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sábado, 11 de mayo de 2013

Cuentos de Hadas








Anónimo









Los zapatos voladores

Cierta vez, en el reino del cacique Calfucir, durante la dominación india de los territorios de América, el influyente soberano de la gran tribu de los tehuelches, que se extendía en todo el Sur de la hoy República Argentina, tuvo graves desavenencias con otro jefe llamado Rayén, que ejercía su autoridad en aquel tiempo, sobre los grupos aborígenes araucanos, que poblaban el lado occidental de la cordillera de los Andes, hoy República de Chile.
Motivó la situación de odio mortal entre los dos grandes caudillos el que Rayén, en un viaje de cortesía que efectuó por la pampa, se enamoró locamente de la princesa Ocrida, hija de Calfucir.
- ¡Dámela por mujer! -había suplicado Rayén al soberano tehuelche.
- ¡Nunca! -respondió el anciano monarca blandiendo su enorme lanza de combate.- Ocrida se casará con un joven de su raza y no con un araucano enemigo de los indios pampas.
Rayén, ante esta contestación arrogante y desafiadora, se retiró a sus tierras lleno de rencor y con propósitos de venganza; y convocando al Consejo de Ancianos de sus vastos dominios, resolvió reunir un poderoso ejército e invadir las grandes llanuras, dominio del padre de la hermosa Ocrida.
A las pocas lunas, ya que de esta manera los aborígenes medían el tiempo, millares de araucanos iniciaron la marcha, para cruzar las elevadas cumbres de la cordillera de los Andes, lo que lograron después de múltiples peligros, al transponer las enormes montañas, pasando ríos caudalosos, cimas casi inaccesibles y senderos interrumpidos por las rocas y rodeados de abismos.
Una tarde, cuando el sol ya se ponía por el lejano horizonte, las huestes de Rayén se lanzaron como un huracán sobre la pampa, y sorprendieron a las tribus de Calfucir, las que nunca pudieron imaginar que los araucanos intentaran la temeraria empresa de atravesar las monumentales cumbres andinas.
La batalla fue de corta duración, y aunque los tehuelches presentaron una tenaz resistencia, fueron vencidos por los hombres del país de Arauco, que después de dar muerte a muchos guerreros, raptaron a la hija de Calfucir, la bella Ocrida, para entregarla a su jefe el bravo Rayén.
La infeliz princesa, acomodada en un improvisado palanquín fue conducida al lejano país de su raptor por los accidentados caminos que cruzan los nevados picachos. El viaje duró varias lunas, ya que en esos días había dado comienzo el invierno y caído sobre la cordillera tan enorme cantidad de nieve que, al obstruir las sendas, dificultaba la lenta marcha de la comitiva.
Rayén recibió la noticia con muestras de la mayor alegría y ordenó inmediatamente se festejara la gran victoria obtenida sobre los hombres de la llanura y el rapto de la mujer a quien tanto quería a la que pensaba hacer su esposa cuando las flores de la araucaria, el árbol sagrado, cubrieran de blanco los caminos de su reino.
Por supuesto, la desgraciada prisionera lloraba angustiada, al recordar su lejana patria, sus vastas pampas y el amor de su padre que, apenado, lamentaría su involuntaria ausencia.
A todo esto, el soberano de los tehuelches, desesperado no sólo por la derrota sufrida sino por la pérdida de su hija, no sabía qué decisión adoptar en venganza del agravio y pasaba los días encerrado en su toldo, triste y meditabundo, pensando en el mal destino que la suerte había deparado a su querida Ocrida.
- ¡Ya no la veré más! -gritaba sin consuelo.­ ¡Pobre hijita mía! ¡Mil veces preferiría su muerte, a su vida en manos del odiado Rayén!
Los ancianos de la tribu estaban también desconcertados, al no hallar el medio de rescatar a la niña, pues sus ejércitos eran impotentes para luchar contra las aguerridas fuerzas araucanas que defendían los difíciles pasos de la gran cordillera.
Como una última esperanza, el rey Calfucir dictó una proclama que hizo pregonar hasta en los más lejanos puntos de su reino, por la que ofrecía la mano de la bella Ocrida y gran parte del país, al valiente que consiguiera restituirle la dolorida cautiva.
Muchos jóvenes tehuelches intentaron llegar a las tierras de Arauco en procura de la princesa, pero fueron descubiertos y muertos por los centinelas de Rayén que vigilaban noche y día los caminos de la montaña.
En el tiempo de este suceso y en una apartada región de la pampa, sobre el caudaloso río Colorado, vivía un pastor de guanacos llamado Catiel, quien al escuchar de boca de los pregoneros del cacique los deseos de éste y el premio a tan magna aventura, se propuso intentar el fantástico viaje, encaminándose a las tolderías de Calfucir para ofrecer sus servicios.
- ¡Aquí estoy majestad! -dijo el valiente Catiel, arrodillándose ante su señor.- ¡Yo procuraré traer la tranquilidad y la alegría a la nación Tehuelche, rescatando a la hermosa Ocrida de manos del sanguinario y cruel Rayén!
- ¡Hijo mío -contestó el dolorido cacique,- si consiguieras ese milagro, serías mi súbdito predilecto y el feliz esposo de mi desdichada hija!
Catiel, sin temor ni vacilaciones inició la empresa y después de varias lunas llegó hasta los primeros pasos de la enorme cordillera, casi sobre las fronteras de su país con la tierra de los araucanos.
¡Pero... allí comenzaron las grandes dificultades! El macizo andino estaba cubierto de nieve y sus difíciles sendas eran intransitables para la planta humana, no sólo por las crueldades del invierno, sino por los miles de guerreros que, muy alerta, vigilaban la peligrosa línea divisoria.
Una y otra vez, el denodado Catiel intentó subir a las cumbres y siempre se halló detenido por el terrible frío y las flechas de los soldados araucanos, que silbaban trágicamente sobre su cabeza.
Cansado un día de pretender en vano la extraordinaria aventura, se sentó sobre una piedra y bajó la cabeza abrumado y vencido, lamentando no poder cumplir el juramento hecho a su rey, cuando, de manera inesperada, se presentó frente a él una viejecita india, arrugada como una pasa, que con voz clara y firme le dijo:
- ¡Valiente Catiel! ¡Hijo predilecto del país de los tehuelches! ¡Sé tus pesares y tus anhelos y comprendo que sólo la muerte será el premio a tus inútiles esfuerzos para cruzar la gran cordillera! ¡Los araucanos vigilan y te matarán! ¡El hondo de las montañas será tu sepulcro si prosigue la lucha!
- ¿Qué he de hacer entonces? -preguntó el decidido muchacho a la anciana hechicera.
- ¡Nada podrás, sin mí! -repuso ésta.
- ¿Quieres ayudarme? -suplicó de nuevo el mozo, mirando con ojos de duda a la centenaria mujer.
- ¡Sí! ¡Yo te ayudaré y podrás traer a la pampa a la hermosa Ocrida, ya que lo mereces por tu valor y tu decisión!
- Pero... ¿cómo? ¡Los pasos de la montaña están cerrados por la nieve y los soldados araucanos los guardan!
- Hay un medio -respondió sonriente, la hechicera. Y luego, señalando a un cóndor que en aquel instante volaba sobre ellos, continuó.- ¡Podrás llegar al país de Arauco volando como esa ave que ahora cruza sobre nosotros!
- ¿Volando como el cóndor? ¡Tú estás loca!
- Loco es quien no cree en mí poder -contestó la mujer.
- ¡Dime el medio!
- Yo lo tengo, ya que poseo la fuerza del viento, el calor del sol y la grandeza de las cumbres. -Y diciendo esto, hizo un signo misterioso con la mano derecha y por arte de encantamiento aparecieron junto al asombrado Catiel, unos zapatos de cuero de guanaco, llamados usutas.
- ¿Qué es esto? -exclamó aterrorizado el muchacho.
- ¡Son tus alas! -contestó la vieja.
- ¿Mis alas? ¡No lo comprendo!
- ¡Escucha! ¡Las cumbres están nevadas y los guerreros araucanos te aguardan para matarte en los pasos de la montaña! ¡Tienes un solo medio para llegar a donde está la infeliz cautiva! ¡volando! ¡Estos zapatos, una vez puestos, te elevarán sobre los hombres y la tierra, como si fueses un cóndor y así, burlarás la vigilancia de los soldados y podrás rescatar a la pobrecita Ocrida!
Esto diciendo, la misteriosa viejecita desapareció tan súbitamente como había llegado y el valiente Catiel quedó mudo de asombro contemplando los usutas que estaban próximos a sus pies.
- ¡Lo intentaré! -exclamó, y acto seguido se calzó los zapatos.
No bien terminó de atárselos a los tobillos, cuando sucedió lo inesperado. Como impulsado por una enérgica fuerza invisible, comenzó a elevarse con rapidez fulmínea y luego de unos pequeños giros, como los que para orientarse describen las palomos, inició su marcha por sobre la cordillera hacia el temido país de Arauco.
- ¡Esto es maravilloso! -exclamaba Catiel en el colmo del estupor.
El viaje fue de pocos minutos; muy pronto estuvo a la vista de la corte del reino de Rayén, que claramente se distinguía a la luz de una gran luna que parecía de plata.
Catiel preparó sus armas cuando los usutas iniciaron el descenso y antes de que lo pudiera pensar, ya estaba sobre el negro castillo del monarca, que se elevaba majestuoso sobre unas grandes moles de piedra rojiza.
Como es lógico, la entrada le fue muy fácil, al descender sobre los techos de la morada y luego, cerciorado de que nadie le había visto, inició sus trabajos para dar con el paradero de la hermosa cautiva.
Bien pronto, el llanto y los suspiros de una mujer, que se oían por una ventana pequeña, le indicó el lugar donde estaba encerrada Ocrida y entrando audazmente en la lujosa residencia, se encontró con la morena princesa que sollozaba sin consuelo por su triste soledad.
- ¡Ocrida! -gritó Catiel cayendo de rodillas ante la apenada muchacha.- ¡Me manda tu padre, el cacique Calfucir para que te lleve a las lejanas tierras de la pampa!
La prisionera, loca de alegría, casi no daba crédito a lo que escuchaba y veía y presa de una invencible pasión, se echó en brazos de su joven salvador, cubriéndolo de besos.
Fácil fue para el valiente Catiel el regreso. Tomó a Ocrida de la cintura suavemente y dijo: - ¡Vamos!
Los zapatos maravillosos elevaron a la pareja por encima de la ciudad en silencio, y tomando de nuevo el camino de los cielos, en muy poco tiempo llegaron a las tolderías del dolorido soberano de las pampas que aun lloraba la pérdida de su querida hija.
El entusiasmo fue imponderable y Calfucir ordenó se celebrasen grandes fiestas en homenaje del salvador de la bella cautivo, las que se realizaron en toda la vasta extensión de la pampa, desde el Río de Agua Dulce, que más tarde se llamó Río de la Plata, hasta las desiertas regiones de la Patagonia.
De más está decir que Catiel se casó con la divina Ocrida y así consiguió la felicidad, por la ayuda milagrosa de la viejecita india que, en tan buen momento, le había obsequiado con los zapatos voladores.



El caballito incansable

¿Habéis oído hablar de caballito incansable? ¿No? Pues, entonces, yo os contaré una historia muy interesante sucedida hace muchos años, cuando los ejércitos argentinos combatían tenazmente por su libertad.
Dicen los que saben, que después del gran triunfo que el general don Manuel Belgrano obtuvo sobre los realistas en la memorable batalla de Salta, necesitó un mensajero que trajera a la ciudad de Buenos Aires la extraordinaria noticia de la gloriosa victoria.
En el ejército de Belgrano había muy buenos jinetes, ya que estaba formado en su mayoría por gauchos que, como es sabido, son los más diestros domadores de caballos del mundo entero.
Belgrano hizo formar a los hombres que juzgaba más aptos para tan delicada empresa y ordenó dieran un paso adelante los que se sintieran capaces de tan enorme y loable esfuerzo.
- Mis queridos soldados -dijo el general.- ¡Necesito un chasqui que lleve a la capital mi parte de batalla! ¡El hombre que se arriesgue a tan dura prueba, ya que deberá recorrer miles de kilómetros, debe tener presente que no descansará ni un minuto durante el viaje y que sólo hallará reposo una vez entregado el documento! ¿Quién se anima?
¡Ni uno de los soldados se quedó quieto! Todos dieron un paso adelante en espera, cada uno, de ser elegido por el general.
Belgrano, orgulloso de la valiente actitud de sus hombres, paseó la mirada por la larga fila de caras nobles y curtidas y titubeó en la elección, ya que todos le parecían capaces de afrontar la peligrosa marcha.
En un extremo de la fila estaba rígido y pálido, un joven moreno, que miraba a su jefe con ojos ansiosos, como anhelando que se fijara en él.
Belgrano aun no había decidido, cuando el muchacho, impulsado por sus deseos, se adelantó hacia el general y cuadrándose a pocos pasos de éste, te dijo con voz serena pero conmovida:
- ¡Señor! ¡Yo quisiera llevar ese parte!
- ¿Te atreves? ¡Es muy largo el camino! -respondió el héroe.
- ¡Nada me detendrá! ¡Juro por Dios y por la Patria, que llegaré a Buenos Aires en el menor tiempo posible!
Tal simpatía y franqueza brotaba de los ojos del desconocido, que Belgrano no vaciló más y entregándole un voluminoso sobre, le dijo, mientras estrechaba su mano:
- ¡Aquí está mi parte de batalla! ¡En ti confío para que sea puesto en manos de mi Gobierno! ¡Deberás correr rápido como la luz por montes, sierras, cumbres y desiertos, sin que nada te detenga hasta atar tu caballo en el palenque del Cabildo de Buenos Aires!
- ¡Está bien, señor! -respondió el muchacho.
Belgrano continuó:
- ¡En el largo camino, encontrarás muchas postas y ranchos amigos, en donde podrás cambiar de cabalgadura, deteniéndote lo indispensable para ensillar el animal de refresco! ¡No te dejes engañar por ninguno que intente entorpecer tu misión y muere antes de que te arrebaten este sobre!
Benavides, que así se llamaba el joven soldado, rojo de orgullo, recibió los papeles de manos de Belgrano y después de elevar su mirada a la bandera azul y blanca que hacía pocos días flameaba como símbolo de la patria, montó en su caballo alazán que partió al galope, ante los ¡viva! de sus compañeros, que lo vieron perderse entre las cumbres lejanas.
La primera posta para cambiar de cabalgadura distaba tan sólo diez leguas, las que fueron cubiertas por el brioso alazán de Benavides en pocas horas.
El dueño del rancho, no bien vio llegar a un soldado del ejército libertador, dispuso todo lo necesario para que cambiara de animal y sacando de un corral un caballo tostado, se lo ofreció a Benavides.
El muchacho se disponía con gran prisa a desensillar su valiente alazán, cuando ocurrió algo tan inesperado que lo conmovió en todo su ser.
El caballo, al ver a su amo desmontar y observar los preparativos del cambio, lanzó un estridente relincho en el que claramente se oyó que decía:
- ¡No me dejes!... ¡Tengo fuerzas para seguir!...
Benavides no dio crédito a lo que oía y prosiguió en su trabajo de aflojar la cincha, cuando, otra vez, el relincho del alazán rompió el silencio, y entonces con más energía...
- ¡No me dejes!... ¡Tengo fuerzas para seguir!...
¡No cabía dudar! ¡El caballo había hablado!
¡El mensajero, pálido como un muerto, miró al noble bruto con curiosidad y estupor y sólo contempló unos ojos negros y grandes que parecían implorarle que no lo abandonara!
Y decidido, volvió a ensillar a su valiente compañero y emprendió de nuevo la marcha a gran velocidad, pasando por escarpados caminos de montaña que ponían en peligro la vida del chasqui.
¡Pero el alazán, dócil y animoso, sin dar la más pequeña muestra de cansancio, cruzó las cumbres y descendió a la llanura!
¡Llegaron a la segunda posta!
Benavides desmontó de un salto y pidió un caballo de repuesto, en la certeza de que su alazán ya no resistiría más tan extraordinario esfuerzo, pero cuál no sería su sorpresa, el oír el relincho agudo que de nuevo expresaba:
- ¡No me dejes!... ¡Tengo fuerzas para seguir!...
- ¡No puede ser! -exclamó el jinete.- No hay ser en el mundo capaz de afrontar tal desgaste. ¡Te dejaré aquí!
- ¡No me dejes!... ¡Tengo fuerzas para seguir! -repitió el caballo en otro relincho sonoro y después se acercó a su amo, acariciándole las manos, con su belfo tibio y cubierto de espuma.
El muchacho no vaciló más y creyendo en un milagro, otra vez montó en su noble amigo emprendiendo el camino peor de toda la travesía: el desolado desierto de Santiago del Estero, tan espantoso y solitario como los temibles arenales africanos.
Así, bajo un sol abrasador, pisando la arena ardiente, galopó todo el día, deteniéndose a ratos para dar descanso a su maravilloso alazán, que sin mostrar fatiga, lo miraba como invitándole a continuar la marcha.
Varias aves de rapiña revoloteaban por encima de sus cabezas, esperando que caballo y jinete cayeran rendidos, para lanzarse sobre ellos y llenar sus buches de comida fresca.
Pero el alazán no se daba por vencido y así prosiguió toda esa noche, con su constante galope corto y parejo, hasta que los primeros rayos del sol los sorprendieron junto a la tranquera de la tercera posta del largo trayecto.
- Esta vez sí te cambiaré -dijo el muchacho echando pie a tierra.- ¡Has probado ser bueno, pero si continúas así reventarás! -Y comenzó la tarea de desensillar, mientras el dueño de la posta le preparaba otro caballo negro y lustroso.
Pero la sorpresa de Benavides llegó a su colmo, cuando volvió a oír el relincho del noble bruto, su lastimera petición:
- ¡No me dejes!... ¡Tengo fuerzas para seguir!...
El jinete desde entonces prosiguió la marcha con un miedo casi supersticioso y al llegar a cada posta, escuchaba el agudo relincho que le volvía a suplicar...
- ¡No me dejes!... ¡Tengo fuerzas para seguir!...
Así continuó el soldado su camino, durante días, que se convirtieron en semanas, cruzando llanuras, lomas, caudalosos ríos, arenales inhospitalarios, bosques poblados de alimañas y, en cada posta que se detenía para el relevo, el alazán alargaba su pescuezo, sacudía su cuerpo sudoroso y lanzaba a los vientos su potente relincho que más bien parecía un clarín de batalla:
- ¡No me dejes!... ¡Tengo fuerzas para seguir!...
Por fin, un día, desde la pampa solitaria, Benavides y el alazán, contemplaron a la distancia, las torres de las iglesias de Buenos Aires y los tejados rojos de sus casas.
¡Estaban llegando!
Breves momentos después, hacían su triunfal entrada por la calle de la Reconquista y penetraban en la ansiada Plaza de las Victorias, donde se levantaba el Cabildo, punto terminal de tan maravilloso viaje.
¡Benavides no cabía en sí de orgullo!
Como lo juró al heroico general Manuel Belgrano, ató su noble y tenaz caballo en el palenque de la Casa histórica y entregó el sobre que contenía el parte de la batalla de Salta a los hombres que gobernaban en aquel tiempo el país.
¿Y el alazán?
¡El alazán había cumplido con su deber!
¡Entonces, se sintió rendido! ¡Una angustiosa fatiga lo dominó hasta hacerlo arrodillar en el suelo áspero de la calle!
La gente lo contemplaba dolorida y suspensa. ¡Un estremecimiento de muerte agitó sus patas y lanzando un postrer relincho, que semejaba al toque de clarín de la victoria, cayó para siempre entre un charco de sangre que brotó de sus narices!
¡El noble bruto había realizado algo maravilloso, casi increíble, y esto... no era sino un ejemplo sencillo de lo que puede el poco esbelto caballito criollo, nervioso y crinudo, pero de una resistencia inigualada por sus congéneres del mundo!
A ese animal pequeño y valiente... a esos nobles amigos que pueblan los campos argentinos, es a los que un gran poeta les ha cantado en estrofas inolvidables:
"¡Caballito criollo del galope corto,
del resuello largo, del instinto fiel...
Caballito criollo que fue como un asta
para la bandera que anduvo sobre él!"
¡Y ésta es la verídica historia del caballito incansable!


El Hada del Arroyo

El Hada del Arroyito
tiene los ojos azules,
y su cuerpo chiquito
lo lleva envuelto entre tules!
¡Su cabello es como el oro
y en su pecho de algodón,
tiene anidado el tesoro
de su hermoso corazón!

Los niños de la estancia, una y mil veces habían cantado estas sentidas estrofas, mientras agarrados de la mano formaban el bullicioso y alegre corro infantil.
La tarde era plácida y tibia, el sol al parecer en el ocaso doraba los árboles y las mieses y los pajarillos del campo se refugiaban entre las frondas, para cobijarse en ellos de las crueldades de la noche.
El majestuoso edificio de la lujosa casa de campo, se elevaba a muy pocos metros de donde los niños del propietario continuaban en sus infantiles juegos, mostrando sus enormes ventanales, sus torres de agudas puntas y sus escalinatas de blanco y lustroso mármol.
Dos enormes perros daneses, echados a los lados de la puerta principal, eran el complemento de esta escena, que parecía sacada de un antiguo cuento de hadas europeo, de esos en que los príncipes de ojos azules, cabalgando en dorados pegasos, llegan hasta los castillos prendidos en las cumbres de la montaña, para rescatar a la angustiada y hermosa princesita, convertida en flor por los sortilegios de las brujas.
Los niños eran ocho. Tres hijos del acaudalado propietario de la estancia y cinco amiguitos invitados a pasar las vacaciones con ellos.
Como es natural, entre los chicuelos, los había de buenos y de malos sentimientos, pero esas virtudes o esos defectos no se adivinaban en sus caras risueñas, de mejillas rojas por la agitación del juego, y los cabellos revueltos por el viento.
Zulemita, la hijita mayor del dueño, era una niña de diez años, dulce y buena, que nunca pensaba en hacer daño a los humanos ni a los animales y que siempre tenía palabras de aliento y de piedad para todos aquellos seres que sufrían o padecían miserias. Acompañada por su padre, recorría los puestos de la estancia, llevando regalos y golosinas para los niños de los humildes labriegos y por todas esas virtudes, era querida por cuantos seres habitaban los grandes dominios de sus mayores.
Entre los pequeños invitados, estaba Carlitos, un chicuelo travieso y de no buenos instintos que se solazaba en el mal y era por lo tanto la piedra de escándalo de las inocentes reuniones diarias que tenían en el patio del establecimiento.
Los animales domésticos le tenían terror, ya que en muchas ocasiones, por placer y sin motivo, había muerto gallinas a pedradas, colgado en largas cuerdas a los patitos indefensos o atado hasta ahogarlos a los cachorros de los lebreles que se criaban en la casa.
Zulemita, por todos estos actos, le había increpado más de una vez y el niño travieso, después de jurar no cometer de nuevo tales fechorías, persistía en sus acciones, cada vez más repudiabas.
Pero, aquella tarde, olvidados de estas cosas, todos los chicuelos jugaban agarrados de la mano en la bulliciosa ronda, entre carcajadas argentinas y agitados corazoncitos.
El Hado del Arroyito
tiene los ojos azules,
y su cuerpo chiquitito
lo lleva envuelto entre tules.
Así cantaban todos a coro, al acompasado danzar de la rueda, hasta que uno de ellos caía entre la gramilla, con el consiguiente alboroto de los demás.
Pero los niños, poseídos de entusiasmo, no se habían fijado en algo que conmovía el corazón.
Escondida tras un árbol, una niñita harapienta, hija de uno de los peones de la casa, contemplaba el juego con los ojos abiertos por el asombro, chupándose el dedo meñique de su mano derecha y sonriente también al contemplar la jarana general.
La pobrecita niña se llamaba Teresa y había llegado por casualidad al palacio de la estancia, acompañando a su padre que traía las verduras de las extensas huertas lejanas.
Teresa, en el entusiasmo y sin meditarlo siquiera, se asomó de su escondite más de la cuenta y por fin fue vista por los niños ricos que corrieron hasta donde estaba.
- ¡Pobrecita mía! -exclamó Zulemita,- ¿quieres jugar con nosotros?
- ¡Sí! ¡Que juegue! ¡Que juegue! -exclamaron varias vocecitas entre carcajadas.
Antes de que lo pensara, la pobre humilde criatura, fue arrastrada hasta el centro del patio y tomándola de las manos, los niños prosiguieron el interrumpido juego.
¡Su cabello es como el oro
y en su pecho de algodón,
tiene anidado el tesoro
de su hermoso corazón!
Pero Carlitos, con su cerebro predispuesto al mal, había meditado la manera de hacer sufrir a la chicuela harapienta y en una de las vueltas rápidas del corro, la tiró con fuerza contra el suelo, de manera tan desgraciada, que la pobre Teresa dio con su frente en una piedra, produciéndose una pequeña herida de la que enseguida manó sangre abundante.
El alboroto fue general y mientras los demás niños corrían asustados hacia el interior de la casa, la buena Zulemita restañó la sangre y colmó a Teresita de caricias con sus manitas blancas de ángel.
- Perdona a ese perverso -le dijo entre sollozos. -¡No sabe lo que hace y algún día pagará sus maldades!
Teresita miró a la niña rica con sus grandes ojos negros y en tono humilde le respondió:
- ¡No es nada mi señorita... Seguramente habrá sido sin querer! ¡Yo estoy muy agradecida a sus bondades!
- Mira -le contestó Zulemita,- para que tengas un grato recuerdo de mí, te regalaré un libro de cuentos de hadas, hermoso y entretenido, en donde verás príncipes encantados, dragones monstruosos, brujas con ojos de fuego, y castillos de oro prendidos en montañas de piedras preciosas.
- Pero... ¿es verdad todo eso? -preguntó la inocente Teresa, mirando asombrada a la niña.
- ¡Para nosotros, es verdad, ya que lo vivimos en nuestra imaginación! ¿Sabes leer?
- Sí -respondió la campesina.
- Pues bien... ¡espera!
Y levantándose corrió hacia la casa, regresando a los pocos minutos con un gran libro, lleno de fantásticas y hermosas láminas, que abrió ante Teresita, quien al verlo, le pareció estar soñando.
- ¡Muchos gracias! -alcanzó a musitar...- ¿Es para mí?
- ¡Sí... para ti!
Y la humilde chicuela, con su extraordinario libro debajo de su desnudo bracito, partió corriendo en busca de su padre, en el deseo de retornar pronto a la pobre choza para devorarse los cuentos y extasiarse en sus magníficos y divinos dibujos.
Como era de esperar, toda esa tarde, Teresita, sentada al pie de un gran árbol, y rodeada de gallinas y patitos que picoteaban a su lado, leyó las páginas de tan portentoso regalo, cada una de las cuales le parecía aún más interesante.
En su cabecita de niña humilde, danzaban más tarde mil encontradas ideas y soñaba despierta con los relatos fantásticos de hadas hermosas, de caballeros invencibles y de terribles hechiceras que salían por las chimeneas de los castillos, cabalgando en escobas con alas.
La noche la sorprendió en estos pensamientos y se recogió más tarde, siempre meditando en aquellos extraños relatos que habían recorrido sus ojos.
Una hora después, Teresita, bajo la influencia de su preocupación, comenzó, en su pobrecito lecho, a soñar escenas fantásticas, mezclando las lecturas del libro con las cosas de la llanura en que vivía. Y así... agitada y estremecida por mil raras sensaciones, inició su sueño, en la quietud del campo, envuelto en las sombras nocturnas...
Era... un castillo hermoso... de miles de ventanas, por las que se derramaba una luz tan brillante como la del sol. El castillo estaba enclavado sobre una roca elevada, casi inaccesible, cuidado eternamente por miles de vizcachas que recorrían sus profundos fosos, armadas de enormes espadas de oro puro.
En los altos corredores de la maravillosa mansión, se veían pasear como centinelas, vigilando los intrincados senderos, a varios soldados de raros trajes, mezcla curiosa de gauchos y de caballeros medievales. En las cabezas ostentaban brillantes plumas de ñandú, sostenidas por vinchas rojas como la sangre. Sus pechos estaban protegidos por bruñidas corazas adornadas con arabescos de plata y sus extremidades las cubrían chiripás con calzoncillo bordado. Sus armas eran también curiosas, pues junto a la enorme espada de los caballeros andantes, colgaban largos trabucos naranjeros de ancha boca y alargado cañón.
Aun había más. En el amplio patio de armas del castillo, junto al puente levadizo que era manejado por cuarenta dragones con cabeza de toro, estaba reunida la soldadesca, alegre y bulliciosa, la cual se agolpaba junto a un gran fogón en el que hervía una descomunal pava que de cuando en cuando sacaban de las brasas varios de los soldados, para cebar un mate de enormes proporciones.
¡De pronto, se hizo el silencio! De una de las torres, partían ayes lastimeros, que estremecieron a las vizcachas y conmovieron a los soldados.
¿Quién era la cautiva?
¡En una buharda, prisionera y separada del resto del mundo por una gran puerta de hierro, sollozaba una princesa rubia, de belleza sólo comparable a la gloria del día o al perfume de las flores! ¡Cosa extraordinaria! ¡La princesita cautiva no era otra que Zulemita, la bondadosa hija del dueño de la estancia!
De pronto se escucharon pasos en los negros y lúgubres corredores y abriéndose la pesada puerta, penetró en la habitación un hombre alto, de mirada torva y gesto repulsivo que se detuvo junto a la infeliz, cruzándose de brazos. Pero... ¡sí! ¡Ese hombre perverso, tenía la cara de Carlitos, el pernicioso niño que había herido a Teresita!
- ¿No has resuelto aún, princesa Flor, casarte conmigo? -preguntó el gigante posando su mano derecha sobre el pomo de su espada que pendía de un lucido cinturón de monedas de plata.
- ¡Nunca! -exclamó la dolorida princesa, mirando a su verdugo.- ¡Antes, la muerte!
- ¡Pues bien... morirás! -respondió en un bramido el salvaje, levantando su mano.- Mañana al salir el sol, te haré ejecutar al pie del ombú que eleva sus ramas junto al horno de hacer empanadas. -Y al decir esto, dio media vuelta y se retiró, cerrando la puerta y sumiendo a la desgraciada en el más espantoso dolor.
Llegó la noche. El castillo maldito se cubría de sombras y de quietud y sólo se escuchaban a lo lejos los trinos de los pájaros y el ladrido de los perros. De pronto, quizá atraída por los sollozos de la pobre princesa, brotó de las sombras una hermosa mujer, pequeña, rubia, con ojos azules y cubierta de tules vaporosos, que acercándose a la dolorida, le tocó un hombro, mientras le decía con voz suave y cristalina:
- ¡Princesa triste! ¡Me conmueve tu desgracia y vengo a salvarte!
- ¿Quién eres? -preguntó la desvalida niña.
- ¡Soy el Hada del Arroyo que llego, atraída por tus sollozos!
- ¡Es verdad! -contestó la cautiva- ¡Soy muy desgraciada! ¡El príncipe Chimango quiere que me case con él y, ante mi negativa, ha dispuesto sacrificarme! ¿Será posible que yo muera joven sin que nadie se apiade de mí?
- ¡Yo procuraré salvarte, princesa dolorida! ­respondió el hada y alargando su mano, la puso sobre el convulso pecho de la prisionera, mientras sus ojos contemplaban su pálido rostro.
La princesita, presa de una alegría enloquecedora, se arrodilló ante el Hada del Arroyo y tomando sus manos las besó varias veces en prueba de profundo agradecimiento.
- ¡Gracias... gracias... -repetía- mi vida desde hoy te pertenece y mi corazón es tuyo!
- ¡No digas eso! -exclamó el hada sonriendo.­ ¡Tu vida y tu corazón, pertenecerán al príncipe maravilloso que consiga sacarte de este encierro!
- ¡No conozco a ninguno! ¡Si es por eso, estoy perdida! -gritó la princesa, sollozando.
- ¡El príncipe salvador, llegará, no lo dudes, y no necesita conocerte, ya que la fama de tu belleza ha corrido de boca en boca hasta los remotos países del otro lado del mar!
- Pero... ¿cómo podrá saber en dónde me encuentro? -preguntó la niña, levantando sus ojos hacia los de la hermosa aparecida.
- ¡Yo me encargaré de ello! ¡Confía! -respondió ésta, y después de poner sus labios sobre la pálida frente de la cautiva, se perdió en las sombras con la facilidad con que había nacido de ellas.
Entretanto, el malvado Chimango, había ordenado preparar el lugar de la ejecución, tal como lo pensara, debajo del ombú que estaba junto al horno de hacer empanadas.
La pobrecita princesa de los ojos azules, algo tranquila por la visita de la esplendorosa hada, aguardaba el nuevo día, confiando en las palabras de su bienhechora y pensando para sí, cómo sería el príncipe misterioso que pudiera llegar hasta su elevado balcón para rescatarla de tan humillante encierro.
- ¿Será bello? ¿Será rubio? ¿Será joven? -se preguntaba, mientras las sombras se iban disipando y los primeros albores del día surgían en el horizonte.
"¡La ejecución se efectuará a la madrugada!" había dicho el terrible dueño del castillo, pero un inconveniente, quizás ordenado por el Hada del Arroyo, aplazó el cumplimiento de la sentencia.
Una lluvia torrencial cayó sobre el castillo e inundando sus patios y habitaciones, impidió que los planes de Chimango se llevaran al cabo, por lo menos en aquel día.
La furia del hombre no tenía límites y mirando hacia los cielos blasfemaba, levantando sus puños, como si pretendiera retar a las nubes que, sin escucharlo, seguían lanzando sobre la tierra verdaderas cataratas de agua.
Entretanto, a muy pocas leguas del castillo, junto al arroyo que cruzaba murmurante por los campos, habitaba un joven pastor, hermoso y alegre, haciendo su feliz vida, entre las ovejas y los perros que lo ayudaban a vigilarlas.
Este pastorcito, de nombre Cojinillo, había nacido en el lugar y desde su infancia se había mirado en las cristalinas ondas de la corriente que serpenteaba junto a su cabaña.
Así, pues, era compañero de las límpidas aguas y del hada que habitaba en su cauce, la que desde niño le protegía en su tranquila existencia escasa en complicaciones.
Aquella tarde, mientras guardaba el rebaño, apareció de pronto su protectora y tocándole la cabeza con su vara mágica rodeada de rayos como los de la luna, le dijo a modo de saludo.
- ¡Amigo Cojinillo... ha llegado la hora de que me pagues mis cuidados!
- ¡Soy todo tuyo, Hada del Arroyo! -respondió el pastor cayendo de hinojos ante la deslumbrante diosa.
- ¡Bien -continuó la hermosa y fantástica mujer,- te ordeno que vayas al castillo del príncipe Chimango y rescates a la cautiva que está encerrada en la torre de poniente!
- ¿Ir al castillo del príncipe Chimango? ¡sería una locura! ¡Esa casa está custodiada por miles de vizcachas armadas y de guerreros valientes, que me matarán antes de haber podido cruzar su puente levadizo!
- ¡Y, sin embargo, debes ir! -contestó el hada.
- ¡Me ultimarán!
- ¡Te haré invulnerable!
- ¡No podré cruzar los caminos de la montaña!
- ¡Allanaré tus pasos!
- ¡La torre es muy alta!
- ¡Te daré los medios para alcanzar sus almenas!
- ¡La princesa me arrojará de su lado, al verme desastrado y feo!
- ¡Mi poder es ilimitado y pronto cambiarás! ¿Aceptas?
- ¡Hermosa hada -respondió por último Cojinillo,- iría aunque supiera que mi cuerpo sería pasto de los caranchos... tus deseos son órdenes para mí!
El Hada del Arroyo sonrió complacida y le preguntó:
- ¿Has visto al gusano convertirse en mariposa?
- ¡sí...!
- Pues bien... ¡mírate ahora en la corriente!
Y diciendo esto, tocó al pastor con la vara luminosa y de pronto cambió su traje, poniendo tanta belleza en su rostro, que al contemplarse Cojinillo en las aguas, lanzó un grito de sorpresa y besó frenéticamente los tules blancos de la extraordinaria y misteriosa protectora.
- ¡Es milagroso! ¡Dime lo que sea y lo haré!
- ¡Vete ahora al castillo y quítale al maldito Chimango la divina princesa!
- ¡A pie, tardaré mucho!
- ¡Ya lo he pensado -respondió el hada;- aquí tienes tu cabalgadura! -Y haciendo un ademán con su prodigiosa vara, apareció un avestruz negro y enorme, enjaezado como si fuera un caballo, que se quedó quieto junto al pastor, en espera que éste subiera sobre su lomo.
Cojinillo no salía de su asombro ante tanta maravilla y luego de trepar sobre el animal, esperó las últimos órdenes en silencio.
- ¡Escucha -continuó el hada;- seguramente tendrás que luchar contra hombres y fieras! ¡Chimango es implacable y enviará todo su poder contra ti, pero te daré armas para combatir y para vencer!
Y de nuevo extendió su vara y prendida en la cintura del muchacho apareció de pronto una enorme espada de luminosa punta, que el pastor tomó enseguida y blandió sobre la cabeza, en señal de saludo.
- ¡Ahora... vete mi buen Cojinillo! -terminó el hada y señaló con su mano de nácar el castillo que se elevaba a distancia, casi perdido entre las nubes.
A todo esto, había llegado un nuevo día y el príncipe Chimango, contento de poder cumplir su juramento, mandó sacar de su cautiverio a la hermosa princesa que fue transportada hasta el pie del ombú, por cinco fuertes guerreros de brillante coraza y negro chiripá.
La pobre niña, llena de terror, llegó hasta el lugar del sacrificio, sin esperanzas de salvación, ya que pensaba que la hermosa Hada del Arroyo la había abandonado, y mirando los cielos, rogó a Dios que acogiera su alma después de tan injusta muerte. - Por última vez... ¿quieres ser mi esposa? ­gritó Chimango iracundo.
- ¡Nunca! -volvió a responderle la valiente niña, en un gemido.- ¡Mátame y que mi sangre manche tus noches llenas de remordimientos!
Chimango, ante la inutilidad de sus esfuerzos para conseguir la mano de la hermosa cautiva, ordenó que se efectuara la ejecución y la infeliz niña fue llevada hasta el patíbulo, ante el silencio de la muchedumbre.
Un horrible dragón con tres cabezas, una de toro, otra de serpiente y la última de águila, la esperaba en lo alto del tablado, para engullirla en cuanto los soldados la abandonaran a su voracidad.
La princesa al ver tan monstruoso animal; lanzó un grito y cerró los ojos, creyendo que había llegado por fin su último instante.
- ¡Maldito! -sólo alcanzó a gritar entre sollozos- ¡algún día pagarás tus culpas!
Una horrible carcajada de Chimango fue la respuesta mientras los soldados, dejaban a la desgraciada, casi junto a las garras de la terrible fiera.
Pero sucedió lo inesperado.
De pronto, desde las nubes, se dejó caer en el lugar del injusto sacrificio, un avestruz negro, en el que iba montado un caballero hermoso, blandiendo una enorme espada con punta fulgurante.
- ¡Aquí estoy para salvarte, hermosa princesa! ­gritó el jinete interponiéndose entre ella y el monstruo.- ¡Ten calma y te arrancaré de aquí!
La princesita, al escuchar esta voz, abrió sus ojos y se encontró ante una escena jamás imaginada.
El desconocido, con un valor rayano en la temeridad, se había empeñado en franca lucha con el horrendo animal, que le atacaba entre bramidos ensordecedores.
De un mandoble cortó la cabeza de toro y gritó:
- ¡Va una!
Instantes después rodaba por el suelo la segunda cabeza, del águila y Cojinillo, que no era otro el recién llegado, volvía a exclamar:
- ¡Van dos!
El monstruo se revolvía presa de temible furia. Su sangre manchaba los tules de la princesa mientras sus garras querían llegar inútilmente al cuerpo del caballero que no era tocado, por la velocidad de movimientos del gigantesco avestruz.
- ¡Van tres! -gritó por fin triunfante el salvador, mientras su fantástico enemigo caía exánime a sus pies, en las convulsiones de la agonía.
Chimango, al ver al intruso, no permaneció quieto y mandó un ejército de vizcachas armadas, para aniquilar a tan audaz visitante.
La espada de Cojinillo entró de nuevo en danza y en pocos segundos no quedaba vizcacha viva en el lugar de la contienda.
No creyendo aún lo que veían sus ojos, Chimango ordenó a todos sus soldados que atacaran al valiente defensor de la princesa, pero la espada de Cojinillo, despidiendo rayos de su filo y de su aguda punta, envió al otro mundo uno por uno a los atacantes, terminando en pocos minutos con centenares de enemigos.
El malvado príncipe Chimango, al ver esta espantosa carnicería, y presa de un terror sin límites, intentó la fuga, pero la velocidad del avestruz no le permitió esquivar el ataque de Cojinillo, que en contados segundos le partió el corazón, terminando de esta manera las andanzas malvadas de tan perverso personaje.
La pobrecita princesa, ya no lloraba, y contemplaba a su salvador con tal admiración que no se dio cuenta cuando éste, tomándola suavemente por la cintura, la subió en el lomo del avestruz y emprendió el prodigioso camino de los cielos, en dirección al arroyo donde moraba el hada.
- Aquí la tienes -dijo Cojinillo, breves momentos después, dejando deslizar hacia la tierra a la hermosa cautiva.- ¡He cumplido tus órdenes divina Hada del Arroyo!
- ¡Bien está lo que has hecho, Cojinillo! -respondió la diosa sonriente.- Y en premio a tanto valor y lealtad, te entrego a la princesita por esposa, pero antes deseo hablar con ella... -Y acercándose a la niña, le dijo con dulzura.- Princesa Flor... como te había prometido, conseguí tu libertad. ¡Ahora podrás gozar de la vida y ser feliz por el resto de tus días!
- ¡Gracias Hada del Arroyo! -exclamó la pobrecita cayendo de rodillas.- ¡te debo la libertad y la inmensa dicha de haber conocido a mi hermoso salvador el Príncipe Encantado!
- No hay tal -respondió el hada con una sonrisa,- el Príncipe Encantado no es más que un pobre pastorcillo que vive miserablemente junto al arroyo! Ahora... ¡elige! ¡Si quieres, puedes quedarte a su lado por esposa, pero vivirás humildemente y no habrá lujos para ti, y si aun te agradan las joyas y el esplendor, puedes continuar tu camino y llegar al palacio de tus padres! Pero antes... quiero hacerte una observación: "¡La riqueza no es la madre de la felicidad!"
- Tienes razón Hada del Arroyo -respondió la niña.- ¡Quiero quedarme aquí y ser la esposa del pastor que tan valientemente expuso su vida por salvarme!
- ¡Bien! -terminó el hada y al mover con leve ademán su vara mágica, hizo que Cojinillo volviera a ser el pobre cuidador de rebaños, con sus calzones remendados y su camisa burda.
- ¿Lo quieres aún? -Preguntó a la princesita.
- ¡Más que nunca! -exclamó ésta, echándose en brazos de Cojinillo.
El hada bendijo la unión y se marchó a su morada del arroyo.
Y Teresita, al despertar, sintióse embargada por una inmensa felicidad, recordando la expresión alegre de los rostros de la princesita Flor y del pastorcillo.


El alcalde presuntuoso

En cierta ocasión, y en la entonces pequeña ciudad de Salta, capital más tarde de la provincia argentina del mismo nombre, existía un alcalde orgulloso y antipático, que era odiado por la población por su estúpida manía de avasallar a la gente.
El mal incurable de este alcalde, le hacía cometer infinidad de yerros, ya que todo el que se cree superior a los demás mortales y tiene la debilidad de declararlo, sólo consigue ser aborrecido por cuantos lo conocen y lo tratan.
La humildad para este hombre insoportable, era debilidad de tontos y no comprendía que una de las mejores virtudes de los humanos es precisamente el conocerse a sí mismo y no pretender ir más allá de lo que le permitan sus medios y su inteligencia.
Los consejeros del gobernante intentaron inútilmente hacerte comprender lo perjudicial de su defecto y terminaran por cansarse y dejar al insensato librado a su suerte.
Una tarde en que el alcalde se paseaba por los alrededores de la ciudad acompañado de uno de los más ancianos consejeros, tropezó en el camino con una serpiente de gran tamaño, que yacía muerta entre la hierba.
- ¡Mira! -exclamó el alcalde, señalando al repugnante reptil.- ¡Alguien ha luchado contra este animal!
- Efectivamente -contestó el consejero y, aprovechando la coyuntura de tan desagradable hallazgo, le pidió al ilustre orgulloso, permiso para referirle un cuento que venía muy al caso.
El señor alcalde aceptó con gusto la prometida narración, en espera de algo interesante, pues el consejero tenía fama de listo y ameno, y así, esa tarde apacible, los dos hombres se sentaron sobre una piedra del camino y el anciano, después de unos momentos de silencio, comenzó:
- ¡Pues bien... el cuento que le voy a narrar, sucedió en las maravillosas épocas en que los animales hablaban como nosotros y pensaban quizá mejor que nosotros!
Era en un país remoto de esta parte del mundo, conocido actualmente por América, y en un vasto desierto de hierba, que llegaba hasta el horizonte.
En dichos parajes convivían infinidad de razas de animales, que pasaban su existencia tranquilamente, bebiendo en las cristalinas aguas de los ríos o comiendo los hermosos y fragantes frutos de la encantadora región.
Un sol tibio los calentaba de día, y por las noches una luna grande y plateada los acariciaba desde los cielos.
Como es natural, las razas de animales eran múltiples y allí estaban unidos, desde los más variados reptiles hasta los más veloces pájaros.
Pero como no todo es color de rosa en este pícaro mundo, también las pasiones se cobijaron en las almas de los irracionales de mi cuento y florecían la envidia con su corte de sombras, el odio, la venganza y otros innumerables horribles defectos, iguales a los que hoy anidan en la mayoría de los corazones humanos.
En dicho país, vivía su mísera existencia una gran serpiente de hermosa piel pintada, que por su poder y aspecto era temida por los demás animales de los contornos.
La tal serpiente se paseaba dominadora por las frescas hierbas y se enorgullecía del pavor que despertaba su presencia y que, ingenua, tomaba por sumisión y respeto.
Indiscutiblemente, el animal era invencible y lo había demostrado una y mil veces en terribles luchas contra pumas, tigres y otras fieras, que habían muerto ahogados por sus anillos de poder sin igual.
Pero la serpiente no estaba contenta con su suerte, ya que es común que ni el más poderoso se sienta satisfecho de su destino, y envidiaba el vuelo de las raudas aves, que cruzaban sobre su cabeza, haciendo mil maravillosas curvas en el azul infinito.
- ¡Eso es lo que me falta para ser la dominadora del mundo! -exclamaba llena de envidia, mientras sus amarillos ojos seguían una bandada de blancas palomas que se perdían en el horizonte.- ¡Si yo tuviera alas, me convertiría en el rey de la tierra y de los cielos!
Y llena de loca furia se enroscaba en los troncos de los árboles, mitigando su ira con ensordecedores silbidos que espantaban a los otros animales de aquellos campos.
Una mañana que dormitaba nuestra serpiente junto a los restos de un pobre animalito que había muerto momentos antes, por casualidad se posó a su lado una hermosa águila blanca que la miró con curiosidad.
- ¡Eh! ¡Amiga reptil! -le gritó- ¿puedo devorar algunos pedazos de ese cervato que tienes a tu lado?
La serpiente, bruscamente despertada, irguió su cabeza llena de furor ante la insolencia de la osada ave que así se atrevía a dirigirle la palabra y le contestó con aire de desafío:
- ¡Si quieres comida, vete a buscarla! ¿Acaso no te sirven de nada tu afilado pico y tus fuertes garras?
- ¡Me sirven de mucho -le contestó el águila,- pero hoy no he visto una buena presa desde las alturas, y tengo apetito!
La serpiente se rió con ganas.
- ¿De manera -contestó en el colmo del orgullo- que apelas a mí para saciar tu hambre? ¡Es natural! ¡Con esto me demuestras que yo valgo más que todos los seres de la tierra, y que mi poder es ilimitado e insuperable! ¡Ningún animal me ha vencido hasta hoy y todos me respetan y me temen!
- ¡Es verdad -contestó el águila mirando a la serpiente desde lejos- me doy cabal cuenta de tu fuerza y de tu habilidad para arrastrarte en silencio y sorprender a tus víctimas, pero... te falta algo para convertirte en la reina de la creación!
- ¿Qué? -preguntó el repugnante animal, levantando su achatada cabeza.
- ¡Mis alas! -le respondió el águila, batiendo su plumaje, para dar más fuerza a sus palabras.
- ¡Es verdad! -exclamó con amargura la serpiente.- ¡Eso es lo que anhelo poseer, ya que con alas, dominaría la tierra y los cielos!
- ¿Has intentado volar?
- ¡Sí, pero inútilmente!
- ¿Desearías, hacerlo?
- ¡Daría la mitad de mi vida! -respondió el ofidio con un movimiento de sus ojillos brillantes.
El águila supo sacar provecho de los anhelos fantásticos de su interlocutora y prontamente dijo:
- Pues... ¡es fácil! ¡Yo te enseñaré a volar, si me das los restos de tu comida!
- ¡Trato hecho! -contestó la serpiente y dejó que el ave saciara su voraz apetito.
Una vez terminado el almuerzo, el águila inició sus difíciles lecciones.
- ¡Mira -dijo- volar no es una cosa del otro mundo y sólo consiste en perder el miedo al espacio! ¡Todo es cuestión de audacia y buena voluntad! ¡Ya me ves a mí! ¡Antes no sabía cernirme entre las nubes y ahora domino los cielos con mis alas! ¡Procura hacer lo mismo y triunfarás!
- Pero... ¿cómo?- preguntó interesada la discípula.
- ¡Déjame que te eleve entre mis garras y cuando estemos a muchos metros de la tierra, te enseñaré como puedes quedarte en las alturas!
La serpiente, en su deseo insano de pretender lo imposible, aceptó ciegamente el ofrecimiento y se dejó elevar por el ave que muy pronto la suspendió en los espacios sin límites.
- ¿Te gusta? -le preguntó en un chillido.
- ¡Es maravilloso! -respondió la incauta.­ ¡Ahora sí que dominaré al mundo!
- ¡Bien -continuó la improvisada profesora­ ahora debes aprender a saber caer!
¡Y al terminar la frase abrió sus garras y la serpiente, privada de sostén, se precipitó a tierra, estrellándose en el duro suelo!
- ¡Este es mi cuento! -terminó el consejero mirando detenidamente al alcalde.- ¡El deseo de querer ser más de lo se puede, perdió al orgulloso animal, que más tarde fue devorado por las alimañas que antes tanto la habían temido!
¡El alcalde comprendió el significado del cuento y desde entonces separó de su corazón su fatuidad y sus anhelos de dominio, para proseguir por la vida, mansamente, alejando de sí todo lo que pudiera conducirlo a pretensiones, vanidades y orgullos mal entendidos, que lo precipitarían sin remedio, al triste fin del repugnante reptil!


El enanito de la llanura

Don Juan el colono, era un hombre bueno, lleno de méritos, ya que desde hacía muchos años labraba la tierra para alimentar a su numerosa familia.
Sus campos eran grandes y en ciertas épocas del año, se cubrían de verduras o de frutos, según fuera el tiempo de las diversas cosechas, ayudado siempre por los brazos de su mujer y de sus hijos que trabajaban a la par del jefe de la familia.
Don Juan el colono vivía feliz, y la vida se deslizaba sin dificultades, entre las alegrías de los niños y las horas de trabajo que para él eran sagradas.
Muchos años fue ayudado por la mano de Dios para levantar buenas cosechas y de esta manera pudo ir acumulando algunos centavos, ya que el ahorro es una de las mayores virtudes que puede poseer un hombre que tenga hijos que atender.
Pero, hete aquí que llegó la desgracia a las tierras del buen labrador, con la aparición de una plaga de ratas que de la noche a la mañana, convirtieron sus fértiles huertas en un desierto y sus hermosos frutales en esqueléticos ramajes sin una sola hoja que los protegiera.
Don Juan el colono, se desesperó ante tamaña desgracia y procuró por todos los medios luchar contra tan temible enemigo, pero todo fue en vano, ya que los roedores proseguían su obra de destrucción sin miramientos y sin conmoverse por las lágrimas del humilde trabajador de la tierra.
Una noche, don Juan el colono, regresó a su casa, muerto de fatiga por la inútil lucha y sentándose entristecido, se puso a llorar en presencia de su mujer y de sus hijos que también se deshicieron en un mar de lágrimas, al ver el desaliento del jefe de la familia.
- ¡Es el término de nuestra felicidad! -gemía el pobre hombre mesándose los cabellos.- ¡He hecho lo posible por extirpar esta maldita plaga, pero todo es inútil, ya que las ratas se multiplican de tal manera que terminarán por echarnos de nuestra casa!
La esposa se lamentaba también y abrazaba a sus hijos, presa de gran desesperación, ante el desastre que no tenía visos de terminar.
En vano el pobre colono quemó sus campos, envenenó alimentos que desparramaba por la propiedad e inundó las cuevas de los temibles enemigos que, en su audacia, ya aparecían hasta en las mismas habitaciones de la familia, amenazando con morder a los más pequeños vástagos del atribulado hombre.
Don Juan el colono, tenía en su hijo mayor a su más ferviente colaborador. Éste era un muchacho de unos catorce años, fuerte y decidido, que alentaba al padre en la desigual lucha contra los implacables devastadores de la llanura.
El muchacho, de nombre Pedro, aun mantenía esperanzas de triunfo, y se pasaba los días y hasta parte de las noches, recorriendo los surcos y apaleando enérgicamente a las bien organizadas huestes de ratas que avanzaban mostrando sus pequeños dientes blancos y afilados.
Mas para el pobre niño también llegó la hora de¡ desaliento y una noche, al regreso de su inútil tarea, se tiró en su cama y comenzó a derramar copioso llanto, presa de una amarga desesperación.
- ¡Pobre padre! -gemía el niño.- ¡Todo lo ha perdido y ahora nos vemos arruinados por culpa de estos endiablados animalitos! ¿Qué podremos hacer para aniquilar a tan temibles enemigos?
- ¡No te aflijas mi buen Pedro! -le contestó una débil voz, llegada de entre las sombras de la habitación.
El niño se irguió sorprendido y temeroso, ya que había escuchado claramente las palabras del intruso, pero no lo distinguía por ninguna parte.
- ¿No me ves? -volvió a preguntar la misma voz, con risa irónica.
- ¡No, y sin embargo te escucho, -respondió Pedro dominado por un miedo invencible.
- No te asustes, porque vengo en tu ayuda, mi querido Pedro -,volvió a decir la misteriosa voz.­ Mira bien en todos los rincones de tu cuarto y me hallarás.
El muchacho buscó hasta en los grietas de la madera al intruso, pero todo fue inútil y ya cansado volvió a pedir, casi suplicante:
- ¡Si eres el espíritu del mal que llega para reírse de nuestra desgracia, te ruego que me dejes!
- ¡No soy el espíritu del mal, sino, por el contrario, tu salvador! -le respondió la voz, aun más cerca.- Mira bien y me hallarás.
Pedro inició de nuevo la búsqueda, la que le dio igual resultado que la vez primera y presa de un pánico irrefrenable se dirigió a la puerta para demandar ayuda a su padre.
- ¡No te vayas! ¡No seas miedoso! ¡Estoy a tu lado! -escuchó nuevamente.
- Pero... ¿dónde? ¡Preséntate de una vez!
Una risa larga y sonora le respondió y acto seguido apareció la diminuta figura de un enano, sobre la mesilla de noche del muchacho.
- ¡Aquí me tienes! -dijo el hombrecito.- Ahora me puedes mirar a tu gusto y supongo que te desaparecerá el miedo que hace temblar tus labios.
Pedro, en el colmo del asombro, contempló a su extraño interlocutor, que desde su sitio lo saludaba sacándose un enorme gorro color verde que le cubría por entero la cabeza.
Mudo de admiración analizó al intruso. Era un ser humano, magníficamente constituido, de larga barba blanca, ojos negros, cabellos de plata y rosado cutis, vestido a la usanza de los pajes de los castillos feudales de Europa, pero que no medía más de tres centímetros de estatura, lo que le facilitaba ocultarse a voluntad de las miradas indiscretas.
- ¡Ahora ya me conoces! -dijo por fin el enanito, después de largo silencio.- ¿Te gusto?
- Eres un hombrecillo maravilloso -respondió el niño.- ¡Jamás he visto una cosa igual!
- ¡Como qué soy el único ser, en la tierra, de tales proporciones! -respondió él visitante con una carcajada.
- ¿Cómo has podido entrar en mi cuarto?
- ¡Hombre! ¡Para un ser de mi estatura, nada difícil es meterse en cualquier parte!. ¡He entrado a tu habitación por la cueva de los ratones!
- ¡Es extraordinario! -exclamó Pedro, contemplando con más confianza a tan fantástico y diminuto visitante.
- ¡Aunque mi tamaño es muy pequeño -continuó el vejete,- mi poder es ilimitado y ya lo quisieran los hombres que por ser de gran estatura, se creen los reyes de la creación! ¡Pobre gente!- continuó con un dejo de desprecio.- ¡Viven reventando de orgullo y son unos míseros gusanos incapaces de salvarse si algún mal los ataca! ¡Me dan lástima!
- ¿Y tú, todo lo puedes?
- ¡Todo! ¡Mi pequeñez hace que consiga cosas que vosotros no podríais lograr jamás! ¡Me meto donde quiero, sé cuanto se me ocurre y ataco sin que me vean!
- ¿Tienes mucha fuerza? -preguntó de nuevo el muchacho.
- ¡Mira! -respondió el enano y levantó el velador, con una sola mano, rojo su semblante, como lo hubiera hecho un atleta de circo.
Pedro gozaba admirado y sonreía ante el inesperado amigo, que subido por uno de sus hombros, se colgaba de una de sus orejas.
- ¡Eres tan pequeño como mi dedo meñique! ­exclamaba el chico sin querer tocar al hombrecito por miedo de hacerle daño.
- ¡Pero tan grande de alma como Sansón! -le respondió gravemente el minúsculo ser humano.
Pedro lo contempló con incredulidad.
- ¿Qué puedes hacer con ese tamaño?
- ¡Todo! ¡Para ti será difícil creerlo, pero dentro de muy poco tiempo te lo demostraré!
- ¿De qué manera?
- ¡Ayudándote en tu lucha contra las temibles ratas de la llanura!
- ¿Serás capaz de eso?
- Capaz de eso y de mucho más -respondió el enano ensanchando su pecho.- ¡Ya lo verás!
- ¿Tienes algún secreto o talismán misterioso?
- ¡Tengo el poder ilimitado de hacerme obedecer por los pequeños animales de mis dominios!
- ¡Explícamelo todo! -dijo el muchacho mirando ahora con mayor respeto al hombrecillo, que en aquel instante se había sentado sobre la palma de su mano derecha.
- ¡Es bien fácil! ¡Con paciencia durante muchos años, porque has de saber que cuento ciento cincuenta abriles, he dominado a las aves de rapiña y poseo un ejército bien disciplinado de caranchos y aguiluchos que sólo esperan mis órdenes para atacar a los enemigos!
- ¡Es increíble!
- ¡Pero exacto! ¡La constancia es la madre del éxito y yo he conseguido lo que ningún hombre de la tierra ha logrado!
- ¿Me ayudarás entonces en mi lucha contra las ratas que han arruinado a mi padre?
- ¡A eso he venido! ¡Mañana, a la salida de¡ sol, mira desde tu ventana lo que pasa en la llanura, y te asombrarás con el espectáculo! ¡Y... ahora me voy! ¡Tengo que preparar mis huestes para que no fracasen en la batalla! ¡Mañana volveré a visitarte!
Y diciendo estas últimas palabras, descendió por la pierna del maravillado Pedro y en pocos saltitos se perdió por una entrada de ratones que había en un rincón de¡ cuarto.
El muchacho, con entusiasmo sin límites, corrió a la alcoba de su padre, Juan el colono y le refirió la fantástica visita que había tenido momentos antes.
- ¡Has soñado! -respondió el labrador después de escuchar a su hijo.- ¡Eso que me dices sólo lo he leído en los cuentos de hadas!
- ¡Pues es la pura verdad, padre! -contestó el chico.- Y si lo dudas, dentro de pocas horas, a la salida del sol, el hombrecillo me ha prometido venir con su poderosas huestes de aves de rapiña.
Juan el colono se sonrió, creyendo que su hijo había tenido un alocado sueño y le ordenó volviese a la cama a seguir su reposo.
Pedrito no durmió aquella noche y esperó los primeros resplandores del día con tal ansiedad, que el corazón le latía en la garganta.
Por fin apareció la luz por las rendijas de la puerta y el muchacho, tal como se lo había pedido el enanito, se puso a contemplar el campo desde su ventana, a la espera del anunciado ataque.
Las mieses habían desaparecido por completo y en la tierra reseca se veían merodear millones de ratas que chillaban y se atacaban entre sí.
De pronto, en el cielo plomizo del amanecer, apareció en el horizonte como una gran nube negra que, poco a poco, cubrió el espacio como si cayeran otra vez las sombras de la noche.
Estático de admiración, no quería creer lo que contemplaban sus ojos.
¡La nube no era otra cosa sino millones de aguiluchos y de chimangos, que en filas simétricamente formadas, avanzaban en vuelo bajo las nubes, con admirable disciplina, precedidos por sus guías, aves de rapiña de mayor tamaño que les indicaban las rutas a seguir!
Pedro, ante el extraordinario espectáculo, llamó a sus padres a grandes gritos; acudieron éstos y quedaron maravillados también de las escenas fantásticas que contemplaban.
¡De pronto, como si el ejército de volátiles cumpliera una orden misteriosa, se precipitaron a tierra con la velocidad de un rayo y en pocos minutos, después de una lucha sangrienta y despiadada, no quedó ni una rata en la llanura!
- ¡Es milagroso! -exclamaba Juan el colono abrazando a su hijo.- Tu amiguito el enano ha cumplido su palabra. ¡Ahora sí creo en lo que me contabas, querido mío!
La batalla mientras tanto, había terminado y las aves iniciaban la retirada en estupendas formaciones, dejando los campos del desgraciado labrador limpios de los temibles enemigos que tanto mal le habían causado.
A la noche siguiente, Pedro esperó a su amiguito salvador, el hombrecillo de la llanura, pero éste no llegó y el muchacho, desde entonces, todas las noches lo aguarda pacientemente, en la seguridad de que alguna vez tornará a su cuarto y se sentará tranquilamente en la palma de su mano, para conversar de mil cosas portentosas, imposibles de ser llevadas a cabo por los hombres normales que se decepcionan al primer fracaso.



El cóndor de fuego

Pues bien... vais a saber ahora la verídica leyenda del Cóndor de Fuego, que según algunas personas de la región, vivió hace muchísimos años en los más altos picos de la cordillera de los Andes.
En aquellos tiempos, trabajaba en los valles fértiles de Pozo Amarillo, junto a la enorme mole de piedra que se alarga desde Tierra del Fuego hasta América Central, un hombrecillo anciano ya, pero no por eso menos activo que los jóvenes de ágiles brazos.
Este hombre se llamaba Inocencio y era descendiente de uno de los bravos españoles que llegaron a estas tierras en la expedición de Francisco Pizarro.
Sus hábitos eran sobrios y sosegados y su vida se limitaba a trabajar y a guardar algunos centavos por si la desgracia le pusiera en cama enfermo.
Vecino a Inocencio, vivía otro hombre de nombre Jenaro, cuidador de vacunos y a veces buscador de oro entre los misteriosos valles escondidos en la gran cordillera.
Jenaro, al contrario de Inocencio, era un hombre ambicioso, que todo lo supeditaba al oro, capaz de cometer un desatino, con tal de conseguir cuantas riquezas pudiera.
Para el bueno de Inocencio, Jenaro era un insensato, pero no llegaba más allá su opinión, porque su alma se rebelaba a creer que existieran perversos en el mundo.
Una tarde que Inocencio volvía de sus trabajos en las cumbres, encontró caída junto a una roca, a una pobre india vieja que se quejaba muy fuerte de terribles dolores.
- Pobre anciana -exclamó nuestro hombre y levantándola del duro suelo, se la llevó a su choza, donde la atendió lo mejor que pudo.
La india se encontraba muy mal por una caída en los cerros y bien pronto, ante la angustia de Inocencio, le comenzaron las primeras convulsiones de la muerte.
Inocencio se afligió mucho por la desgraciada y sólo atinaba a llorar junto a la anciana que parecía sumida en un profundo sopor.
De pronto, los ojos de la india se abrieron y, luego de pasearlos por la choza, se fijaron en Inocencio con marcada gratitud.
- Eres muy bueno, hermanito de las cumbres ­le dijo en un suspiro,- ¡tú has sido el único hombre, que al pasar por el camino, se ha apiadado de la pobre Quitral y la ha recogido! ¡Por tu bondad, mereces ser feliz y tener tantas riquezas que puedas dar a manos llenas a los necesitados!
- Yo soy dichoso con mi vida, viejecita -respondió Inocencio.- ¡para mí, la mayor riqueza consiste en la tranquilidad espiritual!
- Es verdad -repuso la aborigen con voz entrecortada,- pero no es menos cierto que si pudieras disponer de grandes cantidades de oro, ¡muchos menesterosos tendrían ayuda y paz!
- Quizá tengas razón, pero ¿de dónde sacaría el oro que dices?
- ¡Yo te lo daré!
- ¿Tú? Una pobre india.
- Las apariencias engañan muchas veces, hijo mío -contestó la anciana sonriente.- ¡Yo siempre he vivido miserablemente, mas poseo el secreto de la cumbre y sé dónde anida el codiciado Cóndor de Fuego!
- ¡El Cóndor de Fuego! exclamó Inocencio, con el más grande estupor, al recordar una leyenda antiquísima que le habían narrado sus padres.- Entonces... ¿es cierto que existe?
- ¡Es cierto... yo lo he visto... yo estuve a su lado!
- Dime, ¿cómo es?
- ¡Es un cóndor enorme, cuatro veces mayor que los comunes y su plumaje es totalmente rojo oro, como los rayos del sol! ¡Su guarida está sobre las nubes, en la cima más alta de nuestra cordillera y es el guardián eterno de la entrada de los grandes tesoros del Rey Tihaguanaco, jefe de mi raza, hace miles de años!
Inocencio no salía de su asombro y escuchaba tembloroso la interesante narración de la anciana.
- ¡Yo soy la última descendiente de esa raza de héroes, que se extinguió hace muchos siglos! -continuó la india.- ¡En las cumbres he estado muy cerca de la guarida del Cóndor de Fuego y he vivido en su compañía durante casi dos siglos, mantenida por el hermoso animal, que descendía a los valles solitarios para llevarme alimentos! ¡Muchas y muchas veces he entrado en las enormes cavernas donde duerme el maravilloso tesoro! ¡Cuando lo veas, creerás volverte loco! ¡Allí se encierran más riquezas que todas las que hoy existen en el mundo conocido, y con ellas tendrás dinero suficiente para alimentar y hacer felices a todos los menesterosos de la tierra!
- ¿Será posible? -exclamó Inocencio en el colmo del estupor.
- Tú mismo te cerciorarás de lo que digo -contestó la india suavemente.- ¡Esos tesoros, por una tradición de mis antepasados, deberán caer en manos de un hombre bueno, de vida acrisolada y de sentimientos nobles como los del mismo Dios! ¡Ese hombre tendrá como única obligación, recorrer el mundo repartiendo felicidad a los necesitados, edificando hospitales, asilos, colegios, sanatorios, y todo lo que sea posible en favor de la humanidad enferma o desgraciada! ¡Y... ese hombre, que tantos años busqué, ya lo he encontrado, casi a la hora de mi muerte! ¡Ese hombre eres tú, Inocencio!
- ¿Yo?
- ¡Sí! ¡Tú!
- ¡Cómo puedes saber que soy bueno, si apenas me conoces!
- ¡La sabia Quitral nunca se equivoca y tiene la virtud de leer la verdad en los ojos de los mortales.
- Entonces... ¿me dirás dónde se encuentra el Cóndor de Fuego?
- ¡Sí... te lo diré, pero con una condición!
- ¡La que quieras! -exclamó el maravillado Inocencio.
- ¡Me jurarás cumplir con los deseos de mi raza! ¡Ese dinero nunca será empleado en armas, ni en campañas guerreras que son el azote de los humanos, ni será la base de ninguna maldad! ¡Ese dinero, se te entregará para el bien y la paz de todos los mortales! ¿Me lo juras?
- ¡Te lo juro! -exclamó el hombre con gran emoción.
- ¡Bien... ahora, escucha! La voz de la india se iba debilitando por momentos y su mirada se fijaba insistentemente en las pupilas de Inocencio.
Continuó:
- En mi dedo meñique de la mano derecha, tengo un anillo con una piedra verde, y sobre mi pecho cuelga de una cadena, una diminuta llavecita de oro. ¡El anillo te servirá para que el Cóndor de Fuego te reconozca como su nuevo amo, y te cuide y te guíe hasta la entrada de¡ tesoro... la pequeña llavecita es la de un cofre que está enterrado en las laderas del Aconcagua, la enorme montaña de cúspide blanca, dentro del cual encontrarás el secreto para entrar a los sagrados sitios donde se halla tanta riqueza! ¡Cuando yo muera ... entiérrame simplemente junto a tu choza y emprende el camino de las cumbres! ¡Algún día volará sobre tu cabeza el hermoso Cóndor de Fuego; no le temas y cumple mis órdenes! ¡Ya te he dicho todo... ! Me voy tranquila, al lugar misterioso donde me esperan mis antepasados.
Y diciendo estas últimas palabras, la vieja india cerró los ojos para siempre.
Mucho lloró Inocencio la muerte de tan noble anciana y cumpliendo sus deseos, la enterró modestamente junto a su cabaña, después de sacarle el anillo de la piedra verde y la llavecita que guardaba sobre su pecho.
Al otro día empezó su largo camino, en procura del Cóndor de Fuego.
Pero la desgracia rondaba al pobre Inocencio. El malvado Jenaro, que solapadamente había escuchado tras de la puerta de la cabaña las palabras de la india, acuciado por una terrible sed de riqueza, no vaciló ni un segundo en arrojarse como un tigre furioso sobre el indefenso labrador, haciéndole caer desvanecido.
- ¡Ahora, seré yo quien encuentre tanta fortuna! -exclamó el temible Jenaro al ver a Inocencio tendido a sus pies.- ¡Seré inmensamente rico y así podré dominar al mundo con mi oro, aunque haya de sucumbir la mitad de la humanidad.
Su fiebre de poder lo había convertido en un loco y sus carcajadas resonaban entre los pasos de la montaña, como si fueran largos lamentos de muerte.
Ansioso, Jenaro quitó el maravilloso talismán de la piedra verde a Inocencia y olvidando la pequeña llavecita continuó el camino, sin pensar en el grave error que cometía.
Muchos días después, casi ya en las más altas cumbres de la montaña, recordó la diminuta llave, pero no hizo caso, ya que se imaginaba que de cualquier manera podría entrar a la caverna del tesoro, con la ayuda del Cóndor de Fuego.
Una tarde que cruzaba un valle solitario, escuchó sobre su cabeza el furioso ruido de unas enormes alas. Miró hacia los cielos y vio con asombro un monstruoso cóndor que desde lo alto lo contemplaba con sus ojos llameantes.
- ¡Ahí está! -exclamó el malvado.
El fantástico animal era imponente. Su cuerpo era cuatro veces mayor que los cóndores comunes y, su plumaje, rojo oro, parecía sacado de un trozo de sol. Sus garras enormes y afiladas, despedían fulgores deslumbrantes como si fueran hechas de oro. Su pico alargado y rojo se abría de cuando en cuando, para dejar pasar un grito estridente que paralizaba a todos los irracionales de la montaña.
Jenaro tembló al verlo, pero, repuesto enseguida, alzó su mano derecha y le mostró al Cóndor de Fuego el precioso talismán de la piedra verde.
El carnicero gigantesco, al contemplar la misteriosa alhaja, detuvo su vuelo de pronto y se quedó como prendido en el espacio. Después, lanzando un graznido ensordecedor, cayó de golpe sobre Jenaro y tomándolo suavemente entre sus enormes garras lo elevó hacia los cielos con la velocidad de la luz.
El malvado se sintió sobrecogido de miedo, creyendo que le había llegado su última hora y cerró los ojos ante el inmenso abismo que se extendía a sus pies.
Los valles, los ríos y las mismas cumbres, desde tan prodigiosa altura, le parecían pequeñas cosas de juguete y pensaba aterrorizado que si el temible animal lo dejaba caer, su cuerpo se estrellaría entre los riscos y su muerte sería espantosa.
Pero nada de esto sucedió. El Cóndor de Fuego lo transportó por los aires, en un viaje de varias horas, hasta que, casi a la caída del sol, descendió con velocidad fulmínea sobre las mismas cumbres de la enorme montaña llamada del Aconcagua. Habían llegado.
El corazón del miserable palpitaba emocionado, al darse cuenta de que estaba muy cerca del codiciado tesoro que le haría el más poderoso de la tierra.
El Cóndor de Fuego, una vez que lo abandonó, se detuvo junto a él y lo contempló como esperando órdenes. El anillo de la piedra verde cumplía la misión de obligar a la terrible ave a servir de guía y guardián de su poseedor.
Jenaro, más tranquilo, miró el punto en donde lo había dejado el monstruo y vio muy cerca, casi al alcance de su mano, una enorme entrada de caverna, escondida en las nubes eternas.
- ¡Ahí es! ¡Ya el tesoro es mío! -gritó el codicioso, elevando su frente con gestos de loco.- ¡Ahora el mundo temblará con mi poder sin límites!
En pocos pasos estuvo a la entrada de la misteriosa profundidad, pero... se encontró con que ésta se hallaba cerrada por una gran puerta de piedra, llena de inscripciones indescifrables.
- ¿Cómo haré para abrirla? -se preguntaba Jenaro impaciente.- ¡La llavecita olvidada hubiera sido el remedio, pero... me ingeniaré para entrar!
Tanteó la puerta y perdió sus esperanzas, al darse cabal cuenta de que ni millares de hombres hubieran podido franquear tan gigantesco trozo de granito.
- ¡Lo haré saltar con la pólvora de mis armas! ­dijo sin meditar las consecuencias de su acción. Y acto seguido se puso a juntar todo el polvo explosivo de sus cartuchos hasta fabricar una pequeña mina, que enseguida colocó bajo la majestuosa entrada.
Mientras tanto, el Cóndor de Fuego, lo contemplaba en silencio desde muy cerca, y sus ojos refulgentes parecían desconfiar del nuevo poseedor de la alhaja, ya que de tiempo en tiempo brotaban de su garganta graznidos amenazadores.
Jenaro, sin recordar al monstruo, e impulsado por su codicia sin límites, prendió fuego a la mecha y muy pronto una terrible explosión conmovió la montaña.
Miles de piedras saltaron y la enorme puerta que defendía el tesoro de Tihaguanaco cayó hecha trizas, dejando expedita la entrada a la misteriosa y obscura caverna.
- ¡Es mío! ¡Es mío! -gritó el demente entre espantosas carcajadas, pero una terrible sorpresa le aguardaba.
El Cóndor de Fuego, el eterno guardián de los tesoros que indicara la india Quitral, al darse cuenta de que el poseedor de la piedra verde desconocía el secreto de la llave de oro, con un bramido que atronó el espacio, cayó sobre el intruso y elevándolo hasta más allá de las nubes, lo dejó caer entre los agudos riscos de las montañas, en donde el cuerpo del malvado Jenaro se estrelló, como castigo a su perversidad y codicia.
Desde entonces, el tesoro del Cóndor de Fuego ha quedado escondido para siempre en las nevadas alturas del Aconcagua, y allí continuará por los siglos de los siglos, custodiado desde los cielos por el fantástico monstruo alado de plumaje rojo oro como los rayos del sol.



La roldana maravillosa

En una humilde casa de campo, vivían, cierta vez, dos hermanas llamadas Rosa y Cristina.
Rosa por ser tan bella como la flor de su nombre era la mimada de sus padres y para ella eran todos los regalos, todos las fiestas y todas las dichas de la vida.
Cristina, por el contrario, era una niña humilde y dócil que había sido abandonada del corazón de sus padres y sólo la utilizaban en la casa como sirvienta, ordeñando las vacas por la mañana, haciendo la comida al mediodía, fregando los platos, lavando la ropa de todos y dando de comer a las aves que cacareaban en los corrales.
Tan injusta era la diferencia, que el vecindario estaba indignado y las habladurías llegaron hasta los más apartados rincones de la aldea.
Rosa, como es natural, pronto tuvo un novio rico y buen mozo, tan orgulloso e inútil como ella, con lo que colmó la ambición de los padres, que creían a la niña, por su belleza, como el astro de la familia.
Cristina, buena y sin manchas de envidia en su alma, se alegraba también de la felicidad de su hermanita y proseguía sus quehaceres domésticos, sin pensar nada malo de la frialdad de trato de cuantos la rodeaban.
La humilde niña, se levantaba del lecho al amanecer, iba al pozo a sacar agua, como primera faena, y escuchaba alegremente el chirrido de la roldana que le cantaba mientras iniciaba su rápido girar:
- Soy la roldana que canta
y agua te da cristalina...
buenos días, bella y santa,
inigualable Cristina.
La chica respondía a este saludo mañanero con su risa angelical y miraba con cariño a la roldanita, que proseguía su canción estridente y alegre, mientras el balde ascendía hasta sus manos.
Pero para la pobre Cristina, las cosas iban de mal en peor, y la altiva Rosa, que como la del rosal, estaba llena de espinas, comenzó a despreciarla en tal forma, que los días se le hicieron amargos y las noches muy tristes.
Los padres, entusiasmados con el próximo casamiento, de la hermosa Rosa ni se acordaban de la otra hija, y sólo le hablaban cuando tenían que darle alguna orden terminante o para castigarla por faltas imaginarias.
Pero Cristina, paciente y buena, sufría todas estas injusticias y se consolaba llorando a solas, mientras proseguía sus rudos trabajos diarios.
Así continuó la vida, y todas las madrugadas, al llegar al pozo e iniciar sus faenas, la roldanita le cantaba...
- Soy la roldana que canta
y agua te da cristalina...
buenos días, bella y santa,
inigualable Cristina.
La infeliz criatura un día no pudo acallar más su dolor y al oír la canción de la roldana, comenzó un lloro tan sentido y amargo que ésta, deteniendo su rápido andar, le dijo en tono grave:
- Sé que tú sufres y lloras
de la noche a la mañana...
pídele lo que desees
a tu amiga la roldana.
Cristina al escuchar la voz argentina de la pequeña rueda, no pudo contener un estremecimiento de alegría y mirándola con sus grandes ojos dulces, la respondió entre sollozos:
- Roldanita amiga, compañera de todas mis horas, sólo pido el amor de mis padres y el cariño de mi hermana.
- ¡Los tendrás! -fue la respuesta y prosiguió girando la frágil polea impulsada por los desnudos y fornidos brazos de la niña.
Al día siguiente, la casa se llenó de luz y se animó de alegría, abierta a todos los habitantes de la región que acudían a presenciar el casamiento de la hermosa muchacha, la niña mimada de sus padres.
Cristina no tuvo permiso para presenciar tan magnífica fiesta y se contentó con mirar todo desde lejos, mientras preparaba los manjares para la comida de bodas.
Sus ojos vertían copioso llanto y su corazón sufría en silencio tan gran injusticia, pensando lo desgraciada que era, por el olvido en que la tenía su familia.
La música y las risas, llegaban hasta la cocina y se mezclaban con los sollozos de la chica, que continuaba su labor sin odios ni rencores, pues éstos no tenían cabida en su alma.
Pero, hete aquí, que sucedió lo inesperado, como siempre suele acontecer cuando se cometen tan grandes injusticias.
Cristina necesitó sacar agua del pozo y se encaminó a él con los ojos enrojecidos y el corazón contrito.
Había iniciado el ascenso del balde lleno de agua cristalina, cuando escuchó la alegre voz de la roldana, que le decía:
- Querida amiga Cristina
yo cumpliré mi promesa,
saca lo que hay en el balde
y envidiarán tu belleza.
La niña, asombrada y curiosa, al escuchar la voz de su amiga, miró el cubo al llegar a sus manos y quedó maravillada y suspensa de lo que vio dentro de él.
En vez de agua, en el fondo había un voluminoso paquete con cintas de oro, que estuvo pronto entre sus dedos.
- Ponte todo lo que tiene
en vez de agua cristalina
y reinarás en la fiesta
mi buena amiga Cristina.
Así cantó la roldana entre sus chirridos estridentes y alegres.
La chica, con el paquete junto a su corazón palpitante, corrió a su modesta habitación y al abrirlo se encontró con un traje de extraordinario belleza, todo recamado de piedras preciosas de incalculable valor, un cintillo de perlas y diez anillos de oro rematados por deslumbrantes esmeraldas y rubíes.
Innecesario es decir que Cristina se desprendió enseguida de sus viejas ropas y se puso el extraordinario vestido, las esplendorosas alhajas y los adornos que había en el paquete, y mirándose luego al espejo quedó asombrada ante el cambio que había experimentado.
¡No podía creer lo que contemplaban sus ojos! Era ella... ¡sí! Pero... ¡qué cambiada! Hasta su cabello, como por arte de magia, aparecía debidamente peinado y su cara rosada y juvenil era ahora de una belleza fascinante, capaz de ser admirada por el más exigente galán.
Su entrada en el salón de la fiesta fue digna de una reina y cruzó entre los invitados, que la miraban mudos de asombro, en unión de sus padres, incapaces de comprender lo sucedido.
Desde aquel instante todos las ponderaciones fueron para ella y tanto su hermana Rosa como los indiferentes padres, creyeron ver en este milagro una dura lección por su desamor y despego, y abrazaron a la feliz y virtuosa Cristina que pasó a ser tan mimada y querida como su hermosa hermanita Rosa.
Las joyas y las piedras preciosas de su vestido de un valor incalculable, fueron vendidas, y con el dinero de tanta magnificencia compraron campos, edificaron una lujosa casa y vivieron todos felices por el resto de sus días.
Pero la dichosa Cristina no abandonó nunca a su amiga, la roldana maravillosa, y todas las mañanas iba al brocal del pozo y elevando el balde lleno de agua a rebosar escuchaba la voz de su amiga, que alegremente le seguía cantando:
- Soy la roldana que canta
y agua te da cristalina...
Buenos días, bella y santa,
inigualable Cristina.



Damián el turbulento

Ésta es la muy breve historia de Damián el Turbulento.
El mal genio de este hombre lo convertía a veces en una fiera, cometiendo faltas tan graves, que tardaba mucho tiempo en volver su espíritu a la tranquilidad.
Por lo demás, y en estado normal, Damián era un hombre bueno, trabajador y caritativo, pero su enorme desgracia consistía en encolerizarse súbitamente por cualquier cosa, cegándose hasta convertirse en un malvado.
Por tales causas, su caballo tordillo tan pronto recibía caricias como palos y su inseparable pistola, unas veces estaba cuidadosamente limpia, como otras andaba por el suelo, enmohecida y sucia.
Damián el Turbulento conocía su falta, pero por más que luchaba por enmendarse, no lo podía conseguir, siempre dominado por su fatal genio que lo convertía en un injusto.
Nuestro hombre, tenía su rancho en medio de la pampa y, como todo gaucho, vivía de su trabajo, arreando animales, esquilando ovejas o transportando en las lentas carretas las bolsas de trigo hasta las estaciones del ferrocarril.
Por su terrible defecto, Damián era temido en muchas leguas a la redonda, y no bien la gente se daba cuenta de que comenzaba a enfurecerse, corría despavorida a sus viviendas temiendo los desmanes de tan desconcertante individuo.
Inútil fue que los amigos y parientes lo aconsejaran. Damián, lloroso, prometía enmendarse, pero a los pocos días, por lo más insignificante y fútil, daba rienda suelta a su mal genio, provocando situaciones que muchas veces se convertían en tragedias.
Pero, como todo en este mundo tiene su castigo, a Damián el Turbulento le llegó su hora y pagó sus culpas de una manera rara y misteriosa.
Una tarde, después de jurar ante su madre corregirse de tan temible defecto, galopaba por la pampa en dirección a una lejana estancia, cuando su pobre caballo se espantó de una perdiz que salió volando de entre sus patas.
La furia de Damián invadió de pronto su cerebro y entre palabras procaces y gritos de loco, le dio una paliza tal al pobre bruto, que éste cayó resoplando de dolor sobre la verde hierba.
Damián, ciego de rabia y sin darse cuenta, en su demencia repentina, de la injusticia que cometía, sacó su pistola y apuntando a la cabeza del noble caballo, presionó el gatillo con la evidente intención de matarlo.
Pero, cosa extraña, la bala no salió y el gatillo cayó con un ruido seco sobre el cartucho inofensivo.
- ¡Maldita arma! -gritó Damián blandiéndola por los aires,- ¡no me sirves para nada y aquí te quedarás para enmohecerse entre los pastos!
Y diciendo esto, arrojó la pistola lejos de si con toda la potencia de su fornido brazo.
Y aquí sucedió lo imprevisto. La pistola al golpear fuertemente sobre el suelo, disparó la bala que antes se había negado a salir y entre el gran estrépito del fogonazo, Damián el Turbulento rodó herido, al perforar su brazo el frío plomo vengador.
Para el hombre de nuestra historia, ésa fue la mejor lección de su vida, mucho más elocuente que las palabras de parientes y amigos y nunca jamás volvió a ser dominado por el mal genio que, indudablemente, lo hubiera llevado por sombríos caminos, y en adelante fue un hombre pacífico y bueno, con la consiguiente satisfacción de todos los que antes le temieran.



Julio Jorge, el niño travieso

Julio Jorge es un hermoso niño de poca edad, inteligente y vivaz, que tiene el defecto de no obedecer las órdenes que le dan sus padres.
Al cumplir los tres años, hubo una gran fiesta en la casa del pequeñuelo, a la que concurrieron muchos amiguitos y diversas amistades de la familia.
Entre el gran número de regalos que recibió Julio Jorge ese feliz día, resaltaba un lucido burrito de cartón con plomizo pelaje y largas orejas, obsequio de su madrecita Matilde.
Cuídalo -dijo la buena señora al entregárselo; este burrito que mueve la cola y la cabeza, lo debes guardar, para que constituya un grato recuerdo de tu niñez, cuando seas hombrecito.
Julio Jorge, prometió no romperlo y comenzó a jugar con el burrito, corriendo por los pasillos de la casa ante la alegría de sus abuelos Diógenes, Isaura, Francisco y Matilde.
Pero, como era de presumir, la promesa fue olvidada bien pronto por el niño pillín, y a los pocos días, cansado del burrito que movía la cabeza, se propuso romperlo para curiosear qué tenía en su voluminosa panza.
Se apoderó de un afilado cuchillo, a hurtadillas de sus progenitores, se arrinconó tras de la puerta de la cocina y comenzó la repulsiva tarea de someter a una pintoresca autopsia al bonito pollino de cartón.
Tomando al juguete por las patas, inició el trabajo, asestando una profunda puñalada en el pecho del borrico y cual no sería su sorpresa y su pánico, cuando escuchó de boca de su víctima, las siguientes palabras:
- ¿Por qué quieres deshacerme? ¿Acaso no soy tu compañero y juego a todo hora contigo sin que me canse de ti?
Julio Jorge, repuesto del susto y creyendo que la voz había llegado de las habitaciones contiguas, intentó proseguir la tarea, cuando de nuevo el burrito repitió su queja:
- ¡No me hieras amiguito! ¡No merezco este fin tan desastroso!
- Me gustaría saber qué tienes dentro -respondió el niño sin detenerse en su trabajo.
- Tengo madera y lana -contestó el animalito lastimero.- ¡Sería una crueldad que me destrozaras!
- ¡Nada me importan tus quejas! ¡Tengo muchos juguetes con que entretenerme aunque tú me faltes! - ¡No digas semejante cosa Julio Jorge! ¡Si me despedazas, algún día sentirás mi desaparición y llorarás mi ausencia!
El niño travieso, no se conmovió ante los lamentos y prosiguió su obra de destrucción.
Por fin rodó por el suelo un pedazo.
- ¡Ay, mi patita! -gritó el burrito.
Otra parte del animal caía más tarde.
- ¡Ay, mi cola! -se lamentó la víctima.
Y poco a poco, entre quejas y expresiones de resignación, el hermoso juguete fue convirtiéndose en algo inservible, en las manos crueles del travieso niño.
Una vez terminada su desdichada obra, Julio Jorge miró los restos de su amigo esparcidos por el suelo, transformado en un informe montón de maderas y de vellones de lana, y entonces, cuando ya no había remedio, se dio exacta cuenta de su mala acción y del remordimiento que le produciría con el tiempo la desaparición de tan lindo juguete.
- ¡Mi papá me comprará otro! -dijo, por fin, en tono de consuelo y corrió para seguir sus juegos con otros muñecos que se hacinaban en un rincón de su cuarto de recreo.
Días más tarde, recordando a su compañero de juegos, el burrito que movía la cabeza, rogó a su padre le adquiriera uno igual al desaparecido, y ante la rotunda negativa que se le dio como castigo por su afán destructor, Julio Jorge comenzó a sentir dolorida su almita, por la ausencia del lindo juguete que tantos ruegos le dirigiera para que no lo despedazara.
Muchas noches, en su sueños infantiles, se le apareció el buen burrito y escuchó estremeciéndose en el lecho su voz dolorida, y tanta y tanta fue su pena ante el recuerdo del frágil compañero, que vertió copioso llanto y juró no romper jamás otro juguete, que al fin y al cabo, eran y siguen siendo, sus amiguitos más dóciles, más nobles y más bellos.


El gigante de nieve

Una vez, un matrimonio de ricos comerciantes de Buenos Aires, resolvieron pasar los días del verano en un lugar fresco de la república y se trasladaron con sus hijos Pepito, Leopoldo y Manuel a las apartadas regiones del sur del país, donde junto a los maravillosos lagos cordilleranos, se goza en esos meses de una temperatura muy agradable.
Tomaron el tren en la capital y después de un viaje encantador cruzando hermosas poblaciones hasta llegar a la ciudad de Bahía Blanca, entraron en la extensa Patagonia en donde los niños, desde las ventanas del vagón, pudieron admirar las majadas que en esas tierras se cuentan por millones, los caudalosos ríos poblados de cisnes, patos y otras aves acuáticas, las grandes llanuras sembradas de trigo, lino, alfalfa y cebada y las pintorescas villas que sirven de albergue a los colonos.
Algunas horas después estaban sobre las primeras mesetas de la montaña, y más tarde llegaron al hotel en donde sus padres habían dispuesto pasar las vocaciones en recompensa del buen comportamiento de los niños.
Para Pepe, Leopoldo y Manuel, aquello era el paraíso.
Un gran lago, que supieron luego se llamaba Nahuel-Huapí se extendía a sus pies, poblado de hermosas aves, con frondosas islas en su centro, y en las que se veían por entre las ramas de la vegetación, grandes residencias de tejados rojos.
Los niños estaban encantados de tanta maravilla y se pasaban los días cabalgando con su padres por los caminos de la montaña o pescando sobre las márgenes del lago grandes peces que más tarde se informaron que eran truchas.
Una tarde, el viento sopló con más fuerza desde las cumbres de la cordillera y comenzó a dejarse sentir un frío tan intenso que todos los turistas hubieron de refugiarse en el hotel y rodear las estufas como en pleno invierno.
Pasadas varias horas, toda la gran extensión de sendas, valles y montañas estaba cubierta de nieve, y no faltaron viajeros que resolvieron hacer deportes invernales con esquíes, improvisados trineos, y saltos con patines,
Para los niños de nuestra historia, aquello era una novedad inesperada y de común acuerdo dispusieron abrigarse bien y jugar en la nieve hasta que el sol la derritiese.
Se fugaron a corta distancia del hotel donde se hospedaban y en un lugar solitario cubierto por los blancos copos de nieve, dispusieron modelar un gran muñeco, tal como lo habían contemplado en muchas láminas de revistas europeas llegadas a sus manos.
- ¡Haremos un gigante! -dijo Pepe.
- ¡Con sombrero y bastón! -repuso Leopoldo saltando de frío.
- Yo le haré los ojos -gritaba entusiasmado Manuel, el más pequeño de los hermanos.
Dicho y hecho; los niños, entre risas y alegres exclamaciones, comenzaron su gran obra, a la que muy pronto dieron fin, contemplando luego al gigante blanco que parecía mirarlos con sus ojos huecos y sin vida.
Pepe corrió al hotel y muy pronto estuvo de regreso con un sombrero del padre y un bastón de otro viajero y ayudado por sus hermanitos, trepó por el muñeco y le puso en la cabeza el hongo y en su tendido brazo la recta caña de la India.
Terminada la escultura, que no estaba del todo mal, los niños se detuvieron a contemplarla y se admiraron de haber realizado un trabajo, para ellos, tan magnífico, porque el gigante de nieve, tenía boca, nariz, orejas y un cuerpo proporcionado que se alzaba más de dos metros del suelo.
- ¡Qué hermoso! -exclamó Pepe,
- ¡Se lo enseñaremos a papá! -gritaba Leopoldo, batiendo palmas.
- ¡Lástima que no hable! -se lamentaba, Manuelito, mirándolo con cariño.- ¿Qué nombre le pondremos?
- ¡Se llamará Bob! -repuso el mayor.
- ¡Bien por Bob! ¡Viva Bob! -gritaron los niños a coro.
De pronto sucedió lo inesperado. El gigante de nieve comenzó a mover sus brazos, mientras los huecos de sus ojos iban cobrando vida, hasta cubrirlos dos pupilas azules y bondadosas.
- ¡El gigante camina! -gritó Pepe, reflejando en su rostro una expresión de asombro y temor a la par.
- ¡Nos matará! -tartamudeó de miedo Leopoldo.
- ¡Mamita! -alcanzó a balbucear el menor, abrazando a sus hermanos para resguardarse.
Mientras tanto, la gigantesca escultura helada, se movía, efectivamente, y sus extremidades, antes rígidas, comenzaban a ablandarse, jugando sus articulaciones como si se tratara de un ser de carne y hueso.
- ¡Huyamos! -logró exclamar Pepe, en el colmo del pavor.
Una carcajada larga y bonachona le contestó.
- ¿Por qué intentáis huir? -dijo el gigante, cubriendo su desdentada boca blanca.- ¡No os haré daño; por el contrario, os protegeré, ya que vosotros me habéis modelado! ¡Bob os saluda!
Y diciendo esto, se inclinó reverente ante los niños, quitándose su sombrero como lo hubiera hecho el más galante de los galantes caballeros de antaño.
Pepe, Leopoldo y Manuel se quedaron atónitos, sin saber qué partido tomar, pero al poco rato y ante los ademanes pacíficos del hombre de nieve, cobraron confianza y muy pronto se hicieron amigos, trepando los chicuelos por sus hombros y deslizándose hasta el suelo por sus rodillas, con el consiguiente regocijo del gigante que se avenía a todo capricho y ocurrencia de sus dueños, entre grandes risotadas de alegría.
Los niños estaban encantados de su obra, y así pasaron muchas horas, corriendo por las pendientes de la montaña, resbalando por las empinadas laderas o patinando por los extensos campos helados.
- ¡Esto es maravilloso! -exclamaban a coro, mientras subían a las espalda de Bob que, como es natural, era maestro en todos los ejercicios de invierno.
Entre juegos y jaranas, Pepe, Leopoldo y Manolito se alejaron demasiado del hotel y, sin darse cuenta, se aproximaron a los linderos de un bosque muy solitario que se elevaba sobre grandes lomas, próximas al hermoso lago.
El sol se ocultaba tras las cumbres lejanas y sobre la inmensa sábana de nieve, caían lentamente las sombras.
Los niños, entretenidos con el gigante, no consideraron que un terrible peligro los amenazaba. Junto a la orilla de la selva, un tigre grande, con ojos sanguinarios, los contemplaba, abriendo sus fauces negras al tiempo que encogía sus patas, dispuesto a saltar sobre sus indefensas víctimas.
Pepe y sus hermanitos, se acercaron más y más a la fiero, ajenos a esta amenaza de muerte perseguidos por el blanco Bob que se había rezagado un poco, para después alcanzarlos.
De pronto, un terrible rugido rompió el silencio y tres gritos desgarradores se oyeron en la inmensa soledad.
El felino había dado un descomunal salto, cayendo a pocos metros de los niños que se abrazaron sobrecogidos por un pánico justificado ante el peligro que corrían.
- ¡Nos mata! -gritó Pepe llorando.
Efectivamente, las pobres criaturas no tenían salvación y sólo esperaban el terrible zarpazo de la fiera, que sin remisión caería sobre ellos.
Pero... el maldito animal no había contado con el gigante blanco.
Bob, al ver a sus amiguitos en tan espantoso peligro, dio un rápido salto de carnero y convirtiéndose. en bola de nieve se precipitó rodando por la pendiente, arrastrando al feroz tigre con tal violencia, que lo dejó tendido sin vida. El muñeco bonachón había salvado a sus queridos dueños y ahora, caído en la nieve, reía a mandíbula batiente, ante el asombro de los niños que lo contemplaban con admiración y agradecimiento.
Como ya era avanzada la tarde, Bob propuso o los pequeños que montaran sobre sus espaldas y así llegarían más pronto al hotel. Aceptando tan oportuno ofrecimiento, Pepe, Leopoldo y Manuel, cubrieron la distancia hasta la entrada de la casa con la rapidez de un rayo.
Bob se despidió de ellos cariñosamente y les dijo que al día siguiente, por la mañana, los esperaba en el sitio donde lo habían levantado, para proseguir sus juegos en aquel ambiente invernal.
Aquella noche calmóse el temporal y al otro día, ante los ojos admirados de los chicos, amaneció el cielo despejado, azul, con un sol resplandeciente y tibio que ahuyentó el frío y la nieve.
Pepe, Leopoldo y Monolito, corrieron al lugar de la cita y... ¡oh, desgracia! ya no estaba allí Bob esperándolos como les prometió. En el sitio donde se levantara el gigante, sólo había un pequeño charco de agua tranquila sobre la que flotaban el sombrero y el bastón...
El sol, desde lo alto, parecía reírse del desconsuelo de los niños y sus rayos caían sobre sus cabezas, como dándoles a entender que él había sido la causa de la desaparición del bueno de Bob.
Los pequeños regresaron muy tristes al hotel, y desde aquel día, todos los inviernos, esperan en vano la caída de la nieve para poder levantar otra vez al gigante risueño, que una mañana les distrajo con sus juegos y una tarde les salvó la vida.



El anillo de la piedra roja

Una vez existía en la ciudad de Catamarca, y de esto hace casi dos siglos, una mujer llamada Candelaria, fea y de ojos pequeños y redondos como los de los tortugas, a quien nadie en lo población quería por su detestable defecto de la curiosidad.
Ella ansiaba saber la vida y milagros de toda la vecindad y no sólo se contentaba con preguntar lo que no le interesaba, sino que también se atrevía a concurrir a las casas de visita, para poder así enterarse más fielmente de cuanto deseaba.
La gente del lugar la había apodado "La Curiosa" y ya ninguno la conocía por su verdadero nombre que era sonoro y agradable.
Nosotros, siguiendo la costumbre establecida por aquel tiempo en Catamarca, la denominaremos también "La Curiosa" al proseguir este verídico relato.
La curiosidad es un defecto terriblemente feo, que al que lo practica, le ocasiona siempre muchos enredos y malos momentos, pero para ella no había obstáculos, y aunque muchas veces había tenido serios disgustos, no podía vencer su manía de averiguarlo todo.
Claro es, la gente estaba harta de soportarla en sus permanentes averiguaciones y no sabía cómo enmendar a esta mujer que era la piedra de escándalo en la apacible ciudad provinciana.
Como es sabido, la curiosidad trae aparejada una gran cantidad de males, entre los que sobresale la murmuración, ya que al comentar lo que se sabe o lo que se cree saber se llega al chisme y hasta a la difamación.
Así pues, Catamarca vivía intranquila, ya que había llegado por culpa de "La Curiosa", una ola de resquemores que iban separando, cada vez más, a familias enteras, que se trataban desde hacía infinidad de años.
Era necesario, para la tranquilidad de todos, dar un escarmiento a la chismosa mujer, pero... ¿cómo? Se intentaron toda clase de pruebas, desde el desprecio hasta el incidente personal, pero todo fue inútil, ya que "La Curiosa" proseguía su vida, sin cambiar en nada sus deplorables costumbres.
- ¡Esto es intolerable! -exclamó una noche el alcalde de la ciudad, hombre entrado en años, de grave aspecto y larga barba blanca.- ¡Hay que poner inmediato remedio a este mal que amenaza dividir por completo a la sociedad!
- ¿De qué manera? -preguntó otro contertulio.
- ¡No lo sé! ¡Pero hay que hallar el modo de extinguir esta enfermedad, peor que la viruela!
- ¡Encerrémosla! -gritó un tercero.
- ¡Echémosla de la ciudad! -dijo un cuarto.
- ¡Cortémosle la lengua! -vociferó un quinto, blandiendo sus puños, lleno de ira, ya que "La Curiosa" le había hecho separarse de su esposa a causa de sus intrigas.
- Nada de eso es bueno -respondió el alcalde gravemente- hay que hallar otro medio más eficaz. Si la encerramos, su voz se seguirá oyendo por entre las rejas; si la echamos de la ciudad, llevaremos la desgracia a otras poblaciones apacibles como la nuestra; si le cortamos la lengua, será un castigo inhumano que no es de hombres civilizados. Hay que procurar otro remedio...
Los contertulios se quedaron mudos, ensimismados, sin saber qué partido tomar para resolver tan serio problema, que constituía un flagelo en la soñolienta población de Catamarca.
Se resolvió por fin efectuar una reunión de notables y llamar a su seno a "La Curiosa" para invitarla a cambiar de vida, so pena de severos castigos.
Así se hizo.
Una noche, en la Sala del Cabildo, iluminado con cientos de velas de sebo, se reunió lo más granado de la sociedad catamarqueña bajo la severa presidencia del alcalde, que nunca dejaba de acariciarse su larga barba blanca que le cubría el pecho.
"La Curiosa" fue llevada a duras penas, ya que desde un principio se negó a concurrir, pero al fin fue introducida en la sala, donde se desencadenó una tempestad de murmullos desaprobadores ante la presencia de la malhadada mujer.
Ésta miró con sus ojos de tortuga a la concurrencia y se sonrió después, como desafiando a sus improvisados jueces.
- Oye, Candelaria -comenzó el alcalde.- Nos hemos reunido para invitarte a que des fin a tu perjudicial defecto de la curiosidad, que arrastra un sin número de males que nos afectan a todos por igual.
- Pero... ¡si yo no hago mal a nadie! -respondió la mujer con voz áspera.- Yo sólo pregunto y la gente me cuenta la verdad... ¡Eso es todo!
- ¿Sabes positivamente si te cuentan la verdad? -preguntó el alcalde mirando detenidamente a la acusada.
- ¡Estoy segura de ello! -respondió prontamente "La Curiosa".- ¡Si no lo hicieran, mentirían, y el mentir es un terrible pecado!
Ante esta salida, no pudieron menos que reírse todos los oyentes, ya que la mujer se horrorizaba de otro defecto, sin pensar en el que ella poseía.
El alcalde, ocultando su risa, contestó haciendo esfuerzos por parecer grave:
- ¡Observas la paja en el ojo ajeno y no ves la viga en el tuyo, Candelaria! ¡Toda esa gente a quien durante tantos años le has preguntado cosas que no debían interesarte, quizá te hayan mentido, ya que la mentira en este caso se justifica ante el deseo malsano de saber! Nosotros te pedimos buenamente que procures dominar tu grave defecto que tanto mal nos ha hecho y te recibiremos con gusto nuevamente en nuestros hogares, si es que tu voluntad vence a tu terrible vicio! ¿Aceptas?
"La Curiosa" vaciló unos instantes y luego repuso muy suelta de lengua:
- ¡Está bien, señor alcalde! ¡Procuraré refrenar mi curiosidad, pero estoy segura que toda la gente siempre me ha dicho la verdad!
- Ojalá fuera cierto -repuso el anciano y así terminó aquella reunión, saliendo la gente poco convencida de que pudiera enmendarse.
Tal como lo habían pensado los habitantes de Catamarca, la mujer, a los pocos días, continuó su terrible manía y las rencillas y murmuraciones adquirieron tal carácter, que se perdió por completo la paz y el sosiego en la lejana población colonial.
La noticia de tan terrible mal, llegó hasta los más apartados lugares de la provincia y lo supo una viejecita india que vivía en su choza, sobre las laderas de unas cumbres llamadas de Calingasta.
- Yo sabré curarla -dijo la anciana aborigen, y marchó camino de la ciudad, y cuando llegó fue directamente a la casa de "La Curiosa" que la recibió con agrado.
- ¡Me han dicho que tienes un terrible defecto! -comenzó diciendo la anciana, al entrevistarse con Candelaria.- ¿Es verdad?
- Así lo murmuran en el pueblo... -contestó la interpelada.
- ¿Quieres curarte?
- Lo desearía, pero no puedo...
- Pues bien -repuso la india.- Aquí te entrego un talismán que seguramente te arrancará del cuerpo el mal de la curiosidad. Cuídalo mucho, porque perteneció a antiguos reyes de América de épocas muy remotas.
- ¿Qué es? -preguntó "La Curiosa" con ansiedad.
- Míralo. Es un anillo con una gruesa piedra roja, que te lo pondrás en el dedo del corazón de tu mano derecha. Este anillo tiene la virtud de dar a conocer siempre los verdaderos pensamientos de la gente. Cuando algo preguntes y te respondan, pide al talismán que obligue a que te digan la verdad y así verás y escucharás cosas que nunca te has imaginado.
Y, dicho esto, la india marchó a su choza de la montaña, dejando a "La Curiosa" completamente intrigada sobre el poder sobrenatural de la preciosa alhaja.
No bien estuvo sola, pensó en poner en juego el poder del talismán y salió a la calle a continuar sus acostumbradas correrías averiguando la vida y milagros de todos.
- ¡Hola, vecina! -empezó diciendo, ante una señora que por allí pasaba.- ¿Qué tal? ¿Es verdad que su hija Micaela se ha disgustado con su novio?
- ¡Sí, doña Candelaria, es verdad! -respondió la interpelada.
"La Curiosa" quiso poner en juego los poderes de su piedra y solicitó su ayuda, tocándola tres veces, tal como se lo aconsejó la india.
¡Y aconteció lo inesperado! La vecina, presa de un ataque de sinceridad, empezó a decir lo que verdaderamente sentía.
- ¡Es falso lo que te he dicho, vieja lechuza! ­gritó.- ¡Mi hija se casará y serán felices! ¡Te detesto, curiosa insoportable! ¡Ojalá se te pudriera la lengua!
"La Curiosa", confusa de estupor y espanto, echó a andar temblorosamente.
Un poco más allá se cruzó con don Damián, el jefe de Correos, quien, al verla, le dijo con una sonrisa:
- ¡Adiós, hermosura!
La mujer tocó de nuevo tres veces a su anillo mágico y don Damián comenzó, en forma inesperada, a hablar como un loco.
- ¡Eres más fea que un escuerzo! ¡No puedo ni verte, curiosa insoportable!
La infeliz no quiso oír más y siguió su camino, cada vez más sorprendida por lo que estaba ocurriendo.
Al llegar a la puerta de su casa, tropezó con su hermano mayor que salía para el trabajo, el que la saludó con afecto.
Candelaria volvió a tocar tres veces el anillo para saber lo que pensaba de ella tan próximo pariente y escuchó:
- ¡Eres la vergüenza de la familia! ¡Por ti vivimos separados de todo el mundo! ¡Quiera, Dios que te alejes para siempre de nuestro lado!
La pobre mujer no pudo más, y con espanto y amargura arrojó lejos de sí la alhaja maravillosa y penetró en su habitación convertida en un mar de lágrimas.
Entonces se dio cuenta de que la curiosidad sólo conduce al deshonor y al desprecio y que por su propia culpa era rechazada hasta por sus mismos hermanos.
La prueba del anillo fue mejor remedio que todos los consejos del alcalde y las amenazas de la población.
Desde aquel día se enmendó de manera definitiva, y jamás volvió a abrir su boca para hacer preguntas indiscretas, con lo que poco a poco ganó la confianza de los vecinos y el amor de sus parientes. ¡Y ésta es la verídica historia del anillo de la piedra roja, que con su poder sobrenatural, obligaba a la gente a decir la verdad!





Don Segismundo Cara de Loro

Don Segismundo Cara de Loro, era un gaucho pendenciero que habitaba los confines de la Pampa, muy cerca del río Negro.
Tenía fama de perverso y según aseguraban, no había animal que se atreviera acercarse a su rancho que no fuera muerto por el sanguinario ser humano.
Una noche, cansados de tanta persecución, se reunieron en asamblea los seres del desierto y resolvieron darle un castigo ejemplar a tan despiadado personaje.
A la cita acudieron todas las especies, no faltando ni el temible puma o león americano, el gato montés, la vizcacha, el ñandú, el chimango, la mulita, ni mucho menos otras razas como las perdices, el guanaco, los chorlitos, el tatú carreta, el tucutucu, los patos silvestres, el bullicioso chajá, la comadreja, y un sinfín de animales que pueblan esas dilatadas llanuras.
Luego de un largo cambio de ideas, el puma propuso llamar al seno de la gran asamblea al Espíritu Protector de la Pampa, maravilloso ser poseedor de grandes virtudes, y que siempre que solicitaban su presencia sus súbditos de la pradera surgía de la tierra a continuación de un estremecimiento, como si se tratara de un terremoto.
- ¡Aquí estoy, mis amigos! -dijo el fantástico personaje.
- Te hemos llamado -contestó el puma- para que nos ayudes a luchar contra el temible gaucho Segismundo Cara de Loro que nos persigue a muerte hasta en los más lejanos rincones de nuestra tierra.
- Nada más fácil -respondió el Espíritu Protector.- Entre vosotros se halla el animal que os hará justicia, molestando en tal forma a vuestro enemigo que lo ahuyentará de estas tranquilas regiones.
- Y... ¿quién es? -preguntaron a coro los cientos de animales.
- ¡Tú! -dijo el Espíritu, señalando al diminuto mosquito.
Todos los irracionales miraron al Protector con ojos incrédulos.
- ¿Cómo puede ser? ¡El mosquito es muy pequeño e inofensivo! -exclamó el teruteru en una carcajada.
- ¡Imposible! -gritó el orgulloso puma.
- ¡Iríamos al fracaso! -dijo desde lejos el chimango batiendo alegremente sus alas.
El Espíritu Protector los dejó hablar y ordenando silencio, respondió:
- ¡Habéis de saber, mis queridos súbditos, que no existe enemigo pequeño; desgraciado de aquél que, por ser más grande y poderoso se crea invulnerable a los ataques de los más débiles! ¡Tú, mosquito, iniciarás desde mañana la batalla y molestarás en tal forma al malo de don Segismundo Cara de Loro, que acabará por humillarse vencido!
Al siguiente día, el zumbador y diminuto mosquito comenzó su faena, picando por la noche al perverso gaucho tan despiadadamente que no lo dejó dormir. El hombre se defendía a manotadas y golpes, que siempre caían en el vacío o en la misma cara del criminal, dada la agilidad prodigiosa de su atacante.
Así continuó el mosquito la lucha sin tregua, noche tras noche y día tras día, durante más de tres semanas, siempre zumbador y molesto, picando al gaucho don Segismundo en cuanta parte presentara digna de chuparle la sangre.
El malvado Cara de Loro, ya no dormía y había perdido su tranquilidad, de tal manera que ni comer podía y, así, poco a poco, se fue quedando tan delgado, que se le podían contar los huesos de su cuerpo arrugado y enrojecido.
El mosquito no abandonaba la batalla y proseguía clavándole su aguijón sin escuchar los gritos de loco de don Segismundo que, una noche, enfurecido por la maldita persecución, se dio tal golpe con un hierro en su ansia de matar al díptero, que se partió la frente, cayendo muerto dentro de su miserable rancho.
El insecto había vencido, con paciencia y habilidad, a tan desproporcionado adversario.
El Espíritu Protector, horas después, reunió de nuevo a la pintoresca asamblea de animales y presentando al héroe, les dijo sentenciosamente:
- ¡Ya veis, mis queridos súbditos! ¡El mosquito ha vencido y ha hecho lo que no pudieron hacer ni las garras del puma ni el pico de las águilas! Esto os enseñará a saber respetar al débil y a recordar siempre que en este mundo no existe enemigo pequeño.


La arañita agradecida

Consuelo era una niñita muy buena y estudiosa que todas las mañanas se levantaba con el canto de los gallos para hacer sus deberes, después tomaba su desayuno y se dirigía entre saltos y canciones a la escuela que distaba apenas tres manzanas de su casa.
A la hora del almuerzo regresaba al hogar y dando un beso a sus padres, se sentaba a la mesa para comer, con toda gravedad, los diversos platos que le presentaba una vieja sirvienta que hacía muchos años que estaba en la casa.
Consuelo había descubierto durante su almuerzo, colgando de su telita transparente, a una pequeña arañita que ocultaba su vivienda colgante de uno de los adornos que pendían del techo.
- ¡Querida amiguita! -había dicho la niña alborozada, mientras agitaba su mano en señal de saludo.- ¡Eres mi compañera de comida y no es justo que te quedes mirándome, mientras yo termino mi plato de dulce! ¡Tú también debes acompañarme!
La arañita, como si hubiera entendido el discurso de la pequeña, salió de su tela y se deslizó casi hasta el borde de la mesa, pendiente de un hilo casi invisible.
- ¿Me vienes a visitar? ¡No eres fea! ¡Diminuta y negra como una gota de tinta! Seremos amigas, ¿no te parece? Desde hoy dialogaremos todos los días y mientras yo te cuento cómo me ha ido en el colegio y te digo cuantos juguetes nuevos me compran mis padres, tú me dirás todo lo que contemplas desde un sitio tan elevado como ese en que tienes tu frágil vivienda.
La arañita se balanceaba en su hilillo al escuchar a la niña, como si comprendiera las palabras que le dirigían y subía y bajaba graciosamente, en el deseo de agradar a su linda amiguita.
De pronto se escucharon ruidos en el pasillo que conducía al comedor.
- ¡Sube! ¡Sube pronto a tu telita, que si te ven te echarán con el plumero! -gritó la pequeña, alarmada, haciendo señas a la arañita para que se diera cuenta del peligro que la amenazaba.
El arácnido, como si hubiera comprendido, inició el rápido ascenso y bien pronto se perdió entre las molduras del colgante, en donde tenía escondido su aposento de cristal.
La amistad entre estos personajes tan distintos se arraigó cada día más y conforme la niña se sentaba para almorzar, la arañita bajaba de su escondite y se colocaba casi al nivel de los ojos de la alegre criatura, como si quisiera darle los buenos días.
Así pasaron muchas semanas, hasta que una vez la desgracia llamó a la puerta de ese hogar, al ponerse enferma de mucho cuidado la hermosa criatura, que por su estado febril hubo de guardar cama, con el consiguiente sobresalto de los padres que se desesperaban ante el peligro de muerte que corría el rayo de sol de la casa.
La pequeña, dolorida y presa de una modorra permanente producida por la alta temperatura, creía ver entre sueñas a su diminuta compañera, que se balanceaba sobre su cabeza y le sonreía cariñosamente, colgada de su hilillo invisible.
- ¡Buenas noches, querida mía! -susurraba la niña alargando sus manecitas.- ¡no puedo moverme, pero te agradezco la visita! ¡Estoy muy malita y creo que me moriré!
Los padres escuchaban estas palabras y creían, como es natural, que eran ocasionadas por la fiebre que abrasaba el cuerpo de la enfermita.
Mientras tanto, la arañita del comedor, al no ver más a su amiga, había abandonado la tela y deslizándose por las paredes, pudo llegar, venciendo muchas dificultades, hasta el dormitorio en donde reposaba Consuelo.
El animalito quizá no se dio cuenta cabal de todo lo que ocurría, pero se extrañó mucho de que su compañerita no pudiera levantarse de la cama, que a ella le parecía, desde las alturas, un campo blanco de tamaño inconmensurable.
Pero, como la simpatía y el amor existe en todos los seres de la creación, nuestra amorosa arañita se conmovió mucho de la situación de su graciosa amiga y decidió acompañarla, formando otra tela sobre la cabecera de la cama, escondida tras un cuadro que representaba al niño Jesús.
- Aquí estaré bien -pensó mientras trabajaba afanosamente en el maravilloso tejido. - ¡Desde este sitio podré observar a mi compañera y cuidar su sueño!
La enfermedad de la criatura seguía, mientras tanto, su curso y los médicos, graves y ceñudos, examinaban su cuerpecito calenturiento, recetando mil cosas de mal sabor y peor aspecto.
La arañita, entristecida desde su frágil vivienda, miraba todo aquello con profundo dolor y no sabía cómo serle útil a la paciente, que se revolvía entre los cobertores, inquieta por la fiebre.
La primavera mientras tanto había llegado y las plantas del jardín se cubrieron de flores de mil coloridos que alegraban la vista y perfumaban el ambiente.
Todo era paz y alegría en el exterior, pero en la habitación de la criatura la muerte rondaba sin apiadarse de la fragilidad e inocencia de su víctima.
Muchas veces el olor de los remedios y el vapor de ciertas mezclas que quemaban en la alcoba, molestaban mucho a nuestra diminuta arañita, pero su voluntad de mantenerse cerca de la enferma vencía su temor de caer asfixiada por aquellas emanaciones, y se encerraba dentro de la tela como mejor podía, para defenderse de tales peligros.
Por fin, gracias a Dios y a la juventud de Consuelo, se inició la difícil convalecencia, pudiendo sentarse en la cama y mirar por la abierta ventana su jardín cubierto de colores y lleno de trinos.
La felicidad de nuestra araña no tenía límites y, aprovechando la ausencia de seres indiscretos en la pieza, se deslizó por su invisible hilillo y se columpió ante los ojos de su amiga que la contemplaba con una sonrisa de inmensa dicha.
- ¡Hola, compañerita mía! -exclamó la niña.­ ¡Mucho te eché de menos los pasados días! ¡Muy pronto volveremos a almorzar juntas!
La arañita escuchaba las palabras extrañas y sólo atinaba a acercarse más, como dando con ello muestras de su desbordante felicidad.
Con el calor, llegaron al jardín mil plagas de insectos que, sin solicitar permiso, penetraron en la habitación de la enferma y cubrieron sus sábanas blancas, cuando no revoloteaban junto a la luz de los candelabros.
Para la pobre niña, esto era un martirio, ya que los mosquitos no le dejaban conciliar el sueño de noche y le cubrían el rostro de feas y peligrosas ronchas.
Inútil era que los padres combatieran esta plaga quemando ciertos preparados insecticidas y otros productos; lo único que conseguían era mortificar a la convaleciente.
- ¿Qué haremos? -preguntó una noche la madre, alarmada al contemplar la cara de la niña llena de puntos rojos.
- ¡No lo sé! -respondió el padre, desesperado al no encontrar el remedio para terminar con los dañinos insectos.
La arañita, desde su punto de observación, había escuchado todo, y en su diminuto mente concibió una idea maravillosa para socorrer a su querida amiga y enseguida la puso en práctica.
Aquella noche, nuestro arácnido se deslizó de su tela y corriendo lo más velozmente que le permitían sus patitas, sobre las verticales paredes, llegó al desván de la casa, en donde, como es natural, habitaban miles de arañas de todas las clases y tamaños.
- ¡Vengo a pedir ayuda! -gritó el animalito, en cuanto estuvo cerca de sus congéneres.- ¡Necesito de vuestros servicios!
- Estamos a tus órdenes -respondieron las arañas a coro.
La patudita, entusiasmada con tan preciosa alianza, explicó en pocas palabras de lo que se trataba y muy pronto miles de arañas, dirigidas por ella, abandonaron sus telas y en formaciones dignas de un ejército disciplinado, se dirigieron a la habitación donde reposaba Consuelo, molestada a cada instante por los mosquitos sanguinarios y otros insectos molestos.
- Debemos protegerla -dijo tan pronto llegaron. -¡A trabajar todas!
Las arañas, al escuchar esta orden terminante, se dividieron en varios grupos y comenzaron a formar telas, desde la cabecera hasta los pies de la cama, dejando en pocos instantes a la criatura bajo de un tejido maravilloso, en donde los mosquitos y otros bichos, se enredaban y morían atacados sin tregua por las arañas que no daban un minuto de reposo a su humanitaria tarea.
En contadas horas la pieza quedó libre de insectos y la niña convaleciente, sin nada que la molestara, pudo continuar descansando en su cama, cubierta por tan extraño palio que más bien parecía un tejido de hadas sobre el lecho de un ángel.
Una vez terminada la tarea, las arañas regresaron al desván y la arañita de nuestra historia volvió a su casita de tul, prendida tras el cuadro del Niño Jesús, desde donde continuó contemplando el plácido sueño de su amiga del alma, pagando con esto, la amistad que la niña le había dispensado en los ya lejanos días del comedor.
Así, el frágil animalito, probó ante el mundo que el amor y la lealtad no son sólo patrimonio de algunos corazones humanos.



El aviso del tero

Sabido es en toda la campaña argentina, que el tero, esa avecilla zancuda que hace sus nidales junto a las lagunas o entre los cañaverales de los ríos, es el mejor amigo del hombre en los vastos desiertos.
¿Cómo puede ser esto - preguntará la gente que desconozca la pampa - si el tal animalito es pequeño, y casi inofensivo?
Sencillamente, por su vigilancia constante y sus escándalos cuando algo de extraño advierte en la quietud de sus dominios.
Si es cierto que los gansos del Capitolio dieron la alarma, con sus graznidos estridentes, a los soldados desprevenidos, convirtiendo una segura derrota en la más gloriosa victoria, no es menos cierto que los teros de la interminable pampa, comunican al viajero todos los peligros que lo acechan, poniéndolo en guardia, con sus chillidos y sus revoloteos casi a ras de tierra, que no cesan hasta que la tranquilidad renace en las dilatadas regiones.
Su plumaje es bonito y llamativo con su color plomizo, su pecho blanco, su penacho agudo y sus ojos rojos como dos rubíes.
Para el gaucho, el animalito es sagrado y nunca intenta matarlo, no sólo por la eficaz ayuda que le presta en sus viajes, sino porque su carne, dura y negruzca, como la de ciertas aves de rapiña, no es comestible.
El tero es la más simpática de las avecitas americanas y su sagacidad para esconder los nidales es proverbial en la campaña argentina.
Si a todo esto agregamos su valentía para combatir a las serpientes y a otras alimañas de la llanura, veremos que este zancudo, entre las aves, es uno de los más nobles amigos del hombre.
Y ahora que hemos presentado a tan simpático animalito, vayamos a nuestra historia, que es tan cierta como la existencia del sol, según las palabras de don Nicanor, el paisano viejo, que una tarde, narró estos hechos en rueda de amigos en la pulpería.
Cierta vez, vivía en el desierto un hombre bueno, llamado Isidoro, que durante algunos años labró la tierra y cuidó de su familia, compuesta por su mujer y dos hijos varones de corta edad.
Isidoro, trabajando de sol a sol, había conseguido hacerse propietario de una majada y otros animales domésticos que le proporcionaban un vivir modesto, pero desahogado.
El campesino era, como dejamos dicho, de muy buen corazón, siendo querido en toda la comarca por sus actos de abnegación y sus generosidades para con los pobres y desvalidos.
Pero como no hay nada perfecto en este mundo, Isidoro tenía un grave defecto que lo llevaba muchas veces a cometer serios yerros, y era su testarudez, hija de un amor propio mal entendido.
Cuando Isidoro se proponía una cosa, era inútil que se le hiciera ver razones; el hombre se mantenía en su idea en contra de toda lógica, lo que motivaba el alejamiento de aquellos que intentaban conducirlo por la mejor senda.
Como les ocurre a todas estas personas de cabeza dura, cuanto más se le pedía que abandonara un alocado propósito, más se obstinaba en salir con la suya, aunque en su interior se diera buena cuenta de su error insensato.
- ¡No hagas tal cosa, Isidoro! -le decía a veces su mujer.
- ¡Ya que te opones, lo haré, aunque reviente! -le contestaba el testarudo, y proseguía en sus trece, y en ocasiones con grave riesgo de su vida.
Llegó un día en que los indios salvajes del desierto formaron grandes malones, con los que avanzaron sobre los poblados cristianos, robando ganado, asesinando a los que se oponían a sus atropellos y haciendo cautivas a las pobres mujeres.
Como es natural, todos los colonos de la llanura fueron avisados con tiempo del malón, y huyeron hacia los fortines militares, para ponerse bajo su seguro amparo.
Pero Isidoro, por llevar la contraria, resolvió quedarse en su rancho, exponiendo a su mujer y a sus hijos a los más graves sufrimientos si los salvajes llegaban hasta aquellos sitios.
- ¡Debemos huir! ¡los indios nos matarán! -le decía la esposa entre sollozos.
- ¡Me quedaré! -le contestaba invariablemente el testarudo, sin medir las consecuencias de su acción insensata.
- ¡Hazlo por tus hijos! -volvía a rogarle la pobre mujer.
- ¡Nunca! ¡Aquí debo permanecer! ¡Nadie me sacará! ¡Yo lo quiero así! -respondía casi a gritos el hombre, encaprichado en llevar la contraria a los ruegos de toda la familia.
Como es natural, hubo que obedecerle, e Isidoro y los suyos fueron los únicos seres humanos que permanecieron en sus viviendas del desierto, expuestos a ser sacrificados por los salvajes merodeadores de la pampa.
La mujer no se conformó, como es natural, con la descabellada resolución del jefe de la familia y resolvió huir con los niños a sitio más seguro, ya que no podía permitir que por un capricho fueran asesinados los pobres inocentes.
Aquella noche aguardó que Isidoro se durmiera, tomó las criaturas, las abrigó para preservarlas del frío del desierto y atando un caballo a un pequeño carrito que poseían, emprendió el camino hacia lugares más civilizados, rogando a Dios los protegiera en la difícil y peligrosa travesía.
Quien conoce la pampa sabe lo difícil que es orientarse en ella cuando no existe la guía del sol, y la infeliz mujer bien pronto se perdió entre las sombras, sin saber, en su desesperación, cuál era el punto de su destino.
Así, abrazada a los pequeños, llorosa y angustiada, se detuvo en medio de la llanura, levantando sus ojos hacia los cielos, para rogar ayuda por la vida de sus desventurados vástagos.
La noche fría y el viento pampero, casi permanente en aquellas regiones, hacían más crítica la situación de la pobre madre, que momentos después, aterrada, escuchó a lo lejos el tropel de la caballería india, que cruzaba entre alaridos salvajes, llenando el desierto de mil ruidos enloquecedores.
- ¡Dios salve a mis hijos! -gemía la infeliz de rodillas, mirando las estrellas que titilaban entre las sombras del cielo.
En el ruego estaba, cuando por encima de su cabeza, pasó volando una avecilla, que casi rozando su cabeza, gritó en un estridente chillido:
- ¡Teruteru... sígueme! ¡Teruteru... sígueme!
La mujer miró hacia donde revoloteaba el pájaro y sorprendida por el milagro, dijo entre sollozos:
- ¡Dios te envía!
El tero, que no era otro el que desde el espacio había hablado, dio vueltas a su alrededor y cada vez más fuerte, insistía:
- ¡Teruteru... sígueme! ¡Teruteru... sígueme!
La dolorida madre, cobijando en su corazón una débil esperanza, subió con los chicos al carro y prosiguió la marcha lentamente, siempre precedida por el fantástico vuelo del animalito, que le iba indicando el camino entre las densas sombras.
- ¡Teruteru... sígueme! ¡Teruteru... sígueme!
Una hora había durado la marcha, cuando el tero casi sobre los ateridos viajeros, gritó con fuerza mientras agitaba sus alas:
- ¡Teruteru... párate! ¡Teruteru... párate!
La mujer obedeció y a los pocos minutos, una turba de indios cruzaba casi junto a ellos y se perdía más tarde entre las tinieblas, sin haberlos visto.
- ¡Gracias! -musitó la pobre, contemplando el animal que volvía de investigar el campo.
- ¡Teruteru... sígueme! ¡Teruteru... sígueme!
Se reinició la marcha y paso a paso entre el silencio conmovedor del desierto, tan sólo interrumpido por la queja del viento entre los cañaverales, el carrito continuó su huida, llevando en su interior tres corazones angustiados, que miraban las sombras con los ojos abiertos por el espanto.
Así, por tres horas más prosiguió el viaje, siempre precedidos por el extraordinario terito, que a la pobre madre le recordaba la estrella que guió a los Reyes Magos hacia el lejano Belén.
A la mañana siguiente, cuando el sol ya doraba los secos hierbajos de la pampa, divisaron las primeras poblaciones cercanas al fortín, lo que señalaba el final de la trágica aventura y la salvación de la vida.
Casi en las puertas de las primeras empalizadas, cuando todo peligro había pasado, el terito, guía maravilloso, volvió a revolotear por encima de las tres cabezas y con un alegre chillido de despedida, se perdió en el horizonte, mirando por última vez a sus salvados, con sus redondos ojillos de rubí.
Isidoro, el testarudo, pagó con su vida el capricho, teniendo la mala suerte de todos aquellos que se dejan arrastrar hacia los peores destinos, llevados por un amor propio mal entendido.


La cazadora de mariposas

Hace muchísimos años, vivía en los alrededores de Buenos Aires, una familia acaudalada poseedora, entre otras fincas hermosas: de un jardín que parecía de ensueño.
En él había macizos de cándidas violetas, escondidas entre sus redondas hojas; olorosos jazmines blancos; rojos claveles, como gotas de sangre; altaneras rosas de diversos colores, pálidas orquídeas de imponderable valía; grandes crisantemos y moradas dalias que recordaban a países remotos y pintorescos.
Es natural que, al abrirse tantas flores de múltiples coloridos y perfumes, existiera también la corte de insectos que siempre las atacan, para alimentarse con sus néctares o simplemente para revolotear entre sus pétalos.
De día, el jardín era visitado por miles de bichitos de variadas especies, entre los que sobresalían las mariposas de maravillosas alas azules, blancas y doradas.
Pero estos hermosos lepidópteros tenían un gran enemigo que los perseguía sin tregua y con verdadera saña y sin ninguna finalidad práctica.
Este enemigo era la hija del dueño de casa, llamada Azucena, como cierta flor, pero menos pura que ésta, ya que no se conmovía ante la belleza y la fragilidad de las pobrecitas mariposas, y con su red, en forma de manga, las cazaba para después pincharlas sin piedad con alfileres y colocarlas en sendos tableros, donde las coleccionaba, por el sólo placer de mostrar a sus amistades el curioso y cruel museo.
Cierta noche, después de una fructífera caza, Azucena soñó con el Hada del Jardín. Esta era una mujer blanca, como los pétalos de las calas, de cabello dorado como la espuela de caballero y de ojos celestes como los pequeñas hojas de las dalias. Vestía un manto soberbio de piel de chinchilla, adornado con flores de lis hechas de láminas de oro, y su mano derecha sostenía una vara de nardo en flor, que derramaba sobre el jardín una pálida luz como la reflejada por la luna.
Su corte era numerosa, y tras el hada, en disciplinadas filas, llegaban toda clase de insectos, abejas, escarabajos, grillos, mariposas, avispas, cigarras, hormigas y miles de otras especies, que en perfecto orden, caminaban a paso de marcha, portadoras de armas de los más variados tipos.
El hada se acercó a la cama de la cruel niña y luego de tocarla con la olorosa vara de nardo, le dijo con su voz suave como la brisa del jardín:
- ¡Azucena! ¡Tú eres una niña educada y de buen corazón! ¡Tus crueldades para con algunos hermosos habitantes de mis canteros, son producto de tu inconsciencia! ¡Todos los animalitos de mis dominios son buenos e inofensivos y llegan hasta mis flores para alimentarse y embellecer mi reino! ¡No les hagas daño! ¡Tú eres una enemiga despiadada de mis mariposas! ¡Las persigues y las matas entre los más atroces suplicios! ¿Qué te han hecho ellas? ¡Nada! ¡Su único pecado consiste en ser bellas y tener alas de divinos colores! ¡Piensa que son hijas de Dios, como tú y como todo lo creado, y desde mañana debes dejar de perseguirlas y ser amiga de todo lo que existe en mi hermoso jardín!
- Hada divina -respondió la niña.- ¡Tus mariposas son tan bellas que yo deseo coleccionarlas para enseñárselas a mis amigas!
- ¡Tú eres también bella! -le respondió el hada,- pero no te gustaría que, por serlo, alguien te hiciera sufrir y te matara pinchándote en la pared.
- ¡Oh, no! -contestó la niña asustada.
- ¡Pues bien! ¡Lo que no quieres para ti, no lo hagas a los demás y seguirás tu vida feliz y contenta, querida por todos y bendecida por los inofensivos animalitos de mis dominios!
La pequeña Azucena prometió enmendarse, jurando no perseguir más a las multicolores mariposas, pero a la mañana siguiente, en presencia del follaje que le brindaba mil placeres, olvidó las palabras del hada y prosiguió su incansable persecución de tan encantadores lepidópteros.
La noche siguiente soñó algo que la llenó de miedo.
Estaba en presencia de un tribunal de insectos, en medio de un macizo de violetas, presidido por el hada que dominaba el cuadro, sentada sobre un sillón de oro, adornado con varas de nardo y tapizado con pétalos de rosa.
El acusador era el grillo, que agitaba sus élitros como un loco, señalando al aterrorizado reo.
- Esta mala niña -decía el grillito,- no ha hecho caso de los ruegos de nuestra hada. Desde hace mucho tiempo persigue a nuestras amigas las mariposas, que embellecen el jardín con sus maravillosas alas multicolores. Sin piedad, llevando en sus crueles manos una gran red para cazarlas, las mata entre los más atroces suplicios que, si se cometieran entre los humanos, levantarían un clamor por el crimen y la alevosía. El reo tiene en su contra el haber sido perjuro.
Un griterío ensordecedor apagó la vibrante voz del grillo.
Éste continuó:
- ¡El reo, he dicho, es perjuro, ya que ha cometido la enorme falta de engañar a nuestra reina, la hermosa y buena Hada del Jardín!
- ¡La muerte! ¡La muerte! -aullaban los insectos.
El hada levantó su vara de nardo e impuso silencio.
- ¡Debe de pagar sus culpas, con la peor de las penas -terminó el acalorado acusador,- y por lo tanto, solicito del tribunal que me escucha, la de muerte, para la niño mala y cruel!
Las últimas palabras del grillo, produjeron un verdadero alboroto y todos los animalitos gritaban en sus variadas voces, solicitando un ejemplar castigo, ante el terror de Azucena que contemplaba todo aquello, atada a un árbol y vigilada por cien abejas de puntiagudos aguijones.
Una vez hecha la calma, se levantó el defensor, un escarabajo cachaciento y grave que comenzó diciendo:
- Respetable tribunal. ¡Francamente no sé qué palabras emplear para defender a tan temible monstruo que asola nuestro querido país! ¡Su majestad, nuestra hada, me ha designado para que defienda a esta niña mala y no encuentro base sólida para iniciar mi defensa! ¡Sólo sé decirles, que esta criatura, como ser humano de pocos años, quizá no tenga aún el cerebro maduro para reflexionar en los graves daños que comete y persiga a nuestras mariposas con la inconsciencia de su corta edad! ¡Pero... creo que no es ella la única que ha faltado a sus deberes de la más simple humanidad, sino sus mayores, que han descuidado conducirla por el buen camino y hacerle ver con suaves palabras que martirizar a los débiles es un pecado que ni el mismo Creador perdona! ¡Por lo tanto, solicito seáis clementes con ella!
Acallados los silbidos y los aplausos motivados por la feliz peroración del escarabajo, mucho más elocuente que la de algunos mortales que llegan a altas posiciones, se reunió el tribunal para deliberar sobre el castigo que merecía tan despiadada muchacha.
Breves momentos después, el ujier, que para este caso era un alargado alguacil, leyó gravemente la sentencia...
"¡La niña Azucena, será condenada a sufrir los mismos martirios que ella ha impuesto a las indefensas mariposas!"
Una salva de atronadores aplausos se siguió a la lectura y los insectos todos, ante la orden del hada, se encaminaron a sus respectivas tareas, ya que las primeras claridades del día anunciaban bien pronto la llegada del sol.
Azucena, aquella mañana se levantó del lecho algo preocupada con el sueño, pero ante la presencia de los padres y con la confianza que inspira la luz, olvidó la pena impuesta por los insectos y reinició la cruel cacería con la temible red, que no paraba hasta atrapar los hermosos lepidópteros.
Pero la fría cazadora no contaba con la ejecución de la sentencia del tribunal nocturno.
No bien comenzó su inconsciente persecución, fue atacada por un verdadero ejército de miles de abejas y de avispas, qué bien pronto convirtieron la cara de la muchacha en algo imposible de reconocer por el color y la hinchazón.
En vano la infeliz gritaba pidiendo socorro y tratando de defenderse de tan brutal ataque. Las abejas y avispas, poseídas de un ciego furor, continuaron su obra hasta que la niña, casi desvanecida, fue sacada de tan difícil situación por los padres, que inmediatamente la condujeron a su habitación para hacerle la primera cura de urgencia.
Azucenita, tardó varios días en mejorarse de tan terribles picaduras y cuando volvió a su jardín recordó la dura lección de los insectos y nunca mas volvió a cazar mariposas ni cometer actos de crueldad con los indefensos animalitos de los dominios de la hermosa hada, que tan bien la había aconsejado.


El trébol de cuatro hojas

Amalia era una niña mimada por su padre, que vivía en las lejanas regiones de la Patagonia, en donde su familia era poseedora de grandes extensiones de tierra en donde pululaban grandes rebaños de ovejas.
Según aseguraban los que conocían al padre de Amalia, éste era propietario de dos millones de estos mansos animalitos que nos dan sus rizadas lanas para fabricar nuestros vestidos y otras prendas necesarias para la vida cotidiana.
Amalia poseía virtudes que la hacían querer por racionales e irracionales y todas las mañanas las dedicaba a recorrer las solitarios extensiones cuidando los corderillos recién nacidos y acariciando a las madres que balaban de gusto al verla llegar.
No había persona en cien leguas a la redonda, que no hubiera sido alguna vez protegida por la buena niña y no tuviera palabras de agradecimiento para sus bondades y misericordias.
Donde había un enfermo, allí estaba Amalia.
En la choza que entraba la miseria, la mano de la niña llegaba, para tranquilizar con sus regalos a sus habitantes.
Los chicuelos de los contornos creían ver en ella al Ángel de la Guarda, ya que se desvivía por llevarles juguetes y golosinas que hacían la dicha de sus humildes amiguitos.
Hasta los pájaros de la llanura comían en su mano y revoloteaban confiados sobre su cabeza, agitando alegremente las alas, en bulliciosa bienvenida.
Amalia poseía un tesoro en su pequeño alazán, caballito manso y fiel, con el que todas las mañanas recorría los campos montada sobre su lustroso lomo.
El caballito atendía por el dulce nombre de Picaflor, que le había puesto la pequeña, comparándolo con el hermoso pajarillo de mil colores que por las madrugadas llegaba hasta su ventana para libar el néctar de las flores rojas de un rosal.
Pero, como la felicidad no es duradera en el mundo, el padre de Amalia perdió completamente su gran fortuna en malos negocios y poco a poco tuvieron que ir reduciendo sus lujos, hasta llegar a una pobreza terrible.
- ¿Qué haremos ahora? -decía tristemente mientras contemplaba a su querida hijita.
- ¡Luchar, papá! -respondía Amalia, dándole ánimos al pobre hombre, que se inclinaba derrotado y dolorido.
Instigado por las palabras de aliento de su pequeña, el padre prosiguió trabajando, pero la Diosa Fortuna le había dado definitivamente la espalda.
Como es muy natural en todos estos casos, los amigos, al ver al padre de Amalia pobre y sin medios para brindarles fiestas y diversiones, se fueron alejando, hasta que un día se encontró solo, sin relaciones y despreciado por los que antes lo habían adulado en todas las formas.
- ¡Éste es el mundo! -gemía.- El desagradecimiento impera en casi todas las almas y bien pronto se olvidan de los favores recibidos.
No obstante su gran pobreza, el buen padre conservó unas leguas de tierra yerma en el lejano territorio del Chubut, las que no había podido convertir en dinero por no encontrar comprador para tan áridas propiedades.
Efectivamente, los campos eran arenales, sin vegetación y completamente estériles, en los que sólo moraban los huemules y algunos indios patagones, pobres y hambrientos.
Amalia, por todos estas desgracias, estaba muy triste y lloraba en silencio tal desastre, junto al pequeño Picaflor, del que no se separaría por nada del mundo.
El buen animalito, como dándose cuenta de la pesadumbre que embargaba a la niña, se acercaba a ella y la acariciaba amorosamente con su belfo tibio y tembloroso.
Una sombría tarde, el padre resolvió irse a vivir a aquellos solitarios campos del Chubut, ya que era el único lugar que le brindaba algún sosiego y sin pensar más se encaminó la familia hacia las lejanos regiones.
Por supuesto, Amalia llevó consigo a su fiel Picaflor, en el que iba montada para no cansarse de tan fatigoso viaje.
En esas tierras levantaron su humilde hogar y continuaron luchando por la vida, en la esperanza de que aquellas arenas respondieran con hermosos frutos a los deseos del buen hombre.
Pero bien pronto una nueva desilusión los entristeció más. Todo aquel campo era un lugar maldito, en donde sólo imperaba el constante viento que quemaba las carnes y la dorada arena que cegaba los ojos.
El dolor y la desesperación llegaron con su corte de lágrimas y de quejas.
Amalia sollozaba al ver la pálida cara de su buen papá y rogaba a Dios noche tras noche, para que los ayudara en tal difícil situación.
Una mañana en que la bondadosa niña recorría los áridos lugares montada en su fiel Picaflor, contempló algo inesperado que la llenó de asombro. Ante ella, cortándole el camino, había surgido de la tierra una divina figura de niño, alto y de ojos celestes, que la miró sonriendo.
- ¿Quién eres? -preguntó Amalia sin temores.
- ¡Soy tu Ángel de la Guarda! -le respondió el hermoso aparecido.
- ¿Mi Ángel de la Guarda?
- ¡Sí! ¡Has de saber, linda Amalia, que todos los niños buenos que existen en el mundo tienen un Ángel invisible que los cuida y los libra de todo mal!
- ¿Y tú eres el mío? -insistió la niña alegremente.
- ¡Lo has adivinado! ¡Soy tu Ángel tutelar, que al verte llorosa y triste viene a ayudarte para que la risa vuelva a tu rosado rostro! ¿Qué es lo que quieres?
- ¡Que ayudes a mi papá! -dijo Amalia pausadamente.- ¡Hace mucho que trabaja y siempre le va mal! ¡Él no merece tanta desgracia y quiero que vuelva a ser rico, para que yo pueda ayudar a los necesitados como lo hacía antes!
- ¡Si ése es tu deseo, tu padre volverá a ser millonario! -respondió el Ángel.- ¡Tu bondad y tu maravilloso comportamiento para con los menesterosos, te hacen acreedora a que los seres que nos rigen te ayuden, buena Amalia!
- ¡Gracias... gracias! -respondió entusiasmada la niña.
- Escucha -continuó el ser divino.- Estas tierras áridas que parecen no servir para nada, tienen en sus entrañas una fortuna tan grande, que el que la posea será uno de los hombres más ricos de la tierra. Sigue tu camino buscando entre estos arenales sin vida, un trébol de cuatro hojas. En el lugar en que lo encuentres, dile a tu padre que cave y se hará poderoso. ¡Adiós mi querida niña! -terminó diciendo el hermoso Ángel y voló hacia los cielos perdiéndose entre las nubes doradas por el sol.
Amalia, loca de contento, prosiguió su camino montada en su inseparable Picaflor, mirando el arenoso suelo, para ver si encontraba el maravilloso trébol de cuatro hojas.
- ¿Podrá ser cierto? -murmuraba la niño, contemplando el desierto.- ¡Aquí no crece ni una brizna de hierba!
Pero su caballito fiel fue el que más tarde le indicó el sitio en donde se escondía el codiciado trébol. Como si el animalito también hubiera oído las palabras del Ángel de la Guarda, recorrió el campo paso a paso, hasta que de pronto se detuvo y relinchó alegremente.
- ¡Aquí está! ¡Aquí está! -parecía decir en su relincho.
La niña se apeó y arrancó de entre unas dunas recalentadas por el sol, la buscada ramita de trébol, que poseía cuatro hojitas, tal como lo había indicado la divina aparición.
Bien pronto llegó alborozada a su humilde hogar y conduciendo a su entristecido padre hasta el sitio del hallazgo, le rogó que llevara herramientas para cavar, cumpliendo con las órdenes de su buen Ángel tutelar.
El hombre, quizás alentado por una loca esperanza, obedeció a su buena hija y comenzó a cavar de tal manera que a las pocas horas había hecho un profundo pozo.
- ¡No hay nada! -gemía.
- ¡Cava! ¡Cava! -le respondía la niña mirando hacia los cielos.
De pronto, el buen hombre, lanzó un grito de alegría: el tesoro indicado por el Ángel estaba allí. ¡Sí! ¡Allí! Era un manantial de petróleo que comenzó a subir por el pozo abierto y pronto inundó parte de la yerma llanura.
- ¡Petróleo! ¡Petróleo! ¡Ahora seremos nuevamente ricos! -exclamaba el hombre abrazando a su hija.- ¡Éste es un milagro! ¡Bendito sea Dios!
La niña lloraba y reía abrazado a su buen padre, mientras sus pequeños labios oraban en acción de gracias.
El manso Picaflor también estaba alegre y sus relinchos agudos resonaban de cuando en cuando en el espacio callado.
Como es natural, poco después comenzó la explotación de tanta riqueza, y la familia volvió a ser millonaria, pudiendo desde entonces, la buena Amalia, proseguir sus anhelos de bien, recorriendo en su fiel caballito todas las viviendas de la comarca, llevando en sus bolsillos oro y en sus ojos alegría, para el bienestar de los desvalidos y los desgraciados.



La caverna del puma con ojos de sangre

Como ya sabrán todos los niños del mundo, el puma es un animal carnicero que vive en las desoladas pampas argentinas o en los inmensos arenales de los desiertos patagónicos.
Más pequeño que el león africano, pero de tanto valor como éste, recorre las interminables extensiones, atacando a los ganados, y muchas veces causando destrozos en las mismas casas de la llanura a donde entra acuciado por el hambre, sin temor a las bolas ni a los hombres, a los que hace frente, si se ve acorralado y en peligro de muerte. Sus garras potentes y afiladas y su extraordinaria agilidad para trepar de un salto al lomo de las bestias, lo hacen un peligroso adversario, que muchas veces sale victorioso en las más sangrientas luchas contra animales mayores y hasta contra los seres humanos que se aventuran a presentarle batalla.
En las lejanas épocas de nuestra historia, cuando aun no había sido conquistado totalmente el desierto por el ejército nacional, vivía en las estribaciones de las Sierras de Tandil, un enorme puma con ojos de sangre, que era el azote de toda la comarca.
No había rancho en la región que no hubiera sido visitado por tan terrible fiera, matando ovejas, caballos y vacas y hasta hiriendo con sus formidables zarpas a los propietarios que se habían aventurado a defender el espantado ganado.
La indiada y aun los escasos blancos que habitaban las cercanías de las sierras, le habían cobrado a la sanguinaria fiera un espantoso terror supersticioso, ya que según decían, las balas resbalaban sobre su piel dorada y las flechas caían al chocar contra sus flancos, como si hubieran dado sobre una dura roca.
No era extraño, pues, que los aborígenes y aun los gauchos, creyeran que se trataba de alguna fiera sobrenatural, quizá el mismo Diablo, encarnado en tan espantosa bestia.
- ¡Mandinga en persona! -dijo una noche de crudo invierno, el paisano Peñaranda, entre mate y mate, cebado por la diestra mano de su mujer.
- ¡Puede que así sea! -respondió ésta, mirando temblorosa hacia el campo por la mal cerrada puerta del rancho.
Manolito, el vivaracho hijo de estos colonos, desde su rústica cama había escuchado las palabras de sus padres e incorporándose, también terció en la conversación, diciendo por lo bajo:
- Algunas personas dicen que el puma tiene ojos de sangre, garras de oro y dientes largos, blancos y tan grandes como los que he visto en algunas estampas de elefantes.
- Puede ser -respondió el padre con preocupación,- pero lo cierto es que ese animal nos tiene enloquecidos a todos.
- ¿Por qué no procuran matarlo? -preguntó la pobre mujer.
- Ya se ha hecho -respondió el paisano,- varias veces han salido grandes partidas armadas, llevando buenos perros para seguirle las huellas, pero todo ha sido inútil. ¡La fiera tiene su guarida en algún lugar secreto de las sierras y no hay cómo llegar a ella!
Esa noche la humilde familia durmió bajo el dominio de su terror, y así siguieron los días entre sobresaltos e investigaciones, hasta que una tarde sucedió lo inesperado.
Volvía la mujer de recoger sus majaditas, siendo ya muy entrado la tarde, en compañía de su hijo, el travieso Manolito, cuando escuchó a su espalda, entre unas enormes matas que crecían junto a los corrales, un espantoso rugido y el grito desgarrador del niño pidiendo ayuda.
La desesperación de la infeliz mujer no tuvo límites y, sin darse cuenta del peligro que corría, acudió hacia el sitio de la tragedia, no viendo más que soledad y sombras.
¿Qué había sido de su hijo?
Toda esa noche y los días que siguieron, grandes contingentes de gauchos e indios pacíficos buscaron a la criatura, pero nada pudieron sacar en limpio, hasta que, al regreso a sus casas con las manos vacías, abandonando la pesquisa, comunicaron a las autoridades que el puma con ojos de sangre debía ser algo sobrenatural, escapado de las profundidades de la tierra.
Y ahora sigamos nuestra historia con la curiosa aventura que le ocurrió a Manolito, a continuación de ser apresado por el temible felino.
El niño, al verse agarrado de su ropa por el animal, lanzó, como dejamos dicho, un desgarrador grito de socorro, pero aun no se había apagado el eco de su voz, cuando se vio suspendido en el aire entre los largos dientes del puma, y transportado a la carrera por la soledad del desierto.
El misterioso viaje duró varias horas, sin que el animal diera muestras del menor cansancio, hasta que, luego de trepar las empinadas cuestas de las sierras y de bajar a desconocidos precipicios, fue introducido en una inmensa caverna entre las grandes rocas de granito.
"¿Habrá llegado mi último hora?", se preguntaba Manolito angustiosamente.
Pero, al parecer, el puma no tenía, por el momento, propósitos homicidas y se limitó a arrastrar al niño por un largo corredor hasta depositarlo suavemente en un mullido colchón de paja, en donde lo dejó para quedarse absorto, contemplándole.
Manolito, con algo más de confianza, se atrevió a abrir un ojo y vio lo más terrorífico que se hubiera podido imaginar su mente conturbada.
Junto a él, casi quemándole con su fétido aliento, estaba el terrible carnicero, sentado en sus patas posteriores, y agitando lentamente la larga cola que pegaba en sus flancos.
El puma era en verdad de fantásticas proporciones, casi diez veces el tamaño natural de los leones americanos y sus ojos eran rojos sangre rodeados de una aureola brillante como de fuego. Su pelo largo y sedoso, era color oro bruñido y sus garras potentes y tan grandes como el propio Manolito, terminaban en unas uñas amarillas que parecían hechas del mismo metal. Lo que más le llamó la atención al despavorido niño, fueron los dientes del animal, que brotaban de su hocico como los de los elefantes y de un tamaño tan desproporcionado, que más bien parecían colmillos de estos paquidermos.
La criatura se sintió desfallecer ante tan horripilante cuadro y musitó con voz apagada:
- ¡Me voy a volver loco! ¡ojalá me mate de una vez!
Pero su asombro no tuvo límites cuando el puma habló con voz humana, grave y profunda, mientras lo contemplaba con sus pupilas de sangre:
- Escucha, Manolito -comenzó la fiera,- no me temas porque no te haré daño. Te he traído aquí para que hablemos y me ayudes a salvarme de mi lamentable desgracia.
- ¡Habla! -respondió el niño, más confiado.
- Yo, en otras épocas lejanas, era un ser humano como tú. Tenía mi choza entre estas mismas serranías, junto a mi tribu de indios pehuelches que dominaban la llanura. Yo me llamaba el cacique Carupán, era valiente y noble, pero una tarde, la desgracia tocó mi alma. En una de nuestras correrías por el desierto, combatimos contra nuestros enemigos los araucanos y los vencimos, trayendo a mi toldo a la princesa Yacowa, hija predilecta del gran emperador Coupalicán. Mi amor sin límites por la muchacha enemiga, me hizo traicionar a mi raza y huí con ella por las más altas cumbres de la cordillera hacia el país de Arauco, cuna de la hermosa Yacowa. En la ciudad de Arauco fui mal recibido por los enemigos de mis tribus y el rey Coupalicán me hizo encerrar en una caverna durante diez años, en cuyo tiempo sufrí mucho y fui muy desgraciado. Una noche, con la ayuda de un indio de buen corazón, pude escapar de manos de mi cruel adversario y corrí otra vez por las cumbres nevadas, en demanda de mi pueblo, al que llegué después de muchos días de luchar contra los vientos y las nieves. Pero mi tribu tenía otro jefe y fui recibido como un traidor por los que antes me habían querido y obedecido. Inútil fue rogar y pedir que me admitieran como el último de los guerreros; la sentencia se dictó y una noche me condenaron a morir en la hoguera de los sacrificios. Horas antes de la ejecución, el hechicero de mi tribu, hombre de gran ciencia y de un poder sobrenatural, se acercó a la choza donde estaba encerrado y me dijo con grave tono:
"- Cacique Carupán. En otras épocas fui tu vasallo y admiré tu valor, hasta que un amor demente te alejó de nosotros traicionando a tu raza. Ahora estás condenado a morir entre las llamas, pero como no deseo verte gemir abrasado por ellas, con el poder mágico de mi caña de tacuara, te convertiré en un puma sanguinario que será el terror de las praderas. Todo el mundo te perseguirá durante muchos siglos y así vivirás en continuo sobresalto, pagando de esta manera tu grave falta. Si alguna vez consigues esta caña de tacuara y te golpeas tres veces la cabeza con ella, volverás a ser el valiente Carupán amado por tu pueblo."
Y al decir esto, tocó mi hombro con su maravillosa tacuara, e instantáneamente un rugido brotó de mi garganta. Me había convertido en lo que soy: en un puma de sanguinaria mirada.
La terrible fiera hizo silencio y el buen Manolito pudo observar que, por los párpados rojos del animal, corría una lágrima de fuego, que cayó sobre las rocas, brotando de ellas una pequeña llamarada azul.
- Y... ¿qué puedo hacer por ti? -preguntó el niño.
- ¡Mucho! -respondió el felino.- ¡yo no puedo, en mi condición de animal, buscar la varita mágica del cruel hechicero! ¡Tú, que eres bueno y noble, puedes hacerlo y con ello conseguirás que vuelva a ser un hombre, y me tendrás de esclavo el resto de mi vida!
- ¿Dónde está ese hechicero? -volvió a decir el muchacho.
- ¡Ay! ¡No lo sé! -contestó el puma.- Mi transformación en animal ocurrió hace más de un siglo y el hechicero hace muchos años que ha muerto.
- Entonces... será imposible encontrar su caña de tacuara -exclamó Manolito con tristeza.
- ¡Imposible, no! ¡Pero muy difícil, sí! Solamente debes tener paciencia y recorrer estos contornos hasta que halles la tumba del mago, y en ella encontrarás el precioso talismán -contestó el felino en un rugido muy parecido a un sollozo.
- Haré lo que me pides. Desde ahora, por la salvación de tu alma, trataré de encontrar la sepultura del hechicero de tu tribu.
- Gracias. Gracias, amigo Manolito. Si me conviertes en lo que fui, te enseñaré dónde se ocultan los tesoros de mi reino y serás inmensamente rico.
Dichas estas palabras, el puma de ojos de sangre, cogió al niño entre sus dientes y de un salto prodigioso lo colocó en el camino de la montaña, diciéndole como única despedida:
- ¡Vete! ¡Aquí te espero! ¡Cumple tu promesa!
Manolito, al verse libre y solo, lanzó un suspiro de alivio y pensó inmediatamente en huir hacia la casa de sus padres, pero las palabras del puma aun le sonaban en los oídos y decidido y valiente, resolvió ponerse a buscar la tumba del hechicero para rescatar de entre sus restos la caña de tacuara que tanto deseaba conseguir el monstruoso felino.
Diez días y diez noches recorrió las serranías sin hallar más que piedras y arena, hasta que una tarde que había bajado a un pequeño valle solitario, escuchó a lo lejos el grito de un chajá que le decía entre aleteos:
- ¡Chajá... chajá... aquí está... aquí está!
El niño creyó soñar, pero dominando sus nervios, se detuvo para mirar al simpático volátil.
- ¡Chajá... chajá... aquí está... aquí está! -repitió el animalito como llamándolo.
Manolito no vaciló más y pronto estuvo junto al chajá, que estaba parado sobre un pequeño montículo de piedra semejante a una antigua tumba india.
El chico, con una emoción sin límites, se puso inmediatamente a quitar los pedruscos hasta que después de algunas horas de labor, descubrió los negros huesos de un ser humano y junto a ellos la codiciada caña de tacuara.
- ¡El talismán! ¡El talismán! -gritó loco de alegría tomando la caña con sus dedos temblorosos.­ ¡Ahora salvaré al pobre Carupán!
Corriendo por los peñascales, llegó horas después a la caverna donde dormitaba la fiera y entró en ella jadeante mostrando en su mano el precioso hallazgo.
El puma lo recibió con muestras de gran alegría y al contemplar la tacuara, dijo entre sollozos:
- ¡Es ésa, mi buen Manolito! ¡Pégame con ella tres veces en la cabeza!
El niño, trémulo, ejecutó la orden y de pronto, el puma de ojos de sangre desapareció, y ante sus ojos abiertos por el asombro se presentó un indio alto y arrogante, cuya frente estaba cubierta con hermosas plumas de águila.
- ¡Soy tu esclavo! -dijo Carupán, arrodillándose ante el pequeño- ¡cumpliré mi promesa!
La magia del temible hechicero había sido vencida y muy pocos días después, Carupán ponía en manos de Manolito los enormes tesoros de su tribu, con lo que éste vivió muchísimos años, feliz y contento, en compañía de sus padres y bajo la permanente custodia del cacique Carupán que nunca abandonó al valiente y decidido salvador de su alma.

Anónimo








El príncipe Tomasito y San José

Érase una vez un rey que tenía un hijo de catorce años.
Todas las tardes iban de paseo el monarca y el principito hasta la Fuente del Arenal.
La Fuente del Arenal estaba situada en el centro de los jardines de un palacio abandonado, en el que se decía que vivían tres brujas, llamadas Mauregata, Gundemara y Espinarda.
Una tarde el rey cogió en la Fuente del Arenal una rosa blanca hermosísima, que parecía de terciopelo y se la llevó a la reina.
A la soberana le gustó mucho la flor y la guardó en una cajita que dejó en su gabinete, próximo a la alcoba real.
A medianoche, cuando todo el mundo dormía, oyó el rey una voz lastimera que decía:
- ¡Ábreme, rey, ábreme!
- ¿Me decías algo? - preguntó el monarca a su esposa.
- No.
- Me había parecido que me llamabas.
- Estarías soñando.
Quedó dormida la reina y el rey volvió a oír la misma voz de antes:
- ¡Ábreme, rey, ábreme!
Levantóse entonces el rey y fue a la habitación vecina, abriendo la caja, que era de donde procedían las voces.
Al abrir la caja empezó a crecer la rosa, que no era otra que la bruja Espinarda, hasta convertirse en una princesa, que le dijo al rey:
- Mata a tu esposa y cásate conmigo.
- De ningún modo - contestó el rey.
- Piénsalo bien... Te doy un cuarto de hora para reflexionar... O te casas conmigo o mueres.
El rey no quería matar a su esposa, pero tampoco quería morir, por lo que cogió a la reina en brazos, la condujo a un sótano y la dejó encerrada.
La desgraciada reina, temiendo que su marido hubiese perdido el juicio, quedó llorando amargamente e implorando la ayuda de San José.
Volvió el soberano a su alcoba y dijo a la bruja que había matado a su esposa.
A la mañana siguiente, cuando Tomasito entró, como de costumbre, a dar los buenos días a sus padres, exclamó:
- ¡Ésta no es mi madre!
- ¡Calla o te mato! - gritó la bruja.
Luego salió, reunió a todos los criados y dijo:
- Soy la reina Rosa... Quien se atreva a desobedecerme haré que lo maten.
Tomasito se marchó llorando; recorrió todo el palacio y cuando estaba en una de las habitaciones del piso bajo oyó unos lamentos que le parecieron de su madre.
Guiándose por el oído, llegó al sótano donde estaba encerrada y le dijo:
- No puedo abrirte, mamá; pero te traeré algo de comer.
En el palacio, todos estaban atemorizados por la nueva reina.
Un día, la bruja pensó en deshacerse del principito y le hizo llamar.
- ¡Tráeme inmediatamente un jarro de agua de la Fuente del Arenal! - le ordenó
Tomasito tomó un jarro, hizo que le ensillaran un caballo y salió al galope hacia la Fuente.
En el camino se encontró, con un anciano que le dijo:
- Óyeme, Tomasito... Coge el agua de la Fuente, sin detenerte ni apearte del caballo, sin volver la visita atrás y sin hacer caso cuando te llamen.
Al llegar Tomasito cerca de la fuente le llamaron dos mujeres, que escondían en sus manos una soga para arrojarla al cuello del principito, pero éste no hizo caso a sus llamadas y, llenando la jarra de agua sin bajar de su montura, regresó al galope a palacio.
La bruja, extrañadísima al verlo llegar sano y salvo, le ordenó que volviera a la Fuente del Arenal y le trajera tres limones.
Encontró el principito en su camino al mismo anciano de antes, que volvió a aconsejarle que cogiera los limones sin detenerse ni volver la vista atrás.
Hízolo así Tomasito y no tardó en presentarse en palacio con los tres limones.
La bruja, hecha una verdadera furia, le dijo:
- ¿Para qué me traes limones? Lo que yo te ordené que me trajeras fue naranjas... Vuelve y tráeme tres naranjas inmediatamente.
Marchóse de nuevo Tomasito y tornó a aparecérsele el anciano, que le dijo que procurara no detener el caballo al pasar bajo los árboles.
Obedeció el principito, como las veces anteriores, y regresó a palacio con las tres naranjas.
La reina Rosa, a punto de reventar de rabia, le dijo que era un inútil y lo echó a la calle.
Tomasito se fue al sótano, se despidió de su madre, encargó a una doncella que no dejara de llevarle comida y cuidarla y se marchó de palacio a recorrer el mundo, huyendo de la reina Rosa.
A los pocos Kilómetros de marcha le salió al paso el anciano, que era San José, aunque el príncipe Tomasito, estaba muy lejos de sospecharlo, y, pasándole la mano por la cara, disfrazó, a nuestro héroe de ángel, con una cabellera rubia llena de tirabuzones, y le dijo:
- Vamos al palacio abandonado. Viven en él dos mujeres, que me dirán que te deje un ratito con ellas para enseñarte el castillo. Son las dos hermanas de la reina Rosa. Tú me pedirás permiso, diciéndome: «¡Déjame, papá!» Y yo te permitiré que pases dos horas con ellas... Te enseñarán todas las habitaciones menos una... Pero tú insistirás en que te enseñen ésta también y cuando lo hayas conseguido obrarás como te aconseje tu conciencia y tu inteligencia.
Llegaron al palacio y todo sucedió como había previsto San José. Dejó éste al niño allí y las brujas le enseñaron todas las habitaciones del inmenso castillo, a excepción de una, que estaba cerrada con llave.
Tomasito dijo que quería ver aquélla también, a lo que las brujas, contestaron que no tenía nada de particular y que, además, se estaba haciendo tarde, pues estaban esperando a un niño que se llamaba Tomasito para colgarlo de un árbol.
Insistió el príncipe en ver la habitación, empleando tantos argumentos y caricias, que las convenció, y vio que se trataba de una cámara con paños negros en las paredes y una mesa con tres faroles, cada uno de los cuales llevaba en su interior una vela encendida.
- ¿Qué significan esos faroles? - preguntó.
Y la bruja Gundemara respondió:
- Estas dos velas son nuestras vidas y aquélla es la de nuestra hermana Espinarda, que ahora se ha convertido en la reina Rosa. Cuando se apaguen estas velas moriremos nosotras...
No había terminado de decirlo, cuando Tomasito, de un soplo, apagó las velas de los dos faroles juntos, cayendo Gundemara y Mauregata al suelo, como si hubiesen sido fulminadas por un rayo. Un instante después, sus cuerpos se habían convertido en polvo negro y maloliente.
Tomasito cogió el tercer farol y salió a la calle, donde le esperaba el anciano, que le dijo:
- Has hecho lo que suponía... Vámonos a tu palacio.... Hora es ya de que sepas que soy San José, que estoy atendiendo las súplicas de tu madre.
Llegaron al palacio y por medio de un criado mandó llamar a su padre.
Cuando lo tuvo delante lo dijo:
- Papá, ¿a quién prefieres? ¿A mamá o a la reina Rosa?
El rey exhaló un suspiro y respondió sin vacilar:
- A tu mamá, hijo querido.
- Sopla en esta vela, entonces.
El rey sopló, apagóse la vela y la reina Rosa dio un estallido y salió volando hacia el infierno.
Entonces bajaron al sótano y sacaron a la verdadera reina, que lloraba y reía de contento.
Cuando Tomasito se volvió para dar las gracias a San José, comprobó con estupor que el anciano había desaparecido.
Pero su protección no les faltó desde entonces y los monarcas y su hijo fueron en lo sucesivo tan felices como el que más.


El sapo y el ratón

Érase una vez un sapo que estaba tocando tranquilamente la flauta a la luz de la luna, cuando se le acercó un ratón y le dijo:
- ¡Buenas noches, señor Sapo! ¡Con ese latazo que me está dando, no puedo pegar un ojo! ¿Por qué no se va con la música a otra parte?
El señor Sapo le miró en silencio durante todo un minuto con sus ojillos saltones. Luego replicó:
- Lo que usted tiene, señor Ratón, es envidia porque no puede cantar tan melodiosamente como yo.
- Desde luego que no; pero puedo correr, saltar y hacer muchas cosas que usted no puede - repuso el Ratón con acento desdeñoso.
Y se volvió a su cueva, sonriendo olímpicamente.
El señor Sapo estuvo reflexionando durante un buen rato. Quería vengarse de la insolencia del señor Ratón. Al cabo se le ocurrió una idea.
Fuése a la entrada de la cueva del señor Ratón y empezó de nuevo a soplar en la flauta, arrancándole sonidos estrepitosos.
El señor Ratón salió furioso, dispuesto a castigar al osado músico, pero éste le contuvo diciéndole:
- He venido a desafiarle a correr.
A punto estuvo de reventar de risa el señor Ratón al oír aquellas palabras.
Pero el señor Sapo, golpeándose el pecho con las patas traseras, exclamó_
- ¿Qué apuesta a que corro yo, más por debajo de la tierra que usted por encima?
- Me apuesto lo que quiera. Mi casa contra su flauta. Si gano, ya tendré derecho a destrozar ese infernal instrumento, golpeándolo contra una piedra hasta dejarlo hecho añicos... Si gana usted, podrá tomar posesión de mi palacete, y yo me marcharé a correr mundo.
- De acuerdo - respondió el señor Sapo.
- Pues bien: al amanecer empezaremos la carrera.
El señor Sapo regresó a su casa y al entrar gritó:
- ¡Señora Sapo, venga usted aquí!
La señora Sapo, que conocía el mal genio de su marido, acudió al instante a su llamamiento.
- Señora Sapo - le dijo, - he desafiado a correr al señor Ratón.
- ¡Al señor Ratón...!
- ¡No me interrumpas...! Mañana, al amanecer, empezaremos la carrera. Tú irás, al otro lado del monte y te meterás en un agujero. Y cuando veas que el señor Ratón está al llegar, sacarás la cabeza y le gritarás: «¡Ya estoy aquí!» Y harás siempre la misma cosa, hasta que yo vaya a buscarte.
- Pero... - murmuró la señora Sapo.
- ¡Silencio, mujer...! Y no te mezcles en los asuntos de los hombres, de los cuales tú no sabes nada.
- Muy bien - murmuró la señora Sapo, muy humilde.
Y se puso inmediatamente en movimiento para seguir el plan de su astuto esposo.
El señor Sapo se dirigió al lugar en que se abría la cueva del señor Ratón, hizo a su lado un agujero y se tendió a dormir.
Al amanecer, salió el señor Ratón frotándose los ojos, descubrió al señor Sapo que estaba roncando, sonoramente y le despertó diciendo:
- ¡Ah, dormilón, vamos a empezar la carrera! ¿O es que se ha arrepentido?
- Nada de eso. Vamos, cuando guste.
Colocáronse uno al lado del otro y al tercer toque que el señor Sapo, dio en su flauta, emprendieron la carrera.
El señor Ratón corría tan velozmente que parecía que volaba, dando la sensación de que no apoyaba las patitas en el suelo.
Sin embargo, el señor Sapo, apenas hubo dado tres pasos, se volvió al agujero que había hecho.
Cuando el señor Ratón iba llegando al otro lado del monte, la señora Sapo sacó
la cabeza y gritó:
- ¡Ya estoy aquí!
El señor Ratón se quedó asombrado, pero no vio el ardid, pues los ratones no son muy observadores.
Y, por otra parte, nada hay que se asemeje tanto a un señor Sapo como una señora Sapo.
- Eres un brujo - murmuró el señor Ratón - Pero ahora lo vamos a ver.
Y emprendió el regreso a mayor velocidad que antes, diciendo a la señora Sapo:
- Sígame; ahora sí que no me adelantará.
Pero cuando estaba a punto de llegar a su cueva, el señor Sapo asomó, la cabeza y dijo tranquilamente:
- ¡Ya estoy aquí!
El señor Ratón estuvo a punto de enloquecer de rabia.
- Vamos a descansar un rato y correremos otra vez - murmuró con voz sofocada.
- Como quiera - respondió el señor Sapo en tono displicente.
Y se puso a tocar la flauta dulcemente.
Pensando en su inexplicable derrota, el señor Ratón estuvo llorando de ira. Cuando se sintió descansado, dijo al señor Sapo apretando los dientes:
- ¿Está dispuesto?
- Sí, sí... Ya puede echar a correr cuando guste... Llegaré antes que usted.
La carrera del señor Ratón sólo podía compararse a la de la liebre.
Iba tan veloz que dejaba sus uñas entre las piedras del monte sin darse cuenta.
Cuando apenas le faltaban dos pasos para llegar a la meta, la señora Sapo sacó la cabeza de su agujero y gritó:
- ¡Pero hombre! ¿Qué ha estado haciendo por el camino? ¡Ya hace bastante tiempo que le estoy esperando!
Dio la vuelta el señor Ratón, regresando al punto de partida con velocidad vertiginosa. Pero cuando le faltaban cuatro o cinco pasos percibió el sonido de la flauta del señor Sapo, que al verle le dijo:
- Me aburría tanto de esperarle que me he puesto a tocar para matar el tiempo.
Silenciosamente, con las uñas arrancadas, jadeando, fatigado y con el rabo entre las piernas, el señor Ratón dio media vuelta y se marchó tristemente a correr mundo, careciendo de techo que le cobijara, por haber perdido su casa en una apuesta que creía ganar de antemano.
El señor Sapo fue a buscar a su señora y estaba tan contento que le prometió, para recompensarla, no gritarle más, durante toda su vida...


El Cristo del convite

Había una vez dos hermanas viudas, una con dos hijos y otra con cuatro, todos pequeñitos.
La que tenía menos hijos era muy rica; la que tenía más hijos era pobre y tenía que trabajar para mantenerse ella y sus hijitos.
Algunas veces iba la hermana pobre a casa de la hermana rica a lavar, planchar y remendar la ropa, y recibía por sus servicios algunas cosas de comer.
Y sucedió que un día, estando en casa de la hermana rica de limpieza general, encontraron en un cuarto oscuro un Crucifijo, muy sucio de polvo, muy viejo.
Y dijo la hermana rica:
- Llévate este Santo Cristo a tu casa, que aquí no hace más que estorbar, y yo tengo ya uno más bonito, más grande y más nuevo.
Así la hermana pobre, terminado su trabajo, se llevó a su casa algunos comestibles y el Santo Cristo.
Llegada a su casa, hizo unas sopas de ajo, llamó a sus hijitos para cenar y les dijo:
- Mirad qué Santo Cristo más bonito me ha dado mi hermana. Mañana lo colgaremos en la pared, pero esta noche lo dejaremos aquí en la mesa, para que nos ayude y proteja.
Al ir a ponerse a cenar, preguntó la mujer:
- Santo Cristo, ¿quieres cenar con nosotros?
El Santo Cristo no contestó, y se pusieron a cenar.
En este momento llamaron a la puerta, salió a abrir la mujer y vio que era un pobre que pedía limosna.
La mujer fue a la mesa, cogió el pan para dárselo al pobre y dijo a sus hijos:
- Nosotros, con el pan de las sopas tenemos bastante.
A la mañana siguiente clavaron una escarpia en la pared, colgaron el Santo Cristo, y, cuando llegó la hora de comer, invitó la mujer antes de empezar:
- Santo Cristo, ¿quieres comer con nosotros?
El Santo Cristo no contestó, y en este momento llaman a la puerta.
Salió la mujer y era un pobre que pedía limosna.
Fue la mujer, cogió el pan que había en la mesa, se lo dio al pobre y dijo a sus hijitos:
- Nosotros tenemos bastante con las patatas, que alimentan mucho.
Por la noche, al ir a ponerse a cenar, hizo la mujer la misma invitación:
- Santo Cristo, ¿quieres cenar con nosotros?
Y el Santo Cristo no contestó. En éstas llamaron a la puerta. Salió a abrir la mujer, y era otro pobre que pedía limosna.
La mujer le dijo:
- No tengo nada que darle, pero entre usted y cenará con nosotros.
El pobre entró, cenó con ellos, y se marchó muy agradecido.
Al día siguiente la mujer cobró un dinero que no pensaba cobrar y preparó una comida mejor que la de ordinario, y al ir a empezar a comer convidó:
- Santo Cristo, ¿quieres comer con nosotros?
El Santo Cristo habló y le dijo:
- Tres veces te he pedido de comer y las tres me has socorrido. En premio a tus obras de caridad, descuélgame, sacúdeme y verás la recompensa. Quédatela para ti y para tus hijitos.
La mujer descolgó el Santo Cristo, lo sacudió encima de la mesa y de dentro de la Cruz, que estaba hueca, empezaron a caer monedas de oro.
La pobre mujer, que de pobre, en premio a sus obras de caridad, se había convertido en rica, no quiso hacer alarde de su dinero.
Pero contó a su hermana, la rica, el milagro que había hecho el Santo Cristo.
La rica pensó que su Santo Cristo era todo de plata, muy reluciente, más bonito y de más valor, y que sí le convidaba le daría más dinero que a su hermana.
Así, a la hora de comer, dijo la rica al ir a empezar:
- Santo Cristo, ¿quieres comer con nosotros?
Y el Santo Cristo no contestó.
En ese momento llaman a la puerta, sale a abrir la criada y viene ésta a decir:
- Señora, en la puerta hay un pobre.
Y contestó la rica:
- Dile que Dios le ampare.
Por la noche, al empezar a cenar, dijo también:
- Santo Cristo, ¿quieres cenar con nosotros?
Y el Santo Cristo no contestó.
En éstas llaman a la puerta, sale la criada y entra diciendo que era un pobre.
Y dijo la rica:
- Dile que no son horas de venir a molestar.
Al día siguiente, cuando se pusieron a comer, volvió a invitar:
- Santo Cristo, ¿quieres comer con nosotros?
Y el Santo Cristo no contestó.
Llamaron a la puerta y se levantó la misma rica y fue a la puerta y vio que era un pobre.
Y le dijo:
- No hay nada; vaya usted a otra puerta.
Llegó la noche, se pusieron a cenar y dijo la hermana rica:
- Santo Cristo, ¿quieres cenar con nosotros?
Y el Santo Cristo contestó:
- Tres veces te he dicho que sí, porque convidar a los pobres hubiera sido convidarme a mí, y las tres veces me lo has negado;, por lo tanto, espera pronto tu castigo.
Y aquella misma noche se le quemó la casa entera y perdió todo lo que tenía.
Y se fue a casa de su hermana, y la hermana pobre y caritativa se compadeció y le dio la mitad de todo lo que le había dado el Santo Cristo.


El «Castillo de Irás y No Volverás»

Érase que se era un pobrecito pescador que vivía en una choza miserable acompañado de su mujer y tres hijos, y sin más bienes de fortuna que una red remendada por cien sitios, una caña larga, su aparejo y su anzuelo.
Una mañana, muy temprano, salió el pescador camino de la playa con el estómago vacío, la cabeza baja, descorazonado, y cargado con los trebejos de pescar.
A medida que andaba, el cielo se iba ennegreciendo y cuando llegó al lugar donde acostumbraba a pescar observó que se había desencadenado una horrorosa tempestad.
Pero el infeliz pescador no pensaba más que en sus hijos y en su esposa, que ya hacía dos días que no probaban bocado, por lo que, sin hacer caso de la lluvia que le empapaba, ni del viento que le azotaba, ni de los relámpagos que le cegaban, armó la red y la echó al mar.
Y cuando fue a sacarla, la red pesaba como si estuviese cargada de plomo; por lo que el pescador tiró de ella con todas sus fuerzas, sudando a pesar del viento y de la lluvia, latiéndole el corazón de alegría al pensar que aquel día su familia no se acostaría sin cenar, como en tantas otras ocasiones.
Finalmente, con la ayuda de Dios y de la Virgen del Carmen, a la que imploró, viendo que le faltaban las fuerzas, el pescador consiguió aupar la red, viendo que en su interior no había más que un pez muy chiquito pero gordito, cuyas escamas eran de oro y plata.
Asombrado al ver que le había costado tanto trabajo pescar aquel único pez, el pobre pescador se lo quedó mirando con la boca abierta.
De repente el extraño pececillo rompió a hablar y dijo con voz dulcísima, extraordinariamente armoniosa y musical:
- ¡Échame otra vez al agua, oh pescador, que otro día estaré más gordo!
- ¿Qué dices, desventurado? - preguntó el interpelado, que apenas podía creer lo que oía.
- ¡Que me eches otra vez al agua, que otro día estaré más gordo!
- ¡Estás fresco! Llevan mis hijos y mi mujer dos días sin comer; estoy yo dos horas tirando de la red, aguantando el viento y la lluvia, ¿ y quieres que te tire al agua?
- Pues si no me sueltas, oh pescador, no me comas. Te lo ruego...
- ¡También está bueno eso! ¿De qué me habría servido cogerte, si no te echara en la sartén?
- Pues si me comes - prosiguió diciendo el pececillo -, te suplico que guardes mis espinas y las entierres en la puerta de tu casa.
- Menos mal que me pides algo que puedo hacer... Te prometo cumplir fielmente tu solicitud.
Y marchóse, contento de su suerte, camino del hogar.
A pesar de ser tan chiquito el pececillo, todos comieron de él y quedaron saciados. Luego, el pescador enterró, como prometiera, las espinas en la puerta de su choza.
Por la mañana, cuando Miguelín, el hijo mayor del pescador, se levantó y salió al aire libre, encontró, en el lugar donde habían sido enterradas las espinas, un magnífico caballo alazán; encima del caballo había un perro; encima del perro un soberbio traje de terciopelo y sobre éste una bolsa llena de monedas de oro.
El muchacho, que anhelaba correr el mundo, pero que estaba dotado de excelente corazón, dejó la bolsa a sus padres, sin tocar un céntimo, y, seguido del can, emprendió la marcha sin rumbo fijo.
Galopó durante tres días y tres noches, recorriendo la selva de los árboles parlantes y el bosque de las campanillas áureas y argentinas, que sonaban al ser acariciadas por el viento, formando un seráfico concierto, llegando finalmente a una encrucijada donde vio un león, una paloma y una pulga disputándose agriamente una liebre muerta.
- Párate o eres hombre muerto, - rugió el león. - Y si eres, como dicen, el rey de la creación, sírvenos de juez en este litigio. La paloma y la pulga estaban disputándose la liebre... ¿Para qué quieren ellas un trozo de carne tan grande...? Yo, confieso que he llegado el último, pero para algo soy el rey de la selva... La liebre me corresponde por derecho propio... ¿No lo crees así?
La paloma habló entonces y dijo, arrullando:
- Ya habías pasado de largo, cuando yo descubrí desde lo alto a la liebre, que estaba mortalmente herida... Me corresponde a mí, por haberla visto morir.
La pulga, a su vez, exclamó:
- ¡Ninguno de vosotros tiene derecho a la liebre!. No la habrían herido, si no le hubiese dado yo un picotazo debajo de la cola cuando iba corriendo, con lo que le obligué a detenerse y entonces, un cazador le metió una bala en las costillas... ¡La liebre es mía!
Y ya estaba la disputa a punto de degenerar en tragedia si Miguelín no hubiese mediado como amigable componedor.
- Amiga pulga - dijo - ¿Qué harías tú con un trozo de carne como ese, que asemeja una montaña a tu lado?
Y sacó el cuchillo de monte, cortó a la liebre muerta la puntita del rabo y lo entregó a la pulga, que quedó complacidísima.
Del mismo modo, cortó las orejas y el resto del rabo, que ofreció a la paloma, la cual confesó que tenía bastante con aquellos despojos.
Lo que quedaba, o sea, la liebre entera, se la cedió al león, que quedó encantado de juez tan justiciero.
- Veo que eres realmente el rey de la creación - exclamó, con su más dulce rugido - pero yo, el rey de los animales, quiero recompensarte como mereces, como corresponde a mi indiscutible majestad.
Y arrancándose un pelo del rabo lo entregó a Miguelín, diciéndole:
- Aquí tienes mi regalo; cuando digas: «¡Dios me valga, león!», te convertirás en león, siempre que no pierdas este pelo. Para recobrar tu forma natural, no tendrás más que decir: «¡Dios me valga, hombre!»
Marchóse el león, alta la frente, orgullosa la mirada, pero sin olvidar llevarse la liebre, y se internó en la selva.
La paloma, para no ser menos, se arrancó' una pluma y dijo:
- Cuando quieras ser paloma y volar, no tienes más que decir: «¡Dios me valga, paloma!»
Y agitando las alas, se remontó por el aire.
- Yo no tengo plumas ni pelos - dijo la pulga - pero puedo oírte dondequiera que digas: «¡Dios me valga, pulga!» y convertirte en un ente tan poco envidiable y molesto como yo.
Miguelín volvió a montar a caballo y prosiguió su camino sin descansar, hasta que, al cabo de tres días y tres noches, vio brillar una lucecita a lo lejos.
Preguntó a un pastor que encontró:
- ¿De dónde procede esa luz?
El pastor respondió:
- Ese es el «Castillo de Irás y No Volverás».
Miguelín se dijo:
- Iré al «Castillo de Irás y No Volverás».
Al cabo de tres días y tres noches, se encontró con otro pastor.
- ¿Podrías decirme, amigo, si está muy lejos de aquí el «Castillo de Irás y No Volverás»?
- Libre es el señor caballero de llegar a él - repuso el pastor, echando a correr como alma que lleva el diablo.
Pero el hijo del pescador era firme de voluntad y duro de mollera y se había propuesto ir al castillo, aunque fuese preciso dejar la piel en el camino; así es que, sin pizca de temor, siguió cabalgando tres días con tres noches, al cabo de los cuales la lucecita parecía acercarse, ¡por fin!, ante sus ojos.
Y he aquí que, después de muchas, muchísimas fatigas, llegó ante el suspirado «Castillo de Irás y No Volverás».
De oro macizo eran sus muros y de plata las rejas de sus ventanas y las cadenas de sus puertas; en lo alto de sus almenas, deslumbraban, al ser heridas por el sol, las incrustaciones de jaspe y lapislázuli, el ónix, el marfil, el ágata e infinidad de piedras preciosas.
Rodeaba al edificio un bosquecillo donde, posados en las ramas de sus árboles, cuyas hojas eran de oro o plata, según se reflejara en ellas, el sol o la luna, innumerables pajarillos de colores maravillosos saludaban al recién llegado; unos con burlonas carcajadas, otros con sus trinos más inspirados, otros con palabras de ánimo o de desesperanza.
- ¡Adelante el mancebo! ¡Adelante nuestro salvador! - decían unas voces.
- ¡Atrás! ¡Atrás! ¡Irás y no volverás! ¡Irás y no volverás! - repetían otras.
Pero el hijo del pescador, como si fuese sordo, continuaba su camino sin detenerse un instante a escuchar los maravillosos trinos, ni volver la cabeza para ver de dónde procedían, sin detenerse ante la fuente de cristal que cantaba: «¡Alto! ¡Alto!», ni el árbol de mil hojas que, como manecitas verdes, se agarraban a su casaca para impedirle el paso.
Así hasta las mismas puertas del castillo, pero ¡oh desilusión! Tres perros, del tamaño de elefantes, le impedían la entrada.
¿Qué había de hacer? ¿Volverse, atrás? ¡De ninguna manera! ¡Todo antes que retroceder!
Sacó el cuchillo con aire decidido, mas ¿qué podía aquella arma minúscula contra los formidables monstruos?
De repente recordó las dádivas de los animales litigantes y viendo en lo alto, junto a las almenas, una ventana abierta sacó de su escarcela la pluma y gritó:
- ¡Dios me valga, paloma!
Una fracción de segundo más tarde, Miguelín, convertido en paloma, volaba a través de la abierta ventana y se colaba de rondón en el castillo. Cuando estuvo dentro se posó, en el suelo y gritó:
- ¡Dios me valga, hombre!
Y recobró en el acto su forma natural.
Encontróse en una sala inmensa, cuyas paredes eran de plata; pero no había en ellas muebles, adornos, ni utensilios de ninguna clase, así como tampoco el menor rastro de persona viviente. Pasó a otra estancia toda de oro y luego a otra de piedras preciosas, esmeraldas, rubíes y topacios que refulgían de tal modo que le cegaban. En todas halló la misma soledad.
La contemplación de tales maravillas no impedía a nuestro héroe sentir un apetito horroroso, hasta el punto de que, impaciente por conocer de una vez la dicha o el peligro que le aguardaba, exclamó:
- ¡Diablo o ángel, genio o gigante, dueño de este maravilloso castillo; todo tu oro, toda tu plata, todas tus piedras preciosas, las trocaría de buena gana por un plato de humeante sopa!
Al punto aparecieron ante sus ojos una silla, una mesa con su blanco mantel, sus platos, cubierto y servilleta. Y Miguelín, contentísimo, sentóse a la mesa.
Servidos por mano invisible fueron llegando todos los platos de un opíparo festín, desde la humeante y sabrosa sopa de tortuga, hasta las riquísimas perdices, amén de frutas, dulces, y confituras.
Terminado el banquete, desaparecieron platos, cubiertos, mesa, silla y manteles como por arte de magia, y Miguelín empezó a vagar, desorientado, por los regios y desiertos salones.
- Siete días llevo sin dormir - recordó - si en vez de tanta pedrería hubiera por aquí aunque fuera un jergón de paja...
Al punto apareció ante sus ojos asombrados una magnífica cama de plata cincelada con siete colchones de pluma.
Miguelín se acostó, dispuesto a dormir toda la noche de un tirón. Mas apenas habían transcurrido unas dos horas, despertóle un llanto ahogado, que salía de la habitación vecina.
- Será algún pequeño del hada - murmuró, dando media vuelta.
Pero todavía no había conseguido reconciliar el sueño, cuando los sollozos se dejaron oír con más fuerza, acompañados de suspiros entrecortados y lamentos de una voz de mujer.
- Esto se pone feo - pensó, Miguelín.
Y levantándose de un salto, pasó al salón contiguo, que encontró tan desierto como antes.
Pasó a otro, y a otro, y a otro, hasta recorrer más de cien salones, sin dar con alma viviente y oyendo siempre, cada vez más cercanos, los lamentos.
Creyendo que se burlaban de él, dio con rabia una fuerte patada en el suelo, que se abrió. Y al abrirse, cayó Miguelín por la abertura, en un aposento regiamente amueblado, con las paredes tapizadas de tisú de plata y damasco azul.
En medio de tanto esplendor, una princesita, de rubios cabellos y manecitas de lirio, lloraba amargamente.
- Apuesto doncel - dijo, al verle entrar: - aléjate cuanto antes de este malhadado castillo. No seas uno más entre tantos jóvenes infortunados que aquí han dejado sus vidas, pretendiendo salvar las de otras princesas tan desgraciadas como yo. El gigante dueño de este castillo duerme veintidós días de cada mes, durante los cuales no toma alimento alguno. Cuando despierta, dedica siete días a preparar el banquete con que se obsequia el octavo, después del cual reanuda su sueño. El postre de este banquete consiste en una doncella, princesa si es posible. Mañana despertará el monstruo y la víctima elegida he sido yo. Sólo me quedan ocho días de vida; mas, como nada puedes hacer en favor mío, aléjate, te lo suplico.
- ¡No llores, preciosa niña! - exclamó Miguelín. - En siete días puede volver a hacerse el mundo. Y no me tomes por tan poquita cosa. Para defenderte, tengo mi cuchillo de monte y si esto no bastara, puedo convertirme en león, en paloma o en pulga. Seca, pues, tus lágrimas y dime dónde está ese dormilón tragaprincesas, que ya me van entrando ganas de conocerlo.
- Nada podrás contra el gigante - contestó la princesita. - Ni tu cuchillo ni la garra del más fiero león. Sólo un huevo que se encuentra dentro de una serpiente que habita en el Monte Oscuro, en los Pirineos.
El huevo ha de dispararse con tan certera puntería que hiera al monstruo entre ceja y ceja, matándolo. Entonces quedaría desencantado el castillo. Pero también la serpiente es un monstruo maligno y poderoso: devora a todo bicho viviente que se atreve a acercarse a cinco leguas de ella. Créeme, conviértete en paloma ya que tal poder tienes, y sal por esa ventana antes de que den las doce de la noche y despierte el gigante, porque entonces no podrías librarte de sus iras.
- Así lo haré - repuso Miguelín - mas será para ir al encuentro de esa monstruosa serpiente y si quieres que salga vencedor en la empresa, - añadió - prométeme que te casarás conmigo dentro de siete días, cuando te saque de este castillo.
Prometiólo así la Princesa, y Miguelín, convertido en paloma, voló, al bosquecillo a través de la ventana.
Allí volvió a su estado de hombre, para recoger el caballo y el perro, que, alejados cuanto podían de los tres gigantescos guardianes, le esperaban.
Montado en su alazán y seguido de su perro fiel, salió del bosque y del recinto del castillo, sin hacer caso de las voces con que pretendían detenerle los pájaros, los árboles y la fuente de plata.
Y anduvo, anduvo, durante tres días, siguiendo la dirección que le diera la princesita, hasta llegar al pueblo, cuyas señas retenía en la memoria, y que se hallaba enclavado ante un monte elevadísimo, cubierto de maravillosa vegetación.
Dejó caballo y perro en las cercanías y entró en el pueblo humildemente.
Llamó a la primera casa.
- ¿Qué deseas, hermoso doncel? - le preguntaron.
- Una plaza de pastor, sólo por la comida.
- Eres demasiado apuesto para eso - le contestaron.
Y le dieron con la puerta en las narices.
Por fin halló en las afueras del pueblo una casa de labranza de blancas paredes, donde llamó y salió a abrirle una linda muchacha.
- Vengo a ver si necesitan ustedes un mozo para la casa - dijo tímidamente.
La muchacha, prendida de la donosura de Miguelín, fue corriendo a avisar a su padre.
Y éste dio a Miguelín una plaza de pastor.
Vistiendo la tosca pelliza y el cayado en la mano, salió Miguelín al día siguiente, muy de mañana, tras los rebaños flacos y escuálidos.
- No te acerques a aquellas montañas cubiertas de verdor - le advirtió su amo al despedirle - Hay en ellas una serpiente de colosal tamaño, que devora a cuantos pastores y rebaños intentan acercarse siquiera a cinco leguas. Por eso nuestros animales están flacos y en este pueblo la mortandad entre ellos es tremenda, ya que sus únicos pastos son aquellas otras montañas, áridas, y estériles, adonde has de dirigirte.
Pero Miguelín hizo todo lo contrario de lo que le habían aconsejado; es decir, se encaminó en derechura a la montaña de la serpiente.
Anduvo, anduvo y, desde muchas leguas de distancia, cuando apenas había hollado los pastos verdes y húmedos, oyó el silbido espantoso de la Serpiente que se hallaba en la cima de la montaña.
Al poco, la Serpiente llegaba como una exhalación.
Pero Miguelín, al conjuro de «¡Dios me valga, león!» se había convertido ya en imponente fiera.
Y león y serpiente lucharon con todo el brío posible.
Todo era espuma y sangre, silbidos y rugidos de coraje y amenaza.
Al cabo de un buen rato, rendidos y jadeantes, cesaron el combate y se separaron.
La Serpiente dijo rabiosa:
Si tuviese agua de la ría,
¡qué pronto, león mío, te mataría!
Y el león contestó:
Y si yo tuviese un trozo de pan,
una botella de vino y el beso de una doncella
¡qué pronto, serpiente mía, la muerte te diera!
Luego, añadiendo: «¡Dios me valga, pulga!», desapareció, para recobrar la forma natural en la falda de la montaña, donde recogió su rebaño y regresó a la casa de labranza, donde no salían de su asombro al ver a los animales tan gordos y relucientes.
A la mañana siguiente, cuando salió Miguelín con los rebaños hacia el monte, dijo el labrador a su hija:
- Habría que espiar al nuevo pastor, pues no comprendo cómo en un solo día ha podido hacer cambiar de ese modo a los animales. Están gordísimos y lustrosos.
- Padre mío, si quieres, yo iré mañana a vigilarle - contestó ella.
Y a la mañana siguiente, le siguió de lejos y vio cómo se encaminaba a la montaña de la Serpiente y dejaba los rebaños en su falda paciendo a placer, dirigiéndose sin temor al encuentro del monstruo.
Luego le vio convertirse en león y luchar fieramente con la Serpiente.
Todo era espuma y sangre y rugidos de coraje y amenaza. Por fin, rendidos y jadeantes, se soltaron, y la Serpiente, enfurecida, silbó:
Si tuviese agua de la ría,
¡qué pronto, león mío, te mataría!
Y rugió el león:
Y si yo tuviera un trozo de pan,
una botella de vino y el beso de una doncella,
¡qué pronto, serpiente mía, la muerte te diera!
Luego le oyó añadir:
- ¡Dios me valga, pulga!
Y desapareció.
La hija del labrador echó a correr hacia su casa, mas se guardó muy bien de referir a nadie lo que había visto. Al día siguiente, cuando salió Miguelín con los rebaños, cada vez más gordos y lustrosos, echó a andar la moza, con un cestito en la mano, siguiéndole de lejos.
Y otra vez vio la moza cómo Miguelín convertido en león acometía a la Serpiente, cómo los ánimos de las dos fieras se encendían de ira, y ambos despedían chispas y todo el suelo se cubría de sangre y espuma, con nunca vista fiereza y demasía.
Por fin, cansados, medio muertos, cesaron el fiero combate y se separaron. Y la Serpiente, azul de cólera, silbó:
Si tuviese agua de la ría,
¡qué pronto, león mío, te mataría!
Y el león, no menos furioso, replicó:
Si yo tuviera un trozo de pan,
una botella de vino y el beso de una doncella,
¡qué pronto, ¡serpiente mía, la muerte te diera!
En aquel instante la hija del labrador salió de la espesura donde estaba escondida, sacó del cesto un pedazo de pan y una botella de vino y se lo dio al león, acompañado de un sonoro beso de sus labios frescos.
El león comió el pan con presteza, bebióse el vino, y de nuevo embistió, con renovada energía a la Serpiente.
Repitióse la lucha, y otra vez manó la sangre y corrió la espuma de los cuerpos maltrechos. Mas la serpiente no tardó en desfallecer y el león cada vez más pujante le atacaba; hasta que al fin la serpiente se desplomó.
Miguelín, recobrando la forma humana, después de haber dado las gracias a la hija del labrador, sacó su cuchillo de monte, abrió al monstruoso reptil en canal y extrajo de su vientre el huevo que había de servirle para libertar a la princesita de rubios cabellos y manecitas de lirio.
No hay que decir el júbilo y los agasajos con que fue recibido nuestro Miguelín en el pueblo, no bien se supo que había dado muerte a la monstruosa serpiente.
Todos se disputaban el honor de verlo y abrazarle y todos le regalaban sacos, llenos de oro y riquísimas joyas, y el labrador, loco de alegría, quería casarlo a toda costa con su hija.
Pero Miguelín ardía en deseos de correr a libertar a la princesita, a quien sólo quedaba un día de vida.
Así lo notificó al labrador y al mismo tiempo le pidió, la mano de su hija para casarla a su regreso con su hermano, el hijo segundo del pescador.
Todo el pueblo acudió a despedirle, vitoreándole y llevándolo en hombros; pero él sólo pensaba en no llegar demasiado tarde a salvar a su bella princesa.
Cuando, montado en su caballo alazán y seguido de su perro fiel, atravesó, el bosquecillo de los pájaros cantores, de los árboles parlantes y de la fuente de cristal, y se encontró a la puerta del castillo, vio que habían empezado los preparativos para el gran festín.
Inmediatamente dijo:
- ¡Dios me valga, paloma!
Y en raudo vuelo llegó hasta el lugar donde el gigante esperaba a que sonara la hora para dar principio a la matanza.
Posose en el antepecho del ventanal y exclamó:
- ¡Dios me valga, hombre!
Y en hombre se convirtió.
Y antes de que el monstruo tuviera tiempo de abrir la boca, sacó de la escarcela el huevo de la serpiente, apuntó con precisión y se lo tiró, hiriéndole entre ceja y ceja, matándole.
Oyóse un estrépito horroroso, como de millones de truenos que retumbaran al unísono y el «Castillo de Irás y No Volverás» se derrumbó.
De entre sus escombros surgió Miguelín dando la mano a la Princesita de rubios cabellos y manecitas de lirio.
Otras muchas princesas y otros muchos galanes, encantados desde hacía largos años por el Gigante, salieron también.
Los pájaros cantores se convirtieron en hermosos niños, las hojas de los árboles en apuestos mancebos y la fuente de cristal en una lindísima dama, que se casó con el hijo menor del pescador.
- Acabó mi encantamiento - exclamó la Princesita de rubios cabellos y manecitas de lirio. - Yo soy la hija del rey de estas tierras. Vámonos al punto a casa de mi padre.
Y a palacio fueron.
El rey se volvió loco de júbilo; llamó al señor obispo y los mandó casar.
Miguelín quiso que sus propios padres tuviesen un palacio en la ciudad.
La hija del labrador, que tan eficazmente le había socorrido, se casó con su otro hermano, el segundo hijo del pescador.
Y desde entonces vivieron todos felices y contentos, y el que no lo crea que se fastidie; y al que lo crea, albricias.


Pereza y testarudez

Había una vez un marido y una mujer, ambos campesinos, que habrían vivido pacíficamente y hasta con alegría, de no haber sido por la pereza, feísimo vicio que atacaba con intermitencias a uno y otro cónyuge y al que se unía, para colmo, una testarudez de aragoneses.
Cuando cualquiera de los dos esposos se sentía con pocas o ningunas ganas de trabajar, empeñábase el otro en hacer lo mismo que su compañero, o menos.
Cierto día levantase la esposa con unos deseos atroces de no hacer nada.
Apenas si quedaba en la casa pan para desayunar.
El marido, al darse cuenta de la escasez, dijo a su mujer:
- María, tienes que amasar esta misma tarde.
- No serán estas manos las que se metan en harina - respondió ella. - Amasa tú, si ese es tu gusto.
- ¿Acaso piensas que cenemos sin pan
- Tienes un par de brazos hermosísimos; mucho más fuertes que los míos. Amasa tú.
- ¡María, no me hagas enfadar!
- ¡Quico, no me pongas nerviosa!
- ¡Yo no amaso!
- ¡Yo tampoco!
- No riñamos.
- Eso, de ti depende.
- Voy a decirte lo que se me ha ocurrido.
- Adivino que es algo para no trabajar.
- Y para no discutir.
- Eso está mejor... ¿Qué es?
- Puesto que tú no tienes ganas de amasar...
- Ni tú tampoco...
- De acuerdo... Puesto que no tenemos ganas de amasar...
- Así.
- Para no enzarzarnos en discusiones, vamos a acordar que el primero que hable sea el que amase el pan... ¿Conforme?
En vano esperó - el marido respuesta de su esposa, que, aunque perezosa, no era tonta, y comprendió que, si contestaba, tendría que amasar.
Pasaron horas y horas y ninguno se decidía a hablar.
Sin probar bocado, tal vez por miedo a que, al despegar los labios, pudiera escapárseles alguna palabra, se acostaron poco después de anochecer.
Tendiéronse en la cama, uno de cara a la pared y el otro dándole la espalda y se durmieron sin haber abierto la boca.
A la mañana siguiente, cuando se despertaron, miráronse disimuladamente de reojo. El marido tenía la cara seria. A la mujer le faltaba poco para romper a reír; pero ninguno se dio por enterado.
Sonaron en la iglesia del pueblo las campanas de las doce y el matrimonio seguía en la cama, sin haber abierto la boca, como no fuese para bostezar, pues tenían un hambre espantosa.
Púsose el Sol y seguían del mismo modo y llegó la noche y no hubo modificación alguna en su actitud, exceptuando, una mayor frecuencia en los bostezos.
Los vecinos, asombrados de no haber visto en todo el día a ninguno de los dos, ni haberse abierto en la casa puerta ni ventana alguna, temieron que una desgracia irreparable fuera la causa de aquel silencio incomprensible.
No tardaron en congregarse los vecinos, que, algo medrosos para obrar por su cuenta, fuéronse a casa del alcalde para comunicarle lo que sospechaban.
Tomóse el acuerdo de acudir, sin pérdida de tiempo, al domicilio de Quico y María, marchando el propio alcalde a la cabeza de la asamblea.
Cuando llegaron a la casa, llamaron a la puerta con gran fuerza, pero nadie contestó a las llamadas, ni se percibió el menor sonido en el interior.
Los rostros de los vecinos allí congregados empezaron a mostrar temor e inquietud. Insistieron en las llamadas con el mismo resultado y ante lo grave de la situación, el alcalde propuso que se derribara la puerta.
La cosa se hizo con rapidez. Entraron en la casa con extremadas precauciones, temblándoles exageradamente las piernas a muchos de los reunidos. Temblaba hasta la vara del alcalde; parecía la batuta de un director de orquesta, de tanto como oscilaba a uno y otro lado.
Por fin llegaron al dormitorio de Quico y María.
Ninguno de ellos se movía ni daba la menor señal de vida. Tenían los ojos cerrados y las caras pálidas y desencajadas; nada extraño si se piensa que llevaban ya todo un día y una noche sin probar bocado.
Apoderóse de los allí reunidos un horror general. El alcalde, alzando la vara, que le temblaba más que antes, tartamudeó emocionado:
- ¡Quico! ¡María! ¡Responded al alcalde!
Pero los perezosos testarudos no pronunciaron palabra alguna ni hicieron el menor movimiento.
Entonces, la primera autoridad del pueblo se quitó respetuosamente el sombrero, que hasta entonces había conservado puesto, adoptó un aire compungido y dijo a los vecinos presentes:
- ¡Rogad a Dios por el alma de estos desgraciados! En cuanto a los cuerpos, voy a ordenar, ahora mismo, que les den cristiana sepultura.
A una de las vecinas le pareció, que, en el momento en que el alcalde pronunciaba estas palabras, los cadáveres de Quico y María se estremecieron o temblaron ligeramente.
Pero como, en buena lógica, esto era imposible, no quiso la vecina hablar del caso, ni considerarlo más que como una ilusión de sus sentidos.
Poco tardaron en llegar seis fornidos lugareños que cargaron con los cuerpos inertes, de la infeliz pareja, conduciéndolos camino del cementerio.
Llegados al lugar de reposo eterno, iluminado por la luz de la luna, dejaron sobre el suelo los que todos creían despojos mortales de Quico y María.
Y quiso la casualidad que sus cuerpos quedaran de costado y frente a frente.
Nadie de los presentes y con toda probabilidad ni siquiera la misma luna, advirtió que el marido y la mujer entreabrieron los ojos y se miraron como basiliscos. Hubo un instante en que pareció que Quico, desfallecido, iba a decir una palabra; pero no quiso darse por vencido, y cerrando los ojos, se apretó la lengua entre los dientes.
María bostezó una vez más, con riesgo de ser vista por los improvisados sepultureros, que, abierta ya la fosa, aproximáronse a recogerla para echarla dentro.
Estaba ya en la fosa la mujer, cuando fueron en busca del cuerpo del marido. De pronto se escapó un chillido de horror de todos los labios y hombres y mujeres, con el alcalde a la cabeza, echaron a correr como alma que lleva el diablo.
Y es que el pobre Quico, comprendiendo que estaba a punto de no volver a contemplar la luz del sol, dióse por vencido ante la horrorosa perspectiva de ser enterrado vivo, y, abriendo los ojos desmesuradamente, para demostrar que no estaba muerto, gritó con voz sepulcral, como la de un fantasma:
- ¡Socorro! ¡Socorro! ¡No estoy muerto!
No costó poco trabajo convencer a los vecinos y vecinas, con el alcalde a la cabeza, de que no había expirado el perezoso y testarudo Quico y que, por consiguiente, no había motivo para asustarse.
Pero el colmo de la sorpresa fue el ver que María, asomando la cabeza y los brazos por la abertura de la fosa, exclamaba con faz sonriente:
- ¡Ahora amasaras tú!


La ratita presumida

Érase una vez una ratita que, barriendo la calle delante de su casa, se encontró un ochavo.
Lo cogió, y dijo:
- ¿Qué compraré con este ochavito? ¿Me compraré avellanas? No, no, que son golosina. ¿Me compraré rosquillas, caramelos? No, no, que son más que golosina. ¿Me compraré alfileres? No, no, que me puedo pinchar. ¿Me compraré unas cintitas de seda? Sí, sí, que me pondré muy guapa.
Y la ratita, que era muy presumida, se compró unas cintitas de seda de varios colores y con ellas se hizo dos lacitos con los que se adornó la cabeza y la punta del rabito.
Luego se asomó al balcón a lucir el garbo, viendo a los jóvenes que pasaban.
En esto pasó un carnero y le dijo:
- Ratita, ratita, qué guapa estás.
- Cuando una es bonita, todo luce más.
- ¿Quieres casarte conmigo?
- ¿Y por la noche que harás?
- ¡Béee, béee!
- ¡Ay!, no, que me despertarás.
Pasó luego un perro y le dijo:
- Ratita, ratita, qué guapa estás.
- Cuando una es bonita, todo luce más.
- ¿Quieres casarte conmigo?
- ¿Y por la noche que harás?
- Pues en cuanto oigo un ruido hago ¡guau, guau!
- ¡Ay!, no, que me despertarás.
Pasó luego un gato y le dijo:
- Ratita, ratita, qué guapa estás.
- Cuando una es bonita, todo luce más.
- ¿Quieres casarte conmigo?
- ¿Y por la noche que harás?
- ¡Miau! ¡Miau!
- ¡Ay!, no, que me despertarás.
Pasó luego un gallo y le dijo:
- Ratita, ratita, qué guapa estás.
- Cuando una es bonita, todo luce más.
- ¿Quieres casarte conmigo?
- ¿Y por la noche que harás?
- Pues de madrugada canto: ¡quí, quí, ri, quí!
- ¡Ay!, no, que me despertarás.
Pasó luego un sapo y le dijo:
- Ratita, ratita, qué guapa estás.
- Cuando una es bonita, todo luce más.
- ¿Quieres casarte conmigo?
- ¿Y por la noche que harás?
- Pues me la paso croando: ¡croac, croac!
- ¡Ay!, no, que me despertarás.
Pasó luego un grillo y le dijo:
- Ratita, ratita, qué guapa estás.
- Cuando una es bonita, todo luce más.
- ¿Quieres casarte conmigo?
- ¿Y por la noche que harás?
- Pues me la paso haciendo: ¡grí, grí, grí!
- ¡Ay!, no, que me despertarás.
Al poco rato pasó un ratoncito chiquito y bonito y le dijo:
- Ratita, ratita, qué guapa estás.
- Cuando una es bonita, todo luce más.
- ¿Quieres casarte conmigo?
- ¿Y por la noche que harás?
- Por la noche, ¡dormir y callar!.
- ¡Ay!, sí, tú me gustas; contigo me voy a casar.
Y se casaron.
La ratita presumida todos los días se arreglaba y se ponía las cintitas de seda de varios colores, y el ratoncito chiquito y bonito estaba cada día más enamorado de ella.
Eran una pareja feliz.
Un día, a media mañana, dijo la ratita presumida a su ratoncito chiquito y bonito:
- Me voy a la plaza, y te traeré unos quesitos para postre. Quédate tú al cuidado de la casa; espuma el puchero con la cuchara de mango pequeño; y si ves que falta agua, échale una poca, para que no pare de cocer.
Y con el cesto de la plaza al brazo, salió la ratita a hacer algunas compras.
Llevaba un rato solo en la casa el ratoncito cuando se dijo:
- Voy a echarle un vistazo al cocido.
Destapó el puchero, vio que estaba cociendo y que sobrenadaba un pedazo de tocino que fue una tentación irresistible.
Metió una mano para enganchar el tocino y se cayó dentro del puchero y allí se quedó.
Cuando volvió de la plaza, la ratita presumida llamó:
- Ratoncito chiquito y bonito: ¡abre! ¡soy yo!
Y ratoncito no salió a abrirle. Volvió a llamar varias veces:
- Ratoncito chiquito y bonito: ¡abre! ¡soy yo!
Cansada de llamar, fue a casa de una vecina para preguntarle si había visto salir a su marido o si le había pasado algo.
La vecina no sabía nada. Decidieron subir al tejado y entrar por la chimenea.
La ratita empezó a recorrer la casa diciendo:
- Ratoncito chiquito y bonito, ¿dónde estás? Ratoncito chiquito y bonito, ¿dónde estás?
Se cansó de mirar por todos los rincones y de meterse por todos los agujeros, y dijo:
- Habrá salido a buscarme, ya volverá.
Al cabo de un rato, sintiendo unas ganas de comer atroces, dijo:
- Haré la sopa, a ver si, mientras tanto, viene.
Hizo la sopa y dijo:
- Pues yo voy a comer y le guardaré la comida para cuando venga.
Se comió la sopa. Después fue a volcar el cocido en una fuente y allí encontró al ratoncito que se había cocido con los garbanzos, las patatas, la carne y el tocino.
La ratita presumida rompió a llorar amargamente y avisó a toda la familia.
Acudieron los vecinos, el pueblo entero, y le preguntaban:
- Ratita, ratita, ¿por qué lloras tanto?
Y ella, sin parar de llorar, contestaba:
Mi ratoncito chiquito y bonito
se cayó en la olla,
su padre le gime,
su madre le llora
y su pobre ratita, se queda sola.
Y se acabó este cuento con ajo y pimiento; y el que lo está oyendo, que cuente otro cuento.


El pandero de piel de piojo

Érase un rey que tenía una hija de quince años.
Un día, estaba la princesita paseando por el jardín con su doncella, cuando vio una planta desconocida.
Y preguntó, curiosa:
- ¿Qué es esto?
- Una matita de hinojo, Alteza.
- Cuidémosla, a ver lo que crece - dijo la princesa.
Otro día, la doncella encontró un piojo. Y la princesa propuso:
- Cuidémoslo, a ver lo que crece.
Y lo metieron en una tinaja.
Pasó, el tiempo. La matita se convirtió, en un árbol y el piojo engordó tanto, que, al cabo de nueve meses, ya no cabía en la tinaja.
El rey, después de consultar a su hija, publicó un bando diciendo que la princesa estaba en edad de casarse, pero que lo haría con el más listo del país.
Para ello se le ocurrió hacer un pandero con la piel del piojo, construyéndose el cerco del mismo con madera de hinojo.
Luego lo hizo colocar en todas las esquinas de las casas del reino un nuevo bando, diciendo:
«La princesita se casará con el que acierte de qué material está hecho el pandero. A los pretendientes a su mano se les dará tres días de plazo para acertarlo. Quien no lo hiciere en este tiempo, será condenado a muerte.»
A palacio acudieron condes, duques, y marqueses, así como muchachos riquísimos, que ansiaban casarse con la princesita, pero ninguno adivinó de qué material estaba fabricado el pandero y murieron todos al tercer día.
Un pastor, que había leído el bando, dijo a su madre:
- Prepárame las alforjas, que voy a probar suerte. Conozco las pieles de todos los bichos del campo y la madera de todos los árboles del bosque.
Después de discutir un rato con la madre, que temía le sucediera lo mismo que a tantos otros pretendientes a la mano de la princesa, el pastor logró convencer a su progenitora y emprendió el camino hacia la corte.
En las afueras de un pueblo encontróse con un gigante que estaba sujetando un peñasco como una montaña y le preguntó:
- ¿Qué haces ahí, muchacho?
- Sujeto esta piedrecita para que no caiga y destroce el pueblo.
- ¿Cómo te llamas?
- Hércules.
- Mejor dejas eso y te vienes conmigo; llevo un negocio entre manos y si me sale bien algo te tocará a ti. ¡Anda, ven!
Hércules echó a rodar la peña en dirección contraria al pueblo, arrasando los bosques en una extensión de cinco kilómetros, y se marchó con el pastor.
Llegaron a otro pueblo y vieron a un hombre que apuntaba con una escopeta al cielo.
- ¿Qué haces ahí? - preguntóle el pastor.
Y el cazador contestó:
- Encima de aquella nube vuela una bandada de gavilanes. Por cada uno que mato me dan diez céntimos.
- ¿Cómo te llamas?
- Bala-Certera.
- Mejor dejas eso y te vienes con nosotros; llevo un negocio entre manos y si me sale bien algo te tocará a ti. Anda, vente con nosotros.
Y Bala-Certera se unió al pastor y a Hércules.
A la salida de otro pueblo vieron junto al camino a un hombre que estaba con el oído pegado al suelo.
El pastor le preguntó:
- ¿Qué haces ahí?
- Oigo crecer la hierba.
- ¿Cómo te llamas?
- Oídos-Finos.
- Vente con nosotros; con esos oídos puedes prestarnos buenos servicios.
Y Oídos-Finos se marchó con el pastor, Hércules y Bala-Certera.
Llevaban andando un buen rato, cuando vieron a un hombre atado a un árbol, con sendas ruedas de molino a los pies.
El pastor le preguntó:
- ¿Qué haces aquí?
- He hecho que me aten, porque suelto me corro el mundo entero en un minuto.
- ¿Cómo te llamas?
- Veloz-como-el-Rayo.
- Ya somos cuatro - dijo el pastor. - No admitimos más socios. Vendrás con nosotros.
Desataron a Veloz-como-el-Rayo y éste dijo a sus compañeros que se colocarán sobre las ruedas de molino, asegurándoles que los conduciría adonde quisieran ir con la velocidad del rayo.
Mientras se colocaban todos, acercóse una hormiga que dijo:
- Pastor, llévame en el zurrón.
- No quiero, porque vas a picotear la tortilla que llevo para la merienda.
- Llévame contigo, pastor, que tengo de prestarte buenos servicios.
El pastor metió la hormiga en el zurrón, y en esto se acerca un escarabajo que le dice:
- Pastor, llévame en el zurrón.
- No quiero, porque vas a estropearme una tortilla que llevo para la merienda.
- Llévame, hombre, que tengo de prestarte buenos servicios.
El pastor metió el escarabajo en el zurrón, y en esto se acerca un ratón que le dice:
- Pastor, llévame en el zurrón.
- No quiero que estropees, la tortilla que llevo para la merienda.
- No te la estropearé, que anoche llovió y tengo el hocico limpio. Llévame contigo, que tengo de prestarte buenos servicios.
El pastor lo metió en el zurrón.
Emprendieron todos la marcha montados en las ruedas de molino y sin darse cuenta llegaron a palacio.
Alojáronse todos en un mesón que había frente al palacio, donde el pastor dejó a Hércules, a Bala-Certera, a Oídos­Finos y a Veloz-como-el-Rayo, para ir a ver a la princesa.
Cuando le enseñaron el pandero, dijo:
- Esto es de piel de cabrito y madera de cornicabra.
- Te has equivocado - dijo el rey. - Tienes tres días para pensarlo. Si no lo aciertas, morirás.
El pastor, desconsolado, volvió al mesón, y Oídos-Finos, el que oía crecer la hierba, le preguntó la causa de su tristeza.
Contóle el pastor lo ocurrido y Oídos­Finos dijo:
- No te aflijas. Averiguaré lo que te interesa saber y te lo diré.
Al día siguiente, se marchó al jardín donde paseaba la princesa con su doncella. Pego el oído al suelo y oyó, decir a la doncella:
- ¿No es lástima ver cómo matan a vuestros pretendientes, Alteza?
- Sí, desde luego; pero estarán muriendo hasta que alguno acierte que el pandero está hecho de piel de piojo y madera de hinojo.
- No lo acertará nadie.
Oídos-Finos no esperó más; volvió corriendo al mesón.
- Ya sé de qué es la piel del pandero - dijo a sus compañeros. - De piel de piojo y madera de hinojo. Acabo de oírselo a la doncella de la princesa.
Lleno de alegría, el pastor se dirigió a palacio y pidió ver al rey.
El monarca le dijo:
- ¿No sabes que el que no acierta la segunda vez de qué es la piel del pandero, tiene pena de la vida?
- Sí que lo sé, Majestad. Venga el pandero.
El pastor cogió el pandero, lo miró un momento y dijo:
- La piel de este pandero es de un animal que se mata así.
Y al decir esto, apretó una contra otra las uñas de sus pulgares.
El rey miró para su hija.
Y ésta preguntó al pastor:
- ¿De qué es la piel? Dilo pronto.
- ¿De qué es la piel? ¡Ja, ja, ja! La piel es de piojo.
- Acertaste - dijo el rey.
El monarca reunió acto seguido a la Corte, para anunciar que el pastor había acertado y que se casaría con la princesa; pero ésta dijo que con un pastor no se casaba de ninguna manera.
- Un rey - dijo su padre - no tiene más que una palabra. Tienes que casarte.
- Bien - respondió la muchacha. - Lo haré cuando me cumpla tres condiciones: la primera que me traiga antes de que se ponga el sol una botella de agua de la Fuente Blanca...
- ¡Pero hija mía! La Fuente Blanca está a cien leguas de aquí...
- Ya lo sé... No podrá hacerlo; pero por si acaso habrá de realizar otras dos pruebas: separar en una noche un montón de diez fanegas de maíz, poniendo a un lado, el bueno, al otro el mediano y al otros el malo; y luego habrá de llevar en un solo viaje dos arcones llenos de monedas de oro desde el palacio al pabellón de caza...
Marchóse el pastor a la posada, tan afligido como el día anterior, y refirió, a sus compañeros las condiciones que, para casarse, le imponía la princesa.
Veloz-como-el-Rayo, el que corría el mundo entero en un minuto, dijo:
- Por la botella de agua de la Fuente Blanca, que está a cien leguas de aquí, no te apures. Dame una botella y la traeré llena de agua en un abrir y cerrar de ojos.
En un santiamén regresó con la botella de agua.
Hércules afirmó:
- Los arcones los transportaré yo, a donde quieras.
Y la hormiga asomó la cabecita por un agujero del zurrón y añadió:
- Llévame a la habitación donde está el maíz y te lo separaré en una noche.
Al poco rato se presentó el pastor en palacio con la botella de agua y la hormiga en el bolsillo. Entregó la botella y pidió que le pusieran una cama en la habitación del maíz, ya que le sobraría tiempo para dormir.
A la mañana siguiente, mientras el rey y la princesa estaban viendo el maíz, ya separado en tres montones, fue Hércules y trasladó los dos arcones al pabellón de caza.
Pero, la princesita se puso muy rabiosa y afirmó que no se casaría con el pastor aunque la mataran, presentando a la corte inmediatamente como su futuro esposo a un príncipe vecino muy guapo y arrogante.
El pastor, compungido, abandonó el palacio.
Una vez en la posada, contó a sus compañeros lo que había ocurrido, a lo cual dijo el ratón, asomando el hociquito por un bolsillo:
- El día de la boda, el escarabajo y yo te vengaremos.
Llegó el día de la boda. El pastor se presentó en palacio y dejó el ratón y el escarabajo en la habitación destinada al novio, marchándose luego a la posada a esperar los acontecimientos.
Cuando el novio entró a acicalarse para la ceremonia, el ratón se le metió en el bolsillo de la casaca, mientras que el escarabajo se escondía en una de las amplias solapas.
Fueron los novios hacia el altar, acompañados de los padrinos, entre nutrida y escogida concurrencia.
Cuando el sacerdote preguntó al novio si aceptaba por esposa a la princesa, el escarabajo, de un salto, se le metió en la boca, con lo que el infeliz no pudo pronunciar palabra, sino que sintió una angustia horrible.
Entretanto, el ratón salió del bolsillo y se metió por entre las ropas de la princesa, dándole un mordisco tan atroz en la rodilla que por poco se muere del susto.
Novio y novia echaron a correr como locos hacia la puerta del templo, seguidos de los invitados, que no sabían lo que les pasaba.
Cuando hubieron, regresado a palacio, el novio abrió la boca para excusar su conducta, pero el escarabajo se agitó de nuevo y tuvo que cerrarla más que de prisa, mientras que el ratón propinó a la princesa un nuevo mordisco y la obligó a refugiarse en su habitación para huir de lo que todavía ignoraba lo que era.
Sola en su alcoba, la princesa se quitó el traje de novia y empezó a sollozar.
- Princesita - dijo el ratón - no descansarás un instante hasta que rompas con el príncipe y te cases con el pastor.
- ¿Quién me está hablando? - preguntó la princesa espantada.
- La voz de tu propia conciencia - aseguró el simpático roedor.
Entretanto, el príncipe se esforzaba en matar el escarabajo haciendo gárgaras; pero el bicho se le metía en las narices hasta que pasaba el chaparrón, consiguiendo que estornudara sin parar, con tal fuerza que se daba con la cabeza contra los muebles.
- ¿Es que no me vas a dejar tranquilo, miserable bicho? - rugió encolerizado.
- Hasta que no salgas de aquí te atormentaré sin cesar, día y noche.
El príncipe, al oír estas palabras, salió despavorido, no parando de correr hasta llegar a su reino.
El escarabajo, cuando le vio cruzar el umbral del palacio se dejó caer y fue a reunirse con el ratón.
- Vamos en busca del pastor - dijo el ratón. - Tengo la seguridad de que ahora la princesa se casará con él.
Fueron a la posada, contaron al pastor lo sucedido y cuando éste se presentó en palacio fue muy bien acogido por la princesa, que se colgó de su brazo y, acompañados por el rey y los altos dignatarios, volvieron a la iglesia, celebrándose la ceremonia con toda pompa y esplendor.
Luego hubo un baile magnífico, en que bailaron Hércules, Veloz-como-el-Rayo y Oídos-Finos, mientras Bala-Certera se quedaba de centinela en la puerta de palacio.
A medianoche, la madrina del príncipe desdeñado, una bruja horrible con muy malas intenciones, vino disfrazada de búho a matar al pastor, pero Bala-Certera, de un solo disparo, la envió al infierno.
Después del baile hubo un gran banquete, al que acudieron los reyes y los pastores de todos los países colindantes.
Los compañeros del pastor se quedaron a vivir para siempre en palacio.
Hércules, el gigante, fue nombrado mayordomo; Oídos-Finos, el que oía crecer la hierba, jefe de policía; Veloz-como­el-Rayo, el que corría el mundo en un minuto, correo real; y Bala-Certera, el cazador, capitán de la guardia.
La hormiguita, el ratoncito y el escarabajo fueron debidamente recompensados.
A la hormiguita le reservaron unos terrenos donde había toda clase de granos y golosinas apreciados por ella, y con el tiempo formó un pobladísimo hormiguero que todos los súbditos respetaban, pues se pregonó que se castigaría con la pena de muerte al que hollara aquel espacio.
El ratoncito recibió un queso del tamaño de un pajar, para que hiciera en él su morada, prometiéndole otro igual cuando le hiciera goteras.
El escarabajo recibió una hermosísima pelota de terciopelo verde y amarillo, con la que el avispado animalito hacía verdaderas maravillas, rodándola de un extremo a otro del trozo del jardín destinado a él exclusivamente.
Y todos vivieron felices.
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.


El príncipe desmemoriado

Cuéntase que había una vez un príncipe, llamado Andana, hijo del rey Perico y de la reina Mari-Castaña, que tenía el gravísimo defecto de carecer de memoria. Todo cuanto oía, veía, hacía o decía lo olvidaba en el acto.
Los reyes, muy preocupados, llamaron en consulta a los mejores médicos del reino y éstos, después de largas y profundas deliberaciones, llegaron al acuerdo de que ninguno de ellos conocía remedio alguno para el mal que aquejaba al joven príncipe, presentando al rey un extenso, dictamen, en el que le aconsejaban que enviara a Andana a recorrer el mundo, asegurándole que de este modo, cuando volviera, recordaría, si no todo, algo de lo que viera.
Tanto el rey Perico como su esposa, la reina Mari-Castaña, acogieron con alborozo el consejo de los sabios doctores, concediéndoles cruces y distinciones en premio a su fenomenal talento y sapiencia.
Inmediatamente decidieron poner en práctica la atinadísima sugerencia de los sesudos varones y la reina Mari-Castaña preparó con sus reales manos una suculenta merienda al infante desmemoriado, diósela, junto con su bendición y algunos consejos, y le despidió llorando a lágrima viva.
El príncipe emprendió la marcha. Al poco rato no se acordaba ni de las lágrimas de su madre, ni de los consejos, ni de que llevaba merienda.
Continuó andando, hasta que sintió un hambre atroz y, viendo una posada, entró en ella. Pidió de comer; le sirvieron una suculenta comida, pues le habían reconocido, y cuando hubo terminado se marchó sin acordarse de pagar la cuenta al posadero.
Andando, andando, llegó nuestro héroe, a orillas del mar. Sentía sed, y al ver una riquísima viña, entró a coger uvas, pero el guarda le confundió con un ladronzuelo vulgar y para escarmentarlo lo arrojó de cabeza al mar.
El pobre Andana no recordó' si sabía nadar o no, pero cuando salió a la superficie empezó a mover brazos y pies y comprobó; con gran satisfacción que se sostenía a flote. Sin embargo, había olvidado dónde estaba la playa y empezó a nadar mar adentro, hasta que, cuando estaba ya casi desfallecido por el tremendo esfuerzo realizado, fue recogido por un barco que navegaba hacia Turquía.
En aquellos tiempos era soberano de aquella nación el Gran Turco, déspota sanguinario y cruel, a quien todo el pueblo odiaba y temía. Ya tenía más de sesenta años y estaba completamente ciego, pues se le habían formado cataratas en los ojos.
Por los días en que sucedía lo que contamos, el feroz sultán había llamado a los médicos de la corte, y les había dicho, con un acento que hubiera hecho estremecerse a una estatua de mármol:
- O me devolvéis la vista u os corto la cabeza.
Los galenos otomanos no sabían operar las cataratas, pero como les peligraba el relleno del turbante, se decidieron a buscar un colega que fuese capaz de curar la ceguera del Gran Turco.
Llegó a su conocimiento que en una de las ciudades turcas habla un médico cristiano que realizaba curas sorprendentes e inmediatamente transmitieron la noticia al Gran Turco.
- ¡Que salgan cien jinetes a buscarlo! - ordenó el déspota.
Dos días más tarde, el médico cristiano se hallaba en presencia del sultán.
- Te he hecho venir, cristiano - díjole con voz atronadora - para que me devuelvas la vista, cosa que estos imbéciles no son capaces de conseguir... Si lo haces, te llenaré todos los bolsillos de oro, pero si fracasas...
- ¿Si fracaso, señor... ?
- Si fracasas, puedes despedirte de tu cabeza.
Lleno de temor, el médico cristiano entretuvo durante unos cuantos días al tirano con cocimientos de flor de saúco y con lavados de agua de San Antonio; pero como el Gran Turco no mejoraba y el pobre galeno temía por su vida, se le ocurrió decirle:
- El remedio más eficaz para curarte, señor, no se encuentra aquí, en Turquía...
- ¿Qué remedio es ése?
- Una especie de ungüento hecho con manteca de cristiano y unas hierbas milagrosas que sólo yo conozco... Pero, desgraciadamente, aquí es muy difícil encontrar un cristiano...
- ¿Y las hierbas?
- Las hierbas, sí, señor...
- Prepara entonces las hierbas y mis médicos te sacarán la manteca a ti mismo...
El desgraciado galeno estuvo a pique de morir del susto.
- Es que..., señor - dijo tartamudeando, - mi manteca no sirve... Ha de ser la de un cristiano joven...
En aquel preciso instante entraron unos edecanes a decir al Gran Turco que unos marineros habían recogido a un náufrago cristiano, que aseguraba ser el príncipe Andana, hijo del rey Perico y de la reina Mari-Castaña.
- ¡Ya tenemos el ungüento! - exclamó el sultán, con gran estupefacción de los recién llegados.
Luego, volviéndose al médico, añadió: - ¡Sácale la manteca y prepárate para devolverme la vista!
Tambaleándose de espanto, el médico cristiano salió, cubierto de frío sudor.
Fuése en busca del príncipe Andana, pero con el decidido propósito de no sacrificarlo y de salvarle la vida. Cuando lo vio, después de saludarlo, concibió una idea maravillosa y, encaminándose seguidamente a las habitaciones del Gran Turco pidióle audiencia y le dijo:
- Señor, el esclavo cristiano está tan delgado que no tiene, manteca ninguna. Si quieres curarte, tienes que alimentarlo bien, darle una buena habitación y proporcionarle toda clase de distracciones.
La proposición pareció de perlas al sultán, que ordenó que se alojara al príncipe Andana en la mejor habitación de su palacio, vecina a la de una esclava circasiana, recién llegada, que era de peregrina hermosura.
Cuando el príncipe hubo tomado posesión de su nueva morada, el médico fue a visitarle y le refirió lo que ocurría.
- Aunque paséis hambre - añadió ­ no comáis más que lo estrictamente necesario. Yo me encargaré de preparar nuestra fuga.
Pero al poco entraron los criados negros llevando enormes bandejas cargadas de faisanes trufados, gallinas en pepitoria, huevos hilados, frutas en inmensa variedad, helados, licores... Y el príncipe, sin acordarse de la recomendación del médico, se atracó de lo lindo.
Para reposar del pantagruélico banquete sacó una butaca al balcón y vio a la circasiana.
Toda la tarde se la pasó hablando con su vecina y se enamoró de ella enajenadamente.
Las comidas abundantísimas y las conversaciones con la circasiana se repitieron durante algunas semanas, con lo que el príncipe engordó extraordinariamente.
Un día entró el médico a visitarle y le dijo que había dado palabra al Gran Turco de hacerle el ungüento al día siguiente, pero que no tuviese miedo, pues aquella misma tarde, al anochecer, se fugarían en un barco que tenía preparado.
El príncipe respondió que habían de llevarse también a la circasiana, pues estaba dispuesto a casarse con ella, cosa a la que accedió el doctor.
Despidióse el buen galeno, diciendo que pasaría la tarde con el sultán, para que no sospechara nada, contándole el modo de confeccionar y aplicar la milagrosa untura.
Llegó la tarde y cuando el sol empezó a ocultarse hacia Poniente, el médico se dirigió apresuradamente al puerto, encontrándose con la desagradable sorpresa de que el barco no era más que un puntito insignificante en el horizonte.
El príncipe, tan pronto como había puesto los pies en el barco se había olvidado de su amigo.
El médico empezó a dar gritos, llamando al príncipe y a la circasiana, pero sólo consiguió enronquecer. El barco no tardó en desaparecer de su vista.
Ya estaba bien entrada la noche cuando un edecán entró en la suntuosa alcoba del sultán, para dar a su señor la noticia de la fuga del médico, del príncipe y de la esclava circasiana.
- ¡Maldito! - exclamó el feroz monarca. - ¿Cómo los has dejado escapar?
- Pero, señor, si yo no los he visto huir...
- ¿Cómo sabes, entonces, que se han escapado? - clamó el sultán.
- Porque un marinero los vio, y vino a traerme la noticia, pero yo estaba acostado y mientras me vestía...
- ¡Oh, oh, oh! ¡Te costará la cabeza haberte acostado tan a destiempo! ¡Guardias! ¡Guardias!
El edecán, al verse en peligro, desenvainó su alfanje y de un solo tajo rebanó la cabeza del tirano.
Cuando entraron los guardias vieron el cadáver del sultán y en vez de abalanzarse sobre su asesino prorrumpieron en gritos de júbilo, saliendo enseguida a dar la gratísima noticia al gran visir, que hizo salir por toda Constantinopla la banda de trompetas, con un heraldo al frente, para hacer pública la muerte del Gran Turco.
El pueblo, al enterarse de que la causa de la muerte de su tirano había sido indirectamente el médico cristiano, formó una gran manifestación de alegría, dando vivas al médico y al príncipe.
Un marinero llevó a palacio la noticia de que el barco en que se habían fugado Andana y la circasiana había embarrancado cerca de la costa.
Inmediatamente dio el heraldo la noticia al pueblo, formándose otra manifestación, con dos carros triunfales para recoger a los náufragos y pasearlos por las calles y plazas de la ciudad.
Cuando llegaron al barco se enteraron de que el médico no había huido con ellos, en vista de lo cual fueron a su casa y derribaron las puertas de la habitación.
El pobre médico, oyendo el tumulto, se hincó de rodillas y encomendó su alma a Dios, suplicándole que le concediera una muerte rápida y sin sufrimientos. Cuál no sería su alegría cuando vio entrar al príncipe y a la circasiana, seguidos de los más altos dignatarios de la corte, que daban vivas y más vivas al médico y al príncipe.
En triunfal procesión fueron conducidos todos a palacio, donde el nuevo gobierno les obsequió con un suculento banquete y luego les regaló un barco cargado de oro.
Embarcaron acto seguido nuestros héroes, llegando al cabo de pocas semanas al país del príncipe.
El rey Perico y la reina Mari-Castaña organizaron grandes fiestas para presentar la nueva princesa a la corte y poco más tarde se casaron Andana y la hermosa circasiana. Esta ayudó en lo sucesivo a su desmemoriado esposo a recordar todo lo que olvidaba.
En cuanto al médico, recibió un magnífico empleo en palacio y todos vivieron felices hasta que se murieron.
Y colorín colorado...


Los zapatos de hierro

Pues señor, érase una vez un joven cordobés, llamado Luis, que se encontró una noche en una posada con un caballero desconocido que se hacía llamar el Marqués del Sol.
Pusiéronse a jugar a cartas y el forastero ganó sin cesar, mientras que Luis, ansioso de tomar el desquite, perdía onza a onza toda su fortuna.
Empezó perdiendo el dinero, luego se jugó el caballo y lo perdió; a continuación su espada y la perdió.
Finalmente, desesperado, dijo:
- ¡Ya no me queda más que mi alma! ¡Me la juego!
Y la perdió también.
Levantóse el forastero para marcharse y el joven, recobrando el buen sentido y dándose cuenta de su locura, exclamó:
- Caballero, me ha ganado usted mi espada, mi caballo y mi fortuna... Son suyas las tres cosas; consérvelas y que le duren mucho, pero devuélvame mi alma.
- Se la devolveré, - replicó el otro ­ cuando haya gastado usted este par de zapatos.
Y el Marqués del Sol, entregando a Luis un par de zapatos de hierro, se marchó, llevándose su alma.
A partir de aquel día, Luis se sentía extraordinariamente desgraciado. Ni experimentaba alegría, ni tristeza; todo le era indiferente. Por fin, se calzó los zapatos de hierro y se dispuso a recobrar su alma. Un amigo le prestó algún dinero y nuestro joven jugador emprendió la marcha.
Desgraciadamente no sabía qué rumbo seguir, pues no sabía del Marqués del Sol más que este título, que podía ser falso.
Anduvo días, semanas, meses, años, sin encontrar a nadie que pudiera decirle dónde vivía el misterioso Marqués del Sol. Recorrió toda España, desde Córdoba a Barcelona y desde Murcia a Santiago.
Y los zapatos de hierro se iban desgastando poco a poco.
Una noche que llegó a un pueblo desconocido vio, muchas personas que gritaban y gesticulaban ante una pequeña posada. Preguntó el motivo de aquel alboroto y el posadero le respondió:
- Se trata, señor, de que un viajero que me debía más de ocho días de estancia ha muerto de repente. Como había contraído algunas deudas en el pueblo, sus acreedores están disputando como locos, pues su equipaje no vale ni tres reales. ¿Qué haré yo ahora con el cadáver? No soy lo bastante rico para pagar el ataúd y el entierro de un forastero, que ojalá hubiese ido a terminar sus días en otra parte.
Luis entregó su bolsa al posadero y le dijo:
- Pague usted con eso las deudas de este desgraciado y con lo que quede, que le hagan un buen entierro, a fin de que su alma pueda descansar en paz.
- Que Dios se lo pague, señor - respondió el posadero. - Puede usted estar seguro de que todo se hará como usted ha dispuesto.
Luis no comió aquel día, porque había dado al posadero hasta el último céntimo que poseía. Continuó su camino y no tardó en darse cuenta de que uno de los zapatos de hierro acababa de romperse.
Llegada la noche, un caballero, jinete en un soberbio caballo negro, y envuelto en luenga capa, apareció de repente ante el viajero.
- Luis - dijo el desconocido, - soy el alma del forastero cuyas deudas y sepelio has pagado hoy. Has liberado mi alma y quiero pagarte el favor que me has hecho. Continúa andando hasta que encuentres un río; entonces, escóndete entre los sauces que crecen a sus orillas y aguarda. Aparecerán tres pájaros blancos que dejarán caer sus mantos de plumas y se convertirán en tres preciosas doncellas. Apodérate entonces del manto de una de ellas y no se lo devuelvas hasta que te diga lo que deseas saber.
Desapareció el caballero en la noche.
Luis no había querido dirigir la palabra a aquella alma en pena, pero se dispuso a seguir su consejo y anduvo tanto y tan a prisa, que llegó antes del alba a orillas del río anunciado.
En aquel instante se le rompió el segundo zapato, pero el joven, agotado de fatiga, ni siquiera pensó en alegrarse, sino que se escondió, entre los sauces y se quedó dormido.
Cuando despertó, el sol naciente empurpuraba el río y en el cielo rosado tres enormes pájaros blancos volaban pausadamente. Aproximáronse poco a poco al río donde nuestro héroe se hallaba escondido y vinieron a posarse tan cerca de él que sintió el viento de sus alas.
Casi al mismo tiempo las tres aves dejaron caer sus plumas y se convirtieron en tres doncellas de peregrina hermosura, que se lanzaron al agua entre gritos y risas, y se alejaron nadando.
El joven salió entonces de su escondrijo y se apoderó de una de las capas de plumas.
En aquel momento, las tres nadadoras lo vieron y vinieron apresuradamente hacia la orilla; pero Luis ya se había escondido de nuevo. Dos de las muchachas se convirtieron precipitadamente en aves y salieron volando más que deprisa, pero la tercera, sentada en la arena, lloraba amargamente.
Salió Luis, por segunda vez de su escondrijo y ella, al ver que él tenía en las manos su manto de plumas, suplicó llorosa:
- Señor, devuélvame eso. Sin el manto no podría volver al castillo de mi padre.
- Te lo devolveré, bella ninfa, si me dices dónde se halla el Marqués del Sol.
- Que Dios no permita que lo encuentre usted jamás en su camino, caballero. En cuanto a mí, me está prohibido revelar su morada.
- Entonces no te devolveré el manto.
- Señor, el Marqués del Sol es mi padre y nos ha hecho jurar a todas que jamás le traicionaremos.
Luis reflexionó un instante y dijo:
- Está bien. Permíteme entonces que te siga y te devolveré tus plumas. De este modo, tú no habrás faltado a tu juramento, ya que sólo prometiste no revelar su domicilio... Así, toda la responsabilidad será mía.
Consintió la muchacha y cuando Luis le devolvió las plumas, se trocó de nuevo en ave y empezó a volar lentamente, de modo que el joven pudo seguirla con facilidad.
Tardaron todo un día en llegar a un castillo cuyos formidables muros se elevaban al pie de una montaña enorme. En aquel momento desapareció de repente la blanca ave y Luis se encontró solo ante la entrada de la fortaleza.
Entró y, cuando, en medio de un patio de colosales dimensiones, titubeaba sobre el camino a seguir, vio venir hacia él a su compañero de juego de otro tiempo.
- ¿Cómo ha podido llegar hasta aquí? - preguntóle el Marqués del Sol.
- He venido andando; los zapatos de hierro ya los he gastado y vengo a pedirle que me devuelva mi alma.
- Se la daré mañana - respondió el hechicero, pues habéis de saber que el Marqués de mi cuento no era otra cosa. - Esta noche repose usted, que estará bastante fatigado del viaje.
Al día siguiente, Luis recordó a su anfitrión la promesa que le había hecho.
- No puedo devolverle su alma hasta tanto que no haya aplanado esta montaña que me oculta la luz del día.
Luis salió del castillo. La montaña era tan alta que mil hombres, en mil años, habrían estado trabajando noche y día sin conseguir nivelarla con el suelo.
El joven, descorazonado, se dejó caer bajo las ramas de una encina y ocultó el rostro entre las manos para llorar.
Una hormiguita trepó por su cuerpo y le dio un picotazo en un puño.
Ya se disponía Luis a aplastarla, cuando ella le dijo:
- No me mates. Soy la que te ha conducido hasta aquí. Me llamo Blancaflor. No te muevas. No digas nada; te ayudaré. Duerme, que yo te prometo que, cuando despiertes, lo que ahora crees un imposible se habrá realizado.
Durmióse Luis. Cuando despertó ya no había ni montaña ni trazas de ella; el suelo estaba tan liso como la palma de la mano.
Entonces fue corriendo al castillo y dijo al hechicero:
- Ya he gastado los zapatos de hierro he aplanado la montaña. ¿Me devolverá ahora mi alma?
- Hoy, no; váyase a descansar. Mañana le daré trabajo.
Al día siguiente el hechicero le entregó un cesto enorme lleno de semillas de árboles.
- Siembre esto y tráiganos para desayunar los frutos que haya dado.
Luis tomó el cesto y se dirigió al lugar que ocupaba antes la montaña.
- Jamás podré hacer crecer árboles y madurar sus frutos en tres horas ­ pensaba con desaliento.
Pero un pajarito, posado en un zarzal, empezó a cantar:
- Soy Blancaflor; te ayudo y te vigilo.
Dame ese cesto y duerme tranquilo.
Cuando se despertó, el cesto, vacío, estaba a su lado; y en los árboles recién brotados maduraban sabrosísimos frutos.
Luis cogió dátiles y melocotones, manzanas, granadas, uvas e higos, hasta llenar el cesto, que llevó al Marqués del sol.
- ¿Me devolverá ahora mi alma? - le dijo.
- Se la devolveré si me trae mi anillo de oro, que está en el fondo del río.
Fuése el pobre joven a sentarse a orillas de la corriente y exclamó:
- ¿Cómo podré encontrar un anillo de oro en el fondo de estas aguas amarillentas?
En aquel momento apareció, en la superficie del líquido elemento la cabecita de un pececillo plateado, que dijo:
- Soy Blancaflor, Luis. Cógeme, córtame en tantos trozos como puedas v guárdalos con cuidado, pero echa mi sangre en el río. Entonces verás al anillo flotando sobre la espuma y te será fácil cogerlo. Luego colocarás cada uno de mis trozos en su lugar, cuidando de no olvidar ninguno.
Sacó el joven su cuchillo de monte, cogió al pececillo y lo hizo cuarenta y tres pedazos. A continuación echó su sangre al agua, que se agitó, se hinchó y arrojó el anillo sobre la orilla.
Luis recogió el anillo y se apresuró a recomponer el pececillo, uniendo los cuarenta y tres trozos, pero temía tanto equivocarse que, en su ansiedad, dejó caer uno de los pedacitos.
- Eres poco mañoso - dijo el pez, volviendo a la vida. - Por tu culpa, tu amiguita Blancaflor tendrá en lo sucesivo el meñique de la mano izquierda más corto que el de la derecha.
Desapareció el pez en el río, mientras que Luis llevaba la sortija al Marqués del Sol.
- He gastado los zapatos de hierro - le dijo - he aplanado la montaña, he hecho madurar los frutos de árboles que habían sido plantados tres horas antes y he encontrado su anillo de oro. ¿Me devolverá ahora mi alma?
- Te la devolveré enseguida - respondió el hechicero - y te regalaré también uno de mis mejores caballos. Lo encontrarás en la cuadra, ensillado y embridado, listo para conducirte a Córdoba en cuanto lo desees.
Luis, cuando se quedó solo, vio acercarse un pequeño ratoncito gris.
- Soy Blancaflor - dijo. - Ten cuidado. Mi padre quiere matarte, pues el caballo que has de montar no es otro que él mismo e intentara tirarte a tierra y patearte. Cálzate las espuelas, ármate de un látigo que encontrarás colgado en la pared de la cuadra y no dudes en utilizar ambas cosas hasta que el caballo, domado, te pida misericordia.
Obedeció Luis. Cuando llegó a la cuadra vio un espléndido caballo negro inmóvil junto a un pesebre. Lo asió por la crin y saltó a la silla, después de haberse colocado las espuelas y apoderado del látigo que colgaba de la pared.
Salieron al patio. El bruto empezó a dar corcovas y saltos de carnero, bajando la cabeza y levantando a un tiempo las patas posteriores, con ánimo de derribar al jinete.
Pero nuestro héroe no se dejó desmontar y golpeó al animal con todas sus fuerzas, a tiempo que clavaba ferozmente las espuelas en sus ijares, por donde no tardó en correr la sangre.
- ¡Detente, detente! - relinchó el caballo. - ¡Soy el Marqués del Sol!
- ¡Dame mi alma, traidor, o te mato a latigazos!
- La tendrás, pero déjame.
Apeóse Luis del caballo y el Marqués, adoptando la forma humana le condujo a una cámara sin ventanas, donde brillaban, como otras tantas llamitas, encerradas en sendos frascos de vidrio transparente, las almas de sus víctimas. Devolvió a Luis la suya y en el mismo instante el joven experimentó tanta alegría que deseó vivamente compartirla con alguien.
Bajó al jardín y encontró el cielo más azul, las flores más olorosas y abigarradas; anheló volver a ver a Blancaflor exactamente igual que se le había aparecido a orillas del río y quiso darle las gracias por haberle salvado de los lazos que le había tendido el hechicero.
En la impaciencia que sentía por encontrarse en presencia de la muchacha Luis comprendió que al recuperar su alma se había enamorado de Blancaflor.
Inclinóse para coger una rosa.
- ¿A cuál de las tres hermanas elegirías para esposa? - preguntóle la flor.
- ¿A quién había de elegir, linda flor? Pues a la que me ha conducido hasta aquí y me ha estado ayudando desde el primer día.
- Escúchame, entonces... Para que mis hermanas no tengan celos de mí y mi padre no sospeche nada de lo ocurrido, solicita hacer tu elección sin vernos.
- ¿Y cómo he de reconocer a la que adoro con toda mi alma?
- Recuerda que Blancaflor, por tu culpa, perdió la punta del meñique izquierdo.
Luis se presentó al Marqués del Sol y le dijo:
- Me marcho, pero quiero solicitar de usted un favor.
- ¿Cuál?
- Que me conceda la mano de una de sus hijas
- ¿De cuál de ellas?
- No importa. No conozco a ninguna. Sin embargo, para no ofender a las otras, quiero dejar todo a la suerte. Que se alineen sus hijas detrás de una cortina. Cada una de ellas hará un agujerito en la tela y pasará a través de la abertura el dedo meñique; así escogeré la que ha de ser mi esposa, sin haberle visto el rostro.
Accedió a ello el hechicero. Las tres jóvenes, a las que se oía charlar y reír detrás de la cortina, hicieron, tres agujeritos en la tela y asomaron los dedos meñiques.
Luis reconoció sin trabajo el dedo de Blancaflor, menguado por su culpa, y pudo elegir a la que amaba con todo su corazón.
Las otras hijas del hechicero, celosas de su hermana menor, fueron a contar a su padre que un día Blancaflor había perdido su manto de plumas y había prestado ayuda a Luis en contra suya.
Blancaflor las oyó y resolvió emprender la fuga.
- Huyamos - dijo a su prometido. - Mi padre querrá castigarme y vengarse de ti. Corre a la cuadra, toma un caballo, blanco muy viejo que verás atado a un pesebre y vente deprisa a reunirte conmigo a la puerta exterior del castillo.
Luis corrió a la cuadra y vio un caballo blanco, tan viejo y flaco, que inspiraba compasión, por lo que, como había allí otros caballos, eligió el que le pareció más fuerte y vigoroso y abandonó a toda prisa el castillo maldito.
Su novia le esperaba. Había preparado dos saquitos que colgó, de la silla del noble bruto; en uno había oro, en el otro iba encerrado su manto de plumas blancas.
- ¡Desgraciado! - exclamó al ver el caballo.
- ¿Qué ocurre? - inquirió él sobresaltado.
- Que no has hecho caso de mi consejo y estamos perdidos. El caballo blanco es un animal embrujado que corre más a prisa que la luz. Partamos, sin embargo; disponemos todavía de algunas horas, pues he dejado en mi habitación una camisa que responderá por mí, si a mi padre se le ocurre ir a buscarme.
Emprendieron el galope.
Blancaflor dijo en el camino a Luis que era preciso que llegaran cuanto antes al lejano río, donde terminaba el poder mágico de su padre. Allí los fugitivos estarían a salvo de todo peligro.
El marqués del Sol había oído el galope del caballo negro y creyó, que Luis huía solo. Para asegurarse de que Blancaflor estaba todavía en el castillo subió a la habitación de su hija.
- ¿Estás ahí, Blancaflor? - preguntó, aplicando el oído a la cerradura de la puerta.
- ¡Aquí estoy, papá! - respondió la camisa encantada.
El hechicero se tranquilizó, pero a poco llegaron también sus hermanas.
- ¿Estás ahí, Blancaflor? - preguntaron.
- Sí, aquí estoy - respondió la camisa.
- ¡Abre la puerta!
Nadie respondió. Las muchachas fueron a buscar un manojo de llaves y consiguieron abrir la puerta.
Blancaflor no estaba en su alcoba; pero vieron extendida en el lecho la camisa encantada.
- ¡Blancaflor! ¡Blancaflor! - gritaron.
- ¡Aquí estoy! ¡Aquí estoy! - contestó la mágica prenda.
Furiosas al ver que habían sido engañadas, las hijas del hechicero fueron corriendo a decir a su padre que Blancaflor se había fugado con el joven.
- ¡Que me ensillen inmediatamente el caballo blanco - rugió el hechicero. - ¡No tardaré en alcanzar a esos miserables!
Por los campos incultos y los bosques de olivos, Luis y Blancaflor, jinetes en su caballo, devoraban los kilómetros uno tras otro. La muchacha, inquieta, volvía frecuentemente la cabeza.
No tardó en percibir a lo lejos una nube de polvo.
- ¡Por allí viene mi padre! ¡A prisa, Luis! ¡A prisa!
Pero el caballo no podía acelerar la velocidad, mientras que el caballo blanco del hechicero daba saltos fantásticos. Cuando se encontraba a pocos pasos de los fugitivos, Blancaflor se quitó una peineta de los cabellos y la arrojó al suelo, diciendo:
- ¡Conviértete en montaña!
Y la peineta se transformó en una montaña tan alta que ocultaba el sol.
Luis, esperanzado al ver aquel prodigio, dejó descansar a su caballo, que jadeaba estertóreamente.
Pero Blancaflor velaba por la seguridad de ambos.
- ¡Démonos prisa! - exclamó. - Mi padre nos alcanza... ¡Le oigo!
El Marqués del Sol había franqueado la montaña. Su caballo blanco ganaba terreno a ojos vistas.
La muchacha arrojó entonces al suelo su velo gris y gritó:
- ¡Conviértete en nube y ocúltanos! Inmediatamente una nube espesa ocultó a los fugitivos de la vista del hechicero, pero no tardó el viento en dispersarla y prosiguió la persecución.
El río estaba lejos todavía.
Al atravesar un bosque, el caballo negro tropezó y cayó al suelo. Luis y Blancaflor habían saltado de la silla, pero cuando levantaron al caballo vieron que apenas podía sostenerse. La joven murmuró algunas palabras; en el acto el caballo se convirtió en un nogal y los fugitivos en nueces verdes.
Sucedió todo oportunamente, pues el hechicero pasaba un segundo más tarde muy cerca del árbol a pleno galope. Poco después, volvía sobre sus pasos, dándose cuenta de que había perdido la pista de los fugitivos.
Estos, cuando lo vieron bastante lejos, recobraron su forma natural y continuaron la huida a pie. Ya se hallaban muy cerca del río cuando oyeron de nuevo, el galope formidable del caballo blanco, tan cerca de ellos, que la muchacha no tuvo tiempo esta vez de recurrir a sus artes mágicas.
Espantada, se vio perdida, así como su novio, y lloró. Sus lágrimas se convirtieron en un río que creció y creció, entendiéndose entre ellos y el hechicero, que se habría ahogado si el caballo blanco, apoyando las patas delanteras en el suelo, no se hubiese detenido en seco arrojándolo por encima de las orejas.
- ¡Te escapas de mis manos, maldita! - rugió colérico - ¡Pero las artes mágicas que te enseñé y el poder que te conferí no te servirán de nada en lo sucesivo! Desde ahora en adelante serás una mujer como las demás y tu novio se olvidará de ti en cuanto bese a otra persona.
- ¡Oh, Luis! - exclamó, Blancaflor - ¡Por seguirte he abandonado a mi padre, a mis hermanas, al castillo donde tan feliz vivía y la omnipotencia de mis artes mágicas! ¿Me olvidarás, como ha predicho mi padre?
Luis, por toda respuesta, le dio un beso.
Cuando hubieron llegado a poca distancia del pueblo, tuvieron que detenerse agotados por la fatiga. Luis, con gran trabajo, condujo a la joven a un bosque de olivos y le dijo que descansara mientras él iba a buscar un caballo a Córdoba.
- No tardaré - añadió.
Dos horas más tarde, el joven se hallaba en Córdoba y se dirigió a un hotel donde sabía que encontraría caballos.
Una anciana que le vio pasar, gritó, alborozada:
- ¡Santo Dios! ¡Si es Luisito!
Se arrojó al cuello del joven y le besó efusivamente en las mejillas. Luis recordó con placer en aquella anciana a una antigua criada que había tenido muchos años en su casa. Besóla a su vez y le pidió noticias de sus familiares.
- ¡Todos están bien! ¡Todos están bien! ¿Y tú, hijo mío? Todas te dábamos por muerto; es decir, todos no; yo sabía que volverías tarde o temprano, pues le había ofrecido un cirio a San Antonio si volvía a verte... ¡Y me ha hecho caso! ¿A dónde te dirigías con tanta prisa, muchacho?
- ¿A dónde iba? Pues, no lo sé.
- ¿Te burlas? ¿Vas a decirme también que no sabes de dónde vienes?
- ¿De dónde vengo? Pues, tampoco lo sé.
- Está bien... Está bien... No me lo digas, si no quieres... Estoy demasiado contenta de volver a verte para enfadarme por tus bromas.
Luis fue a pasearse por la ciudad. Encontró a muchos de sus antiguos amigos y se enteró de que un tío suyo, extraordinariamente rico, había fallecido durante su ausencia, nombrándole heredero universal.
Entró en posesión de su inesperada fortuna y empezó a hacer la misma vida de siempre.
La maldición del hechicero se había realizado. Luis había olvidado a Blancaflor.
Ya hacía un año que estaba Luis de regreso cuando encontró en un rincón de la casa un paquetito que se acordó de haber dejado allí el día en que volvió a Córdoba rendido de fatiga.
Deshizo el paquete y apareció ante sus ojos un maravilloso tejido de plumas blancas, ligeras y suaves como las de un pájaro.
- ¿Dónde he visto yo antes este manto? - exclamó contemplándolo con aire pensativo.
De repente recordó todo y empezó a gritar como un loco:
- ¡Los pájaros! ¡El hechicero! ¡Blancaflor! ¡Mi alma! ¡Mil millones de maldiciones! ¡Olvidé a mi prometida a dos horas de camino de aquí!.
Al oír sus gritos acudió la anciana criada.
- ¡Lárgate de aquí, vieja bruja! - rugió el joven. - ¡Todo esto ha sucedido por culpa tuya!
Y salió corriendo, mientras que la vieja, que no salía de su asombro, contaba a los vecinos curiosos que su amo había perdido el juicio.
Volvió Luis por la noche, y viéndolo más tranquilo, la anciana doméstica le preguntó la causa de su cólera, cosa que él le refirió con todo detalle.
- ¿No era más que eso? - exclamó la vieja. - ¡Bah, una muchacha guapa se encuentra siempre! ¡Además, ten la seguridad de que no te guardará rencor por haber besado a una pobre vieja como yo! Dame dos reales... Voy a poner una vela a San Antonio... Ahora bien, como quiera que hay que ayudar al Cielo, vete corriendo al Alcázar Viejo, busca la callejuela de los Angeles y en la callejuela de los Angeles, la casa de la tía Mariposa. Allí vive desde hace algunos meses una gitana que sabe casi tanto como los santos... No hace mucho que está en Córdoba y ya ha hecho treinta y seis milagros... Visítala... Tal vez ella pueda ayudarte.
Luis se encogió de hombros; pero obedeció la sugerencia de la vieja.
Entre las callejuelas angostas y oscuras que bordeaban el viejo palacio, encontró al fin lo que buscaba: una casita miserable, pero bien blanqueada con cal y que tenía en su única ventana un tiesto, con claveles rojos.
El joven entró en aquella casa tenebrosa y no vio nada ni a nadie.
- ¿Qué buscas aquí? - preguntóle de repente una voz.
- Busco lo que he perdido - contestó él.
- ¿Y qué es lo que has perdido?
- Una mujer.
- ¿Deseas mucho volver a verla?
- Daría la vida por ella.
- ¿Por qué la abandonaste, entonces?
- Porque se realizó la maldición de su padre.
Los ojos de Luis, acostumbrándose poco a poco a la oscuridad, miraban a la gitana asombrados... ¡La gitana no era otra que Blancaflor!
Entre risas y llantos la muchacha le contó cómo había llegado a la ciudad al verse abandonada, pero esperando siempre la vuelta de su bien amado.
Luis condujo a Blancaflor a su casa, donde fueron recibidos con gritos de alborozo por la anciana sirvienta.
- ¡Ya sabía yo que San Antonio atendería mi plegaria - exclamaba, llena de emoción.
Casóse Luis con la hija del Marqués del Sol y la muchacha no volvió a echar de menos su vida anterior, faltándole tiempo para ocuparse de otra cosa que no fuese su hogar y su marido.
Y la felicidad reinó en aquella casa, sirviendo a Blancaflor su magnífico manto de plumas para abrigar a un precioso querubín con que el Cielo bendijo su matrimonio con Luis.
Y colorín colorado, por la ventana se va al tejado.


La gaita maravillosa

Érase que se era un padre con tres hijos.
Los dos mayores eran inteligentes y aplicados, pero el tercero era algo simplote y le gustaba más jugar que estudiar.
El muchachito creía que ni sus padres ni sus hermanitos le querían, pues siempre le estaban regañando o burlándose de él por su ignorancia.
Cuando ya fue mayor, su padre le buscó una colocación de pastor en casa del labrador más rico del pueblo.
Ya llevaba bastante tiempo cuidando las ovejas y cumplía muy bien como pastor, por lo que era muy apreciado, de sus amos.
Un día apacentaba el ganado, sentado en una piedra, sin hacer nada, como de costumbre, cuando se le acercó una anjana, que entabló conversación con él.
- ¿Por qué estás aquí de pastor, muchacho? - preguntó la anjana.
- Porque mis hermanos y mi padre no me quieren... Siempre estaban burlándose de mí.
- Algún día te burlarás tú de ellos... ¿Cómo te va de pastor?
- Muy bien, señora.
- ¿Qué tal es tu amo?
- Muy bueno.
- ¿Te da bien de comer?
- Sí, señora.
- ¿Y tú no te cansas de estar hora tras hora sin hacer nada?
- Sí, señora; me aburro extraordinariamente, pero como no sirvo para trabajar ni para estudiar, ¿qué quiere que haga? He pensado comprarme una gaita cuando el amo me pague.
- No tienes necesidad de ello. Te voy a regalar yo una que tiene la virtud de hacer bailar a todo el mundo cuando la tocan... Aquí la tienes.
Y la anjana, después de entregarle el instrumento, se despidió de él y se marchó.
Cuando el muchacho quedó solo, probó a tocar la gaita e inmediatamente se pusieron a bailar las ovejas. Estuvo tocando hasta que se cansó y las ovejas, reventadas de tanto bailar, se tumbaron en el suelo a descansar.
Todos los días, a media mañana y a media tarde, hacía bailar a las ovejas; luego las dejaba descansar. Con el ejercicio se les abría el apetito y comían mucho y como luego reposaban, se pusieron muy gordas y lustrosas.
El pastor no decía a nadie la virtud de su gaita, pero se enteraron otros pastores y, por envidia, dijeron al amo que el muchacho estaba loco o era brujo, porque estaba enseñando a bailar a las ovejas.
El amo no quería creer tal cosa, pero los otros insistieron tanto, que decidió comprobarlo al día siguiente por sus propios ojos.
Llegó, pues, al día siguiente a ver al rebaño y observó, que todas las ovejas estaban acostadas.
- ¿Que les pasa a las ovejas que no comen? - preguntó al pastor.
- Es que están descansando, señor.
- Me han dicho que las haces bailar... ¿Es verdad?
- Sí, señor... Bailan cuando yo les toco la gaita, luego descansan y comen más a gusto; por eso están tan gordas y lustrosas.
- ¿Las podrías hacer bailar delante de mí?
- Claro que sí. Cuando usted quiera.
- Ahora mismo.
Empezó a tocar el pastor la gaita. En el acto comenzaron a levantarse las ovejas y corderillos y se pusieron a bailar. El amo, riendo a carcajadas, bailó también sin darse cuenta.
Cuando el pastor cesó de tocar, se acostaron de nuevo las ovejas y el amo tuvo que tumbarse también de cansado que estaba.
Volvió el amo algo más tarde a casa y contó a su mujer lo sucedido.
- ¿Dices que al tocar la gaita el pastor has estado bailando tú y las ovejas? - preguntó la esposa, incrédula. - ¿Cómo quieres hacerme tragar esas paparruchas? ¿Has bebido?
- No he bebido y lo que te estoy diciendo es la verdad... Ve mañana a verlo y te convencerás.
Al día siguiente, el ama se dirigió al lugar en que el pastor de la gaita apacentaba el ganado.
- ¿Es verdad que haces bailar a las ovejas, simplote? - preguntó bruscamente.
- Sí, señora.
- Pues hazlas bailar que yo lo vea.
El muchacho empezó a tocar la gaita y las ovejas, levantándose, iniciaron una danza desenfrenada.
El ama también estuvo dando saltos y cabriolas, con tal viveza que no tardó en fatigarse, por lo que cuando el pastor, compadecido, cesó de tocar, se dejó caer al suelo, sin poder hablar.
Cuando descansó un poco, se levantó y gritó al pastor:
- No puedo consentirte esta burla, mostrenco... A la noche vas a casa para que te dé la cuenta... Quedas despedido.
Volvió el ama a su casa. El marido la vio sofocada y comprendió que había estado bailando como él.
- ¿Te has convencido ya? - preguntó
Ella contestó furiosa:
- Sí... He visto bailar a las ovejas y he bailado yo hasta que al animal de tu pastor le ha dado la gana. Por eso lo he despedido... No puedo aguantar que se haya burlado de mí.
Entregaron la cuenta al pastor aquella misma noche y el muchacho se marchó a su casa muy cariacontecido. Cuando llegó dijo a sus hermanos y a su padre que había sido despedido, pero sin explicarles el motivo, para no tener que hablar de su gaita.
El padre dijo que, aunque era un inútil, procuraría encontrarle otra colocación y que comprendiera que sus hermanos iban a tener que trabajar para él.
Entonces respondió el muchacho:
- A mí me gusta mucho ser pastor, papá; pero el ama se ha enfadado conmigo porque la he hecho bailar...
Los hermanos empezaron a reírse de él y el muchacho se calló.
Al día siguiente, el hermano mayor salió, por encargo de su padre, a vender un cesto de manzanas.
A pocos metros de la puerta de su casa le salió al encuentro una viejecita que le preguntó:
- ¿Qué llevas ahí, muchacho?
- Ratas - contestó.
- Ratas serán - repuso la vieja.
Siguió andando, con la gran cesta al brazo, entró en una casa y preguntó si querían manzanas. Le dijeron que las enseñara y al abrir la cesta empezaron a salir ratas...
Los habitantes de la casa salieron despavoridos, llamaron a todos los vecinos y le dieron al muchacho una paliza fenomenal por aquella broma de mal gusto.
El pobrecillo, cuando volvió a casa, tuvo que meterse en la cama.
Al día siguiente se fue el segundo hermano a vender manzanas con la misma cesta.
Salióle al encuentro la misma viejecita y le preguntó:
- ¿Qué llevas en el cesto, muchacho?
- Pájaros - contestó.
- Pájaros serán - repuso la anciana.
Entró en una casa a vender manzanas y cuando abrió la cesta salieron los pájaros volando. Los de la casa rieron hasta desternillarse de lo que creían una broma y el muchacho volvió a la suya muy desconsolado.
El hermano menor dijo a su padre:
- Quiero ir yo a vender manzanas, papá.
Los otros hermanos empezaron a gritar:
- No lo dejes, papá... ¿A dónde va a ir esa calamidad?
Pero el padre le dejó llenar la cesta y salir.
Encontróse el pequeño con la anciana, que le preguntó:
- ¿Qué llevas en ese cesto, muchacho?
- Manzanas, abuela. Y que son hermosas y sanas... Tome una y pruébela...
- No, hijo mío. Muchas gracias. Vete a venderlas y no te entretengas.
Llegó a una casa ofreciendo las manzanas. Le pidieron que se las enseñara y al ver lo buenas que eran le compraron media cesta. Echó entonces el dinero en un taleguillo y se fue a otra casa.
Ofreció las manzanas, le dijeron que las mostrara y, al abrir la cesta, observó que estaba llena. Compráronle media cesta, guardó el dinero en el taleguillo y siguió su camino.
Cada vez que entraba en una casa y abría la cesta se la encontraba llena. Así fue vendiendo manzanas y manzanas, llenó de dinero el taleguillo, todos los bolsillos y un pañuelo, que ató por las cuatro puntas.
Ya se volvía a casa, decidido a no vender más manzanas, y había sacado la gaita para entretenerse por el camino, cuando le salió la anjana que se la había regalado, y que le dijo:
- No toques la gaita hasta que llegues a tu casa.
Guardóse, pues, la gaita, y se encaminó a su casa, donde vio que solamente estaban sus hermanos. Abriéronle la cesta y al verla llena de manzanas empezaron a burlarse de él, pero el muchacho sacó entonces la gaita y empezó a tocar, haciendo bailar a sus hermanos, hasta que éstos cayeron al suelo rendidos de cansancio.
Poco más tarde llegó el padre; acompañado de la bruja buena.
- Hijos míos - dijo a los dos mayores - no volváis a burlaros de vuestro hermano menor, porque es el mejor de los tres.
La anjana añadió:
- Yo fui quien os convirtió las manzanas en ratas y en pájaros, para castigaros por vuestras mentiras... En cuanto a ti, agregó, volviéndose al pequeño, devuélveme la gaita, pues ya no la volverás a necesitar.
Y como los mayores no molestaron más al pequeño y éste empezó desde aquel día a trabajar con celo, vivieron muy felices y comieron perdices.


La dama del lago

Había una vez una viuda que, habiendo perdido a su esposo en la guerra, vivía en unión de su único hijo. Ambos eran tan trabajadores que, en pocos años, se habían asegurado una existencia holgada, sin que nada les faltase.
Tenían una casita con un huerto, y el establo lleno de animales. La madre cuidaba la casa, y el hijo tenía a su cargo el cuidado de los animales, los que llevaba a pastar al prado que se hallaba en las cercanías de un lago.
Un día, el joven, sentado junto a la orilla, contemplaba las transparentes aguas del lago, cuando descubrió de repente una muchacha que se paseaba sobre la superficie de las aguas.
Era más bella que un rayo de sol; una espléndida cascada de dorados cabellos caía sobre su espalda de alabastro y sus ojos de turquesa contemplaban la superficie del lago, donde se reflejaba, como en un espejo, su extraordinaria belleza.
El joven, que estaba comiendo un trozo de pan y queso, quedó como en éxtasis, creyendo que soñaba.
De pronto, la hermosa muchacha pareció verle, y se aproximó lentamente a la orilla.
El hijo de la viuda le ofreció el trozo de pan que tenía en su mano derecha.
Ella lo rechazó, diciendo.
- Mano dura, pan duro, no procuran sino angustias y miserias.
Sin añadir más, zambullóse en el agua y desapareció.
El joven quedó largo rato en la orilla, escrutando las aguas, esperando ver aparecer de nuevo a la encantadora muchacha, cuya armoniosa voz le pareció estar oyendo aún. Mas aguardó en vano y, al caer la tarde, volvióse a su casa tras de sus vacas.
Cenó tan poco y estuvo tan absorto en sus pensamientos que su madre no pudo por menos que preguntarle si se sentía enfermo.
Él le contó cuanto había visto, añadiendo que jamás podría olvidar a aquella hermosa muchacha que había aparecido en la superficie de las aguas del lago.
La madre quedó pensativa unos instantes; luego, dijo a su hijo:
- No ha aceptado tu pan porque era demasiado duro. Mañana te llevarás pan tierno y no lo rehusará.
- Tienes razón, madre. Así lo haré.
Durante toda aquella noche no pudo conciliar el sueño, pensando en la joven de los cabellos de oro, de la que se había enamorado perdidamente.
Y, no hubo bien amanecido, tomó prestamente el camino del lago, llevando en su morral un trozo de pan blanco, recién salido del horno.
Sentado junto a la orilla, con el corazón palpitante de emoción, aguardó la aparición de la encantadora criatura.
Mas pasó el tiempo y la superficie del lago permaneció desierta y silenciosa. De repente, levantóse un poco de viento que hizo encresparse las aguas, al tiempo que una nube blanca ocultaba el sol.
- ¡Tal vez no viene porque hace mal tiempo! - pensó el joven, con tristeza.
En efecto, transcurrieron muchas horas sin que la fascinadora muchacha de los cabellos de oro se dejara ver. Finalmente, las nubes se desvanecieron y el sol volvió a lucir victorioso, reflejándose en la superficie del lago.
Advirtiendo que algunas de sus vacas se habían acercado a abrevar a la orilla, corrió hacia ellas, por temor de que cayeran al agua. Pero no había avanzado sino unos cuantos pasos, cuando la extraordinaria aparición se alzó ante él, envolviéndole en una mirada fascinadora.
El joven quedó, como encantado unos segundos; mas, rehaciéndose al fin, dijo:
- Toma, éste no es duro como el de ayer. Acéptalo, porque te quiero y desearía hacerte mi esposa.
Ella no respondió, pero no dejó de mirarle con sus ojos color de cielo.
Entonces el joven se arrodilló, prosiguiendo con voz trémula:
- Si consientes en ser mi esposa, te haré feliz y no viviré más que para ti.
Respondió la joven:
- No. Pan tierno y corazón sensible, dan a menudo grandes dolores.
Y, como el día anterior, desapareció en las aguas del lago.
El hijo de la viuda había observado que, mientras hablaba la encantadora muchacha de cabellos de oro sonreía y sus ojos relucían maravillosamente. Esto le hizo abrigar alguna esperanza y, cuando llegó a su casita, estaba menos triste que la noche anterior.
Su madre quiso saber lo que le había sucedido y, cuando el joven hubo terminado su relato, dijo:
- El pan de ayer era demasiado duro y el de hoy demasiado blando. Es menester que le ofrezcas un trozo de pan que no esté demasiado seco ni demasiado fresco.
Y preparó en la artesa el pan que su hijo debía llevar el día siguiente.
Extendíase el lago al pie de la verde montaña y refulgía el sol en el firmamento azul, rodeado de nubes blancas como la nieve.
Sentado junto a la orilla, el hijo de la viuda no apartaba su mirada de la superficie del lago.
Más cuando llegó la hora de ponerse el sol sin que la fascinadora muchacha de los cabellos de oro y ojos color de cielo hubiera aparecido, el pobre joven sintió que una gran amargura invadía su corazón.
Había de volver a su casita, triste y desilusionado.
Ya llamaba a su rebaño para alejarse de allí, cuando, al dirigir una última mirada al lago, vio algo que le llenó de estupor: las vacas, paseaban tranquilamente por la superficie de las aguas y la joven de los cabellos de oro y ojos de color de cielo le contemplaba, sonriendo.
Al ver al pastor le salió al encuentro y saltó a la orilla, tendiéndole una mano.
Preso de una felicidad indescriptible, él le ofreció el pan amasado por su madre. La muchacha lo aceptó, mientras en su rostro se reflejaba una expresión de ternura.
Sentados uno junto al otro, el pastor tomó en las suyas una de las delicadas manecitas de la muchacha, diciendo:
- Te quiero. ¿Me harás dichoso, siendo mi esposa?
- ¡Imposible! - respondió ella.
- ¿Por qué? ¿Quieres que me muera de pena?
- No puedo aceptar, porque tú eres un ser mortal, mientras que yo pertenezca al reino de las hadas.
- No importa. No, es por cierto, la primera vez que un mortal se casa con un hada.
La muchacha dudó unos momentos y luego contestó:
- Bien, estoy dispuesta a ser tu esposa; pero con una condición.
- Habla amor mío. Por ti, estoy dispuesto a todo.
- Me casaré contigo; mas si me pegas tres veces sin motivo, nos separaremos.
- ¿Yo pegarte? - exclamó el pastor, enajenado de felicidad. - Mis manos no se posarán en ti más que para prodigarte caricias.
No bien hubo él terminado de decir esto, cuando la encantadora joven dio un salto poderoso y se sumergió en las aguas, desapareciendo en el fondo del lago.
La desesperación del pastor no es para ser descrita.
Y como en verdad no podía vivir sin aquella hermosa muchacha, se habría echado al agua tras ella, de no haberle contenido el pensamiento de que su madre se quedaría sola en el mundo.
Ya iba a alejarse de allí lleno de tristeza, cuando vio dos jovencitas que le salían al encuentro, acompañadas de un anciano que llevaba los cabellos extendidos sobre los hombros.
- Hijo de los hombres - dijo al pastor - Soy el padre de la muchacha con quien quieres casarte. Estas son mis dos hijas, y si puedes decirme a cuál de ellas has elegido, consentiré en tu casamiento.
El pastor contempló a aquellas dos encantadoras muchachas y quedó perplejo.
Eran idénticas, como dos gotas de agua.
Si no acertaba a indicar cual de ellas era la que había visto sobre las aguas, ninguna de las dos sería su esposa.
Y quedó mirándolas con fijeza, profundamente sorprendido, mientras el viejo aguardaba su respuesta.
Ya estaba a punto de desesperarse, cuando una de las jóvenes sacó un diminuto pie por debajo del vestido.
El pastor comprendió el significado de aquella seña y, acercándose a la muchacha, le cogió, de la mano, profundamente emocionado.
Dijo el anciano:
- Muy bien. Te confío la felicidad de mi hija.
- Aseguro a usted que la haré dichosa - dijo el pastor.
- Poco a poco, jovencito. Hemos de hablar de cosas prácticas. Mi hija tiene una dote.
- No quiero nada - replicó, el pastor. - Mi madre tiene una casa, un huerto y mucho ganado. Como soy su único heredero, puedo asegurarle que su hija será rica.
- Pero yo no puedo casarla sin darle su dote - insistió el anciano.
- Es usted muy generoso, pero yo estoy dispuesto a casarme con ella, aun sin dote, porque la amo.
- No importa. Recuerda, sin embargo, que si le pegas por tres veces sin motivo, el matrimonio quedará anulado y mi hija volverá conmigo.
Dicho esto, se volvió a la muchacha y le preguntó qué quería como dote.
Ella pidió cinco caballos, diez vacas y tres bueyes.
Apenas hubo terminado de manifestar sus deseos, los animales aparecieron como por arte de magia, relinchando y mugiendo alegremente.
El viejo bendijo a los dos jóvenes y desapareció en el lago con su otra hija.
El pastor ofreció su brazo a la joven esposa y se dirigió a su casa, seguido de los animales.
La madre los acogió muy contenta y, pocos días más tarde, se celebró la boda.
Los recién casados se habían establecido en una casita cercana a la de la viuda y vivían contentos y tranquilos, en unión de tres niñas que completaban su felicidad.
Un día recibieron la invitación de asistir a un bautizo, pero la joven esposa no se encontraba en disposición de ponerse en camino.
- Iremos a caballo - propuso el marido.
- Prefiero quedarme en casa.
- No, querida, no quiero dejarte sola. Ve a preparar tu caballo, mientras yo preparo el mío.
Y se fue a la cuadra para ponerse la silla a su cabalgadura.
Mas, cuando volvió y notó que su mujer no se había movido, apoderóse de él tal rabia que le dio un ligero golpe con la mano, exclamando:
- ¿Por qué no has hecho lo que te he dicho?
Por toda respuesta, ella rompió a llorar, gimiendo:
- ¡Ah, malo, malo! ¡Me has pegado sin ningún motivo! ¡Acuérdate del trato hecho y no me pegues más, pues te quedarás sin mí!
- Lo he hecho en broma - respondió el marido, mesándose los cabellos con desesperación.
Y se arrodilló ante su adorada esposa, prometiéndole que no lo haría más.
Al cabo de algún tiempo, el incidente fue olvidado.
Un día fueron invitados a una boda y asistieron, participando de la alegría de los convidados. Pero, en cierto momento, sin ningún motivo, la esposa del pastor rompió de pronto en amargo llanto.
- ¿Por qué lloras? - le preguntó su esposo afectuosamente, dándole un ligero golpe en la mejilla. - ¿Estás enferma?
- ¡Ah! - gimió ella, retorciéndose las manos y llorando aún más amargamente. - ¡Me has pegado por segunda vez, sin motivo alguno!
Preso de loca desesperación, el marido vio que había olvidado que, según la ley de las hadas, el golpe más leve equivalía a una paliza.
También este segundo incidente quedó olvidado pronto, y los dos esposos continuaron gozando de su felicidad, rodeados de sus tres hijas, que crecían sanos y robustos.
De cuando en cuando, la esposa recordaba al marido el pacto hecho antes de casarse; si le pegaba por tercera vez, su felicidad quedaría truncada para siempre.
Mas, un mal día, el pastor olvidó su promesa.
Habían ido a unos funerales, y, mientras los parientes y amigos del difunto lloraban su muerte, la mujer del pastor prorrumpió de pronto en una carcajada.
Sorprendido, su marido le dio un golpe en el brazo, diciéndole:
- ¿Estás loca? ¿Qué haces?
- Río porque los muertos están más contentos que los vivos, porque están libres de toda angustia y dolor.
Y, dirigiendo una triste mirada a su marido, añadió:
- Ahora nuestro matrimonio se ha roto. Me has pegado por tercera vez y tenemos que separamos para siempre.
Sin escuchar las súplicas del pastor, la mujer volvió a la casita donde habían vivido felices tantos años.
Y dijo a los animales:
- ¡Volved a la corte de vuestro rey!
Los animales abandonaron la cuadra y, con la esposa del pastor, se dirigieron al lago, en cuyas aguas desaparecieron inmediatamente.
Después de haberlos seguido en vano, el desgraciado pastor volvió a su casita, y, pocos días después, murió de tristeza.
Las tres hijas continuaron durante muchos años yendo a la orilla del lago, con la esperanza de volver a ver a su mamá, pero la hermosa dama de cabellos de oro y ojos color de cielo no apareció nunca más en las aguas.
Quizá, en las claras, noches de luna, un débil y triste lamento se eleva de las tranquilas aguas, como el llanto de una madre que invoca en vano a sus queridos hijos, perdidos para siempre jamás.


La infantita que fue convertida en almendro

Éranse un rey y una reina que, después de solicitarlo mucho al cielo, tuvieron una hija, a la que decidieron poner de nombre Margalida. Al bautizo fueron invitadas todas las hadas del país, menos una, llamada Isaura, de la que no tenían la menor noticia.
Todas las hadas invitadas colmaron a la infantita de preciosos dones: una le deseó belleza, otra salud, otra bondad, otra sabiduría, otra alegría.
Pero, Isaura, furiosa por no haber sido invitada al bautizo, entró en la alcoba de la princesita y pronunció un voto funesto:
Dijo con voz ronca:
- Cuando llegues a la edad de casarte, Margalida, te convertirás en almendro.
El hada madrina, la bondadosa Mafalda, se acercó a la cuna en que dormía inocentemente su ahijada la infantita. Y como no podía destruir por completo el maleficio de la despechada Isaura, quiso neutralizarlo con un voto supremo y dijo:
- Sí, te convertirás en árbol al llegar a la edad de casarte, ahijada mía pero recuperarás la forma en cuanto encuentres novio...
Pasaron quince años.
La infantita salió una tarde a cazar mariposas al jardín y... no volvió a palacio.
Se había convertido en almendro.
Sus padres, aunque consternados no se desesperaron. Habíase cumplido el vaticinio de Isaura, el hada mala. También se realizaría el de Mafalda, el hada buena.
Una mañana de primavera pasaba un pastor por debajo de un almendro en flor y oyó decir al árbol:
- Pastorcito, pastorcito... Soy la princesa Margalida... ¿Quieres ser mi esposo?
Alzó el pastorcillo la vista y vio surgir, entre las rosadas flores del almendro, la rubia cabecita de la infantita. Asustado, echó a correr.
A mediodía pasó por el mismo lugar un escudero y oyó que el almendro le decía:
- Escudero, escudero... Soy la princesa Margalida... ¿Quieres ser mi esposo?
Levantó la cabeza el escudero y vio el hermoso rostro y las doradas trenzas de la infantita.
- Sí, quiero, mi princesa; pero antes he de obtener la venia de mis padres.
Por la tarde pasó un caballero bajo el almendro en flor.
El almendro le dijo:
- Caballero, caballero... Soy la princesa Margalida... ¿Quieres ser mi esposo?
Alzó la mirada el caballero y, descubriendo la cabecita de la infantita entre las rosadas flores del árbol, respondió:
- Sí, quiero; pero antes he de verte en forma humana... No permito a nadie que me engañe...
Y se alejó lentamente, volviendo de vez en cuando la cabeza.
Por la noche pasó por debajo del almendro un príncipe azul y oyó decir al árbol:
- Príncipe, príncipe... Soy la princesa Margalida... ¿Quieres ser mi esposo?
Levantó el príncipe los ojos hacia el árbol y no bien hubo descubierto la cabecita angelical de la infantita, cayó rodillas y exclamó:
- Sí, quiero.
La infantita salió entonces del tronco del árbol, vestida con una túnica blanca cubierta de estrellas y la cabeza coronada de flores de almendro.
Cuando se dirigía a palacio, acompañada de su novio, el príncipe azul, encontró en su camino al pastorcito, al escudero y al caballero.
Los tres volvían a buscarla.
Al pastorcito le dijo, sonriendo:
- Ya es tarde, mi buen pastorcito.
Al escudero, muy seria:
- No has llegado a tiempo; vuélvete.
Y al caballero no le dijo nada, sino que volvió la cabeza al otro lado, como si hubiese visto un basilisco.