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jueves, 13 de marzo de 2008

El fantasma de Canterville de Oscar Wilde

El fantasma de Canterville de Oscar Wilde

I

Cuando míster Hiram B. Otis , el ministro de América, compró Canterville-Chase,
todo el mundo le dijo que cometía una gran necedad, porque la finca estaba
embrujada.
Hasta el mismo lord Canterville, como hombre de la más escrupulosa honradez, se
creyó en el deber de participárselo a míster Otis, cuando llegaron a discutir las
condiciones.
-Nosotros mismos -dijo lord Canterville- nos hemos resistido en absoluto a vivir en
ese sitio desde la época en que mi tía abuela, la duquesa de Bolton, tuvo un desmayo,
del que nunca se repuso por completo, motivado por el espanto que experimentó al
sentir que dos manos de esqueleto se posaban sobre sus hombros, estando vistiéndose
para cenar. Me creo en el deber de decirle, míster Otis, que el fantasma ha sido visto
por varios miembros de mi familia, que viven actualmente, así como por el rector de
la parroquia, el reverendo Augusto Dampier, agregado del King's College, de Oxford.
Después del trágico accidente ocurrido a la duquesa, ninguna de las doncellas quiso
quedarse en casa, y lady Canterville no pudo ya conciliar el sueño, a causa de los
ruidos misteriosos que llegaban del corredor y de la biblioteca.
-Milord -respondió el ministro-, adquiriré el inmueble y el fantasma, bajo inventario.
Llego de un país moderno, en el que podemos tener todo cuanto el dinero es capaz de
proporcionar, y esos mozos nuestros, jóvenes y avispados, que recorren de parte a
parte el viejo continente, que se llevan los mejores actores de ustedes, y sus mejores
"prima donnas", estoy seguro de que si queda todavía un verdadero fantasma en
Europa vendrán a buscarlo enseguida para colocarlo en uno de nuestros museos
públicos o para pasearle por los caminos como un fenómeno.
-El fantasma existe, me lo temo -dijo lord Canterville, sonriendo-, aunque quizá se
resiste a las ofertas de los intrépidos empresarios de ustedes. Hace más de tres siglos
que se le conoce. Data, con precisión, de mil quinientos setenta y cuatro, y no deja de
mostrarse nunca cuando está a punto de ocurrir alguna defunción en la familia.
-¡Bah! Los médicos de cabecera hacen lo mismo, lord Canterville. Amigo mío, un
fantasma no puede existir, y no creo que las leyes de la Naturaleza admitan
excepciones en favor de la aristocracia inglesa.
-Realmente son ustedes muy naturales en América -dijo lord Canterville, que no
acababa de comprender la última observación de míster Otis-. Ahora bien: si le gusta
a usted tener un fantasma en casa, mejor que mejor. Acuérdese únicamente de que yo
le previne.
Algunas semanas después se cerró el trato, y a fines de estación el ministro y su
familia emprendieron el viaje a Canterville.
Mistres Otis, que con el nombre de miss Lucrecia R. Tappan, de la calle West, 52,
había sido una ilustre «beldad» de Nueva York, era todavía una mujer guapísima, de
edad regular, con unos ojos hermosos y un perfil soberbio.
Muchas damas americanas, cuando abandonan su país natal, adoptan aires de
persona atacada de una enfermedad crónica, y se figuran que eso es uno de los sellos
de distinción de Europa; pero mistress Otis no cayó nunca en ese error.
Tenía una naturaleza magnífica y una abundancia extraordinaria de vitalidad.
A decir verdad, era completamente inglesa bajo muchos aspectos, y hubiese podido
citársela en buena lid para sostener la tesis de que lo tenemos todo en común con
América hoy día, excepto la lengua, como es de suponer.
Su hijo mayor, bautizado con el nombre de Washington por sus padres, en un
momento de patriotismo que él no cesaba de lamentar, era un muchacho rubio, de
bastante buena figura, que se había erigido en candidato a la diplomacia, dirigiendo
un cotillón en el casino de Newport durante tres temporadas seguidas, y aun en
Londres pasaba por ser bailarín excepcional.
Sus únicas debilidades eran las gardenias y la patria; aparte de esto, era
perfectamente sensato.
Miss Virginia E. Otis era una muchachita de quince años, esbelta y graciosa como un
cervatillo, con un bonito aire de despreocupación en sus grandes ojos azules.
Era una amazona maravillosa, y sobre su "poney" derrotó una vez en carreras al
viejo lord Bilton, dando dos veces la vuelta al parque, ganándole por caballo y medio,
precisamente frente a la estatua de Aquiles, lo cual provocó un entusiasmo tan
delirante en el joven duque de Cheshire, que la propuso acto continuo el matrimonio,
y sus tutores tuvieron que expedirle aquella misma noche a Elton, bañado en
lágrimas.
Después de Virginia venían dos gemelos, conocidos de ordinario con el nombre de
Estrellas y Bandas, porque se les encontraba siempre ostentándolas.
Eran unos niños encantadores, y, con el ministro, los únicos verdaderos republicanos
de la familia.
Como Canterville-Chase está a siete millas de Ascot, la estación más próxima,
míster Otis telegrafió que fueran a buscarle en coche descubierto, y emprendieron la
marcha en medio de la mayor alegría. Era una noche encantadora de julio, en que el
aire estaba aromado de olor a pinos.
De cuando en cuando oíase a una paloma arrullándose con su voz más dulce, o
entreveíase, entre la maraña y el fru-fru de los helechos, la pechuga de oro bruñido de
algún faisán.
Ligeras ardillas los espiaban desde lo alto de las hayas a su paso; unos conejos
corrían como exhalaciones a través de los matorrales o sobre los collados herbosos,
levantando su rabo blanco.
Sin embargo, no bien entraron en la avenida de Canterville-Chase, el cielo se cubrió
repentinamente de nubes. Un extraño silencio pareció invadir toda la atmósfera, una
gran bandada de cornejas cruzó calladamente por encima de sus cabezas, y antes de
que llegasen a la casa ya habían caído algunas gotas.
En los escalones se hallaba para recibirles una vieja, pulcramente vestida de seda
negra, con cofia y delantal blancos.
Era mistress Umney, el ama de gobierno que mistress Otis, a vivos requerimientos
de lady Canterville, accedió a conservar en su puesto.
Hizo una profunda reverencia a la familia cuando echaron pie a tierra, y dijo, con un
singular acento de los buenos tiempos antiguos:
-Les doy la bienvenida a Canterville-Chase.
La siguieron, atravesando un hermoso hall, de estilo Túdor, hasta la biblioteca, largo
salón espacioso que terminaba en un ancho ventanal acristalado.
Estaba preparado el té.
Luego, una vez que se quitaron los trajes de viaje, sentáronse todos y se pusieron a
cureosear en torno suyo, mientras mistress Umney iba de un lado para el otro.
De pronto, la mirada de mistress Otis cayó sobre una mancha de un rojo oscuro que
había sobre el pavimento, precisamente al lado de la chimenea y, sin darse cuenta de
sus palabras, dijo a mistress Umney:
-Veo que han vertido algo en ese sitio.
-Sí, señora -contestó mistress Umney en voz baja-. Ahí se ha vertido sangre.
-¡Es espantoso! -exclamó mistress Otis-. No quiero manchas de sangre en un salón.
Es preciso quitar eso inmediatamente.
La vieja sonrió, y con la misma voz baja y misteriosa, respondió:
-Es sangre de lady Leonor de Canterville, que fue muerta en ese mismo sitio por su
propio marido, sir Simón de Canterville, en mil quinientos sesenta y cinco.
Sir Simón la sobrevivió nueve años, desapareciendo de repente en circunstancias
misteriosísimas. Su cuerpo no se encontró nunca, pero su alma culpable sigue
embrujando la casa. La mancha de sangre ha sido muy admirada por los turistas y por
otras personas, pero quitarla, imposible.
-Todo eso son tonterías -exclamó Washington Otis-. El producto «quitamanchas», el
limpiador incomparable del «campeón Pinkerton» hará desaparecer eso en un abrir y
cerrar de ojos.
Y antes de que el ama de gobierno, aterrada, pudiera intervenir, ya se había
arrodillado y frotaba vivamente el entarimado con una barrita de una sustancia
parecida al cosmético negro.
A los pocos instantes la mancha había desaparecido sin dejar rastro.
-Ya sabía yo que el "Pinkerton" la borraría -exclamó en tono triunfal, paseando una
mirada circular sobre su familia, llena de admiración.
Pero apenas había pronunciado esas palabras, cuando un relámpago formidable
iluminó la estancia sombría, y el retumbar del trueno levantó a todos, menos a
mistress Umney, que se desmayó.
-¡Qué clima más atroz! -dijo tranquilamente el ministro, encendiendo un largo
veguero-. Creo que el país de los abuelos está tan lleno de gente, que no hay buen
tiempo bastante para todo el mundo. Siempre opiné que lo mejor que pueden hacer
los ingleses es emigrar.
-Querido Hiram -replicó mistress Otis-, ¿qué podemos hacer con una mujer que se
desmaya?
-Descontaremos eso de su salario en caja. Así no se volverá a desmayar.
En efecto, mistress Umney no tardó en volver en sí. Sin embargo, veíase que estaba
conmovida hondamente, y con voz solemne advirtió a mistress Otis que debía
esperarse algún disgusto en la casa.
-Señores, he visto con mis propios ojos algunas cosas... que pondrían los pelos de
punta a cualquier cristiano. Y durante noches y noches no he podido pegar los ojos a
causa de los hechos terribles que pasaban.
A pesar de lo cual, míster Otis y su esposa aseguraron vivamente a la buena mujer
que no tenían miedo ninguno de los fantasmas.
La vieja ama de llaves, después de haber impetrado la bendición de la Providencia
sobre sus nuevos amos y de arreglárselas para que le aumentasen el salario, se retiró a
su habitación renqueando.

II

La tempestad se desencadenó durante toda la noche, pero no produjo nada
extraordinario.
Al día siguiente, por la mañana, cuando bajaron a almorzar, encontraron de nuevo la
terrible mancha sobre el entarimado.
-No creo que tenga la culpa el «limpiador sin rival» -dijo Washington-, pues lo he
ensayado sobre toda clase de manchas. Debe de ser cosa del fantasma.
En consecuencia, borró la mancha, después de frotar un poco.
Al otro día, por la mañana, había reaparecido.
Y, sin embargo, la biblioteca permanecía cerrada la noche anterior, llevándose arriba
la llave mistress Otis.
Desde entonces, la familia empezó a interesarse por aquello.
Míster Otis se hallaba a punto de creer que había estado demasiado dogmático
negando la existencia de los fantasmas.
Mstress Otis expresó su intención de afiliarse a la Sociedad Psíquica, y Washington
preparó una larga carta a míster Myers y Podmone, basada en la persistencia de las
manchas de sangre cuando provienen de un crimen.
Aquella noche disipó todas las dudas sobre la existencia objetiva de los fantasmas.
La familia había aprovechado la frescura de la tarde para dar un paseo en coche.
Regresaron a las nueve, tomando una ligera cena.
La conversación no recayó ni un momento sobre los fantasmas, de manera que
faltaban hasta las condiciones más elementales de «espera» y de «receptibilidad»
que preceden tan a menudo a los fenómenos psíquicos.
Los asuntos que discutieron, por lo que luego he sabido por mistress Otis, fueron
simplemente los habituales en la conversación de los americanos cultos que
pertenecen a las clases elevadas, como, por ejemplo, la inmensa superioridad de miss
Janny Davenport sobre Sarah Bernhardt, como actriz; la dificultad para encontrar
maíz verde, galletas de trigo sarraceno, aun en las mejores casas inglesas; la
importancia de Boston en el desenvolvimiento del alma universal; las ventajas del
sistema que consiste en anotar los equipajes de los viajeros, y la dulzura del acento
neoyorquino, comparado con el dejo de Londres.
No se trató para nada de lo sobrenatural, no se hizo ni la menor alusión indirecta a sir
Simón de Canterville.
A las once, la familia se retiró. A las doce y media estaban apagadas todas las luces.
Poco después, míster Otis se despertó con un ruido singular en el corredor, fuera de
su habitación. Parecía un ruido de hierros viejos, y se acercaba cada vez más.
Se levantó en el acto, encendió la luz y miró la hora.
Era la una en punto.
Míster Otis estaba perfectamente tranquilo. Se tomó el pulso y no lo encontró nada
alterado.
El ruido extraño continuaba, al mismo tiempo que se oía claramente el sonar de unos
pasos.
Míster Otis se puso las zapatillas, tomó un frasquito alargado de su tocador y abrió la
puerta.
Y vio frente a él, en el pálido claro de luna, a un viejo de aspecto terrible.
Sus ojos parecían carbones encendidos. Una larga cabellera gris caía en mechones
revueltos sobre sus hombros. Sus ropas, de corte anticuado, estaban manchadas y en
jirones. De sus muñecas y de sus tobillos colgaban unas pesadas cadenas y unos
grilletes herrumbrosos.
-Mi distinguido señor -dijo míster Otis-, permítame que le ruegue vivamente que se
engrase esas cadenas. Le he traído para ello una botella del engrasador
"Tammany-Sol-Levante". Dicen que una sola untura es eficacísima, y en la etiqueta
hay varios certificados de nuestros teólogos más ilustres, que dan fe de ello. Voy a
dejársela aquí, al lado de las mecedoras, y tendré un verdadero placer en
proporcionarle más, si así lo desea.
Dicho lo cual el ministro de los Estados Unidos dejó el frasquito sobre una mesa de
mármol, cerró la puerta y se volvió a meter en la cama.
El fantasma de Canterville permaneció algunos minutos inmóvil de indignación.
Después, tiró, lleno de rabia, el frasquito contra el suelo encerado y huyó por el
corredor, lanzando gruñidos cavernosos y despidiendo una extraña luz verde.
Sin embargo, cuando llegaba a la gran escalera de roble, se abrió de repente una
puerta. Aparecieron dos siluetas infantiles, vestidas de blanco, y una voluminosa
almohada le rozó la cabeza.
Evidentemente, no había tiempo que perder; así es que, utilizando como medio de
fuga la cuarta dimensión del espacio, se desvaneció a través del estuco, y la casa
recobró su tranquilidad.
Llegado a un cuartito secreto del ala izquierda, se adosó a un rayo de luna para tomar
aliento, y se puso a reflexionar para darse cuenta de su situación.
Jamás en toda su brillante carrera, que duraba ya trescientos años seguidos, fue
injuriado tan groseramente.
Se acordó de la duquesa viuda, en quien provocó una crisis de terror, estando
mirándose al espejo, cubierta de brillantes y de encajes; de las cuatro doncellas a
quienes había enloquecido, produciéndoles convulsiones histéricas, sólo con hacerlas
visajes entre las cortinas de una de las habitaciones destinadas a invitados; del rector
de la parroquia, cuya vela apagó de un soplo cuando volvía el buen señor de la
biblioteca a una hora avanzada, y que desde entonces se convirtió en mártir de toda
clase de alteraciones nerviosas; de la vieja señora de Tremouillac, que, al despertarse
a medianoche, le vio sentado en un sillón, al lado de la lumbre, en forma de
esqueleto, entretenido en leer el diario que redactaba ella de su vida, y que de resultas
de la impresión tuvo que guardar cama durante seis meses, víctima de un ataque
cerebral. Una vez curada se reconcilió con la iglesia y rompió toda clase de
relaciones con el señalado escéptico monsieur de Voltaire.
Recordó igualmente la noche terrible en que el bribón de lord Canterville fue hallado
agonizante en su tocador, con una sota de espadas hundida en la garganta, viéndose
obligado a confesar que por medio de aquella carta había timado la suma de diez mil
libras a Carlos Fos, en casa de Grookford. Y juraba que aquella carta se la hizo tragar
el fantasma.
Todas sus grandes hazañas le volvían a la mente.
Vio desfilar al mayordomo que se levantó la tapa de los sesos por haber visto
una mano verde tamborilear sobre los cristales, y la bella lady Steefield, condenada a
llevar alrededor del cuello un collar de terciopelo negro para tapar la señal de cinco
dedos, impresos como un hierro candente sobre su blanca piel, y que terminó por
ahogarse en el vivero que había al extremo de la Avenida Real.
Y, lleno del entusiasmo ególatra del verdadero artista, pasó revista a sus creaciones
más célebres.
Se dedicó una amarga sonrisa al evocar su última aparición en el papel de «Rubén el
Rojo», o «el rorro estrangulado», su "debut" en el «Gibeén, el Vampiro flaco del
páramo de Bevley», y el furor que causó una tarde encantadora de junio sólo con
jugar a los bolos con sus propios huesos sobre el campo de hierba de "lawn-tennis".
¿Y todo para qué? ¡Para que unos miserables americanos le ofreciesen el engrasador
marca "Sol-Levante" y le tirasen almohadas a la cabeza! Era realmente intolerable.
Además, la historia nos enseña que jamás fue tratado ningún fantasma de aquella
manera.
Llegó a la conclusión de que era preciso tomarse la revancha, y permaneció hasta el
amanecer en actitud de profunda meditación.

III

Cuando a la mañana siguiente el almuerzo reunió a la familia Otis, se discutió
extensamente acerca del fantasma.
El ministro de los Estados Unidos estaba, como era natural, un poco ofendido viendo
que su ofrecimiento no había sido aceptado.
-No quisiera en modo alguno injuriar personalmente al fantasma -dijo -, y reconozco
que, dada la larga duración de su estancia en la casa, no era nada cortés tirarle una
almohada a la cabeza...
Siento tener que decir que esta observación tan justa provocó una explosión de risa
en los gemelos.
-Pero, por otro lado -prosiguió míster Otis-, si se empeña, sin más ni más, en no
hacer uso del engrasador marca "Sol-Levante", nos veremos precisados a quitarle las
cadenas. No habría manera de dormir con todo ese ruido a la puerta de las alcobas.
Pero, sin embargo, en el resto de la semana no fueron molestados.
Lo único que les llamó la atención fue la reaparición continua de la mancha de
sangre sobre el "parquet" de la biblioteca.
Era realmente muy extraño, tanto más cuanto que mistress Otis cerraba la puerta con
llave por la noche, igual que las ventanas.
Los cambios de color que sufría la mancha, comparables a los de un camaleón,
produjeron asimismo frecuentes comentarios en la familia.
Una mañana era de un rojo oscuro, casi violáceo; otras veces era bermellón; luego,
de un púrpura espléndido, y un día, cuando bajaron a rezar, según los ritos sencillos
de la libre iglesia episcopal reformada de América, la encontraron de un hermoso
verde esmeralda.
Como era natural, estos cambios kaleidoscópicos divirtieron grandemente a la
reunión y hacíanse apuestas todas las noches con entera tranquilidad.
La única persona que no tomó parte en la broma fue la joven Virginia.
Por razones ignoradas, sentíase siempre impresionada ante la mancha de sangre,
y estuvo a punto de llorar la mañana que apareció verde esmeralda.
El fantasma hizo su aparición el domingo por la noche. Al poco tiempo de estar
todos ellos acostados, les alarmó un enorme estrépito que se oyó en el "hall".
Bajaron apresuradamente, y se encontraron con que una armadura completa se había
desprendido de su soporte, cayendo sobre las losas.
Cerca de allí, sentado en un sillón de alto respaldo, el fantasma de Canterville se
restregaba las rodillas, con una expresión de agudo dolor sobre su rostro.
Los gemelos, que se habían provisto de sus cañas de majuelos, le lanzaron
inmediatamente dos huesos, con esa seguridad de puntería que sólo se adquiere a
fuerza de largos y pacientes ejercicios sobre el profesor de caligrafía.
Mientras tanto, el ministro de los Estados Unidos mantenía al fantasma bajo la
amenaza de su revólver, y, conforme a la etiqueta californiana, le instaba a levantar
los brazos.
El fantasma se alzó bruscamente, lanzando un grito de furor salvaje, y se disipó en
medio de ellos, como una niebla, apagando de paso la vela de Washington Otis y
dejándolos a todos en la mayor oscuridad.
Cuando llegó a lo alto de la escalera, una vez dueño de sí, se decidió a lanzar su
célebre repique de carcajadas satánicas.
Contaba la gente que aquello hizo encanecer en una sola noche el peluquín de lord
Raker. Y que no necesitaron más de tres sucesivas amas de gobierno para decidirse a
«dimitir» antes de terminar el primer mes en su cargo.
Por consiguiente, lanzó una carcajada más horrible, despertando paulatinamente los
ecos en las antiguas bóvedas; pero, apagados éstos, se abrió una puerta y apareció,
vestida de azul claro, mistress Otis.
-Me temo -dijo la dama- que esté usted indispuesto, y aquí le traigo un frasco de la
tintura del doctor Dobell. Si se trata de una indigestión, esto le sentará bien.
El fantasma la miró con ojos llameantes de furor y se creyó en el deber de
metamorfosearse en un gran perro negro.
Era un truco que le había dado una reputación merecidísima, y al cual atribuía la
idiotez incurable del tío de lord Canterville, el honorable Tomás Horton.
Pero un ruido de pasos que se acercaban le hizo vacilar en su cruel determinación, y
se contentó con volverse un poco fosforescente.
En seguida se desvaneció, después de lanzar un gemido sepulcral, porque los
gemelos iban a darle alcance.
Una vez en su habitación sintióse destrozado, presa de la agitación más violenta.
La ordinariez de los gemelos, el grosero materialismo de mistress Otis, todo aquello
resultaba realmente vejatorio; pero lo que más le humillaba era no tener ya fuerzas
para llevar una armadura.
Contaba con hacer impresión aun en unos americanos modernos, con hacerles
estremecer a la vista de un espectro acorazado, ya que no por motivos razonables, al
menos por deferencia hacia su poeta nacional Longfellow, cuyas poesías, delicadas y
atrayentes, habíanle ayudado con frecuencia a matar el tiempo, mientras los
Canterville estaban el Londres.
Además, era su propia armadura. La llevó con éxito en el torneo de Kenilworth,
siendo felicitado calurosamente por la Reina-Virgen en persona.
Pero cuando quiso ponérsela quedó aplastado por completo con el peso de la enorme
coraza y del yelmo de acero. Y se desplomó pesadamente sobre las losas de piedra,
despellejándose las rodillas y contusionándose la muñeca derecha.
Durante varios días estuvo malísimo y no pudo salir de su morada más que lo
necesario para mantener en buen estado la mancha de sangre.
No obstante lo cual, a fuerza de cuidados acabó por restablecerse y decidió hacer una
tercera tentativa para aterrorizar al ministro de los Estados Unidos y a su familia.
Eligió para su reaparición en escena el viernes 17 de agosto, consagrando gran parte
del día a pasar revista a sus trajes.
Su elección recayó al fin en un sombrero de ala levantada por un lado y caída del
otro, con una pluma roja; en un sudario deshilachado por las mangas y el cuello y,
por último, en un puñal mohoso.
Al atardecer estalló una gran tormenta. El viento era tan fuerte que sacudía y cerraba
violentamente las puertas y ventanas de la vetusta casa. Realmente aquél era el
tiempo que le convenía. He aquí lo que pensaba hacer:
Iría sigilosamente a la habitación de Washington Otis, le musitaría unas frases
ininteligibles, quedándose al pie de la cama, y le hundiría tres veces seguidas el puñal
en la garganta, a los sones de una música apagada.
Odiaba sobre todo a Washington, porque sabía perfectamente que era él quien
acostumbraba quitar la famosa mancha de sangre de Canterville, empleando el
«limpiador incomparable de Pinkerton».
Después de reducir al temerario, al despreocupado joven, entraría en la habitación
que ocupaba el ministro de los Estados Unidos y su mujer.
Una vez allí, colocara una mano viscosa sobre la frente de mistress Otis, y al mismo
tiempo murmuraría, con voz sorda, al oído del ministro tembloroso, los secretos
terribles del osario.
En cuanto a la pequeña Virginia, aún no tenía decidido nada. No lo había insultado
nunca. Era bonita y cariñosa. Unos cuantos gruñidos sordos, que saliesen del armario,
le parecían más que suficientes, y si no bastaban para despertarla, llegaría hasta
tirarla de la puntita de la nariz con sus dedos rígidos por la parálisis.
A los gemelos estaba resuelto a darles una lección: lo primero que haría sería
sentarse sobre sus pechos, con el objeto de producirles la sensación de pesadilla.
Luego, aprovechando que sus camas estaban muy juntas, se alzaría en el espacio libre
entre ellas, con el aspecto de un cadáver verde y frío como el hielo, hasta que se
quedaran paralizados de terror. En seguida, tirando bruscamente su sudario, daría la
vuelta al dormitorio en cuatro patas, como un esqueleto blanqueado por el tiempo,
moviendo los ojos de sus órbitas, en su creación de «Daniel el Mudo, o el esqueleto
del suicida», papel en el cual hizo un gran efecto en varias ocasiones. Creía estar tan
bien en éste como en su otro papel de «Martín el Demente o el misterio
enmascarado».
A las diez y media oyó subir a la familia a acostarse.
Durante algunos instantes le inquietaron las tumultuosas carcajadas de los gemelos,
que se divertían evidentemente, con su loca alegría de colegiales, antes de meterse en
la cama.
Pero a las once y cuarto todo quedó nuevamente en silencio, y cuando sonaron las
doce se puso en camino.
La lechuza chocaba contra los cristales de la ventana. El cuervo crascitaba en el
hueco de un tejo centenario y el viento gemía vagando alrededor de la casa, como un
alma en pena; pero la familia Otis dormía, sin sospechar la suerte que le esperaba.
Oía con toda claridad los ronquidos regulares del ministro de los Estados Unidos,
que dominaban el ruido de la lluvia y de la tormenta.
Se deslizó furtivamente a través del estuco. Una sonrisa perversa se dibujaba sobre
su boca cruel y arrugada, y la luna escondió su rostro tras una nube cuando pasó
delante de la gran ventana ojival, sobre la que estaban representadas, en azul y oro,
sus propias armas y las de su esposa asesinada.
Seguía andando siempre, deslizándose como una sombra funesta, que parecía hacer
retroceder de espanto a las mismas tinieblas en su camino.
En un momento dado le pareció oír que alguien le llamaba: se detuvo, pero era tan
sólo un perro, que ladraba en la Granja Roja.
Prosiguió su marcha, refunfuñando extraños juramentos del siglo XVI, y blandiendo
de cuando en cuando el puñal enmohecido en el aire de medianoche.
Por fin llegó a la esquina del pasillo que conducía a la habitación de Washington.
Allí hizo una breve parada.
El viento agitaba en torno de su cabeza sus largos mechones grises y ceñía en
pliegues grotescos y fantásticos el horror indecible del fúnebre sudario.
Sonó entonces el cuarto en el reloj.
Comprendió que había llegado el momento.
Se dedicó una risotada y dio la vuelta a la esquina. Pero apenas lo hizo retrocedió,
lanzando un gemido lastimero de terror y escondiendo su cara lívida entre sus largas
manos huesosas.
Frente a él había un horrible espectro, inmóvil como una estatua, monstruoso como
la pesadilla de un loco.
La cabeza del espectro era pelada y reluciente; su faz, redonda, carnosa y blanca; una
risa horrorosa parecía retorcer sus rasgos en una mueca eterna; por los ojos brotaba a
oleadas una luz escarlata, la boca tenía el aspecto de un ancho pozo de fuego, y una
vestidura horrible, como la de él, como la del mismo Simón, envolvía con su nieve
silenciosa aquella forma gigantesca.
Sobre el pecho tenía colgado un cartel con una inscripción en caracteres extraños y
antiguos.
Quizá era un rótulo infamante, donde estaban escritos delitos espantosos, una terrible
lista de crímenes.
Tenía, por último, en su mano derecha una cimitarra de acero resplandeciente.
Como no había visto nunca fantasmas hasta aquél día, sintió un pánico terrible, y,
después de lanzar a toda prisa una segunda mirada sobre el monstruo atroz, regresó a
su habitación, trompicando en el sudario que le envolvía.
Cruzó la galería corriendo, y acabó por dejar caer el puñal enmohecido en las botas
de montar del ministro, donde lo encontró el mayordomo al día siguiente.
Una vez refugiado en su retiro, se desplomó sobre un reducido catre de tijera,
tapándose la cabeza con las sábanas. Pero, al cabo de un momento, el valor
indomable de los antiguos Canterville se despertó en él y tomó la resolución de
hablar al otro fantasma en cuanto amaneciese.
Por consiguiente, no bien el alba plateó las colinas con su contacto, volvió al sitio en
que había visto por primera vez al horroroso fantasma.
Pensaba que, después de todo, dos fantasmas valían más que uno sólo, y que con
ayuda de su nuevo amigo podría contender victoriosamente con los gemelos. Pero
cuando llegó al sitio hallóse en presencia de un espectáculo terrible.
Sucedíale algo indudablemente al espectro, porque la luz había desaparecido por
completo de sus órbitas.
La cimitarra centelleante se había caído de su mano y estaba recostado sobre la pared
en una actitud forzada e incómoda.
Simón se precipitó hacia delante y lo cogió en sus brazos; pero cuál no sería su terror
viendo despegarse la cabeza y rodar por el suelo, mientras el cuerpo tomaba la
posición supina, y notó que abrazaba una cortina blanca de lienzo grueso y que
yacían a sus pies una escoba, un machete de cocina y una calabaza vacía.
Sin poder comprender aquella curiosa transformación, cogió con mano febril el
cartel, leyendo a la claridad grisácea de la mañana estas palabras terribles:
HE-AQUÍ-EL-FANTASMA-OTIS
EL-ÚNICO-ESPÍRITU-AUTÉNTICO-Y-VERDADERO
¡DESCONFIAD-DE-LAS-IMITACIONES!
TODOS-LOS-DEMÁS-ESTÁN-FALSIFICADOS!

Y la entera verdad se le apareció como un relámpago.
¡Había sido burlado, chasqueado, engañado!
La expresión característica de los Canterville reapareció en sus ojos, apretó las
mandíbulas desdentadas y, levantando por encima de su cabeza sus manos amarillas,
juró, según el ritual pintoresco de la antigua escuela, «que cuando el gallo tocara por
dos veces el cuerno de su alegre llamada se consumarían sangrientas hazañas, y el
crimen, de callado paso, saldría de su retiro».
No había terminado de formular este juramento terrible, cuando de una alquería
lejana, de tejado de ladrillo rojo, salió el canto de un gallo.
Lanzó una larga risotada, lenta y amarga, y esperó. Esperó una hora, y después otra;
pero por alguna razón misteriosa no volvió a cantar el gallo.
Por fin, a eso de las siete y media, la llegada de las criadas le obligó a abandonar su
terrible guardia y regresó a su morada, con altivo paso, pensando en su juramento
vano y en su vano proyecto fracasado.
Una vez allí consultó varios libros de caballería, cuya lectura le interesaba
extraordinariamente, y pudo comprobar que el gallo cantó siempre dos veces en
cuantas ocasiones se recurrió a aquel juramento.
-¡Que el diablo se lleve a ese animal volátil! -murmuró-. ¡En otro tiempo hubiese
caído sobre él con mi buena lanza, atravesándole el cuello y obligándole a cantar otra
vez para mí, aunque reventara!
Y dicho esto se retiró a su confortable caja de plomo, y allí permaneció hasta la
noche.

IV

Al día siguiente el fantasma se sintió muy débil, muy cansado.
Las terribles emociones de las cuatro últimas semanas empezaban a producir su
efecto.
Tenía el sistema nervioso completamente alterado, y temblaba al más ligero ruido.
No salió de su habitación en cinco días, y concluyó por hacer una concesión en lo
relativo a la mancha de sangre del "parquet" de la biblioteca. Puesto que la familia
Otis no quería verla, era indudablemente que no la merecía. Aquella gente estaba
colocada a ojos vistas en un plano inferior de vida material y era incapaz de apreciar
el valor simbólico de los fenómenos sensibles.
La cuestión de las apariciones de fantasmas y el desenvolvimiento de los cuerpos
astrales era realmente para ellos cosa desconocida e indiscutiblemente fuera de su
alcance.
Pero, por lo menos, constituía para él un deber ineludible mostrarse en el corredor
una vez a la semana y farfullar por la gran ventana ojival el primero y el tercer
miércoles de cada mes. No veía ningún medio digno de sustraerse a aquella
obligación.
Verdad es que su vida fue muy criminal; pero, quitado eso, era hombre muy
concienzudo en todo cuanto se relacionaba con lo sobrenatural.
Así, pues, los tres sábados siguientes atravesó, como de costumbre, el corredor entre
doce de la noche y tres de la madrugada, tomando todas las precauciones posibles
para no ser visto ni oído.
Se quitaba las botas, pisaba lo más ligeramente que podía sobre las viejas maderas
carcomidas, envolvíase en una gran capa de terciopelo negro, y no dejaba de usar el
engrasador "Sol-Levante" para engrasar sus cadenas. Me veo precisado a reconocer
que sólo después de muchas vacilaciones se decidió a adoptar este último medio de
protección. Pero, al fin, una noche, mientras cenaba la familia, se deslizó en el
dormitorio de mistress Otis y se llevó el frasquito.
Al principio se sintió un poco humillado, pero después fue suficientemente razonable
para comprender que aquel invento merecía grandes elogios y cooperaba, en cierto
modo, a la realización de sus proyectos.
A pesar de todo, no se vio a cubierto de matracas.
No dejaban nunca de tenderle cuerdas de lado a lado del corredor para hacer tropezar
en la oscuridad, y una vez que se había disfrazado para el papel de «Isaac el Negro o
el cazador del bosque de Hogsley», cayó cuan largo era al poner el pie sobre una
pista de maderas enjabonadas que habían colocado los gemelos desde el umbral del
salón de Tapices hasta la parte alta de la escalera de roble.
Esta última afrenta le dio tal rabia, que decidió hacer un esfuerzo para imponer su
dignidad y consolidar su posición social, y formó el proyecto de visitar a la noche
siguiente a los insolentes chicos de Eton, en su célebre papel de «Ruperto el
Temerario o el conde sin cabeza».
No se había mostrado con aquel disfraz desde hacía sesenta años, es decir, desde que
causó con él tal pavor a la bella lady Bárbara Modish, que ésta retiró su
consentimiento al abuelo de actual lord Canterville y se fugó a Gretna Green con el
arrogante Jach Castletown, jurando que por nada del mundo consentiría en
emparentar con una familia que toleraba los paseos de un fantasma tan horrible por la
terraza, al atardecer.
El pobre Jack fue al poco tiempo muerto en duelo por lord Canterville en la pradera
de Wandsworth, y lady Bárbara murió de pena en Tumbridge Wells antes de terminar
el año; así es que fue un gran éxito por todos conceptos.
Sin embargo, era, permitiéndome emplear un término de argot teatral para aplicarlo a
uno de los mayores misterios del mundo sobrenatural (o en lenguaje más científico),
«del mundo superior a la Naturaleza», era, repito, una creación de las más difíciles, y
necesitó sus tres buenas horas para terminar los preparativos.
Por fin, todo estuvo listo, y él contentísimo de su disfraz.
Las grandes botas de montar, que hacían juego con el traje, eran, eso sí, un poco
holgadas para él, y no pudo encontrar más que una de las dos pistolas del arzón; pero,
en general, quedó satisfechísimo, y a la una y cuarto pasó a través del estuco y bajó a
corredor.
Cuando estuvo cerca de la habitación ocupada por los gemelos, a la que llamaré el
dormitorio azul, por el color de sus cortinajes, se encontró con la puerta entreabierta.
A fin de hacer una entrada sensacional, la empujó con violencia, pero se le vino
encima una jarra de agua que le empapó hasta los huesos, no dándole en el hombro
por unos milímetros.
Al mismo tiempo oyó unas risas sofocadas que partían de la doble cama con dosel.
Su sistema nervioso sufrió tal conmoción, que regresó a sus habitaciones a todo
escape, y al día siguiente tuvo que permanecer en la cama con un fuerte reúma.
El único consuelo que tuvo fue el de no haber llevado su cabeza sobre los hombros,
pues sin esto las consecuencias hubieran podido ser más graves.
Desde entonces renunció para siempre a espantar a aquella recia familia de
americanos, y se limitó a vagar por el corredor, con zapatillas de orillo, envuelto el
cuello en una gruesa bufanda, por temor a las corrientes de aire, y provisto de un
pequeño arcabuz, para el caso en que fuese atacado por los gemelos.
Hacia el 19 de septiembre fue cuando recibió el golpe de gracia.
Había bajado por la escalera hasta el espacioso "hall", seguro de que en aquel sitio
por lo menos estaba a cubierto de jugarretas, y se entretenía en hacer observaciones
satíricas sobre las grandes fotografías del ministro de los Estados Unidos y de su
mujer, hechas en casa de Sarow.
Iba vestido sencilla, pero decentemente, con un largo sudario salpicado de moho de
cementerio. Habíase atado la quijada con una tira de tela y llevaba una linternita y
una azadón de sepulturero.
En una palabra, iba disfrazado de «Jonás el Desenterrador, o el ladrón de cadáveres
de Cherstey Barn».
Era una de sus creaciones más notables y de las que guardaban recuerdo, con más
motivo, los Canterville, ya que fue la verdadera causa de su riña con lord Rufford,
vecino suyo.
Serían próximamente las dos y cuarto de la madrugada, y, a su juicio, no se movía
nadie en la casa. Pero cuando se dirigía tranquilamente en dirección a la biblioteca,
para ver lo que quedaba de la mancha de sangre, se abalanzaron hacia él, desde un
rincón sombrío, dos siluetas, agitando locamente sus brazos sobre sus cabezas,
mientras gritaban a su oído:
-¡Uú! ¡Uú! ¡Uú!
Lleno de pánico, cosa muy natural en aquellas circunstancias, se precipitó hacia la
escalera, pero entonces se encontró frente a Washington Otis, que le esperaba armado
con la regadera del jardín; de tal modo, que, cercado por sus enemigos, casi
acorralado, tuvo que evaporarse en la gran estufa de hierro colado, que,
afortunadamente para él, no estaba encendida, y abrirse paso hasta sus habitaciones
por entre tubos y chimeneas, llegando a su refugio en el tremendo estado en que lo
pusieron la agitación, el hollín y la desesperación.
Desde aquella noche no volvió a vérsele nunca de expedición nocturna.
Los gemelos se quedaron muchas veces en acecho para sorprenderle, sembrando de
cáscara de nuez los corredores todas las noche, con gran molestia de sus padres y
criados. Pero fue inútil.
Su amor propio estaba profundamente herido, sin duda, y no quería mostrarse.
En vista de ello, míster Otis se puso a trabajar en su gran obra sobre la historia del
partido demócrata, obra que había empezado tres años antes.
Mistress Otis organizó un "clam-bake" extraordinario, del que se habló en toda la
comarca.
Los niños se dedicaron a jugar a la barra, al ecarté, al "poker" y a otras diversiones
nacionales de América.
Virginia dio paseos a caballo por las carreteras, en compañía del duquesito de
Cheshire, que se hallaba en Canterville pasando su última semana de vacaciones.
Todo el mundo se figuraba que el fantasma había desaparecido, hasta el punto de
que míster Otis escribió una carta a lord Canterville para comunicárselo, y recibió en
contestación otra carta en la que éste le testimoniaba el placer que le producía la
noticia y enviaba sus más sinceras felicitaciones a la digna esposa del ministro.
Pero los Otis se equivocaban.
El fantasma seguía en la casa, y, aunque se hallaba muy delicado, no estaba
dispuesto a retirarse, sobre todo después de saber que figuraba entre los invitados el
duquesito de Cheshire, cuyo tío, lord Francis Stilton, apostó una vez con el coronel
Carbury a que jugaría a los dados con el fantasma de Canterville.
A la mañana siguiente se encontraron a lord Stilton tendido sobre el suelo del salón
de juego en un estado de parálisis tal que, a pesar de la edad avanzada que alcanzó,
no pudo ya nunca pronunciar más palabras que éstas:
-¡Seis doble!
Esta historia era muy conocida en un tiempo, aunque, en atención a los sentimientos
de dos familias nobles, se hiciera todo lo posible por ocultarla, y existe un relato
detallado de todo lo referente a ella en el tomo tercero de las "Memorias de lord
Tattle sobre el Príncipe Regente y sus amigos".
Desde entonces, el fantasma deseaba vivamente probar que no había perdido su
influencia sobre los Stilton, con los que además estaba emparentado por matrimonio,
pues una prima suya se casó en segundas nupcias con el señor Bulkeley, del que
descienden en línea directa, como todo el mundo sabe, los duques de Cheshire.
Por consiguiente, hizo sus preparativo para mostrarse al pequeño enamorado de
Virginia en su famoso papel de «Fraile vampiro, o el benedictino desangrado».
Era un espectáculo espantoso, que cuando la vieja lady Starbury se lo vio
representar, es decir en víspera del Año Nuevo de 1764, empezó a lanzar chillidos
agudos, que tuvieron por resultado un fuerte ataque de apoplejía y su fallecimiento al
cabo de tres días, no sin que desheredara antes a los Canterville y legase todo su
dinero a su farmacéutico en Londres.
Pero, a última hora, el terror que le inspiraban los gemelos le retuvo en su
habitación, y el duquesito durmió tranquilo en el gran lecho con dosel coronado de
plumas del dormitorio real, soñando con Virginia.

V

Virginia y su adorador de cabello rizado dieron, unos días después, un paseo a
caballo por los prados de Brockley, paseo en el que ella desgarró su vestido de
amazona al saltar un seto, de tal manera que, de vuelta a su casa, entró por la escalera
de detrás para que no la viesen.
Al pasar corriendo por delante de la puerta del salón de Tapices, que estaba abierta
de par en par, le pareció ver a alguien dentro.
Pensó que sería la doncella de su madre, que iba con frecuencia a trabajar a esa
habitación.
Asomó la cabeza para encargarle que le cosiese el vestido.
¡Pero, con gran sorpresa suya, quien allí estaba era el fantasma de Canterville en
persona!
Habíase acomodado ante la ventana, contemplando el oro llameante de los árboles
amarillentos que revoloteaban por el aire, las hojas enrojecidas que bailaban
locamente a lo largo de la gran avenida.
Tenía la cabeza apoyada en una mano, y toda su actitud revelaba el desaliento más
profundo.
Realmente presentaba un aspecto tan abrumado, tan abatido, que la pequeña
Virginia, en vez de ceder a su primer impulso, que fue echar a correr a encerrarse en
su cuarto, se sintió llena de compasión y tomó el partido de ir a consolarle.
Tenía la muchacha un paso tan ligero y él una melancolía tan honda, que no se dio
cuenta de su presencia hasta que le habló.
-Lo he sentido mucho por usted -dijo-, pero mis hermanos regresan mañana a Eton, y
entonces, si se porta usted bien nadie le atormentará.
-Es inconcebible pedirme que me porte bien -le respondió, contemplando
estupefacto a la jovencita que tenía la audacia de dirigirle la palabra-.
Perfectamente inconcebible. Es necesario que yo sacuda mis cadenas, que gruña por
los agujeros de las cerraduras y que corretee de noche. ¿Eso es lo que usted llama
portarse mal? No tengo otra razón de ser.
-Eso no es una razón de ser. En sus tiempos fue usted muy malo ¿sabe? Mistress
Umney nos dijo el día que llegamos que usted mató a su esposa.
-Sí, lo reconozco -respondió incautamente el fantasma-. Pero era un asunto de
familia y nadie tenía que meterse.
-Está muy mal matar a nadie -dijo Virginia, que a veces adoptaba un bonito gesto de
gravedad puritana, heredado quizás de algún antepasado venido de Nueva Inglaterra.
-¡Oh, no puedo sufrir la severidad barata de la moral abstracta! Mi mujer era feísima.
No almidonaba nunca lo bastante mis puños y no sabía nada de cocina.
Mire usted: un día había yo cazado un soberbio ciervo en los bosques de Hogsley, un
hermoso macho de dos años. ¡Pues no puede usted figurarse cómo me lo sirvió!
Pero, en fin, dejemos eso. Es asunto liquidado, y no encuentro nada bien que sus
hermanos me dejasen morir de hambre, aunque yo la matase.
-¡Que lo dejaran morir de hambre! ¡Oh señor fantasma...! Don Simón, quiero decir,
¿es que tiene usted hambre? Hay un "sandwich" en mi costurero. ¿Le gustaría?
-No, gracias, ahora ya no como; pero, de todos modos, lo encuentro amabilísimo por
su parte. ¡Es usted bastante más atenta que el resto de su horrible, arisca, ordinaria y
ladrona familia!
-¡Basta! -exclamó Virginia, dando con el pie en el suelo-. El arisco, el horrible y el
ordinario lo es usted. En cuanto a lo de ladrón, bien sabe usted que me ha robado mis
colores de la caja de pinturas para restaurar esa ridícula mancha de sangre en la
biblioteca. Empezó usted por coger todos mis rojos, incluso el bermellón,
imposibilitándome para pintar puestas de sol. Después agarró usted el verde
esmeralda y el amarillo cromo. Y, finalmente, sólo me queda el añil y el blanco. Así
es que ahora no puedo hacer más que claros de luna, que da grima ver, e
incomodísimos, además, de colorear. Y no le he acusado, aún estando fastidiada y a
pesar de que todas esa cosas son completamente ridículas. ¿Se ha visto alguna vez
sangre color verde esmeralda...?
-Vamos a ver -dijo el fantasma, con cierta dulzura-: ¿y qué iba yo a hacer? Es
dificilísimo en los tiempos actuales agenciarse sangre de verdad, y ya que su
hermano empezó con su quitamanchas incomparable, no veo por qué no iba yo a
emplear los colores de usted para resistir. En cuanto al tono, es cuestión de gusto.
Así, por ejemplo, los Canterville tienen sangre azul, la sangre más azul que existe en
Inglaterra... Aunque ya sé que ustedes los americanos no hacen el menor caso de esas
cosas.
-No sabe usted nada, y lo mejor que puede hacer es emigrar, y así se formará idea de
algo. Mi padre tendrá un verdadero gusto en proporcionarle un pasaje gratuito, y
aunque haya derechos de puertas elevadísimos sobre toda clase de cosas, no no le
pondrán dificultades en la Aduana. Y una vez en Nueva York, puede usted contar con
un gran éxito. Conozco infinidad de personas que darían cien mil dólares por tener
antepasados y que sacrificarían mayor cantidad aún por tener un fantasma de
«familia».
-Creo que no me divertiría mucho en América.
-Quizás se deba a que allí no tenemos ni ruinas ni curiosidades -dijo burlonamente
Virginia.
-¡Qué curiosidades ni qué ruinas! -contestó el fantasma-. Tienen ustedes su Marina y
sus modales.
-Buenas noches; voy a pedir a papá que conceda a los gemelos una semana más de
vacaciones.
-¡No se vaya, miss Virginia, se lo suplico! -exclamó el fantasma-. Estoy tan solo y
soy tan desgraciado, que no sé que hacer. Quisiera ir a acostarme y no puedo.
-Pues es inconcebible: no tiene usted más que meterse en la cama y apagar la luz.
Algunas veces es dificilísimo permanecer despierto, sobre todo en una iglesia, pero,
en cambio, dormir es muy sencillo. Ya ve usted: los gemelos saben dormir
admirablemente, y no son de los más listos.
-Hace trescientos años que no duermo -dijo el anciano tristemente, haciendo que
Virginia abriese mucho sus hermosos ojos azules, llenos de asombro-. Hace ya
trescientos años que no duermo, así es que me siento cansadísimo.
Virginia adoptó un grave continente, y sus finos labios se movieron como pétalos de
rosa.
Se acercó y arrodillándose al lado del fantasma, contempló su rostro envejecido y
arrugado.
-Pobrecito fantasma -profirió a media voz -, ¿y no hay ningún sitio donde pueda
usted dormir?
-Allá lejos, pasando el pinar -respondió él en voz baja y soñadora -, hay un
jardincito. La hierba crece en él alta y espesa; allí pueden verse las grandes estrellas
blancas de la cicuta, allí el ruiseñor canta toda la noche. Canta toda la noche, y la
luna de cristal helado deja caer su mirada y el tejo extiende sus brazos de gigante
sobre los durmientes.
Los ojos de Virginia se empañaron de lágrimas y sepultó la cara entre sus manos.
-Se refiere usted al jardín de la Muerte -murmuró -.
-¡Sí, de la muerte; ¡que debe ser hermosa! ¡Descansar en la blanda tierra oscura,
mientras las hierbas se balancean encima de nuestra cabeza, y escuchar el silencio!
No tener ni ayer ni mañana. Olvidarse del tiempo y de la vida; morar en paz. Usted
puede ayudarme; usted puede abrirme de par en par las puertas de la muerte, porque
el amor le acompaña a usted siempre, y el amor es más fuerte que la muerte.
Virginia tembló. Un estremecimiento helado recorrió todo su ser, y durante unos
instantes hubo un gran silencio.
Parecíale vivir un sueño terrible.
Entonces el fantasma habló de nuevo con una voz que resonaba como los suspiros
del viento:
-¿Ha leído usted alguna vez la antigua profecía que hay sobre las vidrieras de la
biblioteca?
-¡Oh, muchas veces! -exclamó la muchacha levantando los ojos -. La conozco muy
bien. Está pintada con unas curiosas letras doradas y se lee con dificultad. No tiene
más que éstos seis versos:
Cuando una joven rubia logre hacer brotar
una oración de los labios del pecador,
cuando el almendro estéril dé fruto
y una niña deje correr su llanto,
entonces, toda la casa recobrará la tranquilidad
y volverá la paz a Canterville.
Pero no sé lo que significan.
-Significan que tiene usted que llorar conmigo mis pecados, porque no tengo
lágrimas, y que tiene usted que rezar conmigo por mi alma, porque no tengo fe, y
entonces, si ha sido usted siempre dulce, buena y cariñosa, el ángel de la muerte se
apoderará de mí. Verá usted seres terribles en las tinieblas y voces funestas
murmurarán en sus oídos, pero no podrán hacerle ningún daño, porque contra la
pureza de una niña no pueden nada las potencias infernales.
Virginia no contestó, y el fantasma retorcíase las manos en la violencia de su
desesperación, sin dejar de mirar la rubia cabeza inclinada.
De pronto se irguió la joven, muy pálida, con un fulgor en los ojos.
-No tengo miedo -dijo con voz firme - y rogaré al ángel que se apiade de usted.
Levantóse el fantasma de su asiento lanzando un débil grito de alegría, cogió la
blonda cabeza entre sus manos, con una gentileza que recordaba los tiempos pasados,
y la besó.
Sus dedos estaban fríos como hielo y sus labios abrasaban como el fuego, pero
Virginia no flaqueó; después la hizo atravesar la estancia sombría. Sobre el tapiz, de
un verde apagado, estaban bordados unos pequeños cazadores.
Soplaban en sus cuerpos adornados de flecos y con sus lindas manos hacíanle gestos
de que retrocediese.
-Vuelve sobre tus pasos, Virginia. ¡Vete, vete! -gritaban.
Pero el fantasma le apretaba en aquel momento la mano con más fuerza, y ella cerró
los ojos para no verlos.
Horribles animales de colas de lagarto y de ojazos saltones parpadearon
maliciosamente en las esquinas de la chimenea, mientras le decían en voz baja:
-Ten cuidado, Virginia, ten cuidado. Podríamos no volver a verte.
Pero el fantasma apresuró el paso y Virginia no oyó nada.
Cuando llegaron al extremo de la estancia, el viejo se detuvo, murmurando unas
palabras que ella no comprendió. Volvió Virginia a abrir los ojos y voy disiparse el
muro lentamente, como una neblina, y abrirse ante ella una negra caverna.
Un áspero y helado viento les azotó, sintiendo la muchacha que la tiraban del
vestido.
-De prisa, de prisa -gritó el fantasma -, o será demasiado tarde.
Y en el mismo momento, el muro se cerró de nuevo detrás de ellos y el salón de
Tapices quedó desierto.

VI

Diez minutos después sonó la campana para el té y Virginia no bajó.
Mistress Otis envió a uno de los criados a buscarla.
No tardó en volver, diciendo que no había podido descubrir a miss Virginia por
ninguna parte.
Como la muchacha tenía la costumbre de ir todas las tardes al jardín a recoger flores
para la cena, mistress Otis no se inquietó lo más leve. Pero sonaron las seis y Virginia
no aparecía.
Entonces su madre se sintió seriamente intranquila y envió a sus hijos en su busca,
mientras ella y su marido recorrían todas las habitaciones de la casa.
A las seis y media volvieron los gemelos, diciendo que no habían encontrado huellas
de su hermana por parte alguna.
Entonces se conmovieron todos extraordinariamente, y nadie sabía qué hacer,
cuando míster Otis recordó de repente que pocos días antes habían permitido
acampar en el parque de una tribu de gitanos.
Así es que salió inmediatamente para Blackfell-Hollow, acompañado de su hijo
mayor y de dos de sus criados de la granja.
El duquesito de Cheshire, completamente loco de inquietud, rogó con insistencia a
míster Otis que lo dejase acompañarle, mas éste se negó temiendo algún jaleo.
Pero cuando llegó al sitio en cuestión vio que los gitanos se habían marchado.
Se dieron prisa a huir, sin duda alguna, pues el fuego ardía todavía y quedaban platos
sobre la hierba.
Después de mandar a Washington y a los dos hombres que registrasen los
alrededores, se apresuró a regresar y envió telegramas a todos los inspectores de
Policía del condado, rogándoles buscasen a una joven raptada por unos vagabundos o
gitanos.
Luego hizo que le trajeran su caballo, y después de insistir para que su mujer y sus
tres hijos se sentaran a la mesa, partió con un "groom" por el camino de Ascot.
Había recorrido apenas dos millas, cuando oyó un galope a su espalda.
Se volvió, viendo al duquesito que llegaba en su "poney", con la cara sofocada y la
cabeza descubierta.
-Lo siento muchísimo -le dijo el joven con voz entrecortada -, pero me es imposible
comer mientras Virginia no aparezca. Se lo ruego: no se enfade conmigo. Si nos
hubiera permitido casarnos el año último, no habría pasado esto nunca. No me
rechaza usted, ¿verdad? ¡No puedo ni quiero irme!
El ministro no pudo menos que dirigir una sonrisa a aquel mozo guapo y
atolondrado, conmovidísimo ante la abnegación que mostraba por Virginia.
Inclinándose sobre su caballo, le acarició los hombros bondadosamente, y le dijo:
-Pues bien, Cecil: ya que insiste usted en venir, no me queda más remedio que
admitirle en mi compañía; pero, eso sí, tengo que comprarle un sombrero en Ascot.
-¡Al diablo sombreros! ¡Lo que quiero es Virginia! -exclamó el duquesito, riendo.
Y acto seguido galoparon hasta la estación.
Una vez allí, míster Otis preguntó al jefe si no habían visto en el andén de salida a
una joven cuyas señas correspondiesen con las de Virginia, pero no averiguó nada
sobre ella.
No obstante lo cual, el jefe de la estación expidió telegramas a las estaciones del
trayecto, ascendentes y descendentes, y le prometió ejercer una vigilancia minuciosa.
En seguida, después de comprar un sombrero para el duquesito en una tienda de
novedades que se disponía a cerrar, míster Otis cabalgó hasta Bexley, pueblo situado
cuatro millas más allá, y que, según le dijeron, era muy frecuentado por los gitanos.
Hicieron levantarse al guarda rural, pero no pudieron conseguir ningún dato de él.
Así es que, después de atravesar la plaza, los dos jinetes tomaron otra vez el camino
de casa, llegando a Canterville a eso de las once, rendidos de cansancio y con el
corazón desgarrado por la inquietud.
Se encontraron allí con Washington y los gemelos, esperándolos a la puerta con
linternas, porque la avenida estaba muy oscura.
No se había descubierto la menor señal de Virginia. Los gitanos fueron alcanzados
en el prado de Brockley, pero no estaba la joven entre ellos.
Explicaron la prisa de su marcha, diciendo que habían equivocado el día en que
debía celebrarse la feria de Chorton y que el temor de llegar demasiado tarde les
obligó a darse prisa.
Además, parecieron desconsolados por la desaparición de Virginia, pues estaban
agradecidísimos a míster Otis por haberles permitido acampar en su parque.
Cuatro de ellos de quedaron detrás para tomar parte en las pesquisas.
Se hizo vaciar el estanque de las carpas. Registraron la finca en todos los sentidos
pero no consiguieron nada.
Era evidente que Virginia estaba perdida, al menos por aquella noche, y fue con un
aire de profundo abatimiento como entraron en casa míster Otis y los jóvenes,
seguidos del "groom", que llevaba de las bridas al caballo y al "poney".
En el "hall" encontráronse con el grupo de criados, llenos de terror.
La pobre mistress Otis estaba tumbada sobre un sofá de la biblioteca, casi loca de
espanto y de ansiedad, y la vieja ama de gobierno le humedecía la frente con agua de
colonia.
Fue una comida tristísima.
No se hablaba apenas, y hasta los mismos gemelos parecían despavoridos y
consternados, pues querían mucho a su hermana.
Cuando terminaron, míster Otis, a pesar de los ruegos del duquesito, mandó que todo
el mundo se acostase, ya que no podía hacer cosa alguna aquella noche; al día
siguiente telegrafiaría a Scotland Yard para que pusieran inmediatamente varios
detectives a su disposición.
Pero he aquí que en el preciso momento en que salían del comedor sonaron las doce
en reloj de la torre.
Apenas acababan de extinguirse las vibraciones de la última campanada, cuando
oyóse un crujido acompañado de un grito penetrante.
Un trueno formidable bamboleó la casa, una melodía, que no tenía nada de terrenal,
flotó en el aire. Un lienzo de la pared se despegó bruscamente en lo alto de la
escalera, y sobre el rellano, muy pálida, casi blanca, apareció Virginia, llevando en la
mano una cajita.
Inmediatamente se precipitaron todos hacia ella.
Mistress Otis la estrechó apasionadamente contra su corazón.
El duquesito casi la ahogó con la violencia de sus besos, y los gemelos ejecutaron
una danza de guerra salvaje alrededor del grupo.
-¡Ah...! ¡Hija mía! ¿Dónde te habías metido? -dijo míster Otis, bastante enfadado,
creyendo que les había querido dar una broma a todos ellos-. Cecil y yo hemos
registrado toda la comarca en busca tuya, y tu madre ha estado a punto de morirse de
espanto. No vuelvas a dar bromitas de ese género a nadie.
-¡Menos al fantasma, menos al fantasma! -gritaron los gemelos, continuando sus
cabriolas.
-Hija mía querida, gracias a Dios que te hemos encontrado; ya no nos volveremos a
separar -murmuraba mistress Otis, besando a la muchacha, toda trémula, y
acariciando sus cabellos de oro, que se desparramaban sobre sus hombros.
-Papá -dijo dulcemente Virginia-, estaba con el fantasma. Ha muerto ya. Es preciso
que vayáis a verle. Fue muy malo, pero se ha arrepentido sinceramente de todo lo que
había hecho, y antes de morir me ha dado esta caja de hermosas joyas.
Toda la familia la contempló muda y aterrada, pero ella tenía un aire muy solemne y
muy serio.
En seguida, dando media vuelta, les precedió a través del hueco de la pared y
bajaron a un corredor secreto.
Washington los seguía llevando una vela encendida, que cogió de la mesa. Por fin,
llegaron a una gran puerta de roble erizada de recios clavos.
Virginia la tocó, y entonces la puerta giró sobre sus goznes enormes y se hallaron en
una habitación estrecha y baja, con el techo abovedado, y que tenía una ventanita.
Junto a una gran argolla de hierro empotrada en el muro, con la cual estaba
encadenado, veíase un largo esqueleto, extendido cuan largo era sobre las losas.
Parecía estirar sus dedos descarnados, como intentando llegar a un plato y a un
cántaro, de forma antigua, colocados de tal forma que no pudiese alcanzarlos.
El cántaro había estado lleno de agua, indudablemente, pues tenía su interior
tapizado de moho verde.
Sobre el plato no quedaba más que un montón de polvo.
Virginia se arrodilló junto al esqueleto, y, uniendo sus manitas, se puso a rezar en
silencio, mientras la familia contemplaba con asombro la horrible tragedia cuyo
secreto acababa de ser revelado.
-¡Atiza! -exclamó de pronto uno de los gemelos, que había ido a mirar por la
ventanita, queriendo adivinar de qué lado del edificio caía aquella habitación-.
¡Atiza! El antiguo almendro, que estaba seco, ha florecido. Se ven admirablemente
las hojas a la luz de la luna.
-¡Dios le ha perdonado! -dijo gravemente Virginia, levantándose. Y un magnífico
resplandor parecía iluminar su rostro.
-¡Eres un ángel! -exclamó el duquesito, ciñéndole el cuello con sus brazos y
besándola.

VII

Cuatro días después de estos curiosos sucesos, a eso de las once de la noche, salía
un fúnebre cortejo de Canterville-House.
El carro iba arrastrado por ocho caballos negros, cada uno de los cuales llevaba
adornada la cabeza con un gran penacho de plumas de avestruz, que se balanceaban.
La caja, de plomo, iba cubierta con un rico paño de púrpura, sobre el cual estaban
bordadas en oro las armas de los Canterville.
A cada lado del carro y de los coches marchaban los criados llevando antorchas
encendidas.
Toda aquella comitiva tenía un aspecto grandioso e impresionante.
Lord Canterville presidía el duelo; había venido del país de Gales expresamente para
asistir al entierro, y ocupaba el primer coche, con la pequeña Virginia.
Después iban el ministro de los Estados Unidos y su esposa, y detrás, Washington y
los dos muchachos.
En el último coche iba mistress Umney. Todo el mundo convino en que, después de
haber sido atemorizada por el fantasma, por espacio de más de cincuenta años, tenía
realmente derecho de verle desaparecer para siempre.
Cavaron una profunda fosa en un rincón del cementerio, precisamente bajo el tejo
centenario, y dijo las últimas oraciones, del modo más patético, el reverendo Augusto
Dampier.
Luego, al bajar la caja a la fosa, Virginia se adelantó, colocando encima de ella una
gran cruz hecha con flores de almendro, blancas y rojas.
En aquel momento salió la luna de detrás de una nube e inundó el cementerio con
sus silenciosas oleadas de plata, y de un bosquecillo cercano se elevó el canto de un
ruiseñor.
Virginia recordó la descripción que le hizo el fantasma del jardín de la Muerte; sus
ojos se llenaron de lágrimas y apenas pronunció una palabra durante el regreso.
A la mañana siguiente, antes que lord Canterville partiese para la ciudad, mistress
Otis conferenció con él respecto de las joyas entregadas por el fantasma a Virginia.
Eran soberbias, magníficas.
Había, sobre todo, un collar de rubíes, en una antigua montura veneciana, que era un
espléndido trabajo del siglo XVI, y el conjunto representaba tal cantidad que míster
Otis sentía vivos escrúpulos en permitir a su hija que se quedase con ellas.
-Milord -dijo el ministro-, sé que en éste país se aplica la mano muerta lo mismo a
los objetos menudos que a las tierras, y es evidente, evidentísimo para mí, que estas
joyas deben quedar en poder de usted como legado de familia. Le ruego, por tanto,
que consienta en llevárselas a Londres, considerándolas simplemente como una parte
de su herencia que le fuera restituida en circunstancias extraordinarias. En cuanto a
mi hija, no es más que una chiquilla, y hasta hoy, me complace decirlo, siente poco
interés por estas futilezas de lujo superfluo. He sabido igualmente por mistress Otis,
cuya autoridad no es despreciable en cosas de arte, dicho sea de paso, pues ha tenido
la suerte de pasar varios inviernos en Boston, siendo muchacha, que esas piedras
preciosas tienen un gran valor monetario, y que si se pusieran en venta producirían
una bonita suma. En estas circunstancias, lord Canterville, reconocerá usted,
indudablemente, que no puedo permitir que queden en manos de ningún miembro de
la familia. Además de que todos esos "bibelots" y todos esos juguetes, por muy
apreciados y necesitados que sean a la dignidad de la aristocracia británica, estarían
fuera de lugar entre personas educadas según los severos principios, pudiera decirse,
de la sencillez republicana. Quizá me atrevería a asegurar que Virginia tiene gran
interés en que la deje usted la cajita que encierra esas joyas, en recuerdo de las
locuras y el infortunio del antepasado. Y como esa caja está muy vieja y, por
consiguiente, deterioradísima, quizá encuentre usted razonable acoger
favorablemente su petición. En cuanto a mí, confieso que me sorprende grandemente
ver a uno de mis hijos demostrar interés por una cosa de la Edad Media, y la única
explicación que le encuentro es que Virginia nació en un barrio de Londres, al poco
tiempo de regresar mistress Otis de una excursión a Atenas.
Lord Canterville escuchó imperturbable el discurso del digno ministro, atusándose
de cuando en cuando su bigote gris, para ocultar una sonrisa involuntaria.
Una vez que hubo terminado míster Otis, le estrechó cordialmente la mano, y
contestó:
-Mi querido amigo, su encantadora hijita ha prestado un servicio importantísimo a
mi desgraciado antecesor. Mi familia y yo la estamos reconocidísimos por su
maravilloso valor y por la sangre fría que ha demostrado. Las joyas le pertenecen, sin
duda alguna, y creo, a fe mía, que si tuviese yo la suficiente insensibilidad para
quitárselas, el viejo tunante saldría de su tumba al cabo de quince días para
infernarme la vida. En cuanto a que sean joyas de familia, no podrían serlo sino
después de estar especificadas como tales en un testamento, en forma legal, y la
existencia de estas joyas permaneció siempre ignorada. Le aseguro que son tan mías
como de su mayordomo. Cuando miss Virginia sea mayor, sospecho que le encantará
tener cosas tan lindas que llevar. Además, míster Otis, olvida usted que adquirió
usted el inmueble y el fantasma bajo inventario.
De modo que todo lo que pertenece al fantasma le pertenece a usted. A pesar de las
pruebas de actividad que ha dado sir Simón por el corredor, no por eso deja de estar
menos muerto, desde el punto de vista legal, y su compra le hace a usted dueño de lo
que le pertenecía a él.
Míster Otis se quedó muy preocupado ante la negativa de lord Canterville, y le rogó
que reflexionara nuevamente su decisión; pero el excelente par se mantuvo firme y
terminó por convencer al ministro de que aceptase el regalo del fantasma.
Cuando, en la primavera de 1890, la duquesita de Cheshire fue presentada por
primera vez en la recepción de la reina, con motivo de su casamiento, sus joyas
fueron motivo de general admiración. Porque Virginia fue agraciada con el tortil o
lambrequín de baronía, que se otorga como recompensa a todas las americanitas
juiciosas, y se casó con su novio en cuanto éste tuvo edad para ello.
Eran ambos tan agradables y se amaban de tal modo, que a todo el mundo le encantó
ese matrimonio, menos a la vieja marquesa de Dumbleton, que venía haciendo todo
lo posible por atrapar al duquesito y casarle con una de sus siete hijas.
Para conseguirlo dio lo menos tres grandes comidas costosísimas.
Cosa rara: míster Otis sentía una gran simpatía personal por el duquesito, pero
teóricamente era enemigo del «particularismo», y, según sus propias palabras, «era
de temer que, entre las influencias debilitantes de una aristocracia ávida de placer,
fueran olvidados por Virginia los verdaderos principios de la sencillez republicana».
Pero nadie hizo caso de sus observaciones, y cuando avanzó por la nave lateral de la
iglesia de San Jorge, en Hannover Square, llevando a su hija del brazo, no había
hombre más orgulloso en toda Inglaterra.
Después de la luna de miel, el duque y la duquesa regresaron a Canterville-Chase, y
al día siguiente de su llegada, por la tarde, fueron a dar una vuelta por el cementerio
solitario próximo al pinar.
Al principio le preocupó mucho lo relativo a la inscripción que debía grabarse sobre
la losa fúnebre de sir Simón, pero concluyeron por decidir que se pondrían
simplemente las iniciales del viejo gentilhombre y los versos escritos en la ventana de
la biblioteca.
La duquesa llevaba unas rosas magníficas, que desparramó sobre la tumba; después
de permanecer allí un rato, pasaron por las ruinas del claustro de la antigua abadía.
La duquesa se sentó sobre una columna caída, mientras su marido, recostado a sus
pies y fumando un cigarrillo, contemplaba sus lindos ojos.
De pronto tiró el cigarrillo y, tomándole una mano le dijo:
-Virginia, una mujer no debe tener secretos con su marido.
-Y no los tengo, querido Cecil.
-Sí los tienes -respondió sonriendo-. No me has dicho nunca lo que sucedió mientras
estuviste encerrada con el fantasma.
-Ni se lo he dicho a nadie -replicó gravemente Virginia.
-Ya lo sé; pero bien me lo podrías decir a mí.
-Cecil, te ruego que no me lo preguntes. No puedo realmente decírtelo. ¡Pobre sir
Simón! Le debo mucho. Sí; no te rías, Cecil; le debo mucho realmente. Me hizo ver
lo que es la vida, lo que significa la muerte y por qué el amor es más fuerte que la
muerte.
El duque se levantó para besar amorosamente a su mujer.
-Puedes guardar tu secreto mientras yo posea tu corazón -dijo a media voz.
-Siempre fue tuyo.
-Y se lo dirás algún día a nuestros hijos, ¿verdad?
Virginia se ruborizó.

FIN

OLIVER TWIST -- CHARLES DICKENS

Charles Dickens
OLIVER TWIST


CAPÍTULO UNO

LOS PRIMEROS AÑOS DE OLIVER TWIST

Una fría noche de invierno, en una pequeña ciudad de Inglaterra, unos transeúntes
hallaron a una joven y bella mujer tirada en la calle. Estaba muy enferma y pronto
daría a luz un bebé. Como no tenía dinero, la llevaron al hospicio, una institución
regentada por la junta parroquial de la ciudad que daba cobijo a los necesitados. AE
día siguiente nació su hijo y, poco después, murió ella sin que nadie supiera quién
era ni de dónde venía. Al niño lo llamaron Oliver Twist.
En aquel hospicio pasó Oliver los diez primeros meses de su vida. Transcurrido este
tiempo, la junta parroquial lo envió a otro centro situado fuera de la ciudad donde
vivían veinte o treinta huérfanos más. Los pobrecillos estaban sometidos a la
crueldad de la señora Mann, una mujer cuya avaricia la llevaba a apropiarse del
dinero que la parroquia destinaba a cada niño para su manutención. De modo, que
aquellas indefensas criaturas pasaban mucha hambre, y la mayoría enfermaba de
privación y frío.
El día de su noveno cumpleaños, Oliver se encontraba encerrado en la carbonera
con otros dos compañeros. Los tres habían sido castigados por haber cometido el
imperdonable pecado de decir que tenían hambre. El señor Blumble, celador de la
parroquia, se presentó de forma imprevista, hecho que sobresaltó a la señora Mann.
El hombre tenía por costumbre anunciar su visita con antelación, tiempo que la
señora Mann aprovechaba para limpiar la casa y asear a los niños, ocultando así las
malas condiciones en las que vivían los pobres muchachos.
-¡Dios mio! ¿Es usted, señor Bumble? -exclamó horrorizada la señora Mann.
Y, dirigién se en voz baja a la criada, ordenó:
-Susan, sube a esos tres mocosos de la carbonera y lávalos inmediatamente.
-Vengo a llevarme a Oliver Twist -dijo el celador-. Hoy cumple nueve años y ya es
mayor para permanecer aquí.
-Ahora mismo lo traigo -dijo la señora Mann saliendo de la habitación.
Oliver llegó ante el señor Bumble limpio y peinado; nadie hubiera dicho que era el
mismo muchacho que poco antes estaba cubierto de suciedad. Al poco rato, el
celador y el niño abandonaban juntos el miserable lugar
Oliver miró por última vez hacia atrás; a pesar de que allí nunca había recibido un
gesto cariñoso ni una palabra bondadosa, una fuerte congoja se apoderó de él.
“¿Cuándo volveré a ver a los únicos amigos que he tenido nunca?”, se preguntó. Y,
por primera vez en su vida, sintió el niño la sensación de su soledad.
Nada más llegar al nuevo hospicio, Oliver fue llevado ante la junta parroquial y allí,
el señor Limbkins, que era el director, se dirigió a él.
-¿Cómo te llamas, muchacho?
Oliver, asustado, no contestó; de repente, sintió un fuerte pescozón que le hizo
echarse a llorar, había sido el celador que se encontraba detrás de él.
-Este chico es tonto -dijo un señor de chaleco blanco.
-¡Chist! -ordenó el primero. Y, dirigiéndose a Oliver, dijo-: Hasta ahora, la
parroquia te ha criado y mantenido, ¿verdad? Bien, pues ya es hora de que hagas
algo útil. Estás aquí para aprender un oficio. ¿Entendido?
-Sí. Sí, señor-contestó Oliver entre sollozos.
En el hospicio, el hambre seguía atormentando a Oliver y a sus compañeros: sólo
les daban un cacillo de gachas al día, excepto los días de fiesta en que recibían,
además de las gachas, un trocito de pan. Al cabo de tres meses, los chicos
decidieron cometer la osadía de pedir más comida y, tras echarlo a suertes, le tocó a
Oliver hacerlo. Aquella noche, después de cenar, Oliver se levantó de la mesa, se
acercó al director y dijo:
-Por favor, señor, quiero un poco más.
-¿Qué? -preguntó el señor Limbkins muy enfadado.
-Por favor, señor, quiero un poco más -repitió el muchacho.
El chico fue encerrado durante una semana en un cuarto frío y oscuro; allí pasó los
días y las noches llorando amargamente. Sólo se le permitía salir para ser azotado
en el comedor delante de todos sus compañeros. El caso del “insolente muchacho”
fue llevado a la junta parroquial; ésta decidió poner un cartel en la puerta del
hospicio ofreciend c¡nco libras a quien aceptara hacerse cargo de Oliver.
El señor Gamfield era un hombre de rasgos groseros y gestos rudos, deshollinador
de profesión. Una mañana iba paseando por la calle, pensaba cómo podría pagar sus
deudas; al pasar frente al hospicio, sus ojos se clavaron en el cartel recién colocado.
-¡Sooo! -ordenó el señor Gamfield azotando a su burro.
El hombre del chaleco blanco estaba en la puerta, y al momento entendió que
Gamfield era el tipo de amo que le hacía falta a Oliver; de modo que fue a llamar al
señor Limb kins. Éste salió inmediatamente y, al ver el interés que manifestaba el
deshollinador por el muchacho, se frotó las manos y dijo con aire apesadumbrado:
-Usted quiere al chico para realizar un oficio peligroso; así que cinco libras nos
parece mucho dinero.
-Entonces, ¿cuánto me darán si me lo quedo? -preguntó Gamfield.
-Tres libras y diez chelines -contestó el director.
-No seas tonto -dijo el señor del chaleco blanco-, llévatelo. Es exactamente el
muchacho que necesitas. Unos cuant os palos le vendrán bien y no te preocupes por
su manutención: no está acostumbrado a llenar su estómago, ¡ja, ja, ja!
El trato quedó inmediatamente cerrado. A continuación, se ordenó al señor Bumble
que llevara aquella misma tarde a OI¡ver ante el juez para que aprobara y firmara el
contrato. El magistrado se encontraba en una estancia enorme sentado detrás de un
escitorio. Bumble colocó a Oliver frente a él y dijo:
-Éste es el muchacho, señoría.
El anciano se puso las gafas y sus ojos toparon con el rostro pálido y aterrorizado
de Oliver.
-¡Muchachito! -dijo el anciano-. ¿Por qué estás asustado?
Oliver, desconcertado por el tono suave y benévolo del juez, cayó de rodillas y,
juntando las manos, suplicó:
-¡Por favor, señor! Mándeme al cuarto oscuro... máteme de hambre si quiere...;
pero no me obligue a it con este hombre.
Tras unos instantes de silencio, el juez dijo en tono solemne:
-Me niego a firmar este contrato. Llévese al muchacho de nuevo al hospicio, y
trátelo bien. Creo que lo necesita.
A la mañana siguiente, el cartel en el que se ofrecían cinco libras a quien quisiera
llevarse a Oliver, estaba otra vez colocado en la puerta del hospicio. El primero en
interesarse por el negocio fue el señor Sowerberry, encargado de la funeraria
parroquial. Era un hombre escuálido que siempre vestía un traje negro y raído.
Después de revisar minuciosamente al muchacho, decidió quedárselo.
La junta parroquial decidió que Oliver se fuera con él aquella misma noche. Pero de
camino a casa de su nuevo amo, el chico no pudo reprimir las lágrimas.
-Eres el muchacho más desagradecido que he visto en mi vida -le dijo el señor
Bumble.
-No, no señor No soy desagradecido; pero es que me sien to tan solo -contestó
Oliver entre sollozos-. Por favor, señor, no se enfade conmigo.
Cuando llegaron a la funeraria del señor Sowerberry, Bumble ordenó a Oliver que
se secara las lágrimas.
-Aquí estoy con el muchacho.
-¡Dios mío! -exclamó la señora Sowerberry-. s muy pequeño.
-Sí, es bastante pequeño, pero no se preocupe, señora -dijo el señor Bumble-, ya
crecerá.
-¡Claro que crecerá! -contestó la mujer malhumorada-. ¿Y quién lo va a pagar?
Mantener a los niños de la parroquia cuesta más de lo que se obtiene de ellos.
¡Menudo ahorro!
Y dirigiéndose a Oliver añadió:
-¡Venga, talego de huesos.
La mujer del dueño de la funeraria abrió una pequeña puerta y empujó a Oliver por
una empinada escalera. Al final de ella, se encontraba la cocina, que era un sótano
de piedra húmeda y oscura. Allí sentada estaba una muchacha sucia y desastrada.
-Charlotte -ordenó la señora Sowerberry-, dale a este muchacho algunas de las
sobras que hemos apartado para Trip.
Los ojos de Oliver se iluminaron al ver llegar el cuenco de comida y se lanzó sobre
unos restos que hasta el perro habná desdeñado, Cuando hubo acabado de comer, la
señora Sowerberry llevó a Oliver hasta la tienda bajo cuyo mostrador había puesto
un viejo colchón.
-Dormirás aquí. Supongo que no te molestará estar entre ataúdes. Y si te molesta,
te aguantas. No hay otro sitio.
Solo ya en la funeraria, Oliver sintió un escalofrío, el hueco donde estaba el colchón
también parecía un sepulcro. Oliver lo miró y, por un momento, deseó que aquélla
fuera de verdad su tumba; así podría dormir eternamente y descansar en el camposanto,
con la hierba acariciando su cabeza.
CAPÍTULO DOS
EN LA FUNERARIA
Por la mañana, unas violentas patadas en la puerta de la tienda despertaron a
Oliver
-¡Abre de una vez! -gritó una voz detrás de la puerta.
-Ya voy, señor -contestó Oliver vistiéndose a toda prisa.
-Supongo que eres el mocoso del hospicio -siguió la voz-. ¿Cuántos años tienes?
-Tengo diez, señor
Oliver abrió la puerta con manos temblorosas, pero sólo vio a un muchacho de la
inclusa que estaba sentado en un mojón comiendo una rebanada de pan con
mantequilla.
-Perdone -dijo sliver-, ¿es usted el que ha llamado?
-Soy el que ha dado patadas -rectificó el muchacho-. Veo que no sabes con quién
estás hablando. Soy el señor Noah Claypole, y tú eres mi subordinado.
Diciendo esto, propinó a Oliver una patada, y entró en la tienda pavoneándose. Y
es que, Noah era un acogido de la inclusa, pero tenía padre y madre conocidos.
Llevaba años aguantando sin replicar los insultos de los muchachos del barrio, y
ahora que la fortuna había puesto en su camino a un huérfano sin nombre , pensaba
tomarse la revancha.
Llevaba Oliver casi un mes en la funeraria, cuando al señor Sowerberry se le
ocurrió una idea:
-Querida -le dijo a su mujer-, he pensado que Oliver sería perfecto para acompañar
los entierros de los niños. Con la edad aproximada del muerto, causará una gran
sensación.
A la mañana siguiente, el señor Bumble entró en la tienda.
Vengo a encargar un ataúd y un funeral para una pobre mujer de la parroquia.
Aquí tiene la dirección.
-Ahora mismo voy -contestó el de la funeraria-. Oliver, ponte la gorra y ven
conmigo.
Caminaron por calles sucias y miserables. Cuando llegaron a la casa indicada,
subieron hasta el primer piso y el señor Sowerberry llamó con los nudillos. Una
muchacha de unos trece años abrió la puerta y ambos entraron. Dentro de la casa, el
espectáculo era estremecedor: agachado frente a una chimenea sin lumbre, había un
hombre flaco y pálido; a su lado, una vieja sentada en un taburete; más allá, unos
niños harapientos mirando hacia el cadáver que yacía en el suelo cubierto con una
manta. Cuando el señor Sowerberry hizo intención de acercarse al cuerpo sin vida
para realizar su trabajo, el hombre flaco se levantó como una centella gritando:
-¡Que nadie se acerque a mi esposa!
No obstante, el encargado de la funeraria sacó de su bolsillo una cinta métrica y se
arrodilló junto al cuerpo sin vida.
-¡Ah! -gimió el hombre hincándose de rodillas junto a la difunta-. ¡La han matado
de hambre! Fui a mendigar para ella y me metieron en la cárcel.
Al día siguiente, se celebró el entierro. Cuando el señor Sowerberry y Oliver,
volvían a la funeraria, el hombre preguntó:
-Bueno, muchacho, ¿te gusta este oficio?
-La verdad es que no mucho, señor-contestó.
-Ya verás, todo es cuestión de acostumbrarse.
Transcurrido el mes de prueba, Oliver pasó a ser aprendiz oficialmente. A Noah le
corroía la envidia de ver ascendido al pequeño Oliver y desde entonces, se propuso
hacerle la vida imposible. Cierto día en que ambos se encontraban en la cocina, el
jovenzuelo empezó a tirarle del pelo y, al no conseguir sacarle una sola lágrima,
recurrió al insulto.
-Hospiciano -dijo Noah-, ¿y tu madre?
-Murió -contestó Oliver un poco crispado-. Preferiná que no hablaras de ella
delante. de mí.
-¿De qué murió?
-De pena -respondió Oliver con los ojos cargados de lágrimas-. No me hables más
de ella, será mejor para ti.
-¿Mejor para m? Seguro que tu madre era una cualquiera.
Rojo de furia, Oliver agarró a Noah por el cuello, lo zarandeó violentamente y le
asestó un puñetazo con tanta fuerza que lo derribó al suelo.
-¡Charlotte! ¡Ama! -se puso a gritar Noah-. ¡El nuevo me está matando! ¡Socorro!
Las dos mujeres acudieron inmediatamente a la cocina. Entre los tres propinaron a
Oliver una buena paliza: Noah lo inmmovilizó, la criada lo golpeó y el ama le arañó la
cara. Luego lo encerraron en el sotanillo de la basura.
-Noah -ordenó la señora Sowerberry-, corre a buscar al señor Bumble y dile que
venga de inmediato.
Obedeciendo las órdenes de su ama, Noah echó a correr y no paró hasta llegar a la
puerta del hospicio.
-¡Señor Bumble! ¡De prisa, venga a la tienda! Oliver Twist se ha vuelto loco.
Intentó matarme, y luego intentó matar a Charlotte y también a la señora
Sowerberry.
-Me ocuparé de ello -dijo el señor Bumble.
Cuando él y Noah llegaron a la funeraria, Oliv er seguía dando patadas a la puerta
del sotanillo.
-¡Oliver! -llamó el celador en voz baja.
-¡Sáquenme de aquiil -gritó Oliver.
-Soy el señor Bumble. ¿Es que no tiemblas al oír mi voz?
-No -respondió Oliver valientemente.
-Debe haberse vuelto loco -intervino la señora Sowerberry-. Ningún muchacho en
su sano juicio se atrevená a contestarle de ese modo.
-No es locura, señora-dijo el celador-, es comida.
-¿Cómo? -exclamó la señora Sowerberry.
-Comida, señora, comida. Usted le ha dado demasiado de comer, y ahora tiene
fuerza y energía.
-Esto me pasa por ser tan generosa -dijo hipócritamente.
Cuando llegó el señor Sowerberry, le contaron lo ocurrido con tantas
exageraciones, que el hombre, indignado, abrió la puerta del sotanillo y sacó a
rastras a su rebelde aprendiz aga rrándole por el cuello de la camisa. Oliver tenía las
ropas desgarradas, el pelo revuelto y la cara amoratada y arañada. Pero, a pesar de
todo, seguía mostrando indignación en su rostro, y miró valientemente a Noah.
-Dijo cosas de mi madre -explicó Oliver a su amo.
-¿Y qué, si lo que dijo es cierto? -repuso la señora Sowerberry.
-No lo es -contestó Oliver rabioso.
-Sí, sí lo es.
El niño pasó todo el día arrinconado, sin más comida que una rebanada de pan. Al
llegar la noche, lo mandaron subir a su cama; entonces Oliver rompió a llorar
Cuando se calmó, envolvió lo poco que poseía en un pañuelo y se sentó a espe rar el
amanecer
Con los primeros rayos de sol, escapó calle arriba. Pasó por delante del hospicio y
vio a uno de sus antiguos compañero s trabajando en el jardín.
-¡Hola, Dick! -susurró Oliver-. ¿Hay alguien levantado?
-Sólo yo -contestó el niño.
-No digas que me has visto. Me he escapado porque me odian y me maltratan. ¡Y
tú qué pálido estás, amigo!
-He oído decir al médico que me voy a morir, Oliver -dijo el niño con una leve
sonrisa-. Estoy muy contento de verte, pero no te entretengas. ¡Vete ya!
-Quería decirte adiós, Dick. ¡Deseo que seas feliz!
-Cuando muera, lo seré. Dame un beso -pidió el niño trepando sobre la puerta y
echando a Oliver los brazos alrededor del cuello-. ¡Que Dios te bendiga!
CAPÍTULO TRES
FAGIN Y COMPAÑÍA
Oliver decidió ir Londres, aunque la gran ciudad se encontraba a más de setenta
millas. Anduvo una semana sin comer apenas, al cabo de la cual, llegó al pequeño
pueblo de Barnet, cubierto de polvo y con los pies ensangrentados. Agotado, se
sentó a descansar en un portal, y allí permaneció inmó vil y silencioso. De pronto se
fijó en muchacho de su misma edad, sucio y desaseado, que no paraba de mirarle
desde el otro lado de la calle. El desconocido, con las manos metidas en los bolsillos
de su pantalón, cruzó y, plantándose delante de Oliver, le dijo:
-¿Qué haces aquí, coleguilla? ¿Tienes problemas?
-Tengo hambre y estoy muy cansado -contestó Oliver sin poder contener el llanto-.
Llevo siete días andando.
-¡Siete días o pata! -exclamó el jovencito-. ¡Madre mía! Tú lo que necesitas es una
buena jola. Yo también ando pelao pero algo conseguiré.
El muchacho compró jamón y pan en una tienducha y Oliver hizo una larga y
abundante comida.
-Me llamo Jack Dawkins, pero todos me llaman et P¡llastre. Seguro que vas a
Londres, ¿a que sí?
-Eso pretendo -contestó Oliver-, pero no tengo dinero, ni sé dónde me podré
alojar.
-No te comas el coco con eso, sé dónde te darán alojamiento gratis. Si te parece,
haremos el resto del camino juntos.
-¡Sería estupendo! -exclamó Oliver sorprendido-. Llevo sin dormir bajo techo desde
que salí de la casa de mi amo.
Jack y Oliver llegaron a Londres avanzada la noche. Camina ron por calles sucias y
miserables hasta una casa donde el P¡llastre entró con decisión..
-¿Quién es? -gritó una voz desde el interior.
Jack dijo algo parecido a una contraseña. En ese momento, la cabeza de un
hombre asomó por la barandilla.
-Vengo con un nuevo compinche -anunció.
-¡Sube, anda! Dime, ¿de dónde lo has sacado?
-De la inopia -contestó Jack mientras subían la escalera.
Los dos entraron en una habitación de paredes negras y sucias donde un viejo
judío de aspecto repugnante estaba friendo salchichas. Alrededor de la mesa estaban
sentados varios muchachos que tendrían más o menos la edad del P¡llastre. Todos
fumaban en pipa y bebían cerveza,
-Este es Fagin -dijo Jack Dawkins señalando al anciano-; y éste, mi amigo Oliver
Twist.
-Espero que seamos amigos -dijo el hombre estrechándole la mano-. Siéntate a
cenar con nosotros.
Oliver no salió de aquella habitación durante varios días. Observaba lo que sucedía
a su alrededor con gran extrañeza y, por más que lo intentaba, no lograba
comprender cómo se ganaban la vida aquellos chicos; por qué salían por la mañana
y regresaban por la noche con carteras, pañuelos de seda o joyas que entregaban a
su protector. Tampoco entendía por qué Fagin los mandaba a la cama sin cenar
cuando volvían a casa con las manos vacías. Ni se podía explicar el motivo por el
cual vivía en aquel antro sucio y desolado un hombre tan rico.
Un día, el señor Fagin reunió al P¡llastre, a uno de los chicos llamado Charley Bates
y a Oliver, y les dijo:
-Este jovencito saldrá hoy a trabajar con vosotros. Es hora de que vaya
aprendiendo el oficio.
Iban los tres caminando por la calle cuando, de pronto, el P¡llastre se paró en seco
y dijo en voz baja:
-¿Veis al viejo que está en el puesto de libros? ¡A por él!
Oliver observó horrorizado cómo sus compañeros se colocaban detrás del
respetable anciano; luego, el P¡llastre le metía la mano en el bolsillo y le robaba un
pañuelo, para desaparecer finalmente, en un abrir y cerrar de ojos. Fue entonces
cuando Oliver entendió que había estado viviendo con una pandilla de ladrones. El
terror y la confusión se apoderaron de él y no supo hacer otra cosa que echar a
correr. La mala suerte quiso que, en aquel momento, el anciano se diera cuenta del
hurto y, al ver a Oliver corriendo, lo tomó por el ratero. Así es que salió en su
persecución gritando: “¡Al ladrón! ¡Al ladrón!” Pronto, decenas de personas
empezaron a perseguirlo y, aunque OI¡ver corrió y corrió, finalmente lograron
alcanzarlo.
-¿Es éste el muchacho? -preguntaron al caballero.
-Sí, me temo que sí -contestó el anciano.
En aquel momento, llegó un agente y agarró a Oliver por e¡ cuello de la camisa.
-¡No he sido yo! ¡Se lo prometo! -dijo Oliver juntando las manos en tono
suplicante.
-¡Levántate de una vez, demonio! -ordenó el agente.
Oliver se incorporó a duras penas a inmediatamente se vio arrastrado por el
policía.
-Aquí traigo a un joven cazapañuelos -dijo el agente al entrar a la comisaría.
-Señores -dijo el caballero víctima del robo-, no estoy seguro de que este
muchacho haya sido el ladrón. Yo prefiriría dejar este asunto...
Sin hacer caso de sus argumentos, el anciano fue conducido a una sala donde se
encontraba el juez Fang. Tenía aspecto de hombre autoritario y estaba sentado
detrás de una mesa situada sobre un estrado. Al lado de la puerta, había una jaula
de madera y, en ella, estaba encerrado Oliver.
-¿Quién es usted? -preguntó el señor Fang.
-Mi nombre es Brownlow, señor -contestó el anciano-. Y antes de prestarjuramento
roganá a su señoná que me permitiera decir algo...
-¡Cállese! -ordenó bruscamente el juez.
-¿Cómo? -preguntó el señor Brownlow rojo de ira. Pero comprendió que se tenía
que dominar para no perjudicar al pobre Oliver Cuando llegó su turno, expuso su
caso y concluyó diciendo:
-Ruego a su señoría que traten a este muchacho con indulgencia. Me temo que se
encuentra muy mal.
-¿Cómo te llamas, pequeño ratero? -preguntó el juez Fang.
Oliver se sentía incapaz de responder porque todo le daba vueltas y más vueltas.
Entonces, Fang se dirigió a un anciano que estaba de pie junto al estrado y
preguntó:
-Oficial, ¿cómo se llama este pilluelo?
Éste, al ver que iba a ser imposible sacarle una palabra al muchacho, improvisó un
nombre:
-Se llama Tom White.
En aquel punto del interrogatorio, Oliver, con un hilo de voz, suplicó que le dieran
un poco de agua.
-¡Cuidado, se va a caer! -gritó el señor Brownlow al ver a Olivertambalearse. Al
instante, Oliver cayó al suelo.
-Ya se levantará cuando se canse -dijo el juez-. Queda condenado a tres meses de
trabajos forzados. ¡Despejen la sala!
De repente, un anciano, de digna aunque pobre apariencia, irrumpió en la sala y
avanzó hasta el estrado.
-¡No se lleven al muchacho! -gritó-. Yo soy el dueño del puesto de libros donde
sucedió el robo. Lo vi todo y juro que él no es el ladrón.
El juez miró con cara de desconfianza a todos los que se encontraban en la sala y
dijo con indiferencia:
-El muchacho queda absuelto.
El señor Brownlow, ayudado por el librero, montó a OI¡ver en su coche y lo llevó a
su casa; allí, por primera vez, el muchaco fue cuidado con cariño y bondad.
CAPÍTULO CUATRO
EN LA CASA DEL SEÑOR BROWNLOW
Mientras Oliver era llevado a casa del señor Brownlow, el Pillastre y Charley Bates
regresaban a casa de Fagin.
-¿Dónde está Oliver? -preguntó el hombre.
Como no recibió respuesta, cogió al P¡llastre por el cuello de la camisa y,
zarandeándolo, gritó:
-¡Habla o te ahorco!
-La pasmo lo ha trincao -contestó el P¡llastre asustado.
En aquel momento, entró gruñendo un hombre corpulento, mal vestido y de sucia
apariencia, llamado Bill Sikes.
-¿Qué mosca te ha picado? -gritó dirigiéndose a Fagin-. ¿Qué es eso de maltratar a
los muchachos, bellaco avaricioso?
Los chicos le contaron el relato de la captura de Oliver Entonces, Sikes dijo con aire
preocupado:
-Alguien debería averiguar lo que ha pasado en esa comi saría.
Entre todos decidieron encargarle la misión a Nancy, una de las muchachas que
vivía también bajo la “protección” de Fagin.
Nancy salió de la casa y, al rato, regresó diciendo:
-Se lo ha llevado un viejales a su queli de Petonville.
-Hay que encontrarlo como sea -dijo Fagin preocupado.
Mientras tanto, en otra zona de la ciudad, Oliver se reponía al cuidado de una
viejecita maternal y muy dulce, la señora Bedwin, que era el ama de llaves del señor
Brownlow. A los tres días, Oliver, aunque seguía muy débil, pudo levantarse de la
cama y pasar un rato en un sillón junto al fuego. Fue entonces cuando los ojos del
chico se clavaron en un retrato que estaba colgado en la pared.
-¡Qué cara más bonita y más dulce tiene esa señora! -exclamó el muchacho!-.
¿Quién es?
-No lo sé, querido -contestó la viejecita-. Nadie que tú y yo conozcamos.
-¡Es tan hermosa! Parece que me está mirando. Al mirarla, siento cómo mi corazón
palpita más rápido.
-¡Dios mío! No hables así, querido. Deja que le dé la vuelta al sillón para que no la
veas. No te conviene nada alterarte en tu estado.
En aquel momento, entró el señor Brownlow.
-¡Pobre muchachito! -dijo mirando a Oliver con ternura-. ¿Cómo te encuentras
hoy?
-Muy feliz, señor -contestó Oliver-. Nunca nadie me había tratado tan bien. Le
estoy de veras muy agradecido, señor
-¡Buen chico, Tom!
-No me llamo Tom, señor, me llamo Oliver, Oliver Twist.
-¿Por qué dijiste entonces que te llamabas Tom White?
-Yo nunca dije tal cosa, señor-contestó Oliver perplejo.
-Bueno, habrá sido algún error... ¡Dios mío! ¡Mire eso, señora Bedwin! -exclamó
muy agitado el señor Brownlow señalando el retrato y luego, la cara del muchacho.
Y es que, el parecido entre la señora del retrato y Oliver era impresionante. Pero
Oliver no llegó a saber la causa de aquella súbita exclamación porque, segundos
antes, se había desmayado.
A la mañana siguiente, el muchacho se despertó, restablecido de su
desvanecimiento. Después de desayunar, se sentó de nuevo en el sillón y vio,
decepcionado, que se habían llevado el cuadro.
-¿Dónde está el retrato? -preguntó a la señora Bedwin.
-El señor Brownlow se lo llevó para que no te alteraras, Pero te prometo que en
cuanto te pongas bien lo volveremos a colgar
Los días de su recuperación fueron para Oliver los más felices de su vida. Se
encontraba rodeado de atenciones, dulzura y buenas palabras. Aquella casa le
parecía el paraíso. Una tarde, el señor Brownlow lo llamó a su despacho.
-Acércate a la mesa y siéntate -pidió el caballero-. Quiero que prestes mucha
atención a lo que te voy a decir
-¡Por favor, señor Brownlow! -exclamó horrorizado Oliver-. No me diga que me va
a echar de su casa. Le suplico que no me envíe de nuevo a vagabundear por las
calles. Déjeme ser su criado.
-¡Querido chiquillo! -dijo el señor Brownlow enternec ido por el pánico que advertía
en el muchacho-. No te vamos a abandonar; sólo quiero que me cuentes la
verdadera historia de tu vida; te aseguro que no te faltará mi amistad.
Cuando el chico estaba a punto de empezar su relato, llegó el señor Grimwig, un
viejo amigo del señor Brownlow. Era un anciano de gestos duros pero de corazón
muy noble.
-¿Quién es este jovencito? -preguntó mirando a Oliver
-Es Oliver Twist, el muchacho del que estuvimos hablando -contestó el señor
Brownlow-. Es muy guapo, ¿no te parece?
-¿Qué sabes tú de él? ¿De dónde ha salido? ¿Quién es?
El señor Grimwig estaba dispuesto a admitir que la aparien cia y las maneras de
Oliver eran enormemente atractivas, pero a él le gustaba llevar la contraria, y había
decidido desde un principio no dar la razón a su amigo.
La fortuna quiso que la señora Bedwin apareciera en aquel momento. Traía un
paquetito de libros encargados por el señor Brownlow al librero que había salvado a
Oliver de tres meses de trabajos forzados.
-¡Llame al chico que ha traído los libros! -ordenó el señor Brownlow-. Hay que
pagarle éstos y devolverle los que nos dejó la semana pasada.
-¡Oh! Ya se ha marchado --contestó la señora Bedwin.
-Si usted quiere -intervino Oliver-, se los puedo llevar yo mismo. Iré corriendo,
señor Me gustaría mucho ser útil.
-Está bien, amiguito. Tienes que devolverle estos libros -contestó el señor
Brownlow tendiéndole un paquete- y pagarle las cuatro libras y diez chelines que le
debo. Aquí tienes cinco libras.
-Confíe en mí. No tardaré ni diez minutos, se lo prometo.
Mientras tanto, en un tugurio llamado Los Tres Patacones, que estaba en la zona
más sucia de la ciudad, Fagin entregaba a Bill Sikes un puñado de monedas
envuettas en un viejo pañuelo.
-Esto es más de lo que te debo -le dijo-, pero sé que me devolverás el favor en
otra ocasión...
-Corto el rollo -replicó el ladrón- y llama al camarero.
Fagin obedeció la orden de Sikes, a inmediatamente apareció el tabernero, un judío
llamado Barney, más joven que Fagin pero con un aspecto igual de repugnante y
ruin. Sikes se limitó a señalar su jarra vacía, y el joven la llenó de inmediato. Al poco
rato, Nancy llegó a la taberna, se sentó con los dos hombres y los tres bebieron unos
tragos. Después, Nancy salió a la calle acompañada de Sikes.
Muy cerca de allí, Oliver caminaba sin imaginar que se encontraba a dos pasos de
toda aquella gente. De pronto, a pocos metros, escuchó unos gritos que lo
sobresaltaron:
-¡Ay, hermanito mío! ¡Por fin te encuentro!
Inmediatamente dos brazos lo agarraron por el cuello.
-¿Qué ocurre? -preguntó Oliver-. ¿Por qué me detienen?
-¡Bendito sea Dios! -siguió diciendo la joven entre lágrimas-. ¿Dónde te habías
metido, granuja?
-No sé quién es usted. Yo no tengo hermanas, ni padre, ni madre -gritaba Oliver
debatiéndose torpemente.
Entonces, reconoció a Nancy, y vio cómo Sikes intervenía en su secuestro.
-¡Socorro! ¡Ayúdenme! -gritaba Oliver haciendo grandes esfuerzos por soltarse de
las poderosas garras de aquel hombre.
-¡Yo sí que te voy a ayudar! -dijo Sikes-. ¿Qué son estos libros? ¡Dámelos!
-ordenó, arrancándoselos y pegándole un fuerte golpe en la cabeza.
Débil por la reciente enfermedad y atontado por los golpes, Oliver comprendió que
era inútil resistirse, y un momento después se vio arrastrado por un laberinto de
callejuelas estrechas y oscuras.
CAPÍTULO CINCO
DE NUEVO ENTRE LADRONES
Media hora después, Oliver y los dos delincuentes entra- - ron en una casa en
ruinas. El P¡llastre los recibió con una vela de sebo en la mano y los condujo hasta
un cuarto bajo que olía a tierra, donde se encontraban Charley Bates y Fagin.
-¡Buenas noches, amiguito -dijo éste a Oliver, haciendo una serie de reverencias a
modo de burla.
-¡Caramba! -exclamó el P¡llastre sacando del bolsillo de OI¡ver el billete de cinco
libras-. ¡Si hasta trae pasta a casa!
-Eso es mío -dijo Fagin cogiendo el dinero.
-¡Que te lo has creído! -contestó Bill Sikes arrancándole el billete de las manos.
-Ese dinero es del anciano que me cuidó -se atrevió a decir Oliver retorciéndose las
manos con nerviosismo -. Déjenme aquí encerrado toda la vida si quieren, pero, por
favor, devuélvanle el dinero y los libros. No me gustaría que pensara que yo se los
he robado.
-Eso es exactamente lo que va a pensar todo el mundo -dijo el anciano judío.
Al oír aquellas palabras, Oliver se puso de pie de un salto, miró como enloquecido a
derecha a izquierda, y salió disparado de la habitación lanzando gritos de socorro. Al
instante, el perro de Sikes, llamado Certero, echó a correr detrás de Oliver
-¡Sujeta a ese perro, B¡ll! -gritó Nancy, cerrando el paso a Sikes y al chucho-. ¡Va
a despedazar al muchacho!
-Le estaría bien empleado -contestó él-. ¡Quítate de en medio, maldita, si no
quieres que te rompa el cráneo!
-Pues tendrás que matarme si quieres que tu perro acabe con el muchacho.
El ladrón mandó de un empujón a Nancy al otro lado de la habitación, justo cuando
el judío y los dos muchachos volvían arrastrando a Oliver
-De modo que quenías escaparte, ¿eh? -dijo el judío agarrando un garrote de la
chimenea-. Si no me equivoco, hasta llamabas a la policía, ¿no es cierto?
Y en ese momento, le asestó un garrotazo en la espalda que hizo desplomarse a
Oliver Nancy arrancó al judío el garrote de la mano cuando estaba a punto de lanzar
el segundo golpe.
-Ya tenéis al chico. ¿Qué más queré is? -gritó la joven-. ¡Ojalá que me hubiera
caído muerta esta noche antes de traerlo de nuevo aquil A partir de ahora, el pobre
está condenado a ser un ladrón y un mentiroso. ¿No te basta, Fagin? Yo he robado
para ti cuando no era la mitad de pequeña que Oliver y llevo doce años a tus
órdenes. Tú me arrojaste a las calles frías y miserables, y tú me vas a mantener en
ellas día y noche hasta que me muera. Esto mismo es lo que le espera al chico. ¿No
tienes bastante?
La muchacha, en un arrebato de cólera, se lanzó contra el judío. Sikes la agarró las
muñecas y ella, agotada por la tensión, se desmayó.
-Es lo malo de tener que tratar con mujeres -dijo Fagin-. En fin, Charley, enséñale
a Oliver su cama.
Charley Bates condujo a Oliver a una cocina contigua, le quitó la ropa nueva y se la
cambió por unos viejos harapos. Al rato, Oliver se quedó dormido, terriblemente
triste, no tanto por verse otra vez atrapado entre indeseables, como por la idea que
el señor Brownlow se estaría forjando de él.
Oliver no podía imaginar siquiera lo que estaba sucediendo en casa de su
protector. El señor Bumble había tenido que venir a la capital para arreglar unos
asuntos de la parroquia y el destino había querido que, al abrir un periódico, sus ojos
toparan con el siguiente anuncio:
“CINCO GUINEAS DE RECOMPENSA.”
“Se ofrecen cinco guineas a quien ofrezca noticias
acerca de Oliver Twist, en paradero desconocido desde
el pasado jueves, así como a quienquiera que facilite
datos sobre su pasado, por el que el anunciante siente
gran interés.”
El señor Bumble, movido por posibilidad de ganarse las cinco guineas, se presentó
en casa del señor Brownlow.
-¿Qué sabe usted de él? -le preguntó sin más introducción el anciano caballero.
-No sé qué interés tiene usted en ese muchacho, pero sí le quiero advertir que
tenga cuidado con él. Ese chico nació en el hospicio de la parroquia del que yo soy
celador; es hijo de unos padres ruines y despreciables, como se puede usted figurar
Durante los años que pasó con nosotros, no tuvo ni un gesto de agradecimiento, y
sólo demostró maldad y falsedad. Más tarde se le dio la oportunidad de aprender un
oficio en una casa de pompas fúnebres, pero no se le ocurrió nada mejor que atacar
violentamente a toda la familia que amablemente le había acogido. Tras lo cual,
desapareció sin más ni más, y no hemos vuelto a tener noticias suyas.
-Me temo que lo que dice es verdad -dijo apesadumbrado el señor Brownlow.
Cuando el señor Bumble se hubo marchado con su recompensa en el bolsillo, el
señor Brownlow llamó a la señora Bedwin y le contó todo lo que le había dicho el
celador
-No puede ser -dijo la viejecita-, nunca lo creeré. Yo sé mucho de niños, y le puedo
asegurar que Oliver Twist es un muchacho agradecido y cariñoso.
-No vuelva a pronunciar nunca más su nombre delante de mí, ¿me oye? No quiero
volver a saber de él.
Hubo muchos corazones tristes aquella noche, y entre ellos el de Oliver que, en la
otra punta de la ciudad, dormía en su miserable cuartucho. Allí permaneció
encerrado durante una semana, al cabo de la cual Fagin le permitió salir y hablar con
los demás muchachos.
A ti te han criado mal, colega -le dijo un día el Pillastre-. Deja que lo eduque Fagin.
Lo quieras o no, terminarás siendo ladrón.
-¡Muy cierto! -lijo el judío, que entraba en aquel preciso momento. Iba
acompañado de Nancy y de un muchacho de unos dieciocho años llamado Tom
Chitling, recién salido de la cárcel y al que Oliver no había visto nunca.
Los siguientes días, los ocuparon todos los miembros de la banda en aleccionar a
Oliver, dándole instrucciones sobre su futuro trabajo a intentando que se
familiarizara con su nueva condición. Una noche estaban reunidos Nancy, Fagin y Bill
Sikes en casa de éste, discutiendo de negocios.
-¿Qué pasa con esa queli de Chertsey? -dijo el anciano judio-. ¿Cuándo será el
robo? Una vajilla como la que hay en esa casa no se encuentra todos los días.
-Toby Crackit lleva quince días intentando camelar al mayordomo y a la criada
-respondió Sikes-, pero no hay nada que hacer, no se quieren pringar O sea, que
desde dentro es imposible. Pero podríamos hacerlo desde fuera...
-¡Trato hecho! -concluyó él judío.
-Pero necesitamos un muchacho que sea pequeño.
-¿Qué te parece Oliver Twist? -propuso Fagin.
-¿Ése? -preguntó Sikes sorprendido.
-Acéptalo, Bill -intervino Nancy-. Para abrir una puerta no necesitas a un experto, y
ese muchacho es de fiar.
-Está bien. Pero como haga algo chungo durante el robo, no volverás a verlo vivo.
¿Entendido?
-No te preocupes, Bill: en cuanto consigamos convencerlo de que es un ladrón,
será nuestro. ¡Nuestro para siempre!
En aquella reunión, decidieron que el robo se haría dos días más tarde.
CAPÍTULO SEIS
EL ROBO
Cuando Oliver se despertó a la mañana siguiente, vio, sorprendido, que sus viejos
zapatos habían desaparecido y que, en su lugar, se encontraban otros nuevos y
lustrosos. No tardó mucho en entender tal cambio.
-Esta noche irás a casa de Sikes -le dijo Fagin.
No le dio ninguna explicación más y Olivertampoco se atrevió a hacer preguntas.
Pero antes de marcharse dejando de nuevo a Oliver solo en la casa, el ladrón le dijo:
-Ahí tienes un libro para que lo leas mientras vienen a buscarte.
Oliver cogió el libro; en él se contaban las vidas de grandes malhechores; eran
relatos de espantosos crímenes que helaban la sangre, de asesinatos secretos y
cadáveres escondidos. En un ataque de pavor, arrojó el libro lejos de él, se hincó de
rodillas y empezó a rezar
-¡Oh, Dios mío! ¡Líbrame de ser autor o víctima de crímenes tan espantosos!
Estaba todavía en aquella postura, con la cabeza hundida entre las manos, cuando
se sobresaltó al oír un leve ruido.
-Tranquilo, Oli, soy yo, Nancy -dijo la muchacha con un susurro.
-¿Qué te pasa, Nancy? Estás muy pálida.
-¡Esta habitación es tan húmeda! -disimuló la muchacha, abrigándose con su
manto-. Vamos. Te tengo que llevar a casa de B¡ll.
Sin decir una palabra, Oliver se cogió de su mano y, tras un breve pero profundo
silencio, Nancy respiró hondo y dijo:
-Mina, Oliver, he intentado hacer algo por ti, pero ha sido en vano. Ahora no es el
momento de escapar Te libré una vez de ser maltratado, y lo volveré a hacer pero
esta vez debes portarte bien. Si no, sólo conseguirás perjudicarte a ti mismo, y
también a mí.
Luego, enseñándole unos cardenales que tenía en el cuello y en los brazos, añadió
en voz muy baja:
-¡Mira, Oliver! Todo esto lo he pasado por ti. Si pudiera ayudarte, lo haría, pero no
tengo los medios.
Nancy apretó con fuerza la mano de Oliver y salieron jun tos. Se subieron a un
coche de alquiler y pronto llegaron a casa de Sikes.
-¡Buenas noches! -saludó Sikes, que había salido a recibirles con una vela en la
mano.
Una vez dentro de la casa, el hombre se acercó a Oliver y, apoyándose en el
hombro del muchacho como si estuviera muy cansado, tomó una silla y se sentó. A
continuación, atrajo al muchacho hacia sí y, mostrándole una pistola, le preguntó:
-iSabes qué es esto?
-Sí, señor-contestó Oliver.
-Bien -dijo el ladrón, apoyando el cañón de la pistola en la sien del muchacho-.
Pues si dices una sola palabra, una bala entrará en tu cabeza sin previo aviso.
¿Entendido?
-Sí, señor-contestó Olivertemblando como una hoja.
A las cinco y media de la mañana, Sikes despertó a Oliver
-¡Arriba! -le gritó el ladrón-. Es tarde y no hay tiempo que perder O espabilas o te
quedas sin desayunar ¡Elige!
Oliver se arregló y desayunó en un momento. Luego, se aga rró de la mano del
ladrón y juntos salieron a la calle.
Las calles estaban desiertas y las ventanas de las casas perma necían cerradas.
Pero conforme se acercaban al centro de la ciudad, el bullicio se iba haciendo cada
vez mayor. Era día de mercado: campesinos, carniceros, verduleros, charlatanes,
miro nes, ladrones y maleantes se mezclaban en aquel lugar Sikes fue abriéndose
paso a codazos entre la gente, hasta que dejaron atrás aquel tumulto. Poco después,
habían salido de la ciudad.
Caminaron durante casi todo el día. A veces, un carretero amable les subía en su
carro y les ahorraba un buen trecho. Cayó la noche y, cuando dieron las siete, Oliver
divisó las luces de un pueblo cercano; pero no llegaron a entra r en él y se detuvieron
frente a una casa en ruinas que estaba aparentemente deshabitada. Oliver y Sikes
avanzaron sigilosamente haste el portal; el hombre levantó el picaporte y la puerta
cedió.
En el interior, los recibió Barney, el camarero judío de Los Tres Patacones, que los
condujo a una habitación baja, oscura y destartalada. Sobre un sofá estaba tumbado
un hombre alto y pelirrojo llamado Crackit que llevaba un montón de vulgares
sortijas en sus mugrientos dedos.
-¿Quién es éste? -preguntó sorprendido al ver a Oliver.
-Es uno de los muchachos de Fagin.
-¡Pues menuda facha tiene!- exclamó Crackit.
Descansaron un poco y, a la una y media de la madrugada, los hombres
empezaron a prepararse: se cubrieron con grandes bufandas oscuras y enormes
abrigos.
-¿Lo lleváis todo? -preguntó Sikes-. ¿Las pipas, los verdugos, las llaves, los
taladros, los garrotes?
-Está todo -contestó Barney.
Salieron de la casa y, en poco tiempo, atravesaron el pueblo que habían visto
antes. A esas horas y con la niebla espesa que lo invadía todo, la aldea estaba
completamente desierta. Tan sólo algún ladrido rompía de cuando en cuando el
silencio de la noche. Subieron por un camino y se detuvieron frente a una casa
aislada rodeada por una gran tapia. Toby Crackit trepó a ella en un abrir y cerrar de
ojos.
-Ahora, que suba el muchacho -dijo desde lo alto.
Sikes aupó a Oliver, y pronto se encontraron los tres al otro lado del muro. Se
deslizaron cautelosamente hacia la entrada de la casa y fue entonces cuando Oliver
comprendió, con angustia y pavor, que iba a participar en un robo y, quizá, en un
crimen. Un sudor frío empezó a caer por sus sienes y un grito se escapó de su boca.
Cayó al suelo de rodìllas a imploró:
-¡Por el amor de Dios, tengan piedad de mil Déjenme marchar. ¡Les juro que no
diré nada!
-¡Arriba! -gritó S¡Ikes sacando la pistola de su bolsillo y apuntando al muchacho-.
Levántate si no quieres que tus sesos queden ahora mismo desparramados por el
suelo.
En aquel momento, Toby Crackit le arrancó a su compañero la pistola de las manos
y, tapándole a Oliver la boca, lo arrastró hasta la entrada de la casa.
-¡Venga, B¡ll! -dijo-. Fuerza el postigo.
Sikes obedeció y pronto se abrió un ventanuco con celosía que se encontraba a
unos cinco pies del suelo. El hueco era muy pequeño, pero Oliver podía entrar de
sobra por allí.
-Ahora escucha, granuja -le ordenó Sikes enfocándole la cara con una linterna- vas
a entrar por este hueco y nos vas a abrir la puerta de entrada de la casa.
En el poco tiempo que tuvo para reaccionar, Oliver había decidido que, aunque le
costara la vida, daná la voz de alarma. Pero cuando ya se había metido por el hueco
y estaba dispuesto a llevar a cabo su plan, oyó a Sikes gritar:
-¡Vuelve! ¡Vuelve!
Sorprendido y asustado por los gritos, Oliver dejó caer la linterna al suelo y se
quedó paralizado. Una luz se dirigía hacia él; vio las siluetas de dos hombres medio
desnudos en lo alto de la escalera; sonó un disparo; se produjo una nube de humo y
el muchacho retrocedió tambaleándose. Sikes lo agarró por el cuello, disparó y tiró
para arriba de él.
-¡Rápido, dame una bufanda! -gritó Sikes : ¡Le han dado, le han dado! ¡Dios mío,
cómo sangra!
Oliver oyó luego el repiqueteo de una campanilla, disparos y gritos. Sintió que se lo
llevaban a paso rá.pido. Poco a poco, los ruidos fueron haciéndose cada vez más
lejanos, y una sensación de frío mortal se apoderó de él. Luego, ya no vio ni oyó
nada.
CAPÍTULO SIETE
UN EXTRAÑO PERSONAJE
Al día siguiente, en casa de Fagin, estaban el P¡llastre y sus colegas rateros,
absortos en una larga y controvertida partida de naipes. El judío permanecía inmóvil,
sentado frente al fuego, cabizbajo y visiblemente preocupado. Había leído en los
periódicos que el robo había fallado, pero no tenía noticias de Sikes, ni de Toby, ni,
sobre todo, de su estimado pupilo.
-¡Han llamado a la puerta! -gritó de pronto el P¡llastre.
Cogió la luz y fue a ver quién era.
-Es Toby Crackit -susurró al oído de su amo.
-¿Qué? -gritó el judío-. ¿Está solo?
-Si -contestó el P¡llastre.
-D¡le que entre -ordenó Fagin-. Los demás, ya os podéis largar de aquí
discretamente.
La orden fue obedecida por todos, de modo que cuando el P¡llastre volvió con
Crackit, Fagin se encontraba solo en la habitación.
-¿Qué tall -saludó Toby Crackit con aire desenvuelto.
Fagin no decía nada. Miraba ansioso al ladrón, a la espera de alguna noticia.
-No me mires así, hombre -lijo Toby-. ¿Crees que puedo hablarte del curro con el
estómago vacío?
Toby se puso entonces a comer y a beber, aparentemente sin prisa por iniciar la
conversación; sólo cuando se sintió satisfecho, preguntó:
-¿Cómo está Bill?
-¿Qué? -gritó Fagin sin dar crédito a lo que estaba oyendo-. ¿Qué cómo está Bill?
-No me digas que no sabes nada de... -respondió el otro con aire misterioso.
-No sé nada de nada -gritó Fagin pateando furioso el suelo-. Así es que ya puedes
empezar a contármelo todo.
-Nos falló el golpe -dijo Toby con voz tenue y cabizbajo.
-Eso ya lo he leído en los periódicos. Quiero saber más.
-Dispararon y un tiro alcanzó al chico -siguió Toby-. Todo el vecindario salió
armado detrás de nosotros, con perros y todo. Escapamos campo a través como
pudimos.
-¿Y Oliver?
-Bill lo llevaba a cuestas. Nos pisaban los talones y el chico estaba frío como un
témpano. Así es que nos separamos y dejamos al muchacho en una zanja. No sé si
estaba vivo o muerto.
El judío no quiso escuchar más y, lanzando un grito que hizo temblar las paredes,
salió de su casa como una exhalación. Anduvo largo rato por estrechas a inmundas
callejuelas hasta llegar a Los Tres Patacones.
-¿Está él aquí? -susurró of oído del dueño del local.
-¿A quién se refiere? ¿A Monks? -preguntó el tabernero.
-Sí -contestó Fagin-, pero hable más bajo.
-Todavía no -contestó el hombre-, pero ya tenía que haber llegado. Si se espera
diez minutos..
-No, no -contestó Fagin aliviado-. Dígale que venga a mi casa mañana. He de
hablar con él.
El judío salió de aquel antro y, sin más, cogió un coche de alquiler y se dirigió a
casa de Bill Sikes y Nancy. Fagin súbió las escaleras de la casa y, sin demasiados
miramientos, irrumpió en la habitación de la joven, que se encontraba visiblemente
borracha con la cabeza apoyada sobre la mesa. El ruido que hizo Fagin al entrar la
sobresaltó por un instante, circunstancia que aprovechó el judío para explicarle lo
sucedido con el pequeño Oliver y Sikes. Cuando hubo terminado, Nancy retomó su
postura inicial, sin decir una sola palabra.
-¿Dónde crees que podná estar Bill? -preguntó Fagin.
-¡Y qué sé yo! -dijo ella llorando.
-¡Pobre chiquillo! -suspiró Fagin mirando a Nancy, al acecho de cualquier cambio
en su rostro que la pudiera delatar
Fagin había comprendido que la muchacha sentía simpatía y compasión por el
pequeño Oliver; por eso pensó que quizá sabría algo de él. Pero ella tan sólo
exclamó:
-¿Pobre chiquillo? Está mucho mejor ahora que cuando estaba entre nosotros.
¡Ojalá se haya muerto!
-¿Pero qué estás diciendo? ¿Te has vuelto loca?
-En el fondo me alegro de lo que le ha ocurrido. Lo peor ya ha pasado para él.
Además, no podía soportarlo cerca de mí.
Me hacía sentir asco de mí misma y de todos nosotros; de todo lo que somos...
-¡Bah! -dijo el judío-. ¡Estás borracha! Ahora, déjate de tonterías y escucha bien: si
tu Bill vuelve y ha dejado atrás al muchacho, si él ha salido vivo de esto y no me
devuelve a Oliver, mátalo tú misma si quieres evitarle la horca.
-¿A qué viene esto? -gritó ella.
-Mira, pellejo -continuó Fagin furioso-, Oliver es mi mejor negocio, y no lo voy a
perder por culpa de los caprichos de una pandilla de borrachos. Además, ese hijo de
Satán al que estoy atado tiene suficiente poder para... para...
En aquel instante, el judío comprendió que había hablado demasiado a hizo un
esfuerzo por contener su ira. Sin decir ni una palabra más, se dejó caer, exhausto,
en una silla, temblando ante el temor de haber revelado parte de su secreto. No
tardó en comprobar que Nancy se encontraba tan borracha que seguramente no se
había enterado de nada. Entonces salió de aquella casa, dejando a la muchacha tal y
como la había encontrado en el momento de su llegada.
Al llegar a la esquina de su calle, se detuvo unos instantes para buscar la llave de
la puerta. De pronto, una sombra salió de la profunda oscuridad de un porche
cercano y se acercó sigilosamente hasta él.
-¡Fagin! -le susurró una voz cerca de la oreja.
-¡Ah! -gritó el judío, sobresaltado-. ¿Eres Monks?
-Sí -le contestó la sombra-. Llevo dos horas esperándote. ¿Dónde te habías
metido?
-Entremos en mi casa. Hablaremos más tranquilos.
Cuando aquel extraño personaje se quitó el embozo que le cubría parte de la cara,
dejó ver un rostro lleno de maldad; una mirada profunda y negra de crueldad que
revelaba un egoísmo sin límites.
-El chico -dijo él- tenía que haberse quedado aquí, con los demás. ¿Por qué no
haber hecho de él un simple ratero? Dentro de unos meses lo habrían cogido y lo
habrían expulsado de! país para toda la vida. Para eso lo contraté.
-Escucha, Monks -dijo Fagin-, a ese muchacho era imposible convertirlo en un
ladrón. En todo el tiempo que ha estado aquí, no he conseguido ennegrecer su alma
ni un poquito siquiera.
-¡Maldito antro! -gritó Monks-, ¿qué es eso?
-¿Qué es qué?
-¡Allí! -gritó el hombre, señalando la pared opuesta-. ¡Una sombra! ¡He visto la
sombra de una mujer!
Los dos hombres salieron de la habitación a toda prisa y recorrieron la casa de
arriba abajo. Pero no vieron ni oyeron nada; reinaba un profundo silencio.
-Es sólo tu imaginación -lijo Fagin despectivamente.
-Te juro que la vi -insistió Monks.
-Pues ya ves que no hay nadie en la casa, excepto los muchachos, y ellos están
bien seguros. Mira -dijo sacando una llave de su bolsillo-, los encerré para que no
hubiera intromi siones inesperadas en nuestra entrevista.
Aquel testimonio consiguió hacer vacilar a Monks. Pero, a pesar de todo, se negó a
seguir hablando aquella noche y se marchó.
CAPÍTULO OCHO
EN CASA DE LA SEÑORA MAYLIE
Toby Crackit no mentía: él y Bill Sikes habían abandonado a Oliver, herido, en una
zanja. Al amanecer, el niño seguía allí, inconsciente. Se despertó sobresaltado al oír
un quejido que salió de sus propios labios y reunió las pocas fuerzas que le quedaban
para incorporarse. Temblando de frío y de dolor, se puso en pie y comenzó a caminar
lentamente, con la cabeza caída sobre el pecho.
Llegó a un camino. Al fondo había una casa y hacia ella dirigió sus pasos. Sólo
cuando la tuvo delante, se dio cuenta de dónde se encontraba. “¡Dios mío!”, pensó,
“¡Es la casa de anoche!” El miedo se apoderó de él y decidió huir Pero no sabía a
dónde dirigirse y se encontraba muy débil. Entonces, atravesó el jardín de la casa sin
a penas tenerse en pie, subió los escalones y, en un último esfuerzo, llamó a la
puerta. En aquel momento, se derrumbó contra una de las columnas del porche.
Dentro de la casa reinaba una gran tensión. La noche había sido larga y agitada. El
mayordomo, el señor G¡les, se sentía ya un gran héroe, y así lo hacía saber a todo el
personal de aquella mansión. ¿Quién, sino él, había tenido el coraje de enfrentarse a
los ladrones?
Así estaban los ánimos cuando oyeron llamar a la puerta Nadie se atrevió a
moverse. Se miraban los unos a los otros preguntándose quién iná a abrir
Finalmente, Brittles, el mozo de la casa, se dirigió a la puerta. Todos, mayordomo,
cocinera y doncella, lo acompañaron. Cuál sená su sorpresa cuando, al abrir la
puerta, tan sólo vieron a un pobre niño enfermo que pedía ayuda.
-¡Tengan piedad de mil -suplicó con voz entrecortada.
Sin mucha delicadeza, G¡les agarró a Oliver por una pierna y un brazo, lo arrastró
hasta el salón y allí lo dejó tendido en el suelo. Después, se puso a gritar:
-¡Señora! ¡Señorita! ¡Hemos cogido a uno de los ladrones! ¡Yo le disparé! ¡Yo le
disparé!
En medio de aquel bullicio, se oyó una voz femenina tan suave, que al instante
hizo reinar la paz.
-¡G¡les!
-Aquí estoy, señorita Rose. No se preocupe, no estoy herido, el ladrón no opuso
gran resistencia.
Aquella dama de voz delicada tenía un rostro angelical. Contaba tan sólo dieciséis
años pero, a pesar de su juventud, la inteligencia brillaba en sus ojos azules. Todo
en ella era dulzura y buen humor.
-¡Pobrecillo! -exclamó-. ¿Está herido?
-Herido de gravedad -contestó el mayordomo.
-Llévenlo con mucho cuidado a la habitación de arriba, y que Brittles vaya a buscar
a un médico.
Más tarde, en el comedor, G¡les servía el desayuno a la señorita y a su tía, la
señora Maylie. Era ésta una persona ya mayor; sin embargo, mantenía su erguida
figura, y los años no habían apagado el brillo de sus ojos. De repente, se oyó frente
a la entrada de la casa un cabriolé que se detenía. De él, se bajó el señor Losberne,
cirujano de la vecindad y amigo de la señora Maylie. Era un solterón gordo y famoso
por su buen humor. El doctor irrumpió en el comedor exclamando:
-¡Dios mío! Querida señora Maylie, ¿cómo ha podido suceder? En fin, ¿se
encuentran ustedes bien?
-Bien, muchas gracias, señor Losberne -contestó Rose-. Pero hay un herido arriba
que requiere sus cuidados.
-¡Oh, claro! -contestó el doctor-. Obra suya, G¡les, según me han contado. Vamos,
indíqueme el camino.
El doctor pasó largo rato en la habitación con Oliver y, cuando volvió a bajar, se
presentó ante las damas con aire circunspecto.
-¿Qué ocurre? -preguntó Rose ansiosa.
El doctor adoptó una actitud de misterio y, antes de contestar, cerró
cuidadosamente la puerta.
-¿Han visto ustedes al ladrón? -preguntó.
-No -contestó la señora Maylie-. Aún no.
En efecto, el mayordomo no se había atrevido a confesar que su víctima era tan
sólo un muchacho indefenso.
-Creo que deben ustedes verlo. Les aseguro que su aspecto les va a sorprender
-dijo el doctor, subiendo las escaleras hacia el dormitorio donde se encontraba
Oliver.
Cuando entraron en la habitación, vieron, asombradas, que en la cama yacía un
muchachito agotado por el dolor, en vez de un peligrosísimo delincuente como ellas
esperaban.
-¿Qué es esto? -preguntó la señora Maylie-. Este chiquillo no puede ser el ladrón.
-Los seres más jóvenes y más bellos -repuso el doctor- son a veces las víctimas
preferidas del crimen y del vicio.
-Suponiendo que tenga usted razón -dijo la señorita Rose-, es también posible que
este muchachito no haya conoc ido nunca el amor de una madre ni el calor de un
hogar y que el hambre le haya forzado a asociarse con lo peor de la sociedad. Y tú,
querida tía, considera todo esto antes de permitir que se lleven a este pobre niño a
la cárcel. Gracias a ti, jamás he echado de menos el amor de unos padres, pero
podná haberme ocurrido, y hoy estaría tan desamparada como este niño. ¡Oh, tía!
¡Ten piedad de él!
-Cariño -contestó la anciana abrazando a Rose-, yo ya soy mayor y mis días tocan
a su fin. Espero que, a la hora de mi muerte, Dios se apiade de mí como yo me he
apiadado del prójimo. ¿Qué puedo hacer para salvar a este niño, doctor?
-Si permite usted asustar un poco a G¡les y a Brittles, creo que podré arreglarlo
-contestó el señor Losberne-. Pero con una condición: cuando el muchacho
despierte, yo mismo lo interrogaré. Y si de lo que él diga, deducimos que es un
malvádo irreductible, lo entregaremos a la justicia.
Era ya de noche cuando Oliver por fin despertó. Se encontraba débil, pero estaba
tan ansioso por revelar su secreto, que el médico le dio la oportunidad de satisfacer
su deseo. Así fue cómo Oliver pudo contar su triste historia.
Entonces, llamaron a la puerta.
-¿Quién será a estas horas? -preguntó el doctor.
-Son agentes del cuerpo especial de policía -dijo Brittles.
-¿Qué? -gritó el doctor aterrado.
-Sí -contestó Brittles-, yo mismo los llamé para que vinieran.
Gracias al señor Losberne y al testimonio de G¡les quien, aleccionado por el doctor,
negó que Oliver fuera el muchacho contra el que había disparado, los policías
hicieron su trabajo de investigación rutinaria, pero se marcharon al cabo de unas
horas sin sospechar del muchacho.
Durante los días que siguieron, Oliver fue recuperándose gracias a los cuidados de
la señora Maylie, de Rose y del doctor Losberne. Estaba aún muy débil, pero no
dejaba de manifestar su agradecimiento a las dos damas, con las que se sentía pro -
fundamente unido. Un día, Rose le dijo:
-Oliver, vamos a it a pasar una temporada al campo y mi tía quiere que vengas con
nosotros. El aire puro te pondrá bien.
-¡Oh, muchas gracias, señorita Rose! Allí podré trabajar para ustedes. ¡Tengo
tantas ganas de corresponder a su bondad!
En el campo, todo fue calma y paz para Oliver Acudía todas las mañanas a casa de
un entrañable anciano que le ayudaba a progresar en la lectura y la escritura. El
resto del día lo pasaba al aire libre, disfrutando de la naturaleza. Para él, que había
vivido siempre en casas inmundas, aquellos tres meses pasados en e! campo,
rodeado de cariño y comprensión, supusieron el descubrimiento de la auténtica
dicha. Había entrado en el paraíso.
CAPÍTULO NUEVE
LA ENFERMEDAD DE ROSE
Una tarde de verano, tras un largo paseo, Rose manifestó sentirse mal.
-¿Qué te ocurre, Rose? -le preguntó preocupada la señora Maylie.
-Creo que estoy enferma, tía -contestó ella llorando.
Rose se alejó, pálida como el mármol, hacia su dormitorio. La anciana señora,
cuando se encontró a solas con Oliver, no pudo reprimir su angustia
-¡Oh, Oliver! -exclamó sollozando-. Me temo lo peor ¡Mi querida Rose! ¿Qué haría
yo sin ella?
-Estoy convencido de que Dios no la dejará morir-dijo Olives entre sollozos.
A la mañana siguiente, Rose tenía una fiebre muy alta.
-Olives -dijo la señora Maylie-, hay que mandar urgentemente esta carta al doctor
Losberne. Llévala a la posada de la aldea y échala al correo.
Oliver corrió hasta llegar a la posada. Una vez enviada la carta, salió del
establecimiento y tropezó con un hombre de ojos grandes y negros que iba envuelto
en una capa.
-Perdone, señor-se disculpó el muchacho.
-Pero, ¿qué es esto? -gritó el hombre-. ¡Serás capaz de salir de tu tumba para
ponerte en mi camino!
Oliver, asustado por la loca mirada de aquel individuo, salió corriendo. Cuando
llegó a casa, Rose estaba delirando.
-Sería milagroso que se recuperara -le confesó en voz baja el médico del lugar a la
señora Maylie.
Aquella noche, nadie durmió y, a la mañana siguiente, llegó el doctor Losberne,
quien confirmó la gravedad de la muchacha.
-Es muy duro y muy cruel -dijo-. Tan joven y tan querida por todos... pero hay
muy pocas esperanzas.
Rose se sumió después en un profundo sueño del que saldría, bien para vivir, bien
para decirles adiós. Oliver y la señora Maylie permanecieron inmóviles durante varias
horas a la espera de que el doctor Losberne les diera la tan temida noticia. Éste salió
por fin de la habitación y se acercó a ellos.
-¿Cómo está Rose? ¡Dígamelo enseguida! -gritó la señora Maylie-. ¡Déjeme verla,
por Dios! ¿Ha muerto?
-¡No! -exclamó el doctor-. ¡Cálmese, por favor! Rose vivirá para hacernos felices
muchos años.
La anciana cayó de rodillas llorando de emoción. También Oliver quedó como
atontado al recibir la feliz noticia. No podía ni hablar, ni llorar, ni expresar lo que
sentía en aquellos momentos. Aturdido, salió a pasear
Cuando volvía a la casa cargado de flores para la enferma, un coche pasó como un
rayo junto a él y se detuvo de golpe. Por la ventanilla asomó la cabeza del señor
Giles y Oliver corrió hasta el coche. Abrió la portezuela para saludar al mayordomo y
vio, sentado junto a él, a un caballero de unos veinticinco años que preguntó
ansioso:
-¿Cómo está la señorita Rose?
-¡Mejor, mucho mejor! -se apresuró a responder Oliver-. El doctor Losberne dice
que ya está fuera de peligro.
El caballero se bajó entonces del coche y ordenó:
-G¡les, sigue tú hasta casa de mi madre. Yo prefiero caminar
Al llegar a la casa, la señora Mayl¡e y el joven caballero, madre a hijo, se fundieron
en un fuerte abrazo.
-¡Madre! -dijo el joven-. ¡Gracias a Dios! Si Rose hubiera muerto, yo no habría
vuelto a ser feliz.
-No empieces otra vez con eso, Harry -contestó su madre-. Ella necesita un amor
profundo y duradero y tú...
-¿Todavía crees que soy un niño caprichoso?
-Creo que eres joven, y que los jóvenes suelen tener impul sos ciertamente
generosos pero poco duraderos. Creo, además, que tienes delante de ti un porvenir
brillante que los oscuros orígenes de Rose podrían echar por tierra. En un futuro se
lo podrías reprochar.
-Pero entonces yo sería un egoísta -replicó Harry-. ¡Por el amor de Dios, madre! Te
estoy confesando una pasión muy profunda. ¿Por qué no dejas que sea Rose la que
decida?
-Como quieras -aceptó la madre-. Ahora debo volver junto a ella. ¡Qué Dios lo
bendiga, hijo!
A medida que pasaban los días, Rose se recuperaba con asombrosa rapidez. Pero
un extraño acontecimiento vino a romper la tranquilidad que se vivía en la casa.
Oliver se encontraba haciendo los deberes en un cuartito de la planta baja que
daba al jardín. Llevaba allí mucho rato, se encontraba cansado y se quedó medio
dormido. Durante su duermevela, el aire se volvió de repente denso, y Oliver, horrorizado,
creyó encontrarse de nuevo en casa de Fagin.
-¡Mira! -oyó decir al judío-. ¡Es él!
-¡Ya te lo había dicho! - respondió otro hombre.
Fue entonces cuando Oliver despertó, sobresaltado y presa del pánico. Miró por la
ventana y allí, muy cerca de él, estaba el judío mirándole fijamente. La sangre se le
heló, se vio momentáneamente paralizado de espanto. Junto a él se encontraba,
además, aquel hombre violento que le había abordado a la salida de la posada. La
visión duró tan sólo unos instantes, y los dos hombres desaparecieron en un abrir y
cerrar de ojos. Aterrorizado, Oliver saltó al jardín por la ventana y se puso a gritar
pidiendo soconro.
Los habitantes de la casa corrieron al jardín, donde encontraron al muchacho muy
agitado, que señalaba hacia los prados y gritaba: “¡Era el judío! ” Harry, a quien su
madre había contado la historia de Oliver, saltó por encima del seto y salió en su
persecución a gran velocidad. Pero la búsqueda resultó inútil.
Tiene que haber sido un sueño -dijo Harry a Oliver cuando estuvieron de vuelta.
-¡Oh, no, señor! -insistió Oliver-. De veras que yo los vi.
De nada sirvieron los rastreos que se hicieron en la zona hasta el anochecer. A los
dos hombres se los había tragado la tierra. El susto le duró a Oliver unos días más y,
poco a poco, se fue olvidando de aquel espantoso episodio.
Mientras tanto, Rose se había recuperado del todo y ya salía de su habitación. Una
mañana, Harry Maylie entró en el come dor donde Rose se encontraba sola.
-¿Puedo hablar contigo unos minutos? -le preguntó.
Rose palideció pero no dijo nada. Así que Harry continuó:
-Llegué aquí hace unos días angustiado ante la idea de perderte sin que supieras
que te amo. Te he visto pasar de la muerte a la vida y, ahora, quiero ganar tu
corazón. Rose, dime que mis esfuerzos por merecerte no son vanos.
-Harry -contestó ella llorando-, debes tratar de olvidarme. Seré tu más fiel amiga,
pero no debo ser el objeto de tu amor.
-¿Por qué?
-No tengo amigos, Harry, no tengo dote, pero sí tengo una mancha sobre mi
nombre. Os debo demasiado a tu madre y a ti como para obstaculizar con mis
orígenes tu brillante carrera.
-Deja el deber a un lado y contéstame: ¿me amas?
Te habría amado si no... pero, ¡basta ya! ¡Adiós, Harry! Nunca más nos volveremos
a ver como nos hemos visto hoy.
-Sólo una palabra más, Rose. Contéstame: si yo fuera pobre, enfermo y desvalido,
¿me querrías?
-Sí, Harry -contestó Rose con un hilo de voz.
El joven tomó entonces la mano de su amada, se la llevó al pecho y, tras darle un
beso en la frente, salió del comedor
Al día siguiente, por la mañana temprano, Harry se marchó a Londres, no sin antes
encargarle a Oliver que le escribiera con frecuencia contándole cosas de su madre y
de Rose.
CAPÍTULO DIEZ
EL MATRIMONIO BUMBLE
El señor Bumble estaba sentado en un salón del hospicio donde nació Oliver Twist.
Se encontraba pensando con melancolía lo mucho que había cambiado su vida desde
hacía dos meses: había ascendido a superintendente y se había casado con la
gobernanta del hospicio; aunque esto no había sido precisamente por amor Dada su
pasión por el dinero, se había dejado deslumbrar por algunas de las pertenencias de
la que entonces todavía se llamaba señora Corney y por la posibilidad de tener
vivienda y calefacción gratis.
Recordaba perfectamente la tarde en que había decidido pedirle que se casara con
él. Estaban los dos coqueteando en la habitación de ella, cuando una anciana vino a
anunciar que la vie ja Sally se estaba muriendo. La pobre moribunda aseguraba que
no se iná tranquila de este mundo sin revelar un secreto a la gobernanta. Ésta salió
entonces maldiciendo a los pobres del hospicio, que no la dejaban nunca en paz. El
señor Bumble aprovechó entonces su ausencia para registrar cajones, arma rios y
alacenas ya que deseaba asegurarse de que la señora Corney era un buen partido.
Sumido en sus recuerdos, el séñor Bumble, creyendo que estaba solo, dijo en voz
alta:
-Mañana hará dos meses que estamos casados, y me parece un siglo. Reconozco
que me vendí, aunque demasiado barato.
-¿Barato? -gritó una voz al oído del superintendente.
El señor Bumble se dio la vuelta y se encontró con el poco agraciado rostro de su
esposa, que seguía gritando:
-¿Piensas quedarte ahí roncando todo el día?
-Pienso hacer lo que me dé la gana, señora Bumble -contestó el hombre
envalentonado.
El señor Bumble se colocó entonces su sombrero y su abrigo con la intención de
salir, pero la señora Bumble le quitó el sombrero de un manotazo, lo agarró por el
cuello, lo golpeó, lo arañó y lo sentó en una silla de un empujón.
-No me vuelvas a contestar de ese modo -gritó-. Ahora levántate y lárgate de aquí.
El señor Bumble recogió su sombrero del suelo y salió a la calle como una flecha.
Iba tan enfadado, que tardó un rato en darse cuenta de que estaba lloviendo con
fuerza; entonces decidió refugiarse en una taberna. Allí había sólo un cliente; era un
forastero alto y moreno que llevaba una amplia capa negra sobre los hombros.
Ambos se miraron varias veces de reojo. Pero el forastero, de repente, rompió el
silencio.
-No sé si se acordará de mí, pero usted y yo nos conocemos. He venido hasta aquí
buscándole y, por una de esas casualidades de la vida, he dado con usted a la
primera. ¿Continúa usted con su acostumbrado amor por el dinero?
El señor Bumble hizo intención de hablar, pero el forastero, haciendo un gesto con
la mano, prosiguió.
-No, no diga nada, ya ve que te conozco bien. Además, comprendo que el sueldo
de los funcionarios parroquiales no es muy alto; seguro que le vendrá bien una
propinilla.
-¿En qué puedo ayudarle? -preguntó el superintendente.
-Voy a ser muy claro: necesito información. Por supuesto, no pretendo que me la
dé a cambio de nada; para demostrar mi buena fe, aquí tiene un adelanto -dijo,
poniendo un par de soberanos delante de su interlocutor-. Veamos, haga memoria:
un invierno de hace doce años nació en el hospicio un muchacho paliducho que más
tarde fue aprendiz de un fabricante de ataúdes y que luego se fugó a Londres...
-¡Oliver Twist! No he conocido un muchacho más terco.
-No es él quien me interesa. Me gustaná saber algo sobre la vieja que atendió a su
madre la noche en que murió.
-Sí, la vieja Sally... Murió el invierno pasado.
El forastero enmudeció como hundido por aquella inesperada noticia, pero pronto
salió de su ensimismamiento. Luego hizo ademán de levantarse, pero el señor
Bumble lo retuvo.
-Sé que antes de morir, la vieja Sally se encerró en una habi tación con una mujer
para revelarle un secreto.
Con la intención de sacar provecho de la información de que disponía, el señor
Bumble continuó:
-Tengo motivos para pensar que ella le puede ayudar en sus pesquisas -concluyó el
señor Bumble.
-¿Cómo? ¿Cuándo podná verla?
-¿Le parece bien mañana?
-Bien, a las nueve de la noche , vayan a esta dirección -dijo, entregándole un
pedazo de papel-. Pregunten por el señor Monks.
Al día siguiente, el matrimonio Bumble se encaminó al lugar que Monks había
indicado. Era un pequeño barrio a orillas del río, famoso por ser refugio de ladrones y
criminales. Estaba formado por unas cuantas casas en ruinas, entre las cuales se
elevaba un edificio grande, cuyos pilares estaban muy deteriora dos por las ratas, la
carcoma y la humedad. Frente a él se detuvieron los Bumble.
-¡Hola! -gritó una voz procedente del segundo piso-. Esperen, ahora mismo les
abro.
Instantes después, Monks les abrió la puerta. Subieron hasta una estancia del piso
superior y cerraron tras de sí. A continuación, los tres se sentaron alrededor de una
mesa.
-Dígame, señora -dijo Monks-, ¿estaba usted con la tal Sally cuando murió? ¿Le
dijo algo acerca de la madre de Oliver?
-Sí. Pero yo no he venido aquí para dar información gratis. Déme veinticinco libras
en oro y le diré todo lo que sé.
-Aquí las tiene -repuso Monks, poniendo las monedas una a una encima de la
mesa-. Ahora, dígame lo que sabe.
-Cuando la vieja Sally murió, estábamos ella y yo solas en la habitación. Me habló
de una joven que había dado a luz un niño hacía doce años y que, al día siguiente,
había muerto en la misma cama en la que ella estaba agonizando.
-¡Dios mío! -exclamó Monks.
-Parece ser que la joven, antes de morir, le entregó a Sally algo con el encargo de
dárselo al niño cuando llegara a la edad adulta; pero ella se lo quedó. La vieja no
dijo nada más, cayó para atrás y murió.
-¿Eso es todo? Creo que me está ocultando algo.
-No dijo más -contestó la gobernanta impasible-. Solamente me agarró del vestido
con una mano. Cuando cayó muerta, retiré su mano con fuerza y vi que en ella
guardaba un viejo trozo de papel. Era una papeleta de empeño.
-¿Y cuál era el objeto empeñado? -interrogó Monks.
-Era una alhaja. Así que fui y la desempeñé.
-¿Y dónde se encuentra ahora esa joya? -preguntó el hombre inmediatamente.
-¡Aquil -contestó la mujer, arrojando sobre la mesa una bolsita.
La bolsa contenía un pequeño guardapelo de oro. En su interior, había dos
mechoncitos y una alianza. La sortija tenía grabado el nombre de “Agnes” y una
fecha correspondiente al año anterior del nacimiento de Oliver
-¿Qué se propone hacer con eso? ¿Va a utilizarlo contra m? -preguntó la señora
Bumble.
-Ni contra usted ni contra nadie -contestó Monks, arrastrando la mesa a un lado y
abriendo una trampilla que se encontraba junto a los pies del señor Bumble-. Miren
ahí abajo.
Las turbias aguas del río corrían velozmente bajo ellos. Monks sacó la bolsita, la
ató a un pequeño peso de plomo que estaba en el suelo y la tiró al agua.
-¡Hecho! -exclamó Monks aliviado-. ¡Prueba destruida! Ahora, lárguense de aquí
cuanto antes.
CAPÍTULO ONCE
EL CORAJE DE NANCY
Al día siguiente, Nancy fue a casa de Fagin para recoger un dinero que el judío le
debía a Bill Sikes. Allí, coincidió con Monks.
-He de decirte algo a solas -le dijo Monks a Fagin.
Los dos hombres subieron a una habitación de la planta superior y se encerraron
para hablar en privado. Nancy, con la intención de espiar la conversación, se quitó
los zapatos, subió de puntillas las escaleras y se plantó en la puerta del cuarto donde
Monks y Fagin se habían reunido. Al rato, la muchacha volvió a bajar con aspecto de
encontrarse fuertemente impresionada. Segundos más tarde, Monks se marchó. A
continuación, Fagin le entregó a Nancy el dinero que había venido a buscar y ambos
se despidieron.
Ya en la calle, Nancy se sentó en un portal, incapaz de seguir caminando, y rompió
a llorar. Finalmente, cuando se encontró más tranquila, volvió a su casa. Había
tomado una decisión: iba a dar un gran paso aquella misma noche, en cuanto Sikes,
que estaba enfermo, se hubiese dormido.
A la hora en la que el ladrón debía tomar su medicina, Nancy la preparó como
siempre y añadió un potente somnífero. En breves instantes, el enfermo cayó en un
profundo sueño, momento que la muchacha aprovechó para marcharse.
Después de andar más de una hora, llegó al barrio más rico de la ciudad y se
dirigió a un pequeño hotel. Cuando llegó a la puerta, vaciló un momento y entró.
-Quiero ver a la señorita Maylie -dijo Nancy al recepcionista,
-iQué puedes querer tú de una dama? -preguntó en tono despectivo el empleado al
ver su aspecto-. ¡Vamos, lárgate!
-¡Tendrán que sacarme a la fuerza! -gritó la muchacha-. Necesito dar un mensaje
con urgencia a la señorita Maylie.
El recepcionista subió a regañadientes; le preocupaba tener un problema si el
mensaje era en realidad algo importante. Al poco rato, volvió a hizo una seña con la
cabeza a Nancy para que lo siguiera. El hombre la acompañó hasta una pequeña
antecámara donde se encontraba Rose. La joven había adelan tado unos días su
regreso del campo y esperaba la llegada de su tía y de Oliver de un momento a otro.
Rose miró a la muchacha que se encontraba frente a ella y le dijo dulcemente:
-Soy Rose Maylie. ¿Deseaba usted verme?
Nancy, ante tanta dulzura, rompió a llorar
-¡Ay, señorita! -exclamó-. ¡Cuánto le agradezco que haya querido recibirme! Mi
nombre es Nancy.
-¿En qué puedo ayudarla? -prosiguió la joven dama.
-Supongo que Oliver les habrá contado su historia.
-Por supuesto. ¿Y bien?
-Les habrá dicho también que fue raptado mientras hacía un recado para el señor
Brownlow, con quien vivía en Petonville. Bueno, pues yo soy la persona que lo raptó.
-¿Usted? -exclamó Rose.
-Sí y lo llevé a casa de un miserable, llamado Fagin, que obliga a muchachos
indefensos a robar para él -gimió Nancy-. Y si ellos se enteraran de que he venido,
me matarán.
-No se preocupe, querida, no sucederá nada -dijo Rose, mientras estrechaba
dulcemente la mano de la afligida muchacha.
-¿Conoce usted a un tal Monks? -continuó Nancy.
-No, no lo conozco -contestó Rose.
-Pues él a usted sí la conoce -repuso Nancy-. Y sabe que está hospedada aquí. Yo
he podido localizarla porque he escuchado una conversación entre ese hombre y
Fagin en la que se nombraba este lugar y se mencionaba su nombre.
-¿Y de qué hablaron? -preguntó interesada Rose.
-Las primeras palabras que le oí decir a Monks fueron: “Las únicas pruebas de la
identidad del muchacho están en el fondo del río, y la vieja que las recibió de la
madre está criando malvas”. Parece ser que Monks vio a Oliver por casualidad el día
que lo capturó la policía. Enseguida se dio cuenta de que era el muchacho que él
mismo andaba buscando. Le propuso entonces a Fagin que recuperara al chico a
hiciera de él un ladrón; a cambio, recibiná una sustanciosa recompensa.
Rose, sorprendida por la historia, preguntó a Nancy:
-¿Y qué interés puede tener un hombre como Monks en un desvalido muchacho?
-Eso es lo más sorprendente: Monks dijo que si Olivertrataba de aprovecharse de
su nacimiento, lo mataría. Y, al final, muy satisfecho, le preguntó a Fagin: “¿Qué te
parece la trampa que le he preparado a mi hermanito Oliver?”
-¡Su hermano! -exclamó Rose-. ¿Y qué puedo hacer yo?
-No lo sé. No puedo ayudarla más; ahora tengo que marcharme. Si necesita algo
de mí, podrá encontrarme cada domingo por la noche, entre las once y las doce, en
el puente de Londres.
La muchacha se marchó llorando, mientras Rose, abrumada por aquellas
revelaciones, buscaba el modo de ayudar a Oliver
A la mañana siguiente, Rose decidió consultar a Harry. Se disponía a escribirle
cuando Oliver, que llegaba en ese mome nto de la mansión del campo, entró en la
habitación.
-¡He visto al señor Brownlow! ¡Bendito sea Dios!
-¿Dónde lo has visto? -preguntó Rose.
-Bajaba de un coche -contestó Oliver llorando de alegría-. Él no me vio a mí, y yo
no me atreví a acercarme. Pero G¡les ha averiguado su dirección. Mire, aquí está.
-¡Vamos para allá inmediatamente! -le dijo Rose.
Cuando llegaron a la casa del señor Brownlow, Rose pidió a Oliver que esperara en
el coche mientras ella preparaba al anciano para que lo recibiera. La joven entró y
contó en pocas palabras todo lo que le había ocurrido a Oliver.
Cuando el señor Brownlow se enteró de que Oliver se encontraba fuera, salió y,
lleno de alegría, se precipitó hacia el interior del coche para abrazar al muchacho.
Cuando entraron en la casa, el señor Brownlow llamó a la señora Bedwin. Y cuando
ésta entró en el salón, Oliver se echó a sus brazos entre lágrimas:
-¡Bendito sea Dios! -dijo la anciana-. ¡Si es Oliver Tw¡st!
El señor Brownlow condujo entonces a Rose a otra sala y allí escuchó el relato de la
entrevista con Nancy.
-En este asunto hay que ser extremadamente prudente -dijo pensativo el anciano
caballero.
-Yo quisiera que el doctor Losberne, el médico de mi tía, supiera todo esto. Seguro
que nos podná ayudar
-Déjeme que yo esté presente cuando hable usted con él. Esta noche, a las nueve,
podemos vernos en el hotel. Su tía tiene que estar al tanto de todo lo ocurrido.
Tal y como habían convenido, el señor Brownlow y Rose revelaron la historia de
Nancy al doctor.
-¿Qué diablos hay que hacer entonces? -gritó el doctor Losberne lleno de ira.
-Debemos proceder con mucho cuidado -contestó el señor Brownlow-. Lo
importante es descubrir quién es realmente Oliver y devolverle la herencia de la que
ha sido despojado. Pero antes, debemos averiguar de Nancy los nombres de los
lugares donde suele it ese tal Monks.
Aquella noche, convinieron poner al tanto de lo ocurrido al señor Grimwig y a Harry
Maylie y, sobre todo, dejar a Oliver al margen. También decidieron no hacer nada
hasta el domingo siguiente, cuando se reunirían con Nancy.
CAPÍTULO DOCE
UN ESPÍA A LAS ÓRDENES DE FAGIN
La misma noche en que Nancy se había entrevistado con Rose, Noah Claypole y su
amiga Charlotte llegaron a Londres. Ambos jóvenes eran perseguidos por la justicia
ya que habían robado de la caja del señor Sowerberry una importante cantidad de
dinero.
Los dos fugitivos caminaron por calles recónditas, hasta lle gar frente a Los Tres
Patacones.
-Aquí pasaremos la noche -anunció satisfecho Noah.
Cuando entraron, vieron a Barney que estaba con los codos apoyados en el
mostrador leyendo un mugriento periódico.
-Queremos dormir aquí esta noche -dijo Noah.
-Esperen un momento -contestó Barney-, voy a preguntar si hay sitio.
-Mientras tanto, dinos dónde está el comedor y tráenos cerveza y fiambre.
Barney los condujo hasta un cuartucho que estaba en la parte de atrás. Al cabo de
un rato, les sirvió lo que habían pedido y les informó de que podían alojarse allí.
Poco más tarde, llegó Fagin a la taberna preguntando por alguno de sus discípulos.
-No ha venido ninguno de tus amigos -dijo Barney-, pero hay dos forasteros que yo
creo que te van a gustar
El judío escuchó a través del tabique la conversación que mantenían Noah y
Charlotte:
-Vamos a vivir como señores -decía Noah.
-¿Y cómo? -preguntó ella-. ¿Vaciando cajas fuertes?
-¿Cajas? -exclamó Noah-. Se pueden vaciar cosas más interesantes, como por
ejemplo: bolsillos, bolsos, bancos, diligencias... Se trata de encontrar al compañero
adecuado. Con las veinte libras que robamos, todo será más fácil.
-No será tan fácil que alguien como nosotros se pueda deshacer de un billete tan
grande -dijo Charlotte preocupada.
Aquel descubrimiento provocó un vivo interés en Fagin, que entró en la sala
saludando a la pareja y los invitó a beber
-¡Esta cerveza es de buena calidad! -exclamó Noah.
-¡Sí, pero es cara, muy cara! -contestó Fagin-. Hay que andar todo el día vaciando
bolsillos, bolsos, bancos y diligencias para poder comprarla.
Noah palideció al oír sus propios comentarios en boca de aquel hombre.
-No te preocupes -dijo Fagin riendo a carcajadas-. Has tenido suerte de que sea yo
quien te haya oído. También soy del oficio, has ido a dar en el clavo, amigo.
Noah se relajó y el judío siguió:
-Tengo un amigo que te puede ayudar ¡Anda, vamos a hablar ahí fuera!
-No creo que sea preciso movernos de aquí para hablar en privado -repuso Noah-.
Ella -dijo señalando a Charlotte-, subirá el equipaje mientras nosotros hablamos de
negocios.
Charlotte salió inmediatamente de la habitación cargada de bultos y cuando se
encontraba suficientemente alejada, Noah preguntó:
-¿Cuánto hay que aflojar?
-Veinte libras.
-Pero eso es mucho dinero -saltó el joven.
-No cuando se trata de un billete del que no te puedes deshacer.
-¿Y qué obtendré yo?
-Conseguirás vivir como un señor Tendrás comida, cama, tabaco y alcohol gratis,
además de la mitad de las ganancias.
-Me parece bien.
-Mañana, a las diez, vendré con mi amigo. Pero aún falta un último detalle: no me
has dicho cómo te llamas...
-Bolter, Morris Bolter -respondió inmediatamente Noah, ocultando su verdadero
nombre.
Después de brindar por su recién creada sociedad, Fagin se despidió.
Al día siguiente, el judío se presentó solo en la posada y acompañó a Noah y a
Charlotte a su propia casa.
-¿De modo que no existe el tal amigo? -le dijo Noah a Fagin.
-No, en efecto, no existe. Pero os he traído aquí para que veáis cómo vivimos. En
esta casa somos como una gran familia. Ahora estamos muy preocupados por uno
de los nuestros, el P¡llastre, que fue capturado ayer
-¿Por algo serio? -preguntó asustado Noah.
-Lo pillaron tratando de limpiar un bolsillo y le encontraron además una caja de
rapé de plata. Aunque le puede caer una buena condena, no ha dicho nada. ¡Bueno
es él para cantad
-Bueno, ya lo conoceré.
-No estoy tan seguro. Si encuentran pruebas, es un caso de “deportación de por
vidá.
En ese momento, entró Charley Bates con cara compungida y dijo:
-Se acabó todo, Fagin. Han encontrado al dueño de la caja y a dos o tres testigos.
Lo mandarán al extranjero. ¡Y todo por una cajucha de rapé que no vale más de tres
peniques!
-Piensa en el honor, la distinción, de ser deportado a tan corta edad - contestó
Fagin para consolarlo.
El domingo, Nancy estaba en su casa. Cuando dieron las once de la noche, se puso
su gorrito y su abrigo para salir
-¿A dónde vas? -le preguntó Sikes.
-A dar una vuelta -contestó ella-. No me encuentro demasiado bien y necesito
tomar el aire.
-Pues te vas a conformar con sacar la cabeza por la ventana -le contestó el
ladrón-. Tú no vas a ninguna parte.
El hombre se levantó, le quitó el gorro de un manotazo y la arrojó sobre la cama.
-¡Déjame salir, Bill, te lo suplico! -imploró Nancy.
Fagin, que estaba en casa de Bill en aquel momento, no movió un dedo por la
muchacha. Bill Sikes la agarró con fuerza, la sentó en una silla y allí la mantuvo
inmóvil durante un buen rato.
Cuando dieron las dote, la muchacha se dio por vencida y, con los ojos hinchados y
rojos, empezó a mecerse hasta quedar completamente dormida. Fagin cogió
entonces su sombre ro y se despidió.
De camino hacia su casa, Fagin empezó a pensar qué le podía pasar a Nancy.
Quizá se hubiera cansado de Bill Sikes, que la trataba peor que a un perro, y se
hubiera enamorado de otro hombre. Pensó que si era así, el nuevo amor de Nancy
podría ser una buena adquisición, y aun más con una consejera lista y
experimentada como ella.
-Habrá que echarle el guante -se dijo Fagin a sí mismo-. Sería una buena manera
de quitarme de en medio a ese odioso Sikes. Y además, mi influencia sobre la
muchacha sería ilimitada si me convierto en cómplice de su infidelidad.
Fue entonces cuando el judío se dirigió a la posada para proponerle a Noah
Claypole que fuera su espía.
Te necesito -le dijo-, para un trabajo que requiere discre ción y cautela. Sólo se
trata de seguir a una mujer y de saber dónde va, a quién ve y lo que dice. Te daré
una libra.
-tA quién hay que seguir? -preguntó Noah.
-Es una de las nuestras -contestó el judío-. Se ha echado nuevos amigos y he de
saber quiénes son. Ella no te conoce, por eso eres mi hombre.
-¡Trato hecho! -concluyó Noah.
CAPÍTULO TRECE
TERRIBLES CONSECUENCIAS
Había pasado una semana, llegó el domingo y Nancy consiguió por fin acudir al
puente de Londres. A las doce en punto, llegaron Rose Maylie y el señor Brownlow.
-Aléjemonos de aquí -dijo Nancy en voz baja -. Hablaremos más tranquilos abajo, al
pie de la escalera.
Lo que ella no sabía es que cualquier precaución era inútil porque Noah Claypole
seguía sus pasos y oía sus palabras.
-Siento no haber podido venir la otra noche, pero Bill Sikes me retuvo en casa por
la fuerza...
-Conozco el contenido de la entrevista que mantuvo el otro día con esta
señorita-dijo el señor Brownlow señalando a Rose-, y creemos que debemos
arrancarle a ese Monks su secreto como sea. De no ser así, habná que entregar a
Fagin a la policía, ya que él es el único que conoce la verdad.
-¡Nunca! -exclamó Nancy-. Yo jamás me volveré contra mis compañeros, porque
ninguno de ellos se ha vuelto contra mí.
-Entonces díganos al menos dónde podemos encontrar a Monks -repuso el señor
Brownlow.
-Darán con él en una taberna llamada Los Tres Patacones.
-¿Cómo reconoceremos a ese criminal?
-Es moreno, alto y fuerte; parece mayor, aunque no tiene más de veintiocho años
y tiene los ojos negros y muy hundidos. Sufre frecuentes ataques de nervios que le
hacen tirarse al suelo y morderse las manos y los labios hasta hacerse sangre. Ah, y
otra cosa: tiene en la garganta...
-¿Una mancha roja como una quemadura? -interrumpió el señor Brownlow.
-Sí -contestó Nancy sorprendida-. ¿Lo conoce?
-Creo que sí. Pero ya veremos, puede que no sea el mismo. En cualquier caso, nos
ha dado una información valiosísima. ¿Cómo podríamos agradecérselo?
-Ya nada pueden hacer por mí, he perdido toda esperanza. Soy esclava de mi
propia vida, y es muy tarde para dar marcha atrás. Ahora, por favor, márchense, es
lo mejor que pueden hacer.
-Déjenos ayudarla: aún está a tiempo de cambiar su vida...
-No insistan, se lo ruego. Buenas noches, señor Buenas noches, señorita Maylie.
Rose y el señor Brownlow se alejaron y Nancy marchó a su casa. Cuando los tres
estaban ya lejos, Noah echó a correr para contar a Fagin lo que había descubierto.
Antes de que amaneciera, Fagin ya estaba al tanto de todo lo ocurrido. Se
encontraba en su casa, preso del pánico, acurrucado ante la chimenea, con el
corazón lleno de odio. Llegó entonces Bill Sikes a entregarle un paquete.
-¿Qué te pasa? -le preguntó éste al verle la cara completamente desencajada.
Fagin le contó lo que había descubierto Noah. Sikes, entonces, fuera de sí, salió a
la calle; caminó a paso rápido hasta su casa, sin pararse ni un momento a pensar en
lo que iba a hacer. Subió de prisa las escaleras, entró en la habitación, cerró la
puerta con llave y fue hacia la cama donde Nancy estaba durmiendo.
-¡Arriba! -la despertó Sikes a gritos.
-¿Qué te pasa? -le preguntó ella, todavía medio dormida.
Sin decir una palabra, el ladrón la agarró por el cuello y la arrastró hasta el centro
de la habitación.
-¡Bill! ¡Bill! -gritó la muchacha-. ¿Qué he hecho?
-Anoche lo espiaron. Ahora lo sé todo.
-Entonces, perdóname la vida como yo he perdonado que tú me hayas arrastrado a
mí a esta existencia infame -dijo la muchacha aferrándose a él-. Piensa un poco, Bill.
Ahórrate este crimen. ¡Juro que te he sido fiel, Bill!
El ladrón, sordo ante las súplicas de Nancy, agarró una pistola y golpeó con ella a
la muchacha una y otra vez hasta que ésta cayó al suelo cegada por la sangre, que
fluía de una profunda brecha en su cabeza. La muchacha consiguió no obstante
ponerse de rodillas y, juntando las manos, se puso a rezar El ladrón cogió entonces
un garrote y la remató de un solo golpe en la cabeza.
Cuando los primeros rayos de sol iluminaron la habitación donde yacía el cadáver
de Nancy, Sikes quemó las ropas que llevaba, ya que estaban manchadas de sangre.
Luego, escapó de allí con su perro; una sola idea ocupaba su mente: huir Anduvo tan
rápido que, al cabo de una hora, estaba fuera de Londres.
Caminó durante todo el día por campos, prados y bosques sin hallar un lugar
seguro donde esconderse, porque en todas partes se hablaba del horrible crimen. Al
anochecer, tomó la decisión de volver a la ciudad.
-No hay mejor lugar para esconderse. Mis amigos me ayudarán -pensó.
Mientras tanto, en una chabola de un mísero barrio a orillas del Támesis estaban
escondidos Toby Crackit, Chitling y un expresidiario llamado Kags.
-¿Es cierto que han cogido a Fagin? -preguntó Toby Crackit.
-Sí, esta tarde -contestó Chitling-. Charley Bates y yo conseguimos escapar por la
chimenea; a Bolter lo trincaron a la vez que a Fagin. Imagino que Charley estará a
punto de llegar Ya no hay lugar donde esconderse; de todos los que acudíamos a Los
Tres Patacones, no ha quedado nadie a salvo. ¡Menuda redada!
Al caer la noche, los tres hombres seguían sentados, silen ciosos, a la espera de
alguna noticia. Un fuerte golpe en la puerta rompió de pronto aquel denso silencio;
después, los pasos de alguien que subía las escaleras y, por fin, los tres hombres
vieron entrar a Bill Sikes. Se quedaron boquiabiertos; no les dio tiemp o a reaccionar
y, al instante, entró también Charley Bates quien, al reconocer a Sikes, dio un paso
atrás.
-¡Vamos, Charley! Soy yo -dijo Sikes yendo hacia él.
-No te acerques -contestó el otro-. Me das... asco.
Y, dirigiéndose a los demás, se puso a gritar:
-¡Mirad a este monstruo! ¡Miradlo bien! Merecería ser que mado a fuego lento por el
crimen que ha cometido. Voy a entregarlo a la policía y vosotros me vais a ayudar
Llevado por su rabia, Charley Bates se abalanzó contra Sikes, lo derribó, y ambos
rodaron por el suelo. Pero Sikes era más fuerte que el muchacho, y consiguió
inmovilizarlo sin demasia do esfuerzo. Estaba a punto de darle el golpe final, cuando
se oyó un tumulto de gente que se acercaba a la chabola; el rumor de que el asesino
estaba allí, se había extendido por el barrio y una multitud se acercaba para
lincharlo. Toby Crackit sugirió a Sikes que escapara por una de las ventanas.
El asesino soltó a su víctima y miró a su alrededor desconcertado. Charley Bates se
incorporó, corrió hacia la ot ra ventana, la abrió y se puso a gritar:
-¡Socorro! ¡El asesino está aquiil ¡Suban, suban rápido!
Bill Sikes agarró al muchacho, lo arrastró hasta la habitación contigua y allí lo dejó
encerrado con llave. Luego, cogió una larga cuerda, subió al desván y, tras levantar
un tragaluz, salió al tejado. Desde arriba, vio a la multitud encolerizada que gritaba
exigiendo su muerte, y oyó cómo la gente intentaba entrar en la casa. Ató un
extremo de la cuerda a una chimenea y en el otro hizo un nudo corredizo para
intentar descender hasta la calle. Pero en el mismo instante en que se pasaba el lazo
por la cabeza para deslizarlo luego hasta las axilas, algo extraño le ocurrió: levantó
la vista al cielo y creyó ver el rostro ensangrentado de su víctima. El pánico se
apoderó de él, lanzó un grito de terror y perdió el equilibrio cayendo al vacío, donde
quedó colgando sin vida.
CAPÍTULO CATORCE
LA CONFESIÓN DE EDWARD LEEFORD
Aquella misma tarde, Monks fue llevado a la fuerza a casa A del señor Brownlow.
-¿Cómo es posible que el mejor amigo de mi padre me trate de esta manera?
-gritó el canalla, enfadado.
-Sí, Edward -lijo en tono triste el señor Brownlow-, tu padre era mi mejor amigo y
era, además, el hermano de la mujer con la que me iba a casar si la muerte no se la
hubiera llevado inesperadamente la misma mañana de nuestra boda. Pero no es de
mí de quien quiero hablar, sino de tu hermano.
-¡Yo no tengo ningún hermano!
-¡Sabes que sib Es cierto que tú eres el único hijo del infeliz matrimonio que
formaron tu padre y tu madre. Cuando tus padres se separaron, tu padre conoció a
un oficial de marina, retirado y viudo, que vivía en el campo con sus dos hijas. Una
de ellas se enamoró de tu padre, y él de ella; al cabo de año y medio, estaban
prometidos. Fue entonces cuando tu padre recibió la herencia de un pariente que
vivía en Roma y tuvo que marcharse para allá; pero la fatalidad quiso que él cayera
gravemente enfermo. Tu madre y tú acudisteis inmediatamente a su lado y, al día
siguiente de vuestra llegada, él murió sin dejar testamento, de modo que todos sus
bienes fueron a parar a vuestras manos.
Monks, que había estado reteniendo el aliento durante todo este tiempo, suspiró
entonces profundamente, manifestando un gran alivio.
-Antes de marchar al extranjero -siguió el señor Brownlow-, tu padre vino a verme
y me entregó un retrato de su hermana, la que iba a ser mi esposa. También me
habló atropelladamente de la deshonra que él mismo había provocado a su joven
prometida. Cuando él murió, fui a visitar a esa muchacha que iba a ser madre, con el
fin de acogerla en mi propio hogar, pero llegué demasiado tarde porque la familia
había abandonado la región.
Monks miró entonces alrededor con una sonrisa de triunfo.
-Cuando tu hermano se cruzó en mi camino y lo rescaté de una vida de crimen y
miseria, su gran parecido con el retrato del que te he hablado me dejó impresionado.
Desgraciadamente, lo secuestraron antes de que pudiera contarme su his toria.
Sospechando que tú podías estar detrás de todo esto, lo busqué por todas partes,
pero no lo encontré hasta hace dos horas... Tienes un hermano, Edward, tú lo sabes
y lo conoces. Había pruebas de ello, pero tú mismo las destruiste. Así que, si no
quieres que te haga detener por cómplice del asesinato de Nancy, tendrás que
contarlo todo ante testigos y devolverle a tu hermano lo que le corresponde.
-Haré lo que usted me pida -aceptó Monks, viéndose sin escapatoria.
Dos días más tarde, Oliver viajaba, junto con la señora Maylie, Rose y el doctor
Losberne, hacia su ciudad natal. Detrás, seguía el señor Brownlow, acompañado de
Monks.
Se instalaron en un hotel de la ciudad donde les estaba esperando el señor
Grimwig. Pasadas las primeras horas de ajetreo, el señor Brownlow los reunió a
todos, incluyendo a Oliver, quien no pudo reprimir un grito de terror al ver entrar a
Monks.
-Este niño -dijo el señor Brownlow a Monks atrayendo a Oliver hacia sí- es tu
hermanastro, fruto de la unión entre tu padre, mi amigo Edwin Leeford, y Agnes
Fleming, que murió en el hospicio de esta ciudad al dar a luz. Ahora, Edward, quiero
que cuentes, delante de todo el mundo, lo que tan cuidadosamente has ocultado
durante estos años.
-Está bien -contestó Monks-. Cuando mi padre murió en Roma, mi madre encontró,
entre sus papeles, dos documentos: el primero era una carta de amor dirigida a
Agnes Fleming; el otro era un testamento.
-¿Y qué decía? -preguntó el señor Brownlow.
Como Monks no contestaba, fue el propio señor Bronwlow quien lo hizo:
-Os dejaba a ti y a tu madre una renta de ochocientas libras. El grueso de su
fortuna lo dividía en dos partes: una para Agnes Fleming y otra para el hijo de
ambos, es decir, para Oliver
-Mi madre hizo entonces lo que tenía que hacer -gritó Monks-: quemó el
testamento y guardó la carta como prueba de la falta de mi padre. Cuando Agnes
Fleming le contó la verdad a su padre, éste, avergonzado, huyó con sus hijas. Poco
después, la muchacha abandonó el hogar, y aunque el padre la buscó por todas
partes, no pudo dar con ella. Convencido de que su hija se había suicidado para
ocultar su vergüenza, el hombre volvió a su casa y, a la mañana siguiente, apareció
muerto en su cama.
-¿Y qué pasó con el guardapelo y la alianza? -preguntó el señor Brownlow.
-Los compré -contestó Monks- a un matrimonio. Ellos los habían recibido de la
vieja que atendió a Agnes Fleming en el hospicio. Luego, tiré los dos objetos al río.
Fue entonces cuando el señor Grimwig salió de la habitación para volver instantes
después empujando a la señora Bumble, que tiraba de su cobarde cónyuge.
-¿Conocen ustedes a este hombre? -les preguntó el señor Brownlow.
-No lo hemos visto en nuestra vida -contestó impasible la señora Bumble.
-Él mantiene que les compró a ustedes unas alhajas...
-Está bien -dijo la señora Bumble-: si ese cobarde ha confesado, yo no tengo nada
más que decir. Sí, le vendimos el guardapelo y la alianza de Agnes Fleming. ¿Y qué?
-Y nada -repuso el señor Brownlow-, sólo que me voy a ocupar personalmente de
que no vuelvan a tener un puesto de trabajo relacionado con niños.
Después, cuando los Bumble se hubieron marchado, el señor Brownlow cogió la
mano de Rose y dijo:
-Edward Leeford, ¿conoces a esta señorita?
-Sí -contestó Monks-. Agnes Fleming tenía una hermana pequeña que fue recogida
por unos humildes labradores. La niña llevó una vida miserable hasta que una viuda
que vivía en Chester se apiadó de ella y se la llevó a su casa. Hoy está aquí, en esta
habitación. Es la señorita Rose.
-¡Pero no por eso va a dejar de ser mi sobrina! -exclamó la señora Maylie
abrazando a la desfallecida muchacha.
-¡Ahora todo será mucho más fácil! -intervino el señor Brownlow dirigiéndose a
Rose.
Aquella noche, Rose y Oliver hallaron un padre, una hermana y una madre y, así,
cada uno se encontró con su destino. Inclusive Fagin, quien aquella noche pasaba las
últimas horas de su vida en una celda, a la espera de que lo ejecutaran al alba.
Rose y Harry se casaron tres meses después en una pequeña iglesia. La señora
Maylie se fue a vivir con ellos y vivió dicho sa los últimos años de su vida.
El señor Brownlow adoptó a Oliver y ambos se fueron a vivir, con la señora Bedwin,
a un lugar cercano a aquél donde vivían los Maylie.
Monks, tras derrochar su parte de la herencia en América, volvió a las andadas y
pasó largas temporadas en la cárcel, donde finalmente murió, víctima de uno de sus
habituales ataques.
El señor y la señora Bumble, privados de sus cargos, fueron sumiéndose poco a
poco en la miseria y murieron en el mismo hospicio donde una vez habían reinado
despiadadamente sobre otros.
FIN