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martes, 8 de abril de 2008

2º Special "Hans Christian Andersen" -- LA PIEDRA FILOSOFAL


Hans Christian Andersen
LA PIEDRA FILOSOFAL
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Sin duda conoces la historia de Holger Danske. No te la voy a contar, y sólo te preguntaré
si recuerdas que «Holger Danske conquistó la vasta tierra de la India Oriental, hasta el
término del mundo, hasta aquel árbol que llaman árbol del Sol», según narra Christen
Pedersen. ¿Sabes quién es Christen Pedersen? No importa que no lo conozcas. Allí,
Holger Danske confirió al Preste Juan poder y soberanía sobre la tierra de la India.

¿Conoces al Preste Juan? Bueno eso tampoco tiene importancia, pues no ha de salir en
nuestra historia. En ella te hablamos del árbol del Sol «de la tierra de Indias Orientales,
en el extremo del mundo», según creían entonces los que no habían estudiado Geografía
como nosotros. Pero tampoco esto importa.

El árbol del Sol era un árbol magnífico, como nosotros nunca hemos visto ni lo verás tú.
Su copa abarcaba un radio de varias millas; en realidad era todo un bosque, y cada rama,
aún la más pequeña, era como un árbol entero. Había palmeras, hayas, pinos, en fin,
todas las especies de árboles que crecen en el vasto mundo, brotaban allí cual ramitas de
las ramas grandes, y éstas, con sus curvaturas y nudos, parecían a su vez valles y
montañas, y estaban revestidas de un verdor aterciopelado y cuajado de flores. Cada
rama era como un gran prado florido o un hermosísimo jardín.

El sol enviaba sus rayos bienhechores; por algo era el árbol del Sol, y en él se reunían las
aves de todos los confines del mundo: las procedentes de las selvas vírgenes
americanas, las que venían de las rosaledas de Damasco y de los desiertos y sabanas
del África, donde el elefante y el león creen reinar como únicos soberanos. Venían las
aves polares y también la cigüeña y la golondrina, naturalmente. Pero no sólo acudían las
aves: el ciervo, la ardilla, el antílope y otros mil animales veloces y hermosos se sentían
allí en su casa. La copa del árbol era un gran jardín perfumado, y en ella, el centro de
donde las ramas mayores irradiaban cual verdes colinas, levantábase un palacio de
cristal, desde cuyas ventanas se veían todos los países del mundo. Cada torre se erguía
como un lirio, y se subía a su cima por el interior del tallo, en el que había una escalera.
Como se puede comprender fácilmente, las hojas venían a ser como unos balcones a los
que uno podía asomarse, y en lo más alto de la flor había una gran sala circular, brillante
y maravillosa, cuyo techo era el cielo azul, con el sol y las estrellas. No menos soberbios,
aunque de otra forma, eran los vastos salones del piso inferior del palacio, en cuyas
paredes se reflejaba el mundo entero. En ellas podía verse todo lo que sucedía, y no
hacía falta leer los periódicos, los cuales, por otra parte, no existían. Todos los sucesos
desfilaban en imágenes vivientes sobre la pared; claro que no era posible atender a
todas, pues cada cosa tiene sus límites, valederos incluso para el más sabio de los
hombres, y el hecho es que allí moraba el más sabio de todos. Su nombre es tan difícil de
pronunciar, que no sabrías hacerlo aunque te empeñaras, de manera que vamos a
dejarlo. Sabía todo lo que un hombre puede saber y todo lo que se sabrá en esta Tierra
nuestra, con todos los inventos realizados y los que aún quedan por realizar; pero no
más, pues, como ya dijimos, todo tiene sus límites. El sabio rey Salomón, con ser tan
sabio, no le llegaba en ciencia ni a la mitad. Ejercía su dominio sobre las fuerzas de la
Naturaleza y sobre poderosos espíritus. La misma Muerte tenía que presentársele cada
mañana con la lista de los destinados a morir en el transcurso del día; pero el propio rey
Salomón tuvo un día que fallecer, y éste era el pensamiento que, a menudo y con extraña
intensidad, ocupaba al sabio, al poderoso señor del palacio del árbol del Sol. También él,
tan superior a todos los demás humanos en sabiduría, estaba condenado a morir. No lo
ignoraba; y sus hijos morirían asimismo; como las hojas del bosque, caerían y se
convertirían en polvo. Como desaparecen las hojas de los árboles y su lugar es ocupado
por otras, así veía desvanecerse el género humano, y las hojas caídas jamás renacen; se
transforman en polvo, o en otras partes del vegetal. ¿Qué es de los hombres cuando
viene el Ángel de la Muerte? ¿Qué significa en realidad morir? El cuerpo se disuelve, y el
alma... sí, ¿qué es el alma? ¿Qué será de ella? ¿Adónde va? «A la vida eterna»,
respondía, consoladora, la Religión. Pero, ¿cómo se hace el tránsito? ¿Dónde se vive y
cómo? «Allá en el cielo - contestaban las gentes piadosas -, allí es donde vamos». «¡Allá
arriba! - repetía el sabio, levantando los ojos al sol y las estrellas -, ¡allá arriba!» - y veía,
dada la forma esférica de la Tierra, que el arriba y el abajo eran una sola y misma cosa,
según el lugar en que uno se halle en la flotante bola terrestre. Si subía hasta el punto
culminante del Planeta, el aire, que acá abajo vemos claro y transparente, el «cielo
luminoso» se convertía en un espacio oscuro, negro como el carbón y tupido como un
paño, y el sol aparecía sin rayos ardientes, mientras nuestra Tierra estaba como envuelta
en una niebla de color anaranjado. ¡Qué limitado era el ojo del cuerpo! ¡Qué poco
alcanzaba el del alma! ¡Qué pobre era nuestra ciencia! El propio sabio sabía bien poco de
lo que tanto nos importaría saber.

En la cámara secreta del palacio se guardaba el más precioso tesoro de la tierra: «El libro
de la Verdad». Lo leía hoja tras hoja. Era un libro que todo hombre puede leer, aunque
sólo a fragmentos. Ante algunos ojos las letras bailan y no dejan descifrar las palabras.

En algunas páginas la escritura se vuelve a veces tan pálida y borrosa, que parecen
hojas en blanco. Cuanto más sabio se es, tanto mejor se puede leer, y el más sabio es el
que más lee. Nuestro sabio podía además concentrar la luz de las estrellas, la del sol, la
de las fuerzas ocultas y la del espíritu. Con todo este brillo se le hacía aún más visible la
escritura de las hojas. Mas en el capítulo titulado «La vida después de la muerte» no se
distinguía ni la menor manchita. Aquello lo acongojaba. ¿No conseguiría encontrar acá en
la Tierra una luz que le hiciese visible lo que decía «El libro de la Verdad»?

Como el sabio rey Salomón, comprendía el lenguaje de los animales, oía su canto y su
discurso, mas no por ello adelantaba en sus conocimientos. Descubrió en las plantas y
los metales fuerzas capaces de alejar las enfermedades y la muerte, pero ninguna capaz
de destruirla. En todo lo que había sido creado y él podía alcanzar, buscaba la luz capaz
de iluminar la certidumbre de una vida eterna, pero no la encontraba. Tenía abierto ante
sus ojos «El libro de la Verdad», mas las páginas estaban en blanco. El Cristianismo le
ofrecía en la Biblia la consoladora promesa de una vida eterna, pero él se empeñaba
vanamente en leer en su propio libro.

Tenía cinco hijos, instruidos como sólo puede instruirlos el padre más sabio, y una hija
hermosa, dulce e inteligente, pero ciega. Esta desgracia apenas la sentía ella, pues su
padre y sus hermanos le hacían de ojos, y su sentimiento íntimo le daba la seguridad
suficiente.

Nunca los hijos se habían alejado más allá de donde se extendían las ramas de los
árboles, y menos aún la hija; todos se sentían felices en la casa de su niñez, en el país de
su infancia, en el espléndido y fragante árbol del Sol. Como todos los niños, gustaban de
oír cuentos, y su padre les contaba muchas cosas que otros niños no habrían
comprendido; pero aquéllos eran tan inteligentes como entre nosotros suelen ser la
mayoría de los viejos. Explicábales los cuadros vivientes que veían en las paredes del
palacio, las acciones de los hombres y los acontecimientos en todos los países de la
Tierra, y con frecuencia los hijos sentían deseos de encontrarse en el lugar de los
sucesos y de participar en las grandes hazañas. Mas el padre les decía entonces lo difícil
y amarga que es la vida en la Tierra, y que las cosas no discurrían en ella como las veían
desde su maravilloso mundo infantil. Hablábales de la Belleza, la Verdad y la Bondad,
diciendo que estas tres cosas sostenían unido al mundo y que, bajo la presión que
sufrían, se transformaban en una piedra preciosa más límpida que el diamante. Su brillo
tenía valor ante Dios, lo iluminaba todo, y esto era en realidad la llamada piedra filosofal.

Decíales que, del mismo modo que partiendo de lo creado se deducía la existencia de
Dios, así también partiendo de los mismos hombres se llegaba a la certidumbre de que
aquella piedra sería encontrada. Más no podía decirles, y esto era cuanto sabía acerca
de ella. Para otros niños, aquella explicación hubiera sido incomprensible, pero los suyos
sí la entendieron, y andando el tiempo es de creer que también la entenderán los demás.

No se cansaban de preguntar a su padre acerca de la Belleza, la Bondad y la Verdad, y él
les explicaba mil cosas, y les dijo también que cuando Dios creó al hombre con limo de la
tierra, estampó en él cinco besos de fuego salidos del corazón, férvidos besos divinos, y
ellos son lo que llamamos los cinco sentidos: por medio de ellos vemos, sentimos y
comprendemos la Belleza, la Bondad y la Verdad; por ellos apreciamos y valoramos las
cosas, ellos son para nosotros una protección y un estímulo. En ellos tenemos cinco
posibilidades de percepción, interiores y exteriores, raíz y cima, cuerpo y alma.

Los niños pensaron mucho en todo aquello; día y noche ocupaba sus pensamientos. El
hermano mayor tuvo un sueño maravilloso y extraño, que luego tuvo también el segundo,
y después el tercero y el cuarto. Todos soñaron lo mismo: que se marchaban a correr
mundo y encontraban la piedra filosofal. Como una llama refulgente, brillaba en sus
frentes cuando, a la claridad del alba, regresaban, montados en sus velocísimos corceles,
al palacio paterno, a través de los prados verdes y aterciopelados del jardín de su patria.
Y la piedra preciosa irradiaba una luz celestial y un resplandor tan vivo sobre las hojas del
libro, que se hacía visible lo que en ellas estaba escrito acerca de la vida de ultratumba.
La hermana no soñó en irse al mundo, ni le pasó la idea por la mente; para ella, el mundo
era la casa de su padre.

- Me marcho a correr mundo - dijo el mayor -. Tengo que probar sus azares y su modo de
vida, y alternar con los hombres. Sólo quiero lo bueno y lo verdadero; con ellos
encontraré lo bello. A mi regreso cambiarán muchas cosas.
Sus pensamientos eran audaces y grandiosos, como suelen serlo los nuestros cuando
estamos en casa, junto a la estufa, antes de salir al mundo y experimentar los rigores del
viento y la intemperie y las punzadas de los abrojos.

En él, como en sus hermanos, los cinco sentidos estaban muy desarrollados, tanto
interior como exteriormente, pero cada uno tenía un sentido que superaba en perfección
a los restantes. En el mayor era el de la vista, y buen servicio le prestaría. Tenía ojos para
todas las épocas, - decía - ojos para todos los pueblos, ojos capaces de ver incluso en el
interior de la tierra, donde yacen los tesoros, y en el interior del corazón humano, como si
éste estuviera sólo recubierto por una lámina de cristal; es decir, que en una mejilla que
se sonroja o palidece, o en un ojo que llora o ríe, veía mucho más de lo que vemos
nosotros. El ciervo y el antílope lo acompañaron hasta la frontera occidental, y allí se les
juntaron los cisnes salvajes, que volaban hacia el Noroeste. Él los siguió, y pronto se
encontró en el vasto mundo, lejos de la tierra de su padre, la cual se extiende «por
Oriente hasta el confín del mundo»..

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