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jueves, 13 de diciembre de 2012

¿Por qué contamos cuentos a los niños?


¿Por qué contamos cuentos a los niños?

No lo dudamos, les contamos cuentos a los niños desde antes incluso que tengan uso de razón; es algo que ni nos planteamos, lo hacemos casi por instinto y sólo cuando los pequeños van creciendo comenzamos a pensar en el mensaje que encierra cada cuento y a elegirlos en función no sólo del gusto sino de lo que queremos transmitir a los niños.

No necesitamos aprender a respirar. No necesitamos recordarle a nuestros corazones que deben latir. Tampoco necesitamos aprender a escuchar buenos cuentos y mucho menos a contarlos nosotros mismos. El cuento es una forma de comprensión característica de los seres humanos y, como tal, prevalece sobre toda diferencia cultural. (Jostein Gaarder)

Contamos cuentos a los niños por muchas razones, pero hay dos que son básicas, esenciales: porque los entienden y porque son el alimento de la imaginación en la que ha de desarrollarse la creatividad que les permita ser resolutivos y ocurrentes.

Decía Hodding Carter que sólo dos legados duraderos podemos dejar a nuestros hijos: uno, raíces; otro, alas. En el amor y el cariño, en el hogar, crecen las raíces y en los cuentos, las alas; por eso nos convertimos en cuentacuentos de forma casi instintiva.

Siendo el cuento tan poderosa e universal herramienta ¿cómo no seguir contándonos cuentos cuando dejamos atrás la niñez? Los cuentos enamoran y encantan porque nos conectan con nuestros sueños y anhelos, nos arrancan sonrisas y nos predisponen casi a-lo-que-sea.

Claro que hablamos, como hacemos siempre, de cuentos bien pensados, bien hilados y bien transmitidos, con la carga de sensorialidad, sensualidad y emotividad justa en cada caso. Y también con su nivel justo y necesario de honestidad porque, si bien es cierto lo que decía Gunter Grass:

Las personas siempre han contado cuentos. Mucho antes de que la humanidad aprendiera a leer y escribir, todo el mundo escuchaba cuentos. Y había narradores que los contaban mejor que otros, es decir, que la gente les creía más sus mentiras.

No lo es menos lo que nos dice Rosa Montero:

Mucho de lo que cuento en primera persona como si se tratara de una autobiografía es pura mentira. Ahora, que esas mentiras puedan tener una cantidad de verdad dentro, es otra cosa.

En definitiva, los cuentos son historias imaginadas e inventadas… que se inspiran tanto en la realidad como en los sueños y dentro de las que late la verdad por eso son un lenguaje universal, por eso gustan y enganchan, por eso funcionan como vehículos para transmitir información.

Y por eso el Storytelling es más, mucho más, que una moda o un invento del nuevo marketing, es la expresión mínima y máxima de nuestra capacidad para comunicarnos y comprendernos.

Dice Jostein Gaarder que más allá de toda división política, cultural e histórica, el cuento proporciona a la humanidad en su conjunto una lengua materna común. Una lengua materna que no se transforma ni se diluye a su contacto con otras ni en su uso, añado, porque es un idioma ligado a nuestra emocionalidad e imaginación, al niño que en cierta medida nunca dejamos de ser.

Vestirse de cuento, vestir una firma o un producto de cuento… es una buena idea… siempre que el cuento sea bueno y esté bien contado.

Berta Rivera es una filóloga que trabaja en ventas, relata en loff.it, escribe un blog (ahora vergonzosamente desactualizado) y cuenta cuentos al caer la noche por esas cosas de la maternidad. Me declaro fan de la creatividad aplicada a la vida, a las pequeñas cosas y a la comunicación… porque las cosas no se dicen, se cuentan.

Enid Blyton -- Los cinco – Los cinco juntos otra vez



El Club de Los Cinco
Los Cinco Juntos
Otra Vez

Enid Blyton




CAPÍTULO PRIMERO
Han llegado las vacaciones
—Jorge, ¿quieres hacer el favor de sentarte y estarte quieta? —dijo Julián—.
Sólo falta que, encima del movimiento del tren, tengamos el tuyo. No paras de
ir de una ventanilla a otra, ni de darme pisotones.
—Es que ya estamos tan cerca de Kirrin, que es como decir de casa —dijo
Jorge—, que no puedo estarme quieta. He echado tanto de menos a Tim
mientras hemos estado fuera, que estoy impaciente y nerviosa. Me gusta mirar
por la ventanilla y ver lo cerca que estamos ya de Kirrin. ¿Crees que Tim nos
esperará en la estación ladrando como un loco?
—No seas tonta —exclamó Dick—. Tim es un perro muy listo, pero no tanto
que pueda leer los horarios de los trenes.
—Ni falta que le hace —respondió Jorge—. Siempre sabe cuándo llego a
casa.
—Es verdad —dijo Ana—. Tu madre dice que el día de tu llegada, Tim está
excitado, no para un momento, y continuamente se está asomando a la puerta
de la casa para mirar a la calle.
—¡Es una maravilla de perro! —exclamó Jorge, pisando una vez más a
Julián, al acercarse a la ventanilla—. ¡Ya llegamos! Ahí está el paso a nivel.
¡Hurra!
Sus tres primos la miraron riendo. Jorge se portaba siempre así cuando
regresaban a casa para disfrutar de las vacaciones. No cesaba de hablar de su
querido Tim en todo el camino. Julián pensó que parecía verdaderamente un
chico, con su pelo corto y rizado y su expresión resuelta. Jorge suspiraba por ser
un muchacho y hacía lo posible por hablar y obrar como si lo fuera. Cuando la
llamaban por su nombre verdadero, Georgina, nunca contestaba.
—¡Estamos llegando a la estación de Kirrin! —gritó Jorge, sacando medio
cuerpo por la ventanilla—. Ahí está nuestro Pedro. ¡Hola, Pedro! ¡Ya estamos
otra vez aquí!
El tren entró en la estación. Pedro saludó a la niña sonriendo. Conocía a
Jorge desde que era casi un bebé. Jorge abrió la puerta y saltó al andén.
—¡Otra vez en casa! —gritó alegremente—. ¡Otra vez en Kirrin! Tim está en
la estación, ¿verdad?
Pero Tim no estaba en la estación.
—Debe de haberse olvidado de que llegabas —dijo Dick con sorna.
Jorge le dio un pellizco. Pedro se acercó a ellos sonriente para darles la
bienvenida. Todo Kirrin conocía a los cinco, contando a Tim, claro es. Pedro
puso las maletas en su carretilla y se dirigió con ellos hacia la salida.
—Las mandaré a «Villa Kirrin» tan pronto como llegue la furgoneta —
dijo—. ¿Cómo os ha ido en el cole?
—Estupendo —respondió Dick—. Pero este trimestre se nos ha hecho un
poco largo. Este año Pascua ha caído muy tarde. ¡Mirad qué bonitas están las
flores de la estación!
Pero Jorge no tenía ojos para las flores. Seguía buscando con la mirada a su
querido Tim. ¿Dónde estaba? ¿Por qué no había acudido a la estación para
recibirla? Era la primera vez que pasaba esto. Se volvió hacia Dick, con un gesto
de preocupación.
—¿Estará enfermo? —preguntó—. ¿Me habrá olvidado? Quizás ha...
—No temas, Jorge —respondió Dick, tratando de tranquilizarla—. Estará
encerrado en casa y no habrá podido salir. ¡Cuidado! A ver si te aplasta un pie
la carretilla.
Jorge se apartó. ¿Qué le habría pasado a Tim? Seguro que estaría enfermo...,
o habría sufrido un accidente..., o quizás Juana, la cocinera, se habría olvidado
de soltarlo, y estaría atado.
—Si tengo dinero suficiente, tomaré un taxi para ir a casa —dijo, buscando
en su monedero—. Vosotros podéis ir a pie. Quiero saber en seguida si le ha
ocurrido algo a Tim. Es la primera vez que no ha venido a la estación.
—No, Jorge. Piensa en lo fantástico que será ir dando un paseo hasta «Villa
Kirrin» —dijo Ana—. A todos nos encanta ver tu isla, la isla de Kirrin, la bahía.
Será magnífico oír el ruido de las olas mientras vamos paseando.
—Tomaré un taxi —repitió Jorge, tercamente, contando su dinero—. Si
queréis, podéis venir conmigo en el taxi. A quien quiero ver es a Tim, no la isla,
la bahía o todo eso. Seguro que está enfermo, o que ha tenido un accidente, o
algo por el estilo.
—Bien, Jorge; haz lo que quieras —dijo Julián—. Verás como encuentras
perfectamente al viejo Tim. Se habrá olvidado de venir a la estación y eso será
todo... Hasta luego.
Los dos hermanos y Ana se fueron juntos, deseosos de disfrutar del paseo.
¡Era emocionante ver de nuevo la bahía de Kirrin y la isla de Jorge!
—¡Qué suerte! ¡Tener una isla sólo para ella! —exclamó Ana—. Es curioso.
Ha pertenecido a su familia desde hace muchos años y, de pronto, su madre se
la regala. Apostaría la cabeza a que ha estado dando la lata a tía Fanny hasta
que ha conseguido que se la regale... Ojalá no le haya pasado nada a Tim. No
disfrutaríamos de las vacaciones si le hubiese ocurrido algo.
—Seguro que Jorge se iría a vivir con él en su caseta —dijo Dick, sonriendo.
Y exclamó de pronto—: ¡Mirad! ¡El mar, la bahía, la isla...! ¡Todo tan
maravilloso como siempre!
—¡Y las gaviotas maullando como gatos! —dijo Julián—. ¡Y el castillo en
ruinas! Todo sigue igual. Al castillo no se le ha caído ni una sola piedra.
—Desde aquí no lo puedes ver —le advirtió Ana—. ¡No hay nada como un
primer día de vacaciones! ¡Se tiene tanto tiempo por delante para disfrutarlas!
—Sí, pero luego, sólo unos cuantos días después, ve uno que las vacaciones
se han acabado —dijo Julián, y preguntó—: ¿Estará ya en casa Jorge?
—El taxi nos ha adelantado a una velocidad de miedo —respondió Dick—.
Apuesto lo que queráis a que Jorge le iba gritando al conductor que acelerase.
—¡Mirad! ¡Allí está «Villa Kirrin»! —exclamó Dick—. Ya veo las chimeneas.
De una de ellas sale humo.
—¡Qué raro! ¿Por qué sólo una? —preguntó Julián—. Tanto la cocina como
la chimenea del despacho de tío Quintín están siempre encendidas. Tío Quintín
es muy friolero y no quiere estar sin calefacción cuando trabaja en sus inventos.
—Quizás no esté en casa —dijo Ana, esperanzada, acordándose del mal
genio que tenía el padre de Jorge—. Creo que a tío Quintín le convendría
tomarse de cuando en cuando unas vacaciones. Siempre está rodeado de
montañas de papeles llenos de números.
—Bueno, confío en que lograremos no molestarle demasiado —dijo
Julián—. Tía Fanny lo pasa muy mal cuando tío Quintín sale de su estudio
hecho una fiera, gritando. Procuraremos estar en casa lo menos posible.
Estaban ya muy cerca de «Villa Kirrin». Cuando se acercaban a la verja del
jardín vieron a Jorge que salía corriendo de la casa. Lloraba amargamente.
—Por lo visto, al pobre Tim le ha ocurrido algo malo —dijo Julián,
preocupado—. Jorge no llora nunca. ¿Qué habrá pasado?
Todos corrieron alarmados hacia «Villa Kirrin». Ana gritó mientras corría:
—¡Jorge! ¡Jorge! ¿Qué ha pasado? ¿Le ha ocurrido algo a Tim? ¿Qué pasa,
Jorge?
—Que no podemos quedarnos aquí —respondió la niña lloriqueando—.
Tenemos que irnos a otra parte. Ha sucedido algo espantoso.
—¡Di de una vez lo que ha pasado! —gritó Dick, inquieto—. ¡Por favor,
habla! ¿Han atropellado a Tim? ¿Está enfermo?
—No, no es cosa de Tim —repuso Jorge, secándose los ojos con el dorso de
la mano, pues no llevaba pañuelo—. Se trata de Juana, la cocinera...
—¿Qué le ha pasado? —preguntó Julián, imaginándose cosas atroces—.
¿Quieres hablar de una vez?
—Juana tiene la escarlatina —explicó Jorge, entre lágrimas—. Por eso no
podemos quedarnos en «Villa Kirrin».
—¿Por eso? —exclamó Dick—. ¡Bah! A Juana la llevarán a un hospital.
Nosotros podemos quedarnos para ayudar a tu madre. Compadezco a Juana,
pero la escarlatina no es nada del otro mundo, Jorge. De modo que anímate... En
fin, vamos a ver a tu madre. ¡Pobre tía Fanny! ¡Vaya panorama! Juana enferma
y nosotros aquí. Bueno, ya buscaremos el modo de...
—¡No digas más tonterías, Dick! —dijo Jorge, furiosa—. No podemos
quedarnos en «Villa Kirrin». Mi madre no me ha dejado pasar ni siquiera al
recibidor. Me ha dicho que me quede en el jardín. Pronto llegará el doctor.
Alguien los llamó desde una de las ventanas de la casa.
—¿Estáis ahí? ¡Hola, muchachos! ¡Oye, Julián! ¡Acércate, por favor!
Todos entraron en el jardín y vieron a tía Fanny asomada a la ventana de su
dormitorio.
—Escuchad —dijo—. Juana tiene la escarlatina y estamos esperando a que
llegue una ambulancia para llevarla al hospital y...
—¡No te preocupes, tía Fanny, te ayudaremos en todo lo que podamos! —
contestó Julián.
—No me entiendes, Julián —dijo tía Fanny—. Escucha. Ni tío Quintín ni yo
hemos tenido nunca la escarlatina. Por lo tanto, estamos en cuarentena. No se
puede acercar nadie a nosotros: se expondría a contagiarse. ¿Comprendes?
—¿También puede contagiarse Tim? —preguntó Jorge.
—¡No digas tonterías, Jorge! —le contestó su madre—. ¿Cuándo has visto
que un perro tenga el sarampión, la gripe o cualquiera otra de nuestras
enfermedades? Tim no está en cuarentena. Lo puedes sacar de su caseta cuando
quieras.
La cara de Jorge se iluminó inmediatamente, y la niña echó a correr hacia la
parte trasera de la casa, mientras llamaba al perro a voz en grito. En seguida se
oyeron alegres ladridos.
—Tía Fanny, ¿qué debemos hacer? —preguntó Julián—. A mi casa no
podemos ir porque mi familia sigue en Alemania. ¿Tendremos que
hospedarnos en un hotel?
—No. Ya pensaré adónde podéis ir —le respondió su tía—. ¡Válgame Dios!
¡Qué jaleo está armando Tim! ¡Con el dolor de cabeza que tiene la pobre Juana!
—Ahí está la ambulancia —gritó Ana, al ver una gran furgoneta blanca que
se acercaba por la calle.
La señora de Kirrin desapareció de la ventana para ir a dar la noticia a
Juana. Un enfermero y el conductor de la furgoneta se dirigieron a la puerta de
la casa transportando una camilla. Los cuatro niños observaron con curiosidad
toda la operación. Poco después los dos camilleros aparecieron nuevamente con
la camilla, en la que estaba la cocinera envuelta en una sábana. La enferma
saludó con la mano a los niños.
—¡Pronto estaré de vuelta! —dijo—. Ayudad a la señora Kirrin si podéis.
—Adiós, Juana —dijo Ana entre lágrimas—. ¡Ponte buena pronto! Te
echaremos mucho de menos.
Las puertas de la ambulancia se cerraron y el vehículo se alejó lentamente.
—¿Qué vamos a hacer? —dijo Julián, volviéndose hacia Dick—. Ni
podemos quedarnos aquí ni podemos entrar en casa. ¡Oh, aquí está Tim! ¿Cómo
va eso, Tim? Menos mal que tú no puedes enfermar de escarlatina. ¡Aparta! ¡Me
vas a tirar al suelo!
Tim era el único que se sentía feliz. Los demás estaban preocupados. ¿Qué
harían? ¿Adónde podían ir? ¡Qué principio de vacaciones tan desastroso!
—¡Aparta, Tim, apártate! ¡Qué perro tan pesado! ¡Cualquiera diría que no
ha oído hablar nunca de la escarlatina! ¡Quieto, Tim; no me lamas!

CAPÍTULO II
Los cinco se trasladan
Jorge seguía preocupada. Primero sus temores de que Tim estuviese
enfermo o herido, y luego la pena de saber que Juana tenía la escarlatina y de
haber visto cómo se la llevaban al hospital, no eran motivos para que en su cara
se reflejara la alegría.
—Deja ya de suspirar, Jorge —dijo Ana—. Tenemos que hacernos fuertes y
pensar algo.
—Voy a ver a mamá —decidió Jorge—. Me importa un bledo que esté en
cuarentena.
—Eso, ni pensarlo —le dijo Julián, asiendo con fuerza su brazo—. Sabes
muy bien lo que quiere decir cuarentena. Cuando tuviste la tos ferina te
prohibieron que te acercaras a nosotros, para evitar que nos la contagiases.
Tenías microbios y no pudiste acercarte a nadie durante varias semanas. Me
parece que en la escarlatina eso sólo dura dos semanas. Así que no puede ser
muy grave.
Jorge siguió lloriqueando, mientras trataba de desprenderse de Julián. Éste
guiñó el ojo a Dick y dijo algo que hizo que Jorge cambiase de conducta en un
segundo.
—¡Mirad a Jorge! —exclamó—. Se está portando como una niña llorona.
¡Pobre Georgina!
Jorge cesó inmediatamente de lloriquear y dirigió a Julián una mirada
furiosa. Nada le molestaba tanto como que leʹ dijesen que se portaba como una
niña tonta. ¡Y qué horroroso le parecía su verdadero nombre, Georgina! Dio un
puñetazo a Julián y éste sonrió y la soltó.
—Eso está mejor —dijo—. ¡Ánimo, Jorge! ¡Mira qué extrañado está Tim!
Casi nunca te había oído llorar.
—¡No estoy llorando! —protestó Jorge—. Estoy..., bueno, estoy preocupada
por Juana. Además, es horrible no tener ningún sitio adonde ir.
—Tía Fanny está telefoneando —dijo Ana, que tenía el oído muy fino.
Tim le lamió la mano y ella lo acarició. El simpático perro los había recibido
cariñosa y alegremente, ladrando como un loco y lamiéndoles a todos las
manos. Se sentía feliz al ver de nuevo a Jorge y le sorprendió su tristeza.
—Esperemos sentados a que se asome tía Fanny —dijo Julián, sentándose
en el césped—. Parecemos unos tontos aquí de pie, mirando la casa como si no
la hubiésemos visto nunca. Tía Fanny aparecerá en seguida en la ventana,
seguro que habrá encontrado una buena solución para nuestro problema. ¡Tim!
Me obligarás a levantarme si sigues lamiéndome el cuello de ese modo. Como
esto continúe, tendrás que ir a traerme una toalla para secarme.
Las bromas de Julián devolvieron a todos parte de su alegría. Seguían
sentados en el césped y Tim iba de uno a otro agitando alegremente la cola. Para
él era una delicia estar con todos sus amigos de nuevo. Al fin se echó en la
hierba y apoyó la cabeza en las rodillas de Jorge, que lo acarició.
—Tía Fanny ha colgado el teléfono —anunció Ana—. Ahora se asomará a la
ventana.
—Tienes oído de perro: es tan fino como el de Tim —dijo Dick—. Yo no he
oído nada.
—¡Allí está mamá! —exclamó Jorge, poniéndose en pie al ver a su madre
asomada a la ventana.
—¡Todo va bien, muchachos! —dijo la señora Kirrin—. Ya he arreglado
vuestro asunto. He llamado por teléfono al profesor Hayling. ¿Lo recuerdas,
Jorge? Es ese científico que ha trabajado con tu padre. Iba a venir a pasar con
nosotros un par de días, y cuando le he dicho que no viniese porque estábamos
en cuarentena, en seguida me ha contestado que vayáis vosotros allí, y que
Manitas, su hijo (¿os acordáis de él?), se alegrará de que le hagáis compañía.
—¡Manitas! —exclamó Julián—. ¿Quién puede olvidarse de él ni de su
mono? Es aquel chico que tenía un faro en las Rocas del Diablo. Lo pasamos
colosal. Fueron unas vacaciones formidables.
—Pero esta vez no podréis ir al faro —dijo tía Fanny—. Hace poco hubo
una tormenta que lo dejó casi en ruinas. Está inhabitable.
—¿Entonces, adónde iremos? —preguntó Dick, un poco desilusionado—.
¿A la casa?
—Sí. Podéis ir en autobús. Hay uno que os dejará en el mismo Big Hollow,
que es donde vive el profesor —dijo tía Fanny—. Podéis ir hoy mismo. Siento
mucho lo que ha ocurrido, pero es algo que no se puede evitar. Estoy segura de
que lo pasaréis muy bien con Manitas y su mono. ¿Cómo se llama?
—Travieso —dijeron todos a la vez.
Ana sonrió al acordarse de aquel monito tan juguetón y divertido.
—El autobús pasa dentro de diez minutos —dijo tía Fanny—. Julián, si no
podéis cargar con todo el equipaje, decidle al jardinero que os ayude. Adiós.
Que os divirtáis mucho. Enviadme alguna postal. Ya os diremos cómo estamos
nosotros, aunque no creo que ni tío Quintín ni yo pesquemos la escarlatina. Ya
os mandaré dinero. Corred si no queréis que se os escape el autobús.
—¡De acuerdo, tía Fanny! ¡Y gracias! —gritó Julián—. Yo me encargaré de
vigilarlos a todos y especialmente a Jorge. No te preocupes por nosotros.
Se dirigieron a la puerta principal donde tenían las maletas.
—Ana, sal a la calle y haz parar al autobús cuando llegue —le ordenó
Julián—. Dick y yo transportaremos las maletas. ¿Cómo os parece que lo
pasaremos con Manitas en Big Hollow? Yo creo que lo vamos a pasar
estupendamente.
—Pues yo no —dijo Jorge, enfurruñada—. Me es muy simpático Manitas;
me parece un niño muy divertido. Y lo mismo digo del mono, tan gracioso,
aunque también tan travieso. Pero, ¿te acuerdas de lo que sucedió cuando el
padre de Manitas estuvo unos días con nosotros? Nunca llegaba a la hora de
comer, siempre estaba perdiendo el abrigo, el sombrero o la cartera, y también
perdía muchas veces la paciencia. Quedé de él hasta la coronilla.
—Supongo que también él acabará hasta la coronilla de nosotros —dijo
Julián—. No le parecerá nada divertido tener cuatro niños en su casa, y menos
si está haciendo algún trabajo difícil. Y no hablemos de Tim, que se pasa el día
dando lengüetazos a la gente.
—A él no lo lamerá —replicó Jorge en seguida, indignada—. No me gusta el
padre de Manitas.
—Bueno, no te enfurezcas —dijo Julián—. Tampoco creo que nosotros le
gustemos demasiado a él. El caso es que ha sido muy amable al invitarnos a
pasar unos días en Big Hollow, y tenemos que portarnos bien. ¿Entendido? De
modo que ya lo sabes, Jorge. Nada de jugarretas..., ni aunque él no se porte bien
con Tim.
—¡Pobre de él si se atreve! —exclamó Jorge—. Además, me parece que no
iré. Me quedaré con Tim aquí, en la casita de verano que hay al otro lado del
jardín.
—¡De ningún modo! —dijo Julián, asiéndola fuertemente de un brazo—.
No quiero tonterías. Vendrás con nosotros y te portarás bien. ¡Ahí está el
autobús! Veremos si hay asientos libres.
Ana había detenido al autobús y preguntó al conductor si había sitio. El
conductor conocía a los niños. Bajó inmediatamente.
—¡Qué pronto volvéis a la escuela! —exclamó—. Creía que estaba cerrada.
—Lo está —dijo Julián—. Nosotros vamos a Big Hollow. El autobús pasa
por allí, ¿verdad?
—Sí, pasamos por el centro del pueblo —dijo el conductor, levantando las
tres maletas a la vez, ante la envidia de Julián—. ¿A qué parte de Big Hollow
vais?
—Vamos a casa del profesor Hayling —dijo Julián—. Creo que esa casa se
llama como el pueblo: Big Hollow.
—¡Ah, sí! Pasamos por delante. Pararé ante la puerta y os ayudaré a bajar el
equipaje. Tendréis que llevar mucho cuidado con lo que hacéis en casa del
profesor Hayling. Es un poco raro, ¿sabéis? Cuando las cosas no van a su gusto
se pone furioso, y si se enfada con vosotros puede meteros en una de sus
extrañas máquinas y haceros picadillo.
Los niños se echaron a reír.
—No lo crea. El profesor es un hombre excelente —dijo Julián—. Sólo que
un poco despistado, como todos los que hacen trabajar mucho el cerebro. El mío
va muy despacio. En cambio, el de tío Quintín va a cientos de kilómetros por
hora, y supongo que el del profesor marcha a la misma velocidad. Lo
pasaremos muy bien.
El autobús arrancó y empezó a saltar en los baches de la ondulada carretera
que iba de Kirrin a Big Hollow. Los niños miraban por las ventanillas mientras
el autobús avanzaba junto a la playa donde el mar comenzaba a mostrar un
azul brillante bajo los rayos del sol. Todos vieron la isla de Kirrin en medio de la
bahía.
—¡Qué ganas tengo de ir a mi isla! —dijo Jorge, suspirando—. Iremos un
día a comer. Veréis qué bien lo pasamos. Me gustaría que Manitas viese mi isla.
Él tiene un faro, pero una isla es mucho más importante.
—Estoy de acuerdo contigo —dijo Julián—. El faro de Manitas es magnífico,
y desde él se disfruta de una vista maravillosa; pero la isla de Kirrin tiene algo
más hermoso y admirable. Las islas son diferentes de todo.
—Sí, son diferentes —dijo Ana—. Daría cualquier cosa por tener una isla,
una islita tan pequeña que pudiese abarcarla toda de una sola ojeada. ¡Ah! Y me
gustaría que tuviese una cueva con el espacio justo para que cupiese mi cuerpo,
y que sería mi dormitorio.
—Pronto te sentirías demasiado sola, Ana —dijo Dick, sonriendo—. Te
gusta tener gente a tu alrededor, para poder ser amable con los demás.
—Lo mismo le pasa a Tim —dijo Julián, señalándolo con el dedo.
Tim se había separado de Jorge y estaba olfateando la cesta de una señora
que, al verlo, lo acarició, sacó un bizcocho de uno de los paquetes del cesto y se
lo dio.
—A Tim le encanta estar rodeado de gente —dijo Julián, bromeando—,
siempre que en el grupo de personas haya alguien dispuesto a darle un
bizcocho, un hueso o algo que le guste.
—¡Ven aquí, Tim! —le ordenó Jorge—. No quiero que vayas olisqueando las
cestas de la gente, como si estuvieses hambriento. Eres el perro que come mejor
de todo Kirrin. ¿Quién se come la comida del gato cuando puede? ¿Eh?
Tim dio a Jorge un cariñoso lengüetazo y se sentó a su lado. Cada vez que
subía alguien al autobús, se levantaba respetuosamente. El revisor estaba
asombrado.
—¡Ojalá todos los perros que suben al autobús estuviesen tan bien
educados como el vuestro! —dijo—. Bueno, ya os podéis ir preparando para
bajar. La próxima parada está un poco más lejos de la casa adonde vais, pero
haré sonar el timbre, y el conductor parará un momento para que podáis bajar.
—Muchas gracias —dijo Julián.
Un minuto después se detuvo el autobús y los cinco bajaron rápidamente.
El autobús se alejó y los niños se encontraron ante una gran puerta de madera:
la del cercado. Estaba abierta y desde ella pudieron ver un gran edificio medio
oculto por árboles de gran altura.
—¡Big Hollow! —exclamó Julián—. ¡Hemos llegado! ¡Qué sitio tan extraño!
Tiene un algo de misterio, ¿verdad?... Bueno, ahora a buscar al amigo Manitas.
Cómo se alegrará de vernos, y especialmente de ver a Tim. ¡Ayúdame a llevar
las maletas, Dick!

CAPÍTULO III
Otra vez Manitas y Travieso
Los cuatro niños y Tim empujaron la puerta de madera, que se abrió
chirriando, y entraron en el recinto. Tim se asustó al oír aquel ruido tan raro y
empezó a ladrar furiosamente.
—¡Silencio! —le ordenó Jorge—. Tendrás problemas con el profesor si ladras
de ese modo. De ahora en adelante tendremos que hablar en susurros para no
molestar a ese sabio. De modo que aprende tú también a ladrar en voz baja.
Tim gimió débilmente, como para demostrar que también él era capaz de
expresarse en susurros. Al lado de Jorge y en compañía de los demás niños, se
dirigió a la casa por un estrecho sendero. La casa era una extraña construcción,
alargada y sin apenas ventanas.
—Sin duda, el profesor Hayling tiene miedo de que le espíen —dijo Ana—.
Su trabajo es secreto, ¿verdad?
—Sólo sé que hace miles y miles de números —repuso Dick—. Manitas me
dijo una vez que Travieso, cuando era pequeño, se comió una cuartilla llena de
números, y el profesor lo estuvo persiguiendo durante una hora. Al fin lo
atrapó y le sacó varios trozos de papel de la boca, con lo que recuperó parte de
las cifras. Al pobre Travieso le costó cara su travesura, pues los dos días
siguientes los pasó escondido en una madriguera de conejo.
Todos se echaron a reír al imaginarse a Travieso escondido en la estrecha
madriguera.
—Tú no cabrías, Tim —dijo Julián—. Así que debes tener cuidado y no
comerte ningún papel.
—No es tan tonto —dijo Jorge en el acto—. Tim sabe lo que se puede comer
y lo que no se puede comer.
—¿Ah, sí? —exclamó Ana—. Pues me gustaría saber qué clase de
comestible se imaginó que era mi zapatilla cuando se la zampó en nuestras
últimas vacaciones.
—No mientas —dijo Jorge—. Sabes muy bien que la mordió porque lo
encerraron en tu habitación y tenía que entretenerse con algo.
—¡Guau! —ladró Tim, asintiendo. Y lamió la mano de Ana, como diciendo:
«Lo siento mucho, pero ¡estaba tan aburrido!»
—Oye, Tim —le dijo Ana—. No me importa que destroces mis zapatillas,
pero, por lo menos, escoge las más viejas.
De pronto, Tim se quedó inmóvil, mirando a unos arbustos, y empezó a
gruñir. Jorge lo sujetó al punto por el collar. Le daban mucho miedo las
serpientes, que merodeaban en aquella época del año.
—¡Puede ser una víbora! —exclamó—. El perro de la casa de al lado se
peleó con una y luego se le hinchó horriblemente una pata y le dolía mucho.
¡Ven, Tim! ¡Es una víbora y tiene veneno en los colmillos!
Pero Tim siguió gruñendo. De pronto, empezó a olfatear y seguidamente
dio un gran salto, se alejó de Jorge y se lanzó sobre una mata. Y de ella no salió
una serpiente, sino Travieso, el mono de Manitas.
Travieso se subió al lomo de Tim, se aferró con sus deditos al collar y
empezó a parlotear alegremente. Tim estuvo a punto de dislocarse el cuello, a
fuerza de volver la cabeza para lamer al mono.
—¡Travieso! —gritaron todos a la vez, en una explosión de alegría—.
¡Gracias por haber venido a darnos la bienvenida!
Y el monito, sin dejar de parlotear en su extraño lenguaje, saltó primero al
hombro de Jorge y luego al de Julián. Tiró a éste del pelo, le retorció una oreja y
saltó al hombro de Dick, de donde pasó al de Ana. Allí se acurrucó, con una
expresión de felicidad en sus ojos brillantes.
—¡Oh, qué contento está de volvernos a ver! —dijo Ana—. Travieso, ¿dónde
está Manitas?
Travieso bajó de un salto del hombro de Ana y se alejó por el camino como
si hubiese entendido a la niña. Los cinco corrieron tras él; pero, de pronto, una
voz terrible que llegaba desde el otro lado del sendero los detuvo.
—¿Qué hacéis aquí? ¡Hala, fuera! ¡Este jardín es particular! ¡Largo de aquí o
llamaré a la policía!
Los cinco se estremecieron. De pronto, Julián vio a la persona que les
gritaba. ¡Era el profesor Hayling! Julián se acercó a él.
—Buenas tardes, señor —le dijo—. Sentimos molestarle, pero usted le dijo a
mi tía que viniésemos.
—¿A tu tía? ¿Quién es tu tía? No conozco a ninguna tía —gruñó el
profesor—. Sois unos curiosos entrometidos y nada más. Venís a meter las
narices en mi trabajo, sólo porque un estúpido periódico ha hablado de él.
¡Repito que os vayáis! ¡Y llevaos a ese perro! ¡Sois unos atrevidos!
—Pero, ¿de veras no nos conoce, señor? —exclamó Julián—. Usted vino
una vez a nuestra casa a pasar unos días y...
—¡Qué tontería! ¡No he dejado mi casa desde hace años! —gritó el profesor.
Travieso estaba tan asustado, que se escondió detrás de unas matas. Pero en
seguida salió corriendo, mientras parloteaba visiblemente excitado.
—Ojalá vaya a buscar a Manitas —dijo Julián a Dick en voz baja—. El
profesor no recuerda quiénes somos ni por qué hemos venido. Retrocedamos
un poco.
Pero cuando se alejaban lentamente hacia la puerta de entrada, seguidos
por el enojado profesor, oyeron fuertes gritos y vieron a Manitas que llegó
corriendo hasta ellos, con Travieso aferrado firmemente a su pelo para no caerse.
El monito había ido a buscarlo. «¡Bien por Travieso!», pensó Julián.
—¡Papá! ¡No hables a nuestros amigos de ese modo! —gritó Manitas,
plantándose ante su padre—. Están aquí porque tú les dijiste que viniesen, bien
lo sabes.
—¡Yo no he hecho tal cosa! —dijo el profesor—. ¿Quiénes son?
—Esta chica es Jorge, la hija del señor Kirrin, y los otros son primos de ella.
Y éste es su perro, Tim. Tú les dijiste que viniesen, porque los señores Kirrin
están en cuarentena, por haber estado con un enfermo de escarlatina —siguió
diciendo Manitas, sin dejar de moverse nerviosamente ante su padre.
—¡Deja ya de bailotear como un tonto! —exclamó el profesor—. No
recuerdo haberlos invitado. Si lo hubiese hecho, lo sabría Jenny, la muchacha.
—¡Pero si se lo has dicho! —gritó Manitas, levantando todavía más la voz—
. Ya ha hecho las camas. Yo la he ayudado. Y me ha dicho que te preguntase si
es que no te había gustado el desayuno, pues ni siquiera lo has tocado todavía y
ya es casi la hora de comer.
—¡Válgame Dios! ¡Por eso estoy tan hambriento y malhumorado! —
exclamó el profesor.
Se echó a reír. Tenía una risa imponente y tan contagiosa, que los niños se
echaron a reír también como locos. ¡Qué tipo tan divertido aquel profesor! Un
hombre tan inteligente, con montañas de conocimientos en su cabeza y, sin
embargo, era incapaz de acordarse de cosas tan sencillas como el desayuno, las
visitas y las llamadas telefónicas.
—Ha sido un simple olvido, señor —dijo Julián, cortésmente—. Ha sido
usted muy amable al invitarnos a su casa al ver que no podíamos estar en la
nuestra por culpa de la escarlatina. Trataremos de no molestarle y, si podemos
ayudarle en algo, no tiene más que decirlo. No haremos ruido y
permaneceremos alejados de usted.
—¿Has oído, Manitas? —dijo el profesor, dando media vuelta y
encarándose con el asombrado Manitas—. ¿Por qué no haces tú lo mismo? ¿Por
qué no procuras hacer poco ruido y alejarte de mí? Ya sabes que estos días
tengo mucho trabajo, pues estoy ocupado en un proyecto muy importante.
Luego se volvió hacia Julián.
—Os estaré muy agradecido si mantenéis a Manitas lejos de mi puesto de
trabajo. Y, sobre todo, que nadie, absolutamente nadie, se acerque a aquella
torre. ¿Entendido?
Todos miraron hacia donde señalaba el profesor y vieron una torre alta y
de escasa anchura que se alzaba entre los árboles. De su parte más alta salían
extrañas antenas que parecían tentáculos y se mecían suavemente al impulso de
la brisa.
—Y no me preguntéis nada sobre esa torre —siguió diciendo el profesor,
mientras miraba a Jorge con semblante severo—. Tu padre es el único hombre
que sabe para qué sirve todo esto..., y sabe también tener la boca cerrada.
—A ninguno de nosotros le pasará por el pensamiento hacerle preguntas —
afirmó Julián—. Es usted muy amable al tenernos aquí, y le repito que no le
causaremos ninguna molestia, sino que le ayudaremos si usted nos lo ordena.
—Bien, muchacho. Hablas como un niño responsable y formal —dijo el
profesor, que se había ido calmando—. Bueno, os dejo. Voy a tomar el
desayuno. Me vendrán muy bien un par de huevos fritos con jamón. Estoy
hambriento.
—¡Pero papá! ¡Hace ya horas que Jenny se ha llevado tu desayuno! —
exclamó Manitas—. Ya te he dicho que es casi la hora de comer.
—¡Pues vamos a comer ahora mismo! —dijo el profesor—. Pero no me hace
ninguna gracia que esa chica se lleve el desayuno sin ni siquiera dejármelo
probar.
Y se dirigió a la casa seguido por los niños, a los que acompañaban Tim y
Travieso. Todos estaban un poco desconcertados. ¡Cualquiera sabía lo que
podría decir el profesor en los cinco minutos siguientes!
Jenny les había preparado una comida estupenda. Como primer plato había
unas exquisitas patatas estofadas, con zanahorias, guisantes y cebollas. Todos se
sirvieron un gran plato, y Travieso, al que le gustaban mucho los guisantes,
tomó unos cuantos del plato de Manitas.
Las chicas, que ayudaban a Jenny, sacaron a la mesa el postre, un
incomparable budín con pasas. Travieso se encaramó a la mesa: le encantaban
las pasas. Pero, apenas puso las patas en el mantel, el profesor le lanzó un
manotazo. Pero, en vez de darle al monito, le dio a la fuente del budín, que
estuvo a punto de salir volando.
—¿Qué haces, papá? Casi nos quedamos sin budín —dijo Manitas—. ¡Con
lo que a mí me gusta!... ¡Jenny, no hagas los pedazos tan pequeños! ¡Travieso,
baja de la mesa!
El monito se escondió debajo de la mesa, donde, sin que se diese cuenta el
profesor, recibía las pasas que todos le iban dando disimuladamente. Tim estaba
de mal humor. Lo habían asustado los gritos del profesor Hayling, y aunque no
le gustaban las pasas, tenía un poco de celos al ver que todos estaban
pendientes de Travieso.
—¡Ah, qué satisfecho me he quedado! —dijo el profesor, mirando su plato
vacío—. No hay nada como un buen desayuno.
—¡Pero si esto es la comida, papá! —exclamó Manitas—. Nunca se come
budín en el desayuno.
—¡Pues es verdad! ¡Acabo de comer budín! —exclamó el científico, riendo a
carcajadas—. Bueno, ahora podéis hacer lo que queráis, con tal que no entréis
en mi despacho, ni en mi laboratorio, ni en la torre. ¡Travieso, deja el jarro del
agua! ¡A ver si lo educas mejor, Manitas!
Dicho esto, salió del comedor y se alejó por el pasillo que conducía a su
despacho. Todos lanzaron un suspiro de alivio.
—Ahora vamos a quitar la mesa —dijo Manitas—, y luego os enseñaré
vuestras habitaciones. Procuraré que no os aburráis mientras estéis en esta casa.
¿Aburrirse? No temas, Manitas. A los cinco les esperan muchas emociones.
Y a ti también. Pronto lo verás.

CAPÍTULO IV
Jenny tiene una buena idea
Manitas corrió hacia la cocina cargado con varios platos y haciendo un
ruido especial. Por un momento, Tim se quedó paralizado de sorpresa.
—¡Vaya! —gruñó Julián—. Por lo visto, Manitas sigue teniendo la manía de
imitar a los vehículos de motor. No sé cómo puede soportarlo su padre. ¿Ahora
qué se imaginará que es? Por el ruido, supongo que una motocicleta.
De pronto se oyó un gran estrépito seguido de fuertes gritos. Los cinco
corrieron a la cocina para ver qué había sucedido. Tim iba delante.
—¡Un accidente! —exclamó Manitas—. He tomado la curva con tanta
velocidad, que la rueda delantera ha patinado y me he estrellado contra la
pared. Se me ha abollado el guardabarros.
—¿Pero aún no se te ha pasado esa mema chifladura de imaginarte que eres
un coche, una moto o un tractor? —le preguntó Julián—. Cuando estuviste en
casa nos volvías locos con tus juegos. ¿Por qué has de ser tan escandaloso?
—No lo puedo remediar —dijo Manitas, encogiéndose de hombros—. Es
algo que me da de pronto y que me hace salir corriendo. ¡Si me hubieras visto
ayer! Me imaginé que era uno de esos camionazos que transportan coches y que
el camión iba cargado hasta los topes. Mi padre creyó que de veras se había
metido en la casa un camión y salió del despacho para sacarlo del jardín. Pero
sólo me vio a mí, y entonces yo toqué la bocina. Así.
Y el sonido de un tremendo bocinazo llenó toda la casa. Julián empujó a
Manitas al interior de la cocina y cerró la puerta.
—Me extraña que tu padre no se haya vuelto loco —le dijo—. Ahora haz el
favor de callarte. ¿Es que no puedes portarte como una persona mayor?
—No —dijo Manitas—. No quiero crecer. Si creciera, a lo mejor sería como
mi padre y me olvidaría de las comidas y saldría a pasear con sólo un calcetín
puesto. No quiero olvidarme de las comidas. Sería horroroso. Siempre estaría
hambriento.
Julián no pudo contener la risa.
—Basta ya. Saca una bandeja y ayúdanos a terminar de quitar la mesa. Y si
no puedes evitar convertirte en un coche de cuando en cuando, por lo menos
sal al jardín. En la casa haces demasiado ruido: imitas demasiado bien el ruido
de los motores.
—¿De veras lo hago bien? —preguntó Manitas, halagado—. Oye: ¿quieres
oírme imitar a un avión que vuela bajo, haciendo un ruido espantoso y...?
—¡No, no quiero oírlo! —dijo Julián con voz firme—. Ahora saca la bandeja
y dile a Travieso que deje en paz los cordones de mis zapatos.
Pero Travieso, que estaba sobre el pie de Julián, se negó a soltar los
cordones.
—¡Bien, bien! —le dijo Julián—. Tendré que andar todo el día llevándote
encima de mi pie.
—Si vas dando puntapiés al aire mientras andas, verás qué pronto se suelta
—le dijo Manitas.
—¿Por qué no me lo has dicho antes? —exclamó Julián. Y empezó a correr
por la habitación, dando un puntapié al aire de cuando en cuando. Travieso se
soltó muy pronto y trepó a la mesa. Estaba visiblemente ofendido.
—A veces se sienta en el pie de papá, y allí está un buen rato, aunque papá
ande —dijo Manitas—. Pero mi padre no se da cuenta. Una vez se le subió a la
cabeza, y papá creyó que llevaba puesto el sombrero. Hasta que intentó
quitárselo, no se enteró de que era Travieso lo que llevaba en la cabeza.
Todos soltaron la carcajada.
—¡Bueno, ahora a trabajar! —dijo Julián con voz enérgica—. ¡Quitemos la
mesa de una vez! Nosotros llevaremos los platos a la cocina y vosotras los
fregaréis. No dejéis que Travieso toque nada.
Jenny les agradeció que la ayudasen. Era una mujer bajita y regordeta.
Andaba de un modo que daba risa, y tenía la buena cualidad de hacerlo todo
con gran rapidez.
—Cuando hayamos terminado de lavar los platos, os enseñaré las
habitaciones —dijo—. Oye, Manitas: los colchones que mandamos al colchonero
para que los rehiciera, todavía no los han traído, y eso que le he dicho a tu
padre una docena de veces que telefonease reclamándolos. Estoy segura de que
se le habrá olvidado.
—¡Oh, Jenny! —exclamó Manitas, alarmado—. Eso quiere decir que no hay
colchones en las habitaciones de mis amigos. ¿Qué podemos hacer?
—Lo mejor sería que tu padre telefoneara al colchonero y le dijera que los
mande hoy mismo —respondió Jenny—. Todo se arreglaría si los enviara con su
furgoneta.
Manitas se transformó inmediatamente en una furgoneta de reparto y salió
corriendo por el pasillo hacia el comedor, seguido por Travieso. Hacía
exactamente el mismo ruido que una camioneta que avanzara lentamente. Sus
amigos se echaron a reír.
El profesor salió de su despacho como un cohete, tapándose los oídos con
las manos.
—¡Manitas! ¡Ven aquí! —le ordenó, furioso.
—¡Oh, no! —dijo Manitas—. Perdona, papá. Es que estaba imitando a la
furgoneta que tiene que traer los colchones para las camas de mis amigos, esos
colchones que tú te has olvidado de reclamar.
Pero el profesor no lo oyó. Avanzó hacia Manitas y éste salió disparado
escaleras arriba, seguido por Travieso. El profesor Hayling se volvió hacia Jenny.
—¿Por qué no obliga al niño a estarse quieto? ¿Para qué le pago? —
preguntó agriamente.
—Para limpiar, cocinar y lavar —respondió secamente Jenny—. Pero no
para hacer de niñera. Ese hijo suyo tendría media docena de niñeras y seguiría
molestándole a usted. ¿Por qué no le deja cargar con su tienda de campaña e
irse a acampar por ahí con sus amigos? Hace buen tiempo y los colchones no
han llegado. Además, a ellos les dará usted una alegría. Puedo hacerles la
comida a diario, y llevársela, o que vengan a buscarla ellos.
Poco faltó para que el profesor diera un abrazo a la cocinera, tanta era su
alegría. Los niños esperaban, ansiosos, su respuesta. Acampar con aquel tiempo
sería una delicia. Además, les inquietaba la idea de vivir días y más días en la
misma casa que el profesor. Tim emitió un leve gemido como diciendo: «¡Buena
idea! ¡Vámonos ya!»
—¡Es una idea estupenda, Jenny! —exclamó el profesor—. Que se marche
también el mono. Así no se encaramará a la ventana de mi despacho y me
dejará en paz.
Volvió a su despacho y cerró la puerta con tal violencia que tembló toda la
casa. Tim volvió a gemir. Travieso se acurrucó, tembloroso, en un rincón y
Manitas empezó a saltar alegremente.
—Espera, Jenny —dijo el muchacho—. Acabo de pensar en algo
importante. Sólo tenemos una tienda, la mía, y es pequeña. He de preguntar a
papá si puedo comprar otras dos.
Antes de que pudieran detenerlo, abrió la puerta del despacho y dijo a voz
en grito a su padre:
—¡Necesitamos dos tiendas más, papá! ¿Podemos comprarlas?
—¡Por Dios, Manitas; haz el favor de dejarme en paz! —contestó el señor
Hayling, fuera de sí—. ¡Cómprate seis tiendas si quieres, pero no me molestes
más!
—¡Gracias, papá! —dijo Manitas.
Y ya estaba cerrando la puerta, cuando su padre gritó:
—¿Para qué diantres quieres tantas tiendas?
Pero Manitas terminó de cerrar la puerta y dijo a sus amigos, sonriendo:
—Tendremos que comprar también una nueva memoria para mi padre.
Acaba de decir que nos vayamos de camping y ya lo ha olvidado. Sabe muy
bien que sólo tengo una tienda de campaña pequeña y me pregunta para qué
queremos más.
—¡Cuánto me alegro de que nos vayamos de la casa! —exclamó Ana—. Es
una gran molestia para tu padre que estemos aquí, Manitas.
—¡Otra vez de camping! —dijo Jorge alegremente—. Tomemos el autobús y
vayamos a casa a recoger nuestras tiendas. Las tengo guardadas en el garaje.
También podemos decirle a Jim, el recadero, que nos las traiga.
—Yo misma se lo diré. Precisamente hoy tiene que traernos unas cosas —
dijo Jenny—. Cuanto antes las tengáis, mejor. El profesor fue muy amable al
invitaros a venir, pero ya sabía yo que las cosas no irían bien. Estaréis
estupendamente en los campos que hay detrás de la casa. Por mucho que
gritéis, el profesor no os oirá. Voy a ver si encuentro unas mantas para vosotros.
—No te preocupes, Jenny —dijo Julián—. Tenemos todo lo que
necesitamos. Hemos ido de camping muchas veces.
—Confío en que en esos campos no habrá vacas —dijo Ana—. La última
vez que acampamos, una vaca metió la cabeza en mi tienda y lanzó un mugido.
El susto que me llevé fue de los que no se olvidan.
—No, no creo que haya vacas —dijo Jenny, riendo—. Bueno, tengo que
fregar los cacharros. Terminad de llevarlos a la cocina. Pero no permitáis que el
mono os ayude. No hace mucho, se apoderó de la tetera e intentó mantenerla en
equilibrio sobre su cabeza. El final fue que la tetera se hizo trizas.
Pronto no quedó nada en la mesa, y Jenny empezó a lavar los platos con la
ayuda de las niñas.
—Estoy deseando empezar la vida al aire libre —dijo Ana—. Me da miedo
esta casa. El profesor Hayling se parece un poco a mi tío Quintín: es olvidadizo,
tiene mal genio y siempre está gritando.
—¡Bah! No hay por qué temer al señor Hayling —dijo Jenny, dando un
plato a Ana para que lo secase—. Cuando no está enfadado es muy amable y
una cosa compensa a la otra. Cuando mi madre estuvo enferma, le pagó la
clínica y me dio dinero para que le comprase flores y fruta.
—¡Oh, Jenny! —dijo Jorge—. Me has recordado algo importante. Tenemos
que mandar flores a Juana, nuestra cocinera. Tiene la escarlatina. Por eso
estamos aquí.
—Entonces id a telefonear a la florista —dijo Jenny—. Terminaré de fregar
los platos yo sola.
Pero Jorge temía que el profesor saliera de su despacho para ver quién se
permitía usar su teléfono.
—No, compraremos las flores en Kirrin y haremos que se las envíen —
dijo—. Tenemos que ir a casa para preparar las cosas que el recadero traerá
aquí. Cuando hayamos hecho esto, encargaremos las flores. Quizás volvamos
en bicicleta. Aquí nos harán falta.
—En ese caso os debéis ir ahora mismo. De lo contrario, no estaréis de
vuelta a la hora del té, y entonces sí que habría jaleo.
—Yo traeré la bicicleta de Ana —dijo Julián—. La puedo llevar
perfectamente a mi lado, sujetando el manillar con una mano y conduciendo la
mía con la otra.
Dick, Jorge y Julián se fueron, y Ana y Manitas se quedaron con Jenny para
ayudarla. Pero la cocinera alejó muy pronto a Manitas, pues temía que rompiese
algo.
—Vete al fondo del jardín —le dijo— y corre por allí tan silencioso como un
Rolls‐Royce. ¿Entendido? Cuando hayas hecho unos cincuenta kilómetros ven
aquí por gasolina.
—¡De acuerdo! —exclamó Manitas, entusiasmado—. Hace mucho tiempo
que no soy un Rolls‐Royce, en el fondo del jardín papá no me oirá.
Manitas se fue y Ana y Jenny terminaron rápidamente de lavar los platos.
Travieso se había quedado con ellas y les hizo más de una jugarreta. En un
momento de descuido se apoderó de las cucharillas de café y se subió al
armario.
En aquel momento Manitas se asomó a la ventana de la cocina y gritó a
Ana:
—¡Ven al campo donde tenemos que instalar las tiendas! ¡Escogeremos un
buen sitio! ¡Date prisa! Ya habréis terminado con los platos. Estoy ya harto de
ser un Rolls‐Royce.
Los dos niños avanzaron por el jardín, atravesaron una cerca y se
encontraron en el campo de detrás de la casa.
—¡Vaya! —exclamó de pronto Manitas con la vista fija ante sí—. Mira esos
carromatos. Están entrando en el campo por la otra puerta. Voy a decirles que
se vayan. Este terreno es nuestro.
Y echó a correr hacia los carromatos.
—¡Ven aquí, Manitas! —le gritó Ana—. Te vas a meter en un lío. ¡Vuelve,
Manitas!
Pero Manitas seguía adelante, manteniendo la cabeza alta con un gesto de
orgullo. Pronto sabrían los de la caravana a quién pertenecía aquel campo.

CAPÍTULO V
El circo ambulante
Ana observó ansiosamente a Manitas, que seguía avanzando hacia la
caravana. Habían entrado ya en el campo cuatro carromatos y tras ellos, en la
carretera, había cuatro enormes camiones con grandes letreros pintados en los
costados:
CIRCO AMBULANTE TAPPER
«Le diré al señor Tapper lo que pienso de él por meterse en mi campo», se
dijo Manitas.
Travieso iba sentado en su hombro, y subía y bajaba a cada paso que daba
su amo. Cuatro niños de la caravana lo miraron con curiosidad cuando pasó
por su lado. Uno de ellos corrió hacia Manitas, atraído por el mono.
—¡Mirad! ¡Un mono! —gritó—. Es más pequeño que nuestro chimpancé.
¿Cómo se llama?
—Como a ti no te importa —respondió Manitas—. ¿Dónde está el señor
Tapper?
—¿El señor Tapper? ¡Ah, sí! El abuelo —dijo el niño—. Está ahí, en ese gran
camión. Pero no debes ir a verle ahora: tiene mucho trabajo.
Manitas se acercó al camión y se encaró con el hombre que estaba en él.
Tenía cara de mal genio, una larga barba negra, ojos de color castaño y nariz
pequeña. Le faltaba una oreja. El señor Tapper miró con curiosidad a Manitas y
acarició a Travieso.
—¡Cuidado! ¡Le puede morder! —le advirtió Manitas—. No le gustan los
extraños.
—Yo no soy un extraño para ningún mono —dijo el señor Tapper con su
voz cavernosa—. No hay un solo mono en el mundo, ni un solo chimpancé que
no se acerque a mí si le llamo. Y ni siquiera un gorila.
—Pues mi mono no se acercará a usted —dijo Manitas—. Pero vayamos al
grano. He venido a decirle que...
En este momento el señor Tapper hizo un extraño ruido con su garganta,
un ruido semejante al que hacía Travieso cuando estaba contento. Travieso lo
miró sorprendido y, de pronto, saltó desde el hombro de Manitas al suyo, se
acurrucó junto a su cuello y profirió un grito de alegría. Manitas se quedó tan
asombrado, que no pudo articular palabra.
—¿Lo ves? —dijo el hombre—. Ya somos amigos. No te extrañe, muchacho.
He amaestrado monos durante toda mi vida. Si me prestas éste le enseñaré a
montar en bicicleta en dos días.
—¡Ven aquí, Travieso! —dijo Manitas, extrañado y molesto por el
comportamiento del mono.
Pero Travieso se acurrucó aún más en el hombro de su nuevo amigo y no
hizo caso a su dueño. El señor Tapper se lo entregó a Manitas.
—Ahí lo tienes —dijo—. Es muy simpático. ¿Qué es lo que querías
decirme?
—Que este campo es de mi padre, el profesor Hayling —dijo Manitas—. No
tiene derecho a estar aquí con su caravana. Así que hagan el favor de irse. Mis
amigos y yo vamos a acampar aquí.
—Eso no nos importa —dijo el señor Tapper alegremente—. Escoged el
sitio que queráis. Si vosotros no os metéis con nosotros, nosotros no os
molestaremos.
Un niño de la edad de Manitas se acercó a ellos y miró con interés a Travieso
y a su amo.
—¿Te viene a vender el mono, abuelo? —preguntó.
—¡No! —gritó Manitas—. He venido a decir que os vayáis de aquí, porque
este terreno es de mi familia.
—Nosotros tenemos permiso para venir aquí cada diez años y montar
nuestro circo —dijo el señor Tapper—. Y tanto si lo crees como si no, desde 1648
se ha instalado aquí un circo Tapper cada diez años. De modo que vuelve a tu
casa y no digas más tonterías.
—¡Es usted un embustero! —gritó Manitas, fuera de sí—. ¡Llamaré a la
policía! ¡Se lo diré a mi padre! Yo...
—No le hables así a mi abuelo —gritó el niño, plantado firmemente junto al
señor Tapper—. Si lo vuelves a hacer, te aplastaré las narices.
—¡Le hablaré como me dé la gana! —gritó Manitas—. ¡Y tú te callas!
Un segundo después, Manitas estaba sentado en el suelo. El niño le había
derribado de un puñetazo en el pecho. Se levantó hecho una furia, rojo de rabia.
El señor Tapper lo sujetó por el brazo.
—No seas tonto —le dijo—. Éste es un Tapper, como yo, y no podrás con él.
Ahora sé buen chico y vete a tu casa. No pienso hacer caso a un crío de mal
carácter como tú. Montaremos aquí nuestro circo como cada diez años.
Dicho esto, dio media vuelta y se dirigió a uno de los carromatos tirados
por caballerías. Éste reanudó la marcha y los otros le siguieron. El niño del circo
sacó la lengua a Manitas.
—¡Chúpate ésa! —dijo—. No tienes nada que hacer frente a mi abuelo ni
frente a mí. Tú te lo has buscado. Me he divertido mucho contigo.
—¡Cierra la boca! —exclamó Manitas, sorprendido al ver que estaba casi
llorando—. ¡Ya verás cuando mi padre avise a la policía! ¡Os iréis más de prisa
que habéis venido! ¡Y a ti te daré una buena paliza!
Dio media vuelta y echó a correr hacia donde estaba esperándole Ana.
Había oído decir tantas veces a su padre que aquellos campos de detrás de la
casa eran suyos, que no comprendía la conducta de aquella gente. ¿Cómo se
atrevían a instalarse en una propiedad de su padre?
—Se lo diré a papá —dijo Manitas a Ana—. ¡Los echará de aquí! Es nuestro
campo. ¡Con lo que me gusta ahora que está tan verde! Le diré que ese chico me
tiró al suelo de un puñetazo. Hizo así con el puño y, ¡zas!, al suelo. ¡Cómo me
gustaría hacerle lo mismo a él!
Entró en la casa seguido de Ana. Allí estaba Jorge.
—Manitas, ¿por qué te pegó ese chico? —preguntó Ana.
—Sólo porque dije a su abuelo que se fuera con su caravana a otra parte —
respondió Manitas—. Pero no me ha hecho daño. Y yo le he dicho lo que tenía
que decirle.
—¿Pero se marcharán con su caravana?
—Les he dicho que iba a llamar a la policía. De modo que deben de estar
marchándose a toda prisa. No tienen ningún derecho a estar en ese campo. Es
nuestro.
—¿De veras vas a llamar a la policía? —preguntó Jorge, incrédula—. No
creo que la cosa merezca que armes tanto ruido. Quizá nos dejen acampar a
nosotros.
—Pero ya os he dicho que ese terreno es mío —replicó Manitas—. Papá me
ha dicho muchas veces que él no lo usa para nada y que puedo considerarlo
mío. Acamparemos en mi campo, diga lo que diga el jefe del circo.
—¡Oh, Manitas! Es fantástico tener un circo tan cerca de casa —exclamó
Jorge.
Ana asintió y Manitas las miró furioso.
—¡Chicas teníais que ser para hablar así! ¿Os gustaría que se metieran en
vuestra casa con sus caballos, sus tigres y sus leones que rugen, sus osos que
gruñen y sus chimpancés que lo roban todo? Y no hablemos de esos niños
sucios y mal educados que dan puñetazos.
—¡Oh, Manitas! —exclamó Jorge—. ¡Todo eso es magnífico! ¿De veras hay
tigres y leones? ¡Imagínate que se escapa alguno! ¡Sería emocionante!
—Pues a mí eso no me haría ninguna gracia —dijo Ana—. No me gustaría
que un león se asomase a mi ventana ni que un oso entrara en mi cuarto.
—A mí tampoco —dijo Manitas—. Por eso se lo voy a decir a mi padre. Él
tiene los documentos de propiedad de esas tierras. Me los enseñó una vez. Le
diré que me los deje y los llevaré a la policía, a la que pediré que echen de
nuestro campo a ese viejo y a su horrible circo.
—¿Cómo sabes que es horrible? —preguntó Jorge—. Puede ser un gran
circo... Estoy segura de que nos dejarán acampar en ese rincón que hay junto al
jardín. Desde allí podremos ver el espectáculo... Mira, ahí está tu padre. Va
paseando por el jardín con su pipa en la boca. Nunca hace eso cuando tiene
trabajo. Es una buena ocasión para preguntarle por el documento. A lo mejor
nos lo enseña.
—Es verdad —dijo Manitas—. Veréis como tengo razón. Venid.
Pero Manitas estaba muy equivocado. Su padre fue a buscar el viejo título
de propiedad, un pergamino amarillento.
—¡Aja! ¡Aquí está! —exclamó—. Es una joya por su antigüedad. Tiene
varios siglos.
Quitó la cinta que lo sujetaba y lo desenrolló. Ni las chicas ni Manitas
pudieron descifrar aquella escritura tan antigua.
—¿Qué dice? —preguntó Ana con visible interés.
—Pues que el terreno conocido por el nombre de «Campo Cromwell»
pertenece y pertenecerá siempre a la familia Hayling —respondió el profesor—.
Fue otorgado a la familia por el propio Cromwell, porque mis antepasados le
permitieron acampar en él después de una batalla. Desde entonces ha sido
nuestro.
—¡O sea que nadie puede acampar en él, ni traer a pacer a su ganado, sin
nuestro permiso! —dijo Manitas, triunfante.
—Así es —aprobó su padre—. Pero espera un momento. Creo recordar que
hay una cláusula que dice algo sobre un espectáculo ambulante que tiene
ciertos derechos sobre este campo desde el año 1066. Ni siquiera Cromwell
pudo anular ese derecho, que existía desde mucho antes de que él librase
ninguna batalla. Vamos a ver. Esa cláusula debe de estar al final...
Las dos niñas y Manitas esperaron mientras el profesor iba leyendo aquella
escritura de letra tan bella y complicada. Finalmente, su dedo se detuvo. Estaba
sobre las tres últimas líneas.
—Sí, aquí está. La voy a leer. Escuchad. «Y por la presente cláusula ordeno
que el espectáculo ambulante conocido por el nombre de «Circo Tapper», que
siempre ha tenido derecho a acampar en este terreno una vez cada diez años,
seguirá teniéndolo mientras siga recorriendo los caminos de este país.
Londres...», etc, etc. Pero supongo que, habiendo pasado tantos años desde que
se extendió este documento, ya no quedará ningún espectáculo ambulante
Tapper. Mirad, aquí está la firma y la fecha: 1648.
Las niñas miraron la fecha y se volvieron hacia Manitas. Éste estaba
visiblemente enojado: tenía la cara roja de ira.
—Me lo podrías haber dicho antes, papá —dijo.
—¿Por qué? —preguntó el profesor, extrañado—. ¿Qué interés puede tener
esto para ti?
—Es que el «Circo Ambulante Tapper» está ya en ese campo que hay detrás
de la casa —dijo Ana—. Un viejo llamado Tapper ha dicho a Manitas que tenía
derecho a acampar aquí y...
—Se ha portado muy mal conmigo. Debes echarlo en seguida —dijo
Manitas—. Queremos acampar allí nosotros.
—No creo que el señor Tapper se oponga a que lo hagáis —dijo el señor
Hayling—. Me parece que te estás poniendo un poco tonto, Manitas. Supongo
que no te habrás portado groseramente con ninguno de esos forasteros...
Manitas enrojeció hasta las orejas, dio media vuelta y salió de la habitación,
con Travieso colgando de su cuello. Se llevó la mano al pecho, al sitio donde le
había dado el puñetazo el niño del circo, y murmuró para sí: «Espera. Un día de
éstos sabrás lo que es bueno.»
—Oye, Ana —dijo el profesor, extrañado de la conducta de su hijo—: si
queréis acampar en el mismo terreno donde se va a montar el circo, hablaré con
el señor Tapper.
—¡Oh, no! No es necesario —se apresuró a responder Ana—. El señor
Tapper ya ha dicho que no le importa que acampemos allí… Ahí están los
chicos. Voy a ver si han traído las bicicletas... ¡Gracias por habernos enseñado
ese valioso documento, profesor!
Y echó a correr a cien por hora hacia sus hermanos.

CAPÍTULO VI
Preparándose para acampar
Dick y Julián escucharon con gran interés cuando Ana les explicó el
encuentro de Manitas con el señor Tapper, para hablarles después del antiguo
documento que el profesor les había mostrado.
—Te has portado como un tonto, Manitas —dijo Julián—. En fin, como el
incidente no ha sido nada importante, mi opinión es que vayamos a buscar un
sitio para plantar nuestras tiendas. A mí me gustará tener un circo tan cerca. No
sé cómo se las arreglarán para preparar un espectáculo tan complicado en tan
poco tiempo. Sin duda lo llevarán todo consigo y lo montarán rápidamente.
—Hay muchos camiones —dijo Ana—. Hace una media hora he ido a echar
un vistazo. Han ocupado todo el terreno menos un rincón del lado de la valla.
Deben de haberlo dejado libre para que levantemos en él nuestras tiendas.
—Cuando veníamos hacia aquí —dijo Dick—, he visto los carteles del circo.
Anuncian a Dick Tiroloco, al chimpancé que juega al criquet, al hombre sin
huesos, a Madelón y sus caballos, a los payasos Tip y Top, al asno bailarín, al
mago Wooh, y otros muchos números. Al parecer, es un circo muy importante.
Para mí es una suerte que podamos acampar tan cerca.
—Te has olvidado de Charlie, el otro chimpancé —dijo Julián—. Sería
divertido que se metiese en el despacho del profesor.
—No sería nada divertido —replicó Ana—. El profesor saldría corriendo y
gritando, y lo mismo haría Travieso.
—¿No os parece que podríamos montar las tiendas después de merendar?
—preguntó Dick—. El recadero ha dicho que llegaría alrededor de esa hora...
¡Uf, qué calor hace! Por eso no tengo ganas de hacer nada.
—¡Guau! —ladró Tim, que estaba echado en el suelo, con la cabeza entre las
patas.
—Tú también tienes pereza ¿verdad, Tim? —le dijo Julián, acariciándolo—.
Estás cansado del paseo de ida y vuelta que has dado hasta Kirrin.
—¡Hay tanto polvo en la carretera! —dijo Dick—. Ha ido todo el camino
estornudando. Los automóviles que nos pasaban levantaban nubes de polvo,
que se le metía en la nariz. ¡Pobre Tim! ¡Estás reventado! Ha sido un paseo
interminable.
—¡Guau! —profirió Tim, levantándose de pronto y empezando a corretear
ante Jorge.
Todos se echaron a reír.
—Dice que no está nada cansado, que quiere ir a pasear —dijo Dick.
—Pues si él no está cansado, yo sí —dijo Julián—. Ha sido muy pesado
recoger todas las cosas y, cargados con ellas, venir en bicicleta hasta aquí. No,
Tim, no te llevaré a pasear.
Tim gimió e inmediatamente saltó Travieso a su espalda para consolarlo con
su extraño parloteo. Incluso intentó rodear el cuello de Tim con sus diminutas
manos.
—Tienes una facha la mar de ridícula, Travieso —le dijo Manitas.
Pero a Travieso no le importaban las críticas. Su amigo Tim estaba triste por
algo. De lo contrario, no habría gemido. Tim sacó la lengua y lamió
cariñosamente la nariz del monito. De pronto, irguió las orejas y prestó
atención. Había oído un ruido extraño. Los niños lo habían percibido también.
—¡Es música! —dijo Ana—. ¡Ah, ya sé lo que es!
—¿Qué es? —preguntaron Jorge y los chicos.
—La banda del Circo Tapper, que está ensayando.
—Creo que la primera función se celebra mañana —dijo Jorge—. Sí, parece
una banda. Quizás la veamos luego, cuando vayamos a plantar las tiendas. Me
gustaría ver al hombre sin huesos.
—¡A mí no! —exclamó Ana—. Debe de ser horrible, algo repugnante,
gelatinoso, como una lombriz o una babosa. En cambio, me gustaría ver a los
caballos y al asno bailarín. ¿Creéis que bailará al son de la banda?
—Ya lo sabremos cuando lo veamos —dijo Dick—. Si el señor Tapper no
está enfadado con Manitas por haber intentado echarle, quizás nos deje
curiosear todo.
—Pues yo no iré —dijo Manitas—. El señor Tapper es un antipático y su
nieto me dio un puñetazo.
—No me extraña —dijo Julián—. Yo habría hecho lo mismo si te hubieras
portado groseramente con mi abuelo... Bueno, entonces quedamos en que
después de la merienda iremos con nuestras tiendas a ese campo para ver
dónde podemos acampar, ¿no?
—Sí —dijeron todos.
Dick hizo cosquillas en la nariz a Travieso con una ramita de hierba. El
mono estornudó. Luego se frotó la nariz con las manos y miró a Dick con cara
de pocos amigos. Luego volvió a estornudar.
—Tendrás que comprarte un pañuelo —le dijo Julián.
Inmediatamente, el mono, ante la sorpresa de todos, saltó hacia Dick y le
sacó limpiamente el pañuelo del bolsillo. Luego hizo como si se sonara.
Todos rieron de buena gana. Travieso se sintió halagado.
—Si sigues haciendo cosas así te contratarán para un circo —dijo Dick,
quitándole el pañuelo—. «El mono carterista». Tendrás mucho éxito.
—Desde luego —afirmó Julián.
—Nunca lo dejaré ir a un circo —dijo Manitas—. Llevaría una vida muy
dura.
—No lo creas —dijo Julián—. La gente de circo quiere mucho a sus
animales y se enorgullece de ellos. Además, si los tratasen mal, los animales no
estarían contentos y se negarían a hacer sus números. Algunos domadores
tratan a sus animales como si fuesen personas de su familia.
—¿Incluso a los chimpancés? —preguntó Ana, horrorizada.
—Los chimpancés son simpáticos e inteligentes —dijo Julián—. Travieso,
haz el favor de apartar la mano de mi pañuelo. La primera vez me hizo gracia,
pero la segunda no me hará ninguna. Mirad; ahora intenta quitar el collar a Tim.
—Ven aquí y siéntate —le ordenó Manitas.
El mono obedeció en el acto y se sentó sobre las rodillas de su dueño, con
un gesto de satisfacción y parloteando sin cesar.
—Eres un ladronzuelo —le dijo Manitas, acariciándolo—. Lleva cuidado.
Piensa que podría llevarte al circo y cambiarte por un elefante.
Todos rieron al imaginarse a Manitas como propietario de un elefante que
le seguiría a todas partes. ¡No sabría dónde tenerlo!
En la casa resonó una voz.
—¡Manitas! ¡Manitas! ¡El recadero ha traído todos los trastos del camping!
Los ha dejado en medio del pasillo. Debéis venir a recogerlos antes de que tu
padre pueda tropezar con ellos y arme un escándalo de los suyos.
—Dentro de un minuto iremos, Jenny —gritó Manitas—. Ahora estamos
muy ocupados.
—Eres un embustero, Manitas —dijo Dick—. No estamos ocupados. No te
costaría nada ir a ver dónde ha dejado el recadero las cosas.
—Ya iremos —dijo Ana, bostezando—. Apostaría cualquier cosa a que el
padre de Manitas está amodorrado por el calor y no tiene ningún deseo de salir
de su despacho.
Pero se equivocaba. El profesor Hayling estaba completamente despierto y,
cuando acabó su trabajo, sintió el deseo de beberse un vaso de agua fresca. Salió
de su despacho, se encaminó a la cocina y tropezó con un montón de trastos
que había en el suelo. El montículo se derrumbó y el profesor rodó por el piso.
El estrépito fue espantoso.
Jenny salió de la cocina aterrada, dando gritos. El señor Hayling estaba
furioso. Se levantó con un saco de dormir en una mano y un palo de la tienda
en la otra.
—¿Qué hace todo esto en medio del pasillo? ¡Jenny! ¡Jenny! Recoja todas
estas cosas y quémelas en la caldera.
—¡Nuestro equipo de camping! —exclamó Jorge, horrorizada—. ¡Tenemos
que recogerlo en seguida! ¡Quiera Dios que el padre de Manitas no se haya
hecho daño! ¡Qué mala pata!
Mientras Julián y Dick recogían las cosas y las iban trasladando al jardín,
Ana y Jorge pidieron perdón al profesor, y lo hicieron con tanto pesar y tanta
dulzura, que poco después al padre de Manitas se le había pasado el enojo casi
por completo.
—Supongo que os lo habréis llevado todo al jardín —dijo.
—Sí —contestó Manitas—. No te preocupes, que no volverás a tropezar.
—Tómese una taza de té, profesor —dijo Jenny, entrando en la sala—. Vaya
al comedor, siéntese y beba despacio. El té es lo mejor después de una caída.
Luego se volvió hacia Manitas y le susurró, indignada:
—¿No te dije que tu padre tropezaría con ese montón de cosas? Id a la
cocina y preparad vosotros mismos el té. Yo voy a llevar al señor Hayling al
comedor para que se tome una taza y coma un poco.
—Yo lo prepararé todo —dijo Ana—. Luego iremos a plantar las tiendas.
Manitas, supongo que no volverás a armar gresca con la gente del circo.
—Ya me encargaré yo de que no lo haga —dijo Jorge con firmeza—.
Podemos esperar fuera a que Ana prepare el té.
Dick y Julián lo habían trasladado ya todo al jardín: las tiendas, las mantas,
los sacos, los palos de las tiendas y todo lo demás. Tim saltaba alrededor de los
niños, excitado, preguntándose a qué se debería todo aquel trajín. Travieso,
como de costumbre, se encaramaba sobre todo cuanto veía a su alrededor y
trepaba por los palos, sin cesar en su alegre parloteo.
Una vez se apoderó de un palo y echó a correr, pero Tim lo persiguió, se lo
arrebató y regresó para depositarlo a los pies de Julián.
—¡Así se hace, Tim! —dijo Julián—. No lo pierdas de vista. Apenas nos
descuidamos, se lleva algo.
Y Tim siguió vigilando a Travieso, al que empujaba con el morro cada vez
que intentaba atrapar algo. Finalmente, Travieso se cansó de recibir empujones y
se subió al lomo del perro, se aferró a su collar y allí se quedó, como montado a
caballo.
—Harían buena pareja en un número de circo —dijo Dick—. Seguro que
Travieso conduciría perfectamente a Tim si pusiéramos a éste unas riendas.
—No se las pondremos —dijo Jorge—. Luego pediríais un látigo. ¡Ni
hablar!... ¡Oh, qué montón de cosas! ¿Está todo aquí?
Sí, todo estaba allí.
En la casa sonó una campana y todos recibieron la señal alegremente.
—¡Al fin! —exclamó Dick—. Ya está listo el té. Me bebería un cubo bien
lleno. ¡Vamos! Ya está todo ordenado. Después del té tendremos que trabajar
mucho. Ahora ya no puedo con mi alma. Tú también estás cansado, ¿verdad,
Tim?
—¡Guau! —asintió el perro. Y salió disparado hacia la casa, cargado con
Travieso, que seguía asido a su collar.
—No sé para qué queremos ver el circo. Ya tenemos todo el día en casa el
de esa pareja —dijo Dick—. ¡Ya vamos, Ana! ¡En seguida vamos!

CAPÍTULO VII
En el campo del circo
Todos estaban deseando terminar y levantarse de la mesa. Tenían unas
ganas locas de ir a instalar su pequeño campamento.
—Veremos estupendamente todo lo que pase en el circo —dijo Dick—.
¡Estaremos tan cerca! Procuraremos que Travieso no haga demasiada amistad
con la gente del circo. Se lo podrían llevar cuando se marchasen.
—¡No se irá! —aseguró Manitas—. ¡Qué tonterías dices! ¡Como si Travieso se
marchara con cualquiera! ¡No creo que haga verdadera amistad con esa gente!
—Eso lo veremos —bromeó Dick—. Bueno, termina pronto. Estoy
impaciente por plantar nuestras tiendas detrás de la casa y ver lo que hacen los
del circo.
En seguida terminaron y pronto llegaron a la cerca, donde se detuvieron
asombrados. El campo estaba lleno de grandes camiones pintados de vivos
colores. Todos ellos llevaban el nombre de Tapper en los costados. Vieron
también remolques, más pequeños que los camiones, con ventanas en las que
no faltaban las cortinas. En ellos habitaban las familias del circo. Jorge se dijo
que le gustaría vivir en una de aquellas casitas con ruedas que no cesaban de
viajar.
—¡Mirad! ¡Los caballos! —exclamó Dick, señalando un pequeño grupo de
ellos que acababa de aparecer. Eran preciosos. Marchaban con la cabeza erguida
y lucían una bien peinada cola. Con ellos iba el niño que había golpeado a
Manitas.
—¿Está cerrada la cerca? —preguntó una voz de hombre.
El muchacho se apresuró a contestar:
—Sí, abuelo, ya la he cerrado. No podrán escaparse. ¡Cómo les gusta la
hierba!
De pronto, vio a Julián y a sus compañeros, que lo miraban encaramados a
la cerca, y los saludó. Luego dijo:
—¿Os gustan nuestros caballos? ¡Son magníficos!
Y, para demostrarlo, montó a uno de ellos y galopó hasta llegar a la cerca.
Jorge lo miró con envidia. ¡Cómo le gustaría tener un caballo como aquél!
—Bueno, metamos las tiendas y todo lo demás —dijo Manitas—. Cuanto
más cerca del circo nos instalemos, mejor: más nos divertiremos.
Saltó la cerca seguido por Dick.
—Yo os iré pasando las cosas —dijo Julián—. Jorge me ayudará: tiene tanta
fuerza como un chico.
Jorge sonrió, halagada por el cumplido. Pasar las cosas sobre la cerca fue un
trabajo duro, pero, al fin, todo quedó extendido sobre la hierba. Luego Julián y
Jorge saltaron la cerca, se reunieron con sus compañeros y todos empezaron a
buscar un buen sitio para montar las tiendas.
—¿Qué os parece allí, junto a aquellos arbustos? —preguntó Julián—. Hay
un gran árbol que nos protegerá del viento. Además, no estaremos demasiado
cerca de la gente del circo. A lo mejor, no les haría gracia tenernos ante sus
narices, y desde allí lo veremos todo perfectamente.
—¡Cómo nos vamos a divertir! —exclamó Ana, mientras sus ojos
centelleaban de entusiasmo.
—Creo que debo ir a visitar al señor Tapper —dijo Julián—. Sólo quiero
decirle que estamos aquí. Así no nos tomará por unos intrusos que no tienen
ningún derecho a instalarse en este campo.
—No tienes que pedir permiso para estar en un terreno mío —dijo Manitas
ásperamente.
—No sigas portándote como un niño tonto, Manitas —le dijo Julián—. Hay
que tener buena educación, cosa que a ti parece faltarte. Esa gente puede
molestarse si acampamos demasiado cerca del circo. Lo mejor que podemos
hacer es mostrarnos amistosos desde el primer momento.
—Está bien, está bien —dijo Manitas, malhumorado—. Pero no olvides que
este campo es mío. Sólo falta que tuviese que tratar como a un amigo a ese niño
odioso.
—Pues sería lo mejor, Manitas —dijo Ana—. De lo contrario, podría darte
otro puñetazo. Créeme y pórtate bien. Pocos tienen la suerte de que monten un
circo en su jardín y poder ver a los artistas de cerca.
Julián se dirigió al carromato más próximo. Estaba vacío; nadie respondió a
su llamada.
—¿Qué quiere usted, señor? —preguntó una vocecita a sus espaldas.
Era una niña pequeña, de ojos negros y cabello rizado.
—¿Dónde está el señor Tapper? —preguntó Julián, sonriendo.
—Con uno de sus caballos —respondió la niña—. ¿Quién es usted?
—Somos vuestros vecinos —dijo Julián—. ¿Nos quieres llevar al lado del
señor Tapper?
—Sí. Está allí —dijo la niña, dando su sucia manita a Julián—. Te llevaré,
porque eres simpático.
La niña condujo a Julián, al que seguía todo el grupo, al centro del campo
cercado. A sus espaldas resonaron fuertes ladridos. Jorge se detuvo en seco.
—Es Tim —dijo—. Debe de habernos seguido. Voy por él.
—Será preferible que no lo traigas —dijo Julián—. Puede haber jaleo si se
encuentra con el chimpancé. Piensa que un chimpancé tiene fuerza para hacerlo
pedazos.
—Con Tim no podría —replicó Jorge.
Pero no fue a buscar a Tim. Y Julián pidió a Dios que el perro no saltase la
cerca y se reuniese con ellos.
—Ahí está el abuelo —dijo la niña, sin soltar la mano de Julián. Y añadió—:
Me eres muy simpático y tu mano huele muy bien.
—Huele bien porque me la lavo con agua y jabón cuatro o cinco veces al día
—dijo Julián—. Si tú hicieras lo mismo, la tuya también olería bien.
La niña olió la mano de Julián y gritó a un hombre que estaba sentado en la
escalerilla de un carromato próximo:
—¡Abuelo! ¡Aquí hay unos chicos que quieren verte!
El abuelo estaba curando a un precioso caballo alazán que tenía ante sí.
Había levantado una de sus patas y la examinaba. Los niños lo miraron
atentamente... Barba negra, cejas espesas y... «¡Oh, qué pena! —pensó Ana—.
Sólo tiene una oreja. ¡Pobre hombre! ¿Cómo habrá perdido la otra?»
—¡¡Abuelo!! —gritó de nuevo la niña—. ¡¡Aquí hay unos chicos que quieren
verte!!
El señor Tapper la miró, soltó la pata del caballo y le dio una palmadita en
el cuello.
—¡Ya no cojearás, amigo! —le dijo—. Te he quitado la piedra que tenías
clavada. Podrás bailar de nuevo.
El caballo levantó la cabeza y relinchó como si le diera las gracias. Manitas
se llevó un susto tremendo y Travieso se abrazó a su cuello fuertemente,
temblando de miedo.
—¿Qué te pasa, monito? ¿Es que no has oído nunca relinchar a un caballo?
—le dijo el abuelo.
—¿De veras baila ese caballo? —preguntó Ana, que de buena gana habría
acariciado la cabeza del hermoso animal.
—¡Claro que baila! Es uno de los mejores caballos bailarines del mundo —
repuso el abuelo.
Inmediatamente empezó a silbar una alegre tonadilla. El caballo levantó las
orejas, miró al abuelo y comenzó a bailar. Los niños estaban pasmados.
Una y otra vez daba vueltas al compás de la música, golpeando
rítmicamente el suelo con sus cascos.
—¡Qué maravilla! —exclamó Ana—. ¿Todos sus caballos bailan tan bien
como éste?
—Sí, y algunos incluso mejor —respondió el abuelo—. Éste tiene muy buen
oído para la música, pero otros lo aventajan. Te quedarás boquiabierta cuando
los veas enjaezados con sus penachos de plumas... ¡Caballos!... No hay en el
mundo nada más bonito que un buen caballo.
—Señor Tapper —dijo Julián—. Venimos de la casa que hay al otro lado de
la cerca. Como ya sabe, el padre de Manitas es el dueño de este campo y...
—Sí, sí; ya lo sé. Pero nosotros tenemos derecho a acampar aquí cada diez
años —dijo el señor Tapper, levantando la voz—. Así que no empieces a discu...
—No he venido a discutir —le atajó Julián—, sino sólo a decirle que a mis
amigos y a mí nos gustaría montar aquí nuestras tiendas. Pero no quisiéramos
molestarle y...
—¡Ah, si es eso lo que queréis, sed bien venidos! —dijo el señor Tapper—.
Creía que querías echarnos de aquí, como ese niño.
Señaló con el dedo a Manitas y éste se puso tan rojo como un pimiento. El
señor Tapper se echó a reír.
—A mi nieto no le hizo mucha gracia la cosa, ¿verdad, muchacho? De un
puñetazo te tiró al suelo... Sí, el pequeño Jeremías tiene mucho temperamento,
pero quizás otro día sea él quien se vea de pronto en el suelo, ¿no?
—Sí —dijo al punto Manitas.
—Bien. Pero ahora debéis hacer las paces y daros la mano como dos
caballeros —dijo el señor Tapper—. Bueno, ahora a traer vuestras cosas y a
montar el campamento. Os mandaré a Charlie, el chimpancé, para que os ayude.
Es tan fuerte como un hombre.
—¿Un chimpancé? —exclamó Ana, maravillada—. ¿De veras será tan
amable que nos ayudará?
—El viejo Charlie es más listo que todos vosotros juntos, y, por lo menos,
igual de amable —dijo el abuelo—. Hasta os podría ganar jugando al criquet.
Traed un día los palos y lo veréis. Lo llamaré para que os ayude. ¡Charlie!
¡Charlie! ¿Dónde estás? Seguro que estará durmiendo. ¡Charlie!
Pero Charlie no apareció.
—Id a buscarlo —dijo el señor Tapper, señalando una jaula que no estaba
muy lejos—. Hará todo lo que queráis con tal que os mostréis agradecidos y lo
alentéis de cuando en cuando.
—¡Vamos por él, Julián! —exclamó Dick—. ¡Tener un chimpancé como
ayudante! ¡Es increíble!
Y todos se dirigieron a la gran jaula, gritando:
—¡Charlie, despierta! ¡Tienes que ayudarnos!

CAPÍTULO VIII
El chimpancé Charlie
Manitas fue el primero en llegar a la jaula. Miró al interior y vio a Charlie, el
chimpancé. Estaba en el fondo de la jaula, mirando a los niños con curiosidad.
Se levantó, se acercó a Manitas, sacó su nariz entre los barrotes y la aplicó a la
nariz de Manitas. De pronto, dio un resoplido, y Manitas dio un salto atrás,
sorprendido e irritado.
—¡Me ha soplado! —exclamó, dirigiéndose a sus compañeros, que se reían
como locos.
El chimpancé emitió un extraño sonido que Travieso se apresuró a imitar. El
chimpancé se lo quedó mirando y luego dio muestras de gran agitación.
Empezó a saltar asido a los barrotes, mientras parloteaba atropelladamente.
Un muchacho llegó corriendo. Era el niño que había derribado a Manitas de
un puñetazo.
—¿Qué le estáis haciendo al chimpancé? —preguntó, y añadió dirigiéndose
a Manitas—: Tú eres el chico que le gritó a mi abuelo y al que yo tiré al suelo de
un puñetazo, ¿verdad?
—Sí. Y te advierto que como lo intentes otra vez, sabrás lo que es bueno —
respondió Manitas, levantando la voz.
—¡Calla, Manitas! —dijo Julián. Y se volvió hacia el nieto del señor
Tapper—. Te llamas Jeremías, ¿verdad? Acabamos de hablar con tu abuelo y
nos ha dicho que podíamos llevarnos al chimpancé para que nos ayude a
montar las tiendas de campaña. ¿Lo podemos sacar de la jaula?
—¡Sí, claro! Yo lo saco dos o tres veces al día. En la jaula se aburre. Se
sentirá feliz ayudándoos a montar el campamento. A nosotros nos ayuda
siempre a colocar el toldo. Es fuerte como un león.
—Pero... ¿No será peligroso? —preguntó Dick, mirando al chimpancé con
desconfianza.
—¿Peligroso? ¿Peligroso Charlie? —exclamó Jeremías, sorprendido—. Es
tan peligroso como yo. ¡Charlie, sal! ¡Hala! Sabes abrir la puerta perfectamente.
El chimpancé emitió una especie de grito de alegría, sacó la mano entre los
barrotes, alcanzó el cerrojo y lo descorrió. Luego abrió la puerta y salió.
—¿Veis con qué facilidad lo hace? —dijo Jeremías—. Vamos, Charlie;
necesitamos tu ayuda.
Charlie fue con los niños hasta donde éstos habían dejado las tiendas y todo
lo demás. Andaba con sus cuatro extremidades, pero sin apenas apoyarse en las
delanteras, mientras emitía extraños y cómicos gruñidos. Travieso, un poco
asustado, lo seguía a distancia, pero, de pronto, el chimpancé se volvió, lo
atenazó con una mano y se lo colocó en un hombro. Travieso se quedó inmóvil
sin saber si sentía miedo o alegría.
—Ojalá tuviese aquí mi máquina fotográfica —dijo Ana a Jorge—. Míralos.
Travieso está encantado.
Al fin llegaron al lugar donde habían dejado las tiendas.
—Charlie, carga con todo esto y síguenos —le ordenó Jeremías.
El chimpancé empezó a recoger cosas del suelo y no paró hasta que sus
brazos no pudieron abarcar más. Después siguió a los niños hasta el lugar
donde habían decidido plantar sus tiendas.
—Déjalo todo en el suelo, Charlie —le dijo Jeremías—, y ve a traer lo demás.
Date prisa; no te quedes ahí parado. Tienes mucho trabajo, Charlie.
Pero Charlie seguía inmóvil, mirando a Travieso.
—Quiere que Travieso vaya con él —dijo Jorge—. Travieso, acompaña a
Charlie.
Travieso se subió al hombro de Charlie. Éste lo sujetó con una mano y
comenzó a galopar como loco hacia donde estaban las demás cosas. Cuando
volvía con ellas, una de las sábanas se desenrolló y le tapó la cara, de modo que
no podía ver por dónde iba. Charlie se puso furioso y empezó a dar grandes
saltos, gruñendo ferozmente. Los niños se asustaron un poco.
—Cálmate, Charlie —le dijo Manitas, quitándole la sábana de delante de los
ojos.
El chimpancé se calmó y pronto estuvo todo en su sitio. Julián y Dick se
dedicaron a plantar las tiendas. Charlie los miraba con interés y ayudaba cuando
veía que podía hacerlo.
—Es un buen ayudante, ¿verdad? —dijo Jeremías, orgulloso de su amigo
Charlie—. ¿Habéis visto? Ha puesto el palo de la tienda en el lugar exacto. Me
gustaría que vierais cómo va a buscar todos los días los cubos de agua para los
caballos. Lleva uno en cada mano.
—Se merece un sueldo —dijo Manitas.
—Lo tiene —respondió Jeremías—: ocho plátanos al día y todas las
naranjas que quiera. Le gustan mucho, tanto como los caramelos.
—Creo que tengo alguno —dijo Manitas, buscando en sus bolsillos.
De éstos salieron los objetos más distintos, pero al fin Manitas sacó una
bolsa de caramelos. Estaban pegados unos con otros, reblandecidos por el calor.
—¡No debes darle esos caramelos! —exclamó Ana—. Están pegajosos y
medio derretidos.
Pero a Charlie no le importó este detalle. Arrebató la bolsa de las manos de
Manitas y se la llevó entera a la boca.
—Se va a atragantar —dijo Julián.
—¡Qué va! —replicó Jeremías—. Ahora se meterá en la jaula, cerrará la
puerta y estará chupando los caramelos hasta que no quede ni rastro de ellos.
Está contentísimo.
—Desde luego, se merecía una recompensa —dijo Jorge—. Ha trabajado
mucho. Será emocionante dormir en las tiendas de campaña. Primero
cenaremos.
—Podéis cenar con nosotros si queréis —dijo Jeremías—. No será una cena
tan fina como la vuestra, pero os gustará. Mi abuela cocina muy bien. Tiene
doscientos años, ¿sabéis?
Los niños sonrieron, incrédulos.
—¿Doscientos años? Nadie puede vivir tanto tiempo —dijo Jorge.
—Bueno, eso es lo que ella dice a todo el mundo —aclaró Jeremías—. Y por
la cara parece tenerlos. Pero su vista es tan fina como una aguja. ¿Le digo que
vendréis a cenar?
—¿Crees habrá bastante comida para tantos invitados que no esperabais?
—preguntó Julián—. Podríamos llevar nuestra cena y compartirla. ¿Qué te
parece? Tenemos comida abundante. Nuestra cocinera nos la traerá dentro de
un rato. Pastel de carne, salchichas, plátanos y manzanas.
—¡Chiss! No pronuncies la palabra plátano delante de Charlie —le advirtió
Jeremías—. Si te oye, querrá que le des uno y no parará de darte la lata. De
acuerdo en que os traigáis la comida. La compartiremos junto al fuego. Se lo
diré a mi abuela. Hoy tenemos música. Fred tocará el violín. ¡Ya verás cómo
toca! Oyéndolo, se le van los pies a uno.
¡Qué emocionante era todo! Julián se dijo que debían volver a casa antes de
que empezaran a preocuparse por su desaparición, lo que aprovecharían para
recoger la cena.
—Volveremos tan pronto como nos sea posible —dijo—. Muchas gracias
por tu ayuda, Jeremías. Ven, Travieso. Di adiós a Charlie, pero no te pongas
triste, pues volveremos en seguida.
Saltaron de nuevo la cerca. Estaban un poco cansados, pero tenían grandes
planes para la noche.
—Nos sentaremos alrededor del fuego y probaremos lo que la abuela de
Jeremías cocine —dijo Manitas—. Nos parecerá que pertenecemos al circo. Estoy
seguro de que la cena será estupenda. ¿Le sabrá mal a mi padre que hayamos
hecho tanta amistad con la gente del circo?
—¡Bah! Ni siquiera se dará cuenta de que no estamos en casa —dijo Jorge—.
Tu padre no se entera de nada. A veces, ni se entera de que tiene a alguien ante
sus mismas narices.
—Bien mirado, eso le será muy útil cuando la gente que tiene delante no le
caiga en gracia —comentó Manitas—. Bueno, vamos a ver si Jenny nos ha
preparado ya lo que nos tenemos que llevar.
Jenny escuchó atentamente, boquiabierta, lo que le contaron los niños.
—¡Acampar con esa gente! —exclamó—. ¡Qué ocurrencia! ¿Qué dirían tus
padres si lo supiesen?
—Pues no sé. Se lo preguntaré cuando los vea —respondió Jorge con una
sonrisa—. ¿Qué nos has preparado para cenar, Jenny? Nos lo vamos a llevar al
campamento.
—Lo suponía —respondió Jenny—. Todo es comida fría: pastel de carne,
salchichas, pepinos, lechuga, tomates y, de postre, manzanas y plátanos.
¿Tendréis bastante?
—¡Ya lo creo! —dijo Manitas—. ¿Y qué nos das para beber?
—Podéis llevaros naranjada o limonada, lo que prefiráis. Pero oíd: no
vayáis al despacho de tu padre. Ha estado trabajando todo el día y está
cansado.
—Y supongo que malhumorado —dijo Manitas—. Las personas cansadas
suelen estar de mal humor. Todas menos tú, Jenny.
—Me estás haciendo la pelotilla para que te dé algo más —dijo Jenny—. Te
conozco muy bien.
—¿Podemos llevarnos unos cuantos terrones de azúcar? —preguntó
Manitas—. Es que en el circo hay unos caballos magníficos, los más hermosos
que he visto en mi vida, y me gustaría darles un terrón de azúcar a cada uno.
—Y alguno para ti, ¿no? —dijo Jenny, sonriendo—. Bien. Os lo envolveré
todo. También os daré platos de papel y cubiertos. ¿Y Tim? Supongo que
también él querrá cenar.
—¡Guau! —ladró Tim, satisfecho de que alguien se acordara de él.
—Lo tuyo ya está preparado. Lo tengo en la despensa —le dijo la
cocinera—, Jorge, ve a traerlo. Tim debe de tener apetito.
Jorge encontró en la despensa un plato de carne y unos bizcochos, que Tim
acogió con alegres ladridos.
Al fin la comida estuvo preparada. ¡Qué abundancia! Estupendo: así
podrían invitar a sus amigos del circo. Dieron las buenas noches a Jenny y
desaparecieron en el jardín. Al profesor no le dijeron nada: no querían
molestarlo.
—A lo mejor está de mal humor y nos prohibiría que fuésemos a cenar con
la gente del circo —dijo Manitas—. Travieso, haz el favor de salir de esa cesta.
Intentabas atrapar un plátano. No disimules, que te he visto. Y haz el favor de
comer bien. De lo contrario, Charlie pensará que eres un mal educado y se
avergonzará de tener amistad contigo.
Radiantes de alegría, llegaron al fondo del jardín, saltaron la cerca y se
encontraron de nuevo en el campo. El sol se ponía rápidamente. Pronto
empezaría a oscurecer. ¡Qué estupendo iba a ser sentarse alrededor del fuego,
cenar con la gente del circo, cantar, quizás, a coro con sus amigos, y escuchar el
violín que Fred tocaba tan maravillosamente! ¡Qué divertido dormir en las
tiendas de campaña, oyendo los gritos de las lechuzas y viendo las estrellas por
las aberturas!
Saltaron la cerca, pasándose la comida de unos a otros, y siguieron
adelante. ¡Quita las manos de esa cesta, Travieso! ¡Bien hecho, Tim, muérdele la
oreja cada vez que haga una travesura! ¡Esta noche os vais a divertir todos
mucho!

CAPÍTULO IX
Una velada inolvidable
Apenas vio Jeremías que sus amigos saltaban la cerca, corrió a ayudarlos.
Feliz de tenerlos como invitados, los condujo en primer lugar a presencia de su
abuelo.
—Supongo —dijo éste— que tus amigos querrán curiosear un poco por
nuestro campamento. Charlie os acompañará. Esta noche tenemos ensayo. De
modo que podréis ver casi toda la función.
Aquello entusiasmó a los niños. Los cubos de madera pintada estaban ya
enlazados formando un gran anillo. En seguida aparecieron en él los caballos
musicales. El primero de ellos iba montado por una hermosa joven, Madelón,
que lucía un vestido de lentejuelas doradas.
«¡Qué bonitos son! —pensó Ana—. ¡Cómo lucen sus cabellos con esos
vistosos penachos de plumas!»
La banda comenzó a tocar y los caballos empezaron a trotar, siguiendo a la
perfección el compás de la pieza. Los músicos tenían algo extraño: iban vestidos
con trajes corrientes. Los niños comprendieron que reservaban sus brillantes
uniformes para la noche de la presentación.
Después de dar dos o tres vueltas, los caballos salieron de la pista y
apareció Fred, que estuvo unos momentos tocando el violín. Primero la música
fue lenta y solemne. Luego, Fred empezó a tocar de prisa, y los niños sintieron
que se les iban los pies, siguiendo el ritmo.
—No puedo tenerlos quietos —exclamó Ana—. Es como si la música se
metiera en el cuerpo.
En este momento apareció Charlie, el chimpancé, andando sólo con las
patas traseras. Parecía mucho más alto. Bailó durante unos momentos al son de
la música, dando grandes saltos, y luego se acercó al violinista y se abrazó a sus
piernas.
—Lo quiere mucho —dijo Jeremías—. Ahora tiene que ir a ensayar su
número. Juega al criquet1. Perdonadme. He de ir a arrojarle las pelotas.
Jeremías salió a la pista y Charlie corrió hacia él y lo abrazó. Un bate fue
lanzado a la pista. El chimpancé lo recogió y lo hizo girar sobre su cabeza.
Estaba muy contento y no cesaba de parlotear.
Alguien arrojó la pelota a Jeremías, que la cazó al vuelo con seguridad.
1 El criquet es un deporte muy popular en Inglaterra. Sus reglas son complicadas. Tiene
cierto parecido con el beisbol, más conocido en España. (N. del T.)
—Veréis como no le da —dijo, y arrojó con gran fuerza la pelota sobre
Charlie.
Pero éste acertó a golpearla con el bate, y con tal fuerza, que la pelota salió
disparada a enorme velocidad y Jeremías no pudo atraparla. Los niños no
habían visto nunca un partido de criquet tan divertido. El chimpancé no fallaba
ninguna pelota. Al fin se cansó y empezó a perseguir a Jeremías por toda la
pista, con el bate en alto, como si le quisiera pegar. Los niños estaban muertos
de risa.
—Es un payaso como no hay dos —dijo Dick—. ¿Es esto lo que hace Charlie
todas las noches ante el público?
—Sí, y a veces lanza la pelota a los espectadores —respondió Jeremías—. Se
arman unos alborotos de miedo. Otras veces, para animar el espectáculo,
dejamos que uno de los niños del público arroje la pelota. Una tarde, un niño la
lanzó con gran fuerza y tuvo la desgracia de darle a Charlie. Éste se enfadó
tanto, que lo persiguió por toda la pista, como ahora ha hecho conmigo. El
pobre niño pasó un gran susto.
Charlie se acercó a Jeremías y empezó a darle abrazos cariñosos.
—Estate quieto, Charlie —dijo el niño—. Mira, ahí llega el Asno Bailarín.
Salgamos de la pista. Nunca sabe uno las coces que va a dar.
Pronto apareció el Asno Bailarín. Tenía el pelo gris oscuro. Avanzó hasta el
centro de la pista, galopando y con la cabeza torcida. Luego se sentó, levantó
una de sus patas traseras y se rascó la nariz. Los niños estaban asombradísimos.
Nunca habían visto a un asno hacer nada semejante. De pronto, la banda
empezó a tocar y el asno se levantó y prestó atención, moviendo extrañamente
las orejas y la cabeza al compás de la música.
La banda cambió de ritmo: empezó a tocar una marcha. El asno escuchó
atentamente y luego echó a andar dando vueltas por la pista y marcando
perfectamente el paso: clip, clop, clip, clop, clip, clop. Luego, por lo visto, se
cansó, ya que dobló sus patas traseras y se sentó. Los niños se reían de buena
gana. Después se levantó, pero las patas traseras parecieron enredársele con las
delanteras y cayó al suelo con una contorsión ridícula.
—¿Se ha hecho daño? —preguntó Ana, preocupada—. Como siga así, se va
a romper una pata. Mira, Jeremías; no puede levantarse.
El asno rebuznó, intentó ponerse de nuevo en pie y cayó al suelo. Pero, de
pronto, la orquesta empezó a tocar otra cosa y el asno se levantó en seguida
para moverse al compás del nuevo ritmo, bailando un zapateado.
—Nunca hubiese creído que a un asno se le pudiera enseñar a bailar un
zapateado —dijo Jorge, maravillada.
Pronto volvió a dar el asno muestras de cansancio y se detuvo. Pero la
banda siguió tocando y entonces el animal corrió hacia el estrado de los
músicos y dio una patada a la tarima. De su boca salieron estas palabras:
—¡No tan de prisa! ¡No tan de prisa!
Pero los músicos no le hicieron caso y siguieron tocando. El asno se dobló
de pronto y su cabeza cayó al suelo. Ana lanzó un grito de angustia.
—¡Qué tonta eres, Ana! —dijo Dick—. ¿Creías que era un asno de verdad?
—¿No lo es? —exclamó Ana, aliviada—. Es igual que aquel que nos llevaba
a la playa en Kirrin.
El asno se había partido en dos mitades y de cada una de ellas salió un
hombre bajito. La piel del asno estaba en el suelo.
—Me gustaría tener una piel de asno como ésa —dijo Manitas—. Tengo un
amigo en el colegio que podría ocupar las patas traseras y yo me metería en las
delanteras. ¡Cómo nos divertiríamos!
—A juzgar por las cosas que haces a veces, no me extrañaría que fueses un
asno de primera — dijo Jorge, burlona—. Mira, ése debe de ser Dick Tiroloco.
Pero antes de que Dick Tiroloco pudiese empezar a disparar sus revólveres,
los dos hombres que habían salido de la piel de asno se dirigieron al estrado de
la banda y entablaron una viva discusión con los músicos.
—¿Por qué tocáis tan de prisa? —exclamaron—. Ya sabéis que no podemos
hacer nuestros trucos a esa velocidad. ¡Lo que queréis es que no nos salga bien
el número!
El director de la banda dijo, gritando, algo que los niños no entendieron.
Pero no debía de ser nada agradable, pues uno de los hombres salidos del asno
avanzó hacia él con el puño en alto.
Un atronador vozarrón cortó en seco la disputa. Era el señor Tapper, el
abuelo, que empezó a dar órdenes.
—¡Basta! ¡Pat! ¡Jim! Salid de la pista. Soy yo quien manda aquí. ¡¡He dicho
que basta!!
Los dos hombrecillos lo miraron con rabia, pero no se atrevieron a decir
palabra. En silencio, recogieron su disfraz y salieron de la pista.
Dick Tiroloco tenía el aspecto de un hombre cualquiera. Iba vestido con un
traje gris corriente.
—No ensayará todo su número —explicó Jeremías—. Ya lo veréis otra
noche, cuando actúe ante el público. Es formidable. Dispara contra toda clase de
objetos, incluso contra una moneda que cuelga de un cordel, y nunca falla. En
función va vestido de cow‐boy. Tiene un caballito estupendo, que galopa por la
pista a toda velocidad, pero no mueve ni un músculo cuando Dick dispara.
Mirad, allí está esperando a que Dick lo llame.
El caballito era blanco y miraba fijamente a Dick Tiroloco. Pateaba
nerviosamente el suelo, como diciendo: «¡Vamos, date prisa! Te estoy
esperando. ¿Me llamas o no?»
—Basta, Dick; puedes marcharte —le gritó el abuelo—. He oído decir que
tu caballo se ha hecho daño en una pata. Conviene que hoy lo dejemos
descansar. Mañana lo necesitaremos.
—Bien, señor Tapper —respondió Dick Tiroloco. Y, después de saludar, se
marchó, llevándose a su caballo.
—¿Qué viene ahora, Jeremías? —preguntó Jorge, que estaba pasando uno
de los mejores ratos de su vida.
—No lo sé —contestó Jeremías—. Déjame pensar. Faltan los acróbatas, pero
los trapecios no están montados, o sea que no ensayarán. Luego está el hombre
sin huesos. ¡Mirad, ahí está! Es un gran artista y me quiere mucho. Es muy
bueno. No se parece a otros artistas de nuestra compañía.
El hombre sin huesos tenía un aspecto extraño. Era muy alto y delgado. Sus
piernas podían doblarse en todas direcciones por las rodillas y también doblaba
completamente los tobillos. Lo mismo podía hacer con los brazos, y su cuello le
permitía volver enteramente la cabeza. Realizó unas cuantas contorsiones
dificilísimas, y finalmente se echó en el suelo y se deslizó como una serpiente.
—Se presenta al público vestido con un traje de piel de serpiente —dijo
Jeremías—. Interesante, ¿verdad?
—¿Cómo puede retorcerse de ese modo? —preguntó Dick—. Dobla los
brazos y las piernas de una forma que parece imposible. A mí se me romperían
si lo intentase.
—Para él es muy fácil —dijo Jeremías—. Tiene articulaciones de doble
juego, de modo que puede doblar los codos y las rodillas tanto hacia adelante
como hacia atrás. Es muy simpático; ya lo veréis cuando lo conozcáis. Parece
que no tenga huesos, ¿verdad?
Ana se sentía un poco atemorizada. ¡Qué extraña era la gente de circo! Era
un mundo completamente distinto. De pronto sonó una estridente trompeta y
Ana se sobresaltó.
—Nos llaman para cenar —dijo Jeremías, alegremente—. ¡Vamos! ¡Mi
abuela debe de haber preparado un guiso para chuparse los dedos! ¡Corramos!

CAPÍTULO X
Fuego de campamento
Siguiendo a Jeremías, salieron de la pista del circo. La iluminación en ella
era tan espléndida, que, por contraste, la noche parecía oscurísima. A través del
campo, se dirigieron a un fuego cuyas llamas salían de unos troncos
cuidadosamente apoyados en grandes piedras. En el centro había una enorme
olla que despedía un humo blanco, y los niños percibieron un olorcillo
delicioso.
Allí estaba la abuela. Cuando los vio, empezó a remover el contenido de la
olla.
—Habéis estado mucho tiempo en el circo —dijo al abuelo—. ¿Ha ocurrido
algo?
—No —repuso el señor Tapper, olfateando el agradable olor a comida—.
Tengo mucho apetito. ¡Qué bien huele esto! Jeremías, ayuda a tu abuela.
—Sí, abuelo —respondió el niño.
Se puso delante de un rimero de platos y los fue pasando uno a uno a su
abuela, que, con un enorme cazo, los fue llenando de patatas, carne y verduras.
El abuelo preguntó a Julián:
—¿Os ha gustado el ensayo?
—¡Ya lo creo! —contestó Julián—. ¡Lástima que no se hayan ensayado
todos los números! Me habría gustado ver a los acróbatas y a los payasos.
¿Están por aquí? Estoy deseando verlos.
—Sí, por aquí ronda uno de los payasos —dijo el señor Tapper—. Míralo.
Está con Madelón, la amazona.
Los niños lo miraron y tuvieron una desilusión.
—¿De veras es un payaso? —preguntó Dick, incrédulo—. No parece un
hombre divertido, sino todo lo contrario: triste.
—Es Tip —dijo el abuelo—. Fuera de la pista siempre tiene esa cara. Pero
cuando lo veáis trabajar os desternillaréis de risa. Es un payaso graciosísimo.
Hay muchos payasos como Tip: cuando están ante el público son alegres y
divertidos, pero apenas salen de la pista, se les ve tristes y pensativos. Top es un
poco más alegre. Es aquel que le está tirando del pelo a Madelón. Veréis qué
pronto recibe un tortazo. ¿Veis? Ya lo ha recibido.
Top se acercó al grupo, llorando a lágrima viva. Parecía llorar de verdad.
—¡Es mala! ¡Me ha pegado! —dijo sollozando como un niño pequeño.
Los niños se reían a carcajadas. Travieso se fue hacia el payaso y se
encaramó a su hombro para emitir sonidos consoladores junto a su oído. Charlie
salió de su jaula y le puso una mano en el hombro para confortarlo. Los dos
creían que Top lloraba de verdad.
—Basta, Top —dijo el abuelo—. Sólo falta que vengan a consolarte los
caballos. Repite eso en la función de mañana y tendrás un éxito loco. Siéntate y
cena.
—Señor Tapper —dijo Julián—. Uno de los artistas no ha aparecido en el
ensayo: Wooh, el mago. ¿Por qué?
—¡Ah, ése nunca ensaya! —dijo el señor Tapper—. Es un tipo muy raro. No
habla con nadie. Quizás venga a cenar, pero también puede ser que no venga.
Como mañana hay función, supongo que sí que vendrá esta noche. A decir
verdad, le tengo un poco de miedo.
—Pero no será un mago de verdad —dijo Manitas.
—No sé, pero cuando hablo con él tengo la impresión de que es un
verdadero mago —dijo el señor Tapper—. No hay nada sobre números que ese
hombre no sepa, ni nada que no pueda hacer con ellos. Pedidle que multiplique
cualquier número por otro, aunque aquél tenga doce cifras, y os dará el
resultado en un segundo. No debería estar en un circo. Debería ser un científico,
uno de esos hombres que llenan cuartillas y cuartillas de números.
—Como mi padre —dijo Manitas—. Porque mi padre es inventor, ¿sabe?
Cuando entro en su despacho, veo montones de hojas de papel donde hay
millones de cifras, planos y diagramas.
—Muy interesante —dijo el abuelo—. Deberíamos presentarle al señor
Wooh. Se pasarían el día hablando de números. ¿Qué llevas en la mano, niña?
—La comida que hemos traído —respondió Ana—. Pruebe una salchicha,
señor Tapper, o un tomate de la huerta de Manitas.
—Gracias —dijo el señor Tapper, sinceramente agradecido—. Eres muy
amable. Celebro de veras haberos conocido. A lo mejor, incluso podríais dar a
Jeremías algunas lecciones de buenos modales.
—¡Abuelo! Ahí viene el señor Wooh —dijo Jeremías, levantándose.
Todos se volvieron para mirarlo. ¿Aquél era el fantástico señor Wooh?
Desde luego, parecía un mago.
El señor Wooh los observó con una leve sonrisa. Era un hombre alto y de
porte autoritario. Tenía el cabello negro y unos ojos brillantes medio ocultos por
unas cejas espesísimas. Lucía una barbita recortada y hablaba con voz profunda
y acento extranjero.
—Por lo que veo, tenemos visita —dijo, sonriendo y mostrando sus blancos
dientes—. ¿Puedo sentarme con vosotros?
—¡Desde luego, señor Wooh! —dijo Ana calurosamente—. Hemos traído
mucha comida. ¿Quiere una salchicha?
—¡Gracias! Tienen muy buena cara —dijo el mago, sentándose.
—Lo hemos echado de menos en el ensayo —dijo Dick—. Nos han dicho
que hace usted maravillas con los números y que calcula con la rapidez de un
rayo.
—Mi padre también lo hace —dijo Manitas con un gesto de orgullo—. Sí,
también hace brujerías con los números. ¡Es inventor!
—¡Ah, caramba! Inventor. ¿Y qué es lo que inventa? —preguntó el señor
Wooh mientras saboreaba una salchicha.
Esto fue suficiente para que Manitas se disparase y empezara a explicar lo
grande que era su padre.
—Puede inventar todo lo que le pidan que invente —dijo—. Inventó un
aparato para guiar a los aviones sin que el piloto tenga que tocar los mandos.
También ha inventado una rueda neumática eléctrica y el termocitrón. Pero no
creo que usted haya oído hablar nunca de estas cosas tan...
—Espera, muchacho, espera —le interrumpió el señor Wooh, visiblemente
interesado—. Sí que he oído hablar de esas cosas. No sé lo que son, pero he oído
hablar. Tu padre debe de ser un hombre de gran talento, un verdadero sabio.
Manitas rebosaba de orgullo.
—Hace poco los periódicos hablaron de algunos de sus inventos —dijo—.
Vinieron muchos periodistas para entrevistar a papá, y él se enfadó mucho con
ellos. Está ocupado en su invento más importante y no podía trabajar porque a
cada momento llegaban para hacerle preguntas, y algunos incluso lo espiaban e
iban a mirar por las ventanas de la torre...
—¿La torre? ¿De modo que tiene una torre? —preguntó el señor Wooh con
gran interés.
Pero antes de que Manitas pudiera contestar, Julián le dio un fuerte pellizco.
Manitas se volvió hacia él, sorprendido, y vio que Julián le miraba muy
enfadado, y lo mismo Jorge. Se puso rojo como la grana y recordó que su padre
le había dicho que no hablase de su trabajo, pues se trataba de asuntos secretos.
Fingió que se le había atragantado un trozo de carne y esperó a que Julián
cambiase de conversación.
—Señor Wooh —dijo Julián—, ¿podría hacernos una demostración de su
habilidad para manejar los números? Nos han dicho que usted puede hacer en
un segundo las operaciones aritméticas más complicadas.
—Es cierto —contestó el mago—. No hay nada que yo no pueda hacer con
los números. Ponme la operación que quieras y te daré el resultado en seguida.
—A ver, señor Wooh. Multiplique sesenta y tres mil trescientos cuarenta y
dos por ochenta mil novecientos cincuenta y tres. Seguro que no lo podrá hacer
en un momento.
—El resultado es 5.127.724.926 —respondió inmediatamente el señor Wooh,
sin darle importancia—. Ha sido una operación muy fácil.
—¡Asombroso! —exclamó Manitas, y preguntó volviéndose hacia Julián—:
¿Es ése el resultado?
Julián estaba haciendo la multiplicación rápidamente con ayuda de papel y
lápiz.
—Sí, es exacto —dijo cuando hubo concluido—. Ni el más insignificante
error. ¡Y sólo en un segundo! ¡Qué barbaridad!
—Yo también quiero ponerle una multiplicación —dijo Jorge—. 602.491
multiplicado por 352.
—Exactamente 212.076.832 —respondió inmediatamente el señor Wooh.
De nuevo hizo Julián la operación con papel y lápiz, luego levantó la cabeza
y asintió.
—Exacto. ¿Cómo lo hace tan de prisa?
—Magia, sólo un poco de magia. Es muy fácil. Probadlo alguna vez. Estoy
seguro que este chico podría hacerlo —dijo señalando a Manitas. Y añadió—:
Me gustaría mucho conocer a tu padre. Sería una conversación sumamente
interesante para los dos. He oído hablar mucho de su maravillosa torre. Es un
verdadero monumento a su genio. Como ves, hasta en el extranjero se conocen
los extraordinarios trabajos científicos de tu padre. ¿Teme acaso que le roben
sus secretos?
—¡No lo creo! —dijo Manitas—. La torre es un escondite seguro y...
De pronto se detuvo, volviendo a enrojecer, mientras recibía un nuevo y
más fuerte pellizco de Julián. ¿Cómo podía ser tan estúpido? ¡Decir que su
padre guardaba sus secretos en la torre!
Julián creyó conveniente llevarse aparte a Manitas y darle una buena
lección para que tuviese la boca cerrada. Consultó su reloj e hizo ver que le
inquietaba lo tarde que era.
—¡Santo Dios! ¿Sabéis qué hora es? —dijo—. Jenny estará a punto de avisar
a la policía. Tenemos que volver en seguida a casa. ¡Vamos, Manitas! ¡Venid
todos! Tenemos que irnos. Abuelo, muchas gracias por habernos invitado a
compartir su comida.
—¡Pero si todavía no hemos terminado! —dijo el señor Tapper—. Os
habréis quedado con apetito.
—¡Qué va! ¡Si ya no podemos más! —dijo Dick, comprendiendo las señas
que le hacía Julián—. Hasta mañana, abuelo. Buenas noches, abuela. Muchas
gracias por todo.
—Todavía quedan plátanos y manzanas —dijo Manitas, tozudo.
—Las hemos traído para Charlie —dijo Dick, mintiendo descaradamente y
sintiendo unas ganas locas de dar a Manitas un buen puñetazo.
¡Qué estúpido! No se daba cuenta de que Julián trataba de alejarlo de allí
para que el señor Wooh no siguiera sonsacándole. ¡Vería lo que era bueno
cuando estuviesen solos!
Manitas notó que todos lo empujaban y empezó a asustarse. Julián parecía
muy enfadado. El abuelo estaba sorprendido ante la repentina marcha de los
niños. En cambio, Charlie el chimpancé se sentía feliz: le habían dejado una
imponente provisión de fruta.
Llegaron a la cerca. Julián sujetaba firmemente el brazo de Manitas, y
cuando llegaron al otro lado de la cerca y estuvieron fuera del alcance del oído
del señor Wooh, se volvió hacia él y le dijo furioso:
—¿Estás loco, Manitas? ¿No te has dado cuenta de que ese extranjero estaba
tirándote de la lengua para que le dieras detalles sobre los trabajos secretos de
tu padre?
—¡Eso no es verdad! —replicó Manitas, casi llorando—. ¡Son exageraciones
tuyas!
—A mí nunca se me ocurriría decir una sola palabra del trabajo de mi
padre —dijo Jorge, en un tono tan agrio, que para Manitas fue una acusación.
—¡Yo no he dicho nada! —protestó—. Además, el señor Wooh parece una
buena persona. ¿Qué os hace sospechar que no lo es?
—No me gusta y no me fío ni un pelo de él —dijo Julián—. Sin embargo, tú
le escuchabas embobado y muriéndote de ganas de contestar a sus preguntas.
Estoy avergonzado de ti. Lo habrías pasado muy mal si tu padre te hubiese
oído. Ojalá que no hayas dicho demasiado. Ya sabes lo mucho que se enfadó tu
padre cuando se publicó en un periódico aquella información sobre sus últimos
descubrimientos, lo que atrajo a tu casa a una multitud de curiosos...
Manitas no pudo resistir más. Lanzó un gemido que asustó a Travieso,
haciéndole dar un salto, y se alejó corriendo hacia la casa. El monito lo siguió
para consolarlo. ¿Qué le pasaría? El pobre Travieso estaba extrañadísimo y en
vano trataba de consolar a su afligido amo. Al fin se encaramó a su hombro, le
rodeó el cuello con sus diminutos brazos y empezó a murmurarle sonidos
extraños al oído.
—¡Oh, Travieso! —dijo Manitas—. ¡Sigues siendo amigo mío! Cuánto me
alegro. Los otros ya no lo son. ¿Crees que soy un idiota? Yo he hablado con
orgullo de mi padre, y nada más.
Travieso seguía abrazado al cuello de Manitas, extrañado y triste. Manitas se
detuvo al fin ante la torre. En lo alto de ella brillaba una luz. Su padre debía de
estar aún trabajando. Un sonido extraño llegó en esto a sus oídos y se preguntó
si serían aquellas raras antenas de la torre las que lo producían. De pronto, la
luz se apagó.
«Papá habrá acabado el trabajo por esta noche —pensó Manitas—. Ahora se
irá a casa. Yo también he de ir. Quizás me pregunte por qué estoy tan agitado.
Nunca había visto a Julián tan enfadado conmigo. Me ha hablado con
desprecio.»
Avanzó por el sendero que conducía a la casa. Sería preferible que no viese
a Jenny. En seguida notaría que le había ocurrido algo anormal y se lo haría
confesar todo. Quizá se enfadara tanto como Julián. Además, le preguntaría por
qué no estaba en el campamento con los demás. Si, sería preferible ir
directamente al piso y meterse en la cama.
—Ven, Travieso —susurró—. Vamos a la cama. Puedes acurrucarte a mi
lado. Tú nunca te enfadarás conmigo, ¿verdad? Siempre tendré en ti un amigo.
Travieso empezó a parlotear alegremente para entretener a Manitas mientras
se desnudaba. Se metió en la cama y Travieso se acurrucó a sus pies.
«No creo que pueda dormir —pensó Manitas, tristemente—. No, no podré.»
Pero en seguida se quedó dormido. Fue una lástima. Si hubiese estado
despierto, habría vivido unos momentos de gran emoción. ¡Pobre Manitas!

CAPÍTULO XI
En la oscuridad de la noche
Julián y los demás del grupo no quisieron seguir a Manitas.
—Dejadle que se vaya —dijo Julián—. Entremos en las tiendas y charlemos
un poco antes de dormir.
—Siento que Manitas no esté con nosotros —dijo Ana—. Es la primera
noche que acampamos. No ha sido su intención irse de la lengua.
—Eso no le disculpa, Ana —dijo Jorge—. Se porta como un tonto a cada
momento y ya es hora de que aprenda. Vámonos a nuestra tienda. Estoy muy
cansada. Vamos, Tim.
Jorge bostezó y Dick hizo lo mismo. Luego fue Julián quien abrió
involuntariamente la boca.
—Esto de los bostezos es muy contagioso —dijo—. ¡Oh, qué noche tan
estupenda! Ni frío ni calor. Y fijaos qué luna. Buenas noches, Jorge y Ana. Que
descanséis. ¡Ah! No gritéis si os despierta una araña, porque no estoy dispuesto
a luchar con esos inofensivos animalitos.
—Pues a ver si se te sube una a la cara, teje una tela en tu nariz y empieza a
cazar moscas —bromeó Ana.
—¡Ana, por favor! —exclamó Jorge—. No me dan miedo las arañas, pero
tienes unas ideas horribles. Tim, vigila y no permitas que se nos acerque
ninguna.
Todos se echaron a reír.
—Buenas noches, muchachas —dijo Dick—. Siento que no esté aquí
Manitas. Tiene muchas cosas que aprender aún, y tener la boca cerrada es una
de ellas.
Todos estaban rendidos de cansancio. Pronto se apagó la última linterna y
todo quedó en calma. Un poco más allá estaba el circo, también en silencio,
aunque brillaban algunas luces en las tiendas. Un músico tocaba un banjo muy
bajito, y una alegre melodía llenaba la noche.
Unas nubes ocultaron la cara de la luna. Una a una, las luces del circo se
fueron apagando. El viento soplaba suavemente entre los árboles. Se oía la voz
de una lechuza.
Ana seguía despierta. Escuchaba la música y el viento. Poco después se
durmió también. Nadie oyó a un hombre que se deslizaba sigilosamente entre
las tiendas del circo. Nadie vio aquella sombra que se amparaba en la oscuridad
de la noche. Era ya muy tarde y el sueño se había apoderado de todos en los
dos campamentos.
Tim estaba también profundamente dormido, pero se oyó un crujido y en
seguida se despertó. No se movió, sólo sus orejas se irguieron para escuchar.
Gruñó, pero débilmente para no despertar a Jorge. Si la persona que avanzaba a
través del circo no se acercaba a la tienda donde estaba su dueña, no ladraría.
Oyó un gruñido y lo reconoció al punto: era Charlie, el chimpancé. ¡Bah! No
pasaba nada. Tim se durmió de nuevo.
También Manitas estaba profundamente dormido y Travieso seguía a sus
pies. Había creído que su tristeza le impediría dormir, pero ya estaba soñando.
No oyó un ligero ruido que se produjo en el jardín. Fue muy débil, como si
alguien hubiese tropezado con una piedra. Luego se oyeron otros ruidos casi
imperceptibles y el murmullo de una voz humana.
Nadie oyó nada hasta que Jenny se despertó a causa de la sed y se dispuso
a beberse el vaso de agua que tenía en la mesilla de noche. No había encendido
la luz, y ya estaba a punto de dormirse de nuevo, cuando oyó un ruido y se
sentó en la cama.
«No pueden ser los niños —pensó—. Están fuera, en sus tiendas. ¡Dios mío!
¿Será un ladrón? ¿Será alguien que trata de apoderarse de los planos secretos
del profesor? Menos mal que los tiene guardados casi todos en la torre.»
Escuchó atentamente y pronto oyó un nuevo y leve ruido. Se estremeció.
«Ha sido en la torre», se dijo, saltando de la cama.
Pero no, en la torre no había luz. Habría que esperar a que la nube que
ocultaba la luna pasara, arrastrada por el viento. ¡Otra vez! ¡Más ruidos! Quizás
fuese el viento. No, no hacía viento. ¿Qué sería? Ahora oyó como si alguien
hablara muy bajito en el patio. Jenny sintió tanto miedo, que empezó a temblar.
Tenía que ir a despertar al profesor. Quizás pretendían robarle los planos.
La nube que tapaba la luna pasó y Jenny atisbó por la ventana. Luego lanzó
un fuerte grito.
—¡Un hombre! ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorroooo! Está escalando la torre.
¡Profesor! ¡Profesor Hayling! ¡Venga en seguida! ¡Ladrones! ¡Socorro!
¡Socorrooo! ¡Llame a la policía!
Se oyó un ruido más fuerte que los anteriores, y cuando Jenny iba a mirar
de nuevo por la ventana, otra nube ocultó la luna, y la cocinera ya no pudo ver
nada. Ahora reinaba un extraño silencio, y ello aumentó el pánico de Jenny, que
salió de su cuarto corriendo y gritando a pleno pulmón:
—¡Ladrones! ¡Ladrones! ¡Profesor, venga en seguida!
El profesor se levantó de un salto y corrió hacia el pasillo, donde estuvo a
punto de chocar con Jenny. La asió de un brazo, creyendo que era el ladrón, y
Jenny empezó a gritar, creyendo a su vez que era el ladrón el que la detenía.
Forcejearon, y el profesor se dio cuenta muy pronto de que no había atrapado a
ningún ladrón, sino a Jenny.
—¡Jenny! ¿Por qué grita de ese modo? —preguntó el profesor, encendiendo
la luz del pasillo—. ¿Una pesadilla?
—No, señor —respondió Jenny, lloriqueando—. Han entrado ladrones. He
visto a uno de ellos escalando la torre, y había otros abajo: los he oído hablar.
¡Qué miedo tengo, señor Hayling! ¿Qué piensa hacer? ¿Va a llamar a la policía?
—Pues... —dijo el profesor, vacilante—. ¿Está segura de que no ha sido una
pesadilla? ¿Puede asegurar que eran ladrones? Desde luego, voy a llamar a la
policía, pero habrá de recorrer un largo camino para llegar aquí, y...
—Señor, ¿por qué no enciende su linterna y va a echar un vistazo? —le dijo
Jenny—. Sabe mejor que yo que en la torre están esos papeles que para usted
son tan importantes, y ese nuevo invento que está haciendo... Ya sé que yo no
debería saber nada de esto, señor, pero tengo que quitar el polvo en sus
habitaciones de trabajo, y veo muchas cosas. Sin embargo, no soy nada
habladora.
—Lo sé, Jenny, lo sé —dijo el profesor, cortando el torrente de palabras—.
Pero ocurre que todo está normal. He mirado al patio, y no hay nadie. Además,
usted sabe tan bien como yo que es imposible entrar en la torre. Tiene tres
cerraduras distintas: una en la puerta de abajo, otra en la que hay a media
escalera y otra en la habitación de arriba. Jenny, reflexione. Nadie ha podido
usar mis llaves, porque las tengo aquí. Mírelas.
Jenny se tranquilizó un poco, pero no quedó satisfecha.
—He oído voces y he visto que alguien escalaba la torre. Por favor, señor
Hayling: venga conmigo y echemos un vistazo. No me atrevo a ir sola y no
dormiré hasta que sepa que nadie ha forzado las puertas ni escalado la torre.
—Bien, Jenny —dijo el profesor, resignado—. Póngase la bata, yo me
pondré la mía e iremos a ver si la puerta está cerrada y si hay alguna escalera
por la que alguien haya podido subir. Aunque, para llegar hasta la cima de la
torre, la escalera habría de ser altísima.
Minutos después, Jenny y el profesor estaban en el patio. No vieron
escalera alguna, y la cerradura estaba intacta.
—Abra esa puerta, profesor, y vea si las de arriba están también cerradas —
dijo Jenny.
—No sea pesada, Jenny —dijo el profesor—. Aquí tiene las llaves. Abra
usted. Ésta, desde luego, está cerrada. Si la de arriba también lo está, tendremos
la prueba de que aquí no ha entrado nadie.
Jenny, aún temblorosa; introdujo la llave en la cerradura, abrió la puerta y
empezó a subir la escalera. Cuando estaba a la mitad, halló la segunda puerta,
que estaba también cerrada. La abrió. Empezó a calmarse. Era evidente que
nadie podía haber entrado por aquella puerta. La de arriba estaba también
cerrada. Lanzó un suspiro de satisfacción y empezó a bajar, cerrando de nuevo
las puertas a su paso. Al fin, volvió a reunirse con el profesor, que estaba ya
impaciente, y le devolvió las llaves.
—Todo está cerrado, señor —dijo Jenny—. Pero sigo estando segura de que
alguien andaba por aquí. ¡No puedo haberme inventado que había un hombre
escalando la torre y otro hablando desde abajo!
—Creo que el miedo le ha hecho ver cosas que no han ocurrido, Jenny —
dijo el profesor, bostezando—. Además, no cabe duda de que la pared de la
torre es demasiado vertical para escalarla. Por otra parte, tengo el sueño muy
ligero y si alguien hubiese entrado con una escalera, lo habría oído.
—Siento haberle molestado, profesor —dijo Jenny—. Menos mal que no
hemos despertado a Manitas. Pero me extraña que Travieso no hay oído mis
gritos.
—¿Qué dice? Manitas y Travieso deben de estar en el campamento, con los
otros chicos —exclamó el profesor.
—No, los dos están en casa. Los he visto durmiendo en su cama —dijo
Jenny—. Seguramente, Manitas ha reñido con los demás del grupo. Es extraño
que Travieso no haya venido corriendo a ver qué pasaba.
—Travieso es muy listo, pero no lo suficiente para abrir la puerta de la
habitación de Manitas —replicó el profesor—. Buenas noches, Jenny. No se
preocupe. Mañana estará más descansada y lo habrá olvidado todo.
El profesor entró en su habitación medio dormido. Miró por la ventana,
primero hacia el patio y luego hacia la torre. Sonrió. ¡Pobre Jenny! ¡Como si
fuese posible trepar a lo alto de la torre! Todo había sido producto de su
imaginación. Nadie puede introducir en el patio una escalera lo bastante alta
para escalar la torre, sin ser visto ni oído. El profesor bostezó una vez más y se
metió en la cama.
Pero alguien había entrado en la torre, alguien que era muy listo y tenía
unas manos muy ágiles. ¡Qué sorpresa se llevó el profesor cuando, a la mañana
siguiente, atravesó el patio, abrió la primera puerta de la torre, subió la escalera,
abrió la segunda puerta, siguió subiendo y entró en el despacho!
Se quedó petrificado. Todo estaba revuelto. Los papeles se esparcían por
toda la habitación. Se veían hojas sueltas de cuaderno, papeles sacados de las
carpetas, cartas que había dejado el día anterior en su mesa para echarlas al
correo. Había un tintero volcado sobre la mesa y faltaba el reloj despertador.
Jenny no se había equivocado. Un ladrón había entrado en la torre la noche
pasada, un ladrón que, por lo visto, podía pasar a través de puertas cerradas y
escalar muros verticales.
«Tendré que llamar a la policía —pensó—. ¡Qué misterioso es todo esto!
¿Oiría algo Manitas? No, si hubiese oído algo habría venido en seguida a
llamarme. Esto es un misterio, un gran misterio.»

CAPÍTULO XII
Una sorpresa para Manitas
Manitas se estremeció cuando Jenny le contó a la mañana siguiente lo que
había sucedido.
—Tu padre está de muy mal humor —dijo—. Se ha levantado muy
temprano para terminar un trabajo, y cuando ha llegado a la torre y ha abierto
la puerta de su despacho se lo ha encontrado todo revuelto. Le han
desaparecido unos papeles importantísimos.
—¡Oh, Jenny! ¡Qué horror! —exclamó Manitas—. Papá guarda allí sus
documentos más secretos, sobre todo los cálculos de su nuevo invento. Es un
invento fantástico, Jenny. Sirve para...
—¡Calla! No hables a nadie de los secretos de tu padre, ni siquiera a mí —
dijo la cocinera—. Te lo han dicho muchas veces. A lo mejor, te has ido de la
lengua, y el que ha venido a visitarnos esta noche es alguien que te ha oído.
Manitas sintió una angustia repentina. ¿Habrían entrado a robar en la torre
porque él había hablado más de lo que debía? ¿Quizás en el autobús? ¿Tal vez
en el circo? ¿Qué dirían sus amigos, sobre todo Julián, cuando se enterasen de
que un ladrón se había llevado documentos de su padre? Estaba seguro de que
Julián le echaría las culpas a él. A lo mejor, los periódicos publicaban algo sobre
el suceso y la casa se llenaba de curiosos que querrían ver la torre y sus extraños
tentáculos.
Se vistió rápidamente y bajó la escalera de dos en dos. Jenny le dijo que la
noche anterior había visto a alguien trepando por el muro de la torre.
—Tu padre dice que nadie podía haber entrado en el patio con una gran
escalera sin que le hubiésemos visto u oído. Pero bien pudieron utilizar una
escala de cuerda como las que emplea el hombre que viene a limpiar los
cristales.
—Exacto —dijo Manitas—. ¿Crees que habrá sido el limpiacristales?
—No, ese hombre es honrado —dijo la cocinera—. Lo conozco desde hace
veinte años. Sólo he dicho que la escala podría ser como las que él usa. Iremos
al patio cuando haya terminado de fregar los platos y lo miraremos todo para
ver si encontramos alguna huella.
—Quizás el ruido que oíste lo hizo el ladrón al colgar la escala —dijo
Manitas—. Mira a Travieso. Nos escucha como si entendiese lo que decimos.
Travieso, ¿por qué no me despertaste anoche? Tú siempre te despiertas si oyes
algo extraño.
Travieso se subió al hombro de Manitas y se enroscó junto a su cuello. No le
gustaba que Manitas estuviese preocupado, y sabía perfectamente, por su voz,
cuánto lo estaba.
—Lo mejor será que vayas a ver a tu padre —dijo Jenny—. Quizá puedas
tranquilizarlo un poco. Está muy nervioso. Lo encontrarás en la torre, tratando
de ordenar sus papeles. No te puedes imaginar lo revueltos que los han dejado.
Manitas se encaminó hacia la torre y se sorprendió al notar que las piernas
le temblaban. A lo mejor, su padre le preguntaría si había hablado del trabajo
que estaba haciendo. ¡Qué estúpido había sido al hablar en el circo como una
cotorra!
Pero, afortunadamente, su padre estaba demasiado atareado ordenando los
papeles, para pensar en lo que Manitas hubiese podido decir o hacer. Lo
encontró en medio de la habitación tratando de averiguar cuáles eran los
papeles que faltaban.
—¡Hola, Manitas! Pasa —dijo el profesor al ver a su hijo—. Échame una
mano, ¿quieres? El ladrón tiró por el suelo todos los papeles que encontró en el
escritorio. Afortunadamente, no se fijó en unos que cayeron debajo de la mesa,
por lo que no creo que los que se ha llevado le sean útiles. Habría de ser un
científico de primera línea para entenderlos faltando una parte.
—¿Crees que vendrá a buscar los que le faltan, papá? —preguntó Manitas.
—Es probable —contestó el profesor—. Pero los esconderé en algún sitio.
¿Sabes de algún buen escondite, Manitas?
—Papá, no los escondas sin decirme dónde —le advirtió Manitas—. Ya
sabes que todo se te olvida. Luego no te acordarías de dónde los escondiste y no
podrías seguir trabajando en tu invento. ¿Tienes copias de los planos que te han
robado?
—No, pero los tengo registrados en mi cabeza —respondió el profesor—.
Me ocupará algún tiempo rehacerlos, pero no demasiado. Es un fastidio, porque
me convendría tenerlos ya. En fin, Manitas; ahora vete. Tengo mucho trabajo.
Manitas bajó la escalera, diciéndose que tendría que asegurarse de que su
padre escondía los documentos en algún sitio apropiado.
«Debo evitar que haga lo mismo que la última vez que escondió papeles.
Los metió en la chimenea y Jenny estuvo a punto de quemarlos. ¿Por qué
hombres de talento como papá suelen hacer tantas tonterías? Estoy seguro de
que, o se olvida de dónde los esconde o elige un escondite que cualquiera
puede descubrir.»
Luego se dirigió a la cocina para tratar del caso con Jenny.
—Jenny —le dijo—. Papá dice que el ladrón sólo se llevó algunos de sus
papeles y que le servirán de poco los que ha robado si no tiene otros que son
parte de ellos. Por eso cree que cuando el ladrón se dé cuenta, intentará venir
por los que le faltan.
—¡Conmigo tendría que tropezar! —dijo Jenny, retadora—. Si tu padre me
lo permitiera, yo podría esconderlos en un sitio donde nadie los encontraría.
Pero no te diré qué sitio es ése.
—Me temo que los esconderá en la chimenea, como la otra vez, o en algún
lugar igualmente tonto —dijo Manitas—. Tenemos que ocultarlos en algún sitio
donde a nadie se le ocurra mirar. Si papá descubre un buen escondite, luego no
se acordará de dónde los puso, y nunca los encontrará.
—Vamos a la torre. Hay que limpiar las manchas de tinta y ver si tu padre
ha escondido ya los papeles —dijo Jenny—. Es muy capaz de esconderlos en la
misma habitación que registró el ladrón. Estoy segura de que subió por una
escala de cuerda, encontró la ventana abierta, entró y se llevó lo que quiso.
—Vamos a la torre —dijo Manitas—. No creo que papá esté ya allí.
—Ahora cruza el patio —dijo Jenny, mirando por la ventana—. ¿Lo ves?
Lleva algo debajo del brazo.
—Los periódicos de la mañana —dijo Manitas—. Eso quiere decir que
estará un buen rato leyendo. Quiera Dios que los periódicos no digan nada de
esto. Se nos vendría encima un diluvio de curiosos. ¿Te acuerdas de lo que
ocurrió no hace mucho? La gente vino a montones a curiosear y el jardín quedó
hecho una lástima.
—Hay personas a las que les gusta meter las narices en todas partes —dijo
Jenny—. Aquella vez arrojé por la ventana el agua con que había fregado los
platos y di un baño a un grupo de curiosos que había debajo. Yo no podía
imaginarme que había gente allí.
Manitas se echó a reír.
—Me habría gustado verlo —exclamó—. Si otra vez viene gente a curiosear
los trabajos de papá, vuelve a regarla. Anda, Jenny. Vamos a la torre ahora que
papá no está.
Pronto estuvieron en el patio. Al cruzarlo, Jenny se detuvo con la vista fija
en el suelo.
—¿Qué buscas? —preguntó Manitas.
—Estoy buscando las señales que habría dejado en el suelo una escalera —
dijo Jenny—. Aunque, a decir verdad, el ruido que oí no se parecía en nada al
que haría una persona que arrastrase una escalera.
Los dos buscaron por todo el patio, pero no hallaron huella alguna.
—¡Qué raro! —dijo Jenny—. No sé qué ruido sería el que oí.
Los dos miraron hacia la torre. Estaba construida con piedras de varias
clases y tamaños. Se habían empleado todas las que se podían encontrar en la
zona de Kirrin.
—Creo que un gato podría escalarla —dijo Jenny—. Pero un hombre no
podría hacerlo. En un momento o en otro resbalaría. Es demasiado peligroso.
Seguramente, ni siquiera un gato llegaría muy arriba.
—Sin embargo, dices que viste a alguien escalándola —dijo Manitas—. No
puede ser, Jenny. Quizá fuese la sombra de una pequeña nube lo que viste.
Mira esa pared, ¿crees que alguien puede escalarla de noche, en plena
oscuridad?
—Tienes razón: no es posible. Sólo un loco se atrevería a intentarlo —dijo
Jenny—. Mis ojos debieron de hacerme una mala pasada. Estaba convencida de
haber visto una sombra escalando la torre. Desde luego, es imposible. Además,
no hemos encontrado huella alguna. Bueno, basta de charlar. Vamos a la torre
antes de que tu padre vuelva.
Subieron por la escalera en espiral. Todas las puertas estaban abiertas, de lo
que dedujeron que el profesor volvería en cuanto terminara de leer los
periódicos.
—Tu padre —dijo Jenny— no debería dejar las puertas abiertas ni un solo
minuto. Bien, ya estamos en el despacho. ¡Fíjate en esas manchas de tinta!
¡Cuánto siento que se hayan llevado el reloj! ¡Con lo bonito que era! ¿Para qué
lo querrán?
—Era tan pequeño, que se lo pudo meter en el bolsillo —dijo Manitas—. Si
el ladrón fue lo bastante mala persona para llevarse los documentos de papá, no
sé por qué no había de llevarse también el reloj. Quizás haya robado más cosas.
De pronto, Jenny lanzó una exclamación.
—¡Mira esos papeles, Manitas! ¡Esos llenos de números que están sobre la
mesa! Deben de ser del trabajo que ahora está haciendo tu padre, ¿no?
Manitas se acercó a mirarlos.
—Sí, es su último trabajo. Me los enseñó el otro día. Recuerdo muy bien ese
dibujo. ¡Qué distraído es! Se los deja tranquilamente sobre la mesa, sin ni
siquiera cerrar las puertas, cuando sólo hace unas horas que ha entrado un
ladrón. Dijo que los escondería donde el ladrón, si volvía, no pudiera
encontrarlos, ya que así, los que ha robado no le servirían para nada. En
cambio, si el ladrón encuentra esos papeles, tendrá el trabajo completo. Y
sabiendo esto, se olvida de ocultarlos.
—Escondámoslos nosotros, Manitas —dijo Jenny—, y no le digamos dónde
están. Estoy segura de que el ladrón, o los ladrones, volverán por ellos.
Busquemos un escondite completamente seguro.
—¡Ya sé uno! —exclamó Manitas—. Los esconderemos en la isla de Kirrin,
en algún lugar del castillo en ruinas. Nadie sospechará que puedan estar allí.
—Es una gran idea —dijo Jenny—. Para mí será un alivio saber que no
están en casa. Lo mejor será que avises a Julián y a los demás del grupo y vayáis
a la isla lo antes posible. ¡Qué tranquila me sentiré cuando estén lejos de aquí!
Dormiré mucho más a gusto.
Manitas introdujo los valiosos papeles debajo de su jersey y bajó a toda
velocidad la escalera, seguido de Jenny. De pronto vieron al profesor que venía
hacia ellos gritando:
—¡Manitas! ¡Jenny! Ya sé lo que me vais a preguntar. Queréis saber dónde
he escondido los papeles, ¿verdad? Acercaos. Os lo diré en voz baja.
Sin saber qué decir, asombradísimos, Manitas y Jenny se acercaron al
profesor, que les dijo susurrando:
—Los he envuelto y los he metido debajo del carbón, en la carbonera.
—¡Cómo se ha ensuciado los pantalones! —exclamó Jenny, malhumorada—
. Debe de haberse sentado sobre el carbón. ¡Qué desastre! Venga con nosotros.
Le cepillaré el traje.
—¿Verdad que es un buen escondite, Jenny? —preguntó el profesor—.
Estoy seguro de que creía que me había olvidado de esconderlos.
Y se alejó muy satisfecho, mientras Jenny hacía grandes esfuerzos por no
echarse a reír.
—¡Qué hombre este! ¿Sabes lo que ha escondido, Manitas? ¡Los periódicos!
¡Figúrate lo que ocurrirá cuando quiera leer las noticias del día! Lo mejor será
que vayas en bicicleta al pueblo y compres de nuevo los periódicos. ¡Es horrible
tener un sabio en casa! ¿Qué se le olvidará la próxima vez?

CAPÍTULO XIII
Planes a montones
Después de comprar los periódicos, Manitas decidió ir al campamento de
sus amigos para explicarles lo que había sucedido la noche anterior. Seguía
enfadado por la forma en que le había tratado Julián, pero se moría de ganas de
hablar a todos del robo y de su magnífica idea de esconder los documentos de
su padre en la isla de Kirrin.
Y Manitas, con el simpático Travieso en su hombro, se dirigió al pequeño
campamento. Todos estaban allí. Hacía poco que habían vuelto de la compra, y
a Manitas se le hizo la boca agua al ver la comida: las latas de conserva, la fruta,
los tomates, las lechugas, el jamón y todo lo que habían traído del pueblo.
Julián se alegró al ver a Manitas de tan buen humor. Después de la
reprimenda de la noche anterior, temía que el muchacho estuviese enfadado
todavía.
—¡Oíd! —gritó Manitas—. ¡Traigo noticias importantes!
Rápidamente contó a sus amigos lo sucedido la noche pasada, y luego les
explicó que su padre había escondido los periódicos en la carbonera, creyendo
que escondía los planos.
—¿Pero por qué no le dijiste que se había dejado los documentos en la mesa
y que había escondido los periódicos? —preguntó Jorge.
—Porque, si se lo hubiera dicho, habría escondido los documentos y a los
diez minutos no se acordaría de dónde los había puesto, y no sería posible
encontrarlos nunca.
—¿Y qué vais a hacer con esos papeles? —preguntó Dick.
—He tenido una gran idea —dijo Manitas, con fingida modestia—. He
pensado que podemos esconderlos nosotros donde no sea posible encontrarlos.
—¿Y dónde está ese maravilloso escondite? —preguntó Dick.
—¡En la isla de Kirrin! —exclamó Manitas, triunfante—. ¿A quién se le
puede ocurrir buscarlos allí? Además, como todos conoceremos el escondite,
siempre lo recordará uno u otro. Mi padre podrá seguir trabajando
tranquilamente, sin preocuparse por estos planos.
—¿Le has explicado todo esto a él? —preguntó Julián.
—No —repuso Manitas—. Jenny dice que es preferible que la cosa quede
entre nosotros. Está convencida de que los ladrones volverán por los
documentos que completan los que se llevaron.
—Tengo una idea —dijo Dick—. Podríamos llenar unas cuantas cuartillas
de números y dibujos y dejarlas en la torre para que se las lleven los ladrones.
Creerán que son las que buscan. ¡Menudo chasco se llevarán!
—Bien pensado —dijo Julián—. Y mientras los ladrones tratan de descifrar
nuestros números, nosotros iremos a esconder las cuartillas verdaderas en la
isla de Kirrin.
—¿Cuándo iremos? —preguntó Jorge—. Hace ya mucho tiempo que no he
estado en mi isla. La última vez que fui, me encontré con que los excursionistas
domingueros la habían dejado perdida de pieles de plátano y de naranjas, y
latas vacías. ¡Daba pena ver aquello!
—¡Qué personas tan mal educadas! —exclamó Ana—. No les gusta sentarse
encima de la basura de los demás, pero no recogen la que ellos dejan.
—Supongo que en su casa no serán menos desordenados —dijo Dick—.
Vivirán rodeados de suciedad. ¡Con lo poco que cuesta recoger los restos de
comida y dejarlo todo limpio para no molestar a las personas que vengan
después!
—¿Qué hiciste con aquellos desperdicios, Jorge? —le preguntó Julián.
—Los enterré en la arena —contestó la niña—, a bastante profundidad para
que la marea no los pusiera al descubierto. Os confieso que mientras recogía la
basura con la pala me decía que ojalá los que habían hecho aquello encontraran
un agua sucia y maloliente cuando fuesen a bañarse.
Jorge dijo esto con tanta fiereza, que todos se echaron a reír. Tim estaba
sentado, con la lengua fuera y mirando con la cabeza ladeada a Jorge. Parecía
reírse también. Y Travieso emitía unos sonidos entrecortados que bien podrían
ser carcajadas.
Se sentaron y estuvieron un rato hablando de los documentos del profesor.
—Dick y Julián pueden hacer las cuartillas falsas —dijo Jorge— y Manitas
irá a la torre y las dejará en sitio visible. Estoy segura de que el ladrón vendrá
por ellas. Le daremos toda clase de facilidades.
—Y tú, Jorge, puedes llevar los documentos verdaderos a tu isla y allí
esconderlos bien —dijo Ana.
—Para eso será mejor esperar hasta la noche —dijo Dick—. Si alguien viese
a Jorge dirigiéndose en barca a la isla, podía adivinar que va a esconder algo
importante. Quizás vigilen a su padre. Bueno, ¿dónde están los documentos?
No te los habrás dejado olvidados en casa, ¿verdad, Manitas?
—De ningún modo —dijo Manitas—. Estoy tan intranquilo como si unos
ojos amenazadores me estuvieran vigilando constantemente, en espera de que
deje los papeles en algún sitio. Los traigo aquí, debajo del jersey.
—¡Ahora comprendo por qué parece que hayas comido demasiado! —
bromeó Jorge—. Bueno, ¿qué hacemos?
—Lo mejor será que empecemos a hacer los documentos —propuso
Julián—. A lo mejor, los ladrones vuelven antes de lo que esperamos. Iremos a
hacerlos en tu casa, Manitas. Si fuéramos a la de Jorge, su padre nos vería y
querría saber lo que hacíamos. Además, no nos dejarían entrar: todavía deben
de estar en cuarentena.
—También mi padre puede vernos —dijo Manitas—. Además, no debemos
molestarle. Está muy ocupado con su último invento. Es algo maravilloso que...
—No empieces otra vez a irte de la lengua —dijo Julián—. Repito que
debemos ir a tu casa.
—¿Qué os parece si voy yo solo, recojo unas cuartillas, los lápices de dibujo
y la tinta especial para mapas y lo traigo todo a la tienda? —propuso Manitas—.
Nunca sé cuándo va a entrar papá en mi habitación, y si nos viese a todos juntos
sospecharía que estamos tramando algo. Teniendo los documentos verdaderos,
podremos hacer otros que no parezcan falsos.
—De acuerdo —dijo Julián, advirtiendo que Manitas tenía mucho miedo de
que su padre los sorprendiera haciendo los documentos falsos—. Ve a buscar
todo lo que necesitamos y tráelo. Jorge, acompáñalo.
—Conforme —dijo Jorge.
Y ambos se dirigieron a la casa, mirando en todas direcciones por temor a
encontrarse con el profesor. Manitas cargó con un tablero de dibujo, lápices,
cuartillas de las que empleaba su padre y un libro en el que había algunos
planos fáciles de copiar. Tomó también tinta china, bolígrafos especiales para
mapas e incluso clips para sujetar las cuartillas. Jorge le pidió la mitad de las
cosas, mientras vigilaba por si venía el padre de Manitas.
—Todo va bien —dijo el niño—. Está durmiendo. ¿Oyes ese ruido?
Jorge prestó atención y poco después oyó un débil ronquido en la
habitación de al lado. Cuando tenían todo lo necesario, se dirigieron al
campamento.
—¡Estupendo! —exclamó Julián al verlos regresar tan cargados—. Vamos a
hacer unos documentos formidables. Sólo un sabio podrá ver que no tienen
ningún valor.
—Lo mejor será que entremos en la tienda —dijo Jorge—. De lo contrario, si
se acerca alguien del circo verá lo que estamos haciendo.
Todos entraron en una de las tiendas, la de los chicos. Tim y Travieso
entraron también. Estaban entusiasmados con todo aquel trajín. Pronto puso
Julián manos a la obra. Y cuando todos admiraban la facilidad con que hacía
números y más números y dibujaba figuras que no tenían ningún significado,
Tim dio un fuerte gruñido.
Julián escondió el tablero de dibujo. De pronto, alguien apartó la lona que
servía de puerta. ¿Quién era el misterioso visitante? Todos lanzaron un suspiro
de alivio al ver la simpática cara de Charlie, el chimpancé.
—¡Hola, Charlie! —exclamó Dick—. ¡Menudo susto nos has dado! ¿Cómo
estás?
El chimpancé los saludó a todos dándoles la mano. Estaba muy contento.
Todos correspondieron al saludo, riendo de buena gana.
—Siéntate, Charlie —dijo Julián—. Supongo que habrás salido por tu cuenta
a dar un paseo..., y a ver qué tenemos para comer. No te preocupes: hay comida
para todos.
Charlie se introdujo entre Tim y Travieso y observó con gran interés el
trabajo de Julián.
—Apuesto lo que queráis a que si le dais un lápiz, dibuja —dijo Ana.
Así fue. Le dieron un lápiz y el chimpancé empezó a emborronar cuartillas
con un gesto de satisfacción.
—¡Vaya! También sabe hacer números —dijo Ana—. Te está imitando,
Julián.
—Pues como lo siga haciendo tan bien, se encargará él del trabajo —
bromeó Julián—. Jorge, hablemos de tus planes para esta noche. Opino que si
vas a la isla a esconder los documentos, como has dicho, debes llevarte a Tim.
—Sí, desde luego —respondió Jorge—. No creo que haya allí nadie que
pueda hacerme daño, pero me gusta que Tim me haga compañía. Me llevaré los
documentos, desembarcaré y los esconderé.
—¿Dónde? —preguntó Julián.
—Ya lo pensaré cuando esté allí —dijo Jorge—. En algún sitio muy secreto.
Conozco la isla palmo a palmo y no será difícil encontrar un buen escondite.
Allí no correrán peligro los documentos, y allí estarán hasta que pase el peligro.
Dejaremos creer al profesor que los ha escondido él y que no recuerda dónde
los puso. Será divertido ir remando a la isla y esconder los documentos.
—Mirad los míos —dijo Julián—. Los ladrones no se darán cuenta de que
son falsos. ¿Verdad que parecen auténticos?
Desde luego, lo parecían. Todos estuvieron mirando con admiración las
cifras y las figuras hasta que, de pronto, Tim empezó a gruñir
amenazadoramente. Charlie, el chimpancé, le puso una mano en el lomo como
diciendo: «¿Qué sucede, muchacho?» Pero Tim no le hizo caso y salió de la
tienda ladrando. Poco después los niños oyeron gritos.
—¡Vete! ¡Largo de aquí!
Jorge salió de la tienda y vio al señor Wooh. Estaba asustado, y no apartaba
la vista de Tim, que daba vueltas a su alrededor, enseñándole sus afilados
colmillos, sin cesar de gruñir. Charlie se enfadó al ver que el perro se mostraba
hostil con un amigo suyo y se plantó frente a Tim, enseñando también los
dientes. Jorge gritó aterrada:
—¡No dejéis que se peleen!
—¡Charlie! —ordenó el señor Wooh, con su voz cavernosa—. ¡Ven aquí!
El chimpancé dejó de gruñir, se encaramó al hombro del mago y lo abrazó
cariñosamente.
—No quiero molestaros —dijo el mago—. Me iré a dar un paseo con mi
amigo Charlie. ¿Vendréis esta noche a ver el espectáculo?
—Quizás —dijo Dick, dándose cuenta de que el mago miraba con interés
las cuartillas que Julián tenía en la mano y que se apresuró a esconder tras su
espalda.
No quería que el señor Wooh las viese. ¿Tendría algo que ver con el robo de
la noche pasada? Lo cierto era que sabía mucho de matemáticas, tanto que
quizás pudiera comprender perfectamente los documentos del profesor. Sin
embargo, no podría sacar nada en limpio de los imitados por Julián.
—Si os he interrumpido, perdonadme —dijo el señor Wooh. Y se alejó,
después de saludarlos amablemente, en compañía de Charlie. Éste miró hacia
atrás para ver si Travieso los seguía. Pero el mono se quedó junto a Manitas.
—No se me había ocurrido pensar que alguna persona del circo podía
acercarse a nuestra tienda, oírnos y enterarse de lo que planeamos —dijo
Julián—. Esto no me gusta nada. Dick, ¿crees que habrá oído algo?
—¿Eso que importa? —exclamó Dick.
—Ya lo creo que importa —dijo Julián—. A lo mejor ha oído a Jorge decir
que irá esta noche a la isla de Kirrin para esconder los verdaderos documentos,
los que no se llevaron los ladrones. Si estuviese seguro de que ese hombre la ha
oído, no la dejaría ir. Quizá corra peligro... En fin, lo mejor será que no vaya.
—No seas tonto, Julián —dijo Jorge—. Iré y Tim vendrá conmigo.
—No, Jorge, no irás —dijo Julián con firmeza—. Yo me encargaré de llevar
los documentos a la isla. Esperaré a que oscurezca, iré en bicicleta a Kirrin,
tomaré tu barca e iré a la isla.
—Bien, Julián —admitió Jorge. Y añadió—: ¿Comemos un poco? Podemos
abrir unas cuantas latas y preparar una cena estupenda en un par de minutos.
—De acuerdo —dijo Julián, alegrándose de que Jorge apenas hubiese
protestado de que no la dejara ir. Sí, él se encargaría de esconder los planos. Le
sería fácil llegar a la isla en el bote de Jorge y encontrar un buen escondite. Si
hubiese peligro, siempre saldría mejor librado que Jorge, ya que ella, al fin y al
cabo, no era más que una niña.
Sí, Julián: no es más que una niña, pero, como tú has dicho más de una vez,
tan valiente como un chico. No estés tan seguro de lo que sucederá cuando
llegue la noche.

CAPÍTULO XIV
¡Qué divertido!
Los niños se quedaron mirando al señor Wooh y a Charlie. De pronto,
vieron que el chimpancé se apoderaba de dos cubos y echaba a correr con uno
en cada mano.
—¿A dónde irá? —preguntó Ana.
—Seguro que a llenarlos de agua en el riachuelo y luego llevarlos a alguien
que estará lavando los caballos —dijo Jorge.
Así era. Charlie volvió en seguida, pero más despacio, pues los dos cubos
que transportaba estaban llenos de agua.
—¡Ese chimpancé es la mar de útil! —comentó Dick—. Mirad. Allí está
Madelón, la amazona. No parece la misma con esos tejanos viejos. Y Charlie deja
a su lado los cubos. Seguro que si ella se lo pide irá por más agua.
—Me es simpático Charlie —dijo Ana—. Al principio me daba un poco de
miedo, pero ya no me da. Me gustaría que no fuese su dueño el señor Wooh.
Julián examinó las cuartillas que tan hábilmente había emborronado con
cifras y dibujos para imitar los documentos del profesor.
—Me parece que ya no nos servirán para nada —dijo—. El señor Wooh
habrá adivinado que son falsos apenas los ha visto. Sin embargo, no ha sabido
disimular. Ha mirado estas cuartillas extrañado, como si acabase de ver otras
parecidas.
—Si ha enviado a alguien a robar los planos en la torre, no cabe duda de
que las habrá visto —dijo Manitas—. ¿Qué os parece si vamos a echar un vistazo
por el circo? Tal vez encontremos una escala lo bastante larga para llegar a lo
alto de la torre.
—¡Buena idea! —exclamó Dick—. Vamos ahora mismo. Deja el tablero de
dibujo y las cuartillas aquí, Julián. No creo que valga la pena terminar la
imitación de los documentos.
Los cinco, acompañados de Manitas y Travieso, se fueron a pasear por el
circo. Dick vio una escala en el suelo y llamó a Julián.
—¿Qué te parece? —le preguntó—. ¿Se podría escalar con ella la torre?
Julián se paseó sobre la escala. Desde luego era muy larga, pero no lo
suficiente. De todos modos, averiguarían quién era su propietario.
En este momento apareció el hombre sin huesos. Andaba normalmente.
Saludó sonriendo y, de pronto, hizo funcionar sus singulares articulaciones.
Dobló las rodillas hacia atrás, giró el cuello hasta que pudo ver su propia
espalda y puso los codos al revés. Su aspecto era por demás extraño.
—¡No haga eso! —exclamó Ana—. Parece un monstruo cuando se pone así.
¿Por qué le llaman el hombre sin huesos? Los tiene todos, aunque sus
articulaciones hagan parecer que no tiene ninguno.
Entonces el contorsionista pareció perderlos todos de una vez y se
desplomó, quedando en una cómica postura. Los niños se echaron a reír.
Parecía no tener un solo hueso.
—A pesar de sus articulaciones dobles, ¿puede subir por escaleras de
mano? —preguntó súbitamente Julián.
—Claro que sí —respondió el contorsionista—. Puedo subirlas de lado, de
espaldas, de frente y de todas formas.
—¿Es suya esta escalera? —preguntó Dick, señalando la que estaba en el
suelo.
—No, pero la uso de cuando en cuando, como todos los demás —respondió
el hombre sin huesos mientras volvía la cabeza hacia atrás por completo.
Era desconcertante hablar con un hombre que podía dar media vuelta
completa a su cabeza. Estaban hablándole a la cara y de pronto se encontraban
con que le hablaban a la nuca.
—¡Por favor, no haga eso! —dijo Ana—. ¡Me da no sé qué verle!
—¿Usan esa escalera para poner la bandera en lo alto del toldo del circo? —
preguntó Dick—. No parece lo bastante larga.
—Y no lo es —dijo el contorsionista—. Para eso hay otra muchísimo más
larga. Pesa tanto, que se necesitan tres hombres para moverla.
Los niños se miraron. Aquello descartaba la posibilidad de que la hubiesen
utilizado para robar en la torre. Si hacían falta tres hombres para moverla, de
haberla llevado al patio, los ruidos oídos por Jenny habrían sido mucho más
fuertes.
—¿Y no hay más escaleras de mano en el circo? —preguntó Dick.
—No, sólo esas dos. ¿Por qué? ¿Queréis comprar una? Bueno, me voy. El
director del circo me necesita. Adiós.
Y el contorsionista se fue.
—¿Qué me decís de los acróbatas? —preguntó Julián—. Son muy ágiles y
están acostumbrados a subir por todas partes. ¿No creéis que un acróbata pudo
escalar la pared de la torre y cometer el robo?
—No, no lo creo —dijo Manitas—. La he mirado bien esta mañana. Es
demasiado vertical. Ni siquiera un acróbata podría trepar por ella.
—¿Y los payasos? —preguntó Jorge. Pero en seguida se dio cuenta de que
había dicho una tontería y añadió—: No, los payasos no son más ágiles que los
acróbatas. Me parece que no ha sido nadie del circo... ¿Qué hay allí?
Todos se acercaron a lo que Jorge señalaba. Parecía una gran piel. Jorge la
tocó y exclamó:
—¡Ah, es la piel de asno!
—¡Estupendo! —dijo Manitas, estusiasmado.
Y trató de levantarla, pero en seguida vio que él solo no podía.
En un abrir y cerrar de ojos, Dick y Jorge se metieron en la piel. Dick, que
ocupaba la parte delantera, advirtió que podía ver perfectamente por dónde iba,
pues la piel tenía dos agujeros a la altura de los ojos. Jorge se introdujo en las
patas traseras y empezó a avanzar a saltos, ante las risas de los demás del
grupo. Pero, de pronto, alguien gritó:
—¡Eh, dejad eso!
Era Jeremías, que llegaba corriendo, indignado. Llevaba un palo en la mano
y golpeó con él la parte trasera del asno, alcanzando a Jorge, que lanzó un grito.
—¡Ay! ¡Qué daño me has hecho!
Manitas se acercó furioso a Jeremías.
—¡No seas bruto! ¡Son Dick y Jorge los que están dentro de la piel! ¡Deja ese
palo!
Pero Jeremías volvió a golpear al asno y Jorge gritó de nuevo. Manitas lanzó
una exclamación y se arrojó sobre Jeremías para quitarle el palo. Jeremías
intentó apartarse, pero Manitas le dio un puñetazo en el pecho y lo derribó.
—Te dije que algún día sería yo quien te tiraría al suelo a ti de un puñetazo,
y ya lo he hecho —gritó Manitas—. ¡Levántate y pelea! ¡No te quedarán ganas
de volver a pegar a una niña!
—¡Basta, Manitas! —dijo Julián—. Jeremías no podía saber que eran Dick y
Jorge los que estaban ahí dentro. Jorge, Dick: salid de la piel antes de que llegue
el abuelo.
Jeremías se había levantado ya y saltaba alrededor de Manitas con los
puños cerrados. Pero antes de que ninguno de los dos atacase al otro, se oyó el
vozarrón del señor Tapper.
—¡Ya está bien! ¡Basta!
Jeremías lanzó un puño contra Manitas, pero éste lo esquivó y alcanzó de
nuevo a Jeremías, arrojándolo sobre el abuelo, que recibió a su nieto en sus
brazos.
Jorge y Dick habían salido ya de la piel. Estaban avergonzados. El abuelo les
sonrió sin soltar a Jeremías, que no disimulaba su indignación.
—¡Ha terminado la lucha! —exclamó el abuelo—. Si queréis continuar, el
contrincante seré yo.
Ninguno de los dos aceptó el reto. El señor Tapper era viejo, pero daba
tremendas bofetadas, como sabía Jeremías por experiencia.
—Bueno, daos la mano, y tan amigos como antes —dijo el abuelo—.
¡Obedeced o empiezo a repartir leña!
Manitas y Jeremías se dieron la mano, sonriendo.
—Bien —dijo el señor Tapper—. No hay huesos rotos ni sangre. Así que
aquí no ha pasado nada.
Luego se volvió hacia Dick y Jorge.
—Y vosotros podéis jugar, si queréis, con la piel de asno, pero la buena
educación exige que antes se pida permiso al dueño.
—Así lo haremos, señor Tapper —dijo Dick, sonriendo—. Y perdone que
no lo hayamos hecho esta vez.
Se preguntaba cómo se quedarían Jenny y el profesor si de pronto vieran
entrar un asno en la casa. Sería divertido, pero no creía que les hiciese ninguna
gracia.
El abuelo se fue y Julián dijo a Jeremías, que vacilaba entre quedarse o irse.
—Hemos visto cómo Charlie ha llevado agua a los caballos. Es un
chimpancé muy fuerte.
Jeremías sonrió, satisfecho de volver a ser amigo del grupo, y se fue a
pasear por el circo con los cinco y Manitas. Vieron los magníficos caballos, y a
Dick Tiroloco entrenándose, y a un acróbata dando saltos mortales.
Travieso iba con ellos. Había hecho amistad con todos Los componentes del
circo, personas y animales. Saltó al lomo de uno de los caballos y éste relinchó
alegremente. Luego intentó ayudar a Charlie a transportar un cubo de agua y la
derramó toda. Además, le quitó a Dick Tiroloco la gorra e incluso entró en la
tienda del abuelo y se llevó una botella de limonada. Intentó destaparla, pero
no pudo y se la entregó a su amigo Charlie, el cual, con su enorme fuerza, le
quitó el tapón en un momento. Pero, ante la indignación de Travieso, se bebió
toda la limonada.
Travieso se enfureció. Se introdujo en la jaula de Charlie, que estaba abierta,
y empezó a revolver la paja y a ensuciarlo todo. El chimpancé lo observaba
atentamente, pero sin enfadarse. Por el contrario, estaba visiblemente contento.
—Ven, Travieso. Charlie acabará por perder la paciencia —le dijo Manitas.
—Déjalo —dijo el acróbata—. A Charlie le gusta ver a alguien enfadado de
cuando en cuando. Míralo: está sentado tan tranquilo.
Esperaron unos momentos para asegurarse de que Travieso no molestaba al
chimpancé y se alejaron para ver a Tip y Top, los payasos. Éstos discutían, y Tip
arrojó un cubo de agua a Top, a lo que éste contestó escasquetándole en la
cabeza el cubo de la basura. ¡Qué pareja!
Cuando volvieron, preguntándose si Travieso estaría aún con Charlie, vieron
que el monito corría hacia la casa.
—Debe de figurarse que ya es la hora de comer —dijo Manitas, consultando
su reloj—. ¡Caramba! Pues sí que es la hora. ¡Corramos! Jenny se enfadará si
llegamos tarde.
Y todos corrieron hacia la casa. ¡Qué apetito tenían! Llegaron a la cerca, la
saltaron y siguieron corriendo por el jardín.

CAPÍTULO XV
Julián recibe una sorpresa
Manitas y los cinco llegaron con unos minutos de retraso a la mesa. Jenny
estaba un tanto indignada. Había buscado a los niños por el jardín y no había
conseguido encontrarlos.
—¡Ah! ¿Ya estáis aquí? —exclamó—. ¡Menos mal que habéis llegado! Si
tardáis cinco minutos más, retiro la comida.
—¡Oh, Jenny, mi querida Jenny! ¿Serías capaz de hacernos una cosa así? —
exclamó Manitas dándole un fuerte abrazo—. ¡Qué bien huele la comida!
¡Hummm!
—¡Déjame en paz! —dijo Jenny, empujando a Manitas—. ¡Te he dicho mil
veces que no me importa que me abraces! ¡Pero estos apretones me cortan la
respiración! ¡Aparta, Manitas! ¡No quiero que me exprimas como a un limón!
Todos se echaron a reír. Jenny decía cosas graciosísimas. Ana sintió no
haber llegado a tiempo para ayudarla a poner la mesa. ¡Pasaba el tiempo tan de
prisa cuando estaban todos juntos!
Durante la comida conversaron animadamente. Travieso estaba loco de
alegría. Se apoderaba de la comida de los platos de todos y se la iba dando a
Tim, echado, como de costumbre, debajo de la mesa, y que no se sentía menos
feliz.
—No hemos visto en el circo ninguna escalera lo bastante larga para llegar
a lo alto de la torre —dijo de pronto Jorge.
—Es verdad —convino Dick—. Si había alguna, estaba bien escondida.
Dadme la mostaza.
—La tienes delante de tus narices, cabeza de corcho —respondió Julián—.
Oíd: empiezo a dudar de que el señor Wooh tenga nada que ver con el robo de
los documentos. No sé por qué, pero no puedo imaginármelo escalando la torre.
Es tan...
—Bien educado, tan elegante —continuó Ana—. Francamente, no creo que
a ninguna persona del circo le interesen esos documentos, ni que sea lo
suficiente malvada para robarlos en el caso de que le interesaran. Son todos tan
simpáticos...
—De todos modos, creo que el señor Wooh es el más sospechoso —dijo
Julián—. Le interesan las matemáticas y los inventos. Aún así, temo estar
equivocado. No ha podido subir a la torre. Sólo hay una escala lo bastante alta,
y ésa pesa demasiado para que la transporte un hombre solo.
—Es verdad —dio Manitas—. Pero si no ha subido nadie por la escalera de
la torre, ya que las puertas estaban cerradas, si nadie ha podido utilizar una
escalera de mano, ¿cómo han desaparecido los documentos?
—Quizá los levantara el viento y los echase por la ventana —sugirió Ana.
—Eso no puede haber ocurrido, por dos razones. Primera: la ventana no es
lo bastante grande para que el aire que entra por ella tenga la fuerza suficiente
para llevarse los papeles, y segunda: habríamos encontrado alguna hoja en el
patio, y no ha ocurrido así.
—Bueno. Entonces, ¿cómo diantre han desaparecido los documentos? —
preguntó Jorge, nerviosa—. No pueden haberse evaporado por arte de magia.
Hubo un largo silencio. Estaban ante un verdadero misterio.
—Tal vez el padre de Manitas se levantara de la cama sonámbulo y se los
llevase —dijo Ana.
—No —replicó Julián—. Un sonámbulo no puede abrir tres puertas, cada
una con su llave, robar sus documentos, dejar algunos en el suelo, bajar la
escalera, cerrar de nuevo las puertas, llegar a su dormitorio y meterse en la
cama, todo ello sin despertarse, y levantarse al día siguiente sin acordarse de
nada.
—Desde luego, es imposible —dijo Dick. Y preguntó a Manitas—: ¿Sabes si
tu padre se ha levantado dormido alguna vez?
—Yo no lo he visto nunca. Tiene un sueño muy profundo. No puede haber
sido él.
—Quien haya sido, tiene que ser un hombre extraordinario —dijo Jorge—.
Ninguna persona corriente puede hacerlo. Además, el que lo haya hecho, ha de
tener gran interés en poseer esos documentos. De lo contrario, no se habría
expuesto tanto.
—Pues si tan gran interés tiene, seguro que intentará obtener los que le
faltan —dijo Julián—. Menos mal que están en nuestro poder. Supongo que
tratará de entrar en la torre del mismo modo que lo hizo la vez anterior y que
nosotros desconocemos.
—Los papeles ya estarán a salvo entonces —dijo Jorge—. ¡A salvo en mi
isla!
—Sí —dijo Julián—. Encontraré un buen escondite, probablemente en las
ruinas del castillo. Por cierto que tengo la impresión de que ya no los llevas bajo
tu jersey, Manitas. Ahora ya no pareces tan gordo. ¿Dónde los has metido?
—Jorge me dijo que se los diese a ella. Temía que se me pudieran caer. Los
tienes, ¿verdad, Jorge?
—Sí —dijo la niña—. No hablemos más de ello.
—¿Por qué no hemos de hablar? El ladrón no está aquí, y no puede oírnos
—dijo Manitas—. Lo que ocurre es que Jorge está enfadada porque Julián no la
deja ir a la isla.
—¡Calla, Manitas! —exclamó Jorge—. Lo que tienes que hacer es decir a
Travieso que no me tire la limonada en el pan. Bájalo de la mesa. Su falta de
educación va en aumento.
—Eso no es verdad. Tu mal humor es lo que va en aumento —dijo el niño.
Inmediatamente recibió un puntapié de Julián. Su intención fue
devolvérselo, pero no lo hizo. Los de Julián eran mucho más fuertes que los
suyos. Decidió, pues, hacer lo que Jorge le había dicho, antes de que la niña le
diese un bofetón, y puso a Travieso debajo de la mesa, donde estaba Tim. El
monito se acercó al perro y le rodeó el cuello con sus bracitos. Tim le dio dos o
tres cariñosos lengüetazos. Lo quería mucho.
—¿Qué haremos esta tarde? —preguntó Dick, cuando entre todos hubieron
quitado la mesa y lavado los platos—. ¿Queréis que vayamos a la playa a
bañarnos? El agua debe de estar estupenda.
—A mí me parece que estará un poco fría —dijo Ana—. Pero no importa:
cuando hayamos nadado un poco, nos parecerá que ha perdido el frío. Jenny,
¿vienes a bañarte con nosotros?
—¡Ni pensarlo! —respondió Jenny, temblorosa—. Soy muy friolera. Sólo al
imaginarme que puedo meterme en esa agua tan fría, me estremezco. Si
necesitáis vuestras toallas, id al armario, que allí están. No volváis demasiado
tarde si no queréis encontrar el té frío.
—De acuerdo, Jenny —dijo Manitas, disponiéndose a darle uno de sus
abrazos, pero conteniéndose al ver la cara de la cocinera—. Julián, ¿puedo ir
contigo a la isla esta noche? Me gustaría; para mí sería una distracción.
—No —respondió Julián—. Además, no pasará nada.
—No estés tan seguro. A lo mejor, el señor Wooh oyó a Jorge decir que
llevaría los documentos a la isla —dijo Manitas—. Si fuera así, te alegrarías de
haberme llevado contigo.
—No tendré ocasión de alegrarme —declaró Julián—, tú te quedarás aquí.
Estaré mucho mejor solo que preocupándome por lo que podáis hacer. Iré solo
y es inútil que me mires con esa cara de pocos amigos, Jorge.
Se levantó de la mesa y miró por la ventana.
—Ya no hace viento —dijo—. Ya podemos ir a la playa. ¡Andando!
El grupo se dirigió a la playa, y poco después todos estaban nadando.
Todos menos Travieso, que había empezado por introducir una pata en el agua
y había retrocedido inmediatamente. Y se alejó, temeroso de que Manitas lo
metiese a la fuerza. Tim estaba encantado. Nadaba muy bien. Manitas se asió a
su cuello y se dejó remolcar. De pronto, Tim, y con él Manitas, se hundieron.
—¡Tim, eres un bribón! —dijo el niño—. Me has hecho tragar agua. ¡Ya
verás cuando te pille!
Pero Tim nadaba más de prisa que él. A Tim le gustaba el juego y ladraba
alegremente. Se acercó a Jorge y nadó junto a ella. ¡Qué felicidad estar con todos
los niños!
El resto de la tarde pasó rápidamente. Jenny les había preparado una
merienda suculenta. El baño les había abierto el apetito y se lo comieron todo en
un abrir y cerrar le ojos. Después dieron un largo paseo.
—Saldré para Kirrin en mi bicicleta tan pronto como oscurezca —dijo
Julián—. Supongo que tu barca estará en el sitio de siempre, ¿verdad, Jorge?
Siento no poder llevarte conmigo, pero puede ser peligroso. No estaré tranquilo
hasta que haya escondido los documentos. Me los puedes dar en el momento de
marcharme, Jorge.
Ana bostezó.
—No te vayas muy tarde. Me caigo de sueño. Ya empieza a oscurecer. El
baño me ha dejado rendida.
—Yo también tengo sueño —dijo Dick, bostezando—. Me iré a dormir
apenas te vayas, Julián. Vosotras dos os debéis ir ya a vuestra tienda. Estáis
muy cansadas.
—Tienes razón —dijo Ana—. ¿Vienes, Jorge?
—Sí, vamos —respondió Jorge—. Manitas, te apuesto lo que quieras a que
llego al campamento antes que tú. Jenny, adiós. ¡Hala! ¡Hagamos carreras!
Jorge, Ana y Manitas, seguidos por Tim, se alejaron corriendo. Dick y Julián
ayudaron a Jenny a cerrar las persianas.
—Buenas noches, Jenny —dijo después Dick—. Cierra la puerta cuando
hayamos salido y vete a la cama. Nos vamos al campamento. Que duermas
bien.
—Yo duermo siempre como un tronco —dijo Jenny—. Tened los ojos bien
abiertos para no caer en ninguna trampa. Esconded esos documentos donde
nadie pueda encontrarlos.
Julián y Dick se dirigieron al campamento, mientras oían a Jenny cerrar la
puerta con todo cuidado.
Manitas y las niñas habían llegado ya a la cerca. Travieso iba cómodamente
sentado en el hombro de su dueño. Ana estaba preocupada.
—Temo que a Julián le pase algo en la isla —dijo—. Lo mejor sería que se
llevase a Dick.
—Si alguien va con él seré yo —dijo Jorge— ¡La isla es mía!
—No seas tonta, Jorge —replicó Ana—. Los documentos estarán más
seguros en poder de Julián. Sería demasiado para ti ir pedaleando a Kirrin,
arrastrar la barca al agua, llegar a fuerza de remo a la isla, esconder los papeles
y volver.
—Nada de eso. Si Julián puede hacerlo, yo también lo puedo hacer —
afirmó Jorge—. Entra en la tienda, Ana. Vuelvo en seguida. Voy a pasear a Tim.
Esperó a que Ana entrase en la tienda y se marchó en silencio, seguida por
el extrañado Tim. Pronto se oyeron las voces de Dick y Julián que entraban en
su tienda, donde les esperaba Manitas, bostezando de sueño.
Los tres muchachos se acostaron y se envolvieron en sus mantas.
Al cabo de un rato, Julián se incorporó, consultó su reloj y se asomó a la
puerta de la tienda.
—¡Ya es completamente de noche! —dijo—. Hay un poco de luna. Voy a
pedirle los documentos a Jorge y tomaré la bicicleta y me iré. A la luz de la luna
podré ver la carretera.
—Ya sabes dónde tiene Jorge la barca —dijo Dick—. La encontrarás en
seguida. ¿Llevas la linterna?
—Sí, y con pilas nuevas —respondió Julián—. ¡Mira!
Encendió la linterna. Su luz era potente.
—Con esta luz encontraré la isla fácilmente —dijo—. En fin, voy en busca
de Jorge. ¡Jorge! ¡Me has de dar los documentos!
Se acercó a la tienda de las niñas. Ana estaba medio dormida. Abrió los
ojos, pero los cerró inmediatamente, deslumbrada, cuando Julián la enfocó con
la linterna.
—¡Jorge! —gritó Julián—. ¿Quieres darme los documentos? ¡Ana! ¿Dónde
está Jorge?
Ana miró a su lado. Vio las mantas de su prima amontonadas, pero ni
rastro de ella ni de Tim. En el acto dedujo lo sucedido.
—¡Julián! —exclamó— Jorge se ha ido con Tim, ¡y con los documentos! Debe
de haberse marchado en su bicicleta. Habrá ido a Kirrin y desde allí habrá
salido en barca para su isla. ¿Qué pasará si se encuentra con los ladrones?
—¡De buena gana le daría un bofetón! —dijo Julián, indignado—. ¡Ir sola y
de noche a Kirrin, trasladarse en barca a la isla, esconder los documentos y
volver! ¡Qué locura! ¡Si el señor Wooh y sus amigos la están esperando, lo va a
pasar muy mal! ¡Qué poca cabeza!
—Julián, id tú y Dick a ver si la alcanzáis —dijo Ana, con los ojos llenos de
lágrimas—. ¡Id, por favor! ¡Qué tonta! ¡Menos mal que Tim va con ella!
—Eso me tranquiliza un poco —dijo Julián, todavía enojado—. La cuidará
lo mejor que pueda. ¡Uf, qué chica! ¡Le estaría dando bofetadas hasta saltarle
todos los dientes! Ya me extrañaba a mí verla tan tranquila esta tarde.
Seguramente estaba planeando la fuga.
Fue con Dick a la casa para contárselo todo a Jenny, y luego los dos
muchachos se pusieron en camino, pedaleando con todas sus fuerzas. Jorge no
debía ir sola, y de noche, a la isla. Y menos sabiendo que los ladrones podían
estar al acecho, esperándola.
Jenny estaba preocupadísima. Vio a los dos chicos alejarse pedaleando y
desaparecer en la oscuridad.
Manitas pidió a la cocinera que le dejase ir con Dick y Julián, pero ella le
respondió con un no tajante.
—Tú y Travieso no haríais más que molestar —dijo con firmeza—. ¡Dios
mío! ¡Qué escándalo se va a llevar esa tonta de Jorge cuando vuelva! Menos mal
que Tim la acompaña. Ese perro vale por una docena de policías.

CAPÍTULO XVI
Una noche en la isla de Kirrin
La luna desapareció tras las nubes, y entonces la oscuridad fue completa.
Jorge se felicitó de llevar en su bicicleta un faro potente. Las profundas sombras
que bordeaban el camino tenían un algo de misterio.
—Dan la impresión de que hay gente escondida, esperando el momento de
saltar sobre nosotros —dijo—. Pero tú los tendrías a raya, ¿verdad, Tim?
Tim estaba demasiado cansado para poder responderle con un ladrido.
Jorge pedaleaba a gran velocidad y él no quería perderla de vista. Se daba
perfecta cuenta de que no debía ir sola de noche por el mundo. Le extrañaba
que de pronto se le hubiese ocurrido llevarle a dar aquel extraño paseo
nocturno.
Se cruzaron con algunos coches que deslumbraban a la ciclista con sus
faros. Jorge temía que pudieran atropellar a Tim.
«Si le ocurriese algo, nunca me lo perdonaría», pensó.
Y se arrepintió de haber salido del campamento. Pero en seguida se dijo
que no podía permitir que Julián fuese a esconder los documentos en la isla. Era
su isla y a ella le correspondía hacerlo.
Al fin llegaron a Kirrin. Aún se veían algunas luces. Cruzó todo el pueblo y
se dirigió a la bahía. A la luz de la luna vio las oscuras aguas.
—Mira, Tim: ahí está mi isla —dijo Jorge, orgullosa—. Mi propia isla. Me
está esperando.
—¡Guau! —respondió Tim.
¿Qué pretendería su dueña? ¿Por qué habían salido a pasear sin los demás
del grupo? Tim estaba extrañadísimo.
Llegaron al trozo de playa donde estaban las barcas. Jorge bajó de la
bicicleta, la escondió detrás de una caseta, de modo que nadie la pudiera ver, se
acercó al agua y miró hacia la isla.
De pronto, asió a Tim por el collar y exclamó:
—¡Tim, hay una luz en mi isla! ¡Mira! ¿La ves? Alguien ha acampado allí.
¡Qué atrevimiento! La isla es mía y nadie puede acampar en ella sin mi permiso.
Tim miró y también vio la luz. ¿Era una hoguera o una linterna? No lo
sabía. De lo único que estaba seguro era de que no debía dejar ir a Jorge Podían
ser gitanos y se enfadarían si Jorge los echaba. También podía tratarse de una
pandilla de chiquillos sin educación, que no habían querido tomarse la molestia
de pedir permiso. Quizás hiciesen daño a la niña. Tim empujó a Jorge con el
hocico, como diciéndole que quería volver a casa.
—No, Tim, no regresaremos hasta que sepamos qué gente es aquélla —dijo
Jorge—. Volver ahora sería una cobardía. Y si me están esperando para quitarme
los documentos, te aseguro que no los encontrarán. Los esconderé bajo alguna
madera de este bote. Sería una bobada ir a esconder los documentos en la isla
sabiendo que allí hay alguien que tal vez quiera quitármelos. A lo mejor, son los
ladrones de la otra noche. Pero si me están esperando, se quedarán sin los
documentos.
Los escondió bajo la madera central de una barca.
—Es la de Connell, el pescador. Se llama «Gitana» —dijo leyendo el nombre
pintado en la popa—. No creo que le importe que esconda aquí estos papeles.
Miró de nuevo a la isla y vio que seguía encendida la luz. Jorge estaba
indignada. Encendió su linterna y se dedicó a buscar su bote. No podía estar
muy lejos.
—Aquí está —dijo.
Tim se subió a la barca. Jorge la arrastró hasta el agua. Afortunadamente,
pesaba muy poco y la marea estaba alta. De modo que sólo tuvo que arrastrarla
un par de metros. Al fin quedó flotando en el agua, cabeceando suavemente a la
luz de la luna. Jorge empuñó los remos y empezó a remar.
—La marea está bajando. Mejor. Así me costará menos llegar a la isla. Iré a
ver a esos excursionistas y les cantaré las cuarenta. Tienes que ladrar muy
fuerte y asustarlos. Si quieres, los puedes perseguir hasta que salten a su barca y
se vayan.
Tim respondió con un ladrido casi imperceptible. Sabía que Jorge no quería
que hiciese ruido. Le extrañaba ir a la isla en plena noche. ¿Por qué no estaban
con ellos los demás? Tenía la seguridad de que a Julián no le sentaría aquello
nada bien.
—Ahora no ladres ni gimas, Tim —le ordenó Jorge—. Estamos ya muy
cerca. Desembarcaré junto a aquellos árboles. Así podré esconder la barca.
Condujo el bote a una diminuta caleta que se introducía en la isla y
quedaba oculta por las bajas y frondosas copas de un grupo de árboles. Saltó a
tierra y ató la barca a uno de los troncos.
—¡Quédate aquí, barquita! —dijo—. Nadie te verá y estarás segura hasta
que yo vuelva. Ven, Tim. Vamos a echar a esa gente.
Avanzó por la orilla, y de pronto se detuvo.
—Tim, ¿dónde habrán dejado su barca? —preguntó—. Echemos un vistazo.
Debe de estar por aquí.
Pronto encontró el bote que buscaba. Estaba varado en la arena y atado con
una cuerda a las rocas cercanas. El agua llegaba hasta muy cerca de su quilla.
—Tim, desataré la cuerda y empujaré la barca. El mar se la llevará. Me
gustará ver la cara que pone esa gente.
Y ante el sorprendido Tim, deshizo el nudo, arrojó a un lado la cuerda y
trató de empujar la barca. Pero ésta se había hundido profundamente en la
arena y no se movió.
—Bueno, es igual —dijo—. Dentro de un rato subirá la marea y se la llevará
la corriente.
Siguió andando por la playa. Tim la seguía de cerca.
—¡Ahora, a buscar a esos excursionistas! —dijo—. ¿Dónde está la luz? Ya
no la veo. ¡Ah, sí; allí está! No es una hoguera. Debe de ser un farol o algo así.
Tenemos que ir con cuidado. Acerquémonos sin hacer ruido.
Los dos avanzaron en silencio hacia la luz, que brillaba en el centro de la
isla. Allí estaba el castillo. Y en su patio había dos hombres.
Jorge asió a Tim por el collar para darle a entender que no debía hacer ruido
y se acercó un poco más. Los dos hombres estaban jugando a las cartas a la luz
de un potente farol. Tim no pudo contener un gruñido de sorpresa al ver a uno
de ellos. ¡Era el señor Wooh, el mago! El otro era un desconocido. Iba bien
vestido y daba muestras de mal humor. Al fin arrojó las cartas y exclamó,
irritado:
—Por lo visto, eso que me ha contado de que iban a traer los restantes
documentos a la isla, no es cierto. Los que me ha entregado son valiosísimos,
pero no sirven para nada sin los otros. Ese inventor debe de ser un genio. Si
conseguimos reunir todas las cuartillas, nos darán por ellas una enorme suma,
pero si no obtenemos las que faltan, no nos darán un céntimo.
—Ya le he dicho que alguien llegará de un momento a otro con esos
papeles. Lo oí decir —afirmó el señor Wooh.
—¿Quién los robó? ¿Usted? —preguntó el desconocido.
—No, yo no hago esas cosas: no me ensucio las manos robando como un
vulgar ladrón.
—¡No, claro! ¡Otros hacen por usted el trabajo difícil! —exclamó con sorna
el desconocido—. El señor Wooh, el mago más maravilloso del mundo, no se
ensucia las manos. Usa las de otros y luego cobra mucho más que ellos. Es
usted muy astuto, señor Wooh. No me gustaría tenerlo por enemigo. ¿Cómo
consiguió los documentos?
—Usando mis ojos, mis oídos y mi astucia —contestó el mago—, que
superan a los de la mayoría de la gente. Hay muchos necios en el mundo, amigo
mío.
—Yo no soy amigo suyo —respondió el desconocido—. Hacemos negocios
juntos, señor Wooh, pero ni soy ni quiero ser amigo suyo. Antes que su amistad
preferiría la de Charlie el chimpancé. ¿Por qué tardarán tanto?
Jorge acercó sus labios a la oreja de Tim y le dijo en voz baja:
Tim, voy a decirles que se vayan. No sé cómo esa gentuza se ha atrevido a
venir a mi isla. ¡Son unos ladrones! Quédate aquí y espera a que te llame.
Entonces, ven a toda velocidad.
Dejando a Tim escondido, Jorge apareció de pronto ante los asombrados
ojos de los dos malhechores. Éstos se pusieron en pie y la miraron incrédulos.
—¡Es la niña! —dijo el mago—. No creí que los chicos la dejasen venir.
—¿Qué hacen en mi isla? —preguntó Jorge, con acento feroz—. Es mía. He
visto esa luz y he venido con mi perro. ¡Mucho cuidado! Es un perro grande y
temible. Salgan ahora mismo de mi isla o los denunciaré a la policía.
—¡Vaya, vaya! ¿Así que los muchachos te han mandado aquí porque no se
han atrevido a venir ellos? ¡Qué cobardes! —exclamó el señor Wooh—. ¿Dónde
están los documentos? Dámelos.
—Los he escondido —dijo Jorge—. No están muy lejos. Sólo un tonto habría
venido con ellos, sabiendo que había gente en la isla. Los he escondido en un
sitio donde nunca los encontrarán. ¡Ahora lárguense los dos!
—¡Vaya! ¡Qué señorita tan valiente y tan segura de sí misma! —exclamó el
señor Wooh, haciéndole una reverencia.
—¡Desde luego, nadie diría que es una señorita! —dijo el desconocido,
asombrado—. ¡Vaya con la niña! Oye, jovencita: si tienes esos papeles,
entrégamelos y te daré un buen montón de dinero para que se lo lleves al
profesor Hayling con mi más profunda admiración.
—Venga a buscarlos —dijo Jorge, dando media vuelta y echando a andar.
Los hombres se miraron sorprendidos. El señor Wooh asintió con la cabeza.
Si Jorge hubiese visto sus ojos, habría leído en ellos estos pensamientos del
mago: «Sigamos a esa niña. Así veremos dónde ha escondido los papeles, nos
apoderaremos de ellos y nos largaremos en la barca sin pagar absolutamente
nada. ¡Pero cuidado con el perro!»
Jorge iba delante. Tim, entre ella y los dos hombres. De cuando en cuando,
gruñía ferozmente como diciendo: «Si tocáis un solo pelo a Jorge os haré
pedazos.» El mago y su acompañante procuraban no acercarse a él. Lo
enfocaban a cada momento con su linterna, para asegurarse de que no se estaba
preparando para arrojarse sobre ellos.
Jorge los condujo al lugar de la playa donde los malhechores habían dejado
su barca. El señor Wooh exclamó:
—¿Dónde está nuestro bote? Estaba atado a esas rocas.
—¿Es aquel que está detrás de aquella roca? —preguntó Jorge, subiendo a
una gran roca que se internaba en el agua.
Los dos hombres se acercaron al borde de la roca para mirar y Jorge les dio
la mayor sorpresa que habían recibido en su vida. Se arrojó sobre el señor Wooh
y, de un fuerte empujón, lo lanzó al agua. Luego azuzó a Tim, que estaba ya
bastante excitado, y éste se abalanzó sobre el desconocido, haciéndolo caer
igualmente al agua.
—Tendrán que ir nadando a tierra firme —les gritó Jorge—. La corriente se
ha llevado su barca, después de haberla desatado yo. Les aconsejo que no traten
de volver a la isla. Tim está vigilando y los hará pedazos si se atreven a
acercarse.
Los dos hombres sabían nadar, pero no lo bastante bien para llegar a tierra
firme. Lo malo era que tampoco podían volver a la isla, pues allí estaba aquel
perrazo, ladrando con furia y enseñando sus afilados colmillos. Empezaron a
nadar describiendo círculos, sin saber qué hacer.
—¡Me voy a tierra firme! —dijo Jorge subiendo a su barca—. Avisaré a la
policía, y los agentes vendrán por ustedes mañana por la mañana. Ya pueden
volver a la isla. Pero van a pasar mucho frío esta noche. Adiós.
Y la niña se alejó en su barca. Tim iba en la popa, vigilando para evitar que
se acercasen los dos enemigos. El perro dio un lengüetazo a Jorge. ¡Era una niña
admirable: no tenía miedo a nadie ni a nada! ¡Qué orgulloso estaba de ser su
perro! ¡Guau! ¡Guau! ¡Guau!

CAPÍTULO XVII
El misterio se aclara
Jorge no dejó de cantar en todo el camino de vuelta. Tim ladraba de cuando
en cuando: era el acompañamiento. Veía a Jorge feliz y él compartía esta
felicidad. Le habría gustado que fuese de día, para ver adónde iban. La luna
estaba cubierta por las nubes, y el agua parecía negra.
En tierra firme se veían algunas luces. Pero, ¿qué significaba aquella que se
había encendido de pronto en la playa? Tim ladró y Jorge dejó de remar un
momento para tratar de averiguar por qué ladraba su perro.
—Hay alguien en la playa —dijo—. Debe de ser algún pescador. Me alegro:
me ayudará a sacar el bote del agua.
Pero no era un pescador. Eran Julián y Dick, que acababan de llegar y
estaban buscando la barca de Jorge.
—Hemos llegado demasiado tarde —dijo Julián—. Debe de estar ya en la
isla.
Siguió buscando entre los botes por si encontraba alguno de un amigo, en
cuyo caso lo utilizaría. Tenían que ir a la isla para rescatar a Jorge. Estaban
seguros de que se hallaba en peligro.
De pronto, los muchachos oyeron el golpeteo de unos remos en el agua. Si
era un pescador, quizás consiguieran convencerlo de que les alquilase su barca
para ir a la isla. Le dirían la verdad: que temían que a Jorge le hubiese ocurrido
algo.
Tim reconoció a los dos chicos en un momento en que apareció la luna, y
empezó a ladrar alegremente. Jorge no estaba segura de que fueran Julián y
Dick, pero remó con todas sus fuerzas para averiguarlo. Pronto llegó a la playa.
Empezó a sacar el bote del agua y al punto acudieron Julián y Dick en su ayuda.
—¡Jorge! —exclamó Julián, alborozado al ver a su prima sana y salva—.
¡Eres una tozuda! ¡Te dije que no fueses a la isla! Si te hubieras encontrado con
los ladrones, lo habrías pasado muy mal.
—Has de saber que nos hemos encontrado y que han sido ellos los que lo
han pasado muy mal, no yo —replicó Jorge—. He visto que había una luz en la
isla y he ido en mi barca. Allí estaban el señor Wooh y otro hombre. ¡Allí, en mi
isla! ¿Habéis visto desvergüenza mayor? En seguida me han pedido los
documentos.
—¡Jorge! ¿Se los has dado? —preguntó Dick.
—¡Claro que no! —respondió Jorge—. Ya los había escondido donde esos
bandidos no pudiesen encontrarlos.
—Oye, Jorge: si estabas segura de que había alguien en la isla, ¿por qué has
ido? —dijo Julián, extrañado—. Bien sabías que era peligroso.
—Fuera quien fuese, tenía que echarlo de allí —dijo Jorge—. La isla es mía y
sólo permitiré que la visiten personas que me sean simpáticas. Ya lo sabes.
—Desde luego, a ti no hay quien te entienda —dijo Julián—. ¿Cómo te has
atrevido a acercarte a ellos? Ya sé que Tim estaba contigo, pero, aun así, hay
algo que no entiendo, y es por qué no han tomado su barca para perseguirte.
—No han podido —explicó Jorge—. La he visto, la he desatado y ahora
debe de estar muy lejos de la isla.
Los muchachos estaban tan sorprendidos, que ni siquiera pudieron reírse.
Pero después, al pensar en que los dos hombres estaban prisioneros en la isla y
sin su bote, se rieron tan a gusto, que les saltaron las lágrimas.
—No sé cómo has podido hacer todo eso —dijo Dick—. ¿No se pusieron
furiosos al saber que no tenían el bote?
—Al principio —respondió Jorge—, no les he dicho nada del bote. Les he
hecho creer que los llevaba al sitio donde estaban los documentos, y cuando
hemos llegado a una roca que se interna en el mar, he dado un empujón al
señor Wooh y lo he tirado al agua. Tim ha hecho lo mismo con el otro hombre.
¡Nadaban como ranas!
Julián se desternillaba de risa. Jorge acabó por reírse también, lo mismo que
Dick, e incluso Tim empezó a lanzar alegres ladridos.
—Y supongo que, al marcharte, te habrás despedido de ellos cortésmente,
dejándolos con tres palmos de narices —dijo Julián.
—Les he dicho que avisaré mañana por la mañana a la policía para que
vaya a rescatarlos —dijo Jorge—. Me parece que van a pasar una mala noche,
remojados como sopas.
—Jorge, creo que es mejor que hayas ido tú a la isla en vez de ir yo —dijo
Julián—. A mí no se me habría ocurrido la mitad de las cosas que tú has hecho.
¿Cómo te has atrevido? ¡Mira que cortar las amarras de su bote! ¿Qué dirá la
policía cuando se lo cuentes?
—No me parece que deba contarlo todo —dijo Jorge—. A lo mejor, la policía
cree que he ido demasiado lejos. Dejemos que esos hombres pasen un poco de
frío esta noche en la isla y ya pensaremos mañana lo que debemos decir a la
policía. ¡Uf, qué sueño me ha entrado de pronto!
—Entonces, volvamos —dijo Dick—. ¿Dónde has dejado los documentos?
—En la barca de Connell, el pescador —contestó Jorge, dando un enorme
bostezo—. Allí los he escondido.
—Iré por ellos —dijo Julián—. En seguida regresaremos. Ana y Manitas
estarán preocupados por nuestra tardanza.
Minutos después todos estaban en el pequeño campamento. Sus amigos los
rodearon, haciéndoles miles de preguntas. Ana estaba muy pálida y tenía a
Jenny a su lado. Estaba a punto de llamar a la policía cuando vio aparecer a
Jorge.
—Ya os contaremos todos los detalles mañana por la mañana —dijo
Julián—. Pero sabed que los documentos están a salvo. Los ladrones son el
señor Wooh y otro hombre al que no conocemos. Estaban en la isla esperando a
Jorge, pues el mago oyó lo que dijimos en la tienda. Jorge los ha arrojado a los
dos al agua y ha soltado su bote, de modo que se lo habrá llevado la corriente.
Ahora tendrán que pasar toda la noche en la isla, esperando a que llegue la
policía.
—¿Todo eso ha hecho Jorge? —exclamó Jenny, sorprendida—. No creía que
fuese tan peligrosa. Hasta me da un poco de miedo. ¡Hala! ¡Todo el mundo a
dormir! Estáis muy cansados.
Jorge se acostó, y, segundos después, dormía como un tronco. Julián y Dick
hablaron un rato de lo sucedido y, al fin, se durmieron también.
A la mañana siguiente, cuando estaban todos en la casa tomando el
desayuno, apareció Jeremías.
—¡El señor Wooh no está en su tienda! ¡Ha desaparecido! —anunció—. El
pobre Charlie está apenadísimo.
—Podemos decirte exactamente dónde está el señor Wooh —dijo Julián—.
¡Espera, Manitas! ¿Adónde vas? Todavía no te has acabado el desa...
Pero Manitas había echado a correr seguido por Jeremías. Quería mucho a
Charlie. Temía que el chimpancé añorase tanto a su amo, que se negara a comer.
Acompañado de Travieso y Jeremías se dirigió a la jaula de Charlie. Éste estaba
sentado y, con la cabeza entre las manos, gemía.
—Entremos en la jaula —dijo Manitas—. Necesita consuelo. Debe de echar
mucho de menos al señor Wooh.
Entraron en la jaula, se sentaron en la paja y rodearon con sus brazos los
anchos hombros de Charlie.
El señor Tapper se quedó boquiabierto al ver a los dos chicos enjaulados.
—¿Sabéis lo que ha ocurrido? —exclamó—. El señor Wooh no ha aparecido
por aquí desde ayer por la noche. ¡Jeremías, sal de ahí, tienes demasiado trabajo
para poder perder el tiempo consolando al chimpancé! Tú, Manitas, puedes
quedarte si quieres.
Jeremías salió de la jaula y Manitas se quedó junto a Charlie. De pronto oyó
un extraño y leve ruido que se repetía una y otra vez sin interrupción: «Tic tac,
tic tac, tic tac, tic tac...»
«Parece un reloj», se dijo.
Empezó a escarbar en la paja. Quizás se le habría caído al señor Wooh. De
pronto, su mano tropezó con un objeto pequeño y redondo. Lo sacó y se quedó
mirándolo, sorprendido. Charlie se lo arrebató y lo volvió a esconder entre la
paja con un gruñido de enojo.
—Charlie, ¿de dónde has sacado este reloj? —le preguntó Manitas—. Oye,
Charlie: como estás tan triste, te lo regalaré. Pero me extraña que seas capaz de
hacer una cosa así. Estoy asombrado.
Salió de la jaula y se dirigió al jardín de su casa. Entró precipitadamente en
el comedor, donde sus amigos estaban terminando de desayunarse.
—¿Qué ocurre? —preguntó Dick.
—¡Escuchad! Ya sé quién es el que subió a la torre. ¡Ya sé quién es! —gritó
Manitas, incapaz de dominar sus nervios.
—¿Quién es? —preguntaron todos.
—¡Charlie, el chimpancé! —dijo Manitas—. ¿Cómo no se nos ocurriría antes?
Puede trepar por todas partes. Para él fue sumamente fácil subir a lo alto de la
torre, agarrándose a los bordes de las piedras y a los tallos de las enredaderas,
para entrar por la ventana, apoderarse de los papeles y bajar otra vez.
—La cosa es clara —dijo Julián—. El susurro que oyó Jenny era la voz del
señor Wooh ordenando a Charlie que subiese. Estoy seguro de que han
adiestrado al buen Charlie para entrar por las ventanas y robar todo lo que vea.
—El señor Wooh pudo enseñarle fácilmente a recoger cuartillas —dijo
Dick—, pero en el despacho había muchas y el pobre Charlie no pudo recogerlas
todas. Necesitaba las manos y los pies para bajar y sólo transportó las que le
cabían en la boca. Algunas se le cayeron y fueron a parar debajo de la mesa.
—Pero oye, Manitas: ¿cómo sabes tú que fue Charlie el ladrón? —preguntó
Julián—. Nadie lo pudo ver. La noche era muy oscura.
—Muy fácil. ¿Os acordáis del despertador que desapareció aquella noche?
—repuso Manitas—. Pues lo tenía escondido entre la paja de la jaula. Yo lo he
encontrado, guiándome por su tictac, y Charlie se ha apresurado a quitármelo
de las manos. Lo he visto tan enfadado, que se lo he devuelto.
—¿Y quién le daría cuerda para que haya seguido funcionando? —
preguntó Julián.
—Supongo que Charlie —dijo Manitas—. ¡Es tan listo! El despertador tenía
un buen escondite, ya que no entra nadie en la jaula, pero, al ver tan triste a
Charlie, he entrado yo a consolarlo y entonces lo he descubierto.
—Pero, ¿cómo se explica —preguntó Jenny— que el señor Wooh no viera el
despertador?
—Como ha dicho Manitas, Charlie necesitaba las manos para bajar, y debió
de transportarlo en la boca a la vez que los papeles. Tiene la boca muy grande.
Hay que ver la cantidad de comida que le cabe en ella.
—Así debió de ser. Luego le daría los papeles al señor Wooh y él se
quedaría con el despertador en la boca. ¡Pobre Charlie! Me parece estar
viéndolo, escuchando como un niño pequeño el tictac del despertador y
agitándolo.
—Hace un rato parecía estar llorando —dijo Manitas—. ¡Me ha dado una
pena! Charlie no se explicaba por qué el señor Wooh no iba a verle como todas
las mañanas.
—Tendremos que avisar a la policía —dijo Julián—. Supongo que
detendrán al señor Wooh y a su cómplice, por haber robado los documentos del
profesor Hayling. Sabe Dios las cosas que le habrán hecho robar al buen Charlie.
Estoy seguro de que el señor Wooh le ha hecho escalar muchas paredes y entrar
por muchas ventanas.
—Sí, habrá habido robos en todos los lugares en que ha trabajado el circo —
dijo Jenny—. Y la policía habrá sospechado de muchos inocentes.
—¡Qué canalla! ¡Qué canalla! —exclamó Ana—. Pero, si el señor Wooh va a
la cárcel, ¿qué será del pobre Charlie?
—Yo creo que se lo quedará Jeremías —dijo Manitas—. Lo quiere mucho y
Charlie también lo quiere a él. Estará muy bien con Jeremías y el abuelo.
—Oye, Manitas: a mí me parece que debes contárselo todo a tu padre —dijo
Jenny—. Está muy ocupado, pero para una cosa así vale la pena interrumpirle.
Al fin y al cabo, los documentos son suyos. Jorge le explicará lo ocurrido. Veréis
como él llama inmediatamente a la policía.
Fueron a buscar al profesor. Éste escuchó atentamente lo que le contaron, a
pesar de que a Manitas le dio por imitar el ruido de un biscuter subiendo una
cuesta. Luego llamó a la policía.
Pronto irían los agentes a la isla. El señor Wooh lo pasaría muy mal: esta
vez su magia no le serviría para nada. Tendría que devolver los documentos
que había hecho robar a Charlie y otras muchas cosas. Allí estaba, prisionero en
la isla con su cómplice, esperando la llegada de la policía.
—¡Otra aventura que se acaba! —se lamentó Jorge—. ¡Ha sido estupenda!
Te felicito por haber desvelado el misterio, Manitas. Fue una suerte que
encontraras el despertador. Seguro que el señor Wooh se lo habría quitado a
Charlie de haberlo visto.
—Me pregunto si papá me dejaría tener a Charlie mientras el señor Wooh
está en la cárcel... —empezó a decir Manitas. Pero le interrumpió un grito de
Jenny.
—¡Manitas! Si te atreves a pedirle eso a tu padre, me voy ahora mismo de
esta casa para no volver nunca más —dijo Jenny—. Ese chimpancé estaría el día
entero metido en mi cocina, robando cosas de la despensa. Acabaría con todo,
bailaría y me haría muecas cuando le dijese algo y...
—Bien, bien, Jenny; no le diré nada a papá, te lo prometo —dijo Manitas—.
Prefiero tenerte a ti que al chimpancé... Pero es que Travieso tendría un
compañero y...
—¡No y no! —exclamó Jenny—. ¡Bastante entretenimiento tienes con tu
mono! ¡Mira, ya está comiendo fruta! ¡Vaya semanita! Un chimpancé... un
mono... ladrones... niños... Jorge desaparecida...
—¡Qué buena es! —comentó Jorge, mientras la cocinera desaparecía por la
puerta de la cocina— ¡Y qué bien lo hemos pasado! ¡Ha sido una aventura
emocionante!
Nosotros también lo hemos pasado muy bien, Jorge. Buscad otra aventura
en seguida. Nos morimos de ganas de veros metidos en un nuevo enredo.
¡Cómo nos gustaría unirnos a vosotros! Pero ahora, adiós a los Cinco, y ¡buena
suerte!