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martes, 30 de abril de 2013

Hans Cristian Andersen - Cuentos - IV


Hans Cristian Andersen
Cuentos  IV



El compañero de viaje

El pobre Juan estaba muy triste, pues su padre se hallaba enfermo e iba a morir. No había más que ellos dos en la reducida habitación; la lámpara de la mesa estaba próxima a extinguirse, y llegaba la noche.
- Has sido un buen hijo, Juan -dijo el doliente padre-, y Dios te ayudará por los caminos del mundo -. Dirigióle una mirada tierna y grave, respiró profundamente y expiró; habríase dicho que dormía. Juan se echó a llorar; ya nadie le quedaba en la Tierra, ni padre ni madre, hermano ni hermana. ¡Pobre Juan! Arrodillado junto al lecho, besaba la fría mano de su padre muerto, y derramaba amargas lágrimas, hasta que al fin se le cerraron los ojos y se quedó dormido, con la cabeza apoyada en el duro barrote de la cama.
Tuvo un sueño muy raro; vio cómo el Sol y la Luna se inclinaban ante él, y vio a su padre rebosante de salud y riéndose, con aquella risa suya cuando se sentía contento. Una hermosa muchacha, con una corona de oro en el largo y reluciente cabello, tendió la mano a Juan, mientras el padre le decía: «¡Mira qué novia tan bonita tienes! Es la más bella del mundo entero». Entonces se despertó: el alegre cuadro se había desvanecido; su padre yacía en el lecho, muerto y frío, y no había nadie en la estancia. ¡Pobre Juan!
A la semana siguiente dieron sepultura al difunto; Juan acompañó el féretro, sin poder ver ya a aquel padre que tanto lo había querido; oyó cómo echaban tierra sobre el ataúd, para colmar la fosa, y contempló cómo desaparecía poco a poco, mientras sentía la pena desgarrarle el corazón. Al borde de la tumba cantaron un último salmo, que sonó armoniosamente; las lágrimas asomaron a los ojos del muchacho; rompió a llorar, y el llanto fue un sedante para su dolor. Brilló el sol, espléndido, por encima de los verdes árboles; parecía decirle: «No estés triste, Juan; ¡mira qué hermoso y azul es el cielo!. ¡Allá arriba está tu padre pidiendo a Dios por tu bien!».
- Seré siempre bueno -dijo Juan-. De este modo, un día volveré a reunirme con mi padre. ¡Qué alegría cuando nos veamos de nuevo! Cuántas cosas podré contarle y cuántas me mostrará él, y me enseñará la magnificencia del cielo, como lo hacía en la Tierra. ¡Oh, qué felices seremos!
Y se lo imaginaba tan a lo vivo, que asomó una sonrisa a sus labios. Los pajarillos, posados en los castaños, dejaban oír sus gorjeos. Estaban alegres, a pesar de asistir a un entierro, pero bien sabían que el difunto estaba ya en el cielo, tenía alas mucho mayores y más hermosas que las suyas, y era dichoso, porque acá en la Tierra había practicado la virtud; por eso estaban alegres. Juan los vio emprender el vuelo desde las altas ramas verdes, y sintió el deseo de lanzarse al espacio con ellos. Pero antes hizo una gran cruz de madera para hincarla sobre la tumba de su padre, y al llegar la noche, la sepultura aparecía adornada con arena y flores. Habían cuidado de ello personas forasteras, pues en toda la comarca se tenía en gran estima a aquel buen hombre que acababa de morir.
De madrugada hizo Juan su modesto equipaje y se ató al cinturón su pequeña herencia: cincuenta florines y unos peniques en total; con ella se disponía a correr mundo. Sin embargo, antes volvió al cementerio, y, después de rezar un padrenuestro sobre la tumba dijo: ¡Adiós, padre querido! Seré siempre bueno, y tú le pedirás a Dios que las cosas me vayan bien.
Al entrar en la campiña, el muchacho observó que todas las flores se abrían frescas y hermosas bajo los rayos tibios del sol, y que se mecían al impulso de la brisa, como diciendo: «¡Bienvenido a nuestros dominios! ¿Verdad que son bellos?». Pero Juan se volvió una vez más a contemplar la vieja iglesia donde recibiera de pequeño el santo bautismo, y a la que había asistido todos los domingos con su padre a los oficios divinos, cantando hermosas canciones; en lo alto del campanario vio, en una abertura, al duende del templo, de pie, con su pequeña gorra roja, y resguardándose el rostro con el brazo de los rayos del sol que le daban en los ojos. Juan le dijo adiós con una inclinación de cabeza; el duendecillo agitó la gorra colorada y, poniéndose una mano sobre el corazón, con la otra le envió muchos besos, para darle a entender que le deseaba un viaje muy feliz y mucho bien.
Pensó entonces Juan en las bellezas que vería en el amplio mundo y siguió su camino, mucho más allá de donde llegara jamás. No conocía los lugares por los que pasaba, ni las personas con quienes se encontraba; todo era nuevo para él.
La primera noche hubo de dormir sobre un montón de heno, en pleno campo; otro lecho no había. Pero era muy cómodo, pensó; el propio Rey no estaría mejor. Toda la campiña, con el río, la pila de hierba y el cielo encima, formaban un hermoso dormitorio. La verde hierba, salpicada de florecillas blancas y coloradas, hacía de alfombra, las lilas y rosales silvestres eran otros tantos ramilletes naturales, y para lavabo tenía todo el río, de agua límpida y fresca, con los juncos y cañas que se inclinaban como para darle las buenas noches y los buenos días. La luna era una lámpara soberbia, colgada allá arriba en el techo infinito; una lámpara con cuyo fuego no había miedo de que se encendieran las cortinas. Juan podía dormir tranquilo, y así lo hizo, no despertándose hasta que salió el sol, y todas las avecillas de los contornos rompieron a cantar: «¡Buenos días, buenos días! ¿No te has levantado aún?».
Tocaban las campanas, llamando a la iglesia, pues era domingo. Las gentes iban a escuchar al predicador, y Juan fue con ellas; las acompañó en el canto de los sagrados himnos, y oyó la voz del Señor; le parecía estar en la iglesia donde había sido bautizado y donde había cantado los salmos al lado de su padre.
En el cementerio contiguo al templo había muchas tumbas, algunas de ellas cubiertas de alta hierba. Entonces pensó Juan en la de su padre, y se dijo que con el tiempo presentaría también aquel aspecto, ya que él no estaría allí para limpiarla y adornarla. Se sentó, pues en el suelo, y se puso a arrancar la hierba y enderezar las cruces caídas, volviendo a sus lugares las coronas arrastradas por el viento, mientras pensaba: «Tal vez alguien haga lo mismo en la tumba de mi padre, ya que no puedo hacerlo yo».
Ante la puerta de la iglesia había un mendigo anciano que se sostenía en sus muletas; Juan le dio los peniques que guardaba en su bolso, y luego prosiguió su viaje por el ancho mundo, contento y feliz.
Al caer la tarde, el tiempo se puso horrible, y nuestro mozo se dio prisa en buscar un cobijo, pero no tardó en cerrar la noche oscura. Finalmente, llegó a una pequeña iglesia, que se levantaba en lo alto de una colina. Por suerte, la puerta estaba sólo entornada y pudo entrar. Su intención era permanecer allí hasta que la tempestad hubiera pasado.
- Me sentaré en un rincón -dijo-, estoy muy cansado y necesito reposo -. Se sentó, pues, juntó las manos para rezar su oración vespertina y antes de que pudiera darse cuenta, se quedó profundamente dormido y transportado al mundo de los sueños, mientras en el exterior fulguraban los relámpagos y retumbaban los truenos.
Despertóse a medianoche. La tormenta había cesado, y la luna brillaba en el firmamento, enviando sus rayos de plata a través de las ventanas. En el centro del templo había un féretro abierto, con un difunto, esperando la hora de recibir sepultura. Juan no era temeroso ni mucho menos; nada le reprochaba su conciencia, y sabía perfectamente que los muertos no hacen mal a nadie; los vivos son los perversos, los que practican el mal. Mas he aquí que dos individuos de esta clase estaban junto al difunto depositado en el templo antes de ser confiado a la tierra. Se proponían cometer con él una fechoría: arrancarlo del ataúd y arrojarlo fuera de la iglesia.
- ¿Por qué queréis hacer esto? -preguntó Juan-. Es una mala acción. Dejad que descanse en paz, en nombre de Jesús.
- ¡Tonterías! -replicaron los malvados-. ¡Nos engañó! Nos debía dinero y no pudo pagarlo; y ahora que ha muerto no cobraremos un céntimo. Por eso queremos vengarnos. Vamos a arrojarlo como un perro ante la puerta de la iglesia.
- Sólo tengo cincuenta florines -dijo Juan-; es toda mi fortuna, pero os la daré de buena gana si me prometéis dejar en paz al pobre difunto. Yo me las arreglaré sin dinero. Estoy sano y fuerte, y no me faltará la ayuda de Dios.
- Bien -replicaron los dos impíos-. Si te avienes a pagar su deuda no le haremos nada, te lo prometemos -. Embolsaron el dinero que les dio Juan, y, riéndose a carcajadas de aquel magnánimo infeliz, siguieron su camino. Juan colocó nuevamente el cadáver en el féretro, con las manos cruzadas sobre el pecho, e, inclinándose ante él, alejóse contento bosque a través.
En derredor, dondequiera que llegaban los rayos de luna filtrándose por entre el follaje, veía jugar alegremente a los duendecillos, que no huían de él, pues sabían que era un muchacho bueno e inocente; son sólo los malos, de quienes los duendes no se dejan ver. Algunos no eran más grandes que el ancho de un dedo, y llevaban sujeto el largo y rubio cabello con peinetas de oro. De dos en dos se balanceaban en equilibrio sobre las abultadas gotas de rocío, depositadas sobre las hojas y los tallos de hierba; a veces, una de las gotitas caía al suelo por entre las largas hierbas, y el incidente provocaba grandes risas y alboroto entre los minúsculos personajes. ¡Qué delicia! Se pusieron a cantar, y Juan reconoció enseguida las bellas melodías que aprendiera de niño. Grandes arañas multicolores, con argénteas coronas en la cabeza, hilaban, de seto a seto, largos puentes colgantes y palacios que, al recoger el tenue rocío, brillaban como nítido cristal a los claros rayos de la luna. El espectáculo duró hasta la salida del sol. Entonces, los duendecillos se deslizaron en los capullos de las flores, y el viento se hizo cargo de sus puentes y palacios, que volaron por los aires convertidos en telarañas.
En éstas, Juan había salido ya del bosque cuando a su espalda resonó una recia voz de hombre:
- ¡Hola, compañero!, ¿adónde vamos?
- Por esos mundos de Dios -respondió Juan-. No tengo padre ni madre y soy pobre, pero Dios me ayudará.
- También yo voy a correr mundo -dijo el forastero-. ¿Quieres que lo hagamos en compañía?
- ¡Bueno! -asintió Juan, y siguieron juntos. No tardaron en simpatizar, pues los dos eran buenas personas. Juan observó muy pronto, empero, que el desconocido era mucho más inteligente que él. Había recorrido casi todo el mundo y sabía de todas las cosas imaginables.
El sol estaba ya muy alto sobre el horizonte cuando se sentaron al pie de un árbol para desayunarse; y en aquel mismo momento se les acercó una anciana que andaba muy encorvada, sosteniéndose en una muletilla y llevando a la espalda un haz de leña que había recogido en el bosque. Llevaba el delantal recogido y atado por delante, y Juan observó que por él asomaban tres largas varas de sauce envueltas en hojas de helecho. Llegada adonde ellos estaban, resbaló y cayó, empezando a quejarse lamentablemente; la pobre se había roto una pierna.
Juan propuso enseguida trasladar a la anciana a su casa; pero el forastero, abriendo su mochila, dijo que tenía un ungüento con el cual, en un santiamén, curaría la pierna rota, de tal modo que la mujer podría regresar a su casa por su propio pie, como si nada le hubiese ocurrido. Sólo pedía, en pago, que le regalase las tres varas que llevaba en el delantal.
- ¡Mucho pides! -objetó la vieja, acompañando las palabras con un raro gesto de la cabeza. No le hacía gracia ceder las tres varas; pero tampoco resultaba muy agradable seguir en el suelo con la pierna fracturada. Dióle, pues, las varas, y apenas el ungüento hubo tocado la fractura se incorporó la abuela y echó a andar mucho más ligera que antes. Y todo por virtud de la pomada; pero hay que advertir que no era una pomada de las que venden en la botica.
- ¿Para qué quieres las varas? -preguntó Juan a su compañero.
- Son tres bonitas escobas -contestó el otro-. Me gustan, qué quieres que te diga; yo soy así de extraño.
Y prosiguieron un buen trecho.
- ¡Se está preparando una tormenta! -exclamó Juan, señalando hacia delante-. ¡Qué nubarrones más cargados!
- No -respondió el compañero-. No son nubes, sino montañas, montañas altas y magníficas, cuyas cumbres rebasan las nubes y están rodeadas de una atmósfera serena. Es maravilloso, créeme. Mañana ya estaremos allí.
Pero no estaban tan cerca como parecía. Un día entero tuvieron que caminar para llegar a su pie. Los oscuros bosques trepaban hasta las nubes, y habían rocas enormes, tan grandes como una ciudad. Debía de ser muy cansado subir allá arriba, y, así, Juan y su compañero entraron en la posada; tenían que descansar y reponer fuerzas para la jornada que les aguardaba.
En la sala de la hostería se había reunido mucho público, pues estaba actuando un titiretero. Acababa de montar su pequeño escenario, y la gente se hallaba sentada en derredor, dispuesta a presenciar el espectáculo. En primera fila estaba sentado un gordo carnicero, el más importante del pueblo, con su gran perro mastín echado a su lado; el animal tenía aspecto feroz y los grandes ojos abiertos, como el resto de los espectadores.
Empezó una linda comedia, en la que intervenían un rey y una reina, sentados en un trono magnífico, con sendas coronas de oro en la cabeza y vestidos con ropajes de larga cola, como corresponda a tan ilustres personajes. Lindísimos muñecos de madera, con ojos de cristal y grandes bigotes, aparecían en las puertas, abriéndolas y cerrándolas, para permitir la entrada de aire fresco. Era una comedia muy bonita, y nada triste; pero he aquí que al levantarse la reina y avanzar por la escena, sabe Dios lo que creerla el mastín, pero lo cierto es que se soltó de su amo el carnicero, plantóse de un salto en el teatro y, cogiendo a la reina por el tronco, ¡crac!, la despedazó en un momento. ¡Espantoso!
El pobre titiretero quedó asustado y muy contrariado por su reina, pues era la más bonita de sus figuras; y el perro la había decapitado. Pero cuando, más tarde, el público se retiró, el compañero de Juan dijo que repararía el mal, y, sacando su frasco, untó la muñeca con el ungüento que tan maravillosamente había curado la pierna de la vieja. Y, en efecto; no bien estuvo la muñeca untada, quedó de nuevo entera, e incluso podía mover todos los miembros sin necesidad de tirar del cordón; habríase dicho que era una persona viviente, sólo que no hablaba. El hombre de los títeres se puso muy contento; ya no necesitaba sostener aquella muñeca, que hasta sabía bailar por sí sola: ninguna otra figura podía hacer tanto.



El compañero de viaje

Continuación

Por la noche, cuando todos los huéspedes estuvieron acostados, oyéronse unos suspiros profundísimos y tan prolongados, que todo el mundo se levantó para ver quién los exhalaba. El titiretero se dirigió a su teatro, pues de él salían las quejas. Los muñecos, el rey y toda la comparseria estaban revueltos, y eran ellos los que así suspiraban, mirando fijamente con sus ojos de vidrio, pues querían que también se les untase un poquitín con la maravillosa pomada, como la reina, para poder moverse por su cuenta. La reina se hincó de rodillas y, levantando su magnífica corona, imploró:
- ¡Quédate con ella, pero unta a mi esposo y a los cortesanos! Al pobre propietario del teatro se le saltaron las lágrimas, pues la escena era en verdad conmovedora. Fue en busca del compañero de Juan y le prometió toda la recaudación de la velada siguiente si se avenía a untarle aunque sólo fuesen cuatro o cinco muñecos; pero el otro le dijo que por toda recompensa sólo quería el gran sable que llevaba al cinto; cuando lo tuvo, aplicó el ungüento a seis figuras, las cuales empezaron a bailar enseguida, con tanta gracia, que las muchachas de veras que lo vieron las acompañaron en la danza. Y bailaron el cochero y la cocinera, el criado y la criada, y todos los huéspedes, hasta la misma badila y las tenazas, si bien éstas se fueron al suelo a los primeros pasos. Fue una noche muy alegre, desde luego.
A la mañana siguiente, Juan y su compañero de viaje se despidieron de la compañía y echaron cuesta arriba por entre los espesos bosques de abetos. Llegaron a tanta altura, que las torres de las iglesias se veían al fondo como diminutas bayas rojas destacando en medio del verdor, y su mirada pudo extenderse a muchas, muchas millas, hasta tierras que jamás habían visitado. Tanta belleza y magnificencia nunca la había visto Juan; el sol parecía más cálido en aquel aire puro; el mozo oía los cuernos de los cazadores resonando entre las montañas, tan claramente, que las lágrimas asomaron a sus ojos y no pudo por menos de exclamar: ¡Dios santo y misericordioso, quisiera besarte por tu bondad con nosotros y por toda esa belleza que, para nosotros también, has puesto en el mundo!
El compañero de viaje permanecía a su vez con las manos juntas contemplando, por encima del bosque y las ciudades, la lejanía inundada por el sol. Al mismo tiempo oyeron encima de sus cabezas un canto prodigioso, y al mirar a las alturas descubrieron flotando en el espacio un cisne blanco que cantaba como jamás oyeran hacer a otra ave. Pero aquellos sones fueron debilitándose progresivamente, y el hermoso cisne, inclinando la cabeza, descendió con lentitud y fue a caer muerto a sus pies.
-¡Qué alas tan espléndidas! -exclamó el compañero-. Mucho dinero valdrán, tan blancas y grandes; ¡voy a llevármelas! ¿Ves ahora cómo estuve acertado al hacerme con el sable? -. Cortó las dos alas del cisne muerto y se las guardó.
Caminaron millas y millas montes a través, hasta que por fin vieron ante ellos una gran ciudad, con cien torres que brillaban al sol cual si fuesen de plata. En el centro de la población se alzaba un regio palacio de mármol recubierto de oro; era la mansión del Rey.
Juan y su compañero no quisieron entrar enseguida en la ciudad, sino que se quedaron fuera, en una posada, para asearse, pues querían tener buen aspecto al andar por las calles. El posadero les contó que el Rey era una excelente persona, incapaz de causar mal a nadie; pero, en cambio, su hija, ¡ay, Dios nos guarde!, era una princesa perversa. Belleza no le faltaba, y en punto a hermosura ninguna podía compararse con ella; pero, ¿de qué le servía?. Era una bruja, culpable de la muerte de numerosos y apuestos príncipes. Permitía que todos los hombres la pretendieran; todos podían presentarse, ya fuesen príncipes o mendigos, lo mismo daba; pero tenían que adivinar tres cosas que ella se había pensado. Se casaría con el que acertase, el cual sería Rey del país el día en que su padre falleciese; pero el que no daba con las tres respuestas, era ahorcado o decapitado. El anciano Rey, su padre, estaba en extremo afligido por la conducta de su hija, mas no podía impedir sus maldades, ya que en cierta ocasión prometió no intervenir jamás en los asuntos de sus pretendientes y dejarla obrar a su antojo. Cada vez que se presentaba un príncipe para someterse a la prueba, era colgado o le cortaban la cabeza; pero siempre se le había prevenido y sabía bien a lo que se exponía. El viejo Rey estaba tan amargado por tanta tristeza y miseria, que todos los años permanecía un día entero de rodillas, junto con sus soldados, rogando por la conversión de la princesa; pero nada conseguía. Las viejas que bebían aguardiente, en señal de duelo lo teñían de negro antes de llevárselo a la boca; más no podían hacer.
- ¡Qué horrible princesa! -exclamó Juan-. Una buena azotaina, he aquí lo que necesita. Si yo fuese el Rey, pronto cambiaría.
De pronto se oyó un gran griterío en la carretera. Pasaba la princesa. Era realmente tan hermosa, que todo el mundo se olvidaba de su maldad y se ponía a vitorearla. Escoltábanla doce preciosas doncellas, todas vestidas de blanca seda y cabalgando en caballos negros como azabache, mientras la princesa montaba un corcel blanco como la nieve, adornado con diamantes y rubíes; su traje de amazona era de oro puro, y el látigo que sostenía en la mano relucía como un rayo de sol, mientras la corona que ceñía su cabeza centelleaba como las estrellitas del cielo, y el manto que la cubría estaba hecho de miles de bellísimas alas de mariposas. Y, sin embargo, ella era mucho más hermosa que todos los vestidos.
Al verla, Juan se puso todo colorado, por la sangre que afluyó a su rostro, y apenas pudo articular una palabra; la princesa era exactamente igual que aquella bella muchacha con corona de oro que había visto en sueños la noche de la muerte de su padre. La encontró indeciblemente hermosa, y en el acto quedó enamorado de ella. Era imposible, pensó, que fuese una bruja, capaz de mandar ahorcar o decapitar a los que no adivinaban sus acertijos. «Todos están facultades para solicitarla, incluso el más pobre de los mendigos; iré, pues, al palacio; no tengo más remedio».
Todos insistieron en que no lo hiciese, pues sin duda correría la suerte de los otros; también su compañero de ruta trató de disuadirlo, pero Juan, seguro de que todo se resolvería bien, se cepilló los zapatos y la chaqueta, se lavó la cara y las manos, se peinó el bonito cabello rubio y se encaminó a la ciudad y al palacio.
- ¡Adelante! -gritó el anciano Rey al llamar Juan a la puerta. Abrióla el mozo, y el Soberano salió a recibirlo, en bata de noche y zapatillas bordadas. Llevaba en la cabeza la corona de oro, en una mano, el cetro, y en la otra, el globo imperial.
- ¡Un momento! -dijo, poniéndose el globo debajo del brazo para poder alargar la mano a Juan. Pero no bien supo que se trataba de un pretendiente, prorrumpió a llorar con tal violencia, que cetro y globo le cayeron al suelo y hubo de secarse los ojos con la bata de dormir. ¡Pobre viejo Rey!
- No lo intentes -le dijo-, acabarás malamente, como los demás. Ven y verás le que te espera -. Y condujo a Juan al jardín de recreo de la princesa.
¡Horrible espectáculo! De cada árbol colgaban tres o cuatro príncipes que, habiendo solicitado a la hija del Rey, no habían acertado a contestar sus preguntas. A cada ráfaga de viento matraqueaban los esqueletos, por lo que los pájaros, asustados, nunca acudían al jardín; las flores estaban atadas a huesos humanos, y en las macetas, los cráneos exhibían su risa macabra. ¡Qué extraño jardín para una princesa!
- ¡Ya lo ves! -dijo el Rey-. Te espera la misma suerte que a todos ésos. Mejor es que renuncies. Me harías sufrir mucho, pues no puedo soportar estos horrores.
Juan besó la mano al bondadoso Monarca, y le dijo que sin duda las cosas marcharían bien, pues estaba apasionadamente prendado de la princesa.
En esto llegó ella a palacio, junto con sus damas. El Rey y Juan fueron a su encuentro, a darle los buenos días. Era maravilloso mirarla; tendió la mano al mozo, y éste quedó mucho más persuadido aún de que no podía tratarse de una perversa hechicera, como sostenía la gente. Pasaron luego a la sala del piso superior, y los criados sirvieron confituras y pastas secas, pero el Rey estaba tan afligido, que no pudo probar nada, además de que las pastas eran demasiado duras para sus dientes.
Se convino en que Juan volvería a palacio a la mañana siguiente. Los jueces y todo el consejo estarían reunidos para presenciar la marcha del proceso. Si la cosa iba bien, Juan tendría que comparecer dos veces más; pero hasta entonces nadie había acertado la primera pregunta, y todos habían perdido la vida.
A Juan no le preocupó ni por un momento la idea de cómo marcharían las cosas; antes bien, estaba alegre, pensando tan sólo en la bella princesa, seguro de que Dios le ayudaría; de qué manera, lo ignoraba, y prefería no pensar en ello. Iba bailando por la carretera, de regreso a la posada, donde lo esperaba su compañero.
El muchacho no encontró palabras para encomiar la amabilidad con que lo recibiera la princesa y describir su hermosura. Anhelaba estar ya al día siguiente en el palacio, para probar su suerte con el acertijo.
Pero su compañero meneó la cabeza, profundamente afligido.
- Te quiero bien -dijo-; confiaba en que podríamos seguir juntos mucho tiempo, y he aquí que voy a perderte. ¡Mi pobre, mi querido Juan!, me dan ganas de llorar, pero no quiero turbar tu alegría en esta última velada que pasamos juntos. Estaremos alegres, muy alegres; mañana, cuando te hayas marchado, podré llorar cuanto quiera.
Todos los habitantes de la ciudad se habían enterado de la llegada de un nuevo pretendiente a la mano de la princesa, y una gran congoja reinaba por doquier. Cerróse el teatro, las pasteleras cubrieron sus mazapanes con crespón, el Rey y los sacerdotes rezaron arrodillados en los templos; la tristeza era general, pues nadie creía que Juan fuera más afortunado que sus predecesores.
Al atardecer, el compañero de Juan preparó un ponche, y dijo a su amigo:
- Vamos a alegrarnos y a brindar por la salud de la princesa.
Pero al segundo vaso entróle a Juan una pesadez tan grande, que tuvo que hacer un enorme esfuerzo para mantener abiertos los ojos, basta que quedó sumido en profundo sueño. Su compañero lo levantó con cuidado de la silla y lo llevó a la cama; luego, cerrada ya la noche, cogió las grandes alas que había cortado al cisne y se las sujetó a la espalda. Metióse en el bolsillo la más grande de las varas recibidas de la vieja de la pierna rota, abrió la ventana, y, echando a volar por encima de la ciudad, se dirigió al palacio; allí se posó en un rincón, bajo la ventana del aposento de la princesa.
En la ciudad reinaba el más profundo silencio. Dieron las doce menos cuarto en el reloj, se abrió la ventana, y la princesa salió volando, envuelta en un largo manto blanco y con alas negras, alejándose en dirección a una alta montaña. El compañero de Juan se hizo invisible, para que la doncella no pudiese notar su presencia, y se lanzó en su persecución; cuando la alcanzó, se puso a azotarla con su vara, con tanta fuerza que la sangre fluía de su piel. ¡Qué viajecito! El viento extendía el manto en todas direcciones, a modo de una gran vela de barco a cuyo través brillaba la luz de la luna.
- ¡Qué manera de granizar! -exclamaba la princesa a cada azote, y bien empleado le estaba. Finalmente, llegó a la montaña y llamó. Se oyó un estruendo semejante a un trueno; abrióse la montaña, y la hija del Rey entró, seguida del amigo de Juan, que, siendo invisible, no fue visto por nadie. Siguieron por un corredor muy grande y muy largo, cuyas paredes brillaban de manera extraña, gracias a más de mil arañas fosforescentes que subían y bajaban por ellas, refulgiendo como fuego. Llegaron luego a una espaciosa sala, toda ella construida de plata y oro. Flores del tamaño de girasoles, rojas y azules, adornaban las paredes; pero nadie podía cogerlas, pues sus tallos eran horribles serpientes venenosas, y las corolas, fuego puro que les salía de las fauces. Todo el techo se hallaba cubierto de luminosas luciérnagas y murciélagos de color azul celeste, que agitaban las delgadas alas. ¡Qué espanto! En el centro del piso había un trono, soportado por cuatro esqueletos de caballo, con guarniciones hechas de rojas arañas de fuego; el trono propiamente dicho era de cristal blanco como la leche, y los almohadones eran negros ratoncillos que se mordían la cola unos a otros. Encima había un dosel hecho de telarañas color de rosa, con incrustaciones de diminutas moscas verdes que refulgían cual piedras preciosas. Ocupaba el trono un viejo hechicero, con una corona en la fea cabeza y un cetro en la mano. Besó a la princesa en la frente y, habiéndole invitado a sentarse a su lado, en el magnífico trono, mandó que empezase la música. Grandes saltamontes negros tocaban la armónica, mientras la lechuza se golpeaba el vientre, a falta de tambor. Jamás se ha visto tal concierto. Pequeños trasgos negros con fuegos fatuos en la gorra danzaban por la sala. Sin embargo, nadie se dio cuenta del compañero de Juan; colocado detrás del trono, pudo verlo y oírlo todo.



Lo más increíble

Quien fuese capaz de hacer lo más increíble, se casaría con la hija del Rey y se convertiría en dueño de la mitad del reino.
Los jóvenes - y también los viejos - pusieron a contribución toda su inteligencia, sus nervios y sus músculos. Dos se hartaron hasta reventar, y uno se mató a fuerza de beber, y lo hicieron para realizar lo que a su entender era más increíble, sólo que no era aquél el modo de ganar el premio. Los golfillos callejeros se dedicaron a escupirse sobre la propia espalda, lo cual consideraban el colmo de lo increíble.
Señalóse un día para que cada cual demostrase lo que era capaz de hacer y que, a su juicio, fuera lo más increíble. Se designaron como jueces, desde niños de tres años hasta cincuentones maduros. Hubo un verdadero desfile de cosas increíbles, pero el mundo estuvo pronto de acuerdo en que lo más increíble era un reloj, tan ingenioso por dentro como por fuera. A cada campanada salían figuras vivas que indicaban lo que el reloj acababa de tocar; en total fueron doce escenas, con figuras movibles, cantos y discursos.
- ¡Esto es lo más increíble! -exclamó la gente.
El reloj dio la una y apareció Moisés en la montaña, escribiendo el primer mandamiento en las Tablas de la Ley: «Hay un solo Dios verdadero».
Al dar las dos viose el Paraíso terrenal, donde se encontraron Adán y Eva, felices a pesar de no disponer de armario ropero; por otra parte, no lo necesitaban.
Cuando sonaron las tres, salieron los tres Reyes Magos, uno de ellos negro como el carbón; ¡qué remedio! El sol lo había ennegrecido. Llevaban incienso y cosas preciosas.
A las cuatro presentáronse las estaciones: la Primavera, con el cuclillo posado en una tierna rama de haya; el Verano, con un saltamontes sobre una espiga madura; el Otoño, con un nido de cigüeñas abandonado -pues el ave se había marchado ya-, y el Invierno, con una vieja corneja que sabía contar historias y antiguos recuerdos junto al fuego.
Dieron las cinco y comparecieron los cinco sentidos: la Vista, en figura de óptico; el Oído, en la de calderero; el Olfato vendía violetas y aspérulas; el Gusto estaba representado por un cocinero, y el Tacto, por un sepulturero con un crespón fúnebre que le llegaba a los talones.
El reloj dio las seis, y apareció un jugador que echó los dados; al volver hacia arriba la parte superior, salió el número seis.
Vinieron luego los siete días de la semana o los siete pecados capitales; los espectadores no pudieron ponerse de acuerdo sobre lo que eran en realidad; sea como fuere, tienen mucho de común y no es muy fácil separarlos.
A continuación, un coro de monjes cantó la misa de ocho.
Con las nueve llegaron las nueve Musas; una de ellas trabajaba en Astronomía; otra, en el Archivo histórico; las restantes se dedicaban al teatro.
A las diez salió nuevamente Moisés con las tablas; contenían los mandamientos de Dios, y eran diez.
Volvieron a sonar campanadas y salieron, saltando y brincando, unos niños y niñas que jugaban y cantaban: «¡Ahora, niños, a escuchar; las once acaban de dar!».
Y al dar las doce salió el vigilante, con su capucha, y con la estrella matutina, cantando su vieja tonadilla:
¡Era medianoche,
cuando nació el Salvador!
Y mientras cantaba brotaron rosas, que luego resultaron cabezas de angelillos con alas, que tenían todos los colores del iris.
Resultó un espectáculo tan hermoso para los ojos como para los oídos. Aquel reloj era una obra de arte incomparable, lo más increíble que pudiera imaginarse, decía la gente.
El autor era un joven de excelente corazón, alegre como un niño, un amigo bueno y leal, y abnegado con sus humildes padres. Se merecía la princesa y la mitad del reino.
Llegó el día de la decisión; toda la ciudad estaba engalanada, y la princesa ocupaba el trono, al que habían puesto crin nuevo, sin hacerlo más cómodo por eso. Los jueces miraban con pícaros ojos al supuesto ganador, el cual permanecía tranquilo y alegre, seguro de su suerte, pues había realizado lo más increíble.
- ¡No, esto lo haré yo! -gritó en el mismo momento un patán larguirucho y huesudo-. Yo soy el hombre capaz de lo más increíble -. Y blandió un hacha contra la obra de arte.
¡Cric, crac!, en un instante todo quedó deshecho; ruedas y resortes rodaron por el suelo; la maravilla estaba destruida.
- ¡Ésta es mi obra! -dijo-. Mi acción ha superado a la suya; he hecho lo más increíble.
- ¡Destruir semejante obra de arte! -exclamaron los jueces. - Efectivamente, es lo más increíble.
Todo el pueblo estuvo de acuerdo, por lo que le asignaron la princesa y la mitad del reino, pues la ley es la ley, incluso cuando se trata de lo más increíble y absurdo.
Desde lo alto de las murallas y las torres de la ciudad proclamaron los trompeteros:
- ¡Va a celebrarse la boda!
La princesa no iba muy contenta, pero estaba espléndida, y ricamente vestida. La iglesia era un mar de luz; anochecía ya, y el efecto resultaba maravilloso. Las doncellas nobles de la ciudad iban cantando, acompañando a la novia; los caballeros hacían lo propio con el novio, el cual avanzaba con la cabeza tan alta como si nada pudiese rompérsela.
Cesó el canto e hízose un silencio tan profundo, que se habría oído caer al suelo un alfiler. Y he aquí que en medio de aquella quietud se abrió con gran estrépito la puerta de la iglesia y, «¡bum! ¡bum!», entró el reloj y, avanzándo por la nave central, fue a situarse entre los novios. Los muertos no pueden volver, esto ya lo sabemos, pero una obra de arte sí puede; el cuerpo estaba hecho pedazos, pero no el espíritu; el espectro del Arte se apareció, dejando ya de ser un espectro.
La obra de arte estaba entera, como el día que la presentaron, intacta y nueva. Sonaron las campanadas, una tras otra, hasta las doce, y salieron las figuras. Primero Moisés, cuya frente despedía llamas. Arrojó las pesadas tablas de la ley a los pies del novio, que quedaron clavados en el suelo.
- ¡No puedo levantarlas! -dijo Moisés-. Me cortaste los brazos. Quédate donde estás.
Vinieron después Adán y Eva, los Reyes Magos de Oriente y las cuatro estaciones, y todos le dijeron verdades desagradables: «¡Avergüénzate!».
Pero él no se avergonzó.
Todas las figuras que habían aparecido a las diferentes horas, salieron del reloj y adquirieron un volumen enorme. Parecía que no iba a quedar sitio para las personas de carne y hueso. Y cuando a las doce se presentó el vigilante con la capucha y la estrella matutina, se produjo un movimiento extraordinario. El vigilante, dirigiéndose al novio, le dio un golpe en la frente con la estrella.
- ¡Muere! -le dijo- ¡Medida por medida! ¡Estamos vengados, y el maestro también! ¡adiós!
Y desapareció la obra de arte; pero las luces de la iglesia la transformaron en grandes flores luminosas, y las doradas estrellas del techo enviaron largos y refulgentes rayos, mientras el órgano tocaba solo. Todos los presentes dijeron que aquello era lo más increíble que habían visto en su vida.
- Llamemos ahora al vencedor -dijo la princesa-. El autor de la maravilla será mi esposo y señor.
Y el joven se presentó en la iglesia, con el pueblo entero por séquito, entre las aclamaciones y la alegría general. Nadie sintió envidia. ¡Y esto fue precisamente lo más increíble!



El Jardín del Paraíso

Érase una vez un príncipe, hijo de un rey; nadie poseía tantos y tan hermosos libros como él; en ellos se leía cuanto sucede en el mundo, y además tenían bellísimas estampas. Hablábase en aquellos libros de todos los pueblos y países; pero ni una palabra contenían acerca del lugar donde se hallaba el Paraíso terrenal, y éste era precisamente el objeto de los constantes pensamientos del príncipe.
De muy niño, ya antes de ir a la escuela, su abuelita le había contado que las flores del Paraíso eran pasteles, los más dulces que quepa imaginar, y que sus estambres estaban henchidos del vino más delicioso. Una flor contenía toda la Historia, otra la Geografía, otra las tablas de multiplicar; bastaba con comerse el pastel y ya se sabía uno la lección; y cuanto más se comía, más Historia se sabía, o más Geografía o Aritmética.
El niño lo había creído entonces, pero a medida que se hizo mayor y se fue despertando su inteligencia y enriqueciéndose con conocimientos, comprendió que la belleza y magnificencia del Paraíso terrenal debían ser de otro género.
- ¡Ay!, ¿por qué se le ocurriría a Eva comer del árbol de la ciencia del bien y del mal? ¿Por qué probó Adán la fruta prohibida? Lo que es yo no lo hubiera hecho, y el mundo jamás habría conocido el pecado.
Así decía entonces, y así repetía cuando tuvo ya cumplidos diecisiete años. El Paraíso absorbía todos sus pensamientos.
Un día se fue solo al bosque, pues era aquél su mayor placer.
Hízose de noche, acumuláronse los nubarrones en el cielo, y pronto descargó un verdadero diluvio, como si el cielo entero fuese una catarata por la que el agua se precipitaba a torrentes; la oscuridad era tan completa como puede serlo en el pozo más profundo. Caminaba resbalando por la hierba empapada y tropezando con las desnudas piedras que sobresalían del rocoso suelo. Nuestro pobre príncipe chorreaba agua, y en todo su cuerpo no quedaba una partícula seca. Tenía que trepar por grandes rocas musgosas, rezumantes de agua, y se sentía casi al límite de sus fuerzas, cuando de pronto percibió un extraño zumbido y se encontró delante de una gran cueva iluminada. En su centro ardía una hoguera, tan grande como para poder asar en ella un ciervo entero; y así era realmente: un ciervo maravilloso, con su altiva cornamenta, aparecía ensartado en un asador que giraba lentamente entre dos troncos enteros de abeto. Una mujer anciana, pero alta y robusta, cual si se tratase de un hombre disfrazado, estaba sentada junto al fuego, al que echaba leña continuamente.
- Acércate -le dijo-. Siéntate al lado del fuego y sécate las ropas.
- ¡Qué corriente hay aquí! -observó el príncipe, sentándose en el suelo.
- Más fuerte será cuando lleguen mis hijos -respondió la mujer-. Estás en la gruta de los vientos; mis hijos son los cuatro vientos de la Tierra. ¿Entiendes?
- ¿Dónde están tus hijos? -preguntó el príncipe.
- ¡Oh! Es difícil responder a preguntas tontas -dijo la mujer-. Mis hijos obran a su capricho, juegan a pelota con las nubes allá arriba, en la sala grande -. Y señaló el temporal del exterior.
- Ya comprendo -contestó el príncipe-. Pero habláis muy bruscamente; no son así las doncellas de mi casa.
- ¡Bah!, ellas no tienen otra cosa que hacer. Yo debo ser dura, si quiero mantener a mis hijos disciplinados; y disciplinados los tengo, aunque no es fácil cosa manejarlos. ¿Ves aquellos cuatro sacos que cuelgan de la pared? Pues les tienen más miedo del que tú le tuviste antaño al azote detrás del espejo. Puedo dominar a los mozos, te lo aseguro, y no tienen más remedio que meterse en el saco; aquí no andamos con remilgos. Y allí se están, sin poder salir y marcharse por las suyas, hasta que a mí me da la gana. Ahí llega uno.
Era el viento Norte, que entró con un frío glacial, esparciendo granizos por el suelo y arremolinando copos de nieve. Vestía calzones y chaqueta de piel de oso, y traía una gorra de piel de foca calada hasta las orejas; largos carámbanos le colgaban de las barbas, y granos de pedrisco le bajaban del cuello, rodando por la chaqueta.
- ¡No se acerque enseguida al fuego! -le dijo el príncipe-. Podrían helársele la cara y las manos.
- ¡Hielo! -respondió el viento con una sonora risotada-. ¡Hielo! ¡No hay cosa que más me guste! Pero, ¿de dónde sale ese mequetrefe? ¿Cómo has venido a dar en la gruta de los vientos?
- Es mi huésped -intervino la vieja-, y si no te gusta mi explicación, ya estás metiéndote en el saco. ¿Me entiendes?
Bastaron estas palabras para hacerle entrar en razón, y el viento Norte se puso a contar de dónde venía y dónde había estado aquel mes.
- Vengo de los mares polares -dijo-; estuve en la Isla de los Osos con los balleneros rusos, durmiendo sentado en el timón cuando zarparon del Cabo Norte; de vez en cuando me despertaba un poquitín, y me encontraba con el petrel volando entre mis piernas. Es un ave muy curiosa: pega un fuerte aletazo y luego se mantiene inmóvil, con las alas desplegadas.
- No te pierdas en digresiones -dijo la madre-. ¿Llegaste luego a la Isla de los Osos?
- ¡Qué hermoso es aquello! Hay una pista de baile lisa como un plato, y nieve semiderretida, con poco musgo; esparcidos por el suelo había también agudas piedras y esqueletos de morsas y osos polares, como gigantescos brazos y piernas, cubiertos de moho. Habríase dicho que nunca brillaba allí el sol. Soplé ligeramente por entre la niebla para que pudiera verse el cobertizo. Era una choza hecha de maderos acarreados por las aguas; el tejado estaba cubierto de pieles de morsa con la parte interior vuelta hacia fuera, roja y verde; sobre el techo había un oso blanco gruñendo. Me fui a la playa, a ver los nidos de los polluelos, que chillaban abriendo el pico. Les soplé en el gaznate para que lo cerrasen. Más lejos revolcábanse las morsas, parecidas a intestinos vivientes o gigantescas orugas con cabeza de cerdo y dientes de una vara de largo.
- Te explicas bien, hijo -observó la madre-. La boca se me hace agua oyéndote.
- Luego empezó la caza. Dispararon un arpón al pecho de una morsa, y por encima del hielo saltó un chorro de sangre ardiente, como un surtidor. Yo me acordé entonces de mis tretas; me puse a soplar, y mis veleros, las altas montañas de hielo, aprisionaron los botes. ¡Qué tumulto, entonces! ¡Qué manera de silbar y de gritar! pero yo silbaba más que ellos. Hubieron de depositar sobre el hielo los cuerpos de las morsas capturadas, las cajas y los aparejos; yo les vertí encima montones de nieve, y forcé las embarcaciones bloqueadas, a que derivaran hacia el Sur con su botín, para que probasen el agua salada. ¡Jamás volverán a la Isla de los Osos!
- ¡Cuánto mal has hecho! -le dijo su madre.
- Otros te contarán lo que hice de bueno - replicó el viento-. Pero ahí tenemos a mi hermano de Poniente; es el que más quiero; sabe a mar y lleva consigo un frío delicioso.
- ¿No es el pequeño Céfiro? -preguntó el príncipe.
- ¡Claro que es el Céfiro! -respondió la vieja-, pero no tan pequeño. Antes fue un chiquillo muy simpático, pero esto pasó ya.
Realmente tenía aspecto salvaje, pero se tocaba con una especie de casco para no lastimarse. Empuñaba una porra de caoba, cortada en las selvas americanas, pues gastaba siempre de lo mejor.
- ¿De dónde vienes? -preguntóle su madre.
- De las selvas vírgenes -respondió-, donde los bejucos espinosos forman una valla entre árbol y árbol, donde la serpiente de agua mora entre la húmeda hierba, y los hombres están de más.
- ¿Y qué hiciste allí?
- Contemplé el río profundo, lo vi precipitarse de las peñas levantando una húmeda polvareda y volando hasta las nubes para captar el arco iris. Vi nadar en el río el búfalo salvaje, pero era más fuerte que él, y la corriente se lo llevaba aguas abajo, junto con una bandada de patos salvajes; al llegar a los rabiones, los patos levantaron el vuelo, mientras el búfalo era arrastrado. Me gustó el espectáculo, y provoqué una tempestad tal, que árboles centenarios se fueron río abajo y se hicieron trizas.
- ¿Eso es cuanto se te ocurrió hacer? -preguntó la vieja.
- Di volteretas en las sabanas, acaricié los caballos salvajes y sacudí los cocoteros. Sí, tengo muchas cosas que contar; pero no hay que decir todo lo que uno sabe, ¿verdad, vieja? -. Y dio tal beso a su madre, que por poco la tumba; era un mozo muy impulsivo.
Presentóse luego el viento Sur, con su turbante y una holgada túnica de beduino.
- ¡Qué frío hace aquí dentro! -exclamó, echando leña al fuego-. Bien se nota que el viento Norte fue el primero en llegar.
- ¡Hace un calor como para asar un oso polar! -replicó aquél.
- ¡Eso eres tú, un oso polar! -dijo el del Sur.
- ¿Queréis ir a parar al saco? -intervino la vieja-. Siéntate en aquella piedra y dinos dónde has estado.
- En Africa, madre -respondió el interpelado-. Estuve cazando leones con los hotentotes en el país de los cafres. ¡Qué hierba crece en sus llanuras, verde como aceituna! Por allí brincaba el ñu; un avestruz me retó a correr, pero ya comprendéis que yo soy mucho más ligero. Llegué después al desierto de arenas amarillas, que parece el fondo del mar. Encontré una caravana; estaba sacrificando el último camello para obtener agua, pero le sacaron muy poca. El sol ardía en el cielo, y la arena, en el suelo, y el desierto se extendía hasta el infinito. Me revolqué en la fina arena suelta, arremolinándola en grandes columnas. ¡Qué danza aquélla! Habrías visto cómo el dromedario cogía miedo, y el mercader se tapaba la cabeza con el caftán, arrodillándose ante mí como ante Alá, su dios. Quedaron sepultados, cubiertos por una pirámide de arena. Cuando soplé de nuevo por aquellos lugares, el sol blanqueará sus huesos, y los viajeros verán que otros hombres estuvieron allí antes que ellos. De otro modo nadie lo creería, en el desierto.
- Así, sólo has cometido tropelías -dijo la madre-. ¡Al saco! ­Y en un abrir y cerrar de ojos agarró al viento del Sur por el cuerpo y lo metió en el saco.



El Jardín del Paraíso

Continuación

El prisionero se revolvía en el suelo, pero la mujer se le sentó encima, y hubo de quedarse quieto.
- ¡Qué hijos más traviesos tienes! -observó el príncipe.
- ¡Y que lo digas! -asintió la madre-; pero yo puedo con ellos. ¡Ahí tenemos al cuarto!
Era el viento de Levante y vestía como un chino.
- Toma, ¿vienes de este lado? -preguntó la mujer-. Creía que habrías estado en el Paraíso.
- Mañana iré allí -respondió el Levante-, pues hará cien años que lo visité por última vez. Ahora vengo de China, donde dancé en torno a la Torre de Porcelana, haciendo resonar todas las campanas. En la calle aporreaba a los funcionarios, midiéndoles las espaldas con varas de bambú; eran gentes de los grados primero a noveno, y todos gritaban: «¡Gracias, mi paternal bienhechor!», pero no lo pensaban ni mucho menos. Y yo venga sacudir las campanas: ¡tsing-tsang-tsu!
- Siempre haciendo de las tuyas -dijo la madre-. Conviene que mañana vayas al Paraíso; siempre aprenderás algo bueno. Bebe del manantial de la sabiduría y tráeme una botellita de su agua.
- Muy bien -respondió el Levante-. Pero, ¿por qué metiste en el saco a mi hermano del Sur? ¡Déjalo salir! Quiero que me hable del Ave Fénix, pues cada vez que voy al jardín del Edén, de siglo en siglo, la princesa me pregunta acerca de ella. Anda, abre el saco, madrecita querida, y te daré dos bolsas de té verde y fresco, que yo mismo cogí de la planta.
- Bueno, lo hago por el té y porque eres mi preferido-. Y abrió el saco, del que salió el viento del Sur, muy abatido y cabizbajo, pues el príncipe había visto toda la escena.
- Ahí tienes una hoja de palma para la princesa -dijo-. Me la dio el Ave Fénix, la única que hay en el mundo. Ha escrito en ella con el pico toda su biografía, una vida de cien años. Así podrá leerla ella misma. Yo presencié cómo el Ave prendía fuego a su nido, estando ella dentro, y se consumía, igual que hace la mujer de un hindú. ¡Cómo crepitaban las ramas secas!. ¡Y qué humareda y qué olor! Al fin todo se fue en llamas, y la vieja Ave Fénix quedó convertida en cenizas; pero su huevo, que yacía ardiente en medio del fuego, estalló con gran estrépito, y el polluelo salió volando. Ahora es él el soberano de todas las aves y la única Ave Fénix del mundo. De un picotazo hizo un agujero en la hoja de palma; es su saludo a la princesa.
- Es hora de que tomemos algo -dijo la madre de los vientos, y, sentándose todos junto a ella, comieron del ciervo asado. El príncipe se había colocado al lado del Levante, y así no tardaron en ser buenos amigos.
- Dime -preguntó el príncipe-, ¿qué princesa es ésta de que hablabas, y dónde está el Paraíso?
- ¡Oh! -respondió el viento-. Si quieres ir allá, ven mañana conmigo; pero una cosa debo decirte: que ningún ser humano estuvo allí desde los tiempos de Adán y Eva. Ya lo sabrás por la Historia Sagrada.
- Sí, desde luego -afirmó el príncipe.
- Cuando los expulsaron, el Paraíso se hundió en la tierra, pero conservando su sol, su aire tibio y toda su magnificencia. Reside allí la Reina de las hadas, y en él está la Isla de la Bienaventuranza, a la que jamás llega la muerte y donde todo es espléndido. Móntate mañana sobre mi espalda y te llevaré conmigo; creo que no habrá inconveniente. Pero ahora no me digas nada más, quiero dormir.
De madrugada despertó el príncipe y tuvo una gran sorpresa al encontrarse ya sobre las nubes. Iba sentado en el dorso del viento de Levante, que lo sostenía firmemente. Pasaban a tanta altura, que los bosques y los campos, los ríos y los lagos aparecían como en un gran mapa iluminado.
- ¡Buenos días! -dijo el viento-. Aún podías seguir durmiendo un poco más, pues no hay gran cosa que ver en la tierra llana que tenemos debajo. A menos que quieras contar las iglesias; destacan como puntitos blancos sobre el tablero verde -. Llamaba «tablero verde» a los campos y prados.
- Fue una gran incorrección no despedirme de tu madre y de tus hermanos -dijo el príncipe.
- El que duerme está disculpado -respondió el viento, y echó a correr más velozmente que hasta entonces, como podía comprobárse por las copas de los árboles, pues al pasar por encima de ellas crepitaban las ramas y hojas; y podían verlo también en el mar y los lagos, pues se levantaban enormes olas, y los grandes barcos se zambullían en el agua como cisnes.
Hacia el atardecer, cuando ya oscurecía, contemplaron el bello espectáculo de las grandes ciudades iluminadas salpicando el paisaje. Era como si hubiesen encendido un pedazo de papel y se viesen las chispitas de fuego extinguiéndose una tras otra, como otros tantos niños que salen de la escuela. El príncipe daba palmadas, pero el viento le advirtió que debía estarse quieto, pues podría caerse y quedar colgado de la punta de un campanario.
El águila de los oscuros bosques volaba rauda, ciertamente, pero le ganaba el viento de Levante. El cosaco montado en su caballo, corría ligero por la estepa, pero más ligero corría el príncipe.
- ¡Ahora verás el Himalaya! -dijo el viento-. Es la cordillera más alta de Asia, y no tardaremos ya en llegar al jardín del Paraíso -. Torcieron más al Sur, y pronto percibieron el aroma de sus especias y flores. Higueras y granados crecían silvestres, y la parra salvaje tenía racimos azules y rojos. Bajaron allí y se tendieron sobre la hierba donde las flores saludaron al viento inclinando las cabecitas, como dándole la bienvenida.
- ¿Estamos ya en el Paraíso? -preguntó el príncipe.
- No, todavía no -, respondió el Levante-, pero ya falta poco. ¿Ves aquel muro de rocas y el gran hueco donde cuelgan los sarmientos, a modo de cortina verde? Hemos de atravesarlos. Envuélvete en tu capa; aquí el sol arde, pero a un paso de nosotros hace un frío gélido. El ave que vuela sobre aquel abismo, tiene el ala del lado de acá en el tórrido verano, y la otra, en el invierno riguroso.
- Entonces, ¿éste es el camino del Paraíso? -preguntó el príncipe.
Hundiéronse en la caverna; ¡uf!, ¡qué frío más horrible!, pero duró poco rato: El viento desplegó sus alas, que brillaron como fuego. ¡Qué abismo! Los enormes peñascos de los que se escurría el agua, se cernían sobre ellos adoptando las figuras más asombrosas; pronto la cueva se estrechó de tal modo, que se vieron forzados a arrastrarse a cuatro patas; otras veces se ensanchaba y abría como si estuviesen al aire libre.
Habríanse dicho criptas sepulcrales, con mudos órganos y banderas petrificadas.
- ¿Vamos al Paraíso por el camino de la muerte? -preguntó el príncipe; pero el viento no respondió, limitándose a señalarle hacia delante, de donde venía una bellísima luz azul. Los bloques de roca colgados sobre sus cabezas se fueron difuminando en una
especie de niebla que, al fin, adquirió la luminosidad de una blanca nube bañada por la luna. Respiraban entonces una atmósfera diáfana y tibia, pura como la de las montañas y aromatizado por las rosas de los valles. Fluía por allí un río límpido como el mismo aire, y en sus aguas nadaban peces que parecían de oro y plata; serpenteaban en él anguilas purpúreas, que a cada movimiento lanzaban chispas azules, y las anchas hojas de los nenúfares reflejaban todos los tonos del arco iris, mientras la flor era una auténtica llama ardiente, de un rojo amarillento, alimentada por el agua, como la lámpara por el aceite. Un sólido puente de mármol, bellamente cincelado, cual si fuese hecho de encajes y perlas de cristal, conducía, por encima del río, a la isla de la Bienaventuranza, donde se hallaba el jardín del Paraíso.
El viento cogió al príncipe en brazos y lo transportó al otro lado del puente. Allí las flores y hojas cantaban las más bellas canciones de su infancia, pero mucho más melodiosamente de lo que puede hacerlo la voz humana.
Y aquellos árboles, ¿eran palmeras o gigantescas plantas acuáticas? Nunca había visto el príncipe árboles tan altos y vigorosos; en largas guirnaldas pendían maravillosas enredaderas, tales como sólo se ven figuradas en colores y oro en las márgenes de los antiguos devocionarios, o entrelazadas en sus iniciales. Formaban las más raras combinaciones de aves, flores y arabescos. Muy cerca, en la hierba, se paseaba una bandada de pavos reales, con las fulgurantes colas desplegadas. Eso parecían... pero al tocarlos se dio cuenta el príncipe de que no eran animales, sino plantas; eran grandes lampazos, que brillaban como la esplendoroso cola del pavo real. El león y el tigre saltaban como ágiles gatos por entre los verdes setos, cuyo aroma semejaba el de las flores del olivo, y tanto el león como el tigre eran mansos; la paloma torcaz relucía como hermosísima perla, acariciando con las alas la melena del león, y el antílope, siempre tan esquivo, se estaba quieto agitando la cabeza, como deseoso de participar también en el juego.



Las velas

Érase una vez una gran vela de cera, consciente de su alto rango y muy pagada de sí misma.
- Estoy hecha de cera, y me fundieron y dieron forma en un molde -decía-. Alumbro mejor y ardo más tiempo que las otras luces; mi sitio está en una araña o en un candelabro de plata.
- Debe ser una vida bien agradable la suya -observó la vela de sebo-. Yo no soy sino de sebo, una vela sencilla, pero me consuelo pensando que siempre vale esto más que ser una candela de a penique. A ésta le dan un solo baño, y a mí me dan ocho; de ahí que sea tan resistente. No puedo quejarme.
Claro que es más distinguido haber nacido de cera que haber nacido de sebo, pero en este mundo nadie dispone de sí mismo. Ustedes están en el salón, en un candelabro o en una araña de cristal; yo me quedo en la cocina. Pero tampoco es mal sitio; de allí sale la comida para toda la casa.
-Sí, pero hay algo más importante que la comida -replicó la vela de cera-: la vida social. Brillar y ver brillar a los demás. Precisamente esta noche hay baile. No tardarán en venir a buscarnos, a mí y toda mi familia.
Apenas terminaba de hablar cuando se llevaron todas las velas de cera, y también la de sebo. La señora en persona la cogió con su delicada mano y la llevó a la cocina, donde había un chiquillo con un cesto, que llenaron de patatas y unas pocas manzanas. Todo lo dio la buena señora al rapazuelo.
- Ahí tienes también una luz, amiguito -dijo-. Tu madre vela hasta altas horas de la noche, siempre trabajando; tal vez le preste servicio.
La hija de la casa estaba también allí, y al oír las palabras «hasta altas horas de la noche», dijo muy alborozada:
- Yo también estaré levantada hasta muy tarde. Tenemos baile, y llevaré los grandes lazos colorados.
¡Cómo brillaba su carita! Daba gusto mirarla. Ninguna vela de cera es capaz de brillar como dos ojos infantiles.
«¡Qué emocionante!», pensó la vela de sebo-. Nunca lo olvidaré; seguramente no volveré a ver una cosa parecida.
La metieron en la cesta, debajo de la tapa, y el niño se marchó con ella.
«¿Adónde me llevarán? -pensaba la vela-. A casa de gente pobre, donde no me darán tal vez ni una mala palmatoria de latón, mientras la bujía de cera está en un candelabro de plata y ve a personas distinguidísimas. ¡Qué espléndido debe ser eso de lucir para la gente distinguida! Estaba de Dios que yo había de ser de sebo y no de cera».
Y la vela llegó a una casa pobre, la de una viuda con tres hijos que se apretujaban en una habitación reducida y de bajo techo, frente a la morada de los ricos señores.
- ¡Bendiga Dios a la buena señora por lo que nos ha dado! -dijo la madre-. ¡Qué vela más estupenda! Durará hasta muy avanzada la noche.
Y la encendieron.
- ¡Qué asco! -dijo-. Me han encendido con una cerilla apestosa. No le ocurrirá esto a la vela de cera de la casa de enfrente.
También en ella encendieron las luces, y su brillo irradió a la calle. Oíase el ruido de los coches que conducían a los invitados, y sonaba la música.
«Ahora empiezan allí -pensó la vela de sebo, y le vino a la memoria la radiante carita de la rica muchacha, más radiante que todas las velas de cera juntas-. Aquel espectáculo no lo veré nunca más». En esto llegó a la humilde vivienda el menor de los hijos, una chiquilla. Pasando los brazos alrededor del cuello de su hermano y hermana, les comunicó algo muy importante, algo que tenía que decirse al oído:
- Esta noche, ¡fijaos!, esta noche vamos a comer patatas fritas.
Y su rostro brilló de felicidad. La vela, que le daba de frente, vio reflejarse una alegría, una dicha tan grande como la que viera en la casa rica, donde la niña había dicho:
- Esta noche tenemos baile, y llevaré los grandes lazos colorados.
«¿Tan importante es eso de comer patatas fritas? -pensó la vela de sebo-. La alegría de estos niños es tan grande como la de aquella chiquilla». Y estornudó; quiero decir que chisporroteó; más no puede hacer una vela de sebo.
Pusieron la mesa y se comieron las patatas. ¡Qué ricas estaban! Fue un verdadero banquete; y además les tocó una manzana a cada uno. El niño más pequeño recitó aquel verso:
Dios bondadoso sea alabado,
que otra vez hoy nos ha saciado.
Amén.
- ¿Lo he recitado bien, madre? -dijo el pequeño.
- No tienes que pensar en ti mismo -le reprendió la madre sino sólo en Dios Nuestro Señor, que te ha dado una cena tan buena.
Los niños se acostaron, su madre les dio un beso, y enseguida se quedaron dormidos, mientras la mujer estuvo cosiendo hasta altas horas de la noche, para ganar el sustento de sus hijos y el propio. Fuera, desde la casa rica, llegaba la luz y la música. Las estrellas centelleaban sobre todas las moradas, las de los ricos y las de los pobres, con igual belleza e intensidad.
«A fin de cuentas ha sido una hermosa velada -pensó la vela de sebo-. ¿Lo habrán pasado mejor las de cera en sus candelabros de plata? Me gustaría saberlo antes de acabar de consumirme».
Y pensó en las dos niñas, que habían sido igualmente felices: una, iluminada por la luz de cera, y otra, por la de sebo.
Y ésta es toda la historia.



La suerte puede estar en un palito

Ahora os voy a contar un cuento sobre la suerte.
Todos conocemos la suerte; algunos la ven durante todo el año, otros sólo ciertos años y en un único día; incluso hay personas que no la ven más que una vez en su vida; pero todos la vemos alguna vez.
No necesito decir, pues todo el mundo lo sabe, que Dios envía al niñito y lo deposita en el seno de la madre, lo mismo puede ser en el rico palacio y en la vivienda de la familia acomodada, que en pleno campo, donde sopla el frío viento. Lo que no saben todos - y, no obstante, es cierto - es que Nuestro Señor, cuando envía un niño, le da una prenda de buena suerte, sólo que no la pone a su lado de modo visible, sino que la deja en algún punto del mundo, donde menos pueda pensarse; pero siempre se encuentra, y esto es lo más alentador. Puede estar en una manzana, como ocurrió en el caso de un sabio que se llamaba Newton: cayó la manzana, y así encontró él la suerte. Si no conoces la historia, pregunta a los que la saben; yo ahora tengo que contar otra: la de una pera.
Érase una vez un hombre pobre, nacido en la miseria, criado en ella y en ella casado. Era tornero de oficio, y torneaba principalmente empuñaduras y anillas de paraguas; pero apenas ganaba para vivir.
- ¡Nunca encontraré la suerte! -decía. Advertid que es una historia verdadera, y que podría deciros el país y el lugar donde residía el hombre, pero esto no hace al caso.
Las rojas y ácidas acerolas crecían en torno a su casa y en su jardín, formando un magnífico adorno. En el jardín había también un peral, pero no daba peras, y, sin embargo, en aquel árbol se ocultaba la suerte, se ocultaba en sus peras invisibles. Una noche hubo una ventolera horrible; en los periódicos vino la noticia de que la gran diligencia había sido volcada y arrastrada por la tempestad como un simple andrajo. No nos extrañará, pues, que también rompiera una de las mayores ramas del peral.
Pusieron la rama en el taller, y el hombre, por pura broma, torneó con su madera una gruesa pera, luego otra menor, una tercera más pequeña todavía y varias de tamaño minúsculo.
De esta manera el árbol hubo de llevar forzosamente fruto por una vez siquiera. Luego el hombre dio las peras de madera a los niños para que jugasen con ellas.
En un país lluvioso, el paraguas es, sin disputa, un objeto de primera necesidad. En aquella casa había uno roto para toda la familia.
Cuando el viento soplaba con mucha violencia, lo volvía del revés, y dos o tres veces lo rompió, pero el hombre lo reparaba. Lo peor de todo, sin embargo, era que el botón que lo sujetaba cuando estaba cerrado, saltaba con mucha frecuencia, o se rompía la anilla que cerraba el varillaje.
Un día se cayó el botón; el hombre, buscándolo por el suelo, encontró en su lugar una de aquellas minúsculas peras de madera que había dado a los niños para jugar.
- No encuentro el botón -dijo el hombre-, pero este chisme, podrá servir lo mismo -. Hizo un agujero en él, pasó una cinta a su través, y la perita se adaptó a la anilla rota. Indudablemente era el mejor sujetador que había tenido el paraguas.
Cuando, al año siguiente, nuestro hombre envió su partida de puños de paraguas a la capital, envió también algunas de las peras de madera torneada con media anilla, rogando que las probasen; y de este modo fueron a parar a América. Allí se dieron muy pronto cuenta de que la perita sujetaba mejor que todos los botones, por lo que solicitaron del comerciante que, en lo sucesivo, todos los paraguas vinieran cerrados con una perita.
¡Cómo aumentó el trabajo! ¡Peras por millares! Peras de madera para todos los paraguas. Al hombre no le quedaba un momento de reposo, tornea que tornea. Todo el peral se transformó en pequeñas peras de madera. Llovían los chelines y los escudos.
- ¡En el peral estaba escondida mi suerte! -dijo el hombre. Y montó un gran taller con oficiales y aprendices. Siempre estaba de buen humor, y decía-: La suerte puede estar en un palito.
Yo, que cuento la historia, digo lo mismo.
Ya conocéis aquel dicho: «Ponte en la boca un palito blanco, y serás invisible». Pero ha de ser el palito adecuado, el que Nuestro Señor nos dio como prenda de suerte. Yo lo recibí, y, como el hombre de la historia, puedo sacar de él oro contante y sonante, oro reluciente, el mejor, el que brilla en los ojos infantiles, resuena en la boca del niño y también en la del padre y la madre. Ellos leen las historias y yo estoy a su lado, en el centro de la habitación, pero invisible, pues tengo en la boca el palito blanco. Si observo que les gusta lo que les cuento, entonces digo a mi vez: «¡La suerte puede estar en un palito!».



La rosa más bella del mundo

Érase una reina muy poderosa, en cuyo jardín lucían las flores más hermosas de cada estación del año. Ella prefería las rosas por encima de todas; por eso las tenía de todas las variedades, desde el escaramujo de hojas verdes y olor de manzana hasta la más magnífica rosa de Provenza. Crecían pegadas al muro del palacio, se enroscaban en las columnas y los marcos de las ventanas y, penetrando en las galerías, se extendían por los techos de los salones, con gran variedad de colores, formas y perfumes.
Pero en el palacio moraban la tristeza y la aflicción. La Reina yacía enferma en su lecho, y los médicos decían que iba a morir.
- Hay un medio de salvarla, sin embargo -afirmó el más sabio de ellos-. Traedle la rosa más espléndida del mundo, la que sea expresión del amor puro y más sublime. Si puede verla antes de que sus ojos se cierren, no morirá.
Y ya tenéis a viejos y jóvenes acudiendo, de cerca y de lejos, con rosas, las más bellas que crecían en todos los jardines; pero ninguna era la requerida. La flor milagrosa tenía que proceder del jardín del amor; pero incluso en él, ¿qué rosa era expresión del amor más puro y sublime?
Los poetas cantaron las rosas más hermosas del mundo, y cada uno celebraba la suya. Y el mensaje corrió por todo el país, a cada corazón en que el amor palpitaba; corrió el mensaje y llegó a gentes de todas las edades y clases sociales.
- Nadie ha mencionado aún la flor -afirmaba el sabio. Nadie ha designado el lugar donde florece en toda su magnificencia. No son las rosas de la tumba de Romeo y Julieta o de la Walburg, a pesar de que su aroma se exhalará siempre en leyendas y canciones; ni son las rosas que brotaron de las lanzas ensangrentadas de Winkelried, de la sangre sagrada que mana del pecho del héroe que muere por la patria, aunque no hay muerte más dulce ni rosa más roja que aquella sangre. Ni es tampoco aquella flor maravillosa para cuidar la cual el hombre sacrifica su vida velando de día y de noche en la sencilla habitación: la rosa mágica de la Ciencia.
- Yo sé dónde florece -dijo una madre feliz, que se presentó con su hijito a la cabecera de la Reina-. Sé dónde se encuentra la rosa más preciosa del mundo, la que es expresión del amor más puro y sublime. Florece en las rojas mejillas de mi dulce hijito cuando, restaurado por el sueño, abre los ojos y me sonríe con todo su amor.
Bella es esa rosa -contestó el sabio pero hay otra más bella todavía.
- ¡Sí, otra mucho más bella! -dijo una de las mujeres-. La he visto; no existe ninguna que sea más noble y más santa. Pero era pálida como los pétalos de la rosa de té. En las mejillas de la Reina la vi. La Reina se había quitado la real corona, y en las largas y dolorosas noches sostenía a su hijo enfermo, llorando, besándolo y rogando a Dios por él, como sólo una madre ruega a la hora de la angustia.
- Santa y maravillosa es la rosa blanca de la tristeza en su poder, pero tampoco es la requerida.
- No; la rosa más incomparable la vi ante el altar del Señor -afirmó el anciano y piadoso obispo-. La vi brillar como si reflejara el rostro de un ángel. Las doncellas se acercaban a la sagrada mesa, renovaban el pacto de alianza de su bautismo, y en sus rostros lozanos se encendían unas rosas y palidecían otras. Había entre ellas una muchachita que, henchida de amor y pureza, elevaba su alma a Dios: era la expresión del amor más puro y más sublime.
- ¡Bendita sea! -exclamó el sabio-, mas ninguno ha nombrado aún la rosa más bella del mundo.
En esto entró en la habitación un niño, el hijito de la Reina; había lágrimas en sus ojos y en sus mejillas, y traía un gran libro abierto, encuadernado en terciopelo, con grandes broches de plata.
- ¡Madre! -dijo el niño-. ¡Oye lo que acabo de leer! -. Y, sentándose junto a la cama, se puso a leer acerca de Aquél que se había sacrificado en la cruz para salvar a los hombres y a las generaciones que no habían nacido.
- ¡Amor más sublime no existe!
Encendióse un brillo rosado en las mejillas de la Reina, sus ojos se agrandaron y resplandecieron, pues vio que de las hojas de aquel libro salía la rosa más espléndida del mundo, la imagen de la rosa que, de la sangre de Cristo, brotó del árbol de la Cruz.
- ¡Ya la veo! -exclamó-. Jamás morirá quien contemple esta rosa, la más bella del mundo.



La historia del año

Continuación

Pasaron días y semanas; poco a poco fue dejándose sentir el calor con intensidad creciente; oleadas ardorosas corrían por las mieses, cada día más amarillas. El loto blanco del Norte desplegaba sus grandes hojas verdes en la superficie de los lagos del bosque, y los peces buscaban la sombra debajo de ellas, y en la parte umbría de la selva - donde el sol daba en la pared del cortijo enviando su calor a las abiertas rosas, y los cerezos aparecían cuajados de sus frutos jugosos, negros y casi ardientes - estaba la espléndida esposa del Verano, aquella que conocimos de niña y de novia. Miraba las oscuras nubes que se remontaban en el espacio, en formas ondeadas como montañas, densas y de color azul negruzco. Acudían de tres direcciones distintas; como un mar petrificado e invertido, descendían gradualmente hacia el bosque, donde reinaba un silencio profundo, como provocado por algún hechizo; no se oía ni el rumor de la más leve brisa, ni cantaba ningún pájaro. Había una especie de gravedad, de expectación en la Naturaleza entera, mientras en los caminos y atajos todo el mundo corría, en coche, a caballo o a pie, en busca de cobijo. De pronto fulguró un resplandor, como si el sol estallase, deslumbrante y abrasador; y al instante pareció como si las tinieblas se desgarraran, con un estruendo retumbante; la lluvia empezó a caer a torrentes; alternaban la noche y la luz, el silencio y el estrépito. Las tiernas cañas del pantano, con sus hojas pardas, se movían a grandes oleadas, las ramas del bosque se ocultaban en el seno de la húmeda niebla, y volvían la luz y las tinieblas, el silencio y el estruendo. La hierba y las mieses yacían abatidas, como arrasadas por la corriente; daban la impresión de que no volverían a levantarse. De repente, el diluvio se disolvió en una lluvia tenue, brilló el sol, y en tallos y hojas refulgieron como perlas las gotas de agua, los pájaros se pusieron a cantar, los peces remontaron raudos la corriente, y los mosquitos reanudaron sus danzas; y allá, sobre una piedra, en medio de las agitadas aguas salobres del mar, apareció sentado el Verano en persona, robusto, de miembros fornidos, con el cabello empapado y goteante... rejuvenecido por aquel fresco baño, y secándose al sol. Toda la Naturaleza en torno parecía remozada, todo se levantaba lozano, vigoroso y bello: era el Verano, el verano cálido y esplendoroso.
Y era suave y fragante el olor que exhalaban los opulentos campos de trébol; las abejas zumbaban en torno al viejo anfiteatro; los zarcillos de la zarzamora se enroscaban en el antiguo altar, que, lavado por la lluvia, relucía ahora bajo el sol. A él se dirigía la reina de las abejas con su enjambre, para depositar la miel y su cera. Nadie lo vio, aparte el Verano y su animosa mujer; para ella ponían la mesa del altar, cubriéndola con los dones de la Naturaleza.
Y el cielo crepuscular brillaba como oro; ninguna cúpula de templo podía comparársele, y luego brilló a su vez la luna, entre el ocaso y el alba. ¡Era el Verano!
Transcurrieron días y semanas. Las relucientes hoces de los segadores centellearon en los trigales; las ramas de los manzanos se inclinaron bajo el peso de los frutos rojos y amarillos; el lúpulo despedía su olor aromático, colgando en grandes racimos, y bajo los avellanos, con sus frutos en apiñados corimbos, descansaban marido y mujer, el Verano con su grave compañera.
- ¡Cuánta riqueza! -dijo ella-. ¡Cuánta bendición en derredor! Todo respira bondad e intimidad, y, sin embargo, no sé lo que me pasa... siento anhelo de reposo, de quietud... no encuentro la palabra. Ya vuelven a arar el campo. Los hombres nunca están contentos, ¡siempre quieren más! Mira, las cigüeñas se acercan a bandadas, siguiendo al arado a cierta distancia. El ave de Egipto, que nos trajo por los aires. ¿Te acuerdas de cuando llegamos, niños aún, a las tierras del Norte? Trajimos flores, el sol espléndido y verdes bosques. El viento los trató duramente; ahora se vuelven pardos y oscuros como los árboles del Sur, pero no llevan frutos dorados como ellos.
- ¿Quieres verlos? -preguntó el Verano-. ¡Goza, pues! -. Levantó el brazo, y las hojas del bosque se tiñeron de rojo y de oro; una verdadera orgía de colores invadió todos los bosques; el rosal silvestre brillaba con sus escaramujos de fuego, las ramas del saúco pendían cargadas de gruesas y pesadas bayas negruzcas, las castañas silvestres caían maduras de sus vainas, de un oscuro color verde, y en lo más recóndito de la selva florecían por segunda vez las violetas.
Pero la reina del año estaba cada vez más callada y pálida. - ¡Sopla un viento muy frío! -se lamentó-. La noche trae niebla húmeda. ¡Quién estuviera en la tierra de mi niñez!
Y veía alejarse las cigüeñas, y extendía los brazos tras ellas. Miró luego los nidos, vacíos ya; en uno crecía la centaura de largo tallo, en otro, el amarillo nabo silvestre, como si el nido estuviese allí sólo para resguardarlos y protegerlos, y los gorriones se subían a él volando.
- ¡Pip! ¿Dónde está Su Señoría? Por lo visto, no puede resistir el viento y ha abandonado el país. ¡Buen viaje!
Y las hojas del bosque fueron tornándose cada vez más amarillas y cayendo una tras otra; arreciaron las tormentas otoñales. El año estaba ya muy avanzado, y sobre la amarilla alfombra de hojas secas reposaba la reina del año, mirando con ojos dulces la rutilante estrella, mientras su esposo seguía sentado a su vera. Una ráfaga arremolinó el follaje... Cuando cesó, la reina había desaparecido; sólo una mariposa, la última del año, salió volando por el aire frío.
Y vinieron las húmedas nieblas, y con ellas el viento helado y las larguísimas y tenebrosas noches. El rey del año tenía el cabello blanco, aunque lo ignoraba; creía que eran los copos de nieve caídos de las nubes; una delgada capa blanca cubría el campo verde.
Las campanas de las iglesias anunciaron las Navidades.
- ¡Tocan las campanas del Nacimiento! -dijo el señor del año-, pronto nacerá la nueva real pareja, y yo me iré a reposar, como ella. A reposar en la centelleante estrella.
Y en el verde bosque de abetos, cubierto de nieve, el ángel de Navidad consagraba los arbolillos destinados a la gran fiesta.
- ¡Alegría en las casas y bajo las ramas verdes! -dijo el viejo soberano, a quien las semanas habían transformado en un anciano canoso. Se acerca la hora de mi descanso; la joven pareja va a recibir la corona y el cetro.
- ¡Pero el poder es tuyo! -dijo el ángel de Navidad-. El poder, mas no el descanso. Haz que la nieve se deposite como un manto caliente sobre las tiernas semillas. Aprende a soportar que tributen homenaje a otro, aunque tú seas el amo y señor. Aprende a ser olvidado, aunque vivo. La hora de tu libertad llegará cuando aparezca la Primavera.
- ¿Cuándo vendrá la Primavera? -preguntó el Invierno.
- Vendrá cuando regrese la cigüeña.
Y con rizos canos y blanca barba quedóse el Invierno, helado, viejo y achacoso, pero fuerte como la tempestad invernal y el hielo, sobre la cima nevada de la colina, mirando al Sur, como hiciera el Invierno que le había precedido. Crujió el hielo y crepitó la nieve, los patinadores describieron sus círculos por la firme superficie de los lagos, los cuervos y las cornejas resaltaron sobre el blanco fondo, y el viento se mantuvo en absoluta calma. En el aire quieto, el Invierno cerraba los puños, y el hielo se extendía en espesa capa.
Los gorriones volvieron de la ciudad y preguntaron: -¿Quién es aquel viejo de allá?
Y el cuervo, que volvía a estar presente, o tal vez fuera un hijo suyo - lo mismo da -, les dijo:
- Es el Invierno. El viejo del año pasado. No está muerto, como dice el calendario, sino que hace de tutor de la Primavera, que ya se acerca.
- ¿Cuándo viene la Primavera? - preguntaron los gorriones-. Tendremos buen tiempo y lo pasaremos mejor. Lo de hasta ahora no interesa.
Sumido en sus pensamientos, el Invierno saludaba con la cabeza al bosque negro y desnudo, donde cada árbol mostraba la bella forma y curvatura de las ramas, y durante el sueño invernal bajaron las nieblas gélidas de las nubes: el Señor soñaba en los tiempos de su juventud y de su edad viril, y al amanecer todo el bosque presentó una brillante madurez; era el sueño de verano del Invierno, el sol derretía la escarcha de las ramas.
- ¿Cuándo viene la Primavera? ­preguntaron los gorriones.
- ¡La Primavera! -resonó como un eco de las nevadas colinas. El calor se intensificó gradualmente, la nieve se fundió, y los pájaros cantaron:
- ¡Llega la Primavera!
Y, volando en las altas regiones del cielo, apareció la primera cigüeña, seguida de la segunda; las dos llevaban sobre la espalda un niño precioso. Descendieron hasta el campo libre, besaron el suelo y besaron también al viejo silencioso, que, como Moisés en la montaña, desapareció montado en una nube.
La historia del año había terminado.
- ¡Está muy bien! -exclamaron los gorriones-. Y es una historia muy hermosa. Pero no va de acuerdo con el calendario, y, por tanto, es falsa.



La historia del año

Era muy entrado enero, y se había desatado una furiosa tempestad de nieve; los copos volaban arremolinándose por calles y callejones; los cristales de las ventanas aparecían revestidos de una espesa capa blanca; de los tejados caía la nieve en enormes montones, y la gente corría, caían unos en brazos de otros y, agarrándose un momento, lograban apenas mantener el equilibrio. Los coches y caballos estaban también cubiertos por el níveo manto; los criados, de espalda contra el borde del vehículo, conducían al revés, avanzando contra el viento; el peatón se mantenía constantemente bajo la protección de los carruajes, los cuales rodaban con gran lentitud por la gruesa capa de nieve. Y cuando, por fin, amainó la tormenta y fue posible abrir a paladas un estrecho paso junto a las casas, las personas seguían quedándose paradas al encontrarse; a nadie le apetecía dar el primer paso y meterse en la espesa nieve para dejar el camino libre al otro. Permanecían en silencio, sin moverse, hasta que, en tácita avenencia, cada uno cedía una pierna y la levantaba hasta la nieve apilada.
Al anochecer calmó el viento, el cielo, como recién barrido, parecía más alto y transparente, y las estrellas brillaban como acabadas de estrenar; algunas despedían un vivísímo centelleo. La helada había sido rigurosa: con seguridad, la capa superior de la nieve se endurecería lo suficiente para sostener por la madrugada el peso de los gorriones, los cuales iban saltando por los lugares donde había sido apartada la nieve, sin encontrar apenas comida y pasando frío de verdad.
- ¡Pip! -decía uno a otro-. ¡A esto le llaman el Año Nuevo! Es peor que el viejo. No valía la pena cambiar. Estoy disgustado, y tengo razón para estarlo.
- Sí, por ahí venía corriendo la gente, a recibir al Año Nuevo, -respondió otro gorrioncillo, medio muerto de frío-. Golpeaban con pucheros contra las puertas, como locos de alegría, porque se marchaba el Año Viejo. También yo me alegré, esperando que ahora tendríamos días cálidos, pero ¡quiá!; hiela más que antes. Los hombres se han equivocado en el cálculo del tiempo.
- ¡Cierto que sí! -intervino un tercero, viejo ya y de blanco, copete-. Tienen por ahí una cosa que llaman calendario, que ellos mismos se inventaron. Todo debe regirse por él, y, sin embargo, no lo hace. Cuando llega la Primavera es cuando empieza el año. Este es el curso de la Naturaleza, y a él me atengo.
- Y ¿cuándo vendrá la primavera? -preguntaron los otros.
- Empieza cuando vuelven las cigüeñas, pero no tienen día fijo. Aquí en la ciudad nadie se entera: en el campo lo saben mejor. ¿Por qué no vamos a esperarla allí? Se está más cerca de la Primavera.
- Acaso sea una buena idea -observó uno de los gorriones, que no había cesado de saltar y piar, sin decir nada en concreto-. Pero aquí en la ciudad he encontrado algunas comodidades, y me temo que las perderé si me marcho. En un patio cercano vive una familia humana que tuvo la feliz ocurrencia de colgar tres o cuatro macetas en la pared, con la abertura grande hacia dentro y la base hacia fuera, y en el fondo de cada maceta hay un agujero lo bastante grande para permitirme entrar y salir. Allí construimos el nido mi marido y yo, y todas nuestras crías han nacido en él. Claro que la familia hizo la instalación para tener el gusto de vernos; ¿para qué lo habrían hecho, si no? Asimismo, por puro placer, nos echan migas de pan, y así tenemos comida y no nos falta nada. Por eso pienso que mi marido y yo nos quedaremos, a pesar de las muchas cosas que nos disgustan.
- Pues nosotros nos marcharemos al campo, a aguardar la primavera -. Y emprendieron el vuelo.
En el campo hacía el tiempo propio de la estación; el termómetro marcaba incluso varios grados menos que en la ciudad. Un viento cortante soplaba por encima de los campos nevados. El campesino, en el trineo, se golpeaba los costados, para sacudiese el frío, con las manos metidas en las gruesas manijas, el látigo sobre las rodillas, mientras corrían los flacos jamelgos echando vapor por los ollares. La nieve crujía, y los gorriones se helaban saltando en las roderas.
- ¡Pip! ¿Cuándo vendrá la Primavera? ¡Mucho tarda!
- ¡Mucho! -resonó desde la colina, cubierta de nieve, que se alzaba del otro lado del campo. Podía ser el eco, y también podía ser la palabra de aquel hombre singular situado sobre el montón de nieve, expuesto al viento y a la intemperie. Era blanco como un campesino embutido en su blanca chaqueta frisona, y tenía canos, el largo cabello y la barba, y la cara lívida, con grandes ojos claros.
- ¿Quién es aquel viejo? -preguntaron los gorriones.
- Yo lo sé -dijo un viejo cuervo, que se había posado sobre un poste de la cerca, y era lo bastante condescendiente para reconocer que ante Dios todos somos unas pequeñas avecillas; por eso se dignaba alternar con los gorriones y no tenía inconveniente en darles explicaciones-. Yo sé quién es el viejo. Es el Invierno, el viejo del año pasado, que no está muerto, como dice el calendario, sino que ejerce de tutor de esa princesita que se aproxima: la Primavera. Sí, el Invierno lleva la batuta. ¡Uf, y cómo matraquea, pequeños!
- ¿No os lo dije? -exclamó el más pequeñín-. El calendario es sólo una invención humana, pero no se adapta a la Naturaleza. Nosotros lo habríamos hecho mejor, pues somos más sensibles.
Pasó una semana y pasaron casi dos; el bosque era negro, el lago helado yacía rígido y como plomo solidificado, flotaban nieblas húmedas y gélidas. Los gordos cuervos negros volaban en bandadas silenciosas; todo parecía dormir. Un rayo de sol resbaló sobre el lago, brillando como estaño fundido. La capa de nieve que cubría el campo y la colina no relucía ya como antes, pero aquella blanca figura que era el Invierno en persona continuaba en su puesto, fija la mirada en dirección del Mediodía; ni siquiera reparaba en que la alfombra de nieve se iba hundiendo en la tierra y que a trechos brotaba una manchita de hierba verde, a la que acudían en tropel los gorriones.
- ¡Quivit, quivit! ¿Viene ya la Primavera?
- ¡La Primavera! -resonó por toda la campiña y a través del sombrío bosque, donde el musgo fresco brillaba en los troncos de los árboles. Y del Sur llegaron volando las dos primeras cigüeñas, llevando cada una a la espalda una criatura deliciosa, un niño y una niña, que saludaron a la tierra con un beso, y dondequiera que ponían los pies, crecían blancas flores bajo la nieve. Cogidos de la mano fueron al encuentro del viejo de hielo, el Invierno, se apretaron contra su pecho para saludarlo nuevamente y, en el mismo instante, los tres y todo el paisaje se esfumaron; una niebla densa y húmeda lo ocultó todo. Al cabo de un rato empezó a soplar el viento, y sus fuertes ráfagas disiparon la bruma y lució el sol, cálido ya. El Invierno había desaparecido, y los encantadores hijos de la Primavera ocuparon el trono del año.
- ¡A esto llamo yo Año Nuevo! -exclamaron los gorriones. Ahora nos llega el turno de resarcirnos de las penalidades que hemos sufrido en Invierno.
Dondequiera que iban los dos niños, brotaban verdes yemas en matas y árboles, crecía la hierba y verdeaban lozanos los sembrados. La niña esparcía flores a su alrededor; llevaba lleno el delantal y habríase dicho que brotaban de él, pues nunca se vaciaba, por muchas que echara; en su afán arrojó una verdadera lluvia de flores sobre los manzanos y melocotoneros, los cuales desplegaron una magnificencia incomparable, aún antes de que asomaran sus verdes hojas.
Y la niña dio una palmada, y el niño otra, y a esta señal asomaron mil pajarillos, sin que nadie supiera de dónde, trinando y cantando:
- ¡Ha llegado la Primavera!
Era un espectáculo delicioso. Algunas viejecitas salieron a la puerta, para gozar del sol, sacudiéndose y mirando las flores amarillas que brotaban por todo el campo, exactamente como en sus días de juventud. El mundo volvía a ser joven. - ¡Qué bien se está hoy aquí fuera! -decían.
El bosque era aún de un verde oscuro, yema contra yema; pero había llegado ya la aspérula, fresca y olorosa, y florecían multitud de violetas, brotaban anemones y primaveras; circulaba la savia por los tallos; era una alfombra realmente maravillosa para sentarse en ella, y allí tomó asiento la parejita primaveral, cogida de la mano, cantando, sonriendo y creciendo sin cesar.
Cayó del cielo una lluvia tenue, pero ellos no se dieron cuenta: sus gotas y sus lágrimas de gozo se mezclaron y fundieron en una gota única. El novio y la novia se besaron, y en un abrir y cerrar de ojos reverdeció todo el bosque. Al salir el sol, toda la selva brillaba de verdor.
Siempre cogidos de la mano, los novios siguieron paseando bajo el techo colgante de follaje, al que los rayos del sol y las sombras daban mil matices de verde. Las delicadas hojas respiraban pureza virginal y despedían una fragancia reconfortante. Límpidos y ligeros, el río y el arroyo saltaban por entre los verdes juncos y las abigarradas piedras. «¡Siempre es así, y siempre lo será!», decía la Naturaleza entera. Y el cuclillo lanzaba su grito, y la alondra su canto; era una espléndida Primavera. Sin embargo, los sauces tenían las flores enguantadas; eran de una prudencia exagerada, lo cual es muy fastidioso.