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jueves, 11 de febrero de 2010

Moria


Moria

Autor: Pein2001

A lo lejos se extendía el lago Kheled-zâram, y eso significaba que el final del trayecto estaba cerca. Casi dos meses habían pasado desde que la compañía de Balin había partido de la montaña solitaria y parecía que, por fin, la puerta Este de Moria era visible.

Balin estaba sentado en el campamento, pensando y, a la vez, mordiendo una galleta de Cram del paquete que le habían dado generosamente unos hombres del Oeste en su encuentro, cuando los exploradores volvieron. Uno de ellos, de nombre Berón, se adelantó y le habló:

- Señor, no hemos detectado ningún mal ni en las proximidades del lago ni custodiando las puertas. Me atrevería a decir que Moria esta desierta.

- Poca era, en verdad, la resistencia que esperaba – respondió Balin-, pero no tan poca. Sabía que la batalla de los cinco ejércitos había debilitado a los orcos, pero era de suponer que, al menos un pequeño grupo, se hallara custodiando Moria.

- Según parece – intervino Berón- podremos volver a nuestro antiguo reino. Incluso puede que podamos volver a minar...

Se detuvo a media frase, como si lo que fuera a decir le alegrara el corazón, como si fuera a decir algo en lo que estaban puestas todas sus esperanzas, su futuro. Balin sabía qué era, sabía el motivo por el que los enanos querían recuperar Moria: no era por honor, el honor de ser los encargados de restablecer un antiguo reino, no; era puro anhelo de conseguir plata auténtica. Eso llevó a la mayoría, si no a la totalidad, de los enanos de su expedición a seguirle. A Balin éste no le parecía el motivo principal para su empresa y pensar en que para el resto sí le entristeció. La tristeza se reflejo en sus ojos y el explorador la captó, dando por concluida la conversación y marchándose.

Balin se quedo allí, meditando sobre las noticias traídas por Berón. Mientras lo hacia vino a su mente el Daño de Durin. <<>> - se dijo a sí mismo, pero se entristeció al recordar el brillo en los ojos de Berón. Con el objetivo de librarse de sus pensamientos, al menos por un corto plazo, decidió irse a dormir.

Se despertó en un día bastante lluvioso, con gran cantidad de nubes en el cielo y, no sin antes escoger cuidadosamente la ropa que usar ese día, salió de su tienda. Al salir saludó a varios enanos y ordenó a Veor, un pequeño y malhumorado enano, que anunciara a todos que les iba a hablar. Veor le obedeció y al poco tiempo todos los enanos se encontraban a su alrededor. <<>>.

- Llegaremos a Moria a mediodía, pero todavía no intentaremos entrar, sino que acamparemos durante un día en las cercanías del lago Kheled-zâram. Allí comeremos, descansaremos y, por supuesto, meditaremos cuál será nuestro próximo paso.

Balin acabó la frase y acto seguido todos los enanos cogieron sus pesados equipos.

Efectivamente, cuando el sol había recorrido la mitad de su trayecto llegaron a Kheled-zâram. Balin ordenó que montaran el campamento y, mediante un gesto, dijo a su amigo Oin que le acompañara. Bastantes pasos dieron hasta llegar al pie de Kheled-zâram y, cuando los dos se encontraban pisando el mojado césped circundante al lago, Balin habló:

- Aquí fue donde Durin vio por primera vez el lago. Un lugar precioso, pensó al verlo, y yo ahora le doy la razón.

- Precioso en verdad – intervino Oin-.

Esas fueron las últimas palabras que se oyeron en bastante tiempo, puesto que allí se quedaron los dos, en silencio, durante un tiempo mas que considerable. Ya cuando el anochecer se acercaba Oin rompió el silencio:

- Balin –dijo-. Creo que deberíamos volver; seguro que los demás empiezan a estar preocupados. No debemos olvidar que aún no sabemos con certeza si hemos de esperar resistencia en Moria; podrían pensar que hemos sido atacados.

- Amigo mío –respondió-, ¡cómo lo haces para tener siempre razón!, ¡volvamos!, no quiero que se acabe todo el Cram.

Oin sonrió y ambos volvieron al campamento con paso alegre. Al llegar observaron que todo estaba ya organizado. Las tiendas se repartían formando un circulo alrededor de una pila de leña que, en un corto plazo, sería ceniza. Un enano, al que Balin reconoció como Veor cuando éste se encontró en su campo de visión, se les acercó y les habló:

- Saludos, Balin. ¿Dónde estabais?. Empezábamos a temer lo peor...

- Tranquilo, Veor. Estábamos observando la magnificencia del lago. Siento si os habéis sentido preocupados.

- El pasado, pasado es y ya sabemos que os encontráis bien... Por cierto, en un rato encenderemos la pila – dijo mientras señalaba a la pila de madera-, Gudd y Blen han cazado una gran cantidad de venados y esta noche cenaremos bien.

- ¡ Me alegro de oír eso!. Iré a la tienda a descansar un poco y luego nos vemos.

Dicho esto, Balin y Oin siguieron caminando en silencio el corto tramo que les separaba de la tienda de Balin y, al llegar allí, Balin habló:

- Bueno, mi viejo Oin –dijo mientras esbozaba una sonrisa-. Como ya he dicho, voy a descansar un poco... y a meditar un mucho. Te veo en la cena.

- Que así sea.

Acabada la frase, Balin se metió en su tienda, la cual había sido cuidadosamente montada en su ausencia, y extendió la cama tras sacarla de su equipaje. Cuando ésta estuvo a punto se sentó en ella y, a su pesar, cayo dormido; mientras dormía soñó...

Soñó con enanos corriendo por pasillos bien iluminados y cuidados. Soñó con algo que les perseguía y sintió con fuerza, incluso en el sueño, el temor, la tristeza y el asombro que afligían los corazones enanos. El daño de Durin había sido despertado...

Balin despertó y abrió los ojos. Se encontró mirando de frente a Oin.

- Vamos –dijo Oin-. Te estamos esperando, parece que por fin vamos a cocinar esos venados...

Balin se desperezó y se sentó encima de la cama, pero no mostró disposición a levantarse, cosa que Oin captó al instante.

- Te espero allí, amigo –dijo Oin y, tras el silencio de Balin como respuesta, se marchó.

<<>> -pensó Balin-. <<>>. Se estremeció al pasar este ultimo pensamiento por su cabeza. << ¿Es ese el futuro que nos espera? ¿He visto nuestro fin?... Mejor que lo olvide, me están esperando fuera >>. Tras este pensamiento Balin se levantó y se dirigió a la salida de la tienda.

Tras salir de la tienda vio a los ciento sesenta y siete componentes de la expedición sentados en torno a la hoguera, entre la cual se podían divisar varios venados a medio quemar

- Ven, siéntate – le dijo Oin, que ya se encontraba sentado en el suelo.

Balin, sin ningún gesto aparente en su rígida cara, se dirigió hacia donde estaba su amigo y se sentó a su lado.

- Bueno –empezó a hablar Balin a la vez que se sentaba-, mañana al amanecer entraremos en Moria. No sabemos, en verdad, lo que nos podemos encontrar, pero hemos de reclamar lo que es nuestro.

- Sabias palabras –respondió Oin y, acto seguido su tono cambió a uno de nostalgia- ¿crees que Rell se encontrará bien?.

- ¡No te preocupes! –dijo Balin-. ¡Ella no es la que está a punto de entrar en Moria!.

- Tienes razón – dijo Oin entre carcajadas-.

La noche transcurrió tranquila. Balin comunicó a sus seguidores el momento que había decidido para entrar en Moria y todos expresaron su aprobación mediante gritos propios de lo que eran: enanos alcoholizados en una fiesta.

Cuando la fiesta llego a su fin, Balin llamó a Oin a su habitación y este llego al instante. Aunque Balin, al igual que Oin, no había bebido, las palabras le salieron con una facilidad pasmosa para ser el que era el tema a tratar.

- ¡Ay, mi buen Oin!

- ¿Qué té pasa?. ¿He de preocuparme?.

- Anoche – comenzó Balin- anoche tuve un sueño... No he querido decirte nada en la fiesta porque quizá no tenga importancia, pero, la verdad, quiero compartirlo con alguien...

<<>amigo desde la infancia, y no fue un sueño bonito. Vi al Daño de Durin... Bueno, en realidad no lo vi; pero lo sentí... ¡Por Aulë!, ¡vaya si lo sentí!. ¡Era horrendo!. ¡ Sentía el horror y la tristeza producida por la destrucción de las bellas cámaras en el corazón de nuestros antepasados!... o eso creo. En realidad no me sentía como si viera el pasado sino como si escrutara el futuro...

- ¡Qué dices!. ¡Es imposible!. ¡Oh, viejo amigo, creo que tanta presión te ha hecho confundir las cosas!. Opino que solo construiste en tu imaginación las viejas historias. ¡ No te preocupes!, pronto estarás más tranquilo... y nadando en Mithril...

<<>>.

- Me escuchas, Balin.

- Si, te escucho. Espero que tengas razón, espero que sea producto de mi imaginación.

Al acabar la frase, Oin se fue, dejando a solas con sus pensamientos a Balin. <<>derrotista – pensó Balin-. Creo que será mejor olvidar el sueño e intentar evitar caer en lo mismo que nuestros antepasados>>. <<>avariciosos, pero es normal, hasta yo tengo un poco de ganas por manejar un material tan maleable como el Mithril...>>. Pensando esto cayo dormido, esta vez en un sueño tranquilo, sin ninguna interrupción.

Una mañana aún peor que la anterior se encontró Balin cuando abrió los ojos. Tras levantarse de un ágil salto cogió ropa de combate adecuada. <<>>. << ¡No todos los días se entra en Moria>>.

Al terminar de vestirse salió y vio con agrado que el levantamiento del campamento se había realizado en casi su totalidad. Tras unos instantes de profundo examen al campamento su mirada se dirigió irremediablemente hacia Moria... Igual que siempre; parecía vacía pero a la vez expectante.

- ¡ A ver! – dijo en voz alta- ¡ Todos conmigo!. ¡Acercaos!.

Ciento sesenta y siete cuerpos se dirigieron hacia él y, cuando todos se encontraban a su alrededor, empezó a hablar:

- Sé que creéis que no va ha haber resistencia – empezó-. Borraos esa idea de la cabeza. No habrá mucha; pero habrá. Quiero que dejéis aquí todo vuestro equipaje... menos el equipo de combate, claro – dijo, y la frase fue seguida por discretas sonrisas. ¡ Qué está haciendo!, pensaba Oin, ¡Les está asustando!-. Debéis recordar que hoy será un gran día, un día que será largamente recordado. ¡Los enanos pisaran otra vez Moria!, ¡ Y esta vez nadie podrá apartar sus pies del suelo de lo que antaño fue suyo!.

Un clamor se escuchó tras estas palabras y, acto seguido, todos los enanos fueron a coger sus armas.

Balin se quedo de pie, sin moverse de donde estaba y sin dar señal de vida, hasta que Oin se dirigió a él.

- ¿Aún preocupado? – le dijo, e inicio al instante un nuevo tema-. Buen discurso, aunque... – se paró para elegir las palabras adecuadas-... creo – empezó con decisión- que debías haber tenido mas tacto al anunciar que podía que hubiese resistencia. Bueno, todos lo imaginábamos, pero tal y como lo has dicho...

- No te andes con rodeos, viejo amigo... Tienes razón. Y sí, he pensado en el sueño, pero creo que –terminó con un tono en el que se denotaba clara indecisión- que estabas en lo cierto.

Oin asintió y Balin se marchó a revisar las ya preparadas tropas. Mientras se subía a lo alto de una piedra especialmente plana, empezó a hablar por segunda vez:

- Amigos –dijo-, nos dividiremos en dos grupos en formación simple, de rectángulo. Yo me encargaré de comandar el primer grupo; el segundo estará a cargo de Oin. Recordad para lo que hemos venido. Recordad lo que os prometisteis a vosotros mismos: no nos marcharemos de aquí, recuperaremos estas minas y las aseguraremos. En el futuro este día será recordado como...– paró, dando un énfasis especial a este final-... ¡ El primero de una nueva era para los enanos!.

Los enanos vitorearon por segunda vez en este día y se lanzaron hacia las puertas; pocos fueron los que se sorprendieron al recibir como respuesta flechas y orcos saliendo de la puerta de Khazad-Dùm...

Balin, aún habiendo pasado ya siete días de la misma, se seguía encontrando mal por la muerte de Flói. <<>>

Los enanos estaban motivados y la batalla no fue dura. La primera oleada de flechas no les pilló de improviso y, junto con el nerviosismo de los orcos al luchar a plena luz del día, las bajas fueron solamente de unos diez fornidos enanos. Después de un par de embates más, los cuales no estuvieron carentes de bajas enanas, los guerreros enanos tomaron contacto con las tropas orcas. No tuvieron grandes problemas para rechazarlos y rodearlos, pero entre ellos había un orco grande y corpulento en exceso que, portando una lanza, exterminaba a todo enano que le hiciera frente...

<< ¡Ay mi valiente amigo Flói – pensaba Balin-, pues saliste al paso del gran orco y, tras un duro combate, conseguiste derribarlo!. ¡ Alto se hubiera cantado tu nombre acompañado con alegre música si en el momento en el que sostenías en alto la cabeza del orco, con el único objetivo de animar a las tropas, no te hubiera atravesado aquella flecha!. Tu nombre se recordará, pero el destino te negó tu gloria en vida... >>

- Balin, amigo...

Balin interrumpió sus pensamientos y dirigió su mirada hacia la entrada de la Cámara de Mazarbul, también llamada Cámara de los registros, lugar donde había decidido instalar sus aposentos tras la toma de Moria.

- Pensaba en Flói, mi querido Oin – dijo Balin-.

- No llores, tuvo una muerte honrosa y honroso fue también su entierro bajo el césped circundante a Kheled-zâram.

- No té falta razón... Y bien, dejemos apartado este tema por el momento, ¿qué te trae ante mí?.

- Vengo para darte una noticia increíble... ¡ Hemos encontrado plata autentica!. ¡ Mithril puro!. Es increíble, solo llevamos una semana en Moria y ya hemos encontrado lo que veníamos a buscar...

- ¡ Te equivocas!. ¡ No vinimos a buscar Mithril!, ¡ vinimos a reconstruir un antiguo imperio!. De verdad, Oin, me decepcionas si crees que nuestro objetivo era conseguir el Mithril...

Oin miró a Balin con cara de sorpresa. No se lo esperaba. No esperaba una reacción como aquella y, tras recibirla, pensó en como había actuado él. Balin tenía razón, el Mithril era algo secundario: se estaban dejando llevar por la avaricia y eso le recordaba a algo... a sus antepasados.

- Balin, de verdad, lo siento...

- Mas lo siento yo, querido Oin... Empiezo a temer que mi sueño fuera lo que creía que era. Empiezo a temer que tendremos que sufrir lo que sufrieron nuestros antepasados...

- ¡No!. ¡Eso no pasará!. Tienes razón, estamos siendo avariciosos, pero el Daño de Durin ya no existe.

- Hace poco más de una semana te dije que esperaba que tuvieras razón, esta vez lo repito y me atrevería a decir que lo deseo incluso con más fuerza que la ultima vez...

- Tengo razón. ¡ Que tu corazón no aloje dudas, pues estas son infundadas!.

- Eres sabio, querido Oin, y por ello tus palabras me tranquilizan – dijo Balin, cambiado a una entonación más alegre al acabar la frase-. Bien, antes de que me visitaras estaba pensando en un par de pasos más que debemos dar para acabar la colonización. Mañana irás a buscar las armerías superiores del Tercer Nivel; sospecho que allí se pueden conservar el Hacha de Durin así como su yelmo.

- ¿¿Cómo??. ¡ Por Aulë!. ¡ Su hacha y su yelmo! ¿Por qué piensas que pueden estar allí?.

- No sé... Es una posibilidad, ¿no?. Vamos, qué es de suponer que fueron escondidas aquí puesto que nunca se hallaron.

- Tienes razón, mañana iré a buscarlas... aunque no prometo nada: si en tantos años de ocupación orca no fueron encontradas será difícil que las encuentre yo.

- ¡Ah, querido Oin!. ¡ Los orcos son orcos y no piensan de la misma forma que los enanos!. Es posible qué en el sitio en el que estén escondidos no hallan mirado los orcos.

Oin asintió y, cuando ya se dirigía hacia la salida, le llegó otra vez la voz de Balin:

- Hay una cosa más. Comunícale a Ori que quiero hablar con él y que se pase cuanto antes por aquí.

- Lo que tu digas.

Con esta frase flotando en el aire Oin salió de la habitación. Balin se recostó en la cómoda silla que había sido colocada en la Cámara de Mazarbul. <<>>. << style="mso-spacerun: yes"> Kheled-zâram, al lado de la tumba del gran Durin >>.

- Balin, señor –dijo Ori-.

Balin despertó de sus pensamientos y enfocó la vista. Ante él se encontraba Ori, de aspecto culto y refinado: Un gran pensador pero no un guerrero.

- Has tardado poco en presentarte ante mí, Ori. –empezó-. Y bien, tengo entendido que tienes una gran caligrafía y una increíble celeridad a la hora de escribir, ¿estoy en lo cierto?.

- Si, señor –respondió-. Eso dicen de mí.

- ¿Y es cierto?.

- Supongo que sí. Además, por si le interesa, también sé escribir runas elficas, entre otros idiomas antiguos.

- Por ahora no le encuentro utilidad alguna pero, ¿quién sabe que nos depara el futuro?. ¡ Pero vayamos al grano!, ya que supongo que tendrás mejores cosas que hacer que escucharme desvariar.

Ori sonrió discretamente y Balin prosiguió.

- Quería, si aceptas, claro, que fueras el encargado de redactar las cartas para la Montaña Solitaria.

- ¡ Por supuesto que acepto!. ¡ Será un honor para mí!.

- Veo que has traído contigo lápiz y papel – dijo a la vez que señalaba la mano derecha de Oin-. Empecemos ahora mismo, pues.

“ Me enorgullezco de anunciar que una nueva era ha comenzado para los enanos. Como habréis podido advertir con el comienzo de esta carta, las noticias son buenas; hemos tomado Moria. Pero claro, como todo en la vida estas nuevas son agridulces: treinta y siete valientes enanos han caído en la valiente empresa. Hemos honrado a estos valientes soldados en Moria y os enviamos la lista de los nombres en una hoja adjunta. También es mi deber anunciaros que hemos encontrado mithril puro. Sin más dilación me despido, no sin antes informaros de que recibiréis más cartas nuestras en un corto lapso de tiempo. “

Balin, señor de Moria.

Al día siguiente Oin partió en busca del yelmo y el hacha de Durin y, tal y como creía Balin, estaban allí y fueron encontrados. Balin, que se auto proclamó señor de Moria, portó ambos desde el instante en el que fueron reencontrados y su aspecto llegó a recordar al de los viejos retratos del mismísimo Durin.

Sin ningún acto remarcable los meses pasaron y la reconstrucción de Moria fue realizada. Los pasillos volvieron a iluminarse, disipándose así la oscuridad que los envolvió durante los eones que estuvieron en manos orcas. Todo vestigio orco, ya fueran sus peculiares alimentos o sus apestantes ropajes, fueron arrojados a la oscura profundidad de Moria. Los orcos acosaron a los enanos con escaramuzas sin gran importancia durante mucho tiempo; pero un día, tras veinticuatro largos meses de colonización, las cosas empezaron a ir peor. Una enfermedad, una enfermedad que causaba un pánico aparentemente irracional, afectó a una porción de los valientes colonos, causando algunas muertes extrañas... Los enfermos parecían dormir pero caían en un letargo del que nunca despertaban más. Nada sabían sobre esa enfermedad y ningún patrón común era visible en los afectados.

Entre calamidades, el tiempo siguió pasando y quedando sólo grabado en un diario escrito por varios de los súbditos de Balin sin el conocimiento del mismo. Cuando los enanos pensaban que su tortuosa existencia se estaba empezando a encauzar hacia una mayor tranquilidad, fue cuando los problemas reales les empezaron a asolar. El hambre, la desesperación por los continuos ataques de los orcos, ataques feroces de verdad, ataques que traían consigo hechos que solo podían ser expresados con palabras como “aniquilación”, eran ya el pan de cada día para los maltrechos enanos...

Balin pensaba; pensaba si habían hecho bien en intentar recolonizar Moria, si esto no había sido un gran error. Eran relativamente pocos los que todavía vivían y no podían contactar con la Montaña Solitaria. Era totalmente imposible: todas las rutas eran dignas de ser calificadas como “colmenas orcas”. Miró hacia la mesa que tenía al lado y vio los restos de su ultima comida.<<>Encima de que somos pocos, la comida empieza a escasear. Pero total, da igual; dudo que sigamos con vida el suficiente tiempo como para terminárnosla >>. Balin apartó de su mente esa punzante idea y se levantó, dirigiéndose hacia donde creía que estaba su querido amigo Oin. Tras recorrer los numerosos pasillos, pasillos que lucían esplendorosos tras el paso de las hábiles manos enanas, llegó a la decimotercera sala, la cual era la morada de Oin. Entró, no sin antes llamar a la puerta, y, tras cerrar la puerta al pasar, se dirigió a Oin, el cual estaba meditando sentado encima de su cómoda cama.

- Oin, ¿te encuentras bien?. Se te ve bastante mal.

- No, Balin, no me encuentro bien. Piénsalo detenidamente; vamos a morir. No, no digas nada: Sabes que tengo razón. Es nuestro fin...

- ¡ No digas eso!. ¡ Siempre hay esperanza!. Es posible que nos llegue ayuda de la Montaña Solitaria; nuestros familiares y amigos no nos abandonarán a nuestra suerte. No. No lo harán. Saldremos de esta y podremos volver a ver a nuestras familias.

- ¡ Mientes! – gritó Oin, con clara furia en la voz-. ¡ Eres un bastardo mentiroso!. ¡ Siempre mientes!. ¡ Nos mentiste a todos, nos hiciste creer que Moria significaba libertad y orgullo, cuando en verdad significa muerte y destrucción!.

<<>calado, ya sé lo que eres. Eres una escoria entre los enanos y no quiero volver a oír hablar de ti.

Las palabras de Oin enfurecieron claramente a Balin, el cual poseía un temperamento mas que agresivo cuando era difamado. Este pensó en atacar a Oin, pero decidió que no merecía la pena: no sabía lo que hacía. Al final espetó hacia Oin unas ultimas palabras.

- Me das pena, estas perdiendo el juicio como un vulgar tonto.

Dicho esto se marchó con un enfado monumental. No tenía lugar concreto al que ir y vagó sin rumbo. Cuando recuperó su conciencia se dio cuenta que se encontraba al pie del lago Kheled-zâram. Sin pensar, como en un sueño, se sentó en el césped y recordó a su familia.

Recordó a su mujer, Alissa, y a su hija Lirka. Recordó la bella faz de Alissa y el amor que le procesaba... Y entonces una idea le golpeó: No la volvería a ver. En lo profundo de su mente sabía que no podrían resistir y que no les iba a llegar ninguna inesperada ayuda, pero no lo podían reconocer. No. Si lo reconocía acabaría como Oin, no aguantaría la presión.

Ese fue el momento...

Ese fue el momento en el que se puso de pie y, como a cámara lenta, giró la cabeza hacia la derecha. Allí, levantándose de su escondijo detrás de una gran piedra, podía divisar la figura de un orco. El orco saco un arco y, con una flecha negra preparada (¿preparada para qué?), tensó la cuerda... La flecha voló hacia él mientras que las puertas de Moria se abrían y de ellas salían todos los enanos supervivientes...

... La flecha voló y voló...

... Los enanos corrieron y corrieron...

...La flecha impacto en el cuello de Balin, salpicando de sangre los alrededores del impacto. Balin se llevó ambas manos al cuello y, mientras caía y el mundo se le oscurecía, los enanos llegaron a él, parándose ante su cuerpo Oin y Ori mientras que el resto atacaba a los numerosos orcos que salían de sus escondrijos.

- Balin, amigo – dijo Oin-. Lo siento, siento mi enfado. ¡ Tienes que creerme! – dijo entre lagrimas-. ¡ Sabes que no soy así!. ¡ Perdí la cordura!.

Nada. Eso es lo que recibió como respuesta. Oin, desesperado, arrancó la flecha de la carne de su amigo con sus manos e intentó taponarla. La sangre salía a borbotones y manchaba sus blancas manos. Pronto se dio cuenta de que lo que hacía era ya inútil y, apoyándose en el pecho de Balin, lloró desconsoladamente, tanto como nunca había llorado. La sangre de Balin manchó toda su ropa y todo su cuerpo.

- Oin, déjalo, ha muerto – dijo Ori-. Tenemos otro grave problema que atender – dijo a la vez que señalaba hacia la derecha.

Oin siguió la mano de Ori y vio el panorama. Orcos, orcos que superaban en cinco a uno a los enanos estaban masacrando a los colonos.

Vio como un gran orco cortaba la mano derecha a Lon, al que Oin conocía porque le debía dinero por un juego de cartas. Vio como cuando Lon se encontraba en el suelo retorcido de dolor, el orco colocaba su gran bota en la sufrida cabeza y apretó, haciendo saltar sangre y sesos en un amplio radio.

Oin no aguantaba más y miró hacia otro lado. La cosa estaba peor de lo que imaginaba. Un gran troll de las cavernas estaba sosteniendo en alto a Veor mientras este se debatía por escapar. El troll pegó un estremecedor grito y mordió con sus mandíbulas la yugular del enano.

- ¡¡ Retirada!! – gritó Oin a la vez que recogía del suelo el cuerpo de Balin-. ¡¡ Todos a replegarse a Moria!!.

Los pocos supervivientes corrieron hacia Moria. Mientras ellos corrían los orcos disparaban sus saetas con una puntería bastante mala: disparar a la luz del día no era su especialidad.

Cuando llegaron cerraron las puertas con unos inmensos pasadores de metal que chirriaron al ser movidos. Todos estaban ya mas seguros.

Oin dirigió una mirada hacia los supervivientes: Eran la viva imagen del horror. Lagrimas corrían por sus mejillas y sangre manchaba sus manos, pero no hacía falta fijarse en esos detalles para sentenciar que habían sufrido; sus ojos les delataban.

-Amigos – inició Oin tristemente-. El Señor de Moria ha muerto. Debemos darle entierro en la que fue su residencia en los últimos cinco años; en la Cámara de Mazarbul. ¡ Alegrad vuestros corazones! – dijo esbozando una forzada sonrisa mientas sus ojos se inundaban con lagrimas- ¡ Él lo hubiera querido así!, ¡ el hubiera querido que no nos rindiéramos!.

Los enanos seguían inmersos en sus pensamientos y nadie le escuchaba, por lo que soltó una ultima frase:

- Voy a enterrar a Balin; quien quiera que me acompañe a honrar su inerte cuerpo.

Dicho esto levantó el cuerpo de Balin y se dirigió a la salida. Todos los enanos se levantaron y le siguieron cuando este estaba a punto de abandonar la habitación.

- Descansa ahí, en tu ultima morada – dijo Oin-. Has de saber que no te olvidaremos nunca y que tu humilde y generoso corazón latirá por toda la eternidad en nuestras conciencias. Para nosotros serás el Señor de Moria por siempre.

Oin se acercó a la tumba y depositó sobre ella una rosa blanca. Sin contener sus lagrimas se alejó de la tumba y habló en alto:

- ¿Alguien más quiere dedicarle unas palabras a nuestro gran amigo y compañero de penurias?.

Ori, entre sollozos, dijo que quería hablar y se dirigió hacia la tumba.

- Balin, mi señor –comenzó a decir-. Largo tiempo atrás me dijiste que no sabías para que podían servir mis conocimientos en lenguas antiguas; se me ha ocurrido un uso – dijo entre una sonrisa-. Tu tumba será escrita como antaño se hacía: con Runas de Daeron. Es lo menos que puedo hacer para honrarte...

Ori se enjuagó las lágrimas con su mano izquierda y se arrodilló respetuosamente ante la tumba antes de iniciar su retorno hacia el grupo de enanos.

Cuando éste llegó al grupo, Náli dio un paso hacia delante.

- Yo también quiero decir algo –dijo-.

Náli realizó el mismo recorrido que ya hubieran hecho sus compañeros enanos y, frente a la tumba de Balin, abrió la boca para hablar otra vez:

- Balin, no lo sabes, pero entre varios de tus súbditos hemos ido confeccionando durante todo este tiempo un diario de nuestras experiencias en Moria; en él está todo, desde el inicio de la colonización hasta ayer. Es para ti. Es nuestro regalo.

Náli dejó el libro encima de la tumba y abandonó la habitación acompañado de todos los enanos aún vivos.

Oin se despidió, diciendo al reducido grupo de treinta enanos que seguían con vida que iba a meditar.

Se dirigió hacia la puerta Oeste de Moria y, tras vagar varias horas por los entramados pasillos, salió al exterior para visitar los Saltos de la Escalera. Quería meditar, y todos estos años cuando quería meditar iba a esta parte del Sirannon; pero al salir se encontró una sorpresa: el río había sido embalsado en una oscura laguna.

Una inmensa laguna que parecía tranquila, pero tenebrosa incluso a plena luz del día. Una laguna que ocupaba una extensión tan importante que sus aguas alcanzaban prácticamente la puerta de Moria.

Oin se sorprendió, hacía tan solo un mes que visitó por ultima vez el río y este se encontraba encauzado. Lentamente se acercó al ahora lago y se agacho. Era opaco y negro; era como el contrario del lago Kheled-zâram.

Oin se encontraba mirando el lago cuando algo salió reptando del mismo por un lugar fuera de su campo de visión. La cosa reptó y reptó; en un corto lapso de tiempo se colocó detrás de Oin sin que este se apercibiera...

- ¡ Oin, cuidado!.

Oin miró hacia Ori sin darse cuenta del tentáculo que tenía detrás.

Ori sabía donde iba a ir Oin desde que éste abandonó el grupo y, tras escribir la muerte de Balin en el diario y realizar la losa de la tumba de Balin, decidió ir a apoyarle moralmente: No se esperaba encontrar el rió embalsado... y menos ver lo que vio.

El tentáculo aferró primero la pierna derecha de Oin y después la izquierda, tirando de él hacia la laguna. Oin se agarró a las pocas plantas que se encontraban en las inmediaciones del lago, pero la resistencia fue inútil. Lenta pero constantemente Oin era deslizado hacia el lago.

La ultima mirada de Oin antes de hundirse en el lago fue hacia Ori. Su mirada era de pena, pero se percibía alegría por librarse del infierno que había vivido desde la muerte de Balin.

Cuando burbujas salían del lugar en el que instantes antes había estado Oin, Ori salió corriendo al interior de Moria. <<>>. <<>>.<<¡No le importaba que mantuviéramos estas minas y encima le dábamos diversión! >>. << ¡ Qué más podía querer! – pensó, y soltó, sin poder remediarlo, una risa nerviosa >>.

En un tiempo récord encontró al grupo de supervivientes enanos. Estaban todos en la Cámara de Mazarbul, formando un círculo y totalmente pensativos.

- ¡ Oin! – dijo Ori con una voz entre terror, cansancio, nervios y profundo dolor -. Ha muerto.

Al instante acaparó la atención de los enanos y les explicó todo lo sucedido. Todos lloraron; otra terrible perdida más.

- ¡ Oh, querido Ori! – comenzó a decir Náli, pero fue interrumpido...

Bum, bum...

Todos lo oyeron y todos desearon no haberlo oído. Tambores, tambores sonaban en la puerta Este de Moria; todos se imaginaban lo que significaba: el fin.

Raudos corrieron a coger las armas: Si iban a morir morirían luchando. Cuando todos estuvieron preparados se dirigieron cautelosamente a la puerta.

- Bueno – comenzó Ori, y paró para tragar saliva-. Aquí estamos, yendo a una muerte casi segura...

- Tú lo has dicho: “casi segura” – respondió Náli-; aún tenemos una posibilidad si luchamos con todas nuestras fuerzas. No podemos dejar que los orcos destruyan todo lo que hemos hecho durante estos cinco años. Y nuestras familias; ¡ no pienso dejar a mi hija sin un padre!.

- ¡ Así se habla! –dijo Berón efusivamente-. ¡ Lucharé hasta la muerte y espero que vosotros también!.

Un clamor siguió a esas palabras. Eran pocos, pero estaban muy motivados, y eso era algo. Llegaron a la puerta a tiempo para ver como saltaba hecha astillas...

- ¡ Son una horda!- gritó Frár-. ¡ No podremos contenerlos ni por un instante!. ¡ Nos barrerán!. ¡ Debemos replegarnos!.

Bum, bum.

Horda era una palabra mas que apropiada para describir el ejercito de orcos y trolls. Era un vasto ejercitó, un ejercito que superaba en cincuenta a uno al disminuido grupo de enanos. Es posible que ni siquiera el entero del grupo que llego a Moria hacía ya cinco años hubiera podido vencer, pero claro, si los enanos hubieran sido más, el ejercito invasor hubiera sido mayor; Sauron no escatimaba medios.

Los enanos hicieron caso omiso del consejo de Frár y cargaron contra las huestes oscuras. Quince de ellos murieron y ningún invasor cayó.

Bum, bum.

- ¡ Frár tiene razón! – gritó Ori mientras aguantaba el embate de un orco con su escudo-. ¡Atrincherémonos en la Cámara de Mazarbul!.

Los dieciséis enanos con vida giraron en redondo y empezaron a correr... Un miedo repentino les paralizó y les hizo mirar hacia atrás. Allí estaba, era...

- ¡ El Daño de Durin!. ¡ Ay, ay, ay! – gimió Frár-. ¡ No se puede hacer nada, es inútil correr!.

Acto seguido, y ante los estupefactos ojos de sus amigos, se tiró de rodillas al suelo y se tapó los ojos con las manos.

Bum, bum.

Los enanos vieron como un orco cogía a Frár y le partía el cuello con sus propias manos; siguieron corriendo para atrincherarse.

Corrían y corrían mientras pensaban. Las bellas cámaras, cámaras que consiguieron decorar tan perfectamente que incluso llegaban a recordar a antaño, cuando Durin era rey, iban a ser destruidas y convertidas en sucios cubiles orcos. Sufrían por ello incluso más que porque iban a perder la vida.

Mientras, los orcos reían detrás de ellos: sabían que no iban a perder, era una batalla ganada antes de haberla comenzado, y ese era el tipo de batallas que adoraban los servidores de Mordor.

- Deteneos. No huyáis pequeños inútiles; moriréis igual. Nadie puede huir de mí; soy lo que vosotros conocéis como el Daño de Durin.

La profunda y aterradora voz del Balrog hizo correr más a los enanos y, tras varios tropezones, llegaron a su destino y atrancaron las puertas.

Bum, bum.

- Resistiremos – dijo Berón con un nerviosismo claramente apreciable en la voz-. No sé como, pero lo haremos... ¡ Recibiremos ayuda!.- gritó con voz cada vez más desesperada-. ¡ Mierda, (¿?)decidme que recibiremos ayuda!.

Nadie le respondió: Todos estaban pensando, pensando en sus vidas... Quizá el pensamiento más extendido era que no debían haber abandonado la Montaña Solitaria, que debían haber permanecido con sus familias, con sus amigos. Pero no; decidieron seguir a Balin.

Ori era el único que no meditaba: Había cogido el diario de los avatares de Moria y había comenzado a escribir un final. Quizá si escribía este final y escondía el libro algún día algún enano lo leería y sería capaz de comprender los acontecimientos sucedidos en Moria.

Con gran celeridad, pero claramente, acabó de escribir el libro...

“ Los orcos han embalsado el Sirannon y han creado una laguna. La laguna llega a los muros de la Puerta del Oeste. El Guardián del Agua se llevó a Oin. No podemos salir. El fin se acerca. Tambores, tambores en los abismos... están acercándose “

Escrito ésto cogió el libro y lo escondió detrás de un mueble cercano. En ese momento la puerta explotó y el Balrog entró a la habitación.

Los orcos habían decidido que la mejor forma de matar a esas ultimas ratas era mandar al Balrog (no creo que ni siquiera Sauron pudiera mandar a un Balrog, pues éstos eran Maiar como él) : Así nadie saldría herido y los enanos serian gravemente torturados por haber intentado esconderse...

El Daño de Durin arrancó la cabeza de Berón con un mandoble de su espada de fuego y, mientras sujetaba por el cuello a Sidoc, de un golpe con la parte de atrás de la espada partía el cráneo de otro enano.

Ori, agazapado en una esquina por el miedo, observaba como sus compañeros eran zarandeados, lanzados contra la pared, degollados, mutilados por puro placer y, en definitiva, arrasados por completo.

Cuando el Barlog partió en dos al que creía que era el ultimo enano vio a Ori.

- Conque tenemos una rata aun más cobarde que las demás –dijo con una voz capaz de causar la retirada de ejércitos enteros-. Bien. Bien. A ti te llevaré con mi amo, quizá le seas útil y si no... Bueno, te podré usar como diversión durante algún tiempo... No mucho; los enanos os rompéis muy rápido.

Un par de orcos, como si hubieran recibido mentalmente una orden, se adelantaron y agarraron a Ori. Este sufrió un gran dolor cuando fue agarrado por los orcos, pero, muy a su pesar, ese no fue el dolor más punzante y agudo que sufrió durante el corto tramo de la vida que le quedaba por recorrer...

El polvo volvió a levantarse y unas palabras sonaron en una habitación que desde hacia mucho tiempo no había sido visitada...

... - Parece ser un registro de los azares y fortunas que cayeron sobre el pueblo de Balin – dijo Gandalf-...

...El resto ya es historia...

Historia dedicada a todos los que han soñado alguna vez con el mundo de Tolkien, a todos los seguidores del grupo de música Hamlet, a todos mis amigos, conocidos y familiares y, por supuesto, al mismo Tolkien.

Espero que este homenaje a la obra maestra de Tolkien halla sido de vuestro agrado. En caso negativo el papel se destruirá en 5, 4, 3, 2, 1...

PEIN2001, Señor de Mi Casa

La enseña del Árbol Blanco

La enseña del Árbol Blanco

Pablo Ginés

Rojas lenguas de fuego se alzan en las almenas. Jirones carmesíes agujerean la noche. Las antorchas tiñen de sangre los muros de la fortaleza. Las puertas están cerradas. El pueblo entero espera el momento, como esperan las aves innobles, aguardando que el moribundo perezca, que el último capitán se hunda en el silencio eterno, llevándose con él un pasado al que renuncian. Sopla una fría brisa desde las llanuras infinitas, un viento gélido que agita los estandartes. Son todos negros, pues la muerte es inminente; pero uno, en la torre más alta, ostenta además un árbol de plata, reluciente bajo la luna. Es un trapo viejo, tanto, que nadie recuerda la torre sin la enseña como no se pueden recordar las praderas sin hierba ni las montañas frías sin sus picos blancos. Y sin embargo, esa bandera venerable, ajada por el tiempo, envejecida en un servicio de nobleza sin par, sabe que sus horas están contadas. Mañana, cuando salga el sol, será arriada. Ondea, pues, enseña del Árbol Blanco, ondea y vela el sueño de los muertos. Cuando el espíritu de mi padre se eleve en la fría noche, tú serás su última visión del mundo. Tú, símbolo de un país que nunca conoció; tú, su esposa, su reina, su amante, su hermana... Despide al último señor de la Torre.

***

- ¡Saludos, Capitán Medohtar! Buena fortuna deseamos para vuestro hogar, y un hermoso futuro para vuestra hija.

¡Míralos! ¡Qué contentos estaban! Ya sabían que le quedaba poco. Entraron en el salón como un tropel de conquistadores, no como unos invitados. El olor de la carne en el fuego, el aroma del vino con especias se les antojaba ya de su propiedad. Lucían elegantes pieles, cuadros de colores, broches y pendientes, gruesos mostachos. El obeso Borghain, alcalde de la villa; el torvo Chormaic de fruncido ceño; Erchion, el vendedor de caballos; y el joven y ambicioso Nichaill, de mirada altiva y penetrante. Le veo entrar el último, su manto echado sobre un hombro. Mira ostentosamente la sala, mira las ricas copas que hemos guardado de generación en generación, se fija en Gilris, la espada de la familia, colgada sobre la chimenea, junto al alto yelmo plateado, que tanto he frotado para conseguir que brillara. Y finalmente me mira a mí, lentamente, como si sus ojos fueran capaces de absorberme y hacerme suya, como si fuera el más preciado tesoro de la sala, algo que guardar y poseer, algo de lo que jactarse, algo digno de ser encerrado por su hechura hermosa en una sala oscura, donde nadie más pueda verlo. Me mira y me sonríe, y veo la sonrisa del lobo; se inclina y me saluda; es un zorro al acecho de la presa. Quiere formar una camada y ambiciona la hembra del viejo y débil jefe; quiere ser el señor del cubil, y sólo necesita un poco de paciencia.

- Sed bien hallados en mi morada, y que las estrellas brillen a la hora de nuestro encuentro -dice mi padre con voz serena. -Mi hija y yo os deseamos una feliz velada. -

Me mira, quiere que diga algo. Es lo correcto y debo hacerlo. Musito el saludo en la vieja lengua, como me enseñó de niña. Sé que los invitados no comprenden las palabras, pero a mi padre no le importa eso. Sólo le importa que se haga lo correcto, que cumplamos con nuestro deber como siempre hemos hecho. Hay algunos apretones de mano, y entran los criados con las viandas que nos acompañarán. Borghain aplaude y se sienta a la mesa entre bromas, secundado por Erchion. Entonces se produce un forzado silencio. Mi padre y yo permanecemos en pie, altos, erguidos, mirando hacia el Oeste como siempre hemos hecho antes de las comidas. A través de la ventana vemos los últimos matices rojos sobre el horizonte. Los hombres del pueblo se agitan en sus asientos, incómodos. Sé lo que les sucede, conozco el torbellino de emociones que alberga su corazón. Nos miran con disimulado desdén. Pero también con vergüenza; con rencor escondido, pero también con admiración; no comprenden ni recuerdan, ni quieren hacerlo, y por eso odian. Tampoco yo, pienso, comprendo ni recuerdo, pero no reniego de la herencia que se me ha transmitido. Soy la hija del Capitán.

***

La niña se lo preguntó una vez:

- Padre...

- ¿Sí, Elithil?

- ¿Dónde está mi madre?

- Murió, pequeña. Poco después de que tú nacieras.

- Era guapa, ¿verdad?

- Como una flor radiante en los valles profundos del norte, niña. Tenía los ojos verdes como tú, pero el cabello era rojo y largo. Ella siempre reía y cantaba muy bien.

- ¿Sabía montar a caballo, como yo?

- No, Elithil. Su gente no enseña a montar a las mujeres, y cuando se casó conmigo nunca quiso acercarse a un caballo. Le daban un poco de miedo.

- Pues me han dicho que las mujeres de los Norteños saben todas montar a caballo. - Ah, muchacha, eso es porque son un pueblo de jinetes.

- Y si pelearas con un Jinete, ¿quién ganaría, tú o él?

- Esa pregunta es un poco tonta, ¿no? Los Jinetes son nuestros amigos.

- ¿Y si pelearas con un trasgo?

- Bueno, entonces le diría: trasgo, este valle pertenece al Rey. ¡Vete de aquí o morirás! Y el trasgo diría: no, no me voy, ¡échame si puedes! Y yo: ¡pues claro que te echo! Y le atacaría con mi espada, que antes fue de mi abuelo, y antes del suyo, y el trasgo pararía un golpe con su escudo, pero dos no, porque le daría tan fuerte que se lo rompería y, al final, el pobre, feo y achaparrado bichejo saldría corriendo para salvar la vida.

- ¡Y tú le arrojarías tu cuchillo por la espalda!

- Nunca, eso no se puede hacer. Ni con un trasgo.

- ¿Ah, no?

- No. No somos bárbaros, Elithil, somos Hombres de Gondor.

***

- Noble Medohtar -dijo el sudoroso Borghain-, sois sin duda un anfitrión inigualable y vuestra cortesía es sólo pareja a la sabiduría que todos en el valle sabemos que poseéis. Es por esto que, sin duda, ya habréis pensado en el futuro.

- ¿El futuro, maese Borghain? -dijo mi padre sorbiendo apenas de su copa.

- Sí, Capitán... el tiempo pasa y... bueno, sois un hombre mayor, aunque aun vigoroso, qué duda cabe, pero... en fin, nadie vive eternamente y vos no tenéis descendencia.

- Está mi hija Elithil, aquí presente -señaló mi padre con tono tranquilo.

- Sí, sí, Capitán pero la bella Elithil, que nos deleita con su hermosura, es, como todos podemos ver y, sin duda, agradecer, una mujer, y la torre requiere un hombre que la gobierne -dijo Borghain, entre gestos de asentimiento de los otros comensales.

- El mando de la fortaleza ha recaído sobre mi familia generación tras generación durante casi setecientos años y considero que así debe seguir siendo.

- Pero eso es absurdo... - dijo Erchion. -¿Quién ha oído hablar de... de una mujer Capitana?

- Sin duda, amigo Erchion -irrumpió Nichaill con voz suave-, a lo que se refiere el anciano Medohtar es que alguien emparentado con su linaje debe gobernar el anillo, y la única forma es, creo yo, que ese alguien despose a la bella Elithil.

- Quizá eso sea cierto -dije yo, y todos atendieron a mis palabras, quizá asombrados de que osara participar en la conversación- pero, si así fuera, mío sería el derecho de escoger pretendiente, sin que nadie me presione en ningún sentido, excepto mi amado padre, cuyo consejo siempre escucho. Y sin embargo, no lo veo necesario, pues siendo yo hija de esta casa, cumplo todos los requisitos que durante veinticinco generaciones se han exigido, y me veo perfectamente capaz de gobernar el puesto.

- Pero... pero habrá una ley, un reglamento... -titubeó Borghain. -¿Qué tiene que decir a esto el Rey de los Jinetes?

- No tiene nada que decir -afirmó mi padre tajantemente. -La fortaleza, el valle y el anillo son responsabilidad mía, y propiedad de los Reyes de Gondor, cuyos Senescales gobiernan en su nombre desde la ciudad de Minas Tirith.

- Medohtar -habló el oscuro Chormaic, por vez primera desde que terminara la cena -sabéis perfectamente que no se ha recibido un mensaje de Minas Tirith desde los tiempos de vuestro abuelo.

- Eso es cierto -respondió el señor de la torre-, pero vos no lo sabéis por el vuestro, puesto que por aquel entonces vivía, como todos vuestros ancestros, en las laderas oscuras de las Tierras Brunas.

Un ramalazo de odio brilló en los ojos del interpelado.

- Sin embargo, mi casa es fértil y próspera, mientras la vuestra se agosta y declina, como el recuerdo de vuestros reyes y senescales, a quien ya nadie reconoce como señores.

Mi padre se puso en pie y alzó la voz como si hablara a un escuadrón de soldados:

-Yo los reconozco, y también mi hija, y así deberéis hacerlo vosotros, que vivís en este valle y sois sus súbditos o de lo contrario os declararé traidores a vuestro rey y enemigos de Gondor.

Chormaic empezó a incorporarse pero fue agarrado con fuerza por Nichaill, quien le hizo sentarse de nuevo.

- Anciano Medohtar -dijo-, nadie aquí pretende quebrantar ley alguna ni, desde luego, buscamos reavivar viejos odios. Vos no sois un recién llegado, como esos Jinetes de cabellos pajizos, sino un hombre respetado, descendiente de una antigua familia. Y vuestra hermosa hija tiene en sus venas sangre dunlendina, como todos sabemos, ligada a un poderoso clan del otro lado de las montañas. Los dunlendinos, nuestros parientes (y parientes vuestros también, Medohtar), no son enemigos de Gondor ni de esta casa y de hecho son buenos amigos de la gente del valle.

- Fijaos en mí -dijo Erchion. - Comercio con ellos continuamente, les vendo caballos y los trato con asiduidad. No son unos bárbaros incultos sino un pueblo aguerrido y noble que se ha visto agraviado en numerosas ocasiones por los Jinetes.

- ¡Vamos, Erchion! La guerra en los Vados del Isen es continua, y no dudo que os traten bien los dunlendinos puesto que siempre necesitan monturas para enfrentarse con los Jinetes. Yo no tengo como enemigo a nadie, sino a aquellos que no siendo vasallos de Gondor traten de hacer uso de la fortaleza para entrar o salir de Calenardhon. Y los dunlendinos no son vasallos de Gondor.

-Pero... ¿cómo podéis hablar así? -Borghain también se había alterado.- ¿Creéis tener un ejército a vuestro mando? ¿Cómo frenaríais un ataque si se produjera? Es absurdo.

- Si los dunlendinos, los Orcos, o cualquier ralea del Este amenazaran el valle, vós, Borghain, me ayudaríais con las levas entre la población de la villa, yo armaría a mis criados y todos nos encerraríamos en la fortaleza hasta que llegaran los Jinetes. Y os aseguro que llegado el caso yo sería mucho más peligroso que cualquier engendro de Mordor que seáis capaz de imaginar.

-Nobles señores -dijo Nichaill.-Estamos desvariando sin tratar el tema que de verdad nos interesa. Anciano Medohtar: ¿quién va a ser vuestro heredero?

- Será Elithil, carne de mi carne y sangre de mi sangre, hasta el momento en que se case.

Nichaill sonrió, y a mí me pareció oír el aullido de un lobo en las montañas del norte.

***

La muchachita observó las amplias llanuras. Se había separado de los criados sin darse cuenta y el pequeño Rochion, su poney, había trotado libremente por las lomas, llevándola hacia el horizonte que nunca se alcanza. Ahora no estaba segura de cómo volver a casa. Las nubes dibujaban sombras móviles sobre el pasto verde. Aquí y allí, entre pequeñas lomas de suave pendiente, trocitos de cielo azul quedaban capturados por los cristalinos charcos del Folde Oeste. El aire era dulce, y parecía traer aromas dorados del Bosque Que Canta del que hablan los cuentos. Todo parecía conformar una suave música: la brisa en la hierba, el zumbido de los insectos, el trotecillo suave del poney fiel. La muchacha luchó contra la dulce tentación de dormir, de sumergirse en la música del llano herboso, y detuvo a su montura en lo alto de un ligero altozano. Se soltó el largo cabello oscuro, que llevaba recogido con una aguja que había pertenecido a su madre, y lo dejó libre al viento, acariciado por las alas invisibles de las águilas del Señor del Monte Blanco.

Vio acercarse un grupo de jinetes. No eran sus servidores, sino hombres armados, una docena al parecer. Sus gruesas lanzas destellaban bajo el sol y las melenas doradas volaban sueltas bajo los yelmos de hierro. Los esperó sin miedo, sabiendo que eran Jinetes de la Marca, los señores de esta tierra que sólo su padre llamaba aún Calenardhon. Y cuando estuvieron bien cerca, se irguió sobre el poney y les saludó con una mano en alto, tal como le habían enseñado:

-Elen síla lúmenn omentielvo! Os saludo, Jinetes de Rochand.

Ellos se detuvieron y la observaron.

- ¿Quién eres, niña, tú que nos hablas en una lengua extraña y nos miras con hermosos ojos verdes? -preguntó su cabecilla. -¿Eres acaso una mujer del pueblo de los Elfos, de quienes se dice que nunca envejecen? ¿O una pequeña salvaje ladrona de caballos que intentas volver a tu hogar con el botín?

-Ni una cosa ni la otra -respondió ella, riendo. -Soy Elithil, hija de Medohtar, y vivo en la gran fortaleza al pie de las montañas.

- No nos engañes, muchacha. De allí venimos, de Glamscrafu, la Resplandeciente, y jamás te vimos en nuestra guarnición ni entre nuestras mujeres.

- Pero es que yo no vengo de Aglarond, a la que llamáis Glamscrafu en vuestro idioma, sino de Angrenost, a la que llamáis quizá Isengard -dijo la niña. Y los Jinetes se agitaron sobre sus monturas, cruzando miradas de inquietud.

-No es maravilla entonces que hayamos pensado que eras una criatura élfica, pues de todos es sabido que Isengard es un lugar mágico poblado por un pueblo extraño, y nuestra gente no quiere saber nada de brujerías ni hechicerías. Vete, pues, por donde has venido, y abandona nuestras praderas luminosas -dijo el líder de los Jinetes. Elithil notó el temor tras los rostros de los hombres, y sintió también que de alguna forma querían privarla del sol, de la hierba, de los charcos azules, como si todo aquello le estuviera vedado por la sola virtud de su linaje u origen...

- Me marcharé, señores. -dijo con gesto adusto-, si me indicáis cual es el camino a seguir, pues temo haberme perdido.

- Señora -dijo reverentemente el Jinete-, aquél es el norte y hacia allí está vuestra morada.

La niña partió de inmediato. Antes del anochecer la encontraron sus sirvientes, en pie, junto al poney, mirando al sol ocultarse tras el Oeste.

***

- Elithil, hija...

- Padre mío...

Él se muere. Yace en el lecho, fatigado por la edad y los pesares.

- Dime, hija, si el Árbol Blanco ondea aún en la torre.

- Aún está allí, padre.

- No se han atrevido a quitarlo todavía.

- No se atreverán, padre.

- Cuida el estandarte.

- Lo haré, padre.

- Y vigila con el suelo del torreón. La madera está podrida allí arriba.

- Cambiaré las tablas, padre.

- Tendrías que haberte casado. Aquél Doughan no era tan malo.

- No me amaba ni amaba la fortaleza. Sólo quería complacer a sus parientes, a Borghain, y a Nichaill.

- Ah, sí, Nichaill. Sé como te mira. Te desea casi tanto como desea la fortaleza. Mi pobre muchacha, ¿qué harás ahora?

- Padre, ya lo sabes. Lo que siempre ha hecho nuestra familia. Hasta el final.

- No huiste cuando pudiste.

- Oh, padre, déjalo. Él cierra los ojos y permanece un rato dormido. Su espíritu explora las lindes de Mandos, las estancias donde esperan los guerreros muertos con honor.

- Hija... - Estoy aquí. No me he movido.

- Haremos las cosas como deben hacerse. Trae lo necesario.

Me incorporo y voy al salón. La mansión está a oscuras. Todas las antorchas están en las almenas, anunciando que el Capitán se muere. No encuentro ningún sirviente en los desolados pasillos. Los de sangre dunlendina están en la villa, donde Borghain ha reunido a sus partidarios. Sólo la familia del viejo Aelos permanecerá fiel. Sus cuatro hijos vigilan las murallas. Las mujeres han terminado el sudario y tejen el nombre de mi padre con letras de los elfos. Las veo, agachadas sobre la tela, al pasar junto a la sala de costura, camino del salón. Allí, sobre la chimenea, está la espada y el yelmo. Y en la sala de armas la vieja cota con el emblema del Árbol. Lo cojo todo, con cuidado, y vuelvo a la sala de mi padre.

El anciano se ha levantado y se ha vestido con la pesada capa ceremonial que apenas se usa. Lo veo sentándose fatigosamente en la vieja silla de roble de Fangorn, quizá tan vieja como la mansión.

- Déjalo aquí, Elithil. Bien. Ah..., Gilrist, espada de la familia. Hiciste un buen servicio a mis antepasados y aún me lo harás antes de que muera. Qué pesada resultas ahora a mi brazo cansado...

Mi padre coloca el arma sobre sus rodillas. Me mira y de repente lo veo como fue en su juventud: alto y fuerte y noble; un gran señor al servicio de los Reyes.

- Elithil Medohtar, toma la espada por la empuñadura y repite mis palabras. Mis dedos se cierran en torno a la guarda y oigo mi voz resonando como un eco en la sala:

-Juro ser fiel y prestar mis servicios a Gondor, y al Señor y Senescal del Reino, con la palabra y con el silencio, en el hacer y en el dejar hacer, yendo y viniendo, en tiempos de abundancia o de necesidad, tanto en la paz como en la guerra, en la vida y en la muerte, a partir de este momento y hasta que mi señor me libere, o la muerte me lleve, o perezca el mundo. ¡Así he hablado yo, Elithil, hija de Medohtar, Capitán de Angrenost!

- Y yo te he oído -responde mi padre con voz cansada pero solemne-, yo, Medohtar, Capitán de Angrenost, en nombre del Senescal del Rey, y no olvidaré tus palabras, ni dejaré de recompensar lo que me será dado: fidelidad con amor, valor con honor, perjurio con venganza.

Tomo a Gilrist y la guardo en su vaina. Mi padre me mira, sonriendo:

-Hija mía, por los derechos de sangre que te pertenecen, y siendo, como es necesario, caballero de Gondor, te nombro Capitana de la fortaleza de Angrenost, de todos sus hombres y bienes y del valle que le pertenece. Protege la Torre Cerrada y los pasos de las montañas y recuerda el buen nombre de tu familia.

- Lo haré, mi señor. Mi primer combate como caballero de Gondor lo libro contra las lágrimas. Venzo al enemigo, pero deseo con todas mis fuerzas haber sido derrotada.

Mi padre muere mientras duerme, poco antes del amanecer.

***

-Padre, ¿quién vive en la torre?

- ¿Qué torre, pequeña?

- La gran Torre, la del centro del Valle.

- Ah, Elithil, eso es algo importante que haces muy bien en preguntar. Mira: la Torre está formada por cuatro grandes pilares que se unen, ¿lo ves?, y sube, sube, hacia el cielo. Y allí arriba, en la cima, parece abrirse como una flor, pero en vez de petalos o almenas tiene esas puntas colosales, como colmillos. ¿Sabes cómo se dice "colmillo" en la lengua de los Elfos?

- Sí. Se dice thanc -respondió la niña satisfecha y orgullosa.

- Muy bien, pequeña. Por eso la torre se llama Orthanc, el Monte del Colmillo.

- ¿Pero quién vive allí? -insistió la niña.

- Nadie. La torre está vacía y cerrada. El Senescal de Gondor, nuestro señor, tiene las llaves en Minas Tirith.

- Entonces, ¿nunca has entrado allí?

- Nunca, ni yo ni nadie en muchos siglos. Nuestra es la mansión de la familia, y la muralla del anillo, y los campos y el lago dentro del círculo, pero la Torre nos está vedada.

La niña quedó en silencio un instante, como si meditara una idea.

- Si yo fuera un mago me gustaría vivir en la torre.

El padre rió de buena gana.

- ¿Ah, sí, y eso por qué?

- Porque como es tan alta, subiría al pináculo central y me pondría de puntillas y así podría coger las estrellas y guardarlas en frascos, como hago con las luciérnagas. Ya no necesitaríamos antorchas y tendríamos luz todas las noches.

- Nosotros sí, pero ¿y el resto de la gente? No podrían ver las estrellas. Piensa que Elbereth las hizo para todos, Elfos y Hombres, buenos y malos... Es un regalo que no podemos atesorar.

La niña lo pensó un instante antes de admitir en voz baja que tenía razón.

- Entonces habrá que vigilar que ningún mago malvado suba a la Torre, porque querrá quedarse con las estrellas.

- Muchacha -dijo el Capitán sonriendo-; tu fantasía es sorprendente.

***

El viejo Aelos me ve llegar a través del túnel excavado en la montaña que lleva a las fuertes almenas de la entrada. Con él están sus hijos, cansados como yo por una larga noche en vela. Al principio no reconocen la figura que se acerca en la penumbra del pasadizo, enfundada en plateada cota de malla, ciñendo la vaina de Gilrist, portando el yelmo de Capitán. Creen ver, quizá, a mi padre en su juventud, o el fantasma de mi abuelo. Pero cuando surjo bajo la luz del sol naciente ya no les quedan dudas acerca de mi identidad. Se miran unos a otros, pero no dicen nada. Son los últimos Dúnedain de la fortaleza, y acatan los símbolos a los que siempre han servido.

-Si alguno de vosotros quiere irse con las mujeres, este es el momento -les digo. -No habrá en ello ningún deshonor.

- Señora Elithil, -carraspeó Aelos-, lo hemos hablado y nos quedamos todos: yo, mi esposa, mis hijos y las esposas de mis hijos.

Sus caras muestran determinación. Se apoyan en sus lanzas con fuerza, como si les permitiera permanecer en pie en un mundo que se mueve. A lo lejos se alza Eärendil, la estrella del alba, cruzando los cielos en su nave blanca, protegiendo el Silmaril de los males y ambiciones de la tierra. Eärendil, una estrella que es un hombre, ancestro de los Reyes del Oeste y de los Señores de Gondor, a los que servimos sin haberlos visto jamás, sin haber recibido nunca misivas de sus Senescales. Una estrella, una Torre y un Árbol Blanco...

No tardan en llegar los hombres del pueblo. Son muchos: primero Borghain y Chermaic y Erchion y, cómo no, el sonriente Nichaill. Detrás la mayoría de los hombres de la villa y, con ellos, algunos desconocidos llegados probablemente de las Tierras Salvajes. Finalmente las mujeres, muchas de ellas criadas o servidoras de la mansión, o trabajadoras en los frutales del anillo. Quieren ver el final de una época.

Se detienen frente a las puertas cerradas. Desde dentro es fácil abrirlas. Fueron hechas de tal modo que giran con facilidad y nunca oí que chirriaran. Desde fuera son indestructibles. El anillo de Isengard, envuelto por roca y piedra, arte del Hombre y obra de la naturaleza, es inexpugnable. Una sola entrada, un túnel impenetrable... y cinco hombres y un puñado de mujeres para protegerlo.

- Permítenos, oh triste Elithil -declama Borghain cuando se hace silencio-, que nos unamos a ti en tu dolor y que rindamos al Capitán los honores que se merece. Ya está listo el túmulo y la pira funeraria. Aquí estamos para llevar el cadáver al fuego liberador.

- El cuerpo de mi padre, oh Borghain, reposará como el de todos mis antepasados en la cripta bajo la mansión, y jamás nadie de esta casa ha sido incinerado, ni es esa la costumbre entre los Hombres del Oeste.

- Oh, triste Elithil, nos parece bien que sepultes el cuerpo de tu noble padre como mejor prefieras, y compartimos el corazón destrozado de una hija huérfana. Déjanos entrar y ayudarte en tus preparativos. Déjanos el pesado trabajo a nosotros y podrás entregarte a solas a tu dolor. Pero, aun así, la vida te llama, y el futuro, y la felicidad. Más de uno entre nosotros te ama y está dispuesto a unir su vida a la tuya y protegerte de todo mal. Sé razonable, medita, y sabrás qué es lo mejor para ti.

- Os agradezco mucho que hayáis venido todos a consolarme en mi dolor. Así podré comunicaros que mi padre, Capitán de la Torre y Señor del Valle, me nombró esta noche caballero de Gondor y heredera de su misión. Os invito a que volváis a vuestras casas y vuestros campos, y a ti, Borghain, te pido que envíes un mensajero con las nuevas a Glamscrafu, la fortaleza de los Jinetes.

Un murmullo se extiende entre la multitud: confusos comentarios y sonrisas sardónicas y hablar de mujeres indignadas.

- Yo soy el representante de la villa -dice Borghain- y ahora, en ausencia de otra autoridad, sobre mí recae la responsabilidad de la Torre y el anillo de Isengard. Creo que comprendemos que, trastocada por el dolor, te hayas vestido como tu padre y juegues a ser él, con tu espada y tu traje brillante. Pero ya basta, niña. Te conmino a que abras las puertas y nos dejes entrar.

- Y yo te ordeno que te retires con toda esta gente y obedezcas mi petición, o creeré que os estáis sublevando contra la autoridad del Rey.

Esta vez no es un murmullo sino un griterío enfurecido lo que se alza hacia las almenas. Las mujeres de la aldea me gritan con un rencor que nunca creí posible. Me insultan, me llaman advenediza, traidora a mi madre, bruja élfica, niña insolente. "Vuélvete a la rueca y al huso, al telar y la lanzadera" les oigo decir. Los extranjeros entre la multitud se ríen de los aldeanos y les increpan:

-¿Cómo dejáis que una mujer se vista de hombre y os trate así? En nuestro país las mujeres cocinan y remiendan y obedecen a sus maridos. ¿Tan débiles os han vuelto las leyes de los extranjeros? ¿Sois hombres o eunucos?

El griterío se transforma en tumulto, y la multitud carga contra las puertas. Las golpean con varas y lanzas, las patean, las empujan con el hombro...todo es inútil. Nada abrirá las puertas de Angrenost desde fuera. Se enfurecen y me gritan. Chormaic el torvo se sobrepone a los demás con su voz potente:

- Tus reyes no existen, tus senescales están lejos. Somos hijos de Dunland, bruja, y no serviremos a una mujer ni a los cabeza de paja. Cojo el arco y disparo como me enseñó mi padre. Chormaic, el traidor, se lleva las manos al pecho y cae aferrándose a la flecha que le atraviesa. Aelos y sus hijos asoman con sus arcos y apuntan a nuestros asaltantes.

- Fuera, traidores, fuera o moriréis todos -grito. Es absurdo, lo sé, pero ellos no pueden entrar y nosotros sí podemos dispararles. La multitud se asusta y empieza a retroceder. Necesitarán máquinas de asedio o grandes escaleras para tomar las murallas. Llevan con ellos su primera víctima.

***

Dicen que las viejas de las montañas arrojan hierbas a un caldero lleno de agua hirviendo y, pronunciando ensalmos y sortilegios, pueden ver en su superficie, el interior de las viviendas y lugares lejanos y tenebrosos. Pero yo soy mejor bruja que ellas: no necesito caldero. Los veo con claridad: Borghain, Erchion, Nichaill y forasteros de las Tierras Brunas, ansiosos por entrar en Isengard. Los dunlendinos proponen el asedio, pero los aldeanos saben que el anillo tiene sus propios campos, sus frutales, sus almacenes de alimento. Once personas podemos resistir toda una vida. Los dunlendinos hablan de derribar las puertas con arietes, pero los aldeanos saben que nada puede romper unas puertas forjadas por los artífices de la Torre. Los dunlendinos hablan de tomar las murallas por asalto. Eso sí es posible en dos o tres tramos, donde un defensor puede cortar cuatro cuerdas, rechazar tres escalas, pero no contener una marea humana. Y sin embargo, les da miedo.

Pero veo a Nichaill sonreír con malignidad y atraer la atención de los demás y hablarles con los ojos brillantes. Y mi mano empuña a Gilrist buscando protección. Hace frío esta noche en Angrenost.

***

- Tu madre no era del pueblo, niña - dijo la vieja sirvienta.

- Ya lo sé, Maeghi. Era de las Tierras Brunas, me lo dijo mi padre. Pero te he preguntado si la conociste -respondió la muchachita.

- Bueno, hijita, un poco... -la rueca giraba con un crujido rumoroso-, pero, sabes, no mucho. Era un poco altiva, caminaba por las almenas con la espalda muy recta. Muchos decían que era una princesa dunlendina, raptada por tu padre.

- ¡Qué tontería! -se indignó la niña. -Mi padre nunca se llevaría a nadie contra su voluntad.

- Bien, no, claro... pero es un hombre y un soldado y, bueno, cuando crezcas irás aprendiendo que los hombres a veces hacen cosas que..., en fin, que no están muy bien. Pero así es la vida. De todas formas, esto es sólo un rumor. También había quien decía que tu madre era una sacerdotisa de las cañadas y había embrujado al Capitán para apoderarse de los secretos de la torre.

- Mi madre, ¿una bruja? -la niña abrió mucho los ojos.

- Eso decían algunos, hijita -admitió la vieja Maeghi. -Desde luego, se veía que sabía bastante de hierbas y pociones. Mientras estuvo aquí fueron muchos los que se beneficiaron de su capacidad para sanar dolores y curar huesos rotos. Pero, como siempre, otros (a veces los mismos que habían sido sanados) murmuraban contra ella, echándole la culpa de la lluvia excesiva o de la sequía, del frío invierno o del verano tórrido, de los aullidos de los lobos o de las noches silenciosas.

- ¡Cómo le gusta chismorrear a la gente! -dijo Elithil frunciendo el ceño.

- Bien, hijita, así son las cosas, y si no fueran así serían de otra manera, digo yo -sentenció la hilandera mientras se levantaba para buscar el huso de mano.

- A lo mejor mi madre era una princesa de los Elfos y por eso sabía tanto de hierbas... -saltó la pequeña entusiasmada.

- Si así fuera -comentó Maeghi - sería la primera vez que oigo hablar de una doncella de los Elfos de cabellos rojos.

***

- Mi señora...

Me giro y veo a Etaine, la más joven de las nueras de Aelos. Está bien abrigada bajo su manto de lana, y lleva una bandeja con comida y un jarro de vino. Tiene un aspecto nervioso. Me pregunto qué sentimientos albergará respecto a mí. ¿Me odiará? ¿Creerá quizá que he obligado a mis últimos servidores a quedarse aquí y compartir mi suerte? Sin duda sabe que les di permiso para marcharse, pero en realidad eso no hace ninguna diferencia. El puesto de una mujer está junto a su marido. Una vez eligió él, ella no tuvo libertad.

- Mi señora, llevo la cena a Aelach.

- Está allí, junto a las puertas, en la sala del mecanismo -le digo, intentando sonreír para transmitirle alguna firmeza.

- Quizá mi señora..., quizá quiera entrar en la mansión y calentarse junto al fuego. La noche está muy fría. Yo haré compañía a mi esposo, para que no se duerma.

Ahora sí que sonrío de buen grado. La muchacha se casó hace poco y no soporta estar separada de su amor. Quiere estar a solas junto a él, antes de que suene la hora del destino.

-Bien, Etaine, tienes razón -concedámosles al menos un rato de intimidad-. Anoche no dormí y llevo todo el día de pie en las almenas. Cuida que Aelach no abuse del vino.

Ella abre mucho la boca y se muestra turbada.

- ¿Por ... por qué decís eso? -tartamudea. ¡Es tan joven! Cualquiera diría que la he acusado de algo deshonesto...

-Era una broma, niña. Tranquila. Pero no dejéis de vigilar el sendero del pueblo. Ella marcha hacia la sala del mecanismo, desde donde se controla todo el acceso frontal. Yo dirijo mis pasos a la mansión. Estoy muy cansada, más de lo que estaba dispuesta a admitir en la muralla. La noche es cada vez más fría. Me envuelvo en mi capa para protegerme de la gélida brisa de las Montañas Nubladas.

***

- ¿Conocéis esta melodía, mi señora Elithil? -preguntó el bardo, pulsando unas notas en su laúd blanco. La joven asintió con un gesto de satisfacción.

- Es la historia de la Caída de Gondolin. El Rey Turgon de los Elfos vivía en la ciudad blanca y escondida de Gondolin, pero Maeglin, el hijo de su hermana, le traicionó y reveló a Morgoth la situación de la ciudad -dijo ella.

- ¡Mi hija sabe muchas canciones de los Días Antiguos, noble Linbeth! -interrumpió el Capitán.

-No sé dónde las habrá aprendido. Rara vez llegan aquí viajeros que recuerden las canciones del pasado.

- ¡Oh, padre! Sabéis perfectamente que las pocas canciones que sé son las que vos me habéis enseñado.

El bardo sonreía mientras tocaba:

-Quizá vuestro padre debió ser poeta en vez de soldado.

-¡Bah, pamplinas! -el señor de la torre alzó la mano, restando importancia al comentario.

-Si las estrellas hubieran querido que yo fuese bardo, me habrían hecho Elfo o campesino risueño, y no Capitán de un puesto en la frontera del reino.

Elithil se giró hacia el visitante:

-¿Vos habéis visto Elfos alguna vez, mi señor Linbeth?

El bardo dejó de tocar.

- Una vez -respondió con voz suave. -Fue en el Valle del Anduin, lejos al norte. Era una hermosa noche estrellada y yo había acampado junto a un arroyo de plata. En su fondo se había escondido la luna y me entretenía tirándole piedrecitas para animarla a salir del agua, aunque ella no me hacía ningún caso. Entonces me pareció que las aguas del arroyo cantaban con palabras. Miré a mi alrededor y, no muy lejos, vi unas figuras vestidas de verde, apoyadas en unos troncos cubiertos de musgo. Cantaban en la Lengua Gris una historia absurda pero hermosa acerca de ratones y ardillas, de gorriones y jilgueros, de encinas y enebros... Y yo no pude sino escucharla, y callar y maravillarme. Cuando terminó la canción ellos desaparecieron como si hubieran formado parte de su propia música. ¿Y querréis creer, bella Elithil, que yo, Linbeth el Bardo, no pude nunca recordar la canción ni su melodía? Y sin embargo, las noches estrelladas, sueño con esa música y me digo durmiendo: "esta vez la recordaré", pero al llegar la mañana todo lo he olvidado, excepto el rumor del agua y la eterna betitud de las estrellas.

- ¿Cómo sabéis que no fue un sueño? -preguntó Elithil.

- Si fue un sueño, señora, entonces Irmo es el mayor benefactor de los hombres -respondió él gentilmente.

***

Mi cuerpo despierta antes que yo, mis manos aferran yelmo y espada, mis piernas me impulsan fuera de la habitación. He oído el entrechocar de aceros en el salón y sólo ahora, mientras corro hacia la escalera, comprendo que todo ha acabado. Cuando me asomo a la balaustrada, junto a la panoplia de las lanzas, puedo apreciar el pegajoso olor de la sangre. Allí están Borghain, Erchion, Nichaill, varios rufianes de sus clanes y, en gran número, guerreros bárbaros de las Tierras Salvajes. Media docena de cadáveres cubren el suelo: algunos son los cuerpos de las nueras de Aelos. Varios dunlendinos están ahora rematando a Aethel, su hijo pequeño. Supongo que los demás están muertos en la muralla. Traición, piensa mi mente; traición; bombea mi corazón; traición; llora mi espíritu. Pero mi cuerpo no se mueve: inmóvil en lo alto de la escalera parezco una de las piedras vigilantes que los Antiguos labraron en los valles, una estatua incapaz de reaccionar.

Nichaill me ve y ordena silencio con un ladrido seco y autoritario que todos los miembros de la manada obedecen. Sus colmillos blancos sonríen con avidez y me ronronea con la insolencia del poder recién adquirido:

-¡Ay, Elithil! Tus criadas ofrecieron resistencia y tuvimos que defendernos. Excepto la joven Etaine. Ella nos abrió la puerta a cambio de que respetáramos a su amante dúnadan, a quien drogó. Pero no podrá ser: Isengard ya no albergará zorras ni extranjeros.

-Es verdad- murmuro sin saber si soy yo quien habla-, Angrenost cambia esta noche de habitantes. Se vuelve cubil de lobos y guarida de bandidos. El gordo Borghain avanza dos pasos sobre un cadáver.

- Elithil, eres una mujer hermosa y no hay razón para que mueras. Admiramos tu coraje. Elige con cuál de nosotros tres te casarás y podrás seguir viviendo en tu propia casa como hasta ahora. ¿Qué me dices? ¿Cuál es tu respuesta?

Ahora sí soy plenamente consciente de lo que hago. Vivo mil instantes en uno solo, siento detenerse el tiempo mientras mi mano se extiende a mi derecha, a la panoplia de las lanzas. Palpo la madera grabada con runas de velocidad y precisión, me ciega el momentáneo destello de la brillante punta teñida de fuego, mi brazo arroja el dardo y la sierpe de acero se entierra en el pecho de Borghain.

- ¡Esta es mi respuesta! -les grito, y emprendo la huída hacia el torreón del Árbol.

Los bárbaros, repuestos de la sorpresa, me siguen inflamados de furia, aullando en su lengua tosca y brutal. Atropelladamente suben la escalera. Erchion va entre los primeros, empuñando un hacha y un gran escudo. Corro, corro en la estrecha escalera de caracol que asciende a lo alto. Me detengo a respirar. Un dunlendino asoma por el hueco, varios escalones más bajo que yo. Gilrist se hunde en su rostro como un relámpago de luna, y el cuerpo se desploma. Otro salvaje salta sobre él, empuñando una lanza que apenas puede blandirse en la estrecha escalera. Le asesto un golpe certero en el cuello. Los demás titubean unos momentos en el paso bloqueado por los cadáveres. Sigo trepando. Oigo la voz de Erchion tras de mí:

- ¡Dejadme, dejadme, cobardes! Yo enseñaré a esa perra a respetar a sus amos.

No me cabe duda de que lo haría y con placer. Lo espero antes de llegar al piso de madera. Él sube con prudencia: ha dejado de oír mis pasos apresurados. El escudo ha sido abandonado: era demasiado grande. En cambio agarra el hacha con ambas manos. Un duelo torpe y absurdo se entabla entre nosotros. Su hacha no me alcanza, siempre que yo ceda un escalón en cada ataque. Mi espada no puede sorprenderle: también yo tengo problemas para esgrimirla. Abajo se oyen los gritos de los dunlendinos. Y la hiriente voz de Nichaill, azuzando a su cómplice:

- No la lastimes, vendedor de caballos; la quiero para calentar mi lecho.

- Igual te servirá sin piernas o sin brazos -escupe rabioso Erchion. Y entonces se abre hueco Gilrist y alcanza su pecho. El traidor forcejea aún y me golpea el brazo, forzándome a soltar el arma. Cuando se derrumba lo hace con mi espada aún clavada. Los bárbaros se abalanzan pisoteando el cadáver. Y yo asciendo, apretándome el brazo entumecido, subiendo los angostos escalones de tres en tres. Haciendo un esfuerzo llego a la cima y, con el brazo sano, abro la trampilla para salir al exterior. El enmaderamiento, viejo y defectuoso, cruje al sentir mi peso. Cojo uno de los mástiles pequeños de repuesto, una pesada barra de hierro, y espero a que asome mi primer perseguidor por la trampilla. Cuando lo hace, descargo el asta sobre él. Lo veo caer con la cabeza ensangrentada, pero varios brazos fuertes agarran mi improvisada arma y me la arrancan de las manos.

Cuidadosamente paso a las almenas mientras ellos suben en tropel. Nichaill va el segundo, siempre escudándose tras alguien. Dejo el suelo de madera y me subo a la ancha piedra del torreón, como un pináculo más. El viento me azota con fuerza. El cielo empieza a teñirse de rosa en el Este. El suelo de madera cruje bajo el peso de los dunlendinos.

- Elithil -dice el traidor, frenando a sus lobos- ¿qué haces en lo alto de la almena? ¿Nos has hecho subir esta escalera inacabable para suicidarte? Pensaba que los dúnedain tenían prohibido darse muerte a sí mismos.

-Así es. No saltaré -le digo. -A menos que sea arrastrando a un enemigo conmigo. Ven a buscarme y te aseguro que acabarás estrellado contra el patio de la mansión.

- ¡Vamos! -el lobo sonríe y da un paso hacia mí. - ¿Haces profecías o me amenazas? También yo soy profeta, y te vaticino una buena noche conmigo bajo una piel de oso. Piénsalo. Con el tiempo llegarás a apreciarme... ¿no es eso lo que dicen? Necesito alguien que conozca bien el anillo junto a mí. No hay por qué morir.

La torre cerrada de Orthanc bajo la luz naciente, ¿es hermosa o terrorífica? A mis pies está el valle de Isengard: la muralla del anillo, el lago, los frutales, los riachuelos de la montaña, el pueblo agitado. Aquí, a mi lado, el Árbol Blanco en el paño ajado. Este es el señorío que se me confió.

- Nichaill -le digo- eres un traidor y un asesino. Pero, peor aún a mis ojos, eres también un cobarde. Ven a buscarme si te atreves.

La risa del bribón resuena en lo alto.

- ¿Buscarte? Yo soy ahora el Señor de la Torre y tengo autoridad para dar órdenes, perra inmunda. No necesito arriesgarme. ¡Traédmela! -ordena a sus sirvientes. Pero ya es demasiado tarde para ellos. La vieja y podrida madera del suelo del torreón, torturada por un peso muy superior al que puede soportar, se abre, como la grieta devoró los Silmarils, y caen en el vacío los ocupantes del torreón. Nichaill salta a tiempo sobre una viga gruesa se apoya en la piedra de la pared. Los aullidos de los dunlendinos cortan el aire como cuervos de dolor. No miro: no necesito verles caer. Nichaill saca una daga de su cinto, un cuchillo cruel de hierro negro.

- Mujer, se acabó el juego. Tu cabeza adornará mi nueva chimenea. Feliz caída.

No dejo que me lo arroje. Salto, extiendo las alas. Soy un águila de Manwë, un mensajero alado del destino, señora de las nubes, reina de los vientos. Mis garras son de acero, mi abrazo es mortal. Mi cresta es oscura, mi melena es negra noche. Atrapo a mi presa cayendo desde arriba y conmigo la arrastro, la hundo hasta el fin. Soy un águila de Manwë. Antaño volé cerca de un rey, en la cima sagrada del Meneltarma. Hoy culmina mi destino, se terminan mis días, cumplo con mi deber. El traidor muere conmigo, bajo la sombra del estandarte, viejo y ajado, de un Árbol Blanco en las almenas. u

"Los dunlendinos (...) se apoderaron del Anillo de Isengard, matando a los pocos sobrevivientes que no estaban dispuestos, como lo estaba la mayoría, a mezclarse con el pueblo dunlendino." Cuentos Inconclusos III, p. 184.

Obtenido de la Página de Darion