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miércoles, 4 de marzo de 2009

Historia de una Princesa, su papa y el Principe Kinoto Fukasuka -- María Elena Walsh

Historia de una Princesa, su papa y el Principe Kinoto Fukasuka -- María Elena Walsh
*

Sukimuki era una princesa japonesa.
Vivía en la ciudad de Siu Kiu, hace como dos mil años, tres
meses y media hora.
En esa época, las princesas todo lo que tenían que hacer
era quedarse quietitas. Nada de ayudarle a la mamá a secar
los platos. Nada de hacer mandados. Nada de bailar con
abanico. Nada de tomar naranjada con pajita.
Ni siquiera ir a la escuela. Ni siquiera sonarse la nariz. Ni
siquiera pelar una ciruela. Ni siquiera cazar una lombriz.
Nada, nada, nada.
Todo lo hacían los sirvientes del palacio: vestirla, peinarla,
estornudar por ella, abanicarla, pelarle las
ciruelas.
¡Cómo se aburría la pobre Sukimuki!
Una tarde estaba, como siempre, sentada
en el jardín papando moscas, cuando
apareció una enorme Mariposa de todos los
colores.
Y la Mariposa revoloteaba, y la pobre
Sukimuki la miraba de reojo porque no le
estaba permitido mover la cabeza.
–¡Qué linda mariposapa! –murmuró al
fin Sukimuki, en correcto japonés.
Y la Mariposa contestó, también en correctísimo japonés:
–¡Qué linda Princesa! ¡Cómo me gustaría jugar a la mancha
con usted, Princesa!
–Nopo puepedopo –volvió a responder la Princesa haciendo
pucheros.
–¡Cómo me gustaría bailar con usted, Princesa! –insistió la
Mariposa.
–Eso tampococo puepedopo –contestó la pobre Princesa.
Y la Mariposa, ya un poco impaciente, le preguntó:
–¿Por qué usted no puede hacer nada?
–Porque mi papá, el Emperador, dice que si una Princesa
no se queda quieta quieta quieta como una galleta, en el
imperio habrá una pataleta.
–¿Y eso por qué? –preguntó la Mariposa.
–Porque sípi –contestó la Princesa–, porque las Princesas
del Japonpón debemos estar quietitas sin hacer nada. Si no,
no seríamos Princesas. Seríamos mucamas, colegialas,
bailarinas o dentistas, ¿entiendes?
–Entiendo –dijo la Mariposa–, pero escápese un ratito y
juguemos. He venido volando de muy lejos nada más que
para jugar con usted. En mi isla, todo el mundo me hablaba
de su belleza.
A la Princesa le gustó la idea y decidió, por una vez,
desobedecer a su papá. Salió a correr y bailar por el jardín con
la Mariposa.
En eso se asomó el Emperador al balcón y al no ver a su
hija armó un escándalo de mil demonios.
–¡Dónde está la Princesa! –chilló.
Y llegaron todos sus sirvientes, sus soldados, sus vigilantes,
sus cocineros, sus lustrabotas y sus tías para ver qué le
pasaba.
–¡Vayan todos a buscar a la Princesa! –rugió
el Emperador con voz de trueno y ojos de
relámpago.
Y allá salieron todos corriendo y el
Emperador se quedó solo en el salón.
–¡Dónde está la Princesa! –repitió.
Y oyó una voz que respondía a sus
espaldas:
–La Princesa está de jarana donde se le
da la gana.
El Emperador se dio vuelta furioso y no
vio a nadie. Miró un poquito mejor, y no vio a nadie.
Se puso tres pares de anteojos y entonces sí vio a alguien.
Vio a una mariposota sentada en su propio trono.
–¿Quién eres? –rugió el Emperador con voz de trueno y
ojos de relámpago.
Y agarró un matamoscas, dispuesto a aplastar a la insolente
Mariposa.
Pero no pudo.
¿Por qué?
Porque la Mariposa tuvo la ocurrencia de
transformarse inmediatamente en un Príncipe.
Un Príncipe buen mozo, simpático,
inteligente, gordito, estudioso, valiente y con
bigotito.
El Emperador casi se desmaya de rabia y
de susto.
–¿Qué quieres? –le preguntó al Príncipe
con voz de trueno y ojos de relámpago.
–Casarme con la Princesa –dijo el Príncipe valientemente.
–¿Pero de dónde diablos has salido con esas pretensiones?
–Me metí en tu jardín en forma de mariposa –dijo el
Príncipe– y la Princesa jugó y bailó conmigo. Fue feliz por
primera vez en su vida y ahora nos queremos casar.
–¡No lo permitiré! –rugió el Emperador con voz de trueno y
ojos de relámpago.
–Si no lo permites, te declaro la guerra –dijo el Príncipe
sacando la espada.
–¡Servidores, vigilantes, tías! –llamó el Emperador.
Y todos entraron corriendo, pero al ver al Príncipe
empuñando la espada se pegaron un susto terrible.
A todo esto, la Princesa Sukimuki espiaba por la ventana.
–¡Echen a este Príncipe insolente de mi palacio! –ordenó el
Emperador con voz de trueno y ojos de relámpago.
Pero el Príncipe no se iba a dejar echar así nomás.
Peleó valientemente contra todos. Y los lustrabotas
escaparon por una ventana. Y las tías se escondieron
aterradas debajo de la alfombra. Y los vigilantes
se treparon a la lámpara.
Cuando el Príncipe los hubo vencido a
todos, preguntó al Emperador:
–¿Me dejas casar con tu hija, sí o no?
–Está bien –dijo el Emperador con voz de
laucha y ojos de lauchita–. Cásate, siempre
que la Princesa no se oponga.
El Príncipe fue hasta la ventana y
preguntó a la Princesa:
–¿Quieres casarte conmigo, Princesa Sukimuki?
–Sípi –contestó la Princesa entusiasmada.
Y así fue como la Princesa dejó de estar
quietita y se casó con el Príncipe Kinoto
Fukasuka. Los dos llegaron al templo en
monopatín y luego dieron una fiesta en el
jardín. Una fiesta que duró diez días y un
enorme chupetín.
Así acaba, como ves,
este cuento japonés


Un monte para vivir -- Gustavo Roldán

Un monte para vivir -- Gustavo Roldán



*
El río de aguas marrones corría bordeado por la sombra
de los árboles. Pequeños remolinos jugaban con las hojas que
caían bailoteando en el aire. Y un rumor de abejas flotaba en
la tarde. En fin, era una buena tarde de verano.
Pero el coatí estaba triste.
El mono estaba triste.
La pulga estaba triste.
El quirquincho estaba triste.
En realidad, todos estaban tristes. Nadie cantaba, ni jugaba,
ni corría, nadie hacía ningún ruido, porque hacía un tiempo
que el tigre andaba al acecho.
Y cuando no hay ruidos, el monte se vuelve triste.
Y un monte triste es un mal lugar para vivir.
–Claro –dijo la paloma–, si no puedo decir currucucú, mis
plumas pierden el brillo.
–Y yo –dijo el monito–, cuando no puedo saltar de rama en
rama, ando arrastrando la cola.
–Si no puedo correr –dijo el coatí–, se me caen las lágrimas,
y cuando se me caen las lágrimas me dan ganas de llorar.
–Lo peor –dijo la pulga– es que ya no tengo ni ganas de picar.
–¡Bah! –dijo la vizcacha–, todo es cuestión de
acostumbrarse. Esto tiene muchas ventajas.
–Yo no le encuentro ninguna –gritó la pulga medio enojada.
–Pero tiene muchas. Todo está muy ordenado. Y eso de
que los monos no puedan andar saltando de rama en rama
me parece muy bien. ¿Acaso vieron alguna vizcacha que ande
haciendo eso?
–¡Pero yo no puedo decir currucucú! –dijo la paloma.
–Sí, sí –dijo la vizcacha–. Pero, ¿qué tiene de lindo? Yo no
digo nunca currucucú y así estoy muy pero muy bien.
–Pero doña vizcacha –dijo el tordo–, todos decían que mi
canto era muy lindo y ahora no puedo cantar.
–Son los excesos, m’hijo, los excesos. Usted silbaba todo el
día. Míreme a mí, yo nunca silbo, y tan contenta.
El picaflor, que ahora tenía que estar quietito
en una rama, protestó:
–Los picaflores siempre estamos volando.
Comemos volando, tomamos agua volando, y
vamos como una flecha de un lado para el
otro.
–Eso es lo que yo digo. ¿Alguien vio que
una vizcacha haga una cosa así? ¿Qué es
eso de quedarse parado en el aire? A mí
nunca se me ocurriría hacerlo. Y me
parece muy bien que el tigre haya
prohibido todas esas cosas.
–Los que tenemos patas largas necesitamos correr –dijo el
piojo parado en la cabeza del ñandú.
–Bueno, bueno –dijo la vizcacha–, pero el tigre prohibió
todo y listo. Es la nueva ley y hay que respetarla.
–Pero la mano viene un poco más dura –dijo el tatú–. Y por
algunas cosas que hice, el tigre me anda buscando con malas
intenciones. Mejor me voy a vivir al otro lado del río.
–Y yo también me voy –dijo el loro–. Parece que estoy
entre los primeros de la lista, y me voy al otro lado del río.
–A mí me tiene marcado el murciélago orejudo –dijo el
hornero–. También es mejor que me vaya.
–Y yo también y yo también –dijeron la calandria y la
iguana, y mil animales más.
Y se fueron a buscar un lugar para vivir.
Se fueron, pero no se fueron contentos.
–Yo me quedo aquí –dijo la pulga–, y que me encuentren si
son brujos.
–Yo también –dijo el tordo–. Yo no sé cantar en otro lado, y
ya veré cómo me las arreglo.
–Y yo –dijo el monito–, yo me cuidaré muy bien de lo que
hago. O por lo menos delante de quién lo hago.
–Y yo y yo y yo –dijeron el coatí y el sapo y la paloma y la
cotorrita verde y mil animales más.
Se quedaron, pero no se quedaron contentos.
Y así pasaron los años. Muchos.
A veces había noticias de los unos para los otros.
A veces algún encuentro los llenaba de alegría y de tristeza.
A veces comenzaban a olvidarse. Pero otras veces, no.
En el fondo, todos estaban un poco tristes.
Las aguas marrones del río seguían jugueteando con las
hojas, cada vez con menos entusiasmo. El piojo, parado en la
cabeza del ñandú, miraba el río y pensaba. Después de un
rato dijo:
–Los que tenemos patas largas ya no aguantamos más.
–Sí, pero ¿qué podemos hacer? –preguntó la paloma.
–Yo digo ¡punto y coma, el que no se escondió se
embroma! –bramó la pulga con bramido de pulga.
–Y yo y yo y yo –dijeron el quirquincho y el tordo y el coatí
y la cotorrita verde y mil animales más.
–Sí, pero ¿qué podemos hacer? –repitió la paloma.
–Bueno, bueno –dijo el sapo–. No es que este sapo quiera
saber más que nadie, pero ya tenemos la solución.
–¿Cuál es? ¿Cuál es?
–Ésa que dijo la pulga y que repitieron todos: ¡punto y
coma, el que no se escondió se embroma! ¿Qué les parece si
bss bss bss? –y contó en secreto sus planes.
El picaflor voló más rápido que nunca para contarles a los
que se habían ido.
El tordo voló para el otro lado.
Y la paloma para el otro.
Y la cotorrita verde para el otro.
Y el quirquincho. Bueno, el quirquincho no voló, pero se
fue al trotecito de quirquincho también para algún lado.
El tigre, el zorro, la vizcacha, el carancho, la
yarará y el murciélago orejudo vieron de lejos la
polvareda que se acercaba.
–¿Qué es eso? –rugió el tigre–. ¡Aquí estoy
con mis amigos y no me gusta toda esa
tierra!
–¡Y qué ruido, don tigre! ¡Eso le debe
gustar menos! –dijo la vizcacha, zalamera.
–¡Voy corriendo a ordenar silencio! –se
ofreció el zorro.
Y se fue al trote para poner un poco de
orden.
Pero al ratito estaba de vuelta con la
cola entre las patas.
–Mire, don tigre, me parece que la cosa se complica...
–Bah –dijo el tapir–, dejen todo en mis manos.
Y se fue a ver qué pasaba.
Al rato volvió con la cabeza gacha. Y la polvareda seguía
acercándose cada vez más.
–No y no –dijo la yarará moviendo la cabeza para todos
lados–, dejen todo en mis manos... digo, dejen todo a mi cargo.
Y se fue arrastrando su veneno hacia la polvareda.
Pasó un rato. Pasó otro rato. Cuando al tercer rato la yarará
no volvía, el tigre empezó a ponerse nervioso.
En eso la vio llegar. Venía chata y arrastrándose con
esfuerzo.
–Don tigre, don tigre –dijo sacando esa lengua que ya no
asustaba a nadie–, vienen todos juntos, los que se fueron y
los que se quedaron.
–¿Todos juntos, los que se fueron y los que se quedaron?
–Sí, don tigre, y vienen gritando: ¡Punto y coma, el que no
se escondió se embroma!
–¿Y vienen muchos?
–Muchos no, don tigre, ¡vienen todos!
–¿Y gritan fuerte?
–A grito pelado, don tigre.
–¿Y con los ojos brillantes?
–Muy brillantes, don tigre.
–¡Pero yo soy el tigre!
–Sí, sí, eso lo saben...
–Ah, me conocen bien...
–Sí, lo conocen bien, y por eso vienen gritando: ¡Adónde
está ese tigre!
–Entonces conviene que el murciélago orejudo vaya a ver
–dijo el tigre mirando para todos lados.
Pero el murciélago orejudo hacía rato que se había borrado
y no quedaban ni rastros de él.
–Don tigre –dijo la vizcacha temblando–, me parece que ya
llegan. Ruja don tigre, así se asustan.
El tigre respiró hondo, abrió muy grande la boca y largó su
rugido más fuerte. Pero apenas se oyó un grr de gatito con
hambre.
Entonces dijo:
–¿Y si nos vamos?
Dicen que corrieron y corrieron, mientras la gran polvareda
los seguía de cerca.
Dicen que se fueron hasta donde el sol se
pone.
Hasta donde nacen los ríos.
Hasta donde se acaba el viento.
Dicen que se fueron con un miedo como
para siempre.
El monte volvió a llenarse de ruidos, de
silbidos de tordo, de monos saltando de
rama en rama, de palomas que decían
currucucú.
–Juguemos una carrera –le dijo el piojo
al picaflor–. Los que tenemos patas largas
queremos correr siempre.
Y corrieron. Y llegaron juntos hasta el río de aguas
marrones que ahora jugueteaba con las hojas haciendo mil
remolinos.
–Uf –dijo el piojo parado en la cabeza del ñandú–, cuesta
trabajo, pero qué lindo es tener un monte para vivir.

Donde los derechos del niño Pirulo chocan con los de la rana Aurelia

Donde los derechos del niño Pirulo chocan con los de la rana Aurelia -- Ema Wolf



*

A Pirulo le gusta ir a la casa de su abuela porque en el
jardín hay un estanque y el estanque está lleno de ranas.
Además le gusta ir por otras razones.
Porque su abuela nunca le pone pasas de uva a la comida.
Y para él, que lo obliguen a comer pasas de uva es una
violación al artículo 37 de los Derechos del Niño que prohíbe
los tratos inhumanos.
Porque su abuela no le impide juntarse con los chicos de la
ferretería para reventar petardos, de modo que goza de
libertad para celebrar reuniones pacíficas, como estipula el
artículo 15.
Porque su abuela no le hace cortar el pasto del jardín, lo
que sería una forma de explotación, prohibida por el artículo
32.
Porque su abuela jamás lo lleva de visita a la casa de
su prima. Según Pirulo, que lo lleven de prepo a la casa de su
prima viola el artículo 11, que prohíbe la retención ilícita de un
niño fuera de su domicilio.
Porque su abuela nunca limpia la pieza donde él duerme,
así que no invade ilegalmente su vida privada. Artículo 16.
Porque su abuela jamás atenta contra su libertad de
expresión oral o escrita –artículo 13–, de manera que puede
decir todo lo que piensa sobre su maestra Silvina sin que su
abuela se enoje.
Para hacerla corta: en casa de su abuela él es una persona
respetada.
Pero lo que más le gusta es el estanque de ranas del jardín.
Ahora mismo, amparado por el artículo 31, se dispone a
gozar de una actividad recreativa apropiada para su edad: va a
cazar ranas.
Prepara la carnada de salchicha, agarra la linterna y la bolsa
de arpillera. Es de noche. En verano las ranas se cazan de
noche. Su abuela duerme.
Con mucha mala suerte, la primera rana que saca del
estanque es Aurelia.
–¡Un momento! –le dice Aurelia– ¿Qué estás
haciendo?
–Cazo ranas.
–Lo siento, pero los animales tenemos
derecho a la existencia.
–¿Eso quién lo dice?
–El artículo 1 de la Declaración Universal
de Derechos del Animal proclamada en
París en 1978.
–¿Eso vale en la Argentina?
–Sí, vale.
–Pero yo tengo derecho a las actividades recreativas
apropiadas para mi edad y en este instante mi actividad
recreativa consiste en cazar ranas.
Aurelia se impacienta.
–Y yo te recuerdo que tenés que respetar
nuestra longevidad natural. Así que te vas a
quedar sin comer ranas.
Pirulo levanta la voz.
–¡Yo no las como! ¡No me gustan! ¡Se las
va a comer mi abuela!
–¡Entonces peor! ¡Vos las cazás sólo para
divertirte! ¿Con qué derecho? ¿Te gustaría
que te cazaran por diversión?
–¡No es lo mismo! ¡Yo soy una persona!
–¡Vos sos un animal de otra especie, y
punto!
En el estanque se armó una batahola. Todas las ranas
croaban y saltaban. Pirulo reculó un poco, pero su indignación
era grande.
–¡No me voy de acá sin ranas!
–¡Antes pasarás sobre mi cadáver!
En ese momento se abrió la ventana del dormitorio de la
abuela. Era ella, asomada, con los pelos parados y una batería
de chancletas en la mano.
–¿SE VAN A DEJAR DE ROMPER DE UNA BUENA VEZ? ¿SABEN QUÉ
HORA ES? ¿CONOCEN EL ARTÍCULO 11 DE LOS PRINCIPIOS EN FAVOR
DE LAS PERSONAS DE EDAD? ¿SABEN QUE TENGO DERECHO AL
BIENESTAR FÍSICO, MENTAL Y EMOCIONAL? ¿Y QUE PARA ESO
NECESITO DORMIR? ¿LES ENTRA EN LA CABEZA? ¡DORMIIIIIIIIR!
¡DORMIIIIIIIR!
Con la primera chancleta no acertó. Con las
otras sí.
Pirulo estaba muy confundido. Aurelia
también. Se miraron.
–Eso fue una agresión por parte de la
abuela.
–Injusta me parece a mí.
–Pará, ¿dónde podemos aclarar todo
esto?
–En las Naciones Unidas.
–Vamos.

El hombrecito Verde y su Pajaro -- Laura Devetach

El hombrecito Verde y su Pajaro -- Laura Devetach



*
El hombrecito verde de la casa verde del país verde tenía
un pájaro.
Era un pájaro verde de verde vuelo. Vivía en
una jaula verde y picoteaba verdes
verdes semillas.
El hombrecito verde cultivaba la tierra
verde, tocaba verde música en su flauta y
abría la puerta verde de la jaula para que su
pájaro saliera cuando tuviera ganas.
El pájaro se iba a picotear semillas y
volaba verde, verde, verdemente.
Un día en medio de un verde vuelo, vio
unos racimos que le hicieron esponjar las
verdes plumas.
El pájaro picoteó verdemente los racimos y sintió una
gran alegría color naranja.
Y voló, y su vuelo fue de otro color. Y cantó, y su canto fue
de otro color.
Cuando llegó a la casita verde, el hombrecito verde lo
esperaba con verde sonrisa.
–¡Hola, pájaro! –le dijo.
Y lo miró revolotear sobre el sillón verde, la verde pava y el
libro verde.
Pero en cada vuelo verde y en cada trino, el pájaro dejaba
manchitas amarillas, pequeños puntos blancos y violetas.
El hombrecito verde vio con asombro cómo
el pájaro ponía colores en su sillón verde, en
sus cortinas y en su cafetera.
–¡Oh, no! –dijo verdemente alarmado.
Y miró bien a su pájaro verde y lo encontró
un poco lila y un poco verdemar.
–¡Oh, no! –dijo, y con verde apuro buscó
pintura verde y pintó el pico, pintó las patas,
pintó las plumas.
Pero cuando el pájaro cantó, no pudo
pintar su canto. Y cuando el pájaro voló,
no pudo pintar su vuelo. Todo era
verdemente inútil.
Y el hombrecito verde dejó en el suelo el pincel verde y la
verde pintura. Se sentó en la alfombra
verde sintiendo un
burbujeo por todo el
cuerpo. Una especie
de cosquilla azul.
Y se puso a tocar
la flauta verde
mirando a lo lejos. Y
de la flauta salió una
música verdeazulrosa
que hizo revolotear
celestemente al pájaro.