Hans Cristian Andersen
Cuentos II
Colás el
Chico y Colás el Grande
Vivían en un pueblo
dos hombres que se llamaban igual: Colás, pero el uno tenía cuatro caballos, y
el otro, solamente uno. Para distinguirlos llamaban Colás el Grande al de los
cuatro caballos, y Colás el Chico al otro, dueño de uno solo. Vamos a ver ahora
lo que les pasó a los dos, pues es una historia verdadera.
Durante toda la
semana, Colás el Chico tenía que arar para el Grande, y prestarle su único
caballo; luego Colás el Grande prestaba al otro sus cuatro caballos, pero sólo
una vez a la semana: el domingo.
¡Había que ver a
Colás el Chico haciendo restallar el látigo sobre los cinco animales! Los
miraba como suyos, pero sólo por un día. Brillaba el sol, y las campanas de la
iglesia llamaban a misa; la gente, endomingada, pasaba con el devocionario bajo
el brazo para escuchar al predicador, y veía a Colás el Chico labrando con sus
cinco caballos; y al hombre le daba tanto gusto que lo vieran así, que, pegando
un nuevo latigazo, gritaba: «¡Oho! ¡Mis caballos!»
- No debes decir
esto -reprendióle Colás el Grande-. Sólo uno de los caballos es tuyo.
Pero en cuanto
volvía a pasar gente, Colás el Chico, olvidándose de que no debía decirlo,
volvía a gritar: «¡Oho! ¡Mis caballos!».
- Te lo advierto
por última vez -dijo Colás el Grande-. Como lo repitas, le arreo un trastazo a
tu caballo que lo dejo seco, y todo eso te habrás ganado.
- Te prometo que no
volveré a decirlo -respondió Colás el Chico. Pero pasó más gente que lo saludó
con un gesto de la cabeza y nuestro hombre, muy orondo, pensando que era
realmente de buen ver el que tuviese cinco caballos para arar su campo, volvió
a restallar el látigo, exclamando: «¡Oho! ¡Mis caballos!».
- ¡Ya te daré yo
tus caballos! -gritó el otro, y, agarrando un mazo, diole en la cabeza al de
Colás el Chico, y lo mató.
- ¡Ay! ¡Me he
quedado sin caballo! -se lamentó el pobre Colás, echándose a llorar. Luego lo
despellejó, puso la piel a secar al viento, metióla en un saco, que se cargó a
la espalda, y emprendió el camino de la ciudad para ver si la vendía.
La distancia era
muy larga; tuvo que atravesar un gran bosque oscuro, y como el tiempo era muy malo,
se extravió, y no volvió a dar con el camino hasta que anochecía; ya era tarde
para regresar a su casa o llegar a la ciudad antes de que cerrase la noche.
A muy poca
distancia del camino había una gran casa de campo. Aunque los postigos de las
ventanas estaban cerrados, por las rendijas se filtraba luz. «Esa gente me
permitirá pasar la noche aquí», pensó Colás el Chico, y llamó a la puerta.
Abrió la dueña de
la granja, pero al oír lo que pedía el forastero le dijo que siguiese su
camino, pues su marido estaba ausente y no podía admitir a desconocidos.
- Bueno, no tendré
más remedio que pasar la noche fuera dijo Colás, mientras la mujer le cerraba
la puerta en las narices.
Había muy cerca un
gran montón de heno, y entre él y la casa, un pequeño cobertizo con tejado de
paja.
- Puedo dormir allá
arriba -dijo Colás el Chico, al ver el tejadillo-; será una buena cama. No creo
que a la cigüeña se le ocurra bajar a picarme las piernas -pues en el tejado
había hecho su nido una auténtica cigüeña.
Subióse nuestro
hombre al cobertizo y se tumbó, volviéndose ora de un lado ora del otro, en
busca de una posición cómoda. Pero he aquí que los postigos no llegaban hasta
lo alto de la ventana, y por ellos podía verse el interior.
En el centro de la
habitación había puesta una gran mesa, con vino, carne asada y un pescado de
apetitoso aspecto. Sentados a la mesa estaban la aldeana y el sacristán, ella
le servía, y a él se le iban los ojos tras el pescado, que era su plato
favorito.
«¡Quién estuviera
con ellos!», pensó Colás el Chico, alargando la cabeza hacia la ventana. Y
entonces vio que habla además un soberbio pastel. ¡Qué banquete, santo Dios!
Oyó entonces en la
carretera el trote de un caballo que se dirigía a la casa; era el marido de la
campesina, que regresaba.
El marido era un
hombre excelente, y todo el mundo lo apreciaba; sólo tenía un defecto: no podía
ver a los sacristanes; en cuanto se le ponía uno ante los ojos, entrábale una
rabia loca. Por eso el sacristán de la aldea había esperado a que el marido
saliera de viaje para visitar a su mujer, y ella le había obsequiado con lo
mejor que tenía. Al oír al hombre que volvía asustáronse los dos, y ella pidió
al sacristán que se ocultase en un gran arcón vacío, pues sabía muy bien la
inquina de su esposo por los sacristanes. Apresuróse a esconder en el horno las
sabrosas viandas y el vino, no fuera que el marido lo observara y le pidiera
cuentas.
- ¡Qué pena!
-suspiró Colás desde el tejado del cobertizo, al ver que desaparecía el
banquete.
- ¿Quién anda por
ahí? -preguntó el campesino mirando a Colás-. ¿Qué haces en la paja? Entra, que
estarás mejor.
Entonces Colás le
contó que se había extraviado, y le rogó que le permitiese pasar allí la noche.
- No faltaba más
-respondióle el labrador-, pero antes haremos algo por la vida.
La mujer recibió a
los dos amablemente, puso la mesa y les sirvió una sopera de papillas. El
campesino venía hambriento y comía con buen apetito, pero Nicolás no hacía sino
pensar en aquel suculento asado, el pescado y el pastel escondidos en el horno.
Debajo de la mesa
había dejado el saco con la piel de caballo; ya sabemos que iba a la ciudad
para venderla. Como las papillas se le atragantaban, oprimió el saco con el
pie, y la piel seca produjo un chasquido.
- ¡Chit! -dijo
Colás al saco, al mismo tiempo que volvía a pisarlo y producía un chasquido más
ruidoso que el primero.
- ¡Oye! ¿Qué llevas
en el saco? -preguntó el dueño de la casa. - Nada, es un brujo -respondió el
otro-. Dice que no tenemos por qué comer papillas, con la carne asada, el pescado
y el pastel que hay en el horno.
- ¿Qué dices?
-exclamó el campesino, corriendo a abrir el horno, donde aparecieron todas las
apetitosas viandas que la mujer había ocultado, pero que él supuso que estaban
allí por obra del brujo. La mujer no se atrevió a abrir la boca; trajo los
manjares a la mesa, y los dos hombres se regalaron con el pescado, el asado, y
el dulce. Entonces Colás volvió a oprimir el saco, y la piel crujió de nuevo.
- ¿Qué dice ahora?
-preguntó el campesino.
- Dice -respondió
el muy pícaro- que también ha hecho salir tres botellas de vino para nosotros;
y que están en aquel rincón, al lado del horno.
La mujer no tuvo
más remedio que sacar el vino que había escondido, y el labrador bebió y se
puso alegre. ¡Qué no hubiera dado, por tener un brujo como el que Colás
guardaba en su saco!
- ¿Es capaz de
hacer salir al diablo? -preguntó-. Me gustaría verlo, ahora que estoy alegre.
- ¡Claro que sí!
-replicó Colás-. Mi brujo hace cuanto le pido. ¿Verdad, tú? -preguntó pisando
el saco y produciendo otro crujido-. ¿Oyes? Ha dicho que sí. Pero el diablo es
muy feo; será mejor que no lo veas.
- No le tengo
miedo. ¿Cómo crees que es?
- Pues se parece
mucho a un sacristán.
- ¡Uf! -exclamó el
campesino-. ¡Sí que es feo! ¿Sabes?, una cosa que no puedo sufrir es ver a un
sacristán. Pero no importa. Sabiendo que es el diablo, lo podré tolerar por una
vez. Hoy me siento con ánimos; con tal que no se me acerque demasiado...
- Como quieras, se
lo pediré al brujo -, dijo Colás, y, pisando el saco, aplicó contra él la
oreja.
- ¿Qué dice?
- Dice que abras
aquella arca y verás al diablo; está dentro acurrucado. Pero no sueltes la
tapa, que podría escaparse.
- Ayúdame a
sostenerla -pidióle el campesino, dirigiéndose hacia el arca en que la mujer
había metido al sacristán de carne y hueso, el cual se moría de miedo en su
escondrijo.
El campesino
levantó un poco la tapa con precaución y miró al interior.
- ¡Uy! -exclamó,
pegando un salto atrás-. Ya lo he visto. ¡Igual que un sacristán! ¡Espantoso!
Lo celebraron con
unas copas y se pasaron buena parte de la noche empinando el codo.
- Tienes que
venderme el brujo -dijo el campesino-. Pide lo que quieras; te daré aunque sea
una fanega de dinero.
- No, no puedo
-replicó Colás-. Piensa en los beneficios que puedo sacar de este brujo.
-¡Me he
encaprichado con él! ¡Véndemelo! -insistió el otro, y siguió suplicando.
- Bueno -avínose al
fin Colás-. Lo haré porque has sido bueno y me has dado asilo esta noche. Te
cederé el brujo por una fanega de dinero; pero ha de ser una fanega rebosante.
- La tendrás
-respondió el labriego-. Pero vas a llevarte también el arca; no la quiero en
casa ni un minuto más. ¡Quién sabe si el diablo está aún en ella!.
Colás el Chico dio
al campesino el saco con la piel seca, y recibió a cambio una fanega de dinero
bien colmada. El campesino le regaló todavía un carretón para transportar el
dinero y el arca.
- ¡Adiós! -dijo
Colás, alejándose con las monedas y el arca que contenía al sacristán.
Por el borde
opuesto del bosque fluía un río caudaloso y muy profundo; el agua corría con
tanta furia, que era imposible nadar a contra corriente. No hacía mucho que
habían tendido sobre él un gran puente, y cuando Colás estuvo en la mitad dijo
en voz alta, para que lo oyera el sacristán:
- ¿Qué hago con
esta caja tan incómoda? Pesa como si estuviese llena de piedras. Ya me voy
cansando de arrastrarla; la echaré al río, Si va flotando hasta mi casa bien, y
si no, no importa.
Y la levantó un
poco con una mano, como para arrojarla al río.
- ¡Detente, no lo
hagas! -gritó el sacristán desde dentro. Déjame salir primero.
- ¡Dios me valga!
-exclamó Colás, simulando espanto-. ¡Todavía está aquí! ¡Echémoslo al río sin
perder tiempo, que se ahogue!
- ¡Oh, no, no!
-suplicó el sacristán-. Si me sueltas te daré una fanega de dinero.
- Bueno, esto ya es
distinto -aceptó Colás, abriendo el arca. El sacristán se apresuró a salir de
ella, arrojó el arca al agua y se fue a su casa, donde Colás recibió el dinero
prometido. Con el que le había entregado el campesino tenía ahora el carretón
lleno.
«Me he cobrado bien
el caballo», se dijo cuando de vuelta a su casa, desparramó el dinero en medio
de la habitación.
«¡La rabia que
tendrá Colás el Grande cuando vea que me he hecho rico con mi único caballo!;
pero no se lo diré».
Colás el
Chico y Colás el Grande
Continuación
Y envió a un
muchacho a casa de su compadre a pedirle que le prestara una medida de fanega.
«¿Para qué la
querrá?», preguntóse Colás el Grande; y untó el fondo con alquitrán para que
quedase pegado algo de lo que quería medir. Y así sucedió, pues cuando le
devolvieron la fanega había pegadas en el fondo tres relucientes monedas de
plata de ocho chelines.
«¿Qué significa
esto?», exclamó, y corrió a casa de Colás el Chico.
- ¿De dónde sacaste
ese dinero? -preguntó.
- De la piel de mi
caballo. La vendí ayer tarde.
- ¡Pues si que te
la pagaron bien! - dijo el otro, y, sin perder tiempo, volvió a su casa, mató a
hachazos sus cuatro caballos y, después de desollarlos, marchóse con las pieles
a la ciudad.
- ¡Pieles, pieles!
¿Quién compra pieles? - iba por las calles, gritando. Acudieron los zapateros y
curtidores, preguntándole el precio.
- Una fanega de
dinero por piel - respondió Colás.
- ¿Estás loco?
-gritaron todo -. ¿Crees que tenemos el dinero a fanegas?
- ¡Pieles, pieles!
¿Quién compra pieles? -repitió a voz en grito; y a todos los que le preguntaban
el precio respondíales: - Una fanega de dinero por piel.
- Este quiere
burlarse de nosotros -decían todos, y, empuñando los zapateros sus trabas y los
curtidores sus mandiles, pusiéronse a aporrear a Colás.
- ¡Pieles, pieles!
-gritaban, persiguiéndolo-. ¡Ya verás cómo adobamos la tuya, que parecerá un
estropajo! ¡Echadle de la ciudad!-. Y Colás no tuvo más remedio que poner los
pies en polvorosa. Nunca le habían zurrado tan lindamente.
«¡Ahora es la
mía!», dijo al llegar a casa. «¡Ésta me la paga Colás el Chico! ¡Le partiré la
cabeza!».
Sucedió que aquel
día, en casa del otro Colás, había fallecido la abuela, y aunque la vieja había
sido siempre muy dura y regañona, el nieto lo sintió, y acostó a la difunta en
una cama bien calentita, para ver si lograba volverla a la vida. Allí se pasó
ella la noche, mientras Colás dormía en una silla, en un rincón. No era la
primera vez.
Estando ya a
oscuras, se abrió la puerta y entró Colás el Grande, armado de un hacha.
Sabiendo bien dónde estaba la cama, avanzó directamente hasta ella y asentó un
hachazo en la cabeza de la abuela, persuadido de que era el nieto.
- ¡Para que no
vuelvas a burlarte de mí! -dijo, y se volvió a su casa.
«¡Es un mal hombre!»,
pensó Colás el Chico. «Quiso matarme! Suerte que la abuela ya estaba muerta; de
otro modo, esto no lo cuenta».
Vistió luego el
cadáver con las ropas del domingo, pidió prestado un caballo a un vecino y,
después de engancharlo a su carro, puso el cadáver de la abuela, sentado, en el
asiento trasero, de modo que no pudiera caerse con el movimiento del vehículo,
y partió bosque a través. Al salir el sol llegó a una gran posada, y Colás el
Chico paró en ella para desayunarse.
El posadero era
hombre muy rico. Bueno en el fondo, pero tenía un genio, pronto e irascible,
como si hubiese en su cuerpo pimienta y tabaco.
- ¡Buenos días!
-dijo a Colás-. ¿Tan temprano y ya endomingado?
- Sí, respondió el
otro -. Voy a la ciudad con la abuela. La llevo en el carro, pero no puede
bajar. ¿Queréis llevarle un vaso de aguamiel? Pero tendréis que hablarle en voz
alta, pues es dura de oído.
- No faltaba más
-respondió el ventero, y, llenando un vaso de aguamiel, salió a servirlo a la
abuela, que aparecía sentada, rígida, en el carro.
- Os traigo un vaso
de aguamiel de parte de vuestro hijo -le dijo el posadero. Pero la mujer, como
es natural, permaneció inmóvil y callada.
- ¿No me oís?
-gritó el hombre con toda la fuerza de sus pulmones-. ¡Os traigo un vaso de
aguamiel de parte de vuestro hijo!
Y como lo repitiera
dos veces más, sin que la vieja hiciese el menor movimiento, el hombre perdió
los estribos y le tiró el vaso a la cara, de modo que el liquido se le derramó
por la nariz y por la espalda.
- ¡Santo Dios!
-exclamó Colás el Chico, saliendo de un brinco y agarrando al posadero por el
pecho-. ¡Has matado a mi abuela! ¡Mira qué agujero le has hecho en la frente!
- ¡Oh, qué
desgracia! -gritó el posadero llevándose las manos a la cabeza-. ¡Todo por la
culpa de mi genio! Colás, amigo mío, te daré una fanega de monedas y enterraré
a tu abuela como si fuese la mía propia; pero no digas nada, pues me costaría
la vida y sería una lástima.
Así, Colás el Chico
cobró otra buena fanega de dinero, y el posadero dio sepultura a la vieja como
si hubiese sido su propia abuela.
Al regresar nuestro
hombre con todo el dinero, envió un muchacho a casa de Colás el Grande a pedir
prestada la fanega.
«¿Qué significa
esto?», pensó el otro. «Pues, ¿no lo maté? Voy a verlo yo mismo». Y, cargando con
la medida, se dirigió a casa de Colás el Chico.
- ¿De dónde sacaste
tanto dinero? -preguntó, abriendo unos ojos como naranjas al ver toda aquella
riqueza.
- No me mataste a
mí, sino a mi abuela -replicó Colás el Chico-. He vendido el cadáver y me han
dado por él una fanega de dinero.
- ¡Qué bien te lo
han pagado! -exclamó el otro, y, corriendo a su casa, cogió el hacha, mató a su
abuela y, cargándola en el carro, la condujo a la ciudad donde residía el
boticario, al cual preguntó si le compraría un muerto.
- ¿Quién es y de
dónde lo has sacado? -preguntó el boticario.
- Es mi abuela
-respondió Colás-. La maté para sacar de ella una fanega de dinero.
- ¡Dios nos ampare!
-exclamó el boticario- ¡Qué disparate! No digas eso, que pueden cortarte la
cabeza -. Y le hizo ver cuán perversa había sido su acción, diciéndole que era
un hombre malo y que merecía un castigo. Asustóse tanto Colás que, montando en
el carro de un brinco y fustigando los caballos, emprendió la vuelta a casa sin
detenerse. El boticario y los demás presentes, creyéndole loco, le dejaron
marchar libremente.
«¡Me la vas a
pagar!», dijo Colás cuando estuvo en la carretera. «Ésta no te la paso,
compadre». Y en cuanto hubo llegado a su casa cogió el saco más grande que
encontró, fue al encuentro de Colás el Chico y le dijo:
- Por dos veces me
has engañado; la primera maté los caballos, y la segunda a mi abuela. Tú tienes
la culpa de todo, pero no volverás a burlarte de mí -. Y agarrando a Colás el
Chico, lo metió en el saco y, cargándoselo a la espalda le dijo:
- ¡Ahora voy a
ahogarte!
El trecho hasta el
río era largo, y Colás el Chico pesaba lo suyo. El camino pasaba muy cerca de
la iglesia, desde la cual llegaban los sones del órgano y los cantos de los
fieles. Colás depositó el saco junto a la puerta, pensando que no estaría de
más entrar a oír un salmo antes de seguir adelante. El prisionero no podría
escapar, y toda la gente estaba en el templo; y así entró en él.
- ¡Dios mío, Dios
mío! -suspiraba Colás el Chico dentro del saco, retorciéndose y volviéndose,
sin lograr soltarse. Mas he aquí que acertó a pasar un pastor muy viejo, de
cabello blanco y que caminaba apoyándose en un bastón. Conducía una manada de
vacas y bueyes, que al pasar, volcaron el saco que encerraba a Colás el Chico.
- ¡Dios mío!
-continuaba suspirando el prisionero-. ¡Tan joven y tener que ir al cielo!
- En cambio, yo,
pobre de mí -replicó el pastor-, no puedo ir, a pesar de ser tan viejo.
- Abre el saco
-gritó Colás-, métete en él en mi lugar, y dentro de poco estarás en el Paraíso.
- ¡De mil amores!
-respondió el pastor, desatando la cuerda. Colás el Chico salió de un brinco de
su prisión.
- ¿Querrás cuidar
de mi ganado? -preguntóle el viejo, metiéndose a su vez en el saco. Colás lo
ató fuertemente, y luego se alejó con la manada.
A poco, Colás el
Grande salió de la iglesia, y se cargó el saco a la espalda. Al levantarlo
parecióle que pesaba menos que antes, pues el viejo pastor era mucho más
desmirriado que Colás el Chico. «¡Qué ligero se ha vuelto!», pensó. «Esto es el
premio de haber oído un salmo». Y llegándose al río, que era profundo y
caudaloso, echó al agua el saco con el viejo pastor, mientras gritaba, creído
de que era su rival:
- ¡No volverás a
burlarte de mí!
Y emprendió el
regreso a su casa; pero al llegar al cruce de dos caminos topóse de nuevo con
Colás el Chico, que conducía su ganado.
- ¿Qué es esto?
-exclamó asombrado-. ¿Pero no te ahogué?
- Sí -respondió el
otro-. Hace cosa de media hora que me arrojaste al río.
- ¿Y de dónde has
sacado este rebaño? -preguntó Colás el Grande.
- Son animales de
agua -respondió el Chico-. Voy a contarte la historia y a darte las gracias por
haberme ahogado, pues ahora sí soy rico de veras. Tuve mucho miedo cuando
estaba en el saco, y el viento me zumbó en los oídos al arrojarme tú desde el
puente, y el agua estaba muy fría. Enseguida me fui al fondo, pero no me
lastimé, pues está cubierto de la más mullida hierba que puedas imaginar. Tan
pronto como caí se abrió el saco y se me presentó una muchacha hermosísima, con
un vestido blanco como la nieve y una diadema verde en torno del húmedo
cabello. Me tomó la mano y me dijo: «¿Eres tú, Colás el Chico?. De momento ahí
tienes unas cuantas reses; una milla más lejos, te aguarda toda una manada; te
la regalo». Entonces vi que el río era como una gran carretera para la gente de
mar. Por el fondo hay un gran tránsito de carruajes y peatones que vienen del
mar, tierra adentro, hasta donde empieza el río. Había flores hermosísimas y la
hierba más verde que he visto jamás. Los peces pasaban nadando junto a mis
orejas, exactamente como los pájaros en el aire. ¡Y qué gente más simpática, y
qué ganado más gordo, paciendo por las hondonadas y los ribazos!
- ¿Y por qué has
vuelto a la tierra? -preguntó Colás el Grande. Yo no lo habría hecho, si tan bien
se estaba allá abajo.
- Sí -respondió el
otro-, pero se me ocurrió una gran idea. Ya has oído lo que te dije: la
doncella me reveló que una milla camino abajo - y por camino entendía el río,
pues ellos no pueden salir a otro sitio - me aguardaba toda una manada de
vacas. Pero yo sé muy bien que el río describe muchas curvas, ora aquí, ora
allá; es el cuento de nunca acabar. En cambio, yendo por tierra se puede
acertar el camino; me ahorro así casi media milla, y llego mucho antes al lugar
donde está el ganado.
- ¡Qué suerte
tienes! -exclamó Colás el Grande-. ¿Piensas que me darían también ganado, si
bajase al fondo del río?
- Seguro -respondió
Colás el Chico-, pero yo no puedo llevarte en el saco hasta el puente, pesas
demasiado. Si te conformas, con ir allí a pie y luego meterte en el saco, te
arrojare al río con mucho gusto.
- Muchas gracias
-asintió el otro-. Pero si cuando esté abajo no me dan nada, te zurraré de lo
lindo; y no creas que hablo en broma.
- ¡Bah! ¡No te lo
tomes tan a pecho! - y se encaminaron los dos al río. Cuando el ganado, que
andaba sediento, vio el agua, echó a correr hacia ella para calmar la sed.
- ¡Fíjate cómo se
precipitan! -observó Colás el Chico-. Bien se ve que quieren volver al fondo.
- Sí, ayúdame -dijo
el tonto-; de lo contrario vas a llevar palo -. Y se metió en un gran saco que
venía atravesado sobre el dorso de uno de los bueyes.
- Ponle dentro una
piedra, no fuera caso que quedase flotando -añadió.
- Perfectamente
-dijo el Chico, e introduciendo en el saco una voluminosa piedra, lo ató
fuertemente y, ¡pum!, Colás el Grande salió volando por los aires, y en un
instante se hundió en el río. «Me temo que no encuentres el ganado», dijo el
otro Colás, emprendiendo el camino de casa con su manada.
Las
flores de la pequeña Ida
- ¡Mis flores se
han marchitado! -exclamó la pequeña Ida.
- Tan hermosas como
estaban anoche, y ahora todas sus hojas cuelgan mustias. ¿Por qué será esto?
-preguntó al estudiante, que estaba sentado en el sofá. Le tenía mucho cariño,
pues sabía las historias más preciosas y divertidas, y era muy hábil además en
recortar figuras curiosas: corazones con damas bailando, flores y grandes
castillos cuyas puertas podían abrirse. Era un estudiante muy simpático.
- ¿Por qué ponen
una cara tan triste mis flores hoy? -dijo, señalándole un ramillete
completamente marchito.
- ¿No sabes qué les
ocurre? -respondió el estudiante-. Pues que esta noche han ido al baile, y por
eso tienen hoy las cabezas colgando.
- ¡Pero si las
flores no bailan! -repuso Ida.
- ¡Claro que sí!
-dijo el estudiante-. En cuanto oscurece y nosotros nos acostamos, ellas
empiezan a saltar y bailar. Casi todas las noches tienen sarao.
- ¿Y los niños no
pueden asistir?
- Claro que sí
-contestó el estudiante-. Las margaritas y los muguetes muy pequeñitos.
- ¿Dónde bailan las
flores? -siguió preguntando la niña.
- ¿No has ido nunca
a ver las bonitas flores del jardín del gran palacio donde el Rey pasa el
verano?. Claro que has ido, y habrás visto los cisnes que acuden nadando cuando
haces señal de echarles migas de pan. Pues allí hacen unos bailes magníficos,
te lo digo yo.
- Ayer estuve con
mamá -dijo Ida-; pero habían caído todas las hojas de los árboles, ya no
quedaba ni una flor. ¿Dónde están? ¡Tantas como había en verano!
- Están dentro del
palacio -respondió el estudiante-. Has de saber que en cuanto el Rey y toda la
corte regresan a la ciudad, todas las flores se marchan corriendo del jardín y
se instalan en palacio, donde se divierten de lo lindo. ¡Tendrías que verlo!
Las dos rosas más preciosas se sientan en el trono y hacen de Rey y de Reina.
Las rojas gallocrestas se sitúan de pie a uno y otro lado y hacen reverencias;
son los camareros. Vienen luego las flores más lindas y empieza el gran baile;
las violetas representan guardias marinas, y bailan con los jacintos y los
azafranes, a los que llaman señoritas. Los tulipanes y las grandes azucenas de
fuego son damas viejas que cuidan de que se baile en debida forma y de que todo
vaya bien.
- Pero -preguntó la
pequeña Ida-, ¿nadie les dice nada a las flores por bailar en el palacio real?
- El caso es que
nadie está en el secreto -, respondió el estudiante-. Cierto que alguna vez que
otra se presenta durante la noche el viejo guardián del castillo, con su manojo
de llaves, para cerciorarse de que todo está en regla; pero no bien las flores
oyen rechinar la cerradura, se quedan muy quietecitas, escondidas detrás de los
cortinajes y asomando las cabecitas. «Aquí huele a flores», dice el viejo
guardián, «pero no veo ninguna».
- ¡Qué divertido!
-exclamó Ida, dando una palmada-. ¿Y no podría yo ver las flores?
- Sí -dijo el
estudiante-. Sólo tienes que acordarte, cuando salgas, de mirar por la ventana;
enseguida las verás. Yo lo hice hoy. En el sofá había estirado un largo lirio
de Pascua amarillo; era una dama de la corte.
- ¿Y las flores del
Jardín Botánico pueden ir también, con lo lejos que está?
- Sin duda
-respondió el estudiante -, ya que pueden volar, si quieren. ¿No has visto las
hermosas mariposas, rojas, amarillas y blancas? Parecen flores, y en realidad
lo han sido. Se desprendieron del tallo, y, agitando las hojas cual si fueran
alas, se echaron a volar; y como se portaban bien, obtuvieron permiso para
volar incluso durante el día, sin necesidad de volver a la planta y quedarse en
sus tallos, y de este modo las hojas se convirtieron al fin en alas de veras.
Tú misma las has visto. Claro que a lo mejor las flores del Jardín Botánico no
han estado nunca en el palacio real, o ignoran lo bien que se pasa allí la
noche. ¿Sabes qué? Voy a decirte una cosa que dejaría pasmado al profesor de
Botánica que vive cerca de aquí ¿lo conoces, no? Cuando vayas a su jardín
contarás a una de sus flores lo del gran baile de palacio; ella lo dirá a las
demás, y todas echarán a volar hacia allí. Si entonces el profesor acierta a
salir al jardín, apenas encontrará una sola flor, y no comprenderá adónde se
han metido.
- Pero, ¿cómo va la
flor a contarlo a las otras? Las flores no hablan.
- Lo que se dice
hablar, no -admitió el estudiante-, pero se entienden con signos ¿No has visto
muchas veces que, cuando sopla un poco de brisa, las flores se inclinan y
mueven sus verdes hojas? Pues para ellas es como si hablasen.
- ¿Y el profesor
entiende sus signos? -preguntó Ida.
- Supongo que sí.
Una mañana salió al jardín y vio cómo una gran ortiga hacía signos con las
hojas a un hermoso clavel rojo. «Eres muy lindo; te quiero», decía. Mas el
profesor, que no puede sufrir a las ortigas, dio un manotazo a la atrevida en
las hojas que son sus dedos; mas la planta le pinchó, produciéndole un fuerte
escozor, y desde entonces el buen señor no se ha vuelto a meter con las
ortigas.
- ¡Qué divertido!
-exclamó Ida, soltando la carcajada.
- ¡Qué manera de
embaucar a una criatura! -refunfuñó el aburrido consejero de Cancillería, que
había venido de visita y se sentaba en el sofá. El estudiante le era
antipático, y siempre gruñía al verle recortar aquellas figuras tan graciosas:
un hombre colgando de la horca y sosteniendo un corazón en la mano - pues era
un robador de corazones -, o una vieja bruja montada en una escoba, llevando a
su marido sobre las narices. Todo esto no podía sufrirlo el anciano señor, y
decía, como en aquella ocasión:
- ¡Qué manera de
embaucar a una criatura! ¡Vaya fantasías tontas!
Mas la pequeña Ida
encontraba divertido lo que le contaba el estudiante acerca de las flores, y
permaneció largo rato pensando en ello. Las flores estaban con las cabezas
colgantes, cansadas, puesto que habían estado bailando durante toda la noche.
Seguramente estaban enfermas. Las llevó, pues, junto a los demás juguetes,
colocados sobre una primorosa mesita cuyo cajón estaba lleno de cosas bonitas.
En la camita de muñecas dormía su muñeca Sofía, y la pequeña Ida le dijo:
- Tienes que
levantarte, Sofía; esta noche habrás de dormir en el cajón, pues las pobrecitas
flores están enfermas y las tengo que acostar en la cama, a ver si se reponen
-. Y sacó la muñeca, que parecía muy enfurruñada y no dijo ni pío; le
fastidiaba tener que ceder su cama.
Ida acostó las
flores en la camita, las arropó con la diminuta manta y les dijo que
descansasen tranquilamente, que entretanto les prepararía té para animarlas y
para que pudiesen levantarse al día siguiente. Corrió las cortinas en torno a
la cama para evitar que el sol les diese en los ojos.
Durante toda la
velada estuvo pensando en lo que le había contado el estudiante; y cuando iba a
acostarse, no pudo contenerse y miró detrás de las cortinas que colgaban
delante de las ventanas, donde estaban las espléndidas flores de su madre,
jacintos y tulipanes, y les dijo en voz muy queda:
- ¡Ya sé que esta
noche bailaréis! -. Las flores se hicieron las desentendidas y no movieron ni
una hoja. Mas la pequeña Ida sabía lo que sabía.
Ya en la cama,
estuvo pensando durante largo rato en lo bonito que debía ser ver a las bellas
flores bailando allá en el palacio real. «¿Quién sabe si mis flores no bailarán
también?». Pero quedó dormida enseguida.
Despertó a
medianoche; había soñado con las flores y el estudiante a quien el señor
Consejero había regañado por contarle cosas tontas. En el dormitorio de Ida
reinaba un silencio absoluto; la lámpara de noche ardía sobre la mesita, y papá
y mamá dormían a pierna suelta.
-¿Estarán mis
flores en la cama de Sofía? -se preguntó-. Me gustaría saberlo -. Se incorporó
un poquitín y miró a la puerta, que estaba entreabierta. En la habitación
contigua estaban sus flores y todos sus juguetes. Aguzó el oído y le pareció
oír que tocaban el piano, aunque muy suavemente y con tanta dulzura como nunca
lo había oído. «Sin duda todas las flores están bailando allí», pensó. «¡Cómo
me gustaría verlo!». Pero no se atrevía a levantarse, por temor a despertar a
sus padres.
- ¡Si al menos
entrasen en mi cuarto!- dijo; pero las flores no entraron, y la música siguió
tocando primorosamente. Al fin, no pudo resistir más, aquello era demasiado
hermoso. Bajó quedita de su cama, se dirigió a la puerta y miró al interior de
la habitación. ¡Dios santo, y qué maravillas se veían!
Las
flores de la pequeña Ida
Continuación
Aunque no había
lámpara de ninguna clase, el cuarto estaba muy claro, gracias a la luna, que, a
través de la ventana proyectaba sus rayos sobre el pavimento; parecía de día.
Los jacintos y tulipanes estaban alineados en doble fila; en la ventana no
habla ninguno, los tiestos aparecían vacíos; en el suelo, todas las flores
bailaban graciosamente en corro, formando cadena y cogiéndose, al girar, unas
con otras por las largas hojas verdes. Sentado al piano se hallaba un gran
lirio amarillo, que Ida estaba segura de haber visto en verano, pues recordaba
muy bien que el estudiante le había dicho:
- ¡Cómo se parece a
la señorita Line! -y todos se habían echado a reír. Pero ahora la pequeña Ida
encontraba que realmente aquella larga flor amarilla se parecía a la citada
señorita, pues hacía sus mismos gestos al tocar, y su cara larga y macilenta se
inclinaba ora hacia un lado ora hacia el otro, siguiendo con un movimiento de
la cabeza el compás de la bellísima música.
Nadie se fijó en
Ida. Ella vio entonces cómo un gran azafrán azul saltaba sobre la mesa de los
juguetes y, dirigiéndose a la cama de la muñeca, descorría las cortinas.
Aparecieron las flores enfermas que se levantaron en el acto, haciéndose
mutuamente señas e indicando que deseaban tomar parte en la danza. El viejo
deshollinador de porcelana, que había perdido el labio inferior, se puso en pie
e hizo una reverencia a las lindas flores, las cuales no tenían aspecto de
enfermas ni mucho menos; saltaron una tras otra, contentas y vivarachas.
Pareció como si
algo cayese de la mesa. Ida miró en aquella dirección: era el látigo que le
hablan regalado en carnaval, el cual había saltado, como si quisiera también
tomar parte en la fiesta de las flores. Estaba muy mono con sus cintas de
papel, y se le montó encima un muñequito de cera que llevaba la cabeza cubierta
con un ancho sombrero parecido al del consejero de Cancillería. El latiguillo
avanzaba a saltos sobre sus tres rojas patas de palo con gran alboroto pues
bailaba una mazurca, baile en el que no podían acompañarle las demás flores,
que eran muy ligeras y no sabían patalear.
De pronto, el
muñeco de cera, montado en el látigo, se hinchó y aumentó de tamaño, y,
volviéndose encima de las flores de papel pintado que adornaban su montura,
gritó: «¡Qué manera de embaucar a una criatura! ¡Vaya fantasías tontas!». Era
igual, igual que el Consejero, con su ancho sombrero; se le parecía hasta en lo
amarillo y aburrido. Pero las flores de papel se le enroscaron en las
escuálidas patas, y el muñeco se encogió de nuevo, volviendo a su condición
primitiva de muñequito de cera. Daba gusto verlo; Ida no podía reprimir la
risa. El látigo siguió bailando y el Consejero no tuvo más remedio que
acompañarlo; lo mismo daba que se hiciera grande o se quedara siendo el
muñequito macilento con su gran sombrero negro. Entonces las otras flores
intercedieron en su favor, especialmente las que habían estado reposando en la
camita, y el látigo se dejó ablandar. Entonces alguien llamó desde e1 interior
del cajón, donde Sofía, la muñeca de Ida, yacía junto a los restantes juguetes;
el deshollinador echó a correr hasta el canto de la mesa, y, echándose sobre la
barriga, se puso a tirar del cajón. Levantóse entonces Sofía y dirigió una
mirada de asombro a su alrededor.
- ¡Conque hay
baile! -dijo-. ¿Por qué no me avisaron?
- ¿Quieres bailar
conmigo? -preguntó el deshollinador.
- ¡Bah! ¡Buen
bailarín eres tú! -replicó ella, volviéndole la espalda. Y, sentándose sobre el
cajón, pensó que seguramente una de las flores la solicitaría como pareja. Pero
ninguna lo hizo. Tosió: ¡hm, hm, hm!, mas ni por ésas. El deshollinador bailaba
solo y no lo hacía mal.
Viendo que ninguna
de las flores le hacía caso, Sofía se dejó caer del cajón al suelo, produciendo
un gran estrépito. Todas las flores se acercaron presurosas a preguntarle si se
había herido, y todas se mostraron amabilísimas, particularmente las que hablan
ocupado su cama. Pero Sofía no se había lastimado; y las flores de Ida le
dieron las gracias por el bonito lecho, y la condujeron al centro de la
habitación, en el lugar iluminado por la luz de la luna, y bailaron con ella,
mientras las otras formaban corro a su alrededor. Sofía sintióse satisfecha,
dijo que podían seguir utilizando su cama, que ella dormiría muy a gusto en el
cajón.
Pero las flores
respondieron:
- Gracias de todo
corazón, mas ya no nos queda mucho tiempo de vida. Mañana habremos muerto. Pero
dile a Ida que nos entierre en el jardín, junto al lugar donde reposa el
canario. De este modo en verano resucitaremos aún más hermosas.
- ¡No, no debéis
morir! -dijo Sofía, y besó a las flores. Abrióse en esto la puerta de la sala y
entró una gran multitud de flores hermosísimas, todas bailando. Ida no
comprendía de dónde venían; debían de ser las del palacio real. Delante iban
dos rosas espléndidas, con sendas coronas de oro: eran un rey y una reina;
seguían luego los alhelíes y claveles más bellos que quepa imaginar, saludando
en todas direcciones. Se traían la música: grandes adormideras y peonias
soplaban en vainas de guisantes, con tal fuerza que tenían la cara encarnada
como un pimiento. Las campanillas azules y los diminutos rompenieves sonaban
cual si fuesen cascabelitos. Era una música la mar de alegre. Venían detrás
otras muchas flores, todas danzando: violetas y amarantos rojos, margaritas y
muguetes. Y todas se iban besando entre sí. ¡Era un espectáculo realmente
maravilloso!
Finalmente, se
dieron unas a otras las buenas noches, y la pequeña Ida se volvió a la cama,
donde soñó en todo lo que acababa de presenciar.
Al despertarse al
día siguiente, corrió a la mesita para ver si estaban en ella las flores;
descorrió las cortinas de la camita: sí, todas estaban; pero completamente
marchitas, mucho más que la víspera. Sofía continuaba en el cajón, donde la
dejara Ida, y tenía una cara muy soñolienta.
- ¿Te acuerdas de
lo que debes decirme? -le preguntó Ida. Pero Sofía estaba como atontada y no
respondió.
- Eres una
desagradecida -le dijo Ida-. Ya no te acuerdas de que todas bailaron contigo.
Cogió luego una caja de papel que tenía dibujados bonitos pájaros, y depositó
en ella las flores muertas:
- Este será vuestro
lindo féretro -dijo-, y cuando vengan mis primos noruegos me ayudarán a
enterraros en el jardín, para que en verano volváis a crecer y os hagáis aún
más hermosas.
Los primos noruegos
eran dos alegres muchachos, Jonás y Adolfo. Su padre les había regalado dos
arcos nuevos, y los traían para enseñárselos a Ida. Ella les habló de las
pobres flores muertas, y en casa les dieron permiso para enterrarlas. Los dos
muchachos marchaban al paso con sus arcos al hombro, e Ida seguía con las
flores muertas en la bonita caja. Excavaron una pequeña fosa en el jardín; Ida
besó a las flores y las depositó en la tumba, encerradas en su ataúd, mientras
Adolfo y Jonás disparaban sus arcos, a falta de fusiles o cañones.
Lo que
hace el padre bien hecho está
Voy a contaros
ahora una historia que oí cuando era muy niño, y cada vez que me acuerdo de
ella me parece más bonita. Con las historias ocurre lo que con ciertas
personas: embellecen a medida que pasan los años, y esto es muy alentador.
Algunas veces
habrás salido a la campiña y habrás visto una casa de campo, con un tejado de
paja en el que crecen hierbas y musgo; en el remate del tejado no puede faltar
un nido de cigüeñas. Las paredes son torcidas; las ventanas, bajas, y de ellas
sólo puede abrirse una. El horno sobresale como una pequeña barriga abultada, y
el saúco se inclina sobre el seto, cerca del cual hay una charca con un pato o
unos cuantos patitos bajo el achaparrado sauce. Tampoco, falta el mastín, que
ladra a toda alma viviente.
Pues en una casa
como la que te he descrito vivía un viejo matrimonio, un pobre campesino con su
mujer. No poseían casi nada, y, sin embargo, tenían una cosa superflua: un
caballo, que solía pacer en los ribazos de los caminos. El padre lo montaba
para trasladarse a la ciudad, y los vecinos se lo pedían prestado y le pagaban
con otros servicios; desde luego, habría sido más ventajoso para ellos vender
el animal o trocarlo por algo que les reportase mayor beneficio. Pero, ¿por qué
lo podían cambiar?.
- Tú verás mejor lo
que nos conviene -dijo la mujer-. Precisamente hoy es día de mercado en el
pueblo. Vete allí con el caballo y que te den dinero por él, o haz un buen
intercambio. Lo que haces, siempre está bien hecho. Vete al mercado.
Le arregló la
bufanda alrededor del cuello, pues esto ella lo hacía mejor, y le puso también
una corbata de doble lazo, que le sentaba muy bien; cepillóle el sombrero con
la palma de la mano, le dio un beso, y el hombre se puso alegremente en camino
montado en el caballo que debía vender o trocar. «El viejo entiende de esas
cosas -pensaba la mujer-. Nadie lo hará mejor que él».
El sol quemaba, y
ni una nubecilla empañaba el azul del cielo. El camino estaba polvoriento,
animado por numerosos individuos que se dirigían al mercado, en carro, a
caballo o a pie. El calor era intenso, y en toda la extensión del camino no se
descubría ni un puntito de sombra.
Nuestro amigo se
encontró con un paisano que conducía una vaca, todo lo bien parecida que una
vaca puede ser. «De seguro que da buena leche -pensó-. Tal vez sería un buen
cambio».
- ¡Oye tú, el de la
vaca! -dijo-. ¿Y si hiciéramos un trato? Ya sé que un caballo es más caro que
una vaca; pero me da igual. De una vaca sacaría yo más beneficio. ¿Quieres que
cambiemos?
- Muy bien -dijo el
hombre de la vaca; y trocaron los animales.
Cerrado el trato;
nada impedía a nuestro campesino volverse a casa, puesto que el objeto del
viaje quedaba cumplido. Pero su intención primera había sido ir a la feria, y
decidió llegarse a ella, aunque sólo fuera para echar un vistazo. Así continuó
el hombre conduciendo la vaca. Caminaba ligero, y el animal también, por lo que
no tardaron en alcanzar a un individuo con una oveja. Era un buen ejemplar,
gordo y con un buen «toisón».
«¡Esa oveja sí que
me gustaría! -pensó el campesino-. En nuestros ribazos nunca le faltaría
hierba, y en invierno podríamos tenerla en casa. Yo creo que nos conviene más
mantener una oveja que una vaca».
- ¡Amigo! -dijo al
otro-, ¿quieres que cambiemos?.
El propietario de
la oveja no se lo hizo repetir; efectuaron el cambio, y el labrador prosiguió
su camino, muy contento con su oveja. Mas he aquí que, viniendo por un sendero
que cruzaba la carretera, vio a un hombre que llevaba una gorda oca bajo el
brazo.
- ¡Caramba! ¡Vaya
oca cebada que traes! -le dijo-. ¡Qué cantidad de grasa y de pluma! No estaría
mal en nuestra charca, atada de un cabo. La vieja podría echarle los restos de
comida. Cuántas veces le he oído decir: ¡Ay, si tuviésemos una oca! Pues ésta
es la ocasión. ¿Quieres cambiar? Te daré la oveja por la oca, y muchas gracias
encima.
El otro aceptó, no
faltaba más; hicieron el cambio, y el campesino se quedó con la oca. Estaba ya
cerca de la ciudad, y el bullicio de la carretera iba en aumento; era un
hormiguero de personas y animales, que llenaban el camino y hasta la cuneta.
Llegaron al fin al campo de patatas del portazguero. Éste tenía una gallina
atada para que no se escapara, asustada por el ruido. Era una gallina
derrabada, bizca y de bonito aspecto. «Cluc, cluc», gritaba. No sé lo que ella
quería significar con su cacareo, el hecho es que el campesino pensó al verla:
«Es la gallina más hermosa que he visto en mi vida; es mejor que la clueca del
señor rector; me gustaría tenerla. Una gallina es el animal más fácil de criar;
siempre encuentra un granito de trigo; puede decirse que se mantiene ella sola.
Creo sería un buen negocio cambiarla por la oca».
- ¿Y si
cambiáramos? -preguntó.
- ¿Cambiar? -dijo
el otro-. Por mí no hay inconveniente y aceptó la proposición. El portazguero
se quedó con la oca, y el campesino, con la gallina.
La verdad es que
había aprovechado bien el tiempo en el viaje a la ciudad. Por otra parte,
arreciaba el calor, y el hombre estaba cansado; un trago de aguardiente y un
bocadillo le vendrían de perlas. Como se encontrara delante de la posada, entró
en ella en el preciso momento en que salía el mozo, cargado con un saco lleno a
rebosar.
- ¿Qué llevas ahí?
-preguntó el campesino.
- Manzanas podridas
-respondió el mozo-; un saco lleno para los cerdos.
- ¡Qué hermosura de
manzanas! ¡Cómo gozaría la vieja si las viera! El año pasado el manzano del
corral sólo dio una manzana; hubo que guardarla, y estuvo sobre la cómoda hasta
que se pudrió. Esto es signo de prosperidad, decía la abuela. ¡Menuda
prosperidad tendría con todo esto! Quisiera darle este gusto.
- ¿Cuánto me dais
por ellas? -preguntó el hombre.
- ¿Cuánto os doy?
Os las cambio por la gallina -y dicho y hecho, entregó la gallina y recibió las
manzanas. Entró en la posada y se fue directo al mostrador. El saco lo dejó
arrimado a la estufa, sin reparar en que estaba encendida. En la sala había
mucha gente forastera, tratante de caballos y de bueyes, y entre ellos dos
ingleses, los cuales, como todo el mundo sabe, son tan ricos, que los bolsillos
les revientan de monedas de oro. Y lo que más les gusta es hacer apuestas.
Escucha si no.
«¡Chuf, chuf!» ¿Qué
ruido era aquél que llegaba de la estufa? Las manzanas empezaban a asarse.
- ¿Qué pasa ahí?
No tardó en
propagarse la historia del caballo que había sido trocado por una vaca y,
descendiendo progresivamente, se había convertido en un saco de manzanas
podridas.
- Espera a llegar a
casa, verás cómo la vieja te recibe a puñadas -dijeron los ingleses.
- Besos me dará,
que no puñadas -replicó el campesino-. La abuela va a decir: «Lo que hace el
padre, bien hecho está».
- ¿Hacemos una
apuesta? -propusieron los ingleses-. Te apostamos todo el oro que quieras:
onzas de oro a toneladas, cien libras, un quintal.
- Con una fanega me
contento -contestó el campesino-. Pero sólo puedo jugar una fanega de manzanas,
y yo y la abuela por añadidura. Creo que es medida colmada. ¿Qué pensáis de
ello?
- Conforme
-exclamaron los ingleses-. Trato hecho.
Engancharon el
carro del ventero, subieron a él los ingleses y el campesino, sin olvidar el
saco de manzanas, y se pusieron en camino. No tardaron en llegar a la casita.
- ¡Buenas noches,
madrecita!
- ¡Buenas noches,
padrecito!
- He hecho un buen
negocio con el caballo.
- ¡Ya lo decía yo;
tú entiendes de eso! -dijo la mujer, abrazándolo, sin reparar en el saco ni en
los forasteros.
- He cambiado el
caballo por una vaca.
- ¡Dios sea loado!
¡La de leche que vamos a tener! Por fin volveremos a ver en la mesa mantequilla
y queso. ¡Buen negocio!
- Sí, pero luego
cambié la vaca por una oveja.
- ¡Ah! ¡Esto está
aún mejor! -exclamó la mujer-. Tú siempre piensas en todo. Hierba para una
oveja tenemos de sobra. No nos faltará ahora leche y queso de oveja, ni medias
de lana, y aun batas de dormir. Todo eso la vaca no lo da; pierde el pelo. Eres
una perla de marido.
- Pero es que
después cambié la oveja por una oca.
- Así tendremos una
oca por San Martín, padrecito. ¡Sólo piensas en darme gustos! ¡Qué idea has
tenido! Ataremos la oca fuera, en la hierba, y ¡lo que engordará hasta San
Martín!
- Es que he
cambiado la oca por una gallina -prosiguió el hombre.
- ¿Una gallina?
¡Éste sí que es un buen negocio! -exclamó la mujer-. La gallina pondrá huevos,
los incubará, tendremos polluelos y todo un gallinero. ¡Es lo que yo más
deseaba!
- Sí, pero es que
luego cambié la gallina por un saco de manzanas podridas.
- ¡Ven que te dé un
beso! -exclamó la mujer, fuera de sí de contento-. ¡Gracias, marido mío!
¿Quieres que te cuente lo que me ha ocurrido? En cuanto te hubiste marchado, me
puse a pensar qué comida podría prepararte para la vuelta; se me ocurrió que lo
mejor sería tortilla de puerros. Los huevos los tenía, pero me faltaban los
puerros. Me fui, pues, a casa del maestro. Sé de cierto que tienen puerros,
pero ya sabes lo avara que es la mujer. Le pedí que me prestase unos pocos.
«¿Prestar? -me respondió-. No tenemos nada en el huerto, ni una mala manzana
podrida. Ni una manzana puedo prestaros». Pues ahora yo puedo prestarle diez,
¡qué digo! todo un saco. ¡qué gusto, padrecito! -. Y le dio otro beso.
- Magnífico
-dijeron los ingleses-. ¡Siempre para abajo y siempre contenta! Esto no se paga
con dinero -. Y pagaron el quintal de monedas de oro al campesino, que recibía
besos en vez de puñadas.
Sí, señor, siempre
se sale ganando cuando la mujer no se cansa de declarar que el padre entiende
en todo, y que lo que hace, bien hecho está.
Ésta es la historia
que oí de niño. Ahora tú la sabes también, y no lo olvides: lo que el padre
hace, bien hecho está.
El cofre
volador
Érase una vez un
comerciante tan rico, que habría podido empedrar toda la calle con monedas de
plata, y aún casi un callejón por añadidura; pero se guardó de hacerlo, pues el
hombre conocía mejores maneras de invertir su dinero, y cuando daba un ochavo
era para recibir un escudo. Fue un mercader muy listo... y luego murió.
Su hijo heredó
todos sus caudales, y vivía alegremente: todas las noches iba al baile de
máscaras, hacía cometas con billetes de banco y arrojaba al agua panecillos
untados de mantequilla y lastrados con monedas de oro en vez de piedras. No es
extraño, pues, que pronto se terminase el dinero; al fin a nuestro mozo no le
quedaron más de cuatro perras gordas, y por todo vestido, unas zapatillas y una
vieja bata de noche. Sus amigos lo abandonaron; no podían ya ir juntos por la calle;
pero uno de ellos, que era un bonachón, le envió un viejo cofre con este aviso:
«¡Embala!». El consejo era bueno, desde luego, pero como nada tenía que
embalar, se metió él en el baúl.
Era un cofre
curioso: echaba a volar en cuanto se le apretaba la cerradura. Y así lo hizo;
en un santiamén, el muchacho se vio por los aires metido en el cofre, después
de salir por la chimenea, y montóse hasta las nubes, vuela que te vuela. Cada
vez que el fondo del baúl crujía un poco, a nuestro hombre le entraba pánico;
si se desprendiesen las tablas, ¡vaya salto! ¡Dios nos ampare!
De este modo llegó
a tierra de turcos. Escondiendo el cofre en el bosque, entre hojarasca seca, se
encaminó a la ciudad; no llamó la atención de nadie, pues todos los turcos
vestían también bata y pantuflos. Encontróse con un ama que llevaba un niño:
- Oye, nodriza -le
preguntó-, ¿qué es aquel castillo tan grande, junto a la ciudad, con ventanas
tan altas?
- Allí vive la hija
del Rey -respondió la mujer-. Se le ha profetizado que quien se enamore de ella
la hará desgraciada; por eso no se deja que nadie se le acerque, si no es en
presencia del Rey y de la Reina, - Gracias -dijo el hijo del mercader, y volvió
a su bosque. Se metió en el cofre y levantó el vuelo; llegó al tejado del
castillo y se introdujo por la ventana en las habitaciones de la princesa.
Estaba ella
durmiendo en un sofá; era tan hermosa, que el mozo no pudo reprimirse y le dio
un beso. La princesa despertó asustada, pero él le dijo que era el dios de los
turcos, llegado por los aires; y esto la tranquilizó.
Sentáronse uno
junto al otro, y el mozo se puso a contar historias sobre los ojos de la
muchacha: eran como lagos oscuros y maravillosos, por los que los pensamientos
nadaban cual ondinas; luego historias sobre su frente, que comparó con una
montaña nevada, llena de magníficos salones y cuadros; y luego le habló de la
cigüeña, que trae a los niños pequeños.
Sí, eran unas
historias muy hermosas, realmente. Luego pidió a la princesa si quería ser su
esposa, y ella le dio el sí sin vacilar.
- Pero tendréis que
volver el sábado -añadió-, pues he invitado a mis padres a tomar el té. Estarán
orgullosos de que me case con el dios de los turcos. Pero mira de recordar
historias bonitas, que a mis padres les gustan mucho. Mi madre las prefiere
edificantes y elevadas, y mi padre las quiere divertidas, pues le gusta reírse.
- Bien, no traeré
más regalo de boda que mis cuentos -respondió él, y se despidieron; pero antes
la princesa le regaló un sable adornado con monedas de oro. ¡Y bien que le
vinieron al mozo!
Se marchó en
volandas, se compró una nueva bata y se fue al bosque, donde se puso a componer
un cuento. Debía estar listo para el sábado, y la cosa no es tan fácil.
Y cuando lo tuvo
terminado, era ya sábado.
El Rey, la Reina y
toda la Corte lo aguardaban para tomar el té en compañía de la princesa. Lo
recibieron con gran cortesía.
- ¿Vais a contarnos
un cuento -preguntóle la Reina-, uno que tenga profundo sentido y sea
instructivo?
- Pero que al mismo
tiempo nos haga reír -añadió el Rey.-
- De acuerdo
-respondía el mozo, y comenzó su relato. Y ahora, atención.
«Érase una vez un
haz de fósforos que estaban en extremo orgullosos de su alta estirpe; su árbol
genealógico, es decir, el gran pino, del que todos eran una astillita, había
sido un añoso y corpulento árbol del bosque. Los fósforos se encontraban ahora
entre un viejo eslabón y un puchero de hierro no menos viejo, al que hablaban
de los tiempos de su infancia. -¡Sí, cuando nos hallábamos en la rama verde
-decían- estábamos realmente en una rama verde! Cada amanecer y cada atardecer
teníamos té diamantino: era el rocío; durante todo el día nos daba el sol,
cuando no estaba nublado, y los pajarillos nos contaban historias. Nos dábamos
cuenta de que éramos ricos, pues los árboles de fronda sólo van vestidos en
verano; en cambio, nuestra familia lucía su verde ropaje, lo mismo en verano
que en invierno. Mas he aquí que se presentó el leñador, la gran revolución, y
nuestra familia se dispersó. El tronco fue destinado a palo mayor de un barco
de alto bordo, capaz de circunnavegar el mundo si se le antojaba; las demás
ramas pasaron a otros lugares, y a nosotros nos ha sido asignada la misión de
suministrar luz a la baja plebe; por eso, a pesar de ser gente distinguida,
hemos venido a parar a la cocina.
» - Mi destino ha
sido muy distinto -dijo el puchero a cuyo lado yacían los fósforos-. Desde el
instante en que vine al mundo, todo ha sido estregarme, ponerme al fuego y
sacarme de él; yo estoy por lo práctico, y, modestia aparte, soy el número uno
en la casa, Mi único placer consiste, terminado el servicio de mesa, en estarme
en mi sitio, limpio y bruñido, conversando sesudamente con mis compañeros; pero
si exceptúo el balde, que de vez en cuando baja al patio, puede decirse que
vivimos completamente retirados. Nuestro único mensajero es el cesto de la
compra, pero ¡se exalta tanto cuando habla del gobierno y del pueblo!; hace
unos días un viejo puchero de tierra se asustó tanto con lo que dijo, que se
cayó al suelo y se rompió en mil pedazos. Yo os digo que este cesto es un
revolucionario; y si no, al tiempo.
» - ¡Hablas
demasiado! -intervino el eslabón, golpeando el pedernal, que soltó una chispa-.
¿No podríamos echar una cana al aire, esta noche?
» - Sí, hablemos
-dijeron los fósforos-, y veamos quién es el más noble de todos nosotros.
» - No, no me gusta
hablar de mi persona -objetó la olla de barro-. Organicemos una velada. Yo
empezaré contando la historia de mi vida, y luego los demás harán lo mismo; así
no se embrolla uno y resulta más divertido. En las playas del Báltico, donde
las hayas que cubren el suelo de Dinamarca...
» - ¡Buen
principio! -exclamaron los platos-. Sin duda, esta historia nos gustará.
» - ...pasé mi
juventud en el seno de una familia muy reposada; se limpiaban los muebles, se
restregaban los suelos, y cada quince días colgaban cortinas nuevas.
» - ¡Qué bien se
explica! -dijo la escoba de crin-. Diríase que habla un ama de casa; hay un no
sé que de limpio y refinado en sus palabras.
» -Exactamente lo
que yo pensaba -asintió el balde, dando un saltito de contento que hizo resonar
el suelo.
» La olla siguió
contando, y el fin resultó tan agradable como había sido el principio.
» Todos los platos
castañetearon de regocijo, y la escoba sacó del bote unas hojas de perejil, y
con ellas coronó a la olla, a sabiendas de que los demás rabiarían. "Si
hoy le pongo yo una corona, mañana me pondrá ella otra a mí", pensó.
» - ¡Voy a bailar!
-exclamó la tenaza, y, ¡dicho y hecho! ¡Dios nos ampare, y cómo levantaba la
pierna! La vieja funda de la silla del rincón estalló al verlo-. ¿Me vais a
coronar también a mí? -pregunto la tenaza; y así se hizo.
» - ¡Vaya gentuza!
-pensaban los fósforos.
» Tocábale entonces
el turno de cantar a la tetera, pero se excusó alegando que estaba resfriada;
sólo podía cantar cuando se hallaba al fuego; pero todo aquello eran remilgos;
no quería hacerlo más que en la mesa, con las señorías.
» Había en la
ventana una vieja pluma, con la que solía escribir la sirvienta. Nada de
notable podía observarse en ella, aparte que la sumergían demasiado en el
tintero, pero ella se sentía orgullosa del hecho.
» - Si la tetera se
niega a cantar, que no cante -dijo-. Ahí fuera hay un ruiseñor enjaulado que
sabe hacerlo. No es que haya estudiado en el Conservatorio, mas por esta noche
seremos indulgentes.
» - Me parece muy
poco conveniente -objetó la cafetera, que era una cantora de cocina y
hermanastra de la tetera - tener que escuchar a un pájaro forastero. ¿Es esto
patriotismo? Que juzgue el cesto de la compra.
» - Francamente, me
habéis desilusionado -dijo el cesto-. ¡Vaya manera estúpida de pasar una
velada! En lugar de ir cada cuál por su lado, ¿no sería mucho mejor hacer las
cosas con orden? Cada uno ocuparía su sitio, y yo dirigiría el juego. ¡Otra
cosa seria!
» - ¡Sí, vamos a
armar un escándalo! -exclamaron todos.
» En esto se abrió
la puerta y entró la criada. Todos se quedaron quietos, nadie se movió; pero ni
un puchero dudaba de sus habilidades y de su distinción. "Si hubiésemos
querido -pensaba cada uno-, ¡qué velada más deliciosa habríamos pasado!".
» La sirvienta
cogió los fósforos y encendió fuego. ¡Cómo chisporroteaban, y qué llamas
echaban!
» "Ahora todos
tendrán que percatarse de que somos los primeros -pensaban-. ¡Menudo brillo y
menudo resplandor el nuestro!". Y de este modo se consumieron».
- ¡Qué cuento tan
bonito! -dijo la Reina-. Me parece encontrarme en la cocina, entre los
fósforos. Sí, te casarás con nuestra hija.
- Desde luego
-asintió el Rey-. Será tuya el lunes por la mañana -. Lo tuteaban ya, considerándolo
como de la familia.
Fijóse el día de la
boda, y la víspera hubo grandes iluminaciones en la ciudad, repartiéronse
bollos de pan y rosquillas, los golfillos callejeros se hincharon de gritar
«¡hurra!» y silbar con los dedos metidos en la boca... ¡Una fiesta magnífica!
«Tendré que hacer
algo», pensó el hijo del mercader, y compró cohetes, petardos y qué sé yo
cuántas cosas de pirotecnia, las metió en el baúl y emprendió el vuelo.
¡Pim, pam, pum!
¡Vaya estrépito y vaya chisporroteo!
Los turcos, al
verlo, pegaban unos saltos tales que las babuchas les llegaban a las orejas;
nunca habían contemplado una traca como aquella, Ahora sí que estaban
convencidos de que era el propio dios de los turcos el que iba a casarse con la
hija del Rey.
No bien llegó
nuestro mozo al bosque con su baúl, se dijo: «Me llegaré a la ciudad, a
observar el efecto causado».
Era una curiosidad
muy natural.
¡Qué cosas contaba
la gente! Cada una de las personas a quienes preguntó había presenciado el
espectáculo de una manera distinta, pero todos coincidieron en calificarlo de
hermoso.
- Yo vi al propio
dios de los turcos -afirmó uno-. Sus ojos eran como rutilantes estrellas, y la
barba parecía agua espumeante.
- Volaba envuelto
en un manto de fuego -dijo otro-. Por los pliegues asomaban unos angelitos
preciosos.
Sí, escuchó cosas
muy agradables, y al día siguiente era la boda.
Regresó al bosque
para instalarse en su cofre; pero, ¿dónde estaba el cofre? El caso es que se
había incendiado. Una chispa de un cohete había prendido fuego en el forro y
reducido el baúl a cenizas. Y el hijo del mercader ya no podía volar ni volver
al palacio de su prometida.
Ella se pasó todo
el día en el tejado, aguardándolo; y sigue aún esperando, mientras él recorre
el mundo contando cuentos, aunque ninguno tan regocijante como el de los
fósforos.
La
margarita
Oid bien lo que os
voy a contar: Allá en la campaña, junto al camino, hay una casa de campo, que
de seguro habréis visto alguna vez. Delante tiene un jardincito con flores y
una cerca pintada. Allí cerca, en el foso, en medio del bello y verde césped,
crecía una pequeña margarita, a la que el sol enviaba sus confortantes rayos
con la misma generosidad que a las grandes y suntuosas flores del jardín; y así
crecía ella de hora en hora.
Allí estaba una
mañana, bien abiertos sus pequeños y blanquísimos pétalos, dispuestos como
rayos en torno al solecito amarillo que tienen en su centro las margaritas. No
se preocupaba de que nadie la viese entre la hierba, ni se dolía de ser una
pobre flor insignificante; se sentía contenta y, vuelta de cara al sol, estaba
mirándolo mientras escuchaba el alegre canto de la alondra en el aire.
Así, nuestra
margarita era tan feliz como si fuese día de gran fiesta, y, sin embargo, era
lunes. Los niños estaban en la escuela, y mientras ellos estudiaban sentados en
sus bancos, ella, erguida sobre su tallo, aprendía a conocer la bondad de Dios
en el calor del sol y en la belleza de lo que la rodeaba, y se le ocurrió que
la alondra cantaba aquello mismo que ella sentía en su corazón; y la margarita
miró con una especie de respeto a la avecilla feliz que así sabía cantar y
volar, pero sin sentir amargura por no poder hacerlo también ella. «¡Veo y
oigo! -pensaba-; el sol me baña y el viento me besa. ¡Cuán bueno ha sido Dios
conmigo!».
En el jardín vivían
muchas flores distinguidas y tiesas; cuanto menos aroma exhalaban, más
presumían. La peonia se hinchaba para parecer mayor que la rosa; pero no es el
tamaño lo que vale. Los tulipanes exhibían colores maravillosos; bien lo sabían
y por eso se erguían todo lo posible, para que se les viese mejor. No prestaban
la menor atención a la humilde margarita de allá fuera, la cual los miraba,
pensando: «¡Qué ricos y hermosos son! ¡Seguramente vendrán a visitarlos las
aves más espléndidas! ¡Qué suerte estar tan cerca; así podré ver toda la
fiesta!». Y mientras pensaba esto, «¡chirrit!», he aquí que baja la alondra
volando, pero no hacia el tulipán, sino hacia el césped, donde estaba la
pequeña margarita. Ésta tembló de alegría, y no sabía qué pensar.
El avecilla
revoloteaba a su alrededor, cantando: «¡Qué mullida es la hierba! ¡Qué linda
florecita, de corazón de oro y vestido de plata!». Porque, realmente, el punto
amarillo de la margarita relucía como oro, y eran como plata los diminutos
pétalos que lo rodeaban.
Nadie podría
imaginar la dicha de la margarita. El pájaro la besó con el pico y, después de
dedicarle un canto melodioso, volvió a remontar el vuelo, perdiéndose en el
aire azul. Transcurrió un buen cuarto de hora antes de que la flor se repusiera
de su sorpresa. Un poco avergonzada, pero en el fondo rebosante de gozo, miró a
las demás flores del jardín; habiendo presenciado el honor de que había sido
objeto, sin duda comprenderían su alegría. Los tulipanes continuaban tan
envarados como antes, pero tenían las caras enfurruñadas y coloradas, pues la
escena les había molestado. Las peonias tenían la cabeza toda hinchada. ¡Suerte
que no podían hablar! La margarita hubiera oído cosas bien desagradables. La
pobre advirtió el malhumor de las demás, y lo sentía en el alma.
En éstas se
presentó en el jardín una muchacha, armada de un gran cuchillo, afilado y
reluciente, y, dirigiéndose directamente hacia los tulipanes, los cortó uno
tras otro. «¡Qué horror! -suspiró la margarita-. ¡Ahora sí que todo ha
terminado para ellos!». La muchacha se alejó con los tulipanes, y la margarita
estuvo muy contenta de permanecer fuera, en el césped, y de ser una humilde
florecilla. Y sintió gratitud por su suerte, y cuando el sol se puso, plegó sus
hojas para dormir, y toda la noche soñó con el sol y el pajarillo.
A la mañana
siguiente, cuando la margarita, feliz, abrió de nuevo al aire y a la luz sus
blancos pétalos como si fuesen diminutos brazos, reconoció la voz de la
avecilla; pero era una tonada triste la que cantaba ahora. ¡Buenos motivos
tenía para ello la pobre alondra! La habían cogido y estaba prisionera en una
jaula, junto a la ventana abierta. Cantaba la dicha de volar y de ser libre;
cantaba las verdes mieses de los campos y los viajes maravillosos que hiciera
en el aire infinito, llevada por sus alas. ¡La pobre avecilla estaba bien
triste, encerrada en la jaula!
¡Cómo hubiera
querido ayudarla, la margarita! Pero, ¿qué hacer? No se le ocurría nada.
Olvidóse de la belleza que la rodeaba, del calor del sol y de la blancura de
sus hojas; sólo sabía pensar en el pájaro cautivo, para el cual nada podía
hacer.
De pronto salieron
dos niños del jardín; uno de ellos empuñaba un cuchillo grande y afilado, como
el que usó la niña para cortar los tulipanes. Vinieron derechos hacia la
margarita, que no acertaba a comprender su propósito.
- Podríamos cortar
aquí un buen trozo de césped para la alondra -dijo uno, poniéndose a recortar
un cuadrado alrededor de la margarita, de modo que la flor quedó en el centro.
- ¡Arranca la flor!
-dijo el otro, y la margarita tuvo un estremecimiento de pánico, pues si la
arrancaban moriría, y ella deseaba vivir, para que la llevaran con el césped a
la jaula de la alondra encarcelada.
- No, déjala -dijo
el primero-; hace más bonito así - y de esta forma la margarita se quedó con la
hierba y fue llevada a la jaula de la alondra.
Pero la infeliz
avecilla seguía llorando su cautiverio, y no cesaba de golpear con las alas los
alambres de la jaula. La margarita no sabía pronunciar una sola palabra de
consuelo, por mucho que quisiera. Y de este modo transcurrió toda la mañana.
«¡No tengo agua!
-exclamó la alondra prisionera-. Se han marchado todos, y no han pensado en
ponerme una gota para beber. Tengo la garganta seca y ardiente, me ahogo, estoy
calenturienta, y el aire es muy pesado. ¡Ay, me moriré, lejos del sol, de la
fresca hierba, de todas las maravillas de Dios!», y hundió el pico en el
césped, para reanimarse un poquitín con su humedad. Entonces se fijó en la
margarita, y, saludándola con la cabeza y dándole un beso, dijo: ¡También tú te
agostarás aquí, pobre florecilla! Tú y este puñado de hierba verde es cuanto me
han dejado de ese mundo inmenso que era mío. Cada tallito de hierba ha de ser
para mí un verde árbol, y cada una de tus blancas hojas, una fragante flor.
¡Ah, tú me recuerdas lo mucho que he perdido!
«¡Quién pudiera
consolar a esta avecilla desventurada!» -pensaba la margarita, sin lograr mover
un pétalo; pero el aroma que exhalaban sus hojillas era mucho más intenso del
que suele serles propio. Lo advirtió la alondra, y aunque sentía una sed
abrasadora que le hacía arrancar las briznas de hierba una tras otra, no tocó a
la flor.
Llegó el atardecer,
y nadie vino a traer una gota de agua al pobre pajarillo. Éste extendió las
lindas alas, sacudiéndolas espasmódicamente; su canto se redujo a un
melancólico «¡pip, pip!»; agachó la cabeza hacia la flor y su corazón se
quebró, de miseria y de nostalgia. La flor no pudo, como la noche anterior,
plegar las alas y entregarse al sueño, y quedó con la cabeza colgando, enferma
y triste.
Los niños no
comparecieron hasta la mañana siguiente, y al ver el pájaro muerto se echaron a
llorar. Vertiendo muchas lágrimas, le excavaron una primorosa tumba, que
adornaron luego con pétalos de flores. Colocaron el cuerpo de la avecilla en
una hermosa caja colorada, pues habían
pensado hacerle un
entierro principesco. Mientras vivió y cantó se olvidaron de él, dejaron que
sufriera privaciones en la jaula; y, en cambio, ahora lo enterraban con gran
pompa y muchas lágrimas.
El trocito de
césped con la margarita lo arrojaron al polvo de la carretera; nadie pensó en
aquella florecilla que tanto había sufrido por el pajarillo, y que tanto habría
dado por poderlo consolar.
El
ruiseñor
En China, como
sabes muy bien, el Emperador es chino, y chinos son todos los que lo rodean.
Hace ya muchos años de lo que voy a contar, mas por eso precisamente vale la
pena que lo oigáis, antes de que la historia se haya olvidado.
El palacio del
Emperador era el más espléndido del mundo entero, todo él de la más delicada
porcelana. Todo en él era tan precioso y frágil, que había que ir con mucho
cuidado antes de tocar nada. El jardín estaba lleno de flores maravillosas, y
de las más bellas colgaban campanillas de plata que sonaban para que nadie
pudiera pasar de largo sin fijarse en ellas. Sí, en el jardín imperial todo
estaba muy bien pensado, y era tan extenso, que el propio jardinero no tenía
idea de dónde terminaba. Si seguías andando, te encontrabas en el bosque más
espléndido que quepa imaginar, lleno de altos árboles y profundos lagos. Aquel
bosque llegaba hasta el mar, hondo y azul; grandes embarcaciones podían navegar
por debajo de las ramas, y allí vivía un ruiseñor que cantaba tan
primorosamente, que incluso el pobre pescador, a pesar de sus muchas
ocupaciones, cuando por la noche salía a retirar las redes, se detenía a
escuchar sus trinos.
- ¡Dios santo, y
qué hermoso! -exclamaba; pero luego tenía que atender a sus redes y olvidarse
del pájaro; hasta la noche siguiente, en que, al llegar de nuevo al lugar,
repetía: - ¡Dios santo, y qué hermoso!
De todos los países
llegaban viajeros a la ciudad imperial, y admiraban el palacio y el jardín;
pero en cuanto oían al ruiseñor, exclamaban: - ¡Esto es lo mejor de todo!
De regreso a sus
tierras, los viajeros hablaban de él, y los sabios escribían libros y más
libros acerca de la ciudad, del palacio y del jardín, pero sin olvidarse nunca
del ruiseñor, al que ponían por las nubes; y los poetas componían
inspiradísimos poemas sobre el pájaro que cantaba en el bosque, junto al
profundo lago.
Aquellos libros se
difundieron por el mundo, y algunos llegaron a manos del Emperador. Se hallaba
sentado en su sillón de oro, leyendo y leyendo; de vez en cuando hacía con la
cabeza un gesto de aprobación, pues le satisfacía leer aquellas magníficas
descripciones de la ciudad, del palacio y del jardín. «Pero lo mejor de todo es
el ruiseñor», decía el libro.
«¿Qué es esto?
-pensó el Emperador-. ¿El ruiseñor? Jamás he oído hablar de él. ¿Es posible que
haya un pájaro así en mi imperio, y precisamente en mi jardín? Nadie me ha
informado. ¡Está bueno que uno tenga que enterarse de semejantes cosas por los
libros!»
Y mandó llamar al
mayordomo de palacio, un personaje tan importante, que cuando una persona de
rango inferior se atrevía a dirigirle la palabra o hacerle una pregunta, se
limitaba a contestarle: «¡P!». Y esto no significa nada.
- Según parece, hay
aquí un pájaro de lo más notable, llamado ruiseñor -dijo el Emperador-. Se dice
que es lo mejor que existe en mi imperio; ¿por qué no se me ha informado de
este hecho?
- Es la primera vez
que oigo hablar de él -se justificó el mayordomo-. Nunca ha sido presentado en
la Corte.
- Pues ordeno que
acuda esta noche a cantar en mi presencia -dijo el Emperador-. El mundo entero
sabe lo que tengo, menos yo.
- Es la primera vez
que oigo hablar de él -repitió el mayordomo-. Lo buscaré y lo encontraré.
¿Encontrarlo?,
¿dónde? El dignatario se cansó de subir Y bajar escaleras y de recorrer salas y
pasillos. Nadie de cuantos preguntó había oído hablar del ruiseñor. Y el
mayordomo, volviendo al Emperador, le dijo que se trataba de una de esas
fábulas que suelen imprimirse en los libros.
- Vuestra Majestad
Imperial no debe creer todo lo que se escribe; son fantasías y una cosa que
llaman magia negra.
- Pero el libro en
que lo he leído me lo ha enviado el poderoso Emperador del Japón -replicó el
Soberano-; por tanto, no puede ser mentiroso. Quiero oír al ruiseñor. Que acuda
esta noche a, mi presencia, para cantar bajo mi especial protección. Si no se
presenta, mandaré que todos los cortesanos sean pateados en el estómago después
de cenar.
- ¡Tsing-pe! -dijo
el mayordomo; y vuelta a subir y bajar escaleras y a recorrer salas y pasillos,
y media Corte con él, pues a nadie le hacía gracia que le patearan el estómago.
Y todo era preguntar por el notable ruiseñor, conocido por todo el mundo menos
por la Corte.
Finalmente, dieron
en la cocina con una pobre muchachita, que exclamó: - ¡Dios mío! ¿El ruiseñor?
¡Claro que lo conozco! ¡qué bien canta! Todas las noches me dan permiso para
que lleve algunas sobras de comida a mi pobre madre que está enferma. Vive allá
en la playa, y cuando estoy de regreso, me paro a descansar en el bosque y oigo
cantar al ruiseñor. Y oyéndolo se me vienen las lágrimas a los ojos, como si mi
madre me besase. Es un recuerdo que me estremece de emoción y dulzura.
- Pequeña
fregaplatos -dijo el mayordomo-, te daré un empleo fijo en la cocina y permiso
para presenciar la comida del Emperador, si puedes traernos al ruiseñor; está
citado para esta noche.
Todos se dirigieron
al bosque, al lugar donde el pájaro solía situarse; media Corte tomaba parte en
la expedición. Avanzaban a toda prisa, cuando una vaca se puso a mugir.
- ¡Oh! -exclamaron
los cortesanos-. ¡Ya lo tenemos! ¡Qué fuerza para un animal tan pequeño! Ahora
que caigo en ello, no es la primera vez que lo oigo.
- No, eso es una
vaca que muge -dijo la fregona Aún tenemos que andar mucho.
Luego oyeron las
ranas croando en una charca.
- ¡Magnífico!
-exclamó un cortesano-. Ya lo oigo, suena como las campanillas de la iglesia.
- No, eso son ranas
-contestó la muchacha-. Pero creo que no tardaremos en oírlo.
Y en seguida el
ruiseñor se puso a cantar.
- ¡Es él! -dijo la
niña-. ¡Escuchad, escuchad! ¡Allí está! - y señaló un avecilla gris posada en
una rama.
- ¿Es posible?
-dijo el mayordomo-. Jamás lo habría imaginado así. ¡Qué vulgar! Seguramente
habrá perdido el color, intimidado por unos visitantes tan distinguidos.
- Mi pequeño
ruiseñor -dijo en voz alta la muchachita-, nuestro gracioso Soberano quiere que
cantes en su presencia.
- ¡Con mucho gusto!
- respondió el pájaro, y reanudó su canto, que daba gloria oírlo.
- ¡Parece
campanitas de cristal! -observó el mayordomo.
- ¡Mirad cómo se
mueve su garganta! Es raro que nunca lo hubiésemos visto. Causará sensación en
la Corte.
- ¿Queréis que
vuelva a cantar para el Emperador? -preguntó el pájaro, pues creía que el
Emperador estaba allí.
- Mi pequeño y
excelente ruiseñor -dijo el mayordomo tengo el honor de invitarlo a una gran
fiesta en palacio esta noche, donde podrá deleitar con su magnífico canto a Su
Imperial Majestad.
- Suena mejor en el
bosque -objetó el ruiseñor; pero cuando le dijeron que era un deseo del
Soberano, los acompañó gustoso.
En palacio todo
había sido pulido y fregado. Las paredes y el suelo, que eran de porcelana,
brillaban a la luz de millares de lámparas de oro; las flores más exquisitas,
con sus campanillas, habían sido colocadas en los corredores; las idas y
venidas de los cortesanos producían tales corrientes de aire, que las
campanillas no cesaban de sonar, y uno no oía ni su propia voz.
En medio del gran
salón donde el Emperador estaba, habían puesto una percha de oro para el
ruiseñor. Toda la Corte estaba presente, y la pequeña fregona había recibido
autorización para situarse detrás de la puerta, pues tenía ya el título de
cocinera de la Corte. Todo el mundo llevaba sus vestidos de gala, y todos los
ojos estaban fijos en la avecilla gris, a la que el Emperador hizo signo de que
podía empezar.
El ruiseñor cantó
tan deliciosamente, que las lágrimas acudieron a los ojos del Soberano; y
cuando el pájaro las vio rodar por sus mejillas, volvió a cantar mejor aún,
hasta llegarle al alma. El Emperador quedó tan complacido, que dijo que
regalaría su chinela de oro al ruiseñor para que se la colgase al cuello. Mas
el pájaro le dio las gracias, diciéndole que ya se consideraba suficientemente
recompensado.
- He visto lágrimas
en los ojos del Emperador; éste es para mi el mejor premio. Las lágrimas de un
rey poseen una virtud especial. Dios sabe que he quedado bien recompensado -y
reanudó su canto, con su dulce y melodioso voz.
- ¡Es la lisonja
más amable y graciosa que he escuchado en mi vida! -exclamaron las damas
presentes; y todas se fueron a llenarse la boca de agua para gargarizar cuando
alguien hablase con ellas; pues creían que también ellas podían ser ruiseñores.
Sí, hasta los lacayos y camareras expresaron su aprobación, y esto es decir
mucho, pues son siempre más difíciles de contentar. Realmente, el ruiseñor
causó sensación.
Se quedaría en la
Corte, en una jaula particular, con libertad para salir dos veces durante el
día y una durante la noche. Pusieron a su servicio diez criados, a cada uno de
los cuales estaba sujeto por medio de una cinta de seda que le ataron alrededor
de la pierna. La verdad es que no eran precisamente de placer aquellas
excursiones.
El
ruiseñor
Continuación
La ciudad entera
hablaba del notabilísimo pájaro, y cuando dos se encontraban, se saludaban
diciendo el uno: «Rui», y respondiendo el otro: «Señor»; luego exhalaban un
suspiro, indicando que se habían comprendido. Hubo incluso once verduleras que
pusieron su nombre a sus hijos, pero ni uno de ellos resultó capaz de dar una
nota.
Un buen día el
Emperador recibió un gran paquete rotulado: «El ruiseñor».
- He aquí un nuevo
libro acerca de nuestro famoso pájaro -exclamó el Emperador. Pero resultó que
no era un libro, sino un pequeño ingenio puesto en una jaula, un ruiseñor
artificial, imitación del vivo, pero cubierto materialmente de diamantes,
rubíes y zafiros. Sólo había que darle cuerda, y se ponía a cantar una de las
melodías que cantaba el de verdad, levantando y bajando la cola, todo él un
ascua de plata y oro. Llevaba una cinta atada al cuello y en ella estaba escrito:
«El ruiseñor del Emperador del Japón es pobre en comparación con el del
Emperador de la China».
- ¡Soberbio!
-exclamaron todos, y el emisario que había traído el ave artificial recibió
inmediatamente el título de Gran Portador Imperial de Ruiseñores.
- Ahora van a
cantar juntos. ¡Qué dúo harán!
Y los hicieron
cantar a dúo; pero la cosa no marchaba, pues el ruiseñor auténtico lo hacía a
su manera, y el artificial iba con cuerda.
- No se le puede
reprochar -dijo el Director de la Orquesta Imperial-; mantiene el compás
exactamente y sigue mi método al pie de la letra.
En adelante, el
pájaro artificial tuvo que cantar sólo. Obtuvo tanto éxito como el otro, y,
además, era mucho más bonito, pues brillaba como un puñado de pulseras y
broches.
Repitió treinta y
tres veces la misma melodía, sin cansarse, y los cortesanos querían volver a
oírla de nuevo, pero el Emperador opinó que también el ruiseñor verdadero debía
cantar algo. Pero, ¿dónde se había metido? Nadie se había dado cuenta de que,
saliendo por la ventana abierta, había vuelto a su verde bosque.
- ¿Qué significa
esto? -preguntó el Emperador. Y todos los cortesanos se deshicieron en
reproches e improperios, tachando al pájaro de desagradecido. - Por suerte nos
queda el mejor -dijeron, y el ave mecánica hubo de cantar de nuevo, repitiendo
por trigesimocuarta vez la misma canción; pero como era muy difícil, no había
modo de que los oyentes se la aprendieran. El Director de la Orquesta Imperial
se hacía lenguas del arte del pájaro, asegurando que era muy superior al
verdadero, no sólo en lo relativo al plumaje y la cantidad de diamantes, sino
también interiormente.
- Pues fíjense
Vuestras Señorías y especialmente Su Majestad, que con el ruiseñor de carne y
hueso nunca se puede saber qué es lo que va a cantar. En cambio, en el
artificial todo está determinado de antemano. Se oirá tal cosa y tal otra, y
nada más. En él todo tiene su explicación: se puede abrir y poner de manifiesto
cómo obra la inteligencia humana, viendo cómo están dispuestas las ruedas, cómo
se mueven, cómo una se engrana con la otra.
- Eso pensamos
todos -dijeron los cortesanos, y el Director de la Orquesta Imperial, fue
autorizado para que el próximo domingo mostrara el pájaro al pueblo. - Todos
deben oírlo cantar - dijo el Emperador; y así se hizo, y quedó la gente tan
satisfecha como si se hubiesen emborrachado con té, pues así es como lo hacen
los chinos; y todos gritaron: «¡Oh!», y, levantando el dedo índice, se
inclinaron profundamente. Mas los pobres pescadores que habían oído al ruiseñor
auténtico, dijeron:
- No está mal; las
melodías se parecen, pero le falta algo, no sé qué...
El ruiseñor de
verdad fue desterrado del país.
El pájaro mecánico
estuvo en adelante junto a la cama del Emperador, sobre una almohada de seda;
todos los regalos con que había sido obsequiado - oro y piedras preciosas -
estaban dispuestos a su alrededor, y se le había conferido el título de Primer
Cantor de Cabecera Imperial, con categoría de número uno al lado izquierdo.
Pues el Emperador consideraba que este lado era el más noble, por ser el del
corazón, que hasta los emperadores tienen a la izquierda. Y el Director de la
Orquesta Imperial escribió una obra de veinticinco tomos sobre el pájaro
mecánico; tan larga y erudita, tan llena de las más difíciles palabras chinas,
que todo el mundo afirmó haberla leído y entendido, pues de otro modo habrían
pasado por tontos y recibido patadas en el estómago.
Así transcurrieron
las cosas durante un año; el Emperador, la Corte y todos los demás chinos se
sabían de memoria el trino de canto del ave mecánica, y precisamente por eso
les gustaba más que nunca; podían imitarlo y lo hacían. Los golfillos de la
calle cantaban: «¡tsitsii, cluclucluk!», y hasta el Emperador hacía coro. Era
de veras divertido.
Pero he aquí que
una noche, estando el pájaro en pleno canto, el Emperador, que estaba ya
acostado, oyó de pronto un «¡crac!» en el interior del mecanismo; algo había
saltado. «¡Schnurrrr!», escapóse la cuerda, y la música cesó.
El Emperador saltó
de la cama y mandó llamar a su médico de cabecera; pero, ¿qué podía hacer el
hombre? Entonces fue llamado el relojero, quien, tras largos discursos y
manipulaciones, arregló un poco el ave; pero manifestó que debían andarse con
mucho cuidado con ella y no hacerla trabajar demasiado, pues los pernos estaban
gastados y no era posible sustituirlos por otros nuevos que asegurasen el
funcionamiento de la música. ¡Qué desolación! Desde entonces sólo se pudo hacer
cantar al pájaro una vez al año, y aun esto era una imprudencia; pero en tales
ocasiones el Director de la Orquesta Imperial pronunciaba un breve discurso,
empleando aquellas palabras tan intrincadas, diciendo que el ave cantaba tan
bien como antes, y no hay que decir que todo el mundo se manifestaba de
acuerdo.
Pasaron cinco años,
cuando he aquí que una gran desgracia cayó sobre el país. Los chinos querían
mucho a su Emperador, el cual estaba ahora enfermo de muerte. Ya había sido
elegido su sucesor, y el pueblo, en la calle, no cesaba de preguntar al
mayordomo de Palacio por el estado del anciano monarca.
- ¡P! -respondía
éste, sacudiendo la cabeza.
Frío y pálido yacía
el Emperador en su grande y suntuoso lecho. Toda la Corte lo creía ya muerto, y
cada cual se apresuraba a ofrecer sus respetos al nuevo soberano. Los camareros
de palacio salían precipitadamente para hablar del suceso, y las camareras se
reunieron en un té muy concurrido. En todos los salones y corredores habían
tendido paños para que no se oyera el paso de nadie, y así reinaba un gran
silencio.
Pero el Emperador
no había expirado aún; permanecía rígido y pálido en la lujosa cama, con sus
largas cortinas de terciopelo y macizas borlas de oro. Por una ventana que se
abría en lo alto de la pared, la luna enviaba sus rayos, que iluminaban al
Emperador y al pájaro mecánico.
El pobre Emperador
jadeaba, con gran dificultad; era como si alguien se le hubiera sentado sobre
el pecho. Abrió los ojos y vio que era la Muerte, que se había puesto su corona
de oro en la cabeza y sostenía en una mano el dorado sable imperial, y en la
otra, su magnífico estandarte. En torno, por los pliegues de los cortinajes
asomaban extravías cabezas, algunas horriblemente feas, otras, de expresión
dulce y apacible: eran las obras buenas y malas del Emperador, que lo miraban
en aquellos momentos en que la muerte se había sentado sobre su corazón.
- ¿Te acuerdas de
tal cosa? -murmuraban una tras otra-. ¿Y de tal otra?-. Y le recordaban tantas,
que al pobre le manaba el sudor de la frente.
- ¡Yo no lo sabía!
-se excusaba el Emperador-. ¡Música, música! ¡Que suene el gran tambor chino
-gritó- para no oír todo eso que dicen!
Pero las cabezas
seguían hablando, y la Muerte asentía con la cabeza, al modo chino, a todo lo
que decían.
-¡Música, música!
-gritaba el Emperador-. ¡Oh tú, pajarillo de oro, canta, canta! Te di oro y
objetos preciosos, con mi mano te colgué del cuello mi chinela dorada. ¡Canta,
canta ya!
Mas el pájaro
seguía mudo, pues no había nadie para darle cuerda, y la Muerte seguía mirando
al Emperador con sus grandes órbitas vacías; y el silencio era lúgubre.
De pronto resonó,
procedente de la ventana, un canto maravilloso. Era el pequeño ruiseñor vivo,
posado en una rama. Enterado de la desesperada situación del Emperador, había
acudido a traerle consuelo y esperanza; y cuanto más cantaba, más palidecían y
se esfumaban aquellos fantasmas, la sangre afluía con más fuerza a los
debilitados miembros del enfermo, e incluso la Muerte prestó oídos y dijo:
- Sigue, lindo
ruiseñor, sigue.
- Sí, pero, ¿me
darás el magnífico sable de oro? ¿Me darás la rica bandera? ¿Me darás la corona
imperial?
Y la Muerte le fue
dando aquellos tesoros a cambio de otras tantas canciones, y el ruiseñor siguió
cantando, cantando del silencioso camposanto donde crecen las rosas blancas,
donde las lilas exhalan su aroma y donde la hierba lozana es humedecida por las
lágrimas de los supervivientes. La Muerte sintió entonces nostalgia de su
jardín y salió por la ventana, flotando como una niebla blanca y fría.
- ¡Gracias,
gracias! -dijo el Emperador-. ¡Bien te conozco, avecilla celestial! Te desterré
de mi reino, y, sin embargo, con tus cantos has alejado de mi lecho los malos
espíritus, has ahuyentado de mi corazón la Muerte. ¿Cómo podré recompensarte?
- Ya me has
recompensado -dijo el ruiseñor-. Arranqué lágrimas a tus ojos la primera vez que
canté para ti; esto no lo olvidaré nunca, pues son las joyas que contentan al
corazón de un cantor. Pero ahora duerme y recupera las fuerzas, que yo seguiré
cantando.
Así lo hizo, y el
Soberano quedó sumido en un dulce sueño; ¡qué sueño tan dulce y tan reparador!
El sol entraba por
la ventana cuando el Emperador se despertó, sano y fuerte. Ninguno de sus
criados había vuelto aún, pues todos lo creían muerto. Sólo el ruiseñor seguía
cantando en la rama.
- ¡Nunca te
separarás de mi lado! -le dijo el Emperador-. Cantarás cuando te apetezca; y en
cuanto al pájaro mecánico, lo romperé en mil pedazos.
- No lo hagas
-suplicó el ruiseñor-. Él cumplió su misión mientras pudo; guárdalo como hasta
ahora. Yo no puedo anidar ni vivir en palacio, pero permíteme que venga cuando
se me ocurra; entonces me posaré junto a la ventana y te cantaré para que estés
contento y reflexiones. Te cantaré de los felices y también de los que sufren;
y del mal y del bien que se hace a tu alrededor sin tú saberlo. Tu pajarillo
cantor debe volar a lo lejos, hasta la cabaña del pobre pescador, hasta el
tejado del campesino, hacia todos los que residen apartados de ti y de tu
Corte. Prefiero tu corazón a tu corona... aunque la corona exhala cierto olor a
cosa santa. Volveré a cantar para ti. Pero debes prometerme una cosa.
- ¡Lo que quieras!
-dijo el Emperador, incorporándose en su ropaje imperial, que ya se había
puesto, y oprimiendo contra su corazón el pesado sable de oro.
- Una cosa te pido:
que no digas a nadie que tienes un pajarito que te cuenta todas las cosas.
¡Saldrás ganando!
Y se echó a volar.
Entraron los
criados a ver a su difunto Emperador. Entraron, sí, y el Emperador les dijo:
¡Buenos días!.
La
sirenita
En alta mar el agua
es azul como los pétalos de la más hermosa centaura, y clara como el cristal
más puro; pero es tan profunda, que sería inútil echar el ancla, pues jamás
podría ésta alcanzar el fondo. Habría que poner muchos campanarios, unos encima
de otros, para que, desde las honduras, llegasen a la superficie.
Pero no creáis que
el fondo sea todo de arena blanca y helada; en él crecen también árboles y
plantas maravillosas, de tallo y hojas tan flexibles, que al menor movimiento
del agua se mueven y agitan como dotadas de vida. Toda clase de peces, grandes
y chicos, se deslizan por entre las ramas, exactamente como hacen las aves en
el aire. En el punto de mayor profundidad se alza el palacio del rey del mar;
las paredes son de coral, y las largas ventanas puntiagudas, del ámbar más
transparente; y el tejado está hecho de conchas, que se abren y cierran según
la corriente del agua. Cada una de estas conchas encierra perlas
brillantísimas, la menor de las cuales honraría la corona de una reina.
Hacía muchos años
que el rey del mar era viudo; su anciana madre cuidaba del gobierno de la casa.
Era una mujer muy inteligente, pero muy pagada de su nobleza; por eso llevaba
doce ostras en la cola, mientras que los demás nobles sólo estaban autorizados
a llevar seis. Por lo demás, era digna de todos los elogios, principalmente por
lo bien que cuidaba de sus nietecitas, las princesas del mar. Estas eran seis,
y todas bellísimas, aunque la más bella era la menor; tenía la piel clara y
delicada como un pétalo de rosa, y los ojos azules como el lago más profundo;
como todas sus hermanas, no tenía pies; su cuerpo terminaba en cola de pez.
Las princesas se
pasaban el día jugando en las inmensas salas del palacio, en cuyas paredes
crecían flores. Cuando se abrían los grandes ventanales de ámbar, los peces
entraban nadando, como hacen en nuestras tierras las golondrinas cuando les
abrimos las ventanas. Y los peces se acercaban a las princesas, comiendo de sus
manos y dejándose acariciar.
Frente al palacio
había un gran jardín, con árboles de color rojo de fuego y azul oscuro; sus
frutos brillaban como oro, y las flores parecían llamas, por el constante
movimiento de los pecíolos y las hojas. El suelo lo formaba arena finísima,
azul como la llama del azufre. De arriba descendía un maravilloso resplandor
azul; más que estar en el fondo del mar, se tenía la impresión de estar en las
capas altas de la atmósfera, con el cielo por encima y por debajo.
Cuando no soplaba
viento, se veía el sol; parecía una flor purpúrea, cuyo cáliz irradiaba luz.
Cada princesita
tenía su propio trocito en el jardín, donde cavaba y plantaba lo que le venía
en gana. Una había dado a su porción forma de ballena; otra había preferido que
tuviese la de una sirenita. En cambio, la menor hizo la suya circular, como el
sol, y todas sus flores eran rojas, como él. Era una chiquilla muy especial,
callada y cavilosa, y mientras sus hermanas hacían gran fiesta con los objetos
más raros procedentes de los barcos naufragados, ella sólo jugaba con una
estatua de mármol, además de las rojas flores semejantes al sol. La estatua
representaba un niño hermosísimo, esculpido en un mármol muy blanco y nítido;
las olas la habían arrojado al fondo del océano. La princesa plantó junto a la
estatua un sauce llorón color de rosa; el árbol creció espléndidamente, y sus
ramas colgaban sobre el niño de mármol, proyectando en el arenoso fondo azul su
sombra violeta, que se movía a compás de aquéllas; parecía como si las ramas y
las raíces jugasen unas con otras y se besasen.
Lo que más
encantaba a la princesa era oír hablar del mundo de los hombres, de allá
arriba; la abuela tenía que contarle todo cuanto sabía de barcos y ciudades, de
hombres y animales. Se admiraba sobre todo de que en la tierra las flores
tuvieran olor, pues las del fondo del mar no olían a nada; y la sorprendía
también que los bosques fuesen verdes, y que los peces que se movían entre los
árboles cantasen tan melodiosamente. Se refería a los pajarillos, que la abuela
llamaba peces, para que las niñas pudieran entenderla, pues no habían visto
nunca aves.
- Cuando cumpláis
quince años -dijo la abuela- se os dará permiso para salir de las aguas,
sentaros a la luz de la luna en los arrecifes y ver los barcos que pasan;
entonces veréis también bosques y ciudades.
Al año siguiente,
la mayor de las hermanas cumplió los quince años; todas se llevaban un año de
diferencia, por lo que la menor debía aguardar todavía cinco, hasta poder salir
del fondo del mar y ver cómo son las cosas en nuestro mundo. Pero la mayor
prometió a las demás que al primer día les contaría lo que viera y lo que le hubiera
parecido más hermoso; pues por más cosas que su abuela les contase siempre
quedaban muchas que ellas estaban curiosas por saber.
Ninguna, sin
embargo, se mostraba tan impaciente como la menor, precisamente porque debía
esperar aún tanto tiempo y porque era tan callada y retraída. Se pasaba muchas
noches asomada a la ventana, dirigiendo la mirada a lo alto, contemplando, a
través de las aguas azuloscuro, cómo los peces correteaban agitando las aletas
y la cola. Alcanzaba también a ver la luna y las estrellas, que a través del
agua parecían muy pálidas, aunque mucho mayores de como las vemos nosotros.
Cuando una nube negra las tapaba, la princesa sabía que era una ballena que
nadaba por encima de ella, o un barco con muchos hombres a bordo, los cuales jamás
hubieran pensado en que allá abajo había una joven y encantadora sirena que
extendía las blancas manos hacia la quilla del navío.
Llegó, pues, el día
en que la mayor de las princesas cumplió quince años, y se remontó hacia la
superficie del mar.
A su regreso traía
mil cosas que contar, pero lo más hermoso de todo, dijo, había sido el tiempo
que había pasado bajo la luz de la luna, en un banco de arena, con el mar en
calma, contemplando la cercana costa con una gran ciudad, donde las luces
centelleaban como millares de estrellas, y oyendo la música, el ruido y los
rumores de los carruajes y las personas; también le había gustado ver los
campanarios y torres y escuchar el tañido de las campanas.
¡Ah, con cuánta
avidez la escuchaba su hermana menor! Cuando, ya anochecido, salió a la ventana
a mirar a través de las aguas azules, no pensaba en otra cosa sino en la gran
ciudad, con sus ruidos y su bullicio, y le parecía oír el son de las campanas,
que llegaba hasta el fondo del mar.
Al año siguiente,
la segunda obtuvo permiso para subir a la superficie y nadar en todas
direcciones. Emergió en el momento preciso en que el sol se ponía, y aquel
espectáculo le pareció el más sublime de todos. De un extremo el otro, el sol
era como de oro -dijo-, y las nubes, ¡oh, las nubes, quién sería capaz de
describir su belleza! Habían pasado encima de ella, rojas y moradas, pero con
mayor rapidez volaba aún, semejante a un largo velo blanco, una bandada de
cisnes salvajes; volaban en dirección al sol; pero el astro se ocultó, y en un
momento desapareció el tinte rosado del mar y de las nubes.
Al cabo de otro año
tocóle el turno a la hermana tercera, la más audaz de todas; por eso remontó un
río que desembocaba en el mar. Vio deliciosas colinas verdes cubiertas de
pámpanos, y palacios y cortijos que destacaban entre magníficos bosques; oyó el
canto de los pájaros, y el calor del sol era tan intenso, que la sirena tuvo
que sumergirse varias veces para refrescarse el rostro ardiente. En una pequeña
bahía se encontró con una multitud de chiquillos que corrían desnudos y
chapoteaban en el agua. Quiso jugar con ellos, pero los pequeños huyeron
asustados, y entonces se le acercó un animalito negro, un perro; jamás había
visto un animal parecido, y como ladraba terriblemente, la princesa tuvo miedo
y corrió a refugiarse en alta mar. Nunca olvidaría aquellos soberbios bosques,
las verdes colinas y el tropel de chiquillos, que podían nadar a pesar de no
tener cola de pez.
La cuarta de las
hermanas no fue tan atrevida; no se movió del alta mar, y dijo que éste era el
lugar más hermoso; desde él se divisaba un espacio de muchas millas, y el cielo
semejaba una campana de cristal. Había visto barcos, pero a gran distancia;
parecían gaviotas; los graciosos delfines habían estado haciendo piruetas, y
enormes ballenas la habían cortejado proyectando agua por las narices como
centenares de surtidores.
Al otro año tocó el
turno a la quinta hermana; su cumpleaños caía justamente en invierno; por eso
vio lo que las demás no habían visto la primera vez. El mar aparecía
intensamente verde, v en derredor flotaban grandes icebergs, parecidos a perlas
-dijo- y, sin embargo, mucho mayores que los campanarios que construían los
hombres. Adoptaban las formas más caprichosas y brillaban como diamantes. Ella
se había sentado en la cúspide del más voluminoso, y todos los veleros se
desviaban aterrorizados del lugar donde ella estaba, con su larga cabellera
ondeando al impulso del viento; pero hacia el atardecer el cielo se había
cubierto de nubes, y habían estallado relámpagos y truenos, mientras el mar,
ahora negro, levantaba los enormes bloques de hielo que brillaban a la roja luz
de los rayos. En todos los barcos arriaban las velas, y las tripulaciones eran
presa de angustia y de terror; pero ella habla seguido sentada tranquilamente
en su iceberg contemplando los rayos azules que zigzagueaban sobre el mar
reluciente.
La primera vez que
una de las hermanas salió a la superficie del agua, todas las demás quedaron
encantadas oyendo las novedades y bellezas que había visto; pero una vez
tuvieron permiso para subir cuando les viniera en gana, aquel mundo nuevo pasó
a ser indiferente para ellas. Sentían la nostalgia del suyo, y al cabo de un
mes afirmaron que sus parajes submarinos eran los más hermosos de todos, y que
se sentían muy bien en casa.
Algún que otro
atardecer, las cinco hermanas se cogían de la mano y subían juntas a la
superficie. Tenían bellísimas voces, mucho más bellas que cualquier humano y
cuando se fraguaba alguna tempestad, se situaban ante los barcos que corrían
peligro de naufragio, y con arte exquisito cantaban a los marineros las
bellezas del fondo del mar, animándolos a no temerlo; pero los hombres no
comprendían sus palabras, y creían que eran los ruidos de la tormenta, y nunca
les era dado contemplar las magnificencias del fondo, pues si el barco se iba a
pique, los tripulantes se ahogaban, y al palacio del rey del mar sólo llegaban
cadáveres.
Cuando, al
anochecer, las hermanas, cogidas del brazo, subían a la superficie del océano,
la menor se quedaba abajo sola, mirándolas con ganas de llorar; pero una sirena
no tiene lágrimas, y por eso es mayor su sufrimiento.
- Ay si tuviera
quince años! -decía -. Sé que me gustará el mundo de allá arriba, y amaré a los
hombres que lo habitan.
Y como todo llega
en este mundo, al fin cumplió los quince años. - Bien, ya eres mayor -le dijo
la abuela, la anciana reina viuda-. Ven, que te ataviaré como a tus hermanas-.
Y le puso en el cabello una corona de lirios blancos; pero cada pétalo era la
mitad de una perla, y la anciana mandó adherir ocho grandes ostras a la cola de
la princesa como distintivo de su alto rango.
- ¡Duele!
-exclamaba la doncella.
- Hay que sufrir
para ser hermosa -contestó la anciana.
La doncella de muy
buena gana se habría sacudido todas aquellos adornos y la pesada diadema, para
quedarse vestida con las rojas flores de su jardín; pero no se atrevió a
introducir novedades. - ¡Adiós! - dijo, elevándose, ligera y diáfana a través
del agua, como una burbuja.
El sol acababa de
ocultarse cuando la sirena asomó la cabeza a la superficie; pero las nubes
relucían aún como rosas y oro, y en el rosado cielo brillaba la estrella
vespertina, tan clara y bella; el aire era suave y fresco, y en el mar reinaba
absoluta calma. Había a poca distancia un gran barco de tres palos; una sola
vela estaba izada, pues no se movía ni la más leve brisa, y en cubierta se
veían los marineros por entre las jarcias y sobre las pértigas. Había música y
canto, y al oscurecer encendieron centenares de farolillos de colores; parecía
como si ondeasen al aire las banderas de todos los países. La joven sirena se
acercó nadando a las ventanas de los camarotes, y cada vez que una ola la
levantaba, podía echar una mirada a través de los cristales, límpidos como
espejos, y veía muchos hombres magníficamente ataviados. El más hermoso,
empero, era el joven príncipe, de grandes ojos negros. Seguramente no tendría
mas allá de dieciséis años; aquel día era su cumpleaños, y por eso se celebraba
la fiesta. Los marineros bailaban en cubierta, y cuando salió el príncipe se
dispararon más de cien cohetes, que brillaron en el aire, iluminándolo como la
luz de día, por lo cual la sirena, asustada, se apresuró a sumergirse unos
momentos; cuando volvió a asomar a flor de agua, le pareció como si todas las
estrellas del cielo cayesen sobre ella. Nunca había visto fuegos artificiales.
Grandes soles zumbaban en derredor, magníficos peces de fuego surcaban el aire
azul, reflejándose todo sobre el mar en calma. En el barco era tal la claridad,
que podía distinguirse cada cuerda, y no digamos los hombres. ¡Ay, qué guapo
era el joven príncipe! Estrechaba las manos a los marinos, sonriente, mientras
la música sonaba en la noche.
Pasaba el tiempo, y
la pequeña sirena no podía apartar los ojos del navío ni del apuesto príncipe.
Apagaron los faroles de colores, los cohetes dejaron de elevarse y cesaron
también los cañonazos, pero en las profundidades del mar aumentaban los ruidos.
Ella seguía meciéndose en la superficie, para echar una mirada en el interior
de los camarotes a cada vaivén de las olas. Luego el barco aceleró su marcha,
izaron todas las velas, una tras otra, y, a medida que el oleaje se
intensificaba, el cielo se iba cubriendo de nubes; en la lejanía zigzagueaban
ya los rayos. Se estaba preparando una tormenta horrible, y los marinos
hubieron de arriar nuevamente las velas. El buque se balanceaba en el mar
enfurecido, las olas se alzaban como enormes montañas negras que amenazaban
estrellarse contra los mástiles; pero el barco seguía flotando como un cisne,
hundiéndose en los abismos y levantándose hacia el cielo alternativamente,
juguete de las aguas enfurecidas. A la joven sirena le parecía aquello un
delicioso paseo, pero los marineros pensaban muy de otro modo. El barco crujía
y crepitaba, las gruesas planchas se torcían a los embates del mar. El palo
mayor se partió como si fuera una caña, y el barco empezó a tambalearse de un
costado al otro, mientras el agua penetraba en él por varios puntos. Sólo
entonces comprendió la sirena el peligro que corrían aquellos hombres; ella
misma tenía que ir muy atenta para esquivar los maderos y restos flotantes.
Unas veces la oscuridad era tan completa, que la sirena no podía distinguir
nada en absoluto; otras veces los relámpagos daban una luz vivísima, permitiéndole
reconocer a los hombres del barco. Buscaba especialmente al príncipe, y, al
partirse el navío, lo vio hundirse en las profundidades del mar. Su primer
sentimiento fue de alegría, pues ahora iba a tenerlo en sus dominios; pero
luego recordó que los humanos no pueden vivir en el agua, y que el hermoso
joven llegaría muerto al palacio de su padre. No, no era posible que muriese;
por eso echó ella a nadar por entre los maderos y las planchas que flotaban
esparcidas por la superficie, sin parar mientes en que podían aplastarla.
Hundiéndose en el agua y elevándose nuevamente, llegó al fin al lugar donde se
encontraba el príncipe, el cual se hallaba casi al cabo de sus fuerzas; los
brazos y piernas empezaban a entumecérsele, sus bellos ojos se cerraban, y habría
sucumbido sin la llegada de la sirenita, la cual sostuvo su cabeza fuera del
agua y se abandonó al impulso de las olas.
La
sirenita
Continuación
Al amanecer, la
tempestad se había calmado, pero del barco no se veía el menor resto; el sol se
elevó, rojo y brillante, del seno del mar, y pareció como si las mejillas del
príncipe recobrasen la vida, aunque sus ojos permanecían cerrados. La sirena
estampó un beso en su hermosa y despejada frente y le apartó el cabello
empapado; entonces lo encontró parecido a la estatua de mármol de su
jardincito; volvió a besarlo, deseosa de que viviese.
La tierra firme
apareció ante ella: altas montañas azules, en cuyas cimas resplandecía la
blanca nieve, como cisnes allí posados; en la orilla se extendían soberbios
bosques verdes, y en primer término había un edificio que no sabía lo que era,
pero que podía ser una iglesia o un convento. En su jardín crecían naranjos y
limoneros, y ante la puerta se alzaban grandes palmeras. El mar formaba una
pequeña bahía, resguardada de los vientos, pero muy profunda, que se alargaba
hasta unas rocas cubiertas de fina y blanca arena. A ella se dirigió con el
bello príncipe y, depositándolo en la playa, tuvo buen cuidado de que la cabeza
quedase bañada por la luz del sol.
Las campanas estaban
doblando en el gran edificio blanco, y un grupo de muchachas salieron al
jardín. Entonces la sirena se alejó nadando hasta detrás de unas altas rocas
que sobresalían del agua, y, cubriéndose la cabeza y el pecho de espuma del mar
para que nadie pudiese ver su rostro, se puso a espiar quién se acercaría al
pobre príncipe.
Al poco rato llegó
junto a él una de las jóvenes, que pareció asustarse grandemente, pero sólo por
un momento. Fue en busca de sus compañeras, y la sirena vio cómo el príncipe
volvía a la vida y cómo sonreía a las muchachas que lo rodeaban; sólo a ella no
te sonreía, pues ignoraba que lo había salvado. Sintióse muy afligida, y cuando
lo vio entrar en el vasto edificio, se sumergió tristemente en el agua y
regresó al palacio de su padre.
Siempre había sido
de temperamento taciturno y caviloso, pero desde aquel día lo fue más aún. Sus
hermanas le preguntaron qué había visto en su primera salida, mas ella no les
contó nada.
Muchas veces a la
hora del ocaso o del alba se remontó al lugar donde había dejado al príncipe.
Vio cómo maduraban los frutos del jardín y cómo eran recogidos; vio derretirse
la nieve de las altas montañas, pero nunca al príncipe; por eso cada vez volvía
a palacio triste y afligida. Su único consuelo era sentarse en el jardín,
enlazando con sus brazos la hermosa estatua de mármol, aquella estatua que se
parecía al guapo doncel; pero dejó de cuidar sus flores, que empezaron a crecer
salvajes, invadiendo los senderos y entrelazando sus largos tallos y hojas en
las ramas de los árboles, hasta tapar la luz por completo.
Por fin, incapaz de
seguir guardando el secreto, lo comunicó a una de sus hermanas, y muy pronto lo
supieron las demás; pero, aparte ellas y unas pocas sirenas de su intimidad,
nadie más se enteró de lo ocurrido. Una de las amigas pudo decirle quién era el
príncipe, pues había presenciado también la fiesta del barco y sabía cuál era
su patria y dónde se hallaba su palacio.
- Ven, hermanita
-dijeron las demás princesas, y pasando cada una el brazo en torno a los hombros
de la otra, subieron en larga hilera a la superficie del mar, en el punto donde
sabían que se levantaba el palacio del príncipe.
Estaba construido
de una piedra brillante, de color amarillo claro, con grandes escaleras de
mármol, una de las cuales bajaba hasta el mismo mar. Magníficas cúpulas doradas
se elevaban por encima del tejado, y entre las columnas que rodeaban el
edificio había estatuas de mármol que parecían tener vida. A través de los
nítidos cristales de las altas ventanas podían contemplarse los hermosísimos
salones adornados con preciosos tapices y cortinas de seda, y con grandes
cuadros en las paredes; una delicia para los ojos.
En el salón mayor,
situado en el centro, murmuraba un grato surtidor, cuyos chorros subían a gran
altura hacia la cúpula de cristales, a través de la cual la luz del sol llegaba
al agua y a las hermosas plantas que crecían en la enorme pila.
Desde que supo
dónde residía el príncipe, se dirigía allí muchas tardes y muchas noches,
acercándose a tierra mucho más de lo que hubiera osado cualquiera de sus
hermanas; incluso se atrevía a remontar el canal que corría por debajo de la
soberbia terraza levantada sobre el agua. Se sentaba allí y se quedaba
contemplando a su amado, el cual creía encontrarse solo bajo la clara luz de la
luna.
Varias noches lo
vio navegando en su preciosa barca, con música y con banderas ondeantes; ella
escuchaba desde los verdes juncales, y si el viento acertaba a cogerle el largo
velo plateado haciéndolo visible, él pensaba que era un cisne con las alas
desplegadas.
Muchas noches que
los pescadores se hacían a la mar con antorchas encendidas, les oía encomiar
los méritos del joven príncipe, y entonces se sentía contenta de haberle
salvado la vida, cuando flotaba medio muerto, a merced de las olas; y recordaba
cómo su cabeza había reposado en su seno, y con cuánto amor lo había besado
ella. Pero él lo ignoraba; ni en sueños la conocía.
Cada día iba
sintiendo más afecto por los hombres; cada vez sentía mayores deseos de subir
hasta ellos, hasta su mundo, que le parecía mucho más vasto que el propio:
podían volar en sus barcos por la superficie marina, escalar montañas más altas
que las nubes; poseían tierras cubiertas de bosques y campos, que se extendían
mucho más allá de donde alcanzaba la vista. Había muchas cosas que hubiera
querido saber, pero sus hermanas no podían contestar a todas sus preguntas. Por
eso acudió a la abuela, la cual conocía muy bien aquel mundo superior, que ella
llamaba, con razón, los países sobre el mar.
- Suponiendo que
los hombres no se ahoguen -preguntó la pequeña sirena-, ¿viven eternamente? ¿No
mueren como nosotras, los seres submarinos?
- Sí, dijo la
abuela -, ellos mueren también, y su vida es más breve todavía que la nuestra.
Nosotras podemos alcanzar la edad de trescientos años, pero cuando dejamos de
existir nos convertimos en simple espuma, que flota sobre el agua, y ni
siquiera nos queda una tumba entre nuestros seres queridos. No poseemos un alma
inmortal, jamás renaceremos; somos como la verde caña: una vez la han cortado,
jamás reverdece. Los humanos, en cambio, tienen un alma, que vive eternamente,
aun después que el cuerpo se ha transformado en tierra; un alma que se eleva a
través del aire diáfano hasta las rutilantes estrellas. Del mismo modo que
nosotros emergemos del agua y vemos las tierras de los hombres, así también
ascienden ellos a sublimes lugares desconocidos, que nosotros no veremos nunca.
- ¿Por qué no
tenemos nosotras un alma inmortal? -preguntó, afligida, la pequeña sirena-.
Gustosa cambiaría yo mis centenares de años de vida por ser sólo un día una
persona humana y poder participar luego del mundo celestial.
- ¡No pienses en
eso! -dijo la vieja-. Nosotras somos mucho más dichosas y mejores que los
humanos de allá arriba.
- Así, pues,
¿moriré y vagaré por el mar convertida en espuma, sin oír la música de las
olas, ni ver las hermosas flores y el rojo globo del sol? ¿No podría hacer nada
para adquirir un alma inmortal?
- No -dijo la
abuela-. Hay un medio, sí, pero es casi imposible: sería necesario que un
hombre te quisiera con un amor mas intenso del que tiene a su padre y su madre;
que se aferrase a ti con todas sus potencias y todo su amor, e hiciese que un
sacerdote enlazase vuestras manos, prometiéndote fidelidad aquí y para toda la
eternidad. Entonces su alma entraría en tu cuerpo, y tú también tendrías parte
en la bienaventuranza reservada a los humanos. Te daría alma sin perder por
ello la suya. Pero esto jamás podrá suceder. Lo que aquí en el mar es hermoso,
me refiero a tu cola de pez, en la tierra lo encuentran feo. No sabrían
comprenderlo; para ser hermosos, ellos necesitan dos apoyos macizos, que llaman
piernas.
La pequeña sirena
consideró con un suspiro su cola de pez.
- No nos pongamos
tristes -la animó la vieja-. Saltemos y brinquemos durante los trescientos años
que tenemos de vida. Es un tiempo muy largo; tanto mejor se descansa luego.
Esta noche celebraremos un baile de gala.
La fiesta fue de
una magnificencia como nunca se ve en la tierra. Las paredes y el techo del
gran salón eran de grueso cristal, pero transparente. Centenares de enormes
conchas, color de rosa y verde, se alineaban a uno y otro lado con un fuego de
llama azul que iluminaba toda la sala y proyectaba su luz al exterior, a través
de las paredes, y alumbraba el mar, permitiendo ver los innúmeros peces,
grandes y chicos, que nadaban junto a los muros de cristal: unos, con
brillantes escamas purpúreas; otros, con reflejos dorados y plateados. Por el
centro de la sala fluía una ancha corriente, y en ella bailaban los moradores
submarinos al son de su propio y delicioso canto; los humanos de nuestra tierra
no tienen tan bellas voces. La joven sirena era la que cantaba mejor; los
asistentes aplaudían, y por un momento sintió un gozo auténtico en su corazón,
al percatarse de que poseía la voz más hermosa de cuantas existen en la tierra
y en el mar. Pero muy pronto volvió a acordarse del mundo de lo alto; no podía
olvidar al apuesto príncipe, ni su pena por no tener como él un alma inmortal.
Por eso salió disimuladamente del palacio paterno y, mientras en él todo eran
cantos y regocijo, se estuvo sentada en su jardincito, presa de la melancolía.
En éstas oyó los
sones de un cuerno que llegaban a través del agua, y pensó: «De seguro que en
estos momentos está surcando las olas aquel ser a quien quiero más que a mi
padre y a mi madre, aquél que es dueño de todos mis pensamientos y en cuya mano
quisiera yo depositar la dicha de toda mi vida. Lo intentaré todo para
conquistarlo y adquirir un alma inmortal. Mientras mis hermanas bailan en el
palacio, iré a la mansión de la bruja marina, a quien siempre tanto temí; pero
tal vez ella me aconseje y me ayude».
Y la sirenita se
encaminó hacia el rugiente torbellino, tras el cual vivía la bruja. Nunca había
seguido aquel camino, en el que no crecían flores ni algas; un suelo arenoso,
pelado y gris, se extendía hasta la fatídica corriente, donde el agua se
revolvía con un estruendo semejante al de ruedas de molino, arrastrando al
fondo todo lo que se ponía a su alcance. Para llegar a la mansión de la
hechicera, nuestra sirena debía atravesar aquellos siniestros remolinos; y en
un largo trecho no había mas camino que un cenagal caliente y burbujeante, que
la bruja llamaba su turbera. Detrás estaba su casa, en medio de un extraño
bosque. Todos los árboles y arbustos eran pólipos, mitad animales, mitad
plantas; parecían serpientes de cien cabezas salidas de la tierra; las ramas
eran largos brazos viscosos, con dedos parecidos a flexibles gusanos, y todos
se movían desde la raíz hasta la punta. Rodeaban y aprisionaban todo lo que se
ponía a su alcance, sin volver ya a soltarlo. La sirenita se detuvo
aterrorizada; su corazón latía de miedo y estuvo a punto de volverse; pero el
pensar en el príncipe y en el alma humana le infundió nuevo valor. Atóse firmemente
alrededor de la cabeza el largo cabello flotante para que los pólipos no
pudiesen agarrarlo, dobló las manos sobre el pecho y se lanzó hacia delante
como sólo saben hacerlo los peces, deslizándose por entre los horribles pólipos
que extendían hacia ella sus flexibles brazos y manos. Vio cómo cada uno
mantenía aferrado, con cien diminutos apéndices semejantes a fuertes aros de
hierro, lo que había logrado sujetar. Cadáveres humanos, muertos en el mar y
hundidos en su fondo, salían a modo de blancos esqueletos de aquellos
demoníacos brazos. Apresaban también remos, cajas y huesos de animales
terrestres; pero lo más horrible era el cadáver de una sirena, que habían
capturado y estrangulado.
Llegó luego a un
vasto pantano, donde se revolcaban enormes serpientes acuáticas, que exhibían
sus repugnantes vientres de color blancoamarillento. En el centro del lugar se
alzaba una casa, construida con huesos blanqueados de náufragos humanos; en
ella moraba la bruja del mar, que a la sazón se entretenía dejando que un sapo
comiese de su boca, de igual manera como los hombres dan azúcar a un lindo
canario. A las gordas y horribles serpientes acuáticas las llamaba sus
polluelos y las dejaba revolcarse sobre su pecho enorme y cenagoso.
- Ya sé lo que
quieres -dijo la bruja-. Cometes una estupidez, pero estoy dispuesta a
satisfacer tus deseos, pues te harás desgraciada, mi bella princesa. Quieres
librarte de la cola de pez, y en lugar de ella tener dos piernas para andar
como los humanos, para que el príncipe se enamore de ti y, con su amor, puedas
obtener un alma inmortal -. Y la bruja soltó una carcajada, tan ruidosa y
repelente, que los sapos y las culebras cayeron al suelo, en el que se pusieron
a revolcarse. - Llegas justo a tiempo -prosiguió la bruja-, pues de haberlo
hecho mañana a la hora de la salida del sol, deberías haber aguardado un año,
antes de que yo pudiera ayudarte. Te prepararé un brebaje con el cual te
dirigirás a tierra antes de que amanezca. Una vez allí, te sentarás en la
orilla y lo tomarás, y en seguida te desaparecerá la cola, encogiéndose y
transformándose en lo que los humanos llaman piernas; pero te va a doler, como
si te rajasen con una cortante espada. Cuantos te vean dirán que eres la
criatura humana más hermosa que han contemplado. Conservarás tu modo de andar
oscilante; ninguna bailarina será capaz de balancearse como tú, pero a cada
paso que des te parecerá que pisas un afilado cuchillo y que te estás
desangrando. Si estás dispuesta a pasar por todo esto, te ayudaré.
-Sí -exclamó la
joven sirena con voz palpitante, pensando en el príncipe y en el alma inmortal.
- Pero ten en
cuenta -dijo la bruja- que una vez hayas adquirido figura humana, jamás podrás
recuperar la de sirena. Jamás podrás volver por el camino del agua a tus
hermanas y al palacio de tu padre; y si no conquistas el amor del príncipe, de
tal manera que por ti se olvide de su padre y de su madre, se aferre a ti con
alma y cuerpo y haga que el sacerdote una vuestras manos, convirtiéndoos en
marido y mujer, no adquirirás un alma inmortal. La primera mañana después de su
boda con otra, se partirá tu corazón y te convertirás en espuma flotante en el
agua.
- ¡Acepto!
-contestó la sirena, pálida como la muerte.
- Pero tienes que
pagarme -prosiguió la bruja-, y el precio que te pido no es poco. Posees la más
hermosa voz de cuantas hay en el fondo del mar, y con ella piensas hechizarle.
Pues bien, vas a darme tu voz. Por mi precioso brebaje quiero lo mejor que
posees. Yo tengo que poner mi propia sangre, para que el filtro sea cortante como
espada de doble filo.
- Pero si me quitas
la voz, ¿qué me queda? -preguntó la sirena.
- Tu bella figura
-respondió la bruja-, tu paso cimbreante y tus expresivos ojos. Con todo esto
puedes turbar el corazón de un hombre. Bien, ¿has perdido ya el valor?. Saca la
lengua y la cortaré, en pago del milagroso brebaje.
- ¡Sea, pues! -dijo
la sirena; y la bruja dispuso su caldero para preparar el filtro.
- La limpieza es
buena cosa -dijo, fregando el caldero con las serpientes después de hacer un
nudo con ellas; luego, arañándose el pecho hasta que asomó su negra sangre,
echó unas gotas de ella en el recipiente. El vapor dibujaba las figuras más
extraordinarias, capaces de infundir miedo al corazón más audaz. La bruja no
cesaba de echar nuevos ingredientes al caldero, y cuando ya la mezcla estuvo en
su punto de cocción, produjo un sonido semejante al de un cocodrilo que llora.
Quedó al fin listo el brebaje, el cual tenía el aspecto de agua clarísima.
- Ahí lo tienes
-dijo la bruja, y, entregándoselo a la sirena, le cortó la lengua, con lo que
ésta quedó muda, incapaz de hablar y de cantar.
- Si los pólipos te
apresan cuando atravieses de nuevo mi bosque -dijo la hechicera-, arrójales una
gotas de este elixir y verás cómo sus brazos y dedos caen deshechos en mil pedazos
-. Pero no fue necesario acudir a aquel recurso, pues los pólipos se apartaron
aterrorizados al ver el brillante brebaje que la sirena llevaba en la mano, y
que relucía como si fuese una estrella. Así cruzó rápidamente el bosque, el
pantano y el rugiente torbellino.
Veía el palacio de
su padre; en la gran sala de baile habían apagado las antorchas; seguramente
todo el mundo estaría durmiendo. Sin embargo, no se atrevió a llegar hasta él,
pues era muda y quería marcharse de allí para siempre. Parecióle que el corazón
le iba a reventar de pena. Entró quedamente en el jardín, cortó una flor de
cada uno de los arriates de sus hermanas y, enviando al palacio mil besos con
la punta de los dedos, se remontó a través de las aguas azules.
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