LOS CINCO
Enid Blyton
ENID
BLYTON
LOS
CINCO OTRA VEZ EN LA ISLA KIRRIN
CAPÍTULO
PRIMERO
Una
carta para Jorge
Ana estaba haciendo
sus deberes en un rincón de la salita de estudio, cuando
entro Jorge en la
estancia como un bólido.
Jorge no era un
muchacho, como pudiera hacer suponer su nombre, sino una
niña llamada Jorgina.
Mas, como siempre había deseado ser un chico, insistía en que la
trataran como a tal.
De este modo, le quedo el apelativo de Jorge. Llevaba corto y bien
recogido su rizado
pelo. En tanto se acercaba a su prima, sus hermosos ojos azules
expresaban
irritación:
—¡Ana! Acabo de
recibir carta de mi familia. ¡Figúrate! Mi padre pretende irse
a vivir en mi isla
para realizar sus trabajos e, incluso, montar una torre o algo parecido
en medio del
castillo.
El resto de sus
compañeras levantaron la cabeza, divertidas ante la indignación
de Jorge, mientras
Ana alargaba el brazo para coger la carta que aquella le tendía.
Todas conocían la
existencia del islote en la bahía de Kirrin. Le llamaban la isla
de Kirrin y era
propiedad de Jorge. Un lugar solitario, con las ruinas de un castillo en su
centro y punto de
reunión de cuervos, cornejas y gaviotas.
En dicho castillo
existían pasadizos subterráneos, en cuyo interior Jorge y sus
primos habían corrido
ya algunas emocionantes aventuras. Había pertenecido a la madre
de Jorge, la cual se
la había regalado a su hija. Esta se mostraba en extremo celosa de
todo aquello que se
refiriese a su estupenda isla de Kirrin. Era suya, exclusivamente
suya. Nadie mas tenía
derecho a vivir allí, ni aun a desembarcar sin su permiso.
Y ahora, ¡Santo
Dios!, su padre se proponía ir a su isla y, encima, construir allí
una especie de
laboratorio. Jorge estaba roja de indignación.
—Así son los mayores.
Van, te regalan cosas y luego se portan como si esas
cosas fuesen suyas.
No quiero que papá viva en mi isla, ni que construya en ella
cobertizos
desagradables o cosas por el estilo — decidió la niña.
—Pero, Jorge... Sabes
muy bien que tu padre es un científico famoso y que
necesita trabajar en
paz — objeto Ana cogiendo la carta—. ¿No te parece que podrías
prestarle tu isla por
una temporada?
—Hay cincuenta mil
lugares en donde puede encontrar silencio y paz —
contestó Jorge —.
¡Que mala pata! ¡Me hacia tanta ilusión pasar allí nuestras vacaciones
de Pascua, con
nuestro bote, comida y todo lo necesario, igual que hicimos otras veces!
No podremos hacer
nada de eso si papa se instala de verdad allí.
Entre tanto, Ana se
disponía a leer la carta. Era de la madre de Jorge:
Mi
querida Jorgina:
Debo
darte una noticia que sé que te gustará. Tu padre se propone vivir en la
isla
de Kirrin por una corta temporada, a fin de terminar un experimento que tiene
en
estudio.
Tendrá que construir allí un edificio, una especie de torre, me parece. Por lo
visto,
necesita un lugar aislado, pacifico y tranquilo. Y también, por alguna razón
científica
que desconozco, que este rodeado de agua. Al parecer, es una cuestión vital
para
su experimento.
Ahora
bien, querida, te suplico que no te enfades por ello. Sé que consideras la
isla
de Kirrin como de tu exclusiva propiedad, pero debes permitir a tu familia
disponer
de
ella, en especial si se trata de algo tan importante como los trabajos
científicos de tu
padre.
Papá
cree que no tendrás ningún inconveniente en prestarle tu isla. Sin
embargo,
yo conozco tus extrañas reacciones y he creído mejor notificártelo antes de
que
llegues a casa y le veas instalado allí, con su torre ya levantada.
La carta continuaba
hablando de cosas sin importancia, así que Ana dejo sin leer
el resto. Se quedo
mirando a Jorge:
—¡Caramba, Jorge!
Parece mentira que te pueda molestar el que tu padre pase
una pequeña temporada
en tu isla. Yo no tendría inconveniente y estaría encantada con
la presencia de mi
padre. Te aseguro que se la prestaría con mil amores si tuviera la
suerte de poseer una.
—Tu padre empezaría
por hablar contigo, te pediría permiso y se aseguraría de
que no iba a
molestarte —contestó Jorge, enojada—. En cambio, el mío nunca se
conduce así. Hace lo
que le da la gana, sin consultar a nadie. Debió ser el mismo quien
me escribiese. ¡Me hace
perder los estribos!
—Es que tú tienes
unos estribos siempre a punto de dispararse —observo Ana
riéndose—. No te
enfades y no pongas esa mala cara, que, por mi parte, no pienso
utilizar tu famosa
isla sin tu real permiso.
Pero Jorge no quiso
aceptar la broma. Sin sonreír, recogió la carta y volvió a
leerla con rostro
tétrico:
—¡Y pensar que se han
estropeado todos mis estupendos planes de vacaciones!
—dijo—. ¿Tú sabes lo super
que esta la isla Kirrin en los días de Pascua? Llena de
prímulas, retama y conejitos
recién nacidos... Y ya os había invitado a ti y tus hermanos.
No hemos estado allí
desde el verano pasado, cuando fuimos de camping.
—Ya lo sé. ¡Tenemos
más mala pata! —se lamento Ana—. ¡Hubiera sido
magnífico pasar en la
isla estas vacaciones! Bueno, de todas maneras, yo creo que
podremos ir igual. A
tu padre no le importara tenernos allí. No le molestaremos.
—Como si vivir en la
isla estando papá fuera igual que si estuviéramos solos —
comentó Jorge en tono
desdeñoso—. Sabes muy bien que nos haría la vida imposible.
Bien, tenía razón.
Ana no creía en absoluto que la estancia en la isla les resultara
divertida con la
continua presencia del tío Quintín. El padre de Jorge era un hombre
impaciente e
irritable, sobre todo cuando se hallaba ocupado en sus experimentos.
Entonces se volvía
insufrible. El menor ruido le sacaba de sus casillas.
—¡Figúrate como
gritará a los cuervos para que se callen y perseguirá a las
alborotadoras
golondrinas! —se chanceó Ana—. Seguro que la isla no le parecerá tan
pacifica como se
imagina.
Esta vez Jorge se
digno sonreír. Dobló la carta y se volvió, dispuesta a
marcharse.
—Está bien, pero esto
pasa de la raya. Confieso que no me habría enfadado tanto
si papá se hubiera
dignado pedirme permiso.
—Nunca haría una cosa
así —sentenció Ana—. No creo que se le haya pasado
siquiera por la
cabeza. Y ahora, Jorge, por lo que más quieras, no te pases el día
meditando sobre tus
males. Baja a la perrera y recoge a Tim. Esto te pondrá de buen
humor.
Timoteo, o Tim, era
el perro de Jorge. Ésta lo quería con todo su corazón. Un
perro grandote, de
color castaño mezclado, con una cola ridículamente larga y un hocico
ancho, con el que
parecía sonreír. Los cuatro primos le querían mucho. Era tan amable y
servicial, tan
animado y divertido, que se lo llevaban consigo en todas sus aventuras.
Entre los cinco
habían pasado ratos muy felices.
Jorge se dirigió,
pues, en busca de Tim. La escuela permitía a las internas llevar
consigo sus animales
preferidos. Si el reglamento lo hubiera prohibido, es seguro que
Jorge se hubiese
negado a permanecer en el colegio. No había consentido en separarse
de Tim ni un solo
día.
Tim prorrumpió en
entusiastas ladridos tan pronto como la vio acercarse. Jorge
perdió en el acto su
adusta expresión y sonrió. Su fiel y querido Tim valía mas que una
persona. Siempre se
mantenía a su lado, siempre se comportaba como un amigo, hiciera
lo que hiciese. Y,
para el perro, Jorge significaba lo más admirable del mundo.
Pronto se encontraron
caminando los dos juntos por los campos. Jorge habló con
Tim como acostumbraba
hacerlo. Le contó todo: como su padre se había apoderado de
la isla de Kirrin, la
indignación que le había causado el hecho, etc. Tim aprobaba todas
sus palabras.
Escuchaba con la mayor atención, como interesándose por cada detalle y
ni siquiera cuando un
conejo se cruzó en su camino aparto la mirada de su amita. Tim
advertía en seguida
si Jorge tenía algún disgusto. Comenzó a lamer su mano. De regreso
a la escuela, Jorge
se sentía mucho mejor.
En secreto, introdujo
al perro en el edificio escolar. ¡Pobre de ella si lo
descubrían! No se
permitía a las niñas llevar los perros al interior de la escuela. Estos
debían quedarse en la
perrera, cuando no estaban de paseo con sus amas. Pero Jorge,
que se parecía mucho
a su padre, solía hacer a menudo lo que le daba la gana,
importándole un
comino el reglamento.
De modo furtivo,
penetraron ambos en su dormitorio. El perro se escondió de
inmediato debajo de
la cama. Su rabo golpeaba con suavidad el suelo. Sabía lo que
aquello significaba.
Su ama deseaba tenerlo junto a ella aquella noche. En cuanto se
apagasen las luces,
podría saltar sobre su cama y acurrucarse junto a sus rodillas. Sus
ojos pardos brillaban
de alegría.
—Ahora, estate quieto
— susurro Jorge.
Y salió de la
habitación para reunirse con sus compañeras. Encontró a su prima
entretenida en
escribir una carta a sus hermanos Julián y Dick, que también estaban
internos.
—Les explico lo de la
isla de Kirrin —dijo— y que tu padre la ha requisado para
él ¿Te gustaría pasar
estas vacaciones con nosotros, Jorge? Total, no podemos ir a
Kirrin... Te sentaría
bien y no te sentirías tan fastidiada porque tu padre se quede en la
isla.
—No, gracias
—contestó Jorge—. Prefiero ir a casa. Tengo que vigilar a mi
padre. No quiero que
haga volar la isla Kirrin con uno de sus experimentos. ¿Sabías que
trabajaba con
explosivos?
—¿Bombas atómicas o
cosas así? —exclamó admirada Ana.
—No lo sé —respondió
su prima—. De todos modos, aparte de vigilar a mi
padre y a mi isla, es
necesario que esté yo en casa para hacer compañía a mamá. Estará
completamente sola en
la finca, si papa se va a la isla. Supongo que él se llevara víveres
y todo lo necesario.
—Bueno… ¡Por lo menos
es una ventaja! No nos veremos obligados a andar de
puntillas ni a hablar
en voz baja si tu padre no esta en casa —manifestó Ana—.
Podremos armar tanto
alboroto como nos apetezca. ¡Hala, anímate, Jorge!
Sin embargo, hubo de
pasar mucho tiempo todavía antes de que a Jorge se le
quitara el mal humor
producido por la carta de su madre. Ni la compañía de Tim por las
noches en su cama
—hasta que lo descubrió una maestra severa— fue suficiente para
disipar su disgusto.
El curso tocaba a su
fin. Llegó abril, con sus días de sol alternando con otros
lluviosos. Las
vacaciones se iban aproximando cada vez más. Ana pensaba con alegría
en Kirrin, en su
suave playa arenosa, su mar azul, sus barquitas de pesca y sus
agradables paseos a
orillas del mar.
Julián y Dick
opinaban de la misma forma. Los muchachos empezaban las
vacaciones en igual
fecha que las niñas. Así que podrían incluso encontrarse en Londres
y efectuar juntos el
viaje hasta Kirrin. ¡Hurra!
Llegó por fin la
anhelada fecha. Las maletas se amontonaban en el vestíbulo.
Coches particulares
acudían a recoger a las niñas cuyas familias habitaban cerca. Los
autocares del colegio
se encargaban de transportar a las demás a la estación. Reinaba un
alboroto terrible de
gritos y risas por doquier. Las profesoras se las veían y se las
deseaban para imponer
orden y hacerse entender en medio del jaleo.
—Cualquiera creería
que todas las niñas se han vuelto locas de repente —
comentó una profesora
con otra—. Gracias a Dios que ya las tenemos a casi todas en los
autocares. ¡Jorge!
Debes de estar corriendo a cien por hora, con tu Tim pegado a las
faldas, a juzgar por
el ruido que armas por el pasillo.
—Es verdad. ¡Pero no
me puedo contener! —gritó Jorge—. Ana, ¿dónde estás?
¡Ven! Sube al coche
conmigo. He recogido a Tim. Se ha dado cuenta de que empiezan
las vacaciones. ¡Ven,
Tim!
Los autocares, con la
barahúnda de cantos en su interior, se encaminaban a la
estación. No bien
hubieron llegado las niñas, se fueron montando de modo atropellado
en el tren. Se oía
gritar por todas partes:
—¡La maleta sobre
este asiento!
—¿Quién ha cogido mi
bolso?
—No te sientes ahí,
Hetty. No puedes poner a tu perro al lado del mío. ¡No
pararían de ladrar un
momento!
—¡Viva! El jefe de
estación ya toca el pito.
—¡Nos vamos!
La locomotora salió
poco a poco de la estación, arrastrando tras si los vagones,
llenos a rebosar de
niñas que iniciaban sus vacaciones. El tren fue atravesando la
tranquila campiña,
pequeñas ciudades y pueblos. Por ultimo, llego a los humeantes
suburbios de Londres.
—El tren de los
chicos tiene señalada la llegada para dos minutos antes que el
nuestro —dijo Ana
asomándose a la ventanilla, mientras penetraban en la estación de
Londres—. Si ha sido
puntual, mis hermanos estarán ya esperándonos en el andén.
¡Mira, Jorge, mira!
¡Allí están!
Jorge se asomó a su
vez a la ventanilla.
—¡Eh, Julián!
—gritó—. ¡Hola, Dick, hola! Estamos aquí. ¡Hola, Julián!
CAPITULO
II
De
regreso en “Villa Kirrin”
Julián, Dick, Ana,
Jorge y Tim se dirigieron en el acto al bar de la estación para
comer unos bocadillos
y tomarse unas bebidas. ¡Era estupendo volver a estar reunidos!
Tim pareció
volverse loco de alegría al ver a los dos muchachos y brincaba alrededor de
sus piernas.
—Calma, Tim, mi
viejo amigo. Te quiero mucho y estoy muy contento de
volverte a ver —
exclamaba Dick—, pero, por favor, no me tires el jarabe por encima
con tus caricias. ¿Se
ha portado bien esta vez, Jorge?
—Bueno..., bastante
bien — contestó Jorge después de meditarlo un poco—.
¿Verdad, Ana? Quiero
decir que sólo una vez hizo una pequeña travesura. Metió el
hocico en el armario
de la ropa blanca y mordisqueo una almohada. Porque si las chicas
se dejan las
zapatillas en cualquier parte, es natural que Tim sienta ganas de jugar
con
ellas.
—Lo que supondría el
fin de las zapatillas, ¿no es así? —comentó riendo
Julián—. En total, Tim,
tu nota en conducta parece ser muy baja. Me temo que tío
Quintín no te
entregue la media corona que acostumbra regalar por las buenas
calificaciones.
Al oír mencionar a su
padre, Jorge frunció el ceño.
—¡Vaya! Jorge no ha
perdido su característica manera de demostrar su enfado
— comentó Dick con
voz burlona —. Querida Jorge, deberías fruncir el ceño media
docena de veces más
para que te reconozcamos.
—No te creas —
comentó Ana, acudiendo en defensa de Jorge—. Esta mucho
más amable que antes.
En realidad a Jorge
se le había pasado casi por completo el enfado y Ana temía
que los comentarios
de los chicos acerca de la usurpación de la isla de Kirrin por parte
de su padre provocara
en ella antes de tiempo una nueva irritación.
Julián echo una
mirada a su prima y le dijo:
—Mira, chata, no
debes tomarte tan a pecho la cuestión de la isla. Has de tener
en cuenta que tu
padre es un hombre muy inteligente, uno de los mejores científicos que
tenemos en el país.
Yo pienso que a esta clase de sabios hay que darles toda la libertad
que necesiten para
sus trabajos. Quiero decir que, si el tío Quintín desea trabajar en la
isla de Kirrin, por
alguna razón particular, lo que tu debes hacer es decirle con alegría:
«¡Adelante, papa!»
Jorge aparentaba
estar algo mosca por el largo discurso. No obstante, tenía en
gran concepto a su
primo y, por regla general, aceptaba sus razones. Julián era el mayor
de todos ellos. Un
muchacho alto y bien parecido, con ojos enérgicos y una barbilla
prominente.
Por fin, Jorge
acarició la cabeza de Tim y acepto con voz suave:
—Muy bien, prometo no
protestar más. Pero has de reconocer que es una pena
después de haber
planeado allí nuestras vacaciones, saber que nos han estropeado el
proyecto.
—Bueno, todos estamos
disgustados, esa es la verdad — contestó Julián—.
Acabad, acabad pronto
los bocadillos, porque tenemos que atravesar todo Londres para
tomar el tren de
Kirrin. Lo perderemos si no nos damos prisa.
Pronto estuvieron
aposentados en el vagón del tren que les trasladaría a Kirrin.
Julián se mostraba
muy hábil para tratar con los mozos de equipaje y los taxistas. Ana
contemplo admirada a
su hermano mayor al ver que había sabido encontrar para todos
los mejores asientos
cerca de la ventanilla. ¡Julián sabía manejarse muy bien!
—¿Tú crees que he
crecido? — le preguntó—. Yo esperaba alcanzar a Jorge
durante este curso,
pero ella no se ha dejado. ¿No te parece que también ha crecido,
Julián?
—Si quieres que te
diga la verdad, me parece que solo has crecido cuatro o
cinco milímetros más
que el curso pasado—contestó Julián—. No nos podrás alcanzar
nunca. Siempre serás
la pequeñaja de la casa, pero no te preocupes. Nos gustas a todos
así.
—¡Mirad a Tim! Ya
esta sacando el hocico por la ventanilla como siempre —
señalo Dick—. Tim,
se te meterá una mota de polvo en los ojos. Y luego Jorge se echará
a llorar de pena,
imaginando que puedes quedarte ciego.
—¡Guau! — respondió Tim
moviendo el rabo. Este era el aspecto más
simpático de Tim. Siempre
se daba cuenta de cuando le hablaban, aunque no dijeran su
nombre, y se daba por
aludido, contestando alegremente.
Tía Fanny los
aguardaba en la estación, para recogerlos en el cochecito tirado
por un pony. Las
niñas se arrojaron sobre ella. Sus sobrinos la querían tanto como su
propia hija. Era
amable y gentil con los muchachos. Y hacía cuanto estaba en su mano
para suavizar el
genio de su marido, al que impacientaba bastante la gente menuda.
—¿Cómo esta el tío
Quintín? — preguntó Julián con cortesía mientras
montaban en el
cochecito.
—Está muy bien —
contestó su tía—, pero muy excitado. Nunca le había visto
tan obsesionado por
su trabajo como ahora. Sus experimentos parece que adelantan con
mucho éxito.
—Supongo que no
sabrás en que consiste su ultima investigación... —se
interesó Dick.
—¡Claro que no! Nunca
me cuenta una sola palabra — repuso la tía Fanny —.
Jamás habla con nadie
de sus trabajos, excepto con sus colaboradores. Sin embargo,
sospecho que ahora se
trata de algo muy importante. Desde luego, se que la ultima parte
del experimento ha de
realizarse en un lugar rodeado por todas partes de agua profunda.
No me preguntéis por
qué. Lo ignoro por completo.
—¡Mirad, ya se ve la
isla de Kirrin! — exclamó Ana de repente.
En efecto, tras la
revuelta del camino, apareció ante sus ojos la bahía. A la
entrada de la misma
se perfilaba el curioso islote, coronado por las ruinas de un castillo.
El sol iluminaba el
mar azul y transformaba a la isla en un paisaje de cuento de hadas.
Jorge lanzó en su
dirección una seria mirada. Trataba de vislumbrar el edificio,
o en lo que
consistiera aquello que su padre afirmo necesitar para sus trabajos. Todos
miraban hacia la isla
con la misma intención.
Pronto lo
descubrieron. Sobresaliendo del centro del castillo —debía de estar
situada en su patio—
podía verse una alta y esbelta torre, semejante a un faro. Tenía un
remate de vidrio, que
brillaba al sol.
—¡Oh, mamá, es
espantoso! No me gusta. Estropea la silueta de la isla —
comentó Jorge,
disgustada.
—Pero, nena, no te
preocupes. Puede derribarse en cuanto tu padre termine su
experimento. Se trata
de algo provisional y ligero. Se desmontara con facilidad. Tu
padre me prometió
deshacerlo en cuanto concluyese su trabajo. Dice que puedes ir a
verlo si te apetece.
Es algo en verdad interesante.
—¡Estupendo! A mí me
gustaría mucho verlo — interrumpió Ana—. ¡Parece
tan original! ¿Esta
solo en la isla el tío Quintín, tía Fanny?
—Sí, pese a que no me
gusta dejarle solo — respondió tía Fanny—. Por una
parte, estoy segura
de que no toma sus comidas con regularidad y, por otra, temo que
pueda hacerse daño
con sus experimentos. Y si se queda allí solo, ¿como podré saberlo?
—Bueno, tía Fanny,
podrías ponerte de acuerdo con él para que te hiciera señas
convenidas cada
mañana y cada noche—propuso Julián—. No presenta ninguna
dificultad desde lo
alto de la torre. Por las mañanas se serviría del sol para hacer señales
con un espejo, como
una especie de heliógrafo, diciendo que se encuentra bien. Y por la
noche, podría
utilizar una linterna.
—Si, ya le propuse yo
algo parecido —contestó la tía—. Le dije que mañana
iríamos todos a
verle. A lo mejor, tú, Julián, consigues convencerle de que establezca de
ese modo un contacto
diario. A ti te hará caso.
—¡Pues si que tiene
gracia...! ¿Quieres decir que papaá desea que invadamos
su refugio secreto?
—pregunto Jorge, sorprendida—. Bueno, yo no pienso ir. No puedo
olvidar que es mi isla.
Me resultaraá insoportable ver que alguien ha tomado posesión
de ella.
—¡Jorge, por lo que
más quieras, no empieces de nuevo! —suplicó Ana
suspirando—. ¡Tu y tu
dichosa isla! ¿Es que no eres siquiera capaz de prestársela a tu
propio padre? Tía
Fanny, debieras haber visto la cara de Jorge cuando recibió tu carta.
Se puso tan furiosa
que llego a asustarme.
Todos se echaron a
reír, excepto Jorge y su madre. Esta parecía muy disgustada
con su hija. ¡Seguía
tan difícil como siempre! ¡Mira que enfadarse con su propio padre!
Se enfrentaba con él
una y otra vez. Pero, en cambio, ¡Santo Dios!, como se le parecía,
con su ceño fruncido
y sus explosiones temperamentales y aquel indomable orgullo.
¡Ojalá Jorge hubiera
sido tan dulce y dócil como sus tres primos!
La muchacha observó
la cara ensombrecida de su madre y se avergonzó de si
misma. Poniendo la
mano sobre su falda, le dijo con humildad:
—Está bien, mama. Te
prometo no armar mas jaleo. Trataré de guardar mis
sentimientos para mí
misma. De verdad, lo intentaré. Comprendo que el trabajo de papá
es importante. Mañana
iré con vosotros a la isla.
Julián dio un
golpecito cariñoso en la espalda de Jorge.
—¡Simpaticota Jorge!
—exclamó—. No solo cede sino que está aprendiendo a
ceder con amabilidad.
Jorge, cuando te portas así pareces más un chico que una chica.
Jorge se puso muy
oronda. Le gustaba que Julián le dijese que se parecía a un
chico. No le gustaba
mostrarse mimosa, ni coqueta, ni melindrosa como acostumbran
ser las chicas. Pero
Ana se molestó un poco:
—No son solo los
chicos los que saben ceder con nobleza o hacer cosas por el
estilo —dijo—. Hay
muchas chicas que son tan capaces de ello, yo misma entre ellas.
—¡Santo Dios! Ya he
encendido otra hoguera —comentó tía Fanny
sonriendo—. ¡Basta ya
de discusiones! Ya estamos en «Villa Kirrin». ¿No os parece
preciosa, con el
jardín lleno de prímulas, y los alhelíes y los narcisos brotando por todas
partes?
En efecto, estaba
preciosa. Los cuatro muchachos y Tim, con tía Fanny, se
apearon frente a la
verja, felices por hallarse de regreso. Penetraron en la casa y con
gran regocijo
encontraron a Juana, la vieja cocinera. Había venido para ayudar durante
las vacaciones.
Abrazó a los niños y acarició a Tim, que saltaba a su alrededor sin
cesar
de ladrar.
—Bien, bien, aquí os
tenemos de nuevo. ¡Como habéis crecido! Y que mayor
esta ya el señorito
Julián. ¡Es más alto que yo! No hay duda. Y la pequeña Ana ha
crecido también
mucho.
Ana quedo muy
satisfecha con el elogio. Julián se había dirigido a la entrada
para ayudar a su tía
a bajar los maletines del coche. Las maletas grandes llegarían mas
tarde. Julián y Dick
subieron todo el equipaje al piso. Ana se unió a ellos, deseosa de
ver de nuevo su
dormitorio.
—¡Que gusto da estar
otra vez en Kirrin! —exclamo asomándose a las
ventanas. Por una de
ellas se veía el fangoso pantano y por la otra se divisaba el mar.
Todo era magnífico.
Ana se puso a cantar,
mientras desempaquetaba sus cosas:
—¿Sabes? —confió a
Dick cuando este entraba con la maleta de Jorge—.
¿Sabes, Dick? Me
alegro de que el tío Quintín se quede en la isla. Aunque eso no nos
permita ir mucho por
allí, me siento más libre en la casa cuando él no está. No se puede
negar que es un
hombre muy sabio y que, cuando quiere, sabe ser amable, pero confieso
que me siento algo
asustada en su presencia.
Dick se echo a reír:
—Yo no le tengo
miedo, aunque reconozco que a veces hace el efecto de una
ducha fría. No me
explico cómo puede vivir solo ahora en la isla.
De pronto, una voz sonó
al pie de la escalera:
—Bajad a tomar el té,
niños. Hay bollos calientes, recién salidos del horno.
—¡Ya vamos, tía
Fanny! —gritó Dick—. Corre, Ana, tengo un hambre de
miedo. Julián, ¿oíste
a tía Fanny llamándonos?
Jorge subía las
escaleras en busca de Ana. Se sentía contenta de estar en casa.
En cuanto a Tim, husmeaba
lleno de alegría por todos los rincones de la finca.
—Siempre lo hace
—comentó Jorge—. Como si esperara encontrar una silla o
una mesa que no
oliera igual que la última vez. Ven, Tim, es la hora del té ¿Mama,
puesto que papa no
esta en casa, puedo sentar al perro a mi lado? Ahora se porta muy
bien.
—¡De acuerdo! —aceptó
su madre. Y en seguida se pusieron a merendar.
¡Menuda merienda!
Parecía un banquete para veinte invitados. ¡Que estupenda
cocinera era la vieja
Juana! Debió de necesitar todo el día para prepararla. Todo estaba
exquisito. Podría
jurarse que no iba a quedar gran cosa cuando terminaran de comer.
CAPÍTULO
III
Hacia
la isla de Kirrin
El día siguiente
amaneció esplendido, calido y despejado.
—¿Que os parece si
vamos a la isla esta mañana? —propuso tía Fanny—.
Tendremos que llevar
la comida. Estoy segura de que vuestro tío ha olvidado nuestro
propósito de ir a
visitarle.
—¿Tiene allí algún
bote? —preguntó Jorge. Luego, añadió llena de sospecha
—: Mama, no se le
habrá ocurrido llevarse el mío, ¿verdad que no?
—No, querida
—contestó su madre—. Tiene una barquita. Yo temía que no
fuese capaz de salvar
los peligrosos escollos que rodean la isla. Me tranquilice al ver
que hacía la travesía
con un pescador. Este me ha dicho luego que le ha prestado su
propia barca, con
todo el material necesario.
—¿Y quien construyó
la torre? —preguntó Julián.
—Pues él mismo la
planeó y algunos hombres, enviados por el Instituto de
Investigaciones, la
construyeron según sus planos —explicó tía Fanny—. Todo se llevo
a cabo con gran
rapidez. La gente del lugar esta muerta de curiosidad, pero no creo que
hayan conseguido
enterarse de nada. Saben tan poco como yo misma. Nadie de la
vecindad ayudo a la
construcción. Solo los pescadores fueron movilizados con objeto de
acarrear el material
necesario hasta la isla y de transportar a los obreros especializados.
—Todo esto es muy
misterioso —sentenció Julián—. La vida que lleva el tío
Quintín es
terriblemente emocionante. Me gustaría llegar a ser un celebre científico
como él. Quisiera ser
algo que merezca la pena cuando sea mayor. No pienso pasarme
la vida en alguna
oficina. Deseo ser mi propio jefe.
—Pues yo pienso
estudiar medicina —interrumpió Dick.
—Voy a sacar mi bote
—dijo Jorge algo molesta por la charla de los chicos.
Ella sabía muy bien
lo que haría cuando fuera mayor. Viviría con Tim en la isla de
Kirrin.
Tía Fanny había
preparado montones de comida para llevarse a la isla. Se
sentía muy ilusionada
por el viaje. Hacia días que no veía a su marido y deseaba
comprobar si todo
seguía en orden.
Bajaron a la playa.
Julián llevaba la bolsa de la comida. Jorge les esperaba allí,
con el bote
preparado. Jaime, el hijo de un pescador, que era amigo de Jorge, se había
acercado a fin de
ayudarles a empujar el bote mar adentro. Saludo sonriente al resto de
los niños. Los
conocía a todos de sobra. Se había encargado del cuidado de Tim cuando
el padre de Jorge
amenazó con echarlo de casa. La chiquilla no había olvidado el cariño
con que Jaime había
tratado a Tim, de manera que iba a verlo en cuanto llegaba a casa
durante las
vacaciones.
—¿Que? ¿Van ustedes a
la isla? —preguntó Jaime—. ¡Que cosa más rara han
levantado en el
centro! ¿Verdad? Parece algo así como un faro. Cójase a mi mano,
señorita. La ayudare
a subir a la barca.
Ana asió la mano que
se le tendía y saltó al bote. Jorge la siguió con Tim y
pronto todos los
demás estuvieron embarcados. Julián y Jorge tomaron los remos, en
tanto que Jaime
empujaba la barca hasta que estuvo en condiciones de ponerse en
movimiento sobre el
agua transparente. Se podía ver con toda claridad el fondo del mar.
Julián y Jorge
remaban con energía, impulsando el bote hacia delante. De
pronto, Jorge comenzó
a cantar una canción de remeros. Los demás le hicieron coro.
Era extraordinario
encontrarse de nuevo en un bote sobre la superficie del mar. ¡Oh,
vacaciones,
transcurrid despacio! ¡No os escapéis tan de prisa!
—Jorge —dijo su
madre, nerviosa, cuando se aproximaban ya a la isla de
Kirrin—, debes de
tener cuidado con estas rocas tan peligrosas, ¿me oyes? El agua esta
tan clara, que puedes
ver que algunas llegan a rozar la superficie.
—¡Pero mamá! Tu sabes
que he venido centenares de veces en bote a la isla —
se pavoneó Jorge—. Es
imposible que choque con ninguna roca. Las conozco todas.
Podría hacer la
travesía con los ojos cerrados.
Había solo un lugar
seguro para atracar, una pequeña caleta, algo así como un
puerto natural que
penetraba en la arena. Aparecía rodeado de altas rocas por todos
lados.
Jorge y Julián
dirigieron la ligera embarcación hacia el lado oriental de la isla.
Rodearon un
promontorio de agudas rocas y se encontraron frente a la ensenada. Un
estrecho canal de
agua penetraba en la playa.
Ana se había dedicado
a contemplar la isla, mientras los otros remaban. Ahí
estaba, con la ruina
del viejo castillo que se alzaba en su centro, en el mismo sitio de
siempre. Sus
derrumbadas torres se mostraban, como de costumbre, invadidas por los
grajos, y la hiedra
recubría las vetustas parcelas.
—¡Es un sitio
encantador! —opino Ana con un suspiro. Entonces divisó la
curiosa torre que
ahora emergía del patio central del castillo. No había sido construída
con ladrillos, sino
con un material ligero y traslúcido montado en secciones, como las
construcciones
mecánicas de juguete.
Con toda evidencia la
torre parecía haber sido preparada de antemano para
montarla en un
santiamén y desmontarla con la misma rapidez.
—¿No es chocante?
Mirad el remate de vidrio. Parece un mirador. ¿Para que
servirá?— comentó
Dick. Luego, dirigiéndose a tía Fanny, preguntó—: ¿Puede subirse
por el interior de la
torre?
—¡Oh, ya lo creo!
—contestó su tía—. Por dentro han levantado una escalera
muy empinada. Es lo
único que hay dentro de la torre, si se exceptúa la habitación de la
cúspide. En esta hay
unos extraños alambres, necesarios, al parecer, para los
experimentos de
vuestro tío. Creo que no tienen ninguna relación con la torre en si.
Importa, sin embargo,
que estén allí, pero su misión se realiza de modo automático e
influye sobre las
manipulaciones que el tío lleva a cabo.
Ana no podía entender
nada de aquello. Le sonaba demasiado complicado.
—Me gustaría subir a
la torre —dijo.
—Bien, espero que tu
tío no tenga ningún inconveniente —le contestó su tía.
—¡Si no da la
casualidad de que este de mal humor! —objetó Jorge.
—Jorge, no debes
hablar así de tu padre —censuró tía Fanny.
El bote, entre tanto,
había ya penetrado en el pequeño puerto y fue varado en la
arena. Sobre la playa
se divisaba otro bote. Era el de tío Quintín.
Jorge y Julián
saltaron por la borda y arrastraron la barca tierra adentro, con
objeto de que los
demás pudieran desembarcar sin mojarse los pies. Tan pronto como
bajaron a tierra, Tim
empezó a brincar lleno de alegría, encaminándose hacia el interior
de la isla.
—¡Alto, Tim!
—ordenó Jorge. El perro regresó, con el asombro y la
desesperación
reflejados en sus ojos. ¿Es que su ama pensaba prohibirle que echara una
mirada sobre los
conejos? Solo una mirada. ¿Que mal había en ello?
¡Allí se veía un
conejo! ¡Y luego otro! Y otro más. Se mantenían erguidos
sobre las patas
traseras, contemplando curiosos el grupo que acababa de llegar
procedente del mar.
Levantaban las orejas y movían los hociquillos, mientras sus
cuerpos permanecían
quietos y tiesos.
—¡Oh, son tan monos
como yo los recordaba! —comentó Ana, encantada—.
tía Fanny, ¿no es
maravilloso? Mira aquel conejito, ahí detrás. Es todavía un bebé y ya
se está lavando la
cara.
En verdad que
resultaba divertido el espectáculo. Se detuvieron un instante a
disfrutarlo. ¡Vaya! Eran
en extremo mansos y atrevidos. Se debía, sin duda, a que en la
isla vivían a sus
anchas, sin gente que los molestara, reproduciéndose sin tregua y
campando por sus
respetos.
—¡Mirad aquel!
—empezó Dick. En aquel momento, la paz se vio turbada por
Tim,
que, incapaz de contentarse con mirar, había perdido el control y
había saltado
encima de los
pacíficos conejos. En un santiamén, desaparecieron todos. Solo quedo la
visión de los blancos
rabitos, moviéndose arriba y abajo en la carrera conejil hacia sus
madrigueras.
—¡Tim! —riñó
Jorge, enfadada.
El pobre Tim bajó
su rabo, volviéndose en actitud humilde hacia su ama.
«¿Que pasa? —parecía
decir—. ¿Ni siquiera me esta permitida una carrerita en broma
detrás de los
conejos? ¿Que ama mas severa tengo!»
—¿Dónde está tío
Quintín? —preguntó Ana, en tanto caminaban hacia el
arruinado arco a que
había quedado reducida la entrada del viejo castillo. A partir del
arco empezaban los
escalones de piedra que conducían al patio del castillo. Ahora se
hallaban casi derruidos.
Tía Fanny subió con gran cuidado para no tropezar. Los niños,
en cambio con sus
suelas de goma, saltaban de dos en dos, sin preocuparse de las
irregularidades de
los peldaños.
Atravesaron el zaguán
en ruinas y penetraron en lo que parecía haber sido el
gran patio central.
En épocas remotas debió de estar todo el cubierto con grandes losas.
Ahora, la mayoría
aparecían cubiertas de hierbajos y arena. El castillo había tenido dos
torres. La una había
desaparecido por completo. La otra aun se mantenía erguida. Los
cuervos y los grajos
daban vueltas a su alrededor, revoloteando por encima de las
cabezas de los niños
y emitiendo continuos graznidos.
—Supongo que tu padre
vivirá en aquella pequeña cámara que tiene dos
estrechos ventanucos,
de los que servian para disparar desde adentro —dijo a Jorge—.
Es el único sitio del
castillo que puede servirle de cobijo. Todo lo demás esta
destartalado, sin
techo y en ruinas, excepto esa habitación. ¿Te acuerdas de que pasamos
la noche en ella?
—Si —contestó Jorge—.
Fue estupendo. ¡Cuanto nos divertimos! Me imagino
que es allí donde se
ha metido papa. No hay sitio mas resguardado a no ser en los
sótanos.
—¡Bah! A nadie se le
ocurriría vivir en los sótanos, si no le obligaban a ello.
¡Son tan oscuros y
fríos! —exclamó Julián—. ¿Donde estará tu padre, Jorge? No sale ni
se le ve por ninguna
parte.
—Mamá, ¿dónde crees
tú que puede estar papá? —preguntó a su vez Jorge—.
¿Dónde tiene el
laboratorio? ¿Estará en ese viejo rincón? — añadió señalando la oscura
habitación de muros y
techo de piedra, la única que quedaba en pie del antiguo edificio,
antaño orgulloso
castillo y que estaba adosada a lo que antes había sido el muro
exterior.
—Pues... Confieso que
no lo se exactamente— respondió la madre—. Puede
que sea ahí donde
trabaje. Siempre que he venido, nos hemos encontrado abajo, en la
ensenada. Nos
sentábamos en la arena para comer y charlar. Me parece que no le gusta
que fisgonee por su
lugar de trabajo.
—¿Por que no lo llamamos?
—propuso Dick. Y todos comenzaron a gritar.
—¡Tío Quintín! ¡Tío
Quintín!
Asustados, los grajos
levantaron el vuelo. Un grupo de gaviotas que reposaba
en uno de los muros
se alboroto asimismo y revolotearon entre gritos:
—¡Eo! ¡Eo!
Y los conejos, que
habían vuelto a hacer su aparición, se refugiaron de nuevo
en sus madrigueras.
Pero tío Quintín no
dio señales de vida. Volvieron a gritar:
—¡Tío Quintín! ¡Tío
Quintín! ¿Dónde estás?
—¡Vaya alboroto que
armáis! —comentó tía Fanny, tapándose los oídos—. Me
figuro que hasta
Juana lo habrá oído desde casa. ¡Santo Dios! Pero, ¿dónde se habrá
metido vuestro tío?
Yo le advertí que hoy vendríamos todos a visitarle. ¿Por que no
viene?
—No te preocupes, en
alguna parte tiene que estar —le tranquilizó Julián,
cariñoso—. «Si Mahoma
no va a la montaña, la montaña tendrá que ir a Mahoma.»
Vamos, pues, en busca
de él. Lo encontraremos enfrascado en algún libro.
—Mejor será buscar
primero en esta habitación oscura —propuso Ana.
Pasaron la puerta de
piedra y se hallaron en una pequeña cámara oscura, con la
sola iluminación de
las dos aspilleras. En una de las paredes se divisaba un hueco en el
espeso muro, donde
había estado situada antaño una chimenea.
—Pues aquí no está
—murmuró Julián, sorprendido—. Y lo que es más raro,
no hay nada de nada.
Ni comida, ni ropas, ni libros, ni mobiliario de ninguna especie.
Esto no puede ser un
taller, ni tampoco un almacén.
—Bueno, entonces
tiene que estar abajo, en los sótanos —apuntó Dick—.
Puede que necesite
hacer su trabajo en un subterráneo y rodeado de agua a la vez.
Vayamos hacia la
entrada. Ya sabemos donde está, no lejos del viejo pozo que se abre
en el centro del
patio.
—Si, tiene que estar
a la fuerza en los sótanos, ¿verdad, tía Fanny? —preguntó
Ana—. ¿Bajarás con
nosotros?
—No, queridos, no
puedo sufrir esos subterráneos —contestó su tía—. Me
sentare aquí fuera al
sol, en este rincón resguardado del aire, e iré preparando los
bocadillos. Ya va
siendo hora de comer.
—¡De acuerdo!
Los chiquillos se
encaminaron hacia la entrada de la mazmorra. Esperaban que
la gran losa que la
cerraba estuviese separada, con lo que se limitarían a bajar con toda
tranquilidad la
escalera.
Pero la piedra estaba
colocada justo encima de la abertura. Julián se disponía a
coger la anilla de
hierro para levantarla cuando advirtió algo extraño.
—Mirad —dijo—, la
hierba crece entre las junturas de la piedra. Esto quiere
decir que nadie la ha
levantado hace tiempo. Por lo tanto, tío Quintín no puede estar
abajo.
—Entonces, ¿donde
está? —preguntó Dick.
CAPÍTULO
IV
¿Dónde
está el Tío Quintín?
Los cuatro, con Tim
rondando alrededor de sus piernas quedaron estupefactos
examinando la losa
que cerraba el subterraneo. Julián tenía razon. La piedra no había
sido levantada en el
transcurso de muchos meses, porque la hierba había crecido en todo
su contorno y había
obturado las ranuras.
—Nadie ha bajado por
aquí — afirmo Julián—. Es inútil que nos esforcemos
en levantar la piedra
ni que bajemos a inspeccionar. Si hubiera sido movida hace poco,
toda esta hierba que
hay alrededor estaría aplastada, arrancada, deshecha.
—De todos modos,
sabemos que nadie puede salir de la mazmorra estando
encajada la
losa—observo Dick—. Es demasiado pesada. Tío Quintín no sería tan tonto
como para encerrarse
a sí mismo. Se habría preocupado de dejar la trampa abierta.
—Tienes razón —dijo
Ana—. Por lo tanto, y puesto que no está aquí, ha de
estar en cualquier
otra parte.
—Pero, ¿dónde?
—¿exclamó Jorge—. Esto no es más que un islote y
conocemos uno por uno
todos sus rincones. ¿No se habrá metido en la cueva que nos
sirvió de escondrijo
aquella vez? Es el único refugio en toda la isla.
—Claro. Tiene que
estar allí —aceptó Julián—. Aunque no acabo de
convencerme. No me
puedo imaginar a tío Quintín metiéndose por el agujero que hay
en el techo de la
cueva. Y es el único camino posible para penetrar en ella, a no ser que
uno se descuelgue por
las rocas resbaladizas de la orilla. Tampoco le creo capaz de
semejante hazaña.
Caminaron alrededor
del castillo hacia el otro lado de la isla.
En efecto, había allí
una gruta que en ocasiones les había servido de cobijo.
Podía llegarse a ella
desde la orilla del mar, como había dicho Julián, o sea trepando por
el exterior por el
escurridizo acantilado. O bien se podía entrar, sirviéndose de una
cuerda, a través de
un boquete que se había formado en el techo.
Encontraron el
agujero medio oculto por la maleza. Julián tanteo y se cercioro
de que la cuerda aun
estaba allí.
—Me deslizare para
echar una mirada —decidió.
Y acto seguido bajo.
La cuerda estaba anudada de trecho en trecho, de tal
manera que los pies
iban encontrando apoyo en el descenso. Así se evitaba resbalar con
excesiva rapidez y
despellejarse las manos.
Pronto llegó al
fondo. Una luz tenue penetraba desde el mar. Julián echo una
ojeada a su
alrededor. Allí no había nada en absoluto, excepto una caja que se les habría
quedado olvidada a
ellos mismos la ultima vez que habían estado en la cueva. Trepó
cuerda arriba y su
cabeza asomó por encima del agujero. Dick le tendió la mano para
ayudarle a salir.
—¿Que pasa? ¿No hay
rastro de tío Quintín?
—No —contestó
Julián—. Ni siquiera hay señales de que haya estado nunca
aquí. ¡Es un
misterio! ¿Donde se habrá metido? Y si es cierto que está haciendo algún
trabajo importante,
¿en dónde guarda sus instrumentos? Sabemos que se trajo mucho
material. Lo dijo tía
Fanny,
—¿Y por qué no puede
estar en la torre? —preguntó Ana de repente—. Es
posible que este allá
arriba, en la glorieta de cristal que hay en la cima.
—Si estuviera allí,
ya nos habría visto —objetó Dick, molesto—. Por lo menos,
hubiera oído nuestros
gritos. Sin embargo, no estará de mas que echemos un vistazo.
Dicho y hecho.
Regresaron al castillo y se encaminaron sin demora hacia la
extraña torre. Su tía
los descubrió al pasar y los llamó.
—La merienda esta
lista, niños. No esperaremos más. Vuestro tío ya vendrá
cuando le parezca
oportuno.
—Muy bien, tía Fanny,
pero... ¿dónde está? — preguntó Ana muy
intrigada—. Hemos
mirado por todas partes.
Su tía no poseía un
conocimiento tan perfecto de la isla como los chicos. Por
ello, se imaginaba
que existían muchos lugares en los cuales era posible encerrarse y
trabajar con toda
tranquilidad.
—No importa— replicó
imperturbable—. Ya vendrá más tarde. Vosotros venid
a merendar. Ya lo
tengo todo preparado.
—Preferimos antes
subir a la torre —insinuó Julián—. A lo mejor el tío está
tan ocupado que no se
ha enterado nuestra llegada.
Los cuatro niños se
dirigieron al patio central del castillo. En él se alzaba la
moderna torre de
material traslúcido. Acariciaron los paneles, acoplados unos a otros en
pulimentadas curvas.
—¿Qué material será
este con el que han edificado la torre? —preguntó curioso
Dick.
—Algún nuevo material
plástico —aseguro Julián—. Parece muy ligero y, en
cambio, muy
resistente. Además es facilísimo de montar, como una construcción
mecánica de juguete.
—Sin embargo, yo no
estoy segura de que un vendaval no pueda volcarlo —
opino Jorge con aire
crítico.
—También yo me temo
algo por el estilo — asintió Dick—. Mirad, aquí se ve
la entrada.
La puerta era pequeña
y curvada y la llave aparecía colocada en el cerrojo.
Julián la hizo girar
y tiró de la puerta. Ésta se abría hacia fuera, no hacia dentro. Metió
la cabeza para echar
una ojeada preliminar. No había mucho espacio disponible en la
base de la torre. Una
escalera de caracol, construida con el mismo material brillante del
exterior, se extendía
en espiral hacia arriba. En un lado descubrió una serie de curiosos
objetos, que parecían
de acero, unidos entre si por alambres.
—Será mejor no
tocarlos —ordenó Julián, contemplándolos con curiosidad—.
¡Hay que ver! ¡Me
recuerda las torres de los cuentos de hadas! Bueno, voy a subir hasta
el mirador.
Comenzó a trepar por
la escalera de caracol. Los peldaños eran muy empinados
y pronto advirtió un
ligero mareo, a causa de tantas vueltas como tenía que dar.
Los demás le
siguieron. Unos ventanillos, estrechos como ranuras, dejaban
penetrar alguna luz
de trecho en trecho. Julián se detuvo a mirar por uno de ellos y gozó
de una esplendida
vista de mar y tierra firme. Después, continuó subiendo.
Al finalizar el
ascenso se encontró en una habitación redonda, cuyas paredes
eran de vidrio grueso
y pulimentado. Gran cantidad de alambres atravesaban el vidrio y
se proyectaban hacia
el exterior. Aquellos extraños hilos se agitaban con el viento que
silbaba alrededor de
la torre.
El centro del cuarto
aparecía vacío. Y, desde luego, el tío Quintín no estaba
allí. Se comprendía
que el destino de la torre no era otro sino proteger los cables que
subían por los
extraños objetos hasta el fin del torreón y extender sus extremos al
viento. ¿Para que? Se
trataría de antenas para enviar ondas hertzianas? ¿Tendrían algo
que ver con el radar?
Julián se extrañaba de cuanto veía y se sentía muy intrigado acerca
del significado de la
torre, de los objetos raros y los alambres al aire libre.
Los demás habían ido
alcanzando por turno la pequeña habitación redonda.
También lo había
logrado Tim, a pesar de que paso mil apuros para subir la escalera.
—¡Dios mío! ¡Que
sitio más raro! —exclamó Jorge—. Pero ¡que vista tan
estupenda se disfruta
desde aquí! Pueden verse kilómetros y kilómetros de mar por un
lado y, por el otro,
toda la extensión de la bahía, con las montañas al fondo.
—Sí, es precioso
—confirmó Ana—. Pero... ¿donde está el tío Quintín?
Todavía no lo hemos
encontrado y sabéis muy bien que no ha salido de la isla.
—Claro que no. Su
bote estaba varado en la ensenada —aceptó Jorge—. Todos
pudimos verlo.
—Por tanto, en algún
sitio tiene que haberse escondido —dijo Dick—. No esta
en el castillo, no
esta en los sótanos, no esta en la cueva y tampoco esta aquí arriba. ¡Es
un misterio de
primera clase!
—¿En dónde está el
tío perdido? —canturreó Julián—. Mirad allá abajo. La
pobre tía Fanny esta
esperándonos con la comida preparada. Es mejor que bajemos. Nos
esta haciendo señas.
—Tienes razón. Además
yo no quiero quedarme aquí más tiempo —dijo
Ana—. Se tiene una
impresión desagradable aquí arriba. ¿No oís como arremete el
viento contra la
torre, como si quisiera volcarla? Me voy abajo a toda prisa, antes de que
se derrumbe todo.
Y empezó a descender
las espirales de la escalera, agarrándose al pasamanos.
Los escalones eran
tan empinados que temía caerse. Y estuvo a punto de rodar hasta
abajo cuando Tim paso
corriendo entre sus piernas como un meteoro.
Pronto estuvieron
todos reunidos. Julián volvió a cerrar con llave.
—No sé para que puede
servir una cerradura si se deja puesta — observo—. En
fin, la dejare como
estaba.
Regresaron adonde les
aguardaba tía Fanny.
—¡Vaya! Por fin
estáis aquí —dijo—. Creí que ya no vendríais. ¿Descubristeis
algo interesante allá
arriba?
—Solo una vista
maravillosa —contestó Ana—. Verdaderamente de ensueño.
Pero no hemos logrado
localizar al tío Quintín. Es un asunto muy misterioso, tía Fanny.
De verdad te lo digo.
Hemos buscado en todos los rincones de la isla y no esta en
ninguna parte.
—Sin embargo, su bote
sigue en el puerto —observó Dick—. Así que no puede
haberse marchado.
—¡Si que es raro!
—asintió tía Fanny repartiendo los bocadillos—. Bueno.
Vosotros no conocéis
a vuestro tío tanto como yo. Siempre reaparece sano y salvo
cuando menos se le
espera. Ha olvidado que veníamos, eso es todo. En caso contrario,
seguro que ya estaría
aquí. De manera que es posible que no le veamos, si realmente se
ha olvidado por
completo de nuestra visita. Si se acuerda, llegara de repente.
—Pero, ¿de donde
vendrá? —insistio Dick, mientras daba un mordisco al
bocadillo de carne en
lata—. Ha puesto en escena un buen truco de desaparición.
¡Parece obra de
magia!
—Ya os digo que
aparecerá cuando lo crea oportuno. No lo dudéis — dijo tía
Fanny, y añadió —:
¿Otro bocadillo, Jorge? No, tu no, Tim, ya te has zampado tres. Por
favor, Jorge, aparta
a Tim de la comida.
—Es que esta
hambriento —protestó Jorge.
—Pues si esta
hambriento, que se dedique a la comida especial que he traído
para el, bizcochos de
perro.
—¡Vamos, mama! Como
si Tim se contentara con esas galletas perrunas
pudiendo comer un
bocadillo. Únicamente cuando no dispone de otra cosa y tiene
mucha hambre acepta
bizcochos de esa clase.
Así transcurrió la
merienda, al calido sol de abril. Todos hicieron gala de un
excelente apetito.
Para beber había naranjada fresca y deliciosa.
Tim corrió
hacia una hendidura de la roca en donde quedaba recogida el agua
de la lluvia y se le
oyó beber.
—¿No tiene una
memoria prodigiosa este perrito mío? —alabó Jorge
orgullosa—. Han
pasado varios meses desde la última vez que estuvo aquí y, sin
embargo, ha
encontrado en seguida el charco en cuanto ha sentido sed.
—Es raro que hasta el
mismo Tim haya fracasado en hallar al tío Quintín —
observo Dick—, ¿No os
parece? Lo lógico hubiera sido que si, al buscarle, nos hemos
acercado a algún
sitio «caliente», el perro ladrase o hiciese algo raro. Pero no hizo nada.
—Creo que tienes
razón. Es muy extraño que no hayamos encontrado a papá
por ninguna parte —dijo
Jorge—. La verdad, no entiendo como tú te lo tomas con tanta
tranquilidad, mama.
—Verás, Jorge, como
dije antes, conozco a tu padre mejor que tú —contestó su
madre—. No dará
señales de vida hasta que se le antoje. Recuerdo una vez en que
llevaba a cabo un
trabajo en la cueva de estalactitas de Cheddar y desapareció por mas
de una semana, sin
que ninguno supiéramos nada de él en aquellos días. Volvió a
aparecer tan
tranquilo cuando hubo terminado sus experimentos.
—Es curioso...—empezó
a decir Ana. Se detuvo de pronto. Un ruido extraño
había llegado a sus
oídos. Era como un crujido o como el gruñido de un perro
gigantesco y furioso,
escondido en algún lugar.
Luego se oyó una
especie de aullido que partía de la torre y los alambres que
colgaban de lo alto se
iluminaron, soltando chispas tan fuertes como relámpagos.
—¿Veis? Ya sabía yo
que vuestro tío estaba ocupado —comentó satisfecha tía
Fanny—. Oí este mismo
ruido otra vez que estuve aquí, aunque no pude averiguar de
donde procedía.
—¡Es verdad! ¿De
donde venía? —preguntó extrañado Dick—. A mi me
pareció como un
trueno subterráneo
—Pero eso no puede
ser. ¡Santo Dios! ¡Que cosa más misteriosa!
No se oyó ningún
ruido más por el momento. Siguieron comiendo bocadillos
con jamón, hasta que
Ana soltó un chillido que los hizo ponerse en pie de un brinco.
—Mirad, ¡allí esta el
tío Quintín! Esta allí, ¿no lo veis? Junto a la torre. Esta
contemplando los
grajos. ¿De donde ha salido?
CAPÍTULO
V
Un
misterio
Se quedaron mirando
atonitos al tío Quintín. Allí estaba tan tranquilo, con las
manos en los
bolsillos y observando con gran atención las evoluciones de los grajos. No
denotaba el menor
síntoma de haberse fijado en la presencia de su hija y de sus
sobrinos, ni siquiera
en la de su mujer. Tim fue el primero en reaccionar. De un salto, se
lanzó brincando en
dirección al tío Quintín, mientras ladraba con fuerza. Solo entonces
pareció tío Quintín
volver a la realidad. Descubrió primero a Tim y después a los
demás, que lo miraban
realmente asombrados.
Tío Quintín no
pareció alegrarse en absoluto de verlos. Se acercó sin prisa a
ellos, en tanto
fruncía el entrecejo.
—¡Vaya sorpresa!
—dijo—. No tenía ni idea de que pensarais venir hoy a
visitarme.
—¡Pero Quintín! —exclamó
su mujer en tono de reproche— Yo misma te lo
anote en tu diario
para que no lo olvidases. Allí quedó apuntado.
—¿De verdad lo
hiciste? Puede... He de confesar que no lo he hojeado ni una
vez desde aquel día.
Es natural que no lo haya leído —contestó tío Quintín
malhumorado. Luego
besó a su mujer, a Jorge y Ana, y estrecho la mano que le tendían
los dos chicos.
—Tío Quintín, ¿puedes
decirnos en dónde estabas? —preguntó Dick, que
reventaba de
curiosidad—. Te estuvimos buscando por todas partes durante muchísimo
tiempo.
—Pues..., en mi
laboratorio —contestó tío Quintín en tono vago.
—Pero, ¿donde lo
tienes? —volvió a preguntar Dick—. Te aseguro que no
tenemos la menor idea
de en donde lo escondes. Incluso hemos subido a la torre a ver si
estabas en aquella
extraña glorieta de vidrio que la remata.
—¿Que? —estalló su
tío en un ataque de ira repentino e inusitado—. ¿Os
habéis atrevido a
subir allí? Pues habéis pasado por un grave peligro. Precisamente
acabo de terminar un
experimento y todos aquellos cables estaban conectados con el.
—Si, los vimos
moverse de una manera rara —comentó Julián.
—No teníais nada que
hacer allí y menos entrometeros en mi trabajo —riñó el
tío con severidad—.
¿Cómo conseguisteis entrar en la torre? Yo la cerré con llave.
—Tienes razón, estaba
cerrada —confirmó Julián— Pero dejaste la llave en la
cerradura. ¡Mírala! Y
claro esto nos convenció de que no te importaría en absoluto que
entrásemos.
—¡Al fin apareció mi
llave! Y yo que creía haberla perdido —exclamó tío
Quintín—. Bueno,
ahora ya lo sabéis. No intentéis jamás entrar de nuevo en esa torre.
Os advierto que es
peligrosísimo.
—Tío Quintín, todavía
no nos has dicho donde esta tu laboratorio —insistió
Dick, que estaba emperrado
en averiguarlo—. No podemos imaginarnos de donde has
salido tan de
repente.
—Ya les explique que
aparecerías, Quintín —observó su esposa—. Estás más
flaco, querido. ¿Te
has preocupado de hacer tus comidas con regularidad? Te deje más
que suficiente e
incluso un buen potaje para calentar.
—¿Eso hiciste?
—preguntó su marido—. Bien, no sé si he comido o no. Nunca
me acuerdo de esos
detalles mientras trabajo. Me comeré alguno de esos bocadillos, si
es que sobran.
Y empezó a devorar
bocadillos, uno tras otro, con gran voracidad. Tía Fanny lo
vigilaba disgustada.
—¡Quintín! —exclamó
de pronto—, esto no puede seguir así. Estás muerto de
hambre. Me trasladare
aquí para quedarme y cuidar de que te alimentes como es debido.
Su marido se alarmo y
rechazó la idea con rapidez:
—¡No! ¡Ni hablar!
Nadie puede venir aquí. No quiero de ninguna forma que
nada ni nadie
distraiga mi obra. Estoy empeñado en un invento en extremo importante.
—¿Se trata de un
secreto del que nadie sabe nada? —preguntó Ana, con los
ojos desorbitados por
la admiración. ¡Que sabio era el tío Quintín!
—Bueno, no estoy muy
seguro de ello —contestó su tío, que continuaba
comiendo a dos
carrillos y amenazaba con hacer desaparecer todos los bocadillos—. Por
lo menos intento
mantenerlo. Por eso he venido aquí, aparte que necesito agua
alrededor. Debo
aislarme de todos. A veces me asalta la sospecha de que alguien sabe
más de lo que
conviene sobre este asunto. Pero hay un hecho incontestable. Nadie puede
llegar aquí sin que
le enseñen el camino a través de los arrecifes que rodean la isla. Tan
sólo lo conocen unos
cuantos pescadores y estos tienen orden de no traer a nadie aquí.
Creo que tú eres la
única, fuera de ellos, que conoce el camino, Jorge.
—Tío Quintín, por
favor, dinos donde escondes el laboratorio —imploró Dick.
Se moriría si no
resolvía lo mas pronto posible el misterio.
—No des la lata a tu
tío, Dick —intervino molesta su mujer—. Déjale comer
en paz. ¿No ves que
ha pasado verdadera hambre en estos días?
—Si, tía, pero yo...
—empezó a decir Dick. Fue interrumpido en el acto por su
tío:
—Tú obedece a tu tía,
jovencito. No quiero interrupciones de nadie. ¿Que te
importa a ti el lugar
donde yo trabajo?
—En realidad, no es
que me importe —respondió Dick con presteza—. Solo es
que me muero de
curiosidad por saberlo. Veras, te estuvimos buscando por todas partes,
¡absolutamente por
todas partes!
—Bien, entonces es
que no sois tan listos como os imagináis —contestó el tío.
Se apoderó de otro bocadillo
y añadió—: Jorge, hazme el favor de apartar a tu perro de
mis piernas. No deja
de darme la lata, esperando que le de un trozo de jamón, y ya sabes
que no me gusta dar
de mi comida a los animales.
Jorge retuvo a Tim
lejos del alcance de su padre. Tía Fanny contemplaba a su
marido. Había perdido
ya la cuenta de los panecillos con jamón que se había comido en
un santiamén. Se
tragaba la merienda casi sin masticar. ¡Pobre Quintín! ¡Que
hambriento debía de
estar!
—Quintín, ¿estas
seguro de que tu no corres ningún peligro? —preguntó—.
Me refiero a si crees
que hay alguien que trata de espiarte, como han hecho otras veces.
—No. ¿Como podrían
hacerlo? —indagó su marido—. Los aviones no pueden
aterrizar en la isla.
Ningún bote conseguiría acercarse a ella, sorteando las rocas, sin
conocer el camino. Y,
por otra parte, el mar esta siempre demasiado alborotado para que
logre atravesarlo
ningún nadador.
—Julián, trata de
convencerle para que me haga señales por la mañana y por la
noche — susurro tía
Fanny, volviéndose hacia su sobrino mayor.
Julián se encaro con
su tío como un hombrecito:
—Tío, ¿supondría
mucha molestia para ti comunicarte dos veces al día con tía
Fanny? No te cuesta
nada y eso la tranquilizaría mucho. ¿Verdad que lo harás?
—Si no lo haces así,
Quintín, vendré todos los días a verte —amenazó su
mujer.
—Y nosotros también
—coreó Ana con picardía, al ver que el tío parecía
nervioso ante la
idea.
—Bueno, puedo hacer
señales por la mañana y al anochecer, cuando suba a la
torre —concedió al
fin—. Puesto que debo subir allí cada doce horas, con objeto de
reajustar los
alambres... Entonces me comunicaría contigo, Fanny concretamente, a las
diez y media de la
mañana y a las diez y media de la noche.
—¿Cómo harás las
señales? — pregunto Julián—. ¿Con un espejo de día y una
luz por la noche?
—Sí, no es mala idea
—contestó su tío—. De día será fácil ver el reflejo y de
noche me serviré de
mi linterna. Haré brillar seis veces la luz. Eso será señal de que me
encuentro bien y de
que no os necesito. Esta noche, como ya me habéis visto hoy, no es
necesario que nos
preocupemos. Empezare a partir de mañana por la mañana.
—Quintín, querido,
pareces malhumorado —dijo su mujer—. No me gusta
dejarte solo otra vez.
Pareces flaco y cansado. Estoy segura de que no...
Tío Quintín frunció
el ceño del mismo modo que Jorge, su hija, solía hacerlo.
Consulto su reloj:
—Bien, es hora de
volver al trabajo. Os acompañare antes al bote.
—Nos gustaría
quedarnos a cenar aquí, papa —dijo Jorge.
—De ninguna manera,
prefiero que os vayáis —ordenó el padre
levantándose—. Venid,
os acompañaré hasta la barca.
—Pero, papá, ¡hace
tanto tiempo que no he estado en mi isla! —protestó Jorge
indignada—. Quiero
quedarme aquí un rato más. No comprendo por que no he de poder
hacerlo.
—Ya he tenido
bastante interrupción en mi trabajo —exclamó su padre,
impaciente—. Debo
proseguirlo sin demora.
—No te molestaremos,
tío Quintín —intervino Dick, dominado aun por el
ansia de averiguar el
exacto emplazamiento del laboratorio de su tío. ¿Por que se negaba
a comunicárselo? ¿Era
que se sentía fastidiado por su presencia? ¿O que, en realidad,
deseaba ocultarlo a
la vista de todos?
Tío Quintín los condujo
con firme decisión hacia a pequeña ensenada. No
había duda de que
intentaba echarles de la isla sin el menor disimulo.
—¿Cuando podremos
volver a verte, Quintín? — pregunto su mujer.
—Hasta que yo os lo
diga —contestó su marido—. No tardaré en concluir lo
que tengo entre
manos. ¡Anda! ¡El perro ha atrapado un conejo!
—¡Tim! —gritó
Jorge, disgustada. El perro soltó de inmediato al animalillo,
que se escapó a toda
prisa.
Tim se
acerco a su amita con la cabeza gacha.
—¡Eres un malvado!
Dejo medio segundo de vigilarte y lo aprovechas para
hacer una de las
tuyas. No, no sacas nada lamiéndome la mano. Estoy muy enfadada
contigo. De verdad.
Mientras tanto, había
llegado junto al bote.
—Yo os empujaré
—decidió Julián—. ¡Andando! Subid todos. Adiós, tío
Quintín. ¡Espero que
tu trabajo sea un éxito!
Se acomodaron en el
bote. Tim trato de colocar su cabeza sobre las rodillas de
Jorge, pero esta lo
apartó sin miramientos.
—Jorge, por favor, se
amable con él y perdónale —suplicó Ana—. Parece estar
a punto de llorar.
—¿Estáis listos?
—preguntó Julián—. ¿Tienes ya los remos, Jorge? Dick, coge
tú el otro par.
Y dicho esto, empujo
el bote mar adentro y saltó en seguida a su interior. Puso
las manos a guisa de
altavoz y gritó:
—¡No te olvides de
hacer las señales, tío! Estaremos pendientes de ellas por la
mañana y por la
noche.
—Y si te olvidas, nos
tendrás aquí al día siguiente —amenazó de nuevo su
mujer.
El bote se deslizó
por la pequeña ensenada y tío Quintín desapareció de la
vista de sus
ocupantes. La barca sorteó el laberinto de rocas y pronto se halló en mar
abierto.
—Julián, vigila a ver
si descubres por donde se mete el tío Quintín al pasar
entre las rocas —
pidió Dick—. Fíjate en la dirección que toma.
Julián trató en vano
de localizar a su tío. Las rocas ocultaban el paisaje y no se
divisaba huella
humana alguna.
—¿Por qué no nos
permitió quedarnos? ¿Por qué no quiso mostrarnos su
escondrijo? —preguntó
intrigado Dick—. ¿Y cual es el motivo de que no hayamos
logrado encontrarlo?
Yo os lo diré: porque esta en un lugar que desconocemos por
completo.
—¡Pero si yo creía
que conocíamos hasta el ultimo rincón de mi isla…! —
exclamó Jorge —. No
esta bien que mi padre me lo oculte si ha descubierto un lugar
secreto. ¡No puedo
imaginarme donde demonios estará metido!
Tim depositó de nuevo
su cabeza sobre las rodillas de Jorge, aprovechando el
descuido de su amita.
Se hallaba esta tan absorta pensando en el posible escondite, que
no sólo aceptó al
perro, sino que, sin darse cuenta, le acarició la cabeza.
Tim se
sintió tan feliz que le lamió las piernas con ternura.
—¡Vaya, Tim!
No pensaba acariciarte en mucho tiempo —gritó Jorge—. Y no
me lamas las
rodillas, que me las enfrías, ¿dónde crees tu que puede estar escondido mi
padre? ¡Es algo tan
misterioso!
—No me lo puedo
imaginar —confesoó Dick.
Miro hacia la isla.
En aquel momento, una nube de grajos se elevó por el aire
graznando
fuertemente.
El muchacho quedo
petrificado. ¿Por qué se habrían alborotado las aves?
¿Tendría la culpa el
tío Quintín? Quizás su escondrijo estuviese situado en el rincón de
la vieja torre en que
moraban los grajos. Por otra parte, estos animales suelen levantar el
vuelo sin razón
aparente.
—Esos bichos están
armando un ruido espantoso —comentó—. Puede que el
escondite del tío no
este lejos de donde anidan, o sea junto a la torre.
—No puede ser
—protestó Julián—. La hemos registrado por entero durante el
día.
—Bueno, dejémoslo ya.
Se trata de un misterio —opinó Jorge en tono
melancólico— y, como
tal, indescifrable. Aunque confieso que es horrible saber que
existe un lugar
secreto en mi propia isla y que, además, me prohíban tratar de
descubrirlo. ¡Es
indignante!
CAPÍTULO
VI
En
el acantilado
Amaneció un nuevo
día, tristón y lluvioso. Los cuatro niños se vistieron sus
impermeables y se
colocaron sus sombreros para el agua, a fin de salir a pasear con Tim.
No se sentían
acobardados por el mal tiempo. Todo lo contrario. Julián afirmaba que le
gustaba sentir el
roce de la lluvia y el viento contra sus mejillas.
—¡Caramba! Nos hemos
olvidado de este pequeño detalle. Sin sol será
imposible que tío
Quintín nos haga la señal con el espejo —comentó Dick—.¿Crees que
se le ocurrirá algún
modo de comunicarse con nosotros a pesar de la lluvia?
—No —contestó Jorge—.
Ni siquiera se preocupara en lo más mínimo. Le
resultamos una
pandilla muy molesta y cuanto menos nos acerquemos a él estará mas
satisfecho. Esperemos
a las diez y media de la noche, a ver si se acuerda de hacer la
señal con la
linterna.
—No se si conseguiré
mantenerme despierta hasta esa hora —exclamó Ana.
—Me parece que
vosotras, las chicas, no seréis capaces de no dormiros —
contestó Dick—.
Propongo que Julián y yo montemos guardia para vigilar y que
vosotras, pequeñas,
os arrebujéis en vuestras camas.
Enfadada, Jorge le
pego un coscorrón.
—No nos llames
pequeñas. Soy tan alta como tú.
—Es inútil que nos
molestemos ahora en averiguar si el tío hace o no la señal
por la mañana —opinó
Ana—. Vámonos al acantilado. Hay una vista extraordinaria. El
mar esta furioso y el
viento sopla fuerte. A Tim le gustara. Y a mi me encanta verlo
correr con las orejas
azotadas por el viento.
—¡Guau! —ladro Tim.
—Dice que a el
también le gusta verte a ti con las orejas zarandeadas por el
viento —tradujo
Julián, muy serio. Ana soltó la carcajada.
—Eres un perfecto
idiota, Julián. Vamos pronto al acantilado.
Sin mas discusión,
marcharon los cinco en dirección a las rocas. Soplaba allí
un vendaval
impresionante. El sombrero de Ana resbalo hacia atrás y la lluvia azotaba
sus mejillas. Los
muchachos jadeaban a causa de su alegre lucha contra los elementos.
—Me figuro que somos
los únicos capaces de salir de paseo en una mañana así
—exclamó Jorge.
—Pues te equivocas
—respondió Julián—. Por ahí veo a personas que se
acercan.
En efecto: un hombre
y un muchacho, bien resguardados por sus sombreros
impermeables y que,
al igual que nuestros amigos, calzaban botas altas de lluvia, venían
hacia ellos. Los
niños los observaron con disimulo al cruzarse. El hombre era alto y bien
parecido. Tenía las
cejas espesas y el gesto de su boca revelaba una gran energía. El
muchacho tendría unos
dieciséis años. Era también alto y guapo, incluso podría
llamársele hermoso,
pero una sombría expresión afeaba en parte su rostro.
—Buenos días —exclamó
el hombre, saludando con una inclinación de cabeza.
—Buenos días
—contestaron los cuatro a coro.
El hombre les echo
una mirada, rápida y directa, mientras proseguía la marcha
con su acompañante.
—¿Quienes serán?
—preguntó Jorge—. Mama no dijo nada de que hubiera
gente nueva por aquí.
—Sin duda, vienen
paseando desde el pueblo vecino —dijo Dick—. Por lo
menos, eso es lo que
yo me imagino.
Olvidando el
incidente, reanudaron su camino.
—Podríamos llegar
hasta la casa del guardacostas y regresar por el mismo
lugar —propuso
Julián—. ¡Eh! Tim, no te acerques tanto a las rocas.
El guardacostas vivía
en una casita blanca, que se alzaba sobre las rocas, cara
al mar. Otras dos
casas se levantaban cerca, blanqueadas también con cal. Los niños
conocían bien al
guardacostas, un hombre de cara roja, muy orondo y amigo de
bromear. Cuando se
acercaron a la casa, no se le divisaba por parte alguna, mas pronto
oyeron su gruesa voz
entonando una canción marinera. Se dirigieron a su encuentro.
—¡Hola, guardacostas!
—saludó Ana.
El levanto su mirada
y sonrió a los chicos. Aparentaba hallarse ocupado en
algo muy importante:
—¡Hola a todos! ¿De
manera que otra vez estáis conmigo? ¡Valientes pintas
estáis hechos!
¡Aparecéis cuando menos se os necesita!
—¿Que estaba usted
haciendo? —preguntó Ana.
—Un molino de viento
para mi nieto —contestó el guardacostas,
enseñándoselo. Era
muy hábil en la construcción de juguetes.
—¡Oh, es precioso!
—exclamó Ana, tomando en sus manos el juguete—.
¿Giran las aspas? Si,
ya lo veo. ¿Es estupendo!
—Me estoy ganando
algún dinerito extra con mis juguetes —explicó el viejo,
orgulloso—. Tengo
vecinos nuevos, alla en la casita mas próxima. Un hombre y un
muchacho. Pues bien,
ese señor esta comprando todos los juguetes que fabrico. Parece
tener un regimiento
de hijos o sobrinos. Y me paga bien por ellos.
—Debe de tratarse del
hombre y el chico que hemos encontrado —dijo Dick—.
Eran altos los dos y
bien parecidos. El hombre tenía las cejas muy espesas.
—Si, esos son
—respondió el guardacostas manipulando en su molino de
viento—. El se
apellida Curton. El muchacho es hijo suyo. Llegaron hace unos quince
días. Debería usted
hacerse amigo de ese chico, señorito Julián. Creo que es poco más o
menos de su edad.
Parece sentirse muy solitario aquí.
—¿No va a ningún
colegio? —preguntó Julián.
—No. El padre dice
que ha estado enfermo y que necesita respirar el aire de
mar y cosas por el
estilo. No es mal muchacho. Viene a veces y me ayuda en la
construcción de los
juguetes. Le gusta, además, mirar por mi telescopio.
—A mi también me
gusta mirar por ese aparato —exclamó Jorge—. ¿Puedo
utilizarlo ahora?
Desearía ver si se puede distinguir la isla de Kirrin.
—Bueno —concedió el
guardacostas—, aunque no creo que puedas divisar
gran cosa con este
tiempo... Espera un momento. ¿Ves aquel agujero entre las nubes?
Pues bien, eso
significa que de aquí a poco podrás ver con claridad tu isla. ¡Que cosa
mas rara ha
construido allí tu padre! Supongo que forma parte de sus investigaciones.
—Si —contestó Jorge—.
¡Tim! ¡Mira lo que has hecho! Has volcado el bote de
pintura. Ríñale
usted, guardacostas. Es un mal bicho. ¡Malo, mas que malo!
—Lo peor es que el
bote de pintura no es mío —exclamó desolado el
guardacostas—.
Pertenece al señor Curton. Ya os dije que su hijo viene a veces a
ayudarme. Trajo la
pintura para una casita de muñecas que hice por encargo de su
padre.
—¡Santo Dios!
—exclamó Jorge, compungida—. ¿Cree usted que se enfadara
cuando se entere de
que Tim lo volcó?
—No tiene
importancia, no creo que se moleste —aseguró el guardacostas—.
Es un muchacho
extraño y algo melancólico. Pero no es mal chico, aunque no parezca
muy amable.
Jorge trataba de
limpiar las manchas de pintura. Tim tenía las patas empapadas
en ella e iba dejando
huellas verdes por donde caminaba.
—Le diré al muchacho
que lo siento si lo encontramos en el camino de regreso
—dijo—. Y tu, Tim,
si vuelves a acercarte al bote de pintura, no dormirás esta noche en
mi cama.
—El tiempo ha
mejorado — intervino Dick—. ¿Podemos echar una ojeada por
el telescopio?
—Déjame a mi primero
—ordenó Jorge—. Quiero ver mi isla.
Dicho y hecho. Jorge
enfoco el telescopio hacia la isla de Kirrin, observando
muy seria hasta que
una sonrisa ilumino su cara.
—Si, la distingo muy
bien. Allí esta la torre que hizo levantar mi padre. Incluso
veo con toda claridad
la plataforma de vidrio. No hay nadie dentro. Desde luego,
tampoco localizo
rastro de mi padre por ninguna parte.
Cada uno de ellos fue
mirando por turno, gozando del placer de servirse del
telescopio. Resultaba
fascinante contemplar la isla tan cerca en apariencia. En un día
claro, sería mucho
mas fácil diferenciar todos los detalles.
—Veo correr un conejo
—gritó Ana cuando le toco la vez.
—No dejéis de vigilar
a vuestro perro mientras utilizáis el telescopio —
observo riendo el
guardacostas—. Sería capaz de correr tras el conejo.
Tim irguió
sus orejas al oír la palabra conejo. Comenzó a mirar y a husmear por
todas partes. No, no
había conejos por allí. Entonces, ¿por que la gente hablaba de
ellos?
—Será mejor que
regresemos ya — propuso Julián—. Hemos de volver otras
veces en plan de
paseo para ver los juguetes que construye. Y muchas gracias por
dejarnos mirar por el
telescopio.
—Siempre seréis bien
recibidos —contestó el viejo—. Y en cuanto al
telescopio, no creo
que se desgaste porque vosotros lo empleéis un rato. Venid siempre
que os apetezca.
Tras un «¡Adiós!»
colectivo, se marcharon los cuatro, con Tim correteando a su
alrededor.
—¿Verdad que se podía
ver muy bien la isla? —preguntó Ana—. Me habría
gustado descubrir
donde estaba tu padre, Jorge. ¿No sería formidable pescarle desde
aquí en el momento de
salir de su escondite secreto?
Desde que se vieron
forzados a abandonar la isla, los cuatro habían discutido
sin cesar sobre este
misterio. Les intrigaba muchísimo. ¿Cómo era posible que el padre
de Jorge conociera un
escondite que ellos ignoraban? ¿Acaso no habían recorrido la isla
centímetro a
centímetro? Además, tenía que tratarse de un escondrijo grande, para que
pudiese contener
todos los instrumentos del laboratorio. Según la madre de Jorge,
habían llevado mucho
material a la isla, sin contar con la reserva de víveres, que
también ocupaba
bastante espacio.
—Si mi padre conoce
un lugar que yo no sé y no me lo revela, desde ahora lo
considerare un tío
fresco —exclamó Jorge, repitiéndolo hasta la saciedad—. Y opino
así, porque se trata
de mi isla.
—Bueno —dijo
Julián, conciliador—. Probablemente te lo enseñara tan pronto
como concluya su trabajo.
Entonces nos lo dirá e iremos a explorarlo todos juntos, esté
donde esté.
Caminaban por el
acantilado, ya en el camino de regreso, después de
abandonar la casita
del guardacostas, cuando divisaron al chico con quien se habían
cruzado antes.
Permanecía solo en el sendero mirando hacia el mar. Se volvió cuando
los chicos se
acercaron y marco algo como una leve sonrisa.
—¡Hola! —dijo—.
¿Habéis ido a ver al guardacostas?
—Si —contestó
Julián—. Es un viejo simpático, ¿verdad?
—Escucha —dijo
Jorge—. He de pedirte perdón, porque mi perro se puso a
jugar con tu bote de
pintura verde y lo volcó. ¿Puedo pagarte su importe?
—¡Por Dios! ¡No! ¡Ni
hablar! —aseguró el muchacho—. No tiene la menor
importancia. De todas
maneras, ya quedaba muy poca pintura. Este perro vuestro es
estupendo.
—Ya lo creo
—respondió Jorge, complacida—. Es el mejor perro del mundo.
Hace años que lo
tengo y sigue tan joven como el primer día.
—De verdad es muy
bonito —exclamó el muchacho. Sin embargo, se abstuvo
de acariciarlo, cosa
que acostumbraba hacer todo el mundo.
Por su parte, Tim se
mantuvo junto a su ama, sin hacer el menor signo de
amistad o desvío
hacia el chico.
—Es una isla
interesante —prosiguió el muchacho, apuntando hacia
Kirrin—. Me gustaría
visitarla.
—¡Es mi isla!
—exclamó Jorge, orgullosa—. Es de mi exclusiva propiedad.
—¿Es verdad eso?
—preguntó el chico con gentileza—. Entonces será fácil
que me dejes ir algún
día, ¿no?
—Si, aunque no por el
momento —contestó Jorge —. Ahora la ocupa mi padre
con sus trabajos
actuales. Es científico y un gran sabio, según opina todo el mundo.
—¿De veras? —volvió a
decir el muchacho—. ¿Esta realizando algun nuevo
experimento?
—Si —replicó la
chica.
—¡Ah! Y aquella
extraña torre forma parte de sus instrumentos —dijo el chico
mostrándose muy
interesado —. ¿Cuando terminara su nueva investigación?
—Bueno, ¿es que te
interesa mucho a ti eso? —indago Dick con cierta
impertinencia, cosa
extraña en el.
El otro chico se lo
quedó mirando sorprendido y se apresuro a afirmar:
—¡Oh, no! No es que
me interese mucho. Solo que pensé que si el trabajo se
terminaba pronto, tu
hermano podría llevarme a su isla.
Jorge no pudo evitar
sentirse satisfecha. ¡Aquel muchacho creía que era un
chico! Jorge siempre
se mostraba amable con los que cometían la equivocación de
tomarle por un
muchacho.
—Desde luego, prometo
llevarte —dijo—. Y espero no tardar mucho. El
experimento casi ha
terminado.
CAPITULO
VII
Una
pequeña discusión
Un súbito rumor hizo
volver la cabeza a los muchachos. Eran los pasos del
señor Curton, que se
aproximaba en aquel momento. Saludo a los chicos.
—¿Os hacéis amigos?
—preguntó amablemente—. Me alegro mucho. Mi hijo
se siente muy solo
aquí. Espero que vendréis a visitarnos a menudo. ¿Has terminado ya
la conversación,
hijo?
—Si —contestó el
muchacho—. Este chico me decía que aquella isla es suya y
que me llevara allí
en cuanto su padre termine el trabajo que esta realizando en ella. Y
no será muy largo.
—¿Y tu conoces el
camino para llegar allí entre tanto arrecife? —preguntó el
hombre—. Yo no me
atrevería a intentarlo por mi cuenta. El otro día estuve charlando
con los pescadores.
No parece que ninguno sienta el menor interés por acercarse a la
isla, dado lo difícil
que es el camino.
¡Esto era asombroso!
Los chicos sabían que alguno de los pescadores conocían
muy bien el camino.
De pronto, recordaron lo que el tío Quintín les había contado
acerca de su
prohibición a los pescadores de conducir a nadie allí mientras el estaba
trabajando. Se
comprende que ellos tratasen de despistar, asegurando que ignoraban el
camino, a fin de no
verse forzados a revelar las órdenes recibidas al respecto.
—¿Es que usted desea
ir a la isla? —preguntó Dick en tono brusco.
—No. No tengo el
menor interés. Pero a mi hijo si le gustaría ir —contestó el
hombre—. Por mi
parte, no tengo ningunas ganas de marearme con la marejada que
rodea la isla.
Confieso que soy mal marinero y nunca me embarco si puedo evitarlo.
—Bien, tenemos que
irnos —dijo Julián—. Hemos de hacer aun varias
compras para nuestra
tía.
—Visitadnos tan
pronto como podáis —invitó el hombre—. Tenemos una
esplendida televisión
que a Martín le gustaría enseñaros. Venid cualquier tarde que no
tengáis que hacer.
—Gracias —dijo
encantada Jorge, que no tenía televisión—. Iremos con
mucho gusto.
Padre e hijo se
retiraron hacia su casa, y los cuatro niños, con Tim, continuaron
el camino por el
acantilado.
—¿Por que te has
portado de un modo tan grosero, Dick? —preguntó Jorge—.
El tono en que has
preguntado si le interesaba mucho sonaba casi insultante.
—Es que..., me estaba
escamando. En fin, sentí sospechas, eso es todo —
replicó Dick—. El
chico parecía tan interesado por la isla y por el trabajo de tu padre
que me sentí molesto.
Sobre todo, al preguntar cuando terminaría sus experimentos.
—¿Y por que no habría
de interesarse por ello? —preguntó Jorge—. El pueblo
entero esta
interesado. Todos saben lo de la torre, pues es bien visible. Y los niños
sienten gran
curiosidad por saber cuando se podrá visitar la isla. No es nada raro que
deseen saber cuando
se terminara el trabajo de papa. A mí, este chico me ha caído muy
simpático.
—A ti te ha sido
simpático solo porque es lo bastante burro para equivocarse y
pensar que eras un
chico —dijo Dick, rabioso—. ¡Menuda pinta de muchacho tienes tú!
¡Pero si se ve a la
legua que eres una mujer!
Jorge estalló, llena
de enfado:
—¡No seas imbécil!
¡Que mas quisieras tú que tener tantas pecas como yo, las
cejas tan gruesas y
la voz tan profunda como la mía!
—No eres más que una
niña ridícula —gruñó Dick—. ¡Como si tener pecas
fuera cosa de
muchachos! Las tienen tanto las chicas como los chicos. Además, yo no
creo que te haya
tornado de verdad por un muchacho, sino que se ha propuesto darte
coba. Debe de haber
oído hablar de lo mucho que te gusta hacerte pasar por lo que no
eres.
Jorge se acerco a
Dick con una mirada tan furiosa y amenazadora que Julián se
interpuso:
—¡Nada de peleas!
—ordenó—. Los dos sois demasiado mayores para pegaros
como unos chiquillos.
Os voy a decir lo que estáis haciendo. Os estáis portando como
unos mocosos, en vez
de hacerlo como unos muchachos mayores, que es lo que ya sois.
Ana sentía sus ojos
llenos de lagrimas ante aquella desagradable escena. Jorge
no solía llegar nunca
a tal extremo y Dick se portó de forma muy tonta al hablar con
aquella rudeza al
muchacho desconocido en el acantilado.
Tim soltó
un pequeño aullido. Tenía el rabo encogido y presentaba el aspecto
de un perro apaleado.
—¡Oh!, Jorge, Tim no
puede resistir que te pelees con Dick —gritó Ana—.
Mira que triste está.
—A él no le ha
gustado tampoco ese chico —remachó Dick—. Eso ha sido una
de las cosas que me
ha puesto en guardia. Cuando a Tim no le gusta una persona, tened
la seguridad de que a
mí tampoco me gusta.
—Tim no corre
nunca hacia desconocidos —excusó Jorge—. Ni gruño, ni
enseñó los dientes
porque... —Se interrumpió ante un gesto de Julián—. Está bien,
Julián, terminaré la
pelea, aunque pienso que el comportamiento de Dick ha sido
absurdo. Hace una
montaña de un grano de anís. Total, solo porque alguien se muestra
interesado por la
isla de Kirrin y por el trabajo de papá. Y porque Tim no le ha hecho
carantoñas. El
aparenta ser una persona muy seria. No me sorprende que el perro
comprenda que no esta
dispuesto a dar ni a recibir caricias. Lo mas probable es que se
diera cuenta de que
al chico no le agradarían sus halagos. Tim es tan listo como para
descubrirlo con una
sola mirada.
—¡Bueno, cállate de
una vez, por favor! Me doy por vencido —gritó Dick—.
Confieso que quizás
me haya equivocado. ¡No hablemos más de ello! No pude reprimir
mis sospechas. ¡Basta
ya! Me arrepiento de haber levantado la liebre. He metido la pata,
por lo visto.
Ana soltó un suspiro
de manifiesto alivio. La pelea había concluido. Esperaba
que no se
reprodujera. Jorge se había vuelto muy quisquillosa desde que habían llegado
a Kirrin. Ojalá tío
Quintín se diera prisa en terminar su trabajo. Así ellos podrían ir a la
isla siempre que les
apeteciera y todos se sentirían felices como antes.
—Me gustaría ir a su
casa para ver la televisión. Nos han invitado a ir una tarde
—exclamó Jorge.
—No me parece mal
—aceptó Julián—. Sin embargo, creo que ante todo sería
mejor ponernos de
acuerdo en evitar cualquier conversación sobre el trabajo de tu padre.
No es que conozcamos
mucho sobre sus experimentos. No obstante, no debemos olvidar
el peligro de que se
hagan públicas sus teorías. Alguna vez nos han hablado ya de
ciertas personas que
darían algo por descubrir sus secretos. El trabajo de los científicos
es cosa sagrada en
nuestros días. Tú lo sabes bien, Jorge. Los sabios son G. M. I.
—¿Qué significa eso
de G. M. I? — pregunto Ana.
—Gente Muy
Importante, tonta —contestó Julián, soltando la carcajada—.
¿Que pensabas que
quería decir? ¿Granate, morado, índigo? Apuesto a que esos serían
los colores que le saldrían
a la cara al tío Quintín si se enterase de que alguien intenta
meter las narices en
sus secretos.
Todos se echaron a
reír, incluso Jorge. Miraba a Julián con gran cariño.
¡Siempre estaba de
tan buen humor y era tan comprensivo! ¡Verdaderamente, valía la
pena seguir su
consejo!
El día transcurría de
manera muy agradable. El tiempo mejoró y el sol acabó
por triunfar sobre
los nubarrones, brillando al fin con toda su fuerza. El aire olía a
retama, a prímulas y
a mar salada. ¡Era estupendo!
Muy alegres marcharon
hacia el pueblo con objeto de cumplir los encargos de
tía Fanny. Se
detuvieron un rato a charlar con Jaime, el hijo del pescador.
—Su padre se ha
apoderado de su isla, señorita Jorge —dijo sonriendo—.
¡Mala suerte para
usted! Ahora no podrá ir allí a menudo. No permite que se acerque
nadie, según he oído
decir.
—Así es —contestó
Jorge—. Están prohibidas las visitas por una temporada.
Ayudaste tú a llevar
sus cosas hasta allí?
—Si. Soy el que mejor
conoce el camino de tanto acompañarla a usted. Así que
le ayude a instalarse
—respondió Jaime—. Y bien, señorita, ¿como encontró ayer la
barca? La cuide y
limpie en su ausencia lo mejor que pude.
—Si, Jaime, estaba de
verdad muy limpia y cuidada —exclamó calidamente
Jorge—. Parecía
nueva. Has de venir con nosotros la próxima vez que vayamos a la isla.
—Gracias —dijo Jaime,
enseñando sus blancos dientes al sonreír—. ¿Me
dejara usted a Tim
durante una semana o dos? El perro me quiere mucho y desea estar
conmigo.
Jorge se echo a reír,
pues sabía que Jaime hablaba solo broma. Cierto que
quería mucho a Tim,
y, a su vez, el perro sentía gran cariño por él. En este momento se
enredaba entre las
piernas del pequeño pescador, tratando de meter el hocico entre sus
curtidas manos. Tim
no podría olvidar nunca la temporada en que Jaime le había
cuidado.
El anochecer había
llegado. La bahía tomo un suave color azul, salpicado de
blancas crestas de
espuma. Los cuatro muchachos miraron hacia la isla de Kirrin, que a
esa hora mostraba
siempre un aspecto fantástico.
El remate de vidrio
de la torre brillaba y relucía a los rayos del sol poniente.
Incluso parecía como
si alguien hiciese señales luminosas. Sin embargo, no aparecía
persona alguna en el
interior del pequeño cuarto acristalado. En tanto los niños se
hallaban abstraídos
en su contemplaciónn, oyeron un extraño rumor. De pronto, el
remate de la torre
apareció recubierto por un singular resplandor.
—¡Mirad! Es lo mismo
que ocurrió ayer. Lo mismo, idéntico —grito Julián,
excitado—. Tu padre
esta trabajando sin novedad. ¡Que lastima ignorar que es lo que
hace!
Se produjo un nuevo
sonido, ronroneante como el de un avión, y el remate de
vidrio de la torre
resplandeció una vez más, cuando los alambres emitieron una extraña
luz.
—¡Caramba! Es
impresionante —dijo Dick—. ¿Dónde estará tu padre en este
momento, Jorge? Daría
cualquier cosa por saberlo.
—Apuesto a que se ha
vuelto a olvidar de la comida —comentó Jorge—. Si no
se hubiera engullido
ayer nuestros bocadillos, se habría muerto de hambre. Lamento que
no permita a mamá que
se presente en la isla para cuidarle.
En aquel momento se
acercó a ellos su madre:
—¿Habéis oído un
ruido? —preguntó—. Ya esta papa trabajando otra vez.
¡Dios mío! Espero que
no le ocurra nada malo.
—Tía Fanny, ¿me dejas
quedarme levantada hasta las diez y media? —
preguntó Ana,
esperanzada—. Me daría mucha alegría ver la señal de tío Quintín.
—¡Ni hablar!
—contestó la tía—. Todo el mundo se irá a la cama. Yo misma
vigilaré.
—¡Pero tía Fanny!
—dijo Julián—. Dick y yo estamos acostumbrados a
permanecer de pie
hasta tarde. Recuerda que en el colegio nos acostábamos a las diez.
—Si. Pero esto no es
a las diez, sino a las diez y media, y después todavía
tenéis que desnudaros
y acostaros, lo que significa media hora mas —respondió tía
Fanny—. Lo único que
puedo permitiros es que os acostéis y procuréis no dormiros
hasta esa hora, si es
que el sueño no os vence.
—Si, tía, si, así lo
haremos —dijo Julián—. Precisamente desde mi ventana
puede verse muy bien
la isla de Kirrin. Quedamos en seis centelleos con una linterna,
¿verdad? Los contare
con todo cuidado.
Por consiguiente, los
cuatro se acostaron a la hora de costumbre. Ana se
durmió mucho antes de
las diez y media. Jorge se hallaba tan soñolienta cuando llego la
hora, que no se
sintió con ánimos para levantarse y acudir a la habitación de los
muchachos. En cambio,
Dick y Julián se mantuvieron despiertos hasta aquella hora,
tumbados en sus camas
y oteando por la ventana. La luna no había salido, pero el cielo
estaba claro y las
estrellas fulguraban con pálido resplandor. El mar aparecía envuelto
por la oscuridad. No
obstante, se vislumbraba la isla allá lejos, perdida en medio de las
tinieblas de la
noche.
—Ya son las diez y
media —observó Julián consultando su reloj, que tenía la
esfera luminosa—.
Adelante, tío Quintín, ¿a qué esperas?
Como si su tío
hubiese escuchado sus palabras, una luz brilló en aquel
momento sobre el
remate de vidrio de la torre. Era una luz pequeña, aunque
resplandeciente y
clara como la de un faro. Julián empezó a contar:
—Primer centelleo,
pausa, segundo, otra pausa, tres, cuatro, cinco y... ¡seis! ¡Se
terminó la señal!
—Julián se arrebujo en la cama y añadió—: Bueno, podemos dormir
tranquilos. El tío
Quintín se encuentra bien. Es impresionante pensar que tiene que
encaramarse el solo
por aquella peligrosa escalera de caracol, tan estrecha, en medio de
una noche tan oscura,
para observar aquellos extraños alambres.
—¡Hum…! —gruñó Dick
medio dormido—. Prefiero que lo haga él que no yo.
Tú puedes hacerte
científico si quieres, cuando seas mayor, Julián. Lo que es yo, no
tengo ningún deseo de
trepar por torres de noche ni de vivir en islas solitarias. Al
menos, si no tengo a Tim
conmigo.
En aquel momento,
alguien golpeo a la puerta y la abrió. Era tía Fanny. Julián
se incorporó.
—Julián, querido,
¿viste las señales? Me olvide de contarlas. ¿Fueron
realmente seis?
—Si, tía Fanny.
Hubiera bajado a decírtelo de advertir algo anormal. El tío esta
bien. No te
preocupes.
—¿Quisiera haberle
pedido una señal extra para que me dijera si ha comido
algo de lo que le
deje! —exclamó su tía—. En fin. Debo contentarme con saber que
todo marcha bien.
Ahora, buenas noches, Julián. ¡Que duermas bien!
CAPÍTULO
VIII
En
la cantera
Un nuevo día hizo su
aparición sobre Kirrin, sin nubes y con un brillante sol.
Los cuatro primos
bajaron con gran euforia a desayunarse.
—Tía Fanny, ¿podemos
bañarnos hoy? Hace bastante calor.
—¡Ni pensarlo! ¿A
quién se le ocurre hablar de bañarse en abril? —respondió
escandalizada tía
Fanny—. ¿No comprendéis que el mar esta todavía muy frió? ¿O es
que os apetece pasar
el resto de las vacaciones constipados?
—Bueno, esta bien.
Entonces iremos de paseo hasta los pantanos, por detrás de
«Villa Kirrin»
—propuso Jorge—. A Tim le gustara, ¿verdad que si, Tim?
—¡Guau! —contestó el
perro, meneando el rabo con tanta fuerza que aporreo
el suelo.
—Llevaos comida, si
os parece oportuno —aconsejó su madre—. Os
empaquetaré algunas
provisiones.
—Ya puedes estar
contenta por verte libre de nosotros durante un buen rato, tía
Fanny —dijo Dick
riendo—. Ya sé con lo que nos vamos a entretener. Iremos a la vieja
cantera y buscaremos
restos prehistóricos. Tenemos una buena colección en el colegio y
me gustaría aportar
puntas de flecha o alguna pieza de la época de los hombres de las
cavernas.
A todos les
satisfacía este tipo de búsquedas. Sería divertido pasear por la
cantera abandonada y
cobijarse en sus huecos. ¡Se estaba muy bien allí!
—Espero que esta vez
no tropecemos con un carnero muerto, como nos ocurrió
una vez —dijo Ana
estremeciéndose—. ¡Pobre animal! Debió de caer por el barranco y
se hartaría de balar
pidiendo ayuda hasta que se murió.
—¡Sería mala pata
repetir el hallazgo! —exclamó Julián—. Pero no te
preocupes. Seguro que
encontraremos grandes cantidades de prímulas y violetas, de las
que crecen por las
laderas de la cantera. Allí florecen antes, por que están resguardadas
de todos los vientos.
—Me gustaría que me
trajerais un gran ramo de prímulas — manifestó su tía—
. Las suficientes
para llenar todos los jarrones de la casa.
—Pues claro que te
las traeremos —aseguró Ana de inmediato —. Mientras los
chicos buscan hachas
de silex nosotras recogeremos las prímulas para ti. ¡Me gusta
tanto hacer ramos de
flores!
—Y Tim, por su
parte, se dedicara a cazar conejos. Espero que cace los
suficientes para que
te quede la despensa repleta —prometió Dick con toda solemnidad.
Tim le
miro sorprendido y luego asintió con un convincente:
—¡Guau!
Aguardaron a que tío
Quintín hiciera las señales correspondientes a la mañana.
Se produjeron con
toda puntualidad: seis destellos obtenidos mediante un espejo
enfocado hacia el
sol. Casi cegaban.
—Es algo estupendo
esto de la heliografía —comentó Dick—. ¡Buenos días,
tío Quintín, y adiós!
Volveremos a estar a la espera esta noche. ¡Todos listos ahora?
—Si, vamos, Tim. ¿Verdad
que el sol calienta mucho? ¿Quien lleva los
bocadillos?
Se pusieron en
marcha. A pesar del buen tiempo, no prescindieron de sus
chaquetas ni de las
botas de agua. En cambio, no llevaron sus gorros. Seguro que haría
un día magnifico.
La cantera no se
hallaba demasiado lejos. Tan solo a unos cuatrocientos
cincuenta metros.
Dieron un rodeo para que Tim pudiera estirar las patas. Luego se
dirigieron al lugar
prefijado.
Era un sitio muy
curioso. En alguna época se habían extraído de ella sillares
para la construcción.
Mas tarde fue abandonada. Ahora, sus cortes aparecían cubiertos
por malas hierbas,
arbustos y plantas de todas clases. Sobre los lugares arenosos crecían
brezos. Los bordes de
la cantera constituían verdaderos precipicios en pequeño y el
lugar era muy poco
concurrido. No había trazado un solo camino.
La cantera tenía la
forma de una especie de olla vacía, irregular en alguna de
sus partes. En
aquellos días en que las prímulas abrían sus pétalos bajo el cielo azul se
mostraba llena de
colorido. Las violetas florecían a miles y originaban un delicioso
contraste con el
blanco de las otras flores. También comenzaban a brotar las velloritas,
las primeras en toda
la comarca.
—¡Es maravilloso!
—suspiro Ana, deteniéndose en el borde de la cumbre y
mirando hacia abajo—.
Es sencillamente super. ¡Nunca en mi vida vi tantas prímulas
juntas y de tan gran
tamaño!
—Ten cuidado por
donde andas, Ana —advirtió Julián —. Estas laderas son
muy escarpadas. Si
pierdes pie, rodaras hacia abajo, hasta el fondo. Seguro que te
romperías una pierna
o un brazo.
—¡No tengas miedo!
Voy con cuidado —contestó Ana—. Además, si me caigo
soltaré la cesta y
así dispondré de las dos manos para agarrarme a los arbustos. Voy a
llenar la cesta hasta
arriba de prímulas y violetas.
Para trabajar con
mayor comodidad, lanzó la cesta por la ladera. Cayo rodando,
dando tumbos hasta el
fondo de la cantera.
Julián y Dick
descendieron hasta los lugares escogidos para su investigación en
los huecos de las
piedras.
Los niños se
encaminaron en seguida a la parte llana, para recoger flores. Los
muchachos creían que
llegarían a encontrar algunos silex. Se sentían verdaderos
arqueólogos.
—¡Hola! —dijo una voz
desde el fondo del barranco. Los cuatro se pararon
sorprendidos. Tim soltó
un ladrido.
—¿Cómo? ¿Eres tú?
—gritó Jorge, reconociendo al muchacho que habían
conocido la víspera
en el acantilado.
—Si. Me parece que no
sabéis mi nombre. Me llamo Martín Curton.
Julián le comunicó, a
su vez, sus respectivos nombres.
—Hemos venido a
almorzar en el campo —continuó— y para ver si hallamos
utensilios
prehistóricos. ¿A que has venido tú?
—¡Oh, también a
buscar silex! —respondió Martín.
—¿Has localizado
alguno? —preguntó Jorge.
—No, todavía no.
—Ahí abajo no
encontrarás ninguno —intervino Dick—. En donde crecen las
velloritas, seguro
que el terreno es arenoso, por lo que es inútil buscar armas de piedra.
Ven con nosotros.
Aquí el suelo esta liso y seco y hay hoyos.
Se veía que Dick
intentaba ser amable para borrar la impresión del día anterior.
Martín se acerco a
ellos y comenzó a escarbar en compañía de los otros muchachos.
Ellos se habían
preocupado de equiparse con picos y otras pequeñas
herramientas. El
forastero no disponía mas que de sus manos.
—¿No os parece que
hace mucho calor aquí abajo? —exclamó Ana—. Me voy
a quitar la chaqueta.
Tim había
metido la cabeza y medio cuerpo en una madriguera de conejos.
Escarbaba con
vehemencia, arrojando la tierra tras de si.
—¡Caracoles! No os
acerquéis a Tim si no queréis veros enterrados en vida —
exclamó riendo Dick—.
¡Eh, Tim! ¿Tú crees que vale la pena tomarse tanto trabajo por
un conejo?
Por lo visto, el
perro pensaba que si valía la pena, porque, resoplando como
una locomotora,
continuaba su excavación con extraordinario ímpetu.
Una piedra salió
disparada de pronto por los aires y fue a caer justo encima de
Julián. Este se frotó
la mejilla. Luego miró el proyectil que yacía a su lado y soltó una
exclamación.
—¿Caramba! ¡Una
estupenda punta de flecha! Gracias, Tim, eres muy amable
por dedicarte a
excavar para mí. Ahora quisiera un hacha de piedra, ¿puedes
proporcionármela?
Los demás se
acercaron para mirar el silex hallado.
Ana pensó que nunca
llegaría a saber distinguir una piedra de otra. Pero Julián
y Dick estaban
entusiasmados con el hallazgo.
—¡Un ejemplar
magnifico! —exclamó Dick—. Mira como ha sido afilado,
Jorge! Y pensar que
sirvió hace millares de años para dar muerte a los enemigos de un
hombre de las
cavernas!
Martín no hizo el
menor comentario. Miró en silencio la punta de lanza, que en
verdad constituía un
ejemplar intacto y extraordinario, y luego dio media vuelta. Dick
pensó que era un tipo
raro, algo estúpido y extravagante. Dudaba si les convendría
invitarle o no a
compartir su almuerzo. Al final decidió que seria mejor no hacerlo.
Jorge no opinaba
igual.
—¿También tu piensas
merendar aquí? — pregunto.
Martín negó con la
cabeza:
—No, no he traído ni
un bocadillo.
—Bueno, si es por
eso, no te preocupes. Nosotros tenemos en abundancia.
Quédate y te daremos
lo que gustes.
—Gracias, es muy
gentil por vuestra parte —respondió el chico— Acepto a
condición de que, al
regreso, vengáis a casa a ver la tele.
—Si, iremos con mucho
gusto —dijo Jorge—. Así tendremos un día completo.
Ana, mira esas
violetas. Jamás vi tantas. Y son de los dos colores, morado y blanco.
¡Como se alegrara
mama!
Fueron descendiendo poco
a poco, excavando los tres muchachos con sus picos
en todos los rincones
apropiados. Al fin llegaron a un lugar en el que sobresalía una
gran peña, muy a
propósito para sentarse a comer. Daba el sol y la superficie de la
piedra estaba
caliente. Resultaría muy grato sentarse sobre ella. Además, era bastante
llana para colocar
encima los vasos y platos, sin peligro de que se volcaran.
A las doce y media se
pusieron a comer. Estaban hambrientos. Martín acepto
los bocadillos que le
ofrecieron y se fue volviendo cada vez mas amable y hasta locuaz.
—Son los mejores
bocadillos que he comido en mi vida —dijo—. Los que más
me gustan son estos
de sardina. ¿Los ha preparado vuestra madre? También yo quisiera
tener madre. La mía
murió hace tiempo.
Se produjo un silencio
lleno de simpatía. Los muchachos no podían imaginar
que le pudiera
suceder algo peor a nadie. En el acto, brindaron a Martín los mejores
manjares y las
galletas más grandes.
—¡Vi a vuestro padre
haciendo señales! —exclamó Martín de pronto, entre
bocado y bocado.
Dick alzo en gesto
rápido la cabeza:
—¿Como sabes que
hacia señales? —preguntó—. ¿Quien te lo dijo?
—¡Nadie! —contestó el
chico—. Me fije en que eran seis destellos y pensé que
solo podía tratarse
del padre de Jorge.
El agrio comentario
de Dick le había sorprendido. Julián dio un codazo a Dick
a fin de prevenirle
que no volviese a las andadas y Jorge puso mala cara.
—Supongo que también
esta mañana habrás visto las señales de mi padre —
dijo a Martín con
gran amabilidad—. Supongo que multitud de personas percibiran sus
seis destellos. Cada
mañana, a las diez y media, nos heliografía con un espejo, para
darnos a entender que
sigue bien. Lo mismo hace por la noche, exactamente a la misma
hora, con una
linterna.
Ahora le toco el
turno a Dick de fruncir el entrecejo. ¿Por que tenía que dar
tantos detalles? ¡No
era necesario! Estaba seguro que lo hacía para vengarse de sus
bruscas palabras de
un poco antes. Trato de cambiar la conversación.
—¿A que colegio vas?
—No voy a ninguno —
respondió el muchacho—. He estado enfermo.
—Bueno, ¿pero a cual
ibas antes de tu enfermedad?
—Tenía un preceptor.
Nunca fui al colegio.
—¡Mala suerte! —se
condolió Julián.
El siempre había
opinado que era muy triste no poder ir al colegio, ni disfrutar
de los juegos y
trabajos de la vida escolar. Miro a Martín con curiosidad. ¿Seria uno de
esos chicos
retrasados, que no alcanzaban a seguir a los demás y necesitan profesores
particulares? Sin
embargo, no parecía tonto. Quizás algo raro, pero listo.
Tim permanecía
echado entre los chicos, sobre la gran piedra caliente. Obtuvo
su correspondiente
parte de bocadillos, si bien racionada a causa de poder obsequiar a
Martín. Su
comportamiento hacia el chico nuevo era muy extraño. Aparentaba
ignorarlo. Como si no
estuviese presente.
También Martín
afectaba ignorar a Tim. No le hablaba ni le acariciaba. Ana se
sentía convencida de
que a Martín no le gustaban los perros. De otra manera, no lo
comprendía. ¿Como
podía estar junto a Tim sin hacerle una sola caricia?
El perro ni siquiera
le miraba. Se había echado de espaldas a él, apoyando la
cabeza en la falda de
Jorge. La cosa habría podido parecer divertida si no fuese
desagradable. Al fin
y al cabo, Jorge se dirigía a Martín en tono afectuoso y todos
compartían su comida
con el. Tim, en cambio, se portaba como si el chico no existiese.
Ana se disponía a
hacer una observación sobre el mal comportamiento del
perro, cuando este
soltó un gruñido, se levantó y saltó de la roca.
—Se va otra vez a
cazar conejos —explicó Julián—. ¡Eh, Tim! A ver si
encuentras otra punta
de flecha.
Tim meneo
el rabo y desapareció bajo el saliente de la roca. Hasta ellos llegaba
el ruido que producía
al escarbar. Una nube de piedras y arena se levantaba desde el
lugar donde se
hallaba.
Sintiéndose
soñolientos tras la comida, los chicos se tumbaron para echar una
siestecita.
Conversaron todavía unos minutos, pero Ana notaba que se le cerraban los
ojos. La despertaron
los gritos de Jorge:
—¿Dónde está Tim?¡Tim,
Tim! Ven aquí. ¿Donde te has metido?
Pero el perro no
aparecía por ninguna parte. Ni siquiera se oyó un ladrido como
respuesta.
—¡Hay que ver! Seguro
que se ha metido en una madriguera muy profunda.
Tim,
¿dónde estás?
CAPITULO
IX
Jorge
hace un descubrimiento y pierde los
estribos
Jorge se había
deslizado de la roca. Miro debajo del saliente y descubrió allí
una gran abertura.
Todo a su alrededor aparecía sembrado de las piedras que Tim había
lanzado escarbando.
—Seguro que has
encontrado una madriguera bastante grande para esconderte
por completo. Vamos, Tim,
contéstame, ¿estas ahí metido?
Nada se oyó. Ni un
ladrido, ni un lamento. Ni el más leve sonido broto del
agujero. Jorge trato
de reptar para introducirse en el interior del agujero. El perro había
dejado allí señales
de su paso. Al fin Jorge se dirigió a Julián:
—Julián, tírame tu
pala, por favor.
El utensilio cayó de
inmediato a sus pies. La niña comenzó a escarbar. La
entrada era
suficientemente grande para Tim, pero no para ella.
Prosiguió su trabajo
hasta que empezó a sudar. Entonces volvió a salir del
agujero y miró por
encima de la roca, para ver si alguno estaba dispuesto a ayudarla.
Todos se habían
vuelto a dormir.
«Gandules», pensó
Jorge, olvidando que también ella se disponía a echar la
siesta cuando se dio
cuenta de la ausencia de Tim.
Volvió a deslizarse
bajo la roca y se dedicó a ensanchar el agujero, blandiendo
esta vez la pala con
todas sus fuerzas. Pronto logró la abertura suficiente para poder
pasar.
Una vez atravesada la
angosta entrada, quedo sorprendida al hallar una especie
de pasadizo, muy
largo. Era posible avanzar a gatas por el.
«Me extrañaría mucho
que esto fuera una madriguera de animales. Parece mas
bien un camino
secreto que conduce a alguna parte», pensó Jorge.
—¡Tim! ¿Donde
estas? —chilló de nuevo.
Procedente de algún
lugar en la profundidad de la cantera, percibió un lejano
lamento. Respiro
aliviada. Por fin Tim daba señales de vida después de tanto rato.
Se adelanto un poco
más. De súbito, advirtió que el túnel se hacia amplio y alto
de techo. No cabía
duda de que se trataba de un pasadizo. Reinaba una completa
oscuridad, por lo que
debía avanzar tanteando, ya que la vista no le servía de ninguna
utilidad.
Percibió un ruido,
algo así como unas pisadas rozando el suelo, y al momento
Tim se
lanzo contra sus piernas, gimiendo.
—¡Oh, Tim!
¡Que susto me has dado! ¿Dónde estuviste? ¿Qué es esto? ¿Un
pasadizo o un túnel
excavado en la cantera por los obreros? ¿Viven ahora animales en
él?
—¡Guau! —ladró Tim,
mientras tiraba del pantalón de Jorge para hacerla
retroceder hacia la
luz del día.
—¡Está bien! Ya voy
—dijo Jorge—. No te vayas a imaginar que tengo ganas
de pasearme por ahí,
en la oscuridad. Solo entré para buscarte.
Y dicho esto,
emprendieron los dos el camino de retroceso hacia la salida.
Entre tanto, Dick se
había despertado. Se extrañó al no ver a su prima. Espero unos
minutos, mirando
hacia el cielo, tan brillante y hermoso, todavía medio dormido. De
pronto, se levanto de
un salto.
—¡Jorge! —grito. Pero
no obtuvo contestación.
En consecuencia, Dick
se deslizó a su vez por la roca y echó una mirada a su
alrededor. Ante sus
sorprendidos ojos aparecieron por el agujero abierto debajo de la
roca, primero Tim y
luego Jorge, gateando para poder atravesarlo.
Se quedo
boquiabierto. La niña se echo a reír.
—Todo marcha bien,
Dick, no te asustes. Tim y yo estuvimos cazando conejos
—exclamó la chica,
levantándose y sacudiéndose la tierra del jersey y los pantalones.
Después, añadió—: Hay
un pasillo detrás de esa pequeña cueva. Primero es un túnel
estrechito, como la
entrada a una madriguera de animales. Luego se ensancha y se
convierte en un
amplio pasadizo. No pude ver adonde conduce, desde luego, porque no
tenía luz, pero Tim
volvió de su interior y debe de haber llegado muy lejos, según la
distancia a que sonó
el gemido al llamarle.
—¡Carambola! —exclamó
Dick—. ¡Que emocionante!
—¿Te parece que lo
exploremos? —propuso Jorge—. Espero que Julián se
haya traído su
linterna.
—No —contestó—. Hoy
ya no podremos hacerlo.
Los otros se habían
despertado y prestaban atención al dialogo de los dos
primos.
—¿De que habláis? ¿Es
cierto que habéis encontrado un pasaje secreto? —
preguntó Ana,
intrigada—. ¿Lo excavaremos?
—No, ¡hoy no!
—repitió Dick mirando a Julián.
Este adivino en
seguida que Dick no deseaba compartir el secreto con su nuevo
compañero. Tenía
razón. ¿Por que habían de hacerlo? No era un auténtico amigo y
acababan de
conocerlo. Hizo una señal de asentimiento a Dick y dijo:
—No, no lo
exploraremos hoy. Seguro que carece de importancia. No es más
que un trozo de túnel
excavado por los hombres de la cantera.
Martín, que escuchaba
con mucho interés, se dirigió a echar una ojeada por el
agujero.
—Me gustaría
explorarlo a mí también —manifestó—. Si queréis, nos
juntaremos aquí otro
día con las linternas, para averiguar si hay o no camino por el
pasadizo.
Julián miro su reloj:
—Son casi las dos.
Bueno, Martín, si hemos de ver el programa de las dos y
media en tu tele, tendremos
que ponernos ya en camino.
Así lo hicieron.
Llevando las cestas llenas de prímulas y violetas, fueron
subiendo por las
laderas rocosas de la cantera. Julián determino llevar el solo la cesta de
Ana para que ella
pudiera sujetarse mejor a las matas. Temía que resbalase y se cayese.
Pronto llegaron al
borde superior. El aire parecía allí fresco en comparación al
calorcito que hacia
en la cantera. Se dirigieron al sendero del acantilado y no tardaron
en pasar frente a la
casita del guardacostas, quien se hallaba en su jardín y agitó la mano
en señal de amistoso
saludo. El grupo penetro sin detenerse en el jardín de la casa
vecina. Martín empujo
la puerta. Su padre, que estaba sentado cerca de la ventana,
leyendo un libro, se
levanto con una sonrisa de bienvenida:
—¡Bien! ¡Bien! ¡Bien!
Esto es agradable. Podéis entrar todos. Si, el perro
también. No tengo
nada contra ellos. Me gustan.
La pequeña habitación
semejaba un tranvía repleto, invadida por la pandilla de
niños. Todos
saludaron con gran cortesía al padre de Martín, este explico en pocas
palabras que los
había invitado para ver el programa de televisión.
—¡Buena idea!
—exclamó el señor Curton, sin abandonar su cordial sonrisa.
Ana se quedo
contemplando como una tonta las gruesas cejas del padre de
Martín. Eran espesas
y largas. Le extrañó que no se las recortase. Bueno, quizá le
gustaban así. A ella
le parecía que le daban un aspecto feroz.
Los cuatro miraron
alrededor de la habitación. Un aparato de televisión
aparecía en la
esquina mas alejada de la ventana, sobre una mesita. También había una
magnifica radio y
algo más que los muchachos observaron con gran interés:
—¡Caramba! ¿Tiene
usted también un aparato emisor además del radio
receptor?
—Si —contestó el
señor Curton—. Soy muy aficionado. Yo mismo lo construí.
—¡Pues debe ser usted
muy hábil! —exclamó Dick.
—¿Que es un
transmisor? —preguntó Ana—. No tenía ni idea de que
existieran esos
aparatos.
—Es un aparato para
enviar mensajes por radio, como los que tienen los coches
de la policía para
comunicar con Jefatura —explicó Dick—. Este es muy potente, me
parece.
Martín se ocupaba en
manipular los mandos del televisor. En seguida empezó
el programa. Ana, que
jamás había visto la televisión, quedo boquiabierta ante la cara
del hombre que
apareció en la pantalla.
—Puedo verle y oírle
—susurró admirada al oído de Julián. El señor Curton la
oyó y se echo a reír.
—Pero vuestro perro
no puede olerle. Si no, ya habría empezado a gruñirle.
Se divirtieron por
todo lo alto viendo el programa de televisión. Al terminar, el
señor Curton los invito
a quedarse para tomar el te en su compañía.
—Por favor, no me
digáis que no. Yo mismo puedo telefonear a vuestra tía
avisándola y
solicitando su permiso, si creéis que puede enfadarse.
—Bueno, si usted es
tan amable, se lo agradeceremos —dijo Julián —. La tía
se extrañaría de
nuestra tardanza.
El señor Curton habló
con tía Fanny. Si, estaba conforme en que se quedasen
un rato, aunque no
debían regresar demasiado tarde.
Por lo que sin más
demora se sentaron para saborear la inesperada y suculenta
merienda.
Martín no se mostró
muy comunicativo. En cambio, su padre llevó todo el
tiempo la voz
cantante. Reía y gastaba bromas a los chicos. Resultaba un autentico
compañero.
La conversación toco
muchos y diversos puntos. Uno de ellos fue la isla de
Kirrin. El señor
Curton declaró que la encontraba muy hermosa, sobre todo al
anochecer. Jorge
pareció halagada ante los elogios.
—Si, así me parece
también a mí. Me gustaría que mi padre no hubiese
escogido estos días
para trabajar en mi isla. Yo había planeado acampar allí unos días.
—Supongo que la
conocerás punto por punto —dijo el señor.
—¡Ya lo creo!
—contestó Jorge—. Todos nosotros la conocemos de sobra.
Hay unos sótanos,
¿sabe usted?, unas autenticas mazmorras, muy profundas, en las que
una vez encontramos
lingotes de oro.
—¡Si, recuerdo haber
leído algo acerca de eso! —exclamó el padre de Martín
—. Debió de ser muy
emocionante. También fue una verdadera suerte descubrir los
sótanos. Y creo que
existe, además, un viejo pozo, por donde bajasteis una vez, ¿no es
verdad?
—Si —dijo Ana
recordando—. Y también hay una cueva en la que habitamos
unos días. Tiene un
acceso por el techo y otro desde el mar.
—Supongo que vuestro
padre lleva a cabo sus maravillosos experimentos abajo
en el sótano, ¿no?
—preguntó el señor Curton—. ¡Vaya un lugar extraño que se le ha
ocurrido escoger!
—Cuando estuvimos
allí... —empezó Jorge. Se callo de golpe al recibir una
patada en la
espinilla propinada por Dick. Hizo un gesto silencioso de dolor. El golpe
había sido fuerte de
veras.
—¿Que ibas a decir?
—la acució el señor Curton, expectante.
—¿Yo...? Pues... iba
a decir... En fin, que no sabemos el sitio escogido por
papá —respondió
Jorge, procurando separar las piernas del radio de alcance del pie de
Dick.
Tim soltó
de pronto un gemido. Jorge lo miro sorprendida. El pobre debía de
haber recibido otro
mensaje destinado a ella y miraba con ojos de reproche a Dick.
—¿Que ocurre, Tim?
—lo interrogó Jorge, angustiada.
—Quizás encuentra la
habitación demasiado calurosa —comentó Dick—. Será
mejor que lo saques,
Jorge.
Esta no se hizo
rogar. Estaba muy intrigada, así que sacó al perro. Dick salió
tras ella. La
chiquilla le espeto indignada:
—Eres un bruto. ¿Por
que me has dado esa patada tan fuerte? Me quedara la
marca para toda la
vida. ¿Que es lo que te pasa?
—Sabes muy bien por
que lo hice —contestó Dick—. Charlas mas de la
cuenta. ¿No te has
fijado en el interés que tiene por averiguar lo que hace tu padre en la
isla? Puede que me
equivoque, pero tengo mis sospechas. Tu deber está en cerrar el
pico. Eres como todas
las niñas. No sabes más que parlotear. Tenía que frenarte de
alguna manera. Y
confieso que pise al pobre Tim en el rabo para llamarte la atención y
conseguir detenerte.
—¡Animal! —protestó
Jorge, indignada—. ¡Que culpa tenía el pobre Tim!¡Yo
creía que te habías
equivocado. ¿Como eres capaz de hacerle daño a Tim?
—¡No quise hacerlo y
me avergüenzo de ello! —dijo Dick, acariciando las
orejas del perro.
—¡Me voy a casa!
—aseguró Jorge roja de ira—. No creo en tu
arrepentimiento. Te
odio por pisar a mi pobre perro y decir que soy una parlanchina. Te
dejo que te las
entiendas tú con los demás. Diles que me llevo el perro a casa.
—Bien —dijo Dick—, me
parece muy requetebien. Cuanto menos hables con
el señor Curton,
mejor. Yo volveré a entrar para averiguar exactamente quién es y lo
que hace. Lo
encuentro la mar de sospechoso. Tu harás mejor en irte, antes de que se te
escapen mas
indiscreciones.
Llena de rabia, Jorge
se marchó con Tim. Dick volvió a entrar para excusarla.
Julián y Ana, seguros
de que algo extraño había ocurrido, observaron con gran sorpresa
que Dick iniciaba una
animada conversación con el señor Curton, interesándose por sus
ocupaciones.
Al fin se decidieron
a regresar a casa.
—Volved otro día —les
dijo el señor Curton al despedirse de los tres—, y
decid al otro chico
¿cual es su nombre? ¡Ah, si, Jorge! que espero que su perro se
reponga pronto, ¡Un
can tan bonito y bien cuidado!
—Bien, adiós, hasta
la vista.
CAPÍTULO
X
Una
señal sorprendente
—¿Qué le ha sucedido
a Jorge? — preguntó Julián tan pronto como estuvieron
seguros de no ser
oídos—. Me di cuenta de que le dabas una patada durante el té por
hablar demasiado
sobre la isla. Realmente, era una idiotez de su parte. Pero, ¿por que se
ha ido a casa de
sopetón?
Dick les contó
entonces que había pisado el rabo de Tim para hacerle gemir y
distraer así la
atención de Jorge, con objeto de que no metiera más la pata. Julián se
echó a reír. Sin
embargo, Ana se sintió hervir de indignación.
—¡Eso es espantoso!
¡No tienes perdón de Dios, Dick, te has portado como un
canalla!
—Si, tienes razón
—reconoció Dick—. En aquel momento no se me ocurrió
otro sistema para
hacer callar a Jorge. Con toda sinceridad, creí que estaba soltando todo
cuanto aquel tío le
quería sonsacar, Dios sabe con que intención poco honesta. Aunque
ahora pienso que a lo
mejor solo pretendía obtener una información correcta.
—¿A que clase de
información te refieres? — preguntó Julián, intrigado.
—Primero me imagine
que andaba tras el secreto del tío Quintín, cualquiera
que sea —explicó
Dick—, y que por eso necesitaba conocer todos los intríngulis de la
isla. después él me
revelo que es periodista, es decir, un hombre que escribe en los
periódicos, Ana. A lo
mejor, solo desea información para su periódico, a fin de escribir
un reportaje en cuanto
el tío haya terminado su trabajo.
—Si, yo también lo
creo así dijo Julián, pensativo —. Es mas, estoy casi seguro
de ello. No pensemos
más en el asunto. No obstante, hay una cosa que me preocupa.
¿Por que razón hemos
de ser nosotros los que demos esa información sin pedírnosla?
Podía habernos
preguntado abiertamente: «Os agradecería mucho que me explicaseis
todo lo que sepáis
acerca de la isla de Kirrin, porque necesito escribir un reportaje sobre
ella.». Sin embargo,
no lo ha hecho.
—No, por eso he
sospechado —respondió Dick —. En realidad, ahora veo que
no tiene nada de
raro. Necesita toda clase de detalles sobre la isla para ponerlos en su
periódico. Lo malo es
que no tendré mas remedio que darle explicaciones a Jorge,
confesando mi
plancha. ¡Y ella esta que muerde!
—Vayamos al pueblo y
compremos huesos al carnicero —propuso Julián—.
Será una especie de
compensación para Tim.
La idea les agradó y
la pusieron en práctica. Compraron dos grandes huesos,
bien cubiertos de
carne, en la tienda y luego se dirigieron a «Villa Kirrin». Jorge estaba
en su cuarto,
acompañada de Tim. Subieron a su encuentro. Estaba sentada en el suelo,
con un libro en las
manos. Cuando entraron, arrojo sobre ellos una mirada furibunda.
—Jorge, siento
haberme portado como un animal —se disculpó Dick—. Mi
intención era buena,
pero comprendo que metí la pata. He descubierto que el señor
Curton no es ningún
espía que intente averiguar el secreto de tu padre. Es tan solo un
periodista
entrometido y quiere hacer un reportaje sobre la isla. Mira, he traído esto
para
Tim,
a ver si así puede perdonarme.
Jorge seguía de mal
humor, aunque hizo un esfuerzo por corresponder a las
amabilidades de Dick.
Insinuó una sonrisa.
—Muy bien, gracias
por los huesos. No me habléis esta noche, por favor,
¡Ninguno! Me
encuentro mal. Ya se me pasara.
Se marcharon,
dejándola sentada en el suelo. Era mejor dejarla sola cuando
pasaba una de sus
rabietas. Mientras tuviese a Tim a su lado, todo marcharía bien. El
perro ya sabía que no
debía abandonarla cuando la veía triste y desgraciada.
No bajo a cenar. Dick
explicó:
—Tuvimos una pequeña
discusión, tía Fanny. Ya hemos hecho las paces,
aunque Jorge aun se
siente dolorida. ¿Me permites que le suba yo la cena?
—No, no, lo haré yo
—se apresuró Ana, colocando su comida en una bandeja.
—¡No tengo apetito!
—exclamó Jorge. Ana hizo ademán de volvérsela a
llevar—. Bueno...,
será mejor que la dejes.
Ana trato de ocultar
la risa y dejó la bandeja. Cuando volvió para recogerla,
encontró todos los
platos vacíos,
—¡Dios mío! ¡Que
hambriento estaba Tim! —exclamó Ana. Su prima sonrió
avergonzada—. ¿Por
que no bajas ahora? Vamos a jugar al parchis.
—No, gracias. Será
mejor que me dejéis sola esta noche —rechazó Jorge —.
Mañana me encontrare
del todo bien, te lo aseguro.
Por tanto, Julián,
Dick, Ana y la tía Fanny jugaron al parchis sin Jorge. A la
hora de costumbre,
subieron a acostarse. Encontraron a Jorge en la cama, sumida en un
profundo sueño, con Tim
enrollado a sus pies.
—Yo vigilare las
señales del tío Quintín —dijo Julián cuando se metió en la
cama—. ¡Que noche tan
oscura!
Se quedó con los ojos
abiertos, mirando a través de la ventana hacia la isla de
Kirrin. A las diez y
media en punto, divisó los destellos: ¡flash!, ¡flash!, ¡flash...!,
horadando la
oscuridad. Luego de contar hasta seis, metió la cabeza bajo la almohada
y... ¡a dormir se ha
dicho! Poco mas tarde le despertó el ruido de un motor. Se irguió y
miró por la ventana,
esperando ver iluminarse el remate de la torre, como ocurría
cuando su tío
efectuaba el experimento. Nada ocurrió. No apareció ni luz ni resplandor
alguno. El traqueteo
dejo de percibirse y Julián optó por dormirse de nuevo.
A la mañana
siguiente, Julián dijo a su tía:
—Vi las señales del
tío Quintín. ¡Esta sin novedad! ¿Las viste tu también, tía
Fanny?
—Si —contestó su
tía—. Oye, Julián, quiero pedirte un favor. Vigila tú solo
esta mañana. Tengo
que ir a visitar al párroco por un asunto urgente y me temo que no
me será posible ver
la torre desde la parroquia.
—Con mucho gusto, tía
Fanny —contestó Julián—. ¿Qué hora es? ¿Las nueve
y media? Bueno. Tengo
que escribir unas cartas. Lo haré frente a la ventana de mi
cuarto y así podré
estar atento a la señal.
Redactó sus cartas,
interrumpido primero por Dick y luego por Jorge y Tim,
que deseaban que los
acompañase a la bahía. Jorge había recobrado su buen humor y
trataba de mostrarse
muy simpática para hacer olvidar su pataleta del día anterior.
—Id andando —dijo
Julián—. Os alcanzare después de las diez y media,
cuando haya visto las
señales de la torre. Solo faltan diez minutos.
A la hora en punto,
levanto la vista hacia el remate de vidrio de la torre. ¡Ah!
Ya se veía el primer
destello reluciendo intensamente cuando el sol daba de lleno en el
espejo que su tío
mantenía en alto.
—Un destello —contó
Julián—, dos, tres, cuatro, cinco, seis. ¡Sin novedad!
Estaba a punto de
volverse, cuando un nuevo reflejo hirió sus ojos.
«¿Siete?», se
pregunto, extrañado. Pero luego llegaron más..., ocho, nueve,
diez, once, doce...
«¡Que raro! —se
dijo—. ¿Por que ha enviado doce señales? ¡Anda, pues
empieza de nuevo!
¿Qué significará?»
Contó otra vez seis
destellos. Luego se detuvieron las señales. Deseaba haber
tenido a mano un
anteojo para ver lo que sucedía en la torre. Se sentó y reflexionó un
momento, muy
intrigado. De pronto oyó a los demás que subían con gran jaleo la
escalera. Irrumpieron
en la habitación:
—¡Julián, papa hizo
dieciocho señales en lugar de seis! ¿Las contaste? ¿Por
que lo haría? Puede
ser que este en peligro. ¿Que le pasara?
—No creo que se trate
de un peligro. En ese caso, hubiera hecho la señal de
SOS — exclamó Julián.
—Bueno, no creo que
sepa el Morse —observó Jorge.
—Bien, supongo que
solo desea comunicarnos que necesita algo. Es preciso
que vayamos a la isla
para enterarnos de que se trata. Puede que le falte comida.
En cuanto regreso tía
Fanny, le propusieron dirigirse todos a la isla. Tía Fanny
estaba por completo
de acuerdo:
—¡Claro que si! ¡Es
imprescindible! Es posible que vuestro tío desee enviar
algún mensaje
urgente. Iremos esta misma mañana.
Jorge salio corriendo
para avisar a Jaime que precisaban el bote en seguida. Tía
Fanny, entretanto,
preparo comida en abundancia, con la ayuda de Juana. Sin tardanza,
se embarcaron todos
en el bote, rumbo a la isla de Kirrin. Cuando rodearon el acantilado
y enfilaron la
pequeña ensenada, vieron que el tío Quintín les estaba esperando.
Les hizo señas con la
mano y ayudo a remontar el bote hasta la playa cuando se
aproximaron lo
suficiente.
—Vimos tu triple
señal —dijo tía Fanny—. ¿Es que necesitas algo, querido?
—En efecto —respondió
tío Quintín—. ¿Qué es lo que llevas en la cesta,
Fanny? ¿Algunos de
aquellos deliciosos bocadillos? Dame un par de ellos.
—¡Quintín! ¿Es que no
has comido con regularidad? —preguntó su esposa—.
¿Que has hecho con
los víveres?
—¿Que víveres?
—preguntó su marido, sorprendido—. Me hubiera gustado
mucho saber algo
acerca de ellos. Anoche me hubieran venido muy bien.
—Pero, Quintín, si te
lo explique todo —replicó tía Fanny—. Ahora ya se
habrá estropeado el
potaje que te deje. ¡Tendrás que tirarlo! O mejor, lo tirare yo misma.
—No, ya lo haré yo —
dijo su marido—. Ahora sentémonos para almorzar.
Era aun demasiado
temprano. Sin embargo, tía Fanny se sentó en el acto para
desempaquetar la
comida. Y puesto que los niños se sentían siempre dispuestos para
comer a cualquier
hora, no pusieron el menor reparo en almorzar tan temprano.
—Bien, querido,
¿corno sigue tu trabajo? —preguntó tía Fanny, viendo como
su marido devoraba
bocadillo tras bocadillo. Empezaba a sospechar que no había
comido nada desde que
lo dejaron solo hacia dos días.
—¡Oh, muy bien!
—replicó su marido—. No podía irme mejor. Precisamente
he llegado al punto
más interesante de mi investigación, ¡Dame otro bocadillo!
—¿Por que enviaste
los dieciocho destellos, tío Quintín? —pregunto Dick.
—¡Ah, si! Bueno, es
difícil de explicar —empezó su tío—. La cuestión es que
no puedo evitar la
sensación de que en esta isla hay alguien además de mi mismo.
—¡Quintín! ¿Que es lo
que insinúas? —exclamó su mujer, alarmada, mirando
por encima de su
hombro como si esperase descubrir a alguien.
También los niños
observaron a su alrededor con sorpresa. Luego dirigieron
una interrogante
mirada al tío Quintín. Este tomo otro bocadillo y prosiguió:
—¿Si, comprendo que
parezca absurdo. Sé que no puede haber nadie más que
yo y, sin embargo,
estoy seguro que hay alguien más.
—¡Caramba, tío!
—exclamó Ana con un estremecimiento—. Eso suena a
película de miedo. Y
tú tienes que quedarte solo, también por las noches.
—¡Ahí esta el quid de
la cuestión! Me importaría muy poco estar solo de noche
—manifestó su tío—.
Lo que me molesta es, precisamente, pensar que no estoy solo en
absoluto.
—Tío, ¿que es lo que
te hace pensar que haya alguien más aquí? —preguntó
Julián.
—Verás: ayer, cuando
terminé el experimento que me ocupó toda la noche
(sería a eso de las
tres y media de la madrugada, aunque todavía reinaba una completa
oscuridad), saló al
exterior para respirar un poco de aire puro. Podría jurar que entonces
oí toser a alguien.
Si, lo oí por dos veces.
—¡Santo Dios!
—exclamó su mujer, horrorizada—. ¿No es posible que te
hayas equivocado? A
veces, sobre todo cuando uno esta cansado, se imaginan cosas.
—Si, lo sé —contestó
su marido—. Pero por mucho que fantasee, nunca podría
inventar «esto».
Metió la mano en el
bolsillo y saco algo que mostró a todos. Era una colilla aun
reciente.
—Yo no fumo
cigarrillos, ni ninguno de vosotros tampoco. Por lo tanto, ¿a
quien pertenece este
cigarrillo y como llego hasta aquí? No creo que haya nadie capaz
de traer la colilla
en barca, y ese es el único camino para llegar hasta aquí.
Callaron durante un
tiempo prolongado. Ana parecía asustada. Jorge miró a su
padre con inquieta
expresión. ¿Quién sería el que estaba allí y por que? Además, ¿cómo
había podido llegar a
la isla?
—Bien, Quintín, ¿que
piensas hacer? —preguntó su mujer—. ¿Que te parece lo
mejor en este caso?
—Todo marcharía bien
si Jorge diera su consentimiento a una cosa —contestó
tío Quintín—. Jorge,
quisiera que Tim se quedase conmigo. ¿Querrás prestármelo para
que me haga compañía?
CAPÍTULO
XI
Jorge
toma una heróica decisión
De nuevo se produjo
un espeso silencio. Jorge fijo en su padre una mirada llena
de desesperación.
Todos aguardaban ansiosos su respuesta.
—Pero, padre, Tim y
yo nunca nos hemos separado —contestó al fin con voz
plañidera—. Ya
comprendo que lo necesitas para que te guarde. Y, desde luego, puedes
tenerlo, pero yo
también quiero quedarme.
—¡Eso si que no! —contestó
en el acto su padre—. Es del todo imposible que
tú permanezcas aquí.
Eso queda fuera de toda discusión. En cuanto a que nunca hayas
estado separada de Tim,
no creo que sea obstáculo para que hagas una excepción, ya que
se trata de
salvaguardarme.
Jorge trago saliva.
No sabía que decisión tomar. Era el sacrificio más tremendo
que jamás le habían
exigido. ¡Dejar a Tim en la isla, cuando había un posible enemigo
desconocido, capaz de
maltratarle si se le presentaba la ocasión!
Por otra parte, debía
considerar el peligro que amenazaba a su padre. Su deber
de hija le impelía a
ceder.
—Tendré que quedarme
también —insistió—. No es posible que dejes a Tim
sin mi, ni que me
dejes a mi sin el.
Su padre empezó a
perder la paciencia. Su carácter era muy semejante al de
Jorge. Pretendían que
todo marchase según su deseo y, si no conseguían imponer su
voluntad, eran
capaces de organizar un escándalo.
—Estoy seguro de que
si hubiese pedido lo mismo a Julián, Dick o Ana y ellos
poseyesen un perro,
habrían cedido sin titubear —estalló—. Pero tú, Jorge, mi propia
hija, siempre has de
poner dificultades. Tú y ese perro, como si valiese mas de mil
libras.
—¡Para mi vale mucho
más que eso! —exclamó Jorge con voz temblorosa.
Tim se
arrimo a ella colocando el hocico en su mano. La niña se agarro a su collar,
como si temiera que
se soltase,
—Si, ya lo se. Ese
perro es más importante para ti que tu padre, tu madre o
cualquier otra
persona —continúo su padre, furioso.
—¡Basta, Quintín! No
te permito que desbaries así —intervinó su mujer—.
Unos padres son algo
muy diferente a un perro y son queridos de distinta forma. Sin
embargo, en este caso
tienes toda la razón. Tim ha de quedarse aquí contigo y de ningún
modo permitiré que
Jorge pase aquí las noches. No deseo verla expuesta al peligro. Ya
paso bastante
angustia por ti en estos momentos.
Jorge miró compungida
a su madre.
—Mamá, por Dios,
convéncete y convence a papá de que debo permanecer
junto a el y a Tim.
—He dicho que no
—contestó su madre—. Ahora, Jorge, sé generosa y
créeme. Si quien
tuviese que decidir fuera Tim, sabes bien que se quedaría gustoso sin
ti. El perro pensaría
para sus adentros: «Me necesitan aquí. Necesitan de mis ojos para
descubrir al enemigo;
de mis orejas, para oír la mas ligera pisada, y puede que de mis
dientes para proteger
a mi amo. Me van a separar de Jorge por unos días, pero ella, igual
que yo, es bastante
mayor para comprenderlo y soportarlo.» Eso es lo que Tim diría,
Jorge, si se viera
forzado a escoger.
Todos habían
escuchado aquel inesperado discurso con gran atención. Pocas
veces tía Fanny se
mostraba tan elocuente. Quizás aquella constituyera la única arma
que llevaría a Jorge
a consentir en lo que se le pedía.
Miró a Tim y Tim
la miró a ella, agitando el rabo. Luego llevo a cabo algo muy
extraño. Se levanto,
camino hacia el padre de Jorge y se tumbó a sus pies. Entonces
miró a la chica como
diciendo: «Ya lo ves. Ahora estas enterada de lo que yo considero
como mi deber.»
—¿Lo ves? —remachó su
madre—. El perro piensa como yo. Siempre has
asegurado que Tim es
un buen amigo. Ahí tienes la prueba. Sabe lo que debe hacer.
Deberías estar
orgullosa de su actitud.
—¡Y lo estoy!
—respondió Jorge con voz ahogada. Se apartó del grupo. Y
añadió casi sin
volverse, hablando por encima de su hombro—: ¡Conforme, lo dejaré en
la isla con papá!
Volveré dentro de un minuto.
Ana se levanto para
ver adonde iba su prima. Julián la obligo a sentarse de
nuevo:
—Déjala sola. No le
pasara nada. ¡Bien por ti, viejo Tim! Tu distingues entre lo
que es justo y lo que
no esta bien, ¿verdad que si? ¡Buen perro, espléndido perro!
Tim movió
el rabo. Ni por un instante intentó seguir a Jorge. No. Desde aquel
momento, sabía que su
sitio estaba al lado del padre, aun cuando por su gusto hubiera
corrido al lado de su
amita. Le dolía que la niña se sintiera infeliz. Pero, a veces, es
mejor sentirse
desgraciado por hacer algo difícil que tratar de ser felices sin hacerlo.
—Querido Quintín, no
me gusta tu ocupación aquí, en este lugar, ahora que se
que tienes un espía
—dijo su esposa—. De veras, ¡no me gusta nada! ¿Cuanto tiempo
falta para que
termines tus experimentos?
—Solo un par de días
—contestó su marido, mientras contemplaba a Tim lleno
de admiración—. Este
perro debe de haber comprendido todo cuanto decías hace un
momento. Ha sido
sorprendente como vino derecho hacia mí.
—¡Es un animal muy
listo! —exclamó Ana con calor—, ¿no es verdad, Tim?
Estarás seguro en su
compañía, tío Quintín. Sabe mostrarse muy fiero cuando es
necesario.
—Si. Y no me importa
que me haga caricias ni que me moje la cara
lamiéndome. ¿Es tan
grandote y fuerte! ¿Hay más galletas?
—Quintín, es terrible
que no comas de un modo regular. Es inútil que me
asegures que si lo
has hecho. No estarías tan hambriento si hubieses comido como
debías.
Su marido parecía no
enterarse de sus palabras. En aquel momento, miraba
hacia lo alto de su
torre.
—¿Habéis visto como
resplandecen esos alambres? —preguntó—. Es algo
maravilloso, ¿no os
parece?
—Tío, no estarás
inventando una nueva bomba atómica o algo por el estilo, ,
¿verdad?— preguntó
Dick.
Su tío lo miro
indignado:
—¿Cómo imaginar que
pierda el tiempo en cosas que puedan matar o mutilar a
la gente? ¡No! Estoy ocupado
en algo que será muy útil a toda la humanidad. Espera y
lo verás.
Jorge regresó en
aquel momento. Se acercó a su padre y dijo:
—Papa, puesto que te
dejo a Tim, ¿podrías hacer algo por mí a cambio?
—¡Que? —preguntó su
padre, a punto de volverse a enfadar—. ¿Vas a
imponerme
condiciones? Daré de comer a Tim todos los días y lo cuidare tan bien
como
tú, si es eso lo que
quieres pedirme. Yo puedo olvidarme de mis propias comidas, pero
como tú sabes muy
bien, nunca seré negligente con un animal que dependa de mí.
—Si, lo sé, papa
—respondió Jorge con voz humilde, aunque con un ligero
matiz de duda—. Lo
que iba a pedirte es que llevases a Tim contigo cada mañana
cuando hagas las
señales desde la torre. Yo esperare en la casa del guardacostas y
mirare por el anteojo
hacia la galería de vidrio que hay en la torre. Así podré ver a Tim.
Con solo una miradita
cada día, sabré que se encuentra bien y no me costara tanto
trabajo estar
separada de el.
—Bien, acepto —dijo
el padre —, aunque no creo que Tim sea capaz de subir
la escalera de
caracol.
—¡Ya lo creo que
puede! —afirmó la niña—. Ya subió una vez.
—¡Válgame Dios!
—exclamó su padre—. ¿Es que también llevasteis al perro
con vosotros aquel
día? Bueno, Jorge, te prometo que lo subiré cada mañana cuando
haga las señales. El
meneara el rabo en tu honor. ¿Quedas satisfecha?
—Si, gracias...
Esto... De vez en cuando le dirás una palabra amable y le harás
alguna caricia, papa.
¿Verdad que..., y...?
—...Y le pondré el
babero cuando coma y le limpiare los dientes antes de
dormir —gruñó su
padre, a punto de perder la paciencia—. Trataré a Tim como
corresponde a un
perro adulto, a un compañero y a un amigo. Créeme que esa es la
forma en que le gusta
que le traten, ¿no es así, Tim? Tú deseas que las carantoñas te las
haga tu amita y no
yo, ¿verdad?
—¡Guau! —respondió Tim,
moviendo alegremente el rabo.
Los niños le miraron
admirados. En verdad, era un perro muy listo. Parecía
más sensato que la
propia Jorge.
—Tío, si algo va mal,
o necesitas ayuda, o lo que sea, vuelve a hacer dieciocho
señales —pidio Julián
—. Estarás seguro con Tim, ya que vale más que una docena de
policías, pero nunca
se sabe.
—¡Conforme! Dieciocho
destellos si necesito que vengáis de nuevo. Lo
recordare. Ahora os
tenéis que marchar ya. Es hora de que vuelva a mi trabajo.
—¿Te acordarás de
tirar el potaje, Quintín? —pidió tía Fanny, a todas luces
preocupada—. No
quiero que te pongas enfermo por comer alimentos en mal estado. Tú
eres muy capaz de
olvidar los comestibles mientras están frescos y sabrosos y decidirte
a comerlos cuando ya
están estropeados.
—¡Que tontería!
—rechazó su marido, enfadado—. Cualquiera diría, por la
forma en que me hablas,
que solo tengo cinco años y nada de seso en la cabeza.
—Si, tienes mucho
talento. Todos lo sabemos —manifestó su esposa—. Pero
hay ciertas cosas en
que sigues siendo un niño. Por lo tanto, cuídate y ten siempre a Tim
junto a ti.
—Papa no necesita preocuparse
por eso —objetó Jorge—. Tim no se apartara
de su lado. Tienes
que estar en guardia, Tim, ¿lo sabes? Y también sabes lo que ello
significa.
—¡Guau! —contestó Tim,
ladrando muy serio. Acompañó a todos hasta la
barca, pero no
intento subir a bordo. Permaneció junto al padre de Jorge y contempló
como el bote se
alejaba de la playa y avanzaba sobre las olas.
—¡Adiós, Tim!
— grito Jorge con voz quejumbrosa—. ¡Cuídate mucho!
Su padre agito el
pañuelo, mientras Tim movía el rabo sin cesar. Jorge cogió un
par de remos de las
manos de Dick y comenzó a remar con bríos. Su cara se enrojeció
pronto con el
esfuerzo. Julián la contemplaba divertido. Le costaba trabajo manejar sus
remos a compás de la
furia de Jorge. Sabía que tanto ímpetu no tenía otro objeto que
ocultar la pena que
sentía al separarse de Tim. ¡Que graciosa y buenaza era Jorge! Tan
apasionada siempre.
No tenía término medio: o terriblemente feliz o tremendamente
desgraciada. Tan
pronto en el séptimo cielo de la felicidad como en el más profundo
desespero.
Se pusieron a charlar
con animación, para hacer creer a Jorge que no se daban
cuenta de su pena. La
conversación, como es lógico, giraba en torno al misterioso
desconocido de la
isla. Parecía imposible que, sin saber de donde, hubiese aparecido en
ella un fumador.
—¿Cómo habrá llegado
a la isla? Estoy seguro de que ningún pescador se
habría atrevido a
llevarlo —dijo Dick—. Tuvo que ser por la noche, desde luego,
aunque dudo mucho que
haya nadie, si se exceptúa a Jorge, que pueda encontrar el
camino en la
oscuridad, ni que se atreva a buscarlo. Esas rocas están tan a ras de la
superficie, que basta
apartarse un centímetro del camino exacto para chocar y abrirse un
boquete en la barca.
—Tampoco podría
alcanzar la isla nadando desde tierra —continuo Ana—.
Esta demasiado lejos
y las olas son muy altas por encima de las rocas. Bueno, yo no
creo que haya nadie
en la isla. Puede que la colilla fuese antigua.
—No lo parecía
—manifestó Julián —. Me intriga como pudo llegar nadie
hasta allí.
Se quedo pensativo,
imaginando todos los caminos posibles e incluso los
imposibles. De
pronto, soltó una exclamación. Los demás quedaron mirándole:
—Se me ha ocurrido si
sería posible que un avión dejase caer a alguien sobre la
isla. Yo oí el ruido
de un motor anteayer por la noche. ¿O seria la noche pasada? Debió
de tratarse de un
avión, desde luego. ¡Podría haberse lanzado alguna persona en
paracaídas?
—Seria fácil —aseguró
Dick—. Creo que has dado en el clavo. Te felicito.
Pero ahora que lo
pienso, quienquiera que sea, debe de tener una misión muy seria para
arriesgarse a un
lanzamiento así, en medio de la noche, sobre la pequeña isla.
¡Muy seria! Eso no
sonaba agradable. Un escalofrió recorrió la espalda de Ana,
poniéndole la carne
de gallina:
—Me alegro de que Tim
se haya quedado —dijo.
Los demás asintieron.
Todos, incluso Jorge.
CAPITULO
XII
Un
viejo mapa
Apenas si era más de
la una y media cuando ya se encontraban en casa de
regreso, pues, dado
que habían almorzado tan temprano y no se habían entretenido en la
isla, el tiempo les
había cundido bastante.
Juana se sorprendió
mucho al verlos:
—¡Vaya! Ya están de
vuelta... Espero que no tendrán la pretensión de almorzar
—dijo—, porque no hay
nada comestible en casa. Tengo que salir a hacer la compra.
—¡Claro que no,
Juana! Ya hemos comido —respondió la señora—. Fue una
verdadera suerte que
llevásemos tantas provisiones... El señor se comió el solo más de
la mitad del
almuerzo. Se ha olvidado por completo de la comida que le dejamos
preparada. Ahora es
casi seguro que este toda estropeada.
—Los hombres son como
los niños —sentenció Juana.
—¿Que dices? —exclamó
Jorge—. ¿De verdad crees que alguno de nosotros
sería capaz de dejar
que la comida se echase a perder? ¡Lo mas fácil es que nos la
hubiéramos comido
antes de tiempo!
—¡Eso es verdad! No
se os puede acusar a ninguno de vosotros cuatro de una
cosa semejante, ni a Tim
tampoco. ¡Para vosotros la comida es algo muy serio! —
concedió Juana—.
Todos hacéis un buen papel en la mesa, especialmente el perro. Y a
todo esto, ¿dónde se
ha metido?
—Lo deje en la isla
para que acompañase a papa —explicó Jorge.
Juana se quedo
mirando para ella boquiabierta. Conocía muy bien la pasión
que la niña sentía
por Tim.
—A la hora de la
verdad, eres una buena chica —farfulló—. Bueno... Es
posible que todavía
tengáis apetito, puesto que el señor se comió buena parte de vuestro
almuerzo. Si es así,
podéis coger la lata de los bizcochos. Esta mañana hice unos
cuantos de jengibre.
Id a buscarlos.
Así era Juana. En
cuanto veía que alguien estaba apesadumbrado, le ofrecía lo
mejor y más reciente
de sus obras culinarias. Jorge marchó corriendo en busca de los
bizcochos.
—¡Juana, es usted muy
amable! —dijo la madre de Jorge—. ¡Estoy tan
contenta de que Tim
se haya quedado en la isla! Con el allí, me siento mas tranquila
respecto a mi marido.
—¿Que haremos esta
tarde? —preguntó Dick una vez que terminaron de
zamparse los
deliciosos bizcochos de jengibre—. ¡Que ricos están! ¿Sabéis una cosa?
Creo que a las buenas
cocineras debería concedérseles una especie de condecoración, lo
mismo que a los
buenos soldados, científicos o escritores. Yo le daría a Juana la E. M.
C. I. B.
—¿Qué quiere decir
eso? — pregunto intrigado Julián.
—La Encomienda al
Mejor Cocinero del Imperio Británico —contestó riendo
Dick—. ¿Que pensabas
que significaba? «Estar Muy Callados Ingiriendo Bizcochos», a
lo mejor?
—Eres un perfecto
idiota —refunfuñó Julián—. Bueno, ¿que vamos a hacer
por fin esta tarde?
—¿Por que no vamos a
explorar el pasadizo de la cantera? —propuso Jorge.
Julián echo una
ojeada por la ventana.
—Esta a punto de
empezar a llover —observó—. No creo que sea cosa fácil
trepar por las
piedras de la cantera cuando están mojadas. Será preferible dejarlo para
otro día que haga
mejor tiempo.
—¡Ya sé lo que
podemos hacer! —exclamó Ana de pronto—. ¿Os acordáis de
aquel viejo mapa del
castillo de Kirrin que encontramos en una caja? Había en él planos
de todo el castillo,
de los sótanos, la planta baja y los desvahes. ¿Que os parece si lo
estudiamos con más
detalles? Sabemos que hay otro escondite en aquel lugar. A lo
mejor, conseguimos
localizarlo en ese viejo mapa. Lo más probable es que esté
señalado en el plano
y que nos lo hayamos pasado por alto al desconocer su existencia.
Los demás la
contemplaron con admiración.
—¡Esa si que es, de
verdad, una idea brillante! —exclamó Julián, y Ana se
hinchó de orgullo
ante el elogio—. Confieso que no se me hubiera ocurrido un plan tan
estupendo. El mejor
para una tarde de lluvia. ¿Dónde está el mapa? Supongo que lo
guardaste bien,
¿verdad, Jorge?
—Ya lo creo —contestó—.
Está muy bien envuelto en su papel de plata, dentro
de la misma caja de
madera en que lo hallamos. Voy a buscarlo.
Desapareció escaleras
arriba y volvió a bajar con el mapa. Era de grueso
pergamino y
amarilleaba de puro viejo. Lo extendió sobre la mesa. Los demás se
inclinaron sobre él,
ávidos de contemplarlo una vez mas. Y en esta ocasión con mayor
interés que nunca.
—¿Os acordáis de lo
emocionados que nos sentimos cuando encontramos la
caja? — preguntó
Dick.
—Si. Y recuerdo
también que no logramos abrirla y que la tiramos por la
ventana, confiando en
que al chocar contra el suelo se abriese.
—Y el ruido despertó
a tío Quintín —intervino Ana riendo—. Salió hecho una
fiera, cogió la caja
y no nos la quiso devolver.
—¡Ah, si! Y el pobre
Julián tuvo que esperar hasta que el tío se durmió de
nuevo y entonces se
metió en el estudio, recupero la caja, la abrimos y encontramos este
mapa —continuó Dick—.
¡Con que afán lo estudiamos!
Y de nuevo se
enfrascaron en su examen, escudriñando con atención. Contenía
tres planos, tal como
había dicho Ana: uno de los sótanos, otro de la planta baja y el
tercero de la
superior.
—Es inútil que nos
molestemos en mirar la parte de arriba del castillo —
manifestó Dick—. Esta
derrumbada por completo. Prácticamente ya no queda nada,
excepto el trozo de
la torre.
—¡Ya lo tengo!
—exclamó de repente Julián, señalando con el dedo cierto
lugar del mapa—. ¿Os
acordáis que aquí había dos entradas a los sótanos? Una que, al
parecer, empezaba en
la pequeña habitación de piedra y la otra en el sitio en que, por
fin, localizamos la
entrada. Pues bien, nunca llegamos a encontrar la otra puerta,
¿verdad?
—¡No, nunca!
—respondió Jorge llena de excitación, apartando el dedo de
Julián del punto que
señalaba—. Mirad, aquí hay señalada una escalera que no coincide
con ninguna puerta
visible. Esta otra serie de peldaños de más abajo corresponde a la
entrada que esta
situada junto al pozo.
—Recuerdo que
buscamos la misteriosa entrada por toda la habitación —dijo
Dick—, incluso
escarbamos el musgo de cada piedra, hasta que nos cansamos y lo
dejamos correr. Al
descubrir la otra entrada, nos olvidamos de esta.
—Papá debe de haber
encontrado la puerta que nosotros no supimos hallar —
explicó Jorge,
victoriosa—. No hay duda de que conduce hacia el subterráneo. Lo que
no está claro en el
mapa es si comunica con los sótanos que ya conocemos. Los trazos
aparecen muy
borrosos, pero es casi seguro que hay efectivamente una entrada aquí, con
una escalera de
piedra que lleva hasta algún sótano desconocido. ¡Mirad! Aquí se
distingue algo así
como un pasadizo o túnel que coincide con los escalones. ¡Sabe Dios
adonde se dirige! ¡El
mapa esta tan emborronado...!
—Me figuro que va a
parar a las mazmorras —opinó Julián —. Nunca las
hemos explorado del
todo. ¡Son tan grandes y complicadas! Si recorriésemos todo aquel
antro, probablemente
tropezaríamos con esos peldaños. Siguiéndolos, tropezaríamos
con la puerta secreta
que da a la habitación o cerca de ella. Lo malo es que pueden estar
ya derruidos. Quizá,
ni siquiera existan —suspiró.
—No. Estoy casi
segura de que se conservan en buen estado —replicó Jorge —
, y que esta es la
entrada al laboratorio de papá. Y os voy a decir algo que os probara
que no estoy equivocada.
—¿Que es?
—preguntaron todos a la vez.
—¿Os acordáis del
otro día, cuando fuimos por primera vez a ver a mi padre?
—preguntó Jorge—. No
nos permitió quedarnos mucho tiempo en la isla e, incluso, nos
acampanó hasta la
orilla para comprobar que nos marchábamos con la barca.
Recordareis también
que tratamos de averiguar adonde se dirigía, pero no pudimos. Y
Dick dijo que los
grajos se habían levantado en bandada, como si se hubiesen asustado
repentinamente, por
lo que me imagino que papá andaba por aquel lugar.
Julián aprobó:
—Si, los grajos
anidan en la torre cerca de la pequeña habitación. Si alguna
persona pasa por allí
cerca, tiene que espantarlos a la fuerza.
—Yo estaba
intrigadísimo por saber en donde demonios se metía el tío Quintín
para realizar sus
experimentos —dijo Dick—, aunque confieso que me sentía incapaz de
resolver el misterio.
Pero ahora creo que lo hemos descubierto.
—Si... Sin embargo,
me extraña que papá haya sido capaz de encontrar ese
escondrijo. Y si lo
ha encontrado, es indignante que no me lo haya dicho.
—Alguna razón tendrá
para ocultarlo —repuso Dick, comprensivo—. No
empieces de nuevo a
hacerte mala sangre.
—No es eso —protestó
Jorge—. Solo que estoy muerta de curiosidad. ¡Como
me gustaría montar en
la barca y dirigirnos a la isla ahora mismo para explorar!
—Si, apuesto a que
esta vez encontraríamos la entrada —respondió Dick—
Estoy seguro de que
ha dejado algún rastro que nos permitiría identificarla. Alguna
piedra más limpia que
las demás, un poco de hierba arrancada o sabe Dios que otra
señal.
—¿Creéis que el
enemigo desconocido de la isla sabe donde tiene el tío
Quintín su escondite?
—preguntó Ana de súbito. Y añadió—: Me horroriza solo el
pensarlo. No faltaría
mas que eso. ¡Podría prepararle tan fácilmente una encerrona al
pobre tío...!
—No te preocupes —la
tranquilizo Julián—. No creo que haya ido a la isla con
el propósito de
encerrarlo, sino para descubrir su secreto o robárselo. ¡Santo Dios! ¡Que
bien hicimos en dejarle
a Tim! El perro puede despachar a una docena de enemigos.
—No podrá si van
armados —adujo Jorge con voz apagada.
Por un instante, el
silencio reino en la habitación. No era agradable figurarse a
Tim encañonado
por un bandido. Se habían enfrentado con situaciones semejantes en
anteriores aventuras
y no era muy apetecible que se repitiesen.
—¡Bueno, no perdamos
tiempo imaginándonos cosas desagradables! —
exclamó Dick,
levantándose—. Hemos pasado una media hora muy interesante. Creo
que hemos resuelto el
misterio. Aunque supongo que no lo sabremos de cierto hasta que
tu padre termine sus
experimentos y abandone la isla. Entonces podremos ir nosotros y
organizar una buena
exploración.
—Sigue lloviendo
—observó Ana mirando por la ventana—, pero parece que
aclara un poco. El
sol esta intentando salir entre las nubes. ¿Por qué no damos un paseo?
—¡Quiero ir a casa
del guardacostas! —exclamó Jorge—. Necesito echar una
mirada por su anteojo
a ver si consigo descubrir a Tim aunque no sea más que por un
momento.
—Puedes coger los
prismáticos y subir al tejado — propuso Julián.
—que no
hayPues si, tienes razón —replicó Jorge—. Gracias por la idea.
Sin entretenerse, recogió
los gemelos, que colgaban de un perchero en el
vestíbulo, los sacó de su
estuche de cuero y corrió escaleras arriba con ellos. Pronto
apareció de nuevo,
desengañada.
—La casa no es lo
bastante alta como para dominar bien toda la isla. Se puede
divisar el remate de
vidrio de la torre, pero por el anteojo lo veré mucho mejor. Es más
potente. Voy a acercarme
un momento a echar una mirada. No hace falta que vengáis
conmigo si no tenéis
gana. —añadió, colocando los prismáticos en su funda.
—Será mejor que vayamos
todos a espiar al viejo Tim —propuso Dick,
iniciando la marcha—.
Y no pienso decirte lo que espero ver.
—¿Que pretendes
insinuar? —preguntó Jorge, sorprendida.
—Pues que Tim estará
la mar de divertido, cazando, uno a uno, todos los
conejos de la isla
—replicó Dick riendo—. Créeme. No tienes necesidad de preocuparte
por si Tim comerá
regularmente. Tendrá conejo para la comida y para la merienda y
agua de lluvia en su
hoyo preferido. No es mala vida para nuestro amigo Tim.
—Sabes muy bien que
no hará nada de eso —contestó en el acto Jorge—. No
se moverá de junto a
mi padre y no pensara ni por un momento en los conejos.
—Si te crees eso, es
que no conoces a Tim —dijo Dick, apartándose de Jorge
antes que esta
pudiera alcanzarle. Ella estaba roja de indignación. El chico añadió—
Apuesto a que por eso
consintió en quedarse, solo por los conejos.
No pudo continuar.
Jorge le lanzo un libro a la cabeza. Dick lo esquivó y se
estrelló contra el
suelo. Ana se desternillaba de risa.
—¡Basta ya!
—interrumpió Julián—. No saldremos nunca de aquí si seguís
riñendo. ¡Vámonos,
Ana! Que se queden los combatientes si quieren.
CAPÍTULO
XIII
Una
tarde con Martín
Mientras se acercaban
a la casita del guardacostas, comenzó a brillar el sol. Era
un típico día de
abril, con furibundos chubascos alternando con alegres claros de sol. El
paisaje entero
relucía, sobre todo el mar. El suelo aparecía aun mojado, pero los niños
llevaban sus katiuskas.
Buscaron al buen
hombre. Como de costumbre, se atareaba en el interior de su
cobertizo, cantando y
dando martillazos.
—¡Buenos días a
todos! —exclamó sonriendo con toda su cara anchota y
colorada—. Ya me
extrañaba que tardaseis tanto en venir a verme. ¡Por fin habéis
llegado! ¡Que os
parece esta estación de ferrocarril que estoy construyendo!
—Es mucho mejor que
ninguna de las que he visto en las tiendas —contestó
Ana, llena de
admiración.
En efecto, el
guardacostas había hecho algo verdaderamente magnífico. Una
estación en miniatura
a la que no faltaba el menor detalle. Con un gesto, señalo unas
pequeñas figuras de
madera que representaban a los ferroviarios, mozos de cuerda y
pasajeros.
—Están todavía sin
pintar —dijo—. Aquel muchacho, Martín, prometio
pintármelas. Es muy
hábil con el pincel en la mano. Pero no ha podido hacerlo hasta
ahora porque ha
sufrido un accidente.
—¿Un accidente? ¿Qué
le ha ocurrido? — pregunto Julián.
—Pues no lo se
exactamente. He visto como su padre lo llevaba a casa
sosteniéndolo con
cuidado —explicó el guardacostas—. Debe de haber resbalado y
caído en alguna
parte. Yo salí para enterarme, pero el señor Curton llevaba prisa por
acostar a su hijo.
¿Por que no vais vosotros a visitarlo? Es un chico un poco raro, pero
no es malo.
—Si, tiene usted
razón, iremos por lo menos a preguntar por él... —respondió
Julián—. Oiga, señor
guardacostas, queríamos pedirle un favor. ¿Puede dejarnos mirar
por su catalejo?
—Claro que si. Podéis
emplearlo todo el rato que queráis —asintió el viejo—.
Y no os preocupéis,
que, por mucho que lo utilicéis, no se gastara. Anoche vi la señal de
tu padre desde la
torre, Jorge. Casualmente estaba mirando en aquella dirección. Hizo
más señas de las
normales, ¿verdad?
—Si —contestó Jorge—.
Muchas gracias. Voy a mirar un momento.
Se acercó al
telescopio y lo dirigió hacia su isla. Fue inútil. No logró descubrir
ni a su padre ni a Tim.
Debían de encontrarse abajo, en el laboratorio. Dirigió otra
ojeada a la galería
encristalada de la torre. También estaba vacía. Jorge dejo escapar un
suspiro. Le habría
gustado tanto ver a Tim.
Los demás observaron
a su vez por el telescopio uno tras otro. Pero nadie
localizo a Tim. No
había duda de que se mantenía junto a su amo. ¡Era un autentico y
fiel guardián!
—Bueno. ¿Que os
parece si vamos a ver que le ha ocurrido a Martín? —
propuso Julián cuando
todos terminaron de manipular con el anteojo—. Esta a punto de
empezar a llover de
nuevo. Es otro chaparrón de abril. Podríamos esperar en la casa de
Martín a que pase el
chubasco.
—De todas maneras, no
volveré a irme de la lengua —aseguró Jorge—. He
comprendido tu punto
de vista y, aunque el señor Curton no sea peligroso, prometo no
soltar prenda.
—¡Enhorabuena! —dijo
Dick complacido—. Has hablado como un
hombrecito.
—¡Idiota! —replicó
Jorge, pero el cumplido le había gustado. No podía
ocultarlo.
A través de la verja
vecina, se dirigieron a la casa de Martín. Nada mas entrar
en el jardín oyeron
una voz desagradable.
—¡No te lo permito!
No tienes otro interés que ir embadurnando por ahí con
tus pinceles. Creí
que ya se te había quitado esa idea de la cabeza. Has de quedarte
quieto hasta que tu
pierna mejore. ¡Mira que caerte precisamente ahora que tanto te
necesito!
Ana se detuvo algo asustada.
La voz que oían a través de la ventana pertenecía
al señor Curton.
Estaba riñendo a Martín por algún motivo desconocido. No había duda
Los chicos se
quedaron inmóviles, sin atreverse a penetrar en la casa
Luego oyeron un
brusco portazo y vislumbraron al señor Curton, que
abandonaba la casa
por la parte posterior. Atravesó a toda marcha el jardín del fondo,
por un camino que se
dirigía al lado contrario del acantilado. De allí partía un sendero
que conducía al
pueblo.
—¡Menos mal! Se ha
ido sin vernos —exclamó Dick—. ¡Quien iba a pensar
que un hombre tan
amable y sonriente pudiera tener una voz tan antipática y brutal
cuando pierde los
estribos! Vamos, entremos ahora que está solo el pobre Martín.
—¡Somos nosotros!
—anunció suavemente Julián—. ¿Podemos entrar?
—¡Oh, si! —contestó
Martín con alegría.
Julián empujo la
puerta y los cuatro se introdujeron en la habitación.
—¡Vaya, vaya! Nos han
dicho que has sufrido un accidente —dijo Julián—.
¿Qué te ha ocurrido?
¿Te encuentras muy mal?
—No, solo me torcí
una pierna y me dolía tanto al andar que papa me tuvo que
traer a casa en
brazos —explico Martín—. ¡Que cosa más desagradable y tonta!
—Pronto te curaras si
no es mas que una torcedura —lo consoló Dick—. A mi
me ha pasado muchas
veces. Lo importante es caminar tan pronto como puedas hacerlo.
¿Donde te ocurrió el
accidente?
Martín se sonrojo de
pronto, con gran sorpresa de todos. Luego explicó:
—Andaba por el borde
de la cantera con mi padre cuando resbale y rodé.
Se produjo un
silencio. En seguida Jorge pregunto:
—Oye una cosa. Espero
que no habrás revelado nuestro pequeño secreto a tu
padre, ¿verdad? No
resulta nada divertido que los mayores metan las narices en nuestras
cosas. Los
descubrimientos tenemos que guardarlos para nosotros solos. ¿No le habrás
contado lo del hoyo y
el pasadizo debajo de la roca? ¡Dinos la verdad!
Martín titubeo:
—Me temo que he de
confesar mi falta. Así lo hice. No creí que tuviera
importancia. ¡Lo
siento muchísimo!
—¡Maldita sea!
—estalló Dick—. ¡Era nuestro propio y exclusivo
descubrimiento!
Pensábamos ir esta tarde a explorarlo, pero temíamos que estuviera
demasiado mojado el
lugar y pudiéramos resbalar y caer.
Julián miro con
fijeza a Martín:
—Supongo que eso es,
precisamente, lo que te ha sucedido a ti. Trataste de
descender y
resbalaste.
—Si, eso fue. ¡Lo
siento de verdad! —respondió Martín—. No creí que fuera
un secreto. Se me
ocurrió mencionarlo ante mi padre, sin ningún interés especial. Solo
por decir algo. Y él
quiso ir a verlo con sus propios ojos.
—Bueno... Supongo que
los periodistas son todos iguales —comentó Dick—.
Siempre han de ser
los primeros en llegar a los sitios. Al fin y al cabo, es su trabajo.
Bien, Martín, no te
preocupes más por la cuestión. Pero procura mantener a tu padre
lejos de la cantera.
Nos gustaría explorarla nosotros antes de que nadie mas la descubra.
Aunque lo mas
probable es que no encontremos nada especial en ella.
Hubo una pausa.
Ninguno sabía que decir. Martín tampoco encontraba tema de
conversación. No
hablaba como un muchacho corriente. Jamás hacia un chiste ni decía
barbaridades.
—¿No te sientes
fastidiado por tener que estar aquí tendido sin moverte? —
preguntó Ana,
sintiéndose compasiva.
—¡Si, mucho! Le pedí
a mi padre que fuese a casa del guardacostas y me
trajera unas
figuritas que le prometí pintar, pero se ha negado, ¿sabéis? ¡Me gusta tanto
pintar! ¡Aunque sea
una cosa tan insignificante como los uniformes de los pequeños
ferroviarios! Con tal
de tener un pincel en mis manos y colores para escoger, ya me
siento feliz.
Aquel había sido el
discurso más largo que los cuatro niños habían oído a
Martín. La tristeza
desapareció de su rostro mientras hablaba, para dejar paso a una
expresión de alegría
y entusiasmo.
—Ya. Me figuro que
quieres ser artista —exclamó Ana. Y añadió— También
a mí me gustaría
serlo.
—Pero, Ana... ¡Si tú
eres incapaz de dibujar un gato que se le parezca en lo
más mínimo! —se burlo
Dick—. Y cuando dibujas una vaca se tiene la impresión de
que pretendías pintar
un elefante.
Martín sonrió ante la
indignación que mostraba el rostro de Ana.
—Voy a enseñaros
algunas de mis pinturas. Las tengo escondidas porque mi
padre no me consiente
pensar en llegar a ser pintor.
—No te levantes si no
puedes —se ofreció Julián—. Yo las buscare por ti.
—No te preocupes. Me
conviene intentar andar —dijo Martín levantándose de
la tumbona en que
estaba echado. Apoyo el pie malo en el suelo y se irguió—. No es tan
grave como parece.
Se dirigió cojeando a
través de la habitación hasta una librería. Metió la mano
por detrás del
segundo estante y saco una carpeta muy grande de dibujo. La llevó a la
mesa, la abrió y fue
sacando de su interior varias pinturas.
—¡Dios mío! ¡Que bonitas
son! —exclamó Ana—. ¿De veras las pintaste tú?
No parecían muy
apropiadas para ser hechas por un muchacho, porque todas
representaban flores
y árboles, pájaros y mariposas, muy bien dibujados y coloreados
con gran perfección.
En cada detalle se advertía el gran cuidado y amor que el autor
había depositado en
su obra.
Julián las contemplo
sorprendido. En este muchacho había, sin duda, una gran
vocación. Preciso era
confesar que aquellos dibujos aparentaban ser tan buenos como
cualquiera de los que
había visto en las exposiciones. Cogió unos cuantos para verlos
mejor cerca de la
ventana.
—¿Es posible que tu
padre piense que tus pinturas no son buenas? En mi
opinión, merecería la
pena que estudiases en Bellas Artes.
—Papa odia esta
afición mía —contestó Martín con tristeza—. En una ocasión
me escape de la
escuela y me inscribí en otra de Artes y Oficios, pero él me encontró y
me prohibió pensar en
dibujar nunca más. Él opina que es una labor blandengue e
indigna de un hombre.
Por eso ahora lo hago únicamente en secreto.
Los niños
contemplaron a Martín con simpatía. Les parecía algo deplorable que
a un niño sin madre
le tocara en suerte un padre que aborreciera lo que más amaba su
único hijo. No era de
extrañar que presentara siempre un aspecto tan triste y apagado.
—¡Que mala suerte!
—manifestó Julián, luego de una pausa—. Me gustaría
hacer algo por
ayudarte.
—Si de verdad queréis
ayudarme, os agradecería que me trajeseis aquellas
figuritas que hace el
guardacostas —suplicó Martín—. ¿Lo haréis? Mi padre no volverá
hasta las seis.
Tendré tiempo de terminarlas y vosotros me haréis compañía y
merendareis conmigo.
¿No os importara? ¿Es tan triste estar solo! ¡Me fastidia tanto la
soledad!
—Si, voy a buscarte
lo que pides —dijo Julián—. No puedo comprender por
que no te permiten
hacer algo que te guste y te divierta, por lo menos ahora que no
puedes moverte. De
paso, llamaremos por teléfono a mi tía para que sepa que nos
quedamos aquí a
merendar. Pero..., oye una cosa..., no quisiéramos terminar tus
provisiones.
—No os preocupéis por
eso —respondió Martín muy contento—. Hay
muchísima comida en
casa. Mi padre tiene siempre mucho apetito... ¡Y yo os agradezco
tanto vuestra
compañía!
Mientras Julián hacia
la llamada a su tía, las niñas y Dick se encaminaron hacia
la casa del
guardacostas, en busca de las figuritas y las pinturas. Al regresar, las
colocaron en una
mesita, al lado del sofá de Martín. A este se le iluminaron los ojos.
Parecía una persona
distinta.
—¡Esto es
maravilloso! Voy a empezar en seguida. Es un trabajo algo
monótono, pero
significa una gran ayuda para el viejo de la casa vecina. Y yo soy feliz
con solo tener un
pincel entre los dedos.
Martín se mostró muy
diligente en pintar las vestimentas de los hombrecitos.
Trabajaba tan
pulcramente y con tanta exactitud, que Ana seguía sus movimientos como
hechizada.
Jorge, entre tanto,
se dirigió a la despensa, con objeto de preparar la merienda.
En efecto, tal como
había dicho Martín, había gran abundancia de comida. Cortó
rebanadas de pan y
las unto de mantequilla. Después encontró un tarro de miel y
descubrió además una
gran caja llena de chocolatinas. También aparecieron algunos
buñuelos de jengibre.
Puso un pote a hervir.
—¡Esto es estupendo!
—repitió Martín—. Me gustaría que mi padre no
regresase hasta las
ocho. Y ahora que me acuerdo, ¿donde esta vuestro perro? Siempre
lo traíais con
vosotros. ¿En donde tenéis a Tim?
CAPÍTULO
XIV
Un
sobresalto para Jorge
Dick miro hacia su
prima. En realidad, no tendría la menor importancia
confesar a Martín la
verdad sobre el paradero de Tim, siempre que no se mencionara la
razón por la cual se
había quedado en la isla.
Sin embargo, Jorge
estaba firmemente resuelta a sujetarse la lengua esta vez.
Respondió algo
sofocada:
—¿Quien? ¿Tim?
Lo dejamos en casa hoy. Está muy bien.
—Supongo que se habrá
ido de compras con vuestra madre, con la esperanza
de una visita al
carnicero —insinuó Martín. Era la primera vez que el muchacho se
atrevía a insinuar
una pequeña broma ante sus nuevos amigos y, aunque no se podía
considerar en exceso
graciosa, el auditorio la celebro echándose a reír con toda
cordialidad.
Martín quedo
satisfecho y se dedico a idear un nuevo chiste, mientras sus
diligentes manos iban
decorando con pintura roja, verde, azul y amarilla las figuritas de
madera.
La merienda no dejó
nada que desear. Después, cuando el reloj señalaba ya las
seis menos cuarto,
los niños transportaron cuidadosamente las figuras a casa del
guardacostas, quien
las recibió encantado. Dick se ocupo de guardar los botes de pintura
y metió el pincel en
un tarro de aguarrás.
—¿Que me decís ahora?
¿Verdad que es listo ese muchacho? —comentó el
guardacostas
contemplando las figuras—. Parece algo atontado y triste, pero no es mal
muchacho, no.
—Quiero echar otra
mirada por el telescopio antes de que sea demasiado tarde
—manifestó Jorge.
Y dicho y hecho,
apunto hacia su isla. Tampoco esta vez se veían huellas de
Tim ni
de su padre. Se quedo un rato todavía mirando y luego se reunió con los demás.
¡Estaba
desilusionada! Denegó con la cabeza cuando los otros formularon con un gesto
una muda pregunta.
Los niños volvieron a
casa de Martín, a fin de lavar la vajilla de la merienda y
celebrar la habilidad
del pintor. Ninguno mostraba el menor deseo de esperar el regreso
del señor Curton. Por
lo visto, el escaso afecto que le profesaban había desaparecido a
partir del momento en
que fueron testigos de la dureza con que trataba a Martín.
—¡Gracias por esta
tarde tan agradable! —exclamó este al despedirlos, en tanto
les acompañaba
cojeando hasta la puerta—. Añoraba mis botes de pintura y, por
añadidura, he
disfrutado de vuestra simpática compañía.
—Estas muy
compenetrado con tu pintura —comentó Julián—. Es tu
verdadera vocación.
Tú lo sabes. Debes hacer todo lo que este en tu mano para llegar a
ser pintor,
¿comprendes?
—Claro que lo
comprendo —contestó Martín, y su cara volvió a
ensombrecerse—. Sin
embargo, hay ciertas cosas que harán difícil que lo consiga.
Cosas que debo
ocultaros. Pero no importa. Me atrevo a decir que todo terminara por
arreglarse algún día.
Y llegare a ser un artista famoso y mis cuadros quizá se expongan
en los museos.
—Vámonos pronto —dijo
Dick a Julián en voz baja—. Su padre esta al caer.
Efectivamente, los
chicos comprobaron por el rabillo del ojo que el señor
Curton se acercaba a
la casa y salieron a toda prisa por el sendero del acantilado.
—¡Que hombre mas
horrible! —exclamó Ana—. ¡Mira que prohibirle a su hijo
hacer lo que tanto le
gusta! ¡Y parecía tan fino y educado!
—Si, en visita
—repuso Dick, sonriendo ante las palabras de Ana—. Por
desgracia, abunda en
el mundo la gente como el, con dos caras: una para su familia y
otra muy diferente
para tratar con los extraños.
—Espero que al señor
Curton no se le haya ocurrido explorar él solo el
pasadizo que encontró
Tim en la pared de la cantera —manifestó Jorge, mirando hacia
atrás para vigilar al
hombre mientras este se aproximaba a la puerta trasera de su casa—.
Me daría mucha rabia
que nos privara de nuestra diversión. Es posible que no haya nada
allí, pero incluso el
descubrir que no hay nada resulta muy divertido.
—¡Vaya lió que te has
armado! —comentó Dick riendo—. Pero entiendo
perfectamente lo que
quieres decir. ¿No te parece que la merienda fue estupenda?
—Si —repuso Jorge
mirando a su alrededor con aire ausente.
—¿Que te ocurre?
—preguntó Dick—. ¿Que estas buscando?
—¡Pero que tonta soy!
—replicó Jorge—. ¡Pues no estaba buscando a Tim!
Estoy tan
acostumbrada a tenerlo entre mis piernas, que no me puedo hacer a la idea de
que no esta conmigo.
—Yo también siento
algo por el estilo —dijo Julián—, como si algo me faltase
durante todo el
tiempo. ¡Vaya con el buen Tim! Todos le echamos de menos, aunque es
natural que a ti,
Jorge, te pase más que a ninguno.
—Si, sobre todo en la
cama por la noche —contestó esta—. No acabo nunca de
dormirme sin su
compañía.
—No te preocupes.
Rellenare un cojín y lo pondré a los pies de tu cama —se
ofreció burlonamente
Dick—. Te hará el mismo efecto que si fuese Tim.
—No me hará el mismo
efecto, ni mucho menos —contestó Jorge indignada—.
De todos modos, no
olería como el. ¡Tiene un olor tan especial!
—Si, tiene olor a Tim
—asintió Ana—. También me gusta a mí.
El resto de la tarde
transcurrió muy rápido para ellos, jugando unas
interminables
partidas de parchis. Una vez acostados, Julián se mantuvo despierto,
vigilando desde la
cama las señales de su tío. No es preciso añadir que Jorge no se
movió de la ventana
del cuarto de los niños, esperando que diesen las diez y media.
—¡Ahora! —grito
Julián. En el mismo instante en que pronunciaba la palabra,
el primer destello de
la linterna relumbró en la torre.
—Uno —contó Jorge —,
dos, tres, cuatro, cinco, seis.
Espero ansiosa a que
se produjera una nueva señal. No la hubo.
—Ya puedes acostarte
tranquila —le aconsejo Julián—. Tu padre se encuentra
bien y eso significa
que Tim también lo esta. Es casi seguro que el tío Quintín se haya
acordado de darle una
buena cena. Así, el habrá comido también como es debido.
—Bueno. Ya se
encargaría Tim de recordárselo si papá se hubiera olvidado —
aseguro Jorge
deslizándose fuera del dormitorio—. Buenas noches, Dick; buenas
noches, Julián. Hasta
mañana, si Dios quiere.
Regreso a su
habitación, arrebujándose sin perdida de tiempo entre las sábanas.
Era triste no sentir
a Tim sobre sus pies. Dio vueltas durante un rato, añorando la
presencia de su
amigo, pero al fin la rindió el cansancio. Soñó con su isla. Se encontraba
en ella, con Tim, y
entre ambos descubrían un tesoro, formado por lingotes de oro,
abajo, en las
mazmorras. ¡Que sueño tan interesante!
La mañana siguiente
amaneció de nuevo serena y soleada. El cielo de abril era
tan azul como los
nomeolvides que se abrían en el jardín. Jorge miro por la ventana del
comedor a la hora del
desayuno, pensando en si a Tim se le ocurriría buscarla por la isla.
—¿Piensas en Tim? —preguntó
Julián riendo—. No te preocupes. Dentro de
una hora o así, lo
tendrás delante de tus ojos, gracias al telescopio del guardacostas.
—Pero, ¿de verdad
será posible ver a Tim cuando tu padre haga las señales? —
preguntó su madre—.
Nunca lo hubiera creído.
—Pues claro que es
posible, mama —explicó Jorge—. Se trata de un anteojo
muy potente. Voy a
subir un momento a hacer mi cama y luego me marcharé ya hacia el
acantilado. ¿Quiere
alguien acompañarme?
—Necesito que por lo
menos Ana me ayude a revisar la ropa —intervino su
madre—. Tengo que
escoger algunos vestidos y ropas que me ha pedido el párroco para
su tómbola benéfica.
¿No te importara ayudarme, Ana?
—No, tía, lo haré con
mucho gusto —contestó la chica—. ¿Que vais a hacer
vosotros, Julián y
Dick?
—Me parece que habré
de empezar alguno de mis deberes de vacaciones esta
mañana —dijo Julián
con un suspiro—. No es que me apetezca mucho, pero siempre lo
dejo para última hora
y luego me veo en un apuro. Y a ti no te vendría mal hacer lo
mismo, Dick. Sabes
muy bien como eres. El último día te los encontraras sin tocar si te
descuidas.
—Conforme. Lo haré
—respondió Dick—. ¿No te importara ir sola a casa del
guardacostas?
¿Verdad, Jorge?
—¡En absoluto!
—exclamó esta—. Regresare pronto, en cuanto le haya echado
una mirada a Tim y
a papá a la hora fijada.
Subió a toda prisa a
hacer su cama. Julián y Dick marcharon en busca de sus
libros y cuadernos.
Ana arregló también su cama y volvió a bajar a fin de ayudar a su
tía. Al cabo de un
rato, Jorge grito:
—¡Adiós!
Y salió de la casa
como un torbellino,
—¡Vaya terremoto!
—exclamó su madre—. Esta chiquilla no sabe andar
cuando hay la menor
posibilidad de correr. Ana, por favor, colócame la ropa en tres
montones, en uno las
piezas inservibles, en otro las que estén algo gastadas y en el
tercero las ropas que
estén aun en buen uso.
Antes de dar las diez
y media, Julián subió a su cuarto para observar, desde la
ventana, las señales
de su tío. Espero pacientemente. Pocos segundos después de la hora
convenida se
iniciaron los destellos: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis. Estaba bien.
Ahora Jorge se
quedaría tranquila para el resto del día y, a lo mejor, podrían por la tarde
ir a explorar la cantera.
Julián retorno a sus libros y pronto se sumergió en su trabajo,
mientras Dick, a su
lado, no cesaba de gruñir.
Serían las once menos
cinco, cuando se oyó el ruido producido por alguien que
se acercaba corriendo
y el rumor de una respiración jadeante. Instantes después aparecía
Jorge en la puerta
del cuarto de estar, donde los dos chicos estaban haciendo sus
deberes. Ambos
levantaron la cabeza sorprendidos.
La niña tenía la cara
sofocada y el pelo alborotado. A duras penas consiguió
recobrar el aliento suficiente
para comunicarles:
—¡Julián! ¡Dick! Algo
ha ocurrido. Tim no estaba allí.
—¡Caramba! ¿Que
dices? —preguntó Julián, estupefacto.
Jorge se derrumbo
sobre una silla, resoplando todavía. Los muchachos
pudieron advertir que
estaba temblando.
—Algo muy grave ha
debido pasar, Julián. Te digo que Tim no estaba en la
torre cuando se
hicieron las señales.
—Bueno, ¿y que? Eso
no significa mas que tu padre se olvido de subirlo con el
—manifestó Julián,
con tono tranquilo y compasivo—. ¿Que es lo que viste
exactamente?
—Yo tenía el ojo
pegado al telescopio —explicó su prima—, cuando vi que
alguien penetraba en
la habitación de cristal, en lo alto de la torre. Traté de descubrir a
Tim,
pero os aseguro que no había ni rastro de el. Conté los destellos
y el hombre
desapareció. Eso fue
todo. ¡Ni sombra de mi perro! ¡Oh, Julián, me siento tan inquieta!
—Bueno. No es para
tanto —respondió Julián procurando calmarla—.
Escucha, ya te he
dicho lo que me figuro que ha ocurrido. Tu padre se olvido de Tim.
Nada más. Puesto que
le viste él, no hay duda de que todo marcha normalmente.
—No me preocupa papá
en este momento —sollozó Jorge—. El debe
encontrarse bien, ya
que hizo las señales. Pero, ¿y Tim? Sabes muy bien que aunque
papá se olvidase de
él, el perro lo hubiera seguido.
—Tu padre puede haber
cerrado la puerta de la escalera de la torre, impidiendo
así que Tim entrase
detrás de él.
—Es posible.
—concedió su prima frunciendo el ceño—. No había pensado en
ese detalle. Pero te
aseguro, Julián, que ahora estaré preocupada todo el día. ¿Por que no
me habré quedado con Tim?
¿Que voy a hacer ahora?
—Espera hasta mañana
por la mañana —propuso Dick—. Entonces verás al
viejo Tim sano
y salvo.
—¡Hasta mañana! ¡Dios
mío, es demasiado tiempo! Me parecerá un siglo la
espera —se lamento la
pobre chica. Escondió la cara entre sus manos, sollozando—.
Nadie comprende
cuanto quiero a Tim. Puede que te mostrases más comprensivo si
tuvieses un perro
tuyo, Julián. Siento un no se qué. No lo puedo explicar. Pero es muy
triste... ¡Mi pobre Tim!
¿Te encontraras bien?
—¡Desde luego que
esta bien! —gritó impaciente Julián—. No seas cursi.
Reacciona, por favor.
—Tengo el
presentimiento de que algo terrible esta pasando —prosiguió Jorge
con obstinación—.
Perdona, Julián, pero creo que mi obligación es marcharme en
seguida a la isla.
—¡De ninguna manera!
—contestó Julián con energía—. ¡Basta ya de
estupideces! No seas
absurda, Jorge. Nada malo ocurre, excepto que tu padre es un
sabio distraído. Nos
ha transmitido la señal de que todo marcha bien. Eso es suficiente.
No hay motivo para
que le armes una trifulca a tu padre, ¡Seria desastroso!
—Bueno... Trataré de
tener paciencia—dijo la niña con insospechada
mansedumbre. Sin
embargo, parecía abrumada.
Julián prosiguió con
voz algo más dulce:
—¡Anímate, Jorge!
¡Siempre has de tomar las cosas por la tremenda!
CAPÍTULO
XV
En
medio de la noche
Jorge no hizo ya mas
aspavientos y se guardo para sí misma sus
preocupaciones. Subió
al piso superior con una mirada trágica en sus ojos azules, pero
tuvo el buen sentido
de no manifestar a su madre lo preocupada que se hallaba a causa
de la ausencia de Tim
en la habitación de cristal en tanto su padre efectuaba las señales.
Se limito a mencionar
el hecho, sin ningún comentario. Su madre fue de la misma
opinión que Julián.
—Seguro que se olvido
de su promesa de subir al perro consigo. ¡Es tan
distraído tu padre
cuando se absorbe en su trabajo...!
Los niños decidieron
ocuparse aquella tarde en la exploración del extraño túnel
que Tim había
descubierto debajo de la repisa formada por la roca saliente en la cantera.
Se pusieron en camino
después del almuerzo. No obstante, cuando llegaron allí, no se
atrevieron a
descender por las rocas. La lluvia del día anterior había hecho varios
estropicios y la
bajada resultaba peligrosa al estar todo el terreno mojado y resbaladizo.
—¡Mirad! —dijo
Julián, señalando unos arbustos y plantas pequeñas, que
aparecían arrancados—.
Apuesto a que este es el lugar por donde Martín se cayo ayer.
¡Caramba! Podía
haberse desnucado.
—Si... Será mejor que
no tratemos de descender hasta que este seco como el
otro día.
Los chicos se sentían
muy desilusionados. Habían llevado linternas, cuerdas y
picos para hacer
espeleología y estaban ansiosos por vivir aquella aventura, nueva y
excitante.
—Bueno, ¿y que
hacemos ahora? —preguntó Julián.
—Yo me marcho a casa,
estoy cansada —respondió Jorge de modo
inesperado—. Vosotros
podéis dar un paseo.
Ana miro a su prima y
se apercibió de que estaba muy pálida.
—Yo te acompañaré,
Jorge —le dijo, pasándole el brazo por encima de los
hombros. Ella se
aparto de su lado y rechazo su oferta.
—No, gracias, Ana.
Necesito estar sola.
—Como quieras.
Nosotros iremos hacia el acantilado —decidió Julián —.
Aquella parte estará
ya seca y se respira muy bien. Hasta luego, Jorge.
Así lo hicieron. Los
tres hermanos se encaminaron hacia el mar, mientras su
prima se dirigía a
«Villa Kirrin».
Al llegar a casa,
comprobó que su madre había salido y Juana estaba arriba, en
su dormitorio. La
niña entro en la despensa y se apodero de varias provisiones. Hizo un
paquete con ellas y
volvió a salir de la casa con todo sigilo.
Acto seguido fue en
busca de Jaime, el hijo del pescador:
—Jaime, te necesito
—le dijo—. Por favor, no digas nada a nadie. Tengo que ir
a la isla de Kirrin
esta noche sin falta. Estoy preocupada por Tim, desde que lo dejamos
allí. Prepara mi
barca para las diez de la noche.
Jaime se mostraba
siempre dispuesto a lo que fuese con tal que se lo pidiese
Jorge. Aprobó con la
cabeza y no formuló ninguna pregunta indiscreta.
—De acuerdo, señorita
Jorge. Estará preparada puntualmente. ¿Hay que cargar
algo dentro?
—Si, este paquete
—contestó la chica—. Pero, por lo que mas quieras, no me
traiciones, Jaime.
Estaré de regreso mañana por la mañana si encuentro bien a Tim.
Regresó a toda prisa
a su casa, abrigando la esperanza de que Juana no se diera
cuenta de la falta de
víveres.
«No puedo remediarlo.
No sé si hago mal o bien —pensaba—. Lo único de que
estoy segura es de
que algo no funciona respecto a Tim y tampoco se puede afirmar que
a mi padre no le
ocurra nada. A pesar de lo distraído que es, le creo incapaz de haber
olvidado su solemne
promesa de subir a Tim con el cada vez que hiciera las señales. No
tengo más remedio que
ir a la isla. Lo siento si me juzgan mal. Pero sé que debo
hacerlo.»
Entre tanto, sus
primos regresaban de su paseo. Se sentían intranquilos por el
mal humor de Jorge,
¡Era una niña tan inquieta e inconstante! Sin embargo, nada
dijeron. Merendaron
juntos y después se dedicaron con ardor a trabajar en el jardín de
tía Fanny. Jorge
intervino también en la tarea. No obstante, su cabeza estaba muy lejos
de lo que hacía, y
por dos veces su madre tuvo que llamarle la atención, pues arrancaba
sin discriminación
brotes y malas hierbas.
Así fue pasando la
última parte del día hasta que llegó la hora de ir a la cama.
Las chicas se
acostaron cerca de las diez, concretamente a las diez menos cuarto. Ana
estaba muy cansada y
se durmió de modo instantáneo. Tan pronto como oyó que su
prima respiraba con
regularidad, demostrando que se hallaba profundamente dormida,
Jorge se volvió a
vestir. Se puso el jersey mas grueso y de mayor abrigo que poseía,
recogió su
impermeable, sus katiuskas y una gruesa manta y salio de la casa.
Una vez en el
exterior, se sumergió en la oscuridad de la noche. El cuarto
creciente iba ya
bastante adelantado, por lo que la luna alumbraba mas de lo que había
esperado la niña. Se
alegro al comprobarlo. Así encontraría mejor el camino entre las
rocas, aunque estaba
segura de poder gobernar su barca incluso en la mayor oscuridad.
Jaime la estaba
esperando, con la barca preparada.
—Todo esta a bordo
—susurró—. Yo la empujare. Pero tenga mucho cuidado,
señorita, y si nota
que ha rozado alguna roca, reme cuanto pueda para ir más de prisa.
De este modo llegara
antes de que se llene de agua y estará a salvo. ¿Lista?
Jorge se adentro en
el mar, oyendo el chapoteo del agua contra los costados del
bote. Suspiro con
alivio al verse lejos de la playa y se puso a remar con todas sus
fuerzas para
acercarse a la isla. Mientras remaba, la asalto el pensamiento de que quizá
no llevaba lo que
necesitaba:
«A ver: dos
linternas, mucha comida, un abrelatas, algo para beber, una manta
para abrigarme en la
noche...», repaso.
En tanto Jorge
proseguía su travesía, en «Villa Kirrin» Julián permaneció en
guardia, esperando
las señales de cada noche.
«Las diez y media
—pensaba—. Es hora de las señales... Ya empiezan: una,
dos, tres, cuatro,
cinco y seis. Correcto. Seis y ninguna mas.»
Se sentía muy
extrañado de que su prima fallara esta noche. Siempre acudía a
su habitación para
vigilar con ellos.
Se levantó y
acercándose a la puerta del cuarto de las chicas, la entreabrió y
metió la cabeza:
—Jorge —dijo en voz
baja—. Todo va bien. He visto las señales de tu padre.
No hubo contestación.
Julián escuchó un momento y oyó la respiración regular
del sueño, sin
advertir que el sonido correspondía a una sola persona. Volvió a su
cuarto. Las chicas
estaban ya profundamente dormidas. Bueno. Eso demostraba que
Jorge no estaba tan
preocupada por Tim como se temían. Julián se metió en su cama. No
podía imaginarse que
la de Jorge estuviera vacía. Y menos aun que, en aquel momento,
ella se encontrase
luchando contra las olas que rodeaban la isla de Kirrin.
La travesía estaba
resultando, en efecto, más dificultosa de lo que ella había
calculado, porque la
luna no daba, en realidad, tanta claridad como necesitaba y además
había adquirido la
mala costumbre de ocultarse tras una nube justo en los momentos en
que más se la necesitaba.
Merced a su habilidad y a su buen instinto, se abrió camino
por el derrotero que
se había trazado mentalmente. A Dios gracias, la marea estaba alta,
por lo que la mayor
parte de las rocas quedaban sumergidas y no era difícil sortearlas.
Por último, arribó a
la isla y logró enfilar la barca hacia la pequeña ensenada. Allí el
agua aparecía en
perfecta calma. Bogando un poco, se adentró con la barca por encima
de la fina arena que
formaba la reducida playa. Rodeada por las más profundas tinieblas,
pensó: «¿Qué voy a
hacer ahora?» Desconocía por completo el lugar donde su padre
había establecido su
escondite. Sin embargo, estaba segura de que la entrada tenía que
estar en algún lugar
cerca de la habitación de piedra. ¿Se dirigiría hacia allí? Si, eso
sería lo mejor. Aquel
constituía el único refugio para guarecerse durante la noche.
Encendería la
linterna tan pronto como se hallase allí dentro. Buscaría la entrada y, si la
encontraba, entraría
para dar una sorpresa a su padre. Cuando Tim la viese, se volvería
loco de alegría.
Recogió el pesado
paquete, se echó la manta sobre el brazo y se puso en
camino. No se atrevió
a encender la linterna por si acaso el enemigo desconocido
merodeaba por allí.
Al fin y al cabo, su padre afirmaba su existencia. Lo había oído
toser. Jorge no
sentía el menor miedo. Ni siquiera se le ocurrió pensar en tenerlo. Todos
sus pensamientos se
dirigían hacia su perro, obsesionada por la necesidad de asegurarse
de que continuaba
sano y salvo.
Llego a la habitación
de piedra, que aparecía completamente oscura. Ni un
pequeño rayo de luna
lograba penetrar en su interior. Tuvo que encender la linterna.
Deposito su paquete
en el suelo, adosado al muro, cerca de la chimenea. Se envolvió en
la manta, se sentó a
descansar y apago la linterna.
Al cabo de un rato se
levanto con precaución y volvió a encenderla. Empezó a
buscar el escondite.
¿Donde demonios podía estar aquella misteriosa puerta? Dirigió el
haz de su linterna a
cada baldosa del suelo. Ni una sola parecía haber sido removida. No
había la menor huella
de una posible entrada subterránea.
Recorrió las paredes
y las examino con gran atención. No encontró señales de
que una puerta
secreta se ocultara entre aquellas piedras que formaban los muros. ¡Era
desesperante! No se
le ocurría ninguna otra idea.
Se arrebujo en la
manta, con objeto de meditar un poco. Hacia frió en la
estancia y se
estremeció, mientras, sentada en la oscuridad, trataba de desentrañar el
misterio de la entrada
invisible.
De súbito se dejo oír
un ruido extraño. Dio un brinco y se quedó como
petrificada,
conteniendo la respiración. Primero pareció como si rascasen, luego un
ligero golpe. Los
sonidos procedían de la campana de la chimenea. Jorge se mantuvo
inmóvil, con los ojos
y los oídos en excitada tensión.
Un haz de luz salió
por debajo de la campana del hogar. Se oyó la tos de un
hombre. ¿Sería su
padre? A veces tosía de la misma manera. Escuchó con mayor
atención. El foco de
luz parecía ensancharse. Luego resonó un nuevo ruido, como si
alguien saltara desde
un sitio más alto. Y por fin una voz:
—¡Adelante!
¡Horror! No era la
voz de su padre. Jorge se sintió invadida por una oleada de
pánico. Y si no era
la voz de su padre, ¿qué significaba aquello? Y, sobre todo, ¿qué les
ocurría a él y a Tim?
Alguien más salto en
el interior de la chimenea, gruñendo:
—No estoy
acostumbrado a esta manera de trepar.
«Tampoco es esta voz
la de mi padre —pensó Jorge—. De manera que son dos
los enemigos, no uno,
y conocen el laboratorio secreto de papa.»
La niña se sintió
desfallecer de miedo. ¿Que diablos les habría sucedido a su
padre y a Tim? Dos
hombres salieron por la chimenea, sin advertir su presencia. Supuso
que se dirigirían a
la torre. ¿Cuanto tiempo permanecerían ausentes? ¿Lo suficiente para
poder escudriñar el
lugar por donde habían aparecido?
Volvió a aguzar los
oídos y percibió las pisadas de los hombres atravesando el
gran patio. Caminó de
puntillas hasta la puerta y miró hacia afuera. Se veían las luces de
sus linternas que se
alejaban en dirección a la torre. Si subían, dispondría del tiempo
suficiente para echar
una ojeada.
Regreso al pequeño
recinto de piedra. Sus manos temblaban de tal manera que
no lograba encender
la linterna. Se metió en el hogar de la chimenea e iluminó su
interior con la
lámpara. Soltó entonces un ligero grito de sorpresa. A media altura,
oculta por la
campana, se divisaba una negra abertura. Evidentemente, una de las
piedras era movible y
se podía empujar hacia un lado, de manera que dejaba un paso
libre. ¿Habría
localizado, por fin, la entrada? ¿Coincidiría con los peldaños que se
dibujaban en el mapa?
Sin atreverse apenas
a respirar, se puso de puntillas y dirigió el haz de su foco
al interior del
agujero. Si, allí se veían los escalones. Conducían hacia abajo, por el
interior del muro. Se
acordó entonces de que el pequeño cuarto de piedra lindaba con un
muro muy grueso.
Se quedo parada, sin
saber que hacer. ¿Entraría a ver si conseguía encontrar a
Tim y a
su padre? Si lo hacia, corría el peligro de caer a su vez prisionera. Por otro
lado,
si los intrusos
volvían y cerraban la entrada, ella no sería capaz de abrirla de nuevo...
«Entraré —se decidió
de pronto—. Sin embargo, será mejor que lleve conmigo
el paquete y la
manta, no sea que los hombres regresen y lo descubran. No me conviene
que se enteren de que
estoy en la isla si puedo evitarlo. Espero que me sea posible
encontrar algún lugar
donde esconderme. No me extrañaría que esta entrada comunique
con las mazmorras.»
Recogió la manta y el
paquete y los arrojó a través del agujero. Oyó como el
paquete rodaba
escaleras abajo, chocando de escalón en escalón. Después, se introdujo
ella misma:
«¡Dios mío! —pensó
excitada—.¡Que cantidad de peldaños! ¿Adónde me
llevara esta
escalera?»
CAPITULO
XVI
Descenso
a los subterráneos
Comenzó a bajar con
gran cautela los escalones de roca, completamente en
ruinas.
«Todo hace pensar que
se dirigen hacia abajo por el interior del muro de piedra
—pensó—. ¡Cielos,
aquí hay un estrecho pasadizo!»
Era tan estrecho que
se vio forzada a pasar de lado.
«¡Un hombre gordo
jamás podría pasar por aquí! —dijo para si—. ¡Anda! ¡Los
escalones se han
terminado! »
Se había colocado la
manta sobre los hombros y recogido la bolsa en el
descenso. En la otra
mano sostenía la linterna. La oscuridad y el silencio que reinaban
allá abajo eran
estremecedores. No obstante, Jorge no estaba asustada, porque esperaba
ver a Tim de
un momento a otro. No se podía sentir miedo sabiendo que Tim se hallaba
a la vuelta de la
esquina, a punto de darle la bienvenida.
Se detuvo al pie de
los escalones. La linterna alumbró el estrecho túnel. Daba
la vuelta bruscamente
a la izquierda.
«¿Se llegará o no a
las mazmorras desde aquí? —pensó tratando de
orientarse—. No
pueden estar ya lejos. Pero, por el momento, no hay ninguna señal de
los subterráneos.»
Fue descendiendo por
el angosto pasadizo. Por un corto trecho casi tuvo que
arrastrarse. La
linterna relució contra el techo de roca negra, consistente, demasiado
dura para que los
constructores del túnel la horadaran. Por eso era tan bajo.
El pasadizo seguía
adelante, adelante... La niña estaba aturdida. Con toda
seguridad, tenía que
haber pasado ya las mazmorras. Lo más probable era que se
encontrase cerca de
la playa de la isla. ¡Que extraño! Entonces, este túnel, ¿no conducía
a los subterráneos?
¡Un poco mas adelante y penetraría bajo el mismísimo lecho del
mar!
El túnel presentaba
ahora un profundo desnivel en línea descendente.
Aparecieron más
escalones, tallados rústicamente en la misma roca. Jorge bajo por ellos
con cuidado. ¿A que
lugar del mundo irían a parar?
Al pie de los
escalones, el túnel parecía estar horadado en la roca viva o quizá
se trataba de un
pasadizo natural, creado sin intervención del hombre. No podía
asegurarse. La luz de
su linterna se reflejaba contra la negra roca del techo y las paredes,
y sus pies tropezaban
sobre el irregular pavimento rocoso. ¡Como deseaba tener a Tim
junto a sí!
«Debo de estar a
mucha profundidad —pensó, deteniéndose y haciendo girar la
linterna para
explorar lo que la rodeaba—. Es un declive muy profundo y me ha llevado
muy lejos del
castillo. ¡Cielos! ¿Que será eso?»
Escuchó. Algún ser
misterioso y oculto se lamentaba y gemía. ¿Sería uno de
los experimentos de
su padre? El ruido se repetía una y otra vez, un profundo e
interminable quejido.
«¡Caramba! Es el mar
—dijo Jorge. Se detuvo y atendió de nuevo—. Si, es el
mar sobre mi cabeza.
Estoy debajo del fondo rocoso de la bahía de Kirrin!»
De pronto, la pobre
niña se sintió invadida de temor. Pensó en las grandes olas,
agitándose
turbulentas sobre su cabeza, y se aterrorizó imaginando lo que ocurriría en
caso de que el mar
encontrase un camino para filtrarse en el estrecho pasadizo.
«No seas tonta —se
reprendió con severidad—. Este túnel ha estado aquí, bajo
el fondo del mar,
durante cientos de años. ¿Por que iba a inundarse ahora, precisamente
cuando tú, Jorge,
estas aquí dentro?»
Reconviniéndose a sí
misma en esta forma, con objeto de sostener su decaído
animo, avanzo de
nuevo. Verdaderamente resultaba algo muy extraño pensar que
caminaba bajo el mar.
De manera que era aquí donde su padre trabajaba...
De pronto, recordó
que les había confiado una cosa la primera vez que lo
habían visitado en la
isla. ¿Que era?
«¡Ah!, si. Que
necesitaba agua sobre y alrededor de él —pensó—. Ahora
comprendo lo que
quiso decir. Su laboratorio esta por aquí abajo. Así tiene agua por
encima. Y en la torre
la tiene todo alrededor, puesto que ha sido levantada en una isla.»
¡Agua por encima y
agua rodeándole! Eso era lo que su padre precisaba y por
ello había elegido la
isla de Kirrin para su experimento. ¿Como habría descubierto el
pasadizo secreto?
«¡Hay que ver! ¡Y yo
que ni siquiera había oído hablar de el! —siguió
diciéndose la chica—.
¡Dios mío! ¿Que lugar es este?»
Se detuvo. El
pasadizo se había ensanchado de repente, formando una inmensa
caverna, bastante
oscura, cuyo techo era inesperadamente alto. En la penumbra que
reinaba en torno
suyo, Jorge acertó a vislumbrar extraños objetos, objetos que no
estaban al alcance de
su comprensión: alambres, cajas de cristal, pequeñas máquinas
que parecían trabajar
sin producir ruido, y cuyas entrañas, en continua actividad,
despedían una
amortiguada y temblorosa luz.
De pronto, surgieron
una serie de centelleos, acompañados por un raro olor que
se esparcía por todo
el subterráneo.
«¡Que maravilloso es
todo esto! —pensó Jorge—. ¿Conseguirá papa
entender todos esos
artefactos y máquinas? ¿Dónde estará? Espero que aquellos
hombres no le hayan
hecho prisionero.»
De esta original
cueva de Aladino partía un nuevo túnel.
Jorge ilumino el
camino con la linterna y avanzó por el. Era muy parecido al
que acababa de dejar,
si bien de techo más elevado.
Otra caverna más
pequeña y llena de alambres de todas clases apareció ante su
vista. Un curioso
zumbido, como de miles de abejas en una colmena, zumbaba en el
aire. La niña casi
esperaba verlas revoloteando por allí.
«Deben de ser esos
alambres los que producen el ruido», se dijo.
Tampoco se veía un
alma en aquella cueva. De ella arrancaba otra. Jorge pensó
que debía hallarse a
punto de encontrar a Tim y a su padre.
Continúo su camino.
Una vez más quedo defraudada. La nueva caverna estaba
completamente vacía.
La temperatura era muy baja, tanto que tiritó al entrar en ella.
Bajó por un corto
pasillo hasta alcanzar otra también de dimensiones reducidas. Desde
ella percibió una
luz.
¡Una luz! Ahora si
que cabía esperar el fin de su peregrinaje. Miró en torno
suyo, alumbrándose
con la linterna, y descubrió varias latas de conserva, botellas de
cerveza, latas de
dulce y un montón de trajes de diversas clases! ¡Ah! este era el sitio en
que su padre guardaba
las provisiones.
Se dirigió a la
caverna en donde partía la luz, sorprendiéndose de que Tim no la
hubiera descubierto
aun y se lanzara disparado sobre ella.
Antes de penetrar
oteó cautelosamente hacia el interior de la cueva cuya luz la
había guiado. Sentado
delante de una mesa, con la cabeza entre las manos, silencioso,
estaba su padre.
¡Pero no había rastro de Tim!
—¡Papa! —exclamó
Jorge.
El hombre sentado a
la mesa tuvo un violento sobresalto y se volvió.
Contemplo fijamente a
su hija, como si no pudiese dar crédito al testimonio de sus ojos.
Sin decir palabra,
giro en su asiento y sepulto la cara entre sus manos.
—¡Papá! —llamó de
nuevo la niña, asustada al ver que no parecía advertir su
presencia, a pesar de
haberla mirado.
El levantó la vista y
esta vez se incorporó. Contempló con estupor la pequeña
figura que se erguía
ante él y luego se sentó lentamente. La niña corrió hacia el.
—¿Qué ocurre, papa?
¿Qué te pasa?
—¡Jorge! ¿Eres tú de
verdad? Creí que soñaba cuando te he visto —respondió
su padre—. ¿Como has
llegado hasta aquí? ¡Buen Dios! Es imposible que puedas ser
tú...
—Papá, ¿te encuentras
bien? ¿Que ha sucedido? ¿Donde esta Tim? —Jorge
disparó la serie de
preguntas de un modo atropellado.
Miró por todas
partes, pero no pudo localizarlo. Su corazón se paralizo. ¿Le
habría pasado algo
irreparable a Tim?
—¿Has visto a dos
hombres? —preguntóo su padre—. ¿Dónde están?
—¡Papá, por favor! No
haces mas que preguntarme, pero no contestas a lo que
yo te digo. Dime
primero, ¿dónde está Tim? —suplicó la niña.
—No lo sé —contestó
su padre—. ¿Han ido esos hombres al torreón?
—Si. Papa, ¿vas a
decirme de una vez lo que ha pasado?
—Bien, si han ido al
torreón, tendremos cerca de una hora de paz —anunció su
padre—. Ahora
atiéndeme con cuidado, Jorge, esto es terriblemente importante.
—Estoy escuchándote,
pero date prisa y háblame de Tim.
—Esos dos hombres han
sido lanzados en paracaídas, sobre la isla, con objeto
de descubrir y
apoderarse de mi secreto —explicó su padre—. Voy a decirte en que
consisten mis
experimentos, Jorge. Estoy tratando de encontrar un sustitutivo para el
carbón y el petróleo,
un invento que proporcionara al mundo todo el calor y la energía
que necesite. Al
mismo tiempo se solucionaría el posible agotamiento, ya previsto en
principio, y se
acabaría con las minas y su peligroso trabajo.
—¡Dios mio! —se
extasió su hija—. ¡Sería una de las cosas más maravillosas
del mundo si lo
lograras!
—Si —confirmó su
padre—. Y me propongo darlo a conocer al mundo entero.
No puedo permitir que
quede en manos de un solo país o de un grupo de ellos. Será un
presente que haré a
toda la humanidad... Pero, hija mía, hay gente que desea apropiarse
de mi secreto, a fin
de explotarlo por su cuenta y conseguir con el una fortuna colosal.
—¡Que odiosos! —gritó
Jorge—. Pero... oye una cosa, papa, ¿cómo han
conseguido enterarse
ellos?
—Verás: al principio,
algunos de mis colegas, compañeros de trabajo,
colaboraron en mi
idea —explicó el padre—. Uno de ellos nos ha traicionado y se lo
contó todo a unos
poderosos negociantes. Cuando me entere, decidí refugiarme en un
lugar apartado y
acabar mis experimentos yo solo. Así nadie podría volver a
traicionarme.
—¡Y viniste aquí!
—dijo Jorge—. ¡A mi isla!
—Si, porque
necesitaba agua sobre y alrededor de mí —respondió su padre—.
Por pura casualidad
encontré ese viejo mapa y pensé que si el pasadizo se dirigía hacia
abajo, partiendo de
la pequeña habitación de piedra, era muy posible que fuese a parar a
un lugar cubierto por
el mar. En ese caso, constituiría el laboratorio ideal para acabar
mis investigaciones.
—¡Ah, papa! ¡Y yo que
arme tal alboroto! —dijo la niña, avergonzada al
recordar como se
había enojado en aquella ocasión.
—¿De verdad lo
hiciste? —preguntó su padre, como si hubiera olvidado todo
lo concerniente a la
cuestión—. Bueno, no tiene importancia. Comprobé que tenía
razón, cogí mi
material y vine aquí. Ahora esos individuos me han encontrado y me
tienen prisionero.
—¡Pobre papá! ¿No
puedo ayudarte? —preguntó Jorge—. Podriía volver y
traer ayuda de fuera,
¿no?
—Creo que sí. Tienes
razón —exclamó su padre—. Pero tienes que tener
cuidado de que no te
vean esos hombres, Jorge.
—Haré lo que sea, lo
que quieras, papa, ¡cualquier cosa! —respondió—. Pero
primero dime, ¿qué le
ha pasado a Tim?
—Pues... me siguió
todo el tiempo —dijo su padre—. En verdad, es un perro
maravilloso, Jorge.
Esta mañana, cuando me disponía a salir de la pequeña habitación
para ir a la torre
con Tim, a fin de haceros las señales, los dos hombres me echaron la
zarpa y me forzaron a
volver aquí.
—Pero, ¿que le ha
sucedido a Tim? —pregunto la niña, impaciente. ¿Por que
su padre tendría la
mala costumbre de no responder nunca a lo que le preguntaban?
—Se lanzó contra los
hombres, claro está —dijo él—. Pero al fin lograron
rodearlo con un lazo
de cuerda y lo capturaron. La cuerda quedo tan tirante que por
poco lo ahogan.
—¡Oh, pobre,
pobrecito Tim! —se lamentó Jorge, en tanto las lagrimas
rodaban por sus
mejillas—. ¿Crees que estará bien, papa?
—Si, porque oí a los
hombres hablar de él mas tarde. Al parecer, lo tienen
encerrado en alguna
de las cuevas —respondió su padre—. Poco tiempo después, vi que
uno de ellos buscaba
entre las provisiones algunas galletas de perro, de manera que creo
que esta vivito y
coleando y además hambriento.
Jorge exhaló un
suspiro de alivio. Volvería a ver a su Tim sano y salvo. Avanzó
unos pasos en
dirección a las escaleras que, según su opinión, debían comunicar con
otra caverna.
—Voy a buscar a Tim,
papa —dijo—. ¡Tengo que encontrarlo!
CAPÍTULO
XVII
¡Tim,
al fin!
—¡No te vayas, Jorge!
—llamó su padre con autoridad—. Vuelve aquí. Tengo
algo muy importante
que decirte. ¡Ven aquí te digo!
La muchacha regresó a
su lado sin poder reprimir un movimiento de
impaciencia. Estaba
ansiosa por encontrar a Tim dondequiera que se hallase. ¡Debía
encontrarlo en
seguida!
—Ahora, atiende —dijo
su padre—. He ido anotando en un cuaderno todas las
fases de mi gran
invento. ¡Los intrusos no lo han encontrado! Quiero que tú lo pongas a
salvo, en tierra
firme. Es de la mayor importancia, Jorge. Es imprescindible evitar que
caiga en sus manos.
Si esos hombres llegasen a apoderarse de él, estarían en posesión de
toda la información
que necesitan.
—Pero, ¿no han
averiguado nada, observando tus alambres, las máquinas y los
instrumentos?
—interrogó Jorge.
—Conocían ya una gran
parte —replicó su padre— y se han enterado de
mucho mas desde que
están aquí dentro. Por fortuna, aun no saben lo bastante. No me
atrevo a destruir mi
cuaderno de notas, porque, si algo me sucediera, mi gran idea
quedaría
completamente perdida. Así, pues, Jorge, no queda otro recurso que confiártelo
a ti. Debes llevarlo
a una dirección que te daré y entregarlo a la persona que te reciba.
—Es una terrible
responsabilidad —se preocupó Jorge, un poco asustada ante
la idea de
salvaguardar un cuaderno que significaba tanto, no sólo para su padre, sino
incluso para el mundo
entero—. Pero lo haré lo mejor que pueda, papá. Me esconderé
en alguna de las
cavernas hasta que los hombres vuelvan y me deslizare otra vez por el
pasadizo hasta la
entrada, correré hacia mi bote y regresaré a tierra firme. Entonces
entregaré tu cuaderno
de notas y encontrare ayuda para ti.
—¡Buena chica!
—exclamó su padre, dándole un abrazo—. Francamente,
Jorge, te estas
portando con tanto valor como si fueras un muchacho. Me siento
orgulloso de ti.
Jorge pensó que
aquella era la cosa más agradable que su padre había dicho
jamás de ella. Sonrió
agradecida.
—Bueno, papá. Ire a
mirar si consigo hallar a Tim ahora. Sólo quiero
comprobar si sigue
bien antes de ocultarme en una de las otras cuevas.
—Muy bien —contestó
su padre—. El hombre que cogió las galletas se
marchó en aquella
dirección, hacia el interior del mar. ¡Ah! Y a propósito, Jorge, ¿cómo
es que estas tu aquí
a medianoche?
Por primera vez desde
que se habían encontrado, su padre parecía darse cuenta
de que Jorge también
tenía una historia que contar. No obstante, la niña comprendía que
no podía permitirse
perder ni un momento mas si pretendía encontrar a Tim.
—Ya te lo contare más
tarde, papa —dijo—. ¿En donde tienes la libreta de
apuntes?
Su padre se levantó y
se dirigió hacia el fondo de la cueva. Paso la mano por
una negra cornisa
formada por la roca. En el acto encontró lo que buscaba.
Saco una pequeña
libreta, cuyas páginas eran de un papel muy fino. La abrió y
Jorge pudo ver un
sinfín de diagramas muy bien dibujados y paginas y más paginas de
apuntes, realizados
con la pequeña y cuidada letra de su padre.
—Aquí lo tienes —dijo
su padre blandiendo el cuaderno—. Cuídalo lo mejor
que puedas. Si algo
me sucede, este cuaderno permitirá a mis compañeros de trabajo
llevar a feliz
termino mi idea. En él los autorizo para comunicar mi descubrimiento al
mundo entero. Si
logro salir con bien de esta, me agradaría volver a recuperarlo, porque
ello implicaría no
tener que repetir de nuevo todos mis experimentos.
Jorge cogió con
reverencia el precioso cuaderno y lo escondió en el bolsillo de
su impermeable, que
era muy grande y profundo.
—Lo pondré a salvo,
papa, descuida. Ya no puedo entretenerme más. Iré a
buscar a Tim inmediatamente,
o esos hombres llegaran antes de que pueda ocultarme en
otra de las cuevas.
Sin demorarse más,
salió de la caverna en que estaba su padre y se metió en la
contigua. No había
nada en todo el recinto. Descendió por el túnel, que ahora seguía un
sinuoso trazado,
formando vueltas y recovecos en la roca.
De pronto, a lo
lejos, oyó un debil sonido. ¿O quizás un gemido? Si, realmente
era un gemido.
—¡Tim! —gritó
Jorge con ansiedad—. ¡Oh, Tim! Ya voy.
Tim ceso
de gemir en el acto y prorrumpió en estruendosos y alegres ladridos.
—¡Guau, guau, guau,
guau!
La muchacha estuvo a
punto de caerse al lanzarse a todo correr por el estrecho
túnel. Su linterna
ilumino una gran pared de piedra, que parecía ocultar una pequeña
cueva, al final del
pasadizo. Detrás de la pared, Tim ladraba y escarbaba frenetico.
Jorge tiro de las
rocas con todas sus fuerzas.
—¡Tim!
—jadeaba—. ¡Tim, te sacare de aquí! ¡Ya llego! ¡Querido Tim!
La piedra se movió un
poco. Volvió a tirar de ella. Su peso era superior a sus
fuerzas. No alcanzaba
a sacarla del todo. Sin embargo, la desesperación le
proporcionaba una
energía que parecía imposible pudiera desarrollar. De pronto, la
piedra giró,
resbalando hacia un lado. Jorge apartó los pies justo a tiempo para evitar el
ser aplastada por la
inmensa mole.
Tim termino
de ensanchar el agujero. En su alegría, derribo a Jorge, que cayó al
suelo cuan larga era,
abrazada a el. El perro le lamía la cara gimiendo y ella sepultó su
nariz en el espeso
pelaje, rebosante de jubilo.
—¡Tim!,¿que te
han hecho? Tim, he venido tan pronto como he podido, te lo
juro.
El animalito gemía
una y otra vez de gozo, y seguía lamiendo y babeando a
Jorge, como si no le
fuera suficiente con tenerla a su lado. Hubiera sido difícil decir cual
de los dos se sentía
mas feliz.
Por último, la niña
empujó a Tim, separándolo con firmeza de ella.
—Tim, tenemos
un trabajo importante que hacer. Hemos de salir de aquí, remar
hasta tierra firme y
traer ayuda.
—¡Guau! —respondió Tim.
Jorge se levantó e
ilumino con la linterna la pequeña cueva donde habían
encerrado al perro.
En su rápido examen, descubrió un tazón de agua y algunas galletas.
Los hombres no lo
habían maltratado, si se exceptuaba el hecho de haberle echado un
lazo y medio ahogarlo
cuando le capturaron. Palpó con delicadeza su cuello, pero, salvo
una ligera hinchazón,
no parecía tener daño alguno.
—Ahora apresurémonos.
De momento, volveremos a la caverna de papá y
después buscaremos
otra cueva mas allá, para escondernos hasta que los dos hombres
vuelvan de la torre.
Entonces nos escurriremos hacia la habitación de piedra y
remaremos a tierra
firme. Llevo un libro muy, muy importante aquí en mi bolsillo, Tim.
De pronto, Tim gruño
y los pelos de su nuca se erizaron. Jorge se quedo tiesa y
escucho atentamente.
Una voz severa llego
hasta ella, procedente del pasadizo.
—No sé quién eres ni
de dónde has llegado, pero si te has atrevido a desatar al
perro, le pegare un
tiro. Pronto sabrás que no estoy hablando en broma. Aquí hay algo
que te lo puede
demostrar. ¡Tengo un revolver!
Un ruido atronador
restalló de pronto al apretar el hombre el gatillo, y una bala
reboto en el techo,
en algún lugar del túnel. Tim y Jorge por poco se mueren del susto.
Tim habría
saltado al pasadizo, pero su ama lo mantenía firmemente sujeto por el collar.
Tenía mucho miedo.
Sin embargo, no cesaba de pensar en cual sería el mejor sistema
para salir del apuro.
El eco del tiro
resonaba todavía. ¡Era terrible! Tim interrumpió al fin sus
gruñidos, mientras
Jorge no osaba ni siquiera moverse.
—¿Bien? ¿En que
piensas? —dijo la voz—. ¿Has oído lo que te he dicho? Si
has libertado a ese
perro, le pegare un tiro y en paz. No pienses que voy a cambiar mis
planes ahora. Y tú,
quienquiera que seas, haz el favor de acercarte por el túnel y dejar
que se te vea. Pero
te advierto una cosa. Si traes al perro contigo, ¡será el fin del animal!
—¡Tim! Escucha,
Tim, corre y ocúltate en donde puedas —cuchicheo la chica
con aire perentorio.
De rubito, recordó
una cosa que la lleno de desesperación. ¡El precioso
cuaderno de notas de
su padre! ¿Y si se lo encontrasen encima? A su padre se le partiría
el corazón al saber
que su maravilloso secreto había sido descubierto al fin.
Apresuradamente, la
chica cogió la delgada libreta y se la alargo a Tim.
—Cogelo con la boca y
llévatelo, Tim. Vete y escóndete hasta que yo pueda ir
a buscarte. ¡Rápido!
¡Vete, Tim, vete y guárdalo bien!
Con gran alivio por
su parte, Tim, con el libro entre los dientes, se volvió y
desapareció por el
túnel que se adentraba en el mar. ¡Como deseo que consiguiese
ponerse a salvo en
algún lugar seguro! El pasadizo no podía prolongarse mucho más.
No obstante, quizás
antes de llegar a su termino, Tim se pudiera esconder en algún
hueco oscuro y
aguardarla.
—¿Vas a venir hacia
aquí o no? —exclamó la voz en tono airado —. Lo
sentirás si me
obligas a ir a buscarte. Iré disparando todo el camino.
—¡Ya voy! —grito
Jorge con voz apagada. E inicio una abatida marcha por el
pasadizo. Pronto vio
un destello de luz y durante un momento quedo deslumbrada por
una potente linterna.
A su aparición siguió una exclamación de sorpresa.
—¡Cielos! ¡Si es un
muchacho! ¿Que estas haciendo aquí y de donde has
salido?
El pelo corto de
Jorge había hecho creer al hombre de la linterna que se trataba
de un chico. La
muchacha no se molestó en sacarlo de su error. El hombre llevaba un
revolver, pero lo
soltó al comprobar que el enemigo no parecía demasiado peligroso.
—Solo he venido para
rescatar a mi perro y encontrar a mi padre —dijo ella
con voz suave.
—Bueno... No creo que
hayas sido capaz de mover aquellas piedras tan
pesadas —dijo el
hombre—. Un chiquillo como tú no puede tener tanta fuerza. Y,
desengáñate, tampoco
podrás rescatar a tu padre. Lo hemos cogido prisionero. Sin duda
tú no lo viste.
—Si que lo he visto
—respondió Jorge, regocijada al pensar que el hombre
estaba seguro de que
no poseía el suficiente vigor como para apartar las grandes piedras.
No pensaba decir una
sola palabra sobre Tim. Si el hombre pensaba que seguía
encerrado y quieto en
la pequeña cueva, tanto mejor.
De pronto, escucho la
voz de su padre, que la llamaba ansioso desde algún
punto situado detrás
de su captor.
—¡Jorge! ¿Eres tú?
¿Estás bien?
—¡Si, papa!
—respondió la chica, suplicando a Dios que no se le ocurriese
preguntarle nada sobre
Tim. El hombre le hizo señas de que pasase delante de el y se
encaminaron a la
caverna en que se hallaba su padre.
—Le devuelvo a su
hijo —dijo el hombre—. ¡Es un pequeño idiota! Tenía la
pretensión de liberar
a ese perro salvaje, sin saber que le encerramos en una cueva, con
un gran muro de
piedra delante.
Otro hombre apareció
por el lado opuesto de la cueva. Se sorprendió al ver a
Jorge. El otro le
explico:
—Cuando venía hacia
aquí oí un ruido que salía de detrás de esta cueva. El
perro ladraba y
alguien hablaba con él. Encontré a este niño, intentando liberar al perro.
Puedes tener la
seguridad de que hubiera matado al perro, si lo llego a encontrar libre.
—¿Pero cómo consiguió
llegar hasta aquí el chico? —preguntó el otro, todavía
sorprendido.
—Puede ser que nos lo
explique si se lo preguntamos —dijo el primero.
Y entonces, por
primera vez, el padre de Jorge se enteró de como ella había
llegado a la isla y
por qué.
La muchacha les
explicó que había tratado de localizar a Tim en la habitación
de cristales de la
torre a través del telescopio, y que, al no verle, se había intranquilizado
mucho y empezó a
sospechar algo. Siguió después contando como había remado en su
bote hasta la isla
durante la noche y les había visto salir por la chimenea, que había
entrado por el
pasadizo, siguiendo por el hasta encontrar a su padre.
Los dos hombres
escucharon en silencio:
—Bien. Para nosotros
no constituyes mas que un nuevo estorbo —dijo al fin
uno de los hombres—.
Pero, ¡palabra!, tiene usted un hijo como para sentirse orgulloso
de él. No existen
muchos chicos tan valientes como para correr tanto riesgo ni aun por
su padre.
—Si, de verdad estoy
muy orgulloso de ti, Jorge —exclamó su padre. La
mirócon ansiedad.
Ella sabía en que estaba pensando. ¿Que habría sido de su precioso
cuaderno? ¿Habría
sido tan lista su hija como para esconderlo? No se atrevió a
tranquilizarlo, ni
siquiera por señas, mientras los hombres estuvieran presentes.
—Ahora, examinemos
las nuevas complicaciones que nos acarrea tu hazaña —
dijo el otro hombre,
mirando a la niña—. Si tú no regresas a casa, pronto lo advertirán
los demás, te darán
por perdido y se formaran una serie de patrullas de socorro, que
recorrerán la comarca
de cabo a rabo. Incluso puede ser que envíen alguna aquí, a la
isla, para dar cuenta
a tu padre de la desaparición. ¡No nos conviene que aparezca nadie
por aquí! ¡No, por lo
menos hasta que sepamos lo que necesitamos saber!
Se volvió al padre de
Jorge:
—Si usted nos dice lo
que queremos saber y nos entrega sus documentos, le
dejaremos en
libertad. Le daremos una suma de dinero y desapareceremos sin causarles
más problemas.
—¿Y si prefiero
callarme? —preguntó el sabio.
—Entonces, me temo
que nos veremos obligados a destruir todas sus máquinas
y la torre. Y
posiblemente nunca llegarán a encontrarles, porque quedarán sepultados
debajo de esta —dijo
el hombre, con una voz que sonó con extraña dureza.
Se hizo un silencio
de muerte. Jorge miró a su padre.
—¡No puede hacer eso!
—dijo este al fin—. No sacaran ningún beneficio con
ello.
—Para nosotros solo
hay todo o nada —dijo el hombre—. Todo o nada,
¡píenselo! Le damos
tiempo hasta las diez y media de la mañana. Casi siete horas.
Entonces usted
hablará o destruiremos la isla.
Salieron de la cueva,
dejando en ella a Jorge y a su padre, ¡Solo siete horas! Y
desaparecería quizás
hasta la propia isla de Kirrin.
CAPÍTULO
XVIII
Las
cuatro y media de la mañana
Tan pronto como
desaparecieron los hombres, el padre de Jorge hablo en voz
baja:
—¡Estoy perdido! No
me queda otra solución que entregar mi secreto. No
puedo correr el
riesgo de sepultarte aquí abajo, Jorge. No me preocupo por mí, puedes
creerlo. Los que
trabajamos en este tipo de cosas debemos estar dispuestos a ofrecer la
vida, si es
necesario. Pero ahora que estas tú aquí, es diferente.
—Papá, ya no tengo el
cuaderno —susurro Jorge con agradecimiento—. Se lo
he dado a Tim. Saque
las piedras de la entrada de su pequeña prisión. ¡Y pensar que
esos idiotas creen
que no he podido! Le di el cuaderno a Tim y le dije que se escondiera
hasta que yo fuera a
buscarlo.
—¡Buen trabajo,
Jorge! —exclamó a su padre—. Oye, se me ocurre una cosa...
Si vas ahora a buscar
a Tim y le traes aquí, quizás el logre vencer a esos dos hombres
antes que conciban la
menor sospecha de que está libre. Es muy capaz de ganarles a los
dos a la vez.
—¡Tienes razón! ¡Esta
es nuestra oportunidad! —respondió Jorge—. Me voy
ahora mismo a
buscarlo. Avanzaré un poco por el pasadizo y le silbare. Papá, ¿por qué
no intentaste tu
rescatar a Tim?
—No quise abandonar
el cuaderno —adujo su padre —. No me atreví tampoco
a llevarlo conmigo,
por si me seguían y lo encontraban. Han buscado el cuaderno por
todas las cuevas.
Compréndelo, hija. No podía llevarlo conmigo ni abandonarlo aquí
para dedicarme a
buscar al perro. Me había cerciorado de que estaba bien al ver que el
hombre recogía las
galletas. Vete ya, Jorge. Llama a Tim. Los bandidos pueden volver
en cualquier momento.
Jorge recogió su
linterna y se fue por el pasadizo que conducía a la pequeña
cueva en que había
permanecido encerrado Tim. Silbo más alto y espero. Pero Tim no
apareció. Silbo de
nuevo y avanzo a lo largo del túnel. Nada, ni la menor huella de Tim.
Lo llamo fuertemente:
—¡Tim¡ ¡Tim, ven
aquí!
Pero el fiel perro no
acudía a su llamada. ¡No se oían sus ligeras pisadas ni sus
alegres ladridos!
«¡Que lio! —pensó
Jorge—. Espero que no se haya ido tan lejos como para no
oírme. Seguiré un
poco mas.»
Continuó avanzando
por el túnel, atravesó la caverna que había ocupado Tim y
se aventuró por un
nuevo pasillo. Ni sombra de su querido perro.
Dobló una esquina. Se
encontró ante una encrucijada. El túnel se dividía en tres
pasadizos diferentes,
oscuros, silenciosos y fríos. Titubeó. No sabía por cual decidirse.
Por fin, eligió el de
la izquierda.
Pero este, a su vez,
se dividía en otros tres pequeños ramales. Jorge se detuvo.
«Me perderé por
completo en este laberinto que se extiende bajo el mar, si me
meto en él —pensó—.
No me atrevo, lo confieso. Es demasiado espantoso.»
—¡Tim!
¡Tim! —gritó.
Su voz despertó
amplios ecos en la larga galería que se prolongaron en
extrañas resonancias.
Sintiéndose muy infeliz, retrocedió sobre sus pasos y se encamino
en derechura a la
caverna donde se hallaba su padre.
—Papa, no hay rastro
de Tim. Sin duda se ha metido por alguno de los
pasadizos y se ha
extraviado. ¡Dios mio! ¡Es espantoso! Hay montones de túneles mas
allá de esta cueva.
Parece como si todo este suelo rocoso estuviera minado.
Se sentó y miro a su
alrededor muy abatida.
—Es posible —concedió
su padre —. Bueno, de todas maneras el quedarnos
aquí sentados, sin
hacer nada, no va a resolvernos el problema. Debemos pensar en algo.
—Me pregunto que
pensarán Julián y los otros cuando se despierten y vean que
me he marchado —dijo
Jorge de pronto—. Pudiera ser que se les ocurriera venir a
buscarme aquí.
—Eso sería estupendo
—contestó el sabio—. Sin embargo, esos hombres se
refugiaran
tranquilamente aquí. No tendrán mas que esperar con paciencia, puesto que
nadie sabe donde
estamos. Los demás no conocen la entrada del cuartito de piedra,
¿verdad?
—No —confirmó su
hija—. Aunque vengan a la isla estoy segura de que no
lograrán encontrarla
nunca. Ya la habíamos buscado todos juntos antes. Además, ellos
también podrían ser
destruídos con la isla. Papá, ¡esto es horrible!
—Si al menos
supiéramos donde esta Tim —suspiró su padre—. O si
pudiéramos enviar un
mensaje a Julián y decirle que de ningún modo se presentara aquí.
¿Que hora es?
¡Cielos! Ya son las tres y media. Supongo que los chicos estarán
profundamente
dormidos.
Pero una hora mas
tarde, a las cuatro y media, Ana se despertó sintiendo
mucho calor:
«Abriré la ventana
—pensó—. Me estoy asando.»
Se levantó y se
encaminó hacia la ventana. La abrió y miró al exterior. Las
estrellas brillaban
allá arriba y rielaban débilmente en la bahía.
—Jorge —susurró Ana—,
¿estás dormida?
Espero alguna
respuesta, pero no oyó nada. Escucho con más cuidado. ¿Como
es que no oía la
respiración de su prima? ¿Seguro que se encontraba en la habitación?
Se acerco a la cama
de Jorge. Aparecía apenas removida y vacía. Encendió la
luz para ver mejor.
El pijama reposaba sobre la cama. Sus vestidos y ropa interior
habían desaparecido.
«¡Jorge se ha ido a
la isla! —pensó Ana, asustada—. Ella sola, en medio de la
oscuridad.»
Sin perder un
segundo, se dirigió al cuarto de sus hermanos. Se acerco a la
cama de Julián y lo
sacudió con fuerza por los hombros. El chico se despertó
sobresaltado.
—¿Que sucede? ¿Que
pasa? —gritó.
—Julián, ¡Jorge no
esta en nuestra habitación! No ha dormido en su cama —
cuchicheó Ana. El
ruido despertóo a Dick. Muy pronto, ambos muchachos estaban
sentados, desvanecido
ya por entero su sueño.
—¡Sopla! Debía
haberme supuesto que se le ocurriría una locura como esta —
dijo Julián—. Y por
si fuera poco, se marcha en medio de la oscuridad, con esas rocas
tan peligrosas para
navegar entre ellas. Y ahora, ¿qué vamos a hacer? ¡Mira que le
recomendé veces y
veces que no fuera a la isla! Tim esta bien. Supongo que el tío
Quintín se olvido de
subirlo a la torre ayer, eso es todo. Si se hubiera resignado a
esperar hasta mañana
por la mañana, lo habría visto.
—Bueno, no podemos
hacer nada ahora... ¿O si? —preguntó Ana con
ansiedad.
—Nada —contestó
Julián—. No hay duda de que se encontrará ya a salvo en la
isla de Kirrin,
armando un gran alboroto con Tim. Eso, aparte la buena riña que le habrá
propinado el tío
Quintín. Realmente, Jorge es el colmo.
Permanecieron
hablando durante media hora. De pronto, Julián miro su reloj:
—¡Las cinco! Sería
mejor que intentásemos dormir un poco. Tía Fanny se
quedara horrorizada
por la mañana cuando se entere de la última escapada de Jorge.
Ana volvió a su
habitación. Se metió en la cama y se durmió. Julián, por el
contrario, no lograba
conciliar el sueño. Pensaba sin cesar en su prima e intentaba
adivinar en que lugar
estaría ahora. ¡Le echaría un buen sermón en cuanto apareciese!
De pronto, oyó un
extraño ruido abajo. ¿Que podría originarlo? Semejaba
como si alguien
estuviera trepando por una ventana. ¿Había quedado alguna abierta? Si,
ahora se acordaba, la
ventana pequeña del cuarto de baño. ¡Cras! No era posible que se
tratase de un ladrón.
Un ladrón no sería tan loco como para armar semejante alboroto.
El estruendo
prosiguió ahora por la escalera. La puerta del dormitorio se
entreabrió. Alarmado,
Julián coloco su mano sobre el interruptor de la luz. Antes de que
pudiera presionarlo,
una pesada mole había saltado sobre el.
Incapaz de
contenerse, soltó un alarido. Dick se despertó con sobresalto y
encendió la luz.
Entonces pudo Julián divisar lo que yacía sobre su cama. ¡Tim!
—¡Tim! ¿Cómo
estás aquí? ¿Donde has dejado a Jorge? Pero, ¿eres realmente
tú, Tim?
—¡Cielos! —exclamó
Dick sorprendido—. ,De manera que Jorge lo ha traído
de vuelta? ¿O no está
ella aquí?
Ana entró atraída por
el ruido:
—¿Que pasa...? ¡Tim!
Julián, ¿ya ha vuelto Jorge?
—No..., aparentemente
al menos —repuso Julián aturdido—. Oye, Tim, ¿qué
es eso que llevas en
la boca? Déjamelo ver, camarada, déjamelo.
El fiel animal lo dejo
caer. Julián lo recogió desde la cama.
—Es un cuaderno de
notas, escrito con la letra del tío Quintín. ¿Que significa
esto? ¿Como lo ha
encontrado Tim y cómo lo ha traído hasta aquí? ¡Que cosa más
extraordinaria!
Nadie acertaba a
imaginar por qué Tim había aparecido de repente con el
cuaderno de notas y
por qué, hasta ahora, no había ni señales de su ama.
—Es muy extraño
—comentó Julián—. Aquí ocurre algo que no acierto a
comprender del todo. Será
mejor que despertemos a tía Fanny.
Así lo hicieron, en
efecto, y le contaron todo lo que sabían. Se quedó
verdaderamente
espantada al enterarse de que Jorge se había ido a la isla. Examinó el
cuadernillo de
apuntes. En el acto se dio cuenta de que este era muy importante.
—Tengo que guardar
esto en sitio seguro —anunció—. Sé que tiene un gran
valor. Pero, ¿Cómo se
ha echo Tim con el?
Tim estaba
actuando en una forma muy rara. Daba vueltas y mas vueltas en
torno a Julián,
pateando y lloriqueando. Se había mostrado muy contento al verlos a
todos. No obstante,
parecía desear comunicarles algo.
—¿Que te pasa, amigo?
—preguntó Dick —. ¿Como has llegado hasta aquí?
No has hecho el
camino nadando, puesto que no estas mojado. Y si has venido en bote,
tiene que haberte
acompañado Jorge. Sin embargo, me extraña mucho que la hayas
dejado atrás...
—Creo que algo le ha
sucedido a Jorge —dijo Ana de repente—. Julián, Tim
esta dando vueltas a
tu alrededor para decirte que vayas con él, a fin de ayudarla. Quizá
lo trajo en el bote y
luego se sintió terriblemente cansada y se durmió en la playa, o algo
por el estilo.
Tenemos que ir a ver lo que pasa.
—Si, opino lo mismo
—respondió Julián—. Tía Fanny, no te parece que sería
conveniente que
despertases a Juana y le pidieses que prepare algo caliente, para el caso
de que encontremos a
Jorge agotada y helada? Bajaremos a la playa y buscaremos por
allí. Pronto
amanecerá. Las primeras luces se ven ya por el Este.
—Está bien.
Vistámonos entonces —dijo tía Fanny, todavía muy
sorprendida—. ¡Pero
que familia más horrible tengo! Salen de una dificultad para
meterse en otra.
Los tres niños se
dirigieron a sus respectivos cuartos para vestirse. Tim los
observó, esperando
con paciencia hasta que estuvieron listos. Entonces bajaron y
salieron. El perro se
detuvo en seco. Giró unas cuantas veces en torno a Dick y luego
avanzó unos pasos en
dirección opuesta.
—¡Anda! ¡Si no quiere
que vayamos a la playa! ¡Pretende que nos dirijamos
hacia otro lado!
—gritó Julián, sorprendido—. Muy bien, Tim, enséñanos el camino y
nosotros te
seguiremos.
CAPÍTULO
XIX
Una
reunión con Martín
Tim dio
la vuelta a la casa y se encaminó hacia el pantano que se extendía por
la parte de atrás.
¡Era algo fuera de toda lógica! ¿Adónde iba?
—Esto es
terriblemente extraño. —comentó Julián— Estoy seguro de que
Jorge no puede
hallarse de ninguna manera en esta dirección.
Tim proseguía
su marcha a toda velocidad, volviendo de cuando en cuando la
cabeza con objeto de
asegurarse de que continuaban siguiéndole. Pronto advirtieron que
habían tornado el
camino de la cantera.
—¡Nos lleva a la
cantera! Eso quiere decir que Jorge vino aquí, en lugar de ir a
la isla —dijo Dick—.
Pero, ¿por qué?
El perro desapareció
por el centro de la cantera. Se escurría y se deslizaba por
entre las
escarpaduras. Los demás le seguían en la medida de sus fuerzas.
Afortunadamente, el
terreno no estaba tan resbaladizo como el día anterior y llegaron al
fin sin tropiezo.
Tim se
dirigió en línea recta hacia un repliegue de la roca y desapareció bajo él.
Oyeron como lanzaba
un corto y agudo ladrido, como si dijera: «Venid, este es el
camino, apresuraos! »
—Se ha metido en el
brezal, por aquí debajo —dijo Dick—. Por el agujero que
encontró aquel día y
que debíamos explorar. Tiene que haber un pasadizo o algo así por
aquí. Pero, ¿estará
ahí Jorge?
—Pasare yo el primero
—anuncio Julián, dirigiéndose a la abertura. Repto a
través de ella y pronto
se encontró en un espacio mas amplio, desembocando luego en
un lugar por donde
casi se podía andar de pie. Camino un poco en la oscuridad,
siguiendo los
impacientes ladridos de Tim. Pero un minuto o dos más tarde se detuvo.
—Es imposible
seguirte en la oscuridad, Tim —llamo—. Tendremos que
regresar en busca de
linternas. No puedo ver nada a medio metro de distancia.
Dick penetraba
entonces por el agujero. Julián le grito que retrocediera.
—Esta demasiado
oscuro —le explicoó—. Necesitamos luces. Si, por alguna
razón, Jorge se ha
metido por este pasadizo, debe de haber sufrido algún accidente. Será
mejor que traigamos
también una cuerda y un poco de coñac.
Ana se echo a llorar.
Le impresionaba la idea de que su prima se hallase mal
herida en el oscuro
pasadizo. Julián la rodeo con un brazo, en un intento por consolarla,
tan pronto como
estuvo de nuevo al aire libre. La ayudo a trepar por las quebraduras de
la cantera. Dick los
seguía.
—No te entristezcas,
Ana. La encontraremos sana y salva. Ni siquiera puedo
imaginar el motivo de
que Tim y ella se vinieran de la isla y se dirigieran a la cantera en
lugar de quedarse en
la playa.
—¡Mira! Ahí está
Martín —exclamó de pronto Dick, con voz sorprendida.
En efecto, allí
estaba, en lo alto de la cantera. Y pareció tan asombrado al
verlos como ellos al
verlo a el.
—¡Te has levantado
temprano! —grito Dick—. ¡Que barbaridad! ¿Vas a
cultivar un huerto o
algo por el estilo? ¿Para que llevas esas azadas?
Martín los miraba
avergonzado y parecía no saber que decir. De pronto, Julián
se le acerco y lo
asió con fuerza por los hombros.
—Escucha, Martín.
Están ocurriendo cosas muy extrañas. ¿Que haces aquí? ¿Y
para que necesitas
esas azadas? ¿Has visto a Jorge? ¿Sabes dónde está? Vamos, dímelo.
Martín se estremeció,
librándose de la presión de Julián. Lo miraba
visiblemente
sorprendido.
—¿Jorge? ¡No! ¿Que le
ha sucedido a el?
—Jorge no es «el», es
«ella» —dijo Ana llorando aun—. Ha desaparecido.
Creíamos que podía
haber ido a la isla a buscar a su perro. Y Tim apareció de pronto en
«Villa Kirrin» y nos
trajo hasta aquí.
—Pensamos que a Jorge
ha debido sucederle algo, por aquí cerca —dijo
Julián—. Quiero saber
si la has visto o sabes algo de donde pueda estar.
—No, Julián. Te juro
que no sé nada —contestó Martín.
—Bueno, dime que
haces aquí tan de mañana con estas azadas —insistió
Julián—. ¿A quién
esperas? ¿A tu padre?
—Si —confesó Martín.
—Y ¿que ibas a hacer?
—pregunto Dick—. ¿Explorar el agujero?
—Si —respondió
Martín, sombrío y asustado—. No hay ningún mal en ello,
¿verdad?
—¡Todo esto es muy
extraño! —exclamó Julián, observándole y hablando con
perentoria lentitud—.
Pero debo decirte algo. Seremos nosotros los que vayamos a
explorarlo. ¡No tú y
tu padre! Si hay algo raro en este hueco, lo encontraremos. No os
permitiremos ni a ti
ni a tu padre entrar siquiera en el agujero. De manera que ve a su
encuentro y díselo
así.
Martín no se movió.
Palideció y miro a Julián con tristeza. Ana se acercó a el,
todavía con lagrimas
en el rostro, y le puso la mano en el brazo.
—Martín, ¿qué pasa?
¿Y por que nos miras así? ¿Cuál es el misterio?
Entonces, ante la
sorpresa y el espanto de todos, Martín giro sobre sus talones,
al tiempo que se oía
un ruido demasiado parecido a un sollozo. Se quedo de espaldas a
ellos, temblándole
los hombros.
—¡Dios mío!, ¿que te
pasa ahora? —exclamó Julián, exasperado—. Martín,
reacciona. Confía en
nosotros y dinos que es lo que te ocurre.
—¡Todo, todo!
—respondió Martín con voz entrecortada. Luego se volvió a
ellos—. No sabéis lo
que es no tener madre ni padre, ni nadie que se cuide de ti y te
quiera.
—Pero tu tienes padre
—asaltó Dick.
—No lo tengo. Ese
hombre es solo mi tutor, no mi padre, pero me hace decir
que lo es siempre que
hacemos un trabajo juntos.
—¿Un trabajo? ¿Que
clase de trabajo? —interrogó Julián.
—Pues... de muchas
clases, pero todos sucios —respondió Martín—. Husmear
cosas de las personas
honradas y exigir dinero a cambio de la promesa de no
publicarlas, traficar
con objetos robados y ayudar a gentes como los hombres que van
detrás del secreto de
vuestro tío...
—¡Vaya! —exclamó Dick
—. Ahora lo entendemos. Siempre creí que el señor
Curton y tú os
mostrábais interesados en un grado sospechoso por la isla de Kirrin.
Bueno. ¿Cuál es
vuestro actual negocio?
—Mi tutor me matará
por contaros todo esto —siguió Martín—. Pero debo
hacerlo. Han planeado
volar la isla. Confieso que este es el peor asunto en que me ha
metido jamás. Se que
vuestro tío esta allá y quizás este también Jorge como decís. ¡No
puedo seguir
hablando!
Las lágrimas
empezaron a rodar por sus mejillas. Era terrible ver a un
muchacho llorando así
y los tres sufrían por el. Además, estaban horrorizados al oír que
la isla iba a ser
volada.
—¿Cómo lo sabes?
—preguntó Julián.
—Pues veras... El
señor Curton tiene, como ya sabéis, un aparato transmisor y
receptor —explicó
Martín—. Así, los individuos de la isla, los que van tras el secreto de
vuestro tío, pueden
fácilmente ponerse en contacto con el. Se proponen obtener el
secreto si pueden, y
si no, lo volaran todo, para que nadie pueda disfrutarlo tampoco.
Pero no pueden
marcharse en bote, porque no conocen el camino a través de las rocas...
—Bien, entonces,
¿Cómo saldrán ellos de allí? —preguntó Julián.
—Estamos seguros de
que el agujero que Tim hallo el otro día conduce, por
debajo del lecho del
mar, hasta la isla de Kirrin —explicó Martín—. Si, ya se que suena
demasiado fantástico
para ser verdad. Pero el señor Curton posee un viejo mapa, el cual
muestra con toda
claridad que tal pasadizo existió en la antigüedad. Si todavía se
conserva, los
compinches de mi tutor escaparan a través de el, después de dejarlo todo
preparado para que la
isla estalle. ¿Comprendéis?
—Si —respondió Julián
conteniendo la respiración—. Lo comprendo. Ahora lo
veo todo claro,
demasiado quizá. Tim ha encontrado el camino a partir de la isla,
utilizando ese
pasadizo del que nos has hablado. Por eso nos ha conducido hasta aquí,
para guiarnos a la
isla y rescatar a tío Quintín y Jorge.
Se hizo un profundo
silencio. Martín tenía la vista fija en el suelo. Dick y
Julián proyectaban un
plan. Ana sollozaba. Todo le parecía increíble. De pronto, Julián
puso su mano en el
hombro de Martín.
—Martín, has hecho
bien en decírnoslo. Debemos impedir que lleven a efecto
ese disparate. Pero
tú tienes que ayudarnos. Necesitamos estas azadas. Supongo que
también tendrás
algunas linternas. Nosotros no tenemos y no podemos perder tiempo en
volver a buscarlas.
¿Vendrás con nosotros y nos ayudaras? ¿Nos dejaras las palas y las
linternas?
—¿Confiaríais en mí
—murmuro Martín—, si voy con vosotros y os ayudo? Si
vamos ahora, mi tutor
no podrá seguirnos, puesto que no tiene linterna. Podemos llegar
hasta la isla y traer
a Jorge y a vuestro tío sanos y salvos.
—¡Bien por ti!
—exclamó Dick—. Bueno, vamos entonces. Hemos estado
hablando demasiado
tiempo. ¡Adelante, Julián! Dale una azada y una linterna, Martín.
—Ana, es mejor que no
vengas con nosotros —ordenó Julián a su hermana—.
Debes volver a casa y
comunicarle a tía Fanny lo que ocurre. ¿Lo harás?
—Si. En realidad,
prefiero no ir —se conformó Ana— Volveré en seguida a
casa con tía Fanny.
¡Id con cuidado, Julián!
Descendió hasta la
entrada del agujero y permaneció observando como los tres
chicos penetraban y
desaparecían por el. Tim, que había estado esperando con
impaciencia durante
la charla, ladrando de cuando en cuando manifestó su contento al
ver que, por fin,
empezaban a moverse. Pasó adelante por el túnel. Sus ojos pardos
relucían con reflejos
verdosos cada vez que se volvía para, comprobar si le iban
siguiendo.
Ana empezó a subir
por las escarpadas laderas de la cantera. En cierto
momento, creyó oír
una tos. Se paró y se agazapó tras un arbusto. Miró a través de las
hojas y descubrió al
señor Curton. Escuchó que gritaba:
—Martín, ¿donde
diablos estas?
Se veía que buscaba a
Martín para iniciar la exploración del túnel. Ana apenas
se atrevía a
respirar. El señor Curton llamó una y otra vez. Luego, con un gesto de
impaciencia, empezó a
descender por un lado de la cantera.
De pronto resbaló. Se
agarró a un arbusto que había junto a él, pero este se
rompió bajo su peso.
Rodó por el suelo, muy cerca de Ana. La miro atónito por un
momento, pero en el
acto se dio cuenta de que empezaba a rodar más y más rápido hacia
la parte honda de la
cantera. Ana le oyó lanzar un fuerte gemido, cuando finalmente se
detuvo.
Lo observo asustada.
El señor Curton, sentado en el suelo, se acariciaba una de
sus piernas y gemía.
Miro hacia arriba para localizar a la niña.
—¡Ana! —llamó—. Creo
que me he roto una pierna. ¿Puedes ir a buscar
ayuda? ¿Que estas
haciendo aquí tan temprano? ¿Has visto a Martín?
Ana no contestó. Si
se había roto una pierna no podría seguir a los otros. Y ella
podría irse en
seguida. Subió con cuidado, temiendo rodar y caer junto al horrible señor
Curton.
—¡Ana! ¿Has visto a
Martín? Búscalo y trae ayuda para mi, ¿quieres? —chilló
el herido. Luego
volvió a gemir.
Ana alcanzo la cima
de la cantera y miró hacia abajo. Hizo bocina con las
manos y grito muy
fuerte:
—Es usted un hombre
muy malvado. No sé si encontraré ayuda para usted. No
lo sé.
Y habiendo desahogado
su pecho, la muchacha salió disparada en dirección a
la casa, atravesando
el pantano.
«Tengo que contárselo
todo a tía Fanny. Ella decidirá lo que se debe hacer.
Espero que los otros
estén bien. ¿Que harán si estalla la isla? Estoy muy contenta de
haber dicho al señor
Curton que es un hombre muy malo.»
Y corrió jadeante.
¡Tía Fanny sabría lo que era preciso hacer!
CAPÍTULO
XX
La
cosa está que arde
Entre tanto, los tres
chicos y Tim efectuaban un extraño recorrido por los
subterráneos. Tim los
conducía sin titubear, deteniéndose de vez en cuando para que
ellos pudieran
alcanzarle.
Al principio, el
túnel tenía el techo muy bajo y los muchachos debían caminar
agachados, lo cual
resultaba muy fatigoso. Pero, al poco tiempo, comenzó a elevarse y
Julián, iluminando en
torno con la linterna, descubrió que las paredes y el suelo, en
lugar de ser de
barro, eran de roca. Trato de orientarse.
—Hemos venido
derechos al acantilado —dijo a Dick—. Excepto unas cuantas
vueltas y recovecos,
el pasadizo se ha inclinado bastante hacia abajo en los últimos cien
metros. Creo que
debemos hallarnos a mucha profundidad bajo el suelo.
Hasta que no llegó a
sus oídos el curioso bramido que había asustado a Jorge
en las cuevas, no se
dieron cuenta de que estaban bajo el lecho rocoso del mar. Iban
andando bajo el agua
hacia la isla de Kirrin. ¡Que extraño! ¡Que cosa tan increíble!
—Parece una pesadilla
—dijo Julián—. No estoy seguro de que me guste
demasiado. Adelante, Tim,
te seguimos. ¡Eh! ¿Que es esto?
Frenaron en seco.
Julián enfoco su linterna hacia delante. Un montón de rocas
derrumbadas obstruían
el camino. Tim forcejeo levemente y se coloco al otro lado por
una pequeña abertura;
pero los chicos no lograron pasar. Era demasiado estrecho.
—¡Menos mal que
traemos las azadas, Martín! —dijo Dick alegremente—.
Dame una.
Con bastante
esfuerzo, lograron al fin abrirse paso entre las piedras.
—¡Gracias a Dios!
¡Suerte que disponemos de estas herramientas! —exclamó
Julián.
Siguieron adelante y
de nuevo tuvieron que usar las azadas para atravesar otro
montón de rocas. Tim
ladraba impaciente cuando le hacían esperar. Se sentía ansioso de
volver al lado de
Jorge.
Muy pronto llegaron a
un lugar donde el túnel se ramificaba en dos. Pero Tim
siguió por el ramal
de la derecha sin vacilar y, cuando a su vez este se dividió en tres, de
nuevo eligió sin
titubear ni un momento.
—¡Maravilloso!
¿Verdad? —dijo Julián—. Todo lo hace por instinto. Ha
recorrido este camino
una vez y ya no se olvidara jamás. Estaríamos ya perdidos por
completo aquí abajo
si hubiésemos venido solos.
Martín no podía
disfrutar del todo con aquella aventura. Sin embargo, se
esforzaba en seguir a
los otros. Dick supuso que lo abrumaba el pensamiento de lo que
le esperaba cuando
todo esto hubiese terminado. ¡Pobre Martín! Lo único que él
deseaba era pintar y,
en vez de eso, había sido arrastrado a una serie de terribles
negocios, a cual
peor, y usado como tapadera por su perverso tutor.
—Oye, Julián, ¿crees
que nos habremos acercado ya a la isla?«— pregunto
Dick al fin—. Me
estoy cansando de este túnel.
—Si. Por lo menos,
así lo espero —respondió Julián—. Creo que sería mejor
que a partir de ahora
prosigamos en el mayor silencio, por si tropezamos de repente con
el enemigo.
Sin más comentarios,
avanzaron sigilosos y, de pronto, vislumbraron una débil
luz ante ellos.
Julián levanto la mano para dar a entender que se parasen.
Aunque lo ignoraban,
estaban acercándose a la caverna que el padre de Jorge
había elegido para
guardar sus libros y papeles y donde su hija le había encontrado la
noche anterior. Tim
también se paró y escuchaba con atención. ¡No quería meterse de
cabeza en el peligro!
Del interior surgió
el sonido de una conversación. Los niños intentaron
distinguir de quien
procedían.
—Son Jorge y tío
Quintín —dijo Julián por ultimo.
Y como si el perro se
hubiera asegurado a su vez de que efectivamente se
trataba de sus amos,
salió disparado hacia delante y penetró en la cueva iluminada, entre
alegres ladridos.
—¡Tim! —Al
escuchar la voz de Jorge, les dio un vuelco el corazón. Ella
prosiguió— ¿Donde has
estado?
—¡Guau! —ladró Tim,
tratando de explicarse—. ¡Guau!
En ese momento,
Julián y Dick entraron corriendo en la cueva, seguidos de
Martín. Tío Quintín y
Jorge los contemplaron estupefactos.
—¡Julián! ¡Dick! Y
Martín también. ¿Como habéis llegado hasta aquí? —gritó
la chica, mientras Tim
saltaba y se revolcaba como un loco a su alrededor.
—Te explicaré
—respondió Julián—. Fue Tim quien nos trajo.
Y les relató la
historia de cómo Tim había llegado a «Villa Kirrin» de
madrugada y saltado a
su cama y todo lo que había pasado después. Al terminar, tío
Quintín y Jorge les
contaron lo que les había sucedido a ellos.
—¿Donde están los dos
hombres? —preguntó Julián.
—En alguna parte de
la isla —dijo Jorge—. Los seguí hace un rato hasta que
llegaron a la pequeña
habitación de piedra. Creo que se quedaran allí hasta las diez y
media para hacer las
señales, a fin de que en casa crean que todo marcha bien.
—Bueno, ¿cuales son
vuestros planes? —dijo Julián—. ¿Volveréis con
nosotros por el túnel
submarino? O, si no, ¿Que podemos hacer?
—Me parece peligroso
—intervino Martín con rapidez—. Mi tutor debe andar
ya muy cerca de
nosotros y está en contacto con los otros hombres. Si llega a
imaginarse donde
estoy y tuviera la menor sospecha de lo que pretendemos, llamaría a
dos o tres mas y
tendríamos que enfrentarnos con ellos en el pasadizo.
Sus palabras sumieron
a sus compañeros en un mar de conjeturas. Ignoraban
que el señor Curton
estaba en aquellos momentos sentado, con una pierna rota, en el
fondo de la cantera.
El tío Quintín considero la situación.
—Esos hombres me han
dado siete horas para decidir si les entrego o no mi
secreto —dijo—. El
plazo acaba a las diez y media. Entonces los bandidos acudirán de
nuevo. Creo que entre
todos podremos capturarlos, especialmente contando con Tim.
—Si, es una buena
idea —asintió Julián—. Nos esconderemos hasta que
vengan y Tim saltara
sobre ellos antes de que sospechen lo mas mínimo.
Todavía pronunciaba
las últimas palabras cuando... ¡se apago la luz! Y una voz
hablo en la
oscuridad:
—¡Quietos! Un solo
movimiento y disparo.
Jorge se quedo
boquiabierto. ¿Que pasaba? ¿Habían regresado los hombres de
improviso? ¡Oh! ¿Por
que Tim no les había prevenido? Ella le había estado acariciando
las orejas. Acaso se
había distraído con sus caricias y no había oído nada.
Agarró el collar de Tim,
temiendo que quisiera saltar sobre su enemigo en la
oscuridad y que este
le matase. La voz habló de nuevo.
—¿Se ha decidido o no
a confiarnos su secreto?
—No —contestó el tío
Quintín en voz baja y tensa.
—¿Prefiere entonces
que toda la isla, todo su trabajo, y usted mismo y los
demás vuelen por los
aires?
—¡Si! Puede usted
hacer lo que quiera —chilló de pronto Jorge —. Ustedes
volaran con nosotros.
Nunca podrán escapar en bote. Se estrellarían contra las rocas.
El hombre rió.
—No se preocupen por
nosotros —anuncio—. Ahora, váyanse al fondo de la
caverna. Les estoy
apuntando con mi revolver.
Todos se agazaparon
en el fondo. Tim gruñó, pero Jorge lo retuvo y lo hizo
callar. No sabía si
los hombres se habían dado cuenta de que Tim estaba libre.
Pasos cautelosos
resonaron a través de la cueva en la oscuridad. Jorge escuchó
aguzando el oído.
¡Dos pares de pasos! De manera que los hombres estaban atravesando
la caverna... Ella
sabía hacia donde se encaminaban. Pensaban huir por el pasadizo
submarino y abandonar
la isla, que estallaría tras ellos.
Tan pronto como
dejaron de percibirse los pasos, Jorge encendió su linterna.
—¡Papa! Esos hombres
están escapando ahora por el subterráneo. Debemos
huir nosotros
también, pero no por ese camino. Mi bote esta en la playa. Vayamos
rápidamente allí y
escapemos antes de que se produzca la explosión.
—Si, vamos —respondió
su padre—. Sin embargo, si pudiera acercarme a mi
torre, podría
desbaratar su malvado plan. Habrán colocado allí los explosivos, lo sé. Si
lograra subir a la
galería, podría destruir todos sus proyectos.
—¡Oh! ¡Hazlo de prisa
entonces, papá! —grito Jorge, llena de pánico—. Salva
mi isla, si puedes.
Atravesaron todos la
cueva en dirección al pasadizo que conducía hasta el
tramo de escalones
que llevaba a la pequeña habitación de piedra. Una nueva y amarga
desilusión les
esperaba. ¡La piedra no podía abrirse desde dentro! Los hombres habían
alterado el mecanismo
de modo que ahora solo podía manejarse desde el exterior.
En vano el tío
Quintín movió la palanca arriba y abajo y de un lado a otro. No
paso nada. La piedra
no se movió.
—Solo puede abrirse
por fuera —dijo desesperado—. Estamos atrapados.
Se sentaron en los
escalones en ruinas. Se sentían helados, hambrientos y
tristes. ¿Que podían
hacer ahora? ¿Volver a la cueva y seguir el pasadizo submarino?
—Sería muy peligroso
—dijo el tío Quintín—. Temo que, si se produce la
explosión, el lecho
del mar, que forma su techo, pueda resquebrajarse, inundándolo. Y
sería espantoso que
eso sucediera estando nosotros dentro.
—¡Dios mío! No. No
podemos dejarnos atrapar así —dijo Jorge
estremeciéndose—.
¡Moriremos todos!
—Esperad. Se me
ocurre una idea. Quizá consiga hacer saltar esta roca — dijo
su padre al cabo de
un rato—. Tengo material suficiente aquí. Lo malo es que estamos
escasos de tiempo.
—¡Escuchad! —exclamó
Julián de pronto—. Oigo algo al otro lado de la
pared. Callad.
Guardaron silencio. Tim
gimió y escarbo bajo la roca, pero esta no se movió.
—Son voces —dijo
Dick—. Muchas voces. ¿Quien puede ser?
—¡Callaos!
—interrumpió Julián con fiereza—. Debemos averiguar quienes
son.
—¡Ya lo sé! ¡Ya lo
sé! —dijo Jorge bruscamente—. Son los pescadores que
han venido en sus
barcas. ¡Por eso los hombres no esperaron hasta las diez y media!
¡Por eso se han ido
tan de prisa! ¡Han visto venir las barcas de los pescadores!
—¡Ana los ha traído!
—grito Dick—. Debió de marcharse corriendo a casa,
contárselo todo a tía
Fanny y dar la noticia a los pescadores. Y estos han venido a
rescatarnos. ¡ANA!
¡ANA! ESTAMOS AQUÍ!.
Tim empezó
a ladrar desaforadamente. Los demás le animaron a continuar,
pues el ladrido de Tim
era más potente que sus gritos.
—¡GUAU! ¡GUAU! ¡GUAU!
Ana oyó el ladrido y
gritó a su vez, tan pronto como llegó al cuarto de piedra:
—¿Dónde estáis?
¿Dónde estáis?
—¡Aquí! ¡Aquí! ¡Mueve
la roca! —chillo Julián, gritando tan fuerte que los
demás que estaban
junto a el dieron un violento brinco.
—Apártese, señorita.
Ya veo que piedra es —dijo una voz profunda.
Palpó el contorno de
la piedra, seguro de que acertaría porque era más
inteligente que los
demás.
De pronto, toco en el
lugar exacto y encontró una pequeña clavija de hierro. La
empujó hacia el fondo
y la palanca desapareció, apartando la roca hacia un lado.
Todos se precipitaron
hacia afuera. ¡Unos sobre otros! Los seis pescadores, que
permanecían en el
cuartito, los contemplaron atónitos. También estaban allí tía Fanny y
Ana. Tía Fanny corrió
junto a su marido tan pronto como este apareció, pero, ante su
sorpresa, este la
empujo rudamente.
Corrió hacia el
exterior y se precipitó en dirección a la torre. ¿Tendría tiempo
de salvar a la isla y
a todos los que se encontraban en ella? ¡Oh! ¡De prisa, de prisa!
CAPITULO
XXI
El
fin de la aventura
—¿Adónde ha ido?
—preguntó tía Fanny, verdaderamente ofendida.
Nadie contestó.
Julián, Jorge y Martín vigilaban con ansiedad la torre. ¡Si al
menos el tío Quintín
apareciera en lo alto! ¡Ah! Allí estaba.
Sostenía con sus
manos una gran piedra. Y, a la vista de todo el mundo, rompió
con ella el cristal
que rodeaba la torre: ¡Crac! ¡Crac! ¡Crac!
Los alambres fijados
entre los cristales se partieron y desconectaron cuando los
vidrios que los
sostenían saltaron en fragmentos. Ahora los explosivos no podrían
actuar. El tío
Quintín se asomó a la destrozada galería y gritó con exaltada alegría:
—¡Todo va bien! ¡Llegue
a tiempo! He destruido lo que podía hacer volar la
isla. ¡Estamos a
salvo!
Jorge notó de pronto
que sus rodillas temblaban. Tuvo que sentarse en el suelo.
Tim se
acerco y le lamió la cara cariñosamente. Luego se echó a su lado.
—¿Por que rompió el cristal
de la torre? —preguntó un voluminoso
pescador—. No
entiendo nada de nada.
El tío Quintín bajo
de la torre y se reunió con ellos.
—Diez minutos mas y
hubiéramos llegado tarde —explicó—. ¡Gracias a Dios!
Llegasteis a tiempo,
Ana.
—Corrí a casa, hable con
tía Fanny y pedimos a los pescadores que nos
trajeran tan pronto
como tuvieran preparadas sus barcas —explicó Ana—. No
conocíamos otro
camino para rescataros. ¿Donde están los bandidos?
—Tratando de huir por
el túnel submarino —respondió Julián—. ¡Ah! Es
verdad. Tú no sabes
nada de esto, Ana.
Y se lo explicó todo,
mientras los pescadores le escuchaban con la boca
abierta.
—Mirad —dijo tío
Quintín, cuando Julián hubo terminado—. Puesto que los
botes están aquí, los
hombres podrían llevarse todos mis trastos. He terminado mi
trabajo. Ya no
necesitare más la isla.
—¡Que bien! Entonces
queda libre para nosotros —exclamó Jorge,
alborozada—. Y
podremos disfrutar lo que queda de vacaciones. Te ayudaremos a
transportar lo que
quieras, papá.
—Creo que deberíamos volver
lo mas rápido posible para capturar a los
hombres cuando
lleguen al otro extremo del túnel, señor —propuso uno de los
pescadores.
—Si, soy de la misma
opinión —dijo tía Fanny.
—¡Cielos! Me había
olvidado de que el señor Curton se quedo allí, con una
pierna rota —dijo
Ana, recordándolo de pronto.
Los demás la miraron
con sorpresa. Era la primera vez que oían que el señor
Curton estaba en la
cantera. Ana lo explicó todo. «Y le dije que era un canalla»,
remacho, terminando
triunfalmente su relato.
—¡Estupendo!
—respondió tío Quintín, riendo—. Quizá será mejor dejar el
traslado de mis cosas
para otra ocasión.
—No hay necesidad.
Dos de nosotros pueden encargarse de ello —respondió el
voluminoso pescador—.
La señorita Jorge ha dejado su barca en la ensenada y usted
también tiene allí la
suya, señor. Cabrán todos en ellas. Tom y yo llevaremos sus cosas a
tierra firme mas
tarde y, si es necesario, haremos otros viajes.
—Bien —dijo el padre
de Jorge, complacido—. Háganlo así entonces.
Encontraran mis cosas
abajo, en las cuevas. No tienen mas que seguir por ese túnel de
detrás de la piedra.
Descendieron a la
ensenada. Hacía un día maravilloso y el mar estaba en
calma, excepto los
consabidos rompientes alrededor de la isla. Muy pronto los botes
estuvieron navegando
hacia tierra.
—¡La aventura
terminó! —exclamó Ana—. ¡Que raro! Mientras estaba
sucediendo, no me
pareció una aventura. Pero ahora comprendo que lo es.
—Otra para añadir a
nuestra larga lista —comentó Julián—. Anímate, Martín.
No estés tan triste.
Ocurra lo que ocurra, nosotros te protegeremos. Tú nos ayudaste, y
por tanto, a partir
de ahora, has entrado a formar parte de nuestra pandilla. Nosotros nos
preocuparemos de que
no te pase nada malo, ¿verdad, tío Quintín? Nunca habríamos
logrado atravesar los
montones de rocas derrumbadas sin Martín y sus azadas.
—¡Gracias, muchas
gracias! —exclamó Martín—. Si podéis separarme de mi
tutor y evitar que lo
vuelva a ver en toda mi vida, me considerare feliz.
—Me temo que el señor
Curton será puesto a la sombra por mucho tiempo, de
manera que no podrá
molestar a sus amigos en años —respondió burlón el tío Quintín—
Por lo tanto, creo
que no debes preocuparte por él.
Tan pronto como las
barcas llegaron a la orilla, Julián, Jorge, Dick, Tim y el tío
Quintín se encaminaron
a la cantera con objeto de comprobar si el señor Curton seguia
allí y esperar la
salida de sus cómplices por la boca del túnel.
El señor Curton
estaba efectivamente allí, gimiendo y pidiendo socorro de vez
en cuando. Nadie le
había oído, excepto Ana. El tío Quintín le habló con severidad:
—Conocemos su papel
en este asunto, Curton. Será entregado a la policía. No
tardará en llegar.
Tim husmeo
alrededor del señor Curton y luego se aparó con el hocico
levantado, como
diciendo: «¡Que hombre mas desagradable!»
Los demás se sentaron
alrededor del agujero, dispuestos a esperar con
paciencia, pero no
apareció nadie. Paso una hora y luego dos más, y nadie salía por
aquella boca.
—Me alegro de que
Martín y Ana no hayan venido —comentó el tío Quintín—
. ¡Lastima que no se
nos haya ocurrido traer unos cuantos bocadillos!
En aquel momento
llego la policía. Bajaron por las rocas, a lo largo de la
ladera. El medico
forense venía con ellos. Examinó la pierna del señor Curton y luego,
con la ayuda de los
policías, subió al hombre con dificultad hasta el borde superior de la
cantera.
—Julián, ve a casa y
tráenos bocadillos —ordeno el tío Quintín—. Al parecer,
tendremos para rato.
La espera se hace larga.
Julián marcho
corriendo y pronto regreso con grandes paquetes de bocadillos
de jamón y termos de
café caliente. Los dos policías que se habían quedado con ellos
aseguraron que ellos
solos podrían encargarse de la guardia y que el señor Quintín podía
regresar a su casa si
lo deseaba.
—De ninguna manera
—replicó él—. Quiero ver el rostro de esos dos tipos
cuando salgan del
túnel. Será uno de los momentos mas agradables de mi vida. La isla
no ha sido volada, mi
secreto permanece intacto, mi libro esta a salvo y mi obra ha
terminado. Siento la
necesidad de proclamar todo esto a la cara de esos dos individuos,
de esos dos «queridos
amigos».
—¡Oye, papá! —exclamó
de repente Jorge—. Estoy pensando que a lo mejor
se han extraviado en
los subterráneos. Julián nos contó que había muchos pasadizos
diferentes y que Tim
los condujo por el verdadero, guiado por su instinto, pero que de
seguro se habrían
perdido sin la compañía del perro.
La cara de su padre
se ensombreció al pensar que los hombres se hubiesen
perdido en el
laberinto. ¡Había deseado tanto ver sus caras desengañadas al llegar a la
cantera!
—Podíamos enviar a Tim
en su busca —propuso Julián—. Solo el será capaz
de encontrarlos y
guiarlos hasta la salida. ¿Verdad que si, Tim?
—¡Guau! —contestó Tim
en señal de afirmación.
—¡Estupendo! Es una
gran idea. No le harán daño si se hallan perdidos y
comprenden que solo
con su ayuda pueden alcanzar el buen camino para salir al
exterior. Adelante, Tim,
búscalos, encuéntralos y tráelos aquí.
—¡Guau! —volvió a
ladrar el perro, dispuesto a demostrar su habilidad. Y
desapareció bajo el
dosel que formaba la roca.
Aguardaron, en tanto
despachaban los bocadillos y bebían el café. Al cabo de
un rato, oyeron de
nuevo los ladridos de Tim, surgiendo de las profundidades.
Se percibió un ruido
semejante a un jadeo. Luego, alguien que parecía escarbar
y, por ultimo,
apareció por debajo de la roca un hombre. Al levantarse, divisó al
silencioso grupo que
le esperaba. Quedo petrificado.
—Buenos días, Johnson
—dijo el tío Quintín con voz amable—. ¿Que tal está?
Johnson palideció.
Abatido, se sentó en una roca cercana.
—Usted gana
—balbuceó.
—¡Y tanto! —contestó
Quintín—. Pero además gano con limpieza. Vuestro
pequeño y diabólico
plan ha fracasado. Mi secreto sigue a salvo y dentro de un año será
entregado al mundo
entero para bien de la humanidad.
Otro ruido dentro de
la roca anunció al segundo hombre. Se irguió y, como su
compañero, se quedo
boquiabierto ante el grupo numeroso que rodeaba la salida,
esperándole
tranquilamente:
—¡Buenos días,
Peters! —le saludó el tío Quintín—. Me alegro de volverle a
ver. ¿Como le fue su
paseo subterráneo? Nosotros hemos preferido hacer la travesía
marítima.
Peters miró a Johnson
y se dejo caer sobre la roca.
—¿Que ha ocurrido?
—pregunto a Johnson.
—¡Todo se ha ido al
diablo! —contestó este.
En aquel momento hizo
su aparición Tim. Moviendo su rabo, orgulloso del
deber cumplido, se
acercó a Jorge.
—¡Apuesto a que se
alegraron cuando tropezaron con el perro! —exclamó
Julián
Johnson le miró.
—Si, nos perdimos por
esos endemoniados túneles. Curton prometió venir a
nuestro encuentro, pero
aun lo estamos esperando.
—Será mejor que no lo
esperen más. Probablemente a estas horas esta ya en la
enfermería de la
prisión. Tiene una pierna rota —explicó el tío Quintín —. Bien, agente,
ya puede cumplir con
su deber.
Ambos hombres fueron
detenidos. No opusieron la menor resistencia. Todos
los presentes se
dirigieron a través del pantanoso terreno hasta el coche de la policía.
Los agentes hicieron
montar en el a los dos bandidos y, acto seguido, salieron en
dirección a la
cárcel. Los restantes partieron hacia «Villa Kirrin» deseosos de celebrar
su éxito.
—Todavía tengo hambre
—dijo Jorge al llegar—. Juana, ¿no tienes nada bueno
para una pobre
hambrienta?
—¡Pues..., no hay
demasiado! —exclamó la cocinera—. Solo algo de jamón,
huevos y setas.
—¡Oh! —se entusiasmó
Ana—. Te daremos la medalla prometida, aquella
condecoración de la
E. M. C. I. B.
—¿Qué es eso? —
pregunto Juana.
Ana no podía
recordarlo, pero añadió:
—¡Es una estrella
preciosa!
—¡Ni que yo fuera un
árbol de Navidad! —refunfuñó alegre Juana—. Vale
mas que vengas a
ayudarme a poner la mesa.
Fue un magnifico
almuerzo que reunió a los siete en torno a la alegre mesa. Es
decir, a los ocho,
porque, desde luego, no podían olvidar a Tim.
Martín, al verse
libre de su tutor, se había convertido en un muchacho distinto
por completo. Los
niños hicieron planes sobre su futuro: «Podrás quedarte con el
guardacostas, que te
quiere mucho. Siempre dice que le sirves de gran ayuda y que eres
un buen muchacho. Y
podrás venir a jugar con nosotros a la isla. Y tío Quintín mirara
de matricularte en la
Escuela de Bellas Artes. Dice que mereces un premio por ayudar a
salvar su precioso
secreto.»
Martín se hinchaba de
satisfacción. Parecía como si le hubieran quitado un
gran peso de encima.
—Nunca se me ha
proporcionado una ocasión como esta —manifestó —. Lo
haré bien. No
fracasare.
—¡Mama! ¿Podemos ir a
la isla de Kirrin mañana para ver como desmontan la
torre? —pidió Jorge—.
Di que si, ¡por favor! ¿podríamos pasar allí toda una semana?
Será divertido volver
a dormir en aquel cuarto de piedra, como hicimos otras veces.
—Bien, por mi no hay
inconveniente —contestó su madre, sonriendo ante la
ansiedad de Jorge—.
Me gustará tener a tu padre para mi sola durante unos cuantos
días. Y poderlo
alimentar como necesita después de esta temporada de trabajos y
calamidades.
—¡Oh!, esto me
recuerda algo, Fanny —dijo su marido de repente—. La
última noche probé un
potaje que me habías dejado y confieso que no me gusto, ¡Estaba
malísimo!
—Pero... Quintín,
querido, ¡si te dije que lo tiraras! Recuerdo muy bien que te
lo advertí —contestó
su mujer, desesperada—. Tenía que estar completamente
estropeado. En fin,
no se puede negar que eres un sabio distraído —añadió con un
suspiro.
Finalmente,
terminaron el almuerzo y salieron al jardín. Desde allí
contemplaron la bahía
y la isla de Kirrin. Aparecía encantadora, iluminada por el sol de
mediodía.
—¡Hemos vivido una
serie de aventuras juntos! —exclamó Julián—. Muchas
más que la mayoría de
los niños. Fueron muy emocionantes, ¿verdad?
Si que lo fueron.
Pero ahora hemos de despedirnos de estos cinco amiguitos y
también de la isla de
Kirrin. ¡Adiós, Julián, Dick, Jorge, Ana y Tim!
Pero tan solo el
agudo oído del perro oye nuestro adiós y contesta:
¡Guau! ADIOS.
FIN
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