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martes, 8 de abril de 2008

2º Special "Hans Christian Andersen" -- EL TULLIDO

Hans Christian Andersen
EL TULLIDO
____________

Érase una antigua casa señorial, habitada por gente joven y apuesta. Ricos en bienes y
dinero, querían divertirse y hacer el bien. Querían hacer feliz a todo el mundo, como lo
eran ellos.

Por Nochebuena instalaron un abeto magníficamente adornado en el antiguo salón de
Palacio. Ardía el fuego en la chimenea, y ramas del árbol navideño enmarcaban los viejos
retratos.

Desde el atardecer reinaba también la alegría en los aposentos de la servidumbre.
También había allí un gran abeto con rojas y blancas velillas encendidas, banderitas
danesas, cisnes recortados y redes de papeles de colores y llenas de golosinas. Habían
invitado a los niños pobres de la parroquia, y cada uno había acudido con su madre, a la
cual, más que a la copa del árbol, se le iban los ojos a la mesa de Nochebuena, cubierta
de ropas de lana y de hilo, y toda clase de prendas de vestir. Aquello era lo que miraban
las madres y los hijos ya mayorcitos, mientras los pequeños alargaban los brazos hacia
las velillas, el oropel y las banderitas.

La gente había llegado a primeras horas de la tarde, y fue obsequiada con la clásica sopa
navideña y asado de pato con berza roja. Una vez hubieron contemplado el árbol y
recibido los regalos, se sirvió a cada uno un vaso de ponche y manzanas rellenas.

Regresaron entonces a sus pobres casas, donde se habló de la «buena vida», es decir,
de la buena comida, y se pasó otra vez revista a los regalos.

Entre aquella gente estaban Garten-Kirsten y Garten-Ole, un matrimonio que tenía casa y
comida a cambio de su trabajo en el jardín de Sus Señorías. Cada Navidad recibían su
buena parte de los regalos. Tenían además cinco hijos, y a todos los vestían los señores.

- Son bondadosos nuestros amos -decían-. Tienen medios para hacer el bien, y gozan

haciéndolo.

- Ahí tienen buenas ropas para que las rompan los cuatro -dijo Garten-Ole-. Mas, ¿por
qué no hay nada para el tullido? Siempre suelen acordarse de él, aunque no vaya a la
fiesta.

Era el hijo mayor, al que llamaban «El tullido», pero su nombre era Juan. De niño había
sido el más listo y vivaracho, pero de repente le entró una «debilidad en las piernas»,
como ellos decían, y desde entonces no pudo tenerse de pie ni andar. Llevaba ya cinco
años en cama.

- Sí, algo me han dado también para él -dijo la madre. Pero es sólo un libro, para que
pueda leer.

- ¡Eso no lo engordará! -observó el padre.

Pero Hans se alegró de su libro. Era un muchachito muy despierto, aficionado a la
lectura, aunque aprovechaba también el tiempo para trabajar en las cosas útiles en
cuanto se lo permitía su condición. Era muy ágil de dedos, y sabía emplear las manos;
confeccionaba calcetines de lana, e incluso mantas. La señora había hecho gran encomio
de ellas y las había comprado.

Era un libro de cuentos el que acababan de regalar a Hans, y había en él mucho que leer,
y mucho que invitaba a pensar.

- De nada va a servirle -dijeron los padres-. Pero dejemos que lea, le ayudará a matar el
tiempo. No siempre ha de estar haciendo calceta.

Vino la primavera. Empezaron a brotar la hierba y las flores, y también los hierbajos,
como se suele llamar a las ortigas a pesar de las cosas bonitas que de ellas dice aquella
canción religiosa:

Si los reyes se reuniesen
y juntaran sus tesoros,
no podrían añadir
una sola hoja a la ortiga.

En el jardín de Sus Señorías había mucho que hacer, no solamente para el jardinero y
sus aprendices, sino también para Garten-Kirsten y Garten-Ole.

- ¡Qué pesado! -decían-. Aún no hemos terminado de escardar y arreglar los caminos, y
ya los han pisado de nuevo. ¡Hay un ajetreo con los invitados de la casa! ¡Lo que cuesta!
Suerte que los señores son ricos.

- ¡Qué mal repartido está todo! -decía Ole-. Según el señor cura, todos somos hijos de
Dios. ¿Por qué estas diferencias?

- Por culpa del pecado original -respondía Kirsten.

De eso hablaban una noche, sentados junto a la cama del tullido, que estaba leyendo sus
cuentos.

Las privaciones, las fatigas y los cuidados habían encallecido las manos de los padres, y
también su juicio y sus opiniones. No lo comprendían, no les entraba en la cabeza, y por
eso hablaban siempre con amargura y envidia.

- Hay quien vive en la abundancia y la felicidad, mientras otros están en la miseria. ¿Por
qué hemos de purgar la desobediencia y la curiosidad de nuestros primeros padres?

¡Nosotros no nos habríamos portado como ellos!

- Sí, habríamos hecho lo mismo -dijo súbitamente el tullido Hans. - Aquí está, en el libro.

- ¿Qué es lo que está en el libro? -preguntaron los padres.

Y entonces Hans les leyó el antiguo cuento del leñador y su mujer. También ellos decían
pestes de la curiosidad de Adán y Eva, culpables de su desgracia. He aquí que acertó a
pasar el rey del país: «Seguidme -les dijo- y viviréis tan bien como yo: siete platos para
comer y uno para mirarlo. Está en una sopera tapada, que no debéis tocar; de lo
contrario, se habrá terminado vuestra buena vida». «¿Qué puede haber en la sopera?»,
dijo la mujer. «¡No nos importa!», replicó el marido. «No soy curiosa -prosiguió ella-; sólo
quisiera saber por qué no nos está permitido levantar la tapadera. Estoy segura que es
algo exquisito». «Con tal que no haya alguna trampa, por ejemplo, una pistola que al
dispararse despierte a toda la casa». «Tienes razón», dijo la mujer, sin tocar la sopera.

Pero aquella noche soñó que la tapa se levantaba sola y salía del recipiente el aroma de
aquel ponche delicioso que se sirve en las bodas y los entierros. Y había una moneda de
plata con esta inscripción: «Si bebéis de este ponche, seréis las dos personas más ricas
del mundo, y todos los demás hombres se convertirán en pordioseros comparados con
vosotros». Despertóse la mujer y contó el sueño a su marido. «Piensas demasiado en
esto», dijo él. «Podríamos hacerlo con cuidado», insistió ella. «¡Cuidado!», dijo el
hombre; y la mujer levantó con gran cuidado la tapa. Y he aquí que saltaron dos ligeros
ratoncillos, y en un santiamén desaparecieron por una ratonera. «¡Buenas noches! -dijo el
Rey-. Ya podéis volveros a vuestra casa a vivir de lo vuestro. Y no volváis a censurar a
Adán y Eva, pues os habéis mostrado tan curiosos y desagradecidos como ellos».

- ¡Cómo habrá venido a parar al libro esta historia! -dijo Garten-Ole.

- Diríase que está escrita precisamente para nosotros. Es cosa de pensarlo.

Al día siguiente volvieron al trabajo. Los tostó el sol, y la lluvia los caló hasta los huesos.

Rumiaron sus melancólicos pensamientos.

No había anochecido aún, cuando ya habían cenado sus papillas de leche.

- ¡Vuelve a leernos la historia del leñador! -dijo Garten-Ole.

- Hay otras que todavía no conocéis -respondió Hans.

- No me importan dijo Garten-Ole -. Prefiero oír la que conozco.

Y el matrimonio volvió a escucharla; y más de una noche se la hicieron repetir.

- No acabo de entenderlo -dijo Garten-Ole -. Con las personas ocurre lo que con la leche:
que se cuaja, y una parte se convierte en fino requesón, y la otra, en suero aguado. Los
hay que tienen suerte en todo, se pasan el día muy repantingados y no sufren cuidados ni
privaciones.

El tullido oyó lo que decía. El chico era débil de piernas, pero despejado de cabeza, y les
leyó de su libro un cuento titulado «El hombre sin necesidades ni preocupaciones».
¿Dónde estaría ese hombre? Había que dar con él.

2º Special "Hans Christian Andersen" -- HISTORIA DE UNA MADRE

Hans Christian Andersen
HISTORIA DE UNA MADRE
______________

Estaba una madre sentada junto a la cuna de su hijito, muy afligida y angustiada, pues
temía que el pequeño se muriera. Éste, en efecto, estaba pálido como la cera, tenía los
ojitos medio cerrados y respiraba casi imperceptiblemente, de vez en cuando con una
aspiración profunda, como un suspiro. La tristeza de la madre aumentaba por momentos
al contemplar a la tierna criatura.

Llamaron a la puerta y entró un hombre viejo y pobre, envuelto en un holgado cobertor,
que parecía una manta de caballo; son mantas que calientan, pero él estaba helado. Se
estaba en lo más crudo del invierno; en la calle todo aparecía cubierto de hielo y nieve, y
soplaba un viento cortante.

Como el viejo tiritaba de frío y el niño se había quedado dormido, la madre se levantó y
puso a calentar cerveza en un bote, sobre la estufa, para reanimar al anciano. Éste se
había sentado junto a la cuna, y mecía al niño. La madre volvió a su lado y se estuvo
contemplando al pequeño, que respiraba fatigosamente y levantaba la manita.

- ¿Crees que vivirá? -preguntó la madre-. ¡El buen Dios no querrá quitármelo!
El viejo, que era la Muerte en persona, hizo un gesto extraño con la cabeza; lo mismo
podía ser afirmativo que negativo. La mujer bajó los ojos, y las lágrimas rodaron por sus
mejillas. Tenía la cabeza pesada, llevaba tres noches sin dormir y se quedó un momento
como aletargada; pero volvió en seguida en sí, temblando de frío.

- ¿Qué es esto? -gritó, mirando en todas direcciones. El viejo se había marchado, y la
cuna estaba vacía. ¡Se había llevado al niño! El reloj del rincón dejó oír un ruido sordo, la
gran pesa de plomo cayó rechinando hasta el suelo, ¡paf!, y las agujas se detuvieron.

La desolada madre salió corriendo a la calle, en busca del hijo. En medio de la nieve
había una mujer, vestida con un largo ropaje negro, que le dijo:
- La Muerte estuvo en tu casa; lo sé, pues la vi escapar con tu hijito. Volaba como el
viento. ¡Jamás devuelve lo que se lleva!

- ¡Dime por dónde se fue! -suplicó la madre-. ¡Enséñame el camino y la alcanzaré!
- Conozco el camino -respondió la mujer vestida de negro pero antes de decírtelo tienes
que cantarme todas las canciones con que meciste a tu pequeño. Me gustan, las oí
muchas veces, pues soy la Noche. He visto correr tus lágrimas mientras cantabas.
- ¡Te las cantaré todas, todas! -dijo la madre-, pero no me detengas, para que pueda
alcanzarla y encontrar a mi hijo.

Pero la Noche permaneció muda e inmóvil, y la madre, retorciéndose las manos, cantó y
lloró; y fueron muchas las canciones, pero fueron aún más las lágrimas. Entonces dijo la
Noche:
- Ve hacia la derecha, por el tenebroso bosque de abetos. En él vi desaparecer a la
Muerte con el niño.

Muy adentro del bosque se bifurcaba el camino, y la mujer no sabía por dónde tomar.
Levantábase allí un zarzal, sin hojas ni flores, pues era invierno, y las ramas estaban
cubiertas de nieve y hielo.

- ¿No has visto pasar a la Muerte con mi hijito?

- Sí -respondió el zarzal- pero no te diré el camino que tomó si antes no me calientas
apretándome contra tu pecho; me muero de frío, y mis ramas están heladas.

Y ella estrechó el zarzal contra su pecho, apretándolo para calentarlo bien; y las espinas
se le clavaron en la carne, y la sangre le fluyó a grandes gotas. Pero del zarzal brotaron
frescas hojas y bellas flores en la noche invernal: ¡tal era el ardor con que la acongojada
madre lo había estrechado contra su corazón! Y la planta le indicó el camino que debía
seguir.

Llegó a un gran lago, en el que no se veía ninguna embarcación. No estaba bastante
helado para sostener su peso, ni era tampoco bastante somero para poder vadearlo; y,
sin embargo, no tenía más remedio que cruzarlo si quería encontrar a su hijo. Echóse
entonces al suelo, dispuesta a beberse toda el agua; pero ¡qué criatura humana sería
capaz de ello! Mas la angustiada madre no perdía la esperanza de que sucediera un
milagro.

- ¡No, no lo conseguirás! -dijo el lago-. Mejor será que hagamos un trato. Soy aficionado a
coleccionar perlas, y tus ojos son las dos perlas más puras que jamás he visto. Si estás
dispuesta a desprenderte de ellos a fuerza de llanto, te conduciré al gran invernadero
donde reside la Muerte, cuidando flores y árboles; cada uno de ellos es una vida humana.

- ¡Ay, qué no diera yo por llegar a donde está mi hijo! -exclamó la pobre madre-, y se
echó a llorar con más desconsuelo aún, y sus ojos se le desprendieron y cayeron al fondo
del lago, donde quedaron convertidos en preciosísimas perlas. El lago la levantó como en
un columpio y de un solo impulso la situó en la orilla opuesta. Se levantaba allí un gran
edificio, cuya fachada tenía más de una milla de largo. No podía distinguirse bien si era
una montaña con sus bosques y cuevas, o si era obra de albañilería; y menos lo podía
averiguar la pobre madre, que había perdido los ojos a fuerza de llorar.

- ¿Dónde encontraré a la Muerte, que se marchó con mi hijito? -preguntó.

- No ha llegado todavía -dijo la vieja sepulturera que cuida del gran invernadero de la
Muerte-. ¿Quién te ha ayudado a encontrar este lugar?

- El buen Dios me ha ayudado -dijo la madre-. Es misericordioso, y tú lo serás también.
¿Dónde puedo encontrar a mi hijo?

- Lo ignoro -replicó la mujer-, y veo que eres ciega. Esta noche se han marchitado
muchos árboles y flores; no tardará en venir la Muerte a trasplantarlos. Ya sabrás que
cada persona tiene su propio árbol de la vida o su flor, según su naturaleza. Parecen
plantas corrientes, pero en ellas palpita un corazón; el corazón de un niño puede también
latir. Atiende, tal vez reconozcas el latido de tu hijo, pero, ¿qué me darás si te digo lo que
debes hacer todavía?

- Nada me queda para darte -dijo la afligida madre pero iré por ti hasta el fin del mundo.
- Nada hay allí que me interese -respondió la mujer pero puedes cederme tu larga
cabellera negra; bien sabes que es hermosa, y me gusta. A cambio te daré yo la mía, que
es blanca, pero también te servirá.

- ¿Nada más? -dijo la madre-. Tómala enhorabuena -. Dio a la vieja su hermoso cabello, y
se quedó con el suyo, blanco como la nieve.

Entraron entonces en el gran invernadero de la Muerte, donde crecían árboles y flores en
maravillosa mezcolanza. Había preciosos, jacintos bajo campanas de cristal, y grandes
peonías fuertes como árboles; y había también plantas acuáticas, algunas lozanas, otras
enfermizas. Serpientes de agua las rodeaban, y cangrejos negros se agarraban a sus
tallos. Crecían soberbias palmeras, robles y plátanos, y no faltaba el perejil ni tampoco el
tomillo; cada árbol y cada flor tenia su nombre, cada uno era una vida humana; la
persona vivía aún: éste en la China, éste en Groenlandia o en cualquier otra parte del
mundo. Había grandes árboles plantados en macetas tan pequeñas y angostas, que
parecían a punto de estallar; en cambio, veíanse míseras florecillas emergiendo de una
tierra grasa, cubierta de musgo todo alrededor. La desolada madre fue inclinándose sobre
las plantas más diminutas, oyendo el latido del corazón humano que había en cada una; y
entre millones reconoció el de su hijo.

- ¡Es éste! -exclamó, alargando la mano hacia una pequeña flor azul de azafrán que
colgaba de un lado, gravemente enferma.

- ¡No toques la flor! -dijo la vieja-. Quédate aquí, y cuando la Muerte llegue, pues la estoy
esperando de un momento a otro, no dejes que arranque la planta; amenázala con hacer
tú lo mismo con otras y entonces tendrá miedo. Es responsable de ellas, ante Dios; sin su
permiso no debe arrancarse ninguna.

De pronto sintióse en el recinto un frío glacial, y la madre ciega comprendió que entraba
la Muerte.

- ¿Cómo encontraste el camino hasta aquí? -preguntó.- ¿Cómo pudiste llegar antes que
yo?

- ¡Soy madre! -respondió ella.

La Muerte alargó su mano huesuda hacia la flor de azafrán, pero la mujer interpuso las
suyas con gran firmeza, aunque temerosa de tocar una de sus hojas. La Muerte sopló
sobre sus manos y ella sintió que su soplo era más frío que el del viento polar. Y sus
manos cedieron y cayeron inertes.

- ¡Nada podrás contra mí! -dijo la Muerte.

- ¡Pero sí lo puede el buen Dios! -respondió la mujer.

- ¡Yo hago sólo su voluntad! -replicó la Muerte-. Soy su jardinero. Tomo todos sus árboles
y flores y los trasplanto al jardín del Paraíso, en la tierra desconocida; y tú no sabes cómo
es y lo que en el jardín ocurre, ni yo puedo decírtelo.

- ¡Devuélveme mi hijo! -rogó la madre, prorrumpiendo en llanto. Bruscamente puso las
manos sobre dos hermosas flores, y gritó a la Muerte:
- ¡Las arrancaré todas, pues estoy desesperada!

- ¡No las toques! -exclamó la Muerte-. Dices que eres desgraciada, y pretendes hacer a
otra madre tan desdichada como tú.

- ¡Otra madre! -dijo la pobre mujer, soltando las flores-. ¿Quién es esa madre?

- Ahí tienes tus ojos -dijo la Muerte-, los he sacado del lago; ¡brillaban tanto! No sabía que
eran los tuyos. Tómalos, son más claros que antes. Mira luego en el profundo pozo que
está a tu lado; te diré los nombres de las dos flores que querías arrancar y verás todo su
porvenir, todo el curso de su vida. Mira lo que estuviste a punto de destruir.

Miró ella al fondo del pozo; y era una delicia ver cómo una de las flores era una bendición
para el mundo, ver cuánta felicidad y ventura esparcía a su alrededor.

La vida de la otra era, en cambio, tristeza y miseria, dolor y privaciones.

- Las dos son lo que Dios ha dispuesto -dijo la Muerte.

- ¿Cuál es la flor de la desgracia y cuál la de la ventura? -preguntó la madre.

- Esto no te lo diré -contestó la Muerte-. Sólo sabrás que una de ellas era la de tu hijo.
Has visto el destino que estaba reservado a tu propio hijo, su porvenir en el mundo.
La madre lanzó un grito de horror: - ¿Cuál de las dos era mi hijo? ¡Dímelo, sácame de la
incertidumbre! Pero si es el desgraciado, líbralo de la miseria, llévaselo antes. ¡Llévatelo
al reino de Dios! ¡Olvídate de mis lágrimas, olvídate de mis súplicas y de todo lo que dije
e hice!

- No te comprendo -dijo la Muerte-. ¿Quieres que te devuelva a tu hijo o prefieres que me
vaya con él adonde ignoras lo que pasa?

La madre, retorciendo las manos, cayó de rodillas y elevó esta plegaria a Dios Nuestro
Señor:
- ¡No me escuches cuando te pida algo que va contra Tu voluntad, que es la más sabia!
¡No me escuches! ¡No me escuches!

Y dejó caer la cabeza sobre el pecho, mientras la Muerte se alejaba con el niño, hacia el
mundo desconocido.

2º Special "Hans Christian Andersen" -- LA GRAN SERPIENTE DE MAR


Hans Christian Andersen
LA GRAN SERPIENTE DE MAR
__________

Érase un pececillo marino de buena familia, cuyo nombre no recuerdo; pero esto te lo
dirán los sabios. El pez tenía mil ochocientos hermanos, todos de la misma edad. No
conocían a su padre ni a su madre, y desde un principio tuvieron que gobernárselas
solos, nadando de un lado para otro, lo cual era muy divertido. Agua para beber no les
faltaba: todo el océano, y en la comida no tenían que pensar, pues venía sola. Cada uno
seguía sus gustos, y cada uno estaba destinado a tener su propia historia, pero nadie
pensaba en ello.

La luz del sol penetraba muy al fondo del agua, clara y luminosa, e iluminaba un mundo
de maravillosas criaturas, algunas enormes y horribles, con bocas espantosas, capaces
de tragarse de un solo bocado a los mil ochocientos hermanos; pero a ellos no se les
ocurría pensarlo, ya que hasta el momento ninguno había sido engullido.

Los pequeños nadaban en grupo apretado, como es costumbre de los arenques y
caballas. Y he aquí que cuando más a gusto nadaban en las aguas límpidas y
transparentes, sin pensar en nada, de pronto se precipitó desde lo alto, con un ruido
pavoroso, una cosa larga y pesada, que parecía no tener fin. Aquella cosa iba
alargándose y alargándose cada vez más, y todo pececito que tocaba quedaba
descalabrado o tan mal parado, que se acordaría de ello toda la vida. Todos los peces,
grandes y pequeños, tanto los que habitaban en la superficie como los del fondo del mar,
se apartaban espantados, mientras el pesado y larguísimo objeto se hundía
progresivamente, en una longitud de millas y millas a través del océano.

Peces y caracoles, todos los seres vivientes que nadan, se arrastran o son llevados por la
corriente, se dieron cuenta de aquella cosa horrible, aquella anguila de mar monstruosa y
desconocida que de repente descendía de las alturas.

¿Qué era pues? Nosotros lo sabemos. Era el gran cable submarino, de millas y millas de
longitud, que los hombres tendían entre Europa y América.

Dondequiera que cayó se produjo un pánico, un desconcierto y agitación entre los
moradores del mar. Los peces voladores saltaban por encima de la superficie marina a
tanta altura como podían; el salmonete salía disparado como un tiro de escopeta,
mientras otros peces se refugiaban en las profundidades marinas, echándose hacia abajo
con tanta prisa, que llegaban al fondo antes que allí hubieran visto el cable telegráfico,
espantando al bacalao y a la platija, que merodeaban apaciblemente por aquellas
regiones, zampándose a sus semejantes.

Unos cohombros de mar se asustaron tanto, que vomitaron sus propios estómagos, a
pesar de lo cual siguieron vivos, pues para ellos esto no es un grave trastorno. Muchas
langostas y cangrejos, a fuerza de revolverse, se salieron de su buena coraza, dejándose
en ella sus patas.

Con todo aquel espanto y barullo, los mil ochocientos hermanos se dispersaron y ya no
volvieron a encontrarse nunca; en todo caso, no se reconocieron. Sólo media docena se
quedó en un mismo lugar, y, al cabo de unas horas de estarse quietecitos, pasado ya el
primer susto, empezaron a sentir el cosquilleo de la curiosidad.

Miraron a su alrededor, arriba y abajo, y en las honduras creyeron entrever el horrible
monstruo, espanto de grandes y chicos. La cosa estaba tendida sobre el suelo del mar,
hasta más lejos de lo que alcanzaba su vista; era muy delgada, pero no sabían hasta qué
punto podría hincharse ni cuán fuerte era. Se estaba muy quieta, pero, temían ellos, a lo
mejor era un ardid.

- Dejadlo donde está. No nos preocupemos de él -dijeron los pececillos más prudentes;
pero el más pequeño estaba empeñado en saber qué diablos era aquello. Puesto que
había venido de arriba, arriba le informarían seguramente, y así el grupo se remontó
nadando hacia la superficie. El mar estaba encalmado, sin un soplo de viento. Allí se
encontraron con un delfín; es un gran saltarín, una especie de payaso que sabe dar
volteretas sobre el mar. Tenía buenos ojos, debió de haberlo visto todo y estaría
enterado. Lo interrogaron, pero resultó que sólo había estado atento a sí mismo y a sus
cabriolas, sin ver nada; no supo contestar, y permaneció callado con aire orgulloso.

Dirigiéronse entonces a la foca, que en aquel preciso momento se sumergía. Ésta fue
más cortés, a pesar de que se come los peces pequeños; pero aquel día estaba harta.
Sabía algo más que el saltarín.

- Me he pasado varias noches echada sobre una piedra húmeda, desde donde veía la
tierra hasta una distanciada varias millas. Allí hay unos seres muy taimados que en su
lengua se llaman hombres. Andan siempre detrás de nosotros pero generalmente nos
escapamos de sus manos. Eso es lo que yo he hecho, y de seguro que lo mismo hizo la
anguila marina por quien preguntáis. Estuvo en su poder, en la tierra firme, Dios sabe
cuánto tiempo. Los hombres la cargaron en un barco para transportarla a otra tierra,
situada al otro lado del mar. Yo vi cómo se esforzaban y lo que les costó dominarla, pero
al fin lo consiguieron, pues ella estaba muy débil fuera del agua. La arrollaron y
dispusieron en círculos; oí el ruido que hacían para sujetarla, pero, con todo, ella se les
escapó, deslizándose por la borda. La tenían agarrada con todas sus fuerzas, muchas
manos la sujetaban, pero se escabulló y pudo llegar al fondo. Y supongo que allí se
quedará hasta nueva orden.

- Está algo delgada -dijeron los pececillos.

- La han matado de hambre -respondió la foca-, pero se repondrá pronto y recobrará su
antigua gordura y corpulencia. Supongo que es la gran serpiente de mar, que tanto temen
los hombres y de la que tanto hablan. Yo no la había visto nunca, ni creía en ella; ahora
pienso que es ésta -y así diciendo, se zambulló.

- ¡Lo que sabe ésa! ¡Y cómo se explica! -dijeron los peces-. Nunca supimos nosotros
tantas cosas. ¡Con tal que no sean mentiras!

- Vámonos abajo a averiguarlo -dijo el más pequeñín-. En camino oiremos las opiniones
de otros peces.

- No daremos ni un coletazo por saber nada -replicaron los otros, dando la vuelta.
- Pues yo, allá me voy -afirmó el pequeño, y puso rumbo al fondo del mar. Pero estaba
muy lejos del lugar donde yacía «el gran objeto sumergido». El pececillo todo era mirar y
buscar a uno y otro lado, a medida que se hundía en el agua.

Nunca hasta entonces le había parecido tan grande el mundo. Los arenques circulaban
en grandes bandadas, brillando como una gigantesca embarcación de plata, seguidos de
las caballas, todavía más vistosas. Pasaban peces de mil formas, con dibujos de todos
los colores; medusas semejantes a flores semitransparentes se dejaban arrastrar,
perezosas, por la corriente. Grandes plantas crecían en el fondo del mar, hierbas altas
como el brazo y árboles parecidos a palmeras, con las hojas cubiertas de luminosos
crustáceos.

Por fin el pececillo distinguió allá abajo una faja oscura y larga, y a ella se dirigió; pero no
era ni un pez ni el cable, sino la borda de un gran barco naufragado, partido en dos por la
presión del agua. El pececillo estuvo nadando por las cámaras y bodegas. La corriente se
había llevado todas las víctimas del naufragio, menos dos: una mujer joven yacía
extendida, con un niño en brazos. El agua los levantaba y mecía; parecían dormidos. El
pececillo se llevó un gran susto; ignoraba que ya no podían despertarse. Las algas y
plantas marinas colgaban a modo de follaje sobre la borda y sobre los hermosos cuerpos
de la madre y el hijo. El silencio y la soledad eran absolutos. El pececillo se alejó con toda
la ligereza que le permitieron sus aletas, en busca de unas aguas más luminosas y donde
hubiera otros peces. No había llegado muy lejos cuando se topó con un ballenato
enorme.

- ¡No me tragues! -rogóle el pececillo-. Soy tan pequeño, que no tienes ni para un diente,
y me siento muy a gusto en la vida.

- ¿Qué buscas aquí abajo, dónde no vienen los de tu especie? le preguntó el ballenato.
Y el pez le contó lo de la anguila maravillosa o lo que fuera, que se había sumergido
desde la superficie, asustando incluso a los más valientes del mar.

- ¡Oh, oh! -exclamó la ballena, tragando tanta agua, que hubo de disparar un chorro
enorme para remontarse a respirar-. Entonces eso fue lo que me cosquilleo en el lomo
cuando me volví. Lo tomé por el mástil de un barco que hubiera podido usar como estaca.
Pero eso no pasó aquí; fue mucho más lejos. Voy a enterarme. Así como así, no tengo
otra cosa que hacer.

Y se puso a nadar, y el pececito lo siguió, aunque a cierta distancia, pues por donde
pasaba el ballenato se producía una corriente impetuosa.

2º Special "Hans Christian Andersen" -- EL AVE FENIX

Hans Christian Andersen
EL AVE FÉNIX
_______

En el jardín del Paraíso, bajo el árbol de la sabiduría, crecía un rosal. En su primera rosa
nació un pájaro; su vuelo era como un rayo de luz, magníficos sus colores, arrobador su
canto.

Pero cuando Eva cogió el fruto de la ciencia del bien y del mal, y cuando ella y Adán
fueron arrojados del Paraíso, de la flamígera espada del ángel cayó una chispa en el nido
del pájaro y le prendió fuego. El animalito murió abrasado, pero del rojo huevo salió
volando otra ave, única y siempre la misma: el Ave Fénix. Cuenta la leyenda que anida en
Arabia, y que cada cien años se da la muerte abrasándose en su propio nido; y que del
rojo huevo sale una nueva ave Fénix, la única en el mundo.

El pájaro vuela en torno a nosotros, rauda como la luz, espléndida de colores, magnífica
en su canto. Cuando la madre está sentada junto a la cuna del hijo, el ave se acerca a la
almohada y, desplegando las alas, traza una aureola alrededor de la cabeza del niño.
Vuela por el sobrio y humilde aposento, y hay resplandor de sol en él, y sobre la pobre
cómoda exhalan, su perfume unas violetas.

Pero el Ave Fénix no es sólo el ave de Arabia; aletea también a los resplandores de la
aurora boreal sobre las heladas llanuras de Laponia, y salta entre las flores amarillas
durante el breve verano de Groenlandia. Bajo las rocas cupríferas de Falun, en las minas
de carbón de Inglaterra, vuela como polilla espolvoreada sobre el devocionario en las
manos del piadoso trabajador. En la hoja de loto se desliza por las aguas sagradas del
Ganges, y los ojos de la doncella hindú se iluminan al verla.

¡Ave Fénix! ¿No la conoces? ¿El ave del Paraíso, el cisne santo de la canción? Iba en el
carro de Thespis en forma de cuervo parlanchín, agitando las alas pintadas de negro; el
arpa del cantor de Islandia era pulsada por el rojo pico sonoro del cisne; posada sobre el
hombro de Shakespeare, adoptaba la figura del cuervo de Odin y le susurraba al oído:
¡Inmortalidad! Cuando la fiesta de los cantores, revoloteaba en la sala del concurso de la
Wartburg.

¡Ave Fénix! ¿No la conoces? Te cantó la Marsellesa, y tú besaste la pluma que se
desprendió de su ala; vino en todo el esplendor paradisíaco, y tú le volviste tal vez la
espalda para contemplar el gorrión que tenía espuma dorada en las alas.
¡El Ave del Paraíso! Rejuvenecida cada siglo, nacida entre las llamas, entre las llamas
muertas; tu imagen, enmarcada en oro, cuelga en las salas de los ricos; tú misma vuelas
con frecuencia a la ventura, solitaria, hecha sólo leyenda: el Ave Fénix de Arabia.
En el jardín del Paraíso, cuando naciste en el seno de la primera rosa bajo el árbol de la
sabiduría, Dios te besó y te dio tu nombre verdadero: ¡poesía!.

2º Special "Hans Christian Andersen" -- EL JARDIN DEL EDEN

E L J A R D Í N D E L
E D É N
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H A N S C H R I S T I A N
A N D E R S E N


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E L J A R D Í N D E L E D É N
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Había una vez un príncipe que tenía tantos
libros como nadie ha tenido nunca, y que por su
lectura podía enterarse de todo cuanto ocurrió
jamás en el mundo, y verlo también representado en
las más hermosas de las láminas. Estaba a su alcance
toda la información que deseara acerca de
cualesquiera naciones y comarcas; una sola cosa no
había logrado encontrar nunca en sus libros: una
palabra acerca de dónde podía hallarse el jardín del
Edén, y era éste precisamente el dato que a él más le
atraía. Cuando era muy niño, en edad de comenzar
a ir a la escuela, su abuela le había dicho que cada
una de las flores que crecían en aquel jardín era un
delicioso pastel, y que los pistilos de esas flores
contenían vino en su interior. Sobre los pétalos de
una de ellas estaba escrita una página de Historia;
sobre los de otra, textos de Geografía o
Matemáticas, y al comerlas se aprendía
instantáneamente la lección. Todo eso creía él en su
infancia; pero al ir acrecentando su edad y sus
conocimientos, y a medida que progresaba en sus
estudios, el joven príncipe fue comprendiendo que
las delicias de aquel jardín tenían que sobrepasar en
mucho tales dones.

“¿Por qué se habrá acercado Eva al árbol de la
Ciencia? -preguntaba-. ¿Por qué tuvo Adán que
probar el fruto prohibido? Si yo hubiera estado en
lugar de ellos, semejante cosa no habría ocurrido
nunca; el pecado no hubiera entrado jamás en el
mundo”.

Así se decía entonces, y así siguió diciéndose
cuando tenía ya diecisiete años. El jardín del Edén
seguía siendo el centro de sus meditaciones.
Cierto día salió a pasear por el bosque, solo, distracción
que era la que más le agradaba. Llegó el
crepúsculo, y al anochecer el cielo se cubrió de
nubes, y se desató un aguacero tan intenso como si
todo el cielo se hubiera convertido en una esclusa
por donde se derramara el agua a raudales. La noche
era tan oscura como el fondo del más hondo pozo.

El pobre príncipe no tardó en sentirse
empapado hasta los huesos. Tenía que cruzar un
amplio espacio rocoso, por sobre vastas peñas de
las cuales parecía estar brotando el agua a través del
espeso musgo, y estaba ya casi extenuado cuando
percibió un extraño murmullo y distinguió ante sí
una gran caverna iluminada. En el centro de la
caverna había una hoguera, suficiente para asar un
venado, que era precisamente lo que se hacía en
aquel momento. Y se trataba de un espléndido
venado, de considerable cornamenta, ensartado en
un asador y girando lentamente entre dos troncos
de pino descortezados. Sentada junto al fuego se
veía una mujer ya entrada en años, de estatura y
corpulencia suficientes para que pudiera pasar por
un hombre disfrazado, y que alimentaba las llamas
arrojándoles leños de vez en cuando.

-Entra -invitó la anciana- y siéntate junto al
fuego para que se te seque la ropa.

-Hay por aquí una corriente de aire bastante desagradable
-comentó el Príncipe al tomar asiento en
el suelo.

-Pues será mucho peor cuando mis hijos
regresen a casa -respondió la mujer-. Estás en la
caverna de los vientos, y mis hijos son los cuatro
vientos del mundo. ¿Comprendes?

-¿Dónde están tus hijos ahora? -inquirió el Príncipe
ansioso.

-Bueno, es algo difícil responder a una pregunta
tan estúpida. Mis hijos hacen lo que les da la gana.
Ahora están jugando a la pelota con las nubes, allá
en el patio grande. -Y la mujer señaló el cielo.

-¿Ah, sí? Pues hablas con bastante rudeza, y no
pareces ser tan cortés como las mujeres con quienes
tengo ocasión de tratar en mi vida diaria.

-Pues yo diría qué esas mujeres no tienen gran
cosa que hacer. Por mi parte, necesito bastante rudeza
para meter en vereda a mis muchachos. Pero
me las compongo para ello, con todo lo
empecinados que son. ¿Ves esas cuatro bolsas
colgadas ahí en la pared? Pues ellos les tienen tanto
miedo como tú les tenías al cuarto oscuro cuando
eras pequeño. Ya te he dicho que soy muy capaz de
dominar a esos brutos, y también lo soy de hacerlos
meter en esas bolsas y dejarlos encerrados en el
interior sin contemplaciones. Ahí se quedan, sin
salir ni poder hacer jugarretas hasta que a mí me
parece bien devolverles la libertad. Pero aquí llega
ya uno de ellos.

El que entró en la caverna, envuelto en una ráfaga
helada, era el Viento Norte. Vestía pantalones y
chaqueta de piel de oso, y gorra de foca con orejeras.

De su barba pendían largos carámbanos, y por
la chaqueta se le deslizaban pequeñas piedras de
granizo. Otras piedras más grandes cubrieron el
suelo de la caverna, mientras un revuelo de copos
de nieve penetraba tras el recién llegado.

-No te acerques al fuego en seguida -advirtió el
Príncipe. Podrían salirte sabañones.

-¡Sabañones! -exclamó el Viento Norte con una
carcajada-. ¡Vaya, los sabañones son mi mayor delicia!
¿Qué clase de animal entecado eres tú? ¿Cómo
has venido a meterte en esta caverna de los vientos?

-Es mi invitado -contestó la anciana-. Y si no te
agrada la explicación será mejor que te metas en la
bolsa. ¿Me has entendido?

La amonestación tuvo su efecto; el Viento
Norte respondió cortésmente acerca de sus
recientes actividades y de dónde había estado
durante el pasado mes.

-Vengo del Océano Artico -dijo-. Fui a la isla de
Behring con los rusos cazadores de morsas. Me
senté al lado del timón y estuve durmiendo mientras
el barco se internaba en el mar; de vez en cuando
despertaba y veía los petreles volar alrededor de mis
piernas. Son pájaros muy singulares: dan unos
cuantos rápidos aletazos, luego extienden las alas,
inmóviles, no pierden velocidad por ello.
-No seas tan detallista -objetó la madre de los
vientos-. ¿De modo que por fin llegaste a la isla de
Behring?

-Sí, y ¡vaya si es espléndida! Tiene una pista de
baile lisa como un panqueque, y está toda cubierta
de nieve a medio derretir, entremezclada con el
musgo y salpicada aquí y allá por huesos de ballenas
y osos polares que semejan piernas y brazos de
gigantes, cubiertos de verdín. Se diría que el sol no
ha brillado nunca sobre ellos. Soplé un poco para
disipar la niebla y logré distinguir una casa construida
con despojos de naufragios y recubierta con
pieles de ballena, toda roja y verde, y un oso polar
sentado en el techo, gruñendo. Me acerqué a la
playa para curiosear los nidos de las aves marinas, y
vi los polluelos sin plumas todavía, chillando y
boqueando. Soplé y soplé hasta que hice bajar las
cabezas a miles de ellos, y eso les enseñó a cerrar el
pico. Un poco más lejos estaban las morsas,
revolviéndose en el agua como larvas monstruosas,
con sus cabezas como de cerdo y sus colmillos de
casi un metro de largo.

-Eres un buen narrador, hijo mío -dijo la madre-.
Se me hace agua la boca oírte.

-Luego hubo una cacería. Los hombres
arrojaban arpones a las morsas, y la sangre brotaba
por entre el hielo como manantiales. Entonces
recordé la parte que me correspondía en el juego;
soplé mis barcos, es decir, los témpanos de las
montañas, empujándolos hacia los botes. ¡Ah!
¡Cómo chillaban y silbaban las tripulaciones! Pero
yo silbaba más fuerte que ellos. Tuvieron que
arrojar al agua las morsas cazadas y también los
cajones y sogas. Yo les eché encima montones de
copos de nieve y los hice derivar hacia el sur, para
que probaran a qué sabe el agua salada. ¡No
volverán nunca más a la isla de Behring!

-¡Pero entonces has estado cometiendo malas
acciones! -exclamó la madre de los vientos.

-Otros te contarán las cosas buenas que hice.
Pero aquí viene mi hermano del Oeste. Es el que
más quiero. Tiene olor a mar y trae consigo una
magnífica brisa fresca.

-¿Es ese el pequeño Céfiro? -inquirió el príncipe.
-Sí, es Céfiro, aunque no tan pequeño. Solía ser
un excelente muchacho, pero eso fue hace muchos
años.

El recién llegado parecía un salvaje de los
bosques; llevaba, un sombrero de anchas alas que le
protegía el rostro y traía en una mano un garrote de
caoba cortado en una selva canadiense. Ninguna
otra cosa le habría servido para nada.

-¿De dónde vienes? -preguntó su madre.

-De la selva virgen, donde las lianas espinosas
forman verdaderas murallas entre los árboles, donde
las culebras de agua yacen sobre la hierba húmeda,
donde los seres humanos parecen absolutametne
superfluos.

-¿Qué hiciste allí?

-Estuve contemplando el poderoso río; lo vi
cuando saltaba pulverizado por sobre las rocas y
volaba a las nubes llevando el arco iris. Vi un búfalo
silvestre nadando en la corriente, pero el agua se lo
llevó. Estaba en compañía de un ánade, y éste
levantó vuelo al llegar a la catarata, cosa que el
búfalo no podía hacer, por lo cual lo arrastró la
corriente. Eso me agradó, y soplé una tormenta de
tal fuerza que hizo girar en remolino los añosos
árboles como virutas.

-¿No hiciste nada más? -preguntó la anciana.

-Estuve dando saltos mortales en las llanuras,
acariciando al potro salvaje y sacudiendo las
palmeras para que dejaran caer los cocos. ¡Oh,
traigo infinidad de historias, pero no hace falta
contarlas todas! Eso lo sabes tú muy bien, vieja.
El viento dio un beso a su madre, con tanto
entusiasmo que casi la hizo caer de espaldas. Era en
verdad un muchacho bastante rudo.

Entonces apareció el Viento Sur, con un
turbante y una túnica suelta de beduino.

-Hace aquí un frío espantoso -rezongó, echando
leña a la hoguera-. Bien se conoce que el Viento
Norte ha entrado primero.

-Pues hace calor como para asar un oso -replicó
el Viento Norte.

-Tú sí que eres un oso polar -fue la respuesta del
Viento Sur.

-¿Es que quieres ir a la bolsa? -terció la vieja-.
Siéntate en esa piedra y cuéntanos dónde has
estado.

-En Africa, madre. Estuve cazando leones con
los hotentotes. ¡Qué pastos hay en aquellas llanuras!

Verde como las aceitunas. Los antílopes danzaban a
mi alrededor, y los avestruces corrían carreras conmigo,
pero yo era siempre el más rápido. Estuve en
el desierto y vi las arenas amarillas, que parecen el
fondo del mar. Y di con una caravana. Los hombres
habían matado su último camello en busca de agua
que beber, pero no fue mucho lo que encontraron.
El sol abrasaba por arriba, la arena quemaba por
debajo y el desierto no tenía fin. Yo me introduje
entre la arena fina y suelta, y la hice levantar girando
hacia lo alto en enormes columnas. ¡Qué baile!

Hubiérais visto con qué desaliento se detenían los
camellos, cómo se cubría el mercader la cabeza con
el albornoz. Se arrojó al suelo en mi presencia como
si yo hubiera sido el mismo Alá. Ahora están todos
sepultados bajo una pirámide de arena. Si alguna
vez vuelvo a pasar por allí y la soplo, el sol
blanqueará las osamentas de modo que los viajeros
puedan ver que ya han transitado otros antes que
ellos por el mismo camino, cosa que se hace difícil
de creer en aquel desierto.

-¡Ya veo que sólo has estado haciendo daño!
-exclamó la rnadre-. ¡A la bolsa contigo!
Y antes de que el Viento Sur se diera cuenta, la
anciana lo tomó por la cintura y lo metió en la
bolsa. El grandullón se revolcó por el suelo, pero
ella se le sentó encima, lo cual lo obligó a quedarse
quieto.

-Tus hijos son gente muy nerviosa -comentó el
Príncipe.

-Así es, pero yo me basto para dominarlos. Aquí
llega el cuarto de ellos.
Era el Viento Este, que venía vestido a la usanza
china.

-¡Oh! ¿Vienes de aquellas regiones? -interrogó la
madre-. Se me ocurre que quizá hayas estado en el
Jardín del Edén.

-Pienso ir allí mañana -respondió el Viento
Este-. Mañana se cumplirán cien años desde que estuve
en ese lugar la última vez. Acabo de llegar de
China, donde bailé alrededor de la torre de porcelana
hasta que todas las campanas empezaron a
tocar a coro. Vi cómo azotaban a los mandarines en
plena calle, hasta romperles las cañas de bambú en
los hombros, y mira que eran todos gente de la
primera a la novena jerarquía. Gritaban: “¡Gracias,
gracias, padre y bienhechor!”, pero no lo decían
muy a conciencia. Y yo seguía haciendo sonar las
campanas y cantando: “¡Tsing-tsang, tsu!”.

-¡Pues vaya que te jactas de semejante cosa!
-observó la anciana-. Es una gran cosa que tengas
que ir mañana al Jardín del Edén; eso te hará
mejorar de conducta. No te olvides de beber en la
fuente de la sabiduría, y de traerme a casa una
botella de aquellas aguas.

-Lo haré. Pero, ¿por qué has metido a mi
hermano del sur en la bolsa? ¡Afuera con él! Quiero
que me cuente algo del Ave Fénix. La Princesa se
muestra siempre curiosa por oír hablar de ese
animal cada vez que yo me presento allí, de cien en
cien años. Abre la bolsa. Si lo haces te querrá
mucho y te regalaré dos cajas de té, tan verde y
fresco como el día que lo coseché en la misma
China.

Así lo hizo la anciana, y el Viento Sur se deslizó
al exterior de la bolsa, muy abochornado de que un
Príncipe extranjero lo hubiera visto en tan desairada
situación.

-Aquí tienes una hoja de palma para la Princesa
-dijo el Viento Sur-. Me la dio el viejo fénix, el único
que existe en el mundo, luego de escribir en ella con
su propio pico toda la historia de sus cien años de
vida. La Princesa podrá leerla por sí misma. Yo vi al
fénix pegar fuego a su nido y echarse en el interior,
entre las llamas, como la viuda de un hindú. ¡Oh,
cómo crujían las ramitas secas, qué humo y qué olor
daban! Por último todo ardió en una llamarada final
y el viejo pájaro quedó reducido a cenizas, pero no
sin depositar antes un huevo que ahora podía verse
reluciendo como una brasa entre los restos de la
hoguera. Momentos después el huevo se rompió
con un fuerte chasquido y de él salió el polluelo.
Ahora domina sobre todas las aves, sin que exista
otro de su especie en el mundo.

-Pues veamos si podemos comer algo ahora
-propuso la madre de los vientos, y todos tomaron
asiento para servirse del venado, que ya estaba a
punto. El Príncipe se acomodó al lado del Viento
Este, y pronto se hicieron ambos buenos amigos.
-Una cosa que quisiera pedirte -dijo el Príncipees
que me dijeras quién es ese Princesa, y dónde está
el Jardín del Edén.

-No digas más. Si es que quieres ir, puedes volar
conmigo mañana. Pero te diré que ningún ser humano
ha estado por allí desde Adán y Eva. Por tus
relatos de Historia Sagrada, ya sabrás lo qué les
ocurrió, ¿verdad?

-Claro que sí -repuso el Príncipe.

-Pues bien, cuando ellos fueron expulsados, el
Jardín del Edén se hundió profundamente, pero no
sin conservar su clima templado, su cálido sol y
todos sus encantos naturales. Allí habita la reina de
las hadas, y allí queda también la Isla de la Felicidad,
donde no entra nunca la muerte y donde la vida es
una perpetua delicia. Súbete mañana en mis
hombros y yo te llevaré. Creo que podré arreglarme.
Pero no hables ahora, porque tengo ganas de
dormir.

Cuando el Príncipe se despertó, aquella mañana
temprano, su sorpresa no fue pequeña al verse ya a
gran altura por encima de las nubes, a lomos del
Viento del Este, que lo sostenía con todo cuidado.
Tan alto estaba que los bosques y los campos, los
ríos y los lagos, parecían detalles de un gran mapa
en colores.

-Buenos días -saludó el Viento Este-. Sería
mejor que durmieras un poco más, pues no hay
mucho que ver en esa llanura de abajo, a menos que
quieras contar las iglesias. Parecen como puntos de
tiza en un tablero verde.

-Ha sido bastante descortés de mi parte el haber
partido sin decir adiós a tu madre y hermanos -dijo
el Príncipe.

-Eso es disculpable cuando uno está dormido
-respondió el Viento, y ambos siguieron volando a
velocidad cada vez mayor. Se habría podido seguir
el rastro de su vuelo por el rumor de los árboles al
pasar ellos sobre los bosques. Y cada vez que cruzaban
un mar o un lago, las olas se alzaban y los
grandes barcos se hundían en las aguas como cisnes.

Hacia el anochecer resultó un espectáculo
interesante el ver las grandes ciudades entre la
creciente oscuridad, con sus innumerables lucecitas
titilantes. El Príncipe batió palmas de admiración,
pero el Viento Este le advirtió que sería mejor que
se agarrara bien, no fuera a caerse e ir a dar sobre el
campanario de una iglesia.

El águila de la gran selva volaba velozmente,
pero el Viento Este le ganaba. También los cosacos
cabalgaban a gran velocidad por las llanuras, pero la
velocidad del Príncipe era mayor aún.

-Ahora puedes ver el Himalaya -explicó el Viento-.
Esas son las más altas montañas de Asia.
Pronto llegaremos al Jardín del Edén.

Tomaron una dirección algo más hacia el sur, y
pronto sintieron que el aire se iba perfumando con
el aroma de flores y especias. En aquellas tierras
crecían en estado silvestre higueras y granados, y
grandes viñas cubiertas de uvas negras y blancas.

Allí descendieron los dos, y se tendieron sobre
el suave césped, en una pradera donde las flores inclinaban
las cabezas al viento como si dijeran:
“Bienvenidos”.

-¿Estamos ya en el Jardín del Edén? -preguntó el
Príncipe.

-No, claro que no -repuso el Viento Este-, pero
no tardaremos en llegar. ¿Ves aquel muro y aquella
gran caverna sobre cuya entrada pende la vid silvestre
como una cortina? Tendremos que pasar por
allí. Envuélvete bien en tu capa, porque si bien aquí
hay un sol ardiente, apenas demos unos pasos en el
interior de la caverna experimentaremos un frío
glacial. De este lado de la caverna, el calor del verano;
del otro, el frío del invierno.

-De modo que ése es el camino al Jardín del
Edén -comentó el Príncipe, y ambos se internaron
en la caverna. Hacía en verdad mucho frío allí, pero
no fue por mucho tiempo. El Viento Este extendió
sus alas como una ardiente llamarada. ¡Qué caverna
era aquélla! Por sobre sus cabezas se alzaban
enormes masas de roca, modeladas en las más
extrañas formas, y por las cuales se deslizaba
constantemente el agua.

En cierto momento la cueva se hizo tan estrecha
y su techo tan bajo, que los dos viajeros se vieron
forzados a arrastrarse sobre manos y rodillas; poco
más allá, la amplitud y altura del ambiente eran tan
generosos que a ambos les parecía estar en campo
abierto. Aquello semejaba una capilla mortuoria,
con mudos tubos de órgano y banderas convertidas
en piedra.

-Cualquiera diría que vamos hacia el Jardín del
Edén por la carretera de la Muerte -comentó el
Príncipe, pero el Viento Este no se dignó
responder.

Se limitó a señalar hacia afuera, donde brillaba
una hermosa luz azul. Las masas de roca que se
elevaban sobre sus cabezas se fueron mostrando
más y más borrosas, hasta que por último resultaron
tan transparentes como una nubecita blanca a la luz
de la luna. El aire era ahora deliciosamente
agradable, tan fresco como en las cimas de las
montañas y tan perfumado como entre las rosas de
los valles.

Por allí corría un río, tan claro como el mismo
aire, en cuyas aguas nadaban peces de oro y de plata
y caracoleaban anguilas de color de púrpura con
reflejos azules, entre las amplias hojas de los nenúfares
teñidas con todos los matices del arco iris. Las
flores parecían llamas anaranjadas, que se alimentaran
con agua como una lámpara se alimenta con
aceite. Un puente de mármol, tallado con la habilidad
y delicadeza que semejaba de encaje y cuentas
de cristal, cruzaba la corriente y conducía a la Isla de
la Felicidad, donde se hallaba el Jardín del Edén.
El Viento Este alzó al Príncipe en sus brazos y
cruzó asi el puente, mientras las flores y las hojas
entonaban las viejas y hermosas canciones que el
Príncipe recordaba de su infancia, pero con una melodía
tal que ninguna voz humana las habría logrado
imitar jamás.

Nunca había visto antes el Príncipe tan enormes
árboles, tal riqueza de vegetación. De las ramas pendían
hermosísimas plantas trepadoras formando
guirnaldas sólo semejantes a las que pueden verse
impresas en color y oro en las iniciales de las viejas
vidas de santos.

Sobre el césped, no lejos de ellos, vieron una
bandada de pavos reales con sus brillantes colas
abiertas en abanico. Eso parecían, al menos, pero
cuando el Príncipe acercó la mano a ellos pudo
advertir que no eran aves sino plantas: grandes
hojas multicolores que semejaban colas de pavo
real. Por entre los macizos de arbustos brincaban
leones y tigres como ágiles gatos, enteramente
mansos y perfumados por las flores de olivo. Una
torcaza, reluciente como una perla, agitaba las alas
sobre la melena de un león, y un antílope, de especie
tan arisca usualmente, los miraba meneando la
cabeza, como si quisiera él también tornar parte en
el juego.

El Hada del Jardín salió a recibirlos. Su vestido
era radiante como el sol, y su rostro resplandecía de
satisfacción como el de una madre feliz al ver regresar
a su hijo. Era joven y muy hermosa, y estaba
rodeaba por un corro de encantadoras jóvenes, cada
una con una estrella en el pelo.

Al entregarle el Viento Este la hoja de palma
que le había dado para ella el ave fénix, los ojos del
Hada chispearon de alegría. Tomó al Príncipe de la
mano y lo condujo a su palacio, cuyas murallas eran
del color de los radiantes tulipanes a la luz del sol.
El cielo raso era una sola y enorme flor
reluciente, y cuanto más se lo miraba más profundo
parecía ser el cáliz. El Príncipe se acercó a la
ventana y a través de los cristales pudo ver el árbol
de la Ciencia, con la serpiente, y Adán y Eva a su
lado.

-¿No habían sido expulsados? -preguntó. El
Hada sonrió y le explicó cómo el Tiempo había ido
trazando una lámina en cada cristal, y no de la clase
de láminas que habitualmente conocemos. Eran
figuras vivas, con hojas que se movían realmente, y
personajes que entraban y salían como las imágenes
en un espejo.

Miró luego por el otro panel de la ventana y vio
el sueño de Jacob, con la escala que subía hasta el
cielo, y los ángeles de grandes alas revoloteando
hacia arriba y hacia abajo. En aquellos paneles podía
contemplarse todo lo ocurrido en el mundo. Sólo el
Tiempo era capaz de imprimir láminas tan maravillosas.

El Hada sonrió y lo condujo a otra vasta
estancia, de altísimo techo, cuyas paredes eran como
transparentes retratos, de rostros a cuál más
hermoso. Había allí millones de bienaventurados
que sonreían y cantaban, y todos sus himnos se
confundían en una sola melodía perfecta. Los que
estaban situados más altos se veían tan diminutos
como el más pequeño pimpollo de rosa. En el
centro de aquel salón se veía un gran árbol, de
airoso ramaje colgante, por entre cuyas hojas verdes
pendían hermosas manzanas de oro. Era el árbol de
la Ciencia, de cuyo fruto habían comido Adán y
Eva. De cada hoja pendía una brillante gota de
rocío, de color rojo, que hacía parecer como si el
árbol llorara lágrimas de sangre.

-Ahora vamos a subir a la barca -propuso el
Hada- y en las ondulantes aguas hallaremos descanso.
La barca se mece, pero sin moverse de su
lugar, y sin embargo veremos pasar ante nuestros
ojos todos los países de la tierra.

Y fue en verdad una curiosa visión la de la costa
entera que se movía. Vieron pasar los altísimos Alpes
cubiertos de nieve, con sus oscuros pinos y sus
nubes blancas. Por entre los árboles se oía el
quejumbroso eco de un cuerno de caza, y el dulce
canturreo de los pastores en los valles. En las aguas
bogaban cisnes negros; en las orillas se veían las más
extrañas flores y raros animales. Ahora era Nueva
Holanda, la quinta parte del mundo, lo que pasaba
deslizándose ante ellos y exhibiendo sus montañas
azules. Se oían los cánticos de los hechiceros, el sonido
de los tambores y flautas de hueso, y se veían
las danzas de los salvajes. Luego pasaron ante ellos
las pirámides de Egipto, altas hasta las nubes, y las
esfinges medio sepultadas en la arena, entre
columnas caídas. Vino después la Aurora Boreal,
como una brasa entre las montañas del Norte,
inimitable fuego de artificio. Todo eso y muchísimo
más vio el Príncipe, que desbordaba de satisfacción.
-¿No podría quedarme siempre aquí? -preguntó
al Hada.

-De ti sólo depende. Si no cedes a la tentación y
haces lo que te está prohibido, como Adán, podrías
quedarte para siempre.

-No tocaré los frutos del árbol de la Ciencia.
Hay por aquí millares de otros frutos tan hermosos
como ellos.

-Pruébate a ti mismo, y si no te sientes con
fuerzas suficientes, vuélvete con el Viento del Este
que te trajo. Él está por partir ahora, y no regresará
en otros cien años. Ese tiempo pasará volando en
este lugar como si no fuera más de cien horas, pero
eso basta para la tentación y el pecado. Todas las
tardes cuando yo me retire te diré “Sígueme”, pero
no lo hagas. No te muevas, pues a cada paso que
des tu deseo de avanzar será más intenso, hasta que
llegues al recinto donde está el árbol de la Ciencia.

Yo duermo al pie de ese árbol, bajo sus fragantes
ramas colgantes. Te inclinarás sobre mí, y yo te
sonreiré, pero si te atreves a darme un beso el Edén
se hundirá profundamente en la tierra, y todo se
habrá perdido para ti. Sólo el viento helado girará
silbando a tu alrededor, y la fría lluvia te correrá
sobre la cara. Y sólo te quedarán por herencia
trabajos y dolores.

-Me quedaré aquí -afirmó el Príncipe.
El Viento Este se despidió diciendo:
-Sé fuerte, pues, y los dos nos encontraremos
otra vez dentro de cien años. ¡Adiós!

Y el Viento extendió sus grandes alas, que fulguraron
como amapolas en el tiempo de la cosecha, o
como las estrellas del norte en una fría noche invernal.

-¡Adiós, adiós! -susurraron las flores, mientras
las cigüeñas y los pelícanos volaban en línea como
cintas ondulantes, escoltando al Viento hasta el límite
del jardín.

-Ahora empezaremos nuestra danza -dijo el
Hada-. Al final, después que hayamos danzado
juntos, y el sol baje en el horizonte, me oirás decirte:
“Sígueme”. Ya lo sabes: no vengas. Tendré que
repetirte esa palabra cada noche durante cien años.

Cada vez que resistas, tu voluntad se hará más
fuerte, hasta que al fin ya ni siquiera se te ocurrirá la
idea de seguirme. Esta noche será la primera vez, de
manera que recuerda mi aviso.

Y el Hada lo condujo a un amplio recinto lleno
de lirios blancos y transparentes, cuyos estambres
dorados formaban en cada una de ellas una
diminuta arpa en que resonaba el sonido de las
flautas y los instrumentos de cuerda. Hermosas y
ágiles jóvenes bailaban allí una armoniosa danza,
que continuó hasta que el sol descendió al horizonte
y el cielo quedó bañado en un resplandor rojizo que
hizo a los lirios asemejarse a las rosas. El Príncipe
bebió del vino espumoso que le ofrecieron las
doncellas, experimentando una alegría tal como
nunca había sentido antes. Vio entonces cómo se
abría el fondo del recinto, y más allá el árbol de la
Ciencia, erguido entre un resplandor que cegaba. El
canto que procedía de aquel lugar era suave y
amable como la voz de su madre, y parecía decir:
“¡Hijo mío! ¡Mi querido hijo!”

Entonces vio al Hada que alzaba la mano como
en una señal y le decía con ternura: “Sígueme”. Y
corrió hacia ella, olvidando la promesa, olvidando
todo, en aquella primera vez que ella le había
sonreído y llamado.

La fragancia del aire se hizo más intensa; el
sonido de las arpas más dulce; no parecía sino que
los millones de sonrientes rostros que llenaban el
espacio donde estaba el árbol estuvieran cantando a
coro: “Hay que saber de todo. El hombre es el
señor de la tierra”. Al Príncipe le parecían otras
tantas brillantes estrellas.

-Ven, ven -insistían aquellos temblorosos tonos,
y a cada paso las mejillas del Príncipe ardían más y
su pulso latía con más fuerza.

“Tengo que ir -se decía-. No es pecado. Nada se
perderá si no la beso, y eso no lo haré. Mi voluntad
es fuerte”.

El Hada apartó las ramas del árbol y un
momento después había desaparecido en el interior
de la fronda.

“No he pecado todavía -se repetía-, ni he de hacerlo”.
E hizo a un lado las ramas. Vio al Hada ya dormida,
tan hermosa como sólo el Hada del Jardín del
Edén podía serlo. Ella le sonreía en su sueño, pero
cuando el joven se inclinó advirtió que por entre las
delicadas pestañas brotaban lágrimas.

-¿Es que lloras por mí? -susurró-. No llores,
hermosa doncella. Sólo ahora comprendo la plena
felicidad del Edén; siento la energía de los ángeles y
la vida eterna en mis miembros mortales. Y aunque
caiga sobre mí la noche sin fin, estoy seguro de que
un momento como éste vale la pena.

Y enjugó con los labios las lágrimas que
humedecían las mejilas del Hada.
Entonces se oyó un estruendo como el de un
trueno, pero más intenso y espantoso que ningún
otro oído jamás por el Príncipe, y todo cuanto
circundaba al joven se derrumbó. La hermosa Hada,
el florido Edén se hundieron y se hundieron, más y
más, en tierra, entre la oscuridad de la noche, hasta
que el Príncipe sólo distinguió su esplendor allá
muy lejos, como una tenue y titilante estrella. El
joven sintió que le corría por las venas el frío de la
muerte, cerró los ojos y cayó al suelo desmayado.

La lluvia fría le corrió por la cara; el viento
helado sopló alrededor de su cabeza. Por último, el
Príncipe recobró el sentido.

“¿Qué he hecho? -suspiró-. He pecado como
Adán; he pecado tan gravemente que el Paraíso se
ha hundido a mis pies, hasta el mismo fondo de la
tierra”.

Abrió los ojos, y logró distinguir aún la estrellita,
la lejana estrella que titilaba como el Jardín del
Edén. Pero se trataba del lucero de la mañana en el
cielo. Cuando se levantó se encontró en la caverna
de los vientos, y vio a la anciana madre de los cuatro
vientos a su lado.

-¡En la primera noche! -exclamó la vieja-. Lo que
yo pensaba. Si fueras mi hijo, te metería directamente
en la bolsa.

-¡Ah, pues no tardará en ir a algo semejante!
-exclamó la Muerte. Era una mujer grande y robusta,
aunque muy anciana, que tenía dos vastas alas
negras y llevaba una guadaña en la mano-. Lo
meterán en un ataúd, pero no ahora. Yo me limitaré
a marcarlo y dejarlo andar por algún tiempo sobre la
tierra para expiar su pecado y perfeccionarse.

Cuando él menos lo espere regresaré, lo extenderé
en un ataúd negro y volaré con él a los cielos. El
Jardín del Paraíso florece allí también, y si él es
bueno y santo, podrá entrar. Pero si sus
pensamientos son perversos y su corazón sigue
lleno de pecado, se hundirá en su ataúd mucho más
profundamente aún que lo que se hundió el Paraíso.

2º Special "Hans Christian Andersen" -- LA PIEDRA FILOSOFAL


Hans Christian Andersen
LA PIEDRA FILOSOFAL
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Sin duda conoces la historia de Holger Danske. No te la voy a contar, y sólo te preguntaré
si recuerdas que «Holger Danske conquistó la vasta tierra de la India Oriental, hasta el
término del mundo, hasta aquel árbol que llaman árbol del Sol», según narra Christen
Pedersen. ¿Sabes quién es Christen Pedersen? No importa que no lo conozcas. Allí,
Holger Danske confirió al Preste Juan poder y soberanía sobre la tierra de la India.

¿Conoces al Preste Juan? Bueno eso tampoco tiene importancia, pues no ha de salir en
nuestra historia. En ella te hablamos del árbol del Sol «de la tierra de Indias Orientales,
en el extremo del mundo», según creían entonces los que no habían estudiado Geografía
como nosotros. Pero tampoco esto importa.

El árbol del Sol era un árbol magnífico, como nosotros nunca hemos visto ni lo verás tú.
Su copa abarcaba un radio de varias millas; en realidad era todo un bosque, y cada rama,
aún la más pequeña, era como un árbol entero. Había palmeras, hayas, pinos, en fin,
todas las especies de árboles que crecen en el vasto mundo, brotaban allí cual ramitas de
las ramas grandes, y éstas, con sus curvaturas y nudos, parecían a su vez valles y
montañas, y estaban revestidas de un verdor aterciopelado y cuajado de flores. Cada
rama era como un gran prado florido o un hermosísimo jardín.

El sol enviaba sus rayos bienhechores; por algo era el árbol del Sol, y en él se reunían las
aves de todos los confines del mundo: las procedentes de las selvas vírgenes
americanas, las que venían de las rosaledas de Damasco y de los desiertos y sabanas
del África, donde el elefante y el león creen reinar como únicos soberanos. Venían las
aves polares y también la cigüeña y la golondrina, naturalmente. Pero no sólo acudían las
aves: el ciervo, la ardilla, el antílope y otros mil animales veloces y hermosos se sentían
allí en su casa. La copa del árbol era un gran jardín perfumado, y en ella, el centro de
donde las ramas mayores irradiaban cual verdes colinas, levantábase un palacio de
cristal, desde cuyas ventanas se veían todos los países del mundo. Cada torre se erguía
como un lirio, y se subía a su cima por el interior del tallo, en el que había una escalera.
Como se puede comprender fácilmente, las hojas venían a ser como unos balcones a los
que uno podía asomarse, y en lo más alto de la flor había una gran sala circular, brillante
y maravillosa, cuyo techo era el cielo azul, con el sol y las estrellas. No menos soberbios,
aunque de otra forma, eran los vastos salones del piso inferior del palacio, en cuyas
paredes se reflejaba el mundo entero. En ellas podía verse todo lo que sucedía, y no
hacía falta leer los periódicos, los cuales, por otra parte, no existían. Todos los sucesos
desfilaban en imágenes vivientes sobre la pared; claro que no era posible atender a
todas, pues cada cosa tiene sus límites, valederos incluso para el más sabio de los
hombres, y el hecho es que allí moraba el más sabio de todos. Su nombre es tan difícil de
pronunciar, que no sabrías hacerlo aunque te empeñaras, de manera que vamos a
dejarlo. Sabía todo lo que un hombre puede saber y todo lo que se sabrá en esta Tierra
nuestra, con todos los inventos realizados y los que aún quedan por realizar; pero no
más, pues, como ya dijimos, todo tiene sus límites. El sabio rey Salomón, con ser tan
sabio, no le llegaba en ciencia ni a la mitad. Ejercía su dominio sobre las fuerzas de la
Naturaleza y sobre poderosos espíritus. La misma Muerte tenía que presentársele cada
mañana con la lista de los destinados a morir en el transcurso del día; pero el propio rey
Salomón tuvo un día que fallecer, y éste era el pensamiento que, a menudo y con extraña
intensidad, ocupaba al sabio, al poderoso señor del palacio del árbol del Sol. También él,
tan superior a todos los demás humanos en sabiduría, estaba condenado a morir. No lo
ignoraba; y sus hijos morirían asimismo; como las hojas del bosque, caerían y se
convertirían en polvo. Como desaparecen las hojas de los árboles y su lugar es ocupado
por otras, así veía desvanecerse el género humano, y las hojas caídas jamás renacen; se
transforman en polvo, o en otras partes del vegetal. ¿Qué es de los hombres cuando
viene el Ángel de la Muerte? ¿Qué significa en realidad morir? El cuerpo se disuelve, y el
alma... sí, ¿qué es el alma? ¿Qué será de ella? ¿Adónde va? «A la vida eterna»,
respondía, consoladora, la Religión. Pero, ¿cómo se hace el tránsito? ¿Dónde se vive y
cómo? «Allá en el cielo - contestaban las gentes piadosas -, allí es donde vamos». «¡Allá
arriba! - repetía el sabio, levantando los ojos al sol y las estrellas -, ¡allá arriba!» - y veía,
dada la forma esférica de la Tierra, que el arriba y el abajo eran una sola y misma cosa,
según el lugar en que uno se halle en la flotante bola terrestre. Si subía hasta el punto
culminante del Planeta, el aire, que acá abajo vemos claro y transparente, el «cielo
luminoso» se convertía en un espacio oscuro, negro como el carbón y tupido como un
paño, y el sol aparecía sin rayos ardientes, mientras nuestra Tierra estaba como envuelta
en una niebla de color anaranjado. ¡Qué limitado era el ojo del cuerpo! ¡Qué poco
alcanzaba el del alma! ¡Qué pobre era nuestra ciencia! El propio sabio sabía bien poco de
lo que tanto nos importaría saber.

En la cámara secreta del palacio se guardaba el más precioso tesoro de la tierra: «El libro
de la Verdad». Lo leía hoja tras hoja. Era un libro que todo hombre puede leer, aunque
sólo a fragmentos. Ante algunos ojos las letras bailan y no dejan descifrar las palabras.

En algunas páginas la escritura se vuelve a veces tan pálida y borrosa, que parecen
hojas en blanco. Cuanto más sabio se es, tanto mejor se puede leer, y el más sabio es el
que más lee. Nuestro sabio podía además concentrar la luz de las estrellas, la del sol, la
de las fuerzas ocultas y la del espíritu. Con todo este brillo se le hacía aún más visible la
escritura de las hojas. Mas en el capítulo titulado «La vida después de la muerte» no se
distinguía ni la menor manchita. Aquello lo acongojaba. ¿No conseguiría encontrar acá en
la Tierra una luz que le hiciese visible lo que decía «El libro de la Verdad»?

Como el sabio rey Salomón, comprendía el lenguaje de los animales, oía su canto y su
discurso, mas no por ello adelantaba en sus conocimientos. Descubrió en las plantas y
los metales fuerzas capaces de alejar las enfermedades y la muerte, pero ninguna capaz
de destruirla. En todo lo que había sido creado y él podía alcanzar, buscaba la luz capaz
de iluminar la certidumbre de una vida eterna, pero no la encontraba. Tenía abierto ante
sus ojos «El libro de la Verdad», mas las páginas estaban en blanco. El Cristianismo le
ofrecía en la Biblia la consoladora promesa de una vida eterna, pero él se empeñaba
vanamente en leer en su propio libro.

Tenía cinco hijos, instruidos como sólo puede instruirlos el padre más sabio, y una hija
hermosa, dulce e inteligente, pero ciega. Esta desgracia apenas la sentía ella, pues su
padre y sus hermanos le hacían de ojos, y su sentimiento íntimo le daba la seguridad
suficiente.

Nunca los hijos se habían alejado más allá de donde se extendían las ramas de los
árboles, y menos aún la hija; todos se sentían felices en la casa de su niñez, en el país de
su infancia, en el espléndido y fragante árbol del Sol. Como todos los niños, gustaban de
oír cuentos, y su padre les contaba muchas cosas que otros niños no habrían
comprendido; pero aquéllos eran tan inteligentes como entre nosotros suelen ser la
mayoría de los viejos. Explicábales los cuadros vivientes que veían en las paredes del
palacio, las acciones de los hombres y los acontecimientos en todos los países de la
Tierra, y con frecuencia los hijos sentían deseos de encontrarse en el lugar de los
sucesos y de participar en las grandes hazañas. Mas el padre les decía entonces lo difícil
y amarga que es la vida en la Tierra, y que las cosas no discurrían en ella como las veían
desde su maravilloso mundo infantil. Hablábales de la Belleza, la Verdad y la Bondad,
diciendo que estas tres cosas sostenían unido al mundo y que, bajo la presión que
sufrían, se transformaban en una piedra preciosa más límpida que el diamante. Su brillo
tenía valor ante Dios, lo iluminaba todo, y esto era en realidad la llamada piedra filosofal.

Decíales que, del mismo modo que partiendo de lo creado se deducía la existencia de
Dios, así también partiendo de los mismos hombres se llegaba a la certidumbre de que
aquella piedra sería encontrada. Más no podía decirles, y esto era cuanto sabía acerca
de ella. Para otros niños, aquella explicación hubiera sido incomprensible, pero los suyos
sí la entendieron, y andando el tiempo es de creer que también la entenderán los demás.

No se cansaban de preguntar a su padre acerca de la Belleza, la Bondad y la Verdad, y él
les explicaba mil cosas, y les dijo también que cuando Dios creó al hombre con limo de la
tierra, estampó en él cinco besos de fuego salidos del corazón, férvidos besos divinos, y
ellos son lo que llamamos los cinco sentidos: por medio de ellos vemos, sentimos y
comprendemos la Belleza, la Bondad y la Verdad; por ellos apreciamos y valoramos las
cosas, ellos son para nosotros una protección y un estímulo. En ellos tenemos cinco
posibilidades de percepción, interiores y exteriores, raíz y cima, cuerpo y alma.

Los niños pensaron mucho en todo aquello; día y noche ocupaba sus pensamientos. El
hermano mayor tuvo un sueño maravilloso y extraño, que luego tuvo también el segundo,
y después el tercero y el cuarto. Todos soñaron lo mismo: que se marchaban a correr
mundo y encontraban la piedra filosofal. Como una llama refulgente, brillaba en sus
frentes cuando, a la claridad del alba, regresaban, montados en sus velocísimos corceles,
al palacio paterno, a través de los prados verdes y aterciopelados del jardín de su patria.
Y la piedra preciosa irradiaba una luz celestial y un resplandor tan vivo sobre las hojas del
libro, que se hacía visible lo que en ellas estaba escrito acerca de la vida de ultratumba.
La hermana no soñó en irse al mundo, ni le pasó la idea por la mente; para ella, el mundo
era la casa de su padre.

- Me marcho a correr mundo - dijo el mayor -. Tengo que probar sus azares y su modo de
vida, y alternar con los hombres. Sólo quiero lo bueno y lo verdadero; con ellos
encontraré lo bello. A mi regreso cambiarán muchas cosas.
Sus pensamientos eran audaces y grandiosos, como suelen serlo los nuestros cuando
estamos en casa, junto a la estufa, antes de salir al mundo y experimentar los rigores del
viento y la intemperie y las punzadas de los abrojos.

En él, como en sus hermanos, los cinco sentidos estaban muy desarrollados, tanto
interior como exteriormente, pero cada uno tenía un sentido que superaba en perfección
a los restantes. En el mayor era el de la vista, y buen servicio le prestaría. Tenía ojos para
todas las épocas, - decía - ojos para todos los pueblos, ojos capaces de ver incluso en el
interior de la tierra, donde yacen los tesoros, y en el interior del corazón humano, como si
éste estuviera sólo recubierto por una lámina de cristal; es decir, que en una mejilla que
se sonroja o palidece, o en un ojo que llora o ríe, veía mucho más de lo que vemos
nosotros. El ciervo y el antílope lo acompañaron hasta la frontera occidental, y allí se les
juntaron los cisnes salvajes, que volaban hacia el Noroeste. Él los siguió, y pronto se
encontró en el vasto mundo, lejos de la tierra de su padre, la cual se extiende «por
Oriente hasta el confín del mundo»..