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sábado, 20 de septiembre de 2008

LOS PARIENTES DEL PUEBLO DE LOS ELFOS -- LORD DUNSANY

LOS PARIENTES DEL PUEBLO DE LOS ELFOS -- LORD DUNSANY

Los Parientes del Pueblo de los Elfos.
Lord Dunsany
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1. Las Criaturas Salvajes
Soplaba el viento del norte, y los últimos días de Otoño se sucedían en tonos rojos y dorados. Sobre
los pantanos la tarde se elevó solemne y fría.
Y todo estuvo tranquilo.
Entonces la última paloma volvío a su hogar en los árboles, en la distante tierra seca, cuyas formas se
habían tornado misteriosas en la niebla.
Y nuevamente estuvo tranquilo.
Mientras la luz se desvanecía y la bruma se hacía más profunda, el misterio se arrastró desde todos
los rincones, acercándose.
Luego los verdes chorlitos llegaron trinando, y todos descendieron.
Y nuevamente todo fue quietud, salvo cuando uno de los chorlitos se elevaba y volaba un poco,
profiriendio el grito de la desolación. Y la tierra se volvió sosiego y silencio, esperando la primera
estrella. Entonces apareció el pato y la mareca, bandada tras bandada: y toda la luz del día se
desvaneció del cielo excepto una banda roja de luz. Sobre la luz aparecieron, negras e inmensas, las
alas de una bandada de gansos batiendo el viento sobre los pantanos. Ellos, también, bajaron entre los
juncos.
Y repentinamente, las estrellas aparecieron y brillaron en la calma, y luego hubo silencio en los
inmensos espacios de la noche.
Súbitamente, las campanas de la catedral del pantano estallaron, llamando a la oración vespertina.
Hace ocho siglos, en el borde de la ciénaga, los hombres habían construido la gigantesca catedral, o
quizá hace siete siglos atrás, o tal vez nueve --todo era uno para las Criaturas Salvajes.
De esta forma la oración vespertina se llevaba a cabo, y las velas se encendieron, y las luces brillaron,
a través de las ventanas, rojas y verdes en el agua, y el sonido del organo atravesó errante la marisma.
Pero desde los lugares profundos y peligrosos, bordeados por brillantes musgos, las Criaturas
Salvajes llegaron saltando para danzar sobre el reflejo de las estrellas, y mientras danzaban las luces
del pantano se elevaban y caían sobre sus cabezas
Las Criaturas Salvajes son, en apariencia, de alguna forma humanas, sólo que todas marrones de piel
y de apenas dos pies de altura. Sus orejas son puntiagudas como las de las ardillas, sólo que lejos más
grandes, y saltan hasta alturas prodigiosas. Viven todo el día bajo las charcas profundas de las
ciénagas mas solitarias, mas por la noche salen y danzan. Cada Criatura Salvaje tiene una luz del
pantano sobre su cabeza, que se mueve cuando la Criatura Salvaje se mueve; ellas no tienen alma, y
no pueden morir, y son parientes del pueblo de los Elfos.
Danzan toda la noche en las marismas pisando sobre el reflejo de las estrellas (pues la superficie
desnuda del agua no las sostiene por sí misma); pero cuando las estrellas comienzan a palidecer, se
sumergen, una a una, en los estanques de su hogar. O si acaso se demoran más tiempo, sentadas sobre
los juncos, sus cuerpos se desvanecen a la vista así como palidecen los fuegos del pantano en la luz, y
durante el día nadie puede ver a las Criaturas Salvajes, parientes del pueblo de los Elfos. Ni siquiera
de noche puede alguien verlos, salvo aquellos que nacieron, como yo mismo, en la hora del
crepúsculo, justo en el momento que la primera estrella aparece.
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Quiero tener un Alma
En la noche que relato, una pequeña Criatura Salvaje se había arrastrado por el yermo, hasta llegar a
los mismos muros de la catedral y danzó sobre las imágenes de los coloridos santos que yacían en el
agua junto al reflejo de las estrellas. Mientras brincaba en su fantástico baile, vio a través de las
ventanas pintadas hacia el lugar donde la gente oraba, y escuchó el órgano vagabundeando sobre la
ciénaga. El sonido del órgano erraba por los pantanos, pero las canciones y plegarias de la gente fluía
desde la torre más alta de la catedral como finas cadenas de oro, y llegaban hasta el Paraíso, y los
ángeles del paraíso subían y bajaban hasta la gente, y desde la gente hacia el Paraíso nuevamente.
Entonces algo parecido al descontento perturbó a la Criatura Salvaje, por primera vez desde la
creación del pantano; y ni el fango gris y suave, ni la frescura de el agua profunda parecieron ser
suficientes, ni la primera llegada desde el norte de los tumultuosos gansos, ni el salvaje regocijo de
las aves silvestres, cuando todas las plumas de sus alas cantan, ni la maravilla de la serena helada que
llega cuando el cazador se va, y adorna los juncos con escarcha y viste al silencioso yermo con una
niebla misteriosa donde el sol se vuelve rojo y débil. Ni siquiera la danza de las Criaturas Salvajes
durante la noche maravillosa. Y la pequeña Criatura Salvaje anheló tener un alma, e ir a adorar a Dios.
Y cuando la oración vespertina hubo terminado y las luces se extinguieron, se devolvió llorando
donde sus parientes.
Pero la noche siguiente, en cuanto las imágenes de las estrellas aparecieron en el agua, se fue
brincando de estrella en estrella hasta el extremo más lejano de las tierras pantanosas, hasta un gran bosque donde vivía la más Antigua de las Criaturas Salvajes.
Y encontró a la más Antigua de las Criaturas Salvajes sentada bajo un árbol, protegiéndose de la luna.
Y la pequeña Criatura Salvaje dijo: "quiero tener un alma para adorar a Dios, y conocer el significado
de la música, y admirar la belleza interna de la ciénaga y poder imaginar el Paraíso".
Y la más Antigua de las Criaturas Salvajes le dijo: "¿Qué tenemos nosotras que ver con Dios? Sólo
somos Criaturas Salvajes, parientes del pueblo de los Elfos.
Mas sólo contestó: "Quiero tener un alma".
Entonces, la más Antigua de las Criaturas Salvajes dijo: "No tengo ningún alma para darte; pero si tuvieras un alma, algún día tendrías que morir, y si conocieras el significado de la música
comprenderías el significado del dolor, y es mejor ser una Criatura Salvaje y no morir".

Dándole vida a un alma
Sin embargo, ellas, que pertenecían a la parentela del Pueblo de los Elfos sentían compasión por la pequeña Criatura Salvaje; y a pesar de que las Criaturas Salvajes no podían lamentarse por mucho
tiempo, no teniendo almas con las que lamentarse, sintieron por un instante una amargura en el lugar
donde sus almas debieron estar, cuando vieron el dolor de su camarada.
De esta forma, la parentela del Pueblo de los Elfos salió por la noche para crear un alma para la
pequeña Criatura Salvaje. Y anduvieron por los pantanos hasta llegar a las tierras altas, entre las
flores y las hierbas. Y allí recogieron una gran pieza de telaraña que había tendido la araña al
atardecer; y estaba cubierta de rocío.
Sobre este rocío habían brillado todas las luces de los largos bancos del cielo abovedado, cuando
todos los colores cambian en los placenteros espacios de la tarde. Y sobre él había resplandecido la noche maravillosa con todas sus estrellas.
Entonces las Critaturas Salvajes bajaron hasta el límite de su hogar con su telaraña cubierta de rocío.
Y allí reunieron un poco de la bruma gris que se posa por las noches sobre las marismas. Y a ella le
agregaron la melodía del yermo que es llevada al atardecer por los pantanos sobre las alas del dorado
chorlito. Y también le agregaron las lastimeras canciones que los setos se ven obligados a entonar
ante la presencia del arrogante Viento del Norte. Y entonces, cada una de las Criaturas Salvajes
entregó alguna apreciada memoria del antiguo pantano, "porque podemos prescindir de ella", dijeron.
Y a todo esto le agregaron unas cuantas imagenes de las estrellas que reunieron de las aguas. Sin
embargo, el alma que los parientes del Pueblo de los Elfos estaban creando no tenía vida.
Entonces le agregaron los susurros de dos amantes que paseaban solos, tarde en la noche. Y luego,
esperaron el amanecer. Y la majestuosa aurora apareció, y las luces del pantano sobre las Criaturas
Salvajes palidecieron en el resplandor, y sus cuerpos se desvanecieron a la vista; y aún seguían
esperando en el margen del pantano. Y hasta ellas que esperaban llegó, sobre campos y marismas,
desde el suelo y fuera del cielo, el canto de las aves.
Esto también agregaron las Criaturas Salvajes al pedazo de niebla que habían cogido en las marismas, y lo envolvieron todo en su telaraña cubierta de rocío. Y el alma vivió.
Y allí se encontraba, en las manos de las Criaturas Salvajes, no mayor que un erizo; llena de
maravillosas luces, verdes y azules que cambiaban constantemente, moviéndose de aquí para allá, y en el centro gris brillaba un resplandor púrpura.
Y a la noche siguiente fueron donde la pequeña Criatura Salvaje y le enseñaron el alma chispeante. Y
le dijeron: "si debes tener un alma e ir a adorar a Dios, y convertirte en mortal y morir, pon esto sobre tu pecho, a la izquiera, un poquito por encima del corazón, y entrará y tu serás humana. Sin embargo,
si la tomas no podrás jamás deshacerte de ella a no ser que te la arranques y se la des a otro; y
nosotras no la tomaremos, y la mayoría de los humanos ya tiene un alma. Y si no puedes encontrar a
un humano sin alma algún día morirás, y tu alma no podrá ir al Paraíso porque sólo fue creada en el
pantano.
En la distancia la pequeña Criatura Salvaje divisó la catedral y sus ventanas iluminadas para la
oración vespertina, y el canto de la gente elevándose al Paraíso, y los ángeles yendo de arriba a abajo.
Entonces se despidió con lágrimas y agradecimientos de las Criaturas Salvajes, parientes del Pueblo
de los Elfos, y se alejó saltando hacia las tierras verdes y secas, sosteniéndo el alma en sus manos.
Y las Criaturas Salvajes lamentaron que se hubiera ido, pero no pudieron lamentarlo por mucho
tiempo porque no tenían almas.

Volviéndose humana
En en límite del pantano la pequeña Criatura Salvaje observó por algunos instantes sobre el agua,
hacia donde los fuegos del pantano saltaban de arriba a abajo, y luego oprimió el alma contra su
pecho, a la izquiera, un poquito por encima de su corazón.
Instantáneamente se convirtió en una hermosa mujer que se encontraba helada y asustada. De alguna
manera se cubrió con un atado de setos, y se dirigió hacia las luces de una casa que se encontraba
cerca. Y empujó la puerta y entró, y encontró a un granjero y a su esposa sentados frente a su cena.
Y la esposa del granjero llevó a la pequeña Criatura Salvaje con el alma del pantano hacia su cuarto,
y la vistió y trenzó su pelo, y la condujo abajo nuevamente, y le dio la primera comida que había
comido. Y luego la esposa del granjero le hizo muchas preguntas.
- ¿De donde has venido?-le dijo.
- Desde el pantano.
- ¿Desde cuál dirección? -dijo la esposa del granjero.
- Sur -dijo la pequeña Criatura Salvaje con su nueva alma.
- Pero nadie puede venir por el pantano desde el sur -dijo la esposa del granjero.
-No, no pueden hacerlo -dijo el granjero.
- Yo vivía en el pantano.
- ¿Quién eres tú? -le preguntó la esposa del granjero.
- Soy una Criatura Salvaje, y he encontrado un alma en el pantano, y somos parientes del pueblo de los Elfos.
Conversando al respecto posteriormente, el granjero y su esposa acordaron que ella debía ser una gitana que había estado perdida, y que se mostraba extraña por el hambre y la exposición.
Esa noche la pequeña Criatura Salvaje durmió en la casa del granjero, mas su nueva alma se mantuvo despierta toda la noche, soñando con la hermosura del pantano.
Tan pronto como el amanecer llegó al yermo y brilló sobre la casa del granjero, miró desde la ventana hacia las aguas brillantes, y vio la belleza interna de la ciénaga. Porque las Criaturas Salvajes sólo aman el pantano y sólo lo conocen por sus vagabundeos, pero ahora ella percibía el misterio de sus
distancias y el glamour de sus peligrosos estanques, con sus hermosos y mortales musgos, y sintió el
milagro del Viento del Norte, que llega dominante desde desconocidas tierras heladas, y la maravilla
de las mareas de la vida cuando el ave silvestre trina al atardecer en las tierras pantanosas, y al
manecer pasan hacia el mar. Y supo que sobre su cabeza, sobre la ventana del granjero, se extendía el
Paraíso, donde tal vez Dios estaría, en ese momento, imaginando el amanecer, mientras los ángeles
tocaban bajito sus laúdes, y el sol venía elevándose sobre el mundo a sus pies, para alegrar los
campos y las marismas.
Y todo lo que el cielo pensaba, el pantano lo pensaba también; pues el azul de la ciénaga era como el
azul del cielo, y las formas de las grandes nubes del cielo se convertían en las formas del pantano, y a
través de ambos corrían momentáneos río de púrpura, vagabundos entre los bancos de oro. Y los

resueltos ejércitos de setos aparecieron desde la penumbra, con todos sus pendones ondeando, hasta
donde la vista alcanzaba. Y desde otra ventana vio la vasta catedral reuniendo su ponderosa fuerza, elevándola en torres que se alzaban desde los pantanos. Y dijo, "jamás dejaré la ciénaga".
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El Pastor Murnith
Una hora después se vistió, con gran dificultad, y bajó a comer la segunda comida de su vida. El
granjero y su esposa eran gente amable, y le enseñaron cómo comer.
- Supongo que los gitanos no tienen cuchillos ni tenedores -le dijo uno al otro, posteriormente.
Después del desayuno el granjero salió y visitó al pastor, que vivía cerca de la catedral, e
inmediatamente regresó, y de nuevo volvió a la casa del pastor con la pequeña Criatura Salvaje y su nueva alma.
-Esta es la dama -dijo el granjero-. Este es el Pastor Murnith.
Y luego se fue.
-Ah -dijo el pastor- entiendo que estuvo perdida la otra noche en el pantano. Fue una noche terrible para estar perdida en la ciénaga.
- Yo amo el pantano -dijo la pequeña Criatura Salvaje con su nueva alma.
- ¡Por supuesto! ¿Cuántos años tiene? -dijo el Pastor.
- No lo sé -contestó ella.
- Debería saber qué edad tiene -dijo él.
- Oh, cerca de noventa -dijo ella-, o más.
- ¡Noventa años! -exclamó el Pastor.
- No, noventa siglos -dijo ella-, soy tan vieja como el pantano.
Entonces contó su historia -de cómo había anhelado ser humana y adorar a Dios, tener un alma y
contemplar la belleza del mundo, y cómo todas las Criaturas Salvajes le habían hecho un alma de
telaraña y bruma y música y extrañas memorias.
- Pero si esto es verdad -dijo el Pastor Murnith-, está muy mal. Dios no podría haber tenido el
propósito que usted tuviera un alma. ¿Cuál es su nombre?
- No tengo nombre -respondió.
- Debemos encontrar un nombre cristiano y un apellido para usted. ¿Cómo le gustaría que la
llamaran?
- Canción de los Juncos -dijo ella.
- Eso no servirá -dijo el Pastor.
- Entonces me gustaría llamarme Terrible Viento del Norte, o Estrella de las Aguas -dijo ella.
- No, no, no -dijo el Pastor Murnith- eso es totalmente imposible. Si le agrada podríamos llamarla
Señorita Rush. ¿Qué le parece Mary Rush? Tal vez sería mejor que tuviera otro nombre--digamos Mary Jane Rush.
De esta forma, la pequeña Criatura Salvaje con el alma del pantano tomó los nombres que le
ofrecieron, y se convirtió en Mary Jane Rush.
- Y debemos encontrar algo que pueda hacer -dijo el Pastor Murnith-. Mientras tanto podemos darle
un cuarto aquí.
- Yo no quiero hacer nada -replicó Mary Jane-; yo quiero adorar a Dios en la catedral y vivir junto al pantano.
Y luego apareció la señora Murnith, y durante el resto de aquel día Mary Jane se quedó en la casa del Pastor.
Y allí, con su nueva alma, percibió la belleza del mundo; pues éste llegó gris y nivelado desde las
distancias brumosas, y se extendió por los pastizales y los sembradíos hasta el antiguo pueblo
provisto de gabletes; y solitario en la distancia se erguía un antiguo molino de viento, y sus honestas
aspas hechas a mano giraban y giraban en los libres vientos del Este Inglés. En las cercanías, las casas de gabletes se inclinaban hacia las calles, plantadas hermosamente sobre los robustos maderos
que crecían en los tiempos antiguos, glorificándose entre ellas de su hermosura. Y sobre ellas,
contrafuerte tras contrafuerte, creciendo y elevándose, subiendo torre por torre, se erguía la catedral.
Y vio a la gente moviéndose en las calles, pausada y lentamente; e invisibles entre ellos, susurrándose
unos a otros, sin ser escuchados por los hombres y preocupados sólo por las cosas pasadas, se
arrastraban los espíritus del pasado. Y dondequiera que las calles corrieran hacia el este, dondequiera
que hubieran huecos entre las casas, siempre allí se abría la vista a la imagen del grandioso pantano,
como un compás de música extraña y espectral que persiste en una melodía, elevándose una y otra
vez, interpretada en el violín por un único músico, que no toca ningún otro compás, y que es de
cabellos oscuros y lacios y tiene barba al rededor de los labios, y su bigote cuelga largo y bajo, y
nadie conoce la tierra de donde proviene. Todo esto eran cosas buenas de ver para un alma nueva.
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Te amo
Entonces el sol se puso sobre los verdes campos y sembradíos y vino la noche. Una a una las alegres
luces de las joviales ventanas iluminadas tomaron su lugar en la noche solemne.
Luego tocaron las campanas, lejos, en la torre de la catedral, y su melodía cayó sobre los tejados de
las antiguas casas y se posó sobre sus aleros hasta que las calles estuvieron repletas, y luego fluyó
sobre los campos verdes y las sembradíos hasta que llegaron al recio molino y trajeron al molinero
para la oración vespertina, y lejos hacia el este y hacia el mar el sonido resonó sobre las remotas
ciénagas. Y todo fue como ayer para los viejos espíritus en las calles.
Entonces la esposa del Pastor llevó a Mary Jane a la misa vespertina, y ésta vió trescientas velas
colmando el pasillo de luz. Sin embargo, los fuertes pilares se elevaban allí en la vastedad oscura,
gigantescas columnas perdiéndose en la penumbra, donde mañana y tarde, año tras año, hacían su
trabajo en la oscuridad, sosteniendo el techo de la catedral. Y estaban más inmóviles que los pantanos
cuando la helada ha llegado y el viento que lo ha traído ha cesado.
Repentinamente, el sonido del organo se precipitó sobre esta calma, rugiendo, y de inmediato, la
gente oró y cantó.
Mary Jane ya no podía ver sus oraciones ascendiendo como delgadas cadenas de oro, pues eso era
sólo una tendencia élfica, pero imaginaba claramente, en su nueva alma, a los serafines pasando por
los caminos del Paraíso, y a los ángeles cambiando de guardia para cuidar al Mundo por la noche.
Cuando el Pastor hubo terminado el servicio, el señor Millings, un cura joven, subió al púlpito.
Habló de Abana y Pharpar, los río de Damasco; y Mary Jane se alegró que existieran ríos con tales
nombres, y escuchó maravillada sobre Nínive, la gran ciudad, y sobre muchas cosas extrañas y
nuevas.
Y la luz de las velas brilló sobre el cabello claro del cura, y su voz bajó por el pasillo, y Mary Jane se alegró de que él estuviera allí.
Pero cuando su voz se detuvo sintió una repentina soledad, como jamás había sentido desde la
creación de la marisma; ya que las Criaturas Salvajes jamás están solas y nunca son infelices, sino
que bailan toda la noche sobre el reflejo de las estrellas, y como no tienen alma no desean nada más.
Después de realizada la colecta, antes de que nadie se moviera para marcharse, Mary Jane caminó por
el pasillo hacia el señor Millings.
- Te amo -le dijo.
segunda parte
Todo allí era horrible
Nadie simpatizó con Mary Jane. "Qué infortunio para el señor Millings", decían todos; "un joven tan prometedor".
Mary Jane fue enviada a una gran ciudad manufacturera de las Midlands, donde se le había hallado
trabajo en una fábrica textil. Y en ese pueblo no había nada bueno que un alma pudiera ver. Porque la
ciudad no sabía que la belleza era ser deseada; así que hizo muchas cosas maquinalmente y se volvió
apresurada en todas sus maneras, y se vanangloriaba de su superioridad por sobre las otras ciudades y se hizo rica y más rica, y no había nadie para compadecerla.
En esta ciudad habían hallado alojamiento para Mary Jane, cerca de la industria.
A las seis de aquellas mañanas de noviembre, a la hora que, lejos de la ciudad, el pájaro silvestre se levanta de la tranquilidad del pantano y pasa a los turbulentos espacios del mar, a las seis la fábrica
prorrumpía en un largo aullido y reunía a los trabajadores, y allí trabajaban, guardando dos horas para
comer, durante el día completo y hasta la oscuridad, hasta que la campana diera las seis nuevamente.
Allí trabajaba Mary Jane con otras muchachas, en un cuarto largo y deprimente, donde unos gigantes
demenuzaban la lana en largas tiras de hilo con sus chirriantes manos de acero. Y a lo largo de todo el
día se sentaban a hacer su trabajo desalmado. Sin embargo, el trabajo de Mary Jane no estaba con
ellos, sólo su rugido estaba siempre en sus oídos mientras sus ruidosos miembros de metal se movían
adelante y atrás.
Su labor era atender una criatura menor, pero infinitamente más astuta.
Ésta tomaba la tira de lana que los gigantes habían hilado, y la enrollaba y enrollaba hasta que la
había torcido, convirtiéndola en una hebra resistente y delgada. Entonces tomaría en su garra de
dedos de acero la hebra que había unido, y la llevaría, contonéandose, aproximadamente 5 yardas
más allá y regresaría con más.
Esas criatura ya había dominado toda la sutileza de los habilosos trabajadores, y gradualmente los
había desplazado; había sólo una cosa que no podía hacer, no era capaz de tomar las puntas de una
hebra cortada, para amarrarla nuevamente. Para esto se necesitaba un alma humana, y esa era la tarea
de Mary Jane: tomar las puntas cortadas; y al momento que ella las unía, la ocupada criatura sin alma las ataba por sí misma.
Todo allí era horrible; incluso la lana verde que se enroscaba, que no era ni el verde de la hierba ni el
verde de los juncos, sino que un triste y lodoso verde que era propio de una ciudad lóbrega, bajo un cielo sombrío.
Cuando miraba hacia los tejados del pueblo, también allí había fealdad; y las casas lo sabían bien,
porque, con un espantoso estuco, imitaban en una grotesca mímica a los pilares y los templos de la
antigua Grecia, pretendiendo ser aquello que no eran. Y saliendo y entrando de aquellas casas, y
viendo la pretensión de la pintura y el estuco, año tras año hasta que se descascaraba, las almas de los
pobres dueños de aquellas casas buscaban ser otras almas, hasta que se aburrían de ellas.
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Una Canción Salvaje
Al atardecer Mary Jane regresaba a su alojamiento. Sólo entonces, cuando la oscuridad había caído,
podía el alma de Mary Jane percibir alguna belleza en aquella ciudad, cuando las lámparas se
encendían y aquí y allá brillaba alguna estrella a través del esmog. En ese momento ella hubieria
salido al campo a observar la noche, sin embargo, la vieja mujer a la que había sido confiada no la
hubiera dejado hacerlo. Y los días se multiplicaron por siete y se convirtieron en semanas, y las
semanas pasaron, y todos los días eran lo mismo. Y durante todo el timpo el alma de Mary Jane
clamaba por cosas hermosas, y no encontraba ninguna, salvo los domingos, cuando iba a la iglesia, y al dejarla, encontraba la ciudad más gris que antes.
Un día decidió que era mejor se una Criatura Salvaje de las solitarias marismas que tener un alma que
clamaba por cosas hermosas y no encontraba ninguna. Desde ese día tomó la determinación de
deshacerse de su alma, y le contó su historia a una de las muchachas de la fábrica, diciéndole:
- Las otras muchachas visten pobremente y realizan un trabajo desalmado; seguramente alguna de ellas no tiene alma y podría tomar la mía.
Pero la muchacha de la fábrica le dijo: "Todos los pobres tienen alma. Es todo lo que tienen".
Entonces Mary Jane observaba a los ricos cada vez que los veía, y en vano buscó alguno que no
tuviera alma.
Un día, a la hora en que las máquinas descansaban y los seres humanos que las atendían descansaban también, cuando el viento venía de la dirección de los pantanos, el alma de Mary Jane se lamentó
amargamente. Y mientras se encontraba fuera de las puertas de la fábrica, su alma la urgió
irresistiblemente a cantar, y una canción salvaje salió de sus labios alabando la ciénaga. Y a su
canción se agregó clamando, su añoranza del hogar y del sonido del Viento del Norte, tiránico y
orgulloso, con su adorada dama la nieve; y cantó acerca de los cuentos que los juncos murmuraban
unos a otros, cuentos que el trullo y la vigilante garza conocían. Y sobre las calles repletas su canción
se alejó llorando, la canción de los lugares desolados y de las tierras salvajes y libres, llenas de
maravillas y magia, porque en su alma de factura élfica ella tenía el cantar de las aves y el rugido del órgano en la marisma.
Justo en ese momento, el Signor Thompsoni, el conocido tenor inglés pasaba por ahí con un amigo.
Ambos se detuvieron y escucharon; todos se detuvieron y escucharon.
- En toda Europa no ha habido nada como esto en mi vida -dijo el Signor Thompsoni.
Y así llegó el cambio a la vida de Mary Jane.
Toma mi alma
La gente se había anotado para esto, y finalmente se arregló que ella tomara la parte principal en la Opera del Convent Garden, en pocas semanas.
Así que fue a Londres para aprender.
Tanto Londres como las lecciones de canto eran mejores que la Ciudad de las Midlands y aquellas
terribles máquinas. Sin embargo, Mary Jane aún no era libre para ir y vivir como ella deseaba, junto a
los pantanos, y aún estaba determinada a deshacerse de su alma, pero no podía encontrar a nadie que
no tuviera la propia.
Un día le dijeron que los Ingleses no la escucharían siendo la Señorita Rush, y le preguntaron por
cuál otro nombre más apropiado le gustaría ser llamada.
- Me gustaría llamarme Terrible Viento del Norte -dijo Mary Jane- o Canción de los Juncos.
Cuando le dijeron que eso era imposible y le sugirieron Signorina Maria Russiano, ella accedió al
momento, tal como había accedido cuando se la llevaron de la parroquia; no sabía nada sobre las
formas de los humanos.
Finalmente el día de la Opera llegó, un frío día de invierno.
Y la Sognorina Russiano se presentó al escenario frente a un teatro lleno.
Y la Signorina Russiano cantó.
Y en la canción iban todas las añoranzas de su alma, el alma que no podía ir al Paraíso, sino que sólo
podía adorar a Dios y conocer el significado de la música, y la añorazan invadió aquella canción
italiana como el misterio infinito de las colinas, que se eleva junto al sonido de los cencerros de las
ovejas. Entonces, en las almas que estaban en aquel teatro repleto, se elevaron pequeñas memorias de
hace un buen tiempo que desde entonces estaban completamente muertas, y que vivieron nuevamente
OOOmientras duraba aquella maravillosa canción.
Y un extraño frío recorrío la sangre de todos los que escuchaban, como si estuvieran en el borde de las desoladas marismas y el Viento del Norte soplara.
Y a algunos los movió al dolor y a otros al arrepentimiento, y a otros a una inmensa alegría, y
entonces la canción repentinamente se alejó gimiendo, como los vientos del invierno en el pantano, cuando la Primavera aparece desde el Sur.
De esa forma concluyó. Y un gran silenció cayó como la bruma sobre toda aquel teatro, que se
quebrara al final en una conversación parlanchina que Celia, la Condesa de Birmingham, disfrutaba con una amiga.
En un silencio mortal la Signorina Russiano se precipitó del escenario; apareció nuevamente
corriendo entre la audiencia, y se abalanzó sobre Lady Birmingham.
- Tome mi alma -le dijo- es una alma hermosa. Puede adorar a Dios, y conocer el significado de la
música y puede imaginar el Paraíso. Y si va con ella a los pantanos podrá ver cosas hermosas;
hay un atiguo pueblo cosntruído de adorables maderos, con espíritus en sus calles.
Lady Birmingham la miraba. Todo el mundo estaba de pie.
- Mire -dijo la Signorina Russiano- es un alma hermosa.
Y escarbó en su pecho, a la izquiera un poquito más arriba del corazón, y allí estaba el alma,
brillando en sus manos, las luces verdes y azules moviéndose y el resplandor púrpura en el medio.
- Tómela -dijo- y podrá amar todo lo que el bello, y conocer los cuatro vientos, cada uno por su
nombre, y las canciones de las aves al amanecer. Yo no la quiero, porque no soy libre. Póngala en su
pecho, al lado izquierdo, un poquito por encima de su corazón.
Todavía todos se encontraban de pie, y Lady Birmingham se sentía incómoda.
- Por favor, ofrézcasela a alguien más -dijo.
- Pero todos ellos ya tienen almas -dijo la Signorina Russiano.
Y todos siguieron de pie. Y Lady Birmingham tomó el alma en su mano.
- Quizá me traiga suerte -dijo.
Sintió que quería rezar.
Con los ojos casi entrecerrados dijo, "Unberufen". Y puso el alma sobre su pecho, a la izquierda, un poquito por encima de su corazón, esperando que la gente se sentara y la cantante se fuera.
Instantáneamente una pila de vestidos se desplomó delante de ella. Por un momento, en la sombra
entre los asientos, aquellos que habían nacido en la hora del crepúsculo pudieron haber visto una
pequeña cosa marrón, brincando libre de las vestiduras, y luego saltar a la luz brillante del recibidor,
y hacerse invisible a cualquier ojo humano.
Avanzó por un instante, luego halló la puerta, e inmediatamente se econtró en las calles iluminadas.

Danza sobre las estrellas
Aquellos que nacieron en la hora del crepúsculo quizá la vieron brincando rápidamente dondequiera
que las calles corrían hacia el norte y hacia el este, desapareciendo a la vista humana al pasar bajo las
lámparas y reapareciendo más allá de ellas, con una luz del pantano sobre su cabeza.
Hubo un perro que la percibió y la persiguió, y fue dejado atrás.
Los gatos de Londres, que han nacido todos a la hora del crepúsculo, maullaban temerosamente
cuando pasaba.
Inmediatamente llegó a las calles más humildes, donde las casas son más pequeñas. Entonces se
dirigió derecho hacia el nor-este, saltando de techo en techo. Y así, en pocos minutos, llegó a
espacios más abiertos, y luego a las tierras desoladas, donde crecen los jardines del mercado, que no
son ni pueblo ni campo. Hasta que finalmente, los buenos y negros árboles aparecieron, con sus
formas demoníacas en la noche, y la hierba estaba fría y húmeda, y la bruma nocturna flotaba
sobre ella. Y un gran búho blanco apareció, subiendo y bajando en la oscuridad. Y de todas estas cosas la pequeña Criatura Salvaje se regocijó de manera élfica.
Y dejó Londres atrás, enrojeciendo el cielo, y ya no pudo distinguir su desagradable estruendo, sino que nuevamente pudo oír los ruidos de la noche.
Y ahora pasaría por una brillante aldea, cómoda en la noche; y luego nuevamente hacia los oscuros y
húmedos campos abiertos; y adelantó a más de un búho mientras se arrastraba por la noche, una
pariente del pueblo de los Elfos. Algunas veces cruzaba anchos ríos, saltando de estrella en estrella;
y, eligiendo su camino, evitando los caminos escabrosos y llegó antes de la medianoche a las tierras Inglesas del Este.
Y allí escuchó el grito del Viento Norte, dominante y furioso, mientras guiaba hacia el sur a sus
aventureros gansos; mientras los setos se inclinaban ante él, cantando débil y quejumbrosamente, cual
remeros escalvos de algún fabuloso trirreme, doblándose y meciéndose bajo las ráfagas del látigo,
todo el tiempo entonando una lastimera canción.
Y sintió el agradable aire húmedo, que por las noches cubre a las tierras Inglesas del Este, y
nuevamente llegó a algún peligroso y antiguo estanque donde el musgo verdre crecía, y allí se
sumergió más y más abajo dentro del agua oscura, hasta que sintió nuevamente la familiar emanación
subiendo a través de los dedos de sus pies. Y de este modo, desde el adorable hielo que es el corazón
del rezumadero, emergió renovada y regocijante para danzar sobre las imágenes de las estrellas.
Yo tuve la suerte de encontrarme esa noche en el extremo del pantano, ovidando de mi mente los
asuntos de los hombres; y observé los fuegos del pantano saltando desde todos los lugares peligrosos.
Y durante toda la noche llegaron por grupos hasta formar una gran multitud para perderse danzando através del pantano.
Y yo creo que toda esa noche reinó una gran alegría entre los parientes del Pueblo de los Elfos.


FIN

jueves, 18 de septiembre de 2008

CUENTOS CLASICOS I -- HANS CHRISTIAN ANDERSEN

Cuentos Clásicos I
HANS CHRISTIAN ANDERSEN



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INDICE
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1. ¡Baila, baila, muñequita!

2. ¡No era buena para nada!

3. ¡Qué hermosa!

4. Algo

5. Los fuegos fatuos están en la ciudad, dijo la Reina del Pantano

6. Abuelita

7. Ana Isabel


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¡Baila, baila, muñequita!
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- Sí, es una canción para las niñas muy pequeñas -aseguró tía Malle -. Yo, con la mejor voluntad del mundo, no puedo seguir este «¡Baila, baila, muñequita mía!» -. Pero la pequeña Amalia si la seguía; sólo tenía 3 años, jugaba con muñecas y las educaba para que fuesen tan listas como tía Malle.
Venía a la casa un estudiante que daba lecciones a los hermanos y hablaba mucho con Amalita y sus muñecas, pero de una manera muy distinta a todos los demás. La pequeña lo encontraba muy divertido, y, sin embargo, tía Malle opinaba que no sabía tratar con niños; sus cabecitas no sacarían nada en limpio de sus discursos. Pero Amalita sí sacaba, tanto, que se aprendió toda la canción de memoria y la cantaba a sus tres muñecas, dos de las cuales eran nuevas, una de ellas una señorita, la otra un caballero, mientras la tercera era vieja y se llamaba Lise. También ella oyó la canción y participó en ella.

¡Baila, baila, muñequita,
qué fina es la señorita!
Y también el caballero
con sus guantes y sombrero,
calzón blanco y frac planchado
y muy brillante calzado.
Son bien finos, a fe mía.
Baila, muñequita mía.

Ahí está Lisa, que es muy vieja,
aunque ahora no semeja,
con la cera que le han dado,
que sea del año pasado.
Como nueva está y entera.
Baila con tu compañera,
seréis tres para bailar.
¡Bien nos vamos a alegrar!
Baila, baila, muñequita,
pie hacia fuera, tan bonita.
Da el primer paso, garbosa,
siempre esbelta y tan graciosa.
Gira y salta sin parar,
que muy sano es el saltar.
¡Vaya baile delicioso!
¡Sois un grupo primoroso!


Y las muñecas comprendían la canción; Amalita también la comprendía, y el estudiante, claro está. Él la había compuesto, y decía que era estupenda. Sólo tía Malle no la entendía; no estaba ya para niñerías.
- ¡Es una bobada! - decía. Pero Amalita no es boba, y la canta. Por ella es por quien la sabemos.

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¡No era buena para nada!
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El alcalde estaba de pie ante la ventana abierta; lucía camisa de puños planchados y un alfiler en la pechera, y estaba recién afeitado. Lo había hecho con su propia mano, y se había producido una pequeña herida; pero la había tapado con un trocito de papel de periódico.
- ¡Oye, chaval! - gritó.
El chaval era el hijo de la lavandera; pasaba por allí y se quitó respetuosamente la gorra, cuya visera estaba doblada de modo que pudiese guardarse en el bolsillo. El niño, pobremente vestido pero con prendas limpias y cuidadosamente remendadas, se detuvo reverente, cual si se encontrase ante el Rey en persona.
- Eres un buen muchacho - dijo el alcalde -, y muy bien educado. Tu madre debe de estar lavando ropa en el río. Y tú irás a llevarle eso que traes en el bolsillo, ¿no? Mal asunto, ese de tu madre. ¿Cuánto le llevas?
- Medio cuartillo - contestó el niño a media voz, en tono asustado.
- ¿Y esta mañana se bebió otro tanto? - prosiguió el hombre.
- No, fue ayer - corrigió el pequeño.
- Dos cuartos hacen un medio. No vale para nada. Es triste la condición de esa gente. Dile a tu madre que debiera avergonzarse. Y tú procura no ser un borracho, aunque mucho me temo que también lo serás. ¡Pobre chiquillo! Anda, vete.
El niño siguió su camino, guardando la gorra en la mano, por lo que el viento le agitaba el rubio cabello y se lo levantaba en largos mechones. Torció al llegar al extremo de la calle, y por un callejón bajó al río, donde su madre, de pies en el agua junto a la banqueta, golpeaba la pesada ropa con la pala. El agua bajaba en impetuosa corriente - pues habían abierto las esclusas del molino, - arrastrando las sábanas con tanta fuerza, que amenazaba llevarse banqueta y todo. A duras penas podía contenerla la mujer.
- ¡Por poco se me lleva a mí y todo! - dijo -. Gracias a que has venido, pues necesito reforzarme un poquitín. El agua está fría, y llevo ya seis horas aquí. ¿Me traes algo?
El muchacho sacó la botella, y su madre, aplicándosela a la boca, bebió un trago.
- ¡Ah, qué bien sienta! ¡Qué calorcito da! Es lo mismo que tomar un plato de comida caliente, y sale más barato. ¡Bebe, pequeño! Estás pálido, debes de tener frío con estas ropas tan delgadas; estamos ya en otoño. ¡Uf, qué fría está el agua! ¡Con tal que no caiga yo enferma! Pero no será. Dame otro trago, y bebe tú también, pero un sorbito solamente; no debes acostumbrarte, pobre hijito mío.
Y subió a la pasarela sobre la que estaba el pequeño y pasó a la orilla; el agua le manaba de la estera de junco que, para protegerse, llevaba atada alrededor del cuerpo, y le goteaba también de la falda.
- Trabajo tanto, que la sangre casi me sale por las uñas; pero no importa, con tal que pueda criarte bien y hacer de ti un hombre honrado, hijo mío.
En aquel momento se acercó otra mujer de más edad, pobre también, a juzgar por su porte y sus ropas. Cojeaba de una pierna, y una enorme greña postiza le colgaba encima de un ojo, con objeto de taparlo, pero sólo conseguía hacer más visible que era tuerta. Era amiga de la lavandera, y los vecinos la llamaban «la coja del rizo».
- Pobre, ¡cómo te fatigas, metida en esta agua tan fría! Necesitas tomar algo para entrar en calor; ¡y aún te reprochan que bebas unas gotas! -. Y le contó el discurso que el alcalde había dirigido a su hijo. La coja lo había oído, indignada de que al niño se le hablase así de su madre, censurándola por los traguitos que tomaba, cuando él se daba grandes banquetazos en el que el vino se iba por botellas enteras.
- Sirven vinos finos y fuertes - dijo -, y muchos beben más de lo que la sed les pide. Pero a eso no lo llaman beber. Ellos son gente de condición, y tú no vales para nada.
- ¡Conque esto te dijo, hijo mío! - balbuceó la mujer con labios temblorosos -. ¡Que tienes una madre que no vale nada! Tal vez tenga razón, pero no debió decírselo a la criatura. ¡Con lo que tuve que aguantar, en casa del alcalde!
- Serviste en ella, ¿verdad? cuando aún vivían sus padres; muchos años han pasado desde entonces. Muchas fanegas de sal han consumido, y les habrá dado mucha sed - y la coja soltó una risa amarga -. Hoy se da un gran convite en casa del alcalde; en realidad debieran haberlo suspendido, pero ya era tarde, y la comida estaba preparada. Hace una hora llegó una carta notificando que el más joven de los hermanos acaba de morir en Copenhague. Lo sé por el criado.
- ¡Ha muerto! - exclamó la lavandera, palideciendo.
- Sí - respondió la otra -. ¿Tan a pecho te lo tomas? Claro, lo conociste, pues servías en la casa.
- ¡Ha muerto! Era el mejor de los hombres. No van a Dios muchos como él - y las lágrimas le rodaban por las mejillas -. ¡Dios mío! Me da vueltas la cabeza. Debe ser que me he bebido la botella, y es demasiado para mí. ¡Me siento tan mal! - y se agarró a un vallado para no caerse.
- ¡Santo Dios, estás enferma, mujer! - dijo la coja -. Pero tal vez se te pase. ¡No, de verdad estás enferma! Lo mejor será que te acompañe a casa.
- Pero, ¿y la ropa?
- Déjala de mi cuenta. Cógete a mi brazo. El pequeño se quedará a guardar la ropa; luego yo volveré a terminar el trabajo; ya quedan pocas piezas.
La lavandera apenas podía sostenerse.
- Estuve demasiado tiempo en el agua fría. Desde la madrugada no había tomado nada, ni seco ni mojado. Tengo fiebre. ¡Oh, Jesús mío, ayúdame a llegar a casa! ¡Mi pobre hijito! - exclamó, prorrumpiendo a llorar.
Al niño se le saltaron también las lágrimas, y se quedó solo junto a la ropa mojada. Las dos mujeres se alejaron lentamente, la lavandera con paso inseguro. Remontaron el callejón, doblaron la esquina y, cuando pasaban por delante de la casa del alcalde, la enferma se desplomó en el suelo. Acudió gente.
La coja entró en la casa a pedir auxilio, y el alcalde y los invitados se asomaron a la ventana.
- ¡Otra vez la lavandera! - dijo -. Habrá bebido más de la cuenta; no vale para nada. Lástima por el chiquillo. Yo le tengo simpatía al pequeño; pero la madre no vale nada.
Reanimaron a la mujer y la llevaron a su mísera vivienda, donde la acostaron enseguida.
Su amiga corrió a prepararle una taza de cerveza caliente con mantequilla y azúcar; según ella, no había medicina como ésta. Luego se fue al lavadero, acabó de lavar la ropa, bastante mal por cierto, - pero hay que aceptar la buena voluntad - y, sin escurrirla, la guardó en el cesto.
Al anochecer se hallaba nuevamente a la cabecera de la enferma. En la cocina de la alcaldía le habían dado unas patatas asadas y una buena lonja de jamón, con lo que cenaron opíparamente el niño y la coja; la enferma se dio por satisfecha con el olor, y lo encontró muy nutritivo.
Acostóse el niño en la misma cama de su madre, atravesado en los pies y abrigado con una vieja alfombra toda zurcida y remendada con tiras rojas y azules.
La lavandera se encontraba un tanto mejorada; la cerveza caliente la había fortalecido, y el olor de la sabrosa cena le había hecho bien.
- ¡Gracias, buen alma! - dijo a la coja -. Te lo contaré todo cuando el pequeño duerma. Creo que está ya dormido. ¡Qué hermoso y dulce está con los ojos cerrados! No sabe lo que sufre su madre. ¡Quiera Dios Nuestro Señor que no haya de pasar nunca por estos trances! Cuando yo servía en casa del padre del alcalde, que era Consejero, regresó el más joven de los hijos, que entonces era estudiante. Yo era joven, alborotada y fogosa pero honrada, eso sí que puedo afirmarlo ante Dios - dijo la lavandera -. El mozo era alegre y animado, y muy bien parecido. Hasta la última gota de su sangre era honesta y buena. Jamás dio la tierra un hombre mejor. Era hijo de la casa, y yo sólo una criada, pero nos prometimos fidelidad, siempre dentro de la honradez. Un beso no es pecado cuando dos se quieren de verdad. Él lo confesó a su madre; para él representaba a Dios en la Tierra, y la señora era tan inteligente, tan tierna y amorosa. Antes de marcharse me puso en el dedo su anillo de oro. Cuando hubo partido, la señora me llamó a su cuarto. Me habló con seriedad, y no obstante con dulzura, como sólo el bondadoso Dios hubiera podido hacerlo, y me hizo ver la distancia que mediaba entre su hijo y yo, en inteligencia y educación. «Ahora él sólo ve lo bonita que eres, pero la hermosura se desvanece. Tú no has sido educada como él; no sois iguales en la inteligencia, y ahí está el obstáculo. Yo respeto a los pobres - prosiguió -; ante Dios muchos de ellos ocuparán un lugar superior al de los ricos, pero aquí en la Tierra no hay que desviarse del camino, si se quiere avanzar; de otro modo, volcará el coche, y los dos seréis víctimas de vuestro desatino. Sé que un buen hombre, un artesano, se interesa por ti; es el guantero Erich. Es viudo, no tiene hijos y se gana bien la vida. Piensa bien en esto». Cada una de sus palabras fue para mí una cuchillada en el corazón, pero la señora estaba en lo cierto, y esto me obligó a ceder. Le besé la mano llorando amargas lágrimas, y lloré aún mucho más cuando, encerrándome en mi cuarto, me eché sobre la cama. Fue una noche dolorosa; sólo Dios sabe lo que sufrí y luché. Al siguiente domingo acudí a la Sagrada Misa a pedir a Dios paz y luz para mi corazón. Y como si Él lo hubiera dispuesto, al salir de la iglesia me encontré con Erich, el guantero. Yo no dudaba ya; éramos de la misma clase y condición, y él gozaba incluso de una posición desahogada. Por eso fui a su encuentro y cogiéndole la mano, le dije: «¿Piensas todavía en mí?». «Sí, y mis pensamientos serán siempre para ti sola», me respondió. «¿Estás dispuesto a casarte con una muchacha que te estima y respeta, aunque no te ame? Pero quizás el amor venga más tarde». «¡Vendrá!», dijo él, y nos dimos las manos. Me volví yo a la casa de mi señora; llevaba pendiente del cuello, sobre el corazón, el anillo de oro que me había dado su hijo; de día no podía ponérmelo en el dedo, pero lo hice a la noche al acostarme, besándolo tan fuertemente que la sangre me salió de los labios. Después lo entregué a la señora, comunicándole que la próxima semana el guantero pedirla mi mano. La señora me estrechó entre sus brazos y me besó; no dijo que no valía para nada, aunque reconozco que entonces yo era mejor que ahora; pero ¡sabía tan poco del mundo y de sus infortunios! Nos casamos por la Candelaria, y el primer año lo pasamos bien; tuvimos un criado y una criada; tú serviste entonces en casa.
- ¡Oh, y qué buen ama fuiste entonces para mí! - exclamó la coja -. Nunca olvidaré lo bondadosos que fuisteis tú y tu marido. - Eran buenos tiempos aquellos... No tuvimos hijos por entonces. Al estudiante, no volví a verlo jamás. O, mejor dicho, sí, lo vi una vez, pero no él a mí. Vino al entierro de su madre. Lo vi junto a su tumba, blanco como yeso y muy triste, pero era por su madre. Cuando, más adelante, su padre murió, él estaba en el extranjero; no vino ni ha vuelto jamás a su ciudad natal. Nunca se casó, lo sé de cierto. Era abogado. De mí no se acordaba ya, y si me hubiese visto, difícilmente me habría reconocido. ¡Me he vuelto tan fea! Y es así como debe ser.
Luego le contó los días difíciles de prueba, en que se sucedieron las desgracias. Poseían quinientos florines, y en la calle había una casa en venta por doscientos, pero sólo sería rentable derribándola y construyendo una nueva. La compraron, y el presupuesto de los albañiles y carpinteros elevóse a mil veinte florines. Erich tenía crédito; le prestaron el dinero en Copenhague, pero el barco que lo traía naufragó, perdiéndose aquella suma en el naufragio.
- Fue entonces cuando nació este hijo mío, que ahora duerme aquí. A su padre le acometió una grave y larga enfermedad; durante nueve meses, tuve yo que vestirlo y desnudarlo. Las cosas marchaban cada vez peor; aumentaban las deudas, perdimos lo que nos quedaba, y mi marido murió. Yo me he matado trabajando, he luchado y sufrido por este hijo, he fregado escaleras y lavado ropa, basta o fina, pero Dios ha querido que llevase esta cruz. Él me redimirá y cuidará del pequeño.
Y se quedó dormida.
A la mañana sintióse más fuerte; pensó que podría reanudar el trabajo. Estaba de nuevo con los pies en el agua fría, cuando de repente le cogió un desmayo. Alargó convulsivamente la mano, dio un paso hacia la orilla y cayó, quedando con la cabeza en la orilla y los pies en el agua. La corriente se llevó los zuecos que calzaba con un manojo de paja en cada uno. Allí la encontró la coja del rizo cuando fue a traerle un poco de café.
Entretanto, el alcalde le había enviado recado a su casa para que acudiese a verlo cuanto antes, pues tenía algo que comunicarle. Pero llegó demasiado tarde. Fue un barbero para sangrarla, pero la mujer había muerto.
- ¡Se ha matado de una borrachera! - dijo el alcalde.
La carta que daba cuenta del fallecimiento del hermano contenía también copia del testamento, en el cual se legaban seiscientos florines a la viuda del guantero, que en otro tiempo sirviera en la casa de sus padres. Aquel dinero debería pagarse, contante y sonante, a la legataria o a su hijo.
- Algo hubo entre ellos - dijo el alcalde -. Menos mal que se ha marchado; toda la cantidad será para el hijo; lo confiaré a personas honradas, para que hagan de él un artesano bueno y capaz.
Dios dio su bendición a aquellas palabras.
El alcalde llamó al niño a su presencia, le prometió cuidar de él, y le dijo que era mejor que su madre hubiese muerto, pues no valía para nada.
Condujeron el cuerpo al cementerio, al cementerio de los pobres; la coja plantó un pequeño rosal sobre la tumba, mientras el muchachito permanecía de pie a su lado.
- ¡Madre mía! - dijo, deshecho en lágrimas -. ¿Es verdad que no valía para nada?
- ¡Oh, sí, valía! - exclamó la vieja, levantando los ojos al cielo.
- Hace muchos años que yo lo sabía, pero especialmente desde la noche última. Te digo que sí valía, y que lo mismo dirá Dios en el cielo. ¡No importa que el mundo siga afirmando que no valía para nada!.

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¡Qué hermosa!
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El escultor Alfredo - seguramente lo conoces, pues todos lo conocemos - ganó la medalla de oro, hizo un viaje a Italia y regresó luego a su patria. Entonces era joven, y, aunque lo es todavía, siempre tiene unos años más que en aquella época.
A su regreso fue a visitar una pequeña ciudad de Zelanda. Toda la población sabía quién era el forastero. Una familia acaudalada dio una fiesta en su honor, a la que fueron invitadas todas las personas que representaban o poseían algo en la localidad. Fue un acontecimiento, que no hubo necesidad de pregonar con bombo y platillos. Oficiales artesanos e hijos de familias humildes, algunos con sus padres, contemplaron desde la calle las iluminadas cortinas; el vigilante pudo imaginar que había allí tertulia, a juzgar por el gentío congregado en la calle. El aire olía a fiesta, y en el interior de la casa reinaba el regocijo, pues en ella estaba don Alfredo, el escultor.
Habló, contó, y todos los presentes lo escucharon con gusto y con unción, principalmente la viuda de un funcionario, ya de cierta edad. Venía a ser como un papel secante nuevecito para todas las palabras de don Alfredo: chupaba enseguida lo que él decía, y pedía más; era enormemente impresionable e increíblemente ignorante: un Kaspar Hauser femenino.
Supongo que visitaría Roma - dijo -. Debe ser una ciudad espléndida, con tanto extranjero como allí acude. ¡Descríbanos Roma! ¿Qué impresión produce cuando se llega a ella?
- Es muy fácil describirla - dijo el joven escultor -. Hay una gran plaza, con un obelisco en el centro, un obelisco que tiene cuatro mil años.
- ¡Un organista! - exclamó la mujer, pues no había oído nunca aquella palabra. Algunos estuvieron a punto de soltar la carcajada, y también el escultor, pero la sonrisa que apuntaba se transformó en ensimismamiento, al ver junto a la señora un par de grandes ojos azules: era la hija de la dama que acababa de hablar, y cuando se tiene una hija como aquélla, no cabe ser tonto. La madre era una fuente inagotable de preguntas, y de esta fuente la hija era la hermosa náyade. ¡Qué preciosa! Para un escultor resultaba un objeto digno de admiración, aunque poco apropiado para entablar un coloquio; la verdad es que hablaba poco o nada.
- ¿Tiene una gran familia el Papa? - preguntó la señora. El joven interpretó la pregunta del mejor modo posible, y contestó:
- No, no es de una gran familia.
- No es eso lo que quiero decir - repuso la señora -. Me refiero a si tiene muchos hijos.
- El Papa no puede casarse - respondió él.
- Pues eso no me gusta - dijo la viuda.
Hablaba sin ton ni son, pero, quién sabe si, de no haberlo hecho, su hija hubiera permanecido apoyada en su hombro, mirándola con aquella sonrisa casi conmovedora.
Y don Alfredo habla que te habla: de la magnificencia de colores de Italia, de las azuladas montañas, del azul Mediterráneo, del azul meridional, una belleza que en las tierras nórdicas sólo es superada por los ojos azules de sus mujeres. Y lo dijo con toda intención, pero la que debía entenderlo no se dio por aludida, o por lo menos no lo dejó ver. Y también esto era hermoso.
- ¡Italia! - suspiraron algunos -. ¡Viajar! - suspiraron otros-. ¡Qué hermoso, qué hermoso!
- Bueno, cuando saque cincuenta mil escudos a la lotería, viajaremos - dijo la viuda -. Yo y mi hija, y usted, don Alfredo, nos hará de guía. Nos iremos los tres juntos. Y vendrán también algunos buenos amigos -. Y dirigió una sonrisa a todos los concurrentes, para que todos pensaran que aludía a ellos -. Iremos a Italia. Pero no a los lugares donde hay bandidos -, no nos moveremos de Roma y de las grandes carreteras; allí se está más seguro.
La hija dejó escapar un leve suspiro. ¡Cuántas cosas se pueden contener en un leve suspiro! El joven le puso muchas. Los dos ojos azules ocultaban tesoros, tesoros del alma y del corazón, ricos como todas las magnificencias de Roma. Y cuando abandonó la fiesta, quedó con un aire ausente: su corazón estaba con la damita.
De todas las casas de la ciudad, la de la viuda fue la única que visitó don Alfredo. Todo el mundo se dio cuenta de que no era por la madre, a pesar de lo mucho que habían hablado los dos. Saltaba a la vista que iba por la hija. Ésta se llamaba Kala (propiamente, Karen Malene, y los dos nombres se habían contraído en Kala). Era hermosa, pero un tanto dormilona, decían algunos; por la mañana solían pegársele las sábanas.
- La viciamos de niña - decía la madre -. Siempre ha sido una joven Venus, y éstas se fatigan pronto. Se levanta algo tarde, pero gracias a eso tiene esos ojos tan límpidos.
¡Qué poder había en aquellos límpidos ojos! ¡Aquellas aguas azul marino! Aguas tranquilas, pero profundas. Bien lo sentía el joven, que estaba preso en su hondura. Hablaba y contaba sin parar, y mamá no se cansaba de preguntarle, desenvuelta y despreocupada como el día en que se conocieron.
Daba gusto oír contar a don Alfredo. Hablaba de Nápoles, de sus excursiones al Vesubio, y pintaba con brillantes colores algunas erupciones del volcán. La viuda nunca había oído hablar de aquello, ni lo había pensado.
- ¡Dios nos libre! - exclamó -. ¡Una montaña que escupe fuego! ¿No puede hacer daño a nadie?
- Ha destruido ciudades enteras - respondió el artista -. Pompeya y Herculano.
- ¡Desventurados habitantes! ¿Y usted estaba allí?
- No, no he presenciado ninguna de las erupciones, que tengo reproducidas en estas estampas; pero les voy a mostrar, en un dibujo de mi mano, una que vi con mis propios ojos.
Sacó un esbozo a lápiz y la mamá, que estaba aún impresionada por las imágenes en color, miró el pálido apunte a lápiz y exclamó con sorpresa:
- ¿Lo vio escupir fuego blanco?
Por un instante, don Alfredo sintió que se desvanecía su respeto por la señora, pero bastó una mirada a Kala para comprender que su madre no poseía el sentido del color. En cambio, tenía lo mejor, lo más hermoso: tenía a Kala.
Y con Kala se prometió Alfredo, de lo cual nadie se extrañó. Y su compromiso se publicó en el diario de la ciudad. Mamá encargó treinta ejemplares del número, para recortar el suelto y enviarlo en cartas a amigos y conocidos. Y los novios se sintieron felices, y la suegra también. En cierto modo había entrado a formar parte de la familia de Thorwaldsen.
- Es usted su continuación - dijo.
Y Alfredo encontró que había dicho algo muy ingenioso. Kala permaneció callada, pero sus ojos se iluminaron, y una sonrisa se dibujó en su boca. Realmente era hermosa, no nos cansaremos de repetirlo.
Alfredo modeló el busto de Kala y el de su suegra; ellas posaron, mirando cómo sus dedos alisaban y amasaban la blanda arcilla.
- Esto lo hace sólo por nosotras - dijo la viuda -. Es una atención por su parte el hacer personalmente este trabajo tan basto, en vez de encargarlo a su ayudante.
- La arcilla no tengo más remedio que moldearla yo - dijo él.
- Usted siempre tan galante - contestó mamá, mientras Kala apretaba la mano del artista, sucia de arcilla.
Luego explicó a las dos la belleza que la Naturaleza ha dado a los seres creados: cómo la vida está por encima de la arcilla, la planta sobre el mineral, el animal sobre la planta, el hombre sobre el animal; cómo el espíritu y la belleza se manifiestan por la forma, y cómo el escultor reproduce en la figura terrena lo más sublime de su revelación.
Kala reflexionaba en silencio sobre las ideas que él iba sugiriendo, pero su madre lo interrumpió:
- Es difícil seguirlo. Pero poco a poco voy cogiendo sus pensamientos, y aunque se me lían y enmarañan en la cabeza, no los suelto por eso.
Y la belleza lo sujetaba a él, lo llenaba y dominaba. Aquella belleza que irradiaba de toda la persona de Kala, de su mirada, de sus labios, incluso de los movimientos de sus dedos. Así lo decía Alfredo, y el escultor lo comprendía muy bien; hablaba sólo de ella, y en ella pensaba tan sólo; los dos se habían identificado, y así también ella habló mucho, pues él lo hacia muchísimo.
Fue aquél el día de la petición de mano, y después vino el de la boda, con las doncellas de honor y los obsequios, y se pronunció el sermón nupcial.
La suegra había colocado en el extremo superior de la mesa, en casa de la novia, el busto de Thorwaldsen en bata de noche. Se le había ocurrido que debía figurar entre los invitados. Cantáronse canciones y se pronunciaron brindis; resultó una boda muy alegre, y los novios formaban una bella pareja. «Pigmalión ha logrado su Galatea», decía una de las canciones.
- Ésta es otra mitología - observó la mamá política.
Al día siguiente, la joven pareja partió para Copenhague, donde iban a establecerse. La suegra los acompañó para hacerse cargo de lo prosaico, decía ella, o sea, para cuidar del gobierno de la casa. Kala debía vivir como en una casa de muñecas. Todo era nuevo, reluciente y hermoso. Allí los tenemos a los tres, y Alfredo, para servirnos de una frase proverbial, que aquí viene como al dedillo, estaba como un obispo en un nido de gansos.
El encanto de la forma lo había ofuscado. Había visto el envoltorio y no lo que contenía, lo cual es una desgracia, y no pequeña, en el matrimonio. Pues cuando la funda se despega y el oropel se cae, uno deplora la transacción. En la vida de sociedad resulta enormemente desagradable observar que uno ha perdido los botones de sus tirantes, y saber que no puede confiar en la hebilla por la sencilla razón de que no la tiene; pero es mucho peor aún oír, en las tertulias sociales, que la esposa y la suegra dicen tonterías, y no poder confiar en una ocurrencia aguda que borre el efecto de la estupidez.
Con mucha frecuencia se estaban los recién casados cogidos de la mano, hablando él e interponiendo ella una palabrita de tarde en tarde, siempre la misma melodía, las mismas dos o tres notas cristalinas. No se animaba la cosa hasta que llegaba Sofía, una de las amigas.
Sofía no era lo que se dice bonita, pero tampoco tenía ninguna falta; un poco torcida tal vez, decía Kala, pero no más de lo que pueden parecerlo las amigas. Era una muchacha muy juiciosa, y nadie pensaba que pudiese llegar a constituir un peligro. Venía a traer un poco de aire fresco a aquella casa de muñecas, y, realmente, todos se daban cuenta de que hacía falta renovar el aire. Por eso se marcharon, con deseos de airearse; la suegra y la joven pareja partieron para Italia.
- ¡Gracias a Dios que estamos de nuevo en casa! - exclamaron madre e hija al regresar con Alfredo al año siguiente.
- No es ningún placer viajar - dijo la suegra -. Resulta de lo más aburrido, y perdona que te lo diga. Me aburrí a pesar de tener conmigo a mis hijos, y además es caro, muy caro, eso de viajar. ¡Todas esas galerías que hay que visitar! ¡Tantas cosas que hay que ir a ver! Y no hay más remedio, pues al volver os preguntarán por todo. Y luego habréis de escucharos, para colmo, que os olvidasteis de visitar lo más hermoso de todo. Al final, ya me fastidiaban aquellas eternas madonas; una acaba por volverse madona.
- ¡Y las comidas! - intervino Kala.
- ¡Ni una sopa de caldo como Dios manda! - añadió mamá ¡Y qué mala es su cocina!
Kala volvió del viaje muy fatigada; aquello fue lo peor. Se presentó Sofía en la casa y se mostró útil y capaz.
Hay que reconocer - decía la suegra - que Sofía entiende de economía doméstica y de arte; y que suple muy bien a la enferma; además es muy honesta y fiel. - Buenas pruebas dio de todo ello durante la enfermedad de Kala, una dolencia consuntiva que se la llevó.
Donde la funda lo es todo, hay que guardarla, de lo contrario se pierde todo; y en nuestro caso se perdió la funda: Kala murió.
- ¡Tan hermosa como era! - dijo su madre -. Realmente era muy distinta de las clásicas, tan averiadas. Kala estaba entera, y eso sí es una belleza.
Lloró Alfredo, lloró la madre, los dos se pusieron de luto. A mamá el negro le sentaba muy bien, y siguió llevándolo mucho tiempo, lamentándose sin cesar, y más aún cuando Alfredo volvió a casarse, y con Sofía precisamente, que por el físico no valía nada.
- Le gustan los extremos - decía la suegra -. Ha pasado de lo más hermoso a lo más feo; ha sido capaz de olvidarse de su primera esposa. Los hombres no tienen constancia. Mi marido era distinto. ¡Se murió antes que yo!
- Pigmalión logró su Galatea - dijo Alfredo -. Es verdad lo que decía la canción nupcial. Me enamoré de una hermosa estatua que cobró vida en mis brazos. Pero el alma afín que el cielo nos envía, uno de sus ángeles, capaz de pensar y sentir con nosotros, capaz de alentarnos cuando estamos abatidos, ésta no la he encontrado y conquistado hasta ahora. ¡Llegaste tú, Sofía! No con belleza de formas, con un brillo radiante, sino como debías venir, más bonita de lo que era necesario. Lo principal es lo principal. Viniste a enseñar al escultor que su obra es sólo arcilla y polvo, y que en ella sólo expresa el núcleo más interior, el que debemos buscar.
¡Pobre Kala! Nuestra vida sobre la Tierra fue como un viaje. Allá arriba, donde se encuentran los que verdaderamente son afines, tal vez nos sintamos medio extraños.
- Has hablado sin caridad - replicó Sofía -, no como cristiano. Allá arriba, donde no hay matrimonio pero donde, como dijiste, se encuentran las almas afines; allí, donde todo lo sublime se despliega y realza, su alma resonará tal vez con tanta fuerza, que apagará el son de la mía, y tú volverás a prorrumpir en aquel grito de tu primer amor: ¡Qué hermosa, qué hermosa!

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Algo
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- ¡Quiero ser algo! - decía el mayor de cinco hermanos. - Quiero servir de algo en este mundo. Si ocupo un puesto, por modesto que sea, que sirva a mis semejantes, seré algo. Los hombres necesitan ladrillos. Pues bien, si yo los fabrico, haré algo real y positivo.
- Sí, pero eso es muy poca cosa - replicó el segundo hermano. - Tu ambición es muy humilde: es trabajo de peón, que una máquina puede hacer. No, más vale ser albañil. Eso sí es algo, y yo quiero serlo. Es un verdadero oficio. Quien lo profesa es admitido en el gremio y se convierte en ciudadano, con su bandera propia y su casa gremial. Si todo marcha bien, podré tener oficiales, me llamarán maestro, y mi mujer será la señora patrona. A eso llamo yo ser algo.
- ¡Tonterías! - intervino el tercero. - Ser albañil no es nada. Quedarás excluido de los estamentos superiores, y en una ciudad hay muchos que están por encima del maestro artesano. Aunque seas un hombre de bien, tu condición de maestro no te librará de ser lo que llaman un « patán ». No, yo sé algo mejor. Seré arquitecto, seguiré por la senda del Arte, del pensamiento, subiré hasta el nivel más alto en el reino de la inteligencia. Habré de empezar desde abajo, sí; te lo digo sin rodeos: comenzaré de aprendiz. Llevaré gorra, aunque estoy acostumbrado a tocarme con sombrero de seda. Iré a comprar aguardiente y cerveza para los oficiales, y ellos me tutearán, lo cual no me agrada, pero imaginaré que no es sino una comedia, libertades propias del Carnaval. Mañana, es decir, cuando sea oficial, emprenderé mi propio camino, sin preocuparme de los demás. Iré a la academia a aprender dibujo, y seré arquitecto. Esto sí es algo. ¡Y mucho!. Acaso me llamen señoría, y excelencia, y me pongan, además, algún título delante y detrás, y venga edificar, como otros hicieron antes que yo. Y entretanto iré construyendo mi fortuna. ¡Ese algo vale la pena!
- Pues eso que tú dices que es algo, se me antoja muy poca cosa, y hasta te diré que nada - dijo el cuarto. - No quiero tomar caminos trillados. No quiero ser un copista. Mi ambición es ser un genio, mayor que todos vosotros juntos. Crearé un estilo nuevo, levantaré el plano de los edificios según el clima y los materiales del país, haciendo que cuadren con su sentimiento nacional y la evolución de la época, y les añadiré un piso, que será un zócalo para el pedestal de mi gloria.
- ¿Y si nada valen el clima y el material? - preguntó el quinto. - Sería bien sensible, pues no podrían hacer nada de provecho. El sentimiento nacional puede engreírse y perder su valor; la evolución de la época puede escapar de tus manos, como se te escapa la juventud. Ya veo que en realidad ninguno de vosotros llegará a ser nada, por mucho que lo esperéis. Pero haced lo que os plazca. Yo no voy a imitaros; me quedaré al margen, para juzgar y criticar vuestras obras. En este mundo todo tiene sus defectos; yo los descubriré y sacaré a la luz. Esto será algo.
Así lo hizo, y la gente decía de él: « Indudablemente, este hombre tiene algo. Es una cabeza despejada. Pero no hace nada ». Y, sin embargo, por esto precisamente era algo.
Como veis, esto no es más que un cuento, pero un cuento que nunca se acaba, que empieza siempre de nuevo, mientras el mundo sea mundo.
Pero, ¿qué fue, a fin de cuentas, de los cinco hermanos? Escuchadme bien, que es toda una historia.
El mayor, que fabricaba ladrillos, observó que por cada uno recibía una monedita, y aunque sólo fuera de cobre, reuniendo muchas de ellas se obtenía un brillante escudo. Ahora bien, dondequiera que vayáis con un escudo, a la panadería, a la carnicería o a la sastrería, se os abre la puerta y sólo tenéis que pedir lo que os haga falta. He aquí lo que sale de los ladrillos. Los hay que se rompen o desmenuzan, pero incluso de éstos se puede sacar algo.
Una pobre mujer llamada Margarita deseaba construirse una casita sobre el malecón. El hermano mayor, que tenía un buen corazón, aunque no llegó a ser más que un sencillo ladrillero, le dio todos los ladrillos rotos, y unos pocos enteros por añadidura. La mujer se construyó la casita con sus propias manos. Era muy pequeña; una de las ventanas estaba torcida; la puerta era demasiado baja, y el techo de paja hubiera podido quedar mejor. Pero, bien que mal, la casuca era un refugio, y desde ella se gozaba de una buena vista sobre el mar, aquel mar cuyas furiosas olas se estrellaban contra el malecón, salpicando con sus gotas salobres la pobre choza, y tal como era, ésta seguía en pie mucho tiempo después de estar muerto el que había cocido los ladrillos.
El segundo hermano conocía el oficio de albañil, mucho mejor que la pobre Margarita, pues lo había aprendido tal como se debe.
Aprobado su examen de oficial, se echó la mochila al hombro y entonó la canción del artesano:

Joven yo soy, y quiero correr mundo,
e ir levantando casas por doquier,
cruzar tierras, pasar el mar profundo,
confiado en mi arte y mi valer.

Y si a mi tierra regresara un día
atraído por el amor que allí dejé,
alárgame la mano, patria mía,
y tú, casita que mía te llamé.

Y así lo hizo. Regresó a la ciudad, ya en calidad de maestro, y contruyó casas y más casas, una junto a otra, hasta formar toda una calle. Terminada ésta, que era muy bonita y realzaba el aspecto de la ciudad, las casas edificaron para él una casita, de su propiedad. ¿Cómo pueden construir las casas? Pregúntaselo a ellas. Si no te responden, lo hará la gente en su lugar, diciendo: « Sí, es verdad, la calle le ha construido una casa ». Era pequeña y de pavimento de arcilla, pero bailando sobre él con su novia se volvió liso y brillante; y de
cada piedra de la pared brotó una flor, con lo que las paredes parecían cubiertas de preciosos tapices. Fue una linda casa y una pareja feliz. La bandera del gremio ondeaba en la fachada, y los oficiales y aprendices gritaban « ¡Hurra por nuestro maestro! ». Sí, señor, aquél llegó a ser algo. Y murió siendo algo.
Vino luego el arquitecto, el tercero de los hermanos, que había empezado de aprendiz, llevando gorra y haciendo de mandadero, pero más tarde había ascendido a arquitecto, tras los estudios en la Academia, y fue honrado con los títulos de Señoría y Excelencia. Y si las casas de la calle habían edificado una para el hermano albañil, a la calle le dieron el nombre del arquitecto, y la mejor casa de ella fue suya. Llegó a ser algo, sin duda alguna, con un largo título delante y otro detrás. Sus hijos pasaban por ser de familia distinguida, y cuando murió, su viuda fue una viuda de alto copete... y esto es algo. Y su nombre quedó en el extremo de la calle y como nombre de calle siguió viviendo en labios de todos. Esto también es algo, sí señor.
Siguió después el genio, el cuarto de los hermanos, el que pretendía idear algo nuevo, aparte del camino trillado, y realzar los edificios con un piso más, que debía inmortalizarle. Pero se cayó de este piso y se rompió el cuello. Eso sí, le hicieron un entierro solemnísimo, con las banderas de los gremios, música, flores en la calle y elogios en el periódico; en su honor se pronunciaron tres panegíricos, cada uno más largo que el anterior, lo cual le habría satisfecho en extremo, pues le gustaba mucho que hablaran de él. Sobre su tumba erigieron un monumento, de un solo piso, es verdad, pero esto es algo.
El tercero había muerto, pues, como sus tres hermanos mayores. Pero el último, el razonador, sobrevivió a todos, y en esto estuvo en su papel, pues así pudo decir la última palabra, que es lo que a él le interesaba. Como decía la gente, era la cabeza clara de la familia. Pero le llegó también su hora, se murió y se presentó a la puerta del cielo, por la cual se entra siempre de dos en dos. Y he aquí que él iba de pareja con otra alma que deseaba entrar a su vez, y resultó ser la pobre vieja Margarita, la de la casa del malecón.
- De seguro que será para realzar el contraste por lo que me han puesto de pareja con esta pobre alma - dijo el razonador -. ¿Quien sois, abuelita? ¿Queréis entrar también? - le preguntó.
Inclinóse la vieja lo mejor que pudo, pensando que el que le hablaba era San Pedro en persona.
- Soy una pobre mujer sencilla, sin familia, la vieja Margarita de la casita del malecón.
- Ya, ¿y qué es lo que hicisteis allá abajo?
- Bien poca cosa, en realidad. Nada que pueda valerme la entrada aquí. Será una gracia muy grande de Nuestro Señor, si me admiten en el Paraíso.
- ¿Y cómo fue que os marchasteis del mundo? - siguió preguntando él, sólo por decir algo, pues al hombre le aburría la espera.
- La verdad es que no lo sé. El último año lo pasé enferma y pobre. Un día no tuve más remedio que levantarme y salir, y me encontré de repente en medio del frío y la helada. Seguramente no pude resistirlo. Le contaré cómo ocurrió: Fue un invierno muy duro, pero hasta entonces lo había aguantado. El viento se calmó por unos días, aunque hacía un frío cruel, como Vuestra Señoría debe saber. La capa de hielo entraba en el mar hasta perderse de vista. Toda la gente de la ciudad había salido a pasear sobre el hielo, a patinar, como dicen ellos, y a bailar, y también creo que había música y merenderos. Yo lo oía todo desde mi pobre cuarto, donde estaba acostada. Esto duró hasta el anochecer. Había salido ya la luna, pero su luz era muy débil. Miré al mar desde mi cama, y entonces vi que de allí donde se tocan el cielo y el mar subía una maravillosa nube blanca. Me quedé mirándola y vi un punto negro en su centro, que crecía sin cesar; y entonces supe lo que aquello significaba - pues soy vieja y tengo experiencia, - aunque no es frecuente ver el signo. Yo lo conocí y sentí espanto. Durante mi vida lo había visto dos veces, y sabía que anunciaba una espantosa tempestad, con una gran marejada que sorprendería a todos aquellos desgraciados que allí estaban, bebiendo, saltando y divirtiéndose. Toda la ciudad había salido, viejos y jóvenes. ¡Quién podía prevenirlos, si nadie veía el signo ni se daba cuenta de lo que yo observaba! Sentí una angustia terrible, y me entró una fuerza y un vigor como hacía mucho tiempo no habla sentido. Salté de la cama y me fui a la ventana; no pude ir más allá. Conseguí abrir los postigos, y vi a muchas personas que corrían y saltaban por el hielo y vi las lindas banderitas y oí los hurras de los chicos y los cantos de los mozos y mozas. Todo era bullicio y alegría, y mientras tanto la blanca nube con el punto negro iba creciendo por momentos. Grité con todas mis fuerzas, pero nadie me oyó, pues estaban demasiado lejos. La tempestad no tardaría en estallar, el hielo se resquebrajaría y haría pedazos, y todos aquéllos, hombres y mujeres, niños y mayores, se hundirían en el mar, sin salvación posible. Ellos no podían oírme, y yo no podía ir hasta ellos. ¿Cómo conseguir que viniesen a tierra? Dios Nuestro Señor me inspiró la idea de pegar fuego a mí cama.
Más valía que se incendiara mi casa, a que todos aquellos infelices pereciesen. Encendí el fuego, vi la roja llama, salí a la puerta... pero allí me quedé tendida, con las fuerzas agotadas. Las llamas se agrandaban a mi espalda, saliendo por la ventana y por encima del tejado. Los patinadores las vieron y acudieron corriendo en mi auxilio, pensando que iba a morir abrasada. Todos vinieron hacia el malecón. Los oí venir, pero al mismo tiempo oí un estruendo en el aire, como el tronar de muchos cañones. La ola de marea levantó el hielo y lo hizo pedazos, pero la gente pudo llegar al malecón, donde las chispas me caían encima. Todos estaban a salvo. Yo, en cambio, no pude resistir el frío y el espanto, y por esto he venido aquí, a la puerta del cielo. Dicen que está abierta para los pobres como yo. Y ahora ya no tengo mi casa. ¿Qué le parece, me dejarán entrar?
Abrióse en esto la puerta del cielo, y un ángel hizo entrar a la mujer. De ésta cayó una brizna de paja, una de las que había en su cama cuando la incendió para salvar a los que estaban en peligro. La paja se transformó en oro, pero en un oro que crecía y echaba ramas, que se trenzaban en hermosísimos arabescos.
- ¿Ves? - dijo el ángel al razonador - esto lo ha traído la pobre mujer. Y tú, ¿qué traes? Nada, bien lo sé. No has hecho nada, ni siquiera un triste ladrillo. Podrías volverte y, por lo menos, traer uno. De seguro que estaría mal hecho, siendo obra de tus manos, pero algo valdría la buena voluntad. Por desgracia, no puedes volverte, y nada puedo hacer por ti.
Entonces, aquella pobre alma, la mujer de la casita del malecón, intercedió por él:
- Su hermano me regaló todos los ladrillos y trozos con los que pude levantar mi humilde casa. Fue un gran favor que me hizo. ¿No servirían todos aquellos trozos como un ladrillo para él? Es una gracia que pido. La necesita tanto, y puesto que estamos en el reino de la gracia...
- Tu hermano, a quien tú creías el de más cortos alcances - dijo el ángel - aquél cuya honrada labor te parecía la más baja, te da su óbolo celestial. No serás expulsado. Se te permitirá permanecer ahí fuera reflexionando y reparando tu vida terrenal; pero no entrarás mientras no hayas hecho una buena acción.
- Yo lo habría sabido decir mejor - pensó el pedante, pero no lo dijo en voz alta, y esto ya es algo.

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Los fuegos fatuos están en la ciudad, dijo la Reina del Pantano

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Érase un hombre que había sabido muchos cuentos nuevos, pero se le habían escapado, según él decía. El cuento, que antes se le presentaba por propia iniciativa, había dejado de llamar a su puerta. ¿Y por qué no venía? Cierto es que el hombre llevaba muchísimo tiempo sin pensar en él, sin esperar que se presentara y llamara; se había distraído de los cuentos, pues fuera rugía la guerra, y dentro reinaban la aflicción y la miseria, compañeras inseparables de aquélla.
La cigüeña y la golondrina regresaban de su largo viaje, sin temer nada malo, y he aquí que al llegar se encontraron con sus nidos quemados, lo mismo que las casas de los hombres, y los setos en pleno desorden, cuando no desaparecidos del todo. Los caballos del enemigo piafaban sobre las viejas sepulturas. Eran tiempos duros y tenebrosos, pero todo tiene su fin.
Les ha llegado el fin, decían todos, y, no obstante, el cuento no acudía a llamar a la puerta ni daba noticias de su persona.
- Seguramente habrá muerto o se habrá marchado como tantos otros -dijo el hombre. Pero el cuento nunca muere.
Transcurrió mucho tiempo; y él lo echaba de menos.
- ¿Es posible que no vuelva y llame a la puerta? -. Y se acordaba de él como si lo tuviera delante, en todas las formas con que solía presentársela: ya joven y hermoso como la propia primavera, una encantadora muchacha con una guirnalda de aspérulas en la frente y una rama de haya en la mano, y ojos brillantes cual profundos lagos en el bosque bajo el sol; ya en figura de buhonero, abierta la caja de la que salían cintas de plata que ondeaban al viento, y con poemitas e inscripciones para recordatorios. Pero cuando más bello estaba era cuando venía de abuelita, con el cabello plateado y grandes ojos inteligentes. Entonces sí que sabía cosas de los tiempos más remotos, muy anteriores a aquellos en que las princesas hilaban con husos de oro, y acechaban por ahí dragones y vestigios. Contaba de una manera tan viva, que a los oyentes se les ofuscaba la vista, y el suelo parecía negro de sangre humana; horrible de ver y de oír y, sin embargo, ¡tan agradable!, pues hacía tanto tiempo que había sucedido...
- ¡Y si no volviera a llamar! - exclamaba el hombre, clavando la mirada en la puerta con tanta insistencia, que creía ver manchas negras en el aire y en el suelo. No sabía si era sangre o un crespón de luto por los terribles y lúgubres días vividos.
Un día en que estaba cavilando, ocurriósele la idea de que tal vez el cuento se hubiese escondido, como la princesa de aquellos antiguos cuentos, y quería que lo buscasen. Si lo encontraban, brillaría con nueva luz, más hermosa que antes.
- ¡Quién sabe, a lo mejor se ha ocultado en la paja tirada junto al pretil del pozo! ¡Cuidado, cuidado! Tal vez se esconde en una flor marchita, guardada en uno de aquellos voluminosos libros del anaquel.
Y el hombre, dirigiéndose a la biblioteca, abrió uno de los tomos más nuevos, deseoso de poner las cosas en claro. Mas no había allí ninguna flor: sólo historias de Holger Danske. Y el hombre leyó cómo aquella historia había sido inventada en Francia por un monje, arreglada en forma de novela y «traducida e impresa en lengua danesa». Que Holger Danske no había vivido en realidad y, por tanto, no podía volver, contra lo que creíamos y tan a gusto cantábamos. Con Holger Danske ocurría lo que con Guillermo Tell: todo era pura palabrería, sin nada en que poder apoyarse; y todo eso aparecía escrito en aquel libro, con grandes alardes de erudición.
- Bueno, yo sé lo que tengo que creer - dijo el hombre -. Donde no ha pisado ningún pie, no se trilla camino -. Y cerrando el libro y volviéndolo al estante, dirigióse a las flores que crecían en la ventana. A lo mejor se había escondido en el rojo tulipán de borde dorado, o en la fresca rosa, o en la reluciente camelia. El sol jugaba entre las hojas, pero el cuento no asomaba por ningún lado.
- Las flores que había aquí, en aquellos días tristes, eran mucho más hermosas; pero las cortaron sin dejar una, para trenzar coronas con ellas, coronas que fueron colocadas en el ataúd recubierto con la bandera. Tal vez con las flores enterraron también al cuento. Pero las flores lo habrían sabido, y el ataúd se habría dado cuenta, y la tierra también, y los tallitos de hierba lo habrían dicho al brotar. ¡El cuento no muere jamás!
Quizá vino aquí y llamó, pero ¡quién estaba entonces para él! La gente miraba con ojos sombríos, melancólicos, casi coléricos, el sol de primavera, el revoloteo de los pájaros y el verde esperanzador de los campos; la lengua no soportaba las viejas canciones populares, que habían sido enterradas, como tantas otras cosas tan queridas de nuestro corazón. Es muy posible que el cuento haya venido a llamar a la puerta, pero nadie lo había oído, nadie le había dado la bienvenida, y así se marchó nuevamente.
Iré a buscarlo. ¡Al campo, al bosque, a la anchurosa orilla!
En pleno campo hay una vieja mansión señorial de rojas paredes, frontón dentado y ondeante bandera en la torre. El ruiseñor canta entre las festoneadas hojas del haya, mientras mira los manzanos en flor del jardín, tomándolos por rosas. Aquí y allí, las diligentes abejas revolotean al sol, rodeando a su reina con su zumbido monótono. La tempestad de otoño sabe de la caza salvaje, de las generaciones humanas y del follaje del bosque, que pasan veloces. Por Navidad, al exterior cantan los cisnes salvajes desde las aguas abiertas, mientras los hombres, cómodamente instalados junto al fuego de la chimenea, escuchan canciones y leyendas.
Por el sector antiguo del jardín, con su atrayente y penumbrosa avenida de castaños, paseaba el hombre que había salido en busca del cuento. Una vez el viento le había murmurado allí algo relativo a Waldemar Daae y sus hijas. La dríada del árbol, que era la propia madre de las leyendas, le había contado allí el último sueño del viejo roble. En tiempos de la abuela había allí setos recortados; ahora, en cambio, sólo crecían helechos y ortigas, que se extendían por encima de abandonados restos de antiguas estatuas de piedra. Crecíales musgo en los ojos, a pesar de lo cual veían tan bien como en sus buenos tiempos. Esto no lo sabía el hombre que andaba en busca del cuento y no lo veía. ¿Dónde estaría?
Por sobre su cabeza y los viejos árboles volaban las cornejas a centenares, lanzando su «¡cra, da, cra, da!». Él salió del jardín a la alameda, pasando por los fosos. Había allí una casita de forma hexagonal, con un gallinero y un corral de patos. En la habitación estaba la anciana que cuidaba de la hacienda y que se enteraba de cada huevo que ponían las gallinas y de cada polluelo que salía del cascarón. Pero no era ella el cuento que el hombre andaba buscando, como podía verse por la fe de bautismo y el certificado de vacunación que estaban sobre la cómoda.
Al exterior, a poca distancia de la casa, hay un montículo cubierto de acerolo y codeso. Yace allí una antigua losa sepulcral, que había venido a parar a aquel lugar procedente del pequeño cementerio de la villa. Era un monumento de uno de los honorables consejeros de la ciudad. Alrededor de su imagen se veían esculpidas las de su esposa y sus cinco hijas, todas con alzacuellos y con las manos dobladas. Si uno estaba un rato contemplándola, al fin obraba sobre el pensamiento, y éste, a su vez, sobre la losa, haciéndole contar recuerdos de tiempos pretéritos; por lo menos esto le sucedió al hombre que iba en busca del cuento. Al llegar allí vio que una mariposa se había posado sobre la frente del relieve que representaba al consejero. El insecto aleteó, voló un poco más lejos y volvió a posarse, cansado, sobre la losa sepulcral, como queriendo llamar la atención sobre lo que en ella crecía, o sea, tréboles de cuatro hojas, siete de ellos juntos. ¡Si viene la fortuna, bienvenida sea! El hombre recogió los tréboles y se los guardó en el bolsillo. La suerte vale tanto como el dinero contante y sonante. Hubiera preferido un cuento nuevo y bonito, pensó nuestro amigo; pero tampoco estaba allí.
El sol se ponía como un gran globo rojo. Del prado subían vapores: era que la reina del pantano estaba destilando.
Ya anochecido, hallábase nuestro hombre solo en su casa, paseando la mirada por el jardín y el prado, el pantano y la orilla. Brillaba la luna clara, del prado subían vapores, como si fuese un gran lago, y, en efecto, lo había sido en otros tiempos, según la leyenda, y la luz de la luna es lo mejor que hay para las leyendas.
Entonces se acordó el hombre de lo que leyera en la ciudad: que Guillermo Tell y Holger Danske no habían existido nunca, a pesar de lo cual persistían en la creencia del pueblo, como aquel lago lejano, vivas imágenes de la leyenda. ¡Sí, Holger Danske volvía!
Estando así pensativo, algo llamó a la ventana con un fuerte golpe. ¿Sería un ave, un murciélago o un mochuelo? A ésos no los dejan entrar por mucho que llamen. Pero la ventana se abrió por sí sola, y el hombre vio a una anciana que lo miraba.
- ¿Qué desea? - le preguntó -. ¿Quién es usted? ¿Alcanza al primer piso? ¿O se sostiene con una escalera de mano?
- Tienes en el bolsillo un trébol de cuatro hojas - dijo ella ­ o, mejor dicho, tienes siete, uno de los cuales es de seis hojas.
- ¿Quién es usted? - preguntó el hombre.
- La reina del pantano - respondió ella -. La reina del pantano, la destiladora; ahora iba a destilar, precisamente. Tenía puesta ya la espita en el barril, pero un chiquillo hizo una de sus travesuras, la sacó y la echó en dirección al patio, donde vino a dar contra la ventana. Y ahora la cerveza se está saliendo del barril, con perjuicio para todos.
- Cuénteme más cosas - le pidió el hombre.
- Espérate un poco - dijo la mujer -. Ahora tengo cosas más urgentes que hacer - y se marchó.
El hombre se disponía a cerrar la ventana, cuando la vieja se presentó de nuevo.
- Ya está - dijo -. La mitad de la cerveza puedo volver a destilarla mañana, si el tiempo no cambia. Bueno, ¿qué querías preguntarme? He vuelto porque siempre cumplo mi palabra, y porque tú llevas en el bolsillo siete tréboles de cuatro hojas, y uno de seis. Esto impone respeto; es una condecoración que crece en los caminos, pero que no todos encuentran. ¿Qué tenías que preguntarme? No te quedes ahí como un bobo, que debo volver cuanto antes a mi espita y mi barril.
El hombre le preguntó entonces por el cuento, ¿No lo habría encontrado en su camino?
- ¡Mira con lo que me sale ahora! - exclamó la mujer -. ¿Aún no tienes bastantes cuentos? La mayoría están ya hasta la coronilla. Otras cosas hay que hacer y a que atender. ¡Hasta los niños se han emancipado en este punto! Da un cigarro a un mozalbete o un miriñaque nuevo a una niña, y lo preferirán. ¡Escuchar cuentos! ¡Como si no hubiera en qué ocuparse, y problemas mucho más importantes!
- ¿Qué quiere decir con eso? - dijo el hombre -. ¿Qué sabe usted del mundo? ¡Usted sólo ve ranas y fuegos fatuos!
- Sí, pues mucho cuidado con los fuegos fatuos - replicó la vieja -. Andan por ahí sueltos. Tendríamos que hablar de ellos. Ven conmigo al pantano, donde es necesaria mi presencia, y te lo contaré todo. Pero de prisa, mientras estén frescos tus siete tréboles de cuatro hojas y el de seis, y mientras la Luna esté en el cielo.
Y la reina del pantano desapareció.
Dieron las doce en el reloj del campanario, y antes de que se extinguiera el eco de la última campanada, el hombre ya había bajado al patio, salido al jardín y llegado al prado. La niebla se había disipado, y la mujer había cesado de destilar.
- ¡Cuánto has tardado! - dijo -. Las brujas corremos más que los hombres. Estoy muy contenta de haber nacido de la familia de las hechiceras.
- ¿Qué tiene que decirme? - preguntó el hombre -. ¿Puede informarme sobre el cuento?
- ¿No se te ocurre preguntar otra cosa? - dijo la vieja.
- Tal vez podría usted ilustrarme sobre la poesía de lo por venir - inquirió el hombre.
- No te pongas retórico - contestó la mujer -, y te responderé. Sólo piensas en poesía y sólo preguntas por el cuento, como si fuesen los reyes del mundo. Cierto es que el cuento es lo más viejo que hay, y, sin embargo, es considerado siempre como el más joven. ¡Bien lo conozco! También yo fui joven, y no es ésta una enfermedad de infancia. Un día fui una linda elfilla, y bailé a la luz de la luna con las demás; escuché el canto del ruiseñor, fui al bosque y me encontré con el señor cuento, que vagaba por aquellos lugares. Tan pronto establecía su lecho en un tulipán a medio abrir o en una flor del prado, como entraba a hurtadillas en la iglesia y se envolvía en un fúnebre crespón que colgaba de los cirios del altar.
- Está usted muy bien informada - dijo el hombre.
- Al menos he de saber tanto como tú - replicó la vieja Cuento y Poesía, dos pedazos de la misma pieza, pueden echarse donde les apetezca. Toda su obra y toda su charla puede recocerse y sale mejor y más barata. Yo te la daré gratis. Tengo un armario lleno de poesía embotellada. Es la esencia, lo mejor de ella; hierbas, dulces y amargas. Guardo en botellas toda la poesía que utilizan los humanos, para poner unas gotas en el pañuelo los domingos y aspirarla.
- Es maravilloso lo que me explica - dijo el hombre -. ¿Guarda poesía en botellas?
- Más de la que puedas necesitar - respondió la mujer -. Supongo que sabrás aquel cuento de la muchacha que pisoteó el pan para no ensuciarse los zapatos nuevos. Anda por ahí escrito e impreso.
- Yo mismo lo conté - dijo el hombre.
- En ese caso sabrás también que la muchacha se hundió en el suelo y fue a parar a la morada de la reina del pantano en el preciso momento en que se hallaba en ella la abuela del diablo, que quería presenciar las operaciones de la destilación. Vio caer a la chica y pidió que se le diese para pedestal, como un recuerdo de su visita, y se lo di. A cambio me obsequió con una cosa que no me sirve para nada: un botiquín de viaje, todo un armario lleno de poesía embotellada. La abuela me indicó el lugar donde debía colocar el armario y allí está todavía. ¡Mira! Tienes en el bolsillo tus siete tréboles de cuatro hojas, uno de los cuales es de seis. Si los guardas, aún podrás verlo, seguramente.
- Y, en efecto, en el centro del pantano había un objeto voluminoso, parecido a un cepo de chopo y que en realidad era el armario de la abuela. Estaba abierto para la reina del pantano y para todas las gentes de todas las tierras y de todos los tiempos que supiesen dónde se encontraba. Podría abrirse por delante, por detrás, por los lados y por los bordes; era una verdadera obra de arte, a pesar de su aspecto de cepo de chopo. Se había imitado allí a los poetas de todos los países, especialmente los del nuestro: su espíritu se había examinado, criticado, renovado, concentrado y puesto en botellas. Con certero instinto, como se dice cuando no se quiere decir talento, la abuela había sacado de la Naturaleza cuanto olía a tal o cual poeta, añadiéndole un poquitín de sustancia diabólica, y de este modo tenía la poesía embotellada para toda la eternidad.
- Déjemelo ver - pidió el hombre.
- Sí, pero tienes que oír cosas aún más importantes - replicó la vieja.
- Mas ya que estamos junto al armario - dijo él, mirando al interior - y veo botellas de todos tamaños, dime: ¿qué hay en ésta? ¿Y en ésta?
- Ésta contiene lo que llaman fragancias de mayo. No lo he probado, pero sé que con verter un chorrito en el suelo, enseguida sale un hermoso lago de bosque con nenúfares y mentas rizadas. Echas sólo dos gotas sobre un viejo cuaderno, y por malo que sea se convertirá en una comedia olorosa, muy propia para ser representada e incluso para hacer dormir: ¡tan intenso es su aroma! Seguramente en mi honor pusieron en la etiqueta: «Brebaje de la reina del pantano».
Ahí tienes la botella del escándalo. Parece llena de agua sucia, y, en efecto, así es, pero está mezclada con polvos efervescentes de la chismografía ciudadana; tres onzas de mentiras y dos granos de verdad, todo ello agitado con una rama de abedul; nada de usar vergajos puestos en salmuera y rotos sobre el cuerpo sangrante del pecador, o un pedazo de férula del maestro de escuela; tiene que ser una rama sacada de la escoba que barrió el arroyo.
Ésta es la botella que contiene la poesía piadosa en tono de salmodia. Cada gota suena como el chirrido de la puerta del infierno, y está elaborada con sangre y sudor de los castigados. Algunos afirman que no es sino hiel de paloma; pero las palomas son los animales más piadosos, y no tienen hiel, según dice la gente que no sabe Historia Natural.
Venía luego la botella de las botellas, que ocupaba la mitad del armario, y contenía las «historias cotidianas». Estaba metida en una funda de cuero y una vejiga de cerdo, pues no podía soportar la pérdida de la más mínima parte de su fuerza. Cada nación podía extraer de ella su propia sopa, según la manera de volver y emplear las botellas. Había allí vieja sopa alemana de sangre, con albóndigas de bandido, y también la clara sopa casera, con consejeros de Corte de verdad, puestos allí como raíces, mientras en la superficie flotaban ojos de grasa filosófica. Había sopa de institutriz inglesa y el potaje francés «a la Kock», preparado con huesos de pollo y huevos de gorrión, llamado también «sopa cancán»; pero la mejor de todas era la de Copenhague. Por lo menos eso decían las familias.
Seguía la tragedia en la botella de champaña, capaz de detonar, y esto es lo que debe hacer. La comedia tenía forma de arena fina, para saltar a los ojos de la gente - nos referimos a la comedia refinada -. La más burda estaba también en su botella, pero sólo en forma de anuncios futuristas, y lo más substancioso de ella era el título.
El hombre estaba ensimismado en sus pensamientos, pero la mujer continuó, deseosa de terminar de una vez.
- Ya has mirado bastante lo que contiene el armario - le dijo ­ Ya sabes lo que hay aquí, pero todavía no conoces lo principal, que deberías saber también. Los fuegos fatuos están en la ciudad. Esto es más importante que la Poesía y el Cuento. Tendría que callarme la boca, pero debe haber una fatalidad, un destino, que cuando llevo algo dentro, se me sube a la garganta y tengo que soltarlo. Los fuegos fatuos están en la ciudad. Andan sueltos. ¡Cuidado con ellos, hombres!
- No entiendo una palabra - dijo el hombre.
- Haz el favor de sentarte sobre el armario - replicó ella pero cuidado con caerte dentro y romperme las botellas, ya sabes lo que contienen. Te contaré el gran acontecimiento; es muy reciente, sólo de anteayer. Correrá aún durante trescientos sesenta y cuatro días. ¿Sabes cuántos días tiene el año, no?
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Y la reina del pantano inició su narración.
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- Aquí ocurrió ayer un gran suceso. Fue bautizado un niño. Nació un duendecillo; mejor dicho, nacieron doce duendes, que tienen la facultad de adoptar la figura humana cuando quieren, y obrar y mandar como si fuesen hombres de carne y hueso. En el pantano esto constituye un gran acontecimiento; por eso acudieron a bailar los fuegos fatuos, varones y hembras, por la superficie del agua y por el prado. Hay también mujercitas, pero no se habla de ellas. Yo me senté sobre el armario, con los doce recién nacidos en el regazo. Brillaban como luciérnagas; empezaban ya a dar saltitos y crecían a ojos vistas, tanto, que al cabo de un cuarto de hora todos eran tan talluditos como sus padres o sus tíos. Ahora bien, existe un derecho tradicional, un privilegio, según el cual cuando la luna ocupa la posición que ocupaba ayer en el cielo y el viento sopla como ayer soplaba, se permite a los fuegos fatuos que han nacido en aquella hora y minuto, transformarse en seres humanos y obrar como tales. El fuego fatuo puede vagar por el campo o introducirse en el gran mundo, con tal que no tema caerse al lago o ser arrastrado por el huracán. Puede incluso introducirse en una persona y hablar por ella, y efectuar todos sus movimientos. El duende puede tomar cualquier figura de hombre o de mujer, actuar en su espíritu según se le antoje. Tiene empero la obligación de desencaminar en un año a trescientos sesenta y cinco seres humanos, extraviarles de la senda de la verdad y la justicia, y ello en gran estilo. Entonces alcanza el honor máximo a que puede llegar un duende: el de convertirse en postillón de la carroza del diablo, vestir fulgurante librea amarilla y despedir llamas por la boca. A un duende sencillo la boca se le hace agua ante esta perspectiva. Pero ese trabajo comporta también sus peligros y no pocas fatigas. Si el hombre sabe abrir los ojos y, al darse cuenta de lo que tiene delante, se lo sacude, el otro está perdido y ha de volver al pantano. Y si al duende lo acomete la nostalgia de su familia antes de que haya transcurrido el año y se rinde, está perdido también, ya no seguirá ardiendo con claridad, se apagará y no podrá ser encendido de nuevo. Y si al término del año no ha desencaminado a trescientos sesenta y cinco personas y no se ha llevado todo lo que es bueno y grande, queda condenado a yacer en la madera podrida y brillar sin moverse, lo cual es el castigo más terrible para un duende, tan dinámico por naturaleza. Todo esto lo sabía yo, y se lo dije a los doce duendecillos que tuve en mi regazo, y que estaban como fuera de sí de alegría. Les dije que lo más seguro y cómodo era renunciar al honor y no hacer nada; pero los pequeños no quisieron escucharme; se veían ya en sus fulgurantes ropajes amarillos, despidiendo fuego por la boca. «Quedaos con nosotros», les aconsejaron algunos viejos, mientras otros les decían: «Probad suerte con los hombres. Los hombres secan nuestros prados, los desaguan. ¡Qué será de nuestros descendientes!».
«¡Queremos brillar, brillar!», exclamaban los fuegos fatuos recién nacidos; y así fue convenido.
Enseguida empezó el baile del minuto; más breve no podía ser. Las doncellas elfas dieron unas vueltas con todos los demás, para no pasar por orgullosas, aunque preferían bailar solas. Luego vino el reparto de los regalos de los padrinos. Los obsequios volaron como guijarros por encima de las aguas pantanosas. Cada ella dio una punta de su velo. «¡Cógelo! - decían - y sabrás bailar maravillosamente, con los pasos y movimientos más difíciles. Podrás adoptar la actitud correcta y exhibirte en la sociedad más distinguida».
El hombre nocturno enseñó a cada uno de los nuevos fuegos fatuos a decir «¡bra, bra, bravo!», y a decirlo en el lugar apropiado, lo cual es una gran ciencia, y de gran rendimiento.
También la lechuza y la cigüeña soltaron algo, pero no valía la pena hablar de ello, dijeron, y así lo dejaremos. La partida de caza del rey Waldemar pasó corriendo por encima del pantano, y cuando sus señorías se enteraron de la fiesta, enviaron como obsequio un par de excelentes perros, capaces de correr como el viento y de llevar a lomos uno o incluso tres fuegos fatuos. Dos viejas pesadillas, que se alimentan cabalgando, participaron también en el banquete. De ellas aprendieron el arte de introducirse por el ojo de las cerraduras, y esto equivale a tener todas las puertas abiertas. Ofreciéronse además a guiar a los jóvenes fuegos fatuos a la ciudad; la conocían muy bien. Generalmente cabalgan sobre el pelo que les crece en el cogote, que es muy largo y se lo atan en un moño, para sentarse sobre una silla dura, y así cruzan los aires; pero en aquella ocasión montaron los salvajes perros de caza, llevando en el regazo a los jóvenes fuegos fatuos, dispuestos a descarriar y perder a los hombres. ¡Arre, a todo galope! Todo esto sucedió anoche. Ahora los fuegos fatuos están en la ciudad; manos a la obra, pero dónde y cómo, ¡cualquiera lo sabe! Me corre un cosquilleo por el dedo gordo del pie; esto siempre me anuncia algo.
- Esto es todo un cuento - dijo el hombre.
- Sí, pero sólo el principio - respondió la mujer -. ¿Podrías explicarme ahora cómo se las arreglan los fuegos fatuos, cómo se comportan, qué figuras adoptan para descarriar a los hombres?
- Creo - dijo el hombre - que podría componerse toda una novela sobre ellos, una novela en doce partes, una para cada uno; o, mejor aún, toda una comedia popular.
- Deberías escribirla - dijo la mujer -. Aunque más vale quizá que lo dejes correr.
- Sí, eso es lo más cómodo - respondió el hombre -. Así no te calumnian luego en los periódicos, lo cual es tan fastidioso como para un fuego fatuo tener que alojarse en la madera podrida y brillar sin poder decir esta boca es mía.
- A mí me da lo mismo - dijo la mujer -. Pero mejor será que dejes que la escriban otros, tanto si saben como si no. Te daré una vieja espita de mi barril. Con ella podrás abrir el armario de la poesía embotellada y sacar lo que te haga falta. Pero en cuanto a ti, amigo mío, me parece que te has manchado ya bastante los dedos de tinta y que has llegado a una edad en que no está bien correr en busca de cuentos, sobre todo habiendo cosas mucho más importantes que hacer. ¿Sabes a qué me refiero?
- Los fuegos fatuos están en la ciudad - dijo el hombre -. Lo he oído y comprendido. Pero, ¿qué debo hacer? Me molerían a palos si lo viera y dijera a las gentes: «¡Cuidado, ahí va un duende vestido de levita!».
- También van en camisa - dijo la mujer -. El duende puede adoptar todas las formas y presentarse en todos los lugares. Va a la iglesia, aunque no por amor a Dios; a lo mejor se introduce dentro del párroco. Pronuncia discursos los días de elecciones, no con miras al bien del país y del imperio, sino pensando en su propio beneficio. Es artista, lo mismo con la paleta que en el teatro, pero cuando se ha hecho el amo, la olla está vacía. Y yo charla que te charla, pero he de sacar lo que tengo en el buche, en perjuicio de mi propia familia. Por lo visto, debo constituirme ahora en salvadora de los hombres. En realidad no lo hago por buena voluntad o para que me den una medalla. Estoy haciendo la mayor locura que puedo hacer: decirlo a un poeta, con lo cual muy pronto lo sabrá la ciudad entera.
- La ciudad no se lo tomará en serio - dijo el hombre -. Nadie me hará caso, pues todos creerán que les estoy contando un cuento, cuando les diga, con toda la seriedad de que soy capaz: «Los fuegos fatuos están en la ciudad, según me dijo la reina del pantano. ¡Mucho ojo, pues!».


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Abuelita
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Abuelita es muy vieja, tiene muchas arrugas y el pelo completamente blanco, pero sus ojos brillan como estrellas, sólo que mucho más hermosos, pues su expresión es dulce, y da gusto mirarlos. También sabe cuentos maravillosos y tiene un vestido de flores grandes, grandes, de una seda tan tupida que cruje cuando anda. Abuelita sabe muchas, muchísimas cosas, pues vivía ya mucho antes que papá y mamá, esto nadie lo duda. Tiene un libro de cánticos con recias cantoneras de plata; lo lee con gran frecuencia. En medio del libro hay una rosa, comprimida y seca, y, sin embargo, la mira con una sonrisa de arrobamiento, y le asoman lágrimas a los ojos. ¿Por qué abuelita mirará así la marchita rosa de su devocionario? ¿No lo sabes? Cada vez que las lágrimas de la abuelita caen sobre la flor, los colores cobran vida, la rosa se hincha y toda la sala se impregna de su aroma; se esfuman las paredes cual si fuesen pura niebla, y en derredor se levanta el bosque, espléndido y verde, con los rayos del sol filtrándose entre el follaje, y abuelita vuelve a ser joven, una bella muchacha de rubias trenzas y redondas mejillas coloradas, elegante y graciosa; no hay rosa más lozana, pero sus ojos, sus ojos dulces y cuajados de dicha, siguen siendo los ojos de abuelita.
Sentado junto a ella hay un hombre, joven, vigoroso, apuesto. Huele la rosa y ella sonríe - ¡pero ya no es la sonrisa de abuelita! - sí, y vuelve a sonreír. Ahora se ha marchado él, y por la mente de ella desfilan muchos pensamientos y muchas figuras; el hombre gallardo ya no está, la rosa yace en el libro de cánticos, y... abuelita vuelve a ser la anciana que contempla la rosa marchita guardada en el libro.
Ahora abuelita se ha muerto. Sentada en su silla de brazos, estaba contando una larga y maravillosa historia.
- Se ha terminado - dijo - y yo estoy muy cansada; dejadme echar un sueñecito.
Se recostó respirando suavemente, y quedó dormida; pero el silencio se volvía más y más profundo, y en su rostro se reflejaban la felicidad y la paz; habríase dicho que lo bañaba el sol... y entonces dijeron que estaba muerta.
La pusieron en el negro ataúd, envuelta en lienzos blancos. ¡Estaba tan hermosa, a pesar de tener cerrados los ojos! Pero todas las arrugas habían desaparecido, y en su boca se dibujaba una sonrisa. El cabello era blanco como plata y venerable, y no daba miedo mirar a la muerta. Era siempre la abuelita, tan buena y tan querida. Colocaron el libro de cánticos bajo su cabeza, pues ella lo había pedido así, con la rosa entre las páginas. Y así enterraron a abuelita.
En la sepultura, junto a la pared del cementerio, plantaron un rosal que floreció espléndidamente, y los ruiseñores acudían a cantar allí, y desde la iglesia el órgano desgranaba las bellas canciones que estaban escritas en el libro colocado bajo la cabeza de la difunta. La luna enviaba sus rayos a la tumba, pero la muerta no estaba allí; los niños podían ir por la noche sin temor a coger una rosa de la tapia del cementerio. Los muertos saben mucho más de cuanto sabemos todos los vivos; saben el miedo, el miedo horrible que nos causarían si volviesen. Pero son mejores que todos nosotros, y por eso no vuelven. Hay tierra sobre el féretro, y tierra dentro de él. El libro de cánticos, con todas sus hojas, es polvo, y la rosa, con todos sus recuerdos, se ha convertido en polvo también. Pero encima siguen floreciendo nuevas rosas y cantando los ruiseñores, y enviando el órgano sus melodías. Y uno piensa muy a menudo en la abuelita, y la ve con sus ojos dulces, eternamente jóvenes. Los ojos no mueren nunca. Los nuestros verán a abuelita, joven y hermosa como antaño, cuando besó por vez primera la rosa, roja y lozana, que yace ahora en la tumba convertida en polvo.

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Ana Isabel
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Ana Isabel era un verdadero querubín, joven y alegre: un auténtico primor, con sus dientes blanquísimos, sus ojos tan claros, el pie ligero en la danza, y el genio más ligero aún. ¿Qué salió de ello? Un chiquillo horrible. No, lo que es guapo no lo era. Se lo dieron a la mujer del peón caminero. Ana Isabel entró en el palacio del conde, ocupó una hermosa habitación, adornóse con vestidos de seda y terciopelo... No podía darle una corriente de aire, ni nadie se hubiera atrevido a dirigirle una palabra dura, pues hubiera podido afectarse, y eso tendría malas consecuencias. Criaba al hijo del conde, que era delicado como un príncipe y hermoso como un ángel. ¡Cómo lo quería! En cuanto al suyo, el propio, crecía en casa del peón caminero; trabajaba allí más la boca que el puchero, y era raro que hubiera alguien en casa. El niño lloraba, pero lo que nadie oye, a nadie apena; y así seguía llorando hasta dormirse; y mientras se duerme no se siente hambre ni sed; para eso se inventó el sueño. Con los años - con el tiempo, la mala hierba crece - creció el hijo de Ana Isabel. La gente decía, sin embargo, que se había quedado corto de talla. Pero se había incorporado a la familia que lo había adoptado por dinero. Ana Isabel fue siempre para él una extraña. Era una señora ciudadana, fina y atildada, lo pasaba bien y nunca salía sin su sombrero. Jamás se le ocurrió ir a visitar al peón caminero, vivía demasiado lejos de la ciudad, y además no tenía nada que hacer allí. El chico era de ellos y consumía lo suyo; algo tenía que hacer para pagar su manutención, por eso guardaba la vaca bermeja de Mads Jensen. Sabía ya cuidar del ganado y entretenerse.
El mastín de la hacienda estaba sentado al sol, orgulloso de su perrera y ladrando a todos los que pasaban; cuando llueve se mete en la casita, donde se tumba, seco y caliente. El hijo de Ana Isabel estaba sentado al sol en la zanja, tallando una estaca; en primavera había tres freseras floridas que seguramente darían fruto. Era un pensamiento agradable; mas no hubo fresas. Allí estaba él, expuesto al viento y a la intemperie, calado hasta los huesos; para secarse las ropas que llevaba puestas no tenía más fuego que el viento cortante. Si trataba de refugiarse en el cortijo, lo echaban a golpes y empujones; era demasiado feo y asqueroso, decían las sirvientas y los mozos. Estaba acostumbrado a aquel trato. Nunca lo había querido nadie.
¿Qué fue del hijo de Ana Isabel? ¿Qué podría ser del muchacho? su destino era éste: jamás sentiría el cariño de nadie.
Arrojado de la tierra firme, fue a remar en una mísera lancha, mientras el barquero bebía. Sucio y feo, helado y voraz, habríase dicho que nunca estaba harto; y, en efecto, así era.
El año estaba ya muy avanzado, el tiempo era duro y tempestuoso, y el viento penetraba cortante a través de las gruesas ropas. Y aún era peor en el mar, surcado por una pobre barca de vela con sólo dos hombres a bordo, o, mejor, uno y medio: el patrón y su ayudante. Durante todo el día había reinado una luz crepuscular, que en el momento de nuestra narración se hacía aún más oscura; el frío era intensísimo. El patrón sorbió un trago de aguardiente para calentarse por dentro. La botella era vieja, y también la copa, cuyo roto pie había sido sustituido por un tarugo de madera, tallado y pintado de azul; gracias a él se sostenía. «Un trago reconforta, pero dos reconfortan más todavía», pensó el patrón. El muchacho seguía sentado al remo, que sostenía con su mano dura y embreada. Realmente era feo, con el cabello hirsuto y el cuerpo achaparrado y encorvado. Según la gente, era el chico del peón caminero mas de acuerdo con el registro de la parroquia, era el hijo de Ana Isabel.
El viento cortaba a su manera, y la lancha lo hacía a la suya. La vela, que había cogido el viento, se hinchó, y la embarcación se lanzó a una carrera velocísima; todo en derredor era áspero y húmedo, pero las cosas podían ponerse aún peores.
¡Alto! ¿Qué ha pasado? ¿Un choque? ¿Un salto? ¿Qué hace la barca? ¡Vira de bordo! ¿Ha sido una tromba, una oleada? El remero lanzó un grito:
- ¡Dios nos ampare!
La embarcación había chocado contra un enorme arrecife submarino, y se hundía como un zapato viejo en la balsa del pueblo, se hundía con toda su tripulación, hasta con las ratas, como suele decirse. Ratas sí había, pero lo que es hombres, tan sólo uno y medio: el patrón y el chico del peón caminero. Nadie presenció el drama aparte las chillonas gaviotas y los peces del fondo, y aún éstos no lo vieron bien, pues huyeron asustados cuando el agua invadió la barca que se hundía. Apenas quedó a una braza de fondo, con los dos tripulantes sepultados, olvidados. Únicamente siguió flotando la copa con su pie de madera azul, pues el tarugo la mantenía a flote; marchó a la deriva, para romperse y ser arrojada a la orilla, ¿dónde y cuándo? ¡Bah! ¡Qué importa eso! Había prestado su servicio y se había hecho querer. No podía decir otro tanto el hijo de Ana Isabel. Pero en el reino de los cielos, ningún alma podrá decir: «¡Nadie me ha querido!».
Ana Isabel vivía en la ciudad desde hacía ya muchos años. La llamaban señora, y erguía la cabeza cuando hablaba de viejos recuerdos, de los tiempos del palacio condal, en que salía a pasear en coche y alternaba con condesas y baronesas. Su dulce condesito había sido un verdadero ángel de Dios, la criatura más cariñosa que imaginarse pueda. La quería mucho, y ella a él. Se habían besado y acariciado; era su alegría, la mitad de su vida. Ahora era ya mayor, con sus catorces años, muy instruido y muy guapo. No lo había vuelto a ver desde que lo llevara en brazos. Hacía muchos años que no iba al palacio de los condes. Era todo un viaje ir hasta allí.
- Tendré que decidirme - dijo Ana Isabel -. He de ir a ver a mis señores, a mi precioso condesito. Seguramente me echa de menos, se acuerda de mí me quiere como entonces, cuando me rodeaba el cuello con sus bracitos de ángel y me decía « An-Lis». Parecía la voz de un violín. Sí, he de ir a verlo.
Partió en la carreta de bueyes e hizo parte del camino a pie. Llegó al palacio condal, espacioso y brillante; y, como antes, se quedó en el jardín. Todo el servicio era nuevo; nadie conocía a Ana Isabel, nadie sabía el cargo que en otros tiempos había desempeñado en la casa. Ya se lo dirían la señora condesa y su hijo. De seguro que ellos la echaban de menos.
Y allí estaba Ana Isabel. Tuvo que esperar largo rato, y quien espera desespera. Antes de que los señores pasaran al comedor fue recibida por la condesa, que le dirigió palabras muy amables. A su pequeño no lo vería hasta después de comer; ya la llamarían entonces.
¡Qué alto, espigado y esbelto estaba! Conservaba aquellos ojos preciosos y su boquita de ángel. La miró sin decirle una palabra; seguramente no la había reconocido. Volvióse para marcharse, pero entonces ella le cogió la mano y se la llevó a sus labios. - ¡Está bien! - dijo él, y salió de la habitación; él, el objeto de todo su cariño, a quien había querido y seguía queriendo por encima de todo, su orgullo en la Tierra.
Ana Isabel partió del palacio, y se alejó por el camino vecinal. Sentíase muy triste. Se le había mostrado tan extraño, sin un pensamiento, sin una palabra para ella. Y pensar que lo había llevado en brazos día y noche, y que seguía llevándolo en el pensamiento.
En esto pasó volando sobre el camino, a poca altura, un gran cuervo negro, que graznaba incesantemente.
- ¡Pajarraco de mal agüero! - exclamó ella.
Llegó frente a la casa del peón caminero, y, como la mujer se hallara en la puerta, entablaron conversación.
- ¡Cómo te luce el pelo! - dijo la mujer del peón -. Estás rolliza y redonda. Parece que te van bien las cosas.
- Desde luego - respondió Ana Isabel.
- La barca se fue a pique con ellos - dijo la mujer -. Se ahogaron, el patrón Lars y el chico. Todo terminó. Yo había esperado que el muchacho me ayudase algún día, y trajera unos chelines a casa. ¡A ti nada te costó, Ana Isabel!
- ¡Ahogados! - exclamó Ana Isabel, y ya no pronunció una palabra más sobre el drama. Estaba afligida porque su condesito no le había dirigido la palabra, con lo que ella lo quería, y después de haber recorrido aquel largo camino para llegar al palacio. Y el dinero que le había costado, y todo inútilmente. Pero nada dijo de lo ocurrido. No quería abrir su corazón a la mujer del peón caminero. A lo mejor habría pensado que ya no tenía prestigio en el palacio. El cuervo volvió a graznar encima de su cabeza.
- ¡Maldito pajarraco! - exclamó -. Bastante me ha asustado hoy.
Llevaba café en grano y achicoria. Sería una buena acción dárselo a la mujer para que preparase unas tazas de café caliente. También a ella le sentaría bien. Y la mujer salió a preparar la infusión, mientras Ana Isabel se sentaba en una silla y se quedaba dormida. Y he aquí que soñó con él; nunca le había ocurrido, ¡qué cosa más rara! Soñó con su propio hijo, que había llorado y sufrido hambre en aquella casa; nadie había cuidado de él, y ahora estaba en el fondo del mar, Dios sabía dónde. Soñó que se le presentaba allí, mientras la mujer del peón salía a preparar café; llegábale incluso el aroma de los granos. Y en la puerta, de pie, había un mozo hermosísimo, tanto como el condesito, que le decía:
- ¡Se hunde el mundo! ¡Cógete fuertemente a mí, que después de todo eres mi madre! Tienes un ángel en el cielo. ¡Cógete a mí, cógete fuertemente!
En esto se produjo un gran estruendo; seguramente era el mundo que se salía de quicio. Pero el ángel la levantó, sosteniéndola tan firmemente por las mangas que a ella le pareció que la levantaban de la Tierra. Pero algo muy pesado se había agarrado a sus piernas y la sujetaba por la espalda, como si centenares de mujeres la agarrasen, diciendo: «¡Si tú has de salvarte, también hemos de salvarnos nosotras! ¡Tente firme, tente firme!». Y todas se colgaban de ella. Aquello era demasiado. Se oyó un ¡ris, ras!, la manga se desgarró, y Ana Isabel cayó desde una altura enorme. La despertó la sacudida y estuvo a punto de irse al suelo con la silla en que se sentaba. Sentíase tan trastornada, que no recordaba siquiera lo que había soñado: indudablemente había sido algo malo.
Tomaron el café y hablaron, y luego Ana Isabel se encaminó a la ciudad próxima, para ver al carretero, con el que debía regresar a su tierra aquella misma noche. Mas el hombre le dijo que no podía emprender el regreso hasta la tarde del día siguiente. Calculó ella entonces lo que le costaría quedarse allí, así como la distancia, y le pareció que la abreviaría cosa de dos millas si, en vez de seguir la carretera, tomaba por la costa. El tiempo era espléndido, y brillaba la luna llena. Ana Isabel decidió marcharse a pie; al día siguiente podría estar en casa.
El sol se había puesto y las campanas vespertinas doblaban aún; pero no, eran las ranas de Peder Oxe, que croaban en el cenagal. Cuando se callaron, todo quedó silencioso; no se oía ni un pájaro, todos se habían acostado, y la lechuza aún no había salido. Reinaba un gran silencio en el bosque y en la orilla, por la que andaba; sólo percibía el rumor de sus propios pasos en la arena. No se oía ni el chapoteo del agua; del mar no llegaba ni un rumor. Todo estaba mudo, los vivos y los muertos.
Ana Isabel seguía caminando sin pensar en nada. Había abandonado sus pensamientos, pero sus pensamientos no la abandonaban a ella. No nos dejan nunca, yacen como adormecidos, tanto los vivos, que se han echado un momento a descansar, como los que no se han despertado aún. Pero acuden, siempre; ora se agitan en el corazón o en la cabeza, ora nos acometen impensadamente. «Toda buena acción lleva su bendición», está escrito allí; y también: «En el pecado está la muerte». Muchas cosas hay allí escritas, muchas se dicen, sólo que se ignoran, no se piensa en ellas. Esto le ocurría a Ana Isabel. Mas pueden presentarse de repente, pueden acudir.
En nuestro corazón - el tuyo, el mío - hay los gérmenes de todos los vicios y de todas las virtudes. Están en él como diminutas e invisibles semillas. Un día llega del exterior un rayo de sol, el contacto de una mano perversa. Vuelves una esquina, a derecha o a izquierda, pues un detalle así puede ser decisivo, y la minúscula semilla se agita, se hincha, estalla y vierte su jugo en la sangre. Y ya estás en camino. Hay pensamientos angustiosos, que uno no advierte cuando está ,sumido en sueños, pero que se agitan. Ana Isabel andaba como en sueños y sus pensamientos se movían. De una Candelaria a la siguiente, el corazón registra muchas cosas en su tablilla, el balance de todo un año. Muchas cosas han sido olvidadas: pecados de pensamiento y de palabra contra Dios, contra nuestros prójimos y contra nuestra propia conciencia. No pensamos en ellos, como tampoco pensó Ana Isabel; nada de malo había cometido contra la ley y el derecho de su país, era bien considerada, honrada y respetable lo sabía bien. Y seguía avanzando por la orilla... ¿Qué era aquello que yacía en el suelo? Se detuvo. ¿Qué había arrojado el mar? Un sombrero viejo de hombre. ¿Se habría caído por la borda? Acercóse a la prenda, volvió a detenerse y miró: ¿Qué era aquello? Asustóse mucho, y, sin embargo, nada había allí que pudiese asustarla. Sólo un montón de algas y juncos enredados en torno a una piedra alargada, que parecía un cuerpo humano. No eran sino algas y juncos, y, sin embargo, ella se asustó. Y al proseguir su camino viniéronle a la mente muchas cosas que oyera de niña. Aquellas supersticiones acerca del «fantasma de la costa», el espectro de los cuerpos insepultos arrojados por las olas a la playa. El cuerpo muerto, que nada hacía, pero cuyo espectro, el fantasma de la playa, seguía al caminante solitario, se agarraba fuertemente a él y le pedía que lo llevase al cementerio y le diese cristiana sepultura. «¡Tente firme, tente firme!», decía. Y al repetir para sí estas palabras Ana Isabel, se le presentó de repente todo su sueño, con las madres cogidas a ella y exclamando: «¡Tente firme, tente firme!». Y luego el mundo se había hundido, y se le habían desgarrado las mangas, y se había desprendido de su hijo, que se esforzaba por llevarla consigo al juicio final. Su hijo, el hijo de su carne y de su sangre, al que nunca quisiera, en quien nunca había pensado, aquel hijo estaba ahora en el fondo del mar. Podía aparecérsele en figura de espectro y gritarle: «¡Cógeme fuerte, cógeme fuerte! ¡Llévame a tierra cristiana!». Y al pensar en esto, la angustia le espoleó los talones, obligándola a apresurar el paso. El miedo, como una mano fría y húmeda, le apretaba el corazón. Se sintió a punto de desmayarse, y al mirar a lo lejos, mar adentro, vio que el aire se volvía más denso y espeso. Descendía una pesada niebla, envolviendo árboles y matas, y dándoles un aspecto maravilloso. Volvióse ella a mirar la luna, que quedaba a su espalda y parecía un disco pálido, sin rayos, y sintió como si algo muy pesado se posara sobre sus miembros. «¡Tente firme, tente firme!», pensó, y al volverse a mirar a la luna parecióle como si su blanca cara estuviese junto a ella, y como si la niebla colgara sobre sus hombros a modo de blanco sudario: «¡Cógeme fuerte! ¡Llévame a tierra cristiana!», creyó oír, y le pareció percibir también un sonido hueco y extraño, que no venía ni de las ranas del pantano, ni de los cuervos, ni de las cornejas, pues no veía ninguna. «¡Entiérrame, entiérrame!», decía una voz gritando. Sí, era el espectro de su hijo, yacente en el fondo del mar, y que no encontraba reposo mientras no fuera llevado al cementerio y depositado en tierra cristiana. Quiso ir allí y darle sepultura, y tomó la dirección de la iglesia. Le pareció entonces como si la carga se hiciera más liviana y desapareciera; reemprendió su camino anterior, el más corto para ir a su casa. Pero de nuevo oyó: «¡Cógeme fuerte, cógeme fuerte!». Resonaba como el croar de las ranas, como el grito de un ave quejumbrosa, pero ahora se entendía claramente: «¡Entiérrame, por amor de Dios, entiérrame!».
La niebla era fría y húmeda; la mano y el rostro de la mujer lo estaban también, pero de terror. Sentía la presencia de algo, y en su mente se había hecho espacio para pensamientos que nunca había tenido antes.
En las tierras del Norte, los hayedos pueden abrirse en una noche de primavera, y presentarse en su juvenil magnificencia bajo el sol del día siguiente. También en un segundo, la semilla del pecado que hay latente en nuestra vida puede germinar y desarrollarse. Y así lo hace cuando despierta la conciencia, que Dios despabila cuando menos lo esperamos. No hay disculpa posible, el hecho está allí, testificando en contra de nosotros; los pensamientos se tornan palabras, y éstas resuenan en los espacios. Nos espantamos de lo que hemos estado llevando dentro sin conseguir sofocarlo; nos espantamos de lo que hemos propagado en nuestra presunción y ligereza. El corazón encierra en sí todas las virtudes, pero también todos los vicios, los cuales pueden germinar y crecer, hasta en la tierra más estéril.
Todo esto estaba encerrado en los pensamientos de Ana Isabel. Anonadada, cayó al suelo y continuó un trecho a rastras. «¡Entiérrame, entiérrame!», oía; y habría querido enterrarse a sí misma si la tumba hubiese significado eterno olvido. Era la hora tremenda de su despertar, con toda su angustia y su horror. Un supersticioso terror le producía escalofríos; acudían a su mente muchas cosas de las que nunca hubiera querido acordarse. Silenciosa, como la sombra de una nube a la luz de la luna, caminaba delante de ella una aparición de la que oyera hablar en otros tiempos. Junto a ella pasaban galopando cuatro jadeantes corceles, despidiendo fuego por los ojos y los ollares, tirando de un coche ardiente ocupado por el perverso señor que más de un siglo atrás había vivido en aquella comarca. Decíase que cada media noche recorría su propiedad y se volvía enseguida. No era blanco, como parece que son los muertos, sino negro como carbón, como carbón consumido. Hizo un gesto con la cabeza dirigiéndose a Ana Isabel, y, guiñándole el ojo le dijo: «¡Cógete firme, cógete firme! ¡Aún podrás montar en el coche de los condes y olvidar a tu hijo!».
Ella apretó el paso y llegó al cementerio; pero las cruces negras y los negros cuervos flotaban, confundiéndose ante sus ojos. Los cuervos gritaban como el que había oído antes, pero ahora comprendía su lenguaje: «¡Soy un cuervo madre, soy un cuervo madre!», decían todos, y Ana Isabel sabía que aquel nombre se aplicaba a ella. Tal vez sería transformada en uno de aquellos negros pajarracos y condenada a gritar incesantemente lo que ellos gritaban si no conseguía cavar la tumba.
Arrojóse al suelo, y con las manos cavó un hoyo en la dura tierra; y la sangre le manaba de los dedos.
«¡Entiérrame, entiérrame!», resonaba la voz sin cesar. Ella temía oír el canto del gallo y ver la primera luz de la aurora; pues si no había terminado su trabajo antes, estaba perdida. Y cantó el gallo, y el cielo levantino se tiñó de rojo. La tumba estaba sólo medio abierta. Una mano gélida le resbaló por la cabeza y el rostro, hasta el corazón. «¡Sólo media tumba!», oyóse en el aire como en un suspiro, y algo pasó flotando en dirección al mar. Sí, era el fantasma de la orilla. A su contacto, Ana Isabel se desplomó, rendida y desmayada.
Era ya pleno día cuando volvió en sí. Dos hombres la levantaron. No estaba en el cementerio, sino en la playa, donde había excavado un profundo hoyo en la arena, cortándose los dedos con una copa rota que tenía por pie un tarugo de madera pintado de azul. Ana Isabel estaba enferma; la conciencia había mezclado las cartas de la superstición, y, al cortarlas, había descubierto que sólo tenía media alma; la otra mitad se la había llevado consigo su hijo al fondo del mar. Nunca obtendría ya la gracia del cielo, mientras no recuperase aquella mitad de alma que retenían las aguas profundas. Ana Isabel llegó a su casa, mas ya no era la que había sido. Sus ideas se embrollaban como una madeja enredada; sólo una hebra quedaba desenmarañada: debía llevar al cementerio el fantasma de la orilla y darle sepultura; con ello recuperaría su alma entera.
Muchas noches notaron los vecinos que se ausentaba de su casa; siempre la encontraban en la playa, esperando la aparición del espectro. Así transcurrió un año entero; luego desapareció una noche y ya nada supieron de su paradero. Pasáronse todo el día siguiente buscándola sin resultado.
Al atardecer, cuando el sacristán llegó a la iglesia para tocar a vísperas, vio a Ana Isabel tendida delante del altar. Llevaba allí desde la mañana, casi exhausta, pero con los ojos luminosos y un brillo rojizo en la cara, producido por los últimos rayos del sol, que le daban en pleno rostro y se reflejaban también en las relucientes abrazaderas de la Biblia; ésta aparecía abierta en la página donde se leen aquellas palabras del profeta Joel: «¡Rasgad vuestros corazones y no vuestros vestidos, convertios al Señor!». «Casualidad - dijo la gente -. ¡Hay tantas casualidades!».
En la cara de Ana Isabel, iluminada por el sol, se leía la paz y la gracia. Había sido mejor así para ella, dijeron; había superado la crisis. Por la noche se le había aparecido el espectro de la playa, su hijo, diciéndole: «Cavaste sólo media tumba para mí, pero durante mucho tiempo me tuviste sepultado en tu corazón, y éste es el mejor refugio de una madre para su hijo». Y devolviéndole la mitad del alma, la condujo hasta la iglesia.
- Ahora estoy en la casa de Dios - dijo ella -. Y aquí se está a salvo.
Cuando se acabó de poner el sol, el alma de Ana Isabel estaba en lo alto, allí donde no existe el temor cuando uno ha luchado. Y Ana Isabel había luchado hasta el fin.