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jueves, 31 de enero de 2013

CUENTOS SCIFI 2


PATÉ DE HÍGADO
No podría revelar mi verdadero nombre aunque quisiera, y en estas circunstancias no quiero revelarlo.
No soy buen escritor, así que le pedí a Isaac Asimov que se encargara de redactar esto por mí. Lo escogí a él por varias razones. Primero, porque es bioquímico, así que comprende de qué hablo, al menos en parte. Segundo, porque sabe escribir, o al menos lo cual no necesariamente significa lo mismo ha publicado bastante.
No fui el primero que tuvo el honor de conocer a la Gallina. El primero fue un algodonero de Tejas llamado lan Angus MacGregor, que era el dueño antes de que el ave pasara a manos del Gobierno.
En el verano de , MacGregor envió cartas al Ministerio de Agricultura, solicitando información sobre la incubación de huevos de gallina. El Ministerio le remitió todos los folletos disponibles sobre el tema, pero MacGregor se limitó a enviar cartas aún más apasionadas, en las que abundaban las referencias a su «amigo», el diputado local.
Mi conexión con el asunto es que trabajo en el Ministerio de Agricultura. Como ya iba a asistir a una convención en San Antonio en julio de , mi jefe me pidió que pasara por la finca de MacGregor y viera en qué podía ayudarlo. Somos funcionarios públicos, y, además, habíamos recibido una carta del diputado de MacGregor.
El  de julio de  conocí a la Gallina.
Primero conocí a MacGregor. Era un cincuentón alto, de rostro arrugado y suspicaz. Revisé toda la información que él había recibido y le pregunté cortésmente que si podía ver sus gallinas.
No son gallinas, amigo. Es una sola gallina.
¿Puedo ver a esa única gallina?
Mejor será que no.
Entonces, no puedo ayudarlo más. Si es una sola gallina, pues
 eso es que le pasa algo. ¿Por qué se preocupa por una gallina? Cómasela.
Me levanté y cogí mi sombrero.
¡Espere! Me quedé mirándolo mientras él apretaba los labios, entrecerraba los ojos y libraba una callada lucha consigo mismo. Acompáñeme.
Lo acompañé hasta un corral, rodeado de alambre de espinos cerrado con llave, que albergaba una gallina: la Gallina.
Ésta es la Gallina dijo, y lo pronunció de tal manera que hasta pude oír la mayúscula.
La miré. Parecía como cualquier otra gallina gorda, oronda y malhumorada.
Y éste es uno de sus huevos añadió MacGregor. Estuvo en la incubadora. No pasa nada.
Lo sacó del espacioso bolsillo del mono. Había una tensión extraña en la forma en que lo sostenía.
Fruncí el ceño. Algo no iba bien en ese huevo. Era más pequeño y más esférico de lo normal.
Cójalo me ofreció MacGregor.
Lo cogí. O lo intenté. Usé la fuerza indicada para un huevo de ese tamaño, y se quedó donde estaba. Tuve que esforzarme más para levantarlo.
Comprendí por qué MacGregor lo sostenía de un modo extraño: pesaba casi un kilo.
Lo miré, apretándolo en la palma, y MacGregor sonrió socarronamente.
Tírelo dijo.
Me quedé boquiabierto, así que el propio MacGregor me lo quitó de la mano y lo tiró.
Cayó con un ruido blando. No se rompió. No hubo un reventón de clara y yema. Sólo se quedó allí, clavado en el suelo.
Lo recogí. La blanca cáscara se había partido en el lugar del impacto. Algunos trozos se astillaron y lo que brillaba dentro era de un tono amarillo apagado.
Me temblaban las manos. Aunque apenas podía mover los dedos, quité parte del resto de la cáscara y miré aquello amarillo.
No tenía que realizar ningún análisis. El corazón me lo decía.
¡Me encontraba ante la mismísima Gallina!
¡La Gallina de los Huevos de Oro! El primer problema a resolver fue conseguir que MacGregor me diera el huevo de oro. Yo estaba casi histérico.
Le entregaré un recibo. Le garantizaré el pago. Haré todo lo que sea razonable.
No quiero que el Gobierno meta las narices protestó tercamente.

Pero yo era el doble de terco y, finalmente, le firmé un recibo y él me acompañó hasta el coche y se quedó en la carretera, siguiéndome con la vista mientras yo me alejaba.
El jefe de mi sección del Ministerio de Agricultura se llama Louis P. Bronstein. Nos llevamos bien y pensé que podría explicarle la situación sin que me pusiera bajo observación psiquiátrica. Aun así, no corrí riesgos. Tenía el huevo conmigo y cuando llegué a la parte peliaguda lo puse sobre el escritorio.
Es un metal amarillo y pudiera ser bronce, sólo que es inerte ante el ácido nítrico concentrado.
Es un fraude dijo Bronstein. Tiene que serlo.
¿Un fraude que utiliza oro de verdad? Recuerda que cuando lo vi por primera vez estaba totalmente cubierto por una cáscara de huevo auténtica e intacta. Ha sido fácil analizar un fragmento de la cáscara. Carbonato de calcio.
El Proyecto Gallina se puso en marcha. Era el  de julio de .
Yo fui el investigador responsable desde el principio y permanecí a cargo de la investigación durante todo el proyecto, aunque el asunto pronto me sobrepasó.
Comenzamos con ese huevo El promedio de su radio era de  milímetros (eje mayor,  milímetros; eje menor,  milímetros). La cápsula de oro tenía , milímetros de grosor. A estudiar otros huevos después, descubrimos que este valor era bastante alto. El grosor medio resultó ser de , milímetros.
Por dentro era un huevo. Parecía un huevo y olía como un huevo.
Se analizaron las partes alícuotas y los componentes orgánicos eran bastante normales. La clara era albúmina en un ,%. La yema tenía el complemento normal de vitelina, colesterol, fosfolípido y carotenoide. Carecíamos de material suficiente para analizar otros componentes, pero luego, al disponer de más huevos, lo hicimos y no apareció nada anormal en cuanto al contenido de vitaminas, coenzimas, nucleótídos, grupos de sulfhidrilo, etcétera, etcétera.
Descubrimos una importante anomalía en lo concerniente a la conducta del huevo ante el calor. Una pequeña parte de la yema se calentaba, «endureciéndose» de inmediato. Le dimos una porción del huevo hervido a un ratón. Se la comió y sobrevivió.
Yo mordisqueé otro trozo. Una cantidad pequeña, por supuesto, pero me causó náuseas. Puramente psicosomático, sin duda.
Boris W. Finley, del Departamento de Bioquímica de la Universidad de Temple un asesor del departamento,supervisó estos análisis. Dijo, refiriéndose al endurecimiento por hervor:

La facilidad con que se desnaturalizan térmicamente las proteínas del huevo indica una desnaturalización parcial inicial, y teniendo en cuenta la estructura del huevo se trata de una contaminación por metal pesado.
Así que analizamos una parte de la yema en busca de componentes inorgánicos y descubrimos que poseía una elevada proporción de ion de cloraraurato, un ion de carga simple y que contiene un átomo de oro y cuatro de cloro, cuyo símbolo es AuC. (El símbolo «Au» para el oro viene de la palabra latina «aurum».) Cuando digo que había una elevada proporción de ion de cloraraurato, me refiero a que había , partes sobre mil; es decir, un ,%. Eso es lo suficientemente alto como para formar complejos insolubles de una «proteína de oro» que se coagularía fácilmente.
Es evidente que no se puede empollar este huevo señaló Finley, ni ningún huevo similar. Está envenenado por metal pesado. Tal vez el oro sea más atractivo que el plomo, pero es igual de venenoso para las proteínas.
Asentí sombríamente.
Al menos, también está a salvo del deterioro.
En efecto. Ningún parásito que se precie viviría en esta espesura cloraurífera.
Llegó el definitivo análisis espectrográfico del oro: prácticamente puro. La única impureza detectable era el hierro, en un ,% del total. El contenido ferroso de la yema también era el doble del normal. Por el momento, sin embargo, olvidamos el tema del hierro.
Una semana después del inicio del Proyecto Gallina se envió una expedición a Tejas. Fueron cinco bioquímicos (aún poníamos el énfasis en la bioquímíca, como se ve), junto con tres camiones repletos de equipo y un escuadrón del Ejército. Yo también fui, desde luego.
En cuanto llegamos, aislamos la granja de MacGregor.
Fue una idea afortunada que tomáramos medidas de seguridad desde el principio. El razonamiento era erróneo, pero los resultados fueron buenos.
El Ministerio quería que el Proyecto Gallina se mantuviera en secreto porque aún flotaba la sospecha de que podía ser un fraude, y no queríamos arriesgarnos a quedar en ridículo. Y si no era un fraude no podíamos exponernos al acoso de los reporteros, que inevitablemente vendrían a husmear buscando un artículo sobre los huevos de oro.
Las implicaciones del asunto sólo se aclararon después del comienzo del Proyecto Gallina y de nuestra llegada a la granja de MacGregor.
Naturalmente, a MacGregor no le gustó verse rodeado de hombres y de equipo. No le gustó que le dijeran que la Gallina era propiedad del Gobierno. No le gustó que le confiscaran los huevos.
  
No le gustó, pero lo aceptó, si se puede hablar de aceptación cuando alguien debe negociar mientras le instalan una ametralladora en el establo y diez hombres con bayoneta calada desfilan frente a su casa.
Recibió una compensación, por supuesto; ¿qué significa el dinero para el Gobierno?
A la Gallina tampoco le gustaron ciertas cosas. Que le extrajeran muestras de sangre, por ejemplo. No nos atrevíamos a anestesiarla por miedo a alterarle el metabolismo, y se necesitaron dos hombres para sujetarla. ¿Alguna vez han intentado ustedes sujetar a una gallina furiosa?
La Gallina quedó bajo vigilancia las veinticuatro horas del día, con amenaza de consejo de guerra sumarísimo para cualquier persona que dejara que algo le ocurriese. Si alguno de esos soldados lee esta historia, quizá llegue a entrever qué sucedía. En tal caso, tendrá la sensatez de cerrar el pico si sabe lo que le conviene.
La sangre de la Gallina se sometió a todos los análisis concebibles.
Tenía dos partes de cien mil (,%) de ion de cloraurato. La sangre tomada de la vena hepática era más rica que el resto, casi cuatro partes de cien mil.
El hígado gruñó Finley.
Tomamos radiografías. En el negativo, el hígado era una confusa masa de color gris claro, más claro que las vísceras cercanas, porque detenía más rayos X, puesto que contenía más oro. Los vasos sanguíneos eran más claros que el hígado, y los ovarios eran puro blanco. Ningún rayo X atravesó los ovarios.
Tenía sentido, y en uno de los primeros informes Finley lo expuso con la mayor franqueza posible. En una parte del informe se decía:
«El ion de cloraurato es vertido por el hígado en la corriente sanguínea. Los ovarios actúan como una trampa para el ion, que allí es reducido a oro metálico y depositado como una cáscara en torno del huevo en desarrollo. Las concentraciones relativamente altas del ion de cloraurato no reducido penetran en el contenido del huevo en desarrollo.
»Hay pocas dudas de que este proceso permite a la Gallina liberarse de los átomos de oro que, de continuar acumulándose, la envenenarían. La excreción mediante cáscaras de huevo puede ser nueva en el reino animal, tal vez única, pero es innegable que mantiene viva a la Gallina.
»Lamentablemente, sin embargo, el ovario se emponzoña tanto que se ponen pocos huevos, probablemente sólo los necesarios para liberarse del oro acumulado, y esos pocos huevos son imposibles de empollar.»
Esto fue lo que explicó por escrito, pero a los demás nos dijo:
Eso nos plantea una pregunta embarazosa.
Yo sabía cuál era. Todos lo sabíamos.

¿De dónde venía el oro?
No hubo respuesta por un tiempo, a excepción de algunas pruebas negativas. No se encontró oro perceptible en lo que comía la Gallina ni ésta había engullido ningún guijarro que contuviera oro. No existían rastros de oro en el suelo de la zona y no hallamos nada al examinar la casa y el terreno. No había monedas de oro ni alhajas de oro ni láminas de oro ni relojes de oro ni ninguna otra cosa de oro. Nadie en la granja tenía siquiera empastes de oro en la dentadura.
Estaba la sortija de bodas de la señora MacGregor, desde luego, pero sólo había tenido una en toda su vida y la llevaba puesta.
Entonces, ¿de dónde venía el oro?
Los primeros indicios de la respuesta aparecieron el  de agosto de .
Albert Nevis, de Purdue, estaba metiéndole tubos gástricos a la Gallina (otro procedimiento al cual ella se oponía enérgicamente) con la idea de analizar el contenido de su tubo digestivo. Era una de nuestras búsquedas rutinarias de oro exógeno.
Encontramos oro, pero sólo vestigios, y había buenas razones para suponer que esos vestigios habían acompañado a las secreciones digestivas y, por ende, eran de origen endógeno; es decir, interno.
Sin embargo, apareció algo más. Mejor dicho, la carencia de algo.
Yo estaba allí cuando Nevis entró en el despacho que Finley tenía en la estructura prefabricada que habíamos levantado de la noche a la mañana cerca del corral.
La Gallina tiene poco pigmento biliar nos informó Nevis. El contenido del duodeno no muestra casi nada.
Finley frunció el ceño.
Tal vez la función hepática esté bloqueado a causa de la concentración áurea. Puede que no esté secretando bilis.
Sí está secretando bilis replicó Nevis. Hay ácidos biliares en cantidad normal, o casi normal. Sólo faltan los pigmentos biliares. He realizado un análisis fecal para confirmarlo. No hay pigmentos biliares.
Quiero explicar algo. Los ácidos biliares son esteroides que el hígado vierte en la bilis y que llegan por esa vía al extremo superior del intestino delgado. Estos ácidos biliares son moléculas similares al detergente, que ayudan a emulsionar la grasa de nuestra dieta o de la dieta de la Gallina y la distribuyen en forma de pequeñas burbujas en el contenido acuoso del intestino. Esta distribución u homogeneización facilita la digestión de las grasas.
Los pigmentos biliares la sustancia que le faltaba a la Gallinason otra cosa. El hígado los genera a partir de la hemoglobina, esa proteína sanguínea roja y portadora de oxígeno. La hemoglobina con sumida se descompone en el hígado, y el hemo es separado. El hemo está compuesto por una molécula cuadrangular llamada porfirina, con un átomo de hierro en el centro. El hígado extrae el hierro y lo almacena para un uso futuro; luego, descompone la molécula cuadrangular que queda. Esta porfirina descompuesta es pigmento biliar. Tiene un color pardusco o verdusco según los nuevos cambios químicos y se vierte en la bilis.
Los pigmentos biliares no son útiles para el cuerpo. Se vierten en la bilis como productos de desecho. Atraviesan los intestinos y se expulsan con las heces. Más aún, son los responsables del color de las heces.
A Finley le destellaron los ojos.
Parece ser que el catabolismo de la porfirina no sigue el curso normal en el hígado dijo Nevis. ¿No les parece?
Claro que nos parecía.
Después de eso reinó un gran entusiasmo. Por primera vez descubríamos en la Gallina una anomalía metabólica que no estaba directamente relacionada con el oro.
Hicimos una biopsia del hígado (es decir, le sacamos a la Gallina un trozo cilíndrico de hígado). La Gallina sintió dolor, pero no sufrió daño. También tomamos más muestras de sangre.
Aislamos la hemoglobina de la sangre y pequeñas cantidades de los citocromos de las muestras de hígado. (Los citocromos son enzimas oxidizantes y que también contienen hemo.) Separamos el hemo y, en una solución de ácido, una parte se condensó en una forma de sustancia anaranjada y brillante. El  de agosto de  teníamos cinco microgramos del compuesto.
El compuesto anaranjado era similar al hemo, pero no era hemo. El hierro del hemo puede estar en la forma de un ion ferroso doblemente cargado (Fe + + ), o de un ion férrico triplemente cargado (Fe + + + ), en cuyo caso el compuesto se llama hematina. (A propósito ferroso y férrico vienen de la palabra latina «ferrum».)
El compuesto anaranjado que habíamos separado del hemo tenía la parte de porfirina de la molécula, pero el metal del centro era oro; para ser más específico, un ion áurico triplemente cargado (Au+ +). Llamamos a este compuesto « aurem», que es simplemente una abreviatura de « hemo áurico».
Nunca se había descubierto un compuesto orgánico natural que contuviera oro. El aurem fue el primero, y normalmente sería noticia de primera plana en el mundo de la bioquímica. Pero ahora no era nada, nada en comparación con los nuevos horizontes que abría su mera existencia.
Al parecer, el hígado no descomponía el hemo en pigmento biliar; en cambio, lo convertía en aurem: reemplazaba el hierro por oro. El aurem, en equilibrio con el ion de clourato, entraba en la corriente
  
sanguínea y era llevado a los ovarios, donde un mecanismo aún no identificado separaba el oro y eliminaba la porfirina de la molécula.
Los nuevos análisis mostraron que el % del oro de la sangre de la Gallina se introducía en el plasma en forma de ion de cloraurato; el % restante era transportado en corpúsculos de sangre roja en forma de «aureomoglobina». Se hizo un intento de introducir en la Gallina rastros de oro radiactivo, para detectar radiactividad en el plasma y en los corpúsculos y ver cómo los ovarios manejaban las moléculas de aureomoglobina. Nos parecía que la aureomoglobina se debía eliminar más despacio que el ion de cloraurato disuelto en el plasma.
El experimento falló, sin embargo, pues no detectamos radiactividad. Lo atribuimos a la inexperiencia, pues ninguno de nosotros era experto en isótopos, lo cual fue una lástima porque ese fallo resultó ser muy significativo y el no advertirlo nos costó varias semanas.
La auremoglobina se demostró inútil como portadora de oxígeno, pero sólo abarcaba un , % de la hemoglobina total de los glóbulos rojos, de modo que no había interferencia con la respiración de la Gallina.
La pregunta acerca del origen del oro seguía en pie, y fue Nevis quien hizo la sugerencia decisiva.
Quizás aventuró, en una reunión que celebramos la noche del  de agosto de , la Gallina no reemplace el hierro con oro. Tal vez transmute el hierro en oro.
Antes de conocer personalmente a Nevis ese verano, yo lo conocía ya por sus publicaciones (se especializa en química biliar y función hepática) y siempre lo había considerado una persona lúcida y cauta. Tal vez excesivamente cauta. Nadie lo consideraría capaz de hacer una afirmación tan ridícula.
Eso demuestra la desesperación y la desmoralización que reinaban en el Proyecto Gallina.
La desesperación procedía de que no había ningún sitio de donde pudiera venir el oro. La Gallina excretaba oro a razón de , gramos diarios y lo llevaba haciendo desde hacía meses. Ese oro tenía que venir de alguna parte o, de no ser así, debía hacerse a partir de algo.
La desmoralización que nos indujo a examinar la segunda alternativa se debía al hecho de que nos enfrentábamos a la Gallina de los Huevos de Oro. Todo era posible. Todos vivíamos en un mundo de cuento de hadas y eso nos llevaba a perder el sentido de la realidad.
Finley consideró seriamente esa posibilidad:
La hemoglobina entra en la sangre y sale un poco de auremoglobina. La cáscara de oro de los huevos tiene una sola impureza, el hierro. La yema del huevo no contiene más que dos elementos en cantidad elevada: oro y hierro. Tiene sentido, aunque de un modo descabellado. Necesitaremos ayuda, caballeros.

La necesitábamos, e implicaba una tercera etapa de la investigación. La primera de ellas consistió en mi intervención; la segunda fue el grupo de bioquímicos; y la tercera, la mejor, la más importante, suponía la intrusión de físicos nucleares.
El  de septiembre de  llegó John L. Billings, de la Universidad de California. Traía equipo, y en las semanas siguientes llegaron más aparatos. Se estaban construyendo más estructuras prefabricadas. Comprendí que al cabo de un año tendríamos un instituto de investigacíones construido en torno de la Gallina.
Billings se reunió con nosotros la noche del día . Finley lo puso al corriente:
Hay muchos problemas serios en esta idea del hierro que se transforma en oro. Por lo pronto, la cantidad total de hierro de la Gallina sólo puede estar en el orden del medio gramo, pero produce cuarenta gramos de oro al día.
Billings tenía una voz clara y aguda.
Hay un problema peor dijo. El hierro se encuentra en el fondo de la curva de aglomeración. El oro está mucho más elevado. Para convertir un gramo de hierro en un gramo de oro se requiere tanta energía como la que se produce en la fisión de un gramo de uranio .
Finley se encogió de hombros.
Dejaré ese problema en sus manos.
Lo pensaré.
No se limitó a pensar en ello. Aisló nuevas muestras de hemo de la Gallina, las transformó en cenizas y envió el óxido de hierro a Brookhaven para que efectuaran un análisis isotópico. No había razones específicas para hacer tal cosa; fue sólo una de las muchas investigaciones, pero fue también la que produjo resultados.
Cuando recibimos las cifras, Billings dio un respingo.
No hay Fe  dijo.
¿Y qué pasa con los demás isótopos? preguntó Finley.
Todos están presentes en las proporciones relativas apropiadas, pero no se detecta Fe .
Tendré que dar otra explicación. El hierro natural se compone de cuatro isótopos. Estos isótopos son variedades de átomos que difieren de otros en su peso atómico. Los átomos de hierro con un peso atómico de  (Fe ) constituyen el ,% de todos los átomos del hierro. Los demás átomos tienen pesos atómicos de ,  y .
El hierro del hemo de la Gallina estaba compuesto sólo por Fe , Fe'' y Fe $. La consecuencia era obvia. El Fe desaparecía, mientras que los demás isótopos no; y esto significaba que se estaba produciendo una reacción nuclear. Una reacción nuclear podía tomar un isótopo

y dejar tranquilos a los demás. Una reacción química común, cualquier reacción química, tendría que disponer de todos los isótopos en forma equitativa.
Pero es energéticamente imposible objetó Finley.
Lo dijo con un ligero sarcasmo, teniendo en cuenta el comentario inicial de Billings. Como bioquímicos, sabíamos que en el cuerpo acontecían muchas reacciones que requerían una entrada de energía, y esto se resolvía acoplando la reacción que demandaba energía con una reacción que generaba energía.
Sin embargo, las reacciones químicas despedían o consumían pocas kilocalorías por mol; las reacciones nucleares despedían o consumían millones. Suministrar energía para una reacción nuclear que consumiera energía requería, pues, una segunda reacción nuclear, productora de energía.
No vimos a Billings en dos días. Cuando regresó nos dijo:
Miren esto. La reacción productora de energía debe producir tanta energía por nucleón involucrado como la que absorbe la reacción consumidora de energía. Si produce un poco menos, la reacción general no funciona. Si produce un poco más, considerando la cantidad astronómica de nucleones involucrados, la energía excedente producida vaporizaría a la Gallina en una fracción de segundo.
¿Y? preguntó Finley.
Pues que el número de reacciones posibles es muy limitado. He conseguido descubrir un solo sistema probable. El oxígeno , si se convierte en hierro , produce energía suficiente para transformar el hierro  en oro . Es como bajar por un lado de una montaña rusa y luego por el otro. Tendremos que verificarlo.
¿Cómo?
Podemos verificar primero la composición isotópica del oxígeno de la Gallina.
El oxígeno está integrado por tres isótopos estables, y casi todo es  . El l$ constituye un solo átomo de oxígeno de cada .
Otra muestra de sangre. El contenido acuoso fue destilado en el vacío y se sometió una parte al espectrógrafo de masa. Había , pero sólo un átomo de oxígeno por cada .. El % del O$ que esperábamos no se encontraba allí.
Esto lo corrobora afirmó Billings. El oxígeno  se consume. Se suministra constantemente en el agua y en la comida que le damos a la Gallina, pero aun así se consume. Se produce así el oro . El hierro  es un intermediario y, como la reacción que consume hierro  es más rápida que la que lo produce, no puede alcanzar una concentración significativa, y el análisis isotópico muestra su ausencia.
No estábamos satisfechos, así que probamos de nuevo. Durante una
  
semana alimentamos a la Gallina con agua enriquecida con O'. La producción de oro se elevó casi en seguida. Al final de una semana producía , gramos, pero el contenido de O' del agua de su cuerpo no era más alto que antes.
No cabe la menor duda dijo Billings. Rompió su lápiz y se puso en pie. Esa Gallina es un reactor nuclear viviente.
La Gallina era obviamente una mutación.
Una mutación sugería radiación, entre otras cosas, y la radiación nos recordó las pruebas nucleares realizadas en  y en  a cientos de kilómetros de la granja de MacGregor. (Si alguien piensa que nunca se realizaron pruebas nucleares en Tejas, eso sólo indica dos cosas: que yo no estoy contándolo todo y que ustedes no lo saben todo.)
Dudo que en ningún momento de la historia de la era atómica la radiación de fondo se haya analizado tan exhaustivamente ni que el contenido radiactivo del suelo se haya examinado con tanto rigor.
Se estudiaron documentos previos, sin importar lo secretos que fueran; a esas alturas, el Proyecto Gallina tenía la mayor prioridad que jamás se hubiera concedido.
Incluso analizamos informes meteorológicos para seguir la conducta de los vientos en la época de las pruebas nucleares.
Aparecieron dos elementos.
Primero: la radiación de fondo de la granja era un poco más alta de lo normal. Nada dañino, me apresuro a añadir. Había indicios, sin embargo, de que en el momento del nacimiento de la Gallina la granja había estado en las inmediaciones de, por lo menos, dos precipitaciones radiactivas. Nada dañino, insisto.
Segundo: la Gallina era la única de su especie, la única de todas las criaturas de la granja que pudimos analizar, humanos incluidos, que no revelaba radiactividad. Mirémoslo así: todo muestra vestigios de radiactividad; eso es lo que significa radiación de fondo. Pero la Gallina no mostraba ninguno.
Finley envió un informe el  de diciembre de , una parte del cual era como sigue:
«La Gallina es una mutación extraordinaria, nacida en un ámbito de alta radiactividad que alentaba mutaciones en general y que hizo de esta mutación en particular una mutación beneficiosa.
»La Gallina tiene sistemas enzimáticos capaces de catalizar varias reacciones nucleares. Ignoramos si el sistema enzimático contiene una enzima o más. Tampoco sabemos nada sobre la naturaleza de las enzimas en cuestión. Tampoco se puede formular ninguna teoría en cuanto a cómo una enzima puede catalizar una reacción nuclear, pues éstas
  
involucran interacciones con fuerzas que superan en cinco órdenes de magnitud a las involucradas en las reacciones químicas comunes que las enzimas suelen catalizar.
»El cambio nuclear general es de oxígeno  a oro . El oxígeno  abunda en este ámbito, pues se halla en gran cantidad en el agua y en todos los alimentos orgánicos. El oro  es excretado a través de los ovarios. Un intermediario conocido es el hierro , y el hecho de que se forme auremoglobina nos induce a sospechar que la enzima o enzimas pueden tener al hemo como grupo protésico.
»Se ha reflexionado bastante sobre el valor que este cambio nuclear podría revestir para la Gallina. El oxígeno  no es nocivo y el oro  resulta difícil de eliminar, es potencialmente venenoso y causa esterilidad. Su formación podría ser un medio de evitar un peligro mayor. Este peligro...»
Pero la mera lectura del informe, amigo lector, crea una impresión de placidez reflexiva. En realidad, nunca he visto un hombre tan cerca de la apoplejía como lo estaba Billings cuando oyó hablar de esos experimentos con oro radiactivo que mencioné antes; los experimentos en los que no detectamos ninguna radiactividad en la Gallina, por lo cual los desechamos.
Nos preguntó una y otra vez que cómo podíamos haberle quitado importancia a la pérdida de radiactividad.
Son ustedes como un periodista novato al que se envía a cubrir una boda de sociedad y, al regresar, dice que no hay artículo porque el novio no se ha presentado. Le dieron oro radiactivo y se perdió. No sólo eso, sino que no detectaron ustedes radiactividad natural en la Gallina; ni carbono ; ni potasio . Y a eso lo llamaron fracaso.
Comenzamos a alimentar a la Gallina con isótopos radiactivos. Al principio, con cautela; pero, antes del fin de enero de , le dábamos montones de ellos.
La Gallina permanecía sin radiación.
Lo que ocurre explicó Billings es que este proceso nuclear catalizado por enzimas logra convertir todo isótopo inestable en un isótopo estable.
Eso es provechoso comenté ya.
¿Provechoso? ¡Es una cosa hermosa! Se trata de la defensa perfecta contra la era atómica. Escuchen, la conversión de oxígeno  en oro  libera ocho positrones y una fracción por cada átomo de oxígeno. Eso significa ocho rayos gamma y una fracción en cuanto cada positrón se combina con un electrón. Tampoco hay rayos gamma. La Gallina debe de ser capaz de absorber rayos gamma sin sufrir daño alguno.
Rociamos a la Gallina con rayos gamma. Al elevarse el nivel, tuvo una fiebre leve e interrumpimos la operación, asustados. Pero era sólo
  
fiebre, no enfermedad por radiación. Pasó un día, la fiebre bajó y la Gallina estaba perfecta.
¿Ven ustedes lo que tenemos? preguntó Billings.
Una maravilla científica respondió Finley.
¡Hombre!, ¿es que no ve las aplicaciones prácticas? Si pudiéramos descubrir el mecanismo y reproducirlo en el tubo de ensayo, tendríamos un método perfecto para eliminar cenizas radiactivas. El mayor obstáculo para promover una economía atómica en gran escala es el contratiempo de qué hacer con los isótopos radiactivos generados durante el proceso. Y bastaría con pasarlos por un preparado enzimático en grandes toneles. Si descubriéramos ese mecanismo, caballeros, podríamos dejar de preocuparnos de las precipitaciones radiactivas; hallaríamos una protección contra la enfermedad por radiación. Si alteramos el mecanismo, podemos tener gallinas que excreten cualquier elemento que necesitemos. ¿Qué les parece huevos de uranio ? ¡El mecanismo! ¡El mecanismo!
Y todos nos quedamos mirando a la Gallina.
Si se pudiera empollar esos huevos... Si pudiéramos conseguir una bandada de gallinas semejantes a reactores nucleares...
Debe de haber ocurrido con anterioridad observó Finley. Las leyendas sobre estas gallinas debieron de originarse de algún modo.
¿Quiere usted esperar? preguntó Billings.
Si tuviéramos un grupo de esas gallinas podríamos comenzar a diseccionar algunas; estudiaríamos sus ovarios; prepararíamos muestras de tejido y homogenatos de tejido.
Tal vez no sirviera de nada. El tejido de una biopsia de hígado no reaccionaba con el oxígeno  en ninguna de las condiciones que probamos.
Pero quizá pudiéramos rociar un hígado intacto. Podríamos estudiar embriones intactos y observar si alguno desarrollaba el mecanismo.
Pero con una sola Gallina no podíamos hacer nada de eso.
No nos atrevíamos a matar a la Gallina de los Huevos de Oro. El secreto estaba en el hígado de esa gorda Gallina.
¡Vaya paté de hígado que nos habían servido! La frustración era realmente indigesta.
Necesitamos una idea dijo Nevis pensativamente. Un enfoque radicalmente distinto. Un pensamiento crucial. 
Con hablar no ganamos nada refunfuñó Billings, abatido.
Y en un malogrado intento de bromear, yo dije:
Podríamos hacerlo público en los periódicos. Y eso me dio una idea y exclamé: ¡Ciencia ficción!
¿Qué? preguntó Finley.
Escuchen, las revistas de ciencia ficción publican historias en tono
  
de broma. A los lectores les divierten. Se interesan por ellas. Les hablé de las historias de Asimov sobre la tiotimolina, que yo había leído en otros tiempos. La atmósfera era fría y reprobatoria. Ni siquiera atentaríamos contra las normas de seguridad insistí, porque nadie se lo creería. Les hablé también de aquella vez en , cuando Cleve Cartmill escribió un cuento donde describía la bomba atómica con un año de antelación y el FBI se calló la boca. Y los lectores de ciencia ficción tienen ideas. No los subestimen. Aunque ellos lo consideren una historia de broma, enviarán sus ideas al jefe de redacción. Y ya que no tenemos ideas propias, ya que nos encontramos en un callejón sin salida, ¿qué podemos perder?
Aún no estaban convencidos.
Además añadí, la Gallina no vivirá eternamente.
Eso dio resultado.
Tuvimos que convencer a Washington; luego, me puse en contacto con John Campbell, director de la revista, y él habló con Asimov.
Ahora, la historia ya está escrita. La he leído, la apruebo y ruego a los lectores que no se la crean. No, por favor.
Pero...
¿Alguna idea?
  
GALEOTE
La empresa Robots y Hombres Mecánicos de Estados Unidos, la parte acusada, tenía suficiente influencia como para forzar un juicio sin jurado, a puerta cerrada.
La Universidad del Noreste no se molestó en impedirlo. Los síndicos sabían cómo podía reaccionar el público ante cualquier problema relacionado con la mala conducta de un robot, por anómala que fuera esa conducta. Sabían también que una manifestación contra los robots podía transformarse rápidamente en una manifestación contra la ciencia.
El Gobierno, representado por el juez Harlow Shane, también estaba deseando poner un final silencioso a ese enredo. No convenía contrariar ni a la compañía ni al mundo académico.
Como no están presentes la prensa, el público ni el jurado dijo el juez Shane, omitamos las ceremonias y vayamos al grano.
Sonrió de mala gana, quizá sin mayor esperanza de que esa solicitud surtiera efecto, y se subió la toga para sentarse más cómodamente. Tenía rostro rubicundo, barbilla redonda y blanda, nariz ancha y ojos claros y separados. No era un rostro imponente y el juez lo sabía.
Barnabas H. Goodfellow, profesor de Física en la Universidad del Noreste, fue el primero en comparecer, prestando el juramento habitual con una expresión que daba un mentís a su apellido*.
Después de las preguntas iniciales de costumbre, el fiscal se metió las manos en los bolsillos y dijo:
¿Cuándo se le llamó la atención, profesor, sobre el posible empleo del robot EZ, y cómo?
El rostro menudo y anguloso del profesor Goodfellow adoptó una expresión crispada, apenas más benévola que la anterior.
* A god fellow se utiliza como < una buena persona». (N. del T.)
  
He mantenido contacto profesional y una cierta relación social con el profesor Alfred Lanning, director de investigaciones de Robots y Hombres Mecánicos. De modo que estaba dispuesto a escuchar con cierta tolerancia cuando recibí su extraña sugerencia el  de marzo del año pasado...
¿Del ?
En efecto.
Excúseme por la interrupción. Continúe, por favor.
El profesor asintió con frialdad, frunció el ceño para ordenarse las ideas y comenzó a declarar.
El profesor Goodfellow miró al robot con aprensión. Lo habían trasladado a esa sala del sótano en una caja de embalaje, respetando las normas que regulaban el embarque de robots de un lado al otro de la superficie terrestre.
Sabía que iba a llegar; no era que no estuviese preparado. Lanning le había telefoneado el  de marzo y él se dejó persuadir, con el inevitable resultado de que ahora se encontraba frente a un robot.
Era mucho más grande de lo común.
Alfred Lanning también miró al robot, como cerciorándose de que no hubiera sufrido daños en el traslado. Luego, volvió sus cejas enérgicas y la melena de su cabello blanco hacia el profesor.
Éste es el robot EZ, el primero de su modelo que será accesible al uso público. Se giró hacia el robot. Te presento al profesor Goodfellow, Easy.
Easy habló en un tono neutro, pero tan de súbito que el profesor se sobresaltó.
Buenas tardes, profesor.
Easy tenía más de dos metros de altura y las proporciones de un hombre, un detalle distintivo de la compañía, que, gracias a ese detalle y a la posesión de las patentes básicas del cerebro positrónico, disfrutaba del monopolio en materia de robots y de un cuasimonopolio en materia de ordenadores.
Los dos hombres que habían desenvuelto el robot se marcharon y el profesor miró a Lanning, al robot y de nuevo a Lanning.
Estoy seguro de que es inofensivo dijo, aunque no parecía tan seguro.
Más inofensivo que yo afirmó Lanning. A mí podrían persuadirme de pegarle a usted, pero nadie podría persuadir a Easy. Supongo que conoce las tres leyes de la robótica.
Sí, por supuesto.
Están incorporadas a los patrones positrónicos del cerebro y de
  
ben ser respetadas. La primera ley, la regla primordial de la existencia robótica, salvaguarda la vida y el bienestar de todos los humanos. Hizo una pausa, se frotó la mejilla y añadió: Es algo de lo cual quisiéramos persuadir a toda la Tierra si pudiéramos.
Es que tiene un aspecto impresionante.
Concedido. Pero al margen de su apariencia descubrirá usted que es útil.
No sé en qué sentido. Nuestras conversaciones no fueron muy esclarecedoras. Aun así, acepté echarle un vistazo y aquí me tiene.
Haremos algo más que echar un vistazo, profesor. ¿Ha traído un libro?
Sí.
¿Puedo verlo?
El profesor Goodfellow bajó la mano sin apartar los ojos de la figura humanoide y metálica. Sacó un libro del maletín que tenía a sus pies.
Lanning extendió la mano y miró el lomo: Química física de los electrolitos en solución.
Perfecto. Usted lo seleccionó al azar. El texto no fue sugerencia mía. ¿De acuerdo?
Sí.
Lanning le pasó el libro al robot EZ.
E profesor se sobresaltó.
¡No! ¡Es un libro valioso!
Lanning enarcó las cejas, que parecían coco en polvo.
Easy no piensa romper el libro en una demostración de fuerza, se lo aseguro. Puede manejar un libro con tanto cuidado como usted o como yo. Adelante, Easy.
Gracias dijo Easy. Y volviendo ligeramente su corpachón de metal añadió: Con su permiso, profesor Goodfellow.
El profesor lo miró anonadado.
Sí... Sí, claro.
Moviendo con lentitud y firmeza los dedos de metal, Easy pasaba una página del libro, echaba una ojeada a la página de la izquierda y otra a la de la derecha; pasaba la página, miraba a la izquierda y a la derecha; pasaba otra página, y repitió esa operación minuto tras minuto. Su aire poderoso resultaba imponente aun en esa vasta sala de paredes de cemento, y los dos observadores humanos parecían enclenques por comparación.
La luz no es muy buena murmuró Goodfellow.
Servirá.
¿Pero qué está haciendo?
Paciencia, por favor.
Al fin, el robot pasó la última página.
  
¿Qué opinas, Easy? preguntó Lanning.
Es un libro muy preciso y puedo efectuar pocas observaciones contestó el robot. En la línea  de la página , la palabra «positivo» está escrita poistivo. La coma de la línea  de la página  es superflua, mientras que se debió poner una coma en la línea  de la página . El signo más de la ecuación XIV de la página  debería ser un signo menos para guardar coherencia con las ecuaciones anteriores...
¡Un momento! exclamó el profesor. ¿Qué está haciendo?
¿Haciendo? repitió Lanning, con súbita irritación. ¡Caramba, ya lo ha hecho! Ha leído ese libro como un corrector de pruebas.
¿Como un corrector de pruebas?
Sí. En el breve tiempo que le llevó pasar las páginas, ha detectado todos los errores de ortografía, gramática y puntuación. Ha captado las incoherencias y los errores en el orden de las palabras. Y retendrá la información al pie de la letra indefinidamente.
El profesor estaba boquiabierto. Echó a andar, alejándose de Lanning y de Easy, y regresó. Se cruzó los brazos sobre el pecho y los miró fijamente.
¿Este robot es un corrector de pruebas? preguntó.
Lanning asintió.
Entre otras cosas.
¿Y por qué me lo muestra usted?
Para que me ayude a convencer a la universidad de que adquiera uno.
¿Para corregir pruebas?
Entre otras cosas repitió pacientemente Lanning.
El profesor frunció el rostro con ceñuda incredulidad.
¡Pero esto es ridículo!
¿Por qué?
La universidad nunca podría pagar este corrector de pruebas de media tonelada, que eso es lo que debe de pesar.
No sólo corrige pruebas. Prepara informes a partir de resúmenes, llena formularios, sirve como archivo de memoria, actualiza ponencias...
¡Nimiedades!
No tanto, como le mostraré en seguida. Pero creo que podremos hablar más cómodamente en su despacho, si usted no se opone.
Claro que no dijo el profesor mecánicamente, dio un paso como para salir y añadió: Pero el robot... No podemos llevar al robot. Tendrá que guardarlo de nuevo en la caja.
Podemos dejarlo aquí.
¿Sin vigilancia?
¿Por qué no? Él sabe que debe quedarse. Profesor Goodfellow,
 tiene usted que comprender que un robot es mucho más fiable que un ser humano.
Yo sería el responsable de cualquier daño...
No habrá daños, se lo garantizo. Mire, es tarde. Usted no espera a nadie hasta mañana por la mañana. El camión y mis dos hombres están ahí fuera. La empresa se responsabilizará de cualquier incidente, aunque no va a ocurrir nada. Tómelo como una demostración de la fiabilidad del robot.
El profesor se dejó conducir fuera del sótano. Pero no parecía tenerlas todas consigo una vez en su despacho, cinco pisos más arriba.
Se enjugó las gotas que le perlaban la frente con un pañuelo blanco.
Como usted sabe muy bien, Lanning, hay leyes contra el uso de robots en la superficie terrestre.
Las leyes, profesor Goodfellow, no son tan simples. No puede hacerse uso de robots en avenidas públicas ni dentro de edificios públicos. No se pueden usar en terrenos ni edificios privados, excepto con ciertas restricciones que, por lo general, son prohibitivas. La universidad es una institución vasta y de propiedad privada que, habitualmente, recibe tratamiento preferencial. Si el robot se utiliza sólo en una sala específica y únicamente con propósitos académicos, si se observan ciertas restricciones y si los hombres y las mujeres que entran en esa sala prestan su plena colaboración, nos mantendremos dentro de la ley.
¿Tantos problemas sólo para corregir pruebas?
Los usos serían infinitos, profesor. Hasta ahora sólo se ha utilizado mano de obra robótica para aliviar las tareas físicas rutinarias. Pero hay también tareas mentales rutinarias. Si un profesor creativo está obligado a pasarse dos semanas revisando penosamente la ortografía de unos trabajos impresos y yo le ofrezco una máquina que puede hacerlo en treinta minutos, ¿le parece eso una nimiedad?
Pero el precio...
El precio no es problema. Usted no puede comprar a EZ, pues mi empresa no vende sus productos. Pero la universidad puede alquilar a EZ por mil dólares anuales; mucho menos que lo que cuesta un espectrógrafo de microondas de grabación continua.
Goodfellow se quedó estupefacto, y Lanning aprovechó la oportunidad:
Sólo le pido que plantee el asunto ante las personas que toman las decisiones. Yo estaría encantado de hablar con ellos si quieren más información.
Bueno... aceptó dubitativamente Goodfellow, puedo mencionarlo en la reunión del senado la próxima semana. Pero no le puedo prometer que sirva de algo.
Naturalmente dijo Lanníng.
  
¿Con la intención de olvidarse de ello cuando él se fuera?
Bien...
No obstante, usted planteó el asunto ante una reunión de la junta ejecutiva del senado universitario.
Sí, lo hice.
Así que siguió la sugerencia del profesor Lanning. No se limitó a aceptar simbólicamente, sino que aceptó con entusiasmo, ¿no es así?
Simplemente me atuve a los procedimientos habituales.
En realidad, el robot no le atemorizaba tanto como afirma ahora. Usted conoce las tres leyes de la robótica y las conocía en el momento de su entrevista con el profesor Lanning.
Sí.
Y estaba dispuesto a dejar a un robot suelto y sin custodia.
El profesor Lanning me aseguró...
Usted nunca habría aceptado la palabra del profesor si hubiera abrigado el menor temor de que el robot fuese peligroso.
Tenía fe en la palabra...
Eso es todo le interrumpió bruscamente el defensor.
Cuando el agitado profesor Goodfellow, bastante aturdido, se retiró del estrado, el juez Shane se inclinó hacia delante y dijo:
Como no soy experto en robótica, me gustaría saber con exactitud cuáles son las tres leyes de la robótica. ¿Tendría el profesor Lanning la amabilidad de citarlas?
Lanning se sorprendió. Estaba hablando en voz baja con la mujer canosa que tenía al lado. Se puso de pie y la mujer irguió un rostro inexpresivo.
Muy bien, señoría. Lanning hizo una pausa como para iniciar un discurso y manifestó, con exagerada claridad: Primera Ley: un robot no debe dañar a un ser humano ni, por inacción, permitir que un ser humano sufra daño. Segunda Ley: un robot debe obedecer las órdenes impartidas por los seres humanos, excepto cuando dichas órdenes estén reñidas con la Primera Ley. Tercera Ley: un robot debe proteger su propia existencia, mientras dicha protección no esté reñida ni con la Primera ni con la Segunda Ley.
  

El abogado defensor era bajo y rechoncho y caminaba con cierto aplomo, en una postura que le acentuaba la papada. Miró fijamente al profesor Goodfellow, una vez que le cedieron el turno para interrogar al testigo. 
Usted aceptó sin vacilar, ¿verdad? dijo.
E profesor se apresuró a responder:
Supongo que deseaba librarme del profesor Lanning. Habría aceptado cualquier cosa.
Susan Calvin, robopsicóloga jefa de Robots y Hombres Mecánicos, la mujer canosa sentada junto a Lanning, miró a su superior con severidad (miraba a todos los seres humanos con severidad).
¿El testimonio de Goodfellow fue exacto, Alfred?
En lo esencial sí murmuró Lanning. Él no estaba tan intimidado por el robot y estuvo muy dispuesto a hablar de negocios en cuanto oyó el precio. Pero no hay alteraciones graves.
Entiendo aprobó el juez, tomando notas con rapidez. Estas leyes están incorporadas a todos los robots, ¿verdad?
A cada uno de ellos. Cualquier robotista puede atestiguarlo.
¿Y en el robot EZ, específicamente?
Sí, señoría.
Tal vez deba repetir estas declaraciones bajo juramento.
Estoy dispuesto a hacerlo, señoría.
Se sentó de nuevo.
Hubiera sido conveniente poner un precio superior a mil dólares comentó pensativa la doctora.
Lo sé. Demasiada ansiedad, tal vez. Tratarán de insinuar que teníamos algún otro motivo.
Lo teníamos gruñó Lanning. Lo admití en la reunión del senado universitario.
Pueden insinuar que teníamos otro además del que admitimos.
Scott Robertson, hijo del fundador de la empresa y propietario de la mayor parte de las acciones, se inclinó por el otro lado de la doctora Calvin y susurró:
¿Por qué no hace que hable Easy, para que sepamos dónde estamos?
Usted sabe que él no puede hablar de ello, señor Robertson.
Es usted la psicóloga, doctora Calvin. Hágale hablar.
Si yo soy la psicóloga, señor Robertson replicó fríamente Susan Calvin, deje que sea yo quien tome las decisiones. Mi robot no será obligado a hacer nada al precio de su bienestar.
Robertson frunció el ceño, dispuesto a replicar a su vez, pero el juez Shane dio unos golpecitos con el mazo cortésmente y todos guardaron silencio de mala gana.
Francís J. Hart, jefe del Departamento de Inglés y decano de Estudios de Posgrado, se hallaba en el estrado. Era un hombre regordete, meticulosamente vestido con ropa oscura y de corte conservador. Varios mechones de cabello le atravesaban la rosada coronilla. Estaba sentado con las manos entrelazadas sobre las piernas y, cada poco tiempo, sonreía apretando los labios.
Mi primera participación en el asunto del robot EZ declaró
 Estábamos deseando colocar a Easy.
fue con motivo de la sesión del comité ejecutivo del senado de la universidad, donde el profesor Goodfellow presentó el tema. Luego, el lo de abril del año pasado, celebramos una reunión especial para tratar el asunto, y yo la presidí.
¿Se tomó acta de la reunión del comité ejecutivo, o de esa reunión especial?
No. Fue una reunión bastante excepcional. El decano sonrió. Consideramos que convenía mantener una cierta reserva.
¿Qué sucedió en esa reunión?
El decano Hart no se sentía a gusto como presidente de esa reunión. Tampoco los demás miembros parecían demasiado tranquilos. Sólo el profesor Lanning parecía en paz consigo mismo. Con su figura alta y esbelta y su melena de cabello blanco, evocaba un retrato de Andrew Jackson.
En el centro de la mesa había muestras del trabajo del robot, y el profesor Minott de química física tenía en sus manos la reproducción de un gráfico dibujado por el robot. El químico fruncía los labios en un gesto de aprobación.
Hart se aclaró la garganta y dijo:
Parece indudable que el robot puede realizar ciertas tareas de rutina con adecuada competencia. Por ejemplo, he revisado esto antes de entrar y hay poquísimos reparos que poner.
Cogió una larga hoja impresa, el triple de larga que una página común de un libro. Era una hoja de unas galeradas, destinadas a ser corregidas por los autores antes de que el texto se compaginara. A lo largo de los dos anchos márgenes de la hoja había marcas, claras y perfectamente legibles. Algunas palabras aparecían tachadas y estaban reemplazadas en el margen por caracteres tan pulcros y regulares que parecían letra de imprenta. Unas correcciones estaban en azul, para indicar que el error original era del autor; otras, en rojo, indicativas de que se trataba de un error de impresión.
En realidad intervino Lanning, yo diría que hay poquísimos reparos. Diría que no hay ninguno, profesor Hart. Estoy seguro de que las correcciones son perfectas, en la medida en que lo era el manuscrito original. Si el manuscrito con el cual se cotejaron estas galeradas contenía inexactitudes, al margen de los problemas idiomáticos, el robot no es competente para corregirlas.
Lo aceptamos. De todas formas, en ocasiones el robot modificó el orden de las palabras y no creo que las reglas de nuestro idioma sean tan rígidas como para tener la certeza de que la opción del robot fue la correcta en cada caso.

El cerebro positrónico de Easy replicó Lanning, mostrando sus grandes dientes en una sonrisa se modeló según el contenido de todas las obras autorizadas sobre el tema. Estoy seguro de que no puede usted señalar un solo caso donde la elección del robot fuera claramente incorrecta.
El profesor Minott apartó los ojos del gráfico que seguía teniendo en la mano.
La pregunta que a mí se me ocurre, profesor Lanning, es por qué necesitamos un robot, con todas las dificultades en relaciones públicas que ello supondría. La ciencia de la automatización ha llegado sin duda al punto en que su empresa podría diseñar una máquina, un ordenador común de un tipo conocido y aceptado por el público, que corrigiera galeradas.
Claro que podríamos, pero esa máquina requeriría que las galeradas fueran traducidas a símbolos especiales o, al menos, transcritas en cinta. Las correcciones aparecerían en símbolos. Sería preciso emplear gente que tradujera palabras a símbolos y símbolos a palabras. Más aún, ese ordenador no podría realizar ninguna otra tarea. No podría preparar el gráfico que usted tiene en la mano, por ejemplo. Minott emitió un gruñido. La característica distintiva del robot positrónico es su adaptabilidad. Puede realizar diversas tareas. Su diseño humanoide lo habilita para utilizar herramientas y máquinas que están destinadas, a fin de cuentas, al uso humano. Habla, y uno puede hablarle. Hasta cierto punto se puede razonar con él. Comparado incluso con un robot sencillo, cualquier ordenador común con un cerebro no positrónico es sólo una pesada máquina de sumar.
Si todos hablamos y razonamos con el robot intervino Goodfellow, ¿qué probabilidades hay de desconcertarlo? Supongo que no tiene capacidad para absorber una cantidad infinita de datos.
No, no la tiene. Pero dura cinco años con un uso ordinario. Sabrá cuándo necesita una limpieza, y nuestra empresa realizará el trabajo sin cargo.
¿La empresa?
Sí. La compañía se reserva el derecho de atender al robot fuera de sus tareas asignadas. Es una de las razones por las cuales conservamos el control de nuestros robots positrónicos y los alquilamos en vez de venderlos. En el cumplimiento de sus funciones ordinarias, cualquier robot puede ser dirigido por cualquier hombre. Fuera de esas funciones, un robot requiere un manejo experto, y nosotros podemos ofrecerlo. Por ejemplo, cualquiera de ustedes puede borrar la mente de un robot EZ hasta cierto punto, diciéndole que olvide tal o cual cosa. Pero seguramente dirán la frase de un modo que le hará olvidar demasiado o demasiado poco. Nosotros detectaríamos esa irregulari
  
dad, porque lleva incorporados unos dispositivos de seguridad. De todos modos, como normalmente no es preciso borrar datos ni realizar, otras tareas inútiles, esto no supone ningún problema.
El decano Hart se tocó la cabeza, como para así cerciorarse de que los mechones de su cabello estuvieran distribuidos de modo uniforme.
Usted está deseando que nos quedemos con esa máquina dijo, pero sin duda su empresa pierde dinero con el trato. Mil dólares por año es un precio ridículamente bajo. ¿Acaso así espera alquilar otras máquinas semejantes a otras universidades a un precio más razonable?
Por supuesto admitió Lanníng.
Pero aun así la cantidad de máquinas que podría alquilar sería limitada. Dudo que resultara ser un buen negocio.
Lanning apoyó los codos en la mesa y se inclinó hacia delante.
Lo diré sin rodeos, caballeros. Los robots no se pueden utilizar en la Tierra, excepto en casos especiales, a causa de un prejuicio que existe contra ellos por parte del público. Robots y Hombres Mecánicos es una compañía de gran éxito en los mercados extraterrestres y en las rutas espaciales, por no mencionar nuestras subsidiarias de ordenadores. Sin embargo, no nos interesan sólo los beneficios económicos; mantenemos la firme creencia de que el uso de robots en la Tierra significaría una vida mejor para todos, aunque al principio se produjeran ciertos trastornos de índole económica. Naturalmente, los sindicatos están contra nosotros, pero sin duda podemos esperar cooperación por parte de las grandes universidades. El robot Easy ayudará a eliminar las tareas académicas pesadas y aburridas, adoptando, si se me concede la libertad de expresarlo así, el papel de esclavo en galeras. Otras universidades e instituciones de investigación seguirán el ejemplo y, si da resultado, tal vez podamos colocar otros robots de otros tipos y logremos superar paulatinamente el rechazo del público.
Hoy la Universidad del Noreste, mañana el mundo murmuró Minott.
Lanning le susurró irritado a Susan Calvín:
Ni yo fui tan elocuente ni ellos estaban tan reacios. A mil dólares por año, se morían de ganas de tener a Easy. El profesor Minott me dijo que nunca había visto un trabajo tan bello como ese gráfico y que no había errores en las galeradas ni en ninguna otra parte. Hart lo admitió sin reservas.
Las severas arrugas verticales del rostro de la doctora Calvin no se ablandaron.
  
Tendrías que haber pedido más dinero del que podían pagar, Alfred, y dejar que regatearan.
Tal vez gruñó Lanning.
El fiscal aún no había terminado con el profesor Hart.
Cuando se fue el profesor Lanning, ¿se votó sobre la aceptación del robot EZ?
Sí, en efecto.
¿Con qué resultado?
En favor de la aceptación, por voto mayoritario.
¿Qué influyó sobre ese voto, en su opinión?
La defensa protestó de inmediato.
El fiscal replanteó la pregunta:
¿Qué influyó sobre su voto personal? Creo que usted votó a favor.
Sí, voté a favor. Lo hice principalmente porque me impresionó la afirmación del profesor Lanning de que era nuestro deber, en cuanto representantes de la dirección intelectual del mundo, permitir que la robótica ayudara al hombre a solucionar sus problemas.
En otras palabras, el profesor Lanning le convenció.
Es su trabajo y lo hizo muy bien.
Su testigo.
El defensor se aproximó al estrado y examinó durante unos largos segundos al profesor Hart. Luego, dijo:
En realidad, todos ustedes estaban bastante ansiosos de poder utilizar el robot EZ, ¿no es así?
Pensábamos que nos sería útil si era capaz de realizar el trabajo.
¿Si era capaz de realizar el trabajo? Entiendo que usted examinó las muestras del trabajo del robot EZ con sumo cuidado el día de la reunión que acaba de describir.
Sí, lo hice. Como la tarea de la máquina se relacionaba principalmente con el manejo del idioma, y dado que ésa es mi principal área de competencia, parecía lógico que fuera yo el escogido para examinar ese trabajo.
Muy bien. ¿Había en la mesa, en el momento de la reunión, algo que resultara insatisfactorio? Tengo todo el material aquí, como parte de las pruebas; ¿puede usted señalar algo que fuera insatisfactorio?
Bueno...
Es una pregunta sencilla. ¿Había una sola cosa insatisfactoria? Usted lo inspeccionó todo. ¿La había?
El profesor frunció el ceño.
No.
También tengo algunas muestras del trabajo realizado por el robot EZ durante sus catorce meses de labor en la universidad; ¿lo examinaría usted y me indicaría si hay algún problema en alguna de ellas?
  
Cuando cometía un error, era una belleza.
¡Responda a mi pregunta vociferó el defensor y sólo a la pregunta que le hago! ¿Hay algún error en este material?
El decano Hart lo miró todo con cautela.
No, ninguno.
A margen de la cuestión que a todos nos ocupa, ¿sabe de algún error por parte de EZ?
Al margen de la cuestión que es objeto de este juicio, no.
El defensor carraspeó, como para indicar un punto y aparte.
Ahora bien, en cuanto al voto concerniente a la aceptación del robot EZ, usted dijo que había una mayoría a favor. ¿Cuál fue el resultado exacto?
Trece contra uno, si mal no recuerdo.
¡Trece contra uno! Algo más que una mayoría, ¿no le parece? ¡No, señor! el decano Hart no pudo contener su pedantería. La palabra < mayoría» significa «más de la mitad». Trece sobre catorce es una mayoría, nada más.
Pero una mayoría casi unánime.
¡Una mayoría como cualquier otra!
El defensor cambió de enfoque:
¿Y quién fue el único que se opuso?
El decano Hart parecía encontrarse muy incómodo.
El profesor Simon Ninheimer.
El defensor fingió sorpresa.
¿El profesor Ninheimer? ¿El jefe del Departamento de Sociología? Sí, señor.
¿El querellante?
Sí, señor.
El defensor frunció los labios.
En otras palabras, resulta que el hombre que entabla un pleito de . dólares por daños y perjuicios contra mi cliente, Robots y Hombres Mecánicos S. A., fue el hombre que se opuso desde el principio al uso del robot, aunque todos los demás integrantes del comité ejecutivo del senado universitario estaban convencidos de que era una buena idea.
Votó contra la moción, como era su derecho.
En su descripción de la reunión usted no ha citado ninguna observación del profesor Ninheimer; ¿hizo alguna?
Creo que habló.
¿Cree?
Bueno, sí que habló.
¿Contra el uso del robot?
Sí.
  
¿Se expresó con violencia?
El decano Hart hizo una pausa antes de contestar:
Se expresó con vehemencia.
El defensor adoptó un tono confidencial.
¿Cuánto tiempo hace que conoce al profesor Ninheimer, decano Hart?
Unos doce años.
¿Es suficiente?
Yo diría que sí.
Conociéndolo, pues, ¿diría usted que es la clase de hombre que seguiría guardándole rencor a un robot, máxime cuando un voto adverso...?
El fiscal ahogó el resto de la pregunta con una indignada y ferviente protesta. La defensa dio por terminado su interrogatorio y el juez Shane propuso un receso para almorzar.
Robertson trituraba furioso su sándwich. La empresa no se iría a pique por una pérdida de . dólares, aunque perderlos tampoco sería beneficioso. Por otra parte, sabía que habría consecuencias mucho más perjudiciales en cuanto a las relaciones públicas.
¿A qué viene tanta palabrería sobre cómo entró Easy en la universidad? masculló. ¿Qué esperan ganar?
Una acción judicial es como una partida de ajedrez, señor Robertson le explicó el abogado defensor. Suele ganar quien prevé más jugadas, y mi amigo el fiscal no es un principiante. Puede ser que parezcan dañados, pero eso no es ningún problema. Su objetivo principal es adelantarse a nuestra defensa. Deben contar con que nosotros procuraremos demostrar que Easy no pudo ser culpable, dadas las leyes de la robótica.
De acuerdo aceptó Robertson. Ésa es nuestra defensa. Y es absolutamente hermética.
Lo es para un ingeniero en robótica, no necesariamente para un juez. Se están parapetando en una posición desde la cual pueden demostrar que EZ no era un robot común. Era el primero de su tipo que se presentaba en público, un modelo experimental que necesitaba ser puesto a prueba; y la universidad era el único modo aceptable de ofrecer esa prueba. Eso parecería verosímil, dados los insistentes intentos del profesor Lanning para colocar el robot y la voluntad de la compañía de alquilarlo por tan poco dinero. Luego, la fiscalía argumentará que las pruebas han demostrado que Easy fue un fracaso. ¿Ahora comprende el propósito de todo lo expuesto?
Pero EZ era un modelo perfecto argumentó Robertson. Era el número veintisiete de la producción.
  
Lo cual es desfavorable apuntó sombríamente el abogado. ¿Qué tenía de malo el veintiséis? Algo, evidentemente. ¿Por qué no podía haber defectos en el veintisiete también?
No había nada malo en el veintiséis, excepto que no era lo suficientemente complejo para la tarea. Fueron los primeros cerebros positrónicos de su clase que se construyeron y procedíamos más bien al azar. ¡Pero las tres leyes eran válidas en todos ellos! Ningún robot es tan imperfecto como para que las tres leyes no sean válidas.
El profesor Lanning me lo ha explicado, señor Robertson, y estoy dispuesto a creerle. Pero tal vez el juez no esté tan dispuesto. Dependemos de la decisión de un hombre honesto e inteligente que no sabe nada de robótica y, por lo tanto, es susceptible de ser persuadido. Por ejemplo, si usted, el profesor Lanníng o la doctora Calvin comparecieran en el estrado y dijeran que los cerebros positrónicos se construyen «al azar», como acaba de decir usted, el fiscal les haría trizas en el interrogatorio. Estaríamos perdidos. Así que conviene evitar esa expresión.
Si Easy pudiera hablar... gruñó Robertson.
El abogado se encogió de hombros.
Un robot no es válido como testigo, así que no serviría de nada.
Al menos, conoceríamos los hechos. Sabríamos cómo llegó a hacer semejante cosa.
Susan Calvin se enfureció. En sus mejillas apareció un apagado tono rojo y su voz sonó con vestigios de calor humano:
Sabemos cómo llegó a hacerlo. ¡Se lo ordenaron! Se lo he explicado a nuestros abogados y se lo explicaré a usted ahora.
¿Quién se lo ordenó? preguntó Robertson, francamente perplejo, y pensando con resentimiento que nadie le contaba nunca nada y que esa gente de investigación ¡se consideraban los dueños de la compañía, por amor de Dios!
El querellante respondió la doctora.
¡Santo cielo! ¿Por qué?
Aún no sé por qué. Tal vez sólo para demandarnos, para ganar un poco de dinero contestó la doctora, con un destello tristón en los ojos.
¿Y por qué Easy no lo dice?
¿No es obvio? Le han ordenado que se calle.
¿Por qué habría de ser obvio? preguntó Robertson de mal humor.
Bien, es obvio para mí. La psicología robótica es mi profesión. Aunque Easy no responde a las preguntas directas sobre el asunto, pero sí a las colaterales. Midiendo la vacilación creciente de sus respuestas a medida que nos aproximamos a la pregunta central, midiendo la zona de vacío y la intensidad de los contrapotenciales configurados, es posi
  
ble afirmar con precisión científica que sus problemas son resultado de la orden de no hablar, cuya fuerza se basa en la Primera Ley. En otras palabras, le han dicho que si habla causará daño a un ser humano; supuestamente, al abominable profesor Ninheimer, el querellante, quien para el robot parecerá un ser humano.
Muy bien dijo Robertson, ¿y no puede usted explicarle que si no habla causará daño a toda la compañía?
La compañía no es un ser humano y la Primera Ley de la robótica no reconoce a una empresa como una persona, al igual que ocurre con las leyes comunes. Además, sería peligroso tratar de cancelar esa inhibición. La persona que la instaló podría anularla de una forma menos peligrosa, porque las motivaciones del robot en ese aspecto se centran en esa persona. Cualquier otro sistema... Sacudió la cabeza, casi con apasionamiento. ¡No permitiré que le hagan daño al robot!
Lanning intervino, con el aire de quien introduce cordura en un problema.
Me parece que sólo tenemos que demostrar que un robot es incapaz del acto del cual se acusa a Easy. Nosotros podemos lograrlo.
Exacto se apresuró a decir el defensor, irritado. Sólo ustedes pueden lograrlo. Los únicos testigos capaces de dar cuenta de la condición en que se encuentra Easy y de la naturaleza del estado mental de Easy son empleados de Robots y Hombres Mecánicos. El juez no puede aceptar ese testimonio como imparcial.
¿Cómo puede negar el testimonio de los expertos?
Negándose a dejarse convencer. Está en su derecho como juez. Ante la posibilidad de que un hombre como el profesor Ninheímer se haya propuesto arruinar su propia reputación, aun por una suma suculenta, el juez no aceptaría los tecnicismos de sus ingenieros. A fin de cuentas, el juez es un hombre. Si tiene que escoger entre un hombre que hace algo imposible y un robot que hace algo imposible, decidirá a favor del hombre.
Un hombre sí puede hacer algo imposible arguyó Lanning, porque desconocemos todas las complejidades de la mente humana y no sabemos qué es imposible en una determinada mente humana. Pero sí sabemos qué es imposible para un robot.
Bien, veremos si podemos convencer de eso al juez masculló el abogado.
¡Si eso es todo lo que se le ocurre decir, no veo cómo va a conseguirlo! vociferó Robertson.
Ya lo veremos. Es bueno tener presentes las dificultades, pero no nos dejemos abatir. Yo también he tratado de adelantarme a algunas jugadas en nuestra partida de ajedrez.  Y añadió, señalando a
  
la robopsicóloga con un solemne movimiento de cabeza: Con ayuda de esta señora.
Lanning los miró a ambos y preguntó:
¿De qué se trata?
Pero el ujier asomó la cabeza y anunció con voz ronca que el juicio iba a continuar.
Se sentaron y examinaron al hombre que había iniciado el problema.
Simon Ninheimer tenía el cabello rubio rojizo y esponjoso, y un rostro delgado y que se estrechaba en una nariz picuda y una barbilla puntiaguda. Su costumbre de titubear ante las palabras decisivas le daba el aire de un amante de la precisión absoluta. Cuando decía que < el sol sale por el..., mmm..., oriente», uno tenía la certeza de que había reflexionado seriamente sobre la posibilidad de que pudiera salir por occidente.
¿Se opuso usted al empleo del robot EZ en la universidad? le preguntó el fiscal.
En efecto.
¿Por qué?
Pensé que no comprendíamos del todo los..., mmm..., motivos de la compañía. Yo recelaba de esa urgencia para entregarnos el robot.
¿Creía usted que era capaz de realizar las tareas para las cuales estaba diseñado?
Sé con certeza que no lo era.
¿Expondría usted sus razones?
Hacía ocho años que Simon Ninheimer trabajaba en un libro titulado Tensiones sociales en el viaje espacial y su resolución. El afán de precisión de Ninheimer no se limitaba sólo a sus hábitos en la conversación, y en una disciplina como la sociología, casi imprecisa por definición, eso lo dejaba sin aliento.
No tenía la sensación de haber completado su trabajo ni siquiera cuando lo vio ya en las galeradas. Todo lo contrario. Al mirar aquellas largas tiras de papel impreso, lo único que deseaba era disponer de otro modo las lineas.
Jim Baker, instructor e inminente profesor auxiliar de sociología, se encontró a Ninheimer, tres días después de que el impresor le enviara la primera tanda de galeradas, enfrascado en los papeles. Las galeradas llegaron en tres copias: una para Ninheimer, otra para Baker y una tercera, designada «original», que recibiría las correcciones finales, una combinación de las de Ninheimer y de las de Baker, tras una reunión en la que se zanjaban conflictos y desacuerdos. Así habían actuado en los diversos trabajos en que habían colaborado en los últimos tres años, y funcionaba bien.
  
El joven Baker tenía su copia en la mano.
He revisado el primer capítulo y contiene algunos errores tipográficos dijo con su voz meliflua.
El primer capítulo siempre los tiene replicó Ninheimer con aire distante.
¿Quiere que los miremos ahora?
Ninheimer fijó sus graves ojos en Baker.
No he hecho nada con las galeradas, Jim. Creo que no voy a tomarme esa molestia.
¿Que no va a tomarse esa molestia? preguntó Baker, confundido.
Ninheimer frunció los labios.
He preguntado cuánto... mmm..., trabajo tiene la máquina. A fin de cuentas, se lo..., mmm..., designó como corrector de pruebas. Han fijado un calendario.
¿La máquina? ¿Se refiere a Easy?
Creo que ése es el estúpido nombre que le han puesto.
Pero, profesor Ninheimer, creí que usted prefería mantenerse alejado de él.
Al parecer soy el único. Pero quizá debiera sacar partido de esa..., mmm..., ventaja.
Oh, vaya, parece ser que he estado perdiendo el tiempo con este primer capítulo se lamentó el joven, con voz plañidera.
No lo has perdido. Podemos comparar el resultado de la máquina con el tuyo, como verificación.
Si usted quiere, pero...
¿Sí?
Dudo que encontremos problemas en el trabajo de Easy. Se supone que jamás ha cometido un error.
Conque no, ¿eh? dijo secamente Ninheimer.
Cuatro días después, Baker llevó de nuevo el primer capítulo. Esa vez era la copia de Ninheimer, recién salida del pabellón que se había construido para albergar a Easy y su equipo.
Baker estaba eufórico.
¡Doctor Ninheimer, no sólo ha detectado los mismos errores que yo, sino varias erratas que se me habían pasado por alto! ¡Y lo hizo en doce minutos!
Ninheimer miró el fajo, con las marcas y los símbolos pulcramente anotados en los márgenes.
No es tan completo como lo habríamos hecho tú y yo. Tendríamos que haber metido una inserción sobre el trabajo de Suzuki acerca de los efectos neurológicos de la baja gravedad.
¿Se refiere al artículo publicado en Reseñas Sociológicas?
Desde luego.
  
Bien, no se puede esperar lo imposible. Easy no podría leerse la bibliografía en nuestro lugar.
Me doy cuenta. De hecho, he preparado la inserción. Veré a la máquina y comprobaré si sabe..., mmm..., manejar inserciones.
Sabrá hacerlo.
Prefiero asegurarme.
Ninheimer tuvo que concertar una cita para ver a Easy, y sólo pudo conseguir quince minutos al atardecer.
Pero los quince minutos resultaron ser tiempo de sobra. El robot EZ comprendió de inmediato cómo insertar textos.
Ninheimer se sintió incómodo al hallarse por primera vez tan cerca del robot. Casi automáticamente, como si Easy fuera humano, se sorprendió preguntándole:
¿Eres feliz con tu trabajo?
Muy feliz, profesor Ninheimer respondió Easy solemnemente, y las fotocélulas que eran sus ojos relucieron con su habitual resplandor rojo.
¿Me conoces?
Dado que usted me presenta material adicional para incluirlo en las galeradas, deduzco que usted es el autor. El nombre del autor, por supuesto, figura en el encabezamiento de cada página de las pruebas.
Entiendo. Así que haces..., mmm..., deducciones. Dime... añadió el profesor, sin poder evitar la pregunta: ¿qué piensas hasta ahora del libro?
Me resulta grato trabajar con él.
¿Grato? Es una palabra extraña en un..., mmm..., mecanismo sin emociones. Me han dicho que no tienes emociones.
Las palabras del libro armonizan con mis circuitos explicó Easy. No inspiran contraposibilidades. Mis sendas cerebrales traducen este dato mecánico en una palabra como «grato». El contexto emocional es fortuito.
Entiendo. ¿Por qué el libro te parece grato?
Trata sobre seres humanos, profesor, y no sobre materia inorgánica ni símbolos matemáticos. El libro intenta entender a los seres humanos y contribuir al aumento de la felicidad humana.
¿Y eso es lo que intentas hacer tú y por eso el libro armoniza con tus circuitos? ¿Es así?
Así es, profesor.
Los quince minutos terminaron. Ninheimer salió y se marchó a la biblioteca de la universidad, que estaba a punto de cerrar. La obligó a permanecer abierta el tiempo suficiente para hallar un texto elemental sobre robótica. Se lo llevó a casa.
Excepto por las ocasionales inserciones de material adicional, las
  
galeradas iban a Easy y de Easy a los editores, con escasa intervención de Ninheimer al principio y ninguna después.
Me hace sentir inútil se quejó Baker, con cierta turbación.
Lo que deberías sentir es que tienes tiempo para iniciar un nuevo proyecto masculló Ninheimer, sin apartar la vista de las notas que estaba haciendo en el último número de Extractos de Ciencias Sociales.
No estoy habituado. Me siguen preocupando las galeradas, aunque sé que es una tontería.
Lo es.
El otro día tomé un par de hojas antes de que Easy las enviara a...
¿Qué? Ninheimer irguió un rostro iracundo. Cerró con violencia la revista. ¿Molestaste a la máquina mientras trabajaba?
Sólo un minuto. Todo estaba bien. Ah, modificó una palabra. Usted definía algo como «criminal», y él cambió la palabra por «cruento». Pensó que el segundo adjetivo concordaba mejor con el contexto.
¿Qué pensaste tú? preguntó Ninheimer, reflexivamente.
Estuve de acuerdo. Aprobé la corrección.
Ninheimer hizó girar la silla y se enfrentó a su joven adjunto.
Oye, preferiría que no volvieras a hacerlo. Si he de usar la máquina, quiero..., mmm..., aprovecharla plenamente. Si he de usarla, pero pierdo tus..., mmm..., servicios porque resulta que la supervisas, cuando la idea es precisamente que no requiere supervisión, no gano nada, ¿entiendes?
Sí, profesor Ninheimer dijo sumisamente Baker.
Los ejemplares de prueba de Tensiones sociales llegaron al despacho del profesor Ninheimer el  de mayo. Les echó una ojeada, pasó las páginas y leyó uno que otro párrafo. Luego, los guardó.
Como explicó posteriormente, se olvidó de ellos. Durante ocho años había trabajado en eso, pero hacía meses que otros intereses cautivaban su atención, mientras Easy le quitaba ese peso de encima. Ni siquiera se acordó de donar el ejemplar de rigor a la biblioteca de la universidad.
Tampoco Baker, que estaba enfrascado en su trabajo y se había distanciado del jefe de departamento desde que tuvo que soportar aquella reprimenda en su último encuentro, recibió un ejemplar.
El  de junio, esa etapa terminó. Ninheimer recibió una llamada videotelefónica y miró sorprendido a la imagen de la pantalla.
¡Speidell! ¿Estás en la ciudad?
No, en Cleveland contestó Speidell, temblándole la voz.
¿Y por qué me llamas?
¡Porque he estado ojeando tu nuevo libro! Ninheimer, ¿estás loco? ¿Has perdido el juicio?
Ninheimer se puso tenso.
  
¿Hay algún..., mmm..., problema? =preguntó alarmado.
¿Un problema? Te remito a la página . ¿Qué demonios te propones al interpretar mi trabajo de ese modo? ¿En qué parte del artículo que citas yo sostengo que la personalidad delictiva no existe y que los organismos que hacen cumplir las leyes son los verdaderos delincuentes? Mira, déjame citar...
¡Espera, espera! exclamó Ninheimer, tratando de hallar la página. Veamos. Veamos... ¡Santo Díos!
¿Y bien?
Speidell, no entiendo cómo ha ocurrido esto. Yo no lo escribí.
¡Pero es lo que está impreso! Y esa tergiversión no es la peor. Mira en la página  e imagínate lo que hará Ipatiev cuando vea el embrollo que has armado con sus descubrimientos. Oye, Ninheimer, este libro está plagado de errores de ese tipo. No sé en qué estabas pensando, pero la única opción que te queda es retirar el libro del mercado. ¡Y será mejor que te prepares para presentar muchas disculpas en la próxima reunión de la Asociación!
Speidell, escucha...
Pero Speidell cortó la comunicación con tal brusquedad que durante quince segundos parpadearon sombras en la pantalla.
Ninheimer, entonces, se enfrascó en el libro y empezó a marcar pasajes con tinta roja.
Se las apañó para contener la furia cuando se entrevistó de nuevo con Easy, pero tenía los labios pálidos. Le pasó el libro a Easy y dijo:
¿Quieres leer los pasajes marcados en las páginas , ,  y ?
Easy los leyó en cuatro ojeadas.
Sí, profesor Ninheimer.
Esto no es lo que ponía en las galeradas originales.
No, profesor.
¿Tú hiciste estas modificaciones?
Sí, profesor.
¿Por qué?
Profesor, los pasajes de su versión eran muy lesivos para ciertos grupos de seres humanos. Me pareció aconsejable cambiar las palabras para evitar causarles daño.
¿Cómo te atreviste a semejante cosa?
La Primera Ley, profesor, no me permite que, mediante la inacción, consienta que se cause daño a seres humanos. Dada su reputación en el mundo de la sociología y la amplia circulación de que gozaría su libro entre los especialistas, varios seres humanos que usted menciona sufrirían un daño considerable.
¿Y no comprendes el daño que sufriré yo ahora?

Era preciso escoger la alternativa menos dañina.
El profesor Ninheimer se marchó temblando de furia. Era evidente que Robots y Hombres Mecánicos tendría que pagar por aquello.
En la mesa de los acusados reinaba una excitación que se intensificó cuando el fiscal remató su argumento:
Entonces, ¿el robot EZ le informó de que la razón de lo que había hecho se basaba en la Primera Ley de la robótica?
Correcto.
¿Y que, por lo tanto, no tenía otra opción?
En efecto.
De lo que se deduce, pues, que Robots y Hombres Mecánicos diseñó un robot que estaría obligado a reescribir los libros de acuerdo con sus propias concepciones de lo que era correcto, y, sin embargo, lo vendió como un simple corrector de pruebas. ¿Usted diría eso?
La defensa protestó de inmediato, señalando que se pedía al testigo que decidiera sobre una cuestión sobre la cual no tenía competencia. El juez amonestó a la fiscalía en los términos habituales, pero no quedó duda de que la declaración había surtido efecto, incluso en el abogado defensor. La defensa pidió un breve receso antes de iniciar el interrogatorio, usando un tecnicismo legal que le valió cinco minutos.
El abogado consultó con Susan Calvin.
¿Es posible, doctora Calvin, que el profesor Ninheimer esté diciendo la verdad y que Easy actuara motivado por la Primera Ley?
Calvin apretó los labios y respondió:
No, no es posible. La última parte del testimonio de Ninheimer es deliberadamente falsa. Easy no está diseñado para juzgar en el nivel de abstracción representado por un texto avanzado de sociología. No podría afirmar nunca que ciertos grupos de humanos se verían dañados por una frase de un libro semejante. Su mente no está construida para eso.
Pero supongo que no podemos demostrárselo a un lego comentó el abogado, con tono pesimista.
No admitió Calvin. La prueba sería extremadamente compleja. Nuestra salida sigue siendo la misma. Hemos de probar que Ninheimer miente, y nada de lo que ha dicho debe cambiar nuestro plan de ataque.
Muy bien, doctora Calvin. Tendré que aceptar su palabra. Continuaremos según lo planeado.
En la sala del juicio, la maza del juez se elevó y bajó, y el profesor Ninheimer se sentó nuevamente en el estrado. Sonreía ligeramente, como si supiese que su posición era inexpugnable y estuviera disfrutando de la posibilidad de repeler un ataque infructuoso.
  
El abogado defensor se le acercó cauteloso y comenzó a hablar con voz suave:
Profesor Ninheimer, ¿afirma usted que ignoraba por completo esos presuntos cambios en el manuscrito hasta que el profesor Speidell habló con usted el  de junio?
Así es.
¿Nunca vio las galeradas después de que el robot EZ corrigiera las pruebas?
Al principio sí, pero me pareció una tarea inútil. Me fié de las afirmaciones de la compañía. Esas absurdas..., mmm..., modificaciones se efectuaron sólo en la última parte del libro, una vez que el robot, supongo, hubo aprendido bastante sobre sociología...
¡Olvidemos las suposiciones! Tengo entendido que su colega, el profesor Baker, vio las últimas pruebas por lo menos en una ocasión. ¿Recuerda que usted dio testimonio de ello?
Sí. Como ya declaré, me contó que había visto una página, y hasta en esa página el robot había alterado una palabra.
¿No le resulta extraño, profesor, que después de un año de implacable hostilidad hacia el robot, después de haber votado contra él y de haberse negado a usarlo, decidiera usted de pronto poner su libro, su magnum opus, en sus manos?
No me resulta extraño. Decidí que era conveniente usar la máquina.
¿Y de repente confió tanto en el robot EZT que ni siquiera se molestó en revisar las galeradas?
Ya le he dicho que me..., mmm..., convenció la propaganda de Robots y Hombres Mecánicos.
¿Tanto se convenció que, cuando su colega, el profesor Baker, intentó revisar la tarea del robot, usted le reprendió severamente?
No le reprendí. Simplemente no deseaba que él..., mmm..., perdiera el tiempo. A menos, entonces me pareció una pérdida de tiempo. No vi que fuera significativa la modificación de esa palabra en el...
No tengo dudas de que le han aconsejado que mencione este punto, para que la modificación conste en acta ironízó el abogado, pero cambió de rumbo para impedir una protesta. Lo cierto es que usted estaba muy enfadado con el profesor Baker.
No, señor. No estaba enfadado.
Pues no le dio un ejemplar del libro cuando lo recibió.
Por mera distracción. Tampoco entregué un ejemplar a la biblioteca Ninheimer sonrió cautelosamente. Los profesores son famosos por su despiste.
¿No le resulta extraño que, al cabo de más de un año de trabajo perfecto, el robot EZ se equivocara precisamente en su libro,

en un libro escrito por la persona más implacablemente hostil hacia el robot?
Mi libro fue la única obra voluminosa que tuvo que corregir en la que se hablaba sobre la humanidad. Las tres leyes de la robótica cobraron validez.
Profesor Ninheimer, varias veces usted se ha expresado como un experto en robótica. Al parecer, se tomó usted un repentino interés en la robótica y sacó libros sobre el tema de la biblioteca. Dio testimonio de ello, ¿verdad?
Sólo un libro. Fue resultado de lo que considero..., mmm..., curiosidad natural.
¿Y eso le permite explicar por qué el robot, como usted alega, tergiversó el libro?
Así es.
Muy oportuno. Pero ¿está seguro de que su interés por la robótica no estaba destinado a permitirle manipular al robot con otros propósitos?
Ninheimer se sonrojó.
¡Por supuesto que no!
El defensor elevó la voz:
Más aún, ¿está seguro de que los pasajes presuntamente alterados no se encontraban tal como usted los escribió originalmente?
El sociólogo se irguió en el asiento.
¡Eso es..., mmm..., rídiculo! Tengo las galeradas...
Le costaba hablar y el fiscal se levantó para intervenir:
Con su permiso, señoría, me propongo presentar como prueba el juego de galeradas que le entregó el profesor Ninheimer al robot EZ y el juego de galeradas que envió el robot EZ a los editores. Lo haré si mi estimado colega así lo desea, y estoy dispuesto a que se conceda un receso con el objeto de que ambos juegos de galeradas puedan compararse.
El defensor agitó la mano con impaciencia.
No es necesario. Mi honorable oponente puede presentar esas galeradas cuando le plazca. Estoy seguro de que mostrarán las discrepancias que alega el querellante. Pero me gustaría que el testigo nos dijera si también está en posesión de las galeradas del profesor Baker.
Ninheimer frunció el ceño. Aún no las tenía todas consigo.
¿Las galeradas del profesor Baker?
¡Sí, profesor! Las galeradas del profesor Baker. Usted ha declarado que el profesor Baker recibió otra copia de las galeradas. Le pediré al escribiente que lea su testimonio sí es que de pronto padece usted una amnesia selectiva. ¿O será simplemente que los profesores, como usted dice, son famosos por su despiste?
  
Recuerdo las galeradas del profesor Baker dijo Ninheimer.
No eran necesarias una vez que el trabajo quedó a cargo de la máquina...
¿Así que las quemó?
No. Las tiré a la papelera.
Quemarlas, tirarlas..., ¿qué más da? Lo cierto es que se desembarazó de ellas.
No hay nada malo... comenzó débilmente Ninheimer.
¿Nada malo? vociferó el defensor. Nada malo, excepto que ahora no hay modo de comprobar si, en ciertas hojas cruciales, pudo usted haber reemplazado una inofensiva página de la copia del profesor Baker por una página de su propia copia, la cual usted alteró deliberadamente para obligar al robot a...
El fiscal presentó una enérgica protesta. El juez Shane se inclinó hacia delante, procurando adoptar un semblante colérico que expresara la intensidad de sus emociones.
¿Tiene usted pruebas, abogado, de la notable afirmación que acaba de hacer? preguntó.
Ninguna prueba directa, señoría respondió serenamente el defensor. Pero quisiera señalar que la repentina conversión del querellante al abandono del antirrobotismo, el repentino interés en la robótica, la negativa a revisar las galeradas o a permitir que otra persona las revisara, su modo de evitar que nadie viera el libro inmediatamente después de la publicación; todo ello apunta claramente...
Abogado interrumpió el juez con impaciencia, éste no es sitío para deducciones esotéricas. El querellante no está sometido a juicio. Tampoco es usted su fiscal. Prohibo este tipo de ataques, y sólo puedo señalar que la desesperación que le indujo a ello únicamente contribuirá a perjudicar su posición. Si tiene preguntas legítimas, abogado, continúe con el interrogatorio. Pero le advierto que no vuelva a usar tales procedimientos en esta sala.
No tengo más preguntas, señoría.
Robertson le susurró acaloradamente cuando el abogado defensor regresó a su mesa:
¿Por qué hizo eso, por amor de Dios? Ahora el juez está totalmente en contra de usted.
Pero Ninheimer está temblando replicó con calma el abogado. Y lo hemos preparado para la maniobra de mañana. Estará maduro.
Susan Calvin asintió gravemente.
El resto de la exposición de la fiscalía fue débil en comparación. Compareció el profesor Baker y corroboró la mayor parte del testimonio de Ninheimer. Comparecieron los profesores Speidell e Ipatiev y comentaron en tono conmovedor su consternación ante ciertos pasajes del libro del profesor Ninheimer. Ambos dieron su opinión profesional
  
respecto de que la reputación del profesor Ninheimer había sufrido un grave revés.
Se presentaron las galeradas como prueba, así como algunos ejemplares del libro concluido.
La defensa no hizo más preguntas ese día. La fiscalía concluyó con sus alegatos y se declaró un receso hasta la mañana siguiente.
El defensor realizó su primera maniobra cuando el juicio se reanudó el segundo día. Pidió que el robot EZ fuera admitido como espectador.
El fiscal protestó de inmediato, y el juez Shane llamó a ambos al estrado.
Esto es obviamente ¡licito alegó el fiscal. Un robot no puede estar en un edificio público.
Este tribunal señaló el defensor está cerrado para todos, excepto para quienes guardan una relación inmediata con el caso.
Una enorme máquina conocida por su conducta irregular perturbaría a mi cliente y a mis testigos con su sola presencia. Transformaría este juicio en una parodia.
El juez parecía estar de acuerdo. Se volvió hacia el defensor y preguntó con severidad:
¿Cuáles son sus razones para esta solicitud?
Alegaremos que el robot EZ no pudo, por la naturaleza de su constitución, haberse comportado tal como se dice que se comportó. Será necesario efectuar algunas demostraciones.
No tiene objeto, señoría rechazó el fiscal. Las demostraciones realizadas por empleados de Robots y Hombres Mecánicos tienen escaso valor testimonial cuando es la propia compañía la acusada.
Señoría replicó el defensor, a usted, no al fiscal, le corresponde decidir la validez de una prueba. Al menos, eso tengo entendido.
Al quedar en juego sus prerrogativas, el juez Shane se vio obligado a decir:
Entiende usted bien. No obstante, la presencia de un robot en la sala suscita importantes cuestiones legales.
Señoría, seguramente no será nada que prevalezca sobre los requerimientos de la justicia. Si el robot no está presente, se nos impide presentar nuestra única defensa.
El juez reflexionó.
Está también el problema de transportar el robot.
La compañía se ha enfrentado a menudo con ese problema. Tenemos un camión aparcado frente al juzgado, construido según las leyes que rigen el transporte de robots. El robot EZ se encuentra

en una caja de embalaje bajo la vigilancia de dos hombres. Las puertas del camión están bien aseguradas y se han tomado todas las precauciones necesarias.
Parece usted seguro dijo el juez, de mal talante de que la decisión de este tribunal será en su favor.
En absoluto, señoría. En caso contrario, simplemente nos llevaremos el camión. No he hecho ningún supuesto en cuanto a las decisiones de su señoría.
El juez movió la cabeza afirmativamente.
Ha lugar la solicitud de la defensa.
Metieron la caja en un gran carro, y los dos hombres que la empujaban la abrieron. La sala estaba sumida en un profundo silencio.
Susan Calvin esperó que quitaran las gruesas láminas de celuforme y estiró una mano.
Ven, Easy.
El robot extendió su gran brazo metálico. Le llevaba más de medio metro de altura, pero la seguía dócilmente, como un niño a su madre. Alguien se rió nerviosamente y la doctora Calvin le clavó una mirada fulminante.
Easy se sentó cuidadosamente en una gran silla que le acercó el ujier, la cual crujió pero resistió.
Cuando sea necesario, señoría habló el defensor, demostraremos que éste es EZ, el robot que estuvo trabajando en la Universidad del Noreste durante el periodo que nos ocupa.
Bien aprobó el juez. Eso será necesario, pues yo, al menos, no tengo ni idea de cómo distinguir un robot de otro.
Y ahora añadió el defensor, quisiera llamar a mi primer testigo. El profesor Simon Ninheimer, por favor.
El escribiente titubeó y miró al juez. El juez Shane preguntó, visiblemente sorprendido:
¿Llama usted al querellante como testigo?
Sí, señoría.
Espero que recuerde que, mientras él sea testigo de la defensa, no se le permitirá a usted el margen de libertad del que podría disfrutar si interrogara a un testigo de la fiscalía.
Mi único propósito es llegar a la verdad. Sólo será preciso hacer unas cuantas preguntas corteses.
Bien aceptó el juez, dubitativamente, es usted quien lleva el caso. Llame al testigo.
Ninheimer se sentó en el estrado y fue informado de que estaba aún bajo juramento. Parecía más nervioso que el día anterior, casi atemorizado.
Pero el abogado lo miró benévolamente.
  
Vamos a ver, profesor Ninheimer, usted le pide a mi cliente la suma de setecientos cincuenta mil dólares.
Esa es la..., mmm..., cantidad. Sí.
Es mucho dinero.
He sufrido muchos perjuicios.
No tantos, seguramente. El texto puesto en cuestión se refiere exactamente a unos pocos pasajes de un libro. Tal vez fueran pasajes desafortunados, pero, a fin de cuentas, a veces se publican libros con curiosos errores.
Ninheimer hinchó sus fosas nasales.
Señor, este libro tenía que haber sido la cumbre de mi carrera profesional. Por el contrario, me presenta como un investigador incompetente, alguien que tergiversa las opiniones de honorables amigos y colegas, y un apologista de perspectivas ridículas y..., mmm..., obsoletas. ¡Mi reputación está irremisiblemente destruida! Nunca podré comparecer con orgullo en ninguna..., mmm..., asamblea de especialistas, sea cual sea el resultado de este juicio. Con toda seguridad, no podré continuar mi carrera, que ha constituido toda mi vida. El auténtico objetivo de mi vida ha sido..., mmm..., abortado y destruido.
El abogado no intentó interrumpir la perorata, sino que se limitó a mirarse distraídamente las uñas.
Pero, profesor Ninheimer dijo, en un tono muy tranquilo, a su edad, usted no puede aspirar a ganar más de..., seamos generosos..., más de ciento cincuenta mil dólares durante el resto de su vida. En cambio, le pide a este tribunal que le otorgue el quíntuple de esa cifra.
En un arrebato emocional aún más vehemente, Ninheimer alegó:
No sólo se me ha destruido en vida. No sé durante cuántas generaciones los sociólogos me acusarán de..., mmm..., necio o maniático. Mis verdaderos logros quedarán sepultados e ignorados. No sólo se me ha destruido hasta el día de mi muerte, sino para toda la eternidad, pues siempre habrá personas que no se creerán que un robot insertó esos textos...
El robot EZ se puso de pie. Susan Calvin no intentó impedírselo. Sin inmutarse, siguió mirando hacia delante. El abogado defensor suspiró.
La melodiosa voz de Easy resonó claramente:
Me gustaría explicarles a todos que yo, en efecto, inserté en las galeradas ciertos pasajes que parecían en abierta contradicción con lo que allí se decía al principio...
Hasta el fiscal parecía tan anonadado ante el espectáculo de un robot de más de dos metros, levantándose para hablarle al tribunal, que no fue capaz de impedir lo que evidentemente constituía un procedimiento de lo más irregular.
  
Cuando logró reaccionar, era ya demasiado tarde, pues Ninheimer se levantó con el rostro demudado y bramó:
¡Maldita sea! ¡Se te ordenó que mantuvieras la boca cerrada.,.!
Se interrumpió de golpe. Easy también se calló.
El fiscal estaba de pie, exigiendo que se declarase nulo el juicio. El juez Shane golpeó desesperadamente con su maza.
¡Silencio! ¡Silencio! Por supuesto que hay excelentes razones para declarar nulo el juicio, pero en bien de la justicia me gustaría que el profesor Ninheimer concluyera su declaración. He oído claramente que le decía al robot que se le había ordenado que mantuviera la boca cerrada. En su testimonio, profesor Ninheimer, no se mencionaba que al robot se le hubiera ordenado que guardara silencio sobre nada. Ninheimer miró atónito al juez. ¿Le ordenó usted al robot EZ que guardara silencio sobre algo? En tal caso, ¿sobre qué?
Señoría... comenzó Ninheimer con voz ronca, pero no pudo continuar.
El juez agudizó la voz:
¿Ordenó usted que se insertaran esos textos en las galeradas y le ordenó luego al robot que guardara silencio sobre esa participación que había tenido usted?
El fiscal presentó una enérgica protesta, pero Ninheimer gritó:
¡Oh, no vale la pena! ¡Sí, sí!
Abandonó el estrado a todo correr y en la puerta lo detuvo el ujier. Se desplomó desesperado en un asiento y hundió la cabeza entre las manos.
Es evidente que la presencia del robot EZ ha sido una artimaña manifestó el juez Shane. Si no fuera por el hecho de que dicha artimaña ha servido para impedir un grave error, declararía al abogado de la defensa en desacato. Ahora me resulta claro, más allá de toda duda, que el querellante ha cometido un fraude inexplicable, pues aparentemente arruinó su carrera a sabiendas...
La sentencia, desde luego, favoreció a la parte acusada.
La doctora Susan Calvin se hizo anunciar en el piso de soltero que el profesor Ninheimer ocupaba en la universidad. El joven ingeniero que conducía el coche se ofreció a acompañarla, pero ella lo miró con desdén.
¿Crees que me atacará? Aguarda aquí.
Ninheimer no tenía ánimos para atacar a nadie. Estaba recogiendo sus cosas a toda prisa, deseando marcharse de allí antes de que la adversa conclusión del juicio llegara a conocimiento de todo el mundo.
Miró a Calvin con aire desafiante.
¿Viene a advertirme que presentarán una contrademanda? En tal

caso, no obtendrán nada. No tengo dinero ni trabajo ni futuro. Ni siquiera puedo pagar las costas del juicio.
Si busca compasión, no la va a encontrar conmigo replicó fríamente Calvin. Este asunto fue responsabilidad suya, únicamente. Pero no habrá una contrademanda ni contra usted ni contra la universidad. Más aún, haremos lo posible para impedir que lo encarcelen por falso testimonio. No somos vengativos.
Ah, ¿es por eso por lo que no me han arrestado? Me lo estaba preguntando. Pero a fin de cuentas no tienen razones para ser vengativos. Han conseguido lo que deseaban.
En parte, sí. La universidad conservará a Easy por una tarifa bastante más elevada. Además, la publicidad extraoficial relacionada con el juicio nos permitirá colocar más modelos EZ en otras instituciones, sin peligro de que este problema se repita.
¿Y por qué ha venido a verme?
Porque yo aún no he conseguido todo lo que quiero. Quiero saber por qué odia tanto a los robots. Aunque hubiera ganado el juicio, su reputación estaría destruida. El dinero que hubiese obtenido no le habría bastado como compensación. ¿Se hubiera contentado con desahogar su odio hacia los robots?
¿Le interesan las mentes humanas, doctora Calvin? preguntó Ninheimer, con un tono sarcástico.
En la medida en que sus reacciones afectan al bienestar de los robots, sí. Por esa razón he aprendido un poco de psicología humana.
¡Lo suficiente como para engañarme!
Eso no me fue difícil apostilló la doctora Calvin. Lo difícil fue hacerlo de un modo que no dañara a Easy.
Es típico de usted preocuparse más por una máquina que por un humano.
Ninheimer la miró con feroz desprecio, pero Calvin no se inmutó.
Sólo parece que es así, profesor Ninheimer. Únicamente preocupándonos por los robots podemos preocuparnos por el hombre del siglo veintiuno. Usted lo entendería si fuera robotista.
¡He leído bastante sobre robótica para saber que no quiero ser robotista!
Disculpe, pero no ha leído más que un libro sobre robótica. Y no le ha servido de nada. Usted aprendió lo suficiente para saber que podía ordenarle a un robot que hiciera muchas cosas, incluso falsificar un libro, si lo hacía correctamente. Aprendió lo suficiente para saber que no podía ordenarle que olvidara algo del todo sin arriesgarse a que lo detectaran, pero pensó que era más seguro ordenarle simplemente que guardara silencio. Se equivocó.
¿Adivinó usted la verdad a partir de su silencio?

No se trata de adivinar. Usted es un aficionado y no supo borrar sus rastros. Mi único problema era demostrarlo ante el juez, pero tuvo usted la amabilidad de ayudarnos con su ignorancia.
¿Esta conversación tiene sentido? preguntó Ninheimer, con aire cansado.
Para mí sí, porque quiero que entienda que ha juzgado muy mal a los robots. Hizo callar a Easy diciéndole que si le contaba a alguien que había tergiversado el libro perdería usted el empleo. Eso configuró un potencial en Easy para el silencio, el cual tenía la fuerza suficiente para resistir nuestros esfuerzos de quebrantarlo. Si hubiéramos insistido, le habríamos dañado el cerebro. En el estrado, sin embargo, configuró usted un contrapotencial más elevado. Dijo que, como la gente pensaría que usted, no un robot, había escrito los pasajes controvertidos, perdería mucho más que su empleo. Perdería su reputación, su prestigio, su respeto, su razón para vivir. Se perdería el recuerdo de usted después de su muerte. Usted mismo configuró así un potencial nuevo y más elevado, y eso hizo que Easy hablara.
Por Dios exclamó Ninheimer, desviando la cabeza.
Calvin fue inexorable:
¿Comprende usted por qué habló? ¡No fue para acusarlo, sino para defenderlo! Se puede demostrar matemáticamente que estaba díspuesto a asumir la culpa por ese delito en su lugar, a negar que usted tenía algo que ver. La Primera Ley se lo exigía. Iba a mentir, a dañarse a sí mismo, causando un perjuicio monetario a la compañía. Para él, todo eso significaba menos que salvarle a usted. Si entendiera algo sobre robots y robótica, profesor, le habría dejado hablar. Pero no sabe usted nada. Yo estaba segura de que así era, y eso le aseguré al abogado defensor. En su odio por los robots, usted pensó que Easy actuaría como un ser humano y se defendería a expensas de usted. Así que reaccionó contra él, presa del pánico, y se destruyó a sí mismo.
¡Ojalá algún día sus robots se vuelvan contra usted y la liquiden! exclamó Ninheimer con vehemencia.
No diga bobadas. Y ahora me gustaría que me explicase por qué ha hecho todo esto.
Ninheimer sonrió amargamente.
¿He de diseccionar mi mente en beneficio de su curiosidad intelectual y a cambio de mi inmunidad ante una acusación de falso testimonio?
Puede expresarlo así si quiere contestó fríamente Calvin. Pero explíquese.
¿Para que usted pueda repeler futuros ataques contra los robots con mayor eficacia, con mayor conocimiento?
En efecto.
Se lo diré, pero sólo para darme el gusto de ver que no le sirve
  
de nada. Usted no comprende la motivación humana; sólo puede comprender a esas condenadas máquinas porque usted misma es una máquina, recubierta de piel. Respiraba entrecortadamente y no vacilaba al hablar, no buscaba palabras precisas. Era como si la precisión ya no le interesara. Durante doscientos cincuenta años, la máquina ha reemplazado al hombre y ha destruido al artesano. Las piezas de alfarería se hacen con moldes y prensas. Las obras de arte se han reemplazado por baratijas catalogadas en moldes. Tal vez usted lo considere un progreso. El artista está limitado a las abstracciones, restringido al mundo de las ideas. Debe diseñar algo con la mente, y luego la máquina hace el resto. ¿Cree usted que el alfarero se contenta con la creación mental? ¿Cree que sólo la idea es suficiente? ¿Cree que no hay nada en el contacto con la arcilla, en observar cómo el objeto crece mientras la mano y la mente trabajan juntos? ¿Cree que el crecimiento no actúa como realimentación para modificar y mejorar la idea?
Usted no es alfarero replicó la doctora Calvin.
¡Soy un artista creativo! Diseño y construyo artículos y libros. No se trata sólo de pensar palabras y ponerlas en el orden apropiado. Si eso fuera todo, no habría placer ni retribución en ello. Un libro debe cobrar forma en las manos del escritor. Uno debe ver el crecimiento y el desarrollo de los capítulos. Uno debe escribir y reescribir y observar cómo los cambios trascienden el concepto original. Es importante tener en la mano las galeradas, ver cómo quedan las frases impresas y modelarlas de nuevo. Hay un centenar de contactos entre un hombre y su obra en cada etapa del juego, y el contacto mismo es placentero y compensa del trabajo que un hombre vuelca en su creación. Su robot nos arrebataría todo eso.
Lo mismo hace una máquina de escribir. Lo mismo hace una imprenta. ¿Propone usted volver a los manuscritos pergeñados a mano?
Las máquinas de escribir y las imprentas nos quitan algo, pero su robot nos privaría de todo. Su robot se encarga de las galeradas. Pronto él u otros robots se encargarán de escribir, de buscar las fuentes, de cotejar y revisar los pasajes, incluso de sacar conclusiones. ¿Qué le dejarían al autor? Sólo una cosa: las áridas decisiones concernientes a las órdenes que debe dar al robot. Quiero salvar de semejante infierno a las futuras generaciones del mundo académico. Eso era para mí más importante incluso que mi reputación y me propuse destruir a Robots y Hombres Mecánicos por los medios que fueran necesarios.
Estaba condenado al fracaso sentenció Susan Calvin.
Estaba condenado a intentarlo replicó Simon Ninheimer.
Calvin dio media vuelta y se marchó. Hizo lo posible para no sentir un aguijonazo de compasión por ese hombre acabado.
No lo consiguió del todo.

LENNY
La empresa Robots y Hombres Mecánicos de Estados Unidos tenía un problema. El problema era la gente.
Peter Bogert, jefe de matemática, se dirigía a la sala de montaje cuando se topó con Alfred Lanning, director de investigaciones. Lanning, apoyado en el pasamanos, miraba a la sala de ordenadores enarcando sus enérgicas cejas blancas.
En el piso de abajo, un grupo de humanos de ambos sexos y diversas edades miraba en torno con curiosidad, mientras un guía entonaba un discurso preestablecido sobre informática robótica:
Este ordenador que ven es el mayor de su tipo en el mundo. Contiene cinco millones trescientos mil criotrones y es capaz de manipular simultáneamente más de cien mil variables. Con su ayuda, nuestra empresa puede diseñar con precisión el cerebro positrónico de los modelos nuevos. Los requisitos se consignan en una cinta que se perfora mediante la acción de este teclado, algo similar a una máquina de escribir o una linotopía muy complicada, excepto que no maneja letras, sino conceptos. Las proposiciones se descomponen en sus equivalentes lógicosimbólicos y éstos a su vez son convertidos en patrones de perforación. En menos de una hora, el ordenador puede presentar a nuestros científicos el diseño de un cerebro que ofrecerá todas las sendas positrónicas necesarias para fabricar un robot...
Alfred Lanning reparó en la presencia del otro.
Ah, Peter.
Bogert se alisó el cabello negro y lustroso con ambas manos, aunque lo tenía impecable.
No pareces muy entusiasmado con esto, Alfred.
Lanning gruñó. La idea de realizar visitas turísticas por toda la empresa era reciente y se suponía cumplía una doble función. Por una
  
parte, según se afirmaba, permitía que la gente viera a los robots de cerca y acallara así su temor casi instintivo hacia los objetos mecánicos mediante una creciente familiaridad. Por otra parte, se suponía que las visitas lograrían generar un interés para que algunas personas se dedicaran a las investigaciones robóticas.
Sabes que no lo estoy. Una vez por semana, nuestra tarea se complica. Considerando las horashombre que se pierden, la retribución es insuficiente.
Entonces, ¿no han subido aún las solicitudes de empleo?
Un poco, pero sólo en las categorías donde esa necesidad no es vital. Necesitamos investigadores, ya lo sabes. Pero, como los robots están prohibidos en la Tierra, el trabajo de robotista no es muy popular, que digamos.
El maldito complejo de Frankenstein comentó Bogert, repitiendo a sabíendas una de las frases favoritas de Lanning.
Lanning pasó por alto esa burla afectuosa.
Debería acostumbrarme, pero no lo consigo. Todo ser humano de la Tierra tendría que saber ya que las Tres Leyes constituyen una salvaguardia perfecta, que los robots no son peligrosos. Fíjate en ese grupo. Miró hacia abajo. Obsérvalos. La mayoría recorren la sala de montaje de robots por la excitación del miedo, como si subieran en una montaña rusa. Y cuando entran en la sala del modelo MEC..., demonios, Peter, un modelo MEC que es incapaz de hacer otra cosa que avanzar dos pasos, decir «mucho gusto en conocerle», dar la mano y retroceder dos pasos; y, sin embargo, todos se intimidan y las madres abrazan a sus hijos. ¿Cómo vamos a obtener trabajadores que piensen a partir de esos idiotas?
Bogert no tenía respuesta. Miraron una vez más a los visitantes, que estaban pasando de la sala de informática al sector de montaje de cerebros positrónicos. Luego, se marcharon. No vieron a Mortimer W. Jacobson, de dieciséis años, quien, para ser justos, no tenía la intención de causar el menor daño.
En realidad, ni siquiera podría decirse que la culpa fuera de Mortimer. Todos los trabajadores sabían en qué día de la semana se realizaban las visitas. Todos los aparatos debían estar neutralizados o cerrados, pues no era razonable esperar que los seres humanos resistieran la tentación de mover interruptores, llaves y manivelas y de pulsar botones. Además, el guía debía vigilar atentamente a quienes sucumbieran a esa tentación.
Pero en ese momento el guía había entrado en la sala contigua y Mortimer iba al final de la fila. Pasó ante el teclado mediante el cual

Así que el técnico preguntó «¿cómo estás?> y, de inmediato, se sobresaltó ante la voz del prototipo LNE. Era distinta de todas las voces de robot que conocía (y había oído muchas). Formaba sílabas semejantes a los tañidos de una celesta de baja modulación.
Tan sorprendente era la voz que el técnico sólo oyó retrospectivamente, al cabo de unos segundos, las sílabas que había formado esa voz maravillosa:
Da, da, da, gu.
El robot permanecía alto y erguido, pero alzó la mano derecha y se metió un dedo en la boca.
El técnico lo miró horrorizado y echó a correr. Cerró la puerta con llave y, desde otra sala, hizo una llamada de emergencia a la doctora Susan Calvin.
La doctora Susan Calvin era la única robopsicóloga de la compañía (y prácticamente de toda la humanidad). No tuvo que avanzar mucho en sus análisis del prototipo LNE para pedir perentoriamente una transcripción de los planos del cerebro positrónico dibujados por ordenador y las instrucciones que los habían guiado. Tras estudiarlos mandó a buscar a Bogert.
La doctora tenía el cabello gris peinado severamente hacía atrás; y su rostro frío, con fuertes arrugas verticales interrumpidas por el corte horizontal de una pálida boca de labios finos, se volvió enérgicamente hacia Bogert.
¿Qué es esto, Peter?
Bogert estudió con creciente estupefacción los pasajes que ella señalaba.
Por Dios, Susan, no tiene sentido.
Claro que no. ¿Cómo se llegó a estas instrucciones?
Llamaron al técnico encargado y él juró con toda sinceridad que no era obra suya y que no podía explicarlo. El ordenador'dio una respuesta negativa a todos los intentos de búsqueda de fallos.
El cerebro positrónico no tiene remedio comentó pensativamente Susan Calvin. Estas instrucciones insensatas han cancelado tantas funciones superiores que el resultado se asemeja a un bebé humano. Bogert manifestó asombro, y Susan Calvin adoptó la actitud glacial que siempre adoptaba ante la menor insinuación de duda de su palabra. Nos esforzamos en lograr que un robot se parezca mentalmente a vn hombre. Si I¿minomos lo que denominamos funciones adultas, lo que queda, como es lógico, es un bebé humano, mental
mente hablando. ¿Por qué estás tan sorprendido, Peter?
  
El prototipo LNE, que no parecía darse cuenta de lo que ocurría a su alrededor, se sentó y empezó a examinarse los pies.
Bogert lo miró fijamente.
Es una lástima desmantelar a esa criatura. Es un bonito trabajo.
¿Desmantelarla? bramó la robopsicóloga.
Desde luego, Susan. ¿De qué sirve esa cosa? Santo cielo, si existe un objeto totalmente inútil es un robot que no puede realizar ninguna tarea. No pretenderás que esta cosa pueda hacer algo, ¿verdad?
No, claro que no.
¿Entonces?
Quiero realizar más análisis dijo tercamente Susan Calvín.
Bogert la miró con impaciencia, pero se encogió de hombros. Si había una persona en toda la empresa con quien no tenía sentido discutir, ésa era Susan Calvin. Los robots eran su pasión, y se hubiera dicho que una tan larga asociación con ellos la había privado de toda apariencia de humanidad. Era imposible disuadirla de una decisión, así como era imposible disuadir a una micropila activada de que funcionara.
¡Qué más da! murmuró, y añadió en voz alta: ¿Nos informarás cuando hayas terminado los análisis?
Lo haré. Ven, Lenny.
(LNE, pensó Bogert. Inevitablemente, las siglas se habían transformado en Lenny.)
Susan Calvin tendió la mano, pero el robot se limitó a mirarla. Con ternura, la robopsicóloga tomó la mano del robot. Lenny se puso de pie (al menos su coordinación mecánica funcionaba bien) y salieron juntos, el robot y esa mujer a quien superaba en medio metro. Muchos ojos los siguieron con curiosidad pgr los largos corredores.
Una pared del laboratorio de Susan Calvin, la que daba directamente a su despacho privado, estaba cubierta con la reproducción ampliada de un diagrama de sendas positrónicas. Hacía casi un mes que Susan Calvin la estudiaba absortamente.
Estaba examinando atentamente en ese momento los vericuetos de esas sendas atrofiadas. Lenny, sentado en el suelo, movía las piernas y balbuceaba sílabas ininteligibles con una voz tan bella que era posible escucharlas con embeleso aun sin entenderlas.
Susan Calvin se volvió hacia el robot.
Lenny... Lenny...
Repitió el nombre, con paciencia, hasta que Lenny irguió la cabeza y emitió un sonido inquisitivo. La robopsicóloga sonrió complacida. Cada vez necesitaba menos tiempo para atraer la atención del robot.
Alza la mano, Lenny. Mano... arriba. Mano... arriba.
  
La doctora levantó su propia mano una y otra vez.
Lenny siguió el movimiento con los ojos. Arriba, abajo, arriba, abajo. Luego, movió la mano espasmódicamente y balbuceó.
Muy bien, Lenny dijo gravemente Susan Calvin. Inténtalo de nuevo. Mano... arriba.
Muy suavemente, extendió su mano, tomó la del robot, la levantó y la bajó.
Mano... arriba. Mano... arriba.
Una voz la llamó desde el despacho:
¿Susan?
Calvin apretó los labios.
¿Qué ocurre, Alfred?
El director de investigaciones entró, miró al diagrama de la pared y, luego, al robot.
¿Sigues con ello?
Estoy trabajando, sí.
Bien, ya sabes, Susan... sacó un puro y lo miró, disponiéndose a morder la punta. Cuando se encontró con la severa y reprobatoria mirada de la mujer, guardó el puro y comenzó de nuevo: Bien, ya sabes, Susan, que el modelo LNE está en producción.
Eso he oído. ¿Hay algo en que yo pueda colaborar?
No. Pero el mero hecho de que esté en producción y funcione bien significa que es inútil insistir con este espécimen deteriorado. ¿No deberíamos desarmarlo?
En pocas palabras, Alfred, te fastidia que yo pierda mi valioso tiempo. Tranquilízate. No estoy perdiendo el tiempo. Estoy trabajando con este robot.
Pero ese trabajo no tiene sentido.
Yo seré quien lo juzgue, Alfred replicó la doctora en un tono amenazador, y Lanning consideró que sería más prudente cambiar de enfoque.
¿Puedes explicarme qué significa? ¿Qué estás haciendo ahora, por ejemplo?
Trato de lograr que levante la mano cuando se lo ordeno. Intento conseguir que imite el sonido de la palabra.
Como si estuviera pendiente de ella, Lenny balbuceó y alzó la mano torpemente. Lanning sacudió la cabeza.
Esa voz es asombrosa. ¿Cómo se ha logrado?
No lo sé. El transmisor es normal. Estoy segura de que podría hablar normalmente, pero no lo hace. Habla así como consecuencia de algo que hay en las sendas positrónicas, y aún no lo he localizado.
Bien, pues localízalo, por Dios. Esa voz podría ser útil.
Oh, entonces, ¿mis estudios sobre Lenny pueden servir de algo?
  
Lanning se encogió de hombros, avergonzado.
Bueno, se trata de un elemento menor.
Lamento que no veas los elementos mayores, que son mucho más importantes, pero no es culpa mía. Ahora, Alfred, ¿quieres irte y dejarme trabajar?
Lanning encendió el puro en el despacho de Bogert.
Esa mujer está cada día más rara comentó con resentimiento.
Bogert le entendió perfectamente. En Robots y Hombres Mecánicos existía una sola «esa mujer».
¿Todavía sigue atareada con ese seudorobot, con ese Lenny?
Trata de hacerle hablar, lo juro.
Bojert se encogió de hombros.
Ese es el problema de esta empresa. Me refiero a lo de conseguir investigadores capacitados. Si tuviéramos otros robopsicólogos, podríamos jubilar a Susan. A propósito, supongo que la reunión de directores programada para mañana tiene que ver con el problema de la contratación de personal.
Lanning asintió con la cabeza y miró su puro, disgustado.
Sí. Pero el problema es la calidad, no la cantidad. Hemos subido tanto los sueldos que hay muchos solicitantes; pero la mayoría se interesan sólo por el dinero. El truco está en conseguir a los que se interesan por la robótica; gente como Susan Calvin.
No, diablos, como ella no.
Iguales no, de acuerdo. Pero tendrás que admitir, Peter, que es una apasionada de los robots. No tiene otro interés en la vida.
Lo sé. Precisamente por eso es tan insoportable.
Lanning asintió en silencio. Había perdido la cuenta de las veces que habría deseado despedir a Susan Calvin. También había perdido la cuenta de la cantidad de millones de dólares que ella le había ahorrado a la empresa. Era indispensable y seguiría siéndolo hasta su muerte, o hasta que pudieran solucionar el problema de encontrar gente del mismo calibre y que se interesara en las investigaciones sobre robótica.
Creo que vamos a limitar esas visitas turísticas.
Peter se encogió de hombros.
Si tú lo dices... Pero entre tanto, en serio, ¿qué hacemos con Susan? Es capaz de apegarse indefinidamente a Lenny. Ya sabes cómo es cuando se encuentra con lo que considera un problema interesante.
¿Qué podemos hacer? Si demostramos demasiada ansiedad por interrumpirla, insistirá en ello por puro empecinamiento femenino. En última instancia, no podemos obligarla a hacer nada.
El matemático sonrió.
  
Yo no aplicaría el adjetivo «femenino» a ninguna parte de ella. Está bien rezongó Lanning. A menos, ese robot no le hará daño a nadie.
En eso se equivocaba.
La señal de emergencia siempre causa nerviosismo en cualquier gran instalación industrial. Esas señales habían sonado varias veces a lo largo de la historia de Robots y Hombres Mecánicos: incendios, inundaciones, disturbios e insurrecciones.
Pero una señal no había sonado nunca. Nunca había sonado la señal de «robot fuera de control». Y nadie esperaba que sonara. Estaba instalada únicamente por insistencia del Gobierno. («Al demonio con ese complejo de Frankenstein», mascullaba Lanning en las raras ocasiones en que pensaba en ello.)
Pero la estridente sirena empezó a ulular con intervalos de diez segundos, y prácticamente nadie desde el presidente de la junta de directores hasta el más novato ayudante de ordenanza reconoció de inmediato ese sonido insólito. Tras esa incertidumbre inicial, guardias armados y médicos convergieron masivamente en la zona de peligro, y la empresa al completo quedó paralizada.
Charles Randow, técnico en informática, fue trasladado al sector hospitalario con el brazo roto. No hubo más daños. Al menos, no hubo más daños físicos.
¡Pero el daño moral está más allá de toda estimación! vociferó Lanning.
Susan Calvin se enfrentó a él con calma mortal.
No le harás nada a Lenny. Nada. ¿Entiendes?
¿Lo entiendes tú, Susan? Esa cosa ha herido a un ser humano. Ha quebrantado la Primera Ley. ¿No conoces la Primera Ley?
No le harás nada a Lenny.
Por amor de Dios, Susan, ¿a ti debo explicarte la Primera Ley? Un robot no puede dañar a un ser humano ni, mediante la inacción, permitir que un ser humano sufra daños. Nuestra posición depende del estricto respeto de esa Primera Ley por parte de todos los robots de todos los tipos. Si el público se entera de que ha habido una excepción, una sola excepción, podría obligarnos a cerrar la empresa. Nuestra única probabilidad de supervivencia sería anunciar de inmediato que ese robot ha sido destruido, explicar las circunstancias y rezar para que el público se convenza de que no sucederá de nuevo.
Me gustaría averiguar qué sucedió. Yo no estaba presente en ese momento y me gustaría averiguar qué hacía Randow en mis laboratorios sin mi autorización.
Pero lo más importante es obvio. Tu robot golpeó a Randow, ese imbécil apretó el botón de «robot fuera de control» y nos ha creado
  
un problema. Pero tu robot lo golpeó y le causó lesiones que incluyen un brazo roto. La verdad es que tu Lenny está tan deformado que no respeta la Primera Ley y hay que destruirlo.
Sí que respeta la Primera Ley. He estudiado sus sendas cerebrales y sé que la respeta.
Y entonces, ¿cómo ha podido golpear a un hombre? preguntó Lanning, con desesperado sarcasmo. Pregúntaselo a Lenny. Sin duda ya le habrás enseñado a hablar.
Susan Calvin se ruborizó.
Prefiero entrevistar a la víctima. Y en mi ausencia, Alfred, quiero que mis dependencias están bien cerradas, con Lenny en el interior. No quiero que nadie se le acerque. Si sufre algún daño mientras yo no estoy, esta empresa no volverá a saber de mí en ninguna circunstancia.
¿Aprobarás su destrucción si ha violado la Primera Ley?
Sí, porque sé que no la ha violado.
Charles Randow estaba tendido en la cama, con el brazo en cabestrillo. Aún estaba conmocionado por ese momento en que creyó que un robot se le abalanzaba con la intención de asesinarlo. Ningún ser humano había tenido nunca razones tan contundentes para temer que un robot le causara daño. Era una experiencia singular.
Susan Calvin y Alfred Lanning estaban junto a la cama; los acompañaba Peter Bogert, que se había encontrado con ellos por el camino. No estaban presentes médicos ni enfermeras.
¿Qué sucedió? preguntó Susan Calvin.
Randow no las tenía todas consigo.
Esa cosa me pegó en el brazo murmuró. Se abalanzó sobre mí.
Comienza desde más atrás dijo Calvin. ¿Qué hacías en mi laboratorio sin mi autorización?
El joven técnico en informática tragó saliva, moviendo visiblemente la nuez de la garganta. Tenía pómulos altos y estaba muy pálido.
Todos sabíamos lo de ese robot. Se rumoreaba que trataba usted de enseñarle a hablar como si fuera un instrumento musical. Circulaban apuestas acerca de si hablaba o no. Algunos sostienen que usted puede enseñarle a hablar a un poste.
Supongo que eso es un cumplido comentó Susan Calvin en un tono glacial. ¿Qué tenía que ver eso contigo?
Yo debía entrar allí para zanjar la cuestión, para enterarme de si hablaba, ya me entiende. Robamos una llave de su laboratorio y esperamos a que usted se fuera. Echamos a suertes para ver quién entraba. Perdí yo.
¿Y qué más?
  
Intenté hacerle hablar y me pegó.
¿Cómo intentaste hacerle hablar?
Le..., le hice preguntas, pero no decía nada y tuve que sacudirlo, así que... le grité... y...
¿Y?
Hubo una larga pausa. Bajo la mirada imperturbable de Susan Calvin, Randow dijo al fin:
Traté de asustarlo para que dijera algo. Tenía que impresionarlo.
¿Cómo intentaste asustarlo?
Fingí que le iba a dar un golpe.
¿Y te desvió el brazo?
Me dio un golpe en el brazo.
Muy bien. Eso es todo. Calvin se volvió hacia Lanning y Bogert. Vámonos, caballeros.
En la puerta, se giró hacia Randow.
Puedo resolver el problema de las apuestas, si aún te interesa. Lenny articula muy bien algunas palabras.
No dijeron nada hasta llegar al despacho de Susan Calvin. Las paredes estaban revestidas de libros; algunos, de su autoría. El despacho reflejaba su personalidad fría y ordenada. Había una sola silla. Susan Calvin se sentó. Lanning y Bogert permanecieron de pie.
Lenny se limitó a defenderse. Es la Tercera Ley: un robot debe proteger su propia existencia.
Excepto objetó Lanning cuando entra en conflicto con la Primera o con la Segunda Ley. ¡Completa el enunciado! Lenny no tenía derecho a defenderse causando un daño, por ínfimo que fuera, a un ser humano.
No lo hizo a sabiendas replicó Calvin. Lenny tiene un cerebro fallido. No tenía modo de conocer su propia fuerza ni la debilidad de los humanos. A apartar el brazo amenazador de un ser humano, no podía saber que el hueso se rompería. Humanamente, no se puede achacar culpa moral a un individuo que no sabe diferenciar entre el bien y el mal.
Bogert intervino en tono tranquilizador:
Vamos, Susan, nosotros no achacamos culpas. Nosotros comprendemos que Lenny es el equivalente de un bebé, humanamente hablando, y no lo culpamos. Pero el público sí lo hará. Nos cerrarán la empresa.
Todo lo contrario. Si tuvieras el cerebro de una pulga, Peter, verías que ésta es la oportunidad que la compañía esperaba. Esto resolverá sus problemas.
Lanning frunció sus cejas blancas.
  
¿Qué problemas, Susan?
¿Acaso la empresa no desea mantener a nuestro personal de investigación en lo que considera, Dios nos guarde, su avanzado nivel actual?
Por supuesto.
Bien, y ¿qué ofreces a tus futuros investigadores? ¿Diversión? ¿Novedad? ¿La emoción de explorar lo desconocido? No. Les ofreces sueldos y la garantía de que no habrá problemas.
¿Qué quieres decir? se interesó Bogert.
¿Hay problemas? prosiguió Susan Calvin. ¿Qué clase de robots producimos? Robots plenamente desarrollados, aptos para sus tareas. Una industria nos explica qué necesita; un ordenador diseña el cerebro; las máquinas dan forma al robot; y ya está, listo y terminado. Peter, hace un tiempo me preguntaste cuál era la utilidad de Lenny. Preguntas que de qué sirve un robot que no está diseñado para ninguna tarea. Ahora te pregunto yo que ¿de qué sirve un robot diseñado para una sola tarea? Comienza y termina en el mismo lugar. Los modelos LNE extraen boro; si se necesita berilio, son inútiles; si la tecnología del boro entra en una nueva fase, se vuelven obsoletos. Un ser humano diseñado de ese modo sería un subhumano. Un robot diseñado de ese modo es un subrobot.
¿Quieres un robot versátil? preguntó incrédulamente Lanning.
¿Por qué no? ¿Por qué no? He estado trabajando con un robot cuyo cerebro estaba casi totalmente idiotizado. Le estaba enseñando y tú, Alíred, me preguntaste que para qué servía. Para muy poco, tal vez, en lo concerniente a Lenny, pues nunca superará el nivel de un niño humano de cinco años. ¿Pero cuál es la utilidad general? Enorme, si abordas el asunto como un estudio del problema abstracto de aprender a enseñar a los robots. Yo he aprendido modos de poner ciertas sendas en cortocircuito para crear sendas nuevas. Los nuevos estudios ofrecerán técnicas mejores, más sutiles y más eficientes para hacer lo mismo.
¿Y bien?
Supongamos que tomas un cerebro positrónico donde estuvieran trazadas las sendas básicas, pero no las secundarias. Supongamos que luego creas las secundarias. Podrías vender robots básicos diseñados para ser instruidos, robots capaces de adaptarse a diversas tareas. Los robots serían tan versátiles como los seres humanos. ¡Los robots podrían aprender! La miraron de hito en hito. La robopsicóloga se impacientó: Aún no lo entendéis, ¿verdad?
Entiendo lo que dices dijo Lanning.
¿No entendéis que ante un campo de investigación totalmente nuevo, unas técnicas totalmente nuevas a desarrollar, un área total

mente nueva y desconocida para explorar, los jóvenes sentirán mayor entusiasmo por la robótica? Intentadlo y ya veréis.
¿Puedo señalar que esto es peligroso? intervino Bogert. Comenzar con robots ignorantes como Lenny significará que nunca podremos confiar en la Primera Ley, tal como ha ocurrido en el caso de Lenny.
Exacto. Haz público ese dato.
¿Hacerlo público?
Desde luego. Haz conocer el peligro. Explica que instalarás un nuevo Instituto de investigaciones en la Luna, si la población terrícola prefiere que estos trabajos no se realicen en la Tierra, pero haz hincapié en el peligro que correrían los posibles candidatos.
¿Por qué, por amor de Dios? quiso saber Lanning.
Porque el conocimiento del peligro le añadirá un nuevo atractivo al asunto. ¿Crees que la tecnología nuclear no implica peligro, que la espacionáutica no entraña riesgos? ¿Tu oferta de absoluta seguridad te ha servido de algo? ¿Te ha ayudado a enfrentarte a ese complejo de Frankenstein que tanto desprecias? Pues prueba otra cosa, algo que haya funcionado en otras áreas.
Sonó un ruido al otro lado de la puerta que conducía a los laboratorios personales de Calvin. Era el sonido de campanas de la voz de Lenny. La robopsicóloga guardó silencio y escuchó:
Excusadme dijo. Creo que Lenny me llama.
¿Puede llamarte? se sorprendió Lanning.
Ya os he dicho que logré enseñarle algunas palabras. Se dirigió hacia la puerta, con cierto nerviosismo. Si queréis esperarme...
Los dos hombres la miraron mientras salía y se quedaron callados durante un rato.
¿Crees que tiene razón, Peter? preguntó finalmente Lanning.
Es posible, Alfred, es posible. La suficiente como para que planteemos el asunto en la reunión de directores y veamos qué opinan. A fin de cuentas, la cosa ya no tiene remedio. Un robot ha dañado a un ser humano y es de público conocimiento. Como dice Susan, podríamos tratar de volcar el asunto a nuestro favor. Pero desconfío de los motivos de ella.
¿En qué sentido?
Aunque haya dicho la verdad, en su caso es una mera racionalización. Su motivación es su deseo de no abandonar a ese robot. Si insistiéramos, pretextaría que desea continuar aprendiendo técnicas para enseñar a los robots; pero creo que ha hallado otra utilidad para Lenny, una utilidad tan singular que no congeniaría con otra mujer que no fuera ella.
No te entiendo.
  
¿No oíste cómo la llamó el robot?
Pues no... murmuró Lanning, y entonces la puerta se abrió de golpe y ambos se callaron.
Susan Calvin entró y miró a su alrededor con incertidumbre.
¿Habéis visto...? Estoy segura de que estaba por aquí... Oh, ahí está.
Corrió hacia el extremo de un anaquel y cogió un objeto hueco y de malla metálica, con forma de pesa de gimnasia. La malla metálica contenía piezas de metal de diversas formas.
Las piezas de metal se entrechocaron con un grato campanilleo. Lanning pensó que el objeto parecía una versión robótica de un sonajero para bebés.
Cuando Susan Calvin abrió la puerta para salir, Lenny la llamó de nuevo. Esa vez, Lanning oyó claramente las palabras que Susan Calvin le había enseñado. Con melodiosa voz de celesta, repetía:
Mami, te quiero. Mami, te quiero.
Y se oyeron los pasos de Susan Calvin apresurándose por el laboratorio para ir a atender a la única clase de niño que ella podía tener y amar.

VEREDICTO
Era indudable que Montie Stein, con fraudulenta astucia, había robado más de cien mil dólares. También era indudable que lo habían detenido un día después de expirar la ley de prescripción.
Pero el meollo del trascendental caso del Estado de Nueva York contra Montgomery Harlow Stein, con todas sus consecuencias, fue el modo en que Stein burló el arresto durante ese periodo, ya que introdujo en la cuarta dimensión la jurisprudencia.
Lo que hizo Stein, después de cometer el desfalco y embolsarse los cien mil, fue meterse en una máquina del tiempo, de la cual estaba en posesión ilícita, y programar los controles para siete años y un día en el futuro.
El abogado de Stein lo expresó con sencillez. Ocultarse en el tiempo no era diferente de ocultarse en el espacio. Si las fuerzas de la ley no descubrían a Stein en ese periodo de siete años, peor para ellas.
El fiscal señaló que la ley de prescripción no tenía la finalidad de ser un juego entre la justicia y el delincuente; era una medida misericordiosa, destinada a proteger al infractor de un temor indefinidamente prolongado al arresto. Para ciertos delitos se consideraba que un periodo limitado de aprensión por la aprehensión por decirlo asíera ya un castigo suficiente. Pero Stein, insistió el fiscal, no había pasado por dicho periodo en ningún caso.
El abogado de Stein no se inmutó. La ley no decía nada acerca de medir el temor y la angustia del culpable. Simplemente, fijaba un límite de tiempo.
El fiscal afirmó que Stein no había superado ese límite.
El defensor alegó que Stein tenía ya siete años más que en el momento del delito y, por lo tanto, había superado el límite.
El fiscal cuestionó esa afirmación y la defensa presentó el certifica

do de nacimiento de Stein. Había nacido en el año . En el año del delito, el , tenía treinta y un años. En ese momento, trasladado al , tenía treinta y ocho.
El fiscal gritó que fisiológicamente Stein no tenía treinta y ocho años, sino treinta y uno.
La defensa señaló que el derecho una vez que se admitía que el individuo era dueño de sus facultades sólo reconocía la edad cronológica, la cual se obtenía restando sencillamente la fecha de nacimiento de la fecha actual.
El fiscal, perdiendo los estribos, juró que si Stein quedaba en libertad la mitad de las leyes escritas serían inútiles.
Pues cambiemos las leyes, replicó la defensa, para que se tenga en cuenta el viaje por el tiempo. Pero añadió que mientras las leyes no se hubiesen modificado había que aplicarlas tal como estaban escritas.
El juez Neville Preston se tomó una semana para reflexionar y, luego, presentó su sentencia. Fue un momento crucial en la historia del derecho. Es una lástima, pues, que algunas personas sospechen que el juez Preston estuvo influenciado en su criterio por el irresistible impulso de expresar la sentencia del modo en que lo hizo.
Pues el texto completo de la sentencia fue:
«Un niño en el tiempo salva a Stein.»*
* En inglés: A niche in the time saves Stein. Una distorsión del proverbio tradicional A stitch in time save nine («Más vale prevenir que curar»; o, en su traducción literal: «Una costura a tiempo ahorra nueve».) La inversión de iniciales se corresponde con la del título original del cuento (A Loint of Paw en vez de A. Point of Law, «Una cuestión judicial».) (N. del T.)
  
UNA ESTATUA PARA PAPÁ
¿La primera vez? ¿De veras? Pero por supuesto que ha oído usted hablar de ello. Sí, estoy seguro.
Si le interesa el descubrimiento, créame que será para mí un placer contárselo. Es una historia que siempre me ha gustado narrar, pero pocas personas me brindan la oportunidad de hacerlo. Incluso me han aconsejado que la mantuviera en secreto, porque atenta contra las leyendas que proliferan en torno a mi padre.
Pero yo creo que la verdad es valiosa. Tiene su moraleja. Un hombre se pasa la vida consagrando sus energías a satisfacer su curiosidad y de pronto, por accidente, sin habérselo propuesto, termina por ser un benefactor de la humanidad.
Papá era sólo un físico teórico que se dedicaba a investigar el viaje por el tiempo. Creo que nunca pensó en lo que el viaje por el tiempo podría significar para el Homo sapiens. Sentía curiosidad únicamente por las relaciones matemáticas que regían el universo.
¿Tiene hambre? Mejor así. Supongo que tardará cerca de media hora. Lo prepararán adecuadamente para un dignatorio como usted. Es una cuestión de orgullo.
Ante todo, papá era pobre como sólo puede serlo un profesor universitario. Pero con el tiempo se fue haciendo rico. En sus últimos años era fabulosamente rico, y en cuanto a mí, mis hijos y mis nietos..., bueno, ya lo ve con sus propios ojos.
También le han dedicado estatuas. La más antigua está en la ladera donde se realizó el descubrimiento. Puede verla por la ventana. Sí. ¿No distingue la inscripción? Claro, el ángulo es desfavorable. No importa.
Cuando papá se puso a investigar el viaje por el tiempo, la mayoría de los físicos estaban desilusionados, a pesar del entusiasmo que provocaron inicialmente los cronoembudos.
  
La verdad es que no hay mucho que ver. Los cronoembudos son totalmente irracionales e incontrolables. Sólo presentan una distorsión ondulante, de algo más de medio metro de anchura como máximo, y que desaparece rápidamente. Tratar de enfocar el pasado es como tratar de enfocar una pluma en medio de un turbulento huracán.
Intentaron sujetar el pasado con garfios, pero eso resultó igual de imprevisible. A veces funcionaba unos segundos, con un hombre aferrado con fuerza al garfio, aunque lo habitual era que el martinete no resistiera. No se obtuvo nada del pasado hasta que... Bien, ya llegaré a eso.
A cabo de cincuenta años de no progresar en absoluto, los científicos perdieron todo interés. La técnica operativa parecía un callejón sin salida. A recordar la situación, no puedo echarles la culpa. Algunos incluso intentaron demostrar que los embudos no revelaban el pasado; pero se divisaron muchos animales vivos a través de los embudos, y se trataba de animales ya extinguidos en la actualidad.
De cualquier modo, cuando los viajes por el tiempo estaban casi olvidados ya, apareció papá. Convenció al Gobierno de que le suministrara fondos para instalar un cronoembudo propio, y abordó el asunto desde otro ángulo.
Yo lo ayudaba en aquella época. Acababa de salir de la universidad y era doctor en Física.
Sin embargo, nuestros intentos tropezaron con problemas al cabo de un año. Papá tuvo dificultades para lograr que le renovaran la subvención. Los industriales no estaban interesados, y la universidad pensaba que papá comprometía la reputación de la institución al empecinarse en investigar un campo muerto. El decano, que sólo comprendía el aspecto financiero de las investigaciones, empezó insinuándole que se pasara a áreas más lucrativas y terminó por expulsarlo.
Ese decano que todavía vivía y seguía contando los dólares de las subvenciones cuando papá falleció se sentiría de lo más ridículo cuando papá legó a la universidad un millón de dólares en su testamento, con un codicilo que cancelaba la herencia con el argumento de que el decano carecía de perspectiva de futuro. Pero eso fue tan sólo una venganza póstuma. Pues años antes...
No deseo entrometerme, pero le aconsejo que no coma más panecillos. Bastará con que tome la sopa despacio, para evitar un apetito demasiado voraz.
De cualquier modo, nos las apañamos. Papá conservó el equipo que había comprado con el dinero de la subvención, lo sacó de la universidad y lo instaló aquí.
Esos primeros años sin recursos fueron agobiantes, y yo insistía en que abandonara. Él no cejaba. Era tozudo y siempre se las ingeniaba para encontrar mil dólares cuando los necesitaba.
  
La vida continuaba, pero él no permitía que nada obstruyera su investigación. Mamá falleció; papá guardó luto y volvió a su tarea. Yo me casé, tuve un hijo y luego una hija. No siempre podía acompañarlo, pero él continuaba sin mí. Se rompió una pierna y siguió trabajando con la escayola puesta durante meses.
Así que le atribuyo todo el mérito. Yo ayudaba, por supuesto. Hacía funciones de asesoría y me encargaba de negociar con Washington. Pero él era el alma del proyecto.
A pesar de eso, no llegábamos a ninguna parte. Hubiera dado lo mismo tirar por uno de esos cronoembudos todo el dinero que lográbamos juntar, lo cual no quiere decir que hubiese podido atravesarlo.
A fin de cuentas, nunca conseguimos meter un garfio en un embudo. Sólo nos acercamos en una ocasión. El garfio había entrado unos cinco centímetros cuando el foco se alteró. Lo arrancó limpiamente y, en alguna parte del Mesozoico, hay ahora una varilla de acero, construida por el hombre, oxidándose en la orilla de un río.
Hasta que un día, el día crucial, el foco se mantuvo durante diez largos minutos; algo para lo cual había menos de una probabilidad entre un billón. ¡Cielos, con qué frenesí instalamos las cámaras! Veíamos criaturas que se desplazaban ágilmente al otro lado del embudo.
Luego, para colmo de bienes, el cronoembudo se volvió permeable, y hubiéramos jurado que sólo el aire se interponía entre el pasado y nosotros. La baja permeabilidad debía de estar relacionada con la duracíón del foco, pero nunca pudimos demostrar que así fuera.
Por supuesto, no teníamos ningún garfio a mano. Pero la baja permeabilidad permitió que algo se desplazara del «entonces» al «ahora». Obnubilado, actuando por mero instinto, extendí el brazo y agarré aquello.
En ese momento perdimos el foco, pero ya no sentíamos amargura ni desesperación. Ambos observábamos sorprendidos lo que yo tenía en la mano Era un puñado de barro duro y seco, completamente liso por donde había tocado los bordes del cronoembudo, y entre el barro había catorce huevos del tamaño de huevos de pato.
¿Huevos de dinosaurio? pregunté. ¿Crees que es eso?
Quizá. No podemos saberlo con certeza.
¡A menos que los incubemos! exclamé de pronto, con un entusiasmo incontenible. Los dejé en el suelo como si fueran de platino. Estaban calientes, con el calor del sol primitivo. Papá, si los incubamos tendremos criaturas que llevan extinguidas más de cien millones de años. Será la primera vez que alguien trae algo del pasado. Si lo hacemos público...
Yo pensaba en las subvenciones, en la publicidad, en todo lo que aquello significaría para papá. Ya veía el rostro consternado del decano.
  
Pero papá veía el asunto de otra manera.
Ni una palabra, hijo. Si esto se difunde, tendremos veinte equipos de investigación estudiando los cronoembudos, con lo que me impedirán progresar. No, una vez que haya resuelto el problema de los embudos, podrás hacer público todo lo que quieras. Hasta entonces, guardaremos silencio. Hijo, no pongas esa cara. Tendré la respuesta dentro de un año, estoy seguro.
Yo no estaba tan seguro, pero tenía la convicción de que esos huevos nos brindarían todas las pruebas que necesitábamos. Puse un gran horno a la temperatura de la sangre e hice circular aire y humedad. Conecté una alarma para que sonara en cuanto hubiese movimientto dentro de los huevos.
Se abrieron a las tres de la madrugada diecinueve días después, y allí estaban: catorce diminutos canguros con escamas verdosas, patas traseras con zarpas, muslos rechonchos y colas delgadas como látigos.
Al principio pensé que se trataba de tiranosaurios, pero eran demasiado pequeños. Pasaron meses, y comprendí que no alcanzarían mayor tamaño que el de un perro mediano.
Papá parecía defraudado, pero yo perseveré, con la esperanza de que me permitiera utilizarlos con fines publicitarios. Uno murió antes de la madurez y otro pereció en una riña. Pero los otros doce sobrevivieron, cinco machos y siete hembras. Los alimentaba con zanahorias picadas, huevos hervidos y leche, y les tomé bastante afecto. Eran tontorrones, pero tiernos; y realmente hermosos. Sus escamas...
Bueno, es una bobada describirlos. Las fotos publicitarias han circulado más que suficiente. Aunque, pensándolo bien, no sé si en Marte... Ah, también allí. Pues me alegro.
Pero pasó mucho tiempo antes de que esas fotos pudieran impresionar al público, por no mencionar la visión directa de aquellas criaturas. Papá se mantuvo intransigente. Pasaron tres años. No tuvimos suerte con los cronoembudos. Nuestro único hallazgo no se repitió, pero papá no se daba por vencido.
Cinco hembras pusieron huevos, y pronto tuve más de cincuenta criaturas en mis manos.
¿Qué hacemos con ellas? pregunté.
Matarlas contestó papá.
Yo no podía hacer tal cosa, por supuesto.
Henri, ¿está todo a punto? De acuerdo.
Cuando sucedió, ya habíamos agotado nuestros recursos. Estábamos sin blanca. Yo lo había intentado por todas partes sin conseguir nada más que rechazos. Casi me alegraba, porque pensaba que así papá tendría que ceder. Pero él, firme ante la adversidad, preparó fríamente otro experimento
  
Le juro que si no hubiera ocurrrido el accidente jamás habríamos encontrado la verdad. La humanidad habría quedado privada de una de sus mayores bendiciones.
A veces ocurren cosas así. Perkin detecta un tinte rojo en la suciedad y descubre las tinturas de anilina. Remsen se lleva un dedo contaminado a los labios y descubre la sacarina. Goodyear deja caer una mixtura en la estufa y descubre el secreto de la vulcanízación.
En nuestro caso fue un dinosaurio joven que entró en el laboratorio. Eran tantos que yo no podía vigilarlos a todos.
E dinosaurio atravesó dos puntos de contacto que estaban abiertos, justo allí, donde ahora está a placa que conmemora el acontecimiento. Estoy convencido de que esa coincidencia no podría repetirse en mil años. Estalló un fogonazo y el cronoembudo que acabábamos de configurar desapareció en un arco iris de chispas.
Ni siquiera entonces lo comprendimos. Sólo sabíamos que la criatura había provocado un cortocircuito, estropeando un equipo de cien mil dólares, y que estábamos en plena bancarrota. Lo único que podíamos mostrar era un dinosaurio achicharrado. Nosotros estábamos ligeramente chamuscados, pero el dinosaurio recibió toda la concentración de energías de campo. Podíamos olerlo. El aire estaba saturado con su aroma. Papá y yo nos miramos atónitos. Lo recogí con un par de tenacillas. Estaba negro y calcinado por fuera; pero las escamas quemadas se desprendieron al tocarlas, arrancando la piel, y debajo de la quemadura había una carne blanca y firme que parecía pollo.
No pude resistir la tentación de probarla, y se parecía a la del pollo tanto como Júpiter se parece a un asteroide.
Me crea o no, con nuestra labor científica reducida a escombrosos, nos sentamos allí a disfrutar del exquisito manjar que era la carne de dinosaurio. Había partes quemadas y partes crudas, y estaba sin condimentar; pero no paramos hasta dejar limpios los huesos.
Papá dije finalmente, tenemos que criarlos sistemáticamente con propósitos alimentarios.
Papá tuvo que aceptar. Estabamos totalmente arruinados.
Obtuve un préstamo del banco cuando invité a su presidente a cenar y le serví dinosaurio.
Nunca ha fallado. Nadie que haya saboreado lo que hoy llamamos «dinopollo> se conforma con los platos normales. Una comida sir, dinopollo no es más que un alimento que ingerimos para sobrevivir. Sólo el dinopollo es comida.
Nuestra familia aún posee la única bandada de dinopollos existente y seguimos siendo los únicos proveedores de la cadena mundial de restaurantes la primera y más antigua que ha crecido en torno de ellos. 
Pobre papá. Nunca fue feliz, salvo en esos momentos en que comía

inoy„~~` 'n los cronoembudos, al igual que muchosoportunistas que pronto s~é~tlmaron a las investigaciones, tal como él había previsto. Pero no se ha logrado nada hasta ahora; nada, excepto.el dinopollo.
Ah, Pierre, gracias. ¡Un trabajo superlativo! Ahora, caballero, permítame que lo trinche. Sin sal, y con apenas una pizca de salsa. Eso es... Ah, ésa es la expresión que siempre veo en la cara de un hombre que saborea este manjar por primera vez.
La humanidad, agradecida, aportó cincuenta mil dólares para construir la estatua de la colina, pero ni siquiera ese tributo hizo feliz a papá.
Él no veía más que la inscripción: «El hombre que proporcionó el dinopollo al mundo.»
Y hasta el día de su muerte sólo deseó una cosa: hallar el secreto del viaje por el tiempo. Aunque fue un benefactor de la humanidad, murió sin satisfacer su curiosidad.
  
ANIVERSARIO
Los preparativos para el rito anual habían concluido.
Aquel año se celebraba en casa de Moore, y la señora Moore y sus pequeños pasarían resignadamente la velada en casa de la madre de ella.
Con una débil sonrisa en los labios, Warren Moore examinó la habitación. Al principio, la celebración sólo se mantenía gracias al entusiasmo de Mark Brandon, pero Moore había llegado a apreciar aquel recuerdo. Tal vez fuera cosa de la edad, de los veinte años pasados. Su sensiblería aumentaba a la par que su barriga y su calvicie.
Así que todas las ventanas estaban polarizadas, en oscuridad total, y las cortinas se encontraban corridas. Sólo algunos puntos de la pared se hallaban iluminados, evocando la escasa luz y el espantoso aislamiento del día del accidente.
Sobre la mesa había raciones espaciales, con formas de varillas y de tubos, y en el centro resplandecía una botella de acuaverde Jabra, el potente brebaje que sólo la actividad química de los hongos marcianos podía suministrar.
Moore miró su reloj. Brandon llegaría pronto; nunca llegaba tarde a esa reunión. Estaba intrigado por lo que Brandon le había dicho por el tubo: «Warren, esta vez tengo una sorpresa. Espera y verás. Espera y verás.»
Brandon parecía no envejecer. A sus cuarenta años, no sólo conservaba la silueta, sino la vitalidad. Aún se entusiasmaba con lo bueno y se exasperaba con lo malo. El cabello se le estaba encaneciendo, pero, salvo por ese detalle, cuando Brandon se paseaba de un lado a otro, hablando de cualquier cosa a voz en grito y a toda velocidad, Moore no necesitaba cerrar los ojos para ver al asustado joven que sobrevivió al naufragio del Reina de Plata.
Llamaron a la puerta y Moore la activó sin girarse.
  
Entra, Mark.
¿Señor Moore? dijo una voz extraña y tímida.
Moore se volvió. También estaba Brandon, pero al fondo, sonriendo con entusiasmo. Delante de él había un individuo bajo, regordete, calvo por completo, de piel muy morena y con aspecto de veterano del espacio.
¿Mike Shea...? ¡Mike Shea, santísimo espacio!
Se estrecharon la mano, riéndose.
Se puso en contacto conmigo en mi despacho explicó Brandon. Recordó que yo trabajaba en Productos Atómicos...
Han pasado un montón de años comentó Moore. Veamos, estuviste en la Tierra hace doce años...
Nunca ha venido a un aniversario le interrumpió Brandon. ¿Qué me dices? Ahora se retira. Abandonará el espacio para irse a una propiedad que ha adquirido en Arizona. Ha pasado a saludarnos antes de marcharse. Vino a la ciudad para eso, y yo creí que venía por lo del aniversario. «¿Qué aniversario?», me preguntó el muy tonto.
Shea asintió sonriendo.
Me ha dicho que lo celebráis todos los años.
¡Claro que sí! exclamó Brandon. Y esta vez será la primera en que estaremos los tres, el primer aniversario de verdad. Son veinte años, Mike; veinte años desde que Warren salió de ese cascajo para llevarnos hasta Vesta.
Shea echó un vistazo alrededor.
Raciones espaciales, ¿eh? Yo las consumo todas las semanas. Y Jabra. Ah, claro, ya recuerdo... Veinte años. Jamás he pensado en ello y de pronto parece que fuera ayer. ¿Os acordáis de cuando al fin regresamos a la Tierra?
Ya lo creo respondió Brandon. Los desfiles, los discursos. Warren era el único héroe del acontecimiento y nosotros insistíamos en ello, pero no nos prestaban atención ¿Os acordáis?
En fin dijo Moore,fuimos los primeros en sobrevivir a una colisión en el espacio. Era algo inusitado, y lo inusitado merece una celebración. Estas cosas son irracionales.
¿Recordáis las canciones que compusieron? preguntó Shea. Esa marcha... «Podéis cantar sobre las rutas del espacio y el ritmo desenfrenado del...».
Brandon se le unió con su clara voz de tenor e incluso Moore sumó su voz al coro, hasta el punto de que la última línea sonó estentórea como para agitar las cortinas.
«En las ruinas del Reina de Plata» vociferaron, y soltaron una estruendosa risotada.
  
Abramos el Jabra para el primer sorbo propuso Brandon. Esta botella debe durar toda la noche.
Mark insiste en la fidelidad total explicó Moore. Me sorprende que no me pida que salga por la ventana y eche a volar en torno del edificio.
Pues no es mala idea bromeó Brandon.
¿Recordáis nuestro último brindis? Shea alzó el vaso vacío y entonó: Caballeros, por la provisión anual de KO que supimos guardar. Estábamos ebrios cuando aterrizamos. Vaya, éramos jóvenes. Yo tenía treinta años y me creía un viejo. Y ahora añadió en un tono melancólico me han retirado.
¡Bebe! lo animó Brandon. Hoy vuelves a tener sed, y recordamos aquel día en el Reina de Plata aunque todos lo olviden. Público ingrato y voluble.
Moore se rió.
¿Qué esperabas? ¿Una fiesta nacional cada año, con raciones espaciales y Jabra, la comida y la bebida del ritual?
Escucha, seguimos siendo los únicos hombres que han sobrevivido a una colisión en el espacio. Y míranos. Nadie nos recuerda.
Enhorabuena. A fin de cuentas lo pasamos bien y la publicidad nos dio un buen impulso. Nos va bien, Mark. Y también le iría bien a Mike Shea si no hubiera querido regresar al espacio.
Shea sonrió y se encogió de hombros.
Me gusta estar allí y no me arrepiento. Con la indemnización del seguro que me dieron, cuento con bastante dinero para retirarme.
La colisión fue un gran traspiés para Seguros Transespaciales comentó Brandon en un tono evocador. Aun así, todavía falta algo. Uno habla del Reina de Plata actualmente y la gente sólo piensa en Quentin, si es que piensa en alguien.
¿En quién? preguntó Shea.
Quentin. El profesor Horace Quentin. Una de las víctimas. Si hablas de los tres supervivientes, te miran sin entender.
Vamos, Mark, reconócelo medió Moore. El profesor Quentin era uno de los grandes científicos del mundo y nosotros tres no somos nadie.
Sobrevivimos. Seguimos siendo los únicos que han sobrevivido.
¿Y qué? Mira, John Hester iba a bordo, y él también era un científico importante. No tanto como Quentin, pero importante. Yo estaba junto a él en esa última cena, cuando el meteoro chocó con nosotros. Bueno, pues sólo porque Quentin murió en el accidente mismo, la muerte de Hester se olvidó. Nadie recuerda que Hester murió en el Reina de Plata. Sólo se acuerdan de Quentin. También a nosotros nos han olvidado, pero al menos estamos vivos.
  
Te diré una cosa dijo Brandon después de una pausa, durante la cual la explicación de Moore no surtió ningún efecto, somos náufragos una vez más. Hace veinte años éramos náufragos frente a Vesta. Hoy somos náufragos del olvido. Ahora los tres estamos reunidos de nuevo, y lo que ocurrió antes puede volver a ocurrir. Hace veinte años, Warren nos llevó hasta Vesta. Resolvamos este nuevo problema.
¿Lo de vencer al olvido, quieres decir? preguntó Moore. ¿Hacernos famosos?
Claro. ¿Por qué no? ¿Conoces un mejor modo de celebrar un vigésimo aniversario?
No, pero me gustaría saber por dónde quieres empezar. No creo que la gente recuerde el Reina de Plata, excepto por Quentin, así que tendrás que pensar en alguna forma de evocar el accidente. Sólo para empezar.
Una expresión pensativa cruzó el chato semblante de Shea.
Algunas personas se acuerdan del Reina de Plata. La compañía de seguros lo recuerda, y eso es extraño, ahora que tocáis el tema. Hace diez u once años, estuve en Vesta y pregunté que si los restos de la nave aún estaban allí. Me dijeron que sí, que nadie tenía intención de llevárselos. Así que pensé en echarles un vistazo y fui hacia allá con un motor de reacción sujeto a la espalda. En la gravedad de Vesta, sólo se necesita un motor de reacción. De todos modos, sólo pude ver la nave a lo lejos. Estaba rodeada por un campo de fuerza.
Brandon enarcó las cejas.
¿El Reina de Plata? ¿Y por qué?
Regresé y pregunté el porqué. No me lo explicaron, y me dijeron que no sabían que yo pensaba ir allí. Me dijeron que pertenecía a la compañía de seguros.
Moore movió la cabeza afirmativamente.
Claro. Se quedaron con los restos después de pagar. Yo firmé la cesión, renunciando a los derechos de mi prima de salvamento cuando acepté el cheque de la indemnización. Y supongo que vosotros también.
¿Pero por qué el campo de fuerza? se extrañó Brandon. ¿Por qué tanto secreto?
No lo sé.
Esos restos no valen nada, excepto como chatarra. Costaría demasiado transportarlos.
Exacto asintió Shea. Pero lo más extraño es que se traían trozos desde el espacio, y había una pila de piezas retorcidas. Pregunté y me dijeron que siempre aterrizaban naves con más restos y que la compañía de seguros pagaba un precio fijo por cada fragmento del Reina de Plata, así que las naves que volaban en las inmediaciones de Ves

ta siempre buscaban algo. En mi último viaje, fui a ver de nuevo el Reina de Plata y la pila era mucho más grande.
A Brandon le brillaron los ojos.
¿Quieres decir que todavía siguen buscando?
No lo sé. Tal vez ya no lo hagan. Pero la pila era mucho mayor que hace diez años, así que en ese momento todavía buscaban.
Brandon se reclinó en la silla y cruzó las piernas.
Vaya, eso es muy raro. Una austera compañía de seguros gasta dinero y explora el espacio de las inmediaciones de Vesta para hallar piezas de una nave destruida veinte años atrás.
Tal vez intenta probar que hubo sabotaje aventuró Moore.
¿Después de veinte años? Aunque lo probaran, no recuperarían el dinero. Es un asunto liquidado.
Quizás hayan dejado de buscar hace años.
Brandon se levantó con aire decidido.
Preguntemos. Aquí hay algo raro, y el acuaverde Jabra y este aniversario me han embriagado lo suficiente como para querer averiguarlo.
Claro dijo Shea, pero ¿a quién le preguntamos?
A Multivac respondió Brandon.
Shea abrió los ojos.
¡Multivac! Oye, Moore, ¿tienes un terminal de Multivac aquí?
Sí.
Nunca he visto ninguno y siempre he querido verlos.
No es gran cosa, Mike. Parece una máquina de escribir. No confundas un terminal de Multivac con Multivac mismo. No conozco a nadie que haya visto Multivac.
Moore sonrió ante la idea. No creía que jamás llegara a conocer a ninguno de los pocos técnicos que se pasaban la mayor parte de sus días laborales en un lugar oculto en las entrañas de la Tierra, cuidando de un superordenador de un kilómetro y medio de longitud que era depositario de todos los datos conocidos por el hombre y que dirigía la economía humana, guiaba las investigaciones científicas, contribuía a tomar decisiones políticas y tenía millones de circuitos libres para responder a preguntas personales que no atentaran contra la intimidad.
Mientras subían al segundo piso por la rampa de potencia, Brandon comentó:
He pensado en instalar un terminal Multivac para los niños. Las tareas escolares y todo eso, ya sabéis. Pero no quiero que se convierta en una especie de sostén caro y vistoso. ¿Cómo te las apañas tú, Warren?
Primero me enseñan las preguntas respondió Moore. Si yo no las apruebo, Multivac no las ve.
  
El terminal de Multivac era en efecto una especie de máquina de escribir.
Moore fijó las coordenadas que abrían su sector de la red de circuitos planetarios.
Ahora, escuchad un momento. Quiero dejar constancia de que me opongo a esto y sólo os sigo el juego porque es el aniversario y porque soy tan bobo como para sentir curiosidad. ¿Cómo expreso la pregunta?
Brandon dijo:
Pregunta esto: ¿Sigue Seguros Transespaciales buscando restos del Reina de Plata en las cercanías de Vesta? Eso únicamente requiere un sí o un no.
Moore se encogió de hombros y tecleó, mientras Shea observaba con admiración reverente.
¿Cómo responde? preguntó. ¿Habla?
Moore sonrió.
Oh, no, no puedo gastar tanto dinero. Este modelo imprime la respuesta en un papel que sale por esa ranura.
Mientras hablaba, salió una tira de papel. Moore lo cogió y le echó un vistazo.
Vamos a ver. Multivac dice que sí.
¡Ja! exclamó Brandon. Te lo dije. Ahora pregunta por qué.
Es una tontería. Es evidente que esa pregunta atenta contra la intimidad. Sólo sale un papel amarillo que te pide que especifiques tus razones.
Pregunta y averígualo. La búsqueda de los fragmentos no es secreta. Tal vez la razón tampoco lo sea.
Moore se encogió de hombros. Tecleó: «¿Por qué Seguros Transespaciales está llevando a cabo este proyecto de búsqueda de fragmentos del Reina de Plata que se mencionó en la pregunta anterior?»
Un papel amarillo salió casi de inmediato: «Especifique razones para solicitar información requerida.»
De acuerdo insistió Brandon, sin amilanarse. Dile que somos los tres supervivientes y que tenemos derecho a saberlo. Adelante. Díselo.
Moore lo tecleó con una frase neutra y surgió otro papel amarillo: «Razón insuficiente. Imposible dar respuesta.»
No creo que tengan derecho a mantener eso en secreto se obstinó Brandon.
Eso depende de Multivac replicó Moore.Juzga las razones presentadas y decide si se ve afectada la ética de la intimidad. El Gobierno mismo no podría atentar contra esa ética sin una orden judicial, y los tribunales rara vez se pronuncian en contra de Multivac. ¿Qué piensas hacer?
  
Brandon se puso de pie y, según su costumbre, empezó a pasear por la habitación.
De acuerdo. Entonces, deduzcámoslo por nuestra cuenta. Es algo tan importante como para justificar tanta molestia. Hemos convenido en que no intentan hallar pruebas de sabotaje, pues han pasado veinte años. Pero Transespaciales debe de estar buscando algo tan valioso que merece la pena. ¿Qué podría ser tan valioso?
Mark, eres un soñador comentó Moore.
Brandon no le prestó atención.
No pueden ser alhajas, dinero ni títulos. No podría haber suficiente como para compensar el coste de la búsqueda. Ni siquiera aunque el Reina de Plata fuera de oro puro. ¿Qué podría ser más valioso?
No puedes juzgar el valor, Mark. Una carta podría valer un céntimo como papel y, sin embargo, significar cien millones de dólares para una empresa, según lo que se dijera en la carta.
Brandon asintió vigorosamente.
Correcto. Documentos. Papeles valiosos. ¿Quién podría tener papeles que valieran miles de millones en ese viaje?
¿Cómo saberlo?
¿Qué me decís del profesor Horace Quentin? ¿Qué opinas, Warren? La gente lo recuerda porque era importante. ¿Qué pasa con los papeles que quizá llevaba consigo? Detalles de un nuevo descubrimiento, tal vez. Demonios, si al menos lo hubiera visto durante la travesía, tal vez me hubiera dicho algo mientras charlábamos. ¿Alguna vez lo viste tú, Warren?
Que yo recuerde, no. A menos no hablé con él. Así que una charla queda descartada en mi caso. Aunque quizá me haya cruzado con él sin saberlo.
No, no creo intervino Shea, repentinamente pensativo. Creo recordar algo. Había un pasajero que jamás abandonaba su cabina. El camarero lo comentaba. Ni siquiera salía a comer.
¿Quentin? preguntó Brandon, dejando de caminar para mirar ávidamente al veterano del espacio.
Tal vez, Brandon. Quizá fuera él. No recuerdo que nadie dijese que lo era. No me acuerdo. Pero debía de ser un tipo importante, porque en una nave espacial nadie se preocupa de llevar la comida a una cabina a menos que el pasajero sea alguien importante.
Y Quentin era el tipo más importante a bordo señaló Brandon, con satisfacción. Así que llevaba algo en la cabina. Algo muy valioso. Algo que tenía oculto.
Tal vez sufría de mareo espacial objetó Moore, sólo que...
Frunció el ceño y guardó silencio.
Adelante le urgió Brandon. ¿También recuerdas algo?
  
Puede ser. Te he dicho que me senté junto al doctor Hester en esa última cena. Comentó que estaba deseando conocer al profesor Quenfin durante el viaje y que no había tenido suerte.
¡Claro! exclamó Brandon. ¡Porque Quentin no salía de la cabina!
Hester no dijo eso. Pero nos pusimos a hablar de Quentin. ¿Qué fue lo que dijo? Moore se apoyó las manos en las sienes, como exprimiéndose para extraer un recuerdo de veinte años atrás. No me acuerdo de las palabras exactas, pero comentó que Quentin era un histrión, un esclavo del melodrama o algo parecido, y que se dirigían a una conferencia científica a Ganimedes y Quentin ni siquiera había anunciado el título de su ponencia.
Todo encaja dijo Brandon, echando a andar nuevamente. Había hecho un gran descubrimiento y lo mantenía en secreto porque pensaba revelarlo en la conferencia de Ganímedes con un gran efecto teatral. No salía de la cabina porque temía que Hester quisiera sonsacarle algo, y lo hubiera hecho, sin duda. Y entonces la nave chocó contra esa roca y Quentin murió. Seguros Transespaciales investigó, oyó rumores sobre el descubrimiento y pensó que si lograba controlarlo recobraría sus pérdidas y mucho más. Así que se apropió de la nave y desde entonces están buscando los papeles de Quentin entre los restos.
Moore sonrió afectuosamente.
Mark, es una hermosa fábula. Disfruto esta velada con sólo ver cómo inventas tanto a partir de nada.
A partir de nada, ¿eh? Vamos a preguntarle de nuevo a Multivac. Este mes te pagaré la cuenta.
No te preocupes, no hace falta. Pero, si no te molesta, subiré la botella de Jabra. Necesito un sorbo más para alcanzarte.
También yo se apuntó Shea.
Brandon se sentó ante la máquina de escribir. Los dedos le temblaban de ansiedad cuando tecleó: «¿Cuál era la índole de las últimas investigaciones del profesor Horace Quentin?»
Moore había regresado con la botella y unos vasos cuando salió la respuesta; esa vez, en papel blanco. Era una respuesta larga y en letra pequeña, y enumeraba artículos científicos publicados en revistas de veinte años atrás.
Moore le echó una ojeada.
No soy físico, pero parece que estaba interesado en la óptica.
Brandon sacudió la cabeza con impaciencia.
Pero todo eso está publicado. Queremos algo que aún no hubiera publicado.
Nunca averiguaremos nada sobre eso.
La compañía de seguros lo averiguó.
  
Ésa es sólo tu teoría.
Brandon se acariciaba la barbilla con mano trémula.
Déjame hacerle una pregunta más a Multivac.
Se sentó de nuevo y tecleó: «Quiero el nombre y el número de tubo de los colegas aún vivos del profesor Horace Quentin, los que se contaban entre sus allegados en la universidad donde él enseñaba.»
¿Cómo sabes que enseñaba en una universidad? preguntó Moore.
Si no es así, Multivac nos lo dirá.
Salió un papel. Sólo contenía un nombre.
¿Piensas llamar a ese hombre? preguntó Moore.
Claro que sí. Otis Fitzsimmons, con un número de tubo de Detroit. Warren, ¿puedo...?
Adelante. Sigue siendo parte del juego.
Brandon marcó la combinación en el teclado del tubo de Moore. Respondió una voz femenina. Brandon preguntó por el profesor Fitzsimmons y hubo una breve pausa. Luego, contestó una voz vieja y chillona:
Profesor Fitzsimmons dijo Brandon, represento a Seguros Transespaciales en el tema del difunto profesor Horace Quentin...
Por amor de Dios, Mark susurró Moore, pero Brandon lo contuvo con un gesto perentorio.
Hubo una pausa tan larga como si hubiera un fallo en las comunicaciones, pero finalmente la vieja voz respondió:
¿Otra vez? ¿Después de tantos años?
Brandon chascó los dedos en un incontenible gesto de triunfo, pero conservó el aplomo.
Seguimos intentando averiguar, profesor, si usted recuerda nuevos detalles sobre algo que el profesor Quentín llevara consigo en ese último viaje y se relacionara con su último descubrimiento inédito.
Demonios fue la enfadada respuesta, ya le he dicho que no lo sé. No quiero que me molesten más con ese asunto. No sé si había algo. El hizo insinuaciones, pero siempre las hacía sobre un artilugio u otro.
¿Qué artilugio, profesor?
Le digo que no lo sé. Una vez usó un nombre y se lo dije a ustedes. No creo que tenga importancia.
Ese nombre no figura en nuestra documentación, profesor.
Bien, pues debería. ¿Cómo era? Ah, sí. Un opticón.
¿Con ka?
Con ce o con ka. No lo sé ni me importa. Por favor, no quiero que vuelvan a molestarme por esto. Adiós.
Seguía refunfuñando cuando la línea se perdió.
Brandon estaba complacido.
  
Mark lo reprendió Moore, eso es lo más estúpido que has podido hacer. Es ilegal usar una identidad fraudulenta en el tubo. Si él quiere crearte problemas...
¿Por qué iba a hacerlo? Ya lo ha olvidado. ¿No lo entiendes, Warren? Transespaciales ha preguntado por lo mismo. Él insistía en que ya lo había explicado antes.
De acuerdo. Pero eso ya lo suponías. ¿Qué más sabes ahora?
También sabemos que el artilugio de Quentin se llamaba opticón.
Fitzsimmons no parecía muy seguro. De todos modos, como ya sabemos que hacia el final se especializaba en óptica, un nombre como opticón no significa un gran adelanto.
Y Seguros Transespaciales está buscando el opticón o unos papeles relacionados con él. Tal vez Quentin se guardaba los detalles y sólo tenía un modelo del instrumento. Shea nos ha contado que estaban recogiendo objetos de metal, ¿verdad?
Había mucho metal en esa pila asintió Shea.
Lo dejarían en el espacio si estuvieran buscando papeles, así que de eso se trata, de un instrumento que quizá se llame opticón.
Aunque todas tus teorías sean correctas, Mark, y estemos buscando un opticón, esa búsqueda es absolutamente inútil afirmó Moore. Dudo que más del diez por ciento de los restos permanezcan en la órbita de Vesta. La velocidad de fuga de Vesta es prácticamente inexistente. Sólo un impulso fortuito en una dirección fortuita y a una velocidad fortuita puso en órbita nuestro sector de la nave. E resto desapareció, se esparció por todo el sistema solar en todas las órbitas concebibles en torno del Sol.
Ellos han recogido fragmentos.
Sí, el diez por ciento que logró ponerse en la órbita de Vesta. Eso es todo.
Brandon no se daba por vencido.
Supongamos que estaba allí y no lo encontraron. Alguien pudo habérseles adelantado.
Mike Shea se echó a reír.
Nosotros estuvimos allí, pero, desde luego, sólo escapamos con el pellejo encima, y dimos gracias por ello. ¿Quién más?
Correcto, y si alguien más lo encontró, ¿por qué lo mantiene en secreto?
Tal vez no sabe qué es.
¿Entonces cómo...? Moore se interrumpió y se volvió hacia Shea. ¿Qué has dicho?
Shea se quedó desconcertado.
¿Quién, yo?
Has dicho que nosotros estuvimos allí. Moore entrecerró los
  
ojos. Sacudió la cabeza como para despejarla y susurró: ¡Gran galaxia!
¿Qué ocurre? preguntó Brandon. ¿Qué pasa, Warren?
No estoy seguro. Estás volviéndome loco con tus teorías. Tan loco que empiezo a tomarlas en serio. ¿Sabes que sí nos llevamos algunas cosas con nosotros? Además de la ropa y las pertenencias personales. Al menos, yo me llevé algo.
¿Qué?
Fue cuando me abría paso por el casco de la nave en ruinas... ¡Santo espacio, es como si estuviera allí, lo veo con tanta claridad...! Cogí algunos objetos y los guardé en el bolsillo de mi traje espacial. No sé por qué. No las tenía todas conmigo y lo hice sin pensar. Y, bueno, me quedé con ellos, como recuerdo. Los traje a la Tierra.
¿Dónde están?
No lo sé. Nos hemos mudado varias veces, ya lo sabes.
No los habrás tirado, ¿verdad?
No, pero cuando te trasladas de casa se extravían cosas.
Si no las tiraste, deben de estar en alguna parte de esta casa.
Si no se han perdido. Juro que no recuerdo haberlas visto en quince años.
¿Qué cosas eran?
Una pluma estilográfica, que yo recuerde; una verdadera antigüedad, de las que llevaban un cartucho con tinta. Pero lo que me tiene desconcertado es que el otro objeto era unos prismáticos de no más de quince centímetros de longitud. ¿Entendéis a qué me refiero? ¡Unos prismáticos!
¡Un opticón! exclamó Brandon. ¡Claro!
Es sólo una coincidencia agregó Moore, tratando de recobrar la cordura. Sólo una extraña coincidencia.
Pero Brandon no lo creía así.
¡Claro que no es una coincidencia! Transespaciales no pudo hallar el opticón entre los restos de la nave ni en el espacio porque lo tenías tú.
Estás chiflado.
Vamos, tenemos que encontrar esa cosa.
Moore resopló.
Bien, miraré, si eso es lo que quieres, pero dudo que lo encuentre. Empezaremos por el desván. Es el lugar más lógico.
Shea se rió entre dientes.
El lugar más lógico suele ser el menos indicado para buscar.
Pero todos enfilaron hacia la rampa de potencia y subieron un piso más.

El desván olía a moho y a desuso. Moore puso en marcha el condensatrón.
Hace dos años que no condensamos el polvo. Eso os muestra que no vengo con frecuencia. Bien, veamos... De estar en alguna parte, sería en mi colección de soltero. Me refiero a los cachivaches que reunía antes de casarme. Podemos empezar por aquí.
Se puso a hojear el contenido de unas carpetas de plástico mientras Brandon miraba ansiosamente por encima del hombro.
¿Qué te parece? dijo Moore. Mi anuario de la universidad. Era aficionado al audio en esos tiempos, un verdadero fanático. Logré grabar la voz con la imagen de cada estudiante de este álbum. Acarició con afecto la cubierta. Cualquiera juraría que aquí están las fotos tridimensionales habituales, pero todas tienen aprisionada la... Notó que Brandon lo miraba ceñudo. De acuerdo, seguiré buscando.
Dejó las carpetas y abrió un baúl de pesada y anticuada madera falsa. Separó el contenido de los diversos compartimentos.
Oye, ¿qué es eso? preguntó Brandon.
Señaló un pequeño cilindro que salió rodando por el suelo con un pequeño sonido sordo.
¡La pluma! exclamó Moore. ¡Es ésa! Y aquí están los prismáticos. Ninguna de las dos cosas funciona, por supuesto. Ambas están estropeadas. A menos, supongo que la pluma está rota, porque dentro suena algo que está suelto. ¿Lo oís? No tenía la menor idea de cómo llenarla, así que nunca he sabido si funcionaba. Hace años que no fabrican cartuchos de tinta.
Brandon la sostuvo bajo la luz.
Tiene unas iniciales.
¿Sí? No recuerdo haberlas visto.
Están bastante desgastadas. Parecen ser J.K.Q.
¿Q?
Exacto, y es una inicial rara para un apellido. La pluma debía de ser de Quentin. Un recuerdo sentimental o un amuleto. Tal vez perteneció a un bisabuelo suyo de la época en que se usaban estas plumas; algún bisabuelo llamado Jason Knight Quentin o Judah Kent Quentin o algo parecido. Podemos comprobar los nombres de los antepasados de Quentin a través de Multivac.
Moore movió la cabeza afirmativamente.
Creo que sí. Como ves, me has vuelto tan loco como tú.
Y si es así se demuestra que la cogiste del cuarto de Quentin. Así que también cogerías allí los prismáticos.
Aguarda. No recuerdo haber cogido las dos cosas en el mismo lugar. No me acuerdo muy bien de mi trayecto por el exterior de la nave.
Brandon cambió de posición los prismáticos bajo la luz.
  
Aquí no hay iniciales.
¿Esperabas alguna?
No veo nada, excepto esta estrecha marca de unión. Pasó la uña del pulgar por el fino surco que rodeaba los prismáticos cerca del extremo más grueso. Trató en vano de hacer que girase. Es de una sola pieza. Se los puso ante los ojos. Esto no funciona.
Ya te he dicho que estaba roto. No tiene lentes...
Cabe esperar algún desperfecto cuando una nave espacial choca contra un meteoro de cierto tamaño y se hace trizas intervino Shea.
De modo que aunque fuera esto... dijo Moore, de nuevo pesimista, aunque esto fuera el opticón, no nos serviría de nada.
Tomó los prismáticos y palpó los bordes vacíos.
Ni siquiera se sabe dónde iban las lentes. No encuentro el surco donde pudieron estar colocadas. Es como si nunca... ¡Eh! exclamó de pronto.
¿Qué pasa? se alarmó Brandon.
¡El nombre! ¡El nombre del artilugio!
¿Opticón?
¡No! Cuando hablaste con Fitzsimmons por el tubo, todos entendimos «un opticón».
Bueno, eso es lo que dijo.
Claro lo secundó Shea. Yo también le oí.
Eso creímos. Pero sólo dijo el nombre, una palabra. Anopticón. No dijo « un opticón», dos palabras, sino «anopticón», una sola palabra.
¿Y cuál es la diferencia? preguntó Brandon.
Enorme. Un opticón sería un instrumento con lentes, pero anopticón tiene el prefijo griego « an», que significa «no». Las palabras de origen griego lo usan para indicar algo negativo. Anarquía significa «falta de gobierno», anemia significa «falta de sangre», anónimo significa «falta de nombre», y anopticón significa...
¡Falta de lentes! exclamó Brandon.
¡Exacto! Quentin debía de estar trabajando en un aparato óptico sin lentes, y tal vez éste no esté roto.
Pero no se ve nada al mirar por él objetó Shea.
Debe de estar colocado en neutro señaló Moore. Habrá algún modo de regularlo.
Igual que Brandon antes, lo sujetó con ambas manos y trató de hacerlo girar en torno del surco. Aumentó la presión, gruñendo.
No lo rompas le advirtió Brandon.
Está cediendo. O bien se supone que es rígido, o bien la corrosión lo ha atascado. Se detuvo, miró el instrumento con impaciencia y se lo llevó de nuevo al ojo. Dio media vuelta, despolarizó una ventna y miró las luces de la ciudad. Que me arrojen al espacio murmuró, con el aliento entrecortado.
¿Qué pasa? ¿Qué pasa? se excitó Brandon.
El atónito Moore le entregó el instrumento y Brandon se lo llevó a los ojos y exclamó:
¡Es un telescopio!
¡Déjame ver! dijo Shea.
Pasaron casi una hora con él, convirtiéndolo en telescopio al hacerlo girar en una dirección y en microscopio al hacerlo girar en la contraria.
¿Cómo funciona? preguntaba una y otra vez Brandon.
No lo sé repetía Moore. Finalmente dijo: Estoy seguro de que tiene que ver con campos de fuerza concentrados. Actuamos contra una considerable resistencia de campo. Con instrumentos de mayor tamaño, se requerirá un ajuste de la potencia.
Un truco bastante ingenioso comentó Shea.
Es algo más agregó Moore. Apuesto a que representa un giro totalmente nuevo en física teórica. Concentra la luz sin lentes y se puede ajustar para recoger luz en una superficie cada vez más amplia sin cambios en la longitud focal. Estoy seguro de que podríamos reproducir el telescopio de quinientas pulgadas de Ceres en una dirección y un microscopio electrónico en la otra. Más aún, no veo ninguna aberración cromática, así que debe de curvar igualmente la luz de todas las longitudes de onda. Tal vez también curve ondas de radio y rayos gamma. Tal vez distorsione la gravedad, si la gravedad es una especie de radiación. Tal vez...
¿Vale dinero? preguntó Shea secamente.
Muchísimo, si alguien supiera cómo funciona.
Entonces, no iremos a ver a los de Seguros Transespaciales. Consultaremos primero con un abogado. ¿Cedimos estas cosas con nuestros derechos de la prima de salvamento o no? Ya estaban en tus manos antes de que firmaras el papel. Por otra parte, ¿el papel tiene validez si no sabíamos qué estábamos cediendo? Tal vez se pueda considerar un fraude.
Más aún añadió Moore,tratándose de esto, no sé si debiera poseerlo una compañía privada. Deberíamos consultar a un organismo gubernamental. Si hay dinero en ello...
Pero Brandon se estaba golpeando las rodillas con los puños.
¡Al demonio con el dinero, Warren! Recibiré de buena gana todo el dinero que me caiga en las manos, pero eso no es lo importante. ¡Seremos famosos, hombre, famosos! Imagina la historia. Un fabuloso tesoro perdido en el espacio. Una empresa gigantesca lleva hurgando
  
en el espacio veinte años para encontrarlo y nosotros, los olvidados, lo tenemos en nuestras manos. Luego, en el vigésimo aniversario de la pérdida, lo encontramos. Si esta cosa funciona, si la anóptica se transforma en una gran técnica científica, nunca nos olvidarán.
Moore sonrió y se echó a reír.
Muy bien. Lo has conseguido, Mark. Conseguiste lo que te proponías. Nos has salvado de quedar abandonados en el olvido.
Lo hicimos entre todos. Mike Shea nos puso en marcha con la información básica necesaria, yo elaboré la teoría y tú tenías el instrumento.
De acuerdo. Es tarde y mi esposa regresará pronto, así que pongamos manos a la obra. Multivac nos dirá qué organismo sería el apropiado y quién...
No, no interrumpió Brandon. Primero el rito. El brindis de cierre del aniversario, por favor, y con el cambio apropiado. ¿No me das ese gusto, Warren?
Le pasó la botella de acuaverde Jabra. Moore llenó cada vaso hasta el borde.
Caballeros, un brindis dijo solemnemente. Los tres alzaron los vasos. Caballeros, por los recuerdos del Reina de Plata que supimos guardar.
  
NECROLÓGICA
Mi esposo Lancelot siempre lee el periódico durante el desayuno. Lo primero que veo de él es su rostro enjuto y abstraído, con ese perpetuo aire de furia y de desconcertada frustración. En vez de saludarme, se acerca el periódico a la cara.
Luego, sólo veo el brazo que sale de detrás del periódico para coger una segunda taza de café, donde acabo de echar la acostumbrada medida de azúcar, ni mucha ni poca, para evitar que él me fulmine con la mirada.
Ya no lamento esta situación. Al menos, nos permite desayunar en paz.
Sin embargo, esta mañana la paz fue interrumpida cuando Lancelot vociferó:
¡Santo cielo! Ese idiota de Paul Farber ha muerto. ¡Apoplejía!
Apenas reconocí el nombre. Lancelot lo había mencionado en ocasiones, así que yo lo conocía como uno de sus colegas, otro físico teórico. Por el exasperado epíteto de mi esposo tuve la razonable certeza de que era un físico de cierto renombre que había alcanzado el éxito no conseguido por Lancelot.
Dejó el periódico y me miró irritado.
¿Por qué llenan las necrológicas con estos embustes? Lo convierten en un segundo Einstein sólo porque ha muerto de apoplejía.
Si había un tema que yo había aprendido a eludir era el de las necrológicas. Ni siquiera me atreví a asentir.
Lancelot arrojó el periódico y se marchó de la habitación, dejando los huevos a medio terminar y la segunda taza de café sin tocar.
Suspiré. ¿Qué más podía hacer? ¿Qué más?
  
Claro que el verdadero nombre de mi esposo no es Lancelot Stebbins. Cambio los nombres y las circunstancias para proteger a cierta persona. Aun así, aunque utilizara los nombres reales, nadie reconocería a mi esposo.
Lancelot tenía cierto talento en este sentido: un talento para pasar inadvertido. Invariablemente, alguien se le adelantaba en sus descubrimientos, o un descubrimiento mayor y simultáneo lo dejaba en segundo plano. En las convenciones científicas, sus ponencias atraían poco público porque en otra sección alguien presentaba una ponencia más importante.
Como es lógico, esto había hecho mella en él. Lo cambió.
Cuando nos casamos hace veinticinco años, él era un partido interesante. Gozaba de buena posición gracias a una herencia y ya era un físico ambicioso y prometedor. En cuanto a mí, creo que entonces era bonita, pero eso no duró. Lo que duró fue mi introversión y mi ineptitud para ese éxito social que un profesor joven y emprendedor necesita en una esposa.
Tal vez eso formase parte del talento de Lancelot para pasar inadvertido. Si se hubiera casado con una mujer más brillante, quizás ella lo hubiera iluminado hasta hacerlo visible.
Es posible que Lancelot lo comprendiese al cabo de un tiempo y por eso se volvió distante tras un par de años de moderada facilidad. A veces yo misma lo creía así y me sentía culpable.
Pero luego pensé que era sólo por su sed de fama, que creció al no ser satisfecha. Dejó su puesto docente y construyó un laboratorio propio en las inmediaciones de la ciudad, donde según decía dispondría de un terreno barato y aislado.
El dinero no constituía un problema. En esa especialidad, el Gobierno era generoso con las subvenciones y siempre se conseguían. Además, él hacía uso de nuestro propio dinero sin reserva ninguna.
Yo trataba de respaldarlo.
Pero no es necesario, Lancelot le decía. No tenemos problemas económicos. Ellos no te niegan un puesto en la universidad. Yo sólo quiero hijos y una vida normal.
Pero lo consumía una llama que lo cegaba para todo lo demás. Se volvió furiosamente hacia mí.
Hay algo que debe venir primero. El mundo de la ciencia tiene que reconocerme por lo que soy, por un..., por un gran investigador.
En esa época, aún vacilaba al aplicarse la palabra genio.
Fue en balde. La suerte se ensañaba con él. Su laboratorio era un hervidero de actividad, y Lancelot contrataba ayudantes con sueldos estupendos y se deslomaba trabajando, pero no obtenía resultados.
Yo seguía esperando que desistiera, que regresara a la ciudad y nos
  
permitiera llevar una vida normal y apacible. Lo esperaba, pero cada vez que él estaba a punto de admitir la derrota surgía una nueva batalla, un nuevo intento de asaltar los bastiones de la fama. En cada ocasión, acometía con esperanzas renovadas y caía víctima de la desesperación.
Y siempre se desquitaba conmigo, pues si el mundo lo maltrataba podía desahogarse maltratándome a mí. No soy una persona valiente, pero empecé a pensar que debía abandonarlo.
Y, sin embargo...
Era evidente que durante el último año se había estado preparando para otra batalla. Una más, pensé. Había en él algo más intenso, más crispado que antes. El modo en que murmuraba a solas y se reía por nada, o las veces que se pasaba días sin comer y noches sin dormir. Incluso se acostumbró a guardar apuntes del laboratorio en una caja de caudales del dormitorio, como si recelara de sus propios ayudantes.
Yo tenía la fatalista certeza de que ese intento también fracasaría. Y si fracasaba a su edad tendría que reconocer que su última oportunidad había pasado. Tendría que desistir.
Así que decidí aguardar, armándome de paciencia.
Pero la lectura de aquella necrológica durante el desayuno fue una especie de sacudida.
Una vez, en una ocasión similar anterior, yo comenté que al menos él podría contar con un cierto grado de reconocimiento en su nota necrológica.
Supongo que no fue un comentario muy inteligente, pero mis comentarios nunca lo son. No fue más que un intento de bromear para arrancarlo de una creciente depresión que, como yo sabía por experiencia, lo volvería insoportable.
Y tal vez hubiera en mi comentario un poco de despecho inconsciente. Francamente, no lo sé.
De cualquier modo, se giró impetuosamente hacia mí y, temblándole todo el cuerpo y uniendo sus oscuras cejas sobre los ojos hundidos, me gritó con estridencia:
¡Pero jamás leeré mi necrológica! ¡Me privarán hasta de eso!
Y me escupió. Me escupió deliberadamente.
Me fui corriendo a mi dormitorio.
Nunca se disculpó, pero tras unos días de evitarlo por completo continuamos nuestra fría existencia como de costumbre. Ninguno de los dos hizo referencia alguna al incidente.
Y ahora otra necrológica.
Sentada a la mesa del desayuno, comprendí que para él era la gota que colmaba el vaso, la culminación de su prolongado fracaso.
  
Intuí que sobrevendría una crisis y no sabía si temerla o recibirla con gusto. Tal vez debiera recibirla con gusto. Era imposible que un cambio no fuera para mejor.
Poco antes del almuerzo fue a verme a la sala de estar, donde un cesto de costura me ocupaba las manos y un poco de televisión me ocupaba la mente.
Necesitaré tu ayuda dijo en un tono brusco.
Hacía más de veinte años que no me decía nada semejante, e involuntariamente me ablandé. Parecía estar poseído de una euforia enfermiza. Había un rubor en sus pálidas mejillas.
Con mucho gusto contesté. Si hay algo que pueda hacer por ti.
Sí, hay algo. Les he dado a mis ayudantes un mes de vacaciones. Se marcharán el sábado y, luego, tú y yo trabajaremos a solas en el laboratorio. Te lo digo ahora para que no organices ninguna actividad para la semana próxima.
Me amilané un poco.
Pero, Lancelot, sabes que no puedo ayudarte en tu trabajo. Yo no entiendo...
Lo sé me interrumpió con desdén, pero no tienes que entender mi trabajo. Sólo es preciso que sigas unas cuantas instrucciones y que lo hagas con cuidado. Lo cierto es que por fin he descubierto algo que me pondrá donde merezco...
Oh, Lancelot se me escapó sin darme cuenta, pues había oído esa frase varias veces.
Escúchame, tonta. Por una vez trata de comportarte como una adulta. Esta vez lo he conseguido. Esta vez nadie puede adelantárseme porque mi descubrimiento se basa en un concepto tan heterodoxo que ningún físico viviente, excepto yo, tendría el genio suficiente para pensar en ello; al menos, durante toda una generación. Y cuando mi trabajo se difunda por el mundo quizá se me reconozca como el mayor científico de todos los tiempos.
Me alegro por ti, Lancelot.
He dicho que quizá se me reconozca. También podría suceder lo contrario. Se cometen muchas injusticias a la hora de atribuir los méritos científicos. He escarmentado ya demasiadas veces. Así que no bastará con anunciar el descubrimiento. Si lo hago, todos se pondrán a trabajar en ello y al cabo de un tiempo seré sólo un nombre en los libros de historia, y la gloria estará distribuida entre un montón de oportunistas.
Creo que la única razón por la que me habló entonces, tres días antes de iniciar el trabajo que planeaba, fue porque ya no podía conte
  
nerse. Necesitaba contarlo, y yo era una nulidad tal que no resultaba peligroso confiar en mí.
Tengo la intención de que mi descubrimiento esté rodeado de tal aura de dramatismo, de que llegue a la humanidad con un estruendo tan resonante, que no quedará espacio para que se mencione a nadie en la misma frase que a mí, nunca.
Lancelot estaba yendo demasiado lejos y yo temía el efecto de otra desilusión. ¿No estaría enloqueciendo?
Lancelot, ¿por qué molestarnos? ¿Por qué no desistir? ¿Por qué no nos tomamos unas largas vacaciones? Has trabajado con empeño y durante muchísimo tiempo, Lancelot. Tal vez pudiéramos hacer un viaje a Europa. Siempre he querido...
Pegó una patada en el suelo.
¿Por qué no dejas de soltar esos estúpidos maullidos? ¡El sábado vendrás conmigo al laboratorio!
Dormí mal las tres noches siguientes. Él nunca se había portado de ese modo, nunca había llegado a tal extremo. ¿Acaso ya se había vuelto loco? Podía ser locura de verdad, una locura nacida de una desilusión insoportable y despertada por la nota necrológica. Se había deshecho de sus ayudantes y me quería en el laboratorio. Antes nunca me dejaba entrar allí. Sin duda se proponía hacerme algo, someterme a un experimento demencial o matarme sin más.
Durante esas desdichadas noches de miedo pensaba en llamar a la policía, en huir, en..., en cualquier cosa.
Pero luego llegaba la mañana y pensaba que no estaba loco y que sin duda no me trataría con violencia. Ni siquiera el episodio del escupitajo era violento de verdad y, en realidad, nunca había intentado causarme daño físico.
Así que me resigné a esperar, y el sábado me dirigí con la docilidad de una gallina hacia lo que podía ser mi muerte. Juntos, en silencio, recorrimos el sendero que unía la casa con el laboratorio.
El laboratorio era intimidatorio ya por sí mismo, y entré con toda cautela, pero Lancelot me reprendió:
Oye, deja ya de mirar a tu alrededor como si fueran a hacerte daño. Sólo tienes que hacer lo que yo te diga y mirar a donde yo te indique.
Sí, Lancelot.
Me había conducido a una pequeña habitación cuya puerta estaba cerrada con candado. Estaba abarrotada de objetos de extraña apariencia, con muchos cables.
Antes de nada, ¿ves este crisol de hierro?
  
Sí, Lancelot.
Era un pequeño, pero profundo recipiente de metal grueso, con manchas de herrumbre en el exterior. Estaba cubierto con una tosca red de alambre.
Dentro vi un ratón blanco y con las patas delanteras en el lado interior del crisol y el hocico en la red de alambre, temblando de curiosidad o quizá de ansiedad. Me temo que di un salto, pues ver un ratón inesperadamente es alarmante, al menos para mí.
No te va a hacer nada gruñó Lancelot. Ahora ponte contra la pared y obsérvame.
Mis temores se agudizaron. Tenía la certeza de que un rayo saldría de alguna parte y me quemaría viva, de que una cosa metálica y monstruosa saldría y me trituraría, de que...
Cerré los ojos.
Pero no sucedió nada. No a mí, al menos. Sólo oí un siseo, como si un petardo hubiera fallado.
¿Bien? me dijo Lancelot
Abrí los ojos. Me estaba mirando, henchido de orgullo. Yo lo miré a él, desconcertada.
Aquí. ¿No lo ves, idiota? Aquí.
A medio metro del crisol había otro. Yo no lo había visto antes.
¿Te refieres a ese segundo crisol? pregunté.
No es un segundo crisol, sino un duplicado del primero. Para todos los efectos son el mismo crisol, átomo por átomo. Compáralos. Verás que las manchas de óxido son idénticas.
¿Hiciste el segundo a partir del primero?
Sí, pero de un modo especial. Normalmente, la creación de materia requeriría una cantidad imposible de energía. Se necesitaría la fisión total de cien gramos de uranio para crear un gramo de materia duplicada, incluso con un rendimiento perfecto. El gran secreto que he descubierto es que la duplicación de un objeto en un punto del futuro requiere escasa energía si dicha energía se aplica correctamente. La esencia de esta proeza..., querida, es que al crear el duplicado y traerlo de vuelta he logrado el equivalente del viaje por el tiempo.
El hecho de que me dirigiera un término afectuoso revelaba su grado de exaltación y felicidad.
¡Es extraordinario! exclamé, pues a decir verdad estaba impresionada. ¿El ratón también ha vuelto?
Miré dentro del segundo crisol y tuve otro sobresalto desagradable. Había un ratón blanco... y muerto.
Lancelot se ruborizó un poco.
Es un inconveniente. Puedo traer de vuelta la materia viviente, pero no como materia viva, sino muerta.

Qué lástima. ¿Por qué?
Aún no lo sé. Sospecho que los duplicados son del todo perfectos a escala atómica. Desde luego, no hay daños visibles. Las disecciones lo demuestran.
Podrías preguntar...
Me callé de inmediato ante su mirada. Comprendí que era mejor no sugerir una colaboración, pues sabía por experiencia que en tal caso el colaborador recibiría invariablemente todo el mérito por el descubrimiento.
Ya he preguntado dijo Lancelot, en un tono amargamente divertido. Un biólogo les hizo la autopsia a algunos de mis animales y no encontró nada. Por supuesto, no sabía de dónde venía el animal y me cuidé de llevármelo antes de que algo me delatara. ¡Cielos, ni siquiera mis ayudantes saben qué estoy haciendo!
¿Pero por qué tanto secreteo?
Porque no puedo traer objetos vivos. Algún sutil trastorno molecular. Si publicara mis resultados, alguien podría descubrir el modo de impedir ese trastorno, añadir una mejora de poca importancia a mi descubrimiento y hacerse más famoso que yo porque traería de vuelta a un hombre vivo que podría proporcionar información sobre el futuro.
Lo comprendí perfectamente. No tenía ni que decirme que aquello podría ocurrir; ocurriría sin duda. Inevitablemente. De hecho, hiciera lo que hiciese, otro se llevaría los laureles. Estaba segura de ello.
Sin embargo continuó, hablando para sí mismo más que para mí, no puedo esperar más. Debo hacerlo público, pero de tal modo que quede indeleble y permanentemente asociado conmigo. El aura dramática ha de ser tan efectiva que no haya modo de referirse al viaje por el tiempo sin mencionarme a mí, hagan lo que hagan otros en el futuro. Yo prepararé ese drama y tú representarás un papel en él.
¿Pero qué quieres que haga, Lancelot?
Serás mi viuda.
Le agarré el brazo.
Lancelot, ¿quieres decir...?
No puedo analizar los sentimientos conflictivos que me embargaron en ese instante.
Se zafó de mí rudamente.
Sólo provisionalmente. No me voy a suicidar; simplemente, me haré volver desde un futuro de tres días.
Pero estarás muerto.
Sólo el «yo» que regrese. El «yo» real estará tan vivo como siempre. Como ese ratón blanco. Fijó la vista en un cuadrante. Ah, tiempo cero dentro de pocos segundos. Observa el segundo crisol y el ratón muerto.
Se esfumó ante mis ojos y de nuevo oí un siseo.
  
¿Adónde ha ido?
A ninguna parte. Era sólo un duplicado. En cuanto pasamos por ese instante del tiempo en el cual se formó el duplicado, desapareció de forma natural. Pero el primer ratón era el original y está vivito y coleando. Lo mismo ocurrirá conmigo. Un «yo» duplicado regresará muerto. El «yo» original estará vivo. Dentro de tres días, llegaremos al instante en que se formó el «yo» duplicado, usando mi «yo» verdadero como modelo, y regresó muerto. Una vez que pasemos ese momento, el «yo» muerto desaparecerá y el vivo permanecerá. ¿Está claro?
Parece peligroso.
Pues no lo es. Cuando aparezca mi cadáver, el médico me declarará muerto, los periódicos anunciarán que estoy muerto, el sepulturero se dispondrá a enterrar al muerto. Luego, volveré a la vida y haré público cómo lo hice. Cuando eso ocurra, seré algo más que el descubridor del viaje por el tiempo. Seré el hombre que regresó de la tumba. El viaje temporal y Lancelot Stebbins gozarán de tanta publicidad y quedarán tan unidos el uno al otro que nada podrá separar mi nombre de la idea del viaje por el tiempo.
Lancelot murmuré, ¿por qué no nos limitamos a anunciar tu descubrimiento? Es un plan demasiado rebuscado. Con sólo hacerlo público te harás famoso y luego podremos mudarnos a la ciudad y...
¡Cállate! Haz lo que te digo.
No sé cuánto tiempo llevaba Lancelot pensando en todo eso antes de que la necrológica aquella llevara las cosas a tal extremo. No subestimo su inteligencia. A pesar de su pésima suerte, su brillantez era incuestionable.
Antes de que se marcharan sus ayudantes, les había informado sobre los experimentos que se proponía realizar en su ausencia. Una vez que ellos dieran testimonio, nadie se extrañaría de que Lancelot estuviera trabajando con una combinación de reacciones químicas y muriera envenenado con cianuro.
Encárgate de que la policía se ponga en contacto en seguida con mis ayudantes. Ya sabes dónde se encuentran. No quiero que haya insinuaciones de homicidio ni de suicidio; que sólo se hable de accidente, un accidente lógico y natural. Quiero que un médico certifique rápidamente la defunción y que se notifique de inmediato a los periódicos.
Pero, Lancelot, ¿y si encuentran a tu verdadero yo?
¿Por qué iban a encontrarlo? Si encuentras un cadáver, ¿te pones a buscar su réplica viviente? Nadie me buscará, y entre tanto yo me ocultaré en la cámara del tiempo. Hay retrete y lavabo y puedo llevar suficientes sándwiches preparados para alimentarme. Y añadió con

disgusto: Claro que tendré que prescindir del café hasta que todo haya terminado. No puedo permitir que alguien huela un inexplicable aroma a café mientras se supone que estoy muerto. No importa; hay agua en abundancia y son sólo tres días.
Entrelacé las manos nerviosamente.
Y si te encontraran ¿no sería igual? Habrá un « yo» muerto y un «yo» vivo...
En realidad, intentaba consolarme a mí misma, prepararme para la inevitable desilusión.
¡No! ¡No sería igual! ¡Todo se convertiría en un engaño que había fracasado! ¡Me haría famoso, pero sólo como un tonto!
Pero, Lancelot dije cautamente, siempre algo sale mal.
No esta vez.
Pero siempre dices «no esta vez» y, sin embargo, siempre...
Pálido por la rabia y con los ojos en blanco, me agarró del codo y me zarandeó, pero no me atreví a gritar.
Sólo algo puede ir mal y eres tú. Si me delatas, si no desempeñas perfectamente tu papel, si no sigues las instrucciones al pie de la letra, yo..., yo... Pareció buscar el castigo apropiado y dijo: Te mataré.
Volví la cabeza aterrorizada y traté de zafarme, pero él me retuvo con fuerza. Su fuerza era notable cuando lo poseía la ira.
¡Escúchame! Me has causado bastante daño con tu forma de ser, pero me he culpado a mí mismo primero por casarme contigo y luego por no haber encontrado tiempo para divorciarme. Pero ahora, a pesar de ti, tengo la oportunidad de transformar mi vida en un gran éxito. Si estropeas esta oportunidad, te mataré. Lo digo en serio.
No me cabía duda.
Haré todo lo que digas susurré, y me soltó.
Se pasó un día entero trabajando con sus máquinas.
Nunca he transportado más de cien gramos dijo reflexivamente.
Pensé: No funcionará, no puede funcionar.
Al día siguiente, reguló el aparato de tal modo que yo sólo debía apagar un interruptor. Durante un buen rato me hizo practicar con ese interruptor en un circuito desconectado.
¿Lo entiendes ahora? ¿Ves cómo se hace?
Sí.
Pues hazlo cuando se encienda esta luz, ni un segundo antes.
No funcionará, pensé.
Sí dije.
Ocupó su puesto y guardó un hosco silencio. Llevaba puesto un delantal de caucho sobre una chaqueta de laboratorio.
  
La luz destelló y la práctica rindió sus frutos, pues conecté el interruptor automáticamente antes de que ningún pensamiento pudiera detenerme o hacerme vacilar.
Por un instante vi a dos Lancelots, uno al lado del otro; el nuevo, vestido como el viejo, pero más desaliñado. Luego, el nuevo se desplomó y se quedó inerte.
¡Bien! exclamó el Lancelot vivo, saliendo de ese lugar cuidadosamente marcado. Ayúdame. Cógele por las piernas.
Me quedé maravillada de Lancelot. Sin una mueca de inquietud, era capaz de trasladar su propio cadáver, su cadáver de tres días más tarde, tan impávido como si llevara un saco de trigo.
Había otros aparatos de química esparcidos por allí, sin duda destinados a hacer creer que había un experimento en marcha. En el escritorio, sobresalía de entre otros un frasco con la etiqueta de «Cianuro de potasio». Cerca de él había algunos cristalitos desparramados; cianuro, supongo.
Lancelot dejó caer el cadáver como si se hubiera caído del taburete, le puso cristales en la mano izquierda y arrojó un puñado en el delantal de caucho y otro en la barbilla.
Ellos lo entenderán murmuró. Echó una última ojeada y me dijo: Muy bien. Ahora vete a casa y llama al médico. Di que viniste a traerme un sándwich porque yo seguí trabajando durante la hora del almuerzo. Ahí está. Y señaló un plato roto y un sándwich esparcido, tirado donde presuntamente se me había caído de las manos. Grita un poco, pero no exageres.
No me resultó difícil gritar ni llorar cuando llegó el momento. Hacía días que tenía ganas de hacer ambas cosas y fue un alivio poder desahogar mi histeria.
El médico se comportó tal como Lancelot había previsto. El frasco de cianuro fue lo primero que vio. Frunció el ceño.
Cielos, señora Stebbins. Era un químico descuidado.
Supongo que sí sollocé. No debía hacer este trabajo, pero sus ayudantes están de vacaciones.
No se debe tratar el cianuro como si fuera sal. El médico sacudió la cabeza con aire moralizador. Señora Stebbins, tendré que Ha
 Lo agarré de los tobillos, sintiendo un retortijón en el estómago. Aún estaba tibio, recién muerto. Lo llevamos por un corredor, subimos por una escalera, cruzamos otro corredor y entramos en un cuarto. Lancelot ya lo tenía todo preparado. Una solución burbujeaba en un extraño artilugio de vidrio en un sector cerrado con una puerta corrediza.
mar a la policía. Es envenenamiento accidental por cianuro, pero se trata de una muerte violenta y la policía...
Oh, sí. Llame usted. Y de inmediato me reproché haber hablado con tan sospechosa avidez.
Llegó la policía, acompañada de un cirujano forense, quien gruñó disgustado al ver los cristales de cianuro en la mano, en el delantal y en la barbilla. Los policías no demostraron el menor interés. Se limitaron a hacer preguntas estadísticas relacionadas con los nombres y las edades. Me preguntaron que si yo podría encargarme del sepelio. Dije que sí y se marcharon.
Luego, telefoneé a los periódicos y a dos agencias de prensa. Les dije que suponía que obtendrían noticias del deceso en los archivos de la policía y que esperaba que no hicieran hincapié en que mi esposo era un químico descuidado, con el tono de alguien que desea que no se hable mal de los difuntos. A fin de cuentas, agregué, era físico nuclear y no químico, y últimamente yo tenía la sensación de que podía hallarse en problemas.
Seguí las indicaciones de Lancelot al pie de la letra y eso también funcionó. ¿Un físico nuclear con problemas? ¿Espías? ¿Agentes enemigos?
Los periodistas acudieron ávidamente. Les di un retrato juvenil de Lancelot y un fotógrafo tomó fotos del laboratorio. Los conduje por algunas salas del laboratorio principal para que tomaran más fotos. Ni los policías ni los periodistas me hicieron pregunta alguna sobre la habitación cerrada, y nadie pareció reparar en ella.
Les di también un montón de material profesional y biográfico que Lancelot había dejado preparado y les conté varias anécdotas destinadas a revelar una combinación de humanidad y brillantez. Traté de ser literal en todo y, sin embargo, no me sentía confiada. Algo saldría mal, sabía que algo saldría mal.
Y cuando eso ocurriera él me echaría la culpa. Y esta vez había prometido matarme.
Al día siguiente le llevé los periódicos. Los leyó una y otra vez con ojos relucientes. Le habían dedicado un recuadro entero en el lado inferior izquierdo de la primera plana del New York Times. Tanto el Tintes como Associated Press hacían poco hincapié en el enigma de su muerte, pero uno de los tabloides tenía un llamativo titular en primera página: «Misteríosa muerte de sabio atómico.»
Lancelot se rió estentóreamente mientras leía y, cuando terminó con todos, volvió al primero.
Me miró severamente.
No te vayas. Escucha lo que dicen.

Ya los he leído todos, Lancelot.
Te digo que escuches.
Me los leyó uno por uno en voz alta, demorándose en las alabanzas a los difuntos. Finalmente dijo, radiante de satisfacción:
¿Sigues creyendo que algo saldrá mal?
Si la policía volviera a preguntarme por qué pienso que estabas en apuros...
Tus declaraciones fueron imprecisas. Diles que habías tenido pesadillas. Para cuando quieran investigar más, si es que lo hacen, será demasiado tarde.
Por supuesto, todo iba bien, pero me costaba creer que seguiría así. De todos modos, la mente humana es extraña, insiste en tener esperanzas cuando todo está en contra.
Lancelot, cuando todo esto haya terminado y seas famoso, famoso de verdad, podrás retirarte. Podremos regresar a la ciudad y vivir en paz.
Eres una imbécil. Una vez que se me reconozca deberé continuar, ¿no lo entiendes? Los jóvenes acudirán a mí. Este laboratorio se convertirá en un gran Instituto de Investigación Temporal. Seré una leyenda viviente, y mi grandeza alcanzará tales alturas que nadie podrá ser otra cosa que un enano intelectual en comparación conmigo.
Se puso de puntillas, con los ojos brillantes, como si ya viera el pedestal donde iban a ponerlo.
Había sido mi última esperanza de recibir una migaja de felicidad. Suspiré.
Le pedí al sepulturero que dejara el ataúd con el cuerpo en el laboratorio antes de enterrarlo en el terreno de la familia Stebbins en Long Island. Le pedí que no lo embalsamara y me ofrecí a conservarlo en una sala refrigerada a cuatro grados.
El sepulturero llevó el ataúd al laboratorio con un gesto de fría desaprobación. Sin duda eso se reflejó en la cuenta que recibí más tarde. Mi explicación de que deseaba tenerlo cerca por última vez y darles a los ayudantes la oportunidad de ver el cadáver era incongruente y sonaba como tal.
De todas formas, Lancelot había especificado claramente qué debía decir.
Una vez que el cuerpo estuvo en el ataúd, con la tapa abierta, fui a ver a Lancelot.
Oye, el sepulturero está muy disgustado. Creo que sospecha que hay gato encerrado.
Bien dijo Lancelot con satisfacción.

Pero...
Sólo es preciso aguardar un día más. Una mera sospecha no va a cambiar las cosas. Mañana por la mañana, el cuerpo desaparecerá, o debería desaparecer.
¿Quieres decir que tal vez no desaparezca?
Lo sabía, lo sabía, pensé.
Podría darse alguna demora o algún adelanto. Nunca he transportado nada tan pesado y no sé hasta qué punto son exactas mis ecuaciones. Si quiero que el cuerpo esté aquí y no en una sala de velatorios es, entre otras cosas, para poder realizar las observaciones pertinentes.
Pero en la sala de velatorios desaparecería ante testigos.
¿Y piensas que aquí sospecharán alguna artimaña?
Desde luego.
Lancelot parecía divertido.
Dirán: ¿por qué mandó de vacaciones a sus ayudantes?, ¿por qué se mató realizando experimentos que un niño podría realizar?, ¿por qué el cadáver desapareció sin testigos? Dirán: esa historia del viaje por el tiempo es absurda; tomó drogas para sumirse en un trance cataléptico y los médicos se dejaron embaucar.
Sí murmuré. ¿Cómo se había dado cuenta de todo eso?
Y cuando yo afirme que he resuelto el problema del viaje por el tiempo prosiguió, que incuestionablemente se certificó mi muerte y que yo íncuestionablemente no estaba vivo, los científicos ortodoxos me denunciarán por farsante. Y en una semana me habré convertido en un nombre cotidiano para todos los habitantes de la Tierra. No hablarán de otra cosa. Me ofreceré para hacer una demostración del viaje por el tiempo ante cualquier grupo de científicos que desee presenciarla. Ofreceré hacer la demostración por un circuito intercontinental de televisión. La presión pública obligará a los científicos a asistir, y la televisión a darles autorización. Lo de menos será si la gente ansía un milagro o un linchamiento. ¡Lo verá! Y entonces alcanzaré el éxito y nadie en la historia de la ciencia habrá logrado una culminación más trascendente.
Me quedé obnubilada un instante, pero algo dentro de mí insistía: demasiado largo, demasiado complicado, algo saldrá mal.
Esa noche llegaron sus ayudantes y trataron de mostrarse respetuosamente acongojados en presencia del cadáver; dos testigos más que jurarían haber visto muerto a Lancelot, dos testigos más que embrollarían la situación y contribuirían a llevar los acontecimientos hasta una cima estratosférica.
  
A las cuatro de la madrugada siguiente estábamos en la sala refrigerada, arropados en abrigos y esperando el momento cero.
El eufórico Lancelot revisaba sus instrumentos una y otra vez, mientras el ordenador trabajaba constantemente. No sé cómo lograba mover los dedos con tanta agilidad haciendo el frío que hacía.
Yo estaba totalmente alicaída. Era el frío, el cadáver en el ataúd, la incertidumbre del futuro.
Hacía una eternidad que estábamos allí cuando Lancelot exclamó a media voz:
Funcionará. Funcionará tal como predije. A lo sumo, la desaparición se retrasará cinco minutos, y esto tratándose de setenta kilogramos de masa. Mi análisis de las fuerzas cronométricas es magistral.
Me sonrió, pero también le sonrió al cadáver con igual calidez.
Noté que tenía la chaqueta arrugada y desaliñada, igual que el segundo Lancelot, el muerto, cuando apareció. La llevaba puesta desde hacía tres días hasta para dormir.
Lancelot pareció leerme los pensamientos, o tal vez la mirada, pues bajó la vista a su chaqueta y dijo:
Sí, será mejor que me ponga el delantal. Mi segundo yo lo tenía puesto cuando apareció.
¿Qué ocurriría si no te lo pusieras? pregunté con voz neutra.
Tendría que hacerlo. Sería necesario. Algo me lo habría recordado. De lo contrario, él no habría aparecido con el delantal puesto. Entrecerró los ojos. ¿Sigues creyendo que algo saldrá mal?
No lo sé murmuré.
¿Crees que el cuerpo no desaparecerá o que yo desapareceré? No respondí. ¿No ves que mi suerte ha cambiado al fin? chilló. ¿No ves que todo sale a la perfección y según lo. planeado? Seré el hombre más grande que haya vivido. Vamos, calienta agua para el café. De pronto, recobró la calma. Servirá para celebrar que mi doble nos abandona y yo regreso a la vida. Hace tres días que no tomo café.
Era café instantáneo, pero después de tres días se conformaría con eso. Manipulé el calentador eléctrico del laboratorio con los dedos congelados hasta que Lancelot me empujó a un lado y puso a calentar una jarra de agua.
Tardará un rato dijo, poniendo al máximo el mando. Miró al reloj y a los cuadrantes de las paredes. Mi doble se habrá ido antes de que el agua hierva. Ven a mirar.
Se puso a un lado del ataúd. Yo vacilé.
Ven me ordenó.
Fui.
Se miró con infinito placer y esperó. Ambos esperamos, con la vista fija en el cadáver.

Se oyó el siseo y Lancelot gritó:
¡Quedan menos de dos minutos!
Sin un temblor ni un parpadeo, el cadáver desapareció.
El ataúd abierto contenía ropa vacía. Por supuesto, no era la ropa en la que había llegado el cadáver, sino prendas reales y que permanecían en la realidad. Allí estaban: muda interior, camisa, pantalones, corbata, chaqueta. Los calcetines colgaban de los zapatos caídos. El cuerpo se había esfumado.
Oí el hervor del agua.
Café dijo Lancelot. Primero el café. Luego llamaremos a la policía y a los periódicos.
Preparé café para él y para mí.
Le añadí la acostumbrada medida de azúcar, ni mucha ni poca. Incluso en aquella situación, sabiendo que esa vez no le importaría, no pude contra el hábito.
Sorbí mi café, sin crema ni azúcar, según mi costumbre, y el calor me reanimó.
Él revolvió su café.
Con todo lo que he esperado... dijo en voz baja.
Se llevó la taza a los labios, que sonreían triunfantes, y bebió.
Fueron sus últimas palabras.
Ahora que todo había terminado, sentí un cierto frenesí. Me las apañé para desnudarlo y ponerle la ropa del cadáver desaparecido. Logré levantar el cuerpo y tenderlo en el ataúd. Le coloqué los brazos sobre el pecho.
Lavé todo rastro de café en el fregadero de la otra habitación y también el azucarero. Una y otra vez lo lavé, hasta que desapareció todo el cianuro que había sustituido al azúcar.
Llevé su chaqueta de laboratorio y el resto de la ropa al cesto donde guardé las que había traído el doble. El segundo juego había desaparecido, y puse allí el primero.
Luego, esperé.
Esa noche, comprobé que el cadáver estaba frío y llamé al sepulturero. Nadie tenía por qué asombrarse. Esperaban un cadáver y allí lo tenían. El mismo cadáver. Realmente el mismo. Incluso tenía cianuro, tal como supuestamente lo tenía el primero.
Supongo que serían capaces de distinguir entre un cuerpo muerto doce horas atrás y otro que llevaba tres días y medio muerto, aunque refrigerado; pero ¿quién iba a molestarse en investigar?
No investigaron. Cerraron el ataúd, se lo llevaron y lo sepultaron. Era el homicidio perfecto.

En rigor, como Lancelot estaba legalmente muerto cuando lo maté, me pregunto si en verdad fue un homicidio. Por supuesto, no pienso consultárselo a un abogado.
Ahora llevo una vida apacible y feliz. Tengo suficiente dinero. Voy al teatro. He entablado amistades.
Y vivo sin remordimientos. Lancelot nunca recibirá sus laureles. Algún día, cuando alguien vuelva a descubrir el viaje por el tiempo, el nombre de Lancelot Stebbins permanecerá olvidado en las tinieblas del Estigia. Pero yo ya le había advertido que, fueran cuales fuesen sus planes, así terminaría todo. Si yo no lo hubiera matado, alguna otra cosa habría estropeado sus planes, y entonces él me habría matado a mí.
Así que vivo sin remordimientos.
Incluso se lo he perdonado todo; todo, salvo ese momento en que me escupió. Resulta irónico que gozara de un instante de felicidad antes de morir, pues recibió una dádiva que pocos han tenido, y él fue el único que pudo saborearla.
 A pesar del berrido que me pegó aquella vez que me escupió, Lancelot tuvo la oportunidad de leer su propia necrológica.
LLUVIA, LLUVIA, ALÉJATE
Ahí está otra vez dijo Lillian Wright, ajustando las celosías. Ahí está, George.
¿Ahí está quién? preguntó su esposo, tratando de obtener un contraste satisfactorio en el televisor para ver el partido de béisbol.
La señora Sakkaro respondió Lillian, y para impedir el inevitable «¿quién es ésa?» se apresuró a añadir: La nueva vecina, por amor de Dios.
Ah.
Tomando el sol. Siempre tomando el sol. Me pregunto dónde estará su hijo. Habitualmente está fuera, en un día tan bonito como éste, jugando en ese patio inmenso y tirando la pelota contra la casa. ¿No le has visto nunca, George?
Le he oído. Es una versión de la tortura china de la gota de agua. Un golpe en la pared, un golpe en el suelo, un golpe en la mano. Blam, bang, paf...
Es un chico agradable, tranquilo y bien educado. Ojalá Tommie entablara amistad con él. Tiene la edad apropiada. Unos diez años, diría yo.
No sabía que Tommie tuviese problemas para entablar amistades.
Pero es difícil con los Sakkaro. Son muy reservados. Ni siquiera sé qué hace el señor Sakkaro.
¿Por qué tienes que saberlo? No te incumbe lo que hace.
Es raro que nunca lo vea salir a trabajar.
A mí nadie me ve salir a trabajar.
Tú te quedas en casa a escribir. ¿Qué hace él?
Sin duda, la señora Sakkaro sabe qué hace su esposo y le fastidia no saber qué hago yo.
Oh, George. Lillian se alejó de la ventana y miró con disgusto
  
al televisor. (Schoendienst era el bateador). Creo que deberíamos intentarlo. El vecindario debería intentarlo. 
¿Intentar qué? George estaba repantigado en el sillón, con una CocaCola en la mano, recién abierta y chorreando por la humedad.
Conocerlos.
¿No lo intentaste ya cuando llegaron? Me dijiste que habías ido a visitarlos.
Los saludé, pero ella acababa de mudarse y todavía estaba muy atareada, así que eso fue todo. Han pasado dos meses y lo único que hacemos es saludarnos. Es muy rara.
¿Ah, sí?
Siempre está mirando al cielo. La he visto cien veces, y nunca sale si está nublado. Una vez, cuando el chico estaba jugando fuera, le ordenó que entrara, gritándole que iba a llover. La oí por casualidad y salí deprisa, pues tenía ropa tendida. Hacía un sol aplastante. Y, sí, había algunas nubecillas, pero nada más.
¿Y luego llovió?
Claro que no. Salí corriendo al patio para nada.
George estaba enfrascado en el alboroto que había provocado un fallo de un jugador. Cuando terminó la algarabía y mientras el lanzador procuraba recobrar la compostura, George le comentó a Lillian, que entraba en la cocina:
Bueno, como son de Arizona, no creo que conozcan nubes de otro tipo.
Lillian regresó a la sala, taconeando.
¿De dónde?
De Arizona, según Tommie.
¿Cómo lo supo Tommie?
Habló con el chico mientras jugaban a la pelota, y él le dijo a Tommie que venían de Arizona y luego lo llamaron desde la casa. Al menos, Tommie dice que debía de ser Arizona, Alabama o un sitio similar. Ya sabes que Tommie no tiene buena memoria. Pero si el tiempo los pone nerviosos supongo que son de Arizona y por eso no saben cómo tomarse un buen clima lluvioso como el nuestro.
¿Y por qué no me lo habías contado nunca?
Porque Tommie me lo contó esta mañana, porque pensé que él ya te habría contado y, con franqueza, porque creí que podrías llevar una vida normal aunque nunca lo supieses. ¡Vaya...!
La pelota se remontó hacia las tribunas y el lanzador se dio por vencido. Lillian se acercó a las celosías.
Tendré que conocerla mejor. Parece muy agradable... ¡Oh, Dios, mira eso, George! George no apartó la vista del televisor.. Sé que está mirando esa nube. Y ahora se meterá en casa. Seguro.

Dos días después, George fue a la biblioteca a buscar unas referencias y regresó con una pila de libros. Lillian lo recibió exultante:
Oye, mañana no harás nada.
Parece una afirmación, no una pregunta.
Es una afirmación. Iremos con los Sakkaro al parque de Murphy.
¿Con...?
Con nuestros vecinos, George. ¿Cómo es posible que nunca recuerdes el apellido?
Soy un superdotado. ¿Y cómo ha sido eso?
Esta mañana fui a su casa y toqué el timbre.
¿Así de fácil?
No creas. Fue difícil. Estuve allí, vacilando y con el dedo sobre el timbre, hasta que comprendí que era preferible llamar y no que alguien abriera la puerta y me sorprendiera plantada allí como una boba.
¿Y ella no te echó?
No. Fue amabilísima. Me invitó a entrar, me reconoció, se alegró de que la visitara.
Y tú le sugeriste lo de ir al parque.
Sí. Pensé que todo sería más fácil si sugería un sitio donde los niños pudieran divertirse. A ella no le gustaría estropearle a su hijo una oportunidad así.
Psicología materna.
Pero tendrías que ver su casa.
Ah. Había un motivo para todo esto. Ahora lo entiendo. Querías hacer una inspección completa. Por favor, no me comentes la combinación de colores. No me interesan cómo son las colchas y puedo prescindir de toda alusión al tamaño de los armarios.
El secreto de la felicidad de su matrimonio era que Lillian no le prestaba atención a George. Comentó la combinación de colores, describía las colchas y precisó las medidas exactas de los armarios.
¡Y todo muy limpio! Nunca he visto un lugar tan ínmacualdo.
Pues si llegas a conocerla bien te crearás unas exigencias imposibles y tendrás que dejar de verla sólo para protegerte.
La cocina continuó Lillian, sin prestarle atención estaba tan resplandeciente como sí nunca la hubieran usado. Le pedí un vaso de agua y ella puso el vaso bajo el grifo con tal habilidad que ni una gota cayó en el fregadero. No era afectación; lo hizo tan espontáneamente que comprendí que siempre lo hacía de ese modo. Y cuando me entregó el vaso lo sostenía con una servilleta limpia. Aséptica como un hospital.
Debe de ser insoportable. ¿Aceptó venir con nosotros sin vacilar?
Bueno..., no sin vacilar. Llamó a su esposo para preguntarle cuál era el pronóstico del tiempo y él dijo que los periódicos anunciaban

cielo despejado para mañana, pero que estaba esperando el último informe de la radio.
Todos los periódicos lo decían, ¿eh?
Desde luego; todos publican el informe oficial, así que todos concuerdan. Pero creo que ellos están suscritos a todos los periódicos. Al menos, yo he visto el paquete que deja el repartidor...
No te pierdes detalle, ¿no?
De cualquier modo siguió Lillian con severidad, ella llamó a la oficina de meteorología y pidió las últimas noticias. Se las comunicó a su esposo y dijeron que irían, aunque nos telefonearían si había cambios imprevistos en el tiempo.
De acuerdo. Entonces, iremos.
Los Sakkaro eran jóvenes y agradables, morenos y guapos. Mientras atravesaban la calzada para ir hasta el automóvil de los Wright, George se inclinó hacia su esposa y le susurró al oído:
Así que la razón es él.
Ojalá fuera así. ¿Lo que lleva es una bolsa?
Una radio portátil. Sin duda para escuchar los pronósticos del tiempo.
El pequeño Sakkaro venía corriendo detrás, agitando algo que resultó ser un barómetro aneroide, y los tres se subieron al asiento trasero. Entablaron una charla sobre temas impersonales que se prolongó hasta que llegaron al parque de Murphy.
El niño Sakkaro era tan cortés y razonable que incluso Tommie Wright, apretujado entre sus padres en el asiento delantero, siguió su ejemplo y adoptó una apariencia civilizada. Lillian no recordaba haber disfrutado de un viaje tan apacible.
No la molestaba en absoluto que el señor Sakkaro tuviera la radio encendida, aunque en un volumen inaudíble, y nunca le vio llevársela al oído.
Hacía un día delicioso en el parque, caluroso y seco sin llegar a ser bochornoso, con un sol alegre y brillante en un cielo muy azul. Ni siquiera el señor Sakkaro, que no dejaba de inspeccionar el cielo ni de mirar el barómetro, parecía encontrar motivos de queja.
Lillian llevó a los niños a la parte de las atracciones y les compró billetes suficientes para que disfrutaran de todas las emociones centrífugas que ofrecía el parque.
Por favor le dijo a la señora Sakkaro cuando ésta se opuso, invito yo. La próxima vez le tocará a usted.
Cuando regresó, George estaba solo.
¿Dónde...?
  
Allí, en el puesto de los refrescos. Les he dicho que te esperaría aquí y luego nos reuniríamos con ellos contestó George, en un tono sombrío.
¿Pasa algo malo?
No, nada malo, excepto que sospecho que él debe de ser bastante rico.
¿Qué?
No sé cómo se gana la vida. He insinuado...
¿Quién fisgonea ahora?
Lo hice por ti. Me ha dicho que se dedica simplemente a estudiar la naturaleza humana.
¡Qué filosófico! Eso explicaría por qué reciben tantos periódicos.
Sí, pero con un hombre apuesto y rico como vecino me parece que yo también voy a tener que enfrentarme a unas exigencias imposibles.
No seas tonto.
Y no viene de Arizona.
¿No?
Le dije que había oído que eran de Arizona. Se sorprendió tanto que parece evidente que no. Se echó a reír y me preguntó que si tenía acento de Arizona.
Tiene un poco de acento observó Lillian pensativamente. Hay mucha gente de origen hispano en el suroeste, así que podría ser de Arizona. Sakkaro podría ser un apellido hispano.
A mí me parece japonés... Vamos, nos están llamando. ¡Oh, cielos, mira lo que han comprado!
Cada uno de los Sakkaro tenía tres palillos de algodón de azúcar, enormes remolinos de empalagosa espuma rosada batida en un recipiente caliente. Se derretía dulcemente en la boca y la dejaba pegajosa.
Los Sakkaro entregaron un palillo a cada uno de los Wright y éstos aceptaron por cortesía.
Caminaron por la avenida central, probaron suerte con los dardos, lanzaron pelotas, derribaron cilindros de madera, se hicieron fotos, grabaron sus voces y probaron la fuerza de sus manos.
Finalmente, recogieron a los pequeños, que habían quedado reducidos a un gozoso estado de tripas revueltas, y los Sakkaro se llevaron al suyo al puesto de los refrescos. Tommie quería un perrito caliente y George le dio una moneda, así que el crío echó a correr.
Francamente dijo George, prefiero quedarme aquí. Si les veo engullir más algodón de azúcar me pondré verde y vomitaré. Apostaría a que se han comido una docena de palillos cada uno.
Lo sé, y ahora están comprando más para el niño.
Le he ofrecido a Sakkaro una hamburguesa, pero me la ha recha

zado con mala cara. No es que una hamburguesa sea una gran cosa, ahora que después de tanta golosina debe de saber a gloria.
Lo sé. Yo le he ofrecido a ella zumo de naranja y se sobresaltó como si se lo hubiera arrojado a la cara. Supongo que nunca han visitado un sitio como éste y necesitarán tiempo par adaptarse a la novedad. Se atiborrarán de algodón de azúcar y no volverán a probarlo en diez años.
Bueno, quizá. Caminaron hacia los Sakkaro. Mira, Lillian, se está nublando.
El señor Sakkaro tenía la radio pegada a la oreja y miraba angustiado hacia el oeste.
Vaya, ya lo he visto comentó George. Uno contra cincuenta a que quiere volver a casa.
Los tres Sakkaro se le echaron encima, amables, pero insistentes. Lo lamentaban, lo habían pasado de maravilla, los invitarían en cuanto pudieran, pero ahora tenían que irse, de verdad. Se acercaba una tormenta. La señora Sakkaro se quejó de los pronósticos, pues todos habían anticipado buen tiempo.
George trató de consolarlos:
Es difícil predecir una tormenta local, pero aunque viniera duraría a lo sumo media hora.
Ante ese comentario, el pequeño Sakkaro casi rompió a llorar, y la mano de la señora Sakkaro, que sostenía un pañuelo, tembló visiblemente.
Vamos a casa dijo George, resignado.
El viaje de regreso se prolongó interminablemente. Nadie hablaba. El señor Sakkaro tenía la radio a todo volumen y pasaba de una emisora a otra, sintonizando los informes meteorológicos. Ya todos anunciaban «chaparrones locales».
El pequeño Sakkaro chilló que el barómetro estaba bajando, y la señora Sakkaro, con la barbilla en la palma de la mano, miró alarmada al cielo y le pidió a George que condujera más deprisa.
Parece amenazador, ¿verdad? observó Lillian, en un cortés intento de compartir la preocupación de sus invitados. Pero luego George le oyó mascullar entre dientes: ¡Habráse visto!
El viento levantaba una polvareda cuando llegaron a la calle donde vivían, y las hojas susurraban de un modo amenazador. Un relámpago cruzó el firmamento.
Estarán en casa dentro de un par de minutos, amigos. Lo conseguiremos los tranquilizó George.
Frenó en la puerta que daba al inmenso patio de los Sakkaro, se bajó del coche y abrió la portezuela trasera. Creyó sentir una gota. Habían llegado justo a tiempo.
 G 
Los Sakkaro salieron a trompicones, con el rostro tenso y mascullando unas frases de agradecimiento, y corrieron hacia la puerta como una exhalación.
Francamente comentó Lillian, cualquiera diría que son...
Los cielos se abrieron arrojando goterones gigantes, como si una presa celestial hubiera reventado. La lluvia repicó con fuerza sobre el techo del auto y a pocos metros de la puerta los Sakkaro se detuvieron y miraron hacia arriba con desesperación.
La lluvia les emborronó, desdibujó y encogió el rostro. Los tres cuerpos se arrugaron y se deshicieron dentro de la ropa, que se desplomó en tres montones pegajosos y mojados.
Y mientras los Wright observaban paralizados por el horror Lillian fue incapaz de dejar incompleta la frase:
.., de azúcar y tienen miedo de derretirse.
  
LUZ ESTELAR
Arthur Trent oyó claramente las palabras que escupía el receptor. ¡Trent! No puedes escapar. Interceptaremos tu órbita en un par de horas. Si intentas resistir, te haremos pedazos.
Trent sonrió y guardó silencio. No tenía armas ni necesidad de luchar. En menos de un par de horas la nave daría el salto al hiperespacio y jamás lo hallarían. Se llevaría un kilogramo de krilio, suficiente para construir sendas cerebrales de miles de robots, por un valor de diez millones de créditos en cualquier mundo de la galaxia, y sin preguntas.
El viejo Brennmeyer lo había planeado todo. Lo había estado planeando durante más de treinta años. Era el trabajo de toda su vida.
Es la huida, jovencito le había dicho. Por eso te necesito. Tú puedes pilotar una nave y llevarla al espacio. Yo no.
Llevarla al espacio no servirá de nada, señor Brennmeyer. Nos capturarán en medio día.
No nos capturarán si damos el salto. No nos capturarán si cruzamos el hiperespacio y aparecemos a varios años luz de distancia.
Nos llevaría medio día planear el salto, y aunque lo hiciéramos a tiempo la policía alertaría a todos los sistemas estelares.
No, Trent, no. El viejo le cogió la mano con trémula excitación. No a todos los sistemas estelares, sólo a los que están en las inmediaciones. La galaxia es vasta y los colonos de los últimos cincuenta mil años han perdido contacto entre sí.
Describrió la situación en un tono de voz ansioso. La galaxia era ya como la superficie del planeta original la Tierra, lo llamaban en los tiempos prehistóricos. El ser humano se había esparcido por todos los continentes, pero cada uno de los grupos sólo conocía la zona vecina.

Si efectuamos el salto al azar le explicó Brennmeyer estaremos en cualquier parte, incluso a cincuenta mil años luz, y encontrarnos les será tan fácil como hallar un guijarro en una aglomeración de meteoritos.
Trent sacudió la cabeza.
Pero no sabremos dónde estamos. No tendremos modo de llegar a un planeta habitado.
Brennmeyer miró receloso a su alrededor. No tenía a nadie cerca, pero bajó la voz:
Me he pasado treinta años recopilando datos sobre todos los planetas habitables de la galaxia. He investigado todos los documentos antiguos. He viajado miles de años luz, más lejos que cualquier piloto espacial. Y el paradero de cada planeta habitable está ahora en la memoria del mejor ordenador del mundo. Trent enarcó las cejas. El viejo prosiguió: Diseño ordenadores y tengo los mejores. También he localizado el paradero de todas las estrellas luminosas de la. galaxia, todas las estrellas de clase espectral F, B, A y O, y los he almacenado en la memoria. Después del salto, el ordenador escudriña los cielos espectroscópicamente y compara los resultados con su mapa de la galaxia. Cuando encuentra la concordancia apropiada, y tarde o temprano ha de encontrarla, la nave queda localizada en el espacio y, luego, es guiada automáticamente, mediante un segundo salto, a las cercanías del planeta habitado más próximo.
Parece complicado.
No puede fallar. He trabajado en ello muchos años y no puede fallar. Me quedarán diez años para ser millonario. Pero tú eres joven. Tú serás millonario durante mucho más tiempo.
Cuando se salta al azar, se puede terminar dentro de una estrella.
Ni una probabilidad en cien billones, Trent. También podríamos aparecer tan lejos de cualquier estrella luminosa que el ordenador no encuentre nada que concuerde con su programa. Podríamos saltar a sólo un año luz y descubrir que la policía aún nos sigue el rastro. Las probabilidades son aún menores. Si quieres preocuparte, preocúpate por la posibilidad de morir de un ataque cardíaco en el momento del despegue. Las probabilidades son mucho más altas.
Usted podría sufrir un ataque cardíaco. Es más viejo.
El anciano se encogió de hombros.
Yo no cuento. El ordenador lo hará todo automáticamente.
Trent asintió con la cabeza y recordó ese detalle. Una medianoche, cuando la nave estaba preparada y Brennmeyer llegó con el krilio en un maletín no tuvo dificultades en conseguirlo, pues era hombre de confianza, Trent tomó el maletín con una mano al tiempo que movía la otra con rapidez y certeza.
  
Un cuchillo seguía siendo lo mejor, tan rápido como un despolarizador molecular, igual de mortífero y mucho más silencioso. Dejó el cuchillo clavado en el cuerpo, con sus huellas dactilares. ¿Qué importaba? No iban a aprehenderlo.
Una vez en las honduras del espacio, perseguido por las naves patrulla, sintió la tensión que siempre precedía a un salto. Ningún fisiólogo podía explicarla, pero todo piloto veterano conocía esa sensación.
Por un instante de no espacio y no tiempo se producía un desgarrón, mientras la nave y el piloto se convertían en no materia y no energía y, luego, se ensamblaban inmediatamente en otra parte de la galaxia.
Trent sonrió. Seguía con vida. No había ninguna estrella demasiado cerca y había millares a suficiente distancia. El cielo parecía un hervidero de estrellas y su configuración era tan distinta que supo que el salto lo había llevado lejos. Algunas de esas estrellas tenían que ser de clase espectral F o mejores aún. El ordenador contaría con muchas probabilidades para utilizar su memoria. No tardaría mucho.
Se reclinó confortablemente y observó el movimiento de la rutilante luz estelar mientras la nave giraba despacio. Divisó una estrella muy brillante. No parecía estar a más de dos años luz, y su experiencia como piloto le decía que era una estrella caliente y propicia. El ordenador la usaría como base para estudiar la configuración del entorno. No tardará mucho, pensó Trent una vez más.
Pero tardaba. Transcurrieron minutos, una hora. Y el ordenador continuaba con sus chasquidos y sus parpadeos.
Trent frunció el ceño. ¿Por qué no hallaba la configuración? Tenía que estar allí. Brennmeyer le había mostrado sus largos años de trabajo. No podía haber excluido una estrella ni haberla registrado en un lugar erróneo.
Por supuesto que las estrellas nacían, morían y se desplazaban en el curso de su existencia, pero esos cambios eran lentos, muy lentos. Las configuraciones que Brennmeyer había registrado no podían cambiar en un millón de años.
Trent sintió un pánico repentino. ¡No! No era posible. Las probabilidades era aún más bajas que las de saltar al interior de una estrella.
Aguardó a que la estrella brillante apareciera de nuevo y, con manos temblorosas, la enfocó con el telescopio. Puso todo el aumento posible y, alrededor de la brillante mota de luz, apareció la bruma delatora de gases turbulentos en fuga.
¡Era una nova!
La estrella había pasado de una turbia oscuridad a una luminosidad fulgurante, quizá sólo un mes atrás. Antes pertenecía a una clase espec
  
tral tan baja que el ordenador la había ignorado, aunque seguramente merecía tenérsela en cuenta.
Pero la nova que existía en el espacio no existía en la memoria del ordenador porque Brennmeyer no la había registrado. No existía cuando Brennmeyer reunía sus datos. Al menos, no existía como estrella brillante y luminosa.
¡No la tengas en cuenta! gritó Trent. ¡Ignórala!
Pero le gritaba a una máquina automática que compararía el patrón centrado en la nova con el patrón galáctico sin encontrarla, y quizá continuaría comparando mientras durase la energía.
El aire se agotaría mucho antes. La vida de Trent se agotaría mucho antes.
Trent se hundió en el asiento, contempló aquella burlona luz estelar e inició la larga y agónica espera de la muerte.
Si al menos se hubiera guardado el cuchillo...
  
PADRE FUNDADOR
La combinación de catástrofes había ocurrido cinco años atrás. Cinco revoluciones en ese planeta, HCd según los mapas y anónimo en otros sentidos. Más de seis revoluciones en la Tierra; pero ¿y quién estaba llevando la cuenta ya?
Si los habitantes de la Tierra se enterasen, quizá dirían que era una lucha heroica, una saga épica del Cuerpo Galáctico; cinco hombres contra un mundo hostil, resistiendo a brazo partido durante cinco (o más de seis) años. Y estaban agonizando, tras haber perdido la batalla. Tres se encontraban en coma, otro aún mantenía abiertos sus ojos amarillentos y el quinto continuaba en pie.
Pero no se trataba de una cuestión de heroísmo. Eran cinco hombres luchando contra el tedio y la desesperación en esa burbuja metálica, y por la poco heroica razón de que no había otra cosa que hacer mientras siguieran con vida.
Si alguno se sentía estimulado por la batalla, jamás lo mencionaba. Al cabo del primer año dejaron de hablar de rescate y, al cabo del segundo, dejaron de usar la palabra < Tierra».
Pero una palabra estaba siempre presente; si nadie la pronunciaba, permanecía en sus pensamientos: amoníaco.
Pensaron en ella por primera vez mientras improvisaban el aterrizaje contra viento y marea, con los motores jadeantes y en un cascajo maltrecho.
Siempre se tenía presente la posibilidad de que hubiese accidentes, desde luego, y siempre se esperaba que ocurrieran unos cuantos; pero de uno en uno. Si una explosión estelar achicharraba los hipercircuitos, se podían reparar, siempre y cuando se contase con tiempo para ello; si un meteorito desajustaba las válvulas de alimentación, se podían reparar, siempre y cuando se contase con tiempo para ello; si, bajo una
  
gran tensión, se calculaba mal una trayectoria y una aceleración momentáneamente insoportable arrancaba las antenas de salto estelar y embotaba los sentidos de todos los miembros de la tripulación, pues las antenas se podían reemplazar y la tripulación acababa recobrando los sentidos, siempre y cuando se contase con tiempo para ello.
Hay una probabilidad, entre una innumerable cantidad de ellas, de que las tres cosas ocurran simultáneamente, y menos durante un aterrizaje endemoniado, cuando el tiempo, lo que más se necesita en el momento de corregir los errores, es precisamente lo que más escasea.
El Crucero Juan dio con esa probabilidad entre una innumerable cantidad de ellas y efectuó su último aterrizaje, pues nunca más volvió a despegar de una superficie planetaria.
Ya era un milagro que aterrizara casi intacto. Los cinco tripulantes dispusieron así al menos de varios años de vida. Al margen de eso, sólo la fortuita llegada de otra nave podría ayudarlos, pero no contaban con ello. Eran conscientes de haber tropezado con todas las coincidencias que podían concurrir en una vida, y todas ellas malas.
No había escapatoria.
Y la palabra clave era «amoníaco». Mientras la superficie ascendía en espiral hacia ellos y la muerte (piadosamente rápida) les hacía frente con óptimas probabilidades de vencer, Chou tuvo tiempo para fijarse en los espasmódicos saltos del espectrógrafo de absorción.
¡Amoníaco! exclamó.
Los otros le oyeron, pero no tuvieron tiempo de prestarle atención. Estaban concentrados en luchar contra una muerte rápida a cambio de una muerte lenta.
Aterrizaron en un terreno arenoso y con una vegetación escasa y azulada (¿azulada?); hierbas semejantes a juncos, objetos parecidos a árboles, achaparrados, con corteza azul y sin hojas; sin indicios de vida animal, y con un cielo nublado y verdoso (¿verdoso?). Y esa palabra comenzó a obsesionarlos.
¿Amoníaco? preguntó Petersen.
Cuatro por ciento le confirmó Chou.
Eso es imposible rechazó Petersen.
Pero no lo era. Los libros no decían que fuese imposible. El Cuerpo Galáctico había descubierto que un planeta de cierta masa y volumen y determinada temperatura era un planeta oceánico y tenía una de estas dos atmósferas: nitrógeno/oxígeno, o nitrógeno/bióxido de carbono. En el primer caso, la vida sería superior; en el segundo, primitiva.
Ya nadie comprobaba factores que no fueran la masa, el volumen y la temperatura. Se daba esa atmósfera por sentado (o una u otra de las dos citadas). Pero los libros no decían que tuviera que ser así, sino que siempre era así. Las atmósferas de otro tipo eran termodinámica

mente posibles, pero muy improbables, y en la práctica no se encontraban.
Hasta entonces. Los hombres del Crucero Juan habían encontrado una y se pasarían el resto de su vida bañados por una atmósfera de nitrógeno/bióxido de carbono/amoníaco.
Los hombres convirtieron la nave en una burbuja subterránea y de ambiente terrícola. No podían despegar ni podían proyectar un haz de comunicaciones por el hiperespacio, pero todo lo demás era rescatable. Para compensar las ineficiencias del sistema de reciclaje, podían extraer agua y aire del planeta dentro de ciertos límites; siempre, por supuesto, que eliminaran el amoníaco.
Organizaron partidas de exploración, pues los trajes estaban en excelentes condiciones y eso los ayudaba a pasar el tiempo. El planeta era inofensivo: sin vida animal y con escasa vida vegetal por doquier. Azul, siempre azul; clorofila amoniacal; proteína amoniacal.
Instalaron laboratorios, analizaron los componentes de las plantas, estudiaron muestras microscópicas y compilaron vastos volúmenes de hallazgos. Trataron de cultivar plantas nativas en la atmósfera libre de amoníaco y fracasaron. Se transformaron en geólogos y estudiaron la corteza del planeta; se hicieron astrónomos y estudiaron el espectro del sol de ese mundo.
Con el tiempo decía a veces Barrére, el Cuerpo llegará de nuevo a este planeta y legaremos una herencia de conocimiento. Es un planeta singular. Tal vez no haya otro planeta similar a la Tierra y con amoníaco en toda la Vía Láctea.
Estupendo replicaba Sandropoulos con amargura. Qué suerte para nosotros.
Sandropoulos dedujo la termodinámica de la situación:
Es un sistema metaestable. El amoníaco desaparece a través de una oxidación geoquímica que forma nitrógeno; las plantas utilizan nitrógeno y forman de nuevo amoníaco, adaptándose así a la presencia del amoníaco. Si el índice de formación de amoníaco mediante las plantas bajara un dos por ciento, se crearía una espiral descendente. La vida vegetal se marchitaría, reduciendo aún más el amoníaco, y así sucesivamente.
Es decir que si extermináramos suficientes plantas apuntó Vlassov podríamos eliminar el amoníaco.
Si tuviéramos aerotrineos y armas de ángulo ancho, y contáramos con un año para trabajar, podríamos lograrlo contestó Sandropoulos; pero no los tenemos, y hay un modo mejor de conseguirlo. Si pudiéramos cultivar nuestras propias plantas, la formación de oxígeno
  
por fotosíntesis incrementaría el índice de oxidación del amoníaco. Incluso un aumento pequeño y localizado reduciría el amoníaco de la zona, estimularía el crecimiento de la vegetación terrícola y reprimiría la vegetación nativa, rebajando aún más el amoníaco, y así sucesivamente.
Se transformaron en jardineros durante la estación de la siembra; a fin de cuentas, estaban acostumbrados a ella en el Cuerpo Galáctico. La vida de los planetas similares a la Tierra era habitualmente del tipo agua/proteínas, pero existían variaciones infinitas, y los alimentos de otros mundos rara vez resultaban nutritivos y eran mucho menos apetecibles. Había que probar con plantas terrícolas. A menudo (aunque no siempre), algunas clases de plantas terrícolas invadían la flora nativa y la ahogaban. A menguar la flora nativa, otras plantas terrícolas podían echar raíces.
De esa manera, muchos planetas se habían convertido en nuevas Tierras. Durante el proceso, las plantas terrícolas desarrollaron cientos de variedades resistentes que florecían en condiciones extremas, lo cual, en el mejor de los casos, facilitaba la siembra en el siguiente planeta.
El amoníaco mataba cualquier planta terrícola, pero las semillas de que disponía el Crucero Juan no eran verdaderas plantas terrícolas, sino mutaciones de esas plantas en otros mundos. Lucharon con denuedo, pero no fue suficiente. Algunas variedades crecieron de modo débil y enfermizo y, luego, murieron.
Aun así, tuvieron mejor suerte que la vida microscópica. Los bacterioides del planeta eran mucho más florecientes que las desordenadas y azules plantas nativas. Los microorganismos nativos sofocaban cualquier intento de competencia por parte de las muestras terrícolas, fracasó el intento de sembrar el suelo alienígena con flora bacteriana de tipo terrícola para ayudar a las plantas terrícolas.
Vlassov sacudió la cabeza.
De cualquier modo, no serviría. Si nuestras bacterias sobrevivieran, sólo lo harían adaptándose a la presencia del amoníaco.
Las bacterias no nos ayudarán dijo Sandropoulos. Necesitamos las plantas, pues ellas tienen sistemas para manufacturar oxígeno.
Nosotros podríamos generar un poco apuntó Petersen. Podríamos electrolizar el agua.
¿Cuánto durará nuestro equipo? Con sólo que nuestras plantas salieran adelante sería como electrolizar el agua para siempre; poco a poco, pero con perseverancia hasta que el planeta cediera.
Tratemos el suelo, pues propuso Barrére. Está plagado de sales de amoníaco. Lo hornearemos para extraer las sales y lo reemplazaremos por suelo sin amoníaco.
¿Y qué pasa con la atmósfera? preguntó Chou.
  
En un terreno libre de amoníaco, quizá se adapten a pesar de la atmósfera. Casi lo han logrado en las condiciones actuales.
Trabajaron como estibadores, pero sin un final a la vista. Ninguno creía que aquello acabaría funcionando y no tenían perspectivas de un futuro personal aunque sí funcionara. Pero el trabajo mataba el tiempo.
Para la siguiente estación de siembra tuvieron el suelo libre de amoníaco, pero las plantas terrícolas seguían creciendo muy débiles. Incluso pusieron cúpulas sobre varios brotes y les bombearon aire sin amoníaco. Eso ayudó un poco, aunque no lo suficiente. Ajustaron la composición química del suelo de todos los modos posibles. No obtuvieron ninguna recompensa.
Los débiles brotes produjeron diminutas bocanadas de oxígeno, pero no bastó para acabar con la atmósfera de amoníaco.
Un esfuerzo más dijo Sandropoulos, uno más. Lo estamos desequilibrando, pero no logramos eliminarlo.
Las herramientas y las máquinas se mellaban y se gastaban con el tiempo, y el futuro se iba estrechando. Cada vez había menos margen de maniobra.
El final llegó de un modo casi gratifícante por lo repentino. No tenían un nombre para la debilidad y el vértigo. Ninguno sospechó un envenenamiento directo por amoníaco; sin embargo, se alimentaban con los cultivos de algas de lo que había sido el jardín hidropónico de la nave, y los cultivos estaban contaminados de amoníaco.
Tal vez fuese obra de algún microorganismo nativo que al fin había aprendido a alimentarse de ellos. Tal vez era un microorganismo terrícola que había sufrido una mutación en ese entorno extraño.
Así que tres de ellos murieron finalmente; por fortuna, sin dolor. Se alegraron de morir y abandonar esa pelea inútil.
Es tonto perder así susurró Chou.
Petersen, el único de los cinco que se mantenía en pie (por alguna razón era inmune), volvió su rostro apenado hacia el único compañero vivo.
No te mueras le pidió. No me dejes solo.
Chou intentó sonreír.
No tengo opción. Pero puedes seguirnos, viejo amigo. ¿Para qué 'luchar? No quedan herramientas y ya no hay modo de ganar, si es que alguna vez lo hubo.
Aun entonces Petersen combatió su desesperación concentrándose en la lucha contra la atmósfera. Pero tenía la mente fatigada y el corazón consumido, y cuando Chou murió al cabo de una hora se encontró con cuatro cadáveres.
Miró los cadáveres, recordando, evocando (pues ya estaba solo y
  
se atrevía a sollozar) la Tierra misma, que había visto por última vez en una visita de once años antes.
Tendría que sepultar los cuerpos. Arrancaría ramas azuladas de los árboles nativos y construiría cruces. En las cruces colgaría los cascos espaciales y apoyaría al pie los tanques de oxígeno. Tanques vacíos, símbolo de la lucha perdida.
Un tonto homenaje para unos hombres que ya no estaban, y para unos futuros ojos que seguramente nunca lo verían.
Pero necesitaba hacerlo para demostrar respeto por sus amigos y por sí mismo, pues no era hombre de abandonar a sus amigos en la muerte mientras él se mantenía en pie.
Además...
¿Además? Pensó con esfuerzo durante unos momentos.
Mientras permaneciera con vida se valdría de todos sus recursos. Enterraría a sus amigos.
Los sepultó en una parcela del terreno libre de amoníaco que habían construido laboriosamente; los sepultó sin mortaja y sin ropa, los dejó desnudos en el suelo hostil para que se descompusieran lentamente originando sus propios microorganismos antes de que éstos también perecieran con la inevitable invasión de los bacterioides nativos.
Clavó las cruces, con los cascos y los cilindros de oxígeno colgados de ellas, las apuntaló con piedras y se dio media vuelta, abatido, para regresar a la nave enterrada, donde ahora vivía solo.
Trabajó día tras día y al fin también sintió los síntomas.
Se metió en el traje espacial y salió a la superficie por última vez.
Se puso de rodillas en los jardines. Las plantas terrícolas eran verdes. Habían vivido más que antes. Parecían saludables y vigorosas.
Cubrían todo el suelo y limpiaban la atmósfera, pero Petersen había agotado el último recurso que le quedaba para fertilizarlas...
De la carne putrefacta de los terrícolas surgían los nutrientes que impulsaban el esfuerzo final. De las plantas terrícolas brotaba el oxígeno que derrotaría al amoníaco y arrancaría al planeta del inexplicable nicho en que se había atascado.
Si los terrícolas regresaban alguna vez (¿cuándo, dentro de un millón de años?) encontrarían una atmósfera de nitrógeno/oxígeno y una flora limitada que evocaría extrañamente la de la Tierra.
Las cruces se pudrirían y se derrumbarían; el metal se oxidaría y se descompondría. Quizá los huesos se fosilizaran y dejaran un testimonio de lo ocurrido. Quizá alguien descubriera sus papeles, que estaban encerrados herméticamente.
Pero nada de eso importaba. Aunque nadie encontrase nada, el planeta mismo, el planeta entero sería un monumento para los cinco.
Petersen se tumbó para morir en medio de su victoria.
  
LA CLAVE
Karl Jennings sabía que iba a morir. Le quedaban pocas horas de vida y tenía mucho que hacer.
Sin comunicaciones era imposible escapar de esa sentencia de muerte en la Luna.
Aun en la Tierra había parajes donde, sin una radio a mano, un hombre podía llegar a morir al no contar con la ayuda del prójimo, sin el corazón del prójimo para compadecerlo, sin siquiera los ojos del prójimo para descubrir su cadáver. En la Luna, casi todos los parajes eran así.
Los terrícolas sabían que él se encontraba allí, desde luego. Jennings formaba parte de una expedición geológica; mejor dicho, de una expedición selenológica. Era extraño cómo su mente habituada a la Tierra insistía en el prefijo «geo».
Se devanó los sesos sin dejar de trabajar. Aunque estaba agonizando, aún sentía esa artificiosa lucidez. Miró en torno angustiosamente. No había nada que ver. Se hallaba en la eterna sombra del interior norte de la pared del cráter, una negrura sólo mitigada por el parpadeo intermitente de la linterna. Jennings mantenía esa intermitencia en parte porque no quería agotar la fuente energética antes de morir y en parte porque no quería arriesgarse a ser visto.
A la izquierda, hacia el sur a lo largo del cercano horizonte lunar, brillaba una blanca astilla de luz solar. Más allá del horizonte se extendía el invisible borde del cráter. El sol no se elevaba a suficiente altura como para iluminar el suelo que él pisaba. A menos, Jennings estaba a salvo de la radiación.
Cavó metódica, pero torpemente, enfundado en el traje espacial. Le dolía espantosamente el costado.
El polvo y la roca partida no cobraban esa apariencia de «castillo

de cuento de hadas», característica de las partes de la superficie lunar expuestas a la alternativa de luz y sombra, calor y frío. Allí, en el frío continuo, el lento desmoronamiento de la pared del cráter había apílado escombros finos en una masa heterogénea. No sería fácil distinguir el lugar donde estaba cavando.
Calculó mal la irregularidad de la oscura superficie y un puñado de fragmentos polvorientos se le escapó de las manos. Las partículas cayeron con lentitud lunar, pero aparentando celeridad, pues no había aire que ofreciera resistencia y las dispersara en una bruma polvorienta.
Jennings encendió la linterna un instante y apartó de un puntapié una roca escabrosa.
No tenía mucho tiempo. Cavó a mayor profundidad.
Si cavaba un poco más lograría meter el dispositivo en el hoyo y taparlo. Strauss no debía hallarlo.
¡Strauss!
El otro miembro del equipo. Socio en el descubrimiento. Socio en la fama.
Si Strauss hubiera querido quedarse sólo con la fama, Jennings quizá lo habría permitido. El descubrimiento era más importante que la fama individual. Pero Strauss quería mucho más, codiciaba algo que Jennings impediría a toda costa.
Estaba dispuesto a morir con tal de impedirlo.
Y se estaba muriendo.
La habían hallado juntos. Strauss se encontró la nave; mejor dicho, los restos de la nave; mejor aún, lo que quizá fueran los restos de algo análogo a una nave.
Metal dijo Strauss, recogiendo un objeto mellado y amorfo.
Sus ojos y su rostro apenas se distinguían a través del grueso cristal de plomo del visor, pero su voz áspera sonó con claridad en la radio del traje. Jennings se acercó dando botes ingrávidos desde su posición a ochocientos metros.
¡Qué raro! comentó. No hay metal suelto en la Luna.
No debería haberlo. Pero ya sabes que no se ha explorado más del uno por ciento de la superficie lunar. Quién sabe qué puede haber en ella.
Jennings asintió con la cabeza y extendió su mano enguantada para coger el objeto.
Era cierto que en la Luna podía hallarse cualquier cosa. Ésa era la primera expedición selenográfica financiada con fondos privados. Hasta entonces, sólo se habían realizado proyectos gubernamentales con diversos objetivos. Como signo del avance de la era del espacio, la Sociedad Geológica financiaba el envío de dos hombres a la Luna para que realizaran únicamente estudios selenológicos.
  
Parece como si hubiera tenido una superficie pulida observó Strauss.
Tienes razón. Tal vez haya más.
Hallaron tres fragmentos más; dos, de tamaño ínfimo y el tercero, un objeto irregular que mostraba rastros de una unión.
Llevémoslos a la nave.
Se subieron al pequeño deslizador para regresar a la nave madre. Una vez a bordo, se quitaron los trajes, algo que Jennings siempre hacía con satisfacción. Se rascó enérgicamente las costillas y se frotó las mejillas hasta que la tez clara se le pobló de manchas rojas.
Strauss prescindió de esas delicadezas y se puso a trabajar. El rayo láser picoteó en el metal, y el vapor se registró en el espectrógafo. Titanio y acero esencialmente, con vestigios de cobalto y de molibdeno.
Artificial, sin duda determinó Strauss. Su rostro de rasgos gruesos estaba huraño y duro como siempre. No se inmutaba, aunque el corazón de Jennings palpitaba con más fuerza.
Y sin duda esto merece fuego artificiales bromeó Jennings, llevado por la excitación.
Había puesto énfasis en el término «artificiales», para indicar que era un juego de palabras. Pero Strauss lo fulminó con una mirada distanciadora que cortó de raíz cualquier intento de seguir con los retruécanos.
Jennings suspiró. Nunca podía contenerse. Recordaba que en la universidad... Bien, no tenía importancia. Que Strauss conservara la calma si quería, pero ese descubrimiento merecía festejarse con el mejor retruécano del mundo.
Se preguntó si Strauss comprendería el significado de aquel hallazgo.
Sabía muy poco sobre Strauss, salvo lo de su reputación selenológica. Había leído los artículos de Strauss y suponía que él había leído los suyos. Aunque tal vez se hubieran cruzado sus caminos en la época universitaria, nunca se habían conocido hasta que ambos se presentaron como voluntarios para esa misión y fueron seleccionados.
En la semana de viaje, Jennings reparó incómodamente en la figura corpulenta de Strauss, en su cabello claro y sus ojos azules, en su modo de mover las prominentes mandiibulas cuando comía. Jennings, de físico mucho más menudo, que también tenía ojos azules y cuyo cabello era más oscuro, se amilanaba ante la arrolladora energía de Strauss.
No está documentado que ninguna nave haya descendido en esta parte de la Luna dijo Jennings. Y. ninguna se ha estrellado.
Si formara parte de una nave, sería liso y lustroso. Esto está erosionado. Teniendo en cuenta que no hay atmósfera, eso significa una exposición de muchos años al bombardeo de los micrometeoros.
Strauss sí comprendía el significado del hallazgo.
  
¡Este artefacto no es de creación humana! exclamó Jennings, exultante. Criaturas extraterrestres han visitado la Luna. Quién sabe hace cuánto tiempo.
Quién sabe convino Strauss.
En el informe...
Espera. Habrá tiempo para hacer un informe cuando tengamos algo de qué informar. Si era una nave, sin duda hallaremos algo más.
Pero no tenía sentido ponerse a buscar en ese momento. Habían trabajado durante horas, y era momento de comer y descansar. Lo mejor sería abordar la tarea frescos y consagrarle varias horas. Se pusieron de acuerdo tácitamente.
La Tierra estaba baja sobre el horizonte oriental, casi llena, brillante y estriada de azul. Jennings la contempló mientras comían y experímentó, como de costumbre, una intensa añoranza.
Parece muy tranquila comentó, pero hay seis mil millones de personas trabajando en ella.
Strauss abandonó sus cavilaciones para replicar:
¡Seis mil millones de personas destruyéndola!
Jennings frunció el ceño.
No serás un ultra, ¿eh?
¿De qué demonios estás hablando?
Jennings se sonrojó. El rubor siempre se le notaba en la tez clara, que se ponía rosada ante cualquier arrebato emocional. Le resultaba tremendamente embarazoso.
Siguió comiendo sin decir nada.
Hacía una generación que la población de la Tierra se mantenía igual. No se podía tolerar un nuevo incremento. Todos lo admitían. Incluso había quienes afirmaban que la falta de incremento era insuficiente, que sería necesario reducir la población. Jennings simpatizaba con ese punto de vista. La Tierra estaba siendo devorada por una población humana excesiva.
¿Pero cómo lograr el descenso de la población? ¿Al azar, alentando a la gente a reducir la tasa de natalidad a su aire? En los últimos tiempos se elevaba un clamor que no sólo exigía un descenso demográfico, sino un descenso selectivo: la supervivencia del más apto, para la cual quienes se consideraban a sí mismos los más aptos escogían los criterios de aptitud.
Creo que lo he insultado, pensó Jennings.
Luego, cuando estaba a punto de quedarse dormido, se le ocurrió de repente que no sabía nada sobre el carácter de Strauss. ¿Y si se proponía ponerse a buscar él solo para adjudicarse todo el mérito del...?
Abrió los ojos alarmado, pero Strauss respiraba entrecortadamente y pronto empezó a roncar.

Pasaron tres días buscando más fragmentos. Hallaron algunos. Hallaron más que eso. Hallaron una zona reluciente con la diminuta fosforescencia de las bacterias lunares. Esas bacterias eran bastante comunes, pero en ninguna parte se había descubierto una concentración tan grande como para causar un fulgor visible. 
Un ser orgánico, o sus restos, debió de estar aquí alguna vez observó Strauss, El ser murió, pero sus microorganismos no y, al final, lo consumieron,
Y quizá se propagaron añadió Jennings. Tal vez ése sea el origen de las bacterias lunares. Quizá no sean nativas, sino el resultado de una contaminación... de hace milenios.
También funciona en sentido contrario. Como estas bacterias son esencialmente diferentes de cualquier microorganismo terrícola, las criaturas de quienes fueron parásitas, si tal es el caso, también debían de ser esencialmente distintas. Otro indicio de una presencia extraterrestre.
El camino terminaba en la pared de un pequeño cráter.
Es una inmensa tarea de excavación suspiró Jennings. Será mejor que informemos y que nos manden ayuda.
No dijo sombríamente Strauss. Tal vez esa ayuda no se justifique. El cráter se pudo haber formado un millón de años después de que la nave se estrellara.
¿Quieres decir que entonces se vaporizó todo y sólo habría quedado esto que hemos encontrado? Strauss asintió con la cabeza y Jennings añadió: Probemos suerte de todos modos. Podemos cavar un poco. Si trazamos una línea a través de los lugares donde hemos hallado algo y continuamos...
Strauss trabajaba con desgana, así que fue Jennings quien hizo el verdadero hallazgo. Sin duda eso contaba. Aunque Strauss hubiera hallado el primer fragmento metálico, Jennings había hallado el dispositivo.
Era un artefacto hundido un metro bajo una roca irregular que al caer había abierto una cavidad en la superficie lunar. Durante un millón de años, la cavidad había protegido el artefacto de la radiación, de los mícrometeoros y de los cambios de temperatura, de modo que permanecía intacto.
Jennings lo bautizó como el Dispositivo. No se parecía a ningún instrumento que él conociera, pero ¿por qué iba a parecerse?
No veo asperezas dijo. Quizá no esté roto.
Pero quizá falten piezas.
Quizá, pero no parece haber partes móviles. Es una pieza entera, extrañamente irregular. Es lo que necesitamos. Una pieza de metal gastado o una zona rica en bacterias sirven sólo para hacer deducciones y para mantener disputas. Pero esto es algo fantástico,
  
un dispositivo de evidente origen extraterrestre. Lo habían apoyado en la mesa y ambos lo observaban muy serios. Presentemos un informe preliminar.
¡No! rugió Strauss. ¡Claro que no!
¿Por qué no?
Porque si lo hacemos se transformará en un proyecto de la Sociedad. Esto se llenará de intrusos y cuando terminen no seremos ni siquiera una nota a pie de página. ¡No! Adoptó una expresión taimada. Vamos a hacer todo lo que podamos y a sacar el mayor provecho posible antes de que lleguen esas arpías.
Jennings lo pensó. Tampoco él quería perder la fama que se merecía. Pero aun así...
No sé si quiero correr el riesgo, Strauss. Sintió el impulso de llarmarlo por el nombre de pila, pero se contuvo. Mira, no es correcto esperar. Si esto es de origen extraterrestre, tiene que ser de otro sistema solar. No hay sitio en este sistema solar, aparte de la Tierra, que pueda albergar una forma de vida avanzada.
Eso no está demostrado gruñó Strauss. ¿Pero qué hay con ello, suponiendo que tengas razón?
Eso significaría que las criaturas de la nave dominaban el viaje interestelar y, por lo tanto, estaban tecnológicamente más avanzadas que nosotros. Quién sabe lo que el Dispositivo puede decirnos sobre su avanzada tecnología. Quizá sea la clave de... quién sabe qué. Podría ser la clave de una increíble revolución científica.
Devaneos románticos. Si es producto de una tecnología mucho más avanzada que la nuestra, no aprenderemos nada de ella. Resucita a Einstein y muéstrale una microprotodistorsión. No sabría cómo ínterpretarla.
No tenemos la certeza de que no aprenderemos nada.
Aun así, ¿qué? ¿Qué tiene de malo una pequeña demora? ¿Qué tiene de malo asegurarnos el mérito? ¿Qué tiene de malo asegurarnos una participación, que no nos dejen excluidos?
Pero Strauss... Jennings se sintió conmovido casi hasta las lágrimas en su afán de comunicar la importancia que él atribuía al Dispositivo. Imagínate que nos estrelláramos con él. Imagínate que,no lográramos regresar a la Tierra. No podemos poner en peligro esta cosa. La acarició, casi como si estuviera enamorado de ella. Deberíamos informar sobre ella y pedir que envíen naves para buscarla. Es demasiado preciosa para...
En medio de tanta intensidad emocional, el Dispositivo pareció entibiarse bajo su mano. Una parte de la superficie, semioculta por un reborde de metal, emitió un fulgor fosforescente.
Jennings apartó la mano con un gesto espasmódico y el Dispositivo

se oscureció. Pero era suficiente; el momento había sido infinitamente revelador.
Fue como si se abriera una ventana en tu cráneo jadeó Jennings. Pude ver tu mente.
Yo leí la tuya, o la experimenté, o entré en ella, o lo que sea.
Tocó el dispositivo con actitud fría y distante, pero no ocurrió nada.
Eres un ultra lo acusó Jennings. Cuando toqué esto... Lo tocó de nuevo. Vuelve a ocurrir. Lo veo. ¿Estás loco? ¿De veras crees que es humanamente aceptable condenar a casi toda la raza humana a la extinción y destruir la versatilidad y la variedad de la especie?
De nuevo apartó la mano, asqueado por las revelaciones, y de nuevo el Dispositivo se oscureció. Una vez más, Strauss lo tocó con reservas y no ocurrió nada.
No empecemos a discutir, por amor de Dios dijo Strauss. Esto es un aparato de comunicación, un amplificador telepático. ¿Por qué no? Las células cerebrales tienen potencial eléctrico. El pensamiento puede considerarse un campo ondulatorio electromagnético de microintensidades...
Jennings se apartó. No quería hablar con Strauss.
Pasaremos un informe de inmediato. Me importa un bledo la fama. Puedes quedarte con ella. Yo sólo quiero que esto esté fuera de nuestras manos.
Por un instante, Strauss permaneció tenso. Luego, se relajó.
Es más que un comunicador. Responde a la emoción y la amplifica.
¿De qué estás hablando?
Ha funcionado dos veces cuando lo tocaste ahora, aunque lo estuviste manipulando todo el día sin efecto visible. Y no reacciona cuando yo lo toco.
¿Y bien?
Se activó cuando estabas en un estado de alta tensión emocional. Supongo que eso es lo que requiere para reaccionar. Y cuando desvariabas sobre los ultras hace un instante, me sentí igual que tú por un momento.
Te sentiste como debías.
Escúchame, ¿estás seguro de tener razón? Cualquier hombre pensante sabe que la Tierra estaría mejor con una población de mil millones que con seis mil millones. Si usáramos la automatización al máximo, algo que ahora las masas nos impiden, podríamos tener una Tierra totalmente eficaz y viable con una población de sólo cinco millones, por ejemplo. Escúchame, Jennings. No te vayas, hombre. Suavizó el tono de su voz, en un esfuerzo por conquistarlo con argumentos razonables: Pero no podemos reducir la población democráticamente, ya lo sabes. No se trata del impulso sexual, pues los dispositivos
  
intrauterinos resolvieron hace tiempo el control de la natalidad. Es una cuestión de nacionalismo. Cada grupo étnico quiere que los demás sean los primeros en reducir su población, y yo estoy de acuerdo con ellos. Quiero que mi grupo étnico, nuestro grupo étnico, prevalezca. Quiero que la Tierra la herede una élite, lo cual significa hombres como nosotros. Somos los seres humanos verdaderos, y esa horda de simios que nos contiene nos está destruyendo a todos. De cualquier forma, están condenados; ¿por qué no salvarnos nosotros?
No rechazó con firmeza Jennings. Ningún grupo tiene el monopolio de la humanidad. Tus cinco millones de reflejos idénticos, atrapados en una humanidad privada de variedad y versatilidad, se morirían de aburrimiento, y se lo habrían ganado a pulso.
Sensíblerías, Jennings. Tú no lo crees. Nuestros tontos humanitaristas te han enseñado a creerlo. Mira, este artefacto es justo lo que necesitamos. Aunque no podamos construir otros ni comprender cómo funcionan, éste sería sufiente. Si pudiéramos controlar o guiar la mente de ciertos hombres, poco a poco impondríamos nuestro punto de vista en el mundo. Ya tenemos una organización. Lo sabes si has visto mi mente. Está mejor motivada y estructurada que cualquier otra organización de la Tierra. A diario nos vienen los mejores cerebros de la humanidad, ¿por qué no tú? Este instrumento es una clave, pero no sólo para obtener más conocimiento; es una clave para la solución final de los problemas humanos. ¡Únete a nosotros!
Había hablado con un apasionamiento que Jennings le desconocía. Apoyó la mano en el Dispositivo, que parpadeó un par de segundos y se apagó.
Jennings sonrió sin humor. Entendía lo ocurrido. Strauss había intentado agudizar su intensidad emocional para activar el Dispositivo y había fallado.
No puedes activarlo le dijo. Eres un superhombre, un maestro del autodominio, y no puedes dejarte llevar, ¿verdad?
Cogió con manos trémulas el Dispositivo, que se encendió de inmediato.
Entonces, actívalo tú. Gana renombre por salvar a la humanidad.
Jamás replicó Jennings, sofocado por la emoción. Pasaré el informe ahora.
No. Strauss tomó un cuchillo de la mesa. Tiene punta y filo suficientes.
Un comentario incisivo observó Jennings, consciente de su retruécano a pesar de la tensión del momento. Entiendo tus planes. Con el Dispositivo puedes convencer a cualquiera de que nunca existí. Puedes lograr una victoria ultra.
Strauss movió varias veces la cabeza en sentido afirmativo.
  
Me lees la mente a la perfección.
Pero no lo lograrás susurró Jennings. No, mientras yo tenga esto.
Lo inmovilizó con su voluntad. Strauss se movió desmañadamente y se detuvo. Empuñaba el cuchillo con firmeza y le temblaba el brazo, pero no podía hacerlo avanzar. Ambos sudaban profusamente.
No puedes... mantenerlo así... todo el día se esforzó Strauss, hablando entre dientes.
Jennings lo percibía con claridad, pero no contaba con palabras para describirlo. Era como retener a un animal escurridizo y de enorme fuerza, un animal que no cesaba de contorsionarse. Tenía que concentrarse en esa sensación de inmovilidad.
No estaba familiarizado con el Dispositivo. No sabía utilizarlo hábilmente. Era como pedirle a alguien que nunca hubiera visto una espada que la empuñara con la destreza de un mosquetero.
Exacto dijo Strauss, siguiéndole los pensamientos, y avanzó un paso con esfuerzo.
Jennings sabía que no podría oponer resistencia a la firme determinación de Strauss. Ambos lo sabían. Pero estaba el deslizador. Debía irse de allí con el Dispositivo.
Sólo que Jennings no tenía secretos. Strauss le vio el pensamiento y procuró interponerse entre él y el deslizador.
Jennings redobló sus esfuerzos. No inmovilidad, sino inconsciencia. Duerme, Strauss, pensó desesperadamente. ¡Duerme!
Strauss cayó de rodillas, apretando con fuerza los párpados.
Con el corazón desbocado, Jennings corrió hacia delante. Si pudiera golpearlo con algo, arrebatarle el cuchillo...
Y como sus pensamientos habían dejado de concentrarse en el sueño Strauss lo agarró por un tobillo y tiró de él con brusquedad.
Y no lo dudó un momento. En cuanto Jennings cayó al suelo, subió y bajó la mano que empuñaba el cuchillo. Jennings sintió un dolor agudo, y una llamarada de miedo y desesperación le invadió la mente.
Ese arrebato emocional elevó el parpadeo del Dispositivo a un fogonazo. Strauss aflojó la mano y Jennings lanzó unos incoherentes y silenciosos gritos de temor y rabia con la mente.
Strauss se derrumbó, con el rostro demudado.
Jennings se levantó con esfuerzo y retrocedió. No se atrevía a hacer nada, salvo concentrarse en mantener la inconsciencia del otro. Todo intento de acción violenta le restaría fuerza mental, lo privaría de una vacilante y torpe fuerza mental que no podría dedicar a un uso efectivo.
Fue hacia el deslizador. A bordo habría un traje, y vendajes...
  
El deslízador no estaba pensado para viajes largos, y tampoco Jennings resistiría un viaje largo. Tenía el flanco derecho empapado de sangre a pesar de los vendajes. El interior del traje estaba endurecido por la sangre seca.
No había señales de la nave, pero sin duda llegaría tarde o temprano. Tenía mayor potencia y detectores que captarían la nube de la concentración de cargas que dejaban los reactores iónicos del deslizador.
Había intentado comunicarse por radio con Estación Luna, pero aún no llegaba respuesta y Jennings optó por callar. Las señales sólo harían que Strauss lo localizara.
Podía tratar de llegar a Estación Luna, pero no creía que pudiera lograrlo. Strauss lo detectaría antes. O moriría y se estrellaría antes. No llegaría. Tendría que ocultar el Dispositivo, ponerlo a buen recaudo y, luego, enfilar hacía Estación Luna.
El Dispositivo...
No estaba seguro de tener razón. Podía acabar con la raza humana, pero era infinitamente valioso. ¿Debía destruirlo del todo? Era el único vestigio de una vida inteligente no humana. Albergaba los secretos de una tecnología avanzada, se trataba del instrumento de una ciencia mental avanzada. A pesar del peligro, había que tener en cuenta el valor, el valor potencial...
No, debía ocultarlo para que alguien lo hallara de nuevo, pero sólo los moderados del Gobierno. Nunca los ultras.
El deslizador descendió por el borde norte del cráter. Jennings lo conocía y podía sepultar el Dispositivo allí. Si luego no lograba llegar a Estación Luna, tendría que alejarse del escondrijo para no delatarlo con su presencia. Y debería dejar alguna clave de su paradero.
Le pareció que pensaba con increíble lucidez. ¿Era la influencia del Dispositivo? ¿Estimulaba su pensamiento y lo guiaba hacia el mensaje perfecto? ¿O era la alucinación insensata de un moribundo? No lo sabía, pero no tenía otra opción. Debía intentarlo.
Pues Karl Jennings sabía que iba a morir. Le quedaban pocas horas de vida y tenía mucho que hacer.
H. Seton Davenport, de la División Estadounidense del Departamento Terrícola de Investigaciones, se frotó con aire ausente la cicatriz de la mejilla izquierda.
Sé que los ultras son peligrosos, señor.
El jefe de división, M.T. Ashley, miró a Davenport con los ojos entrecerrados. El gesto de sus mejillas enjutas denotaba su desaprobación. Como había jurado una vez más que dejaría de fumar, buscó a tientas una goma de mascar, la desenvolvió, la estrujó y se la metió

en la boca. Se estaba volviendo viejo y malhumorado, y su bigote corto y gris raspaba cuando se lo frotaba con los nudillos.
No sabe hasta qué punto son peligrosos, y me pregunto si alguien lo sabe. Son pocos, pero gozan de influencia entre los poderosos, que están muy dispuestos a considerarse la élite. Nadie sabe con certeza quiénes ni cuántos son.
¿Ni siquiera el Departamento?
El Departamento está atado de manos. Más aún, ni siquiera nosotros estamos libres de esa mancha. ¿Lo está usted?
Davenport frunció el ceño.
Yo no soy ultra.
No he dicho que lo fuera. Le pregunto que si está libre de esa mancha. ¿Ha pensado en lo sucedido en la Tierra en los dos últimos siglos? ¿Nunca ha pensado que una moderada disminución demográfica sería algo positivo? ¿Nunca ha pensado que sería maravilloso liberarse de los poco inteligentes, de los incapaces, de los insensibles y dejar el resto? Porque yo lo he pensado, qué diablos.
Sí, me acuso de haberlo pensado alguna vez. Pero una cosa es expresar un deseo y otra muy distinta planificar un proyecto práctico de acción hitleriana.
El deseo no está tan lejos del acto como usted cree. Convénzase de que el objetivo tiene importancia, de que el peligro es bastante grande, y los medios se volverán cada vez menos objetables. De cualquier modo, ahora que ha terminado ese asunto de Estambul, le pondré al corriente de esto. Lo de Estambul no fue nada en comparación. ¿Conoce al agente Ferrant?
¿El que desapareció? No personalmente.
Bien, pues hace dos meses se localizó una nave abandonada en la superficie lunar. Realizaba una investigación selenográfica, financiada con fondos privados. La Sociedad Geológica Rusoamericana, que patrocinaba el vuelo, informó de que la nave no se había comunicado. Una búsqueda de rutina la localizó sin mayores inconvenientes, a una razonable distancia del lugar desde donde transmitió su último informe. La nave no estaba dañada, pero el deslizador había desaparecido, junto con uno de los tripulantes, Karl Jennings. El otro hombre, James Strauss, estaba vivo, pero deliraba. No mostraba lesiones físicas, pero estaba loco de remate. Todavía lo está, y eso es importante.
¿Por qué? preguntó Davenport.
Porque el equipo médico que lo examinó halló anomalías neuroquímicas y neuroeléctricas sin precedentes. Nunca han visto un caso semejante. Nada humano pudo provocarlo.
Una sonrisa fugaz cruzó el rostro grave de Davenport.
¿Sospecha usted de invasores extraterrestres?
  
Quizá contestó el otro, sin sonreír en absoluto. Pero permítame continuar. Una búsqueda rutinaria por las cercanías de la nave no reveló indicios del deslizador. Luego, Estación Luna comunicó que había recibido señales débiles de origen incierto. Supuestamente procedían de la margen occidental de Mare Imbrium, pero no estaban seguros de que fueran de origen humano y no creían que hubiera naves en las cercanías. Ignoraron las señales. Pensando en el deslizador, sin embargo, la partida de búsqueda se dirigió hacia Imbrium y lo localizó. Jennings estaba a bordo, muerto. Una puñalada en el costado. Es sorprendente que lograra sobrevivir tanto tiempo. Mientras tanto, los médicos estaban cada vez más desconcertados por los delirios de Strauss. Se pusieron en contacto con el Departamento y nuestros dos agentes lunares llegaron a la nave. Uno de ellos era Ferrant. Estudió las grabaciones de esos delirios. No tenía sentido hacerle preguntas, pues no había modo, ni hay, de comunicarse con Strauss. Existe una alta muralla entre el universo y él, y tal vez sea para siempre. Sin embargo, sus delirios, a pesar de las redundancias y las incoherencias, pueden tener cierto sentido. Ferrant lo ordenó todo, como un rompecabezas. Al parecer, Strauss y Jennings hallaron un objeto que consideraron antiguo y no humano, un artefacto de una nave que se estrelló hace milenios. Parece ser que podía alterar la mente humana.
¿Y alteró la mente de Strauss? ¿Es eso?
Exacto. Strauss era un ultra (podemos decir «era» porque está vivo sólo técnicamente) y Jennings no quiso entregarle el objeto. Y por buenas razones. En sus delirios, Strauss habló de usarlo para provocar el autoexterminio, como él lo llamó, de los indeseables. Quería conseguir una población final e ideal de cinco millones. Hubo una lucha, en la cual Jennings, aparentemente, se valió de ese artefacto, pero Strauss tenía un cuchillo. Cuando Jennings se marchó iba herido, y la mente de Strauss estaba destruida.
¿Y dónde está el objeto?
El agente Ferrant actuó con decisión. Registró de nuevo la nave y sus inmediaciones. No había rastros de nada que no fuera una formación lunar natural o un evidente producto de la tecnología humana. No encontró nada que pudiera ser el artefacto. Luego, investigó el deslizador y sus inmediaciones. Nada.
¿No pudieron los miembros del primer equipo de investigación, que no sospechaban nada, haberse llevado algo?
Juraron que no, y no hay razones para sospechar que mintieran. Posteriormente, el compañero de Ferrant...
¿Quién era?
Gorbansky.
Lo conozco. Hemos trabajado juntos.
  
En efecto. ¿Qué piensa de él?
Es honesto y capaz.
De acuerdo. Gorbansky encontró algo. No un artefacto extraterrestre, sino algo humano y de lo más corriente. Era una tarjeta blanca común, con una inscripción, insertada en el dedo medio del guante derecho. Supuestamente, Jennings la escribió antes de su muerte, así que, supuestamente, representaba la clave del escondrijo.
¿Hay razones para pensar que lo escondió?
Ya he dicho que no lo encontramos en ninguna parte.
Pero pudo haberlo destruido, pensando que era peligroso dejarlo intacto.
Es muy dudoso. Si aceptamos la conversación que hemos reconstruido a partir de los delirios de Strauss, y Ferrant logró una reconstrucción que parece ser casi literal, Jennings pensaba que ese artefacto era de importancia decisiva para la humanidad. Lo denominó la < clave de una increíble revolución científica». No destruiría algo así. Simplemente lo ocultaría de los ultras y trataría de informar de su paradero al Gobierno. De lo contrario, ¿por qué iba a dejar una clave del paradero?
Davenport sacudió la cabeza.
Está usted en un círculo vicioso, señor. Dice que dejó una clave porque usted cree que hay un objeto oculto, y cree que hay un objeto oculto porque dejó una clave.
Lo admito. Todo es dudoso. ¿Los delirios de Strauss significan algo? ¿La reconstrucción de Ferrant es válida? ¿La pista de Jennings es realmente una pista? ¿Existe una artefacto, ese Dispositivo, como lo llamaba Jennings? No tiene sentido hacerse preguntas. Ahora debemos actuar sobre el supuesto de que el Dispositivo existe y hay que encontrarlo.
¿Porque Ferrant ha desaparecido?
Exacto.
¿Secuestrado por los ultras?
En absoluto. La tarjeta desapareció con él.
Oh..., entiendo.
Hace tiempo que sospechamos que Ferrant es un ultra encubierto. Y no es el único sospechoso dentro del Departamento. Las pruebas no bastaban para actuar abiertamente; no podemos basarnos en meras sospechas, porque pondríamos el Departamento patas arriba. Ferrant estaba bajo vigilancia.
¿Por parte de quién?
De Gorbansky. Afortunadamente Gorbansky había filmado la tarjeta y envió la reproducción al cuartel general terrícola, admitiendo que la consideraba sólo un objeto curioso y la adjuntaba al informe por mero afán de cumplir con la rutina habitual. Ferrant, el más inteligente
  
de los dos, me parece a mí, entendió de qué se trataba y actuó en consecuencia. Lo hizo a un alto precio, pues se ha delatado y destruye así su futura utilidad para los ultras; pero es posible que esa futura utilidad no sea necesaria. Si los ultras controlan el Dispositivo...
Tal vez Ferrant ya lo tenga.
Recuerde que se encontraba bajo vigilancia. Gorbansky jura que el Dispositivo no estaba en ninguna parte.
Gorbansky no fue capaz de impedir que Ferrant se marchara con la tarjeta. Tal vez tampoco logró evitar que localizara el Dispositivo.
Ashley tamborileó sobre el escritotio, con un ritmo inquieto y desigual.
Prefiero no pensar eso. Si encontramos a Ferrant, podremos averiguar cuánto daño ha causado; hasta entonces, debemos buscar el Dispositivo. Si Jennings lo ocultó, seguramente intentó alejarse del escondrijo, pues de lo contrario ¿por qué iba a dejar una pista? No debe de estar en las cercanías.
Tal vez no vivió el tiempo suficiente para alejarse.
Ashley volvió a tamborilear.
El deslizador mostraba indicios de haber emprendido un vuelo largo y acelerado y de haber acabado estrellándose. Eso concuerda con la idea de que Jennings procuraba alejarse todo lo posible del escondrijo.
¿Se sabe de qué dirección venía?
Sí, pero no nos sirve de mucho. Por lo que indican las toberas laterales, estuvo efectuando deliberadamente virajes y cambios de dirección.
Davenport suspiró.
Supongo que tendrá una copia de la tarjeta.
En efecto. Aquí está.
Le entregó un duplicado. Davenport lo estudió unos instantes. Era así:
No le veo ningún significado a esto comentó Davenport.
Tampoco yo se lo veía al principio, y tampoco vieron nada las primeras personas con las que consulté. Pero piense un poco. Jennings debía de creer que Strauss lo perseguía; tal vez no supiera que había quedado fuera de combate para siempre. Además, temía que algún ultra lo encontrara antes que un moderado. No se atrevía a dejar una pista demasiado clara. El jefe de división dio unos golpecitos con el dedo sobre la copia de la tarjeta. Esto debe de representar una clave de difícil comprensión en apariencia, pero lo suficientemente clara para alguien dotado de ingenio.
¿Podemos estar seguros de eso? preguntó Davenport, escéptico. A fin de cuentas, era un hombre moribundo y que se sentía atemorizado, y tal vez estaba sometido al influjo de ese objeto. Puede ser que no pensara de un modo lúcido y ni siquiera humano. Por ejemplo, ¿por qué no intentó llegar a la Estación Luna? Terminó a casi media circunferencia de distancia. ¿Estaba demasiado alterado para pensar claramente? ¿Demasiado paranoico para confiar siquiera en la Estación? Sin embargo, trató de comunicarse, pues la Estación captó las señales. Lo que quiero decir es que esta tarjeta, que no parece tener sentido, en efecto no tiene sentido.
Ashley meneó de lado a lado la cabeza solemnemente, como si fuera una campana.
Estaba atemorizado, sí. Y supongo que no disponía de la presencia de ánimo suficiente para llegar a la Estación Lunar. Sólo quería correr y escapar. Aun así, esto tiene algún sentido. Todo encaja demasiado bien. Cada anotación tiene un sentido, y también el conjunto.
¿Cuál es ese sentido?
Notará usted que hay siete puntos en el lado izquierdo y dos en el derecho. Veamos primero el lado izquierdo. El tercero parece un signo de igual. ¿Un signo de igual significa algo para usted, algo en particular? 
Una ecuación algebraica.
Eso es general. ¿Algo en particular?
No.
Supongamos que lo consideramos un par de líneas paralelas.
¿El quinto postulado de Euclídes? aventuró Davenport.
¡Bien! En la Luna hay un cráter llamado Euclides, en homenaje al matemático griego.
Davenport asintió con la cabeza.
Ahora veo por dónde va usted. En cuanto a F/A, eso es fuerza dividida por aceleración, la definición de la masa en la segunda ley del movimiento de Newton...
Sí, y en la Luna también hay un cráter llamado Newton.
  
Sí, pero aguarde. La anotación inferior es el símbolo astronómico del planeta Urano y no hay ningún cráter ni ningún otro objeto lunar que se llame Urano.
Tiene usted razón. Pero Urano fue descubierto por William Herschel y la H que forma parte del símbolo astronómico es la inicial de su nombre. Y ocurre que en la Luna hay un cráter llamado Herschel; tres, en realidad, pues uno es por Caroline Herschel, hermana del astrónomo, y otro por John Herschel, su hijo.
Davenport reflexionó un momento y dijo:
PC/. Presión por la mitad de la velocidad de la luz. No conozco esa ecuación.
Pruebe con cráteres. Pruebe con la P de Ptolomeo y con la C de Copérnico.
¿Y buscar un punto intermedio? ¿Eso podría significar un punto a medio camino entre Ptolomeo y Copérnico?
Me defrauda usted, Davenport ironizó Ashley. Pensé que conocía mejor la historia de la astronomía. Ptolomeo planteaba una imagen geocéntrica del sistema solar, con la Tierra en el centro, mientras que Copérnico presentaba una imagen heliocéntrica, con el Sol en el centro. Un astrónomo buscó una solución intermedia, a medio camino entre Ptolomeo y Copérnico...
¡Tycho Brahe!
De acuerdo. Veamos el resto. CC es un modo corriente de indicar un tipo común de enlace químico. Enlace se dice bond en inglés, y creo que hay un cráter llamado Bond.
Sí, en honor del astrónomo americano W.C. Bond.
Y la primera anotación, XY... XYY, una equis y dos íes griegas... ¡Ya está! Alfonso X. Era el astrónomo español medieval Alfonso el Sabio'''`. El cráter Alphonsus.
Muy bien. ¿Qué es SU?
Eso me desconcierta, señor.
Le daré una teoría. Significa < Soviet Union». Unión Soviética era el antiguo nombre de la Región Rusa. La Unión Soviética fue el primer país que confeccionó un mapa del otro lado de la Luna, y quizás allí haya un cráter. Tsiolkovsky, por ejemplo. Como ve, cada símbolo de la izquierda parece representar un cráter: Alphonsus, Tycho, Euclides, Newton, Tsiolkovsky, Bond, Herschel.
¿Y los símbolos de la derecha?
* La pronunciación del plural de la letra Y es similar a la pronunciación de wise («sabio»). (N. del T.)
   Correcto. Y el cráter Tycho es el rasgo más conspicuo de la superficie lunar.
Eso está absolutamente claro. El círculo dividido en cuatro es el símbolo astronómico de la Tierra. La flecha que lo señala indica que la Tierra debe estar directamente encima.
¡Ah! exclamó Davenport. ¡El Sinus Medii, la Bahía Medía, sobre cuyo cenit está perpetuamente la Tierra! No es un cráter, así que está en el lado derecho, al margen de los demás símbolos.
Exactamente. Se puede atribuir un sentido a todas las anotaciones, de modo que es muy probable que esto no sea algo sin sentido y que procure indicarnos algo. ¿Pero qué? Hasta ahora tenemos siete cráteres y otro lugar. ¿Qué significa? Es de suponer que el Dispositivo puede estar en un solo lugar.
Bien. Un cráter puede ser un sitio enorme. Aunque supongamos que él usó el lado de la sombra, para evitar la radiación solar, puede haber muchísimos kilómetros que examinar en cada caso. Imaginemos que la flecha que señalaba el símbolo de la Tierra define el cráter donde ocultó el Dispositivo, el lugar desde donde la Tierra puede ser vista más cerca del cenit.
Hemos pensado en ello. Delimita una zona e identifica siete cráteres, la extremidad meridional de los que están al norte del ecuador lunar y la extremidad septentrional de los que están al sur. Pero ¿cuál de los siete? 
Davenport frunció el ceño. Hasta el momento no se le había ocurrido nada que no se le hubiese ocurrido antes a alguien.
¡Regístrelos todos! exclamó.
Ashley se rió con desgana.
No hemos hecho otra cosa en las últimas semanas.
¿Y qué han encontrado?
Nada. No hemos encontrado nada. Pero seguimos buscando.
Es evidente que interpretamos mal uno de los símbolos.
¡Obviamente!
Usted mismo dijo que había tres cráteres llamados Herschel. El símbolo SU, si significa Unión Soviética y, por lo tanto, la otra cara de la Luna, puede representar cualquier cráter del otro lado. Lomonosov, Jules Verne, JoliotCurie, cualquiera. Más aún, el símbolo de la Tierra podría representar el cráter Atlas, a quien se representa sosteniendo la Tierra, en algunas versiones del mito. La flecha podría representar la Muralla Recta.
Sin duda, Davenport. Pero aunque lleguemos a la interpretación correcta del símbolo correcto ¿cómo la distinguimos de las interpretaciones erróneas, o de las interpretaciones correctas de los símbolos erróneos? En esta tarjeta tiene que haber algo que nos brinde un dato tan claro que podamos distinguir la clave real de todas las claves falsas. Hemos fracasado y necesitamos una mente nueva, Davenport. ¿Usted qué ve aquí?
  
Le diré lo que podríamos hacer masculló Davenport. Podemos consultar a alguien que yo... ¡Oh, cielos!
Ashley procuró dominar su entusiasmo.
¿Qué ve?
Davenport notó que le temblaba la mano. Confió en que no le temblaran los labios.
Dígame, ¿ha investigado el pasado de Jennings?
Por supuesto.
¿Dónde estudió?
En la Universidad del Este.
Davenport sintió un arrebato de alegría, pero se contuvo. Eso no era suficiente.
¿Siguió un curso de extraterrología?
Claro que sí. Eso es lo normal para conseguir el título de geología.
Pues bien, ¿sabe usted quién enseña extraterrología en la Universidad del Este?
Ashley chascó los dedos.
¡Ese excéntrico! ¿Cómo se llama...? Wendell Urth.
Exacto, un excéntrico que es un hombre brillante a su manera; un excéntrico que ha actuado como asesor para el Departamento en varias ocasiones y siempre ha resuelto los problemas; un excéntrico al que yo iba a sugerir que consultáramos y resulta que la propia tarjeta nos está diciendo que lo hagamos. Una flecha que señala el símbolo de la Tierra. Un retruécano que podría significar «Id a Urth»*, escrito por un hombre que fue alumno de Urth y seguramente le conocía.
Ashley miró la tarjeta.
Vaya, es posible. ¿Pero qué podría decirnos Urth que no veamos nosotros?
Davenport respondió, con una paciencia cortés:
Sugiero que se lo preguntemos, señor.
Ashley miró en torno con curiosidad y medio asustado. Tenía la sensación de hallarse en una exótica tienda de curiosidades, oscura y peligrosa, y de que en cualquier momento podría atacarlo un demonio chillón.
La iluminación era escasa y abundaban las sombras. Las paredes parecían distantes y estaban revestidas de librofilmes, desde el suelo hasta el techo. En un rincón había una lente galáctica tridimensional y, detrás de ella, mapas estelares que apenas se vislumbraban. En otro rincón se veía un mapa de la Luna, aunque quizá fuera un mapa de Marte.
* Urth se pronuncia igual que Earth («Tierra»). (N. del T.)
  
Sólo el escritorio del centro se hallaba bien iluminado por una lámpara de rayos finos. Estaba atiborrado de papeles y libros impresos. Había un pequeño proyector con película, y un anticuado reloj esférico producía un zumbido suavemente alegre.
Costaba recordar que era por la tarde y que en el exterior el sol dominaba en el cielo. En ese lugar reinaba una noche eterna. No se veían ventanas, y la clara presencia del aire acondicionado no le evitaba a Ashley cierta sensación de claustrofobia.
Se acercó más a Davenport, quien parecía insensible a lo desagradable de aquella situación.
Llegará en seguida, señor murmuró Davenport.
¿Siempre es así?
Siempre. Nunca sale de aquí, por lo que yo sé, excepto para atravesar el campus y dictar sus clases.
¡Caballeros, caballeros! se oyó una aguda voz de tenor. Me alegra mucho verles. Son ustedes muy amables al visitarme.
Un hombrecillo rechoncho salió de otra habitación, abandonando las sombras y emergiendo a la luz.
Les sonrió, ajustándose sus gafas gruesas y redondas. Cuando apartó los dedos, las gafas quedaron precariamente suspendidas en la redonda punta de su pequeña nariz.
Soy Wendell Urth se presentó.
La barba puntiaguda y gris en la regordeta barbilla no contribuía a realzar la escasa dignidad del rostro risueño y del rechoncho torso elipsoide.
¡Caballeros! Son muy amables al visitarme repitió, tras dejarse caer en una silla, de la que sus piernas quedaron colgando, con las puntas de los zapatos a dos o tres centímetros del suelo. Tal vez el señor Davenport recuerde que para mí es importante permanecer aquí. No me agrada viajar, excepto a pie, y con dar un paseo por el campus tengo suficiente.
Asheley lo miró desconcertado, de pie, y a su vez Urth lo observó con creciente desconcierto. Sacó un pañuelo y se limpió las gafas, se las volvió a poner y dijo:
Ah, ya sé cuál es el problema. Necesitan sillas. Sí. Bien, pues cójanlas. Si hay cosas encima, quítenlas. Quítenlas. Siéntense, por favor.
Davenport quitó los libros de una silla y los dejó cuidadosamente en el suelo. Empujó la silla hacia Ashley y levantó un cráneo humano de otra silla y lo dejó aún con más cuidado sobre el escritorio de Urth. La mandíbula, que no estaba sujeta con firmeza, se entreabrió durante el traslado y quedó torcida.
No importa dijo afablemente Urth, no se estropeará. Cuéntenme a qué han venido, caballeros.
  
Davenport aguardó un instante a que hablara Ashley, pero tomó con gusto la iniciativa al ver que su jefe guardaba silencio.
Profesor Urth, ¿recuerda a un alumno llamado Jennings, Karl Jennings?
Urth dejó de sonreír mientras se esforzaba por recordar. Sus ojillos saltones parpadearon.
No respondió finalmente. No en este momento.
Se graduó en geología. Estudió extraterrología con usted hace algunos años. Aquí tengo su fotografía, por si le sirve de ayuda.
Urth estudio la fotografía con miope concentración, pero seguía dudando. Davenport continuó:
Dejó un mensaje críptíco, que constituye la clave de un asunto de gran importancia. Hasta ahora no logramos interpretarlo satisfactoriamente, pero sí hemos deducido algo, y es que nos indica que acudamos a usted.
¿De veras? ¡Qué interesante! ¿Con qué propósito deben acudir a mí?
Supuestamente, para que nos ayude a interpretar el mensaje.
¿Puedo verlo?
Ashley le pasó el papel a Wendell Urth. El extraterrólogo lo miró sin fijarse mucho, le dio la vuelta y se quedó un momento contemplando el dorso en blanco.
¿Dónde dice que acudan a mí?
Ashley se quedó sorprendido, pero Davenport se apresuró a intervenir:
La flecha que apunta al símbolo de la Tierra. Parece claro.
Parece claro que es una flecha que apunta al símbolo del planeta Tierra. Supongo que podría significar literalmente «id a la Tierra», si esto se hubiese encontrado en otro mundo.
Se encontró en la Luna, profesor Urth, y podría significar eso. Sin embargo, la referencia a usted nos pareció evidente, una vez que averiguamos que Jennings había sido alumno suyo.
¿Siguió un curso de extraterrología en esta universidad?
En efecto.
¿En qué año, señor Davenport?
En el .
Ah. El acertijo está resuelto.
¿Se refiere al significado del mensaje? preguntó Davenport.
No, no. El mensaje no significa nada para mí. Me refiero al acertijo de por qué no me acordaba de él, pero lo recuerdo ahora. Era un sujeto muy discreto, ansioso, tímido y modesto; una persona nada fácil de recordar. Golpeó el mensaje con el dedo. Sin esto, nunca me hubiera acordado.
  
¿Por qué la tarjeta cambia las cosas? quiso saber Davenport.
La referencia a mí es un retruécano entre mi apellido y el nombre del planeta Tierra. Es poco sutil, pero así era Jennings. Le encantaban los juegos de palabras. Lo único que recuerdo de él son sus intentos de crear retruécanos. A mí me encantan, pero los de Jennings eran muy malos. O vergonzosamente obvios, como en este caso. Carecía de talento para los retruécanos, pero le gustaban tanto...
Todo el mensaje es una especie de retruécano, profesor interrumpió Ashley. A menos, eso es lo que creemos, y concuerda con lo que dice usted.
¡Ah! Urth se ajustó las gafas y miró nuevamente la tarjeta y los símbolos. Frunció sus carnosos labios y dijo jovialmente: Pues no lo entiendo.
En ese caso... dijo Ashley, cerrando las manos.
Pero si ustedes me explican de qué se trata continuó Urth, quizá signifique algo.
¿Puedo contárselo, señor? preguntó Davenport. Creo que este hombre es digno de confianza y... podría ayudarnos.
Adelante masculló Ashley. A estas alturas, ¿qué podemos perder?
Davenport resumió la historia con frases precisas y telegráficas, míentras Urth escuchaba moviendo sus dedos rechonchos sobre el escritorio blanco, como si barriera invisibles cenizas de tabaco. A final de la narración, alzó las piernas y las cruzó, como un afable Buda.
Cuando Davenport hubo terminado, Urth reflexionó un momento.
¿Tienen una transcripción de la conversación reconstruida por Ferrant?
La tenemos asintió Davenport. ¿Quiere verla?
Por favor.
Urth colocó la tira de microfilme en un visor y la examinó deprisa, moviendo los labios. Luego, señaló la reproducción del mensaje críptico.
¿Y ustedes dicen que ésta es la clave del asunto, la pista crucial?
Eso creemos, profesor.
Pero no es el original, sino una reproducción.
En efecto.
El original desapareció con ese hombre, Ferrant, y ustedes creen que está en manos de los ultras.
Posiblemente.
Urth sacudió la cabeza con aire preocupado.
Es de sobras conocido que no simpatizo con los ultras. Los combatiría por todos los medios, así que no deseo que parezca que me echo atrás; pero... ¿cómo saber con certeza que existe ese objeto que altera las mentes? Sólo tenemos los delirios de un psicópata y dudosas deduc
  
ciones a partir de la copia de un misterioso conjunto de signos que quizá no signifiquen nada.
Sí, profesor, pero no podemos correr riesgos.
¿Qué certeza hay de que esta copia sea exacta? ¿Y si en el original hay algo que aquí falta, algo que clarifica el mensaje, algo sin lo cual el mensaje resulta indescifrable?
Estamos seguros de que la copia es exacta.
¿Qué me dicen del reverso? No hay nada en el dorso de esta copia. ¿Qué me dicen del reverso del original? 
El agente que hizo la copia nos informó de que la otra cara estaba en blanco.
Los hombres pueden cometer errores.
No tenemos razones para pensar que se equivocó y debemos partír del supuesto de que no se equivocó. Al menos, mientras no recobremos el original.
Entonces, ¿toda interpretación de este mensaje se debe hacer a partir de lo que vemos aquí?
Eso creemos. Estamos casi seguros respondió Davenport, con creciente abatimiento.
Urth aún parecía preocupado.
¿Por qué no dejar el objeto donde está? Si ningún grupo lo encuentra, tanto mejor. Desapruebo cualquier método de jugar con la mente y no me gustaría contribuir a posibilitarlo.
Davenport acalló con un ademán a Ashley, al darse cuenta de que éste iba a hablar, y dijo:
Debo aclararle, profesor Urth, que el Dispositivo tiene otros aspectos. Supongamos que una expedición extraterrestre viajara a un planeta distante y primitivo y dejara allí una radio antigua, y supongamos que los nativos de ese lugar hubieran descubierto la corriente eléctrica, pero no el tubo de vacío. La población podría entonces descubrir que, cuando se conecta la radio a una corriente, ciertos objetos de vidrio de la radio se calientan y brillan, pero, como es lógico, no recibirían sonidos inteligibles, sino, en el mejor de los casos, únicamente zumbidos y chisporroteos. Sin embargo, si dejaran caer la radio enchufada en una bañera, la persona que estuviera en la bañera se electrocutaría. ¿La gente de ese planeta hipotético debería llegar a la conclusión de que el objeto que estudian sólo sirve para matar?
Entiendo la analogía admitió Urth. Usted piensa que esa capacidad para alterar las mentes es sólo una función accesoria del Dispositivo.
Estoy seguro de ello. Sí fuéramos capaces de deducir su verdadera finalidad, la tecnología terrícola podría dar un salto de siglos.
Es decir que usted está de acuerdo con lo que dijo Jennings...
  
Consultó el microfilme. «Quizá sea la clave de... quién sabe qué. Podría ser la clave de una increíble revolución científica.»
Exacto.
No obstante, altera las mentes y es infinitamente peligroso. Sea cual sea la finalidad de la radio, lo cierto es que electrocuta.
Por eso no podemos permitir que los ultras se hagan con ello.
¿Y el Gobierno?
Debo señalar que la cautela tiene un límite razonable. Recuerde que la raza humana siempre ha coqueteado con el peligro, desde el primer cuchillo de pedernal de la Edad de Piedra; y, antes de eso, el primer garrote de madera también podía matar. Se podían usar para someter a hombres más débiles a la voluntad de los más fuertes, lo cual también es una forma de alterar las mentes. Lo que cuenta, profesor, no es el Dispositivo mismo, por peligroso que sea en lo abstracto, sino las intenciones de quien lo utiliza. Los ultras han manifestado su intención de exterminar a más del noventa y nueve por ciento de la humanidad. El Gobierno, sean cuales fueren los derechos de los hombres que lo integran, no tiene esa intención.
Un estudio científico del Dispositivo. Incluso esa capacidad para alterar la mente puede producir grandes beneficios. Usado con lucidez, podría enseñarnos algo sobre el fundamento físico de las funciones mentales. Podríámos aprender a corregir trastornos mentales o a curar a los ultras. La humanidad podría aprender a desarrollar una mayor inteligencia.
¿Por qué voy a creer que semejante idealismo se llevará a la práctica?
Yo sí lo creo. Pero piénselo de este otro modo. Si nos ayuda, usted se arriesga a enfrentarse a un posible desvío hacia el mal por parte del Gobierno; pero, si no lo hace, se arriesga a enfrentarse al propósito indudablemente maligno de los ultras.
Urth asintió con la cabeza, pensativo.
Quizá tenga razón. Aun así, debo pedirle un favor. Tengo una sobrina que siente un gran afecto por mí. Siempre está contrariada porque me niego terminantemente a incurrir en la locura de viajar. Afirma que no se dará por satisfecha hasta que algún día la acompañe a Europa, a Carolina del Norte o a cualquier otro lugar absurdo...
Ashley se inclinó hacia delante, desechando el gesto de Davenport.
Profesor Urth, si usted nos ayuda a hallar el Dispositivo, y si éste funciona, le aseguro que le ayudaremos a liberarse de su fobia hacia los viajes, para que pueda ir con su sobrina a donde desee.
Urth abrió los ojos de par en par y miró salvajemente a su alrededor, como si estuviera acorralado.
   ¿Y qué intención tiene el Gobierno?
¡No! ¡No! ¡Jamás! Bajó la voz y susurró roncamente: Les explicaré la naturaleza de mis honorarios. Si los ayudo, si ustedes recobran el Dispositivo y aprenden a usarlo, si mi ayuda es conocida por el público, mi sobrina arremeterá contra el Gobierno como una furia. Es una mujer tozuda y chillona, que recaudará dinero y organizará manifestacíones. Nada la detendrá. Y, sin embargo, no deben ceder ante ella. ¡Jamás! Deben ustedes resistir todas las presiones. Quiero que me dejen en paz, como estoy ahora. Eso es lo único que pido como retribución.
Ashley se sonrojó.
Sí, por supuesto, si así lo desea.
¿Cuento con su palabra?
Cuenta con mi palabra.
Recuérdelo, por favor. También confío en usted, señor Davenport. Será como usted desee lo tranquilizó Davenport. Y supongo que ahora nos dará la interpretación de las anotaciones.
¿Las anotaciones? preguntó Urth, concentrando la atención en la tarjeta. ¿Se refiere a estas marcas, XV y demás?
Sí. ¿Qué significan?
No lo sé. Sus interpretaciones valen tanto como cualquier otra. Ashely estalló:
¿Quiere decir que toda esa cháchara sobre su presunta ayuda no llevaba a nada? ¿A qué vienen tantos rodeos?
Wendell Urth parecía confundido e intimidado.
Me gustaría ayudarles.
Pero no sabe qué significan las anotaciones.
No..., no... Pero sé qué significa el mensaje.
¿Lo sabe? gritó Davenport.
Desde luego. El significado es transparente. Lo sospeché mientras usted me contaba la historia. Y estuve seguro una vez que leí la reconstrucción de las conversaciones entre Strauss y Jennings. Ustedes también lo comprenderían, caballeros, con sólo que se detuvieran a pensar.
¡Oiga! se impacientó Ashley. ¡Usted ha dicho que no sabe qué significan las anotaciones!
Y no lo sé. Sólo sé qué significa el mensaje.
¿Qué es el mensaje si no está en las anotaciones? ¿Es el papel, por amor de Dios?
Sí, en cierto sentido.
¿Tinta invisible o algo parecido?
¡No! ¿Por qué les cuesta tanto entenderlo, cuando están a punto? Davenport se inclinó hacia Ashley.
Señor, déjeme esto a mí, por favor.
  
Ashley resopló.
Adelante.
Profesor dijo Davenport, ¿quiere ofrecernos su análisis?
¡Ah! Bien, de acuerdo. El menudo extraterrólogo se recostó en la silla y se enjugó la frente húmeda con la manga. Veamos el mensaje. Si ustedes aceptan que el círculo dividido en cuatro y la flecha los dirigen hacia mí, eso nos deja siete anotaciones. Si éstas se refieren a siete cráteres, por lo menos seis de ellos deben de estar destinados a distraer la atención, pues el Dispositivo sólo puede estar en un lugar. No contenía piezas móviles ni separables; era de una sola pieza. Además, ninguna de esas anotaciones está clara. SU podría significar cualquier sitio del otro lado de la Luna, que es una superficie del tamaño de Suramérica. PC/ puede significar Tycho, como dice el señor Ashley, o «a medio camino entre Ptolomeo y Copérnico», como pensó el señor Davenport, o «a medio camino entre Platón y Cassini». XYz podría significar Alphonsus, que es una interpretación muy ingeniosá;pero podría también referirse a un sistema de coordenadas donde la coordenada Y fuera el cuadrado de la coordenada X. Análogamente, CC podría singificar Bond o « a medio camino entre Cassini y Copérnico». F/A podría significar «Newton» o « a medio camino entre Fabricius y Arquímedes». En síntesis, significan tanto que no significan nada. Aunque una de ellas significara algo, no se la podría escoger entre las demás, así que lo más sensato es suponer que son pistas falsas. Es necesario, pues, determinar qué parte del mensaje carece de ambigüedades y está perfectamente clara. La respuesta sólo puede ser que se trata de un mensaje, que es una pista para llegar a un escondrijo. Es la única certeza que tenemos, ¿no es así?
Davenport asintió con la cabeza.
Al menos, creemos estar seguros de ello.
Bien. Ustedes han dicho que este mensaje es la clave de todo el asunto. Han actuado como si fuera la pista decisiva. Jennings mismo se refirió al Dispositivo como una clave. Si combinamos esta visión seria del asunto con la afición de Jennings por los retruécanos, una afición que quizás agudizó el Dispositivo... Les contaré una historia.
»En la segunda mitad del siglo dieciséis, había un jesuita alemán que vivía en Roma. Era un matemático y astrónomo de renombre y ayudó al papa Gregorio XIII a reformar el calendario en , efectuando los enormes cálculos requeridos. Este astrónomo admiraba a Copérnico, pero no aceptaba la versión heliocéntrica del sistema solar. Se aferraba a la vieja creencia de que la Tierra era el centro del universo.
»En , casi cuarenta años después de la muerte de este matemático, otro jesuita, el astrónomo italiano Giovanni Battista Riccioli, trazó un mapa de la Luna. Denominó los cráteres con nombres de astróno
  
mos del pasado y, como él también rechazaba a Copérnico, escogió los cráteres mayores y más y espectaculares para aquellos que situaban la Tierra en el centro del universo: Ptolomeo, Hiparco, Alfonso X, Tycho Brahe. Reservó el cráter de mayor tamaño que pudo hallar para su predecesor, el jesuita alemán.
»Este cráter es sólo el segundo en tamaño visible desde la Tierra. El mayor es Bailly, que está en el borde de la Luna y resulta difícil de ver desde la Tierra. Riccioli lo ignoró, y su denominación proviene de un astrónomo que vivió un siglo después y murió guillotinado durante la Revolución Francesa.
Ashley lo escuchaba con impaciencia.
¿Pero qué tiene que ver esto con el mensaje?
Pues todo contestó Urth, sorprendido. ¿No dijeron ustedes que este mensaje era la clave de todo el asunto? ¿No es la pista decisiva?
Sí, desde luego.
¿Hay alguna duda de que nos enfrentamos a algo que es la clave de otra cosa?
Pues no respondió Ashley.
Bien... El nombre del jesuita alemán de que hablaba es Christoph Klau. ¿Ven ustedes el retruécano? Klau es clave.
La desilusión aflojó el cuerpo de Ashley.
Eso es muy rebuscado masculló.
Profesor Urth dijo ansiosamente Davenport, no hay ningún lugar de la Luna llamado Klau.
Claro que no. De eso se trata. En aquella época de la historia, la segunda mitad del siglo dieciséis, los eruditos europeos latinizaban sus nombres. Eso ocurrió con Klau. En vez de la «u» alemana, usó la letra latina equivalente, la «v». Luego, añadió el «ius» habitual en los nombres latinos y Christoph Klau pasó a ser Christopher Clavius, y supongo que ustedes recuerdan ese cráter gigante que llamamos Clavius.
Pero... comenzó Davenport.
Sin peros. Sólo señalaré que la palabra latina clavis significa clave. ¿Ven ahora ese retruécano doble y bilingüe? Klau, Clavis, clave. En toda su vida, Jennings jamás habría logrado un retruécano doble y bilingüe sin el Dispositivo. Entonces pudo hacerlo, y sospecho que tuvo una muerte triunfal, dadas las circunstancias. Y les dijo que acudieran a mí porque sabía que yo recordaría su afición por los retruécanos y porque sabía que a mí también me gustaban. Los dos hombres del Departamento lo miraban con los ojos desorbitados. Sugiero que registren el borde de Clavius, en ese punto donde la Tierra está más cerca del cenit.
Ashley se levantó.
¿Dónde está su videoteléfono?

En la habitación contigua.
Ashley salió disparado. Davenport se quedó con el profesor.
¿Está seguro? le preguntó.
Totalmente. Pero aunque me equivoque sospecho que no importa.
¿Qué es lo que no importa?
Que lo encuentren o no. Pues si los ultras hallan el Dispositivo dudo que sean capaces de usarlo.
¿Por qué lo dice?
Ustedes me preguntaron que si jennings había sido alumno mío, pero no me preguntaron por Strauss, que también era geólogo. Fue alumno mío un año después de jennings. Lo recuerdo bien.
¿Sí?
Un hombre desagradable, muy frío. La característica distintiva de los ultras. Son gélidos, muy rígidos, muy seguros de sí mismos. No pueden sentirse identificados con nadie, ya que, en ese caso, no hablarían de matar a miles de millones de seres humanos. Sus únicas emociones son glaciales y egoístas, sentimientos que no pueden franquear la distancia entre dos seres humanos.
Creo que lo entiendo.
Claro que lo entiende. La conversación reconstruida a partir de los delirios de Strauss nos mostró que no podía manipular el Dispositivo. Carecía de intensidad emocional, o de las emociones necesarias. Sospecho que lo mismo ocurre con todos los ultras. Jennings, que no era un ultra, podía manipularlo. Cualquiera que pudiera usar el Dispositivo sería incapaz de ser cruel a sangre fría. Podría atacar por miedo, como jennings atacó a Strauss, pero no por mero cálculo, como Strauss atacó a jennings. Para expresarlo de una manera tríllada, creo que el Dispositivo se puede activar mediante el amor, pero no mediante el odio; y los ultras se caracterizan por odiar.
Davenport asintió con la cabeza.
Espero que tenga razon. Pero, entonces..., ¿por qué recela tanto del Gobierno, si piensa que esos hombres no podrían manipular el Dispositivo?
Urth se encogió de hombros.
Quería asegurarme de que ustedes podían racionalizar sin vacilaciones y ser persuasivos ante una argumentación inesperada. A fin de cuentas, quizá tengan que vérselas con mi sobrina.
  
LA BOLA DE BILLAR
James Priss supongo que debería decir el profesor James Priss, aunque todos sabrán a quién me refiero incluso si no menciono el título siempre hablaba despacio.
Lo sé. Lo entrevisté varias veces. Tenía la mente más brillante conocida desde Einstein, pero no funcionaba deprisa. Él mismo admitía que era lento. Quizá su mente no funcionaba deprisa precisamente por ser tan brillante.
Articulaba una frase, reflexionaba, añadía algo más. Aun en asuntos triviales, su mente gigantesca se demoraba en la incertidumbre, agregando un toque aquí y otro allá.
Le imagino preguntándose si el sol despuntaría a la mañana siguiente. ¿Qué significa < despuntar»? ¿Podemos estar seguros de que habrá un mañana? ¿La palabra < sol» no reviste ninguna ambigüedad?
Añádase a este modo de hablar un semblante blando y pálido, sin más expresión que un titubeo general, un cabello gris y ralo peinado impecablemente, trajes invariablemente conservadores, y tendremos el retrato del profesor James Priss: una persona retraída carente de magnetismo.
Por eso, nadie en el mundo, excepto yo, podía sospechar que fuera un asesino. Y ni siquiera yo estoy seguro. A fin de cuentas, él pensaba despacio; siempre pensaba despacio. ¿Es concebible que en un momento crucial haya logrado actuar deprisa y sin dilación?
No importa. Aunque sea un asesino, se salió con la suya. Es demasiado tarde para invertir la situación y yo no lo conseguiría aunque me decidiera a permitir que esto se publicara.
Edward Bloom fue compañero de estudios de Priss, y luego las circunstancias los acercaron durante una generación. Tenían la misma edad y ambos amaban la vida de soltero, pero eran opuestos en todo lo demás. 
  
Bloom era ostentoso, pintoresco, alto, corpulento, locuaz, atrevido y lleno de aplomo. Su mente apresaba lo esencial con la rapidez de un impacto meteórico. No era un teórico como Priss; Bloom no tenía esa paciencia ni esa capacidad de intensa concentración en un punto abstracto. Lo admitía; se jactaba de ello.
Pero tenía una habilidad inquietante para aplicar una teoría, para ver el modo de utilizarla. En el frío bloque de mármol de una estructura abstracta veía sin dificultad el intrincado diseño de un dispositivo maravilloso. El bloque se rajaba con su contacto, y quedaba libre el dispositivo.
Es bien conocido, y no se exagera demasiado, que Bloom no podía construir nada que no funcionara o que no fuera patentable o que no resultara rentable. A los cuarenta y cinco años era uno de los hombres más ricos de la Tierra.
Y si algo congeniaba con las aptitudes de Bloom el técnico era el pensamiento de Priss el teórico. Los mejores aparatos de Bloom estaban construidos a partir de las más grandes ideas de Priss, y a medida que Bloom ganaba fama y riqueza Priss obtenía un respeto monumental entre sus colegas.
Era de esperar, pues, que cuando Priss formuló su teoría del doble campo, Bloom se pusiera de inmediato a construir el primer dispositivo práctico antigravedad.
Mi trabajo consistía en hallar un interés humano en la teoría del doble campo para los suscriptores de Telenoticias, y eso se consigue tratando con seres humanos y no con ideas abstractas. Como mi entrevistado era el profesor Priss, no parecía una tarea fácil.
Naturalmente, le preguntaría sobre las posibilidades de la antigravedad, que interesaba a todos, y no sobre la teoría del doble campo, algo que nadie comprendía.
¿La antigravedad? Priss apretó sus labios pálidos y reflexionó. No sé si es posible, si alguna vez podrá serlo. No he resuelto el asunto a mi entera satisfacción. No sé si las ecuaciones de doble campo tendrían una solución finita, lo cual sería necesario, por supuesto, si...
Y se enredó en un análisis oscuro. Yo lo estimulé:
Bloom dice que es posible construir ese aparato.
Priss movió la cabeza en sentido afirmativo.
Sí, pero quién sabe. Ed Bloom ha demostrado poseer un asombroso don para ver lo que no es evidente. Tiene una mente insólita, y que con toda seguridad le ha hecho ganar una fortuna.
Nos encontrábamos sentados en la casa de Priss. Clase media de
  
la más normal. No pude evitar echar una ojeada aquí y allá. Priss no tenía una fortuna.
No creo que me adivinara el pensamiento. Me vio mirar. Y supongo que eran sus propios pensamientos.
La riqueza no es la recompensa habitual para el científico puro. Ni siquiera es una recompensa muy deseable comentó.
Es posible, pensé. Príss tenía su propia recompensa. Era la tercera persona de la historia que había ganado dos premios Nobel, y el primero en ganar los dos en el campo de las ciencias, y ambos sin compartir. Nadie se quejaría de eso. Y aunque no era rico tampoco era pobre.
Pero no parecía satisfecho. Tal vez no estuviera molesto con la riqueza de Bloom, sino con su fama; Bloom 'era una celebridad dondequiera que iba, mientras que Priss, fuera de las convenciones científicas y de los clubes de profesores, era un personaje anónimo.
No sé si esto se me veía en los ojos o en el entrecejo fruncido, el caso es que Priss continuó:
Pero somos amigos. Jugamos al billar un par de veces por semana. Normalmente le gano.
(Nunca publiqué esa declaración. La cotejé con Bloom, quien la negó con otra larga declaración que comenzaba con una interjección y se volvía cada vez más personal. Lo cierto es que ninguno de ellos era un novato en el billar. Yo les vi jugar una vez, después de estas declaraciones, y ambos empuñaban el taco con aplomo profesional. Más aún, los dos jugaban con saña, y las partidas no parecían amistosas.)
¿Le importaría predecir si Bloom logrará construir un dispositivo antigravedad? pregunté.
¿Quiere decir que si estoy dispuesto a comprometer mi palabra? Mmmm. Bien, veamos, joven. ¿Qué queremos decir con antigravedad? Nuestra concepción de la gravedad se basa en la teoría general de la relatividad de Einstein, que ya tiene un siglo y medio, pero que, dentro de sus límites, permanece firme. Podemos describirla...
Escuché cortésmente. No era la primera vez que le oía perorar sobre el tema, pero si quería sonsacarle algo lo cual no era seguro tendría que dejar que se explayara a gusto.
Podemos describirla imaginando el universo como una lámina de caucho irrompible, plana, delgada y superflexible. Si describimos la masa como algo asociado con el peso, como ocurre en la superficie de la Tierra, esperaríamos que una masa, apoyada sobre la lámina de caucho, dejara una hendidura. A mayor masa, más profunda la hendidura.
»En el universo real existen toda clase de masas, así que debemos imaginar nuestra lámina de caucho como acribillada de hendiduras. Cualquier objeto que rodara por la lámina seguiría esas hendiduras, virando y cambiando de rumbo. Estos virajes y cambios de rumbo, de hecho,
  
nos demuestran la existencia de una fuerza de gravedad. Si el objeto móvil se acerca al centro de la hendidura y se mueve despacio, queda atrapado y gira en torno de la hendidura. En ausencia de fricción, mantiene ese movimiento para siempre. En otras palabras, Albert Einstein interpretó como una distorsión geométrica lo que Newton interpretaba como una fuerza.
Hizo una pausa. Había hablado con bastante soltura para ser él porque estaba diciendo algo que había dicho muchas veces. Pero luego empezó a vacilar.
A tratar de producir la antigravedad, pues, tratamos de alterar la geometría del universo. Si continuamos con nuestra metáfora, tratamos de alisar esa lámina de caucho llena de hendiduras. Es como ponerse debajo de una masa y levantarla, sosteniéndola para impedir que se abra una hendidura. Si aplanamos de ese modo la lámina de caucho, creamos un universo (o, al menos, una porción de universo) donde la gravedad no existe. Un cuerpo rodante pasaría por esa masa que no produce hendiduras sin alterar su rumbo, y podríamos interpretar que esto significa que la masa no ejerce fuerza gravitatoria. Para lograr esta hazaña, sin embargo, necesitamos una masa equivalente a la masa que produce la hendidura. Para producir antigravedad en la Tierra de esta manera, tendríamos que utilizar una masa equivalente a la terrestre y ponerla encima de nosotros, como quien dice.
Pero su teoría del doble campo... interrumpí.
Exacto. La relatividad general no explica el campo gravitatorio y el campo electromagnético en un solo conjunto de ecuaciones. Einstein se pasó media vida buscando ese conjunto, una teoría de campo unificado, y fracasó. Todos los que siguieron a Einstein también fracasaron. Yo partí, en cambio, del supuesto de que había dos campos que no se podían unificar y seguí las consecuencias, y la metáfora de la < lámina de caucho» me permitirá explicar una parte.
Ahora llegábamos a algo que yo no había oído antes.
¿Cómo es eso? pregunté.
Supongamos que, en vez de tratar de levantar la masa que provoca la hendidura, procuramos endurecer la lámina, hacerla menos vulnerable a las hendiduras. Se contraería, al menos en una pequeña superficie, y se aplanaría. La gravedad se debilitaría y también la masa, pues ambas son esencialmente el mismo fenómeno en ese universo con hendiduras. Si lográramos que la lámina de caucho fuera totalmente plana, la gravedad y la masa desaparecerían.
»En las condiciones apropiadas, el campo electromagnético contrarrestaría el campo gravitatorio y serviría para endurecer la urdimbre del universo. El campo electromagnético es mucho más fuerte que el gravitatorio, así que el primero podría superar al segundo.

Pero usted dice «en las condiciones apropiadas». ¿Se pueden lograr esas condiciones apropiadas de que usted habla, profesor?
Pues no lo sé contestó pensativamente Priss. Si el universo fuera una lámina de caucho, su rigidez tendría que alcanzar un valor infinito antes de poder permanecer totalmente plano bajo una masa capaz de producir una hendidura. Si eso también ocurre en el universo real, se requeriría un campo electromagnético de intensidad infinita, lo cual significaría que la antigravedad sería imposible.
Pero Bloom dice...
Sí, supongo que Bloom cree que bastará con un campo finito, si se puede aplicar apropiadamente. Aun así, por ingenioso que sea Bloom añadió Priss, sonriendo apenas, no debemos considerar que es infalible. Su comprensión de la teoría es bastante endeble. No..., bueno, nunca llegó a sacarse el título universitario, ¿lo sabía?
Estuve a punto de decirle que lo sabía. Todo el mundo lo sabía. Pero había cierta avidez en la voz de Priss y noté que le brillaban los ojos, como si le deleitara difundir esa noticia. Así que asentí con la cabeza como si me interesara el dato para una futura referencia.
Entonces, diría usted que Bloom está equivocado y que la antigravedad es imposible.
Priss asintió.
El campo gravitatorio se puede generar, por supuesto; pero si por antigravedad nos referimos a un campo de gravedad cero, sin ninguna gravedad en un significativo volumen de espacio, entonces sospecho que la antigravedad puede resultar imposible, a pesar de Bloom.
Así que en cierto modo obtuve lo que quería.
No pude ver a Bloom durante tres meses, y cuando lo encontré estaba de mal humor.
Se había enfadado nada más publicarse las declaraciones de Priss. Proclamó que Priss sería invitado a la exhibición del dispositivo antigravedad en cuanto estuviera construido, e incluso se le pediría que participara en la demostración. Un periodista no yo, lamentablemente lo abordó en un momento libre y le pidió que se explayara.
Con el tiempo tendré ese dispositivo, tal vez pronto. Y usted podrá asistir. Cualquier periodista podrá asistir. Y también podrá asistir el profesor James Priss. Puede representar a la ciencia teórica y, una vez que yo haya demostrado la antigravedad, adaptar su teoría para explicarla. Estoy seguro de que sabrá adaptarla de forma magistral y señalar con exactitud por qué no era posible que yo fracasara. Podría hacerlo ahora y ahorrar tiempo, pero supongo que no lo hará.
  
Lo dijo todo con mucha educación, pero se le notaba refunfuñar por debajo del rápido fluir de las palabras.
No obstante, siguió jugando al billar con Priss, y cuando ambos se reunían se comportaban con absoluto decoro. Los progresos de Bloom eran fáciles de evaluar a la luz desus respectivas actitudes ante la prensa. Bloom se mostraba cada vez más cortante, mientras que Priss manifestaba un creciente buen humor.
Cuando Bloom me concedió una entrevista después de mi enésima solicitud, me pregunté si eso significaba el final de su búsqueda. Me hice un poco la ilusión de que iba a anunciarme a mí su triunfo definitivo.
Pero no fue así. Nos reunimos en el despacho de su empresa, al norte del Estado de Nueva York. Se encontraba en un entorno maravilloso, alejado de las zonas pobladas, con bellos jardines que abarcaban tanto terreno como un vasto establecimiento industrial. Edison en su cúspide, dos siglos atrás, jamás había tenido un éxito tan arrollador como Bloom.
Pero Bloom no estaba de buen talante. Llegó con diez minutos de retraso y pasó junto al escritorio de la secretaria saludándome con un brusco movimiento de cabeza. Llevaba una chaqueta de laboratorio sin abotonar.
Se desplomó en la silla y dijo:
Lamento haberle hecho esperar, pero no disponía de tanto tiempo como esperaba.
Bloom era un actor nato y sabía que no le convenía estar a mal con la prensa, aunque era evidente que en ese momento le costaba ceñirse a ese principio.
Hice la conjetura obvia:
Me han dado a entender que sus pruebas recientes no han tenido éxito.
¿Quién le dijo eso?
Yo diría que es de conocimiento público, señor Bloom.
No, no lo es. No diga eso, joven. No hay ningún conocimiento público sobre lo que sucede en mis laboratorios y talleres. Usted repite las opiniones del profesor, ¿verdad? Me refiero a Priss.
No, yo no...
Claro que sí. ¿No es usted quien dio a conocer esa declaración de que la antigravedad es imposible?
Él no lo dijo tan categóricamente.
Él nunca dice nada categóricamente, pero fue una declaración bastante categórica para ser de Priss, aunque no tanto como dejaré este maldito universo de caucho cuando haya terminado con mi proyecto.
¿Eso significa que está realizando progresos, señor Bloom?
Usted sabe que sí rezongó. O debería saberlo. ¿No asistió a la demostración de la semana pasada?
  
Sí, asistí.
Juzgué que Bloom estaba en apuros, de lo contrario no mencionaría esa demostración. Funcionó pero no era una maravilla. Entre los dos polos de un imán se generó una zona de gravedad reducida.
Se realizó con mucha astucia. Se utilizó un equilibrio de efecto Mbsbauer para sondear el espacio que había entre ambos polos. Para quien no haya visto nunca un equilibrio de efecto Mósbauer en acción, éste consiste en un haz monocromático de rayos gamma disparados a lo largo del campo de baja gravedad. Los rayos gamma cambian ligera, pero mensurablemente de longitud de onda bajo la influencia del campo gravitatorio y, si algo altera la intensidad del campo, el cambio de longitud de onda varía de forma correspondiente. Es un método delicadísimo para sondear un campo gravitatorio y funcionó como por arte de magia. Era indudable que Bloom había reducido la gravedad.
El problema estaba en que otros lo habían conseguido antes. Bloom utilizó circuitos que facilitaban el logro de ese efecto su sistema era ingenioso, como de costumbre, y estaba debidamente patentado y sostenía que mediante ese método la antigravedad dejaría de ser una curiosidad científica para convertirse en un recurso práctico con aplicación industrial.
Quizá. Pero era una tarea inconclusa y, por lo general, él no armaba ninguna bulla por algo que estaba inconcluso. No lo habría hecho esta vez si hubiera contado con algo real.
Entiendo que en esa demostración preliminar usted alcanzó , g, menos de lo que se logró en Brasil la primavera pasada señalé.
¿De veras? Bien, calcule la energía utilizada en Brasil y la de aquí, y luego dígamela diferencia de reducción de gravedad por kilovatiohora. Quedará sorprendido.
Pero lo importante es si usted puede lograr la gravedad cero. Es lo que el profesor Priss considera imposible. Todos convienen en que reducir la intensidad del campo no es una gran hazaña.
Bloom apretó los puños. Tuve la sensación de que un experimento decisivo había fallado ese día y él estaba fuera de sí. Bloom odiaba que el universo le pusiera obstáculos.
Los teóricos me enferman murmuró en un tono bajo y controlado, como si se hubiera cansado de no decirlo y hubiese decidido hablar sin pelos en la lengua. Priss ha ganado dos premios Nobel por manejar unas cuantas ecuaciones, pero ¿qué ha hecho con ellas? ¡Nada! Yo hice algo con ellas y pienso hacer más, le guste o no a Priss. La gente me recordará a mí. Yo me llevaré los laureles. Él se puede quedar con su maldito título y sus premios y la aprobación de los eruditos. Escuche, le diré qué es lo que le fastidia a Priss. Simple envidia. Lo saca de quicio que yo reciba todo lo que recibo por hacer cosas. Él
  
quiere recibir lo mismo por pensarlas. Se lo dije una vez... Jugamos juntos al billar, ya sabe...
Fue entonces cuando yo cité lo que me dijo Priss sobre el billar y Bloom me dio su réplica. Nunca he publicado ninguna de las dos. Eran trivialidades.
Jugamos al billar me contó Bloom, cuando se hubo calmado y le he ganado bastantes partidas. Nos llevamos bastante bien. Qué diablos, somos compañeros de universidad y todo eso..., aunque nunca sabré cómo terminó la carrera. Le fue bien en física, por supuesto, y en matemáticas; pero yo creo que sólo por compasión le aprobaron las asignaturas de humanidades.
Usted no obtuvo su título, ¿verdad, señor Bloom?
Lo dije por pura malicia. Estaba disfrutando de su reacción.
Abandoné para dedicarme a los negocios, maldita sea. Mi media académica, durante los tres años que asistí, fue una nota excelente. No se imagine cosas raras, ¿entiende? Demonios, cuando Priss obtuvo su doctorado, yo me encontraba reuniendo mi segundo millón. Y continuó, evidentemente irritado: Sea como fuere, estábamos jugando al billar y le dije: «Jim, la gente común nunca entenderá por qué te llevas el premio Nobel cuando soy yo quien obtiene los resultados. ¿Para qué necesitas dos? ¡Dame uno!» Pasó la tiza por el taco y dijo, en ese tono soso suyo: « Tú tienes dos mil millones, Ed. Dame mil.» Como usted ve, lo que quiere es dinero.
¿Y a usted no le molesta que él se lleve los honores?
Por un segundo pensé que me echaría con cajas destempladas, pero no fue así. Se rió y agitó la mano como si estuviera borrando una pizarra invisible.
Bah, olvídelo. Todo esto es extraoficial. Escuche, ¿quiere una declaración? De acuerdo. Las cosas no han ido bien hoy y yo estaba de mal humor, pero todo se solucionará. Creo saber dónde está el fallo. Y, si me equivoco, ya lo averiguaré. Puede decir que yo sostengo que no necesitamos intensidad electromagnética infinita; aplanaremos esa lámina de caucho; obtendremos la gravedad cero. Y cuando la obtengamos haré la demostración más contundente que se haya visto, en exclusiva para la prensa y para Priss, y usted queda invitado. Y puede decir también que no falta mucho. ¿De acuerdo?
¡De acuerdo!
Depués de aquello tuve la oportunidad de verlos a los dos un par de veces más. Incluso los vi juntos cuando asistí a una de sus partidas de billar. Como dije antes, ambos jugaban bien.
Pero la invitación a la demostración no vino tan pronto. Llegó once

meses después de las declaraciones de Bloom. Aunque quizás era injusto esperar un trabajo más rápido.
Recibí una invitación con letras grabadas en la que me aseguraban que primero habría un cóctel. Bloom nunca hacía las cosas a medias, y deseaba contar con un grupo de periodistas complacidos y satisfechos. También asistiría la televisión tridimensional. Bloom se sentía muy confiado, eso estaba claro; tan confiado como para querer introducir su demostración en cada sala de estar del planeta.
Llamé al profesor Priss para cerciorarme de que también estaba invitado. Lo estaba.
¿Piensa asistir, profesor?
Hubo una pausa. En la pantalla, el semblante del profesor era un monumento a la desgana.
Una demostración de este tipo es algo muy inapropiado cuando se trata de una cuestión científica seria. No me gusta alentar estas cosas. Temí que pretendiera escabullirse, pues el dramatismo de la situación se resentiría muchísimo si él no estaba presente. Pero quizá decidió que no podía acobardarse delante del mundo entero y añadió con evidente disgusto: Por supuesto, Ed Bloom no es un verdadero científico y necesita exhibirse. Estaré allí.
¿Cree usted que el señor Bloom puede generar gravedad cero, profesor?
Bueno... El señor Bloom me envió una copia del diseño de su aparato y... no estoy seguro. Tal vez pueda hacerlo..., él..., él dice que puede hacerlo. Hizo otra larga pausa. Desde luego..., creo que me gustaría verlo. 
También a mí, y a muchos otros.
La puesta en escena era impecable. Se despejó por completo una planta entera del principal edificio de la empresa, el edificio de la colina. Tal como se había prometido, había cócteles y entremeses, música suave y luces tenues, y un elegante y jovial Edward Bloom oficiando de anfitrión perfecto mientras camareros corteses y silenciosos llevaban y traían cosas. Todo era afabilidad y maravillosa camaradería.
James Priss no llegaba, y noté que Bloom escrutaba la multitud con impaciencia. Pero al fin llegó, llevando consigo su sosería, una insipidez que no se veía afectada por el bullicio y el esplendor (yo no hallaba mejor palabra para describirlo, aunque quizá sólo fuera el destello en mi interior de los dos martinis que me había bebido) que colmaba la sala.
Bloom lo vio y adoptó una expresión radiante. Cruzó el salón a grandes pasos, tomó de la mano a Priss y lo arrastró a la barra.
¡Jim! ¡Me alegra verte! ¿Qué quieres beber? Demonios, habría interrumpido todo si no hubieras venido. No se puede hacer esto sin la estrella. Estrechó la mano de Priss. A fin de cuentas, es tu teo
  
ría. Nada podemos hacer los pobres mortales sin los pocos, los poquísimos escogidos que nos señalan el rumbo.
Prodigaba elogios con efusividad, ya que podía darse el lujo. Estaba engordando a Priss antes de sacrificarlo.
Priss intentó rechazar la copa con un murmullo, pero le pusieron un vaso en la mano y Bloom elevó la voz:
¡Caballeros! Un momento de silencio, por favor. Por el profesor Priss, la mente más ilustre desde Einstein, dos veces premio Nobel, padre de la teoría del doble campo e inspirador de la demostración que estamos a punto de ver..., aunque él no creía que funcionara y tuvo las agallas de decirlo en público. Estallaron unas risotadas que se acallaron rápidamente y Príss puso la cara más huraña que podía poner. Pero, ahora que el profesor Priss está aquí y ya hemos brindado, continuaremos con lo nuestro. ¡Síganme, caballeros!
La demostración se realizaba en un sitio aún más complicado que la vez anterior, en el piso más alto del edificio. Se usaban otros imanes mucho más pequeños, aunque, al parecer, también se utilizaría el equilibrio de efecto Mósbauer.
Pero había algo nuevo que sorprendió a todos, llamando poderosamente la atención. Una mesa de billar descansaba bajo un polo del imán. Debajo estaba el otro polo. Un agujero redondo de casi medio metro atravesaba el centro de la mesa y era evidente que el campo de gravedad cero se produciría a través de ese agujero.
Parecía como si toda la demostración estuviera montada de un modo surrealista, con el fin de poner énfasis en la victoria de Bloom sobre Priss. Iba a ser otra versión de su eterna partida de billar, y Bloom sería el ganador.
No sé si los demás periodistas se tomaron las cosas de ese modo, pero creo que Priss sí. Noté que aún tenía en la mano la copa que le habían obligado a aceptar. Rara vez bebía, pero se llevó el vaso a los labios y lo vació de dos sorbos. Miró la bola de billar y no necesité ser telépata para comprender que lo consideraba una burla.
Bloom nos condujo a los veinte asientos que rodeaban tres lados de la mesa (el cuarto lado se usaría como zona de trabajo). Acompañaron a Priss al asiento desde donde se dominaba la mejor vista. Echó una ojeada a las cámaras tridimensionales, que ya estaban funcionando. Tal vez pensaba en marcharse, pero sabiendo que no podía hacerlo ante los ojos del mundo.
La demostración era esencialmente simple; lo que contaba era la producción. Unos cuadrantes a plena vista medían el consumo de energía, y había otros que transferían las lecturas de equilibrio Mñsbauer a una posición y un tamaño visibles para todos. Estaba organizado todo para que resultara fácil de ver en tres dimensiones.
  
Bloom explicó en un tono amable cada paso e hizo un par de pausas para pedirle a Priss su confirmación. No abusó de ese recurso, pero lo utilizó lo suficiente como para ensartar a Priss en su propio suplicio. Desde donde yo estaba podía ver al profesor.
Parecía un hombre en el infierno.
Como todos sabemos, Bloom tuvo éxito. El equilibrador Mósbauer mostró que la intensidad gravitatoria descendía a medida que se intensificaba el campo electromagnético. Hubo ovaciones cuando descendió por debajo de , g. Una línea roja lo indicaba en el medidor.
Ya saben ustedes que la marca de , g manifestó Bloom, seguro de sí representa la anterior marca más baja en intensidad gravitatoria. Ahora estamos por debajo de eso, con un coste en electricidad que es inferior al diez por ciento de lo que costó cuando se estableció el récord. Y bajaremos aún más.
Bloom creo que deliberadamente, para crear más tensión redujo el descenso hacia el final, dejando que las cámaras tridimensionales enfocaran alternativamente el agujero de la mesa de billar y el medidor que mostraba la lectura de equilibrio Mósbauer.
Caballeros dijo, encontrarán unas gafas oscuras en el lateral de su asiento. Úsenlas, por favor. Pronto se establecerá el campo de gravedad cero, que irradiará una luz rica en rayos ultravioleta.
Se puso unas gafas, y se oyó un susurro mientras todos se las ponían.
Creo que nadie respiró durante el último minuto, cuando la lectura del medidor descendió a cero y se quedó fija allí. Un cilindro de luz vibraba de polo a polo a través del agujero de la mesa de billar.
Se oyeron veinte suspiros.
Señor Bloom preguntó alguien, ¿cuál es la causa de esa luz?
Es característica del campo de gravedad cero contestó Bloom, lo cual no era una respuesta.
Los periodistas se pusieron de pie y se agolparon en torno de la mesa. Bloom los mantuvo a raya.
¡Por favor, caballeros, atrás!
Sólo Priss permaneció sentado. Parecía sumido en sus pensamientos y, desde entonces, estoy seguro de que las gafas ocultaron el posible significado de todo lo que siguió después. No le vi los ojos. No pude. Y eso significaba que ni yo ni nadie podíamos adivinar qué pasaba detrás de aquellos ojos. Tal vez no hubiéramos podido adivinarlo aunque no hubiera tenido puestas las gafas. Quién sabe.
Bloom volvía a hablar en voz alta:
¡Por favor! La demostración aún no ha concluido. Hasta ahora sólo hemos repetido algo que ya había hecho con antelación. Acabo de generar un campo de gravedad cero y he demostrado que se puede realizar de forma práctica. Pero quiero demostrar lo que puede lograr

este campo. A continuación, veremos algo que jamás se ha visto, que ni siquiera yo he visto. Nunca he realizado experimentos de este tipo, aunque me hubiera gustado mucho hacerlo, porque entendía que el profesor Priss merecía el honor de...
Priss irguió la cabeza.
_ ¿Qué... Qué...?
Profesor Priss continuó Bloom, sonriendo, me gustaría que usted realizara el primer experimento que muestre la interacción de un objeto sólido con un campo de gravedad cero. Fíjese en que el campo se ha formado en el centro de una mesa de billar. El mundo conoce su magnífica destreza en este juego, profesor, un talento sólo superado por su asombrosa capacidad como físico teórico. ¿No desea disparar una bola de billar al volumen de gravedad cero?
Le ofrecía una bola y un taco al profesor. Priss, con los ojos ocultos por las gafas, los miró y muy despacio, con muchos titubeos, extendió las manos para cogerlos.
Me pregunto qué mostrarían sus ojos. Me pregunto, también, en qué medida la decisión de que Priss jugara al billar en la demostración obedecía a la ira de Bloom ante el comentario que el profesor había hecho sobre sus partidas de billar, aquel comentario que yo le había citado. ¿Era yo, a mi modo, responsable de lo que siguió?
Vamos, en pie, profesor dijo Bloom, y déjeme ocupar su asiento. El espectáculo le pertenece a partir de ahora. ¡Adelante! Bloom se sentó y añadió, en un tono que se fue haciendo progresivamente más profundo: Una vez que el profesor Priss dispare la bola hacia el volumen de gravedad cero, ya no quedará afectada por el campo gravitatorio de la Tierra. Permanecerá inmóvil mientras la Tierra rota en torno de su eje y gira alrededor del Sol. He calculado que la Tierra, en esta latitud y a esta hora del día, se desplazará hacia abajo en sus movimientos. Nosotros nos moveremos con ella y la bola permanecerá quieta. Nos parecerá que se eleva alejándose de la superficie terrestre. Observen.
Priss parecía paralizado ante la mesa. ¿Sorpresa? ¿Desconcierto? No lo sé. Nunca lo sabré. ¿Intentó interrumpir el discurso de Bloom, o sólo sufría por el angustioso disgusto de tener que desempeñar el ignominioso papel que le imponía su adversario?
Se volvió hacia la mesa de billar. Miró a la mesa y, luego, a Bloom. Todos los periodistas estaban de pie, apiñándose para tener una buena vista. Sólo Bloom permanecía sentado, sonriente y aislado. No miraba a la mesa ni a la bola ni al campo de gravedad cero. Por lo que me permitían distinguir las gafas, estaba mirando a Priss.
Priss dejó la bola en la mesa. Él sería el agente del espectacular y definitivo triunfo de Bloom, convirtiéndose (él, el hombre que había dicho que era imposible) en un hazmerreír.

Tal vez pensó que no había escapatoria. O tal vez...
Manejando el taco con firmeza, puso la bola en movimiento. La bola se desplazó lentamente, seguida por todos los ojos. Chocó contra el borde de la mesa y rebotó. Iba cada vez más despacio, como si Priss aumentara la tensión para dar mayor esplendor al triunfo de Bloom.
Yo lo veía perfectamente, pues estaba del lado de la mesa opuesto al de Priss. Veía la bola desplazándose hacia el resplandor del campo de gravedad cero y, más allá, la parte de Bloom que no quedaba oculta por ese resplandor.
La bola se aproximó al volumen de gravedad cero, se demoró un instante en el borde y, de pronto, desapareció con un relampagueo, un estruendo, un repentino olor a ropa quemada.
Gritamos. Todos gritamos.
He visto la escena en televisión después, junto con el resto del mundo. Me veo a mí mismo en esos quince segundos de desbocada confusión, pero no me reconozco el rostro.
¡Quince segundos!
Y luego descubrimos a Bloom. Aún estaba sentado en la silla, cruzado de brazos, pero tenía un agujero del tamaño de una bola de billar en el antebrazo, en el pecho y en la espalda. La autopsia reveló posteriormente que la bola le había arrancado la mayor parte del corazón.
Apagaron el aparato. Llamaron a la policía. Se llevaron a Priss, que parecía la viva imagen del desconsuelo. Yo no me sentía mucho mejor, a decir verdad, y cualquiera de los periodistas que afirme que presenció la escena sin conmoverse es un embustero descarado.
No volví a ver a Priss sino al cabo de unos meses. Había perdido un poco de peso, pero su aspecto era bastante bueno. Tenía color en las mejillas y mostraba un cierto aire de decisión. Iba mejor vestido que nunca.
Ahora sé qué sucedió me dijo. Si hubiera tenido tiempo para pensarlo, lo habría sabido entonces. Pero pienso con lentitud, y el pobre Ed Bloom estaba tan empecinado en presentar un gran espectáculo y hacerlo bien que me arrastró con su entusiasmo. Naturalmente, he procurado reparar parte del daño que causé involuntariamente.
No puede resucitar a Bloom señalé con calma.
No, no puedo contestó él, igual de tranquilo. Pero todavía queda su empresa. Lo que sucedió en la demostración, a plena vista del mundo entero, fue la peor publicidad para la gravedad cero, y es importante que esa historia se aclare. Por eso he querido verle a usted.
¿Sí?
  
Si yo hubiera pensado con mayor rapidez, habría sabido que Ed decía un disparate al afirmar que la bola de billar se elevaría lentamente en el campo de gravedad cero. ¡Era imposible! Si Bloom no hubiera despreciado tanto la teoría, si no se hubiera empeñado tanto en enorgullecerse de su ignorancia de la teoría, lo habría sabido. El movimiento de la Tierra no es el único movimiento a tener en cuenta, joven. El Sol se desplaza en una amplia órbita en torno del centro de la galaxia de la Vía Láctea. Y la galaxia también se desplaza, de un modo aún no definido con claridad. Si la bola de billar estuviera sujeta a la gravedad cero, cualquiera diría que no se ve afectada por estos movimientos y, por lo tanto, queda en un estado de reposo absoluto; pero no existe el reposo absoluto. Sacudió lentamente la cabeza. El problema de Ed era que él pensaba en la gravedad cero que se obtiene en una nave espacial en caída libre, cuando la gente flota. Esperaba que la bola flotara. Sin embargo, en una nave espacial, la gravedad cero no es resultado de la ausencia de gravitación, sino del hecho de que dos objetos, la nave y su tripulante, caen a la misma velocidad, respondiendo del mismo modo a la gravedad, de modo que cada uno de ellos está inmóvil respecto del otro. En el campo de gravedad cero generado por Ed se dio un aplanamiento del universo de caucho, lo cual significa una pérdida de masa. Todo lo que estaba contenido en ese campo, incluídas las moléculas de aire apresadas en su interior y la bola de billar que yo impulsé, carecía de masa mientras permaneciera en él. Un objeto sin masa sólo se puede mover de un modo.
Hizo una pausa, invitándome a que preguntara.
¿De qué modo?
A la velocidad de la luz. Todo objeto sin masa, como un neutrino o un fotón, debe viajar a la velocidad de la luz mientras exista. La luz se mueve a esa velocidad sólo porque está constituida por fotones. En cuanto la bola de billar entró en el campo de gravedad cero y perdió su masa, alcanzó la velocidad de la luz y salió disparada.
Sacudí la cabeza.
¿Pero no recobró su masa en cuanto dejó el volumen de gravedad cero?
Por supuesto, y de inmediato se vio afectada por el campo gravítatorio y perdió velocidad a causa de la fricción del aire y de la superficie de la mesa de billar. Pero imagine cuánta fricción se necesitaría para desacelerar un objeto que, con la masa de una bola de billar, se desplazara a la velocidad de la luz. Atravesó nuestros ciento cincuenta kilómetros de atmósfera en una milésima de segundo, y dudo que haya aminorado su velocidad más allá de unos pocos kilómetros por segundo, sólo unos pocos de esos casi trescientos mil kilómetros por segundo. Por el camino, calcinó la superficie de la mesa, perforó el borde y atrave

só al pobre Ed y también la ventana, en la que abrió círculos impecables porque los atravesó antes de que los fragmenos contiguos de algo tan quebradizo como el vidrio tuvieran la oportunidad de hacerse añicos. Y fue una suerte que estuviéramos en el último piso de un edificio situado en una zona rural; de haber estado en a ciudad, habría atravesado varios edificios y matado a varias personas. Ahora, esa bola de billar se encuentra en el espacio, allende el sistema solar, y continuará viajando eternamente, a casi la velocidad de la luz, hasta que choque con un objeto de tamaño suficiente para detenerla. Y, entonces, le abrirá un buen cráter.
Jugué con la idea, no muy convencido de que me gustara.
¿Cómo es posible? La bola de billar entró en gravedad pero casi sin velocidad. Yo lo vi. Y usted dice que salió con una increíble cantidad de energía cinética. ¿De dónde venía esa energía?
Priss se encogió de hombros.
¿De ninguna parte! La ley de conservación de la energía sólo se sostiene en las condiciones en que es válida la relativídad general; es decir, en un universo de caucho con hendiduras. Cuando se aplana la hendidura, la relatividad general ya no es válida, y se puede crear y destruir energía libremente. Eso explica la radiación que cubre la superficie cilíndrica del volumen de gravedad cero. Usted recordará que Bloom no explicó esa radiación, y me temo que no sabía explicarla. Ojalá hubiera experimentado más; ojalá no hubiese estado tan ansioso de montar su espectáculo...
¿Y cómo se explica la radiación, profesor?
Por las moléculas de aire del interior del volumen. Cada una de ellas toma la velocidad de la luz y sale despedida hacia fuera. Son sólo moléculas, no bolas de billar, así que son detenidas; pero la energía cinética del movimiento se convierte en radiación energética. Es continua porque siempre están entrando nuevas moléculas, las cuales alcanzan la velocidad de la luz y salen despedidas.
Entonces, ¿se crea energía continuamente?
Exacto. Y eso es lo que debemos aclararle al público. La antigravedad no está destinada a elevar naves espaciales ni a revolucionar el movimiento mecánico, sino que constituirá una fuente incesante de energía gratuita, pues parte de la energía producida se puede desviar para sostener el campo que mantiene plana esa parte del universo. Sin saberlo, Ed Bloom no sólo inventó la antigravedad, sino la primera máquina de movimiento perpetuo de primera clase; una máquina que genera energía a partir de nada.
Esa bola pudo matarnos a cualquiera de nosotros, ¿verdad, profesor? Pudo haber salido en cualquier dirección.

Mire, los fotones sin masa emergen de cualquier fuente lumínica a la velocidad de la luz y en cualquier dirección. Por eso, una vela irradia luz hacia todas partes. Las moléculas de aire sin masa salen del volumen de gravedad cero en todas las direcciones, y así el cilindro resplandece. Pero la bola de billar era sólo un objeto. Pudo haber salido en cualquier dirección, pero tenía que salir sólo en una, escogida al azar; y la escogida resultó ser la que pilló a Ed.
Eso fue todo. Cualquiera conoce las consecuencias. La humanidad cuenta con energía gratuita y así tenemos el mundo que hoy tenemos. La empresa de Bloom puso al profesor Priss a cargo del nuevo proyecto, y con el tiempo se hizo tan rico y famoso como lo había sido Edward Bloom. Y, además, Priss tiene los dos premios Nobel.
Sólo que...
Sigo pensando.
Los fotones emergen de una fuente lumínica en todas las direcciones porque son creados en el momento y no hay razón para que se desplacen en tal dirección y no en otra. Las moléculas de aire salen del campo de gravedad cero en todas las direcciones porque entran desde todas las direcciones.
Pero ¿qué pasa con una bola de billar que entra en un campo de gravedad cero desde determinada dirección? ¿Sale en la misma dirección, o en cualquiera?
He hecho preguntas discretamente, pero los físicos teóricos no están seguros, y no he hallado constancia de que la empresa de Bloom, el único organismo que trabaja con campos de gravedad cero, haya experimentado en la materia.
Una persona de la empresa me dijo en una ocasión que el principio de incertidumbre garantiza el surgimiento aleatorio de un objeto que entre en cualquier dirección. Pero, entonces, ¿por qué no realizan el experimento?
¿Es posible que...?
Entonces, ¿por qué no dijo nada?
Algo es seguro. Nada de lo que Priss hiciera en la mesa de billar pudo ser accidental. Era un experto, y la bola de billar hizo exactamente lo que él se proponía. Yo lo presencié. Vi que miraba a Bloom y luego a la mesa como si estudiara los ángulos.
Le vi golpear la bola, y vi que la bola rebotaba en el lateral de
   ¿Es posible que por una vez la mente de Priss trabajara deprisa? ¿Es posible que, ante la humillación que Bloom deseaba infligirle, Priss lo haya visto todo de golpe? Estuvo estudiando la radiación que rodeaba el volumen de gravedad cero, así que tal vez averiguó qué la causaba y dedujera cuál sería el movimiento, a la velocidad de la luz, de cualquier cosa que entrara en el volumen.
la mesa y se desplazaba hacia el volumen de gravedad cero, enfilándose hacia determinada dirección.
Pues en el instante en que Priss envió esa bola hacia el volumen de gravedad cero y las películas tridimensionales me lo confirman ya iba dirigida al corazón de Bloom.
¿Accidente? ¿Coincidencia?
¿Homicidio?
  
EXILIO EN EL INFIERNO
Los rusos puntualizó Dowling enviaban prisioneros a Siberia mucho antes de que el viaje espacial fuera algo cotidiano. Los franceses usaban la Isla del Diablo con ese propósito. Los ingleses los despachaban a Australia.
Estudió el tablero y detuvo la mano a unos centímetros del alfil.
Parkinson, al otro lado del tablero, observaba distraídamente las piezas. El ajedrez era el juego profesional de los programadores de ordenadores, pero, dadas las circunstancias, no sentía entusiasmo. Estaba molesto. Y Dowling tendría que haberse sentido peor, pues él programaba el alegato del fiscal.
El programador solía contagiarse de algunas características que se atribuían al ordenador, como la carencia de emociones y la impermeabilidad a todo lo que no fuera lógico. Dowling lo reflejaba en su meticuloso corte de cabello y en la pulcra elegancia de su atuendo.
Parkinson, que prefería programar la defensa de los casos legales en que participaba, también prefería descuidar deliberadamente ciertos aspectos de su apariencia.
Quieres decir que el exilio es un castigo tradicional y que, por lo tanto, no es particularmente cruel comentó.
No, sin duda es cruel, pero también tradicional y, en la actualidad, se ha convertido en la disuasión perfecta.
Dowling movió el alfil sin levantar la vista. Parkinson sí la levantó, aunque involuntariamente.
No vio nada, desde luego. Estaban en el interior, en el cómodo mundo moderno adaptado a las necesidades humanas y protegido contra la intemperie. Fuera, la noche resplandecería con la luz del astro.
¿Cuándo lo había visto por última vez? Hacía mucho tiempo. Se
  
preguntó en qué fase se encontraría. ¿Llena? ¿Menguante? ¿Creciente? ¿Era una brillante uña de luz en el cielo?
Debía de ser una vista adorable. Lo fue en otros tiempos. Pero hacía siglos de eso, antes de que el viaje espacial fuera común y barato y antes de que el entorno se volviera tan refinado y estuviese tan controlado. Ahora, esa bonita vista en el cielo era una nueva y horrenda Isla del Diablo pendiendo en el espacio.
Nadie se atrevía a llamarla por su nombre. Ni siquiera era un nombre, sólo una silenciosa mirada hacia el cielo.
Podías haberme dejado programar el alegato contra el exilio en general dijo Parkínson.
¿Por qué? No habría alterado el resultado.
Éste no, Dowling. Pero podría influir en casos futuros. Los castigos futuros se hubieran conmutado por sentencia de muerte.
¿Para un culpable de destruir el equipo? Estás soñando.
Fue un acto de furia ciega. Hubo intento de dañar a un ser humano, de acuerdo, pero no se intentó dañar el equipo.
Nada, eso no significa nada. La falta de intención no es excusa en estos casos, y lo sabes.
Debería ser una excusa. Eso era precisamente lo que yo deseaba alegar.
Parkinson adelantó un peón para proteger el caballo.
Dowling reflexionó.
Tratas de continuar atacando a la reina, Parkinson, y no te lo permitiré... Veamos... Y mientras meditaba, dijo: No estamos en los tiempos primitivos, Parkinson. Vivimos en un mundo superpoblado, sin margen para el error. Bastaría con que se fundiera un consistor para poner en peligro a una considerable franja de la población. Cuando la ira pone en peligro toda una línea energética, es algo serio.
No cuestiono eso...
Parecías cuestionarlo cuando elaborabas el programa de la defensa.
No. Mira, cuando el haz de láser de Jenkins atravesó la distorsión de campo, yo mismo estuve expuesto a la muerte. Un cuarto de hora más de demora habría significado el fin para mí también, y lo sé perfectamente. Sólo sostengo que el exilio no es el castigo apropiado.
Tamborileó sobre el tablero para mayor énfasis, y Dowling sujetó la reina antes de que se cayera.
Estoy sujetándola, no moviéndola murmuró. Recorrió con la vista una pieza tras otra. Seguía dudando. Te equivocas, Parkinson. Es el castigo apropiado porque no hay nada peor y se corresponde con el peor delito. Mira, todos dependemos por completo de una tecnología compleja y frágil. Una avería podría matarnos a todos y no importa si la avería es deliberada, accidental u obra de la incompetencia. Los
  
seres humanos exigen la pena máxima para cualquier acto así, pues es el único modo de obtener seguridad. La mera muerte no es lo suficientemente disuasoria.
Sí que lo es. Nadie quiere morir.
Y nadie quiere vivir allá arriba en el exilio. Por eso hemos tenido un solo caso en los últimos diez años y únicamente un exiliado. ¡Vaya, a ver cómo te las apañas ahora!
Movió la torre de la reina una casilla a la derecha.
Se encendió una luz. Parkinson se puso de pie.
La programación ha terminado. El ordenador ya tendrá el veredicto.
Dowling levantó la vista con una expresión flemática.
No tienes dudas sobre el veredicto, ¿eh? Deja el tablero como está. Seguiremos después.
Parkinson estaba seguro de que no tendría ánimos para continuar la partida. Echó a andar por el corredor hacia el juzgado, con su paso ágil de costumbre.
En cuanto entraron Dowling y él, el juez se sentó y luego entró Jenkins, flanqueado por dos guardias.
Jenkins estaba demacrado, pero impasible. Desde que sufrió aquel ataque de furia y, por accidente, dejó todo un sector sumido en la oscuridad mientras atacaba a un compañero, debía de conocer la inevitable consecuencia de su imperdonable delito. No hacerse ilusiones sirve de ayuda.
Parkinson no estaba impasible. No se atrevía a mirar a Jenkins a la cara. No podría haberlo hecho sin preguntarse, dolorosamente, qué pensaría Jenkins en ese momento. ¿Acaso absorbía con cada uno de sus sentidos todas las perfecciones de aquel confort antes de ser arrojado para siempre al luminoso infierno que surcaba el cielo nocturno?
¿Saboreaba aquel aire limpio y agradable, las luces tenues, la temperatura estable, el agua pura, el entorno seguro diseñado para acunar a la humanidad en un dócil confort?
Mientras que allá arriba...
El juez pulsó un botón y la decisión del ordenador se convirtió en el sonido cálido y sobrio de una voz humana normalizada.
La evaluación de toda la información pertinente, a la luz de la ley de la nación y de todos los precedentes relevantes, lleva a la conclusión de que Anthony Jenkins es culpable del delito de destruir el equipo y queda sometido a la pena máxima.
Sólo había seis personas en el tribunal, pero toda la población lo escuchó por televisión.
El juez empleó la fraseología de costumbre:
El acusado será trasladado al puerto espacial más cercano y, en

el primer medio de transporte disponible, será expulsado de este mundo y vivirá exiliado mientras dure su vida natural.
Jenkins pareció encogerse, pero no dijo una palabra.
Parkinson se estremeció. ¿Cuántos lamentarían la enormidad de semejante castigo, fuera cual fuese el delito? ¿Cuánto tiempo pasaría para que los hombres tuvieran la humanidad de eliminar para siempre el castigo del exilío?
¿Alguien podía imaginar a Jenkins en el espacio sin sentir un escalofrío? ¿Podían pensar en un congénere arrojado para toda la vida en medio de la población extraña, hostil y perversa de un mundo insoportablemente caluroso de día y helado de noche, un mundo donde el cielo era de un azul penetrante y el suelo de un verde más penetrante e intenso aún, donde el aire polvoriento se arremolinaba tumultuoso y el viscoso mar se levantaba eternamente?
Y la gravedad; ese pesado, pesado, pesado, eterno ¡tirón!
¿Quién podía soportar el horror de condenar a alguien, cualquiera que fuese la razón, a abandonar el acogedor hogar de la Luna para ir a ese infierno que flotaba en el cielo: la Tierra?

FACTOR CLAVE
Jack Weaver salió de las entrañas de Multivac cansado y malhumorado.
¿Nada? le preguntó Todd Nemerson desde el taburete donde mantenía su guardia permanente.
Nada contestó Weaver. Nada, nada, nada. Nadie puede descubrir qué pasa.
Excepto que no funciona, querrás decir.
Tú no eres una gran ayuda, ahí sentado.
Estoy pensando.
¡Pensando!
Weaver entreabrió una comisura de la boca, mostrando un colmillo. Nemerson se removió con impaciencia en el taburete.
¿Por qué no? Hay seis equipos de técnicos en informática merodeando por los corredores de Multivac. No han obtenido ningún resultado en tres días. ¿No puedes dedicar una persona a pensar?
No es cuestión de pensar. Tenemos que buscar. Hay un relé atascado en alguna parte.
No es tan simple, Jack.
¿Quién dice que sea simple? ¿Sabes cuántos millones de relés hay aquí?
Eso no importa. Si sólo fuera un relé, Multivac tendría circuitos alternativos, dispositivos para localizar el fallo y capacidad para reparar o sustituir la pieza defectuosa. El problema es que Multivac no sólo no responde a la pregunta original, sino que se niega a decirnos cuál es el problema. Y entre tanto cundirá el pánico en todas las ciudades si no hacemos algo. La economía mundial depende de Multivac, y todo el mundo lo sabe.
Yo también lo sé. ¿Pero qué se puede hacer?
  
Te lo he dicho. Pensar. Sin duda hemos pasado algo por alto. Mira, Jack, durante cien años los genios de la informática se han dedicado a hacer a Multivac cada vez más complejo. Ahora puede hacer de todo, incluso hablar y escuchar. Es casi tan complejo como el cerebro humano. No entendemos el cerebro humano; ¿cómo vamos a entender a Multivac?
Oh, cállate. Sólo te queda decir que Multivac es humano.
¿Por qué no? Nemerson se sumió en sus reflexiones. Ahora que lo dices, ¿por qué no? ¿Podríamos asegurar si Multivac ha atravesado la fina línea divisoria en que dejó de ser una máquina para comenzar a ser humano? ¿Existe esa línea divisoria? Si el cerebro es apenas más complejo que Multivac y no paramos de hacer a Multivac cada vez más complejo, ¿no hay un punto donde...?
Dejó la frase en el aire. Weaver se puso nervioso.
¿Adónde quieres llegar? Supongamos que Multivac sea humano. ¿De qué nos serviría eso para averiguar por qué no funciona?
Por una razón humana, quizá. Supongamos que te preguntaran a ti el precio más probable del trigo en el próximo verano y no contestaras. ¿Por qué no contestarías?
Porque no lo sé. Pero Multivac lo sabría. Le hemos dado todos los factores. Puede analizar los futuros del clima, de la política y de la economía. Sabemos que puede. Lo ha hecho antes.
De acuerdo. Supongamos que yo te hiciera la pregunta y que tú conocieras la respuesta pero no me contestaras. ¿Por qué?
Porque tendría un tumor cerebral rezongó Weaver. Porque habría perdido el conocimiento. Porque estaría borracho. ¡Demonios, porque mi maquinaria no funcionaría! Eso es lo que tratamos de averiguar en Multivac. Estamos buscando el lugar donde su maquinaria está estropeada, buscamos el factor clave.
Pero no lo habéis encontrado. Nemerson se levantó del taburete. ¿Por qué no me haces la pregunta en la que se atascó Multivac?
¿Cómo? ¿Quieres que te pase la cinta?
Vamos, Jack. Hazme la pregunta con toda la charla previa que le das a Multivac. Porque le hablas, ¿no?
Tengo que hacerlo. Es terapia.
Nemerson asintió con la cabeza.
Sí, de eso se trata, de terapia. Ésa es la versión oficial. Hablamos con él para fingir que es un ser humano, con el objeto de no volvernos neuróticos por tener una máquina que sabe muchísimo más que nosotros. Convertimos a un espantoso monstruo de metal en una imagen paternal y protectora.
Si quieres decirlo así...
Bien, está mal y lo sabes. Un ordenador tan complejo como Mul
  
tivac debe hablar y escuchar para ser eficaz. No basta con insertarle y sacarle puntitos codificados. En un cierto nivel de complejidad, Multivac debe parecer humano, porque, por Dios, es que es humano. Vamos, Jack, hazme la pregunta. Quiero ver cómo reacciono.
Jack Weaver se sonrojó.
Esto es una tontería.
Vamos, hazlo.
Weaver estaba tan deprimido y desesperado que accedió. A regañadientes, fingió que insertaba el programa en Multivac y le habló del modo habitual. Comentó los datos más recientes sobre los disturbios rurales, habló de la nueva ecuación que describía las contorsiones de las corrientes de aire, sermoneó respecto a la constante solar.
Al principio lo hacía de un modo rígido, pero pronto el hábitto se impuso y habló con mayor soltura, y cuando terminó de introducir el programa casi cortó el contacto oprimiendo un interruptor en la cintura de Todd Nemerson.
Ya está. Desarrolla eso y danos la respuesta sin demora.
Por un instante, Jack Weaver se quedó allí como si sintiera una vez más la excitación de activar la máquina más gigantesca y majestuosa jamás ensamblada por la mente y las manos del hombre. Luego, regresó a la realidad y masculló:
Bien, se acabó el juego.
Al menos ahora sé por qué yo no respondería dijo Nemerson, así que vamos a probarlo con Multivac. Lo despejaremos; haremos que los investigadores le quiten las zarpas de encima. Meteremos el programa, pero déjame hablar a mí. Sólo una vez.
Weaver se encogió de hombros y se volvió hacia la pared de control de Multivac, cubierta de cuadrantes y de luces fijas. Lo despejó poco a poco. Uno a uno ordenó a los equipos de técnicos que se fueran.
Luego, inhaló profundamente y comenzó a cargar el programa en Multivac. Era la duodécima vez que lo hacía. En alguna parte lejana, algún periodista comentaría que lo estaban intentando de nuevo. En todo el mundo, la humanidad dependiente de Multivac contendría colectivamente el aliento.
Nemerson hablaba mientras Weaver cargaba los datos en silencio. Hablaba con soltura, tratando de recordar qué había dicho Weaver, pero aguardando al momento de añadir el factor clave.
Weaver terminó, y Nemerson dijo, con un punto de tensión en la voz:
Bien, Multivac. Desarrolla eso y danos la respuesta. Hizo una pausa y añadió el factor clave: Por favor.
Y por todo Multivac las válvulas y los relés se pusieron a trabajar con alegría. A fin de cuentas, una máquina tiene sentimientos... cuando ha dejado ya de ser una máquina.
  
Si se asociaba esto con un informe que hablaba de un fogonazo en el cielo nocturno poco antes de la explosión un informe del Observatorio Flagstaff, no de un aficionado y con la posición de un enorme fragmento de hierro meteórico, sepultado en el suelo a un kilómetro y medio del lugar del accidente, no se podía llegar a otra conclusión.
Aun así, nunca había ocurrido semejante cosa, y los cálculos de las probabilidades en contra arrojaban cifras monstruosas. Pero hasta las improbabilidades más extremas son posibles.
En las oficinas de Robots y Hombres Mecánicos, el cómo y el porqué eran secundarios. Lo importante era que un robot estaba destruido.
INTUICIÓN FEMENINA
Las Tres Leyes de la robótica:
. Un robot no debe dañar a un ser humano ni, por inacción, permitir que un ser humano sufra daño.
. Un robot debe obedecer las órdenes impartidas por los seres humanos, excepto cuando dichas órdenes estén reñidas con la Primera ley.
. Un robot debe proteger su propia existencia, mientras dicha protección no esté reñida ni con la Primera ni con la Segunda Ley.
Por primera vez en la historia de Robots y Hombres Mecánicos de Estados Unidos, un accidente había destruido un robot en la Tierra.
Nadie tenía la culpa. La aeronave había saltado en pedazos en pleno vuelo, y una incrédula comisión de investigación dudaba si dar a conocer las pruebas de que había chocado contra un meteorito. Ninguna otra cosa podía haber sido tan rápido como para impedir eludirla automáticamente; ninguna otra cosa podía haber causado tantos daños excepto una explosión nuclear, la cual quedaba descartada.
  
Eso era perturbador.
El hecho de que JN fuese un prototipo, el primero que se colocaba en ese campo después de cuatro intentos, era aún más perturbador.
El hecho de que JN fuese un tipo de robot totalmente nuevo, muy diferente de todo lo anterior, era inmensamente perturbador.
El hecho de que JN hubiese logrado algo antes de su destrucción, algo de una incalculable importancia, y que ese logro pudiera perderse para siempre, resultaba perturbador hasta extremos inconcebibles.
Ni siquiera merecía la pena mencionar que, junto con el robot, también había perecido el jefe de robopsicología de la empresa.
Clinton Madarian había ingresado en la empresa diez años antes. Durante cinco de esos años estuvo trabajando sin quejas, bajo la gruñona supervisión de Susan Calvin.
La brillantez de Madarian era manifiesta y Susan Calvin lo había ascendido discretamente por encima de hombres con más antigüedad. Jamás se hubiera dignado a darle explicaciones a Peter Bogert, el director de investigaciones, pero dichas explicaciones no eran necesarias. En todo caso, eran obvias.
En muchos sentidos, Madarian suponía el reverso de la renombrada doctora Calvin. No era tan obeso como lo hacía parecer su papada, pero poseía una presencia arrolladora, mientras que Susan pasaba casi inadvertida. El macizo rostro de Madarian, su melena de cabello rojizo y reluciente, su tez rubicunda y su voz tronante, su risa estentórea y, sobre todo, su aplomo y su avidez para anunciar sus éxitos parecían restar espacio a quienes se encontraban en la misma habitación que él.
Cuando Susan Calvin se jubiló finalmente (negándose de antemano a prestar toda colaboración para una cena de homenaje que se planeaba en su honor, con tal firmeza que la jubilación jamás se anunció a las agencias de prensa), Madarian la reemplazó.
Llevaba un día en ese puesto cuando inició el proyecto JN.
Se trataba del proyecto más costoso que hubiera emprendido nunca la compañía, pero Madarian desechó ese detalle con un simpático gesto de la mano.
Vale todos y cada uno de los centavos que gastemos, Peter. Y espero que convenzas de ello al consejo de dirección.
Dame razones dijo Bogert, preguntándose si Madarian se las daría, ya que Susan Calvin jamás había dado razones de nada.
Sin embargo, Madarian aceptó y de buen grado y se arrellanó cómodamente en el enorme sillón del despacho del director.
Bogert observó a su interlocutor con un asombro rayano en la admiración. Su cabello antes negro había encanecido y dentro de esa dé
  
cada seguía los pasos de Susan. Eso significaría el final del equipo que había hecho de Robots y Hombres Mecánicos una empresa internacional que rivalizaba en importancia y complejidad con los Gobiernos mismos. Ni él ni sus predecesores habían captado del todo la enorme expansión de la firma.
Pero ésta era una nueva generación. Los nuevos se sentían a sus anchas en ese coloso. Carecían de la capacidad de asombro que a ellos los hubiera dejado boquiabiertos de incredulidad. Seguían adelante, y eso era bueno.
Propongo iniciar la construcción de robots sin restricciones dijo Madarian.
¿Sin las tres leyes? Pero...
No, Peter. ¿Ésas son las únicas restricciones que se te ocurren? Demonios, tú contribuiste al diseño de los primeros cerebros positrónicos; ¿debo aclararte que, aparte de las tres leyes, no hay una sola senda cerebral que no esté cuidadosamente diseñada y fijada? Tenemos robots planeados para tareas específicas, con aptitudes específicas implantadas.
Y tú propones...
Que en todos los niveles, por debajo de las tres leyes, haya sendas abiertas. No es difícil.
Claro que no es difícil. Las cosas inútiles nunca lo son. Lo difícil es fijar las sendas y hacer útil al robot.
¿Pero por qué es difícil? Fijar las sendas requiere un enorme esfuerzo porque el principio de incertidumbre es importante en partículas que tienen la masa de los positrones, y el efecto de incertidumbre se debe reducir al mínimo. Pero ¿por qué? Podemos disponer las cosas de tal modo que el principio posea relevancia suficiente para permitir el cruce de sendas de forma impredecible...
Y obtendremos un robot impredecible.
Obtendremos un robot creativo replicó Madarian, un tanto impaciente. Peter, si algo tiene un cerebro humano que un cerebro robótico no haya tenido jamás, es ese carácter impredecible que procede de los efectos de incertidumbre en el nivel subatómico. Admito que este efecto nunca se ha demostrado experimentalmente dentro del sistema nervioso, pero sin él el cerebro humano no es superior, en principio, al cerebro robótico.
Y tú crees que si introduces ese efecto en el cerebro robótico el cerebro humano dejará de ser, en principio, superior al cerebro robótico.
Exactamente dijo Madarian.
Continuaron hablando durante un buen rato.
  
No iba a ser fácil convencer al consejo de dirección. Scott Robertson, el mayor accionista de la firma, manifestó:
Ya resultaba bastante difícil administrar la industria de la robótica en estas condiciones, con la hostilidad pública hacia los robots siempre a punto de estallar. Si el público se entera de que los robots no tendrán control... ¡Oh, no me hable de las tres leyes! El ciudadano común no va a creerse que las tres leyes lo protegerán, no en cuanto oiga la palabra «descontrolados».
Pues no la usemos replicó Madarian. Digamos que son robots... «intuitivos».
Un robot intuitivo murmuró alguien. ¿Un robot femenino?
Una sonrisa cruzó el rostro de los presentes. Madarian aprovechó la situación.
De acuerdo. Un robot femenino. Nuestros robots son asexuados y éste también lo será, pero siempre actuamos como si fueran masculinos. Les damos nombres masculinos y los designamos con pronombres masculinos. En cuanto a éste, si tenemos en cuenta la naturaleza de la estructuración matemática del cerebro que he propuesto, entraría en el sistema de coordenadas JN. El primer robot sería JN, y di por sentado que se llamaría John... Me temo que hasta ahí llega el nivel de originalidad del robotista medio. Pero ¿por qué no llamarlo Jane? Si hemos de comunicar al público de qué se trata, diremos que estamos construyendo un robot femenino y con intuición.
Robertson sacudió la cabeza.
¿Cuál sería la diferencia? Usted dice que planea eliminar la última barrera que, en principio, impide que el cerebro robótico sea superior al humano. ¿Cómo cree que reaccionará el público?
¿Piensa usted darlo a conocer al público? preguntó Madarian. Reflexionó un instante. Pues bien, el público en general cree que las mujeres no son tan inteligentes como los hombres.
Una expresión de alarma asomó en el rostro de varios hombres, que miraron de soslayo, como si Susan Calvin aún ocupara su asiento de costumbre.
Si anunciamos que es un robot femenino prosiguió Madarian, no importará qué sea. El público dará por sentado que es deficiente mental. Nosotros nos limitamos a presentar al robot como Jane y no añadimos una palabra más. Estamos a salvo.
En realidad, el problema es más complicado murmuró Peter Bogert. Madarian y yo hemos revisado los cálculos matemáticos y la serie JN, llámese John o Jane, sería muy segura. Resultaría menos compleja y tendría menos capacidad intelectual, en un sentido ortodoxo, que muchas otras series que hemos diseñado y construido. Sólo se sumaría el factor de..., bueno, de acostumbrarse a denominarlo «intuición».
  
Quién sabe qué haría ese robot masculló Robertson.
Madarian ha sugerido una cosa que puede hacer. Como todos sabemos, el salto espacial está desarrollado por principio. Es posible alcanzar hipervelocidades que superan la de la luz, visitar otros sistemas estelares y regresar en muy poco tiempo, en semanas a lo sumo.
Eso no es ninguna novedad protestó Robertson. Se pudo haber hecho sin robots.
Exacto, y no nos sirve de nada porque no podemos usar el motor de hipervelocidad nada más que una vez, como demostración; de modo que la empresa obtiene pocos elogios. El salto espacial es arriesgado; requiere una inmensa cantidad de energía y, por lo tanto, es muy costoso. Si fuéramos a utilizarlo, sería interesante poder informar de la existencia de un planeta habitable. Una necesidad psicológica, digamos. Si gastamos veinte mil millones de dólares en un salto espacial y sólo obtenemos datos científicos, el público querrá saber por qué derrochamos su dinero. Si señalamos la existencia de un planeta habitable, adquirimos la talla de un Colón interestelar y nadie se preocupa del dinero.
¿Entonces?
Entonces, ¿dónde hallaremos un planeta habitable? O, dicho de otro modo, ¿qué estrella, dentro del alcance del salto espacial en su estado actual de desarrollo, cuál de las trescientas mil estrellas y sistemas estelares que se encuentran a trescientos años luz tiene mayores probabilidades de poseer un planeta habitable? Disponemos de una enorme cantidad de detalles sobre cada una de las estrellas de ese vecindario de trescientos años luz, y la idea de que casi todas poseen sistemas planetarios. ¿Pero cuál de ellas tiene un planeta habitable? ¿Cuál visitamos? No lo sabemos.
¿Cómo nos ayudaría Jane? preguntó uno de los asistentes a la reunión.
Madarian iba a responder, pero le hizo un gesto a Bogert y éste comprendió. El director tendría una mayor influencia. Bogert no se sintió muy complacido; si la serie JN fracasaba, él quedaría tan asociado al proyecto que jamás podría desprenderse del pegajoso sentimiento de culpa. Por otra parte, su jubilación no estaba tan lejos, y si el proyecto daba resultado él saldría de la empresa con una aureola de gloria. Tal vez fuera por la confianza que irradiaba Madarian, pero Bogert había llegado a convencerse de que daría resultado.
Así que dijo:
Es posible que en alguna parte de las bibliotecas de datos que poseemos sobre esas estrellas sobre esas estrellas existan métodos para estimar las probabilidades de la presencia de planetas habitables del tipo Tierra. Sólo es preciso comprender bien esos datos, examinarlos de un modo creativo, establecer las correlaciones correctas. Aún no
  
lo hemos hecho. O, si algún astrónomo lo ha intentado, no fue tan listo como para comprender qué tenía entre manos. Un robot JN podría establecer correlaciones con mayor rapidez y precisión que un ser humano. En un día, establecería y desecharía tantas correlaciones como un hombre en diez años. Más aún, trabajaría de forma realmente aleatoria, mientras que un hombre trabajaría de una forma tendenciosa, partiendo de sus prejuicios y de las creencias aceptadas.
Se hizo un largo silencio.
Pero es sólo una cuestión de probabilidades, ¿verdad? preguntó al fin Robertson. Supongamos que ese robot dijera que la estrella con más probabilidades de tener planetas habitables dentro de un radio de tantos años luz es tal o cual; vamos allí y descubrimos que esa probabilidad es sólo una probabilidad, y no hay planetas habitables. ¿En qué situación quedamos?
Aun así ganamos respondió Madarian. Sabremos cómo llegó el robot a esa conclusión porque nos lo dirá. Podría ayudarnos a comprender mucho mejor los detalles astronómicos y dar validez al proyecto aunque no efectuemos el salto espacial. Además, luego podemos deducir cuáles son los cinco sitios con mayor probabilidad de tener planetas, y la probabilidad de que uno de los cinco tenga un planeta habitable superior el ,. Sería casi seguro...
Continuaron deliberando largo rato.
Los fondos otorgados fueron insuficientes, pero Madarian confiaba en la costumbre de echar dinero sobre dinero. Cuando doscientos millones estuvieran a punto de perderse irremisiblemente y bastaran otros cien para salvarlo todo, estos otros cien milones se aprobarían sin duda.
Jane fue construida y exhibida. Peter Bogert la examinó con gesto grave.
¿Por qué tiene la cintura tan estrecha? No hay duda de que eso introduce alguna debilidad mecánica.
Madarian se rió entre dientes.
Oye, si vamos a llamarla Jane, no tiene sentido que parezca Tarzán.
Bogert meneó la cabeza.
No me convence. Pronto sentirás la tentación de hincharle el busto para que aparente tener senos, y es una pésima idea. Si las mujeres empiezan a pensar que los robots pueden parecerse a ellas, se les meterán ideas perversas en la cabeza y entonces se mostrarán hostiles de verdad.
Quizá tengas razón dijo Madarian. Ninguna mujer quiere ser reemplazada por algo que no tiene ninguno de sus defectos. Estoy de acuerdo.
  
Jane no tenía la cintura estrecha. Era una robot huraña que se movía poco y hablaba menos.
Madarian había acudido pocas veces a Bogert para presentarle novedades durante la construcción, un indicio seguro de que las cosas no andaban muy bien. El entusiasmo de Madarian cuando tenía éxito era agobiante. No hubiera vacilado en despertar a Bogert a las tres de la madrugada con una noticia de última hora en vez de esperar al día siguiente. Bogert estaba seguro de ello.
Por el contrario, Madarian actuaba como reprimido y parecía pálido y consumido.
No habla señaló Bogert.
Claro que habla. Madarian se sentó y se mordió el labio inferior. A veces.
Bogert se levantó y caminó en torno de la robot.
Y cuando habla lo que dice no tiene sentido, supongo. Claro que si no habla no es una mujer, ¿verdad?
Madarian intentó una débil sonrisa y desistió.
El cerebro, aisladamente, pasó el examen.
Lo sé.
Pero una vez que el cerebro quedó a cargo del aparato físico de la robot fue necesario modificarlo, por supuesto.
Por supuesto convino Bogert.
Pero de un modo imprevisible y frustrante. El problema es que cuando se aborda un cálculo de incertidumbre de ene dimensiones las cosas resultan...
¿De incertidumbre? ironizó Bogert.
Su propia reacción le sorprendió. La inversión de la compañía ya era considerable y habían transcurrido casi dos años, pero los resultados eran, por decirlo moderadamente, decepcionantes. Aun así, le divertía mofarse de Madarian.
Para sus adentros, se preguntó si en cierta forma no se estaría mofando de la ausente Susan Calvin. Madarian era mucho más efusivo que Susan... cuando las cosas andaban bien. También era mucho más vulnerable cuando las cosas andaban mal. tlusan, en cambio, nunca se desmoronaba. Madarian ofrecía un blanco perfecto, como compensación por el blanco que Susan nunca se había prestado a ser.
Madarian reaccionó ante la réplica de Bogert con tanta displicencia como Susan Calvin, pero no por desdén como habría hecho Susan, sino porque no la oyó.
El problema es el tema del reconocimiento argumentó. Jane correlaciona espléndidamente. Puede establecer correlaciones sobre cualquier tema, pero luego no distingue un resultado valioso de un resultado inservible. No es fácil programar un robot para que distinga
  
una correlación significativa cuando no se sabe qué correlaciones establecerá.
Supongo que has pensado en reducir el potencial del empalme diódico W y activar...
No, no, no, no... La contestación de Madarian se fue disminuyendo hasta el susurro. No se trata de que lo arroje todo. Eso podemos hacerlo nosotros. Lo importante es que reconozca la correlación crucial y llegue a una conclusión. Una vez que lo consiga, cualquier robot Jane daría una respuesta por intuición. Sería algo que nosotros no podríamos conseguir, excepto por una rarísima casualidad.
Tengo la impresión dijo secamente Bogert de que semejante robot podría hacer rutinariamente lo que entre los seres humanos sólo puede hacer un genio.
Madarían asintió vigorosamente.
Exacto, Peter. Yo mismo lo habría dicho si no hubiera temido asustar a los ejecutivos. Por favor, no lo repitas delante de ellos.
¿De veras quieres una robot genio?
¿Qué son las palabras? Intento obtener un robot con capacidad para establecer correlaciones aleatorias a enorme velocidad, junto con un cociente de alto reconocimiento para una significación clave. Y estoy tratando de traducir estas palabras a ecuaciones de campo positrónicas. Creí que ya lo tenía, pero no. Todavía no. Miró a jane con insatisfacción y le preguntó: ¿Cuál es la mejor significación que tienes, Jane?
Jane volvió la cabeza hacia Madarian, pero no emitió ningún sonido.
Lo está pasando por los bancos de correlación susurró Madarian resignado.
Al fin, Jane habló con voz neutra:
No estoy segura.
Era el primer sonido que emitía.
Madarian elevó los ojos al techo.
Está haciendo el equivalente de armar ecuaciones con soluciones indeterminadas.
Me he dado cuénta dijo Bogert. Escucha, Madarian, ¿crees que puedes llegar a alguna parte, o nos retiramos ahora y limitamos nuestras pérdidas a quinientos millones?
Oh, lo resolveré rezongó Madarian.
Jane tampoco dio resultado. Ni siquiera llegó a activarse, y Madarian estaba fuera de sí.
Era un error humano. Culpa suya, para ser exactos. Pero mientras
  
Madarian se sentía totalmente humillado otros guardaban silencio; que quien no hubiera cometido nunca un error en las matemáticas temiblemente intrincadas del cerebro posítrónico rellenara el primer memorándum correctivo.
Transcurrió otro año hasta que Jane estuvo a punto. Madarian estaba nuevamente exultante.
Lo ha logrado. Tiene un buen cociente de alto reconocimiento.
Estaba tan confiado que exhibió a la robot ante el consejo de dirección y le hizo resolver problemas. No problemas matemáticos cualquier robot resolvía problemas matemáticos, sino problemas cuyos términos eran deliberadamente ambiguos sin ser imprecisos.
No se necesita mucho para eso dijo luego Bogert.
Claro que no. Es elemental para Jane, pero tenía que mostrarles algo, ¿no?
¿Sabes cuánto hemos gastado hasta ahora?
Vamos, Peter, no me vengas con eso. ¿Sabes cuánto hemos recuperado? Estas cosas no ocurren en el vacío. He pasado tres años infernales, te lo confieso; pero he elaborado nuevas técnicas de cálculo que nos ahorrarán un mínimo de cincuenta mil dólares en cada tipo de cerebro positrónico que diseñemos, desde ahora y para siempre. ¿De acuerdo?
Pero...
Sin peros. Es así. Y sospecho que el cálculo de incertidumbre con ene dimensiones tendrá muchísimas aplicaciones si nos las ingeniamos para hallarlas, y mis robots Jane las hallarán. Una vez que tenga lo que quiero, la nueva serie JN se costeará sola en cinco años, aunque tripliquemos lo que hemos invertido hasta ahora.
¿Qué significa «lo que quiero»? ¿Qué problema hay con Jane?
Nada. O nada importante. Está en el buen camino, pero se puede mejorar y me propongo mejorarla. Creí saber a dónde iba cuando la diseñé. Ahora la he puesto a prueba y sé a dónde voy. Me propongo llegar allí. 
Jane fue lo que buscaba. Madarian tardó más de un año, pero ya no tenía reservas; estaba absolutamente seguro.
Era más baja y delgada que un robot común. Sin ser una caricatura femenina, como jane, poseía un aire femenino a pesar de no contar con la silueta de una mujer.
Es su apostura comentó Bogert.
La robot extendía grácilmente los brazos y cuando daba media vuelta parecía curvar ligeramente el torso.

Escúchala dijo Madarian. ¿Cómo estás, Jane?
En excelente salud, gracias respondió Jane, con una turbadora y femenina voz de contralto.
¿Por qué has hecho eso, Clinton? preguntó Peter, sobresaltado, y frunció el ceño.
Es psicológicamehte importante. Quiero que la gente la considere una mujer, que la trate como una mujer, que le explique las cosas.
¿Qué gente?
Madarian hundió las manos en sus bolsillos y miró pensativamente a Bogert.
Quisiera que se dispusiera lo necesario para que Jane y yo fuéramos a Flagstaff.
Bogert notó que Madarian no decía Jane. Ya no usaba el número; se trataba de la única Jane.
¿A Flagstaff? ¿Por qué?
Porque es el centro mundial de planetología general. Allí es donde se estudian las estrellas y se intenta calcular la probabilidad de que haya planetas habitables, ¿no es cierto?
Lo sé, pero está en la Tierra.
Sí, claro.
Los movimientos de los robots en la Tierra están estrictamente controlados. Y no es necesario. Trae aquí una biblioteca de libros sobre planetología general y que Jane los asimile.
¡No! Peter, métete en la mollera que Jane no es un robot lógico común. Es intuitiva.
¿Y?
Pues que ¿cómo saber qué necesita, qué puede utilizar, qué la estimula? Podemos usar cualquier modelo metálico de la fábrica para leer libros; son datos fríos y desactualizados. Jane necesita información viva, tonos de voz, temas adicionales, incluso irrelevancias. ¿Cómo diablos sabremos cuándo algo se activa dentro de ella y se inserta en un patrón? Si lo supiéramos, no la necesitaríamos a ella, ¿verdad?
Bogert empezaba a sentirse acosado.
Pues trae aquí a los expertos en planetología general.
Aquí no servirá de nada. Ellos estarán fuera de su elemento. No reaccionarán con naturalidad. Quiero que Jane les observe trabajar, quiero que vea sus instrumentos, sus despachos, sus escritorios, todo lo posible, y quiero que la hagas transportar a Flagstaff. Y no quiero hablar más de esto.
Por un momento pareció ser Susan quien hablaba. Bogert hizo una mueca.
Ese traslado es complicado. El transporte de un robot experimental...
  
Jane no es experimental. Es la quinta de la serie.
Las otras cuatro no eran modelos operativos.
Madarian alzó las manos con exasperación.
¿Y quién te obliga a contárselo al Gobierno?
No me preocupa el Gobierno. Puedo conseguir que entiendan ciertos casos especiales. Se trata de la opinión pública. Hemos avanzado muchísimo en cincuenta años y no tengo la intención de retroceder veinticinco permitiendo que pierdas el control de...
No perderé el control. Estás diciendo tonterías. ¡Mira! La empresa puede pagar un avión privado. Aterrizaremos discretamente en el aeropuerto comercial más próximo y nos perderemos entre cientos de aterrizajes similares. Podemos hacer que un vehículo terrestre de carrocería cerrada nos vaya a buscar para llevarnos a Flagstaff. Jane estará dentro de una caja de embalaje y todo el mundo creerá que estamos transportando equipo no robótico al laboratorio. Nadie nos prestará atención. Los trabajadores de Flagstaff estarán sobre aviso y conocerán el objetivo de la visita. Tendrán muchos motivos para cooperar y evitar una filtración.
Bogert lo meditó.
Lo más arriesgado serán el avión y el vehículo terrestre. Si algo le ocurre a la caja...
No ocurrirá nada.
Podemos lograrlo si desactivamos a Jane durante el transporte. Así, aunque alguien descubra que está dentro...
No, Peter. No se puede hacer eso con Jane. Ha realizado asociaciones libres desde que la activamos. La información que posee se puede congelar durante la desactivación, pero no las asociaciones libres. No, señor. No podemos desactivarla nunca.
Pero si se descubre que estamos transportando un robot activado...
Nadie lo descubrirá.
Madarian se mantuvo en sus trece y el avión despegó al fin. Era un Computojet automático del último modelo, pero llevaba un piloto humano como precaución, un empleado de la empresa. La caja que contenía a Jane llegó al aeropuerto sin problemas, fue trasladada al vehículo terrestre y llegó a los laboratorios de investigación de Flagstaff sin novedad.
Peter Bogert recibió la llamada de Madarian menos de una hora después. Madarian estaba extasiado y, como era habitual en él, no tardó en hacerlo saber.
El mensaje llegó por rayo láser protegido, codificado y casi impenetrable; pero Bogert se enfadó. Sabía que era posible descubrirlo si alguien con suficiente capacidad tecnológica el Gobierno, por ejemplo estaba decidido a hacerlo. Su única tranquilidad era que
  
el Gobierno no tenía razones para intentarlo. Eso esperaba Bogert, al menos.
Por amor de Dios, ¿era necesario que llamaras?
Madarian no le prestó atención.
Fue una inspiración. Puro genio, te lo aseguro.
Bogert miró al receptor.
¿Quieres decir que ya tienes la respuesta? exclamó en un tono de incredulidad.
¡No, no! Danos tiempo, demonios. Quiero decir que lo de la voz fue pura inspiración. Cuando nos llevaron en coche desde el aeropuerto hasta el edificio principal de Flagstaff, sacamos a Jane de la caja. Todos los hombres presentes retrocedieron. ¡Los muy imbéciles tenían miedo! Si ni siquiera los científicos comprenden el significado de las tres leyes de la robótica, ¿qué podemos esperar de la gente común? Por un momento pensé que todo iba a ser inútil, que no hablarían, que estarían pensando en poner los pies en polvorosa en cuanto ella se descontrolase y no podrían pensar en otra cosa.
Bien, ve al grano.
Así que ella los saludó rutinariamente: «Buenas tardes, caballeros. Es un placer conocerles.» Con esa bella voz de contralto... ¡Fue sensacional! Un tipo se ajustó la corbata, otro se alisó el cabello. Lo que más me divirtió fue que el fulano más viejo del lugar se miró a la bragueta para asegurarse de que la tenía cerrada. Ahora están locos por ella. Sólo necesitaban la voz. Ya no es una robot, es una chica.
¿Quieres decir que le hablan?
¡Vaya que si le hablan! Tenía que haberla programado para darle entonaciones eróticas y ya la estarían invitando a salir. ¡El poder de los reflejos condicionados! Escucha, los hombres reaccionan ante las voces. En los momentos más íntimos, ¿acaso miran? Es la voz en el oído...
Sí, Clinton, creo recordarlo. ¿Dónde está Jane ahora?
Con ellos. No se separan de ella.
¡Cuernos! ¡Vete allí con ella! No la pierdas de vista, hombre.
Las llamadas posteriores de Madarian, durante su estancia de diez días en Flagstaff, fueron cada vez más infrecuentes y menos exaltadas.
Informó de que Jane escuchaba atentamente y en ocasiones respondía. Conservaba su popularidad. Le dejaban entrar en todas partes. Pero no había resultados.
¿Ninguno? preguntó Bogert.
Madarian se puso a la defensiva:
No puede decirse «ninguno». Es imposible decirlo con un robot intuitivo. Nunca se sabe lo que puede estar pasándole por la cabeza. Esta mañana le preguntó a Jensen qué había desayunado.
¿Rossiter Jensen? ¿El astrofísico?
  
Sí, por supuesto. Bien, pues él no había desayunado hoy. Sólo una taza de café.
Así que Jane está aprendiendo a hablar de naderías. Vaya, eso no compensa el gasto...
Oh, no seas tonto. No se trataba de naderías. Nada lo es para Jane. Lo preguntó porque tenía algo que ver con una correlación que estaba estableciendo en su mente.
¿Pero qué puede...?
¿Cómo saberlo? Si lo supiera, yo sería una Jane y tú no la necesitarías. Pero tiene que significar algo. Está programada para motivaciones de alcance avanzado, con el objeto de obtener una respuesta a la pregunta de si hay un planeta con una relación óptima de habitabilidad y distancia, y...
Entonces, cuéntamelo cuando lo haya logrado. No es necesario que me hagas una descripción detallada de las posibles correlaciones.
En realidad, no esperaba recibir una notificación de éxito. A cada día que pasaba, Bogert se sentía más abatido, así que cuando llegó la notificación no estaba preparado para ello. Y llegó muy al final.
El mensaje culminante de Madarian fue un susurro. La euforia había completado el círculo y Madarian susurraba por pura admiración.
Lo consiguió dijo. Lo consiguió. Y cuando yo me daba por vencido, además; después de haber asimilado todos los datos del lugar, y la mayoría de ellos dos o tres veces, sin decir una palabra que sonara acertada... Ahora estoy en el avión de vuelta. Acabamos de despegar.
Bogert consiguió recobrar el aliento.
No juegues conmigo, Madarian. ¿Tienes respuestas? En tal caso, dilo. Dilo sin rodeos.
Ella tiene la respuesta. Me ha dado la respuesta. Me ha dado el nombre de tres estrellas a ochenta años luz y que tienen de un sesenta a un noventa por ciento de probabilidades de poseer un planeta habitable cada una. Una de ellas tiene una probabilidad del ,. Es casi seguro. Y eso no es todo. Cuando regresemos, Jane podrá exponer los razonamientos que la llevaron a esa conclusión, y anticipo que la ciencia de la astrofísica y la cosmología sufrirán un...
¿Estás seguro...?
¿Crees que alucino? Incluso tengo un testigo. El pobre saltó más de medio metro en el momento en que Jane dio la respuesta con su espléndida voz.
Y fue entonces cuando el meteorito hizo impacto haciendo trizas el avión. Madarian y el piloto quedaron reducidos a guiñapos de carne sanguinolenta, y de Jane no se recuperó ningún resto utilizable.
  
El desánimo nunca había sido más profundo en Robots y Hombres Mecánicos. Robertson trató de consolarse pensando que la destrucción había sido tan completa que ocultaba los actos ilegales en que había incurrido la compañía. Peter sacudió la cabeza, lamentándose.
Hemos perdido nuestra mejor oportunidad de obtener una inmejorable imagen pública, de superar el maldito complejo de Frankenstein; lo que para los robots hubiese significado el hecho de que uno de ellos solucionara el problema de los planetas habitables, después de que otros robots habían contribuido a desarrollar el salto espacial. Ellos nos habrían abierto la galaxia. Y si al mismo tiempo hubiéramos impulsado el conocimiento científico en varios rumbos como... ¡Oh, Dios! No hay modo de calcular los beneficios para la raza humana; y para nosotros, por supuesto.
Pero podríamos construir otras Janes, ¿verdad? preguntó Robertson. Incluso sin Madarian.
Claro que sí. ¿Pero podemos depender nuevamente de la correlación apropiada? Quién sabe lo baja que era la probabilidad del resultado final. ¿Y si Madarian hubiera tenido una fantástica suerte de principiante? ¿Y si luego tuvimos una mala suerte aún más fantástica? Un meteorito cayendo sobre... Es simplemente increíble...
¿No pudo haber sido... adrede? susurró Robertson. Es decir, que no quisieran que nos enterásemos y el meteorito fuese la conclusión de...
Guardó silencio ante la mirada fulminante de Bogert, que dijo:
No todo se ha perdido, supongo. Otras Janes nos ayudarán de otros modos. Y podemos dar voz femenina a los robots, si eso sirve para alentar la aceptación pública; aunque no sé qué dirán las mujeres. Si al menos supiéramos qué dijo Jane...
En esa última llamada, Madarian dijo que había un testigo.
Lo sé. He pensado en ello. ¿Crees que no he estado en contacto con Flagstaff? Allí nadie oyó que Jane dijera nada fuera de lo común, nada que pareciera una respuesta al problema de los planetas habitables, y seguro que esa gente habría reconocido una respuesta así, o al menos habría reconocido que era una respuesta posible.
¿Puede ser que Madarian mintiese? ¿Es posible que estuviera loco? ¿Tal vez trataba de protegerse...?
¿Quieres decir que si intentaba salvar su reputación fingiendo que tenía la respuesta, con la intención de manipular a Jane para que no hablara y venirnos con la farsa de que había ocurrido un accidente? ¡Demonios! No puedo aceptar semejante cosa. Sería como suponer que lo del meteorito lo preparó él.
Entonces, ¿qué hacemos?
Volveremos a Flagstaff. La respuesta ha de estar allí. Tengo que

profundizar más, eso es todo. Iré allá y llevaré un par de hombres del departamento de Madarian. Tenemos que registrar ese lugar de cabo a rabo.
Pero aunque hubiera un testigo y él hubiera oído algo ¿de qué nos serviría ahora, si no está Jane para explicar el procedimiento?
Todos los detalles son útiles. Jane dio el nombre de las estrellas, tal vez el número de catálogo, pues ninguna de las estrellas con nombre tiene posibilidad alguna. Si alguien puede recordar que lo dijo y recordar el número de catálogo, o lo oyó con claridad suficiente como para que podamos recuperarlo por medio de un sondeo psíquico en caso de que le falle la memoria consciente, entonces tendremos algo. Dados los resultados finales y los datos iniciales presentados a Jane, tal vez podamos reconstruir el razonamiento; tal vez recuperemos esa intuición. Si lo conseguimos, salvaremos la partida...
Bogert regresó al cabo de tres días, callado y muy deprimido. Cuando Robertson le preguntó ansiosamente por los resultados, sacudió la cabeza.
¡Nada!
¿Nada?
Absolutamente nada. He hablado con todos los hombres de Flagstaff, con todos los científicos, con todos los técnicos, con todos los estudiantes que se hubieran relacionado con Jane, con todos los hombres que la hubieran visto. No eran muchos; admito que Madarian fue discreto. Sólo permitió que la vieran quienes pudiesen tener conocimientos planetológicos que ofrecerle. Un total de veintitrés hombres vio a Jane, y de ellos sólo doce entablaron con ella una verdadera conversación. Les hice repetir una y otra vez lo que Jane había dicho. Lo recordaban todo muy bien. Son hombres entusiastas y comprometidos en un experimento decisivo en su especialidad, así que tenían buenas motivaciones para recordar. Y estaban tratando con una robot parlante, algo bastante fuera de lo común, y que para colmo hablaba como una actriz de televisión. No podían olvidarse de nada.
Tal vez un sondeo psíquico...
Si uno de ellos tuviera la más vaga idea de que sucedió algo, le arrancaría su consentimiento para efectuarle un sondeo. Pero no hay ninguna excusa, y sondear a doce hombres que se ganan la vida utilizando su cerebro es imposible. Con franqueza, no serviría de nada. Si Jane hubiera mencionado tres estrellas, diciendo que tenían planetas habitables, habría sido como encenderles fuegos artificiales en el cerebro. ¿Cómo podrían olvidarlo?
Tal vez alguien miente. Alguien que quiere la información para provecho propio, con el fin de recoger luego los laureles.

¿De qué le serviría? Todos saben por qué Madarian y Jane estuvieron allí. Saben por qué he ido yo. Si en el futuro algún hombre de Flagstaff propone una teoría sobre un planeta habitable, que sea asombrosamente nueva y diferente, pero válida, todos los hombres de Flagstaff y de nuestra empresa sabrán de inmediato que es información robada. Nunca se saldría con la suya.
Pues, entonces, Madarian cometió un error.
Me cuesta creerlo. Madarian tenía una personalidad irritante, como todos los robopsicólogos. Quizá por eso trabajan con robots y no con hombres. Pero no era tonto. No podía equivocarse en algo como esto.
Entonces... Robertson había agotado las posibilidades. Se habían topado con una pared en blanco y la miraban con desconsuelo. Finalmente, sugirió: Peter...
¿Sí?
Preguntémosle a Susan.
Bogert se puso tenso.
¿Qué?
Preguntémosle a Susan. La llamamos y le pedimos que venga. ¿Por qué? ¿Qué puede hacer ella?
No sé, pero es robopsicóloga y quizás entienda mejor a Madarian. Además... Bueno, siempre tuvo más cabeza que cualquiera de nosotros.
Tiene casi ochenta años.
Y tú setenta. ¿Y qué?
Bogert suspiró. ¿La incisiva lengua de Susan habría perdido su filo en los años de retiro?
Vale, le preguntaré dijo Bogert.
Susan Calvin entró en el despacho de Bogert y miró en torno antes de clavar la vista en el director de investigaciones. Había envejecido mucho desde su jubilación. Tenía el cabello blanco y ralo y el rostro arrugado. Su aspecto era tan frágil que parecía transparente, aunque conservaba esos ojos penetrantes e implacables.
Bogert se le acercó afectuosamente, con la mano extendida.
¡Susan!
Susan le estrechó la mano.
Tienes bastante buen aspecto, Peter, para ser un anciano. Yo que tú no esperaría hasta el año próximo. Retírate y deja que trabajen los jóvenes... Y Madarian ha muerto. ¿Me llamas para que vuelva a mi vieja tarea? ¿Te empeñas en conservar tus antiguallas aun después de muertas?
No, no, Susan. Te he llamado... Se calló porque no sabía cómo empezar. Pero Susan le leyó la men

te con la facilidad de costumbre. Se sentó con la cautela que le imponían sus endurecidas articulaciones y dijo:
Peter, me has llamado porque estás en apuros. Preferirías verme muerta a tenerme a un kilómetro de distancia.
Vamos, Susan...
No pierdas tiempo con lisonjas. No tuve tiempo para ellas a los cuarenta, así que menos ahora. La muerte de Madarian y tu llamada son hechos insólitos, de modo que ha de existir una conexión. Dos hechos insólitos sin conexión es algo demasiado improbable. Empieza por el principio y no temas quedar como un tonto. Hace mucho tiempo que sé que lo eres.
Bogert carraspeó y habló. Susan escuchó atentamente, alzando en ocasiones su mano marchita para intercalar una pregunta.
¿Intuición femenina? bufó una de las veces. ¿Para eso queríais el robot? Ah, los hombres. Ante una mujer que llega a una conclusión correcta, no podéis aceptar que es igual o superior a vosotros en inteligencia, e inventáis algo que llamáis intuición femenina.
Bueno, sí, Susan, pero permíteme continuar...
Continuó. Cuando habló de la voz de contralto de Jane, Susan comentó:
A veces no sé si sentir repugnancia por el sexo masculino o simplemente desecharlo por despreciable.
Bien, permíteme continuar...
Cuando Bogert hubo concluido, Susan dijo:
¿Puedo usar este despacho en privado durante un par de horas?
Sí, pero...
Quiero revisar la documentación; la programación de Jane, las llamadas de Madarian, tus entrevistas en Flagstaff. Supongo que puedo usar ese deslumbrante teléfono láser protegido y tu terminal de ordenador.
Sí, desde luego.
Pues lárgate de aquí, Peter.
Cuarenta y cinco minutos después, Susan caminó hasta la puerta, la abrió y llamó a Bogert, que acudió acompañado por Robertson. Ambos entraron y Susan saludó al segundo con cara de pocos amigos.
Bogert trató de evaluar los resultados a partir del semblante de Susan, pero era sólo el semblante de una anciana huraña que no tenía intención de facilitarle las cosas.
¿Crees que podrás hacer algo, Susan? preguntó con cautela.
¿Más de lo que he hecho? No, nada más.
Bogert apretó los labios acongojado, pero Robertson preguntó:

¿Qué has hecho, Susan?
He pensado un poco, ya que no puedo persuadir a los demás de que lo hagan. Por lo pronto, he pensado en Madarian. Yo lo conocía, como sabéis. Era inteligente, pero exasperantemente extravertido. Pensé que te gustaría, después de haberme tenido a mí, Peter.
Fue un cambio reconoció Bogert, sin poder contenerse.
Y siempre corría hacia ti con los resultados en cuanto los obtenía, ¿verdad?
Así es.
Sin embargo, su último mensaje, el mensaje en el que afirmó que Jane le había dado la respuesta, lo envió desde el avión. ¿Por qué esperó tanto? ¿Por qué no te llamó desde Flagstaff en cuanto Jane dijo lo que fuera que dijese?
Supongo que quiso verificarlo exhaustivamente y... Bueno, no lo sé. Era lo más importante que le había ocurrido nunca. Tal vez quiso esperar y asegurarse.
Por el contrario. Cuanto más importante era el asunto, menos esperaba. Y si podía esperar ¿por qué no esperó hasta estar de vuelta aquí, donde podría cotejar los resultados con todo el equipo informático que la empresa podía poner a su disposición? En síntesis, esperó demasiado desde un punto de vista y demasiado poco desde el otro.
¿Crees que se traía algo entre manos...? interrumpió Robertson.
Susan lo miró con desprecio.
Scott, no trates de competir con Peter en materia de comentarios anodinos. Permíteme continuar... Otro problema es el testigo. Según las grabaciones de esa última llamada, Madarian dijo: «El pobre saltó más de medio metro en el momento en que Jane dio la respuesta con su espléndida voz.» Ésas fueron sus últimas palabras. Y la pregunta es: ¿por qué el testigo se sobresaltó? Según Madarian, todos los hombres estaban locos por esa voz, y se habían pasado diez días con la robot, con Jane; ¿por qué iba a sobresaltarlos que hablara?
Supuse que fue el asombro de oír que Jane daba respuesta a un problema que lleva ocupando la mente de los planetólogos desde hace casi un siglo opinó Bogert.
Pero ellos esperaban que Jane encontrara esa respuesta. Para eso estaba allí. Además, fíjate en la frase. Madarian da a entender que el testigo estaba sobresaltado, no asombrado. ¿Entiendes la diferencia? Más aún, esa reacción sobrevino «en el momento en que Jane dio la respuesta...». En otras palabras, apenas Jane se puso a hablar. Asombrarse ante el contenido de lo que dijo Jane habría requerido que el testigo lo escuchara para que pudiese asimilarlo. Madarian habría dicho que saltó más de medio metro después de oír lo que dijo Jane. Sería «después», no «en el momento».
  
No creo que puedas hilar tan fino como para reducir todo al uso de una palabra refunfuñó Bogert.
Puedo replicó Susan en su tono glacial, porque soy robopsicóloga. Y sé que Madarian lo haría así porque era robopsicólogo. Tenemos, pues, que explicar esas dos anomalías. La rara tardanza de la llamada de Madarian y la rara reacción del testigo.
¿Puedes explicarlas? preguntó Robertson.
Claro que sí, ya que empleo un poco de simple lógica. Madarian llamó con la noticia sin demora, como de costumbre. Si Jane hubiera resuelto el problema en Flagstaff, él habría llamado desde allí; como llamó desde el avión, eso es que Jane debió de resolver el problema después de salir de Flagstaff.
Pero entonces...
Déjame terminar, déjame terminar. ¿Madarian no se trasladó desde el aeropuerto a Flagstaff en un coche cerrado? ¿Y Jane no iba en la caja?
Sí.
Y supongo que Madarian y Jane, que iba en su caja, regresaron de Flagstaff al aeropuerto en el mismo vehículo cerrado. ¿Correcto?
Sí, correcto.
Y no estaban solos en el coche. En una de sus llamadas, Madarian dijo: «nos llevaron en coche desde el aeropuerto hasta el edificio principal», lo cual me hace suponer que había un chófer, un conductor humano en el coche.
¡Santo cielo!
Tu problema, Peter, es que cuando piensas en el testigo de una declaración planetológica piensas sólo en planetólogos. Divides a los seres humanos en categorías, y desdeñas y desechas a la mayoría. Un robot no puede hacer eso. La Primera Ley dice: «Un robot no debe dañar a un ser humano ni, por inacción, permitir que un ser humano sufra daño.» Cualquier ser humano. Es la esencia de la perspectiva robótica. Un robot no establece distinciones. Para un robot, todos los hombres son verdaderamente iguales y, para un robopsicólogo que debe tratar con hombres en el nivel robótico, todos los hombres son verdaderamente iguales también. A Madarian no se le habría ocurrido decir que un camionero oyó la frase. Para ti un camionero no es un científico, sino el accesorio inanimado de un camión; pero para Madarian era un hombre y un testigo. Nada más. Nada menos.
Bogert sacudió la cabeza incrédulamente.
¿Estás segura?
Claro que estoy segura. ¿Cómo explicas, de lo contrario, que el testigo se haya sobresaltado? Jane estaba embalada en una caja, ¿verdad? Pero no estaba desactivada. Según los documentos, Madarian se mostró siempre inflexible en cuanto a no desactivar un robot intuitivo.
  
Más aún, Jane, como cualquiera de las otras Janes, era poco locuaz. Probablemente, a Madarían no se le ocurrió nunca ordenarle que guardara silencio dentro de la caja, y ella estableció sus correlaciones sólo cuando se encontraba ya dentro. Como era de esperar, se puso a hablar. Una bella voz de contralto sonó de pronto de la caja. Si tú fueras el conductor, ¿qué harías? Sin duda te sobresaltarías. Es un milagro que no se estrellara.
Pero si el testigo fue el camionero, ¿por qué no se presentó...?
¿Por qué? ¿Cómo puede saber él que ocurrió algo decisivo, que oyó algo importante? Además, ¿no crees que Madarian le habrá dado una buena propina para hacerle callar? ¿Tú querrías que se difundiera la noticia de que un robot activado estaba siendo transportado ilegalmente por la superficie terrestre?
¿Y se acordará de lo que oyó?
¿Por qué no? Tal vez tú pienses, Peter, que un camionero, que para ti es poco más que un simio, no es capaz de recordar. Pero los camioneros también pueden tener cerebro. Lo que Jane dijo era algo poco común, así que es probable que el camionero recuerde algo. Aunque se equivoque en algunas letras o números, se trata de un conjunto finito; es decir, quinientos cincuenta estrellas, o sistemas estelares, a ochenta años luz o así, no he mirado el número exacto. Podéis establecer las opciones correctas. Y de ser necesario tendréis todas las excusas para hacer uso de la sonda psíquica...
Los dos hombres la miraban de hito en hito. Finalmente, Bogert susurró, sin querer creérselo:
¿Pero cómo puedes estar tan segura?
Por un momento, Susan estuvo a punto de decir: Porque he llamado a Flagstaff, idiota, y porque he hablado con el camionero y porque él me contó lo que había oído y porque lo he verificado con el ordenador de Flagstaff y he dado con las tres únicas estrellas que concuerdan con esa información y porque tengo los nombres en el bolsillo.
Pero se calló; que él mismo se encargara de averiguarlo. Se puso de pie y dijo sardónicamente:
¿Cómo puedo estar tan segura...? No sé, llámela intuición femenina.
  
EL MAYOR PATRIMONIO
La Tierra era un gran parque domesticado.
Lou Tansonia la veía en expansión mientras observaba con el ceño fruncido desde el transbordador lunar. Su nariz prominente le dividía el rostro enjuto en dos delgadas mitades y ambas parecían siempre tristes, pero esa vez constituían un fiel reflejo de su estado de ánimo.
Nunca había estado fuera tanto tiempo casi un mes y preveía un ingrato periodo de aclimatación bajo el tirón inclemente de la potente gravedad de la Tierra.
Pero eso vendría después. No era la causa de la tristeza que sentía al contemplar cómo la Tierra aumentaba de tamaño.
Mientras el planeta era un círculo con espirales blancas que relucían al Sol, aún poseía su belleza prístina. Cuando los retazos de marrón y verde asomaron entre las nubes, seguía pareciendo el planeta que había sido durante trescientos millones de años, desde que la vida emergió del mar para propagarse por la tierra seca y cubrir los valles de verdor.
Pero a menor altura, a medida que descendía la nave, la docilidad era evidente.
No había tierras agrestes. Lou nunca había visto parajes agrestes en la Tierra, sólo los conocía por haber leído sobre ellos o haberlos visto en viejas películas.
Los bosques formaban hileras ordenadas, con cada árbol clasificado por su especie y posición. Los cereales crecían en parcelas en sistemática rotación, fertilizados y desbrozados de forma intermitente y automática. Los pocos animales domésticos que aún existían estaban numerados, y Lou tenía la amarga sospecha de que lo mismo sucedía con las hojas de hierba.
Los animales eran tan raros que constituían una atracción. Hasta
  
los insectos habían desaparecido, y ningún animal grande podía verse fuera de los parques zoológicos.
Incluso los gatos escaseaban, pues era mucho más patriótico tener un hámster, si uno necesitaba una mascota.
¡Precisemos! Sólo la población animal y no humana de la Tierra había disminuido. El conjunto de la población animal era tan grande como siempre, pero la mayor parte, unas tres cuartas partes del total, pertenecía a una sola especie: Homo sapiens. Y, a pesar de todos los esfuerzos del Departamento Terrícola de Ecología, esa fracción aumentaba lentamente año tras año.
Lou pensó en ello, como de costumbre, con una agobiante sensación de pérdida. La presencia humana no era sofocante. No se veían indicios de ella desde las órbitas finales del transbordador, y Lou no vería indicios de ella ni siquiera cuando descendiese mucho más.
Las proliferantes ciudades de los caóticos días preplanetarios habían desaparecido. Las viejas carreteras se avistaban desde el aire por la impronta que aún dejaban en la vegetación, pero resultaban invisibles desde cerca. Rara vez se veían hombres trabajando en la superficie, pero estaban allí, bajo tierra. Miles de millones de seres humanos, con sus fábricas, sus plantas de procesamiento de alimentos, sus plantas energéticas, sus túneles de vacío.
Ese mundo domesticado se alimentaba de energía solar y estaba libre de conflictos, y a Lou le resultaba detestable.
Pero por el momento casi podía olvidarlo, pues al cabo de meses de fracaso vería en persona a Adrastus. Para ello había tenido que mover todas sus influencias.
Ino Adrastus era secretario general de Ecología. No se trataba de un puesto electivo ni muy conocido. Era simplemente el puesto más importante de la Tierra, pues lo controlaba todo.
jan Marley dijo exactamente esas palabras, con un aire desmañado y somnoliento que hacía pensar que habría estado gordo sí la dieta humana no estuviese tan controlada como para impedir la obesidad.
Por supuesto, éste es el puesto más importante de la Tierra y nadie parece enterarse. Quiero escribirlo.
Adrastus se encogió de hombros. Su figura corpulenta, con su mechón de pelo entrecano y sus descoloridos ojos azules y rodeados de arrugas, desempeñaba un papel discreto en la escena administrativa desde hacía una generación. Era secretario general de Ecología desde que los consejos ecológicos regionales se habían fusionado en el Departamento Terrícola. Quienes lo conocían no concebían la ecología sin él.
  
Lo cierto es no tomo decisiones dijo. Las directivas que firmo no me pertenecen. Las firmo porque sería psicológicamente perturbador que las firmaran los ordenadores. Pero sólo los ordenadores pueden realizar esa tarea. Este departamento ingiere una increíble cantidad de datos al día, datos que llegan desde todos los rincones del globo y que no sólo se refieren a nacimientos, muertes, cambios demográficos, producción y consumo entre los seres humanos, sino, sobre todo, a los cambios tangibles en la población vegetal y animal, por no mencionar la medición de los principales segmentos del medio ambiente: aire, mar y suelo. La información es desmenuzada, absorbida y asimilada en bancos de memoria de tremenda complejidad, y esa memoria nos da las respuestas a nuestras preguntas.
¿Respuestas a todas las preguntas? preguntó Marley, con expresión pícara.
Adrastus sonrió.
Aprendemos a no molestarnos en hacer preguntas que no tienen respuesta.
Y el resultado es el equilibrio ecológico.
En efecto, pero un equilibrio ecológico especial. A lo largo de la historia del planeta, el equilibrio se ha mantenido siempre, pero invariablemente a costa de una catástrofe. Después de un desequilibrio transitorio, el equilibrio se restaura mediante hambrunas, epidemias o drásticos cambios climáticos. Ahora lo mantenemos sin catástrofes por medio de cambios y modificaciones diarias, sin permitir nunca que el desequilibrio se acumule peligrosamente.
Eso dijo usted una vez: «El mayor patrimonio del género humano es la ecología equilibrada.»
Eso dicen que he dicho.
Está en esa pared, a sus espaldas.
Sólo las primeras palabras replicó secamente Adrastus.
La inscripción parpadeaba en una larga placa de plástico brillante: « El mayor patrimonio del género humano...»
No es preciso completar la frase.
¿Qué más puedo decirle?
¿Puedo pasar un tiempo con usted para ver cómo trabaja?
Sólo vería a un escribiente glorificado.
No lo creo. ¿Hay alguna cita a la que yo pueda asistir?
Hoy tengo una. Un joven llamado Tansonia. Uno de nuestros hombres de la Luna. Puede usted asistir.
¿Hombres de la Luna? ¿Se refiere...?
Sí, de los laboratorios lunares. Gracias a Dios, tenemos la Luna. De lo contrario, realizarían todos esos experimentos en la Tierra, y ya nos cuesta bastante equilibrar la ecología.
  
¿Se refiere a los experimentos nucleares y a la contaminación radiactiva?
Me refiero a muchas cosas.
Lou Tansonia combinaba un mal disimulado entusiasmo con una mal disimulada aprensión.
Me alegra tener esta oportunidad de verle, señor secretario dijo entrecortadamente, resollando a causa de la gravedad de la Tierra.
Lamento que no haya podido ser antes contestó afablemente Adrastus. Tengo excelentes informes sobre su labor. Este caballero es jan Marley, escritor científico, y es hombre de confianza.
Lou miró de soslayo al escritor, le saludó con un movimiento de cabeza y se volvió hacia Adrastus.
Señor secretario...
Siéntese dijo Adrastus.
Lou se sentó con la torpeza que cabía esperar en alguien que se estaba aclimatando a la Tierra, pero dando la sensación de que no quería perder un solo instante, ni siquiera en sentarse.
Señor secretario, apelo a usted personalmente en relación con mi solicitud de proyecto núme...
Lo conozco.
¿Lo ha leído?
No, pero los ordenadores sí. Lo han rechazado.
¡Sí! Pero yo recurro a usted, no a los ordenadores.
Adrastus sonrió y sacudió la cabeza.
Es una reclamación difícil. No tendría el coraje suficiente para anular una decisión del ordenador.
Pero debe hacerlo protestó el joven, con vehemencia. Mi especialidad es la ingeniería genética.
Sí, lo sé.
Y la ingeniería genética agregó Lou, pasando por alto la interrupción es la sierva de la medicina, pero no debería serlo. No del todo, al menos.
Es raro que piense así. Usted es médico y ha realizado importantes trabajos en genética médica. Me han dicho que dentro de dos años su labor puede conducir a la eliminación total de la diabetes mellitus.
Sí, pero no me importa. No quiero continuar con eso; que lo haga otro. Curar la diabetes es apenas un detalle que sólo reducirá la tasa de mortalidad y alentará más el crecimiento demográfico. No me interesa lograr eso.
¿No valora la vida humana?
No infinitamente. Hay demasiadas personas en la Tierra.
  
Sé que algunos piensan así.
Usted es uno de ellos, señor secretario. Usted ha escrito artículos expresando esa opinión. Y para cualquier hombre que piense, para usted más que para ningún otro, las consecuencias son evidentes. El exceso de población significa incomodidad, y para reducir la incomodidad hay que eliminar la intimidad. Si apiñamos muchas personas en un campo, sólo podrán sentarse haciéndolo todas al mismo tiempo. Si tenemos una muchedumbre, sólo puede desplazarse rápidamente marchando en formación. En eso se están transformando los hombres, en una muchedumbre que marcha a ciegas sin saber adónde ni por qué.
¿Cuánto tiempo ha estado ensayando este discurso, señor Tansonia?
Lou se sonrojó.
Y las demás formas de vida están disminuyendo, tanto en especies como en individuos, excepto las plantas que comemos. La ecología se vuelve más simple cada año.
Se mantiene equilibrada.
Pero pierde color y variedad, y ni siquiera sabemos si ese equilibrio es realmente bueno. Aceptamos el equilibrio sólo porque es lo único que tenemos.
¿Qué haría usted?
Pregúntele al ordenador que rechazó mi propuesta. Quiero iniciar un programa de ingeniería genética en una amplia gama de especies, desde los gusanos hasta los mamíferos. Quiero crear una nueva variedad a partir del cada vez más menguado material de que disponemos, antes de que desaparezca.
¿Con qué objeto?
Para organizar ecosistemas artificiales. Para organizar ecosistemas basados en plantas y animales totalmente distintos de los existentes.
¿Qué se ganaría con ello?
No lo sé. Si supiera exactamente qué ganaríamos no sería preciso investigar. Pero sé qué deberíamos ganar. Deberíamos aprender más acerca del funcionamiento de un ecosistema. Hasta ahora sólo hemos tomado lo que nos dio la naturaleza, y luego lo destrozamos y destruimos y nos las apañamos con sus maltrechas sobras. ¿Por qué no construir algo y estudiarlo?
¿Construir a ciegas? ¿Al azar?
No sabemos lo suficiente para hacerlo de otro modo. La fuerza impulsora básica de la ingeniería genética es la mutación aleatoria. En medicina, el azar se debe reducir a toda costa, pues se busca un efecto específico. Quiero tomar el componente aleatorio de la ingeniería genética y aprovecharlo.
Adrastus frunció el ceño.
  
¿Y cómo piensa organizar semejante ecosistema? ¿No interferirá en el ecosistema existente y provocará un desequilibrio? No podemos permitirnos ese lujo.
No me propongo realizar los experimentos en la Tierra. Claro que no.
¿En la Luna?
Tampoco en la Luna. En los asteroides. He pensado en ello desde que mi propuesta fue introducida en el ordenador que la rechazó. Tal vez esto cambie las cosas. Podemos ahuecar asteroides, uno por ecosistema. Destinaríamos varios asteroides a este propósito. Los preparamos adecuadamente, los equipamos de fuentes energéticas y de transductores, los poblamos de conjuntos de formas de vida que integren un ecosistema cerrado. Y a ver qué ocurre. Si no funciona, averiguamos por qué y sustraemos un elemento, o tal vez sumamos un elemento, o cambiamos las proporciones. Desarrollaremos una ciencia de la ecología aplicada o, si lo prefiere, una ciencia de la ingeniería ecológica; una ciencia más compleja y decisiva que la ingeniería genética.
Pero no sabe cuáles serían los beneficios.
Los beneficios específicos no, claro. Pero es inevitable que haya algunos. Incrementará nuestros conocimientos en el campo que más lo necesitamos. Señaló las letras que parpadeaban a la espalda de Adrastus. Usted mismo lo ha dicho: «El mayor patrimonio del género humano es una ecología equilibrada.» Le ofrezco un modo de investigar un ecosistema experimental, algo que jamás se ha hecho.
¿Cuántos asteroides necesitará?
Lou titubeó.
¿Diez? sugirió en un tono interrogativo. Para empezar.
Tome cinco dijo Adrastus, mientras firmaba el informe que anulaba la decisión del ordenador.
Marley observó más tarde:
¿Insiste en que es un escribiente glorificado? Anula usted la decisión del ordenador y dispone de cinco asteroides. Así de simple.
El Congreso deberá aprobarlo antes. Estoy seguro de que lo hará.
Entonces, ¿cree que la sugerencia de este hombre es buena?
No, no lo creo. No dará resultado. A pesar de su entusiasmo, el asunto es tan complicado que serían necesarios muchos más hombres de los disponibles, durante muchos más años de los que ese joven vivirá, para llegar a un punto satisfactorio.
¿Está seguro?
Lo dice el ordenador. Por eso rechazó el proyecto.
¿Y por qué ha anulado usted su decisión?
  
Porque yo, y el Gobierno en general, estamos aquí para preservar algo mucho más importante que la ecología.
No le entiendo.
Porque usted cita erróneamente lo que dije hace mucho tiempo; porque todo el mundo lo cita erróneamente. Yo dije dos frases, y las fusionaron en una y nunca he podido separarlas de nuevo. Supongo que la raza humana se resiste a aceptarlas tal como yo las pronuncié.
¿Quiere decir que no dijo que < el mayor patrimonio del género humano es una ecología equilibrada»?
Claro que no. Dije: < La mayor necesidad del género humano es una ecología equilibrada.»
Pero en su placa pone: «El mayor patrimonio del género humano...»
Así comienza la segunda frase, la que todos se niegan a citar, pero que yo jamás olvido: « El mayor patrimonio del género humano es una mente inquieta.» No he anulado la decisión del ordenador en aras de la ecología, pues ésta sólo es necesaria para vivir; la anulé para salvar una mente valiosa y mantenerla activa, una mente inquieta. Es lo que necesitamos para que el género humano sea humano, lo cual es más importante que la mera supervivencia.
Marley se puso de pie.
Sospecho, señor secretario, que usted deseaba que yo estuviera presente en la entrevista. Usted desea que haga pública esta tesis, ¿verdad?
Digamos que aprovecho la oportunidad para intentar que mis frases se citen correctamente.
  
REFLEJO SIMÉTRICO
Las Tres Leyes de la robótica:
. Un robot no debe dañar a un ser humano ni, por inacción, permitir que un ser humano sufra daño.
. Un robot debe obedecer las órdenes impartidas por los seres humanos, excepto cuando dichas órdenes estén reñidas con la Primera Ley.
. Un robot debe proteger su propia existencia, mientras dicha protección no esté reñida ni con la Primera ni con la Segunda Ley.
Lije Baley estaba a punto de encender la pipa cuando la puerta del despacho se abrió de golpe. Baley puso cara de fastidio y dejó caer la pipa. Tan sorprendido estaba que la dejó donde había caído.
R. Daneel Olivaw dijo con desconcertado entusiasmo. ¡Por Josafat! Eres tú, ¿verdad?
En efecto repuso el alto y broncíneo recién llegado, con expresión imperturbable. Lamento entrar sin anunciarme, pero se trata de una situación delicada y no deseo la menor intrusión de hombres ni de robots, ni siquiera aquí. En todo caso, me agrada verte de nuevo, amigo Elijah.
Y el robot tendió la mano derecha en un gesto tan humano como su apariencia. Baley se quedó tan desarmado por el asombro que por un instante miró la mano sin entender.
Pero luego le estrechó las dos, sintiendo su cálida firmeza.
¿Pero por qué, Daneel? Eres bienvenido en cualquier momento, pero... ¿cuál es esa delicada situación? ¿De nuevo hay problemas con la Tierra?
No, amigo Elijah, no se trata de la Tierra. La delicada situación a que me refiero es nimia en apariencia. Una disputa matemática, nada
  
más. Como, por casualidad, estábamos a un corto salto de la Tierra...
¿Esta disputa se llevó a cabo en una nave estelar?
En efecto. Es una disputa pequeña, pero asombrosamente grande para los humanos involucrados.
Baley no pudo contener una sonrisa.
No me sorprende que los humanos te desconcierten. No obedecen las Tres Leyes.
Es un verdadero inconveniente convino gravemente R. Daneel, y creo que los humanos mismos se desconciertan ante los humanos. Es posible que tú te desconciertes menos que los hombres de otros mundos, porque en la Tierra viven muchos más humanos que en los mundos del espacio. Por ello creo que puedes ayudarnos. R. Daneel hizo una pausa y se apresuró a añadir: De todas formas, he aprendido algunas reglas del comportamiento humano. Por ejemplo, parece que soy deficiente en cuestiones de cortesía, según las pautas humanas, pues no te he preguntado por tu esposa y por tu hijo.
Están bien. El chico estudia en la universidad y Jessie participa en la política local. Con esto damos por liquidadas las frases de cortesía. Ahora cuéntame por qué estás aquí.
Como te he dicho, estábamos a un corto salto de la Tierra, así que le sugerí al capitán que te consultáramos.
¿Y el capitán accedió?
Baley imaginó al orgulloso y autocrático capitán de una nave estelar de los mundos del espacio accediendo a descender ni más ni menos que en la Tierra para consultar ni más ni menos que a un terrícola.
Creo que se encontraba en una situación en la que habría accedido a todo. Además, te alabé muchísimo, aunque, por supuesto, no dije más que la verdad. Total que accedí a efectuar todas las negociaciones de tal modo que ningún tripulante ni pasajero necesitara entrar en una ciudad terrícola.
Ni hablar con ningún terrícola, claro. ¿Pero qué ha ocurrido?
Entre los pasajeros de la nave, Eta Carina, se encontraban dos matemáticos que viajaban a Aurora para asistir a una conferencia interestelar sobre neurobiofísica. La disputa se centra en torno de estos dos matemáticos, Alfred Barr Humboldt y Gennao Sabbat. ¿Has oído hablar de ellos, amigo Elijah?
En absoluto. No sé nada de matemática. Oye, Daneel, espero que no le hayas dicho a nadie que soy un experto en matemática ni...
Claro que no, amigo Elijah. Sé que no lo eres. Y no importa, pues la cuestión matemática no resulta relevante para el asunto en cuestión.
Bien, continúa.
Como tú no conoces a ninguno de los dos hombres, amigo Eli
  
jah, déjame decirte que el profesor Humboldt ya va por su vigesimoséptima década... ¿Ocurre algo, amigo Elijah?
Nada, nada masculló Baley. Simplemente había murmurado algo para sus adentros, una reacción natural ante la gran longevidad de la gente del espacio. ¿Y sigue en activo, a pesar de la edad? En la Tierra, los matemáticos de más de treinta años...
El profesor Humboldt es uno de los tres matemáticos de mayor prestigio de la galaxia. Por supuesto que sigue en activo. El profesor Sabbat, por otra parte, es muy joven, pues aún no llega a los cincuenta, pero ya se ha afirmado como el nuevo talento más notable en las ramas más abstrusas de las matemáticas.
Ambos son ilustres, entonces asintió Baley. Se acordó de su pipa y la recogió. Decidió que ya no tenía sentido encenderla y la vació. ¿Qué ha pasado? ¿Es un caso de homicidio? ¿Uno de los dos mató clarísimamente al otro?
Uno de estos dos hombres de gran reputación intenta destruir la del otro. Según los valores humanos, creo que se puede considerar peor que el homicidio.
A veces sí, supongo. ¿Entonces, cuál de ellos intenta destruir al otro?
Vaya, amigo Elijah, de eso se trata, de cuál de los dos.
Continúa.
El profesor Humboldt cuenta la historia claramente. Poco antes de subir a la nave estelar, descubrió un posible método para analizar sendas neurales a partir de cambios en los patrones de absorción de microondas de las áreas corticales locales. Se trataba de una técnica puramente matemática y de extraordinaria sutileza, aunque yo no comprendo ni puedo transmitir correctamente los detalles. Pero esto no importa. Humboldt reflexionó y se convenció cada vez más de que tenía entre manos algo revolucionario, algo que dejaría pequeños todos sus logros anteriores en matemática. Luego, se enteró de que el profesor Sabbat estaba a bordo.
Ah. ¿Y se lo comentó al joven Sabbat?
Exacto. Los dos se habían visto en reuniones profesionales y se conocían por su reputación. Humboldt le describió a Sabbat todos los detalles. Sabbat respaldó totalmente el análisis de Humboldt y elogió sin reservas la importancia del descubrimiento y el ingenio de su descubridor. Alentado por esto, Humboldt preparó una ponencia en la que describía sumariamente su labor, y dos días después se dispuso a despachar un mensaje subetérico a los presidentes de la conferencia de Aurora, con el objeto de establecer oficialmente su prioridad y preparar una posible deliberación antes del cierre de las sesiones. Para su sorpresa, descubrió que Sabbat había preparado su propia ponencia,
  
muy similar a la suya, y que Sabbat también se disponía a transmitir un mensaje subetérico a Aurora.
Supongo que Humboldt se puso furioso.
iYa lo creo!
¿Y Sabbat? ¿Qué alegó?
Lo mismo que Humboldt. Palabra por palabra.
¿Y cuál es el problema?
Cada historia es un reflejo fiel de la otra, a excepción del cambio de nombres. Es un reflejo simétrico, como la imagen de un espejo. Según Sabbat, él tuvo esa intuición y le consultó a Humboldt, quien concordó con el análisis y lo alabó.
Entonces, ambos alegan que la idea les pertenece y uno de los dos la robó. No parece difícil de resolver. En cuestiones académicas, sólo es preciso presentar los trabajos fechados y rubricados. A partir de ahí se puede deducir la prioridad. Aunque uno sea falso, se puede descubrir mediante las incoherencias internas.
Generalmente tendrías razón, amigo Elijah, pero esto es matemática, no una ciencia experimental. Humboldt afirma que elaboró los elementos esenciales mentalmente; no puso nada por escrito hasta que tuvo preparada la ponencia. El profesor Sabbat afirma exactamente lo mismo.
Pues entonces sed más drásticos y terminad con el asunto. Sometedlos a ambos a un sondeo psíquico y averiguad quién miente.
R. Daneel negó con la cabeza lentamente.
Amigo Elijah, no entiendes a estos hombres. Son personas de rango y erudición, miembros de la Academia Imperial. Como tales, no pueden ser sometidos a un juicio de conducta profesional, excepto por un jurado de colegas de igual categoría, a menos que renuncien personal y voluntariamente a ese derecho.
Proponédselo, entonces. El culpable no renunciará a su derecho porque no podrá enfrentarse a la sonda psíquica. El inocente renunciará de inmediato. Ni siquiera tendréis que hacer uso de la sonda.
No funciona así, amigo Elijah. Renunciar a tal derecho en semejante caso, para ser investigado por legos, constituye un golpe serio y tal vez irrecuperable para el prestigio de ambos. Ellos se niegan tercamente a renunciar a su derecho a tener un juicio especial, pues se trata de una cuestión de orgullo. La culpa o la inocencia son totalmente secundarias.
Si es así, olvidaos del asunto. Postergadlo hasta llegar a Aurora. En la conferencia de neurobiofísica habrá una gran cantidad de colegas profesionales y...
Eso significaría un golpe tremendo para la ciencia, amigo Elijah. Ambos sufrirían por haber causado un escándalo. Incluso el inocente

sería culpado de haber protagonizado una situación de tan pésimo gusto. Todos pensarían que la cuestión debió zanjarse discretamente fuera de los tribunales.
De acuerdo. No soy un habitante de los mundos del espacio, pero trataré de imaginar que esta actitud tiene sentido. ¿Qué dicen los dos hombres en cuestión?
Humboldt da su pleno consentimiento. Dice que si Sabbat admite que le robó la idea y permite que Humboldt transmita su ponencia, o al menos que la presente en la conferencia, no hará acusaciones. Guardará el secreto de la fechoría de Sabbat; y lo mismo hará el capitán; el único de los otros humanos que está al corriente de la disputa.
¿Pero el joven Sabbat no está de acuerdo?
Por el contrario. Está de acuerdo hasta en el último detalle, aunque con los nombres invertidos. De nuevo el reflejo simétrico.
¿Así que están en tablas?
Creo, amigo Elijah, que cada uno de ellos espera que el otro ceda y admita su culpa.
Pues esperad vosotros también.
El capitán sostiene que es imposible. La espera presenta dos alternativas. La primera es que ambos se obstinen de tal modo que, cuando la nave descienda en Aurora, el escándalo intelectual estalle. El capitán, siendo responsable de la justicia a bordo, sufrirá así una humillación por no haber sabido zanjar la cuestión, y la idea le resulta intolerable.
¿Y la segunda alternativa?
Que uno de los dos matemáticos admita haber cometido la fechoría. Pero ¿confesaría por ser realmente culpable, o por el noble deseo de evitar el escándalo? ¿Sería correcto privar de mérito a quien es tan ético que prefiere perder ese mérito antes que perjudicar a la ciencia en su conjunto? Por otra parte, quizás el culpable confiese en el último momento, pero dando a entender que sólo lo hace en aras de la ciencia, eludiendo de este modo la humillación de su acto y arrojando una sombra de duda sobre el otro. El capitán sería el único que sabría la verdad; pero no desea pasarse el resto de su vida preguntándose si lo que ha protagonizado no es más que una grotesca parodia de la justicia.
Baley suspiró.
Una versión intelecutal del juego de la gallina. ¿Quién se acobardará primero a medida que se aproximen a Aurora? ¿Esto es todo, Daneel?
No. Hay testigos de la transacción.
¡Pero Josafat! ¿Por qué no lo dijiste antes? ¿Qué testigos?
El criado personal del profesor Humboldt...
Un robot, supongo.
  
Desde luego. Se llama R. Preston. Este criado, R. Preston, estuvo presente en la conversación inicial y respalda el testimonio del profesor Humboldt hasta los últimos detalles.
¿Es decir que sostiene que la idea original fue de Humboldt, que Humboldt se la contó a Sabbat, que Sabbat elogió la idea y demás?
Sí, con todos los detalles.
Entiendo. ¿Y eso zanja la cuestión, o no? Sospecho que no.
Tienes razón. No zanja la cuestión, pues hay un segundo testigo. El profesor Sabbat también tiene un criado personal, R. Idda, un robot del mismo modelo que R. Preston, fabricado según creo, en el mismo año y en la misma fábrica. Ambos llevan más o menos el mismo tiempo prestando sus servicios.
Qué rara coincidencia, muy rara.
Una realidad, me temo y que hace difícil emitir un juicio basado en unas claras diferencias entre los dos sirvientes.
Así que R. Idda cuenta la misma versión que R. Preston, ¿no es así?
Exactamente la misma, con excepción del cambio de nombres, como en un reflejo simétrico.
R. Idda, pues, afirma que el joven Sabbat, el que no ha cumplido aún cincuenta años... Lije Baley no pudo evitar un cierto tono irónico; él tampoco había cumplido los cincuenta, pero no se sentía joven. Bien, pues que Sabbat tuvo la idea, se la expuso al profesor Humboldt y éste lo elogió profusamente y demás.
Sí, amigo Elijah.
O sea que un robot miente.
Eso parece.
Debe de ser fácil saber cuál. Me imagino que el examen de un buen robotista...
Un buen robotista no es suficiente en este caso, amigo Elijah. Sólo un robopsicólogo competente podría aportar la credibilidad y la experiencia suficientes para tomar una decisión en un caso de tamaña importancia. No llevamos ningún especialista así a bordo. El examen sólo podría realizarse cuando lleguemos a Aurora...
Y entonces estallará el escándalo. Bien, pues estás en la Tierra. Podemos buscar un robopsicólogo, y seguramente lo que suceda en la Tierra nunca llegará a oídos de Aurora y no habrá escándalo.
Sólo que ni el profesor Humboldt ni el profesor Sabbat permitirán que un robopsicólogo de la Tierra examine a su criado. El terrícola tendría que...
Hizo una pausa, y Lije Baley acabó la frase por él:
Tendría que tocar al robot.
Son viejos criados, con buenos antecedentes...
Y no se les debe manchar con el contacto de un terrícola. ¿Y
G
qué cuernos quieres que haga? Procuró contenerse. Lo lamento, R. Daneel, pero no entiendo por qué me has metido en esto.
Yo iba en la nave en una misión que no tenía nada que ver con este problema. El capitán acudió a mí porque tenía que acudir a alguien. Yo le parecía suficientemente humano como para escuchar y suficientemente robot como para ser un confidente discreto. Me contó la historia y me preguntó que qué haría yo. Me di cuenta de que el siguiente salto nos podía llevar tanto a la Tierra como a nuestro destino. Le dije al capitán que, aunque me costaba tanto como a él resolver el problema del reflejo simétrico, en la Tierra había alguien que podía ayudarnos.
¡Por Josafat! murmuró Baley.
Ten en cuenta, amigo Elijah, que resolver este problema sería beneficioso para tu carrera y hasta la Tierra misma sacaría provecho. El asunto no gozaría de publicidad, desde luego, pero el capitán es un hombre muy influyente en su mundo nativo y quedaría muy agradecido.
Con eso sólo me pones más tenso.
Confío plenamente en que ya tienes alguna idea del procedimiento a seguir.
¿Ah, sí? Supongo que el procedimiento obvio consiste en entrevistar a los dos matemáticos, uno de los cuales parece ser un ladrón.
Me temo, amigo Elijah, que ninguno de los dos vendrá a la ciudad. Y ninguno aceptará que vayas a verlos.
Y no hay modo de lograr que la gente del espacio se ponga en contacto con un terrícola, sea cual fuere la emergencia. Sí, lo entiendo, Daneel... Pero estaba pensando en una entrevista por circuito cerrado de televisión.
Tampoco. No se prestarán a ser interrogados por un terrícola.
Entonces, ¿qué quieren de mí? ¿Puedo hablar con los robots?
Tampoco permitirán que los robots vengan aquí.
¡Por Josafat, Daneel! Tú has venido.
Fue por decisión propia. Mientras estoy a bordo de una nave, cuento con autorización para tomar esas decisiones sin veto de ningún ser humano, excepto del capitán, y él ansiaba establecer el contacto. Conociéndote a ti, decidí que contactar por televisión sería insuficiente. Deseaba estrecharte la mano.
Lije Baley se ablandó.
Te lo agradezco, Daneel, pero ojalá no hubieras pensado en mí. ¿Puedo al menos hablar por televisión con los robots?
Creo que eso puede arreglarse.
Algo es algo. Eso significa que estaré realizando la labor propia de un robopsicólogo, de un modo tosco.
Pero tú eres detective, amigo Elijah, no robopsicólogo.
  
Bien, olvídalo. Pero antes de verlos pensemos un poco. Dime, ¿es posible que ambos robots estén diciendo la verdad? Tal vez la conversación entre los dos matemáticos fue equívoca. Tal vez fuese de tal índole que cada uno de los robots está convencido sinceramente de que la idea era de su amo. O quizás uno de ellos oyó una parte de la coversación y el otro oyó otra parte, de modo que cada uno pudo suponer que su amo era el dueño de la idea.
Imposible, amigo Elijah. Ambos robots repiten la conversación de un modo idéntico. Y las dos repeticiones son contradictorias.
¿Entonces es seguro que uno de los robots está mintiendo?
Sí.
¿Podré ver la transcripción de todas las pruebas presentadas hasta ahora al capitán?
Supuse que las pedirías y he traído copias.
Otra ventaja. ¿Habéis interrogado a los robots y el interrogatorio está incluido en la transcripción?
Los robots se han limitado a repetir su historia. Un verdadero interrogatorio sólo podría realizarlo un robopsicólogo.
¿O yo?
Tú eres detective, amigo Elijah, no...
De acuerdo, Daneel. A ver si entiendo la psicología de la gente del espacio. Un detective sirve porque no es robopsicólogo. Vayamos más lejos. Un robot no suele mentir, pero lo hace si es necesario para respetar las Tres Leyes. Puede mentir para proteger, legítimamente, su existencia, de acuerdo con la Tercera Ley. Puede mentir también si es necesario para obedecer una orden legítima impartida por un ser humano, de acuerdo con la Segunda Ley. Y más aún, puede mentir si es necesario salvar una vida humana o impedir que se cause daño a un ser humano, de acuerdo con la Primera Ley.
Sí.
Y en este caso cada uno de los robots estaría defendiendo la reputación profesional de su amo, y mentiría si fuera preciso. Dadas las circunstancias, la reputación profesional sería casi el equivalente de la vida, y la mentira supondría una urgencia casi equivalente a la impuesta por la Primera Ley.
Pero, mediante la mentira, cada uno de ellos estaría dañando la reputación profesional del amo del otro, amigo Elijah.
En efecto, pero también cada uno de ellos podría tener una concepción más clara del valor de la reputación de su propio amo y considerarla sinceramente superior a la del otro, y pensaría, por consiguiente, que causa menor daño con una mentira que con la verdad. Guardó silencio un instante y añadió: Muy bien, ¿me pones en comunicación con uno de los robots? Con R. Idda, por ejemplo.
  
¿El robot del profesor Sabbat?
Sí, el robot del joven.
Sólo me llevará unos minutos. Tengo un microrreceptor equipado por un proyector. Sólo necesito una pared limpia, y creo que ésta servirá si me permites correr algunos de estos archivadores de películas.
Adelante. ¿Tendré que usar micrófono?
No, puedes hablar normalmente. Disculpa, amigo Elijah, si tienes que esperar un poco. Tendré que comunicarme con la nave y pedir la entrevista con R. Idda.
Si vas a tardar, Daneel, ¿por qué no me pasas las transcripciones de las pruebas reunidas hasta ahora?
Lije Baley encendió la pipa, mientras R. Daneel preparaba el equipo, y examinó las hojas que le habían dado. Pasaron varios minutos.
Si estás preparado amigo Elijah dijo R. Daneel, R. Idda también lo está. ¿O prefieres disponer de unos minutos más para leer la transcripción?
No contestó Baley, soltando un suspiro. No me he enterado de nada nuevo. Ponme con él y encárgate de que la entrevista sea grabada y transcrita.
R. Idda, irreal en la proyección bidimensional reflejada en la pared, tenía una estructura básicamente metálica y no era una criatura humanoide como R. Daneel. Muy pocos rasgos de su cuerpo, alto, pero macizo, lo diferenciaban de los muchos robots que Baley había visto, salvo unos pocos detalles en su estructura.
Salud, R. Idda lo saludó Baley.
Salud, señor contestó R. Idda, con una voz apagada que parecía asombrosamente humana.
Eres el criado personal de Gennao Sabbat, ¿verdad?
Así es.
¿Cuánto tiempo hace de eso, muchacho?
Veintidós años, señor.
¿Y la reputación de tu amo es valiosa para ti?
Sí, señor.
¿Considerarías importante proteger esa reputación?
Sí, señor.
¿Tan importante como proteger su vida física?
No, señor.
¿Y sería tan importante proteger su reputación como la reputación de otro?
R. Idda titubeó.
  
En esos casos se debe decidir según el mérito individual de cada uno respondió. No hay modo de establecer una norma general.
Baley vaciló a su vez. Esos robots de los mundos del espacio hablaban con mayor soltura y refinamiento que los modelos terrícolas. No sabía si podría ganarle en ingenio.
Si decidieras que la reputación de tu amo es más importante que la de otra persona, como, por ejemplo, la de Alfred Barr Humboldt, ¿mentirías para proteger la de tu amo?
Mentiría, señor.
¿Mentiste en tu testimonio concerniente a la controversia de tu amo con el profesor Humboldt?
No, señor.
Pero si hubieras mentido negarías que mentiste y así encubrirías esa mentira, ¿verdad?
Sí, señor.
Pues bien, considéralo así. Tu amo, Gennao Sabbat, es un matemático de gran reputación, pero es joven. Si en esta controversia con el profesor Humboldt él hubiera sucumbido a la tentación de actuar antiétícamente, su reputación se eclipsaría un tanto, pero como es joven tiene tiempo de sobra para recobrarse. Lo aguardarían muchos triunfos intelectuales y la gente, a la larga, recordaría el intento de plagio como el error de un joven impulsivo y con poco criterio. Sería algo de lo que se podría recuperar en el futuro. En cambio, si el profesor Humboldt hubiera sucumbido a esa tentación, el asunto sería mucho más grave. Es un anciano cuyas grandes obras se extienden por siglos. Su reputación es impecable hasta ahora. Sin embargo, todo eso se olvidaría a la luz de esta fechoría de sus últimos años, y no tendría oportunidades de recuperarse en el tiempo relativamente breve que le queda. No podría realizar muchas cosas ya. En el caso de Humboldt se tirarían por la borda muchos más años de trabajo que en el caso de tu amo, y él tendría menos oportunidades de recobrar su posición. ¿Entiendes, pues, que Humboldt se enfrenta a la peor situación y que merece la mayor consideración?
Hubo una larga pausa.
Mi testimonio fue una mentira dijo al fin R. ldda, en un tono de voz imperturbable. El trabajo pertenecía al profesor Humboldt, y mí amo ha intentado apropiarse injustamente del mérito.
Muy bien, muchacho. Tienes órdenes de no hablar de esto con nadie hasta que el capitán de la nave te autorice a ello. Puedes retirarte.
La pantalla quedó en blanco, y Baley le dio una chupada a su pipa.
¿Crees que lo habrá oído el capitán, Daneel?
Sin duda. Es el único testigo, con excepción de nosotros.
Bien. Ahora trae al otro.
  
¿Pero tiene sentido, amigo Elijah, puesto que R. Idda ya ha confesado?
Claro que sí. La confesión de R. Idda no significa nada.
¿Nada?
Nada en absoluto. Le he hecho ver que el profesor Humboldt se encontraba en la peor situación. Naturalmente, si estaba mintiendo para proteger a Sabbat, pasaría a confesar la verdad, tal como afirma haber hecho. Por otra parte, si estaba diciendo la verdad, mentiría para proteger a Humboldt. Sigue siendo un reflejo simétrico y no hemos ganado nada.
¿Y qué ganaremos con interrogar a R. Preston?
Nada, si el reflejo simétrico fuera perfecto; pero no lo es. A fin de cuentas, uno de los robots dice la verdad y otro miente, y ahí se da una asimetría. Déjame ver a R. Preston. Y si ya tienes la transcripción del interrogatorio de R. Idda dámela.
El proyector se puso en marcha de nuevo. R. Preston era idéntico a R. Idda en todo, excepto en un minúsculo detalle del pecho.
Salud, R. Preston dijo Baley, teniendo a la vista la transcripción de las respuestas de R. Idda.
Salud, señor contestó R. Preston. Su voz era idéntica a la de R. Idda.
Eres el criado personal de Alfred Barr Humboldt, ¿verdad?
Así es.
¿Cuánto tiempo hace de eso, muchacho?
Veintidós años, señor.
¿Y la reputación de tu amo es valiosa para ti?
Sí, señor.
¿Considerarías importante proteger esa reputación?
Sí, señor.
¿Tan importante como proteger su vida física?
No, señor.
¿Y sería tan importante proteger su reputación como la reputación de otro?
R. Preston titubeó.
En esos casos se debe decidir según el mérito individual de cada uno respondió. No hay modo de establecer una norma general.
Si decidieras que la reputación de tu amo es más importante que la de otra persona, como, por ejemplo, la de Gennao Sabbat, ¿mentirías para proteger la de tu amo?
Mentiría, señor.
  
¿Mentiste en tu testimonio concerniente a la controversia de tu amo con el profesor Humboldt?
No, señor.
Pero si hubieras mentido negarías que mentiste y así encubrirías esa mentira, ¿verdad?
Sí, señor.
Pues bien, considéralo así. Tu amo, Alfred Barr Humboldt, es un matemático de gran reputación, pero es anciano. Si en esta controversia con el profesor Sabbat él hubiera sucumbido a la tentación de actuar antiéticamente, su reputación se eclipsaría un tanto, pero su ancianidad y sus siglos de logros le permitirían superar la situación. La gente recordaría su intento de plagio como el error de un hombre achacoso, cuyo juicio se tambalea. En cambio, si el profesor Sabbat hubiera sucumbido a esa tentación, el asunto sería mucho más grave. Es un joven con una reputación mucho menos sólida. Normalmente, contaría con siglos por delante para acumular conocimientos y realizar grandes logros. Pero el error de su juventud se lo impediría. Tiene un futuro mucho más extenso que perder que tu amo. ¿Entiendes, pues, que Sabbat se enfrenta a la peor situación y que merece la mayor consideración?
Hubo una larga pausa.
Mi testimonio fue tal como yo lo... dijo al fin R. Preston, en un tono de voz impertubable, y se interrumpió.
Continúa, por favor, R. Preston.
No hubo respuesta.
Me temo, amigo Elijah intervino R. Daneel, que R. Preston se ha paralizado. Está fuera de servicio.
Pues bien dijo Baley, al fin hemos ocasionado una asimetría. Ello nos permite descubrir al culpable.
¿En qué sentido, amigo Elijah?
Piénsalo. Supongamos que fueras una persona inocente y tu robot personal fuese testigo de ello. No sería preciso que hicieras nada, ya que tu robot diría la verdad y respaldaría tu testimonio. Sin embargo, si fueses la persona culpable, tendrías que depender de la mentira de tu robot. Sería una situación más arriesgada, pues, aunque el robot mentiría en caso de ser necesario, se sentiría más inclinado a decir la verdad, de modo que la mentira resultaría menos firme que la verdad. Para impedirlo, la persona culpable tendría que ordenarle al robot que mintiera. De este modo, la Primera Ley quedaría fortalecida por la Segunda, de un modo sustancial.
Eso parece razonable admitió R. Daneel.
Supongamos que tenemos un robot de cada tipo. Uno de ellos pasaría de una verdad no reforzada a la mentira y podría hacerlo sin problemas serios, tras algún que otro titubeo. El otro robot pasaría
de una mentira muy reforzada a la verdad, pero tendría que hacerlo a riesgo de quemar varias sendas positrónicas de su cerebro y quedar paralizado.
Y como R. Preston ha quedado paralizado...
El amo de R. Preston, el profesor Humboldt, es el culpable del plagio. Si le comunicas esto al capitán y le sugieres que interrogue al profesor, tal vez obtenga una confesión. En tal caso, espero que me lo digas de inmediato.
Por supuesto. ¿Me excusas, amigo Elijah? He de hablar en privado con el capitán.
Faltaría más. Utiliza la sala de conferencias. Está protegida.
Baley no pudo trabajar en nada durante la ausencia de R. Daneel. Guardó un inquieto silencio. Mucho dependía del valor de su análisis, y su falta de experiencia en robótica lo preocupaba.
R. Daneel regresó a la media hora; la media hora más larga de la vida de Baley.
No tenía sentido tratar de averiguar lo sucedido guiándose por la expresión del impávido rostro del humanoide. Baley procuró mantenerse igualmente impávido.
¿Sí, Daneel?
Tal como dijiste, amigo Elijah. El profesor Humboldt ha confesado. Declaró que contaba con que el profesor Sabbat cedería, permitiéndole así obtener un último triunfo. La crisis se ha superado y el capitán está agradecido. Me autoriza para decirte que admira enormemente tu sutileza, y creo que yo mismo me veré favorecido por haberte recomendado.
Bien. Baley suspiró. Ahora que se había demostrado que su decisión era la correcta, le temblaban las rodillas y la frente se le perló de sudor. ¡Por Josafat, R. Daneel, no vuelvas a ponerme en semejante trance!
Intentaré no hacerlo, amigo Elijah. Todo dependerá, desde luego, de la importancia de la crisis, de tu proximidad y de otros factores. Hasta entonces, tengo una pregunta...
¿Sí?
¿No era posible suponer que el paso de la mentira a la verdad era fácil, y difícil el de la verdad a la mentira? En tal caso, el robot inutilizado sería el que pasase de la verdad a la mentira; y, como R. Preston se paralizó, podría llegarse a la conclusión de que el profesor Humboldt era el inocente y el profesor Sabbat el culpable.
Sí, Daneel, era posible argumentar de ese modo, pero fue el otro argumento el que resultó ser el correcto. Humboldt ha confesado, ¿no?
En efecto. Pero siendo ambos argumentos posibles, amigo Elíjate, ¿cómo escogiste tan pronto el correcto?
Baley sintió un temblor en los labios. Se calmó y los curvó en una sonrisa.
Porque, Daneel, tomé en cuenta las reacciones humanas, no las robóticas. Sé más sobre seres humanos que sobre robots. En otras palabras, sospechaba quién era el culpable antes de entrevistar a los robots. Una vez que provoqué en ellos una reacción asimétrica, simplemente la interpreté de modo que pudiera atribuirle la culpa al que ya consíderaba culpable. La reacción del robot fue tan contundente como para desarmar al culpable; mi análisis de la conducta humana podría haber resultado insuficiente por sí solo.
Siento curiosidad por saber cuál fue tu análisis de la conducta humana.
¡Por Josafat, Daneel! ¡Piensa y no tendrás que preguntar! Hay otro elemento asimétrico en esta historia de reflejos simétricos, además de lo verdadero y lo falso. Es la edad de los dos matemáticos. Uno es muy viejo y el otro es muy joven.
Sí, desde luego. ¿Y qué pasa con eso?
Bien, pues que me puedo imaginar a un joven, impulsado por una idea repentina, asombrosa y revolucionaria, consultando a un anciano al que considera, desde sus tiempos de estudiante, un semidiós en esa especialidad. No me puedo imaginar a un anciano, colmado de honores y habituado a los triunfos, impulsado con una idea repentina, asombrosa y revolucionaria, consultando a un hombre un par de siglos más joven, a quien consideraría un mequetrefe. Además, si un joven tuviera la posibilidad, ¿intentaría robar una idea a un semidiós? Impensable. En cambio, un anciano, consciente del declive de sus facultades, tal vez procurase arrebatar una última oportunidad de fama sin creerse obligado a respetar a un novato. En síntesis, no era concebible que Sabbat robase la idea de Humboldt. Y desde ambas perspectivas el profesor Humboldt era el culpable.
R. Daneel reflexionó largo rato. Luego, extendió la mano.
Debo irme, amigo Elijah. Me he alegrado de verte. Ojalá nos reunamos pronto.
Baley estrechó cálidamente la mano del robot.
Si no te importa, R. Daneel, que no sea demasiado pronto.

COJA UNA CERILLA
El espacio era un abismo negro. No se veía nada, ni siquiera una estrella.
No porque no hubiera estrellas...
Sin embargo, la idea de que quizá no hubiera estrellas literalmente le había revuelto el estómago a Per Hanson. Era la vieja pesadilla que acuciaba subliminalmente el cerebro de todo viajero del espacio profundo.
Cuando efectuabas un salto en el universo taquiónico, no sabías con certeza dónde surgirías. La sincronización y la cantidad de energía podían estar rigurosamente controladas y hasta pudiera ser que contases con el mejor fusionista del espacio, pero el principio de incertidumbre era el rey supremo, así que siempre era probable (y aun inevitable) un error. Y en el ámbito de los taquiones un error milimétrico podía equivaler a mil años luz.
¿Qué ocurriría si aparecías en ninguna parte o tan lejos de cualquier parte que no tuvieras modo de averiguar tu paradero y nada pudiese guiarte de vuelta a alguna parte?
Imposible, decían los expertos. No había ningún sitio del universo desde el cual no se pudieran ver cuásares, y ellos te permitirían localizar tu posición. Además, la probabilidad de que durante un salto el azar te llevara fuera de la galaxia era de sólo uno contra diez millones, y la de llegar a la galaxia de Andrómeda o a Maffei  era de uno contra un trillón.
Olvídese de ello, decían los expertos.
De modo que, cuando la nave emergía del salto y regresaba de las extravagantes paradojas de los taquiones ultralumínicos al conocido territorio de los tardiones y los protones, era del todo punto imposible que no hubiera estrellas visibles. Si no las veías, eso es que estabas
  
en una nube de polvo; era la única explicación. Había zonas brumosas en la galaxia, o en cualquier galaxia en espiral, como antaño las hubo en la Tierra, cuando era el único hogar de la humanidad en vez de esa pieza de museo preservada y controlada en que se había convertido. Hanson era alto y huraño, tenía la tez curtida y, si había algo que él no supiera sobre las hipernaves que surcaban la galaxia y sus inmediaciones siempre con excepción de los arcanos de los fusionistas, era porque aún no estaba resuelto. En ese momento se encontraba solo en el cubículo del capitán. Disponía de todos los medios para comunicarse con cualquier hombre o mujer de a bordo y para recibir los resultados de cualquier pieza del equipo, y a él le gustaba ser una presencia invisible.
Ahora nada le agradaba. Activó la comunicación y dijo:
¿Qué más, Strauss?
Estamos en un cúmulo abierto se oyó la voz de Strauss. (Hanson no encendió la pantalla, pues habría revelado su rostro y prefería mantener su preocupación en secreto). Al menos parece ser un cúmulo abierto, por el nivel de radiación que recibimos en las zonas del infrarrojo y de las microondas. El problema es que no podemos localizar las posiciones con precisión suficiente para averiguar nuestro paradero. Nada.
¿Nada en la luz visible?
Nada. Ni en el infrarrojo cercano. La nube de polvo es espesa como una sopa.
¿Qué tamaño tiene?
No hay modo de saberlo.
¿Puedes estimar la distancia hasta el borde más próximo?
Ni siquiera en un orden de magnitud. Tal vez esté a una semana luz. Tal vez a diez años luz. No hay modo de saberlo.
¿Has hablado con Viluekís?
Sí.
¿Y qué dice?
No mucho. Está de malhumor. Se lo ha tomado como un insulto personal, desde luego.
Por supuesto. Hanson suspiró. Los fusíonistas eran como niños consentidos, pero se los toleraba porque desempeñaban un papel romántico en el espacio profundo. Le habrás dicho que estas cosas son imprevisibles y que pueden ocurrir en cualquier momento.
Se lo dije. Y respondió, como te puedes imaginar: «No puede ocurrirle a Viluekis.»
Pero le ha ocurrido. Bien, yo no puedo hablar con él. Interpretará que trato de imponer mi rango y luego no podremos sonsacarle nada. ¿No quiere activar la pala?
  
Dice que no puede. Dice que se dañará.
¿Cómo se puede dañar un campo magnético?
Ni se lo digas gruñó Strauss. Te responderá que un tubo de fusión es algo más que un campo magnético y luego dirá que tratas de subestimarlo.
Sí, lo sé... Bien, que todo el mundo estudie esta nube. Tiene que haber un modo de deducir hacia dónde y a qué distancia queda el borde más próximo.
Cerró la comunicación y escrutó la lejanía.
¡El borde más próximo! Era dudoso que a la velocidad de la nave (en relación con la materia circundante) se atrevieran a consumir la energía requerida para efectuar una drástica alteración del curso.
Se habían sumergido en el salto a velocidad semilumínica en relación con el núcleo galáctico del universo tardiónico y emergieron a la misma velocidad. Eso siempre suponía un riesgo. A fin de cuentas, si al emerger te encontrabas cerca de una estrella y enfilabas hacia ella a velocidad semilumínica...
Los teóricos negaban esa posibilidad. No cabía esperar que uno se aproximara peligrosamente a un cuerpo masivo mediante un salto. Eso decían los expertos.
El salto implicaba fuerzas gravitorias y esas fuerzas se repetían en la transición tardión/taquión y taquión/tardión. De hecho, la incertidumbre del salto se explicaba en gran medida por el efecto aleatorio de una fuerza gravitoria neta que nunca se pudo deducir en todos sus detalles.
Además, decían, había que confiar en el instinto del fusionista. Un buen fusionista nunca se equivoca.
Pero este fusionista los había metido en una nube.
¡Ah, eso! Pasa continuamente. No importa. Ya se sabe cómo son esas nubes tenues. Ni siquiera nota uno que está en ella.
(No es el caso de esta nube, querido experto.)
Más aún, las nubes son buenas. Las palas no tienen que trabajar tanto para mantener la fusión en marcha y el acopio de energía.
(No es el caso de esta nube, querido experto.)
Bien, hay que confiar en que el fusionista halle una solución.
(¿Y si no hay solución?)
Hanson se asustó ante ese pensamiento. Trató de olvidarlo. ¿Pero cómo olvidas un pensamiento que es un rugido en tu cabeza?
Henry Strauss, astrónomo de a bordo, se encontraba bastante deprimido. Habría podido aceptar una catástrofe cualquiera. En una hipernave era imposible cerrar los ojos a la posibilidad de una catástrofe.

Estabas preparado, o procurabas estarlo. En todo caso, resultaba más difícil para los pasajeros.
Pero cuando la catástrofe involucraba algo que te desvivías por observar y estudiar, y cuando descubrías que el hallazgo profesional de toda tu vida era precisamente lo que te estaba matando...
Suspiró.
Era un hombre corpulento, con lentes de contacto de color que daban un brillo espurio a unos ojos que en caso contrario habrían armonizado con una personalidad totalmente descolorida.
El capitán no podía hacer nada. Lo sabía. El capitán podía ser un déspota con el resto de la nave, pero los fusionistas eran una ley aparte. Incluso para los pasajeros (pensó con disgusto), el fusionista es el emperador de las rutas espaciales y todos los demás quedan reducidos a la nulidad.
Era una cuestión de oferta y demanda. El ordenador podía sincronizar y calcular el suministro de energía, el lugar y la dirección exactas (si «dirección» significaba algo en la transición de tardión/taquión), pero el margen de error era enorme y sólo un fusionista de talento podía reducirlo.
Nadie sabía de dónde sacaban su talento. El fusionista nacía, no se hacía. Pero los fusionistas sabían que poseían ese talento y sacaban partido de la situación.
Viluekis no era mal tipo, para ser fusionista; aunque eso no fuese decir mucho. A menos, ellos dos mantenían una relación cordial, a pesar de que Viluekis se había apropiado sin esfuerzo de la más bonita pasajera de a bordo, por mucho que Strauss la hubiese visto primero. (Formaba parte de los derechos imperiales de los fusionistas en viaje.)
Strauss llamó a Anton Viluekis. La comunicación tardó un tiempo, y Viluekis apareció irritado y ojeroso.
¿Cómo está el tubo? preguntó Strauss, en un tono amable.
Creo que lo apagué a tiempo. Lo he revisado y no veo ningún daño. Ahora tengo que asearme. Se miró la ropa.
Al menos no está dañado.
Pero no podemos usarlo.
Podríamos usarlo insistió Strauss. No sabemos qué sucederá ahí fuera. Si el tubo estuviera dañado, no importaría lo que ocurriese fuera, pero así, si la nube se despeja...
Si esto, si lo otro... Pues voy a decirte otro «si»: Si los estúpidos astrónomos hubierais sabido que esa nube estaba aquí, yo podría haberla evitado.
Eso estaba fuera de lugar, y Strauss no mordió el anzuelo.
Tal vez se despeje insistió.
¿Cuál es el análisis?
  
No es bueno, Viluekis. Es la nube de hidroxilo más densa que se haya observado. No hay en la galaxia, por lo que yo sé, un lugar donde el hidroxilo esté tan concentrado.
¿Y no hay hidrógeno?
Un poco de hidrógeno, por supuesto. Un cinco por ciento.
No es suficiente. Hay algo más aparte del hidroxilo. Hay algo que me ha causado más problemas que el hidroxilo. ¿Lo detectaste?
Oh, sí. Formaldehido. Hay más formaldehido que hidrógeno. ¿Comprendes lo que eso significa? Algún proceso ha concentrado el oxígeno y el carbono del espacio en cantidades inauditas, suficientes para consumir el hidrógeno en un volumen de varios años luz cúbicos. No conozco ni puedo imaginar nada que explique semejante cosa.
¿Qué estás diciendo, Strauss; que ésta es la única nube de este tipo en el espacio y que yo soy tan tonto que aparezco en ella?
No digo eso, Viluekis. Sólo digo lo que me oyes decir y no me has oído esas palabras. Pero para salir dependemos de ti. No puedo pedir auxilio porque no puedo apuntar un hiperhaz sin saber dónde estamos. No puedo averiguar dónde estamos porque no puedo localizar ninguna estrella...
Y yo no puedo usar el tubo de fusión, así que ¿por qué he de ser el villano? Tú tampoco puedes hacer tu trabajo; ¿por qué el fusionista es siempre el villano? Depende de ti, Strauss, depende de ti. Dime adónde dirigir la nave para hallar hidrógeno. Dime dónde está el borde de la nube... ¡O al cuerno con el borde de la nube! Encuéntrame el borde de esta concentración de hidroxilo y formaldehido.
Ojalá pudiera, pero hasta ahora sólo puedo detectar hidroxilo y formaldehido, por más que lo intento.
No podemos fusionar esas sustancias.
Lo sé.
Pues bien arremetió con violencia Viluekis, aquí tienes una prueba de por qué el Gobierno se equivoca cuando legisla en materia de seguridad en vez de dejar el asunto al criterio de los fusionistas. Si tuviéramos capacidad de doble salto no habría ningún problema.
Strauss sabía muy bien a qué se refería Viluekis. Siempre existía la tendencia a ahorrar tiempo efectuando dos saltos en rápida sucesión, pero claro, si un salto implicaba incertidumbres inevitables, dos saltos las multiplicaban inmensamente y ni siquiera el mejor fusionista podría hacer gran cosa. El error multiplicado alargaba casi invariablemente el tiempo total de viaje.
Una regla estricta de la hipernavegación imponía como mínimo un día entero de navegación a velocidad de crucero entre un salto y otro (se prefería tres días enteros) para dar tiempo a preparar el siguiente salto con cautela. Para evitar la violación de esa regla, cada salto se
  
efectuaba en unas condiciones que dejaban energía insuficiente para el segundo. Al menos durante un tiempo, las palas debían recoger y comprimir hidrógeno, fusionarlo y almacenar energía hasta que alcanzara para la ignición. Y habitualmente se necesitaba por lo menos un día para almacenar energía suficiente para un salto.
¿Cuánta energía te falta, Viluekis? preguntó Strauss.
No mucha. Sólo esto. Viluekis separó apenas unos milímetros el pulgar y el índice. Pero es suficiente.
Qué lástima se lamentó Strauss. El suministro energético quedaba registrado y podía ser inspeccionado, pero aun así los fusionistas a veces embarullaban los datos y se dejaban margen para un segundo salto. ¿Estás seguro? Supongamos que activaras los generadores de emergencia, que apagaras todas las luces...
Y la circulación del aire y los aparatos y el jardín hidropónico. Lo sé, lo sé. He hecho los cálculos, pero no alcanza. ¿Ves para qué sirve esa estúpida regulación de la seguridad?
Strauss logró seguir conteniéndose. Sabía todos lo sabían que la Hermandad de Fusionistas fueron los que más impulsaron esa regulación. Un doble salto, a veces exigido por el capitán, a menudo dejaba mal parado al fusionista. Pero al menos había una ventaja: al existir una pausa obligatoria entre salto y salto, quedaba una semana hasta que los pasajeros empezaran a inquietarse y a entrar en sospechas, y en esa semana algo podía cambiar. De momento, no había transcurrido ni un día entero.
¿Estás seguro de que no puedes hacer nada con el sistema? ¿No puedes filtrar algunas impurezas?
¡Filtrar! No son impurezas, sino todo lo contrario. Aquí la única impureza es el hidrógeno. Escucha, necesitaré quinientos millones de grados para fusionar átomos de carbono y oxígeno, tal vez mil millones. Es imposible y no pienso intentarlo. Si intento algo y no funciona, sería culpa mía, y no voy a correr ese riesgo. De ti depende llevarme hasta el hidrógeno, así que encárgate de ello. Lleva esta nave hasta el hidrógeno. No me importa lo que tardes.
No podemos ir más deprisa, Viluekis, teniendo en cuenta la densidad del medio. Y a velocidad semilumínica quizá tengamos que viajar durante dos años, tal vez veinte...
Bien, pues encuentra una salida. O que la encuentre el capitán.
Strauss cortó la comunicación angustiado. No había modo de entablar una conversación racional con un fusionista. Había oído la teoría (postulada con toda seriedad) de que los saltos repetidos afectaban el cerebro. En el salto, cada tardión de materia común se transformaba en un taquión equivalente y, luego, se retransformaba en el tardión original. Sí la doble conversión adolecía de una mínima imperfección,

sin duda el efecto se manifestaría primeramente en el cerebro, el fragmento de materia más complejo de esa transición. Nunca se habían demostrado efectos perniciosos experimentalmente, y los oficiales de las naves no parecían sufrir ningún deterioro que no pudiera atribuirse al mero envejecimiento. Pero quizá los cerebros de los fusionistas, que les permitían superar por mera intuición a los mejores ordenadores, fueran particularmente complejos y, por ende, particularmente vulnerables.
¡Qué diablos! ¡No tenía nada que ver! ¡Los fusionistas sólo eran niños malcriados!
Titubeó. ¿Debía tratar de comunicarse con Cheryl? Ella quizá limara las asperezas y, una vez que el nene Viluekis se repusiera de su berrinche, quizá se le ocurriera un modo de activar los tubos de fusión a pesar del hidroxilo.
¿Pero de veras creía que Viluekis podía hacerlo, o simplemente no toleraba la idea de surcar el espacio durante años? Sin duda, las hipernaves se hallaban preparadas para esa eventualidad, en principio, pero nunca se había presentado y los tripulantes (por no hablar de los pasajeros) no estaban preparados para ella.
Pero si hablaba con Cheryl ¿qué podría decirle sin que pareciera una orden para seducirlo? Sólo había pasado un día y aún no estaba dispuesto a hacer de alcahuete por un fusionista.
Esperaría. Un tiempo, por lo menos.
Viluekis frunció el ceño. Se sentía mejor después de darse un baño y le complacía haber sido severo con Strauss. No es que el hombre fuese un mal tipo, pero como todos ellos (capitán, tripulantes, pasajeros; todos los imbéciles del universo que no eran fusionistas) quería eludir la responsabilidad. Endósaselo al fusionista era una vieja cantinela, pero él no estaba dispuesto a escucharla.
Toda esa cháchara acerca de una travesía que podía durar varios años era un modo de intimidarlo. Si se pusieran a ello, podrían calcular los límites de la nube, y en alguna parte tenía que haber un borde más cercano. Sería demasiada mala suerte haber aparecido justo en el centro. Claro que si habían emergido cerca de un borde y enfilaban hacia el otro...
Viluekis se levantó y se desperezó. Era alto y las cejas le colgaban sobre los ojos como doseles.
¿Y si tardaban años? Ninguna hipernave había viajado durante años. La travesía más larga duró ochenta y ocho días y trece horas, cuando una nave se encontró en una posición desfavorable respecto de una estrella difusa y tuvo que retroceder a , a la velocidad de la luz antes de poder efectuar el salto.
  
Habían sobrevivido, aunque fueron tres meses de viaje. Claro que veinte años...
Pero era imposible.
La señal parpadeó tres veces antes de que él se diera cuenta de ello. Si era el capitán, que venía a verlo personalmente, se iba a ir a mayor velocidad que al venir.
¡Anton!
Esa voz sedosa y apremiante lo tranquilizó. Activó la puerta deslizante, para que entrase Cheryl, y la cerró.
Cheryl tenía unos veinticinco años, ojos verdes, barbilla firme, cabello rojo y opaco y una figura despampanante.
Anton, ¿ocurre algo malo?
Viluekis no se quedó tan sorprendido como para admitir una cosa así. Hasta un fusionista sabía que no debía hacer revelaciones prematuras a un pasajero.
En absoluto. ¿Por qué lo preguntas?
Lo dice uno de los pasajeros. Un hombre llamado Martand.
¿Martand? ¿Qué cuernos sabrá él? Y añadió con suspicacia. ¿Y por qué escuchas a ese necio? ¿Qué pinta tiene?
Cheryl sonrió dócilmente.
Es sólo alguien con quien conversaba en el salón. Es un sesentón inofensivo, aunque sospecho que preferiría no serlo. Pero eso no importa. No hay estrellas a la vista. Cualquiera se da cuenta de eso, y Martand dijo que era importante.
¿Eso dijo? Estamos atravesando una nube, eso es todo. Hay muchas nubes en la galaxia y las hipernaves las atraviesan continuamente.
Sí, pero Martand dice que habitualmente se ven estrellas, aun desde una nube.
¿Qué cuernos sabrá él? replicó Viluekis. ¿Es un veterano del espacio profundo?
No admitió Cheryl. Es su primer viaje, creo. Pero parece saber mucho.
Seguro. Escucha, aconséjale que cierre el pico. Lo pueden encerrar en solitario por esto. Y no andes repitiendo esas historias.
Cheryl ladeó la cabeza.
Francamente, Anton, hablas como si hubiera realmente problemas. Louis Martand es un tipo interesante. Es maestro de escuela, de Ciencias Generales de octavo curso.
¡Un maestro de escuela! ¡Santo Cielo, Cheryl...!
Pero deberías escucharle. Dice que enseñar a los niños es una de las pocas profesiones en las que debes saber un poco de todo porque los chicos hacen preguntas y huelen las respuestas falsas.
  
Pues bien, tal vez tú también debieras especializarte en oler respuestas falsas. Ahora, Cheryl, vete a decirle que se calle o lo haré yo mismo.
De acuerdo. Pero primero... ¿es verdad que atravesamos una nube de hidroxilo y que el tubo de fusión está apagado?
Viluekis abrió la boca y la volvió a cerrar, poco antes de preguntar:
¿Quién te dijo eso?
Martand. Ya me voy.
¡No! chilló Viluekis. Espera. ¿A cuántos más les ha dicho eso?
A nadie. Dice que no quiere sembrar el pánico. Me da la impresión de que yo estaba allí justo cuando él pensaba en ello y supongo que no pudo contenerse.
¿Sabe que me conoces?
Cheryl frunció el ceño.
Me parece que se lo mencioné.
Viluekis resopló.
No creas que es a ti a quien ese viejo loco intenta apabullar con sus conocimientos. Trata de impresionarme a mí a través de ti.
En absoluto. Más aún, me pidió que no te contara nada.
Sabiendo muy bien que vendrías a mí de inmediato.
¿Para qué iba a querer él que yo hiciera eso?
Para ponerme en evidencia. ¿Sabes lo que pasa con los fusionistas? Todos nos tenéis rencor porque nos necesitáis, porque...
¿Pero eso qué tiene que ver? Si Martand se equivoca, ¿en qué te perjudicaría? Y si está en lo cierto... ¿Está en lo cierto, Anton?
Bien, ¿qué dijo exactamente?
No sé si recuerdo todo respondió Cheryl pensativamente. Fue cuando emergimos del salto, algunas horas después. Todos comentaban que no había estrellas a la vista. En la sala todo el mundo decía que pronto habría otro salto porque de nada servía viajar por el espacio profundo sin una buena vista. Por supuesto, sabíamos que deberíamos seguir viaje por lo menos durante un día. Entonces entró Martand, me vio y se acercó para hablarme. Creo que le agrado.
Y yo creo que él no me agrada refunfuñó Viluekis. Continúa.
Le comenté que un viaje sin vistas resultaba bastante lúgubre y él dijo que seguiría así por un tiempo, y parecía preocupado. Le pregunté que por qué y me contestó que el tubo de fusión estaba apagado.
¿Quién le dijo eso?
Según él, en uno de los lavabos de hombres se oía un zumbido que había dejado de oírse, y que en ese armario de la sala de juegos donde guardan los tableros de ajedrez existía un punto en el que el tubo de fusión entibiaba la pared, y esa pared ahora estaba fría.
¿Son ésas las pruebas que tiene?
  
Cheryl ignoró el comentario y continuó:
Dijo que no se ven estrellas porque estábamos en una nube de polvo y que los tubos de fusión debían de estar parados porque no había hidrógeno suficiente, y que probablemente no hubiera energía suficiente para iniciar otro salto y que si buscábamos hidrógeno tendríamos que viajar durante años para salir de la nube.
. Viluekis se enfureció.
Está sembrando el pánico. ¿Sabes qué...?
Todo lo contrario. Me pidió que no se lo contara a nadie porque sembraría el pánico y aseguró que no pasaría nada, que sólo me lo contaba en un arranque de entusiasmo porque acababa de deducirlo y quería hablar con alguien, pero que existía una salida fácil y el fusionista sabría qué hacer y no había que preocuparse. Y como tú eres el fusionista se me ocurrió preguntarte que si era verdad lo de la nube y si ya habías solucionado el problema.
Ese maestrito no sabe nada de nada. Aléjate de él... Oye, ¿te comentó cuál era esa salida fácil?
No. ¿Tenía que habérselo preguntado?
No. ¿Por qué ibas a preguntárselo? ¿Qué puede saber él? Pero... En fin, pregúntaselo. Me gustaría saber qué tiene en mente ese idiota. Pregúntale.
Cheryl asintió con la cabeza.
Le preguntaré. ¿Estamos en apuros?
¿Por qué no lo dejas en mis manos? No estamos en apuros mientras yo no lo diga.
Se quedó mirando a la puerta cuando ella se fue, furioso e inquieto. ¿Por qué ese tal Louis Martand, el maestro de escuela, andaba fastidiando con sus elucubraciones?
Si al final resultaba necesario efectuar una larga travesía, habría que explicárselo todo a los pasajeros, pues de lo contrario ninguno sobreviviría. Y Martand proclamaría a voz en cuello...
Viluekis tecleó exasperadamente el número del capitán.
El delgado y pulcro Martand parecía encontrarse siempre a punto de sonreír, aunque su semblante se hallaba marcado por una serena gravedad; una gravedad expectante, como si estuviese a la espera de que su interlocutor le dijese algo muy importante.
Hablé con el señor Viluekis le dijo Cheryl. Es el fusionista. Le repetí lo que usted me dijo.
Martand sacudió la cabeza sobresaltado.
¡Me temo que no debiste hacerlo!
Parecía muy disgustado, sí.

Desde luego. Los fusíonistas son muy especiales y no toleran que los extraños...
Ya lo noté. Pero insistió en que no había nada de qué preocuparse.
Claro que no dijo Martand, tomándole la mano y palmeándola en un gesto confortante, pero luego no la soltó. Te dije que existía una salida fácil. Tal vez ya la esté preparando. Aun así, supongo que tardará un rato en pensarlo.
¿Pensar en qué? ¿Por qué no habría de pensarlo, si usted lo ha hecho?
Pero él es un especialista, mi joven damisela. A los especialistas les cuesta salirse de su especialidad. Yo, en cambio, no puedo encajonarme. Cuando organizo una demostración en clase, casi siempre tengo que improvisar. Nunca he estado en una escuela donde haya micropilas protónicas disponibles, y he tenido que preparar un generador termoeléctrico de queroseno para salir de excursión.
¿Qué es el queroseno?
Martand se rió con deleite.
¿Ves? La gente olvida. El queroseno es un líquido inflamable. Y a menudo he debido usar una fuente de energía aún más primitiva, que es la madera prendida por fricción. ¿Alguna vez lo has visto? Coges una cerilla... Cheryl puso cara de no entender y Martand decidió olvidar el tema. Bien, no importa. Sólo trataba de explicarte que ese fusionista tendrá que pensar en algo más primitivo que la fusión y eso le llevará tiempo. Pero yo estoy habituado a trabajar con métodos primitivos. Por ejemplo, ¿sabes qué hay allá fuera?
Señaló la ventana, donde no se veía nada. Se veía tan poco que no había ningún pasajero frente a la ventana panorámica.
Una nube. Una nube de polvo.
Ah, pero ¿de qué clase? Lo único que se halla por doquier es el hidrógeno. Es el elemento original del universo y las hipernaves dependen de él. Ninguna nave puede transportar combustible suficiente para efectuar varios saltos o para acelerar y desacelerar repetidamente a la velocidad de la luz. Hay que usar palas para recoger combustible en el espacio.
¡Y yo que pensaba que el espacio exterior estaba vacío!
Casi vacío, querida mía, y ese «casi» es bastante exacto. Cuando viajas a ciento cincuenta mil kilómetros por segundo, se puede sacar y comprimir bastante hidrógeno, aunque haya sólo algunos átomos por centímetro cúbico. Y las pequeñas cantidades de hidrógeno al fusionarse proporcionan la energía que necesitamos. En las nubes, el hidrógeno suele ser aún más denso, pero las impurezas pueden causar problemas, como ocurre en este caso.
¿Cómo sabe usted que hay impurezas?
  
Porque de lo contrario el señor Viluekis no hubiera apagado el tubo de fusión. Después del hidrógeno, los elementos más comunes en el universo son el helio, el oxígeno y el carbono. Si las bombas de fusión están paradas, significa que falta el combustible, es decir, el hidrógeno, y que hay algo que puede dañar el complejo sistema de fusión. No puede ser helio, que es inofensivo. Tal vez sean grupos de hidroxilo, una combinación de oxígeno e hidrógeno. ¿Entiendes?
Creo que sí. Estudié Ciencias Generales en la universidad y estoy recordando algo. El polvo consiste en grupos de hidroxilo adherídos a granos de polvo sólidos.
O libres en estado gaseoso. En dosis moderadas, el hidroxilo no es demasiado peligroso para el sistema de fusión, pero los compuestos de carbono sí. El formaldehido es el más probable, y yo estimaría que hay una proporción de uno por cada cuatro hidroxilos. ¿Entiendes ahora?
No dijo Cheryl sin rodeos.
Esos compuestos no se fusionan. Si los calientas a unos pocos cientos de millones grados, se descomponen en átomos simples y la concentración de oxígeno y carbono daña el sistema. ¿Pero por qué no absorberlos a temperaturas comunes? El hidroxilo se combinará así con el formaldehido después de la compresión, en una reacción química que no causará daño al sistema. A menos, estoy seguro de que un buen fusionista podría modificar el sistema de tal modo para manipular una reacción química a temperatura ambiente. La energía de la reacción se puede almacenar y, al cabo de un tiempo, habrá suficiente para posibilitar un salto.
Pero no lo entiendo del todo. Las reacciones químicas producen muy poca energía, comparadas con la fusión.
Tienes toda la razón, querida. Pero no necesitamos mucha cantidad. El salto anterior nos dejó con energía insuficiente para un segundo salto inmediato, ésas son las normas; pero apuesto a que tu amigo el fusionista se encargó de que faltara la menor cantidad posible de energía. Los fusionistaaas suelen hacerlo. La escasa cantidad adicional que se requiere para alcanzar la ignición se puede obtener a partir de reacciones químicas comunes. Luego, una vez que el salto nos saque de la nube, una travesía de una semana nos permitirá llenar los tanques de energía y podremos continuar sin problemas. Desde luego...
Martand enarcó las cejas y se encogió de hombros.
¿Sí?
Desde luego, si por alguna razón el señor Viluekis se demora, puede haber problemas. Cada día que pasamos sin saltar se consume energía por la vida cotidiana de la nave, y al cabo de un tiempo las reacciones químicas no nos suminitrarán la energía necesaria para la ignición. Espero que no tarde demasiado.
  
Bien, ¿por qué no se lo dice? Ahora.
Martand meneó la cabeza.
¿Decirle algo a un fusionista? Imposible, querida.
Entonces lo haré yo.
Oh, no. Sin duda se le ocurrirá a él mismo. Te hago una apuesta, querida. Dile lo que te he dicho y dile también que he dicho que él ya lo había pensado y que el tubo de fusión ya estaba funcionando. Y, por supuesto, si gano...
Martand sonrió. Cheryl también sonrió y dijo:
Ya veremos.
Martand la siguió con los ojos, sin pensar precisamente en Viluekis. No se sorprendió cuando un guardia apareció de pronto.
Por favor, acompáñeme, señor Martand.
Gracias por dejarme terminar susurró Martand en un tono tranquilo. Temí que no me lo permitiera.
El capitán tardó unas seis horas en recibirlo. Martand estaba encarcelado (así lo entendía él) en solitario, pero la situación no era molesta. Finalmente lo recibió el capitán, que parecía más fatigado que hostil.
Me han comunicado que usted difundía rumores destinados a sembrar el pánico entre los pasajeros. Es una acusación grave.
Hablé con una sola pasajera, señor, y con un propósito.
En efecto. Le pusimos de inmediato bajo vigilancia y tengo un informe bastante completo de la conversación que usted entabló con Cheryl Winter. Fue la segunda conversación sobre el tema.
Sí.
Al parecer, usted deseaba que lo esencial de la conversación le fuera comunicado al señor Viluekis.
Sí, señor.
¿No pensó en acudir personalmente al señor Viluekis?
Dudo que me hubiera escuchado.
¿Por qué no acudió a mí?
Tal vez usted me hubiera escuchado, pero ¿cómo le hubiera pasado la información al señor Viluekis? También tendría que haber recurrido a la señorita Winter. Los fusionistas tienen sus peculiaridades.
El capitán asintió distraídamente.
¿Qué esperaba usted que ocurriera cuando la señorita Winter le pasara la información al señor Viluekis?
Tenía la esperanza de que él se mostrara menos a la defensiva con la señorita Winter que con otras personas, que se sintiera menos amenazado. Esperaba que se echara a reír y dijera que era una idea sencilla, que ya se le había ocurrido a él mucho antes y que las palas
  
ya estaban trabajando con el propósito de generar la reacción química. Luego, en cuanto se librara de la señorita Winter, activaría las palas a toda prisa y le comunicaría la decisión a usted, señor, omitiendo toda referencia a mi persona o a la señorita Winter.
¿No pensó que podría desechar la idea como impracticable?
Existía ese riesgo, pero no ocurrió así.
¿Cómo lo sabe?
Porque media hora después de mi detención las luces de la habitación donde me hallaba se pusieron más tenues y no recobraron el brillo. Supuse que el gasto de energía de la nave se estaba reduciendo al mínimo, y también supuse que Viluekis se estaba valiendo de todo el suministro disponible con el fin de que la reacción química le proporcionara energía para la ignición.
El capitán arrugó el entrecejo.
¿Por qué estaba tan seguro de poder manipular al señor Viluekis? Sin duda usted nunca ha tratado con fusionistas.
Ah, pero enseño en octavo curso. He tratado con otros niños.
El capitán permaneció impertérrito unos instantes, pero al fin sonrió.
Usted me resulta simpático, señor Martand, pero eso no va a ayudarle. Sus expectativas se cumplieron, casi tal como usted esperaba. ¿Pero entiende usted las consecuencias?
Las entenderé si usted me lo explica.
El señor Viluekis tuvo que evaluar su sugerencia y decidir al instante si era práctica. Hubo de introducir varios ajustes en el sistema para permitir reacciones químicas sin eliminar la posibilidad de una fusión futura. Tenía que determinar el máximo porcentaje con seguridad de reacción, la cantidad de energía almacenada que debía ahorrar, el punto en que la ignición se podría intentar sin peligro, y la clase y la índole del salto. Todo se debía hacer deprisa y sólo un fusionista podía hacerlo. Más aún, no cualquier fusionista podía hacerlo. Viluekis es excepcional incluso entre los fusionistas. ¿Entiende?
Perfectamente.
El capitán miró al reloj de la pared y activó su ventana. El cielo estaba tan negro como en los dos últimos días.
El señor Viluekis me ha informado de la hora en la que intentaremos la ignición para el salto. Piensa que funcionará y confío en su juicio.
Si se equivoca dijo sombríamente Martand, tal vez nos encontremos en la misma situación que antes, sólo que privados de energía.
Lo sé, y como tal vez usted se sienta algo responsable por haber metido la idea en la cabeza del fusionista pensé que le gustaría compartir estos escasos momentos de espera que nos quedan.
Ambos hombres callaron, observando la pantalla, mientras los se
  
gundos y los minutos pasaban deprisa. Hanson no había mencionado el momento justo, así que Martand no tenía modo de saber cuán inminente era. Sólo podía mirar de soslayo al capitán, que conservaba un semblante deliberadamente inexpresivo.
Y luego sintió ese extraño retortijón que desaparecía de inmediato, como una contracción en la pared abdominal. Habían saltado.
¡Estrellas! exclamó Hanson con un jadeo de satisfacción. Una explosión de astros iluminaba la pantalla y Martand no recordaba haber presenciado un espectáculo más agradable en toda su vida. Y en el segundo exacto. Una magnífica tarea. Ahora carecemos de energía, pero nos reabasteceremos en unos días y durante ese tiempo los pasajeros tendrán la posibilidad de contemplar las vistas.
Martand se sentía demasiado aliviado para hablar. El capitán se volvió hacia él.
Bien, señor Martand. Su idea fue meritoria. Podría argumentarse que ha salvado la nave y a todos sus ocupantes. También se podría argumentar que al señor Viluekis se le habría ocurrido pronto. Pero no habrá discusiones sobre ello, pues la participación de usted no se puede difundir. El señor Viluekis realizó la tarea y fue un alarde de virtuosismo, aunque usted la haya inspirado. Él recibirá los elogios y los grandes honores. Usted no recibirá nada.
Martand calló un instante.
Entiendo dijo al fin. Un fusionista es indispensable y yo no cuento para nada. Si se lastima el orgullo del señor Viluekis, puede volverse inútil para usted, y usted no puede perderlo. En cuanto a mí..., bien, que sea como usted dice. Hasta pronto, capitán.
No tan deprisa. No podemos confiar en usted.
No diré nada.
Tal vez no tenga la intención, pero eso no basta. No podemos correr el riesgo. Durante el resto del vuelo permanecerá en arresto domiciliario.
¿Por qué? exclamó Martand. Le he salvado a usted y a la maldita nave... y al fusionista.
Exactamente por eso. Por salvarlo. Así funcionan las cosas.
¿Dónde está la justicia?
El capitán sacudió lentamente la cabeza.
Es un bien raro, lo admito, y a veces demasiado costoso. Ni siquiera podrá regresar a su habitación. No verá a nadie durante el resto del viaje.
Martand se frotó la barbilla.
No creo que lo diga literalmente, capitán.
Me temo que sí.
Pero hay otra persona que podría hablar... accidentalmente y sin
  
proponérselo. Será mejor que también ponga a la señorita Winter bajo arresto domiciliario.
¿Y que duplique la injusticia?
La mutua compañía es un buen consuelo para los infortunados sugirió Martand.
Y el capitán sonrió.
Tal vez tenga usted razón dijo.