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martes, 13 de mayo de 2008

CLAUS EL GRANDE Y CLAUS EL PEQUEÑO -- HANS CRISTIAN ANDERSEN



Claus el grande y Claus el pequeño

Hans Cristian Andersen


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En cierta aldea vivían una vez dos paisanos del mismo nombre. Ambos se llamaban Claus, pero uno de ellos tenía cuatro caballos y el otro solamente uno. Y para distinguirlos, la gente llamaba al dueño de los cuatro caballos “Claus el Grande” y al que sólo poseía uno “Claus el Pequeño”. Ahora os contaré lo qué les ocurrió a esos dos hombres, pues ésta es una historia verídica.
Durante toda la semana, el pobre Claus el Pequeño tenía que arar la tierra para Claus el Grande y prestarle su único caballo, pero una vez cada siete días -el domingo- Claus el Grande le prestaba a él sus cuatro caballos. ¡Y con qué orgullo Claus el Pequeño hacía restallar el látigo, cada domingo, sobre aquellos cinco animales! Porque ese día era como si fueran realmente de su propiedad.
El sol brillaba esplendorosamente, las campanas de la iglesia tañían alegres, y la gente pasaba, vestida con sus mejores galas y llevando bajo el brazo su libro de oraciones. Y todos miraban a Claus el Pequeño que araba con sus cinco caballos. Y él se sentía tan orgulloso que restallaba el látigo y decía:
-¡Arre, mis cinco caballos!
-¡No has de decir así -rezongó Claus el Grande-, porque sólo uno de ellos es tuyo!
Pero Claus el Pequeño olvidó pronto lo que no tenía que decir, y cada vez que veía pasar a alguien gritaba con toda su fuerza:
-¡Arre, mis cinco caballos!
-Tengo que insistir en que no lo digas otra vez -repitió Claus el Grande-. Si lo haces, le pegaré, a tu caballo en la cabeza, de tal modo que caerá muerto en el sitio. Y ya no podrás decir que tienes ninguno.
-Te prometo no decirlo de nuevo -respondió el otro. Pero en cuanto alguien se acercaba y lo saludaba con un movimiento de cabeza o un “Buenos día”, Claus el Pequeño se sentía tan complacido de tener cinco caballos arando en su campo que gritaba una vez más:
-¡Arre, mis cinco caballos!
-Yo arrearé los caballos por ti -dijo Claus el Grande. Y tomando una maza le dio en la cabeza al único caballo de Claus el Pequeño, de manera que el animal cayó muerto.
-¡Oh, ahora no tendré ningún caballo! -exclamó llorando Claus el Pequeño. Pero un rato después desolló al caballo muerto y colgó el cuero al aire para que se secara.
Luego metió la piel en un bolso, se echó éste al hombro y emprendió viaje hacia el pueblo más próximo para venderla. Pero el camino era largo, y había que pasar por un bosque oscuro y sombrío.
Mientras cruzaba el bosque, sobrevino una tormenta y Claus el Pequeño perdió su camino. La noche se echó encima, faltaba mucho para llegar y ya estaba demasiado lejos para volverse a casa antes de que oscureciera.
Junto al camino había una granja, con los postigos cerrados pero que dejaban filtrar luz por las rendijas.
“Puede que me dejen entrar aquí a pasar la noche” -pensó Claus el Pequeño. Se acercó a la puerta de la granja y llamó.
Abrió la puerta la esposa del granjero, pero al enterarse de lo que deseaba el visitante le indicó que debía retirarse. Su marido no estaba en casa y no quería extraños en ella.
“Entonces tendré que echarme ahí afuera” -se dijo Claus el Pequeño, mientras la mujer del granjero le cerraba la puerta en la cara.
Próxima a la casa había una gran parva de heno, y entre ésta y el edificio principal un pequeño cobertizo con techo de paja.
“Me acostaré ahí arriba -dijo Claus el Pequeño-.
Será un lecho magnífico, y ojalá que esa cigüeña que tiene su nido en el tejado de la casa no se baje a picarme las piernas”.
Así, pues, Claus el Pequeño se trepó al techo del cobertizo. Mientras se revolvía para ponerse cómodo, observó que los postigos de madera no llegaban hasta el borde superior de las ventanas, sino que dejaban un espacio libre que permitía ver el interior de la habitación. Y vio una amplia mesa servida con vino, asado y un pescado espléndido.
Sentados a la mesa estaban la mujer del granjero y el sepulturero del pueblo. Nadie más. La mujer estaba llenando el vaso del otro y sirviéndole abundante ración de pescado, que parecía ser el plato favorito del hombre.
“Si pudiera alcanzar yo también un poco...” - pensó Claus el pequeño. Y estiró el cuello hacia la ventana; entonces vio también una hermosa y suculenta torta. En realidad podía decirse que la pareja tenía un magnífico festín por delante.
En ese momento se oyeron los cascos de un caballo que galopaba por el camino hacia la granja. El granjero regresaba a su casa.
Este era un buen hombre, pero tenía una prevención singular: no podía soportar la vista de un sepulturero. En cuanto veía a uno le acometía un terrible acceso de ira. Y por ese motivo el sepulturero había elegido la ausencia del granjero para visitar a su esposa. La buena mujer lo estaba obsequiando con lo mejor que tenía en la casa.
Al oír llegar al granjero ambos se asustaron terriblemente, y la mujer pidió al sepulturero que se introdujera en un amplio cofre que había en un rincón.
El hombre no se hizo de rogar, pues conocía bien la aversión del pobre granjero a la vista de uno los de su oficio. La mujer escondió rápidamente las viandas y el vino en el horno, porque su marido habría hecho preguntas incómodas en caso de ver todo aquello en la mesa.
“¡Oh, qué lástima!” -suspiró Claus el Pequeño, sobre el techo, al ver desaparecer la comida.
-¿Hay alguien ahí arriba? -inquirió el granjero, alzando la vista y mirando a Claus el Pequeño-.
¿Qué estás haciendo tú ahí arriba? Será mejor que bajes y entres en la casa.
Claus el Pequeño le informó entonces de cómo había perdido su camino y preguntó si le sería permitido pasar allí la noche.
-Claro que sí -respondió el granjero-. Pero antes será mejor que comas algo.
La mujer los recibió a los dos muy amablemente; puso la mesa y sirvió una cazuela de potaje para los dos. El granjero traía hambre y comió con buen apetito, pero Claus el Pequeño no podía menos de añorar el excelente asado, el pescado y la torta, que sabía estaban ocultos en el horno. Había colocado debajo de la mesa, a sus pies, la bolsa con el cuero del caballo, pues se recordará que iba de camino hacia el pueblo para venderlo. No le gustaba el potaje, y por ello ideó una artimaña: pisó con fuerza la bolsa haciendo que el cuero seco chirriara perceptiblemente.
-¡Chist! -ordenó Claus el Pequeño como si hablara con la bolsa, y al mismo tiempo la oprimió más con los pies haciendo chirriar al cuero de caballo con más fuerza que antes.
-¿Qué diablos tienes en esa bolsa? -preguntó el granjero.
-Es un duende. Dice que no tenemos necesidad de comer potaje, pues él con sus encantamientos ha llenado el horno de asado, pescado y torta.
-¿Qué dices? -estalló el granjero, y abriendo precipitadamente la puerta del horno vio las lindas cosas que su mujer había escondido. Y creyó que era el duende quien las había materializado para su especial beneficio.
Sin atreverse a decir nada, la mujer sirvió todas aquellas exquisiteces, y los dos hombres se dieron un hartazgo de asado, pescado y torta. Luego, Claus el Pequeño oprimió de nuevo la bolsa con los pies y volvió hacer chirriar el cuero de caballo.
-¿Qué dice el duende ahora? -preguntó el granjero.
-Dice -respondió Claus el Pequeño- que también ha formado por arte de encantamiento tres botellas de vino dentro del horno.
La mujer se vio obligada a sacar también el vino, del cual bebió abundantemente el dueño de casa hasta ponerse muy alegre. Y dijo que le habría gustado tener un duende para él, como el que poseía Claus el Pequeño.
-¿Puede ese duende hacer aparecer al diablo?
-inquirió el granjero-. Me gustaría verlo, ahora que estoy de tan buen humor.
-¡Oh, sí! Mi duende puede hacer todo lo que se le pida. ¿No es verdad? -agregó dirigiéndose a la bolsa, que chilló más fuerte que nunca-. ¿No oyes cómo dice que sí? Pero el diablo es tan feo que será mejor que no lo veas.
-Pues no tengo miedo en absoluto. ¿A qué se parece?
-Bueno, pues el duende te lo mostrará bajo la forma de un sepulturero.
-¡No, por favor! ¡Te diré que no puedo soportar la vista de un sepulturero. En fin, no importa. Yo sabré que se trata sólo del diablo y así no me horrorizará tanto. Me siento con todo mi valor. Pero que no se acerque mucho.
-Le pediré ese favor a mi duende -prometió Claus el Pequeño, oprimiendo la bolsa y acercando el oído como para escuchar lo que decía el duende.
-¿Qué dice?
-Dice que puedes abrir ese cofre que está en el rincón, y verás al diablo medio adormilado en la oscuridad. Pero sostén con fuerza la tapa, no sea que trate de escaparse.
-¿Me ayudarás a sostenerla? -requirió el granjero, acercándose al cofre donde su mujer había escondido al sepulturero, que temblaba de miedo escuchando la conversación. Tras de lo cual levantó apenas la tapa del cofre y espió por la rendija.
-¡Ah! -chilló, dando un salto hacia atrás-. Sí, vi el diablo. Se parecía exactamente a nuestro sepulturero.
¡Una visión horrible!
Después de lo cual necesitó beber un trago; y asi estuvieron los dos hombres, sentados a la mesa y bebiendo hasta bien entrada la noche.
-Tienes que venderme ese duende -dijo el granjero-.
Pide cuánto quieras por él. Te daré un talego lleno de dinero por él.
-No; no puedo. Recuerda que el duende me resulta muy útil.
-¡Oh, pues a mí me agradaría mucho tenerlo!
-insistió el granjero, y prosiguió suplicando.
-Está bien -admitió finalmente Claus el Pequeño-.
Has sido tan bueno conmigo que no veo más remedio que dártelo. Lo tendrás por un talego de dinero, pero quiero que esté bien lleno.
-Así será. Eso sí, quiero que te lleves contigo el cofre. No podría verlo en mi casa ni una hora más.
Nunca podría saber si está él adentro o no.
De modo, pues, que Claus el Pequeño entregó su bolsa con el cuero seco del caballo y recibió en pago un talego de dinero, bien lleno. El granjero le dio también una carretilla grande para que acarreara el dinero y el cofre.
-¡Adiós! -se despidió Claus el Pequeño, y partió con su dinero y el gran arcón en cuyo interior estaba el sepulturero.
Más allá del bosque corría un río ancho y profundo, de corriente tan fuerte que era casi imposible nadar contra ella, y sobre la cual habían construido un amplio puente. Al llegar a la mitad de éste, Claus el Pequeño dijo en voz alta, de modo que el sepulturero pudiera oírlo:
“¿Qué estoy haciendo yo con este estúpido arcón viejo? Por lo que pesa, bien podría estar lleno de adoquines. Y eso de llevarlo en carretilla todo el camino se hace demasiado pesado; mejor será tirarlo al río”.
-¡No, no! ¡Por favor! -gritó el sepulturero-. ¡Déjame salir!
-¡Hola! -exclamó Claus el Pequeño, fingiendo sentirse asustado-. ¡Vaya, si está aquí dentro! Ya lo creo que será mejor echarlo al río y que se ahogue.
-¡Oh, no! ¡No! ¡Te daré un talego lleno de dinero si me dejas salir!
-Bueno, eso cambia de aspecto -aprobó Claus el Pequeño abriendo el cofre. El sepulturero salió inmediatamente, arrojó al agua el vacío cofre de un empujón, y luego fue, a su casa y entregó a Claus el Pequeño un talego bien lleno de dinero. La carretilla estaba ahora rebosando, pues, como se sabe, había ya en ella otro talego procedente del granjero.
“Reconozco que ha sido un buen precio por el caballo -se dijo al llegar a su casa, mientras volcaba el dinero de la carretilla en el suelo, donde formó un imponente montón-. ¡Qué rabia le dará a Claus el Grande cuando sepa lo rico que acabo de hacerme con un solo caballo! Pero no le diré la verdad”.
Y envió un muchacho a casa de Claus el Grande para pedirle prestada una medida de las de medir granos.
¿Para qué la querrá? -pensó Claus el Grande. Y frotó el fondo de la medida con un poco de sebo, de modo que, fuera lo que fuera lo que se midiese, quedara algo adherido al metal. Y así fue, pues, cuando la medida volvió había pegadas al fondo tres pequeñas y relucientes monedas de plata.
“¿Qué es esto” -se preguntó Claus el Grande, y corrió directamente a casa de Claus el Pequeño.
-¿De dónde diablos sacaste tanto dinero?
-¡Oh, no fue sino por el cuero de mi caballo, que vendí anoche!
-¡Un cuero bien pagado, en verdad! -exclamó Claus el Grande. Y volvió a toda carrera a su casa, tomó un hacha y mató a sus cuatro caballos de un hachazo en la cabeza a cada uno. Luego los desolló y se fue al pueblo con los cueros.
-¡Cueros! ¡Cueros! ¿Quién compra cueros? -voceaba recorriendo las calles de un lado a otro.
Todos los zapateros y curtidores del pueblo se acercaron corriendo a preguntarle cuánto pedía por ellos.
-Un talego de dinero por cada uno –respondió Claus el Grande.
-¿Estás loco? -respondían todos-. ¿De dónde crees que sacamos nosotros el dinero?
-¡Cueros! ¡Cueros! ¿Quién compra cueros? -volvió a gritar Claus el Grande.
Los zapateros asieron sus hormas y los curtidores sus delantales de cuero, y corrieron a golpes por todo el pueblo a Claus el Grande.
-¡Cueros! ¡Cueros! -voceaban remedándolo-. ¡Ya te vamos a dar cuero nosotros! ¡Fuera del pueblo!
Y Claus el Grande tuvo que correr cómo no había corrido nunca. Ni tampoco había recibido nunca semejante paliza.
“Claus el Pequeño me las pagará -se prometió al llegar a su casa-. Lo mataré”.
La anciana abuela de Claus el Pequeño acababa de morir en casa de su nieto. En verdad había sido bastante malévola y poco amable con él, pero Claus el Pequeño sintió mucho su muerte. Tomó el cadáver y lo colocó en su propio lecho caliente, por ver si acaso la anciana no estaba muerta aún del todo y se reanimaba. Se propuso dejarla allí toda la noche; él dormiría sentado en una silla, en el rincón, como ya había dormido antes más de una vez.
Durante la noche, mientras Claus el Pequeño dormía así sentado, la puerta se abrió y entró Claus el Grande con su hacha. Sabía dónde estaba la cama de Claus el Pequeño, y se dirigió a ésta. Alzó el hacha y descargó con toda su fuerza un golpe en la frente del cadáver, creyendo que se trataba de Claus el Pequeño.
“Veremos si vuelves a burlarte de mí ahora” -dijo.
Y regresó a su casa.
“¡Qué hombre malo y perverso!” -se dijo Claus el Pequeño-. “Quiso matarme. Y ha sido una suerte que la pobre abuela estuviera ya muerta; de lo contrario la habría asesinado".
Vistió de nuevo a la anciana abuela con sus mejores galas de domingo, pidió prestado un caballo a un vecino, lo unció a unció a un carricoche y sentó a la abuela en el asiento trasero de modo que no pudiera caerse con el movimiento del vehículo.
Luego emprendió camino a través del bosque. Al salir el sol se encontró a la puerta de una gran hostería, adonde entró en busca de algo de comer.
El dueño era un hombre riquísimo y además una excelente persona, pero de carácter irascible, como si estuviera hecho de pimienta y tabaco.
-¡Buenos días! -dijo a Claus el Pequeño-. ¡Te has puesto tu mejor traje muy temprano esta mañana!
-Así es. Voy al pueblo con mi abuela, que está sentada en el carricoche ahí afuera. No he podido convencerla de que entre. ¿No querría llevarle hasta el carricoche un vaso de limonada? Tendrás, que hablarle a gritos, pues es sumamente dura de oídos.
-De acuerdo, se lo llevaré -aprobó el hostelero, y sirvió un buen vaso de limonada con el cual salió del establecimiento para llevárselo a la abuela que estaba en el carricoche.
-Aquí tienes un vaso de limonada que te envía tu nieto -dijo el hostelero, pero la abuela muerta se quedó, naturalmente, quieta y sin pronunciar una palabra-. ¿No me oyes? ¡Un vaso de limonada que te envía tu nieto!
Dijo eso a gritos, y siguió gritando más y más, pero al ver que la anciana no se movía acabó por ponerse furioso y le lanzó la limonada a la cara, haciéndola caer del carricoche, pues Claus el Pequeño no se había tomado el trabajo de atarla.
-¡Ah! -gritó Claus el Pequeño, saliendo a toda prisa de la hostería y aferrando al hostelero por el cuello-. ¡Has matado a mi abuela! ¡Mira qué enorme herida le has hecho en la frente!
-¡Oh, qué desgracia! -exclamó el hostelero retorciéndose las manos-. Eso me pasa por mi temperamento irascible. Mi estimado Claus el Pequeño: te daré un talego de dinero si no dices nada acerca de esto; además, haré enterrar a tu abuela tan dignamente como si hubiera sido la mía. De lo contrario me cortarán la cabeza, y eso es cosa muy desagradable.
Y así. Claus el Pequeño se vio en posesión de otro talego de dinero, y el hostelero sepultó a la anciana abuela como si hubiera sido la suya propia.
Cuando Claus el Pequeño llegó a su casa nuevamente con todo su dinero, envió al muchacho otra vez a casa de Claus el Grande a pedir prestada la medida para granos.
“¿Qué? -se dijo Claus el Grande-. ¿Acaso no está muerto? Iré a cerciorarme”.
Y se dirigió él mismo a llevarle la medida a Claus el Pequeño.
-Me pregunto de dónde sacaste tanto dinero -dijo, con los ojos agrandados de asombro ante lo que veía.
-Fue a mi abuela a quien mataste en lugar de matarme a mí -repuso Claus el Pequeño-. La he vendido, y me dieron por ella un talego lleno de dinero.
-¡Pues te la han pagado muy bien -respondió Claus el Grande. Y regresó precipitadamente a su casa donde tomó el hacha y mató a su propia abuela.
Luego la colocó en un carricoche y se dirigió en él al pueblo; buscó la casa del boticario y preguntó a éste si quería comprar un cadáver.
-¿De quién, y de dónde procede? -inquirió el boticario.
-Es mi abuela. La maté por un talego de dinero -fue la respuesta.
-¡El cielo nos proteja! Estás hablando como un loco. ¡Por favor, no digas esas cosas! Podrías perder el juicio.
Y trató de hacerle entender cuán horrible acción había cometido, y qué perverso era, y cómo merecía ser castigado. Claus el Grande se asustó de tal modo que salió corriendo de la botica, saltó al carricoche, arreó el caballo y no paró hasta su casa. Tanto el boticario como todos los demás presentes creyeron que estaba loco, y no hicieron nada por detenerlo.
¡Esta me las pagarás! -exclamaba Claus el Grande por el camino-. ¡Esta me las pagarás, Claus el Pequeño!” En cuanto llegó a casa tomó la bolsa más grande que pudo encontrar, fue de nuevo en busca de Claus el Pequeño y le dijo:
-Me has engañado otra vez. Primero maté mis caballos, y luego a mi abuela. Todo es culpa tuya, pero no tendrás otra oportunidad de burlarte de mí.
Asió a Claus el Pequeño por la cintura y lo metió dentro de la bolsa. Después se lo cargó a la espalda y le gritó:
-¡Ahora voy a ahogarte!
Tenía que recorrer un largo camino hasta el río, y Claus el Pequeño no era un peso fácil de llevar. El sendero pasaba por delante de una iglesia de la cual salían las notas del órgano, y de un himno cantado por el pueblo. Claus el Grande depositó la bolsa en el suelo, junto a la puerta de la iglesia, y se le ocurrió que sería agradable entrar y oír un himno antes de seguir adelante. Como Claus el Pequeño no podía salir de la bolsa, y toda la gente estaba en el interior del templo, Claus el Grande no vaciló y entró él también.
-¡Oh, por favor, por favor! -sollozó Claus el Pequeño, retorciéndose en el interior de la bolsa en vanos intentos por deshacer el nudo. Precisamente en ese instante un viejo vaquero de caballo blanco y con un grueso bastón en la mano se acercó arreando una vacada. Los animales chocaron con la bolsa donde estaba Claus el Pequeño y lo derribaron.
-¡Oh, por favor! -se quejó Claus el Pequeño-.
¡Soy tan joven para ir ya al cielo!
-Y yo -dijo el vaquero-, ¡soy tan viejo, y no puedo ir todavía!
-¡Abre la bolsa! ¡Métete en mí lugar, y podrás ir al cielo directamente!
-Eso me conviene -respondió el vaquero abriendo la bolsa y dejando salir a Claus el Pequeño-. Ahora ocúpate tú del ganado -añadió introduciéndose en la bolsa. Claus el Pequeño ató el nudo y echó a andar arreando la vacada.
Un rato después, Claus el Grande salió de la iglesia. Se echó la bolsa a la espalda y sin duda la encontró más liviana, pues el viejo vaquero no pesaba ni la mitad que Claus el Pequeño.
“¡Qué liviano parece haberse puesto! Eso ha de ser porque yo entré en la iglesia y recé mis oraciones” -se dijo.
Luego se dirigió al río, que era ancho y profundo, y arrojó al agua la bolsa con el viejo vaquero dentro.
“¡Ya no te burlarás más de mí!” -le gritó, creyendo que se trataba de Claus el Pequeño.
Y se volvió a su casa, pero al llegar a la encrucijada se encontró con Claus el Pequeño que venía arreando sus vacas. -¿Qué significa esto? -exclamó Claus el Grande-. ¿No te había yo echado al río?
-Sí -asintió Claus el Pequeño-. Hace justamente media hora que me arrojaste.
-Pues, ¿de dónde sacaste todos esos espléndidos animales?
-Son vacas del mar. Te contaré toda la historia, y en verdad te agradezco de corazón el que hayas intentado ahogarme. Estoy ahora en excelente posición; puedo decirte que soy muy rico. ¡Tuve tanto miedo cuando me vi dentro de la bolsa! El viento me silbaba en los oídos mientras caía al agua desde el puente. El agua estaba fría; me hundí enseguida hasta el fondo, pero sin hacerme daño, pues en ese lugar hay musgo de exquisita blandura.
La bolsa se abrió al instante, por manos de una hermosa doncella vestida de blanco y con una corona de algas verdes en el pelo. La joven me tomó de la mano y dijo:
“¿Estás ahí, Claus el Pequeño? Aquí tienes algunas cabezas de ganado para ti; y media legua más allá, en el camino, encontrarás otra vacada que tomarás también como obsequio mío”. Entonces vi que el río era una gran carretera por la que se paseaba la gente del mar, de un lado a otro, entre la boca del río y su nacimiento. Había flores preciosas, ¡y un césped tan fresco! Los peces pasaban nadando junto a mí, como pájaros en el aire. ¡Qué buenas gentes son aquéllas, y qué magnífico ganado!
-Pero, ¿por qué volviste de nuevo aquí, entonces? -preguntó Claus el Grande-. Yo no lo habría hecho en tu lugar, si me hubiera encontrado tan bien allí.
-¡Oh, eso fue una pequeña treta mía! ¿Recuerdas que te repetí las palabras de la doncella, acerca de que media legua más lejos, en el camino, encontraría mas ganado? El camino quería decir para ella el río, pues no puede ir a ninguna otra parte. Bien, pues yo conozco cada curva del río, y sé perfectamente que la distancia es mucho más corta si vas por tierra y tomas los atajos. Se ahorra así mucho tiempo, y yo podría alcanzar el ganado más pronto.
-¡Vaya, eres un hombre afortunado! ¿Y no crees que yo también podría hacerme de unas vacas si bajara hasta el fondo del río?
-Estoy seguro que sí. Pero yo no podría llevarte dentro de la bolsa hasta el río. Pesas demasiado para mí. Si quieres ir por tu pie hasta allí y luego meterte en la bolsa, yo te echaré al agua con el mayor placer del mundo.
-¡Gracias! -respondió Claus el Grande-. Pero si no encuentro ningún ganado cuando llegue allí, ten en cuenta que te daré una tanda de latigazos.
-¡No seas tan malo conmigo! -suplicó Claus el Pequeño.
Y ambos se fueron hacia el río. En cuanto las vacas vieron el agua se precipitaron a beber, pues tenían mucha sed.
-Mira qué prisa tienen -hizo notar Claus el Pequeño-.
Están impacientes por volver al fondo otra vez.
-¡Bueno, ayúdame ahora! -exigió Claus el Grande-, o te pegaré.
Y se metió en el interior de una bolsa que venia sobre el lomo de una de las vacas.
-Pon dentro una piedra de buen tamaño -agregó-, no sea que la bolsa no se hunda.
-No tengas miedo de eso -respondió Claus el Pequeño. Y tras colocar un gran trozo de roca dentro de la bolsa, le dio un empujón. Y allá fue la bolsa, con Claus el Grande dentro, al medio del río, donde se hundió hasta el fondo en un santiamén.
“Lo que temo es que no encuentre el ganado” -se dijo Claus el Pequeño mientras se alejaba arreando sus vacas.


Fin