Hans Cristian Andersen
Cuentos XI
La hucha
Ib y
Cristinita
Ib y
Cristinita
Continuación
Ib tenía dinero en su arca, se decía; ¡oro de la negra tierra! Y tenía, además, a Cristinita.
Juan el
bobo
(un
cuento infantil contado de nuevo)
La
espinosa senda del honor
La niña
judía
La piedra
filosofal
La piedra
filosofal
Continuación
Sopa de
palillo de morcilla
Fue como si comiéramos dos veces. Todo el mundo estaba de buen humor, y se contaron muchos chistes y ocurrencias, como se hace en las familias bien avenidas. No quedó ni pizca de nada, aparte los palillos de las morcillas, y por eso dieron tema a la conversación. Imagínate que hubo quien afirmó que podía prepararse sopa con un palillo de morcilla. Desde luego que todos conocíamos esta sopa de oídas, como también la de guijarros, pero nadie la había probado, y mucho menos preparado. Se pronunció un brindis muy ingenioso en honor de su inventor, diciendo que merecía ser el rey de los pobres. ¿Verdad que es una buena ocurrencia? El viejo rey se levantó y prometió elevar al rango de esposa y reina a la doncella del mundo ratonil que mejor supiese condimentar la sopa en cuestión. El plazo quedó señalado para dentro de un año.
- ¡No estaría mal! - opinó la otra rata -. Pero, ¿cómo se prepara la sopa?
- Eso es, ¿cómo se prepara? - preguntaron todas las damas ratoniles, viejas y jóvenes. Todas habrían querido ser reinas, pero ninguna se sentía con ánimos de afrontar las penalidades de un viaje al extranjero para aprender la receta, y, sin embargo, era imprescindible. Abandonar a su familia y los escondrijos familiares no está al alcance de cualquiera. En el extranjero no todos los días se encuentra corteza de queso y de tocino; uno se expone a pasar hambre, sin hablar del peligro de que se te meriende un gato.
Estas ideas fueron seguramente las que disuadieron a la mayoría de partir en busca de la receta. Sólo cuatro ratitas jóvenes y alegres, pero de casa humilde, se decidieron a emprender el viaje.
Irían a los cuatro extremos del mundo, a probar quién tenía mejor suerte. Cada una se procuró un palillo de morcilla, para no olvidarse del objeto de su expedición; sería su báculo de caminante.
Iniciaron el viaje el primero de mayo, y regresaron en la misma fecha del año siguiente. Pero sólo volvieron tres; de la cuarta nada se sabía, no había dado noticias de sí, y había llegado ya el día de la prueba.
- ¡No puede haber dicha completa! - dijo el rey de los ratones; y dio orden de que se invitase a todos los que residían a muchas millas a la redonda. Como lugar de reunión se fijó la cocina. Las tres ratitas expedicionarias se situaron en grupo aparte; para la cuarta, ausente, se dispuso un palillo de morcilla envuelto en crespón negro. Nadie debía expresar su opinión hasta que las tres hubiesen hablado y el Rey dispuesto lo que procedía.
Vamos a ver lo que ocurrió.
Produce una rara sensación eso de marcharse de los escondrijos donde hemos nacido, embarcar en un buque que viene a ser como un nuevo escondrijo, y luego, de repente, hallarte a centenares de millas y en un país desconocido. Había allí bosques impenetrables de pinos y abedules, que despedían un olor intenso, desagradable para mis narices. De las hierbas silvestres se desprendía un aroma tan fuerte, que hacía estornudar y pensar en morcillas, quieras que no. Había grandes lagos, cuyas aguas parecían clarísimas miradas desde la orilla, pero que vistas desde cierta distancia eran negras como tinta. Blancos cisnes nadaban en ellos; al principio los tomé por espuma, tal era la suavidad con que se movían en la superficie; pero después los vi volar y andar; sólo entonces me di cuenta de lo que eran. Por cierto que cuando andan no pueden negar su parentesco con los gansos. Yo me junté a los de mi especie, los ratones de bosque y de campo, que, por lo demás, son de una ignorancia espantosa, especialmente en lo que a economía doméstica se refiere; y, sin embargo, éste era el objeto de mi viaje. El que fuera posible hacer sopa con palillos de morcilla resultó para ellos una idea tan inaudita, que la noticia se esparció por el bosque como un reguero de pólvora; pero todos coincidieron en que el problema no tenía solución. Jamás hubiera yo pensado que precisamente allí, y aquella misma noche, tuviese que ser iniciada en la preparación del plato. Era el solsticio de verano; por eso, decían, el bosque exhalaba aquel olor tan intenso, y eran tan aromáticas las hierbas, los lagos tan límpidos, y, no obstante, tan oscuros, con los blancos cisnes en su superficie. A la orilla del bosque, entre tres o cuatro casas, habían clavado una percha tan alta como un mástil, y de su cima colgaban guirnaldas y cintas: era el árbol de mayo. Muchachas y mozos bailaban a su alrededor, y rivalizaban en quién cantaría mejor al son del violín del músico. La fiesta duró toda la noche, desde la puesta del sol, a la luz de la Luna llena, tan intensa casi como la luz del día, pero yo no tomé parte. ¿De qué le vendría a un ratoncito participar en un baile en el bosque? Permanecí muy quietecita en el blando musgo, sosteniendo muy prieto mi palillo. La luna iluminaba principalmente un lugar en el que crecía un árbol recubierto de musgo, tan fino, que me atrevo a sostener que rivalizaba con la piel de nuestro rey, sólo que era verde, para recreo de los ojos.
De pronto llegaron, a paso de marcha, unos lindísimos y diminutos personajes, que apenas pasaban de mi rodilla; parecían seres humanos, pero mejor proporcionados. Llamábanse elfos y llevaban vestidos primorosos, confeccionados con pétalos de flores, con adornos de alas de moscas y mosquitos, todos de muy buen ver. Parecía como si anduviesen buscando algo, no sabía yo qué, hasta que algunos se me acercaron. El más distinguido señaló hacia mi palillo y dijo:
«¡Uno así es lo que necesitamos! ¡Qué bien tallado! ¡Es espléndido!», y contemplaba mi palillo con verdadero arrobo.
«Os lo prestaré, pero tenéis que devolvérmelo», les dije.
«¡Te lo devolveremos!», respondieron a la una; lo cogieron y saltando y brincando, se dirigieron al lugar donde el musgo era más fino, y clavaron el palillo en el suelo. Querían también tener su árbol de mayo, y aquél resultaba como hecho a medida. Lo limpiaron y acicalaron; ¡parecía nuevo!.
Unas arañitas tendieron a su alrededor hilos de oro y lo adornaron con ondeantes velos y banderitas, tan sutilmente tejidos y de tal inmaculada blancura a los rayos lunares, que me dolían los ojos al mirarlos. Tomaron colores de las alas de la mariposa, y los espolvorearon sobre las telarañas, que quedaron cubiertas como de flores y diamantes maravillosos, tanto, que yo no reconocía ya mi palillo de morcilla. En todo el mundo no se habrá visto un árbol de mayo como aquél. Y sólo entonces se presentó la verdadera sociedad de los elfos; iban completamente desnudos, y aquello era lo mejor de todo. Me invitaron a asistir a la fiesta, aunque desde cierta distancia, porque yo era demasiado grandota.
Empezó la música. Era como si sonasen millares de campanitas de cristal, con sonido lleno y fuerte; creí que eran cisnes los que cantaban, y parecióme distinguir también las voces del cuclillo y del tordo. Finalmente, fue como si el bosque entero se sumase al concierto; era un conjunto de voces infantiles, sonido de campanas y canto de pájaros. Cantaban melodías bellísimas, y todos aquellos sones salían del árbol de mayo de los elfos. Era un verdadero concierto de campanillas y, sin embargo, allí no había nada más que mi palillo de morcilla. Nunca hubiera creído que pudiesen encerrarse en él tantas cosas; pero todo depende de las manos a que va uno a parar. Me emocioné de veras; lloré de pura alegría, como sólo un ratoncillo es capaz de llorar.
La noche resultó demasiado corta, pero allí arriba, y en este tiempo, el sol madruga mucho. Al alba se levantó una ligera brisa; rizóse la superficie del agua de los lagos, y todos los delicados y ondeantes velos y banderas volaron por los aires. Las balanceantes glorietas de tela de araña, los puentes colgantes y balaustradas, o como quiera que se llamen, tendidos de hoja a hoja, quedaron reducidos a la nada. Seis ellos volvieron a traerme el palillo y me preguntaron si tenía yo algún deseo que pudieran satisfacer. Entonces les pedí que me explicasen la manera de preparar la sopa de palillo de morcilla.
«Ya habrás visto cómo hacemos las cosas - dijo el más distinguido, riéndose -. ¿A que apenas reconocías tu palillo?».
«¡La verdad es que sois muy listos!», respondí, y a continuación les expliqué, sin más preámbulos, el objeto de mi viaje y lo que en mi tierra esperaban de él.
«¿Qué saldrán ganando el rey de los ratones y todo nuestro poderoso imperio - dije - con que yo haya presenciado estas maravillas? No podré reproducirlas sacudiendo el palillo y decir: Ved, ahí está la maderita, ahora vendrá la sopa. Y aunque pudiera, sería un espectáculo bueno para la sobremesa, cuando la gente está ya harta».
Entonces el elfo introdujo sus minúsculos dedos en el cáliz de una morada violeta y me dijo:
«Fíjate; froto tu varita mágica. Cuando estés de vuelta a tu país y en el palacio de tu rey, toca con la vara el pecho cálido del Rey. Brotarán violetas y se enroscarán a lo largo de todo el palo, aunque sea en lo más riguroso del invierno. Así tendrás en tu país un recuerdo nuestro y aún algo más por añadidura».
Pero antes de dar cuenta de lo que era aquel «algo más», la ratita tocó con el palillo el pecho del Rey, y, efectivamente, brotó un espléndido ramillete de flores, tan deliciosamente olorosas, que el Soberano ordenó a los ratones que estaban más cerca del fuego, que metiesen en él sus rabos para provocar cierto olor a chamusquina, pues el de las violetas resultaba irresistible. No era éste precisamente el perfume preferido de la especie ratonil.
- Pero, ¿qué hay de ese «algo más» que mencionaste? - preguntó el rey de los ratones.
- Ahora viene lo que pudiéramos llamar el efecto principal - respondió la ratita - y haciendo girar el palillo, desaparecieron todas las flores y quedó la varilla desnuda, que entonces se empezó a mover a guisa de batuta.
«Las violetas son para el olfato, la vista y el tacto - dijo el elfo -; pero tendremos que darte también algo para el oído y el gusto».
Y la ratita se puso a marcar el compás, y empezó a oírse una música, pero no como la que había sonado en la fiesta de los elfos del bosque, sino como la que se suele oír en las cocinas. ¡Uf, qué barullo! Y todo vino de repente; era como si el viento silbara por las chimeneas; cocían cazos y pucheros, la badila aporreaba los calderos de latón, y de pronto todo quedó en silencio. Oyóse el canto del puchero cuando hierve, tan extraño, que uno no sabía si iba a cesar o si sólo empezaba. Y hervía la olla pequeña, y hervía la grande, ninguna se preocupaba de la otra, como si cada cual estuviese distraída con sus pensamientos. La ratita seguía agitando la batuta con fuerza creciente, las ollas espumeaban, borboteaban, rebosaban, bufaba el viento, silbaba chimenea. ¡Señor, la cosa se puso tan terrible, que la propia ratita perdió el palo!
- ¡Vaya receta complicada! - exclamó el rey -. ¿Tardará mucho en estar preparada la sopa?
- Eso fue todo - respondió la ratita con una reverencia.
- ¿Todo? En este caso, oigamos lo que tiene que decirnos la segunda - dijo el rey.
La inteligencia, bien lo sabía, es lo principal para todas las cosas: las otras dos condiciones no gozan de tanto prestigio; por eso fui, ante todo, en busca de ella. Pero, ¿dónde habita? Ve a las hormigas y serás sabio; así dijo un día un gran rey de los judíos. Lo sabía también por la biblioteca, y ya no descansé hasta que hube encontrado un gran nido de hormigas. Me puse al acecho, dispuesta a adquirir la sabiduría.
Sopa de
palillo de morcilla
Continuación
La nieta del carcelero era una monada de criatura, con un cabello rubio y ondulado, ojos alegres y una eterna sonrisa en la boca.
«¡Pobre ratita!», dijo, y se acercó a mi horrible jaula y descorrió el pestillo de hierro. Y yo salté de un brinco al arco de la ventana, y de allí al canalón del tejado. ¡Libre, libre! Era mi único pensamiento, y no me acordaba en absoluto del objeto de mi viaje.
Oscurecía, era ya noche y busqué refugio en una vieja torre, donde vivían el guardián y una lechuza. No me inspiraban confianza, especialmente la segunda, que se parece a los gatos y tiene la mala costumbre de comerse a los ratones. Pero todo el mundo puede equivocarse, y eso es lo que yo hice, pues se trataba de una vieja lechuza en extremo respetable y muy culta; sabía más que el guardián, y casi tanto como yo. Las lechuzas jóvenes metían gran barullo y se excitaban por las cosas más insignificantes. «¡No hagamos sopa de palillos de morcilla!», les decía ella, y esto era lo más duro que se le ocurría decir; tal era su afecto por la familia. Me pareció tan simpática, que le grité «¡pip!» desde mi escondite. Aquella muestra de confianza le gustó, y me prometió tomarme bajo su protección. Podía estar tranquila: ningún animal me causaría daño ni me mataría; me guardaría para el invierno, cuando llegaran los días de hambre.
Era, desde luego, un animal muy listo; me explicó que el guardián no podía tocar sin ayuda del cuerno que llevaba colgado del cinto. «Se hace el importante y se cree la lechuza de la torre. Piensa que tocar el cuerno es una gran cosa, y, sin embargo, de poco le sirve. ¡Sopa de palillos de morcilla!». Entonces yo le pedí la receta de esta sopa, y me dio la siguiente explicación: «Eso de sopa de palillos de morcilla es una expresión de los humanos, y tiene diversos sentidos, y cada cual cree acertado el que le da. Es, como si dijéramos; nada entre dos platos. Y, de hecho, es esto: nada».
«¡Nada!», exclamé, como herida por un rayo. La verdad no siempre es agradable, pero, después de todo, es lo mejor que hay en el mundo. Y así lo dijo también la vieja lechuza. Yo me puse a reflexionar y comprendí que si os traía lo mejor, os daría algo que vale mucho más que una sopa de palillos de morcilla. Y así me di prisa por llegar a tiempo, trayendo conmigo lo que hay de más alto y mejor: la verdad, Los ratones son un pueblo ilustrado e inteligente, y el rey reina sobre todos. No dudo que, por amor a la verdad, me elevará a la dignidad de reina.
- ¡Tu verdad es mentira! - protestó la ratita que no había podido hablar - ¡Yo sé cocinar la sopa y lo haré!
Cuanto más tiempo esté agitándolo Su Majestad, más buena saldrá la sopa. No cuesta nada ni requiere más aditamentos, ¡todo está en el agitar!
- ¿No podría hacerlo algún otro ratón? - preguntó el rey.
- No - respondió la ratita -, la virtud se encierra sólo en el rabo del rey de los ratones.
Hirvió el agua, el rey se situó al lado del caldero, cuyo aspecto era verdaderamente peligroso. Alargó el rabo como hacen los ratones en la lechería cuando sacan la nata de un tazón y luego se lamen la cola. Pero se limitó a poner la suya en el vapor ardiente y, pegando un brinco, dijo:
- ¡Desde luego, tú y no otra serás la reina! La sopa puede aguardar a que celebremos las bodas de oro. Entretanto, los pobres de mi reino podrán alegrarse con esta esperanza, y tendrán alegría para largo tiempo.
Y se celebró la boda. Pero muchos ratones dijeron, al regresar a sus casas:
- No debiera llamarse sopa de palillos de morcilla, sino de cola de ratón.
En su opinión, todo lo que habían contado estaba muy bien, pero el conjunto dejaba algo que desear.
- Yo, por ejemplo, lo habría explicado de tal y tal modo...
Era la crítica, siempre tan inteligente... pasada la ocasión.
El gorro
de dormir del solterón
¡ay de ti, solterón!
El gorro de dormir se acuesta contigo,
en vez de un tesorito lindo y fino.
Sí, esto es lo que les cantan. Se burlan del solterón y de su gorro de noche, precisamente porque conocen tan mal a uno y otro. ¡Ay, no deseéis a nadie el gorro de dormir! ¿Por qué? Escuchad:
Antaño, la Calleja de las Casitas no estaba empedrada; salías de un bache para meterte en un hoyo, como en un camino removido por los carros, y además era muy angosta. Las casuchas se tocaban, y era tan reducido el espacio que mediaba entre una hilera y la de enfrente, que en verano solían tender una cuerda desde un tenducho al opuesto; toda la calle olía a pimienta, azafrán y jengibre. Detrás de las mesitas no solía haber gente joven; la mayoría eran solterones, los cuales no creáis que fueran con peluca o gorro de dormir, pantalón de felpa, y chaleco y chaqueta abrochados hasta el cuello, no; aunque ésta era, en efecto, la indumentaria del bisabuelo de nuestro bisabuelo, y así lo vemos retratado. Los «pimenteros» no contaban con medios para hacerse retratar, y es una lástima que no tengamos ahora el cuadro de uno de ellos, retratado en su tienda o yendo a la iglesia los días festivos. El sombrero era alto y de ancha ala, y los más jóvenes se lo adornaban a veces con una pluma; la camisa de lana desaparecía bajo un cuello vuelto, de hilo blanco; la chaqueta quedaba ceñida y abrochada de arriba abajo; la capa colgaba suelta sobre el cuerpo, mientras los pantalones bajaban rectos hasta los zapatos, de ancha punta, pues no usaban medias. Del cinturón colgaban el cuchillo y la cuchara para el trabajo de la tienda, amén de un puñal para la propia defensa, lo cual era muy necesario en aquellos tiempos. Justamente así iba vestido los días de fiesta el viejo Antón, uno de los solterones más empedernidos de la calleja; sólo que en vez del sombrero alto llevaba una capucha, y debajo de ella un gorro de punto, un auténtico gorro de dormir. Se había acostumbrado a llevarlo, y jamás se lo quitaba de la cabeza; y tenía dos gorros de éstos. Su aspecto pedía a voces el retrato: era seco como un huso, tenía la boca y los ojos rodeados de arrugas, largos dedos huesudos y cejas grises y erizadas. Sobre el ojo izquierdo le colgaba un gran mechón que le salía de un lunar; no puede decirse que lo embelleciera, pero al menos servía para identificarlo fácilmente. Se decía de él que era de Brema, aunque en realidad no era de allí, pero sí vivía en Brema su patrón. Él era de Turingia, de la ciudad de Eisenach, en la falda de la Wartburg. El viejo Antón solía hablar poco de su patria chica, pero tanto más pensaba en ella.
No era usual que los viejos vendedores de la calle se reunieran, sino que cada cual permanecía en su tenducho, que se cerraba al atardecer, y entonces la calleja quedaba completamente oscura; sólo un tenue resplandor salía por la pequeña placa de cuerno del rejado, y en el interior de la casucha, el viejo, sentado generalmente en la cama con su libro alemán de cánticos, entonaba su canción nocturnal o trajinaba hasta bien entrada la noche, ocupado en mil quehaceres. Divertido no lo era, a buen seguro. Ser forastero en tierra extraña es condición bien amarga. Nadie se preocupa de uno, a no ser que le estorbe. Y entonces la preocupación lleva consigo el quitárselo a uno de encima.
En las noches oscuras y lluviosas, la calle aparecía por demás lúgubre y desierta. No había luz; sólo un diminuto farol colgaba en el extremo, frente a una imagen de la Virgen pintada en la pared. Se oía tamborilear y chapotear el agua sobre el cercano baluarte, en dirección a la presa de Slotholm, cerca de la cual desembocaba la calle. Las veladas así resultan largas y aburridas, si no se busca en qué ocuparlas: no todos los días hay que empaquetar o desempaquetar, liar cucuruchos, limpiar los platillos de la balanza; hay que idear alguna otra cosa, que es lo que hacía nuestro viejo Antón: se cosía sus prendas o remendaba los zapatos. Por fin se acostaba, conservando puesto el gorro; se lo calaba hasta los ojos, y unos momentos después volvía a levantarlo, para cerciorarse de que la luz estaba bien apagada. Palpaba el pábilo, apretándolo con los dedos, y luego se echaba del otro lado, volviendo a encasquetarse el gorro. Pero muchas veces se le ocurría pensar: ¿no habrá quedado un ascua encendida en el braserillo que hay debajo de la mesa? Una chispita que quedara encendida, podía avivarse y provocar un desastre. Y volvía a levantarse, bajaba la escalera de mano - pues otra no había - y, llegado al brasero y comprobado que no se veía ninguna chispa, regresaba arriba. Pero no era raro que, a mitad de camino, le asaltase la duda de si la barra de la puerta estaría bien puesta, y las aldabillas bien echadas. Y otra vez abajo sobre sus escuálidas piernas, tiritando y castañeteándole los dientes, hasta que volvía a meterse en cama, pues el frío es más rabioso que nunca cuando sabe que tiene que marcharse. Cubríase bien con la manta, se hundía el gorro de dormir hasta más abajo de los ojos y procuraba apartar sus pensamientos del negocio y de las preocupaciones del día. Mas no siempre conseguía aquietarse, pues entonces se presentaban viejos recuerdos y descorrían sus cortinas, las cuales tienen a veces alfileres que pinchan. ¡Ay!, exclama uno; y se la clavan en la carne y queman, y las lágrimas le vienen a los ojos. Así le ocurría con frecuencia al viejo Antón, que a veces lloraba lágrimas ardientes, clarísimas perlas que caían sobre la manta o al suelo, resonando como acordes arrancados a una cuerda dolorida, como si salieran del corazón. Y al evaporarse, se inflamaban e iluminaban en su mente un cuadro de su vida que nunca se borraba de su alma. Si se secaba los ojos con el gorro, quedaban rotas las lágrimas y la imagen, pero no su fuente, que brotaba del corazón. Aquellos cuadros no se presentaban por el orden que habían tenido en la realidad; lo corriente era que apareciesen los más dolorosos, pero también acudían otros de una dulce tristeza, y éstos eran los que entonces arrojaban las mayores sombras.
Todos reconocen cuán magníficos son los hayedos de Dinamarca, pero en la mente de Antón se levantaba más magnífico todavía el bosque de hayas de Wartburg; más poderosos y venerables le parecían los viejos robles que rodeaban el altivo castillo medieval, con las plantas trepadoras colgantes de los sillares; más dulcemente olían las flores de sus manzanos que las de los manzanos daneses; percibía bien distintamente su aroma. Rodó una lágrima, sonora y luminosa, y entonces vio claramente dos muchachos, un niño y una niña. Estaban jugando. El muchacho tenía las mejillas coloradas, rubio cabello ondulado, ojos azules de expresión leal. Era el hijo del rico comerciante, Antoñito, él mismo. La niña tenía ojos castaños y pelo negro; la mirada, viva e inteligente; era Molly, hija del alcalde. Los dos chiquillos jugaban con una manzana, la sacudían y oían sonar en su interior las pepitas. Cortaban la fruta y se la repartían por igual; luego se repartían también las semillas y se las comían todas menos una; tenían que plantarla, había dicho la niña.
- ¡Verás lo que sale! Saldrá algo que nunca habrías imaginado. Un manzano entero, pero no enseguida.
Y depositaron la semilla en un tiesto, trabajando los dos con gran entusiasmo. El niño abrió un hoyo en la tierra con el dedo, la chiquilla depositó en él la semilla, y los dos la cubrieron con tierra.
Ahora no vayas a sacarla mañana para ver si ha echado raíces - advirtió Molly -; eso no se hace. Yo lo probé por dos veces con mis flores; quería ver si crecían, tonta de mí, y las flores se murieron.
Antón se quedó con el tiesto, y cada mañana, durante todo el invierno, salió a mirarlo, mas sólo se veía la negra tierra. Pero al llegar la primavera, y cuando el sol ya calentaba, asomaron dos hojitas verdes en el tiesto.
- Son yo y Molly - exclamó Antón -. ¡Es maravilloso!
Pronto apareció una tercera hoja; ¿qué significaba aquello? Y luego salió otra, y todavía otra. Día tras día, semana tras semana, la planta iba creciendo, hasta que se convirtió en un arbolillo hecho y derecho.
Y todo eso se reflejaba ahora en una única lágrima, que se deslizó y desapareció; pero otras brotarían de la fuente, del corazón del viejo Antón.
En las cercanías de Eisenach se extiende una línea de montañas rocosas; una de ellas tiene forma redondeada y está desnuda, sin árboles, matorrales ni hierba. Se llama Venusberg, la montaña de Venus, una diosa de los tiempos paganos a quien llamaban Dama Holle; todos los niños de Eisenach lo sabían y lo saben aún. Con sus hechizos había atraído al caballero Tannhäuser, el trovador del círculo de cantores de Wartburg.
La pequeña Molly y Antón iban con frecuencia a la montaña, y un día dijo ella:
- ¿A que no te atreves a llamar a la roca y gritar: ¡«Dama Holle, Dama Holle, abre, que aquí está Tannhäuser!?».
Antón no se atrevió, pero sí Molly, aunque sólo pronunció las palabras: «¡Dama Holle, Dama Holle!» en voz muy alta y muy clara; el resto lo dijo de una manera tan confusa, en dirección del viento, que Antón quedó persuadido de que no había dicho nada. ¡Qué valiente estaba entonces! Tenía un aire tan resuelto, como cuando se reunía con otras niñas en el jardín, y todas se empeñaban en besarlo, precisamente porque él no se dejaba, y la emprendía a golpes, por lo que ninguna se atrevía a ello. Nadie excepto Molly, desde luego.
- ¡Yo puedo besarlo! - decía con orgullo, rodeándole el cuello con los brazos; en ello ponía su pundonor. Antón se dejaba, sin darle mayor importancia. ¡Qué bonita era, y qué atrevida! Dama Holle de la montaña debía de ser también muy hermosa, pero su belleza, decíase, era la engañosa belleza del diablo. La mejor hermosura era la de Santa Isabel, patrona del país, la piadosa princesa turingia, cuyas buenas obras eran exaltadas en romances y leyendas; en la capilla estaba su imagen, rodeada de lámparas de plata; pero Molly no se le parecía en nada.
El manzano plantado por los dos niños iba creciendo de año en año, y llegó a ser tan alto, que hubo que trasplantarlo al aire libre, en el jardín, donde caí el rocío y el sol calentaba de verdad. Allí tomó fuerzas para resistir al invierno. Después del duro agobio de éste, parecía como si en primavera floreciese de alegría. En otoño dio dos manzanas, una para Molly y otra para Antón; menos no hubiese sido correcto.
El árbol había crecido rápidamente, y Molly no le fue a la zaga; era fresca y lozana como una flor del manzano; pero no estaba él destinado a asistir por mucho tiempo a aquella floración. Todo cambia, todo pasa. El padre de Molly se marchó de la ciudad, y Molly se fue con él, muy lejos. En nuestros días, gracias al tren, sería un viaje de unas horas, pero entonces llevaba más de un día y una noche el trasladarse de Eisenach hasta la frontera oriental de Turingia, a la ciudad que hoy llamamos todavía Weimar.
Lloró Molly, y lloró Antón; todas aquellas lágrimas se fundían en una sola, que brillaba con los deslumbradores matices de la alegría. Molly le había dicho que prefería quedarse con él a ver todas las bellezas de Weimar.
El gorro
de dormir del solterón
Continuación
de la campiña!
Y qué hermoso era especialmente aquello de:
¡Frente al bosque, en el valle
tandaradai!
¡Qué bien canta el ruiseñor!
Aquella canción le venía constantemente a la lengua, y ésta era la que cantaba y silbaba en la noche de luna en que, cabalgando por la honda garganta, se dirigía a Weimar a visitar a Molly. Quería llegar de sorpresa, y, en efecto, no lo esperaban.
Le dieron la bienvenida con un vaso lleno de vino hasta el borde; encontróse con una alegre compañía, y muy distinguida, un cuarto cómodo y una buena cama; y, no obstante, aquello no era lo que él había pensado e imaginado. No se comprendía a sí mismo ni comprendía a los demás, pero nosotros sí lo comprendemos. Se puede ser de la casa, vivir en familia, y, sin embargo, no sentirse arraigado; se habla con los demás como se habla en la diligencia, trabar relaciones como en ella se traban. Uno estorba al otro, se tienen ganas de marcharse o de que el vecino se marche. Algo así le sucedía a Antón.
- Mira, yo soy leal - le dijo Molly - y te lo diré yo misma. Las cosas han cambiado mucho desde que éramos niños y jugábamos juntos; ahora todo es muy diferente, tanto por fuera como por dentro. La costumbre y la voluntad no tienen poder alguno sobre nuestro corazón. Antón, no quisiera que fueses mi enemigo, ahora que voy a marcharme muy lejos de aquí. Créeme, te aprecio mucho, pero amarte como ahora sé que se puede amar a un hombre, eso nunca he podido hacerlo. Tendrás que resignarte. ¡Adiós, Antón!
Y Antón le dijo también adiós. Ni una lágrima asomó a sus ojos, pero sintió que ya no era el amigo de Molly. Si besamos una barra de hierro candente, nos produce la misma impresión que si besamos una barra de hielo: ambas nos arrancan la piel de los labios. Pues bien, Antón besó, en el odio, con la misma fuerza con que había besado en el amor.
Ni un día necesitó el mozo para regresar a Eisenach; pero el caballo que montaba quedó deshecho.
- ¡Qué importa ya todo! - dijo Antón -. Estoy hundido y hundiré todo lo que me recuerde a ella, Dama Holle, Dama Venus, mujer endiablada. ¡Arrancaré de raíz el manzano, para que jamás dé flores ni frutos!
Pero no destruyó el árbol. Él fue quien quedó postrado en cama, minado por la fiebre. ¿Qué podía curarlo y ayudarle a restablecerse? Una cosa vino, sin embargo, que lo curó, el remedio más amargo de cuantos existen, que sacude el cuerpo enfermo y el alma oprimida: el padre de Antón dejó de ser el comerciante más rico de Eisenach. Llamaron a la puerta días difíciles, días de prueba; arremetió la desgracia; a grandes oleadas irrumpió en aquella casa, otrora tan próspera. El padre quedó arruinado, las preocupaciones y los infortunios lo paralizaron, y Antón hubo de pensar en otras cosas que no tenían nada que ver con su amor perdido y su rencor a Molly. Tuvo que ocupar en la casa el puesto de su padre y de su madre, disponer, ayudar, intervenir enérgicamente, incluso marcharse a correr mundo para ganarse el pan.
Fuese a Brema, conoció la miseria y los días difíciles. Eso endurece el carácter... a no ser que lo ablande, y a veces lo ablanda demasiado. ¡Qué distintos eran el mundo y los hombres de como los había imaginado de niño! ¿Qué significaban ahora para él las canciones del trovador? Palabras vanas, un soplo huero. Así le parecían en ciertos momentos; pero en otros, aquellas melodías penetraban en su alma y despertaban en él pensamientos piadosos.
- La voluntad de Dios es la más sabia - decíase entonces -. Fue buena cosa que Dios Nuestro Señor me privara del amor de Molly. ¡Adónde me habría llevado, ahora que la felicidad me ha vuelto la espalda!. Me abandonó antes de que pudiera pensar o saber que me venía este revés de fortuna. Fue una gracia que me concedió el Señor; todo lo dispone del mejor modo posible. Todo discurre según sus sabios designios. ¡Qué podía hacer ella para evitarlo! ¡Y yo que le he guardado tanto rencor!
Transcurrieron años. El padre de Antón había muerto, y gentes extrañas ocupaban la casa paterna. Sin embargo, el joven estaba destinado a volver a verla. Su rico amo lo envió en viajes de negocios que lo obligaron a pasar por su ciudad natal de Eisenach. La antigua Wartburg se alzaba como siempre, sobre la peña del «fraile y la monja». Los corpulentos robles seguían dando al conjunto el mismo aspecto que durante su infancia. La Venusberg brillaba, desnuda y gris, sobre el fondo del valle. Gustoso habría gritado: - ¡Dama Holle, Dama Holle! ¡Abre tu montaña, que así al menos descansaré en mi tierra!
Era un pensamiento pecaminoso, y el mozo se santiguó. En el mismo momento cantó un pajarillo en el zarzal y le vino a la memoria la vieja trova:
¡Frente al bosque, en el valle
tandaradai!
¡Qué bien canta el ruiseñor!
En la ciudad de su infancia despertáronse multitud de recuerdos que le arrancaron lágrimas. La casa paterna se levantaba en su sitio de siempre, pero el jardín era distinto. Un camino vecinal lo atravesaba por uno de los ángulos, y el manzano que no había tenido valor para arrancar, seguía creciendo, aunque fuera del jardín, en el borde opuesto del camino. El sol lo bañaba como antes, y el rocío lo refrescaba, por lo que daba tanto fruto, que bajo su peso las ramas se inclinaban hasta el suelo.
- Prospera - se dijo -. Él puede hacerlo.
Sin embargo, una de las grandes ramas estaba tronchada, por obra de manos despiadadas, pues el árbol estaba a la vera del camino.
- Cogen sus flores sin darle las gracias, le roban los frutos y le rompen las ramas. Del árbol podría decirse lo mismo que de un hombre: no le predijeron esta suerte en la cuna. Su historia comenzó de un modo tan feliz y placentero, y, ¿qué ha sido de él? Abandonado y olvidado, un árbol de vergel puesto junto al foso, al borde del campo y de la carretera. Ahí lo tenéis sin protección, descuidado y roto. No se marchitará por eso, pero a medida que pasen los años, sus flores serán menos numerosas, dejará de dar frutos, y, al fin... al fin se acabó la historia.
Todo esto pensó Antón bajo el árbol, y lo volvió a pensar más de una noche en su cuartito solitario de aquella casa de madera en tierras extrañas, en la calleja de las Casitas de Copenhague, donde su rico patrón, el comerciante de Brema, lo había enviado, bajo el compromiso de no casarse.
- ¿Casarse? ¡Jo, jo! - decía con una risa honda y singular.
El invierno se había adelantado; helaba intensamente. En la calle arreciaba la tempestad de nieve, y los que podían hacerlo se quedaban en casa. Por eso, los vecinos de la tienda de enfrente no observaron que la de Antón llevaba dos días cerrada, y que tampoco él se dejaba ver. ¡Cualquiera salía con aquel tiempo, si podía evitarlo!
Los días eran grises y oscuros, y en la casucha, cuyas ventanas, no tenían cristales, sino una placa poco translúcida, la penumbra alternaba con la negra noche. El viejo Antón llevaba dos días en la cama; no se sentía con fuerzas para levantarse. Hacía días que venía sintiendo en sus miembros la dureza del tiempo. Solitario yacía el viejo solterón, sin poder valerse; apenas lograba alcanzar el jarro del agua puesto junto a la cama, y del que había apurado ya la última gota. No era la fiebre ni la enfermedad lo que le paralizaba, sino la vejez. En la habitación donde yacía reinaba la noche continua; una arañita que él no alcanzaba a ver, tejía, contenta y diligente, su tela sobre su cabeza, como preparando un pequeño crespón de luto, para el caso de que el viejo cerrase los ojos para siempre.
El tiempo era interminable y vacío. El anciano no tenía lágrimas, ni dolores. Molly se había esfumado de su pensamiento; tenía la impresión de que el mundo y su bullicio ya no le afectaban, como si él no perteneciera ya al mundo y nadie se acordara de su persona. Por un momento creyó tener hambre y sed. Sí las tenía, pero nadie acudió a aliviarlo, nadie se preocupaba de asistirlo. Pensó en aquellos que en otros tiempos habían sufrido hambre y sed, acordóse de Santa Isabel, la santa de su patria y su infancia, la noble princesa de Turingia que, durante su peregrinación terrena, entraba en las chozas más míseras para llevar a los enfermos la esperanza y el consuelo. Sus piadosos actos iluminaban su mente, pensaba en las palabras de consuelo que prodigaba a los que sufrían, y la veía lavando las heridas de los dolientes y dando de comer a los hambrientos a pesar de las iras de su severo marido. Recordó aquella leyenda: Un día que había salido con un cesto lleno de viandas, la detuvo su esposo, que vigilaba estrechamente sus pasos, y le preguntó, airado, qué llevaba. Ella, atemorizada, respondió: «Son rosas que he cogido en el jardín». Y cuando el landgrave tiró violentamente del paño, se produjo el milagro: el pan y el vino y cuanto contenía el cesto, se habían transformado en rosas.
Así seguía vivo el recuerdo de la santa en la memoria del viejo Antón; así la veía ante su mirada empañada, de pie junto a su lecho, en la estrecha barraca, en tierras danesas. Descubrióse la cabeza, fijó los ojos en los bondadosos de la santa, y a su alrededor todo se llenó de brillo y de rosas, que se esparcieron exhalando delicioso perfume; y sintió también el olor tan querido de las manzanas, que venía de un manzano en flor cuyas ramas se extendían por encima de su persona. Era el árbol que de niños habían plantado él y Molly.
El manzano sacudió sus aromáticas hojas. Cayeron en su frente ardorosa, y la refrescaron; cayeron en sus labios sedientos, y obraron como vino y pan reparadores; cayeron también sobre su pecho, y le infundieron una sensación de alivio, de deliciosa fatiga.
- ¡Ahora me dormiré! - murmuró con voz imperceptible - ¡Cómo alivia el sueño! Mañana volveré a sentirme fuerte y ligero. ¡Qué hermoso, qué hermoso! ¡Aquel manzano que planté con tanto cariño vuelvo a verlo ahora en toda su magnificencia!
Y se durmió.
Al día siguiente - era ya el tercero que la tienda permanecía cerrada -, como había cesado la tempestad, un vecino entró en la vivienda del viejo Antón, que seguía sin salir. Encontrólo tendido en el lecho, muerto, con el gorro de dormir fuertemente asido entre las manos. Al colocarlo en el ataúd no le cubrieron la cabeza con aquel gorro; tenía otro, blanco y limpio.
¿Dónde estaban ahora las lágrimas que había llorado? ¿Dónde las perlas? Se quedaron en el gorro de dormir - pues las verdaderas no se van con la colada -, se conservaron con el gorro y con él se olvidaron. Aquellos antiguos pensamientos, los viejos sueños, todo quedó en el gorro de dormir del solterón. ¡No lo desees para ti! Te calentaría demasiado la frente, te haría latir el pulso con demasiada fuerza, te produciría sueños que parecerían reales. Esto le sucedió al primero que se lo puso, a pesar de que había transcurrido ya medio siglo. Fue el propio alcalde, que, con su mujer y once hijos, estaba muy confortablemente entre sus cuatro paredes.
Enseguida soñó con un amor desgraciado, con la ruina y el hambre.
- ¡Uf, cómo calienta este gorro! - dijo, quitándoselo de un tirón; y al hacerlo cayó de él una perla y luego otra, brillantes y sonoras -. ¡Debe de ser la gota! - exclamó el alcalde -, veo un centelleo ante los ojos.
Eran lágrimas, vertidas medio siglo atrás por el viejo Antón de Eisenach.
Todos los que más tarde se pusieron aquel gorro de dormir tuvieron visiones y sueños; su propia historia se transformó en la de Antón, se convirtió en toda una leyenda que dio origen a otras muchas. Otros las narrarán si quieren, nosotros ya hemos contado la primera y la cerramos con estas palabras: Nunca desees el gorro de dormir del solterón.
La hucha
El cuarto de los
niños estaba lleno de juguetes. En lo más alto del armario estaba la hucha; era
de arcilla y tenía figura de cerdo, con una rendija en la espalda,
naturalmente, rendija que habían agrandado con un cuchillo para que pudiesen
introducirse escudos de plata; y contenía ya dos de ellos, amén de muchos
chelines. El cerdito-hucha estaba tan lleno, que al agitarlo ya no sonaba, lo
cual es lo máximo que a una hucha puede pedirse. Allí se estaba, en lo alto del
armario, elevado y digno, mirando altanero todo lo que quedaba por debajo de
él; bien sabía que con lo que llevaba en la barriga habría podido comprar todo
el resto, y a eso se le llama estar seguro de sí mismo.
Lo mismo pensaban
los restantes objetos, aunque se lo callaban; pues no faltaban temas de
conversación. El cajón de la cómoda, medio abierto, permitía ver una gran
muñeca, más bien vieja y con el cuello remachado. Mirando al exterior, dijo:
- Ahora jugaremos a
personas, que siempre es divertido. - ¡El alboroto que se armó! Hasta los
cuadros se volvieron de cara a la pared - pues bien sabían que tenían un
reverso -, pero no es que tuvieran nada que objetar.
Era medianoche, la
luz de la luna entraba por la ventana, iluminando gratis la habitación. Era el
momento de empezar el juego; todos fueron invitados, incluso el cochecito de
los niños, a pesar de que contaba entre los juguetes más bastos.
- Cada uno tiene su
mérito propio - dijo el cochecito -. No todos podemos ser nobles. Alguien tiene
que hacer el trabajo, como suele decirse.
El cerdo-hucha fue
el único que recibió una invitación escrita; estaba demasiado alto para suponer
que oiría la invitación oral. No contestó si pensaba o no acudir, y de hecho no
acudió. Si tenía que tomar parte en la fiesta, lo haría desde su propio lugar.
Que los demás obraran en consecuencia; y así lo hicieron.
El pequeño teatro
de títeres fue colocado de forma que el cerdo lo viera de frente; empezarían
con una representación teatral, luego habría un té y debate general; pero
comenzaron con el debate; el caballo-columpio habló de ejercicios y de pura
sangre, el cochecito lo hizo de trenes y vapores, cosas todas que estaban dentro
de sus respectivas especialidades, y de las que podían disertar con
conocimiento de causa. El reloj de pared habló de los tiquismiquis de la
política. Sabía la hora que había dado la campana, aun cuando alguien afirmaba
que nunca andaba bien. El bastón de bambú se hallaba también presente,
orgulloso de su virola de latón y de su pomo de plata, pues iba acorazado por
los dos extremos. Sobre el sofá yacían dos almohadones bordados, muy monos y
con muchos pajarillos en la cabeza. La comedia podía empezar, pues.
Sentáronse todos
los espectadores, y se les dijo que podían chasquear, crujir y repiquetear,
según les viniera en gana, para mostrar su regocijo. Pero el látigo dijo que él
no chasqueaba por los viejos, sino únicamente por los jóvenes y sin compromiso.
- Pues yo lo hago
por todos - replicó el petardo.
- Bueno, en un
sitio u otro hay que estar - opinó la escupidera.
Tales eran, pues,
los pensamientos de cada cual, mientras presenciaba la función. No es que ésta
valiera gran cosa, pero los actores actuaban bien, todos volvían el lado
pintado hacia los espectadores, pues estaban construidos para mirarlos sólo por
aquel lado, y no por el opuesto. Trabajaron estupendamente, siempre en primer
plano de la escena; tal vez el hilo resultaba demasiado largo, pero así se
veían mejor. La muñeca remachada se emocionó tanto, que se le soltó el remache,
y en cuanto al cerdo-hucha, se impresionó también a su manera, por lo que pensó
hacer algo en favor de uno de los artistas; decidió acordarse de él en su
testamento y disponer que, cuando llegase su hora, fuese enterrado con él en el
panteón de la familia.
Se divertían tanto
con la comedia, que se renunció al té, contentándose con el debate. Esto es lo
que ellos llamaban jugar a «hombres y mujeres», y no había en ello ninguna
malicia, pues era sólo un juego. Cada cual pensaba en sí mismo y en lo que
debía pensar el cerdo; éste fue el que estuvo cavilando por más tiempo, pues
reflexionaba sobre su testamento y su entierro, que, por muy lejano que
estuviesen, siempre llegarían demasiado pronto. Y, de repente, ¡cataplum!, se
cayó del armario y se hizo mil pedazos en el suelo, mientras los chelines
saltaban y bailaban, las piezas menores gruñían, las grandes rodaban por el
piso, y un escudo de plata se empeñaba en salir a correr mundo. Y salió, lo
mismo que los demás, en tanto que los cascos de la hucha iban a parar a la
basura; pero ya al día siguiente había en el armario una nueva hucha, también
en figura de cerdo. No tenía aún ni un chelín en la barriga, por lo que no podía
matraquear, en lo cual se parecía a su antecesora; todo es comenzar, y con este
comienzo pondremos punto final al cuento.
Ib y
Cristinita
No lejos de
Gudenaa, en la selva de Silkeborg, se levanta, semejante a un gran muro, una
loma llamada Aasen, a cuyo pie, del lado de Poniente, había, y sigue habiendo
aún, un pequeño cortijo, rodeado por una tierra tan árida, que la arena brilla
por entre las escuálidas mieses de centeno y cebada.
Desde entonces han
transcurrido muchos años. La gente que vivía allí por aquel tiempo cultivaba su
mísero terruño y criaba además tres ovejas, un cerdo y dos bueyes; de hecho,
vivían con cierta holgura, a fuerza de aceptar las cosas tal como venían.
Incluso habrían
podido tener un par de caballos, pero decían, como los demás campesinos: «El
caballo se devora a sí mismo».
Un caballo se come
todo lo que gana. Jeppe-Jänsen trabajaba en verano su pequeño campo, y en
invierno confeccionaba zuecos con mano hábil. Tenía además, un ayudante; un
hombre muy ducho en la fabricación de aquella clase de calzado: lo hacía
resistente, a la vez que ligero y elegante. Tallaban asimismo cucharas de
madera, y el negocio les rendía; no podía decirse que aquella gente fuesen
pobres.
El pequeño Ib, un
chiquillo de 7 años, único hijo de la casa, se sentaba a su lado a mirarlo;
cortaba un bastoncito, y solía cortarse también los dedos, pero un día talló
dos trozos de madera que parecían dos zuequitos. Dijo que iba a regalarlos a
Cristinita, la hija de un marinero, una niña tan delicada y encantadora, que
habría podido pasar por una princesa. Vestida adecuadamente, nadie hubiera
imaginado que procedía de una casa de turba del erial de Seis. Allí moraba su
padre, viudo, que se ganaba el sustento transportando leña desde el bosque a
las anguileras de Silkeborg, y a veces incluso más lejos, hasta Randers. No
tenía a nadie a quien confiar a Cristina, que tenía un año menos que Ib; por
eso la llevaba casi siempre consigo, en la barca y a través del erial y los
arándanos. Cuando tenía que llegarse a Randers, dejaba a Cristinita en casa de
Jeppe-Jänsen.
Los dos niños se
llevaban bien, tanto en el juego como a las horas de la comida; cavaban hoyos
en la tierra, se encaramaban a los árboles y corrían por los alrededores; un
día se atrevieron incluso a subirse solos hasta la cumbre de la loma y
adentrarse un buen trecho en el bosque, donde encontraron huevos de chocha; fue
un gran acontecimiento.
Ib no había estado
nunca en el erial de Seis, ni cruzado en barca los lagos de Gudenaa, pero ahora
iba a hacerlo: el barquero lo había invitado, y la víspera se fue con él a su
casa.
A la madrugada los
dos niños se instalaron sobre la leña apilada en la barca y desayunaron con pan
y frambuesas. El barquero y su ayudante impulsaban la embarcación con sus
pértigas; la corriente les facilitaba el trabajo, y así descendieron el río y
atravesaron los lagos, que parecían cerrados por todas partes por el bosque y
los cañaverales. Sin embargo, siempre encontraban un paso por entre los altos
árboles, que inclinaban las ramas hasta casi tocar el suelo, y los robles que
las alargaban a su encuentro, como si, habiéndose recogido las mangas,
quisieran mostrarles sus desnudos y nudosos brazos. Viejos alisos que la
corriente había arrancado de la orilla, se agarraban fuertemente al suelo por
las raíces, formando islitas de bosque. Los nenúfares se mecían en el agua; era
un viaje delicioso. Finalmente llegaron a las anguileras, donde el agua rugía
al pasar por las esclusas. ¡Cuántas cosas nuevas estaban viendo Ib y Cristina!
En aquel entonces
no había allí ninguna fábrica ni ninguna ciudad, y tan sólo se veían la vieja
granja, en la que trabajaban unos cuantos hombres. El agua, al precipitarse por
las esclusas, y el griterío de los patos salvajes, eran los únicos signos de
vida, que se sucedían sin interrupción. Una vez descargada la leña, el padre de
Cristina compró un buen manojo de anguilas y un cochinillo recién sacrificado,
y lo guardó todo en un cesto, que puso en la popa de la embarcación. Luego
emprendieron el regreso, contra corriente, pero como el viento era favorable y
pudieron tender las velas, la cosa marchaba tan bien como si un par de caballos
tirasen de la barca.
Al llegar a un
lugar del bosque cercano a la vivienda del ayudante, éste y el padre de
Cristina desembarcaron, después de recomendar a los niños que se estuviesen muy
quietecitos y formales. Pero ellos no obedecieron durante mucho rato; quisieron
ver el interior del cesto que contenía el lechoncito; sacaron el animal, y,
como los dos se empeñaron en sostenerlo, se les cayó al agua, y la corriente se
lo llevó. Fue un suceso horrible.
Ib saltó a tierra y
echó a correr un trecho; luego saltó también Cristina.
- ¡Llévame contigo!
- gritó, y se metieron saltando entre la maleza; pronto perdieron de vista la
barca y el río. Continuaron corriendo otro pequeño trecho, pero luego Cristina
se cayó y se echó a llorar; Ib acudió a ayudarla.
- Ven conmigo -
dijo -, la casa está allá arriba -. Pero no era así. Siguieron errando por un
terreno cubierto de hojas marchitas y de ramas secas caídas, que crujían bajo
sus piececitos. De pronto oyeron un penetrante grito. Se detuvieron y
escucharon. Entonces resonó el chillido de un águila - era un chillido
siniestro, - que los asustó en extremo. Sin embargo, delante de ellos, en lo
espeso del bosque, crecían en número infinito magníficos arándanos. Era
demasiado tentador para que pudieran pasar de largo, y se entretuvieron
comiendo las bayas, manchándose de azul la boca y las mejillas. En esto se oyó
otra llamada.
- ¡Nos pegarán por
lo del lechón! - dijo Cristina.
- Vámonos a casa -
respondió Ib -; está aquí en el bosque.
Se pusieron en
marcha y llegaron a un camino de carros, pero que no conducía a su casa.
Mientras tanto había oscurecido, y los niños tenían miedo. El singular silencio
que los rodeaba era sólo interrumpido por el feo grito del búho o de otras aves
que no conocían los niños. Finalmente se enredaron entre la maleza. Cristina
rompió a llorar e Ib hizo lo mismo, y cuando hubieron llorado por espacio de
una hora, se tumbaron sobre las hojas y se quedaron dormidos.
El sol se hallaba
ya muy alto en el cielo cuando despertaron; tenían frío, pero Ib pensó que
subiéndose a una loma cercana a poca distancia, donde el sol brillaba por entre
los árboles, podrían calentarse y, además, verían la casa de sus padres. Pero
lo cierto es que se encontraban muy lejos de ella, en el extremo opuesto del
bosque. Treparon a la cumbre del montículo y se encontraron en una ladera que
descendía a un lago claro y transparente; los peces aparecían alineados, visibles
a los rayos del sol. Fue un espectáculo totalmente inesperado, y por otra parte
descubrieron junto a ellos un avellano muy cargado de frutos, a veces siete en
un solo manojo. Cogieron las avellanas, rompieron las cáscaras y se comieron
los frutos tiernos, que empezaban ya a estar en sazón. Luego vino una nueva
sorpresa, mejor dicho, un susto: del espesor de bosque salió una mujer vieja y
alta, de rostro moreno y cabello negro y brillante; el blanco de sus ojos
resaltaba como en los de un moro. Llevaba un lío a la espalda y un nudoso
bastón en la mano; era una gitana. Los niños, al principio, no comprendieron lo
que dijo, pero entonces la mujer se sacó del bolsillo tres gruesas avellanas,
en cada una de las cuales, según dijo, se contenían las cosas más maravillosas;
eran avellanas mágicas.
Ib la miró; la
mujer parecía muy amable, y el chiquillo, cobrando ánimo, le preguntó si le
daría las avellanas. Ella se las dio, y luego se llenó el bolsillo de las que
había en el arbusto.
Ib y Cristina
contemplaron con ojos abiertos las tres avellanas maravillosas.
- ¿Habrá en ésta un
coche con caballos? - preguntó Ib.
- Hay una carroza
de oro con caballos de oro también - contestó la vieja.
- ¡Entonces dámela!
- dijo Cristinita. Ib se la entregó, y la mujer la ató en la bufanda de la
niña.
- ¿Y en ésta, no
habría una bufanda tan bonita como la de Cristina? - inquirió Ib.
- ¡Diez hay! -
contestó la mujer - y además hermosos vestidos, medias y un sombrero.
- ¡Pues también la
quiero! - dijo Cristina; e Ib le dio la segunda avellana. La tercera era
pequeña y negra.
- Tú puedes
quedarte con ésta - dijo Cristina -, también es bonita.
- ¿Y qué hay
dentro? - preguntó el niño.
- Lo mejor para ti
- respondió la gitana.
Y el pequeño se
guardó la avellana. Entonces la mujer se ofreció a enseñarles el camino que
conducía a su casa, y, con su ayuda, Ib y Cristina regresaron a ella,
encontrando a la familia angustiada por su desaparición. Los perdonaron, pese a
que se habían hecho acreedores a una buena paliza, en primer lugar por haber
dejado caer al agua el lechoncito, y después por su escapada.
Cristina se volvió
a su casita del erial, mientras Ib se quedaba en la suya del bosque. Al
anochecer lo primero que hizo fue sacar la avellana que encerraba «lo mejor».
La puso entre la puerta y el marco, apretó, y la avellana se partió con un
crujido; pero dentro no tenía carne, sino que estaba llena de una especie de
rapé o tierra negra. Estaba agusanada, como suele decirse.
«¡Ya me lo
figuraba! - pensó Ib -. ¿Cómo en una avellana tan pequeña, iba a haber sitio
para lo mejor de todo? Tampoco Cristina encontrará en las suyas ni los lindos
vestidos ni el coche de oro».
Llegó el invierno y
el Año Nuevo.
Pasaron otros
varios años. El niño tuvo que ir a la escuela de confirmandos, y el párroco vivía
lejos. Por aquellos días presentóse el barquero y dijo a los padres de Ib que
Cristina debía marcharse de casa, a ganarse el pan. Había tenido la suerte de
caer en buenas manos, es decir, de ir a servir a la casa de personas
excelentes, que eran los ricos fondistas de la comarca de Herning. Entraría en
la casa para ayudar a la dueña, y si se portaba bien, seguiría con ellos una
vez recibida la confirmación.
Ib y Cristina se
despidieron; todo el mundo los llamaba «los novios». Al separarse le enseñó ella
las dos nueces que él le diera el día en que se habían perdido en el bosque, y
que todavía guardaba; y le dijo, además, que conservaba asimismo en su baúl los
zuequitos que él le había hecho y regalado. Y luego se separaron.
Ib recibió la
confirmación, pero se quedó en casa de su madre; era un buen oficial zuequero,
y en verano cuidaba de la buena marcha de la pequeña finca. La mujer sólo lo
tenía a él, pues el padre había muerto.
Raras veces - y aun
éstas por medio de un postillón o de un campesino de Aal - recibía noticias de
Cristina. Estaba contenta en la casa de los ricos fondistas, y el día de su
confirmación escribió a su padre, y en la carta, enviaba saludos para Ib y su
madre. Algo decía también de seis camisas nuevas y un bonito vestido que le habían
regalado los señores. Realmente eran buenas noticias.
- A la primavera
siguiente, un hermoso día llamaron a la puerta de Ib y su madre. Eran el
barquero y Cristina. Le habían dado permiso para hacer una breve visita a su
casa, y, habiendo encontrado una oportunidad para ir a Tem y regresar el mismo
día, la había aprovechado. Era linda y elegante como una auténtica señorita, y
llevaba un hermoso vestido, confeccionado con gusto extremo y que le sentaba a
las mil maravillas. Allí estaba ataviada como una reina, mientras Ib la recibía
en sus viejos indumentos de trabajo. No supo decirle una palabra; cierto que le
estrechó la mano y, reteniéndola, sintióse feliz, pero sus labios no acertaban
a moverse. No así Cristina, que habló y contó muchas cosas y dio un beso a Ib.
- ¿Acaso no me
conoces? - le preguntó. Pero incluso cuando estuvieron solos él, sin soltarle
la mano, no sabía decirle sino:
- ¡Te has vuelto
una señorita, y yo voy tan desastrado! ¡Cuánto he pensado en ti y en aquellos
tiempos de antes!
Cogidos del brazo
subieron al montículo y contemplaron, por encima del Gudenaa, el erial de Seis
con sus grandes colinas; pero Ib permanecía callado. Sin embargo, al separarse
vio bien claro en el alma que Cristina debía ser su esposa; ya de niños los
habían llamado los novios; le pareció que eran prometidos, a pesar de que ni
uno ni otro habían pronunciado la promesa.
Ib y
Cristinita
Continuación
Muy pocas horas
pudieron permanecer juntos, pues ella debía regresar a Tem para emprender el
viaje de vuelta al día siguiente. Su padre e Ib la acompañaron hasta Tem; era
luna llena, y cuando llegaron, el mozo, que retenía aún la mano de Cristina, no
podía avenirse a soltarla; tenía los ojos serenos, pero las palabras brotaban
lentas y torpes, aunque cada una le salía del corazón:
- Si no te has
acostumbrado al lujo - le dijo - y puedes resignarte a vivir conmigo en la casa
de mi madre, algún día seremos marido y mujer. Pero podemos esperar todavía un
poquitín.
- Sí, esperemos un
poco, Ib - respondió ella, estrechándole la mano, mientras él la besaba en la
boca -. ¡Confío en ti, Ib! dijo Cristina - y creo que te quiero; pero déjame
que lo piense bien.
Y se despidieron.
Ib explicó al barquero que él y Cristina estaban como quien dice prometidos, y
el hombre contestó que siempre había pensado que la cosa terminaría de aquel
modo. Acompañó a Ib a su casa y durmió en su misma cama, y ya no se habló más
del noviazgo.
Había transcurrido
un año; entre Ib y Cristina se habían cruzado dos cartas, con las palabras
«fiel hasta la muerte» por antefirma. Un día el barquero se presentó en casa de
Ib, trayéndole saludos de la muchacha y un encargo algo más peliagudo. Resultó
que a Cristina le iban muy bien las cosas, más que bien incluso; era una joven
muy guapa, apreciada y estimada. El hijo del fondista había estado en su casa,
de visita. Vivía en Copenhague, con un buen empleo en una gran casa comercial.
Se prendó de Cristina, a ella le gustó también, y los padres no veían la cosa
con malos ojos. Pero a la muchacha le remordía la conciencia, sabiendo que Ib
seguía pensando en ella, y por eso estaba dispuesta a renunciar a su felicidad,
dijo el barquero.
De momento Ib no
contestó una palabra, pero se puso pálido como la cera; luego, sacudiendo la
cabeza, exclamó:
- No quiero que Cristina
renuncie a su felicidad.
- Escríbele unas
palabras - dijo el barquero.
Ib escribió, sólo
que no encontraba las palabras a propósito, por lo que rasgó muchas hojas; pero
al día siguiente había conseguido, redactar la carta dirigida a la muchacha:
«He leído la carta que escribiste a tu padre, y por ella veo que las cosas te
van espléndidamente y que puedes esperar todavía otras mejores. Pregunta a tu
propio corazón, Cristina, y reflexiona en lo que te espera si te casas conmigo.
Muy poco es lo que puedo ofrecerte. No pienses en mí ni en lo que de mí haya de
ser, piensa sólo en tu felicidad. No estás ligada a mí por ninguna promesa, y
si acaso me la diste en tu corazón, te desligo de ella. Que toda la ventura del
mundo acuda a ti, Cristinita. Dios sabrá encontrar consuelo para mi corazón.
Para siempre tu sincero amigo Ib».
La carta fue
expedida, y Cristina la recibió.
Se publicaron las
amonestaciones en la iglesia del erial y en Copenhague, donde residía el novio,
y allí se trasladó la moza con su suegra, pues los negocios impedían al novio
emprender el largo viaje hasta Jutlandia. Según lo convenido, Cristina se
encontró con su padre en el pueblo de Funder; estaba en el camino a la capital,
y era el más cómodo para él; allí se despidieron padre e hija. Cambiaron
algunas palabras, pero no había noticias de Ib; se había vuelto muy
ensimismado, según decía su anciana madre. Sí, se había vuelto caviloso y
retraído; por eso le vinieron a la memoria las tres avellanas que de niño le
diera la gitana, de las cuales había cedido dos a Cristina. Eran avellanas
mágicas, y en una de ellas se encerraba una carroza de oro con caballos
dorados, y en la otra hermosísimos vestidos. Sí, había resultado verdad. Ahora
le esperaba una vida magnífica en la capital del reino, Copenhague. Para ella
se había cumplido el vaticinio... En cambio, la nuez de Ib contenía sólo tierra
negra. «Lo mejor para él», como dijera la gitana; sí, y también esto se había
cumplido; para él, lo mejor era la negra tierra. Ahora comprendía claramente lo
que la mujer quiso significar: para él, lo mejor era la negra tierra, la tumba.
Pasaron años - a Ib
no le parecieron muchos, pero en realidad, fueron muchos -; los viejos
fondistas murieron con poco tiempo de diferencia, y su hijo heredó toda su
fortuna, una porción de miles de escudos. Cristina pudo viajar en carroza
dorada y llevar hermosos vestidos.
Durante dos largos
años, el padre de Cristina no recibió carta de su hija, y cuando, por fin,
llegó la primera, no respiraba precisamente alegría y bienestar. ¡Pobre
Cristina! Ni ella ni su marido habían sabido observar moderación en la riqueza;
el dinero se había fundido con la misma facilidad con que vino; no les había
traído la prosperidad, por su misma culpa.
Florecieron los
brezos y se marchitaron; varios inviernos vieron la nieve caer sobre el erial
de Seis y sobre el montículo, donde Ib vivía al abrigo del viento. Brillaba el
sol de primavera, e Ib estaba arando su campo. De pronto le pareció que la reja
del arado chocaba con un pedernal; un objeto extraño, semejante a una viruta
negra, salió a la superficie, y al recogerlo Ib vio que era de metal; el punto
donde había chocado el arado despedía un intenso brillo. Era un pesado
brazalete de oro de la antigüedad pagana. Pertenecía a una tumba antigua, que encerraba
valiosos adornos. Ib lo mostró al párroco, quien le reveló el alto valor del
hallazgo. Fuese con él al juez comarcal, quien informó a Copenhague y aconsejó
a Ib que llevase personalmente el precioso objeto a las autoridades
correspondientes.
- Has encontrado en
la tierra lo mejor que podías encontrar - le dijo el juez.
«¡Lo mejor! - pensó
Ib -. ¡Lo mejor para mí, y en la tierra! Así también conmigo tuvo razón la
gitana, suponiendo que sea esto lo mejor».
Ib se embarcó en
Aarhus para Copenhague; para él, que sólo había llegado hasta Gudenaa, aquello
representaba un viaje alrededor del mundo. Y llegó a Copenhague.
Le pagaron el valor
del oro encontrado, una buena cantidad: seiscientos escudos. Nuestro hombre,
venido del bosque de Seisheide, se entretuvo vagando por las calles de la
capital.
Justamente la
víspera del día en que debía embarcar para el viaje de regreso, equivocó la
dirección entre la maraña de callejas, y, por el puente de madera, fue a parar
a Christianshafen, en lugar de a la Puerta del Oeste. Había seguido hacia
Poniente, pero no llegó adonde debiera. En toda la calle no se veía un alma,
cuando de pronto una chiquilla salió de una mísera casucha; Ib le pidió que le
indicase el camino de su posada. La pequeña se quedó perpleja, lo miró y
prorrumpió en amargo llanto. Le preguntó él qué le ocurría; la niña respondió
algo ininteligible. Se encontraron debajo de un farol, y al dar la luz en el
rostro de la rapazuela, sintió Ib una impresión extraña, pues veía ante sí a
Cristinita, su vivo retrato, tal como la recordaba del tiempo en que ambos eran
niños.
Siguiendo a la
chiquilla a su pobre casucha, subió la estrecha y ruinosa escalera, hasta una
reducida buhardilla sesgada, bajo el tejado. Llenaba el cuarto una atmósfera
pesada y opresiva, y no había luz. De un rincón llegó un suspiro, seguido de
una respiración fatigosa. Ib encendió una cerilla. Era la madre de la criatura,
tendida en un mísero lecho.
- ¿Puedo hacer algo
por usted? - preguntó Ib -. La pequeña me ha guiado hasta aquí, pero soy forastero
en la ciudad. ¿No hay algún vecino o alguien a quien pueda llamar? -. Y levantó
la cabeza de la enferma.
Era Cristina, la
del erial de Seis.
Hacía años que su
nombre no se había mencionado en Jutlandia; sólo hubiera servido para turbar la
mente de Ib. Y tampoco eran buenos los rumores que se oían, y que resultaron
ser ciertos. El mucho dinero heredado de los padres se le había subido a la
cabeza al hijo, volviéndole arrogante. Dejó su buena colocación; por espacio de
medio año viajó por el extranjero; a su regreso contrajo deudas, pero sin dejar
de vivir rumbosamente. La balanza se inclinaba cada vez más, hasta que cayó del
todo. Sus numerosos compañeros de francachelas decían de él que llevaba su
merecido, pues había administrado su fortuna como un insensato. Una mañana
encontraron su cadáver en el canal del jardín de Palacio.
Cristina llevaba ya
la muerte en el corazón; su hijo menor, concebido en la prosperidad, nacido en
la miseria, yacía ya en la tumba, tras unas semanas de vida. Enferma de muerte
y abandonada de todos, yacía ahora Cristina en una mísera buhardilla, sumida en
una miseria que de seguro no hubiera encontrado insoportable en sus años
infantiles del erial de Seis. Ahora empero, acostumbrada a cosas mejores, la
pobreza le era intolerable. Aquella pequeña era su hija mayor - otra
Cristinita, que había sufrido con ella hambre y privaciones -, y ella había
traído a Ib a su vera.
- Mi pena es morir
dejando a esta pobre criatura - suspiró la madre -. ¿Qué será de ella en el
mundo? -. Nada más pudo decir.
Ib encendió otra
cerilla y un cabo de vela que encontró, y la luz iluminó la pobre habitación.
El hombre, al mirar
a la chiquilla, pensó en Cristina, cuando era niña aún; por amor de la madre
recogería a la hija, aquella hija a quien no conocía. La moribunda clavó en él
la mirada, y sus ojos se abrieron desmesuradamente: ¿lo habría reconocido? Él
jamás lo supo, pues ni una palabra salió ya de sus labios.
* * *
El escenario era el bosque del
Gudenaa, cerca del erial de Seis; la atmósfera era gris, y los brezos estaban
marchitos; las tormentas de Poniente barrían las hojas amarillas, arrojándolas
al río y al otro lado del erial, donde se levantaba la casa de turba del
barquero, habitada ahora por personas desconocidas. Pero bajo el Aas, resguardada
del viento por los altos árboles, alzábase la casita, blanqueada y pintada. En
el interior ardía la turba en el horno y entraba el sol, que se reflejaba en
dos ojos infantiles; el canto primaveral de la alondra resonaba en las palabras
que salían de la boquita roja y sonriente: había allí vida y alegría, pues
Cristinita estaba presente. Estaba sentada en las rodillas de Ib, que era para
ella padre y madre a la vez - aquellos padres que habían desaparecido como se
esfuma el sueño para niños y mayores. Ib vivía en la casita linda y bien
cuidada, en desahogada posición; la madre de la chiquilla yacía en el
cementerio de los pobres de la ciudad de Copenhague.Ib tenía dinero en su arca, se decía; ¡oro de la negra tierra! Y tenía, además, a Cristinita.
Juan el
bobo
(un
cuento infantil contado de nuevo)
Allá en el campo,
en una vieja mansión señorial, vivía un anciano propietario que tenía dos
hijos, tan listos, que con la mitad hubiera bastado. Los dos se metieron en la
cabeza pedir la mano de la hija del Rey. Estaban en su derecho, pues la
princesa había mandado pregonar que tomaría por marido a quien fuese capaz de
entretenerla con mayor gracia e ingenio.
Los dos hermanos
estuvieron preparándose por espacio de ocho días; éste era el plazo máximo que
se les concedía, más que suficiente, empero, ya que eran muy instruidos, y esto
es una gran ayuda. Uno se sabía de memoria toda la enciclopedia latina, y
además la colección de tres años enteros del periódico local, tanto del derecho
como del revés. El otro conocía todas las leyes gremiales párrafo por párrafo,
y todo lo que debe saber el presidente de un gremio. De este modo, pensaba,
podría hablar de asuntos del Estado y de temas eruditos. Además, sabía bordar
tirantes, pues era fino y ágil de dedos.
- Me llevaré la
princesa - afirmaban los dos; por eso su padre dio a cada uno un hermoso
caballo; el que se sabía de memoria la enciclopedia y el periódico, recibió uno
negro como azabache, y el otro, el ilustrado en cuestiones gremiales y diestro
en la confección de tirantes, uno blanco como la leche. Además, se untaron los
ángulos de los labios con aceite de hígado de bacalao, para darles mayor
agilidad. Todos los criados salieron al patio para verlos montar a caballo, y
entonces compareció también el tercero de los hermanos, pues eran tres, sólo
que el otro no contaba, pues no se podía comparar en ciencia con los dos
mayores, y, así, todo el mundo lo llamaba el bobo.
- ¿Adónde vais con
el traje de los domingos? - preguntó.
- A palacio, a
conquistar a la hija del Rey con nuestros discursos. ¿No oíste al pregonero? -
y le contaron lo que ocurría.
- ¡Demonios! Pues
no voy a perder la ocasión - exclamó el bobo -. Y los hermanos se rieron de él
y partieron al galope. - ¡Dadme un caballo, padre! - dijo Juan el bobo -. Me
gustaría casarme. Si la princesa me acepta, me tendrá, y si no me acepta, ya
veré de tenerla yo a ella.
- ¡Qué sandeces
estás diciendo! - intervino el padre. - No te daré ningún caballo. ¡Si no sabes
hablar! Tus hermanos es distinto, ellos pueden presentarse en todas partes.
- Si no me dais un
caballo - replicó el bobo - montaré el macho cabrío; es mío y puede llevarme. -
Se subió a horcajadas sobre el animal, y, dándole con el talón en los ijares,
emprendió el trote por la carretera. ¡Vaya trote!
- ¡Atención, que
vengo yo! - gritaba el bobo; y se puso a cantar con tanta fuerza, que su voz
resonaba a gran distancia.
Los hermanos, en
cambio, avanzaban en silencio, sin decir palabra; aprovechaban el tiempo para
reflexionar sobre las grandes ideas que pensaban exponer.
- ¡Eh, eh! - gritó
el bobo, ¡aquí estoy yo! ¡Mirad lo que he encontrado en la carretera! -. Y les
mostró una corneja muerta.
- ¡Imbécil! -
exclamaron los otros -, ¿para qué la quieres?
- ¡Se la regalaré a
la princesa!
- ¡Haz lo que
quieras! - contestaron, soltando la carcajada y siguiendo su camino.
- ¡Eh, eh!, ¡aquí
estoy yo! ¡Mirad lo que he encontrado! ¡No se encuentra todos los días!
Los hermanos se
volvieron a ver el raro tesoro.
- ¡Estúpido! -
dijeron -, es un zueco viejo, y sin la pala. ¿También se lo regalarás a la
princesa?
- ¡Claro que sí! -
respondió el bobo; y los hermanos, riendo ruidosamente, prosiguieron su ruta y
no tardaron en ganarle un buen trecho.
- ¡Eh, eh!, ¡aquí
estoy yo! - volvió a gritar el bobo -. ¡Voy de mejor en mejor! ¡Arrea! ¡Se ha
visto cosa igual!
- ¿Qué has
encontrado ahora? - preguntaron los hermanos. - ¡Oh! - exclamó el bobo -. Es
demasiado bueno para decirlo. ¡Cómo se alegrará la princesa!
- ¡Qué asco! -
exclamaron los hermanos -. ¡Si es lodo cogido de un hoyo!
- Exacto, esto es -
asintió el bobo -, y de clase finísima, de la que resbala entre los dedos - y
así diciendo, se llenó los bolsillos de barro.
Los hermanos
pusieron los caballos al galope y dejaron al otro rezagado en una buena hora.
Hicieron alto en la puerta de la ciudad, donde los pretendientes eran numerados
por el orden de su llegada y dispuestos en fila de a seis de frente, tan
apretados que no podían mover los brazos. Y suerte de ello, pues de otro modo
se habrían roto mutuamente los trajes, sólo porque el uno estaba delante del
otro.
Todos los demás
moradores del país se habían agolpado alrededor del palacio, encaramándose
hasta las ventanas, para ver cómo la princesa recibía a los pretendientes.
¡Cosa rara! No bien entraba uno en la sala, parecía como si se le hiciera un
nudo en la garganta, y no podía soltar palabra.
- ¡No sirve! - iba
diciendo la princesa -. ¡Fuera!
Llegó el turno del
hermano que se sabía de memoria la enciclopedia; pero con aquel largo plantón
se le había olvidado por completo. Para acabar de complicar las cosas, el suelo
crujía, y el techo era todo él un espejo, por lo cual nuestro hombre se veía
cabeza abajo; además, en cada ventana había tres escribanos y un corregidor que
tomaban nota de todo lo que se decía, para publicarlo enseguida en el
periódico, que se vendía a dos chelines en todas las esquinas. Era para perder
la cabeza. Y, por añadidura, habían encendido la estufa, que estaba candente.
- ¡Qué calor hace
aquí dentro! - fueron las primeras palabras del pretendiente.
- Es que hoy mi
padre asa pollos - dijo la princesa.
- ¡Ah! - y se quedó
clavado; aquella respuesta no la había previsto; no le salía ni una palabra,
con tantas cosas ingeniosas que tenía preparadas.
- ¡No sirve!
¡Fuera! - ordenó la princesa. Y el mozo hubo de retirarse, para que pasase su
hermano segundo.
- ¡Qué calor más
terrible! - dijo éste.
- ¡Sí, asamos
pollos! - explicó la hija del Rey.
- ¿Cómo di... di,
cómo di... ? - tartamudeó él, y todos los escribanos anotaron: «¿Cómo di... di,
cómo di... ?».
- ¡No sirve!
¡Fuera! - decretó la princesa.
Tocóle entonces el
turno al bobo, quien entró en la sala caballero en su macho cabrío.
- ¡Demonios, qué
calor! - observó.
- Es que estoy
asando pollos - contestó la princesa.
- ¡Al pelo! - dijo
el bobo. - Así, no le importará que ase también una corneja, ¿verdad?
- Con mucho gusto,
no faltaba más - respondió la hija del Rey -. Pero, ¿traes algo en que asarla?;
pues no tengo ni puchero ni asador.
- Yo sí los tengo -
exclamó alegremente el otro. - He aquí un excelente puchero, con mango de
estaño - y, sacando el viejo zueco, metió en él la corneja.
- Pues, ¡vaya
banquete! - dijo la princesa -. Pero, ¿y la salsa?
La traigo en el
bolsillo - replicó el bobo -. Tengo para eso y mucho más - y se sacó del
bolsillo un puñado de barro.
- ¡Esto me gusta! -
exclamó la princesa -. Al menos tú eres capaz de responder y de hablar. ¡Tú
serás mi marido! Pero, ¿sabes que cada palabra que digamos será escrita y
mañana aparecerá en el periódico? Mira aquella ventana: tres escribanos y un corregidor.
Este es el peor, pues no entiende nada. - Desde luego, esto sólo lo dijo para
amedrentar al solicitante. Y todos los escribanos soltaron la carcajada e
hicieron una mancha de tinta en el suelo.
- ¿Aquellas
señorías de allí? - preguntó el bobo -. ¡Ahí va esto para el corregidor! - y,
vaciándose los bolsillos, arrojó todo el barro a la cara del personaje.
- ¡Magnífico! -
exclamó la princesa. - Yo no habría podido. Pero aprenderé.
Y de este modo Juan
el bobo fue Rey. Obtuvo una esposa y una corona y se sentó en un trono - y todo
esto lo hemos sacado del diario del corregidor, lo cual no quiere decir que
debamos creerlo a pies juntillas.
La
espinosa senda del honor
Circula todavía por
ahí un viejo cuento titulado: «La espinosa senda del honor, de un cazador
llamado Bryde, que llegó a obtener grandes honores y dignidades, pero sólo a
costa de muchas contrariedades y vicisitudes en el curso de su existencia». Es
probable que algunos de vosotros lo hayáis oído contar de niños, y tal vez
leído de mayores, y acaso os haya hecho pensar en los abrojos de vuestro propio
camino y en sus muchas «adversidades». La leyenda y la realidad tienen muchos
puntos de semejanza, pero la primera se resuelve armónicamente acá en la
Tierra, mientras que la segunda las más de las veces lo hace más allá de ella,
en la eternidad.
La Historia
Universal es una linterna mágica que nos ofrece en una serie de proyecciones,
el oscuro trasfondo de lo presente; en ellas vemos cómo caminan por la espinosa
senda del honor los bienhechores de la Humanidad, los mártires del genio.
Estas luminosas
imágenes irradian de todos los tiempos y de todos los países, cada una durante
un solo instante, y, sin embargo, llenando toda una vida, con sus luchas y sus
victorias. Consideremos aquí algunos de los componentes de esta hueste de
mártires, que no terminará mientras dure la Tierra.
Vemos un anfiteatro
abarrotado. Las Nubes, de Aristófanes, envían a la muchedumbre
torrentes de sátira y humor; en escena, el hombre más notable de Atenas, el que
fue para el pueblo un escudo contra los treinta tiranos, es ridiculizado
espiritual y físicamente: Sócrates, el que en el fragor de la batalla salvó a
Alcibíades y a Jenofonte, el hombre cuyo espíritu se elevó por encima de los
dioses de la Antigüedad, él mismo se halla presente; se ha levantado de su
banco de espectador y se ha adelantado para que los atenienses que se ríen
puedan comprobar si se parece a la caricatura que de él se presenta al público.
Allí está erguido, destacando muy por encima de todos. Tú, amarga y ponzoñosa
cicuta, habías de ser aquí el emblema de Atenas, no el olivo.
Siete ciudades se
disputan el honor de haber sido la cuna de Homero; después que hubo muerto, se
entiende. Fijaos en su vida: Va errante por las ciudades, recitando sus versos
para ganarse el sustento, sus cabellos encanecen a fuerza de pensar en el
mañana. Él, el más poderoso vidente con los oídos del espíritu, es ciego y está
solo; la acerada espina rasga y destroza el manto del rey de los poetas. Sus
cantos siguen vivos, y sólo por él viven los dioses y los héroes de la
Antigüedad.
De Oriente y
Occidente van surgiendo, imagen tras imagen, remotas y apartadas entre sí por
el tiempo y el espacio, y, sin embargo, siempre en la senda espinosa del honor,
donde el cardo no florece hasta que ha llegado la hora de adornar la tumba.
Bajo las palmeras
avanzan los camellos, ricamente cargados de índigo y de otros valiosos tesoros.
El Rey los envía a aquel cuyos cantos constituyen la alegría del pueblo y la
gloria de su tierra; se ha descubierto el paradero de aquel a quien la envidia
y la falacia enviaron al destierro... La caravana se acerca a la pequeña ciudad
donde halló asilo; un pobre cadáver conducido a la puerta la hace detener. El
muerto es precisamente el hombre a quien busca: Firdusi... Ha recorrido toda la
espinosa senda del honor.
El africano de
toscos rasgos, gruesos labios y cabello negro y lanoso, mendiga en las gradas
de mármol de palacio de la capital lusitana; es el fiel esclavo de Camoens; sin
él y sin las limosnas que le arrojan, moriría de hambre su señor, el poeta de Las
Lusiadas.
Sobre la tumba de
Camoens se levanta hoy un magnífico monumento.
Una nueva
proyección.
Detrás de una reja
de hierro vemos a un hombre, pálido como la muerte, con larga barba hirsuta.
- ¡He realizado un
descubrimiento, el mayor desde hace siglos - grita -, y llevo más de veinte
años encerrado aquí!
- ¿Quién es?
- ¡Un loco! - dice
el guardián -. ¡A lo que puede llegar un hombre! ¡Está empeñado en que es
posible avanzar al impulso del vapor!
Salomón de Caus,
descubridor de la fuerza del vapor, cuyas imprecisas palabras de presentimiento
no fueron comprendidas por un Richelieu, murió en el manicomio.
Ahí tenemos a
Colón, burlado y perseguido un día por los golfos callejeros porque se había
propuesto descubrir un nuevo mundo, ¡y lo descubrió! Las campanas de júbilo
doblan a su regreso victorioso, pero las de la envidia no tardarán en ahogar
los sones de aquéllas. El descubridor de mundos, que levantó del mar la tierra
americana y la ofreció a su rey, es recompensado con cadenas de hierro, que
pedirá sean puestas en su ataúd, como testimonios del mundo y de la estima de
su época.
Las imágenes se
suceden; está muy concurrida la senda espinosa del honor.
He aquí, en el seno
de la noche y las tinieblas, aquel que calculó la altitud de las montañas de la
Luna, que recorrió los espacios hasta las estrellas y los planetas, el coloso
que vio y oyó el espíritu de la Naturaleza, y sintió que la Tierra se movía
bajo sus pies: Galileo. Ciego y sordo está, un anciano, traspasado por la
espina del sufrimiento en los tormentos del mentís, con fuerzas apenas para
levantar el pie, que un día, en el dolor de su alma, golpeó el suelo al ser
borradas las palabras de la verdad: «¡Y, sin embargo, se mueve!».
Ahí está una mujer
de alma infantil, llena de entusiasmo y de fe, a la cabeza del ejército
combatiente, empuñando la bandera y llevando a su patria a la victoria y la
salvación. Estalla el júbilo... y se enciende la hoguera: Juana de Arco, la
bruja, es quemada viva.
Peor aún, los
siglos venideros escupirán sobre el blanco lirio: Voltaire, el sátiro de la
razón, cantará La pucelle.
En el Congreso de
Viborg, la nobleza danesa quema las leyes del Rey: brillan en las llamas,
iluminan la época y al legislador, proyectan una aureola en la tenebrosa torre
donde él está aprisionado, envejecido, encorvado, arañando trazos con los dedos
en la mesa de piedra; él, otrora señor de tres reinos, el monarca popular, el
amigo del burgués y del campesino: Cristián II, de recio carácter en una dura
época. Sus enemigos escriben su historia. Pensemos en sus veintisiete años de
cautiverio, cuando nos venga a la mente su crimen.
Allí se hace a la
vela una nave de Dinamarca; en alto mástil hay un hombre que contempla por
última vez la Isla Hveen: es Tycho Brahe, que levantará el nombre de su patria
hasta las estrellas y será recompensado con la ofensa y el disgusto. Emigra a
una tierra extraña: «El cielo está en todas partes, ¿qué más necesito?», son
sus palabras; parte el más ilustre de nuestros hombres, para verse honrado y
libre en un país extranjero.
«¡Ah, libre,
incluso de los insoportables dolores del cuerpo!», oímos suspirar a través de
los tiempos. ¡Qué cuadro! Griffenfeld, un Prometeo danés, encadenado a la
rocosa Isla de Munkholm.
Nos hallamos en
América, al borde de un caudaloso río; se ha congregado una muchedumbre, un
barco va a zarpar contra viento y marea, desafiando los elementos. Roberto
Fulton se llama el hombre que se cree capaz de esta hazaña. El barco inicia el
viaje; de pronto se queda parado, y la multitud ríe, silba y grita; su propio
padre silba también: - ¡Orgullo, locura! ¡Has encontrado tu merecido! ¡Qué
encierren a esta cabeza loca! -. Entonces se rompe un diminuto clavo que por
unos momentos había frenado la máquina, las ruedas giran, las palas vencen la
resistencia del agua, el buque arranca... La lanzadera del vapor reduce las
horas a minutos entre las tierras del mundo.
Humanidad,
¿comprendes cuán sublime fue este despertar de la conciencia, esta revelación
al alma de su misión, este instante en que todas las heridas del espinoso
sendero del honor - incluso las causadas por propia culpa - se disuelven en
cicatrización, en salud, fuerza y claridad, la disonancia se transforma en
armonía, los hombres ven la manifestación de la gracia de Dios, concedida a un
elegido y por él transmitida a todos?
Así la espinosa
senda del honor aparece como una aureola que nimba la Tierra. ¡Feliz el que
aquí abajo ha sido designado para emprenderla, incorporado graciosamente a los
constructores del puente que une a los hombres con Dios!
Sostenido por sus
alas poderosas, vuela el espíritu de la Historia a través de los tiempos
mostrando - para estímulo y consuelo, para despertar una piedad que invita a la
meditación -, sobre un fondo oscuro, en cuadros luminosos, el sendero del
honor, sembrado de abrojos, que no termina, como en la leyenda, en esplendor y
gozo aquí en la Tierra, sino más allá de ella, en el tiempo y en la eternidad.
La niña
judía
Asistía a la
escuela de pobres, entre otros niños, una muchachita judía, despierta y buena,
la más lista del colegio. No podía tomar parte en una de las lecciones, la de
Religión, pues la escuela era cristiana.
Durante la clase de
Religión le permitían estudiar su libro de Geografía o resolver sus ejercicios
de Matemáticas, pero la chiquilla tenía terminados muy pronto sus deberes.
Tenía delante un libro abierto, pero ella no lo leía; escuchaba desde su
asiento, y el maestro no tardó en darse cuenta de que seguía con más atención
que los demás alumnos.
- Ocúpate de tu
libro - le dijo, con dulzura y gravedad; pero ella lo miró con sus brillantes
ojos negros, y, al preguntarle, comprobó que la niña estaba mucho más enterada
que sus compañeros. Había escuchado, comprendido y asimilado las explicaciones.
Su padre era un
hombre de bien, muy pobre. Cuando llevó a la niña a la escuela, puso por
condición que no la instruyesen en la fe cristiana. Pero se temió que si salía
de la escuela mientras se daba la clase de enseñanza religiosa, perturbaría la
disciplina o despertaría recelos y antipatías en los demás, y por eso se
quedaba en su banco; pero las cosas no podían continuar así.
El maestro llamó al
padre de la chiquilla y le dijo que debía elegir entre retirar a su hija de la
escuela o dejar que se hiciese cristiana.
- No puedo soportar
sus miradas ardientes, el fervor y anhelo de su alma por las palabras del
Evangelio - añadió.
El padre rompió a
llorar:
- Yo mismo sé muy
poco de nuestra religión - dijo -, pero su madre era una hija de Israel, firme
en su fe, y en el lecho de muerte le prometí que nuestra hija nunca sería
bautizada. Debo cumplir mi promesa, es para mí un pacto con Dios.
Y la niña fue
retirada de la escuela de los cristianos.
Habían transcurrido
algunos años.
En una de las
ciudades más pequeñas de Jutlandia servía, en una modesta casa de la burguesía,
una pobre muchacha de fe mosaica, llamada Sara; tenía el cabello negro como
ébano, los ojos oscuros, pero brillantes y luminosos, como suele ser habitual
entre las hijas del Oriente. La expresión del rostro seguía siendo la de
aquella niña que, desde el banco de la escuela, escuchaba con mirada
inteligente.
Cada domingo
llegaban a la calle, desde la iglesia, los sones del órgano y los cánticos de
los fieles; llegaban a la casa donde la joven judía trabajaba, laboriosa y
fiel.
- Guardarás el
sábado - ordenaba su religión; pero el sábado era para los cristianos día de
labor, y sólo podía observar el precepto en lo más íntimo de su alma, y esto le
parecía insuficiente. Sin embargo, ¿qué son para Dios los días y las horas?
Este pensamiento se había despertado en su alma, y el domingo de los cristianos
podía dedicarlo ella en parte a sus propias devociones; y como a la cocina
llegaban los sones del órgano y los coros, para ella aquel lugar era santo y apropiado
para la meditación. Leía entonces el Antiguo Testamento, tesoro y refugio de su
pueblo, limitándose a él, pues guardaba profundamente en la memoria las
palabras que dijeran su padre y su maestro cuando fue retirada de la escuela,
la promesa hecha a la madre moribunda, de que Sara no se haría nunca cristiana,
que jamás abandonaría la fe de sus antepasados. El Nuevo Testamento debía ser
para ella un libro cerrado, a pesar de que sabía muchas de las cosas que
contenía, pues los recuerdos de niñez no se habían borrado de su memoria. Una
velada hallábase Sara sentada en un rincón de la sala, atendiendo a la lectura
del jefe de la familia; le estaba permitido, puesto que no leía el Evangelio,
sino un viejo libro de Historia; por eso se había quedado. Trataba el libro de
un caballero húngaro que, prisionero de un bajá turco, era uncido al arado
junto con los bueyes y tratado a latigazos; las burlas y malos tratos lo habían
llevado al borde de la muerte. La esposa del cautivo vendió todas sus alhajas e
hipotecó el castillo y las tierras, a la vez que sus amigos aportaban
cuantiosas sumas, pues el rescate exigido era enorme; fue reunido, sin embargo,
y el caballero, redimido del oprobio y la esclavitud. Enfermo y achacoso,
regresó el hombre a su patria. Poco después sonó la llamada general a la lucha
contra los enemigos de la Cristiandad; el enfermo, al oírla, no se dio punto de
reposo hasta verse montado en su corcel; sus mejillas recobraron los colores,
parecieron volver sus fuerzas, y partió a la guerra. Y ocurrió que hizo
prisionero precisamente a aquel mismo bajá que lo había uncido al arado y lo
había hecho objeto de toda suerte de burlas y malos tratos. Fue encerrado en
una mazmorra, pero al poco rato acudió a visitarlo el caballero y le preguntó:
- ¿Qué crees que te
espera?
- Bien lo sé -
respondió el turco -. ¡Tu venganza!
- Sí, la venganza
del cristiano - repuso el caballero. - La doctrina de Cristo nos manda perdonar
a nuestros enemigos y amar a nuestro prójimo, pues Dios es amor. Vuelve en paz
a tu tierra y a tu familia, y aprende a ser compasivo y humano con los que
sufren.
El prisionero
prorrumpió en llanto:
- ¡Cómo podía yo
esperar lo que estoy viendo! Estaba seguro, de que me esperaban el martirio y
la tortura; por eso me tomé un veneno que me matará en pocas horas. ¡Voy a
morir, no hay salvación posible! Pero antes de que termine mi vida, explícame
la doctrina que encierra tanto amor y tanta gracia, pues es una doctrina grande
y divina! ¡Deja que en ella muera, que muera cristiano! - Su petición fue atendida.
Tal fue la leyenda,
la historia, que el dueño de la casa leyó en alta voz. Todos la escucharon con
fervor, pero, sobre todo, llenó de fuego, y de vida a aquella muchacha sentada
en el rincón: Sara, la joven judía. Grandes lágrimas asomaron a sus brillantes
ojos negros; en su alma infantil volvió a sentir, como ya la sintiera antaño en
el banco de la escuela, la sublimidad del Evangelio. Las lágrimas rodaron por
sus mejillas.
«¡No dejes que mi
hija se haga cristiana!», habían sido las últimas palabras de su madre
moribunda; y en su corazón y en su alma resonaban aquellas otras palabras del
mandamiento divino: «Honrarás a tu padre y a tu madre».
«¡No soy cristiana!
Me llaman la judía; aún el domingo último me lo llamaron en son de burla los
hijos del vecino, cuando me estaba frente a la puerta abierta de la iglesia
mirando el brillo de los cirios del altar y escuchando los cantos de los
fieles. Desde mis tiempos de la escuela hasta ahora he venido sintiendo en el
Cristianismo una fuerza que penetra en mi corazón como un rayo de sol aunque
cierre los ojos. Pero no te afligiré en la tumba, madre, no seré perjura al
voto de mi padre: no leeré la Biblia cristiana. Tengo al Dios de mis
antepasados; ante Él puedo inclinar mi cabeza».
Y transcurrieron
más años.
Murió el cabeza de
la familia y dejó a su esposa en situación apurada. Había que renunciar a la
muchacha; pero Sara no se fue, sino que acudió en su ayuda en el momento de
necesidad; contribuyó a sostener el peso de la casa, trabajando hasta altas
horas de a noche y procurando el pan de cada día con la labor de sus manos.
Ningún pariente quiso acudir en auxilio de la familia; la viuda, cada día más
débil, había de pasarse meses enteros en la cama, enferma. Sara la cuidaba, la
velaba, trabajaba, dulce y piadosa; era una bendición para la casa hundida.
- Toma la Biblia -
dijo un día la enferma. - Léeme un fragmento. ¡Es tan larga la velada y siento
tantos deseos de oír la palabra de Dios!
Sara bajó la
cabeza; dobló las manos sobre la Biblia y, abriéndola, se puso a leerla a la
enferma. A menudo le acudían las lágrimas a los ojos, pero aumentaba en ellos
la claridad, y también en su alma: «Madre, tu hija no puede recibir el bautismo
de los cristianos ni ingresar en su comunidad; lo quisiste así y respetaré tu voluntad;
estamos unidos aquí en la tierra, pero más allá de ella... estamos aún más
unidos en Dios, que nos guía y lleva allende la muerte. Él desciende a la
tierra, y después de dejarla sufrir la hace más rica. ¡Lo comprendo! No sé yo
misma cómo fue. ¡Es por Él, en Él: Cristo!».
Estremecióse al
pronunciar su nombre, y un bautismo de fuego la recorrió toda ella con más
fuerza de la que el cuerpo podía soportar, por lo que cayó desplomada, más
rendida que la enferma a quien velaba.
- ¡Pobre Sara! -
dijeron -, no ha podido resistir tanto trabajo y tantas velas.
La llevaron al
hospital, donde murió. La enterraron, pero no al cementerio de los cristianos;
no había en él lugar para la joven judía, sino fuera, junto al muro; allí
recibió sepultura.
Y el Hijo de Dios,
que resplandece sobre las tumbas de los cristianos, proyecta también su gloria
sobre la de aquella doncella judía - que reposa fuera del sagrado recinto; y
los cánticos religiosos que resuenan en el camposanto cristiano lo hacen
también sobre su tumba, a la que también llegó la revelación: «¡Hay una
resurrección ,en Cristo!», en Él, el Señor, que dijo a sus discípulos: «Juan os
ha bautizado con agua, pero yo os bautizaré en el nombre del Espíritu Santo».
La piedra
filosofal
Sin duda conoces la
historia de Holger Danske. No te la voy a contar, y sólo te preguntaré si
recuerdas que «Holger Danske conquistó la vasta tierra de la India Oriental,
hasta el término del mundo, hasta aquel árbol que llaman árbol del Sol», según
narra Christen Pedersen. ¿Sabes quién es Christen Pedersen? No importa que no
lo conozcas. Allí, Holger Danske confirió al Preste Juan poder y soberanía
sobre la tierra de la India. ¿Conoces al Preste Juan? Bueno eso tampoco tiene
importancia, pues no ha de salir en nuestra historia. En ella te hablamos del
árbol del Sol «de la tierra de Indias Orientales, en el extremo del mundo»,
según creían entonces los que no habían estudiado Geografía como nosotros. Pero
tampoco esto importa.
El árbol del Sol
era un árbol magnífico, como nosotros nunca hemos visto ni lo verás tú. Su copa
abarcaba un radio de varias millas; en realidad era todo un bosque, y cada
rama, aún la más pequeña, era como un árbol entero. Había palmeras, hayas,
pinos, en fin, todas las especies de árboles que crecen en el vasto mundo,
brotaban allí cual ramitas de las ramas grandes, y éstas, con sus curvaturas y
nudos, parecían a su vez valles y montañas, y estaban revestidas de un verdor
aterciopelado y cuajado de flores. Cada rama era como un gran prado florido o
un hermosísimo jardín.
El sol enviaba sus
rayos bienhechores; por algo era el árbol del Sol, y en él se reunían las aves
de todos los confines del mundo: las procedentes de las selvas vírgenes
americanas, las que venían de las rosaledas de Damasco y de los desiertos y
sabanas del África, donde el elefante y el león creen reinar como únicos
soberanos. Venían las aves polares y también la cigüeña y la golondrina,
naturalmente. Pero no sólo acudían las aves: el ciervo, la ardilla, el antílope
y otros mil animales veloces y hermosos se sentían allí en su casa. La copa del
árbol era un gran jardín perfumado, y en ella, el centro de donde las ramas
mayores irradiaban cual verdes colinas, levantábase un palacio de cristal,
desde cuyas ventanas se veían todos los países del mundo. Cada torre se erguía
como un lirio, y se subía a su cima por el interior del tallo, en el que había
una escalera. Como se puede comprender fácilmente, las hojas venían a ser como
unos balcones a los que uno podía asomarse, y en lo más alto de la flor había
una gran sala circular, brillante y maravillosa, cuyo techo era el cielo azul,
con el sol y las estrellas. No menos soberbios, aunque de otra forma, eran los
vastos salones del piso inferior del palacio, en cuyas paredes se reflejaba el
mundo entero. En ellas podía verse todo lo que sucedía, y no hacía falta leer
los periódicos, los cuales, por otra parte, no existían. Todos los sucesos
desfilaban en imágenes vivientes sobre la pared; claro que no era posible
atender a todas, pues cada cosa tiene sus límites, valederos incluso para el
más sabio de los hombres, y el hecho es que allí moraba el más sabio de todos.
Su nombre es tan difícil de pronunciar, que no sabrías hacerlo aunque te
empeñaras, de manera que vamos a dejarlo. Sabía todo lo que un hombre puede
saber y todo lo que se sabrá en esta Tierra nuestra, con todos los inventos
realizados y los que aún quedan por realizar; pero no más, pues, como ya
dijimos, todo tiene sus límites. El sabio rey Salomón, con ser tan sabio, no le
llegaba en ciencia ni a la mitad. Ejercía su dominio sobre las fuerzas de la
Naturaleza y sobre poderosos espíritus. La misma Muerte tenía que presentársele
cada mañana con la lista de los destinados a morir en el transcurso del día;
pero el propio rey Salomón tuvo un día que fallecer, y éste era el pensamiento
que, a menudo y con extraña intensidad, ocupaba al sabio, al poderoso señor del
palacio del árbol del Sol. También él, tan superior a todos los demás humanos
en sabiduría, estaba condenado a morir. No lo ignoraba; y sus hijos morirían
asimismo; como las hojas del bosque, caerían y se convertirían en polvo. Como
desaparecen las hojas de los árboles y su lugar es ocupado por otras, así veía
desvanecerse el género humano, y las hojas caídas jamás renacen; se transforman
en polvo, o en otras partes del vegetal. ¿Qué es de los hombres cuando viene el
Ángel de la Muerte? ¿Qué significa en realidad morir? El cuerpo se disuelve, y
el alma... sí, ¿qué es el alma? ¿Qué será de ella? ¿Adónde va? «A la vida
eterna», respondía, consoladora, la Religión. Pero, ¿cómo se hace el tránsito?
¿Dónde se vive y cómo? «Allá en el cielo - contestaban las gentes piadosas -,
allí es donde vamos». «¡Allá arriba! - repetía el sabio, levantando los ojos al
sol y las estrellas -, ¡allá arriba!» - y veía, dada la forma esférica de la
Tierra, que el arriba y el abajo eran una sola y misma cosa, según el lugar en
que uno se halle en la flotante bola terrestre. Si subía hasta el punto
culminante del Planeta, el aire, que acá abajo vemos claro y transparente, el
«cielo luminoso» se convertía en un espacio oscuro, negro como el carbón y
tupido como un paño, y el sol aparecía sin rayos ardientes, mientras nuestra
Tierra estaba como envuelta en una niebla de color anaranjado. ¡Qué limitado
era el ojo del cuerpo! ¡Qué poco alcanzaba el del alma! ¡Qué pobre era nuestra
ciencia! El propio sabio sabía bien poco de lo que tanto nos importaría saber.
En la cámara
secreta del palacio se guardaba el más precioso tesoro de la tierra: «El libro
de la Verdad». Lo leía hoja tras hoja. Era un libro que todo hombre puede leer,
aunque sólo a fragmentos. Ante algunos ojos las letras bailan y no dejan
descifrar las palabras. En algunas páginas la escritura se vuelve a veces tan
pálida y borrosa, que parecen hojas en blanco. Cuanto más sabio se es, tanto
mejor se puede leer, y el más sabio es el que más lee. Nuestro sabio podía
además concentrar la luz de las estrellas, la del sol, la de las fuerzas
ocultas y la del espíritu. Con todo este brillo se le hacía aún más visible la
escritura de las hojas. Mas en el capítulo titulado «La vida después de la
muerte» no se distinguía ni la menor manchita. Aquello lo acongojaba. ¿No
conseguiría encontrar acá en la Tierra una luz que le hiciese visible lo que
decía «El libro de la Verdad»?
Como el sabio rey
Salomón, comprendía el lenguaje de los animales, oía su canto y su discurso,
mas no por ello adelantaba en sus conocimientos. Descubrió en las plantas y los
metales fuerzas capaces de alejar las enfermedades y la muerte, pero ninguna
capaz de destruirla. En todo lo que había sido creado y él podía alcanzar,
buscaba la luz capaz de iluminar la certidumbre de una vida eterna, pero no la
encontraba. Tenía abierto ante sus ojos «El libro de la Verdad», mas las
páginas estaban en blanco. El Cristianismo le ofrecía en la Biblia la
consoladora promesa de una vida eterna, pero él se empeñaba vanamente en leer
en su propio libro.
Tenía cinco hijos,
instruidos como sólo puede instruirlos el padre más sabio, y una hija hermosa,
dulce e inteligente, pero ciega. Esta desgracia apenas la sentía ella, pues su
padre y sus hermanos le hacían de ojos, y su sentimiento íntimo le daba la
seguridad suficiente.
Nunca los hijos se
habían alejado más allá de donde se extendían las ramas de los árboles, y menos
aún la hija; todos se sentían felices en la casa de su niñez, en el país de su
infancia, en el espléndido y fragante árbol del Sol. Como todos los niños,
gustaban de oír cuentos, y su padre les contaba muchas cosas que otros niños no
habrían comprendido; pero aquéllos eran tan inteligentes como entre nosotros
suelen ser la mayoría de los viejos. Explicábales los cuadros vivientes que
veían en las paredes del palacio, las acciones de los hombres y los
acontecimientos en todos los países de la Tierra, y con frecuencia los hijos
sentían deseos de encontrarse en el lugar de los sucesos y de participar en las
grandes hazañas. Mas el padre les decía entonces lo difícil y amarga que es la
vida en la Tierra, y que las cosas no discurrían en ella como las veían desde
su maravilloso mundo infantil. Hablábales de la Belleza, la Verdad y la Bondad,
diciendo que estas tres cosas sostenían unido al mundo y que, bajo la presión
que sufrían, se transformaban en una piedra preciosa más límpida que el
diamante. Su brillo tenía valor ante Dios, lo iluminaba todo, y esto era en
realidad la llamada piedra filosofal. Decíales que, del mismo modo que
partiendo de lo creado se deducía la existencia de Dios, así también partiendo
de los mismos hombres se llegaba a la certidumbre de que aquella piedra sería
encontrada. Más no podía decirles, y esto era cuanto sabía acerca de ella. Para
otros niños, aquella explicación hubiera sido incomprensible, pero los suyos sí
la entendieron, y andando el tiempo es de creer que también la entenderán los demás.
No se cansaban de
preguntar a su padre acerca de la Belleza, la Bondad y la Verdad, y él les
explicaba mil cosas, y les dijo también que cuando Dios creó al hombre con limo
de la tierra, estampó en él cinco besos de fuego salidos del corazón, férvidos
besos divinos, y ellos son lo que llamamos los cinco sentidos: por
medio de ellos vemos, sentimos y comprendemos la Belleza, la Bondad y la
Verdad; por ellos apreciamos y valoramos las cosas, ellos son para nosotros una
protección y un estímulo. En ellos tenemos cinco posibilidades de percepción,
interiores y exteriores, raíz y cima, cuerpo y alma.
Los niños pensaron
mucho en todo aquello; día y noche ocupaba sus pensamientos. El hermano mayor
tuvo un sueño maravilloso y extraño, que luego tuvo también el segundo, y
después el tercero y el cuarto. Todos soñaron lo mismo: que se marchaban a
correr mundo y encontraban la piedra filosofal. Como una llama refulgente,
brillaba en sus frentes cuando, a la claridad del alba, regresaban, montados en
sus velocísimos corceles, al palacio paterno, a través de los prados verdes y
aterciopelados del jardín de su patria. Y la piedra preciosa irradiaba una luz
celestial y un resplandor tan vivo sobre las hojas del libro, que se hacía
visible lo que en ellas estaba escrito acerca de la vida de ultratumba. La
hermana no soñó en irse al mundo, ni le pasó la idea por la mente; para ella,
el mundo era la casa de su padre.
- Me marcho a
correr mundo - dijo el mayor -. Tengo que probar sus azares y su modo de vida,
y alternar con los hombres. Sólo quiero lo bueno y lo verdadero; con ellos
encontraré lo bello. A mi regreso cambiarán muchas cosas.
Sus pensamientos
eran audaces y grandiosos, como suelen serlo los nuestros cuando estamos en
casa, junto a la estufa, antes de salir al mundo y experimentar los rigores del
viento y la intemperie y las punzadas de los abrojos.
En él, como en sus
hermanos, los cinco sentidos estaban muy desarrollados, tanto interior como
exteriormente, pero cada uno tenía un sentido que superaba en perfección a los
restantes. En el mayor era el de la vista, y buen servicio le prestaría. Tenía
ojos para todas las épocas, - decía - ojos para todos los pueblos, ojos capaces
de ver incluso en el interior de la tierra, donde yacen los tesoros, y en el
interior del corazón humano, como si éste estuviera sólo recubierto por una
lámina de cristal; es decir, que en una mejilla que se sonroja o palidece, o en
un ojo que llora o ríe, veía mucho más de lo que vemos nosotros. El ciervo y el
antílope lo acompañaron hasta la frontera occidental, y allí se les juntaron
los cisnes salvajes, que volaban hacia el Noroeste. Él los siguió, y pronto se
encontró en el vasto mundo, lejos de la tierra de su padre, la cual se extiende
«por Oriente hasta el confín del mundo».
La piedra
filosofal
Continuación
¡Cómo abría los
ojos! Mucho era lo que había que ver, y contemplar las cosas al natural, tal
como son en realidad, es muy distinto de verlas en imagen, por buenas que sean
éstas, y las del palacio paterno no podían ser mejores. En el primer momento,
el asombro producido por la cantidad de baratijas y fruslerías que querían
pasar por bellas, estuvo a punto de hacerle perder los ojos; pero no los
perdió, pues los destinaba a cosas más elevadas.
Lo que ante todo
perseguía, poniendo en ello toda su alma, era el conocimiento de la Belleza, la
Verdad y la Bondad. Pero, ¿cómo alcanzarlo? A menudo tenía que presenciar cómo
la Fealdad recibía la corona que correspondía a la Belleza, cómo lo bueno solía
pasar inadvertido, mientras la medianía era ensalzada en vez de censurada. La
gente veía el nombre y no el mérito, el traje y no el hombre, la fama y no la
vocación. Y no podía ser de otro modo.
«Hay que intervenir
sin perder un momento», pensó, aprestándose a la acción; pero mientras buscaba
la verdad se presentó el diablo, que es el padre de la mentira, mejor dicho, la
mentira misma. Muy a gusto habría arrancado los ojos al vidente, pero la acción
hubiera sido demasiado directa. El diablo trabaja con más diplomacia. Le dejó,
pues, que siguiera buscando lo verdadero y lo bueno y que a veces los
encontrara incluso, pero mientras lo estaba mirando le sopló una astilla en
cada ojo, uno tras otro, lo cual no es nada indicado para la vista, por
excelente que sea. Y la astilla que el diablo le sopló se le convirtió en una
viga, y ello en cada ojo, por lo que nuestro vidente se quedó como ciego en
medio del vasto mundo y perdió la fe en él. Abandonó su buena opinión del mundo
y de sí mismo, y esto, cuando le sucede a uno, ya puede decirse que está listo.
- ¡Adiós! -
cantaron los cisnes salvajes, emprendiendo el vuelo hacia Oriente -. ¡Adiós! -
cantaron a su vez las golondrinas, dirigiéndose hacia Levante, en busca del
árbol del Sol. No eran buenas las noticias que traían a casa.
- ¡Mal debe haberle
ido al vidente! - dijo el hermano segundo -. Tal vez al oyente le vaya mejor -.
El segundo hermano tenía particularmente sensible el sentido del oído; sólo os
diré que percibía hasta el rumor que hace la hierba al crecer; y me parece que
con esto basta.
Despidióse
cordialmente de todos y partió a caballo, armado de sus grandes aptitudes y sus
excelentes propósitos. Las golondrinas lo siguieron, y él siguió a los cisnes,
y pronto estuvo lejos de su patria, en medio del amplio mundo.
Todos los excesos
son malos. No tardó en comprobar la verdad de este proverbio. En efecto, su
oído era tan sensible que podía percibir el crecimiento de la hierba, pero
también el latir del corazón humano en sus alegrías y sus penas. Era como si el
mundo entero fuese un taller de relojería, en que todos los relojes marchasen,
dejando oír su tictac, mientras los de torre lanzaban su clingclang. Era
insoportable. Pero él aguzó el oído tanto como pudo, hasta que, al fin, el
estruendo y griterío fueron demasiado intensos para un hombre solo. Vinieron
golfos callejeros de sesenta años - ¡qué importa la edad! - gritando y
alborotando. Al principio el joven se reía de ellos, pero luego se les sumaron
chismes y comadrerías que, zumbando por las casas, callejones y calles,
acababan saliendo a la carretera. La mentira era la que tenía la voz más recia
y se las daba de gran señora; el cascabel del loco sonaba con la pretensión de
ser la campana de la iglesia. Aquello fue ya demasiado para el mozo. Se taponó
las orejas con los dedos... pero seguía oyendo cantos desafinados y sones
horrísonos, habladurías y chismes. Testarudas afirmaciones que no valían un
comino salían de las lenguas, que tropezaban y se trababan, de tan deprisa como
se movían. Era una confusión infernal de notas y ruidos, de barullo y
estrépito, tanto por dentro como por fuera. ¡Qué locura, Dios mío, qué
insoportable barahúnda! El mozo apretaba cada vez más los dedos contra los
oídos, hasta que se rompió los tímpanos, y entonces no oyó ya nada, y lo bello,
bueno y verdadero, que a través de su oído debían comunicarse con su
pensamiento, se le hicieron inaccesibles. Y se quedó silencioso y desconfiado,
perdida la fe en todo, especialmente en sí mismo, lo cual es una gran
desgracia. Jamás encontraría la poderosa piedra filosofal ni volvería a su casa
con ella; renunció a todo, incluso a sí mismo, y esto fue lo peor. Las aves que
volaban hacia Oriente llevaron la noticia al palacio paterno, en el árbol del
Sol. Carta no llegó ninguna, aunque es cierto que no había correo.
- Ahora voy a probarlo
yo - dijo el tercero -. Tengo una nariz finísima -. La expresión no es muy
correcta, pero así la soltó, y hay que aceptarlo como era, el buen humor en
persona y, además, poeta, un poeta de veras. Sabía cantar lo que no sabía
decir, y en rapidez de pensamiento dejaba a los otros muy atrás -. ¡Huelo el
poste! - afirmaba; y, en efecto, su sentido del olfato estaba maravillosamente
desarrollado y le servía de guía en el reino de la Belleza -. Hay quien goza
con el olor de manzanas y quien se deleita con el de un establo - decía -. Cada
tipo de olor tiene su público en el reino de la Belleza. A unos les gusta
respirar el aire de la taberna, viciado por el humeante pábilo de la vela de
sebo, y en el que los apestosos vapores del aguardiente se mezclan con el humo
del mal tabaco; otros prefieren un aire perfumado de jazmín, y se frotan con la
más intensa esencia de clavel que pueden encontrar. Los hay, en cambio, que
buscan el cortante viento marino, la fresca brisa o el aire de las elevadas
cumbres, desde donde contemplan a sus pies el afanoso ajetreo cotidiano -.
Decía todo esto como si hubiese estado ya en el mundo, vivido y tratado con los
hombres. Pero, en realidad, todo era teoría. Quien así hablaba era el poeta,
haciendo uso del don que Dios le otorgara en la cuna.
Dijo, pues, adiós
al hogar paterno del árbol del Sol y partió. Al salir de los dominios patrios
montó en un avestruz, que es un ave más veloz que el caballo. Poco más tarde
divisó a los cisnes salvajes y se subió a la espalda del más robusto. Gustaba
de las variaciones, y por eso voló por encima de los mares hacia tierras
remotas, donde había grandes bosques, profundos lagos, empinadas montañas y
orgullosas ciudades. Dondequiera que llegaba parecíale como si un resplandor
solar cubriese el país. Las flores y matas olían más intensamente, pues sentían
que se acercaba un amigo, un protector que sabía apreciarlas y comprenderlas.
El mutilado rosal irguió sus ramas, desplegó sus hojas y dio nacimiento a la
rosa más bella que nadie haya imaginado; todo el mundo pudo verla, y hasta el
viscoso caracol negro apreció su belleza.
- Quiero estampar
mi sello en la flor - dijo el caracol -. He depositado mi baba sobre ella; no
puedo hacer más.
- ¡Así se trata a
la Belleza en el mundo! - dijo el poeta; y cantó una canción sobre este tema.
La cantó a su manera, pero nadie le hizo caso. En vista de ello dio dos
chelines y una pluma de pavo al pregonero; el hombre transcribió la canción
para tambor y salió a tocarla por todas las calles y callejones de la ciudad. Entonces
la oyeron las gentes y exclamaron que la comprendían y que era muy profunda. Y
el poeta pudo componer más canciones y cantó la Belleza, la Verdad y la Bondad;
y las canciones eran repetidas en la taberna, entre el humo de la lámpara de
sebo, y en el prado plantado de trébol, en el bosque y a orillas del amplio
mar. Todo hacía pensar que el mozo sería más afortunado que sus dos hermanos
mayores. Pero el diablo no lo pudo sufrir y acudió con el incienso real, el
incienso eclesiástico y todas las clases de inciensos honoríficos que pudo
encontrar, y, hábil como es el diablo en la destilación, elaboró con todos
ellos un incienso de olor intensísimo capaz de ahogar todos los demás olores y
de marear a un ángel, y no digamos a un pobre poeta. El diablo sabe muy bien
cómo hay que tratar a las personas. Al poeta se lo ganó con incienso, y le
llenó la cabeza de humos hasta hacer que se olvidara de su misión, de su casa
paterna y aun de sí mismo; todo él se disolvió en humo e incienso.
Todas las aves se
dolieron de lo sucedido, y estuvieron tres días sin cantar. El negro caracol de
bosque se volvió aún más negro, aunque no de tristeza, sino de envidia.
- Soy yo - dijo -
quien debía haber sido incensado, pues yo fui quien le inspiró su canción más
famosa, transcrita para el tambor, sobre la marcha del mundo. Yo escupí sobre
la rosa, lo puedo demostrar con testigos.
Pero allá, en
tierras de India, nada se supo de lo ocurrido. Todas las avecillas se dolieron
y permanecieron calladas por espacio de tres días, y cuando hubo pasado el
tiempo del luto, había sido éste tan profundo y sentido, que se olvidaron del
hecho que lo había motivado. ¡Así van las cosas!
- Ahora me toca a
mí salir al mundo, como han hecho los otros - dijo el cuarto de los hermanos.
Tenía un genio tan bueno como el anterior, y mejor todavía, pues no era poeta,
y esto ayuda a estar siempre de buen humor. Los dos habían sido la alegría del
palacio, y ahora éste quedaba triste y melancólico. Los hombres siempre han
considerado la vista y el oído como los dos sentidos principales, los que
conviene tener más sensibles y desarrollados. Los tres restantes son tenidos en
menos, pero el cuarto hijo discrepaba de tal opinión. Su sentido más fino era
el del gusto, en todas las acepciones que pueda tener. De hecho, es un sentido
de gran poder e influencia. Domina sobre todo lo que pasa por la boca y por el
espíritu; por eso el hijo cataba todo lo que se ponía en la sartén, el puchero,
la botella y la fuente.
- Esto es lo que mi
profesión tiene de tosco - decía. Para él, cada persona era una sartén, cada
país una enorme cocina, visto con los ojos del espíritu. Y esto era
precisamente lo que sus aptitudes tenían de fino, y ahora se proponía salir al
mundo a ponerlo en práctica.
- Tal vez la suerte
me sea más propicia que a mis hermanos - dijo -. Me marcho. Pero, ¿qué medios
de transporte elegiré? ¿Han inventado ya el globo aerostático? - preguntó a su
padre, quien conocía todos los descubrimientos hechos o por hacer. Pero el
globo no había sido inventado aún, ni el buque de vapor, ni el ferrocarril. -
Tomaré un globo - dijo -. Mi padre sabe cómo se fabrican y cómo se guían, y lo
aprenderé. Nadie conoce este invento, creerán que se trata de un fenómeno
atmosférico. Cuando termine el viaje quemaré el globo, para lo cual tendrás que
darme también unas cuantas piezas de este otro invento futuro que se llamarán
los fósforos.
Todo se lo dieron,
y emprendió el vuelo, seguido de las aves, que lo acompañaron hasta mucho más
lejos de lo que habían acompañado a sus hermanos. Estaban curiosas por ver cómo
terminaba aquel viaje aéreo; y constantemente se les sumaban otras bandadas,
creídas que se trataba de un ave de una nueva especie ¡Era de ver el séquito
del mozo! El aire estaba negro de pájaros. Éstos formaban grandes nubes, como las
plagas de langostas que azotan Egipto; y así fue cómo el quinto hijo se metió
en el vasto mundo.
- El viento del
Este se me ha portado como un buen amigo y auxiliar - dijo.
- Viento de Este y
viento de Oeste, querrás decir - protestaron los vientos -. Hemos alternado los
dos, pues de otro modo no habrías podido seguir rumbo Noroeste.
Pero él no oyó sus
palabras; lo mismo daba. Las aves dejaron ya de seguirlo. Algunas habrían
empezado a encontrar aburrido el viaje. No había para tanto, decían. A aquel hombre
iban a subírsele los humos a la cabeza. ¿Para qué volar detrás de él? Si esto
no es nada, una verdadera estupidez. Y se rezagaron, y las demás no tardaron en
imitarlas. Tenían razón: aquello no era nada.
Sopa de
palillo de morcilla
1. - Sopa de palillo
de morcilla
- ¡Vaya comida la de ayer! -
comentaba una vieja dama de la familia ratonil dirigiéndose a otra que no había
participado en el banquete -. Yo ocupé el puesto vigésimo-primero empezando a
contar por el anciano rey de los ratones, lo cual no es poco honor. En cuanto a
los platos, puedo asegurarte que el menú fue estupendo. Pan enmohecido, corteza
de tocino, vela de sebo y morcilla; y luego repetimos de todo.Fue como si comiéramos dos veces. Todo el mundo estaba de buen humor, y se contaron muchos chistes y ocurrencias, como se hace en las familias bien avenidas. No quedó ni pizca de nada, aparte los palillos de las morcillas, y por eso dieron tema a la conversación. Imagínate que hubo quien afirmó que podía prepararse sopa con un palillo de morcilla. Desde luego que todos conocíamos esta sopa de oídas, como también la de guijarros, pero nadie la había probado, y mucho menos preparado. Se pronunció un brindis muy ingenioso en honor de su inventor, diciendo que merecía ser el rey de los pobres. ¿Verdad que es una buena ocurrencia? El viejo rey se levantó y prometió elevar al rango de esposa y reina a la doncella del mundo ratonil que mejor supiese condimentar la sopa en cuestión. El plazo quedó señalado para dentro de un año.
- ¡No estaría mal! - opinó la otra rata -. Pero, ¿cómo se prepara la sopa?
- Eso es, ¿cómo se prepara? - preguntaron todas las damas ratoniles, viejas y jóvenes. Todas habrían querido ser reinas, pero ninguna se sentía con ánimos de afrontar las penalidades de un viaje al extranjero para aprender la receta, y, sin embargo, era imprescindible. Abandonar a su familia y los escondrijos familiares no está al alcance de cualquiera. En el extranjero no todos los días se encuentra corteza de queso y de tocino; uno se expone a pasar hambre, sin hablar del peligro de que se te meriende un gato.
Estas ideas fueron seguramente las que disuadieron a la mayoría de partir en busca de la receta. Sólo cuatro ratitas jóvenes y alegres, pero de casa humilde, se decidieron a emprender el viaje.
Irían a los cuatro extremos del mundo, a probar quién tenía mejor suerte. Cada una se procuró un palillo de morcilla, para no olvidarse del objeto de su expedición; sería su báculo de caminante.
Iniciaron el viaje el primero de mayo, y regresaron en la misma fecha del año siguiente. Pero sólo volvieron tres; de la cuarta nada se sabía, no había dado noticias de sí, y había llegado ya el día de la prueba.
- ¡No puede haber dicha completa! - dijo el rey de los ratones; y dio orden de que se invitase a todos los que residían a muchas millas a la redonda. Como lugar de reunión se fijó la cocina. Las tres ratitas expedicionarias se situaron en grupo aparte; para la cuarta, ausente, se dispuso un palillo de morcilla envuelto en crespón negro. Nadie debía expresar su opinión hasta que las tres hubiesen hablado y el Rey dispuesto lo que procedía.
Vamos a ver lo que ocurrió.
2. De lo que había
visto y aprendido la primera ratita en el curso de su viaje
- Cuando salí por esos mundos de
Dios - dijo la viajera - iba creída, como tantas de mi edad, que llevaba en mí
toda la ciencia del universo. ¡Qué ilusión! Hace falta un buen año, y algún día
de propina, para aprender todo lo que es menester. Yo me fui al mar y embarqué
en un buque que puso rumbo Norte. Me habían dicho que en el mar conviene que el
cocinero sepa cómo salir de apuros; pero no es cosa fácil, cuando todo está
atiborrado de hojas de tocino, toneladas de cecina y harina enmohecida. Se vive
a cuerpo de rey, pero de preparar la famosa sopa ni hablar. Navegamos durante
muchos días y noches; a veces el barco se balanceaba peligrosamente, v otras
las olas saltaban sobre la borda y nos calaban hasta los huesos. Cuando al fin
llegamos a puerto, abandoné el buque; estábamos muy al Norte.Produce una rara sensación eso de marcharse de los escondrijos donde hemos nacido, embarcar en un buque que viene a ser como un nuevo escondrijo, y luego, de repente, hallarte a centenares de millas y en un país desconocido. Había allí bosques impenetrables de pinos y abedules, que despedían un olor intenso, desagradable para mis narices. De las hierbas silvestres se desprendía un aroma tan fuerte, que hacía estornudar y pensar en morcillas, quieras que no. Había grandes lagos, cuyas aguas parecían clarísimas miradas desde la orilla, pero que vistas desde cierta distancia eran negras como tinta. Blancos cisnes nadaban en ellos; al principio los tomé por espuma, tal era la suavidad con que se movían en la superficie; pero después los vi volar y andar; sólo entonces me di cuenta de lo que eran. Por cierto que cuando andan no pueden negar su parentesco con los gansos. Yo me junté a los de mi especie, los ratones de bosque y de campo, que, por lo demás, son de una ignorancia espantosa, especialmente en lo que a economía doméstica se refiere; y, sin embargo, éste era el objeto de mi viaje. El que fuera posible hacer sopa con palillos de morcilla resultó para ellos una idea tan inaudita, que la noticia se esparció por el bosque como un reguero de pólvora; pero todos coincidieron en que el problema no tenía solución. Jamás hubiera yo pensado que precisamente allí, y aquella misma noche, tuviese que ser iniciada en la preparación del plato. Era el solsticio de verano; por eso, decían, el bosque exhalaba aquel olor tan intenso, y eran tan aromáticas las hierbas, los lagos tan límpidos, y, no obstante, tan oscuros, con los blancos cisnes en su superficie. A la orilla del bosque, entre tres o cuatro casas, habían clavado una percha tan alta como un mástil, y de su cima colgaban guirnaldas y cintas: era el árbol de mayo. Muchachas y mozos bailaban a su alrededor, y rivalizaban en quién cantaría mejor al son del violín del músico. La fiesta duró toda la noche, desde la puesta del sol, a la luz de la Luna llena, tan intensa casi como la luz del día, pero yo no tomé parte. ¿De qué le vendría a un ratoncito participar en un baile en el bosque? Permanecí muy quietecita en el blando musgo, sosteniendo muy prieto mi palillo. La luna iluminaba principalmente un lugar en el que crecía un árbol recubierto de musgo, tan fino, que me atrevo a sostener que rivalizaba con la piel de nuestro rey, sólo que era verde, para recreo de los ojos.
De pronto llegaron, a paso de marcha, unos lindísimos y diminutos personajes, que apenas pasaban de mi rodilla; parecían seres humanos, pero mejor proporcionados. Llamábanse elfos y llevaban vestidos primorosos, confeccionados con pétalos de flores, con adornos de alas de moscas y mosquitos, todos de muy buen ver. Parecía como si anduviesen buscando algo, no sabía yo qué, hasta que algunos se me acercaron. El más distinguido señaló hacia mi palillo y dijo:
«¡Uno así es lo que necesitamos! ¡Qué bien tallado! ¡Es espléndido!», y contemplaba mi palillo con verdadero arrobo.
«Os lo prestaré, pero tenéis que devolvérmelo», les dije.
«¡Te lo devolveremos!», respondieron a la una; lo cogieron y saltando y brincando, se dirigieron al lugar donde el musgo era más fino, y clavaron el palillo en el suelo. Querían también tener su árbol de mayo, y aquél resultaba como hecho a medida. Lo limpiaron y acicalaron; ¡parecía nuevo!.
Unas arañitas tendieron a su alrededor hilos de oro y lo adornaron con ondeantes velos y banderitas, tan sutilmente tejidos y de tal inmaculada blancura a los rayos lunares, que me dolían los ojos al mirarlos. Tomaron colores de las alas de la mariposa, y los espolvorearon sobre las telarañas, que quedaron cubiertas como de flores y diamantes maravillosos, tanto, que yo no reconocía ya mi palillo de morcilla. En todo el mundo no se habrá visto un árbol de mayo como aquél. Y sólo entonces se presentó la verdadera sociedad de los elfos; iban completamente desnudos, y aquello era lo mejor de todo. Me invitaron a asistir a la fiesta, aunque desde cierta distancia, porque yo era demasiado grandota.
Empezó la música. Era como si sonasen millares de campanitas de cristal, con sonido lleno y fuerte; creí que eran cisnes los que cantaban, y parecióme distinguir también las voces del cuclillo y del tordo. Finalmente, fue como si el bosque entero se sumase al concierto; era un conjunto de voces infantiles, sonido de campanas y canto de pájaros. Cantaban melodías bellísimas, y todos aquellos sones salían del árbol de mayo de los elfos. Era un verdadero concierto de campanillas y, sin embargo, allí no había nada más que mi palillo de morcilla. Nunca hubiera creído que pudiesen encerrarse en él tantas cosas; pero todo depende de las manos a que va uno a parar. Me emocioné de veras; lloré de pura alegría, como sólo un ratoncillo es capaz de llorar.
La noche resultó demasiado corta, pero allí arriba, y en este tiempo, el sol madruga mucho. Al alba se levantó una ligera brisa; rizóse la superficie del agua de los lagos, y todos los delicados y ondeantes velos y banderas volaron por los aires. Las balanceantes glorietas de tela de araña, los puentes colgantes y balaustradas, o como quiera que se llamen, tendidos de hoja a hoja, quedaron reducidos a la nada. Seis ellos volvieron a traerme el palillo y me preguntaron si tenía yo algún deseo que pudieran satisfacer. Entonces les pedí que me explicasen la manera de preparar la sopa de palillo de morcilla.
«Ya habrás visto cómo hacemos las cosas - dijo el más distinguido, riéndose -. ¿A que apenas reconocías tu palillo?».
«¡La verdad es que sois muy listos!», respondí, y a continuación les expliqué, sin más preámbulos, el objeto de mi viaje y lo que en mi tierra esperaban de él.
«¿Qué saldrán ganando el rey de los ratones y todo nuestro poderoso imperio - dije - con que yo haya presenciado estas maravillas? No podré reproducirlas sacudiendo el palillo y decir: Ved, ahí está la maderita, ahora vendrá la sopa. Y aunque pudiera, sería un espectáculo bueno para la sobremesa, cuando la gente está ya harta».
Entonces el elfo introdujo sus minúsculos dedos en el cáliz de una morada violeta y me dijo:
«Fíjate; froto tu varita mágica. Cuando estés de vuelta a tu país y en el palacio de tu rey, toca con la vara el pecho cálido del Rey. Brotarán violetas y se enroscarán a lo largo de todo el palo, aunque sea en lo más riguroso del invierno. Así tendrás en tu país un recuerdo nuestro y aún algo más por añadidura».
Pero antes de dar cuenta de lo que era aquel «algo más», la ratita tocó con el palillo el pecho del Rey, y, efectivamente, brotó un espléndido ramillete de flores, tan deliciosamente olorosas, que el Soberano ordenó a los ratones que estaban más cerca del fuego, que metiesen en él sus rabos para provocar cierto olor a chamusquina, pues el de las violetas resultaba irresistible. No era éste precisamente el perfume preferido de la especie ratonil.
- Pero, ¿qué hay de ese «algo más» que mencionaste? - preguntó el rey de los ratones.
- Ahora viene lo que pudiéramos llamar el efecto principal - respondió la ratita - y haciendo girar el palillo, desaparecieron todas las flores y quedó la varilla desnuda, que entonces se empezó a mover a guisa de batuta.
«Las violetas son para el olfato, la vista y el tacto - dijo el elfo -; pero tendremos que darte también algo para el oído y el gusto».
Y la ratita se puso a marcar el compás, y empezó a oírse una música, pero no como la que había sonado en la fiesta de los elfos del bosque, sino como la que se suele oír en las cocinas. ¡Uf, qué barullo! Y todo vino de repente; era como si el viento silbara por las chimeneas; cocían cazos y pucheros, la badila aporreaba los calderos de latón, y de pronto todo quedó en silencio. Oyóse el canto del puchero cuando hierve, tan extraño, que uno no sabía si iba a cesar o si sólo empezaba. Y hervía la olla pequeña, y hervía la grande, ninguna se preocupaba de la otra, como si cada cual estuviese distraída con sus pensamientos. La ratita seguía agitando la batuta con fuerza creciente, las ollas espumeaban, borboteaban, rebosaban, bufaba el viento, silbaba chimenea. ¡Señor, la cosa se puso tan terrible, que la propia ratita perdió el palo!
- ¡Vaya receta complicada! - exclamó el rey -. ¿Tardará mucho en estar preparada la sopa?
- Eso fue todo - respondió la ratita con una reverencia.
- ¿Todo? En este caso, oigamos lo que tiene que decirnos la segunda - dijo el rey.
3. - De lo que
contó la otra ratita
- Nací en la biblioteca del
castillo - comenzó la segunda ratita -. Ni yo ni otros varios miembros de mi
familia tuvimos jamás la suerte de entrar en un comedor, y no digamos ya en una
despensa. Sólo al partir, y hoy nuevamente, he visto una cocina. En la biblioteca
pasábamos hambre, y eso muy a menudo, pero en cambio adquirimos no pocos
conocimientos. Llegónos el rumor de la recompensa ofrecida por la preparación
de una sopa de palillos de morcilla, y ante la noticia, mi vieja abuela sacó un
manuscrito. No es que supiera leer, pero había oído a alguien leerlo en voz
alta, y le había chocado esta observación: «Cuando se es poeta, se sabe
preparar sopa con palillos de morcilla». Me preguntó si yo era poetisa; díjele
yo que ni por asomo, y entonces ella me aconsejó que procurase llegar a serlo.
Me informé de lo que hacía falta para ello, pues descubrirlo por mis propios
medios se me antojaba tan difícil como guisar la sopa. Pero mi abuela había
asistido a muchas conferencias, y enseguida me respondió que se necesitaban
tres condiciones: inteligencia, fantasía y sentimiento. «Si logras hacerte con
estas tres cosas - añadió - serás poetisa y saldrás adelante con tu palillo de
morcilla». Así, me lancé por esos mundos hacia Poniente, para llegar a ser
poetisa.La inteligencia, bien lo sabía, es lo principal para todas las cosas: las otras dos condiciones no gozan de tanto prestigio; por eso fui, ante todo, en busca de ella. Pero, ¿dónde habita? Ve a las hormigas y serás sabio; así dijo un día un gran rey de los judíos. Lo sabía también por la biblioteca, y ya no descansé hasta que hube encontrado un gran nido de hormigas. Me puse al acecho, dispuesta a adquirir la sabiduría.
Sopa de
palillo de morcilla
Continuación
Las hormigas
constituyen, efectivamente, un pueblo muy respetable; son la pura sensatez;
todos sus actos son un ejemplo de cálculo, como un problema del que puedes
hacer la prueba y siempre te resulta exacto; todo se reduce a trabajar y poner
huevos; según ellas, esto es vivir en el tiempo y procurar para la eternidad; y
así lo hacen. Se clasifican en hormigas puras e impuras; el rango consiste en
un número, la reina es el número uno, y su opinión es la única acertada; se ha
tragado toda la ciencia, y esto era de gran importancia para mí. Contaba tantas
cosas y se mostraba tan inteligente, que a mí me pareció completamente tonta.
Dijo que su nido era lo más alto del mundo; pero contiguo al nido había un
árbol mucho más alto, no cabía discusión, y por eso no se hablaba de ello. Un
atardecer, una hormiga se extravió y trepó por el tronco; llegó no sólo hasta
la copa, sino más arriba de cuanto jamás hubiera llegado una hormiga; entonces
se volvió, y encontróse de nuevo en casa. En el nido contó que fuera había algo
mucho más alto; pero algunas de sus compañeras opinaron que aquella afirmación
era una ofensa para todo el estado, y por eso la hormiga fue condenada a ser
amordazada y encerrada a perpetuidad. Poco tiempo después subió al árbol otra
hormiga e hizo el mismo viaje e idéntico descubrimiento, del cual habló
también, aunque, según dijeron, con circunspección y palabras ambiguas; y como,
por añadidura, era una hormiga respetable, de la clase de las puras, le
prestaron crédito, y cuando murió le erigieron, por sus méritos científicos, un
monumento consistente en una cáscara de huevo. Un día vi cómo las hormigas iban
de un lado a otro con un huevo a cuestas. Una de ellas perdió el suyo, y por
muchos esfuerzos que hacía para cargárselo de nuevo, no lo lograba.
Acercáronsele entonces otras dos y la ayudaron con todas sus fuerzas, hasta el
extremo de que estuvieron a punto de perder también los suyos; entonces
desistieron de repente, por aquello de que la caridad bien ordenada empieza por
uno mismo. La reina, hablando del incidente, declaró que en aquella acción se habían
puesto de manifiesto a la par el corazón y la inteligencia. Estas dos
cualidades nos sitúan a la cabeza de todos los seres racionales. ¡La razón debe
ser en todo momento la predominante, y yo poseo la máxima! - se incorporó sobre
sus patas posteriores, destacando sobre todo las demás -; yo no podía errar el
golpe, y sacando la lengua, me la zampé. «¡Ve a las hormigas y serás sabio!».
¡Ahora tenía la reina!
Me acerqué al árbol
de marras: era un roble de tronco muy alto y enorme copa; ¡los años que tendría!
Sabía yo que en él habitaba un ser vivo, una mujer llamada Dríada, que nace con
el árbol y con él muere; me lo habían dicho en la biblioteca; y he aquí que me
hallaba ahora en presencia de un árbol de aquella especie y veía al hada, que,
al descubrirme, lanzó un grito terrible. Como todas las mujeres, siente terror
ante los ratones; pero tenía otro motivo, además, pues yo podía roer el árbol
del que dependía su vida. Dirigíle palabras amistosas y cordiales, para
tranquilizarla, y me tomó en su delicada mano. Al enterarse de por qué recorría
yo el mundo, prometióme que tal vez aquella misma noche obtendría yo uno de los
dos tesoros que andaba buscando. Me contó que Fantasio era hermoso como el dios
del amor, y además muy amigo suyo, y que se pasaba muchas horas descansando
entre las frondosas ramas de su árbol, las cuales rumoreaban entonces de modo
mucho más intenso y amoroso que de costumbre. Solía llamarla su dríada, dijo, y
al roble, su árbol. El roble, corpulento, poderoso y bello, respondía perfectamente
a su ideal; las raíces penetran profunda y firmemente en el suelo, el tronco y
la copa se elevan en la atmósfera diáfana y entran en contacto con los
remolinos de nieve, con los helados vientos y con los calurosos rayos del sol,
todo a su debido tiempo. Y dijo también: «Allá arriba los pájaros cantan y
cuentan cosas de tierras extrañas. En la única rama que está seca ha hecho su
nido una cigüeña; es un bello adorno, y además nos enteramos de las maravillas
del país de las pirámides. Todo eso deleita a Fantasio, pero no tiene bastante;
yo tengo que hablarle de la vida en el bosque desde el tiempo en que era
pequeñita y mi árbol era tan endeble, que una ortiga podía ocultarlo, hasta los
días actuales, en que es tan grande y poderoso. Quédate aquí entre las
asperillas y presta atención; en cuanto llegue Fantasio, veré la manera de
arrancar una pluma de sus alas. Cógela, ningún poeta tuvo otra mejor; ¡tendrás
bastante!».
Y llegó Fantasio,
fuéle arrancada la pluma y yo me hice con ella; mas primero hube de ponerla en
agua para que se ablandase, pues habría costado mucho digerirla; luego la roí.
No es cosa fácil llegar a ser poeta, antes hay que digerir muchas cosas. Y he
aquí que tenía ya dos condiciones: el entendimiento y la fantasía, y por ellas
supe que la tercera se encontraba en la biblioteca, puesto que un gran hombre
ha afirmado, de palabra y por escrito, que hay novelas cuyo exclusivo objeto es
liberar a los hombres de las lágrimas superfluas, o sea, que son una especie de
esponjas que absorben los sentimientos. Me acordé de algunos de esos libros,
que me habían parecido siempre en extremo apetitosos; estaban tan desgastados a
fuerza de leídos, y tan grasientos, que forzosamente habrían absorbido
verdaderos raudales de lágrimas.
Regresé a la
biblioteca de mi tierra, devoré casi una novela entera - claro que sólo la
parte blanda, o sea, la novela propiamente dicha, dejando la corteza, la
encuadernación -. Cuando hube devorado a ésta y una segunda a continuación,
noté que algo se agitaba dentro de mí, por lo que me comí parte de una tercera,
y quedé ya convertida en poetisa; así me lo dije para mis adentros, y también
lo dijeron los demás. Me dolía la cabeza, me dolía la barriga, qué sé yo los
dolores que sentía. Púseme a imaginar historias referentes a un palillo de
morcilla, y muy pronto tuve tanta madera en la cabeza, que volaban las virutas.
Sí, la reina de las hormigas poseía un talento nada común. Acordéme de un
hombre que al meterse en la boca una astilla blanca quedó invisible, junto con
la astilla. Pensé en aquello de «tocar madera», «ver una viga en el ojo ajeno»,
«de tal palo tal astilla», en una palabra, todos mis pensamientos se hicieron
leñosos, y se descomponían en palillos, tarugos y maderos. Y todos ellos me
daban temas para poesías, como es natural cuando una es poetisa, y yo he
llegado a serlo. Por eso podré deleitaros cada día con un palillo y una
historia. Ésta es mi sopa.
- Oigamos a la
tercera - dijo el rey.
- ¡Pip, pip! -
oyóse de pronto en la puerta de la cocina, y la cuarta ratita, aquella que
habían dado por muerta, entró corriendo, y con su precipitación derribó el
palillo envuelto en el crespón de luto. Había viajado día y noche, en un tren
de mercancías, aprovechando una ocasión que se le había presentado, y por un
pelo no llegó demasiado tarde. Adelantóse; parecía excitadísima; había perdido
el palillo, pero no el habla, y tomó la palabra sin titubear, como si la
hubiesen estado esperando y sólo a ella desearan oír, sin que les importase un
comino el resto del mundo. Habló enseguida y dijo todo lo que tenía en el
buche. Llegó tan de improviso, que nadie tuvo tiempo de atajarla, ni a ella ni
su discurso. ¡Escuchémosla!
4. De lo que contó
la cuarta ratita, que tomó la palabra antes que la tercera
- Me fui directamente a la gran
ciudad - dijo -; no recuerdo cómo se llama, tengo muy mala memoria para
nombres. Me metí en un cargamento de mercancías confiscadas, y de la estación
me llevaron al juzgado, y me fui a ver al carcelero. Él me habló de sus
detenidos, y especialmente de uno que había pronunciado palabras imprudentes
que habían sido repetidas y cundido entre el pueblo. «Todo esto no es más que
sopa de palillo de morcilla - me dijo -; ¡pero esta sopa puede costarle la
cabeza!». Aquello despertó mi interés por el preso, y, aprovechando una
oportunidad, me deslicé en su celda. No hay puerta tan bien cerrada que no
tenga un agujerillo para un ratón. El hombre estaba macilento, llevaba una
larga barba, y tenía los ojos grandes y brillantes. La lámpara humeaba, pero
las paredes ya estaban acostumbradas, y no por eso se volvían más negras. El
preso mataba el tiempo trazando en ellas versos y dibujos, blanco sobre negro,
lo cual hacía muy bonito, pero no los leí. Creo que se aburría, y por eso fui
un huésped bienvenido. Me atrajo con pedacitos de pan, silbándome y
dirigiéndome palabras cariñosas. Se mostraba tan contento de verme, que le tomé
confianza y nos hicimos amigos. Compartía conmigo el pan y el agua, y me daba
queso y salchichón. Yo me daba una buena vida, pero debo confesar que lo que
más me atraía era la compañía. El hombre permitía que trepara por sus manos y
brazos, hasta el extremo de las mangas; dejaba que me paseara por sus barbas y
me llamaba su amiguita. Me encariñé con él, pues la simpatía siempre es mutua,
hasta el punto de olvidarme del objeto de mi viaje, y dejé el palillo en una
grieta del suelo, donde debe seguir todavía. Yo quería quedarme donde estaba;
si me iba, el pobre preso no tendría a nadie, y esto es demasiado poco en este
mundo. ¡Ay! Yo me quedé, pero él no. La última vez me habló tristemente, me dio
ración doble de miga de pan y trocitos de queso, y además me envió un beso con
los dedos. Se fue y no volvió; ignoro su historia. «¡Sopa de palillo de
morcilla!», exclamó el carcelero; y yo me fui con él. Pero hice mal en
confiarme; cierto que me tomó en la mano, pero me encerró en una jaula
giratoria. ¡Horrible! Corre una sin parar, sin moverse nunca del mismo sitio,
¡y se ríen de ti, por añadidura!La nieta del carcelero era una monada de criatura, con un cabello rubio y ondulado, ojos alegres y una eterna sonrisa en la boca.
«¡Pobre ratita!», dijo, y se acercó a mi horrible jaula y descorrió el pestillo de hierro. Y yo salté de un brinco al arco de la ventana, y de allí al canalón del tejado. ¡Libre, libre! Era mi único pensamiento, y no me acordaba en absoluto del objeto de mi viaje.
Oscurecía, era ya noche y busqué refugio en una vieja torre, donde vivían el guardián y una lechuza. No me inspiraban confianza, especialmente la segunda, que se parece a los gatos y tiene la mala costumbre de comerse a los ratones. Pero todo el mundo puede equivocarse, y eso es lo que yo hice, pues se trataba de una vieja lechuza en extremo respetable y muy culta; sabía más que el guardián, y casi tanto como yo. Las lechuzas jóvenes metían gran barullo y se excitaban por las cosas más insignificantes. «¡No hagamos sopa de palillos de morcilla!», les decía ella, y esto era lo más duro que se le ocurría decir; tal era su afecto por la familia. Me pareció tan simpática, que le grité «¡pip!» desde mi escondite. Aquella muestra de confianza le gustó, y me prometió tomarme bajo su protección. Podía estar tranquila: ningún animal me causaría daño ni me mataría; me guardaría para el invierno, cuando llegaran los días de hambre.
Era, desde luego, un animal muy listo; me explicó que el guardián no podía tocar sin ayuda del cuerno que llevaba colgado del cinto. «Se hace el importante y se cree la lechuza de la torre. Piensa que tocar el cuerno es una gran cosa, y, sin embargo, de poco le sirve. ¡Sopa de palillos de morcilla!». Entonces yo le pedí la receta de esta sopa, y me dio la siguiente explicación: «Eso de sopa de palillos de morcilla es una expresión de los humanos, y tiene diversos sentidos, y cada cual cree acertado el que le da. Es, como si dijéramos; nada entre dos platos. Y, de hecho, es esto: nada».
«¡Nada!», exclamé, como herida por un rayo. La verdad no siempre es agradable, pero, después de todo, es lo mejor que hay en el mundo. Y así lo dijo también la vieja lechuza. Yo me puse a reflexionar y comprendí que si os traía lo mejor, os daría algo que vale mucho más que una sopa de palillos de morcilla. Y así me di prisa por llegar a tiempo, trayendo conmigo lo que hay de más alto y mejor: la verdad, Los ratones son un pueblo ilustrado e inteligente, y el rey reina sobre todos. No dudo que, por amor a la verdad, me elevará a la dignidad de reina.
- ¡Tu verdad es mentira! - protestó la ratita que no había podido hablar - ¡Yo sé cocinar la sopa y lo haré!
5. Cómo fue guisada
la sopa
- Yo no salí de viaje - comenzó la
tercera ratita, que no pudo hacer uso de la palabra sino en cuarto lugar -. Me
quedé en el país, y eso es lo más acertado. ¿Para qué viajar, si aquí se
encuentra todo? Me quedé en casa, pues, y no he consultado a seres sobrenaturales,
ni me he tragado nada que valga la pena de contar, ni he hablado con lechuzas.
Mi saber procede de mi propia capacidad de reflexión. Hagan el favor de
disponer el caldero y llenarlo de agua hasta el borde. Luego enciendan fuego y
hagan hervir el agua; tiene que hervir. Echen después en ella el palillo de
morcilla, y a continuación, que Su Majestad se digne meter el rabo en el agua
hirviente y agitar con él el caldo.Cuanto más tiempo esté agitándolo Su Majestad, más buena saldrá la sopa. No cuesta nada ni requiere más aditamentos, ¡todo está en el agitar!
- ¿No podría hacerlo algún otro ratón? - preguntó el rey.
- No - respondió la ratita -, la virtud se encierra sólo en el rabo del rey de los ratones.
Hirvió el agua, el rey se situó al lado del caldero, cuyo aspecto era verdaderamente peligroso. Alargó el rabo como hacen los ratones en la lechería cuando sacan la nata de un tazón y luego se lamen la cola. Pero se limitó a poner la suya en el vapor ardiente y, pegando un brinco, dijo:
- ¡Desde luego, tú y no otra serás la reina! La sopa puede aguardar a que celebremos las bodas de oro. Entretanto, los pobres de mi reino podrán alegrarse con esta esperanza, y tendrán alegría para largo tiempo.
Y se celebró la boda. Pero muchos ratones dijeron, al regresar a sus casas:
- No debiera llamarse sopa de palillos de morcilla, sino de cola de ratón.
En su opinión, todo lo que habían contado estaba muy bien, pero el conjunto dejaba algo que desear.
- Yo, por ejemplo, lo habría explicado de tal y tal modo...
Era la crítica, siempre tan inteligente... pasada la ocasión.
* * *
La historia dio la vuelta al mundo;
las opiniones diferían, pero la narración se conservó. Y esto es lo principal,
así en las cosas grandes como en las pequeñas, incluso con la sopa de palillos
de morcilla. ¡No esperéis que os la agradezcan!
El gorro
de dormir del solterón
Hay en Copenhague
una calle que lleva el extraño nombre de «Hyskenstraede» (Callejón de Hysken).
¿Por qué se llama así y qué significa su nombre? Hay quien dice que es de origen
alemán, aunque esto sería atropellar esta lengua, pues en tal caso Hysken
sería: «Häuschen», palabra que significa «casitas». Las tales casitas, por
espacio de largos años, sólo fueron barracas de madera, casi como las que hoy
vemos en las ferias, tal vez un poco mayores, y con ventanas, que en vez de
cristales tenían placas de cuerno o de vejiga, pues el poner vidrios en las
ventanas era en aquel tiempo todo un lujo. De esto, empero, hace tanto tiempo,
que el bisabuelo decía, al hablar de ello: «Antiguamente...». Hoy hace de ello
varios siglos.
Los ricos
comerciantes de Brema y Lubeck negociaban en Copenhague. Ellos no venían en
persona, sino que enviaban a sus dependientes, los cuales se alojaban en los
barracones de la Calleja de las casitas, y en ellas vendían su cerveza y sus
especias. La cerveza alemana era entonces muy estimada, y la había de muchas
clases: de Brema, de Prüssinger, de Ems, sin faltar la de Brunswick. Vendían
luego una gran variedad de especias: azafrán, anís, jengibre y, especialmente,
pimienta. Ésta era la más estimada, y de aquí que a aquellos vendedores se les
aplicara el apodo de «pimenteros». Cuando salían de su país, contraían el
compromiso de no casarse en el lugar de su trabajo. Muchos de ellos llegaban a
edad avanzada y tenían que cuidar de su persona, arreglar su casa y apagar la
lumbre - cuando la tenían -. Algunos se volvían huraños, como niños
envejecidos, solitarios, con ideas y costumbres especiales. De ahí viene que en
Dinamarca se llame «pimentero» a todo hombre soltero que ha llegado a una edad
más que suficiente para casarse. Hay que saber todo esto para comprender mi
cuento.
Es costumbre hacer
burla de los «pimenteros» o solterones, como decimos aquí; una de sus bromas
consiste en decirle que se vayan a acostar y que se calen el gorro de dormir
hasta los ojos.
Corta, corta, madera, ¡ay de ti, solterón!
El gorro de dormir se acuesta contigo,
en vez de un tesorito lindo y fino.
Sí, esto es lo que les cantan. Se burlan del solterón y de su gorro de noche, precisamente porque conocen tan mal a uno y otro. ¡Ay, no deseéis a nadie el gorro de dormir! ¿Por qué? Escuchad:
Antaño, la Calleja de las Casitas no estaba empedrada; salías de un bache para meterte en un hoyo, como en un camino removido por los carros, y además era muy angosta. Las casuchas se tocaban, y era tan reducido el espacio que mediaba entre una hilera y la de enfrente, que en verano solían tender una cuerda desde un tenducho al opuesto; toda la calle olía a pimienta, azafrán y jengibre. Detrás de las mesitas no solía haber gente joven; la mayoría eran solterones, los cuales no creáis que fueran con peluca o gorro de dormir, pantalón de felpa, y chaleco y chaqueta abrochados hasta el cuello, no; aunque ésta era, en efecto, la indumentaria del bisabuelo de nuestro bisabuelo, y así lo vemos retratado. Los «pimenteros» no contaban con medios para hacerse retratar, y es una lástima que no tengamos ahora el cuadro de uno de ellos, retratado en su tienda o yendo a la iglesia los días festivos. El sombrero era alto y de ancha ala, y los más jóvenes se lo adornaban a veces con una pluma; la camisa de lana desaparecía bajo un cuello vuelto, de hilo blanco; la chaqueta quedaba ceñida y abrochada de arriba abajo; la capa colgaba suelta sobre el cuerpo, mientras los pantalones bajaban rectos hasta los zapatos, de ancha punta, pues no usaban medias. Del cinturón colgaban el cuchillo y la cuchara para el trabajo de la tienda, amén de un puñal para la propia defensa, lo cual era muy necesario en aquellos tiempos. Justamente así iba vestido los días de fiesta el viejo Antón, uno de los solterones más empedernidos de la calleja; sólo que en vez del sombrero alto llevaba una capucha, y debajo de ella un gorro de punto, un auténtico gorro de dormir. Se había acostumbrado a llevarlo, y jamás se lo quitaba de la cabeza; y tenía dos gorros de éstos. Su aspecto pedía a voces el retrato: era seco como un huso, tenía la boca y los ojos rodeados de arrugas, largos dedos huesudos y cejas grises y erizadas. Sobre el ojo izquierdo le colgaba un gran mechón que le salía de un lunar; no puede decirse que lo embelleciera, pero al menos servía para identificarlo fácilmente. Se decía de él que era de Brema, aunque en realidad no era de allí, pero sí vivía en Brema su patrón. Él era de Turingia, de la ciudad de Eisenach, en la falda de la Wartburg. El viejo Antón solía hablar poco de su patria chica, pero tanto más pensaba en ella.
No era usual que los viejos vendedores de la calle se reunieran, sino que cada cual permanecía en su tenducho, que se cerraba al atardecer, y entonces la calleja quedaba completamente oscura; sólo un tenue resplandor salía por la pequeña placa de cuerno del rejado, y en el interior de la casucha, el viejo, sentado generalmente en la cama con su libro alemán de cánticos, entonaba su canción nocturnal o trajinaba hasta bien entrada la noche, ocupado en mil quehaceres. Divertido no lo era, a buen seguro. Ser forastero en tierra extraña es condición bien amarga. Nadie se preocupa de uno, a no ser que le estorbe. Y entonces la preocupación lleva consigo el quitárselo a uno de encima.
En las noches oscuras y lluviosas, la calle aparecía por demás lúgubre y desierta. No había luz; sólo un diminuto farol colgaba en el extremo, frente a una imagen de la Virgen pintada en la pared. Se oía tamborilear y chapotear el agua sobre el cercano baluarte, en dirección a la presa de Slotholm, cerca de la cual desembocaba la calle. Las veladas así resultan largas y aburridas, si no se busca en qué ocuparlas: no todos los días hay que empaquetar o desempaquetar, liar cucuruchos, limpiar los platillos de la balanza; hay que idear alguna otra cosa, que es lo que hacía nuestro viejo Antón: se cosía sus prendas o remendaba los zapatos. Por fin se acostaba, conservando puesto el gorro; se lo calaba hasta los ojos, y unos momentos después volvía a levantarlo, para cerciorarse de que la luz estaba bien apagada. Palpaba el pábilo, apretándolo con los dedos, y luego se echaba del otro lado, volviendo a encasquetarse el gorro. Pero muchas veces se le ocurría pensar: ¿no habrá quedado un ascua encendida en el braserillo que hay debajo de la mesa? Una chispita que quedara encendida, podía avivarse y provocar un desastre. Y volvía a levantarse, bajaba la escalera de mano - pues otra no había - y, llegado al brasero y comprobado que no se veía ninguna chispa, regresaba arriba. Pero no era raro que, a mitad de camino, le asaltase la duda de si la barra de la puerta estaría bien puesta, y las aldabillas bien echadas. Y otra vez abajo sobre sus escuálidas piernas, tiritando y castañeteándole los dientes, hasta que volvía a meterse en cama, pues el frío es más rabioso que nunca cuando sabe que tiene que marcharse. Cubríase bien con la manta, se hundía el gorro de dormir hasta más abajo de los ojos y procuraba apartar sus pensamientos del negocio y de las preocupaciones del día. Mas no siempre conseguía aquietarse, pues entonces se presentaban viejos recuerdos y descorrían sus cortinas, las cuales tienen a veces alfileres que pinchan. ¡Ay!, exclama uno; y se la clavan en la carne y queman, y las lágrimas le vienen a los ojos. Así le ocurría con frecuencia al viejo Antón, que a veces lloraba lágrimas ardientes, clarísimas perlas que caían sobre la manta o al suelo, resonando como acordes arrancados a una cuerda dolorida, como si salieran del corazón. Y al evaporarse, se inflamaban e iluminaban en su mente un cuadro de su vida que nunca se borraba de su alma. Si se secaba los ojos con el gorro, quedaban rotas las lágrimas y la imagen, pero no su fuente, que brotaba del corazón. Aquellos cuadros no se presentaban por el orden que habían tenido en la realidad; lo corriente era que apareciesen los más dolorosos, pero también acudían otros de una dulce tristeza, y éstos eran los que entonces arrojaban las mayores sombras.
Todos reconocen cuán magníficos son los hayedos de Dinamarca, pero en la mente de Antón se levantaba más magnífico todavía el bosque de hayas de Wartburg; más poderosos y venerables le parecían los viejos robles que rodeaban el altivo castillo medieval, con las plantas trepadoras colgantes de los sillares; más dulcemente olían las flores de sus manzanos que las de los manzanos daneses; percibía bien distintamente su aroma. Rodó una lágrima, sonora y luminosa, y entonces vio claramente dos muchachos, un niño y una niña. Estaban jugando. El muchacho tenía las mejillas coloradas, rubio cabello ondulado, ojos azules de expresión leal. Era el hijo del rico comerciante, Antoñito, él mismo. La niña tenía ojos castaños y pelo negro; la mirada, viva e inteligente; era Molly, hija del alcalde. Los dos chiquillos jugaban con una manzana, la sacudían y oían sonar en su interior las pepitas. Cortaban la fruta y se la repartían por igual; luego se repartían también las semillas y se las comían todas menos una; tenían que plantarla, había dicho la niña.
- ¡Verás lo que sale! Saldrá algo que nunca habrías imaginado. Un manzano entero, pero no enseguida.
Y depositaron la semilla en un tiesto, trabajando los dos con gran entusiasmo. El niño abrió un hoyo en la tierra con el dedo, la chiquilla depositó en él la semilla, y los dos la cubrieron con tierra.
Ahora no vayas a sacarla mañana para ver si ha echado raíces - advirtió Molly -; eso no se hace. Yo lo probé por dos veces con mis flores; quería ver si crecían, tonta de mí, y las flores se murieron.
Antón se quedó con el tiesto, y cada mañana, durante todo el invierno, salió a mirarlo, mas sólo se veía la negra tierra. Pero al llegar la primavera, y cuando el sol ya calentaba, asomaron dos hojitas verdes en el tiesto.
- Son yo y Molly - exclamó Antón -. ¡Es maravilloso!
Pronto apareció una tercera hoja; ¿qué significaba aquello? Y luego salió otra, y todavía otra. Día tras día, semana tras semana, la planta iba creciendo, hasta que se convirtió en un arbolillo hecho y derecho.
Y todo eso se reflejaba ahora en una única lágrima, que se deslizó y desapareció; pero otras brotarían de la fuente, del corazón del viejo Antón.
En las cercanías de Eisenach se extiende una línea de montañas rocosas; una de ellas tiene forma redondeada y está desnuda, sin árboles, matorrales ni hierba. Se llama Venusberg, la montaña de Venus, una diosa de los tiempos paganos a quien llamaban Dama Holle; todos los niños de Eisenach lo sabían y lo saben aún. Con sus hechizos había atraído al caballero Tannhäuser, el trovador del círculo de cantores de Wartburg.
La pequeña Molly y Antón iban con frecuencia a la montaña, y un día dijo ella:
- ¿A que no te atreves a llamar a la roca y gritar: ¡«Dama Holle, Dama Holle, abre, que aquí está Tannhäuser!?».
Antón no se atrevió, pero sí Molly, aunque sólo pronunció las palabras: «¡Dama Holle, Dama Holle!» en voz muy alta y muy clara; el resto lo dijo de una manera tan confusa, en dirección del viento, que Antón quedó persuadido de que no había dicho nada. ¡Qué valiente estaba entonces! Tenía un aire tan resuelto, como cuando se reunía con otras niñas en el jardín, y todas se empeñaban en besarlo, precisamente porque él no se dejaba, y la emprendía a golpes, por lo que ninguna se atrevía a ello. Nadie excepto Molly, desde luego.
- ¡Yo puedo besarlo! - decía con orgullo, rodeándole el cuello con los brazos; en ello ponía su pundonor. Antón se dejaba, sin darle mayor importancia. ¡Qué bonita era, y qué atrevida! Dama Holle de la montaña debía de ser también muy hermosa, pero su belleza, decíase, era la engañosa belleza del diablo. La mejor hermosura era la de Santa Isabel, patrona del país, la piadosa princesa turingia, cuyas buenas obras eran exaltadas en romances y leyendas; en la capilla estaba su imagen, rodeada de lámparas de plata; pero Molly no se le parecía en nada.
El manzano plantado por los dos niños iba creciendo de año en año, y llegó a ser tan alto, que hubo que trasplantarlo al aire libre, en el jardín, donde caí el rocío y el sol calentaba de verdad. Allí tomó fuerzas para resistir al invierno. Después del duro agobio de éste, parecía como si en primavera floreciese de alegría. En otoño dio dos manzanas, una para Molly y otra para Antón; menos no hubiese sido correcto.
El árbol había crecido rápidamente, y Molly no le fue a la zaga; era fresca y lozana como una flor del manzano; pero no estaba él destinado a asistir por mucho tiempo a aquella floración. Todo cambia, todo pasa. El padre de Molly se marchó de la ciudad, y Molly se fue con él, muy lejos. En nuestros días, gracias al tren, sería un viaje de unas horas, pero entonces llevaba más de un día y una noche el trasladarse de Eisenach hasta la frontera oriental de Turingia, a la ciudad que hoy llamamos todavía Weimar.
Lloró Molly, y lloró Antón; todas aquellas lágrimas se fundían en una sola, que brillaba con los deslumbradores matices de la alegría. Molly le había dicho que prefería quedarse con él a ver todas las bellezas de Weimar.
El gorro
de dormir del solterón
Continuación
Pasó un año,
pasaron dos, tres, y en todo aquel tiempo llegaron dos cartas: la primera la
trajo el carretero, la otra, un viajero. Era un camino largo, pesado y
tortuoso, que serpenteaba por pueblos y ciudades.
¡Cuántas veces
Antón y Molly habían oído la historia de Tristán o Isolda! Y cuán a menudo, al
recordarla, había pensado en sí mismo y en Molly, a pesar de que Tristán
significa, al parecer, «nacido en la aflicción», y esto no cuadraba para Antón.
Por otra parte, éste nunca habría pensado, como Tristán: «Me ha olvidado». Y,
sin embargo, Isolda no olvidaba al amigo de su alma, y cuando los dos hubieron
muerto y fueron enterrados cada uno a un lado de la iglesia, los tilos
plantados sobre sus tumbas crecieron por encima del tejado hasta entrelazar sus
ramas. ¡Qué bella era esta historia, y qué triste!
Pero la tristeza no
rezaba con él y Molly; por eso se ponía a silbar una canción del trovador
Walther von der Vogelweide:
¡Bajo el tilode la campiña!
Y qué hermoso era especialmente aquello de:
¡Frente al bosque, en el valle
tandaradai!
¡Qué bien canta el ruiseñor!
Aquella canción le venía constantemente a la lengua, y ésta era la que cantaba y silbaba en la noche de luna en que, cabalgando por la honda garganta, se dirigía a Weimar a visitar a Molly. Quería llegar de sorpresa, y, en efecto, no lo esperaban.
Le dieron la bienvenida con un vaso lleno de vino hasta el borde; encontróse con una alegre compañía, y muy distinguida, un cuarto cómodo y una buena cama; y, no obstante, aquello no era lo que él había pensado e imaginado. No se comprendía a sí mismo ni comprendía a los demás, pero nosotros sí lo comprendemos. Se puede ser de la casa, vivir en familia, y, sin embargo, no sentirse arraigado; se habla con los demás como se habla en la diligencia, trabar relaciones como en ella se traban. Uno estorba al otro, se tienen ganas de marcharse o de que el vecino se marche. Algo así le sucedía a Antón.
- Mira, yo soy leal - le dijo Molly - y te lo diré yo misma. Las cosas han cambiado mucho desde que éramos niños y jugábamos juntos; ahora todo es muy diferente, tanto por fuera como por dentro. La costumbre y la voluntad no tienen poder alguno sobre nuestro corazón. Antón, no quisiera que fueses mi enemigo, ahora que voy a marcharme muy lejos de aquí. Créeme, te aprecio mucho, pero amarte como ahora sé que se puede amar a un hombre, eso nunca he podido hacerlo. Tendrás que resignarte. ¡Adiós, Antón!
Y Antón le dijo también adiós. Ni una lágrima asomó a sus ojos, pero sintió que ya no era el amigo de Molly. Si besamos una barra de hierro candente, nos produce la misma impresión que si besamos una barra de hielo: ambas nos arrancan la piel de los labios. Pues bien, Antón besó, en el odio, con la misma fuerza con que había besado en el amor.
Ni un día necesitó el mozo para regresar a Eisenach; pero el caballo que montaba quedó deshecho.
- ¡Qué importa ya todo! - dijo Antón -. Estoy hundido y hundiré todo lo que me recuerde a ella, Dama Holle, Dama Venus, mujer endiablada. ¡Arrancaré de raíz el manzano, para que jamás dé flores ni frutos!
Pero no destruyó el árbol. Él fue quien quedó postrado en cama, minado por la fiebre. ¿Qué podía curarlo y ayudarle a restablecerse? Una cosa vino, sin embargo, que lo curó, el remedio más amargo de cuantos existen, que sacude el cuerpo enfermo y el alma oprimida: el padre de Antón dejó de ser el comerciante más rico de Eisenach. Llamaron a la puerta días difíciles, días de prueba; arremetió la desgracia; a grandes oleadas irrumpió en aquella casa, otrora tan próspera. El padre quedó arruinado, las preocupaciones y los infortunios lo paralizaron, y Antón hubo de pensar en otras cosas que no tenían nada que ver con su amor perdido y su rencor a Molly. Tuvo que ocupar en la casa el puesto de su padre y de su madre, disponer, ayudar, intervenir enérgicamente, incluso marcharse a correr mundo para ganarse el pan.
Fuese a Brema, conoció la miseria y los días difíciles. Eso endurece el carácter... a no ser que lo ablande, y a veces lo ablanda demasiado. ¡Qué distintos eran el mundo y los hombres de como los había imaginado de niño! ¿Qué significaban ahora para él las canciones del trovador? Palabras vanas, un soplo huero. Así le parecían en ciertos momentos; pero en otros, aquellas melodías penetraban en su alma y despertaban en él pensamientos piadosos.
- La voluntad de Dios es la más sabia - decíase entonces -. Fue buena cosa que Dios Nuestro Señor me privara del amor de Molly. ¡Adónde me habría llevado, ahora que la felicidad me ha vuelto la espalda!. Me abandonó antes de que pudiera pensar o saber que me venía este revés de fortuna. Fue una gracia que me concedió el Señor; todo lo dispone del mejor modo posible. Todo discurre según sus sabios designios. ¡Qué podía hacer ella para evitarlo! ¡Y yo que le he guardado tanto rencor!
Transcurrieron años. El padre de Antón había muerto, y gentes extrañas ocupaban la casa paterna. Sin embargo, el joven estaba destinado a volver a verla. Su rico amo lo envió en viajes de negocios que lo obligaron a pasar por su ciudad natal de Eisenach. La antigua Wartburg se alzaba como siempre, sobre la peña del «fraile y la monja». Los corpulentos robles seguían dando al conjunto el mismo aspecto que durante su infancia. La Venusberg brillaba, desnuda y gris, sobre el fondo del valle. Gustoso habría gritado: - ¡Dama Holle, Dama Holle! ¡Abre tu montaña, que así al menos descansaré en mi tierra!
Era un pensamiento pecaminoso, y el mozo se santiguó. En el mismo momento cantó un pajarillo en el zarzal y le vino a la memoria la vieja trova:
¡Frente al bosque, en el valle
tandaradai!
¡Qué bien canta el ruiseñor!
En la ciudad de su infancia despertáronse multitud de recuerdos que le arrancaron lágrimas. La casa paterna se levantaba en su sitio de siempre, pero el jardín era distinto. Un camino vecinal lo atravesaba por uno de los ángulos, y el manzano que no había tenido valor para arrancar, seguía creciendo, aunque fuera del jardín, en el borde opuesto del camino. El sol lo bañaba como antes, y el rocío lo refrescaba, por lo que daba tanto fruto, que bajo su peso las ramas se inclinaban hasta el suelo.
- Prospera - se dijo -. Él puede hacerlo.
Sin embargo, una de las grandes ramas estaba tronchada, por obra de manos despiadadas, pues el árbol estaba a la vera del camino.
- Cogen sus flores sin darle las gracias, le roban los frutos y le rompen las ramas. Del árbol podría decirse lo mismo que de un hombre: no le predijeron esta suerte en la cuna. Su historia comenzó de un modo tan feliz y placentero, y, ¿qué ha sido de él? Abandonado y olvidado, un árbol de vergel puesto junto al foso, al borde del campo y de la carretera. Ahí lo tenéis sin protección, descuidado y roto. No se marchitará por eso, pero a medida que pasen los años, sus flores serán menos numerosas, dejará de dar frutos, y, al fin... al fin se acabó la historia.
Todo esto pensó Antón bajo el árbol, y lo volvió a pensar más de una noche en su cuartito solitario de aquella casa de madera en tierras extrañas, en la calleja de las Casitas de Copenhague, donde su rico patrón, el comerciante de Brema, lo había enviado, bajo el compromiso de no casarse.
- ¿Casarse? ¡Jo, jo! - decía con una risa honda y singular.
El invierno se había adelantado; helaba intensamente. En la calle arreciaba la tempestad de nieve, y los que podían hacerlo se quedaban en casa. Por eso, los vecinos de la tienda de enfrente no observaron que la de Antón llevaba dos días cerrada, y que tampoco él se dejaba ver. ¡Cualquiera salía con aquel tiempo, si podía evitarlo!
Los días eran grises y oscuros, y en la casucha, cuyas ventanas, no tenían cristales, sino una placa poco translúcida, la penumbra alternaba con la negra noche. El viejo Antón llevaba dos días en la cama; no se sentía con fuerzas para levantarse. Hacía días que venía sintiendo en sus miembros la dureza del tiempo. Solitario yacía el viejo solterón, sin poder valerse; apenas lograba alcanzar el jarro del agua puesto junto a la cama, y del que había apurado ya la última gota. No era la fiebre ni la enfermedad lo que le paralizaba, sino la vejez. En la habitación donde yacía reinaba la noche continua; una arañita que él no alcanzaba a ver, tejía, contenta y diligente, su tela sobre su cabeza, como preparando un pequeño crespón de luto, para el caso de que el viejo cerrase los ojos para siempre.
El tiempo era interminable y vacío. El anciano no tenía lágrimas, ni dolores. Molly se había esfumado de su pensamiento; tenía la impresión de que el mundo y su bullicio ya no le afectaban, como si él no perteneciera ya al mundo y nadie se acordara de su persona. Por un momento creyó tener hambre y sed. Sí las tenía, pero nadie acudió a aliviarlo, nadie se preocupaba de asistirlo. Pensó en aquellos que en otros tiempos habían sufrido hambre y sed, acordóse de Santa Isabel, la santa de su patria y su infancia, la noble princesa de Turingia que, durante su peregrinación terrena, entraba en las chozas más míseras para llevar a los enfermos la esperanza y el consuelo. Sus piadosos actos iluminaban su mente, pensaba en las palabras de consuelo que prodigaba a los que sufrían, y la veía lavando las heridas de los dolientes y dando de comer a los hambrientos a pesar de las iras de su severo marido. Recordó aquella leyenda: Un día que había salido con un cesto lleno de viandas, la detuvo su esposo, que vigilaba estrechamente sus pasos, y le preguntó, airado, qué llevaba. Ella, atemorizada, respondió: «Son rosas que he cogido en el jardín». Y cuando el landgrave tiró violentamente del paño, se produjo el milagro: el pan y el vino y cuanto contenía el cesto, se habían transformado en rosas.
Así seguía vivo el recuerdo de la santa en la memoria del viejo Antón; así la veía ante su mirada empañada, de pie junto a su lecho, en la estrecha barraca, en tierras danesas. Descubrióse la cabeza, fijó los ojos en los bondadosos de la santa, y a su alrededor todo se llenó de brillo y de rosas, que se esparcieron exhalando delicioso perfume; y sintió también el olor tan querido de las manzanas, que venía de un manzano en flor cuyas ramas se extendían por encima de su persona. Era el árbol que de niños habían plantado él y Molly.
El manzano sacudió sus aromáticas hojas. Cayeron en su frente ardorosa, y la refrescaron; cayeron en sus labios sedientos, y obraron como vino y pan reparadores; cayeron también sobre su pecho, y le infundieron una sensación de alivio, de deliciosa fatiga.
- ¡Ahora me dormiré! - murmuró con voz imperceptible - ¡Cómo alivia el sueño! Mañana volveré a sentirme fuerte y ligero. ¡Qué hermoso, qué hermoso! ¡Aquel manzano que planté con tanto cariño vuelvo a verlo ahora en toda su magnificencia!
Y se durmió.
Al día siguiente - era ya el tercero que la tienda permanecía cerrada -, como había cesado la tempestad, un vecino entró en la vivienda del viejo Antón, que seguía sin salir. Encontrólo tendido en el lecho, muerto, con el gorro de dormir fuertemente asido entre las manos. Al colocarlo en el ataúd no le cubrieron la cabeza con aquel gorro; tenía otro, blanco y limpio.
¿Dónde estaban ahora las lágrimas que había llorado? ¿Dónde las perlas? Se quedaron en el gorro de dormir - pues las verdaderas no se van con la colada -, se conservaron con el gorro y con él se olvidaron. Aquellos antiguos pensamientos, los viejos sueños, todo quedó en el gorro de dormir del solterón. ¡No lo desees para ti! Te calentaría demasiado la frente, te haría latir el pulso con demasiada fuerza, te produciría sueños que parecerían reales. Esto le sucedió al primero que se lo puso, a pesar de que había transcurrido ya medio siglo. Fue el propio alcalde, que, con su mujer y once hijos, estaba muy confortablemente entre sus cuatro paredes.
Enseguida soñó con un amor desgraciado, con la ruina y el hambre.
- ¡Uf, cómo calienta este gorro! - dijo, quitándoselo de un tirón; y al hacerlo cayó de él una perla y luego otra, brillantes y sonoras -. ¡Debe de ser la gota! - exclamó el alcalde -, veo un centelleo ante los ojos.
Eran lágrimas, vertidas medio siglo atrás por el viejo Antón de Eisenach.
Todos los que más tarde se pusieron aquel gorro de dormir tuvieron visiones y sueños; su propia historia se transformó en la de Antón, se convirtió en toda una leyenda que dio origen a otras muchas. Otros las narrarán si quieren, nosotros ya hemos contado la primera y la cerramos con estas palabras: Nunca desees el gorro de dormir del solterón.
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