Hans Cristian Andersen
Cuentos I
La
princesa del guisante
Érase una vez un
príncipe que quería casarse con una princesa, pero que fuese una princesa de
verdad. En su busca recorrió todo el mundo, mas siempre había algún pero.
Princesas había muchas, mas nunca lograba asegurarse de que lo fueran de veras;
cada vez encontraba algo que le parecía sospechoso. Así regresó a su casa muy
triste, pues estaba empeñado en encontrar a una princesa auténtica.
Una tarde estalló
una terrible tempestad; sucedíanse sin interrupción los rayos y los truenos, y
llovía a cántaros; era un tiempo espantoso. En éstas llamaron a la puerta de la
ciudad, y el anciano Rey acudió a abrir.
Una princesa estaba
en la puerta; pero ¡santo Dios, cómo la habían puesto la lluvia y el mal tiempo!
El agua le chorreaba por el cabello y los vestidos, se le metía por las cañas
de los zapatos y le salía por los tacones; pero ella afirmaba que era una
princesa verdadera.
"Pronto lo
sabremos", pensó la vieja Reina, y, sin decir palabra, se fue al dormitorio,
levantó la cama y puso un guisante sobre la tela metálica; luego amontonó
encima veinte colchones, y encima de éstos, otros tantos edredones.
En esta cama debía
dormir la princesa.
Por la mañana le
preguntaron qué tal había descansado.
- ¡Oh, muy mal!
-exclamó-. No he pegado un ojo en toda la noche. ¡Sabe Dios lo que habría en la
cama! ¡Era algo tan duro, que tengo el cuerpo lleno de cardenales! ¡Horrible!.
Entonces vieron que
era una princesa de verdad, puesto que, a pesar de los veinte colchones y los
veinte edredones, había sentido el guisante. Nadie, sino una verdadera
princesa, podía ser tan sensible.
El príncipe la tomó
por esposa, pues se había convencido de que se casaba con una princesa hecha y
derecha; y el guisante pasó al museo, donde puede verse todavía, si nadie se lo
ha llevado.
Esto sí que es una
historia, ¿verdad?.
Los
zapatos rojos
Érase una vez una
niña muy linda y delicada, pero tan pobre, que en verano andaba siempre
descalza, y en invierno tenía que llevar unos grandes zuecos, por lo que los
piececitos se le ponían tan encarnados, que daba lástima.
En el centro del
pueblo habitaba una anciana, viuda de un zapatero. Tenía unas viejas tiras de
paño colorado, y con ellas cosió, lo mejor que supo, un par de zapatillas. Eran
bastante patosas, pero la mujer había puesto en ellas toda su buena intención.
Serían para la niña, que se llamaba Karen.
Le dieron los
zapatos rojos el mismo día en que enterraron a su madre; aquel día los estrenó.
No eran zapatos de luto, cierto, pero no tenía otros, y calzada con ellos
acompañó el humilde féretro.
Acertó a pasar un
gran coche, en el que iba una señora anciana. Al ver a la pequeñuela, sintió
compasión y dijo al señor cura:
- Dadme la niña, yo
la criaré.
Karen creyó que
todo aquello era efecto de los zapatos colorados, pero la dama dijo que eran
horribles y los tiró al fuego. La niña recibió vestidos nuevos y aprendió a
leer y a coser. La gente decía que era linda; sólo el espejo decía:
- Eres más que
linda, eres hermosa.
Un día la Reina
hizo un viaje por el país, acompañada de su hijita, que era una princesa. La
gente afluyó al palacio, y Karen también. La princesita salió al balcón para
que todos pudieran verla. Estaba preciosa, con un vestido blanco, pero nada de
cola ni de corona de oro. En cambio, llevaba unos magníficos zapatos rojos, de
tafilete, mucho más hermosos, desde luego, que los que la viuda del zapatero
había confeccionado para Karen. No hay en el mundo cosa que pueda compararse a
unos zapatos rojos.
Llegó la niña a la
edad en que debía recibir la confirmación; le hicieron vestidos nuevos, y
también habían de comprarle nuevos zapatos. El mejor zapatero de la ciudad tomó
la medida de su lindo pie; en la tienda había grandes vitrinas con zapatos y
botas preciosos y relucientes. Todos eran hermosísimos, pero la anciana señora,
que apenas veía, no encontraba ningún placer en la elección. Había entre ellos
un par de zapatos rojos, exactamente iguales a los de la princesa: ¡qué
preciosos! Además, el zapatero dijo que los había confeccionado para la hija de
un conde, pero luego no se habían adaptado a su pie.
- ¿Son de charol,
no? -preguntó la señora-. ¡Cómo brillan!
- ¿Verdad que
brillan? - dijo Karen; y como le sentaban bien, se los compraron; pero la
anciana ignoraba que fuesen rojos, pues de haberlo sabido jamás habría
permitido que la niña fuese a la confirmación con zapatos colorados. Pero fue.
Todo el mundo le
miraba los pies, y cuando, después de avanzar por la iglesia, llegó a la puerta
del coro, le pareció como si hasta las antiguas estatuas de las sepulturas, las
imágenes de los monjes y las religiosas, con sus cuellos tiesos y sus largos
ropajes negros, clavaran los ojos en sus zapatos rojos; y sólo en ellos estuvo
la niña pensando mientras el obispo, poniéndole la mano sobre la cabeza, le
habló del santo bautismo, de su alianza con Dios y de que desde aquel momento
debía ser una cristiana consciente. El órgano tocó solemnemente, resonaron las
voces melodiosas de los niños, y cantó también el viejo maestro; pero Karen
sólo pensaba en sus magníficos zapatos.
Por la tarde se
enteró la anciana señora -alguien se lo dijo de que los zapatos eran
colorados, y declaró que aquello era feo y contrario a la modestia; y dispuso
que, en adelante, Karen debería llevar zapatos negros para ir a la iglesia,
aunque fueran viejos.
El siguiente
domingo era de comunión. Karen miró sus zapatos negros, luego contempló los
rojos, volvió a contemplarlos y, al fin, se los puso.
Brillaba un sol
magnífico. Karen y la señora anciana avanzaban por la acera del mercado de
granos; había un poco de polvo.
En la puerta de la
iglesia se había apostado un viejo soldado con una muleta y una larguísima
barba, más roja que blanca, mejor dicho, roja del todo. Se inclinó hasta el
suelo y preguntó a la dama si quería que le limpiase los zapatos. Karen
presentó también su piececito.
- ¡Caramba, qué
preciosos zapatos de baile! -exclamó el hombre-. Ajustad bien cuando bailéis -
y con la mano dio un golpe a la suela.
La dama entregó una
limosna al soldado y penetró en la iglesia con Karen.
Todos los fieles
miraban los zapatos rojos de la niña, y las imágenes también; y cuando ella,
arrodillada ante el altar, llevó a sus labios el cáliz de oro, estaba pensando
en sus zapatos colorados y le pareció como si nadaran en el cáliz; y se olvidó
de cantar el salmo y de rezar el padrenuestro.
Salieron los fieles
de la iglesia, y la señora subió a su coche. Karen levantó el pie para subir a
su vez, y el viejo soldado, que estaba junto al carruaje, exclamó: - ¡Vaya
preciosos zapatos de baile! -. Y la niña no pudo resistir la tentación de
marcar unos pasos de danza; y he aquí que no bien hubo empezado, sus piernas
siguieron bailando por sí solas, como si los zapatos hubiesen adquirido algún
poder sobre ellos. Bailando se fue hasta la esquina de la iglesia, sin ser
capaz de evitarlo; el cochero tuvo que correr tras ella y llevarla en brazos al
coche; pero los pies seguían bailando y pisaron fuertemente a la buena anciana.
Por fin la niña se pudo descalzar, y las piernas se quedaron quietas.
Al llegar a casa
los zapatos fueron guardados en un armario; pero Karen no podía resistir la
tentación de contemplarlos.
Enfermó la señora,
y dijeron que ya no se curaría. Hubo que atenderla y cuidarla, y nadie estaba
más obligado a hacerlo que Karen. Pero en la ciudad daban un gran baile, y la
muchacha había sido invitada. Miró a la señora, que estaba enferma de muerte,
miró los zapatos rojos, se dijo que no cometía ningún pecado. Se los calzó -
¿qué había en ello de malo? - y luego se fue al baile y se puso a bailar.
Pero cuando quería
ir hacia la derecha, los zapatos la llevaban hacia la izquierda; y si quería
dirigirse sala arriba, la obligaban a hacerlo sala abajo; y así se vio forzada
a bajar las escaleras, seguir la calle y salir por la puerta de la ciudad,
danzando sin reposo; y, sin poder detenerse, llegó al oscuro bosque.
Vio brillar una luz
entre los árboles y pensó que era la luna, pues parecía una cara; pero resultó
ser el viejo soldado de la barba roja, que haciéndole un signo con la cabeza,
le dijo:
- ¡Vaya hermosos
zapatos de baile!
Se asustó la
muchacha y trató de quitarse los zapatos para tirarlos; pero estaban
ajustadísimos, y, aun cuando consiguió arrancarse las medias, los zapatos no
salieron; estaban soldados a los pies. Y hubo
de seguir bailando
por campos y prados, bajo la lluvia y al sol, de noche y de día. ¡De noche,
especialmente, era horrible!
Los
zapatos rojos
Continuación
Bailando llegó
hasta el cementerio, que estaba abierto; pero los muertos no bailaban, tenían
otra cosa mejor que hacer. Quiso sentarse sobre la fosa de los pobres, donde
crece el amargo helecho; mas no había para ella tranquilidad ni reposo, y
cuando, sin dejar de bailar, penetró en la iglesia, vio en ella un ángel
vestido de blanco, con unas alas que le llegaban desde los hombros a los pies.
Su rostro tenía una expresión grave y severa, y en la mano sostenía una ancha y
brillante espada.
- ¡Bailarás -le
dijo-, bailarás en tus zapatos rojos hasta que estés lívida y fría, hasta que
tu piel se contraiga sobre tus huesos! Irás bailando de puerta en puerta, y
llamarás a las de las casas donde vivan niños vanidosos y presuntuosos, para
que al oírte sientan miedo de ti. ¡Bailarás!
- ¡Misericordia! -
suplicó Karen. Pero no pudo oír la respuesta del ángel, pues sus zapatos la arrastraron
al exterior, siempre bailando a través de campos, caminos y senderos.
Una mañana pasó
bailando por delante de una puerta que conocía bien. En el interior resonaba un
cantar de salmos, y sacaron un féretro cubierto de flores. Entonces supo que la
anciana señora había muerto, y comprendió que todo el mundo la había abandonado
y el ángel de Dios la condenaba.
Y venga bailar,
baila que te baila en la noche oscura. Los zapatos la llevaban por espinos y
cenagales, y los pies le sangraban.
Luego hubo de
dirigirse, a través del erial, hasta una casita solitaria. Allí se enteró de
que aquélla era la morada del verdugo, y, llamando con los nudillos, al cristal
de la ventana dijo:
- ¡Sal, sal! ¡Yo no
puedo entrar, tengo que seguir bailando! El verdugo le respondió:
- ¿Acaso no sabes
quién soy? Yo corto la cabeza a los malvados, y cuido de que el hacha resuene.
- ¡No me cortes la
cabeza -suplicó Karen-, pues no podría expiar mis pecados; pero córtame los
pies, con los zapatos rojos!
Reconocía su culpa,
y el verdugo le cortó los pies con los zapatos, pero éstos siguieron bailando,
con los piececitos dentro, y se alejaron campo a través y se perdieron en el
bosque.
El hombre le hizo
unos zuecos y unas muletas, le enseñó el salmo que cantan los penitentes, y
ella, después de besar la mano que había empuñado el hacha, emprendió el camino
por el erial.
- Ya he sufrido
bastante por los zapatos rojos -dijo-; ahora me voy a la iglesia para que todos
me vean-. Y se dirigió al templo sin tardanza; pero al llegar a la puerta vio
que los zapatos danzaban frente a ella, y, asustada, se volvió.
Pasó toda la semana
afligida y llorando amargas lágrimas; pero al llegar el domingo dijo:
- Ya he sufrido y
luchado bastante; creo que ya soy tan buena como muchos de los que están vanagloriándose
en la iglesia -. Y se encaminó nuevamente a ella; mas apenas llegaba a la
puerta del cementerio, vio los zapatos rojos que continuaban bailando y,
asustada, dio media vuelta y se arrepintió de todo corazón de su pecado.
Dirigiéndose a casa
del señor cura, rogó que la tomasen por criada, asegurando que sería muy
diligente y haría cuanto pudiese; no pedía salario, sino sólo un cobijo y la
compañía de personas virtuosas. La señora del pastor se compadeció de ella y la
tomó a su servicio. Karen se portó con toda modestia y reflexión; al anochecer
escuchaba atentamente al párroco cuando leía la Biblia en voz alta. Era
cariñosa con todos los niños, pero cuando los oía hablar de adornos y
ostentaciones y de que deseaban ser hermosos, meneaba la cabeza con un gesto de
desaprobación.
Al otro domingo
fueron todos a la iglesia y le preguntaron si deseaba acompañarlos; pero ella,
afligida, con lágrimas en los ojos, se limitó a mirar sus muletas. Los demás se
dirigieron al templo a escuchar la palabra divina, mientras ella se retiraba a
su cuartito, tan pequeño que no cabían en él más que la cama y una silla.
Sentóse en él con el libro de cánticos, y, al absorberse piadosa en su lectura,
el viento le trajo los sones del órgano de la iglesia. Levantó ella entonces el
rostro y, entre lágrimas, dijo:
- ¡Dios mío,
ayúdame!
Y he aquí que el
sol brilló con todo su esplendor, y Karen vio frente a ella el ángel vestido de
blanco que encontrara aquella noche en la puerta de la iglesia; pero en vez de
la flameante espada su mano sostenía ahora una magnífica rama cuajada de rosas.
Tocó con ella el techo, que se abrió, y en el punto donde había tocado la rama
brilló una estrella dorada; y luego tocó las paredes, que se ensancharon, y vio
el órgano tocando y las antiguas estatuas de monjes y religiosas, y la
comunidad sentada en las bien cuidadas sillas, cantando los himnos sagrados.
Pues la iglesia había venido a la angosta habitación de la pobre muchacha, o
tal vez ella había sido transportada a la iglesia. Encontróse sentada en su
silla, junto a los miembros de la familia del pastor, y cuando, terminado el
salmo, la vieron, la saludaron con un gesto de la cabeza, diciendo:
- Hiciste bien en
venir, Karen. -Fue la misericordia de Dios dijo ella.
Y resonó el órgano,
y, con él, el coro de voces infantiles, dulces y melodiosas. El sol enviaba sus
brillantes rayos a través de la ventana, dirigiéndolos precisamente a la silla
donde se sentaba Karen. El corazón de la muchacha quedó tan rebosante de luz,
de paz y de alegría, que estalló. Su alma voló a Dios Nuestro Señor, y allí
nadie le preguntó ya por los zapatos rojos.
El
porquerizo
Érase una vez un
príncipe que andaba mal de dinero. Su reino era muy pequeño, aunque lo
suficiente para permitirle casarse, y esto es lo que el príncipe quería hacer.
Sin embargo, fue
una gran osadía por su parte el irse derecho a la hija del Emperador y decirle
en la cara: -¿Me quieres por marido?-. Si lo hizo, fue porque la fama de su
nombre había llegado muy lejos. Más de cien princesas lo habrían aceptado,
pero, ¿lo querría ella?
Pues vamos a verlo.
En la tumba del
padre del príncipe crecía un rosal, un rosal maravilloso; florecía solamente
cada cinco años, y aun entonces no daba sino una flor; pero era una rosa de
fragancia tal, que quien la olía se olvidaba de todas sus penas y
preocupaciones. Además, el príncipe tenía un ruiseñor que, cuando cantaba,
habríase dicho que en su garganta se juntaban las más bellas melodías del
universo. Decidió, pues, que tanto la rosa como el ruiseñor serían para la
princesa, y se los envió encerrados en unas grandes cajas de plata.
El Emperador mandó
que los llevaran al gran salón, donde la princesa estaba jugando a «visitas»
con sus damas de honor. Cuando vio las grandes cajas que contenían los regalos,
exclamó dando una palmada de alegría:
- ¡A ver si será un
gatito! -pero al abrir la caja apareció el rosal con la magnífica rosa.
- ¡Qué linda es!
-dijeron todas las damas.
- Es más que bonita
-precisó el Emperador-, ¡es hermosa!
Pero cuando la
princesa la tocó, por poco se echa a llorar.
- ¡Ay, papá, qué
lástima! -dijo-. ¡No es artificial, sino natural!
- ¡Qué lástima!
-corearon las damas-. ¡Es natural!
- Vamos, no te
aflijas aún, y veamos qué hay en la otra caja -, aconsejó el Emperador; y salió
entonces el ruiseñor, cantando de un modo tan bello, que no hubo medio de
manifestar nada en su contra.
- ¡Superbe,
charmant! -exclamaron las damas, pues todas hablaban francés a cual peor.
- Este pájaro me
recuerda la caja de música de la difunta Emperatriz -observó un anciano
caballero-. Es la misma melodía, el mismo canto.
- En efecto
-asintió el Emperador, echándose a llorar como un niño.
- Espero que no sea
natural, ¿verdad? -preguntó la princesa.
- Sí, lo es; es un
pájaro de verdad -respondieron los que lo habían traído.
- Entonces, dejadlo
en libertad -ordenó la princesa; y se negó a recibir al príncipe.
Pero éste no se dio
por vencido. Se embadurnó de negro la cara y, calándose una gorra hasta las
orejas, fue a llamar a palacio.
- Buenos días,
señor Emperador -dijo-. ¿No podríais darme trabajo en el castillo?
- Bueno -replicó el
Soberano-. Necesito a alguien para guardar los cerdos, pues tenemos muchos.
Y así el príncipe
pasó a ser porquerizo del Emperador. Le asignaron un reducido y mísero
cuartucho en los sótanos, junto a los cerdos, y allí hubo de quedarse. Pero se
pasó el día trabajando, y al anochecer había elaborado un primoroso pucherito,
rodeado de cascabeles, de modo que en cuanto empezaba a cocer las campanillas
se agitaban, y tocaban aquella vieja melodía:
¡Ay, querido Agustín,todo tiene su fin!
Pero lo más asombroso era que, si se ponía el dedo en el vapor que se escapaba del puchero, enseguida se adivinaba, por el olor, los manjares que se estaban guisando en todos los hogares de la ciudad. ¡Desde luego la rosa no podía compararse con aquello!
He aquí que acertó a pasar la princesa, que iba de paseo con sus damas y, al oír la melodía, se detuvo con una expresión de contento en su rostro; pues también ella sabía la canción del "Querido Agustín". Era la única que sabía tocar, y lo hacía con un solo dedo.
- ¡Es mi canción! -exclamó-. Este porquerizo debe ser un hombre de gusto. Oye, vete abajo y pregúntale cuánto cuesta su instrumento.
Tuvo que ir una de las damas, pero antes se calzó unos zuecos.
- ¿Cuánto pides por tu puchero? -preguntó.
- Diez besos de la princesa -respondió el porquerizo.
- ¡Dios nos asista! -exclamó la dama.
- Éste es el precio, no puedo rebajarlo -, observó él.
- ¿Qué te ha dicho? -preguntó la princesa.
- No me atrevo a repetirlo -replicó la dama-. Es demasiado indecente.
- Entonces dímelo al oído -. La dama lo hizo así.
- ¡Es un grosero! -exclamó la princesa, y siguió su camino; pero a los pocos pasos volvieron a sonar las campanillas, tan lindamente:
¡Ay, querido Agustín,
todo tiene su fin!
- Escucha -dijo la princesa-. Pregúntale si aceptaría diez besos de mis damas.
- Muchas gracias -fue la réplica del porquerizo-. Diez besos de la princesa o me quedo con el puchero.
- ¡Es un fastidio! - exclamó la princesa -. Pero, en fin, poneos todas delante de mí, para que nadie lo vea.
Las damas se pusieron delante con los vestidos extendidos; el porquerizo recibió los diez besos, y la princesa obtuvo la olla.
¡Dios santo, cuánto se divirtieron! Toda la noche y todo el día estuvo el puchero cociendo; no había un solo hogar en la ciudad del que no supieran lo que en él se cocinaba, así el del chambelán como el del remendón. Las damas no cesaban de bailar y dar palmadas.
- Sabemos quien comerá sopa dulce y tortillas, y quien comerá papillas y asado. ¡Qué interesante!
- Interesantísimo -asintió la Camarera Mayor.
- Sí, pero de eso, ni una palabra a nadie; recordad que soy la hija del Emperador.
- ¡No faltaba más! -respondieron todas-. ¡Ni que decir tiene!
El porquerizo, o sea, el príncipe -pero claro está que ellas lo tenían por un porquerizo auténtico- no dejaba pasar un solo día sin hacer una cosa u otra. Lo siguiente que fabricó fue una carraca que, cuando giraba, tocaba todos los valses y danzas conocidos desde que el mundo es mundo.
- ¡Oh, esto es superbe! -exclamó la princesa al pasar por el lugar.
- ¡Nunca oí música tan bella! Oye, entra a preguntarle lo que vale el instrumento; pero nada de besos, ¿eh?
- Pide cien besos de la princesa -fue la respuesta que trajo la dama de honor que había entrado a preguntar.
- ¡Este hombre está loco! -gritó la princesa, echándose a andar; pero se detuvo a los pocos pasos-. Hay que estimular el Arte -observó-. Por algo soy la hija del Emperador. Dile que le daré diez besos, como la otra vez; los noventa restantes los recibirá de mis damas.
- ¡Oh, señora, nos dará mucha vergüenza! -manifestaron ellas.
- ¡Ridiculeces! -replicó la princesa-. Si yo lo beso, también podéis hacerlo vosotras. No olvidéis que os mantengo y os pago-. Y las damas no tuvieron más remedio que resignarse.
- Serán cien besos de la princesa -replicó él- o cada uno se queda con lo suyo.
- Poneos delante de mí -ordenó ella; y, una vez situadas las damas convenientemente, el príncipe empezó a besarla.
- ¿Qué alboroto hay en la pocilga? -preguntó el Emperador, que acababa de asomarse al balcón. Y, frotándose los ojos, se caló los lentes-. Las damas de la Corte que están haciendo de las suyas; bajaré a ver qué pasa.
Y se apretó bien las zapatillas, pues las llevaba muy gastadas.
¡Demonios, y no se dio poca prisa!
Al llegar al patio se adelantó callandito, callandito; por lo demás, las damas estaban absorbidas contando los besos, para que no hubiese engaño, y no se dieron cuenta de la presencia del Emperador, el cual se levantó de puntillas.
- ¿Qué significa esto? -exclamó al ver el besuqueo, dándole a su hija con la zapatilla en la cabeza cuando el porquerizo recibía el beso número ochenta y seis.
- ¡Fuera todos de aquí! -gritó, en el colmo de la indignación. Y todos hubieron de abandonar el reino, incluso la princesa y el porquerizo.
Y he aquí a la princesa llorando, y al porquerizo regañándole, mientras llovía a cántaros.
- ¡Ay, mísera de mí! -exclamaba la princesa-. ¿Por qué no acepté al apuesto príncipe? ¡Qué desgraciada soy!
Entonces el porquerizo se ocultó detrás de un árbol, y, limpiándose la tizne que le manchaba la cara y quitándose las viejas prendas con que se cubría, volvió a salir espléndidamente vestido de príncipe, tan hermoso y gallardo, que la princesa no tuvo más remedio que inclinarse ante él.
- He venido a decirte mi desprecio -exclamó él-. Te negaste a aceptar a un príncipe digno. No fuiste capaz de apreciar la rosa y el ruiseñor, y, en cambio, besaste al porquerizo por una bagatela. ¡Pues ahí tienes la recompensa!
Y entró en su reino y le dio con la puerta en las narices. Ella tuvo que quedarse fuera y ponerse a cantar:
¡Ay, querido Agustín,
todo tiene su fin!
El
intrépido soldadito de plomo
Éranse una vez
veinticinco soldados de plomo, todos hermanos, pues los habían fundido de una
misma cuchara vieja. Llevaban el fusil al hombro y miraban de frente; el
uniforme era precioso, rojo y azul. La primera palabra que escucharon en cuanto
se levantó la tapa de la caja que los contenía fue: «¡Soldados de plomo!». La
pronunció un chiquillo, dando una gran palmada. Eran el regalo de su
cumpleaños, y los alineó sobre la mesa. Todos eran exactamente iguales, excepto
uno, que se distinguía un poquito de los demás: le faltaba una pierna, pues
había sido fundido el último, y el plomo no bastaba. Pero con una pierna, se
sostenía tan firme como los otros con dos, y de él precisamente vamos a hablar
aquí.
En la mesa donde
los colocaron había otros muchos juguetes, y entre ellos destacaba un bonito
castillo de papel, por cuyas ventanas se veían las salas interiores. Enfrente,
unos arbolitos rodeaban un espejo que semejaba un lago, en el cual flotaban y
se reflejaban unos cisnes de cera. Todo era en extremo primoroso, pero lo más
lindo era una muchachita que estaba en la puerta del castillo. De papel también
ella, llevaba un hermoso vestido y una estrecha banda azul en los hombros, a
modo de fajín, con una reluciente estrella de oropel en el centro, tan grande
como su cara. La chiquilla tenía los brazos extendidos, pues era una bailarina,
y una pierna levantada, tanto, qué el soldado de plomo, no alcanzando a
descubrirla, acabó por creer que sólo tenía una, como él.
«He aquí la mujer
que necesito -pensó-. Pero está muy alta para mí: vive en un palacio, y yo por
toda vivienda sólo tengo una caja, y además somos veinticinco los que vivimos
en ella; no es lugar para una princesa. Sin embargo, intentaré establecer
relaciones».
Y se situó detrás
de una tabaquera que había sobre la mesa, desde la cual pudo contemplar a sus
anchas a la distinguida damita, que continuaba sosteniéndose sobre un pie sin
caerse.
Al anochecer, los
soldados de plomo fueron guardados en su caja, y los habitantes de la casa se
retiraron a dormir. Éste era el momento que los juguetes aprovechaban para
jugar por su cuenta, a "visitas", a "guerra", a
"baile"; los soldados de plomo alborotaban en su caja, pues querían
participar en las diversiones; mas no podían levantar la tapa. El cascanueces
todo era dar volteretas, y el pizarrín venga divertirse en la pizarra. Con el
ruido se despertó el canario, el cual intervino también en el jolgorio,
recitando versos. Los únicos que no se movieron de su sitio fueron el soldado
de plomo y la bailarina; ésta seguía sosteniéndose sobre la punta del pie, y él
sobre su única pierna; pero sin desviar ni por un momento los ojos de ella.
El reloj dio las
doce y, ¡pum!, saltó la tapa de la tabaquera; pero lo que había dentro no era
rapé, sino un duendecillo negro. Era un juguete sorpresa.
- Soldado de plomo
-dijo el duende-, ¡no mires así!
Pero el soldado se
hizo el sordo.
- ¡Espera a que
llegue la mañana, ya verás! -añadió el duende.
Cuando los niños se
levantaron, pusieron el soldado en la ventana, y, sea por obra del duende o del
viento, abrióse ésta de repente, y el soldadito se precipitó de cabeza, cayendo
desde una altura de tres pisos. Fue una caída terrible. Quedó clavado de cabeza
entre los adoquines, con la pierna estirada y la bayoneta hacia abajo.
La criada y el
chiquillo bajaron corriendo a buscarlo; mas, a pesar de que casi lo pisaron, no
pudieron encontrarlo. Si el soldado hubiese gritado: «¡Estoy aquí!»,
indudablemente habrían dado con él, pero le pareció indecoroso gritar, yendo de
uniforme.
He aquí que comenzó
a llover; las gotas caían cada vez más espesas, hasta convertirse en un
verdadero aguacero. Cuando aclaró, pasaron por allí dos mozalbetes callejeros.
- ¡Mira! -exclamó
uno-. ¡Un soldado de plomo! ¡Vamos a hacerle navegar! Con un papel de periódico
hicieron un barquito, y, embarcando en él. al soldado, lo pusieron en el
arroyo; el barquichuelo fue arrastrado por la corriente, y los chiquillos
seguían detrás de él dando palmadas de contento. ¡Dios nos proteja! ¡y qué
olas, y qué corriente! No podía ser de otro modo, con el diluvio que había
caído. El bote de papel no cesaba de tropezar y tambalearse, girando a veces
tan bruscamente, que el soldado por poco se marea; sin embargo, continuaba
impertérrito, sin pestañear, mirando siempre de frente y siempre arma al
hombro.
De pronto, el bote
entró bajo un puente del arroyo; aquello estaba oscuro como en su caja.
- «¿Dónde iré a
parar? -pensaba-. De todo esto tiene la culpa el duende. ¡Ay, si al menos
aquella muchachita estuviese conmigo en el bote! ¡Poco me importaría esta
oscuridad!».
De repente salió
una gran rata de agua que vivía debajo el puente.
- ¡Alto! -gritó-.
¡A ver, tu pasaporte!
Pero el soldado de
plomo no respondió; únicamente oprimió con más fuerza el fusil.
La barquilla siguió
su camino, y la rata tras ella. ¡Uf! ¡Cómo rechinaba los dientes y gritaba a
las virutas y las pajas:
- ¡Detenedlo,
detenedlo! ¡No ha pagado peaje! ¡No ha mostrado el pasaporte!
La corriente se
volvía cada vez más impetuosa. El soldado veía ya la luz del sol al extremo del
túnel. Pero entonces percibió un estruendo capaz de infundir terror al más
valiente. Imaginad que, en el punto donde terminaba el puente, el arroyo se
precipitaba en un gran canal. Para él, aquello resultaba tan peligroso como lo
sería para nosotros el caer por una alta catarata.
Estaba ya tan cerca
de ella, que era imposible evitarla. El barquito salió disparado, pero nuestro
pobre soldadito seguía tan firme como le era posible. ¡Nadie podía decir que
había pestañeado siquiera! La barquita describió dos o tres vueltas sobre sí
misma con un ruido sordo, inundándose hasta el borde; iba a zozobrar. Al
soldado le llegaba el agua al cuello. La barca se hundía por momentos, y el
papel se deshacía; el agua cubría ya la cabeza del soldado, que, en aquel
momento supremo, acordóse de la linda bailarina, cuyo rostro nunca volvería a
contemplar. Parecióle que le decían al oído:
«¡Adiós, adiós,
guerrero! ¡Tienes que sufrir la muerte!».
Desgarróse entonces
el papel, y el soldado se fue al fondo, pero
en el mismo momento
se lo tragó un gran pez.
¡Allí sí se estaba
oscuro! Peor aún que bajo el puente del arroyo; y, además, ¡tan estrecho! Pero
el soldado seguía firme, tendido cuán largo era, sin soltar el fusil.
El pez continuó sus
evoluciones y horribles movimientos, hasta que, por fin, se quedó quieto, y en
su interior penetró un rayo de luz. Hizose una gran claridad, y alguien
exclamó: -¡El soldado de plomo!- El pez había sido pescado, llevado al mercado
y vendido; y, ahora estaba en la cocina, donde la cocinera lo abría con un gran
cuchillo. Cogiendo por el cuerpo con dos dedos el soldadito, lo llevó a la
sala, pues todos querían ver aquel personaje extraño salido del estómago del
pez; pero el soldado de plomo no se sentía nada orgulloso. Pusiéronlo de pie
sobre la mesa y - ¡qué cosas más raras ocurren a veces en el mundo! -
encontróse en el mismo cuarto de antes, con los mismos niños y los mismos
juguetes sobre la mesa, sin que faltase el soberbio palacio y la linda
bailarina, siempre sosteniéndose sobre la punta del pie y con la otra pierna al
aire. Aquello conmovió a nuestro soldado, y estuvo a punto de llorar lágrimas
de plomo. Pero habría sido poco digno de él. La miró sin decir palabra.
En éstas, uno de
los chiquillos, cogiendo al soldado, lo tiró a la chimenea, sin motivo alguno;
seguramente la culpa la tuvo el duende de la tabaquera.
El soldado de plomo
quedó todo iluminado y sintió un calor espantoso, aunque no sabía si era debido
al fuego o al amor. Sus colores se habían borrado también, a consecuencia del
viaje o por la pena que sentía; nadie habría podido decirlo. Miró de nuevo a la
muchacha, encontráronse las miradas de los dos, y él sintió que se derretía,
pero siguió firme, arma al hombro. Abrióse la puerta, y una ráfaga de viento se
llevó a la bailarina, que, cual una sílfide, se levantó volando para posarse
también en la chimenea, junto al soldado; se inflamó y desapareció en un
instante. A su vez, el soldadito se fundió, quedando reducido a una pequeña
masa informe. Cuando, al día siguiente, la criada sacó las cenizas de la
estufa, no quedaba de él más que un trocito de plomo en forma de corazón; de la
bailarina, en cambio, había quedado la estrella de oropel, carbonizada y negra.
Cinco en
una vaina
Cinco guisantes
estaban encerrados en una vaina, y como ellos eran verdes y la vaina era verde
también, creían que el mundo entero era verde, y tenían toda la razón. Creció
la vaina y crecieron los guisantes; para aprovechar mejor el espacio, se
pusieron en fila. Por fuera lucía el sol y calentaba la vaina, mientras la
lluvia la limpiaba y volvía transparente. El interior era tibio y confortable,
había claridad de día y oscuridad de noche, tal y como debe ser; y los
guisantes, en la vaina, iban creciendo y se entregaban a sus reflexiones, pues
en algo debían ocuparse.
- ¿Nos pasaremos
toda la vida metidos aquí? -decían-. ¡Con tal de que no nos endurezcamos a
fuerza de encierro! Me da la impresión de que hay más cosas allá fuera; es como
un presentimiento.
Y fueron
transcurriendo las semanas; los guisantes se volvieron amarillos, y la vaina,
también.
- ¡El mundo entero
se ha vuelto amarillo! -exclamaron; y podían afirmarlo sin reservas.
Un día sintieron un
tirón en la vaina; había sido arrancada por las manos de alguien, y, junto con
otras, vino a encontrarse en el bolsillo de una chaqueta.
- Pronto nos
abrirán -dijeron los guisantes, afanosos de que llegara el ansiado momento.
- Me gustaría saber
quién de nosotros llegará más lejos -dijo el menor de los cinco-. No tardaremos
en saberlo.
- Será lo que haya
de ser -contestó el mayor.
¡Zas!, estalló la
vaina y los cinco guisantes salieron rodando a la luz del sol. Estaban en una
mano infantil; un chiquillo los sujetaba fuertemente, y decía que estaban como
hechos a medida para su cerbatana. Y metiendo uno en ella, sopló.
- ¡Heme aquí
volando por el vasto mundo! ¡Alcánzame, si puedes! -y salió disparado.
- Yo me voy directo
al Sol -dijo el segundo-. Es una vaina como Dios manda, y que me irá muy bien-.
Y allá se fue.
- Cuando lleguemos
a nuestro destino podremos descansar un rato -dijeron los dos siguientes-, pero
nos queda aún un buen trecho para rodar-, y, en efecto, rodaron por el suelo
antes de ir a parar a la cerbatana, pero al fin dieron en ella-. ¡Llegaremos
más lejos que todos!
- ¡Será lo que haya
de ser! - dijo el último al sentirse proyectado a las alturas. Fue a dar contra
la vieja tabla, bajo la ventana de la buhardilla, justamente en una grieta
llena de musgo y mullida tierra, y el musgo lo envolvió amorosamente. Y allí se
quedó el guisante oculto, pero no olvidado de Dios.
- ¡Será lo que haya
de ser! - repitió.
Vivía en la
buhardilla una pobre mujer que se ausentaba durante la jornada para dedicarse a
limpiar estufas, aserrar madera y efectuar otros trabajos pesados, pues no le
faltaban fuerzas ni ánimos, a pesar de lo cual seguía en la pobreza. En la
reducida habitación quedaba sólo su única hija, mocita delicada y linda que
llevaba un año en cama, luchando entre la vida y la muerte.
- ¡Se irá con su
hermanita! -suspiraba la mujer-. Tuve dos hijas, y muy duro me fue cuidar de
las dos, hasta que el buen Dios quiso compartir el trabajo conmigo y se me llevó
una. Bien quisiera yo ahora que me dejase la que me queda, pero seguramente a
Él no le parece bien que estén separadas, y se llevará a ésta al cielo, con su
hermana.
Pero la doliente
muchachita no se moría; se pasaba todo el santo día resignada y quieta,
mientras su madre estaba fuera, a ganar el pan de las dos.
Llegó la primavera;
una mañana, temprano aún, cuando la madre se disponía a marcharse a la faena,
el sol entró piadoso a la habitación por la ventanuca y se extendió por el
suelo, y la niña enferma dirigió la mirada al cristal inferior.
- ¿Qué es aquello
verde que asoma junto al cristal y que mueve el viento?
La madre se acercó
a la ventana y la entreabrió.
- ¡Mira! -dijo-, es
una planta de guisante que ha brotado aquí con sus hojitas verdes. ¿Cómo
llegaría a esta rendija? Pues tendrás un jardincito en que recrear los ojos.
Acercó la camita de
la enferma a la ventana, para que la niña pudiese contemplar la tierna planta,
y la madre se marchó al trabajo.
- ¡Madre, creo que
me repondré! -exclamó la chiquilla al atardecer-. ¡El sol me ha calentado tan
bien, hoy! El guisante crece a las mil maravillas, y también yo saldré adelante
y me repondré al calor del sol.
- ¡Dios lo quiera!
-suspiró la madre, que abrigaba muy pocas esperanzas. Sin embargo, puso un
palito al lado de la tierna planta que tan buen ánimo había infundido a su
hija, para evitar que el viento la estropease. Sujetó en la tabla inferior un
bramante, y lo ató en lo alto del marco de la ventana, con objeto de que la
planta tuviese un punto de apoyo donde enroscar sus zarcillos a medida que se
encaramase. Y, en efecto, se veía crecer día tras día.
- ¡Dios mío, hasta
flores echa! -exclamó la madre una mañana y entróle entonces la esperanza y la
creencia de que su niña enferma se repondría. Recordó que en aquellos últimos
tiempos la pequeña había hablado con mayor animación; que desde hacía varias
mañanas se había sentado sola en la cama, y, en aquella posición, se había
pasado horas contemplando con ojos radiantes el jardincito formado por una
única planta de guisante.
La semana siguiente
la enferma se levantó por primera vez una hora, y se estuvo, feliz, sentada al
sol, con la ventana abierta; y fuera se había abierto también una flor de
guisante, blanca y roja. La chiquilla, inclinando la cabeza, besó amorosamente
los delicados pétalos. Fue un día de fiesta para ella.
- ¡Dios
misericordioso la plantó y la hizo crecer para darte esperanza y alegría,
hijita! - dijo la madre, radiante, sonriendo a la flor como si fuese un ángel
bueno, enviado por Dios.
Pero, ¿y los otros
guisantes? Pues verás: Aquel que salió volando por el amplio mundo, diciendo:
«¡Alcánzame si puedes!», cayó en el canalón del tejado y fue a parar al buche
de una paloma, donde encontróse como Jonás en el vientre de la ballena. Los dos
perezosos tuvieron la misma suerte; fueron también pasto de las palomas, con lo
cual no dejaron de dar un cierto rendimiento positivo. En cuanto al cuarto, el
que pretendía volar hasta el Sol, fue a caer al vertedero, y allí estuvo días y
semanas en el agua sucia, donde se hinchó horriblemente.
- ¡Cómo engordo!
-exclamaba satisfecho-. Acabaré por reventar, que es todo lo que puede hacer un
guisante. Soy el más notable de los cinco que crecimos en la misma vaina.
Y el vertedero dio
su beneplácito a aquella opinión.
Mientras tanto,
allá, en la ventana de la buhardilla, la muchachita, con los ojos radiantes y
el brillo de la salud en las mejillas, juntaba sus hermosas manos sobre la flor
del guisante y daba gracias a Dios.
- El mejor guisante
es el mío -seguía diciendo el vertedero.
La niña
de los fósforos
¡Qué frío hacía!;
nevaba y comenzaba a oscurecer; era la última noche del año, la noche de San
Silvestre. Bajo aquel frío y en aquella oscuridad, pasaba por la calle una
pobre niña, descalza y con la cabeza descubierta. Verdad es que al salir de su
casa llevaba zapatillas, pero, ¡de qué le sirvieron! Eran unas zapatillas que
su madre había llevado últimamente, y a la pequeña le venían tan grandes, que
las perdió al cruzar corriendo la calle para librarse de dos coches que venían
a toda velocidad. Una de las zapatillas no hubo medio de encontrarla, y la otra
se la había puesto un mozalbete, que dijo que la haría servir de cuna el día
que tuviese hijos.
Y así la pobrecilla
andaba descalza con los desnudos piececitos completamente amoratados por el
frío. En un viejo delantal llevaba un puñado de fósforos, y un paquete en una
mano. En todo el santo día nadie le había comprado nada, ni le había dado un
mísero chelín; volvíase a su casa hambrienta y medio helada, ¡y parecía tan
abatida, la pobrecilla! Los copos de nieve caían sobre su largo cabello rubio,
cuyos hermosos rizos le cubrían el cuello; pero no estaba ella para presumir.
En un ángulo que
formaban dos casas -una más saliente que la otra-, se sentó en el suelo y se
acurrucó hecha un ovillo. Encogía los piececitos todo lo posible, pero el frío
la iba invadiendo, y, por otra parte, no se atrevía a volver a casa, pues no
había vendido ni un fósforo, ni recogido un triste céntimo. Su padre le pegaría,
además de que en casa hacía frío también; sólo los cobijaba el tejado, y el
viento entraba por todas partes, pese a la paja y los trapos con que habían
procurado tapar las rendijas. Tenía las manitas casi ateridas de frío. ¡Ay, un
fósforo la aliviaría seguramente! ¡Si se atreviese a sacar uno solo del manojo,
frotarlo contra la pared y calentarse los dedos! Y sacó uno: «¡ritch!». ¡Cómo
chispeó y cómo quemaba! Dio una llama clara, cálida, como una lucecita, cuando
la resguardó con la mano; una luz maravillosa. Parecióle a la pequeñuela que
estaba sentada junto a una gran estufa de hierro, con pies y campana de latón;
el fuego ardía magníficamente en su interior, ¡y calentaba tan bien! La niña
alargó los pies para calentárselos a su vez, pero se extinguió la llama, se
esfumó la estufa, y ella se quedó sentada, con el resto de la consumida cerilla
en la mano.
Encendió otra, que,
al arder y proyectar su luz sobre la pared, volvió a ésta transparente como si
fuese de gasa, y la niña pudo ver el interior de una habitación donde estaba la
mesa puesta, cubierta con un blanquísimo mantel y fina porcelana. Un pato asado
humeaba deliciosamente, relleno de ciruelas y manzanas. Y lo mejor del caso fue
que el pato saltó fuera de la fuente y, anadeando por el suelo con un tenedor y
un cuchillo a la espalda, se dirigió hacia la pobre muchachita. Pero en aquel
momento se apagó el fósforo, dejando visible tan sólo la gruesa y fría pared.
Encendió la niña
una tercera cerilla, y se encontró sentada debajo de un hermosísimo árbol de
Navidad. Era aún más alto y más bonito que el que viera la última Nochebuena, a
través de la puerta de cristales, en casa del rico comerciante. Millares de
velitas, ardían en las ramas verdes, y de éstas colgaban pintadas estampas,
semejantes a las que adornaban los escaparates. La pequeña levantó los dos
bracitos... y entonces se apagó el fósforo. Todas las lucecitas se remontaron a
lo alto, y ella se dio cuenta de que eran las rutilantes estrellas del cielo;
una de ellas se desprendió y trazó en el firmamento una larga estela de fuego.
«Alguien se está
muriendo» -pensó la niña, pues su abuela, la única persona que la había
querido, pero que estaba muerta ya, le había dicho: -Cuando una estrella cae,
un alma se eleva hacia Dios.
Frotó una nueva
cerilla contra la pared; se iluminó el espacio inmediato, y apareció la anciana
abuelita, radiante, dulce y cariñosa.
- ¡Abuelita!
-exclamó la pequeña-. ¡Llévame, contigo! Sé que te irás también cuando se
apague el fósforo, del mismo modo que se fueron la estufa, el asado y el árbol
de Navidad. Apresuróse a encender los fósforos que le quedaban, afanosa de no
perder a su abuela; y los fósforos brillaron con luz más clara que la del pleno
día. Nunca la abuelita había sido tan alta y tan hermosa; tomó a la niña en el
brazo y, envueltas las dos en un gran resplandor, henchidas de gozo,
emprendieron el vuelo hacia las alturas, sin que la pequeña sintiera ya frío,
hambre ni miedo. Estaban en la mansión de Dios Nuestro Señor.
Pero en el ángulo
de la casa, la fría madrugada descubrió a la chiquilla, rojas las mejillas, y
la boca sonriente... Muerta, muerta de frío en la última noche del Año Viejo.
La primera mañana del Nuevo Año iluminó el pequeño cadáver, sentado, con sus
fósforos, un paquetito de los cuales aparecía consumido casi del todo. «¡Quiso
calentarse!», dijo la gente. Pero nadie supo las maravillas que había visto, ni
el esplendor con que, en compañía de su anciana abuelita, había subido a la
gloria del Año Nuevo.
Los
vestidos nuevos del emperador
Hace de esto muchos
años, había un Emperador tan aficionado a los trajes nuevos, que gastaba todas
sus rentas en vestir con la máxima elegancia. No se interesaba por sus soldados
ni por el teatro, ni le gustaba salir de paseo por el campo, a menos que fuera
para lucir sus trajes nuevos. Tenía un vestido distinto para cada hora del día,
y de la misma manera que se dice de un rey: "Está en el Consejo", de
nuestro hombre se decía: "El Emperador está en el vestuario". La
ciudad en que vivía el Emperador era muy alegre y bulliciosa. Todos los días
llegaban a ella muchísimos extranjeros, y una vez se presentaron dos truhanes
que se hacían pasar por tejedores, asegurando que sabían tejer las más
maravillosas telas. No solamente los colores y los dibujos eran hermosísimos,
sino que las prendas con ellas confeccionadas poseían la milagrosa virtud de
ser invisibles a toda persona que no fuera apta para su cargo o que fuera
irremediablemente estúpida.
- ¡Deben ser
vestidos magníficos! -pensó el Emperador-. Si los tuviese, podría averiguar qué
funcionarios del reino son ineptos para el cargo que ocupan. Podría distinguir
entre los inteligentes y los tontos. Nada, que se pongan enseguida a tejer la
tela-. Y mandó abonar a los dos pícaros un buen adelanto en metálico, para que
pusieran manos a la obra cuanto antes.
Ellos montaron un
telar y simularon que trabajaban; pero no tenían nada en la máquina. A pesar de
ello, se hicieron suministrar las sedas más finas y el oro de mejor calidad,
que se embolsaron bonitamente, mientras seguían haciendo como que trabajaban en
los telares vacíos hasta muy entrada la noche.
«Me gustaría saber
si avanzan con la tela»-, pensó el Emperador. Pero habla una cuestión que lo
tenía un tanto cohibido, a saber, que un hombre que fuera estúpido o inepto
para su cargo no podría ver lo que estaban tejiendo. No es que temiera por sí
mismo; sobre este punto estaba tranquilo; pero, por si acaso, prefería enviar
primero a otro, para cerciorarse de cómo andaban las cosas. Todos los
habitantes de la ciudad estaban informados de la particular virtud de aquella
tela, y todos estaban impacientes por ver hasta qué punto su vecino era
estúpido o incapaz.
«Enviaré a mi viejo
ministro a que visite a los tejedores -pensó el Emperador-. Es un hombre
honrado y el más indicado para juzgar de las cualidades de la tela, pues tiene
talento, y no hay quien desempeñe el cargo como él».
El viejo y digno
ministro se presentó, pues, en la sala ocupada por los dos embaucadores, los
cuales seguían trabajando en los telares vacíos. «¡Dios nos ampare! -pensó el
ministro para sus adentros, abriendo unos ojos como naranjas-. ¡Pero si no veo
nada!». Sin embargo, no soltó palabra.
Los dos fulleros le
rogaron que se acercase le preguntaron si no encontraba magníficos el color y
el dibujo. Le señalaban el telar vacío, y el pobre hombre seguía con los ojos
desencajados, pero sin ver nada, puesto que nada había. «¡Dios santo! -pensó-.
¿Seré tonto acaso? Jamás lo hubiera creído, y nadie tiene que saberlo. ¿Es
posible que sea inútil para el cargo? No, desde luego no puedo decir que no he
visto la tela».
- ¿Qué? ¿No dice
Vuecencia nada del tejido? -preguntó uno de los tejedores.
- ¡Oh, precioso,
maravilloso! -respondió el viejo ministro mirando a través de los lentes-. ¡Qué
dibujo y qué colores! Desde luego, diré al Emperador que me ha gustado
extraordinariamente.
- Nos da una buena
alegría -respondieron los dos tejedores, dándole los nombres de los colores y
describiéndole el raro dibujo. El viejo tuvo buen cuidado de quedarse las
explicaciones en la memoria para poder repetirlas al Emperador; y así lo hizo.
Los estafadores
pidieron entonces más dinero, seda y oro, ya que lo necesitaban para seguir
tejiendo. Todo fue a parar a su bolsillo, pues ni una hebra se empleó en el
telar, y ellos continuaron, como antes, trabajando en las máquinas vacías.
Poco después el
Emperador envió a otro funcionario de su confianza a inspeccionar el estado de
la tela e informarse de si quedaría pronto lista. Al segundo le ocurrió lo que
al primero; miró y miró, pero como en el telar no había nada, nada pudo ver.
- ¿Verdad que es
una tela bonita? -preguntaron los dos tramposos, señalando y explicando el
precioso dibujo que no existía.
«Yo no soy tonto
-pensó el hombre-, y el empleo que tengo no lo suelto. Sería muy fastidioso. Es
preciso que nadie se dé cuenta». Y se deshizo en alabanzas de la tela que no
veía, y ponderó su entusiasmo por aquellos hermosos colores y aquel soberbio
dibujo.
- ¡Es digno de
admiración! -dijo al Emperador.
Todos los moradores
de la capital hablaban de la magnífica tela, tanto, que el Emperador quiso
verla con sus propios ojos antes de que la sacasen del telar. Seguido de una
multitud de personajes escogidos, entre los cuales figuraban los dos probos
funcionarios de marras, se
encaminó a la casa
donde paraban los pícaros, los cuales continuaban tejiendo con todas sus
fuerzas, aunque sin hebras ni hilados.
- ¿Verdad que es
admirable? -preguntaron los dos honrados dignatarios-. Fíjese Vuestra Majestad
en estos colores y estos dibujos - y señalaban el telar vacío, creyendo que los
demás veían la tela.
«¡Cómo! -pensó el
Emperador-. ¡Yo no veo nada! ¡Esto es terrible! ¿Seré tonto? ¿Acaso no sirvo
para emperador? Sería espantoso».
- ¡Oh, sí, es muy
bonita! -dijo-. Me gusta, la apruebo-. Y con un gesto de agrado miraba el telar
vacío; no quería confesar que no veía nada. Todos los componentes de su séquito
miraban y remiraban, pero ninguno sacaba nada en limpio; no obstante, todo era
exclamar, como el Emperador: - ¡oh, qué bonito! -, y le aconsejaron que
estrenase los vestidos confeccionados con aquella tela, en la procesión que
debía celebrarse próximamente. - ¡Es preciosa, elegantísima, estupenda! -
corría de boca en boca, y todo el mundo parecía extasiado con ella. El
Emperador concedió una condecoración a cada uno de los dos bellacos para que se
la prendieran en el ojal, y los nombró tejedores imperiales.
Durante toda la
noche que precedió al día de la fiesta, los dos embaucadores estuvieron
levantados, con dieciséis lámparas encendidas, para que la gente viese que
trabajaban activamente en la confección de los nuevos vestidos del Soberano.
Simularon quitar la tela del telar, cortarla con grandes tijeras y coserla con
agujas sin hebra; finalmente, dijeron: - ¡Por fin, el vestido está listo!
Llegó el Emperador
en compañía de sus caballeros principales, y los
dos truhanes,
levantando los brazos como si sostuviesen algo, dijeron:
- Esto son los
pantalones. Ahí está la casaca. - Aquí tenéis el manto... Las prendas son
ligeras como si fuesen de telaraña; uno creería no llevar nada sobre el cuerpo,
mas precisamente esto es lo bueno de la tela.
- ¡Sí! - asintieron
todos los cortesanos, a pesar de que no veían nada, pues nada había.
- ¿Quiere dignarse
Vuestra Majestad quitarse el traje que lleva -dijeron los dos bribones- para
que podamos vestiros el nuevo delante del espejo?
Quitóse el
Emperador sus prendas, y los dos simularon ponerle las diversas piezas del
vestido nuevo, que pretendían haber terminado poco antes. Y cogiendo al
Emperador por la cintura, hicieron como si le atasen algo, la cola seguramente;
y el Monarca todo era dar vueltas ante el espejo.
- ¡Dios, y qué bien
le sienta, le va estupendamente! -exclamaban todos-. ¡Vaya dibujo y vaya
colores! ¡Es un traje precioso! - El palio bajo el cual irá Vuestra Majestad durante
la procesión, aguarda ya en la calle - anunció el maestro de Ceremonias.
- Muy bien, estoy a
punto -dijo el Emperador-. ¿Verdad que me sienta bien? - y volvióse una vez más
de cara al espejo, para que todos creyeran que veía el vestido.
Los ayudas de
cámara encargados de sostener la cola bajaron las manos al suelo como para
levantarla, y avanzaron con ademán de sostener algo en el aire; por nada del
mundo hubieran confesado que no veían nada. Y de este modo echó a andar el
Emperador bajo el magnífico palio, mientras el gentío, desde la calle y las
ventanas, decían:
- ¡Qué preciosos
son los vestidos nuevos del Emperador! ¡Qué magnífica cola! ¡Qué hermoso es
todo!-. Nadie permitía que los demás se diesen cuenta de que nada veía, para no
ser tenido por incapaz en su cargo o por estúpido. Ningún traje del Monarca
había tenido tanto éxito como aquél.
¡Pero si no lleva
nada! -exclamó de pronto un niño. - ¡Dios bendito, escuchad la voz de la
inocencia! - dijo su padre; y todo el mundo se fue repitiendo al oído lo que
acababa de decir el pequeño.
- ¡No lleva nada;
es un chiquillo el que dice que no lleva nada!
- ¡Pero si no lleva
nada! -gritó, al fin, el pueblo entero.
Aquello inquietó al
Emperador, pues barruntaba que el pueblo tenía razón; mas pensó: «Hay que
aguantar hasta el fin». Y siguió más altivo que antes; y los ayudas de cámara
continuaron sosteniendo la inexistente cola.
Pulgarcita
Érase una mujer que
anhelaba tener un niño, pero no sabía dónde irlo a buscar. Al fin se decidió a
acudir a una vieja bruja y le dijo:
- Me gustaría mucho
tener un niño; dime cómo lo he de hacer.
- Sí, será muy
fácil -respondió la bruja-. Ahí tienes un grano de cebada; no es como la que
crece en el campo del labriego, ni la que comen los pollos. Plántalo en una
maceta y verás maravillas.
- Muchas gracias
-dijo la mujer; dio doce sueldos a la vieja y se volvió a casa; sembró el grano
de cebada, y brotó enseguida una flor grande y espléndida, parecida a un
tulipán, sólo que tenía los pétalos apretadamente cerrados, cual si fuese
todavía un capullo.
- ¡Qué flor tan
bonita! -exclamó la mujer, y besó aquellos pétalos rojos y amarillos; y en el
mismo momento en que los tocaron sus labios, abrióse la flor con un chasquido.
Era en efecto, un tulipán, a juzgar por su aspecto, pero en el centro del
cáliz, sentada sobre los verdes estambres, veíase una niña pequeñísima, linda y
gentil, no más larga que un dedo pulgar; por eso la llamaron Pulgarcita.
Le dio por cuna una
preciosa cáscara de nuez, muy bien barnizada; azules hojuelas de violeta fueron
su colchón, y un pétalo de rosa, el cubrecama. Allí dormía de noche, y de día
jugaba sobre la mesa, en la cual la mujer había puesto un plato ceñido con una
gran corona de flores, cuyos peciolos estaban sumergidos en agua; una hoja de
tulipán flotaba a modo de barquilla, en la que Pulgarcita podía navegar de un
borde al otro del plato, usando como remos dos blancas crines de caballo. Era
una maravilla. Y sabía cantar, además, con voz tan dulce y delicada como jamás
se haya oído.
Una noche, mientras
la pequeñuela dormía en su camita, presentóse un sapo, que saltó por un cristal
roto de la ventana. Era feo, gordote y viscoso; y vino a saltar sobre la mesa
donde Pulgarcita dormía bajo su rojo pétalo de rosa.
«¡Sería una bonita
mujer para mi hijo!», dijose el sapo, y, cargando con la cáscara de nuez en que
dormía la niña, saltó al jardín por el mismo cristal roto.
Cruzaba el jardín
un arroyo, ancho y de orillas pantanosas; un verdadero cenagal, y allí vivía el
sapo con su hijo. ¡Uf!, ¡y qué feo y asqueroso era el bicho! ¡igual que su
padre! «Croak, croak, brekkerekekex! », fue todo lo que supo decir cuando vio a
la niñita en la cáscara de nuez.
- Habla más quedo,
no vayas a despertarla -le advirtió el viejo sapo-. Aún se nos podría escapar,
pues es ligera como un plumón de cisne. La pondremos sobre un pétalo de nenúfar
en medio del arroyo; allí estará como en una isla, ligera y menudita como es, y
no podrá huir mientras nosotros arreglamos la sala que ha de ser vuestra
habitación debajo del cenagal.
Crecían en medio
del río muchos nenúfares, de anchas hojas verdes, que parecían nadar en la
superficie del agua; el más grande de todos era también el más alejado, y éste
eligió el viejo sapo para depositar encima la cáscara de nuez con Pulgarcita.
Cuando se hizo de
día despertó la pequeña, y al ver donde se encontraba prorrumpió a llorar
amargamente, pues por todas partes el agua rodeaba la gran hoja verde y no
había modo de ganar tierra firme.
Mientras tanto, el
viejo sapo, allá en el fondo del pantano, arreglaba su habitación con juncos y
flores amarillas; había que adornarla muy bien para la nuera. Cuando hubo
terminado nadó con su feo hijo hacia la hoja en que se hallaba Pulgarcita.
Querían trasladar su lindo lecho a la cámara nupcial, antes de que la novia
entrara en ella. El viejo sapo, inclinándose profundamente en el agua, dijo:
- Aquí te presento
a mi hijo; será tu marido, y viviréis muy felices en el cenagal.
- ¡Coax, coax,
brekkerekekex! -fue todo lo que supo añadir el hijo. Cogieron la graciosa
camita y echaron a nadar con ella; Pulgarcita se quedó sola en la hoja,
llorando, pues no podía avenirse a vivir con aquel repugnante sapo ni a aceptar
por marido a su hijo, tan feo.
Los pececillos que
nadaban por allí habían visto al sapo y oído sus palabras, y asomaban las
cabezas, llenos de curiosidad por conocer a la pequeña. Al verla tan hermosa,
les dio lástima y les dolió que hubiese de vivir entre el lodo, en compañía del
horrible sapo. ¡Había que impedirlo a toda costal Se reunieron todos en el agua,
alrededor del verde tallo que sostenía la hoja, lo cortaron con los dientes y
la hoja salió flotando río abajo, llevándose a Pulgarcita fuera del alcance del
sapo.
En su barquilla,
Pulgarcita pasó por delante de muchas ciudades, y los pajaritos, al verla desde
sus zarzas, cantaban: «¡Qué niña más preciosa!». Y la hoja seguía su rumbo sin
detenerse, y así salió Pulgarcita de las fronteras del país.
Una bonita mariposa
blanca, que andaba revoloteando por aquellos contornos, vino a pararse sobre la
hoja, pues le había gustado Pulgarcita. Ésta se sentía ahora muy contenta,
libre ya del sapo; por otra parte, ¡era tan bello el paisaje! El sol enviaba
sus rayos al río, cuyas aguas refulgían como oro purísimo. La niña se desató el
cinturón, ató un extremo en torno a la mariposa y el otro a la hoja; y así la
barquilla avanzaba mucho más rápida.
Más he aquí que
pasó volando un gran abejorro, y, al verla, rodeó con sus garras su esbelto
cuerpecito y fue a depositarlo en un árbol, mientras la hoja de nenúfar seguía
flotando a merced de la corriente, remolcada por la mariposa, que no podía
soltarse.
¡Qué susto el de la
pobre Pulgarcita, cuando el abejorro se la llevó volando hacia el árbol! Lo que
más la apenaba era la linda mariposa blanca atada al pétalo, pues si no lograba
soltarse moriría de hambre. Al abejorro, en cambio, le tenía aquello sin
cuidado. Posóse con su carga en la hoja más grande y verde del árbol, regaló a
la niña con el dulce néctar de las flores y le dijo que era muy bonita, aunque
en nada se parecía a un abejorro. Más tarde llegaron los demás compañeros que
habitaban en el árbol; todos querían verla. Y la estuvieron contemplando, y las
damitas abejorras exclamaron, arrugando las antenas:
Pulgarcita
Continuación
- ¡Sólo tiene dos
piernas; qué miseria!-. ¡No tiene antenas! -observó otra-. ¡Qué talla más
delgada, parece un hombre! ¡Uf, que fea! -decían todas las abejorras.
Y, sin embargo,
Pulgarcita era lindísima. Así lo pensaba también
el abejorro que la
había raptado; pero viendo que todos los demás
decían que era fea,
acabó por creérselo y ya no la quiso. Podía marcharse adonde le apeteciera. La
bajó, pues, al pie del árbol, y la depositó sobre una margarita. La pobre se
quedó llorando, pues era tan
fea que ni los
abejorros querían saber nada de ella. Y la verdad es que no se ha visto cosa
más bonita, exquisita y límpida, tanto como el más bello pétalo de rosa.
Todo el verano se
pasó la pobre Pulgarcita completamente sola en el inmenso bosque. Trenzóse una
cama con tallos de hierbas, que suspendió de una hoja de acedera, para
resguardarse de la lluvia; para comer recogía néctar de las flores y bebía del
rocío que todas las mañanas se depositaba en las hojas. Así transcurrieron el
verano y el otoño; pero luego vino el invierno, el frío y largo invierno. Los
pájaros, que tan armoniosamente habían cantado, se marcharon; los árboles y las
flores se secaron; la hoja de acedera que le había servido de cobijo se arrugó
y contrajo, y sólo quedó un tallo amarillo y marchito. Pulgarcita pasaba un
frío horrible, pues tenía todos los vestidos rotos; estaba condenada a helarse,
frágil y pequeña como era. Comenzó a nevar, y cada copo de nieve que le caía
encima era como si a nosotros nos echaran toda una palada, pues nosotros somos
grandes, y ella apenas medía una pulgada. Envolvióse en una hoja seca, pero no
conseguía entrar en calor; tiritaba de frío.
Junto al bosque
extendíase un gran campo de trigo; lo habían segado hacía tiempo, y sólo
asomaban de la tierra helada los rastrojos desnudos y secos. Para la pequeña era
como un nuevo bosque, por el que se adentró, y ¡cómo tiritaba! Llegó frente a
la puerta del ratón de campo, que tenía un agujerito debajo de los rastrojos.
Allí vivía el ratón, bien calentito y confortable, con una habitación llena de
grano, una magnífica cocina y un comedor. La pobre Pulgarcita llamó a la puerta
como una pordiosera y pidió un trocito de grano de cebada, pues llevaba dos
días sin probar bocado. .
-¡Pobre pequeña!
-exclamó el ratón, que era ya viejo, y bueno en el fondo-, entra en mi casa,
que está bien caldeada y comerás conmigo-. Y como le fuese simpática
Pulgarcita, le dijo: - Puedes pasar el invierno aquí, si quieres cuidar de la
limpieza de mi casa, y me explicas cuentos, que me gustan mucho.
Pulgarcita hizo lo
que el viejo ratón le pedía y lo pasó la mar de bien.
- Hoy tendremos
visita -dijo un día el ratón-. Mi vecino suele venir todas las semanas a verme.
Es aún más rico que yo; tiene grandes salones y lleva una hermosa casaca de
terciopelo negro. Si lo quisieras por marido nada te faltaría. Sólo que es
ciego; habrás de explicarle las historias más bonitas que sepas.
Pero a Pulgarcita
le interesaba muy poco el vecino, pues era un topo.
Éste vino, en
efecto, de visita, con su negra casaca de terciopelo. Era rico e instruido,
dijo el ratón de campo; tenía una casa veinte veces mayor que la suya. Ciencia
poseía mucha, mas no podía sufrir el sol ni las bellas flores, de las que
hablaba con desprecio, pues no, las había visto nunca.
Pulgarcita hubo de
cantar, y entonó «El abejorro echó a volar» y «El fraile descalzo va campo a
través». El topo se enamoró de la niña por su hermosa voz, pero nada dijo, pues
era circunspecto.
Poco antes había
excavado una larga galería subterránea desde su casa a la del vecino e invitó
al ratón y a Pulgarcita a pasear por ella siempre que les viniese en gana.
Advirtióles que no debían asustarse del pájaro muerto que yacía en el corredor;
era un pájaro entero, con plumas y pico, que seguramente había fallecido poco
antes y estaba enterrado justamente en el lugar donde habla abierto su galería.
El topo cogió con
la boca un pedazo de madera podrida, pues en la oscuridad reluce como fuego, y,
tomando la delantera, les alumbró por el largo y oscuro pasillo. Al llegar al
sitio donde yacía el pájaro muerto, el topo apretó el ancho hocico contra el
techo y, empujando la tierra, abrió un orificio para que entrara luz. En el
suelo había una golondrina muerta, las hermosas alas comprimidas contra el
cuerpo, las patas y la cabeza encogidas bajo el ala. La infeliz avecilla había
muerto de frío. A Pulgarcita se le encogió el corazón, pues quería mucho a los
pajarillos, que durante todo el verano habían estado cantando y gorjeando a su
alrededor. Pero el topo, con su corta pata, dio un empujón a la golondrina y
dijo:
- Ésta ya no
volverá a chillar. ¡Qué pena, nacer pájaro! A Dios gracias, ninguno de mis
hijos lo será. ¿Qué tienen estos desgraciados, fuera de su quivit, quivit?
¡Vaya hambre la que pasan en invierno!
- Habláis como un
hombre sensato -asintió el ratón-. ¿De qué le sirve al pájaro su canto cuando
llega el invierno? Para morir de hambre y de frío, ésta es la verdad; pero hay
quien lo considera una gran cosa.
Pulgarcita no dijo
esta boca es mía, pero cuando los otros dos hubieron vuelto la espalda, se
inclinó sobre la golondrina y, apartando las plumas que le cubrían la cabeza,
besó sus ojos cerrados.
«¡Quién sabe si es
aquélla que tan alegremente cantaba en verano!», pensó. «¡Cuántos buenos ratos
te debo, mi pobre pajarillo!».
El topo volvió, a
tapar el agujero por el que entraba la luz del día y acompañó a casa a sus
vecinos. Aquella noche Pulgarcita no pudo pegar un ojo; saltó, pues, de la cama
y trenzó con heno una grande y bonita manta, que fue a extender sobre el
avecilla muerta; luego la arropó bien, con blanco algodón que encontró en el
cuarto de la rata, para que no tuviera frío en la dura tierra.
- ¡Adiós, mi
pajarito! -dijo-. Adiós y gracias por las canciones con que me alegrabas en
verano, cuando todos los árboles estaban verdes y el sol nos calentaba con sus rayos.
Aplicó entonces la
cabeza contra el pecho del pájaro y tuvo un estremecimiento; parecióle como si
algo latiera en él. Y, en efecto, era el corazón, pues la golondrina no estaba
muerta, y sí sólo entumecida. El calor la volvía a la vida.
En otoño, todas las
golondrinas se marchan a otras tierras más cálidas; pero si alguna se retrasa,
se enfría y cae como muerta. Allí se queda en el lugar donde ha caído, y la
helada nieve la cubre.
Pulgarcita estaba
toda temblorosa del susto, pues el pájaro era enorme en comparación con ella,
que no medía sino una pulgada. Pero cobró ánimos, puso más algodón alrededor de
la golondrina, corrió a buscar una hoja de menta que le servía de cubrecama, y
la extendió sobre la cabeza del ave.
A la noche
siguiente volvió a verla y la encontró viva, pero extenuada; sólo tuvo fuerzas
para abrir los ojos y mirar a Pulgarcita, quien, sosteniendo en la mano un
trocito de madera podrida a falta de linterna, la estaba contemplando.
- ¡Gracias, mi
linda pequeñuela! -murmuró la golondrina enferma-. Ya he entrado en calor;
pronto habré recobrado las fuerzas y podré salir de nuevo a volar bajo los
rayos del sol.
- ¡Ay! -respondió
Pulgarcita-, hace mucho frío allá fuera; nieva y hiela. Quédate en tu lecho
calentito y yo te cuidaré.
Le trajo agua en
una hoja de flor para que bebiese. Entonces la golondrina le contó que se había
lastimado un ala en una mata espinosa, y por eso no pudo seguir volando con la
ligereza de sus compañeras, las cuales habían emigrado a las tierras cálidas.
Cayó al suelo, y ya no recordaba nada más, ni sabía cómo había ido a parar
allí.
El pájaro se quedó
todo el invierno en el subterráneo, bajo los amorosos cuidados de Pulgarcita,
sin que lo supieran el topo ni el ratón, pues ni uno ni otro podían sufrir a la
golondrina.
No bien llegó la
primavera y el sol comenzó a calentar la tierra, la golondrina se despidió de
Pulgarcita, la cual abrió el agujero que había hecho el topo en el techo de la
galería. Entró por él un hermoso rayo de sol, y la golondrina preguntó a la niñita
si quería marcharse con ella; podría montarse sobre su espalda, y las dos se
irían lejos, al verde bosque. Mas Pulgarcita sabía que si abandonaba al ratón
le causaría mucha pena.
- No, no puedo
-dijo.
- ¡Entonces adiós,
adiós, mi linda pequeña! -exclamó la golondrina, remontando el vuelo hacia la
luz del sol. Pulgarcita la miró partir, y las lágrimas le vinieron a los ojos;
pues le había tomado mucho afecto.
- ¡Quivit, quivit!
-chilló la golondrina, emprendiendo el vuelo hacia el bosque. Pulgarcita se quedó
sumida en honda tristeza. No le permitieron ya salir a tomar el sol. El trigo
que habían sembrado en el campo de encima creció a su vez, convirtiéndose en un
verdadero bosque para la pobre criatura, que no medía más de una pulgada.
- En verano tendrás
que coserte tu ajuar de novia -le dijo un día el ratón. Era el caso que su
vecino, el fastidioso topo de la negra pelliza, había pedido su mano-.
Necesitas ropas de lana y de hilo; has de tener prendas de vestido y de cama,
para cuando seas la mujer del topo.
El patito
feo
¡Qué hermosa estaba
la campiña! Había llegado el verano: el trigo estaba amarillo; la avena, verde;
la hierba de los prados, cortada ya, quedaba recogida en los pajares, en cuyos
tejados se paseaba la cigüeña, con sus largas patas rojas, hablando en egipcio,
que era la lengua que le enseñara su madre. Rodeaban los campos y prados
grandes bosques, y entre los bosques se escondían lagos profundos. ¡Qué hermosa
estaba la campiña! Bañada por el sol levantábase una mansión señorial, rodeada
de hondos canales, y desde el muro hasta el agua crecían grandes plantas
trepadoras formando una bóveda tan alta que dentro de ella podía estar de pie
un niño pequeño, mas por dentro estaba tan enmarañado, que parecía el interior
de un bosque. En medio de aquella maleza, una gansa, sentada en el nido,
incubaba sus huevos. Estaba ya impaciente, pues ¡tardaban tanto en salir los
polluelos, y recibía tan pocas visitas!
Los demás patos
preferían nadar por los canales, en vez de entrar a hacerle compañía y charlar
un rato.
Por fin empezaron a
abrirse los huevos, uno tras otro. «¡Pip, pip!», decían los pequeños; las yemas
habían adquirido vida y los patitos asomaban la cabecita por la cáscara rota.
- ¡cuac, cuac! -
gritaban con todas sus fuerzas, mirando a todos lados por entre las verdes
hojas. La madre los dejaba, pues el verde es bueno para los ojos.
- ¡Qué grande es el
mundo! -exclamaron los polluelos, pues ahora tenían mucho más sitio que en el
interior del huevo.
- ¿Creéis que todo
el mundo es esto? -dijo la madre-. Pues andáis muy equivocados. El mundo se
extiende mucho más lejos, hasta el otro lado del jardín, y se mete en el campo
del cura, aunque yo nunca he estado allí. ¿Estáis todos? -prosiguió,
incorporándose-. Pues no, no los tengo todos; el huevo gordote no se ha abierto
aún. ¿Va a tardar mucho? ¡Ya estoy hasta la coronilla de tanto esperar!
- Bueno, ¿qué tal
vamos? -preguntó una vieja gansa que venía de visita.
- ¡Este huevo que
no termina nunca! -respondió la clueca-. No quiere salir. Pero mira los demás
patitos: ¿verdad que son lindos? Todos se parecen a su padre; y el sinvergüenza
no viene a verme.
- Déjame ver el
huevo que no quiere romper -dijo la vieja-. Creéme, esto es un huevo de pava;
también a mi me engañaron una vez, y pasé muchas fatigas con los polluelos,
pues le tienen miedo al agua. No pude con él; me desgañité y lo puse verde,
pero todo fue inútil. A ver el huevo. Sí, es un huevo de pava. Déjalo y enseña
a los otros a nadar.
- Lo empollaré un
poquitín más dijo la clueca-. ¡Tanto tiempo he estado encima de él, que bien
puedo esperar otro poco!
- ¡Cómo quieras!
-contestó la otra, despidiéndose.
Al fin se partió el
huevo. «¡Pip, pip!» hizo el polluelo, saliendo de la cáscara. Era gordo y feo;
la gansa se quedó mirándolo:
- Es un pato enorme
-dijo-; no se parece a ninguno de los otros; ¿será un pavo? Bueno, pronto lo
sabremos; del agua no se escapa, aunque tenga que zambullirse a trompazos.
El día siguiente
amaneció espléndido; el sol bañaba las verdes hojas de la enramada. La madre se
fue con toda su prole al canal y, ¡plas!, se arrojó al agua. «¡Cuac, cuac!»
-gritaba, y un polluelo tras otro se fueron zambullendo también; el agua les
cubrió la cabeza, pero enseguida volvieron a salir a flote y se pusieron a
nadar tan lindamente. Las patitas se movían por sí solas y todos chapoteaban,
incluso el último polluelo gordote y feo.
- Pues no es pavo
-dijo la madre-. ¡Fíjate cómo mueve las patas, y qué bien se sostiene! Es hijo
mío, no hay duda. En el fondo, si bien se mira, no tiene nada de feo, al
contrario. ¡Cuac, cuac! Venid conmigo, os enseñaré el gran mundo, os presentaré
a los patos del corral. Pero no os alejéis de mi lado, no fuese que alguien os
atropellase; y ¡mucho cuidado con el gato!
Y se encaminaron al
corral de los patos, donde había un barullo espantoso, pues dos familias se
disputaban una cabeza de anguila. Y al fin fue el gato quien se quedó con ella.
- ¿Veis? Así va el
mundo -dijo la gansa madre, afilándose el pico, pues también ella hubiera
querido pescar el botín-. ¡Servíos de las patas! y a ver si os despabiláis. Id
a hacer una reverencia a aquel pato viejo de allí; es el más ilustre de todos
los presentes; es de raza española, por eso está tan gordo. Ved la cinta
colorada que lleva en la pata; es la mayor distinción que puede otorgarse a un
pato. Es para que no se pierda y para que todos lo reconozcan, personas y
animales. ¡Ala, sacudiros! No metáis los pies para dentro. Los patitos bien
educados andan con las piernas esparrancadas, como papá y mamá. ¡Así!, ¿veis?
Ahora inclinad el cuello y decir: «¡cuac!».
Todos obedecieron,
mientras los demás gansos del corral los miraban, diciendo en voz alta:
- ¡Vaya! sólo
faltaban éstos; ¡como si no fuésemos ya bastantes! Y, ¡qué asco! Fijaos en
aquel pollito: ¡a ése sí que no lo toleramos! -. Y enseguida se adelantó un
ganso y le propinó un picotazo en el pescuezo.
- ¡Déjalo en paz!
-exclamó la madre-. No molesta a nadie.
- Sí, pero es
gordote y extraño -replicó el agresor-; habrá que sacudirlo.
- Tiene usted unos
hijos muy guapos, señora -dijo el viejo de la pata vendada-. Lástima de este
gordote; ése sí que es un fracaso. Me gustaría que pudiese retocarlo.
- No puede ser,
Señoría -dijo la madre-. Cierto que no es hermoso, pero tiene buen corazón y
nada tan bien como los demás; incluso diría que mejor. Me figuro que al crecer
se arreglará, y que con el tiempo perderá volumen. Estuvo muchos días en el
huevo, y por eso ha salido demasiado robusto -. Y con el pico le pellizcó el
pescuezo y le alisó el plumaje -. Además, es macho -prosiguió-, así que no
importa gran cosa. Estoy segura de que será fuerte y se despabilará.
- Los demás
polluelos son encantadores de veras -dijo el viejo-. Considérese usted en casa;
y si encuentra una cabeza de anguila, haga el favor de traérmela.
Y de este modo
tomaron posesión de la casa.
El pobre patito feo
no recibía sino picotazos y empujones, y era el blanco de las burlas de todos,
lo mismo de los gansos que de las gallinas. «¡Qué ridículo!», se reían todos, y
el pavo, que por haber venido al mundo con espolones se creía el emperador, se
henchía como un barco a toda vela y arremetía contra el patito, con la cabeza
colorada de rabia. El pobre animalito nunca sabía dónde meterse; estaba muy
triste por ser feo y porque era la chacota de todo el corral.
Así transcurrió el
primer día; pero en los sucesivos las cosas se pusieron aún peor. Todos
acosaban al patito; incluso sus hermanos lo trataban brutalmente, y no cesaban
de gritar: - ¡Así te pescara el gato, bicho asqueroso!; y hasta la madre
deseaba perderlo de vista. Los patos lo picoteaban; las gallinas lo golpeaban,
y la muchacha encargada de repartir el pienso lo apartaba a puntapiés.
El patito
feo
Continuación
Al fin huyó,
saltando la cerca; los pajarillos de la maleza se echaron a volar, asustados.
«¡Huyen porque soy feo!», dijo el pato, y, cerrando los ojos, siguió corriendo
a ciegas. Así llegó hasta el gran pantano, donde habitaban los patos salvajes;
cansado y dolorido, pasó allí la noche.
Por la mañana, los
patos salvajes, al levantar el vuelo, vieron a su nuevo campañero: - ¿Quién
eres? -le preguntaron, y el patito, volviéndose en todas direcciones, los
saludó a todos lo mejor que supo.
- ¡Eres un
espantajo! -exclamaron los patos-. Pero no nos importa, con tal que no te cases
en nuestra familia -. ¡El infeliz! Lo último que pensaba era en casarse, dábase
por muy satisfecho con que le permitiesen echarse en el cañaveral y beber un
poco de agua del pantano.
Así transcurrieron
dos días, al cabo de los cuales se presentaron dos gansos salvajes, machos los
dos, para ser más precisos. No hacía mucho que habían salido del cascarón; por
eso eran tan impertinentes.
- Oye, compadre -le
dijeron-, eres tan feo que te encontramos simpático. ¿Quieres venirte con
nosotros y emigrar? Cerca de aquí, en otro pantano, viven unas gansas salvajes
muy amables, todas solteras, y saben decir «¡cuac!». A lo mejor tienes éxito,
aun siendo tan feo.
¡Pim, pam!, se
oyeron dos estampidos: los dos machos cayeron muertos en el cañaveral, y el
agua se tiñó de sangre. ¡Pim, pam!, volvió a retumbar, y grandes bandadas de
gansos salvajes alzaron el vuelo de entre la maleza, mientras se repetían los
disparos. Era una gran cacería; los cazadores rodeaban el cañaveral, y algunos
aparecían sentados en las ramas de los árboles que lo dominaban; se formaban
nubecillas azuladas por entre el espesor del ramaje, cerniéndose por encima del
agua, mientras los perros nadaban en el pantano, ¡Plas, plas!, y juncos y cañas
se inclinaban de todos lados. ¡Qué susto para el pobre patito! Inclinó la
cabeza para meterla bajo el ala, y en aquel mismo momento vio junto a sí un
horrible perrazo con medio palmo de lengua fuera y una expresión atroz en los
ojos. Alargó el hocico hacia el patito, le enseñó los agudos dientes y, ¡plas,
plas! se alejó sin cogerlo.
- ¡Loado sea Dios!
-suspiró el pato-. ¡Soy tan feo que ni el perro quiso morderme!
Y se estuvo muy
quietecito, mientras los perdigones silbaban por entre las cañas y seguían
sonando los disparos.
Hasta muy avanzado
el día no se restableció la calma; mas el pobre seguía sin atreverse a salir.
Esperó aún algunas horas: luego echó un vistazo a su alrededor y escapó del
pantano a toda la velocidad que le permitieron sus patas. Corrió a través de
campos y prados, bajo una tempestad que le hacía muy difícil la huida.
Al anochecer llegó
a una pequeña choza de campesinos; estaba tan ruinosa, que no sabía de qué lado
caer, y por eso se sostenía en pie. El viento soplaba con tal fuerza contra el
patito, que éste tuvo que sentarse sobre la cola para afianzarse y no ser
arrastrado. La tormenta arreciaba más y más. Al fin, observó que la puerta se
había salido de uno de los goznes y dejaba espacio para colarse en el interior;
y esto es lo que hizo.
Vivía en la choza
una vieja con su gato y su gallina. El gato, al que llamaba «hijito», sabía
arquear el lomo y ronronear, e incluso desprendía chispas si se le frotaba a
contrapelo. La gallina tenía las patas muy cortas, y por eso la vieja la
llamaba «tortita paticorta»; pero era muy buena ponedora, y su dueña la quería
como a una hija.
Por la mañana se
dieron cuenta de que había llegado un forastero, y el gato empezó a ronronear,
y la gallina, a cloquear.
- ¿Qué pasa? -dijo
la vieja mirando a su alrededor. Como no veía bien, creyó que era un ganso
cebado que se habría extraviado-. ¡No se cazan todos los días! -exclamó-. Ahora
tendré huevos de pato. ¡Con tal que no sea un macho! Habrá que probarlo.
Y puso al patito a
prueba por espacio de tres semanas; pero no salieron huevos. El gato era el
mandamás de la casa, y la gallina, la señora, y los dos repetían continuamente:
- ¡Nosotros y el mundo! - convencidos de que ellos eran la mitad del universo,
y aún la mejor. El patito pensaba que podía opinarse de otro modo, pero la
gallina no le dejaba hablar.
- ¿Sabes poner
huevos? -le preguntó.
- No.
- ¡Entonces cierra
el pico!
Y el gato:
- ¿Sabes doblar el
espinazo y ronronear y echar chispas?
- No.
- Entonces no
puedes opinar cuando hablan personas de talento.
El patito fue a
acurrucarse en un rincón, malhumorado. De pronto acordóse del aire libre y de
la luz del sol, y le entraron tales deseos de irse a nadar al agua, que no pudo
reprimirse y se lo dijo a la gallina.
- ¿Qué mosca te ha
picado? -le replicó ésta-. Como no tienes ninguna ocupación, te entran estos
antojos. ¡Pon huevos o ronronea, verás como se te pasan!
- ¡Pero es tan
hermoso nadar! -insistió el patito-. ¡Da tanto gusto zambullirse de cabeza
hasta tocar el fondo!
- ¡Hay gustos que
merecen palos! -respondió la gallina-. Creo que has perdido la chaveta.
Pregunta al gato, que es la persona más sabia que conozco, si le gusta nadar o
zambullirse en el agua. Y ya no hablo de mí. Pregúntalo si quieres a la dueña,
la vieja; en el mundo entero no hay nadie más inteligente. ¿Crees que le
apetece nadar y meterse en el agua?
- ¡No me
comprendéis! -suspiró el patito.
- ¿Qué no te
comprendemos? ¿Quién lo hará, entonces? No pretenderás ser más listo que el
gato y la mujer, ¡y no hablemos ya de mí! No tengas esos humos, criatura, y da
gracias al Creador por las cosas buenas que te ha dado. ¿No vives en una
habitación bien calentita, en compañía de quien puede enseñarte mucho? Pero
eres un charlatán y no da gusto tratar contigo. Créeme, es por tu bien que te
digo cosas desagradables; ahí se conoce a los verdaderos amigos. Procura poner
huevos o ronronear, o aprende a despedir chispas.
- Creo que me
marcharé por esos mundos de Dios -dijo el patito.
- Es lo mejor que
puedes hacer -respondióle la gallina.
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