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sábado, 11 de julio de 2009

LEYENDAS Y CUENTOS FOLKLORICOS MUNDIALES



Leyendas y cuentos folklóricos
Antología



CREACIÓN DEL MUNDO
(Bolivia)
Dios creó el mundo: el hombre, la tierra, los anima­les y las plantas, alumbrados por el sol, la luna y las estrellas. Colores y propiedades dejó para el último; por un error escogió al zorro para que transmitiera su voluntad a lo creado. Atokk tuvo la culpa de las im­perfecciones, como se verá.
Desde lo alto del cielo Dios ordenó:
Los Hombres no necesitarán vestidos, que vivan desnudos. Para eso les dotaré de plumas que les cu­bran de la cintura hasta cerca de las rodillas.
Los hombres, que por algo que no se explica no escuchaban la voz divina, inquirieron al zorro:
–¿Qué dice Dios?
El taimado aclaró:
–Dice que las mujeres fabricarán los vestidos con trabajo: hilando, tejiendo... hasta que se les hin­chen las yemas de los dedos y les duelan los pul­mones
Dios volvió a ordenar:
No necesitarán sembrar cosa alguna en los cam­pos. Árboles y toda planta darán sabrosos frutos para cogerlos fácilmente. Sobre las mazorcas del maíz crecerá la espiga del trigo.
Los hombres interrogaron nuevamente al zorro:
–¿Qué mandó Dios?
–Dice que los hombres siembren las tierras y se sustenten eco su trabajo, que los vegetales los dejen para alimento de los animales, sus verdaderos hijos.
Dios habló nuevamente:
–La gente se alimentará una vez al día.
Inquirieron los hombres, y Atokk aclaró:
–Dice que coman tres veces al día. La primera comida se llamará almuerzo, servida por la mañana, la segunda se llamará merienda, al mediodía y sin falta, y la tercera, dada por la noche, se denominará cena. Que retengan esto bien los hombres y las ma­ñosas mujeres sobre todo...
Habla Dios:
–Las lanas de las ovejas sean azules, rojas, verdes, blancas, negras, amarillas y de todo color, como el arco iris, para que las mujeres o los hombres que quieran adornarse con hermosos vestidos no tengan necesidad de "polvos" para, teñirlas.
–¿Qué ordena Dios ahora?
El ladino aclaró:
–Dice que las lanas de las ovejas serán Maceas, negras y cafés, y que si quieren teñirlas a otros co­lores que se compren anilinas de la kkpach'eka con su plata.
A cada afirmación del zorro las cosas salieron a su humor. Los hombres y las mujeres descontentos con las órdenes del Supremo Hacedor, quisieron pre­guntar por lo menos sobre un asunto, y por inter­medio del zorro lo hicieron. Atokk preguntó a Dios:
–Dicen los pobres indios que cómo hilarán y te­jerán sus vestidos.
Dios repuso con bondad:
–Diles a mis hijos que sus mujeres pondrán sus husos y un poco de lana dentro de un cántaro, y yo convertiré, todo eso en hermosas telas y fascinan­tes hebras.
Preguntó la gente al zorro lo que Dios respondía. Atokk dijo burlón:
–Dios dice que las mujeres durante toda su vida trabajarán hilando y tejiendo, que lo que piden es imposible.
Creado el mundo, obra de la burla del zorro, los hombres acataron con tristeza la voluntad divina.

EL BANQUETE CELESTIAL
(Bolivia)
Era época remota cuándo ocurrió lo siguiente: El Atoj aún tenía la boca pequeñita y los pájaros vivían como hoy en los árboles, pero se alimentaban en el cielo.
Un día, Mallcu se encontró con el Atoj y éste rogó al señor de los aires lo invitara a uno de esos ban­quetes que tanto daban que hablar a los animales de la tierra, y que se verificaban en esas alturas, donde no se comía carne putrefacta sino deliciosos alimentos y con preferencia uno que parecía arena.
–Bueno –díjole el arrogante Mailcu–, te llevaré, pero con la condición de que no hagas ninguna "ma­lacrianza", especialmente esa de roer huesos.
Atoj aceptó la proposición y, acto seguido, fue cogi­do por Mallcu, cuyas garras se prendieron de su lomo escuálido y elevado a altura increíble. Le depositó sobre un enorme nubarrón. A poco tiempo llegaron todas las aves de la creación y dieron principio al festín cotidiano. Sobre enormes aguayos había maíz, quinua y cañahua en abundancia, y, más allá, carnes de animales salvajes para las aves carnívoras.
Terminado el festín, todos satisfechos, abandona­ron la mesa del convite. Atoj, solapadamente, se atra­só, y cuando se vio solo cayó en la tentación de roer los huesos mondados por los picos de los cóndores.
–¡Aja! –dijo atronadoramente Mallcu, saliendo de­trás de una nube–; quería comprobar si cumplías tu promesa; siempre serás falso. Tu castigo será dejarte en esta altura y se elevó volando majestuoso.
El pobre Atoj corría de un lado para otro, viendo desde el pretil la descomunal distancia que le sepa­raba de la tierra. Lamentábase de su suerte con aullidos prolongados, que fueron oídos por unos papachiuchis (pájaros de la región), y percatados de lo que ocurra a Tío Antoño decidieron ayudarlo trayéndole una soga hecha de cortaderas.
Bajaba Atoj por la soga de cortaderas y vio pasar cerca una bandada de loros. Y como es parlanchín y fastidioso, les gritó para molestarlos:
–¡Loros hecha siquisl... (Loros con diarrea.) Los loros, que seguían su vuelo, escucharon el in­sulto y regresaron a cortar afanosos con sus filosos pi­cos la soga. Entonces, Atoj les convenció que era una burla amigable. Los loros aceptaron la disculpa y se fueron, pero el zorro no pudo contener su despecho y en la seguridad que se encontraban lejos les vol­vió a insultar:
¡Loros kkechi michisl. .. (Loros trapos sucios.) Los loritos volvieron e iban a repetir su venganza, pero el astuto zorro, con mil zalamerías, los conven­ció nuevamente que era una burla amistosa. Cuando por segunda vez se alejaban, Atoj, viendo que le res­taba muy poco para llegar a tierra, les gritó:
–¡Loros kkechichisl. .. (Loros insignificantes.) Los insultados retornaron enfurecidos, y sin escu­char explicaciones ni aullidos de terror del zorro, cor­taron vertiginosamente la cuerda, y Atoj se vio en el aire sin ningún sostén y gritando:
–¡Tiendan apichusisl ... ¡Tiendan manteos.... (Tiendan tejidos de lana.)
Y como nadie lo oía o no quería oírle por su fama de mentiroso y solapado, cayó al suelo reventando como una naranja madura.
De este modo, hay en la tierra –dicen los indios-maíz, quinua y cañahua, porque al reventar la ba­rriga del zorro se esparció todo lo que había comido en el cielo.

MAUI, EL PORTADOR DEL FUEGO
(Nueva Zelandia)
Hay tierras que emergen de las aguas y tierras que están cubiertas por las mismas. Fue el héroe Maui quien elevó a Te-ika-a-maui, es decir, Nueva Zelan­dia, hasta la superficie del mar, dejándola en el mismo lugar en que hoy se encuentra. Fue Maui quien inventó el diente del arpón. Fue Maui quien inventó la trampa del cesto para cazar anguilas. Maui fue quien inventó el barrilete. Fue Maui quien enseñó al hombre cómo hacer el fuego. Y Maui fue quien determinó la duración del día para que el hombre cumpliera su trabajo. Muchas, muchas cosas hizo Maui para el bien de su pueblo.
Cuando nació Maui, era pequeñito y deforme, y su madre lo abandonó en el desierto a la orilla del mar. Pero los dioses marinos lo cuidaron y Tama-nui-ki-te-rangi, su antepasado, que estaba en el cielo, le en­señó su sabiduría. Así, pues, cuando Maui creció, vol­vió a la tierra en busca de su familia. Al llegar, en­contró a sus hermanos jugando con sus arpones. Ellos, al verlo deforme, se le rieron en la cara. Pero el niño les dijo que era Maui, su hermanito menor. No le creyeron los mayores, ni tampoco su madre, quien le dijo:
-Tú no eres mi hijo.
Maui le contestó:
–¿No me abandonaste acaso en el desierto, a la orilla del mar?
Arrepentida por su mala acción, pero contenta al ver que Maui había regresado, le respondió:
–Sí, me había olvidado. Tú eres mi hijo.
Entonces Maui se quedó con su gente. Y cuando sus hermanos se fueron en la canoa a pescar, Maui les dijo:
–Quiero ir con vosotros, ya que soy vuestro her­mano menor.
Pero no lo quisieron admitir, diciéndole que no lo necesitaban. Se fueron los hermanos sin el pequeño Maui, pero no tuvieron suerte en la pesca, pues sus arpones no tenían dientes para atrapar a los peces. Como había recibido muchas enseñanzas de su ante­pasado Tama-.nui-ki-te-rarígi, qué estaba en el cielo, Maui enseñó a sus hermanos cómo fabricar arpones con un diente..en la punta para que los peces no pudieran escaparse. Otra vez se fueron los hermanos a cazar anguilas, pero-no tuvieron suerte,- pues éstas se iban por la misma puerta por donde entraban a sus cestos. Entonces Maui inventó una trampa para los cestos que quedaba perfectamente cerrada una vez que las anguilas habían entrado. Todo esto no hizo sino crecer el resentimiento de los hermanos para con Maui, a quien no dejaron subir a su canoa.
Un día Maui se escondió en el fondo de la canoa y se tapó con las tablas del piso. Cuando los hermanos estaban ya en alta mar, se dijeron:
–Qué bueno es no tenerlo a Maui aquí; Y desde el fondo de la canoa oyeron una voz que les contestó:
–¡Pero Maui está aquí! –al mismo tiempo que Maui levantaba las tablas para darse paso.
Los hermanos, viendo que la costa estaba dema­siado lejos para devolverlo a tierra, lo dejaron en la canoa, pero por nada le quisieron prestar un an­zuelo para pescar. . .
No se enojó Maui. Sacó por el contrario una caña mágica hecha con el hueso de la mandíbula de un antepasado, que llevaba escondida debajo de su cinturón. Pero los hermanos no quisieron darle carnada. Entonces Maui se rascó la nariz hasta hacerla san­grar, empapó el anzuelo con su sangre y lo lanzó a lo más profundo de las aguas. Sus hermanos no ha­bían pescado ni una pieza, y creían que Maui tam­poco pescaría. Pero Maui dejó que su anzuelo des­cendiera hasta el fondo del mar.
–¿Por qué eres tan testarudo? –le preguntaban sus hermanos–. Aquí no hay pesca. Vamos a otro lado.
Maui se reía y esperaba. De pronto, se sintió un poderoso tirón en la línea, que hizo temblar la canoa. Maui sujetó con fuerza la línea y sus hermanos tuvieron que ayudarlo. Foco a poco comenzó a subir el monstruo de las profundidades. Cuando llegó a la superficie, los hermanos de Maui lanzaron un ala­rido de terror, porque era tan grande que cubría toda la extensión del mar que abarcaba la vista. Era nada menos que Te-ika-a-maaí, es decir, "el pez que pescó Maui', o sea la isla de Nueva Zelandia. Los hermanos saltaron al lomo del monstruo para cortar un pedazo de carne, pero aquél no se dejó. Los lugares en donde habían hundido sus cuchillos se convirtieron en barrancos y hondonadas, y los sitios en que la piel se levantó formaron montañas. Tal fue la aparición de Nueva Zelandia desde el fondo de las aguas, de la que iba a ser la tierra de los maoríes.
A medida que transcurría el tiempo, Maui notaba que los días eran demasiado breves, pues Tamanuitera, es decir, el sol, pasaba tan rápido por la bó­veda del cielo que la gente no tenía tiempo de secar sus ropas o juntar sus alimentos. Tamanuitera se levantaba, cruzaba velozmente el cielo y se ponía, sin tener en cuenta las necesidades del hombre. Maui se resolvió entonces a que el sol anduviera más des­pacio.
–Atemos al sol para que camine más despacio y la gente tenga tiempo de terminar sus trabajos –su­girió a sus hermanos.
Pero éstos le replicaron:
–No podremos hacerlo, pues el sol quemará a todos los que se le acerquen.
Maui les contestó:
–Habéis visto las cosas que puedo hacer. ¿No he levantado acaso la gran isla de Te-ika-a-maui des­de el fondo del mar? Ya veréis que puedo hacer cosas más grandes todavía.
De tal manera, Maui convenció a sus hermanos. Arrancó un mechón de cabellos de la cabeza de su hermana Hiña y buscó un manojo de lino verde, que dio a sus hermanos para que trenzaran cuerdas. La sabiduría que le había conferido el antepasado que estaba en el cielo le dijo cómo dotar a dichas cuerdas de poderes mágicos. Con las cuerdas tren­zadas hicieron una red, y una vez terminada viaja­ron hasta el confín del mundo, por donde aparecía el sol cada mañana. Transcurrieron muchos meses antes de llegar al confín del mundo. Llegaron a él en medio de la oscuridad de la noche, y colocaron su red ante el agujero por donde saldría el sol.
A la mañana siguiente salió Tamanuitera, para verse aprisionado en la gran red mágica. Quiso za­farse y no pude. Los hermanos sostuvieron firme la red y con nuevas cuerdas lo amarraron. El sol se sacudía para un lado y otro, viendo que los lazos apretaban cada vez más. Pudo agarrar las cuerdas con sus manos y trató de romperlas, pero eran de­masiado fuertes. Entonces Maui se adelantó con su garrote de guerra, hecho con la quijada de su ante­pasado, y comenzó a apalear al sol. El sol le retrucó echando inmensas bocanadas de calor que hacían retroceder a los hermanos, pero que no movían un ápice a Maui de su lugar. Así siguieron luchando, hasta que el sol gritó:
–Yo soy el poderoso Tamanuitera. ¿Por qué me pegas así?
–Porque corres tan de prisa por los cielos que la gente no tiene tiempo de recoger su alimento, y tiene hambre.
–Yo no tengo tiempo que perder –le dijo Tama­nuitera.
Entonces Maui comenzó de nuevo a apalearlo, hasta que, herido y débil, el sol gritó:
–¡Basta, por favor! Iré más despacio –así lo pro­metió, de modo que lo dejaron salir de la red.
Tamanuitera cumplió su promesa. Desde ese día pasa despacio por los cielos y la gente tiene tiempo de secar sus ropas y recoger su alimento. Pero algunas de las cuerdas que Maui puso al sol se le quedaron enredadas y todavía puede vérselas como si fueran radiantes rayos de luz que atraviesan las nubes.
Todas estas hazañas realizó Maui. Pero su pueblo todavía no sabía cómo encender el fuego. Maui decidió, pues, aprender el secreto en las regiones del in­fierno. Bajó por un agujero que había hecho en la tierra y encontró a Mafuike, la guardiana del fuego. Pidióle entonces un ascua y ella le dio una de sus uñas encendidas. Al retirarse, Maui pensó: "Esto es en verdad fuego, pero mi gente: tiene que saber cómo encenderlo". De modo que apagó la llama en una corriente de agua y volvió a pedir más fuego. Ma­fuike le entregó otra uña encendida, que Maui nue­vamente apagó en el mismo arroyo. Por tercera vez retornó a la diosa a pedirle fuego, y por tercera vez ésta le dio una uña encendida. Nueve veces fue Maui y nueve veces arrojó el fuego al agua. Cuando se apareció ante la diosa por décima vez y le pidió su última uña encendida, Mafuike se puso furiosa y lo persiguió por el infierno, pero Maui se escabulló tan rápido que ella no le pudo dar caza. Mientras huía, Maui la insultaba, tanto, que en su ira Mafuike se arrancó su última uña ardiente y se la arrojó. Esta incendió los campos y los bosques y Maui tuvo que huir ante el avance de las llamas. Muy afligido, llamó en su ayuda a la lluvia, que cayó para apagar el gran incendio. Viendo que se extinguía el último fuego del mundo, Mafuike recogió algunas ascuas y las es­condió entre los árboles.
Desde ese día hay fuego en el mundo, escondido donde lo puso Mafuike. Pero el hombre sabe cómo hacerlo aparecer, frotando una clase de madera con otra.




MITOS SOBRE EL ORIGEN DEL FUEGO
(J. G. Frazer)
Los indios Nootka o Abt, de la costa oeste de la isla de Vancouver, cuentan una historia sobre el erigen del fuego de la que se han registrado cuando menos tres versiones diferentes por investigadores independientes. No carece de interés anotarlas y com­pararlas. La primera de esas versiones es la publi­cada por Mr. G. M. Sproat, que vivió largo tiempo con esos indios y los conoció íntimamente. El residía en Alberni, en la bahía Barclay, entonces el único establecimiento civilizado de la costa occidental de la isla. La comarca. circundante es rocosa, montaño­sa y cubierta de espesos bosques de pinos; la condi­ción de los indios, cuando Mr. Sproat se instaló por primera vez entre ellos, era desconocida o poco menos. Su historia del origen del fuego, tal como la ha re­gistrado, es la siguiente: "Cómo fue obtenido el fue­go. – Quawteaht hizo la tierra y también todos lo¿ animales, pero no les había dado el fuego, que ardía sólo en la morada de Telhoop (la sepia, cuttle-fish) que podía vivir en mar y en tierra. Todas las bestias de la selva fueron en corporación en busca del tan necesario elemento (pues en aquellos tiempos las bes­tias necesitaban el fuego porque llevaban en su cuer­po a los indios). Este fue finalmente descubierto y robado de la casa de Telhoop por el ciervo (Moouch) que se lo llevó en la coyuntura de su pata trasera, como los indios lo explican curiosamente con palabras y señas. Los narradores varían ligeramente en la le­yenda; afirmando unos que el fuego fue robado a la sepia; otros que fue tomado de Quawteaht. Todos concuerdan en que no fue obtenido como obsequio, sino sustraído".
Otra versión de esta historia Nootka es la regis­trada por el, eminente etnólogo norteamericano Franz Boas, como" sigue:
En el principio sólo los lobos poseían fuego. Los otros animales y las aves deseaban mucho obtenerlo.
Después de hacer varias tentativas en vano el pájaro carpintero, que era el jefe, dijo al ciervo: "Ve a la casa del lobo y baila. Todos cantaremos en acom­pañamiento. Ata corteza de cedro a tu cola y cuando te acerques al fuego la corteza se encenderá". Así, pues, el ciervo corrió derechamente a la casa del lobo y bailó allí hasta que la corteza atada a su cola se encendió. Hubiera podido escapar de un salto, pero los lobos lo agarraron antes de que pudiera escapar y le arrebataron el fuego. Entonces el carpintero envió al pájaro Tsatsiskums y le dijo: "Toda la tribu cantará acompañándote y tú obtendrás el fuego". Así, pues, todos los animales y aves fueron a la casa de los lobos conducidos por el Carpintero y Ewotiah. Antes de entrar a la casa cantaron una canción, y cantaron otra canción diferente cuando hubieron en­trado. Allí bailaron en ronda, mientras los lobos es­taban recostados junto al fuego; vigilándolos. Algunos de los pájaros bailaron arriba, en las vigas, pero los lobos no lo notaron, tan interesados estaban en la danza junto al fuego. Finalmente, los pájaros que andaban en las vigas se arrojaron sobre el aparato de hacer fuego que estaba allí. Lo tomaron, bailaron retrocediendo y lo entregaron al Carpintero y Ewo­tiah, y los otros animales y aves continuaron bailando en la casa hasta que Carpintero y Ewotiah habían llegado de regreso a casa, salvos. Cuando Ewotiah llegó a casa de regreso hizo funcionar el aparato de producir fuego por fricción y saltaron chispas. Luego se lo puso en la mejilla y se la quemó. Desde entonces ha tenido un agujero en su mejilla. Cuando los bai­larines de la casa de los lobos supieron que Ewotiah había vuelto a su casa, dieron un chillido y huyeron de la casa. Así perdieron el fuego los lobos.
Una versión más completa del mito Nootka ha sido registrada por Mr. George Hunt, como sigue:
Una vez, hace mucho, vivía Pájaro Carpintero, un jefe de los lobos, que tenía una esclava llamada Kwe-tavat. El era el único en el mundo que tenía fuego en su casa; hasta su propio pueblo carecía de él. El sabio jefe Ebewavak, jefe de la tribu Mowatcath, su rival, no sabía cómo obtener el fuego de Carpintero, el jefe de los lobos.
Un día la tribu de los Mowatcath tuvo una reunión secreta, pues habían oído que una ceremonia de in­vierno iba a tener lugar en la casa de Carpintero. Decidieron que irían a la casa de Carpintero, donde estaba el fuego. Carpintero tenía muchos palos de punta aguda puestos en el piso, cerca de la puerta, de modo que la gente no pudiera escapar sin lasti­marse los pies. El jefe Ebewavak habló en la reunión, diciendo: "Mi pueblo, ¿quién de ustedes intentará robar el fuego de Carpintero?". El ciervo dijo: "Yo conseguiré el fuego para ti". Luego el jefe puso un poco de aceite de pelo en una botella de planta ma­rina, diciendo: "Toma esto contigo y también este peine y este pedazo de piedra. Cuando consigas el fuego, escaparás corriendo; y cuando los lobos te persigan tira la piedra entre ti y los lobos y la piedra se convertirá en una gran montaña; y cuan­do se te acerquen nuevamente tira el peine y se convertirá en una espesa maraña. Cuando hayan cruzado la espesa maraña, volverán a correr detrás tuyo; y cuando lleguen cerca tuyo arrojarás el aceite de pelo y se convertirá en un gran lago. Entonces correrás. Verás a Caracol Marino en el camino; a él le darás el fuego y luego correrás para salvar tu vida. Ahora permíteme vestirte con corteza de cedro blanda para que tomes fuego con ella". Tomó la cor­teza de cedro blanda y ató un manojo en cada codo del ciervo, diciéndole que debía levantarse y bailar en torno al fuego durante una canción. Agregó: "Cuando esa canción termine, pídeles que abran el agujero del humo, porque necesitas aire fresco; y cuando hayan abierto el agujero, cantaremos la se­gunda canción, y en medio de ella tocarás el fuego con tu codo y saltarás por el agujero del humo. Ahora voy a poner estas piedras negras duras en tus pies, de modo que no te lastimes con las puntas duras de los palos en el suelo de la casa del jefe". Así di­ciendo, frotó las piedras en los pies del Ciervo.
Cuando terminó el consejo, obscurecía ya; y la gente de la tribu Mowatcath cantó mientras se diri­gía a la casa de baile de los lobos. El Ciervo estaba bailando frente a ellos. Antes de que llegara a la puerta de la casa, Carpintero, el jefe de los lobos, dijo a su gente: "No dejaremos dentro a los Fowatcath, pues podrían tratar de robar nuestro fuego". Pero su hija dijo: "Deseo ver la danza, pues me han dicho que el Ciervo baila bien; nunca me dejas salir a ver una danza". Entonces el padre dijo: "Abre la puerta y déjalos entrar; pero vigila de cerca al Ciervo y no lo dejes bailar demasiado cerca del fuego. Cuando estén dentro, cierra la puerta y pon una barra atravesada, de modo que no pueda escapar". Eso dijo el jefe al pueblo.
Así, pues, los lobos abrieron la puerta y llamaron adentro a la gente. Estos entraron cantando, y, des­pués que estuvieron dentro, los principales guerreros de los lobos cerraron la puerta, pusieron una barra atravesada y se estacionaron en frente de la misma. Los Mowatcath empezaron a cantar la primera can­ción bailable del Ciervo, y éste empezó a bailar en torno al fuego, despaciosamente. Al terminar la pri­mera canción, dijo: "Hace mucho calor aquí dentro. ¿Quieren ustedes abrir el agujero del humo para de­jar entrar aire fresco para refrescarme, pues estoy sudando?" Carpintero, el jefe de los lobos, dijo: "No puede saltar tan alto. Vayan y abran el agujero del humo, pues hace mucho calor aquí". Uno de su gente abrió el agujero del humo. Mientras tanto, los visi­tantes se tuvieron quietos y dieron al Ciervo un buen descanso.
Después que el agujero del humo fue abierto am­pliamente, el director de canciones de los visitantes empezó a cantar; y el Ciervo empezó a bailar en torno al fuego. Por momentos se acercaba al fuego. Cada vez que el jefe lo veía acercarse al fuego envia­ba un guerrero a decirle que se apartara. Cuando la canción estaba a medio terminar, el Ciervo saltó por el agujero del humo y corrió a los bosques y todos los guerreros Lobos lo persiguieron. Cuando llegó al pie de una alta montaña, vio a los Lobos cerca detrás suyo. Por consiguiente, tomó la piedrita y la arrojó detrás de sí y se convirtió en una gran montaña que detuvo a los Lobos. Corrió largamente. Otra vez los Lobos llegaron cerca, y él arrojó hacia atrás el peine. Se convirtió en arbustos espinosos y los Lobos fueron dejados atrás, del otro lado. Así el Ciervo ganó otra delantera grande sobre los Lobos. Después de cierto tiempo, éstos se abrieron camino por entre los arbustos espinosos y corrieron detrás suyo nuevamente. Vieron al Ciervo corriendo delante y cuando llegaron cerca, arrojó el aceite de cabello en el suelo. Repentinamente se formó un gran lago entre el Ciervo y sus perseguidores, y mientras él corría los Lobos tuvieron que andar a través del lago. Ahora el Ciervo llegó cerca de la costa; allí encontró a Caracol Marino y le dijo: "Caracol Marino, abre tu boca y pon dentro el fuego y escóndelo de los Lobos, pues yo lo robé de la casa del jefe Carpintero. No les digas qué rumbo sigo". Caracol Marino puso el fuego en su boca y lo escondió; y el Ciervo siguió corriendo.
Después de cierto tiempo los Lobos llegaron y vieron a Caracol Marino sentado al borde del camino. Le preguntaron si sabía qué rumbo había tomado el Ciervo; pero él no pudo contestar porque no podía abrir la boca. Sólo dijo, con la boca cerrada: "¡Ho, no, no!", señalando a un lado y a otro; así que los Lobos perdieron el rastro del Ciervo y se fueron a casa sin darle caza. Desde entonces para siempre el fuego ha estado diseminado en todo el mundo.
En esta última versión va implícito que el fuego que el Ciervo robó a los Lobos fue prendido y trans­portado por aquél en los manojos de corteza de cedro que su jefe le había atado en los codos con ese propósito. La versión de AR. Huna difiere de la del doctor Boas en que representa al Pájaro Carpintero como el propietario y no el ladrón del fuego; y Kwatiyat, de una historia, es probablemente la mis­ma persona que Kwotiah en la otra, aunque en una historia Kwatiyat es la esclava del propietario y en la otra Kwotiah es un cómplice del robo del fuego. La versión de Mr. Hunt concuerda con la de Mr. Sproat en representar al Ciervo como el ladrón del fuego; mientras en la versión del doctor Boas el Ciervo fracasa en la tentativa de robar el fuego y el robo efectivo es perpetrado por Carpintero y su cómplice.


LAS AVENTURAS DE GILGAMESH
(Babilonia)
Había una vez en la ciudad de Erech un ser gran­de y terrible cuyo nombre era Gilgamesh. Tenía dos tercios de dios y sólo un tercio humano. Era el más poderoso guerrero de todo el Oriente; nadie podía medirse con él en el combate, ni lanza alguna podía prevalecer contra la suya. Merced a su poder y a su fuerza todo el pueblo de Erech estaba sometido a su dominio, y él lo gobernaba con mano de hierro, esclavizando a los jóvenes para que lo sirvieran, y apoderándose de cuanta doncella deseaba.
A la larga, las gentes perdieron la paciencia y su­plicaron auxilio a los cielos. Él señor del firmamento escuchó su súplica y llamó ante sí a la diosa Aruru, la misma que en tiempos antiguos había formado al hombre con arcilla.
–Vé –le dijo– y moldea en arcilla un ser que pueda medirse con ese tirano; haz que luche con él y lo derrote, para que esa gente pueda experimentar alivio.
De inmediato la diosa mojó sus manos, y tomando arcilla del suelo formó con ella una monstruosa cria­tura, a la que dio el nombre de Enkidu. Era un ser fiero como el dios de las batallas, y todo su cuerpo estaba cubierto de vello. Tenía trenzas largas, como las de una mujer, y estaba vestido de pieles. Vagaba todo el día junto con las bestias del campo, y al igual que ellas se alimentaba de hierbas y bebía en los arroyuelos.
Pero en la ciudad de Erech nadie conocía su exis­tencia.
Un buen día, cierto cazador que había salido al campo para armar sus trampas divisó a la extraña criatura que abrevaba en la fuente junto con los animales silvestres. Su mera aparición bastó para que el cazador palideciera. Con el rostro desencajado y macilento, con el corazón palpitante y desbocado, corrió hacia su casa presa de terror, mientras profería aullidos de pánico.
Al día siguiente cuando volvió al campo para con­tinuar su acecho, encontró todos los fosos que ha­bía cavado llenos de tierra, todas las trampas que había armado destruidas, ¡y allí estaba el propio Enkidu soltando a las bestias atrapadas!
Como al tercer día volviera a suceder lo mismo, el cazador se fue a pedir consejo a su padre, quien le sugirió fuese a Erech e informara a Gilgamesh lo que sucedía.
Cuando Gilgamesh oyó lo que había pasado, y tuvo noticia de la salvaje criatura que estaba per­turbando las tareas de sus súbditos, ordenó al caza­dor que escogiera una muchacha de la calle y la lle­vase al lugar donde se abrevaban las bestias; dijóle también que cuando Enkidu llecara a ese sitio, la chica debería desnudarse y cautivarlo con sus en­cantos. De este modo, cuando Enkidu la abrazara, los animales reconocerían que no era de los suyos, y lo abandonarían de inmediato, con lo que sería empujado al mundo de los hombres, y obligado a abandonar sus costumbres salvajes.
El cazador hizo lo que se le mandaba, y luego de un viaje de tres días llegó con la muchacha al lugar donde bebían las bestias. Durante otros dos días no hicieron sino esperar; al tercero, finalmente, aquel ser extraño y salvaje bajó a beber junto con los animales. Al verlo, la joven se despojó de sus ropas y reveló ante él sus encantos. El monstruo, seducido, la apretó brutalmente contra su pecho.
Retozó con ella durante toda una semana, y al cabo, saciado de sus encantos, quiso volver junto a los animales. Pero las ciervas y las gacelas ya no lo reconocían como uno de los suyos, de manera que cuando se les acercó lo eludieron temerosas y huye­ron en tropel. Enkidu trató de alcanzarlas, pero al ponerse a correr sintió que sus piernas no le res­pondían y que sus miembros se envaraban; de pronto comprendió que ya no era una bestia, sino que se había convertido en hombre.
Rendido y sin aliento, volvió al lado de la oblea; y se sentó a sus pies. Pero ahora, profundamente trans­formado, la miraba fijamente a los ojos y estaba pen­diente de lo que sus labios pronunciaran.
Entonces ella se inclinó hacia él y le dijo suavemente:
–Enkidu, te has puesto hermoso como un dios. ¿Por qué has de andar vagando con las bestias? Ven, déjame conducirte a Erech, la gran ciudad de los hombres. Deja que te lleve al templo resplandeciente, donde el dios y la diosa están sentados en sus tronos. Y es allí, por otra parte, donde Gilgamesh campea como un toro, teniendo al pueblo a su mer­ced.
Al oír estas palabras Enkidu regocijó, pues como ya no era una bestia, anhelaba el trato y la compañía de los hombres.
–Llévame –le dijo– a la ciudad de Erech, al templo reluciente del dios y de la diosa. En cuanto a í Gilgamesh y a sus correrías, pronto les he de poner coto. Lo desafiaré cara a cara, lo retaré, y le de­mostraré de una vez por todas que los mozos del campo no somos alfeñiques.
Era la víspera de Año Nuevo cuando llegaron a la ciudad, y se estaba celebrando el momento culmi­nante de la fiesta, cuando el rey debía ser conducido al templo para desempeñar el papel del novio en un santo casamiento con la diosa. Las calles estaban flanqueadas por muchedumbres festivas, y por todas partes se oían los gritos de los jóvenes juerguistas, que impedían a los mayores conciliar el sueño. De súbito, por encima del estrépito y la algazara, se oyó el sonido de los címbalos en repiqueteo y el eco tenue de flautas lejanas; estos rumores fueron ha­ciéndose cada vez más fuertes, hasta que por último, al doblar una curva del camino, apareció la gran procesión, encabezada por el mismo Gilgamesh, que se hallaba en el centro del cortejo. Siguió éste su marcha sinuosa por las calles, penetró en el patio del templo, se detuvo, y Gilgamesh se destacó de su comitiva avanzando hacia el edificio.
Pero cuando estaba por entrar, se produjo una re­pentina conmoción entre la multitud, y un momento después apareció Enkidu, parado ante las puertas resplandecientes, lanzando gritos de desafío y obs­truyendo la entrada con su pie.
La muchedumbre retrocedió sobrecogida, pero su asombro se templó con un embozado sentimiento de alivio.
–Por fin –decía cada uno a su acompañante– se ha encontrado Gilgamesh con su par. ¡Pero si este hombre es su vivo retrato! ¡Tal vez un poquito más bajo, pero no menos fuerte, pues fue criado con la leche de las bestias salvajes! ¡Ahora sí que van a arder las cosas en Erech!
Pero Gilgamesh no se turbó en absoluto, pues ha­bía sido advertido en sueños de lo que iba a suce­der. Había soñado que estaba de pie bajo las estre­llas, y que repentinamente había caído sobre él desde el firmamento un dardo pesadísimo, que no podía sacarse de encima. Y luego, que un hacha enorme y misteriosa había sido lanzada de improviso en el centro de la ciudad, sin que nadie supiera de dónde procedía. Al relatar estos sueños a su madre, ella le había dicho que presagiaba la llegada de un hombre poderoso, a quien no podría resistir, pero que con el tiempo se convertiría en su mejor amigo.
Gilgamesh avanzó para enfrentar a su oponente, y momentos después se trababan en lucha cuerpo a cuerpo, bramando y embistiéndose como dos toros. Finalmente, Gilgamesh fue arrojado al suelo, y com­prendió que en verdad se había encontrado con su par.
Pero Enkidu era tan caballeresco como fuerte, y vio en seguida que su adversario no era simplemente un tirano jactancioso, como le habían hecho creer, sino un guerrero bravo y corajudo, que había acep­tado valientemente su reto, y que no había esquivado el combate.
–Gilgamesh –fe dijo– has demostrado plenamen­te que eres hijo de una diosa, y que el cielo misinote ha colocado en tu trono. No volveré a oponerme a ti: ¡seamos amigos!
Y ayudándolo a levantarse, se confundió con él en un abrazo.
Pero Gilgamesh amaba la aventura, y no podía resistir la tentación de embarcarse en alguna em­presa azarosa. Un buen día propuso a Enkidu inter­narse juntos en el monte, y, como acto de arrojo, cortar uno de los cedros del bosque sagrado, dedi­cado a los dioses.
–Eso no es cosa fácil –respondió su amigo– pues el bosque está guardado por un monstruo fiero y terrible, llamado Humbaba. Muchas veces he podido verlo, durante mi convivencia con las bestias. Su voz resuena como una tromba, lanza fuego por las narices, y su aliento es una plaga.
–¡Qué vergüenza! –le contestó Gilgamesh–. ¿Có­mo puede un guerrero de tu talla asustarse del com­bate? Sólo los dioses pueden sustraerse a la muerte; pero tú, ¿con qué cara mirarás a tus hijos cuando te pregunten qué hiciste el día en que cayó Gilga­mesh?
Enkidu se dejó convencer por estas palabras, y una vez que estuvieron preparadas las hachas y las armas de combate, Gilgamesh se presentó ante los ancianos de la ciudad y les expuso su plan. Ellos trataron de disuadirlo, sin resultado. Se dirigió luego al Dios-Sol, para implorar su ayuda, pero éste se la negó. De modo que Gilgamesh recurrió a su madre, la reiría celestial Ninsun, pidiéndole que interviniera. Pero cuan­do ella conoció sus planes quedó también aterrori­zada.
Poniéndose su mejor vestido y su corona, subió al techo del templo e invocó al Dios-Sol:
–Dios-Sol –le dijo– eres el dios de la justicia. ¿Por qué, entonces, me has permitido alumbrar este hijo, y lo has hecho al propio tiempo tan indómito e incansable? ¡Ahora, mi querido Dios-Sol, se le ha dado por viajar durante días y días por senderos peligrosos, nada más que para combatir con el monstruo Humbaba! ¡Te pido que veles por él día y noche, y que me lo traigas de regreso sano y salvo!
Cuando el Dios-Sol vio sus lágrimas, su corazón se derritió de compasión, y prometió ayudar a los héroes.
Entonces la diosa bajó del techo y colocó en el pecho de Enkidu la divisa sagrada que llevaban todos sus devotos.
–De ahora en adelante –le dijo– eres uno de mis guardias. Marcha, pues, sin miedo, y conduce a Gil­gamesh a la montaña.
Cuando los ancianos de la ciudad vieron que En­kidu ostentaba la divisa sagrada, revocaron su ante­rior decisión, y dieron su bendición a Gilgamesh.
–Puesto que Enkidu –dijeron– es ahora un guar­dia de la diosa, podemos confiarle sin temor la cus­todia de nuestro rey.
Con todo ímpetu y con el mayor entusiasmo los dos forzudos iniciaron su viaje, cubriendo en tres días un trayecto de seis semanas. Al cabo llegaron a un bosque frondoso, que presentaba a su frente una puerta enorme. Enkidu la entreabrió y espió en su interior.
–Apúrate –susurró a su compañero– y podremos tomarlo por sorpresa. Cuando Humbaba sale de su guarida se envuelve en siete túnicas superpuestas. Pero ahora está sentado sin más ropa que un sayo interior. ¡Podremos atraparlo antes que se escape!
Pero mientras decía esto, la enorme puerta giró sobre sus goznes y se cerró con estrépito, aplastán­dole la mano.
Durante doce días Enkidu permaneció postrado por el dolor implorando a su camarada que pusiera fin a tan audaz aventura. Pero Gilgamesh no quiso ac­ceder a sus súplicas.
–¿Somos acaso dos encanijados –le gritó– tan mezquinos que la primera contrariedad nos deje fue­ra de combate? Hemos cumplido un largo viaje. ¿Va­mos a volvernos derrotados? ¡Qué vergüenza! ¡Tus heridas pronto han de curarse, y si no podemos prender al monstruo en su refugio, lo esperaremos escondidos en la espesura!
De modo que se fueron del bosque, y finalmente llegaron al propio Monte de los Cedros, el pico alto y escarpado en cuya cima los dioses celebraban sus asambleas. Fatigados por el largo viaje, se recos­taron a la sombra de los árboles y muy pronto se dejaron vencer por el sueño.
Pero en medio de la noche Gilgamesh se despertó sobresaltado:
–¿Fuiste tú quien me despertó? –preguntó a su compañero–. Si tú no fuiste, debe haber sido la fuerza de mi sueño. Pues soñé que una montaña se estaba desplomando sobre mí, cuando de repente se me apareció el más apuesto hombre del mundo, quien me liberó de la abrumadora carga y me ayudó a ponerme de pie.
–Amigo –le contestó Enkidu– tu sueño es un presagio, pues la montaña que viste -es el monstruoso Humbaba. Ahora está claro que aunque caiga sobre nosotros podremos salvarnos y vencer.
Entonces se volvieron de lado, y el sueño volvió a caer sobre ellos nuevamente. Pero esta vez fue En­kidu quien se despertó sobresaltado.
–¿Fuiste tú quien me despertó? –preguntó a su compañero–. Si tú no fuiste, debe haber sido la fuerza de mi sueño. Pues soñé que el cielo retumbaba y la tierra se estremecía, que el día se ponía oscuro, que las tinieblas la envolvían, que cayó un rayo, pro­vocando un incendio, y que la muerte llovía del cielo. Y luego, de repente, el resplandor aminoró, el fuego se apagó, y. las centellas caídas se convirtieron en cenizas.
Gilgamesh comprendió muy bien que el sueño anun­ciaba mal para su amigo. Pese a ello, lo alentó a proseguir la empresa, y en seguida se levantaron y se internaron en la selva.
Entonces Gilgamesh empuñó el hacha y derribó uno de los cedros sagrados. El árbol cayó a tierra con estruendo, y Humbaba salió precipitadamente de su guarida, gruñendo y bramando. El monstruo tenía una faz extraña y terrible, con un solo ojo en el medio, que convertía en piedra a quien mirara. A medida que corría impetuosamente por la espesura, acercándose cada vez más, el ruido de las ramas rotas y desgarradas anunciaba su proximidad. Por primera vez Gilgamesh llegó a sentir realmente miedo.
Pero el Dios-Sol recordó su promesa y habló a Gil­gamesh desde el cielo, incitándolo a prepararse sin miedo para el combate. Y cuando las hojas del mato­rral se abrieron para dar paso al rostro terrible que iba a presentarse ante los héroes, el Dios-Sol lanzó contra él vientos tórridos y huracanados desde los cuatro confines del cielo, que se estrellaron contra su único ojo, cegando su vista e impidiéndole avanzar o retroceder.
Y entonces, mientras el monstruo permanecía in­móvil, tratando de cubrirse con sus brazos, Gilgamesh y Enkidu se lanzaron sobre él, atacándolo hasta que pidió gracia. Pero los héroes no le dieron cuartel, sino que empuñaron sus espadas y cortaron la ho­rrible cabeza, separándola de su tronco gigante.
Luego Gilgamesh limpió su rostro del polvo de la batalla, sacudió su cabellera, se quitó sus ropas man­chadas y se colocó su manto real y su corona. Tan maravilloso apareció en su belleza y en su valor que ni una diosa podría habérsele resistido, y así fue como la misma diosa Istar se presentó a su lado.
–Gilgamesh –le dijo– ven, sé mi amante. Te daré un carro de oro incrustado de piedras precio­sas, y las muías que de él tiren serán veloces como el viento. Entrarás en nuestra casa aspirando el aro­ma de los cedros. El umbral y la escalinata besarán tus pies. Reyes y príncipes se inclinarán ante ti y te traerán como tributo las cosechas de sus tierras. Tus ovejas alumbrarán corderitos gemelos; los caba­llos de tu carro serán fogosos, y tus bueyes no tendrán rivales.
Pero Gilgamesh no se conmovió.
–Señora –le contestó–, hablas de prodigarme ri­quezas, pero más me pedirías en cambio. Los man­jares y los vestidos que me exigirías serían los que convienen a una diosa; la casa tendría que estar puesta como para una reina, y tus ropas tendrían que ser de las más finas telas. ¿Y por qué habría yo de darte todo esto? No eres sino una puerta desgoz­nada, un palacio arruinado, un turbante que no al­canza a cubrir la cabeza, un alquitrán que ensucia las manos, un frasco que pierde, un zapato con clavos. ¿Alguna vez has sido fiel a algún amante? ¿Has cumplido jamás tu palabra de matrimonio? Cuando eras joven fue lo de Tammuz. Pero, ¿qué le sucedió? ¡Año tras año los hombres lloran su suerte! ¡El que llega a ti con su plumaje esponjado como un pájaro incauto termina con las alas rotas! ¡Al que viene como un león, en la plenitud de sus fuerzas, lo haces caer en siete fosos! ¡Al que viene como un brioso corcel, glorioso en la batalla, lo montas y lo haces-galopar leguas y leguas bajo la espuela y el látigo, y luego le das a beber agua fangosa! ¡Al que viene como un pastor cuidando su ganado, lo conviertes en un lobo rapaz, acosado por sus propios compañeros y mordido por sus propios perros! ¿Recuerdas al jar­dinero de tu padre? ¿Qué le sucedió? Todos los días te traía cestos de fruta; diariamente se complacía en proveer tu mesa. ¡Pero cuando desairó tu amor lo atrapaste como a una araña acosada en un rincón de donde no puede escaparse! ¡Y con seguridad que a mí me harías lo mismo!
Cuando Istar oyó estas palabras se enojó muchí­simo, y voló en seguida al cielo para quejarse a su padre y a su madre dé los insultos que el héroe le había inferido. Pero el padre celestial se negó a intervenir, y le dijo redondamente que había recibido lo que se merecía.
Entonces Istar comenzó con las amenazas:
–Padre –gritó–, quiero que lances contra ese in­dividuo al potente toro celestial, cuyas embestidas causan las tormentas y los terremotos. ¡Si rehúsas hacerlo, quebrantaré las puertas del infierno y li­bertaré a los muertos, para que se levanten y vengan a superar en número a los vivos!
–Muy bien –dijo al cabo su padre–, pero recuerda que cuando el toro desciende de los cielos, ello significa siete años de hambre sobre la tierra. ¿Has previsto esa emergencia? ¿Has almacenado alimentos para los hombres y forrajes para las bestias?
–He pensado en ello –replicó la diosa–. Hay bas­tante alimento para los hombres y heno para las bestias.
De este modo, el toro fue enviado desde el cielo, y acometió a los héroes. Pero cuando los embistió, bramando y echando espuma sobre sus caras, azotan­do y barriendo todo con su poderosa cola, Enkidu lo tomó por los cuernos, y le hundió su espada en el cuello. Luego le arrancaron el corazón y lo pre­sentaron como ofrenda al Dios-Sol.
Entretanto, Istar iba y venía, recorriendo las mu­rallas de Erech, y contemplando la lucha que tenía lugar allá abajo, en el valle. Cuando vio que el toro había sido vencido, saltó por encima de los baluartes y lanzó un grito desgarrador.
–¡Anatema a Gilgamesh –gritaba– que ha osado despreciarme y ha matado al toro celestial!
Al oír esas palabras, Enkidu, queriendo demostrar que él también había tenido parte en la victoria; arrancó las nalgas del toro y se las tiró a la cara.
–¡Me gustaría atraparte a ti –le gritó–, y ha­certe lo mismo! ¡Quisiera poder arrancarte las entrañas, y colgarlas junto a las de este toro!
Istar quedó completamente derrotada, y lo único que le quedaba por hacer era prepararse a dar deco­rosa sepultura al toro, como cuadraba a una criatura celestial. Pero aun esto le fue negado, pues los dos héroes levantaron en seguida la res y se la llevaron a Erech en triunfo. De modo que la diosa se quedó con sus doncellas, vertiendo ridículamente sus lágri­mas sobre las nalgas del animal, mientras Gilgamesh y su camarada recorrían la ciudad alegremente y a grandes trancos, exhibiendo con orgullo las pruebas de su proeza, y recibiendo los aplausos del pueblo.
Pero no se puede burlar a los dioses; según lo que uno siembre, así habrá de recoger.
Una noche, Enkidu tuvo un sueño singular. Soñó que los dioses estaban reunidos en asamblea, tratando de decidir cuál de los dos, él o Gilgamesh, tenía más culpa por la muerte de Humbaba y del toro celes­tial. El más culpable, habían decidido, tenía que ser condenado a muerte.
Durante largo rato se prolongó la discusión, sin llegarse a un acuerdo, y en vista de ello Anu, el padre de los dioses, propuso una solución.
–En mi opinión –declaró– Gilgamesh es el más culpable, pues no sólo mató al monstruo, sino que también cortó el cedro sagrado.
Pero en cuanto pronunció esas palabras se desen­cadenó un pandemónium, y los dioses comenzaron a injuriarse en los peores términos.
–¿Gilgamesh? –vociferó el dios de los vientos–. ¡El verdadero reo es Enkidu, que fue quien lo con­dujo!
–¡Magnífico! –rugió el Dios-Sol, volviéndose brus­camente hacia él–. ¿Qué derecho tienes tú a hablar? ¡Fuiste tú quien encauzó los vientos hacia el rostro de Humbaba!
–¿Y qué diremos de ti1? –contestó el otro, estre­mecido de cólera–. ¿Qué diremos de ti? ¡Si por ti no fuera, ninguno de ellos hubiera cometido tales atentados! ¡Fuiste tú quien los alentó y quien co­rrió en su ayuda!
Con toda ferocidad siguieron riñendo y disputando, acalorándose cada vez más, y levantando gradual­mente la voz. Pero antes de que llegaran a tomar una resolución, Enkidu despertó de su sueño.
Estaba ahora firmemente convencido de que debía morir. Pero cuando relató el sueño a su compañero, éste consideró que el castigo verdadero, después de todo, era para él.
–Querido camarada –le dijo llorando, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas–, ¿imaginan los dioses que al matarte me dejan a mí en libertad? ¡No, mi buen amigo; por todo el resto de mis días permaneceré como un mendigo, en el umbral de la muerte, esperando que la puerta se abra para poder entrar y ver nuevamente, tu rostro!
Durante el resto de la noche Enkidu yació des­pierto en su lecho, moviéndose y dando vueltas. Du­rante su insomnio le pareció que toda su vida pasaba ante él. Recordó los despreocupados días de antaño, cuando recorría las montañas con las bestias, y lue­go evocó al cazador que lo había encontrado y a la muchacha que lo había seducido para que entrara en el mundo de los hombres. Rememoró también la aventura del bosque de los cedros, y cómo la puerta se había cerrado sobre su mano, infligiéndole la pri­mera y única herida que jamás había sufrido. Y maldijo amargamente al cazador, a la joven y a la puerta.
Finalmente, los primeros rayos del sol matinal co­menzaron a filtrarse por la ventana, bañando de luz la habitación y jugueteando con las sombras de la pared opuesta. "Enkidu –parecían decir–, no todo ha sido tinieblas durante tu vida entre los hombres, y aquellos a quienes estás maldiciendo fueron rayos de luz. Si no hubiera sido por el cazador y la joven, todavía estarías comiendo pasto y durmiendo en el frío descampado; ahora, en cambio, comes a la mesa de los reyes y te acuestas en cama principesca. ¡Y si no fuera por ellos, nunca habrías conocido a Gil­gamesh, ni habrías encontrado a tu mejor amigo!"
Entonces Enkidu comprendió que el Dios-Sol le había estado hablando, y no maldijo más al cazador ni a la muchacha, sino que les deseó toda suerte de bendiciones.
Al cabo de varias noches, tuvo un segundo sueño. Esta vez le pareció que un fuerte grito llegaba desde el cielo a la tierra, y que una extraña y espantosa criatura, con cara de león, y con alas y garras de águila, se lanzaba sobre él desde el vacío, y atrapán­dolo se lo llevaba. Repentinamente le brotaron plu­mas en los brazos y adquirió un aspecto semejante al del ser monstruoso que lo había raptado. Entonces comprendió que había muerto, y que una de las arpías del infierno se lo estaba llevando por la ruta sin retorno. Finalmente, llegó a la mansión de las tinieblas, donde moran las sombras de los que han partido. Y he aquí que todas las almas de los grandes de la tierra lo rodearon. Reyes, nobles y sacerdotes, despojados para siempre de sus coronas y de sus mantos, estaban sentados en confusión, como horri­bles demonios, cubiertos con alas emplumadas, y en lugar de asados y de guisos como antaño comían ahora polvo y suciedad. Y allí mismo, sentada en un elevado trono, la propia reina del infierno, con su fiel doncella agazapada ante ella, leía en una tableta los antecedentes de cada alma a medida que pene­traba en las tinieblas.
Cuando se despertó, Enkidu relató el sueño a su compañero; y ahora, ya sabía con certeza cuál de los dos estaba condenado a muerte.
Durante nueve días Enkidu languideció en su lecho, debilitándose cada vez más, mientras Gilgamesh lo atendía, transido de dolor.
–¡Enkidu –exclamó en su angustia–, tú eras el hacha a mi costado, el arco en mi mano, la daga en mi cinturón, mi escudo, mi manto, mi mayor de­leite! ¡Contigo desafié y soporté todas las cosas, escalé las montañas y di caza al leopardo! ¡Contigo derroté al toro celestial y luché con el ogro de la selva! ¡Pero he aquí que ahora estás envuelto en el sueño, amortajado en la oscuridad, y ni siquiera puedes oír mi voz!
Mientras profería estas lamentaciones vio que su compañero ya no se movía, ni abría los ojos; y cuan­do le puso la mano en el pecho, comprobó que el corazón de Enkidu ya no latía.
Entonces Gilgamesh tomó un lienzo y veló el rostro de Enkidu, tal como los hombres velan los rostros de las novias en el día de la boda. Y midió la tierra a largos pasos, yendo y viniendo, y lloró a gritos, y su voz era como la de una leona despojada de sus cachorros. Y desgarró sus vestiduras, se arrancó a puñados los cabellos, y se entregó al duelo más de­sesperado.
Durante toda la noche contempló el cuerpo postrado de su compañero, viendo cómo se ponía mar­chito y rígido, y cómo perdía toda su belleza,
–Ahora –dijo Gilgamesh– ya he visto la cara de la muerte, y estoy traspasado de terror. Algún día también yo estaré como Enkidu.
Cuando llegó la mañana, tomó una audaz reso­lución.
En una isla situada en los confines de la tierra vivía –según se comentaba– el único mortal del mundo que había podido escapar a la muerte: un hombre muy, muy viejo, cuyo nombre era Utna-pishtim. Gilgamesh decidió buscarlo y aprender de él el secreto de la vida eterna.
En cuanto amaneció se puso en viaje, y finalmente, luego de haber caminado mucho tiempo, recorriendo una gran distancia, llegó hasta los confines de la tierra, y vio ante sí una inmensa montaña, cuyos picos gemelos tocaban el firmamento, y cuyas raíces llegaban hasta los más profundos infiernos. Delante de la montaña había un enorme portón, guardado por terribles y peligrosas criaturas, mitad hombre y mitad escorpión.
Gilgamesh vaciló un momento, y se llevó las manos a los ojos para protegerlos de tan horrible visión. Pero luego se recobró y avanzó resueltamente hacia los monstruos. Cuando éstos vieron que no se asus­taba, y cuando contemplaron la belleza de su cuerpo, advirtieron de inmediato que no tenían ante sí a un mortal común. Pese a ello, le cortaron el paso y le preguntaron cuál era el objeto de su viaje.
Gilgamesh les dijo que se había puesto en camino para encontrar a Utnapishtim, a fin de conocer el secreto de la vida eterna.
–Eso –le respondió el capitán de los monstruos– es algo que nadie alcanzó a saber, ni hubo jamás mortal alguno que haya podido llegarse hasta ese sabio inmune al tiempo. Pues el camino que nosotros guardamos es el camino del sol, sombrío túnel de doce leguas; un camino que no puede ser hollado por la planta humana. –Por largo y por oscuro que sea –contestó el héroe–, por grandes que sean las fatigas y los peli­gros, por más tórrido que sea el calor y por más glacial que sea el frío, yo estoy firmemente resuelto a darle cabo.
Al oír estas palabras, los centinelas tuvieron por cierto que se las habían con algo más que un mortal, y en seguida le abrieron el portón y le franquearon el paso.
Audaz e intrépidamente penetró Gilgamesh en el túnel, pero a cada paso que daba el camino se vol­vía más obscuro, de modo que muy pronto se vio pri­vado de la visión, tanto hacía adelante como hacia atrás. Sin embargo, continuó avanzando, y cuando ya le parecía que su ruta era interminable, un soplo de viento acarició su rostro, y un tenue rayo de luz atravesó las tinieblas.
Cuando salió a la luz, un maravilloso espectáculo se ofreció a su vista, pues se encontró en medio de un jardín encantado, cuyos árboles estaban cuajados de pedrería. Y cuando todavía estaba absorto en la contemplación de tanta belleza, la voz del Dios-Sol bajó hasta él desde el cielo.
–Gilgamesh –le dijo– no avances más. Este es el jardín de las delicias. Quédate en él un tiempo y disfrútalo. Nunca antes habían los dioses conce­dido tal gracia a un mortal, y no debes esperar nada más grande. La vida eterna que buscas, nunca la podrás encontrar.
Pero ni siquiera estas palabras pudieron desviar al héroe de su rumbo, y dejando detrás de sí el paraíso terrenal, siguió adelante en su camino.
Al fin, fatigado y con los pies doloridos, llegó a un gran edificio con apariencias de posada. Arras­trándose hasta él lentamente, pidió que se le per­mitiera la entrada.
Pero la posadera, cuyo nombre era Siduri, lo ha­bía visto venir desde lejos, y juzgando por su desas­trada apariencia que no era sino un vagabundo, ordenó que la puerta fuera atrancada ante sus pro­pias narices.
En un primer momento Gilgamesh se enfureció y amenazó con quebrantar la puerta, pero cuando la señora le habló desde la ventana y le explicó la causa de su alarma, su cólera se enfrió y, tranquilizándola, le dijo quién era, la naturaleza de su viaje y por qué razón estaba tan desgreñado. Entonces ella abrió los cerrojos y le dio la bienvenida.
Al caer la noche se hallaban en franca conversa­ción, y la posadera trató de disuadirlo de su empresa:
–Gilgamesh –le dijo–, nunca encontrarás lo que buscas. Pues cuando los dioses crearon al hombre le dieron la muerte por destino, y ellos se quedaron con la vida. Deléitate, pues, con lo que se te concede. ¡Come, bebe y diviértete, que para eso has nacido!
Pero ni aun así se inmutó el héroe, sino que por el contrario se puso a preguntar a la posadera por el camino a Utnapishtim.
Ella le respondió:
–Vive en una isla lejana, y para llegar deberás cruzar un océano. Pero ese océano es el océano de la muerte y ningún hombre viviente ha navegado por él. Sin embargo, se encuentra ahora en esta posada un hombre llamado Urshanabi. Es el botero del an­ciano sabio, y ha venido aquí por un mandado. Tal vez puedas persuadirlo para que te cruce.
De modo que la posadera presentó a Gilgamesh al botero, y éste accedió a conducirlo hasta la isla.
–Pero con una condición –le dijo–. No deberás permitir que tus manos toquen las aguas de la muer­te, y una vez que la pértiga que utilices se haya su­mergido en ellas, deberás soltarla de inmediato y usar otra, para que ninguna gota moje tus dedos. De ma­nera que toma tu hacha y corta ciento veinte pér­tigas, pues es un largo viaje y las necesitarás todas.
Gilgamesh hizo lo que se le aconsejaba, y poco después ambos se hacían a la mar en el bote.
Pero al cabo de algunos días de navegación las pér­tigas se acabaron, y pronto hubieran quedado a la deriva y hubieran fondeado si Gilgamesh no se hu­biera arrancado su camisa para mantenerla en alto como si fuera una vela.
Entretanto, Utnapishtim estaba sentado en la ribera de la isla contemplando las olas, cuando de pronto sus ojos percibieron la familiar embarca­ción balanceándose precariamente sobre las aguas.
–Algo anda mal –murmuró–. Me parece que se ha roto el aparejo.
Pero cuando el bote se aproximó, vio la extraña figura de Gilgamesh manteniendo alzada su camisa contra el viento.
–Este no es mi botero –murmuró–. Con seguri­dad que algo anda mal.
Cuando tocaron tierra, Urshanabi llevó de inme­diato a su pasajero ante Utnapishtim, y Gilgamesh le dijo por qué había venido, y lo que buscaba.
–¡Ay, joven –le dijo el sabio–, nunca encontra­rás lo que buscas! Pues nada hay eterno en la tierra. Cuando los hombres firman un contrato, le fijan tér­mino. Lo que hoy adquieren, tendrán que dejárselo mañana a otros. Las viejas rencillas terminan por extinguirse. Los ríos crecen y se desbordan, pero al fin vuelven a bajar sus aguas. Cuando la mariposa sale de su capullo no vive sino un día. Todo tiene su tiempo y su época.
–Cierto –le contestó el héroe–. Pero tú mismo no eres sino un mortal, en nada diferente de mí; y sin embargo, vives perennemente. Dime cómo has encontrado el secreto de la vida, para llegar a ser semejante a los dioses.
Los ojos del anciano adquirieron un matiz de leja­nía. Pareció como si todos los días de todos los años estuvieran pasando en procesión ante él. Finalmente, al cabo de una larga pausa, levantó su cabeza y sonrió.
–Gilgamesh –dijo lentamente–, te diré el secreto, un secreto noble y sagrado, que nadie conoce fuera de los dioses y de mí mismo. Y le relató la historia del gran diluvio que los dioses habían enviado sobre la tierra en época remota, y cómo Ea, el benévolo dios de la sabiduría, le había advertido de antemano por medio del silbido del viento que gemía entre los juncos de su cabaña. Obedeciendo las órdenes de Ea había construido un arca, la había calafateado con alquitrán y asfalto, había navegado durante siete días y siete noches mientras las aguas crecían, las tormentas rugían desencadenadas, y los relámpagos centelleaban. Y al séptimo día el arca había encallado en una montaña en los confines del mundo, y él había abierto una ventana en el arca, soltando una paloma, para ver si las aguas habían descendido. Pero la paloma había regresado, por falta de lugar donde posarse. Luego había soltado una golondrina, y ella también había retornado. Por último, había soltado un cuervo y éste no regresó. Entonces había desem­barcado a su familia y a su ganado, y había hecho ofrendas a los dioses. Pero repentinamente el dios de los vientos descendió del cielo, lo volvió a conducir al arca, junto con su esposa, y lo hizo navegar sobre las aguas nuevamente, hasta llegar a la isla del le­jano horizonte, donde los dioses lo habían colocado para morar en ella eternamente.
Cuando Gilgamesh oyó este relato, se dio cuenta en seguida de que su búsqueda había sido vana, pues ahora era evidente que el anciano no tenía fórmula alguna que darle. Se había vuelto inmortal, como aca­baba de revelarlo, por gracia especial de los dioses, y no, como Gilgamesh había imaginado, por la pose­sión de algún conocimiento oculto. El Dios-Sol tenía razón, y también la tenían los hombres-escorpiones, al igual que la posadera; lo que buscaba nunca lo encontraría; al menos, de este lado de la tumba.
Cuando el viejo hubo terminado su historia, miró fijamente el rostro ajado y los ojos fatigados del héroe.
–Gilgamesh –le dijo bondadosamente– debes des­cansar un poco. Acuéstate, y duerme durante seis días y siete noches. Y no bien hubo pronunciado estas pa­labras, he aquí que Gilgamesh se durmió profunda­mente.
Entonces Utnapishtim se volvió hacia su mujer:
–Ya ves –le dijo– este hombre que quiere vivir eternamente ni siquiera puede estarse sin dormir. Cuando despierte, por supuesto que lo negará –los hombres siempre han sido mentirosos–, de modo que quiero que le des una prueba de su sueño. Por cada día que duerma, cuece una hogaza de pan y coló­cala junto a él. Día tras día esas hogazas se pon­drán duras y se enmohecerán, y al séptimo día, cuan­do las vea en hilera ante sí, comprobará, por su estado, cuánto tiempo ha pasado durmiendo.
Así fue como todas las mañanas la esposa de Utna­pishtim coció una hogaza, e hizo una marca en la pared para llevar cuenta de que otro día había pa­sado; y, naturalmente al cabo de seis días, la primera hogaza se había secado, la segunda estaba como cue­ro, la tercera estaba empapada, la cuarta tenía man­chas, la quinta estaba llena de moho y sólo la sexta parecía fresca.
Cuando Gilgamesh se despertó, pretendió por su­puesto que nunca había dormido:
–¿Qué es esto? –le dijo a Utnapishtim–, en el momento en que voy a echarme una siestesita me empujas el codo ¡y me despiertas! –Pero Utnapishtim le mostró los panes, y entonces Gilgamesh comprendió que había dormido durante seis días y siete noches.
Entonces Utnapishtim le ordenó lavarse y limpiarse, y prepararse para el viaje de regreso. Pero cuando el héroe subía ya a su bote, listo para partir la espo­sa de Utnapishtim se acercó.
–Utnapishtim –dijo–, no puedes enviarlo de vuelta con las manos vacías. Ha cumplido un largo viaje, con gran esfuerzo y fatiga, y debes hacerle un regalo al partir.
El anciano alzó la mirada, y contempló detenida­mente al héroe:
–Gilgamesh –le dijo– te diré un secreto. En las profundidades del mar hay una planta que parece una estrellamar y tiene espinas como una rosa. ¡El hombre que de ella se apodere y la saboree recupe­rará su juventud!
Cuando Gilgamesh oyó estas palabras ató pesadas piedras a sus pies y se sumergió en las profundidades del mar, y allí, en el lecho del océano, encontró a la espinosa planta. Sin cuidarse de sus pinchazos la asió con sus dedos, cortó los lazos que sujetaban las piedras a sus pies, y esperó que la marea lo llevara hasta la costa.
Entonces mostró la planta a Urshanabi el botero:
–Mira –le dijo–, ¡ésta es la famosa planta lla­mada "Rejuvenece-barba gris"! ¡Aquel que la prue­be renueva su plazo de vida! La llevaré conmigo a Erech y haré que el pueblo la coma. ¡Al menos así tendré alguna recompensa por mis fatigas!
Luego de haber cruzado las peligrosas aguas y de tocar la tierra, Gilgamesh y su compañero iniciaron el largo viaje a pie hasta la ciudad de Erech. Cuando hubieron recorrido cincuenta leguas el sol comenzó a ponerse, y buscaron entonces un lugar donde pasar la noche. De súbito dieron con un fresco arroyuelo.
–Descansemos aquí –dijo el héroe–. Yo voy a bañarme.
Se quitó en seguida sus ropas, depositó la planta en el suelo, y se sumergió en las frescas aguas del arroyo. Pero en cuanto volvió sus espaldas, una ser­piente salió del agua, y al olfatear la fragancia de la planta se la llevó consigo. Y apenas la probó, se des­prendió de su vieja piel y recuperó su juventud.
Cuando Gilgamesh vio que la preciosa planta había escapado de sus manos para siempre, se sentó y lloró con amargura. Pero pronto volvió a levantarse, y resignado finalmente a compartir la suerte de toda la humanidad, volvió a la ciudad de Erech, retornando a la tierra de donde había venido.


EL ALFARERO VALIENTE
(India)
Una vez un tigre estaba paseando cerca de un pueblito, cuando de pronto se desencadenó una violenta tormenta de truenos, relámpagos, viento y lluvia. Para cobijarse, el tigre se acercó a la pared de una pequeña cabaña en las afueras del pueblito. Dentro de la cho­za la vieja que vivía en ella también estaba preocu­pada por la tormenta, pues el techo estaba lleno de agujeros y la lluvia se colaba por muchos lugares. Como había varias goteras, la vieja corría de un lado a otro, empujando los muebles de aquí para allá para que no se mojaran. Apoyando su oreja a la pared, el tigre oyó todo el ruido que hacía la vieja. Oyó que se arrastraban cosas, y que la vieja se quejaba y ha­blaba sola. La oyó decir:
–¡Oh, es horrible! ¡Esta eterna gotera! ¿No habrá manera de evitarla? ¡Por un ratito parece que se calma y en seguida tengo de nuevo la eterna gotera encima de mí! ¡Esto es terrible, terrible!
Entonces se oyeron más ruidos, mientras la vieja corría una vez más los muebles y exclamaba: "¡Basta, basta, que me está matando!" El tigre se quedó muy impresionado por todo lo que oía.
"¿Qué será la Eterna Gotera? –pensó–. Debe de ser algo horrible". Y al oír los ruidos que los muebles pesados hacían cuando es los arrastraba por el piso, exclamó: "¡Qué ruido terrible! ¡Deben de provenir del terrible ser que se llama Eterna Gotera!"
De modo que si tigre se quedó apoyado contra la pared, muy preocupado por lo que pasaba, esperando que cesara la lluvia para alejarse.
Justo en ese momento apareció caminando por la obscura carretera un alfarero que buscaba su burro, escapado a causa de la tormenta. A la luz de un re­lámpago el hombre vio un gran animal contra la choza de la vieja. Creyendo que era su burro, corrió hasta el tigre, lo agarró por una oreja y comenzó a darles golpes y puntapiés con gran rabia.
–¡Animal miserable! –le gritaba–. ¡Tengo que salir a buscarte bajo esta lluvia torrencial y en una noche semejante! –además, le daba de palos al pobre tigre–. ¡Levántate inmediatamente, o te rompo los huesos! –a medida que lo insultaba crecía su furia. El tigre estaba atónito. Nunca nadie se había animado a tratarlo así. Se asustó, y comenzó a pensar que eso debía de ser la Eterna Gotera de que se quejaba la vieja. "No me extraña que se preocupara tanto la pobre mujer", dijo.
El tigre se levantó. Él alfarero, que todavía creía que estaba ante su burro, le dio unos cuantos palos más, se montó sobre él, y lo obligó a que lo llevara a su casa, dándole puntapiés y propinándole insultos todo el camino. Cuando llegó a su casa lo ató del pescuezo y de las patas a un gran poste que había frente a la puerta, después de lo cual se acostó.
Cuando llegó la mañana, la mujer del alfarero salió y encontró atado al tigre. Muy sorprendida, corrió hasta su marido y le dijo:
–¿Sabes qué animal trajiste anoche durante la tor­menta?
–Claro –le contestó él, enojándose con sólo el re­cuerdo–, ¡ese burro miserable!
–Ven a verlo –le dijo su mujer.
El hombre fue a verlo. Cuando vio qué animal era, sus piernas casi dejan de sostenerlo. Tuvo que to­carse todo el cuerpo para ver si no tenía ninguna herida o fractura. Pero no se encontró ni un rasguño.
La hazaña del alfarero cundió rápidamente por todo el pueblo, y todo el mundo acudió para ver al tigre cautivo y escuchar cómo había sido capturado y do­mesticado. La historia pronto corrió a otros pueblos, y finalmente llegó a oídos del Raja del país. Tan admirado quedó el Raja al oír el relato' del hombre que cabalgara en el tigre, que se dirigió en persona a la casa del alfarero.
Cuando llegó con su séquito, vio que la historia era verdadera. Aun más sorprendente era que el tigre capturado había sido muy feroz y había sembrado el terror en toda la región. El Raja quedó tan impresionado que sin perder más tiempo confirió al alfarero un título de nobleza. Le regaló vastas tierras con muchas casas y muchos campos, lo hizo general de sus ejércitos y puso diez mil soldados de caballería bajo su mando.
El alfarero y su mujer comenzaron a llevar una nueva vida llena de lujos y comodidades. Pero muy poco tiempo después corrió la noticia de que un rey extranjero se avecinaba con un gran ejército para conquistar el país. El Raja no perdió un minuto. Llamó a los jefes más importantes del ejército para nombrar a uno de ellos general en jefe. Pero ninguno quiso aceptar tamaña responsabilidad. Dijeron que el país estaba tan poco preparado para tal emergen­cia que les parecía muy difícil que pudieran expulsar al enemigo. Entonces el Raja se acordó del valiente alfarero que había cabalgado sobre el tigre. Lo man­dó buscar y, cuando lo tuvo en su presencia, le dijo:
–Te nombro general en jefe de mis ejércitos. Ten­drás a tu cargo rechazar al enemigo.
El alfarero estaba espantado ante su suerte, pero a pesar de ello respondió:
–Acepto la responsabilidad. Pero primero debo ir solo a examinar las fuerzas del enemigo.
El Raja aplaudió la idea, y el alfarero se fue a su casa a hablar con su mujer, para decirle lo que aca­baba de ocurrirle.
–Estoy en un aprieto –le dijo–. Me han enco­mendado encabezar el ejército, pero como tú bien sabes, no sé ni montar a caballo. Debes tratar de encontrarme un pony para que no me caiga. Mien­tras tanto, he conseguido demorar las cosas hasta mañana.
Pero a la mañana siguiente los mensajeros del Raja llegaron con un enorme y brioso corcel, para decirle que Su Majestad rogaba al alfarero que mon­tara en él cuando fuera a examinar las filas ene­migas.
El alfarero quedó de nuevo muerto de miedo. El caballo estaba lleno de bríos. Pero no se animó a negarse, de modo que dijo a los mensajeros que volvieran ante el Raja para comunicarle que haría como Su Majestad deseaba. Una vez idos, el alfarero pre­guntó a su mujer:
–¿Qué haré ahora? Jamás en mi vida he montado un caballo.
–No te preocupes –le contestó su mujer–. Todo lo que tienes que hacer es subirte. Yo te ataré bien fuerte para que no te caigas.
El alfarero se decidió a probar, pues, pero no sabía cómo empezar. La montura y los estribos le parecían demasiado' altos.
–No alcanzo –decía el alfarero.
–Tendrás que saltar .–le replicaba su mujer.
El alfarero trató de saltar, pero no pudo saltar lo suficiente. Cada vez que saltaba se caía al suelo.
–Cuando salto, me olvido para qué lado tengo que ir –decía. :
–Tienes que hacerlo de modo que mires hacia la cabeza del caballo –le explicaba su mujer.
–Ya sé, ya sé –contestaba el alfarero. Hasta que por fin saltó y aterrizó en la montura, pero en lugar de quedar mirando para la cabeza del caballo quedó mirándole la cola.
–No, así no –le dijo su mujer, ayudándolo a bajar.
Comenzó, pues, de nuevo, resbalándose, cayéndose y enredándose en los estribos. Pero, cuando ya había abandonado toda esperanza, se encontró sentado en la montura y mirando en la correcta dirección.
–¡Rápido! –gritó–. ¡Átame antes de que me caiga! Su mujer fue a buscar unas cuerdas y le ató los pies
a los estribos, y luego ató los estribos debajo de la panza del caballo. Ató cambien otra cuerda alrededor de la cintura de su marido, sujetándola a la silla. Otra cuerda la puso alrededor de sus hombros y la sujetó a la cola' y al cuello del caballo.
Pero para ese entonces el caballo se había puesto tan nervioso que se largo a correr, mientras el alfa­rero gritaba:
–¡Mujer, mujer, te olvidaste de atarme las manos!
–¡Ásete a la crin del caballo! –le contestó ella.
El alfarero pudo asirse de la crin del caballo y se aferró desesperadamente a ella, mientras el animal pasaba como un rayo por los campos. Así anduvieron de aquí para allá, cruzando zanjas y muros, atra­vesando arrozales y vallados. El alfarero no tenía nada que hacer en los lugares adonde lo llevaba el caballo, pero lo único que le quedaba era aferrarse y aguantar el miedo, pues jamás podría haber des­montado por sus propio medios.
Cuando se dio cuenta de adonde lo llevaba el ga­lope del caballo, se sintió aun menos feliz que antes, pues estaban avanzando en línea recta hacia el campo del enemigo.
–¡Esto no puede suceder! –gritó el alfarero. Y como en ese momento pasaban bajo una pequeña higuera de Bengala que crecía en la llanura, levantó las manos y se agarró a ella, pensando que de esa manera se desprendería del caballo. Pero el caballo iba demasiado rápido y la tierra donde crecía el árbol estaba suelta, de manera que el alfarero arrancó la higuera de raíz. Y así el desesperado alfarero llegó en desenfrenado galope al campo enemigo con la higuera en alto.
Los soldados enemigos lo habían visto acercarse. Lo habían visto galopar directamente y sin temor hacia ellos. Lo habían visto arrancar un árbol de cuajo, y lo vieron blandirlo como si fuera un garrote. Y creyendo que era sólo la vanguardia de un ejército entero, se dispersaron con pánico, gritando: "¡Sálvese quien pueda! ¡Esos no son hombres, sino monstruos gigantescos!"
Viendo que sus hombres huían, el rey enemigo es­cribió sin perder tiempo una carta al Raja diciéndole que desistía de su invasión y proponiendo un tratado de paz, luego de lo cual también montó su caballo y huyó.
Después de que hubieron desaparecido todas las tro­pas enemigas, el caballo del alfarero enfiló al medio del campo y justo en ese momento las cuerdas que lo ataban se rompieron y el exhausto alfarero cayó a tierra. El caballo, demasiado cansado para seguir corriendo, se detuvo y por fin se quedó quieto.
Cuando el alfarero se puso de pie se encontró con un campamento desierto, y al llegar a la tienda real halló la carta que el rey había escrito a su Raja. Tomó, pues, la carta y regresó a casa, llevando al caballo de la brida, pues no tenía la menor intención de volver a montar jamás en su vida.
Cuando llegó a su casa, su mujer le salió al encuen­tro. El le dijo entonces:
–¡He llegado muy lejos y he corrido aventuras terribles! Lleva esta carta al Raja y llévate también el caballo, pues no quiero verlo más.
La mujer llevó la carta y devolvió el caballo al Raja. Este leyó la carta que decía que las fuerzas enemigas se habían retirado. Y la mujer le explicó que su marido estaba 'demasiado cansado a conse­cuencia de la batalla para presentarse ante él, pero que lo haría a la mañana siguiente.
Al día siguiente el alfarero llegó a pie al palacio, agradecido de no tener un caballo entre las piernas. Cuando la gente lo vio llegar, decía:
–¡He aquí a un valiente! Rechazó a un ejército completo, y después de desbandar al enemigo viene caminando sencilla y humildemente, en lugar de ca­balgar pomposamente como hacen otros hombres.
El alfarero fue recibido por el Raja con toda clase de honores. Y todavía se lo recuerda como el hombre que cabalgó temerariamente sobre un tigre y que, solo, destruyó con valor todo un ejército invasor.

EN LA FUENTE
(Tradición judía)
Solía nuestro maestro Moisés buscar con preferen­cia aquellos sitios en los que la soledad parecía pro­picia a sus soliloquios y a la comunicación con Jehová. Así descansaba un día, absorto en sus meditaciones, a la sombra de un árbol desde el que se veía, no lejos, una fuente, cuando divisó a un hombre que a ella se acercaba, apagaba allí -su sed y proseguía su camino, sin advertir que una bolsa se le había caído al inclinarse a beber y quedaba junto a la fuente.
Al cabo de un rato, otro hombre llegó a la fuente y en ella se puso a beber también; mas éste vio la bolsa en el suelo y recogiéndola prestamente, con grata sorpresa, prosiguió asimismo su camino.
Después de él, un tercer viandante hizo alto en la fuente, deteniéndose allí por buen espacio.
Había, entretanto, el primer caminante notado la falta de su bolsa, y así, puesto a recordar, se dijo:
–A buen seguro que se me habrá caído en la fuen­te cuando me agaché para beber.
Con lo que desando rápidamente el camino, y como al llegar a ella viese que un hombre descansaba allí, le interpeló bruscamente:
–¿Que es lo que haces aquí?
–Me sentía fatigado y estoy descansando un poco –le contestó el desconocido–. He comido un bocado y bebido un sorbo en este sitio, y ahora iba a po­nerme en camino otra vez.
–Entonces tú tienes que ser el que ha encontrado la bolsa que aquí se me había caído –supuso el pri­mero de ellos–. Nadie más que tú puede haberla hallado, ya que apenas hace unos instantes que la perdí.
–Yo te juro, amigo, que no tengo tal bolsa –re­puso el inculpado–, y no es justo que me imputes así tan fea acción. Si, como dices, hace poco tiempo que echaste de menos tu dinero, lo habrás perdido
en otro sitio, que no aquí; búscalo, pues, por ahí. O, ¡quién sabe!, bien pudiera ser que ni siquiera lo hayas perdido; ¡anda, sigue tu camino y déjame en paz!
En esto empezaron ambos a disputar agriamente y acabaron acometiéndose. Levantóse entonces el pro­feta con ánimo de separarlos, pero antes de que pu­diese acudir, ya el perdidoso había dado muerte a su contendiente y emprendió la fuga.
Conmovido se sintió Moisés al ver que aquel ino­cente había pagado con su vida una culpa ajena, y quedó asombrado de que el Todopoderoso consintiese la tremenda injusticia; por lo cual exclamó, dolido:
–De tres iniquidades acabo de ser testigo, Señor. La primera es que hayas permitido que una persona perdiese sus bienes; la segunda, que hayas tolerado que quien ningún derecho tenía a ellos pueda dis­frutarlos tranquilamente; la tercera, que no hayas impedido que un inocente pereciese en la contienda. Pero aún hay más, Señor; que sobre todo esto, toda­vía dejas que el perjudicado por la pérdida se con­vierta en un homicida. Dígnate, pues, omnipotente Señor, mostrarle a mi ruda inteligencia cómo se han de entender en esto los designios de tu providencia.
Y Dios habló así a Moisés:
–Así como tú presumes subversión en las normas de mi providencia, así se les antojan extrañas y sor­prendentes a los hombres muchas cosas que yo dis­pongo: y es que no saben que todos tienen su fun­damento y justificación. Pero no quiero que ignores que si bien ese hombre que perdió la bolsa era hon­rado, su padre había robado la cantidad que contenía. El que entonces hubo de perder su dinero era el padre del que ahora encontró la bolsa. Conque, lo que he hecho ha sido disponer modo de que el expo­liado recobrase su herencia. Del que pereció en la reyerta tengo también que decirte que aunque fuese inocente del robo, no lo era de otra grave falta, que en cierta ocasión, hace ya mucho tiempo, le había quitado la vida al hermano de su matador; y como de ello no hubo testigos, quedó impune el crimen y sin vengar la sangre inocente que entonces derramó.
Por eso le infundí a su matador de hoy sospechas contra él y lo entregué a sus manos. De esta suerte es como mi providencia dispone en el mundo muchas cosas que no siempre puede el hombre comprender. Secretos son mis caminos y muchas veces os acaecerá desconcertaros de ver cómo el malvado medra mien­tras el justo apura su vaso de aflicción.

EL RETRATO
(Tradición judía)
Cuando Moisés libertó al pueblo de Israel de la esclavitud de Egipto y cundió la noticia del milagroso éxodo las gentes se quedaron asombradas y atónitas ante el héroe que había podido llevar a término tal empresa.
Y hubo un monarca árabe que no pudiendo sofocar su vivísimo deseo de conocer al hijo de Amram, envió al campamento de los hebreos un gran pintor, con encargo de que pintase el retrato del caudillo de la tribu de Jacob. Como le había sido ordenado, pre­sentóse el artista en el campo hebreo, pintó la figura de Moisés y volvió a su señor con el lienzo. Llamó entonces el monarca a sus sabios y les encargó que del retrato desentrañasen el carácter y condición íntima del modelo y en sus rasgos faciales descifrasen el misterio de su poder. Cuando aquellos sabios hu­bieron contemplado la figura, dieron unánimes la siguiente respuesta:
–Si hemos de decir la verdad, señor, a juzgar por lo que vemos, por fuerza tiene que ser ese famoso personaje un hombre de mala índole, altanero, co­dicioso y de violentos instintos; un hombre, en una palabra, en el que no resulta temerario recelar todas las depravaciones que degradan el alma humana.
Con indignada sorpresa objetó el soberano:
–¿Cómo? ¿Os estáis burlando de mí? ¿Ignoráis que de ese hombre admirable sólo se oyen elogios por todas partes?
Asustados del reproche, trataron entonces augures y artista de justificarse humildemente, aunque no quisiesen reconocer ni los primeros ni el segundo que en ellos estuviese la culpa del error, porque los sabios suponían que a la impericia del pintor habría de achacarse la falsa representación de Moisés, mientras que el artista protestaba que el retrato era fiel y presumía incompetencia en los sabios.
Mas como el rey no se resignase a la duda, resolvió trasladarse con su escolta de jinetes al campamento de los israelitas. Apenas lo hubo alcanzado, divisó ya de lejos el rostro de Moisés, el ungido de Dios. Sacó entonces el retrato, lo comparó con su arquetipo y ¡oh asombro!, aquella imagen era el trasunto mismo de su modelo.
Maravillado el príncipe, llegó hasta la tienda del profeta, hizo una profunda reverencia y, abatiendo su rostro en tierra a los pies del gran caudillo, le refirió lo que le había sucedido con la obra de su artista.
–¡Que tu indulgencia sea conmigo, poderoso señor! Sabe que antes de haber contemplado tu rostro daba por malogrado el trabajo del pintor; pero ahora que he tenido la dicha de conocerte, me persuado de que mis sabios, los que a mi mesa comen mi mismo pan, me han engañado y que su pregonada ciencia no pasa de pedantería falaz.
–Pues en eso os engañáis, príncipe –contestóle Moisés–, que tanto vuestro pintor como vuestros sa­bios han sido sumamente sutiles y exactos en su obra. No olvidéis que si yo no fuese por natural condición de la índole que vuestros muy doctos sabios han lo­grado columbrar, poca ventaja le llevaría a un reseco zoquete, que, ciertamente, también está exento de vicios y pasiones. Sí, señor; no tengo por qué negaros que todas las taras y máculas que en mi retrato han sabido desentrañar vuestros sabios, han sido lastre de mi frágil naturaleza, hasta que la fuerza de mi vo­luntad ha podido ir borrándolas y señoreando las malas inclinaciones, de suerte que hoy las contrarías virtudes informan mi vida, formando como una se­gunda naturaleza. Este y ningún otro es el secreto de mi renombre, lo que os explica mi exaltación en los cielos y en la tierra.


EL ALTAR DE ORO DE LA IGLESIA DE SAN JOSÉ
(Panamá)
En la iglesia de San José, en la ciudad de Panamá, hay un altar de oro que tiene más de tres siglos. Es más antiguo que la iglesia en donde se levanta, habiendo sobrevivido al bandolerismo del pirata Henry Morgan y al incendio que destruyó la primera ciudad de Panamá.
Hace trescientos años el altar estaba en otra igle­sia de San José. Llegó un día a la ciudad la noticia de que el barco de Henry Morgan estaba por saquear la ciudad para apoderarse de todos sus tesoros. Los sacerdotes y hermanos de las iglesias recibieron la orden de esconder todo objeto de valor. Pero en la iglesia de San José se les presentó un problema: el hermoso altar de oro era demasiado grande para esconder. Por último, uno de los clérigos tuvo una idea. Sugirió que se pintara el altar para que pare­ciera un objeto sin valor. Con ayuda de algunos ve­cinos de Panamá, los sacerdotes juntaron arcilla y hierbas y con ellas hicieron una rústica pintura. Aun cuando Henry Morgan estaba entrando a puerto, los sacerdotes seguían pintando el altar con la mezcla de barro y hierbas. Toda la noche pintaron y terminaron solo cuando despuntó el sol. Con las primeras luces del alba, los bucaneros de Henry Morcan desembarcaron y a los pocos minutos estaban golpeando las puertas de la iglesia de San José.
Cuando entraron registraron cuarto tras cuarto, pero no pudieron encontrar nada de valor, ni dinero, ni objeto de plata u oro. Henry Morgan en persona se acercó al altar y vio a un viejo sacerdote que, sin prestar atención a la invasión, daba unos toques de pintura al altar.
–Qué pintura más extraña y fea usas –le dijo Henry Morgan–. ¿Por qué no usas pintura al óleo?
El sacerdote dejó de trabajar para responder al pirata:
–Somos muy pobres –contestó–. No nos alcanza el dinero para lujos semejantes. La pintura que usa­mos la hacemos con nuestras propias manos con la tierra de Panamá.
Entonces, según cuentan, Morgan hizo algo asom­broso. Metió la mano en el bolsillo y sacó un pu­ñado de monedas de plata que entregó al sacerdote.
Toma –le dijo– y compra pintura al óleo para la iglesia. .
Cuando Henry Morgan y sus hombres abandonaron la-iglesia, los sacerdotes, los hermanos y los vecinos de la ciudad cayeron de rodillas para agradecer a Dios por haber salvado el altar.
Pero los piratas continuaron buscando botín en todas partes. Y esa noche, cuando se retiraron al na­vío, pusieron fuego a la ciudad. El incendio corrió en todas direcciones y se convirtió en un verdadero infierno. La gente huyó despavorida para refugiarse en donde pudiera. Desde el campanario de la iglesia de San José los sacerdotes veían llegar las llamas. Como no sabían qué hacer, se quedaron sencillamente esperando y orando para que el fuego se apagara antes de llegar a la iglesia. Cuando por fin ya no quedaba la menor esperanza de que la iglesia se salvara, colo­caron una estatua de San José en el altar de oro y, llevándose todo lo que pudieron, abandonaron el tem­plo.
El incendio que había prendido Henry Morgan que­mó la mayor parte de la ciudad de Panamá. Cuando comenzó a apagarse, la gente volvió a inspeccionar las humeantes ruinas. Los sacerdotes encontraron que la iglesia de San José se había quemado en parte. Pero el altar de oro, cubierto con la fea pintura hecha con barro y hierbas, estaba intacto. Entonces, cuan­do se volvió a construir la nueva iglesia de San José, el viejo altar presidió su nave, en donde permanece hasta el día de hoy.

EL SANTO CRISTO DE BAGAZAN
(Perú)
No es extraño que todo forastero que visite Rioja fije sus miradas en una bella iglesia, que se encuen­tra ubicada en el extremo occidental de la Plaza de Armas y en sentido opuesto a la Iglesia Matriz. Es la Iglesia del Santo Cristo de Bagazán. Día y noche sus puertas se hallan abiertas a la interrumpida afluencia de devotos, que van a consagrar al Cristo oraciones de gratitud por los beneficios que han re­cibido o ponerle una vela para tener buen viaje, prosperidad en los negocios, mejoría de salud, buen tiem­po para las plantas, buenas cosechas, etc. Los arrieros y los postillones de correos que van a la Sierra o vienen de ella no pasan por Rioja sin antes haber entrado en la Iglesia del Santo Cristo y ponerle una lámpara de aceite, una vela u ofrecerle una misa.
El Cristo de Bagazán es muy milagroso y tiene una historia interesante. Hace muchos años, un vecino de Rioja llamado Manuel Aspajo, regresaba de las se­rranías de Chachapoyas conduciendo dos bueyes. Al cabo de tres días de viaje, en el que pasó la puna de Pishcohuañuna sin ninguna novedad y con sol espléndido, llegó una tarde al sitio de Bagazán; des­pués de soltar sus bueyes para que pastaran en los pequeños y raquíticos bosquecillos de ese paradero, preparó su cena y durmió tranquilamente esa noche.
Al siguiente día se despertó a las cinco de la ma­ñana y salió a buscar sus bueyes; se fue por el enca­jonado por donde corre el riachuelo de Bagazán, y después de haber caminado cuatrocientos metros más o menos oyó en el extremo superior del riachuelo una voz: ¡húuuu!... ¡húuuu...! Aspajo creyó que algún arriero buscaba sus acémilas y contestó en la misma forma, pero luego todo quedó en silencio. Después de un corto tiempo volvió a oír la misma voz: ¡húuuu!... ¡húuuu!... Aspajo respondió más fuerte, pero, como al principio, no obtuvo contestación; entonces, sin darle ya importancia al extraño caso, se disponía a conti­nuar la búsqueda de sus bueyes; mas en ese momen­to resonó otra vez el grito misterioso. Entonces el hombre se dirigió, con mucho cuidado, sin hacer ruido, hacia el sitio de donde provenía la voz. Allí encontró una espaciosa cueva, que era como una habitación protegida de la lluvia y el viento, y cual no fue su sorpresa al ver en el centro de ella un pequeño Cristo, apoyado en un banco de piedra que le servía como especie de altar. Aspajo se arrodilló junto a la efigie, rezó algunas oraciones, y llorando de alegría le tomó en sus brazos, y olvidando por completo sus bueyes emprendió veloz marcha al tambo. Guardó el Cristo dentro de una petaca grande de totora y se dirigió a Rioja. Llegó a este lugar el mismo día, a pesar de que dicho trayecto se hace generalmente en tres días, pues la carga que llevaba a las espaldas en vez de aumentar disminuyó de peso, y a él, a Aspajo, parecía haberle crecido alas en los pies.
Aspajo entregó el Cristo a las autoridades de Rioja. La noticia del misterioso hallazgo cundió rápidamente por toda la población, y ese mismo día se echaron las bases de su Iglesia. Aspajo se acordó entonces de sus bueyes, y emprendió el regreso a Bagazán para buscarlos, pero a un kilómetro de distancia de Rioja tuvo la sorpresa de encontrarlos; estaban trotando lentamente por el camino, sin guía alguno. Era un milagro del Santo Cristo.

HISTORIA DEL CABALLO MÁGICO
(Las mil y una noches)
Hubo en tiempos remotos un rey entre los reyes de los persas que se llamaba Sabur, y era un rey pode­roso que tenía tres hijas, .semejantes a tres resplan­decientes lunas llenas o a tres jardines floridos; te­nía también un hijo varón que era como la luna. Este rey celebraba dos fiestas anuales, la de Año Nue­vo y la del Mihrgán, y en ambas ocasiones acostum­braba abrir sus palacios y a distribuir presentes y a proclamar el indulto y la seguridad y a nombrar chambelanes y lugartenientes. Y sus súbditos acos­tumbraban también a cumplimentarle y a felicitarle con motivo del festival, llevándole presentes y es­clavos. Y este rey amaba la filosofía y la geometría.
Y cierto día que se hallaba sentado en el trono, conmemorando una de aquellas fiestas, .se presen­taron ante él tres sabios. El primero llevaba un pavo real de oro, el segundo una trompeta de bronce y el tercero un caballo de ébano y marfil. Y el rey les preguntó:
–¿Qué cosas son esas cosas y qué utilidad tienen?
El dueño del pavo real contestó:
–La utilidad de este pavo real consiste en que a cada nona que pasa del día o de la noche, agita las alas y lanza un grito.
Y el dueño de la trompeta dijo:
–La utilidad de esta trompeta consiste en que, si se la coloca a las puertas de la ciudad, servirá de guardián, ¡pues cuando se acerque un enemigo to­cará previniendo contra él, y de este modo se cono­cerá su presencia y se le podrá detener!
Y el dueño del caballo, dijo:
–¡Oh mi señor! ¡La utilidad de este caballo con­siste en que si un hombre lo monta, le llevará sin vacilar al país que desee!
Entonces el rey dijo:
–No os remuneraré hasta que haya sometido estas tres cosas a prueba.
En seguida hizo la prueba con el pavo real y lo encontró tal y como su dueño había dicho; luego hizo la prueba con la trompeta y la encontró tal y como su dueño había dicho. Entonces dijo a los sabios pro­pietarios de aquellos dos prodigios:
–¡Pedidme lo que queráis!
Y contestaron:
–Te pedimos que nos des en matrimonio una de tus hijas a cada uno.
Y el rey les concedió dos de sus hijas. Luego avan­zó el tercer sabio, el dueño del caballo, y después de besar el suelo ante el rey, le dijo:
–¡Oh rey del tiempo, haz conmigo lo mismo que has hecho con mis compañeros!
–Cuando haya puesto a prueba lo que me has traído –contestó el rey. Pero entonces avanzó el hijo del rey y exclamó:
–¡Oh padre mío, quiero ser yo quien monte ese caballo y lo ponga a prueba, y se entere de su uso!
Y el rey contestó:
–-¡Haz como deseas, hijo mío!
Al momento se levantó el príncipe y montó en el caballo, pero aunque le espoleó, no consiguió que se moviera de donde estaba, así que preguntó al sabio:
–¡Oh, sabio! ¿Dónde está esa carrera veloz de que te jactaste?
Y al oír esto, el sabio avanzó hacia el príncipe y le mostró una clavija que servía para hacer subir al caballo, diciéndole:
–Hazla girar.
Y el hijo del rey lo hizo así, ¡y he aquí que el caballo se puso en movimiento y se remontó con su jinete a las altas regiones del cielo y voló y voló hasta desaparecer a la vista de los que lo contem­plaban! Y el príncipe quedó confuso ante lo que le sucedía y se arrepintió de haberlo montado.
–¡Ese sabio se ha valido de un engaño para per­derme! –pensó–. ¡No hay fuerza ni poder más que en Alah el Grande, el Altísimo! –luego se puso a observar atentamente todos los miembros del caballo, y al examinarlo descubrió algo parecido a una cabeza de gallo en el lado derecho de la cruz, y otra cosa igual en el izquierdo, y dijo.
–¡No veo más indicación que estos dos botones!
Y al girar el botón de la derecha el caballo se elevó más velozmente aún, así que retaré prestamente la mano, y volviendo los ojos a la izquierda dio la vuel­ta al botón que allí había; entonces el caballo dismi­nuyó la velocidad y, dejando de subir, empezó a des­cender y siguió descendiendo hacia tierra poco a poco, sin que el príncipe abandonara sus precauciones. Y vio esto el joven y supo cómo se manejaba el caballo; su corazón rebosó de alegría y felicidad, y dio gra­cias a Alah (¡alabado sea su nombre!) por el favor que le había dispensado salvándole de la muerte. Y no dejó de bajar durante el resto del día, pues ha­bía subido tanto que la tierra había quedado lejísimos, y según lo deseaba dirigía al caballo, tirándole de la rienda, y cuando quería bajaba y cuando quería subía.
Ahora bien, una vez enterado del manejo del ca­ballo, le encaminó a tierra y vio entonces países y ciudades que no conocía ni había visto en su vida. Y entre aquellas cosas nuevas vio una ciudad de excelente trazado, situada en una verde comarca cubierta de árboles y arroyos, y pensó en su auna: "Me gustaría conocer el nombre de esa ciudad y el de la región en que se encuentra", así que empezó a girar sobre ella, observándola atentamente a dere­cha y a izquierda. Caía la tarde y el sol estaba a punto de ponerse, por lo cual dijo para sí: "¡No se me ocurre sitio mejor, que esta ciudad para pasar la noche! Dormiré en ella, y por la mañana regresaré a mi palacio y entre los míos, y contaré a mi padre y a mi familia lo que me ha sucedido y les describiré las cosas que han podido contemplar mis ojos".
Así, pues, se puso a buscar un lugar seguro y oculto para él y para su caballo, pero al hacerlo he aquí que distinguió en el centro de la ciudad un elevado palacio rodeado de murallas almenadas, y dijo para sí: "He ahí un lugar agradable". Entonces hizo girar el botón de bajada y descendió hasta ir a posarse en la terraza del palacio; luego echó pie a tierra alabando a Alah (¡exaltado sea su nombre!), y empezó a dar vueltas alrededor del ca­ballo y a examinarlo, diciendo
–¡Por Alah, el que fue capaz de construirte es un sabio insigne! Si Alah (¡alabado sea su nombre!) prolonga el término de mi vida y me devuelve sano y salvo a mi patria y a mi país y me reúne con mi padre, no dejaré de colmar de beneficios a ese sabio y de tratarle con la más extraordinaria generosidad.
Luego se sentó en la terraza hasta que estuvo seguro de que todos los habitantes sp habían retirado a dormir. Pero como el hambre y la sed empezaron a torturarle, pues no había comido desde que se separó de su padre, dijo para sí "De seguro que un palacio como éste no estará desprovisto de víveres", y dejando al caballo echó a andar en busca de algo que comer. Unas escaleras le condujeron a la planta baja del edificio, donde encontró un patio pavimen­tado de mármol, y se sintió muy maravillado ante aquel palacio y ante la belleza de su construcción, pero como no se oía el menor ruido, ni tampoco voces humanas, se detuvo perplejo y miró a derecha e izquierda, sin saber a dónde dirigirse. Luego pensó: "Lo mejor será volver a la terraza con mi caballo y pasar la noche junto a él, y cuando llegue el día volveré a montarlo y me marcharé".
Pero justamente cuando estaba diciéndose estas co­sas, distinguió una luz que se acercaba, y mirando atentamente pudo ver que alumbraba a un grupo de esclavas que rodeaban a una hermosa joven, es­belta como la letra alef y semejante a la espléndida luna llena. Como dijo el poeta: Apareció sin ser notada, en la negrura de la noche, como aparece la luna llena en el oscuro horizonte. Cuando mis ojos contemplaron su belleza, exclamé:
¡Alabada sea la perfección del creador del género humano!
Aquella joven era hija del rey de la ciudad, y su padre la amaba con un amor tan grande que había hecho construir para ella aquel palacio, y siempre que la princesa sentía el corazón oprimido acostum­braba a visitarlo acompañada por sus esclavas, y permanecía en él durante un día, o dos, o más, des­pués de lo cual regresaba a su habitual residencia. Y sucedió que aquella noche había salido en busca de solaz y esparcimiento para su alma, rodeada de sus esclavas y vigilada por un eunuco armado de una espada, y que una vez en el palacio las jóvenes habían abierto los pebeteros y se habían puesto a jugar y a divertirse.
Ahora bien, mientras ellas se hallaban entregadas a sus juegos, el príncipe se lanzó cobre el eunuco, lo derribó de un golpe, y arrebatándole la espada corrió hacia las esclavas que acompañaban a la hija del rey, dispersándolas a derecha y a izquierda. Y cuando la princesa vio la belleza y gentileza del joven, le preguntó:
–¿Eres tú quien me pidió ayer en matrimonio a mi padre y fue rechazado, y quien me ha descrito como de aspecto tan repulsivo? ¡Por Alah, mi padre mintió cuando me dijo tal cosa, pues eres una per­sona encantadora!
Efectivamente, el hijo del rey de la India había querido casar: e con la joven y el rey le había re­chazado a causa de su fealdad, y ella creyó que el príncipe que tenía delante era el mismo que la había pedido en matrimonio, así que se acercó a él y le abrazó y !e besó y se sentó a su lado. Poro las escla­vas le dijeron:
--¡Oh señora nuestra! este no es el que te pidió en matrimonio a tu padre, pues aquel era un adefesio y éste es muy hermoso: y aquél no era digno ni de ser tu esclavo, ¡pero, oh señora nuestra, este joven es sin duda de alta estirpe!
Después fueron a levantar al eunuco, que se puso en pie todo alarmado, y buscó su espacio sin encon­trarlo.
-El que te arrebató la espada y te derribó está ahora sentado junto a la hija del rey –le dijeron ellas.
Ahora bien, el rey había encargado a aquel eunuco que guardara a su hija, temeroso de que pudieran acaecerle desgracias o accidentes, así que cuando se levantó se dirigió a la cortina que cubría la entrada del aposento en que se hallaba la princesa, y al levantarla la vio conversando con el príncipe. Y en cuanto los vio de aquella manera, dijo al joven:
–¡Oh mi señor! ¿Eres un ser humano o un genio?
A lo cual contestó él:
–¡Vergüenza sobre ti, oh, el más nefasto de los esclavos !¿Cómo te atreves a confundir a los hijos de los Cosroes con los impíos demonios? –luego aña­dió, blandiendo la espada–: ¡Soy el yerno del rey, y me he casado con su hija, y me ha ordenado que venga a ella!
Y cuando el otro oyó estas palabras, exclamó:
–¡Oh mi señor, si como dices perteneces al género humano, nadie es tan digno de la princesa como tú, y más la mereces por esposa que cualquier otro!
Luego el eunuco, corriendo a más no poder, se precipitó a buscar al rey, ¡y gritaba a voz en cuello, y se desgarraba la ropa, y se cubría la cabeza de pol­vo! Así que cuando el rey oyó sus gritos le preguntó:
–¿Qué te ha pasado? ¡Me has agitado el corazón! ¡Contesta rápidamente y sé breve en tus palabras!
El eunuco contestó:
–¡Oh rey! ¡Vuela en auxilio de tu hija, pues un genio entre los genios, bajo apariencia humana, se ha apoderado de ella! ¡Corre contra él!
Y cuando el rey oyó estas palabras del eunuco, estuvo a punto de matarle, y le dijo:
^¿Cómo ha podido suceder que hayas sido tan descuidado en la custodia de mi hija como para que le ocurra una cosa así?
Luego corrió al palacio donde se hallaba la prin­cesa, y al llegar encontró a las esclavas y les pre­guntó:
–¿Qué le ha pasado a mi hija?
–¡Oh rey! –contestaron–. Mientras estábamos con ella se precipitó entre nosotras, empuñando una espa­da desnuda, un joven como la luna llena, ¡el más seductor que hemos visto jamás!, y le preguntamos
quién era y afirmó que le habías dado a tu hija en matrimonio. Nada más sabemos, e ignoramos si es hombre o genio, ¡pero es comedido y bien educado e incapaz de hacer nada censurable!
Así que el rey se apaciguó al oír estas palabras, y levantando la cortina poco a poco, se asomó. Y vio al hijo del rey que estaba sentado junto a su hija, conversando, ¡y su aspecto era encantador y su rostro se parecía a la luna resplandeciente!
En seguida, temiendo por la seguridad de su hija, levantó la cortina y penetró en el aposento con la espada desnuda en la mano, y se precipitó sobre los jóvenes como un ghul devorador de carne humana.
El príncipe preguntó a la princesa:
–¿Es tu padre?
Contestó ella:
–¡Sí!
Y él entonces se irguió sobre sus pies, y empuñando la espada en ademán de atacar, lanzó un grito tan espantoso que el rey se amedrentó, y dándose cuenta de que el joven era más fuerte que él, envainó la suya y esperó a que el príncipe se acercara; y entonces le recibió cortésmente, diciéndole:
–¡Oh joven! ¿Eres un hombre o un genio? Contestó el príncipe:
–¡Si no fuera por el respeto que me inspiran tus derechos y por el honor de tu hija, habría derra­mado tu sangre! ¿Cómo puedes confundirme con los demonios, siendo como soy un descendiente de los regios Cosroes, que, si quisieran apoderarse de tu reino, harían tambalearse tu gloria y tus dominios y te despojarían de todo lo que hay en tu morada?
Así que el rey, al oír estas palabras, le temió y le respetó. No obstante le dijo:
–Si, como dices, eres hijo de reyes, ¿por qué has entrado en mi palacio sin mi permiso, y me has des­honrado, y has venido a mi hija asegurando que eres su esposo y que yo te he casado con ella, cuando he hecho dar muerte a tantos reyes e hijos de reyes por haberla solicitado en matrimonio? ¿Y quién po­drá salvarte ahora de mi poderío, cuando si mando a mis esclavos y a mis hombres que acaben contigo te matarían inmediatamente? ¿Quién podrá sacarte de mis manos? Cuando el príncipe le oyó hablar de este modo, exclamó:
–¡La verdad es que me dejas estupefacto y que me asombra la estrechez de tu inteligencia! ¿Puedes desear para tu hija un marido mejor que yo? ¿Has visto a otro más intrépido, o más poderoso, o más rico en tropas y guardas?
Contestó el rey:
–¡No, por Alan! Pero hubiera querido, ¡oh joven!, que me hubieras pedido a mi hija públicamente, pues el casarte con ella en secreto será deshonroso para mí.
Y el hijo del rey contestó:
–¡Tienes razón! Pero piensa, ¡oh rey!, que si tus esclavos y tus tropas se precipitaran a una sobre mí y me mataran, según decías antes, tú mismo habrías buscado tu deshonra, y luego el pueblo se dividiría, pues unos te darían la razón y otros te acusarían de falsedad. Mi opinión es que deseches esa idea y aceptes el consejo que voy a darte.
Entonces dijo el rey:
–¡Propón lo que gustes!
Y el príncipe añadió:
Lo que propongo es lo siguiente: o bien que te enfronten conmigo en combate singular y el que mate al otro sea proclamado .superior en méritos y digno del trono, o que me concedas tu hija esta noche, y cuando sea de día envíes contra mi tu infantería y tu alba Uerifi Y dime, ¿cuántos son?
El rey contestó:
–Son cuatro mil jinetes, a los cuales hay que aña­dir mis esclavos y los esclavos de mis esclavos, que ascienden a otros tantos.
Prosiguió el príncipe:
–Cuando rompa el día, hazlos marchar contra mí, y diles: "Este hombre me ha pedido a mi hija en matrimonio con -la condición de que se enfrentará él solo contra todos vosotros, ¡y pretende que os vencerá y os someterá y que nada podréis contra él".
Luego me dejarás marchar contra ellos, y si me ma­tan, tu secreto quedará mejor guardado y tu honor más a salvo, y si los venzo y los derroto, ¿no daré pruebas de ser el mejor yerno que un rey podría desear?
Y cuando el rey oyó sus palabras aprobó el con­sejo y lo aceptó; pero de todos modos quedó muy maravillado de lo que oía y verdaderamente sobreco­gido ante aquella resolución de enfrentarse con todo su ejército, según había explicado. Luego se sentaron a conversar.
Por su parte, el rey llamó al eunuco y le ordenó que fuera inmediatamente en busca de su visir y le encargara que reuniera todas las tropas y les diera orden de que prepararan sus armas y sus caballos. Y el eunuco se presentó al visir y le trasmitió el man­dato del rey. Entonces el visir convocó a los jefes del ejército y a los principales del imperio y dispuso que montaran sus caballos y que se equiparan con sus armas guerreras.
Mientras tanto, el rey seguía charlando con el joven, muy satisfecho de su conversación y de su juicio y de su educación exquisita; y charlando les sorprendió la mañana. Entonces el rey se levantó y se dirigió al trono y ordenó a sus tropas que montaran e hizo preparar un caballo excelente, de los mejores que poseía, para que lo presentaran al príncipe advirtiendo que lo ensillaran soberbiamente y lo enjaezaran con magnificencia. Pero el joven le dijo:
---¡Oh rey! ¡No montaré el caballo hasta que me halle en presencia de las tropas y vea su número! Y el rey contestó:
–¡Sea como lo deseas!
Luego echó a andar, precedido del joven, hasta que ambos llegaron a la plaza de armas, y entonces pudo el príncipe contemplar las tropas y enterarse de su número. Y el rey gritó:
–¡Oh guerreros! Un joven ha venido a pedirme a mi hija en matrimonio, ¡y jamás he visto a otro más apuesto, ni más valiente, ni de corazón más intrépido! ¡Y asegura que él solo es derrotará y os vencerá, pretendiendo que, aunque os elevarías a cien mil, seríais pocos para él! ¡Pero cuando arremeta contra voso­tros, recibidle con las puntas de las lanzas y con las puntas de las espadas, pues verdaderamente se ha lanzado a una empresa atrevida! –luego añadió, di­rigiéndose al joven–: ¡Oh hijo mío, haz con ellos lo que deseas! Pero contestó él:
–¡Oh rey! ¡No me tratas con equidad! ¿Cómo voy a arremeter contra tu ejército, estando yo a pie y ellos a caballo?
Entonces el rey le dijo:
–¡Te pedí que montaras y te negaste a ello! No obstante, escoge ahora el caballo que te guste.
–No me gusta ninguno de tus caballos –contestó el príncipe– y no montaré sino aquel en que vine. –¿Y dónde está tu caballo? –preguntó el rey. Contestó él: –En la terraza de palacio.
Y cuando el rey oyó estas palabras, exclamó:
–¡He aquí una prueba indudable de tu locura! ¡Desgraciado de ti! ¿Cómo va a estar un caballo en una terraza? ¡Pero inmediatamente se distinguirá tu veracidad de tu mentira!
Luego, dirigiéndose a uno de sus jefes principales le dijo:
–¡Ve a mi palacio y tráeme lo que encuentres en la terraza!
Y la gente se maravillaba de las palabras del joven y se decían unos a otros:
–¿Cómo va a bajar un caballo las escaleras desde una terraza? ¡Verdaderamente no hemos oído jamás una cosa como ésta!
Ahora bien, la persona enviada por el rey subió a la terraza del palacio, y se encontró al caballo ¡y nunca había visto otro más hermoso que aquél!; pero cuando se acercó a examinarlo vio que era de ébano y marfil. Y los jefes que le habían acompañado se echaron a reír, y dijeron:
–¿Y era éste el caballo de que hablaba el joven? ¡De seguro que está loco! Pero pronto se pondrá en claro el asunto, ¡tal vez sea una persona de elevado rango!
Luego cargaron con el caballo y se apresuraron a llevarlo ante el rey. Y la gente se reunió a su alrede­dor y se puso a contemplarlo, admirándose de la belleza de su estampa y de la suntuosidad de su silla y sus arreos. Y el rey lo admiró también mucho, y se maravilló hasta el límite de la maravilla y preguntó al hijo del rey:
–¡Oh joven! ¿Es éste tu caballo? Contestó él:
–Sí, éste es mi caballo. ¡Y le verás realizar mara­villas ! El rey le dijo:
–¡Coge tu caballo y móntalo! Pero él objetó:
–No lo montaré a menos que las tropas se retiren a cierta distancia.
Entonces el rey ordenó que se retiraran a la dis­tancia de un tiro de flecha. Luego dijo al joven:
–¡Haz lo que deseas, y no los trates con compa­sión, pues ellos no serán compasivos contigo!
El príncipe se acercó al caballo y lo montó. Las tropas estaban alineadas ante él y los soldados se decían unos a otros:
–¡Le recibiremos con la punta de nuestras lanzas y con la punta de nuestras espadas!
Pero uno de ellos exclamó:
–¡Por Alah, qué desgracia! ¿Cómo vamos a matar a un joven tan hermoso y de tan apuesta figura?
Y otro dijo:
–¡Por Alah, no podremos acercarnos a él a no ser que ocurra algo extraordinario, pues de seguro que no se habría metido en esta empresa si no pudiera confiar en su propio valor y recursos!
Una vez acomodado firmemente en la silla, el prín­cipe hizo girar el botón de subida, mientras los ojos de los ansiosos espectadores casi se salían de las órbitas. Y el caballo se agitó, caracoleó, empezó a mo­verse de una manera de lo más extraordinaria para
un caballo, y en seguida su cuerpo .se infló de aire y empezó a elevarse a los cielos.
Y cuando el rey lo vio subir más y más, se volvió a sus tropas y les gritó:
–¡La desgracia sobre vosotros! ¡Cogedle antes de que se escape!
Pero el visir y los lugartenientes contestaron:
–¡Oh rey! ¿Hay quien pueda coger en su vuelo al pájaro alado? De seguro que ese hombre es un mago poderoso. Alah (;alabado sea su nombre!) te ha librado de él; ¡dale, pues, gracias por haber esca­pado a su poder!
Así, pues, el rey hubo de volver a palacio después de haber sido testigo de la extraordinaria conducta del príncipe. En seguida fue en busca de su hija, para contarle todo lo que había pasado en la plaza de armas, ¡pero la encontró lamentándose amargamente por hallarse separada del joven, y tan enferma, que habían tenido que llevarla al lecho! Y cuando su padre la vio en aquel estado, la estrechó contra su pecho, la besó entre los ojos y le dijo:
–¡Oh hija mía, alaba a Alah (¡alabado sea. su nombre!), y dale gracias por haber escapado de las manos de ese hábil encantador!
Y empezó a contarle todo lo que había presen­ciado, y cómo el príncipe se había remontado por los aires. Pero en vez de escuchar a su padre la prin­cesa redobló su llanto y sus gemidos, diciendo:
–¡Por Alah, no comeré ni beberé has';a que me reúna con él!
Así que el rey quedó abrumado por la aflicción, sobresaltado por el estado de su hija, y angustiado por su pena; pero cada vez que le dirigía palabras consoladoras, sólo conseguía que aumentara la repulsión de la princesa.
Esto en cuanto a ella.
En cuanto al príncipe, una vez que se remontó a las alturas y se vio solo, empezó a recordar la be­lleza de la joven y sus encantos. Se había enterado por el pueblo del nombre de la ciudad y del nombre del rey y del nombre de su hija; y la ciudad era la ciudad de Sana. Luego siguió diligentemente su viaje hasta que avistó la ciudad de su padre, y después de describir un circulo a su alrededor, se dirigió al palacio del rey y se posó en la terraja Y dejando allí el caballo, bajó en busca de su padre, al que encontró enlutado y lamentando su desaparición. Así, pues en cuanto le vio se levantó precipitadamente y corrió a abrazarle y le estrechó contra su pecho y se alegró hasta el límite de la alegría con su regreso.
Luego el príncipe preguntó por el sabio que había hecho el caballo, diciendo:
–¡Oh padre mío! ¿Qué ha sido de él? El rey contestó:
–¡Alah maldiga al sabio y a la hora en que le vi, pues él fue el causante de tu separación de nos­otros! y ¡oh, hijo mío!, está preso desde que te fuiste.
Pero entonces ordenó que le sacaran del calabozo y le llevaran ante él; y cuando llegó, le vistió con un traje de honor en señal de desagravio, y le colmó de honores; pero no le concedió a su hija en matri­monio, por lo cual el sabio se enfureció violentamente y se arrepintió de lo que había hecho, seguro de que el príncipe había descubierto el secreto del caballo y el arte de manejarlo.
Luego el rey dijo a su hijo:
Mi opinión es que no debes acercarte más a ese caballo, ni volver a montarlo, pues no conoces sus peculiaridades y te engañas respecto a él –y como el príncipe le había contado su aventura con la hija del rey de Sana y lo que le había pasado con aquel rey, añadió–: ¡Si hubiera querido matarte, te habría matado!, ¡pero no había llegado tu hora!
Después de esto comieron y bebieron y se alegra­ron. Y he aquí que el rey tenía una esclava muy hermosa que sabía tocar el laúd y cogiéndolo se puso a tocarlo, delante del rey y de su hijo, entonando una canción sobre la ausencia, y cantó estos versos: No creas que la ausencia me ha hecho olvidar; pues si te olvidara a ti. ¿qué recordaría? El tiempo pasa pero el amor que te tengo no podrá pasar; con este amor he de morir, y con este amor resucitaré.
Entonces el joven príncipe, que amaba a la hija del rey de Sana, se sintió trastornado por el deseo y le­vantándose fue en busca del caballo, lo montó e hizo girar el botón de subida, y caballo y jinete emprendieron el vuelo.
Por la mañana, el rey notó la falta de su hijo y como no lo encontraba se dirigió muy alarmado a la terraza de palacio: y desde allí pudo divisarle por los aires, por lo cual empezó a lamentarse y se arre­pintió extraordinariamente de no haberse apoderado del caballo y haberlo escondido. Y dijo para sí: "¡Por Alah, si vuelve mi hijo, me desharé de ese caballo, para que mi corazón pueda estar tranquilo respecto a él" . Luego reanudó su llanto y sus lamentaciones.
Mientras tanto, el príncipe siguió su carrera por el cielo hasta que llegó a la ciudad de Sana, y enton­ces descendió en el mismo lugar en que lo había hecho la primera vez y bajó quedamente hasta el aposento de la princesa; pero no la encontró, ni encontró a sus esclavas ni encontró al eunuco que las custodiaba. Y aquello le afligió sobremanera. Luego se puso a buscarla por todo el palacio, hasta que la encontró enferma en su lecho, en un aposento dis­tinto de aquel en que la viera por primera vez, rodea­da de las esclavas y nodrizas. Y él se dirigió a ellas y las saludó.
Cuando la joven oyó la voz de su amado, se levantó y lo abrazó y lo besó entre los ojos y lo estrechó contra su pecho. Dijo él:
–¡Oh dueña mía, tu amor me ha tenido sumido en la desolación!
Y ella contestó:
–¡Yo sí que he estado desolada por amor tuyo! ¡Y si tu ausencia se hubiera prolongado, hubiera muerto sin duda alguna!
–¡Oh dueña mía! –agregó él– ¿Qué te parece lo que hice con tu padre y su manera de compor­tarse conmigo? Si no hubiera sido por tu amor ¡oh tentación de las criaturas! le hubiera matado, dando así ejemplo a todos los observadores. Pero le amo porque te amo a ti.
Ella dijo:
–¿Cómo pudiste abandonarme? ¿Acaso la vida podía agradarme después de tu partida?
Entonces preguntó el joven:
–¿Quieres escucharme y acceder a mi deseo?
Ella contestó:
–Di lo que quieras,, pues haré lo que me digas y no te contrariaré en nada.
y él dijo:
–¡Vente conmigo a mi patria y a mi reino!
Y ella contestó:
–i Con mucho gusto!
Cuando el príncipe oyó estas palabras, se alegró hasta el límite de la alegría, y cogiéndola de la mano le hizo jurar por Alah (¡alabado sea su nombre! > que cumpliría lo prometido. Luego la condujo a la terraza del palacio, montó en el caballo, la colocó detrás de él, y, después de sujetarla fuertemente, hizo girar la llavecita de subida. ¡Y el caballo ascendió con ellos a las alturas!
Al ver aquello, las esclavas empezaron a gritar y corrieron a contar lo que pasaba al padre y a la madre de la princesa. Y cuando el rey levantó los ojos y vio al caballo de ébano que se llevaba a los enamorados, se puso a gritar, cada vez más agitado.
–¡Oh hijo de rey ¡Te conjuro por Alah para que tengas compasión de mí y para que tengas compa­sión de mi esposa y para que no nos separes de nuestra hija:
Y el príncipe no le contestó; pero pensando que la joven podía estar arrepentida de haber abandonado a su padre, a su madre, le dijo:
–oh tentación de estos tiempos! ¿Quieres que te devuelva a tu padre y a tu madre?
–.Oh dueño mío –contestó ella–. No es ese mi deseo, ¡por Alah Mi deseo es acompañarte donde­quiera que vayas, pues el amor que te tengo me hace olvidarme de todo, incluso de mi padre y de mi madre.
Y oído el hijo del rey esta contestación quedo muy contento e hizo volar suavemente al caballo para no molestar a la princesa; y así siguieron andando hasta que divisaron una pradera en la que había un manantial, y allí desmontaron y comie­ron y bebieron: y luego el príncipe volvió a subir al caballo, sujetó cuidadosamente a su amada a la grupa y ya no se detuvo hasta llegar a la ciudad de su padre. Se sentía muy alegre pensando que iba a mostrar a la .joven el asiento de su gloria y su gran­deza y a demostrarle que el poderío de su padre era mayor que el del rey de Sana. Y empezó por tomar tierra en uno de los jardines en que su padre solía ir a. distraerse y dejar a la princesa en un aposento privado, especialmente acondicionado para el rey, y al caballo con ella. Y dijo:
–Espera aquí hasta que te envíe un mensajero, mientras yo voy a buscar a mi padre y a preparar un palacio para ti: luego te mostraré mis dominios.
Y la joven se alegró al oír aquellas palabras y con­testó:
–¡Haz como deseas! –pensando que. efectivamente, no le correspondía entrar en la ciudad sino con la pompa y honores propios de las personas de su rango.
Así, pues, el hijo del rey dejó sola a la princesa y se dirigió a la ciudad en busca de su padre. Y cuando el rey le vio, se alegró extraordinariamente con su llegada y corrió a su encuentro y le dio la bienvenida. El príncipe le dijo:
Sabe que he traído conmigo a la princesa de quien te hablé, y que la he dejado fuera de la ciudad, en uno de los jardines, para venir a anunciarte su llegada y que puedas preparar un cortejo que vaya a recogerla, poniendo así de manifiesto tu grandeza y el poder de tus tropas y tus guardias.
El rey contestó:
- ¡Con mucho gusto!
E inmediatamente mandó a los habitantes de la ::ciudad que la engalanaran de la manera más vistosa posible, y se puso al frente de un cortejo espléndida­mente equipado y con los más ricos atuendos, seguido de todos sus soldados y personas principales de su imperio y de todos los mamelucos y sirvientes.
Por su parte, el príncipe fue a buscar a su palacio galas , y adornos, de esos que sólo los reyes atesoran. y preparó para la joven un camello que llevaba una litera de brocado rojo y amarillo, servida por esclavas indias y griegas y abisinias, y engalanada con magni­ficencia Luego se adelantó a la litera y a las perso­nas que iban en ella, y se dirigió al jardín, y entró en el aposento privado en que había dejado a la joven. y la buscó, ¡pero ni la encontró a ella ni encon­tró al caballo!
Al ver aquello se abofeteó el rostro y desgarró sus vestiduras, y, fuera de sí, empezó a vagar por el jardín. Pero luego, volviendo a la razón, se dijo: "¿Cómo ha podido enterarse mi amada del manejo secreto del caballo, no habiéndole revelado yo nada sobre el particular?... ¡Pero tal vez el sabio persa que hizo el caballo la ha descubierto, y la ha raptado para vengarse de lo que mi padre hizo con él!"
Luego fue en busca de los guardas del jardín y les preguntó a quién habían visto, diciéndoles:
–¿Habéis visto a alguien pasar a vuestro lado y entrar en el jardín? Y contestaron:
–No hemos visto a nadie entrar en este jardín, excepto al sabio persa, que vino a buscar hierbas curativas.
Así que cuando oyó estas palabras quedó conven­cido de que había sido efectivamente el sabio el raptor de la joven.
Ahora bien, sucedió, según lo previsto por el des­tino, que cuando el hijo del rey dejó a la princesa en el aposento privado y se dirigió al palacio de su padre a hacer sus preparativos, el sabio persa entró en el jardín en busca de hierbas medicinales y notó que el aire estaba impregnado de aroma de almizcle y otros perfumes; y aquel olor era el que se despren­día de la hija del rey. De modo que el sabio, atraído por él, llegó al aposento privado y descubrió al caballo que había hecho con sus propias manos, colocado a la entrada. Y cuando lo vio, su corazón se llenó de alegría y felicidad, pues lo había llorado mucho desde que se quedó sin él. Y acercándose, examinó todos sus miembros y lo encontró intacto; pero cuando se disponía a montarlo y alejarse, dijo para sí: "Debo ver qué es lo que ha traído el hijo del rey y ha dejado aquí con el caballo".
Así que entró, se encontró a la joven, semejante a un sol resplandeciente en si claro cielo, que estaba esperando. Al punto se dio cuenta de su alto rango y de que el hijo del rey la había llevado consigo en el caballo y la había dejado en aquel lugar para ir a la ciudad a preparar un cortejo y conducirla con tedas las consideraciones y honores, así es que se ade­lantó y besó el suelo ante ella. Y ella levantó los ojos hacia él, y al mirarle, le encontró de lo más horro­roso y desagradable y le dijo:
–¿Quién eres?
–¡Oh mi señora! –contestó él–. Soy un mensa­jero del hijo del rey, enviado con la orden de tras­ladarte a otro jardín más próximo a la ciudad.
Y cuando la joven oyó aquellas palabras le dijo: –¿Y dónde está el hijo del rey? Contestó él:
–Está en la ciudad con su padre y vendrá inme­diatamente a buscarte con un gran cortejo. Pero ella exclamó:
–¡Bueno! ¿Y no ha podido el rey encontrar otro para mandarme que no fueras tú?
El sabio sonrió al oírla y contestó:
–¡Oh mi señora, no te dejes engañar por la feal­dad de mi cara y lo desagradable de mi aspecto pues si me conocieras como me conoce el príncipe me recibirás bien' ¡Precisamente el hijo del rey me ha elegido a causa de mi repulsivo aspecto y de mi fealdad mas su amor le hace celoso! Si no fuera por eso sabe que tiene mamelucos y esclavos negros y paje? y servidores, en número tal, que no puede ser calculado.
Y cuando la joven oyó esta respuesta la encontró razonable y la creyó, así que se levantó y dirigiéndose al sabio, colocó su mano sobre la de él. Luego le dijo:
–¡Oh padre mío! ¿Qué cabalgadura has traído para mí?
–¡Oh mi señora! –contestó él–. Montarás en el caballo que te he traído.
Ella exclamó:
–¡No sé montarlo sola!
Y al oír estas palabras el sabio sonrió y se dio cuenta de que la tenía en su poder y le dijo:
–¡Yo montaré contigo!
E inmediatamente lo hizo así, sujetando fuerte­mente a la joven, sin que ella supiera lo que se pro­ponía. Luego hizo girar el botón de subida, y el cuerpo del caballo se llenó de aire, y empezó a agitarse, y se elevó, y siguió su vuelo con ambos hasta perder de vista la ciudad.
Al ver aquello, preguntó la joven:
–¡Oye! ¿Qué querías significar cuando me dijiste que el hijo del rey te había enviado a mí?
El sabio contestó:
–¡Alah lo maldiga, pues es vil y despreciable!
–¡La desgracia sobre ti! –exclamó ella–. ¿Cómo te atreves a desobedecer las órdenes de tu amo?
–¡No es mi amo! –contestó él, y añadió–. ¿Sabes quién soy?
–No sé más de ti que lo que tú mismo me has contado –dijo ella.
El agregó:
–La verdad es que lo que te dije antes fue una mentira que inventé contra ti y contra el hijo de) rey. Sabe que durante mucho tiempo he llorado la pérdida de este caballo sobre el cual te encuentras ahora, pues es obra de mis manos y el príncipe se había apoderado de él. ¡Pero ya lo tengo otra vez en mi poder, y te tengo a ti también, y he torturado su corazón del mismo modo que él torturó el mío! ¡Ya no lo recuperará jamás! Pero alégrate y ten ánimo, pues más ganarás conmigo que con él.
Pero cuando la joven oyó estas palabras, se abofe­teó la cara y gritó:
–¡Ay de mí! ¡No he logrado mi amado y he per­dido a mi padre y a mi madre! y lloró amarga­mente por lo que le había sucedido mientras el sabio seguía su carrera aérea en dirección al país de los griegos, hasta ir a aterrizar en una verde pradera cu­bierta de árboles y aguas corrientes.
Aquella pradera estaba situada junto a una ciudad en la cual reinaba un rey muy poderoso y puesto que aquel día el rey de la ciudad había salido de montería para distraerse y que al llegar a la pradera vio allí al sabio, junto al caballo y a la joven. y antes de que pudiera darse cuenta, los esclavos del sobe­rano se arrojaron sobre él y, juntamente con el caballo y la joven, lo condujeron ante su amo. Cuando el rey vio el horrible aspecto y la fealdad del sabio y vio asimismo la hermosura de la princesa, preguntó a ésta:
–¡Oh mi señora! ¿Qué parentesco te une con este jeque?
El sabio contestó precipitadamente:
–Es mi esposa, la hija de mi tío paterno.
Pero la joven se apresuró a desmentirle, diciendo:
–¡Oh rey! ¡Por Alah, no le conozco ni es mi espo­so, sino que me ha raptado por la fuerza, valiéndose de una astucia!
Y al oírla, el rey ordenó que apalearan al sabio; v le apalearon hasta casi acabar con él; luego dispuso que fuera llevado a la ciudad y encerrado en un cala­bozo, y lo hicieron así y por su parte, se quedó con el caballo y con la joven, ignorante de la virtud del caballo y de su manejo
Y esto es lo que sucedió al mago y a la joven.
En cuanto al príncipe se puso un traje de viaje, y después de proveerse del dinero necesario empren­dió el camino en la condición más desdichada y se dedicó a buscar a su amada. De pueblo en pueblo y de ciudad en ciudad preguntando siempre por el caballo de ébano, y todos los que le oían mencionar el caballo de ébano se maravillaban mucho v se asombraban ante sus palabras. Y así siguió su viaje hasta llegar a la ciudad del padre de la joven, y allí pre­guntó por ella, pero no habían tenido noticias suyas y se encontró de luto por su pérdida, así que abandonó aquí lugar y se dirigió al país de los griegos, sin dejar de preguntar ansiosamente.
Y sucedió que fue a descansar a uno de los khans, y vio allí a un grupo de mercaderes que estaban de conversación, y al tomar asiento junto a ellos, oyó que uno decía:
–¡Oh compañeros! Acabo de enterarme de una cosa maravillosa.
–¿De qué se trata? –preguntaron. Contestó él:
–Hallándome yo en determinada región, en la ciu­dad tal (y dijo el nombre de la ciudad en que se encontraba la joven oí contar a sus habitantes la siguiente extraña historia: "El rey de la ciudad salió un día de montería, acompañado por un grupo de dignatarios de su imperio, y al dirigirse al desierto pasaron por una verde pradera en la que encontraron a un hombre de pie y a su lado una mujer sentada y un caballo de ébano. En cuanto al hombre, era horro­roso y de aspecto repulsivo: y en cuanto a la mujer, era una joven dotada de belleza y gentileza y ele­gancia y gracia perfecta y proporcionada estatura, y en cuanto al caballo de ébano, era una cosa mara­villosa: ¡nadie ha visto jamás otro que le aventaje en belleza o estampa!"
–¿Y qué hizo el rey con ellos? –preguntaron los mercaderes.
El otro contestó.
–En cuanto al hombre, el rey se apoderó de él, y le pregunto respecto a la joven, y él pretendió que era su esposa y la hija de su tío paterno. Pero en cuanto a la joven, declaró que aquello era mentira. Así que el rey se la quitó y ordenó que le apalearan y le arrojaran a la cárcel. En cuanto al caballo de ébano ¡no sé qué fue de él!
Cuando el príncipe escuchó todo aquello, se acercó al mercader y se puso a interrogarle con amabilidad y cortesía, hasta que el otro le informó sobre el nom­bre de la ciudad y el de su rey. Y pasó dichoso la noche pensando en lo que sabía y al día siguiente siguió su viaje.
Siguió sin detenerse hasta que llegó a la ciudad que el mercader le había indicado, mas cuando se disponía a entrar en ella, los guardias de las puertas se apoderaron de él, y le hubieran llevado ante el rey para que éste se informara respecto a su condición y respecto a la causa que le había traído a la ciu­dad y respecto a la profesión y comercio en que estaba especializado, pues el rey tenía por costumbre preguntar a los extranjeros sobre su condición, su oficio y su comercio. Pero sucedió que el príncipe llegó a la ciudad al anochecer, hora intempestiva para pre­sentarle al rey o para preguntarle respecto a él, así que los guardias se lo llevaron a la cárcel con la intención de encerrarle en ella. No obstante, cuando los carceleros vieron su belleza y apostura, no pudie­ron decidirse a encerrarle, sino que por el contrario, le hicieron sentarse con ellos, fuera de la prisión, y cuando comieron, comió también él hasta quedar satisfecho. Luego se pusieron a charlar, y dirigiéndose al joven, le dijeron:
–¿De qué país eres?
Contestó él:
–Soy de Persia, el país de los Cosroes.
Y al oír esta respuesta, se echaron a reír, y dijo uno de ellos:
–¡Oh cosroevita! Sabe que he tratado a muchas gentes y que les he oído contar sus historias, y que he observado el carácter de los hombres, ¡pero no he visto nunca, ni he oído hablar jamás de un mentiroso mayor que el cosroevita que está en la cárcel!
–¡Ni he visto yo nunca otro más feo que él o de aspecto más repulsivo! –agregó otro.
Así que el príncipe les preguntó: –¿Y qué razones tenéis para suponerle un men­tiroso? Contestaron: –Pretende ser un sabio. El rey se lo encontró yendo de montería, y con él había una joven de sorprendente belleza y gentileza y elegancia y gracia perfecta y estatura proporcionada, y había también un caballo de ébano, el más hermoso que se ha visto jamás. En cuanto a la joven, está con el rey y él la ama, pero se ha vuelto loca. ¡Y si ese hombre fuera el sabio que pretende, la habría curado, pues el rey pone todos, los medios para ello, deseoso de verla libre de su enfermedad! En cuanto al caballo de ébano, está guardado en el tesoro del rey. Y en cuanto al hombre de aspecto repulsivo que se hallaba con él, esté en la cárcel, y tan pronto como se hace de noche empieza a llorar y a lamentarse y no nos deja dormir.
Una vez enterado por los carceleros de todos estos detalles, el príncipe se puso a discurrir un plan para lograr su propósito. Luego los guardias decidieron irse a acostar y le encerraron en un calabozo, cerran­do la puerta tras ellos; y desde su prisión oyó al sabio que lloraba y se lamentaba en lengua persa, y que decía en sus lamentaciones:
–¡Maldito sea yo por la equivocación que cometí contra mí y contra el hijo del rey, y contra la joven, pues ni la dejé libre, ni pude conseguir mi deseo! ¡Todo esto me ha pasado por no haber planeado bien las cosas, pues quise apoderarme de lo que no merecía y de lo que no era apropiado para mí! ¡Y el que busca lo que no le corresponde cae en una des­gracia análoga a ésta en que he caído yo!
Cuando el príncipe oyó estas palabras del sabio, le habló en lengua persa, diciéndole:
–¿Hasta cuándo vas a seguir con tus llantos y tus lamentaciones? ¿Crees que nadie ha sufrido desven­turas como la tuya?
Y al oír estas palabras, el sabio se sintió consolado y le contó lo que le había sucedido y los infortunios que había sufrido. A la mañana siguiente, los carceleros fueron a buscar al príncipe y lo llevaron anta el rey, informando a éste de que había llegado a la ciudad el día antes, cuando ya no era hora de condu­cirlo a su presencia. Entonces el rey lo sometió a inte­rrogatorio, preguntándole:
–¿De dónde eres, y cómo te llamas y cuál, es tu oficio o comercio, y qué es lo que te ha traído a esta ciudad?
El príncipe contestó: ...
–En cuanto a mi nombre, es en lengua persa Harjon y en cuanto a mi país, es el país de Persia; y yo soy un hombre entre los hombres de ciencia, especialmente consagrado a la Medicina, pues sí curar a los enfermos y a los locos; y; esto es lo que me induce a viajar por las regiones- y las ciudades, en mi deseo de perfeccionarme, añadiendo ciencia a mi creencia; y cuando encuentro, una persona enferma la curo. ¡Esta es mi ocupación!
Entonces el rey se alegró extraordinariamente y dijo:
–¡Oh, sabio excelente, has llegado precisamente cuando te necesitamos! –luego le contó el caso de la joven, añadiendo–: ¡Si le devuelves la salud y con sigues que se cure de su locura, te daré lo que desees
Y al oír esto el príncipe contestó:
–¡Alah aumente el poder del rey! Descríbeme todos los detalles relativos a la locura que has observado, y dime cuánto tiempo hace que esta loca y cómo la trataste a ella, al caballo y al sabio.
Entonces el rey le contó todo desde el principio hasta el fin, y le dijo: –El sabio está en la cárcel.
–¡Oh rey afortunado! –añadió el príncipe–, ¿y qué has hecho del caballo que había con ellos?
El rey contestó:
–Lo he conservado hasta ahora, guardado en un aposento privado.
Así que el joven pensó. "Me parece que me convie­ne examinar al caballo antes que nada, y si se con­serva intacto y sin deterioro alguno, podrá realizarse mi deseo; pero si veo que han sido destruidos sus movimientos tendré que dar con alguna astucia que me permita salvar la vida luego dijo ungiéndose al rey
–¡Oh rey! es requisito indispensable que yo vea el caballo a que ha aludido. Tal vez encuentre en él algo que me ayude a curar a la joven
–¡Con mucho gusto! -contestó el rey.
Y se levantó y cogiéndole de la mano le condujo al lugar donde guardaba el caballo: y entonces el hijo del rey empezó a dar vueltas a su alrededor y a exa­minarlo y a observar el estado en que se hallaba, ¡y lo encontró intacto y sin desperfectos! Así que se alegró hasta el límite de la alegría y exclamó:
–¡Alah aumente el poder del rey! Deseo ahora ser conducido ante la joven, para ver cómo está, ¡y Alah quiera que su curación se realice por mediación mía, valiéndome del caballo!
Luego, tras de ordenar que tuvieran cuidado del caballo, el rey condujo al enamorado al aposento en que se hallaba la joven. Y cuando el príncipe entró, La encontró golpeándose y en un estado de gran abatimiento, como tenía por costumbre. Pero en reali­dad no estaba loca, sino que hacía todo aquello para evitar que se acercasen a ella, así que el joven, vién­dola de aquel modo, le dijo:
¡Nada malo ha de sucederte, oh, tentación de las criaturas! –luego empezó a hablarla suavemente y con cortesía, hasta que ella le conoció; y cuando se dio cuenta de que era él lanzó un gran grito y cayó desvanecida de alegría, y el rey creyó que aquello era debido a puro miedo del visitante.
Luego el príncipe acercó sus labios al oído de su amada y le dijo:
–¡Oh tentación de todas las criaturas, salva mi vida y la tuya; y ten paciencia y valor, pues nos encon­tramos en una situación en que necesitamos de toda nuestra serenidad y prudencia para tramar algo que nos permita escapar de las manos de este rey tirá­nico! Y la primera parte de mi plan consiste en de­cirle: "La locura que padece la joven se debe a que está poseída por un genio, pero te prometo que la curaré". Y le aseguraré que es condición indispen­sable que te libre de tus ligaduras, asegurándole que el genio que se ha introducido dentro de ti será expul­sado. De modo que si viene a verte, háblale cortésmente, para que vea que te has curado gracias a mi intervención, y de este modo podremos conseguir nuestro deseo.
Y ella contestó:
–¡Escucho y obedezco!
Luego el príncipe se separó de su amada, rebo­sante de júbilo y de felicidad, y se volvió al rey, diciendo:
–¡Oh rey afortunado, gracias a tu buena fortuna, he dado con el tratamiento acertado y la he curado! Levántate, pues, y dirígete a ella y háblale suave­mente y con dulzura, y prométele cuanto pueda agra­darle, pues tu deseo respecto a ella se cumplirá.
Al momento el rey se dirigió a la joven y cuando ella le vio, se levantó en su honor y besó el suelo ante él y le dio la bienvenida. Y el rey, en el límite de la alegría, ordenó a las esclavas y a los eunucos que se consagraran al servicio de la princesa y que la condujeran al baño y que le preparasen trajes y ador­nos; de modo que todos se presentaron ante ella y la saludaron; y ella les devolvió sus saludos con el mayor agrado y con las palabras más cortases. Luego la vistieron regiamente, rodearon su cuello con un collar de pedrería y la llevaron al baño, y después de arre­glarla, la volvieron a traer, semejante a la luna llena. Y cuando ella llegó ante el rey, le saludó y besó el suelo ante él.
Al verla de aquel modo, el rey se alegró extraordi­nariamente y dijo al príncipe:
–¡Todo esto se debe a las bendiciones que te acom­pañan! ¡Alah extienda sobre nosotros tus beneficios!
Y el joven contestó:
–¡Oh rey! Para que la curación sea completa y per­fecta, es necesario que vayas con todos tus guardias y soldados al lugar en que hallaste a la joven, y has de llevar también al caballo de ébano, para que yo pueda reducir al genio que la ha poseído, y aprisio­narle y matarle, de modo que nunca más pueda volver a adueñarse de ella.
El rey dijo:
–Con mucho gusto.
E hizo conducir el caballo de ébano a la pradera en que encontró a la joven y al sabio persa, y cabalgó hacia allá al frente de sus tropas, llevando a la prin­cesa consigo, sin que nadie supiera lo que el príncipe se proponía.
Cuando llegaron a la pradera, el príncipe, que se hacía pasar por sabio, ordenó que el caballo y la joven fuesen colocados a gran distancia del rey y de su séquito, y dijo:
–¡Oh rey, con tu permiso y autorización, deseo proceder a las fumigaciones y exorcismos necesarios para aprisionar al genio e impedir que pueda volver a introducirse en ella! Hecho lo cual, montaré en el caballo de ébano, con la joven a la grupa; e inme­diatamente el caballo empezará a agitarse violen­tamente, para ir luego a detenerse delante de ti. ¡Todo habrá terminado entonces y podrás ya hacer con la joven lo que desees!
Y al oír estas palabras el rey se puso muy contento. Luego, mientras los ojos de todos los presentes esta­ban fijos en él, el príncipe se montó en el caballo y colocó detrás de él a la joven, y después de acércasela y de sujetarla fuertemente, hizo girar la llavecita de subida. Y el caballo se remontó por los aires, llevándolos, hasta perderse de vista.
Medio día estuvo el rey esperando vanamente su vuelta; pero al cabo de ese tiempo, perdió toda espe­ranza y muy arrepentido y lamentándose por su sepa­ración de la joven regresó a la ciudad en compañía de sus tropas.
En cuanto al príncipe, dirigió su carrera hacia la ciudad de su padre, lleno de alegría y de felicidad, y no se detuvo hasta aterrizar en su propio palacio, donde dejó segura a su amada. Enseguida fue a pre­sentarse a su padre y a su madre y los saludó y les anunció la llegada de la joven; y ellos experimen­taron la más perfecta alegría.
Mientras tanto, el rey de los griegos, después de regresar a su ciudad, se retiró a su palacio a gemir y a lamentarse, así es que sus visires fueron a con­solarle, diciéndole:
–¡Verdaderamente, el que se llevó a la joven era un mago! ¡Alabado sea Alah que ha librado de sus encantamientos y acucias
Y tanto le dieran que acabó por consolarse de la perdida de la joven En cuanto al príncipe, obsequió a los habitantes de la ciudad con banquetes magníficos, y los festejos se prolongaron durante un mes entero, después de lo cual se casó con la joven y pudieron gozar uno de otro
Y su padre rompió el caballo de ébano y destruyó el mecanismo.
Luego, el príncipe escribió una carta al padre de su esposa, informándole de cómo se encontraba y con­tándole que se había casado con ella y que disfru­taban ambos de la mayor felicidad; y se la envió con un mensajero, cargado de presentes y cosas raras de gran valor, Y cuando el mensajero llegó a la ciudad del padre de la joven, que era la ciudad de Sana, en el Yemen, le entregó la carta, juntamente con los presentes; y al leer la carta el rey se alegró hasta el límite de la alegría, y aceptó los presentes, y trató al mensajero con todos los honores. Luego preparó a su vez un magnífico regalo para su yerno el prín­cipe y se lo envió por el mismo mensajero. Y éste regresó junto a su señor y le contó la alegría que había experimentado aquel rey, padre de la princesa, cuando le llevó noticias de su hija. Así que si prín­cipe se sintió muy dichoso, y en adelante tomó por norma escribir todos los años al padre de la princesa enviándole un presente.
Así siguieron las cosas, hasta que el padre del joven fue llevado de este mundo y el príncipe le sucedió en el trono. Y entonces gobernó a sus súbditos con equidad y se condujo con ellos de una manera digna de alabanza, y así todo el país le estaba sometido y todos los habitantes le obedecían. Y continuaron viviendo la vida más deliciosa, y más placentera, y más dichosa, y más encantadora, hasta que fueron visi­tados por la destructora de delicias y la separadora de compañeros, la devastadora de palacios y Ir. pro­veedora de tumbas
¡Alabada sea la perfección del Viviente inmortal, en cuyas manos está el imperio de lo visible y de lo invisible!


LA CENICIENTA
(Hermanos Grimm)

Erase una mujer, casada con un hombre muy rico, que enfermó, y. presintiendo su próximo fin, llamó a su única, hijita y le dijo:
–Hija mía, sigue siendo siempre buena y piadosa y el buen Dios no te abandonará. Yo velaré por ti desde el cielo, y me tendrás siempre a tu lado.
Y, cerrando los ojos, murió. La muchachita iba todos los días a la tumba de su madre a llorar, y siguió siendo buena y piadosa Al llegar el invierno, la nieve cubrió de. un blanco manto la sepultura, y cuando el sol de primavera la hubo derretido, el padre de la niña contrajo nuevo matrimonio
La segunda mujer llevó a casa dos hijas, de rostro bello y blanca tez. pero negras y malvadas de cora­zón. Vinieron entonces días muy duros para la pobrecita huérfana.
–¿Esta estúpida tiene que estar en la sala con nos­otras? – decían las recién llegadas–. Si quiere comer pan, que se lo gane. ¡Fuera, a la cocina!–. Quitáronle sus hermosos vestidos, pusiéronle una blusa vieja y le dieron un par de zuecos para calzado–: ¡Mirad la orgullosa princesa, qué compuesta!
Y, burlándose de ella, la llevaron a la cocina. Allí tenía que pasar el día entero ocupada en duros tra­bajos. Se levantaba de madrugada, iba por agua, encendía el fuego, preparaba la comida, lavaba la ropa... Y, por añadidura, sus hermanastras la some­tían a todas las mortificaciones imaginables; se mo­faban de ella, le esparcían, entre la ceniza, los gui­santes y las lentejas, para que tuviera que pasarse horas recogiéndolas. A la noche, rendida como estaba de tanto trabajar, en vez de acostarse en una cama tenía que hacerlo en las cenizas del hogar. Y como por este motivo iba siempre polvorienta y sucia, la llamaban "Cenicienta"
Un día en que al padre se disponía a ir a la feria preguntó a sus dos hijastras qué deseaban que les trajese.
-Hermosos vestidos –respondió una de ellas.
- Perlas y piedras preciosas –dijo la otra.
–¿Y tú, Cenicienta –preguntó–, qué quieres?
–Padre, cortad la primera ramita que os toque el sombrero cuando regreséis, y traédmela.
Compró el hombre para sus hijastras magníficos vestidos, perlas y piedras preciosas: de vuelta, al atravesar un bosquecillo, un brote de avellano le hizo caer el sombrero, y él lo cortó y se lo llevó consigo. Llegado a casa, dio a sus hijastras lo que habían pedi­do, y a Cenicienta, el brote de avellano. La muchacha le dio las gracias, y se fue con la rama a la tumba de su madre: allí la plantó, regándola con sus lágri­mas, y el brote creció, convirtiéndose en un hermoso árbol. Cenicienta iba allí tres veces al día, a llorar y rezar, y siempre encontraba un pajarillo blanco posado en una rama; un pajarillo que, cuando la niña le pedía algo, se lo echaba desde arriba.
Sucedió que el Rey organizó unas fiestas, que debían durar tres días, y a las que fueron invitadas todas las doncellas bonitas del país, para que el príncipe heredero eligiese entre ellas una esposa. Al enterarse las dos hermanastras que también ellas figuraban en la lista, pusiéronse muy contentas. Llamaron a Ceni­cienta y le dijeron:
–Peínanos, cepíllanos bien los zapatos y abróchanos las hebillas; vamos a la fiesta de palacio.
Cenicienta obedeció, aunque llorando, pues tam­bién ella hubiera querido ir al baile; y, así, rogó a su madrastra que se lo permitiese.
–¿Tú, la Cenicienta, cubierta de polvo y porque­ría, pretendes ir a la fiesta? No tienes vestido ni zapa­tos, ¿y quieres bailar?
Pero al insistir la muchacha en sus súplicas, la mujer le dijo finalmente;
–Te he echado un plato de lentejas en la ceniza; si las recoges en des horas, te dejaré ir.
La muchachita. saliendo por la puerta trasera, se fue al jardín y exclamó:
–Palomitas mansas, tortolillas v avecillas del cielo, venid a ayudarme a recoger lentejas.
"Las buenas, en el pucherito;
las malas, en el buchecito."
Y acudieron a la ventana de la cocina dos palo­mitas blancas, luego las tortolillas y, finalmente, com­parecieron, bulliciosas y presurosas, todas las aveci­llas del cielo y se posaron en la ceniza. Y las palo­mitas, bajando las cabecitas: empezaron: pie, pie, pie, pie; y luego todas las demás las imitaron: pie, pie, pie, pie, y un santiamén todos los granos bue­nos estuvieron en la fuente. No había transcurrido ni una hora cuando, terminado el trabajo, echaron a volar y desaparecieron. La muchacha llevó la fuen­te a su madrastra, contenta porque creía que le per­mitirían ir a la fiesta, pero la vieja le dijo:
–No, Cenicienta, no tienes vestidos y no puedes bailar. Todos se burlarían de ti. –Y como la pobre rompiera a llorar–: Si en una hora eres capaz de limpiar dos fuentes llenas de lentejas que echaré en la ceniza, te permitiré que vayas.
Y pensaba: "Jamás podrá hacerlo". Pero cuando las lentejas estuvieron en la ceniza, la doncella salió al jardín por la puerta trasera y gritó:
–Palomitas mansas, tortolillas y avecillas todas del cielo, venid a ayudarme a limpiar lentejas:
"Las buenas, en el pucherito: las malas, en el buchecito."
Y enseguida acudieron a la ventana de la cocina dos palomitas blancas y luego las tortolillas, y. final­mente, comparecieron bulliciosas y presurosas, todas las avecillas del cielo y se posaron en la ceniza. Y las palomitas, bajando las cabecitas, empezaron pic, pis, pie, pie; y luego todas las demás las imitaron: pie, pie, pie, pie, echando todos los granos buenos en las fuentes. No había transcurrido aún media hora cuan­do, terminada ya su tarea, emprendieron todas el vuelo. La muchacha llave las fuentes a su madrastra, pensando que aquella vez le permitirían ir a la fiesta. Pero la mujer le dijo:
–Todo es inútil; no vendrás, pues no tienes ves­tidos ni sabes bailar. Serías nuestra vergüenza.
Y, volviéndole la espalda, partió apresuradamente con sus dos orgullosas hijas.
No habiendo ya nadie en casa, Cenicienta se enca­minó a la tumba de su madre, bajo el avellano, y suplicó:
"¡Arbolito, sacude tus ramas frondosas, y échame oro y plata y más cosas!"
Y he aquí que el pájaro le echó un vestido bordado en plata y oro, y unas zapatillas con adornos de seda y plata. Se vistió a toda prisa y corrió a palacio, donde su madrastra y hermanastras no la reconocieron, y, al verla tan ricamente ataviada, la tomaron por una princesa extranjera. Ni por un momento se les ocurrió pensar en Cenicienta, a quien creían en su cocina, sucia y buscando lentejas en la ceniza. El príncipe salió a recibirla y tomándola de la mano, bailó con ella. Y es el caso que no quiso bailar con ninguna otra ni la soltó de la mano y cada vez que se acer­caba otra muchacha a invitarlo, se negaba diciendo: "Esta es mi pareja"
Al anochecer, Cenicienta quiso volver a su casa, y el príncipe le dijo:
–Te acompañaré –deseoso de saber de dónde era la bella muchacha. Pero ella se le escapó y se enca­ramó de un salto al palomar. El príncipe aguardó a que llegase su padre, y le dijo que la doncella fo­rastera se había escondido en el palomar Entonces pensó el viejo: "¿Será la Cenicienta?", y, pidiendo que le trajesen un hacha y un pico, se puso a derribar el palomar. Pero en su interior no había nadie. Y cuando todos llegaron a la casa encontraron a Ce­nicienta entre la ceniza, cubierta con sus viejas ropas, mientras un candil de aceite ardía en la chimenea la muchacha se había dado buena maña en saltar por detrás del palomar y correr hasta el avellano allí se quitó sus hermosos vestidos y los depositó sobre la tumba, donde el pajarillo se encargó de reco­gerlos. Y enseguida se volvió a la cocina, vestida con su sucia batita.
Al día siguiente, a la hora de volver a empezar la fiesta, cuando los padres y las hermanastras se hu­bieran marchado, la muchacha se dirigió al avellano y le dijo:
"¡Arbolito, sacude tus ramas frondosas, y échame oro y plata y más cosas!"
El pajarillo le envió un vestido mucho más esplén­dido aún que el de la víspera, y al presentarse ella en palacio tan magníficamente ataviada, todos los presentes se pasmaron ante su belleza. El hijo del Rey, que la había estado aguardando, la tomó inme­diatamente de la mano y sólo bailó con ella. A las demás que fueron a solicitarlo, les respondía: "Esta es mi pareja".
Al anochecer, cuando la muchacha quiso retirarse, el príncipe la siguió, empeñado en ver a qué casa se dirigía; pero ella desapareció de un brinco en el jardín de detrás de la suya. Crecía en él un grande y hermoso peral, del que colgaban peras magníficas. Subióse ella a la copa con la ligereza de una ardilla, desapareciendo entre las ramas, y el príncipe la per­dió de vista. El príncipe aguardó la llegada del padre, y le dijo:
–La joven forastera se me ha escapado; creo que se subió al peral.
Pensó el padre: "¿Será la Cenicienta?", y cogiendo un hacha derribó el árbol, pero nadie apareció en la copa. Y cuando entraron en la cocina, allí estaba Cenicienta entre las cenizas como tenía por costum­bre, pues había saltado al suelo por el lado opuesto del árbol, y, después de devolver los hermosos ves­tidos al pájaro del avellano volvió a ponerse su batita gris.
El tercer día, en cuanto se hubieron marchado los demás, volvió Cenicienta a la tumba de su madre y suplicó al arbolito:
"¡Arbolito, sacude tus ramas frondosas, y échame oro y plata y más cosas!"
Y el pájaro le echó un vestido soberbio y brillante como más no se viera otro en. el mundo; con unos zapatitos de oro puro. Cuando se presentó a la fiesta, todos los concurrentes se quedaron boquiabiertos dé admiración. El hijo del Rey bailó exclusivamente con ella, y a todas las que iban a solicitarlo les respon­día: "Esta es mi pareja".
Al anochecer se despidió Cenicienta. El hijo del Rey quería acompañarla; pero ella se escapó con tanta rapidez qué su admirador no pudo darle alcance. Pero esta vez recurrió a un ardid: mandó embadurnar con pez las escaleras de palacio, por lo cual, al saltar la muchacha los peldaños, quedósele el zapato izquier­do adherido a uno de ellos, Recogiólo el príncipe, y observó que era diminuto, gracioso y todo él de oro. A la mañana siguiente presentóse en casa del hom­bre y le dijo:
–Mi esposa será aquella cuyo pie se ajuste a este zapato.
Las dos hermanastras se alegraron, pues ambas te­nían pies muy lindos. La mayor fue a su cuarto para probarse el zapatito, acompañada de su madre. Pero no había modo de introducir el dedo gordo; y al ver que el zapatito era demasiado pequeño, la madre, alargándole un cuchillo, le dijo:
–¡Córtate el dedo! Cuando seas reina, no tendrá necesidad de andar a pie.
Hízólo así la muchacha; forzó el pie en el zapato, y conteniendo el dolor presentóse al príncipe. El la hizo montar a caballo y se marchó con ella. Pero hubieron de pasar por delante de la tumba, y dos palomitas que estaban posadas en el palomar gritaron:
"Ruke di guk, ruke di guk;
sangre hay en el zapato.
El zapato no le va,
La novia verdadera en casa está."
Miróle el príncipe el pie y vio que de él fluía sangre. Hizo dar media vuelta al caballo y devolvió la muchacha a su madre, viendo que no era aquella la que buscaba, y que la otra hermana tenía que probarse el zapato. Subió ésta a su habitación, y aun­que los dedos le entraron holgadamente, en cambio no había manera de meter el talón. Le dijo la madre, alargándole un cuchillo:
–Córtate un pedazo del talón. Cuando seas reír: no tendrás necesidad de andar a pie.
Cortóse la muchacha un trozo del talón, metió a la fuerza el pie en el zapato, y reprimiendo el dolor presentóse al hijo del Rey. Montóla éste en su caba­llo y se marchó con ella. Pero al pasar por delante del avellano, las dos palomitas posadas en una de sus ramas gritaron:
"Ruge di guk, ruke di guk;
sangre hay en el zapato.
El zapato no le va.
La novia verdadera en casa está."
Miró el príncipe el pie de la muchacha y vio que la sangre emanaba del zapato y había enrojecido la blanca media. Volvió grupas y llevó a su casa a la falsa novia.
–Tampoco es ésta la verdadera –dijo–. ¿No te­néis otra hija?
–No –respondió el hombre–, sólo de mi esposa difunta queda una Cenicienta pringosa; pero es im­posible que sea la novia.
Mandó el príncipe que la llamasen; pero la ma­drastra replicó:
–¡Oh, no! ¡Va demasiado sucia! No me atrevo a presentarla.
Pero como el hijo del Rey insistiera, no hubo más remedio que llamar a Cenicienta. Lavóse ella primero las manos y la cara, y entrando en la habitación haciendo al príncipe con una reverencia, y él tendió el zapato de oro. Sentóse la muchacha en el escabel se quito el pesado zueco y se calzó la chinela: le venía como pintada. Y cuando, al levantarse, el príncipe le miró el rostro, reconoció en el acto a la her­mosa doncella que había bailado con él, y exclamó:
–¡Esta sí que es mi verdadera novia!
La madrastra y sus dos hijas palidecieron de ra­bia, pero el príncipe ayudó a Cenicienta a montar a caballo y marchó con ella. Y al pasar por delante del avellano, gritaron las dos palomas blancas:
"Ruke di guk, ruke di guk;
no tiene sangre el zapato.
Y pequeño no le está.
Es la novia verdadera con la que vas."
Y, dicho esto, bajaron volando las dos palomitas y se posaron en cada hombro de Cenicienta.
Al legar el día de la boda, presentáronse las trai­dores hermanas, muy zalameras, deseosas de con­graciarse con Cenicienta y participar de su dicha Pero al encaminarse el cortejo a la iglesia, yendo la mayor a la derecha de la novia y la menor a su izquierda, las palomas, de sendos picotazos, les sa­caron un ojo a cada una. Luego, al salir, yendo la mayor a la izquierda y la menor a la derecha, las mismas aves les sacaron el otro ojo. Y de este modo quedaron castigadas por su maldad, condenadas a la ceguera para todos los días de su vida.

EL SOLDADO DE LA BOLSA
(Bielorrusia)

Erase que se era un soldado que había terminado su largo servicio en el ejército del Rey. Andaba una vez por un camino y mientras andaba pensaba: "Durante veinticinco años serví al Rey y durante esos veinticinco años nunca me vi privado de comida o de ropas, ni me faltó tampoco un caballo Pero ahora que he dejado las armas mis bolsillos están vacíos y sufro el frío por falta de abrigo, no tengo un caballo que me transporte y, en cuanto al alimento, sólo poseo tres panes"
Mientras el soldado meditaba sobre el repentino cambio de su fortuna, se le aproximó un viejo men­digo para pedirle una limosna. El soldado le entregó uno de los tres panes que llevaba, a lo que el mendigo le respondió bendiciéndolo.
El soldado continuó su camino y al poco rato se encontró con otro mendigo que se le acercó para pedirle algo de comer. Le dio entonces su segundo pan y el pordiosero lo bendijo por su generosidad.
Después de caminar algunas millas más un tercer mendigo le pidió humildemente que lo ayudara. El soldado tomó su último pan con la intención de di­vidirlo en dos pedazos, pero luego pensó: "¿Y si este pobre hombre se encontrara con los otros dos men­digos? Ellos podrían decirle: «¿Ves? ¡Tenemos un pan entero cada uno mientras tú tienes sólo una mitad!»'. Be manera, pues, que el soldado entregó todo su úl­timo pan al mendigo.
Este le dijo:
–Dios te recompensará por tu bondad, soldado, y quizás incluso yo pueda ayudarte un poco si me dices qué es lo que necesitas.
–Tu bendición es premio suficiente –replicó aquél.
–No te dejes engañar por las apariencias –advir­tió el mendigo.
Sacó un mazo de naipes de debajo de su capa y se lo regaló al soldado
–Si juegas con estas cartas –le dijo–, no podrás perder aunque juegues contra el jugador más hábil –además le regaló la mochila que llevaba a su hom­bro–. Si ves algo que desees, ya sea pájaro, animal o cualquier ser vivo, grita: "Entra en mi bolsa", y en­trará convirtiéndose en tu propiedad.
El soldado agradeció al mendigo y siguió su camino. Pronto llegó a orillas de un lago y -viendo' volar tres gansos sobre el agua, pensó que era una buena opor­tunidad para poner a prueba los poderes de la bolsa. Abriéndola gritó: "¡Entrad en mi .bolsa, gansos que voláis sobre el lago!" Y los tres gansos dieron me­dia vuelta y se dirigieron uno por uno a la bolsa. Cerrándola y atándola con las aves dentro, el sol­dado llegó a la ciudad, buscó una taberna y dijo al tabernero:
–Aquí tengo tres gansos. Guísame el primero para la cena, dame vodka para beber a cambio del segundo y quédate con el tercero.
El tabernero hizo lo que le ordenara el soldado, mientras éste miraba por la ventana las ruinas de un gran palacio, de muros derrumbados e invadido por malezas y hierbas. El soldado preguntó al tabernero:
–¿Por qué tanta desolación?
Y el tabernero le explicó:
–Es el palacio del Príncipe que gobierna esta ciu­dad, pero hace siete años que está encantado. Nadie vive en él, a no ser los demonios del infierno. Los demonios se reúnen todas las noches para comer, bailar y beber hasta la madrugada. Muchos valientes han tratado de desalojarlos, pero hasta ahora nadie ha tenido éxito.
Cuando el soldado oyó esto se presentó ante el Prín­cipe, amo de la ciudad, y le pidió permiso para pasar una sola noche en el palacio y vérsela con los demo­nios. El Príncipe se negó, diciéndole: "Eres un soldado valiente, pero debo negarte el permiso, porque hubo otros que intentaron antes que tú echar a los demo­nios, pero todos fracasaron y ninguno volvió con vida".
Sin embargo, el soldado insistió hasta que el Príncipe no tuvo más remedio que asentir, diciéndole: "Bueno, ya que es tu deseo, ve y que Dios te acom­pañe".
Entonces el soldado entró al palacio y buscó el salón del trono, en donde se sentó, encendió su pipa y se puso a fumar muy contento.
Cuando las campanadas del reloj anunciaron me­dianoche, aparecieron los demonios. Donde antes sólo reinaba el silencio, se produjo una algarabía de mil demonios que chillaban y danzaban y comían y be­bían desaforadamente. Tan entretenidos estaban en la orgía que no notaron la presencia del soldado sen­tado en e¡ trono del Príncipe. Cuando por último lo vieron, le preguntaron sorprendidos:
–Eh, tú, soldado, ¿has venido para participar de nuestro festín? ¿Quieres beber, bailar o jugar por dinero?
–Jugaré por dinero son vosotros –dijo el soldado, sacando el mazo de naipes que le había regalado el mendigo.
Y se puso a jugar con los demonios. A medida que pasaban las horas el soldado ganaba más y más pie­zas de plata, hasta que por fin los demonios gritaron: "iNos ha ganado toda la plata!" Entonces el jefe de los demonios ordenó: "¡Jugaremos por oro!" Y envió mensajeros para que subieran todo el oro que tenían almacenado en los depósitos, hasta que por fin todo el oro pasó a formar una pila al lado de la plata ganada por el soldado. Cuando los demonios chillaron furiosos que habían perdido todo el oro, su jefe les ordeno: "¡Apresad a este intruso! Comedlo y despa­rramad sus huesos!"
–Eso es lo que os creéis –contestó el soldado–. ¡Veremos! –y abriendo su mochila exclamó–: En­trad en mi bolsa, demonios del infierno!
Cuando oyeron sus palabras, los demonios no pu­dieron menos que obedecerle. Uno por uno saltaron dentro de la bolsa, mal que les pesara. Y aunque la bolsa era pequeña, al final había miles de demonios dentro de ella. Cuando entró el último diablo el soldado ató la cuerda que cerraba la boca de la bolsa y colgó ésta de un clavo de la pared.
En donde se había celebrado la turbulenta jarana reinaba el silencio más profundo, de modo que el soldado se puso á dormir. Y cuando los servidores; del Príncipe llegaron a la mañana siguiente," esperando encontrar sólo sus huesos, lo hallaron que dormía a pierna suelta. Entonces lo despertaron y le pidieron que relatara todo lo sucedido.
Enseguida el soldado envió a buscar otros herre­ros pidiéndoles que llevaran los martillos más pesados que tuvieran. Pusieron los herreros a los demonios sobre el yunque y comenzaron a pegarles con los mar­tillos tanto y tan fuerte que los pobres diablos gri­taban como locos que tuvieran misericordia.
–¡Misericordia, soldado! ¡Respetaremos y temere­mos tu nombre por los siglos de los siglos! ¡Nos ire­mos de este palacio y nunca más pondremos los pies en él!
Al oír todas esas promesas el, soldado mandó a los herreros que dejaran de apalearlos, abriendo enton­ces la bolsa. Los demonios salieron y huyeron deprisa hasta el infierno de donde habían venido. Cuando salía el último de ellos de la bolsa, el soldado lo agarró de una pata y le dijo: "Prométeme que me servirás cada vez que te necesite". Y el demonio re­plicó: "¡Te lo prometo, soldado!". Entonces el soldado lo soltó y el demonio se fue como si se lo llevara el diablo.
El soldado se fue a ver al Príncipe, le presentó el oro y la plata que había recuperado y le describió todo lo sucedido. El Príncipe lo recibió como si fuera de su familia, diciéndole: "Vivirás conmigo como si fueras mi hermano".
De modo que el soldado se quedó allí, agradeciendo al mendigo cuyos regalos le habían procurado tan bue­na suerte, y al poco tiempo se casó y tuvo un hijo.
Pero sucedió que el hijo del soldado se enfermó y nadie podía encontrar remedio que lo sanara. El sol­dado se exprimía los sesos pensando qué podría hacer para salvar la vida de su niño. Entonces se acordó del demonio que le había prometido ayudarlo. Lo in­vocó, diciendo: "¡Oh demonio que me prometiste ayu­da, te necesito!".
El demonio cumplió su promesa y acudió al instante, preguntándole:
–¿Qué necesitas de mi?
–Aquí está mi único hijo, enfermo de un mal que nadie sabe curar –dijo el soldado–. Sánalo.
El demonio sacó un vaso de debajo de su carpa, lo llenó con agua pura y le dijo al soldado:
–Mira el vaso y dime lo que ves.
El soldado miró el vaso de agua y vio la Muerte ante los pies de su hijo. Le dijo al demonio con gran pesar lo que veía, pero el demonio replicó:
–No te apenes, porque tu hijo recuperará la salud. Si la Muerte estuviera a la cabecera en lugar de estar a los pies de la cama, ningún poder del mundo podría salvarlo.
El demonio roció luego al niño con un poco de agua y el niño se curó.
El soldado le dijo:
–Dame el vaso y te liberaré de tu promesa.
El demonio así lo hizo y desapareció después de recibir el agradecimiento del soldado.
El soldado usó la copa cada vez que se lo llamaba para adivinar si una persona viviría o no, espar­ciéndose su fama por todo el país.
Sucedió que una vez el Príncipe se enfermó y llamó al soldado para decirle: "Dime qué es lo que me es­pera". El soldado llenó la copa de agua y miró en ella. Entonces se entristeció, porque vio a la Muerte de pie a la cabecera del lecho del Príncipe. Dijo entonces:
–Amigo y hermano mío, ningún poder de la tie­rra podrá salvarte, porque la Muerte se yergue a tu cabecera.
El Príncipe se enojó y le gritó:
–Has salvado la vida de generales y príncipes de todo el mundo y, ¿ahora no vas a salvarme a mí que te he honrado con mi amistad? Si así es como me pagas, ya verás –y mandó que se alzara un cadalso y que colgaran de él al soldado.
El soldado pensó lo que el Príncipe le había dicho. "Si es que he de morir, que por lo menos pueda salvar la vida del Príncipe", se dijo. De modo que invocó a la Muerte y le rogó que cambiara su destino con el del Príncipe, llevándose su vida en lugar de la del soberano. Al mirar de nuevo la copa, vio que la Muerte había aceptado su ofrecimiento, cambiándose a los pies del lecho principesco. Entonces roció con agua de la copa la figura del Príncipe, y éste se sané. Luego, el soldado dijo a la Muerte: "Dame tres horas de vida para que pueda decir adiós a mi fa­milia". La Muerte se las concedió y el soldado volvió a su casa.
Cuando llegó, ya se sentía enfermo, y apenas pudo arrastrarse hasta la cama, en donde vio a la Muerte que lo esperaba a la cabecera. "Despídete, pues te queda poco tiempo", le dijo la Muerte.
Pero el soldado sacó su bolsa mágica que guardaba debajo de la almohada y exclamó: "¡Entra en mi bolsa, Muerte!" La Muerte no pudo hacer otra cosa más que obedecer y el soldado ató fuertemente la abertura de la bolsa, sintiéndose ya mucho mejor y abandonando la cama. Luego llevó la bolsa hasta el medio de un espeso bosque, la ató a la punta de un gran álamo, y la dejó allí colgada.
Desde ese día la Muerte no molestó a persona al­guna y la vida se multiplicó sobre la tierra, ya que nadie se moría.
Los años pasaban. Un día en que el soldado cabal­gaba por un camino encontró a una vieja, arrugada y débil, y que apenas podía andar. La saludó comen­tando su avanzada edad. Ella lo miró con ojos llenos de cansancio diciéndole:
–Hace mucho que la Muerte debería haber venido a buscarme. Hace muchos años que yo terminé mi vida y que estuve a punto de morir, pero alguien capturó a la Muerte y la escondió, y ahora debo se­guir viviendo, aunque estoy cansada y mi cuerpo reclama paz. ¿Qué puedo hacer?
El soldado se quedó pensando, y por último dijo:
–Yo liberaré a la Muerte, aunque me lleve.
Fue al bosque y buscó la bolsa que había colgado del álamo y gritó: "Eh, tú, Muerte, ¿estás todavía ahí?". Y la Muerte le contestó que sí. El soldado se la llevó dentro de la bolsa a su casa, donde la dejó salir; luego de lo cual se echó en la cama dispuesto a morir. Dijo adiós a su mujer y a su hijo y pidió a la Muerte que se lo llevara.
Pero la Muerte le contestó:
–Me has ofendido tanto que nunca podré perdo­narte. No te llevaré. Llevaré a otros para que dejen de sufrir; en cuanto a ti, seguirás soportando eter­namente tus dolores –y diciendo esto acudió a ayu­dar a los que la necesitaban.
El soldado se dijo: Si la Muerte no quiere llevarme, iré yo mismo al infierno para pedir que me admitan". Y comenzó el largo camino. Anduvo muchos meses y por fin se acercó a las fronteras del infierno. Allí lo detuvieron los demonios que montaban guardia.
El centinela le gritó:
–¿Qué quieres?
–Quiero entrar para que me arrojen a las llamas y alcanzar así la paz –contestó.
–¿Y qué llevas a tu espalda?
–Sólo mi mochila.
Cuando los demonios vieron la bolsa reconocieron al soldado y se acordaron de cómo los había maltra­tado. Entonces dieron la voz de alarma y los guar­dias echaron cerrojo a los portales.
El soldado se dirigió a gritos a Satanás en persona, el Príncipe de las Tinieblas:
–¡Acéptame, quiero descansar por fin!
Satanás le contestó:
–Vuélvete a tu casa. Nunca entrarás aquí.
–Entonces –dijo el soldado–, dame doscientas al­mas. Las llevaré para ofrecerlas a Dios, para que me perdone por amor de ellas.
–Te daré doscientas y cincuenta de propina, si te vas en este mismo momento y no te vemos más la cara.
El soldado recogió las almas que Satanás dejaba en libertad, y las condujo hasta el Paraíso. Llamó a la puerta de éste y el ángel centinela preguntó:
–¿Quién golpea?
–Un soldado y doscientas cincuenta almas libera­das de las llamas del infierno.
Le llevaron el mensaje a Dios, quien dijo: "Admi­tid las almas, pero no dejéis entrar al soldado".
Y cuando éste escuchó lo que mandaba Dios, urdió un plan desesperado. Dio su mochila a una de las almas diciéndole:
–Cuando hayas pasado las puertas del Cielo, abre la bolsa y exclama:. "¡Entra en mi bolsa, soldado!". Esa será la manera de entrar.
Se abrieron las puertas del Cielo y las doscientas cincuenta almas entraron, siendo la última la que llevaba la bolsa. Pero cuando pisó el Paraíso, se bo­rraron todos los recuerdos que estaban en su me­moria, incluso el recuerdo del soldado que esperaba afuera.
Por lo tanto, el soldado quedó fuera y no tuvo más remedio que regresar a la tierra para seguir viviendo eternamente.


JUAN SOLDAO
(España)
Andaban Dios y San Pedro por el mundo y se en­contraron con Juan Soldao. Y Juan Soldao estaba sentao a la otra punta del puente y Dios le dijo a San Pedro que fuera a donde Juan Soldao y que de los dos cigarros que tenia que le diera uno. Y dimpués que le dio el cigarro le dijo que fuera a depile que de cuatro cuartos que tenía que 18 diera dos. Y Juan Soldao le dio las dos partes. Y dimpués le dijo a San Pedro que fuera a decile que de un pan que tenía quele diera la meta. Y Juan Soldao le dio la meta.
Y Juan Soldao dijo que iba con ellos y dimpués dijo que tenía mucha hambre. Y encontraron un pastor y le compraron un carnero. Y mientras los otros fueron por leña Juan Soldao desolló el carnero y se comió los riñones crudos.
Luego le preguntaron que dónde estaban los riñones y él dijo: "Los dimonios me lleven si yo sé dónde están; que este carnero no tenía riñones". Y dim­pués se fueron y Dios y San Pedro tiraron sus capas al río pa pasar. Y Juan Soldao tiró su chaqueta y se tiró al río, y se lo llevó el agua con chaqueta y todo. Y ya se ahogaba cuando Dios le dijo: "Si me dices quién se comió los riñones del carnero te salvo".
Y Juan Soldao dijo: "Los dimonios me lleven si yo sé dónde están; que este carnero no tenía riñones".
Y Dios por fin lo sacó. Y se fueron dimpués por un pueblo y encontraron un enfermo, y Dios dijo que si le daban dinero lo sanaba. Y Dios y San Pedro entraron en un cuarto y quemaron al enfermo. Y juntaron todas las cenizas y echaron una bendición y resucitó el enfermo. Y le pagaron el dinero y Dios hizo cuatro partes y dijo: "Esta parte es pa Pedro y esta es pa mí y esta es pa Juan y esta es pal que se comió los riñones.
Y Juan Soldao gritó: ¡"Vaya, pues venga, que yo me los comí!"
Y Juan Soldao se fue solo y dicía que sabia curar enfermos y resucitar muertos. Y llegó a onde estaba un enfermo y dijo que él lo sanaba si le pagaban dinero. Y le dijeron que está bueno, y fue y quemó al enfermo y echó la bendición a las cenizas, pero nada resucitó.
Y le llevaban a la horca y vio venir a San Pedro y a Dios y dijo: "Pues aquellos bribones son los que me han enseñao a curar enfermos". Y entonces fue­ron Dios y San Pedro y revivieron al enfermo. Y dim­pués le dijo Dios a Juan Soldao que pidiera lo que quisiera, que se lo daría.
Y San Pedro le decía a Juan Soldao que pidiera la gloria. Y Juan Soldao le dijo que no, que no que­ría ¡a gloria. Y pidió un palacio que el que entrara dentro no saliera hasta que él quisiera, y una cachi­porra que cuando él la mandara que se compusiera se compusiera y cuando él la mandara que se des­compusiera se descompusiera, y un asiento que el que se sentara en él que no se levantara hasta que él quisiera, y un peral que el que. se .subiera no bajara hasta que él quisiera.
Y vivió Juan Soldao tres años en su palacio. Y un día llegó el diablo por él y le dijo que venía por él. Y Juan Soldao le dijo: "Bueno, pero súbete a aquel peral pa coger unas peras pal camino".
Y el diablo se subió en el peral y vinieron todos los chicos a apedrear al diablo. Y le suplicó a Juan Sol­dao que le dejara ir. Y se fue el diablo pa los in­fiernos.
Y otro día vino otro diablo pa llevarse a Juan Sol­dao. Y Juan Soldao le dijo: "Bueno, pero siéntate en ese asiento, que yo volveré en unos momentos.
Y el diablo se sentó y no se pudo levantar. Y en­tonces Juan Soldao le dijo a la cachiporra: "Cachi­porra, compónete".
Y la cachiporra comenzó a dar palos al diablo has­ta que le rogó a Juan Soldao que lo dejara y que se iría pal infierno. Y Juan Soldao le dijo a la cachipo­rra: "Cachiporra, descomponte". Y el diablo se fue pal infierno.
Y por fin vino el diablo cojo a llevarse a Juan Soldao, y cuando llegó Juan Soldao le dijo que entrara en el palacio mientras él se vestía. Y entró el diablo cojo en su palacio y no pudo salir.
Y Juan Soldao fue por el herrero y vino el herrero y machacó al diablo cojo diciendo que estaba lleno de clavos. Y por fin le dejó irse pal infierno y se fue.
Y a los tres años murió Juan Soldao y fue a picar a la puerta de la gloria. Y San Pedro le fue a abrir y le dijo: "Juan Soldao, ¿a que vienes? Cuando te ofrecieron la gloria no la querías.''
Y fue y le dijo a Dios que allí estaba Juan Soldao, y Dios le dijo que le colgara a la puerta de la gloria.
Y Juan Soldao dijo que quería ver la gloria y se dio una columpia y entró en la gloria. Y allí le dejaron estar.

LISANDRO Y ABEL
(Argentina)
Había un rey que tenía una hija que nació con un lunar grande en la frente, que tenía como unas letras. El rey man­dó llamar a las personas más sabias de su reino, pa' saber qué significaba eso que tenía en la frente la princesa.
En el reino había dos amigos inseparables que se llama­ban Lisandro y Abel, El padre de Lisandro era leñador; un día, cuando volvió el bosque, el hijo le dijo:
-Mira, tata, yo sé lo que significa el lunar que tiene la princesa.
No digas nada, porque el rey no quiere bromas y te va cortar la cabeza.
Pero Lisandro se jué y le avisó al rey que sabía lo que decía el lunar. El rey lo mandó llamar y Lisandro dijo:
Mire, esos escritos dicen que cuando la princesa cumpla quince años, va a desaparecer por más guardias que ponga. Lisandro se volvió. Cuando llegó el cumpleaños de la princesa, el rey había redoblao las guardias, iluminao el pa­lacio, ¡pero nada! Sin saber cómo ni cuándo desapareció la niña.
El rey mandó a buscarla por todos laos; ofertaba recom­pensas a ver si la encontraban, pero no aparecía. Había que ver todos los que iban a buscarla, pero no daban con la niña.
Entonces Lisandro, al volver con el padre 'l bosque, le dijo:
Yo vuá buscar a la niña. ¿Cómo la vas a buscar? No sé; se la vuá buscar y se la vuá traer al rey. Se jué y le dijo al rey: Yo se la vuá traer a la princesa.
Si vos me la encontrás, ¿qué premio te puedo dar? Si yo se la encuentro quiero casarme con ella -con­testó Lisandro.
Lisandro se jue pa' su casa y el padre le dio el burrito y una cantidá 'e dinero pa' mientras dure la ausencia. En lo que estaba por irse llega Abel y le dice:
Yo me voy con mi amigo, no me separo d' él. Con él voy y con él vuelvo.
Se jueron los dos en el burrito. Caminaron leguas y le­guas. .. Cielo y tierra, no se veía un alma por donde iban. En eso hallaron que se abrían dos caminos; allí estaba una vieja flaca, que les dijo: ¿P'ande van, hijitos?
Vamos a buscar a la princesa, que hace rato que se ha perdió.
No, es inútil que vayan ustedes; todos los que van no vuelven.
Lisandro le regaló plata a la vieja, y ella les dijo:
Bueno, sigan derecho no más.
En eso llegaron a un pueblo y encontraron una iglesia donde estaban dando misa. En el atrio de la iglesia había un cajón con un muerto. Abel dijo:
Vamos a oír misa antes de irnos.
Abel y Lisandro se bajaron y entraron a rezar. Después preguntaron:
¿Por qué está este muerto en la puerta, así d'esa for­ma?
Les contestaron qu' era uno que no había pagao las deu­das y lo tenían allí; ninguno quería llevarlo al cementerio. Lisandro pagó todo lo que debía el muerto y lo hizo que lo enterraran.
Entonces ya siguieron su camino en el burrito. Y camina­ron como una legua o legua y media, y vieron un barranco grande.
Vamos a ver qu'es esto.
Antes de la barranca había un árbol grande; allí lo ata­ron al burrito y le dejaron mucho pasto pa' que coma. Vie­ron una puerta grande qu'estaba abierta; entraron y vieron que por el aire venían comidas, pero no sabían quién las mandaba. Siguieron caminando y vieron salas con mucho lujo.
Cuando habían entrao así vieron una niña rubia de ojos azules, que les preguntó qué deseaban. Lisandro le contó que buscaban a la princesa que había desaparecido y que no iban a volver sin hallarla. La niña les dijo qu' ella era la princesa, qu'estaba allí cautivada:
–Si ustedes me van a sacar, tienen que hacer un solo sa­crificio: van a acarrear agua de aquel pozo qu'está allí. El trabajo va a durar tres días, a ver si resisten. Si cumplen, salimos los tres; si no, salgo yo y quedan ustedes.
Ella les dio una tinaja y les avisó qu'en la mita del ca­mino les iba a salir una vieja que castigaba a un chico, pero qu'ellos no hicieran caso a los gritos y no se dieran vuelta.
Al otro día, a la mañana tempranito, Lisandro y Abel jueron con la tinaja a traer agua. Cuando venían por el ca­mino salió una vieja que lo aporreaba a un chico; el chico gritaba.
–¡Ay, mamita! ¡No me pegue más, me va a lastimar!
Ellos no aguantaron y se dieron vuelta. Cuando llegaron con el agua, la niña les dijo:
-Yo les dije que no se den vuelta, porque si no a los tres días van a quedar ustedes prisioneros y yo voy a salir.
Pero ellos no aguantaron y se siguieron dando vuelta al oír los gritos del muchacho. Entonces la princesa escribió una carta y la puso bajo la almuada junto con su anillo y un pañuelo bordao con las iniciales d'ella.
Cuando volvieron al tercer día, ella no estaba porqu'ellos no habían cumplió. Lisandro se puso a llorar de ver que no pudo aguantar.
Entonces se puso a caminar y caminar por la cueva; era una oscuridá terrible, y después se subió a una tapia qu'encontró. En eso oyó una voz que le decía:
Volvete, Lisandro, que a tu compañero lo han muerto.
En eso sintió que le han alcanzao una espadita. ¿Quién me da esta espadita? - preguntó Lisandro.
Y oyó una voz que le decía:
Vos pagastes mis cuentas y me salvastes. En recom­pensa te doy esta espada pa' que te vuelvas. A esa puerta grande qu'está ahí le das tres hachazos, si no, no vas a poder salir, porque no es una puerta, sino la vieja y el muchacho qu están atravesaos formando puerta.
Lisandro jué y le pegó un hachazo y ni se rayó la ma­dera; al tercer hachazo le pegó con toda su juerza y se abrió la puerta. Y vio una ciudá entera.
Encontró a su burrito qu'estaba atao en el árbol; lo mon­tó, se jué y llegó a la ciudá. Y halló una alegría grande; pre­guntó qué pasaba y le contestaron.
La princesa se casa, porque ya la han encontrao.
Lisandro jué al palacio y pidió permiso pa' ver la fiesta.
Le dijeron que sí y que le den lo que sobraba del ban­quete. Cada vez que pasaban los criados con la bandejas p'adentró, él se tiraba un p... Los criados, indignaos, se jueron a avisar al rey y él vino a pedirle explicaciones.
Lisandro le dijo qu'él la había librao a la princesa y que tenía las señas pa' probarlo. Jué el rey, la llamó y la trajo a la princesa. Lisandro le preguntó si se acordaba d'él y sacó la carta, el anillo y el pañuelo; la niña lo reconoció.
Entonces el rey jué a ver al caballero que había dicho que la había encontrao a la princesa, y le pidió alguna seña; pero él no supo dar ninguna prueba.
El rey lo mandé hacer arreglar a Lisandro con las mejo­res ropas. Después avisó a los convidaos y les pidió discul­pas porque se habían equivocao y recién había venío el sal­vador de la princesa. Al otro caballero lo despidieron del palacio y le dijeron que no pisara más ese pueblo.
Lisandro se casó con la princesa. Después lo mandó a buscar al padre y se quedaron todos en el palacio.

PEDRO EL LISTO Y JUAN EL TONTO
(España)
Este era un padre que tenia dos hijos que se lla­maban Pedro el Listo y Juan el Tonto. Y como es­taban muy pobres, uno de ellos tenía que ir a tra­bajar. Y el padre le dijo a Juan que fuera primero a ver si alguien lo quería pa criao de servir.
Se marchó Juan camino alante y llegó a una casa y llamó en la puerta y preguntó si hacía falta un criao. Le dijeron que sí, que entrara a hablar con el amo. Y ya salió el amo y le dijo que le nacía falta un criao, pero que él tenía la costumbre de hacer un contrato que el que se enfadara primero tenía el otro que sacarle una tira de pellejo desde el cogote hasta los pies. Juan dijo que estaba güeno y entró de criao en la casa.
Por la noche lo puso el amo en una cámara llena de harina y le dijo que tenía que cernerla toda. Y el pobre de Juan el Tonto, como no pudo hacerlo, se echó a dormir.
Y al otro día cuando vino el amo a ver si había cernido ¡a harina, halló a Juan durmiendo y le arri­mó una güenos palos. Entonces Juan despertó muy enfadado y empezó a insultar al amo. Y el amo le dijo: "¿Qué, te enfadas?". Y el otro le contestó: "Sí que me enfado. ¡Cómo no me he de enfadar si cuan­do me despierto me está usté dando palos?". Y en­tonces el amo le dijo: "¡Entonces a la correa!". Y le sacó una correa de pellejo desde el cogote hasta los pies.
Juan se fue entonces pa su casa y les contó a su padre y a su hermano lo que le había pasao. Y Pedro el Listo le dijo: "¡Qué tonto eres! Ahora yo voy a trabajar con ese hombre y verás cómo yo le saco la correa a él".
Conque se marcha Pedro el Listo camino alante y andando, andando, llega a la misma casa ande había servido su hermano y llama a la puerta. Y salen y preguntan si hace falta un criao. Y ya le dicen que sí y el amo sale y le dice lo mismo que al otro, que tiene la costumbre de hacer un contrato que el pri­mero que se enfade le saque al otro una tira de pellejo desde el cogote hasta los pies. Y Pedro el Listo dice que está conforme y se queda de criao de servir. El amo lo lleva a la cámara de harina y le dice que para otro día tiene que estar toda la harina cernida. Y espera Pedro a que todos se duerman y en­tonces echa toda la harina por la ventana. Y otro día muy temprano se asoma la hija del amo por la ventana de su cuarto y dice: "¡Ay, que ha nevao!".
Y ya se levanta el amo y va a ver qué ha ocurrido.
Y cuando ve lo que ha pasao le pregunta a Pedro: "Pedro, ¿qué has hecho?". Y Pedro le dice: "Se en­fada usté?". Y el amo, como no quiere que le saque la tira de pellejo, dice: "No, no me enfado. Pero ya ves que me has estropeao toda - la harina. No me enfado, pero digo".
Y ese día el amo le dijo a Pedro: "Hoy vas y me traes unos sarmientos ni muy verdes ni muy secos".
Y va Pedro y arranca los mejores sarmientos de la viña del amo y se los trae. Y cuando Pedro se los entrega le dice al amo: "¡Ay, Pedro, que me has estropeao la viña!". Y Pedro le dice: "¿Se enfada usté, señor amo?". Y aquél le contesta: "No, no me enfado, pero digo".
Y entonces le dijo: "¡Ahora me vas a hacer una tapia color carne, color pulga y color blanco". Güeno, pues entonces va Pedro ande está el liato de ovejas del amo y las mata a todas. Y entonces les quitó las pieles y fue y hizo la tapia. La lana era el color pulga y el color blanco, y lo de adentro era el color de carne. Y llega el amo y ve lo que ha hecho Pedro y le dice: "¿Qué has hecho, Pedro? Me has estropeao mi hato". Y Pedro le contesta: "¿Se enfada usté, señor amo?". Y el amo pa que no le saquen la tira de pellejo, dice: "No, no me enfado, pero digo".
Y ya, como no sabían qué hacer con Pedro, le die­ron una escopeta que tenía el cañón al revés. Del coraje que le tenían querían que se matara. Pero Pedro vio que estaba al revés y fue al monte y mató una yegua del amo. Y llegó a la casa y le gritó al amo: "Ay, señor amo, que me dé usté un carro pa ir a traer el ave!". Y le da el amo un carro y va y vuelve con la yegua muerta en el carro. Y el amo, cuando ve lo que ha matao Pedro, le dice: "Pedro, Pedro, ¿qué has hecho? Y Pedro le dice: "¿Se enfada usté, señor amo? Si usté se enfada, a la correa". Y el amo contesta en seguida: "No, no me enfado, pero digo".
Y ya entonces va el amo y habla con su mujer pa ver cómo se van a librar de Pedro, y discurren echarlo al río. Y va el amo y le dice: "Mira, Pedro, que te vamos a llevar cerca del río ande tenemos costumbre de dar una comida a todos los mozos del lugar". Y se fueron con él, y cuando llegaron a la orilla del río empezaron a beber. Y de tanto que bebieron se emborracharon. Y Pedro se hacía el que bebía, pero nada bebía. Y cuando ya llegó la noche se echaron a dormir. Y los amos discurrieron que Pedro se acostara pal lao del río, el amo en el medio de la cama y la mujer pal lao de arriba. Y se dur­mieron. Pero a la medianoche, cuando aquellos esta­ban durmiendo. Pedro se levantó y puso a la mujer pal lao del río y se acostó él pal lao de arriba. Y ya despertó el hombre y dijo: "Ya está dormido Pedro". Y le dio el rempujón a su mujer pensando que era Pedro y la echó en el río.
Y cuando vio lo que había hecho, le dijo a Pedro: "¡Toma las llaves de mi casa. Vete, y eres amo de todo, que yo ya no puedo contigo".
Y se fue Pedro y quedó amo de todo.
De Cuentos populares españoles, recopilados por Aurelio Espinosa, t. I.

LA BODEGA ENCANTADA
( Irlanda )
Pocas personas habrá que no hayan oído hablar de los Mac Carthies, una de las familias irlandesas verdaderamente antiguas, por cuyas venas corre, tan espesa como manteca, auténtica sangre milesia. Mu­chas han sido las ramas de esta familia en el Sur, como la de los Mac Carthy-more y la de los Mac Carthy-reagh y la de los Mac Carthy de Muskerry, y todas ellas se han distinguido por su hospitalidad agradable y sencilla.
Pero ninguno ganó a Justm Me Carthy, de Balli-nacarthy, en abastecer abundantemente su mesa de comida y bebida, y siempre había una bienvenida cordial para cualquiera que quisiera compartirla con él. Siendo como era grande, la bodega estaba repleta de vinos y las largas hileras de toneles, cubas y ba­rriles tardarían en contarse más tiempo del que cual­quier hombre sobrio podría pasar en un lugar como aquél, con profusión de bebida a su alrededor y un recibimiento cordial para animarle.
Habrá sin duda muchos que pensarán que en una casa como aquella el mayordomo no tendría queja; y toda la comarca circundante habría pensado como ellos de haberse encontrado un hombre que perma­neciera de mayordomo en casa del señor Mac Carthy por un espacio de tiempo que valiera la pena de men­cionarse. Y sin embargo, ninguno de los que habían estado a su servicio decía una sola palabra en contra suya.
–No encontramos defectos al señor –afirmaban–, y sólo con que hubiera alguien que fuera a buscar el vino a la bodega, cada uno de nosotros habría podido encanecer en su casa y vivir tranquilo y con­tento a su servicio hasta el fin de sus días.
–¡La verdad que es cosa rara! –pensó el joven Juanito Leary, un muchacho que se había criado desde niño en las caballerías de Ballinacarthy, ayu­dando a cuidar los caballos y que en ocasiones había echado una mano al mayordomo en la despensa–. Es una cosa bien chocante, verdaderamente, que un hombre tras otro, en vez de estar satisfechos con el mejor cargo de la casa de un buen amo. renuncien a él, y todo, según dicen, por culpa de la bodega. Si el amo, que larga vida haya, quisiera hacerme su mayordomo, yo garantizo que no volvería a oírse refunfuñar cuando mande bajar a la bodega.
En consecuencia, el joven Leary esperó una opor­tunidad favorable para hacerse notar de su amo.
Pocos días después, el señor Mac Carthy fue a su caballeriza más temprano que de costumbre, y llamó en voz alta al palafrenero para que te ensillara el caballo, pues tenía intención de salir con los sabue­sos. Pero no había palafrenero que contestase, y el joven Juanito Leary sacó a Rainbow de la caballe­riza.
–¿Dónde está Guillermo? –preguntó el señor Mac Carthy.
–¿Decía. el señor...?
Y el señor Mac Carthy repitió su pregunta.
–¿Se refiere el señor a Guillermo9 Bueno. pues para decir la verdad, anoche bebió un trago de más
–¿De dónde lo sacó? –dijo el señor Mac Carthy–. Pues desde que se marchó Tomás la llave de la bo­dega no ha salido de mi bolsillo y he tenido que ir yo mismo a buscar las bebidas.
–¡Triste cosa es! -dijo Leary–. Pero. . . –prosiguió haciendo una profunda reverencia, para lo cual tiró hacia abajo de su cabeza por un mechón de pelo mientras su pierna, que había adelantado, ras­caba el suelo por detrás–, ¿puedo atreverme a hacer una pregunta?
–¡Habla, Juanito! –dijo el señor Mac Carthy. –Entonces, ¿necesita el señor mayordomo?
–¿Puedes recomendarme a alguien? --contestó el amo, sonriendo con buen humor–, y alguien que no tenga miedo de bajar a. la bodega?
–¿Todo consiste pues en la bodega? –dijo el joven Leary–. ¡Pues aquí estoy yo para ello!
- Entonces, ¿es que pretendes ofrecerme tus servicios como mayordomo? –preguntó el señor Mac Carthy con cierta sorpresa.
–Exactamente –contestó Leary, levantando por primera vez los ojos del suelo.
–Bueno, me pareces un buen muchacho y no tengo inconveniente en ponerte a prueba,
–¡El señor viva muchos años y que Dios nos lo guarde a todos! –exclamó Leary con otra reveren­cia mientras su amo se alejaba a caballo.
Y siguió mirándole fijamente come idiotizado, hasta que su mirada fue asumiendo puco a poco y por gra­dos un aire de importancia..
–¡Juanito Leary –dijo por fin maravillado– ya no es Juanito, por mi fe, sino el señor Juan, el ma­yordomo! –y con aire fachendoso salió de la caba­lleriza se dirigió a la cocina.
Interesa poco para mi historia, pero puede servir de enseñanza al lector, el pintar la repentina trans­formación de un don nadie en alguien. El antiguo compañero de caballeriza de Juanito, un pobre sa­bueso jubilado llamado Bran, acostumbrado a. reci­bir muchas palmaditas cariñosas en la cabeza, fue apartado de un puntapié con un "¡fuera de aquí!". En verdad que la pobre memoria de Juanito pareció tristemente afectada por e) repentino cambio de po­sición, y lo que vino a. dejarlo fuera de duda fue que se olvidó del lindo rostro de Peggy, la pincha, cuyo corazón había asaltado la semana anterior con el ofre­cimiento de comprarle un anillo para el cuarto dedo de la mano derecha.
Cuando el señor Mac Carthy volvió de caza mandó llamar a Juanito Leary.
–Juanito –le dijo–, me pareces un chico de con­fianza, y aquí están las llaves de mi bodega. He in­vitado a cenar a los señores que han ido hoy conmigo de cacería, y espero que queden satisfechos del ser­vicio de la mesa; pero sobre todo, ¡que no falte vino después de cenar!
El señor Juan, que tenía buena vista para estas cosas y era de natural despejado, colocó el mantel debidamente, puso los platos, tenedores y cuchillos según el modo como había visto llevar a cabo estos ritos a sus predecesores, y realmente, para ser la primera vez, sirvió la mesa muy bien.
No hay que olvidar, sin embargo, que se trataba de la casa de campo de un señor irlandés, que aga­sajaba a un grupo de cazadores de zorras de bota y espuela, no muy exigente respecto a las que, en otras circunstancias y reuniones, son cuestiones de infi­nita importancia. Por ejemplo, pocos de los invitados del señor Mac Carthy (a pesar de ser todos a su modo personas de valer) se preocupaban mucho del ron con que estuviera hecho el ponche servido de­trás de la sopa; algunos, ni siquiera se habrían inte­resado por la calidad del buen whisky irlandés, y a excepción del propio anfitrión, la reunión entera pre­fería el oporto que el señor Mac Carthy puso sobre la mesa al gusto menos fuerte del clarete, elección bastante en disconformidad con el sentir moderno.
Se acercaba medianoche cuando el señor Mac Car­thy llamó tres veces. Era la señal para pedir más vino, y Juanito se dirigió a la bodega en busca de repuesto, aunque hay que confesarlo, no sin cierta vacilación.
El lujo del hielo era entonces desconocido en el sur de Irlanda, pero la superioridad del vino frío había sido reconocida por todos los hombres de buen gusto y sano juicio. El abuelo del señor Mac Carthy, que levantó la casa de Ballinacarthy en el emplazamiento de un antiguo castillo que había pertenecido a sus antepasados, se daba perfectamente cuenta de este hecho importante, y al construir su magnífica bodega había aprovechado una profunda cueva, excavada en sólida roca en tiempos pretéritos como lugar de se­gura retirada.
La bajada a aquella cueva se hacía por un empi­nado tramo de escaleras de piedra; aquí y allá, en las paredes había estrechas aberturas (mejor diríamos, grietas) y también ciertos salientes que proyectaban sombras obscuras y resultaban amedrentadores cuan­do alguien bajaba las escaleras con una sola luz; y la verdad es que dos luces no mejoraban mucho la situación, pues aunque la sombra se aclarase las estrechas grietas seguían tan negras o más negras que nunca.
Haciendo acopio de toda su resolución bajó el nue­vo mayordomo llevando en la mano derecha una lin­terna y la llave de la bodega, y en la izquierda una cesta que le pareció suficientemente grande para contener un repuesto adecuado para lo que quedaba de noche. Llegó a la puerta sin detenerse, pero cuan­do metió la llave, que era vieja y tosca –como ante­rior a la patente de Bramah-,y la hizo girar en la cerradura, le pareció oír en la bodega una risa ex­traña que hizo vibrar con tal violencia las botellas vacías que había en si suelo, que éstas chocaron unas contra otras. Podía haberse engañado en lo de la risa, pero lo que es en esto no podía engañarse, pues las botellas estaban a sus pies y las veía moverse.
Leary se detuvo un momento, y miró a su alrede­dor con precaución. Luego empuñó osadamente la llave y le dio la vuelta en la cerradura con todas sus fuerzas, como si dudara que fuese capaz de ello, y la puerta se abrió con un estampido tan tremendo que si la casa no hubiera estado construida sobre sólida roca se habría estremecido desde sus cimientos.
Contar lo que vio el pobre muchacho seria impo­sible, pues parece que él mismo no se enteró muy bien; pero lo que dijo al día siguiente al cocinero fue que había oído mugir y bramar, como a un toro furioso y que todas las cubas y barriles y toneles de la bodega se balancearon hacia atrás y hacia ade­lante, con tal fuerza que le pareció que todas iban a romperse, ahogándole en vino.
Cuando Leary se recobró, regresó como pudo al co­medor, donde encontró al amo y a sus acompañantes esperándole con impaciencia.
–¿Qué es lo que te ha hecho tardar tanto? –dijo el señor Mac Carthy muy enfadado–. ¿Y dónde está el vino? Lo pedí hace media hora.
–El vino está en la bodega, según espero, señor contestó Juanito, temblando violentamente–. Es- que no se haya perdido todo.
–¿Qué quieres decir, loco? –exclamó el señor Mac Carthy todavía más enfadado–. ¿Por qué no has traí­do algo contigo?
Juanito miró desesperadamente a su alrededor, li­mitándose a exhalar un profundo gemido.
–Señores –dijo el señor Mac Carthy a sus invi­tados–, ¡esto es demasiado! La primera vez que cene con ustedes deseo hacerlo en otra casa, pues me es imposible seguir más tiempo en ésta, en la que el dueño no puede mandar en su propia bodega ni en­contrar un mayordomo que cumpla su obligación. Vengo pensando hace mucho en mudarme de Balli-nacarthy, y ahora estoy resuelto, con la bendición de Dios, a marcharme mañana. ¡Pero tendréis vino, aun­que haya de ir yo mismo a la bodega a buscarlo!
Al hablar así, se levantó de la mesa, cogió la llave y la linterna de manos de su atónito criado, que le contemplaba con una mirada estúpida, y bajó las empinadas escaleras, la descritas, que conducían a la bodega. ,
Cuando llegó a la puerta, que encontró abierta creyó oír un ruido como de ratas o ratones que ara­ñasen los toneles, y al avanzar descubrió una figurilla de una seis pulgadas de altura, sentada a horcajadas sobre una cuba del más viejo oporto y con una espita al hombro. Levantando la linterna, el señor Mac Car­thy contempló maravillado a aquel hombrecillo: lle­vaba un gorro rojo en la cabeza, se tapaba por delante con un corto delantal de cuero que aparecía muy la­deado a causa de la postura, las medias azul pálido le cubrían casi enteramente las piernas y los zapatos lucían enormes cascabeles de plata y tacón alto (tal vez para presumir de más estatura). Tenía la cara como una manzana de invierno, la nariz de un rojo subido, le brillaban los ojos y su boca se plegaba a un lado, en una mueca socarrona.
–¡Ah, bribón! –exclamó el señor Mac Carthy–. ¡Por fin doy contigo, perturbador de mi bodega! ¿Qué estás haciendo aquí?
–Amo y señor –contestó el hombrecillo mirándole con un solo ojo y lanzando con el otro una burlona mirada a la espita que llevaba al hombro–, ¿no nos mudamos mañana? ¡Y de seguro que no vas a de­jarte atrás a tu pequeño Cluricaune Naggeneen!
–¡Bueno! –pensó el señor Mac Carthy–, si has de seguirme, señor Naggeneen, no veo la necesidad de abandonar Ballinacarthy –y cargando de vino la cesta que el joven Leary, en su terror, había dejado abandonada, cerró la puerta de la bodega y volvió a reunirse con sus huéspedes.
Después de esto, el señor Mac Carthy tuvo que ir personalmente, durante años, a buscar el vino para su mesa, pues el pequeño Cluricaune Naggeneen pa­recía sentir por él un respeto personal. A pesar del trabajo de estos largos paseos, el gran señor de Balli­nacarthy vivió en la mansión de sus padres hasta edad avanzada, y fue famoso por la excelencia de su vino y el agrado de su compañía; pero cuando murió, este mismo agrado había casi agotado su bodega, y como ésta no volvió a verse nunca tan frecuentada ni tan llena, las algarazas del señor Naggeneen perdieron renombre y ahora sólo se habla de ellas entre las leyendas del país. Incluso se ha llegado a decir que el pobrecillo tomó tan a pecho la decadencia de la bodega, que descuidó su persona y se le ha visto vagar algunas veces malamente cubierto de andrajos.

ORIGEN DE LA LAGUNA DE POMACOCHAS
(Perú)
Mama-Cocha (madre laguna) parió dos hijas: una muy mala y rebelde, la de "Ochenta" (llamada así por tener ochenta huacos), y otra menos mala, la del "Tapial". La primera encontró su sitio en una jalea, situada entre San Carlos y Yurumarea, y la segunda se ubicó en la "Pampa del Tapial", cerca de Chachapoyas.
En el valle de Pamocochas (Lagunas del Puma) progresaba un pequeño pueblo, cuyos habitantes eran muy orgullosos, pues poseían grandes riquezas ex­traídas de las minas de Cullquiyacu (Cullqui, plata; Yacu, agua). Jamás hacían una obra de caridad, ni menos daban posada a los transeúntes. Los ricos odia­ban a muerte a los pobres y no adoraban al Dios verdadero, pues eran idólatras.
El Taita Amito quiso castigar a esta gente mala, y convirtiéndose en un viejecito harapiento, cubierto de sucias y asquerosas llagas, se presentó en el pue­blo. Visitó varias casas, mas los dueños le arrojaron puerta afuera, le tiraron piedras y le hicieron mor­der con sus perros.
El anciano sufría estos ultrajes en silencio, y casi al atardecer llegó a las puertas de una chocita muy pobre, donde vivía una mujer con muchos hijitos. Esta le recibió con todo cariño y le ofreció algo de comer.
El viejecito no aceptó alimento alguno, y sólo pi­dió que le dejara descansar un momento y le rega­lara una flor de azucena y otra de margarita. Luego, dijo a la buena mujer: "He caminado todo el día buscando una persona caritativa y la única que he encontrado eres tú. En premio de tu bondad te sal­varé la vida, pero es preciso que dejes tu casa y vayas esta misma tarde, con tus hijos, al cerro de Puma-Urco (Centro del Puma), porque estoy resuel­to a castigar el orgullo de esta gente. No vuelvas sino cuando veas el arco iris pintado en si cielo". Dicho esto, desapareció. Como la mujer era generosa, contó a sus vecinos lo que el anciano misterioso le había anunciado, pero éstos, llenos de incredulidad, la lla­maron loca.
Al primer canto del gallo, o sea a la medianoche, una música muy hermosa se dejó escuchar en la le­janía, la cual se hizo más clara al aproximarse al pueblo. Los habitantes, que además eran muy curio­sos, dejaron sus lechos y salieron a aguaitar. Grande fue la sorpresa de éstos cuando sobre el cerro de Tranca-Urco vieron una nube blanca que parecía una sábana, y que extendiéndose sobre la ciudad la en­volvía por completo. Asustados pretendieron huir, pero las aguas se precipitaron, sepultando en sus entrañas a todos los habitantes. Gran cantidad de bandejas de oro y plata llegaron arrastradas por la corriente; en la más grande y hermosa venía la madre de la laguna. Por último, apareció el anciano, llevando en sus manos un gran plato lleno de manteca, con peces, plantas de totora, carricillos y cortadera, así como un huevo de pato. En el mismo instante en que lo arrojó al agua, cayó un rayo y partió el huevo, y salieron volando patos y gaviotas. Los peces se multi­plicaron y las plantas bordearon la laguna.
Cuando amaneció, la señora y sus hijos vieron con asombro que el pueblo había desaparecido, y que en su lugar estaba una laguna de aguas azules y sobre ella se levantaba un deslumbrante arco iris, tal como lo había anunciado el mendigo misterioso. Ese mismo día los habitantes de Chachapoyas notaron con asom­bro también que la laguna del Tapial había desapa­recido totalmente, quedando en cambio una extensa llanura cubierta de verde yerba.
Es creencia general que las almas de los que mu­rieron a consecuencia de la inundación, se han con­vertido en "Sirenas", las cuales tienen por costumbre robar criaturas para llevarlas a vivir en su "Ciudad Encantada", bajo las aguas.
Durante muchos años la laguna de Pomacochas fue el terror de los nuevos pobladores, descendientes de la única familia sobreviviente y de otras que emigraron de los vecinos pueblos de Gualulo y Tiapollo, tales como los Chicana, los Catpo y los Ocmata.
Para calmar la furia de las aguas y de los seres que en ella habitan, pidieron al cura párroco que bendijera la laguna. El buen sacerdote aceptó gus­toso, y entrando en una balsa derramó agua bendita en los "ojos" de la laguna. En este momento se levantó una gran tempestad, y apareció un enorme pez rojo, que mordiendo al cura en el brazo, intentó hundirlo. Sus acompañantes lo salvaron, pero días después murió "secándose como un palo".
Después de este acontecimiento nadie se atrevía a navegar en la laguna, hasta que don Vidal Catpo (que vive todavía) se decidió a desafiar el peligro y la vadeó en una canoa. Desde entonces se desterró el miedo y hoy nadie la teme, pues todos los días navegan en sus aguas canoas cargadas de cosechas.

TAKISE
(Cuento haussa)
Una vaca del rebaño de un Peni se escapó en el momento preciso del parto y fue a parir en un lugar viejo. Enseguida se volvió al cercado de su amo. Los toros, al verla ya enjuta, se pusieron a buscar la cría, pero registraron en vano las malezas, no encontraron nada y volvieron tristemente al cercado, diciéndose que, sin duda, el ternero había sido devorado por las fieras.
Una vieja, que en el huerto abandonado buscaba hojas de acedera para aliñar el alcuzcuz, vio el ter­nero echado al pie de un arbusto. Se lo llevó a su casa y alimentó con salvado, mijo salado y yerba.
El ternero creció y se hizo un toro grande y gordo.
Un día llegó un carnicero a pedir a la vieja que le vendiese el toro, pero ella se negó terminante­mente.
–Takisé –dijo la vieja (tal era el nombre que ha­bía dado a su cría)– no se vende.
El carnicero, enojado por la negativa, se fue en busca del rey y le dijo:
–La vieja Zeynebú tiene un toro cebado, tan her­moso, que sólo tú eres digno de comértelo.
El sartyi envió al carnicero, con otros seis, al man­do de uno de sus mensajeros, a buscar al toro de la vieja. Cuando el pelotón llegó a casa de Zeynebú, el mensajero del jefe dijo:
–El sartyi nos envía en busca del toro para sacri­ficarlo mañana mismo.
–No puedo oponerme a la voluntad del rey –res­pondió la vieja–. No os pido más que no me quitéis a Takisé hasta mañana por la mañana.
Al día siguiente, cuando amanecía, el dansama y los siete carniceros se presentaron en casa de la vieja y se dirigieron a la estaca en que estaba amarrado Takisé. El toro salió a su encuentro resoplando, la cuerna baja. Los ocho hombres, asustados, retroce­dieron, y el dansama, llamando a la vieja, dijo:
–¡Eh! Vieja, dile al toro que se deje echar una cuerda al pescuezo.
La vieja se acercó al toro:
–Takisé, Takisé mío, déjales echarte la cuerda al pescuezo.
Entonces el toro les dejó hacer así. Le pusieron el cabestro y le ataron una cuerda a una pata, para lle­varlo a casa del sartyi. Llegados delante del rey, los carniceros tumbaron al toro de costado, le ligaron los cuatro remos, y uno de aquellos, armado de un cuchillo, se le acercó para degollarlo; pero el cuchillo no cortó ni un pelo del animal, porque Takisé tenía el poder de impedir que el cuchillo penetrase en su carne.
El jefe de los carniceros rogó al sartyi que hiciese venir a la vieja. Declaró que sin ella sería imposible degollar a Takisé, que debía de tener un grigri contra el hierro. El sartyi llamó a la vieja y le dijo:
–Si no se consigue degollar al toro sin más tar­danza, mandaré que te corten el cuello.
La vieja se acercó al toro, que seguía atado y ten­dido de costado, y le dijo:
–Takisé, Takisé mío, déjate degollar. Todo por el sartyi.
Entonces el mayoral de los carniceros degolló a Ta­kisé sin impedimento alguno. Los carniceros desolla­ron la res, la descuartizaron y llevaron toda la carne al sartyi. Este les mandó que entregasen a la vieja por la parte que le correspondía, la grasa y las tripas.
La vieja lo puso todo en un canasto viejo y se lo llevó a su casa. Llegada que fue a su casa, depositó grasa y tripas en una tinaja grande, porque no se sentía con ánimos para comerse al animal que había criado y a quien tanto quería.
La vieja no tenía hijos ni esclavos, y se arreglaba ella misma la casa; pero ocurrió que en cuanto hubo depositado los restos de Takisé en la tinaja, todos los días se encontraba la cabaña barrida y las tina­jas llenas de agua hasta el borde. Y así ocurría en cuanto se ausentaba un momento. Era que la grasa y las tripas se cambiaban todas las mañanas en dos jovencitas, que cuidaban de la casa.
Una mañana, la pobre mujer se dijo: "Hoy mismo he de saber quién me barre la casa y me llena las tinas". Salió de la cabaña, cerró la entrada con un seko y, ocultándose tras él, se sentó y espió por los intersticios del cañizo lo que iba a suceder en el interior.
Apenas se había sentado oyó ruido en la cabaña. El ruido provenía del frote de unas escobas contra el suelo. Entonces derribó bruscamente el seko, y vio a las dos jovencitas que corrían a meterse en la tina.
–¡No os escondáis! –les gritó–. Yo no tengo hijas, ya lo sabéis: viviremos aquí las tres en familia.
Las jovencitas dejaron de huir y fueron al encuen­tro de la vieja. Esta impuso a la más bonita el nom­bre de Takisé, y llamó a la otra Aissa.
Estuvieron mucho tiempo con la vieja sin que na­die advirtiese su presencia, porque nunca salían. Un día se presentó un gambari a pedir de beber. Takisé le sirvió el agua, pero el forastero se quedó tan pren­dado de su hermosura que no pudo beber.
Cuando cumplimentó al rey, el gambari le contó que en casa de una vieja de la aldea había visto una joven de belleza sin par.
–Es una joven –concluyó– que sólo puede casarse con un sartyi.
El sartyi ordenó en el acto a un griot que fuese, en compañía del diula, a buscar a la joven. Takisé se presentó, seguida de la vieja.
–Tu hija es prodigiosamente bella –dijo el sartyi–. Quiero tomarla por esposa.
–Sartyi –dijo la vieja–: consiento en dártela por esposa, pero que nunca salga al sol ni se acerque a la lumbre, porque se derretiría como manteca.
El sartyi prometió a la vieja que Takisé no saldría nunca en las horas de sol ni se ocuparía de cocina. De esta manera no había miedo de que se expusiese al calor, que le era funesto.
Takisé se casó con el rey, que le concedió el puesto de mujer predilecta. La que antes ostentaba ese rango cayó en la situación de las mujeres ordinarias, que no deben acercarse al marido a menos que él se lo ordene expresamente.
Al cabo de siete meses, el sartyi se fue de viaje. Al día siguiente las mujeres del sartyi se reunieron y dijeron a Takisé:
–Eres la favorita del jefe y nunca trabajas. Si ahora mismo no nos tuestas estos granos de sésamo te mataremos y arrojaremos tu cuerpo en las letri­nas.
Takisé, asustada por la amenaza, se acercó a 'a lumbre para tostar los granos de sésamo en un le­brillo, y, según estaba vigilando la torrefacción, em­pezó a derretirse como manteca al sol y transfor­marse en una grasa fluida que dio origen a un gran río.
Las otras mujeres del rey asistían, sin conmoverse, a esta metamorfosis; terminado todo, la antigua fa­vorita les dijo esto:
–Ahora, tenedlo por cierto, estamos perdidas sin remedio, porque el sartyi, en cuanto vuelva de viaje, hará que nos corten la cabeza. Seguramente no nos perdonará haber obligado a su favorita a trabajar junto a la lumbre hasta que se ha derretido por completo. Y la primera que decapiten seré yo.
Hasta el retorno de su marido las mujeres vivieron bajo el temor de una muerte inevitable.
Algunos días después, el sartyi volvió de su viaje. Sin beber siquiera el agua que le brindaban, llamó a su favorita:
–¡Takisé! ¡Takisé!
Entonces la antigua favorita se acercó y le dijo:
–Sartyi y marido, no puedo ocultarte nada. En tu ausencia, las niñas (así llamaba a las concubinas) han hecho trabajar a Takisé junto a la lumbre. Se ha derretido como manteca y, al derretirse, se ha formado aquel río nuevo que ves allí lejos.
¡Que me den a Takisé! Tal era la idea del sartyi. Echó a correr en dirección al río, seguido de la antigua favorita.
Cuando llegaron a la orilla, el rey se cambió en hipopótamo y se sumergió en busca de Takisé. La ex íavoílta, que amaba sinceramente a su marido, tomó la forma de un caimán y se echó también al agua, por no separarse del sartyi.
Desde entonces, hipopótamos y caimanes no han dejado de vivir en los esteros.

LEYENDA DE LA PLANTACIÓN DEL MAÍZ
(Cuento yoruba)
Cuentan las crónicas que las primeras ciudades fundadas en la selva de Egba fueron Kesí, Kesuta y Aké. Después, otras ciudades se apresuraron a poner sus cimientos. Como vivían en paz, pensaron en nom­brar un rey de su seno. Consultados los hados, desig­naron un hombre llamado Odjoko, amigo del jefe de los habitantes de Kesí. Entonces le proclamaron rey. En aquella época los géneros comestibles no eran muy variados en las otras ciudades; el maíz se daba únicamente en Kesí, y en las otras ciudades no lo había.
El rey Odjoko había dicho a sus gentes que no vendiesen grano a los otros egbas sin sumergirlo pre­viamente en agua caliente. Poco después el jefe de Aké dio a su hija Adechiku en casamiento al rey Odjoko.
Por ella supieron los otros egbas la astucia de que eran víctimas. Un día, el Alaka preguntó a su hija cómo lograría plantar en sus tierras buen grano de maíz. La hija le respondió:
–Padre, bien sabes que está expresamente prohi­bido entregar grano bueno, y quien infringe la pro­hibición incurre en pena de muerte; pero, por el amor que te profeso, como hija tuya, haré una prueba, aunque puede costarme la vida.
Entonces comenzó a pensar cómo se las arreglaría para conseguir su intento. Se le ocurrió la idea si­guiente. Dos días después envió a decir a su padre que le enviase tres pollos. Llegados que fueron, los cebó con buen grano; envió a decir a su padre con el emisario que los matase, reuniese los granos que tenían en el buche y que los plantase. Lo hizo así el padre, y se asombró de ver que los granos germina­ban en sus tierras; pero no dijo nada a nadie hasta que la planta echó espigas y maduró.
Después que el Alaka descortezó el maíz, envió gra­nos a todos los egbas para sembrar. Lo sembraron, lo cosecharon, lo comieron y se maravillaban de ver que el maíz se daba en sus tierras lo mismo que en Kesí. Tuvieron asamblea y, coléricos, resolvieron mover guerra a Idjoko, donde vivía Odjoko; destruyeron la ciudad y mataron a muchos habitantes, para vengar­se a causa del grano.

LOS CUATRO JÓVENES Y LA MUJER
(Cuento basuto)
Cuentan que había en otro tiempo cuatro jóvenes. Había también una mujer. Esta mujer vivía en la ver­tiente de una colina pequeña. Los cuatro mozos vi­vían en otra colina. Los mozos se dedicaban a cazar animales fieros. La mujer no sabía cazar; perma­necía sentada, sin hacer nada, sin tener qué comer. Los mozos cazaban animales fieros y se alimentaban de su carne.
Uno de ellos dijo:
–Allí hay un ser semejante a nosotros. ¿Quién caza para él, puesto que se pasa el día sentado?
Otro respondió:
–No es semejante. Es un ser que no puede cazar animales como nosotros cazamos.
Replicó el primero:
–Tiene manos, pies y cabeza, como nosotros. ¿Por qué no ha de ir también de caza?
Otro dijo:
–Voy a ir a ver qué clase de persona es.
La encontró sentada, como siempre. Le preguntó:
–¿Cómo eres tú?
Respondió ella:
–No como nada; me alimento de agua.
–¿De veras?
–Sí.
Volvió a sus compañeros y les dijo:
–No es Un ser de nuestra especie; es de una espe­cie muy diferente; es un ser que no puede ir de caza.
Le preguntaron:
–¿Qué forma tiene?
–Tiene, como nosotros, manos, pies y cabeza; en lo demás no se nos parece.
–¿Enciende lumbre?
–No, vive sin lumbre.
–¿Qué come?
–Bebe agua; no come absolutamente nada.
Los otros mozos se maravillaron. Y, acostándose, se durmieron.
Al día siguiente fueron de caza y volvieron con las piezas cobradas. Entonces uno de ellos dijo:
–Compañero, voy a dar un pedazo de carne a esa persona, a ver si la come.
Y, efectivamente, cortó un pedazo de carne, tomó lumbre, reunió estiércol seco y fue donde estaba la mujer, echó lumbre, asó la carne y se la dio, di­ciendo:
–Toma y come.
La mujer tomó la carne y se la comió. El mozo la vio comer y se maravilló. Entonces le dio otro pe­dazo de carne, diciendo:
–Toma y ásalo tú misma.
Después se volvió con sus compañeros y les dijo:
–Esa persona ha comido carne igual que nosotros; pero no es de nuestra especie, porque no puede matar caza.
La mujer estaba desnuda; también los mozos, pero ellos se cubrían con pieles frescas de los animales que mataban; no sabían curtirlas ni conservarlas. Llevaban las flechas enredadas en la cabellera. Al día siguiente el joven volvió a buscar a la mujer y le llevó carne. Los otros le dijeron:
–Si vas a estar cazando para esa persona, no te daremos ya parte en nuestras presas.
Cuando la mujer se hartó de carne tuvo sed; en­tonces tomó arcilla y formó un vasito; lo puso al sol para secarlo, y enseguida fue a tomar agua en el vaso; pero se rajó. La mujer, disgustada, fue a beber, como siempre, de bruces en el agua.
Empezó a hacer otro vaso de arcilla, después otro, los secó al sol, reunió estiércol seco y encendió lumbre para cocer los vasos; terminados, fue a buscar agua y vio que el agua no los destruía. Puso en uno de ellos agua y carne y lo arrimó a la lumbre. Cocida la carne, la sacó del vaso, la puso en una piedra lisa y se la comió; pero dejó un pedazo en el vaso.
El hombre llegó, trayendo la caza que acababa de matar. Ella le dijo:
–Come un poco de esto, ya verás lo bueno que está.
El mozo comió la carne, bebió el caldo y se mara­villó. Después volvió con sus compañeros, y les dijo:
–Compañeros: aquella persona moldea la arcilla; en un vaso toma agua, en otro hierve la carne; pro­bad la carne que ha cocido. Seguramente, esa persona no es de nuestra misma especie.
Maravillado, fue otro de ellos en busca de la mujer, la miro, comió la carne, bebió el caldo y se quedó estupefacto al ver los vasos de arcilla que había mol­deado. Volvió a sus compañeros, y les dijo:
–Es un ser de otra especie.
Entonces, el joven que se había ocupado primero de ella, permaneció con la mujer, y le llevaba todos los días la caza que mataba; ella, por su parte, se la preparaba lo mejor que podía. Los otros tres mozos se fueron, dejando a su compañero con la mujer. De este modo vivieron juntos.

EL GATO Y EL RATON HACEN VIDA EN COMÚN
(Hermanos Grimm)
Un gato había trabado conocimiento con un ratón, y tales protestas le hizo de cariño y amistad, que, al fin, el ratoncito se avino a poner casa con él y hacer vida en común.
–Pero tenemos que pensar en el invierno, pues de otro modo pasaremos hambre –dijo el gato–. Tú, ratoncillo, no puedes aventurarte por todas partes; al fin caerías en alguna ratonera.
Siguiendo, pues, aquel previsor consejo, compraron un pucherito lleno de manteca. Pero luego se presen­tó el problema de dónde lo guardarían, hasta que, tras larga reflexión, propuso el gato:
–Mira, el mejor lugar es la iglesia. Allí nadie se atreve a robar nada. Lo esconderemos debajo del altar y no lo tocaremos hasta que sea necesario.
Así, el pucherito fue puesto a buen recaudo. Pero no había transcurrido mucho tiempo cuando, cierto día, el gato sintió ganas de probar la golosina y dijo al ratón:
–Oye, ratoncito, una prima mía me ha hecho pa­drino de su hijo; acaba de nacerle un pequeñuelo de piel blanca con manchas pardas, y quiere que yo lo lleve a la pila bautismal. Así es que hoy tengo que marcharme; cuida tú de la casa.
–Muy bien –respondió el ratón–¡ vete en nom­bre de Dios, y si te dan algo bueno para comer acuér­date de mí. También yo chuparía a gusto un poco del vinillo de la fiesta.
Pero todo era mentira; ni el gato tenía prima al­guna ni lo habían hecho padrino de nadie. Fuese directamente a la iglesia, se deslizó hasta el pu­chero de grasa, se puso a lamerlo y se zampó toda la capa exterior. Aprovechó luego la ocasión para darse un paseíto por los tejados de la ciudad; des­pués se tendió al sol, relamiéndose los bigotes cada vez que se acordaba de la sabrosa olla. No regresó a casa hasta el anochecer.
–Bien, ya estás de vuelta –dijo el ratón–; a buen seguro que has pasado un buen día.
–No estuvo mal –respondió el gato.
–¿Y qué nombre le habéis puesto al pequeñuelo?
–"Empezado" –repuso el gato secamente.
–¿"Empezado"? –exclamó su compañero–. ¡Vaya nombre raro y estrambótico! ¿Es corriente en vuestra familia?
–¿Qué le encuentras de particular? –replicó el ga­to–. No es peor que "Robamigas", como se llaman tus padres.
Poco después le vino al gato otro antojo, y dijo al ratón:
–Tendrás que volver a hacerme el favor de cuidar de la casa, pues otra vez me piden que sea padrino y como el pequeño ha nacido con una faja blanca en torno al cuello, no puedo negarme.
El bonachón del ratoncito se mostró conforme, y el gato, rodeando sigilosamente la muralla de la ciu­dad hasta llegar a la iglesia, se comió la mitad del contenido del puchero.
–Nada sabe tan bien –dijose para sus adentros-como lo que uno mismo se come.
Y quedó la mar de satisfecho con la faena del día. Al llegar a casa preguntóle el ratón:
–¿Cómo le habéis puesto esta vez al pequeño?
–"Mitad" –contestó el gato.
–¿"Mitad"? ¡Qué ocurrencia! En mi vida había oído semejante nombre: apuesto a que no está en el ca­lendario.
No transcurrió mucho tiempo antes de que al gato se le hiciese de nuevo la boca agua pensando en la manteca
–Las cosas buenas van siempre de tres en tres –dijo al ratón–. Otra vez he de actuar de padrino; en esta ocasión, el pequeño es negro del todo, sólo tiene las patitas blancas; aparte ellas, ni un pelo blan­co en todo el cuerpo. Esto ocurre con muy poca fre­cuencia. No te importa que vaya, ¿verdad?
–¡"Empezado", "Mitad"! –contestó el ratón–. Estos nombres me dan mucho que pensar.
–Como estás todo el día en casa, con tu levitón gris y tu larga trenza –dijo el gato–, claro, coges manías. Estas cavilaciones te vienen del no salir nunca.
Durante la ausencia de su compañero, el ratón se dedicó a ordenar la casita y dejarla como la plata, mientras el glotón se zampaba el resto de la grasa del puchero:
–Es bien verdad que uno no está tranquilo hasta que lo ha terminado todo –díjose, y, ahíto como un tonel, no volvió a casa hasta bien entrada la noche. Al ratón le faltó tiempo para preguntarle qué nombre habían dado al tercer gatito.
–Seguramente no te gustará tampoco –dijo el ga­to–. Se llama "Terminado".
–¡"Terminado"! –exclamó el ratón–. Este sí que es el nombre más estrafalario de todos. Jamás lo vi escrito en letra impresa. ¡"Terminado"! ¿Qué diablos querrá decir?
Y, meneando la cabeza, se hizo un ovillo y se echó a dormir. Ya no volvieron a invitar al gato a ser padri­no, hasta que, llegado el invierno y escaseando la pitan­za, pues nada se encontraba por las calles, el ratón acordóse de sus provisiones de reserva.
–Anda, gato, vamos a buscar el puchero de manteca que guardamos; ahora nos vendrá de perlas.
–Sí –respondió el gato–, te sabrá como cuando sacas la lengua por la ventana.
Salieron, pues, y, al llegar al escondrijo, allí estaba el puchero, en efecto, pero vacío.
–¡Ay! –clamó el ratón–. Ahora lo comprendo todo; ahora veo claramente lo buen amigo que eres. Te lo comiste todo cuando me decías que ibas de padrino: primero "empezado", luego "mitad", luego...
–¿Vas a callarte? –gritó el gato–. ¡Si añades una palabra más te devoro!
–..."terminado" –tenía ya al pobre ratón en la lengua. No pudo aguantar la palabra y, apenas la hubo soltado, el gato pegó un brinco y, agarrándolo, se lo tragó de un bocado.

EL LOBO Y LAS SIETE CABRITAS
(Hermanos Grimm)

Erase una vez una vieja cabra que tenía siete ca­britas, a las que quería tan tiernamente como una madre puede querer a sus hijos. Un día quiso salir al bosque a buscar comida y llamó a sus pequeñuelas.
–Hijas mías –les dijo–, me voy al bosque: mucho ojo con el lobo, pues si entra en la casa os devorará a todas sin dejar ni un pelo. El muy bribón suele disfrazarse, pero lo conoceréis en seguida por su bron­ca voz y sus negras patas.
Las cabritas respondieron:
–Tendremos mucho cuidado, madrecita. Podéis marcharos tranquila.
Despidióse la vieja con un balido y, confiada, em­prendió su camino. No había transcurrido mucho tiempo cuando llamaron a la puerta y una voz dijo:
–Abrid, hijitas. Soy vuestra madre, que estoy de vuelta y os traigo algo para cada una.
Pero las cabritas comprendieron, por lo rudo de la voz, que era el lobo.
–No te abriremos –exclamaron–. No eres nuestra madre. Ella tiene una voz suave y cariñosa, y la tuya es bronca: eres el lobo.
Fuese éste a la tienda y se compró un buen trozo de yeso. Se lo comió para suavizarse la voz y volvió a la casita. Llamando nuevamente a la puerta:
–Abrid hijitas –dijo–. Vuestra madre os trae algo a cada una.
Pero el lobo había puesto una negra pata en la ventana, y al verla las cabritas, exclamaron:
–No, no te abriremos; nuestra madre no tiene las patas negras como tú. ¡Eres el lobo!
Corrió entonces el muy bribón a un tahonero y le dijo:
–Mira, me he lastimado un pie: úntamelo con un poco de pasta.
Untada que tuvo la pata, fue al encuentro del mo­linero:
–Échame harina blanca en el pie –díjole. El mo­linero, comprendiendo que el lobo tramaba alguna tropelía, negóse al principio; pero la fiera lo ame­nazó–: Si no lo haces, te devoro –el hombre, asus­tado, le blanqueó la pata Si, asi es la gente.
Volvió el rufián por tercera vez a la puerta, y, llamando, dijo:
–Abrid, pequeñas; es vuestra madrecita querida, que está de regreso y os trae buenas cosas del bos­que.
Las cabritas replicaron:
–Enséñanos la pata; queremos asegurarnos de que eres nuestra madre.
La fiera puso la pata en la ventana y, al ver ellas que era blanca, creyeron que eran verdad sus pa­labras y se apresuraron a abrir. Pero fue el lobo quien entró. ¡Qué sobresalto, Dios mío! ¡Y qué prisas por esconderse todas! Metióse una debajo de la mesa; la otra, en la cama; la tercera, en el horno; la cuar­ta, en la cocina; la quinta, en el armario; la sexta debajo de la fregadera, y la más pequeña, en la caja del reloj. Pero el lobo fue descubriéndolas unas tras otra y, sin gastar cumplidos, se las engulló a todas menos a la más pequeña, que, oculta en la caja del reloj, pudo escapar a sus pesquisas. Ya ahíto y satisfecho, el lobo se alejó a un trote ligero y, llegado a un verde prado, tumbóse a dormir a la sombra de un árbol.
Al cabo de poco regresó a casa la vieja cabra. ¡Santo Dios, lo que vio! La puerta, abierta de par en par; la mesa, las sillas y bancos, todo volcado y revuelto; la jofaina rota en mil pedazos; las mantas y almo­hadas por el suelo. Buscó a sus hijitas, pero no apa­recieron por ninguna parte; llamólas a todas por sus nombres, pero ninguna contestó. Hasta que llególe la voz a la última, la cual, con vocecita queda, dijo:
–Madre querida, estoy en la caja del reloj.
Sacólo la cabra, y entonces la pequeña le explicó que había venido el lobo y se había comido a las demás. ¡Imaginad con qué desconsuelo lloraba la ma­dre la pérdida de sus hijitas!
Cuando ya no le quedaban más lágrimas, salió al campo en compañía de su pequeña, y, al llegar al prado, vio al lobo dormido debajo del árbol, roncando tan fuertemente que hacía temblar las ramas. Al obser­varlo de cerca, parecióle que algo se movía y agitaba en su abultada barriga.
–¡Válgame Dios! –pensó–. ¿Si serán mis pobres hijitas, que se las ha merendado y que están vivas aún?
Y envió a la pequeña a casa, a toda prisa, en busca de tijeras, aguja e hilo. Abrió la panza al monstruo. y apenas había empezado a cortar cuando una de las cabritas asomó la cabeza. Al seguir cortando sal­taron las seis afuera, una tras otra, todas vivitas y sin daño alguno, pues la bestia, en su glotonería, las había engullido enteras. ¡Allí era de ver su rego­cijo! ¡Con cuánto cariño abrazaron a su mamaíta. brincando como sastre en bodas! Pero la cabra dijo:
–Traedme ahora piedras; llenaremos con ellas la panza de esta condenada bestia, aprovechando que duerme.
Las siete cabritas corrieron en busca de piedras y las fueron metiendo en la barriga, hasta que ya no cupieron más. La madre cosió la piel con tanta presteza y suavidad, que la fiera no se dio cuenta de nada ni hizo el menor movimiento.
Terminada ya su siesta, el lobo se levantó y, como los guijarros que le llenaban el estómago le diesen mucha sed. encaminóse a un pozo para beber. Mien­tras andaba, moviéndose de un lado a otro, los gui­jarros de su panza chocaban entre sí con gran ruido, por lo que exclamó:
¿Qué será este ruido que suena en mi barriga? Creí que eran seis cabritas. Mas ahora parecen chinitas.
Al llegar al pozo e inclinarse sobre el brocal, el peso de las piedras lo arrastró y lo hizo caer al fondo donde se ahogó miserablemente. Viéndolo las cabritas, acudieron corriendo y gritando jubilosas:
–¡Muerto está el lobo! ¡Muerto está el lobo!
Y, con su madre, pusiéronse a bailar en corro en torno al pozo.


EL PERRO Y EL GORRIÓN
(Hermanos Grimm)
A un perro de pastor le había tocado en suerte un mal amo, que le hacía pasar hambre. No queriendo aguantarlo por más tiempo, el animal se marchó, tris­te y pesaroso. Encontróse en la calle con un gorrión, el cual le preguntó:
–Hermano perro, ¿por qué estás tan triste?
Y respondióle el perro:
–Tengo hambre y nada que comer..
Aconsejóle el pájaro:
–Hermano, vente conmigo a la ciudad; yo haré que te hartes.
Encamináronse juntos a la ciudad, y al llegar fren­te a una carnicería, dijo el gorrión al perro:
–No te muevas de aquí; a picotazos te haré caer un pedazo de carne –y situándose sobre el mostrador y vigilando que nadie lo viera, se puso a picotear y a tirar de un trozo que se hallaba al borde, hasta que lo hizo caer al suelo. Cogiólo el perro, llevóselo a una esquina y se lo zampó. Entonces le dijo el gorrión:
–Vamos ahora a otra tienda; te haré caer otro pedazo para que te hartes.
Una vez el perro se hubo comido el segundo trozo, preguntóle el pájaro:
–Hermano perro, ¿estás ya harto?
–De carne, sí –respondió el perro–, pero me falta un poco de pan.
Dijo si gorrión:
–Ven conmigo, lo tendrás también –y llevándolo a una panadería, a picotazos hizo caer unos panecillos; y como el perro quisiera todavía más, condújolo a otra panadería y le proporcionó otra ración. Cuando el perro se la hubo comido, preguntóle el gorrión:
–Hermano perro, ¿estás ahora harto?
–Sí –respondió su compañero–. Vamos ahora a dar una vuelta por las afueras.
Salieron los dos a la carretera; pero como el tiempo era caluroso, al cabo de poco trecho dijo el perro:
–Estoy cansado, y de buena gana echaría una siestecita.
–Duerme, pues –asintió el gorrión–; mientras tanto, yo me posaré en una rama.
Y el perro se tendió en la carretera y pronto se quedó dormido.
En ésta, acercóse un carro tirado por tres caballos y cargado con tres cubas de vino. Viendo el pájaro que el carretero no llevaba intención de apartarse para no atropellar al perro, gritóle:
–¡Carretero, no lo hagas o te arruino! Pero el hombre, refunfuñó entre dientes:
–No serás tú quien me arruine –restalló el lá­tigo y las ruedas del vehículo pasaron por encima del perro, matándolo.
Gritó entonces el gorrión:
–Has matado a mi hermano el perro, pero te cos­tará el carro y los caballos.
–¡Bah!, ¡el carro y los caballos! –se mofó el conductor–. ¡Me río del daño que tú puedes causar­me! –y prosiguió su camino.
El gorrión se deslizó debajo de la lona, y se puso a picotear una espita, hasta que hizo soltar el tapón, por lo que empezó a salirse el vino sin que el ca­rretero lo notase, y se vació todo el barril. Al cabo de buen rato, volvióse el hombre, y al ver que go­teaba vino, bajó a examinar los barriles, encontrando que uno de ellos estaba vacío.
–¡Pobre de mí! –exclamó.
-Aún no lo eres bastante –dijo el gorrión, y vo­lando a la cabeza de uno de los caballos, de un pico­tazo le sacó un ojo. Al darse cuenta el carretero, empuñó un azadón y lo descargó contra el pájaro con ánimo de matarlo, pero la avecilla escapó y el caballo recibió en la cabeza un golpe tan fuerte que cayó muerto.
–¡Ay, pobre de mí! –repitió el hombre.
–¡Aún no lo eres bastante! –gritóle el gorrión, y cuando el carretero reemprendió su ruta con los dos caballos restantes, volvió el pájaro a meterse por debajo de la lona y no paró hasta haber sacado el segundo tapón, vaciándose, a su vez, el segundo barril. Diose cuenta el carretero demasiado tarde, y volvió a exclamar:
–¡Ay, pobre de mí!
A lo que replicó su enemigo.
–¡Aún no lo eres bastante! –y posándose en la cabeza del segundo caballo saltóle igualmente los ojos. Otra vez acudió el hombre con su azadón, y otra vez hirió de muerte al caballo, mientras el pá­jaro escapaba, volando.
–¡Ay. pobre de mí!
–Aún no lo eres bastante –repitió el gorrión, al tiempo que sacaba los ojos al tercer caballo. Enfure­cido, el carretero asestó un nuevo azadonazo contra el pájaro, y errando otra vez la puntería mató al tercer animal.
–¡Ay, pobre de mí! –exclamó.
–¡Aún no lo eres bastante! –repitió una vez más el gorrión–. Ahora voy a arruinar tu casa - y se alejó volando.
El carretero no tuvo más remedio que dejar el carro en el camino y marcharse a su casa, furioso y deses­perado:
–¡Ay! –dijo a su mujer–, ¡qué día más desgra­ciado he tenido! He perdido el vino y los tres caba­llos están muertos.
–¡Ay, marido mío! –respondióle su mujer–. ¡Que diablo de pájaro es éste que se ha metido en casa! Ha traído a todos los pájaros del mundo, y ahora se están comiendo nuestro trigo.
Subió el hombre al granero y encontró miliares de pájaros en el suelo acabando de devorar todo el gra­no, y en medio de ellos estaba el gorrión. Y volvió a exclamar el hombre:
–¡Ay, pobre de mí!
–Aún no lo eres bastante –repitió el pájaro – : Carretero, aún pagarás con la vida –y echó a volar.
El carretero, perdidos todos sus bienes, bajó a la sala y sentóse junto a la estufa, mohíno y colérico. Pero el gorrión le gritó desde la ventana:
–¡Carretero, pagarás con la vida!
Cogiendo el hombre el azadón, arrojólo contra d pájaro, mas sólo consiguió romper los cristales, sin tocar a su perseguidor. Este saltó al interior de la estancia, y posándose sobre el horno repitió:
–¡Carretero, pagarás con la vida!
Loco y ciego de rabia, el carretero arremetió contra todas las cosas, queriendo matar al pájaro, y así des­truyó el horno y todos los enseres domésticos: espejos, bancos, la mesa e incluso las paredes de la casa, sin conseguir su objetivo. Por fin logró cogerlo con la mano, y entonces, dijo la mujer:
–¿Quieres que lo mate de un golpe?
–¡No! –gritó él–: Sería una muerte demasiado dulce. Ha de sufrir mucho más. ¡Me lo voy a tragar! –y se lo tragó de un bocado. Pero el animal empezó a agitarse y aletear dentro de su cuerpo, y se le subió de nuevo a la boca, y, asomando la cabeza:
–¡Carretero, pagarás con la vida! –le repitió por última vez.
Entonces e] carretero, tendiendo el azadón a su mujer, le dijo
–¡Dale al pájaro en la boca!
La mujer descargó el golpe, pero, errando la pun­tería partió la cabeza a su marido, el cual se des­plomó, muerto, mientras el gorrión escapaba volando.

LA ZORRA Y EL CABALLO
¡Hermanos Grimm)
Tenía un campesino un fiel caballo, ya viejo, qui­no podía prestarle ningún servicio. Su amo se de­cidió a no darle más de comer y le dijo:
–Ya no me sirves de nada: mas para que veas que te tengo cariño, te guardaré si me demuestras que tienes aún la fuerza suficiente para traerme un león. Y ahora, fuera de la cuadra.
Y lo echó de su casa.
El animal se encaminó tristemente al bosque, en busca de un cobijo. Encontróse allí con la zorra, la cual le preguntó:
-¿Qué haces por aquí, tan cabizbajo y solitario?
–¡Ay! - respondió el caballo–. La avaricia y la lealtad raramente moran en una misma casa. Mi amo ya no se acuerda de los servicios que le he ve­nido prestando durante tantos años, y porque ya no puedo arar como antes, se niega a darme pienso y me ha echado a la calle.
–¿Así, a secas? ¿No puedes hacer nada para evi­tarlo? –preguntó la zorra.
–El remedio es difícil. Me dijo que si era lo bas­tante fuerte para llevarle un león, me guardaría. Pero sabe muy bien que no puedo hacerlo.
–Yo te ayudaré. Túmbate bien y no te muevas, como si estuvieses muerto.
Hizo e) caballo lo que le indicara la zorra, y ésta fue al encuentro del león, cuya guarida se hallaba a escasa distancia, y le dijo:
–Ahí fuera hay un caballo muerto; si sales, podrás darte un buen banquete.
Salió el león con ella, y cuando ya estuvieron junto al caballo, dijo la zorra:
–Aquí no podrás zampártelo cómodamente. ¿Sabes qué? Te ataré a su cola. Así te será fácil arrastrarlo hasta tu guarida, y allí te lo comes tranquilamente
Gustóle el consejo al león, y colocóse de manera que la zorra, con la cola del caballo, ató fuertemente
las patas del león, y le dio tantas vueltas y nudos que no había modo de soltarse. Cuando hubo termi­nado, golpeó el anca del caballo y dijo:
- ¡Vamos, jamelgo, andando!
Incorporóse el animal de un salto y salió al trote, arrastrando al león. Se puso éste a rugir con tanta fiereza que todas las aves del bosque echaron a volar asustadas: pero el caballo lo dejó rugir y, a campo traviesa, lo llevó arrastrando hasta la puerta de su amo.
Al verlo éste, cambió de propósito y dijo al animal:
–Te quedarás a mi lado, y lo pasarás bien –y en adelante, no le faltaron al caballo sus buenos piensos, hasta que murió.

EL TIGRE Y EL ZORRO
(Argentina)
Cierto día encontró el zorro a su tío tigre comiendo una presa y le pidió le hiciera parte de ella, pues llevaba el estó­mago vacío, pero el tigre se negó. El vengativo sobrino es­peró a que su tío duerma y entonces le amarró a la cola una vejiga llena de avispas, que al volar dentro de ella ha­cían un fuerte zumbido. El zorro, con un grito de alarma, le dijo:
Tío, huya que viene persiguiéndolo una guardia ar­mada.
El tigre se dio a una carrera desesperada, llevando siempre detrás el ruido que producían los que creía sus perse­guidores. Cuando se dio cuenta de la broma, juró tomar desquite.
Entonces se tendió en medio de la cueva y simuló estar muerto, mientras su mujer invitaba para el velorio al quir­quincho, a la charata, al cuervo, a la comadreja y otros co­nocidos. También buscó al zorro y le dijo:
Sobrino Juan, tu tío ha muerto y te nombró tutor de tus primos; es necesario que vayas a nuestra casa a cumplir tu misión.
El astuto Juan llegó hasta la puerta y vio a su tío velán­dose, pero desconfiado siempre, dijo:
• Yo voy a creer que está muerto sólo que mi tío mueva la cola.
El tigre, para convencerlo, sacudió fuertemente la cola. Entonces el zorro, dando media vuelta, dijo:
Muerto que mueve la cola es porque no está muerto.
Y echando patas al aire, exclamó mientras corría: ¡Patitas, para cuándo si no son para agora!

JUAN Y EL SURI
(Argentina)
Juancito hacía mucho tiempo que lo quería comer al suri y nunca lo podía pillar porque era muy ligero y se dis­paraba. Un día se encontraron en el campo y le dice el zo­rro al suri:
Oiga, compadre, a usted le hacen falta unos zapatos para que no se lastime las patas cuando corre en el campo, ¿no le parece?
Cierto - le respondió el suri-; pero no encuentro za­patero que me los haga.
¡Ah! Si es por eso no se aflija, que yo se los puedo hacer.
Y ahí no más le tomó las medidas de las patas.
El zorro había robado de un puesto un pedazo de cuero crudo y muy contento se puso a fabricarle los zapatos. Se los hizo bien ajustados a los pies y antes de colocárselos los humedeció; se los colocó y lo mandó a que corra un poco al sol.
El suri salió muy ufano con sus zapatos nuevos y al rato el cuero crudo mojado le fue retobando los pies, los dedos se le juntaron y no pudo correr más y ahí quedó plantado. El zorro, que lo iba siguiendo, aprovechó para comerlo.

LA HORMIGUITA
(Puerto Rico)
Pues la hormiguita salió de su cueva y como era. el invierno muy frío y había caído mucha nieve en )a tierra, se le yeló la patita. Y dijo la hormiguita: "Nieve, qué brava eres tú, que me pelaste la patita".
Pero entonces le dijo la nieve: "Más bravo es el sol que me derrite".
Y la hormiguita fue donde el sol y le dijo: "Sol qué bravo eres tú que derrite la nieve, nieve que yeló mi patita".
Pero entonces le dijo el sol: "Más brava es la nube que me cubre".
Y la hormiguita fue donde la nube y le elijo: "Nube, qué brava eres tú que cubre el sol, sol que derrite la nieve, nieve que yeló mi patita".
Pero entonces le dijo la nube: "Más bravo es el viento que me desbarata".
Y la hormiguita fue donde el viento y le dijo: "Vien­to, qué bravo eres tú que desbarata la nube, nube que cubre el sol, sol que derrite la nieve, nieve que yeló mi pata".
Pero entonces le dijo el viento: "Más brava es la pared que me detiene".
Y la hormiguita fue donde la pared y le dijo: "Pared, qué brava eres tú que detiene el viento, viento que desbarata la nube, nube que cubre el sol, sol que derrite la nieve, nieve que yeló mi patita".
Pero entonces le dijo la pared: "Más bravo es el ratón que me agujera".
Y la hormiguita fue donde el ratón y le dijo: "Ra­tón, qué bravo eres tú que agujera la pared, paree? que detiene el viento, viento que desbarata la nube, nube que cubre el sol, sol que derrite la nieve, nieve que yeló mi patita".
Pero entonces le dijo el ratón: "Más fuerte es el gato que me come".
Y la hormiguita fue donde el gato y le dijo: "Gato, qué bravo eres tú que come el ratón, ratón que agujera la pared, pared que detiene el viento, viento que desbarata la nube, nube que cubre el sol, sol que de­rrite la nieve, nieve que yeló mi patita".
Pero entonces le dijo el gato: "Más bravo es el perro que me mata".
Y la hormiguita fue donde el perro y le dijo: "Perro, qué bravo eres tú que mata al gato, gato que come el ratón, ratón que agujera la pared, pared que de­tiene el viento, viento que desbarata la nube, nube que cubre el sol, sol que derrite la nieve, nieve que veló mi patita".
Pero entonces le dijo el perro: "Más bravo que yo es el palo que me mata".
v la hormiguita fue donde el palo y le dijo: "Palo, qué bravo eres tú que mata al perro, perro que mata el gato, gato que come el ratón, ratón que agujera la pared, pared que detiene el viento, viento que des­barata la nube, nube que cubre el sol, sol que derrite la nievo, nieve que yeló mi patita".
Pero entonces le dijo el palo: "Más bravo que yo es el fuego que me quema".
Y la hormiguita fue donde el fuego y le dijo: "Fue­go, qué bravo eres tú que quemas el palo, palo que mata el perro, perro que mata el gato, gato que come el ratón, ratón que agujera la pared, pared que de­tiene el viento, viento que desbarata la nube, nube que cubre el sol, sol que derrite la nieve, nieve que yeló mi patita".
Pero entonces le dijo el fuego: "Más brava que yo es el agua que me apaga".
Y la hormiguita se fue donde el agua y le dijo: "Agua, qué brava eres tú que apaga el fuego, fuego que quema el palo, palo que mata al perro, perro que mata al gato, gato que come ratón, ratón que agu­jera la pared, pared que detiene el viento, viento que desbarata la nube, nube que cubre el sol, sol que derrite la nieve, nieve que yeló mi patita''.
Pero entonces le dijo el agua: "Más bravo que yo os d buey que me bebe".
Y la hormiguita fue donde el buey y le dijo: "Buey, que bravo eres tú que bebe el agua, agua que apaga el fuego, fuego que quema el palo, palo que mata el perro, perro que mata el gato, gato que come el ra­tón, ratón que agujera la pared, pared que detiene el viento, viento que desbarata la nube, nube que cubre el sol, sol que derrite la nieve, nieve que yeló mi patita".
Pero entonces le dijo el buey: "Más bravo es el cuchillo que me mata".
Y la hormiguita fue donde el cuchillo y le dijo: "Cuchillo, que bravo eres tú que mata el buey, buey que bebe el agua, agua que apaga el fuego, fuego que quema el palo, palo que mata el perro, perro que ma­ta el gato, gato que come el ratón, ratón que agu­jera la pared, pared que detiene el viento, viento que desbarata la nube, nube que cubre el sol, sol que de­rrite la nieve, nieve que yeló mi patita".
Pero entonces le dijo el cuchillo: "Más bravo que yo es el hombre que me hace".
Y la hormiguita fue donde el hombre y le dijo: "Hombre, qué bravo eres tú que hace el cuchillo, cuchillo que mata el buey, buey que bebe el agua, agua que apaga el fuego, fuego que quema el palo, palo que mata el perro, perro que mata el gato, gato que come el ratón, ratón que agujera la pared, pared que detiene el viento, viento que desbarata la nube, nube que cubre el sol, sol que derrite la nieve, nieve que yeló mi patita".
Pero entonces le dijo el hombre: "Más brava que yo es la muerte que me mata".
Y la hormiguita fue donde la muerte y le dijo: "Muerte, que brava eres tú que mata el hombre, hom­bre que hace el cuchillo, cuchillo que mata el buey, buey que bebe el agua, agua que apaga el fuego, fue­go que quema el palo, palo que mata el perro, perro que mata el gato, gato que come el ratón, ratón que agujera la pared, pared que detiene el viento, viento que desbarata la nube, nube que cubre el sol, sol que derrite la nieve, nieve que yeló mi patita".
Pero entonces le dijo la muerte: "Más bravo que yo es Dios que me manda".
Y la hormiguita fue donde Dios y le dijo: "Dios, qué bravo eres tú que manda la muerte, muerte que mata el hombre, hombre que hace el cuchillo, cu chillo que mata el buey, buey que bebe el agua, agua que apaga el fuego, fuego que quema el palo, palo que mata el perro, perro que mata el gato, gato que come el ratón, ratón que agujera la pared, pared que detiene el viento, viento que desbarata la nube, nube que cubre el sol, sol que derrite la nieve, nieve que yeló mi patita".
Y Dios se apiadó de la pobre hormiguita y le dijo que se fuera a su cuevita, y cuando la hormiguita llegó allí se encontró son su patita que se le había curado en el camino.

EL CUENTO DEL CHIVO
(Puerto Rico)
Pues señor, había una vez y dos son tres, un viejito que vivía con su viejita en un bohío muy chiquito pero muy bonito. Y los dos viejitos se querían mucho y nunca hacían nada sin ayudarse mutuamente. Y sucedió que los viejitos habían sembrado delante del bohío muchas semillas y habían hecho una gran hor­taliza. Y en esta hortaliza tenían lechugas, pimiento'1, tomates, nabos, rábanos, calabazas, maíz, yaulías y otras cuantas verduras buenas para comer y vender. Y también tenían una talita de maíz que ya estaba con mazorcas lo más bonitas y hermosas.
Pues señor, que los viejitos estaban muy contentos y satisfechos de la ayuda que Dios les había dado, y pensaban en lo bueno que iban a comer y los chavos que iban a ganar vendiendo lo que no pudieran co­merse. Y el viejito estaba encantado con las lechu­gas y la viejita con los rábanos y con el maíz.
Y por la mañana cuando se levantaban, el viejito se asomaba a la ventana y le decía a su viejita:
–María, mi jija, ¡mira qué jermosa ejtán mi lechugas! No hay náa en ejte sembrao como mij lechugas.
Y el viejito se reía de gozo, y levantando su bastón le hacía cosquillas a la viejita. Pero ésta se asomaba entonces y llamando a su viejito le decía:
–¡Ay, Ramón, mi jijo! ¡Cuidao que tú ejtáj siego! Ponte ejpejueloj, mi jijo, pa que pueaj y el bien. ¡Lo máj jelmoso que hay en toa la tala ej mi máij y dimpuéj de mi máij mij rábanoj! ¡Qué coloraitoj ejtán loj rábanoj y qué veldesita ejtan laj mataj de máij i
Y le metía al viejito un pellizco que le hacía decir que sí, que él estaba equivocado.
Y así pasaban los días, y una mañana, cuando el viejito se levantó y fue a la ventana a saludar el día, vio entre sus lechugas un bulto raro que parecía un animal. Volvió a mirar y entonces vio que aquel bulto se parecía a un chivo. Llamó a su viejita y le preguntó si ella veía lo mismo que él. Ella miró y comprendió que era un chivo.
Entonces el viejito empezó a andar a donde estaba el chivo, y corno era tan viejo se apoyaba en su bas­tón. Cuando llegó cerca del chivo, le dijo:
–Buenos días, señor Chivo. Yo venía a suplicarle que no se coma mij rábanoj y mij lechugaj, puej noj han costao mucho trabajo. Ya usté se ha comió bas­tante y nojotroj semoj viejoj y no podemoj tragajal máj. Se lo pío pol su mae, báyase, siñol Chivo, y déjenoj gosal de nuestro trabajo.
Pero el chivo por toda contestación bajó la cabe­za y se puso en posición de embestirle, y éste, al ver aquello, empezó a andar como si fuera un joven, y llamando a su viejita le decía:
–María, mi jija, ábreme, la puelta que el Chivo me faja, me faja si me alcansa. ¡Bendito sea Dioj! ¡Tan­to como jemoj trabajao pa que agora benga ese dia­blo de Chivo a comelse too lo que díbamoj a cose-chal! ¿Qué va a sel de nojotroj, María?
–Ten calma, mi jijo, Ustéej loj jombrej no saben jasel laj cosaj. Déjame dil donde el siñol Chivo. Yo le desplicaré ejta cuestión mejol que tú, y ademáj como soy mujel me atenderá mejol que a ti. Nojotraj laj mujerej siempre sacamos mejol paltío en ejta vía. Aguáldate y tú veraj como a mí me ascucha lo que le voy a isil.
Y la viejita se fue donde el Chivo.
–Siñol Chivo, buenos días. Benía a isirle a usté que esa tala de máij m'ha costao mucho trabajo, y que soy una pobrecita vieja y que mi marío y yo semoj mu biejo y usté ej joben y...
El chivo bajó la cabeza, se preparó para embestir y dijo:
–Mire, con pantalones o con faldas, lo mismo da. Largúese de aquí antes de que yo la coja con mis cuernos y acabe con usté, porque si no.. .
¡Ay, Ramón! ¡Pol tu mae, abre la puelta ligero, que me coge el chivo! ¡Abre, mi jijo, abre, que me coge! ¡Ay, mi jijo qué animal más encibil!
Y la pobre viejita cayó en un sillón, y temblaba como si tuviera mucho frío.
Y los dos viejitos no sabían qué hacer para des­prenderse de aquel animal que había venido a abu­sar de ellos y a comérseles toda la hortaliza que ellos habían cuidado con tanto trabajo. ¡Y lloraba la vie­jita, y lloraba el viejito! Y cuando más tristes esta­ban, el viejito sintió una picada en la oreja y fue a rascarse; y al rascarse le cayó en la mano una cosa y vio que era una hormiguita brava. Y oyó que la hormiguita le decía:
–Si ustedes quieren que yo les libre de ese chivo que se esta comiendo la hortaliza y la tala, prepá­renme un saquito de azúcar y otro de harina para llevarles a mis hijitos y yo les respondo porque el chivo se vaya y no vuelva a venir.
Los viejitos dijeron que si, que como no, que ellos le preparaban los dos saquitos, uno de azúcar y otro con harina para que se los llevara a sus hijitos: pero que les librara del chivo.
Y antes de que lo supieran, la hormiguita se tiró al suelo y anda y anda y anda y anda hasta que llegó donde el chivo, y sin decirle nada, empezó a subír­sele por una de las patas de alante hasta que llegó a la frente, y le picó duro. El chivo levantó la pata para rascarse, pero ya la hormiguita estaba picán­dole la barriga, y el chivo levantó una de las patas de atrás para rascarse, pero la hormiguita se había pasado al otro lado y le estaba picando en el costado y le esta picando, y el chivo no tenía bastantes patas para rascarse, y la hormiguita seguía picándole por todo el cuerpo y el chivo sufriendo sin poder rascarse, y creyendo que la tala y la hortaliza estaban llenas de hormigas, el chivo se echó en la tierra, se acostó y empezó a dar vueltas sobre el terreno para librarse así de las hormigas, pero el terreno era cuesta abajo y el chivo empezó a rodar y a rodar y a rodar, mien­tras que la hormiguita volvió a su casa, a la de los viejitos, cogió sus saquitos, uno de azúcar y otro de harina para llevar a sus hijitos, y los viejitos se pu­sieron lo más contentos al verse libres del chivo, fueron muy felices, y el chivo, sigue dando vueltas y vueltas para librarse de las hormigas. Los dos viejitos gozando, el diablo del Chivo rodando, las hormiguitas riendo, y colorín colorao, ya mi cuen­to está acabao, y si no te ha gustao, échate pa'l otro lao.

LA CAPTURA DEL DRAGON
(Tradición hitita)
Cierta vez el dios del viento y el dragón de las profundidades entablaron violenta querella, preten­diendo cada uno de ellos ser más poderoso que el otro. Finalmente se fueron a las manos, y el dragón llevó la mejor parte, poniendo a su rival de oro y azul.
Con el cuerpo dolorido y el amor propio mortifi­cado, el dios del viento se propuso tomar el desqui­te de su rival por medio de una triquiñuela: para ello lo invitaría a un banquete, lo emborracharía, y así podría vencerlo con facilidad. De modo que llamó a la diosa Inaras y le ordenó que preparase un festín suntuoso, al cual invitaría no sólo a los dioses sino también a su contrincante el dragón.
Inara hizo lo que se le ordenaba, y poco tiempo después estaban ya tendidas las mesas, cubiertas de toda variedad de manjares apetitosos y de vasos rebosantes de vino y otras bebidas.
Pero al mismo tiempo la diosa decidió por su cuen­ta mejorar si plan del dios de las tormentas, y ase­gurar su éxito doblemente.
"Supongamos –pensó– que el dragón no se embria­gara; entonces todos les dioses quedarían a su mer­ced, e irían a un desastre seguro si trataran de dominarlo. Mejor es que un mortal arriesgue el pes­cuezo y no que alguno de los inmortales se vea en un mal trance."
Se fue, pues, a la ciudad de los hombres, y al en­contrarse con un hombre llamado Hupasiyas le rogó que fuese al banquete y que capturase al dragón.
Pero Fupasiyas no temía menos al dragón que la misma diosa, pues bien sabía que allí donde había fracasado el más forzudo de los dioses difícilmente podía esperar la victoria un simple mortal, a menos que alguien lo dotara de energías sobrehumanas.
Ahora bien: de acuerdo con la creencia de los antiguos, había una forma segura de obtener seme­jantes fuerzas, pues si un hombre yacía con una diosa, el amor de ésta le comunicaba algo de su divinidad. De manera que Hupasiyas puso la condi­ción de que Inaras le otorgara sus favores, y ésta aceptó gustosamente.
Luego de cumplir su promesa, la diosa condujo a Hupasiyas al lugar del banquete y lo escondió con toda cautela.
Cuando todo estuvo listo, Inaras se puso sus me­jores ropas y se fue en persona a invitar al dragón.
El monstruo no se hizo rogar, pues los dragones son golosos y jamás pueden resistirse a un festín. De manera que abandonó su guarida, rodeado de todos sus servidores, y subió prontamente a sentarse junto a los dioses, arrasando con los platos de viandas y vaciando los jarros de vino. Pero cuanto más devo­raba y tragaba, más se iba hinchando su cuerpo, hasta que se encontró tan repleto que su piel ame­nazaba con estallar. Entonces, al ver que ya no podía comer ni beber más, se levantó de la mesa 2011 paso vacilante y se dirigió tambaleándose a su morada. ¡Pero cuando llegó a ésta comprobó que había engordado tanto que por más que coleara y se revolviera, por más que se retorciera y culebreara, era incapaz de introducirse en su cueva!
–Este era el momento que el dios de las tormentas e Inaras habían estado esperando. En menos que canta un gallo salió Hupasiyas de su escondite y ama­rró al dragón con una cuerda; luego de eso, el dios del viento no tuvo más que llegar y degollarlo.
Pero para Inaras el fin del dragón fue el comienzo de una preocupación nueva. De improviso, una idea terrible se cruzó por su mente: si Hupasiyas vol­viera a su casa, ciertamente transmitiría a su esposa el poder divino que había recibido. Ella, a su vez, lo pasaría a sus hijos, y así, con el tiempo, surgiría una familia de hombres iguales a los dioses. Inaras pensó que tal perspectiva tenía que ser evitada a toda costa: para ello edificó una casa sobre un acantilado altísimo e inaccesible, y allí colocó a Hupasiyas, lejos del alcance de los seres humanos.
Ahora bien: sucedió cierto día que la diosa tuvo que salir a hacer una diligencia. Temiendo que Hu­pasiyas se pusiera nostálgico y melancólico y tratara de escaparse, le recomendó especialmente que no mi­rara por la ventana. "Pues si lo haces –le explicó– verás a tu mujer y a tus hijos, y te invadirá el ansia de reunirte con ellos."
Durante veinte días Hupasiyas obedeció la orden. Empero, como la diosa no retornara, se sintió cada vez más inquieto y más osado, y, finalmente, sin poder aguantar más, abrió la ventana y miró hacia afuera. Por supuesto que allá abajo, en el valle, estaban su mujer y sus hijos, y en cuanto los vio se sintió lleno de ansias por volver a su lado.
Inaras volvió de su viaje a su debido tiempo, y en cuanto puso el pie en la casa Hupasiyas comenzó a engatusarla y a gimotear, pidiéndole que lo dejara regresar con los suyos.
La diosa notó que la ventana estaba abierta, y de inmediato comprendió lo que había ocurrido. Re­gañándolo duramente, le dijo que nunca más vol­viera a abrirla. Pero mientras hablaba se dio cuenta de que sus palabras eran vanas, pues Hupasiyas había ido ya tan lejos que ya no podía contar con rete­nerlo, y era evidente que la próxima vez que ella dejara la casa él se escaparía sin más trámite.
Sólo quedaba una cosa por hacer, si es que el poder de los dioses había de ser mantenido sobre los hom­bres. Reprochándole a gritos su desobediencia, la dio­sa exterminó al mortal y prendió fuego a la casa.
Por la ventana abierta entraron los vientos del dios de las tormentas para avivar las llamaradas.
II
El dios de las tormentas y el dragón de las pro­fundidades eran antiguos y enconados enemigos, pues cada uno de ellos creía ser más poderoso y más forzudo que el otro. Si el dios de las tormentas bufaba y resoplaba con sus vientos, el dragón rugía y bra­maba con sus olas, y si el dios de las tormentas en­viaba trueno y lluvia, el dragón le contestaba con marejada y oleaje.
Cierto día riñeron con particular encono, y roda­ron por el suelo, machacándose y aporreándose, hasta que por fin el dragón consiguió arrancar a su rival los ojos y el corazón. Desde luego que no por ello murió el dios de las tormentas, pues, al contrario de los seres humanos, los dioses pueden vivir sin corazón, pero no por ello fue menos duro el golpe recibido, que lo dejó prácticamente inválido.
Durante mucho tiempo el dios de las tormentas tuvo que curar sus heridas, mientras maduraba sus planes para derrotar al dragón y recuperar lo que éste le había robado. Finalmente llegó la oportunidad anhelada.
Descendió a tierra, donde se casó con la hija de un humilde campesino, que a su debido tiempo le dio un hijo.
Cuando éste llegó a la adolescencia, ¿de quién hubo de enamorarse sino de la hija del dragón? Para la doncella, por supuesto, era simplemente un mortal, pues ni ella ni su familia sospechaba de quién era hijo. Pero para el dios de las tormentas ésta era la ocasión por la cual suspiraba, y en cuanto supo del asunto resolvió sacar partido de él.
–Hijo mío –le dijo– pronto irás a casa de la niña para pedir su mano. Cuando su padre te pre­gunte qué querrías como presente de bodas, ¡dile que quisieras el corazón y los ojos del dios de las tormentas!
El muchacho hizo lo que se le decía: cuando fue a pedir a la niña y le preguntaron qué regalo de­seaba, empezó por pedir el corazón y luego los ojos. Uno y otros le fueron obsequiados sin discusión, y con ellos volvió a su casa, donde los entregó a su padre.
Muy pronto recuperó el dios de las tormentas la plenitud de su vigor, y así fue como bajó al mar a combatir con el dragón. Echando fuego y humo por las narices, bufando y resoplando, consiguió esta vez derrotar a su odiado enemigo.
Pero mientras rugía la batalla, el hijo del dios de las tormentas era agasajado en la casa de su futuro suegro. Cuando oyó el tumulto y vio que el dragón se hundía, comprendió angustiado que había sido utilizado como un cebo, y embaucado por su propio padre para hacerle cometer el supremo cri­men de traicionar a quien lo hospedaba. Desesperado gritó a su progenitor que se cernía sobre el firma­mento:
–¡Padre, mátame a mí también! ¡No tengas com­pasión de mí!
El dios de las tormentas accedió a su ruego, y des­cargando rayos y centellas mató, junto con el dragón, a su propio hijo.
Aquel que tiende trampas a su prójimo termina por caer en sus propias redes.

CUANTO MAS SABIO TANTO MAS IMPRUDENTE LOS HACEDORES DE LEONES
(Pantchatantra)
En cierto lugar vivían cuatro hermanos brahmanes que se tenían el mayor afecto. Tres de ellos se habían instruido en todas las ciencias, pero carecían de discreción; el cuarto no había estudiado, mas era muy discreto. Una vez se pusieron a deliberar: ¿Qué vale el saber si no sirve para adquirir fortuna visitan­do países extranjeros y ganando el favor de los prín­cipes? ¡Vamos, pues, todos a otro país!"
Así lo hicieron, y cuando habían recorrido parte del camino dijo el mayor:
–Hay uno entre nosotros, el cuarto, que no posea estudios, sino solamente discreción. Pero los reyes no hacen regalos a la discreción sin ciencia, así que no le daremos parte en lo que ganemos. Que desande, pues, el camino y se vuelva a casa.
Entonces añadió el segundo:
–Tú, que no has estudiado y eres tan discreto, vete pues a casa.
Y el tercero dijo:
–No es lícito obrar así. Juntos hemos jugado desde la infancia, que venga con nosotros, pues lo merece, y que participe en la riqueza que adquiramos.
Acordado así, continuaron su camino y vieron en un bosque la osamenta de un león. Dijo el uno:
–Vamos a probar nuestra ciencia: aquí yace un animal muerto, vamos a devolverle la vida con nues­tro saber. Yo sé ordenar y juntar los huesos.
Dijo el segundo:
–Yo sé poner la piel, la carne y la sangre.
Dijo el tercero:
–Yo sé infundirle vida.
Y al hablar así, el primero juntó los huesos, el segundo le puso la piel, la carne y la sangre, y cuando el tercero estaba a punto de darle vida se lo impidió el discreto, diciendo:
–Es un león. Si le das vida, nos matará a todos.
Pero el otro contestó:
–¡Necio! No permitiré que la ciencia quede estéril en mi mano.
Repuso aquél:
–Pues espera un momento, hasta que yo haya su­bido a ese árbol.
Así se hizo; el león recobró la vida, dio un salto y mató a los tres. Pero el discreto bajó del árbol cuando el león ya se había alejado y volvió a su casa. Por eso digo yo: Más vale discreción que tal ciencia; la discreción es superior a la ciencia. El que carece de discreción perece como los hacedores de leones.

LA OLLA ROTA
(Pantchatantra)
En cierto lugar vivía un brahmán llamado Svabha-kripana, que tenia una olla llena de arroz que le habían dado de limosna y que le había sobrado de la comida. Colgó esta olla de un clavo de la pared, puso, su cama debajo y pasó la noche mirándola sin quitarle la vista de encima, pensando así:
–Esa olla está completamente llena de harina de arroz. Si sobreviene ahora una época de hambre podré sacarle cien monedas de plata. Con las monedas com­praré un par de cabras. Como éstas crían cada seis meses, reuniré un rebaño. Después, con las cabras compraré vacas. Cuando las vacas hayan parido, ven­deré las terneras. Con las vacas compraré búfalas. Con las búfalas, yeguas. Cuando las yeguas hayan pa­rido tendré muchos caballos. Con la venta de éstos reuniré gran cantidad de oro. Por el oro me darán una casa con cuatro salas. Entonces vendrá a mi casa un brahmán y me dará en matrimonio a su hija hermosa y bien dotada. Ella dará a luz un hijo. Al hijo le llamaré Somasarmán. Cuando tenga edad para saltar sobre mis rodillas cogeré un libro, me iré a la caballeriza y me pondré a estudiar. Entonces me verá Somasarmán y deseoso de mecerse sobre mis ro­dillas, dejará el regazo de su madre y vendrá hacia mí acercándose a los caballos. Yo, enfadado, gritaré a la brahmana: ¡Coge al niño! ¡Coge al niño! Pero ella, ocupada en las faenas, no oirá mis palabras. Yo me levantaré entonces y le daré un puntapié.
Tan embargado estaba en estos pensamientos, que dio un puntapié y rompió la olla, y él quedó todo blanco con la harina de arroz que había dentro y que le cayó encima.
Por eso digo yo:
El que hace sobre el porvenir proyectos irrealizables se queda blanco como el padre de Somasarmán.