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lunes, 25 de abril de 2011

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lunes, 18 de abril de 2011

Oscar Alfaro, príncipe de la poesía para niños -- EL PÁJARO DE FUEGO





EL PÁJARO DE FUEGO
Era un pájaro bellísimo, de color tan rojo que parecía una llamarada volando por el
aire. Si se paraba en un alero, el dueño de la morada inmediatamente salía gritando:
—¡Auxilio! ¡Hay fuego en el techo de mi casa!... —Y al punto le arrojaban chorros de
agua, con lo cual aquella llama viva se lanzaba otra vez al cielo.
Si se paraba sobre un granero, los ratones se llevaban el susto más grande de su
vida.
—¡Sálvese quien pueda! ¡Ha caído una brasa en el granero! ¡Pronto comenzará el
incendio!... —Y escapaban despavoridos.
Una vez se lo vio bajar hasta el borde del río, tocar el agua y levantarse de nuevo.
Entonces se lo creyó una brasa encantada, pues tocaba el agua y no se apagaba, además
de tener la virtud de volar.
Pero aquel pájaro maravilloso no creía ni remotamente estar hecho de fuego y más
bien él soñaba con parecerse a una flor, que él conceptuaba como la encarnación de la
belleza.
—Yo soy la flor del aire. Mi tallo es tan largo como el hilo de un volador y me permite
ir adonde quiero —decía alegremente.
Pero los demás pájaros no creían en su tallo imaginario, además de que sus formas
no tenían nada de común con la flor.
—¿Dónde se ha visto una flor con pico? —decían.
—¿Y una flor que cante?...
El pájaro encendido escapaba entonces de tantos incrédulos y se daba a vagar,
ardiendo, por los aires.
Un día se dijo:
"Me posaré sobre un árbol seco y lo alegraré con mis colores. Él sí creerá que soy
una flor." Y se sentó sobre un ceibo partido por un rayo.
Allí, rojo y vistoso, parecía una extraordinaria flor encarnada. Abrió las dos alas
radiantes y las elevó a los cielos semejando entonces una flor bipétala.
Su identidad era perfecta, pero le faltaba una cosa: el perfume. Se dejó caer entonces
sobre unas flores silvestres que crecían al pie del árbol y aleteó sobre ellas un largo rato.
Cuando se consideró suficientemente perfumado, voló de nuevo a la punta del ceibo y
adoptó la posición anterior, mejorándola todavía, pues se paró sobre una sola patita, que
semejaba muy bien el tallo de una flor.
Estuvo así muchas horas seguidas y empezó a sentir hambre. En esto se presentó una
mariposa, dispuesta a libar la miel de la supuesta flor. El pájaro se la tragó en un santiamén
y volvió a quedar inmóvil.
—¿Qué flor tan extraña es ésa, que se traga a nuestra hermana? —dijeron las demás
mariposas, asombradas.
—Vamos a averiguar lo que pasa. —Una tras otra volaron hacia el pájaro y
corrieron la misma suerte.
Todos los insectos se alarmaron ante aquella flor carnicera que se alimentaba de
mariposas, pero el pájaro estaba radiante. Y después de saciar su apetito cogió a una
mariposa azul y se la colocó al cuello de collar. Luego se puso a cantar alegremente,
olvidándose de su oficio de flor.
—¡Pero qué raro! ¡Es una flor musical! —dijo una avispa.
—No es ella la que canta. Tiene un grillo en el corazón —contestó la libélula.
—Eso es absurdo —dijo la langosta.
—¡Y qué perfume tan exquisito!... —siguió diciendo la libélula.
—¡Y qué color!... ¡Si parece un lucero!...
—Bueno, esta flor se parece a muchas cosas. Iremos a examinarla... —dijeron las
avispas desconfiadas.
Volaron sobre "la flor" y la rodearon.
—Libaremos su miel, que debe ser deliciosa...
Pero apenas se acercó la primera avispa, el pájaro levantó el pico y ésta
retrocedió asombrada.
—¡Vengan todas! ¡No es una flor, sino un pájaro disfrazado!...
—¡Hay que matarlo a flechazos! ¡Es un peligroso impostor!
Y las avispas desenvainaron sus espadas y se lanzaron sobre el ave. En ese momento
el ceibo se estremeció, como volviendo de otra vida, y habló así:
—¡Hermanas avispas,
no sacrifiquen a esa
flor bellísima!...
Las atacantes
pararon el asalto y se
miraron unas a otras,
llenas de sorpresa.
—¡El árbol
muerto ha revivido! —
exclamaron a coro.
—¡Y esa flor
extraordinaria fue quien hizo el milagro de resucitarme! —confesó el ceibo viejo.
—¡Pero si no es una flor sino un pájaro disfrazado!...
—Aunque así sea. Él me revivió con una mentira piadosa. Al sentirlo en mis ramas
creía que era una flor mía y me dije jubiloso: "Aún puedo florecer". Entonces la vida
comenzó a circular otra vez por mis gajos muertos. Y aquí me tienen nuevamente, cubierto
de flores...
Y en efecto, el ceibo repentinamente se había llenado de grandes flores rojas, tan
grandes como el pájaro.
—¡Te perdonamos todo por haber resucitado una vida con sólo una hermosa
mentira! —dijeron entonces las avispas, guardando sus aguijones, y se dedicaron a libar
la miel de las nuevas flores del ceibo.

Oscar Alfaro, príncipe de la poesía para niños -- EL SAPO QUE QUERÍA SER ESTRELLA






EL SAPO QUE QUERÍA SER ESTRELLA
He visto pasar a una víbora con el cuerpo lleno de luces. Parecía una cadena de
estrellas y era porque se tragó a las luciérnagas del huerto.
Así decía el sapo oculto bajo el rosal, que aquella noche estaba constelado de
bichitos de luz.
—Pensar que si yo me trago a las luciérnagas de este rosal brillaré, igual que la
víbora. Y mejor aún, seré un sapo convertido en estrella. Y todos los seres que hoy me
desprecian por mi fealdad se morirán de envidia al verme tan hermoso. Me comeré, pues, a
todas estas luciérnagas doradas.
En ese instante sopló el viento y sacudió el rosal, que derramó una lluvia de luces...
El sapo abrió la boca y la primera luciérnaga le pintó de oro el gaznate y fue a situarse,
como una chispa, al fondo de su panza.
—¡Bravo...! ¡Ya empiezo a brillar!
Siguió lamiendo, una tras otra, las manchitas de luz que salpicaban el césped,
hasta que no quedó una sola.
—¡Esto es maravilloso! Ya nadie brilla en el huerto. ¡El único que brilla soy yo!
Y, en efecto, parecía un sapo de cristal, un hermoso sapo verde, con fuego interior.
Loco de orgullo y de contento se miró en el espejo del agua.
—¡Soy el ser más bello de la naturaleza! —dijo, y se tiró al estanque.
Inmediatamente se alborotaron los peces que allá vivían y dijeron:
—¡Qué milagro! ¡Ha caído una estrella en el agua!
—¡Soy una estrella!... ¡Soy una estrella!...-repetía el sapo, echando chorros de luz por
la boca y por los ojos.
Una guirnalda de peces multicolores comenzó a girar a su alrededor, observándolo.
—¡Qué extraño!... ¡La estrella tiene la forma de un sapo!...
—Pero es una estrella. —Y continuaba la ronda de peces asombrados.
—Sigan girando, sigan girando, que soy una estrella y ustedes son mis satélites —
decía el sapo, delirando de felicidad.
La noche comenzó a desteñirse y el sapo temió que sus reflejos se apagaran con el día,
descubriendo su verdadera identidad. Por eso se fue nadando hacia arriba, seguido por
los peces que le rogaban a coro:
—Estrella hermosa, quédate en el agua.
—Ilumina la oscuridad en que vivimos.
—Serás la reina de este mundo submarino.
Pero el sapo llegó a la superficie y dijo:
—Debo volver al cielo antes de que salga el sol.
Dio un gran brinco y dejó a sus amiguitos con el agua al cuello y la boca abierta de
admiración.
Un gallo viejo y pensativo, que aquella noche no podía conciliar el sueño, vio salir
al extraño sapo del estanque. Abrió y cerró los ojos varias veces, lleno de asombro, y, por
fin, despertó a las gallinas que dormían en el mismo árbol.
—¡Miren, el lucero del amanecer ha caído junto al estanque y está rebotando en el
suelo! ¡Miren, el lucero!
Todas despertaron de golpe y gritaron:
—¡Vamos a verlo de cerca!
Volaron sobre el sapo luminoso y lo detuvieron.
—Tonterías, no es un lucero, sino un sapo.
—¿Y por qué brilla entonces tanto?
—Es un sapo escapado del infierno.
—No sean supersticiosas. Brilla porque se ha tragado a las luciérnagas del huerto.
—¡Qué horror!... ¡Es un sapo asesino!
—Ha matado a esos pobres bichitos para robarles sus joyas de luz.
—Merece la muerte por sus crímenes.
—Sí. ¡Merece la muerte!
Y resolvieron descuartizarlo a picotazos. Pero, apenas recibió los primeros golpes, el
sapo dejó asombrado a todo el mundo: comenzó a volar...
—¡Era una estrella verdadera y nosotros nos atrevimos a picotearla...! —dijeron las
gallinas, deslumbradas.
—¡Yo tengo todavía su
lumbre en el pico! —dijo el
gallo, dándose importancia.
El sapo no salía de su
asombro al verse en el aire.
Lo cierto es que las
luciérnagas que estaban
dentro de él, al sentir los
picotazos, habían resuelto
volar para salvarse, pero
sólo consiguieron levantar
al sapo.
—¿Ahora quién dudará que soy una estrella?... ¡Si ya estoy en el cielo!
Y se puso a cantar, como queriendo llamar la atención de los astros. Pero abrió tanto
el gaznate que las luciérnagas empezaron a fugarse de su panza. Siguió cantando, sin
darse cuenta de nada sino de su felicidad.
Pero de repente se sintió caer. Todas las luciérnagas lo habían abandonado.
—Me estrellaré... —gimió el pobre—. Seré un vulgar sapo aplastado, yo que subí
como una estrella... ¡Qué gloriosa fue mi ascensión y qué pobre es mi caída! ¡Oh vanidad
de vanidades...!

Oscar Alfaro, príncipe de la poesía para niños -- LA LÁMPARA VOLADORA





LA LÁMPARA VOLADORA
La luciérnaga volaba sobre un rosal florido, cuando distinguió a una golondrina
clavada en las espinas. Inmediatamente bajó sobre ella y le dijo:
—¿Qué puedo hacer por ti, hermana?
—Alúmbrame, por favor, para que desprenda mis alas de las espinas.
—Te alumbraré aunque sea toda la noche.
Y allí se quedó derramando su luz a raudales.
La golondrina pronto desclavó sus alas y trató de volar al cielo abierto. La
luciérnaga siguió tras ella, ardiendo como una chispa.
—Te agradezco con toda el alma y no olvidaré este favor en mi vida —dijo entonces
la golondrina.
—No tienes por qué hacerlo. Dime dónde quieres viajar y yo alumbraré tu camino,
hasta que brille el sol y ya no precises de mi humilde fulgor.
—Mis hermanas han volado hacia el Norte y acamparon en el Valle de la Luna.
—Vamos entonces, sin pérdida de tiempo —dijo la luciérnaga y se posó en la cabeza
de la golondrina, como un lunar de oro.
Volaron así y al amanecer llegaron a un hermoso valle cuajado de aromas.
—Aquí están mis hermanas —dijo la golondrina alegremente.
Las demás batieron las alas, en señal de bienvenida.
—Vengan todas, que quiero presentarles a mi salvadora —dijo la recién llegada.
Inmediatamente se reunió el congreso de golondrinas en el mismo árbol, el cual se
tiñó de negro y blanco. Allí nuestra amiga dio cuenta de cómo había sido salvada por la
luciérnaga. Entonces todas agacharon la cabeza en acción de gracias. Pero la pequeña dijo
que había cumplido simplemente su deber y se vino de vuelta.
Cuando ya llegaba a su pueblo natal, la vio un murciélago y la atajó en pleno vuelo.
—¿De dónde vienes tan cansada? —le preguntó.
He volado toda la noche, acompañando a una golondrina extraviada que quería
alcanzar a sus hermanas.
—¿Prestas tu luz a quienes no ven en las noches?
—Así es.
—¡Pero qué buena idea! Yo estoy perdiendo la vista de puro viejo. Y en adelante me
servirás para encontrar a las víctimas que me dan su sangre.
—No daré mi luz para tal cosa.
—Pues lo harás por la fuerza —dijo el murciélago y la atrapó con los dientes.
Desde entonces el vampiro volaba todas las noches echando llamaradas por la boca
como un verdadero demonio. Y la luciérnaga se veía obligada a iluminar su cadena de
delitos. Ella misma estaba manchada de sangre y se sentía culpable.
Una noche pensó en usar de la astucia para librarse de él y le dijo:
—Yo sé de un lugar donde todos los animales tienen la sangre dulce como la miel.
—¡Sangre tan dulce como la miel!... Dime dónde queda ese lugar porque ya estoy
cansado de la mala sangre que aquí chupo de los cerdos y caballos.
—Te llevaré, pero deja de aprisionarme en tu boca, que ya me asfixias, y permite
que me pose en tu frente, como lo hice con la golondrina.
El vampiro accedió y de
inmediato iniciaron el viaje.
Volaron toda la noche y cuando
comenzaba a clarear, descendieron
al Valle de la Luna.
—¡Qué bello lugar! —
comentó el vampiro—. Se me
hace agua la boca, pensando en la sangre que voy a chupar...
—Lo harás a la noche. Ahora acércate a ese árbol grande, donde duermen las
golondrinas.
—¿Para qué?
—Tengo que darles un encargo.
El murciélago se acercó sin la menor sospecha. Y la luciérnaga entonces gritó:
—¡ Socorro! ¡ Sálvenme de este bandido que me tiene cautiva!...
—¡Cállate o te trago entera! —dijo el murciélago y otra vez la atrapó con los
dientes.
Pero las golondrinas habían reconocido a su bienhechora y se lanzaron furiosas
sobre el vampiro.
—¡Ha sonado tu hora, diablo volador!...
Y a picotazos le hicieron abrir la boca. De allí salió la luciérnaga, como un lucero que
salta del cuerpo de la noche.
—Yo soy ahora quien debo agradecerles —dijo la pobrecilla, derramando lágrimas
de luz.
—No tienes por qué. Sólo hemos pagado nuestra deuda —contestaron las
golondrinas.
El murciélago voló a ocultarse en una cueva. Y la luciérnaga, libre, cruzó el cielo
como si fuera la estrellita más pequeña del amanecer.

Oscar Alfaro, príncipe de la poesía para niños -- LA REINA DE LAS MARIPOSAS







LA REINA DE LAS MARIPOSAS
Amanecía, las niñas mariposas despertaban recostadas sobre las flores. Aún no
tenían colores sobre las alas y esperaban que sus padres se las colorearan. En efecto,
llegaron las mariposas adultas y cogiendo pinceles de rayos, empezaron a pintar en la
mejor forma posible las alitas de sus hijas.
—Tenemos que arreglar a nuestras pequeñas, para que asistan al desfile que
esta tarde cruzará los aires, celebrando la llegada de la Primavera.
—Yo quiero llevar en mis alas la bandera de mi patria —dijo una mariposa
nacionalista y su madre le pintó encima la enseña del país de las mariposas.
—Yo quiero vestirme de geisha del Japón —dijo otra. Y después de ser
convenientemente pintada, abriendo su kimono radiante, se puso a bailar en el aire
como la más graciosa de las japonesitas.
—Yo quiero ser la obra maestra del pintor de los aires —dijo una mariposa, hija
de artistas.
Llegó su padre, arrastrando una hoja en forma de paleta, sobre la cual había
manchas de todos los colores y, con unas cuantas pinceladas, le dibujó un cuadro
surrealista en cada ala.
—Yo quiero llevar un paisaje brasileño, con lunas y palmeras. Además ponme una
gran moña en la cabeza —dijo la hija menor de la artista. Y en el acto fue complacida.
—Yo quiero ser india boliviana. Llevaré un aguayo de colores flotando al viento —
dijo otra mariposita.
Apenas terminadas de colorear, las pequeñas salían volando. Y aquello era como una
exposición aérea de acuarelas. Solamente quedaba por pintar una mariposa negra, de ojos
blancos, pero nadie quiso ocuparse de ella.
—Esta negra que se quede de cocinera —dijeron y la abandonaron.
—Llévenme, por favor —rogó la pobrecita, que sin duda era la Cenicienta de las
mariposas, pero nadie accedió a su ruego. Quiso seguirlas, la descubrieron, la cogieron de
las antenas y la arrojaron al suelo. Allí se quedó llorando su triste suerte. Sin embargo su
curiosidad era tanta que, al poco rato, se levantó y voló silenciosamente tras el cortejo.
El jurado calificador que debía nombrar a la "Reina de las Mariposas" estaba
convenientemente instalado sobre una flor de lirio. Y desde tan espléndido balcón, veía
pasar a las bellezas voladoras. Mucho les costaba ponerse de acuerdo sobre la
ganadora del certamen, porque cada una era parienta de una concursante.
Poco después de mucho discutir, el pintor surrealista impuso su criterio y su hija fue
elegida reina. Ahora solamente faltaba coronar a la soberana y todas buscaban
afanosamente el lugar más apropiado para tan solemne acto.
—El trono lo colocaremos sobre una amapola gigante. Será un trono digno de una
mariposa.
—Las princesas de la corte tomarán asiento en las demás flores, formando
semicírculo.
Ya estaban procediendo a la coronación, cuando el cielo relampagueó y todas
temieron que se les aguara la fiesta. Felizmente en ese preciso instante se abrieron las
puertas del Palacio Azul, que se alzaba allá cerca y su dueño dijo:
—Yo brindo mi palacio para la coronación...
—¡Maravilloso! ¡Vamos allá! ¡Viva el príncipe del Palacio Azul!...
Y con gran alborozo entraron por la
ventana.
—Colóquense sobre esta cartulina de
colores —dijo el príncipe.
Todas lo hicieron así y se posaron sobre
los lugares donde, de antemano, habían sido
diseñadas las siluetas de las mariposas.
—Muy bien. Ahora colocaré la banda real a Su Majestad —dijo el príncipe.
Hizo una gran reverencia, tomó la hermosa banda y la aseguró con un alfiler de oro
sobre el pecho de la reina. Ésta sintió un dolor tan agudo, que en el acto quedó
desmayada. Pero nadie se dio cuenta y la ceremonia siguió adelante.
—Voy a imponer las bandas a las princesas de la corte —agregó el príncipe,
solemnemente.
Y una tras otra las fue traspasando con alfileres y clavándolas sobre la cartulina.
Entonces se retiró, restregándose las manos de contento y dijo:
—¡Qué colección! ¡Son las mariposas más lindas del mundo!...
Sólo la humilde mariposita negra se había librado de caer en sus manos; por ser tan
fea, el príncipe no la quiso para su colección.
—¡Tengo que salvar a mis hermanas! —dijo ésta con los ojos llenos de lágrimas.
Pero, ¿cómo iba a poder arrancar los alfileres? Se precisaba una fuerza muy superior
a la suya, y pensó en su amigo, el escarabajo, que siempre andaba tras ella, haciéndole
proposiciones matrimoniales.
—Él tiene unas tenazas muy fuertes y podrá libertarlas.
Se dio vuelta y allí estaba el escarabajo, mirándola.
—Si es verdad que me quieres, ayúdame a salvar a mis hermanas —le suplicó,
secándose los ojos con un pañuelito que era el pétalo de una flor.
El escarabajo dudó un instante, y por fin dijo:
—Las salvaré, aunque se portaron tan mal contigo.
Se movió pesadamente, subió a la pared y llegó al lugar donde agonizaban las
diminutas bellezas.
—Primero libertaré a Su Majestad —dijo, cerrando un ojo. Y con su tremenda
tenaza desprendió el alfiler que aprisionaba a la reina.
—Ahora voy a desclavar a las princesas de la corte —agregó, echando una mirada a
las pobrecillas, que se estremecían de dolor, y con la mayor facilidad les fue arrancando
los alfileres de oro. Luego anunció:
—Sus altezas pueden levantar el vuelo, que ya están libres. Y jamás vuelvan a
maltratar a la hermanita negra, que les salvó la vida. Si ella no me lo pide, ustedes
hubieran muerto crucificadas... —dijo y depositó todos los alfileres de oro, como una
ofrenda de amor, a los pies de su prometida.
Y de nuevo las mariposas volaron hacia la mañana primaveral.

Oscar Alfaro, príncipe de la poesía para niños -- LA POMPA DE JABÓN Y LAS HORMIGAS






LA POMPA DE JABÓN Y LAS HORMIGAS
Una pompa de jabón volaba sobre el pueblo de las hormigas y las pobrecitas
gritaban, espantadas:
—¡Socorro! ¡Esta bomba hará trizas nuestra ciudad!...
La hermosa pompa brillaba al sol, cambiando a cada rato de colores.
—No es una bomba, es una estrella lejana —dijo una hormiguita mirando con
telescopio.
—Las estrellas no tienen esa forma —dijo otra.
—Entonces es un planeta de cristal.
—Absurdo. ¿Dónde hay planetas de cristal?
—Entonces, ¡es una bomba de hidrógeno!...
—¡Evacúen la ciudad! —gritó la hormiga capitana. Y todas comenzaron a saltar del
hormiguero, llevando talegos de granos.
—¡Nada de saqueos! ¡La primera que abuse de la confusión morirá! —dijo la
hormiga presidenta, mostrando sus enormes pinzas. Y agregó-: Salgan de a una en fondo.
Y las demás hormigas, perfectamente formadas, empezaron a salir, llevando sus
cestas de huevos y sus hijos en brazos...
—Primero las mujeres —dijo de nuevo la hormiga capitana—. Las madres de
familia adelante.
Y éstas salían seguidas de sus chiquillos, que eran tan pequeños y morenos, como
verdaderos hijos de hormiga.
Ahora el campo ofrecía exactamente el aspecto de una ciudad en plena evacuación.
Lo más difícil fue sacar a las hormigas hospitalizadas. Las graves eran llevadas en camillas
por las hormigas enfermeras que vestían mandil blanco con una cruz roja. Las más
sanas iban rengueando por el camino.
Cuando todas salieron y marchaban en interminable fila por el campo, la pompa de
jabón cayó sobre la ciudad desierta. Las hormigas, que se hallaban lejos, cerraron los ojos,
se taparon los oídos y fueron alcanzadas por diminutas gotas de agua. Dieron un grito
horrible creyendo que esos fragmentos las pulverizarían, pero luego se levantaron
sanas y salvas, se palparon asombradas todo el cuerpo y volvieron sus cabecitas hacia el
hormiguero. Este seguía completamente intacto.
—¡Nada ha pasado! —exclamó una hormiga vieja.
—Pero qué iba a pasar... ¡Si era una pompa de jabón! —dijo una hormiga doctora.
—No es posible.
—Claro que sí. Por eso el agua nos salpicó a todas.
—Pero qué ridiculez. Asustarnos de eso.
—Es la psicosis de guerra...
—Nos parecemos a no sé
qué pueblo que imagina ver
bombas atómicas hasta en las
pompas de jabón que lanzan los
niños desde los rascacielos...
—¡A volver de inmediato!
Y todas regresaron en
perfecto orden hacia la ciudad
abandonada.

Oscar Alfaro, príncipe de la poesía para niños -- EL CIRCO DE LA ARAÑA






EL CIRCO DE LA ARAÑA
—¡ Oh, qué hermosa red para dar saltos mortales!... —dijo la mosca, mirando la
tela de la araña.
—Ven conmigo que yo te enseñaré. Yo soy la dueña de este circo —contestó la
araña.
—No, tengo miedo.
—¿Pero acaso no ves tantos moscardones trapecistas, que ensayan a dar saltos
sobre la red?
Y en efecto, varias moscas brincaban sin descanso, haciendo temblar la telaraña.
—Anímate, que te voy a enseñar el salto mortal con triple vuelta —insistió la
dueña.
—¿Pero qué veo allí? ¡Hay moscas muertas sobre la red!...
—No, tonta. Son trapecistas que están descansando.
—Y esas otras. ¿Por qué aletean tan desesperadamente?
—Están probando la resistencia de la red, antes de atreverse a realizar las pruebas.
Ven tú, que te haré debutar esta noche.
La mosca entró en sospechas ante tanta insistencia. Y comenzó a volar, trazando
círculos sobre la telaraña. De pronto escuchó una vocecita muy débil que decía:
—¡Socorro! ¡Sálvame de la araña! ¡Es una asesina!...
—¿Eh? ¿Cómo dices? —preguntó la mosquita, frenando el vuelo.
—¡Auxilio! ¡La araña me comerá esta noche!...
Y la pobre prisionera pataleaba con toda la desesperación de una condenada a
muerte.
—¿Pero no eres acaso una trapecista del circo?
—¡Esto no es ningún circo! ¡Es la tela mortal de la araña!
—¡Socorro!... ¡Socorro!... —empezaron a gritar las demás.
—¡Sálvanos! ¡Ahora mismo!... ¡O será tarde!... —dijo la primera.
La mosca libre no esperó más y huyó volando. Pero, ¿a dónde iba? ¿Qué podía
hacer ella? No la dejó hallar la respuesta un pájaro que la vio de lejos y se le vino
encima.
—No me comas, que soy demasiado pequeñita y no te hartarás conmigo. Ven y
te llevaré al circo de la araña, donde hay una docena de moscas trapecistas, que te las
puedes comer, una tras otra, amén de comerte a la dueña del circo.
—¡Vamos! —dijo el pájaro entusiasmado. Y salieron volando en esa dirección.
Allá lejos se divisaba la red luminosa.
—¡Allí están! Primero tienes que matar a la araña, para que no te pique.
—Déjala por mi cuenta —dijo el pájaro y saltó sobre la araña. La tomó por la
espalda y la levantó pataleando. Entretanto, la red se hizo pedazos y todas las
prisioneras escaparon.
—Gracias por habernos salvado —dijo entonces la mosquita astuta—; cuando
tengas hambre de nuevo, búscame para que te presente a las empresarias de otros
circos. Adiós y ¡buen provecho!
El pájaro no intentó perseguirla más y se quedó pensando que le convenía
mucho aquel negocio.

Oscar Alfaro, príncipe de la poesía para niños -- EL CANTOR DE LA RAZA NEGRA






EL CANTOR DE LA RAZA NEGRA
La orquesta sinfónica de pájaros ofrecía s concierto de todas las tardes en el teatro
redondo del cielo, que estaba repleto de luces.
Un pájaro rojo, con el copete erizado con trazas de director, dio la señal convenida y
todos los ejecutantes rompieron a tocar sus instrumentos.
Aquel hermoso teatro estaba decorado por hermosas fuentes y jardines al natural.
Nada de lo pintado artificialmente podía igualar a la belleza de aquellos paisajes vivos.
—Necesito un solista para el segundo acto —dijo el pájaro maestro, cuando la
última melodía se perdió en el atardecer—. Quiero una voz jamás oída y digna de
recordarse por todas las generaciones de pájaros músicos.
—¡Aquí estoy yo! —dijo el canario, y comenzó a trinar con toda la armonía de que era
capaz. Pero el maestro lo interrumpió.
—Ya se sabe que tú cantas bien, pero eres demasiado conocido y yo preciso algo
nuevo.
—Pues entonces yo seré el solista —dijo el jilguero y lanzó al aire sus gorjeos
mágicos, pero el maestro también lo interrumpió.
—Tú eres tan conocido como el canario.
—Yo cantaré —dijo el ruiseñor—. Mi voz y mi figura se han lucido en los palacios de
la China, del Egipto y del Japón, como lo prueban las historias que sobre mi se han escrito.
Mi linaje de artistas se pierde en la tradición y en los siglos...
—Y por lo mismo no me sirves, porque eres más conocido que nadie.
—Entonces canto yo... —dijo el tordo. Pero su estampa y su color hicieron reír a
todos los pájaros.
—Qué pretensiones las de este negro insolente —dijo el canario.
—¿Cómo es posible que tú, salvaje ignorante, quieras rivalizar con nosotros, que
somos los príncipes del arte? —dijo el ruiseñor.
—¿De dónde sales tú? ¿Qué ascendientes ilustres tienes? ¿Quién te conoce en la
Sociedad de Artistas? —inquirió el jilguero.
—Este pájaro viene de los bosques —explicó el maestro—. Su linaje es tan obscuro
como sus plumas. Pero un artista no vale por lo que fueron sus antepasados sino por lo
que es él mismo. De manera que dejémoslo cantar.
Y por primera vez en la historia se oyó el canto del tordo. El maestro lo escuchó con
los ojos cerrados. Cuando terminó de cantar lo abrazó con las alas y le dijo, todo
emocionado:
—Tú serás el solista. ¡Tienes la voz más armoniosa que he conocido! Eres un digno
cantor de la raza negra.
Y desde aquella tarde, el tordo inició triunfalmente su carrera artística y llegó a ser
famoso en todo el mundo.

Oscar Alfaro, príncipe de la poesía para niños -- EL BARCO PRIMAVERA






EL BARCO PRIMAVERA
El barco Primavera iba flotando sobre el río. Estaba cargado de mariposas, que
bailaban alegremente en la cubierta. Los músicos negros, o sea los grillos, tocaban una
orquesta de jazz y las mariposas bailaban pieza tras pieza. De pronto, dos de ellas se
marearon de tanto bailar y cayeron al agua.
La alegría era tan grande en el barco que todas las demás continuaron danzando,
sin darse cuenta de lo ocurrido.
—¡Socorro!... —gritaban las pobres náufragas. Pero el barco, lleno de música,
siguió adelante, sin que nadie las oyera.
—¡Socorro!... —Y sus alas empapadas, en vez de ayudarlas a levantar el vuelo, las
arrastraban hacia el fondo.
Ya se hundían definitivamente, cuando una de ellas alcanzó a ver una isla redonda y
roja como un rubí. En realidad era una gran flor que flotaba en el agua, pero ellas dijeron:
—¡Qué suerte! ¡Hay una isla en la distancia!...
—¡Nademos hacia allí!...
Claro está que las pobrecillas no podían nadar, pero hizo la casualidad que la
corriente arrastrara la flor hasta donde ellas estaban.
—Ya llegamos.
—¡Arriba!...
Y las dos náufragas se prendieron de la flor con todas sus patas. Un esfuerzo más
y estuvieron arriba.
—¡Pero qué isla más bella! ¡Está llena de fragancia!... —dijo una de ellas aspirando
con deleite el aroma de la flor.
—Y no sólo de fragancia. ¡Si esta isla está llena de miel!... Basta chupar en cualquier
lugar y la miel sale a chorros...
—No hay mal que por bien no venga.
—Vale la pena haber perdido el barco si vinimos a dar a una isla que es un pedazo
de paraíso.
A lo lejos se perdía el barco lleno de luces.
—¡Qué pronto llegó la noche!...
—¿Quién alumbrará la embarcación?
—¿No lo sospechas?
—Francamente, no.
—Pues son las luciérnagas marinas. Nadie como ellas para dirigir un barco en la
noche.
Y nuestras amigas clavaron la vista en la embarcación hasta que se perdió en la
lejanía. En ese momento salió la Luna y el agua se tino de luces y colores. El paisaje era
bellísimo y una de las mariposas se puso romántica y dijo, lanzando un suspiro:
—¡Soy un ser tan feliz...!
—No somos náufragas sino veraneantes-contestó la otra.
—Verdad, estamos en la isla de las delicias...
—¿Pero no has notado una cosa? ¡La isla se mueve!...
En ese instante la flor giró sobre sí misma, impulsada por la corriente.
—¿Y eso?...
—Lo que te dije. ¡La isla se mueve!...
—¡Qué horror! ¿Y qué hacemos ahora?
—Nada. Esperar...
—¿Y si se hunde?
—Una isla no se hunde tan fácilmente.
—Pero ésta debe ser de origen volcánico, por eso tiene el color de fuego. ¿Y si arroja
lava y nos carboniza?
—No seas exagerada, que eso no ocurrirá.
—¿Y si ocurre?
—Mira, duérmete tranquila, que mañana trataremos de hallar un lugar más
seguro.
—Creo que tienes razón.
Y las dos mariposas cerraron los ojos. Al otro día el Sol brilló sobre el río y las
náufragas despertaron dulcemente.
—¡Mira! ¡La isla se hunde! ¡Apenas queda una porción de ella sobre el agua!...
—¡Vámonos pronto!...
—¿Pero cómo?
—Pues, volando. ¿No ves que ya tenemos las alas secas?
—Es cierto. ¡A volar, pues!...
Y las dos desplegaron las alas y se remontaron al cielo. En ese momento una gran
ola del río acabó de hundir a la flor.
—¡Nos salvamos por milagro!... —exclamó la más tímida, estremeciéndose al ver
aquella catástrofe.
—¿En qué dirección volamos?
—Espera, que me voy a orientar... Pero... ¿Qué veo?... ¡Si allá cerca está el barco!...
—¡Imposible!
—Sí, es nuestro barco.
—¿Pero cómo puede estar tan cerca si anoche lo perdimos de vista?
—Ha debido regresar a buscarnos.
La verdad era que toda la noche la flor había corrido tras el barco, siguiendo la
misma corriente. Pero esto no lo sabían ni les interesaba a nuestras amiguitas, que
siguieron volando y, al poco rato, cayeron sobre el barco, locas de alegría.
Las demás las recibieron con júbilo indescriptible. La música volvió a sonar más
alegre que nunca y las dos se unieron a la danza. Y el barco Primavera siguió navegando por
el río.