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lunes, 15 de marzo de 2010

ROBINSON CRUSOE --2ªparte


Daniel Defoe

aventuras de robinson crusoe

2ªparte

Dicho sea de paso, como no había nadie que pudiese verme en estas condiciones, mi aspecto me importaba muy poco y, por lo tanto, no hablaré más de él. De esta guisa, emprendí mi nuevo viaje, que duró cinco o seis días. En pri­mer lugar, anduve por la costa hasta el lugar donde había anclado el bote la primera vez para subir a las rocas. Como ahora no tenía que cuidar del bote, hice el trayecto por tie­rra y escogí un camino más corto para llegar a la misma co­lina desde la que había observado la punta de arrecifes por la que tuve que doblar con la piragua. Me sorprendió ver que el mar estaba totalmente en calma, sin agitaciones, mo­vimientos ni corrientes, fuera de las habituales.

Me costaba mucho trabajo comprender esto así que de­cidí pasar un tiempo observando para ver si había sido oca­sionado por los cambios de la marea. No tardé en darme cuenta de que el cambio lo producía el reflujo que partía del oeste y se unía con la corriente de algún río cuando desem­bocaba en el mar. Según la dirección del viento, norte u oeste, la corriente fluía hacia la costa o se alejaba de ella. Me quedé en los alrededores hasta la noche y volví a subir a la colina. El reflujo se había vuelto a formar y pude ver clara­mente la corriente, como al principio, solo que esta vez lle­gaba más lejos, casi a media legua de la orilla. En mi caso, estaba más cerca de la costa y, por tanto, me arrastró junto con mi canoa, cosa que no habría pasado en otro momento.

Este descubrimiento me convenció de que no tenía más que observar el flujo y el reflujo de la marea para saber cuán­do podía traer mi piragua de vuelta. Mas cuando decidí poner en práctica este plan, sentía tanto terror al recordar los peligros que había sufrido, que no podía pensar en ello sin sobresaltos. Por tanto, tomé otra resolución que me pareció más segura, aunque, también, más laboriosa, que consistía en construir o hacer otra piragua o canoa para, así, tener una a cada lado de la isla.

Podéis comprender que ahora tenía, por así decirlo, dos fincas en la isla. Una de ellas era mi pequeña fortificación o tienda, rodeada por la muralla al pie de la roca, con la cueva detrás y, a estas alturas, con dos nuevas cámaras que se co­municaban entre sí. En la más seca y espaciosa de las cáma­ras, había una puerta que daba al exterior de la muralla o verja, o sea, hacia fuera del muro que se unía a la roca. Allí tenía dos grandes cacharros de barro, que ya he descrito con lujo de detalles, y catorce o quince cestos de gran tama­ño, con capacidad para almacenar cinco o seis fanegas de grano cada uno. En ellos guardaba mis provisiones, en es­pecial el grano, que desgranaba con mis manos o que con­servaba en las espigas, cortadas al ras del tallo.

Los troncos y estacas con los que había construido la muralla, se prendieron a la tierra y se convirtieron en enor­mes árboles, que se extendieron tanto que nadie podía ima­ginarse que detrás de ellos había una vivienda.

Cerca de mi morada, pero un poco más hacia el centro de la isla y sobre un terreno más elevado, estaba el sembra­dío de grano, que cultivaba y cosechaba a su debido tiempo. Si tenía necesidad de más grano podía extenderlo hacia los terrenos contiguos que eran igualmente adecuados para el cultivo.

Aparte de esta, tenía mi casa de campo, donde también poseía una finca aceptable. Allí tenía mi emparrado, como solía llamarlo, que conservaba siempre en buen estado; es decir, mantenía el seto que lo circundaba perfectamente po­dado, dejando siempre la escalera por dentro. Cuidaba los árboles que, al principio, no eran más que estacas que luego crecieron hasta formar un seto sólido y firme. Los cortaba de modo que siguieran creciendo y formaran un follaje fuer­te y tupido, que diera una sombra agradable, como, en efecto, ocurrió, conforme a mis deseos. En medio de este espa­cio, tenía mi tienda siempre puesta: un trozo de tela exten­dida sobre estacas que nunca tuve que reparar o renovar. Debajo de la tienda había hecho un lecho o cama con las pieles de los animales que mataba y otros materiales suaves. Tenía, además, una manta que había pertenecido a una de las camas del barco y una gran capa con la que me cubría. Cada vez que podía ausentarme de mi residencia principal, venía a pasar un tiempo en mi casa de campo.

Junto a esta casa, tenía los corrales para el ganado, es decir, mis cabras. Como había tenido que hacer esfuerzos inconcebibles para cercarlos, cuidaba con infinito celo que la valla se mantuviese entera, evitando que las cabras la rom­piesen. Tanto estuve en esto que, después de mucho trabajo, logré cubrir la parte exterior con pequeñas estacas, tan próxi­mas unas a otras, que más que una valla, formaban una em­palizada, pues apenas quedaba espacio para pasar una mano a través de ella. Más tarde, durante la siguiente esta­ción de lluvias, las estacas brotaron y crecieron hasta for­mar un cerco tan fuerte como una pared, o quizás más.

Todo esto da testimonio de que nunca estaba ocioso y que no escatimaba en esfuerzos para hacer todo lo que con­sideraba necesario para mi bienestar. Me parecía que tener un rebaño de animales domésticos era disponer de una re­serva viviente de carne, leche, mantequilla y queso, que no se agotaría mientras viviese allí, así pasaran cuarenta años. La posibilidad de conservar esa reserva dependía exclusiva­mente de que fuera capaz de perfeccionar los corrales para mantener los animales unidos, cosa que logré con tanto éxi­to que cuando las estacas comenzaron a crecer, como las había plantado tan cerca unas de otras, me vi obligado a arrancar algunas de ellas.

En este lugar también crecían mis uvas, de las que de­pendía, principalmente, mi provisión de pasas para el invier­no y las preservaba con gran cuidado, pues eran el mejor y más agradable bocado de mi dieta. En verdad no solo eran agradables sino ricas, nutritivas y deliciosas en extremo.

Como el emparrado quedaba a mitad de camino entre mi otra morada y el lugar en el que había dejado la piragua, normalmente dormía allí cuando hacía el recorrido entre uno y otro punto, pues a menudo iba a la piragua y conser­vaba todas sus cosas en orden. A veces iba solo por divertir­me, pues no estaba dispuesto a hacer más viajes peligrosos ni alejarme más de uno o dos tiros de piedra de la orilla; tal era mi temor de volver a ser arrastrado sin darme cuenta por la corriente o el viento o sufrir cualquier otro accidente. Pero ahora comienza una nueva etapa de mi vida.

Un día, a eso del mediodía, cuando me dirigía a mi pira­gua, me sorprendió enormemente descubrir las huellas de un pie desnudo, perfectamente marcadas sobre la arena. Me detuve estupefacto, como abatido por un rayo o como si hubiese visto un fantasma. Escuche y miré a mi alrededor pero no percibí nada. Subí a un montículo para poder ob­servar, recorrí con la vista toda la playa, a lo largo y a lo an­cho, pero no hallé nada más. Volví a ellas para ver si había más y para confirmar que todo esto no fuera producto de mi imaginación pero no era así. Allí estaba muy clara la hue­lla de un pie, con sus dedos, su talón y todas sus partes. No sabía, ni podía imaginar, cómo había llegado hasta allí. Después de darle mil vueltas en la cabeza, como un hombre completamente confundido y fuera de sí, regresé a mi forti­ficación, sin sentir, como se dice por ahí, la tierra bajo mis pies, aterrado hasta mis límites, mirando hacia atrás cada dos o tres pasos, imaginando que cada árbol o arbusto, que cada bulto en la distancia podía ser un hombre. No es posi­ble describir las diversas formas que mi mente trastornada atribuía a todo lo que veía; cuántas ideas descabelladas se me ocurrieron y cuántos pensamientos extraños me pasa­ron por la cabeza en el caminó.

Cuando llegué a mi castillo, pues creo que así lo llamé desde entonces, me refugié en él como alguien a quien persiguen. No puedo recordar si entré por la escalera o por la puerta de la roca, ni pude hacerlo a la mañana si­guiente, pues jamás hubo liebre o zorra asustada que huyese a ocultarse en su madriguera con mayor terror que el mío en ese momento.

No dormí en toda la noche. Mientras más lejos estaba de la causa de mi miedo, más crecían mis aprensiones, con­trario a lo que suele ocurrir en estos casos y, sobre todo, a la conducta habitual de los animales atemorizados. Pero estaba tan aturdido por los terrores que imaginaba, que no tenía más que pensamientos funestos, aunque en aquel momento me encontrara fuera de peligro. A veces, pensaba que podía ser el demonio y razonaba de la siguiente manera: ¿Quién si no puede llegar hasta aquí asumiendo una forma humana? ¿Dónde estaba el barco que los había traído? ¿Acaso había huellas de otros pies? ¿Cómo es posible que un hombre haya llegado hasta aquí? Mas, luego me preguntaba, igualmente confundido, por qué Satanás asumiría una forma humana en un lugar como este, sin otro fin que dejar una huella y sin te­ner la certeza de que yo la vería. Pensaba que el demonio de­bía tener muchos otros medios para aterrorizarme, más con­vincentes que una huella en la arena, pues viviendo al otro lado de la isla, no podía ser tan ingenuo como para dejar la huella en un lugar en el que había una entre diez mil posibili­dades de que la descubriera, más aún, cuando tan solo una ráfaga de viento habría sido suficiente para que el mar la hu­biese borrado completamente. Nada de esto concordaba con las nociones que solemos tener de las sutilezas del demo­nio, ni tenía sentido en sí mismo.

Estas y muchas otras razones me convencieron de abandonar mi temor a que se tratara del demonio y pensé que acaso se tratara de algo más peligroso aún, por ejem plo, salvajes de la tierra firme que rondaban por el mar en sus canoas y que impulsados por la corriente o el viento, ha­bían llegado a la isla, habían estado en la playa y luego se habían marchado, tan poco dispuestos a quedarse en esta isla desierta como yo a tenerlos cerca.

Mientras estas ideas daban vueltas en mi cabeza, me sentí muy agradecido por no haberme encontrado allí en ese momento y porque no hubiesen visto mi piragua, lo cual, les habría advertido de la presencia de habitantes en la isla y, acaso, les habría incitado a buscarme. Entonces me asaltaron terribles pensamientos y temí que hubiesen descu­bierto mi piragua y que, por eso, supieran que la isla estaba habitada. Si esto era así, sin duda, vendrían muchos de ellos a devorarme y, si no lograban encontrarme, descubrirían mi refugio, destruirían todo mi grano, se llevarían todo mi reba­ño de cabras domésticas y yo moriría de hambre y necesidad.

El temor borró toda mi esperanza religiosa. Toda mi an­tigua confianza en Dios, fundada en las maravillosas prue­bas de su bondad, se desvanecía ahora, como si Él, que me había alimentado milagrosamente, no pudiese salvar, con su poder, los bienes que su bondad me había conferido. Me reproché mi comodidad, por no haber sembrado más grano que el necesario para un año, como si estuviese exento de cualquier accidente que destruyera la cosecha, y consideré tan merecido este reproche, que decidí, en lo sucesivo, pro­veerme de antemano con grano para dos o tres años, a fin de no correr el riesgo de morir por falta de pan, si algo ocurría.

¡Qué misteriosos son los caminos por los que obra la Providencia en la vida de un hombre! ¡Qué secretos y con­tradictorios impulsos mueven nuestros afectos, conforme a las circunstancias en las que nos hallamos! Hoy amamos lo que mañana odiaremos. Hoy buscamos lo que mañana rehuiremos. Hoy deseamos lo que mañana nos asustará e, incluso, nos hará temblar de miedo. En este momento, yo era un testimonio viviente de esa verdad pues, siendo un hombre cuya mayor aflicción era haber sido erradicado de toda compañía humana, que estaba rodeado únicamente por el infinito océano, separado de la sociedad y condenado a una vida silenciosa; yo, que era un hombre a quien el cielo había considerado indigno de vivir entre sus semejantes o de figurar entre las criaturas del Señor; un hombre a quien el solo hecho de ver a uno de su especie le habría parecido como regresar a la vida después de la muerte o la mayor bendición que el cielo pudiera prodigarle, después del don supremo de la salvación eterna; digo que, ahora temblaba ante el temor de ver a un hombre y estaba dispuesto a me­terme bajo la tierra, ante la sombra o la silenciosa aparición de un hombre en esta isla.

Estas vicisitudes de la vida humana, que después me pro­vocaron curiosas reflexiones, una vez me hube repuesto de la sorpresa inicial, me llevaron a considerar que esto era lo que la infinitamente sabia y bondadosa Providencia divina había deparado para mí. Como no podía prever los fines que per­seguía su divina sabiduría, no debía disputar sus decretos, puesto que Él era mi Creador y tenía el derecho irrevocable de hacer conmigo según su voluntad. Yo era una criatura que lo había ofendido y, por lo tanto, podía condenarme al casti­go que le pareciera adecuado y a mí me correspondía some­terme a su cólera porque había pecado contra Él.

Pensé que si Dios, que era justo y omnipotente, había considerado correcto castigarme y afligirme, también podía salvarme y, si esto no le parecía justo, mi deber era acatar completamente su voluntad. Por otro lado, también era mi deber tener fe en Él, rezarle y esperar con calma los dicta­dos y órdenes de su Providencia cada día.

Estos pensamientos me ocuparon muchas horas, mejor dicho, muchos días, incluso, podría decir que semanas y meses, y no puedo omitir uno de los efectos de estas refle xiones: Una mañana, muy temprano, estaba en la cama, con el alma oprimida por la preocupación de los salvajes, lo que me abatía profundamente y, de pronto recordé estas palabras de las escrituras: Invócame en el día de tu aflic­ción que yo te salvaré y tú me glorificarás59.

Entonces, me levanté alegremente de la cama, con el corazón lleno de confianza y la convicción de que le rezaría fervorosamente a Dios por mi salvación. Cuando terminé de rezar, cogí la Biblia y, al abrirla, tropecé con las siguien­tes palabras: Aguarda al Señor y ten valor y Él fortalecerá tu corazón; aguarda, he dicho, al Señor60. No es posible expresar hasta qué punto me reconfortaron estas palabras. Agradecido, dejé el libro y no volví a sentirme triste; al me­nos, por esta vez.

59 Salmo 50, 15.

60 Salmo 27, 14.

En medio de estas meditaciones, miedos y reflexiones, un día se me ocurrió que todo esto podía ser, simplemente, una fantasía creada por mi imaginación y que aquella huella bien podía ser mía, dejada en alguna de las ocasiones que fui a la piragua. Esta idea me reanimó y comencé a persua­dirme de que todo era una ilusión, que no era otra cosa que la huella de mi propio pie. ¿Acaso no había podido tomar ese camino para ir o para regresar de la piragua? Por otra parte, reconocía que no podía recordar la ruta que había es­cogido y comprendí, que si esta huella era mía, había hecho el papel de los tontos que se esfuerzan por contar historias de espectros y aparecidos y terminan asustándose más que los demás.

Entonces me armé de valor y comencé a asomarme fuera de mi refugio. Hacía tres días y tres noches que no salía de mi castillo y comencé a sentir la necesidad de ali mentarme, pues dentro solo tenía agua y algunas galletas de cebada. Además, debía ordeñar mis cabras, lo cual era mi entretenimiento nocturno, ya que las pobres estarían sufriendo fuertes dolores y molestias, como, en efecto, ocu­rrió, pues a algunas se les secó la leche.

Fortalecido por la convicción de que la huella era la de mis propios pies, pues he de decir que tenía miedo hasta de mi sombra, me arriesgué a ir a mi casa de campo para ordeñar mi rebaño. Si alguien hubiese podido ver el miedo con el que avanzaba, mirando constantemente hacia atrás, a punto de soltar el cesto y echar a huir para salvarme, me habría tomado por un hombre acosado por la mala con­ciencia o que, recientemente, hubiera sufrido un susto terri­ble, lo cual, en efecto, era cierto.

No obstante, al cabo de tres días de salir sin encontrar nada, comencé a sentir más valor y a pensar que, en reali­dad, todo había sido producto de mi imaginación. Mas no logré convencerme totalmente hasta que fui nuevamente a la playa para medir la huella y ver si había alguna evidencia de que se trataba de la huella de mi propio pie. Cuando lle­gué al sitio, comprobé, en primer lugar, que cuando me ale­jé de la piragua, no pude haber pasado por allí ni por los al­rededores. En segundo lugar, al medir la huella me di cuenta de que era mucho mayor que la de mi pie. Estos dos hallaz­gos me llenaron la cabeza de nuevas fantasías y me inquie­taron sobremanera. Un escalofrío me recorrió todo el cuer­po, como si tuviera fiebre, y regresé a casa con la idea de que, no uno, sino varios hombres, habían desembarcado en aquellas costas. En pocas palabras, la isla estaba habitada y podía ser tomado por sorpresa. Mas no sabía qué medidas tomar para mi seguridad.

¡Oh, qué absurdas resoluciones adoptan los hombres cuando son poseídos por el miedo, que les impide utilizar la razón para su alivio! Lo primero que pensé fue destruir to dos los corrales y devolver mis rebaños a los bosques, para que el enemigo no los encontrase y dejara de venir a la isla con este propósito. A continuación, excavaría mis dos cam­pos de cereal con el fin de que no encontraran el grano, y se les quitaran las ganas de volver. Luego demolería el empa­rrado y la tienda para que no hallaran vestigios de mi mora­da y se sintieran inclinados a buscar más allá, para encon­trar a sus habitantes.

Este fue el tema de mis reflexiones durante la noche que pasé en casa después de mi regreso, cuando las aprensio­nes que se habían apoderado de mi mente y los humos de mi cerebro estaban aún frescos. El miedo al peligro es diez mil veces peor que el peligro mismo y el peso de la ansiedad es mayor que el del mal que la provoca. Mas, lo peor de todo aquello era que estaba tan inquieto que no era capaz de encontrar alivio en la resignación, como antes lo hacía y como me creía capaz de hacer. Me parecía a Saúl, que no solo se quejaba de la persecución de los filisteos, sino de que Dios le hubiese abandonado. No tomaba las medidas nece­sarias para recomponer mi espíritu, gritando a Dios mi des­ventura y confiando en su Providencia, como lo había hecho antes para mi alivio y salvación. De haberlo hecho, al menos me habría sentido más reconfortado ante esta nueva even­tualidad y quizás la habría asumido con mayor resolución.

Esta confusión de pensamientos me mantuvo despierto toda la noche pero por la mañana me quedé dormido. La fatiga de mi alma y el agotamiento de mi espíritu me procu raron un sueño profundo y el despertar más tranquilo que había tenido en mucho tiempo. Ahora comenzaba a pensar con serenidad y, después de mucho debatirme, concluí que esta isla, tan agradable, fértil y próxima a la tierra firme, no estaba abandonada del todo, como hasta entonces había creído. Si bien no tenía habitantes fijos, a veces podían lle­gar hasta ella algunos botes, ya fuera intencionadamente o por casualidad, impulsados por los vientos contrarios.

Habiendo vivido quince años en este lugar, y no habien­do encontrado aún el menor rastro o vestigio humano, lo más probable era que, si alguna vez llegaban hasta aquí, se marchasen tan pronto les fuese posible, pues, por lo visto, no les había parecido conveniente establecerse allí hasta ahora.

El mayor peligro que podía imaginar era el de un posible desembarco accidental de gentes de tierra firme, que, según parecía, estaban en la isla en contra de su voluntad, de modo que se alejarían rápidamente de ella tan pronto pudiesen y tan solo pasarían una noche en la playa para emprender el viaje de regreso con la ayuda de la marea y la luz del día. En este caso, lo único que debía hacer era conseguir un refugio seguro, por si veía a alguien desembarcar en ese lugar.

Ahora comenzaba a arrepentirme de haber ampliado mi cueva y hacer una puerta hacia el exterior, que se abriera más allá de donde la muralla de mi fortificación se unía a la roca. Después de una reflexión madura y concienzuda, deci­dí construir una segunda fortificación en forma de semi­círculo, a cierta distancia de la muralla en el mismo lugar donde, hacía doce años, había plantado una doble hilera de árboles, de la cual ya he hecho mención. Había planta­do estos árboles tan próximos unos a otros, que si agregaba unas cuantas estacas entre ellos, formaría una muralla mu­cho más gruesa y resistente que la que tenía.

De este modo, ahora tenía una doble muralla pues ha­bía reforzado la interior con pedazos de madera, cables vie­jos y todo lo que me pareció conveniente para ello y le había dejado siete perforaciones lo suficientemente grandes como para que pudiese pasar un brazo a través de ellas. En la par­te inferior, mi muro llegó a tener un espesor de diez pies, gracias a la tierra que continuamente extraía de la cueva y que amontonaba y apisonaba al pie del mismo. A través de las siete perforaciones coloqué los mosquetes, de los cuales había rescatado siete del naufragio, los dispuse como si fue­sen cañones y los ajusté a una armazón que los sostenía, de manera que en dos minutos podía disparar toda mi artille­ría. Me tomó varios meses extenuantes terminar esta mura­lla y no me sentí seguro hasta haberlo conseguido.

Hecho esto, por la parte exterior de la muralla y a lo lar­go de una gran extensión de tierra, planté una infinidad de palos o estacas de un árbol parecido al sauce, que, según había comprobado, crecía muy rápidamente. Creo que planté cerca de veinte mil, dejando entre ellas y la muralla espacio suficiente para ver al enemigo sin que pudiese ocul­tarse entre ellas, si intentaba acercarse a mi muralla.

Al cabo de dos años tuve un espeso bosquecillo y, en cinco o seis, tenía un auténtico bosque frente a mi morada, que crecía tan desmedidamente fuerte y tupido, que resulta ba verdaderamente inexpugnable. No había hombre ni cria­tura viviente que pudiese imaginar que detrás de aquello ha­bía algo, mucho menos una morada. Como no había dejado camino para entrar, utilizaba dos escaleras. Con la primera pasaba a un lugar donde la roca era más baja y podía colo­car la segunda escalera. Cuando retiraba ambas, era impo­sible que un hombre viniera detrás de mí sin hacerse daño y, en caso de que pudiese entrar, se hallaría aún fuera de mi muralla exterior.

De este modo, tomé todas las medidas que la humana prudencia pudiera recomendar para mi propia conserva­ción. Más adelante se verá que no fueron del todo inútiles, aunque en aquel momento no obedecieran más que a mi propio temor.

Mientras realizaba estas tareas, no abandonaba mis otros asuntos. Me ocupaba, sobre todo, de mi pequeño re­baño de cabras, que no solo era mi reserva de alimentos para lo que pudiese ocurrir, sino que me servían para abas­tecerme sin necesidad de gastar pólvora y municiones y me ahorraban la fatiga de salir a cazar. Por lo tanto, no quería perder estas ventajas y verme obligado a tener que criarlas nuevamente.

Después de considerarlo durante mucho tiempo, en­contré dos formas de protegerlas. La primera era hallar un lugar apropiado para cavar una cueva subterránea y llevar las allí todas las noches. La otra era cercar dos o tres predios tan distantes unos de otros y tan ocultos como fuese posi­ble, en los cuales pudiese encerrar una media docena de ca­bras jóvenes. Si algún desastre le ocurría al rebaño, podría criarlas nuevamente en poco tiempo y sin demasiado es­fuerzo. Esta última opción, aunque requeriría mucho tiem­po y trabajo, me parecía la más razonable.

Consecuentemente con mi plan, pasé un tiempo bus­cando los parajes más retirados de la isla hasta que hallé uno que lo estaba tanto como hubiese podido desear. Era un pequeño predio húmedo, en medio del espeso monte donde, como ya he dicho, estuve a punto de perderme cuando intentaba regresar a casa desde la parte oriental de la isla. Allí encontré una extensión de tierra de casi tres acres, tan rodeada de bosques que casi era un corral natural o, al menos, no parecía exigir tanto trabajo hacer uno, si lo comparaba con otros terrenos que me habría costado un gran esfuerzo cercar.

Inmediatamente me puse a trabajar y, en menos de un mes, lo había cercado totalmente. Aseguré allí mi ganado o rebaño, como queráis, que ya no era tan salvaje como se podría suponer al principio. Sin demora alguna, llevé diez cabras jóvenes y dos machos cabríos. Mientras tanto, seguía perfeccionando el cerco hasta que resultó tan seguro como el otro y, si bien me tomó bastante más tiempo, fue porque me permití trabajar con mucha más calma.

La causa de todo este trabajo era, únicamente, la huella que había visto y que me provocó grandes aprensiones. Hasta entonces, no había visto acercarse a la isla a ningún ser humano pero desde hacía dos años vivía con esa preo­cupación que le había quitado tranquilidad a mi existencia, como bien puede imaginar cualquiera que sepa lo que signi­fica vivir acechado constantemente por el temor a los hom­bres. Además, debo confesar con dolor, la turbación de mi espíritu había afectado notablemente mis pensamientos re­ligiosos y el terror de caer en manos de salvajes y caníbales me oprimía de tal modo, que rara vez me encontraba en dis­posición de dirigirme a mi Creador. No tenía la calma ni la resignación que solía tener sino que rezaba bajo los efectos de un gran abatimiento y de una dolorosa opresión, temien­do y esperando, cada noche, ser asesinado y devorado an­tes del amanecer. Debo decir, por mi experiencia, que la paz interior, el agradecimiento, el amor y el afecto son estados de ánimo mucho más adecuados para rezar que el temor y la confusión. Un hombre que está bajo la amenaza de una desgracia inminente, no es más capaz de cumplir sus debe­res hacia Dios que uno que yace enfermo en su lecho, ya que esas aflicciones afectan al espíritu como otras afectan al cuerpo y la falta de serenidad debe constituir una incapaci­dad tan grave como la del cuerpo, y hasta mayor. Rezar es un acto espiritual y no corporal.

Pero prosigamos. Una vez aseguré parte de mi peque­ño rebaño, recorrí casi toda la isla en busca de otro sitio apartado que sirviera para hacer un nuevo refugio. Un día, avanzando hacia la costa occidental de la isla, a la que nun­ca había ido todavía, mientras miraba el mar, me pareció ver un barco a gran distancia. Había rescatado uno o dos catalejos de los arcones de los marineros pero no los traía conmigo y el barco estaba tan distante que apenas podía distinguirlo, a pesar de que lo miré fijamente hasta que mis ojos no pudieron resistirlo. No sabría decir si era o no un barco. Solo sé que resolví no volver a salir sin mi catalejo en el bolsillo.

Cuando bajé la colina hasta el extremo de la isla en el que no había estado nunca, tenía la certeza de que haber visto la huella de una pisada de hombre no era tan extraño como me lo había imaginado. Lo providencial era que hu­biese ido a parar al lado de la isla que no frecuentaban los salvajes. Hubiese sido fácil imaginar que, frecuentemente, cuando las canoas que provenían de tierra firme se interna­ban demasiado en el mar, venían a esa parte de la isla para descansar. Igualmente, como a menudo luchaban en las ca­noas, los vencedores traían a sus prisioneros a esta orilla donde, conforme a sus pavorosas costumbres, los mataban y se los comían, como veremos más adelante.

Cuando descendí de la colina a la playa y estaba, como he dicho, en el extremo sudoeste de la isla, me llevé una sor­presa que me dejó absolutamente confundido y perplejo. Me resulta imposible explicar el horror que sentí cuando vi, sobre la orilla, un despliegue de calaveras, manos, pies y demás huesos de cuerpos humanos y, en particular, los restos de un lugar donde habían hecho una fogata, en una especie de ruedo, donde acaso aquellos innobles salvajes se sentaron a consumir su festín humano, con los cuerpos de sus semejantes.

Estaba tan estupefacto ante este descubrimiento que, du­rante mucho tiempo no pensé en el peligro que me acecha­ba. Todos mi temores quedaron sepultados bajo la impresión que me causó el horror de ver semejante grado de infernal e inhumana brutalidad y tal degeneración de la naturaleza hu­mana. A menudo había oído hablar de ello pero hasta enton­ces no lo había visto nunca tan de cerca. En pocas palabras, aparté la mirada de ese horrible espectáculo y comencé a sentir un malestar en el estómago. Estaba a punto de desma­yarme cuando la naturaleza se ocupó de descargar el males­tar de mi estómago y vomité con inusitada violencia, lo cual me alivió un poco. Mas no pude permanecer en ese lugar ni un momento más, así que volví a subir la colina a toda veloci­dad y regresé a casa.

Cuando me había alejado un poco de aquella parte de la isla, me detuve un rato, como sorprendido. Luego me repu­se y, con todo el dolor de mi alma, con los ojos llenos de lá grimas y la vista elevada al cielo, le di gracias a Dios por ha­berme hecho nacer en una parte del mundo ajena a seres abominables como aquellos y por haberme otorgado tantos privilegios, aun en una situación que yo había considerado miserable. En efecto, tenía más motivos de agradecimiento que de queja y, sobre todo, debía darle gracias a Dios por­que aun en esta desventurada situación me había reconfor­tado con su conocimiento y con la esperanza de su bendi­ción, que era una felicidad que compensaba con creces, toda la miseria que había sufrido o podía sufrir.

Con este agradecimiento regresé a mi castillo y, a partir de ese momento, comencé a sentirme mucho más tranquilo respecto a mi seguridad, pues comprendí que aquellas mise rables criaturas no venían a la isla en busca de algo y, tal vez, tampoco deseaban ni esperaban encontrar nada. Seguramente, habían estado en la parte tupida del bosque y no habían encontrado nada que satisficiera sus necesidades. Llevaba dieciocho años viviendo allí sin tropezarme ni una vez con rastros de seres humanos y, por lo tanto, podía pa­sar dieciocho años más, tan oculto como lo había estado hasta ahora, si no me exponía a ellos. Era poco probable que algo así sucediese, puesto que lo único que tenía que hacer era mantenerme totalmente escondido como siem­pre lo había hecho y, a menos que encontrase otras criatu­ras mejores que los caníbales, no me dejaría ver.

Sin embargo, sentía tal aborrecimiento por esos maldi­tos salvajes que he mencionado y de su despreciable e inhu­mana costumbre de devorar a sus semejantes, que me que dé pensativo y triste y no me alejé de los predios de mi cir­cuito en dos años. Cuando digo mi circuito, me refiero a mis tres fincas, es decir, mi castillo, mi casa de campo, a la que llamaba mi emparrado, y mi corral en el bosque. No seguí buscando otro recinto para las cabras, pues la aversión que sentía hacia aquellas diabólicas criaturas era tal, que me daba tanto miedo verlas a ellas como al demonio en perso­na. Tampoco volví a visitar mi piragua en todo ese tiempo, sino que preferí hacerme otra, ya que no podía ni pensar en hacer un nuevo intento de traerla a este lado de la isla, pues si me topaba con aquellos seres en el mar y caía en sus ma­nos, sabría muy bien a qué atenerme.

Pero el tiempo y la satisfacción de saber que no corría ningún riesgo de ser descubierto por esa gente, comenzó a disipar mi inquietud y seguí viviendo con la misma calma que hasta entonces, solo que ahora era más precavido y estaba más alerta a lo que ocurría a mi alrededor, no fuera que pudiesen verme. También era más prudente al dispa­rar mi escopeta por si había alguno en la isla que pudiese oírme. Era una gran suerte disponer de un rebaño de cabras domésticas, pues no tenía que cazarlas ni dispararles en el bosque. Si alguna vez capturé una cabra después de aquel día, fue con trampas y lazos, como lo había hecho ante­riormente y, en dos años, no disparé el arma ni una sola vez, aunque nunca salía sin ella. Más aún, como tenía tres pistolas que había rescatado del barco, siempre llevaba, por lo menos, dos de ellas, aseguradas a mi cinturón de cue­ro de cabra. También limpié uno de los machetes que tenía y me hice otro cinturón para llevarlo. De este modo, cuan­do salía, tenía el aspecto más extraño que se pueda imagi­nar, si se añade a la descripción que hice anteriormente de mi indumentaria, las dos pistolas y el machete de hoja an­cha que llevaba colgando, sin vaina, de un costado de mi cinturón.

Como he dicho, durante un tiempo, recuperé la calma y la tranquilidad aunque no dejé de tomar precauciones. Todo esto me demostraba, cada vez con más claridad, que no me encontraba en una situación tan deplorable como otros; más bien, estaba mucho mejor de lo que podía estar si Dios así lo hubiese decidido. Esto me hizo pensar que si los hom­bres compararan su situación con la de otros que están en peores circunstancias y no con los que están mejor, se senti­rían agradecidos y no se quejarían de sus desgracias. Como en la situación en la que me hallaba, en realidad no había demasiadas cosas que echara de menos, pensé que los temores que había padecido a causa de aquellos sal­vajes y mi preocupación por salvar mi vida, habían dismi­nuido mi ingenio y me habían hecho abandonar el proyec­to de hacer malta con la cebada para, luego, tratar de hacer cerveza. Esto era, en verdad, un capricho y, a menudo, me reprochaba mi ingenuidad, pues me daba cuenta de que para hacer cerveza necesitaba muchas cosas que no podía procurarme. No disponía de barriles para conservarla, que, como ya he dicho, nunca logré fabricar, a pesar de que pasé muchos días, más bien, semanas y meses intentándolo sin ningún éxito. Tampoco tenía lúpulo ni levadura para que fermentase, ni una marmita u otro recipiente para hervirla. No obstante, creo sinceramente que de no haber sido por­que el miedo y el terror hacia los salvajes me interrumpie­ron, me habría empeñado en hacerla y, tal vez, lo habría lo­grado, pues raras veces renunciaba a una idea una vez que había reflexionado lo suficiente como para ejecutarla.

Pero ahora ocupaba mi ingenio en otros asuntos. No podía dejar de pensar cómo exterminar algunos de esos monstruos en uno de sus crueles y sanguinarios festines, y de ser posible, salvar a la víctima que se dispusieran a matar. Haría falta un libro mucho más voluminoso que este para ilustrar todos los métodos que ideé para destruir a esas cria­turas, o, por lo menos, para asustarlas y evitar que volviesen otra vez. Mas todos eran inservibles porque requerían de mi presencia y ¿qué podía hacer un solo hombre contra ellos, que quizás serían veinte o treinta, armados de lanzas, arcos y flechas con las que tenían tan buena puntería como yo con mi escopeta?

A veces, pensaba en cavar un pozo en el lugar donde encendían su fuego y colocar cinco o seis libras de pólvora que arderían apenas lo prendieran, haciendo volar todo lo que estuviese en los alrededores. Pero, en primer lugar, no estaba dispuesto a gastar tanta pólvora en esto, más aún, cuando mis suministros se reducían a un solo barril. En segundo lugar, no podía estar seguro de que la explosión se produjera en el momento preciso y, por último, tal vez lo único que conseguiría sería chamuscarlos un poco y asus­tarlos, lo cual no habría sido suficiente para que abandona­ran la isla definitivamente. Por lo tanto, descarté esta idea y decidí emboscarme en un lugar adecuado con tres escope­tas de doble carga y, cuando estuviesen en medio de su san­grienta ceremonia, abrir fuego contra ellos, asegurándome de matar o herir, al menos, a dos o tres con cada disparo y, luego, caer sobre ellos con mis tres pistolas y mi machete. No dudaba que así los exterminaría a todos aunque fuesen veinte. Me sentí complacido con esta fantasía durante unas semanas y estaba tan obsesionado con ella que, a menudo, soñaba que la llevaba a cabo y estaba a punto de hacerlos volar por los aires.

Llegué tan lejos en mi ficción, que pasé varios días bus­cando lugares convenientes para emboscarme, con el pro­pósito de observarlos. Volví tantas veces al lugar del festín que llegó a volverse familiar. Allí me invadía un fuerte deseo de venganza y me imaginaba que derrotaba a veinte o trein­ta de ellos con mi espada en un sangriento combate. Mas, el horror que me inspiraba el lugar y los rastros de esos mise­rables bárbaros, me aplacaban el rencor.

Por fin, encontré un lugar conveniente en la ladera de la colina donde podía esperar a salvo la llegada de sus pira­guas y ocultarme en la espesura de los árboles antes de que se acercaran a la playa. En uno de los árboles había un hue­co lo suficientemente grande para esconderme por comple­to. Allí, podría sentarme a observar sus sanguinarios actos y dispararles a la cabeza cuando estuvieran más próximos unos de otros y fuese casi imposible que errara el tiro o que no pudiese herir a tres o cuatro del primer disparo.

Opté por ese lugar y preparé dos mosquetes y la esco­peta de caza para ejecutar mi plan. Cargué los dos mosque­tes con dos lingotes de cinco balas de calibre de pistola y la escopeta con un puñado de las municiones de mayor calibre. También cargué cada una de mis pistolas con cuatro balas y, de este modo, bien provisto de municiones para una se­gunda y tercera descarga, me preparé para la expedición.

Una vez hecho el esquema de mi proyecto y habiéndolo ejecutado mentalmente, todas las mañanas subía la colina que estaba a unas tres millas o más de mi castillo, como so lía llamarlo, a fin de ver si descubría sus piraguas en el mar o aproximándose a la isla. Pero, al cabo de dos o tres meses de vigilancia constante y, no habiendo descubierto nada en la costa ni en toda la extensión de mar que podían abarcar mis ojos y mi catalejo, me cansé de esta ardua labor.

Durante el tiempo que realizaba mi paseo diario hasta la colina, mi proyecto mantuvo todo su vigor y me encontraba siempre dispuesto a ejecutar la monstruosa matanza de los veinte o treinta salvajes indefensos, por un delito sobre el que no había reflexionado más allá del horror inicial que me causó esa perversa costumbre de la gente de aquella región, a quienes, al parecer, la Providencia había desprovisto de mejor consejo que sus vicios y sus abominables pasiones. Tal vez, desde hacía siglos, esta gente gozaba de la libertad de practicar sus horribles actos y perpetuar sus terribles cos­tumbres como seres completamente abandonados por Dios y movidos por una infernal depravación. Sin embargo, como he dicho, cuando me empezaba a cansar de las in­fructuosas expediciones matutinas, que realizaba en vano desde hacía tanto tiempo, comencé a cambiar de opinión y a considerar más fría y serenamente la empresa que había decidido llevar a cabo. Me preguntaba qué autoridad o voca­ción tenía yo para pretender ser juez o verdugo de estos hombres como si fuesen criminales, cuando el cielo había considerado dejarlos impunes durante tanto tiempo para que fuesen ellos mismos los que ejecutaran su juicio. A me­nudo me debatía de este modo: ¿cómo podía saber el juicio de Dios en este caso particular? Ciertamente, esta gente no comete ningún delito al hacer esto porque no les remuerde la conciencia. No lo consideran una ofensa ni lo hacen en desafío de la justicia divina, como nosotros cuando comete­mos algún pecado. Para ellos, matar a un prisionero de gue­rra no es un crimen como para nosotros tampoco lo es ma­tar un buey; y para ellos, comer carne humana les es tan lícito como para nosotros comer cordero.

Luego de reflexionar un poco sobre esto, llegué a la conclusión de que me había equivocado y que estas perso­nas no eran criminales en el sentido en que los había conde nado en mis pensamientos; no más asesinos que los cristia­nos que, a menudo, dan muerte a los prisioneros que toman en las batallas, o que, con mucha frecuencia, matan a tro­pas enteras de hombres, sin darles cuartel, aunque hubieran depuesto sus armas y se hubieran rendido.

Después pensé que, aunque el trato que se dieran entre sí fuese brutal e inhumano, a mí no me habían hecho ningún daño. Si me atacaban o si me parecía necesario para mi pro pia defensa, lucharía contra ellos pero como no estaba bajo su poder y ellos, en realidad, no sabían de mi existencia y, por lo tanto, no tenían planes respecto a mí, no era justo que los atacara. Algo así justificaría la conducta de los españoles y todas las atrocidades que hicieron en América, donde des­truyeron a millones de personas inocentes, a pesar de que fueran bárbaros e idólatras y tuvieran la costumbre de rea­lizar rituales salvajes y sangrientos, como el sacrificio de seres humanos a sus dioses. Por esta razón, todas las nacio­nes cristianas de Europa, incluso los españoles, se refieren a este exterminio como una verdadera masacre, una san­grienta y depravada crueldad, injustificable ante los ojos de Dios y de los hombres. De este modo, el nombre español se ha vuelto odioso y terrible para todas las personas que tienen un poco de humanidad o compasión cristiana, como si el reino español se hubiese destacado por haber produci­do una raza de hombres sin piedad, que es el sentimiento que refleja un espíritu generoso.

Estas consideraciones me detuvieron en seco y comen­cé, poco a poco, a abandonar mi proyecto y a pensar que me había equivocado en mi resolución de atacar a los salvajes pues no debía entrometerme en sus asuntos a menos que me atacaran, lo cual, debía evitar si era posible. Mas, si me descubrían y atacaban, sabía lo que tenía que hacer.

Por otra parte, me decía a mí mismo que este proyec­to sería un obstáculo para mi salvación y me llevaría a la ruina y la perdición si no tenía la absoluta certeza de ma tar, no solo a los que se encontrasen en la playa, sino a todos los que pudiesen aparecer después, ya que, si algu­no de ellos escapaba para contar lo ocurrido a su gente, miles de ellos vendrían a vengar la muerte de sus compa­ñeros y yo no habría hecho más que provocar mi propia destrucción, lo cual era un riesgo que no corría en este momento.

En resumen, llegué a la conclusión de que, ni por princi­pios ni por sistema, debía meterme en este asunto. Mi única preocupación debía ser mantenerme fuera de su vista a toda costa y no dejar el menor rastro que les hiciese sospechar que había otros seres vivientes, es decir, humanos, en la isla. La religión me dio la prudencia y quedé convencido de que hacer planes sangrientos para destruir criaturas inocen­tes, respecto a mí, por supuesto, era faltar a todos mis debe­res. En cuanto a sus crímenes, ellos eran culpables entre sí y yo nada tenía que ver con eso. Eran delitos nacionales y yo debía dejar que Dios los juzgara, ya que es Él quien gobierna todas las naciones y sabe qué castigos imponerles a estas para subsanar sus ofensas. Es Él quien debe decidir, como mejor le parezca, llevar a juicio público a quienes le han ofendido públicamente.

De pronto, todo esto me parecía tan claro que me sentí muy satisfecho de no haber cometido una acción que habría sido tan pecaminosa como un crimen premeditado. Me arrodillé y di gracias a Dios, humildemente, por haberme li­brado del pecado de sangre y le imploré que me concediera la protección de su Providencia para no caer en manos de los bárbaros, ni tener que poner las mías sobre ellos, a me­nos que el cielo me lo indicara claramente, en defensa de mi propia vida.

Después de esto, pasé casi un año sintiéndome de ese modo. Deseaba tan poco encontrarme con aquellos misera­bles, que, en todo ese tiempo no subí ni una sola vez la coli na para ver si había alguno de ellos a la vista, o si habían ve­nido a la playa, a fin de no verme tentado a reanudar mis proyectos contra ellos, ni tener la ocasión de asaltarlos. Me limité a buscar la piragua que estaba al otro lado de la isla para llevarla a la costa oriental. Allí la dejé, en una pequeña ensenada que encontré bajo unas rocas muy altas, donde sabía que los salvajes no se atreverían a ir, al menos, no en sus piraguas, a causa de la corriente.

Junto con mi piragua, llevé todas las cosas que había dejado allí, aunque no me hacían falta para hacer el viaje: un mástil, una vela y aquella cosa que parecía un ancla pero que, en verdad, no podía llamarse ni ancla ni arpón, si bien fue lo mejor que pude hacer. Lo transporté todo con el pro­pósito de que nada pudiese provocar la más mínima sospe­cha de que podía haber alguna embarcación o morada hu­mana en la isla.

Aparte de esto, como he dicho, me mantuve más reclui­do que nunca, sin salir de mi celda, salvo para realizar mis tareas habituales, es decir, ordeñar las cabras y cuidar el pe queño rebaño del bosque, que, como estaba al otro lado de la isla, se hallaba fuera de peligro. Ciertamente, los salvajes que a veces merodeaban por esta isla, jamás venían con el propósito de encontrar nada en ella y, por lo tanto, nunca se alejaban de la costa. No dudo que estuvieran varias veces en ella, tanto antes como después de mis temores y precau­ciones, por lo que no podía dejar de pensar con horror en cuál habría sido mi suerte si me hubiese encontrado con ellos cuando andaba desnudo, desarmado y sin otra protec­ción que una escopeta, casi siempre cargada con pocas mu­niciones, mientras exploraba todos los rincones de la isla. Menuda sorpresa me habría llevado si, en lugar de la huella de una pisada, me hubiese topado con quince o veinte sal­vajes, dispuestos a perseguirme, sin posibilidad de escapar de ellos a causa de la velocidad de su carrera.

A menudo, estos pensamientos me oprimían el alma y me afligían tanto que tardaba mucho en recuperarme. Me preguntaba qué habría hecho, pues no me consideraba ca paz de haber puesto resistencia, ni siquiera de haber tenido la lucidez de hacer lo que tenía que hacer; mucho menos lo que ahora, después de mucha preparación y meditación, podía hacer. Cuando pensaba seriamente en esto, me sumía en un profundo estado de melancolía que, a veces, duraba mucho tiempo. No obstante, terminaba dando gracias a la Providencia por haberme salvado de tantos peligros invisi­bles y por haberme protegido de tantas desgracias, de las que no habría podido escapar porque no tenía la menor sos­pecha de su existencia o de la posibilidad de que ocurriesen.

Esto me hizo considerar algo que, con frecuencia, había pensado antes, cuando empezaba a ver las generosas dispo­siciones del cielo frente a los peligros a los que nos expone mos en la vida: cuántas veces somos salvados sin darnos cuenta; cuántas veces dudamos o, por así decirlo, titubea­mos acerca del camino que debemos seguir y una voz inter­na nos muestra un camino cuando nosotros pensábamos tomar otro; cuántas veces nuestro sentido común, nuestra tendencia natural o nuestros intereses personales nos invitan a escoger un camino y, sin embargo, un impulso interior, cuyo origen ignoramos, nos empuja a elegir otro y luego adverti­mos que si hubiésemos seguido el que pensábamos o imagi­nábamos, nos habríamos visto perdidos y arruinados. Estas y muchas otras reflexiones similares me llevaron a regirme por una norma: obedecer la llamada interior o la inspiración se­creta de hacer algo o de seguir algún camino cada vez que la sintiera, aunque no tuviera razón alguna para hacerlo, salvo la sensación o la presión de ese presentimiento sobre mi es­píritu. Podría dar muchos ejemplos del buen resultado de esta conducta a lo largo de mi vida, en especial, al final de mi permanencia en esta desgraciada isla; aparte de las muchas ocasiones en las que me habría dado cuenta de la situación si la hubiese visto con los mismos ojos con los que veo ahora. Mas nunca es tarde para aprender y no puedo sino aconse­jar a todos los hombres prudentes, que hayan vivido expe­riencias tan extraordinarias como la mía, incluso menos ex­traordinarias, que no subestimen las insinuaciones secretas de la Providencia y hagan caso a esa inteligencia invisible, que no debo ni puedo tratar de explicar, pero que, sin duda, constituye una prueba irrefutable de la existencia del espíritu y de la comunicación secreta entre los espíritus encarnados y los inmateriales. Durante el resto de mi solitaria residencia en este sombrío lugar, tuve ocasión de presenciar asombro­sas pruebas de esto.

Pienso que al lector no le parecerá extraño que confiese que todas estas ansiedades, los peligros constantes y las preocupaciones que me acechaban en este momento, pu sieron fin a mi ingenio y a todos los esfuerzos destinados a mi futuro bienestar. Ahora debía velar por mi seguridad más que por mi sustento. No me atrevía a clavar un clavo ni a cortar un trozo de leña por temor a hacer ruido; mucho me­nos, disparar un arma, por el mismo motivo y, sobre todo, me inquietaba hacer fuego, temiendo que el humo, visible a gran distancia, me traicionase. Por esta razón, trasladé la parte de mis actividades que requerían fuego, como la fabri­cación de cacharros, pipas y otros objetos, a mi nueva mo­rada del bosque, donde, al cabo de un tiempo, encontré, para mi indecible consuelo, una gran caverna natural en la que ningún salvaje habría osado entrar, aunque se encontra­ra en su entrada, ni nadie que no se encontrara como yo, buscando un refugio seguro.

La entrada de la cueva estaba al pie de una gran roca, donde, por mera casualidad (diría esto si no tuviese abun­dantes razones para atribuir todas estas cosas a la Providen cia), me encontraba cortando unas gruesas ramas de árboles para hacer carbón. Pero antes de proseguir, debo explicar la razón por la que hacía este carbón y que era la siguiente:

Como ya he dicho, tenía mucho miedo de hacer fuego cerca de mi casa. Sin embargo, no podía vivir sin hornear mi pan y sin cocinar mi carne y otros alimentos. Así, pues, quemaba la madera en el bosque, como había visto que se hacía en Inglaterra, la cubría con tierra hasta que se carboni­zaba. Luego apagaba el fuego y llevaba a casa el carbón, que utilizaba para todos los menesteres que requerían fue­go, sin el riesgo del humo.

Pero esto es solo incidental. Mientras estaba cortando madera, advertí una especie de cavidad detrás de una rama muy gruesa de un arbusto y sentí curiosidad por mirar en el interior. Cuando llegué a la entrada, no sin mucha dificultad, vi que era muy amplia, es decir, que cabía de pie y, tal vez, con otra persona. Pero debo confesar que salí con más pri­sa de la que había entrado, pues al mirar al fondo, que esta­ba totalmente oscuro, divisé dos grandes ojos brillantes. No sabía si eran de diablo o de hombre pero parpadeaban como dos estrellas con la tenue luz que se filtraba por la entrada de la cueva.

No obstante, después de una breve pausa, me repuse y comencé a decirme que era un tonto, que si había vivido veinte años solo en una isla no podía tener miedo del diablo y que en esa cueva no había nada más aterrador que yo mis­mo. En seguida recobré el valor, hice una gran tea y volví a entrar con ella en la mano. No había dado tres pasos cuan­do volví a asustarme como antes, pues oí un fuerte suspiro, como el lamento de un hombre, seguido por un ruido entre­cortado que parecía un balbuceo y, luego, por otro suspiro fuerte. Retrocedí y estaba tan sorprendido que un sudor frío me recorrió todo el cuerpo y si hubiese tenido un sombrero, no habría podido responder por él, pues mis cabellos eriza­dos lo hubieran elevado por el aire. Pero saqué valor de donde pude y me reanimé un poco con la idea de que el poder y la presencia de Dios estaban en todas partes y me protegerían. Volví a dar unos pasos y, gracias a la luz de la tea, que sostenía un poco más arriba de mi cabeza, descu­brí, tumbado en la tierra, un monstruoso y viejo macho cabrío, que parecía a punto de morir de pura vejez.

Le agité un poco para ver si lograba sacarlo de ahí y el animal intentó, en vano, ponerse en pie. Entonces pensé que podía quedarse donde estaba pues, del mismo modo que me había asustado a mí, podía asustar a los salvajes que se atrevieran a entrar en la cueva mientras le quedara algo de vida.

Repuesto de mi sorpresa, comencé a mirar a mi alrede­dor y me di cuenta de que la cueva era bastante pequeña, es decir, que medía unos doce pies pero no tenía una forma re gular, ni redonda ni cuadrada, ya que las únicas manos que habían trabajado en ella eran las de la naturaleza. También observé que en uno de los costados había una apertura que se prolongaba hacia adentro pero era tan baja que me obli­gaba a entrar arrastrándome. Tampoco sabía a dónde lleva­ba y como no tenía velas, no seguí explorando. Decidí que, al día siguiente, regresaría con velas y una yesca que había hecho en la empuñadura de un mosquete con un poco de pólvora.

Al otro día, volví con seis grandes velas hechas por mí, pues ahora hacía muy buenas velas con el sebo de las ca­bras, y, andando a gatas, avancé por la cavidad unas diez yardas, lo cual, dicho sea de paso, era una aventura bastan­te arriesgada, si se considera que no sabía hasta dónde lle­gaba aquel pasadizo ni lo que podría encontrar más adelan­te. Cuando llegué al final de este, advertí que el techo se ele­vaba casi veinte pies, y puedo asegurar que en toda la isla se podía presenciar un espectáculo más maravilloso que la bó­veda y los costado de esta cueva o caverna. En las paredes se reflejaba la luz de mis dos velas multiplicada por cien mil. Me imaginaba que en la roca había diamantes u otras pie­dras preciosas, pero no lo sabía con certeza.

Aunque estaba totalmente a oscuras, la gruta era el lu­gar más delicioso que podría imaginarse. El suelo estaba seco y bien nivelado; lo cubría una fina capa de gravilla suelta y fina. No había animales venenosos o nauseabundos ni hu­medad en las paredes o el techo. La única dificultad estaba en la entrada, la cual, me parecía ventajosa, ya que me pro­porcionaba el refugio que necesitaba. Este descubrimiento me llenó de júbilo y decidí transportar allí, sin demora, algu­nas de las cosas que más me preocupaban, en especial, la pólvora y todas las armas que tenía de reserva, a saber: dos de las tres escopetas de caza y tres de los ocho mosquetes que tenía. Dejé los otros cinco en mi castillo, montados como si fueran cañones en el muro exterior, y podía disponer de ellas, igualmente, si hacía alguna expedición.

Para transportar las municiones, tuve que abrir el barril de pólvora húmeda que había rescatado del mar. Me di cuenta de que el agua había penetrado por todos los costa dos unas tres o cuatro pulgadas y que la pólvora, al secarse y endurecerse, había formado una corteza que protegía el interior como la cáscara de una fruta. De este modo, tenía unas sesenta libras de pólvora buena en el centro del barril, lo que me sorprendió muy gratamente. La llevé toda a la gruta, salvo dos o tres libras que conservé en el castillo por temor a cualquier contingencia. Llevé, además, todo el plo­mo que tenía reservado para hacer balas.

Me sentía como uno de esos antiguos gigantes que, se­gún se dice, vivían en cavernas y cuevas en las rocas, a las que nadie podía llegar, pues, mientras me hallaba en ese re fugio, me convencí de que ningún salvaje podría encontrar­me y, si lo hacía, jamás se atrevería a atacarme en ese lugar. El viejo macho cabrío, que estaba moribundo cuando lo encontré, murió al día siguiente en la entrada de la cueva y me pareció más fácil cavar un hoyo para echarlo en él y cu­brirlo con tierra, que arrastrarlo hasta afuera; así que lo en­terré para evitar el mal olor.

Llevaba veintitrés años en la isla y estaba tan familiariza­do con ella y con mi estilo de vida que, si hubiese tenido la certeza de que los salvajes no vendrían a perturbarme, me habría resignado a capitular y pasar allí el resto de mi vida, hasta el día en que me echara a morir, como el viejo macho cabrío, en la gruta. También había encontrado algunos pe­queños entretenimientos y diversiones que hacían transcurrir el tiempo más rápida y plácidamente que antes. En primer lugar, como ya he dicho, le había enseñado a hablar a mi Poll y lo hacía con tanta familiaridad, tan clara y articuladamen­te, que me proporcionaba una gran satisfacción. Convivió cerca de veintiséis años conmigo y no sé cuántos más vivió, pues, según se creía en el Brasil, vivían casi cien años. Acaso el pobre Poll aún siga vivo y llamando al pobre Robinson Crusoe. Espero que ningún inglés tenga la mala suerte de ir allí y de escucharlo porque, con seguridad, cree­rá que se trata del demonio. Mi perro me brindó una agra­dable y cariñosa compañía durante casi dieciséis años y mu­rió de puro viejo. En cuanto a los gatos, se multiplicaron, como he dicho, hasta el punto que tuve que matar a muchos de ellos para evitar que me devorasen a mí junto con todas mis provisiones. Finalmente, después que murieron los dos que me había traído, los demás, a fuerza de perseguirlos constantemente y privarlos de alimento, huyeron a los bos­ques y se volvieron salvajes. Solo dos o tres favoritos, cuyas crías ahogaba apenas nacían, formaron parte de mi familia. También conservaba siempre dos o tres cabras domésticas, que aprendieron a comer de mi mano, y dos loros más que hablaban bastante bien y me llamaban Robinson Crusoe. Mas ninguno como el primero, aunque, a decir verdad, nun­ca me preocupé por ellos como por aquel. Tenía, además, algunas aves marítimas, cuyo nombre desconozco, a las que capturé en la playa y les corté las alas. Como las pequeñas estacas que había plantado delante del castillo crecieron hasta formar un espeso follaje, estas aves vivían y se repro­ducían en las copas de los árboles bajos, lo cual me resulta­ba muy agradable. De este modo, como he dicho, empecé a sentirme muy complacido con mi vida, con la única excep­ción del temor por los salvajes.

Pero estaba previsto que las cosas fuesen de otro modo y, tal vez, no sea inútil para todos los que lean mi historia, hacer esta justa observación: Cuántas veces, en el curso de nuestras vidas, ocurre que el mal que procuramos evitar, y que nos parece terrible cuando nos enfrentamos a él, resul­ta el verdadero camino de nuestra salvación, el único a tra­vés del cual podemos librarnos de nuestras desgracias. Podría dar muchos ejemplos de esta situación, a lo largo de mi inenarrable existencia, pero ninguno tan notable como lo que me ocurrió en los últimos años de mi solitaria resi­dencia en esta isla.

Corría el mes de diciembre de mi vigesimotercer año en este lugar y, como ya he dicho estábamos en pleno solsticio austral, pues no podría llamarlo invierno. Esta época era muy importante para mi cosecha, que requería de mi cons­tante presencia en el campo. Una mañana, muy temprano, casi antes de la salida del sol, advertí con sorpresa el res­plandor de un fuego en la playa, a unas dos millas de donde me hallaba, y en dirección al extremo de la isla donde, como ya he observado, habían estado los salvajes; mas no en el lado opuesto de la isla, sino en el mío.

El espectáculo me aterrorizó y me quedé cerca de mi ar­boleda, por temor a ser sorprendido. Aun así, no me sentía tranquilo, pues, si en sus incursiones por la isla, los salvajes descubrían mi cereal, sembrado o segado, o cualquiera de mis obras y mejoras deducirían inmediatamente que la isla estaba habitada y no descansarían hasta encontrarme. Terriblemente angustiado, regresé directamente a mi casti­llo, recogí la escalera e intenté darle un aspecto tan natural y agreste como pude.

Entonces, me atrincheré y me preparé para la defensa. Cargué toda mi artillería, como solía llamarla, es decir, los mosquetes colocados en la nueva fortificación y todas las pistolas, y decidí defenderme hasta el último suspiro, no sin antes encomendarme fervorosamente a la divina protec­ción y rogarle a Dios que me librase de caer en manos de los bárbaros. Permanecí en esa posición más de dos horas pero, más tarde, comencé a sentirme impaciente por saber lo que ocurría fuera, ya que no tenía espías que me lo infor­maran.

Aguardé un poco más, pensando qué debía hacer en esta situación, mas no pude resistir por más tiempo en la ignorancia; así que apoyé la escalera en el costado de la roca para subir hasta donde se formaba una suerte de plataforma. Luego la retiré y volví a colocarla hasta que llegué a la cima de la colina. Allí me acosté boca abajo sobre la tierra y cogí el catalejo que había llevado con toda intención para observar el sitio. Descubrí a unos cinco salvajes desnudos, sentados alrededor de una pequeña fogata, no para calentarse, pues no tenían necesidad de ello, ya que el clima era extremadamente caluroso, sino, como supuse, para preparar alguno de sus horribles festi­nes de carne humana, que habían traído consigo, no sé si viva o muerta.

Habían llegado en dos canoas que estaban varadas en la orilla y, como la marea estaba baja, me pareció que aguar­daban a que subiera para marcharse. No es fácil imaginar la inquietud que me provocó este espectáculo y, muy especial­mente, que estuvieran en mi lado de la isla y tan próximos a mí. Mas cuando pensé que siempre debían venir cuando ba­jara la marea, comencé a tranquilizarme y contentarme pensando que podría salir sin peligro cuando la marea estu­viese alta, a no ser que hubiesen llegado antes a la orilla. Con esta idea, salí a realizar las tareas propias de la cosecha con cierta tranquilidad.

Sucedió tal y como lo había previsto, pues, apenas la corriente se puso hacia el oeste, los vi meterse en sus ca­noas y alejarse con la ayuda de sus remos. Debo observar que, antes de partir, estuvieron cerca de una hora bailando, pues podía discernir claramente sus gestos y movimientos con mi catalejo. Pude apreciar, mediante una minuciosa ob­servación, que estaban completamente desnudos, sin el me­nor vestigio de vestimenta sobre sus cuerpos pero no pude distinguir si eran hombres o mujeres.

Tan pronto como se embarcaron y partieron, salí con mis dos escopetas al hombro, dos pistolas en la cintura y mi gran sable sin vaina, colgado a un costado. Subí a la colina, donde los había visto por primera vez, tan velozmente como pude. Tardé aproximadamente dos horas en llegar (pues el peso de las armas me impedía correr más rápida­mente). Allí me di cuenta de que había otras tres canoas de los salvajes y, al mirar a lo lejos, los vi a todos juntos en el mar navegando rumbo al continente.

Cuando descendí a la playa, pude observar el terrible es­pectáculo de su sangriento festín: la sangre, los huesos y los trozos de carne humana, felizmente comida y devorada por aquellos miserables. Estaba tan indignado ante lo que veían mis ojos, que comencé a premeditar la forma de destruir a los próximos que volviera a ver por allí, sin importarme quiénes ni cuántos fueran.

Me pareció evidente que sus visitas a la isla no eran muy frecuentes, pues transcurrieron más de quince meses antes de que regresaran; es decir, que durante todo ese tiempo, no volví a encontrar huellas ni señales de ellos, ya que, en la época de lluvias, no podían salir de sus moradas, o, al me­nos, alejarse tanto. Sin embargo, durante todo este tiempo viví inquieto a causa del constante miedo a ser tomado por sorpresa, por lo que puedo decir que temer al mal es mucho peor que padecerlo, en especial, cuando es imposible libe­rarse de ese temor.

Durante todo este tiempo, me sentía invadido por un sentimiento criminal y pasaba muchas horas, que pude ha­ber empleado en mejores asuntos, imaginando cómo cer carlos y atacarlos la próxima vez que los viera, en especial, si venían en dos grupos como la vez anterior. No se me ocurrió en aquel momento, que si mataba a uno de los gru­pos, formado por diez o doce salvajes, según mis cálculos, al día siguiente, o a la semana o el mes siguiente, debía matar otro y así, ad infinitum, hasta convertirme en un asesino de la misma calaña que estos caníbales, si no peor.

Pasaba los días en medio de una gran perplejidad e in­quietud, esperando caer, de un momento a otro, en manos de estas despiadadas criaturas. Si alguna vez me aventuraba a sa lir, lo hacía mirando con el mayor cuidado a mi alrededor y to­mando todas las precauciones imaginables. Ahora me daba cuenta, para mi consuelo, de cuán acertada había sido mi de­cisión de tener un rebaño o manada de cabras domésticas, pues no me atrevía a disparar mi escopeta, sobre todo, en el lado de la isla donde solían venir los salvajes, por miedo a aler­tarlos. Si bien es posible que hubiesen huido la primera vez, con seguridad, habrían vuelto al cabo de algunos días con dos o tres centenares de canoas y yo sabría muy bien qué esperar. Sin embargo, transcurrieron un año y tres meses antes de que volvieran los salvajes, como contaré más adelante. Es muy probable que hubiesen venido dos o tres veces pero no se quedaron, o, al menos, yo no los escuché. Mas, en el mes de mayo de mi vigesimocuarto año, según mis cálculos, tuve un encuentro con ellos.

Durante los quince o dieciséis meses que he mencio­nado, me sentí muy perturbado. Dormía inquieto, tenía sueños horribles y, a menudo, despertaba sobresaltado. Durante el día, me oprimían las preocupaciones y, por la noche, soñaba que mataba a los salvajes y buscaba justifica­ciones para ello. Pero dejemos esto por un momento. Fue a mediados de mayo, me parece que el día 16 según lo indica­ba mi pobre calendario de madera, pues seguía registrando los días en el poste; digo que sería el 16 de mayo, cuando se desató una violenta tormenta con muchos truenos y relám­pagos. La noche siguiente fue espantosa y no sé por qué, pero estaba leyendo la Biblia y haciendo graves reflexiones sobre mi situación, cuando me sorprendió lo que me pare­ció un cañonazo en el mar.

Esta era una sorpresa muy distinta de todas las que ha­bía experimentado hasta entonces, pues me hizo pensar en otras cosas. Me levanté tan rápidamente como pudiera ima ginarse y, en un momento, apoyé la escalera contra la roca y subí a la plataforma. Retiré la escalera nuevamente y subí hasta la cima de la colina, en el momento en que un res­plandor de fuego me anunció un segundo cañonazo, que en efecto, llegó hasta mis oídos casi medio minuto después. Por el sonido, supe que provenía de aquella parte del mar donde la corriente había arrojado mi bote.

Inmediatamente pensé que debía tratarse de un barco en peligro y que alguna otra embarcación le acompañaba, pues disparaba los cañones en señal de alarma para pedir socorro. En ese momento, presentí que si podía auxiliarlos, tal vez, ellos también me auxiliarían a mí, de modo que junté toda la madera seca que encontré a mano, hice una gran pila con ella y le prendí fuego en la cima de la colina. Como la madera estaba seca, prendió rápidamente y, aunque el vien­to soplaba con mucha intensidad, ardió lo suficiente como para que, si aquello era un barco, con toda certeza pudiera verla. En efecto, así ocurrió, pues, apenas ardió la llama, es­cuché otro cañonazo y, después, varios más, todos proce­dentes del mismo punto. Alimenté el fuego toda la noche hasta el amanecer y, cuando se hizo de día, y el aire se des­pejó, divisé algo en el mar, a gran distancia, al este de la isla, mas no podía precisar, ni siquiera con la ayuda del catalejo, si se traba de una vela o del casco de un navío.

Durante todo el día miré con frecuencia en aquella di­rección y pronto advertí que el objeto estaba inmóvil, así que deduje que era un barco anclado, pero como me halla ba ansioso por saberlo con certeza, como puede suponerse, cogí la escopeta y corrí hacia el extremo sur de la isla, hasta las rocas a las que había sido arrastrado por la corriente. Cuando llegué hasta allí, puesto que el día estaba completa­mente despejado, pude ver claramente y para mi mayor desconsuelo, el naufragio de un barco, arrojado durante la noche contra las rocas sumergidas que había hallado en mi excursión con la piragua. Estas rocas, resistiendo a la violencia de la corriente, formaban una especie de contra­corriente o remolino, que me había librado de la situación más desesperada de toda mi vida.

Lo que constituye la salvación de un hombre, es la ruina de otro, pues, al parecer, estos hombres, quienes quiera que fueran, al no tener conocimiento de aquellas rocas, total mente ocultas por el agua, habían sido empujados contra ellas durante toda la noche por un fuerte viento del este y del este-noreste. Si la tripulación hubiese visto la isla, lo cual dudo mucho, habría intentado usar un bote para llegar a tierra. Mas los cañonzos que dispararon en señal de auxi­lio, en especial, cuando vieron mi fogata, tal como imagino, me llenaron la cabeza de pensamientos. Primero pensaba que, al ver mi fuego, se habían lanzado en el bote para lle­gar a la orilla pero, tal vez, la fuerte marea los había hecho zozobrar. En otras ocasiones imaginaba que habían perdido el bote desde el principio, como suele pasar cuando las olas azotan la nave, lo que obliga a los hombres a destrozarlo y arrojarlo al mar. Otras veces, imaginaba que los acompaña­ba otro navío, o navíos, que, alertados por las señales de au­xilio, los habían socorrido y rescatado. Por momentos, pen­saba que todos habían embarcado en el bote y habían sido arrastrados por la misma corriente que me había arrastrado a mí, hacia el vasto océano, donde no encontrarían más que agonía y muerte; o, tal vez, agobiados por el hambre, a es­tas alturas se estarían comiendo unos a otros.

Pero como todo aquello no eran más que conjeturas, en la situación que me hallaba no podía hacer otra cosa que lamentar la desgracia de aquellos pobres hombres y apia darme de ellos, lo cual, me hacía sentir cada vez más agra­decido a Dios, por la felicidad y la abundancia que me había prodigado en mi desolada situación y por haber permitido que, de dos tripulaciones que habían naufragado en aquellas costas, yo fuese el único superviviente. Comprendí, nueva­mente, que es muy raro que la Providencia divina nos arroje en una situación tan deplorable o en una miseria tan grande como para que no encontremos algún motivo de gratitud o reconozcamos que hay otros en peores circunstancias que las nuestras.

Aquella había sido, sin duda, la suerte de estos hom­bres y no tenía razones para suponer que alguno de ellos se hubiese salvado. No podía esperar ni desear que no hu biesen muerto todos, a no ser que hubiesen sido rescatados por otra embarcación, lo cual era muy poco probable, pues no veía ninguna señal o rastro de que algo así hubiese su­cedido.

No puedo hallar las palabras precisas para expresar la extraña melancolía y los ardientes deseos que este naufra­gio suscitó en mi espíritu y que me hacían exclamar: «¡Oh, si al menos uno o dos, es más, solo un ser se hubiese salvado de este naufragio, o hubiese podido llegar hasta aquí, para que yo pudiese tener un compañero, un semejante con quien poder hablar y conversar!» En todo el transcurso de mi vida solitaria, nunca había deseado tanto la compañía humana, ni había sentido una pena tan profunda por no tenerla.

Tenemos unos resortes secretos en el corazón que, mo­vidos por algún objeto, presente o ausente, que se muestra ante nuestra imaginación, impulsan nuestra alma con tan ta fuerza hacia ese objeto que su ausencia se vuelve inso­portable.

Tal era mi ferviente deseo de que tan solo un hombre se hubiese salvado: «¡Oh, si tan solo uno se hubiese salvado!», repetía una y mil veces: «¡Oh, si tan solo uno se hubiese sal vado!» Estaba tan trastornado por este deseo, que cuando decía esas palabras, entrelazaba las manos y apretaba tanto los dedos, que si hubiese tenido algo frágil entre ellas, lo ha­bría roto involuntariamente; y apretaba los dientes con tan­ta fuerza, que a veces no podía separarlos.

Dejemos que los naturalistas expliquen estas cosas, su razón y su forma de ser. Lo único que puedo hacer yo, es describir un hecho que me sorprendió cuando tuvo lugar, y cuya procedencia ignoro del todo. Seguramente, se debió al efecto de mis ardientes deseos y la fuerza de mis pensa­mientos, de imaginar el consuelo que me habría proporcio­nado conversar con un cristiano como yo.

Pero no estaba previsto de ese modo. Su destino, el mío o el de todos, lo impedía, pues hasta mi último año de permanencia en esta isla, ignoré si alguien se había salva do de aquel naufragio. Solo alcancé a ver, para mi desdi­cha, el cuerpo de un joven marinero que llegó al extremo de la isla más próximo al lugar del naufragio. Solo llevaba puestos una casaca marinera, un par de calzones de paño abiertos en las rodillas y una camisa de lienzo azul, pero nada que me permitiese adivinar de qué nación provenía. En sus bolsillos no había más que dos piezas de a ocho y una pipa. Esta última, para mí, valía diez veces más que el dinero.

El mar se había calmado y estaba empeñado en aventu­rarme a llegar al barco en la piragua. Tenía la certeza de que encontraría cosas de utilidad a bordo pero no era eso lo que me impulsaba, sino la esperanza de encontrar algún ser a quien pudiese salvarle la vida, y con ello, reconfortar la mía en sumo grado. Me aferré de tal modo a esta idea, que no encontraba reposo ni de día ni de noche y solo pensaba en llegar hasta la nave en mi bote. Me encomendé a la Provi­dencia de Dios, sabiendo que el impulso era tan fuerte que no podía resistirme a él, que debía provenir de algún invisi­ble designio y que me arrepentiría si no lo hacía.

Dominado por esta impresión, corrí hacia mi castillo a prepararme para el viaje. Cogí una buena porción de pan, una gran vasija de agua fresca, una brújula para orientar me, una botella de ron, pues aún tenía bastante en la reser­va, y un cesto lleno de pasas. Cargado con todo lo necesa­rio para el viaje, me dirigí hacia la piragua, le vacié el agua, deposité en ella el cargamento y la eché al mar. Luego regresé a casa para recoger el segundo cargamento, que consistía en un gran saco de arroz, la sombrilla, que me co­locaría sobre la cabeza para que me protegiera del sol, otra vasija llena de agua, casi dos docenas de panes o tortas de cebada, una botella de leche de cabra y un queso. Llevé todo esto a la piragua, no sin mucho esfuerzo y sudor, y, rogándole a Dios que guiara mi viaje, me puse a remar en dirección noreste a lo largo de la costa hasta llegar al ex­tremo de la isla. Ahora tenía que decidir si me aventuraba a lanzarme al océano. Observé las rápidas corrientes que pasaban a ambos lados de la isla y me parecieron tan terri­bles, por el recuerdo del peligro en que me había encon­trado, que comencé a perder valor, pues me daba cuenta de que si caía en una de ellas, sería arrastrado mar adentro y perdería de vista la isla. Si esto ocurría, como mi piragua era muy pequeña, la menor ráfaga de viento me perdería irremediablemente.

Esta idea me angustió tanto que comencé a darme por vencido. Conduje mi bote a una pequeña ensenada en la orilla, salí y me senté en un pequeño promontorio de tierra, muy pensativo y ansioso, debatiéndome entre el miedo y el deseo de realizar la expedición. Mientras pensaba, observé que la marea comenzaba a subir, lo que, por unas cuantas horas, me impediría volver a salir al mar. Entonces, pensé que debía subir a la parte más elevada que pudiese encon­trar para observar los movimientos de las corrientes cuando subiera la marea y, de este modo, poder juzgar si había algu­na que me trajese rápidamente de vuelta a la isla, en caso de que otra me alejara de ella. No bien hube pensado esto, me fijé en una pequeña colina que dominaba ambos lados, des­de donde podía ver claramente la dirección de las corrientes y el rumbo que debía seguir para regresar. Allí pude obser­var que la corriente de bajamar partía del extremo sur de la isla mientras que la de pleamar regresaba por el norte, de modo que, no tenía más que dirigirme hacia la punta sep­tentrional de la isla para regresar sin dificultad.

Animado con esta observación, decidí partir a la maña­na siguiente con la primera marea. Pasé toda la noche en la canoa, cubierto con el gran capote que mencioné ante riormente y me lancé al mar. Primero navegué un corto trecho rumbo al norte, hasta que me sentí arrastrado por la corriente que iba hacia el este. Esta me impulsó con bas­tante fuerza, pero no tanta como lo había hecho anterior­mente la corriente del sur, lo que me permitió seguir gober­nando el bote. Remando enérgicamente, me acerqué a toda velocidad al barco y, en menos de dos horas, llegué hasta él.

Era un espectáculo desolador; el barco, de construcción española, estaba encallado entre dos rocas. La popa y uno de sus costados habían sido destrozados por el mar y, como el castillo de proa se había estrellado contra las rocas, el palo mayor y el trinquete se habían quebrado, aunque el bau­prés seguía intacto, así como la proa. Cuando me acerqué, apareció un perro, que, al verme, comenzó a aullar y a ge­mir. Apenas lo llamé, saltó al mar para venir hasta mí y lo llevé al bote. Estaba muerto de hambre y sed. Le di un pe­dazo de pan y se lo comió como si fuese un lobo famélico que hubiese pasado quince días sin alimento en la nieve. Después le di un poco de agua y, si lo hubiese dejado, el po­bre animal habría bebido hasta reventar.

Luego subí a bordo y lo primero que divisé fueron dos hombres ahogados en la cocina, sobre el castillo de proa, que estaban abrazados. Deduje que, posiblemente, al desatarse la tormenta, el barco se había encallado y los embates del mar debieron ser tan fuertes y tan constantes, que aquellos pobres hombres, no pudieron resistir y se ha­bían ahogado como si estuviesen bajo el agua. Aparte del perro, no había otro ser viviente en el barco y todo su car­gamento, según pude comprobar, se estropeó con el agua. Había algunos toneles de licor en el fondo de la bodega, que pude ver cuando el agua se retiró, mas no sabía si con­tenían vino o brandy; amén de que eran demasiado grandes para transportarlos. Vi varios cofres, que, sin duda, perte­necían a los marineros y los llevé al bote sin examinar su contenido.

Si en lugar de la popa tan solo se hubiese destrozado la proa, estoy seguro de que mi viaje habría sido más fructífe­ro, pues por el contenido de esos dos cofres, podía imagi nar con razón, que el barco llevaba muchas riquezas a bor­do. Supongo, por el rumbo que llevaba, que partió de Buenos Aires o del Río de la Plata en la América meridional, más allá de Brasil, en dirección a La Habana, en el golfo de México y, de allí, seguramente a España. Sin duda, trans­portaba un gran tesoro, si bien bastante inútil para todos en este momento. Qué pudo haber sido del resto de la tripula­ción, tampoco lo sabía.

Aparte de los cofres, encontré un pequeño barril lleno de licor, de unos veinte galones, que llevé hasta mi bote con gran dificultad. Había numerosos mosquetes en una cabina y un gran cuerno que contenía unas cuatro libras de pólvo­ra. Como los mosquetes no me servían, los dejé, pero me llevé el cuerno de pólvora, así como una pala y unas tenazas que me hacían mucha falta, dos pequeñas vasijas de bronce, una chocolatera de cobre y una parrilla. Con este carga­mento y el perro, me puse en marcha cuando la corriente comenzó a fluir hacia la isla. Esa misma tarde, casi una hora antes del anochecer, llegué a tierra extenuado.

Aquella noche dormí en el bote y, al amanecer, decidí llevar lo que había rescatado a mi nueva cueva y no al casti­llo. Después de refrescarme, llevé todo mi cargamento a la playa y comencé a examinarlo. El tonel de licor contenía una especie de ron, distinto al que teníamos en Brasil, es decir, bastante malo. Mas cuando abrí los cofres, hallé mu­chas cosas de gran utilidad, como, por ejemplo, una caja de botellas extraordinarias, llenas de cordiales exquisitos. Las botellas eran de tres pintas y tenían la tapa recubierta de plata. Encontré dos botes de dulces deliciosos, tan bien cerrados, que el agua salada no los había estropeado, pero había otros dos, que sí se habían estropeado. Encontré algu­nas camisas muy buenas, casi media docena de pañuelos de lino blanco y corbatas de colores; los primeros me venían muy bien para secarme el sudor de la cara en los días de ca­lor. Aparte de esto, al llegar al fondo del cofre, encontré tres grandes sacos llenos de piezas de a ocho, que sumaban unas mil cien piezas en total. En uno de ellos, envueltos en papel, había seis doblones de oro y algunos lingotes de oro que, en total, podían pesar cerca de una libra.

En el otro cofre encontré algunas cosas de poco valor. Por su contenido, el cofre debía pertenecer al artillero, aun­que no encontré pólvora, con la excepción de unas dos li bras de pólvora escarchada61, guardada en tres pequeños frascos y, seguramente, destinada a usarse para la caza. En resumidas cuentas, conseguí muy pocas cosas de utilidad en el viaje, pues, el dinero no me servía de nada; era como el polvo bajo mis pies, y lo habría cambiado todo por tres o cuatro pares de zapatos ingleses y calcetines, que desde ha­cía mucho tiempo necesitaba. Tenía dos pares de zapatos, que les había quitado a los dos hombres ahogados que hallé en el barco, y luego encontré otros dos pares en uno de los cofres, los cuales me venían muy bien, aunque no eran como nuestros zapatos ingleses, ni por su comodidad ni su resistencia; más bien, eran lo que solemos llamar escarpi­nes. En este cofre también encontré cincuenta piezas de a ocho en reales, pero no encontré oro, por lo cual, supuse que debía pertenecer a un hombre más pobre que el dueño del primero, que, seguramente, sería un oficial.

61 Los granos de la mejor pólvora se barnizaban con grafito para evi­tar que ardieran rápidamente y fueran más seguros.

No obstante, llevé el dinero a mi casa en la cueva y lo guardé, como lo había hecho con el que había rescatado de nuestro barco. Era una lástima, ya lo he dicho, que no pu diese encontrar el resto del cargamento que venía en el bar­co, pues estoy seguro de que habría podido cargar mi canoa varias veces con dinero y, si algún día lograba escapar a Inglaterra, lo habría dejado a salvo en la cueva hasta que pu­diese regresar a buscarlo.

Después de haber desembarcado todas mis pertenen­cias y guardarlas en un lugar seguro, regresé al bote, remé a lo largo de la costa hasta la vieja rada y allí lo dejé. Luego re gresé tan rápidamente como pude a mi hogar, donde hallé todo seguro y en orden. Entonces comencé a sentirme más tranquilo y reanudé mis antiguas costumbres y mis labores domésticas. Por un tiempo, logré vivir tranquilamente, si bien estaba más atento que antes y salía mucho menos. Si alguna vez salía libremente, era siempre por la parte orien­tal de la isla, donde estaba casi seguro de que no llegaban los salvajes y, por tanto, no tenía que tomar demasiadas precauciones, ni andar cargado de tantas armas y municio­nes, como cuando iba en la otra dirección.

Viví casi dos años más en estas condiciones pero mi des­dichada cabeza, que parecía haber sido creada para la des­gracia de mi cuerpo, se llenaba de planes y proyectos para escapar de la isla. A veces, pensaba hacer otra expedición al barco naufragado, aunque la razón me decía que no hallaría nada en él que compensara el riesgo del viaje. Otras veces, contemplaba la idea de ir a una u otra parte y creo firmemente que si hubiese contado con la chalupa en la que huí de Salé, me habría aventurado a navegar, sin saber a dón­de iba.

He sido, en todas las circunstancias de mi vida, un vivo ejemplo de aquellos que padecen de esta plaga general que ataca a la humanidad, de donde proceden, a mi entender, la mitad de las desgracias que ocurren en el mundo; me refiero a la inconformidad con los designios de Dios y la naturaleza. No quiero hablar de mi estado inicial ni de mi resistencia a los excelentes consejos de mi padre, lo cual considero como mi pecado original; ni de los errores simila­res que cometí y que me llevaron a esta miserable situación. Si la misma Providencia que me había destinado a estable­cerme felizmente en Brasil como hacendado, hubiese puesto límites a mis deseos; si me hubiese conformado con avan­zar poco a poco, a estas alturas (me refiero al tiempo que llevo viviendo en esta isla) sería uno de los hacendados más prósperos de Brasil, pues, a juzgar por los progresos que hi­ce en el poco tiempo que viví allí, y los que habría hecho de no haberme marchado, seguramente tendría unos cien mil moidores62. ¿Por qué tenía que abandonar una fortuna establecida y una buena plantación, en pleno crecimiento y desarrollo, para embarcarme rumbo a Guinea en busca de negros, cuando con paciencia y tiempo hubiese acrecenta­do mi fortuna, de tal modo que hubiese podido comprarlos a los que se ocupan del tráfico de negros desde mi propia casa? Incluso, si hubiese tenido que pagar algo más por ellos, la diferencia en el precio, no valía el riesgo tan des­medido.

Pero estas cosas suelen pasarles a los jóvenes y la refle­xión sobre ellas, es, normalmente, ejercicio de la edad avan­zada o de una experiencia que se paga demasiado cara. Yo me hallaba en esta etapa y, sin embargo, el error se había arraigado tan profundamente en mi naturaleza, que no era capaz de contentarme con mi situación, sino que me dedi­caba continuamente a pensar en los medios y posibilidades de huir de este lugar. Para poder relatar el resto de mi histo­ria, con mayor placer del lector, no sería inadecuado hacer un recuento de los primeros planes de mi alocada huida y las directrices que seguí para ejecutarlo.

62 Moidor: Antigua moneda de oro portuguesa que equivalía a unos 27 chelines. Su nombre proviene del portugués moeda d'ouro.

Me hallaba en mi castillo, y después del último viaje al barco naufragado, había dejado mi embarcación a salvo bajo el agua, como de costumbre, y mi situación había vuel to a ser la de antes. Mi fortuna había crecido pero no era más rico por ello, pues me valía lo que a los indios del Perú antes de la llegada de los españoles.

Una de esas noches lluviosas de marzo, en el vigesimo­cuarto año de vida solitaria, me encontraba despierto en mi lecho o hamaca. Disfrutaba de buena salud, pues no me do lía nada, ni me hallaba indispuesto o febril, ni más intranqui­lo que de costumbre. No obstante, no podía conciliar el sue­ño y no pegué ojo en toda la noche por lo que voy a narrar a continuación.

Sería tan imposible como inútil relatar la cantidad de pensamientos que giraban en mi cabeza esa noche. Repasé toda la historia de mi vida en miniatura o en resumen, como podría decirse, antes y después de mi llegada a la isla.

Al pensar en lo que me había ocurrido desde mi llegada a las costas de esta isla, comparaba la tranquilidad con la que transcurrían mis asuntos durante los primeros años con el estado de ansiedad, miedo y cuidado en el que vivía desde que descubrí la huella de una pisada en la arena. No se trata­ba de creer que los salvajes no hubiesen frecuentado la isla antes de este descubrimiento; incluso, que no hubiesen ve­nido cientos de ellos hasta la costa, pero como en aquel mo­mento no lo sabía, no sentía ningún temor. Mi satisfacción era total, aunque estuviese expuesto al mismo peligro y me sentía tan feliz de ignorarlo como si, en realidad, no estuvie­ra amenazado por él. En esta situación, mis reflexiones eran fructíferas, en particular, la siguiente: que la Providencia ha­bía sido infinitamente buena al imponerles límites a la visión y la inteligencia de los hombres, que aunque caminen en medio de tantos miles de peligros, cuyo conocimiento tur­baría su espíritu y abatiría su alma, conservan la calma y la serenidad por el desconocimiento de las cosas que ocurren a su alrededor y los peligros que les acechan.

Después de reflexionar un poco sobre estos asuntos, comencé a considerar seriamente los peligros a los que ha­bía estado expuesto durante tantos años en esta isla, la cual había recorrido con toda la seguridad y la tranquilidad del mundo, sin saber que, tal vez, la cumbre de una colina, un árbol gigantesco o la simple caída de la noche, se habían in­terpuesto entre mí y la peor de las muertes, es decir, caer en manos de los caníbales y salvajes, que me habrían persegui­do como a una cabrá o una tortuga, pensando que, al ma­tarme y devorarme, no cometían un crimen mayor que el que yo realizaba al comerme una paloma o un chorlito. Estaría calumniándome a mí mismo si no digo que me sen­tía sinceramente agradecido a mi divino Salvador, a cuya singular protección, confieso humildemente, debía mi salva­ción, pues sin ella, habría caído inevitablemente en las des­piadadas manos de los salvajes.

Luego de estas consideraciones, comencé a reflexionar sobre la naturaleza de aquellas miserables criaturas, me re­fiero a los salvajes, y a preguntarme cómo era posible que el sabio Gobernador de todas las cosas, hubiese abandonado a algunas de sus criaturas a semejante inhumanidad, más aún, a algo peor que la brutalidad misma, como es devorar a los de su propia especie. No obstante, como esto no eran más que especulaciones (y, en aquel momento, completa­mente vanas) me puse a pensar en qué parte del mundo vi­vían estos miserables, a qué distancia se hallaba la tierra de la que provenían, por qué se aventuraban tan lejos de sus moradas, qué clase de embarcaciones utilizaban y por qué no podía ir hacia donde estaban ellos del mismo modo que ellos venían hasta donde estaba yo.

Nunca me detuve a pensar qué sería de mí cuando llega­ra allí, cuál sería mi suerte si caía en manos de los salvajes, ni cómo podría escapar si me capturaban. Tampoco pensa­ba en cómo podría alcanzar la costa sin que me vieran, lo que habría sido mi perdición, ni qué hacer, si lograba no caer en sus manos, para procurarme el sustento, ni mucho me­nos, el rumbo que debía tomar. Ni uno solo de estos pensa­mientos cruzó por mi mente, dominada por la idea de llegar al continente en mi piragua. Mi situación me parecía la más miserable del mundo y no podía imaginarme nada peor que la muerte. Pensaba que podría llegar al continente, donde, tal vez, hallaría consuelo, o navegar a lo largo de la costa, como lo había hecho en África, hasta llegar a algún lugar habitado, donde pudiese ser rescatado. Después de todo, tal vez encontraría un barco cristiano que me recogiese y, en el peor de los casos, moriría, lo cual pondría punto final a to­das mis desgracias. Es preciso advertir que todos estos pen­samientos provenían de mi turbación y mi impaciencia, exacerbadas por el recuerdo de los trabajos y las decepcio­nes que padecí a bordo del barco naufragado, donde estuve tan cerca de hallar lo que tanto deseaba: alguien con quien hablar, que me explicara dónde estaba y los medios posibles de liberarme. Por eso digo que todos estos pensamientos me tenían completamente trastornado. Mi calma y mi resig­nación a los designios de la Providencia, así como mi sumi­sión a la voluntad del cielo, parecían haberse interrumpido y no hallaba forma de distraer mis pensamientos del proyecto del viaje al continente, que me obsesionaba de tal modo que me resultaba imposible resistirlo.

Durante más de dos horas este deseo me invadió con tanta fuerza que me bullía la sangre y me alteraba el pulso como si el mero fervor de mis pensamientos me hubiese provocado fiebre. Entonces la naturaleza, como agotada y extenuada por mi obsesión, me arrojó en un profundo sue­ño. Podría pensarse que soñé con todo esto, mas no fue así. Soñé que salía de mi castillo una mañana, como de costum­bre, y veía dos canoas en la costa, de las cuales desembarca­ban once salvajes que llevaban consigo a otro de ellos, a quien iban a matar para, después, comérselo. De pronto, el salvaje al que iban a sacrificar, daba un salto y huía para salvarse. Me pareció ver en mi sueño que corría hacia la espesa arboleda frente a mi fortificación para ocultarse y, advirtiendo que estaba solo y que los otros no lo buscarían en esa dirección, me presentaba ante él y le sonreía. Entonces se arrodillaba ante mis pies, como pidiendo ayu­da y yo le mostraba la escalera y le hacía subir, le llevaba a la cueva y se convertía en mi servidor. Tan pronto tuve a este hombre conmigo, me dije: «Ahora sí puedo aventu­rarme hacia el continente, pues este compañero me servirá de piloto, me dirá qué debo hacer, dónde buscar provisio­nes, dónde no debo ir si no quiero ser devorado, hacia qué lugares debo aventurarme y cuáles debo evitar.» En esto desperté y me sentí invadido por la indescriptible sensación de felicidad que me había causado la perspectiva de mi liber­tad pero al volver en mí y descubrir que no era más que un sueño, me sentí igualmente invadido por la tristeza y el de­sencanto.

No obstante, llegué a la conclusión de que la única for­ma de llevar a cabo un intento de huida era con la ayuda de, algún salvaje y, de ser posible, alguno de los prisioneros que los salvajes traían para darles muerte y devorarlos. Mas aún quedaba otra dificultad que superar: era imposible ejecutar mi plan sin tener que atacar antes a toda una caravana de salvajes, lo cual suponía un acto desesperado, que podía fracasar. Por otra parte, dudaba mucho de la legitimidad de semejante acto y mi corazón se agitaba ante la idea de derramar tanta sangre, aunque fuera para salvarme. No tengo que repetir los argumentos contra este plan que se me ocurrían, pues son los mismos que he mencionado an­teriormente; solo que ahora tenía otros motivos, a saber, que aquellos hombres constituían una amenaza para mi vida y me comerían si tuviesen la oportunidad; que lo único que hacía era protegerme de semejante muerte; que ac­tuaba en defensa propia como si en verdad estuviesen ata­cándome; y cosas por el estilo. Pero, a pesar de que, como he dicho, tenía todos estos argumentos a mi favor, la idea de derramar sangre humana para salvarme me resultaba tan terrible que no lograba reconciliarme con ella en modo alguno.

Finalmente, después de una prolongada incertidumbre, pues todos estos argumentos se agitaron durante mucho tiempo en mi cabeza, mi vehemente deseo de liberación prevaleció sobre todo lo demás y decidí que, si era posible, echaría mano de alguno de aquellos salvajes a, toda costa. Ahora tenía que pensar en la forma de hacerlo y esto era lo más difícil. Mas, como no se me ocurrió nada, decidí poner­me en guardia y acecharlos cuando desembarcasen, dejan­do el resto a lo que aconteciese y haciendo lo que las cir­cunstancias requirieran.

Con esta resolución, me dediqué a observar la costa tantas veces como pude, lo cual llegó a causarme una pro­funda fatiga. Casi todos los días, durante un año y medio, me dirigía a la costa occidental de la isla para observar la lle­gada de sus canoas pero no aparecieron. Esto me desalentó mucho y comencé a sentir una gran inquietud, aunque en este caso no podía decir, como en ocasiones anteriores, que mi deseo hubiese disminuido en lo más mínimo. Más aún, cuanto más tardaban en llegar, más crecía mi ansiedad. En pocas palabras, mi preocupación inicial de no ser visto por estos salvajes y de evitar que me descubrieran era menor que mi actual deseo de caer sobre ellos.

Aparte de esto, imaginaba que capturaba a uno, mejor, a dos o tres salvajes y los convertía en mis esclavos, dispues­tos a hacer todo lo que les indicara y desprovistos de todos los medios para hacerme daño. Durante mucho tiempo abrigué esta idea pero todas mis fantasías se redujeron a nada, ya que nunca se presentó la ocasión de realizarlas. De repente, una mañana, muy temprano, divisé, para mi sor­presa, al menos cinco canoas en la playa en mi lado de la isla. La gente que viajaba en ellas había desembarcado y es­taba fuera del alcance de mi vista. Su número deshizo todos mis cálculos, pues solían venir cuatro o cinco, a veces más, en cada canoa y no tenía idea de lo que debía hacer para atacar yo solo a veinte o treinta hombres. Me quedé, pues, en mi castillo, perplejo y abatido. No obstante, adoptando la misma actitud que antes, me preparé, tal y como lo había previsto, para responder a un ataque y para afrontar cual­quier eventualidad que se presentara. Al cabo de una larga espera, atento a cualquier ruido que pudiesen hacer, me im­pacienté y, poniendo mis armas al pie de la escalera, trepé a lo alto de la colina en dos etapas, como siempre, y me aposté de forma que no pudieran verme bajo ningún con­cepto. Allí observé, con la ayuda de mi catalejo, que no eran menos de treinta hombres, que habían encendido una foga­ta y que estaban preparando su comida; mas no tenía idea del tipo de alimento que era ni del modo en que lo estaban cocinando. No obstante los vi danzar alrededor del fuego, como era su costumbre, haciendo no sé cuántas figuras y movimientos salvajes.

Mientras los observaba con el catalejo, vi que sacaban a dos infelices de los botes, donde los habían retenido hasta el momento del sacrificio. Observé que uno de ellos caía al suelo, abatido por un bastón o pala de madera, conforme a sus costumbres, e, inmediatamente, otros dos o tres se pu­sieron a despedazarlo para cocinarlo. Mientras tanto, la otra víctima permanecía a la espera de su turno. En ese mis­mo instante, aquel pobre infeliz, inspirado por la naturaleza y por la esperanza de salvarse, viéndose aún con cierta li­bertad, comenzó a correr por la arena a una gran velocidad, en dirección a mi parte de la isla, es decir, hacia donde esta­ba mi morada.

Sentí un miedo de muerte (debo reconocerlo) cuando lo vi correr hacia mí, especialmente, porque sabía que sería perseguido por los demás. Esperaba que mi sueño se cum pliera y que, en efecto, se refugiase en mi cueva. Mas no podía esperar que los otros no lo siguieran hasta allí. No obstante, permanecí en mi puesto y recobré el aliento cuan­do advertí que solo lo perseguían tres hombres y que él les llevaba una gran ventaja. Sin duda lograría escapar si soste­nía su carrera por espacio de media hora.

Entre ellos y mi morada se hallaba aquel río que men­cioné varias veces en la primera parte de mi historia, cuan­do describía el desembarco del cargamento que había resca tado del naufragio. Evidentemente, el pobre infeliz tendría que cruzarlo a nado, pues, de lo contrario, lo capturarían allí. Al llegar al río, el salvaje se zambulló y ganó la ribera opuesta en unas treinta brazadas, a pesar de que la marea estaba alta. Luego volvió a echar a correr a una velocidad extraordinaria. Cuando los otros tres llegaron al río, pude observar que solo dos de ellos sabían nadar. El tercero no podía hacerlo, por lo que se detuvo en la orilla, miró hacia el otro lado y no prosiguió. En seguida, se dio la vuelta y regre­só lentamente, para mayor suerte del que huía.

Observé que los dos que sabían nadar, tardaron el doble del tiempo que el otro en atravesar el río. Entonces, presen­tí, de forma clara e irresistible, que había llegado la hora de conseguirme un sirviente, tal vez, un compañero o un ami­go y que había sido llamado claramente por la Providencia para salvarle la vida a esa pobre criatura. Bajé lo más veloz­mente que pude por la escalera, cogí las dos escopetas que estaban, como he dicho, al pie de la escalera y volví a subir la colina con la misma celeridad, para descender hasta la playa por el otro lado. Como había tomado un atajo y el ca­mino era cuesta abajo, rápidamente me situé entre los per­seguidores y el perseguido. Entonces, le grité a este último, que se volvió, tal vez más espantado por mí que por los otros. Le hice señas con la mano para que regresara, mien­tras avanzaba lentamente hacia los perseguidores. Me aba­lancé sobre uno de ellos y le hice caer de un culatazo, mas no me atreví a disparar, por miedo a que los demás lo oye­sen, aunque, a tanta distancia era poco probable que lo hi­cieran, y como no podían ver el humo, tampoco habrían sa­bido de dónde provenía el disparo. Al ver a su amigo en el suelo, el otro perseguidor se detuvo como espantado. Avancé rápidamente hacia él, mas cuando estuve cerca, ad­vertí que me apuntaba con su arco y su flecha y estaba en disposición de dispararme. Me vi obligado a apuntarle y lo maté con el primer diparo. El pobre salvaje fugitivo, se detu­vo al ver que sus perseguidores habían sido derribados y matados. Estaba tan espantado por el humo y el ruido de mi arma, que se quedó paralizado y no intentó dar un paso ni hacia adelante ni hacia atrás, a pesar de que parecía más in­clinado a escapar que a acercarse. Volví a gritarle y a hacer­le señas para que se aproximara, las cuales entendió perfec­tamente. Entonces, dio algunos pasos y se detuvo, avanzó un poco más y volvió a detenerse. Temblaba como si hubie­se caído prisionero y estuviese a punto de ser asesinado como sus dos enemigos. Volví a llamarlo e hice todas las se­ñales que pude para alentarlo. Se fue acercando poco a poco, arrodillándose cada diez o doce pasos, en muestra de reco­nocimiento hacia mí por haberle salvado la vida. Le sonreí, lo miré amablemente y lo invité a seguir avanzando. Finalmente llegó hasta donde yo estaba, volvió a arrodillar­se, besó la tierra, apoyó su cabeza sobre ella y, tomándome el pie, lo colocó sobre su cabeza. Al parecer, trataba de de­cirme que juraba ser mi esclavo para siempre. Lo levanté y lo reconforté como mejor pude. Pero aún quedaba trabajo por hacer, pues advertí que el salvaje al que le había dado el culatazo, no estaba muerto sino tan solo aturdido por el gol­pe y comenzaba a volver en sí. Lo señalé con el dedo para mostrarle a mi salvaje que no estaba muerto, a lo que me respondió con unas palabras que no pude comprender pero que me sonaron muy dulces ya que era la primera voz hu­mana, aparte de la mía, que escuchaba en más de veinticin­co años. Mas no era el momento para semejantes reflexio­nes pues el salvaje que estaba en el suelo, se había recupera­do lo suficiente como para sentarse y el mío comenzaba a dar muestras de temor. Cuando vi esto, le mostré mi otra escopeta al hombre, haciendo ademán de dispararle. En­tonces, mi salvaje, que ya podía llamarle así, me pidió con un gesto que le prestase el sable que colgaba desnudo de mi cinturón. Se lo di y, tan pronto como lo tuvo en sus manos, se abalanzó sobre su enemigo y le cortó la cabeza de un gol­pe tan certero, que ni el más rápido y diestro verdugo de Alemania, lo hubiese podido hacer mejor63. Esto me pare­ció muy extraño, por parte de alguien que nunca había visto un sable en su vida, a no ser que fuese de madera. No obs­tante, según supe después, los sables de los salvajes son tan afilados y pesados, y están hechos de una madera tan dura, que pueden tronchar cabezas o brazos de un solo golpe. Hecho esto, el salvaje vino hacia mí sonriendo en señal de triunfo para devolverme la espada y, haciendo gestos que yo no llegaba a comprender, la colocó a mis pies junto con la cabeza del salvaje que acababa de matar.

63 En Alemania la pena capital se ejecutaba mediante la decapitación mientras que en Inglaterra se hacía con la horca.

Lo que más le sorprendía era que yo hubiese podido matar al otro indio desde lejos y, señalándolo, me hizo se­ñas para que le permitiese ir a verlo. Le dije que accedía lo mejor que pude. Cuando se le acercó, se quedó como estu­pefacto, le dio la vuelta hacia un lado y otro y observó la he­rida de la bala, que le había hecho un agujero en el pecho, del que no manaba mucha sangre (debía hacerlo por den­tro, pues el hombre estaba bien muerto). Tomó el arco y las flechas y volvió. Me dispuse a partir y le invité a seguirme, explicándole por señas que podrían venir más salvajes.

A esto me respondió, mediante señas, que los enterra­ría en la arena para que los demás no pudiesen verlos. Le respondí, también por señas, que lo hiciera y se puso a tra bajar. En un momento había hecho un hoyo con sus manos en la arena, lo suficientemente grande como para enterrar al primero. Lo arrastró y lo cubrió con arena y se dispuso a hacer lo mismo con el segundo. Creo que no tardó más de un cuarto de hora en enterrar a ambos. Entonces, lo llamé y lo conduje, no al castillo, sino a la cueva, que estaba en la parte más lejana de la isla. No quería que esa parte de mi sueño no se cumpliera, es decir, la parte en la que lo refugia­ba en mi cueva.

Allí le ofrecí un pan y un puñado de pasas para que co­miera y un poco de agua, de la cual tenía mucha necesidad a causa de la carrera. Una vez repuesto, le hice señas para que se acostara a dormir, indicándole un lugar donde había colocado un montón de paja de arroz, cubierto con una manta, que yo mismo utilizaba con frecuencia para descan­sar. El pobre salvaje se acostó y se quedó dormido.

Era un joven hermoso, perfectamente formado, con las piernas rectas y fuertes, no demasiado largas. Era alto, de buena figura y tendría unos veintiséis años. Su semblante era agradable, no parecía hosco ni feroz; su rostro era viril, aunque tenía la expresión suave y dulce de los europeos, en especial, cuando sonreía. Su cabello era largo y negro, no crespo como la lana; su frente era alta y despejada y los ojos le brillaban con vivacidad. Su piel no era negra sino muy tostada, carente de ese tono amarillento de los brasileños, los nativos de Virgina y otros aborígenes americanos; po­dría decirse que, más bien, era de una aceitunado muy agra­dable, aunque difícil de describir. Su cara era redonda y cla­ra; su nariz, pequeña pero no chata como la de los negros; y tenía una hermosa boca de labios finos y dientes fuertes, bien alineados y blancos como el marfil. Después de dormi­tar durante media hora, se despertó y salió de la cueva a buscarme. Yo me hallaba ordeñando mis cabras, que esta­ban en el cercado contiguo y, cuando me vio, se acercó corriendo y se dejó caer en el suelo, haciendo toda clase de gestos de humilde agradecimiento. Luego colocó su cabeza sobre el suelo, a mis pies, y colocó uno de ellos sobre su ca­beza, como lo había hecho antes. Acto seguido, comenzó a hacer todas las señales imaginables de sumisión y servidum­bre, para hacerme entender que estaba dispuesto a obede­cerme mientras viviese. Comprendí mucho de lo que quería decirme y le di a entender que estaba muy contento con él. Entonces, comencé a hablarle y a enseñarle a que él tam­bién lo hiciera conmigo. En primer lugar, le hice saber que su nombre sería Viernes, que era el día en que le había sal­vado la vida. También le enseñé a decir amo, y le hice saber que ese sería mi nombre. Le enseñé a decir sí y no, y a com­prender el significado de estas palabras. Luego le di un poco de leche en un cacharro de barro, le mostré cómo bebía y mojaba mi pan. Le di un trozo de pan para que hiciera lo mismo e, inmediatamente lo hizo, dándome muestras de que le gustaba mucho.

Pasé con él toda la noche y, tan pronto amaneció, le in­vité a seguirme y le hice saber que le daría algunas vesti­mentas, ante lo cual, se mostró encantado pues estaba completamente desnudo. Cuando pasamos por el lugar donde estaban enterrados los dos hombres, me mostró las marcas que había hecho en el lugar exacto donde se halla­ban. Me hizo señas de que nos los comiéramos, ante lo que me mostré muy enfadado, expresando el horror que me causaba semejante idea y haciendo como si vomitara. Le in­diqué con la mano que me siguiera, lo cual, hizo inmediata­mente y con gran sumisión. Entonces lo llevé hasta la cima de la colina, para ver si sus enemigos se habían marchado y, sacando mi catalejo, divisé claramente el lugar donde habían estado, mas no vi rastro de ellos ni de sus canoas. Era evi­dente que habían partido, abandonando a sus compañeros sin buscarlos.

Sin embargo, no me quedé satisfecho con este descu­brimiento. Con más valor y, por consiguiente, con mayor curiosidad, llevé a Viernes conmigo, le puse el sable en la mano, le coloqué en la espalda el arco y las flechas, con los que, según descubrí, era muy diestro. Hice que me llevara una de las escopetas y yo me encargué de llevar otras dos. Nos encaminamos hacia el lugar donde habían estado aque­llas criaturas, pues deseaba saber más de ellos, y cuando lle­gamos, la sangre se me heló en las venas y el corazón se me paralizó ante el horror del espectáculo. Era algo realmente pavoroso, al menos, para mí, porque a Viernes no le afectó en absoluto. El lugar estaba totalmente cubierto de huesos humanos, la tierra estaba teñida de sangre y había por do­quier grandes trozos de carne devorados a medias, chamus­cados y mutilados; en pocas palabras, los restos de un festín triunfal que se había celebrado allí, después de la victoria so­bre sus enemigos. Vi tres cráneos, cinco manos y los huesos de tres o cuatro piernas y pies, y gran cantidad de partes de cuerpos. Viernes me dio a entender, por medio de señas, que habían traído cuatro prisioneros para la ceremonia; que tres de ellos habían sido devorados; que él, dijo señalándose a sí mismo, era el cuarto; que había habido una gran batalla entre ellos y un rey vecino, uno de cuyos súbditos, al pare­cer, era él; y que habían capturado muchos prisioneros, que fueron conducidos a diferentes lugares por los vencedores de la batalla para ser devorados como lo habían hecho allí con aquellos pobres infelices.

Le indiqué a Viernes que juntara los cráneos, los hue­sos, la carne y los demás restos; que lo apilara todo bien y le prendiese fuego hasta que se convirtiera en cenizas. Me di cuenta de que a Viernes le apetecía mucho aquella car­ne, pues era un caníbal por naturaleza, pero le mostré tal horror ante ello, incluso ante la sola idea de que pudiera hacerlo, que se abstuvo, sabiendo, según le había hecho comprender, que lo mataría si se atrevía.

Cuando terminó de hacer esto, volvimos a nuestro castillo y me puse a trabajar para mi siervo Viernes. En primer lugar, le di un par de calzones de lienzo de los que había rescatado del naufragio en el cofre del pobre artille­ro, que ya he mencionado. Con un poco de arreglo, le sen­taron bien. Entonces, le confeccioné, lo mejor que pude, una casaca de cuero de cabra, pues me había convertido en un sastre medianamente diestro, y le di una gorra de piel de liebre, muy cómoda y bastante elegante. De este modo, lo­gré vestirlo adecuadamente y él se mostró muy contento de verse casi tan bien vestido como su amo. Ciertamente, al principio se movía con torpeza dentro de estas ropas, pues los calzones le resultaban incómodos y las mangas de la chaqueta le molestaban en los hombros y debajo de los bra­zos. Mas, con el tiempo, y después de aflojarle un poco donde decía que le hacían daño, se acostumbró a ellas per­fectamente.

Al día siguiente de llegar con él a mi madriguera, co­mencé a pensar dónde debía alojarlo, de modo que fuese cómodo para él y conveniente para mí. Le hice una peque­ña tienda en el espacio que había entre mis dos fortificacio­nes, fuera de la primera y dentro de la segunda. Como allí había una puerta o apertura hacia mi cueva, hice un buen marco y una puerta de tablas, que coloqué en el pasillo, un poco más adentro de la entrada, de modo que se pudiese abrir desde el interior. Por la noche, la atrancaba y retiraba las dos escaleras para que Viernes no pudiese pasar al inte­rior de mi primera muralla sin hacer algún ruido que me alertase. Esta muralla tenía ahora un gran techo hecho de vigas, que cubría toda mi tienda. Estaba apoyado en la roca, atravesado por unas ramas entrelazadas, que hacían las ve­ces de listones, y recubierto de una gruesa capa de paja de arroz, que era tan fuerte como las cañas. En la apertura o hueco que había dejado para entrar o salir con la escalera, coloqué una especie de puerta-trampa, que, en caso de un ataque del exterior, no se habría abierto sino que habría caí­do con gran estrépito. En cuanto a las armas, las guardaba conmigo todas las noches.

En realidad, todas estas precauciones eran innecesa­rias, pues jamás hombre alguno tuvo servidor más fiel, cari­ñoso y sincero que Viernes. Absolutamente carente de pa siones, obstinaciones y proyectos, era totalmente sumiso y afable y me quería como un niño a su padre. Me atrevo a decir que hubiese sacrificado su vida para salvarme en cual­quier circunstancia y me dio tantas pruebas de ello, que lo­gró convencerme de que no tenía razón para dudar ni pro­tegerme de él.

Esto me dio la oportunidad de reconocer con asom­bro que si Dios, en su providencia y gobierno de toda su creación, había decidido privar a tantas criaturas del buen uso que podían hacer de sus facultades y su espíritu, no obstante, les había dotado de las mismas capacidades, la misma razón, los mismos afectos, la misma bondad y leal­tad, las mismas pasiones y resentimientos hacia el mal, la misma gratitud, sinceridad, fidelidad y demás facultades de hacer y recibir el bien que a nosotros. Y, si a Él le complacía darles la oportunidad de ejercerlos, estaban tan dis­puestos como nosotros, incluso más que nosotros mis­mos, a utilizarlos correctamente. A veces, sentía una gran melancolía al pensar en el uso tan mediocre que hacemos de nuestras facultades, aun cuando nuestro entendimiento está iluminado por la gran llama de la instrucción, el espí­ritu de Dios y el conocimiento de su palabra. Me pregunta­ba por qué Dios se había complacido en ocultar este cono­cimiento salvador a tantos millones de seres que, a juzgar por este salvaje, habrían hecho mucho mejor uso de él que nosotros.

De ahí que, a veces, me metiera demasiado en la sobe­ranía de la Providencia, como si acusara a su justicia de una disposición tan arbitraria, que solo a algunos les permite ver la luz y luego espera de todos, igual sentido del deber. Entonces, me detuve a pensar un poco mejor las cosas y lle­gué a las siguientes conclusiones: 1) que no sabíamos según qué luz ni ley serían condenadas estas criaturas, puesto que Dios, en su infinita santidad y justicia, no podía condenarlas por vivir ajenos a su presencia, sino por pecar contra aque­lla luz que, como dicen las Escrituras, es ley para todos64 y, por aquellos preceptos que nuestra conciencia considera justos, aunque no podamos reconocer sus fundamentos; 2) que todos somos como la arcilla en manos del alfarero y ninguna vasija podía preguntarle: «¿por qué me has hecho así?»65.

64 Carta de San Pablo a los Romanos 1:18-23.

65 Isaías 29:16; 45:9 y Carta de San Pablo a los Romanos 9:20-21.

Mas volvamos a mi nuevo compañero. Estaba encanta­do con él y me dedicaba a enseñarle todo aquello que podía hacerle más útil, diestro y provechoso; en especial, a ha blarme y a que me entendiera cuando yo lo hacía. Fue el mejor discípulo que se pueda imaginar. Era jovial y aplicado y se alegraba mucho cuando podía entenderme o lograba que yo le entendiese, por lo que me resultaba muy placente­ro hablar con él. Comenzaba a sentirme feliz y solía decirme que si no fuese por el peligro de los salvajes, no me importa­ría quedarme allí toda la vida.

Habían transcurrido tres o cuatro días desde nuestro re­greso al castillo, cuando pensé que, para apartar a Viernes de sus espantosos hábitos alimenticios y hacerle desistir de su apetito caníbal, debía hacerle probar otra carne. Con este propósito, una mañana lo llevé al bosque para matar un cabrito del rebaño y llevarlo a casa para cocinarlo. En el camino encontré una cabra echada a la sombra con dos crías a su alrededor. Detuve a Viernes y le dije:

-Detente y quédate quieto.

Le hice señas para que no se moviera, saqué rápida­mente mi escopeta y, de un disparo, mate a una de las crías. El pobre salvaje, que ya me había visto matar a uno de sus enemigos desde lejos y no podía imaginar cómo lo había hecho, quedó tan sorprendido y se puso a temblar de tal modo, que pensé que se iba a desmayar. No miró al cabrito al que le había disparado, ni se dio cuenta de que lo había matado sino que abrió su chaqueta para ver si no estaba he­rido, por lo que pude comprender que pensaba que estaba decidido a matarlo. Entonces, se arrodilló junto a mí y, abra­zándome por las rodillas, dijo muchas cosas que no pude entender, aunque podía imaginar perfectamente que me su­plicaba que no lo matase.

Pronto encontré una forma de convencerlo de que no le haría daño. Le tomé de la mano para que se pusiese en pie y le sonreí, enseñándole el cabrito que había matado y dándole a entender que fuese a buscarlo. Así lo hizo y, mientras buscaba admirado la forma en que había sido muerto el animal, vi un gran pájaro parecido a un halcón, que estaba posado en un árbol, al alcance de un tiro. Volví a cargar la escopeta, y para que Viernes comprendiera un poco lo que iba a hacer, lo llamé nuevamente y le mostré el pájaro, que, en realidad era una cotorra, aunque al prin­cipio me hubiese parecido un halcón. Entonces, señalé al pájaro y luego a mi escopeta y a la tierra que estaba deba­jo del pájaro para que viera dónde lo haría caer. Le hice entender que dispararía y mataría al pájaro. Consecuente­mente, disparé y le hice mirar. Inmediatamente, vio caer al pájaro y se quedó espantado otra vez, a pesar de todo lo que le había explicado. Me di cuenta de que estaba asom­brado porque no me había visto meter nada dentro de la escopeta y pensaría que aquello debía tener una fuente misteriosa de muerte y destrucción, capaz de matar hom­bres, bestias, pájaros y cualquier cosa, cercana o lejana. Esto le provocó un asombro tal, que tuvo que transcurrir mucho tiempo antes de que se le pasara y, creo que si se lo hubiese permitido nos habría adorado a mí y a mi escope­ta. A esta, no se atrevió siquiera a tocarla pero le hablaba como si pudiese responderle. Más tarde me explicó que le había pedido que no lo matara.

Después de que se le pasara un poco el susto, le indiqué que fuese a buscar el pájaro que había matado y así lo hizo, pero tardó en volver porque el pájaro, que no estaba muer to del todo, se había arrastrado a una gran distancia del lu­gar donde había caído. Finalmente, lo encontró, lo recogió y me lo trajo. Como había percibido su ignorancia respecto a la escopeta, aproveché la oportunidad para volver a car­garla sin que me viera y, de este modo, tenerla lista para una próxima ocasión; mas no se presentó ninguna. Así, pues, llevamos el cabrito a casa y esa misma noche lo deso­llé y lo troceé lo mejor que pude. Puse a hervir o a cocer al­gunos trozos en un puchero, que tenía para este propósito, e hice un buen caldo. Después de probarla, le di un poco de carne a mi siervo, a quien pareció gustarle mucho. Lo único que le extrañó fue ver que yo le echaba sal y me hizo una se­ñal para decirme que la sal no era buena. Se puso un poco en la boca, fingió que le provocaba náuseas y comenzó a es­cupir y a enjuagarse la boca con agua fresca. Por mi parte, me metí un poco de carne sin sal en la boca y fingí escupirla tan rápidamente como antes lo había hecho él con la sal. Mas, fue en vano, porque nunca quiso poner sal en la carne ni en el caldo; al menos, durante mucho tiempo y, aun des­pués, tan solo en muy pequeñas cantidades.

Habiéndole dado de comer carne hervida y caldo, deci­dí que, al día siguiente, lo agasajaría con un trozo del cabrito asado. Lo preparé del mismo modo que lo había visto hacer a mucha gente en Inglaterra. Colgué el cabrito de una cuer­da junto al fuego, clavé dos estacas, una a cada lado del fue­go, y, apoyada entre ambas, coloqué una tercera estaca, al­rededor de la cual até la cuerda para que la carne diera vueltas constantemente. Esta técnica sorprendió mucho a Viernes y cuando probó la carne, me explicó de tantas for­mas lo mucho que le había gustado, que no pude menos que entenderlo. Finalmente, me manifestó que no volvería a co­mer carne humana, lo cual me alegró mucho.

Al día siguiente le enseñé a moler el grano del modo en que solía hacerlo y que ya he explicado anteriormente. Rápidamente aprendió a hacerlo tan bien como yo, en es pecial, cuando comprendió su propósito, que era preparar pan, pues en seguida le mostré cómo lo hacía y también cómo lo horneaba. En poco tiempo, Viernes aprendió a realizar todas las tareas tan bien como yo.

Comencé a considerar que, siendo dos bocas que ali­mentar en vez de una, debía procurar más tierra para el cul­tivo y plantar más cantidad de grano que de costumbre. Delimité un terreno más grande y comencé a cercarlo del mismo modo en que lo había hecho antes. Viernes no solo trabajó con mucha disposición y empeño sino también con mucho entusiasmo. Le expliqué que lo hacíamos con el pro­pósito de sembrar grano para hacer pan, porque ahora él vivía conmigo y necesitábamos más. Se mostró muy sensi­ble a esto y me dio a entender que pensaba que, a causa de él, yo tenía mucho más trabajo y, por lo tanto, trabajaría arduamente si le decía lo que debía hacer.

Este fue el año más agradable de todos los que pasé en este lugar. Viernes comenzó a hablar bastante bien y a en­tender los nombres de casi todas las cosas que le pedía y de los lugares a donde le ordenaba ir y llegó a ser capaz de con­versar conmigo. De este modo, en poco tiempo, recuperé mi lengua, que durante mucho tiempo no tuve oportunidad de usar, me refiero al lenguaje. Aparte del placer que me pro­vocaba hablar con él,`sentía una particular simpatía por el chico. Su honestidad no fingida se mostraba más claramente cada día y llegué a sentir un verdadero cariño hacia él. Por su parte, creo que me quería más que a nada en el mundo.

Un día, quise saber si sentía alguna inclinación por vol­ver a su tierra y, como le había enseñado a hablar tan bien el inglés, que podía responder a casi cualquier pregunta, le interrogué si la nación a la que pertenecía había vencido alguna vez en alguna batalla. Con una sonrisa, me contestó: -Sí, sí, siempre luchan los mejores -lo cual quería de­cir que siempre vencían.

Entonces, comenzamos a dialogar de la siguiente ma­nera:

-Ustedes siempre son los mejores -le dije-, enton­ces, ¿cómo es que caíste prisionero, Viernes?

Viernes: Mi nación venció mucho.

Amo: ¿Venció? Si tu nación venció, ¿cómo caíste pri­sionero?

Viernes: Ellos más muchos que mi nación en el lugar que yo estoy; ellos toman uno, dos, tres y yo; mi nación venció a ellos en el otro lugar donde yo no estaba; allá mi nación toman uno, dos, muchos miles.

Amo: Entonces, ¿por qué tu bando no os rescató de vuestros enemigos?

Viernes: Ellos tomaron uno, dos, tres y yo en la canoa. Mi nación no tener canoa esta vez.

Amo: Pues bien, Viernes, ¿qué hace tu nación con los hombres que toma prisioneros? ¿Se los lleva y se los come como ellos?

Viernes: Sí, mi nación también come hombres, come todo.

Amo: ¿Dónde los lleva?

Viernes: A otro sitio que piensan. Amo: ¿Vienen aquí?

Viernes: Sí vienen aquí y a otro lugar. Amo: ¿Has estado aquí con ellos?

Viernes: Sí, he estado (y señala el extremo noroeste de la isla, que, al parecer, era su lado).

Así comprendí que mi siervo Viernes había estado an­tes entre los salvajes que solían venir a la costa, al extremo más remoto de la isla, para celebrar festines caníbales como el que lo había traído hasta aquí. Algún tiempo después, cuando hallé el valor de llevarlo a ese lado, el mismo que ya he mencionado, lo reconoció y me dijo que había estado allí una vez que se habían comido a veinte hombres, dos muje­res y un niño. No sabía decir veinte en inglés, de manera que colocó veinte piedras en fila y las señaló para que yo las contara.

He contado esto a modo de introducción para lo que si­gue, pues, después de esta conversación, le pregunté a qué distancia estaba nuestra isla de sus costas y si alguna vez se perdían las canoas. Me respondió que no había ningún peli­gro, que jamás se había perdido ninguna canoa y que, aden­trándose un poco en el mar, por las mañanas, el viento y la corriente se dirigían siempre hacia la misma dirección y, por las tardes, en dirección opuesta.

Comprendí que esto no era otra cosa que las fluctuacio­nes de la marea pero, más adelante, supe que se originaban en el gran curso y reflujo del poderoso río Orinoco, en cuya boca o golfo se encontraba nuestra isla. También compren­dí que la tierra que se divisaba hacia el oeste-noroeste era la gran isla de Trinidad, que estaba al norte de la boca del río. Le hice miles de preguntas sobre el país, los habitantes, el mar, las costas y las naciones vecinas. Me contó todo lo que sabía con la mayor franqueza imaginable. Le pregunté los nombres de los diferentes pueblos de su gente pero no pude obtener otro nombre que el de los caribes, por lo cual inferí que me hablaba de las islas del Caribe, que nuestros mapas sitúan en la región de América que va desde la desemboca­dura del río Orinoco a la Guayana y hasta Santa Marta66. Me dijo que, a una gran distancia, detrás de la luna, es decir, donde se pone la luna, que debe ser al oeste de su tierra, habitaban hombres blancos con barbas como yo y seña­laba hacia mis grandes bigotes, que mencioné anterior­mente. Me dijo que habían matado a muchos hombres, por lo que pude comprender que se refería a los españo­les, cuyas crueldades cometidas en América se habían di­fundido por todas las naciones y se transmitían de padres a hijos.

66 Santa Marta, en la costa de Colombia.

Le pregunté si podía decirme cómo llegar hasta donde estaban aquellos hombres blancos desde aquí y me respon­dió que sí, que podía ir en dos canoas. No pude entender qué quería decir cuando hablaba de dos canoas, hasta que, por fin, con mucha dificultad, comprendí que se refería a un bote tan grande como dos canoas juntas.

Esta parte del discurso de Viernes me alegró mucho y, desde ese momento, concebí la esperanza de poder escapar algún día de este lugar y de que este pobre salvaje fuera el que me ayudara a conseguirlo.

Desde que Viernes estaba conmigo y había empezado a hablarme y a entenderme, quise inculcar en su alma los fun­damentos de la religión. Un día le pregunté quién lo había creado y la pobre criatura no me comprendió en absoluto; pensaba que le preguntaba por su padre. Entonces, decidí darle otro giro al asunto y le pregunté quién había hecho el mar, la tierra que pisábamos, las montañas y los bosques. Me contestó que había sido el anciano Benamuckee, que vi­vía más allá de todo. No pudo decirme nada más acerca de esta gran persona, excepto que era muy viejo, mucho más que el mar, la tierra, la luna y las estrellas. Le pregunté por qué, si este anciano había hecho todas las cosas de la tierra, no era venerado por ellas. Se mostró muy serio e, inocente­mente, me respondió:

-Todas las cosas le dicen «¡Oh!»

Le pregunté si las personas que morían en su país iban a alguna parte. Me dijo que sí, que todos iban a Benamuckee. Entonces, le pregunté si los que eran devorados también iban allí. Me dijo que sí.

A partir de esto, comencé a instruirle en el conocimien­to del verdadero Dios. Le dije, apuntando hacia el cielo, que el Creador de todas las cosas vivía allí arriba; que Él gobierna el mundo con el mismo poder y la Providencia con que lo había creado; que era omnipotente y podía hacerlo todo, dárnoslo todo y quitárnoslo todo. Así, poco a poco, fui abriendo sus ojos. Escuchaba con mucha atención y se mos­tró complacido con la idea de que Jesucristo hubiese sido en­viado para redimirnos, con nuestra forma de orar a Dios y con que pudiese escucharnos, incluso en el cielo. Un día me dijo que si nuestro Dios podía escucharnos desde más allá del sol, debía ser un dios mayor que Benamuckee, que vivía más cerca y que, sin embargo, no podía escucharlos, a me­nos que fuesen a hablarle a las grandes montañas donde mo­raba. Le pregunté si alguna vez había ido allí a hablar con él y me dijo que no, pues los jóvenes nunca iban a hablar con él; los únicos que podían ir eran los viejos, a quienes llamaba oowocakee, y que son, según me explicó, sus sacerdotes o religiosos. Estos iban a decirle «¡Oh!» (que era su forma de referirse a las plegarias) y regresaban para contarles lo que les había dicho Benamuckee. Entonces, pude darme cuenta de que el sacerdocio, incluso entre los paganos más ciegos e ignorantes, y la política de mantener una religión secreta para que el pueblo venere al clero, no solo se encuentra en la religión romana sino, tal vez, en todas las religiones del mun­do, incluso entre los salvajes más bárbaros e irracionales.

Intenté aclarar este fraude a mi siervo Viernes y le dije que la pretensión de sus ancianos de ir a las montañas a de­cir «¡Oh!» a su dios Benamuckee era una impostura; así como las palabras que supuestamente les atribuían, lo eran aún más; y que si hallaban alguna respuesta o hablaban con alguien en aquel lugar, debía ser con un espíritu maligno. Luego hice una larga disertación acerca del diablo, su ori­gen, su rebelión contra Dios, su odio hacia los hombres, la razón de dicho odio, su afán por hacerse adorar en las re­giones más oscuras del mundo en lugar de Dios, o como si lo fuera, y la infinidad de artimañas que utilizaba para inducir a la humanidad a la ruina. Le dije que tenía un acceso se­creto a nuestras pasiones y nuestros sentimientos, mediante el cual nos hacía actuar conforme a sus inclinaciones, caer en nuestras propias tentaciones y seguir el camino de nues­tra perdición por nuestra propia elección.

Me di cuenta de que no era tan fácil imprimir en su espí­ritu la correcta noción del demonio como la de la existencia de Dios. La naturaleza apoyaba todos mis argumentos para demostrarle la necesidad de una gran Causa Primera, de un poder supremo, de una providencia secreta y de la equidad y justicia de rendirle homenaje a Él, que todo lo había crea­do. Mas nada de esto figuraba en la noción de un espíritu maligno, su origen, su existencia, su naturaleza y, sobre todo, su inclinación por hacer el mal y arrastrarnos a hacer­lo. Una vez, la pobre criatura me dejó tan perplejo con una pregunta, totalmente inocente e ingenua, que apenas supe qué contestar. Había estado hablándole largamente del po­der de Dios, de su omnipotencia, del modo tan espantoso en que castigaba el pecado, del fuego devorador que aguar­daba a los agentes de la iniquidad, de cómo nos había crea­do a todos y de cómo podía destruirnos a nosotros y al mun­do entero en un instante. Mientras tanto, Viernes me escu­chaba con mucha seriedad.

Entonces, le dije que el demonio era el enemigo de Dios en el corazón de los hombres, que usaba toda su maldad y su ingenio para derrotar los buenos designios de la Provi dencia y arruinar el reino de Jesucristo en la tierra, y otras cosas por el estilo.

-Pues bien -dijo Viernes-, tú dices, Dios es tan fuer­te grande, ¿no es más fuerte, más poder que el demonio?

-Sí, sí, Viernes dije yo-, Dios es más fuerte que el demonio, Dios está por encima del demonio y, por lo tanto, rogamos a Dios que lo ponga bajo nuestros pies y nos ayude a resistir a sus tentaciones y extinguir sus dardos ardientes.

-Pero -volvió a decir-, si Dios más fuerte, más po­der que el demonio, ¿por qué Dios no mata al demonio para que no haga más mal?

Me quedé muy sorprendido ante su pregunta, ya que, después de todo, aunque yo era un viejo, no era más que un aprendiz de doctor que carecía de las cualificaciones necesa rias para hablar de casuística o resolver este tipo de proble­mas. Al principio, no supe qué decirle, de modo que fingí no haberle escuchado y le pregunté qué había dicho pero él estaba demasiado ansioso por escuchar una respuesta como para olvidar su pregunta, así que la repitió, con las mismas palabras quebradas de antes. Para entonces, ya me había repuesto un poco y dije:

-Al final, Dios lo castigará severamente. Está aguar­dando el día del juicio final, cuando será arrojado a un abis­mo sin fondo y morará en el fuego eterno.

Viernes no quedó conforme con esta respuesta y, repi­tiendo mis palabras, me contestó:

-Aguardando, final, mí no entiende, ¿por qué no ma­tar al demonio ahora?, ¿por qué no gran antes?

-Podrías preguntarme también -le respondí-, ¿por qué Dios no nos mata a ti y a mí cuando hacemos cosas que le ofenden? Nos protege para que nos arrepintamos y sea­mos perdonados.

Se quedó pensativo un rato.

-Bien, bien -me dijo muy afectuosamente-, muy bien, así tú, yo, demonio, todos malos, todos protegidos, arrepentir, Dios perdona todos.

Nuevamente, me quedé muy sorprendido y esto fue para mí un testimonio de cómo las simples nociones de la naturaleza, si bien dirigen a los seres responsables hacia el co nocimiento de Dios y, por consiguiente, al culto u homenaje de ese ser supremo que es Dios, solo una divina revelación puede darnos el conocimiento de Jesucristo y de la reden­ción que obtuvo para nosotros, de un mediador, de un nue­vo pacto y de un intercesor ante el trono de Dios. Es decir, solo una revelación del cielo puede imprimir estas nociones en el alma y, por consiguiente, el Evangelio de nuestro se­ñor y salvador Jesucristo, quiero decir, la palabra de Dios, y el espíritu de Dios, prometido a su pueblo para guiarlo y santificarlo, son absolutamente indispensables para instruir las almas de los hombres en el conocimiento salvador de Dios y los medios para obtener la salvación.

Por tanto, interrumpí el diálogo que sostenía con mi siervo y me puse en pie a toda prisa, como si, súbitamente, tuviese que salir. Lo mandé ir muy lejos con cualquier pre texto y le rogué fervientemente a Dios que me hiciera capaz de instruir a este pobre salvaje en el camino de la salvación y guiar su corazón, a fin de que recibiese la luz del conoci­miento de Cristo y se reconciliara con Él. Le rogué que me hiciera un instrumento de su palabra para que pudiera convencerlo, abrir sus ojos y salvar su alma. Cuando re­gresó, le di un largo discurso acerca del tema de la reden­ción del hombre por el Salvador del mundo y de la doctrina del Evangelio, predicada desde el cielo; es decir, del arre­pentimiento hacia Dios y de la fe en nuestro bendito Señor Jesucristo. Luego le expliqué, lo mejor que pude, por qué nuestro bendito Redentor no había asumido la naturaleza de los ángeles sino la de los hijos de Abraham y cómo, por esta razón, los ángeles caídos podían ser redimidos, pues Él ha­bía venido a salvar solo a los corderos descarriados de la casa de Israel.

Había, Dios lo sabe, más sinceridad que sabiduría en to­dos los métodos que adopté para instruir a esta pobre cria­tura y debo reconocer lo que cualquiera podría comprobar si actuara según el mismo principio: que, al explicarle todas estas cosas, me informaba y me instruía en muchas de ellas que antes ignoraba o que no había considerado en profundi­dad anteriormente pero que se me ocurrían naturalmente cuando buscaba la forma de informárselas a este pobre sal­vaje. Ahora indagaba estas cosas con mucho más ahínco que nunca antes en mi vida. Así, pues, aunque no sabía si, en realidad, este pobre desgraciado me estaba haciendo un bien, tenía motivos de sobra para agradecer que hubiese lle­gado a mi vida. Mis penas se hicieron más leves, mi morada infinitamente más confortable. Pensaba que en esta vida so­litaria a la que estaba confinado, no solo me había hecho volver la mirada al cielo para buscar la mano que me había puesto allí, sino que, ahora, me había convertido en un ins­trumento de la Providencia para salvar la vida y, sin duda, el alma a un pobre salvaje e instruirlo en el verdadero conoci­miento de la religión y la doctrina cristiana y para que co­nociera a nuestro Señor Jesucristo. Por eso digo que, cuan­do reflexionaba sobre todas estas cosas, un secreto gozo recorría todo mi espíritu y, con frecuencia, me regocijaba por haber sido llevado a este lugar, que tantas veces me pa­reció la más terrible de las desgracias que pudiesen haberme ocurrido.

En este estado de agradecimiento pasé el resto del tiempo y las horas que empleaba conversando con Viernes eran tan gratas, que los tres años que vivimos juntos aquí fueron completa y perfectamente felices, si es que existe algo como la felicidad total en un estado sublunar. El salva­je se había convertido en un buen cristiano, incluso mejor que yo, aunque tengo razones para creer, bendito sea Dios por ello, que ambos éramos penitentes, penitentes con­solados y reformados. Aquí leíamos la palabra de Dios y su Espíritu nos guiaba como si hubiésemos estado en Inglaterra.

Me dedicada constantemente a la lectura de las Escrituras para explicarle, lo mejor que podía, el significado de lo que leía y él, a su vez, con sus serias preguntas, me convertía, como ya he dicho, en un estudioso de las Escrituras, mucho más aplicado de lo que habría sido si me hubiese dedicado meramente a la lectura privada. Hay algo más que no puedo dejar de observar y que aprendí de esta solitaria experiencia: resulta una infinita e inexpresable ben­dición que el conocimiento de Dios y de la doctrina de la sal­vación de Jesucristo estuvieran tan claramente explicados en la palabra de Dios y pudieran recibirse y comprenderse tan fácilmente que, con una simple lectura de las Escrituras, llegara a comprender que debía arrepentirme sinceramente por mis pecados y, confiando en el Salvador, reformarme y obedecer todos los dictados del Señor; todo esto, sin ningún maestro o instructor, quiero decir, humano. Así pues, esta simple instrucción bastó para iluminar a esta criatura salvaje y convertirla en un cristiano como ninguno que hubiese co­nocido.

Todas las disputas, controversias, rivalidades y discusio­nes en torno a la religión, que han tenido lugar en el mundo ya fueran sutilezas doctrinales o proyectos de gobierno ecle siástico, eran totalmente inútiles para nosotros, al igual que lo han sido, por lo que he visto hasta ahora, para el resto del mundo. Nosotros teníamos una guía infalible para llegar al cielo en la palabra de Dios y estábamos iluminados por el Espíritu de Dios, que nos enseñaba e instruía por medio de Su palabra, nos llevaba por el camino de la verdad y nos ha­cía obedientes a sus enseñanzas. En verdad, no sé de qué nos habría valido conocer profundamente esas grandes controversias religiosas, que tanta confusión han creado en el mundo. Pero debo proseguir con la parte histórica de los hechos y contar cada cosa en su lugar.

Una vez que Viernes y yo tuvimos una relación más ínti­ma, que podía entender casi todo lo que le decía y hablar con fluidez, aunque en un inglés entrecortado, le conté mi propia historia, o, al menos, la parte relacionada con mi lle­gada a la isla, la forma en que había vivido y el tiempo que llevaba allí. Lo inicié en los misterios, pues así lo veía, de la pólvora y las balas y le enseñé a disparar. Le di un cuchillo, lo cual le proporcionó un gran placer, y le hice un cinturón del cual colgaba una vaina, como las que se usan en Ingla­terra para colgar los cuchillos de caza pero, en vez de un cu­chillo le di una azuela, que era un arma igualmente útil en la mayoría de los casos y, en algunos, incluso más.

Le expliqué cómo era Europa, en especial Inglaterra, de donde provenía; cómo vivíamos, cómo adorábamos a Dios, cómo nos relacionábamos y cómo comerciábamos con nuestros barcos en todo el mundo. Le conté sobre el naufra­gio del barco en el que viajaba y le mostré, lo mejor que pude, el lugar donde se había encallado aunque ya se había desbaratado y desaparecido. Le mostré las ruinas del bote que habíamos perdido cuando huimos, el cual no pude mo­ver pese a todos mis esfuerzos en aquel momento, y que ahora se hallaba casi totalmente deshecho. Cuando Viernes vio el bote, se quedó pensativo un buen rato sin decir una palabra. Le pregunté en qué pensaba y, por fin, me dijo:

-Yo veo bote igual venir a mi nación.

Al principio no comprendí lo que quería decir pero, fi­nalmente cuando lo hube examinado con más atención, me di cuenta de que se refería a un bote similar a aquél, que ha bía sido arrastrado hasta las costas de su país; en otras pala­bras, según me explicó, había sido arrastrado por la fuerza de una tormenta. En el momento pensé que algún barco eu­ropeo había naufragado en aquellas costas y que su chalupa se habría soltado y habría sido arrastrada hasta la costa. Fui tan tonto que ni siquiera se me ocurrió pensar que los hom­bres hubiesen podido escapar del naufragio, ni, mucho me­nos, informarme de dónde provendrían, así que solo se lo pregunté después que describió el bote.

Viernes lo describió bastante bien, mas no lo llegué a entender completamente hasta que añadió acalora­damente:

-Nosotros salvamos hombres blancos ahogan.

Entonces le pregunté si había algún hombre blanco en el bote.

-Sí -dijo-, el bote lleno hombres blancos.

Le pregunté cuántos había y, contando con los dedos, me dijo que diecisiete. Entonces le pregunté qué había sido de ellos y me dijo:

-Ellos viven, ellos habitan en mi nación.

Esto me suscitó nuevos pensamientos, pues imaginé que podía ser la tripulación del barco que había naufragado cerca de mi isla, como la llamaba ahora. Después de que el barco se estrellara contra las rocas, viendo que se hundiría inevitablemente, se habían salvado en el bote y habían llega­do a aquella costa habitada por salvajes.

Entonces, le pregunté más minuciosamente, qué había sido de ellos. Me aseguró que vivían allí desde hacía casi cuatro años, que los salvajes no les habían hecho nada y que les habían dado vituallas para su supervivencia. Le pregunté por qué no los habían matado y se los habían comido. Me contestó:

-No, ellos hacen hermanos -es decir, según me pare­ció entender, una tregua.

Luego añadió:

-Ellos no comen hombres sino cuando hace la guerra pelear- es decir, que no se comían a ningún hombre que no hubiese luchado contra ellos y no fuese prisionero de batalla.

Había transcurrido mucho tiempo después de esto, cuando, estando en la cima de la colina, al lado este de la isla, desde donde, como he dicho, en un día claro, había des cubierto la tierra o continente de América, Viernes, aprove­chando el buen tiempo, se puso a mirar fijamente hacia la tierra firme y, como por sorpresa, se puso a bailar y a saltar y me llamó, pues me encontraba a cierta distancia. Le pre­gunté qué pasaba.

-¡Oh, alegría! dijo-, ¡oh, contento! ¡Allá ve mi país, allá mi nación!

Pude observar que una extraordinaria expresión de pla­cer se dibujó en su rostro; sus ojos brillaban y en su semblan­te se descubría una extraña ansiedad, como si hubiese pen sado regresar a su país. Esta observación me hizo pensar muchas cosas, que al principio me causaron una inquietud que no había experimentado antes respecto a mi siervo Viernes. Pensé que si Viernes volvía a su país, no solo olvi­daría su religión, sino todas sus obligaciones hacia mí y sería capaz de informar a sus compatriotas sobre mí y, tal vez, re­gresar con cien o doscientos de ellos para hacer un festín conmigo, tan felizmente como lo hacía antes con los enemi­gos que tomaba prisioneros.

Pero cometía un grave error, del que luego me arrepen­tí, con aquella pobre y honesta criatura. No obstante, a me­dida que aumentaban mis recelos, por espacio de casi dos semanas, estuve reservado y circunspecto y me mostré me­nos amable y familiar con él que de costumbre. En esto tam­bién me equivocaba, pues la honrada y agradecida criatura no tenía ni un solo pensamiento que no fuera acorde con los mejores principios, tanto de un cristiano devoto como de un amigo agradecido, y así lo demostró después, para mi absoluta satisfacción.

Mientras duró mi desconfianza, podéis estar seguros de que me pasaba el día espiándolo para ver si descubría en él alguna de las intenciones que le atribuía. Mas pude consta tar que todo lo que decía era tan sincero e inocente, que no podía hallar ningún motivo para alimentar mis sospechas. Finalmente, pese a todas mis inquietudes, logró que volviera a confiar en él plenamente, sin siquiera imaginar el malestar que sentía, lo cual me convenció de que no me engañaba.

Un día, mientras subíamos la misma colina, no pudien­do ver el continente, pues había mucha bruma en el mar, lo llamé y le pregunté:

-Viernes, ¿no deseas volver a tu país, a tu nación?

-Sí -me respondió-, está muy contento volver a su país.

-Y, ¿qué harías allí? -le pregunté-. ¿Te convertirías otra vez en un bárbaro, comerías carne humana y vivirías como un caníbal?

Me miró lleno de preocupación y, meneando la cabeza, me respondió:

-No, no. Viernes dice vive bien, dice rogar a Dios, dice comer pan de grano, carne de rebaño, leche, no come hom­bre otra vez.

-Pero, entonces te matarían.

Se mostró muy grave ante esto y luego contestó:

-No, ellos no matan mí, ellos aman mucho aprender.

Se refería a que ellos estaban deseosos de aprender y añadió que habían aprendido mucho de los hombres con barba que habían llegado en el bote. Entonces, le pregunté si quería volver con los suyos. Sonrió y me dijo que no podía regresar nadando. Le respondí que haríamos una canoa para él y me dijo que iría si yo le acompañaba.

-Yo iría -le dije-, pero ellos me comerían si voy.

-No, no -dijo-, yo hago no te comen, yo hago te quieren mucho.

Quería decir que les diría cómo yo había dado muerte a sus enemigos y le había salvado la vida para que me quisie­ran. Luego me dijo, lo mejor que pudo, que habían sido muy generosos con los diecisiete hombres blancos con bar­ba, como solía llamarlos, que habían llegado hasta allí en apuros.

Desde aquel momento, debo confesar, sentí deseos de aventurarme y buscar el modo de reunirme con aquellos hombres barbudos, que debían ser españoles o portugue ses. No dudaba que desde el continente y con buena com­pañía, encontraría un medio para escapar, mucho más via­ble que desde una isla a cuarenta millas de la costa, solo y sin ayuda. Así, pues, al cabo de unos días, reanudé la con­versación con Viernes y le dije que le daría mi bote para regresar a su nación. Le conduje a mi piragua, que se en­contraba al otro lado de la isla y, después de sacarle el agua, puesto que siempre la tenía sumergida, se la mostré y entra­mos los dos en ella.

Descubrí que era muy diestro en su manejo y que podía hacerla navegar con tanta habilidad y ligereza como yo. Cuando estaba dentro de ella, le pregunté:

-Y bien, Viernes, ¿vamos a tu nación?

Él se quedó estupefacto al oírme, al parecer, porque le parecía demasiado pequeña para ir hasta tan lejos. Le dije que tenía un bote más grande y, al día siguiente, fuimos al lugar donde estaba el primer bote que fabriqué pero no ha­bía podido llevar hasta el agua. Dijo que era lo suficiente­mente grande pero, como no lo había cuidado en veintidós o veintitrés años, el sol lo había astillado y secado y parecía estar algo podrido. Viernes me dijo que un bote como ese sería adecuado y que llevaríamos «mucha suficiente comida, bebida y pan», en su inglés entrecortado.

En resumidas cuentas, para entonces, estaba tan obse­sionado con la idea de ir con Viernes al continente, que le dije que lo haríamos y construiríamos un bote tan grande como aquél para que él pudiese ir a su casa. No me respon­dió pero me miró con tristeza. Le pregunté qué le ocurría y me contestó:

-¿Por qué tú enfadado con Viernes? ¿Qué hice mí?

Le pregunté qué quería decir, asegurándole que no esta­ba enfadado con él en absoluto.

-¡No enfadado!, ¡no enfadado! -repitió varias ve­ces-, ¿por qué envía a Viernes a casa a su nación?

-¿Me preguntas por qué, Viernes? ¿Acaso no has di­cho que deseabas estar allá?

-Sí, sí -respondió-, desea que los dos está allí, no Viernes allí sin amo.

En otras palabras, no podía pensar en marcharse sin mí.

-¿Yo ir allí, Viernes? -le pregunté-, ¿qué puedo ha­cer yo allí?

Se volvió rápidamente:

-Tú hace gran mucho bien -dijo-, tú enseña hom­bres salvajes es hombres buenos y mansos. Tú dice conoce a Dios, reza a Dios y vive nueva vida.

-¡Ay de mí!, Viernes -dije-, no sabes lo que dices, soy un hombre ignorante.

-Sí, sí -contestó-, tú enseña mí bien, tú enseña ellos bien.

-No, Viernes -le respondí-, tú te marcharás sin mí y me dejarás viviendo aquí solo, como antes.

Al escuchar esto, volvió a mirarme con perplejidad y fue corriendo a buscar una de las azuelas que solía llevar consi­go. La cogió con presteza y me la entregó.

-¿Qué debo hacer con ella? -le pregunté.

-Tú coge, mata a Viernes -dijo.

-¿Por qué habría de matarte? -volví a preguntarle. Me respondió rápidamente:

-¿Por qué envía lejos Viernes? Toma, mata Viernes, no manda lejos.

Dijo esto con tanta sinceridad que se le llenaron los ojos de lágrimas. En pocas palabras, descubrí claramente el profundo afecto que sentía hacia mí. Por su firme determina­ción, le dije en ese momento y, en lo subsiguiente, muchas lo repetí, que nunca lo enviaría lejos de mí, si su deseo era quedarse a mi lado.

En resumidas cuentas, en sus palabras hallé un cariño tan grande, que nada podría separarlo de mí, por lo que todo su interés en ir a su tierra, se fundamentaba en un amor ardiente por su gente y en la esperanza de que yo pudiese hacerles algún bien, cosa que yo, conociéndome como me conocía, no podía pensar, pretender ni desear. No obstante, yo sentía aún un fuerte deseo de escapar, que se basaba, como he dicho, en lo que pude inferir de nuestra conversa­ción; es decir, en que allí había diecisiete hombres barbudos. Por lo tanto, sin más demora, Viernes y yo nos pusimos a buscar un árbol lo bastante grande como para hacer una gran canoa o piragua para el viaje. En la isla había suficien­tes árboles para fabricar una pequeña flota, no de piraguas y canoas, sino de barcos grandes. No obstante, lo más im­portante era que el árbol estuviese cerca de la playa, a fin de que pudiésemos meter la canoa en el agua, una vez la hubié­semos terminado y, de este modo, no cometer el mismo error que yo había cometido al principio.

Finalmente, Viernes escogió un árbol, ya que conocía mejor que yo el tipo de madera más apropiado para nuestro propósito. Ni aún hoy sería capaz de decir el nombre del ár bol que cortamos. Solo sé que se parecía bastante al que no­sotros llamamos fustete67, o algo entre este y el nicaragua68, pues tenía un color y un olor bastante parecidos. Viernes quería quemar el interior del tronco para hacer la cavidad de la canoa pero le demostré que era mejor ahuecarlo con herramientas, lo cual hizo con gran destreza, una vez le hu­be enseñado a utilizarlas. Al cabo de un mes de ardua labor, la terminamos. Era una canoa muy hermosa, particular­mente, porque cortamos y moldeamos el casco con la ayu­da de las hachas, que le enseñé a manejar a Viernes, y le di­mos la forma de un verdadero bote. Después de hacer esto, no obstante, tardamos casi quince días en desplazarla hasta el agua, pulgada a pulgada, utilizando unos grandes rodillos. Cuando lo logramos, vimos que podía transportar cómoda­mente a veinte hombres.

67 Fustete: Conocido también como cladastris. Su nombre científico es (Chlorophora, Maclura). Árbol que se encuentra en Sudamérica y en las indias Occidentales, del cual se extrae un tinte amarillo.

68 Nicaragua: Especie de Caesalpinio parecido al palo de Brasil, del cual se extrae un tinte rojo.

Una vez en el agua, me sorprendió ver la destreza y la agilidad con que la manejaba mi siervo Viernes y el modo en que la hacía girar y avanzar, a pesar de sus dimensiones. Le pregunté si creía que podíamos aventurarnos en ella.

-Sí -me dijo-, aventuramos en ella muy bien aunque sopla gran viento.

No obstante, yo tenía un plan que él no conocía. Consistía en hacer un mástil y una vela y agregarle un ancla y un cable. El mástil fue fácil de obtener, pues elegí un cedro joven y recto, de una especie que abundaba en la isla y que encontré cerca de allí. Le pedí a Viernes que lo cortara y le di instrucciones para que le diera forma y lo adaptase. La vela era mi preocupación principal. Sabía que tenía sufi­cientes velas, más bien, trozos de ellas, pero como hacía veintiséis años que las tenía y no había tomado la precau­ción de conservarlas, puesto que no me imaginaba que lle­garía a usarlas nunca para semejante propósito, no dudaba que estarían todas podridas, como en efecto lo estaban, en su mayoría. No obstante, encontré dos trozos que estaban en bastante buen estado y me puse a trabajar. Con mucha dificultad y con puntadas torcidas (podéis estar seguros) por falta de agujas, hice, por fin, una cosa fea y triangular que se parecía a lo que en Inglaterra llamamos vela de lomo de cor­dero. Esta iría amarrada a una botavara grande por abajo y a otra más pequeña por arriba, del mismo modo que las chalupas de nuestros barcos. Yo conocía su manejo perfec­tamente pues la barca en la que me había escapado de Berbería tenía una igual, como he contado en la primera parte.

Me tomó casi dos meses terminar esta última parte del trabajo, es decir, arreglar y ajustar mi mástil y las velas, pues hice, además, un pequeño estay69, al que iría amarra da una vela más pequeña que me ayudaría a aprovechar el viento, cuando navegáramos a barlovento. Por último, fijé un timón a la popa para poder dirigir la canoa. Pese a que era un pésimo carpintero, como sabía la utilidad y la necesi­dad de hacerlo, puse tanto empeño y dedicación en esta ta­rea que, finalmente, la pude completar con éxito. Mas, si considero la cantidad de intentos fallidos que realicé, creo que me costó tanto trabajo como hacer toda la canoa.

69Estay: Cabo que sujeta la cabeza de un mástil al pie del más inme­diato, para impedir que caiga hacia popa.

Una vez hecho todo esto, le enseñé a mi siervo Viernes los pormenores de la navegación, pues, aunque sabía re­mar muy bien, no conocía en absoluto el manejo de las ve las ni el timón. Se quedó asombrado cuando vio cómo hacía girar la canoa con la ayuda del timón y cómo rotaba, se hin­chaba o se aflojaba la vela según el rumbo que tomáramos; digo que, cuando vio todo esto se quedó estupefacto y ató­nito. No obstante, con el tiempo, logré que se acostumbrara a estas cosas y llegó a convertirse en un experto marinero, excepto en el uso de la brújula, que nunca llegué hacerle comprender del todo. Por otra parte, como en aquellas tierras no era frecuente que hubiera nubes o niebla, la brújula no era tan necesaria, pues por la noche se podían ver las es­trellas y por el día, la costa, excepto en la estación de lluvias, cuando a nadie se le ocurría salir ni por tierra ni por mar.

Había cumplido veintisiete años de cautiverio en esta isla, aunque debería descontar los últimos tres que había com­partido con esta criatura ya que, durante ducho tiempo, mi vida había sido muy distinta de la anterior. Celebré el aniver­sario de mi llegada a este sitio con el mismo agradecimiento a Dios por su bondad pues, si al principio tenía motivos para sentirme agradecido, ahora tenía muchos más. La Provi­dencia me había dado testimonios adicionales de su genero­sidad hacia mí y estaba esperanzado en ser liberado en poco tiempo, pues tenía la certeza de que mi salvación estaba próxima y que no pasaría otro año en aquel lugar. No obs­tante, seguí realizando mis labores domésticas y, como de costumbre, cavaba, sembraba, cercaba, recogía y secaba mis uvas y cumplía todos mis deberes como antes.

En este tiempo, llegó la estación de lluvias, lo que me obligaba a permanecer en casa. Guardamos nuestra nueva embarcación en el lugar más seguro que encontramos, es decir, la llevamos hasta el río donde, como he dicho, desem­barqué mis balsas. La arrastramos hasta la costa aprove­chando la marea alta y mi siervo Viernes excavó un peque­ño embalse, lo suficientemente grande para guardarla y lo suficientemente profundo para que se mantuviera a flote. Cuando bajó la marea, hicimos un dique muy fuerte en uno de los extremos para que no le entrara agua. De este modo, estaría sobre seco y protegida de la marea. Para protegerla de la lluvia, colocamos muchas ramas de árboles, con las que hicimos una especie de techo, como el de una casa. Entonces, esperamos a noviembre o diciembre, que era cuando tenía previsto emprender la aventura.

En esto llegó la estación seca y, con el buen tiempo, re­anudé mis proyectos. Diariamente me ocupaba de los pre­parativos para el viaje. Lo primero que hice fue separar una cantidad de provisiones que nos servirían de abastecimiento durante el viaje. Mi intención era abrir el dique en dos sema­nas y echar al agua nuestra embarcación. Una mañana, mientras me hacía cargo de una de estas tareas, llamé a Viernes para pedirle que fuera a la playa, a fin de buscar una tortuga, cosa que hacíamos generalmente una vez a la semana, tanto por los huevos como por la carne. Al poco tiempo de haberse marchado regresó corriendo y saltó por encima de la muralla exterior, como si sus pies no tocasen la tierra. Antes de que pudiese decirle algo, gritó:

-¡Oh, amo! ¡Oh, amo! ¡Oh, pena! ¡Oh, malo!

-¿Qué ocurre, Viernes? -le pregunté.

-¡Oh, allí, una, dos, tres canoas! ¡Una, dos, tres!

Por la forma en que se expresó, pensé que eran seis pero, después de preguntarle, comprendí que solo eran tres.

-Pues bien, Viernes -dije-, no tengas miedo.

Traté de animarlo como pude pero el pobre muchacho estaba terriblemente asustado. Se había empecinado en pensar que habían venido a buscarlo y que lo cortarían en pe­dazos para comérselo. El pobre chico temblaba tanto que apenas sabía qué hacer o decirle. Le reconforté lo mejor que pude y le dije que yo corría tanto peligro como él, pues a mí también me comerían.

-Pero Viernes -dije-, debemos estar dispuestos a lu­char contra ellos. ¿Acaso no puedes luchar, Viernes?

-Yo lucha -dijo-, pero ellos vienen muchos más.

-No te preocupes por eso -le dije nuevamente-, nuestras armas espantarán a los que no podamos matar.

Le pregunté si estaba resuelto a defenderse y a defen­derme, a ayudarme y a hacer todo lo que yo le pidiera, y me respondió:

-Yo muero si tú mueres, amo.

Entonces, fui a buscar un buen trago de ron y se lo di. Había administrado tan bien el ron que aún tenía una gran cantidad. Cuando se lo hubo bebido, le dije que trajera las dos escopetas de caza que solíamos llevar con nosotros y las cargué con municiones grandes del tamaño de las de pis­tola. Luego cogí cuatro mosquetes y cargué cada uno de ellos con dos cartuchos y cinco balas pequeñas. Me colgué el gran sable desnudo al costado y le di a Viernes su hacha.

Una vez preparado, tomé mi catalejo y subí por la lade­ra de la colina para ver qué podía descubrir. Inmediatamen­te, observé, gracias a mi catalejo, que había veintiún salva jes, tres prisioneros y tres canoas. Lo único que iban a hacer era celebrar un banquete triunfal con aquellos tres cuerpos humanos (un festín bárbaro, sin duda), que no tenía nada de particular respecto a los que solían hacer.

También pude observar que no habían desembarcado en el mismo lugar del que Viernes se había escapado, sino más cerca de mi río, donde la costa era más baja y había un espeso bosque que llegaba casi hasta el mar. Esto, unido al horror que me causaba la falta de humanidad de estos mise­rables, me llenó de tanta indignación que regresé a donde estaba Viernes y le dije que estaba resuelto a caer sobre ellos y matarlos a todos. Le pregunté si combatiría a mi lado y él, que se había repuesto del susto por el ron y se encon­traba más animado, respondió, como lo había hecho antes, que moriría si yo se lo ordenaba.

En este acceso de valentía, cogí las armas que había car­gado antes y las repartí entre los dos. Le di a Viernes una pistola para que la pusiese en su cinturón y tres mosquetes para que los llevase a la espalda. Yo cogí una pistola y los otros tres mosquetes y, armados de este modo, partimos. Puse una pequeña botella de ron en mi bolsillo y le di a Viernes un gran saco de pólvora y balas. Le ordené que se quedara detrás de mí, a poca distancia y que no hiciera nin­gún movimiento, ni hablara o disparara hasta que yo se lo indicara. De este modo, recorrimos casi una milla hacia la derecha para pasar el río y llegar al bosque, a fin de estar a tiro de fusil de ellos antes de que nos descubrieran, lo cual era muy sencillo, según pude ver con mi catalejo.

A medida que iba andando, recordé mis antiguos princi­pios y comencé a desistir de mi resolución. No quiero decir con esto que tuviese miedo de su número, pues, como no eran más que unos miserables desnudos y sin armas, yo era, sin duda, superior a ellos, aun si hubiese estado solo. Mas, comencé a pensar que no tenía motivo ni razón, mucho menos necesidad, de teñir mis manos con sangre, atacando a unos hombres que no me habían hecho, ni pretendían ha­cerme ningún daño. Respecto a mí, eran seres inocentes, cuyas costumbres salvajes obraban en su propio perjuicio y eran la prueba de que Dios los había abandonado, como a otros pueblos de aquella parte del mundo, a su estupidez y barbarie. Él no me había llamado a que fuese juez de sus ac­ciones, mucho menos, verdugo de su justicia. Cuando Él lo juzgase conveniente, tomaría el caso en sus manos y, me­diante la venganza nacional, los castigaría por sus crimenes nacionales. Aquello no era de mi incumbencia y, si bien Viernes podía justificar aquella acción como legítima, pues era enemigo declarado de ellos y se hallaba en estado de guerra, en mi caso no se podía decir lo mismo. Estos pen­samientos ejercieron tal influencia en mi espíritu, a lo largo del camino, que decidí limitarme a permanecer cerca de ellos para observar su festín bárbaro y actuar según me lo indicara el Señor, sin entrometerme en nada, a menos que reconociera un llamado más fuerte que el que había sentido hasta ahora.

Así resuelto, con toda la precaución y el silencio posi­bles, y con Viernes pisándome los talones, caminé hasta el límite del bosque más próximo a ellos, de manera que solo nos separaban unos árboles. Entonces, llamé a Viernes en voz muy baja y, mostrándole un árbol enorme, que estaba en una esquina del bosque, le pedí que se acercara hasta él y me informara si desde allí se podía ver claramente lo que hacían. Así lo hizo y, regresó inmediatamente, diciendo que desde allí se podían ver perfectamente; que estaban al­rededor de la hoguera comiéndose la carne de uno de los prisioneros y que, amarrado en la arena, a poca distancia, había otro a quien iban a matar en seguida, lo cual me llenó de cólera. Me dijo que no era uno de su nación, sino uno de los hombres con barba, de quienes me había hablado y que habían llegado en un bote a su tierra. Me llené de espanto con la simple mención del hombre blanco con barba. Fui hasta el árbol y, con la ayuda de mi catalejo, pude distinguir claramente a un hombre blanco que yacía sobre la playa, atado de pies y manos con cañas o bejucos. Era europeo y estaba vestido.

Había otro árbol y, un poco más adelante, una pequeña espesura, más próxima a ellos que el lugar en el que me ha­llaba antes. Me di cuenta de que, si me desplazaba un poco, podría acercarme sin ser descubierto y, desde allí, estaría tan solo a medio tiro de fusil de ellos. Contuve mi cólera, aunque estaba indignado en sumo grado y, retrocediendo como veinte pasos, caminé detrás de unos arbustos, que se extendían todo el camino, hasta que llegué al otro árbol. Entonces, me encontré una pequeña elevación en el terre­no, desde la cual podía verlos claramente a una distancia de, más o menos, veinte yardas.

No había tiempo que perder, pues, diecinueve de aque­llos miserables salvajes, que estaban sentados en el suelo, apretujados entre sí, habían enviado a otros dos a asesinar al pobre cristiano que, tal vez, traerían por pedazos a la ho­guera. Acababan de agacharse para desatarle los pies, cuando me volví hacia Viernes.

-Ahora, Viernes -le dije-, haz lo que te ordébe.

Viernes asintió.

-Pues, Viernes -le dije-, haz exactamente lo que me veas hacer y no te equivoques en nada. Coloqué uno de los mosquetes y la escopeta sobre la tierra y Viernes hizo lo mismo. Con el otro mosquete, apunté a los salvajes, orde­nándole a Viernes que me imitara. Le pregunté si estaba lis­to y respondió que sí.

-Entonces, dispara -le dije y, en ese mismo instante, disparé.

Viernes tenía mucha mejor puntería que yo, pues mató a dos e hirió a otros tres mientras que yo maté a uno y herí a dos. Podéis estar seguros de que los salvajes se quedaron terriblemente consternados y todos los que no estaban he­ridos se pusieron de pie rápidamente, sin saber hacia dón­de mirar ni huir, pues no tenían idea de dónde provenía su destrucción. Viernes me miraba fijamente, tal y como se lo había ordenado, para observar todos mis movimientos. Después de la primera descarga, arrojé inmediatamente el mosquete y cogí la escopeta de caza. Viernes hizo lo mis­mo. Me vio apuntar y me imitó.

-¿Estás preparado, Viernes? -le pregunté.

-Sí -me respondió.

-Entonces -dije- ¡fuego, en nombre de Dios!, y abrí fuego contra aquellos miserables que estaban espantados. Como nuestras armas estaban cargadas con munición pe queña, tan solo cayeron dos pero había muchos heridos que corrían aullando y gritando como locos, sangrando y grave­mente heridos, de los cuales, en seguida cayeron otros tres, pero aún vivos.

-Ahora, Viernes -dije, dejando las escopetas descar­gadas y cogiendo el mosquete que aún tenía munición-, sígueme.

Así lo hizo y con gran valor. Salí corriendo del bos­que, con Viernes pegado a mis talones, y me descubrí. Tan pronto me vieron, grité tan fuertemente como pude y le ordené a Viernes que hiciera lo mismo. Corrí lo más aprisa posible, que por cierto, no era demasiado, a causa del peso de las armas, y me dirigí 'hacia la pobre víctima, que, como he dicho, yacía en la playa, entre el área del festín y el mar. Los dos carniceros que iban a matarlo ha­bían huido ante la sorpresa de nuestro primer disparo, se internaron en el mar, muertos de miedo y saltaron a sus canoas, seguidos por otros tres. Me volví hacia Viernes y le ordené que se adelantara y les disparara. Me compren­dió inmediatamente y, corriendo unas cuarenta yardas para estar más cerca, les disparó. Pensé que los había matado a todos, pues los vi caer de un salto en la canoa, pero después vi que dos de ellos se incorporaron rápida­mente. No obstante, había matado a dos y herido a un tercero, que yacía en el fondo del bote como si estuviese muerto.

Mientras mi siervo Viernes les disparaba, cogí mi cu­chillo y corté los bejucos que sujetaban a la pobre víctima. Una vez desatado de pies y manos, se levantó. Le pregun té en lengua portuguesa quién era y me respondió en la­tín: «Cristianus.» Estaba tan débil que apenas podía tener­se en pie o hablar. Saqué mi botella del bolsillo y se la di, haciéndole señales de que bebiese. Así lo hizo. Luego, le di un trozo de pan y se lo comió. Entonces, le pregunté de qué país era y me dijo: «Español.» Cuando se hubo reani­mado, me mostró, con todas las señas que fue capaz de hacer, lo agradecido que estaba porque le hubiese salvado la vida.

-Señor -le dije con el español que pude recordar-, hablaremos luego pero ahora debemos luchar. Si aún tiene fuerzas, coja esta pistola y este sable y luche.

Los tomó muy agradecido y, apenas tuvo las armas en sus manos, como si le hubiesen investido de nuevo vigor, se abalanzó sobre sus asesinos como una fiera y cortó a dos de ellos en pedazos en un instante. Lo cierto es que, todo esto los había tomado por sorpresa y las pobres criaturas esta­ban tan aterrorizadas por el ruido de nuestras armas, que caían de puro asombro y miedo; tan incapaces eran de huir como de resistir las balas. Lo mismo les ocurrió a los cinco a los que Viernes les había disparado en la canoa: tres de ellos cayeron por las heridas y los otros dos de miedo.

Mantuve mi arma en la mano, sin disparar, con el pro­pósito de reservar la carga que me quedaba, pues le había entregado mi pistola y mi sable al español. Llamé a Viernes y le pedí que fuera corriendo al árbol desde donde habíamos disparado al principio y recogiera las armas descargadas que estaban allí, lo cual hizo con gran rapidez. Luego le di mi mosquete, me senté a cargar todas las demás nuevamente y les recomendé que viniesen a buscarlas cuando las necesita­ran. Mientras cargaba las armas, se entabló un feroz comba­te entre el español y uno de los salvajes que le atacó con uno de esos grandes sables de madera, el mismo con el que le habría dado muerte si yo no hubiese intervenido para evitar­lo. El español, que era muy valiente y arrojado, aunque un poco débil, llevaba un buen rato peleando con el salvaje y le había hecho dos heridas en la cabeza. Pero el salvaje, que era un joven robusto y vigoroso, lo derribó (pues estaba muy débil) y estaba intentando arrancarle el sable de las manos. Súbitamente, el español soltó el sable y, sacando la pistola de su cinturón, le atravesó el cuerpo de un disparo y lo mató en el acto, antes de que yo pudiese llegar a socorrerle.

Viernes, que ahora andaba por su cuenta, perseguía a los miserables fugitivos, sin más arma que el hacha con la que había matado a aquellos tres, que, como he dicho, esta ban heridos y habían caído al principio y, luego, a todos los que pudo atrapar. El español me pidió un arma y le di una escopeta, con la cual persiguió e hirió a dos salvajes. Mas, como no tenía fuerzas para correr, se refugiaron en el bos­que. Allí, Viernes los persiguió y mató a uno pero el otro, aunque estaba herido, era muy ágil y logró arrojarse al mar y nadar con todas sus fuerzas hacia los que estaban en la ca­noa. Estos tres que lograron embarcar, más otro que estaba herido y no sabemos si murió, fueron los únicos, de un total de veintiuno, que escaparon de nuestras manos. La relación es como sigue:

3 muertos por nuestra primera descarga desde el árbol

2 muertos por la siguiente descarga

2 muertos por Viernes en la canoa

2 muertos por él mismo, de los que al comienzo habían sido heridos

1 muerto por él mismo en el bosque

3 muertos por el español

4 muertos que aparecieron aquí y allá, a causa de sus heridas o muertos por Viernes en su persecución.

4 huidos en la barca, entre los cuales había uno herido, si no muerto.

21 en total.

Los que estaban en la canoa, tuvieron que remar muy rápidamente para librarse de los disparos y, aunque Viernes les disparó dos o tres veces, al parecer, no pudo herir a nin guno de ellos. Él quería que cogiéramos una de sus canoas y los persiguiéramos e, indudablemente, yo estaba muy preo­cupado por su huida, pues llevarían las noticias a su gente. Tal vez, regresarían con doscientas o trescientas canoas y, siendo muchos más que nosotros, nos devorarían. Decidí perseguirlos por mar y, corriendo hasta una de sus canoas, salté sobre ella y le ordené a Viernes que me siguiera. Mas, cuando ya estaba dentro de la canoa, me sorprendió ver a otro pobre salvaje, amarrado de pies y manos, como el es­pañol, en espera del sacrificio y casi muerto de miedo. No sabía lo que estaba ocurriendo pues le era imposible ver por encima del borde de la canoa, por lo fuertemente atado que estaba y, como llevaba mucho tiempo así, estaba medio moribundo.

En seguida corté los bejucos o juncos con los que estaba atado y traté de ayudarlo para que se incorporara, pero no podía ponerse en pie ni hablar. Tan solo emitía un quejido lastimero, creyendo, sin duda, que lo había desatado para matarlo.

Cuando Viernes se le acercó, le ordené que le dijera que estaba en libertad. Saqué mi botella y le di un trago al pobre desgraciado, que, viéndose repentinamente liberado, se re animó y se sentó en la canoa. Cuando Viernes se puso a mi­rarlo y a hablarle, sucedió algo que habría hecho llorar a cualquiera. De pronto, comenzó a abrazarlo y besarlo, reía, lloraba, gritaba, saltaba a su alrededor, bailaba, cantaba, vol­vía a llorar, se retorcía las manos, se golpeaba la cabeza y el rostro y volvía a cantar y saltar a su alrededor como un loco. Pasó un largo rato antes de que lograra que me dijese qué ocurría. Cuando se hubo calmado, me dijo que aquel era su padre.

No es fácil explicar la emoción que me provocó ver el éxtasis de amor filial que invadió a este pobre salvaje ante la vista de su padre liberado de la muerte. Tampoco puedo describir las extravagancias que tuvo con él. Entró y salió va­rías veces de la canoa; cuando entraba, se ponía a su lado, abría su chaqueta y colocaba la cabeza de su padre contra su pecho durante media hora para reanimarlo; luego tomó sus brazos y sus tobillos, que estaban entumecidos por las ata­duras y comenzó a frotarlos y calentarlos con sus manos. Cuando me di cuenta de lo que quería lograr, le di un poco de ron de mi botella para qué lo friccionara, lo que le hizo mucho bien.

Esta circunstancia puso fin a la idea de perseguir la ca­noa en la que iban los otros salvajes, que, a estas alturas, es­taban casi fuera de nuestra vista y, mejor fue que no lo hicié ramos, pues nos salvamos de un viento que se levantó antes de que pudiesen hacer una cuarta parte de su travesía y con­tinuó soplando fuertemente durante toda la noche. Como el viento soplaba del noroeste, les resultaba adverso, de mane­ra que, con toda probabilidad, la piragua no pudo resistirlo y no llegaron a sus costas.

Mas, volvamos a Viernes. Se ocupaba tanto de su padre, que durante un tiempo no me atreví a molestarlos. No obs­tante, cuando me pareció que podía dejarlo solo un momen to, lo llamé y él se aproximó saltando y riendo, en extremo feliz. Le pregunté si le había dado pan a su padre y meneó la cabeza respondiendo: «No; perro feo, me lo como todo yo mismo.» Le di, pues, una torta de pan del pequeño zurrón que llevaba para este propósito y le ofrecí un poco de ron, el cual no quiso siquiera probar para guardárselo a su padre. Llevaba también dos o tres puñados de pasas y le di uno para su padre. Apenas se las hubo llevado, volvió a salir corriendo de la canoa, a tal velocidad que parecía embrujado, pues en verdad era el hombre más ágil que jamás hubiese visto. Podría decirse que corría tan rápidamente que hasta llegué a perderlo de vista por un instante. Le grité y lo llamé pero fue en vano. Al cabo de un cuarto de hora, regresó, un poco más lentamente que a la ida, pues, según pude ver mientras se acercaba, traía algo en las manos.

Cuando llegó hasta donde yo estaba, me di cuenta de que había ido hasta la canoa a por un jarro o vasija para llevarle un poco de agua fresca a su padre. Traía, además, dos galletas y unos panes. Me dio los panes y le llevó las galletas al padre. Como también me sentía muy sediento, tomé un sorbo. El agua reanimó a su padre mucho mejor que todo el ron o licor que yo le había dado, pues se estaba muriendo de sed.

Cuando su padre hubo bebido, llamé a Viernes para saber si quedaba agua. Respondió que sí y le ordené que le llevara un poco al pobre español, que necesitaba tantos cuidados como su padre. También le dije que le llevara uno de los panes que había traído. El pobre español, que estaba muy débil, reposaba sobre la hierba a la sombra de un ár­bol. Sus extremidades estaban entumecidas e hinchadas a causa de las fuertes ataduras que le habían hecho. Cuando Viernes se le acercó con el agua, se sentó y bebió. También tomó el pan y comenzó a comerlo. Entonces, me aproximé y le di un puñado de pasas. Me miró con una evidente ex­presión de gratitud en el rostro pero estaba tan fatigado por el combate que no podía mantenerse en pie. Dos o tres veces intentó incorporarse pero le resultaba imposible, a causa de la inflamación y el dolor en las piernas. Le dije que se quedara tranquilo e indiqué a Viernes que se las un­tara y friccionara con ron, como había hecho antes con su padre.

Mientras hacía esto, mi pobre y afectuosa criatura, vol­vía la cabeza cada dos minutos, quizás menos, para ver si su padre seguía en la misma posición en que lo había dejado. De pronto, al no poder verlo, se levantó y, sin decir una pa­labra, corrió hacia él tan rápidamente que parecía que sus pies no tocaban la tierra. Cuando llegó a la canoa y se dio cuenta de que su padre solo se había recostado para des­cansar las piernas, regresó inmediatamente hacia donde yo estaba. Entonces, le pedí al español que le permitiera a Viernes ayudarlo a levantarse para conducirlo a la barca y, de ahí, a nuestra morada, donde yo me haría cargo de él. Mas Viernes, que era joven y robusto, cargó sobre sus es­paldas al español hasta la canoa, lo colocó con mucha deli­cadeza en el borde, con los pies por dentro, y lo acomodó al lado de su padre. Después, saltó de la piragua, la metió en el mar y remó a lo largo de toda la costa, mucho más rápida­mente de lo que yo podía avanzar caminando, a pesar de que soplaba un viento muy fuerte. Habiéndolos traído a sal­vo hasta nuestra ensenada, los dejó en la canoa y salió co­rriendo a buscar la otra. Al pasar junto a mí, le pregunté a dónde iba y me respondió: «Busca más canoa.» Partió como el viento, pues, seguramente, jamás hombre o caballo co­rrieron como él, y llegó con la segunda canoa hasta la ense­nada casi antes que yo, que iba por tierra. Así pues, me con­dujo hasta la otra orilla y se apresuró a ayudar a nuestros nuevos huéspedes a salir de la canoa. Pero ninguno estaba en condiciones de caminar, por lo que el pobre Viernes no supo qué hacer.

Me puse a pensar en una solución y decidí decirle a Viernes que los ayudase a sentarse en la orilla y que viniese conmigo. Rápidamente, fabriqué una suerte de carretilla para transportarlos entre ambos. Así lo hicimos pero cuando llegamos hasta la parte exterior de nuestra muralla o fortifi­cación, nos hallamos ante una situación más complicada que la anterior, pues era imposible pasarlos por encima y yo no estaba dispuesto a derribarla. Viernes y yo nos pusimos nuevamente a trabajar y, en casi dos horas, construimos una hermosa tienda, cubierta con velas viejas y recubierta con ramas de árboles, en la parte exterior de la muralla, en­tre esta y el bosquecillo que había plantado. También hici­mos dos camas con paja de arroz, encima de las cuales colo­camos dos mantas; una para acostarse y otra para cubrirse.

Mi isla estaba ahora poblada y me consideré rico en súbditos. Me hacía gracia verme como si fuese un rey. En primer lugar, toda la tierra era de mi absoluta propiedad, de manera que tenía un derecho indiscutible al dominio. En se­gundo lugar, mis súbditos eran totalmente sumisos pues yo era su señor y legislador absoluto y todos me debían la vida. De haber sido necesario, todos habrían sacrificado sus vidas por mí. También me llamaba la atención que mis tres súbdi­tos pertenecieran a religiones distintas. Mi siervo Viernes era Protestante, su padre, un caníbal pagano y el español, papista. No obstante, y, dicho sea de paso, decreté libertad de conciencia en todos mis dominios.

Tan pronto acomodé a mis débiles prisioneros rescata­dos y les di cobijo y un lugar para reposar, me puse a pensar cómo conseguirles provisiones. Lo primero que hice fue or denarle a Viernes que cogiera un cabrito de un año de mi propio rebaño y lo matara. Le corté el cuarto trasero y lo troceé en pequeños pedazos. Viernes los coció y preparó un plato muy sabroso, puedo aseguraros, de carne y caldo, al que le añadió un poco de cebada y arroz. Como cocinaba siempre afuera, para evitar fuegos en mi muralla interior, lo llevé todo a la nueva tienda y allí puse una mesa para mis huéspedes. Me senté a comer con ellos y traté de animarlos lo mejor que pude. Viernes me servía de intérprete con su padre y con el español, que hablaba bastante bien el idioma de los salvajes.

Después de comer, o más bien, de cenar, le ordené a Viernes que cogiese una de las canoas y fuese a buscar nuestros mosquetes y demás armas de fuego, que por falta de tiempo, habíamos dejado en el lugar de la batalla. Al día siguiente, le ordené que enterrase a los muertos, que esta­ban tendidos al sol y, en poco tiempo, comenzarían a oler. También le ordené que enterrara los horribles restos del fes­tín bárbaro, que eran abundantes, pues yo no tenía valor para hacer aquello, ni siquiera para verlo si pasaba por allí. Siguió mis órdenes al pie de la letra y borró todo rastro de la presencia de los salvajes, de manera que, cuando volví al lu­gar, apenas tenía una idea de dónde había ocurrido, a ex­cepción del extremo del bosque que lo señalizaba.

Empecé a conversar un poco con mis dos nuevos súbdi­tos. En primer lugar, le pedí a Viernes que le preguntara a su padre qué pensaba sobre los salvajes que habían escapa do en la canoa y si creía que volverían con un ejército tan grande que no fuésemos capaces de combatir. Su primera opinión fue que aquellos salvajes no habían podido resistir, en semejante bote, una tormenta como la que había sopla­do toda la noche de su huida y, seguramente, se habían ahogado o habían sido arrastrados hacia el sur hasta otras costas, donde, tan seguro era que serían devorados, como que se ahogarían si naufragaban. No sabía qué harían si lle­gaban sanos a la costa pero pensaba que estarían tan asus­tados por la forma en que habían sido atacados y por el rui­do y el fuego, que le dirían a su gente que no los habían ma­tado unos hombres sino el rayo y el trueno; y que los dos se­res que habían aparecido, es decir, Viernes y yo, no éramos hombres armados, sino dos espíritus o furias celestiales que habían bajado a destruirlos. Sabía esto porque los escuchó gritar en su lengua que era imposible que un hombre pudiese disparar dardos de fuego o hablar como el trueno y matar a distancia, sin levantar la mano. En esto, el viejo salvaje te­nía razón, pues luego supe que jamás intentaron regresar a la isla por miedo a lo que aquellos cuatro hombres (que, en efecto, lograron salvarse del mar) les habían contado: que quien fuera a esa isla encantada, sería destruido por el fuego de los dioses.

En aquel momento ignoraba esto y, por tanto, vivía continuamente inquieto, haciendo guardias, al igual que el resto de mi ejército. Ahora que éramos cuatro, me atrevía a enfrentarme a un centenar de ellos en cualquier momento. Sin embargo, al cabo de un tiempo, al ver que no apare­cía ninguna canoa, fui perdiendo el miedo a que regresaran y volví a considerar mis viejos propósitos de viajar al conti­nente. El padre de Viernes me aseguró que podía contar con el cordial recibimiento de su gente, si decidía hacerlo.

No obstante, tuve que posponer mis planes, después de una seria conversación con el español, en la que me dijo que los dieciséis españoles y portugueses, que habían nau fragado y encontrado refugio en esas costas, vivían allí en paz con los salvajes, aunque no sin temer por sus vidas y pa­decer necesidades. Le pedí que me relatara su viaje y, en­tonces, supe que viajaba en un barco español fletado en el Río de la Plata con destino a La Habana, donde debía llevar un cargamento de pieles y plata y regresar con las mercan­cías europeas que pudiesen obtener. Añadió que a bordo viajaban cinco marineros portugueses, rescatados de otro naufragio y que cinco de los suyos habían muerto cuando se perdió la primera embarcación. Los demás, después de infi­nitos riesgos y peligros, habían logrado llegar, medio muer­tos, a aquellas tierras de caníbales, donde temían ser devo­rados de un momento a otro.

Me dijo que tenían algunas armas pero que no les ser­vían para nada, pues no tenían pólvora ni municiones. El mar había estropeado casi toda la pólvora, con la excepción de una pequeña cantidad, que utilizaron al desembarcar para proveerse de alimentos.

Le pregunté si sabía qué sería de ellos o si habían hecho planes para escapar. Me contestó que lo habían considera­do muchas veces pero, como no tenían embarcación, ni medios para fabricarla y tampoco tenían provisiones de nin­gún tipo, sus concilios terminaban siempre en lágrimas y desesperación.

Le pedí que me dijera cómo recibirían una propuesta de huida por mi parte y si esta sería realizable. Le dije con franqueza que mi mayor preocupación era alguna traición o abusos por su parte si ponía mi vida en sus manos, ya que la gratitud no suele ser una virtud inherente a la natura­leza humana y los hombres suelen velar más por sus pro­pios intereses que por sus obligaciones. Le dije que sería intolerable que, después de salvarles la vida, me llevasen prisionero a la Nueva España, donde cualquier inglés sería ajusticiado, independientemente de las circunstancias o ne­cesidades que le hubiesen llevado hasta allí; y que prefería ser entregado a los salvajes y devorado vivo antes de caer en las garras de sacerdotes despiadados y ser llevado ante la Inquisición. Añadí que, aparte de eso, estaba convencido de que, siendo todos los que éramos, podríamos construir una embarcación con nuestras propias manos, lo suficien­temente grande para llegar a Brasil, a las islas, o a la costa española que estaba al norte. Mas, si en recompensa, puesto que les daría armas, me llevaban por la fuerza a su patria, estarían abusando de mi generosidad y yo me vería peor que antes.

Me contestó con mucha honradez y sinceridad que su situación era tan miserable como la mía y que habían sufri­do tanto, que no podrían menos que aborrecer la mera idea de perjudicar a nadie que les ayudara a escapar. Si me pare­cía bien, él iría con el viejo a hablar con ellos sobre el asunto y regresaría con una respuesta; que obtendría su compromi­so solemne de ponerse bajo mis órdenes como capitán y co­mandante y les haría jurar sobre los Santos Sacramentos y el Evangelio, que serían leales, que iríamos al país cristiano que yo quisiera y a ningún otro; que se someterían total y absolutamente a mis órdenes hasta que hubiésemos desem­barcado sanos y salvos en el país que yo quisiera; y que me darían un contrato firmado a estos efectos.

Entonces me dijo que, antes que nada, él, por su parte, me juraba que no se separaría nunca de mí hasta que yo se lo ordenase y que estaría de mi lado, hasta derramar la última gota de sangre, si sus compañeros faltaban a su promesa.

Me dijo que todos eran hombres civilizados y honestos, que se hallaban en la peor situación imaginable, sin armas ni ropa, sin otro alimento que el que los salvajes les cedían generosamente y sin esperanzas de regresar a su patria. Si yo los ayudaba, podía estar seguro de que estarían dispues­tos a dar la vida por mí.

Con estas garantías, decidí enviar al viejo salvaje y al es­pañol para tratar con ellos. Mas cuando todo estaba listo para su partida, el español hizo una observación, tan pru dente y sincera que no pude menos que aceptarla con agra­do. Siguiendo su consejo, decidí postergar medio año el res­cate de sus compañeros por la razón que sigue.

Hacía cerca de un mes que vivía con nosotros y, duran­te todo ese tiempo, yo le había mostrado el modo en que había provisto para mis necesidades, con la ayuda de la Providencia. Sabía perfectamente que mi abastecimiento de arroz y cebada era suficiente para mí, mas no para mi fa­milia, que hora contaba con cuatro miembros. Si venían sus compañeros, que eran catorce, no tendríamos cómo ali­mentarlos ni, mucho menos, abastecer una embarcación para dirigirnos a las colonias cristianas de América. Por tan­to, le parecía recomendable que les permitiera, a él y a los otros dos, cultivar más tierra, con las semillas que yo pudie­se darles y que esperáramos a la siguiente cosecha, a fin de tener una reserva de grano para cuando llegaran sus com­pañeros, pues la necesidad podía ser motivo de discordia o de que sintieran que habían sido liberados de una desgracia para caer en otra peor.

-Usted sabe -me dijo-, que los hijos de Israel al prin­cipio se alegraron de su salida de Egipto pero, luego, se re­ belaron contra Dios, que los había liberado, cuando les faltó el pan en medio del desierto.

Su razonamiento era tan sensato y su consejo tan bue­no, que me sentí muy complacido, tanto por su propuesta como por la lealtad que me demostraba. Así, pues, nos pu simos a trabajar los cuatro, lo mejor que podimos con las herramientas de madera que teníamos. En menos de un mes, al cabo del cual comenzaba el período de siembra, habíamos labrado y preparado una razonable extensión de terreno. Sembramos veintidós celemines de cebada y dieci­séis jarras de arroz, que era todo el grano del que podíamos disponer, después de reservar una cantidad suficiente para nuestro sustento durante los seis meses que debíamos espe­rar hasta el momento de la cosecha; es decir, los seis meses que transcurrieron desde que apartamos el grano destinado a la siembra, que es el tiempo que se demora en crecer en aquellas tierras.

Siendo una sociedad lo suficientemente numerosa como para no temer a los salvajes, salvo que viniese un gran número de ellos, andábamos libremente por la isla cuando nos apetecía. Nuestros pensamientos estaban ocupados en la idea de nuestra liberación, al menos los míos, pues no po­día dejar de pensar en la forma de realizarla. Con este pro­pósito, fui marcando varios árboles que me parecían ade­cuados para la labor y te ordené a Viernes y a su padre que los cortaran. Al español le encomendé que supervisara y di­rigiera estas tareas. Le mostré el esfuerzo ímprobo que me había costado transformar un enorme árbol en una plancha y les ordené que hicieran lo mismo, hasta que produjeran una docena de tablones de buen roble, de unos dos pies de ancho por treinta y cinco de largo y dos a cuatro pulgadas de espesor. Cualquiera puede imaginar el trabajo que costó hacer todo esto.

Al mismo tiempo, me encargué de aumentar todo lo que pude mi pequeño rebaño de cabras domésticas. Con este propósito, el español y yo nos turnábamos diariamente para ir a cazar con Viernes y, de este modo, conseguimos más de veinte cabritos y los criamos con los demás, pues, cada vez que matábamos una madre, cogíamos a los más pequeños y los añadíamos a nuestro rebaño. En eso llegó la época de secar las uvas y colgamos tantos racimos al sol, que, si hubiésemos estado en Alicante, donde se producen las pasas, habríamos llenado sesenta u ochenta barriles. Estas pasas, junto con nuestro pan, constituían nuestro principal alimento, excelente para la salud, os lo aseguro, porque son en extremo nutritivas.

Había llegado el tiempo de la cosecha y la nuestra resul­tó buena. No dio el mayor rendimiento que hubiese visto en la isla pero era suficiente para nuestros propósitos. De los veintidós celemines de cebada que sembramos, obtuvimos más de doscientos veinte y, en igual proporción, cosecha­mos el arroz. Esto era suficiente para nuestra subsistencia hasta la próxima cosecha, incluso con los dieciséis españo­les y, si hubiésemos decidido emprender el viaje, habría­mos contado con suficientes provisiones para abastecer nuestro navío e ir a cualquier parte del mundo, es decir, a América.

Cuando hubimos recogido y asegurado nuestro grano, nos dispusimos a hacer más cestos en los que guardarlo. El español era muy hábil y diestro en este menester y, a menu­do, me recriminaba que no utilizara más este recurso pero a mí no me parecía necesario.

Ahora teníamos suficiente comida para los invitados que esperaba y le dije al español que fuera al continente para ver qué podía hacer por los que estaban allí. Le di ór denes estrictas de no traer a ningún hombre que antes no hubiese jurado por escrito, en su presencia y la del viejo sal­vaje, que jamás le haría daño ni atacaría a la persona que es­taba en la isla y que, tan generosamente, le había rescatado; que la apoyaría y la protegerían de cualquier atentado de este tipo y se sometería totalmente a sus órdenes, donde quiera que fuese. Esto lo pondrían todos por escrito y lo fir­marían con su puño y letra, mas nadie se preguntó cómo lo harían, si no disponían de tinta ni plumas.

Con estas instrucciones, el español y el viejo salvaje, el padre de Viernes, zarparon en una de las canoas en las que vinieron, los trajeron, más bien, como prisioneros para ser devorados por los salvajes.

Le di a cada uno un mosquete con balas y cerca de ocho cargas de pólvora, encomendándoles que cuidaran muy bien de ellos y no los utilizaran a menos que fuese urgente.

Todos estos preparativos me resultaban muy agrada­bles, pues eran las primeras medidas que tomaba con vistas a mi liberación en veintisiete años y unos días. Les di sufi ciente pan y pasas para que pudiesen abastecerse durante varios días y abastecer a sus compañeros durante otros ocho días. Y, deseándoles un buen viaje, los vi partir, acor­dando que, a su regreso, harían una señal para que yo pu­diese reconocerlos antes de llegar a la orilla.

Zarparon con una brisa favorable, según mis cálculos, el día de luna llena del mes de octubre. No obstante, he de de­cir que habiéndola perdido una vez, no llevaba una cuenta exacta de los días, ni había apuntado los años con suficiente precisión como para saberlo a ciencia cierta. Mas, cuando verifiqué mis cálculos posteriormente, descubrí que había llevado una cuenta exacta de los años.

No habían pasado más de ocho días de su partida cuan­do se produjo un incidente extraño e inesperado, que quizás no tenga parangón con nada que hubiese podido ocurrir en esta historia. Una mañana, me hallaba profundamente dor­mido cuando mi siervo Viernes, vino corriendo y gritó: «Amo, amo, ellos vienen, ellos vienen.»

Salté de la cama y, sin sospechar peligro alguno, tan pronto como me hube vestido, salí por mi bosquecillo que, dicho sea de paso, se había convertido en un espeso bos que. Tal como iba diciendo, ajeno a cualquier peligro, salí sin armas, en contra de mi costumbre. Cuando miré hacia el mar, me quedé sorprendido de ver una embarcación que llevaba una vela de lomo de cordero, como suelen llamarse, a una legua y media de la costa. El viento, que soplaba con bastante fuerza, la empujaba hacia nosotros pero inmediatamente me di cuenta de que no venía de la costa, sino del extremo más meridional de la isla. Entonces, llamé a Viernes y le dije que se mantuviese escondido, pues esa no era la gente a la que esperábamos y no sabíamos si eran amigos o enemigos.

A continuación, fui a buscar mi catalejo, a fin de ver si los reconocía. Tomé la escalera para subir a la colina, como solía hacerlo cuando desconfiaba de algo, y para poder ob­servar sin riesgo de ser descubierto.

Apenas había subido, pude observar a simple vista que habían echado un ancla y estaban a casi dos leguas de don­de me hallaba, hacia el sudoeste, pero a menos de una le gua y media de la costa. Pude reconocer claramente que era un buque inglés y su chalupa también lo parecía.

No puedo expresar la confusión que sentí, a pesar de la alegría que me causaba ver un navío que, sin duda, estaría tri­pulado por compatriotas míos y, por consiguiente, amigos. No obstante, y sin saber por qué, me invadieron ciertas dudas que me aconsejaban que me mantuviera en guardia. En pri­mer lugar, me pregunté qué podía traer a un navío inglés a esta parte del mundo, que estaba completamente fuera de la ruta de tráfico. Sabía que ninguna tempestad los había arras­trado hasta mis costas y, si eran realmente ingleses, posible­mente venían con malas intenciones, por lo que prefería seguir como estaba a caer en manos de ladrones y asesinos.

Ningún hombre debería despreciar sus presentimien­tos ni las advertencias secretas de peligro que a veces reci­be, aun en momentos en los que parecería imposible que fueran reales. Casi nadie podría negar que estos presenti­mientos y advertencias nos son dados; tampoco que sean manifestaciones de un mundo invisible y de ciertos espíritus. Así, pues, si su tendencia es a advertirnos del peligro, ¿por qué no suponer que provienen de un agente propicio, ya sea superior o inferior y subordinado -esto no es lo impor­tante-, y que nos son dados para nuestro beneficio?

Esta pregunta confirma plenamente la sensatez de mi razonamiento, pues, si no hubiese sido cauteloso, a causa de esta premonición secreta, independientemente de su procedencia, habría caído inevitablemente en una situación mucho peor que aquella en la que me hallaba, como veréis de inmediato.

No llevaba mucho tiempo en esta posición cuando vi que la chalupa se aproximaba a la orilla, como buscando una ensenada para llegar a tierra más cómodamente. No obstante, como no se acercaron lo suficiente, no pudieron ver la pequeña entrada por la que, al principió, desembar­qué con mis balsas. Se limitaron a llevar la chalupa hasta la playa, a casi media milla de donde me encontraba, lo cual resultó muy ventajoso para mí, pues, de otro modo, habrían desembarcado delante de mi puerta y me habrían sacado a golpes de mi castillo y robado todas mis perte­nencias.

Cuando llegaron a la orilla, comprobé que eran ingle­ses, al menos, en su mayoría. Había uno o dos que parecían holandeses pero no estaba seguro. En total, eran once hombres, de los cuales tres iban desarmados y, según pude ver, amarrados. Los primeros cuatro o cinco que descendie­ron a tierra sacaron a los otros tres de la chalupa; corno si fuesen prisioneros. Pude ver que uno de los tres suplicaba apasionadamente con gestos exagerados de dolor y deses­peración; los otros dos, elevaban los brazos al cielo de vez en cuando y parecían afligidos pero en menor grado que el primero.

Este espectáculo me dejó totalmente perplejo, pues no comprendía su significado. Viernes me dijo; en el mejor in­glés que pudo:

-Oh, amo, ver hombres ingleses comen prisioneros también como salvajes..

¿Por qué, Viernes? -1e pregunté-. ¿Por qué pien­sas que se los van a comer?

-Sí -me contestó-, ellos van a comerlos.

-No, no, Viernes -le dije-, me temo que los van a matar pero puedes estar seguro de que no se los van a comer.

Durante todo este tiempo, no tenía idea de lo que real­mente iba a ocurrir pero permanecí temblando de horror ante la escena, esperando a cada momento que mataran a los tres prisioneros. Uno de esos villanos levantó el brazo con una enorme espada o navaja, como suelen llamarlas los marineros, para asestarle un golpe a uno de aquellos pobres hombres y, como esperaba verle caer al suelo en cualquier momento, se me heló la sangre en las venas.

Entonces deseé de todo corazón que el español y el sal­vaje que había ido con él, hubiesen estado aquí, o que yo hu­biese podido acercarme sin ser descubierto y abrir fuego contra ellos para rescatar a los tres hombres, pues no me pa­recía que estuvieran armados. Pero se me ocurrió otra idea. Después del monstruoso trato que les dieron a los tres hombres, advertí que los insolentes marineros se dispersaron por la isla, como si quisieran reconocer el territorio. Observé que los tres hombres habían quedado en libertad de ir a donde quisieran pero se sentaron en el suelo, afligidos y desesperados. Esto me hizo recordar el momento de mi llegada a la isla. Recordé que había mirado a mi alrededor enloquecida~ mente y me había sentido perdido; que estaba muerto de miedo y había pasado la noche encima de un árbol por te­mor a ser devorado por las bestias salvajes.

Así como en aquel momento no sospechaba que, gra­cias a la Providencia, el barco sería arrastrado cerca de la tierra por la tormenta y la marea, y me proveería tan rica mente durante tanto tiempo, aquellos tres pobres hombres no podían sospechar cuán cierta y próxima era su salvación ni cuán a salvo estaban, justamente cuando más perdidos y desamparados se sentían.

Realmente, es muy poco lo que podemos predecir en este mundo. Por esta razón, debemos confiar alegremente que el Supremo Creador jamás abandona a sus criaturas y que estas, incluso en las peores circunstancias, descubren algo por que darle gracias; y están más cerca de la salvación de lo que podrían imaginar, pues, a menudo, son conducidas a ella por los mismos medios que, al parecer, las llevaron a la ruina.

Aquella gente llegó a tierra en el momento en que la marea estaba más alta, y en parte, porque estuvieron ha­blando con los prisioneros y, en parte, porque se fueron a inspeccionar el lugar en el que habían desembarcado, per­manecieron negligentemente hasta que la marea bajó y el agua se retiró tanto que la chalupa quedó en seco.

Habían confiado la chalupa a dos hombres, que, como pude advertir, bebieron demasiado brandy y se habían que­dado dormidos. Sin embargo, uno de ellos se despertó an tes que el otro y, viendo la chalupa tan encallada que no podría sacarla solo de allí, comenzó a llamar a sus compa­ñeros que andaban dando vueltas por los alrededores. Alertados por los gritos, acudieron rápidamente a la chalu­pa, mas no tuvieron fuerzas para echarla al agua, pues era muy pesada y, en esa parte de la playa, la arena era blanda y fangosa.

En esta situación, hicieron como los auténticos marine­ros, que son la gente menos previsora del mundo: se dieron por vencidos y reanudaron su paseo por la isla. Entonces, oí que uno de ellos le gritaba a otro: «Olvídalo, Jack, flotará con la próxima marea.» Sus palabras me confirmaron que eran paisanos míos.

Durante todo este tiempo, me mantuve muy bien es­condido, sin salir de mi castillo ni mi puesto de observa­ción en lo alto de la colina, y me sentí muy contento de pensar en lo bien protegido que estaba. Sabía que la cha­lupa no podría volver a flotar antes de diez horas y que, para entonces, ya sería de noche, lo que me permitiría ob­servar sus movimientos y escuchar su conversación si es que la tenían.

Mientras tanto, me preparé para el combate, del mismo modo que lo había hecho antes, aunque con más cautela porque sabía que me enfrentaba a un enemigo diferente de los anteriores. Le ordené a Viernes, a quien había converti­do en un excelente tirador, que cogiera algunas armas. Por mi parte, cogí dos escopetas de caza y le di tres mosquetes. Mi aspecto era realmente temible. Llevaba puesto mi abrigo de piel de cabra, el gran sombrero, que mencioné anterior­mente, la espada desnuda en un costado, dos pistolas en el cinturón y una escopeta en cada hombro.

Como he dicho, no tenía previsto hacer nada hasta que anocheciera pero a eso de las dos de la tarde, que es el mo­mento mas caluroso del día, advertí que todos se adentra ban en el bosque, al parecer, para tumbarse a dormir. Los tres pobres hombres estaban demasiado angustiados para descansar pero se cobijaron bajo la sombra de un gran ár­bol, a un cuarto de milla de donde me hallaba y, según ima­ginaba, fuera de la vista de los demás.

Entonces, decidí descubrirme ante ellos para enterar­me un poco de su situación. En seguida me puse en mar­cha, de la guisa que acabo de describir, con mi siervo Viernes, que iba a una buena distancia detrás de mí, tan for­midablemente armado como yo, pero: sin un aspecto fan­tasmal como el mío.

Me acerque á ellos: tan disimuladamente como pude y les dije en español:

¿Quiénes sois, caballeros?

Se levantaron ante el ruido pero se quedaron muy sor­prendidos ante el grosero aspecto que tenía. Estaban com­pletamente mudos y casi dispuestos a huir, cuando les dije en inglés:

-No os sorprendáis por mi aspecto. Tal vez tenéis un amigo más cerca de lo que suponéis.

-Debe ser un enviado del cielo -dijo uno de ellos con gravedad, quitándose el sombrero-, pues nuestra situación es humanamente insalvable.

-Toda ayuda viene del cielo, señor -le dije-. Mas ¿querríais indicarle a un extraño la manera de ayudaros? Me parecéis muy desdichados. Os he visto desembarcar y he visto a uno de ellos levantar su sable para mataros.

El pobre hombre temblaba con el rostro bañado en lá­grimas y mirándome atónito respondió:

-¿Estoy hablando con un dios o. con un hombre? En verdad, ¿sois un hombre o un ángel?

-No temáis por eso, señor, Si Dios hubiese enviado a un ángel para ayudaros, habría venido mejor vestido y ar­mado de otra manera. Os ruego que os tranquilicéis. Soy un hombre inglés y estoy dispuesto a ayudaros. Ya podéis ver­lo, solo tengo un criado pero tenemos armas y municiones. Mas decidme francamente, ¿podemos serviros? ¿Cuál es vuestra situación?

-Nuestra situación, señor, es demasiado complicada para contárosla cuando nuestros asesinos están tan cerca pero, en pocas palabras, os diré que yo era el comandante de ese barco y mis hombres se amotinaron contra mi. Han está­do a punto de matarme y, finalmente, me han traído a este lu­gar desierto con mis dos hombres, uno es mi segundo de abordo y el otro, un pasajero. Esperan dejarnos morir en este lugar que creen deshabitado y aún no sabemos, qué pensar..

¿Dónde están esos animales, vuestros enemigos -le pregunté-, ¿sabéis hacia dónde han ido?

-Están allí, señor -me respondió, señalando un grupo de árboles-. Mi corazón tiembla de miedo de que nos hayan visto y escuchado hablar. Si es así, seguramente, nos matarán.

-¿Tienen armas de fuego? -le pregunté.

-Solo dos mosquetes y uno de ellos está en la chalupa -respondió.

-Pues bien dije-, entonces, yo me encargo del res­to. Como están dormidos, será fácil matarlos, aunque, ¿no seria mejor hacerlos prisioneros?

Me dijo que entre ellos había dos locos villanos can quienes no seria prudente tener misericordia alguna pero, tomando ciertas medidas, los demás volverían a sus deberes. Le pedí que me mostrara quiénes eran. Me dijo que no podía hacerlo a esa distancia pero que obedecería todas mis órdenes.

-Muy bien -1e dije-, retirémonos de su vista para evitar que nos oigan, por lo menos hasta que despierten y hayamos decidido qué hacer.

Gustosamente, me siguieron hasta un lugar donde los árboles nos ocultaban.

-Mirad, señor -le dije-, si yo me arriesgo para salva­ros a todos, ¿estáis dispuestos a cumplir dos condiciones?

Se anticipó a mis palabras y me dijo que tanto él como su nave, si la recuperábamos, se pondrían incondicional­mente bajo mi mando y mis órdenes. Si no podíamos recu­perar la nave, viviría y moriría a mi lado en cualquier parte del mundo donde quisiera llevarlo. Los otros dos hombres dijeron lo mismo.

-Bien -dije-, mis condiciones son dos. En primer lu­gar: mientras permanezcáis en esta isla, no pretenderéis te­ner ninguna autoridad. Si os doy armas en algún momento, me las devolveréis cuando yo os las pida, no haréis perjuicio contra mí ni contra ninguna de mis pertenencias y estaréis sometidos a mis órdenes. En segundo lugar: si se puede re­cuperar el navío, nos llevaréis sin costo a mí y a mi siervo a Inglaterra.

Me dio todas las garantías que la imaginación y la buena fe humanas pudieran imaginar, tanto de cumplir con mis ra­zonables exigencias, como de quedar en deuda conmigo por el resto de su vida.

-Bien -dije-, aquí tenéis tres mosquetes con pólvora y balas. Ahora decidme, ¿qué os parece que debemos hacer?

Me dio todas las muestras de agradecimiento que pudo y se ofreció a seguir todas mis instrucciones. Le dije que, en cualquier caso, era una operación arriesgada pero lo mejor que podíamos hacer era abrir fuego sobre ellos mientras dormían y, si alguno sobrevivía a nuestra primera descarga y se rendía, lo perdonaríamos. Atacaríamos confiando en que la Providencia Divina nos guiaría.

Me contestó con mucha humildad que, de ser posible, prefería no matar a nadie, pero si aquellos dos villanos in­corregibles, que habían sido los autores del motín, lograban escapar, estaríamos perdidos, pues regresarían al barco y traerían al resto de la tripulación.

-Bien -dije-, entonces la necesidad confirma mi consejo, ya que es la única forma de salvarnos.

Mas notando que el hombre se mostraba receloso ante un derramamiento de sangre, le dije que fuese con sus com­pañeros y actuase como mejor le pareciese.

En medio de esta conversación, advertimos que algunos comenzaban a despertar y vimos que dos de ellos se habían puesto en pie de un salto. Le pregunté si eran los hombres, que, según me había dicho, habían organizado el motín y me dijo que no.

-Entonces, dejadlos escapar -le dije-, pues parece que la Providencia los ha despertado a propósito para que se salven. Ahora bien, si los demás escapan, será por vues­tra culpa.

Animado por esto, agarró el mosquete que le había dado y, con una pistola en el cinturón, avanzó con sus dos compañeros, cada uno de los cuales llevaba un arma en la mano. Los dos hombres que iban delante hicieron algún rui­do y uno de los marineros se volvió. Viéndolos acercarse, comenzó a gritarles a los demás pero ya era demasiado tar­de, pues, tan pronto comenzó a gritar, abrieron fuego; me refiero a los dos hombres, pues el capitán, prudentemente, reservaba su carga. Apuntaron con tanta precisión a los hombres que conocían, que uno de ellos cayó muerto en el acto y el otro quedó gravemente herido. Este intentó incor­porarse y empezó a gritar, llamando a los otros para que vi­niesen a socorrerlo. Mas el capitán se le acercó y le dijo que era muy tarde para pedir auxilio y que más le convenía pe­dirle perdón a Dios por su traición. Diciendo estas palabras, lo derribó de un culatazo de su mosquete de modo que no pudo volver a hablar nunca más. Había tres más en el gru­po y uno de ellos estaba levemente herido. Entonces, me aproximé y, cuando vieron el peligro y que era en vano resistirse, suplicaron misericordia. El capitán les dijo que les perdonaría la vida si le aseguraban que se arrepentían de la traición que habían cometido y le juraban lealtad para recu­perar el barco y llevarlo a Jamaica, de donde habían zarpa­do. Le dieron todas las muestras de sinceridad que pudieron y, como él estaba dispuesto a creerles y a perdonarles la vida, no me opuse pero exigí que permanecieran atados de pies y manos mientras estuviesen en la isla.

Mientras tanto, envié a Viernes a la chalupa con el se­gundo de abordo y le ordené que la asegurara y trajera los remos y la vela, En eso los otros tres hombres, que se habían ido en otra dirección (felizmente para ellos) regresa­ron al escuchar los disparos y, al ver a su capitán, que antes había sido su prisionero, convertido en vencedor, accedieron a ser atados como los demás y, así, nuestra victoria fue total.

Solo restaba que el capitán y yo nos contáramos nues­tras respectivas circunstancias. A mí me tocó empezar y le conté toda mi historia, que él escuchó con mucha atención, e incluso asombro, en especial, la forma milagrosa en la que había conseguido provisiones y municiones. Como toda mi historia es un cúmulo de milagros, quedó profundamente sobrecogido. Mas, cuando se puso a reflexionar sobre sí mismo y consideró que yo había sido salvado en este lugar para salvarle la vida, comenzó a llorar y no pudo seguir ha­blando.

Finalizada esta conversación, le conduje junto con sus dos hombres a mi habitación, llevándolos por donde yo ha­bía salido, es decir, por lo alto de la casa. Allí les brindé to das las provisiones que tenía y les mostré los inventos que había realizado en mi larga estancia en este lugar.

Todo lo que les mostraba, y les decía, los dejaba profun­damente admirados pero, sobre todo, el capitán se quedó muy sorprendido ante mi fortificación y el modo en que había logrado ocultar mi vivienda entre el bosquecillo. Como hada más de veinte años que lo había plantado y, como allí los árboles crecían mucho más rápidamente que en Inglaterra, se había convertido en un frondoso bosque, M posible de atravesar por ninguna de sus partes, excepto por un costado en el que había un tortuoso pasadizo. Le dije que aquel en mi castillo y mi residencia pero que además tenía una residencia de descanso en el campo, como la mayoría de los príncipes, donde podía retirarme de vez en cuando. Le dije que se la mostraría cuando tuviera ocasión pero que, ahora, teníamos que ocuparnos de ver cómo recuperar el barco. Estuvo de acuerdo conmigo pero me, confesó que no tenía idea de cómo hacerlo, pues aún quedaban veintiséis hombres a bordo, que habían participado en una conspira­ción maldita, y que, a estas alturas, no estarían dispuestos a renunciar a ella. Seguirían, pues, adelante, sabiendo que, si eran derrotados, serían llevados a la horca tan pronto llegaran a Inglaterra o a cualquiera de sus colonias. Por lo tanto, nosotros, siendo tan pocos, no podíamos atacarlos.

Me quedé pensando largamente en lo que me había dicho y me pareció que sus opiniones eran sensatas. Tenía­mos que pensar rápidamente en la forma de atacar por sorpresa a la tripulación o de evitar que cayeran sobre nosotros y nos mataran.. De pronto, se me ocurrió que, en poco tiempo, la tripulación empezaría a preguntarse qué les ha­bría ocurrido a sus compañeros que habían salido en la cha­lupa y, sin duda, vendrían a tierra a buscarlos, seguramente armados; y con fuerzas superiores a las nuestras. Al capitán le pareció que esta presunción era razonable.

Entonces, le dije que lo primero que debíamos hacer era evitar que se llevaran la chalupa, que estaba en la playa, va­ciándola para que no pudieran utilizarla. Así, pues, nos dirigimos a la barca y retiramos las armas que aún quedaban a bordo y todo lo que encontrarnos: una botella de brandy y otra de ron, algunas galletas, un cuerno de pólvora y un gran terrón de azúcar envuelto en un trozo de lienzo. Todo lo recibí con agrado, en especial, el brandy y el azúcar, que no había probado durante años.

Cuando hubimos llevado todo esto a la costa (ya había­mos cogido los remos, el mástil, la vela y el timón del bote, como he dicho anteriormente), le abrimos un gran agujero en á fondo, de modo que, si venían con fuerzas para derro­tarnos, no pudiesen llevársela.

La verdad es que no estaba convencido de que pudiése­mos recuperar el barco pero pensaba que, si se iban sin la chalupa, podríamos arreglarla para que pudiera transpor tarnos hasta las Islas de Sotavento y en el camino recogeríamos a nuestros amigos españoles, a quienes recordaba constantemente.

Habíamos arrastrado la chalupa hasta la playa, tierra adentro, para que la marea no pudiera llevársela y le hici­mos un agujero en el fondo, lo suficientemente grande como para que no pudiese taponarse fácilmente. De pronto, mientras nos debatíamos sobre qué hacer, escuchamos un cañonazo que procedía del barco y advertimos que hacían señales para llamar a la chalupa a bordo, pero como esta no se movía, dispararon varias veces más y le hicieron nuevas señales.

Finalmente, cuando se dieron cuenta de que las señales y los cañonazos eran inútiles y que la chalupa no regresaba, vimos con la ayuda de mi catalejo que echaban al agua otra chalupa y remaban hacia la orilla. A medida que se aproxi­maban, pudimos ver que venían al menos diez a bordo y que traían armas de fuego.

Puesto que el barco estaba anclado a casi dos leguas de la costa, podíamos verlos claramente mientras se acercaban, incluso sus rostros, pues la marea los había hecho desplazar se un poco hacia el este y remaban de frente a la orilla, hacia el lugar donde había desembarcado la otra chalupa.

De este modo, como he dicho, podíamos verlos clara­mente. El capitán reconocía la fisionomía y el carácter de todos los hombres que iban en la chalupa. Nos dijo que en tre ellos había tres hombres muy honrados que, dominados o aterrorizados por el resto, se habían visto obligados a par­ticipar en el motín, pero el contramaestre, que parecía ser el jefe del grupo, y los demás, eran los más temibles de toda la tripulación y estarían, sin duda, empecinados en prose­guir su nueva empresa. Ante esto, el capitán se mostró muy inquieto, pues temía que fuesen demasiado fuertes para no­sotros.

Le sonreí diciéndole que en nuestras circunstancias de­bíamos superar el miedo y, pues, como cualquier situación sería mejor que esta en la que nos encontrábamos, debía mos esperar que el resultado de todo esto fuera la libera­ción, tanto si vivíamos como si moríamos. Le pregunté su opinión sobre las circunstancias de mi vida y si no le parecía que merecía la pena arriesgarse por la libertad.

-Y, ¿dónde está, señor -le dije-, esa confianza en que yo había sobrevivido en esta isla con el propósito de sal­varle la vida, que hace un momento le hizo emocionarse? Por mi parte, no veo más que un contratiempo en todo este asunto.

-¿Cuál es? -preguntó.

-Que entre esa gente, como habéis dicho, hay tres o cuatro hombres honrados a los que es preciso perdonar. Si todos fueran de la misma calaña que el resto de la tripulación, habría creído que la Providencia los había escogido para que cayesen en vuestras manos. Mas, tened fe en que todo hombre que desembarque será tomado prisionero y vi­virá o morirá, según se comporte con nosotros.

Le hablé firmemente pero con moderación y me di cuenta de que le había infundido una gran confianza. Así, pues, nos dispusimos a afrontar el problema con decisión y, desde que vimos la chalupa alejarse del navío, retiramos a nuestros prisioneros y los pusimos a buen recaudo.

Había dos de quienes el capitán estaba un poco recelo­so, y los hice conducir por Viernes y uno de los tres hom­bres (de los liberados) hacia mi cueva, donde estarían lo suficientemente lejos y fuera de peligro como para ser descu­biertos o escuchados, o para encontrar el camino de vuelta a través del bosque si lograban escapar. Allí los dejaron ata­dos con algunas provisiones y les prometieron que si se estaban quietos, los liberaríamos en uno o dos días; pero si intentaban escapar, les ajusticiaríamos sin misericordia. Juraron sinceramente que soportarían la prisión con pa­ciencia y les agradecieron el buen trato, las provisiones y las velas, pues Viernes les dio unas velas (de las que hacíamos nosotros) para que estuviesen más cómodos y les dio a en­tender que se quedaría vigilando en la entrada de la cueva.

Los demás prisioneros recibieron mejor trato, aunque dos de ellos permanecieron atados, ya que el capitán no se fiaba de ellos. Los otros dos, fueron puestos bajo mis órde­nes por recomendación del capitán, con la solemne prome­sa de vivir o morir con nosotros. De esta forma, contándo­los a ellos y a los tres marineros honrados; sumábamos siete hombres bien armados. No dudaba que podríamos enfren­tarnos a los diez que venían, teniendo en cuenta que el capi­tán había dicho que entre ellos también había tres o cuatro hombres honestos.

Tan pronto como llegaron al lugar donde estaba la otra chalupa, metieron la suya en la playa y saltaron a tierra, arrastrándola tras de sí, lo que me alegró mucho, pues te mía que fueran a dejarla anclada a cierta distancia de la ori­lla, bajo la custodia de alguno de ellos, y no pudiésemos al­canzaría.

Una vez en la orilla, lo primero que hicieron fue correr hacia la otra chalupa. Evidentemente, se quedaron muy sor­prendidos de encontrarla desmantelada y con un gran agu­jero en el fondo.

Después de examinarla durante un tiempo, llamaron dos o tres veces con todas sus fuerzas, a fin de que sus com­pañeros pudiesen oírlos. Pero fue en vano. Entonces, for maron un círculo e hicieron un disparo de salva con una de sus armas, cuyo estruendo pudimos escuchar claramente y retumbó en todo el bosque. Esto fue todo. Estábamos segu­res de que los prisioneros que estaban en la cueva no po­dían oírlo y los que estaban bajo nuestro control, si bien lo oirían, no se atreverían a contestar.

Estaban tan sorprendidos y desconcertados, según con­fesaron más tarde, que decidieron regresar al barco a decir­les a sus compañeros que los otros habían sido asesinados y que la chalupa estaba desfondada. Rápidamente, echaron la suya al mar y se metieron en ella.

El capitán estaba muy sorprendido, incluso confundido ante esto; creyéndolos capaces de regresar al barco y mar­charse, dando a sus compañeros por muertos. De ser así, perdería el barco que aún tenía la esperanza de recuperar. Y al poco tiempo; se le presentó otro motivo de preocupación.

Apenas habían navegado un trecho, los vimos regresar a la costa. Esta vez, habían adoptado otra actitud, sobre la que, al parecer, habían deliberado: dejarían tres hombres en la embarcación y el resto bajaría a tierra y se internaría en la isla para buscar a sus compañeros.

Esto nos contrarió gravemente, pues no teníamos idea de lo que debíamos hacer. De nada nos serviría coger a los siete hombres que estaban en la orilla, si dejábamos escapar a los que iban en la chalupa, pues estábamos seguros de que remarían hasta el barco mientras los demás levaban anclas y desplegaban velas. De este modo habríamos perdido toda posibilidad de recuperar el barco.

No nos quedaba otro remedio que esperar el giro de los acontecimientos. Los siete hombres saltaron a tierra y los tres que permanecieron en la chalupa se alejaron de la pla ya, anclando a gran distancia para esperarlos. De este modo, nos resultaba imposible llegar hasta ellos.

Los que desembarcaron se mantuvieron juntos y se enca­minaron hacia la cima de la colina, bajo la cual se hallaba mi morada. Podíamos verlos claramente pero ellos no podían vernos a nosotros y hubiésemos deseado que se acercaran para poder dispararles o bien que se alejaran para poder salir. Mas cuando llegaron a la cima de la calina, desde donde podían divisar una parte de los valles y los bosques situados al noreste, que era la parte más baja de la isla, se pusieron a gritar y aullar hasta que no pudieron más. Sin alejarse de la orilla y sin separarse unos de otros, se sentaron bajo un ár­bol a discutir lo que debían hacer. Si se hubieran echado a dormir, como lo habían hecho sus compañeros, nos ha­brían hecho un gran favor: Pero estaban demasiado preocu­pados por el peligro como para atreverse a dormir, aunque no sabían a qué debían temerle.

El capitán propuso un plan que me pareció muy razo­nable. Intuía que harían otro disparo de salva para que lo oyeran sus compañeros. En ese momento, debíamos caer sobre ellos, aprovechando que sus armas estaban descar­gadas. De este modo, se rendirían, sin lugar a dudas, y los capturaríamos sin derramar sangre. Me gustó la idea, siem­pre y cuando la ejecutáramos mientras estuviéramos lo suficientemente cerca como para alcanzarlos antes de que volvieran a cargar sus armas.

Pero no ocurrió así y nos quedamos quietos mucho tiempo sin saber qué decisión adoptar. Finalmente, les dije que, en mi opinión, no había nada que hacer hasta que ca yera la noche y entonces, si no regresaban a la chalupa, tal vez encontraríamos la forma de impedirles llegar a la orilla o utilizar algún tipo de estratagema con los que estaban en la chalupa para hacerlos venir a la orilla.

Esperamos largo rato, aunque muy inquietos, pues te­míamos que se alejasen. Después de consultarlo extensa­mente, vimos que se ponían de pie y se encaminaban hacia el mar, lo cual nos causó una gran consternación. Al pare­cer, tenían tanto miedo de los peligros del lugar, que decidie­ron volver a bordo del barco y proseguir su viaje, dando a sus compañeros por muertos.

Apenas advertí que se dirigían a la playa, imaginé lo que, en efecto, ocurría: habían abandonado la búsqueda y se preparaban para regresar. Le comuniqué mis pensa mientos al capitán, que se quedó como aterrado. Mas, en seguida se me ocurrió una estratagema para traerlos de vuelta, que respondía cabalmente a mis necesidades.

Ordené a Viernes y al segundo de abordo que cruzaran el pequeño río en dirección al oeste, hacia el lugar donde desembarcaron los salvajes la noche en que Viernes fue rescatado. Cuando llegaran a un pequeño promontorio que es­taba como a media milla, gritarían lo más fuertemente que pudieran y esperarían hasta que los marineros los oyeran. Después que les hubiesen contestado, debían regresar, manteniéndose ocultos y respondiendo a sus gritos, a fin de adentrarlos lo más posible en el bosque, dando un largo ro­deo por ciertos caminos que les señalé, hasta llegar a donde estábamos nosotros.

Los marineros estaban llegando al bote cuando Viernes y el segundo de abordo comenzaron a aullar. Los escucha­ron y, en el acto, les contestaron y comenzaron a correr a lo largo de la costa en dirección oeste, hacia el lugar de donde provenía la voz. Se detuvieron cuando llegaron al río pues estaba demasiado crecido en ese momento como para cru­zarlo. Entonces, llamaron a los que estaban en la chalupa para que se llegaran hasta allí y les ayudaran a cruzar, tal y como yo lo esperaba.

Cuando alcanzaron la otra orilla, observé que la chalupa se había internado un buen trecho en el río y había llegado a una especie de puerto en la tierra. Uno de los tres hombres que iban a bordo se unió a los demás, dejando a los otros dos a cargo de ella, después de amarrarla al tronco de un pequeño árbol que estaba en la orilla.

Esto era lo que yo esperaba, así que dejé a Viernes y al segundo de abordo a cargo de su parte. Yo me fui con los otros y, cruzando la ensenada sin ser vistos, sorprendimos a los dos hombres antes de que pudiesen darse cuenta; uno de ellos estaba acostado en el bote y el otro, en la playa. El que estaba acostado en la playa parecía estar entre dormido y despierto y cuando se fue a poner de pie, el capitán, que iba delante, se abalanzó sobre él y lo derribó. Entonces, le gritó al que estaba en la chalupa que se rindiera o sería hombre muerto.

No eran necesarios demasiados argumentos para que un hombre solo se rindiera frente a cinco, cuando su com­pañero se hallaba derribado en el suelo. Además, al pare cer, este era uno de los tres que no había participado activa­mente en el motín, como el resto de la tripulación, por lo que, pudimos persuadirlo fácilmente, no solo de rendirse, sino de unirse sinceramente a nosotros.

Mientras tanto, Viernes y el segundo de abordo cum­plían cabalmente su misión con los demás marineros. Gritando y aullando, los condujeron de colina en colina y de bosque en bosque hasta dejarlos, totalmente agotados, en un lugar tan apartado, que les sería imposible regresar a la chalupa antes del anochecer. En verdad, ellos mismos esta­ban extenuados cuando se reunieron con nosotros.

No podíamos hacer más que espiarlos en la oscuridad para poder atacarlos con éxito. Habían transcurrido varias horas desde que Viernes se había reunido con nosotros cuando los marineros llegaron a la chalupa. Desde lejos, po­díamos escuchar a los que venían delante diciéndoles a los demás que apuraran el paso, a lo que estos respondían que­jándose y diciendo que estaban tan fatigados que no podían hacerlo. Esto nos alegró mucho.

Finalmente, llegaron a la chalupa. Sería imposible des­cribir la confusión que sintieron al verla en seco, pues la ma­rea había bajado, y no hallar a sus dos compañeros. Llama ban a uno y otro de una forma que daba pena y se decían que se encontraban en una isla encantada; que si estaba ha­bitada por hombres, serían asesinados, y si lo que había eran demonios o espíritus, serían raptados y devorados.

Se pusieron a gritar nuevamente y a llamar a sus compa­ñeros por sus nombres pero no obtuvieron respuesta. Poco después a pesar de la poca claridad, pudimos ver que corrían de un lado a otro, retorciéndose las manos, como enloque­cidos. Se sentaban un momento en la chalupa a descansar y luego volvían a la playa, y así estuvieron mucho rato.

Mis hombres estaban deseosos de que les diera la orden de atacarlos, aprovechando la oscuridad, pero yo quería es­perar la ocasión más ventajosa, a fin de que muriera la me nor cantidad de gente posible. En particular, quería prote­ger a mis hombres pues sabía que los marineros estaban bien armados. Decidí esperar, por ver si se separaban y, para protegernos de ellos, acercamos nuestra emboscada. Le ordené a Viernes y al capitán que se arrastraran a gatas, lo más agachados que pudieran para no ser descubiertos y se aproximaran al enemigo antes de atacarlo.

Llevaban poco tiempo en esta posición cuando el con­tramaestre, que había sido el líder del motín y ahora se mos­traba corno el más cobarde y desesperado de todos, se acer có hasta donde se hallaban mis hombres con dos miembros de la tripulación. El capitán estaba tan impaciente de ver casi en su poder al principal culpable, que apenas podía esperar a acercarse para asegurar el golpe. Hasta ese momento, solo habían podido escuchar su voz pero cuando los tuvieron a tiro, Viernes y el capitán se pusieron en pie de un salto y abrieron fuego sobre ellos.

El contramaestre cayó muerto en el acto; el segundo cayó muy mal herido cerca de él y murió al cabo de una o dos horas; el tercero pudo escapar.

Cuando sonaron los disparos, avancé enseguida con todo mi ejército, que ahora se componía de ocho hombres: yo, que era el generalissimo70; Viernes, que era mi teniente general, el capitán con sus dos hombres y los tres prisione­ros a los que les habíamos confiado armas.

70Así en el original.

Nos acercamos a ellos en la oscuridad, de modo que no pudiesen ver cuántos éramos. Al hombre que habíamos en­contrado en la chalupa, que ahora era uno de los nuestros, le ordené llamarlos por sus nombres para intentar llegar a un acuerdo con ellos, lo cual ocurrió tal y como lo deseába­mos, pues resulta fácil imaginar que, en la situación en la que se hallaban, no les quedaba otra alternativa que capitu­lar. Así, pues, el marinero llamó a uno de ellos con todas sus fuerzas:

-¡Tom Smíth, Tom Smith!

Tom Smith respondió al instante.

-¿Eres tú, Robinson? -pues le había reconocido la voz.

-Sí, sí -respondió Robinson-. En nombre de Dios, Tom Smith, entregad las armas y rendíos porque si no, to­dos seréis hombres muertos.

-¿A quién debemos rendirnos? -preguntó Smith-. ¿Dónde están?

-Están aquí -dijo Robinson-. Aquí está nuestro ca­pitán, acompañado de cincuenta hombres y os viene persiguiendo desde hace dos horas. El contramaestre está muerto, Will Frye está herido y yo estoy prisionero. Si no os rendís, estaréis todos perdidos.

-¿Se nos dará cuartel si nos rendimos? -preguntó Tom Smith.

-Voy a preguntarlo, pero si prometéis rendiros -res­pondió Robinson.

Se dirigió al capitán que les gritó:

-Tú, Smith, ya conocéis mi voz. Si os rendís inmedia­tamente y entregáis las armas, os aseguro las vidas a todos, excepto a Will Atkins.

En seguida, Will Atkins gritó:

-En el nombre de Dios, capitán, concededme cuartel. ¿Qué he hecho yo? Todos son tan culpables como yo.

Mentía a este respecto pues, al parecer, Will Atkins ha­bía sido el primero en tomar prisionero al capitán cuando se amotinaron y lo había tratado injuriosamente, amarrándole las manos e insultándolo. No obstante, el capitán le dijo que se rindiese a su propia discreción y confiara en la misericor­dia del gobernador. Se refería a mí, pues todos me llamaban gobernador.

Acto seguido, depusieron sus armas y rogaron por sus vidas. Envié al hombre que les había hablado primero con otros dos compañeros para que los atasen. Entonces, mi formidable ejército de cincuenta hombres, que con aquellos tres, sumaba ocho, avanzó hacia ellos y se apoderó de la chalupa. Yo me mantuve alejado con uno de ellos, por razo­nes de estado.

Nuestra siguiente tarea era reparar la chalupa y tomar el barco. El capitán, que ahora tenía tranquilidad para ha­blar con ellos, les recriminó su villanía y las posibles conse cuencias funestas de su proyecto, pues, con toda certeza, los habría podido llevar a la miseria y, a la larga, a la horca. Todos ellos se mostraron sumamente arrepentidos y suplicaron que se les perdonase la vida. Mas el capitán les dijo que no eran sus prisioneros sino del gobernador de la isla; que había pensado que los abandonarían en una isla desier­ta pero, con la ayuda de Dios, la isla estaba habitada y su gobernador era un hombre inglés; que este podía hacerlos ahorcar si le parecía, pero, como les había dado cuartel, su­ponía que los enviaría a Inglaterra para que fuesen juzgados como lo exigía la ley, con la excepción de Atkins, a quien el gobernador había dado órdenes de ahorcar a la mañana si­guiente.

Aunque todo esto era una ficción, surtió el efecto que esperaba. Atkins cayó de rodillas y le suplicó al capitán que intercediese por él ante el gobernador. Los demás le pidie­ron en nombre de Dios que no los enviase a Inglaterra.

Se me ocurrió entonces que el momento de nuestra liberación había llegado y que resultaría muy fácil hacer que aquellos hombres rescataran el navío. Me retiré a la oscuri dad, para evitar que se dieran cuenta de la clase de gober­nador al que estaban sometidos, y llamé al capitán para que se acercase hasta donde yo estaba. Como me encon­traba a gran distancia, uno de los míos se ocupó de llevarle la orden.

-Capitán -le dijo-, el gobernador os reclama. El capitán respondió:

-Decidle a Su Excelencia que voy de inmediato.

Esto les sorprendió y, sin duda, creyeron que el coman­dante estaba allí con sus cincuenta hombres.

Cuando el capitán se me acercó, le expliqué mi plan para tomar el barco. Le pareció estupendo y decidió ponerlo en práctica a la mañana siguiente.

Mas, para ejecutarlo con mayor eficacia y asegurarnos el éxito, le dije que debíamos dividir a los prisioneros. Atkins y otros dos de los más peligrosos debían ser atados y lleva dos a la cueva donde se encontraba el resto. Esta tarea le fue encomendada a Viernes y a dos de los hombres que ha­bían desembarcado con el capitán.

Los llevaron a la cueva, como si fuese a una prisión, que, ciertamente, era un lugar terrible para unos hombres en semejante condición.

Ordené que los otros fueran encerrados en mi casa de campo, como solía llamarla, la cual he descrito en detalle. Como estaba cerrada y ellos estaban atados, resultaba muy segura, teniendo en cuenta que debían comportarse bien.

A la mañana siguiente, envié al capitán a hablar con ellos; en otras palabras, a sondearlos y luego informarme si le parecía que podíamos confiar en aquella gente para en viarlos a abordar el navío por sorpresa. El capitán les habló de la injuria que habían cometido contra él y de la situación en la que se hallaban. Les dijo que, aunque el gobernador les perdonaba la vida por el momento, si eran enviados a Inglaterra, sin duda los colgarían con cadenas. Mas, si se su­maban a una empresa justa, como lo era recuperar el navío, le pediría al gobernador que les perdonara la vida.

Cualquiera podría adivinar el entusiasmo con que estos hombres, que se hallaban en tan terrible situación, aceptaron la propuesta. Se arrodillaron ante el capitán y le jura ron que le serían leales hasta derramar la última gota de san­gre; que siendo deudores de sus vidas, lo seguirían a cualquier parte del mundo y lo considerarían como un padre mientras viviesen.

-Bien -dijo el capitán-, iré a informar al gobernador de lo que decís y veré si puedo lograr su consentimiento. Me contó sobre el estado de ánimo en que se hallaban los hombres y me afirmó que creía realmente que se man­tendrían leales.

No obstante, para asegurarnos, le dije que regresara, escogiera a cinco de ellos y les dijera que tan solo escogería a cinco asistentes y que el gobernador se quedaría con los otros dos, además de los tres que habían sido enviados corno prisioneros al castillo (mi cueva), en calidad de rehe­nes. Si no ejecutaban su misión como era debido, los cinco rehenes serían colgados en la orilla.

Ante la severidad de estas palabras, quedaron convenci­dos de la determinación del gobernador. No obstante, no tenían otra alternativa que aceptar la proposición. Ahora les correspondía a ellos, tanto como al capitán, convencer a los otros cinco de cumplir con su deber.

Nuestras fuerzas se organizaron para la expedición de la siguiente manera; 1. El capitán, el segundo de abordo y el pasajero; 2. Los dos prisioneros del primer grupo, a quie­res había puesto en libertad y entregado armas por la con­fianza que les tenía el capitán; 3. Los otros dos que estaban atados en la casa de campo y que acababa de liberar, por re­comendación del capitán; 4. Los últimos cinco hombres li­berados. En total, sumábamos doce, aparte de los cinco que permanecían en la cueva, en calidad de rehenes.

Le pregunté al capitán si estaba dispuesto a aventurarse a abordar el barco con esta gente, pues no me parecía bien que mi siervo Viernes y yo nos marcháramos, dejando a sie te hombres detrás, y que estaríamos bastante ocupados vigi­lándolos y proveyéndoles alimento.

Decidí dejar amarrados a los cinco que estaban en la cueva y Viernes iría dos veces al día a llevarles lo que les hi­ciera falta. Los otros dos, acarrearían las provisiones a cier­ta distancia, donde Viernes iría a recogerlas.

Cuando me presenté ante los dos rehenes, el capitán íes dijo que yo era la persona a la que el gobernador había encomendado su vigilancia; que el gobernador había decre tado que no fuesen a ninguna parte, a menos que yo se lo indicara; y que si escapaban serían perseguidos y atados con cadenas en el castillo. Como no queríamos que supie­ran que yo era el gobernador, me presenté como si fuera otra persona y les hablé del gobernador, las guarniciones, el castillo y todo lo demás.

El capitán no tenía otra dificultad que aparejar sus dos chalupas, tapar el agujero que tenía una de ellas y coman­darías. Le dio el mando de una a su pasajero, que iría con cuatro hombres y él con su segundo de abordo y cinco más tripularían la otra. Calculó su plan a la perfección. Llegaron al barco a medianoche y tan pronto estuvieron lo suficiente­mente cerca como para que pudiesen escucharlos, le orde­nó a :Robinson que los llamara y les dijera que regresaban con la gente y la chalupa pero que les había tomado mucho tiempo encontrarlos. Así los entretuvo hasta que los otros, que venían detrás, se acercaron al barco. Entonces, el capi­tán y el segundo de abordo entraron con sus armas y derri­baron de un culatazo al que estaba de segundo y al carpintero, fielmente secundados por el resto de sus hombres. Aseguraron el alcázar y cerraron todas las escotillas para impedir que salieran los que estaban abajo. Los que iban en la otra chalupa subieron por las cadenas de proa y asegura­ron el castillo de proa y la escotilla que conducía a la cocina, donde capturaron tres prisioneros.

Cuando hubieron terminado y se hallaron seguros en cubierta, el capitán les ordenó al segundo de abordo y a otros tres hombres irrumpir en el camarote principal donde se hallaba el nuevo capitán rebelde. A la primera señal de alarma, este había recogido unas armas y se había atrinche­rado allí con dos marineros y un grumete. Cuando el segun­do, valiéndose de una palanca, echó abajo la puerta, el nue­vo capitán y sus hombres abrieron fuego contra ellos. Al segundo le hicieron una herida de mosquete en el brazo e hirieron a dos más pero ninguno resultó muerto.

Mientras pedía ayuda, el segundo, herido como estaba, entró en el camarote principal y le disparó al nuevo capi­tán. La bala le entró por la boca y le salió por detrás de la oreja, de modo que no volvió a pronunciar palabra nunca más. Ante esto, los demás se rindieron y el barco pudo recuperarse sin que se perdieran más vidas.

Tan pronto recuperaron el barco, el capitán ordenó que se dispararan siete cañonazos, que era la señal acordada para informarme del éxito de la empresa. Podéis estar segu ros de que los escuché con gran placer, dado que estuve en vela, sentado en la playa, desde las dos de la madrugada.

Cuando escuché la señal, me recosté y, como aquel ha­bía sido un día agotador, me dormí profundamente hasta que me sorprendió el estrépito de otro cañonazo. Mientras me ponía en pie, oí la voz de un hombre que me llamaba «Gobernador, Gobernador» y de inmediato reconocí la voz del capitán. Subí rápidamente hasta la punta de la colina y lo hallé, apuntando hacia el barco. Me abrazó y me dijo:

-Mi querido amigo y salvador, ahí está vuestro barco; es todo vuestro, con todo lo que lleva a bordo y todos los miembros de su tripulación.

Miré hacia la nave y la divisé a un poco más de media milla de la playa, pues, tan pronto como la hubieron recu­perado, levaron anclas y, aprovechando el buen tiempo, la llevaron hasta la embocadura de la pequeña ensenada, don­de volvieron a anclarla. Como la marea estaba alta, el capi­tán había traído la chalupa hasta el lugar donde yo había lle­gado con mis balsas y había desembarcado justamente fren­te a mi puerta.

Al principio, estuve a punto de desmayarme de la emo­ción, pues veía mi liberación claramente en mis manos. Todo parecía favorable y tenía un gran barco listo para lle varme a donde quisiera. Durante un tiempo, no fui capaz de decirle una palabra y cuando me abrazó, me sujeté a él fuer­temente para no caer al suelo.

Advirtió mi conmoción e, inmediatamente, sacó una botella de su bolsillo y me ofreció un trago de un licor que había traído expresamente para mí. Lo bebí y me senté en el suelo pero, a pesar de que me hallaba más calmado, no pude decirle ni una palabra.

Entonces, yo le abracé como a mi salvador y nos felici­tamos mutuamente. Le dije que le veía como a un enviado del cielo para mi salvación y que todo lo ocurrido me pare cía una cadena de milagros; que estas cosas eran testimonio de que la Providencia rige al mundo con mano secreta y evi­dencia de que los ojos de un poder infinito podían ver hasta en el lugar más recóndito de la tierra y ayudar a los misera­bles cuando Él lo deseaba.

No olvidé elevar al cielo el agradecimiento de mi cora­zón, pues, ¿qué corazón se resistiría a bendecirle a Él, que había socorrido milagrosamente a alguien que se encontra ba en una situación tan desoladora? De Él provenía toda sal­vación y todos debíamos darle gracias por ello.

Después de conversar un rato, el capitán me dijo que me había traído algunas de las provisiones que había en el barco y que habían podido rescatar del prolongado saqueo de los amotinados. De inmediato, llamó a los que estaban en la chalupa y les ordenó que trajeran los regalos destinados al gobernador. Semejante regalo no parecía destinado a alguien que iba a embarcarse con ellos, sino a cualquiera que fuese a permanecer largo tiempo en la isla.

En primer lugar, me trajeron una caja de botellas do un excelente licor, seis botellas de dos cuartos de vino de Madeira, dos libras de un excelente tabaco, doce trozos de carne, seis trozos de cerdo, una bolsa de guisantes y casi cien libras de galletas.

También me trajeron una caja de azúcar, otra de hari­na, una bolsa de limones, dos botellas de zumo de lima y un montón de cosas más. Aparte de esto, me dio algo mil veces más útil: seis camisas nuevas, seis corbatas estupen­das, dos pares de guantes, un par de zapatos, un sombre­ro, un par de calcetines y una de sus chaquetas, que había usado muy poco. En pocas palabras, me vistió de pies a cabeza.

Era un regalo generoso y agradable para alguien en mis circunstancias. No obstante, al principio, cuando me puse las ropas me parecieron incómodas, extrañas y desa­gradables.

Después de las ceremonias, y cuando todas estas cosas maravillosas fueron transportadas a mi pequeña vivienda, comenzamos a debatir qué hacer con los prisioneros, pues teníamos que decidir si los llevaríamos con nosotros, en es­pecial a dos de ellos, que eran incorregibles y obstinados en extremo. El capitán dijo que eran unos bandidos y que no teníamos ninguna obligación hacia ellos, por lo que, si los llevábamos, sería encadenados, como a malhechores, para entregarlos a la justicia en la primera colonia inglesa que to­cáramos. No obstante, me di cuenta de que el capitán se sentía intranquilo con la idea.

A esto le respondí que, si lo deseaba, yo me atrevía a ir a por los dos hombres de los que hablaba y preguntarles si estaban dispuestos a quedarse en la isla.

-Esto me parece muy bien -dijo el capitán.

-Bien -le dije-, mandaré a buscarlos y hablaré con ellos en su nombre.

Mandé a Viernes y a los dos rehenes, que habían sido puestos en libertad por la buena gestión de sus compañe­ros, a que fueran a la cueva, condujeran a los cinco hombres prisioneros hasta la casa de campo y los retuvieran allí hasta que yo llegara.

Al poco rato volví hasta allí, vestido con mis nuevas ro­pas y habiendo tomado otra vez el título de gobernador. Cuando estuvimos todos reunidos y con el capitán a mi lado, ordené que trajeran a los prisioneros ante mí y les dije que estaba al tanto de su malvada conducta hacia el capitán y de la forma en que habían tomado el barco con la inten­ción de cometer nuevas fechorías, si la Providencia no los hubiese echo caer en el mismo foso que habían cavado para otros.

Les dije que el barco había sido tomado por órdenes mías, que por eso estaba en la rada y que dentro de poco verían la recompensa que había recibido su rebelde capitán, que estaba colgado del palo mayor.

Les pregunté si tenían algo que alegar para que yo no or­denase su ejecución cómo piratas cogidos en el acto del deli­to, conforme con la autoridad que me había sido conferida.

Uno de ellos contestó, en nombre del resto, que no te­nían nada que alegar, salvo que el capitán les había prometi­do perdonarles la vida cuando los tomó prisioneros, por lo que, humildemente, imploraban mi clemencia. Les dije que no creía que debía tener ninguna clemencia con ellos pero que había decidido abandonar la isla con todos mis hombres y embarcarme con el capitán rumbo a Inglaterra. Como el capitán no podía llevarlos a Inglaterra si no era encadena­dos como prisioneros para ser enjuiciados por el motín y el hurto del barco, tan pronto llegasen allí, serían condenados a la horca, como bien sabían. Les pregunté si estarían dis­puestos a quedarse en la isla, lo cual me parecía lo rriejor para ellos, y les comuniqué que no me importaba que lo hi­cieran, ya que yo tenía libertad de abandonarla. Puesto que me sentía inclinado a perdonarles la vida, si ellos pensaban que podían sobrevivir aquí, lo haría de grado.

Se mostraron muy agradecidos por esto y dijeron que preferían quedarse en la isla antes que ser conducidos a Inglaterra para ser ahorcados, de modo que accedí en este tema.

No obstante, el capitán comenzó a presentar ciertas ob­jeciones, como si no se atreviese a dejarlos aquí. Me mostré un poco enfadado con el capitán y le dije que eran prisione ros míos y no suyos; que habiéndoles perdonado, no podía faltar a mi palabra; que si no estaba de acuerdo con esto, los pondría en libertad, tal cual los había encontrado; y que si esto no le parecía bien, podía arrestarlos si lograba capturarlos.

Ante esto, todos se mostraron muy agradecidos. En consecuencia, los puse en libertad y les dije que se retiraran al lugar del bosque de donde habían venido y que yo les daría armas, municiones e instrucciones para vivir cómodamen­te, si esto les parecía bien.

Entonces, comencé a prepararme para subir a bordo del barco. Le dije al capitán que deseaba pasar la noche en la isla para arreglar mis cosas pero deseaba que él permane ciera en el barco, para mantener el orden y, al día siguiente, me enviara una chalupa. Mientras tanto, debía colgar al ca­pitán rebelde del palo mayor para que los hombres pudie­ran verlo.

Cuando el capitán se hubo marchado, hice venir a esos hombres a mi vivienda y entablé con ellos una conversación muy seria sobre su situación. Les dije que, según mi criterio, habían tomado la decisión correcta porque, si el capitán los llevaba, sin duda serían ahorcados. Les mostré al capitán re­belde colgado del palo mayor del barco y les aseguré que no podían esperar nada mejor.

Después de cerciorarme de que estaban dispuestos a quedarse en la isla, les dije que deseaba contarles la historia de mi vida en aquel lugar, a fin de facilitarles un poco las co sas. Por consiguiente, les hice una detallada descripción del lugar y de mi llegada. Les mostré mis fortificaciones, la for­ma en que hacía mi pan, sembraba mi grano y secaba mis uvas; en pocas palabras, todo lo necesario para que estuvie­ran cómodos. También les conté la historia de los dieciséis españoles, por cuyo regreso estábamos aguardando y les dejé una carta, haciéndoles prometer que lo compartirían todo con ellos.

Les dejé mis armas, a saber: cinco mosquetes, tres esco­petas de caza y tres espadas. Aún tenía más de un barril y me­dio de pólvora, pues, después del segundo año, utilicé muy poca y no desperdicié ninguna. Les hice una descripción del modo en que cuidaba las cabras y les di instrucciones para or­deñarlas y alimentarlas y para hacer mantequilla y queso.

En pocas palabras, les conté todos los detalles de mi his­toria y les dije que le pediría al capitán que les dejara otros dos barriles de pólvora y algunas semillas, las cuales en otro momento me habría gustado mucho tener. También les di la bolsa de guisantes que el capitán me había regalado y les aconsejé que los sembraran y los cultivaran.

Habiendo hecho todo esto, al día siguiente los abando­né y subí a bordo del barco. Nos preparamos inmediata­mente para zarpar pero no levamos anclas esa noche. A la mañana siguiente, dos de los cinco hombres que se habían quedado llegaron a nado hasta el barco, quejándose lasti­mosamente de los otros tres y suplicando por Dios, que los lleváramos en el barco, pues, de lo contrario, serían asesi­nados. Le rogaron al capitán que los dejase subir a bordo aunque solo fuese para colgarlos inmediatamente.

El capitán dijo que no podía hacer nada sin mi consenti­miento y después de algunos inconvenientes y solemnes promesas de enmienda, se les permitió subir a bordo y se les azotó fuertemente, después de lo cual se comportaron como hombres honestos y tranquilos.

Tras de esto, con la marea alta, una de las chalupas fue enviada a la orilla con las cosas que les había prometido a los hombres, a lo cual, por intercesión mía, el capitán agre gó sus cofres y algunas ropas, que recibieron con sumo agrado. Además, para animarlos, les dije que, si en el cami­no encontraba algún navío que pudiera recogerlos, no me olvidaría de ellos.

Al abandonar la isla, traje conmigo algunas reliquias como el gran gorro de piel de cabra que me había con­feccionado, la sombrilla y el loro. También traje el dinero, del que hablé al principio, que, como había estado guardado durante tanto tiempo, se había oxidado y ennegrecido y apenas habría podido pasar por plata, si antes no lo hubiese limpiado y pulido. Traje, además, el dinero que había en­contrado en el naufragio del barco español.

Y fue así como abandoné la isla el 19 de diciembre de 1686, según los cálculos que hice en el barco, después de haber vivido en ella veintiocho años, dos meses y diecinueve días. De este segundo cautiverio fui liberado el mismo día del mes que había escapado por primera vez de los moros de Salé en una piragua.

Al cabo de un largo viaje, llegamos a Inglaterra el 11 de junto de 1687, después de treinta y cinco años de ausencia. Cuando llegue a Inglaterra era un perfecto desconoci­do, como si nunca hubiese vivido allí. Mi benefactora y fiel tesorera, a quien había encomendado todo mi dinero, esta­ba viva pero había padecido muchas desgracias. Había en­viudado por segunda vez y vivía en la pobreza. La tranquili­ce respecto a lo que me debía y le aseguré que no le causa­ría ninguna molestia, sino al contrario, en agradecimiento por sus pasadas atenciones y su lealtad, la ayudaría en la medida que me lo permitiera mi pequeña fortuna, lo cual no implicaba que pudiese hacer gran cosa por ella. No obstan­te, le juré que nunca olvidaría su antiguo afecto por mí y así lo hice cuando estuve en condiciones de ayudarla, cómo se verá en su momento.

Me dirigí a Yorkshire; pero mi padre, mi madre y el restó de mi familia había muerto, excepto dos hermanas y dos hijos de uno de mis hermanos. Cómo no habían tenido noticias mías, después de tantos años, me, creían muerto y no me habían guardado nada de la herencia. En pocas palabras, no encontré apoyo ni auxilio y el pequeño capital que tenía, no era suficiente para estable­cerme,

No obstante, recibí una muestra de agradecimiento que no esperaba. El capitán del barco, al que había salvado feliz­mente junto con el navío y todo su cargamento, les contó a sus propietarios, con lujo de detalles, la extraordinaria for­ma en que yo había salvado sus bienes. Estos. me invitaron á reunirme con ellos y con otros mercaderes interesados y, después de muchos agradecimientos por lo que había hecho, me obsequiaron con casi doscientas libras esterlinas.

Me puse a reflexionar en las circunstancias de mi vida y en lo poco que tenía para establecerme en el mundo. Entonces decidí viajar a Lisboa para ver si podía obtener al guna información sobre mi plantación en Brasil y enterar­me de lo que había sido de mi socio, que al cabo de tantos años, me habría dado por muerto.

Con está idea, me embarqué rumbo a Lisboa, a donde llegué en abril del año siguiente. Mi siervo Viernes me acompañaba fielmente en todas estas andanzas y demostró ser el servidor más leal del mundo en todo momento.

Cuando llegué a Lisboa, y después de hacer algunas averiguaciones, encontré a mi viejo amigo, el capitán del barco que me rescató la primera vez en las costas de África. Ahora era un anciano y había abandonado el mar, dejando a su hijo, que ya no era un jovenzuelo, á cargo del barco con el que aún traficaba en Brasil. El viejo no me reconoció y en verdad, tampoco yo pude reconocerlo pero inmediatamen­te lo recordé, así como él me recordó a mí cuándo le dije quién era.

Después de algunas expresiones de mutuo afecto, le pregunté, como era de esperarse, por mi plantación y mi socio. El viejo me dijo que no había viajado a Brasil en nue ve años pero podía asegurarme que la última vez que había estado allí, vio a mi socio con vida, aunque aquellos a los que había dejado a cargo de administrar mis intereses habían muerto. No obstante, suponía que podía recibir cuenta exacta de mi plantación pues, creyéndome muerto, mis ad­ministradores habían dado relación de la producción de mi parte al procurador fiscal, que tomaría posesión de ella, en caso de que yo no volviera nunca a reclamarla, dándole una tercera parte al rey y las otras dos terceras partes al monas­terio de San Agustín, para ayudar a los pobres y a la conver­sión de los indios al catolicismo. Mas, si yo la reclamaba o alguien en mi nombre lo hacía, se me restituiría completa­mente con excepción de los intereses o rentas anuales, que estaban destinados para la caridad y no podían ser reembol­sados. Me aseguró que tanto el intendente del rey (de sus tierras) como el proveedor o encargado del monasterio, se habían ocupado de que el titular, es decir, mi socio, les rin­diera cuentas anualmente de los beneficios de la plantación, de la cual había apartado, con escrupuloso celo, la mitad que me correspondía.

Le pregunté si sabía cuánto había crecido mi planta­ción, si le parecía que valía la pena reclamarla o si, por el contrario, solo encontraría obstáculos para recuperar lo que justamente me correspondía.

Me dijo que no podía decirme con exactitud cuánto ha­bía crecido mi plantación pero sabía con certeza que mi so­cio se había hecho muy rico, con solo la mitad y que, según creía recordar, la tercera parte del rey, que, al parecer, le ha­bía sido otorgada a otro monasterio o comunidad religiosa, producía unos doscientos moidores al año. En cuanto a la posibilidad de recuperar mis derechos sobre la plantación, estaba seguro de que lo conseguiría pues mi socio, que aún vivía, podía dar fe de mis títulos, que estaban inscritos a mi nombre en el catastro de los propietarios del país. También me dijo que los sucesores de mis dos administradores eran gente honrada y muy rica y que, según pensaba, no solo me ayudarían a recuperar mis posesiones sino que, además, me entregarían una considerable cantidad de dinero por los beneficios producidos en mi plantación durante el tiempo que sus padres la habían administrado antes de la cesión, que debieron ser unos doce años.

Me mostré un poco preocupado e inquieto ante este re­lato y le pregunté al viejo capitán por qué mis administrado­res habían dispuesto en esa forma de mis bienes, cuando él sabía que yo había dejado un testamento, que lo declaraba a él, el capitán portugués, mi heredero universal.

Me respondió que aquello era cierto pero que, no estan­do lo suficientemente seguro de mi muerte, no podía actuar como ejecutor testamentario hasta que tuviese una prueba fehaciente de ella. Además, no había querido inmiscuirse en un asunto que estaba en un lugar tan remoto. No obstante, había registrado el testamento, haciendo constar sus dere­chos y, en caso de haber sabido con certeza que había muerto, hubiese actuado por medio de un procurador para tomar posesión del ingenio, como llamaban a las haciendas azucareras, y le habría dado a su hijo, que ahora se hallaba en Brasil, poder para hacerlo.

-Pero -agregó el anciano-, tengo que daros otra noticia que quizás no sea tan agradable como las otras y es que, creyéndoos muerto, vuestro socio y sus administradores se ofrecieron a pagarme, en vuestro nombre, los benefi­cios de los primeros seis u ocho años, los cuales recibí. Mas, como en aquel momento se hicieron grandes gastos para aumentar la producción, construir un ingenio y comprar es­clavos, la ganancia no fue tan elevada como después. Debo, daros, empero, cuenta precisa de todo lo que he recibido y de la forma en que he dispuesto de ello.

Al cabo de varios días de conversaciones con este viejo amigo, me trajo la cuenta de los pagos por los primeros seis años de ingresos de la plantación, firmada por mi socio y los administradores, que siempre se efectuó en especias tales como rollos de tabaco, toneles de azúcar, ron, melaza, etc., que son los bienes que produce una plantación de azúcar. Por esta cuenta, descubrí que los ingresos aumentaban con­siderablemente por año aunque, según se ha dicho, como el desembolso inicial fue grande, las primeras cuentas eran ba­jas. No obstante, el anciano me dijo que me debía cuatro­cientos setenta moidores de oro, aparte de sesenta toneles de azúcar y quince rollos dobles de tabaco, que se habían perdido en un naufragio que sufrió en el camino de vuelta a Lisboa hacía once años.

El buen hombre comenzó entonces a lamentarse de sus desgracias, que lo habían forzado a utilizar mi dinero para cubrir sus pérdidas y comprar una participación en un nue­vo navío.

-Empero, mi viejo amigo -dijo el anciano-, no care­ceréis de recursos y tan pronto regrese mi hijo, quedaréis plenamente satisfecho.

Diciendo esto, sacó una vieja bolsa y me entregó, a modo de garantía, ciento sesenta y seis moidores de oro portugueses y los títulos de derechos sobre el navío en el que había ido su hijo a Brasil, del cual poseía una cuarta par­te de las participaciones y su hijo, una más.

Me sentí tan conmovido por la honestidad y la amabili­dad del pobre viejo, que no pude resistirlo y, recordando todo lo que había hecho por mí cuando me rescató del mar, su trato generoso y, sobre todo, su sinceridad en este momen­to, apenas podía contener las lágrimas ante sus palabras. Por tanto, le pregunté, en primer lugar, si sus circunstancias le permitían prescindir de tanto dinero de una vez sin que se viese perjudicado. Me contestó que le quebrantaría un poco pero que el dinero era mío y, posiblemente, lo necesitaría más que él.

Todas las palabras del pobre hombre estaban tan carga= das de afecto, que yo apenas podía contener las lágrimas, Resumiendo, tomé cien moidores y le pedí una pluma y tin ta para firmar un recibo. Le devolví el resto y le dije que si algún día recuperaba la plantación, se lo devolvería, como en efecto, hice después. Respecto a los títulos de derechos so­bre el navío; no podía aceptarlos bajo ninguna circunstancia pues, si alguna vez necesitaba el dinero, sabía que él era lo suficientemente honrado como para pagármelo y si, por el contrario, recuperaba lo que él me había dado esperanzas de recuperar, jamás le pediría un centavo.

Entonces, el anciano me preguntó si podía hacer algo para ayudarme a reclamar mi plantación. Le dije que pensa­ba ir personalmente. Me respondió que le parecía razonable pero que no había necesidad de que hiciera un viaje tan largo para reclamar mis derechos y recuperar mis ganancias. Como había muchos barcos en el río de Lisboa, listos para zarpar hacia Brasil, inmediatamente me hizo escribir mi nombre en un registro público, junto con una declaración jurada que aseguraba que yo estaba vivo y era la misma per­sona que había comprado la tierra para cultivar dicha plan­tación.

Regularizamos la declaración ante un notario y me re­comendó agregar un poder legalizado y enviarlo todo con una carta, de su puño y letra, a un comerciante conocido suyo, que vivía allí. Después me propuso que me hospedara en su casa hasta tanto llegase la respuesta.

Jamás se realizó trámite más honorable que este, pues, en menos de siete meses, me llegó un paquete de parte de los herederos de mis difuntos administradores, por cuenta de quienes me había embarcado, que contenía los siguien­tes documentos y cartas:

En primer lugar, el informe de la producción de mi ha­cienda o plantación durante los seis años que sus padres habían saldado con mi viejo capitán portugués. El balance daba un beneficio de mil ciento setenta y cuatro moidores a mi favor.

En segundo lugar, el informe de los cuatro años siguien­tes, durante los cuales, los bienes habían permanecido en su poder antes de que el gobierno reclamase su administra ción, por ser los bienes de una persona desaparecida; lo que ellos llamaban, muerte civil. Dado el aumento en el valor de la plantación, el balance de dicha cuenta era de treinta y ocho mil ochocientos noventa y dos cruzeiros, que equiva­len a tres mil doscientos cuarenta y un moidores.

En tercer lugar, el informe del prior de los agustinos que había recibido los beneficios de mis rentas durante más de catorce años. No teniendo que reembolsar lo que había sido utilizado a favor del hospital, honestamente declaraba que aún le quedaban sin distribuir ochocientos setenta y dos moidores que me pertenecían. De la parte del rey, nada me fue reembolsado.

Había, además, una carta de mi socio en la que me feli­citaba muy afectuosamente por estar vivo y me informaba del desarrollo de la plantación, los beneficios anuales, su ex tensión en acres cuadrados y los esclavos que trabajaban en ella. Al final de la carta, había trazado veintidós cruces como señales de bendición que correspondían a los veintidós Ave Marías que había rezado a la Virgen por haberme rescatado con vida. Me invitaba a que fuera personalmente a tomar posesión de mi propiedad o que, al menos, le dijera a quién entregarle mis efectos si no lo hacía. Finalmente, me envia­ba muchos saludos afectuosos de su parte y de su familia y un regalo: siete hermosas pieles de leopardo, que, sin duda, había recibido de África, en algún barco fletado por él y que, al parecer, habían hecho un mejor viaje que el mío. Me mandó, además, cinco cajas de excelentes confituras y un centenar de piezas de oro sin acuñar, un poco más peque­ñas que los moidores.

En el mismo barco llegaron, por parte de mis adminis­tradores, mis doscientas cajas de azúcar, ochocientos rollos de tabaco y el resto de la cuenta en oro.

Podría decirse que el final de la historia de Job fue mejor que el principio. Resulta imposible explicar mi emoción cuando leí aquellas cartas y, en especial, cuando me vi ro deado de toda mi fortuna y, dado que los navíos brasileños navegan en flotas, los mismos barcos que me trajeron las cartas, trajeron mis bienes, que estaban a salvo en el río an­tes de que las cartas llegaran a mis manos. En pocas pala­bras, me puse pálido, me mareé y si el anciano no me hu­biese traído un poco de licor, con toda certeza habría caído muerto de la emoción en el acto.

Incluso, al cabo de unas horas, seguía sintiéndome mal y llamaron a un médico que, conociendo en parte la causa real de mi malestar, me prescribió una sangría, luego de la cual, comencé a recuperarme y a sentirme mejor. Creo que si no hubiese sido por el alivio que me causó esto, habría muerto. De pronto, me había convertido en dueño de casi cinco mil libras esterlinas en moneda y tenía lo que podría llamar­se un estado en Brasil, que me dejaba una renta de mil libras al año y era tan seguro como cualquier estado en Inglaterra. En pocas palabras, me hallaba en una situación que apenas podía comprender ni sabía cómo disfrutar.

Lo primero que hice fue recompensar a mi antiguo benefactor, mi viejo y buen capitán, que había sido carita­tivo conmigo en mi desesperación, amable al principio y honesto al final. Le mostré todo lo que había recibido y le dije que, después de la Providencia celestial, que dispone todas las cosas, todo se lo debía a él. Ahora me correspon­día a mí darle una recompensa, que sería cien veces ma­yor que lo que me había dado. Primero le entregué los cien moidores que había recibido de él. Entonces, hice llamar a un notario y le ordené que redactara un descargo, lo más clara y detalladamente posible, por los cuatrocientos setenta moidores que me debía, según lo había reconocido. A continuación, di una orden para que se le entregara un poder como recaudador de las rentas anuales de mi plan­tación, indicándole a mi socio que llegara a un acuerdo con el viejo capitán para que le enviase por barco, a mi nombre, lo producido. En la última cláusula, ordené que se le pa­gara una renta anual de cien moidores y otra de cincuenta moidores anuales a su hijo. De esta forma, recompensé a mi viejo amigo.

Ahora tenía que decidir qué rumbo tomar y qué hacer con el estado que la Providencia había puesto en mis ma­nos. En realidad, en este momento eran muchas más las preocupaciones que cuando llevaba una vida solitaria en la isla, donde no deseaba nada que no tuviese ni tenía nada que no desease. Ahora, en cambio, tenía un gran peso so­bre los hombros y mi problema era buscar la forma de ase­gurarlo. No disponía de una cueva donde esconder mi dine­ro ni un lugar donde pudiera dejarlo sin llave o cerrojo para que se enmoheciera antes de que alguien pudiera utilizarlo. Todo lo contrario, ahora no sabía dónde ponerlo ni a quién confiárselo. Mi viejo patrón, el capitán, era un hombre ho­nesto y el único refugio que tenía.

En segundo lugar, mis intereses en Brasil parecían recla­mar mi presencia pero no podía ni pensar en marcharme antes de haber arreglado todos mis asuntos y dejado mis bienes en buenas manos. Al principio, pensé en mi vieja amiga, la viuda, que siempre había sido honesta conmigo y seguiría siéndolo. Mas, estaba entrada en años, pobre y, según me parecía, endeudada. No me quedaba otra alterna­tiva que regresar a Inglaterra llevando mis riquezas conmigo.

No obstante, tardé unos meses en resolver este asunto y, habiendo recompensado plenamente y a su entera satis­facción a mi capitán, mi antiguo benefactor, comencé a pensar en la pobre viuda, cuyo marido había sido mi primer protector. Incluso ella, mientras pudo, había sido una leal administradora y consejera. Así, pues, le pedí a un merca­der de Lisboa que le escribiera una carta a su corresponsal en Londres, indicándole que, no solo le entregase una letra a aquella mujer, sino que, además, le diese cien libras en moneda y la visitase y consolase en su pobreza, asegurán­dole que yo la ayudaría mientras viviese. Al mismo tiempo, le envié cien libras a cada una de mis hermanas, que vivían en el campo, pues, aunque no padecían necesidades, tam­poco vivían en las mejores condiciones; una se había casado y enviudado y la otra tenía un marido que no era tan gene­roso con ella como debía.

Sin embargo, no hallaba entre todos mis amigos y co­nocidos alguien a quien confiarle el grueso de mis bienes, a fin de poder viajar a Brasil, dejando todo asegurado. Esto me producía una gran perplejidad.

Alguna vez había pensado viajar a Brasil y establecerme allí, pues estaba, como quien dice, acostumbrado a aquella región. Pero tenía ciertos escrúpulos religiosos que irracio nalmente me disuadían de hacerlo, a los cuales haré refe­rencia. En realidad, no era la religión lo que me detenía, pues si no había tenido reparos en profesar abiertamente la religión del país mientras vivía allí, no iba a tenerlos en estos momentos. Simplemente, ahora pensaba más en dichos asuntos que antes y, cuando imaginaba vivir y morir allí, me arrepentía de haber sido papista, pues tenía la convicción de que esta no era la mejor religión para bien morir.

No obstante, como he dicho, este no era el mayor in­conveniente para viajar a Brasil, sino el no saber a quién confiarle mis bienes. Finalmente, resolví viajar con todas mis pertenencias a Inglaterra, donde esperaba encontrar al­gún amigo o pariente en quien pudiese confiar. Así, pues, me preparé para viajar a mi país con toda mi fortuna.

A fin de preparar las cosas para mi viaje a casa, y pues­to que la flota estaba a punto de zarpar rumbo a Brasil, deci­dí responder a los informes tan precisos y fieles que había recibido. En primer lugar, le escribí una carta de agradeci­miento al prior de San Agustín por su justa administración y le ofrecí los ochocientos setenta y dos moidores de los que aún no había dispuesto para que los distribuyera de la si­guiente forma: quinientos para el monasterio y trescientos setenta y dos para los pobres, según lo estimara convenien­te. Aparte de esto, le expresé mis deseos de contar con las oraciones de los buenos padres.

Luego le escribí una carta a mis dos administradores, re­conociendo plenamente su justicia y honestidad. En cuanto a enviarles algún regalo, estaban más allá de cualquier nece­sidad.

Por último, le escribí a mi socio, agradeciéndole su dili­gencia en el mejoramiento de mi plantación y su integridad en el aumento de la producción. Le di instrucciones para el futuro gobierno de mi parte según los poderes que le había dejado a mi antiguo patrón, a quien deseaba que se le envia­se todo lo que se me adeudaba, hasta nuevo aviso y le ase­guré que, no solo iría a verlo, sino a establecerme allí por el resto de mi vida. A esto añadí unas hermosas sedas italianas para su mujer y sus dos hijas, pues el hijo del capitán me ha­bía hablado de su familia, y dos piezas del mejor paño inglés que pude encontrar en Lisboa, cinco piezas de frisa negra y algunas puntillas de Flandes de mucho valor.

Tras poner en orden mis negocios y convertir mis bie­nes en buenas letras de cambio, aún me faltaba decidir cómo llegar a Inglaterra. -Me había acostumbrado al mar pero, esta vez, sentía cierto recelo de regresar a Inglaterra por barco y, aunque no era capaz de explicar el porqué, la aversión fue aumentando de tal modo, que no una, sino dos o tres veces, cambié de parecer e hice desembarcar mi equi­paje.

La verdad es que había sido muy desafortunado en el mar y, tal vez, esta era una de las razones. Pero en circunstancias como la mía, ningún hombre debería desdeñar los impulsos de sus pensamientos más profundos. Dos de los barcos que había escogido para viajar -y digo dos porque a uno de ellos hice conducir mis pertenencias y, en el otro, incluso llegué a apalabrar el viaje con el capitán-, sufrieron terribles per­cances. Uno de ellos fue tomado por los argelinos y el otro naufragó en Start71, cerca de Torbay y todos los que iban a bordo murieron, excepto tres hombres. Así, pues, en cual­quiera de estos navíos, hubiese padecido miserias y sería di­fícil decir en cuál hubieran sido peores.

Acosado por estos pensamientos, mi antiguo patrón, a quien le contaba todo lo que me sucedía, me recomendó en­carecidamente que no fuera por mar sino por tierra hasta La Coruña, que atravesara la bahía de Vizcaya hasta La Rochelle, que siguiera por tierra hasta París, que era un via­je seguro y fácil de hacer y, de ahí pasara a Calais y Dover72. También podía llegar hasta Madrid y hacer el viaje por tierra hasta Francia.

71 Start: Promontorio en la costa meridional de Inglaterra en el canal de la Mancha.

72 Calais y Dover: Ciudades francesa e inglesa respectivamente que constituyen el paso de Caíais, la parte más estrecha del canal de la Mancha.

En pocas palabras, estaba tan predispuesto contra el mar, que decidí hacer todo el trayecto por tierra, con la ex­cepción del paso de Calais a Dover. Como no tenía prisa ni me importaban los gastos, realmente era la forma más pla­centera de hacer el viaje. Y, para hacerlo más agradable, mi viejo capitán me presentó a un caballero inglés, hijo de un comerciante de Lisboa, que estaba dispuesto a viajar conmi­go. Más tarde, se nos unieron dos mercaderes ingleses y dos jóvenes caballeros portugueses, que solo viajaban hasta París. En total éramos seis y cinco criados; los dos mercade­res ingleses y los dos jóvenes portugueses se contentaron con un criado por pareja, a fin de ahorrar en los gastos, y yo llevaba a un marinero inglés para que me sirviera, aparte de mi siervo Viernes, que por ser extranjero, no estaba capaci­tado para servirme en el camino.

De este modo, salí de Lisboa y, como estábamos todos bien montados y armados, formábamos una pequeña tropa, de la cual tuve el honor de ser designado capitán, no solo por ser el mayor, sino porque tenía dos criados y era el promo­tor del viaje.

Así como no he querido aburriros con mi diario de mar, tampoco quisiera hacerlo con el de tierra, aunque durante este largo y difícil trayecto, nos acontecieron algunas aven­turas que no debo omitir.

Cuando llegamos a Madrid, siendo todos extranjeros en España, decidimos quedarnos algún tiempo para ver las cortes de España y todo aquello que fuese digno de verse. Como estábamos a finales del verano, decidimos apresurar­nos y salimos de Madrid hacia mediados de octubre. En la frontera con Navarra, en varios pueblos nos dijeron que ha­bía caído tal cantidad de nieve en el lado francés de las mon­tañas, que muchos viajeros se habían visto obligados a re­gresar a Pamplona, después de haber intentado proseguir su camino con grandes riesgos.

Cuando llegamos a Pamplona, confirmamos lo que nos habían dicho. A mí, que siempre había vivido en un clima cálido, en el cual apenas podía tolerar las ropas, el frío se me hacía insoportable. En realidad, a todos nos resultaba más penoso que sorprendente sentir el viento de los Pirineos, tan frío e intolerable, que amenazaba con congelarnos las manos y los pies; sobre todo, cuando hacía apenas diez días que habíamos salido de Castilla la Vieja, donde no solo hacía buen tiempo, sino calor.

El pobre Viernes se asustó verdaderamente cuando vio aquellas montañas, cubiertas de nieve y sintió el frío, pues eran cosas que jamás había visto ni sentido en su vida.

Para empeorar las cosas, cuando llegamos a Pamplona, siguió nevando con tanta violencia e intensidad, que la gen­te decía que el invierno se había adelantado. Los caminos, que de por sí eran difíciles, se volvieron intransitables. En pocas palabras, la nieve era tan densa en ciertos lugares, que resultaba imposible pasar y, como no se había endure­cido, como en los países septentrionales, se corría el riesgo de morir enterrado en vida a cada paso. Permanecimos no menos de veinte días en Pamplona, donde advertimos que se aproximaba el invierno y que el tiempo no iba a mejorar, pues se trataba del invierno más severo que podía recordar­se en toda Europa. Propuse que fuésemos a Fuenterrabía y de allí, tomásemos el barco para Burdeos, que solo era una travesía corta por mar.

Mas, mientras deliberábamos sobre esta posibilidad, llegaron cuatro caballeros franceses que se habían visto obligados a detenerse en el lado francés, como nos había ocurrido a nosotros en el lado español. En el camino, habían dado con un guía, con el que, atravesando la región cercana a Languedoc, habían cruzado las montañas por senderos en los que la nieve no resultaba demasiado incómoda. A pesar de que habían encontrado mucha nieve en el camino, según decían, estaba lo suficientemente dura como para soportar su peso y el de sus caballos.

Fuimos a buscar al guía, que se comprometió a llevarnos por el mismo camino sin peligro de la nieve, contando con que fuésemos bien armados para protegernos de los anima les salvajes, pues, según nos dijo, no era extraño encontrar lobos hambrientos y rabiosos al pie de las montañas cuando caía una gran nevada. Le dijimos que íbamos bien armados para enfrentarnos a semejantes criaturas pero debía asegu­rarnos que él nos protegería de una especie de lobos de dos piernas, que, según nos habían dicho, rondaban por el lado francés de las montañas y eran harto peligrosos.

Nos aseguró que en ese sentido no teníamos nada que temer, en el camino por el que nos iba a llevar. Inmediata­mente acordamos seguirlo y lo mismo hicieron otros doce caballeros, con sus sirvientes, franceses y españoles, que, como he dicho, se habían visto obligados a retroceder.

Así, pues, salimos de Pamplona con nuestro guía el 15 de noviembre. Me llamó la atención que, en lugar de condu­cirnos hacia delante, nos hiciera retroceder cerca de veinte millas por el mismo camino que habíamos recorrido al salir de Madrid. Después de cruzar dos ríos y llegar a la llanura, nos encontramos nuevamente un clima templado y un paisa­je agradable sin nada de nieve. Mas nuestro guía, girando sú­bitamente a la izquierda, nos condujo hacia las montañas por otra ruta. Y, aunque los montes y los precipicios nos parecían aterradores, nos hizo dar tantas vueltas, serpentear y reco­rrer caminos tan tortuosos, que sin apenas advertirlo, cruza­mos las elevadas montañas, sin que la nieve nos importuna­se. De pronto, nos señaló las agradables y fértiles regiones de Languedoc y Gascuña, que estaban verdes y florecidas. No obstante, nos hallábamos a gran distancia de ellas y aún nos quedaba un camino difícil por recorrer.

Nos intranquilizamos un poco cuando vimos que nevó todo un día y una noche, con tanta fuerza que no pudimos seguir. El guía nos dijo que nos tranquilizáramos porque en poco tiempo saldríamos de esto y, en efecto, a medida que íbamos bajando, podíamos ver que nos dirigíamos cada vez más hacia el norte. Por lo tanto, proseguimos el camino confiados en nuestro guía.

Dos horas antes de que cayera la noche, nuestro guía iba a tal distancia delante de nosotros que no podíamos ver­lo. De repente, tres monstruosos lobos y, tras ellos, un oso, saltaron desde una zanja que se prolongaba hacia un bos­que muy frondoso. Dos de los lobos se precipitaron sobre él, que si se hubiese encontrado más lejos de nosotros ha­bría sido devorado sin que pudiésemos socorrerlo. Uno de ellos se lanzó sobre su caballo y el otro lo atacó con tanta violencia que no tuvo tiempo ni tino para utilizar sus armas, limitándose tan solo a gritar con todas sus fuerzas. Le orde­né a mi siervo Viernes, que estaba a mi lado, que fuera a ga­lope para ver qué ocurría. Tan pronto divisó al hombre, co­menzó a gritar con tanta fuerza como aquél:

-¡Oh, amo! ¡Oh, amo! -y valientemente galopó hasta donde estaba el pobre hombre y le disparó en la cabeza al lobo que estaba atacándolo.

Por suerte para el pobre hombre, fue mi siervo Viernes el que acudió a socorrerlo, pues estaba acostumbrado a ver animales de este tipo en su país, por lo que se acercó sin miedo y disparó con puntería. Otro, tal vez, habría dispara­do de lejos, a riesgo de no herir al lobo sino al hombre. Pero incluso alguien más valiente que yo se habría asus­tado ante esto, como en efecto sucedió, pues toda la com­pañía se inquietó cuando, después del disparo de Viernes, comenzamos a oír por todas partes unos tremebundos aulli­dos que, redoblados por el eco de las montañas, parecían provenir de una descomunal jauría de lobos. Lo más proba­ble es que no fueran pocos, por lo que nuestros temores es­taban justificados.

No obstante, cuando Viernes mató al lobo, el otro, que se había lanzado sobre el caballo, abandonó su presa de in­mediato y huyó. Por suerte, se había abalanzado sobre la cabeza del caballo y sus fauces se habían enganchado en las bridas, de manera que no le hizo demasiado daño. El hom­bre, en cambio, estaba gravemente herido, pues el furioso animal lo había mordido dos veces en el brazo y otra en la pierna, por encima de la rodilla, y estaba a punto de ser derribado del pobre caballo espantado cuando Viernes le disparó al lobo.

Es fácil suponer que, al sonido del disparo de Viernes, apuramos el paso por el camino (que era bastante tortuo­so) para ver qué ocurría. Apenas pasamos los árboles que nos entorpecían la vista, pudimos ver claramente lo que había ocurrido y cómo Viernes había salvado al pobre guía, aunque no podíamos precisar qué tipo de animal había matado.

Pero jamás se vio una lucha más feroz y sorprendente, que la que se produjo entre Viernes y el oso, que (después de tomarnos por sorpresa y asustarnos) nos brindó un espec táculo inmejorable. El oso es una fiera lenta y pesada, por lo que no puede correr como el lobo, que, en cambio, es ágil y liviano. Por esta razón, generalmente tiene dos patrones de acción. En primer lugar, el hombre no es su presa habitual, y digo habitual porque nunca se sabe qué puede hacer cuando está hambriento, como era el caso en este momento que todo el suelo estaba cubierto de nieve. Digo, pues, que no suele atacar al hombre, a menos que este lo ataque primero; todo lo contrario, cuando alguien se encuentra con un oso en el bosque, si no lo provoca, él no le hará nada; pero hay que ser muy cuidadoso y cederle el camino pues es un caballero muy quisquilloso que no desviará su ruta ni ante un príncipe. Más aún, si se le tiene miedo, lo más conveniente es mirar ha­cia otro lado y proseguir la marcha, pues si, por casualidad, uno se detiene y lo mira fijamente, lo considerará una ofensa. Si, desgraciadamente, se le arroja cualquier cosa que tan solo lo roce, aunque sea una rama más delgada que un dedo, se sentirá ultrajado y abandonará todo lo que esté haciendo para vengarse, pues querrá resarcir su honra en el acto. Esta es su primera característica. La segunda es que, si le ofendes una vez, te perseguirá día y noche sin tregua hasta vengarse de ti.

Mi siervo Viernes había salvado a nuestro guía y, cuan­do finalmente llegamos hasta él, lo estaba ayudando a bajar del caballo, pues el hombre estaba herido y asustado, tal vez lo segundo más que lo primero. De repente, advertimos que el oso más monstruoso y descomunal del mundo, al menos el más grande que jamás hubiera visto yo, salía del bosque. Nos quedamos sorprendidos ante su presencia mas, cuando Viernes lo vio, se mostró claramente alegre y arrojado.

-¡Oh, oh, oh! -dijo Viernes tres veces seguidas, apuntándolo con el dedo-. Amo, dame permiso. Le doy la mano y te hago reír.

Me quedé perplejo de ver al muchacho tan animado.

-¿Estás loco? -le pregunté-. Te va a devorar.

-¿Devorar mí? ¿Devorar mí? -repitió Viernes-, yo devorar él. Yo hago reír. Todos se quedan aquí. Yo hago reír.

Se sentó en el suelo, se quitó las botas rápidamente y se puso un par de zapatos que llevaba en el bolso. Le entregó su caballo a mi otro criado y, armado con su fusil, salió corrien­do como el viento.

El oso proseguía su camino tranquilamente, sin pensar en atacar a nadie, hasta que Viernes, ya muy cerca de él, se puso a llamarlo como si el animal pudiese entenderlo.

-¡Oye, oye! ¡Hablo contigo!

Seguimos a Viernes a cierta distancia pues, habiendo descendido los montes gascones, nos hallábamos en un va­lle despejado, en el que solo había algunos árboles dispersos aquí y allá.

Viernes estaba, como he dicho, detrás del oso. Rápida­mente, se llegó hacia donde estaba y, tomando una piedra, se la lanzó, dándole en la cabeza pero sin hacerle más daño que si la hubiese lanzado contra una pared. No obstante, lo­gró el efecto deseado, pues el muy bandido, sin el más míni­mo temor, tan solo pretendía que el oso lo persiguiera para hacernos reír.

Tan pronto sintió la pedrada y lo vio, el oso se dio la vuelta y comenzó a perseguirlo con unas zancadas largas y diabólicas, moviéndose irregularmente, a la velocidad del trote de un caballo. Viernes comenzó a correr y se encami­nó hacia nosotros, como pidiendo socorro, así que decidi­mos dispararle al oso todos a la vez, para salvar a mi siervo. Yo estaba furioso con Viernes por haber atraído el oso hacia nosotros, cuando el animal no tenía intenciones de atacarnos, y luego salir corriendo en otra dirección. Le grité:

-Perro, ¿es esta tu manera de hacernos reír? ¡Ven aquí y coge tu caballo para que podamos dispararle al oso!

Me oyó gritar y respondió:

-¡No dispares! ¡No dispares! Tranquilos. Se ríen mucho.

Por cada paso del oso, el ágil muchacho daba dos y, así, giró de repente muy cerca de nosotros y nos hizo señas para que le siguiéramos. Viendo un enorme roble, como puesto allí para sus propósitos, se subió a él, dejando el fusil en el suelo a cinco o seis yardas de allí.

Mientras nosotros los seguíamos a cierta distancia, el oso llegó al árbol rápidamente. Lo primero que hizo fue acercarse al fusil y olisquearlo mas no tardó en abandonar lo. Se agarró del tronco del árbol y comenzó a trepar como un gato, a pesar de su tamaño. Yo estaba perplejo ante la locura de mi siervo y no veía el menor motivo de risa hasta que el oso se encaramó en el árbol.

Nos acercamos y vimos que Viernes había alcanzado el extremo de una rama muy gruesa y el oso había avanzado la mitad del camino hacia él. Cuando el oso llegó a la parte más delgada de la rama, nos gritó:

-¡Ah! Mirar que enseño oso a bailar.

Se puso a saltar y a sacudir la rama, ante lo cual, el oso se puso a temblar sin atreverse a avanzar y mirando hacia atrás para ver cómo regresar. Esto en verdad nos hizo reír a carcajadas. Pero aún no había terminado la broma. Cuando Viernes advirtió que se quedaba quieto, volvió a llamarlo como si el oso entendiese el inglés.

-¿No avanzas más? Te pido que acerques.

Dejó de sacudir la rama y el oso, como si hubiese com­prendido, avanzó un poco más. Entonces comenzó a saltar nuevamente y el oso se detuvo.

Pensamos que era un buen momento para dispararle a la cabeza y le grité a Viernes que se estuviese quieto para que pudiésemos hacerlo. Mas nos respondió enérgica­mente:

-¡Oh, ruego! ¡Oh, ruego! No dispares. Yo disparo en­tonces.

Quería decir después. Pero, para hacer el cuento corto, diré que Viernes bailoteaba de tal forma y el oso adoptaba unas posturas tan graciosas que nos reímos muchísimo. No obstante, todavía no sabíamos cuál era su intención pues, primero pensamos que quería tirar abajo al animal pero el oso era muy astuto y se agarraba tan fuertemente a la rama para no caer, que no teníamos idea del modo en que acaba­ría la broma.

En el acto, Viernes nos sacó de dudas pues, advirtiendo que el oso se mantenía aferrado a la rama y no estaba dis­puesto a avanzar, le dijo:

-Bien, tú no quieres venir cerca. Yo voy cerca. Tú no vienes, yo voy.

Entonces retrocedió hasta la parte más delgada de la rama, que se doblaría con su peso y, deslizándose suave­mente, se colgó de ella hasta que casi tocó el suelo con los pies. Dio un pequeño salto y corrió hasta su fusil. Lo prepa­ró y se quedó quieto aguardando.

-Bien, Viernes -le pregunté-, ¿qué pretendes hacer ahora? ¿Por qué no le disparas?

-No disparar -me respondió-. No ahora. Si dispara ahora no mata. Yo espero y hago más reír.

Y en efecto lo logró, pues el oso, al ver que su adversa­rio huía, retrocedió y comenzó a bajar por la rama, con mu­cho cuidado y mirando hacia atrás a cada paso. Luego apo yó una de las patas traseras en el tronco, se agarró fuerte­mente y prosiguió su descenso lentamente, apoyando solo una pata a la vez. En el preciso momento en que apoyó la primera pata en el suelo, Viernes se acercó al animal, le puso la punta del fusil en la oreja y le disparó, dejándolo muerto como una piedra.

Entonces, el muy bandido se volvió hacia nosotros para ver si nos había hecho gracia y como vio que estábamos sa­tisfechos, se echó a reír estrepitosamente y nos dijo:

-Así nosotros matamos oso en mi país.

-¿Así los matáis? -le pregunté, pero si no tenéis fu­siles.

-No -contestó-, no fusiles pero dispara flecha larga mucha.

Esto nos divirtió mucho pero nos encontrábamos en un lugar desierto, nuestro guía estaba gravemente herido y no teníamos idea de lo que debíamos hacer. Los aullidos de los lobos aún resonaban en mi cabeza y, aparte del rui­do que escuché una vez en las costas de África, del que ya he hablado, jamás había oído nada que me inspirara tanto temor.

Esto y la proximidad de la noche, nos alertó. Viernes nos sugirió que le quitásemos la piel a aquel monstruoso animal, pues valía la pena conservarla, pero todavía nos quedaban tres leguas que recorrer y el guía comenzaba a mostrarse impaciente. Lo dejamos, pues, y proseguimos nuestro camino.

La tierra aún estaba cubierta de nieve, aunque ya no tan espesa ni tan peligrosa como en los montes. Las jaurías de lobos salvajes, según nos enteramos después, habían des cendido al bosque y a las llanuras, acosados por el hambre, en busca de alimento. De este modo, causaron grandes es­tragos en las aldeas, donde tomaron por sorpresa a los cam­pesinos y devoraron una gran cantidad de ovejas y caballos e, incluso, algunas personas.

Aún teníamos que cruzar un tramo difícil, según nos informó nuestro guía, y si había lobos en la región, seguro que los encontraríamos allí. Era una pequeña llanura, ro deada de bosques por todos lados, terminada en un largo y estrecho desfiladero, que teníamos que cruzar para poder atravesar el bosque y llegar al pueblo donde debíamos pasar la noche.

Media hora antes de la puesta del sol, llegamos al pri­mer bosque y, al caer la noche, alcanzamos la pequeña lla­nura. Al principio, no nos topamos con nada, excepto en un pequeño claro, que no tendría más de un cuarto de milla de extensión, donde vimos cinco enormes lobos cruzando el camino, en fila y a gran velocidad, como si estuviesen persi­guiendo una presa. Ni siquiera advirtieron nuestra presencia y pronto desaparecieron de nuestra vista.

Ante esto, nuestro guía, que dicho sea de paso era un miserable cobarde, nos ordenó estar alertas, pues creía que vendrían más lobos.

Preparamos nuestras armas y nos mantuvimos en guar­dia pero no volvimos a ver otro lobo hasta que atravesamos el bosque y llegamos a la llanura que estaba a media legua. Cuando llegamos a ella, pudimos ver claramente a nuestro alrededor. Lo primero que nos encontramos fue un caballo muerto, es decir, un pobre caballo que los lobos habían ma­tado. Había al menos una docena de ellos, royendo los hue­sos, pues ya se habían comido toda la carne.

No nos pareció prudente molestarlos en medio de su festín y tampoco ellos se fijaron mucho en nosotros. Viernes hubiera querido dispararles pero se lo prohibí ter minantemente, temiendo que la situación se nos fuera de las manos. No habíamos atravesado aún la mitad de la llanu­ra cuando comenzamos a escuchar aullidos aterradores que provenían del bosque a nuestra izquierda. Al instante, vimos como a cien lobos que se aproximaban a nosotros en fila, con algunos líderes en la delantera, como un ejército guiado por oficiales expertos. Apenas si sabía qué hacer para en­frentarnos a ellos pero me pareció que la mejor manera de hacerlo era formando un frente cerrado, lo cual hicimos a toda velocidad. Como entre cada ráfaga de tiros no tendría­mos mucho tiempo para recargar las armas, di órdenes de que solo disparase un hombre a la vez, mientras el resto se preparaba para la segunda descarga, en caso de que los lo­bos siguieran avanzando hacia nosotros. Los primeros en disparar no debían demorarse en volver a cargar su armas, sino echar mano de sus pistolas, pues todos llevábamos un fusil y dos pistolas. De esta forma, podíamos disparar seis veces utilizando tan sólo la mitad de las fuerzas. No obstan­te, descubrimos que no teníamos por qué preocuparnos pues, al primer disparo, los lobos se detuvieron en seco, asustados tanto por el fuego como por las explosiones. Cuatro de ellos murieron de sendos disparos en la cabeza y otros apenas fueron heridos pero salieron huyendo, dejan­do las manchas de su sangre en la nieve. Me di cuenta de que se detenían pero no se retiraban y, recordando que una vez me habían dicho que nada ahuyentaba a las fieras como la voz humana, ordené a mi gente que gritara lo más fuerte­mente que pudiese. Comprobé que el consejo era acertado, pues, en el acto, los lobos comenzaron a retroceder y mar­charse. Entonces, aprovechamos la oportunidad para dis­pararles nuevamente, lo que los obligó a huir y esconderse en el bosque.

Esto nos permitió recargar las armas y, a fin de no per­der tiempo, proseguimos nuestra marcha. Mas no bien ha­bíamos recargado nuestros fusiles y nos habíamos puesto en guardia, escuchamos un estruendo en medio del bosque hacia nuestra izquierda, un poco más adelante, en el mismo camino que debíamos seguir.

La noche se aproximaba y la luz comenzaba a menguar, lo cual empeoraba las cosas. Como el ruido aumentaba, nos dábamos cuenta de que se trataba de los aullidos de aquellas criaturas diabólicas. De pronto, vimos tres tropas de lobos, una a nuestra izquierda, otra a nuestras espaldas y una ter­cera delante de nosotros, que nos rodeaban. No obstante, no avanzaban en nuestra dirección y, por tanto, seguimos el camino tan rápidamente como podían nuestros caballos, es decir, a trote, pues el camino era muy escabroso y no nos permitía ir más de prisa. De este modo, llegamos hasta la entrada del bosque por el que teníamos que cruzar, al final de la llanura. Mas no bien comenzamos a acercarnos a la senda, nos sorprendió una jauría de lobos, que aguardaba justo a la entrada.

De pronto, escuchamos un disparo que provenía de la otra entrada del bosque. Cuando miramos en esa dirección, vimos un caballo con su silla y sus bridas, que corría como el viento, perseguido a toda velocidad por dieciséis o diecisiete lobos. Los lobos iban pisándole los cascos y el pobre ani­mal, con toda seguridad, sería incapaz de aguantar un galo­pe tan veloz y, finalmente, los lobos lo alcanzarían y lo devo­rarían; como, en efecto, ocurrió.

Entonces vimos un espectáculo aterrador, pues en la entrada del bosque por la que había salido aquel caballo, en­contramos los restos de otro caballo y dos hombres que ha bían sido devorados por los lobos. Sin duda, uno de ellos era quien había disparado porque, junto a su cuerpo, estaba el fusil descargado. La cabeza y la parte superior de su cuerpo, ya habían sido devoradas.

Esto nos dejó espantados y sin saber el rumbo que de­bíamos tomar pero los lobos pusieron fin a nuestras dudas, pues comenzaron a rodearnos, para atacarnos. Estoy segu ro de que serían más de trescientos lobos. Por suerte, a la salida del bosque, hallamos unos grandes árboles cortados el verano anterior y, seguramente, dejados allí para ser transportados más tarde. Dirigí mi pequeño ejército hacia estos árboles y nos colocamos en línea detrás de uno de ellos. Les ordené desmontar y atrincherarse detrás del tron­co del árbol, formando un triángulo para poder atacar por tres frentes y mantener los caballos en el centro.

Así lo hicimos, e hicimos bien, pues jamás se había visto un ataque más feroz que el que nos hicieron aquellas criatu­ras en ese lugar. Avanzaron hacia nosotros aullando y subie ron a los troncos que, como he dicho, nos servían de para­peto, como si fueran a atacar a una presa. Esta furia, al pa­recer, había sido ocasionada por la vista de los caballos, que estaban a nuestras espaldas y eran la presa que más les inte­resaba. Les ordené a mis hombres disparar como lo había­mos hecho la vez anterior. Apuntaron tan bien, que mata­ron varios en la primera descarga. Mas había que seguir dis­parando, pues avanzaban hacia nosotros como demonios y los que estaban atrás empujaban a los de adelante.

Cuando disparamos por segunda vez, pensamos que se habían detenido un poco y que huirían, pero no fue así, por­que otros vinieron al ataque, de manera que nos vimos obli gados a disparar nuestras pistolas dos veces más. Supongo que, en las cuatro descargas, logramos matar a diecisiete o dieciocho y herir al doble, pero los animales volvían al ata­que una y otra vez.

No quería gastar nuestro último disparo a la ligera, así que llamé a mi criado, no a Viernes, que ya estaba lo sufi­cientemente ocupado, pues con la mayor destreza imagina ble había recargado mi fusil y el suyo mientras disparába­mos, sino al otro criado, a quien le di un cuerno de pólvora y le ordené que la esparciera a lo largo del tronco más grue­so. Así lo hizo y, no bien había regresado, cuando los lobos se dispusieron a atacar por ese lado; algunos, incluso, llega­ron a saltar sobre el tronco. Entonces, apuntando con la pistola sobre la pólvora esparcida, disparé. La pólvora se in­cendió y todos los que estaban encima del tronco se quema­ron y seis o siete cayeron, saltaron, más bien, por la intensi­dad del fuego. A estos los liquidamos en un momento y los demás, se asustaron tanto con el resplandor de la explo­sión, más intenso por la oscuridad de la noche, que se reti­raron un poco.

Ordené disparar el último tiro de nuestras pistolas, des­pués del cual, nos pusimos a gritar. Ante esto, los lobos die­ron la vuelta y nosotros nos lanzamos sobre casi veinte de ellos que estaban heridos en el suelo. Los acuchillamos con nuestras espadas y obtuvimos el resultado que esperábamos pues, el resto de ellos, al oír sus lamentos y aullidos, huye­ron a toda prisa y nos dejaron en paz.

En total, matamos a unos sesenta lobos y, si hubiera sido de día, habríamos matado muchos más. Despejado el campo de batalla, proseguimos nuestro camino, pues aún nos quedaba casi una legua por andar. A lo largo del cami­no, escuchamos varias veces el aullido de estas fieras salva­jes y en más de una ocasión, nos pareció ver alguno de ellos pero la nieve nos hacía daño en los ojos y no podíamos ver con precisión. Al cabo de una hora, llegamos al pueblo donde íbamos a pasar la noche. Hallamos a todos armados y terriblemente asustados, pues, al parecer, la noche ante­rior los lobos y algunos osos habían irrumpido en el pueblo, por lo que se habían visto obligados a permanecer en vela toda la noche y todo el día, especialmente la noche, para proteger su ganado e, incluso, a su gente.

A la mañana siguiente, nuestro guía se encontraba tan mal y se le habían hinchado tanto las extremidades a causa de las dos heridas, que no pudo proseguir el viaje, por lo que tuvimos que buscar otro guía que nos llevara hasta Toulouse. Allí encontramos un clima templado y una campiña fértil y agradable, donde no había nieve ni lobos. Cuando contamos lo que nos había ocurrido, nos dijeron que era lo habitual en aquellos bosques al pie de la montaña, en espe­cial, cuando el suelo estaba cubierto de nieve. Nos pregun­taron qué clase de guía habíamos contratado que se había atrevido a llevarnos por un camino tan peligroso, sobre todo, en aquella época del año y nos dijeron que debíamos sentirnos muy afortunados de que no nos hubiesen devora­do. Cuando les dijimos la forma en que nos habíamos atrin­cherado con los caballos en el centro, nos criticaron severa­mente y nos dijeron que las probabilidades de haber sido destruidos por los lobos eran de cincuenta contra una, pues­to que su furia había sido incitada por la presencia de los ca­ballos, que eran su presa más codiciada. En cualquier otra ocasión, se habrían asustado con los disparos pero el ham­bre excesiva y las ganas de alcanzar nuestros caballos, les habían vuelto insensibles al peligro. Si no hubiésemos man­tenido un fuego continuo y no hubiésemos utilizado la estra­tagema de la pólvora, nos habrían despedazado. Ahora bien, si les hubiésemos disparado sin apearnos de los caba­llos, no les habrían parecido una presa asequible, ya que ha­bía hombres montados sobre ellos. Finalmente, nos dijeron que si hubiésemos permanecido juntos y abandonado los caballos, se habrían lanzado sobre ellos y nosotros habría­mos podido escapar a salvo, pues éramos muchos y estába­mos bien armados.

Por mi parte, jamás me había visto ante un peligro así en mi vida, pues, por un momento, cuando vi aquellos tres­cientos demonios que venían hacia nosotros con las fauces abiertas para devorarnos y nosotros no teníamos hacia dón­de escapar, pensé que estábamos perdidos. En verdad creo que no volveré a cruzar esas montañas nunca más; prefiero viajar mil leguas por el mar, aun con la certeza de tropezar con una tormenta una vez por semana.

Durante el viaje a través de Francia no ocurrió nada fue­ra de lo común, al menos, nada que otros viajeros no hayan referido mejor que yo. Pasé de Toulouse a París y, tras una corta estancia, llegué a Calais y desembarqué a salvo en Dover, el día 14 de enero, después de un frío viaje.

Había llegado a mi destino y, en poco tiempo, me vi ro­deado de mis recién recuperados bienes, pues las letras de cambio que llevaba conmigo, me fueron pagadas escrupulo­samente.

Mi principal guía y consejero privado fue mi buena y an­ciana viuda, quien, en agradecimiento por el dinero que le había enviado, no escatimó en esfuerzos ni atenciones ha cia mí. Confíe a ella todos mis asuntos, de manera que no tenía razones para preocuparme sobre la seguridad de mi fortuna. En efecto, hasta el último día, me sentí sumamente satisfecho de la absoluta integridad de esta excelente señora.

Empecé a considerar dejar mis bienes al cuidado de ella y viajar a Lisboa para luego seguir hasta Brasil pero volvie­ron a acecharme los recelos respecto a la religión. Siempre dudé de la religión romana, incluso cuando me hallaba en el extranjero y, muy particularmente, cuando viví solo. Sabía que no regresaría a Brasil, y menos a establecerme, a me­nos que estuviese dispuesto a acoger la religión católica ro­mana sin reservas; o, de otro modo, a menos que estuviese dispuesto a sacrificar mis principios y convertirme en un mártir de la religión y morir a manos de la Inquisición. Por lo tanto, decidí quedarme en casa y buscar el modo de dis­poner de mi plantación.

Con este propósito, le escribí a mi antiguo amigo de Lisboa, quien, a su vez, me contestó que sería fácil realizar el negocio allí mismo, si le otorgaba poderes para presen társelo en mi nombre a dos mercaderes, herederos de mis administradores. Como vivían en Brasil, conocían perfecta­mente el valor de mi plantación. Aparte de esto, eran muy ricos, por lo que, según le parecía, estarían encantados de comprarla y yo podría ganar, a lo sumo, cuatro o cinco mil piezas de a ocho.

Acepté y le di órdenes de ofrecérsela. Al cabo de casi ocho meses, cuando regresó el navío, recibí una notifica­ción de que habían aceptado la oferta y remitido un pago de treinta y tres mil piezas de a ocho, por mediación de uno de sus corresponsales de Lisboa.

Firmé el documento de venta que me enviaron desde Lisboa y se lo remití a mi viejo amigo, quien me mandó treinta y dos mil ochocientas piezas de a ocho en letras de cambio, reservándose cien moidores anuales para él, y cin­cuenta para su hijo, según le había prometido. Y así, he he­cho el recuento de la primera parte de mi vida aventurera; una vida que la Providencia ha manejado a su capricho; una vida tan variada como pocas se verán en el mundo; que co­menzó locamente y concluyó mucho mejor de lo que jamás hubiese esperado.

Cualquiera podría pensar que en este complicado esta­do de buena fortuna, no volví a padecer infortunios, como en efecto, habría sucedido si las circunstancias así lo hubie sen permitido. Mas yo estaba habituado a la vida aventure­ra, no tenía familia, ni apenas conocidos, ni mucho menos amigos, a pesar de mi fortuna. Aunque había vendido mis propiedades en Brasil, no había logrado olvidar aquellas tierras y tenía fuertes deseos de regresar a ellas; sobre todo, no podía resistir la enorme inclinación de volver a ver mi isla, de saber si los pobres españoles seguían viviendo allí y qué habían hecho con ellos los bandidos que dejamos.

Mi fiel amiga, la viuda, intentó disuadirme por todos los medios y tanto insistió que durante casi siete años logró im­pedir que me marchase. Durante este tiempo, me hice car go de mis dos sobrinos, los hijos de mi hermano. Al mayor, que tenía algunas propiedades, lo crié como a un caballero y lo hice heredero de parte de mi estado, en el momento en que yo muriese. Al otro lo puse a cargo del capitán de un navío y, al cabo de cinco años, viendo que era un joven sen­sato y emprendedor, le di un buen barco y le envié al mar. Posteriormente, este jovencito me indujo a emprender nue­vas aventuras.

Mientras tanto, me había asentado parcialmente en este lugar pues, en primer lugar, me casé, para mi bien y mi felicidad, y tuve tres hijos: dos hijos y una hija. Habiendo muerto mi esposa, llegó mi sobrino de un exitoso viaje a España. Su insistencia y mi natural afición por los viajes me llevaron a embarcarme en su navío rumbo a las Islas Orientales en calidad de mercader privado. Esto aconteció en el año 1694.

En este viaje visité mi colonia en la isla y vi a mis suceso­res los españoles. Escuché su historia y la de los villanos que habíamos dejado; cómo al principio maltrataron a los po bres españoles y luego llegaron a un acuerdo, para luego pelearse y volver a unirse hasta que, finalmente, los españo­les se vieron obligados a usar la fuerza con ellos; cómo se sometieron a los españoles; y cuán honestos habían sido es­tos con ellos. En pocas palabras, me contaron una historia llena de episodios interesantes y variados, especialmente, en lo referente a las batallas con los caribes, que varias ve­ces desembarcaron en la isla; las mejoras que introdujeron y el valor con que realizaron una expedición a tierra firme, de la que regresaron con once hombres y cinco mujeres en ca­lidad de prisioneros, por lo que, a mi regreso, encontré una veintena de niños en la isla.

Permanecí allí veinte días y les dejé las provisiones que pudiesen necesitar, en particular, armas, pólvora, municio­nes, ropa, herramientas y dos artesanos que me había traí­do de Inglaterra: un carpintero y un herrero.

Aparte de esto, repartí la isla entre ellos y me reservé el derecho de propiedad sobre ella, de manera que todos que­daron satisfechos. Habiendo arreglado estos asuntos con ellos, les hice prometer que no se marcharían y allí los dejé. Luego pasé a Brasil, donde compré una embarcación y se la envié con más gente, aparte de víveres y siete mujeres que me parecieron aptas para servirles o casarse con ellos, según les pareciera. A los ingleses les prometí enviarles in­glesas con un cargamento de provisiones si se comprome­tían a cultivar la tierra; y así lo hice posteriormente. Una vez se les adjudicaron sus posesiones por separado, los hom­bres demostraron ser honrados y diligentes. También les en­vié cinco vacas de Brasil, tres de la cuales estaban preñadas, algunas ovejas y cerdos, que se reprodujeron considerable­mente, como pude apreciar a mi regreso.

Pero todo esto, además de la narración de cómo tres­cientos caribes invadieron la isla y arruinaron sus plantacio­nes; cómo lucharon contra el doble de sus fuerzas y fueron derrotados la primera vez, en la que murieron tres colonos; cómo una tempestad destruyó las canoas enemigas y el hambre hizo morir a todos los demás salvajes; cómo recu­peraron la plantación y siguieron viviendo en la isla; todo esto y los asombrosos incidentes que acontecieron durante los diez años de mis nuevas aventuras, lo relataré, acaso, más adelante.