención era evidente. Tomando el trineo como centro del círculo que iba trazando Oreja Cortada, se proponía penetrar en este círculo en un punto en que pudiera ganar por la mano a sus perseguidores. Con su rifle y a plena luz del día, era muy posible que pudiera amedrentar a los lobos y salvar al perro.
-¡Oye, Bill! -le gritó Henry-. ¡Cuidado! ¡No te arries­gues mucho!
Luego se sentó en el trineo y se quedó vigilando. No podía hacer nada más. Bill se había perdido ya de vista; pero, de cuando en cuando, apareciendo y desapareciendo entre las matas y los esparcidos grupos de abetos, se podía ver a Oreja Cortada. Henry lo dio ya por perdido. Parecía que el propio perro estaba seguro del peligro en que se hallaba; pero corría trazando un círculo muy grande, extenso, mientras que el de la manada resultaba interno y muy corto. Era inútil pensar que Oreja Cortada pudiera dejar atrás a sus perseguidores de tal modo que, cortando por delante de su círculo, llegara a ponerse a salvo junto al trineo.
Las dos líneas distintas se acercaban rápidamente a un punto determinado. Henry adivinaba que allá entre la nieve, tras una cortina de árboles y de matojos, que le impedía verlo, la manada, Oreja Cortada y Bill iban a encontrarse. Con gran rapidez, precipitándose las cosas mucho más de lo que él creía, ocurrió lo que esperaba. Oyó un disparo, luego dos más, en rápida sucesión, y se cercioró de que Bill había ya gastado todas sus municiones. Después oyó todo un tumulto de gru­ñidos. Reconoció la voz de Oreja Cortada en un alarido de dolor y de miedo y oyó el lamento de un lobo herido. Y nada más. El gruñir y el aullar cesaron. Volvió a reinar el silencio sobre la solitaria tierra.
Se quedó largo tiempo sentado sobre el trineo. No había necesidad de que fuera a ver lo ocurrido. Lo sabía tan bien como si se hubieran desarrollado los acontecimientos ante su vista. Hubo un momento en que se levantó sobresaltado y empuñó a toda prisa el hacha que sacó de entre las correas que la ataban. Pero la mayor parte del tiempo permaneció sentado y ansiosamente pensativo, mientras los dos perros que quedaban se acurrucaban temblorosamente a sus pies.
Al fin, se levantó extenuado, como si toda fuerza de re­sistencia hubiera huido ya de su cuerpo, y procedió a engan­char los perros al trineo. Se pasó una cuerda por el hombro, un tirante más para uso humano, y ayudó a los perros a arras­trar el trineo. No avanzó mucho en su camino. A las primeras señales de que iba a oscurecer, se apresuró a acampar, pro­curándose la más abundante provisión de leña que le fue po­sible. Dio de comer a los perros, cenó y se hizo la cama, lo más próxima al fuego que pudo.
Pero no consiguió disfrutar del sueño con tranquilidad. Antes de que sus ojos se cerraran, los lobos se habían acercado ya tanto que el peligro era inminente. No se necesitaba es forzar la vista para distinguirlos. Allí estaban, en torno a él y a la lumbre, formando estrecho círculo, sentándose sobre las patas traseras, arrastrándose, avanzando o retrocediendo furti­vamente. Algunos hasta dormían. De cuando en cuando los veía enroscados sobre la nieve como perros, disfrutando de un sueño que a él se le negaba.
Mantuvo bien encendida la hoguera, porque bien sabía que aquel era el único obstáculo que se interponía entre su propia carne y aquellos colmillos de fiera hambrienta. Los dos perros no se apartaban de su compañía, uno a cada lado apo­yándose contra él como en demanda de protección, dando quejidos y a veces gruñendo desesperadamente, cuando algún lobo se acercaba demasiado. En tales momentos, todo el círculo acababa por agitarse, los lobos se ponían en pie e intentaban avanzar en masa, y todo un coro de gruñidos y aullidos se elevaba en torno al hombre. Luego, el círculo volvía a echarse sobre la nieve, y de cuando en cuando, alguno de los lobos reanudaba su interrumpido dormitar.
Pero el constante círculo tendía continuamente a irse acer­cando. Poco a poco, pulgada* a pulgada, arrastrándose pri­mero un lobo y luego otro, se iba cerrando hasta ser cada vez mas estrecho, hasta que las fieras quedaban ya a tan poca distancia que con un salto hubieran podido salvarla. Entonces, el hombre cogía tizones y los arrojaba en medio de la manada. Invariablemente, esto hacía que los lobos se retiraran preci­pitadamente, dando aullidos de rabia y gruñendo asustados cuando algún tizón, bien dirigido hacia el blanco, chamuscaba a alguna de las fieras más atrevidas.
Al llegar la mañana, el hombre estaba macilento, extenua­do, con los ojos hundidos por la falta de sueño. Preparó el desayuno en plena oscuridad, y a las nueve, cuando, al llegar la luz del día, los lobos se retiraron, puso en práctica un plan que había trazado durante las largas horas de la noche. Cortó renuevos* de los árboles e hizo con ellos un andamio de tra­vesaños que dejó atados muy altos a los enhiestos troncos. Luego, usando como cuerda elevadora las ligaduras del trineo y con ayuda de los perros, alzó el ataúd y lo fue subiendo hasta dejarlo colocado sobre el andamio.
A Bill lo han cogido ya, y tal vez conmigo harán lo mismo; pero lo que es a ti, de fijo que no te cogerán nunca, joven -dijo dirigiéndose al cadáver al que acababa de dar por sepulcro los árboles.
Después de esto, emprendió la marcha por el sendero. El aligerado trineo saltaba detrás de los perros, que tiraban ahora con ganas, porque también ellos comprendían que su salvación dependía de que pudieran llegar a Fuerte Macgurry. Los lobos continuaban en su persecución de un modo más franco y abierto, trotando tranquilamente detrás y puestos en hilera a cada lado de la pista, con las rojas lenguas colgando y las ondulantes costillas mostrándose a cada movimiento. Tan fla­cos estaban que no eran más que meras bolsas de piel estiradas sobre un armazón óseo, con cuerdas por músculos; tan flacos, que pasó por la mente de Henry la idea de que era una ma­ravilla que pudieran sostenerse en pie y no cayeran desplo­mados sobre la nieve.
No se atrevió nuestro viajero a seguir andando hasta que oscureciera. Al mediodía, el sol no solo animó con sus cálidos tonos el horizonte meridional, sino que hasta llegó a mostrar su borde superior, pálido y dorado, por encima de la línea que marcaba el comienzo del firmamento. El hombre lo con­sideró como una buena señal. Los días se alargaban. Volvía el sol. Pero cuando desapareció la alegría de su luz, se apresuró a acampar. Quedaban aún muchas horas de gris claridad diur­na y de sombrío crepúsculo, y las aprovechó cortando una enorme cantidad de leña.
Con la noche llegaron los horrores. Los hambrientos lobos se hacían cada vez más atrevidos, y el sueño rendía a Henry. Dormitó algo contra su propia voluntad, acurrucado al amor de la lumbre con las mantas echadas sobre los hombros, el hacha entre las rodillas y a cada lado un perro que se apre­tujaba contra su cuerpo. Se despertó una vez y vio, a menos de cuatro metros de distancia, un enorme lobo gris, uno de los mayores de la manada. Y aún más: en el momento en que miraba, la fiera estiró el cuerpo deliberadamente. Lo hizo del perezoso modo en que suelen hacerlo los perros, bostezando casi en su misma cara y mirándolo con cierto aire de posesión, como si verdaderamente él no fuera más que una comida que se ha aplazado, pero que no se tardará mucho en engullir.
Esa certidumbre la demostraba la manada entera. No ba­jarían de veinte los lobos que contó, que le miraban fija y codiciosamente o que dormían con toda calma sobre la nieve. Le recordaban a una multitud de niños reunidos alrededor de la mesa de un festín y esperando permiso para empezar a comer. Y él constituía la comida. ¿Cómo y cuándo empezarían el banquete?
Mientras iba amontonando leña sobre la hoguera, se per­cató de que sentía un cariño por su propio cuerpo que nunca había experimentado antes. Observó el movimiento de sus músculos y le interesó el ingenioso mecanismo de sus dedos. A la luz de la hoguera los encorvó lenta y repetidamente, primero de uno en uno, luego todos a la vez, abriendo o cerrando la mano rápidamente. Se fijó en la formación de las uñas y pinchó los pulpejos* de los dedos con fuerza y después suavemente, estudiando, al hacerlo, las sensaciones que sus nervios experimentaban. Todo le tenía fascinado, y descubrió que amaba de pronto aquella refinada carne suya de mecanis­mo tan hermoso, suave y delicado. Luego lanzó una temerosa mirada al círculo de lobos que le rodeaba en actitud de ex­pectativa y, al duro choque de la realidad, vio que aquel cuer­po maravilloso, aquella carne viva, no era más que comida. Solo era la presa para saciar la voracidad de aquellas fieras, cuyos colmillos le desgarrarían para que sirviera de sustento, como las antas y los conejos habían sido varias veces el suyo.
Salió del sopor de aquella especie de pesadilla para hallarse con la rojiza loba delante. No estaba a mayor distancia que unos dos metros, sentada en la nieve y mirándole fijamente. Los dos perros gruñían o lanzaban gañidos a sus pies, pero ella ni siquiera les hacía caso. A quien miraba era al hombre, y por un momento sostuvo este la mirada. Nada de amena­zador se descubría en la loba. Se limitaba a mirar, fija y se­riamente; pero bien sabía él que tan grande como aquella seriedad era su inspiradora, el hambre. El hombre representaba el alimento esperado, y a su vista, en la loba se excitaban las sensaciones del gusto. El animal abrió la boca babeando, por­que la saliva se le escurría, y se relamió con anticipado deleite.
Un convulsivo terror se apoderó del hombre. Precipita­damente, fue a coger un tizón para arrojárselo. Pero en el instante mismo en que la abierta mano iba a ponerse encima y antes de que pudiera cerrarla, la loba ya había retrocedido de un salto y se había puesto a salvo, lo que daba a entender que estaba acostumbrada a que la amenazaran con tirarle co­sas. Al saltar, gruñó enseñando los blancos colmillos hasta la encía; de pronto desapareció su aire serio de antes, para ser sustituido por otro tan maligno y feroz que le hizo estreme­cerse. Henry contempló la mano que empuñaba el tizón, no­tando la delicadeza de los dedos que lo oprimían y lo bien que se ajustaba a las desigualdades que ofrecía la superficie del áspero leño, se enroscaba alrededor y se retiraba automática­mente del sitio que quemaba la piel, para asir otro en que el calor fuera más soportable. Al instante imaginó que aquellos mismos dedos, tan delicados y sensibles, serían destrozados por los blanquísimos dientes de la loba. Nunca había sentido tanto cariño por su cuerpo como desde que tan insegura veía su conservación.
Toda la noche estuvo luchando por mantener a distancia la manada, gracias al llamear de los tizones que les arrojaba. Si contra su voluntad le vencía el sueño un momento, el gimotear y el gruñir de los perros le despertaba al instante. Llegó la mañana, pero por primera vez la luz del día no hizo que los lobos se esparcieran alejándose. Inútilmente estuvo espe­rando el hombre que se fueran. Allí permanecieron, en círculo siempre, en torno a él y a la lumbre, mostrando una arrogan­cia posesoria que le hizo perder todo el valor que la luz del día había despertado en él.
Intentó con un desesperado esfuerzo salir de allí empujan­do el trineo. Pero en el mismo momento en que se apartó de la protección de la hoguera, saltó hacia él el más atrevido de los lobos, aunque se quedó corto, errando el golpe. El hombre se salvó con otro salto hacia atrás, y las quijadas* de la fiera se cerraron a cosa de un palmo de distancia del muslo en que creyó hacer presa. El resto de la manada se disponía ya a echársele encima, y solo arrojando a diestro y siniestro cuantas encendidas astillas pudo, logró hacer retroceder a los lobos a respetuosa distancia.
Incluso en medio de la claridad del día, no se atrevió ya a apartarse de la lumbre para ir a cortar más leña con que renovar su provisión. A unos seis metros había un abeto muerto cuyo enorme tronco veía erguirse. Medio día pasó exten­diendo la hoguera hasta hacerla llegar a él, y teniendo siempre a mano media docena de troncos encendidos para arrojarlos contra sus enemigos. Una vez consiguió llegar al árbol, obser­vó atentamente el bosque que lo rodeaba, quería que el árbol cayera en la dirección en que más abundaba la leña.
La noche que siguió fue una repetición de la anterior, exceptuando el hecho de que la necesidad de dormir iba sien­do para él cada vez más avasalladora. El gruñir de sus perros no servía para mantenerlo despierto. Por otra parte, el sonido no paraba un momento, y para sus embotados sentidos era igual que aumentara o disminuyera de tono o intensidad. De pronto se despertó sobresaltado. La loba se hallaba a menos de un metro de distancia. Mecánicamente,_ como a quemarro­pa y sin soltar el tizón llameante, se lo metió por la boca, que tenía abierta y gruñendo. La fiera saltó para apartarse, aullando de dolor, y mientras él gozaba al aspirar el aire impregnado de olor de carne y pelo quemados, la vigilaba atentamente viéndola sacudir la cabeza y quejarse furiosa a algunos metros de distancia.
Pero esta vez, antes de que volviera a vencerle el sueño, se ató una tea ardiendo en la mano derecha. Solo hacía unos minutos que se le habían cerrado los ojos, cuando le despertó el olor producido por la llama que le quemaba la carne. Du­rante horas enteras se aferró a la práctica de este procedi­miento. Cada vez que se despertaba de este modo, se apre­suraba a ahuyentar a los lobos arrojándoles encendidas ramas, añadía leña a la hoguera y disponía convenientemente sobre su mano la tea. Todo marchó como él deseaba, hasta que la ató mal y, a poco de cerrársele los ojos, se le cayó de la mano.
Al dormirse, soñó. Creyó hallarse en Fuerte Macgurry. La temperatura de la estancia era tibia, se encontraba muy a gusto y jugaba a las cartas con el agente encargado de la factoría*. También le pareció que los lobos habían sitiado el fuerte. Estaban aullando a las puertas del mismo, y de cuando en cuando, él y el agente suspendían unos momentos el juego para ponerse a escuchar y reírse de los vanos esfuerzos de aquellas fieras que intentaban entrar. Pero tan raro era el sue­ño que, de pronto, se oía un estallido y la puerta saltaba hecha pedazos. Ya estaba viendo a los lobos entrando como una oleada en la gran sala donde se hacía toda la vida del fuerte. En línea recta y arrastrándose, avanzaban hacia él y hacia el agente. Desde que saltó la puerta, el ruido que producían los aullidos había aumentado de un modo tremendo. Este estré­pito era lo que se le hacía insoportable. En el sueño, las imá­genes se confundían ya con otras; pero, a través de todo, el ruido, el vocerío aquel iba siguiéndole; persistían los aullidos.
Y entonces se despertó y se encontró con que estos eran muy reales: los lobos los producían al echársele encima. Lo rodeaban ya, atacándolo. Uno le había clavado los dientes en un brazo. Instintivamente, el hombre saltó a la hoguera, y al saltar sintió sobre una pierna el tajo terrible de unos dientes que le arrancaban la carne. Enseguida empezó la lucha por en medio del fuego. Los gruesos mitones* que usaba Henry pro­tegían de momento sus manos, y así empezó a lanzar ascuas al aire en todas direcciones, hasta que la hoguera parecía más bien un volcán en erupción.
Pero no podía durar esto mucho tiempo. Con el ardor de la lumbre, la cara se le llenaba de ampollas, tenía quemadas cejas y pestañas, y los pies le abrasaban de modo insoportable. Con un trozo de rama ardiendo en cada mano, saltó al borde de la hoguera. Los lobos se habían visto obligados a retirarse. Por todos los lados donde habían caído las ascuas, se oía el chirriar de la nieve en que ardían, y a cada momento, alguno de los lobos que retrocedía anunciaba con un desesperado sal­to, acompañado de quejidos y de furioso gruñir, que acababa de pisar una de aquellas ascuas.
Lanzando aún tizones a sus más cercanos enemigos, el hombre arrojó sobre la nieve sus mitones, en los que había prendido el fuego, y pateó sobre la fría superficie para refrescar sus abrasados pies. Entonces echó de menos a los dos perros, y comprendió que habían tenido el mismo fin que sus otros compañeros.
El Gordito había sido el primero, y él probablemente sería el último manjar en alguno de los próximos días. Lo estaba presintiendo, horrorizado.
-¡No me habéis cogido aún, no! -gritó como un loco, amenazando con el puño a las hambrientas fieras. Y al sonido de su propia voz, todo el círculo se agitó, se oyó un gruñido general y la loba se adelantó a través de la nieve. Cuando estuvo cerca de él, se puso a mirarle con aquella seriedad suya, hija del hambre.
El hombre se decidió a trabajar en la realización de una nueva idea que se le había ocurrido. Extendió la hoguera hasta formar con ella un amplio círculo. Dentro del mismo se acurrucó él y se puso debajo toda la ropa con la que contaba para protegerse de la nieve derretida. Cuando desapareció tras el amparo de las llamas, la manada entera se acercó con cu­riosidad hasta el borde de la lumbre para averiguar qué había sido de él. Hasta entonces se les había impedido estar al amor del fuego, pero ahora podían establecerse allí en estrecho círculo, como si fueran perros, parpadeando o con repetidos guiños, bostezando y estirándose mientras sus flacos cuerpos participaban del grato y desacostumbrado calor. Luego, la loba se sentó sobre sus patas traseras, levantó el hocico apuntándolo a una estrella y comenzó a aullar. Uno por uno fueron imi­tándola el resto de los lobos, hasta que toda la manada, en la misma posición que ella había adoptado, sentada sobre sus patas y el hocico señalando al cielo, lanzó al aire el aullido del hambre.
Llegó la hora del alba y, con ella, la luz diurna. La hoguera seguía ardiendo, pero tímidamente. Se había acabado la leña y era necesario procurarse más. El hombre intentó salir de su círculo de llamas, pero los lobos se lanzaron a su encuentro. Su defensa por medio de los ardientes tizones los obligó a saltar a un lado; pero ya no retrocedían. Cuanto hizo para lograrlo resultó en vano. Por fin se dio por vencido y, tro­pezando, volvió a meterse en su círculo de fuego. Entonces, uno de los lobos saltó hacia él, erró el golpe y cayó de cuatro patas en medio de la lumbre. Dio un alarido de terror que acabó en gruñido y se apresuró a retroceder para ir a refrescar sus patas en la nieve.
El hombre se sentó sobre sus mantas, agachado, con todo el cuerpo hacia delante, los hombros caídos, sin fuerza, y la cabeza apoyada en las rodillas. Todo indicaba que al fin renunciaba a la lucha. De cuando en cuando, levantaba la ca­beza para observar cómo la hoguera iba bajando, consumién­dose. El círculo de llamas se iba dividiendo ya en segmentos con aberturas entre ellos. Estas iban haciéndose cada vez ma­yores, y los segmentos disminuían.
-Me parece que ahora sí que podéis venir y apoderaros de mí en cualquier momento -murmuró-. Pero, suceda lo que suceda, voy a dormir.
Hubo un instante en que se despertó, y en una de las aberturas del círculo vio a la loba que le estaba mirando.
Se volvió a dormir y a despertarse, poco después, aunque a él le pareció que debían de haber transcurrido horas enteras. Se había realizado un misterioso cambio, tan misterioso que la impresión le hizo abrir más que nunca los ojos. Algo había ocurrido. Al principio no acababa de comprenderlo, pero al fin se dio cuenta de lo que era. Los lobos ya no estaban allí. No quedaba de ellos más que sus huellas impresas en la nieve, que indicaban lo cerca que habían estado de él. El sueño volvía a rendirle; la cabeza se le caía, sin que pudiera evitarlo, sobre las rodillas, cuando con un repentino sobresalto se des­veló de nuevo.
Se oían gritos humanos, traqueteo de trineos, crujir de guarniciones y ansiosos latidos de los perros que luchaban por arrastrarlos. Eran cuatro los trineos que avanzaban desde el cauce del río, allá entre los árboles. Media docena de hombres se habían juntado ya alrededor del que estaba agachado en el centro de la moribunda hoguera, sacudiéndolo y obligándolo a salir de su modorra. Él les miró como si estuviera ebrio y masculló de un modo raro, soñoliento aún, estas palabras:
-La loba roja... Se metía entre los perros a la hora de darles su ración... Primero se la comía ella. Luego se comió a los perros... Y finalmente a Bill...
-¿Dónde está lord Alfred? -le gritó junto al oído uno de los hombres, al mismo tiempo que lo sacudía bruscamente.
Él movió lentamente la cabeza en ademán negativo y dijo:
-No, a él no se lo comió... Él descansa izado allá en un árbol del último sitio en que acampé.
-¿Muerto?
Y en su ataúd -contestó Henry.
Forcejeó con aire petulante hasta zafarse de la mano con que le tenía cogido el hombro el que hacía las preguntas, y murmuró:
-¡Ea, déjeme tranquilo...! Estoy rendido... Buenas noches, señores.
Sus ojos parpadearon un poco y se cerraron. Incluso mien­tras le colocaban más cómodamente sobre el montón de man­tas, resonaban sus ronquidos en el aire helado.
Pero otro ruido se oyó también. Lejos, a gran distancia, apagado, resonaba el aullido de la hambrienta manada, que comenzaba a seguir la pista de otra caza, de otra carne distinta de la del hombre que acababa de escapársele.






SEGUNDA PARTE



NACIDO EN LO SALVAJE



1
La batalla de los colmillos



La loba fue la primera que, antes que los demás, se percató de que se oían voces de hombres y latir de perros de trineo, y ella fue también la primera en abandonar de un salto al hombre que los lobos tenían prisionero dentro de su propio círculo de moribundas llamas. A la manada le dolía abandonar la presa que veía ya acorralada, y se quedó rezongando unos minutos para asegurarse de que no era in­justificada la alarma, hasta que al fin emprendió la huida si­guiendo las huellas de la loba.
Al frente de la manada corría un gran lobo gris; era uno de sus varios jefes. Concretamente, el que los dirigía a todos impulsándolos a ir pisándole los talones a la fugitiva. Él era quien gruñía a los lobatos amonestándolos o les lanzaba una dentellada cuando ambiciosamente pretendían adelantarle. Y él fue el que apretó el paso cuando vio que la loba comenzaba a trotar lentamente a través de la nieve.
Ella se puso poco a poco a su lado como si ese fuera el sitio que le correspondía, y ajustó entonces su paso al de la manada. Él no le gruñía ni le enseñaba los dientes cuando, al dar un salto, resultaba que se le había adelantado. Al contrario, parecía muy bien dispuesto en su favor; tanto, que a la hem­bra le desagradaba, pues, tendiendo él a correr muy cerca, cuando se le acercaba demasiado, era ella la que gruñía y le enseñaba los dientes. Y no se limitaba a eso solo, sino que más de una vez le lanzó una dentellada en el hombro. Cuando eso ocurría, él no mostraba el menor enojo. Se limitaba a dar un salto, apartándose a un lado, y a correr en línea recta como con un cierto embarazo y saltando torpemente, bien parecido, en el porte que adoptaba y en la conducta, a un avergonzado zagal aldeano.
Esto la perturbaba en su dirección de la manada; pero también sufría otras molestias. Si a un lado le tenía a él, al otro corría un enorme lobo viejo de entrecano pelaje, cuyas cicatrices daban fe de las numerosas batallas en que había intervenido. Iba siempre a su derecha, seguramente porque no tenía más que un solo ojo, y este era el izquierdo. También él sentía afición a acercársele, a virar hacia ella, hasta que con el hocico, cruzado de profundas señales, conseguía tocarle el cuerpo, el hombro o el cuello. Lo mismo que con el com­pañero que tenía a la izquierda, rechazaba ella con los dientes tales atenciones; pero cuando estas se las prodigaban ambos lobos a la vez, se veía bruscamente empujada, no teniendo más remedio que repartir rápidos mordiscos a diestro y si­niestro para apartar a los dos cortejadores, mantener la em­prendida carrera al frente de la manada y ver, con precisión, el camino por donde debía poner los pies. En tales ocasiones, sus dos compañeros regañaban a la vez y se mostraban los dientes amenazadoramente. Poco les hubiera costado enzarzar­se en una lucha, pero hasta el cortejar y el saldar sus cuentas como rivales podía sufrir aplazamiento cuando apremiaba otra necesidad mayor: el hambre de toda la manada.
Cada vez que el lobo viejo se veía rechazado y debía ale­jarse de aquel objeto de sus deseos que tan buenos dientes tenía, chocaba con otro lobo de unos tres años que corría junto a su lado derecho, que era precisamente el de su ojo ciego. Este lobezno había alcanzado ya todo su desarrollo, y teniendo en cuenta el estado de debilidad y de hambre de toda la manada, podía decirse que poseía más vigor y mayores ánimos que la mayoría de los otros. Sin embargo, corría con­servando siempre la cabeza al mismo nivel del hombro del lobo tuerto, que le aventajaba en años. Si alguna vez -aunque era poco frecuente- se aventuraba a adelantarlo, un gruñido y un mordisco lo obligaban a volver al lugar que le corres­pondía. En todo caso, de vez en cuando se quedaba algo re­zagado y se metía entre el jefe anciano y la loba. Esto ocasio­naba un doble y hasta un triple disgusto. Cuando ella gruñía para manifestar su desagrado, el jefe viejo se volvía rápida­mente contra el lobato para castigarlo. Algunas veces, la hem­bra misma lo ayudaba. Y otras, hasta el otro jefe joven giraba en redondo para tomar parte en el castigo.
En tales ocasiones, el lobato se encontraba con seis hileras de salvajes dientes que lo amenazan. Se detenía precipita­damente, se apoyaba sobre los cuartos traseros, afirmaba las tiesas patas delanteras y resistía el ataque, bien abiertas las fauces y erizados los pelos del cuello. Esta confusión que se originaba en el frente de la manada traía consigo otra en los lobos que venían detrás. Chocaban estos con el lobato y ex­presaban su disgusto dándole fuertes mordiscos en las patas posteriores y en los lados. Él mismo se buscaba daños y mo­lestias, porque la falta de comida y el mal humor corrían parejos en todos; pero con la fe ilimitada propia de la juven­tud, se empeñaba en repetir la misma maniobra a cada paso, aunque nunca consiguiera otra cosa que continuas derrotas.
De haber tenido a mano el alimento necesario, el amor y las luchas hubieran ido juntos, y la formación a que se suje­taba la manada hubiese quedado deshecha. Pero la situación de esta era desesperada. El hambre, largo tiempo sostenido, la tenía en un estado de excesiva demacración. Ya ni corría si­quiera con la velocidad acostumbrada. Los lobos zagueros, los que cojeando seguían a los demás, eran los más débiles, los muy jóvenes o los muy viejos. Al frente iban los más fuertes. Pero todos ellos parecían esqueletos. Sin embargo, excepción hecha de los que cojeaban, no era fácil adivinar en ellos el esfuerzo ni el cansancio, a juzgar por sus movimientos. Aque­llos músculos, que semejaban cuerdas, eran fuente inextingui­ble de energía. Tras la contracción de uno de aquellos resortes acerados venía otra, y otra, y otra, y así continuaban sin que pareciera tener fin.
Los lobos corrieron muchos kilómetros aquel día. Corrie­ron toda la noche, y el día siguiente continuaron corriendo. Corrían sobre la superficie de un mundo helado y muerto. No había en él vida que se moviera. Los únicos que se movían a través de aquella vasta inercia eran ellos. Ellos estaban vivos e iban en busca de otros seres vivientes para devorarlos y con­tinuar así viviendo.
Cruzaron grandes llanuras y se dedicaron al ojeo de una docena de arroyos en una comarca llena de hondonadas, antes de que vieran recompensado su trabajo. Al fin dieron con algunas antas. La primera que hallaron fue una especie de buey de gran tamaño. Suponía carne en abundancia y vida, no guardadas y protegidas ambas por misteriosas hogueras ni por voladores proyectiles que lanzaban llamas. Las pezuñas partidas y las astas en forma de pala las conocían ya bien, y así prescindieron entonces de su acostumbrada paciencia y cautela en la caza. La lucha fue corta y feroz. El gran buey fue atacado por todos los lados. Abrió en canal a muchos o les partió el cráneo con hábiles patadas de sus grandes cascos. Los aplastó o los despedazó con sus enormes astas. Revolcán­dolos en la lucha, los pateó hasta hundirlos en la nieve. Pero al fin fue dominado, y se desplomó con la loba cogida a su cuello, que esta desgarraba furiosamente, y clavados los dientes de otros muchos en diez sitios de su cuerpo. Lo devoraron vivo, antes de que él cesara su lucha por defenderse y dejara de causarles daño.
Ya tenían carne abundante. El buey pesaba más de ocho­cientas libras*, con lo que tocaban a unas veinte libras de carne para cada uno de los cuarenta y tantos lobos de la manada. Pero si era prodigiosa su resistencia al ayuno, prodigioso era también lo que podían llegar a comer, y pronto no que­daron más que unos cuantos huesos esparcidos de aquel es­pléndido animal que unas horas antes había hecho frente a la manada de lobos.
Llegó el momento del descanso y del sueño. Lleno ya el estómago, las riñas y peleas comenzaron entre los machos más jóvenes, continuando durante los pocos días que la manada aún siguió unida. El hambre había terminado. Los lobos se hallaban ahora en el país de la caza, y, aunque aún se dedi­caron a buscarla agrupados, cazaban con más cautela, acorra­lando pesadas hembras o viejos y enfermos machos que se separaban de los reducidos rebaños de antas que encontraban.
Llegó un día, en aquella tierra de la abundancia, en que la manada se dividió en dos y cada una tomó una dirección distinta. La loba, que llevaba a su izquierda al jefe más joven y a su derecha al viejo tuerto, condujo a su mitad hacia el río Mackenzie*, y lo cruzaron después hasta llegar al país de los lagos, situado en la parte del este. Todos los días, este resto de la manada iba disminuyendo. De dos en dos, un macho y una hembra, los lobos iban desertando. De cuando en cuando, un macho solitario era arrojado a dentelladas por sus rivales. Al fin, solo cuatro quedaron: la loba, el jefe, el tuerto y el ambicioso lobato de tres años.
A la loba se le había puesto ahora un genio feroz. En sus tres seguidores podían verse las señales que dejaron sus dientes. Y sin embargo, nunca le contestaban igual, jamás se defendían atacándola. Se volvían de espaldas ante sus más furiosas arre­metidas, y moviendo la cola y con lentos y cortos pasos, se le acercaban tratando de aplacar su ira.
Con ella todo era suavidad; sin embargo, los machos mos­traban su fiereza entre ellos. El lobato presumía demasiado de su ferocidad. Cogió una vez al viejo tuerto por el lado en que no veía y le desgarró la oreja hasta dejarla convertida en una serie de cintas. Como el canoso viejo no podía ver más que por un lado, acudió para defenderse a la experiencia de sus largos años. El ojo perdido y las cicatrices que cruzaban su hocico podían dar fe de la calidad de esta experiencia. Habían triunfado ya en demasiadas lides para que ni por un momento dudara acerca de lo que debía hacer entonces.
La batalla comenzó franca y lealmente, pero no terminó con la misma lealtad. No cabe asegurar cuál hubiera sido, en otro caso, el resultado, porque el tercer lobo se unió al más viejo y, juntos los dos jefes, el de más edad y el más joven, atacaron al ambicioso lobato hasta acabar con él. Fue acosado sin piedad, y por ambos lados a la vez, por los terribles dientes de los qué hasta entonces habían sido sus compañeros. Olvi­dados quedaron ya los días en que cazaron juntos, las piezas que habían derribado y el hambre que habían padecido. Todo ello pertenecía al pasado. El asunto que ahora les preocupaba era el amor, y este asunto era mucho más duro y cruel que el de procurarse comida.
Y entretanto, la loba, la causante de todo, estaba sentada sobre sus cuartos traseros tranquilamente y observaba lo que ocurría. Hasta estaba contenta. Aquel era su día -y no hubiera podido decir otro tanto con mucha frecuencia. Los pelos se erizaban, los colmillos chocaban unos contra otros o abrían y desgarraban la sumisa carne, solo porque los lobos se dis­putaban su posesión.
Y en aquella amorosa pendencia, el lobato de tres años, que realizaba su primera aventura, perdió la vida. A cada lado de su exánime cuerpo quedaban en pie sus dos rivales. Miraban de hito en hito a la loba, que seguía sentada sobre la nieve y sonreía. Pero el jefe más viejo era docto, muy docto, en materias de amor, igual que en las batallas. El jefe joven volvió un momento la cabeza para lamer una herida que tenía junto a la espalda. La curva de su cuello quedaba por com­pleto frente a su rival. Con su único ojo, vio el viejo que aquella era la ocasión oportuna. Se lanzó a fondo y clavó en él sus colmillos. Fue una dentellada sostenida, prolongada, que desgarraba, y lo más profunda posible. Al rajar la carne, rom­pió, al fin, la gran vena del cuello. Entonces se apartó de un salto.
El jefe más joven lanzó un terrible gruñido; pero quedó cortado a la mitad por el cosquilleo de una tos que le ahogaba. Desangrándose y tosiendo, herido ya de muerte, se arrojó contra el viejo y luchó con él mientras iba perdiendo la vida, mientras las patas le flaqueaban y se oscurecía la luz de sus empañados ojos, haciéndose cada vez más cortos sus saltos y menor el alcance de los golpes que dirigía a su contrario.
Y durante toda esta escena, la loba continuaba sentada sobre sus patas posteriores sonriendo. Se sentía vagamente ha­lagada por aquella batalla, porque ese era el modo de hacer el amor en aquel mundo salvaje, la tragedia sexual en plena naturaleza, que en realidad era solo tragedia para los que mo­rían. Para los supervivientes significaba la mera realización de un hecho, de una hazaña.
Cuando el jefe más joven quedó tendido y sin movimiento sobre la nieve, el Tuerto se dirigió con majestuoso paso al encuentro de la loba. Todo su porte era una mezcla de triunfo y de cautela. Evidentemente, esperaba que sería rechazado, y también fue evidente su sorpresa cuando vio que ella no le mostraba los dientes con rabiosa expresión. Por primera vez lo recibió amablemente. Tras mutuos olfateos del hocico, hasta le permitió saltar y juguetear con ella, como si ambos no fueran más que dos cachorros. Y él, por su parte, a pesar de todos sus pelos canos, de su discreción y experiencia, se portó como si fuera tal cachorro y hasta exageró algo la nota.
Olvidados quedaban ya los vencidos rivales y la historia de amor escrita con sangre sobre la nieve. Olvidados, excepto en una ocasión: cuando el Tuerto se paró un momento para lamer las heridas que le molestaban. Entonces se esbozó en sus labios un gruñido; se le erizaron los pelos del cuello y de los hombros; hizo un movimiento como si fuera a agacharse para saltar y hacer presa en alguien, y sus uñas se clavaron espasmódicamente como para mejor afirmar el pie. Pero se desvaneció todo como por encanto un momento después, cuando dio un salto y se juntó de nuevo con la loba, la cual, esquiva, le llevó a la carrera a través del bosque.
Después de esto, corrieron uno al lado del otro como buenos amigos que han llegado a ponerse de acuerdo. Trans­currieron los días y juntos se quedaron, cazando y dividiendo la comida entre los dos. Después de algún tiempo comenzó la loba a inquietarse. Parecía andar en busca de algo que no podía hallar. Sentía una atracción especial por cuantos hoyos descubría bajo los árboles caídos, y dedicaba gran parte del día a ir olfateando las más anchas quebraduras de las rocas en las que se amontonaba la nieve y las cavernas que quedaban al amparo de los bancos más salientes. Al viejo Tuerto no le interesaba nada de esto lo mas mínimo; pero la seguía bona­chonamente y, cuando sus investigaciones en ciertos sitios se prolongaban más que de costumbre, se echaba, esperando que terminara y pudiesen continuar su camino.
No se quedaron en un mismo sitio, sino que cruzaron todo el país hasta llegar de nuevo al río Mackenzie, por el que fueron descendiendo poco a poco, dejándolo con frecuencia para cazar junto a los arroyos afluentes del mismo; pero volviendo siempre a él. Se encontraban a veces con otros lobos, que iban generalmente por parejas; pero no se establecía entre ellos comunicación amistosa -parecía que no la desea­ban ni manifestaban la menor alegría por el encuentro, ni tampoco inclinación a reconstruir la disuelta manada-. Di­ferentes veces tropezaron también con lobos solitarios. Siempre eran machos y mostraban gran empeño en juntarse con el Tuerto y su compañera. El lobo se oponía violentamente, y cuando la pareja, bien apretados uno contra otro y erizando los pelos, les enseñaban los dientes, todos los solitarios aspi­rantes volvían la espalda y seguían su camino tan solos como antes.
Una noche de luna, corriendo por el callado bosque, el Tuerto se paró de pronto. Levantó el hocico, puso tiesa la cola y olfateó con ansia el aire. Alzó también una pata, al estilo de lo que suelen hacer los perros. Había algo que no le satis­facía y continuó venteando, esforzándose por entender de qué era anuncio lo que él sentía. Un momentáneo y descuidado olfateo había, por el contrario, dejado tranquila a su compa­ñera, la cual siguió trotando para infundirle confianza. Aunque él la siguiera, se manifestaba dudoso, y no pudo abstenerse de parar nuevamente un rato para estudiar más detenidamente lo que juzgaba aviso de algo.
Ella se arrastró cautelosamente hasta el borde de un vasto y abierto espacio que quedaba entre los árboles. Durante cierto tiempo permaneció allí sola. Luego, el Tuerto, arrastrándose también, deslizándose, con todos sus sentidos alerta, con los pelos erizados irradiando un recelo infinito, se unió a ella. Se quedaron uno al lado del otro, en acecho, escuchando aten­tamente y olfateando siempre.
A sus oídos llegaron los rumores de perros que riñen, gri­tos guturales de hombres, voces chillonas de mujeres que re­prenden y, de pronto, el penetrante quejido de una criatura. Excepción hecha de los enormes bultos de las chozas cons­truidas con pieles, bien poco era lo que se veía, como no fueran las llamas de una hoguera cuyos contornos interrum­pían los movimientos de cuerpos que iban y venían y el humo que se elevaba lentamente por el aire en calma. Pero al agudo olfato de los lobos llegaron los mil y un olores de un cam­pamento indio, que revelaban cosas bastante incomprensibles para el Tuerto; aunque la loba conocía bastante en sus por­menores más insignificantes. Se sintió extrañamente agitada, y olfateó una y otra vez con creciente deleite. Él, en cambio, reveló su temor y se preparó a huir. Se volvió y le tocó el cuello con el hocico como con tranquilizador ademán, miran­do después nuevamente al campamento. Cierta pensativa se­riedad desusada hasta entonces apareció en su cara; pero no era la seriedad del hambre. Sentía el vivísimo anhelo de ade­lantarse, de acercarse al fuego que allí ardía, de reñir con aque­llos perros y de evitar los pies de aquellos hombres haciéndolos tropezar al escaparse.
El Tuerto se movía a su lado con impaciencia, cuando de pronto volvió a apoderarse de la hembra aquella inquietud de antes y experimentó de nuevo la misma urgente necesidad de encontrar lo que andaba siempre buscando. Se volvió, pues, en redondo y se puso a trotar hacia el bosque de donde había venido, con gran contento del Tuerto, que le tomó un rato la delantera hasta que se internaron un buen trozo bajo el cobijo de los árboles.
Mientras se deslizaban a la luz de la luna, tan calladamente como si fueran dos sombras, descubrieron las huellas de unas pisadas en una quiebra por donde pasaba un sendero. Inmediatamente, ambos hocicos se bajaron para seguir el rastro. Las huellas eran muy recientes. El Tuerto corría por delante cautelosamente, y tras él, pisándole los talones, seguía su com­pañera. Sobre la nieve iban quedando las anchas y cubiertas marcas de las robustas patas de los lobos, que, al tocarla, lo hacían tan suavemente como si fueran de terciopelo. El Tuerto se percató de que se distinguía el confuso movimiento de algo blanco en medio de toda aquella blancura. Si hasta entonces su modo de correr había sido mucho más rápido de lo que hubiera podido suponerse, no era nada en comparación con la velocidad que adquirió desde aquellos momentos. Ante él saltaba la confusa mancha blanca que había descubierto.
Corría la pareja por una especie de callejón a cuyos lados se apiñaban multitud de abetos jóvenes. Entre los árboles se divisaba la boca del callejón que daba a un claro del bosque iluminado por la luna. El Tuerto iba rápidamente examinando la flotante forma blanca. Se le acercaba a saltos espaciados. Ya estaba a punto de caer sobre ella. Un salto más y le clavaría los dientes. Pero ese salto no llegó a darlo. Allá en la nieve, muy alto, se elevaba el bulto blanco, que resultó ser un conejo vivo que pataleaba y daba continuos brincos, ejecutando una danza fantástica en el aire, sin tocar el suelo ni una sola vez.
El Tuerto dio un salto hacia atrás repentinamente intimi­dado, y se agachó luego muy encogido sobre la nieve, gru­ñendo amenazadoramente a aquella horripilante cosa que no llegaba a comprender. Pero la loba siguió adelante con la ma­yor frialdad y saltó enseguida para coger al conejo bailarín. También ella se elevó cuanto pudo, pero no lo suficiente para apresarlo, y sus mandíbulas se cerraron sin apoderarse de nada, produciendo los dientes, al chocar, un ruido que parecía me­tálico. Dio enseguida otro salto, y otro y otro.
Su compañero había abandonado su posición agachada y la estaba contemplando. Se mostró entonces enojado por los repetidos fracasos, e, imitándola, saltó también con extraor­dinario empuje hacia lo alto. Sus dientes se clavaron al fin sobre el conejo y lo arrastró consigo al suelo. Pero al mismo tiempo se produjo a su lado un movimiento acompañado de un sospechoso crujido, y sus asombrados ojos vieron un re­nuevo de abeto que se encorvaba sobre él y le daba un golpe. Abrió entonces la boca soltando la presa y retrocedió de un salto para huir de aquel extraño peligro, mostrando los dientes y gruñendo profundamente, con todos los pelos erizados de rabia y de miedo. Y en aquel momento, el abeto joven se enderezó otra vez y el conejo volvió a elevarse, bailoteando nuevamente en el aire.
La loba estaba furiosa. Clavó los dientes en un hombro de su compañero para demostrarle su reprobación, y él, azo­rado, no sabiendo a qué era debido el nuevo castigo, respondió ferozmente al ataque. Más asustado aún que antes, le abrió a la loba una ancha herida en un lado del hocico. Que él no se dejara castigar de aquel modo sin atreverse a demostrar su enojo, era cosa igualmente inesperada para ella, y así se arrojó sobre el lobo con gruñidos de indignación. Hasta entonces no se dio cuenta el Tuerto de la equivocación sufrida, y trató de aplacar la ira de su compañera. Pero ella siguió castigándolo hasta que se acabaron todos los intentos de aplacarla. El lobo se hizo un ovillo y comenzó a dar vueltas con la rapidez de un torbellino, cuidando de conservar la cabeza bien apartada de aquellos dientes que se iban clavando en sus hombros.
Entretanto, el conejo seguía bailoteando en el aire, encima de ellos. La loba se sentó en la nieve, y el Tuerto, temiéndola más entonces a ella que al misterioso abeto, volvió a saltar para apoderarse del conejo. Se cayó al suelo con el conejo entre los dientes y su único ojo no apartó la vista del arbolillo. Como antes, el abeto lo siguió hasta el suelo en su descenso. El animal se agachó esperando el golpe que parecía inminente. Se le erizaron los pelos pero no soltó el conejo. Aquella vez el golpe no llegó a ser una realidad. El renuevo se quedó encorvado encima de él. Cuando el lobo se movía, el árbol se movía también, y al verlo, la fiera le gruñó entre los apretados dientes. Cuando uno permanecía quieto, hacía lo mismo el otro, y así el Tuerto dedujo que lo mejor y más seguro para él era, que continuara quieto. Sin embargo, el saborcillo de la sangre del conejo, que sentía en la boca, era agradabilísimo.
Su compañera fue la que le sacó de las dudas en que se hallaba metido. Le quitó el conejo, y mientras el renuevo se inclinaba balanceándose amenazadoramente sobre ella, la loba decapitó de un mordisco al animalillo con toda tranquilidad. En el acto, el abeto se enderezó con violencia, sin ocasionar ya más molestias, quedándose en la digna posición perpendi­cular que le tenía asignada la naturaleza. Entonces la loba y el Tuerto devoraron la pieza de caza que el misterioso abeto había cogido, como trampa, en provecho de ellos dos, que así saciaron su apetito con aquel manjar tan sabroso.
Había otras quiebras del terreno y estrechos pasos seme­jantes en los que también se veían conejos colgados en el aire, y la pareja de lobos fue explorando todos los sitios en que se hallaban, abriendo la marcha la loba y siguiéndola el Tuerto, que lo observaba todo con cuidado, para ir aprendiendo el método que había que seguir para robar lazos y trampas, co­nocimiento que estaba destinado a servirle de mucho en el porvenir.



II
El cubil



Durante dos días, la loba y el Tuerto estuvieron dando vueltas por las proximidades del campamen­to indio. A él le molestaba aquello y le infundía recelo; sin embargo, su compañera lo hallaba muy atractivo y no mos­traba el menor deseo de alejarse. Pero cuando una mañana resonó en el aire un disparo de un rifle que partía de un sitio muy cercano y una bala fue a aplastarse contra el tronco de un árbol a algunos centímetros de distancia de la cabeza del Tuerto, no dudaron ya más ni uno ni otra y salieron a galope, un galope tendido de enorme velocidad, que pronto puso por medio unos cuantos kilómetros entre ellos y el peligro.
No fueron a parar muy lejos, sin embargo: solo a la dis­tancia de un par de días de viaje. La necesidad que sentía la loba de encontrar lo que siempre estaba buscando había llegado a ser imperiosa. Estaba ya tan gruesa que no podía correr más que despacio. Una vez, al perseguir a un conejo, que en cualquier otra ocasión hubiera cazado con facilidad, tuvo que abandonar la persecución y echarse para descansar. El Tuerto fue entonces a su lado; pero al tocarla suavemente con el hocico, ella le mordió tan brusca y furiosamente que debió retroceder dando tumbos del modo más ridículo, para huir de los dientes de su compañera.
Esta tenía el genio peor que nunca; en cambio, se mos­traba él más paciente y solícito que en ninguna otra ocasión. Al fin la loba halló lo que iba buscando. Fue a unos cuan­tos kilómetros de la parte superior de un arroyo que en verano desembocaba en el río Mackenzie; pero que entonces estaba helado, no solo en su superficie, sino desde ella hasta su pe­dregoso fondo, convertido en blanca y dura masa desde el nacimiento a la desembocadura. Iba la loba trotando pesada­mente, muy cansada, a bastante distancia de su compañero, que llevaba la delantera, cuando llegó al alto banco de arcilla que dominaba el cauce. Cambió el rumbo y trotó hacia allí. El chorrear de las aguas que provenían de las tormentas pri­maverales y de los deshielos había minado la base del banco, dejando convertido en covacha lo que antes fue una estrecha grieta.
La loba se paró frente a la boca de la cueva y examinó con cuidado el ribazo* que quedaba encima. Luego, a uno y otro lado recorrió la base del mismo hasta donde la parte más prominente de él se destacaba sobre la suave línea del paisaje. Volviendo a la covacha, se metió en la estrecha boca. Al prin­cipio se vio obligada a avanzar agachándose; pero luego las paredes interiores se fueron ensanchando y elevándose hasta constituir un breve recinto de más de metro y medio de diá­metro. Casi tocaba el techo con la cabeza, pero el sitio era seco y lo halló acogedor. Lo estudió todo minuciosamente, mientras el Tuerto, que había vuelto atrás para acompañarla, se quedaba a la entrada y la observaba pacientemente. Ella bajó la cabeza, con el hocico señalando a un punto del suelo muy cerca de sus apiñados pies, y en torno a este punto co­mentó a dar repetidas vueltas, hasta que al fin, con una es­pecie de gruñido que algo tenía de cansado suspiro, enroscó allí el cuerpo, dobló las piernas y se dejó caer, con la cabeza en dirección a la entrada. El Tuerto, con las orejas tiesas y demostrando su interés, le sonreía, y al mismo tiempo, des­tacándose contra la blanca luz del exterior, ella podía ver cómo la poblada cola del lobo se balanceaba con amistosa y bona­chona expresión. Y las orejas de la hembra, con un movi­miento lleno de grato abandono, se bajaron hacia atrás hasta que sus afiladas puntas se aplanaron sobre la cabeza por un momento, mientras la boca se abría y la lengua colgaba de ella tranquila y pacíficamente. Con todo aquello, la loba ex­presaba que se hallaba contenta y satisfecha.
En cuanto al Tuerto, lo que él sentía era hambre. Aunque se echó a la entrada de la cueva y durmió, su sueño fue ligero. Se despertaba continuamente, enderezando las orejas al mirar hacia aquel mundo exterior tan claro y límpido, en que el sol de abril brillaba sobre la nieve. Mientras dormitaba, oía que­damente los débiles rumores de escondidas chorreras que el agua había formado, y entonces se levantaba y se ponía a escuchar con la mayor atención. El sol había vuelto, y todo aquel mundo de las tierras boreales*, que despertaba ahora, parecía reclamarlo a él. La vida resurgía y se animaba. La sensación de la primavera flotaba en el ambiente; la sensación de la vida nueva que crecía bajo la nieve; de la savia ascen­diendo a los árboles; de los capullos rompiendo los grilletes del hielo.
El lobo lanzaba ansiosas miradas a su compañera, pero ella no demostraba el menor deseo de moverse. Miró luego hacia fuera, y media docena de verderones* de las nieves pasaron en aquel momento por su campo de visión. Iba a levantarse, pero volvió los ojos a su compañera y, quedándose como an­tes, comenzó nuevamente a dormitar. Un zumbido llegó á sus oídos. Una o dos veces se sacudió el hocico con las patas. Luego se despertó. El zumbido provenía de un solitario mos­quito que estaba dando vueltas en torno a su nariz. Era un mosquito grande, completamente desarrollado, que tras estar en algún tocón helado todo el invierno, ahora, con el deshielo, volvía a aparecer a la luz del sol. La fiera no pudo resistirse ya más a los repetidos llamamientos del mundo. Además, sen­tía hambre.
Se arrastró hacia su compañera y trató de persuadirla de que se levantara. Pero ella le gruñó, así que él solo se dirigió a la alegre luz del sol y se encontró con que la capa de nieve que pisaba era blanda y la marcha difícil. Remontó el helado cauce del arroyo, en el que la nieve, sombreada por los árboles, era aún dura y cristalina. Estuvo ausente ocho horas y volvió en plena oscuridad, más hambriento que cuando se marchó. Había hallado caza, pero no pudo apoderarse de ella. Hun­diéndose y revolcándose en el fango de la capa de nieve que se derretía, había tenido que contemplar cómo los conejos se le escapaban deslizándose por ella con la misma facilidad y ligereza de siempre.
Se quedó parado ante la boca de la covacha con cierto repentino recelo. Del interior salían unos raros y débiles so­nidos. No los producía su compañera, y, sin embargo, le parecían vaga y remotamente conocidos. Se arrastró vientre a tierra, penetrando con gran cautela, y fue recibido por la loba con un gruñido que era una amonestación. La aceptó sin per­turbarse, aunque obedeció, quedándose a cierta distancia; pero siguió manifestando interés por los otros ruidos, continuos sollozos y desacostumbrados susurros.
Su compañera le mandó alejarse, muy irritada, y él, en­roscando el cuerpo, se puso a dormir a la entrada. Cuando llegó la mañana y una luz opaca comenzó a penetrar en la cueva, volvió a buscar la fuente de todos aquellos rumores que vaga y remotamente conocía. Hubo entonces una nota nueva en el gruñido que le dirigió su compañera: era una nota de celos, y así tuvo el buen cuidado de quedarse a respetuosa distancia. A pesar de ello, descubrió, bajo las patas de la loba y alineados a lo largo de su cuerpo, cinco raros montoncillos de carne llenos de vida; pero muy débiles y torpes, gimiendo continuamente y con los ojitos cerrados a la luz. El Tuerto se quedó sorprendido. No era aquella la primera vez en su larga y triunfante existencia que tal cosa le había ocurrido. En ver­dad, la había visto ya muchas veces, y, sin embargo, cada una constituía para él una nueva sorpresa.
Su compañera lo miraba con ansiedad. A cada momento se la oía refunfuñar, y si él se acercaba demasiado, resonaba entonces en la cueva un alto y rabioso gruñido. No era que a ella le hubiera ocurrido nunca, no; pero el instinto, la secreta experiencia de todas las madres de lobos, le hacía recordar que existían padres que se habían comido a su propia recién nacida e indefensa prole. Por eso sentía un temor incontrastable que la obligaba a impedir que el Tuerto examinara muy de cerca a los cachorrillos que eran hijos suyos.
Pero no había para ellos el menor peligro. El Tuerto no sentía más que un impulso que era, a su vez, otro instinto heredero de todos los padres de lobos. No se metió a examinarlo ni a discutirlo. Lo llevaba en la sangre, en el fondo de su naturaleza, y era la cosa más natural del mundo que lo obedeciera, volviéndoles la espalda a sus recién nacidos hijos, y se marchara de la cueva trotando en busca de la acostum­brada pista, de la carne de que habitualmente vivía.
A ocho o nueve kilómetros del cubil, el arroyo se bifur­caba, dirigiéndose ambas bifurcaciones hacia los montes, en ángulo recto. Siguiendo la de la izquierda, dio con un rastro fresco, reciente. Lo olfateó, y tan reciente lo halló, en efecto, que se agachó con rapidez mirando en dirección al sitio donde desaparecía. Entonces volvió deliberadamente y tomó la bi­furcación de la derecha. La huella era mucho mayor que la que dejaban sus propias pezuñas, y por ello comprendió per­fectamente que, en el seguimiento de una pista así, poca sería la carne que pudiera él procurarse.
A más de medio kilómetro del nuevo camino que acababa de emprender, su fino oído distinguió el ruido de unos dientes que roían algo. Se puso a rondar la pieza de caza y descubrió que era un puerco espín que, puesto sobre dos patas contra un árbol, intentaba arrancar con los dientes un trozo de cor­teza. El Tuerto se le acercó con gran cuidado, pero sin espe­ranzas. Conocía la especie, aunque nunca la había hallado en un lugar tan hacia el norte como aquel, y nunca tampoco en toda su larga existencia había conseguido que un puerco espín le proporcionara una verdadera comida. Pero desde larga fecha tenía aprendido que el azar, la oportuna casualidad, era algo con lo cual había que contar, y siguió acercándose. No era posible predecir lo que sucedería, porque, con todo lo dotado de vida, las cosas ocurrían siempre, por una razón u otra, de modo distinto.
El puerco espín se hizo una bola, lanzando como rayos en todas direcciones sus afiladas púas, que hacían imposible todo ataque. En sus juveniles años, el Tuerto se había acercado para olfatearla a una de esas bolas aparentemente inerte, y recibió de pronto en plena cara el latigazo que le dio su cola. Una de las púas se la llevó clavada en el hocico, y allí se quedó durante algunas semanas inflamándose y escociéndole como una llama que se lo quemaba, hasta que al fin se cayó por sí sola. Así pues, se echó ahora el lobo cómodamente en acecho, con la nariz a palmo y medio de distancia de la línea que podía seguir en su ataque la cola del puerco espín. De tal suerte se quedó esperando completamente inmóvil. Nadie po­día decir lo que pasaría, y siempre podría ser algo favorable. Era probable que al erizo se le ocurriera desenroscarse, y en­tonces sería el momento oportuno para clavarle rápida y ca­lladamente la terrible garra en el vientre.
Pero al cabo de media hora, el lobo se levantó, gruñéndole con rabia a la inmóvil bola, y se marchó trotando. Demasiadas veces había perdido el tiempo esperando que otros de aquellos animales se desenroscaran, para que siguiera ahora en su inútil acecho. Continuó, pues, remontando la bifurcación derecha del arroyo. El día transcurría sin que nada viniera a hacer fructuosa su caza.
Su instinto paternal, ya despierto en él, le apremiaba sin embargo a encontrar algo, a encontrar carne. Por la tarde se enredó en la caza de una perdiz de las nieves. Salía él de una espesura cuando se halló cara a cara con la poco perspicaz ave. Estaba echada sobre un leño a cosa de palmo y medio de distancia del hocico del lobo. Ambos se vieron al mismo tiem­po. El ave dio un salto, asustada, para volar: pero él le echó la garra y del golpe la lanzó al suelo, arrojándose luego encima y cogiéndola entre los dientes, cuando ella, huyendo por la nieve, trataba de levantar el vuelo. Al hundirse sus dientes en la blanda carne y en los frágiles huesecillos, comenzó, como era natural, a comer; pero acordándose luego de lo que en aquel momento olvidaba, se volvió en redondo por el mismo camino llevando en la boca la perdiz blanca.
Kilómetro y medio más arriba de donde el arroyo se bi­furcaba, y mientras iba corriendo con su acostumbrada y suave ligereza, pareciendo más bien una sombra que se deslizara en continua y cautelosa vigilancia de cada nuevo aspecto que ofrecía su camino, se halló con más recientes señales de aque­llas anchas huellas que ya había descubierto en las primeras horas de la mañana. Como el rastro continuaba por donde él mismo iba, fue siguiéndolo, preparándose para encontrar la pieza que lo había producido, al dar la vuelta a cualquiera de los recodos que formaban el arroyo.
Asomó la cabeza por la esquina de una roca donde em­pezaba uno de esos recodos excepcionalmente vasto, y su pe­netrante vista se percató de algo que le obligó a agacharse rápidamente. Era el animal del cual provenían aquellas huellas: una enorme hembra de lince. Estaba echada, en acecho, de igual modo que había estado él antes: frente a un puerco espín convertido en bola de erizadas púas. Si antes parecía el lobo una sombra, se convirtió luego en un espectro, en la apariencia de una hembra, al irse arrastrando y trazando círculos hasta quedar bien a sotavento* y bastante cerca de aquel par de inmóviles animales.
Se echó en la nieve colocando a su vera el ave que había cazado, y, con penetrantes ojos que atravesaban la pinocha* de un abeto bajo, se puso a contemplar aquel drama de la vida que ante él se desarrollaba: el lince esperando y el puerco espín esperando también; cada uno atento a su propia exis­tencia; y lo curioso de esta especie de juego era que el camino de la vida para el uno consistía en comerse al otro, mientras que para este estribaba precisamente en no ser comido. En­tretanto, el Tuerto, el lobo que acechaba oculto, representaba allí su papel, esperando que algún raro capricho de la suerte le ayudara a procurarse la carne que le era necesaria para vivir.
Transcurrió media hora, hasta una hora, y nada ocurría. La bola de erizadas púas lo mismo podía haber sido una piedra, a juzgar por su inmovilidad; el lince parecía helado y hecho en mármol, y el lobo lo mismo hubiese podido estar muerto. Y sin embargo, en los tres animales la vida había llegado a una tensión casi dolorosa, y apenas en alguna otra ocasión les había ocurrido estar tan vivos como en aquella, en que más bien parecían petrificados.
El Tuerto se movió ligeramente y con creciente ansiedad. Algo ocurrió entonces. El puerco espín había decidido que su enemigo se había ido. Lentamente, con gran cautela, comenzaba a desenroscar aquella bola que constituía su impenetrable armadura. No sentía ni el temblor de las dudosas esperanzas. Poco a poco, la erizada bola se iba estirando y enderezándose. El Tuerto, que lo observaba, sintió de pronto que la boca se le hacía agua y que babeaba involuntariamente, excitado por aquella carne viva que se ofrecía a su vista como un exquisito manjar.
No había aún acabado de desenroscarse del todo cuando el puerco espín descubrió a su enemiga. En aquel momento lo atacó la hembra de lince. El golpe que le asestó fue como un rayo. La garra encorvada, como la de un ave de rapiña, se clavó bajo el vientre del animal y con un movimiento de retroceso desgarró por completo la carne. Si el puerco espín no hubiera estado a medio desenroscar, o no hubiera descu­bierto a su enemiga una fracción de segundo antes de que le fuera asestado el golpe, la pata aquella habría herido sin recibir el menor daño, pero ahora, un movimiento de lado de la cola la llenó de afiladas púas al ser retirada.
Todo había ocurrido casi a la vez: el ataque, el contraa­taque, el grito de agonía del puerco espín y el chillido del gran felino, arrancado a este tanto por el dolor como por la sorpresa. El Tuerto casi se levantó impulsado por la excitación que sentía, tiesas las orejas, tiesa y tendida la cola que le tem­blaba. La ira se sobrepuso a todo lo demás en el lince hembra. De un furioso salto se arrojó sobre lo que había herido. Pero el puerco espín, chillando y gruñendo, con el cuerpo medio abierto y tratando de enroscarse débilmente para formar la bola que era su protección, sacudió de nuevo la cola, y de nuevo también se oyó el alarido de dolor y de asombro del felino. Enseguida retrocedió dando bufidos, estornudando, con la nariz cubierta de púas, como un monstruoso acerico*. Se esforzó en limpiarla de aquellos dolorosos dardos con las ga­rras, revolcó el hocico en la nieve, lo restregó contra renuevos y ramas; y todo esto, saltando continuamente, de frente, de lado, en todas las posiciones, en un frenesí de dolor y de miedo.
No cesaba de estornudar, y, con aquella especie de raigón* que tenía por rabo, se esforzaba en sacudirse con rápidos y violentos latigazos. Dejó al fin de cometer más grotescas rarezas y se quedó algo más apaciguada por unos minutos. El Tuerto la estaba observando. Y hasta no pudo reprimir un movimiento de sobresalto y que se le erizaran los pelos del lomo involuntariamente, cuando vio que de pronto daba un inesperado salto en el aire, al propio tiempo que lanzaba un prolongado y terrible chillido. Después salió disparada por el camino que él conocía dando saltos y chillando de nuevo a cada brinco.
Hasta que los gritos del felino, tras irse debilitando con la distancia, dejaron de oírse por completo, el Tuerto no se atre­vió a adelantarse. Andaba con tal cuidado y suavidad como si toda la superficie de la nieve estuviera alfombrada de púas de puerco espín, erizadas y a punto de clavarse en las partes blan­das de sus pies.
Al ver que se aproximaba, el puerco espín lo recibió con un furioso chillido y castañeteo de sus largos dientes. Había conseguido al fin enroscarse nuevamente hasta formar una bola; pero no era ya tan apretada como antes. Sus músculos estaban muy heridos para ello. Había quedado casi abierto en canal y continuaba sangrando abundantemente.
El Tuerto socavó en algunos sitios la nieve empapada en sangre, la mascó, la saboreó y acabó por tragársela. Esto le sirvió de aperitivo, y su hambre creció con ello extraordinariamente; pero era demasiado viejo y experto para olvidarse de toda prudencia. Esperó. Se echó y esperó, mientras el puerco espín rechinaba los dientes y alteraba los gruñidos y los sollo­zos con breves y penetrantes chillidos. Al cabo de un rato notó que las púas se iban inclinando hacia el suelo y que se iniciaba un temblor en el animal. El temblor cesó de pronto. Le siguió un castañeteo final de los dientes que parecía un reto. Luego, las púas fueron bajándose aún más, desfalleció el cuerpo y ya no se movió.
Encogida la pata y no sin cierto temor, el Tuerto tocó al puerco espín, lo estiró todo lo largo que era y lo puso boca arriba. No ocurrió nada. Indudablemente, estaba muerto. Se quedó observándolo un rato con gran atención, lo cogió entre los dientes con no menor cuidado y fue arroyo abajo, soste­niendo en parte, y en parte arrastrando, al puerco espín, tor­cida hacia un lado la cabeza para no pisar aquella espinosa masa. De pronto, se acordó de algo, dejó caer la carga y re­gresó trotando al lugar en que había dejado la perdiz de las nieves. No dudó un momento. Comprendía claramente lo que debía hacer y lo puso en práctica comiéndose rápidamente el ave. Luego se volvió y fue a recoger la otra pieza.
Cuando arrastró hasta el interior de la cueva el botín de aquel día de caza, la loba lo examinó, volvió hacia él el hocico y le lamió ligeramente el cuello. Pero un momento después lo estaba ya sacando de allí, lejos de los cachorros, con un gruñido que era menos áspero que de costumbre y que más tenía de disculpa que de amenaza. El miedo instintivo que le inspiraba el padre de sus hijos empezaba a disminuir. Él se portaba como debía portarse un padre que fuera lobo, no manifestando en lo más mínimo el limpio deseo de devorar aquellos tiernos seres que había traído al mundo.



III



El cachorro gris



Resultaba diferente se sus hermanos y hermanas. El pelo de estos acusaba ya aquel matiz rojizo he­redado de su madre la loba, mientras que él era el único que se parecía a su padre.
Era el cachorrillo gris de la manada. Representaba el lobo de pura cepa: en realidad, la imagen misma del Tuerto, en lo físico, con la única excepción de que él tenía dos ojos y su padre sólo uno.
No hacía mucho que los del cachorro gris se habían abier­to a la luz, cuando ya veían con toda claridad. Y mientras estaban aún cerrados, tanteaba, paladeaba y olía. A sus dos hermanos y a sus otras tantas hermanas los conocía perfecta­mente. Había empezado a retozar con ellos débil y torpemen­te, y hasta puede decirse que a reñir, pues en su tierna gar­ganta vibraba a veces un singular ruido como de carraspera -precursor del gruñido futuro- cuando estaba encolerizado. Y mucho antes de abrir los ojos conocía ya por el tacto, por el gusto y por el olfato a su madre. Ella tenía una lengua suave, acariciadora, que era como un calmante cuando se la pasaba por el delicado cuerpecillo, y le impulsaba a él a acu­rrucarse bien apretado contra el otro cuerpo, dormitando o durmiéndose del todo.
La mayor parte del primer mes de su vida la había pasado así, durmiendo; pero ahora, que veía bien, se quedaba des­pierto mucho más rato e iba aprendiendo a conocer su mundo mucho mejor. El mundo era lóbrego; pero él no lo había descubierto puesto que no sabía que existiera otro mejor. No gozaba más que de una luz opaca, pero sus ojos no habían tenido que acostumbrarse a otra. Su mundo era pequeñísimo. No tenía otros límites que las paredes del cubil. Pero como ignoraba todo acerca del ancho mundo que quedaba fuera, nunca sintió la opresión de los estrechos confines a que estaba reducida su existencia.
Sin embargo, muy pronto descubrió que una de aquellas paredes resultaba diferente de las demás. Era la boca de la cueva y el manantial de donde provenía la luz. Y averiguó esta diferencia mucho antes de que tuviera ideas propias y volicio­nes conscientes. Había constituido para él una atracción irre­sistible aun antes de que sus ojos se abrieran y pudiese mirar hacia allí. La claridad daba sobre sus cerrados párpados, y los ojos y los nervios ópticos habían vibrado en chispazos de luz de cálidos tonos y singularmente agradables. La vida de su cuerpo y de cada fibra del mismo, la vida que era como su propia sustancia corporal había deseado con ahínco esa luz y lo impulsaba hacia ella, de igual suerte que las sabias combi­naciones químicas de una planta impulsan a esta hacia el sol.
Al principio, antes de que comenzara a alborear su vida consciente, él se había acercado, arrastrándose, a la boca de la covacha. Y en ello había unanimidad con sus hermanos y hermanas. Nunca, en aquel período, se arrastró ni uno de ellos hacia los oscuros rincones de la pared posterior. La luz los atraía como si fueran plantas; la química de la vida, de la que eran ellos el compuesto, pedía luz como una necesidad del ser, y sus diminutos cuerpecillos de juguete se deslizaban ciega­mente, mejor químicamente, hacia ella.
Más tarde, cuando cada uno de ellos había ido desarro­llando ya su personalidad y llegaron a tener conciencia de sus impulsos y anhelos, la atracción de la luz aumentó. Continuamente bregaban por llegar a ella, y su madre tenía que retirarlos hacia el interior una y otra vez.
De aquella manera precisamente, el cachorro gris se enteró de otros de los maternos atributos, distintos de aquella lengua tan suave y tan calmante de la que hemos hablado. En su incesante arrastrarse hacia la luz, descubrió que su madre po­seía también una nariz que con un duro golpecito sabía ad­ministrarle un ligero castigo, y más adelante, que tenía una pata que lo aplastaba contra el suelo y lo hacía rodar luego repetidas veces con rápidos y bien calculados empujones. Así se enteró de que había cosas que hacían daño, y aprendió con ello a evitar dicho daño; en primer lugar, no incurriendo en el peligro de recibirlo, y en segundo, una vez que se había hecho acreedor al castigo, hurtando el cuerpo y retrocediendo. Eran estas ya acciones conscientes, resultado de las primeras ideas generales acerca del mundo. Antes se retiraba automá­ticamente de lo que le causaba dolor o molestia, como se había arrastrado, automáticamente también, hacia la luz. Des­pués se retiraba ya de lo que le causaba daño porque sabía, había llegado a comprender, que el daño era aquello.
El cachorrillo resultaba feroz. Y sus hermanos y hermanas no le iban a la zaga. Era de esperar. Al fin y al cabo, eran animales carnívoros, de casta acostumbrada a matar para tener carne y devorarla. Solo de ella vivían sus padres. La leche que mamó al comenzar su vida era producto, transformación di­recta de carne, y ahora, cuando el cachorro contaba un mes, cuando no había transcurrido más que una semana desde que se abrieron sus ojos, empezaba ya él mismo a comer también carne, medio digerida por la loba y ofrecida después a sus cinco hijos, que pretendían mamar con demasiada frecuencia.
Pero de todos ellos, el peor era él. Ninguno lo aventajaba en el fuerte tono de aquella especie de incipiente gruñido que emitían. Sus rabietas superaban siempre en mucho, por lo terribles, a las de los demás. Él fue el primero que aprendió a hacer rodar por el suelo a sus hermanos, de un zarpazo hábilmente dado; el que primero clavó los dientes en la oreja de uno de los otros y tiró de lo lindo hasta arrancarle un pedazo, gruñendo, mientras, entre los apretados dientes. Y en fin, él fue el que más trabajo le dio a la madre para evitar que toda la camada se le fuera a la boca de la cueva.
La fascinación que la luz ejercía en el cachorro gris fue aumentando de día en día. Continuamente andaba en busca de aventuras en el espacio de un metro que lo separaba de la entrada de la covacha, y continuamente había que retirarlo de nuevo. Solo que él ignoraba que aquello fuera una entrada. Ni siquiera sabía que hubiera algo de tal nombre que sirviera para pasar de un sitio a otro. No conocía ningún otro lugar más que aquel, y mucho menos que hubiera un modo de penetrar allí. Así, la entrada de la cueva no era para él más que otra pared..., una pared de luz. A semejanza de lo que el sol era para el que vivía fuera de allí, así aquel muro luminoso era para él el sol de un mundo. Le atraía como una vela encendida atrae a una mariposa nocturna. No cesaba de es­forzarse en alcanzarla. La vida, que tan rápidamente se desa­rrollaba en él, lo impulsaba hacia la luz, sabiendo que allí estaba la salida, el camino que debía pisar. Pero él mismo no sabía nada de todo esto, ni siquiera que lo exterior existiese.
Ocurría una cosa rara con aquel muro de luz. Observaba él que su padre -pues había llegado ya a reconocer a su padre como a otro habitante del mundo, como a un ser semejante a su madre, que dormía cerca de la luz y traía carne para comer- tenía la costumbre de penetrar en el distante muro blanco y desaparecer por él. El lobato gris no comprendía aquello. Aunque su madre nunca le hubiera permitido acer­carse a lo que él juzgaba pared, se había aproximado a las demás, encontrando siempre una dura obstrucción de dolo­rosas consecuencias para su tierno hocico. Aquello dolía, y así, tras diversas tentativas, decidió no intentar penetrar por las paredes. Sin detenerse a pensar en ello, dio por cosa averi­guada que el desaparecer a través de un muro era algo carac­terístico y privativo de su padre, como la leche y la carne medio digerida eran rasgos típicos de su madre.
En realidad, el cachorrillo no era muy propenso a pensar, o al menos a aquel modo de pensar que es habitual en los hombres. Su cerebro prefería para él otros oscuros caminos. Y sin embargo, las conclusiones a que llegaba eran tan claras y terminantes como las de los hombres mismos. Practicaba el sistema de aceptar las cosas sin preguntar el porqué y para qué. Nunca le preocupó el averiguar la razón de que una cosa ocurriera. Con saber cómo ocurría le bastaba. Así, cuando se golpeó la nariz varias veces contra la pared del fondo de la cueva, dio por decidido que él no podía pasar a través de los muros y desaparecer. De la misma manera admitió, en cam­bio, que su padre podía hacerlo; pero sin que le atormentara el deseo de averiguar a qué se debía esta diferencia entre los dos. La lógica y la física no figuraban en el caudal de sus conocimientos.
Como la mayor parte de los seres salvajes, no tardó en padecer hambre. Llegó un tiempo en que no solo cesó el suministro de carne, sino que hasta ni de los pechos de su madre brotaba la leche. Al principio, los lobeznos se limitaban a gimotear, a quejarse; pero por lo general lo que hacían era dormir. Al cabo de poco tiempo se hallaban ya en un estado comatoso debido al hambre. Se acabaron las riñas, las rabietas y los intentos de gruñir; cesaron los conatos de acercarse al consabido muro blanco en busca de aventuras. Los lobatos dormían mientras la lucecilla de su vida temblaba y se extin­guía.
El Tuerto estaba desesperado. Se dedicaba a batir el monte continuamente y en todas direcciones, durmiendo pocas veces en el cubil, en el que la desdicha y la tristeza imperaban ahora. Hasta la loba abandonó la camada saliendo en busca de carne. En los primeros días de la vida de sus hijos, el Tuerto había vuelto diversas veces al campamento indio para robar los co­nejos que caían en las trampas; pero con el deshielo, que dejó libres los arroyos, los indios habían levantado sus chozas, y aquel medio de procurarse provisiones se acabó para él.
Cuando el lobato gris pudo salir de aquel estado comatoso, volviendo a la vida y mostrando una vez más su interés por el muro de luz que tan lejano le parecía, se halló con que la población de aquel mundo suyo se había reducido mucho. Solo una hermana le quedaba. Los demás habían desaparecido.
Y cuando se encontró más fuerte, se vio obligado a jugar solo, porque la hermana no levantaba ya cabeza ni se movía. El cuerpecillo de él se iba redondeando con la carne que comía; pero para ella era ya demasiado tarde. No hacía más que dor­mir, convertida en débil esqueleto cubierto de piel, en que la llama de la vida ardía cada vez más baja hasta que al fin se apagó.
Luego llegó un día en que el lobato gris no vio más a su padre apareciendo o desapareciendo a través del muro de luz, ni echado, durmiendo en la entrada de la cueva. Ocurrió esto al final de una segunda temporada de hambre, menos dura que la primera. La loba sabía por qué razón no volvió más el Tuerto, pero no existía medio de explicarle al cachorro lo que ella misma había visto. Cazando sola en busca de carne, en la parte superior de la bifurcación del arroyo en que vivía el lince, había seguido la pista reciente del Tuerto, que solo da­taba del día anterior. Y allí, al final del rastro, lo halló, o mejor dicho, halló lo que de él quedaba. Se veían numerosas señales de batalla y de la retirada del lince a su cubil, no sin haber obtenido la victoria. Antes de marcharse, la loba había encontrado este cubil; pero por las señales comprendió que el lince estaba dentro y no se atrevió a aventurarse. Después de esto, cuando la loba cazaba, evitaba siempre aquella bifurca­ción izquierda del arroyo, porque sabía que en el cubil del lince había una camada de pequeñuelos, y que la madre era de genio feroz y una terrible luchadora. Para media docena de lobos no era nada el acorralar a uno de aquellos felinos hasta llegar a obligarlo a que se subiera a un árbol, furioso y con el pelo erizado; pero era muy distinto que un lobo solo tuviera que habérselas con él..., sobre todo sabiendo que tenía detrás a sus hijuelos hambrientos.
Pero la vida salvaje tiene sus exigencias, y la maternidad, siempre protectora allí y fuera de allí, también. Así, llegaría un tiempo en que la loba, sacrificándose por el cachorro gris, se arriesgaría a volver a aquel lugar donde entre las rocas tenía su cubil el lince, y desafiaría la ira del mismo.
IV
La muralla del mundo



Al llegar la época en que su madre comenzó a dejar abandonada la cueva para ir de caza, el cachorro había ya aprendido la ley que le prohibía acercarse a la entrada. Fue su madre la que le enseñó esta ley por medio de hocicadas y zarpazos, pero también en él mismo se fue desarrollando el instinto del miedo. Nunca, en su breve vida en la covacha, había hallado nada que pudiera inspirárselo, y, sin embargo, lo sentía. Le fue transmitido sin duda por herencia de remotos antepasados como algo característico de miles y miles de vidas anteriores. Llegó a él directamente por el Tuerto y la loba; pero ellos, a su vez, lo obtuvieron de generaciones enteras de lobos, desaparecidas ya. ¡El miedo! El legado del desierto, al cual no hay animal que pueda sustraerse ni cambiarlo por la sopa boba de la domesticidad.
Así pues, el lobato conocía ya el miedo, aunque no supiera en qué consistía en esencia. Probablemente lo consideraba como una de las restricciones maternales de la vida. Porque de que estas existían sí que estaba enterado. El hambre era para él algo bien conocido, y cuando no podía satisfacerla, se hallaba ante una de esas restricciones. La dura obstrucción de las paredes en la cueva, el rápido golpecito de la nariz de su madre o el otro, más duro, con que lo aplastaba su pata contra el suelo; las hambres ya mencionadas, que fueron muchas, le habían convencido de que no todo era libertad en el mundo, de que la vida tenía sus limitaciones, y estas eran leyes. Al obedecerlas, uno quedaba indemne de todo daño y tendía a procurarse la felicidad.
Él no razonaba de este modo, que es el que suelen emplear los hombres. Se limitaba a clasificar las cosas en dos grupos: el de las que dañan y el de las que no. Y siguiendo tal clasificación, evitaba las primeras, que suponían limitaciones y restricciones a fin de gozar de las satisfacciones de la vida. Así ocurrió que, obedeciendo la ley dictada por su madre y la otra que es hija de aquella cosa innominada e inexplicable que es el miedo, se mantuvo apartado de la boca de la cueva. Continuaba siendo para él un surco de luz. Cuando se hallaba ausente su madre, dormía la mayor parte del tiempo, y du­rante los intervalos en que estaba despierto, se mantenía muy quieto y callado, suprimiendo el gimoteo que pugnaba en su garganta por hacer ruido.
Una vez, mientras estaba echado y despierto, oyó un raro sonido en el muro blanco. No sabía que era producido por un glotón que estaba fuera, en pie, temblando de miedo y audacia al mismo tiempo y olfateando para averiguar el con­tenido de la cueva. El cachorro sabía únicamente que el rumor producido era raro, algo que él no había clasificado aún y, por tanto, algo desconocido y terrible, porque lo desconocido era uno de los principales elementos que constituían el miedo.
Al lobezno se le erizó el pelo de la espalda, pero se man­tuvo silencioso. ¿Cómo podía saber él que, ante aquello que estaba olfateando allá fuera, era muy justificado que sus pelos se erizaran? El hecho no era hijo de sus conocimientos, sino simplemente la visible expresión del terror que sentía y para cuya explicación no hallaba ningún antecedente en su vida.
Pero el miedo iba acompañado de otro instinto: tenía que esconderse. El cachorro estaba atemorizado, pero seguía in­móvil, sin producir el menor ruido, como si estuviera helado, petrificado, muerto según todas las apariencias. Cuando llegó su madre, gruñendo al olfatear las huellas del glotón, entró de un salto en la cueva, lo lamió y hociqueó con más vehe­mencia de lo acostumbrado y con mayor afecto. Y el lobezno comprendió entonces que, sin saber cómo, se había librado de un gran peligro.
Otras fuerzas operaban en el cachorro, y la mayor de ellas era el crecimiento. El instinto y la ley le exigían la obediencia. El crecimiento, por el contrario, lo impulsaba a desobedecer. Su madre y el miedo lo apartaban del muro blanco. Pero el crecimiento es la vida, y la vida está destinada a buscar siem­pre la luz. No había, pues, posibilidad de ponerle diques a aquella marea que iba subiendo... subiendo a cada bocado de carne que engullía, cada vez que respiraba. Al fin, un día, el miedo y la obediencia fueron barridos por la oleada invasora, y el cachorro se dirigió, tambaleándose y arrastrándose, hacia la entrada.
Al revés de lo que le ocurría con las demás paredes que le eran conocidas, aquella parecía retroceder a medida que él se acercaba. No encontró ninguna superficie dura que chocara con su tierna naricilla, que él iba adelantando en un tanteo constante. La sustancia de que estaba constituido el muro pa­recía tan penetrable y dócil como la luz, aunque a sus ojos tuviera aquello una apariencia dura. Así pues, entró en lo que antes no había sido para él más que una pared y se bañó en la sustancia que lo componía.
Era para desconcertar a cualquiera. Su cuerpo se arrastraba a través de algo sólido. Y a cada paso, la luz se hacía más clara. El miedo lo impulsó a retroceder; pero la otra fuerza, la que le daba su crecimiento, lo obligó a ir hacia delante. De pronto se halló en la boca misma de la cueva. Aquella pared dentro de la cual creía encontrarse saltó de pronto, ante sus ojos maravillados, a una distancia inconmensurable. La luz se había vuelto tan brillante que le impresionaba dolorosamente. Quedó deslumbrado. Al propio tiempo se sintió mareado por la tremenda extensión del espacio que tenía ante él. Auto­máticamente, su vista se iba adaptando a la claridad, iba en­focando los objetos que estaban a mayor distancia de la acos­tumbrada. Si al principio le pareció que la pared saltaba más allá de su campo visual, volvía ahora a verla, pero muy lejana. También había cambiado su aspecto. Ahora era un muro abi­garrado, compuesto de árboles que bordeaban un arroyo, el opuesto monte que se elevaba por encima de los árboles y el cielo que dominaba el monte.
Se apoderó de él un miedo horrible. Aquello era una parte más de lo terriblemente desconocido. Se agachó en el borde mismo de la entrada y miró hacia el vasto mundo. Lo temía porque le era desconocido y, sin duda, hostil. Se le erizó el pelo de la espalda y encogió los labios débilmente en un co­nato de gruñido que él hubiera deseado que fuera feroz, ate­rrador. A pesar de su pequeñez y del temor que experimentaba aquel gruñido, constituía todo un reto y una amenaza al mundo.
No ocurrió nada. Siguió observando, y el mismo interés que puso en ello le hizo olvidarse de gruñir de nuevo. Tam­bién se olvidó de todo temor. Aquella vez, la fuerza del crecimiento se había impuesto al miedo, convirtiéndose, al fin, en oscuridad. El cachorro comenzó a fijarse en todo lo que lo rodeaba: una parte del arroyo cuya corriente brillaba al sol; el pino tronchado por el viento que se mantenía aún al borde del ribazo mismo, que subía hasta donde él se hallaba y se interrumpía de pronto a medio metro de la boca de la cueva en que estaba agachado. Pero el lobezno gris siempre había vivido en suelo llano. Jamás sintió hasta entonces el dolor que produce una caída. Incluso ignoraba lo que podía ser. Así se atrevió a echar a andar dando un paso en el aire. Pero sus patas posteriores se apoyaban aún en la entrada de la covacha, y lo que hizo fue irse de cabeza hacia abajo. La tierra le dio tal golpe en el hocico que le arrancó un gruñido. Luego co­menzó a rodar por el ribazo. El terror que se apoderó de él fue indescriptible. Al fin había caído en las garras de lo des­conocido y allí se mantenía esperando aún daños más terribles. El poder del crecimiento había sido vencido esta vez por el miedo, y el lobato chilló y gimoteó, atemorizado como. un cachorrillo recién nacido.
Bien diferente era su posición de aquella en la que, helado de terror, seguía agachado mientras lo desconocido lo acechaba de lejos. Ahora lo tenía ya cogido fuertemente. De nada le serviría guardar silencio. Por otra parte, lo que sentía no era ya simplemente el miedo de antes, sino verdadero horror con­vulsivo.
Pero el ribazo se había vuelto menos pendiente, y su base estaba cubierta de hierba. Disminuyó la velocidad de la caída. Cuando al fin el lobato se detuvo, lanzó un último aullido de agonía, al que siguió un largo y lloroso lamento. Además, y como la cosa más natural del mundo -durante su vida había procedido mil veces a otros tantos aseos semejantes-, co­menzó a lamerse para quitarse de encima la arcilla seca que manchaba su piel.
Después se sentó sobre las patas posteriores y observó a su alrededor como lo hará el primer hombre que logre poner su pie sobre el planeta Marte. El cachorro acababa de atravesar la muralla del mundo, había escapado de las garras de lo des­conocido y estaba completamente ileso. Pero el primer hom­bre que pise el planeta Marte no se hallará, sin duda, tan fuera de su centro como lo estaba él. Sin el menor conoci­miento previo, sin saber que tal cosa podía existir, se halló de pronto convertido en el explorador de un mundo totalmente nuevo.
Ahora que lo desconocido, lo terriblemente desconocido, acababa de dejarlo libre, no se acordaba ya de los terrores pasados. No sentía más que una gran curiosidad hacia todas las cosas que lo rodeaban. Examinó la hierba que crecía a sus pies; el musgo que descubrió más allá; el seco tronco del pino tronchado que se elevaba al borde de un claro entre los ár­boles. Una ardilla que correteaba chocó con él y lo asustó. Se acurrucó enseguida y le gruñó. Pero la ardilla también recibió un susto considerable. Se subió al árbol inmediatamente y, desde aquella respetable distancia, le contestó furiosa.
Esto contribuyó a dar ánimos al lobezno, y aunque el pájaro carpintero que encontró luego no dejó de sobresaltarle, siguió confiadamente su camino. Tanta era su confianza, que al hallarse con otro pájaro de regular tamaño que tuvo el atrevimiento de acercarse a saltos, le echó la zarpa con ganas de jugar. El resultado fue un fuerte picotazo en la nariz que le hizo acurrucarse y chillar. El ruido produjo tal efecto en el pájaro, que levantó el vuelo huyendo del peligro.
El cachorro iba aprendiendo. Su inteligencia, envuelta aún en nieblas, había formado ya una clasificación inconsciente. Existían cosas de dos clases: unas vivas y otras que no lo estaban. También averiguó que tenía que andar ojo alerta con las cosas vivas. Las otras estaban siempre quietas en un mismo sitio; pero las vivas se movían, y nunca se tenía la seguridad de lo que harían. Lo que de ellas podía esperarse era preci­samente lo inesperado, y era necesario estar prevenido.
Andaba muy torpemente, chocaba por todas partes con palos y maleza. A lo mejor, una ramilla que él creía que estaba muy lejos se doblaba al cabo de un instante y le sacudía el hocico o las costillas. En el suelo había también grandes de­sigualdades. A veces daba un paso demasiado largo y se caía de hocicos. Otras, el paso era corto, y el golpe lo recibía en los pies. Había también guijarros y pedruscos que daban me­dia vuelta en cuanto él los pisaba; y de ello dedujo que las cosas que no estaban vivas no gozaban siempre de aquel per­fecto equilibrio que había en su cueva, y también que las más pequeñas de ellas se caían o se tambaleaban con más facilidad que las grandes. Pero con cada contratiempo aprendía algo. Cuanto más andaba, mejor lo iba haciendo. Iba aprendiendo a calcular los movimientos de sus propios músculos; a saber lo que era o no era capaz de hacer; a medir las distancias entre los objetos y entre estos y él mismo.
La suerte lo protegió como suele hacer con los novatos. Había nacido carnívoro y debía procurarse el alimento por medio de la caza, aunque él no lo supiera. Y fue precisamente a caer sobre la carne en su primera correría por el mundo. El azar, el puro azar, lo llevó a encontrarse con un recóndito nido de perdices blancas. Mejor dicho: se cayó dentro. Inten­taba caminar por el derribado tronco de un pino. La carco­mida corteza se le hundió bajo los pies y, dando un deses­perado gañido, fue rodando por la curva del tronco y se cayó entre las ramas y hojas de unas matas hasta tocar el suelo. Se levantó en medio de siete diminutos perdigones*.
Estos se alborotaron. Armaron tanto ruido que al principio les tuvo miedo. Luego observó su pequeñez y fue cobrando ánimo. Se movían. A uno le puso la pata encima y los movimientos no hicieron más que acelerarse. Aquello le encantó y lo encontró divertidísimo. Olfateó al perdigón. Lo cogió después con la boca. La pobre avecilla se agitaba y le hacía cosquillas en la lengua. Al mismo tiempo, el lobezno notó la sensación de hambre. Sus quijadas se cerraron. Crujieron los frágiles huesecillos de la víctima y por la boca del lobezno corrió la sangre. El sabor era agradable. Aquello era carne, justo lo que su madre le daba, solo que la tenía viva entre sus dientes, y por tanto era mejor. Así pues, se comió al per­digón. Y no paró hasta que no quedó nada de él. Entonces se relamió las fauces, como le había visto hacer a su madre, y salió de las matas arrastrándose.
Tropezó enseguida con un verdadero torbellino de plumas, se quedó confundido y ciego por el ímpetu de la acometida y por los furiosos aletazos que recibía. Escondió la cabeza entre las patas y prorrumpió en gruñidos. La madre de los perdi­gones estaba furiosa. Entonces, él se enojó también. Se levantó gruñendo y contestó al ataque a zarpazos. Sus finos dientecillos se hundieron en una de las alas del ave, tiró de ella y desgarró cuanto pudo. La perdiz se defendió dándole repetidos golpes con el ala que le quedaba libre. Aquella fue la primera batalla del cachorro. Se sentía tan orgulloso de ello que se olvidó por completo del temor a lo desconocido y hasta de lo que era el miedo. Luchaba, luchaba con algo vivo que podía destrozar y que le contestaba a golpes. Además, aquello era carne, y en él se despertó el deseo de matar. Ya antes había destruido cosas vivas pero pequeñas; ahora destrozaría una de las mayores. Tan atareado y tan feliz se sentía que ni se daba cuenta de su misma felicidad. Temblaba de alegría al ver que iba pe­netrando triunfante por senderos nuevos para él y mucho más importantes de los que ya conocía.
Siguió con los dientes clavados en el ala y, sin soltar la presa, gruñó una vez más. La perdiz lo arrastró entonces fuera de las matas. Cuando se volvió e intentó llevarla de nuevo hacia ellas para protegerse, fue él quien la apartó de allí de un tirón y la obligó a salir del campo abierto. Y entretanto, su presa armaba el mayor ruido que podía, no cesaba de gol­pearle con el ala que le quedaba libre, y a su alrededor las blancas plumas flotaban en el aire como si fueran copos de nieve. La excitación del lobezno era tremenda. Bullía en él toda la sangre de su raza luchadora. Aquello era realmente vivir, aunque él lo ignoraba hasta entonces. Estaba represen­tando el papel que le correspondía en el mundo, aquel para el cual fue creado: el de un carnívoro que tiene que luchar, sostener una batalla, para obtener su carne. Justificaba su razón de ser, y no hay cosa que aventaje a esto, porque la vida llega a su más alto punto cuando realiza, con todas las fuerzas de que se es capaz, aquello para lo cual se le dieron cuantos medios necesitaba.
Al cabo de un rato, la perdiz dejó de luchar. Él continuaba teniéndola cogida por el ala, y ambos se hallaban tendidos en el suelo y mirándose. El ave le dio un picotazo en la nariz, y ya sabía él por su anterior aventura lo que esto duele. Par­padeó pero siguió sin soltarla. Volvió a picotearle ella, y en­tonces el parpadeo fue pronto sustituido por los gemidos. Tra­tó de apartarse del ave retrocediendo, sin pensar en que, por el mero hecho de no soltar su presa, la arrastraba consigo al recular. Una verdadera lluvia de picotazos cayó sobre su propia nariz, muy maltrecha ya. La marejada que hervía en su sangre sufrió un bajón tremendo, y el lobezno abandonó la presa, dio media vuelta y puso pies en polvorosa, a través de un claro del bosque, ignominiosamente derrotado.
Se tendió a descansar al otro lado del claro, cerca de un borde de arbustos, con la lengua colgando, anhelante el pecho, dolorida aún la nariz y continuando por tal causa el gimoteo. Pero mientras estaba echado, experimentó de pronto la im­presión de que algo terrible lo amenazaba. El terror a lo des­conocido volvió a apoderarse de él, y encogido, acurrucándose, buscó instintivamente el amparo de la maleza. Al momento se sintió azotado por una ráfaga de aire, y un gran cuerpo alado voló siniestro sobre él y pasó en silencio. Un halcón descendiendo como una flecha desde el espacio azul acababa de errar el golpe que contra él iba dirigido y que a punto estuvo de que acertara.
Mientras el lobato se quedaba echado entre las matas y mirando a todos lados con azoramiento, la perdiz madre, al otro lado del claro del bosque, revoloteaba agitadamente fuera del nido destruido. La pérdida sufrida la hacía indiferente a todo lo demás, y por ello no se fijó en aquella flecha con alas que cruzaba el espacio. Pero el lobato pudo ver, y el verlo le sirvió de aviso y de lección, cómo calaba de nuevo el halcón. Observó el breve roce que producía en el cuerpo de la perdiz, lo que le arrancó a esta un ronco alarido, y luego vio cómo se elevaba nuevamente el ave de rapiña, perdiéndose en el azul del cielo y llevando consigo a su presa.
Mucho tiempo transcurrió antes de que el cachorro aban­donara el amparo de la maleza. Había aprendido grandes co­sas. Las cosas vivas eran carne. Servían para comer y sabían bien. Asimismo, las mayores de ellas, cuando tenían el tamaño suficiente, podían causar daño. Era preferible comerse las pe­queñas como los perdigones, y no meterse con las mayores como las perdices madres. Sin embargo, le aguijoneaba el am­bicioso y ruin deseo de sostener otras batallas con aquella per­diz, solo que no podía ser porque a aquella se la había llevado el halcón. Pero acaso hubiera otras. Iría a ver si encontraba alguna.
Bajó por un cerro hasta un arroyo. Nunca había visto antes el agua. Parecía que allí podía afirmarse bien el pie. La superficie era lisa, sin desigualdades. Fue a pisarla audazmente, y se hundió, lloriqueando de miedo, en los brazos de lo des­conocido. Aquello estaba muy frío, y el cachorro boqueó, re­sollando precipitadamente. Entonces fue el agua la que llegó hasta sus pulmones, en vez del aire que, en circunstancias normales, acompañaba constantemente el acto de la respira­ción.
El ahogo que sintió al momento fue para él como las ansias de la muerte. Y la muerte, verdaderamente, es lo que le pareció que significaba. No la conocía de un modo real mente consciente, pero, como todo animal salvaje, poseía el instinto de la muerte. Se le presentaba como el mayor de los daños posibles. Era la esencia misma de lo desconocido; la suma de los terrores que él causaba; la culminante, la incon­mensurable catástrofe que podía ocurrirle, acerca de la cual nada sabía en concreto, aunque todo fuera de temer.
Volvió a la superficie y el aire refrescó su abierta boca. No se hundió ya más. Como si fuera en él costumbre de largo tiempo establecida, alargó las patas, comenzó a golpear con ellas el agua y, en suma, a nadar. La orilla más cercana distaba de él menos de un metro, pero como había vuelto a la su­perficie del agua de espaldas a ella, lo primero que vieron sus ojos fue la orilla opuesta, e inmediatamente nadó hacia allí. El arroyo no era grande, pero en su centro se hacía mas pro­fundo, formando una lengua cuyo fondo estaría a unos cinco o seis metros. A la mitad, la corriente arrebató al lobezno llevándolo consigo hacia el sitio donde terminaba la laguna y el agua corría con fuerza, como una catarata en miniatura. Si antes estaba quieta, ahora se había alborotado de pronto. Era imposible nadar allí. Unas veces el cachorro se iba al fondo y otras flotaba en la superficie. Tanto en uno como en otro caso, el agua lo sacudía violentamente, haciéndolo girar sobre sí mismo o lanzándolo contra alguna roca. Y a cada choque, el lobato daba un gañido. Su curso podía seguirse contando el número de estos, pues cada uno representaba una roca de las que iba encontrando.
Más abajo de aquella corriente venía otra laguna, y allí el reflujo lo llevó suavemente a la orilla y lo depositó con igual suavidad sobre un lecho de guijarros. Loco de alegría, se arrastró por ellos hasta salir por completo del arroyo, y se echó sobre la tierra. Acababa de aprender algo más acerca del mun­do. El agua no era una cosa viva; pero se movía. También parecía muy sólida, tan sólida como la tierra, pero carecía por completo de solidez. La consecuencia que dedujo fue que las apariencias de las cosas engañan a veces. Aquel miedo que él sentía hacia lo desconocido era el recelo que había heredado de sus antepasados, y esta desconfianza quedaba ahora robus­tecida por la experiencia. En adelante, cuando se tratara de juzgar las cosas, no se fiaría él así como así por su apariencia; hasta que no conociera bien en qué consistía realmente su naturaleza.
Otra aventura le esperaba aquel día. Había recordado que en el mundo estaba también su madre. Y entonces empezó a sentir que la necesitaba más que todas las cosas de este mundo. No solo su cuerpo estaba fatigado por las aventuras que había ya corrido, sino que hasta su cerebro sentía igual can­sancio. Jamás había trabajado tanto como aquel día. Además, tenía sueño. Así pues, se puso en marcha en busca de la cueva y de su madre, sintiéndose invadido por una opresiva impre­sión de soledad y de impotencia. Se arrastraba entre unos arbustos cuando oyó un grito agudo, terrorífico. Algo amari­llento pasó como un rayo delante de sus ojos. Era una co­madreja* que huía de él precipitadamente. Como se trataba de una cosa viva de diminuto tamaño, no se asustó. Luego, casi a sus pies, vio algo vivo también, pero más diminuto aún, pues solo medía unas pocas pulgadas: una comadreja muy joven que, a semejanza de él, se había lanzado con patente desobediencia a correr aventuras. El animalito trató de retro­ceder.
El lobato lo revolcó de un zarpazo, arrancándole un raro y desagradable chillido. Un momento después, aquella cosa amarillenta, veloz como el rayo, volvía a aparecer ante los ojos del cachorro. Este oyó de nuevo el grito terrorífico, y en el mismo instante recibió un duro golpe en un lado del cuello y sintió cómo se hundían en su propia carne los agudos dien­tes de la comadreja madre.
Mientras él latía y gimoteaba, forcejeando y retrocediendo a la vez, vio cómo ella saltaba sobre su pequeñuelo y, cogién­dolo, se lo llevaba a esconderlo entre la cercana y apiñada maleza. La herida que aquellos dientes habían producido al lobezno le dolía aún; pero más le dolía la herida que acababa de recibir en su amor propio, y así se sentó en el suelo llo­riqueando débilmente. ¡Una bestezuela tan chiquita y, sin em­bargo, tan feroz! Aún le quedaba a él por aprender que, a pesar de lo escaso de su tamaño y de su peso, la comadreja era uno de los más fieros, vengativos y terribles de cuantos animales matan en los sitios salvajes y desiertos. Pero pronto pudo adquirir por experiencia una parte de esos conocimien­tos.
Estaba aún lloriqueando y gimiendo cuando la comadreja madre volvió a aparecer en escena. No lo embistió esta vez, pues su pequeñuelo se hallaba ya a salvo. Se acercó más cautelosamente, y el cachorro pudo observar entonces su delgado y serpentino cuerpo, su cabeza erguida, vivaracha y digna tam­bién de ser comparada a la de una serpiente. Su agudo y amenazador grito erizó todos los pelos del lomo del lobato, aunque él le contestara también gruñendo con aire de ame­naza. Ella se acercó cada vez más. Dio un salto, más rápido que la inexperta vista de su enemigo, y el delgado y amari­llento cuerpo desapareció por un momento del campo de vi­sión del cachorro. Un instante después la tenía encima, sobre su cuello, con los dientes hundidos en su peluda piel y en su carne.
Al principio, él se limitó a gruñir y a luchar con ella; pero como el lobato era tan joven y aquel el primer día que pasaba realmente en el mundo, su gruñir se fue convirtiendo en ge­mido y su lucha en conato de huida. La comadreja no soltó ni un momento su presa. Allí se quedó colgando del cuello, y esforzándose en hundir más y más los dientes hasta que llegaran a la gran vena en que hervía la sangre de la cual dependía la vida del cachorro. La comadreja era una gran bebedora de sangre, y su mayor placer consistía en beberla desde la fuente misma de la vida.
El lobezno gris hubiera muerto indefectiblemente, y no habría ya posibilidad de escribir historia alguna acerca de él, si no se hubiera presentado entonces, saltando a través de la espesura, la loba, su madre. La comadreja soltó al cachorro al verla y se lanzó como un rayo a la garganta de su nueva enemiga, errando el golpe pero quedando cogida de una qui­jada, en vez de lograr lo que quería. La loba sacudió la cabeza con el rápido movimiento del que hace restallar un látigo, desgarrando el sitio en que había hecho presa la comadreja y lanzándola por los aires a regular altura. Y mientras estaba en el aire, se cerró sobre el delgado y amarillento cuerpo la boca de la loba y la comadreja murió entre sus dientes.
El cachorro recibió entonces las mayores muestras de afec­to de su madre. La alegría de esta al encontrarlo aún superaba a la de él al verse hallado. Hociqueó y acarició a su pequeño lamiéndole las heridas que le había causado la comadreja. Lue­go, entre la madre y el hijo se comieron a la terrible bebedora de sangre. Después fueron a la cueva y se durmieron.



V
La ley de la carne



El cachorro iba desarrollándose rápidamente. Descansó durante dos días y luego se arriesgó a salir nueva­mente de la cueva. En esa ocasión se encontró con la comadreja pequeñuela cuya madre había él ayudado a devorar, y tuvo buen cuidado de que la hija siguiera el mismo camino. Pero en esta correría no se perdió como en la otra. Cuando se halló muy fatigado, supo volver a su covacha y dormir en ella. Y después de esto, no hubo día en que no saliera de su escondrijo y fuese extendiendo más su radio de acción.
Comenzó por medir bien sus fuerzas y su inherente de­bilidad, procurando ser audaz o cauto según le conviniese en el momento oportuno. Lo que creyó más práctico fue mostrarse cauto siempre, exceptuando solo aquellos raros momen­tos en que, seguro de su propia intrepidez, se dejaba llevar por pasajeras rabietas o codiciosos impulsos.
Se ponía hecho una furia cada vez que tropezaba con al­guna perdiz de las nieves que andaba perdida. No dejó nunca de contestar airado y ferozmente a la charla de aquella misma ardilla que encontró antes en el derribado pino. Solía enfu­recerse también hasta lo indecible al encontrarse con cualquier pájaro de la misma especie de aquel que se había tomado la libertad de darle un picotazo en la nariz, cosa que no olvidó nunca.
Pero ocasiones había en que estos mismos pájaros lo de­jaban indiferente. Solía ocurrir cuando sentía la impresión de hallarse en peligro por culpa de algún otro merodeador que iba en busca de carne. No se borraba de su memoria el re­cuerdo del halcón, y la sombra que cualquiera de ellos pro­yectaba al cruzar los aires lo obligaba indefectiblemente a ocul­tarse entre la maleza. No se arrastraba ya para andar ni se tambaleaba, sino que iba aprendiendo aquella marcha especial de su madre, que parecía deslizarse furtiva, como sin esfuerzo alguno, pero que avanzaba con una rapidez que era imposible de alcanzar y que resultaba casi imperceptible.
En el hallazgo de la carne, la suerte se mostró con él más favorable al principio que después. Los siete perdigones del nido y la comadreja chiquita constituían todo el botín que había logrado recoger. Su deseo de matar fue aumentando de día en día, el hambre lo acuciaba a soñar en apoderarse de la ardilla que tan volublemente charloteaba, contándoles a cuan­tos seres salvajes se albergaban allí la proximidad del lobato. Pero cuando los pájaros volaban por los aires y las ardillas trepaban a los árboles, lo único que el cachorro podía hacer era acercarse a una de ellas, arrastrándose y sin ser visto, mien­tras se hallaba en el suelo.
Al lobezno, su madre le inspiraba un gran respeto. Ella sí que podía procurarse carne, y nunca dejaba de traerle su ra­ción. Además, no le temía a nada. No se le ocurría que su falta de miedo era hija de la experiencia y de los conocimien­tos adquiridos. El efecto que a él le producía era una gran impresión de fuerza, de poder. Su madre representaba para él el poderío, y a medida que iba creciendo, lo sentía en los duros avisos que le daba a zarpazos. Al mismo tiempo que las hocicadas con que le reprendía al principio eran sustituidas por dentelladas. También por ello respetaba a su madre. No tenía más remedio que obedecerla, porque a esto lo obligaba, y cuanto mayor se iba haciendo él, mayor era también el mal genio que ella mostraba.
Llegó de nuevo el hambre, y el cachorro, que tenía ya más clara conciencia de las cosas, sintió su tortura. La loba se iba quedando demacrada en la continua búsqueda de la carne. Apenas si dormía ya en la cueva; la mayor parte de su tiempo lo empleaba en cazar, pero sin éxito. No fue muy prolongada el hambre, pero sí durísima. El cachorro no obtuvo ni una gota de leche de su madre y tampoco podía devorar ni un bocado de carne.
Si antes cazó por juego, meramente por el placer que esto le proporcionaba, ahora lo hizo con ansias, ansias mortales, y no halló nada absolutamente. Y sin embargo, el fracaso mismo aceleró su desarrollo. Estudió más cuidadosamente las costum­bres de las ardillas y se esforzó en desplegar mayor habilidad para acercarse a ellas y cogerlas por sorpresa. Se dedicó a ob­servar también a los musgaños* e intentó sacarlos de sus ma­drigueras. Aprendió igualmente infinidad de cosas relativas a costumbres de los pájaros, por ejemplo, de los picoverdes. Y llegó ya un día en que el vuelo de la hembra del halcón dejó de impresionarle. Ya no huía agachado para ocultarse entre la maleza. Era ya más fuerte, avisado y se sentía más seguro de sí mismo. Por otra parte, estaba furioso. Así pues, se sentó sobre sus cuartos posteriores de modo muy visible en un es­pacio completamente despejado, y desafió al halcón a que ba­jara del alto cielo. Porque sabía que aquello que flotaba en la azul esfera era carne, la carne que su estómago reclamaba con tanta insistencia. Pero el halcón no quiso descender y aceptar el combate, y el cachorro volvió a arrastrarse ocultándose entre las matas para lloriquear allí amargamente su desengañó y su hambre.
Su madre lo interrumpió. La loba trajo, al fin, carne. Era una carne rara, diferente de cualquier otra que hubiera traído antes: un lince algo crecido ya, como el lobato, pero de menor tamaño que él. Y podía comérselo entero. Su madre, la loba, acababa de saciar su hambre sin necesidad de tocarlo; pero no sabía que la satisfizo devorando a los hermanos del que traía, como también ignoraba toda la desesperada audacia de su proeza. Solo sabía que aquel pequeñuelo de aterciope­lada piel era carne, así que se lo comió y a cada nuevo bocado se iba sintiendo más feliz.
Un estómago satisfecho conduce a la pereza, y el ahíto cachorro se tendió en la cueva, durmiéndose arrimado a su madre. No tardó en despertarlo un gruñido de ella. Jamás la había oído gruñir de tan terrible modo. Tal vez aquel fue el más terrorífico de cuantos gruñidos lanzó la loba en toda su vida. No le faltaba razón para ello, y esto nadie podía saberlo mejor que la misma loba. No se destruye impunemente a una camada de linces. A plena luz de la tarde, agachada frente a la boca de la covacha, el cachorro vio a la madre del lince pequeño que él había devorado. Al verla se le erizaron todos los pelos del lomo. Aquello sí que daba miedo, y no necesitaba que su instinto le revelara lo que significaba. Por si no bastaba la simple visión, el rabioso grito de la intrusa, que empezó en gruñido y se elevó de pronto hasta llegar a ser ronco chillido, anunciaba claramente sus intenciones.
El lobezno se sintió aguijoneado por sus ansias de pelea y, poniéndose en pie, gruñó también valerosamente y se co­locó al lado de su madre. Pero se vio rechazado ignominiosamente por ella, que lo obligó a ponerse detrás. A causa de lo bajo del techo de la entrada de la covacha, no pudo el lince hembra saltar adentro, y cuando quiso precipitarse allí arras­trándose, la loba se echó encima de un brinco y la dejó como clavada en el sitio. El lobato no vio gran cosa de la batalla que se verificó entonces. Sonó un gruñido tremendo, y luego bufidos de rabia y chillidos. Las dos fieras lucharon encarni­zadamente: el lince hembra con uñas y dientes, y solo con los dientes la loba.
De pronto, el cachorro dio un salto y hundió sus dientes en una de las patas posteriores del lince. Se aferró allí, sin soltar, colgándose y gruñendo furiosamente. Aunque lo ignoraba, el peso de su cuerpo paralizó la acción de aquella pierna y con ello le ahorró a su madre trabajo y daño. Uno de los incidentes de la lucha le hizo ir a parar bajo las dos comba­tientes, con lo que, sintiéndose aplastado por sus cuerpos, tuvo que soltar su presa. Un momento después se separaban las dos madres, y antes de que volvieran a agarrarse, el lince hembra le tiró un zarpazo tremendo al lobezno, desgarrándole un hombro hasta llegar al hueso y obligándolo a refugiarse, dando tumbos contra una de las paredes de la cueva. Al ruido que producían las dos luchadoras fueron a unirse entonces los agu­dos alaridos de dolor y de miedo que lanzaba el cachorro. Pero el combate duró tanto, que tuvo tiempo de que se le acabaran las ganas de quejarse y sintiera renacer en él el pasado impulso de valor, con lo que al llegar el fin de la batalla, estaba ya colgado otra vez de una de las patas traseras de la intrusa fiera y gruñendo furiosamente entre dientes.
El lince hembra había muerto. Pero la loba estaba exte­nuada, enferma. Lo primero que hizo fue acariciar al cachorro y lamerle la herida; pero la sangre que había perdido se llevó consigo toda su fuerza, y durante un día y una noche per­maneció tendida junto al cuerpo de su enemiga, inmóvil, res­pirando apenas. Una semana estuvo sin salir de la cueva, salvo para ir en busca de agua con la que calmar su sed, y aun entonces lo hacía con gran dificultad, andando lentamente, con el cuerpo dolorido. Tiempo después devoraron el lince hembra. Las heridas de la loba no cicatrizaron lo suficiente para que pudiera dedicarse como antes a ir en busca de nueva carne.
El cachorro apenas podía mover el hombro, que le dolía mucho, y por algún tiempo tuvo que andar cojeando, por culpa de aquel terrible zarpazo que había recibido. Pero el mundo parecía ahora cambiado. Iba por él con mayor con­fianza y seguridad, con la impresión de haber realizado una proeza, impresión que no sentía antes del pasado combate. Acababa de ver la vida en su aspecto más feroz, había luchado, hundido los dientes en la carne de una fiera, y aún estaba vivo. Y por todo ello andaba con mayor gallardía y desem­barazo, con cierto aire de reto que resultaba nuevo en él. Ya no temía a las cosas de escaso tamaño e importancia, y buena parte de su timidez había desaparecido, aunque nunca dejara de atormentarlo y oprimirlo con sus misterios y sus terrores lo desconocido, intangible siempre y siempre amenazador. Comenzó a acompañar a su madre en la caza, viendo y aprendiendo mucho sobre cómo había que actuar para pro­curarse carne, y en aquella acción él también tenía asignado su papel. A su modo, más o menos confusamente, aprendió la ley propia de la carne. Había dos clases de vida: la de los seres de su propia especie y la de los demás. Entre los primeros iban incluidos su madre y él. La otra especie comprendía todas las cosas vivas que se movían. Pero esta especie a su vez se dividía en dos: unos eran animales que no mataban o lo ha­cían en escasas ocasiones, y, sin embargo, su carne surtía a otras especies; otros eran los que cazaban y subsistían gracias a los lobos y a otros animales. Y de esta clasificación surgía por sí misma la ley. El objeto, el fin de la vida, era la carne. La vida misma era carne. La vida vivía de la vida. Unos co­mían y otros eran comidos. La ley consistía, pues, en eso: come o sé comido. No llegó él a formular esta ley en términos precisos, exactos, sacando después consecuencias. Ni siquiera pensó mucho en ella: se limitó a vivirla, sin quebrarse la ca­beza en averiguaciones.
A su alrededor, la ley se ponía en práctica a cada mo­mento. Él se había comido los perdigones que encontró. El halcón hizo lo mismo con la madre, y por su gusto se lo habría tragado a él. Cuando él adquirió más fuerza, quiso comerse al halcón, y desde luego se comió al lince pequeño. La madre de este lo hubiera devorado a él si no llega a ser ella la devorada. Él mismo actuaba conforme a la ley, también él era un asesino. Su único alimento era la carne, la carne viva, que huía de él corriendo, volando, trepando a los árboles o escondiéndose bajo la tierra. A veces le hacía frente y lu­chaba con él, o invertía los términos y se convertía de per­seguida en perseguidora y le obligaba a emprender la huida.
Si el lobezno hubiera discurrido del modo que suelen ha­cerlo los hombres, podía haber sacado la conclusión de que en la vida no hay más que voraz apetito. Se persigue o se es perseguido, se caza o se es cazado, se come o se es comido. Y todo en medio de la mayor confusión y ceguedad, violenta y desordenadamente, constituyendo un caos de glotonería y de matanzas, que procede al azar, sin piedad, sin plan, inde­finidamente.
Pero el cachorro no pensaba como piensan los hombres. No podía abarcar amplios conjuntos. Tampoco era capaz de tener al mismo tiempo más de una idea o un deseo. Además de la ley de la carne, había miles y miles de leyes de menor importancia que tenía que aprender también y obedecer.
El mundo estaba lleno de sorpresas. La actividad de su propia vida, el libre juego de sus músculos, constituían para él una continua felicidad. Ir en busca de la carne que necesitaba le proporcionaba nuevas excitaciones y motivos de en­greimiento. Sus cóleras pasajeras y sus batallas eran otros tan­tos placeres. El mismo terror y el misterio de lo desconocido lo ayudaban a vivir.
Y luego todo aquello no dejaba de proporcionarle su parte de bienestar y de satisfacciones. Sentirse con el estómago re­pleto, dormir perezosamente al sol..., con tales cosas se daba por bien pagado de todas sus fatigas. Aquellos pesares eran propios de su vida y la vida resulta dichosa cuando se toma como viene. Él no estaba disgustado por el medio hostil en que vivía. Por el contrario, se sentía lleno de vitalidad, muy feliz y muy orgulloso.















TERCERA PARTE
LOS DIOSES DE LO SALVAJE



1
Los productores de fuego



De pronto, el cachorro se encontró ante aquella extraña visión. La culpa era suya: por falta de cuidado. Acababa de salir de la cueva y bajó corriendo al arroyo para beber. Tal vez no se fijó en nada porque se sentía soñoliento, pues había estado de correría toda la noche, yendo en busca de carne, y hacía un momento que se había despertado. Le era ya tan conocido el camino para llegar a la laguna formada por la corriente, que lo seguía sin el menor recelo y con fre­cuencia, sin que jamás le hubiera ocurrido nada.
Dejó atrás el pino derribado, cruzó el claro que formaba el bosque y se metió trotando entre los árboles. Entonces, y ambos hechos fueron simultáneos, vio y olfateó algo. Ante él, en cuclillas y silenciosas, aparecían cinco cosas vivas que él no había visto nunca hasta entonces. Aquello era su primer atisbo de la raza humana. Pero, a su vista, ninguno de los cinco hombres se apresuró a levantarse, ni le enseñó los dientes, ni gruñó. No se movieron, sino que continuaron allí silenciosos y amenazadores.
Tampoco él hizo el menor movimiento. Todos sus natu­rales instintos le habrían impulsado a huir desesperadamente si de pronto y por primera vez en su vida no hubiera surgido en él otro instinto que contrarrestara a aquellos. Lo que le obligaba a permanecer inmóvil era cierta sensación abruma­dora de la propia debilidad y pequeñez. Aquello que delante de sus ojos tenía sí que era superioridad y poderío, algo que quedaba muy lejos de sus propios límites.
Nunca había visto hombres; pero cierto vago, oscuro ins­tinto le estaba diciendo que era preciso reconocer en el hom­bre al animal que había sabido conquistarse la primacía sobre los demás en la tierra salvaje. El cachorro contemplaba al hombre no solo con sus propios ojos, sino también con todos los de sus antepasados..., con los ojos que se habían alineado formando un círculo, allá en la oscuridad, alrededor de las hogueras que protegían los campamentos de invierno; que ace­charon desde una distancia algo segura y desde el corazón de la selva al extraño bípedo que era dueño y señor de todos los seres vivientes. El hechizo de la ley de la herencia pesaba sobre el lobato; el miedo, el respeto, hijo de siglos enteros de lucha; la acumulada experiencia de innumerables generaciones. Ese peso de la herencia dominaba con fuerza incontrastable al lobo que, después de todo, no era más que un cachorro. De haber sido mayor, seguro que hubiera huido. Ahora se limitó a acu­rrucarse, paralizado por el terror y ofreciendo ya su sumisión, como hizo toda su raza desde la primera vez que un lobo llegó a sentarse junto a la lumbre producida por los hombres y pudo calentarse.
Uno de los indios se levantó, echó a andar hacia él y se inclinó sobre su cuerpecillo. El cachorro se acurrucó aún más para aplastarse contra el suelo. Para él, lo desconocido se había encarnado en una forma concreta de carne y hueso que ahora bajaba a cogerlo. Involuntariamente, se le erizaron los pelos, retiró los labios y sus diminutos colmillos quedaron al des­cubierto. La mano que sobre él pendía tuvo un movimiento de vacilación, y el hombre habló entonces, riéndose al mismo tiempo, para decir:
-Wabam wabisca ip pit tah*.
Los demás indios se rieron también a carcajadas y le gri­taron a su compañero que lo cogiera de una vez. La mano fue bajando lentamente, a cada instante más cerca de él, y los más encontrados instintos trabaron en el lobato una verdadera batalla. Sentía a la vez dos grandes impulsos: rendirse y luchar. Acabó por hacer una cosa y otra. Se sometió hasta que la mano estuvo a punto de tocarlo; pero entonces se rebeló y, rápido como el rayo, le clavó los dientes.
Un momento después recibía un vigoroso sopapo que lo tendió de lado en el suelo. Como por encanto, se desvaneció en él todo deseo de lucha. Su escasa edad y el instinto de sumisión se sobrepusieron a todo. Se sentó sobre los cuartos traseros y comenzó a gimotear. Pero el hombre cuya mano acababa de morder se había encolerizado de veras, y le atizó un nuevo golpe al otro lado de la cabeza. El animal volvió a sentarse y lloriqueó más amargamente que nunca.
También fueron mayores que antes las carcajadas de los indios, y hasta el mismo que había sido mordido comenzó a reírse también. Rodearon todos al cachorro, sin cesar en sus risas, mientras él se deshacía en lamentos causados tanto por el terror como por el dolor que sentía. De repente oyó algo que también escucharon los indios. Pero el lobato sabía per­fectamente lo que era, y con un alarido final, que más tenía acentos de triunfo que de pena, dejó de alborotar y esperó a que llegara su madre, su feroz e indomable madre, que era capaz de luchar con las cosas del mundo y matarlas, sin que para ella-existiera el pavor. Venía gruñendo. Oyó los gritos de su cachorro y se precipitó a salvarlo.
De un salto cayó en medio del grupo, convertida por su ansioso y batallador cariño maternal en algo que estaba muy lejos de resultar agradable. Pero, para el lobezno, el espectáculo de su rabioso y protector ataque no podía ser más grato. Lanzó un grito de alegría y saltó para unirse a ella, mientras los hombres retrocedían precipitadamente a bastantes pasos de distancia. La loba se quedó en pie, arrimada a su cachorro en ademán protector, desafiando a los hombres, con el pelo eri­zado y gruñendo con ronca y profunda voz. Tenía la cara descompuesta, torcida, con maligna y amenazadora expresión, y la nariz le temblaba desde la punta a la base debido a la prodigiosa fuerza que ponía en su gruñir.
Y entonces, en aquel mismo instante, resonó aquel grito lanzado por uno de los hombres. «iKiche!», fue lo que dijo. La exclamación sonaba con acento de sorpresa. El cachorro sintió que su madre perdía toda su fiereza al oírla.
-¡Kiche! -volvió a gritar el hombre; pero esta vez con voz dura, autoritaria.
Y entonces el lobezno vio cómo su madre, la loba, la in­vencible, la intrépida, se agachaba hasta tocar el suelo con el vientre, gimoteando y moviendo la cola en señal de paz. El cachorro no acababa de entender aquello. Estaba aterrado. El pavor que le inspiraba el hombre se había apoderado de él nuevamente. Su instinto no le engañó; y de su certeza daba fe la madre. También ella rendía acatamiento a aquella clase de animales que eran los hombres.
El que había hablado se acercó a la loba. Le puso la mano sobre la cabeza y ella no hizo más que aproximarse muy aga­chada aún. Ni le mordió ni lo intentó siquiera. Los demás del grupo se acercaron también, la rodearon y la estuvieron ma­noseando, sin que ella hiciera el menor movimiento para re­chazarlos. Los hombres mostraban gran excitación y sus bocas no paraban de emitir raros sonidos, que no suponían peligro alguno, como dedujo el lobato. Así que se agachó al lado de su madre, y aunque de cuando en cuando se le erizaban los pelos, se esforzó en demostrar su sumisión.
-No es extraño -decía uno de los indios-. El padre de Kiche era un lobo. Aunque también es verdad que su madre era una perra; pero mi hermano la tuvo atada en el bosque durante tres noches enteras en la época de celo. Por eso el padre de Kiche fue un lobo.
-No es extraño, Lengua de Salmón -contestó Castor Gris-. Entonces era la temporada del hambre y no había carne que dar a los perros.
-Esa ha estado viviendo con los lobos -observó un ter­cero.
Así parece, Tres Águilas -replicó Castor Gris, ponien­do la mano sobre el cachorro-, y ahí está la prueba.
El lobezno gruñó un poco al sentir el contacto de la mano, y esta se apartó para soltarle un coscorrón, después de lo cual el castigado ocultó sus colmillos, que acababa de mostrar, y se echó al suelo muy sumiso, mientras la mano volvía a po­sarse sobre él y lo acariciaba detrás de las orejas y en el lomo.
-Ahí está la prueba -continuó Castor Gris-. Es evi­dente que su madre es Kiche. Pero su padre era un lobo. Por eso tiene muy poco de perro y mucho de lobo. Sus colmillos son blanquísimos y le llamaremos Colmillo Blanco, porque lo digo yo. Él será mi perro. ¿No era también Kiche la perra de mi hermano? ¿Y no murió este?
El cachorro, que ya tenía nombre, siguió echado en el suelo y observando. Durante algún tiempo, los hombres con­tinuaron produciendo con la boca aquellos sonidos raros para él. Luego, Castor Gris desenvainó un cuchillo que llevaba pen­diente del cuello y con él cortó un palo de los arbustos que los rodeaban; Colmillo Blanco lo seguía con la mirada. Vio cómo le hacía una entalladura al palo en cada extremo y cómo a ellas anudaba unas cuerdas de cuero. Con una de esas cuer­das que le pasó por el cuello sujetó después a Kiche, y ense­guida la condujo junto a un pino joven, a cuyo tronco ató la otra cuerda.
Colmillo Blanco fue detrás de su madre y se echó junto a ella. Lengua de Salmón le puso una mano encima y lo echó patas arriba. Kiche lo miró con ansiedad. El lobezno sintió que el miedo volvía a apoderarse de él. No pudo evitar que se le escapara un gruñido; pero no hizo el menor ademán de morder. La mano, crispados y muy abiertos los dedos, le res­tregó el vientre como jugando y lo revolcó de un lado a otro. Resultaba ridículo y torpe que estuviera él allí panza arriba y pataleando. Además, aquella era una posición que, por dejarlo completamente indefenso, producía en todo su ser un senti­miento de indignada rebelión. ¿Qué podría hacer colocado así? Si a aquel animal hombre se le antojaba causarle algún daño, Colmillo Blanco se daba cuenta perfectamente de que le sería imposible evitarlo. ¿Cómo podría echar a correr si tenía las cuatro patas en el aire por encima de su cuerpo? Sin embargo, el deseo de mostrarse sumiso pudo más que su miedo, que logró dominar, y así se contentó con gruñir suavemente. Eso no pudo evitarlo, pero tampoco pareció que el hombre se ofendiera por ello, pues al cachorro no le costó ningún nuevo coscorrón. Y luego, lo más raro del caso es que Colmillo Blan­co fue experimentando una inefable sensación de gusto a me­dida que la mano le iba restregando. Al quedarse de lado, cesó de gruñir. Ahora los dedos lo apretaban más, le hacían cos­quillas. En la base de las orejas, la sensación agradable au­mentaba. Y al fin, cuando, con un último restregón y una caricia, el hombre lo dejó en paz y se alejó, en el lobezno había desaparecido todo temor. A partir de entonces, mil veces sintió en su relación con los hombres que el rasgo predomi­nante de esa amistad era la ausencia de temor.
Al cabo de un rato, Colmillo Blanco oyó unos extraños ruidos cada vez más próximos. Pronto adivinó que eran de los que producen los hombres. Pocos minutos después, el resto de la tribu india, que había emprendido la marcha para acam­par en otro sitio, apareció allí. Eran algunos hombres, muchas mujeres y niños, en conjunto unos cuarenta, y todos iban cargados con sus bagajes. Había también entre ellos muchos perros, y estos, a excepción de los que aún eran cachorros, llevaban asimismo su correspondiente carga. Sobre los lomos, en fardos que iban fuertemente atados a su cuerpo, transpor­taban por lo menos veinte o treinta libras de peso cada uno.
Aquella era la primera vez que Colmillo Blanco veía perros. Al contemplarlos, la impresión que recibió fue que pertenecían a su misma raza, aunque eran algo diferentes. Pero los perros actuaron de forma muy distinta al descubrir al cachorro y a su madre. Se precipitaron inmediatamente contra ellos. A Col­millo Blanco se le erizaron los pelos; gruñó; mordió a toda aquella oleada de carnes que, abiertas las fauces, se arrojaban a su encuentro; cayó rodando bajo los que lo acometían; sintió el dolor agudo producido por aquellos dientes que le desga­rraban el cuerpo, y él mismo mordió y desgarró también cuan­to pudo aquellas patas y vientres que veía encima de él. El alboroto que se produjo fue enorme. El cachorro oía el gruñir furioso de su madre, que luchaba por él; los gritos de aquellos otros animales que se llamaban hombres, el ruido de garrotes que chocaban con sus cuerpos y los aullidos de dolor de los perros contra quienes iban dirigidos los garrotazos.
Sin embargo, solo transcurrieron unos segundos antes de que el lobato volviera a estar en pie. Vio a los hombres obli­gando a retroceder a los canes con palos y pedradas. Lo defendían a él, lo salvaban de los terribles dientes de aquellos animales. En la cabeza del cachorro no cabía un concepto tan abstracto como la idea de justicia; sin embargo, intuía que los hombres habían procedido rectamente y descubrió que una de sus funciones era dictar y ejecutar la ley. Al mismo tiempo observó las armas de las que se valen para administrar la jus­ticia. Al revés de lo que ocurría con todos los animales que hasta entonces había hallado, ni mordían ni luchaban a zar­pazos. Lo que hacían era robustecer su viva fuerza con el au­xilio poderoso de las cosas muertas.
Hacían lo que ellos ordenaban. Los palos y las piedras, dirigidos por los hombres, saltaban por los aires como si fue­ran cosas vivas, y causaban graves heridas a los perros.
Para su cerebro, aquello significaba un poder desusado, inconcebible y sobrenatural, casi divino. Colmillo Blanco, por su misma naturaleza, no sabía nada acerca de los dioses; pero el asombro y el respetuoso temor que le inspiraban los hom­bres se parecía grandemente a lo que sentiría uno de estos al contemplar a algún ser sobrenatural lanzando rayos con ambas manos, desde la cumbre de un monte, sobre la maravillada humanidad.
No quedaba ni un perro que no se hubiera visto obligado a retroceder. El tumulto cesó. Y Colmillo Blanco se lamió las contusiones y heridas recibidas mientras meditaba sobre su primera experiencia de lo que es una manada y de cómo le sabían a él las crueldades que las manadas cometen. Hasta entonces, para el lobato su raza solo estaba formada por el Tuerto, su madre y él. Para Colmillo Blanco, ellos constituían toda una raza aparte, y, de pronto, descubría otros muchos seres que aparentemente pertenecían también a la misma raza. Y le dolía, de un modo vago, que estos, a pesar de ser de los suyos, se le hubieran echado encima en cuanto lo vieron y hubieran tratado de acabar con él. Sentía un resentimiento parecido contra los hombres que habían atado a su madre; aunque, sin duda, ellos eran superiores. Aquello le sabía a engaño, a trampa, a cautiverio, aunque no estuviera él aún bien enterado de lo que eran trampas y cautiverios. La libertad de andar vagando, de correr, de echarse cuando se le antojara, constituía en él una herencia, y ahora se cortaba de cuajo con todo aquello. Los movimientos de su madre quedaban restrin­gidos al radio de la longitud del palo al cual estaba sujeta. Y a él aquello le servía también de límite, pues no se había apartado más que lo preciso del lado de su madre.
No le gustó. Ni tampoco lo que ocurrió cuando los hom­bres se pusieron en pie y continuaron su marcha, porque en­tonces uno de los de aspecto más insignificante cogió un ex tremo del palo y se llevó detrás de él, cautiva, a Kiche, y tras Kiche a Colmillo Blanco, que le seguía muy perturbado y triste por el cariz que iba tomando la nueva aventura en la que se hallaba metido.
Fueron hacia el valle por donde corría el arroyo -estaban mucho más lejos de lo que el lobato conocía- y llegaron al extremo de dicho valle, donde la corriente se precipitaba en el río Mackenzie. Allí, en el lugar donde se veían unas canoas pendientes de altos mástiles y unos secaderos para el pescado, acamparon los indios, y Colmillo Blanco los contempló con asombrados ojos. La superioridad de aquellos hombres, que para él pertenecían a otra clase de animales, aumentaba por momentos. Allí estaba, para atestiguarla, su dominio sobre tantos perros de afilados colmillos. Aquello respiraba fuerza, poderío. Pero mayor aún y más admirable le parecía al lobez­no el otro dominio que ejercían sobre las cosas que carecían de vida, su poder de comunicar movimiento a lo que natu­ralmente no lo tenía, su facilidad para hacer cambiar el mis­mísimo aspecto del mundo.
Esto último era lo que más le impresionaba. La altura de aquella especie de andamiadas le llamó la atención, pero no especialmente. No se podía esperar menos de aquellos seres que arrojaban palos y piedras a grandes distancias. Lo que sí le impresionó verdaderamente es que andamios y mástiles se transformaran en chozas tras ser cubiertos con tejas y pieles. Colmillo Blanco se quedó asombrado una vez más. Lo que le maravillaba era el colosal volumen de todo aquello. Aquellas masas se elevaban en torno suyo como raras formas vivas que surgían de repente. Ocupaban casi por completo el círculo que sus ojos podían abarcar. Les tenía miedo. Las miraba de lejos como si lo amenazaran desde lo alto, y cuando, al azotarlas el viento, les imprimía desordenados movimientos, él se agachaba atemorizado sin dejar de mirarlas con prudente recelo y dis­puesto a apartarse y huir si trataban de echársele encima.
Pero de pronto su miedo se disipó. Fue observando que las mujeres y los niños entraban y salían de allí sin recibir el menor daño, y vio que los perros intentaban también imitarlos con frecuencia, siendo arrojados ignominiosamente con gritos y pedradas. Al fin se decidió a abandonar a su madre y se arrastró cautelosamente hasta una de las paredes de la choza más cercana. La curiosidad, hija del crecimiento, era la que le impulsaba, la necesidad de aprender, de vivir, de hacer algo que le proporcionara experiencia. Cuando solo le faltaban po­cas pulgadas para llegar a la pared del improvisado abrigo, redobló su recelo y se arrastró con mayor y más temerosa lentitud, con más precaución. Los acontecimientos de aquel día lo habían preparado para esperar que lo desconocido se manifestara en cualquier momento. Por fin, su naricilla tocó la tela. Esperó un rato. No ocurrió nada. Entonces olfateó aquella extraña construcción, saturada de olor humano. Clavó los dientes en la tela y le dio un suave tirón. Tampoco ocurrió nada, aunque las partes adyacentes a la choza se movieron. Tiró con mayor fuerza. Y el movimiento fue mayor. La cosa era deliciosa. Siguió dando tirones, más fuertes y muy repe­tidos, hasta que la choza entera se movió. Entonces, los agudos gritos de una mujer que estaba en el interior lo obligaron a huir precipitadamente, y volvió al lado de Kiche. Pero el re­sultado de ello fue que en adelante ya no les tuvo miedo a aquellas grandes y amenazadoras chozas.
Un momento después volvía a apartarse de la compañía de su madre. El palo que mantenía sujeta a la loba estaba atado a una estaca clavada en el suelo, y ella no pudo seguir al lobezno. Otro cachorro, algo crecido ya, mayor que él en edad y en tamaño, se le acercó lentamente, pavoneándose y en son de guerra. El nombre del perrillo era Lip-Lip, como Colmillo Blanco escuchó después que le llamaban. El recién venido no carecía de experiencia en otras luchas con cachorros, y se había convertido en una especie de bravucón.
Lip-Lip era de la raza de Colmillo Blanco, y por no ser más que un cachorrillo, no parecía peligroso, por lo cual el lobato se preparó a recibirlo amistosamente. Y cuando vio que el que iba a su encuentro comenzaba a andar afectadamente, con las patas muy tiesas y enseñando los dientes, Colmillo Blanco se puso a imitarlo en todo. Comenzaron a dar vueltas uno alrededor del otro, buscándose el cuerpo, gruñendo y con los pelos erizados. Esto duró algunos minutos, y a Colmillo Blanco le resultaba divertido, pues lo consideraba puro juego. Pero de pronto, con sorprendente ligereza, Lip-Lip dio un salto, le pegó al otro una dentellada y saltó de nuevo huyendo. La dentellada fue a dar precisamente en la misma parte del hombro del lobato que había recibido ya la herida causada por el lince y que aún seguía doliéndole.
La sorpresa y el daño le arrancaron a Colmillo Blanco un gruñido. Y un momento después, hecho una furia, se preci­pitaba sobre Lip-Lip.
Pero Lip-Lip había vivido en aquellos campamentos y sos­tenido numerosas batallas con otros cachorros. Lo menos me­dia docena de veces se clavaron sus agudos dientes en el lobezno, hasta que Colmillo Blanco, gimiendo ya sin pudor al­guno, huyó en busca de la protección materna. Era aquella la primera de las numerosas luchas que debía sostener con Lip­-Lip, porque fueron enemigos desde el principio, de nacimien­to, con naturalezas opuestas, destinadas siempre a chocar. Kiche lamió a su cachorro minuciosamente y trató de per­suadirlo de que era preciso que no se moviera de su lado. Pero la curiosidad pudo en él más que todo, y al poco rato se lanzaba de nuevo a otra aventura. Tropezó entonces con uno de los hombres, Castor Gris, que estaba en cuclillas arre­glando algo con unos palos y musgo seco extendido en el suelo. Colmillo Blanco se le acercó y se quedó observándolo. Castor Gris producía con la boca unos sonidos que el cachorro no consideró de carácter hostil, y se le acercó aún más. Varias mujeres y niños le iban llevando al indio palos y ramas. Era evidente que el trabajo que realizaba urgía. Colmillo Blanco fue andando hasta tocar la rodilla de Castor Gris: sentía tanta curiosidad que se olvidó de que el hombre era terrible. De pronto vio elevarse algo raro, como una neblina, de aque­llos palos y musgos que estaban bajo las manos del indio. Luego, entre los palos mismos, apareció una cosa viva que se retorcía y daba vueltas, una cosa de color parecido al del sol que brillaba en el cielo. Colmillo Blanco ignoraba lo que era el fuego. Le atrajo como la luz que veía a la entrada de su covacha le había atraído antes en los comienzos de su vida. Se arrastró hasta aproximarse a la llama. Sobre él oyó sonar una risa ahogada de Castor Gris, que le confirmó la idea de que tampoco aquel hombre le era hostil. Entonces su nariz tocó la llama y su lengua se alargó para lamerla.
Se quedó un instante paralizado. Lo desconocido, que es­taba en acecho entre los palos y el musgo, acababa de clavarle furiosamente las garras en la nariz. Retrocedió tambaleándose y prorrumpió en una explosión de alaridos de dolor y sorpresa. Al oírlo, Kiche saltó gruñendo tan lejos como se lo permitió el palo que la sujetaba, y allí tuvo que quedarse, terriblemente rabiosa por no poder acudir en auxilio de su cachorro. Pero Castor Gris se reía a carcajadas, dándose palmadas en los mus­los, y fue a contarles el caso a todos los demás del campa­mento hasta que no quedó ni uno que no se riera estrepitosamente. Sin embargo, Colmillo Blanco, sentado sobre los cuartos traseros, gemía desesperadamente, abandonado en me­dio de aquella clase de animales que eran los hombres.
Había sufrido el dolor más fuerte de su vida. Tenía la nariz y la lengua abrasadas por aquella cosa viva, del color del sol, que había brotado de las manos de Castor Gris. Lloró y lloró hasta más no poder, y cada uno de sus lamentos era recibido con nuevas explosiones de risa por parte de los hom­bres. Trató de lamerse la nariz para calmar el dolor; pero también tenía la lengua quemada, y al juntarse ambos daños, se producía otro mayor, por lo cual se deshizo en nuevos gemidos, más desconsolada y desesperadamente que nunca.
Al fin sintió vergüenza de sí mismo. No desconocía la risa ni el significado que tenía. Nosotros no comprendemos cómo puede ser que algunos animales sepan lo que es la risa, y cuándo alguien se está riendo de ellos; pero Colmillo Blanco lo sabía. Y se avergonzó de que aquellos animales que eran los hombres se estuvieran burlando de él. Dio media vuelta y huyó, no del daño que le había producido el fuego, sino de la risa, que le llegaba aún más hondo y le dolía en el espíritu. Y voló al encuentro de Kiche, que, rabiosa aún, fuera de sí y forcejeando con el palo que la sujetaba, era el único ser que no se reía de él.
Fue oscureciendo el crepúsculo y llegó la noche, y Colmillo Blanco continuaba aún echado junto a su madre. Le dolían todavía la nariz y la lengua, pero le tenía perplejo otro mal mayor: sentía nostalgia. Experimentaba un vacío, echaba de menos el silencio y la quietud de aquella covacha suya que estaba cerca del arroyo, en un ribazo. ¡Había allí tanta gente, hombres, mujeres y niños, que producían toda clase de mo­lestos ruidos! Y luego los perros, siempre riñendo, siempre pendencieros, armando alboroto y ocasionando confusión y desorden. La descansada soledad de la única vida que él co­nocía a fondo había desaparecido. Aquí hasta en el mismo aire palpitaba la vida. Era un susurro o un zumbido incesante. Cambiando continuamente en la intensidad o en el tono, le afectaba los nervios y todos sus sentidos, le tenía inquieto, atemorizado, atormentándolo con la perpetua amenaza de algo inminente.
Observó a los hombres yendo y viniendo, moviéndose por el campamento. Les miró como si fueran dioses. Eran seres superiores, divinos. Para sus oscuros medios de comprensión resultaban capaces de producir milagros. Habían sido creados para mandar, para dominar; poseían una potencia desconoci­da, imposible; eran los dueños de todo lo que está vivo y de lo que no lo está. Obligaban a obedecer a lo que se movía, comunicaban movimiento a lo inmóvil, y hacían que la vida, aquella vida que tenía el mismo color que el sol, y que además mordía, naciera de un montón de musgo seco y de madera. Eran productores de fuego. Eran dioses.



II
El cautiverio



Los días transcurrían repletos de enseñanzas para Colmillo Blanco. Durante el tiempo que Kiche estuvo ata­da al palo, él correteó por todo el campamento averiguando cosas, investigándolas, aprendiendo. Pronto llegó a saber cómo solían proceder los hombres, pero la familiaridad no engendró en él desdén. Cuanto más los iba conociendo, mas veía afir­marse su superioridad y más se manifestaba su misterioso po­der. Seguía viéndolos como verdaderas divinidades.
Propio del hombre ha sido con frecuencia el dolor de ver destruidos sus dioses y derribados los altares en que se vene­raban; pero al lobo y al perro salvaje que han llegado a prestar acatamiento al hombre no les ha ocurrido esto nunca. Ellos ven al hombre como un ser de carne y hueso, que puede tocarlos. Lo tienen delante andando a dos pies, garrote en mano, inmensamente poderoso, colérico o suave y cariñoso.
Para ellos es un dios hecho carne. Esto es lo que le acon­tecía a Colmillo Blanco. Los hombres eran para él dioses, in­dudable e inevitablemente. Como su madre, Kiche, les había rendido vasallaje desde la primera vez que les oyó pronunciar su nombre, él lo hacía también. Les reconocía el derecho de iniciativa, como cosa que indudablemente les pertenecía. Se apartaba a su paso para dejarles libre el camino. Cuando lo llamaban, acudía inmediatamente. A la menor amenaza, se agachaba a sus pies. En cuanto le mandaban que se fuera, echaba a correr, porque detrás de cada uno de los deseos del hombre existía siempre el poder que venía a reforzarlos, un poder que sabía hacer daño, cuyos medios de expresión eran los coscorrones y los garrotazos, las piedras que volaban por los aires y los latigazos que escocían.
Les pertenecía igual que el resto de los perros. Sus acciones se hallaban pendientes de lo que le mandaban. Su propio cuer­po les pertenecía, para manosearlo, pisarlo o simplemente tolerar su presencia. Había aprendido todo aquello rápidamente. Algo cuesta arriba se le hacía tener que ponerse en contradic­ción con los fortísimos y dominantes impulsos que eran pro­pios de su naturaleza; pero aunque le repugnaba aprender a doblegarse, se iba acostumbrando a hacerlo y, casi sin darse cuenta, empezaba ya a hallar placer en ello. Era un modo de entregar su destino a manos ajenas, de evadirse de las respon­sabilidades de la vida. Y ya esto llevaba en sí cierta compen­sación, porque siempre es más fácil descansar en otro que depender de uno mismo.
Pero esa entrega de sí mismo, en cuerpo y alma, por de­cirlo así, no fue cosa de un día. No era posible la inmediata renuncia de su herencia salvaje y de todos los recuerdos de su vida en libertad. Hubo días en que se arrastró hasta el propio borde del bosque, y se quedó allí de pie, escuchando algo que lo llamaba allá a lo lejos. Y siempre volvía de allí inquieto, violento, para llorar suave y pensativamente junto a Kiche, y lamerle la cara con interrogante ansiedad. No cabe duda de que luchaba ante aquella forzada sumisión.
Colmillo Blanco aprendió rápidamente las costumbres del campamento. Conoció la injusticia y la voracidad de los perros mayores cuando les arrojaban las raciones de carne o de pescado. Sacó en conclusión que los hombres eran más justos, más crueles los niños, y las mujeres mas amables y más in­clinadas a echarle un pedazo de carne o un hueso. Y después de dos o tres dolorosas aventuras con madres de cachorros algo mayores ya, adquirió el convencimiento de que siempre era prudente no meterse con ellas, tenerlas a la mayor distan­cia posible y evitar su encuentro cuando se acercaban.
Pero la causa de sus desdichas era Lip-Lip, pues Colmillo Blanco se había convertido en objeto especial de sus persecu­ciones. El lobato se batía de buena gana, pero siempre salía perdedor. Su enemigo era para él demasiado voluminoso. Lle­gó a convertirse en su pesadilla. En cuanto se apartaba de su madre, aparecía inmediatamente el bravucón, lo seguía pisán­dole los talones, gruñendo, molestándolo y esperando el mo­mento oportuno en que no hubiera delante ningún hombre para echársele encima y obligarlo a la lucha. Como Lip-Lip siempre ganaba, gozaba con ello enormemente. Aquellas lu­chas eran el mayor placer de su vida, como resultaban para Colmillo Blanco su mayor tormento.
Pero no se acobardaba precisamente. Aunque llevaba siem­pre la peor parte, su espíritu permanecía indomable. Sin em­bargo, como consecuencia, su genio se resentía y se le veía malhumorado. Ya de nacimiento, era de genio muy vivo; pero llegó a tenerlo peor ante aquella persecución continua. Lo que en él había de alegre y juguetón, como cachorro que era, se manifestaba en pocas ocasiones. Nunca lo vieron jugar y tris­car con los perros de su edad que había en el campamento. Lip-Lip no se lo hubiera permitido. En el instante mismo en que Colmillo Blanco aparecía entre ellos, ya tenía encima a Lip-Lip, echando bravatas y como perdonándole la vida si no se agarraba a él y a la fuerza lo sacaba de allí.
El resultado de todo esto fue robarle a Colmillo Blanco una buena parte de su vida de cachorro y obligarlo a con­ducirse como un verdadero lobo antes de tiempo. Privado de la expansión de su energía por medio del juego, se reconcentró en sí mismo, lo que activó su proceso mental. Se hizo astuto y le sobró tiempo para dedicarse a inventar toda clase de pi­cardías. Viendo que no conseguía ninguna ración de carne o pescado cuando arrojaban el alimento a los perros del cam­pamento, se convirtió en un hábil ladrón. Tenía que buscarse el alimento él mismo, y se lo buscó, aunque se convirtiera de esta manera en una calamidad para las mujeres del campa­mento. Aprendió a hurtar por todas partes con maña; a estar al tanto de cuanto ocurría; a verlo y oírlo todo para obrar en consecuencia; a inventar procedimientos seguros para burlar a su implacable perseguidor.
En los primeros días de esta persecución puso en práctica la primera de las grandes tretas que inventó, gracias a lo cual pudo saborear por primera vez el placer de la venganza. Como Kiche, cuando formaba parte de la manada de lobos, sonsacaba a los perros de los campamentos humanos para acabar después con ellos, así también Colmillo Blanco atrajo de modo parecido a Lip-Lip para que cayera en las vengadoras quijadas de Kiche. Colmillo Blanco se declaró en franca retirada frente a Lip-Lip, salió huyendo de él y emprendió una carrera como al azar, metiéndose entre las chozas del campamento indio, entrando y saliendo aquí y allá o rodeándolas. A correr no le ganaba ninguno de los cachorros de su edad, ni siquiera Lip-Lip. Pero aquel día no corrió con todas sus fuerzas; se reservó. Se limitó a permanecer siempre frente a su perseguidor, a la distancia de un salto. Se reservaba fuerzas para fatigar a su constante rival.
Lip-Lip, excitado por aquella caza y por la continua pro­ximidad de su víctima, perdió toda cautela olvidándose del sitio en que se hallaba. Cuando se acordó de ello, ya era tarde. Se lanzó a toda velocidad en la carrera emprendida alrededor de una choza y cayó de lleno sobre Kiche, que estaba echada al extremo del palo que la sujetaba. El perrillo lanzó un gañido que revelaba consternación, y en el instante mismo recibió el castigo, pues sobre su cuerpo se cerraron las abiertas quijadas de Kiche. Estaba muy fatigada, pero, a pesar de todo, Lip-Lip no pudo desprenderse de ella fácilmente. Lo revolcó impi­diéndole correr, y entonces repitió varias veces sus dentelladas, llenándolo de desgarrones con sus terribles colmillos.
Cuando al fin el perro logró rodar hasta desembarazarse de ella, se enderezó como pudo, arrastrándose, hecho una lás­tima, herido no solo en su cuerpo, sino también en su orgullo. Tenía el pelo tieso en mechones numerosos que señalaban dónde había hundido la loba sus dientes. Se quedó en el mis­mo sitio, abrió la boca y prorrumpió en el prolongado y dolorido lamento propio de los cachorros. Pero ni siquiera eso pudo terminar. En mitad del aullido, Colmillo Blanco, preci­pitándose sobre él, le clavó los dientes en una de sus patas posteriores. A Lip-Lip no le quedaban ya ganas de luchar, y huyó ignominiosamente con su acostumbrada víctima detrás. Este iba mordiéndole los zancajos y atormentándolo durante todo el camino que siguió para llegar a la choza que le per­tenecía. Allí acudieron en su ayuda las mujeres, y Colmillo Blanco, hecho un diablo, de puro enfurecido, fue ahuyentado por fin en medio de un diluvio de piedras.
Llegó un día en que Castor Gris consideró que había pa­sado ya toda probabilidad de que Kiche se escapara y la soltó. Colmillo Blanco no cabía en sí de júbilo al ver libre a su madre. La acompañó alegremente por todo el campamento; y mientras él estuvo a su lado, Lip-Lip se mantuvo a respetuosa distancia. Hasta llegó a permitir que Colmillo Blanco fuera hacia él con los pelos erizados y andando muy tieso; el perrillo se hizo el desentendido. Iba a aceptar el reto, pero aunque ardiera en deseos de venganza, nada le costaba esperar a que Colmillo Blanco estuviera solo.
Aquel mismo día, algo más tarde, Kiche y su cachorro fueron vagando hasta llegar junto al bosque cercano al cam­pamento. Él fue quien condujo allí a su madre paso a paso, y cuando vio que ella se detenía, trató de llevarla aún más lejos. El arroyo, el cubil y la quietud del bosque lo atraían, lo llamaban, y quería que su madre se fuera con él. Corrió un breve trecho, se paró y miró atrás. Ella no se había mo­vido. El cachorro lloriqueó para persuadirla, y se metió ju­gueteando por la maleza, entró y salió de ella repetidas veces. Retrocedió hacia su madre, le lamió la cara y volvió a esca­parse de nuevo. Ella continuaba sin moverse. Él se paró en­tonces y le dirigió una mirada, plagada de atención y anhelo; pero aquella expresión fue mitigándose hasta desaparecer, al observar que ella volvía la cabeza y miraba hacia el campa­mento.
Había algo allá, en la tierra libre y abierta, que estaba llamando al cachorro. Su madre lo oyó también. Pero oía al mismo tiempo otra llamada más fuerte y poderosa que la an­terior, la voz del fuego y del hombre..., aquella voz a la que únicamente se le permitía contestar al lobo y al perro salvaje, que es su hermano.
Kiche se volvió y trotó lentamente hacia el campamento. Más fuerte que el lazo puramente físico de las cuerdas que la habían retenido, era para ella aquel otro lazo moral que le habían tendido los hombres para aprisionarla. Los dioses la tenían cogida por un lazo invisible y no querían soltarla. Col­millo Blanco se sentó a la sombra de un abedul y lloriqueó suavemente. El aire estaba impregnado del olor de los pinos, y otros sutiles aromas del bosque se mezclaban con él, recor­dándole su antigua vida de libertad, antes de los días de su actual cautiverio. Pero como no pasaba de ser un cachorro más o menos desarrollado, mayor fuerza que la voz de los hombres tenía para él la de su madre. Durante todos los días de su breve vida había dependido de ella. La hora de la in­dependencia no había sonado aún para él.
Al fin se levantó, y trotando floja y resignadamente, re­gresó al campamento. Paró una o dos veces para sentarse y gimotear de nuevo, para oír aquella voz que aún lo estaba llamando desde las profundidades del bosque.
En la vida salvaje, el tiempo que suele dedicar una madre al cuidado de su cachorro es breve; pero bajo el dominio del hombre lo es aún más. Así ocurrió con Colmillo Blanco. Castor Gris estaba en deuda con Tres Águilas. Este se iba de excur­sión remontando el río Mackenzie, el gran lago de los Escla­vos. Una tira de tela escarlata, una piel de oso, veinte cartu­chos y Kiche sirvieron para saldar la deuda. Colmillo Blanco vio cómo se llevaban a su madre a la canoa de Tres Águilas e intentó seguirla. Un golpe del indio lo lanzó de nuevo a tierra. La canoa partió. El lobato se echó entonces al agua y se puso a nadar tras la embarcación, sin hacer caso de los gritos que le dirigía Castor Gris para que volviera. Hasta a un hombre, a un dios, se atrevió a desobedecer Colmillo Blanco: tanto terror le infundía ver que iba a perder a su madre. Pero los hombres están acostumbrados a que se les obe­dezca, y Castor Gris, furioso, echó al agua otra canoa y salió en persecución del lobezno. Cuando le hubo ganado la delan­tera a Colmillo Blanco, se agachó y, cogiéndolo por la piel del pescuezo, lo sacó del agua. No lo puso en el fondo de la canoa. Lo tuvo suspendido con una mano, mientras empleó la otra para darle una paliza. Y aquello sí que fue un soberano vapuleo. Castor Gris tenía la mano dura. Cada golpe lo ases­taba del modo que más podía doler, y los que dio fueron numerosísimos y aplicados con fuerza.
Impulsado por aquel diluvio de porrazos, que igual venían de un lado que de otro, Colmillo Blanco se balanceaba como un péndulo que se movía a saltos. Bien variadas fueron las emociones que experimentó. Al principio, no sintió más que sorpresa. Luego vino el miedo, momentáneo, cuando a cada manotazo contestaba él con varios latidos. Pero a esto siguió la cólera. Era la afirmación de su libre naturaleza, y así mostró los dientes y le gruñó en el rostro, sin miedo ya, al enfurecido dios que le pegaba. Pero aquello no sirvió más que para au­mentar todavía la furia del hombre. Arreciaron los golpes, cada vez más duros y crueles.
Castor Gris seguía zurrando de lo lindo, y Colmillo Blanco, gruñendo. La cosa no podía durar siempre. Uno de los dos debía ceder, y fue Colmillo Blanco. El miedo volvió a apoderarse de él. Por primera vez se hallaba de verdad entre las manos de un hombre. Los palos y pedradas que había tenido que sufrir antes, de vez en cuando, resultaban caricias en com­paración con lo de ahora. Su ánimo desfalleció y comenzó a lloriquear y a dar gañidos. Al principio, cada golpe le arran­caba uno; pero el miedo se convirtió en verdadero terror, y finalmente aquello fue un coro no interrumpido, que ninguna relación guardaba con el ritmo del castigo.
Al fin Castor Gris detuvo la mano. Colmillo Blanco, de­rrengado, continuó lloriqueando. Aquello dejó satisfecho a su amo, que lo arrojó brutalmente al fondo de la canoa. Entre­tanto, esta se había ido deslizando por la corriente. El indio empuñó el canalete*. Como Colmillo Blanco le estorbaba para ello, lo apartó de un furioso puntapié. Por un momento rea­pareció en el lobato su libre e indómita naturaleza y clavó los dientes en aquel pie calzado con zapatos de piel blanda.
La paliza que había tenido que soportar antes no fue nada en comparación con la que recibió ahora. La ira de Castor Gris fue terrible, tanto como el miedo que sintió Colmillo Blanco. No solo con la mano, sino con el mismo remo le pegaba también, y cuando el lobato se vio arrojado de nuevo al fondo de la canoa, todo su cuerpecillo, lleno de cardenales, le dolía. De nuevo, y esta vez con toda intención, Castor Gris repitió el puntapié. El lobato, en cambio, se guardó de morder el pie que lo castigaba. Acababa de aprender otra de las lec­ciones de su cautiverio. Jamás, fuera lo que fuese lo que le ocurriera, debía osar morder al dios que era su dueño y señor: el cuerpo de este era sagrado y no podían profanarlo dientes como los suyos. Aquello constituía, según toda evidencia, el mayor de los crímenes, un sacrilegio imperdonable, para el cual no había tolerancia posible.
Cuando la canoa llegó a la orilla, Colmillo Blanco seguía echado, gimiendo y en la inmovilidad completa, esperando que Castor Gris manifestara su voluntad. El indio decidió que saltara a tierra, pues a ella lo arrojó. El animal recibió un tremendo batacazo sobre las costillas que empeoró el dolor de sus cardenales. Se arrastró hasta ponerse en pie, mientras se quejaba desconsolado. Lip-Lip, que estaba observando toda la escena desde la orilla, aprovechó la ocasión para arremeter contra él, derribándolo y clavando los dientes en su cuerpo. Colmillo Blanco estaba ya demasiado extenuado para defen­derse, y seguramente la cosa hubiera terminado mal si no llega a ser por otro puntapié de Castor Gris, que levantó en el aire a Lip-Lip con tal violencia que lo envió a estrellarse contra el suelo a tres o cuatro metros de distancia. Aquello era la justicia del hombre. Incluso en el lamentable estado en que se hallaba el lobezno, sintió un estremecimiento de gratitud. Sin apar­tarse lo más mínimo de los pies de Castor Gris, le siguió cojeando a través del campamento hasta llegar a su choza. Y así fue como Colmillo Blanco llegó a comprender que el de­recho de castigo era algo que los dioses se reservaban para su uso particular, negándolo a los seres inferiores que estaban bajo su dominio. Esta era la brutal ley de la fuerza.
Aquella noche, cuando todo estuvo quieto y silencioso, Colmillo Blanco pensó en su madre y le entristeció el recuerdo. Su tristeza se manifestó demasiado ruidosamente, y Castor Gris le pegó por ello. En lo sucesivo expresó con mayor sua­vidad sus penas cuando los dioses se hallaban cerca. Pero de vez en cuando se escapaba a la linde del bosque y daba rienda suelta a su dolor por medio de desesperados lloriqueos y la­mentos.
En este período, nada habría tenido de extraño que los recuerdos de su cubil y del arroyo cercano le hubieran hecho escapar definitivamente. Pero el recuerdo de su madre lo de tuvo. Los hombres que iban de caza regresaban después; su madre también volvería algún día a la ambulante aldea india. Siguió, pues, en su cautiverio esperando que ella volviera. Des­pués de todo, aquello no era tan malo. Había muchas cosas que le interesaban. Siempre ocurría algo. Las cosas que aque­llos raros dioses realizaban no tenían fin, y a él le acuciaba siempre el curioso deseo de verlas. Por otra parte, iba apren­diendo el modo de adaptarse a Castor Gris. La obediencia, rígida, sin vacilaciones ni desvíos, era lo que se le exigía; a cambio no se le golpeaba y se le permitía vivir.
No solo eso, sino que a veces su amo hasta le arrojaba un pedazo de carne, y acudía en su defensa cuando los perros querían arrebatárselo. Aquel bocado tenía valor especial. Extrañamente, valía mucho más que la docena de pedazos de carne que recibía de manos de alguna de las mujeres. Castor Gris no mimaba ni acariciaba. Quizá fuera lo dura que tenía la mano, quizá su justiciero espíritu, tal vez su evidente poder, o bien todas estas cosas juntas, lo que influyó en Colmillo Blanco; pero la verdad era que se iba formando cierto lazo de unión entre él y su áspero y sombrío dueño.
De esta manera, los grilletes del cautiverio de Colmillo Blanco se iban apretando más y más. Aquellas cualidades de su raza que permitían desde el principio que los lobos se acercaran a la lumbre que encendían los hombres eran aptitudes susceptibles de desarrollo. Había quedado de nuevo demostra­do con él. La vida del campamento, por más repleta de su­frimientos que estuviera, se le iba haciendo grata poco a poco. Pero esto ocurría sin que el mismo Colmillo Blanco se diera cuenta de ello. Lo único que sentía era la pena que experi­mentaba por la pérdida de Kiche, la esperanza con que pensaba en su regreso y el hambriento deseo de aquella vida libre que había llevado en otro tiempo.



III
El paria



Lip-Lip, siguió entristeciéndole tanto la vida al lobato, que este fue haciéndose mucho peor y más feroz de lo que por su misma naturaleza le correspondía. El salvajismo era parte integrante de él, pero llevado a tal extremo, excedía ya los límites de lo que era de esperar. Hasta entre los hom­bres, sus dueños, su maldad era patente. Si se turbaba el orden en el campamento, se armaba de pronto un vocerío, había una reyerta, se oían disputas o una mujer escandalizaba porque le habían robado un pedazo de carne, era que con toda se­guridad Colmillo Blanco andaba mezclado en el asunto directa o indirectamente. No se tomaron la molestia de examinar las causas a que esta conducta suya era debida. Solo vieron los efectos, y es innegable que resultaban malos. Era un raterillo y hasta un consumado ladrón, un ser dañino que se complacía en fomentar la intranquilidad ajena. Y nada le importaba que las iracundas mujeres de los indios le dijeran en su propia cara que no era más que un lobo completamente inútil y que aca­baría mal. Él sólo se preocupaba de evitar el golpe del objeto que ellas le arrojaban. Se convirtió en un paria en medio de aquella especie de pueblo. Todos los perros más jóvenes se­guían a Lip-Lip.
Entre ellos y Colmillo Blanco había algo que los diferen­ciaba. Tal vez comprendían su origen salvaje, e instintivamente este les inspiraba la enemistad que los perros domésticos sien ten hacia el lobo. Sea lo que sea, lo cierto es que se unieron a Lip-Lip para perseguirlo. Y una vez declarados en contra suya, no les faltaron razones para continuar siendo sus ene­migos. No quedó ni uno que, de cuando en cuando, no tra­bara conocimiento con sus dientes, y en honor de la verdad hay que decir que devolvía más de lo que recibía. A muchos de ellos hubiera podido hacerles correr de lo lindo en singular combate; pero tal clase de lucha le fue siempre negada. En cuanto comenzaba una, se convertía aquello en señal para que los perros más jóvenes del campamento acudieran a la carrera y se le echaran encima.
De esta persecución en cuadrilla aprendió dos cosas im­portantes: cómo mantenerse hábilmente a la defensiva en ata­ques en masa contra él dirigidos, y cómo causarle a un solo perro el mayor daño posible en el más breve tiempo. Man­tenerse a pie firme en medio de toda aquella masa hostil sig­nificaba salir con vida de allí, y se convenció tanto de aquella verdad, que su habilidad para no caerse parecía más propia de un gato. Hasta en el caso de que perros mayores lo empujaran de lado o hacia atrás, al recibir el choque de sus arremetidas, sabía dejarse llevar por el impulso, o en el aire, o deslizándose sobre el suelo; pero nunca con las patas por alto, y siempre con los pies apuntando a la tierra.
Cuando los perros luchan, no suelen hacerlo sin ciertos preliminares: gruñidos, pelos erizados, contoneos, las piernas muy tiesas. Pero Colmillo Blanco aprendió a omitir estos preparativos. Todo retraso suponía dar tiempo a que llegaran los perrillos más jóvenes. Era preciso obrar rápidamente y retirar­se. Así se acostumbró a no dar señales por las que pudiera averiguarse su intención. Arremetía de pronto, mordía y sajaba en un instante, sin previo aviso, y evitaba con ello que sus contendientes pudieran prepararse para el ataque. Así, el daño resultaba más rápido y mayor; la sorpresa era un arma cuyo valor aprendió él a apreciar. El perro que era cogido por des­cuido cuando no había tenido aún tiempo de ponerse en guar­dia, y al cual le rajaban un hombro o le desgarraban una oreja hasta convertírsela en colgantes tiras de piel, podía darse por medio vencido ya.
Además, era muy fácil derribarlo en tales circunstancias, y, conseguido esto, invariablemente quedaba a la vista la parte blanda que está debajo del cuello..., y ese era precisamente el punto vulnerable que había que herir para quitarle la vida.
Colmillo Blanco lo conocía perfectamente. Era un cono­cimiento especial que le había sido transmitido como legado de generaciones de lobos cazadores. El método empleado cuando tomaba la ofensiva era: primero, coger a solas a un perro; segundo, atacarlo por sorpresa, derribándolo, y tercero, clavarle los dientes, procurando hundirlos hasta el gaznate.
No estando aún suficientemente desarrollado, no tenían sus quijadas todo el tamaño y la fuerza necesarios para que el ataque fuera mortal; pero eran varios los perros que iban ya por el campamento con el cuello lleno de heridas, como re­cuerdo de la mala intención de Colmillo Blanco. Y un día, cogiendo a solas a uno de sus enemigos a la entrada del bos­que, logró, a fuerza de repetir el ataque, cortarle la gran vena que buscaba y dejarlo sin vida. El escándalo que se produjo al llegar la noche fue enorme. Alguien lo había visto; la noticia llegó a oídos del dueño del perro, las mujeres sacaron a relucir entonces las mil veces en que el lobato les había robado pe­dazos de carne, y Castor Gris se vio asediado por numerosos y airados gritos de venganza. Pero él se encerró en su choza, junto con el culpable, y no solo negó a todos la entrada, sino también el poner en práctica la venganza que pedían.
Colmillo Blanco llegó a ser odiado tanto por los hombres como por los perros. Durante este período de su desarrollo no gozó ni un momento de tranquila seguridad. Los de su raza lo recibían con gruñidos; sus dioses, con juramentos y pedradas. Vivía en tensión continua, siempre alerta, dispuesto al ataque o a la defensa, ojo avizor contra cualquier objeto que inesperadamente pudieran lanzarle con intención de he­rirlo, y preparado para obrar según las circunstancias, preci­pitadamente o con toda frialdad, saltando como un rayo para clavar los dientes o apartándose de un brinco y gruñendo ame­nazadoramente.
En cuanto a esto último, sabía hacerlo de un modo terri­ble, mucho mejor que cualquier perro, joven o viejo, de cuan­tos había en el campamento. El objeto de todo gruñido es prevenir o asustar, y requiere cierto discernimiento el saber cuándo debe usarse. Colmillo Blanco poseía este don. En cada uno de sus gruñidos él ponía cuanto sabía imaginar de mal­vado y terrorífico. Con la nariz arrugada por espasmódicas contracciones continuas, el pelaje erizado en ondas periódicas, sacando y escondiendo rápidamente la lengua, que parecía una serpiente roja, las orejas gachas, los ojos relampagueantes de ira, los belfos* contraídos, y descubiertos los babeantes col­millos, era capaz de hacer retroceder a cualquiera que pensara en atacarle. Y esta pausa momentánea dejaba a su adversario desprevenido, y le daba a él tiempo, en tan decisivo momento, para determinar lo que debía hacer. Pero, con frecuencia, aquella pausa, obtenida de aquel modo, se prolongaba hasta dar por resultado que el otro renunciara al ataque por com­pleto. Y ante más de uno de los perros viejos del campamento, Colmillo Blanco pudo emprender, gracias a esa táctica, una honrosa retirada.
Desterrado del grupo que formaban los perros más jóve­nes, sus sanguinarios procedimientos y sus facultades para la lucha hicieron pagar cara a toda la manada su persecución. Ya que no le permitían mezclarse con los otros, él arregló las cosas de tal manera que tampoco los demás eran dueños de ir solos como él, sino que debían estar siempre juntos. Col­millo Blanco no les hubiera permitido lo contrario. Con su táctica de preparar emboscadas y esperar el momento más oportuno para el ataque, también ellos temían encontrarse a solas con él. Excepción hecha de Lip-Lip, los demás cachorros no tenían más remedio que agruparse para su mutua protec­ción contra el terrible enemigo que se habían creado. Cual­quier perrillo que se aventuraba a alejarse solo por la orilla del río, perdía con seguridad la vida o regresaba al campamento alborotándolo todo con sus gritos de dolor y de espanto al huir de la celada* que le había preparado el lobato.
Pero las represalias de Colmillo Blanco no cesaron ni cuan­do los cachorros comprendieron que no tenían más remedio que ir siempre juntos. Él los atacaba cuando los cogía a solas, y ellos iniciaban la lucha cuando estaban agrupados. En cuan­to lo veían, arremetían contra él, y en tales ocasiones su li­gereza solía ponerlo a salvo. Pero ¡desdichado el perro que se apartaba demasiado de sus compañeros enardecido por la per­secución! Colmillo Blanco sabía volverse de repente contra el perseguidor y acabar con él antes de que los demás pudieran acudir en su auxilio. Esto ocurría con frecuencia; porque con el fragor de la lucha, ellos perdían fácilmente la cabeza, mien­tras Colmillo Blanco conservaba siempre la serenidad. Mirando hacia atrás sin dejar de correr, sabía aprovechar el momento oportuno para arrojarse contra el que se había adelantado más de lo prudente.
Los cachorros sienten siempre necesidad de jugar, y aca­baron por convertir en juego aquella obligada situación. La caza de Colmillo Blanco llegó a ser su diversión favorita. Era un juego muy serio y llegaba a ser mortal en muchos casos. El lobato, por otra parte, fiándose de la superior ligereza de sus pies, no sentía el menor miedo de aventurarse por lugares lejanos. Durante todo el tiempo en que estuvo esperando en vano que su madre regresara, condujo, pues, muchas veces a los perros que le perseguían a través de los bosques cercanos. Pero, invariablemente, los perseguidores acababan por perder su rastro. Su alboroto continuo le indicaba siempre dónde se hallaban sus enemigos, mientras que el lobezno corría tan so­litario como silenciosamente, como si fuera una sombra que se deslizaba entre los árboles, del mismo modo que antes que él lo hicieron sus padres. Además, conocía mejor que ellos la selva y todos los secretos y estratagemas de la vida salvaje. Una de las que le gustaban más era hacer que su rastro se perdiera donde hubiese agua corriente, y mientras los otros armaban un griterío infernal al verse burlados, él estaba echa­do muy quieto, entre algún matorral.
Odiado por los de su raza y por los hombres, indómito, en guerra permanente, declarada por él o por los otros, su desarrollo fue tan rápido como incompleto, parcial. Aquel sue­lo no era propicio para que en él florecieran la amabilidad y el cariño. De ambas cosas no adquirió ni la más ligera noción. El código que había aprendido no consistía más que en obe­decer al fuerte y oprimir al débil. Castor Gris era un dios, y un dios fortísimo. Por eso Colmillo Blanco le obedecía. Pero cualquier perro más joven o de menor tamaño que él era débil, y por tanto debía ser destruido. Todo su desarrollo se inclinaba hacia el lado donde residía la fuerza. Para hacer fren­te al constante peligro de daño o de muerte, sus instintos de rapacidad y de propia conservación habían adquirido en él un predominio excesivo, indebido. Se hizo más vivo y rápido en sus movimientos que los perros que lo rodeaban; más veloz en la carrera; más astuto, más destructivo y flexible que ellos; más flaco, pero con más músculos y tendones de hierro que le prestaban mayor resistencia; más cruel, feroz e inteligente. Se vio obligado a adquirir todas esas cualidades, porque, de no ser así, no hubiera podido vivir en aquel medio hostil.



IV
El rastro de los dioses
Allá por el otoño, cuando los días se iban ya acortando y el frío de la helada invadía el aire, Colmillo Blanco halló ocasión oportuna para lograr su libertad. Durante muchos días reinó gran agitación en la aldea ambulante. Se le­vantó el campamento veraniego, y la tribu, con todos sus equi­pajes, se preparó para emprender sus cacerías otoñales. Col­millo Blanco estuvo observándolo todo con ansiosos ojos, y cuando las chozas fueron desmontadas por los indios y se cargaron las canoas en la orilla, comprendió lo que ocurría. Las embarcaciones se iban, y algunas habían desaparecido ya, río abajo.
Decidió quedarse rezagado con toda intención. Esperó la ocasión oportuna para escaparse del campamento y perderse entre los bosques. Se dirigió hacia el lugar donde el agua de la corriente empezaba a helarse y cuidó de que allí desapare­ciera su propio rastro para que no se pudiera seguir. Luego se arrastró y se quedó esperando. Transcurrió el tiempo y, con algunas intermitencias, pasó dormido horas enteras. Después lo despertó la voz de Castor Gris, que lo iba llamando por su nombre. Se oían otras voces también.
Distinguió claramente la de la mujer del indio y la de Mit-sah, su hijo.
Colmillo Blanco tembló de miedo, y aunque su primer impulso fue salir de su escondrijo, lo resistió y se quedó quie­to. Al cabo de un rato, las voces se alejaron hasta dejar de oírse. Esperó algún tiempo más y salió, al fin, para disfrutar de la alegría del triunfo. Iba oscureciendo, y durante unos momentos se limitó a juguetear entre los árboles, gozaba de su recobrada libertad. Luego, de pronto, se percató de la im­presión de soledad que le invadía. Entonces se puso a pensar, escuchando aquel silencio del bosque y perturbado por él. El que no se moviera nada absolutamente ni se produjera el me­nor ruido tenía algo de amenazador. Sintió que le acechaba algún daño invisible y no sabía de dónde procedía. Miraba con recelo los bultos de los árboles que se asomaban allá lejos y sus oscuras sombras, bajo las cuales podía ocultarse toda clase de asechanzas.
Hacía frío. Allí no había, como en la choza, un rincón caliente en el cual acurrucarse para dormir. Sentía la helada bajo sus pies y tenía que levantar alternativamente los delanteros, pues los tenía ateridos. Echó hacia ellos la poblada cola para cubrirlos, y en el mismo momento tuvo una visión re­pentina. No era extraño: llevaba impresa en la retina toda una serie de recuerdos que constituían otros tantos cuadros. Volvió a ver el campamento, las chozas y el resplandor de la lumbre. Oyó las chillonas voces de las mujeres, las profundas y severas de los hombres y el gruñir de los perros. Tenía hambre y se acordó también de los trozos de carne o de pescado que solían arrojarle. Allí no había nada de eso, nada más que el ame­nazador silencio, que no alimenta.
Su temporada de cautiverio, al quitarle responsabilidades, le había robado dureza y fuerza. Ya no se acordaba de cómo debía ingeniárselas para satisfacer sus necesidades. En torno suyo bostezaba la noche. Acostumbrados sus sentidos al mo­vimiento y bullicio del campamento, a la continua impresión de ruidos y cambiantes aspectos, no encontraba ahora nada en que emplear su actividad. No había allí nada que hacer, nada que ver u oír, aunque se esforzaba en descubrir algún mo­mento de interrupción en el silencio e inmovilidad de la na­turaleza. Su propia inacción lo asustaba tanto como el presen­timiento de que algo terrible iba a ocurrir.
El lobato sintió un estremecimiento de espanto. Algo colosal e informe avanzaba por el radio que su vista podía abar­car. Era la sombra de un árbol, proyectada hacia él por la luna, que acababa de aparecer, limpia de nubes.
Tranquilizado, gimoteó débilmente, pero pronto guardó silencio por temor de que sus lamentos pudieran atraer los males que temía.
Al contraerse la madera de un árbol por el frío de la no­che, produjo un fuerte chasquido. De él se apoderó el pánico, y echó a correr como un loco hacia el campamento. En él prevaleció el deseo de protección y de humana compañía. Su olfato sentía aún el olor de humo de las chozas; en su oído resonaban con fuerza los ruidos y los gritos de la improvisada aldea. Salió del bosque y penetró en la tierra despejada, en el abierto campo alumbrado por la luna, donde no había som­bras ni oscuridad. Pero no vio ya el campamento. Se le había olvidado que la aldea acababa de desaparecer.
Su alocada carrera cesó de repente. Ya no tenía ninguna meta. Vagó, pues, perdido por el abandonado lugar, olfatean­do los montones de basura y los trozos de ropa de desecho que habían dejado los dioses. Incluso añoró las piedras que las mujeres enfurecidas tiraban contra él. Deseó que Castor Gris volviera a pegarlo, y hasta los ataques de Lip-Lip y de toda su manada le habrían sabido a gloria en aquel momento.
Llegó al sitio donde había estado la choza de su amo y se sentó sobre sus patas traseras en el centro del espacio que antes ocupaba. Apuntó el hocico hacia la luna. Apretado el gaznate por contracciones espasmódicas, abrió las fauces y, con un grito lleno de desolación, expresó entrecortadamente su sole­dad y su temor, su pena por no tener a Kiche, todos sus dolores y desdichas del pasado, al propio tiempo que los su­frimientos que presentía para el futuro. Era el prolongado au­llido del lobo, un grito lúgubre lanzado a plena voz, el primer aullido que emitía en su vida.
La luz del nuevo día disipó sus terrores, pero aumentó aún más su impresión de soledad. La desnudez de la tierra, que tan poblada había visto antes, se la hizo sentir con re­doblada energía. No tardó mucho en tomar la resolución. Hundiéndose en la espesura del bosque, siguió, río abajo, por la orilla del mismo. Corrió durante todo el día. No se detuvo para descansar. Parecía que iba a correr eternamente, como si para su férreo cuerpo no existiera la fatiga. Y cuando al fin le llegó, aquel poder de resistencia que era en él heredado lo sostuvo en su obstinado esfuerzo, permitiéndole seguir ade­lante.
Donde el río se precipitaba entre escarpadas pendientes, sorteaba la dificultad desviándose hacia los montes. Todos los ríos, afluentes o riachuelos que desembocaban en la corriente principal los pasó a nado o los vadeó. Con frecuencia se en­contró metido en el hielo que empezaba a formarse en los bordes, y más de una vez vio en peligro su vida entre los témpanos que arrastraba la corriente. Pero continuó buscando el rastro de los dioses, con el fin de hallar el sitio en que estos se separaban del río para internarse en la tierra.
Colmillo Blanco era más inteligente que la mayoría de los de su raza; pero su clarividencia no llegaba a abarcar todo el conjunto de la otra orilla del río Mackenzie. ¿Y si era allí precisamente donde debía buscar el rastro que le preocupaba? Esta idea no acudió nunca a su cerebro. Quizá más tarde, con mayor práctica de esas correrías, con más experiencia y años, se le hubiera ocurrido tal cosa. Pero como su inteligencia no estaba desarrollada aún lo suficiente, se contentó con recorrer a ciegas la misma orilla del Mackenzie en que se hallaba.
Corrió toda la noche, tropezando en la oscuridad con toda clase de obstáculos, que retardaban su marcha pero no lo de­tenían; y del mismo modo siguió más y más. Al llegar a la mitad del segundo día, había pasado treinta horas corriendo, y por muy férreos que fueran sus músculos, cedían ya a la fatiga. Solo el poder de resistencia de su cerebro lo sostenía, impulsándolo hacia delante Cuarenta horas se había pasado sin comer, y el hambre aumentaba su debilidad. Las repetidas zambullidas en el agua helada habían producido también su efecto. Su hermosa piel estaba enlodada, y sus patas, llenas de heridas que sangraban. Corría a saltos, y a ese modo de avan­zar tenía que recurrir cada vez más, a medida que las horas pasaban. Para colmo de males, el cielo se había oscurecido mucho y comenzó a nevar: caían unos copos incipientes, hú­medos, que se derretían enseguida; pero se pegaban al cuerpo y dejaban la tierra viscosa, resbaladiza, y le privaban además de ver dónde pisaba y cubrían las desigualdades del terreno, lo que acrecentaba la dificultad de la marcha, haciéndola to­davía más dolorosa.
Castor Gris había pensado acampar aquella noche en la orilla opuesta del río Mackenzie, porque allí era donde se ha­llaba el cazadero. Pero poco antes de oscurecer, Kloo-kooch, que era la mujer de Castor Gris, descubrió un alce*, que iba a beber al río. Ahora bien: si el alce no hubiera ido a beber, si Mit-sah no hubiese torcido el rumbo de la embarcación por culpa de la nieve, si Kloo-kooch no hubiera visto el alce y si Castor Gris no lo hubiese matado de un certero disparo de su rifle, muy distinto habría sido el desarrollo de los aconte­cimientos. Castor Gris no hubiera acampado en aquella orilla del río Mackenzie, y Colmillo Blanco habría pasado de largo por allí para ir a morir o a encontrarse con sus hermanos de la vida salvaje y ser lo que eran ellos: un lobo más hasta el fin de su vida.
La noche había cerrado. La nevada era espesa, y Colmillo Blanco, gimiendo entre dientes al tropezar con algo, encontró su rastro reciente sobre la nieve. Tan reciente era, en efecto, que lo reconoció inmediatamente con facilidad. Lloriqueando ansioso, fue a buscar su origen, desde la orilla del río hasta meterse entre los árboles. Los ruidos del nuevo campamento que había sido levantado llegaron a su oído. Vio el resplandor de la lumbre, a Kloo-kooch cocinando y a Castor Gris en cuclillas y mascando un pedazo de grasa cruda. ¡Había, pues, carne fresca en el campamento!
Colmillo Blanco esperaba recibir una paliza. Solo de pen­sarlo se agachó con los pelos erizados. Pero se adelantó des­pués. Temía los golpes que le darían, pero sabía también que disfrutaría del calorcillo de la lumbre, de la protección de los dioses, de la compañía de los perros..., una compañía de ene­migos, es verdad, pero compañía al fin, que satisfacía una necesidad de sus instintos rebañegos.
Se acercó al fuego a rastras, muy humilde y zalamero. Castor Gris lo vio y dejó de mascar. Colmillo Blanco volvió a arrastrarse muy lentamente, redobló sus zalamerías y acabó de hundirse más en la bajeza, en el envilecimiento de aquella sumisión. Fue en línea recta hacia Castor Gris, cada vez más despacio y apenado. Al fin se echó a los pies de su amo, en cuya posesión volvía a estar, rendido voluntariamente, entre­gado en cuerpo y alma, por decirlo así. Por propia elección se acercaba al amor de la lumbre, al hombre, para ser gober­nado por él. Colmillo Blanco temblaba esperando el castigo. La mano del dueño se movía sobre él, e involuntariamente encogió el cuerpo ante la inminencia del vapuleo. Pero la mano cayó sobre él mismo. La miró a hurtadillas y vio con sorpresa que Castor Gris partía en dos el pedazo de grasa. ¡Su amo le ofrecía la mitad! Con cuidado y algo de recelo olió lo que le daban y luego se lo comió. Castor Gris mandó que le trajeran carne y estuvo vigilando para que los perros no se la quitaran. Después, el lobato, agradecido y contento, se echó a los pies de su amo, contemplando la lumbre que lo calen­taba, parpadeando a ratos o dormitando, con la seguridad de que el día no lo encontraría perdido y abandonado a la in­temperie, entre los bosques, sino en el campamento de los hombres, junto a aquellos dioses a los cuales se había entre­gado y de quienes ahora dependía.



V
El pacto



Muy avanzado ya el mes de diciembre, Castor Gris emprendió una excursión hacia la parte alta del río Ma­ckenzie. Con él fueron Mit-sah y Kloo-kooch. Conducía un trineo arrastrado por perros, unos adiestrados por el propio indio y otros que le habían prestado. Un segundo trineo, bas­tante menor, lo dirigía Mit-sah, y a él iba enganchado un tiro formado por cachorros. Parecía, mas que otra cosa, un jugue­te; pero era la delicia de Mit-sah, que al verse en posesión del vehículo, se veía ya un hombre hecho y derecho, que como tal empezaba a trabajar en el mundo. Además, se iniciaba en el arte de dirigir y adiestrar perros para aquel uso, al propio tiempo que también aprendían los cachorros; y el trineo re­sultaba útil, puesto que llevaba cerca de cien kilos de peso entre equipo y víveres.
Colmillo Blanco había visto ya a los perros del campamento tirando del trineo, por lo cual sufrió con paciencia que tam­bién a él lo enganchasen como a los demás. Le ciñeron un collar relleno de musgo, al cual iban sujetos dos tirantes que se unían a una correa destinada a pasársela por el pecho y los lomos. A esta correa iba atada la larga cuerda por medio de la cual tiraba del trineo.
Siete cachorros formaban parte del tiro y, salvo él, que tenía ocho meses, todos contaban nueve o diez meses de edad. Cada perro iba atado al trineo por una sola cuerda y no había dos de ellas que tuvieran igual longitud, siendo la diferencia entre unas y otras equivalente a la longitud del cuerpo de un perro. Cada cuerda iba a parar a una anilla colocada en la parte anterior del trineo. Este carecía de cuchillas o patines, pues no era más que una especie de narria pequeña para ser arrastrada. Estaba hecho de corteza de abedul, con la parte delantera retorcida hacia arriba para que no pudiese hundirse bajo la nieve y encallarse. Tal construcción permitía que la carga del trineo reposara sobre la mayor superficie de nieve posible, lo que era necesario por estar esta como cristal pul­verizado y muy blanda. Siguiendo el mismo principio de am­plia distribución del peso, los perros que se hallaban a los extremos de las cuerdas formaban un abanico desde el frente del trineo, de modo que pisaba sobre las huellas de los que le precedían. Esa disposición en forma de abanico servía tam­bién para algo más. Las cuerdas de diferentes longitudes evi­taban que los perros atacaran por detrás a los que corrían delante de ellos. Para que el ataque fuera posible, el perro tendría que volverse y dirigirse hacia alguno que tuviera la cuerda más corta que él, en cuyo caso se encontraría de cara con el atacado, y también con el látigo del conductor del trineo. Pero la mejor cualidad de este género de disposición consistía en el hecho de que el perro que se empeñaba en lanzarse contra otro que tenía delante se veía obligado a tirar con más fuerza del vehículo, y con cuanta mayor velocidad se moviera este, más rápidamente podía escapar a la arremetida el perro perseguido. Así resultaba que el que iba detrás no podía hacer presa en el que le precedía. Cuanto más corría él, más corría el otro y todos sus compañeros. Incidentalmente se aceleraba la marcha del trineo, y por este astuto medio indirecto aumentaba el hombre su dominio sobre las bestias.
Mit-sah se parecía a su padre, de cuya experta discreción había heredado una buena parte. Había observado desde tiem­po atrás que Lip-Lip perseguía siempre a Colmillo Blanco, pero entonces Lip-Lip tenía otro dueño, y Mit-sah no se había atre­vido nunca más que a tirarle alguna piedra, recatándose para no ser visto. Ahora, el perro era suyo, y resolvió vengarse de él poniéndole al extremo de la cuerda más larga. Esto lo convirtió en guión de todos los demás del tiro, y aparentemente resultaba un honor; pero en realidad lo privó de todo honor posible, pues en vez de ser el bravucón y el amo de toda la jauría, se vio odiado y perseguido por ella en masa.
Precisamente por correr atado al cabo de la cuerda más larga, los perros lo veían siempre huyendo de ellos. Todo lo que de él alcanzaban a ver era su poblada cola y sus patas posteriores que parecían volar, aspecto mucho menos feroz y temible que el de su pelaje erizado y sus relucientes colmillos. Además, la caprichosa mentalidad de los perros hizo que verlo corriendo siempre, como escapando, engendrara en ellos el deseo de perseguirlo.
Desde el momento en que arrancó el trineo, el tiro entero se lanzó en pos de Lip-Lip en una especie de caza que duró todo el día. Al principio, este se sintió inclinado a volverse contra sus perseguidores, celoso de su dignidad ofendida y enfurecido. Pero cada vez que lo intentaba, Mit-sah le lanzaba en plena cara un doloroso trallazo* con una fusta hecha de intestino de caribú* que medía unos nueve metros de longi­tud, con lo cual no tenía mas remedio que dar media vuelta y seguir corriendo. Lip-Lip se hubiera atrevido a hacer frente a todos los cachorros; pero contra aquel látigo no se atrevía, y lo único que le quedaba era mantener tirante su larga cuerda y libre su cuerpo de los dientes de sus compañeros.
El cerebro del muchacho indio aún tenía otra treta pre­parada. Para acabar con aquella persecución que se hacía in­terminable, Mit-sah lo distinguió ante los demás para que sintieran celos y creciera su odio. Le dio carne a él solo, que no permitió que ningún otro la tocara. Bastó esto para ponerlos furiosos. Se amotinaron con rabia alrededor del favorecido; pero a prudente distancia del látigo, mientras Lip-Lip devoraba la carne bajo la protección de Mit-sah. Y cuando ya no que­daba más comida, el muchacho hizo ver que sí, aunque la reservaba toda para Lip-Lip mientras a los demás los mantenía a distancia.
Colmillo Blanco se había adaptado de buena gana al tra­bajo. En la voluntaria entrega que de sí mismo hizo a los dioses, había tenido que recorrer mayores distancias que los perros y aprender a fondo lo inútil que era oponerse a la voluntad de sus dueños. Además, la persecución de que toda la manada lo había hecho objeto logró que esta representara para él muy poco; los hombres, en cambio, significaban mu­cho más. No estaba acostumbrado a buscar compañía entre los de su raza. Por otra parte, a Kiche casi la había olvidado ya, y la única expresión de su sentir que le quedaba era aquella fidelidad que se había impuesto hacia los dioses que aceptó como dueños. Trabajaba, pues, todo lo posible; aprendía a ser disciplinado y se mostraba obediente. Era fiel y servicial, rasgos esenciales que caracterizan al lobo y al perro salvaje cuando han sido domesticados, y que él poseía en alto grado.
Sus compañeros no le servían a Colmillo Blanco más que para estar en continua guerra y enemistad con ellos; no para jugar, cosa que no había aprendido. Solo sabía luchar, y eso es lo que había hecho, devolver centuplicados los mordiscos recibidos cuando Lip-Lip dirigía a todos sus enemigos. Pero este ya no era su guía..., excepto cuando iba delante de ellos en el trineo, que venía detrás dando tumbos. En el campa­mento, Lip-Lip no se movía del lado de Mit-sah, de Castor Gris o de Kloo-kooch. No se atrevía a apartarse de los dioses, porque ahora era él a quien mordían los otros perros, teniendo que sufrir aún mayor persecución que la que antes iba dirigida contra el lobato.
Con la derrota de Lip-Lip, Colmillo Blanco hubiera podido convertirse en jefe y guía de los demás. Pero ni su carácter malhumorado ni su afición a la soledad lo predisponían a ello. Lo único para lo que servía era para morder a los perros. Lo demás no existía para él. En cuanto lo veían llegar, se apar­taban, y ni los más osados se hubieran atrevido a robarle un pedazo de carne que le perteneciera. Al contrario, devoraban precipitadamente sus propias raciones por miedo a que él se las quitara. Colmillo Blanco se había aprendido perfectamente aquella ley cuya esencia consistía en oprimir al débil y obedecer al fuerte. Comía lo suyo a toda prisa, y después, ¡des­dichado el perro al cual le quedara aún algo de lo que le correspondía! Con un gruñido y unas cuantas dentelladas lo quitaba de en medio. El robado podía ir a contar su indig­nación a las estrellas mientras el lobato daba cuenta en su lugar de los restos de la ración de carne.
Con frecuencia, sin embargo, uno a uno de los perros se rebelaba. Así, Colmillo Blanco ejercitaba continuamente sus ap­titudes para la lucha. Celoso de sostener el relativo aislamiento en que vivía, peleó muchas veces para mantenerlo. Pero estas luchas eran de corta duración. Su agilidad superaba a la de sus contrarios, y antes de que se percataran de lo que ocurría, estaban ya tan heridos, que su derrota resultaba patente sin que hubieran empezado a pelear de verdad.
Tan rígida como la disciplina que observaban los dioses en lo relativo al servicio del trineo era la que mantenía Col­millo Blanco respecto a sus compañeros. Nunca se mostró tolerante con ellos, al contrario: los obligaba a un respeto que no admitía soluciones de continuidad. Entre ellos podían ha­cer lo que quisieran. No intervenía para nada. Pero lo que sí le importaba mucho es que le dejaran solo, que no se metieran con él, que le dejaran libre el paso cuando a él se le antojaba acercarse, y que en todo tiempo y ocasión reconocieran el dominio que sobre ellos ejercía. Bastaba que los viera más tiesos que de costumbre en ademán de reto; que encogieran un labio mostrando los dientes o que se les erizara el pelo, para que él se les echara encima y, del modo más cruel, des­piadado y rápido, tratara de convencerlos de que no era así como debían proceder.
Se había convertido en un monstruo tirano. Su poder de dominación era tan inflexible como el acero. Oprimía al débil con verdadero espíritu de venganza. No en vano se había visto obligado a luchar continuamente por la conservación de la existencia desde cachorro, en aquellos tiempos en que su ma­dre y él solos, sin ayuda ajena, se hacían respetar en el medio feroz de la vida salvaje. Y no en vano tampoco había aprendido a proceder con cautela cuando se encontraba con otra fuerza superior a la suya. Si oprimía al débil, respetaba al fuerte. Y durante la larga excursión al lado de Castor Gris, andaba suave y mansamente entre los perros mayores que él de los campamentos con que a veces se encontraban.
Pasaron los meses y el viaje de Castor Gris continuaba. Colmillo Blanco había desarrollado su fuerza gracias al mucho andar y a la pesada labor de tirar del trineo. Seguramente también su inteligencia se había desarrollado al máximo. Co­nocía ya de modo bastante completo el mundo en que vivía; pero lo miraba con un criterio bien negro y materialista. La parte que él vio del mundo era feroz y brutal, toda frialdad; un mundo, en fin, en que las caricias, los afectos y las demás dulces alegrías de la vida no existían.
No sentía el menor cariño por Castor Gris. Cierto que era un dios; pero un dios extremadamente salvaje. Colmillo Blanco se complacía en reconocerlo como a su dueño; pero esa soberanía se fundaba en la superioridad de inteligencia y en la fuerza bruta. Había algo en el fondo del lobato que lo impulsaba a desearla, porque, de no ser así, no hubiera regre­sado del bosque para prestarle obediencia. En su naturaleza existían profundidades a las que nunca había llegado nadie. Tal vez una palabra amable, una caricia de su amo, hubieran alcanzado a sondearlas; pero Castor Gris no acariciaba, no sabía dirigir oportunamente una palabra cariñosa. Su primacía era la de un hombre salvaje, y salvajemente gobernaba, ad­ministrando justicia garrote en mano, castigando las faltas con el dolor que producían los golpes, y dejar de darlos era el único premio que otorgaba al mérito, no la dádiva de su ama­bilidad.
Así, Colmillo Blanco ignoraba que la mano de un hombre podía encerrar para él todo un mundo de delicias. Por otra parte, no le gustaban las manos humanas. Las miraba con recelo. Cierto que a veces servían para dar carne; pero con mucha frecuencia se usaban para causar daño. Las manos eran cosas de las cuales debía uno mantenerse a distancia. Arroja­ban piedras, empuñaban palos, trancas enormes y látigos; daban bofetadas y zurraban de lo lindo, y cuando le tocaban a él, procuraban que le doliera el contacto de diferentes formas. Al pasar por aldeas forasteras, había aprendido también que las manos de los niños eran crueles cuando se trataba de causar daño. Una vez, uno de esos mocosos indios casi le salta un ojo. La consecuencia fue que miraba aún con más recelo a los niños que a los hombres. No podía sufrirlos. En cuanto los veía venir, se marchaba.
En una de esas aldeas situada junto al lago de los Esclavos, tanto le irritó la maldad humana, que llegó a faltar a la ley que le había enseñado Castor Gris: es decir, que cometió el imperdonable crimen de morder a uno de los dioses. Según la costumbre de todos los perros en todas las aldeas, Colmillo Blanco iba buscando algo para comer. Un muchacho estaba partiendo a hachazos carne de alce helada y algunos trozos, delgados como astillas, caían esparcidos sobre la nieve. Col­millo Blanco, que iba precisamente merodeando en busca de carne, se paró y comenzó a comer algunos de aquellos trozos. Observó entonces que el muchacho dejaba en el suelo el hacha y empuñaba una enorme tranca. Colmillo Blanco dio un salto en el preciso momento en que el trancazo iba a caer sobre él. El muchacho emprendió entonces la persecución, y él, como novato en la aldea, huyó pasando entre dos chozas, para en­contrarse de pronto acorralado contra un alto ribazo.
No había modo de huir. La única salida se hallaba entre las dos chozas, y la interceptaba el muchacho. Tranca en mano y dispuesto a pegarlo, avanzó sobre su acorralada presa. Col­millo Blanco estaba furioso. Hizo frente al rapaz, gruñendo y erizando los pelos, indignado ante aquella injusticia. Sabía per­fectamente que, según la costumbre, que para él era la ley, las sobras de carne que no se aprovechaban, como aquellos di­minutos trozos helados, eran del perro que las encontrase. No había hecho nada malo, no había infringido ninguna ley, y, sin embargo, aquel muchacho se preparaba para darle una paliza. Colmillo Blanco no se dio cuenta casi de lo que hizo. Fue cosa de un momento en que un rabioso impulso lo cegó. Y tan rápidamente se convirtió en acción que tampoco el mu­chacho pudo percatarse del peligro. De lo único que se enteró fue de que, sin saber cómo, caía tendido sobre la nieve, y de que la mano con que sostenía el garrote la tenía ahora rajada profundamente por los colmillos de la que creyó su víctima.
Pero Colmillo Blanco comprendió perfectamente que aca­baba de infringir la ley dictada por los hombres. Había hun­dido los dientes en la sagrada carne de uno de ellos y no podía esperar ya otra cosa que un castigo terrible. Huyó en busca de Castor Gris, agachándose detrás de este, en demanda de protección, cuando vio que llegaban el herido y su familia pidiendo venganza. Pero tuvieron que volverse sin haberla ob­tenido. Castor Gris defendió a Colmillo Blanco, y lo mismo hicieron Mit-sah y Kloo-kooch. El lobato, atento al vocerío que se armó y a los descompuestos ademanes que lo acom­pañaban, comprendió que lo que había hecho quedaba justi­ficado.
Y así llegó a entender que era preciso distinguir entre las diferentes clases de dioses. Había unos que eran los suyos y otros que eran muy distintos. Lo mismo daba, en rigor, justicia que injusticia: el hecho era que debía aceptarlo todo mientras viniera de las manos de sus propios dioses. Pero a lo que no estaba obligado era a aceptar la injusticia de los otros. Tenía derecho a oponerse a ella a dentelladas. Y esta era también una de las leyes que tenían los hombres. Y aquel mismo día pudo ahondar aún más en el conocimiento de esa ley. Yendo solo por el bosque, en busca de leña seca para la lumbre, Mit-sah se encontró con el muchacho a quien el lo­bato había mordido. Iban con él algunos jóvenes más. Dis­cutieron, y enseguida todo el grupo se le echó a Mit-sah en­cima. La situación de este resultaba difícil. Los golpes le llo­vían de todos lados. Colmillo Blanco se contentó, al principio, con mirar la escena. Aquello era cuestión de los dioses y de­bían ventilarlo entre sí, la cosa no iba con él. Luego pensó que Mit-sah era uno de sus dioses y que lo estaban maltra­tando. Por mero impulso, sin razonar bien lo que hacía, se arrojó como una furia sobre los combatientes. Cinco segundos después, por todas partes salían los muchachos a escape hu­yendo de la refriega, y muchos de ellos dejaban sobre la nieve un reguero de sangre que demostraba la eficacia con que Col­millo Blanco había puesto en juego los dientes. Cuando Mit­sah contó luego en el campamento lo ocurrido, Castor Gris dio orden de que le sirvieran al lobato una ración de carne. Mandó que fuera muy abundante, y así Colmillo Blanco, ahíto y soñoliento, echado al amor de la lumbre, comprendió que había cumplido con la ley en todas sus partes.
Paralelamente a estas lecciones prácticas, recibió otras que le enseñaron la ley de propiedad y su deber de defenderla. De la protección del cuerpo de aquellos dioses suyos a la de lo que ellos poseían no había más que un paso. Lo que perte­necía a sus dioses debía ser defendido contra todo el mundo, aunque para ello hubiera que atacar a dentelladas a los otros dioses. No solo era esto un acto sacrílego por naturaleza, sino que además estaba lleno de peligros. Los dioses poseían un poder infinito, y él, como simple perro que había pasado ya a ser, no estaba a su altura; a pesar de lo cual, Colmillo Blanco aprendió a hacerles frente como un audaz luchador que no conoce el miedo. El deber se impuso en él a todo, y los ladrones, por más dioses que fueran, tuvieron que respetar la propiedad de Castor Gris.
Colmillo Blanco aprendió una cosa pronto: que el dios la­drón era generalmente cobarde y huía fácilmente de los ruidos alarmantes. También observó que, en cuanto él daba la señal de alarma, Castor Gris se presentaba en su ayuda. No tardó en comprender que el ladrón no huía precisamente de él, sino de su amo. La señal de alarma que daba no consistía en ladrar, porque no ladraba nunca. Iba directamente hacia el intruso y clavaba en él los dientes en cuanto podía. Precisamente por su carácter huraño y solitario, pues se apartaba de los otros perros, era poco apto como guardián de la propiedad de su amo, y este tenía que alentarlo y educarlo constantemente. El resultado fue que llegó a ser más feroz y más solitario que nunca.
Pasaron los meses, y el lazo que unía al hombre y al perro lobo fue haciéndose cada vez más estrecho. En rigor, era el antiguo pacto que el primer lobo salvaje estableció con el hombre al someterse.
Y como todos sus antecesores, Colmillo Blanco hizo que el pacto resultara a favor suyo. Los términos de aquella especie de contrato eran bien sencillos: a cambio de la posesión de un dios de carne y hueso, él había renunciado a su libertad. Alimento y lumbre, protección y compañía, eran algunas de las cosas que recibía él del dios. A cambio, guardaba lo que era de su propiedad, defendía su cuerpo, trabajaba en beneficio suyo y le obedecía.
La posesión de un dios trae consigo el servicio. El de Colmillo Blanco era todo deberes y temor respetuoso, pero no cariño. No sabía lo que era el cariño, pues no había tenido ocasión de experimentarlo. Kiche era solo un recuerdo, remoto ya. Por otra parte, al entregarse él a los hombres, no solo había abandonado la vida salvaje y a los de su propia raza, sino que las condiciones del pacto eran tales que si alguna vez volvía a encontrarse con Kiche, tampoco abandonaría a su amo, a su dios, para seguirla. Su alianza con el hombre, ex­trañamente, era superior a todo su amor a la libertad, a la raza y al parentesco.



VI
El hambre
La primavera había llegado ya cuando Castor Gris terminó su largo viaje. En abril, Colmillo Blanco cumplió su primer año de vida. Por entonces llegaron a las aldeas que no eran ya forasteras para su amo, y el animal fue desengan­chado del trineo por Mit-sah. Aunque faltaba mucho para que alcanzara su máximo desarrollo, Colmillo Blanco era el mayor de los cachorros en el nuevo campamento, a excepción de Lip­-Lip, que lo igualaba. De su padre y de Kiche había heredado la talla y la fuerza, y en longitud, poco tenía que envidiar a los perros de edad muy superior a la suya. Lo diferente en él era el grueso, el volumen. Su cuerpo era delgado, largo, de recia fibra. Su pelaje, el de un verdadero lobo gris. Lo que de perro había en él, heredado de su madre, no imprimió ningún sello en su físico, aunque sí dejó huella en su inteligencia.
Vagó a través de la nueva aldea, reconociendo con grave y sosegada satisfacción a los varios dioses que conocía ya antes de su largo viaje. Y luego, estaban los perros, cachorros que crecían como él, y los otros, los mayores en edad, que no le parecían tan corpulentos y formidables como el recuerdo que guardaba de ellos. Tampoco los temía ya tanto. Andaba entre ellos con cierto desembarazo y descuido, que a él mismo le parecía tan nuevo como agradable y sabroso.
Ahí estaba, por ejemplo, Baseek, un perro viejo, grisáceo, que, cuando era más joven, con solo mostrar sus colmillos ahuyentaba ya a Colmillo Blanco, y le hacía huir, arrastrándose atemorizado. De él había aprendido a conocer su propia in­significancia; y ahora, por el contrario, iba a cerciorarse, por su conducta, del cambio y del desarrollo que en él se había operado. Mientras Baseek se había debilitado con la edad, a Colmillo Blanco esta le había dado toda la fuerza de la juven­tud.
Al despedazar un alce recién muerto, fue cuando Colmillo Blanco comprendió que las relaciones entre él y el mundo canino habían sufrido un cambio. Se quedó uno de los cascos acompañado de parte de la tibia, a la cual iba unida una porción de carne bien pequeña. Separado del tumulto que armaban sus compañeros, o mejor dicho, oculto en la espesura que lo ponía a cubierto de sus miradas, devoraba su parte del botín, cuando vio que Baseek se precipitaba para quitárselo. Antes de darse clara cuenta de lo que hacía, Colmillo Blanco le había dado ya dos dentelladas, poniéndose luego en guardia de un salto. El otro se quedó sorprendido ante tamaña te­meridad y lo rápido del ataque. Parado, mirando estúpida­mente a Colmillo Blanco, dejó que entre ellos dos quedara en el suelo el rojo trozo de carne.
Baseek era viejo y había tenido ya ocasión de ver cómo cada día aumentaban los bríos de algunos perros que él solía despreciar. Eran amargos frutos de la experiencia que no tenía más remedio que tragar, aunque para ello se necesitara una gran dosis de discreción y prudencia. En otro tiempo se hu­biera arrojado de un salto sobre su contrincante, haciéndose respetar con vengadora furia; pero ahora sus menguadas ener­gías no le permitían tal cosa. Los pelos se le erizaron de coraje y se contentó con mirar amenazadoramente a Colmillo Blanco. Y este, sintiendo renacer en él buena parte del antiguo res­petuoso temor, pareció desmayarse y encogerse en sí mismo tanto como antes se había crecido, mientras imaginaba un modo de salir del aprieto, emprendiendo una retirada que no resultara del todo ignominiosa.
Y precisamente fue entonces cuando Baseek cometió un gran error. De haberse contentado con mirar con aire ame­nazador, todo hubiera terminado bien. Colmillo Blanco, que estaba ya a punto de dejarle el campo libre, se hubiera reti­rado, abandonando el botín. Pero el perro viejo no esperó. Considerándose ya victorioso, se adelantó, para apoderarse de la carne. Al bajar descuidadamente la cabeza para olfatearla, también a Colmillo Blanco se le erizaron los pelos ligeramente. Incluso entonces, Baseek hubiera llegado a tiempo para volver la situación a su anterior estado. Con solo colocarse sobre la carne en actitud dominadora, alta la cabeza y mirando al otro de hito en hito, este habría acabado por marcharse. Pero la carne era fresca y su olorcillo tentaba el olfato de Baseek, acu­ciándolo para que probara un bocado. Así pues, el perro que­dó a la espera, en actitud de reto.
Aquello sí que vino a colmar la medida de la paciencia que había demostrado Colmillo Blanco. Recientes aún sus me­ses de predominio sobre la jauría que arrastraba el trineo, le fue imposible conservar la serenidad y contemplar inactivo cómo el otro devoraba la carne, según su costumbre. Con la primera dentellada, la oreja de Baseek se abrió de arriba abajo en tiras. El animal se quedó aturdido con lo súbito de la agresión. Pero otras cosas sumamente graves le ocurrieron en­tonces con idéntica e inesperada rapidez. Fue arrojado al suelo y mordido en la garganta. Mientras luchaba por enderezarse, su enemigo le hundió dos veces los dientes en el hombro. La rapidez con que todo esto se realizaba era suficiente para des­concertar a la víctima. Intentó arrojarse sobre Colmillo Blanco, pero la furiosa dentellada que le lanzó no acertó a darle a él, sino al aire. Un momento después, y al sentirse la nariz des­garrada en dos, Baseek retrocedió y abandonó la carne.
La situación había cambiado totalmente, Colmillo Blanco vigilaba ahora amenazadoramente la carne, mientras el perro viejo se mantenía a cierta distancia, preparándose para retirar se. No se atrevía a aventurarse en una lucha con un contrario que demostraba la rapidez del rayo, y una vez más, y del modo más amargo que nunca, tuvo que confesarse la debilidad que traen consigo los años. Su esfuerzo por conservar la dignidad fue heroico. Volvió la espalda con toda calma al perro joven y al trozo de carne, como si uno y otro no valieran siquiera la pena de que fijara en ellos su atención, y se alejó majes­tuosamente, a grandes pasos. Y desdeñando sus heridas, no se paró a lamerlas hasta hallarse fuera del alcance de las miradas del otro.
La victoria aumentó en Colmillo Blanco su fe en sí mismo y su orgullo. No andaba ya tan mansamente entre los perros mayores: su actitud no parecía ya tan conciliadora. Y no es que se mostrara pendenciero: lo que exigía era que lo trataran con consideración, que reconocieran su derecho a ir por todos los lados sin que nadie lo molestara ni le siguiera los pasos. Era alguien con quien había que contar: nada más. No iba ya a permitir por más tiempo que se le tratara como si no exis­tiera, que era lo que se hacía con los cachorros y continuaba siendo la suerte a que estaban condenados sus compañeros de trineo, obligados a apartarse de los mayores y cederles el paso y hasta la carne. En cambio, Colmillo Blanco, sin amigos, so­litario, malhumorado, sin mirar apenas a derecha y a izquier­da, temible, con un aspecto que infundía respeto, reconcen­trado en sí mismo, era aceptado como un igual, y no sin asombro, entre los mayores que él. Pronto aprendieron a de­jarlo solo y tranquilo, sin arriesgarse a manifestar hostilidad ni mostrarle deseos de ser su amigo. Si ellos lo dejaban tran­quilo, él les pagaba con la misma moneda..., situación que, tras la experiencia de algunas luchas desagradables, acordaron todos que era la más conveniente.
El mes de junio fue señalado para Colmillo Blanco por un acontecimiento. Trotaba silenciosamente, como tenía por cos­tumbre, para examinar una choza nueva que se había levantado hacia el extremo de la aldea mientras él se hallaba au­sente, pues había acompañado a los cazadores en la persecu­ción de los alces, cuando se encontró de pronto con Kiche. Paró en seco y la miró. La recordaba vagamente; pero la re­cordaba, eso sí. Y era más de lo que de ella misma podía decirse, pues, al verlo, levantó un labio para gruñir amenazan­do, como ella sabía hacerlo. Este hecho afianzó los recuerdos de Colmillo Blanco. Sus ya olvidados tiempos de cachorro, todo cuanto iba asociado a aquel gruñido a que tan acostum­brado estaba, acudió en tropel a su mente. Antes de que él hubiera conocido a los dioses, fue ella el eje alrededor del cual giraba todo el universo. Las impresiones familiares de aquel tiempo volvieron de golpe a su memoria. Saltó alegre hacia su madre y fue recibido con una dentellada que le rasgó hasta el hueso un lado de la cara. No entendió la razón de aquel ataque. Retrocedió perplejo, desconcertado.
Pero no cabía recriminar a Kiche por tal recepción. No era propio de la madre de un lobo recordar a los cachorros que había tenido un año atrás. No se acordaba, por consiguiente, de Colmillo Blanco. Para ella resultaba un forastero, un intruso, y la camada de la que estaba cuidando ahora jus­tificaba de sobra el que se mostrara celosamente enojada con­tra aquella intrusión.
Uno de los nuevos cachorrillos se acercó tambaleándose a Colmillo Blanco. Eran hermanastros sin saberlo. Él olfateó con curiosidad al pequeñuelo, con lo cual se ganó otro desgarrón en la cara, producido por Kiche. Retrocedió entonces a mayor distancia. Todos los antiguos recuerdos y afectos murieron en él, volviendo a la tumba de la cual en mala hora habían sido desenterrados. El lobato contempló a su madre, que estaba lamiendo al cachorrillo y levantando de vez en cuando la ca­beza para gruñirle a él. De nada le serviría ya. Afortunada­mente, había aprendido a prescindir de ella. Lo que represen­taba, olvidado quedaba ya. En el futuro no significarían nada el uno para el otro.
Permanecía aún en el mismo sitio, atontado, perplejo, sin comprender lo que ocurría, cuando Kiche lo atacó por tercera vez con la intención de alejarlo definitivamente de aquellos andurriales. Y él se dejó atacar. Al fin y al cabo, se trataba de una hembra de su raza, y era bien sabido que los machos no debían luchar con las hembras. No es que él conociera esa ley por habérsela enseñado la experiencia. La puso en práctica en secreto impulsado por el instinto..., por aquel mismo instinto que le hizo aullar a la luna y a las estrellas y que le inspiraba el miedo a la muerte y a lo desconocido.
Fueron transcurriendo los meses. Colmillo Blanco iba au­mentando en fuerza, en robustez y en gordura, al paso que su carácter se desarrollaba de acuerdo con las influencias de la herencia y del medio en que vivía. La primera se parecía a maleable arcilla, susceptible de ser trabajada de mil formas diferentes. En cuanto al medio, era el encargado de plasmarla, dándole una forma determinada. Así, de no haberse él acer­cado nunca a la lumbre de los hombres, la vida salvaje lo hubiera hecho un verdadero lobo. Pero los dioses lo habían llevado a un mundo diferente, y así hicieron de él un perro que tenía mucho de lobo, pero que resultaba lo primero y no lo segundo.
De acuerdo con su naturaleza y las exigencias del medio, también su carácter iba tomando forma especial. Era inevita­ble: cada día aumentaba su condición gruñona, de pocos amigos; se volvía solitario, feroz, y si cada día también estaban más convencidos los perros de que les convenía mucho estar en paz con él y no en guerra, en cambio, Castor Gris se manifestaba más y más encantado de poseerlo.
Colmillo Blanco, que parecía reunir la suma de todas las cualidades que significan fuerza, tenía, sin embargo, una de­bilidad: no podía sufrir que se rieran de él. La risa de los hombres, cuando le afectaba, era, según su criterio, algo odio­so. Que se rieran entre ellos de lo que quisieran, mientras no fuera él el objeto de sus burlas. Pero en cuanto la cosa iba contra él, entonces montaba en cólera y se ponía terrible. Gra­ve, digno, sombrío por naturaleza, la risa lo enfurecía hasta lo ridículo, y tan hondamente lo hería, que durante horas enteras estaba hecho un verdadero diablo. Desdichado del perro que en tales momentos le viniera con bromas. Conocía la ley de­masiado bien para atreverse con Castor Gris, porque detrás de este estaban un garrote y la inteligencia de un dios; pero detrás de los perros no había más que el espacio, y por ese espacio salían volando cuando Colmillo Blanco entraba en escena, loco de rabia por haber sido objeto de risa.
Cuando contaba ya tres años de edad, el hambre hizo estragos entre los indios del río Mackenzie. En el verano se quedaron sin pescado. En el invierno, el caribú se ausentó de los sitios donde solían cazarlo. Los alces escaseaban, los conejos desaparecieron, y otros animales, incluso los de rapiña, habían muerto. Viéndose privados del ordinario sustento, muy debi­litados por el hambre, acabaron por luchar entre ellos y de­vorarse unos a otros. Solo los más fuertes sobrevivieron. Los dioses de Colmillo Blanco eran cazadores. Los más viejos y más débiles se murieron de hambre. En la aldea todo eran gemidos y lamentaciones. Las mujeres y los chiquillos se privaban de los escasos alimentos de que podían disponer, a fin de que fueran a parar al estómago de los demacrados cazadores, que batían el bosque en vano, buscando carne fresca.
A tal extremo llegaron los dioses, que tuvieron que comer el cuero blando de sus zapatos peludos y de sus guantes de caza, mientras los perros hacían lo mismo con los correajes del trineo y hasta con los látigos. Y los perros se devoraban unos a otros y los hombres se veían obligados a comérselos a ellos.
Las primeras víctimas fueron los más débiles y menos úti­les. De los que quedaban, los más atrevidos abandonaron la compañía de los hombres, que no servía más que para llevarlos al matadero, y huyeron por los bosques, donde al fin se mo­rían de hambre o eran devorados por los lobos.
En aquella difícil época, también Colmillo Blanco huyó al bosque. Estaba mejor pertrechado para aquella vida que sus compañeros, por contar con la preparación de sus tiempos de cachorro, que podía servirle de guía. Su especialidad fue pron­to la de estar al acecho y escondido horas enteras, siguiendo todos los movimientos de una ardilla entre los árboles, espe­rando, con tanta paciencia como hambre, a que el roedor se atreviera a descender al suelo. Aun entonces no se precipitaba, sino que seguía esperando hasta asegurar el golpe, antes de que la ardilla trepara de nuevo a su refugio de los árboles. Entonces, y solo entonces, se lanzaba él desde su escondrijo, rápido como un proyectil, con inconcebible habilidad, sin de­jar nunca de hacer presa en el ágil animalillo, cuya ligereza resultaba inferior a la suya.
A pesar de que aquel tipo de caza era beneficioso para él, una dificultad le impedía mantenerse exclusivamente de él: las ardillas escaseaban. Se vio, pues, obligado a cazar animales de inferior tamaño. Atormentado por el hambre, llegó a desen­terrar musgaños de sus madrigueras y a alimentarse de ellos, o a batirse con alguna comadreja, tan hambrienta como él y aun más feroz.
Hubo momentos en que volvió a acercarse a las hogueras que encendían los hombres; pero solo se acercaba. Seguía va­gando por los bosques, evitando ser descubierto y robando a los hombres las piezas de caza que habían caído en algunas de sus trampas. Al propio Castor Gris le robó un conejo, mientras el indio iba medio perdido y tambaleándose por el bosque, tan débil, fatigado y sin aliento, que tenía que sentarse con frecuencia.
Un día, Colmillo Blanco se encontró con un lobato de­macrado y sin fuerzas por culpa del hambre. De no ser tan fuerte, tal vez se hubiera unido a él, para ir a parar a su manada, volviendo así junto a los de su raza que se hallaban en estado salvaje. Pero ahora lo que hizo fue perseguirlo hasta acabar con él, devorándolo.
Parecía que la suerte se empeñaba en favorecerlo. Siempre, en los momentos de mayor necesidad, halló algo que matar. Y por otra parte, cuando más débil estaba, tuvo la fortuna de no tropezar con animales mayores que hicieran presa de él. Así, una vez que se encontró con toda una manada de lobos hambrientos, acababa de pasar dos días de abundante alimen­to, gracias a un lince que había cazado. Toda la manada se lanzó contra Colmillo Blanco en cruel y prolongada persecu­ción; pero como él estaba más fuerte y bien nutrido que sus famélicos perseguidores, logró dejarlos muy rezagados y salvarse. Y no solo pudo escapar, sino que además se volvió súbitamente contra uno de los que más cerca le seguían, y se aprovechó de la extenuación de este para ser él quien lo cazara.
Después abandonó aquella parte del país y se dirigió hacia el valle en que había nacido. Allí, en el antiguo cubil, encon­tró a Kiche. Volviendo a sus antiguas costumbres, también ella había abandonado el inhospitalario hogar de los hombres, pre­firiendo su apartado refugio para su nueva camada. De ella, solo uno de sus pequeñuelos vivía cuando Colmillo Blanco apareció, y tampoco resistiría largo tiempo. Para la vida inci­piente, el hambre era fatal.
El modo como Kiche recibió a su hijo, ya mayor, distó mucho de ser cariñoso; pero a Colmillo Blanco no le importaba ya esto: podía prescindir de ella. Dio, pues, media vuelta muy filosóficamente, y siguió trotando hacia la parte alta del río. Donde las dos veredas se cruzaban, tomó la de la izquierda, en la que halló el cubil de aquel lince que entre su madre y él mataron en otro tiempo. Allí, en el mismo abandonado cubil, se acomodó y descansó un día entero.
En los comienzos del verano, en los últimos días de la temporada del hambre, se encontró con Lip-Lip, que, como él, había huido también al monte, donde arrastraba su vida miserablemente. Trotaban en opuesta dirección, al pie de un largo y escarpado ribazo, y al dar la vuelta a unas rocas, se vieron cara a cara. Se pararon un instante con sobresalto y se miraron recelosamente.
Colmillo Blanco estaba en excelente aptitud para la lucha. No le había faltado caza durante una semana y pudo comer en abundancia. Pero en cuanto vio a Lip-Lip, se le erizaron todos los pelos del lomo. Fue involuntario, era simplemente la repetición de un estado físico a que en otro tiempo le conducía el continuo acoso de Lip-Lip. Lo que antes le ocu­rría, le ocurrió ahora automáticamente, y lanzando un gruñido procedió a la acción, sin pérdida de tiempo. Lip-Lip intentó retroceder, pero Colmillo Blanco lo atacó enseguida, dura y resueltamente, hombro contra hombro. Su enemigo rodó por el suelo, y los dientes del otro se le clavaron en la demacrada garganta. El perrillo luchó un rato con la muerte, mientras Colmillo Blanco daba vueltas en torno suyo, muy tiesas las patas y observándolo con cuidado. Luego siguió su camino y se perdió trotando por el ribazo.
Pocos días después de ocurrir esto, llegó a un extremo del bosque donde una estrecha faja de tierra descendía hasta el río Mackenzie. La conocía de antes, de cuando estaba desierta; pero ahora la ocupaba una aldea. Oculto aún entre los árboles, se paró a observarla. El aspecto, los ruidos, hasta los olores, le eran familiares. Se trataba de una aldea antigua trasladada a otro sitio. Pero en todo aquello había algo diferente de cuan­do él la abandonó. No resonaban ya gemidos ni lamentacio­nes, sino alegres rumores, y cuando entre ellos oyó, de pronto, la airada voz de una mujer, comprendió enseguida que hasta aquel enojo denotaba el vigor de un estómago satisfecho. Ade­más, a su olfato llegaba olor de pescado. Había, pues, comida. El hambre no existía ya. Se atrevió entonces a salir del bosque y trotó con aire decidido hasta la aldea, directo a la choza de Castor Gris. Este no se hallaba allí; pero Kloo-kooch lo recibió con alegres exclamaciones, le dio pescado fresco, y Colmillo Blanco se echó tranquilamente, esperando el regreso de su amo.

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