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martes, 30 de abril de 2013

Hans Cristian Andersen - Cuentos - III


Hans Cristian Andersen
Cuentos  III


La llave de la casa

Todas las llaves tienen su historia, y ¡hay tantas! Llaves de gentilhombre, llaves de reloj, las llaves de San Pedro... Podríamos contar cosas de todas, pero nos limitaremos a hacerlo de la llave de la casa del señor Consejero.
Aunque salió de una cerrajería, cualquiera hubiese creído que había venido de una orfebrería, según estaba de limada y trabajada. Siendo demasiado voluminosa para el bolsillo del pantalón, había que llevarla en la de la chaqueta, donde estaba a oscuras, aunque también tenía su puesto fijo en la pared, al lado de la silueta del Consejero cuando niño, que parecía una albóndiga de asado de ternera.
Dícese que cada persona tiene en su carácter y conducta algo del signo del zodíaco bajo el cual nació: Toro, Virgen, Escorpión, o el nombre que se le dé en el calendario. Pero la señora Consejera afirmaba que su marido no había nacido bajo ninguno de estos signos, sino bajo el de la «carretilla», pues siempre había que estar empujándolo.
Su padre lo empujó a un despacho, su madre lo empujó al matrimonio, y su esposa lo condujo a empujones hasta su cargo de Consejero de cámara, aunque se guardó muy bien de decirlo; era una mujer cabal y discreta, que sabía callar a tiempo y hablar y empujar en el momento oportuno.
El hombre era ya entrado en años, «bien proporcionado», según decía él mismo, hombre de erudición, buen corazón y con «inteligencia de llave», término que aclararemos más adelante. Siempre estaba de buen humor, apreciaba a todos sus semejantes y gustaba de hablar con ellos. Cuando iba a la ciudad, costaba Dios y ayuda hacerle volver a casa, a menos que su señora estuviese presente para empujarlo. Tenía que pararse a hablar con cada conocido que encontraba; y sus conocidos no eran pocos, por lo que siempre se enfriaba la comida.
La señora Consejera lo vigilaba desde la ventana.
- ¡Ahí llega! -decía la criada-. Pon la sopa. ¡Vamos! Ahora se ha detenido a charlar con uno. ¡Saca el puchero del fuego, que cocerá demasiado! ¡ahora viene! ¡Vuelve la olla al fuego! -. Pero no llegaba.
A veces ya estaba debajo mismo de la ventana y había saludado a su mujer con un gesto de la cabeza; pero acertaba a pasar un conocido y no podía dejar de dirigirle unas palabras. Y si luego sobrevenía un tercero, sujetaba al anterior por el ojal, y al segundo lo cogía de la mano, al propio tiempo que llamaba a otro que trataba de escabullirse.
Era para poner a prueba la paciencia de la Consejera.
- ¡Consejero, consejero! -exclamaba-. ¡Ay! Este hombre nació bajo el signo de la carretilla; no se mueve del sitio, como no le empujen.
Era muy aficionado a entrar en las librerías y ojear libros y revistas. Pagaba un pequeño honorario a su librero a cambio de poderse llevar a casa los libros de nueva publicación. Se le permitía cortar las hojas en sentido longitudinal, mas no en el transversal, pues no hubieran podido venderse como nuevos. Era, en todos los aspectos, un periódico viviente, pues estaba enterado de noviazgos, bodas, entierros, críticas literarias y comadrerías ciudadanas, y solía hacer misteriosas alusiones a cosas que todo el mundo ignoraba. Las sabía por la llave de la casa.
Desde sus tiempos de recién casados, los Consejeros vivían en casa propia, y desde entonces tenían la misma llave. Lo que no conocían aún eran sus maravillosas virtudes; éstas no las descubrieron hasta más tarde.
Reinaba a la sazón Federico VI. En Copenhague no había aún ni gas ni faroles de aceite, como no existían tampoco el Tivoli ni el Casino, ni tranvías, ni ferrocarriles. Había pocas diversiones, en comparación con las de hoy.
Los domingos era costumbre dar un paseo hasta la puerta del cementerio. Allí, la gente leía las inscripciones funerarias, se sentaba en la hierba, merendaba y echaba un traguito. O bien se llegaba hasta Friedrichsberg, a escuchar la banda militar que tocaba frente a palacio, y donde se congregaba mucho público para ver a la familia real remando en los estrechos canales, con el Rey al timón y la Reina saludando desde la barca a todos los ciudadanos sin distinción de clases. Las familias acomodadas de la capital iban allí a tomar el té vespertino. En una casita de campo situada delante del parque les suministraban agua hirviendo, pero la tetera debían traérsela ellos.
Allí se dirigieron los Consejeros una soleada tarde de domingo; la criada los precedía con la tetera, un cesto con la comida y la botella de aguardiente de Spendrup.
- Coge la llave de la calle -dijo la Consejera-, no sea que a la vuelta no podamos entrar en casa. Ya sabes que cierran al oscurecer, y que esta mañana se rompió el cordón de la campanilla. Volveremos tarde. A la vuelta de Frederichsberg tenemos que ir a Vesterbro, a ver la pantomima de «Arlequín» en el teatro Casortis. Los personajes bajan en una nube. Cuesta dos marcos la entrada.
Y fueron a Frederichsberg, oyeron la música, vieron la lancha real con la bandera ondeante, y vieron también al anciano monarca y los cisnes blancos. Después de una buena merienda se dirigieron al teatro, pero llegaron tarde.
Los números de baile habían terminado, y empezado la pantomima. Como de costumbre, llegaron tarde por culpa del Consejero, que se había detenido cincuenta veces en el camino a charlar con un conocido y otro. En el teatro encontróse también con buenos amigos, y cuando terminó la función hubo que acompañar a una familia al «puente» a tomar un vaso de ponche; era inexcusable, y sólo tardarían diez minutos; pero estos diez minutos se convirtieron en una hora; la charla era inagotable. De particular interés resultó un barón sueco, o tal vez alemán, el Consejero no lo sabía a punto fijo; en cambio, retuvo muy bien el truco de la llave que aquél le enseñó, y que ya nunca más olvidaría. ¡Fue la mar de interesante! Consistía en obligar a la llave a responder a cuanto se le preguntara, aun lo más recóndito.
La llave del Consejero se prestaba de modo particular a la experiencia, pues tenía el paletón pesado. El barón pasaba el índice por ,el ojo de la llave y dejaba a ésta colgando; cada pulsación de la punta del dedo la ponía en movimiento, haciéndole dar un giro, y si no lo hacía, el barón se las apañaba para hacerle dar vueltas disimuladamente a su voluntad.
Cada giro era una letra, empezando desde la A y llegando hasta la que se quisiera, según el orden alfabético. Una vez obtenida la primera letra, la llave giraba en sentido opuesto; buscábase entonces la letra siguiente, y así hasta obtener, con palabras y frases enteras, la respuesta a la pregunta. Todo era pura charlatanería, pero resultaba divertido. Este fue el primer pensamiento del Consejero, pero luego se dejó sugestionar por el juego.
- ¡Vamos, vamos! -exclamó, al fin, la Consejera-. A las doce cierran la puerta de Poniente. No llegaremos a tiempo, sólo nos queda un cuarto de hora. ¡Ya podemos correr!
Tenían que darse prisa. Varias personas que se dirigían a la ciudad se les adelantaron. Finalmente, cuando estaban ya muy cerca de la caseta del vigilante, dieron las doce y se cerró la puerta, dejando a mucha gente fuera, entre ella a los Consejeros con la criada, la tetera y la canasta vacía. Algunos estaban asustados, otros indignados, cada cual se lo tomaba a su manera. ¿Qué hacer?
Por fortuna, desde hacía algún tiempo se había dado orden de dejar abierta una de las puertas: la del Norte. Por ella podían entrar los peatones en la ciudad, atravesando la caseta del guarda.
El camino no era corto, pero la noche era hermosa, con un cielo sereno y estrellado, cruzado de vez en cuando por estrellas fugaces. Croaban las ranas en los fosos y en el pantano. La gente iba cantando, una canción tras otra, pero el Consejero no cantaba ni miraba las estrellas, y como tampoco miraba donde ponía los pies, se cayó, cuan largo era, sobre el borde del foso. Cualquiera habría dicho que había bebido demasiado, mas lo que se le había subido a la cabeza no era el ponche, sino la llave.
Finalmente, llegaron a la puerta Norte, y por la caseta del guarda entraron en la ciudad.
- ¡Ahora ya estoy tranquila! -dijo la Consejera-. Estamos en la puerta de casa.
- Pero, ¿dónde está la llave? -exclamó el Consejero. No la tenía ni en el bolsillo trasero ni el lateral.
- ¡Dios nos ampare! -dijo la Consejera-. ¿No tienes la llave? La habrás perdido en tus juegos de manos con el barón. ¿Cómo entraremos ahora? El cordón de la campanilla se rompió esta mañana, como sabes, y el vigilante no tiene llave de la casa. ¡Es para desesperarse!
La criada se puso a chillar. El Consejero era el único que no perdía la calma.
- Hay que romper un vidrio de la droguería -dijo-. Despertaremos al tendero y entraremos por su tienda. Me parece que será lo mejor.
Rompió un cristal, rompió otro, y gritando: «¡Petersen!», metió por el hueco el mango del paraguas. Del interior llegó la voz de la hija del droguero, el cual abrió la puerta de la tienda, gritando: «¡Vigilante!», y antes de que hubiese tenido tiempo de ver y reconocer a la familia consejeril y de abrirle la puerta, silbó el vigilante, y de la calle contigua le respondió su compañero con otro silbido. Empezó a asomarse gente a las ventanas:
- ¿Dónde está el fuego? ¿Qué es ese ruido? -se preguntaban mutuamente, y seguían preguntándoselo todavía cuando ya el Consejero estaba en su piso, se quitaba la chaqueta y... aparecía la llave; no en el bolsillo, sino en el forro; se había metido por un agujero que, desde luego, no debiera de estar allí.
Desde aquella noche, la llave de la calle adquirió una particular importancia, no sólo cuando se salía, sino también cuando la familia se quedaba en casa, pues el Consejero, en una exhibición de sus habilidades, formulaba preguntas a la llave y recibía sus respuestas. Pensaba él antes la respuesta más verosímil y la hacía dar a la llave. Al fin, él mismo acabó por creer en las contestaciones, muy al contrario del boticario, un joven próximo pariente de la Consejera.
Dicho boticario era una buena cabeza, lo que podríamos llamar una cabeza analítica. Ya de niño había escrito críticas sobre libros y obras de teatro, aunque guardando el anonimato, como hacen tantos. No creía en absoluto en los espíritus, y mucho menos en los de las llaves.
- Verá usted, respetado señor Consejero -decía-: creo en la llave y en los espíritus de las llaves en general, tan firmemente como en esta nueva ciencia que empieza a difundirse, en el velador giratorio y en los espíritus de los muebles viejos y nuevos. ¿Ha oído, hablar de ello? Yo sí. He dudado, ¿sabe usted?, pues soy algo escéptico; pero me convertí al leer una horripilante historia en una prestigiosa revista extranjera. ¡Imagínese señor Consejero! Voy a relatárselo todo, tal como lo leí. Dos muchachos muy listos vieron cómo sus padres evocaban el espíritu de una gran mesa del comedor. Estaban solos e intentaron infundir vida a una vieja cómoda, imitando a sus padres. Y, en efecto, brotó la vida, despertóse el espíritu, pero no toleraba órdenes dadas por niños. Levantóse con tanta furia, que todo la cómoda crujía; abrió todos los cajones, y con las patas -las patas de la cómoda- metió a un chiquillo en cada cajón, echando luego a correr con ellos escaleras abajo y por la calle, hasta el canal, en el que se precipitó; los pequeños murieron ahogados. Los cadáveres recibieron sepultura en tierra cristiana, pero la cómoda fue conducida ante el tribunal, acusada de infanticidio y condenada a ser quemada viva en la plaza pública. ¡Así lo he leído! - dijo el boticario -. Lo he leído en una revista extranjera, conste que no me lo he inventado. ¡Que la llave me lleve, si no digo verdad! ¡Lo juro por ella!
El Consejero consideró que se trataba de una broma demasiado grosera. Jamás los dos pudieron ponerse de acuerdo en materia de llaves; el boticario era cerrado a ellas.



La llave de la casa

Continuación

El Consejero hizo muchos progresos en la ciencia llaveril. La llave se convirtió en su pasión, en la revelación de su ingenio.
Una noche, cuando el Consejero se disponía a acostarse y estaba ya medio desnudo, alguien llamó a su cuarto desde el pasillo. Era el tendero, que se presentaba a pesar de lo avanzado de la hora. Iba él también a medio vestir, pero, según dijo, se le había ocurrido una idea y temía no poder guardarla toda la noche.
- Se trata de mi hija Lotte-Lene; quisiera hablarle de ella. Es bonita, está confirmada y desearía colocarla bien.
- ¡Todavía no soy viudo! -dijo el Consejero, con una sonrisa satisfecha-. Ni tengo tampoco un hijo a quien poder ofrecerle.
- Usted ya me entiende, señor Consejero -replicó el droguero-. Mi hija toca el piano y sabe cantar; la habrán oído desde aquí. No tienen idea de lo que es capaz la chiquilla; sabe imitar la manera de hablar y los ademanes de cualquier persona. Para el teatro está que ni pintada, y ésta es una buena carrera para muchachas bonitas y de buena familia. A lo mejor se casan con un conde, pero en esto no es en lo que pensamos, ni yo ni Lotte-Lene. Sabe cantar y sabe tocar el piano. últimamente estuve con ella en la escuela de canto. Lo hizo bien, pero no tiene eso que yo llamo voz campanuda, ni tampoco ese grito de canario que alcanza las notas más altas y que se exige a las cantantes, por lo cual me disuadieron de que emprendiese esta carrera. En fin, me dije, si no puede ser cantante, podrá ser actriz; aquí sólo es cuestión de hablar. Esta mañana hablé del caso con el instructor, como lo llaman. «¿Es instruida?», me preguntó. «No, en absoluto», le respondí. «La cultura es necesaria para una artista», replicó él. Puede todavía adquirirla, pensé, y me volví a casa. Acaso si fuera a una biblioteca circulante y leyera lo que hay en ella, me dije. Y esta noche, cuando me disponía a desnudarme, se me ocurrió de pronto una idea: ¿Por qué alquilar libros cuando se pueden tener de prestado? El Consejero tiene muchos y se los dejará leer. En ellos hay toda la ciencia que necesita, y además los tendrá gratis.
- Lotte-Lene, ¡simpática chica! -respondió el Consejero-, una linda muchacha. No le faltarán libros para leer. Pero, ¿tiene eso que llaman rasgos de ingenio, cómo le diré yo, algo de genial, genio, en fin? Y otra cosa no menos importante: ¿tiene suerte?
- Sacó dos veces en la tómbola -dijo el tendero-: la primera, un armario ropero, y la segunda, seis pares de sábanas. Como suerte, no está mal.
- Voy a preguntar a la llave -dijo el Consejero.
Y poniéndola sobre su índice derecho y el del tendero, la hizo girar, sacando letra tras letra.
La llave dijo: «Victoria y suerte». Y con ello quedó sellado el porvenir de Lotte-Lene.
El Consejero le dio inmediatamente dos libros: «Dyveke» y «Trato con las personas», de Khigge.
Desde aquella noche empezó una relación más íntima entre Lotte­Lene y el Consejero. Subía a menudo de visita, y el señor la encontraba una muchacha juiciosa, que creía en él y en la llave. La Consejera veía algo de infantil e ingenuo en la franqueza con que confesaba su extrema ignorancia. El matrimonio se aficionó a ella y a los suyos, cada uno a su manera.
- ¡Huele tan bien arriba! -decía Lotte-Lene.
Había un perfume, una fragancia, un olor a manzanas en el pasillo, donde la Consejera tenía un barril de manzanas de Gravenstein; y en todas las habitaciones olía a rosas y a espliego.
- ¡Es tan bonito! -exclamaba Lotte-Lene. Y sus ojos se recreaban en la profusión de hermosas flores que la señora tenía siempre allí; hasta en pleno invierno florecían ramas de lilas y de cerezo. Las ramas cortadas y deshojadas eran puestas en agua, y en la caldeada habitación no tardaban en dar flores y hojas.
- Diríase que las ramas desnudas no tienen vida, y fíjate cómo resucitan.
- Nunca se me habría ocurrido -decía Lotte-Lene-. Es hermosa la Naturaleza, después de todo.
Y el Consejero le mostró su cuaderno de la llave, donde tenía anotadas muchas cosas sorprendentes que la llave había dicho, incluso acerca de media tarta de manzana que había desaparecido del armario, precisamente una noche en que la criada había recibido la visita de su enamorado.
El Consejero había preguntado a la llave: «¿Quién se comió el pastel, el gato o el novio?». Y la llave respondió: «El novio». El Consejero ya lo había sospechado antes de preguntarlo, y la criada lo confesó. Aquella maldita llave lo sabía todo.
- ¿Verdad que es notable? -dijo el Consejero-. ¡La llave, la llave! Y de Lotte-Lene dijo: «Victoria y suerte». Ya veremos. Yo así lo creo.
- ¡Es estupendo! -dijo Lotte-Lene.
La señora Consejera no estaba tan segura, pero se guardaba sus dudas en presencia de su marido; más tarde confió a Lotte-Lene que el Consejero, en su juventud, estuvo loco por el teatro. Si entonces alguien lo hubiese empujado, indudablemente se habría distinguido como actor, pero la familia se lo había quitado de la cabeza. Quería salir a escena, y con este propósito llegó a escribir una comedia.
- Es un gran secreto esto que acabo de confiarle, mi querida Lotte-Lene. La obra no era mala, pues la aceptaron en el Teatro Real, aunque la silbaron y ya no se ha vuelto a hablar de ella; pero yo me alegro. Soy su esposa y lo conozco. Ahora usted quiere seguir su mismo camino. Le deseo mucha suerte, pero yo no creo que la cosa marche, no tengo fe en la llave de la calle.
Lotte-Lene sí tenía, fe, y en esto coincidía con el Consejero.
Sus corazones latían al unísono con toda honestidad y respeto mutuo. Por otra parte, la muchacha poseía virtudes que la Consejera apreciaba en alto grado. Sabía elaborar fécula de patata, confeccionar guantes de seda con medias viejas, forrarse sus zapatos de baile, a pesar de que tenía medios para comprárselos nuevos. Según decía el tendero, guardaba chelines en el cajón de la mesa, y obligaciones en el arca de caudales. Sería una esposa excelente para el boticario, pensaba la Consejera; pero se lo callaba y no quería que lo dijese tampoco la llave. El boticario no tardaría en establecerse; pensaba poner una farmacia en una ciudad cercana.
Lotte-Lene leía constantemente «Dyveke» y la obra de Knigge «Trato con los hombres». Leía aquellos dos libros desde hacía dos años, y se sabía el «Dyveke » de memoria, de cabo a rabo, en todos los papeles. Sin embargo, sólo quería representar uno: el de Dyveke, mas no en la capital, donde todo eran envidias y no la querían. Su proyecto era empezar su carrera artística, como decía el Consejero, en una populosa ciudad de provincias.
Y se dio la extraña coincidencia de que fue precisamente en la ciudad en que acababa de establecerse el boticario, el más joven de su profesión, aunque no el único.
Llegó al fin la gran noche, esperada con tanta expectación. Lotte­Lene se hallaba camino de la victoria y la felicidad, según había pronosticado la llave. El Consejero no estaba presente; yacía en cama, cuidado por la Consejera, que le ponía toallas calientes y le administraba manzanilla.
El matrimonio no asistió a la representación de «Dyveke», pero sí el boticario, el cual escribió luego una carta a su parienta, la Consejera.
«El cuello de la Dyveke fue lo mejor de todo -escribía-. Si hubiese tenido en el bolsillo la llave del Consejero, la habría sacado para silbar. Se lo merecía la artista y se lo merecía la llave, que de modo tan desvergonzado le pronosticó victoria y suerte».
El Consejero leyó la carta. Era maldad pura, dijo, llavifobia que se cebaba en la inocente muchacha.
No bien se hubo levantado y volvió a ser un hombre de cuerpo entero, envió al boticario una misiva tan breve como emponzoñada; éste respondió como si no hubiese visto en ella más que broma y buen humor.
Le daba las gracias por toda su anterior y espontánea contribución a difundir el valor incalculable y la incomparable importancia de la llave, y a continuación comunicaba en confianza al Consejero que, paralelamente a sus actividades de boticario, estaba escribiendo una gran novela sobre llaves, en la que todos los personajes eran única y exclusivamente llaves. La de la calle era el protagonista, naturalmente, y la del Consejero le había servido de modelo, dotada como estaba del don profético y sibilino. En torno a ella giraban las demás llaves: la antigua de gentilhombre, habituada al esplendor y las solemnidades de la Corte; la llave del reloj, pequeña, delicada y distinguida, que costaba cuatro chelines en la quincallería; la del banco de la iglesia, de condición clerical y que vio espíritus una noche que se había quedado en la cerradura; la de la despensa, del cuarto de la leña y de la bodega... todas salían, girando en torno a la de la calle. Al sol brillaba como plata, y el viento, ese espíritu cósmico, se entraba en ella y la hacía cantar como una flauta. Era la llave por antonomasia, la llave del Consejero; y en adelante sería la de la puerta del cielo, la del soberano Pontífice, infalible como él.
- ¡Maldad! -dijo el Consejero-. ¡Maldad y envidia! -. Nunca volvieron a verse él y el boticario. Mejor dicho, se vieron en el entierro de la Consejera.
Fue la primera en morir.
En la casa reinaban el luto y la soledad. Hasta las ramas de cerezo que habían dado nuevas yemas y flores, manifestaron su dolor y se marchitaron. Quedaron abandonadas, no cuidadas por nadie.
El Consejero y el boticario siguieron tras el féretro, el uno al lado del otro, como los dos parientes más próximos. Ni la ocasión ni el estado de ánimo convidaban a las pullas y disputas.
Lotte-Lene puso el crespón de luto en el sombrero del Consejero. Volvía a estar en su casa desde hacia tiempo, sin haber encontrado la victoria y la suerte en el camino del Arte. Pero no debía desesperar; Lotte-Lene tenía ante sí un porvenir. La llave lo había dicho, y el Consejero también.
Subió a verlo y hablaron de la difunta; lloraron, pues Lotte-Lene era sensible. Luego hablaron de Arte, y Lotte-Lene recobró sus ánimos.
- La vida del teatro es encantadora -decía-. ¡Pero hay tanta comadrería y tanta envidia! Prefiero seguir mi propio camino. Primero yo, después el Arte.
Lleva razón Knigge, en lo que dice sobre los actores; ella lo veía, y la llave se equivocó; pero la muchacha no se lo dijo al Consejero. Lo amaba.
Mientras duró el año del luto, la llave de la calle fue para él un consuelo y un estímulo. Le planteó la pregunta, y ella respondió. Y terminado el año, una noche que estaba con la muchacha y el aire era propicio a las expansiones sentimentales, preguntó a la llave:
- ¿Me casaré? ¿Y con quién?
No había nadie para empujarlo, pero él empujó a la llave, la cual dijo:
- ¡Lotte-Lene!
Dicho y hecho: Lotte-Lene convirtióse en Consejera.
«Victoria y suerte».
¡Lo que había profetizado la llave!



Tía Dolor de Muelas

¿Qué de dónde hemos sacado esta historia? ¿Quieres saberlo?
Pues la hemos sacado del barril que contiene el papel viejo.
Más de un libro bueno y raro ha ido a parar a la mantequería y a la abacería, no precisamente para ser leído, sino como articulo utilitario. Lo emplean para liar cucuruchos de almidón y café o para envolver arenques, mantequilla y queso. Las hojas escritas son también útiles.
Y a menudo ocurre que va a parar al cubo lo que no debiera.
Conozco a un dependiente de una verdulería, hijo de un mantequero; ascendió de la bodega a la planta baja; es hombre muy leído, con cultura de bolsas de abacería, tanto impresas como manuscritas. Posee una interesante colección, de la que forman parte notables documentos extraídos de la papelera de tal o cual funcionario demasiado ocupado y distraído; cartas confidenciales de un amigo a la amiga; comunicaciones escandalosas que no debieran circular ni ser comentadas por nadie. Es una especie de estación de salvamento para una parte no despreciable de la literatura, y su campo de acción es muy amplio, pues dispone de la tienda de sus padres y de la del dueño, donde ha salvado más de un libro, u hojas de él, que bien merecían ser leídas y releídas.
Me enseñó su colección de cosas impresas y manuscritas sacadas del cubo, la mayoría de ellas de la mantequería. Había allí varias hojas de un cuaderno relativamente abultado, del que me llamó la atención el carácter de letra, muy cuidado y claro.
- Lo escribió un estudiante -me dijo-. Un estudiante que vivía enfrente y que murió hace un mes. Padecía mucho de dolor de muelas, por lo que aquí se ve. ¡Es muy divertida su lectura! Esto es sólo una pequeña parte de lo que escribió, pues había todo un libro y aún algo más. Por él, mis padres dieron a la patrona del estudiante media libra de jabón verde. Esto es todo lo que pude salvar.
Se lo pedí prestado, lo leí y ahora voy a contarlo. El título era:
Tía Dolor de Muelas
De niño, mi tía me regalaba golosinas. Mis dientes resistieron, sin estropearse. Ahora soy mayor, soy ya estudiante, y ella sigue regalándome con dulces; soy poeta, dice.
Cierto que hay algo de poeta en mí, pero no lo bastante. A menudo, yendo por las calles de la ciudad, me parece como si anduviese por el interior de una gran biblioteca; las casas son las estanterías de los libros, y cada piso es un anaquel. Aquí hay una historia cotidiana, allá una buena comedia u obras científicas de todas las ramas, acullá literatura, buena o de pacotilla. Y puedo fantasear y filosofar sobre todos esos libros.
Hay algo de poeta en mí, pero no lo bastante. Muchas personas tienen de ello tanto como yo, y, sin embargo, no ostentan ningún escudo ni collar con el título de poeta.
Para ellos y para mí es un don de Dios, una gracia concedida, bastante para uno mismo, pero demasiado pequeña para que merezca ser comunicada a los demás. Viene como un rayo de sol, llena el alma y el pensamiento; viene como aroma de flores, como una melodía que uno conoce sin acertar a recordar de dónde procede.
Una noche, hace poco, en mi habitación, sentía ganas de leer, pero no tenía ningún libro; y he aquí que de pronto cayó del tilo una hoja verde y tierna. Un soplo de aire la introdujo en mi cuarto.
Contemplé sus numerosas y ramificadas nervaduras; por su superficie se movía un gusanillo, como interesado en estudiar la hoja a conciencia. Aquello me hizo pensar en la ciencia humana. También nosotros nos arrastramos sobre la superficie de una hoja, no conocemos otra cosa, y en seguida nos sentimos con ánimos para pronunciar una conferencia acerca del árbol entero, con su raíz, tronco y copa, el gran árbol: Dios, el mundo y la inmortalidad. Y, sin embargo, de todo ello no conocemos sino una hoja.
Mientras estaba así ocupado, recibí la visita de tía Mille. Le enseñé la hoja con el gusano, le comuniqué mis pensamientos y vi que sus ojos brillaban.
- ¡Eres un poeta! -exclamó-. ¡Quizás el más grande que tenemos! ¡Qué contenta bajaría a la tumba, si yo pudiera verlo! Desde el entierro del cervecero Rasmussen, me has estado asombrando con tu poderosa imaginación.
Así dijo tía Mille, y me besó.
¿Quién era tía Mille y quién el cervecero Rasmussen?
Cuando éramos niños, llamábamos tía a la que lo era de nuestra madre; no la conocíamos por otro nombre.
Nos regalaba confituras y azúcar, a pesar del peligro que suponían para nuestros dientes; pero, como ella decía, los pequeños eran su debilidad. Habría sido cruel privarlos de aquel poquitín de golosinas que tanto les gustaban.
Por eso queríamos tanto a nuestra tía.
Era una vieja solterona. Siempre la conocí vieja. Se había plantado en una misma edad.
Había sufrido mucho de dolor de muelas, y hablaba constantemente de ello; por eso su amigo el cervecero Rasmussen, hombre muy chistoso, la llamaba Tía Dolor de Muelas.
Éste hacia varios años que había dejado el negocio, para vivir de sus rentas; frecuentaba la casa de la tía y era más viejo que ella. No le quedaba ni un diente, aparte dos o tres negros raigones.
De joven había comido mucho azúcar, nos decía; por eso se veía de aquel modo.
Por lo visto, tía nunca debió de haber comido azúcar de pequeña, pues tenía unos dientes magníficos y blanquísimos.
Los cuidaba bien, por otra parte; nunca se iba a dormir con ellos, decía el cervecero Rasmussen.
Los niños sabían que aquello era pura malicia, pero tía afirmaba que lo decía sin mala intención.
Una mañana, a la hora del desayuno, contó un sueño desagradable que había tenido por la noche: que se le había caído un diente.
- Esto significa -dijo- que perderé un buen amigo o una buena amiga.
- Si el diente era postizo -observó el cervecero con una sonrisa burlona-, tal vez sea un falso amigo.
- ¡Es usted un viejo grosero! -replicó tía, enfadada como nunca la he visto.
Posteriormente dijo que había sido una broma de su viejo amigo, quien, a su juicio, era el hombre más noble de la Tierra, y que cuando muriese sería un angelito de Dios en el cielo.
Aquella presunta transformación me dio mucho que pensar. ¿Podría reconocerlo bajo su nueva figura?
De joven había pretendido a mi tía. Ella se lo pensó demasiado tiempo, permaneció indecisa y se quedó soltera, pero siempre fue para él una fiel amiga.
Luego murió el cervecero Rasmussen.
Lo llevaron a la tumba en el coche fúnebre más caro, y hubo nutrido acompañamiento; incluso personajes condecorados y en uniforme.
Tía presenció la comitiva desde la ventana, vestida de luto, rodeada de todos nosotros, sin que faltase mi hermanito menor, traído por la cigüeña una semana antes.
Cuando hubieron desfilado la carroza fúnebre y el séquito, y la calle quedó desierta, tía quiso marcharse, pero yo me opuse; aguardaba al ángel, el cervecero Rasmussen. Estaría convertido en un angelillo alado y no podía dejar de aparecérsenos.
- ¡Tía! -dije-, ¿no crees que va a venir? ¿O que cuando la cigüeña nos traiga otro hermanito será el cervecero Rasmussen?
Tía quedó anonadada ante mi fantasía, y exclamó: «¡Este niño será un gran poeta!». Y lo estuvo repitiendo durante todos mis años escolares aun después de mi confirmación y cuando era ya estudiante.
Fue y sigue siendo para mí la amiga que más simpatiza con el dolor poético y el dolor de muelas. Yo sufro accesos de uno y otro.
- Anota todos tus pensamientos -decía- y guárdalos en el cajón de la mesa; así lo hacía Jean-Paul. Llegó a ser un gran poeta, del cual recuerdo muy poca cosa, lo confieso; no es bastante interesante. Tú debes ser interesante. ¡Y lo serás!
La noche que siguió a aquella conversación me la pasé dominado por el anhelo y el tormento, el afán y la ilusión de ser el gran poeta que mi tía veía y adivinaba en mí. Pero existe un dolor peor que aquél: el dolor de muelas. Éste me atormentaba; me convirtió en un gusano que me retorcía entre vejigatorios y cataplasmas.
- ¡Yo sé lo que es eso! -decía la tía; y su boca dibujaba una triste sonrisa. ¡Cómo brillaban sus dientes!
Pero debo empezar un nuevo capítulo de la historia de mi tía.

Llevaba un mes en una nueva casa. Un día hablaba de ello con mi tía.
- Es una familia muy tranquila. No se preocupan de mí ni cuando llamo tres veces. Enfrente hay un barullo infernal, con los ruidos del viento y de la gente. Vivo exactamente encima del portal; cada coche que entra o sale hace mover los cuadros de las paredes. Tiembla toda la casa, como en un terremoto. Desde la cama siento la vibración en todo el cuerpo, pero supongo que esto fortifica los nervios. Cada vez que hay tormenta - ¡y cuidado que aquí son frecuentes!, - los ganchos de las ventanas oscilan y golpean contra las paredes. A cada ráfaga suena la campanilla de la puerta del patio vecino.
Nuestros inquilinos regresan a casa a gotas, ya anochecido o muy avanzada la noche. El que reside encima de mi cuarto, que durante el día da lecciones de trombón, es el que vuelve más tarde y antes de acostarse se da un paseíto por la habitación, con paso recio y botas claveteadas.
No hay doble ventana, y sí en cambio un cristal roto, sobre el cual la patrona ha pegado un papel. El viento sopla por la raja, con notas comparables a las del zumbido del tábano. Es mi canción de cuna. Y si llego a dormirme, no tarda en despertarme el canto del gallo. Los pollos y gallinas del gallinero del tendero del sótano me anuncian que pronto será día. Los caballitos que, a falta de establo, están atados en el cuartucho de debajo la escalera, no paran de cocear contra la puerta y el panel para desentumecerse.
En cuanto alborea, el portero, que duerme con su familia en la buhardilla, baja las escaleras con gran ruido: matraquean sus abarcas, sus portazos hacen temblar la casa, y una vez pasado el temporal el inquilino de arriba empieza con su gimnasia, levantando con cada mano una bola de hierro que no puede sostener, por lo que se le cae una vez y otra, mientras la chiquillería de la casa, que debe ir a la escuela, se precipita por las escaleras saltando y gritando. Yo me voy a la ventana, la abro para que entre aire puro, y me doy por satisfecho cuando puedo obtenerlo, cosa que sólo sucede cuando la solterona del piso trasero no está lavando guantes con agua de lejía, pues tal es su oficio. Aparte esto, es una casa estupenda, y la familia es muy tranquila.
Éste fue el relato que hice a mi tía acerca de mi pensión. Claro que le di algo más de vivacidad, pues la exposición oral tiene siempre acentos más vivos y amenos que la escrita.
- ¡Eres un poeta! -exclamó mi tía-. Pon esta descripción por escrito, eres tan bueno como Dickens. ¡Y mucho más interesante! Pintas, cuando hablas. Describes tu casa tan bien, que me parece verla. ¡Me entran escalofríos! No te quedes ahí: ponle algo vivo, personas, personas que conmuevan, de preferencia desgraciados.
Y, efectivamente, trasladé al papel la descripción de la casa tal como era, ruidosa y alborotada, pero sólo conmigo en ella, sin acción. Ésta vendrá después.



Tía Dolor de Muelas

Continuación

Era una noche de invierno, a la hora de salir del teatro; el tiempo era horrible, con una tempestad de nieve que apenas permitía andar.
Mi tía había ido al teatro, y yo debía acompañarla a su casa, pero cuando uno apenas puede sostenerse a si mismo, ¿cómo va a sostener a los demás? Los coches estaban todos alquilados. Mi tía vivía en las afueras, mientras mi casa estaba a muy poca distancia del teatro; de no ser así, habríamos tenido que aguardar en la garita.
Avanzamos pisando la espesa nieve, envueltos por los copos arremolinados, sosteniéndola yo y ayudándola a caminar. Sólo nos caímos dos veces, y aún sobre suelo blando.
Al llegar a mi puerta nos sacudimos la nieve, operación que proseguimos en la escalera, pues traíamos la suficiente para cubrir con ella el piso del rellano.
Nos quitamos todas las ropas posibles. La patrona prestó a mi tía medias secas y una toca. Dijo, y tenía razón, que por aquella noche no había que pensar en volver a su casa, y así la invitaba a compartir su habitación; le arreglarla una cama en el sofá, colocado contra la puerta, eternamente cerrada, que comunicaba con mi cuarto.
Así lo hicimos.
El fuego ardía en mi estufa; trajeron la tetera, y todos nos sentimos confortados en la pequeña habitación, aunque no tanto como en casa de mi tía, donde en invierno gruesas cortinas cuelgan ante la puerta, y, otras no menos gruesas ante las ventanas, al tiempo que el suelo está cubierto por una doble alfombra con tres capas de grueso papel debajo. Allí se está como en el interior de una botella llena de aire caliente y bien tapada. Pero, como ya dije, tampoco se estaba mal en mi cuarto, mientras fuera bramaba el viento.
Tía se puso a hablar y contar. Recordó su juventud, y con ella volvió el cervecero; antiguos recuerdos.
Acordábase de cuando me salió el primer diente y de la alegría que aquello produjo en la familia.
¡El primer diente! El diente de la inocencia, brillante como una blanca gotita de leche.
Luego salió otro, y otros más, toda la serie, en fila, arriba y abajo, magníficos dientes de leche, pero sólo la vanguardia, no los auténticos, los que deben durar toda la vida.
También éstos llegaron, y las muelas del juicio, el ala extrema de la serie, salidos entre dolores y con no pocos trabajos.
¡Y luego se marchan, uno tras otro! Se marchan antes de haber cumplido su tiempo de servicio; hasta el último se va, y aquel día no es de regocijo, sino de melancolía.
Viene la vejez, aunque el corazón se sienta joven. No es que sean agradables esta clase de pensamientos y conversaciones, pero el hecho es que nos dio por hablar de todas esas cosas. Retrocedimos a los años de la infancia, y charla que te charla, de modo que dieron las doce antes de que mi tía se retirase a descansar.
- ¡Buenas noches, querido! -me dijo-. Yo dormiré aquí como si lo hiciese sobre mi propia cómoda.
Y se fue a descansar, pero no hubo tranquilidad en la casa ni fuera de ella. La tempestad sacudía las ventanas, golpeaban los largos ganchos de hierro, y la campanilla de la puerta trasera del patio del vecino no paraba de sonar. Había llegado el inquilino de arriba, quien dio su acostumbrado paseíto, tirando con estrépito las botas antes de decidirse a acostarse; pero en cuanto se durmió empezó a roncar con tal violencia, que había que ser sordo para no oírlo a través del techo.
Yo no dormí ni descansé. El tiempo no era para eso, con el ruido que armaba. El viento silbaba y cantaba a su manera, y mis dientes empezaron también a despertarse, a silbar y cantar a la suya. Parecía anunciarse un fuerte dolor de muelas.
Entraba el aire por la ventana. La luna proyectaba sus rayos en el suelo de manera intermitente, según los movimientos de las nubes impelidas por el viento tempestuoso. La alternancia de luz y sombras originaba un estado de inquietud, hasta que al fin la sombra del suelo adquirió un aspecto peculiar. Miré aquella masa móvil y sentí una corriente de aire helado.
En el suelo aparecía sentada una figura delgada y larguirucha, como cuando los niños dibujan en la pizarra un objeto que quiere ser un hombre. Forma el cuerpo una única raya fina; otras dos laterales son los brazos, cada pierna es otra línea, y la cabeza es un polígono.
Pronto la figura se hizo más precisa, con una especie de ropaje muy sutil, muy fino, pero que mostraba su pertenencia al sexo femenino.
Oí un zumbido. ¿Era ella o el viento, que rumoreaba como un tábano al entrar por el cristal roto?
¡No, no, era ella en persona, la señora Dolor de Muelas! ¡Su «horripilancia satania infernalis»! ¡Líbrenos Dios de su visita!
- ¡Se está bien aquí! -zumbó-. Es un buen barrio. Tierra pantanoso, cenagal. Aquí han zumbado mosquitos de aguijón ponzoñoso; ahora yo tengo el aguijón, y debo afilarlo en dientes humanos. Brillan blancos como ése de la cama. Han resistido el dulzor y la acidez, el calor y el frío, las cáscaras de nuez y los huesos de ciruela. Pues ahora voy a menearlos y sacudirlos, a abonar las raíces con aire corriente, a hacer que sientan un frío de muerte.
Tal fue el discurso espantoso de la espantosa visita.
- Conque eres poeta, ¿eh? -dijo-. Pues voy a introducirte en todas las rimas del dolor. Sentirás hierro y acero en el cuerpo, hilos tirarán de tus nervios.
Pareció como si me atravesaran el espinazo con una aguja candente. Yo me revolvía y retorcía.
- ¡Estupenda dentadura! -dijo-. Un órgano para tocarlo, un concierto de armónica, grandioso, con timbales y trompetas, flautines y trompas en la muela del juicio. ¡A gran poeta, gran música!
Y tocaba, presentando un aspecto horrible, incluso cuando no veía más que su mano de largos dedos de afiladas uñas, cada uno de los cuales era un instrumento de martirio: el pulgar y el índice tenían tenaza y tornillo, el dedo mayor terminaba en una agudísima aguja, el anular era un taladro, y el meñique, una jeringuilla con veneno de mosquito.
- ¡Yo te enseñaré el arte de la métrica! -decía-. A un gran poeta le corresponde un fuerte dolor de muelas ; para un pequeño poeta, basta uno ligero.
- ¡Ay! ¡Deja que sea pequeño! -imploraba yo-. ¡Que sea muy pequeño! No soy poeta, además, sólo tengo accesos poéticos, accesos de dolor de muelas. ¡Márchate, márchate!
- ¿Reconoces ahora que yo soy más poderoso que la Poesía, la Filosofía, las Matemáticas y que toda la Música? -preguntó-. ¿Más poderoso que los sentimientos pintados y tallados en mármol? Soy más viejo que ellos todos. Nací junto al paraíso terrenal, donde soplaba el viento y brotaban los húmedos hongos. Persuadí a Eva de que se vistiese para protegerse del frío, y a Adán también. Puedes creerme, había fuerza en el primer dolor de muelas.
- ¡Lo creo todo! -dije-. ¡Pero márchate, márchate!
- Si te comprometes a renunciar a ser poeta, a no llevar más versos al papel ni a registrarlos en tablas ni otro material de escribir, cualquiera que sea, te dejaré en paz. Pero volveré en cuanto empieces de nuevo.
- ¡Te lo juro! -respondí-. ¡No quiero verte más, ni sentir tu presencia!
- Verme, sí habrás de verme, pero en figura más amable de la que tengo ahora, Me verás personificado en tía Mille. Y te diré: «¡Escribe, mi niño querido! ¡Eres un gran poeta, tal vez el mejor de los que tenemos!». Pero, créeme, como empieces a escribir, pondré música a tus versos y los tocaré en tu armónica. ¡Mi niño querido! ¡Piensa en mí cuando veas a tía Mille!
Y desapareció.
Como despido me propinó un pinchazo ardiente, que me llegó al fondo de la quijada. Pero se calmó pronto, y fui sintiendo que me sumergía en agua de rosas, vi cómo se inclinaban los blancos nenúfares con sus anchas hojas verdes, se hundían debajo de mí, se marchitaban y se deshacían, y yo me hundía con ellas, me disolvía en la paz y el descanso...
- ¡Muere, fúndete como la nieve! -cantaba algo en el agua ¡Evapórate en la nube, vaga como ella...!
Desde el fondo del agua veía yo brillar grandes nombres luminosos, inscripciones en ondeantes banderas victoriosas, la patente de la inmortalidad, escrita en el ala de la efímera.
El sueño fue profundo, un sueño sin visiones. Ya no oí el silbar del viento, ni los portazos, ni la campana de la puerta del vecino,
ni la ruidosa gimnasia del inquilino de arriba.
¡La felicidad!
De pronto llegó una ráfaga de viento tan fuerte, que abrió de un empellón la cerrada puerta que comunicaba con el cuarto de la tía. Ésta se levantó sobresaltada, y, poniéndose los zapatos y el vestido, entró corriendo en mi habitación.
Yo dormía como un angelito, me dijo después. No pudo decidirse a despertarme.
Me desperté yo mismo, abrí los ojos. Me había olvidado por completo de que mi tía estaba en casa, pero pronto me vino a la mente y recordé la aparición del dolor de muelas. Sueño y realidad se confundían.
- ¿No escribiste nada, después de darnos las buenas noches? -me preguntó-. ¡Qué lástima! Eres mi poeta y lo serás siempre.
Parecióme como si se sonriese pérfidamente. No sabía si estaba ea presencia de mi buena tía Mille, que tanto me quería, o de aquel horrible personaje a quien había dado mi promesa la noche anterior,
- ¿Has escrito, hijo?
- ¡No, no! -exclamé-. ¡Tú eres tía Mille!
- ¿Quién, si no? -dijo ella. Y lo era, indudablemente.
Me besó y tomó un coche de punto para volverse a su casa.
Yo escribí lo que antecede. No son versos, y no se imprimirán jamás.

En efecto, aquí terminaba el manuscrito. Mi joven amigo el dependiente de la abacería, no pudo encontrar lo que faltaba; corría disperso por el mundo, convertido en papel para envolver arenques salados, mantequilla y jabón verde; había cumplido su misión.
El cervecero murió, tía Mille murió, y murió el estudiante, cuyas chispas de ingenio habían ido a parar al cubo. Y éste es el fin de la historia: la historia de Tía Dolor de Muelas.



El tullido

Érase una antigua casa señorial, habitada por gente joven y apuesta. Ricos en bienes y dinero, querían divertirse y hacer el bien. Querían hacer feliz a todo el mundo, como lo eran ellos.
Por Nochebuena instalaron un abeto magníficamente adornado en el antiguo salón de Palacio. Ardía el fuego en la chimenea, y ramas del árbol navideño enmarcaban los viejos retratos.
Desde el atardecer reinaba también la alegría en los aposentos de la servidumbre. También había allí un gran abeto con rojas y blancas velillas encendidas, banderitas danesas, cisnes recortados y redes de papeles de colores y llenas de golosinas. Habían invitado a los niños pobres de la parroquia, y cada uno había acudido con su madre, a la cual, más que a la copa del árbol, se le iban los ojos a la mesa de Nochebuena, cubierta de ropas de lana y de hilo, y toda clase de prendas de vestir. Aquello era lo que miraban las madres y los hijos ya mayorcitos, mientras los pequeños alargaban los brazos hacia las velillas, el oropel y las banderitas.
La gente había llegado a primeras horas de la tarde, y fue obsequiada con la clásica sopa navideña y asado de pato con berza roja. Una vez hubieron contemplado el árbol y recibido los regalos, se sirvió a cada uno un vaso de ponche y manzanas rellenas.
Regresaron entonces a sus pobres casas, donde se habló de la «buena vida», es decir, de la buena comida, y se pasó otra vez revista a los regalos.
Entre aquella gente estaban Garten-Kirsten y Garten-Ole, un matrimonio que tenía casa y comida a cambio de su trabajo en el jardín de Sus Señorías. Cada Navidad recibían su buena parte de los regalos. Tenían además cinco hijos, y a todos los vestían los señores.
- Son bondadosos nuestros amos -decían-. Tienen medios para hacer el bien, y gozan haciéndolo.
- Ahí tienen buenas ropas para que las rompan los cuatro -dijo Garten-Ole-. Mas, ¿por qué no hay nada para el tullido? Siempre suelen acordarse de él, aunque no vaya a la fiesta.
Era el hijo mayor, al que llamaban «El tullido», pero su nombre era Juan. De niño había sido el más listo y vivaracho, pero de repente le entró una «debilidad en las piernas», como ellos decían, y desde entonces no pudo tenerse de pie ni andar. Llevaba ya cinco años en cama.
- Sí, algo me han dado también para él -dijo la madre. Pero es sólo un libro, para que pueda leer.
- ¡Eso no lo engordará! -observó el padre.
Pero Hans se alegró de su libro. Era un muchachito muy despierto, aficionado a la lectura, aunque aprovechaba también el tiempo para trabajar en las cosas útiles en cuanto se lo permitía su condición. Era muy ágil de dedos, y sabía emplear las manos; confeccionaba calcetines de lana, e incluso mantas. La señora había hecho gran encomio de ellas y las había comprado.
Era un libro de cuentos el que acababan de regalar a Hans, y había en él mucho que leer, y mucho que invitaba a pensar.
- De nada va a servirle -dijeron los padres-. Pero dejemos que lea, le ayudará a matar el tiempo. No siempre ha de estar haciendo calceta.
Vino la primavera. Empezaron a brotar la hierba y las flores, y también los hierbajos, como se suele llamar a las ortigas a pesar de las cosas bonitas que de ellas dice aquella canción religiosa:
Si los reyes se reuniesen
y juntaran sus tesoros,
no podrían añadir
una sola hoja a la ortiga.
En el jardín de Sus Señorías había mucho que hacer, no solamente para el jardinero y sus aprendices, sino también para Garten­Kirsten y Garten-Ole.
- ¡Qué pesado! -decían-. Aún no hemos terminado de escardar y arreglar los caminos, y ya los han pisado de nuevo. ¡Hay un ajetreo con los invitados de la casa! ¡Lo que cuesta! Suerte que los señores son ricos.
- ¡Qué mal repartido está todo! -decía Ole-. Según el señor cura, todos somos hijos de Dios. ¿Por qué estas diferencias?
- Por culpa del pecado original -respondía Kirsten.
De eso hablaban una noche, sentados junto a la cama del tullido, que estaba leyendo sus cuentos.
Las privaciones, las fatigas y los cuidados habían encallecido las manos de los padres, y también su juicio y sus opiniones. No lo comprendían, no les entraba en la cabeza, y por eso hablaban siempre con amargura y envidia.
- Hay quien vive en la abundancia y la felicidad, mientras otros están en la miseria. ¿Por qué hemos de purgar la desobediencia y la curiosidad de nuestros primeros padres? ¡Nosotros no nos habríamos portado como ellos!
- Sí, habríamos hecho lo mismo -dijo súbitamente el tullido Hans. - Aquí está, en el libro.
- ¿Qué es lo que está en el libro? -preguntaron los padres.
Y entonces Hans les leyó el antiguo cuento del leñador y su mujer. También ellos decían pestes de la curiosidad de Adán y Eva, culpables de su desgracia. He aquí que acertó a pasar el rey del país: «Seguidme -les dijo- y viviréis tan bien como yo: siete platos para comer y uno para mirarlo. Está en una sopera tapada, que no debéis tocar; de lo contrario, se habrá terminado vuestra buena vida». «¿Qué puede haber en la sopera?», dijo la mujer. «¡No nos importa!», replicó el marido. «No soy curiosa -prosiguió ella-; sólo quisiera saber por qué no nos está permitido levantar la tapadera. Estoy segura que es algo exquisito». «Con tal que no haya alguna trampa, por ejemplo, una pistola que al dispararse despierte a toda la casa». «Tienes razón», dijo la mujer, sin tocar la sopera. Pero aquella noche soñó que la tapa se levantaba sola y salía del recipiente el aroma de aquel ponche delicioso que se sirve en las bodas y los entierros. Y había una moneda de plata con esta inscripción: «Si bebéis de este ponche, seréis las dos personas más ricas del mundo, y todos los demás hombres se convertirán en pordioseros comparados con vosotros». Despertóse la mujer y contó el sueño a su marido. «Piensas demasiado en esto», dijo él. «Podríamos hacerlo con cuidado», insistió ella. «¡Cuidado!», dijo el
hombre; y la mujer levantó con gran cuidado la tapa. Y he aquí que saltaron dos ligeros ratoncillos, y en un santiamén desaparecieron por una ratonera. «¡Buenas noches! -dijo el Rey-. Ya podéis volveros a vuestra casa a vivir de lo vuestro. Y no volváis a censurar a Adán y Eva, pues os habéis mostrado tan curiosos y desagradecidos como ellos».
- ¡Cómo habrá venido a parar al libro esta historia! -dijo Garten-Ole.
- Diríase que está escrita precisamente para nosotros. Es cosa de pensarlo.
Al día siguiente volvieron al trabajo. Los tostó el sol, y la lluvia los caló hasta los huesos. Rumiaron sus melancólicos pensamientos.
No había anochecido aún, cuando ya habían cenado sus papillas de leche.
- ¡Vuelve a leernos la historia del leñador! -dijo Garten-Ole.
- Hay otras que todavía no conocéis -respondió Hans.
- No me importan dijo Garten-Ole -. Prefiero oír la que conozco.
Y el matrimonio volvió a escucharla; y más de una noche se la hicieron repetir.
- No acabo de entenderlo -dijo Garten-Ole -. Con las personas ocurre lo que con la leche: que se cuaja, y una parte se convierte en fino requesón, y la otra, en suero aguado. Los hay que tienen suerte en todo, se pasan el día muy repantingados y no sufren cuidados ni privaciones.
El tullido oyó lo que decía. El chico era débil de piernas, pero despejado de cabeza, y les leyó de su libro un cuento titulado «El hombre sin necesidades ni preocupaciones». ¿Dónde estaría ese hombre? Había que dar con él.



El tullido

Continuación

El Rey estaba postrado en su cama de enfermo, y no podría curar hasta que se pusiera la camisa de un hombre que en verdad pudiera afirmar que jamás había sabido lo que era una preocupación o una necesidad. Enviáronse emisarios a todos los países del mundo, a castillos y palacios y a las casas de todos los hombres ricos y alegres; pero cuando se investigaba a fondo, todos habían pasado sus penas y desgracias.
«¡Yo no! -exclamó un porquerizo que, sentado al borde de la zanja, reía y cantaba-. ¡Yo soy el más feliz de los hombres!». «Danos tu camisa, pues -dijeron los enviados-. Te pagaremos con la mitad del reino».
Pero el hombre no tenía camisa, y, sin embargo, se consideraba el más feliz de los mortales.
- ¡Qué tipo! -exclamó Garten-Ole, y él y su mujer se rieron como no lo habían hecho desde hacía mucho tiempo.
En esto acertó a pasar el maestro del pueblo.
- ¡Qué alegres estáis! -dijo-. Esto es una novedad en vuestra casa. ¿Habéis sacado la lotería, acaso?
- ¡Nada de eso! -respondió Garten-Ole-. Es que Hans nos estaba leyendo un cuento de su libro. Era el cuento del «Hombre sin preocupaciones», y resulta que no llevaba camisa. Estas cosas le abren a uno los ojos, y más cuando están en un libro impreso. Cada uno tiene que llevar su cruz, y esto es siempre un consuelo.
- ¿De dónde sacasteis el libro? -preguntó el maestro.
- Se lo regalaron a Hans hace un año, para Navidad. Se lo dieron los señores. Ya sabe usted cómo le gusta leer, a pesar de ser tullido. Aquel día hubiéramos preferido que le regalaran camisas. Pero es un libro notable. Parece que responde a nuestros pensamientos,
El maestro cogió el libro y lo abrió.
- Léenos otra vez la misma historia -dijo Garten-Ole-; todavía no la comprendo del todo. Y después nos leerá la del leñador.
A Ole le bastaban aquellos dos cuentos. En la mísera vivienda, y sobre su ánimo amargado, producían el efecto de dos rayos de sol.
Hans se había leído todo el libro de cabo a rabo, y varias veces. Aquellos cuentos lo transportaban al vasto mundo de fuera, al que no podía ir porque sus piernas no lo sostenían.
El maestro se sentó a la vera de su lecho y los dos se enfrascaron en una agradable conversación.
Desde aquel día, el maestro acudió con más frecuencia a la casa de Hans, mientras sus padres estaban trabajando. Y cada una de sus visitas era para el niño una verdadera fiesta. ¡Cómo escuchaba lo que el anciano le explicaba acerca de la inmensidad de la Tierra y de sus muchos países, y de que el Sol era medio millón de veces mayor que nuestro Globo y estaba tan lejos, que una bala de cañón necesitaría veinticinco años para cubrir la distancia que lo separa de la Tierra, mientras los rayos luminosos llegaban en ocho minutos!
Son cosas que sabe cualquier alumno aplicado, pero eran novedades para Hans, más maravillosas aún que los cuentos del libro.
Varias veces al año invitaban los señores al maestro a comer, y un día éste les explicó la importancia que para la pobre casa tenía el libro de cuentos, y el bien que dos de ellos habían aportado. Con su lectura, el pobre pero inteligente tullido había llevado a la casa la reflexión y la alegría.
Al marcharse el maestro, la señora le puso en la mano un par de brillantes escudos de plata para el pequeño Hans.
- ¡Serán para mis padres! -dijo el muchacho al recibir el dinero del maestro.
Y Garten-Ole y Garten-Kirsten exclamaron:
- Aun siendo tullido nos trae Hans beneficios y bendiciones.
Unos días más tarde, hallándose los padres trabajando en la propiedad de sus amos, se detuvo ante la puerta de la humilde casa el coche de los señores. Era el ama que venía de visita, contenta de que su regalo de Navidad hubiese llevado tanto consuelo y alegría al niño y a sus padres.
Le traía pan blanco, fruta y una botella de zumo de frutas; pero lo que más entusiasmó al muchacho fue una jaula dorada, con un pajarito negro que cantaba maravillosamente. La pusieron sobre la vieja cómoda, a cierta distancia de la cama del muchacho, para que éste pudiera ver y oír al pájaro. Hasta la gente que pasaba por la carretera podía oír su canto.
Garten-Ole y Garten-Kirsten regresaron cuando ya la señora se había marchado. Vieron lo alegre que estaba Hans, pero sólo pensaron en las complicaciones que traería aquel regalo.
- Hay muchas cosas en que no piensan los ricos -dijeron. Ahora tendremos que cuidar también del pájaro, pues el tullido no puede hacerlo. ¡Al fin se lo comerá el gato!
Transcurrieron ocho días, y luego ocho más. En aquel tiempo, el gato había entrado muchas veces en la habitación sin asustar al pájaro ni causarle ningún daño. Y he aquí que entonces ocurrió un suceso extraordinario.
Era una tarde en que los padres y sus hijos habían salido a su trabajo. Hans estaba solo, el libro de cuentos en la mano, leyendo el de la mujer del pescador que vio realizados todos sus deseos. Quiso ser reina y lo fue, quiso ser emperatriz y lo fue; más cuando pretendió ser como Dios Nuestro Señor, encontróse en el barrizal del que había salido.
Aquel cuento no guardaba relación alguna con el pájaro ni con el gato, pero ¡fue precisamente el que estaba leyendo cuando sucedió el gran acontecimiento. Se acordó de él todo el resto de su vida.
La jaula estaba sobre la cómoda, y el gato, sentado en el suelo, miraba fijamente al pájaro con sus ojos amarilloverdosos. Había algo en la cara del felino que parecía decir al pájaro: «¡Qué apetitoso estás! ¡Cuán a gusto te comería!».
Hans lo comprendió. Lo leyó en la cara del gato. ¡Fuera, gato! -gritó-. ¡Lárgate del cuarto!
Hábríase dicho que el animal se arqueaba para saltar.
Hans no podía alcanzarlo, y sólo tenía para arrojarle su mayor tesoro: el libro de cuentos. Se lo tiró, pero soltóse la encuadernación, que voló hacia un lado, mientras el cuerpo del volumen, con todas las hojas dispersas, lo hacía hacia el opuesto. El gato retrocedió un poco con pasos lentos, mirando a Hans, como diciéndole:
- ¡No te metas en mis asuntos, Hans! Yo puedo andar y saltar, y tú no.
Hans no apartaba la mirada del gato, sintiendo una gran inquietud; también el pájaro parecía alarmado. No había nadie a quien poder llamar; parecía como si el gato lo supiera. Volvió a agacharse para saltar, y Hans agitó la manta de la cama, pues las manos sí podía moverlas. Mas el felino no se preocupaba de la manta, y cuando se la arrojó el muchacho, de un brinco se subió a la silla y al antepecho de la ventana, con lo cual quedó aún más cerca del pajarillo.
Hans sentía cómo la sangre le bullía en el cuerpo, pero no pensaba en ella, sino sólo en el gato y en el pájaro. Fuera del lecho, el niño no podía valerse, pues las piernas no lo sostenían. Sintió que le daba un vuelco el corazón cuando vio el gato saltar del antepecho de la ventana y chocar con la jaula, que se cayó, con el avecilla aleteando espantada en su interior.
Hans lanzó un grito, sintió una sacudida en todo su cuerpo y, maquinalmente, bajó de la cama y se fue a la cómoda, donde, echando al gato, cogió la jaula con el asustado pájaro, y con ella en la mano se echó a correr a la calle.
Con lágrimas en los ojos se puso a gritar:
- ¡Puedo andar, puedo andar!
Acababa de recobrar la salud. Es una cosa que puede suceder y que le sucedió a él.
El maestro vivía a poca distancia, y el niño se dirigió corriendo a su casa, descalzo, sin más prendas que la camisa y la chaqueta, siempre con la jaula en la mano.
- ¡Puedo andar! -gritaba-. ¡Señor Dios mío! -sollozaba y lloraba de pura alegría.
La hubo, y grande, en la morada de Garten-Ole y Garten-Kirsten.
- ¡Qué cosa mejor podíamos esperar en nuestra vida! -decían los dos.
Hans fue llamado a la mansión de los señores; hacía muchos años que no había recorrido aquel camino, y le pareció como si los árboles y los avellanos, que tan bien conocía, lo saludaran y dijeran: «¡Buenos días Hans! Bienvenido al aire libre». El sol le iluminaba el rostro y el corazón.
Los jóvenes y bondadosos señores lo hicieron sentar a su lado, y se mostraron tan contentos como si fuera de su familia.
Pero la más encantada de todos fue la señora, que le había regalado el libro de cuentos y el pajarillo, el cual había muerto del susto, es verdad, pero había sido el instrumento de su recuperación, así como el libro había servido de consuelo y regocijo a sus padres. Lo guardaba, lo guardaría siempre y lo leería, por muchos años que viviese. En adelante podría contribuir a sostener su casa. Aprendería un oficio, tal vez el de encuadernador, pues, decía, «así podré leer todos los libros nuevos».
Aquella tarde, después de hablar con su marido, la señora mandó llamar a los padres del muchacho. Era un mocito piadoso y listo, tenía inteligencia y sed de saber. Dios favorece siempre una causa justa.
Por la noche los padres regresaron a su casa muy contentos, particularmente Kirsten; pero ya al día siguiente estaba la mujer llorosa porque Hans se marchaba. Iba bien vestido, era un buen chico, pero tenía que cruzar el mar, para ir a una ciudad lejana, donde asistiría a una escuela, y habrían de pasar muchos años antes de que sus padres volvieran a verlo.
No se llevó el libro de cuentos. Sus padres quisieron guardarlo como recuerdo. Y el padre lo leía con frecuencia, pero sólo las historias que conocía.
Y recibieron cartas de Hans, cada una más optimista que la anterior. Vivía en una casa con personas excelentes, y, lo más hermoso de todo para él: iba a la escuela. ¡Había en ella tanto que aprender y saber! Su mayor deseo era llegar a los cien años y ser maestro.
- ¡Quién sabe si lo veremos! -dijeron sus padres, estrechándose las manos como cuando los casaron.
- ¡Qué suerte hemos tenido con Hans! -decía Ole-. ¡Dios no olvida a los hijos de los pobres, no! Justamente en el tullido iba a mostrar su bondad. ¿Verdad que parece como si Hans nos leyera un cuento del libro?



Los cisnes salvajes

Lejos de nuestras tierras, allá adonde van las golondrinas cuando el invierno llega a nosotros, vivía un rey que tenía once hijos y una hija llamada Elisa. Los once hermanos eran príncipes; llevaban una estrella en el pecho y sable al cinto para ir a la escuela; escribían con pizarrín de diamante sobre pizarras de oro, y aprendían de memoria con la misma facilidad con que leían; en seguida se notaba que eran príncipes. Elisa, la hermana, se sentaba en un escabel de reluciente cristal, y tenía un libro de estampas que había costado lo que valía la mitad del reino.
¡Qué bien lo pasaban aquellos niños! Lástima que aquella felicidad no pudiese durar siempre.
Su padre, Rey de todo el país, casó con una reina perversa, que odiaba a los pobres niños. Ya al primer día pudieron ellos darse cuenta. Fue el caso, que había gran gala en todo el palacio, y los pequeños jugaron a «visitas»; pero en vez de recibir pasteles y manzanas asadas como se suele en tales ocasiones, la nueva Reina no les dio más que arena en una taza de té, diciéndoles que imaginaran que era otra cosa.
A la semana siguiente mandó a Elisa al campo, a vivir con unos labradores, y antes de mucho tiempo le había ya dicho al Rey tantas cosas malas de los príncipes, que éste acabó por desentenderse de ellos.
- ¡A volar por el mundo y apañaros por vuestra cuenta! -exclamó un día la perversa mujer-; ¡a volar como grandes aves sin voz!-. Pero no pudo llegar al extremo de maldad que habría querido; los niños se transformaron en once hermosísimos cisnes salvajes. Con un extraño grito emprendieron el vuelo por las ventanas de palacio, y, cruzando el parque, desaparecieron en el bosque.
Era aún de madrugada cuando pasaron por el lugar donde su hermana Elisa yacía dormida en el cuarto de los campesinos; y aunque describieron varios círculos sobre el tejado, estiraron los largos cuellos y estuvieron aleteando vigorosamente, nadie los oyó ni los vio. Hubieron de proseguir, remontándose basta las nubes, por esos mundos de Dios, y se dirigieron hacia un gran bosque tenebroso que se extendía hasta la misma orilla del mar.
La pobre Elisita seguía en el cuarto de los labradores jugando con una hoja verde, único juguete que poseía. Abriendo en ella un agujero, miró el sol a su través y parecióle como si viera los ojos límpidos de sus hermanos; y cada vez que los rayos del sol le daban en la cara, creía sentir el calor de sus besos.
Pasaban los días, monótonos e iguales. Cuando el viento soplaba por entre los grandes setos de rosales plantados delante de la casa, susurraba a las rosas:
- ¿Qué puede haber más hermoso que vosotras? -. Pero las rosas meneaban la cabeza y respondían: - Elisa es más hermosa -. Cuando la vieja de la casa, sentada los domingos en el umbral, leía su devocionario, el viento le volvía las hojas, y preguntaba al libro: - ¿Quién puede ser más piadoso que tú? - Elisa es más piadosa -replicaba el devocionario; y lo que decían las rosas y el libro era la pura verdad. Porque aquel libro no podía mentir.
Habían convenido en que la niña regresaría a palacio cuando cumpliese los quince años; pero al ver la Reina lo hermosa que era, sintió rencor y odio, y la habría transformado en cisne, como a sus hermanos; sin embargo, no se atrevió a hacerlo en seguida, porque el Rey quería ver a su hija.
Por la mañana, muy temprano, fue la Reina al cuarto de baile, que era todo él de mármol y estaba adornado con espléndidos almohadones y cortinajes, y, cogiendo tres sapos, los besó y dijo al primero:
- Súbete sobre la cabeza de Elisa cuando esté en el baño, para que se vuelva estúpida como tú. Ponte sobre su frente -dijo al segundo-, para que se vuelva como tú de fea, y su padre no la reconozca -. Y al tercero: - Siéntate sobre su corazón e infúndele malos sentimientos, para que sufra -. Echó luego los sapos al agua clara, que inmediatamente se tiñó de verde, y, llamando a Elisa, la desnudó, mandándole entrar en el baño; y al hacerlo, uno de los sapos se le puso en la cabeza, el otro en la frente y el tercero en el pecho, sin que la niña pareciera notario; y en cuanto se incorporó, tres rojas flores de adormidera aparecieron flotando en el agua. Aquellos animales eran ponzoñosos y habían sido besados por la bruja; de lo contrario, se habrían transformado en rosas encarnadas. Sin embargo, se convirtieron en flores, por el solo hecho de haber estado sobre la cabeza y sobre el corazón de la princesa, la cual era, demasiado buena e inocente para que los hechizos tuviesen acción sobre ella.
Al verlo la malvada Reina, frotóla con jugo de nuez, de modo que su cuerpo adquirió un tinte pardo negruzco; untóle luego la cara con una pomada apestosa y le desgreñó el cabello. Era imposible reconocer a la hermosa Elisa.
Por eso se asustó su padre al verla, y dijo que no era su hija. Nadie la reconoció, excepto el perro mastín y las golondrinas; pero eran pobres animales cuya opinión no contaba.
La pobre Elisa rompió a llorar, pensando en sus once hermanos ausentes. Salió, angustiada, de palacio, y durante todo el día estuvo vagando por campos y eriales, adentrándose en el bosque inmenso. No sabía adónde dirigirse, pero se sentía acongojada y anhelante de encontrar a sus hermanos, que a buen seguro andarían también vagando por el amplio mundo. Hizo el propósito de buscarlos.
Llevaba poco rato en el bosque, cuando se hizo de noche; la doncella había perdido el camino. Tendióse sobre el blando musgo, y, rezadas sus oraciones vespertinas, reclinó la cabeza sobre un tronco de árbol. Reinaba un silencio absoluto, el aire estaba tibio, y en la hierba y el musgo que la rodeaban lucían las verdes lucecitas de centenares de luciérnagas, cuando tocaba con la mano una de las ramas, los insectos luminosos caían al suelo como estrellas fugaces.
Toda la noche estuvo soñando en sus hermanos. De nuevo los veía de niños, jugando, escribiendo en la pizarra de oro con pizarrín de diamante y contemplando el maravilloso libro de estampas que había costado medio reino; pero no escribían en el tablero, como antes, ceros y rasgos, sino las osadísimas gestas que habían realizado y todas las cosas que habían visto y vivido; y en el libro todo cobraba vida, los pájaros cantaban, y las personas salían de las páginas y hablaban con Elisa y sus hermanos; pero cuando volvía la hoja saltaban de nuevo al interior, para que no se produjesen confusiones en el texto.
Cuando despertó, el sol estaba ya alto sobre el horizonte. Elisa no podía verlo, pues los altos árboles formaban un techo de espesas ramas; pero los rayos jugueteaban allá fuera como un ondeante velo de oro. El campo esparcía sus aromas, y las avecillas venían a posarse casi en sus hombros; oía el chapoteo del agua, pues fluían en aquellos alrededores muchas y caudalosas fuentes, que iban a desaguar en un lago de límpido fondo arenoso. Había, si, matorrales muy espesos, pero en un punto los ciervos habían hecho una ancha abertura, y por ella bajó Elisa al agua. Era ésta tan cristalina, que, de no haber agitado el viento las ramas y matas, la muchacha habría podido pensar que estaban pintadas en el suelo; tal era la claridad con que se reflejaba cada hoja, tanto las bañadas por el sol como las que se hallaban en la sombra.
Al ver su propio rostro tuvo un gran sobresalto, tan negro y feo era; pero en cuanto se hubo frotado los ojos y la frente con la mano mojada, volvió a brillar su blanquísima piel. Se desnudó y metióse en el agua pura; en el mundo entero no se habría encontrado una princesa tan hermosa como ella.
Vestida ya de nuevo y trenzado el largo cabello, se dirigió a la fuente borboteante, bebió del hueco de la mano y prosiguió su marcha por el bosque, a la ventura, sin saber adónde. Pensaba en sus hermanos y en Dios misericordioso, que seguramente no la abandonaría: El hacía crecer las manzanas silvestres para alimentar a los hambrientos; y la guió hasta uno de aquellos árboles, cuyas ramas se doblaban bajo el peso del fruto. Comió de él, y, después de colocar apoyos para las ramas, adentróse en la parte más oscura de la selva. Reinaba allí un silencio tan profundo, que la muchacha oía el rumor de sus propios pasos y el de las hojas secas, que se doblaban bajo sus pies. No se veía ni un pájaro: ni un rayo de sol se filtraba por entre las corpulentas y densas ramas de los árboles, cuyos altos troncos estaban tan cerca unos de otros, que, al mirar la doncella a lo alto, parecíale verse rodeada por un enrejado de vigas. Era una soledad como nunca había conocido.
La noche siguiente fue muy oscura; ni una diminuta luciérnaga brillaba en el musgo. Ella se echó, triste, a dormir, y entonces tuvo la impresión de que se apartaban las ramas extendidas encima de su cabeza y que Dios Nuestro Señor la miraba con ojos bondadosos, mientras unos angelitos le rodeaban y asomaban por entre sus brazos.
Al despertarse por la mañana, no sabía si había soñado o si todo aquello había sido realidad.
Anduvo unos pasos y se encontró con una vieja que llevaba bayas en una cesta. La mujer le dio unas cuantas, y Elisa le preguntó si por casualidad había visto a los once príncipes cabalgando por el bosque. - No -respondió la vieja-, pero ayer vi once cisnes, con coronas de oro en la cabeza, que iban río abajo.
Acompañó a Elisa un trecho, hasta una ladera a cuyo pie serpenteaba un riachuelo. Los árboles de sus orillas extendían sus largas y frondosas ramas al encuentro unas de otras, y allí donde no se alcanzaban por su crecimiento natural, las raíces salían al exterior y formaban un entretejido por encima del agua.
Elisa dijo adiós a la vieja y siguió por la margen del río, hasta el punto en que éste se vertía en el gran mar abierto.
Frente a la doncella se extendía el soberbio océano, pero en él no se divisaba ni una vela, ni un bote. ¿Cómo seguir adelante? Consideró las innúmeras piedrecitas de la playa, redondeadas y pulimentadas por el agua. Cristal, hierro, piedra, todo lo acumulado allí había sido moldeado por el agua, a pesar de ser ésta mucho más blanda que su mano. «La ola se mueve incesantemente y así alisa las cosas duras; pues yo seré tan incansable como ella. Gracias por vuestra lección, olas claras y saltarinas; algún día, me lo dice el corazón, me llevaréis al lado de mis hermanos queridos».
Entre las algas arrojadas por el mar a la playa yacían once blancas plumas de cisne, que la niña recogió, haciendo un haz con ellas. Estaban cuajadas de gotitas de agua, rocío o lágrimas, ¿quién sabe?. Se hallaba sola en la orilla, pero no sentía la soledad, pues el mar cambiaba constantemente; en unas horas se transformaba más veces que los lagos en todo un año. Si avanzaba una gran nube negra, el mar parecía decir: «¡Ved, qué tenebroso puedo ponerme!». Luego soplaba viento, y las olas volvían al exterior su parte blanca. Pero si las nubes eran de color rojo y los vientos dormían, el mar podía compararse con un pétalo de rosa; era ya verde, ya blanco, aunque por mucha calma que en él reinara, en la orilla siempre se percibía un leve movimiento; el agua se levantaba débilmente, como el pecho de un niño dormido.
A la hora del ocaso, Elisa vio que se acercaban volando once cisnes salvajes coronados de oro; iban alineados, uno tras otro, formando una larga cinta blanca. Elisa remontó la ladera y se escondió detrás de un matorral; los cisnes se posaron muy cerca de ella, agitando las grandes alas blancas.



Los cisnes salvajes

Continuación

No bien el sol hubo desaparecido bajo el horizonte, desprendióse el plumaje de las aves y aparecieron once apuestos príncipes: los hermanos de Elisa. Lanzó ella un agudo grito, pues aunque sus hermanos habían cambiado mucho, la muchacha comprendió que eran ellos; algo en su interior le dijo que no podían ser otros. Se arrojó en sus brazos, llamándolos por sus nombres, y los mozos se sintieron indeciblemente felices al ver y reconocer a su hermana, tan mayor ya y tan hermosa. Reían y lloraban a la vez, y pronto se contaron mutuamente el cruel proceder de su madrastra.
- Nosotros - dijo el hermano mayor- volamos convertidos en cisnes salvajes mientras el sol está en el cielo; pero en cuanto se ha puesto, recobramos nuestra figura humana; por eso debemos cuidar siempre de tener un punto de apoyo para los pies a la hora del anochecer, pues entonces si volásemos haca las nubes, nos precipitaríamos al abismo al recuperar nuestra condición de hombres. No habitamos aquí; allende el océano hay una tierra tan hermosa como ésta, pero el camino es muy largo, a través de todo el mar, y sin islas donde pernoctar; sólo un arrecife solitario emerge de las aguas, justo para descansar en él pegados unos a otros; y si el mar está muy movido, sus olas saltan por encima de nosotros; pero, con todo, damos gracias a Dios de que la roca esté allí. En ella pasamos la noche en figura humana; si no la hubiera, nunca podríamos visitar nuestra amada tierra natal, pues la travesía nos lleva dos de los días más largos del año. Una sola vez al año podemos volver a la patria, donde nos está permitido permanecer por espacio de once días, volando por encima del bosque, desde el cual vemos el palacio en que nacimos y que es morada de nuestro padre, y el alto campanario de la iglesia donde está enterrada nuestra madre. Estando allí, nos parece como si árboles y matorrales fuesen familiares nuestros; los caballos salvajes corren por la estepa, como los vimos en nuestra infancia; los carboneros cantan las viejas canciones a cuyo ritmo bailábamos de pequeños; es nuestra patria, que nos atrae y en la que te hemos encontrado, hermanita querida. Tenemos aún dos días para quedarnos aquí, pero luego deberemos cruzar el mar en busca de una tierra espléndida, pero que no es la nuestra. ¿Cómo llevarte con nosotros? no poseemos ningún barco, ni un mísero bote, nada en absoluto que pueda flotar.
- ¿Cómo podría yo redimiros? -preguntó la muchacha.
Estuvieron hablando casi toda la noche, y durmieron bien pocas horas.
Elisa despertó con el aleteo de los cisnes que pasaban volando sobre su cabeza. Sus hermanos, transformados de nuevo, volaban en grandes círculos, y, se alejaron; pero uno de ellos, el menor de todos, se había quedado en tierra; reclinó la cabeza en su regazo y ella le acarició las blancas alas, y así pasaron juntos todo el día. Al anochecer regresaron los otros, y cuando el sol se puso recobraron todos su figura natural.
- Mañana nos marcharemos de aquí para no volver hasta dentro de un año; pero no podemos dejarte de este modo. ¿Te sientes con valor para venir con nosotros? Mi brazo es lo bastante robusto para llevarte a través del bosque, y, ¿no tendremos entre todos la fuerza suficiente para transportarte volando por encima del mar?
- ¡Sí, llevadme con vosotros! -dijo Elisa.
Emplearon toda la noche tejiendo una grande y resistente red con juncos y flexible corteza de sauce. Tendióse en ella Elisa, y cuando salió el sol y los hermanos se hubieron transformado en cisnes salvajes, cogiendo la red con los picos, echaron a volar con su hermanita, que aún dormía en ella, y se remontaron hasta las nubes. Al ver que los rayos del sol le daban de lleno en la cara, uno de los cisnes se situó volando sobre su cabeza, para hacerle sombra con sus anchas alas extendidas.
Estaban ya muy lejos de tierra cuando Elisa despertó. Creía soñar aún, pues tan extraño le parecía verse en los aires, transportada por encima del mar. A su lado tenía una rama llena de exquisitas bayas rojas y un manojo de raíces aromáticas. El hermano menor las había recogido y puesto junto a ella.
Elisa le dirigió una sonrisa de gratitud, pues lo reconoció; era el que volaba encima de su cabeza, haciéndole sombra con las alas.
Iban tan altos, que el primer barco que vieron a sus pies parecía una blanca gaviota posada sobre el agua. Tenían a sus espaldas una gran nube; era una montaña, en la que se proyectaba la sombra de Elisa y de los once cisnes: ello demostraba la enorme altura de su vuelo. El cuadro era magnífico, como jamás viera la muchacha; pero al elevarse más el sol y quedar rezagada la nube, se desvaneció la hermosa silueta.
Siguieron volando durante todo el día, raudos como zumbantes saetas; y, sin embargo, llevaban menos velocidad que de costumbre, pues los frenaba el peso de la hermanita. Se levantó mal tiempo, y el atardecer se acercaba; Elisa veía angustiada cómo el sol iba hacia su ocaso sin que se vislumbrase el solitario arrecife en la superficie del mar. Dábase cuenta de que los cisnes aleteaban con mayor fuerza. ¡Ah!, ella tenía la culpa de que no pudiesen avanzar con la ligereza necesaria; al desaparecer el sol se transformarían en seres humanos, se precipitarían en el mar y se ahogarían. Desde el fondo de su corazón elevó una plegaria a Dios misericordioso, pero el acantilado no aparecía. Los negros nubarrones se aproximaban por momentos, y las fuertes ráfagas de viento anunciaban la tempestad. Las nubes formaban un único arco, grande y amenazador, que se adelantaba como si fuese de plomo, y los rayos se sucedían sin interrupción.
El sol se hallaba ya al nivel del mar. A Elisa le palpitaba el corazón; los cisnes descendieron bruscamente, con tanta rapidez, que la muchacha tuvo la sensación de caerse; pero en seguida reanudaron el vuelo. El círculo solar había desaparecido en su mitad debajo del horizonte cuando Elisa distinguió por primera vez el arrecife al fondo, tan pequeño, que habríase dicho la cabeza de una foca asomando fuera del agua. El sol seguía ocultándose rápidamente, ya no era mayor que una estrella, cuando su pie tocó tierra firme, y en aquel mismo momento el astro del día se apagó cual la última chispa en un papel encendido. Vio a sus hermanos rodeándola, cogidos todos del brazo; había el sitio justo para los doce; el mar azotaba la roca, proyectando sobre ellos una lluvia de agua pulverizada; el cielo parecía una enorme hoguera, y los truenos retumbaban sin interrupción. Los hermanos, cogidos de las manos, cantaban salmos y encontraban en ellos confianza y valor.
Al amanecer, el cielo, purísimo, estaba en calma; no bien salió el sol, los cisnes reemprendieron el vuelo, alejándose de la isla con Elisa. El mar seguía aún muy agitado; cuando los viajeros estuvieron a gran altura, parecióles como si las blancas crestas de espuma, que se destacaban sobre el agua verde negruzca, fuesen millones de cisnes nadando entre las olas.
Al elevarse más el sol, Elisa vio ante sí, a lo lejos, flotando en el aire, una tierra montañosa, con las rocas cubiertas de brillantes masas de hielo; en el centro se extendía un palacio, que bien mediría una milla de longitud, con atrevidas columnatas superpuestas; debajo ondeaban palmerales y magníficas flores, grandes como ruedas
de molino. Preguntó si era aquél el país de destino, pero los cisnes sacudieron la cabeza negativamente; lo que veía era el soberbio castillo de nubes de la Fata Morgana, eternamente cambiante; no había allí lugar para criaturas humanas. Elisa clavó en él la mirada y vio cómo se derrumbaban las montañas, los bosques y el castillo, quedando reemplazados por veinte altivos templos, todos iguales, con altas torres y ventanales puntiagudos. Creyó oír los sones de los órganos, pero lo que en realidad oía era el rumor del mar. Estaba ya muy cerca de los templos cuando éstos se transformaron en una gran flota que navegaba debajo de ella; y al mirar al fondo vio que eran brumas marinas deslizándose sobre las aguas. Visiones constantemente cambiantes desfilaban ante sus ojos, hasta que al fin vislumbró la tierra real, término de su viaje, con grandiosas montañas azules cubiertas de bosques de cedros, ciudades y palacios. Mucho antes de la puesta del sol encontróse en la cima de una roca, frente a una gran cueva revestida de delicadas y verdes plantas trepadoras, comparables a bordadas alfombras.
- Vamos a ver lo que sueñas aquí esta noche -dijo el menor de los hermanos, mostrándole el dormitorio.
- ¡Quiera el Cielo que sueñe la manera de salvaros! -respondió ella; aquella idea no se le iba de la mente, y rogaba a Dios de todo corazón pidiéndole ayuda; hasta en sueños le rezaba. Y he aquí que le pareció como si saliera volando a gran altura, hacia el castillo de la Fata Morgana; el hada, hermosísima y reluciente, salía a su encuentro; y, sin embargo, se parecía a la vieja que le había dado bayas en el bosque y hablado de los cisnes con coronas de oro.
- Tus hermanos pueden ser redimidos -le dijo-; pero, ¿tendrás tú valor y constancia suficientes? Cierto que el agua moldea las piedras a pesar de ser más blanda que tus finas manos, pero no siente el dolor que sentirán tus dedos, y no tiene corazón, no experimenta la angustia y la pena que tú habrás de soportar. ¿Ves esta ortiga que tengo en la mano? Pues alrededor de la cueva en que duermes crecen muchas de su especie, pero fíjate bien en que únicamente sirven las que crecen en las tumbas del cementerio. Tendrás que recogerlas, por más que te llenen las manos de ampollas ardientes; rompe las ortigas con los pies y obtendrás lino, con el cual tejerás once camisones; los echas sobre los once cisnes, y el embrujo desaparecerá. Pero recuerda bien que desde el instante en que empieces la labor hasta que la termines no te está permitido pronunciar una palabra, aunque el trabajo dure años. A la primera que pronuncies, un puñal homicida se hundirá en el corazón de tus hermanos. De tu lengua depende sus vidas. No olvides nada de lo que te he dicho.
El hada tocó entonces con la ortiga la mano de la dormida doncella, y ésta despertó como al contacto del fuego. Era ya pleno día, y muy cerca del lugar donde había dormido crecía una ortiga idéntica a la que viera en sueños. Cayó de rodillas para dar gracias a Dios misericordioso y salió de la cueva dispuesta a iniciar su trabajo.
Cogió con sus delicadas manos las horribles plantas, que quemaban como fuego, y se le formaron grandes ampollas en manos y brazos; pero todo lo resistía gustosamente, con tal de poder liberar a sus hermanos. Partió las ortigas con los pies descalzos y trenzó el verde lino.
Al anochecer llegaron los hermanos, los cuales se asustaron al encontrar a Elisa muda. Creyeron que se trataba de algún nuevo embrujo de su perversa madrastra; pero al ver sus manos, comprendieron el sacrificio que su hermana se había impuesto por su amor; el más pequeño rompió a llorar, y donde caían sus lágrimas se le mitigaban los dolores y le desaparecían las abrasadoras ampollas.
Pasó la noche trabajando, pues no quería tomarse un momento de descanso hasta que hubiese redimido a sus hermanos queridos; y continuó durante todo el día siguiente, en ausencia de los cisnes; y aunque estaba sola, nunca pasó para ella el tiempo tan de prisa. Tenía ya terminado un camisón y comenzó el segundo.
En esto resonó un cuerno de caza en las montañas, y la princesa se asustó. Los sones se acercaban progresivamente, acompañados de ladridos de perros, por lo que Elisa corrió a ocultarse en la cueva y, atando en un fajo las ortigas que había recogido y peinado, sentóse encima.



El jardinero y el señor

A una milla de distancia de la capital había una antigua residencia señorial rodeada de gruesos muros, con torres y hastiales.
Vivía allí, aunque sólo en verano, una familia rica y de la alta nobleza. De todos los dominios que poseía, esta finca era la mejor y más hermosa. Por fuera parecía como acabada de construir, y por dentro todo era cómodo y agradable. Sobre la puerta estaba esculpido el blasón de la familia. Magníficas rocas se enroscaban en torno al escudo y los balcones, y una gran alfombra de césped se extendía por el patio. Había allí oxiacantos y acerolos de flores encarnadas, así como otras flores raras, además de las que se criaban en el invernadero.
El propietario tenía un jardinero excelente; daba gusto ver el jardín, el huerto y los frutales. Contiguo quedaba todavía un resto del primitivo jardín del castillo, con setos de arbustos, cortados en forma de coronas y pirámides. Detrás quedaban dos viejos y corpulentos árboles, casi siempre sin hojas; por el aspecto se hubiera dicho que una tormenta o un huracán los había cubierto de grandes terrones de estiércol, pero en realidad cada terrón era un nido.
Moraba allí desde tiempos inmemoriales un montón de cuervos y cornejas. Era un verdadero pueblo de aves, y las aves eran los verdaderos señores, los antiguos y auténticos propietarios de la mansión señorial. Despreciaban profundamente a los habitantes humanos de la casa, pero toleraban la presencia de aquellos seres rastreros, incapaces de levantarse del suelo. Sin embargo, cuando esos animales inferiores disparaban sus escopetas, las aves sentían un cosquilleo en el espinazo; entonces, todas se echaban a volar asustadas, gritando «¡rab, rab!».
Con frecuencia el jardinero hablaba al señor de la conveniencia de cortar aquellos árboles, que afeaban al paisaje. Una vez suprimidos, decía, la finca se libraría también de todos aquellos pajarracos chillones, que tendrían que buscarse otro domicilio. Pero el dueño no quería desprenderse de los árboles ni de las aves; eran algo que formaba parte de los viejos tiempos, y de ningún modo quería destruirlo.
- Los árboles son la herencia de los pájaros; haríamos mal en quitársela, mi buen Larsen.
Tal era el nombre del jardinero, aunque esto no importa mucho a nuestra historia.
- ¿No tienes aún bastante campo para desplegar tu talento, amigo mío? Dispones de todo el jardín, los invernaderos, el vergel y el huerto.
Cierto que lo tenía, y lo cultivaba y cuidaba todo con celo y habilidad, cualidades que el señor le reconocía, aunque a veces no se recataba de decirle que, en casas forasteras, comía frutos y veía flores que superaban en calidad o en belleza a los de su propiedad; y aquello entristecía al jardinero, que hubiera querido obtener lo mejor, y ponía todo su esfuerzo en conseguirlo. Era bueno en su corazón y en su oficio.
Un día su señor lo mandó llamar, y, con toda la afabilidad posible, le contó que la víspera, hallándose en casa de unos amigos, le habían servido unas manzanas y peras tan jugosas y sabrosas, que habían sido la admiración de todos los invitados. Cierto que aquella fruta no era del país, pero convenía importarla y aclimatarla, a ser posible. Se sabía que la habían comprado en la mejor frutería de la ciudad; el jardinero debería darse una vuelta por allí, y averiguar de dónde venían aquellas manzanas y peras, para adquirir esquejes.
El jardinero conocía perfectamente al frutero, pues a él le vendía, por cuenta del propietario, el sobrante de fruta que la finca producía.
Se fue el hombre a la ciudad y preguntó al frutero de dónde había sacado aquellas manzanas y peras tan alabadas.
- ¡Si son de su propio jardín! -respondió el vendedor, mostrándoselas; y el jardinero las reconoció en seguida.
¡No se puso poco contento el jardinero! Corrió a decir a su señor que aquellas peras y manzanas eran de su propio huerto.
El amo no podía creerlo.
- No es posible, Larsen. ¿Podría usted traerme por escrito una confirmación del frutero?
Y Larsen volvió con la declaración escrita.
- ¡Es extraño! -dijo el señor.
En adelante, todos los días fueron servidas a la mesa de Su Señoría grandes bandejas de las espléndidas manzanas y peras de su propio jardín, y fueron enviadas por fanegas y toneladas a amistades de la ciudad y de fuera de ella; incluso se exportaron. Todo el mundo se hacía lenguas. Hay que observar, de todos modos, que los dos últimos veranos habían sido particularmente buenos para los árboles frutales; la cosecha había sido espléndida en todo el país.
Transcurrió algún tiempo; un día el señor fue invitado a comer en la Corte. A la mañana siguiente, Su Señoría mandó llamar al jardinero. Habían servido unos melones producidos en el invernadero de Su Majestad, jugosos y sabrosísimos.
- Mi buen Larsen, vaya usted a ver al jardinero de palacio y pídale semillas de estos exquisitos melones.
- ¡Pero si el jardinero de palacio recibió las semillas de aquí! -respondió Larsen, satisfecho.
- En este caso, el hombre ha sabido obtener un fruto mejor que el nuestro -replicó Su Señoría-. Todos los melones resultaron excelentes.
- Pues me siento muy orgulloso de ello -dijo el jardinero-. Debo manifestar a Vuestra Señoría, que este año el hortelano de palacio no ha tenido suerte con los melones, y al ver lo hermosos que eran los nuestros, y después de haberlos probado, encargó tres de ellos para palacio.
- ¡No, no Larsen! No vaya usted a imaginarse que aquellos melones eran de esta propiedad.
- Pues estoy seguro de que lo eran -. Y se fue a ver al jardinero de palacio, y volvió con una declaración escrita de que los melones servidos en la mesa real procedían de la finca de Su Señoría.
Aquello fue una nueva sorpresa para el señor, quien divulgó la historia, mostrando la declaración. Y de todas partes vinieron peticiones de que se les facilitaran pepitas de melón y esquejes de los árboles frutales.
Recibiéronse noticias de que éstos habían cogido bien y de que daban frutos excelentes, hasta el punto de que se les dio el nombre de Su Señoría, que, por consiguiente, pudo ya leerse en francés, inglés y alemán.
¡Quién lo hubiera pensado!
«¡Con tal de que al jardinero no se le suban los humos a la cabeza!», pensó el señor.
Pero el hombre se lo tomó de modo muy distinto. Deseoso de ser considerado como uno de los mejores jardineros del país, esforzóse por conseguir año tras año los mejores productos. Mas con frecuencia tenía que oír que nunca conseguía igualar la calidad de las peras y manzanas de aquel año famoso. Los melones seguían siendo buenos, pero ya no tenían aquel perfume. Las fresas podían llamarse excelentes, pero no superiores a las de otras fincas, y un año en que no prosperaron los rábanos, sólo se habló de aquel fracaso, sin mencionarse los productos que habían constituido un éxito auténtico.
El dueño parecía experimentar una sensación de alivio cuando podía decir: - ¡Este año no estuvo de suerte, amigo Larsen! -. Y se le veía contentísimo cuando podía comentar: - Este año sí que hemos fracasado.
Un par de veces por semana, el jardinero cambiaba las flores de la habitación, siempre con gusto exquisito y muy bien dispuestas; las combinaba de modo que resaltaran sus colores.
- Tiene usted buen gusto, Larsen - decíale Su Señoría -. Es un don que le ha concedido Dios, no es obra suya.
Un día se presentó el jardinero con una gran taza de cristal que contenía un pétalo de nenúfar; sobre él, y con el largo y grueso tallo sumergido en el agua, había una flor radiante, del tamaño de un girasol.
- ¡El loto del Indostán! - exclamó el dueño.
Jamás habían visto aquella flor; durante el día la pusieron al sol, y al anochecer a la luz de una lámpara. Todos los que la veían la encontraban espléndida y rarísima; así lo manifestó incluso la más distinguida de las señoritas del país, una princesa, inteligente y bondadosa por añadidura.
Su Señoría tuvo a honor regalársela, y la princesa se la llevó a palacio.
Entonces el propietario se fue al jardín con intención de coger otra flor de la especie, pero no encontró ninguna, por lo que, llamando al jardinero, le preguntó de dónde había sacado el loto azul.
- La he estado buscando inútilmente - dijo el señor -. He recorrido los invernaderos y todos los rincones del jardín.
- No, desde luego allí no hay - dijo el jardinero -. Es una vulgar flor del huerto. Pero, ¿verdad que es bonita? Parece un cacto azul y, sin embargo, no es sino la flor de la alcachofa.
- Pues tenía que habérmelo advertido -exclamó Su Señoría-. Creímos que se trataba de una flor rara y exótica. Me ha hecho usted tirarme una plancha con la princesa. Vio la flor en casa, la encontró hermosa; no la conocía, a pesar de que es ducha en Botánica, pero esta Ciencia nada tiene de común con las hortalizas. ¿Cómo se le ocurrió, mi buen Larsen, poner una flor así en la habitación? ¡Es ridículo!
Y la hermosa flor azul procedente del huerto fue desterrada del salón de Su Señoría, del que no era digna, y el dueño fue a excusarse ante la princesa, diciéndole que se trataba simplemente de una flor de huerto traída por el jardinero, el cual había sido debidamente reconvenido.
- Pues es una lástima y una injusticia -replicó la princesa-. Nos ha abierto los ojos a una flor de adorno que despreciábamos, nos ha mostrado la belleza donde nunca la habíamos buscado. Quiero que el jardinero de palacio me traiga todos los días, mientras estén floreciendo las alcachofas, una de sus flores a mi habitación.
Y la orden se cumplió.
Su Señoría mandó decir al jardinero que le trajese otra flor de alcachofa.
- Bien mirado, es bonita -observó- y muy notable -. Y encomió al jardinero.
«Esto le gusta a Larsen -pensó-. Es un niño mimado».
Un día de otoño estalló una horrible tempestad, que arreció aún durante la noche, con tanta furia que arrancó de raíz muchos grandes árboles de la orilla del bosque y, con gran pesar de Su Señoría - un «gran pesar» lo llamó el señor -, pero con gran contento del jardinero, también los dos árboles pelados llenos de nidos. Entre el fragor de la tormenta pudo oírse el graznar alborotado de los cuervos y cornejas; las gentes de la casa afirmaron que golpeaban con las alas en los cristales.
- Ya estará usted satisfecho, Larsen -dijo Su Señoría-; la tempestad ha derribado los árboles, y las aves se han marchado al bosque. Aquí nada queda ya de los viejos tiempos; ha desaparecido toda huella, toda señal de ellos. Pero a mí esto me apena.
El jardinero no contestó. Pensaba sólo en lo que habla llevado en la cabeza durante mucho tiempo: en utilizar aquel lugar soleado de que antes no disponía. Lo iba a transformar en un adorno del jardín, en un objeto de gozo para Su Señoría.
Los corpulentos árboles abatidos habían destrozado y aplastado los antiquísimos setos con todas sus figuras. El hombre los sustituyó por arbustos y plantas recogidas en los campos y bosques de la región.
A ningún otro jardinero se le había ocurrido jamás aquella idea. Él dispuso los planteles teniendo en cuenta las necesidades de cada especie, procurando que recibiesen el sol o la sombra, según las características de cada una. Cuidó la plantación con el mayor cariño, y el conjunto creció magníficamente.
Por la forma y el color, el enebro de Jutlandia se elevó de modo parecido al ciprés italiano; lucía también, eternamente verde, tanto en los fríos invernales como en el calor del verano, la brillante y espinosa oxiacanta. Delante crecían helechos de diversas especies, algunas de ellas semejantes a hijas de palmeras, y otras, parecidas a los padres de esa hermosa y delicada planta que llamamos culantrillo. Estaba allí la menospreciada bardana, tan linda cuando fresca, que habría encajado perfectamente en un ramillete. Estaba en tierra seca, pero a mayor profundidad que ella y en suelo húmedo crecía la acedera, otra planta humilde y, sin embargo, tan pintoresca y bonita por su talla y sus grandes hojas. Con una altura de varios palmos, flor contra flor, como un gran candelabro de muchos brazos, levantábase la candelaria, trasplantada del campo. Y no faltaban tampoco las aspérulas, dientes de león y muguetes del bosque, ni la selvática cala, ni la acederilla trifolia. Era realmente magnífico.
Delante, apoyadas en enrejados de alambre, crecían, en línea, perales enanos de procedencia francesa. Como recibían sol abundante y buenos cuidados, no tardaron en dar frutos tan jugosos como los de su tierra de origen.
En lugar de los dos viejos árboles pelados erigieron un alta asta de bandera, en cuya cima ondeaba el Danebrog, y a su lado fueron clavadas otras estacas, por las que, en verano y otoño, trepaban los zarcillos del lúpulo con sus fragantes inflorescencias en bola, mientras en invierno, siguiendo una antigua costumbre, se colgaba una gavilla de avena con objeto de que no faltase la comida a los pajarillos del cielo en la venturosa época de las Navidades.
- ¡En su vejez, nuestro buen Larsen se nos vuelve sentimental! -decía Su Señoría-. Pero nos es fiel y adicto.
Por Año Nuevo, una revista ilustrada de la capital publicó una fotografía de la antigua propiedad señorial. Aparecía en ella el asta con la bandera danesa y la gavilla de avena para las avecillas del cielo en los alegres días navideños. El hecho fue comentado y alabado como una idea simpática, que resucitaba, con todos sus honores, una vieja costumbre.
- Resuenan las trompetas por todo lo que hace ese Larsen. ¡Es un hombre afortunado! Casi hemos de sentirnos orgullosos de tenerlo.
Pero no se sentía orgulloso el gran señor. Se sentía sólo el amo que podía despedir a Larsen, pero que no lo hacía. Era una buena persona, y de esta clase hay muchas, para suerte de los Larsen.
Y ésta es la historia «del jardinero y el señor».
Detente a pensar un poco en ella.



La gran serpiente de mar

Érase un pececillo marino de buena familia, cuyo nombre no recuerdo; pero esto te lo dirán los sabios. El pez tenía mil ochocientos hermanos, todos de la misma edad. No conocían a su padre ni a su madre, y desde un principio tuvieron que gobernárselas solos, nadando de un lado para otro, lo cual era muy divertido. Agua para beber no les faltaba: todo el océano, y en la comida no tenían que pensar, pues venía sola. Cada uno seguía sus gustos, y cada uno estaba destinado a tener su propia historia, pero nadie pensaba en ello.
La luz del sol penetraba muy al fondo del agua, clara y luminosa, e iluminaba un mundo de maravillosas criaturas, algunas enormes y horribles, con bocas espantosas, capaces de tragarse de un solo bocado a los mil ochocientos hermanos; pero a ellos no se les ocurría pensarlo, ya que hasta el momento ninguno había sido engullido.
Los pequeños nadaban en grupo apretado, como es costumbre de los arenques y caballas. Y he aquí que cuando más a gusto nadaban en las aguas límpidas y transparentes, sin pensar en nada, de pronto se precipitó desde lo alto, con un ruido pavoroso, una cosa larga y pesada, que parecía no tener fin. Aquella cosa iba alargándose y alargándose cada vez más, y todo pececito que tocaba quedaba descalabrado o tan mal parado, que se acordaría de ello toda la vida. Todos los peces, grandes y pequeños, tanto los que habitaban en la superficie como los del fondo del mar, se apartaban espantados, mientras el pesado y larguísimo objeto se hundía progresivamente, en una longitud de millas y millas a través del océano.
Peces y caracoles, todos los seres vivientes que nadan, se arrastran o son llevados por la corriente, se dieron cuenta de aquella cosa horrible, aquella anguila de mar monstruosa y desconocida que de repente descendía de las alturas.
¿Qué era pues? Nosotros lo sabemos. Era el gran cable submarino, de millas y millas de longitud, que los hombres tendían entre Europa y América.
Dondequiera que cayó se produjo un pánico, un desconcierto y agitación entre los moradores del mar. Los peces voladores saltaban por encima de la superficie marina a tanta altura como podían; el salmonete salía disparado como un tiro de escopeta, mientras otros peces se refugiaban en las profundidades marinas, echándose hacia abajo con tanta prisa, que llegaban al fondo antes que allí hubieran visto el cable telegráfico, espantando al bacalao y a la platija, que merodeaban apaciblemente por aquellas regiones, zampándose a sus semejantes.
Unos cohombros de mar se asustaron tanto, que vomitaron sus propios estómagos, a pesar de lo cual siguieron vivos, pues para ellos esto no es un grave trastorno. Muchas langostas y cangrejos, a fuerza de revolverse, se salieron de su buena coraza, dejándose en ella sus patas.
Con todo aquel espanto y barullo, los mil ochocientos hermanos se dispersaron y ya no volvieron a encontrarse nunca; en todo caso, no se reconocieron. Sólo media docena se quedó en un mismo lugar, y, al cabo de unas horas de estarse quietecitos, pasado ya el primer susto, empezaron a sentir el cosquilleo de la curiosidad.
Miraron a su alrededor, arriba y abajo, y en las honduras creyeron entrever el horrible monstruo, espanto de grandes y chicos. La cosa estaba tendida sobre el suelo del mar, hasta más lejos de lo que alcanzaba su vista; era muy delgada, pero no sabían hasta qué punto podría hincharse ni cuán fuerte era. Se estaba muy quieta, pero, temían ellos, a lo mejor era un ardid.
- Dejadlo donde está. No nos preocupemos de él -dijeron los pececillos más prudentes; pero el más pequeño estaba empeñado en saber qué diablos era aquello. Puesto que había venido de arriba, arriba le informarían seguramente, y así el grupo se remontó nadando hacia la superficie. El mar estaba encalmado, sin un soplo de viento. Allí se encontraron con un delfín; es un gran saltarín, una especie de payaso que sabe dar volteretas sobre el mar. Tenía buenos ojos, debió de haberlo visto todo y estaría enterado. Lo interrogaron, pero resultó que sólo había estado atento a sí mismo y a sus cabriolas, sin ver nada; no supo contestar, y permaneció callado con aire orgulloso.
Dirigiéronse entonces a la foca, que en aquel preciso momento se sumergía. Ésta fue más cortés, a pesar de que se come los peces pequeños; pero aquel día estaba harta. Sabía algo más que el saltarín.
- Me he pasado varias noches echada sobre una piedra húmeda, desde donde veía la tierra hasta una distanciada varias millas. Allí hay unos seres muy taimados que en su lengua se llaman hombres. Andan siempre detrás de nosotros pero generalmente nos escapamos de sus manos. Eso es lo que yo he hecho, y de seguro que lo mismo hizo la anguila marina por quien preguntáis. Estuvo en su poder, en la tierra firme, Dios sabe cuánto tiempo. Los hombres la cargaron en un barco para transportarla a otra tierra, situada al otro lado del mar. Yo vi cómo se esforzaban y lo que les costó dominarla, pero al fin lo consiguieron, pues ella estaba muy débil fuera del agua. La arrollaron y dispusieron en círculos; oí el ruido que hacían para sujetarla, pero, con todo, ella se les escapó, deslizándose por la borda. La tenían agarrada con todas sus fuerzas, muchas manos la sujetaban, pero se escabulló y pudo llegar al fondo. Y supongo que allí se quedará hasta nueva orden.
- Está algo delgada -dijeron los pececillos.
- La han matado de hambre -respondió la foca-, pero se repondrá pronto y recobrará su antigua gordura y corpulencia. Supongo que es la gran serpiente de mar, que tanto temen los hombres y de la que tanto hablan. Yo no la había visto nunca, ni creía en ella; ahora pienso que es ésta -y así diciendo, se zambulló.
- ¡Lo que sabe ésa! ¡Y cómo se explica! -dijeron los peces-. Nunca supimos nosotros tantas cosas. ¡Con tal que no sean mentiras!
- Vámonos abajo a averiguarlo -dijo el más pequeñín-. En camino oiremos las opiniones de otros peces.
- No daremos ni un coletazo por saber nada -replicaron los otros, dando la vuelta.
- Pues yo, allá me voy -afirmó el pequeño, y puso rumbo al fondo del mar. Pero estaba muy lejos del lugar donde yacía «el gran objeto sumergido». El pececillo todo era mirar y buscar a uno y otro lado, a medida que se hundía en el agua.
Nunca hasta entonces le había parecido tan grande el mundo. Los arenques circulaban en grandes bandadas, brillando como una gigantesca embarcación de plata, seguidos de las caballas, todavía más vistosas. Pasaban peces de mil formas, con dibujos de todos los colores; medusas semejantes a flores semitransparentes se dejaban arrastrar, perezosas, por la corriente. Grandes plantas crecían en el fondo del mar, hierbas altas como el brazo y árboles parecidos a palmeras, con las hojas cubiertas de luminosos crustáceos.
Por fin el pececillo distinguió allá abajo una faja oscura y larga, y a ella se dirigió; pero no era ni un pez ni el cable, sino la borda de un gran barco naufragado, partido en dos por la presión del agua. El pececillo estuvo nadando por las cámaras y bodegas. La corriente se había llevado todas las víctimas del naufragio, menos dos: una mujer joven yacía extendida, con un niño en brazos. El agua los levantaba y mecía; parecían dormidos. El pececillo se llevó un gran susto; ignoraba que ya no podían despertarse. Las algas y plantas marinas colgaban a modo de follaje sobre la borda y sobre los hermosos cuerpos de la madre y el hijo. El silencio y la soledad eran absolutos. El pececillo se alejó con toda la ligereza que le permitieron sus aletas, en busca de unas aguas más luminosas y donde hubiera otros peces. No había llegado muy lejos cuando se topó con un ballenato enorme.
- ¡No me tragues! -rogóle el pececillo-. Soy tan pequeño, que no tienes ni para un diente, y me siento muy a gusto en la vida.
- ¿Qué buscas aquí abajo, dónde no vienen los de tu especie? le preguntó el ballenato.
Y el pez le contó lo de la anguila maravillosa o lo que fuera, que se había sumergido desde la superficie, asustando incluso a los más valientes del mar.
- ¡Oh, oh! -exclamó la ballena, tragando tanta agua, que hubo de disparar un chorro enorme para remontarse a respirar-. Entonces eso fue lo que me cosquilleo en el lomo cuando me volví. Lo tomé por el mástil de un barco que hubiera podido usar como estaca.
Pero eso no pasó aquí; fue mucho más lejos. Voy a enterarme. Así como así, no tengo otra cosa que hacer.
Y se puso a nadar, y el pececito lo siguió, aunque a cierta distancia, pues por donde pasaba el ballenato se producía una corriente impetuosa.



La gran serpiente de mar

Continuación

Encontráronse con un tiburón y un viejo pez-sierra; uno y otro tenían noticias de la extraña anguila de mar, tan larga y delgaducha; como verla, no la habían visto, y a eso iban.
Acercóse entonces un gato marino.
- Voy con vosotros -dijo; y se unió a la partida.
- Como esa gran serpiente marina no sea más gruesa que una soga de ancla, la partiré de un mordisco-. Y, abriendo la boca, exhibió seis hileras de dientes-. Si dejo señales en un ancla de barco, bien puedo partir la cuerda.
- ¡Ahí está! -exclamó el ballenato-. Ya la veo -. Creía tener mejor vista que los demás-. ¡Mirad cómo se levanta, mirad cómo se dobla y retuerce!
Pero no era sino una enorme anguila de mar, de varias varas de longitud, que se acercaba.
- Ésa la vimos ya antes -dijo el pez-sierra-. Nunca ha provocado alboroto en el mar, ni asustado a un pez gordo.
Y, dirigiéndose a ella, le hablaron de la nueva anguila, preguntándole si quería participar en la expedición de descubrimiento.
- Si la anguila es más larga que yo, habrá una desgracia -dijo la recién llegada.
- La habrá -contestaron los otros-. Somos bastantes para no tolerarlo -y prosiguieron la ruta.
Al poco rato se interpuso en su camino algo enorme, un verdadero monstruo, mayor que todos ellos juntos. Parecía una isla flotante que no pudiera mantenerse a flor de agua. Era una ballena matusalénica; tenía la cabeza invadida de plantas marinas, y el lomo tan cubierto de animales reptadores, ostras y moluscos, que toda su negra piel parecía moteada de blanco.
- Vente con nosotros, vieja -le dijeron-. Ha aparecido un nuevo pez que no podemos tolerar.
- Prefiero seguir echada -contestó la vieja ballena-. Dejadme en paz, dejadme descansar. ¡Uf!, tengo una enfermedad grave; sólo me alivio cuando subo a la superficie y saco la espalda del agua. Entonces acuden las hermosas aves marinas y me limpian el lomo. ¡Da un gusto cuando no hunden demasiado el pico! Pero a veces lo hincan hasta la grasa. ¡Mirad! Todavía tengo en la espalda el esqueleto de un ave. Clavó las garras demasiado hondas y no pudo soltarse cuando me sumergí. Los peces pequeños la han mondado. ¡Buenas estamos las dos! Estoy enferma.
- Pura aprensión -dijo el ballenato-. Yo no estoy nunca enfermo. Ningún pez lo está jamás.
- Dispensa -dijo la vieja-. Las anguilas enferman de la piel, la carpa sufre de viruelas, y todos padecemos de lombrices intestinales.
- ¡Tonterías! -exclamó el tiburón, y se marcharon sin querer oír más; tenían otra cosa que hacer.
Finalmente llegaron al lugar donde había quedado tendido el cable telegráfico. Era una cuerda tendida en el fondo del mar, desde Europa a América, sobre bancos de arena y fango marino, rocas y selvas enteras de coral. Allí cambiaba la corriente, formábanse remolinos y había un hervidero de peces, en bancos más numerosos que las innúmeras bandadas de aves que los hombres ven desfilar en la época de la migración. Todo es bullir, chapotear, zumbar y rumorear. Algo de este ruido queda en las grandes caracolas, y lo podemos percibir cuando les aplicamos el oído.
- ¡Allí está el bicho! -dijeron los peces grandes, y el pequeño también. Y estuvieron un rato mirando el cable, cuyo principio y fin se perdían en el horizonte.
Del fondo se elevaban esponjas, pólipos y medusas, y volvían a descender doblándose a veces encima de él, por lo que a trechos quedaba visible, y a trechos oculto. Alrededor rebullían erizos de mar, caracoles y gusanos. Gigantescas arañas, cargadas con toda una tripulación de crustáceos, se pavoneaban cerca del cable. Cohombros de mar -de color azul oscuro-, o como se llamen estos bichos que comen con todo el cuerpo, yacían oliendo el nuevo animal que se había instalado en el suelo marino. La platija y el bacalao se revolvían en el agua, escuchando en todas direcciones. La estrella de mar que se excava un hoyo en el fango y saca sólo al exterior los dos largos tentáculos con los ojos, permanecía con la mirada fija, atenta a lo que saliera de todo aquel barullo.
El cable telegráfico seguía inmóvil en su sitio, y, sin embargo, habían en él vida y pensamientos; los pensamientos humanos circulaban a su través.
- Este objeto lleva mala intención -dijo el ballenato-. Es capaz de pegarme en el estómago, que es mi punto sensible.
- Vamos a explorarlo -propuso el pólipo-. Yo tengo largos brazos y dedos flexibles; ya lo he tocado, y voy a cogerlo un poco más fuerte.
Y alargó los más largos de sus elásticos dedos para sujetar el cable.
- No tiene escamas -dijo- ni piel. Me parece que no dará crías vivas.
La anguila se tendió junto al cable, estirándose cuanto pudo.
- ¡Pues es más largo que yo! -dijo-. Pero no se trata sólo de la longitud. Hay que tener piel, cuerpo y agilidad.
El ballenato, joven y fuerte, descendió a mayor profundidad de la que jamás alcanzara.
- ¿Eres pez o planta? -preguntó-. ¿O serás solamente una de esas obras de allá arriba, que no pueden medrar entre nosotros?
Mas el cable no respondió; no lo hace nunca en aquel punto. Los pensamientos pasaban de largo; en un segundo recorrían centenares de millas, de uno a otro país.
- ¿Quieres contestar, o prefieres que te partamos a mordiscos? -preguntó el fiero tiburón, al que hicieron coro los demás peces.
El cable siguió inmóvil, entregado a sus propios pensamientos, cosa natural, puesto que está lleno de ideas.
- Si me muerden, ¿a mi qué? Me volverán arriba y me repararán. Ya le ocurrió a otros miembros de mi familia, en mares más pequeños.
Por eso continuó sin contestar; otros cuidados tenía. Estaba telegrafiando, cumpliendo su misión en el fondo del mar.
Arriba, se ponía el sol, como dicen los hombres. Volvióse el astro como de vivísimo fuego, y todas las nubes del cielo adquirieron un color rojo, a cual más hermoso.
- Ahora llega la luz roja -dijeron los pólipos-. Así veremos mejor la cosa, si es que vale la pena.
- ¡A ella, a ella! -gritó el gato marino, mostrando los dientes.
- ¡A ella, a ella! -repitieron el pez-espada, el ballenato y la anguila.
Y se lanzaron al ataque, con el gato marino a la cabeza; pero al disponerse a morder el cable, el pez-sierra, de puro entusiasmo, clavó la sierra en el trasero del gato. Fue una gran equivocación, pues el otro no tuvo ya fuerzas para hincar los dientes.
Aquello produjo un gran revuelo en la región del fango: peces grandes y chicos, cohombros de mar y caracoles se arrojaron unos contra otros, devorándose mutuamente, aplastándose y despedazándose, mientras el cable permanecía tranquilo, realizando su servicio, que es lo que ha de hacer.
Arriba reinaba la noche oscura, pero brillaban las miríadas de animalículos fosforescentes que pueblan el mar. Entre ellos brillaba un cangrejo no mayor que una cabeza de alfiler. Parece mentira, pero así es.
Todos los peces y animales marinos miraban el cable.
- ¿Qué será, qué no será?-. Ahí estaba el problema.
En esto llegó una vaca marina, a la que los hombres llaman sirena. Era hembra, tenía cola y dos cortos brazos para chapotear, y un pecho colgante; en la cabeza llevaba algas y parásitos, de lo cual estaba muy orgullosa.
- Si deseáis adquirir ciencia y conocimientos -dijo-, yo soy la única que os los puede dar; pero a cambio reclamo pastos exentos de peligro en el fondo marino para mí y los míos. Soy un pez como vosotros, y, además, terrestre, a fuerza de ejercicio. En el mar soy el más inteligente; conozco todo lo que se mueve acá abajo y todo lo que hay allá arriba. Este objeto que os lleva de cabeza procede de arriba, y todo lo que de allí cae, está muerto, o se muere y queda impotente. Dejadlo como lo que es, una invención humana y nada más.
- Pues yo creo que es algo más -dijo el pececito.
- ¡Cállate la boca, caballa! -gritó la gorda vaca marina.
- ¡Perca! -la increparon los demás, lo cual era aún más insultante.
Y la vaca marina les explicó que aquel animal que tanto les había alarmado y que, por lo demás, no había dicho esta boca es mía, no era otra cosa sino una invención de la tierra seca. Y pronunció una breve conferencia sobre la astucia de los humanos.
- Quieren cogernos -dijo-; sólo viven para esto. Tienden redes, y vienen con cebo en el anzuelo para atraernos. Éste de ahí es una especie de larga cuerda, y creyeron que la morderíamos, los tontos. Pero a nosotros no nos la pegan. Nada de tocarla, ya veréis cómo ella sola se pudre y se deshace. Todo lo que viene de arriba no vale para nada.
- ¡No vale para nada! -asintieron todos, y para tener una opinión adoptaron la de la vaca marina.
Mas el pececillo se quedó con su primera idea.
- Esta serpiente tan delgada y tan larga es quizás el más maravilloso de todos los peces del mar. Lo presiento.
- El más maravilloso -decimos también los hombres; y lo decimos con conocimiento de causa.
Es la gran serpiente marina, que desde hace tiempo anda en canciones y leyendas.
Fue gestada como hija de la humana inteligencia, y bajada al fondo del mar desde las tierras orientales a las occidentales, para llevar las noticias y mensajes con la misma rapidez con que los rayos del sol llegan a nuestro Planeta. Crece crece en poder y extensión, año tras año, a través de todos los mares, alrededor de toda la Tierra, por debajo de las aguas tempestuosas y de las límpidas y claras, cuyo fondo ve el navegante, como si surcara el aire transparente, descubriendo el inmenso tropel de peces que constituyen un milagroso castillo de fuegos artificiales.
Allá en los abismos marinos yace la serpiente, el bendito monstruo marino que se muerde la cola al rodear todo el Globo. Peces y reptiles arremeten de cabeza contra él, no comprenden esta creación venida de lo alto: la serpiente de la ciencia del bien y del mal, repleta de pensamientos humanos, silenciosa, y que, no obstante, habla en todas las lenguas, la más maravillosa de las maravillas del mar de nuestra época: la gran serpiente marina.


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