UN
FIN DE SEMANA DE LOS
CINCO
ENID
BLYTON
CAPÍTULO PRIMERO
UNA CARTA DE JULIÁN
—¡Ana! —gritó Jorgina corriendo
tras de su prima cuando ésta se dirigía a su
clase—. ¡Ana! He bajado a recoger
el correo y había una carta para ti de tu hermano
Julián. Te la he traído.
Ana se detuvo.
—¡Gracias! —exclamó—. ¿Qué querrá
Julián? Hace pocos días que me ha escrito y
no es corriente en él esto de
volver a hacerlo tan pronto. Debe de tratarse de algo
importante.
—Pues abre la carta y míralo —le
urgió Jorgina—. Date prisa porque tengo que ir a
clase de "Mate".
Ana abrió el sobre. Extrajo de él
un fragmento de papel escrito y leyó con rapidez.
Después miró a Jorgina con ojos
relucientes.
—¡Jorge! Julián y Dick
tendrán unos días libres, un fin de semana, a medio
trimestre. Alguien ha ganado
algún premio de escolaridad o algo por el estilo y por eso
les han dado a los chicos un par
de días para celebrarlo durante este fin de semana.
Quieren que nos unamos a ellos
para hacer una marcha todos juntos.
—¡Qué magnífica idea! —se
entusiasmó Jorgina—. ¡Qué bueno es Julián! Estoy
segura de que ha sido a él a
quien se le ha ocurrido. Leamos la carta, Ana.
Antes de que pudieran leerla, una
maestra pasó junto a ellas.
-¡Jorgina! —la reprendió—.
Deberías de estar ya en clase. Y tú también, Ana.
Jorgina frunció el ceño. No le
gustaba que la llamaran por su nombre entero. Se fue
sin decir una palabra. Ana guardó
la carta en el bolsillo de su bata y se marchó corriendo
alegremente. Pasar aquellos días
con sus hermanos, Julián y Dick, con Jorge y
con Tim, su perro. ¿Podía
existir algo mejor?
Ella y Jorgina comentaron de
nuevo el asunto cuando se hubieron acabado las clases
de la mañana.
—Tendremos libre desde el viernes
por la mañana hasta el martes —dijo Jorgina—.
Los niños tienen los mismos días
¡Qué suerte! No suelen tener vacaciones dentro del
trimestre de invierno.
—No podemos ir a mi casa porque
tenemos a los pintores —explicó Ana—. Por eso
iba a ir yo a la tuya. Pero estoy
segura de que a tu madre no le importará que vengan los
chicos con nosotros. Y total, a
tu padre no le gusta que vayamos nunca durante la época
de clases.
—No, no le gusta —asintió
Jorgina—. Siempre anda metido de lleno en alguna idea
magnífica y le molesta mucho que
le estorben. Será mejor para todos que nos vayamos a
hacer una marcha.
—Julián dice que nos llamará por
teléfono esta noche y que nos pondremos de
acuerdo —dijo Ana—. Estoy segura
de que va a ser un maravilloso fin de semana.
Todavía estamos en el mes de
octubre, así que, con suerte, aún podremos disfrutar de un
buen sol.
—Los bosques estarán muy hermosos
—comentó Jorgina—. ¡Y cómo disfrutará Timl
Vamos a darle la noticia.
El pensionado en que se
encontraban las dos niñas pertenecía al tipo de los que
permiten a sus pensionistas tener
con ellas a sus animales favoritos.
En el patio había perreras para
varios perros y Tim vivía allí durante el curso. Las dos
niñas fueron a verle.
El perro reconoció sus pasos y
empezó a ladrar enseguida con alegría. Se dedicó a
arañar la puerta del patio,
intentando abrirla por centesima vez.
En cuanto le abrieron, se lanzó
sobre las niñas, lamiéndolas y acariciándolas con sus
patas y ladrando
desesperadamente.
—Eres un perro tonto. ¡No seas
loco! —decía Jorgina al tiempo que golpeaba su
lomo con cariño—. Oye, Tim, nos
vamos a pasar el fin de semana con Julián y Dick,
¿qué te parece? Vamos a hacer una
marcha, así es que te gustará. Atravesaremos
bosques y colinas y Dios sabe
adonde llegaremos.
Tim parecía entender
todas sus palabras. Enderezó las orejas, ladeó la cabeza y
escuchó con atención todo lo que
Jorgina hablaba.
—¡Guau! —ladró al fin, como si
asintiera. Luego siguió a las niñas en su paseo
diario. Su espesa cola se
balanceaba alegremente. No le gustaba la vida que llevaba
durante la época de clases. No
obstante, se mostraba dispuesto a aceptar la vida de la
perrera con la condición de
permanecer cerca de su amada Jorge.
Por la noche, tal como había
prometido, Julián telefoneó. Ya lo había planeado todo.
Ana le escuchaba con emoción.
—¡Parece magnífico! —exclamó—.
Sí. Podemos reunirnos donde vosotros decís.
Procuraremos ser todo lo más
puntuales posible. De todas formas, si aún no habéis
llegado os esperaremos. Y si
vosotros llegáis primero nos esperáis a nosotras. Sí,
llevaremos todo lo que decís.
¡Oh, Julián, qué divertido va a ser!
—¿Qué ha dicho? —preguntó Jorgina
con impaciencia cuando por fin Ana colgó el
receptor—. Podías haberme dejado
hablar unas palabras con Julián. Quería contarle
cosas de Tim.
—No creo que le apetezca
malgastar una llamada telefónica para oírte explicar
monerías de Tim —replico
Ana—. Me ha preguntado cómo estaba y yo le he dicho muy
bien. Y eso es lo único que él
quería saber de Tim. Ya lo ha arreglado todo. Ya te diré de
qué se trata.
Las niñas se sentaron en una
esquina del dormitorio que compartían. Tim también
estaba con ellas. Se íe permitía
la entrada a determinadas horas, lo mismo que a otros
tres perros que pertenecían a
otras niñas. Todos los perros se portaban bien. Sabían que,
de no hacerlo, se les devolvería
al punto a su perrera.
—Julián dice que él y Dick podrán
salir inmediatamente después del desayuno —
prosiguió Ana—. Nosotras también
podemos hacer lo mismo. Dice que nos hemos de
llevar muy pocas cosas: solamente
el pijama, el cepillo de dientes, el peine, alguna
prenda de abrigo y un saco de
dormir. Y todos los bizcochos y chocolate que podamos
comprar. ¿Te queda algún dinero?
—Algo —respondió Jorgina—, pero
no mucho. Creo que tengo suficiente para
comprar algunas tabletas de
chocolate. De todas formas, tú tienes aún todos los
bizcochos que te mandó tu madre
la semana pasada. Podemos llevarnos unos cuantos.
—Y los terrones de azúcar que me
mandó una de las tías —añadió Ana—. Pero
Julián dice que no debemos llevar
mucho equipaje, porque esto va a ser una auténtica
marcha y nos cansaremos si
tenemos que soportar una carga demasiado pesada. Ha
dicho que nos llevemos dos pares
de calcetines.
—Está bien —asintió Jorgina,
acariciando a Tim, que estaba tendido junto a ella—.
Vamos a hacer una larga caminata,
querido Tim. ¡Cómo te gustará eso!
Tim gruñía feliz.
Pensaba, seguramente, si encontraría conejos por el camino. Para él,
una marcha no tenía la menor
emoción a menos que de cuando en cuando encontrara
algún conejo. Tim pensaba
que era una lástima que se permitiera a los conejos vivir en
madrigueras bajo tierra. Siempre
desaparecían como por encanto en el momento en que
él estaba a punto de atraparlos.
Ana y Jorgina fueron a visitar a
la directora para decirle que no irían por fin a "Villa
Kirrin" porque se irían a
hacer una marcha.
—Mi hermano dice que ya le ha
escrito a usted —dijo Ana—. Así es que usted estará
enterada de todo mañana, señorita
Peters. También le escribirá la madre de Jorge.
Podremos irnos, ¿verdad?
—¡Claro que sí! ¡Será un hermoso
fin de semana para vosotras! —exclamó la
señorita Peters—. Sobre todo si
estos días soleados continúan. ¿Adonde pensáis ir?
—Hacia los páramos —respondió
Ana—. Hacia los lugares más solitarios y desiertos
que Julián sea capaz de hallar.
Es posible que veamos algún ciervo, caballos salvajes y
quizás incluso tejones. Andaremos
mucho.
—Pero ¿donde pensáis dormir si es
tan desierto el lugar adonde vais? —preguntó la
señorita Peters.
—Julián ya lo ha planeado todo
—contestó Jorgina—. Ha buscado albergues y casas
de campo en el plano y nos
dirigiremos hacia ellas cuando llegue la noche. Hace ya
demasiado frío para dormir al
aire libre.
—Efectivamente, hace demasiado
frío —confirmó la señorita Peters—. Sobre todo,
sed prudentes. Ya sé de lo que
sois capaces cuando estáis los cinco juntos. Porque me
imagino que Tim irá con
vosotros.
—¡Claro que sí! —exclamó
Jorgina—. Yo no iría si él no viniera también. No podría
dejarlo aquí solo.
Las dos niñas se dedicaron a
preparar sus cosas, porque el viernes se aproximaba.
Sacaron los bizcochos de la lata
que los contenía y los pusieron en bolsas de papel.
También llenaron una bolsa con
terrones de azúcar y otra con pastillas de chocolate.
Ambas niñas tenían mochilas. Lo
empaquetaron todo varias veces y cada vez añadían
más cosas. A Ana le pareció que
sería conveniente llevarse un libro para leer. Jorgina
dijo que necesitarían una
linterna cada una y una pila de repuesto.
—También tendremos que meter
bizcochos para Tim —añadió—. Y algo más para
él. Le gustará que nos llévennos
un hueso, uno grande que pueda roer durante mucho
tiempo y que se pueda volver a
guardar luego para dárselo de nuevo más tarde.
—Está bien, pero deja que yo
guarde entonces los bizcochos y el chocolate si tú vas a
meter en tu mochila un mueso
maloliente —dijo Ana—. No sé para qué quieres llevarle
comida a Tim. Siempre
encontraremos algo que darle en los sitios en que nos
detengamos para comer.
Jorgina decidió, por tanto, no
llevarse el hueso. Había recogido uno de la perrera y
resultaba grande y pesado y, como
había dicho Ana, olía bastante mal. Volvió a dejarlo,
pues, en su sitio. Tim le
seguía muy extrañado. ¿Por qué andaba la niña con aquel hueso
de un lado para otro? El no
aprobaba aquella maniobra.
El tiempo resultó largo hasta el
viernes; mas, por fin, llegó el día. Las dos niñas se
despertaron muy temprano. Jorgina
bajó a las perreras antes del desayuno y cepilló y
peinó a Tim para que éste
se presentara reluciente y aseado ante Julián y Dick. El perro
sabía que era el día de la marcha
y estaba tan excitado como las niñas.
—Será mejor que nos desayunemos
bien —-dijo Ana—. Es posible que pase mucho
tiempo antes de que comamos de
nuevo. Después del desayuno nos escaparemos
enseguida.
—Es hermoso sentirse libre del colegio,
de los timbres y de las horas de las comidas,
pero no me sentiré verdaderamente
libre hasta que me vea fuera de los jardines de la
escuela.
Se desayunaron abundantemente,
aunque, en verdad, estaban tan emocionadas que
no sentían mucho apetito, luego
se colocaron las mochilas que habían dejado ya
preparadas la noche anterior, se
despidieron de la señorita Peters y fueron a buscar a
Tim.
El perro las esperaba con
impaciencia y comenzó a ladrar como un loco tan pronto
como vio que se acercaban.
En un santiamén salió del patio y
empezó a dar vueltas junto a ellas, metiéndose casi
entre las piernas.
—¡Buen viaje, Ana y Jorge! —gritó
una de sus amigas—. ¡Que os divirtáis mucho
en vuestra marcha! Y cuando
regreséis el martes no se os ocurra contarnos que habéis
tenido una de vuestras
acostumbradas aventuras tan espeluznantes, porque no lo
creeremos.
—¡Guau! —contestó Tim—.
¡Guau, guau! —Lo que significaba que pensaba tener
muchas aventuras y que
encontraría centenares de conejos.
CAPÍTULO
II
LA MARCHA
Julián y Dick se habían puesto
también en camino, muy satisfechos de poder
disfrutar de un tan inesperado
fin de semana.
—A mí, Willis y Johnson nunca me
han gustado mucho —comentaba Julián
mientras salían del jardín del
colegio—. Son unos "empollones". Nunca tienen tiempo
para jugar y divertirse. Pero hoy
no me ha quedado más remedio que hacerles una
reverencia, porque, gracias a su
"empollancia", han ganado medallas y méritos escolares
y no sé cuántas cosas más, y por
eso hemos conseguido este fin de semana. ¡Bravo por
Willis y Johnson!
—¡Bravo! —asintió Dick—. Aunque
estoy seguro de que ellos dos están en este
momento sentados en un rincón con
sus libros y así se pasarán todo el fin de semana.
No se enterarán ni de que hace un
día tan hermoso como el de hoy. ¡Bah! Tampoco se
darían cuenta si estuviera
lloviendo a cántaros como ayer. ¡Pobres sosos!
—Les parecía horrible salir de
marcha —dijo Julián—. Para ellos sería lo más
desagradable del mundo. ¿Te
acuerdas de lo malo que era Johnson jugando al rugby?
Nunca sabía cuál era el gol del
bando contrario y siempre corría en dirección opuesta.
—Sí, pero, en cambio, debe tener
una inteligencia enorme —replicó Dick—. Oye,
¿por qué estamos hablando de
Willis y Johnson? Me parece que hay cosas mucho más
interesantes en que pensar. Por
ejemplo, en Ana y Jorge, y en el viejo Tim. Espero que
se las arreglen para ser
puntuales.
Julián había estudiado
atentamente un plano a escala de los páramos que se extendían
entre la escuela de las niñas y
la suya propia. Eran amplias franjas de tierra solitaria
cubiertas de matorrales, con
algunas casas de campo dispersas y un pequeño número de
chalés y albergues.
—Seguiremos por la carretera y
luego por caminos de segundo y tercer orden —
decidió—. Iremos por caminos y
senderos. Me gustaría saber qué diría Tim si vemos
algún ciervo. No ha visto nunca
ninguno.
—A él sólo le interesan los
conejos —respondió Dick—. Supongo que no estará tan
gordo como durante las vacaciones
pasadas. Creo que le dimos demasiados helados y
demasiado chocolate.
—Es verdad, pero no tiene nada de
eso durante el curso —dijo Julián—. Las niñas no
disponen de tanto dinero como
nosotros. ¡Corre! ¡Ya viene el autobús!
Corrieron tras el pequeño autobús
rural que recogía a la gente que iba al mercado y
servía de enlace entre los
pequeños pueblos esparcidos por los páramos. Se detuvo
amablemente para recogerlos y
ellos se apresuraron a subir.
—¡Ah! ¿Os escapáis del colegio?
—comentó el conductor—. Ya sabéis que tendré
que delataros.
—¡Qué gracia! —replicó Julián, a
quien había fastidiado la broma, porque el
conductor la repetía regularmente
cada vez que uno de los pensionistas subía al autobús
con una gran mochila colgada a su
espalda.
Tuvieron que descender en el
próximo pueblo y caminar a campo traviesa hasta
hallar otra línea de autobuses.
Fácilmente lo alcanzaron, montaron en él y se instalaron
confortablemente en los asientos.
Había media hora de trayecto desde allí hasta el lugar
en donde habían convenido
encontrarse con las niñas.
—Ya han llegado, señoritos —gritó
el conductor cuando el autobús se detuvo en un
pueblo. En él había un gran prado
verde en donde los patos cloqueaban, y un pequeño
estanque con cisne— Me habían
preguntado ustedes por el pueblo de Pifpin, ¿verdad?
No seguimos más adelante. Aquí se
acaba el trayecto.
—Gracias —contestaron los chicos.
Y descendieron del coche.
—Bien, véanos si ya están aquí
las niñas —dijo Julián . Tienen que andar unos tres
kilómetros y medio desde la
estación de ferrocarril.
Las niñas no habían llegado aún.
Julián y Dick entraron en un bar y pidieron una
naranjada. En el momento en que
acababan de beberla, descubrieron a las dos niñas que
se asomaban a la puerta.
—¡Julián! ¡Dick! Adivinamos que
estaríais comiendo o bebiendo —dijo Ana, y
corrió hacia sus hermanos—. Hemos
venido lo antes que nos ha sido posible. El carromato
ha tenido uan avería. Es un tren
pequeñito y muy antiguo. Todos los pasajeros se
han apeado y le daban consejos al
conductor y le explicaban lo que debía hacer.
—¡Hola! —exclamó Julián dando un
empujón a Ana. Quería mucho a suu hermana
menor—. ¡Hola, Jorgel ¡Como
has engordado!
—¡Si no he engordado! —protestó
Jorgina—-. Tampoco Tim ha engordado, así es
que no se lo digáis.
Julián se está burlando, como de
costumbre —explicó Dick dando a Jorgina una
amistosa palmada es la espalda—.
Pero, de todos modos, yo también encuentro que has
crecido. Pronto serás tan alta
como yo. ¡Hola, Tim! ¡Mi querido perro, preciosidad de
perro! Veamos. ¿Tienes la lengua
húmeda como siempre? Sí, sí. Nunca he conocido un
perro con una lengua mejor que la
tuya.
Tim se volvía loco
de alegría al verse con sus cuatro amigos, Brincaba alrededor de
ellos, ladraba, balanceaba su
larga cola y babeaba de puro placer.
—¡Vaya, vaya! —exclamó la
tendera, emergiendo de la oscuridad—. ¡Llevaos a ese
perro en seguida! ¡Está como
loco!
—Y vosotras, niñas, ¿no queréis
tomar algún refresco? —preguntó Julián, sujetando
a Tim por el collar—.
Mejor será que toméis algo, porque no estamos dispuestos a
acarrear botellas de bebidas. Son
muy pesadas.
—¿Queréis que nos sentemos?
—preguntó Jorgina—. Yo voy a tomar cerveza de
jengibre. Estáte quieto, Tim. Parece
que hayas estado separado de Julián y de Dick
durante diez años.
—Probablemente a él le han
parecido diez años —repuso Ana— ¿Verdad que eso
son bocadillos?
Al decir esto señalaba una fuente
depositada sobre el mostrador. En ella había
algunos bocadillos de aspecto muy
apetitoso.
—Sí, señorita, son bocadillos
—confirmó la tendera, descorchando dos botellas de
cerveza de jengibre—. Los he
preparado para mi hijo, que trabaja en la granja de Black
-bush. Pronto vendrá a
recogerlos.
—¿No podría disponer algunos para
nosotros? —preguntó Julián—. Así no
tendríamos que preocuparnos de
llegar al próximo pueblo a la hora de la comida. Tienen
muy buen aspecto.
—Sí, os haré todos los que
deseéis —respondió la tendera colocando dos vasos
delante de las niñas—. ¿De qué
los preferís? ¿Queso, huevos, jamón o tocino?
—Bueno. Pues nos gustaría uno de
cada clase —resolvió Julián—. El pan también
parece bueno.
—Yo misma lo he amasado —dijo la
mujer, complacida—. Ahora mismo voy a
prepararlos. Por favor, avisadme
si alguien entra en la tienda mientras no estoy aquí.
La mujer desapareció.
—¡Esto está bien! —comentó
Julián—. Si nos hace muchos podremos pasar sin
entrar en los pueblos durante
todo el día y aprovechar todo el tiempo para la
exploración, internándonos por
donde ningún pie haya pisado antes que los nuestros y
todas esas cosas que se dicen.
—¿Cuántos os comeréis cada uno de
vosotros? —preguntó la mujer, que había
reaparecido de repente—. Mi hijo
se come seis, es decir, doce rebanadas de pan.
—Bueno, ¿puede usted prepararnos
ocho para cada uno? —preguntó Julián. La
mujer pareció asombrada—. Nos han
de durar todo el día —explicó Julián.
Ella asintió con la cabeza y
desapareció otra vez.
—Esto debe de representar para
ella un pequeño capital —comentó Ana—. Ocho
bocadillos para cada uno son
dieciséis rebanadas de pan. Y luego hay que multiplicarlo
por cuatro.
—Esperemos que tenga una máquina
para cortar el pan —dijo Dick—. Si no, vamos
a pasarnos aquí todo el día.
¡Hola! ¿Quién es ése?
En la puerta de la tienda había
aparecido un hombre muy alto, que llevaba una
bicicleta en la mano.
—¡Madre! —gritó.
Los niños comprendieron en
seguida de quién se trataba: era el hijo de la tendera,
que trabajaba en la granja de
Blackbush. Venía a recoger sus bocadillos.
—Su madre tiene mucho trabajo.
Está cortando sesenta y cuatro rebanadas de pan —
dijo Dick—. ¿Quiere que la llame?
—No. Tengo mucha prisa —repuso el
hombre apoyando la bicicleta junto a la
puerta. Entró, alcanzó los
bocadillos que estaban en el mostrador y montó rápidamente
en su bicicleta. Sin embargo,
antes de salir les dijo—: Decid a mi madre que he estado
aquí y que vendré tarde esta
noche. Tengo que ir a la cárcel a recoger material.
Al cabo de unos segundos se
hallaba ya muy lejos. La mujer regresó. Traía un
cuchillo en la mano y una hogaza
de pan en la otra.
—Me ha parecido oír a Jim —dijo—.
Sí, ya veo que ha recogido los bocadillos. ¿Por
qué no me habéis avisado?
—Dijo que tenía mucha prisa
—explicó Julián—. También nos pidió que la
informáramos de que llegaría
tarde, porque debía ir a la cárcel a buscar material.
—Tengo allí a otro hijo —dijo la
mujer.
Los cuatro la miraron.
¿Significaba eso que tenía un hijo encarcelado? ¿En qué
cárcel? Ella adivinó sus
pensamientos y sonrió.
—Mi hijo Tom no es un preso
—aclaró—. Trabaja allí como guardián. Es muy
buena persona, aunque su oficio
no resulta agradable. A mí me dan mucho miedo los
que están encarcelados. Son
personas crueles y malas.
—Sí. He oído decir que hay una
gran cárcel en esta región —respondió Julián—.
Está señalada en el mapa.
Procuraremos no aproximarnos.
—No, mejor será que no vayas
cerca de ella con las niñas —asintió la mujer, que
volvió a entrar en el interior de
la tienda—. Si no me apresuro en haceros los bocadillos,
no los tendréis antes de mañana.
Durante el tiempo que los niños
permanecieron en la tienda sólo entró un
parroquiano. Era un viejo
ceremonioso, que fumaba una pipa de arcilla. Miró a su
alrededor y, al no ver a la
tendera, depositó tres peniques sobre el mostrador y cogió un
paquete de almendra molida, que
introdujo en su bolsillo.
—Se lo diréis cuando regrese
—dijo entre dientes, conservando aún su pipa en la
boca.
Y se fue como había venido. Tim
gruñó. El viejo olía a sucio y a Tim no le había
gustado.
Por fin, los bocadillos
estuvieron preparados y la mujer regresó. Los había envuelto
cuidadosamente en papel
impermeable y había hecho cuatro paquetes. Sobre cada
paquete había escrito en lápiz lo
que contenía. Julián leyó lo que había escrito e hizo un
guiño a los demás.
—¡Vaya, vamos a divertirnos, de
lo lindo! —exclamó—. Queso, tocino, jamón y
huevos. ¿Y qué es esto?
—¡Ah! Eso son cuatro pedazos de
un pastel de frutas que yo misma hago —dijo la
mujer—. No pienso cobrároslo.
Quisiera que lo probaseis.
—¡Pero si nos ha dado la mitad
del pastel! —dijo Julián, emocionado—. Se lo
pagaremos y, además, se lo
agradecemos mucho ¿Qué vale todo esto?
La mujer se lo dijo; Julián
entregó el dinero y añadió un chelín por el pastel.
—Aquí lo tiene, y muchas gracias
—dijo—. Ahí hay tres peniques que ha dejado un
viejo que llevaba una pipa de
arcilla y que ha tomado un paquete de almendra molida.
—Sin duda era el viejo Gupps
—dijo la mujer—. Deseo que disfrutéis mucho.
Volved por aquí si deseáis que os
prepare más bocadillos. Si os los coméis todos hoy,
quedaréis bien alimentados.
—¡Guau! —ladró Tim.
Esperaba que también él
participaría en el festín. La mujer le tiró un hueso y él lo
cazó en el aire.
—¡Muchas gracias! —dijo Julián—.
Bueno, pongámonos ya en marcha.
CAPÍTULO
III
A CAMPO TRAVIESA
Se pusieron por fin en marcha,
con Tim corriendo delante de ellos. La escuela les
parecía una cosa muy lejana. El
sol de octubre era cálido y los árboles del pueblo,
revestidos de su colorido otoñal,
relucían en tonos amarillos, rojos y dorados. El aire
arrastraba algunas hojas caídas,
pero éstas se harían numerosas después de la primera
helada.
—¡Es un día celestial! —exclamó
Jorgina—. Hubiese sido preferible no ponerme la
chaqueta. Me estoy asando.
—Pues quítatela y échatela sobre
los hombros —dijo Julián—. Yo haré lo mismo.
Nuestros jerseys abrigan lo
suficiente en un día como hoy.
Todos se despojaron de sus recias
chaquetas. Cada uno de ellos cargaba sobre su
espalda una mochila, un saco de
dormir y ahora también una chaqueta. Pero ninguno de
ellos notaba el peso al iniciarse
el día.
—Me alegro, niñas, de que me
hayáis hecho caso y llevéis zapatos fuertes —
comentó Julián mirando
aprobatoriamente hacia sus botas—. Es posible que andemos
por sitios húmedos. ¿Lleváis
calcetines de repuesto?
—Sí. Hemos metido todo lo que nos
dijiste —repuso Ana—. ¡Vuestras mochilas
parecen bastante más cargadas que
las nuestras!
—Es que yo llevo en ella los
mapas y algunos utensilios —dijo Julián—. Estos
páramos son muy extraños: se
extienden durante kilómetros y kilómetros. Y hay en
ellos nombres raros: el Valle
Ciego, la Colina del Conejo, el Lago Perdido, la Mata del
Conejo...
—¡La Colina del Conejo! A Tim le
va a gustar —intervino Jorgina.
Y Tim enderezó al punto
sus orejas. ¿Conejos? ¡Ah!, lugares como ése eran los que
le gustaban.
—Ahora vamos en dirección hacia
allí —prosiguió Julián—. Luego encontraremos la
Mata del Conejo. También ese
sitio le agradará.
—¡Guau! —ladró Tim alegremente,
y salió disparado.
Se sentía muy feliz. Sus cuatro
amigos estaban con él y llevaban mochilas repletas de
bocadillos, que olían
estupendamente. Para colmo, tenían por delante un largo día de
marcha, que él imaginaba repleto
de conejos.
Era hermoso caminar al sol.
Pronto dejaron atrás el pucblccito y se adentraron por un
sendero ondulante. Las márgenes
del camino se volvían cada vez más elevadas y pronto
los cuatro dejaron de ver lo que
había por encima de ellas.
—¡Qué camino más hundido! —dijo Dick—.
Parece que andamos por un túnel. ¡Y
qué estrecho es! No me gustaría
conducir un automóvil por él. Si topara con otro coche,
tendría que hacer marcha atrás
durante varios kilómetros.
—No es probable que tropecemos
con ninguno por aquí —replicó Julián—.
Solamente en verano andan los
coches por estos caminos. Gente que viene de
vacaciones y hace el turista por
el campo. Este camino que cogemos ahora conduce a la
Colina del Conejo, según indica
el plano.
Subieron por un portillo hacia lo
alto del margen y caminaron a través de un campo,
hacia una pequeña colina.
De repente, Tim se puso
excitadísimo. Olía los conejos e incluso los veía.
—No es frecuente que se vean
tantos conejos durante el día —dijo Jorgina con
sorpresa—. Los hay grandes y
pequeños. ¡Qué estampida!
Llegaron a la colina y se
sentaron tranquilamente para contemplar los conejos. Pero
fue imposible conseguir que Tim
hiciera lo mismo. La vista y el olor de los animales lo
transformaron en un salvaje. Se
soltó de la mano de Jorgina y salió como un loco
husmeando por la colina,
persiguiendo a los conejos por docenas.
—¡Tim! —gritaba Jorgina.
Pero, por esta vez, el perro no
le hacía el menor caso. Corría de aquí para allá y se
enfurecía cuando primero un
conejo y luego otro desaparecían por la boca de una
madriguera.
—No te molestes en llamarle
—recomendó Dick a su prima—. No atrapará ninguno.
Fíjate lo listos que son. Yo creo
que están jugando con Tim.
Al menos, eso parecía. Tan pronto
como Tim había perseguido a dos o tres conejos
hasta su madriguera, otros
aparecían a su espalda. Los niños se reían. Era tan gracioso
como una pantomima.
—¿Dónde comeremos? —preguntó
Ana—. Si permanecemos aquí mucho más
tiempo, yo necesitaré comer algo
y aún no es la hora. Siempre me siento hambrienta
cuando estoy al aire libre.
—Será mejor que prosigamos
—contestó Julián—. Hemos de andar un trecho más
antes de llegar al sitio de la
comida. He preparado un horario para nuestra excursión.
Rodearemos todos los páramos y,
al final, regresaremos al mismo punto de partida. Lo
he organizado cuidadosamente.
—¿Dormiremos en alguna granja?
—preguntó Jorgina—. Me gustaría. ¿Creéis que
nos lo permitirán? ¿O será mejor
que vayamos a alguna hostería?
—Iremos a casas de campo dos de
las noches, y las otras dos, a hosterías —resolvió
Julián—. Lo tengo todo previsto.
Subieron por la Colina del Conejo
y descendieron por el lado opuesto. Allí también
había muchos conejos. Tim los
persiguió hasta que terminó por jadear como un coche
que avanza cuesta arriba. Su
lengua colgaba húmeda y chorreante.
—Ya es bastante, Tim —le
reprochó Jorgina—. Sé razonable.
Sin embargo, Tim no podía
serlo en un lugar en que existían tantos conejos. Así es
que hubieron de consentir en que
los persiguiese a todo correr hasta quedar sin aliento,
mientras ellos descendían la
colina. Cuando llegaron abajo, Tim descendió apresurado
detrás de ellos.
—Ahora quizá dejes de corretear
como un loco y andes con nosotros —le riñó
Jorgina.
Había hablado demasiado pronto,
porque en seguida llegaron a un bosquecillo y
Julián les anunció que se trataba
de la Mata del Conejo.
—Y como este lugar debe de estar
también cuajado de conejos, no tengáis la
esperanza de que Tim deje
de hacer el loco por ahora —terminó Julián.
En la Mata del Conejo casi
perdieron a Tim. Uno de los animalitos desapareció por
un agujero muy grande y el perro
también se coló por él. No obstante, pronto se quedó
atascado. Escarbó violentamente
con sus patas, pero de nada le sirvió. Se quedó
completamente atascado.
Al momento se dieron cuenta los
niños de que el perro no estaba con ellos y
volvieron hacia atrás para
llamarle. Casualmente llegaron hasta el agujero en que estaba
hundido y oyeron su respiración
jadeante y el ruido que hacía al escarbar. Una lluvia de
arena salió del agujero.
—¡Aquí está! ¡Qué idiota, se ha
metido en un hoyo! —dijo Jorgina, alarmada—
.¡Tim! ¡Tim! ¡Sal de ahí!
Nada en el mundo hubiese agradado
más al perro, pero la verdad es que no conseguía
salir por mucho que lo intentaba.
La raíz de un árbol se había atravesado detrás de él y
le cerraba la salida.
A los niños les costó veinte
minutos conseguir liberar a Tim. Ana se tumbó en el
suelo y se arrastró por la boca
del agujero hasta alcanzar al perro. Era la única lo
bastante pequeña como para poder
introducirse en el hoyo.
Asió las patas traseras de Tim
y tiró de ellas con fuerza. La raíz resbaló sobre su
espalda y, por fin, el perro pudo
salir. Gemía fuertemente.
—¡Ana, le estás haciendo daño!
¡Que le haces daño! —gritaba Jorgina—. ¡Suéltalo
ya!
—¡No puedo! —respondía Ana—. Se
hundirá más todavía si le suelto las patas. ¿No
podéis tirar de mí? Así Tim saldría
conmigo, porque le tengo agarrado por las patas.
La pobre Ana fue arrastrada hacia
fuera tirando de sus piernas, y con ella salió
también Tim. Continuaba
gimiendo y se dirigió inmediatamente a Jorgina.
—¿Se habrá herido en algún sitio?
—preguntó Jorgina con ansiedad—. Seguramente
se ha hecho daño. No gemiría así
si no estuviese herido.
Examinó atentamente sus patas y
sus garras y le miró la cabeza. El perro no cesaba
en sus lamentos. ¿En dónde podía
haberse lastimado?
—Déjale ya —dijo por fin Julián—.
No veo que tenga daño por ninguna parte. Son
sólo sus sentimientos los que han
quedado heridos.
—Quizá se ha ofendido porque Ana
ha tenido que salvarle tirando de sus patas
traseras. Su dignidad se habrá
sentido herida —añadió Dick.
Pero Jorgina no estaba conforme.
A pesar de que no podía encontrar ninguna señal
de ello, no conseguía
tranquilizarse y creía que Tim se había lesionado en alguna parte.
—Quizá sería conveniente llevarlo
al veterinario —empezó.
—Pero, Jorge, no seas
tonta —dijo Julián—. No encontraremos ningún veterinario
en la copa de un árbol esperando
nuestra visita en esta tierra de páramos. Sigamos
adelante. Verás como Tim puede
seguir perfectamente y pronto deja de gemir. Estoy
seguro de que está herido en sus
sentimientos perrunos y nada mas. Se ha lastimado su
vanidad.
Dejaron atrás la Mata del Conejo
y prosiguieron su camino. Jorgina avanzaba en
silencio; Tim andaba a su
lado y también se mantenía silencioso. De todas formas, no
aparentaba dolerle nada, aunque
de cuando en cuando lanzaba pequeños gemidos.
—Hemos llegado al sitio en donde
he pensado que podíamos comer —dijo de pronto
Julián—. ¡Es la Colina Abrupta!
El nombre le va muy bien, porque está cortada a pico,
y allí la vista es maravillosa.
Y lo era. Habían llegado a la
cima de una escarpada colina y no se daban cuenta de
que estaba cortada en seco por el
otro lado. Se sentaron en la cima y miraron el sol que
relucía sobre una gran llanura
solitaria, poblada de brezos. Cabía en lo posible que, a
distancia, consiguieran ver algún
tímido cervatillo o caballos salvajes jóvenes.
—¡Es un lugar celestial! —comentó
Ana, sentándose junto a una gran mata de
brezo—. Hace tanto calor como en
verano. Espero que siga así durante todo el fin de
semana. ¡Nos tostaremos de lo
lindo!
—También será celestial comer
alguno de esos deliciosos bocadillos —opinó Dick,
buscando asimismo un lugar donde
sentarse—. ¡Qué asientos más confortables se encuentran
por aquí! Me llevaré una mata de
brezo al colegio para ponerla en mi silla, que
es tan dura.
Julián sacó los cuatro paquetes
de bocadillos. Ana los desenvolió. ¡Qué buen aspecto
tenían!
—¡Esto es superior! —exclamó
Ana—. ¿Qué queréis comer primero?
—Yo, personalmente, comeré uno de
cada clase. Pon uno encima del otro y morderé
a la vez el queso, el jamón, el
tocino y el huevo —dijo Dick.
Ana se echó a reír.
—Tienes la boca grande, pero no
será suficiente para todo eso —dijo.
Sin embargo, Dick se las compuso
para conseguirlo, aunque en verdad fue una
empresa difícil.
—Me comporto como un mal educado
—dijo cuando consiguió engullir el primer
bocado—. Me parece que de uno en
uno va a resultar de más provecho. ¡Eh, Tim!
¿Quieres un pedazo?
Tim pareció dar las
gracias. Estaba aún muy callado y quieto, y Jorgina seguía
preocupada por él. No obstante,
el apetito del perro se mostró inmejorable, de manera
que ninguno, excepto Jorgina,
sentía el menor temor por él. Estaba tendido junto a su
ama, y de cuando en cuando ponía
su pata sobre las rodillas de la niña, como pidiendo
un poco más de bocadillo.
—Tim sabe arreglárselas
muy bien —dijo Dick con la boca llena—. Consigue
pedazos de cada uno de nosotros.
Estoy seguro de que traga más él solo que todos
nosotros juntos. ¿No os parece
que son los bocadillos más "aplastantes" que hemos
comido en nuestra vida? ¿Habéis
probado el tocino? ¡Debe de proceder de un cerdo de
clase superior!
Era muy hermoso estar allí
sentados, a pleno sol, contemplando la amplia campiña y
comiendo con apetito. Todos se
sentían muy felices, excepto Jorgina. ¿Le ocurriría algo
malo a Tim? Si fuera así,
esto echaría a perder aquel hermoso fin de semana.
CAPÍTULO
IV
JORGINA ESTÁ PREOCUPADA
Durante un rato, después del
almuerzo, permanecieron tumbados al sol
perezosamente. Habían quedado
tres bocadillos para cada uno y medio pedazo de pastel.
Nadie había sido capaz de comerse
la ración entera, a pesar de que les apetecía mucho.
Tim hubiera estado
dispuesto a terminar todo lo que quedaba de pastel, pero Julián se
negó rotundamente.
—Es un pastel estupendo y sería
malgastarlo dárselo todo a Tim —dijo—. Ya has
comido bastante, Tim. ¡Eres
un perro muy goloso!
—¡Guau! —contestó Tim moviendo
la cola y mirando atentamente el pastel. Lo
siguió con la vista cuando vio
que lo empaquetaban. A él sólo le había tocado un
pedacito de la porción de
Jorgina. ¡Y era un pastel tan bueno!
—Cada uno de nosotros guardará
sus tres bocadillos y la media porción de pastel en
su mochila —dijo Julián—. Cada
cual puede comer su ración cuando mejor le apetezca.
Espero que nos den bien de comer
en la alquería donde he decidido que pasemos la
noche. Así es que podéis comer lo
que queda cuando os venga en gana.
—Me parece que no podré comer
nada más hasta mañana —respondió Ana
guardando su paquete de comida en
la mochila—. Es extraño que uno pueda sentirse
hambriento incluso sabiendo que
no le será posible tragar otro bocado durante mucho
tiempo.
—No te preocupes, Tim puede
engullir todo lo que te sobre —replicó Julián—. No se
desperdicia nada cuando Tim anda
cerca. ¿Estáis preparados para la marcha? Pronto
atravesaremos un pueblo y allí
nos detendremos para beber. Me apetece una cerveza de
jengibre. Desde allí nos
dirigiremos hacia la granja. Nos convendría llegar hacia las
cinco, porque ahora ya oscurece
muy pronto.
—¿Cómo se llama la granja?
—preguntó Ana.
—Alquería de la Laguna Azul. Un
nombre muy bonito, ¿no es verdad? Espero que
todavía haya una laguna azul.
—¿Y si no hubiera lugar para
nosotros? —se alarmó Ana.
—Bueno, siempre podrán encontrar
un rinconcito para dos niñas —contestó Julián—
. Dick y yo podemos dormir en el
granero, si es necesario. ¡No tenemos manías!
—También a mí me gustaría dormir
en un granero —dijo Ana—. Me gustaría
mucho. No pidamos un dormitorio;
pidamos sólo que se nos permita dormir en el
granero, sobre la paja, o el
heno, o lo que sea.
—No —rechazó Julián—. Las niñas
debéis dormir en el interior de la casa. Por la
noche hace frío y no llevamos
mantas. Los chicos estaremos suficientemente bien en
nuestros sacos de dormir, pero no
permitiré que dos niñas hagan lo mismo.
—¡Qué cosa más estúpida es ser
una niña! —exclamó Jorgina por millonésima vez
en su vida—. Siempre tenemos que
tener cuidado. En cambio, los chicos hacen lo que
les place. De todos modos, yo
pienso dormir en el granero. No me importa lo que tú
digas, Julián.
—Sí que te importa —replicó
Julián—. Sabes muy bien que si te rebelas contra las
órdenes del jefe (y ése soy yo,
mi querida niña, por si no lo sabías), otra vez no te llevaremos
con nosotros. Puedes parecer un chico
y comportarte como si lo fueses, pero, de
todos modos, eres una chica. Y
tanto si te gusta como si no, las chicas deben ser
protegidas.
—Yo creía que a los chicos les
molestaba mucho tener que preocuparse de las niñas
—dijo Jorgina con desprecio—.
Sobre todo cuando se trata de chicas como yo, a
quienes no les agrada eso.
—A los chicos bien educados les
gusta preocuparse de sus primas o de sus hermanas
—repuso Julián—. Y, cosa rara, a
las chicas bien educadas eso les gusta también. Sin
embargo, no voy a tratarte como a
una niña, Jorge, educada o no. Tan sólo voy a tratarte
como un chico al que es preciso
vigilar, ¿entiendes? Así es que cambia de cara y no te
pongas más pesada de lo que ya
eres.
Jorgina no pudo contener la risa,
y la mirada feroz desapareció de sus ojos. Dio un
empujón a Julián.
—Está bien, me has vencido. Te
comportas de un modo tan dominante en estos
últimos tiempos, que casi me das
miedo.
—Tú no le tienes miedo —intervino
Dick—. Eres la chica más valiente que he
conocido. ¡Vaya, vaya! Mis
elogios han hecho enrojecer a Jorge como si fuera una
niñita tímida. Deja que caliente
mis manos en tus mejillas, Jorge.
Y Dick acercó sus manos a la cara
enrojecida de su prima, simulando calentárselas
con el fuego que desprendían. La
niña no sabía si enfadarse o sentirse complacida.
Apartó las manos de él y se
levantó; parecía más que nunca un muchacho, con su pelo
tan corto y su cara llena de
pecas.
Los demás se levantaron también y
se desperezaron. Volvieron a colocar las
mochilas sobre sus hombros,
después de sujetar en ellas sus sacos de dormir y sus
chaquetas, y empezaron a
descender por la Colina Abrupta.
Tim les seguía,
aunque sin corretear como de costumbre. Caminaba despacio y con
precaución. Jorgina se volvió
para mirarle y frunció el ceño.
—¡Algo le pasa a Tim! —exclamó—.
¡Fijaos en él! No salta ni brinca.
Todos se detuvieron y lo miraron.
El perro se llegó hasta ellos. Entonces se dieron
cuenta de que cojeaba un poco de
la pata trasera izquierda. Jorgina se agachó junto a él
y se la palpó con cuidado.
—Se la debe de haber torcido o
dislocado cuando se ha metido por aquella
madriguera —dijo. Le acarició
suavemente y el perro se estremeció—. ¿Qué te pasa,
Tim? —preguntó
Jorgina, separando el pelo de su espalda y examinando la blanca piel
que quedaba por debajo para ver
por qué se había estremecido cuando ella le acariciaba.
—Tiene un gran cardenal aquí
—descubrió por fin. Sus primos se inclinaron para
verlo—. Seguro que algo le hizo
daño cuando se metió en la madriguera. Además, Ana
debió de herirle en la pata al
tirar de él. Ya te dije que no lo agarraras por las patas, Ana.
—¿Pues cómo querías que lo
sacara? —preguntó Ana, que se sentía a la vez muy
enfadada y muy culpable—. A lo
mejor hubieras preferido que se quedara allí días y
más días...
—No creo que el daño sea grave
—las calmó Julián. Tentó la pata del perro y dijo—:
Creo que se trata de una simple
torcedura. Mañana se encontrará perfectamente bien.
Estoy seguro de ello.
—Pero yo quiero estar
completamente segura —protestó Jorgina—. ¿Has dicho que
pronto encontraríamos un pueblo?
—Sí, el pueblo de Beacon
—respondió Julián—. Podemos preguntar si hay algún
veterinario en este distrito, si
eso ha de tranquilizarte. Puede mirar la pata de Tim y
decirte si tiene algo grave. Sin
embargo, yo estoy convencido de que no es nada.
—Vayamos, pues, al pueblo —dijo
Jorgina—. Las únicas veces en que desearía que
Tim fuese un perrito
pequeño es cuando veo que se ha hecho daño, porque ahora es muy
grande y muy pesado para llevarlo
en brazos.
—No sueñes por ahora en llevarle
a cuestas —dijo Dick—. Es capaz de andar
perfectamente con tres patas si
no puede utilizar las cuatro. No está tan mal como todo
eso, ¿verdad, Tim?
—¡Guau! —contestó Tim tristemente.
Estaba disfrutando con toda
aquella preocupación. Jorgina acariciaba su cabeza.
—Ven —le dijo—. Pronto
conseguiremos que te curen esa pata. Sigue, Tim.
Todos continuaron adelante,
volviendo la cabeza continuamente para comprobar
cómo marchaba el perro. Éste
avanzaba muy despacio. Al cabo de un rato cojeaba
mucho más aún. Por fin, mantuvo
la pata izquierda encogida y caminó sobre las otras
tres.
—¡Pobrecillo! —se condolió
Jorgina—. ¡Mi querido Tim!Espero que su pata esté
perfectamente mañana. Si no se
cura, yo no podré proseguir la excursión.
El grupo que llegó al pueblo de
Beacon presentaba un lamentable aspecto. Julián se
dirigió a una pequeña posada que
se encontraba en medio del pueblo y se llamaba "Los
Tres Pastores". Una mujer
sacudía una alfombra en la ventana, Julián la llamó.
—Oiga, por favor, ¿hay algún
veterinario en este distrito? Quisiéramos que visitara a
nuestro perro.
—No. No hay veterinario aquí
—contestó la mujer—. El más cercano vive en
Marlin, que está a once
kilómetros de aquí.
Jorgina se sintió desesperada. Tim
no podría andar once kilómetros.
—¿Hay algún coche de línea?
—preguntó.
—No. No hay ninguno que vaya a
Marlin —respondió la mujer—. No hay coche de
línea en esa dirección. Pero si
queréis que miren la pata de vuestro perro, id a casa de
Spiggy, que está por ese lado. El
señor Gastón vive allí con sus tres caballos y sabe
mucho acerca de perros. Llevad el
vuestro. El sabrá lo que le ocurre.
—¡Muchas gracias! —dijo Jorgina,
agradecida—. ¿Está muy lejos?
—A unos ochocientos metros —dijo
la mujer—. ¿Veis aquella colina? Subid por
ella, volved hacia la derecha y
veréis una casa muy grande. Es la casa de Spiggy. No
podéis equivocaros, porque está
rodeada de establos. Preguntad por el señor Gastón. Es
muy amable. Quizá tengáis que
esperar un poco, si ha salido con sus caballos. A veces
no regresa hasta que oscurece.
Los cuatro niños parlamentaron.
—Lo mejor será que vayamos a casa
de ese señor Gastón —decidió al fin Julián—.
Pero me parece que tú, Ana, y tú,
Dick, deberíais adelantaros hacia la alquería en que
hemos de pasar la noche para
hacer el trato. Será mejor que no esperemos hasta el
último momento. Yo me quedaré con
Jorge y Tim.
—Está bien —asintió Dick—. Me iré
con Ana. Va a oscurecer muy pronto. ¿Llevas
linterna, Julián?
—Sí. Además, no me cuesta trabajo
orientarme, como ya sabéis. Volveré al pueblo
cuando hayamos hablado con el
señor Gastón y me dirigiré en línea recta hacia la
alquería. Está aproximadamente a
dos kilómetros y medio de distancia.
—Te agradezco que vengas conmigo,
Julián —dijo Jorgina—. Vamonos ya. ¡Hasta
luego, Dick y Ana!
Julián se puso en marcha con
Jorgina y Tim hacia la casa de Spiggy. Tim utilizaba
sólo tres de sus patas y parecía
muy apenado.
Ana y Dick le contemplaban y
también se sentían muy tristes.
—Supongo que mañana estará bien
del todo —comentó Dick—. En caso contrario,
¡adiós nuestro fin de semana! No
hay duda.
Se separaron y caminaron a través
del pueblo de Beacon.
—En marcha hacia la alquería de
la Laguna Azul—dijo Dick—. Julián no me ha
dado muchas instrucciones.
Preguntaré al primero que pase.
Pero no encontraron a nadie, si
se exceptuaba a un hombre que conducía un carrito.
Dick le hizo gestos para
"que se detuviera y el hombre tiró de las riendas del caballo.
—¿Vamos bien para dirigirnos a la
alquería de la Laguna Azul? —gritó Dick.
—Sí —contestó el hombre, al
tiempo que movía la cabeza afirmativamente.
—¿Se va recto por este camino o
debemos coger algún desvío? —continuó Dick.
—Sí —contestó el hombre,
volviendo a asentir con la cabeza.
—¿Qué querrá decir? ¿Que se va
recto o que hay que desviarse? —comentó Dick en
voz baja. Y volvió a preguntar en
voz alta—: ¿Es por aquí? —Señalaba la dirección de
la mano.
—Sí —volvió a decir el hombre.
Con el látigo les indicó el
camino por donde los dos andaban en dirección hacia el
Oeste.
—¡Ah!, ya veo. ¿Hemos de doblar
hacia la derecha al llegar allí? —le interrogó Dick
a gritos.
—Sí —dijo el hombre.
Y, asintiendo una vez más con la
cabeza, puso su carro en marcha de una manera tan
súbita, que el caballo casi pisó
el pie de Dick.
—¡Vaya! Si encontramos la granja
después de todos estos "síes", es que somos muy
listos —comentó Dick a su
hermana—. Pero ¡sigamos adelante!
CAPÍTULO
V
ANA Y DICK
De repente empezó a oscurecer. El
sol había desaparecido y una gran nube negra se
deslizó por el firmamento.
—Va a llover —exclamó Dick—.
¡Sopla! Y yo que pensaba que iba a ser un
atardecer muy hermoso.
—Démonos prisa —urgió Ana—. No me
gusta nada tener que refugiarme en un
margen cuando llueve a cántaros
mientras siento el agua escurrirse por mi espalda y
noto los charcos bajo mis pies.
Se apresuraron. Siguieron por el
camino que conducía a las afueras del pueblo y
dieron la vuelta hacia la
derecha. ¿Sería por allí por donde el hombre les había
indicado? Se pararon un momento y
miraron hacia todos los lados. Parecía uno de
aquellos caminos hundidos por
donde habían andado por la mañana. Estaba oscuro y se
había transformado casi en un
túnel ahora que iba anocheciendo.
—Espero que éste sea el buen
camino —dijo Dick—. Preguntaremos a la primera
persona que encontremos.
—¡Si es que topamos con alguna!
—respondió Ana. A su entender, nadie que
estuviera en sus cabales
escogería aquel extraño y profundo camino. Se metieron por él.
El sendero serpenteaba y luego
descendía por un lugar muy fangoso. Ana advirtió que
chapoteaba en el espeso barro—.
Por aquí cerca debe de pasar algún riachuelo
omunicó a Dick—. ¡Ay! Me ha
entrado agua en los zapatos. No creo que debamos
seguir por aquí, Dick. Estoy
segura de que cada vez hay más agua. Ahora ya me llega a
los tobillos.
Dick escrutaba el camino a través
de la oscuridad, que cada vez se hacía más densa.
Descubrió algo que corría por
encima del elevado margen.
—Mira, ¿no te parece que eso es
un portillo? —dijo—. ¿Dónde está mi linterna?
¡Naturalmente! Debe de estar en
el fondo de la mochila. ¿Podrás encontrarla, Ana, y así
no tendré que quitarme la
mochila?
Ana localizó la linterna y se la
entregó a Dick. Éste la encendió. Al punto, las
tinieblas que les rodeaban se
hicieron más densas y el camino cobró todavía en mayor
grado el aspecto de un túnel.
Dick dirigió la linterna hacia lo que había creído que era
un portillo.
—Sí, es un portillo —confirmó—.
Confío en que conduzca a la granja. Quizá sea un
atajo. No dudo de que éste sea el
camino que usan los carros y probablemente va directo
a la alquería, pero, si esto es
un atajo, también nosotros podemos ir por él. A alguna
parte nos conducirá.
Se encaramaron por el elevado
margen hasta el portillo. Dick ayudó a Ana y por fin
ambos se encontraron en un campo
muy extenso. Frente a ellos había un camino
estrecho que corría entre mieses.
—Sí, con toda seguridad es un
atajo —exclamó Dick, satisfecho—. Espero que
dentro de pocos minutos veremos
las luces de la alquería.
—Bueno. Puede que primero nos
caigamos en la laguna azul —replicó Ana con
desánimo.
Estaba empezando a llover. Ana
pensó si le serviría de algo cubrirse con la chaqueta,
pero acaso la alquería se
encontrase muy cerca. Julián había dicho que no distaba
mucho del pueblo.
Caminaron por medio del campo y
llegaron a otro portillo. Ahora la lluvia caía muy
densa. Ana decidió cubrirse con
su chaqueta. Se detuvo debajo de una mata muy espesa
y Dick la ayudó. Llevaba en el
bolsillo una capucha y también se la puso. Dick se
colocó la suya y emprendieron de
nuevo el camino. El segundo portillo conducía a otro
campo interminable. Por último,
el camino llegaba a una gran verja. Se encaramaron por
ella y se hallaron en lo que
parecía un páramo lleno de brezos: era un terreno salvaje y
sin cultivar. Por ninguna parte
se veía la granja, aunque, de todos modos, no lograrían
ver cosa alguna a no ser que se
encontraran muy cerca, porque la noche ya había
cerrado y era oscura y lluviosa.
—Si al menos divisáramos una luz
por algún lado —suspiró Dick. Dirigió la luz de
su linterna hacia el páramo que
se extendía frente a ellos—. No sé qué hacer. No parece
que haya camino por aquí y no me
gusta la idea de volver atrás por esos campos
mojados hacia aquel camino
profundo y oscuro.
—¡Oh, no, no vayamos! —exclamó
Ana, temblorosa—. Aquel camino hundido no
me gustaba. Por aquí hallaremos
algún sendero. No creo que haya nadie tan tonto como
para abrir una verja sobre un
descampado.
Estaban allí parados, sin
percibir más sonido que la lluvia que caía sobre ellos,
cuando otro ruido muy distinto
llegó a sus oídos.
Era algo tan inesperado y
sobrecogedor que se abrazaron el uno al otro, llenos de
pánico. Era un ruido muy extraño
para ser oído en aquel páramo desierto.
¡Campanas! Eran campanas que
sonaban de un modo salvaje y metálico, sin cesar,
discordantes en aquel oscuro
paisaje, armando un gran revuelo. Ana se mantenía fuertemente
asida a Dick.
—¿Qué es eso? ¿Dónde están esas
campanas? ¿Por qué tocan? —susurró Ana.
Dick no tenía la menor idea.
Estaba tan asustado como su hermana al oír aquel
extraño ruido. Sonaba bastante
distante, pero, de cuando en cuando, el viento soplaba
con fuerza y su repiqueteo
semejaba muy cercano.
—Quisiera que se parara.
Quisiera... quisiera que dejasen de tocar de una vez
—dijo Ana. Su corazón latía
rápidamente—. No me gusta. Me asusta. No son campanas
de iglesia.
—No, no son campanas de iglesia
—asintió Dick—. Son un aviso, aunque no sé de
qué. Estoy seguro de que se trata
de un aviso. ¿Anunciarán un fuego? No. Veríamos su
resplandor si hubiera alguno
cerca de aquí. ¿O será la guerra? Imposible. Hace mucho
tiempo que ya no se usan campanas
para avisar que hay guerra.
—Sí, pero el pueblo se llama
Beacon1
—dijo
Ana recordándolo de pronto—. ¿Crees
tú que se llama así —continuó—
porque en otro tiempo la gente encendía una fogata en
alguna colina cercana para
advertir a las otras ciudades de que venía el enemigo? Quizá
tocasen las campanas. ¿Crees que
estamos oyendo las campanas de otros tiempos? No
suenan como ninguna de las
campanas que he oído hasta ahora.
—¡Dios mío! Ten la seguridad de
que no se trata de campanas fantasmales —la
tranquilizó Dick, que hablaba
animadamente a pesar de que se sentía tan atemorizado y
alarmado como Ana—. Esas campanas
las están tocando ahora, en este mismo instante.
De repente, las campanas cesaron
y un gran silencio sucedió al furioso sonido. Los
dos niños se mantuvieron quietos,
escuchando durante algunos minutos.
—Por fin se han detenido —exclamó
Ana—. ¡Eran odiosas! ¿Para qué tocarían en
esta noche tan, tan oscura? ¡Ay!
A ver si encontramos la alquería de la Laguna Azul lo
más rápidamente posible. No me
gusta estar perdida en la oscuridad de este modo ni oír
campanas que tocan como locas sin
ningún motivo.
—Ven —dijo Dick—. Caminaremos
junto al margen. Mientras sigamos por aquí, a
1 Beacon: fogata (N.del T.)
alguna parte llegaremos. No me
apetece dar vueltas por el páramo.
Se cogió al brazo de Ana y ambos
anduvieron sin apartnrse del margen. Llegaron a
otro camino y tomaron por él.
liste les condujo a otro camino más ancho, pero que no se
hundía, y por fin, ¡oh visión
maravillosa!, no muy lejos vieron relucir una luz.
—Debe de ser la alquería de la
Laguna Azul —exclamó Dick con alivio—. Vamos,
Ana, ahora ya no estamos lejos.
Descubrieron una pared de piedras
no muy alta y se guiaron por ella hasta alcanzar
una puerta que estaba rota. Se
abrió con un crujido. Pasaron por ella y se encontraron en
un lugar completamente
encharcado.
—¡Sopla! —exclamó la niña—. Ahora
estoy más mojada que nunca. Por un
momento he creído que me había
metido en la laguna azul.
Sin embargo, no era más que un
charco. Lo contornearon y descubrieron un camino
fangoso, que conducía a una
pequeña puerta, abierta en un blanco muro de piedra. Dick
pensó que sin duda sería la
puerta trasera. Muy cerca estaba la ventana en que lucía la
luz cuya vista tanto les había
alegrado.
Junto a la luz estaba sentada una
vieja, con la cabeza inclinada sobre su costura. Los
niños la distinguían muy bien
mientras se mantenían junto a la puerta. Dick buscó
alguna campanilla o un llamador,
pero no halló nada por el estilo. Golpeó la puerta con
los nudillos. Nadie contestó. La
puerta siguió cerrada. Miraron a la mujer: seguía
cosiendo.
—Debe de ser sorda —comentó Dick.
Volvió a golpear la puerta mucho más fuerte,
pero la mujer continuó
tranquilamente con su labor. Sí, con toda seguridad era sorda. —
¡No vamos a poder entrar!
—exclamó Dick con impaciencia. Movió el pomo de
la puerta y ésta se abrió.
—Entraremos y nos presentaremos —decidió Dick. Dio un
paso hacia la desgastada
alfombrilla que cubría el suelo al otro lado de la puerta. Se
había introducido en un pasadizo
estrecho, que se extendía hasta una escalera de piedra,
muy empinada y estrecha, que se
alzaba en el otro extremo.
A su derecha había una puerta
entreabierta. Daba a la habitación en que la mujer
estaba sentada. Los dos niños
podían ver un rayo de luz que pasaba por la abertura.
Dick abrió la puerta y entró
seguido por Ana. La mujer no se molestó siquiera en
levantar la cabeza. Clavaba y
estiraba la aguja, aparentando no ver otra cosa. Dick tuvo
que colocarse frente a ella para
que se enterara de que estaba en la habitación. Entonces
se puso en pie, tan asustada que
su silla se volcó con gran estruendo.
—Lo siento —se disculpó Dick.
Estaba disgustado por haber asustado a la vieja—.
Hemos llamado, pero usted no nos
ha oído.
La vieja les miró. Tenía la mano
apoyada sobre el corazón.
—Me habéis asustado muchísimo
—dijo—, ¿De dónde salís en una noche tan
oscura?
Dick recogió su silla y ella
volvió a sentarse.
—Buscábamos este lugar —aclaró
Dick—. Ésta es la alquería de la Laguna Azul,
¿verdad? Deseamos saber si
podemos pasar la noche aquí, con dos amigos nuestros.
La mujer movió la cabeza y señaló
sus oídos.
—Soy sorda como una tapia. De
nada sirve que me habléis. Os habéis extraviado,
según parece.
Dick movió la cabeza
afirmativamente.
—Pues no podéis quedaros aquí
—continuó la mujer—. Mi hijo no quiere que nadie
se quede en casa. Mejor será que
os vayáis antes de que él venga. Tiene muy mal
carácter.
Dick asintió con la cabeza. Luego
señaló la noche oscura y lluviosa y luego a Ana,
que chorreaba de pies a cabeza.
La mujer entendió lo que el niño quería decirle.
—Os habéis extraviado, estáis
cansados y mojados y no queréis que os eche —dijo—
. Lo malo es que mi hijo, no
quiere extraños por aquí.
Dick volvió a señalar a Ana y
luego a un sofá que estaba en la esquina de la
habitación. Después se señalo a
sí mismo y a continuación a la salida. La mujer le comprendió
en el acto.
—Deseas que dé asilo a tu hermana
y tú te irás, ¿verdad? —preguntó.
Dick asintió con la cabeza. Pensó
que le sería fácil encontrar para él algún cobijo.
Pero opinaba que Ana estaría
mejor bajo techado.
—Mi hijo no debe veros a ninguno
de los dos.
Diciendo esto, la vieja empujó a
la niña hacia lo que ésta creyó que era un armario.
No obstante, cuando la puerta
estuvo abierta, comprobó que se trataba de una pequeña
escalera, muy empinada, que
conducía hacia el tejado.
—Sube por aquí —recomendó la
vieja a Ana—. Y no aparezcas de nuevo hasta que
yo te llame mañana por la mañana.
Tendré un disgusto si mi hijo se entera de que estás
aquí.
—Sube, Ana —ordenó Dick, que
estaba muy preocupado—. No sé qué encontrarás
ahí arriba. Si el lugar es
demasiado malo, desciende de nuevo. Mira primero si hay una
ventana o algo por donde puedas
comunicarte con el exterior. Entonces yo sabré que
estás bien.
—Sí —asintió Ana con voz
temblorosa.
Ascendió por la sucia y empinada
escalera de madera. Comunicaba ésta con un
pequeño desván. Allí había un
colchón relativamente limpio y una silla. Sobre ésta
aparecía una manta doblada y en
una estantería se veía un jarrón de agua. La habitación
no contenía nada más.
A uno de los lados del cuarto
había una pequeña ventana. Ana se dirigió a ella y
llamó:
—¡Dick! ¿Estás ahí? ¡Dick!
—Sí, aquí estoy —contestó Dick—.
¿Qué hay por ahí, Ana? ¿Se está bien? Oye,
buscaré algún sitio cerca de aquí
donde refugiarme y podrás llamarme si me necesitas.
CAPÍTULO
VI
EN MEDIO DE LA NOCHE
—No está mal —explicó Ana a su
hermano—. Hay un colchón bastante limpio y una
manta. Estaré bien. Pero, ¿qué
pasará si llegan los otros? ¿Los esperarás tú? Pienso que
Jorge tendrá que
dormir en el pajar contigo y con Julián. La vieja no va a dejar entrar a
nadie más, ¡tenlo por seguro!
—Les aguardaré y ya organizaremos
algo —afirmó Dick—. Cómete los bocadillos
que te quedan y el pastel y
procura que se te sequen los pies. Ponte lo más cómoda que
puedas. Aquí muy cerca hay un
cobertizo o algo por el estilo. Estaré bien. Llámame si
me necesitas.
Ana volvió a meterse en la
habitación. Estaba mojada y exhausta y tenía hambre y
sed. Se comió todos los
bocadillos y bebió un trago de la jarra. Luego se sintió
soñolienta y se tendió sobre el
colchón, cubriéndose con la manta. Pretendió mantenerse
atenta para oír cuando los demás
llegaran, pero estaba demasiado cansada. Se durmió en
seguida.
Abajo, Dick rondaba de aquí para
allá. Lo hacía con precaución, porque no quería
toparse con el hijo de la vieja.
No le gustaba lo que había oído acerca de él. Llegó junto
a un cobertizo donde había
montones de paja. Con precaución, encendió su linterna y
miró en derredor.
"Este sitio me servirá
—pensó—. Tendido en la paja estaré bien. ¡Pobre Ana!
Desearía que Jorge estuviese
con ella. Mejor será que me mantenga atento para vigilar
si ella y Julián llegan, porque,
si no, me dormiré y no me daré cuenta de que ya están
aquí. Son sólo las seis, pero el
dia ha sido muy largo. Me gustaría saber cómo está Tim.
Desearía tenerlo aquí
conmigo."
Dick pensaba que probablemente Jorge
y Julián pasarían a través de la misma verja
que habían cruzado ellos, líl
cobertizo medio derruido que había encontrado se hallaba
cerca de aquella verja, y se
sentó allí sobre un cajón para esperar a que apareciesen sus
compañeros.
Mientras aguardaba, se comió sus
bocadillos. ¡Qué reconfortantes le parecieron! Los
despachó todos y, por último,
hizo lo mismo con el pastel. Luego bostezó. Tenía mucho
sueño y sus pies estaban mojados
y le pesaban mucho.
Nadie llegó. Ni siquiera el hijo
de la vieja. Aún podía ver cómo la mujer seguía
cosiendo junto a la lámpara. Al
cabo de dos horas, cuando ya casi eran las ocho y Dick
empezaba a sentirse muy
preocupado por Jorgina y Julián, la vieja se levantó y guardó
su cesta de labor.
Desapareció de la vista de Dick y
no volvió a aparecer. Sin embargo, la luz
continuaba encendida y se veía
brillar a través de la ventana. Dick pensó que sin duda la
había dejado encendida para su
hijo.
De puntillas se acercó a la
ventana. Había cesado de llover y la noche era mucho más
clara. En el cielo habían
aparecido estrellas y la luna iba subiendo. Dick se sintió más
tranquilo.
Miró al interior de la habitación
iluminada. Entonces vio que la vieja se había
acostado en el sofá desvencijado
que ocupaba un rincón de la estancia. Una sábana la
cubría hasta la barbilla y
aparentaba dormir. Dick volvió al cobertizo. Comprendió que
ya no era necesario esperar por
más tiempo a Jorge y Julián. Debían de haberse
extraviado por completo. O quizás
el señor Gastón, o como se llamase, hubiese tenido
que hacer alguna cura especial a
la pata de Tim, y Julián habría decidido quedarse en la
hospedería del mismo pueblo para
pasar la noche.
Bostezó de nuevo.
"Estoy demasiado adormilado
para seguir aguardando —pensó—. Me caeré del
cajón si no voy ahora mismo a
tenderme en la paja, porque me estoy quedando dormido.
De todas formas, si los otros
vienen, les oiré llegar."
Usando con precaución su
linterna, se dirigió hacia el interior del cobertizo. Cerró la
puerta tras de sí y la aseguró
con una viga que corría entre dos anillas a modo de
rudimentario cerrojo. El mismo
ignoraba por qué estaba haciendo aquello. Acaso fuese
porque seguía pensando en el mal
genio del hijo de la vieja.
Se tendió en la paja e
instantáneamente se quedó dormido. Por la parte de fuera, el
cielo era cada vez más claro. La
luna había ascendido ya en el cielo. No era llena, pero
sí lo bastante crecida como para
iluminarlo todo. Lucía sobre la desolada casita de
piedra y los cobertizos.
Dick dormía profundamente. Estaba
tendido sobre la paja blanda y soñaba con Tim,
Jorge, con la laguna azul
y las campanas. Especialmente con las campanas.
Se despertó súbitamente y, por un
instante, no supo dónde se encontraba. ¿Qué era
aquello que le rodeaba? Luego lo
recordó. Claro, era paja. Estaba en un cobertizo. Iba a
dormirse de nuevo cuando percibió
un ruido.
Era un pequeño ruido como si algo
rascara las paredes de madera del cobertizo. Dick
se sentó. ¿Habría ratas por allí?
¡Esperaba que no!
Escuchó atentamente. El ruido
parecía provenir del exterior. Se detuvo un momento
y después de un intervalo se
reanudó. Luego oyó golpear suavemente en la pequeña
ventana que estaba sobre su
cabeza.
Estaba muy asustado. Las ratas
rascan y corren, pero no golpean las ventanas.
¿Quién estaría haciéndolo tan
suavemente en la ventana? Contuvo la respiración y
escuchó atentamente.
Entonces oyó una voz, un susurro
asustado.
—¡Dick! ¡Dick!
Dick estaba muy sorprendido.
¿Sería Julián? Si lo era, ¿cómo podía saber que él
estaba en aquel cobertizo? Se
sentó y siguió escuchando, rígido por la sorpresa.
Los golpes se repitieron, y luego
la voz de antes dijo más fuerte:
—¡Dick! Sé que estás ahí. Te he
visto entrar. Ven a la ventana. ¡Pero, por Dios, no
hagas ruido!
Dick no lograba reconocer la voz.
No era la de Julián, ni tampoco la de Jorge, ni la
de Ana. Entonces, ¿cómo podía saber
el que hablaba que él estaba allí? Era muy
extraño. Dick no sabía qué hacer.
—¡Date prisa! —urgió la voz—.
Tengo que irme dentro de un segundo y traigo un
mensaje para ti.
Dick decidió por fin acercarse a
la ventana. Estaba seguro de no desear que el que
estaba fuera penetrara en el
cobertizo. Con precaución, se arrodilló sobre un montón de
paja y habló desde debajo de la
ventana.
—Aquí estoy —dijo intentando
hacer que su voz pareciera grave y de persona adulta.
—Has tardado mucho en venir
—refunfuñó el que estaba fuera.
En aquel momento, Dick le vio a
través de la ventana. Sólo podía divisar su cara
flaca y de ojos salvajes, con una
cabeza pelada como una bola.
Se agachó de nuevo, contento de
que la cara no pudiese verle a él dentro de la
oscuridad del cobertizo.
—Aquí va el mensaje de Nailer
—prosiguió la voz—. Dos árboles, agua triste, Juan
el Descarado. Y dice que
Maggie lo sabe. Te manda eso. Maggie tiene otro igual.
Un pedazo de papel entró volando
a través del cristal roto de la ventana.
Dick lo recogió. Estaba
maravillado. ¿Qué significaba todo aquello? ¿Estaría
soñando?
La voz volvió a sonar, insistente
y llena de urgencia.
—¿Has oído todo eso, Dick? Dos
árboles. Agua triste. Juan el Descarado. Y Maggie
también lo sabe. Me voy ya. Se
oyó el leve ruido de alguien que se arrastraba con
precaución alrededor del
cobertizo y luego se hizo el silencio. Dick permanecía sentado,
lleno de extrañeza y miedo.
¿Quién sería aquella persona de ojos salvajes que le había
llamado por su nombre en medio de
la noche y le había dado aquellos mensajes que
nada significaban para la mente
de un niño soñoliento? No obstante, Dick ahora se
sentía completamente despierto.
Se puso en pie y miró por la ventana. Por allí no había
nada ni nadie. Sólo se veía la
casa solitaria y el cielo despejado.
Dick volvió a sentarse y meditó.
Encendió la linterna con cuidado y examinó el
pedazo de papel que había
recogido. Era una media cuartilla sucia, con unas marcas en
lápiz que no tenían la menor
significación para él. De cuando en cuando había una
palabra impresa, pero tampoco
éstas tenían sentido para el niño. No veía pies ni cabeza
en todo aquello, ni en el
visitante, ni en el mensaje, ni en el pedazo de papel.
"Debo de estar aún
soñando", pensó. Y guardó el papel en el bolsillo. Se tumbó de
nuevo en la paja y procuró
hundirse en ella, porque había cogido frío al acercarse a la
ventana. Permaneció acostado, y,
durante algún tiempo, siguió pensando en las cosas
extrañas y emocionantes que le
habían ocurrido, pero luego notó que sus ojos se
cerraban.
No obstante, antes de que
estuviera completamente dormido, oyó de nuevo pasos
cautelosos. ¿Es que regresaba
aquel individuo? Esta vez alguien intentó abrir la puerta.
El rudimentario cerrojo se lo
impidió; mas el que estaba fuera sacudió la puerta y pronto
el pedazo de madera se cayó. El
intruso volvió a sacudir la puerta, como si creyera que
ésta se había atascado, y luego
la abrió.
Entró y la cerró detrás de él.
Dick pudo entreverle. No era el
mismo hombre que antes se había acercado a la
ventana. Éste poseía una espesa
cabellera. Dick esperaba, rogando por que el hombre no
se acercara a la paja.
No se acercó. Se sentó sobre un
saco y aguardó en silencio. Al cabo de un rato
comenzó a pensar en voz alta,
aunque Dick no consiguió entender más que una o dos
palabras.
—¿Qué habrá ocurrido? —oyó—.
¿Tendré que esperar mucho más?
Después murmuró algo que Dick no
alcanzó a entender.
—Esperad, esperad, eso haré
—farfullaba el hombre.
Se puso en pie y se estiró. Luego
se dirigió hacia la puerta y miró al exterior. Volvió
a entrar y se aproximó de nuevo
al saco. Se sentó y permaneció quieto, mientras Dick
notaba que sus ojos se cerraban
de nuevo. ¿Formaría esto también parte de su sueño?
No tuvo tiempo de averiguarlo,
porque, de repente, se encontró realmente soñando.
Paseaba por un lugar donde había
muchas campanas que no cesaban de sonar, y parejas
de árboles alrededor suyo.
Durmió pesadamente durante toda
la noche. Cuando se hizo de día se despertó
súbitamente y se sentó de un
salto. Estaba solo en el cobertizo. ¿Adonde se había ido el
segundo visitante? ¿O quizá lo
había soñado todo?
CAPÍTULO VII
POR LA MAÑANA
Dick se levantó y se desperezó.
Se sentía sucio y desaliñado, y también muy
hambriento. Pensaba que quizá la
mujer accediese a venderle pan y queso y un vaso de
leche.
"También Ana debe de tener
hambre —se dijo—. Espero que por lo menos esté
bien." Con precaución salió
al exterior y miró hacia la ventanita del desván en el que
Ana había pasado la noche.
A través de su cristal podía
verse la angustiada cara de Ana, buscando a Dick con la
mirada.
—¿Estás bien, Ana? —gritó Dick
con voz ahogada.
Ana abrió la ventanita y sonrió
al muchacho.
—Sí, pero no me atrevo a bajar,
porque el hijo de la vieja sorda está en la habitación.
Le oigo gritar a su madre de
cuando en cuando. Tiene bastante mal genio.
—Entonces, aguardaré a que salga
para irse al trabajo antes de entrar a hablar con la
vieja —decidió Dick—. Tengo que
pagarle por haberte permitido dormir en el desván y
quizá pueda convencerla para que
nos venda algo de comida.
—Me gustaría que lo hiciese
—replicó Ana—. Ya me he comido todo el chocolate
que tenía en la mochila. Esperaré
hasta que me llames.
Dick le hizo una seña y
desapareció en el cobertizo. ¡Había oído pasos!
Apareció un hombre, un hombre
bajo y fornido, un poco encorvado, con el pelo
revuelto. Era el hombre que Dick
había visto en el cobertizo durante la noche. Refunfuñaba
y parecía de muy mal humor. Dick
decidió permanecer oculto. Se agazapo en el
cobertizo.
Pero el hombre no entró allí.
Pasó de largo sin cesar de refunfuñar. Dick escuchó
atentamente hasta que se
desvaneció el sonido de sus pasos. Oyó que abría una verja y
que ésta volvía a cerrarse detrás
de él.
"Mejor será que aproveche
esta ocasión", pensó Dick. Salió precipitadamente del
cobertizo y se dirigió a la casa.
El edificio se hallaba casi en ruinas y se veía muy
abandonado a la luz del día.
Ofrecía un aspecto desolador.
Dick sabía que de nada le
serviría llamar, porque la vieja tampoco le oiría. Por eso
entró en la casa y encontró a la
mujer fregando los platos en un resquebrajado barreño.
Ella le miró con cara de susto.
—¡Ya no me acordaba de ti! ¡Ni
tampoco de la niña! ¿Está aún arriba? Hazla bajar
rápidamente, antes de que mi hijo
regrese, y marchaos en seguida.
—¿Podría usted vendernos pan y
queso? —le gritó Dick, pero la vieja era sorda
como una tapia y lo único que
hizo fue empujar al niño hacia la puerta. Mientras le
hablaba sostenía en la mano el
paño mojado. Dick se apartó y señaló el pan que había en
la mesa.
—No, no. Ya te he dicho que
debéis iros en seguida —insistió la mujer, que parecía
aterrorizada ante la idea de que
su hijo pudiese regresar—. ¡Apresúrate a bajar a la niña!
Pero, antes de que Dick pudiera
hacerlo, se oyeron pasos y entró aquel personaje
encorvado de extraño aspecto. Ya
estaba de regreso trayendo en la mano algunos
huevos que había ido a recoger.
Entró en la cocina y miró a Dick.
—¡Fuera! —exclamó con enfado—.
¿Qué buscas aquí?
Dick pensó que sería mejor no
decir que había pasado la noche en el cobertizo.
Habían ocurrido en él cosas
extrañas y quizás el hombre se enfurecería más si sabía que
él había permanecido allí la
noche anterior.
—Estaba preguntando a su madre si
podría vendernos un poco de pan —dijo, y en
seguida lamentó no haberse
mordido la lengua. ¡Había dicho vendernos! Por lo cual, el
hombre podría adivinar que había
alguien más con él.
—¿Quiénes sois? ¿Con quién vas?
—preguntó el hombre mirando a todas partes—.
Ve a buscar al otro y os contaré
a ambos lo que suelo hacer con los chicos que vienen a
robar mis huevos.
—¡Voy a buscarle! —repuso Dick.
Aprovechó la ocasión para irse y
corrió hacia la puerta. El hombre le amenazó con el
puño y casi le dio, pero Dick ya
había salido y avanzaba velozmente por el camino. Se
escondió detrás de una pequeña
construcción. Su corazón latía fuertemente. No podía
marcharse sin Ana. Tenía que
arreglárselas para regresar y rescatarla.
El hombre se quedó de pie junto a
la puerta, gritando furiosamente. Sin embargo, no
salió en persecución del muchacho.
Volvió a entrar en la casa y al cabo de un momento
salió de nuevo con un cubo lleno
de comida para los animales. Dick comprendió que iba
a dar de comer a las gallinas.
Era necesario que aprovechara
aquella ocasión para ir en busca de Ana. Esperó hasta
que oyó el chasquido de la verja
lejana y entonces se apresuró hacia la casa. En la
ventanita del desván se veía la
cara de Ana muy asustada. Había oído lo que el hombre
había dicho a Dick y luego a su
madre, ordenándole que no permitiera a los muchachos
entrar en la casa.
—¡Ana! Baja rápidamente. Ya se ha
marchado —gritó Dick—. ¡Rápido!
La cara de Ana desapareció de la
ventana. Se dirigió a (oda prisa a la puerta,
descendió las escaleras de dos en
dos y atravesó corriendo la cocina. La vieja la
ahuyentó con el paño que llevaba
en la mano, riñéndola a gritos.
Dick entró en la cocina y dejó un
chelín sobre la mesa. Cogió a Ana por el brazo y
ambos salieron de la casa y
huyeron por el camino. No se detuvieron hasta que llegaron
a la pared que habían seguido la
noche anterior.
Ana estaba muy asustada.
—¡Qué hombre más horrible! —se
lamentó—. ¡Oh, Dick, y qué lugar tan horroroso!
Me parece que Julián estaba loco
cuando eligió un lugar como éste para pasar la noche.
¡Qué casucha! No parecía una
granja. No hay en ella ni vacas ni cerdos. Al menos yo no
los he visto, y ni siquiera
tienen un perro pastor.
—Mira, Ana, yo no creo que esto
sea la alquería de la Laguna Azul —le contestó
Dick mientras andaban junto a la
tapia, en busca de la verja por donde habían entrado la
noche anterior—. Nos hemos
equivocado. Era otra alquería. Si no nos hubiésemos
extraviado, habríamos llegado a
la alquería de la Laguna Azul.
—¿Qué pensarán Jorge y
Julián? —preguntó Ana—. Sin duda, estarán muy
preocupados pensando qué nos
habrá ocurrido. ¿Crees tú que ellos habrán llegado sin
extraviarse?
—Tendremos que investigarlo
—respondió Dick—. Debo de tener un aspecto muy
sucio y desaliñado, ¿verdad, Ana?
Me siento bastante mal.
—Sí. ¿No tienes un peine? Llevas
los pelos revueltos y llenos de paja y la cara muy
sucia. Mira, por aquí cerca corre
un riachuelo. Cogeremos nuestros pañuelos y nos
lavaremos las manos y la cara.
Se lavaron un poco en el agua
fría del riachuelo y Dick se peinó.
—Así estás mucho mejor —dijo
Ana—. ¡Cuánto desearía tener algo para comer! Me
estoy muriendo de hambre. No he
dormido muy bien. ¿Y tú, Dick? Mi colchón era duro
y yo tenía miedo allí sola, en
aquel extraño cuartucho.
Antes de que Dick pudiera
contestar, un niño se acercó silbando y entró por la verja.
Pareció extrañado al ver a Dick y
a Ana.
—¡Hola! —los saludó—. ¿Ya estáis
levantados?
—Sí —contestó Dick—. ¿Puedes
decirnos si este lugar se llama la alquería de la
Laguna Azul?
Y señala hacia la casa de la
vieja.
El niño se echó a reír.
—Eso no es ninguna alquería. Es
la barraca de la señora Taggart, un lugar sucio y
ruinoso. No os acerquéis a él,
porque su hijo os echaría. Le llamamos Dick el Sucio. Es
el terror de estos contornos. La
alquería de la Laguna Azul está por ese lado. Más allá
de la hostería de "Los Tres
Pastores", hacia arriba, a la izquierda.
—Muchas gracias —dijo Dick, que
se sentía muy enfadado con el hombre del carro
que les había indicado el camino
equivocado.
El chico saludó con la mano y se
apartó por el camino que se extendía entre los
brezos.
—La noche pasada nos equivocamos
de camino —comentó Dick mientras
caminaban de regreso por los
campos que habían atravesado la noche anterior—. ¡Pobre
Ana! Te he conducido por este
largo camino a oscuras y bajo la lluvia hacia un lugar
horrible. No sé qué va a decirme
Julián.
—Ha sido también culpa mía —le
tranquilizó Ana—. Vayamos hacia la hostería de
"Los Tres Pastores" y
llamemos desde allí por teléfono a la alquería de la Laguna Azul,
¿no te parece? Es decir, si es
que hay teléfono. No tengo ningún deseo de seguir
andando durante kilómetros y
kilómetros para, a lo mejor, no encontrar tampoco esa
famosa alquería.
—¡Bien pensado! —dijo Dick—.
"Los Tres Pastores" es aquel lugar en que una
mujer sacudía una alfombra por la
ventana, ¿lo recuerdas? Le indicó a Julián el camino
que debía seguir para ir a la
casa de Spiggy. Me gustaría saber cómo está Tim. Espero
que se encuentre mejor. Esta
marcha no va resultando tan bien como nos
imaginábamos.
—Pero aún queda tiempo para que
todo se arregle —replicó Ana, que estaba más
contenta de lo que ella misma
creía. Deseaba con toda su alma tener algo que comer.
—Llamaremos a Julián desde
"Los Tres Pastores" para contarle lo que nos ha
ocurrido —dijo Dick cuando
llegaron al camino en que se habían llenado de barro la
noche anterior. Ayudó a Ana a
pasar por el portillo y saltaron al estrecho camino—. Y,
además, podemos desayunarnos
allí. Estoy seguro de que comeremos más que los tres
pastores juntos, por más hambre
que tuvieran.
Ana se sintió mucho más contenta
todavía. Ya pensaba que tendrían que andar hasta
la alquería de la Laguna Azul sin
desayunarse.
—Fíjate, un riachuelo cruza aquí
el camino. No es extraño que me mojara ayer los
pies. Venga, date prisa. El
pensar en el desayuno me da alas en los pies.
Por fin llegaron al pueblo de
Beacon y se dirigieron a la hostería. En la enseña
aparecían pintados tres pastores
con triste expresión.
—Su aspecto es tan malo como el
mío —suspiró Ana—, aunque el mío cambiará
muy pronto. ¡Ah, Dick! Piensa en
comer gachas, tocino con huevos fritos y tostadas con
mermelada. ¿Puedes imaginártelo?
—Primero telefonearemos
—respondió Dick con firmeza. No obstante, se detuvo en
seco cuando comenzaba a subir los
pocos escalones de la entrada de la hostería. Alguien
le estaba llamando.
—¡Dick! ¡Dick! ¡Ana! ¡Míralos,
están allí! ¡Dick, Dick!
Era la poderosa voz de Julián.
Dick dio la vuelta en redondo, con gran júbilo. Julián,
Jorgina y Tim corrían por
la calle del pueblo gritando y haciéndoles señales. Tim fue el
primero en alcanzarlos y ya no
cojeaba en absoluto. Se lanzó sobre ellos, ladrando como
un loco y lamiéndoles las manos y
las piernas.
—Julián, ¡cuánto me alegro de
verte! —exclamó Ana con voz temblorosa—. Anoche
nos perdimos. Jorge, ¿está
ya Tim completamente bien?
—Sí, del todo —contestó Jorgina—.
Ya lo veis.
—¿Os habéis desayunado?
—interrumpió Julián—. Nosotros todavía no. Estábamos
tan preocupados que íbamos a ver
a la policía, pero ahora ya no es necesario y
podremos desayunar juntos y
contarnos nuestras respectivas aventuras.
CAPÍTULO
VIII
DE NUEVO TODOS REUNIDOS
Era hermoso encontrarse de nuevo
todos reunidos. Julián cogió el brazo de Ana y la
pellizcó.
—¿Te encuentras bien, Ana?
—preguntó, preocupado por la palidez de la niña.
Ana asintió con la cabeza. Se
sentía mucho mejor desde que tenía a su lado a Julián,
Jorge y Tim, además
de Dick.
—Pero estoy muerta de hambre
—dijo.
—Voy a pedir el desayuno en
seguida —decidió Julián—. ¡Luego nos contaremos lo
ocurrido!
La mujer que la noche anterior
estaba en la ventana sacudiendo la alfombra salió al
encuentro de los niños.
—Ya sé que es un poco tarde para
pedir el desayuno —se excusó Julián—, pero
todavía estamos en ayunas. .¿Qué
pueden prepararnos?
—Gachas y natillas —respondió la
mujer—. Y tocino de nuestra matanza y huevos
de casa. También tenemos miel de
nuestros panales y pan que yo misma amaso. ¿Os
conviene? También hay café con
leche.
—Me gustaría abrazarla —exclamó
Julián sonriendo.
Todos los demás sentían lo mismo.
Entraron en un pequeño comedor confortable y
se sentaron para esperar.
—Ahora contadme lo que os ha
ocurrido —dijo Dick acariciando a Tim—. ¿Fuisteis
a la casa de Spiggy?
¿Encontrasteis en ella al señor Gastón?
—No, no estaba allí —dijo
Julián—. Había salido. Pero su esposa era muy amable y
nos rogó que le esperásemos. Nos
aseguró que él miraría la pata de Tim en cuanto regresara.
—¡Esperamos hasta las siete y
media! —intervino Jorgina—. Y nos sentíamos muy
preocupados porque pensábamos que
ya era hora de la cena. Por fin llegó el señor
Gastón.
—Miró la pata de Tim y no
sé qué le hizo —añadió Julián—. Seguramente la colocó
en su sitio. Tim dejó
escapar un gemido y Jorge se lanzó sobre él. El señor Gastón se rió
mucho de Jorge.
—Es que se mostró muy brusco con
la pata de Tim —se disculpó Jorgina—. Pero él
sabía lo que se hacía y ahora
está completamente bien. Sólo le queda el cardenal en la
espalda y también éste se va
reduciendo. Corre tan ágilmente como siempre.
—Me alegro —dijo Ana—. He pasado
la noche pensando en el pobre Tim. —Le
acarició y él la lamió.
—¿Qué hicisteis luego? —preguntó
Dick.
—El señor Gastón insistió para
que nos quedáramos a cenar —explicó Julián—. No
quiso aceptar nuestra negativa y
la verdad es que nosotros estábamos hambrientos. Nos
quedamos, pues, y la cena fue
riquísima. También Tim tuvo una buena comida. Después
se quedó hinchado. Parecía un
tonel. Menos mal que hoy ya no lo está.
—No nos fuimos de allí hasta
cerca de las nueve —prosiguió Jorgina—. No
estábamos preocupados por
vosotros porque creíamos que estabais en lugar seguro y
que ya adivinaríais que habíamos
tenido que esperar por lo de Tim. Cuando llegamos
allí y nos enteramos de que
vosotros no habíais llegado, nos sentimos desesperados.
—Pero pensamos que podíais haber
encontrado algún lugar en que pasar la noche —
dijo Julián—. Sin embargo,
decidimos que, si no sabíamos nada de vosotros a la
mañana siguiente, iríamos a la
policía y le explicaríamos vuestra desaparición.
—Por eso esta mañana nos íbamos
hacia allí antes del desayuno. Esto os dirá lo
preocupados que nos sentíamos por
vosotros. La alquería de la Laguna Azul era muy
agradable. Nos proporcionaron una
cama a cada uno, en dos pequeñas habitaciones muy
pulcras, y Tim se quedó a
dormir conmigo.
Un olor delicioso se extendió por
el pequeño comedor y en seguida entró la
mesonera con una gran fuente. En
ella había una montaña de gachas, un tazón de jugo
dorado, un cuenco con natillas,
un plato con tocino y huevos fritos y una gran pila de
tostadas, doradas y crujientes.
También había un platito con setas.
—¡Oh! ¡Esto es una maravilla!
—exclamó Ana al verlo—. ¡Son precisamente las
cosas que más me apetecen!
—Luego os traeré más pan,
mermelada, mantequilla, el café y la leche caliente —
dijo la mujer, colocando las
cosas sobre la mesa—. Y si deseáis más huevos o más
tocino, no tenéis más que llamar
al timbre.
—¡Es demasiado hermoso para ser
verdad! —dijo Dick, mirando la mesa—. Niñas,
servios un poco rápidamente; si
no, olvidaré mi educación.
Fue un desayuno de maravilla, o
mejor aún, porque todos ellos tenían muchísima
hambre. Nadie habló mientras
comían las gachas y las natillas, endulzadas con el jugo
dorado. También a Tim le
sirvieron un gran plato. Le gustaban las gachas. Sin embargo,
no quiso jugo porque se le
pegaban los bigotes.
—Me siento mucho mejor —dijo al
fin Ana, contemplando su plato de gachas—.
Pero estoy preocupada. No sé si
tomar más gachas, corriendo el peligro de que luego no
me apetezcan el tocino y los
huevos, o sí será mejor que me dedique a ellos desde ahora
mismo.
—Es un problema difícil de
resolver. Yo estoy exactamente en la misma duda —
confirmó Dick—. De todos modos,
me parece que voy a decidirme por los huevos fritos
y el tocino; siempre me quedará
el recurso de repetir de las gachas si todavía me
apetecen. Además, estas setas me
están haciendo la boca agua. ¡Qué golosos somos!
Pero no se puede evitar cuando
uno está tan hambriento.
—No nos habéis contado lo que os
ocurrió anoche —les recordó Julián repartiendo el
tocino y los huevos con mano
generosa—. Ahora que ya tenéis algo dentro, quizás os
sea posible explicarnos con
exactitud por qué desoísteis mis instrucciones y no os
dirigisteis adonde habíamos
quedado.
—¡Vaya! Hablas exactamente como
el profesor del colegio —dijo Dick—. Pues,
sencillamente, lo que sucedió fue
que nos extraviamos. Y cuando por fin llegamos a
alguna parte, creímos que era la
Laguna Azul y allí pasamos la noche.
—Ya veo —replicó Julián—. Pero la
gente que allí estaba, ¿no os advirtió que aquél
no era el lugar que buscabais? Se
os podía haber ocurrido que estaríamos preocupados
por vosotros.
—La vieja que estaba en la casa
era sorda como una tapia —aclaró Ana, que, entre
tanto, se las entendía con el
tocino y los huevos—. No consiguió oír nada de lo que le
preguntábamos, y como creíamos
que habíamos llegado a la alquería de la Laguna Azul,
allí nos quedamos, a pesar de que
era un lugar horrible. ¡Y, por otra parte, estábamos
muy preocupados porque no
llegabais!
—Y aquí acaba el capítulo de
sucesos —dijo Julián—. Bien está lo que bien acaba.
—¡No seas tan pedante! —protestó
Dick—. La verdad es que pasamos un mal rato,
Julián. La pobre Ana durmió en un
pequeño desván y yo en un cobertizo, tendido en la
paja. No es que esto me importe,
pero es que pasaron cosas muy raras durante la noche.
Al menos a mí me pareció que lo
eran. No estoy seguro de que no fuera todo un mal
sueño.
—¿Qué cosas ocurrieron? —preguntó
Julián.
—Ya os lo contaré en el camino de
regreso —contestó Dick—. Cuando pienso en
ello a la luz del día, me parece
que, o bien se trataba de un sueño, o fue algo muy
extraño.
—¡No me lo habías contado! —dijo
Ana.
—Si quieres que te diga la
verdad, lo olvidé. ¡Han ocurrido tantas cosas desde
entonces...! Tuvimos que huir de
aquel hombre. Nos sentíamos preocupados por Julián
y Jorge y, además,
teníamos mucha hambre.
—Parece que no pasasteis buena
noche —comentó Jorgina—. Debió de ser horrible
buscar el camino en la oscuridad.
Y, encima, llovía a cántaros, ¿no es verdad?
—Sí —asintió Ana—. Pero lo que
más me asustó fueron las campanas. ¿Las oíste,
Julián? Me daban mucho miedo. No
sabía lo que significaban, ni por qué tocaban.
—¿De verdad no sabéis por qué
tocaban? —preguntó Julián—. Pues repicaban desde
la cárcel, según nos ha contado
esta buena mujer, para advertir a todo el mundo que un
prisionero se había escapado. Las
campanas decían: "¡Cuidado! ¡Vigilad! ¡Se ha
escapado un prisionero! ¡Cerrad
las puertas! ¡Estad en guardia!"
Ana miró a Julián en silencio.
Ahora comprendía por qué las campanas habían
armado tanto ruido. Por su cuerpo
corrió un escalofrío.
—Me alegro de no haberlo sabido
—dijo al fin—. Hubiese preferido dormir en la
paja con Dick, de saber que un
preso se había escapado. ¿Lo han capturado ya?
—No lo sé —respondió Julián—. Se
lo preguntaremos a la mesonera.
Así lo hicieron, y ella negó con
la cabeza.
—No, no lo han cogido aún, pero
lo cogerán. Las salidas de los páramos están muy
bien guardadas y todo el mundo
vigila. Era un ladrón que entraba en las casas y atacaba
a los que se resistían. ¡Un
individuo peligroso!
—Julián, ¿te parece bien que
sigamos nuestra marcha por los páramos ahora que
sabemos que anda por ellos un
fugitivo? —preguntó Ana—. Yo no me sentiré a gusto.
—Tim va con nosotros —la
tranquilizó Julián—. Es lo bastante fuerte para
protegernos contra tres
prisioneros, si fuera necesario. ¡No tengas miedo!
—¡Guau! —afirmó Tim. Y
golpeó el suelo con su cola.
Por último, todos acabaron el
desayuno. Incluso la hambrienta Ana no pudo acabar el
último mordisco de su tostada.
Estaba radiante.
—Me siento a mis anchas
—anunció—. No puedo decir que tenga muchas ganas de
andar, pero sé que eso me sentará
bien después de un desayuno tan abundante.
—Bien o mal, tendremos que
proseguir nuestro camino —dijo Julián, poniéndose en
pie—. De todas maneras, primero
compraré unos cuantos bocadillos.
La mesonera estaba muy satisfecha
por las sinceras alabanzas de los niños. Les
preparó algunos bocadillos.
—Volved por aquí siempre que lo
deseéis —les invitó—. Siempre habrá algo bueno
para vosotros.
Los cuatro se fueron calle abajo
y torcieron por una senda que encontraron al final.
Dicha senda serpenteaba durante
un corto trecho y luego se internaba en un valle. Por el
centro de este valle corría un
riachuelo. Los niños podían oír su murmullo.
—¡Qué lugar más hermoso! —se
extasió Ana—. ¿Seguiremos junto al río? Me
gustaría mucho.
Julián consultó su plano.
—Sí, podemos seguirlo —accedió—.
He señalado el sendero que hemos de tomar y
el riachuelo se cruza con él un
poco más abajo. Así es que podemos andar junto a él,
aunque el camino por aquí será
malo.
Bajaron hasta el riachuelo.
—Oye, Dick —dijo Julián cuando
abandonaron el sendero—, ¿por qué no nos
cuentas las cosas raras que te
han ocurrido esta noche? Nadie puede escucharte aquí. No
se ve ni un alma. Cuéntalo todo.
Nosotros podremos juzgar si fue un sueño o una
realidad.
—Está bien —repuso Dick—. Ahí va
mi historia. Es muy rara. Oíd...
CAPÍTULO
IX
DICK LES DEJA SORPRENDIDOS
Dick empezó su historia. Sin
embargo, era difícil oírle, porque no podían caminar los
cuatro juntos, ya que el camino
era estrecho.
Al fin, Julián se detuvo y señaló
una tupida mata de brezos.
—Sentémonos allí y escuchemos lo
que Dick tenga que decirnos. No hay posibilidad
de atenderle tal como vamos. Aquí
nadie nos oirá.
Se sentaron y Dick volvió a
empezar desde el principio. Contó que la vieja temía que
su hijo se enfadara si les dejaba
permanecer en su casa durante la noche. Les dijo
también que él había dormido en
la paja.
—Y ahora voy a contaros lo que
creo que tiene que haber sido un sueño —
continuó—. Me desperté al oír un
ligero ruido, como si alguien rascara en las paredes de
madera del cobertizo.
—¿Eran ratas o ratones? —preguntó
Jorgina. Tim enderezó al punto las orejas. Se
imaginó que estas palabras le
iban dirigidas.
—Yo también pensé al principio
que lo serían —afirmó Dick—, pero luego oí
golpecitos en el cristal de la
ventana.
—¡Qué horror! —exclamó Ana—. Eso
no me hubiese gustado.
—Tampoco a mí me gustó. Pero
luego me llamaron por mi nombre "¡Dick! ¡Dick!",
eso decían.
—Debiste de soñarlo —dijo Ana—.
Allí nadie sabía tu nombre.
Dick prosiguió su relato:
—Entonces la voz dijo:
"¡Dick! Sé que estás ahí. ¡Te he visto entrar! Y por eso me
he acercado a la ventana."
—-Sigue contando —le apremió
Julián.
Estaba muy intrigado. Nadie
excepto Ana podía saber que Dick estaba en el
cobertizo, y era seguro que no
había sido Ana la que le había llamado.
—Me aproximé a la ventana y vi,
aunque desde luego muy confusamente, una
persona con unos ojos muy
salvajes. Él no podía verme, debido a la oscuridad del
cobertizo. Yo contesté entre
dientes: "Aquí estoy", con la esperanza de que creyera que
yo era la persona que él buscaba.
—¿Y qué más dijo? —preguntó
Jorgina.
—Dijo algo muy raro y sin sentido
alguno —contestó Dick—. Lo repitió. Dijo: "Dos
árboles, agua triste. Juan el
Descarado. Y dice que Maggie ya lo sabe." Algo por el
estilo.
Todos permanecieron en silencio.
Luego Jorgina se echó a reír.
—"¡Dos árboles! ¡Agua
triste! ¡Juan el Descarado! ¡Y Maggie ya lo sabe!" Eso tiene
que haber sido un sueño. Sabes
muy bien que lo ha sido. ¿Qué te parece a ti, Julián?
—No sé. No parece que tenga mucho
sentido eso de que alguien llegue en medio de
la noche, que llame a Dick por su
nombre y que le dé un extraño mensaje que nada
significa para él —opinó Julián—.
Parece más un sueño que una realidad. Yo también
diría que has soñado.
Dick pensaba al principio que
ellos tenían razón. De repente, le asaltó un
pensamiento. Se sentó muy tieso.
—¡Esperad un poco! —dijo—. ¡Ahora
recuerdo algo! El hombre me lanzó un
pedacito de papel por el cristal
roto tic la ventanilla y yo lo recogí.
—¡Ah, eso ya es otra cosa!
—-exclamó Julián—. Veamos. Si no puedes hallar el
papel, todo ha sido un sueño,
incluso lo del pedazo de papel, pero si está en tu bolsillo,
entonces la cosa es real. Será
una cosa muy rara, pero cierta.
Dick rebuscó rápidamente por sus
bolsillos. En seguida notó que en uno de ellos
había un trocito de papel. Lo
sacó. Era un papel muy sucio y arrugado, que contenía
algunas palabras en muy pocas
líneas. Se lo mostró a los demás en silencio. Sus ojos
relucían.
—¿Es éste el fragmento de papel?
—preguntó Julián—. Es cierto. ¡No lo has soñado!
Cogió el papel. Cuatro cabezas se
inclinaron sobre él para examinarlo. Cinco, mejor
dicho, porque Tim también
quiso ver en qué estaban interesados. Introdujo su peluda
cabeza entre la de Julián y la de
Dick.
—No entiendo nada de lo que hay
en este papel —dijo Julián—. Es un plano o algo
por el estilo, pero no puedo
saber adonde corresponde o de qué se trata.
—El individuo me dijo que Maggie
tenía también un fragmento de este papel —
explicó Dick, que, poco a poco,
lo iba recordando todo.
—¿Quién será esa Maggie?
—intervino Jorgina—. ¿Y por qué lo ha de saber ella?
—¿Puedes decirnos algo más?
—preguntó Julián, que ahora se sentía intensamente
interesado.
—Sí. El hijo de la vieja sorda
entró más tarde en el cobertizo —añadió Dick—. Se
sentó allí y esperó durante mucho
rato. Todo el tiempo se lo pasó rufunfuñando en voz
baja. Luego, cuando me desperté,
él ya no estaba allí. Por eso pensé que también lo
había soñado. El a mí no me vio.
Julián frunció los labios y
arrugó el entrecejo. Entonces, Ana habló, llena de
excitación.
—¡Dick! ¡Julián! Me parece que sé
por qué entró ese hombre en el cobertizo.
Seguramente era a él a quien el
de los ojos salvajes quería entregar el mensaje y el
fragmento de papel, y no a Dick.
No quería dirigirse a Dick, pero le vio introducirse en
el cobertizo y creyó que Dick era
el hombre que él buscaba y que estaba esperándole en
el cobertizo.
—Todo eso está muy bien. Pero,
¿cómo sabía mi nombre? —preguntó Dick.
—¡No lo sabía! No sabía que eras
tú —siguió diciendo Ana, muy nerviosa—. El
hombre a quien él buscaba debía
de llamarse también Dick. ¿No os dais cuenta? Seguramente
habían planeado que se
encontrarían allí el hombre de los ojos salvajes y el hijo
de la vieja. El primero de ellos
vio a Dick entrar y por eso espero un poco y luego se
dirigió a la ventana y golpeó en
el cristal. Y cuando llamó: "¡Dick! ¡Dick!", pues claro,
Dick creyó que le buscaban a él y
por eso recogió el mensaje y el papel. Luego llegó el
otro hombre, el que buscaba el
primero, pero ya era demasiado tarde para que se
encontraran. Nuestro Dick
había coincidido con él y había recibido el mensaje.
Ana quedó sin respiración, porque
había pronunciado su discurso de un tirón.
Permanecía sentada y miraba a los
demás con impaciencia. ¿No creían ellos que tenía
razón?
En efecto, todos creían que sí.
Julián le dio una palmada en la espalda.
—¡Lo has solucionado muy bien,
Ana! Yo creo que eso fue exactamente lo que
ocurrió.
De repente, Dick recordó al
muchacho que habían encontrado cuando regresaban de
la casa de la vieja en dirección
al pueblo de Beacon. Aquel muchacho que silbaba. ¿Qué
les había dicho acerca de la
vieja y de su hijo?
—Ana, ¿qué fue lo que nos contó
aquel chico que silbaba? Espera. Dijo que la señora
Taggart vivía allí y que era
mejor que no anduviéramos rondando, porque su hijo nos
echaría. Y añadió, ¡Ah, sí! Ahora
lo recuerdo... Añadió: "Le llamamos Dick el Sucio.
¡Es el terror de por aquí!"
¡Dick el Sucio! Así es que su nombre es Dick. ¿Cómo no lo
habré recordado antes?
—Esto es una prueba de que Ana
tiene razón —afirmó Julián, satisfecho. Ana
parecía también complacida. Era
poco frecuente que ella tuviera alguna idea sabia antes
que los demás.
Por un rato, todos se mantuvieron
en silencio. Seguían pensando.
—¿Puede esto tener alguna
relación con el preso que ha huido? —aventuró por fin
Jorgina.
—Es posible —replicó Julián—.
Pudo ser el preso en persona el que dio el mensaje.
¿No dijo de quién procedía el
mensaje?
—Sí —respondió Dick, que intentaba
recordarlo—. Dijo que era de Nailer. Me
parece que ése era el nombre,
aunque todo lo decía en voz muy baja,
—Un mensaje de Nailer —repitió
Julián—. Quizá Nailer esté en la cárcel y sea
amigo del que ha huido. Puede
que, cuando supo que el individuo iba a fugarse, le diera
un mensaje para alguien, para el
hombre del caserón, el hijo de la vieja. Sin duda, tenían
un plan previamente combinado.
—¿Qué quieres decir? —preguntó
Dick.
—Creo que el hijo de la vieja: es
decir, Dick el Sucio, estaba enterado de que cuando
sonaran las campanas, sería señal
de que el hombre se habría fugado y vendría a
entregarle un mensaje. Cada vez
que sonasen las campanas tendría que esperar en el
cobertizo durante la noche, por
si era el amigo de Nailer el que se había escapado.
—Ya veo —asintió Dick—. Creo que
tienes razón. Estoy seguro de que la tienes. Me
alegro de no haber sabido que el
hombre que estaba en la ventana era un bandido que se
había fugado.
—¡Y has sido tú el que ha
recibido el mensaje de Nailer! —exclamó Ana—. ¡Qué
cosa más rara! Nos equivocamos de
camino y fuimos a parar por error a aquel lugar. Y
tú recibiste el mensaje de un
prisionero y fue uno que se había fugado el que te lo dio.
Es lástima que no conozcamos el
significado de ese mensaje ni el de lo que está escrito
en el pedazo de papel.
—-Mejor sería que avisáramos a la
policía, ¿no os parece? —propuso Jorgina—. Yo
creo que todo esto puede ser
importante. Puede ayudar para atrapar a ese hombre.
—Sí —confirmó Julián—. Yo también
opino que debemos avisar a la policía.
Miremos el plano. ¿Dónde se halla
el pueblo más cercano? —Examinó el plano durante
unos segundos—'. Me parece que lo
mejor será que sigamos tal como habíamos
pensado —dijo al fin—. Yo había
planeado que alcanzásemos este pueblo, ¿veis? Se
llama Reebles. Llegaremos allí a
la hora de comer, si no hemos podido proporcionarnos
bocadillos. De todas formas,
hubiésemos tenido que ir allí para obtener algo de beber.
Yo propongo que prosigamos la
excursión y que en Reebles vayamos al puesto de
policía, si es que lo hay, y les
contemos lo que sabernos.
Todos se pusieron en pie. Tim estaba
muy alegre. No había encontrado bien eso de
permanecer quieto tanto rato
después del desayuno. Cogió la delantera, lleno de gozo.
—Su pata está ya completamente
curada —comentó Ana, muy satisfecha—. Espero
que esto le enseñará a no meterse
en las madrigueras de los conejos.
Pero, naturalmente, no le enseñó.
En media hora metió su cabeza en más de media
docena de madrigueras, aunque,
por suerte, no consiguió adentrarse en ellas y pudo
sacarla con facilidad.
Los cuatro vieron caballitos
salvajes durante la caminata de aquel día. Una vez
lograron acercarse a uno pequeño
y de pelaje oscuro, con largas crines y una cola muy
larga, que parecía muy atareado.
Los niños se detuvieron a contemplarlo. El caballito les
vio, enderezó la cabeza y se dio
la vuelta, huyendo al galope, veloz como el viento.
Tim quería
perseguirle, pero Jorgina lo sujetó estrechamente por el collar. Nadie debe
ahuyentar a los simpáticos
caballitos salvajes.
—¡Qué hermoso es! —suspiró Ana—.
Me gusta ver caballitos salvajes de cuando en
cuando. Espero que encontremos
más.
La mañana era tan soleada y
cálida como el día anterior. De nuevo los cuatro
tuvieron que quitarse las
chaquetas, y la lengua de Tim colgaba de su boca húmeda y
sedienta. Caminaron junto al
riachuelo. Les gustaba su tonalidad tostada y su murmullo
cantarín. Cuando se detuvieron un
momento, hacia las once y media, para comer los
bocadillos, se bañaron en él los
pies recalentados.
—¡Esto es la gloria! —dijo
Jorgina, que se había tumbado sobre una mata de brezos
y tenía los pies metidos en el
agua—. El arroyo acaricia mis pies y el sol me tuesta la
cara. ¡Qué bonito es esto! ¡Ah!
¡Vete ya, Tim, eres un idiota! Respiras sobre mi cuello y
me estás mojando la cara.
Un poco más allá, el arroyo
cruzaba el camino que conducía al pueblo de Reebles.
Siguieron por él. Ya iban
pensando en la hora de la comida. Sería muy divertido comer
en alguna pequeña hostería o
quizás en una casa de campo. Guardarían los bocadillos
que les quedaban para la hora de
la merienda.
—Pero lo primero que hemos de
hacer es buscar el puesto de la policía —resolvió
Julián—. Les contaremos nuestro
cuento y después podremos irnos a comer tranquilamente.
CAPÍTULO
X
UN POLICÍA ENOJADO Y UNA BUENA COMIDA
Había, en efecto, un puesto de
policía en Reebles. Era un puesto pequeño, situado
junto a la casa en que vivía el
agente destinado allí. Mas como dicho agente tenía a su
cargo cuatro pueblos, se sentía
un personaje importante.
Estaba comiendo cuando los niños
entraron en el puesto. Allí no había nadie y
volvieron a salir de él. El
policía les había visto desde la ventana de su casa y se dirigió
hacia ellos, secándose la boca.
No le complacía tener que levantarse a la mitad de su
suculenta comida, que consistía
en salchichas y cebollas.
—¿Qué queréis? —les interrogó con
recelo.
No le gustaban los niños. Pensaba
que eran unos bichos pesados, siempre dispuestos
a hacer travesuras y disparates.
No sabía cuáles eran peores, si los pequeñitos o los
mayores. Julián se dirigió a él
con educación.
—Hemos venido a contarle algo muy
raro que creemos que la policía debe saber.
Probablemente eso pueda ayudarles
a capturar el preso que huyó anoche.
—¡Ah! —dijo el policía con
sorna—. ¿También vosotros lo habéis visto? ¡No sabéis
cuantísima gente se ha tropezado
con él! Según ellos, ha estado en todos los lugares de
los páramos al mismo tiempo. Debe
de ser un tío muy listo, para estar así en tantos
sitios a la vez.
—Uno de nosotros le vio la noche
pasada —siguió Julián, manteniéndose aún muy
educado—. Por lo menos, nos
parece que tuvo que ser él. Dio un mensaje a este chico,
que es mi hermano.
—¡Oh! ¿Conque se lo dio a él?
—exclamó el policía, mirando a Dick con expresión
de incredulidad—. ¿Así es que
ahora se dedica a dar mensajes a los colegiales? ¿Y qué
mensaje te ha dado, puedo
saberlo?
El mensaje parecía muy tonto
cuando Dick se lo transmitió al policía: "Dos árboles,
agua triste, Juan el Descarado
y Maggie lo sabe."
—¿De veras? —comentó el policía
en tono sarcástico—, ¿Maggie lo sabe, verdad?
Está bien, pues decidle a Maggie
que me lo cuente a mí también. Me gustará conocer a
esta Maggie. Sobre todo si es
amiga vuestra.
—No lo es —replicó Dick, que se
sentía muy fastidiado—. Eso es lo que decía el
mensaje. ¡Yo no sé quién es
Maggie! ¿Y cómo iba a saberlo? Creíamos que quizá la
policía sería capaz de descubrir
el significado. Nosotros no lo hemos conseguido. Aquel
individuo me dio también este
fragmento de papel.
Entregó al policía el pedazo de
papel sucio y éste lo miró con una sonrisa burlona.
—¿Así es que también os dio esto?
¡Qué amable! ¿Y qué creéis que significa lo que
hay escrito en el papel?
—Lo ignoramos —contestó Dick—,
pero hemos pensado que estos datos podían
ayudar a la policía a atrapar al
prisionero, y no sabemos más.
—El preso ya ha sido capturado
—les informó el agente, con una mueca—. Sabéis
tantas cosas y, sin embargo, no
sabéis esto. Bueno, pues ya ha sido capturado. Hace
cuatro horas nada menos, y, a
estas alturas, ya está de nuevo en la cárcel. De modo que,
muchachos, permitidme que os diga
una cosa: a mí no me atrapa ningún escolar tonto
con ganas de divertirse.
—No son ganas de divertirse
—protestó Julián en tono de persona mayor—. Debería
usted aprender a distinguir la
diferencia entre la verdad y las bromas.
El agente le miró con seriedad.
Se sentía un poco impresionado por el aire formal de
Julián. Esto le calmó.
—Ahora, marchaos ya —insistió con
la voz más tranquila—. Por esta vez no voy a
hacer una investigación. Pero no
vayáis contando tonterías como ésas, porque os
meteréis en un lío. En un lío muy
gordo.
—Creo que no —contestó Julián—.
De todas formas, como vemos que usted no va a
hacer caso de nuestra historia,
¿nos devuelve ese pedazo de papel, por favor?
El agente frunció el ceño. Hizo
ademán de romper el papel y Dick se lanzó sobre él.
Era demasiado tarde. El agraviado
policía lo había roto ya en cuatro pedazos y lo había
tirado al camino.
—¿No tienen ustedes ninguna ley
contra los difamadores en su pueblo? —preguntó
Dick con seriedad, mientras
recogía los cuatro pedazos de papel.
El policía miraba a Dick mientras
éste metía los fragmentos en su bolsillo. Luego
giró sobre sus talones y se
dirigió de nuevo a sus salchichas y a sus cebollas.
—Me alegraría de que su comida se
hubiese enfriado —exclamó Jorgina—. ¡Qué
hombre más desagradable! ¿Por qué
creerá que estamos contando mentiras?
—Es una historia extraña la que
contamos —le defendió Julián—. A nosotros
mismos nos ha parecido difícil de
creer cuando Dick nos la contó. No critico al policía
por no creerla. Le critico por
sus malos modales. Afortunadamente, la mayor parte de
nuestros policías son gente
educada. Si no, nadie iría a decirles lo que supiera.
—De todos modos, nos ha dado
buenas noticias —dijo Ana—. El preso que había
huido está de nuevo en la cárcel.
Me siento mucho más tranquila desde que sé eso.
—Y yo también —asintió Dick—. No
me había gustado su aspecto. Bueno, Julián,
¿qué haremos ahora? ¿Olvidaremos
todo este asunto? ¿O crees que sería importante
descubrir el significado del
mensaje? Y en caso de que consiguiéramos descubrirlo,
¿podríamos hacer algo?
—No sé —respondió Julián—.
Pensémoslo. Primero veamos si nos preparan algo de
comer en alguna casa de campo.
Tiene que haber muchas por aquí.
Preguntaron a una niña si sabía
de alguna casa de campo por allí cerca donde
pudieran prepararles algo para
comer. Ella asintió, y, señalando hacia un lugar, dijo:
—¿Veis aquella casa de campo que
está en lo alto de la colina? Es la casa de mi
abuela. Ella os dará de comer,
creo yo. En verano se dedica a preparar comida para los
excursionistas, y creo que
también ahora podrá prepararos algo si se lo pedís, por más
que ya la estación está muy
avanzada.
—Muchas gracias —dijo Julián.
Se dirigieron hacia el camino que
contorneaba la colina. Cuando se acercaron, los
perros se pusieron a ladrar
fuertemente, y Tim enderezó las orejas. Gruñía.
—Son amigos, Tim, son
amigos —le reprendió Jorgina—. Aquí tendrás comida. Te
darán de comer. Quizá tengan para
ti un buen hueso. ¡Un hueso!
Tim lo comprendió.
El pelaje de su espalda volvió a ponerse lacio y dejó de gruñir.
Empezó a balancear la cola como
saludando a los dos perros que se hallaban junto a la
entrada y que husmeaban con
recelo su olor perruno ya desde muy lejos.
Un hombre les interpeló.
—¿Qué queréis, muchachos? ¡No
temáis a los perros!
—Quisiéramos saber si nos podrían
preparar algo para comer —contestó Julián—.
Hemos encontrado a una niña que
nos ha dicho que ustedes quizá se prestasen a prepararnos
algo.
—Se lo preguntaré a mi madre
—dijo el hombre. Y con un gran vozarrón empezó a
gritar en dirección a la casa,
que estaba muy cerca—: ¡Mamá! Aquí están cuatro niños
que quieren saber si puede usted
darles de comer.
Apareció una señora vieja, muy
gorda, de ojos vivarachos y mejillas rojas como una
manzana. Miró a los cuatro niños
que estaban parados junto a la entrada y asintió con la
cabeza.
—Sí. Parecen buenos chicos. Diles
que pasen, pero que sujeten al perro por el collar.
Los cuatro se dirigieron a la
casa de campo, mientras Jorgina mantenía firmemente
sujeto a Tim. Los otros
dos perros se acercaron, pero Tim, con la esperanza de obtener
un buen hueso, estaba decidido a
hacer buenas migas y no gruñó ni una sola vez, a pesar
de que los otros dos perros sí
que gruñían con recelo. El siguió moviendo el rabo, y la
lengua le colgaba por fuera de la
boca.
Pronto los otros dos animales le
imitaron y también balancearon el rabo. Entonces se
pudo soltar a Tim. Tim saltó
sobre ellos y empezaron a jugar los tres alegremente.
—Entrad —les invitó la rolliza
señora—. Tendréis que conformaros con lo que haya.
Estoy muy atareada y hoy no he
tenido tiempo de guisar. Os daré un pedazo de pastel
casero de carne, o un par de
lonchas de jamón o de lengua, o huevos duros y ensalada.
¡Vaya, ya veo que esto os
satisface! Lo pondré todo sobre la mesa y vosotros os
apañaréis solos, ¿os parece bien?
No tengo nada de verdura. Tendréis que conformaros
con repollo en adobo y remolachas
en vinagre.
—Nos parece maravilloso —dijo
Julián—. ¡Después de todo eso, no necesitaremos
tomar postres!
—Hoy no tengo ningún pastel —les
informó la vieja—. Pero destaparé un bote de
frambuesas y podréis comerlas con
nata, si os gusta. Y también hay queso fresco.
—¡No nos diga nada más! —suplico
Dick—. Siento un hambre feroz. ¿Cómo es
posible que las personas que
viven en las casas de campo tengan siempre cosas tan
buenas? Yo creo que la gente de
la ciudad también podría conservar frambuesas y
adobar repollo y hacer quesos
tiernos...
—O es que no pueden o es que no quieren
—dijo Jorgina—. Mi madre prepara todas
esas cosas y lo ha hecho siempre,
incluso cuando ha vivido en la ciudad. Yo también
pienso hacerlo cuando sea mayor.
Debe de ser magnífico ofrecer cosas hechas en casa a
las personas que vienen a comer.
Es imposible imaginar que cuatro
niños puedan comer en una sola comida lo que
comieron aquéllos, aún después de
haber hecho ya un desayuno tan copioso. También
Tim comió
bárbaramente. Luego se tendió a descansar. Hubiese deseado vivir en una
casa de campo. ¡Qué dichosos eran
aquellos dos perros! Una niña pequeña entró
mientras comían.
—Soy Meg —dijo tímidamente—. Vivo
con mi abuela. ¿Cómo os llamáis?
Se lo dijeron. De pronto, Julián
tuvo una idea.
—Estamos haciendo una excursión
por vuestros páramos —dijo—. Hemos estado en
muchos lugares hermosos, pero hay
un lugar al que no hemos ido todavía; ¿lo conoces?
Se llama Dos Arboles.
La niña respondió que no con la
cabeza.
—La abuela debe saberlo —dijo—.
¡Abuela! ¿Dónde está Dos Arboles?
La vieja miró por la puerta entreabierta.
—¿Qué es eso? ¿Dos Arboles? ¡Ay,
ya! Ese fue un lugar muy hermoso en otro
tiempo, pero ahora está en
ruinas. Fue construido al lado de un extraño lago oscuro, en
medio de los páramos. A ver,
dejadme recordar... ¿cómo se llamaba?
—¿Agua Triste? —insinuó Dick.
—¡Sí! Eso es: Agua Triste
—asintió la vieja—. ¿Pensáis ir allí? Tened cuidado,
encontraréis pantanos por donde
menos lo esperéis. ¿Deseáis comer algo más?
—No, gracias —dijo Julián, aún
sintiéndolo. Pagó la cuenta, que era bastante
módica—. Es la mejor comida que
hemos hecho hasta ahora. Pero debemos
marcharnos.
—¡En marcha hacia Dos Árboles y
Agua Triste! —susurró Jorgina a Dick—. Esto
promete ser emocionante.
CAPITULO
XI
LA IDEA DE JULIÁN
Cuando hubieron salido de la
granja, Julián se detuvo y miró a los demás.
—Vamos a averiguar si Dos Arboles
está muy lejos y, si nos queda tiempo,
echaremos un vistazo por allá. Si
podemos, nos daremos una vuelta esta misma tarde. Si
es demasiado lejos, lo dejaremos
para mañana.
—¿Cómo podremos averiguar a qué
distancia está? —preguntó Dick, interesado—.
¿Podremos encontrarlo en el mapa?
—Es posible que venga indicado si
el lago es bastante grande —repuso Julián.
Descendieron por la colina y
tomaron un sendero que se internaba por entre los
páramos. En cuanto estuvieron
fuera del alcance de la vista y del oído de toda persona,
Julián se detuvo y sacó su plano.
Lo desdobló, y los cuatro se inclinaron sobre él
mientras lo extendía sobre los
brezos.
—Aquella amable señora ha dicho
que estaba en medio de los páramos —les recordó
Julián—. Así, pues, sabernos que
existe un lago, o, por lo menos, una gran laguna.
Con el dedo iba siguiendo por
distintos lugares del plano. Jorgina lanzó un grito y
marcó un punto.
— ¡Mirad, aquí está! No está
precisamente en el medio. ¿Lo veis? Dice Agua Triste.
Este debe de ser el lugar.
¿También está señalado Dos Arboles?
—No —contestó Julián—. Pero es
posible que no lo esté si se trata sólo de ruinas.
Las ruinas no suelen venir
marcadas en los planos, a no ser que sean importantes por
algo. Sin duda éstas no lo son.
Sin embargo, Agua Triste sí que está señalado. ¿Qué os
parece? ¿Nos damos un paseo hasta
allí esta tarde? Yo no sé con exactitud a qué
distancia queda eso.
—Podríamos preguntarlo en la
oficina de Correos —aventuró Jorgina—.
Probablemente en otro tiempo el
cartero llevaba cartas allí. Es posible que lo sepan y
que nos puedan indicar el camino
que debemos seguir.
Regresaron al pueblo y
localizaron la oficina de Correos. Era medio tienda y medio
oficina.
El viejo que despachaba allí miró
a los niños por encima de sus lentes.
—¡Agua Triste! Pero, ¿para qué
queréis ir allí? Es un lugar miserable y ruinoso, a
pesar de que en otro tiempo fue
muy bonito.
—¿Qué ocurrió? —preguntó Dick.
—Se quemó —respondió el viejo—.
El propietario se había marchado y solamente
residían en la casa un par de
sirvientes. Una noche se incendió sin que se sepa por qué
ni cómo, y ardió hasta los
cimientos. Lo único que se consiguió salvar fue el carro de
riego.
—¿Y nunca fue reconstruido?
—preguntó Julián.
El viejo negó con la cabeza.
—No. No merecía la pena. El
propietario dejó que acabara de caerse. Los pajarracos
y los buhos anidan allí ahora, y
los animales salvajes se refugian en las ruinas. Es un
lugar extraño. Una vez fui hasta
allí para verlo, porque se cuenta que algunas veces
aparecen luces. Pero no vi nada,
excepto lo poco que queda del edificio en ruinas y el
agua de la laguna, que es de un
azul oscuro. ¡El nombre de Agua Triste le sienta muy
bien!
—¿Puede usted indicarnos el
camino? ¿Cuánto tiempo cree que nos llevará llegar?
—preguntó Julián.
—¿Para qué queréis ir a unas
miserables ruinas? —insistió el viejo—. ¿O es que
queréis bañaros en el lago? No se
os ocurra hacerlo, porque el agua está extremadamente
fría.
—Sólo queríamos ir hasta allí y
ver Agua Triste —dijo Julián—. ¡Qué nombre tan
raro! ¿Por dónde se va?
—Os lo diré si estáis empeñados
en ir. ¿Dónde tenéis el plano? ¿Es eso que lleváis en
la mano?
Julián lo abrió. El individuo
sacó la pluma que llevaba en el bolsillo de la chaqueta y
empezó a trazar un camino a
través del páramo. De cuando en cuando marcaba un punto
con una cruz.
—¿Veis estas cruces? Señalan
lugares pantanosos. No os acerquéis, porque os
hundiríais hasta las rodillas en
agua fangosa. Seguid por este camino que os he marcado
con tinta y llegaréis con toda
seguridad. Pero, sobre todo, mantened los ojos bien
abiertos, porque hay muchos
lugares peligrosos.
—Muchas gracias —dijo Julián
volviendo a doblar el plano—. ¿Cuánto tiempo
tardaremos en llegar?
—Por lo menos dos horas
—respondió el viejo—. No intentéis ir esta tarde. Al
regreso se os haría oscuro y
sería peligroso a causa de los pantanos.
—Está bien —repuso Julián—.
Muchas gracias. Pero estábamos pensando en
acampar por aquí cerca, puesto
que el tiempo es tan hermoso. ¿No podría usted alquilarnos
una alfombra o un par de mantas?
Los otros tres le miraban muy
extrañados. ¿Acampar? ¿Dónde? ¿Por qué? ¿Qué es lo
que pensaba Julián?
Julián les hizo un guiño. El
viejo estaba revolviendo en un armario. Por fin halló dos
grandes alfombras de caucho y
cuatro mantas muy raídas.
—¡Ya sabía yo que en algún sitio
estaban! —exclamó—. Bien, mejor será que
acampéis vosotros al aire libre
en octubre que no que lo haga yo. Pero tened cuidado.
¡No vaya a ser que cojáis un resfriado
de muerte!
—¡Muchas gracias! Esto es
precisamente lo que necesitábamos —dijo Julián muy
complacido—. Enrolladlas. Yo las
llevaré.
Dick, Ana y Jorgina envolvieron
las mantas y las alfombras. Estaban muy
extrañados. ¿Estaría Julián
pensando de veras en acampar en Agua Triste? A lo mejor
creía que el mensaje que dieron a
Dick era algo muy importante.
—¡Julián! —dijo Dick tan pronto
como hubieron salido—. ¿Qué ocurre? ¿Para qué
nos va a servir todo esto?
Julián parecía un poco asustado.
—Mientras estábamos en la tienda
se me ha ocurrido una idea —dijo, y miró a su
alrededor—. Me intrigó lo que nos
contó ese hombre. Y he pensado que, como este fin
de semana va a ser tan corto,
podíamos llevarnos lo necesario y acampar junto a las
ruinas para aprovechar mejor el
poco tiempo que nos queda.
—¡Qué buena idea! —se entusiasmó
Jorgina—. ¿Entonces es que no piensas que
prosigamos nuestra marcha?
—Bueno —repuso Julián—. Si no
encontramos nada interesante, podemos continuar.
Pero si hay algo de interés, nos
importa, desentrañarlo. Estoy seguro de que algo ocurre
en Dos Arboles.
—Es posible que encontremos allí
a Maggie —dijo Ana con un leve
estremecimiento.
—¡Es posible! —asintió Julián—.
Tengo ganas de ir y averiguar algo por nuestra
propia cuenta antes de informar a
la policía. Así no se burlarán de nosotros otra vez.
Alguien ha de seguir las
indicaciones del mensaje, además de Maggie.
—¡Querida Maggie! —exclamó Dick—.
Estoy deseando saber quién es.
—Alguien que merece ser vigilado,
puesto que es amiga de los presos —replicó
Julián con seriedad—. Mirad lo
que pienso hacer: comprar algo más de comida y
dirigirnos hacia Agua Triste esta
tarde, procurando llegar antes de que anochezca. Allí
buscaremos algún sitio donde
protegernos. Algún fragmento de las viejas ruinas quedará
en pie. Luego reuniremos brezos u
hojarasca para prepararnos un lecho. Así, mañana
por la mañana podremos
levantarnos pronto y estaremos despejados para echar un
vistazo.
—Es un plan aplastante —exclamó
Dick, muy satisfecho—. Es el tipo de aventuras
que nos gustan. ¿Qué te parece a
ti, Tim?
—¡Guau! —ladró Tim con
mucha seriedad, golpeando con su rabo las piernas de
Dick.
—Y si nos damos cuenta de que no
hay nada interesante, podremos regresar y
devolver lo que el viejo nos ha
prestado y seguir nuestra marcha —prosiguió Julián—.
Sin embargo, tendremos que pasar
allí la noche, porque ya será oscuro cuando hayamos
dado una vuelta por aquellos
parajes.
Compraron algunas rebanadas de
pan, mantequilla, una lata de carne y un gran pastel
de fruta. También algo más de
chocolate y bizcochos. Julián adquirió asimismo una
botella de naranjada.
—Es seguro que por allí habrá un
pozo o alguna clase de manantial. Podremos diluir
la naranjada y bebería cuando
tengamos sed. Me parece que ya tenemos todo lo que
necesitamos. ¡En marcha!
No caminaban tan de prisa como de
costumbre, porque iban muy cargados.
Tim era el único que
corría como siempre, porque no llevaba nada.
El paseo por entre los páramos
era muy agradable. El camino se elevaba y les
proporcionaba hermosas
perspectivas sobre la campiña otoñal. Volvieron a ver
caballitos salvajes, esta vez
bastante alejados, y una manada de ciervos, que huyeron
veloces al verlos.
Julián ponía gran cuidado en no
equivocarse de camino y seguir los puntos que había
señalado en el mapa el viejo de
la oficina de Correos.
—Yo creo que conoce bien el
camino. Sin duda, en otros tiempos fue cartero y habrá
llevado muchas veces el correo a
Dos Arboles —-dijo Dick, inclinado sobre el plano—.
¿No te parece que estamos ya a
medio camino, Julián?
El sol empezaba a descender en el
cielo. Los niños se apresuraban tanto como podían
porque, cuando el sol se hubiera
puesto, la oscuridad vendría en seguida. Por fortuna, el
cielo estaba muy claro y por eso
el crepúsculo se retrasaría más que el día anterior.
—Parece que por aquí cerca los
páramos están interrumpidos por el bosque, según
señala el plano —dijo Julián—.
Hemos de encontrar un bosquecillo.
Al cabo de un rato señaló hacia
la derecha.
—¡Mirad! Allí están los árboles.
Hay bastantes. Es verdaderamente un bosquecillo.
—¿Y no os parece que allí se ve
agua? —intervino Ana.
Todos se detuvieron y escrutaron
el paisaje. ¿Sería aquello Agua Triste? Podía serlo.
Tenía un tono azul muy oscuro. Se
apresuraron. Ahora ya no parecía hallarse muy lejos.
Tim corría delante y
su larga cola se balanceaba en el aire.
Descendieron por un serpenteante
sendero y llegaron a un camino de carros que
estaba recubierto por la hierba,
tan recubierto que apenas se podía reconocer que fuera
un camino.
—Esto debe de conducir a Dos
Arboles —opinó Julián—. Preferiría que el sol no se
pusiera tan rápidamente. Casi no
podremos ver nada.
Entraron en un bosque. El camino
lo atravesaba. Los árboles debían de haber sido
talados hacía tiempo para abrir
paso a través del bosque. Y, de repente, se encontraron
frente a lo que en otro tiempo
fue la hermosa casa de Dos Arboles.
Ahora era una desolada ruina,
ennegrecida por el fuego. Las ventanas no tenían
cristales. El techo se había
hundido, pero aún quedaban algunas vigas aquí y allá. Dos
pájaros salieron volando,
lanzando estridentes chillidos cuando los niños se acercaron.
—¡Dos Maggies! —dijo Ana riendo.
Eran garzas blancas y negras y sus largas colas
flotaban detrás de ellas—. Me
gustaría saber si también ellas conocen el mensaje.
La casa estaba situada al lado
del lago. El nombre de Agua Triste le sentaba en efecto
muy bien. Era un lago quieto y
oscuro, de un intenso y profundo azul. No había
pequeñas olas que lamieran la
orilla. Estaba tan quieto como si estuviera helado.
—No me gusta —se quejó Ana—.
¡Este lugar no me gusta nada! ¡Desearía no haber
venido!
CAPITULO
XII
UN ESCONDITE EN DOS ARBOLES
A ninguno de ellos les gustaba
mucho aquel lugar. Todos miraban a su alrededor, y
Julián les señaló algo en
silencio. En cada esquina de la casa había el tronco carbonizado
de un gran árbol.
—Éstos deben de ser los dos
árboles que dieron nombre a este lugar —dijo—. ¡Qué
horribles se ven ahora, tan
tiesos y ennegrecidos! Dos Árboles y Agua Triste es ahora
un lugar muy solitario y desolado.
El sol desapareció y el viento se
hizo más frío. Julián se puso a trabajar de repente.
—Vamos, hemos de ver si
encontramos un lugar donde guarecernos en esa vieja
ruina.
Se acercaron a la casa
silenciosa. Los pisos altos habían ardido completamente. La
planta baja estaba también muy
quemada, pero Julián pensó que podrían encontrar en
ella algún rincón en donde
cobijarse.
—Podríamos quedarnos aquí —dijo
saliendo de una habitación ennegrecida y
haciendo seña a los demás para
que se acercaran—. Ha quedado aún en el suelo una
mullida alfombra y también una
gran mesa. Si comenzara a llover nos podríamos meter
debajo, pero no creo que llueva.
—¡Qué habitación tan espantosa!
—se quejó Ana mirando a su alrededor—. No me
gusta ni siquiera como huele. ¡Yo
no quiero dormir aquí!
—Entonces busca tú otro lugar,
pero date prisa —respondió Julián—, porque pronto
anochecerá. Yo voy a coger brezos
y hojarasca antes de que esté demasiado oscuro.
¿Venís conmigo, Dick y Jorge?
Los tres salieron y regresaron
pronto con grandes brazadas de brezos y hojarasca.
Hallaron a Ana muy excitada.
—He encontrado un lugar muy
apropiado. Algo que está mucho mejor que esta
habitación tan horrible. ¡Mirad!
Les condujo al lugar que en otro
tiempo fue la cocina. Había una trampa en el suelo,
que se abría sobre una escalera
de piedra, la cual conducía al sótano.
—Esta escalera baja hacia la
bodega —explicó—. He venido hasta aquí y he visto
esta trampa en el suelo. Estaba
cerrada y no pude abrirla. La he golpeado y por fin ha
cedido. Por poco me caigo por
ella. Luego he visto que abajo estaba la bodega.
Ana miraba a Julián con aire de
súplica.
—Sin duda, estará seca y no
quemada y ennegrecida como todo lo demás —
continuó—. Será un buen refugio.
¿No crees que podemos dormir ahí? No me gusta la
sensación que producen estas
horribles habitaciones quemadas.
—Es una buena idea —concedió
Julián.
Encendió la linterna y dirigió el
haz luminoso hacia el sótano. Parecía muy espacioso
y no olía mal.
Descendió los escalones, con Tim
delante de él. En seguida los llamó muy
sorprendido.
—Aquí hay una habitación en buen
estado y bodegas todo alrededor. Seguramente
servía como salita para el
servicio. Hay en ella hilos eléctricos, lo más posible es que
tuvieran un transformador. Sí,
sí, aquí estaremos muy bien.
Era en efecto una habitación
pequeña y rara. En el suelo había alfombras
enmohecidas y los muebles estaban
también enmohecidos y cubiertos de polvo. Las
arañas habían trabajado a
conciencia y Jorgina rasgaba sus telas, que colgaban del techo
y la asustaban cuando
inesperadamente le tocaban en el rostro.
—¡Mirad, aún hay velas en los
candelabros de esta estantería! —exclamó Dick con
sorpresa—. Podemos encenderlas y
así tendremos un poco de luz. No está mal. Estoy de
acuerdo con Ana. Hay algo
detestable en esas habitaciones quemadas de arriba.
Apilaron los brezos y la
hojarasca en el suelo de la bodega. Los muebles eran tan
viejos y carcomidos que cedían
cuando se apoyaban en ellos y no podían aprovecharlos
como asientos. Pero la mesa
todavía se conservaba bastante bien. En cuanto Jorgina
hubo limpiado el polvo que la
recubría, colocaron sobre ella la comida. La operación de
limpieza fue la causa de que
todos se pusieran a toser por la gran polvareda que se
levantó. Tuvieron que salir a la
cocina hasta que el polvo se posó de nuevo.
Ahora ya había oscurecido. La
luna no había salido todavía. El viento arrastraba las
hojas secas, pero no se percibía
ningún ruido de agua. El lago permanecía tan quieto
como un cristal.
En la bodega había un armario,
Julián lo abrió para ver qué había en él.
—¡Más velas! ¡Esto va bien! —Sacó
un paquete—. Y aquí hay platos, vasos y más
utensilios. ¿Alguien ha visto un
pozo por aquí? Si lo hubiese, podríamos diluir la naranjada
y bebería a la hora de cenar.
Nadie había visto un pozo, pero
Ana recordó de súbito algo raro que había visto en
una esquina de la cocina, cerca
de la trampa.
—Me parece haber visto una bomba
allí —dijo—. Ve tú a verlo, Julián. Quizás aún
funcione.
Julián subió por las escaleras
con una vela en la mano. Si, Ana tenía razón. Allí, en
una esquina, había una bomba.
Probablemente conducía el agua a un depósito y luego
ésta manaba por el grifo de la
cocina.
Dio la vuelta a un grifo que se
encontraba cerca de la trampa. Luego empuñó el
mango de la bomba y lo movió
vigorosamente de un lado para otro. Pronto el agua
brotó por aquel gran grifo y
salpicó la trampa. La cosa iba perfectamente.
Julián siguió bombeando, mientras
pensaba que sería mejor desperdiciar aquella
agua, que, probablemente, era la
primera que caía en el depósito después de muchos
años. Seguramente el depósito
estaría sucio y oxidado y era conveniente lavarlo con una
gran cantidad de agua.
El agua parecía limpia y clara y
estaba tan fría como el hielo. Julián puso bajo el
grifo uno de los vasos que encontró
en el armario de la bodega y luego la probó. Estaba
deliciosa.
—¡Bravo, Ana! —gritó descendiendo
por las escaleras que conducían a la bodega
con un vaso lleno de agua—. Dick,
busca más vasos o un jarro o algo por el estilo en
ese armario. Los lavaremos bien y
los llenaremos de agua para preparar la naranjada.
La bodega pareció extraña a
Julián cuando descendió la escalera. Jorgina y Ana
habían encendido seis velas más y
las habían ido colocando aquí y allá. Difundían una
luz agradable e incluso daban un
poco de calor a la habitación.
—Bien. Supongo que, como siempre,
todos estamos deseando comer —comentó
Julián—. Ha sido una buena idea
comprar pan y carne de lata y algo de postre. No
puedo decir que esté hambriento
como a la hora del desayuno, pero casi, casi.
Los cuatro se sentaron en sus
lechos de brezo y hojarasca. Habían extendido sobre
ellos las alfombras de caucho por
si estaban aún húmedos, aunque no lo parecían.
Mientras comían pan con
mantequilla y carne de lata, iban discutiendo sus planes.
Dormirían allí aquella noche y
tendrían todo el día siguiente para explorar Dos Arboles
y el lago.
—Pero, ¿qué es lo que estamos
buscando? —preguntó de pronto Ana—. ¿Crees que
hay algún secreto por aquí,
Julián?
—En efecto, creo que lo hay
—contestó Julián—. Y me parece saber de qué se trata.
—¿De qué? —preguntaron a la vez
Jorgina y Ana. Dick creía saberlo también.
Julián se lo explicó.
—Pues bien, sabemos que un preso
llamado Nailer envió un importante mensaje por
medio de un preso amigo suyo que
había conseguido evadirse. Este mensaje iba dirigido
a dos personas: en primer lugar,
quería que se enterara de él Dick el Sucio (pero éste no
lo recibió),y, por otra parte,
Maggie, quienquiera que ésta sea. Ahora bien, ¿qué secreto
deseaba transmitirles en el
mensaje?
—Creo adivinarlo —intervino
Dick—, pero sigue.
—Suponed que Nailer haya llevado
a cabo grandes robos —continuó Julián—. Yo
no sé qué, pero puede tratarse de
joyas, porque es lo más frecuente entre los grandes
criminales. Bien. Ha cometido un
gran robo. Esconde lo robado hasta que pase la
primera alarma. Pero entonces lo
prenden y lo encarcelan durante varios años. Mas él no
confiesa dónde se encuentra lo
robado. Ni se atreve siquiera a escribir una carta para
indicar a sus amigos que están
fuera de la cárcel dónde ha escondido todo eso. Todas las
cartas se leen antes de que
salgan de la cárcel. En ese caso, ¿qué puede hacer?
—Esperar a que alguien pueda huir
y entregarle un mensaje —contestó Dick—.
Seguro que ha sido eso lo que ha
ocurrido, ¿no crees, Julián? El hombre de la cabeza
pelada que yo vi era el preso que
había huido y había sido enviado para indicar a Dick el
Sucio y a Maggie dónde
estaba escondido lo robado, para que ellos pudieran obtenerlo
antes de que otra persona lo
descubriera.
—Sí. Estoy seguro de que es así
—confirmó Julián—. Su amigo, el prisionero que ha
huido, probablemente no entendió
una palabra del mensaje, pero sí que lo entenderían
Dick el Sucio y Maggie,
porque conocían todos los pormenores del robo. Y ahora,
Maggie intentará encontrar lo
robado.
—¡Nosotros hemos de encontrarlo
primero! —dijo Jorgina. Y sus ojos relucían de
excitación—. Hemos llegado aquí
primero y mañana, lo antes posible, empezaremos a
investigar. ¿Qué decía el
mensaje, Dick, además de los nombres de Dos Arboles y Agua
Triste?
—Juan el Descarado —contestó
Dick.
—Parece una estupidez —comentó
Ana—. ¿Crees que ese Juan está en el secreto
con Maggie?
—Juan el Descarado parece
más bien el nombre de una barca —aventuró Dick.
—¡Claro! ¡Eso es! —dijo Jorgina—.
¡Una barca! ¿Por qué no? Aquí hay un lago y
me imagino que la gente no
construye una casa junto a un lago a no ser que les guste ir
en barca, bañarse y pescar. Estoy
segura de que encontraremos la barca llamada Juan el
Descarado mañana por la
mañana. Lo robado estará sin duda en su interior.
—¡Qué sencillo! —se burló Dick—.
No me parece un lugar muy adecuado.
Cualquier persona puede hallar
por casualidad los bienes escondidos en una barca. No,
Juan el
Descarado es
una pista, pero no encontraremos en ella los bienes robados. Y
además existe también el
fragmento de papel. Debe de contener algún indicio sobre el
escondite.
—¿Dónde lo tienes? —preguntó
Julián—. El policía lo partió en cuatro trozos. ¿Los
conservas, Dick?
—Claro que sí —dijo Dick. Rebuscó
en sus bolsillos y los sacó—. ¡Cuatro trozos!
¿Tenéis papel engomado?
Nadie lo tenía, pero Jorgina sacó
un rollo de celofán adherente. Cortaron unos
fragmentos y los pegaron detrás
de los cuatro pedazos de papel, de manera que volvió a
aparecer entero. Entonces lo
examinaron cuidadosamente.
—Fijaos. Aquí hay dibujadas
cuatro líneas que se encuentran en el centro —dijo
Julián—. A cada extremo exterior
de estas líneas hay una palabra escrita, pero está tan
borrosa que apenas puedo leer
ninguna. ¿Qué dice ésta? "Colina de Tock". Y la
siguiente dice
"Campanario". ¿Qué pone en las otras?
Por fin consiguieron entenderlas.
—"Chimenea" —descifró
Ana—. Eso es lo que dice la tercera.
—Y "Piedra Alta" es la
cuarta —dijo Jorgina—. ¿Qué significarán? ¡Nunca
podremos descubrirlo!
—Dormiremos pensando en ello
—propuso Julián con jovialidad—. Es admirable
cómo se esclarecen las ideas
durante la noche. Será un interesante problema para
resolverlo mañana.
CAPÍTULO
XIII
UNA NOCHE EN LA BODEGA
Doblaron el pedazo de papel y esta
vez lo guardó Julián.
—No sé lo que significa, pero
seguro que se trata de algo importante —dijo—. Es
posible que, de repente, hallemos
algo o pensemos alguna cosa que nos dé la clave de
estas palabras y de las líneas
que se ven en el papel.
—No olvidemos que la querida
Maggie tiene también una copia de este papel —
recordó Dick—. Probablemente,
ella sabrá mejor que nosotros lo que quiere decir todo
esto.
—Si lo sabe, seguramente acudirá
también a Dos Arboles —opinó Ana—. Si la
viésemos venir, ¿debemos escondernos?
Julián lo pensó por un momento.
—Me parece que no —dijo al fin—.
Creo que no debemos hacerlo. Maggie no puede
adivinar que nosotros hemos
recibido el mensaje de Nailer y que poseemos el papel
escrito. Mejor será que digamos
que íbamos de marcha y que hemos encontrado este
lugar y nos hemos refugiado en
él. Todo esto es perfectamente cierto.
—Podemos permanecer atentos a su
llegada y ver qué es lo que hace —dijo Dick
sonriendo—. ¡Qué poco le gustará!
—No vendrá sola —replicó Julián,
pensativo—. Me parece probable que venga
acompañada de Dick el Sucio. Él
no recibió el mensaje, pero ella sí, y, probablemente,
en el suyo iba indicado que Dick el
Sucio también lo sabía todo. Por eso se pondrá en
contacto con él.
—Sí, y se extrañará de que él no
haya recibido ni el mensaje ni el papel —dijo
Jorgina—. De todas formas,
pensarán que el preso fugado no había podido llegar hasta
Dick el Sucio.
—Todo esto es muy complicado
—bostezó Ana—. Ya no puedo seguir vuestros
argumentos ni vuestras
explicaciones. Estoy medio dormida. ¿Tardaréis mucho en acostaros?
Dick bostezó también.
—Yo me voy a acostar en seguida.
Mi cama de heléchos y hojarasca tiene un aspecto
tentador. ¿Verdad que aquí no
hace frío?
—La única cosa que no me gusta es
pensar en las bodegas que existen detrás de esta
pequeña habitación subterránea
—dijo Ana—. Maggie y sus amigos pueden estar
escondidos en ellas, esperando
para lanzarse sobre nosotros cuando estemos dormidos.
—¡Qué boba eres! —se burló
Jorgina—. ¡Verdaderamente eres tonta! ¿Crees tú que
Tim estaría aquí
tranquilamente tumbado si hubiese alguien en las bodegas? Sabes muy
bien que estaría ladrando con
todas sus fuerzas.
—Sí, ya lo sé —Ana se acomodó en
su lecho—. Son ideas mías. Tú no tienes miedo,
Jorge, y por eso no
puedes comprender los temores de los demás. No es que tenga
miedo mientras Tim esté
aquí. Pero me choca que siempre nos metamos en aventuras
raras cuando andamos los cuatro
juntos.
—Las aventuras siempre van al
encuentro de determinadas personas —le explicó
Dick—. Lee las vidas de los
exploradores y verás como continuamente se meten en
aventuras.
—Sí, pero yo no soy explorador
—protestó Ana—. Soy una persona vulgar y me
sentiría satisfecha si no se me
presentasen continuamente esta clase de aventuras.
Los demás se rieron.
—Me parece que esta vez no nos va
a pasar mucho más —dijo Julián en tono
tranquilizador—. Tenemos que
volver al colegio el martes próximo y ya no falta mucho.
No nos queda tiempo para que
sucedan muchas cosas.
Desde luego, estaba en un error.
Las cosas pueden ocurrir una detrás de otra y a
veces en el espacio de pocos
minutos. Sin embargo, Ana se echó, sintiéndose más feliz
y tranquila. Esto era mejor que
lo de la noche anterior, cuando ella se encontraba sola en
aquel cuartito horrible. Ahora,
los demás estaban con ella, y también Tim.
Ana y Jorgina se habían preparado
un gran lecho para las dos. Se cubrieron con las
dos mantas y, además, se
colocaron encima las dos chaquetas. Nadie se había desnudado,
porque Julián dijo que era
posible que cogieran frío si se ponían los pijamas.
Como siempre, Tim se
instaló a los pies de Jorgina. La niña los apartó porque el
perro era pesado. El perro
entonces se acurrucó confortablemente entre las rodillas de
las dos niñas. Exhaló un gran
suspiro.
—Esto significa que se va a
dormir —dijo Jorgina—. ¿Te sientes cómoda, Ana?
—Sí —respondió Ana, medio
dormida—. Me gusta que Tim esté aquí. Me da
sensación de seguridad.
Julián apagó las velas. Dejó una
encendida. Luego se echó en su lecho, al lado de
Dick. Se sentía cansado.
Los cuatro se quedaron dormidos
como troncos. Nadie se movía, excepto Tim, que
durante la noche se puso en pie
un par de veces y olfateó por toda la habitación con
desconfianza. Había oído ruido en
las bodegas. Se quedó inmóvil junto a la puerta
cerrada que daba paso a las
bodegas y escuchó atentamente con la cabeza ladeada.
Husmeó por una rendija. Luego
regresó a su sitio. Parecía satisfecho. ¡Era tan solo un
sapo! Tim conocía bien el
olor de los sapos y no le importaba que los sapos rondaran
por allí de noche.
La segunda vez que se despertó
creyó haber oído un ruido en la cocina, que estaba
encima. Ascendió por las
escaleras y sus patas producían un repiqueteo suave mientras
subía. Se detuvo silenciosamente
en medio de la cocina. Sus ojos relucían como
lamparitas verdes al ser
iluminados por la luna.
Un animal de cola larga y espesa
empezó a deslizarse por fuera de la casa. Era un
hermoso zorro.
Había olfateado olores
desacostumbrados cerca de las viejas ruinas: notaba el rastro
de las personas y del perro y había
ido hasta allí para averiguar lo que ocurría.
Se había introducido en la cocina
y había notado el fuerte olor de Tim, que estaba en
la habitación de abajo. Tan
silenciosamente como si fuera un gato, se había deslizado de
nuevo fuera de la cocina. ¡Pero Tim
ya estaba despierto!
Ahora el perro se mantenía alerta
y vigilante, mas el zorro ya se había ido. Tim
husmeaba su rastro y le siguió
hasta la puerta. No sabía si ponerse a ladrar o irse tras el
zorro.
El rastro se iba extinguiendo y Tim
decidió no darle importancia. Regresó hacia las
escaleras que conducían a la
habitación interior y volvió a acurrucarse a los pies de
Jorgina. El pesaba mucho, pero
Jorgina estaba demasiado cansada para despertarse y
apartarle.
Tim se tumbó, pero
siguió con la oreja levantada durante un rato. Luego se durmió de
nuevo. Sin embargo, sus orejas
continuaban enderezadas. ¡Era un buen centinela!
Cuando la vela se consumió, la
bodega quedó muy oscura. Allí no entraba la luz del
día, ni el sol, que pudiera
despertar a los niños, y éstos durmieron hasta bien entrada la
mañana.
Julián se despertó el primero.
Notó que su cama era muy dura y se volvió para
encontrar una posición más
confortable. Los heléchos y la hojarasca se habían aplastado
bajo su peso y se notaba que el
suelo era duro. Este movimiento le despertó totalmente y
abrió los ojos, intentando ver en
la oscuridad. ¿Dónde se encontraba?
En seguida lo recordó. Luego
despertó a Dick y empezó a bostezar.
—¡Dick! Ya son las ocho y media
—dijo, mirando las manecillas fosforecentes de su
reloj—. Hemos dormido muchas
horas.
Se levantaron. Tim se puso
en pie y vino hacia ellos, moviendo el rabo alegremente.
Hacía ya bastante tiempo que
estaba despierto y se puso muy contento al ver que Julián
y Dick se habían levantado. Estaba
sediento.
Las niñas se despertaron también
y pronto todo el mundo se puso en actividad y se
armó mucho ruido. Ana y Jorgina
se lavaron en la pila y el agua fría las hizo chillar. Tim
se bebió encantado un gran tazón
de agua. Entre tanto, los chicos discutían si se
bañarían o no en el lago. Se
sentían muy sucios. Dick temblaba ante la idea de meterse
en el agua helada.
—Sin embargo, creo que deberíamos
decidirnos —dijo—. ¡Vamos, Julián!
Los dos muchachos corrieron hacia
la orilla del lago y se metieron en él. ¡Estaba frío
como el hielo! Dieron unas
cuantas brazadas y volvieron a salir, temblando y gritando.
Cuando regresaron, las niñas
habían preparado ya el desayuno. En la habitación
subterránea había menos luz que
en la cocina, pero a los niños les desagradaba la visión
de los muros quemados.
Se tragaron muy a gusto el pan
con mantequilla, la carne de lata, el pastel y el
chocolate.
Mientras se desayunaban, se oyó
de pronto el eco de un sonido: eran campanas. Ana
dejó de comer y su corazón se
puso a latir con fuerza.
No obstante, no se trataba del
son de alerta de las campanas que habían oído
anteriormente.
—Son campanas de iglesia —dijo en
seguida Julián viendo que Ana parecía
asustada—. ¡Es un bonito repique!
—Sí —se tranquilizó Ana—. Lo es.
Y la gente va a la iglesia. A mí también me
gustaría ir en este hermoso día
soleado de octubre.
—Si quieres podemos caminar por
el páramo hasta el pueblo más cercano —Dick
consultó su reloj—, pero
llegaremos tarde.
En efecto, se decidió que era
demasiado tarde. Recogieron los platos y planearon lo
que harían durante el día.
—Lo primero que hemos de hacer es
buscar si hay algún cobertizo para guardar las
barcas y comprobar si hay alguna
que se llame Juan el Descarado —resolvió Julián—.
Luego lo mejor será que
intentemos descubrir lo que significa el plano. Podemos ir de
aquí para allá, para ver si
hallamos "Piedra Alta", y yo miraré en el plano si está
señalada la Colina de Tock.
También estaba en el dibujo, ¿verdad?
—Chicos, por favor, id a buscar
más heléchos y hojarasca mientras nosotras
ordenamos y fregamos lo del
desayuno —pidió Ana—. Supongo que pensáis pasar aquí
una noche más.
—Sí, creo que será lo mejor
—repuso Julián—. Me parece que podemos hallar aquí
cosas muy interesantes.
Julián salió con Dick y pronto
regresaron con un gran brazado de heléchos y
hojarasca. Todos se habían
quejado de que, a través del tenue lecho, se notara el suelo
tan duro. La pobre Jorgina estaba
aún envarada.
Las niñas se llevaron los
utensilios sucios del desayuno a la fregadera para
limpiarlos. No tenían nada con
que secarlos, pero esto no importaba. Los dejaron
colocados en el borde de la
fregadera para que se fueran secando por sí mismos.
Ellas se restregaron las manos en
los pañuelos y ya se sintieron dispuestas a explorar
todo aquello. También los chicos
se hallaban ya a punto.
Tim correteaba de un
lado para otro y todos descendieron hasta el lago.
Antiguamente había existido un
camino bordeado por cada lado por una pared baja.
Pero ahora la pared estaba medio
derruida y el musgo lo recubría todo. El camino estaba
medio borrado por las hierbas,
por las matas de heléchos y por otros arbustos.
El lago aparecía tan quieto y
oscuro como siempre. Algunos patos silvestres lo
atravesaban nadando velozmente y
hundían la cabeza bajo el agua cuando veían a los
niños.
—¿Dónde estará la casa en que se
guardan los botes? —preguntó Dick—. ¿Veis
alguna por ahí?
CAPÍTULO
XIV
¿DÓNDE ESTÁ JUAN EL DESCARADO?
Anduvieron por el borde del lago
con bastante dificultad. Los arbustos y los árboles
crecían en profusión junto a la
orilla. Parecía que allí no pudiese existir ningún cobertizo
donde se guardaran las barcas.
Al fin Jorgina llegó junto a un
riachuelo que se iniciaba en el lago.
—¡Mirad! —gritó—. Aquí hay un
pequeño río que sale del lago.
—No es un río. Es sólo un desagüe
—repuso Dick—. Es posible que por aquí cerca
encontremos el cobertizo que
guarda los botes.
Siguieron el desagüe por un corto
trecho y pronto Julián lanzó una exclamación.
—¡Aquí está! Pero está tan
recubierto de hiedra y de lianas que casi no se ve.
Todos miraron hacia donde él
señalaba. Vieron una construcción alargada sobre el
canal de desagüe, que allí se
hacía más estrecho, hasta desaparecer. Casi no podía
adivinarse que aquello fuera un
edificio porque estaba totalmente oculto por la
vegetación.
—¡Lo hemos hallado! —exclamó Dick
muy satisfecho— ¡Ahora, a buscar a Juan el
Descarado!
Se colaron por entre las ramas y
lianas para alcanzar la entrada del cobertizo. Había
que entrar por la parte de
delante, encarada hacia el canal y totalmente abierta. Un
amplio reborde adosado a la pared
recorría el interior del cobertizo, y los escalones que
conducían hasta él estaban rotos
y desgastados.
—Tendremos que pasar por aquí con
mucho cuidado —recomendó Julián—.
Dejadme ir delante.
Puso el pie en los viejos
escalones de madera, pero éstos cedieron bajo su peso al
instante.
—¡Es imposible! —se lamentó—.
Hemos de ver si hay algún otro sitio por donde
entrar en el cobertizo.
No había ninguno, pero, a un
lado, una de las paredes de madera de la construcción
estaba tan desgastada que
pudieron apartar las tablas y colarse por allí. Julián se deslizó
a través de la estrecha abertura
hacia el interior del cobertizo, que estaba oscuro y lleno
de moho.
Pronto se encontró dentro, sobre
el amplio reborde que rodeaba el cobertizo. Por
debajo divisaba el agua oscura y
quieta, sin ninguna ondulación. Llamó a los demás.
—¡Venid! Aquí hay un reborde de
madera por el que podemos pasar y no está nada
estropeado. Debe de estar hecho
con una madera de mejor calidad.
Todos penetraron por la abertura
y se quedaron en el reborde, mirando hacia el agua.
Al principio no vislumbraban
nada. Sus ojos tenían que acostumbrarse primero a la
oscuridad, porque la única luz
que penetraba allí era la de la entrada, que se encontraba
en el extremo contrario y estaba
oscurecida por ramas de hiedra y otras plantas
trepadoras, que colgaban desde el
tejado hasta el agua.
—¡Hay barcas! —exclamó Dick muy
excitado—. Están atadas a unos postes.
¡Fijaos! Hay una aquí mismo,
junto a nuestros pies. Esperemos que una de ellas sea
Juan el
Descarado.
En efecto, había tres barcas. Dos
de ellas aparecían medio llenas de agua y las
cuerdas estaban sumergidas.
—Deben de estar agujereadas por
el fondo —dijo Julián, mirando atentamente.
Había encendido la linterna e
inspeccionaba todo el cobertizo.
Adosados a las paredes se erguían
los remos. También se veían amasijos de algo
podrido y blando, probablemente
viejos cojines. El mástil de una barca se encontraba en
un rincón. En una estantería descubrieron
montones de cuerda. Todo ello ofrecía
aspecto de abandono y desolación,
y a Ana no le gustaba el extraño eco que formaban
sus voces en aquel lugar extraño,
húmedo y solitario.
—Veamos si alguna de estas barcas
se llama Juan el Descarado —dijo Dick, y
dirigió la linterna hacia la más
cercana. El nombre estaba casi borrado—. ¿Qué dice
aquí? —Dick intentó descifrar las
borrosas letras—. Dice Merry y algo más.
—Meg —le ayudó Ana—. Merry
Meg2
.
Quizá sea la hermana de Juan el
Descarado. ¿Cómo se llama
la otra barca?
Enfocaron hacia ella la linterna.
El nombre era más fácilmente legible. Todos lo
leyeron a la vez.
—Cheeky Charlie3.
—¡Otro hermano de Merry Meg! —comentó
Dick—. Estas pobres barcas tan viejas
lo parecen todo menos alegres y
desvergonzadas.
—Seguro que aquella otra debe ser
Juan el Descarado —exclamó Ana, excitada—.
¡Espero que lo sea!
Recorrieron el reborde y se
acercaron a la otra barca, intentando leer su nombre.
—Empieza por C —dijo Jorgina,
desencantada—. Estoy segura que es una C.
Julián cogió su pañuelo y lo
metió en el agua. Luego frotó con él el borroso nombre
intentando limpiarlo y que se
viera más claro. Se llamaba Carolina la Cuidadosa. Los
cuatro lo leyeron a la vez con
desaliento.
—Meg la Alegre, Charlie el
Desvergonzado y Carolina la Cuidadosa —leyó
Julián—. Se ve claro que Juan
el Descarado pertenece a la familia de estas barcas, pero,
¿dónde se habrá metido?
—A lo mejor está hundida —sugirió
Dick.
—Ni pensarlo —replicó Julián—. El
agua es muy poco profunda aquí. Estas barcas
casi tocan el fondo. Me parece
que descubriríamos en seguida una barca hundida. Si
enfocamos las linternas hacia el
agua se puede ver el fondo arenoso de este remanso.
Para estar completamente seguros,
anduvieron con cuidado por el reborde de madera
que circundaba el cobertizo y
enfocaron sucesivamente las linternas hacia diversos
puntos del agua. Allí no había
ninguna barca hundida.
—Bueno, esto es lo que hay —dijo
Dick al fin—. Juan el Descarado ha
desaparecido. ¿Por qué? ¿Adonde?
¿Cuándo?
Volvieron a dirigir el haz de luz
de las linternas a las viejas paredes. De repente, los
ojos de Jorgina se detuvieron en
una amplia superficie de madera, apoyada en el
reborde, a uno de los lados de la
casa.
—¿Qué es aquello? —preguntó—. Es
una balsa, ¿verdad? A ella deben de pertenecer
los remos que hemos visto
adosados a la pared.
Se acercaron para examinar la
balsa.
—Está en muy buenas condiciones
—dijo Julián—. Sería divertido ir con ella por
encima del agua.
—¡Ooooh, sí! —exclamó Ana, muy
emocionada—. Sería estupendo. Siempre me
han gustado las balsas. Prefiero
ir en esta balsa que en cualquiera de las barcas.
—De todas formas, sólo una de las
barcas podría utilizarse —asintió Julián—. Las
demás parecen inservibles. Seguro
que están agujereadas. En caso contrario, no estarían
llenas de agua.
2 Merry Meg: Meg la alegre.
Meg es diminutivo de Margarita (N.del T.)
3 Cheeky Charlie: Charlie el
Desvergonzado. Charlie, diminutivo de Carlos (N.del T)
—Pero ¿no sería mejor que las
inspeccionáramos cuidadosamente, no fuera a ser que
en alguna de ellas hubiese algo
escondido? —preguntó Dick.
—Podemos hacerlo —consintió
Julián—, aunque me parece que, sea lo que sea lo
que está oculto, se encuentra en Juan
el Descarado. De no ser así, ¿para qué iban a
poner su nombre en el mensaje?
Dick pensó que Julián tenía
razón. A pesar de todo, examinó metódicamente las tres
barcas, pero no halló en ellas
nada más que viejos cojines deteriorados y pedazos de
cuerda.
—Bien. ¿Dónde estará Juan el
Descarado? —dijo, intrigado—. Todas están aquí,
excepto ésa. Acaso se encuentre
escondida por ahí fuera, en los alrededores del lago.
—¡Es posible! —Julián intentaba
poner a flote la gran balsa—. ¡Es una buena idea!
Opino que debemos explorar los
alrededores del lago y ver si podemos hallarla.
—Entonces, dejemos la balsa por
ahora —dijo Jorgina, muy emocionada ante la idea
de descubrir a Juan el
Descarado escondida por alguna parte y todo lo que en ella
estuviera oculto—. ¡Vayamos ahora
mismo!
Regresaron por el reborde de
madera hasta la abertura que habían hecho en la pared y
saltaron afuera. Tim salió
el primero alegremente. No le había gustado aquel lugar
oscuro y húmedo. Se puso a correr
por el tibio sol, moviendo su cola gozosamente.
—¿Por qué lado empezamos?
—preguntó Ana—. ¿Por la izquierda o por la derecha?
Descendieron hasta el borde del
agua y miraron a ambos lados. Las dos direcciones
se mostraban igualmente
recubieras de maleza.
—Será difícil seguir junto al
borde del agua —opinó Julián—. Vamos a intentarlo. El
lado izquierdo parece algo más
fácil. ¡Empecemos por aquí!
Al principio fue muy fácil
mantenerse junto al agua y examinar cada ensenada y
mirar bajo todas las matas. Sin
embargo, al cabo de unos doscientos metros, el matorral
se hizo tan espeso y llegaba
hasta tal punto el agua, que fue imposible proseguir el
camino sin que sus vestidos se
desgarraran.
—¡Me doy por vencido! —declaró
por fin Julián—. En menos de un minuto me
quedaría sin jersey. Hay tantas
ramas llenas de pinchos... Ya tengo las manos completamente
destrozadas.
—Sí, está todo lleno de pinchos
—confirmó Ana—. Yo también lo noto. ¡Mirad mis
piernas!
Tim era el único que
disfrutaba de veras. No podía comprender por qué los cuatro
niños se metían por aquel lugar
tan enredado, pero esto era lo que a él le gustaba. Se
sintió muy defraudado cuando sus
amigos decidieron abandonar la búsqueda y volver
sobre sus pasos.
—¿Qué os parece? ¿Intentamos por
el lado derecho? —les interrogó Julián mientras
regresaban muy descorazonados.
—¡No, por favor! No sigamos
—suplicó Ana—. El otro lado aún parece peor que
éste. Perderíamos el tiempo. Será
mejor que demos un paseo en la balsa.
—Es cierto. Será una manera más
cómoda de explorar los bordes del lago. Siempre
será preferible que meterse por
entre esta maleza infranqueable —la apoyó Jorgina—.
Podemos remar lentamente,
manteniéndonos junto a la orilla y deteniéndonos en cada
ensenada para mirar atentamente
bajo las ramas colgantes. Así será mucho más fácil.
—Claro —dijo Dick—. Hemos sido
unos tontos al no haberlo pensado antes. Y,
además, será una hermosa manera
de pasar la tarde.
Regresaron a través de los
árboles, viendo a lo lejos la casa en ruinas. De pronto, Tim
se detuvo. Dejó escapar un
gruñido. Todos los demás se pararon también.
—¿Qué ocurre, Tim? —preguntó
Jorgina en voz baja—. ¿Qué es lo que pasa?
Tim gruñó de nuevo.
Los niños se ocultaron cautelosamente detrás de las matas y
miraron fijamente hacia la casa.
En el camino no se veía nada. Nadie parecía andar por
allí. Entonces, ¿por qué gruñía Tim?
De pronto apareció una mujer, y junto
a ella venía un hombre. Hablaban muy
seriamente.
—¡Maggie! ¡Estoy segura de que es
Maggie! —exclamó Julián.
—Y el otro es Dick el Sucio —añadió
Dick—. Lo reconozco. ¡Es Dick el Sucio!
CAPÍTULO
XV
MAGGIE Y DICK EL SUCIO
Los niños observaban a aquella
pareja y sus pensamientos corrían velozmente. Julián
esperaba encontrarlos allí y por
eso no se sorprendió. Dick miraba a su tocayo, Dick el
Sucio, y reconocía a
aquel hombre bajo y fuerte, de hombros encorvados y de pelo
hirsuto. No le gustaba su aspecto,
como no le había gustado tampoco cuando lo vio por
primera vez en aquella vieja
granja.
Tampoco a Ana ni Jorgina les
agradaba el aspecto de la mujer. Era alta y llevaba el
pelo recogido dentro de un
turbante de lana. Vestía pantalones, un jersey recio y un
chaquetón. Andaba rápidamente y
podían oír su voz, que era áspera y resuelta.
"¡Vaya, ésta debe de ser
Maggie! —pensaba Julián—. No me gusta. Parece tan dura
como un clavo. Una buena
compañera para Nailer"4.
Con precaución se acercó a los
otros tres. Jorgina tenía la mano puesta sobre el collar
de Tim, temiendo que éste
se dejara ver.
—Oídme —cuchicheó Julián—. Todos
nosotros somos muchachillos inocentes.
Vamos a mostrarnos paseando por
el espacio abierto y hablando descuidadamente, de
manera que ellos nos vean. Si nos
preguntan qué estamos haciendo aquí, ya sabéis lo
que hemos de contestar. Decid
todas las tonterías que se os ocurra. Así les
despistaremos, de manera que
pensarán que somos un grupo de niños inofensivos. Si
nos preguntan alguna cosa embarazosa,
dejad que yo conteste, ¿comprendido?
Todos asintieron. Julián salió de
entre las matas y llamó a Dick.
—¡Mira! —gritó—. Ya estamos en el
mismo sitio. Veo la casa incendiada. Esta
mañana tiene peor aspecto que
ayer.
A continuación aparecieron Jorgina
y Tim, brincando de aquí para allá. Ana les
seguía mientras su corazón latía
rápidamente. Ella no era valiente como los demás en
estas aventuras.
El hombre y la mujer se
detuvieron en seco cuando descubrieron a los niños. Se
comunicaron rápidamente en voz
baja. El hombre les llamó a gritos, con voz amenazadora.
Los niños se dirigieron hacia
ellos, charlando alegremente, tal como Julián les había
ordenado. La mujer les interpeló
con dureza.
—¿Quiénes sois? ¿Qué hacéis aquí?
—Vamos de marcha —respondió Julián
deteniéndose—. Nos han dado unos días de
vacaciones.
—¿Y para qué venís aquí?
—insistió la mujer—. Esto es una propiedad privada.
—¡Qué va! —rechazó Julián—. Es la
ruina de una casa incendiada. Todo el mundo
puede entrar. Además, no hacemos
ningún mal. Queremos explorar este curioso lago.
Nos gusta esto.
El hombre y la mujer se miraron.
Se vio claramente que la idea de
que los niños explorasen el lago les sorprendía y
molestaba. La mujer volvió a
hablarles.
—No podéis explorar este lago. Es
peligroso. Se prohibe a la gente bañarse en él o
pasear en barca.
—Pues no nos lo han dicho
—contestó Julián, que parecía muy extrañado—. Nos
han indicado el camino para
llegar hasta aquí, pero nadie nos ha advertido de que
4 Nailer: Fabricane de
clavos (N.del T)
estuviera prohibido. Me parece
que les han engañado a ustedes.
—Queríamos ver los patos salvajes
—interrumpió Ana, viendo que un pato se posaba
en el agua—. Nos gusta la
Naturaleza.
—Nos han dicho que por aquí cerca
hay ciervos —añadió Jorgina.
—;Y también caballitos salvajes
—dijo Dick—. Ayer vimos unos cuantos. Eran muy
hermosos. ¿Han visto ustedes
alguno?
Todos estos comentarios
parecieron preocupar al hombre y a la mujer mucho más
que las respuestas de Julián. El
hombre habló con dureza.
—¡Basta de tonterías! Las
personas no pueden pasear por aquí. Marchaos de aquí
antes de que os echemos.
—¿Y ustedes por qué han venido si
no se permite estar en este lugar? —preguntó
Julián con una entonación dura en
su voz—. No nos hablen ustedes de ese modo.
—Largaos de aquí, os digo —gritó
el hombre, enfurecido, perdiendo su compostura.
Dio dos o tres pasos hacia ellos
con aspecto muy amenazador. Jorgina aflojó la mano
que sostenía el collar de Tim.
Tim también se
adelantó dos o tres pasos. Sus pelos estaban tiesos y profirió un
gruñido espantoso. El hombre se
detuvo en seco y se retiró hacia atrás.
—Coged al perro —ordenó—. Parece
muy fiero.
—Es que lo es —aclaró Jorgina—.
No pienso sujetarle por el collar mientras ustedes
anden rondando por aquí.
Tim avanzó dos o tres
pasos más; gruñía cada vez con más fuerza, andaba muy tieso
y su aspecto era amenazador. La
mujer se atrevió a decir:
—Está bien, niños. Mi amigo se ha
enfadado un poco, pero llamad a vuestro perro.
—No pienso llamarle mientras
ustedes estén aquí —repitió Jorgina—. ¿Cuándo han
venido?
—¿Qué os importa? —gruñó el
hombre.
No añadió nada más, porque Tim
se puso a gruñir también.
—Vayamos a comer algo —propuso
Julián dirigiéndose a los demás—. Tenemos
tanto derecho a permanecer aquí
como esta gente. No hemos de preocuparnos por ello,
ni les molestaremos.
Los cuatro niños siguieron su
camino. Tim iba suelto. Ladraba fieramente cuando se
acercaba a aquella pareja
desagradable, y ellos se apartaban en seguida. Tim era un
perro muy grande y aparentaba
tener mucha fuerza. Ellos observaban a los niños con
enfado y vieron como penetraban
en la casa en ruinas.
—Ponte en guardia, Tim —ordenó
Jorgina tan pronto como se encontraron dentro.
Le señaló la ruinosa puerta. Tim
lo comprendió muy bien y se paró junto a la puerta
con aspecto amedrentador, con el
pelo hirsuto y gruñendo por lo bajo. Los niños
descendieron a la bodega.
Miraron por todas partes para ver
si alguien había estado allí mientras ellos
permanecieron fuera, pero todo
estaba en su sitio.
—Quizá no sepan que existe esta
bodega —comentó Julián—. Creo que nos quedó
pan. Yo tengo hambre. Me gustaría
hacer una comilona como la de ayer. ¿No os ha
parecido una pareja muy
desagradable la de Maggie y Dick?
—Sí, mucho —confirmó Dick—. No
puedo sufrir a Maggie. ¡Qué voz más dura y
desagradable y qué cara más
antipática!
—Pues a mí Dick el Sucio me
parece peor —dijo Ana—. Parece un gorila con su
ancha espalda encorvada. ¿Por qué
no se cortará el cabello?
—Le gustará así, creo yo
—respondió Jorgina, cortando una rebanada de pan—.
Debería llamarse Tarzán de
sobrenombre. Estoy contenta de que Tim esté con nosotros.
—Y yo también —corroboró Ana—.
¡Mi buen Tim! Les odia, ¿no os parece? Estoy
segura de que no se atreverán a
acercarse mientras Tim ande por aquí.
—Quisiera saber dónde están ahora
—Dick cogió un gran pedazo de pan con
mantequilla y carne de lata—. Voy
a ver.
Volvió al cabo de medio minuto.
—Han ido al cobertizo de las
barcas, creo. Me ha parecido ver el bulto de uno de
ellos moviéndose en esa
dirección. Estarán buscando a Juan el Descarado.
—Sentémonos, comamos y pensemos
qué es lo que vamos a hacer —dijo Julián—.
Y también qué es lo que creemos
que harán ellos. Esto es muy importante. Es posible
que ellos puedan leer los enigmas
del papel mucho mejor que nosotros. Si observamos
lo que ellos hacen, esto pueden
orientarnos sobre lo que debemos hacer nosotros.
—Es verdad —dijo Dick—. Me
imagino que el plano que Nailer ha mandado debe
de significar algo para Dick el
Sucio y para Maggie, así como también el mensaje
significó algo para ellos.
En tanto masticaba su pan, Dick
cavilaba, intentando una vez más hallar el
significado de aquel misterioso
fragmento de papel.
—Me parece que lo mejor será que
esta tarde prosigamos con nuestro plan original
—decidió Julián, al cabo de un
momento de silencio—. Podemos sacar la balsa y dar
una vuelta por el lago en ella.
Esto parecerá una cosa inofensiva. Entre tanto, podremos
examinar los bordes del lago, y
si Maggie y Dick también han salido en barca, de paso,
podremos también vigilarlos.
—Sí, buena idea —asintió
Jorgina—. Hace una tarde muy hermosa. Me gustará
mucho remar por el lago en esa
balsa. Espero que esté en buen estado.
—Sí que lo está —afirmó Dick—. La
madera con que ha sido construida es duradera.
Dame un poco de pastel, Jorge,
y no le des ni siquiera un poco a Tim. Es una lástima
desperdiciarlo en él.
—¡Ni pensarlo! —contestó
Jorgina—. Sabes muy bien que a él le gusta mucho.
—Sí, pero, a pesar de todo, sigo
creyendo que es desperdiciarlo dárselo al perro —
protestó Dick—. ¡Qué suerte que
este pastel fuese tan grande! ¿Quedan aún galletas?
—Sí, hay muchas —respondió Ana—.
Y también queda chocolate.
—Eso es bueno. Espero que la
comida que tenemos sea suficiente, aunque no lo será
si Jorge tiene el apetito
desmesurado de siempre.
—¿Y qué diremos del tuyo?
—exclamó Jorgina con indignación.
—Callaos vosotros dos —ordenó
Julián—. Voy a llenar la jarra de agua y preparar
un poco de naranjada. Dadme algo
para llevárselo a Tim.
Se pasaron alrededor de media
hora comiendo. Luego decidieron dirigirse al
cobertizo, sacar la balsa y ver
si lograban ponerla a flote en el lago. No ignoraban que
pesaría mucho.
Abandonaron la casa en ruinas y
se encaminaron al cobertizo. De repente, Julián se
dio cuenta de que había algo en
el lago.
—¡Mirad! Han sacado uno de los
botes, el que no estaba lleno de agua, creo yo. Dick
el Sucio rema con fuerza.
Estoy seguro de que están buscando a Juan el Descarado.
Todos se pararon y observaron. El
corazón de Dick se puso a latir velozmente. ¿Era
posible que Maggie y Dick el
Sucio llegaran primero y encontraran lo que él y sus tres
compañeros trataban de localizar?
¿Es que ellos sabían dónde estaba Juan el
Descarado?
—Venid —dijo Julián—. Mejor será
que sigamos adelante si no queremos
perderlos de vista. Es posible
que remen hacia donde se encuentra Juan el Descarado.
Treparon por el costado del
cobertizo y se dirigieron a la balsa. Julián vio en seguida
que la barca que faltaba era Meg
la Alegre, el único bote que podía navegar.
Los cuatro empezaron a mover la
gran balsa. La arrastraron hasta la orilla del
reborde. Tenía asideros de cuerda
a cada lado y los chiquillos la agarraron por allí.
—Ahora alzadla con cuidado
—recomendó Julián—. Hacedlo lentamente y dejadla
caer.
La balsa descendió lentamente
sobre el agua, salpicándoles al caer, y allí se quedó
balanceándose suavemente. Era una
balsa fuerte y segura y parecía deseosa de marchar
por el agua.
—Alcanzad los remos —ordenó
Julián—. Nos vamos en seguida.
CAPITULO
XVI
EN LA BALSA
Había cuatro pequeños remos. Dick
entregó uno a cada uno. Tim miraba la balsa con
desconfianza. ¿Qué era aquello?
¿No esperarían que él montara en aquella cosa flotante
y movediza?
Julián ya estaba en la balsa,
procurando mantenerla inmóvil para que los otros
pudiesen descender. Primero hizo
bajar a Ana y luego a Jorgina. Por fin entró Dick,
pero todavía Tim no lo
había hecho.
—¡Ven, Tim! —le llamó
Jorgina—. Es muy segura. No es la clase de barca a la que
tú estás acostumbrado, pero sirve
como si lo fuera. ¡Entra ya, Timl
Tim saltó y la balsa
se balanceó con violencia. Ana se cayó sentada y se echó a reír.
—¡Pero qué violento es este Timl
Estáte quieto, Tim, no hay bastante espacio en la
balsa para que tú te muevas
arriba y abajo.
Julián empujó la barca hacia la
salida del cobertizo. Ésta chocó contra el reborde de
madera y luego flotó hacia el
canal de salida. Se deslizaba con suavidad.
—¡Ya estamos fuera! —exclamó
Julián remando con afán—. Yo la gobernaré. Dick,
no es necesario que reméis hasta
que yo os lo diga. De momento, yo gobernaré y remaré,
hasta que estemos en el lago.
Todos estaban sentados en el
suelo de la balsa, excepto Tim, que permanecía de pie.
Le interesaba mucho ver como el
agua se deslizaba velozmente. ¿Conque aquello era de
verdad una barca? El estaba
acostumbrado a las barcas, pero no a aquella clase en que el
agua se veía tan cerca. Sacó la
pata y la mojó en el agua. Estaba agradablemente fresca
y le hacía cosquillas. Se tumbó,
y su hocico casi tocaba el agua.
—¡Qué perro más extraño eres, Tim!
—le dijo Ana—. No te vayas a levantar de
repente, porque me darás un
empujón y puedes tirarme por la borda.
Julián remó por el estrecho canal
y la balsa desembocó en el lago. Los niños echaron
una ojeada a su alrededor para
tratar de ver a Maggie y Dick el Sucio por alguna parte.
—¡Allí están! —los descubrió
Julián—. En medio del lago y remando con fuerza.
¿Les seguimos? Si ellos saben
dónde se encuentra Juan el Descarado, nos conducirán a
él.
—Sí, sigámosles —aceptó Dick—.
¿Remamos todos ahora? Sino nos apresuramos,
les perderemos de vista.
Todos remaron con fuerza. La
balsa se balanceaba de un modo alarmante.
—¡Deteneos! —gritó Julián—.
Estáis remando todos en desacuerdo. No hacemos
más que dar vueltas sobre el
mismo lugar. Que Dick y Ana se pongan a un lado y Jorge
en el otro. Así será mejor y que
cada uno de vosotros vigile la marcha y que deje de
remar durante un instante si la
balsa se balancea demasiado.
Pronto cogieron el ritmo y la
balsa avanzó en línea recta. Era muy divertido. Estaban
acalorados y deseaban quitarse
los jerseys. El sol calentaba y no hacía viento. Una tarde
perfecta del mes de octubre.
—Han dejado de remar —anunció
Jorgina—. Están mirando algo; quizá sea un
pedazo de papel como el que
tenemos nosotros y con los mismos signos. Sin duda lo
están estudiando. ¡Cuánto me
gustaría ver lo que tienen!
Dejaron de remar y miraron hacia
la barca en que Maggie y Dick el Sucio estaban
sentados. En efecto, contemplaban
algo con gran atención. Sus cabezas se hallaban
juntas, pero estaban demasiado
lejos para que los niños pudieran ver si lo que miraban
era o no un pedazo de papel.
—¡Vamos a acercarnos a ellos
tanto como sea posible! —decidió Julián poniéndose
de nuevo a remar—. Creo que se
pondrán furiosos en cuanto nos vean tan próximos,
pero ¡qué le vamos a hacer!
De nuevo se pusieron a remar con
ardor y por fin llegaron muy cerca de la barca. Tim
comenzó a ladrar. Maggie y Dick el
Sucio se dieron la vuelta y vieron la balsa con los
cuatro niños. Los miraron con
furia.
—¡Hola! —gritó Dick agitando un remo—.
Hemos sacado la balsa. Va muy bien. Y
la barca de ustedes, ¿cómo
marcha?
Maggie había enrojecido de rabia.
—Os costará caro el haber sacado
esa balsa sin permiso —les gritó.
—¿A quién han pedido ustedes
permiso para coger la suya? —le respondió Julián—.
Si nos lo dicen, iremos a
pedírselo también para utilizar esta balsa.
Jorgina se echó a reír. Maggie
gritaba y parecía que Dick el Sucio estuviera tentado
de tirarles un remo a la cabeza.
—¡Apartaos de nosotros! —chilló—.
No queremos que estropeéis nuestro paseo.
—¡Pero si venimos en son de paz!
—contestó Dick, y Jorgina se rió de nuevo.
Maggie y Dick el Sucio sostuvieron
entre ellos una breve y airada conversación.
Miraban hacia la balsa. De
repente, Maggie dio una orden a Dick el Sucio. Éste cogió de
nuevo los remos y empezó a remar
con aire malicioso.
—¡Sigámosles! --dijo Julián. Y
los cuatro se pusieron de nuevo a remar siguiendo la
barca—. Quizás ahora nos
enteremos de algo.
Pero no fue así. Dick el Sucio
dirigió la barca hacia el reborde oeste. Los niños le
siguieron. Luego volvió a navegar
hacia el medio del lago y ellos le siguieron también,
jadeantes por el gran esfuerzo
que hacían para no separarse demasiado.
Dick el Sucio navegó
entonces hacia la orilla este y allí permaneció hasta que los
niños le alcanzaron. Luego volvió
a iniciar la marcha.
—Estáis haciendo un poco de
ejercicio, ¿verdad? —les gritó la mujer con su áspera
voz—. ¡Que os aproveche!
La barca volvió a navegar hacia
el medio del lago. Dick gruñó:
—¡Sopla! Tengo los brazos tan
cansados que casi no puedo remar ya. ¿Qué estarán
haciendo?
—Temo que nos estén tomando el
pelo —comentó Julián con precaución—. Parecen
decididos a no buscar a Juan
el Descarado mientras nosotros estemos por aquí. Intentan
que nos cansemos.
—Pues si hacen eso, yo no juego
—protestó Dick.
Dejó el remo y se tumbó boca
arriba. Jadeaba.
Los demás le imitaron. Todos se
sentían muy cansados. Tim les lamió uno a uno con
simpatía y luego se tumbó sobre
Jorgina. Ella le empujó con tal violencia que por poco
se cae al agua.
—¡Tim! ¿Qué es eso de sentarte
sobre mi barriga? —gritó Jorgina con indignación—
. ¡Eres un animalazo!
En respuesta, Tim la
lamió. Estaba muy extrañado de que Jorgina le riñera, pero la
niña se encontraba demasiado
cansada para apartarle de nuevo.
—¿Qué está haciendo ahora la
barca? —preguntó Ana por último—. Yo estoy
demasiado cansada para sentarme y
ver lo que pasa.
Julián se incorporó refunfuñando.
—¡Cómo me duele la espalda!
¿Dónde diablos está esa dichosa barca? ¡Oh! Allí está.
En la otra punta del lago, junto
al desembarcadero que hay al lado de la casa. Quizá
pretendan dirigirse al cobertizo.
Me parece que de momento han abandonado la
búsqueda de Juan el Descarado.
—¡Por fin! —suspiró Ana—. Así
también nosotros podemos abandonarla, por lo
menos hasta mañana. Deja ya de
resollar en mi espalda, Tim. ¿Qué quieres que
hagamos, Julián?
—Creo que será mejor que
regresemos —contestó Julián—. Es demasiado tarde para
rebuscar por las orillas del lago
y, de todas formas, no creo que encontrásemos nada por
allí. Esos individuos no
aparentaban tener la intención de acercarse a las orillas, excepto
cuando han organizado aquel juego
para burlarse de nosotros y conseguir que nos
cansáramos.
—Está bien, regresemos, pues
—dijo Jorgina—. Pero primero tengo que descansar
un poco. Tim, te tiraré al
agua si sigues sentándote sobre mis piernas.
De repente se oyó un chapoteo.
Jorgina se enderezó, alarmada. Tim ya no estaba en
la balsa!
Nadaba por el agua y se mostraba
muy satisfecho.
—¡Ya ves, ha pensado que prefería
tirarse él que no que le echemos! —-dijo Dick,
mirando burlonamente a Jorgina.
—¡Tú le has empujado! —replicó
Jorgina muy enfadada.
—No he sido yo —protestó Dick—.
Ha sido él el que se ha zambullido. Está
disfrutando mucho. Podríamos
poner una cuerda alrededor de su cuerpo y que él nos
arrastrara hasta la orilla. Nos
ahorraríamos mucho trabajo.
Jorgina estaba a punto de dar su
opinión respecto a esta idea, cuando advirtió la
sonrisa burlona de Dick. Le dio
un empujón.
—No me hostigues, Dick; si no, te
tiraré al agua en menos de un minuto.
—¿Quieres intentarlo? —le
preguntó Dick—. Pues hazlo. Me gustaría saber quién
caería primero al agua.
Jorgina no se resistía nunca a un
desafío. Se levantó en el acto y cayó sobre Dick,
que casi se salió fuera de la
balsa.
—¡No os peleéis! —exclamó Julián
con enfado—. No tenemos nada para
cambiarnos, bien lo sabéis, y no
deseo que regresemos con bronquitis o con una
pulmonía. Basta ya, Jorge.
Jorgina se dio cuenta de la
autoridad que había en la voz de Julián y no continuó. Se
pasó la mano por su corto cabello
rizado y sonrió.
—¡Está bien, maestro! —dijo. Y se
sentó con aire bondadoso. Cogió su remo.
Julián también cogió el suyo.
—Regresemos —resolvió—. El sol ya
desciende. En el mes de octubre parece que se
deslice por el cielo mucho más
velozmente.
Recogieron a Tim, que
estaba muy mojado, y empezaron a remar hacia atrás. Ana
pensaba que aquel atardecer era
hermoso. Contemplaba el panorama que los rodeaba
mientras iba remando. El lago era
de un maravilloso azul oscuro y la estela que eíios
dejaban se iba tornando plateada.
Dos patos salvajes chillaban y nadaban en torno a la
balsa, llenos de curiosidad, y
sus cabezas se balanceaban como un péndulo.
Ana miraba por encima de la copa
de los árboles que bordeaban el lago. El cielo se
volvía rosa. A lo lejos, en un
elevado talud que estaba como a kilómetro y medio de
distancia, descubrió algo que
llamó su atención.
Parecía una piedra alta. Ana la
indicó a los demás.
—Mira, Julián —dijo—. ¿Es una
piedra aquello? ¿Será un mojón o qué? Debe de ser
muy grande.
Julián miró hacia donde la niña
señalaba.
—¿Dónde? —preguntó—. ¡Ah!
¿Aquello? No sé lo que será.
—Parece una piedra muy alta
—intervino Dick, que también se había dado cuenta de
ello.
—Una piedra alta —repitió Ana,
que intentaba recordar dónde había oído antes estas
palabras—. Una piedra. ¡Oh, ya
sé! Estaba indicado en el plano. Es decir, en el
fragmento que entregaron a Dick. ¡Piedra
Alta! ¿No lo recordáis?
—Sí. Eso era —confirmó Dick.
Miró con interés hacia aquel
lejano monumento, pero como la balsa avanzaba, los
árboles taparon la visión de la
piedra. Había desaparecido.
—Piedra Alta —repitió
Julián—. Puede ser una simple coincidencia, pero creo que
hemos de meditar sobre todo esto.
Sería gracioso poder descifrarlo.
—Es posible que el botín esté
oculto allí —aventuró Jorgina en tono de duda.
Julián denegó con la cabeza.
—No —dijo—. Probablemente estará
escondido en algún lugar que indica ese plano
misterioso. Remad de prisa. Es
necesario que regresemos pronto.
CAPÍTULO
XVII
UNA SORPRESA
Cuando llegaron al cobertizo no
vieron rastro de Maggie ni de Dick el Sucio. Pero
allí se encontraba la barca que
ellos habían usado, atada frente a las otras dos como
antes.
—Han regresado ya —dijo Julián—.
Me encantaría saber dónde están ahora. No
vamos a arrastrar esta pesada
balsa hasta el interior del cobertizo. Ya no tengo fuerzas
en los brazos. La amarraremos
simplemente a alguna mata cercana.
Todos opinaron que era buena
idea. Empujaron la balsa hasta unos densos matorrales
y la ataron firmemente a unas
raíces que sobresalían del suelo. Luego se encaminaron a
la casa en ruinas, mirando a
todas partes por si veían a Maggie o Dick. Pero no los
descubrieron por ninguna parte.
Entraron. Tim iba delante,
el perro no gruñó y por esto supieron que el camino estaba
libre. Él les condujo hasta las
escaleras de la bodega. Entonces comenzó a gruñir.
—¿Qué ocurre? —preguntó Julián—.
¿Están ahí abajo, Tim?
Tim descendió
corriendo las escaleras y se dirigió a la bodega. Gruñó de nuevo, pero
no con aquel fiero gruñido que
lanzaba cuando quería advertirles de que cerca había
algún enemigo o un extraño. Era
un gruñido de enfado y preocupación, como si algo no
marchara bien.
—Seguramente, la querida Maggie y
Dick el Sucio han estado por aquí y han
descubierto nuestro cuartel
general —dijo Julián, siguiendo a Tim escaleras abajo y
encendiendo la linterna.
Allí estaban los lechos de
hojarasca tal como los habían dejado al marchar, y también
sus mantas y mochilas. Todo
parecía intacto. Julián encendió las velas que estaban
sobre la repisa, y la pequeña
habitación oscura cobró vida.
—¿Qué querrá decirnos Tim? —preguntó
Jorgina, descendiendo a su vez—. Sigue
gruñendo. Tim, ¿qué te
ocurre?
—Creo que su olfato le dice que
aquellos individuos han estado por aquí —aventuró
Dick—. Fijaos cómo olfatea por
todas partes. Seguro que alguien ha venido.
—¿Tenéis hambre? —preguntó Ana—.
Yo podré pasar con un poco de pastel y
algunas galletas.
—Está bien —Julián abrió el
armario en que habían guardado la comida que traían.
¡No quedaba nada! Excepto la loza
y dos o tres utensilios que ya estaban antes allí,
no había nada dentro. Había
desaparecido el pan, los bizcochos, el chocolate. ¡Todo!
—¡Sopla! —exclamó Julián con
enfado—. ¡Mirad! ¡Qué animales! Se han llevado
toda nuestra comida, hasta la
última migaja. No han dejado ni una galleta. Hemos sido
tontos al no pensar que se les
podría ocurrir esto.
—Ellos sí que han sido listos
—dijo Dick—. Saben que no podemos permanecer
aquí por mucho tiempo sin comida.
Es una buena manera de expulsarnos. Hoy ya es
demasiado tarde para ir a buscar
algo y, de todas formas, si mañana vamos en busca de
alimento, ellos tendrán tiempo de
hacer lo que pretenden con toda libertad, mientras...
mientras nosotros estemos
ausentes.
Todos se notaban el estómago
vacío. Se sentían hambrientos y cansados y una buena
comida les hubiese aliviado
mucho. Ana se tumbó en su lecho y suspiró.
-—¡Ojalá hubiese dejado un poco
de chocolate en mi bolsa! Pero no guardé nada. Y
el pobre Tim también tiene
hambre. Fijaos cómo olfatea el armario y mira a Jorge con
ojos suplicantes. Tim, no
hay nada para ti. ¡El armario está vacío!
—¿Dónde se habrán metido esos dos
malditos individuos? —dijo Julián con rabia—.
¡Les pegaría! Les diría de buena
gana lo que pienso de las personas que vienen a
curiosear en los armarios y a
llevarse toda la comida.
—¡Guau! —corroboró Tim, que
asentía plenamente.
Julián, enfadado, subió escaleras
arriba. Deseaba averiguar dónde estaban ahora
Maggie y Dick el Sucio. Se
dirigió a la puerta de entrada y miró hacia fuera. Pronto los
descubrió.
Dos pequeñas tiendas de campaña
habían sido colocadas bajo unos árboles de espeso
follaje. Así, pues, en aquel
lugar era donde pensaban pasar la noche aquellos individuos.
Estaba indeciso. No sabía si
dirigirse hacia ellos y decirles lo que pensaba de los
ladrones de comida. Por fin, se
decidió por esta idea.
Sin embargo, cuando llegó junto a
las tiendas acompañado por Tim, se encontró con
que allí no había nadie. En el
suelo, dentro de las tiendas, vio un montón de mantas y en
una de ellas un hornillo de
petróleo, un cazo y algunos utensilios más. Detrás de una de
las tiendas, algo yacía apilado y
cubierto con una lona.
Julián registró ambas tiendas y
luego fue en busca de Maggie y Dick el Sucio. Los
encontró por fin deambulando por
entre los árboles. Pensó que estarían disfrutando de
un paseo nocturno.
No regresaron hacia las tiendas,
si no que se sentaron junto al lago. Julián abandonó
la idea de interpelarlos y
regresó hacia donde le aguardaban los otros. Tim se quedó
atrás, correteando alegremente.
—Han instalado tiendas de campaña
—informó Julián a los demás cuando hubo
regresado a la bodega—. Se ve que
están decididos a permanecer aquí hasta que
consigan lo que han venido a
buscar. Ahora no están dentro de las tiendas, sino sentados
junto al lago.
—¿Dónde está Tim? —preguntó
Jorgina—. No debías haberlo dejado atrás, Julián.
Pueden hacerle daño.
—¡Aquí está! —respondió Julián,
oyendo el ruido familiar de las patas del perro en
los escalones.
Tim descendió por
las empinadas escaleras y corrió hacia Jorgina.
—¡Lleva algo en la boca! —exclamó
Jorgina con sorpresa.
Tim depositó algo en
sus rodillas. La niña lanzó un grito.
—¡Es un pedazo de pastel! ¿De
dónde lo habrá sacado?
Julián se echó a reír.
—Sin duda, lo ha cogido de una de
las tiendas. He visto algo tapado con una lona en
una de ellas. Debía de ser su
comida. Bien, bien. Estamos en paz. Ellos nos han quitado
la comida y ahora Tim les
quita la suya.
—El intercambio es de ley, no
supone un robo —sonrió Dick—. ¡Que les sirva de
lección! ¡Un momento! Tim ha
vuelto a marcharse.
Al poco tiempo estaba de vuelta
con algo muy grande, recubierto de papel. ¡Era una
enorme tarta! Los cuatro se
desternillaban de risa.
—¡Tim! ¡Eres una
maravilla! ¡De veras que lo eres!
Tim se mostró muy
satisfecho por la alabanza. Volvió a salir y regresó en seguida
con una fiambrera que contenía un
hermoso pastel de cerdo. Los niños no podían creer
lo que veían sus ojos.
—¡Esto es un milagro! —dijo Ana—.
Y precisamente cuando me había hecho el
ánimo de pasar varias horas
muriéndome de hambre. Y un pastel de cerdo, además, con
lo riquísimo que es. Vamos a
probarlo.
—Está bien. No voy a tener
remordimientos —se expresó Julián con firmeza—.
Ellos nos han quitado nuestra
comida y bien nos merecemos una parte de la suya.
¡Vaya! ¡Tim ha vuelto a
marcharse!
¡Se había marchado de nuevo! Se
estaba divirtiendo de lo lindo. Esta vez regresó con
un gran pedazo de jamón y los
niños no entendían cómo no se lo había comido ya por el
camino.
—Es raro que lo lleve en la boca
y no le haya dado ni un mordisco —dijo Dick—.
Tim es mejor que yo.
Yo, en su lugar, lo hubiese probado.
—Bueno. No podemos permitir que
vuelva a marcharse —dijo Julián, mientras Tim
subía ya las escaleras y su cola
se balanceaba alegremente—. El intercambio ya no sería
justo.
—Deja que veamos lo que trae
ahora —suplicó Ana—, y luego no le consentiremos
que se vaya otra vez.
Regresó trayendo un viejo saco de
harina, en el cual venía algo empaquetado. Tim lo
transportaba sabiamente, cogido
por la parte de arriba, de manera que nada había podido
caerse. Jorgina abrió el paquete.
—Empanadas y bollos caseros —se
entusiasmó—. Tim, eres muy, muy listo y te
vamos a dar una cena magnífica.
Pero no debes volver allí y apoderarte de más cosas,
porque ahora ya tenemos
suficiente. ¿Lo ves? No cojas nada más. Túmbate, sé un perro
bueno y come tu cena.
Tim lo hizo de buen
grado. Engulló las empanadas y la jalea y un pedazo de pastel.
Luego subió a la cocina, saltó
sobre la fregadera y lamió el agua que había quedado en
ella. A continuación, fue hasta
la puerta para mirar hacia fuera. De pronto comenzó a
ladrar. Después, a gruñir
fuertemente.
Los niños subieron
apresuradamente por los escalones de piedra y salieron al
exterior. A respetable distancia estaba
Dick el Sucio.
—¿Nos habéis quitado algo? —les
gritó.
—No más de lo que ustedes nos han
quitado a nosotros —le respondió Julián—. Ojo
por ojo y diente por diente.
—¿Cómo os habéis atrevido a
entrar en nuestras tiendas? —gritó el hombre,
enfurecido. A la luz del
atardecer, su hirsuta cabellera le daba un aspecto muy peculiar.
—No hemos entrado. Ha sido el
perro el que nos lo ha traído —replicó Julián—. Y
no se acerque más, porque el
perro está deseando lanzarse sobre usted. Le prometo que
esta noche se quedará de
vigilancia. De manera que no intenten ustedes ninguna
jugarreta. Es tan fuerte y
salvaje como un león.
—¡Grrr!—corroboró Tim.de una
manera tan fiera, que el hombre, asustado, dio un
brinco hacia atrás. Se fue sin
decir una palabra y temblando de rabia.
Julián y los otros regresaron
para concluir su deliciosa cena. Tim fue con ellos, pero
se quedó parado en lo alto de las
escaleras que conducían a la bodega.
—No es mal sitio para que pase la
noche —convino Julián—. No confío nada en esa
pareja. Podemos darle una de
nuestras chaquetas para que se acueste sobre ella. ¡Vaya!
Esto se ha convertido en una
verdadera aventura, ¿no os parece? Me asusta pensar que
hemos de estar de nuevo en el
colegio el martes.
—¡Pero primero tenemos que hallar
el botín! —le recordó la pequeña Ana—. Hemos
de encontrarlo. Julián, saca de
nuevo el plano. ¿Estás seguro de que Piedra Alta está
señalado en él?
Sacaron el plano y lo extendieron
sobre la mesa, y, una vez más, todos se inclinaron
sobre él.
—Sí. Piedra Alta está marcada al
fin de una de estas líneas —dijo Julián—. La
Colina de Tock figura en el
extremo opuesto de ella. Ahora comprobemos en el mapa si
existe una Colina de Tock.
Cogieron el mapa y lo estudiaron.
De repente Ana colocó su dedo en un punto.
—Aquí. Al lado opuesto del lago
desde donde veíamos Piedra Alta. La Colina de
Tock está a un lado, Piedra Alta,
en el otro. Es seguro que esto significa algo.
—Claro que sí —afirmó Julián—.
Son puntos de referencia dados para indicar el
emplazamiento del botín escondido.
Hay cuatro puntos de referencia indicados: Piedra
Alta, la Colina de Tock, la
Chimenea y el Campanario.
—¡Escuchad! —le interrumpió Dick
de repente—. ¡Escuchad! Ya he descifrado el
plano. Es muy sencillo.
Los otros le miraron con aire de
duda y sorpresa.
—Descífralo, pues —le invitó su
hermano—. Dinos lo que todo eso significa. No
creo que puedas hacerlo.
CAPITULO
XVIII
UN MOMENTO MUY EMOCIONANTE
—Reunamos todos los datos que
conocemos —Dick se mostraba muy excitado—.
Dos Árboles. Eso está aquí. Agua
Triste es donde ha de estar escondido el botín. Juan el
Descarado es la barca que
lo contiene y que ha sido ocultada en algún lugar de Agua
Triste.
—Sigue —le apremió Julián al ver
que Dick se detenía para pensar.
—El dato siguiente es Maggie, que
está enterada de todo y probablemente es una
vieja amiga de Nailer —prosiguió
Dick—. Ella conoce todos los datos —garabateó con
su dedo sobre el pedazo de
papel—. Ahora intentemos aclarar estos datos. ¡Oídme!
Hemos visto Piedra Alta mientras
remábamos por el lago, ¿no es cierto? Bien, tiene que
haber algún punto del lago
desde el cual se pueda ver no sólo Piedra Alta, sino también
la Colina de Tock, la Chimenea y
el Campanario, estén donde estén. Debe existir un
sólo punto desde el cual estas
cuatro cosas se puedan ver a la vez. Hay que buscar dicho
punto para dar con el tesoro.
Después de esto se produjo un
admirativo silencio. Julián lanzó un largo suspiro y
dio una palmada en la espalda de
Dick.
—¡Claro! Qué idiotas hemos sido
al no haberlo visto antes. Juan el Descarado estará
escondida, sin duda, sobre el
lago o dentro de él y tiene que ser por fuerza en aquel
punto del lago desde el cual se
puedan ver los cuatro lugares clave. Lo que nos toca
hacer es explorar y hallarlo.
—Sí. Pero no olvides que Maggie y
Dick el Sucio conocen también lo que estos
datos significan. Ellos llegarán
allí primero si les es posible —dijo Dick—. Y lo que es
más, si obtienen el botín,
nosotros no podremos hacer absolutamente nada. ¡No somos
policías! Se irán con lo que
hayan cogido y desaparecerán por completo.
Todos empezaban a sentirse
intensamente excitados.
—Creo que lo mejor será que
mañana nos levantemos pronto —resolvió Julián—.
Tan pronto como haya luz. Si no
lo hacemos así, Maggie y Dick llegarán allí antes que
nosotros. Desearía con toda mi
alma tener un despertador.
—Navegaremos en la balsa hasta
que veamos Piedra Alta. Luego intentaremos no
perderla de vista hasta que
descubramos la Colina de Tock —dijo Dick—. Cuando
hayamos conseguido esto, no
perderemos de vista ni Piedra Alta ni la Colina de Tock
hasta conseguir ver un campanario
y luego una chimenea. Supongo que se tratará de la
única chimenea que hay en la casa
de Dos Arboles. ¿Os habéis dado cuenta de que sólo
queda una y de que es bastante
alta?
—Sí. Yo me he dado cuenta
—contestó Ana—. ¡Qué manera más inteligente de
esconder las cosas, Dick! Nadie
podría entender lo que significan esos datos a no ser
que sepa algo del secreto. ¡Esto
es muy, muy emocionante!
Siguieron hablando de ello
durante algún rato y luego Julián dijo que creía que
debían intentar dormir, porque,
si no, a la mañana siguiente les sería imposible
despertarse suficientemente
pronto.
Se acomodaron en sus lechos de
hojarasca. Tim se acostó sobre la chaqueta de Julián,
en lo alto de la escalera que
conducía a la bodega. Parecía pensar que era muy buena
idea pasar allí aquella noche.
Todos estaban cansados y se
durmieron rápidamente. Durante la noche, nada les
molestó. El zorro regresó de
nuevo y husmeó hacia el interior de la vieja casa, pero Tim
no se movió. Se limitó a soltar
un ligero gruñido y el zorro huyó, moviendo su tupida
cola detrás de él.
Llegó la mañana y ía luz se posó
sobre las ventanas quemadas y la vieja puerta. Tim
se levantó y se dirigió hacia la
puerta. Miró hacia las dos tiendas. Por allí no había
nadie. Regresó a las escaleras de
la bodega y descendió por ellas, despertando en
seguida a Dick y a Julián.
—¿Qué hora es? —preguntó Julián,
recordando inmediatamente que tenía que
haberse despertado pronto.
—¡Las siete y media! —contestó
Dick—. ¡Levantaos todos! Ya es de día. Tenemos
muchas cosas que hacer.
Se lavaron a toda prisa, se
peinaron, se frotaron los dientes e intentaron cepillar sus
ropas. Ana les preparó un ligero
desayuno: mermelada, empanadas y un pedazo de pan
para cada uno. Bebieron un sorbo
de agua y ya estuvieron dispuestos para la marcha.
No se veía ningún signo de vida
en torno a las tiendas de campaña.
—Esto va bien —dijo Julián—.
¡Llegaremos los primeros!
Sacaron la balsa y montaron sobre
ella, cogiendo además los remos. Comenzaron a
bogar y Tim los ayudaba.
Todos se sentían tremendamente excitados.
—Remaremos hacia donde nos parece
que la noche pasada vio Ana la Piedra Alta —
dijo Julián.
Así, pues, remaron valientemente,
a pesar de que tenían los brazos rígidos a causa de
haber remado tanto el día
anterior y les costaba un gran esfuerzo hacer uso de sus
músculos ya cansados.
Avanzaron hacia el centro del
lago buscando la Piedra Alta. No se veía por ninguna
parte. Sus ojos se esforzaban
tratando de localizarla, pero, durante largo tiempo, no la
divisaron por ningún sitio. De
repente, Dick lanzó un grito:
—¡Ahora empieza a verse! ¡Mirad!
Cuando pasamos junto a esos altos árboles
fue cuando la Piedra Alta empezó
a verse.
Y, en efecto, se alzaba frente a
ellos.
—Está bien —asintió Julián—.
Ahora dejaré de remar y no la perderé de vista. Si
desaparece, os avisaré y entonces
deberéis remar hacia atrás. Dick, ¿podrás remar y
vigilar al mismo tiempo si ves en
la orilla opuesta la Colina de Tock? Yo no me atrevo a
apartar la vista de Piedra Alta,
no vaya a ser que desaparezca.
—De acuerdo —contestó Dick.
Y mientras remaba, miraba
intensamente en busca de la Colina de Tock.
—¡Ya la veo! —exclamó de
repente—. ¡Debe ser aquello! Mirad hacia allí; una
curiosa colina muy puntiaguda.
Julián, ¿ves aún la Piedra Alta?
—Sí —replicó Julián—. No pierdas
de vista la Colina de Tock. Ahora son las niñas
las que han de vigilar. Jorge,
rema tú y mira si puedes ver el campanario.
—¡Ya lo veo! —anunció Jorgina.
Por un instante, los chicos apartaron
la vista de Piedra Alta y de la Colina de Tock y
miraron hacia donde Jorgina
indicaba. Vieron el campanario de una lejana iglesia, que
relucía bajo el sol matinal.
—Bien, bien, bien —dijo Julián—.
Ahora, Ana, tú busca la chimenea. Mira hacia la
punta del lago, en dirección a la
casa. ¿No puedes ver su única chimenea?
—No del todo —respondió Ana—.
Remad un poco hacia la izquierda. ¡He dicho a la
izquierda, Jorge! Sí, sí,
ya puedo ver la chimenea. Dejad de remar. ¡Ya hemos llegado!
Abandonaron los remos. La balsa
fue a la deriva y Ana perdió de vista otra vez la
chimenea. Tuvieron que remar de
nuevo un poco para volver a verla. Pero entonces fue
Jorgina quien dejó de ver el
campanario. Por fin consiguieron ver las cuatro cosas a la
vez y la balsa permaneció quieta
e inmóvil sobre las tranquilas aguas del lago.
—Voy a poner algo para marcar el
lugar —dijo Julián, manteniendo aún sus ojos
dirigidos hacia la Piedra Alta—. Jorge,
¿no podrías arreglártelas para vigilar a la vez la
Piedra Alta y el Campanario?
Necesito en este momento fijar toda mi atención en lo que
voy a hacer.
—Lo intentaré —convino Jorgina.
Y se dedicó a vigilar primero la
Piedra Alta, luego el Campanario y de nuevo la
Piedra Alta, esperando y rogando
para que ninguno de los dos escapara a su vista si la
balsa hacía algún movimiento en
el agua.
Julián, entre tanto, se mantenía
muy ocupado. Había sacado su linterna y su navaja
del bolsillo y las había atado
juntas con un cordel.
—No tengo suficiente cordel,
Dick. ¿No llevas tú también un poco?
Naturalmente, Dick lo tenía.
Metió su mano en el bolsillo, conservando su vista fija
en la Colina de Tock, y entregó
su cordel a Julián.
Este lo ató al cabo de cordel que
conservaba unidos la navaja y la linterna y, a
continuación, las dejó caer en el
agua soltando poco a poco el cordel de manera que
fueran hundiéndose con su peso.
El cordel se deslizaba entre sus manos. Al cabo de un
corto tiempo se detuvo, y el
muchacho supo que la navaja y la linterna habían alcanzado
el fondo del lago.
Volvió a rebuscar en su bolsillo.
Recordaba que, por algún sitio, debía de tener un
corcho que había recortado en
forma de cabeza de caballo. Lo halló y lió a su alrededor
el cordel, de un modo muy seguro.
Luego, ya satisfecho, dejó caer el corcho en el agua.
Este se balanceó sin moverse de
aquel lugar, mantenido por el cordel, que a su vez
quedaba fijado por la navaja y la
linterna que estaban en el fondo del agua.
—¡Ya está! —exclamó, aliviado—.
Podéis apartar la vista de todo eso. Ya he
marcado el lugar. No es necesario
que peguemos nuestros ojos a esos objetos por más
tiempo.
Les contó cómo había atado juntas
la navaja y la linterna y las había dejado caer
hasta el fondo del lago y luego
había atado un corcho al otro extremo, de manera que
flotara sobre el agua y les
indicara el lugar. Todos miraron hacia allí.
—Has sido muy listo, Julián —le
ensalzó Dick—. Pero cuando nos hayamos
apartado de este lugar, y esto es
fácil que suceda, nos resultará difícil encontrar de
nuevo el corcho. ¿No sería mejor
que atáramos también algo más visible?
—Yo no tengo nada más que pueda
flotar —dijo Julián, pesaroso—. ¿Lo tenéis
vosotros?
—Yo sí —contestó Jorgina. Le
entregó una cajita de madera—. Guardo en ella las
monedas de diez céntimos que
recojo. —Metió en su bolsillo algunos céntimos que sacó
de la caja—. Pon esta caja. Será
mucho más fácil de ver que el corcho.
Julián ató la caja al corcho.
Ciertamente, aquello era mucho más visible.
—¡Está muy bien! —exclamó—. Ahora
ya no hay problema. Sin duda, nos hallamos
justamente sobre el lugar
indicado.
Todos se inclinaron sobre el
borde de la balsa y miraron hacia el fondo. Vieron algo
muy sorprendente. Por debajo de
ellos, reposando sobre el fondo del lago, ¡había un
bote! Estaba allí en las sombras
del agua y las líneas de su contorno aparecían borrosas
por las ondas que formaba la
balsa sobre el agua, pero se veía muy claramente que se
trataba de un bote.
—¡Es Juan el Descarado! —dijo
Julián mirando hacia el fondo. Se sentía a la vez
extrañado y satisfecho al pensar
que habían sabido leer tan correctamente los datos y
que se encontraban en aquel
momento precisamente en el lugar en donde estaba el
bote—. Yo creo que Nailer vino
por aquí con los bienes robados, sacó el bote y remó
hacia este punto. Debió de
fijarse muy -bien en los cuatro puntos de referencia y luego
hundió la barca con el botín
dentro. Después regresaría nadando hacia la orilla.
—Es muy ingenioso —opinó Dick—.
Debe de ser un tipo listo. Pero dime, Julián,
¿cómo nos las arreglaremos para
sacar el bote a flote?
—No tengo ni idea —-repuso
Julián—. No se me ocurre nada. No lo había pensado
siquiera.
De repente, Tim empezó a
gruñir. Inmediatamente, los cuatro levantaron la cabeza
para ver por qué lo hacía.
Vieron que por el agua avanzaba
un bote hacia ellos. Era Meg la Alegre y en ella
venían Maggie y Dick el Sucio.
Los niños estaban seguros de que ambos habían
descifrado los datos del pedazo
de papel de la misma manera que ellos mismos lo
habían hecho.
Estaban tan preocupados buscando
la Piedra Alta, la Colina de Tock, la Chimenea y
el Campanario que no advirtieron
la presencia de los niños.
—No creo que adivinen ni
remotamente que hemos descifrado los datos y señalado
el lugar —opinó Julián—. ¡Cómo se
enfurecerán cuando descubran que estamos en el
lugar que ellos buscan! Habrá
jaleo.
CAPÍTULO
XIX
MAGGIE Y DICK SE SIENTEN MOLESTOS
El bote en el que bogaban Maggie
y Dick el Sucio fue de un lado para otro, puesto
que los dos estaban buscando los
mismos objetos que los niños ya habían descubierto.
Los cuatro permanecían observando
en silencio y Jorgina puso su mano sobre Tim para
impedir que éste ladrara.
El bote se fue acercando. Maggie
intentaba ver a la vez dos o tres de los puntos de
referencia y su cabeza daba
vueltas de un lado a otro continuamente. Los chicos se
miraban entre sí y sonreían.
Había sido bastante difícil para ellos, que eran cuatro,
conservar a la vista
simultáneamente los puntos de referencia. Mucho más arduo resultaría
para Maggie, sobre todo porque
Dick el Sucio no parecía ayudar mucho.
Oían que Maggie daba órdenes
tajantes para que el bote se dirigiera hacia un lado o
hacia otro. Luego viraron en
dirección a ellos. Dick el Sucio refunfuñó algo a Maggie,
que estaba de espaldas a ellos, y
ésta se volvió en redondo, perdiendo de vista las
señales que buscaba.
Su cara se cubrió de ira cuando
vio la balsa tan cerca y en el mismo lugar en que
deseaba tener su bote. Asustada y
temiendo perder de vista los puntos de referencia, se
volvió otra vez de espaldas y
comprobó con afán si la Colina de Tock, la Piedra Alta y
el Campanario se podían ver aún
conjuntamente. En tono enfurecido, murmuró algo a
Dick el Sucio y él asintió
con cara de pocos amigos.
El bote se acercó más y entonces
oyeron a Maggie:
—Me parece que ahora ya puedo
verlo. Sí, es un poco más allá, hacia la derecha, por
favor.
—Ahora está viendo la Chimenea
—susurró Ana—. Me parece que ya han reunido
todos los puntos de referencia.
¡Oh, el bote se echará encima de nosotros!
¡Y lo hizo! Dick el Sucio remó
fuertemente hacia ellos y las olas que el bote
promovía les propinaron una
terrorífica sacudida. Ana se hubiese caído al agua si Julián
no se hubiese apresurado a
sujetarla.
—¡Mira lo que haces! —gritó el
muchacho a Dick el Sucio—. ¡Casi nos vuelcas!
¿Quién te figuras que eres?
—¡Pues apartaos del paso! —vociferó
Dick el Sucio.
Tim empezó a ladrar
salvajemente y en seguida el bote se apartó de la balsa.
—Hay mucho sitio en este lago
—les gritó Julián—. ¿Por qué venís a estorbarnos?
No os hacemos ningún mal.
—Os denunciaremos a la policía
—chilló la mujer, con la cara enrojecida por la
cólera—. Habéis cogido una balsa
que no os pertenecía, habéis dormido en una casa a la
que no teníais derecho a entrar y
nos habéis robado la comida.
—No diga usted tonterías —rechazó
Julián, siempre a gritos—. Y no intente de
nuevo volcarnos. Si lo hacen, les
enviaré a mi perro. Está deseando echarse sobre
ustedes.
—¡Grrrrr! —Tim mostró su
magnífica hilera de fuertes y brillantes dientes blancos.
Dick el Sucio murmuró algo
a Maggie en voz baja. Ella se volvió de nuevo y les
llamó.
—Bueno, niños, no hagáis
tonterías. Mi amigo y yo hemos venido a este lugar para
pasar un fin de semana tranquilo
y no nos resulta agradable encontraros por dondequiera
que vayamos. Marchaos ya de una
vez y no os pongáis más en nuestro camino.
Nosotros no os delataremos. Es un
buen negocio. Ni siquiera diremos que nos habéis
robado la comida.
—Nos iremos cuando nos parezca
—contestó Julián—. Y ningún trato ni negocio
nos hará cambiar de parecer.
A esto siguió un silencio. Luego
Maggie habló apresuradamente a Dick y éste asintió
con la cabeza.
—¿Estáis de vacaciones? —les
gritó—. ¿Cuándo tenéis que regresar al colegio?
—Mañana —respondió Julián—.
Entonces se librarán de nosotros. Pero, entre tanto,
pensamos disfrutar de la balsa
tanto como podamos.
De nuevo los otros dos
conferenciaron. Entonces Dick el Sucio remó por allí cerca y
Maggie empezó a examinar el fondo
del agua. De repente, levantó la cabeza, hizo una
señal a Dick y éste remó de nuevo
hacia el final del lago. La pareja no pronunció ni una
palabra más.
—Ya me imagino lo que han
decidido hacer —explicó Julián en tono complacido—.
Piensan que nos iremos antes de
mañana. Esperarán a que no haya moros en la costa.
Entonces vendrán ellos y podrán
recoger el botín y en paz. ¿Os habéis fijado en que
Maggie miraba hacia el fondo para
ver donde estaba el bote? Por un momento temí que
viera también nuestra señal: el
corcho y la caja. Pero'no la descubrió.
—No sé por qué estás tan
satisfecho —protestó Jorgina—. No podremos sacar el
bote y no me gusta la idea de que
tengamos que marcharnos mañana y dejar que esa
horrible pareja se lleve el
botín. Me imagino que conocerán algún sabio sistema propio
de personas mayores para sacar el
bote a flote. Lo harán mañana, en cuanto nosotros nos
hayamos ido.
—No tienes ideas muy brillantes
hoy, Jorge —repuso Julián en tanto contemplaba
como el bote se alejaba cada vez
más y más—. Les he dicho que mañana ya no
estaríamos aquí con la esperanza
de que ellos se sintieran dispuestos a esperar y se
marcharan. De este modo nos dejarán
tiempo para sacar el paquete nosotros mismos.
¡Me parece que va a sernos
posible!
—Pero, ¿cómo? —exclamaron a la
vez tres voces.
—No me parece imprescindible que
saquemos el bote a flote. Puesto que sólo
queremos el botín, ¿qué nos
impide bajar y obtenerlo? Estoy dispuesto a desnudarme y
bucear hasta el fondo y palpar
hasta dar con algún saco, bolso o caja. Si lo hallo, volveré
a la superficie para tomar aire,
cogeré un pedazo de cuerda de la balsa y volveré a
descender. Ataré la cuerda a lo
que sea y vosotros tiraréis del otro cabo para hacerlo
subir.
—¡Oh, Julián, todo eso me parece
muy fácil! Pero, ¿lo es realmente? —preguntó
Ana.
Jorgina y Dick, por su parte,
meditaron cuidadosamente lo que Julián acababa de
exponer. La idea de su compañero
les impresionaba.
—Es posible que resulte mucho más
difícil de lo que parece a primera vista —
confesó Julián mientras se
quitaba el jersey-—, pero quiero intentarlo.
Ana tocó el agua. Le pareció
extremadamente fría sobre su mano, que estaba
caliente.
—¡Brrrr! Me horrorizaría bucear
hasta el fondo en este horrible lago, tan frío y tan
oscuro —dijo—. Me pareces muy
valiente, Julián.
—¡No digas bobadas! —la regañó
Julián.
Estaba ya dispuesto para hundirse
en el agua. Se tiró suavemente al lago, casi sin
levantar salpicaduras. Los otros
tres se agarraron al borde de la balsa para contemplarle.
Podían verle hundirse cada vez
más en el agua, como una figura fantasmagórica.
Permaneció tanto tiempo en el
fondo que Ana comenzó a angustiarse.
—¡No es posible que esté tanto
tiempo sin respirar! —gimió—. ¡No es posible!
Pero era posible. Era una
estrella de la natación y del buceo en la escuela y esto le
parecía algo muy sencillo. Por
fin volvió a la superficie. Jadeaba fuertemente,
intentando recuperarse del largo
rato que había permanecido sin respirar. Los otros
esperaban pacientemente. Por fin,
su respiración se fue calmando y les sonrió.
—¡Ah, esto va mejor! Bien. ¡Allí
está! —anunció en tono de triunfo.
—¿Está allí? —dijeron todos,
temblando de emoción—. ¡Oh, Julián!
—Sí. He buceado en línea recta
hacia el fondo. Casi he llegado al bote de un solo
impulso. Quizás haya dado un par
de brazadas más y allí estaba el pobre viejo bote, que
se está ya descomponiendo. En uno
de sus extremos hay un bolso impermeable. Es casi
un saco por su tamaño. He pasado
mis manos por encima y, en efecto, es impermeable.
Así es que el botín debe de estar
en su interior.
—¿Parecía pesado? —preguntó Dick.
—He tirado de él y no logré
moverlo —contestó Julián—. O está fijado a algún sitio
o es que es muy pesado. De todas
formas, no podré arrastrarlo yo solo. Volveré a
sumergirme y ataré a él una
cuerda. Luego volveré a salir y juntos tiraremos de él y lo
sacaremos a la superficie.
Julián temblaba. Ana recogió su
chaqueta y se la tendió para que se secara. Dick
rebuscó por la balsa. Encontró
varios cabos de cuerda atados aquí y allá, algunos de
ellos medio podridos. Un trozo
corto se hundía en la madera, atando juntas dos tablas de
la balsa.
Pero era corto. Incluso uniendo
aquellos cabos, nunca serían suficientes para formar
una cuerda bastante larga.
—Los pedazos de cuerda que
tenemos no servirán, Julián —dijo.
Julián se estaba secando y a la
vez miraba hacia el extremo del lago, donde se hallaba
situado Dos Arboles. Tenía el
entrecejo fruncido. Los otros miraron en la misma
dirección. El bote había llegado
a la orilla por aquel lado y había sido izado fuera del
agua. Uno de los dos individuos
—los niños no consiguieron distinguir cuál era—
estaba de pie junto a la orilla y
el sol hacía relucir algo que él o ella tenían en la mano.
—¿Veis el resplandor? —preguntó
Julián—. O Maggie
o Dick el Sucio están
utilizando unos prismáticos. Al parecer piensan vigilarnos
mientras estemos aquí, para
asegurarse de que por casualidad no descubramos el bote,
me imagino. No pueden adivinar
que ya lo hemos localizado. Estoy seguro de que les ha
preocupado ver que yo me he
hundido en el agua justamente en el lugar en que está el
bote hundido.
—¡Ah! ¿Conque eso es lo que
reluce? —exclamó Jorgina—. ¿Es el reflejo de las
lentes? Sí. Nos están vigilando.
¡Sopla! Esto supondrá un obstáculo para nuestro intento
de sacar el botín. Lo verán y nos
esperarán.
—Sí, será mejor que no lo
intentemos —decidió Julián—. De todas formas, tal como
dice Dick, no tenemos suficiente
cuerda. Hemos de ir a buscarla al cobertizo.
—Pero ¿cuándo piensas que
podremos obtener el saco que está en el bote hundido?
—preguntó Dick—. Mantendrán sus
anteojos fijos en nosotros, aunque nos vayamos de
aquí de momento y regresemos
después.
—Hay una sola ocasión en que
podemos hacerlo sin que nos miren con sus anteojos
—dijo Julián, empezando a
vestirse con gran rapidez—. Será esta noche. ¡Lo haremos
esta noche! ¡A fe mía, qué
aventura!
—¿Por qué no lo dejamos? —suplicó
Ana con un tenue hilo de voz.
—Habrá luna —dijo Jorgina con
gran excitación.
—¡Es una idea aplastante!
—exclamó Dick dando un gran golpe en la espalda a
Julián—. Regresemos ahora a fin
de que no sospechen, y planeemos las cosas para esta
noche. Y será mejor que les
vigilemos, no vaya a ser que se les ocurra navegar hasta
aquí esta tarde.
—No lo harán —replicó Julián—. No
querrán correr el riesgo de que descubramos lo
que están haciendo. Es seguro que
esperarán a que nos hayamos ido.
—¡Y a que el botín se haya ido
también! —añadió Jorgina riendo—. Espero que esos
malvados no hayan ido a quitarnos
la comida de nuevo.
—La he escondido en las bodegas
que hay por debajo de nuestra habitación y he
cerrado la puerta que conduce a
ella. Aquí tengo la llave —Julián sonrió con
satisfacción y les mostró una
gran llave.
—¡Y no nos lo habías dicho! —se
exaltó Jorgina—. ¡Julián, eres genial! ¿Cómo te
las arreglas para pensar en cosas
como éstas?
—Pues, ¡es que soy muy
inteligente! —contestó Julián con aspecto de modestia.
Luego se echó" a reír—.
Vamonos ya. Si no me caliento inmediatamente, me entrará un
temblor muy fuerte.
CAPÍTULO
XX
AL CLARO DE LUNA
Remaron velozmente, alejándose de
aquel lugar. Dick se volvió para echar un último
vistazo al corcho y a la caja que
seguían allí balanceándose suavemente en el agua y
señalaban el lugar en que se
había hundido el bote.
—Será desesperante si esta noche
hay nubes y no sale la luna —comentó Jorgina
mientras remaban—. No veríamos la
Colina de Tock, la Piedra Alta, ni todo lo demás.
Incluso sería posible que nos
pasáramos horas y horas en la oscuridad, sin poder
encontrar la marca de la caja y
el corcho.
—No te adelantes a los
acontecimientos —le recomendó Dick.
—No lo hago —contestó Jorgina—.
Me limitaba a desear que no ocurriera eso.
—No ocurrirá —respondió Julián,
mirando hacia el cielo—. El tiempo vuelve a ser
bueno.
Tan pronto como Maggie vio que
los niños regresaban, desapareció en el interior de
la tienda, juntamente con Dick el
Sucio. Julián sonrió.
—Habrán suspirado aliviados y han
entrado a tomar un bocado. Yo también me
comería uno con mucho gusto.
Todos se sintieron identificados
con él. Remar suponía un trabajo muy duro y el aire
del lago era fino y estimulante,
como para abrir el apetito a cualquiera.
Empujaron la balsa hacia el lugar
en que solían ocultarla. Luego se dirigieron a la
casa. Descendieron a la bodega. Tim
gruñó y olfateó por todas partes.
—Juraría que Maggie y Dick el
Sucio han estado por aquí curioseando —dijo
Jorgina—. Sin duda, buscaban su
pastel de cerdo y la mermelada. Has tenido una buena
idea al esconderlo, Julián.
Julián abrió la puerta que
conducía a la bodega interior y trajo la comida.
—Un gran sapo la estaba
examinando con gran interés —dijo mientras depositaba las
cosas—. También Tim miraba
al sapo con el mismo interés.
Salieron a comer fuera, a la luz
del sol, y esto les gustó mucho.
Habían terminado ya la naranjada
y bebieron agua clara y fresca, que sacaron del
pozo.
—¿Sabéis que son ya las tres
menos cuarto? —dijo Julián, extrañado—. ¡Cómo ha
pasado el tiempo! Dentro de un
par de horas, poco más o menos, empezará a oscurecer.
Dejadme pensar... La luna estará
en el cielo alrededor de las once. Entonces será el
momento oportuno.
—¡Por favor, no vayamos! —repitió
Ana su ruego.
Julián la rodeó con un brazo.
—Ana, sabes que no es eso lo que
deseas. Sabes muy bien que disfrutarás cuando
llegue el momento. No podrías
soportar que te excluyéramos. ¿Crees que eso te
gustaría?
—No, me parece que no —capituló
Ana—. Pero temo a Maggie y a Dick el Sucio.
—¡También nosotros! —asintió
Julián con animación—. Pero hemos de derrotarlos
en el juego. Estamos del lado de
la ley y vale la pena correr un cierto riesgo para
conseguirlo. Veamos, quizá sea
mejor que vigilemos un poco a esa pareja hasta que se
haga de noche, no vaya a ser que
intenten hacer alguna jugarreta. Luego echaremos una
siestecita, si podemos, para
estar bien despiertos por la noche.
—¡Miradlos! —exclamó Ana.
Mientras hablaban, Maggie y su
compañero habían salido de la tienda. Cambiaron
entre sí unas palabras y luego
anduvieron hacia el terreno pantanoso.
—Me imagino que estarán dando su
caminata habitual —aventuró Dick—. Juguemos
un poco al criquet. Aquí hay un
bastón que puede servirnos de palo y yo llevo una
pelota en mi mochila.
—Es una buena idea —corroboró
Julián—. Siento un poco de frío a causa del baño.
¡Brrrr! ¡Qué fría estaba el agua!
No me entusiasma en absoluto la idea de zambullirme
en ella esta noche.
—Lo haré yo —propuso Dick en el
acto—. Esta noche me toca a mí.
—No. Yo sé con exactitud
dónde se encuentra el botín. Yo tengo que bajar por
fuerza. Pero tú puedes bajar
también y ayudarme a atar la cuerda.
—De acuerdo. Empiezo a jugar yo.
Se divirtieron mucho con el
juego. El sol descendía lentamente y, por fin,
desapareció por completo. En el
cielo apareció una nube y la oscuridad vino muy
rápidamente. Jorgina miró hacia
arriba con inquietud.
—No pasa nada —la tranquilizó
Julián—. Ya aclarará. ¡No te preocupes!
Antes de regresar a la casa,
Julián y Dick se deslizaron dentro del cobertizo de las
barcas para recoger el pedazo de
cuerda que necesitarían por la noche. Lo hallaron con
facilidad y regresaron muy
satisfechos. Era una cuerda gruesa y fuerte y solamente se
veía rozada en un lugar.
En cuanto al tiempo, Julián tuvo
razón. Al cabo de una hora, el cielo se vio limpio de
nubes y las estrellas quedaron al
descubierto. ¡Todo iba bien!
Julián apostó a Titn en la
puerta. Luego él y los demás entraron en la bodega y
encendieron un par de velas.
Todos se acostaron en sus lechos de hojarasca.
—No podré dormir —se quejó Ana—.
Estoy demasiado excitada.
—Pues no duermas —le contestó
Dick—. Descansa un poco y despiértanos cuando
sea la hora.
Ana fue la única en no quedarse
dormida. Permaneció desvelada, pensando en
aquella nueva aventura. Algunos
niños siempre tienen aventuras y otros no las tienen
nunca. Ana pensaba que debía de
ser mucho más agradable "leer" las aventuras que
sufrirlas. Pero, sin duda alguna,
los que sólo las leen estarán deseando vivirlas por sí
mismos. Todo aquello era muy
complicado.
Ana despertó a los otros a las
once menos diez. Primero sacudió a Jorgina y luego a
los chicos. Todos dormían tan a
gusto que fue difícil despabilarlos.
Mas pronto se encontraron
levantados y empezaron a cuchillear entre sí. "¿Dónde
está la cuerda?" "Aquí
está." "Mejor será que nos pongamos las chaquetas y las mantas.
En el lago debe de hacer mucho
frío." "¿Estáis todos preparados? En marcha, que no se
oiga ni el más leve ruido."
Tim había descendido
a la bodega en cuanto les oyó moverse. Sabía que no debía
hacer ruido, así que no dejó
escapar ni el más pequeño ladrido. Estaba entusiasmado al
ver que salían de noche.
La luna ya se había levantado y,
aunque no era llena, lucía con gran claridad. Por el
cielo corrían pequeñas nubes y,
de cuando en cuando, la luna se ocultaba detrás de una
de ellas y el mundo se volvía muy
oscuro. Pero esto duraba tan sólo uno o dos minutos,
y luego aparecía de nuevo, tan
brillante como siempre.
—¿Veis a los otros por alguna
parte? —susurró Dick. Julián se detuvo en la puerta y
miró hacia la tienda. No. Todo
estaba tranquilo. De todas formas, sería preferible que se
deslizaran por detrás de la casa
y se mantuvieran en la sombra.
—No debemos correr el riesgo de
que nos descubran ahora —murmuró Julián. Y a
continuación les dio estas
ordenes—: Hagáis lo que hagáis, quedaos siempre fuera de
la luz de la luna. Y vigila que Tim
no se separe de tus talones, Jorge.
Manteniéndose siempre en las
sombras, los Cinco se acercaron cautelosamente a la
orilla del lago. El agua relucía
a la luz de la luna y trazaba un brillante sendero sobre el
lago, que era hermoso de veras.
El resto de él era muy oscuro y silencioso.
Ana hubiese deseado que tuviera
alguna clase de sonido, aunque fuera tan sólo el
chapoteo de las olas sobre la
orilla. Pero no se oía el menor ruido.
Bajaron la balsa y depositaron
sobre ella el cabo de cuerda. Después montaron todos.
Era agradable el suave balanceo
con que se mecía, mientras ellos remaban hacia el
centro del lago.
¡Había comenzado la aventura!
Tim estaba muy
nervioso. Lamía primero a uno y luego a otro. Le gustaba salir de
noche. La luna brillaba sobre el
pequeño grupo, plateando las pequeñas olas que el
balanceo de la balsa producía,
—¡Es una noche magnífica!
—exclamó Ana, mirando hacia los silenciosos árboles
que rodeaban la orilla—. Este
lugar es muy tranquilo y pacífico.
Un buho chilló muy alto desde los
árboles y Ana dio un violento brinco.
—Bueno, no hagas que todos los
buhos se pongan a chillar al hablar de que esto está
tranquilo —se burló Julián—. De
todas formas, estoy de acuerdo en eso de que la noche
es magnífica. Este lago es
tranquilo y parece un espejo. Me gustaría saber si alguna vez
hay en él oleaje. ¿Creéis que
sigue así incluso cuando hay tormenta?
—Es un lago extraño —repuso
Dick—. Cuidado, Tim, esa oreja es mía. No vayas a
desgastármela de tanto lamerla.
¿Hay alguien que esté al tanto de los cuatro puntos de
referencia?
—Más o menos sabemos hacia dónde
hemos de dirigir la balsa —contestó Julián—.
Iremos en esa dirección y
luego buscaremos los puntos de
referencia. De momento, estoy seguro de que vamos
por buen camino.
Y en efecto, lo iban. Pronto
Jorgina descubrió la Piedra Alta y luego se divisó la
Colina de Tock. No tardó mucho en
verse también el Campanario, que relucía a la luz
de la luna.
—Juraría que Nailer escondió su
botín en una noche de luna—dijo Julián—. Los
puntos de referencia se ven
claramente, incluso Piedra Alta. Me gustaría llegar a saber
algún día lo que es. Parece un
puntero de piedra levantado en memoria de alguien o de
algo.
—Ahí está también la Chimenea
—intervino Ana—.. Ya lo tenemos todo. Debemos
de estar cerca del lugar que
hemos señalado.
—¡Sí que estamos! —corroboró Dick
señalando una cosa oscura que se balanceaba
allí cerca—. La caja y el corcho.
¡Somos de lo más listo! Admiro a los Cinco con toda
mi alma.
—Desnúdate ya, Dick —ordenó
Julián—. Pongámonos al trabajo inmediatamente.
¡Brrr! ¡Qué frío hace!
Los dos chicos se desnudaron
rápidamente y apilaron sus ropas en medio de la balsa.
—Vigílalas, Ana —recomendó
Julián—. ¿Tienes la cuerda, Dick? Pues
sumerjámonos ya. No se ve el
bote, y el agua está muy oscura, pero, por lo menos,
sabemos que está justo por debajo
del corcho y de la caja.
Los chicos se zambulleron uno
después del otro. ¡Puff! ¡Puff! Ambos buceaban muy
bien. La balsa se movió
violentamente cuando ellos se zambulleron y Tim por poco se
cae al agua.
Julián buceó el primero. Abrió
los ojos dentro del agua y divisó el bote hundido,
justo por debajo de( él. Con dos
fuertes brazadas lo alcanzó y tocó la bolsa
impermeable. En seguida llegó
Dick a su lado con la cuerda en las manos. Los chicos la
enroscaron fuertemente alrededor
de la parte superior de la bolsa.
Antes de poder acabar su trabajo
tuvieron que salir a la superficie para respirar. Dick
no podía contener su respiración
bajo el agua tanto tiempo como Julián y salió el
primero, respirando con
dificultad. Luego emergió Julián y la noche se llenó del ruido
de la fuerte y penosa respiración
de los dos muchachos.
Las niñas sabían que no debían
preguntar nada en aquel momento. Aguardaron con
ansiedad hasta que la respiración
de los muchachos se tornó más fácil. Julián les sonrió.
—¡Todo va bien! —les anunció—.
¡Nos hundimos de nuevo!
CAPÍTULO
XXI
¡CONSIGUEN LA BOLSA!
Los chicos volvieron a sumergirse
y de nuevo la balsa se balanceó con violencia. Las
niñas miraron con ansiedad por
encima del borde, esperando a que ellos regresaran.
Julián y Dick llegaron junto al
bote hundido en cosa de uno o dos segundos. Acabada
la tarea de atar la cuerda a la
bolsa impermeable, Julián dio un fuerte tirón, con la esperanza
de liberarla, si es que estaba
muy fijada al bote. Cogió el resto de la cuerda en
sus manos para llevarla hacia la
superficie.
Los dos chicos emergieron junto a
la balsa y salieron del agua, respirando con fuerza.
Subieron a bordo.
Esperaron cosa de un minuto para
que su respiración se calmara y, luego, Dick y
Julián tiraron a la vez de la
cuerda. Las niñas les observaban y sus corazones latían
rápidamente. ¡Aquello era la
prueba definitiva! ¿Saldría la bolsa impermeable, o no?
Los chicos tiraban enérgicamente,
pero sin dar sacudidas. La balsa se inclinó y Ana
hubo de sujetar la pila de ropa
que estaba en medio. Dick se cayó de nuevo al agua.
Volvió a subir temblando.
—Tenemos que tirar con más
suavidad —dijo—. Me ha parecido sentir que la bolsa
cedía un poco, ¿a ti no?
Julián asintió con la cabeza.
Temblaba de frío, pero sus ojos relucían de excitación.
Ana puso una toalla sobre sus
hombros y otra sobre los de Dick.¡Ellos ni lo notaron!
—Va, tiremos otra vez —dijo
Julián—. Hazlo despacio, despacio, ¡despacio! ¡Ya
sube! ¡Caramba, sube de veras!
¡Tira, Dick, tira!
Cuando la pesada bolsa salió al
extremo de la cuerda, la balsa volvió a inclinarse y
los niños se retiraron
apresuradamente hacia el otro lado de ella, temiendo ir todos a
parar al agua. Tim empezó
a ladrar, excitado.
—¡Calla, Tim! —ordenó
Jorgina en voz baja.
Sabía muy bien que el sonido se
propaga muy fácilmente sobre el agua y temía que
la pareja que estaba en la tienda
le oyera.
—¡Ya sube, ya está aquí, mirad,
ya toca la superficie! —exclamó Ana—. ¡Un tirón
más, muchachos! : Pero era
imposible subir a bordo la pesada bolsa sin poner en peligro
la balsa. Por más que procuraron
hacerlo con cuidado, las niñas quedaron,
completamente mojadas, porque el
agua salpicó toda la balsa, que brincaba y se
balanceaba locamente.
—¿Sabéis qué haremos? Remaremos
hasta la orilla y arrastraremos el saco detrás de
nosotros —decidió por fin
Julián—. Si nos empeñamos en subirla a bordo, volcaremos
la balsa. Vístete de nuevo, Dick.
Cuando lleguemos, volveremos a la vieja casa y allí
abriremos la bolsa. Ahora tengo
tanto frío que mis dedos se han entumecido.
Los chicos se vistieron tan
rápidamente como les fue posible, Temblaban y les
resultó muy agradable ponerse a
remar con fuerza para llevar la balsa hasta la orilla.
Pronto sintieron un agradable
calor correr por todo su cuerpo y, al cabo de diez minutos,
el temblor había cesado. Estaban
muy satisfechos de sí mismos.
Miraban al gran objeto que les
seguía a ras de la superficie. ¿Qué habría dentro de la
bolsa? La excitación se apoderó
nuevamente de todos ellos y los remos batían el agua a
gran velocidad, porque los cuatro
se esforzaban en regresar lo más rápidamente posible.
También Tim sentía la
excitación general y meneaba su largo rabo sin cesar.
Permanecía de pie en medio de la
balsa, vigilando aquel objeto que se movía detrás
de ellos.
Por fin llegaron a la orilla del
lago y, haciendo tan poco ruido como les fue posible,
escondieron la balsa junto a la
mata de costumbre. No querían dejarla abandonada junto
a la orilla, no fuese caso de que
Maggie y Dick el Sucio descubrieran que había sido
usada de nuevo.
Dick y Julián arrastraron la
bolsa impermeable hasta fuera del agua. La llevaban
entre los dos, mientras se
dirigían con precaución hacia la casa. Ésta tenía un aspecto
miserable y grotesco, con su
tejado quemado y sin ventanas ni puertas, pero los niños no
se daban cuenta de ello porque
estaban demasiado excitados.
Avanzaron lentamente por el
camino hacia los quebrados muros, y sus pies no hacían
el menor ruido al pisar sobre la
hierba suave y húmeda. Llegaron hasta la entrada y
arrastraron el fardo hacia el
interior de la cocina.
—Id a encender las velas de la
bodega —ordenó Julián a Jorgina—. Quiero
asegurarme de que esa pareja no
anda por aquí fisgoneando.
Jorgina y Ana descendieron para
encender las velas, iluminando los escalones con la
luz de sus linternas. Julián y
Dick se quedaron en la entrada mirando el claro de la luna
y escuchando atentamente. No se
oía n¿ el más leve sonido, no se movía ni una sombra.
Dejaron a Tim de guardián
y arrastraron su pesado fardo a través del enlosado de la
cocina. Lo hicieron rodar por los
escalones que conducían a la bodega y por ultimo lo
tuvieron delante de ellos,
dispuesto para ser abierto.
Los dedos de Julián intentaron
deshacer los nudos. Pero Jorgina no podía soportar
por más tiempo la espera. Tendió
a Julián su cortaplumas.
—¡Por Dios! No nos hagas esperar
más, ¡corta la cuerda! —pidió—. No puedo
esperar ni un momento más.
Julián sonrió. Cortó la cuerda y
luego miró cómo podía desenvolver la tela
impermeable.
—Ya lo veo —dijo—. El botín ha
sido enrollado varias veces en la tela y luego han
hecho con la misma tela una
especie de nudo. Esto habrá servido para conservar las
cosas completamente secas.
—¡Acaba ya! —gritó Jorgina—. Si
no, lo haré yo de cualquier manera.
Julián cortó las recias tiras que
cerraban el paquete y empezaron a deshacerlo.
Parecía que los metros de tela
impermeable no iban a acabarse nunca.
Mas al fin aparecieron en medio
de los montones de tela impermeable gran cantidad
de pequeñas cajas. Eran estuches
recubiertos de piel que todo el mundo reconoció como
los que se emplean para guardar
joyas.
—¡Así, pues, son joyas! —dijo
Ana, y abrió una caja.
Un precioso collar relucía sobre
el terciopelo negro. A la luz de las velas, brillaba y
lanzaba destellos como si fuera
de fuego. Incluso los dos chicos quedaron mudos de
admiración. ¡Pero si aquello era
digno de una reina!
—Este debe de ser el magnífico
collar que fue robado a la reina de Fallonia —dijo
Jorgina por fin—. Lo vi retratado
en los periódicos. ¡Qué diamantes!
—¡Oooh! ¿Esto son diamantes?
—exclamó Ana en éxtasis—. Oh, Julián, ¿cuánto
valdrán? Más de un millón de
pesetas, ¿no crees?
—Es más verosímil que sean diez
millones de pesetas, Ana —respondió Julián con
seriedad—. No me maravilla que
Nailer escondiera con tanto cuidado este botín y
eligiera un lugar tan ingenioso.
Tampoco me extraña que Maggie y Dick el Sucio estén
deseando hallarlo. Veamos qué más
hay.
Cada caja contenía piedras
preciosas de una u otra clase: brazaletes de zafiros, anillos
con rubíes o diamantes, un
extraño y precioso collar de ópalos y pendientes con unos
diamantes tan grandes que Ana
estaba segura que nadie podría soportar su peso en las
orejas.
—Nunca me atrevería a lucir joyas
como estas —comentó—. Siempre estaría
temiendo que me fueran robadas.
¿Todo pertenece a la reina de Fallonia?
—No. Algunas cosas eran de una
princesa que había ido a visitarla —contestó
Julián—. Estas joyas son dignas
del rescate de un rey. No me gusta la idea de tenerías a
mi cargo aunque sea por poco
tiempo.
—Pues es mejor que las tengamos
nosotros que Maggie o Dick el Sucio —adujo
Jorgina. Sostenía un collar de
diamantes en sus manos y dejaba rodar las piedras entre
sus dedos. ¡Como brillaban! Nadie
hubiese podido imaginar que habían permanecido en
el fondo de un lago durante un
año o más.
—Veamos —dijo Julián, sentándose
en el borde de la mesa—. Tenemos que volver
al colegio mañana por la tarde.
Mañana es martes. ¿O es que estamos ya a martes? Ya
debe de ser más de medianoche.
¡Claro que lo es! Son casi las dos y media. ¿Verdad
que parece imposible?
—A mí ya nada me parece imposible
—replicó Ana, mientras sus ojos parpadeaban
al mirar los tesoros extendidos
sobre la mesa.
—Lo mejor será que mañana por la
mañana nos pongamos en marcha muy temprano
—resolvió Julián—. Hemos de
entregar estas cosas a la policía.
—¡Pero no será a aquel policía
que vimos el otro día! —protestó Jorgina, alarmada.
—Claro que no. Me parece que lo
mejor sería que llamásemos al amable señor
Gastón y que le dijéramos que
tenemos importantes noticias para la policía. A ver qué
puesto de policía nos aconseja él
—opinó Julián—. Es posible que incluso nos preste un
coche, a fin de que no tengamos
que ir en autobús con todo eso. No me apetece en
absoluto pasearme con este tesoro
a cuestas.
—¿Será necesario que nos llevemos
todas estas cajas?
—No. Eso significaría buscarnos
complicaciones si alguien se diera cuenta —dijo
Julián—. Me temo que tendremos
que empaquetar las joyas en nuestros pañuelos y
meterlas en el fondo de nuestras
mochilas. Dejaíemos aquí las cajas. Después, la policía
podrá recogerlas si le interesa..
Se decidió por fin hacerlo así.
Los cuatro se repartieron las relucientes joyas y las
envolvieron en sus respectivos;
pañuelos. Luego hundieron los pañuelos en sus
mochilas.
—Será mejor que las utilicemos
como almohadas —propuso Dick—. Así estarán
seguras.
—-Pero, ¡qué dices! ¡Estas
mochilas tan rugosas e incómodas! —se horrorizó Ana—.
Además, ¿por qué? ¿No está Tim
dé guardia? Yo pondré la mía junto a mí, debajo de la
manta, pero no pienso apoyar en
ella mi cabeza.
Dick se echó a reír.
—Está bien, Ana. Tim no
dejará entrar a ningún ladrón. Estoy seguro de eso. Y, tal
como hemos dicho, nos iremos
mañana muy temprano, ¿verdad, Julián?
—Sí. Tan pronto como nos
despertemos. No tendremos gran cosa para comer.
Quedan solamente algunas galletas
y un pedazo de chocolate.
—No me importa —dijo Ana—. En
este momento estoy taiv emocionada, que me
parece que nunca más necesitaré
comer.
—Mañana habrás cambiado de
opinión —se rió Julián—. Y, ahora, ¡todos a la cama!
Se tumbaron en sus lechos de
hojarasca. Estaban contentos y emocionados. ¡Qué fin
de semana! Y todo porque Dick y
Ana se. habían extraviado y Dick, gracias a su equivocación,
había dormido en un cobertizo.
—¡Buenas noches! —dijo Julián
bostezando— Me siento muy, muy rico, más rico
de lo que seré jamás en mi, vida.
Bueno. ¡Voy a disfrutar de este sentimiento mientras
pueda!
CAPTULO XXII
UN EMOCIONANTE FINAL
Se despertaron al oír ladrar a Tim.
Ya era de día. Julián subió velozmente las
escaleras para ver qué ocurría.
Vio que Maggie rondaba por allí cerca.
—¿Por qué tenéis un perro tan
fiero? —le gritó—. He venido para ver si queríais
algo de comida para llevaros. Si
lo deseáis os podemos dar algo.
—Se muestra usted demasiado amable,
así, de repente —contestó Julián.
¡Qué impaciente estaba Maggie por
verlos alejarse! Incluso era capaz de ofrecerles
comida para liberarse pronto de
ellos. Pero Julián no quería aceptar comida de Maggie
ni de Dick el Sucio.
—¿Queréis que os demos algo?
—repitió la mujer.
No acababa de comprender a
Julián. Le parecía un niño y, sin embargo, su manera de
obrar no era nada infantil.
—No, muchas gracias —denegó
Julián—. Nos marchamos ahora mismo. Debemos
estar de vuelta en el colegio hoy
mismo.
—Entonces será mejor que os
apresuréis —le recomendó la mujer—. Va a llover.
Julián le dio la espalda
sonriendo. No iba a llover, pero Maggie era capaz de decir
cualquier cosa con tal que se
marcharan más de prisa. Casualmente, eso también era lo
que Julián deseaba: ¡marcharse lo
antes posible!
Al cabo de diez minutos, los
niños estaban dispuestos para la marcha. Cada uno
había colgado a su espalda su
mochila y en su pañuelo llevaba joyas por valor de
muchos miles de pesetas. ¡Qué
cosa más extraordinaria!
—Será un agradable paseo a través
de los páramos —dijo Ana cuando se
marchaban—. Me entran ganas de
cantar, ahora que todo se ha resuelto tan bien. Lo
único que siento es que nadie nos
creerá cuando Jorge o yo contemos en el colegio lo
que nos ha pasado.
—Seguramente nos pondrán como
tema de redacción: "¿Qué han hecho ustedes
durante sus vacaciones?"
—suspiró Jorgina—. Y cuando la señorita Peters lea la
nuestra, dirá: "Está bien
escrito, pero muy rebuscado, ¿no les parece?"
Todos se rieron. Tim miraba
a un lado y a otro, con la lengua colgando y la expresión
que Jorgina llamaba de "cara
sonriente". De repente, su "sonrisa" se desvaneció y
empezó a ladrar con gran furia,
mirando hacia el camino que dejaban atrás.
—¡Vaya! ¡Son Maggie y Dick el
Sucio que vienen corriendo como unas furias! —
exclamó Dick—. ¿Qué les ocurre
ahora? ¿Es que sienten que nos hayamos ido y desean
que regresemos?
—Pretenden cortarnos el paso
—contestó Julián—. Fijaos, han dejado el camino y
van por un atajo para intentar
cerrarnos el paso. Por aquí hay mucho terreno pantanoso,
así es que no podemos salir del
camino ¡Qué idiotas son! A menos que conozcan bien
esta parte del pantano por donde
se meten.
Maggie y Dick el Sucio voceaban
y hacían gestos enfurecidos. Dick el Sucio saltaba
de mata en mata como si fuera una
cabra.
—Parece que se han vuelto
completamente locos —dijo Ana, que, de pronto, se
sintió invadida por el pánico—.
¿Qué les ocurre?
—¡Ya lo sé! —dijo Jorgina—. Han
entrado en nuestra bodega y han encontrado la
tela impermeable y las cajas
vacías. ¡Han descubierto que nos llevamos el botín!
—¡Claro! —asintió Julián—.
Teníamos que haber escondido las cajas en las bodegas
inferiores. No me extraña que
estén furiosos. Han perdido una fortuna por causa nuestra.
—Pero, ¿qué creen que pueden
hacer ahora? —preguntó Dick—. Tenemos a Tim,
que se lanzará sobre ellos si se
acercan. Aunque Dick el Sucio parece suficientemente
furioso como para luchar incluso
contra Tim. Me parece que se ha vuelto loco.
—También a mí me lo parece
—corroboró Julián, asustado por los gritos y el
comportamiento enloquecido de
aquel hombre.
Miró a Ana, que había palidecido.
Julián estaba seguro de que Tim se lanzaría sobre
Dick el Sucio y lo haría
caer, y no quería que Ana presenciase la lucha feroz entre el
perro y el hombre. No había duda
de que Dick el Sucio estaba fuera de sí a causa de la
rabia y el desengaño.
Tim empezó a ladrar
fieramente. Gruñía y tenía un aspecto muy salvaje. Se daba
cuenta de que el hombre estaba
dispuesto a luchar con cualquiera. Bien. ¡A Tim no le
importaba!
—Apresurémonos —urgió Julián a
sus compañeros—. Sin embargo, no cogeremos
ningún atajo. Seguiremos por el
camino; Maggie ya ha tropezado con dificultades.
Era verdad. Se estaba hundiendo
hasta los tobillos en el terreno pantanoso y gritaba a
Dick el Sucio que le
ayudara. Mas éste estaba demasiado decidido a atrapar a los niños.
De súbito, también él empezó a
hundirse. El fango le cubrió rápidamente hasta las
rodillas. Intentó salir de allí y
alcanzar alguna mata donde agarrarse, pero le falló el pie
y volvió a caer. Lanzó un grito
angustiado.
—¡Ay! ¡Me he roto el tobillo!
¡Maggie, date prisa, ven a ayudarme!
Pero Maggie tenía sus propias
dificultades y no le hizo caso. Los niños se detuvieron
y miraron a Dick el Sucio, Se
había sentado en una mata y se daba masaje al pie. Incluso
desde donde se encontraban los
niños se podía ver que estaba pálido como un muerto.
Con toda seguridad, se había
hecho mucho daño en el tobillo,
—¿Debemos ayudarle? —preguntó
Ana,temblando.
—¡Eso sí que no! —contestó
Julián—. Puede ser que esté fingiendo, a pesar de que
creo que no. De todas formas, la
caza ya está concluida. Y si, como creo, Dick el Sucio
se ha roto el tobillo, no podrá
alejarse mucho del, pantano, ni tampoco Maggie por lo
que veo, porque ya vuelve a
hundirse. ¡Mirad! Me parece que a la policía les resultara
muy fácil pescar a esta pareja de
indeseables cuando vengan por aquí en su busca.
—Los encontrarán enfangados en el
pantano —asintió Dick—.Personalmente, no lo
siento por ninguno de los, dos.
Son mala gente.
Prosiguieron su camino. Tim estaba
muy triste porque a fin de cuentas no había
podido luchar con Dick el
Sucio. Se encaminaron hacia Reebles. Tardaron casi dos
horas en cubrir la distancia que
los separaba del pueblo.
—Iremos a Correos y desde allí
llamaremos a. la policía —dijo Julián.
El viejo se alegró de verlos de
nuevo.
—¿Lo habéis pasado bien?
—preguntó—.¿Habéis hallado Dos Arboles?
Julián le dejó hablando con los
demás y él fue a mirar el número de teléfono del
señor Gastón. Lo encontró y, con
la esperanza de que él se prestase a ayudarlos, le
llamó.
El señor Gastón en persona
contestó a la llamada.
—¿Diga? ¿Quién es? ¡Ah!, sí, ya
me acuerdo. ¿Deseáis que os ayude? Está bien,
¿qué puedo hacer por vosotros?
Julián se lo dijo. El señor
Gastón le escuchaba sin poder dar crédito a lo que oía.
—Pero, ¿qué dices? ¿Que
habéis encontrado las joyas de Fallonia? ¡No puedo
creerlo! ¿Que ahora las tenéis en
las mochilas, dices? ¡Cielo santo! No os estaréis
burlando de mí ¿verdad?
Julián le aseguró que no lo
hacia. El señor Gastón no alcanzaba a convencerse.
—¡Está bien, está bien! Claro que
os pondré en comunicación con la policía. Será
mejor que vayamos a Gathecombe.
Conozco al inspector de allí. Es buena persona.
¿Dónde estáis ahora? Sí, sí, ya
lo conozco. Esperadme. Voy a buscaros en mi coche.
Estaré ahí dentro de media hora.
Colgó, y Julián fue a reunirse
con los demás, muy satisfecho de que se le hubiese
ocurrido ponerse en relación con
el señor Gastón. Había personas mayores que eran
muy decentes y sabían lo que
debía hacerse en cada ocasión. Sus compañeros también
se alegraron mucho cuando les
contó cómo estaban las cosas.
—Bien, debo decir que, a pesar de
que es agradable que nos ocurran aventuras,
también produce una sensación de
bienestar y de tranquilidad cuando los mayores se
hacen responsables de las
consecuencias —dijo Jorgina—. Ahora sólo quiero una cosa:
¡el desayuno!
—Será mejor que hagamos a la vez
un desayuno comida —opinó Julián—. Es ya
muy tarde.
—Sí, sí, hagamos un desayuno
comida—sie entusiasmó Ana—. Eso me gusta.
Por lo tanto, comieron
abundantemente bocadillos, pasteles y bizcochos, que
compraron en una pequeña tienda
que había allí cerca. En el momento en que acababan
llegó el señor Gastón en un gran
coche.
Los cuatro niños le sonrieron con
deleite. Julián le presentó a Ana y a Dick. Tim
estaba muy emocionado de volver a
verle y, con gran corrección, le ofreció la pata, que
el señor Gastón sacudió de buen
grado.
—Vuestro perro es muy educado
—comentó al tiempo que ponía en marcha el
motor.
Arrancaron a toda velocidad, y Tim
sacaba la cabeza por la ventanilla, tal como hacía
siempre.
Mientras el coche avanzaba, los
niños le relataron su extraordinario cuento. El señor
Gastón estaba admirado de lo que
aquellos niños habían sido capaces de hacer.
—¡Sois unos chicos muy valientes!
—repetía de cuando en cuando—. ¡Me gustaría
que fuerais mis hijos!
Llegaron al puesto de policía. El
señor Gastón había avisado ya al inspector su
llegada y éste ya les estaba
esperando.
—Pasen ustedes a mi despacho
particular —les invitó—. Y ahora, en primer lugar,
¿dónde están esas joyas? ¿Es
cierto que las lleváis encima? Dejad que las vea antes de
contarme la historia.
Los niños desataron sus mochilas
y sacaron del interior sus pañuelos. Al abrirlos, las
relucientes y centelleantes joyas
quedaron en el centro de la mesa.
El inspector lanzó un silbido y
miró al señor Gastón. Cogió el collar de diamantes.
—¡Es cierto! ¡Las han encontrado!
—exclamó—. Son las joyas que tanto hemos
buscado. ¡Y pensar que la policía
ha rebuscado por todas partes durante meses y meses!
¿Dónde las habéis encontrado,
pequeños?
—Es una historia muy larga —dijo
Julián. Y empezó a relatarla. La contó muy bien,
ayudado por los demás cuando se
le olvidaba algo. El señor Gastón y el inspector le
escuchaban tremendamente
asombrados. Cuando Julián llegó a la parte en que habían
dejado a Dick el Sucio y a
Maggie intentando salir del pantano, el inspector le
interrumpió.
—¡Un momento! ¿Creéis que aún
estarán allí? ¿Sí? Está muy bien. Permitidme un
minuto.
Tocó un timbre y en seguida se
presentó un agente.
—Diga usted a Johns que coja el
coche con sus tres hombres y que se dirija a los
pantanos verdes, cerca de Agua
Triste —ordenó el inspector—. Han de apresar a dos
personas que hallarán medio
hundidas en el fango: un hombre y una mujer. Se trata de
nuestros viejos amigos Dick el
Sucio y Maggie Martin. ¡Han de ir a toda velocidad!
El agente desapareció en el acto.
Ana se sintió muy aliviada. Aquella terrible pareja
quedaría custodiada en lugar
seguro durante algún tiempo. Y durante este tiempo, ella
podría olvidarlos. ¡Qué alivio! A
la niña no le gustaban en absoluto.
Julián acabó de narrar su
historia. El inspector miraba el sucio y desaliñado grupo
que formaban los niños. Les
tendió la mano.
—¡Chocadla! —dijo—. Quiero
estrecharos la mano a todos. Sois la clase de
muchachos que necesitamos en este
país: valientes, razonables y responsables, que
utilizan su inteligencia y que no
se desalientan. Me satisface conoceros.
Todos le dieron la mano con
solemnidad. También Tim le tendió la pata y el
inspector se la estrechó
sonriente.
—Y, ahora, ¿qué pensáis hacer?
—preguntó el señor Gastón levantándose.
—Pues debemos estar en el colegio
hacia las tres —respondió Julián—, aunque
supongo que no podemos
presentarnos con este aspecto. Nos la cargaríamos. ¿Hay por
aquí algún hotel donde bañarnos y
arreglarnos un poco?
—Lo podéis hacer aquí mismo
—contestó el inspector—. Y, si lo deseáis, yo mismo
puedo conduciros hasta la escuela
en el coche de la policía. Nunca haremos demasiado
por los que han hallado las joyas
de Fallonia y las han traído hasta aquí en sus mochilas.
¡Benditos seáis! ¡Casi no puedo
creerlo!
El señor Gastón se despidió de
ellos y se marchó asegurándoles que estaba muy
satisfecho de haberlos conocido.
—¡Y no te metas nunca más en la
madriguera de un conejo! —recomendó a Tim, que
se despedía de él con alegres
ladridos.
Se lavaron de pies a cabeza.
Encontraron que sus ropas habían sido cepilladas y
planchadas y se sintieron muy
agradecidos. Se cepillaron también el pelo y, cuando
volvieron a entrar en el despacho
particular del inspector, tenían un aspecto muy aseado
y limpio. Allí encontraron a un
hombre que inspeccionaba cuidadosamente las joyas y
las iba clasificando, antes de
guardarlas en unas cajas.
—Os interesará saber que ya hemos
prendido a vuestra famosa pareja —les dijo el
inspector—. El hombre se había
roto el tobillo y no podía dar ni un paso. En cuanto a la
mujer, estaba profundamente
hundida en el pantano cuando la hemos hallado. Casi les
ha aliviado ver llegar a la
policía, porque ya no podían más.
—¡Cuánto nos alegramos! —dijeron
los cuatro a la vez, y Ana sonrió, tranquilizada.
Esto solucionaba por completo el
asunto de Maggie y Dick el Sucio.
—Y éstas son, en efecto, las
joyas de Fallonia —continuó el inspector—. No lo he
dudado ni por un momento. Ahora
las estamos valorando y clasificando. Estoy seguro
de que la reina de Falíonia y su
ilustre amiga se sentirán muy dichosas al conocer
vuestra pequeña aventura.
Un reloj dio las dos y media.
Julián lo miró. Sólo les quedaba media hora para llegar
puntuales al colegio. ¿Lo
conseguirían? ,
—Está bien —dijo el inspector con
una amplia sonrisa en su amable rostro—. El
coche os espera en la puerta. Os
acompaño hasta él. Estaréis de regreso en el colegio a
la hora exacta, y si alguien cree
vuestra historia rae extrañará muchísimo. ¡Venid!
Les ayudó a instalarse en el
coche, y también a Tim.
—¡Hasta la vista! —les dijo
haciéndoles con la mano un gesto de despedida—. Estoy
muy satisfecho de haberos
conocido. ¡Buena suerte a los "Cinco Famosos"!
Sí, que tengáis buena suerte,
"Cinco Famosos",y deseo que os ocurran muchas,
muchas aventuras más.
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