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miércoles, 30 de abril de 2008

EL DIOS DE LA POBREZA -- CUENTO JAPONES


"El dios de la pobreza"


Hace mucho, mucho tiempo, en algún lugar vivía una pareja que tenía muchos hijos.

Ellos a pesar de trabajar mucho vivían en la miseria y un día decidieron dejar de trabajar, cansados de ver que su situación no mejoraba en nada.

En el invierno ya no había ni arroz ni verdura.

Sus hijos dijeron: "Papá tenemos mucha hambre. Queremos comer algo."

El les dijo: "Perdón. Yo y mamá hemos trabajado mucho pero no sé por qué somos pobres. Hablé con mamá y decidimos dejar el pueblo mañana por la mañana."

Los hijos dijeron: "Sí. Vamos a irnos de aquí."

Esa noche el padre vió a un hombre en la casa y se sorprendió mucho. "¿Quién eres?", preguntó.

El hombre le contestó: "Soy el dios de la pobreza."

- "¿Eres el dios de la pobreza?"

- "Sí. He vivido mucho tiempo en esta casa."

- "¿Y qué estás haciendo?"

- "Mañana por la mañana van a salir ¿verdad?. Yo también voy con ustedes. Por eso estoy haciendo unas sandalias de paja.

El padre preguntó: "¿Tú también vas a ir?"

El dios de la pobreza le contestó: "Sí. También viviremos en armonía en la nueva casa."

El padre se sorprendió mucho y exclamó: "¡Vas a venir con nosotros!"

En la noche contó atolondradamente a su esposa lo ocurrido y le dijo: "Por eso somos pobres. Si él viene con nosotros se repetirá lo mismo. Mejor ya no nos vamos."

Al amanecer el dios de la pobreza estaba esperándolos.

- "Tardan mucho en venir. Voy a hacer más sandalias de paja mientras espero."

El dios de la pobreza esperó durante unos días e hizo muchas sandalias de paja. Disfrutaba mucho en hacerlas.

Al ver eso, se juntaron algunos aldeanos en torno al dios de la pobreza a quienes les gustaron mucho las sandalias. Este al recibir tantos halagos empezó a regalarlas.

El padre vió lo ocurrido y pensó en venderlas. Se llevó muchas sandalias al pueblo, las cuales se vendieron como "pan caliente". Recibió mucho dinero pero su situación no cambió - seguía tan pobre como siempre.

En ese momento se dió cuenta que seguiría siendo pobre mientras el dios de la pobreza viviese en su casa, así que decidió librarse de él.

Para ello llamó al dios y le dijo: "Con la venta de las sandalias he recibido mucho dinero y por eso te vamos a hacer una comida".

Esa noche la pasaron muy bien, comieron y bebieron mucho. El dios de la pobreza al ver todo eso dijo: "Como ustedes ya tienen mucho dinero yo no puedo seguir aquí en esta casa, así que esta noche me iré."

Esa noche el dios salió de la casa y los esposos se pusieron muy contentos.

Antes de dormir, el padre decidió ir al baño, y en esoc "¿Aún estás aquí?."

El dios de la pobreza dijo: "Me fui a otra casa pero, en ésta me siento muy bien por eso decidí regresar."

Los esposos se miraron y pensaron - ¡Qué vamos a hacer! ¡Tendremos que vivir siempre con este dios!.

Este se la pasaba todo el día haciendo sandalias y para que continue, los esposos decidieron sembrar arroz, pues del arroz se obtenía la paja con la que las elaboraba.

Pasado un tiempo, los esposos se dieron cuenta que al menos no les faltaba arroz para comer.

Al final, nunca pudieron llegar a ser ricos, pero, vivieron felices para siempre.

¡Y colorín colorado
este cuento se ha acabado!.

BRUJA PIRUJA

CUENTAME UN CUENTO Y VERAS QUE CONTENT@, ME VOY A LA CAMA Y TENGO LINDOS SUEÑOS ... :
_
BRUJA PIRUJA


Era una bruja piruja, biruja, maruja, de cabello rojo enrulado que los días de humedad se volvían traviesos y le caían en rulos sobre su frente, sus ojos eran negros y saltones, su nariz grande, aunque no tenía ni un lunar o verruga y su piel blanca como la leche a pesar que siempre vestía de negro.

Todas las noches preparaba en su caldero pociones con patas de ciempiés, ojos de caracol y cola de babosa.

La gente del pueblo venía a pedirle que les cure un cayo del dedo gordo del pie o una verruga de la panza o una uña encarnada y ella siempre dispuesta les regalaba sus pociones.

A veces todo salía bien, pero otras ¡se metía en cada lío!

Un día la visitó Doña Eduviges, que era la chismosa del pueblo, para pedirle que cure a su loro que se había quedado mudo y por más que ella le hablara, el loro no decía ni una palabra.

Nuestra bruja piruja, biruja, maruja, decidió ayudarla y preparó esa noche una sopa con lengua de mosquito y patas de gusano. El loro tomó la sopa...pero no habló.

Doña Eduviges muy furiosa visitó nuevamente a la bruja chiruja, miruja, para decirle que su loro seguía mudo. Fue entonces cuando la bruja firuja, fruja, decidió usar todo su poder y realizó un hechizo a la luz de la luna, lástima que esa noche hubo muchas nubes, para que el loro de doña Eduviges hable.

No sabemos si fue eso o que fue, pero el lorito comenzó a hablar, pero no para pedir la comidita sino para contar los chismes que decía Doña Eduviges y aunque ésta trato por todos los medios de callarlo, el loro hablaba y hablaba sin parar.

Así fue como la bruja piruja, maruja, liruja, biruja, chiruja,...decidió dejar de hacer hechizos y dedicarse al cultivo de rabanitos que siempre le habían gustado en la ensalada.
Y colorin, colorado, este cuento ha acabado....

martes, 29 de abril de 2008

EL AMIGO FIEL -- OSCAR WILDE


El amigo fiel
Oscar Wilde


Una mañana, la vieja rata de agua sacó la cabeza por su
agujero. Tenía unos ojos redondos muy vivarachos y unos
tupidos bigotes grises. Su cola parecía un largo elástico
negro.
Unos patitos nadaban en el estanque semejantes a una
bandada de canarios amarillos, y su madre, toda blanca
con patas rojas, esforzábase en enseñarles a hundir la
cabeza en el agua.
-No podréis ir nunca a la buena sociedad si no
aprendéis a meter la cabeza -les decía.
Y les enseñaba de nuevo cómo tenían que hacerlo. Pero
los patitos no prestaban ninguna atención a sus lecciones.
Eran tan jóvenes que no sabían las ventajas que reporta la
vida de sociedad.
-¡Qué criaturas más desobedientes! -exclamó la rata de
agua- ¡Merecían ahogarse verdaderamente!
-¡No lo quiera Dios! -replicó la pata-. Todo tiene sus
comienzos y nunca es demasiada la paciencia de los
padres.
-¡Ah! No tengo la menor idea de los sentimientos
paternos -dijo la rata de agua- No soy padre de familia.
Jamás me he casado, ni he pensado en hacerlo.
Indudablemente el amor es una buena cosa a su manera;
pero la amistad vale más. Le aseguro que no conozco en el
mundo nada más noble o más raro que una fiel amistad.
-Y, digame, se lo ruego, ¿qué idea se forma usted de
los deberes de un amigo fiel? -preguntó un pardillo verde
que había escuchado la conversación posado sobre un
sauce retorcido.
-Sí, eso es precisamente lo que quisiera yo saber -dijo
la pata, y nadando hacia el extremo del estanque, hundió
su cabeza en el agua para dar buen ejemplo a sus hijos.
-¡Necia pregunta! -gritó la rata de agua-. ¡Como es
natural, entiendo por amigo fiel al que me demuestra
fidelidad!
-¿Y qué hará usted en cambio? -dijo la avecilla
columpiándose sobre una ramita plateada y moviendo sus
alitas.
-No le comprendo a usted -respondió la rata de agua.
-Permitidme que les cuente una historia sobre el asunto
-dijo el pardillo.
-¿Se refiere a mí esa historia? -preguntó la rata de
agua- Si es así, la escucharé gustosa, porque a mí me
vuelven loca los cuentos.
-Puede aplicarse a usted -respondió el pardillo
Y abriendo las alas, se posó en la orilla del estanque y
contó la historia del amigo fiel.
-Había una vez -empezó el pardillo- un honrado mozo
llamado Hans.
-¿Era un hombre verdaderamente distinguido? -
preguntó la rata de agua.
-No -respondió el pardillo-. No creo que fuese nada
distinguido, excepto por su buen corazón y por su redonda
cara morena y afable.
Vivía en una pobre casita de campo y todos los días
trabajaba en su jardín.
En toda la comarca no había jardín tan hermoso como
el suyo. Crecían en él claveles, alelíes, capselas,
saxifragas, así como rosas de Damasco y rosas amarillas,
azafranadas, lilas y oro y alelíes rojos y blancos.
Y según los meses y por su orden florecían agavanzos
y cardaminas, mejoranas y albahacas silvestres, velloritas
e iris de Alemania, asfodelos y claveros.
Una flor sustituía a otra. Por lo cual había siempre
cosas bonitas a la vista y olores agradables que respirar.
El pequeño Hans tenía muchos amigos, pero el más
allegado a él era el gran Hugo, el molinero. Realmente, el
rico molinero era tan allegado al pequeño Hans, que no
visitaba nunca su jardín sin inclinarse sobre los macizos y
coger un gran ramo de flores o un buen puñado de
lechugas suculentas o sin llenarse los bolsillos de ciruelas
y de cerezas, según la estación.
-Los amigos verdaderos lo comparten todo entre sí -
acostumbraba decir el molinero.
Y el pequeño Hans asentía con la cabeza, sonriente,
sintiéndose orgulloso de tener un amigo que pensaba tan
noblemente.
Algunas veces, sin embargo, el vecindario encontraba
raro que el rico molinero nodiese nunca nada en cambio
al pequeño Hans, aunque tuviera cien sacos de harina
almacenados en su molino, seis vacas lecheras y un gran
número de ganado lanar; pero Hans no se preocupó nunca
por semejante cosa.
Nada le encantaba tanto como oír las bellas cosas que
el molinero acostumbraba decir sobre la solidaridad de los
verdaderos amigos.
Así, pues, el pequeño Hans cultivaba su jardín. En
primavera, en verano y en otoño, sentíase muy feliz; pero
cuando llegaba el invierno y no tenía ni frutos ni flores
que llevar al mercado, padecía mucho frío y mucha
hambre, acostándose con frecuencia sin haber comido más
que unas peras secas y algunas nueces rancias.
Además, en invierno, encontrábase muy solo, porque el
molinero no iba nunca a verle durante aquella estación.
-No está bien que vaya a ver al pequeño Hans mientras
duren las nieves -decía muchas veces el molinero a su
mujer-. Cuando las personas pasan apuros hay que dejarlas
solas y no atormentarlas con visitas. Ésa es por lo menos
mi opinión sobre la amistad, y estoy seguro de que es
acertada. Por eso esperaré la primavera y entonces iré a
verle; podrá darme un gran cesto de velloritas y eso le
alegrará.
-Eres realmente solícito con los demás -le respondía su
mujer, sentada en un cómodo sillón junto a un buen fuego
de leña-. Resulta un verdadero placer oírte hablar de la
amistad. Estoy segura de que el cura no diría sobre ella tan
bellas cosas como tú, aunque viva en una casa de tres
pisos y lleve un anillo de oro en el meñique.
-¿Y no podríamos invitar al pequeño Hans a venir
aquí? -preguntaba el hijo del molinero- Si el pobre Hans
pasa apuros, le daré la mitad de mi sopa y le enseñaré mis
conejos blancos.
-¡Qué bobo eres! -exclamó el molinero-.
Verdaderamente, no sé para qué sirve mandarte a la
escuela. Parece que no aprendes nada. Si el pequeño Hans
viniese aquí, ¡pardiez!, y viera nuestro buen fuego, nuestra
excelente cena y nuestra gran barrica de vino tinto, podría
sentir envidia. Y la envidia es una cosa terrible que
estropea los mejores caracteres. Realmente, no podría yo
sufrir que el carácter de Hans se estropeara. Soy su mejor
amigo, velaré siempre por él y tendré buen cuidado de no
exponerle a ninguna tentación. Además, si Hans viniese
aquí, podría pedirme que le diese un poco de harina fiada,
lo cual no puedo hacer. La harina es una cosa y la amistad
es otra, y no deben confundirse. Esas dos palabras se
escriben de un modo diferente y significan cosas muy
distintas, como todo el mundo sabe.
-¡Qué bien hablas! -dijo la mujer del molinero
sirviéndose un gran vaso de cerveza caliente. Me siento
verdaderamente como adormecida, lo mismo que en la
iglesia.
-Muchos obran bien -replicó el molinero-, pero pocos
saben hablar bien, lo que prueba que hablar es, con
mucho, la cosa más difícil, así como la más hermosa de las
dos.
Y miró severamente por encima de la mesa a su hijo,
que sintió tal vergüenza de sí mismo, que bajó la cabeza,
se puso casi escarlata y empezó a llorar encima de su té.
¡Era tan joven, que bien pueden ustedes dispensarle!
-¿Ése es el final de la historia? -preguntó la rata de
agua.
-Nada de eso -contestó el pardillo-. Ése es el comienzo.
-Entonces está usted muy atrasado con relación a su
tiempo -repuso la rata de agua- Hoy día todo buen
cuentista empieza por el final, prosigue por el comienzo y
termina por la mitad. Es el nuevo método. Lo he oído así
de labios de un crítico que se paseaba alrededor del
estanque con un joven. Trataba el asunto magistralmente y
estoy segura de que tenía razón, porque llevaba unas gafas
azules y era calvo; y cuando el joven le hacía alguna
observación contestaba siempre: «¡Psé!» Pero continúe
usted su historia, se lo ruego. Me agrada mucho el
molinero. Yo también encierro toda clase de bellos
sentimientos: por eso hay una gran simpatía entre él y yo.
-¡Bien! -dijo el pardillo brincando sobre sus dos
patitas-. No bien pasó el invierno, en cuanto las velloritas
empezaron a abrir sus estrellas amarillas pálidas, el
molinero dijo a su mujer que iba a salir y visitar al
pequeño Hans.
-¡Ah, qué buen corazón tienes! -le gritó su mujer-.
Piensas siempre en los demás. No te olvides de llevar el
cesto grande para traer las flores.
Entonces el molinero ató unas con otras las aspas del
molino con una fuerte cadena de hierro y bajó la colina
con la cesta al brazo.
-Buenos días, pequeño Hans -dijo el molinero.
-Buenos días -contestó Hans, apoyándose en su azadón
y sonriendo con toda su boca.
-¿Cómo has pasado el invierno? -preguntó :
-¡Bien, bien! -repuso Hans- Muchas gracias
interés. He pasado mis malos ratos, pero ahora ha vuelto la
primavera y me siento casi feliz... Además, mis flores van
muy bien.
-Hemos hablado de ti con mucha frecuencia este
invierno, Hans -prosiguió el molinero-, preguntándonos
qué sería de ti.
-¡Qué amable eres! -dijo Hans-. Temí que me hubieras
olvidado.
-Hans, me sorprende oírte hablar de ese modo -dijo el
molinero-. La amistad no olvida nunca. Eso es lo que tiene
de admirable, aunque me temo que no comprendas la
poesía de la amistad... Y entre paréntesis, ¡qué bellas están
tus velloritas!
-Sí, verdaderamente están muy bellas -dijo Hans-, y es
para mí una gran suerte tener tantas. Voy a llevarlas al
mercado, donde las venderé a la hija del burgomaestre y
con ese dinero compraré otra vez mi carretilla.
-¿Qué comprarás otra vez tu carretilla? ¿Quieres decir
entonces que la has vendido? Es un acto bien necio.
-Con toda seguridad, pero el hecho es -replicó Hans-
que me vi obligado a ello. Como sabes, el invierno es una
estación mala para mí y no tenía ningún dinero para
comprar pan. Así es que vendí primero los botones d
plata de mi traje de los domingos; luego vendí mi cadena
de plata y después mi flauta. Por último vendí mi
carretilla. Pero ahora voy a rescatarlo todo.
-Hans -dijo el molinero-, te daré mi carretilla. No está
en muy buen estado. Uno de los lados se ha roto y están
algo torcidos los radios de la rueda, pero a pesar de esto te
la daré. Sé que es muy generoso por mi parte y a mucha
gente le parecerá una locura que me desprenda de ella,
pero yo no soy como el resto del mundo. Creo que la
generosidad es la esencia de la amistad, y además, me he
comprado una carretilla nueva. Sí, puedes estar tranquilo...
Te daré mi carretilla.
-Gracias, eres muy generoso -dijo el pequeño Hans. Y
su afable cara redonda resplandeció de placer-. Puedo
arreglarla fácilmente porque tengo una tabla en mi casa.
-¡Una tabla! -exclamó el molinero-. ¡Muy bien! Eso es
precisamente lo que necesito para la techumbre de mi
granero. Hay una gran brecha y se me mojará todo el trigo
si no la tapo. ¡Qué oportuno has estado! Realmente es de
notar que una buena acción engendra otra siempre. Te he
dado mi carretilla y ahora tú vas a darme tu tabla. Claro es
que la carretilla vale mucho más que la tabla, p
amistad sincera no repara nunca en esas cosas. Dame en
seguida la tabla y hoy mismo me pondré a la obra para
arreglar mi granero.
-¡Ya lo creo! -replicó el pequeño Hans
Fue corriendo a su vivienda y sacó la tabla.
-No es una tabla muy grande -dijo el molinero
examinándola- y me temo que una vez hecho el arreglo de
la techumbre del granero no quedará madera suficiente
para el arreglo de la carretilla, pero claro es que no tengo
la culpa de eso... Y ahora, en vista de que te he dado mi
carretilla, estoy seguro de que accederás a darme en
cambio unas flores... Aquí tienes el cesto; procura llenarlo
casi por completo.
-¿Casi por completo? -dijo el pequeño Hans, bastante
afligido porque el cesto era de grandes dimensiones y
comprendía que si lo llenaba, no tendría ya flores para
llevar al mercado y estaba deseando rescatar sus botones
de plata.
-A fe mía -respondió el molinero-, una vez que te doy
mi carretilla no creí que fuese mucho pedirte unas cuantas
flores. Podré estar equivocado, pero yo me figuré que
la amistad, la verdadera amistad, estaba exenta de toda
clase de egoísmo.
-Mi querido amigo, mi mejor amigo -protestó el
pequeño Hans-, todas las flores de mi jardín están a tu
disposición, porque me importa mucho más tu estimación
que mis botones de plata.
Y corrió a coger las lindas velloritas y a llenar el cesto
del molinero.
-¡Adiós, pequeño Hans! -dijo el molinero subiendo de
nuevo la colina con su tabla al hombro y su gran cesto al
brazo.
-¡Adiós! -dijo el pequeño Hans.
Y se puso a cavar alegremente: ¡estaba tan contento de
tener una carretilla!
A la mañana siguiente, cuando estaba sujetando unas
madreselvas sobre su puerta, oyó la voz del molinero que
le llamaba desde el camino. Entonces saltó de su escalera
y corriendo al final del jardín miró por encima del muro.
Era el molinero con un gran saco de harina a su
espalda.
-Pequeño Hans -dijo el molinero-, ¿querrías llevarme
este saco de harina al mercado?
-¡Oh, lo siento mucho! -dijo Hans-; pero
verdaderamente me encuentro hoy ocupadísimo. Tengo
que sujetar todas mis enredaderas, que regar todas mi
flores y que segar todo el césped.
-¡Pardiez! -replicó el molinero-; creí que en
consideración a que te he dado mi carretilla no te negarías
a complacerme.
-¡Oh, si no me niego! -protestó el pequeño Hans-. Por
nada del mundo dejaría yo de obrar como amigo
tratándose de ti.
Y fue a coger su gorra y partió con el gran saco sobre el
hombro.
Era un día muy caluroso y la carretera estaba
terriblemente polvorienta. Antes de que Hans llegara al
mojón que marcaba la sexta milla, hallábase tan fatigado
que tuvo que sentarse a descansar. Sin embargo, no tardó
mucho en continuar animosamente su camino, llegando
por fin al mercado.
Después de esperar un rato, vendió el saco de harina a
un buen precio y regresó a su casa de un tirón, porque
temía encontrarse a algún salteador en el camino si se
retrasaba mucho.
-¡Qué día más duro! -se dijo Hans al meterse en la
cama- Pero me alegra mucho no haberme negado, porque
el molinero es mi mejor amigo y, además, va a darme su
carretilla.
A la mañana siguiente, muy temprano, el molinero
llegó por el dinero de su saco de harina, pero el pequeño
Hans estaba tan rendido, que no se había levantado aún de
la cama.
-¡Palabra! -exclamó el molinero-. Eres muy perezoso.
Cuando pienso que acabo de darte mi carretilla, creo que
podrías trabajar con más ardor. La pereza es un gran vicio
y no quisiera yo que ninguno de mis amigos fuera
perezoso o apático. No creas que te hablo sin miramientos.
Claro es que no te hablaría así si no fuese amigo tuyo.
Pero, ¿de qué serviría la amistad sino pudiera uno decir
claramente lo que piensa? Todo el mundo puede decir
cosas amables y esforzarse en ser agradable y en halagar,
pero un amigo sincero dice cosas molestas y no teme
causar pesadumbre. Por el contrario, si es un amigo
verdadero, lo prefiere, porque sabe que así hace bien.
-Lo siento mucho -respondió el pequeño Hans,
restregándose los ojos y quitándose el gorro de dormir-.
Pero estaba tan rendido, que creía haberme acostado hace
poco y escuchaba cantar a los pájaros. ¿No sabes que
trabajo siempre mejor cuando he oído cantar a los pájaros?
-¡Bueno, tanto mejor! -replicó el molinero dándole uno
palmada en el hombro-; porque necesito que arregles la
techumbre de mi granero.
El pequeño Hans tenía gran necesidad de ir a trabajar a
su jardín porque hacía dos días que no regaba sus flores,
pero no quiso decir que no al molinero, que era un buen
amigo para él.
-¿Crees que no sería amistoso decirte que tengo que
hacer? -preguntó con voz humilde y tímida.
-No creí nunca, a fe mía -contestó el molinero-, que
fuese mucho pedirte, teniendo en cuenta que acabo de
regalarte mi carretilla, pero claro el que lo haré yo mismo
si te niegas.
-¡Oh, de ningún modo! -exclamó el pequeño Hans,
saltando de su cama.
Se vistió y fue al granero.
Trabajó allí durante todo el día hasta el anochecer, y al
ponerse el sol, vino el molinero a ver hasta dónde había
llegado.
-¿Has tapado el boquete del techo, pequeño Hans? -
gritó el molinero con tono alegre.
-Está casi terminado -respondió Hans, bajando de la,
escalera.
-¡Ah! -dijo el molinero- No hay trabajo tan delicioso
como el que se hace por otro.
-¡Es un encanto oírte hablar! -respondió el pequeño
Hans, que descansaba secándose la frente- Es un encanto,
pero temo no tener yo nunca ideas tan hermosas como tú.
-¡Oh, ya las tendrás! -dijo el molinero-; pero habrás de
tomarte más trabajo. Por ahora no posees más que la
práctica de la amistad. Algún día poseerás también la
teoría.
-¿Crees eso de verdad? -preguntó el pequeño Hans.
-Indudablemente -contestó el molinero-. Pero ahora que
has arreglado el techo, mejor harás en volverte a tu casa a
descansar, pues mañana necesito que lleves mis carneros a
la montaña.
El pobre Hans no se atrevió a protestar, y al día
siguiente, al amanecer, el molinero condujo sus carneros
hasta cerca de su casita y Hans se marchó con ellos a la
montaña. Entre ir y volver se le fue el día, y cuando
regresó estaba tan cansado, que se durmió en su silla y no
se despertó hasta entrada la mañana.
-¡Qué tiempo más delicioso tendrá mi jardín! -se dijo, e
iba a ponerse a trabajar; pero por un motivo u otro no tuvo
tiempo de echar un vistazo a sus flores; llegaba su amigo
el molinero y le mandaba muy lejos a recados o le pedía
que fuese a ayudar en el molino. Algunas veces el
pequeño Hans se apuraba grandemente al pensar que sus
flores creerían que las había olvidado; pero se consolaba
pensando que el molinero era su mejor amigo.
-Además -acostumbraba a decirse- va a darme su
carretilla, lo cual es un acto de puro desprendimiento.
Y el pequeño Hans trabajaba para el molinero, y éste
decía muchas cosas bellas sobre la amistad, cosas que
Hans copiaba en su libro verde y que releía por la noche,
pues era culto.
Ahora bien; sucedió que una noche, estando el pequeño
Hans sentado junto al fuego, dieron un aldabonazo en la
puerta.
La noche era negrísima. El viento soplaba y rugía en
torno de la casa de un modo tan terrible, que Hans pensó
al principio si sería el huracán el que sacudía la puerta.
Pero sonó un segundo golpe y después un tercero más
violento que los otros.
-Será de algún pobre viajero -se dijo el pequeño Hans y
corrió a la puerta.
El molinero estaba en el umbral con una linterna en una
mano y un grueso garrote en la otra.
-Querido Hans -gritó el molinero-, me aflige un gran
pesar, mi chico se ha caído de una escalera, hiriéndose.
Voy a buscar al médico. Pero vive lejos de aquí y la noche
es tan mala, que he pensado que fueses tú en mi lugar. Ya
sabes que te doy mi carretilla. Por eso estaría muy bien
que hicieses algo por mí en cambio.
-Seguramente -exclamó el pequeño Hans-; me alegra
mucho que se te haya ocurrido venir. Iré en seguida. Pero
debías dejarme tu linterna, porque la noche es tan oscura,
que temo caer en alguna zanja.
-Lo siento muchísimo -respondió el molinero-,pero es
mi linterna nueva y sería una gran pérdida que le ocurriese
algo.
-¡Bueno, no hablemos más! Me pasaré sin ella -dijo el
pequeño Hans.
Se puso su gran capa de pieles, su gorro encarnado de
gran abrigo, se enrolló su tapabocas alrededor del cuello y
partió.
¡Qué terrible tempestad se desencadenaba!
La noche era tan negra, que el pequeño Hans no veía
apenas, y el viento tan fuerte, que le costaba gran trabajo
andar.
Sin embargo, él era muy animoso, y después de
caminar cerca de tres horas, llegó a casa del médico y
llamó a su puerta.
-¿Quién es? -gritó el doctor, asomando la cabeza a la
ventana de su habitación.
-¡El pequeño Hans, doctor!
-¿Y qué deseas, pequeño Hans?
-El hijo del molinero se ha caído de una escalera y se
ha herido y es necesario que vaya usted en seguida.
-¡Muy bien! -replicó el doctor.
Enjaezó en el acto su caballo, se calzó sus grandes
botas, y, cogiendo su linterna, bajó la escalera. Se dirigió a
casa del molinero, llevando al pequeño Hans a pie, detrás
de él.
Pero la tormenta arreció. Llovía a torrentes y el
pequeño Hans no podía ni ver por dónde iba, ni seguir al
caballo.
Finalmente, perdió su camino, estuvo vagando por el
páramo, que era un paraje peligroso lleno de hoyos
profundos, cayó en tino de ellos el pobre Hans y se ahogó.
A la mañana siguiente, unos pastores encontraron su
cuerpo flotando en una gran charca y le llevaron a
casita.
Todo el mundo asistió al entierro del pequeño Hans
porque era muy querido. Y el molinero figuró a la cabeza
del duelo.
-Era yo su mejor amigo -decía el molinero-; justo es
que ocupe el sitio de honor.
Así es que fue a la cabeza del cortejo con una larga
capa negra; de cuando en cuando se enjugaba los ojos con
un gran pañuelo de hierbas.
-El pequeño Hans representa ciertamente una gran
pérdida para todos nosotros -dijo el hojalatero una vez
terminados los funerales y cuando el acompañamiento
estuvo cómodamente instalado en la posada, bebiendo
vino dulce y comiendo buenos pasteles.
-Es una gran pérdida, sobre todo para mí -contestó el
molinero-. A fe mía que fui lo bastante bueno para
comprometerme a darle mi carretilla y ahora no se qué
hacer de ella. Me estorba en casa, y está en tal mal estado,
que si la vendiera no sacaría nada. Os aseguro que de aquí
en adelante no daré nada a nadie. Se pagan siempre las
consecuencias de haber sido generoso.
-Y es verdad -replicó la rata de agua después de una
larga pausa.
-¡Bueno! Pues nada más -dijo el pardillo.
-¿Y qué fue del molinero? -dijo la rata de agua.
-¡Oh! No lo sé a punto fijo -contesto el pardillo y
verdaderamente me da igual.
-Es evidente que su carácter de usted no es nada
simpático -dijo la rata de agua.
-Temo que no haya usted comprendido la moraleja de
la historia -replicó el pardillo.
-¿La qué? -gritó la rata de agua.
-La moraleja.
-¿Quiere eso decir que la historia tiene una moraleja?
-¡Claro que sí! -afirmó el pardillo.
-¡Caramba! -dijo la rata con tono iracundo- Podía usted
habérmelo dicho antes de empezar. De ser así no le
hubiera escuchado, con toda seguridad. Le hubiese dicho
indudablemente: «¡Psé!», como el crítico. Pero aun estoy a
tiempo de hacerlo.
Gritó su «¡Psé!» a toda voz, y dando un coletazo, se
volvió a su agujero.
-¿Qué le parece a usted la rata de agua? -preguntó la
pata, que llegó chapoteando algunos minutos después-
Tiene muchas buenas cualidades, pero yo, por mi parte,
tengo sentimientos de madre y no puedo ver a un solterón
empedernido sin que se me salten las lágrimas.
-Temo haberle molestado -respondió el pardillo-. El
hecho es que le he contado una historia que tiene su
moraleja.
-¡Ah, eso es siempre una cosa peligrosísima! -dijo la
pata.
-Y yo comparto su opinión en absoluto.

domingo, 27 de abril de 2008

UN DUENDE BURLON -- DIASPAR

Un duende burlón
Diaspar


A mi amigo Igor Cantero, etc., etc. Pues sé que al menos se molestara en imprimirlo y encuadernarlo... pues.

¡Hola amigos!. Gracias por leerme. Me llamo... bueno mi nombre no importa, ya que no soy el protagonista de este cuento. Los protagonistas son esa loca y maravillosa gente que vive en mi ciudad.
Tomemos un barrio cualquiera, el mío que es el que conozco mejor. Es un barrio de casas adosadas (casamatas las llaman aquí), con un diminuto jardín. Pero no quiero hablar de mi casa, ni del jardín, sino del garaje.
Supongo que la mayoría de vosotros pensareis que os voy a contar, el numero de naves espaciales que tengo aparcadas en él, o el saltatiempos de ultimo modelo que he adquirido. Siento desilusionaros, pero mi garaje es de los más corrientitos: suelo pintado de verde, paredes enjalbegadas, techo en que se ven las bobedillas de hormigón, una bombilla colgando del cable y unos 30 metros cuadrados. Eso sí, tiene hasta una puerta basculante, que soy el único que no ha automatizado. Aunque con un micrófono, un altavoz especial y un programita de ordenador, he obtenido los códigos por ultrasonidos de todos mis vecinos. Me suelo divertir a veces abriéndolas y cerrándolas a mi gusto, con gran desconcierto del personal.
–¡Manué! –dice mi vecina con su bata de boatiné – ¡Manué, q'esta puerta no se quié cerrá! ¡Llama ar tenico!
Por supuesto, Manuel antes de llamar al técnico, baja a asegurarse. Y claro, se encuentra con la puerta perfectamente cerrada y su mujer boquiabierta, mirando a la puerta horrorizada.
–Maruha –le dice –Mira Maruha, que tú lo que no sabe, es apretá lo botone.
Y Maruja, sube las escaleras tras su marido, arrojando miradas furtivas a su espalda.
En una de mis largas noches de insomnio, mientras fumaba un cigarrillo, contemplando con melancolía rielar la luna en la mar, sopló de súbito una cálida ráfaga de terral. Un embriagador aroma a jazmín invadió la calle y la noche se volvió mágica.
En la terraza aledaña una furtiva sombra se asomó de puntillas. Inmediatamente se abrió la puerta del garaje y otras tres mas, iluminando a la calle sin farolas, con un tétrico resplandor.
–¡¡¡Manué, Manué, Manué...!!! – entró aullando horrorizada – ¡Manué, que por mis muerto aquí hay un divé!
(Un divé en Andalucía es un duende burlón.)
Empezaron a encenderse luces por todo el barrio, mientras a lo lejos sonaba acercándose una sirena, pero solo el tiro de perros de trineo del numero treinta, fueron lo bastante rápidos para ver cerrarse silenciosamente los portones. No me importó, son amigos míos y sé que callaran.
Aquello fue el caos. Fue saliendo a balcones y terrazas todo el vecindario, con las variopintas ropas de dormir que usamos todos.
Angustias, la del numero diez, que es una furibunda ecologista y se niega a usar insecticidas, con un traje completo de esgrima.
Del veinticuatro salieron Perico que es banquero, luciendo unos slips azules con signos del euro rodeados de estrellitas, mientras su mujer con una camiseta del Málaga llevaba una mascarilla verde con pepinillos y una de esas cofias que se les ponen a los perros para que no se rasquen las orejas.
Felipe, el del numero dieciocho, vestido únicamente con un goteante preservativo y un trabuco naranjero heredado de su abuelo.
Juan, el del chalet veinte, con una hopalanda carmesí con encajes de Bruselas.
Carmela, la del ventiseis, con un picardías de faralaes y peineta.
Secundino, que habita en el doce, que padece de reuma, con un traje completo de submarinista.
Y así todos, como unos doscientos iluminados por las destellantes luces de tres coches patrulla. Un autentico carnaval y todos gritando.
Alguien empezó a tocar palmas. No se sabe de donde salió una guitarra y un violín. Carmela se arrancó por verdiales, mientras el banquero y su mujer se ponían a bailar.
La confusión llegó al máximo, cuando al fin apareció un camión de bomberos, y tras aparcar a uno de los coches de la policía diez metros mas adelante de un golpe, se bajo el jefe, que con un amplio ademan se hizo cargo de la situación.
–¡Dejádmelo a mí! –rugió.
Y percatándose ojo avizor que la única casa que permanecía a oscuras, era la numero trece, mandó a sus fornidos hombres derribar la puerta a hachazos, sacar en brazos a sus dormidos habitantes, y llenarla de espuma, hasta que esta salió por la chimenea en una elegante eyaculación.
Entonces como al final de un castillo de fuegos artificiales, o quizás por la cercanía de la aurora, el tiempo refrescó y desapareció el olor a jazmín. La noche volvió a ser normal.
La policía se marchó, llevándose a Maruja, acompañada por el del trabuco, que fue arrestado por una mujer-policía y acusado de exhibición de armas peligrosas. Los bomberos recogieron sus mangueras y se fueron estrepitosamente también. La gente se fue recogiendo en sus casas, mientras se apagaban las luces y volvía la habitual calma a la calle. El típico vendedor con su canasto que siempre aparece como por ensalmo, también se fue, perdiéndose su pregón en la lejanía.
–¡Almendras, patatas fritas...!
Solo cuatro estupefactas y petrificadas figuras y un gato, vestidas con pijamas a rayas y recatados camisones, contemplaban boquiabiertas su burbujeante casa. Hasta que una de ellas dijo:
–¡Sabe alguien que ha pasado aquí!
Como ya amanecía, me embocé en mi negra capa y tras dirigir un guiño de complicidad a los sonrientes y callados Huskis, que no perdieron detalle, me retiré a dormir.

A los dos detenidos, los puso en libertad por la mañana un aburrido comisario, a Maruja por que no se aclaró con ella y a Felipe porque se comprobó que las armas estaban descargadas.
Desde entonces mi vecina, se a aficionado a las llamadas "ciencias paranormales", y han pasado por su casa, todo un rebaño de melenudos parapsicólogos, echadoras de tarot, lectores del pensamiento, cazafantasmas, curanderos, zahoríes e incluso, como sabe mi afición a la ciencia ficción, intentó consultar conmigo.
–Mira Maruja –le respondí muy serio –Mi especialidad son los viajes intertemporales.
Y desde entonces me mira con mas respeto. Creo que piensa que soy una especie de "turoperator" en Torremolinos. Pero... jamas nadie sabrá mi autentica profesión.


* * *
–¿ .....?
–Hombre Interruptus, así que estabas escuchando. Lo que hay dentro del garaje es cosa de otra historia. Otro día la contare.
–¿.....?
– Sí, un poco exagerado, pero asi son mas o menos las ferias de agosto en las calles.
(Coitus Interruptus es un viejo amigo. Tiene ese curioso nombre por ser el hijo trece de una familia muy católica que... Bien, también dejaremos para otra vez esa historia.)

* * *
Málaga, abril de 1999
Él diaspar
... Limpio, pulo y doy esplendor.


* * *


© Totalmente libre. Cualquier chalado puede reproducirlo total o parcialmente, no necesita autorización del autor, o sea de sopetón, y puede utilizar para ello, cualquier sistema que le permita la técnica o su imaginación, comprendidos la reprografía, tratamiento informático o en tablillas de barro. Se pueden distribuir ejemplares mediante alquiler, préstamo publico, fanzineo, buzoneo, o repartiéndolos a mano por las calles como romances de ciegos. Solo esta prohibido, facer de él novelón, saga o cosa similar. No amenazo con la ley. ¡Nos veríamos las caras personalmente al amanecer!.
El autor.


sábado, 26 de abril de 2008

ANTOLOGIA DE NARRATIVA INFANTIL ECUATORIANA -- EL AGUA DORADA

ANTOLOGIA DE NARRATIVA INFANTIL ECUATORIANA
« EL AGUA DORADA »

Francisco Delgado Santos
****************************************************
“LA IGUANA SMITH”
AUTORA: ANA CATALINA BURBANO

(del libro El fuego del colibrí, Fundación Gloria del Hierro, Quito, 2000)
En Puerto Ayora, hay una casa verde donde no vive nadie. A unos doscientos metros de la
casa, hay un muro de rocas, un rompeolas. Sobre las rocas anda un hombre descalzo. El
hombre es como un niño, escarba los bichitos que viven entre las rocas, caracoles
minúsculos y conchitas rosadas y los devuelve al mar. Casi nadie camina por esa playa. La
playa es de las iguanas. Una que otra tortuga sale de entre los árboles que rodean la casa,
pero solo de vez en cuando. Una familia de pingüinos y otra de lobos marinos la visita una
vez al año. Los colores del mar cambian con la marea y con las estaciones. Azul intenso,
verde claro o amarillo el mar que rodea la isla nunca es el mismo. Solo el hombre es el
mismo.
Los pájaros del mar, pelícanos, gaviotas y alcatraces, van sobre Puerto Ayora, llevan y
traen historias y noticias. Las voces de los pájaros solamente las entienden los isleños. No
es raro encontrárselos hablando, los hombres y los pájaros.
- Sigue ahí, aunque nadie lo ha visto.
-¿Y la cola, dónde la guarda?
-Un día de estos me animo. Me le meto a la casa.
-Fíjese bien, que el tesoro lo tiene en una tabla.
Quién dice cada cosa es lo de menos. Lo que en verdad importa es que un día llegó a la isla
un extranjero. Pálido y enjuto, ojos celestes y cabello rojizo. Su barco había encallado no
sabía dónde. Después de algunos días a bordo de una balsa, tuvo la suerte de llegar a la
isla, arrastrado por la corriente fría que venía del sur, cargada de pingüinos y algas
septentrionales. El extranjero nunca dijo nada: cuál era su país, si tenía familia, o qué clase
de nave era su barco. Los isleños, que en esa época eran pocos, pensaron que era un
náufrago y nada más. No quisieron decirse que era un corsario o un prófugo de la justicia
de su país por haber intentado asesinar a un príncipe. Esas no eran razones dignas de
crédito.
John Stuart Smith llegó para quedarse. Construyó una casita en el lugar más recóndito de
la isla y la pintó de verde. Después se dedicó a dar largos paseos por la playa. Era frecuente
hallárselo, muy serio, observando las costumbres de las especies propias de esos parajes.
Pronto se convirtió en un experto. Sabía de todo, qué clase de animales habitaban allí, en
qué épocas del año llegaban los visitantes, cuáles eran sus costumbres y los modos que
tenían de aparearse.
La primera vez que los isleños escucharon decir que un cordón de fuego atravesaba el mar
fue de labios del extranjero. En todo caso, sus investigaciones llegaron hasta ese punto.
Luego de algunos años, fueron pocos los que volvieron a verlo. Se decía que estaba
escribiendo un libro y que únicamente salía en las noches, a caminar un poco y mirar el
cielo. Pero otras personas, las más audaces, afirmaban que John Stuart Smith se había
construido un submarino, que buscaba tesoros en el fondo del mar y que, en las noches
claras, era posible hallárselo abrazado a la espuma que el mar dejaba en la puerta de su
casa.
Un día apareció en la isla un hombre extraño. Nadie supo su nombre, ni cómo había
llegado. Lo vieron desde lejos, caminando hacia la casa de Smith. Días más tarde, lo
vieron alejarse en un bote sin remos. Remaba con los dedos de las manos. Nadie más
volvió a verlo. Tampoco a Smith volvieron a verlo. Algunos se acercaron hasta su casa,
recorrieron la playa de las iguanas y los lugares que antes visitaba, incluso lo buscaron en
las islas cercanas, pero no lo encontraron. Y sin embargo no lo dieron por muerto,
prefirieron creer que se había ido así, sin previo aviso, tal como había venido.
Mucho tiempo después, un carbonero que venía por la playa, vio pasar a su lado una cola
de iguana.
-Lo extraño era la cabeza, contaba a su familia el carbonero.
Otras personas también vieron lo mismo. Por las noches, en la cantina de la isla empezaron
a oirse voces como ésta:
-Pasó junto a nosotros. Iba rápido, el rostro levantado revelaba un intenso sufrimiento.
Movía los brazos sin rozar la tierra y se impulsaba hacia adelante con gran esfuerzo. Una
cola de iguana le salía de la espalda. Eso fue todo. Iba muy rápido. Cuando nos dimos
cuenta había desaparecido entre los árboles. Pero lo más extraño, -decían exaltados-, era la
cara...
Después de aquella noche, la historia anduvo sola. Entre los niños que jugaban a la pelota,
delante de las mujeres que lavaban, sobre los tendederos donde secaban la ropa, junto a los
pescadores que arreglaban sus redes en la playa, por todas partes, veían a la iguana. Pero
siempre pasaba muy rápido y no era posible verle la cara. Y se armó un gran revuelo.
Desde las otras islas llegó gente que había escuchado la noticia. Propios y extraños
deambulaban por Puerto Ayora a la caza de noticias sobre la iguana.
-La cosa es simple, -dijo entonces un alcatraz a quien no le gustaba tanto alboroto -, no sé
si se acuerdan de Smith. Ustedes no lo saben, y tampoco tendrían por qué saberlo, pero él
se encontró un tesoro en el fondo del mar. El dueño del tesoro, el Rey del Mar, supo que
nuestro amigo lo había hallado. Llegó hasta aquí bajo la forma de un hombre cualquiera, se
encerró con Smith tres días y tres noches, pero todo fue en vano. Smith le dijo que el
tesoro era de él, pues él solito lo había recuperado. El Rey del Mar lo miró muy enojado.
-Nunca saldrás de aquí.
Esas fueron sus últimas palabras. Después Smith lo vio alejarse por la playa. Cuando
finalmente desapareció en lontananza, Smith caminó lentamente hasta la orilla y anduvo
un largo rato por ahí, hablando solo, como era su costumbre, o escuchando las olas que se
acercaban. Pensaba en la tabla que se había encontrado. Smith la había hallado una
mañana. Ni siquiera había tenido que ir a buscarla. El propio mar se la había llevado hasta
su casa. La tabla era muy rara: a cada lado tenía siete cuadritos, todos pintados de distintos
colores y en el centro de la tabla los cuadritos se repetían, siete cuadritos a cada lado, siete
cuadritos a cada lado y así indefinidamente...
-Es absurdo, decía Smith cuando se acordaba, cada vez que empezaba a contarlos los
cuadritos empezaban a repetirse...
El alcatraz mira a la gente que lo rodea y calla por un momento. Cuando vuelve a hablar, el
viento de las islas lleva su voz hasta los pájaros que descansan entre las rocas.
Ya había anochecido cuando Smith cerró la puerta de su casa. Se durmió pensando en la
extraña visita y, no supo por qué, soñó toda la noche que aquella tabla era el calendario del
Rey del Mar.
Amaneció con una picazón en la espalda. Por la tarde, luego de un largo baño en el mar,
volvió a casa con las piernas muy pesadas y ya en la noche, cuando iba a acostarse, vio una
cola de iguana en el espejo que tenía junto a la cama. Smith pensó que alguna de ellas se
había entrado por la ventana y se agachó con la intención de ayudarle a salir. Entonces vio
que la cola era de él. Quiso gritar, pero la voz no le salió. Solo algo como un llanto, finito,
finito, le fue saliendo.
Las iguanas que dormían cerca de allí escucharon el llanto y se miraron desconcertadas.
John Stuart Smith siempre les había parecido un hombre fuerte. Se acercaron con gran
cuidado hasta la casa y pudieron ver todo. Sintieron mucha pena por el hombre, ellas
sabían lo que era ser iguanas. A todo el mundo le gustaban los pingüinos, había quienes
tenían tortugas en sus casas, pero a nadie, de eso estaban seguras, se le habría ocurrido
enamorarse de una iguana. Las pobrecitas trataron de consolarlo, quisieron explicarle que
no era tan malo eso de ser iguana, que las iguanas eran gente tranquila, que había lugares
en donde amaban a las iguanas, etcétera, etcétera...
-No seremos bonitas, -dijo una que parecía la más vieja de todas-, pero no hacemos daño.
Llevamos una vida amable y ordenada.
Olvidado de él mismo, Smith se calmó un poco. Pensaba en las iguanas. Nunca habría
creído que ellas hablaran el lenguaje de los humanos. O, lo que le parecía más
sorprendente, que él pudiera entender el lenguaje de las iguanas. Las iguanas no estaban
sorprendidas, le ofrecieron cuidarlo y así fue. Los días posteriores fueron de mucha calma.
Ni bien abría los ojos y el hombre ya tenía listo su desayuno. La mesa bien servida, la ropa
limpia. No le faltaba nada. Pero, además, las iguanas le hacían compañía, le hablaban de
otras islas, de los mares cercanos y le contaban historias muy divertidas. De más está decir
que, con el tiempo, la voz de las iguanas llenó los días y las noches de esa playa.
Entonces ocurrió lo que ocurre siempre, afirmó el alcatraz. Los cazadores llegaron hasta
ese sitio. Se escondieron detrás de unas rocas y se quedaron quietos, esperando a sus
víctimas. Al poco rato llegaron las iguanas. Tendidas bajo el sol, respirando bajito,
disfrutaban del calor y la tranquilidad de la playa.
-Miren la casa de Smith, -susurraban los cazadores-, la sorpresa que va a llevarse cuando
regrese.
Las colitas de las iguanas asomaban por las ventanas, trepaban por las paredes y colgaban
del techo de la casa. Una iguana, mucho más grande que las otras, avanzó hacia la playa.
De inmediato se produjo un movimiento, algo así como un reordenamiento sincronizado
de todas las iguanas. Y fue allí, en ese movimiento, que los hombres alcanzaron a ver a
Smith. Entonces se armó el despelote: los hombres empezaron a disparar, asustados y las
pobres iguanas a correr y esconderse. Casi todas las iguanas se escaparon, incluido Smith.
Pero otras se quedaron en la playa, muertas o malheridas. Los hombres también huyeron.
Corrieron sin mirar hacia atrás. No quisieron, siquiera, acercarse a la casa.
Las iguanas nunca volvieron a esa playa. Los abuelos de ustedes, los antiguos isleños, no
volvieron a verlas... Pero, ahora, Smith ha regresado.


“LA EXCEPCIÓN”
AUTORA: MARIA FERNANDA HEREDIA

A veces hay reglas que no se cumplen… y a alguien le toca ser la excepción.
Blanca, la ovejita, lo comprobó cuando una mañana despertó en medio de una extraña
sensación. Se acercó a otra oveja que por ahí dormía y le dijo:
–Es curioso… esta es la primera vez que siento frío ¿lo sientes tú también?
La otra oveja la miró con desconcierto y le contestó:
–¡Imposible! Las ovejas jamás sentimos frío, somos las dueñas de la lana que abriga al
mundo. No puedo creerte; me estás mintiendo.
Blanca pensó entonces:
–¿Mintiendo? ¿es posible mentir el frío?
Salió a caminar por el prado a la espera de que un rayo de sol la abrigara aunque fuera
un poquito. Se recostó junto al tronco de un árbol y al hacerlo sacudió a las hojas que
todavía dormían.
–¿Qué sucede? –preguntaron exaltadas.
–Perdón por despertarlas –respondió Blanca– he venido al prado en busca de abrigo.
–¿Abrigo? ¿Una oveja en busca de abrigo? Debes estar loca –respondieron las hojas
entre risas de burla.
La ovejita se levantó y abandonó el lugar mientras pensaba:
–¿Será verdad que cuando las ovejas sentimos frío nos estamos volviendo un poco
locas?
Caminó hasta un establo vacío, entró en él y se recostó sobre un montón de paja. A los
pocos minutos logró quedarse dormida y repentinamente un viejo caballo entró y,
sorprendido ante la presencia de Blanca, relinchó:
–¿Qué haces aquí?
Blanca se puso de pie y un poco nerviosa le contestó:
–No se enoje conmigo señor caballo, esta mañana he despertado con frío y he venido
hasta aquí buscando entre esta paja un poco de abrigo.
El viejo caballo la miró y muy molesto le dijo:
–¡Eres una perezosa! En lugar de inventar ese cuento deberías estar con el resto del
rebaño recorriendo los campos. Levántate y ¡a trabajar!
Por tercera ocasión la ovejita se incorporó y pensó:
–¿Perezosa? ¿Será la pereza tan fría?
Trató de avanzar rápidamente para alcanzar al resto del rebaño pero le resultó
imposible; sus compañeras se encontraban ya muy lejos.
Entonces la ovejita todavía invadida por el frío se acercó a su amigo lago para tomar
agua y descansar un poco. Cuando estuvo cerca, éste le dijo:
–¿Qué haces por aquí, Blanca?
Ella lo miró y a punto de responder lo que le sucedía reflexionó y decidió no hacerlo.
Estaba cansada de que nadie creyera en ella y que pensaran que era una mentirosa, loca
y perezosa.
–No te lo diré, porque no me creerás.
–Anda, confía en mí, somos amigos; cuéntame lo que te sucede.
–No lo haré, no lo haré y no lo haré. Es mejor que no insistas.
El lago sonrió y le dijo:
–Está bien, si no quieres contarme no puedo obligarte, pero… ya que estás aquí quiero
hacerte una confesión.
La oveja lo miró atentamente y se recostó a su lado para escuchar.
–Esta mañana –dijo el lago– he despertado con una sensación muy extraña.
–¿Qué sensación? –preguntó la oveja
–Nadie ha querido creerme, incluso las nubes se han burlado de mí
–¿Qué sensación? –volvió a preguntar Blanca llena de curiosidad.
–Esta mañana –dijo el lago– por primera vez en mi vida, he despertado con sed.
Blanca quiso decirle que eso era imposible, que un lago no puede sentir sed… pero un
escalofrío sacudió su piel cubierta de lana y pensó entonces que, por suerte, ella no era
la única que aquella mañana había despertado diferente.
Se acercó al lago tanto como pudo y le dijo al oído:
–Somos amigos, yo te creo; no importa lo que el resto diga.
Y durante todo el día se hicieron compañía, hasta cuando la luna anunció que aquel día
extraño para ambos estaba a punto de terminar.

“EL REGALO DEL TÍO MANFREDO MARAVILLA”
AUTOR: FRANCISCO DELGADO SANTOS

-Llega mañana, en el avión de las ocho -dijo mamá-. Pasará la Navidad con nosotros y
se quedará en casa hasta fines de enero. Trata de ser amable con él. ¡Viene al país
después de tantos años!
Yo sentía una gran curiosidad por conocerlo. Mamá me había contado tantas cosas
sobre el tío Manfredo, que con el tiempo se convirtió para mí en un personaje de
leyenda.
Desde muy pequeño se aficionó por la música y la poesía.
Tenía un corazón aventurero.
Se había escapado de la casa cuando estaba en la escuela, porque su padre lo reprendía
con demasiada severidad.
En el colegio había organizado una huelga para defender a uno de sus maestros.
Más tarde recorrió el mundo, haciendo “de todo un poco” para ganarse la vida.
Finalmente se estableció en los Estados Unidos, donde tuvo que trabajar muy duro para
pagarse sus estudios. Así, pudo culminar con honores la carrera de bibliotecario. Por
recomendación de uno de sus maestros, logró emplearse en la sala infantil de una
biblioteca pública. Leía mucho y les contaba cuentos a los niños. Cuentos maravillosos
y maravillosamente contados.
-”¡Hola, tío Maravilla!” -le dijo una vez una niña del grupo.
Y desde entonces, ya nadie lo llamó de otra manera.
Llegó el 24 de diciembre, con un baúl de regalos para mamá y una bolsa de juguetes
para mí. Abrir esa bolsa fue todo un deslumbramiento.
Allí estaba el carro que me había quitado el sueño durante tanto tiempo.
La pelota que le había pedido a mamá.
Un robot que hablaba en tres idiomas.
Un tren con sus vagones y sus rieles, que podía accionarse a control remoto.
Y libros. Muchos y bellos libros:
-Cada noche leeremos uno diferente -dijo el tío Manfredo-. De tal modo que, para
cuando regrese a los Estados Unidos, los habremos leído todos.
Hacia el fondo de la bolsa estaba el último libro.
Cuando lo abrí, me di cuenta de que no era en verdad un libro, sino un cuaderno
bellamente empastado. Sobre el fondo verde claro de la carátula, el tío Manfredo
Maravilla había mandado grabar mi nombre en letras doradas. Un poco más abajo, se
podía leer: “Un universo para descubrir”...
Ante mi asombro, el tío Manfredo sonrió y me dijo:
-”Se trata de un libro que aguarda a su escritor, muchacho. Un libro que, a diferencia de
los demás, puede tener un significado especialísimo para ti, si te decides a escribirlo”...
-”¿Escribirlo yo? -exclamé.
-”Sí, tú mismo -insistió-. Déjame explicártelo:
Si aceptas mi propuesta, cada día tratarás de descubrir algo y de registrarlo en estas
páginas.
Pero tienes que aprender a mirar. No sólo con los ojos, sino con todo lo que eres. Con tu
inteligencia y tu corazón. Con tu sensibilidad y tu fantasía.
Detrás de cada cosa, aun de las más humildes, hay auténticos mundos que tratan de
contar su historia a quienes son capaces de escuchar y de sentir”.
Sin comprender del todo lo que me estaba proponiendo el tío Manfredo, pero
presintiendo que me encontraba ante algo que podía cambiarme la vida, me dejé llevar
por el torrente de agua fresca que parecía manar de su palabra con sabor a magia.
Él me fue guiando, preguntando, sugiriendo.
Nos levantábamos al amanecer y caminábamos juntos.
Paseábamos, jugábamos, conversábamos.
Al atardecer yo me buscaba un rinconcito en casa y registraba mis “descubrimientos”.
Después venía el premio de escuchar, de labios del tío, la lectura de los libros que me
había regalado. Terminada la historia, ninguno de los dos decíamos nada. Nos
quedábamos emocionados y silenciosos, ante la belleza del relato y nos íbamos a la
cama, convencidos de que habíamos sido plenamente dichosos.
Poco antes de su partida, me miró sonriente y me dijo:
-”Tengo la impresión de que ya aprendiste a mirar”...
-”¿Por qué lo dices?” -pregunté.
-Por lo que has escrito en esta semana, muchacho.
Tomó las últimas páginas de mi “libro” y leyó en voz alta:
DOMINGO
“Me encantó el cuento de Bella y la bestia,
Sufrí mucho por la suerte de Bestia, pero el final de la historia me hizo muy feliz ”.
LUNES
“Anoche leímos con el tío Manfredo un libro sobre monstruos.
¡Qué miedo! Menos mal que el protagonista de la historia estaba soñando, porque si
no...
“Como suele decir mamá, los monstruos no existen; pero que los hay, los hay...
MARTES
Ayer la voz del tío se hizo delgadita y sus ojos se humedecieron al terminar la lectura
del cuento Un pasito y otro pasito. Se trata de un abuelo que enseña a caminar a su
pequeño nieto. Pasa el tiempo, el niño se hace joven y el abuelo sufre una parálisis de
todo su cuerpo. En adelante, será el nieto el que enseñe a caminar al abuelo, con la
fórmula aprendida en la infancia: “un pasito y otro pasito”...
-Tío -le dije, al terminar este cuento-: si te llega a suceder algo parecido, cuenta
conmigo para dar los pasitos que quieras.
Y el tío me abrazó larga, fuertemente.
MIÉRCOLES
“No lo había notado, pero a mi alrededor suceden cosas extraordinarias.
Muy temprano todavía, el sol atraviesa los cristales de mi ventana, se mete en puntillas
a mi habitación y me hace cosquillas en la cara”.
El gallo quiquiriquea como un loco y arma el gran escándalo en el gallinero.
Parece un despertador de enérgico timbre y vistosas plumas.
Parece un soldado tocando la corneta en el cuartel.
Parece un general convocando a su Estado Mayor”.
JUEVES
“Hasta hoy no supe lo hermoso que resulta dar un paseo por el huerto:
cerrar los ojos y disfrutar el aroma de los limoneros,
percibir la piel sedosa de las mandarinas,
deleitarme con el azúcar de las chirimoyas,
y enterarme, sin querer, de los recados de amor que se transmiten con su canto los
jilgueros”.
“¡Qué fragancia tan penetrante la que nos regalan en el jardín las hortensias y los
claveles!
¡Qué abanicos de colores exhiben las rosas!
¡Qué pureza proyectan las azucenas!”
VIERNES
“El perro ladra a las primeras personas que pasan por la calle: al repartidor de
periódicos, a los recolectores de basura, a los obreros que madrugan a las fábricas, a los
empleados que se dirigen a sus oficinas, a los estudiantes que van a la escuela, a un
borrachito que saluda a todo el mundo con su sombrero”...
“El gato se despereza y se lame el peluche de su piel.
Su cola hace piruetas en el aire; se transforma en serpiente, en serpentina, en rabo de
cometa”...
SÁBADO
“Antes de levantarme cierro por un instante mis ojos y trato de mirar y de sentir mi
cuerpo.
Mis pies que me sostienen.
Mis piernas que me impulsan.
Mi tronco, en el que habitan tantos y tantos tesoros que me permiten vivir.
Mis manos que hablan cuando mi voz calla;
mis manos con las que tomo las cosas para transformarlas; con las que señalo, escribo,
acaricio...
Mis brazos que me permiten proteger y protegerme, acunar a mis hermanos y acortar
distancias.
Mis sentidos, que me permiten disfrutar del mundo.
Mi rostro que me da identidad.
Mi cerebro, en donde, con toda seguridad, se esconde mi alma”.
“¿Por qué hasta hoy no me había dado cuenta de estos preciosos dones que nos hace la
vida todos los días?
“¡Gracias, tío Manfredo Maravilla, por esta Navidad inolvidable!”
¡Gracias por regalarme un universo para descubrir.”

LOS SECRETOS DEL SOL
Autor: Hernán Rodríguez Castelo
1
Al pequeño Iván lo creían tonto. ¿Quién sino un tonto completo podía pasarse
boquiabierto mirando los rayos del sol que entraban por la ventana de la clase?
Y había más: era tan tonto que, cuando el maestro ponía a los del grado a dibujar, lo
único que hacía era el sol. Y no el sol como lo dibuja cualquiera que lo sepa dibujar: la
cara redonda y los rayos saliendo d ella, igualitos. No: él hacía unas manchas
amarillas.....¡ Como si hubiese restregado su papel con yema de huevo! ¡Puaff, que
asco!
¡Este Ivancito es un completo fracaso!, decían los profesores. ¿Y cómo no iba a ser un
fracaso, si se pasaba las clases papando moscas?
Pero él decía que no eran moscas; ni siquiera esos miles de puntitos que bailan en la luz
del sol que entra en la aula..............él decía que lo que veía era el sol. Y decía más:
decía que entendía al sol.
¡No solo era tonto, sino que estaba loco!
2
El problema de Iván era que no sabía nadar. Bueno, ese era uno de sus muchos
problemas. Porque todo era problemas: en la casa, en la escuela, cuando iban de visita
los tíos que le decían que porque tenía tan preocupados a los padres. En todas partes. ¡Si
las gentes fuesen como el sol que nunca fastidia a nadie, que calienta a todos, que nunca
pone mala cara!
Pero, por el momento, el problema grave era que no sabía nadar. Porque, si no se
nadaba siquiera un ancho de la piscina, no pasaba de año....¡ Y qué largo parecía ese
ancho, cuando lo veía desde el borde!
¡Y cómo se iban a reír de él sus compañeros, cuando se tirase al agua y comenzara a
hundirse y a tragar agua a gritar “¡Me ahogo!”, “¡Me ahogo!” y tuviesen que sacarlo
como una cosa.
Eso que decía el bruto ese de gimnasia de que el mejor método para enseñar a nadar era
que le tirasen a uno al agua y allí, para no ahogarse, salía nadando era una mentira. Si
no, ¿por qué había tantos que e ahogaban?
En fin, la cosa era seria, e Iván no sabía qué hacer.
Por si acaso, iba las tardes a la piscina, cuando no había nadie. Pero se contentaba con
mirarla, con un poco de escalofríos..........
Y una tarde vio en el agua el rayo de sol: flotaba y parecía jugar con las pequeñas olas
que hacía el viento.
Y entonces, el sol le dijo:
- ¿Te gusta?
- Sí, claro. ¿Cómo flotas?
- ¿No quieres venir a jugar?
- No sé nadar....podría ahogarme.
- No tengas miedo...Ven y flota conmigo.
Iván amaba demasiado al sol para resistirse más; se desnudó y se metió en la piscina.
El rayo le dijo:
- Vuelve al borde y vuelve a costarte en el agua, recto, muy recto, desde los brazos
extendidos hacia delante hasta la punta de los pies. ¡Y no se hundía!
Alcanzó al sol y el sol se alegró de la risa del pequeño.
- ¡No me hundí! – le dijo.
- Como yo – le comenté el rayo de sol.
- Debo irme- le dijo el rayo de sol.- Por acá llega la noche yo tengo que ir a brillar al
otro lado del mundo.
- Vuelve mañana – le pidió Iván-: solo me queda mañana........Si pasado mañana no
nado todo el ancho, pierdo el año.
- Pero el otro día fue gris, lluvioso, y el rayo de sol no llegó a la piscina. Iván se resignó
a lo peor: perdería el año.... ¡Qué más le daba! Si en todo le iba mal. Lo único realmente
malo era un día sin sol.
El día siguiente, el de la terrible prueba en la piscina, amaneció pronto y brillante.
¡Cuántos rayos de sol se colaron por entre las cortinas y se treparon a la cama de Iván!
- ¡ Despierta! – le dijeron, alegres, calientes, juguetones-: tienes una hora antes de ir a
clase. ¡Vamos a la piscina!
- A esta hora ha de estar cerrada – dijo el pequeño entrecerrando los ojos. ¡Era tan difícil
ver el sol!
- No te preocupes ..........Te enseñaremos a colarte como nosotros. A nosotros nada nos
detiene. ¡Vamos! ¡Hay un rayo que ha venido de un país lejano donde los niños nadan
desde muy pequeños y se meten al fondo del mar, y él te enseñará a nadar!
El examen era al mediodía, y profesores y compañeros se preparaban a reírse un rato de
los apuros del despistado ese de Iván. ¡A ver si su sol le libra de hundirse! –decían.
Iván era de los más pequeños. Su turno le llegó casi al último.
- ¡Iván al agua! –bramó el de gimnasia-.
Pasarse un ancho.....Por el hondo.
El pequeño se fue para allá lentamente. Todas las caras estaban medio sonreídas.
Iván se echó hacia el agua como quien se recuesta; se estiró todo él recto, igualito a un
rayo de sol, desde la punta de los dedos de sus brazos extendidos hasta la punta de los
pies......... y se deslizó flotando. Y después movió sus brazos lentamente y en un dos por
tres se pasó el ancho.
¡Todos se quedaron mudos!
-¿Cómo aprendiste a nadar? ¿Quién te enseñó a nadar? ¿Cuándo aprendiste? –le
preguntaban los compañeros, y también os profesores sentían curiosidad.
-Me enseño un rayo de sol que flotaba, anteayer, y después otro rayo de sol que
enseñaba a niños de un país donde nadan desde chiquitos y van hasta por lo hondo del
mar.
Y todos concluyeron que el pequeño Iván estaba cada día más loco. ¡Dale con ese tema
del sol!
3
-Quiero que vengas a verme, para enseñarte algo –le dijo el sol a Iván.
-¿A dónde voy? –preguntó el niño.
-Al montecito que está en el centro del Valle....
-¿Al Ilaló?
-Sí. Así lo llaman ustedes.
-¿Y cuándo?
-Hoy mismo.
-¿Hoy?
-Sí. Hoy. Por la tarde. Cerca de irme para el otro lado del mundo es cuando más cerca
estaré de ti.
-¿Con quien voy?
-Solo.
-¿Solo?
-Solo tú sabes escucharme y para escucharme necesitas silencio.
Iván se preparó un sánduche y puso en su cantimplora jugo de naranja, y le pidió a su
mamá que, al salir de Quito, lo llevase y lo dejase por el lado del Tingo. No le dijo que
iba a subir al Ilaló para hablar con el sol, porque se habría puesto muy intranquila. ¡Con
eso de que todos andaban diciendo que estaba loco!
¿Qué pasó esa tarde entre Iván y su amigo, el sol? Las gentes del Valle decían que
nunca había brillado tanto el sol como esa tarde..........Que parecía que no quería irse.
¿A qué hora comenzó el sol a enseñar a Iván eso que dijo que quería enseñarle?
Parece que comenzó a enseñarle cuando el niño llegó a lo más alto del Ilaló, allí donde
se alza la gran cruz blanca. Después de que se comiera su sánduche y se bebiera su
naranjada.
¿Y qué es lo que le enseñó?
Habló el sol:
-El hombre lo que le parece preciso lo aprisiona. Lo enjaula, lo engarza, lo encierra, lo
cerca. Pero un pájaro enjaulado ya no es un pájaro. Y la gota de agua pendiente de la
flor de una hierva que yo hago brillar con uno de mis rayos al amanecer, encerrada, no
es nada. Y un paisaje cercado ya no es un paisaje. A mí nadie me puede encerrar ni
guardar. De mis rayos nadie puede decir “son míos”; de mi luz nadie puede decir “es
mía”. Nadie puede comprarme ni venderme. Yo soy del que me ama. Del que siente mi
calor, del que se alegra con mi luz. Yo soy tuyo porque tú me conoces, por que tu me
amas, porque tú me ves. Y tuyo es esta tarde del monte, porque solo tú la disfrutas. Y es
tuyo ese pájaro grande que hace piruetas para que tú lo veas.
Esto es lo que le dijo el sol al niño esa tarde en lo alto del Ilaló.
Y el sol era resplandeciente, flotando sobre un azul que sus rayos habían cubierto de
oro. Y era un sol caliente, que daba al niño calor, mientras por las laderas, por las
quebradas del lado oriental, por los páramos lejanos, por los arenales del Cotopaxi, que
se veían, blanquísimos, al frente, soplaba un viento feroz, que arrastraba jirones de
nubes y doblaba hasta el suelo los arbustos de los alrededores de la cumbre.
El sol iluminó hasta que el niño llegó a su casa. Y enseguida estuvo todo oscuro y fue la
noche.
-Esta tarde el sol se ha enloquecido –decían las gentes de El Tingo, de Alangasí, de la
Mercerd, de la Cocha, de Angamarca y Ushimana.
4
Era el último día de clase. Habían invitado a los padres de familia a la escuela para que
recibiesen las libretas. Y se había preparado un acto. Varios niños de sexto grado iban a
leer redacciones. Los mejores claro.
Los papás de Iván fueron también, aunque temían que solo sería para pasar una
vergüenza más. ¡Iván era un desastre! Pero, ¿por qué? No le faltaba nada...¿Y qué
diablos era eso de que hablaba con el sol?
Bueno. Comenzó el acto. Los niños que tenían las mejores libretas, los más seriecitos,
los más estudiosos y aplicados subían al escenario y leían sus redacciones. La mejor
redacción del año. Todas gustaban mucho al director y a los profesores querían que
dijeran. Decían que había que estudiar mucho para sacar buenas notas y más tarde ser
hombres de provecho y ganar mucho dinero; decían que había que obedecer en todo a
los padres y a los profesores; decían que debían ser buenos y no juntarse con los malos.
Cuando sea grande, seré un gran médico –decía una- y tendré la clínica más grande y
atenderé a muchos enfermos y seré rico y me harán un monumento. Yo, de grande, seré
un famoso futbolista y viajaré por todo el mundo metiendo goles y todos dirán con
admiración “Es ecuatoriano” –decía otra, que era del que tenía las mejores notas en
educación física y a quien le hacían sus redacciones en la casa.
Cada redacción era premiada con sonoros aplausos.
Los mejores alumnos terminaron de leer sus redacciones. El supervisor escolar, que se
había aburrido bastante con esos trabajos tan parecidos todos, preguntó:
-¿Y no hay algún alumno que haya escrito alguna cosa diferente?
El director y los profesores se vieron las caras.
Y entonces, al profesor de sexto C se le prendió un foquito en su cráneo pelado.
-Hay un niño –dijo- que escribió la semana pasada una cosa rara... No sé si sea buena...
El niño es de los que tiene regular ..... –y sacó del grupito de los “regulares” una libreta
y la extendió al supervisor.
-Bueno, veamos, que lea –dijo éste.
-A ver, Iván, lea su redacción del sol –dijo el profesor de sexto C.
Los papás de Iván se sentaron muy rectos en sus sillas, muy atentos. ¿Y esa redacción?
Ellos no sabían nada.... Y “del sol” había dicho el profesor...........¡Dale con el sol!
El pequeño Iván subió al escenario y comenzó a leer:
-El sol me dijo que suba al Ilaló porque me quería enseñar algo. Me dijo que suba a la
tarde, que cerca de esconderse estaría muy cerca de mí. Y, cuando brillaba más, el sol
me habló.
Esto es lo que me dijo el sol:
“El hombre lo que parece precioso lo aprisiona. Lo enjaula, lo engarza, lo encierra, lo
cerca. Pero un pájaro enjaulado ya no es un pájaro. Y la gota de agua pendiente de la
flor de una hierba que yo hago brillar con uno de mis rayos al amanecer, encerrada, no
es nada. Y un paisaje cercado ya no es un paisaje. A mí nadie me puede encerrar ni
guardar. De mis rayos nadie puede decir “son míos”; de mi luz nadie puede decir “es
mía”. Nadie puede comprarme ni venderme. Yo soy del que ama. Del que siente mi
calor, del que se alegra con mi luz. Yo soy tuyo porque tu me conoces, porque tu me
amas, porque tú me ves. Y tuya es esta tarde del monte, porque solo tú la disfrutas. Y es
tuyo el viento que quiere jugar contigo. Y son tuyas las hiervas y sus flores. Y es tuyo
ese pájaro grande que hace piruetas para que tú lo veas”.
Esto es lo que me dijo el sol.
Mientras Iván leía, el supervisor, con muy mala cara, había dicho al director: “¿Este
niño tiene regular?”. “Pues parece que sí”, había respondido el director, enrojecido.
-¡Muy bien! ¡Muy bien! –exclamó el director cuando Iván terminó de leer su redacción.
Él, cuando joven, había querido ser poeta, pero había sentido miedo de morirse de
hambre y se había dedicado a cosas más útiles. Pero en el fondo de su corazón quedaba
un pedacito de poeta y con la lectura de Iván se había despertado y daba saltos.
-Muy bello, muy profundo –no se cansaba de ponderar el supervisor, y le pidió al
director: -sería bueno cambiar esta calificación por una “Excelente”. Esta redacción es
muy notable.
-Les felicitó –dijo el supervisor a los padres de Iván-: su hijo ha hecho una redacción
extraordinaria. Va a ser un gran escritor y un gran hombre.
Los padres de Iván no cabían en sí de emoción: entonces, eso era lo del sol... bueno..
pura imaginación. Como la de los poetas... que no es cosa tan mala... Ivancito no estaba,
como decían loco.
Iván no se daba cuenta de lo que estaba pasando. Un rayo de sol había entrado por la
ventana y le caía en el rostro. Y él lo miraba con los ojos abiertos, feliz. Era suyo,
porque era su amigo, porque él lo amaba. Y el sol le enseñaba muchas cosas... ¡Todavía
mucho mejores que las había leído en su redacción!.

CUENTO DEL FANTASMITA NEGRO
Autor: Alfonso Barrera Valverde

En el comienzo de los siglos fueron creados los elementos del universo; las aguas, el
fuego, las plantas, un núcleo de vida animal y un átomo de razón, o luz interior para
comprender ese mundo. Con el fin de que la creación estuviera completa, fueron
creados también los fantasmas.
Como se sabe, ellos han sido blancos desde el principio. Y eso tienen su razón de ser,
pues de no ser así no podrían aparecer, asustar, espantar y esconderse transparentemente
en las sombras. Pero no todos conocen que los fantasmas son el primer grupo nómada
de la historia. Nómada quiere decir movedizo. Pues bien, nadie se mueve como los
fantasmas. Andan por los campos abiertos, por las casas viejas y alguna vez en la
cabeza de ciertas personas.
Para no seguir con estas divagaciones históricas, digamos que nada andaba mal entre los
fantasmas y así podía haber seguido su reino si no "les nacía" Mandinga, fantasmita
negro.
Se comprende el problema, porque papá fantasma, tía fantasma y hasta mamá fantasma,
veían arruinada la profesión repentinamente, pues a Mandinga, por ser negro, se le veía
tan pronto como asomaba y, en lugar de miedo, los hombres sentían unas ganas locas de
reír. Como las profesiones son cosa respetable en todas partes, la familia de Mandinga y
los demás congéneres se preocuparon. Iban por el aire y a Mandinga se le notaba
claramente; se metían en el agua y allí Mandinga semejaba a su pececito negro lejos de
la pecera.
La gente de bien -y en todo grupo tradicional hay gente de bien- se lamentaba por no
poder asustar y por sembrar risas en vez de gritos. Ello, para afuera; por dentro los
destrozaba la envidia, pues veían a Mandinga rodeado por el afecto de los demás, ya
que él había logrado, sin saberlo, reemplazar el miedo con el humor.
Mandinga, que estaba, como los seres inmortales y mortales, educado según el modo de
sus mayores, sufría y él también deseaba a ratos ser blanco, sin ningún motivo, solo
porque esta sensación era dada por sus parientes y amigos.
Un día, los miembros del Parlamento de los Fantasmas fueron convocados a petición de
la más vieja y apergaminada de todas las Señoras Fantasmas, a las que se llamaba, como
en cualquier sociedad bien conformada, Viejas Brujas. El Parlamento deliberó
largamente sobre Mandinga.
Pero, mientras estaban en la sesión, otros también se pusieron en movimiento para
concurrir a la Gran Asamblea de la Selva. Porque si las viejas brujas se reúnen, ya se
sabe que es mejor tomar precauciones. Así lo comprendieron los amigos de los niños: el
tan-tan, que envió noticias al trapiche donde trabajaban negros, y el loro, que repartió
manifiestos verbales entre los pájaros de la selva.
Los barcos y los remos se conmovieron, a su vez, porque son antiguos conocidos de los
hijos de los galeotes.
Los seres silvestres de buena voluntad nombraron delegados en las personas de los más
sabios. El león fue desaprobado por sus manotazos nada gentiles. El tigre, por ser muy
elegante en las formas que engañan sobre el interior. La hiena, porque se ríe de miedo y
en la risa los animales deben de ser muy sinceros. La culebra fue descartada por malos
antecedentes bíblicos y por hablar desde el suelo.
Finalmente, el Consejo de los Amigos de Mandinga quedó constituido del siguiente
modo: la lechuza, por ver mejor de noche (en este punto, los murciélagos quisieron ser
de la partida, pero se les rechazó por sanguinarios, por infundir pánico, dormir con la
cabeza abajo y aprovecharse de quienes sueñan); el perro, por entender el alma de los
adultos; la jirafa, por ser la que más se asusta con los fantasmas, pero la más buscada
por los niños; la marimba, porque es leal compañera de todas las apariciones de la selva;
y el conejo, por dócil y porque se deja llevar de las orejas en las manos del más pequeño
de los fantasmitas.
Los Fantasmas Tradicionales, todos ellos con barbas respetables, pintados al óleo sus
ojos amarillos, con el solo fin de complacer a las Señoras Brujas ya habían decidido
deshacerse del pequeño y abandonado por cualquier lado.
Justamente cuando obraban así, y a punto de ser pronunciada la sentencia sobre quién
tenía la custodia del "fantasmita-problema", llegó la delegación de los amigos.
-Venimos para invitarte. Quédate con nosotros, -se encargó del discurso la lechuza- tú
no haces mal a nadie. De noche no se te ve ni asustas; de día haces reír y es mejor que
haya alguien para hacer reír. Como la más sabida de las justicias es dejar decepcionados
a los envidiosos y castigarlos en su propio mal, se les hará saber que eres feliz, para que
en sus envidias tengan sus pequeños infiernos. Como quien dice: que en su salsa se
cocinen. Así pues, que los importantes vean cómo son quienes cuentan con el afecto de
los demás.
Con todo lo cual. Mandinga, rodeado por animales y seres queridos, allí se quedó.
Desde entonces, los negritos de la selva se entienden con los fantasmas. Por eso, nunca
se asustan de noche. Los que se asustan son, en todo caso, los excursionistas inexpertos,
mientras todavía no tienen un amigo negro.

EL DELFÍN ROSADO
Autora: Edna Iturralde

Errkierrk... Errkierrk... El delfín cantó sacando fuera del agua su hocico, llamando así la
atención del grupo de mujeres y niños que se encontraba a la orilla del lago. Cuando
estuvo seguro de que lo estaban mirando, dio un salto impulsándose con su pequeña
aleta dorsal, curvó cabeza y cola, y se puso a bailar sobre el lago. Como la mayoría de
los delfines de la Amazonía tenía la piel gris en el dorso y un rosado brillante en la
barriga.
El grupo se detuvo para mirarlo. Eran indígenas de la tribu de los Sionas que buscaban
huevos de charapa, la pequeña tortuga que desova en las orillas arenosas de los lagos y
ríos de la selva. Para los Sionas, era de buena suerte ver un delfín rosado, puesto que su
tribu les atribuye poderes mágicos. Además, creen que cuando ellos mueren se
convierten en delfines y es por eso que estos animales los ayudan a convivir con las
fuerzas de la naturaleza; o bien atrayendo lluvia en épocas de sequía o secando las aguas
para que no se desborden los ríos. Y más importante aún, creen que los delfines atrapan
a las estrellas que se reflejan en el agua, obligándolas a quedarse allí para con su luz
atraer a los peces, asegurando así la vida en la laguna.
Errkkk, Errkk... gritó de nuevo el delfín, pero alguien había encontrado un nido y todos
estaban más interesados en recoger los huevos que en mirarlo.
Bueno, todos no, una niña pequeña se había sentado sobre una piedra y lo observaba
atentamente mientras comía un banano.
El delfín realizó varias piruetas que terminaron en un salto. Ella le sonrió con una
sonrisa a la que faltaba un par de dientes. El delfín se rió y dio dos volteretas más. La
niña aplaudió poniéndose de pie. Él se sintió feliz. Claro que como público no era
numeroso, como aquel que venía río arriba en canoas grandes y ruidosas desde Tarapoa,
pero en cambio era un público que, sin lugar a dudas, apreciaba plenamente sus
esfuerzos.
-Baila, trompudo, baila para verte, -gritó la niña.
-Mmmmm... Trompudo, -pensó el delfín-. Trompudo... Sí, le gustaba el nombre.
Después de todo su hocico era bastante largo.
Volvió a impulsarse fuera del agua hasta quedarse con su cuerpo rígido. Se movía con
delicadeza, de un lado al otro, siempre con el mismo ritmo. Sus pequeños ojos de
pupilas acorazonadas miraban fijamente a la niña; ¡verdaderamente le parecía
encantadora! Además, le recordaba a un monito, quizás por la manera de pelar la fruta,
el cabello oscuro cortado en flequillo recto sobre la frente y la forma de sonreír
arrugando la nariz. Se acercó más y más hasta quedar a poquísima distancia de ella. La
niña se sacó unas botas negras de caucho y empezó a caminar hacia el agua con una
mano extendida.
Apenas se mojaron sus tobillos, cuando una de las mujeres que se hallaba cerca la
llamó; era tiempo de marcharse.
El delfín se entristeció al verla partir. Hacía mucho calor. Se puso a dormitar medio
sumergido hasta que el sonido de palmadas sobre el agua lo despertó. Un viejo con una
pluma atravesada en la nariz y una túnica azul golpeaba la superficie del agua con su
mano. Era el chamán de los Sionas.
-He venido a prevenirles a ti y a tus compañeros, -dijo el viejo brujo-. La muerte negra
se acerca; los ríos han sido contaminados con la sangre de las entrañas de la tierra que
los humanos llaman 'petróleo'. La laguna va a morir.
El delfín rosado sabía que de suceder esto ellos no podrían sobrevivir y, si los delfines
morían, ¿quién ayudaría al chamán a atrapar las estrellas? ¿Quién atraería al viento para
que vinieran las nubes y bajara la lluvia?
El chamán acarició delicadamente, con sus uñas largas y encorvadas, la cabeza del
delfín y dijo: -Lo peor de todo es que yo no puedo hacer nada para evitarlo.
El día siguiente comenzó silencioso. Los delfines no se saludaron saltando fuera del
agua ni gritando entusiasmados como de costumbre. Tampoco graznaban los
cormoranes. Ni siquiera los monos traviesos hacían ruido desde las altas chontas.
Unas gotas de lluvia grandes y gordas golpeaban el agua. El delfín se hallaba nadando
preocupado cuando escuchó una voz conocida que lo llamaba. Regresó a ver. Era la
niñita que viera el día anterior.
El delfín sumergió su cabeza y feliz la saludó con la cola.
Ella trató de alzar una mano a manera de saludo, pero la detuvo para secarse los ojos.
Llevaba un vestido rosado que le quedaba demasiado grande y en la mano un atado de
ropa.
Tenía la carita triste.
El delfín intuyó que la niña venía a despedirse; unas lágrimas pequeñitas se escaparon
de sus ojos y fueron a mezclarse con la lluvia.
-Eeeerrrkkk... Eerk, -dijo bajito sumergiéndose hasta el fondo de la laguna.
Pasó largo rato hasta que volvió a subir a la superficie. El delfín percibió un olor acre,
extraño. El agua sabía mal. Su corazón empezó a palpitar alocadamente. Tenía miedo.
Su instinto le alertó de un peligro.
En la suave penumbra del día que terminaba, el agua se oscurecía. Una sustancia
pegajosa empezó a adherirse a su cuerpo sin permitirle nadar. Se quedó flotando sobre
una manta espesa y negra. No se escuchaba ningún ruido ni se veía ningún animal. Miró
al cielo, vio que estaba cubierto de estrellas pero que éstas no se reflejaban como de
costumbre en el agua. El delfín se preguntó si sería posible que la laguna hubiera
muerto.
-Ya no se puede atrapar estrellas, -suspiró débilmente sintiendo un frío extraño que le
invadía.
Justo en ese momento escuchó un rechistar de lengua y un resoplido. Reconoció el
idioma de los delfines, parecía que otro delfín estaba por allí. Alguien se acercó a su
lado. Era el chamán, quien sorpresivamente cambió de forma a la de un delfín grande y
luminoso que le indicaba que lo siguiera. El delfín rosado, que ya no sentía nada de
miedo, así lo hizo. Flotaba en el aire; debajo de él la selva desaparecía en la distancia,
por encima, brillaban las estrellas

PIQUIOCIOSO
Premiado en el Concurso Nacional de Cuento Infantil convocado por "El Mercurio". Cuenca, 1974.
Autor: Rene de la Torre Torres

El ritmo febril del trabajo se erguía diariamente entre las copas espesas, su himno
afanoso cuchicheaba entre las hierbas, tableteaba sobre los troncos o se elevaba
estremeciendo el aire.
Cuentan que, en medio de este reino laborioso, había un pajarito carpintero que nunca
hacía nada, y que de tanto no hacer nada, se cansó. Por eso sus amiguitos y parientes le
llamaban con sorna:
¡MAESTRO!
Sí, este pajarito era un verdadero maestro... ¡un maestro de la vagancia!
El verdadero nombre del emplumado era Piquiocioso. Vivía —si a eso se llama vivir—
de la caridad pública, y, como el desdichado ni siquiera había construido su casa, cada
noche estaba obligado a pedir posada en el nido de algún familiar o amigo generoso.
Lastimosamente para él, la hospitalidad no se contaba muy a menudo entre las virtudes
de los suyos. Por ello, en muchas ocasiones, los carpinteros encontraron a Piquiocioso
tiritando de frío, al pie de los árboles, tapado a duras penas con una hoja o envuelto en
una alfombra de musgo. Compadecidos de su miseria, los pajaritos suspiraban, y
luego... seguían su camino.
Muy cerca de donde vivía nuestro haragán, Gringopico —un pájaro extranjero— había
edificado un magnífico palacio. Su mansión estaba localizada en lo alto de un abeto.
¡Era de verla: brillaba desde el sótano a la terraza! Sus pisos tenían el lustre dado con la
cera de la colmena vecina, las ventanas estaban engalanadas con vidrios de luna y
cortinas de nube; en tanto que las paredes de la fachada y del interior, lucían los colores
de las plumas del pavo real. Cualquier monarca de los árboles, gustoso, habría
trasladado su corte a esa dependencia fastuosa.
Gringopico, pajarito de ojos azules y plumaje rubio, estaba de viaje. Sus negocios le
obligaban a dejar el país de los carpinteros por unos meses. Por esta razón, en una parte
visible de su morada, colgó el siguiente letrero:
PARA CARPINTERO SOLO O
MATRIMONIO SIN NIÑOS
ARRIENDO NIDO DE LUJO.
Piquiocioso tuvo conocimiento de la oferta y, rápidamente, cosa rara en él, se presentó
ante el dueño de la mansión. Antes de que éste usara el pico, nuestro amiguito se
presentó diciendo:
—Soy el inquilino que usted busca. Soltero, sin compromiso, trabajador y, sobre todo,
muy cumplido en los pagos. Además soy sincero, no fumo, no soy charlatán, no...
Tanto habló en bien de sí mismo, que desde ese día escasearon las virtudes.
La presentación labiosa de Piquiocioso acabó por convencer al extranjero y, sin más
averiguaciones, le arrendó el departamento en tres lombrices contantes y sonantes.
Sacando fuerzas de su vagancia, el haragán consiguió abonar el precio pedido y pronto
estuvo pavoneándose en su lujosa vivienda.
En poco tiempo, aprovechando la primavera, su plumaje y sus cantos, Piquiocioso se
convirtió en el ídolo de muchas pajaritas. Ellas facilitaron su vida de hippie, pues con el
objeto de agradarle, cada una le proporcionaba el mejor manjar que podía obtener.
Piquiocioso llevaba una vida de príncipe.
Así pasaron varios meses, pero el día menos pensado, sin atinar defensa, se dejó atrapar
por una hermosa damita llamada Piquibella. De este matrimonio nacieron tres
simpáticos polluelos. Afortunadamente, el nido arrendado disponía de varios
dormitorios y en ellos se instalaron los herederos.
Al ir creciendo, los tres polluelos se convirtieron en tres pilluelos. Sí, hacían diabluras.
En una ocasión, cuando los tres hermanos tomados de las alas patinaban velozmente por
el corredor, no pudieron detenerse el momento en que su madre salía del dormitorio a la
sala... ¡zas! ¡pum! Fue una catástrofe. Los tres hermanos se estrellaron contra el gran
ventanal; un rocío de vidrios cavó sobre la sala cubriéndola de nieve, mientras las
avecitas inquietas se retorcían contra el piso. Afuera, la luna reía burlona con su boca de
plata.
¿Y su madre? ¿Dónde estaba su madre? ¿Qué le había ocurrido? Las únicas señales de
ella se despedían emplumando el aire. Angustiados la buscaron por toda la casa, bajo las
sillas, las mesas, las alfombras... nada. De pronto, sobre sus cabezas, y muy cerca del
ventanal roto, los pequeños escucharon un aleteo quejumbroso. Al levantar la vista, con
asombro descubrieron a Piquibella clavada en el techo. Los carpinteros intentaron trepar
por la cortina para ayudarla, mas lo único que lograron fue desgarrar la tela espumosa y
blanda. Sin darse por vencidos, se agruparon para decidir la manera más efectiva de
bajarla, pero cuando a uno de ellos le vino una idea luminosa, el cuerpo pesado de su
madre la apagó, aplastándolos contra el suelo. El castigo no se hizo esperar. Piquibella
—que de bella ya no tenía ni el pico— armada de un plumero propinó una tunda a sus
pilluelos.
En otra ocasión, mientras las ranas rendían culto a la lluvia con sus voces remordidas,
los pequeñuelos no resistieron el deseo de ensayar su oficio. El pajarito menor, un
diablillo que lucía un pico largo, largo, imaginó que era Picasso y, sin pensarlo dos
veces, con el esmalte de uñas de su madre embarró la fachada y los interiores. Al mismo
tiempo, sus hermanitos, maestros del berbiquí, martillaron incesantemente los picos
sobre las paredes del inmueble, llenándolo de viruelas. Tantos huecos hicieron estos
oficiales mayores, que su padre, sin distinguir la entrada del nido, se quedó atorado en
uno de ellos. Cuando Piquiocioso logró salir de ese enredo, sus hijos disfrutaban el
sueño angelical de la niñez.
Entre tanto, Gringopico gozaba de las cuantiosas entradas producidas por sus
propiedades en arriendo. Ellas, en su viaje de negocios y, por supuesto, de placer, le
habían costeado los mejores hoteles, los recorridos turísticos y gastos de toda índole.
Cansado de tanto disfrutar, el pajarito rico decidió volver.
Así, una mañana fría de otoño, en el vuelo procedente de Yanquiave, retornó
Gringopico.
El mister, apenas llegó, antes de bajar sus maletas y saludar con los suyos, corrió en
busca del inquilino y la propiedad. Al primero lo encontró atareado en sus ronquidos.
—¡Mi propiedad! ¿Qué ha hecho Ud. con mi propiedad? —gritó desconsolado el
extranjero al mirar la destrucción.
Piquiocioso despertó sobresaltado. Cuando trató de articular palabras en su defensa,
Gringopico le cortó diciendo:
—Ud. desocupa mi departamento o le demando en la Oficina de Inquilinato.
—¡Pero señor, mis hijos, mi esposa!
—¿Hijos? ¿Esposa? Yo arrendé mi propiedad a un pájaro solo y no al Director de la
Casa Cuna.
—Pero... pero...
—No hay ningún pero que valga. Si hasta las dos de la tarde no ha desocupado el nido,
lo haré desalojar con la policía.
El plazo dado por el propietario se cumplió y como el inquilino no había hecho nada por
desocupar el departamento, aquel acudió a las autoridades.
A las seis de la tarde, el Comandante Lechuza y varios gendarmes, sin hacer caso de las
súplicas de Piquibella ni del llanto de los polluelos, arrojaron las pertenencias de la
familia en medio del pasto. El pájaro rubio, muy satisfecho, ordenó de inmediato la
reparación de su vivienda.
Afuera, en tanto que el viento hacía crujir las ramas y la lluvia helaba los troncos,
Piquibella, desesperadamente trataba de cubrir a sus hijuelos. Todo era inútil: el frío les
carcomía sus plumas. Por ello, la pajarita dejó escapar una lágrima tibia y amarga que se
deslizó sobre su pechera de terciopelo.
Más distante, cabizbajo y solitario, Piquiocioso escondía su vergüenza bajo la hierba
entunada.
Fue una noche interminable y triste para esa familia obrera. El que más sufrió, sin duda,
fue Piquiocioso. Toda la velada la pereza paseó burlona por su mente alada. El reclamo
interior se entrecortó punzante en la inutilidad de su pico, encendiendo una decisión
rabiosa. Al amanecer, nació un nuevo Piquiocioso.
AI despuntar el alba se dirigió hacia un hermoso pino y en él repiqueteó su martillo
incansablemente.
En breve estuvo terminando el dormitorio nupcial y las piezas de los niños, la sala, el
comedor y todos los servicios. Con ímpetu incontenible alcanzó una estrella y en ella se
apoderó de cristales jaspeados que resplandecieron luego en sus ventanas. Su
entusiasmo no quedó allí. Piezas de raso musgoso y retazos de niebla conformaron los
cortinajes y el parqué del piso brilló más que el sol.
Gozoso, bajó a comunicar su obra a Piquibella que aún dormitaba entumida y triste.
Al escuchar la buena nueva, la alegría abrió el pico de todos en carcajadas desiguales.
Reían la dicha de poseer su casita propia y un padre trabajador.

AZUL SUEÑO
Autora: Elsa María Crespo

Esa mañana Bastián recibió una invitación que decía: Amigo Perro: Estás
cordialmente invitado a una celebración de sueños. Mañana por la mañana en mi casa.
No falles porque nos hará falta tu sueño. Tu amigo Tucán
Alegre pero muy preocupado, Bastián se sentó en el sofá a cuadros de su cuarto
y pensó:”? Qué sueño contaré? Mi problema es que siempre estoy de prisa y hasta
sueño al apuro, por eso nunca recuerdo mis sueños.”
Sus amigos siempre contaban sueños de naufragios, de escondites secretos, de
monstruos asquerosos, de castillos de reinas y de magia.
Bastián sentía que era el único perro del mundo que no soñaba.-No puedo llegar
a la reunión sin un sueño, sería como ir a un cumpleaños sin regalo o a una fiesta de
disfraces sin disfraz.
Pensó, pensó y repensó como encontrar un sueño. Se recostó cómodamente en el
sofá boca arriba. Con su hocico pecoso medio abierto, mostrando sus dientes en busca
de una sonrisa, con sus escuálidas y largas patas estiradas hacia arriba, sus orejas
peludas caídas para atrás y con cara de murciélago con sueño, se durmió.
A las pocas horas, despertó anhelante por saber si recordaba su sueño. No
recordó nada, seguía soñando al apuro.- “¿Qué voy a hacer? Como quisiera que exista
una tienda de sueños con un letrero grandote que diga: Se vende sueños. Sueños
grandes, pequeños, de colores y hasta de importación.”
De nuevo, Bastián se tumbó en el sofá pero esta vez se acomodó boca a bajo.
Encogió sus escuálidas y largas patas hacia adentro, metió su hocico entre sus patas de
adelante, estiró sus orejas peludas hacia los costados, puso cara de camello cansado y se
durmió.
A la hora, despertó ansioso por saber si había soñado. Nada, ni un poquito del
sueño pudo recordar. “!Necesito un doctor que me cure este mal de sueños! ! Una
bruja que me dé una pócima para recordar sueños! !Necesito un sueño para mañana!”
En pocas horas iniciaba la reunión de sueños. Angustiado , sin saber qué hacer,
hizo un último intento.
Con calma se puso su pijama de rayas azules y se instaló cuidadosamente en su
silla de madera color azul. Despacito colocó su panza en el asiento de la silla , dejó
caer sus escuálidas y largas patas a los costados , cubrió sus ojos grandes con sus orejas
peludas, dejó colgar su hocico pecoso fuera del asiento, puso cara de perro-buscasueños
y lentamente se durmió en un sueño profundo.
Al despertarse, Bastián descubrió que no era necesario una tienda de sueños, ni
un doctor y peor una bruja. Muy contento se revolcó en el suelo, dio mil vueltas
alrededor de la silla y gritó:” !Recordé lo que soñé!” Sin quitarse su pijama de rayas
azules y con cara de perro dichoso fue a la casa de su amigo Tucán.
Ahí se encontraban todos los amigos para dar inicio a la gran celebración de los
sueños. Llegó el turno de Bastián y contó:
-Anoche tuve un sueño azul. Me encontraba en mi cuarto de paredes pintadas
con huesitos azules, llevaba mi pijama de rayas azules y dormía plácidamente en mi
silla de Madera color azul. Mientras dormía yo le hablaba a mi mente y le decía: “Por
favor debes ayudarme, cuando sueñes sueña despacito, no te apures. Tómate tu tiempo y
pon atención al más mínimo detalle. Así cuando yo despierte recordaré mis sueños
siempre.”
Y desde esa noche - la noche de color azul sueño- y todas las demás noches,
Bastián tuvo sueños para contra y contra y siempre durmió en su silla de madera color
azul luciendo su pijama de rayas azules.

LA MANO NEGRA
Autor: Edgar Allan García

No les voy a mentir, chicos, la mano no era negra: lo que pasa es que era bastante
peluda, tan peluda que mirándola desde lejos parecía una tarántula. ¿han visto una
tarántula? Bueno, si la ve, no se acerquen porque podría picarles e incluso darles la
mano, en cuyo caso no sería una araña, sino una mano peluda como la de esta leyenda.
Pues bien, la mano peluda que un buen día apareció en Quito era tan especial que no
tenía brazo que la sostuviera, ni por supuesto codo, axila, hombro o persona alguna
detrás. Era entonces una mano sola, condenada a vivir así tosa la vida porque ¿dónde,
dígame ustedes, iba a encontrar otra mano peluda –aunque fuera lampiña- caminando
por las calles? Imagínense nada más qué drama: nunca, la pobre, podía estar “mano a
mano” con otra, ni mucho menos ponerse a jugar en una esquina de barrio a las
“manitos calientes”, o –cuando le entraba la travesura traerse algo “entre manos” con
una mano compañera de escuela. Lo único bueno de esta mano peluda era que no podía
borrar con el codo lo que ella misma había hecho, que es lo que por desgracia todos los
seres humanos hacemos pasando un día.
Pues bien, esa mano peluda era muy inquieta, en especial a partir de las ocho de la
noche, cuando todo el mundo estaba durmiendo (porque hay que recordar que era el
año 1972, segundos más, segundos menos).
Entonces salía a deambular por los corredores de la iglesia de San Francisco, que era
uno de sus sitios preferidos. Subía, saltaba, giraba, hacía equilibrio sobre un solo dedo
en el altar mayor, se caía (a veces la pobre se rompía una uña), volvía a levantarse,
corría hacia el atrio, y cuando sentía que se acercaba el único lego del lugar, un joven
llamado Leandro, que ( aquí viene un chisme de los buenos) estaba ahí porque quería
pagar con rezos y sacrificios el hecho de haber causado una muerte accidental, una
muerte producto de los celos que, por si no lo sabes, son como perro rabiosos que
habitan el pecho de algunos seres humanos.
La mano entonces se escondía cerca de una catacumba que tenía una enorme puerta de
piedra labrada en la que todavía se puede ver, entre otras cosas, dos manos cruzadas en
alto relieve. Tan pronto Leandro pasaba por ahí, alumbrado apenas por una vela de
cebo, la mano peluda salía del escondiste y saltaba para llamar la atención. Al principio
Leandro no podía creer lo que había visto en el piso. ¿Era una araña acaso?, ¿se trataba
tal vez de la sombra que proyectaba la vela? Con el tiempo, Leandro se dio cuenta de lo
que sucedía y empezó a sentir miedo de esta mano peluda que, muy coqueta, parecía
llamarlo con el dedo índice.
Una mañana no aguantó más y le confesó al padre provincial lo que estaba ocurriendo
en las noches. –Es una mano peluda de este tamaño, como una mano de gorila, padre,
ayúdeme porque ya no puedo más, -le dijo temblando. El padre se lo quedó viendo con
las enormes cejas fruncidas: -Mmmm, ¿no habrás estado bebiendo? –No padre. –Más te
vale, ya ves lo que le pasó al padre Almeida por andar por ahí farreando. –No padre, le
juro que no, padre. –Bueno, -dijo finalmente el provincial fray Eugenio Díaz –esta
noche sabremos la verdad.
En efecto, esa noche el padre fue con Leandro hasta la cripta, pero al principio no vio
ninguna mano: esta andaba muy tranquila jugando a la resbaladera dentro de uno de los
tubos del enorme órgano de la entrada. De pronto se escucho un ¡plaff! Sí, es lo que
imaginan: la mano peluda se había caído desde el balcón y rengueaba por entre las
bancas sin poder gritar “ayayay” por falta de boca. –Ahí viene, -dijo Leandro,
temblando. –Shhhh, -dijo el padre, que quería sorprenderla con la mano en la masa.
Pocos segundos después, llegó como llega una tarántula herida, arrastrando una pata,
qué digo, un dedo, el dedo gordo para ser exactos. Cuál no sería el susto del padre
provincial que de inmediato salió corriendo hacia los dormitorios, gritando santas
palabras en latín y malas palabras en español.
A partir de esa noche, la mano peluda, a la que todos empezaron a llamar “la mano
negra”, se hizo famosa: si un niño no quería tomar la deliciosa sopa de nabos, de col
hervida o de acelga agria que le servía su mamá, esta de inmediato decía que ese mismo
rato iba a llamar a la mano negra y, en un santiamén el pobre niño se la tomaba, con
ajos y todo, aunque estuviera fría. O si alguien creía que en algún negocio había algo
engañoso, algo que olía mal, o algo digno –por ejemplo- de un politiquero, en seguida
decía: “ a mi me parece que aquí hay mano negra”.
Mientras tanto, Leandro lucía un par de orejas grises cada vez más grandes y, con un
leve temblor en los cachetes flacos, le juraba a todo el que se encontraba en su camino
que una de esas noches se iba a volver loco porque a “la mano peluda”, decía se le había
“ido la mano” con él.
Tanto se quejó y tanta pena daba que una noche bajo el padre provincia rodeado de más
de veinte frailes y, lentamente, llegó hasta la puerta que desemboca en la cripta. La
mano estaba ahí, como esperándolos, moviéndose coqueta de un lado para otro y
haciéndoles señas con el dedo índice para que entraran. Todos parecían espantados,
nunca se supo si porque a la mano no le habían cortado las uñas llenas de tierra desde
hacía años o porque la muy traviesa tenía en verdad una apariencia terrorífica.
Por fin, ese mismo instante, el padre provincial decidió que ya que Leandro era casi un
amigo de la mano peluda, mejor conocida como “la mano negra”, tenía su bendición
para entrar a la cripta y así el mismo viera lo que la mano quería enseñarle en su
interior. El padre provincial agregó que él mismo, junto a los demás monjes, lo
esperarían hasta que el saliera, no importaba cuánto se demorara. Le ordenaba, además,
que estuviera atento a todo lo que viera y escuchara, para que al salir les contará con
lujo de detalles su aventura. En otras palabras, como ya se habrán dado cuenta, al pobre
Leandro no le quedó otra opción que entrar a la cripta detrás de la mano negra que
parecía muy feliz con lo que estaba pasando.
Los frailes y el padre provincial empezaron de inmediato a echar “agua bendita”, a
quemar incienso y rezar el Rosario con roncos murmullos. Al principio rezaron de pie,
luego apoyados contra las paredes heladas y más tarde sentados en las bancas crujientes
que estaban frente al altar. Para no alargarles la historia, “nunca jamás”, o como decía
mi abuela, “jamás de los jamases” volvió a salir Leandro de la cripta. Sí como lo oyen:
se lo tragó la oscuridad de la noche, se lo llevó el oscuro aire de la madrugada, se hizo
uno con el silencio en la luz lechosa del amanecer.
Es sabido que los frailes se quedaron dormidos en las bancas de la iglesia, pero es
también sabido que durante años contarían una historia muy diferente, aumentando por
aquí y quitando por allá, como corresponde a toda historia, hasta convertirse –cada uno
de ellos- en el único valiente de esa misteriosa noche.
Como siempre sucedía, algunos aseguraron que “la mano negra” era en realidad la mano
del diablo. Otros más chistosos opinaron que debía haber sido más bien la mano de una
diabla, por el detalle de las uñas largas. Los de la esquina contaron por su parte que
apenas entró Leandro a la cripta, se abrió un foso como la boca de un monstruo y, de un
tirón, “la mano negra” se lo llevó directo a lo “infiernos” ( el infierno es uno solo, me lo
explicó una vez un niño, pro al parecer tiene sucursales, de ahí eso de los infiernos). Los
malpensados – que casi siempre aciertan- dijeron en cambio que Leandro había
inventado la historia de “la mano negra” para, esa misma noche, mientras los otros
frailes dormían en las bancas de la iglesia, poder escaparse a Quien sabe donde y que,
una vez allá, decidió quedarse “para siempre jamás”.
De todas maneras, cualquiera sea la verdad de los hechos, yo les sugiero que vayan a
visitar la cripta que está a la derecha de la iglesia de San Francisco, en el fondo, a la
entrada de la capilla: si miran bien, se darán cuenta de que es una verdadera obra de arte
labrada en una piedra enorme y que, a pesar de su tamaño, se abre con una facilidad
asombrosa. Les cuento que ahí reposan los huesos de los Villacís, una familia que tuvo
mucho poder durante la Colonia, y que tal vez creyó, como creían en esa época, que
podían comprar el cielo adquiriendo, para siempre una cripta familiar en plena iglesia.
Eso sí, déjenme advertirles que si acaso ven una tarántula caminando debajo de las
bancas, o al lado de la cripta, por favor no la toquen, no la levanten, pero sobre todo no
la sigan; hagan como si no la hubieran visto y continúen paseando por ese maravilloso y
deslumbrante templo que siempre ha sido San Francisco . ¿Trato hecho?

EL YAVIRAC
Autor: Edgar Allan García

Por si no lo sabes, el Panecillo se llama así porque a los primeros españoles les pareció
que aquel cerro tan redondo y armonioso que se levantaba en el corazón de Quito, era
igual que un pan, un panecillo de miga blanca y apretada, de esos que los panaderos de
Sevilla o Andalucía horneaban para luego inundar las calles con su olor irresistible.
Muertos de nostalgia, los españoles bautizaron el pequeño cerro como panecillo, en una
tierra en que no se conocía el pan que ellos añoraban, -pues aun no había trigo- sino que
rebosaba de humeantes llapingachos, tortillas de quinua, humitas de sal y de dulce, yuca
asada, bizcochos de maqueño, empanadas de morocho, chigüles de maíz, torta de
choclo, tamales rellenos con mote y chicharrón de llamingo tierno, todos
chisporroteando en la viscosa mapahuira y bañados luego en un jugoso ají que mmmm,
continuar con tantas y tantas delicias que cómo te imaginarás, enloquecieron de gusto a
los recién llegados, aunque ellos –como ya te dije- seguían extrañando esos panecillos
calientes, acompañados de vino tinto, que años más tarde el gran Velásquez se
encargaría de pintar en un lienzo donde un niño parte, desde hace siglos, un sabroso
pedazo de pan.
Debes saber también que antes de que llegaran los españoles, este sitio era conocido
como el Yavirac, y ahí, sobre su cima, los indios anteriores a los incas, y más tarde los
incas que invadieron estas tierras, festejaban el Inti Raymi, la gran fiesta del Sol. Así, el
21 de junio de cada año, los indios de distintas regiones se reunían en el Yavirac para
cantar y bailar y beber y alabar, en una ronda de alegría, al altísimo señor del cielo que
moría cada tarde y renacía cada mañana, al generoso Inti de la vida y el calor, al padre
de la siembra y de la cosecha que año tras año daba a luz Pacha mama, la Madre Tierra.
Pues bien, cuenta la leyenda que Atahualpa ( en realidad se llamaba Atabalipa) había
mandado construir en la cima del Yavirac un templo de oro puro. Debes saber que a los
incas les gustaba mucho el oro por una sola razón: este era el metal que más se parecía a
los rayos de luz que brotaban del Sol. Para los españoles en cambio, aquel metal
significaba conquista, gloria, fortuna, tierras, nobleza, poder sin límites.
Por eso, luego de que los españoles mataron al inca Atahualpa (que en ese entonces
tenía 33 años), marcharon a toda prisa hacia Quito con ansias de repartirse el Templo de
Oro que estaba en la cima del Yavirac.
Imagínate, por un momento, imagínate los rostros de decepción que tenían los españoles
que sudorosos y cansados subieron a la cima del Yavirac y se encontraron que no había
ni una sola pepita de oro sobre la tierra seca: el Templo del Sol había desaparecido
como por arte de magia. Pero lo que no sabía –ni supieron nunca- era que dentro del
Yavirac, en el corazón del cerro, entrando por caminos secretos llenos de arañas
ponzoñosas y alacranes gigantescos y desfiladeros llenos de trampas mortales, se
encuentra el Templo del Sol, cuidado por cientos de doncellas hermosas que no
envejecen nunca y por una anciana sabia que –según he escuchado- es la mismísima
madre de Atahualpa.
Te cuento otro secreto: si alguna vez logras encontrar la entrada, y luego de salvarte de
los peligros que te esperan, llegas por fin a la morada de la anciana, tienes que pensar
muy bien en lo que dices y haces. Si la anciana te pregunta –mirándote fijamente a los
ojos- qué buscas en esos recintos sagrados, tienes que decir que eres pobre, que has ido
a dar ahí por accidente que solo buscas la salida y que juras nunca revelar la entrada
secreta a aquel templo. La anciana entonces se levantará de su trono de oro macizo; te
hará escoger entre una enorme piedra de oro, más un puñado de perlas, rubíes y
esmeraldas que están sobre una mesa, y una tortilla de maíz, una mazorca de choclo
tierno y un pocillo con mote jugosa que están sobre otra mesa. Piénsalo bien, pues si
escoges la primera mesa, es probable que al salir te encuentres con que en vez de
riquezas sólo llevas un pedazo de ladrillo y unas cuantas piedras comunes en las manos.
Y es probable también que, si escoges los alimentos que se encuentran sobre la segunda
mesa, la tortilla se convierta de pronto en un enorme pedazo de oro sólido, el choclo
tierno en numerosas pepitas de plata y el pocillo con mote en gran cantidad de perlas
brillantes. Escoge bien, porque es probable que suceda también al revés, y que una vez
afuera ya no haya forma de volver atrás.
Yo no te contaré nunca, así insistas, por qué tengo un cerro de dinero que se me sale por
los bolsillos ni por qué vivo en casa mansión de estilo antiguo que se levanta aun lado
de la cima del hermoso Yavirac, sólo te diré que gracias a que la vida ha sido tan
generosa conmigo, desde hace años suelo ayudar a monos llenas a aquellos que más lo
necesitan. Ah, y como sé que te estarás imaginando que todo lo que ahora tengo se lo
debo a la anciana del Templo del Sol, déjame decirte algo, y que te quede muy, pero
muy claro, de ahora en adelante: es probable que sí y es probable que no. ¿Entendido¿ Y
ahora, por favor, déjame para que pueda comer una comida que antes no me gustaba
pero que ahora me encanta: mi tortilla de maíz, mote y choclos tiernos..........a menudo,
claro está, que también tengas hambre y quieras saborear un poco de estas delicias
conmigo.
Etsa
Autor: Edgar Allan García.
Ampam había ido esa mañana lluviosa al Registro Civil para inscribir a su pequeño hijo.
Un hombre de traje gris los vio llegar, se secó el sudor con un pañuelo arrugado y
preguntó de mala gana.
-¿Qué quieres, indio? Habla rápido que no tengo tiempo.
-¿Quiero inscribir a mi hijo –dijo con tranquilidad Ampam.
-Ya, ¿y cómo quieres ponerle, pues?
-Quiero que lo anoten como Etsa, igual que....
-Pero, cómo... –gritó el hombre mientras se levanta furioso del escritorio-, ¿le vas a
poner Etsa este niño?, ¿Etsa? , ¿no ves que es nombre de mujer?, ¿estás loco? Estos
indios ignorantes....
Ampam trató de explicarle que Etsa en el idioma de los shuar, quería decir Sol, el
valiente Sol, el generoso Sol de sus antepasados, pro el tipo no lo dejó explicar nada.
Ampam miró con tranquilidad a aquel hombrecito que se negaba a escuchar e insistía en
hablar palabras sin sentido. Entonces recordó la tarde en que su abuelo Arútam –que en
shuar quiere decir Poderoso Espíritu de la mañana- lo llevó a caminar por la selva. Ahí
entre gigantescos matapalos y frondosos copales, chambiras, y pitajayas, le contó de
qué manera el luminoso Etsa les devolvió vida a los pájaros.
-Iwia es un demonio terrible –le explicó Arútam-. Desde siempre ha tenido la costumbre
de atrapar a los shuar y meterlos en su enorme sirga para después comérselos. Fue así
como, en cierta ocasión, el cruel Iwia atrapó y luego se comió a los padres de Etsa.
Entonces raptó al poderoso niño para tenerlo a su lado y, durante mucho tiempo, le hizo
creer que su padre era él.
Cuando Etsa creció, todos los días, al amanecer, salía a cazar para el incansable Iwia
que siempre pedía pájaros a manera de postre. El muchacho regresaba con la gigantesca
shigra llena de aves de todas las especies, pero una mañana, cuando apenas empezaba su
cacería, descubrió con asombro que la selva estaba en silencio. Ya no había pájaros
coloridos por ninguna parte. Solo quedaba la paloma Yápankam, posada sobre las ramas
de una malitagua.
Cuando Etsa y la paloma se encontraron en medio de la soledad, se miraron largamente.
-¿Me vas a matar a mi también?
-preguntó la paloma Yápankam.
-No –dijo Etsa-, ¿de que serviría?
Parece que he dejado toda la selva sin pájaros, este silencio es terrible.
Etsa sintió que se le iban las fuerzas y se dejó caer sobre el colchón de hojas del piso.
Entonces, Yápankam voló hasta donde estaba Etsa y, al poco rato, a fuerza de estar
juntos en medio de ese bullicioso silencio en el que aún navegaban los gritos de los
monos y las pisadas de las hormigas, se convirtieron en amigos.
La paloma Yápankam aprovechó para contarle al muchacho la manera en que Iwia
había matado a sus verdaderos padres.
Al principio, Etsa se negó a creer lo que le decía, pero a medida que escuchaba las
aleteantes palabras de Yápankam, empezó a despertar del engaño que había tejido el
incansable Iwia y , entonces, como si lo hubiera astillado un súbito rayo, se deshizo en
un largo lamento. Nada ni nadie podía consolarlo: lloraba con una mezcla de rabia y
tristeza, golpeando con sus puños el tronco espinoso de la enorme malitagua.
Cuando Yápankam se dio cuenta de que Etsa empezaba a calmarse, le dijo:
-Etsa, muchacho, no puedes hacer nada para devolverles la vida a tus padres, pero aún
puedes devolvérsela a los pájaros.
-¿Cómo? –quiso saber Etsa.
La paloma explicó: Introduce en la cerbatana las plumas de los pájaros que has matado
y sopla”.
El muchacho lo hizo de inmediato: desde su larga cerbatana empezaron a salir miles,
millones de pájaros de todos los colores que levantaron el vuelo y con su alegría
poblaron nuevamente la selva. Desde entonces –le aseguró su abuelo Arútam- Etsa,
nuestro amado Sol y el demonio Iwia son enemigos mortales.

EL NACIMIENTO DE LA FLOR DE TAXO
Autora: Teresa Crespo Salvador

En épocas muy remotas, antes aun de la presencia viril y heroica de los shyris en
nuestro territorio, había una princesita india llamada Llira. Era una niña esbelta y
hermosa como una gacela. Su pelo negrísimo, que se lo peinaba al uso de la tribu en una
gruesa trenza, le colgaba por detrás y daba a su cara bronceada una sombra de misterio
y ternura. Sus ojos negros, brillantes y profundos soñaban en cosas extrañas y sus
manos jugaban dulcemente con el agua y las flores.
Llira era amiga del campo. Gustaba de dar largos paseos por las lomas verdes e
internarse muchas veces por senderos que la conducían siempre a lugares ya por ella
conocidos. Caminaba dejándose acariciar los pies por las hierbas y conversando con las
hojas, un lenguaje sólo sabido por ella.
Un día se enteró que muy dentro en la montaña, en un lugar muy oculto y de casi
imposible acceso, brotaba un manantial de agua cristalina y que quien alcanzaba a beber
de su corriente adquiría Felicidad. Llira tenía el cielo, el campo, las estrellas; pero desde
ese instante sintió deseos de poseer plenamente la Felicidad y no perderla nunca. Por
eso salió al punto en busca del arroyo. Una mañana llena de sol, en los nevados de su
tierra brillaban encendidos a lo lejos y los gorriones picoteaban alegremente entre los
tiernos sembrados de maíz, Llira con la ilusión prendida en el alma corría por los
campos. Iba internándose en la dirección que le indicaba su instinto de muchacha
campesina. Corría y corría, con sus pasos menudos y acompasados. Corría sin prisa,
alegremente.....
Cuando había transcurrido toda la mañana, Llira se sentó a descansar a la sombra de
unos árboles. De pronto oyó un rumor suave, como de agua que pasaba cerca. Sólo el
oírla le refrescó el alma y se acercó a buscarla. Estaba cansada por la larga carrera y al
descubrir el arroyito que pasaba saltando sobre las piedras hundió sus manos en el agua
fresquísima y la llevó a los labios, bebió dulcemente y sintió que todo su cuerpo
adquiría una frescura infinita: “Como deben sentir las totoras”, pensó, y río
alegremente. Luego sintió hambre y como cerca había un bosque silvestre había un
bosque silvestre fue a buscar frutas en él, como lo había hecho siempre. Una hermosa
enredadera subía por entre los troncos, haciendo aún más espesos los grandes árboles.
Llira se sentía feliz con la frescura de la sombra y con el brillo de las hojas. Y mientras
sus manos se hundían entre l tierna maleza, buscando frutos, sintió deseos de pegar su
cara a la frescura de la planta. De pronto, allí donde sus labios habían besado las hojas,
vio brotar una estrella del color de sus labios! Asombrada y gozosa besó mil veces el
follaje de la trepadora y cada vez el roce de su labios producía una flor nueva. Llira
comprendió: el agua que había calmado su sed momentos antes era el agua milagrosa
que buscaba. Entonces comprendió que la felicidad era poder dar, en los labios, en las
flores como estrellas, tal como ella las dio a una humilde planta de las montañas.
Brindar alegría. Y saber después que esas flores habíanse trocado en dulces frutos
aterciopelados y verdes.
Y Llira fue feliz. Y la flor del taxo perfumó su vida para siempre y ha seguido
perfumando los campos y embelleciendo a las doncellas indias que gustan de enredarlas
a sus negras trenzas.

EL CANGREJO VIAJERO
Autor: Eliécer Cárdenas

Los cangrejos que viven a las orillas de los riachuelos que corren entre las montañas de
Papayal son negros y pequeños. Se resguardan bajo las piedras cercanas al agua y nadan
felices entre las corrientes que son rápidas y muy claras, tanto que se ven las piedrecitas
multicolores del fondo. Nada les faltaba a esos cangrejos de río. El alimento era
abundante y solo debían precaverse de las aves que hundían los picos entre las piedras
para engullir un buen bocado.
Sin embargo, un pequeño cangrejo no se sentía contento con su vida a orillas del arroyo.
Con sus ojos saltones y sus antenitas se pasaba las horas contemplando inmóvil el paso
de la corriente que sé llevaba, montaña abajo, briznas de hierbas y hojarascas caídas.
-Si pudiera viajar, -suspiraba el cangrejo- entonces iría no sólo hasta los remolinos
donde se estrellan las ramas caídas. Iría muchísimo más allá, hasta sitios que ninguno de
mis hermanos cangrejos conocen.
El cangrejito de río se enteró a través de los cangrejos mayores a dónde iban las aguas
del sonoro arroyo montañés en cuyas orillas habitaban.
-Sabemos que esta agua lleva a otras aguas más grandes, monte abajo, y aquellas aguas
van a un lugar que está hecho únicamente de agua, pero no dulce y sabrosa como ésta
sino salada, y quizá peligrosa para nosotros -le contó un cangrejo adulto del grupo
-Más allá de aquel rincón, del riachuelo había muchos riesgos,- contó otro cangrejo
maduro que en -su juventud fue bastante curioso y se aventuró unos metros corriente
abajo.
-Allí encontré peces muy grandes y voraces, bandadas de aves que abrían sus picos para
devorarme, y me volví para no moverme más de aquí. Este sitio es el mejor del mundo
para los cangrejos del río -le dijo el experimentado adulto
Pero el pequeño cangrejito no se conformaba con esas historias que le aconsejaban no
tener demasiada curiosidad por el curso de la corriente. Y seguía mirando el paso de las
aguas claras y espumosas sobre el lecho de menudas piedras del riachuelo, y aumentaba
su anhelo de ir lejos, muchísimo más lejos del sitio al que había llegado el cangrejo
curado de viajes.
Un buen día llegó al lugar un bullicioso grupo de cotorras habladoras. Acamparon en
un árbol cercano y entre ellas no se cansaban de conversar acerca del ancho mundo,
que parecían conocerlo de un extremo a otro.
El cangrejito al escucharlas se aproximó al pie del árbol y preguntó:
-¿Conocen el sitio a donde van a dar las aguas de todos los riachuelos?
-Vaya que sí lo conocemos -respondió una de las cotorras habladoras mientras cerraba
el párpado azul de uno de los ojos-. Es un lugar que tiene muchísimos cangrejos que
viven en las orillas, pero no son negros y pequeñitos comí/ tú, sino muy rojos y púrpuras
también, y muy fuertes, con un inmenso par de tenazas con las que asustan a los
intrusos.
Y el cangrejito de río se entusiasmó mucho más con la idea de marcharse hacia donde
todas las aguas desembocan, para conocer a los prodigiosos cangrejos de color rojo o
púrpura, muchísimo más fuertes e importantes que los que pertenecían a su especie. Si
vivía entre ellos, él podría darse importancia, y posiblemente su caparazón se volvería
roja, o púrpura, pensó. El pequeño cangrejo era todo curiosidad.
Al fin decidió dejarse llevar por la corriente, río abajo. Sintió que el agua lo
transportaba cada vez más lejos, hasta que ya no pudo distinguir la piedra gris bajo la
cual habitaban sus parientes. El arroyo caía en breves cascadas, se hundía en gargantas
con los bordes cubiertos por helechos y palmas, y el cangrejo movía las patitas para
evitar que el ímpetu del agua hiciera chocar su cuerpo entre las rocas. Estaba exhausto y
hambriento, en la corriente, cuando un par de cangrejos negros como él lo llamó desde
la orilla.
-¿A dónde vas? ¿Te encuentras extraviado? La correntada te va a llevar sin remedio
hasta sitios en los cuales para nosotros es difícil vivir -le dijeron los cangrejos después
que le dieron de comer.
-Sólo deseo recuperar mis fuerzas para seguir adelante -les respondió el cangrejito-.
Voy al lugar donde todas las aguas se vuelven una sola.
Y el animoso cangrejo continuó viaje, ante la admiración de los otros. Más allá, el
riachuelo se fue convirtiendo en un auténtico río debido a la afluencia de arroyos
menores, y empezaba a correr, poderoso y oscuro, a lo largo de una amplia llanura
bordeada por verdes cañaverales y espesos penachos de guadúas. Empezó a llover de
golpe, y llovió tanto que el río se desbordó, y el pequeño cangrejo, arrastrado por el
agua, fue a dar en un inundado plantío de arroz, donde algunos cangrejos negros como
él buscaban con afán un pedazo de tierra libre de agua.
A dónde vas, cangrejito preguntaron los naufra-.. Se que no eres de estos lados, ya que
no sabes cómo sostenerte en medio de esta correntada.
-Voy al sito donde se unen todos los ríos -contestó con orgullo el cangrejito-. Allí
conoceré a los cangrejos rojos y a los de color púrpura.
-Mejor no sigas -le recomendaron los cangrejos del arrozal inundado-. Ese sitio puede
ser peligroso.
El pequeño cangrejo encogió sus tenacitas, tal como los niños lo hacen al alzar los
hombros y tras mucho nadar encontró nuevamente el cauce del río. Siempre dejándose
llevar por las aguas, se encontró en medio de una anchísima corriente, en cuyas
distantes orillas brillaban las luces de las ciudades de los humanos, tan fantásticas para
el cangre-jito que no había admirado claridad igual allá en su riachuelo de montaña.
-¿Qué haces por aquí, cangrejo de río? -le preguntó un pez sacando su carnosa boca de
bajo el agua-. Debes venir desde muy lejos, ya que en este gran río no hay muchos
cangrejitos como tú.
-Voy al sitio donde las aguas se reúnen -respondió el pequeño cangrejo,
esforzándose por distinguir al pez entre la turbiedad del río.
-A ese lugar ni yo me atrevo a ir -aseguró el pez, y se despidió de él con un rápido
movimiento de la cola, antes de hundirse en la corriente.
Pero el cangrejito no se desanimó. Continuó río abajo, alimentándose como pudo, en
esas aguas cenagosas, del color de una hoja reseca. Al fin, sintió que el líquido adquiría
otro sabor y el viento empujaba olores desconocidos. Las aguas se encrespaban en
poderosas olas, y el cangrejito preguntó a un delfín que retozaba con alegres saltos
sobre el agua, si había llegado al sitio donde se unen todos los ríos.
-Has llegado -le dijo el delfín, mirándole con atención-
. Aquí se juntan todas las aguas. Es el mar.
-¿Me podrías decir dónde puedo hallar a mis parientes los cangrejos rojos y de color
púrpura? -quiso saber el cangrejito de agua dulce,
Si vas hasta esa playa que está a tu derecha, encontrarás a los cangrejos le dijo el buen
delfín-. Pero cuídate del oleaje que puede arrastrarte mar adentro.
En efecto las olas eran muy grandes y a cada instante amenazaban con llevar al
cangrejito lejos de la playa. Con gran esfuerzo, logró arribar a tierra, donde un
semicírculo de grandes cangrejos de color púrpura o rojo movió sus inmensas tenazas
por la sorpresa al ver la traza del recién llegado
-Hum, ¿qué tenemos aquí? Un cangrejo enano -dijo uno de los animalones de la playa
con desprecio.
-Un cangrejo negro, vaya -opinó con burla otro.
El pequeño cangrejo de río les explicó de dónde venía y les relató su largo y difícil
viaje. Los grandes cangrejos de la orilla del mar le permitieron quedarse en la playa, a
condición de que les limpiara la arena de las algas que arrojaban las olas. Pero al
cangrejito le cayó mal la comida con que se alimentaba esa especie grandulona y el
agua salada no le causaba el placer al nadar que le daba la dulce de su riachuelo de las
montañas. De los grandes cangrejos logró aprender algunos trucos, como zambullirse
bajo la cresta de una ola o enterrarse en la arena. Sin embargo, pronto el pequeño
cangrejo negro comprendió que su lugar estaba en el arroyo que lo vio nacer. Se
despidió de manera cortés del grupo de cangrejos rojos y púrpuras, y emprendió el
camino de regreso, desde la boca del gran río, corriente arriba, aprovechando la marea.
Era un viaje mucho más esforzado que el de ida. Delgado, fatigadísimo y hambriento, el
cangrejito llegó al fin, tras muchos días de marcha, al rincón del arroyo donde vivían los
suyos. No lograba creer que fuera verdad: había regresado.
-Vaya, has vuelto -exclamaron sus sorprendidos compañeros-. Creímos que no te
volveríamos a ver.
El pequeño cangrejo contó su aventura viajera con lujo de detalles, y a modo de
conclusión dijo:
-He conocido muchas aguas y tierras, incluso estuve en el mar donde habitan los
grandes cangrejos rojos y los de color púrpura, pero no cambio este rincón del riachuelo
por nada de lo que he visto. Porque aquí es mi hogar.
Los cangrejos de río celebraron con una fiesta el retorno del viajero, que se pasaba
recordando con satisfacción y orgullo su aventura. Porque al conocer lugares lejanos
había aprendido a valorar el suyo propio.

MARCELA, VEN A VER AL NIÑO
Autora: Alicia Yánez Cossíos

Hace años, cuando no estaban de moda los árboles de navidad, a nadie se le podía
ocurrir cortar un árbol de ciprés para ponerlo en la sala, llenarlo de adornos y de luces,
como si fuera a un baile, y después tirarlo a la basura o quemarlo como se quema al Año
Viejo. En esas viejas navidades de antes, nunca faltaba un nacimiento en cada casa, y se
comenzaba a hacerlo en los primeros días de diciembre.
La tía Isadora ordenó a Marcela que fuera al campo; acompañada de la dota, a recoger
musgo y zagalitas para hacer el nacimiento. Cuando llegaron con los canastos llenos,
vieron que la tía ya había hecho el cielo con papel engomado, borroneado de azul y
colocado la estrella de los Reyes Magos con otras estrellas que brillaban y hasta
titilaban, porque estaban apenas sostenidas con puntas de alfileres. Una enorme colcha
tapaba los caballetes y las tablas que formaban la tarima, y encaramada sobre ella, la tía
estaba dando forma a los montes, caminos y llanuras.
AI ver eso, Marcela protestó:
—Pero tía, ¿por qué razón no me esperaste ...?
—Porque demoraste demasiado, pero no me armes berrinche, solo hago un poquito
más... y te dejo a ti, aunque todavía me falta colocar el pesebre y las casas y hacer la
vertiente de agua que desemboca en la laguna de los patos.
—¡Eso sí que no! —Protestó Marcela. —Porque tú haces el agua con papel celofán y
queda horrible... Los patos se caen y parece que se han muerto...
Isadora se puso incómoda:
—No te voy a permitir que hagas chorros de agua, porque se encharca el piso, y como
ya te conozco, hasta vas a querer chapotear en la laguna.
—Verás tía, —respondió Marcela— si fuera del tamaño de los patos, claro que me
metería en la laguna, pero como no soy, no digas lo que no es... El celofán queda
horrible. Lo que pasa es que tú quieres acaparar todo y no me dejas hacer nada.
La tía, sin hacerle caso, siguió de rodillas, encaramada en la tarima y al ver las
estrellas, Marcela preguntó:
—¿De dónde sacaste tantos papeles plateados...?
—De las envolturas de chocolates que yo —¿quién si no?— tuvo la precaución de irlos
guardando.
—Eso quiere decir que te comiste tantos... ¿tú, sólita? — Preguntó enojada.
Isadora no respondió y siguió dándose gusto. Pero sucedió que, en tal postura, le dio un
calambre, se le entumecieron las piernas y no le quedó más remedio que bajarse de la
tarima, al tiempo que gritaba:
—¡Clota, Clota, ven a darme fricciones de aguarrás! Llegó la Clota con el frasco, y
mientras le sobaba a diestra y siniestra, Isadora dijo a Marcela:
—¡Qué remedio! Ahora sí, te toca a ti, y voy a ver qué haces...
Marcela, no esperó más, se encaramó de un salto en la tarima y, como era de esperarse,
tembló la tierra. ¡Hubo un terremoto en Belén! y toda la armazón se vino al suelo.
Isadora se paró de un salto y gritó:
—¡Claro, ya lo sabía! ¡Eres un desastre! ¡No es posible encargarte que hagas nada!...
Menos mal que el nacimiento no era tan alto como otras veces.
Marcela no tuvo más remedio que sentarse en el suelo, esperar que la Clota volviera al
aguarrás, que se fueran los calambres y que se volviera a armar lo desarmado. La tía
Isadora volvió a subirse a la tarima y Marcela solo pudo contentarse pasando el musgo,
las zagalitas, el pesebre y todo lo que pedía:
—Páseme la mula y el buey
Antes de entregarlos, Marcela los acarició e Isadora los colocó al fondo del pesebre.
—¡Eso sí que no! —Dijo Marcela. —No puedes ponerlos tan atrás, porque no se les ve.
—Así es la tradición. —Respondió Isadora—Y allí los dejó.
—Ojalá se largaran de pastoreo. —Murmuró Marcela.
—¿Qué estás diciendo?
—Que no soy tonta para creer que todo el tiempo la mula y el buey se quedaron
calentando al Niño con su aliento, también debieron irse a comer alguna yerba... No sé
por qué les escondes...
Isadora prefirió no contestar. Pidió que le pasaran a María y a José, y los colocó al lado
de la cuna vacía.
—¿Traigo a Jesús? —Preguntó solícita Marcela.
—No. Porque no ha nacido todavía.
—¡Cómo, si nació hace dos mil años...!
—Así es. Pero lo pondré el 24 de diciembre, a la media noche, cuando regresemos de la
Misa del Gallo.
—Y entonces, ¿para qué hacemos nacimiento...? ¿Para que el Niño se quede sólito, sin
nadie, en tu cuarto, sin ver a los pastores ni a los niños que vendrán a la novena...?
—Así es la tradición y así se hace. Y si me sigues molestando, te mandaré a la cama.
Marcela suspiró e Isadora siguió pidiendo:
—Pásame las casas... Pásame a los pastores... Pásame las ovejas... Pásame la arena del
camino... Traigan a los Reyes Magos... .
—¡Eso sí que no! —Gritó Marcela. —Tú misma dijiste que los Reyes Magos llegaron
por enero.
—Si. Esa es la verdad. Pero no voy a tolerar lo del año pasado.
—¿Qué pasó el año pasado...?
—Esa locura de que les hagan caminar.
—¡Pero si eso fue lo mejor de todo...!
—¡No y no y no! Aunque te pares de cabeza... No te creas que voy a permitir que hagas
el camino hasta la cocina y que cada día los camellos den pasos hasta acá, y que vengan
tus dichosos primos y se peleen diciendo que el camello de Melchor va adelante del
camello de Gaspar, y que el camello de Baltazar se rompió la pata... Y que se pasen
discutiendo que los Reyes Magos se achicharran bajo el sol del desierto, y que me
destrocen la enciclopedia para saber si en la joroba de los camellos hay agua o hay
grasa, y todas esas boberías que se les ocurre, como si la Navidad fuera un juego de
mocosos... No voy a permitir que la pobre Clota se pase sacudiendo la alfombra y tenga
que barrer toda la casa, y..
—Y ¡claro! que mande a escobazos a los camellos debajo de los muebles. —Agregó
Marcela, recordando los malgenios de la Clota.
—¡Sí, eso mismo! Ni creas que voy a dejar que vengan las visitas y vean la regazón de
arena por toda la sala, y..
—Y que la Navidad sea para ti sola y no para nosotros.
—¡Cállate, Marcela! y no discutas más.
—Pero es que tú te crees dueña de la Navidad, te comes chocolates a escondidas, y
hasta nos haces rezar de rodillas una novena larguísima y..
—¡Basta ya! ¡Perdí la paciencia! ¡Lárgate a la cama sin comida! Y ten presente, que si
sigues así, le diré al Niño Jesús que no te traiga ni un juguete.
—¿Acaso el Niño Jesús habla contigo...?
Marcela salió refunfuñando. Se encerró en su cuarto. Puso seguro en la puerta para que
no entrara la tía Isadora ni la Clota, y se acostó vestida. Lloró un poquito, se abrazó a la
almohada y.. después de un rato oyó una voz que le decía:
—Marcela, ven. Vamos a ver al Niño.
Entonces se dio cuenta que se había reducido de tamaño y que estaba encaramada en el
nacimiento de la tía. Caminaba por un sendero de zagalitas. Los pájaros volaban en el
viento, sin mover las alas. Arriba, en el cielo de cartón brillaba la estrella de Belén y
calentaba como el sol. Abajo, a lo lejos, el cortejo de los Reyes Magos avanzaba por
debajo de la mesa del comedor. A un lado, una vaca rumiaba y no se dejaba ordeñar por
la Clota.
Al verle, Marcela le dijo:
—¡Qué extraño! Eres igualita al buey que estaba en el pesebre...
—No importa. Es lo mismo. —Respondió la vaca.
—¿Y dónde se quedó la mula?
—No sé. Debe andar de pastoreo...
Marcela siguió caminando y se encontró con un rebaño de ovejas del mismo color y del
mismo sabor de los merengues. Llegó a la laguna de los patos y se puso a jugar con
ellos salpicándoles agua y empapándose. Un pastor, se detuvo a mirarla y le advirtió:
—Si te ve tía Isadora, te mandará a la cama...
—Y a mí qué... —Respondió Marcela. —Ven a jugar conmigo y con los patos.
—No puedo, porque voy al pesebre de Belén y llevo un quesito de cabra de regalo.
—Yo también voy para allá, pero no llevo nada, y es la primera vez que me dejan jugar
en la laguna.
—Bueno. Está bien, pero ¿conoces el camino?
—Creo que sí, aunque no sé si mi tía lo cambió de sitio, pero no importa, siempre
encuentro chaquiñanes para llegar más pronto.
Marcela anduvo largo rato y por fin llegó al pesebre. Vio a José corriendo tras el viento
que le había quitado su sombrero de paja, y cuando logró rescatarlo, le dijo:
—¡Hola, chiquita! ¿Vienes a ver al Niño? Debes estar cansada, porque el camino es
largo, siéntate aquí y quítate los zapatos porque están mojados.
Después llegó la Virgen. En una mano traía un pedazo de pan con un trozo de queso de
cabra y en la otra, un jarrito de aguamiel
—Debes tener hambre porque te fuiste a la cama sin comer y debes tener sed porque
estás caminado desde cuando eras más chiquita.
—Gracias María ¡Qué buena eres! y qué suerte tiene tu Hijo al tener una mamá como tú
y no una tía como yo. Se acercó al pesebre y vio a Jesús.
—No hagas ruido, porque está dormido. —Susurró María.
Pero Jesús abrió los ojos y le tendió los brazos. Marcela se quedó pensativa y le
preguntó:
—Pero, ¿no te habías quedado en el cuarto de Isadora? Jesús se metió el dedo en la boca
y le sonrió.
—María, ¿me dejas cogerle un ratito?
Ella dijo que sí. Marcela le acunó en sus brazos y le cantó villancicos. Llegaron otros
pastores y también empezaron a cantar, mientras los ángeles, parados en el techo del
pesebre, tocaban sus flautas de carrizo. La caravana de los Reyes Magos se había
detenido a descansar en el filo de la alfombra, y la tía Isadora caminaba a lo lejos con
dos chocolatitos de regalo...
Marcela se despertó y supo que había tenido un lindo sueño...
Pero no. No era ningún sueño porque el niño Jesús de la tía Isadora estaba a su lado, y
ella tenía en la boca el sabor del queso de cabra y de la aguamiel y ¡había migas de pan
sobre la almohada!