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martes, 8 de abril de 2008

2º Special "Hans Christian Andersen" -- EL JARDIN DEL EDEN

E L J A R D Í N D E L
E D É N
________
H A N S C H R I S T I A N
A N D E R S E N


*
E L J A R D Í N D E L E D É N
______
Había una vez un príncipe que tenía tantos
libros como nadie ha tenido nunca, y que por su
lectura podía enterarse de todo cuanto ocurrió
jamás en el mundo, y verlo también representado en
las más hermosas de las láminas. Estaba a su alcance
toda la información que deseara acerca de
cualesquiera naciones y comarcas; una sola cosa no
había logrado encontrar nunca en sus libros: una
palabra acerca de dónde podía hallarse el jardín del
Edén, y era éste precisamente el dato que a él más le
atraía. Cuando era muy niño, en edad de comenzar
a ir a la escuela, su abuela le había dicho que cada
una de las flores que crecían en aquel jardín era un
delicioso pastel, y que los pistilos de esas flores
contenían vino en su interior. Sobre los pétalos de
una de ellas estaba escrita una página de Historia;
sobre los de otra, textos de Geografía o
Matemáticas, y al comerlas se aprendía
instantáneamente la lección. Todo eso creía él en su
infancia; pero al ir acrecentando su edad y sus
conocimientos, y a medida que progresaba en sus
estudios, el joven príncipe fue comprendiendo que
las delicias de aquel jardín tenían que sobrepasar en
mucho tales dones.

“¿Por qué se habrá acercado Eva al árbol de la
Ciencia? -preguntaba-. ¿Por qué tuvo Adán que
probar el fruto prohibido? Si yo hubiera estado en
lugar de ellos, semejante cosa no habría ocurrido
nunca; el pecado no hubiera entrado jamás en el
mundo”.

Así se decía entonces, y así siguió diciéndose
cuando tenía ya diecisiete años. El jardín del Edén
seguía siendo el centro de sus meditaciones.
Cierto día salió a pasear por el bosque, solo, distracción
que era la que más le agradaba. Llegó el
crepúsculo, y al anochecer el cielo se cubrió de
nubes, y se desató un aguacero tan intenso como si
todo el cielo se hubiera convertido en una esclusa
por donde se derramara el agua a raudales. La noche
era tan oscura como el fondo del más hondo pozo.

El pobre príncipe no tardó en sentirse
empapado hasta los huesos. Tenía que cruzar un
amplio espacio rocoso, por sobre vastas peñas de
las cuales parecía estar brotando el agua a través del
espeso musgo, y estaba ya casi extenuado cuando
percibió un extraño murmullo y distinguió ante sí
una gran caverna iluminada. En el centro de la
caverna había una hoguera, suficiente para asar un
venado, que era precisamente lo que se hacía en
aquel momento. Y se trataba de un espléndido
venado, de considerable cornamenta, ensartado en
un asador y girando lentamente entre dos troncos
de pino descortezados. Sentada junto al fuego se
veía una mujer ya entrada en años, de estatura y
corpulencia suficientes para que pudiera pasar por
un hombre disfrazado, y que alimentaba las llamas
arrojándoles leños de vez en cuando.

-Entra -invitó la anciana- y siéntate junto al
fuego para que se te seque la ropa.

-Hay por aquí una corriente de aire bastante desagradable
-comentó el Príncipe al tomar asiento en
el suelo.

-Pues será mucho peor cuando mis hijos
regresen a casa -respondió la mujer-. Estás en la
caverna de los vientos, y mis hijos son los cuatro
vientos del mundo. ¿Comprendes?

-¿Dónde están tus hijos ahora? -inquirió el Príncipe
ansioso.

-Bueno, es algo difícil responder a una pregunta
tan estúpida. Mis hijos hacen lo que les da la gana.
Ahora están jugando a la pelota con las nubes, allá
en el patio grande. -Y la mujer señaló el cielo.

-¿Ah, sí? Pues hablas con bastante rudeza, y no
pareces ser tan cortés como las mujeres con quienes
tengo ocasión de tratar en mi vida diaria.

-Pues yo diría qué esas mujeres no tienen gran
cosa que hacer. Por mi parte, necesito bastante rudeza
para meter en vereda a mis muchachos. Pero
me las compongo para ello, con todo lo
empecinados que son. ¿Ves esas cuatro bolsas
colgadas ahí en la pared? Pues ellos les tienen tanto
miedo como tú les tenías al cuarto oscuro cuando
eras pequeño. Ya te he dicho que soy muy capaz de
dominar a esos brutos, y también lo soy de hacerlos
meter en esas bolsas y dejarlos encerrados en el
interior sin contemplaciones. Ahí se quedan, sin
salir ni poder hacer jugarretas hasta que a mí me
parece bien devolverles la libertad. Pero aquí llega
ya uno de ellos.

El que entró en la caverna, envuelto en una ráfaga
helada, era el Viento Norte. Vestía pantalones y
chaqueta de piel de oso, y gorra de foca con orejeras.

De su barba pendían largos carámbanos, y por
la chaqueta se le deslizaban pequeñas piedras de
granizo. Otras piedras más grandes cubrieron el
suelo de la caverna, mientras un revuelo de copos
de nieve penetraba tras el recién llegado.

-No te acerques al fuego en seguida -advirtió el
Príncipe. Podrían salirte sabañones.

-¡Sabañones! -exclamó el Viento Norte con una
carcajada-. ¡Vaya, los sabañones son mi mayor delicia!
¿Qué clase de animal entecado eres tú? ¿Cómo
has venido a meterte en esta caverna de los vientos?

-Es mi invitado -contestó la anciana-. Y si no te
agrada la explicación será mejor que te metas en la
bolsa. ¿Me has entendido?

La amonestación tuvo su efecto; el Viento
Norte respondió cortésmente acerca de sus
recientes actividades y de dónde había estado
durante el pasado mes.

-Vengo del Océano Artico -dijo-. Fui a la isla de
Behring con los rusos cazadores de morsas. Me
senté al lado del timón y estuve durmiendo mientras
el barco se internaba en el mar; de vez en cuando
despertaba y veía los petreles volar alrededor de mis
piernas. Son pájaros muy singulares: dan unos
cuantos rápidos aletazos, luego extienden las alas,
inmóviles, no pierden velocidad por ello.
-No seas tan detallista -objetó la madre de los
vientos-. ¿De modo que por fin llegaste a la isla de
Behring?

-Sí, y ¡vaya si es espléndida! Tiene una pista de
baile lisa como un panqueque, y está toda cubierta
de nieve a medio derretir, entremezclada con el
musgo y salpicada aquí y allá por huesos de ballenas
y osos polares que semejan piernas y brazos de
gigantes, cubiertos de verdín. Se diría que el sol no
ha brillado nunca sobre ellos. Soplé un poco para
disipar la niebla y logré distinguir una casa construida
con despojos de naufragios y recubierta con
pieles de ballena, toda roja y verde, y un oso polar
sentado en el techo, gruñendo. Me acerqué a la
playa para curiosear los nidos de las aves marinas, y
vi los polluelos sin plumas todavía, chillando y
boqueando. Soplé y soplé hasta que hice bajar las
cabezas a miles de ellos, y eso les enseñó a cerrar el
pico. Un poco más lejos estaban las morsas,
revolviéndose en el agua como larvas monstruosas,
con sus cabezas como de cerdo y sus colmillos de
casi un metro de largo.

-Eres un buen narrador, hijo mío -dijo la madre-.
Se me hace agua la boca oírte.

-Luego hubo una cacería. Los hombres
arrojaban arpones a las morsas, y la sangre brotaba
por entre el hielo como manantiales. Entonces
recordé la parte que me correspondía en el juego;
soplé mis barcos, es decir, los témpanos de las
montañas, empujándolos hacia los botes. ¡Ah!
¡Cómo chillaban y silbaban las tripulaciones! Pero
yo silbaba más fuerte que ellos. Tuvieron que
arrojar al agua las morsas cazadas y también los
cajones y sogas. Yo les eché encima montones de
copos de nieve y los hice derivar hacia el sur, para
que probaran a qué sabe el agua salada. ¡No
volverán nunca más a la isla de Behring!

-¡Pero entonces has estado cometiendo malas
acciones! -exclamó la madre de los vientos.

-Otros te contarán las cosas buenas que hice.
Pero aquí viene mi hermano del Oeste. Es el que
más quiero. Tiene olor a mar y trae consigo una
magnífica brisa fresca.

-¿Es ese el pequeño Céfiro? -inquirió el príncipe.
-Sí, es Céfiro, aunque no tan pequeño. Solía ser
un excelente muchacho, pero eso fue hace muchos
años.

El recién llegado parecía un salvaje de los
bosques; llevaba, un sombrero de anchas alas que le
protegía el rostro y traía en una mano un garrote de
caoba cortado en una selva canadiense. Ninguna
otra cosa le habría servido para nada.

-¿De dónde vienes? -preguntó su madre.

-De la selva virgen, donde las lianas espinosas
forman verdaderas murallas entre los árboles, donde
las culebras de agua yacen sobre la hierba húmeda,
donde los seres humanos parecen absolutametne
superfluos.

-¿Qué hiciste allí?

-Estuve contemplando el poderoso río; lo vi
cuando saltaba pulverizado por sobre las rocas y
volaba a las nubes llevando el arco iris. Vi un búfalo
silvestre nadando en la corriente, pero el agua se lo
llevó. Estaba en compañía de un ánade, y éste
levantó vuelo al llegar a la catarata, cosa que el
búfalo no podía hacer, por lo cual lo arrastró la
corriente. Eso me agradó, y soplé una tormenta de
tal fuerza que hizo girar en remolino los añosos
árboles como virutas.

-¿No hiciste nada más? -preguntó la anciana.

-Estuve dando saltos mortales en las llanuras,
acariciando al potro salvaje y sacudiendo las
palmeras para que dejaran caer los cocos. ¡Oh,
traigo infinidad de historias, pero no hace falta
contarlas todas! Eso lo sabes tú muy bien, vieja.
El viento dio un beso a su madre, con tanto
entusiasmo que casi la hizo caer de espaldas. Era en
verdad un muchacho bastante rudo.

Entonces apareció el Viento Sur, con un
turbante y una túnica suelta de beduino.

-Hace aquí un frío espantoso -rezongó, echando
leña a la hoguera-. Bien se conoce que el Viento
Norte ha entrado primero.

-Pues hace calor como para asar un oso -replicó
el Viento Norte.

-Tú sí que eres un oso polar -fue la respuesta del
Viento Sur.

-¿Es que quieres ir a la bolsa? -terció la vieja-.
Siéntate en esa piedra y cuéntanos dónde has
estado.

-En Africa, madre. Estuve cazando leones con
los hotentotes. ¡Qué pastos hay en aquellas llanuras!

Verde como las aceitunas. Los antílopes danzaban a
mi alrededor, y los avestruces corrían carreras conmigo,
pero yo era siempre el más rápido. Estuve en
el desierto y vi las arenas amarillas, que parecen el
fondo del mar. Y di con una caravana. Los hombres
habían matado su último camello en busca de agua
que beber, pero no fue mucho lo que encontraron.
El sol abrasaba por arriba, la arena quemaba por
debajo y el desierto no tenía fin. Yo me introduje
entre la arena fina y suelta, y la hice levantar girando
hacia lo alto en enormes columnas. ¡Qué baile!

Hubiérais visto con qué desaliento se detenían los
camellos, cómo se cubría el mercader la cabeza con
el albornoz. Se arrojó al suelo en mi presencia como
si yo hubiera sido el mismo Alá. Ahora están todos
sepultados bajo una pirámide de arena. Si alguna
vez vuelvo a pasar por allí y la soplo, el sol
blanqueará las osamentas de modo que los viajeros
puedan ver que ya han transitado otros antes que
ellos por el mismo camino, cosa que se hace difícil
de creer en aquel desierto.

-¡Ya veo que sólo has estado haciendo daño!
-exclamó la rnadre-. ¡A la bolsa contigo!
Y antes de que el Viento Sur se diera cuenta, la
anciana lo tomó por la cintura y lo metió en la
bolsa. El grandullón se revolcó por el suelo, pero
ella se le sentó encima, lo cual lo obligó a quedarse
quieto.

-Tus hijos son gente muy nerviosa -comentó el
Príncipe.

-Así es, pero yo me basto para dominarlos. Aquí
llega el cuarto de ellos.
Era el Viento Este, que venía vestido a la usanza
china.

-¡Oh! ¿Vienes de aquellas regiones? -interrogó la
madre-. Se me ocurre que quizá hayas estado en el
Jardín del Edén.

-Pienso ir allí mañana -respondió el Viento
Este-. Mañana se cumplirán cien años desde que estuve
en ese lugar la última vez. Acabo de llegar de
China, donde bailé alrededor de la torre de porcelana
hasta que todas las campanas empezaron a
tocar a coro. Vi cómo azotaban a los mandarines en
plena calle, hasta romperles las cañas de bambú en
los hombros, y mira que eran todos gente de la
primera a la novena jerarquía. Gritaban: “¡Gracias,
gracias, padre y bienhechor!”, pero no lo decían
muy a conciencia. Y yo seguía haciendo sonar las
campanas y cantando: “¡Tsing-tsang, tsu!”.

-¡Pues vaya que te jactas de semejante cosa!
-observó la anciana-. Es una gran cosa que tengas
que ir mañana al Jardín del Edén; eso te hará
mejorar de conducta. No te olvides de beber en la
fuente de la sabiduría, y de traerme a casa una
botella de aquellas aguas.

-Lo haré. Pero, ¿por qué has metido a mi
hermano del sur en la bolsa? ¡Afuera con él! Quiero
que me cuente algo del Ave Fénix. La Princesa se
muestra siempre curiosa por oír hablar de ese
animal cada vez que yo me presento allí, de cien en
cien años. Abre la bolsa. Si lo haces te querrá
mucho y te regalaré dos cajas de té, tan verde y
fresco como el día que lo coseché en la misma
China.

Así lo hizo la anciana, y el Viento Sur se deslizó
al exterior de la bolsa, muy abochornado de que un
Príncipe extranjero lo hubiera visto en tan desairada
situación.

-Aquí tienes una hoja de palma para la Princesa
-dijo el Viento Sur-. Me la dio el viejo fénix, el único
que existe en el mundo, luego de escribir en ella con
su propio pico toda la historia de sus cien años de
vida. La Princesa podrá leerla por sí misma. Yo vi al
fénix pegar fuego a su nido y echarse en el interior,
entre las llamas, como la viuda de un hindú. ¡Oh,
cómo crujían las ramitas secas, qué humo y qué olor
daban! Por último todo ardió en una llamarada final
y el viejo pájaro quedó reducido a cenizas, pero no
sin depositar antes un huevo que ahora podía verse
reluciendo como una brasa entre los restos de la
hoguera. Momentos después el huevo se rompió
con un fuerte chasquido y de él salió el polluelo.
Ahora domina sobre todas las aves, sin que exista
otro de su especie en el mundo.

-Pues veamos si podemos comer algo ahora
-propuso la madre de los vientos, y todos tomaron
asiento para servirse del venado, que ya estaba a
punto. El Príncipe se acomodó al lado del Viento
Este, y pronto se hicieron ambos buenos amigos.
-Una cosa que quisiera pedirte -dijo el Príncipees
que me dijeras quién es ese Princesa, y dónde está
el Jardín del Edén.

-No digas más. Si es que quieres ir, puedes volar
conmigo mañana. Pero te diré que ningún ser humano
ha estado por allí desde Adán y Eva. Por tus
relatos de Historia Sagrada, ya sabrás lo qué les
ocurrió, ¿verdad?

-Claro que sí -repuso el Príncipe.

-Pues bien, cuando ellos fueron expulsados, el
Jardín del Edén se hundió profundamente, pero no
sin conservar su clima templado, su cálido sol y
todos sus encantos naturales. Allí habita la reina de
las hadas, y allí queda también la Isla de la Felicidad,
donde no entra nunca la muerte y donde la vida es
una perpetua delicia. Súbete mañana en mis
hombros y yo te llevaré. Creo que podré arreglarme.
Pero no hables ahora, porque tengo ganas de
dormir.

Cuando el Príncipe se despertó, aquella mañana
temprano, su sorpresa no fue pequeña al verse ya a
gran altura por encima de las nubes, a lomos del
Viento del Este, que lo sostenía con todo cuidado.
Tan alto estaba que los bosques y los campos, los
ríos y los lagos, parecían detalles de un gran mapa
en colores.

-Buenos días -saludó el Viento Este-. Sería
mejor que durmieras un poco más, pues no hay
mucho que ver en esa llanura de abajo, a menos que
quieras contar las iglesias. Parecen como puntos de
tiza en un tablero verde.

-Ha sido bastante descortés de mi parte el haber
partido sin decir adiós a tu madre y hermanos -dijo
el Príncipe.

-Eso es disculpable cuando uno está dormido
-respondió el Viento, y ambos siguieron volando a
velocidad cada vez mayor. Se habría podido seguir
el rastro de su vuelo por el rumor de los árboles al
pasar ellos sobre los bosques. Y cada vez que cruzaban
un mar o un lago, las olas se alzaban y los
grandes barcos se hundían en las aguas como cisnes.

Hacia el anochecer resultó un espectáculo
interesante el ver las grandes ciudades entre la
creciente oscuridad, con sus innumerables lucecitas
titilantes. El Príncipe batió palmas de admiración,
pero el Viento Este le advirtió que sería mejor que
se agarrara bien, no fuera a caerse e ir a dar sobre el
campanario de una iglesia.

El águila de la gran selva volaba velozmente,
pero el Viento Este le ganaba. También los cosacos
cabalgaban a gran velocidad por las llanuras, pero la
velocidad del Príncipe era mayor aún.

-Ahora puedes ver el Himalaya -explicó el Viento-.
Esas son las más altas montañas de Asia.
Pronto llegaremos al Jardín del Edén.

Tomaron una dirección algo más hacia el sur, y
pronto sintieron que el aire se iba perfumando con
el aroma de flores y especias. En aquellas tierras
crecían en estado silvestre higueras y granados, y
grandes viñas cubiertas de uvas negras y blancas.

Allí descendieron los dos, y se tendieron sobre
el suave césped, en una pradera donde las flores inclinaban
las cabezas al viento como si dijeran:
“Bienvenidos”.

-¿Estamos ya en el Jardín del Edén? -preguntó el
Príncipe.

-No, claro que no -repuso el Viento Este-, pero
no tardaremos en llegar. ¿Ves aquel muro y aquella
gran caverna sobre cuya entrada pende la vid silvestre
como una cortina? Tendremos que pasar por
allí. Envuélvete bien en tu capa, porque si bien aquí
hay un sol ardiente, apenas demos unos pasos en el
interior de la caverna experimentaremos un frío
glacial. De este lado de la caverna, el calor del verano;
del otro, el frío del invierno.

-De modo que ése es el camino al Jardín del
Edén -comentó el Príncipe, y ambos se internaron
en la caverna. Hacía en verdad mucho frío allí, pero
no fue por mucho tiempo. El Viento Este extendió
sus alas como una ardiente llamarada. ¡Qué caverna
era aquélla! Por sobre sus cabezas se alzaban
enormes masas de roca, modeladas en las más
extrañas formas, y por las cuales se deslizaba
constantemente el agua.

En cierto momento la cueva se hizo tan estrecha
y su techo tan bajo, que los dos viajeros se vieron
forzados a arrastrarse sobre manos y rodillas; poco
más allá, la amplitud y altura del ambiente eran tan
generosos que a ambos les parecía estar en campo
abierto. Aquello semejaba una capilla mortuoria,
con mudos tubos de órgano y banderas convertidas
en piedra.

-Cualquiera diría que vamos hacia el Jardín del
Edén por la carretera de la Muerte -comentó el
Príncipe, pero el Viento Este no se dignó
responder.

Se limitó a señalar hacia afuera, donde brillaba
una hermosa luz azul. Las masas de roca que se
elevaban sobre sus cabezas se fueron mostrando
más y más borrosas, hasta que por último resultaron
tan transparentes como una nubecita blanca a la luz
de la luna. El aire era ahora deliciosamente
agradable, tan fresco como en las cimas de las
montañas y tan perfumado como entre las rosas de
los valles.

Por allí corría un río, tan claro como el mismo
aire, en cuyas aguas nadaban peces de oro y de plata
y caracoleaban anguilas de color de púrpura con
reflejos azules, entre las amplias hojas de los nenúfares
teñidas con todos los matices del arco iris. Las
flores parecían llamas anaranjadas, que se alimentaran
con agua como una lámpara se alimenta con
aceite. Un puente de mármol, tallado con la habilidad
y delicadeza que semejaba de encaje y cuentas
de cristal, cruzaba la corriente y conducía a la Isla de
la Felicidad, donde se hallaba el Jardín del Edén.
El Viento Este alzó al Príncipe en sus brazos y
cruzó asi el puente, mientras las flores y las hojas
entonaban las viejas y hermosas canciones que el
Príncipe recordaba de su infancia, pero con una melodía
tal que ninguna voz humana las habría logrado
imitar jamás.

Nunca había visto antes el Príncipe tan enormes
árboles, tal riqueza de vegetación. De las ramas pendían
hermosísimas plantas trepadoras formando
guirnaldas sólo semejantes a las que pueden verse
impresas en color y oro en las iniciales de las viejas
vidas de santos.

Sobre el césped, no lejos de ellos, vieron una
bandada de pavos reales con sus brillantes colas
abiertas en abanico. Eso parecían, al menos, pero
cuando el Príncipe acercó la mano a ellos pudo
advertir que no eran aves sino plantas: grandes
hojas multicolores que semejaban colas de pavo
real. Por entre los macizos de arbustos brincaban
leones y tigres como ágiles gatos, enteramente
mansos y perfumados por las flores de olivo. Una
torcaza, reluciente como una perla, agitaba las alas
sobre la melena de un león, y un antílope, de especie
tan arisca usualmente, los miraba meneando la
cabeza, como si quisiera él también tornar parte en
el juego.

El Hada del Jardín salió a recibirlos. Su vestido
era radiante como el sol, y su rostro resplandecía de
satisfacción como el de una madre feliz al ver regresar
a su hijo. Era joven y muy hermosa, y estaba
rodeaba por un corro de encantadoras jóvenes, cada
una con una estrella en el pelo.

Al entregarle el Viento Este la hoja de palma
que le había dado para ella el ave fénix, los ojos del
Hada chispearon de alegría. Tomó al Príncipe de la
mano y lo condujo a su palacio, cuyas murallas eran
del color de los radiantes tulipanes a la luz del sol.
El cielo raso era una sola y enorme flor
reluciente, y cuanto más se lo miraba más profundo
parecía ser el cáliz. El Príncipe se acercó a la
ventana y a través de los cristales pudo ver el árbol
de la Ciencia, con la serpiente, y Adán y Eva a su
lado.

-¿No habían sido expulsados? -preguntó. El
Hada sonrió y le explicó cómo el Tiempo había ido
trazando una lámina en cada cristal, y no de la clase
de láminas que habitualmente conocemos. Eran
figuras vivas, con hojas que se movían realmente, y
personajes que entraban y salían como las imágenes
en un espejo.

Miró luego por el otro panel de la ventana y vio
el sueño de Jacob, con la escala que subía hasta el
cielo, y los ángeles de grandes alas revoloteando
hacia arriba y hacia abajo. En aquellos paneles podía
contemplarse todo lo ocurrido en el mundo. Sólo el
Tiempo era capaz de imprimir láminas tan maravillosas.

El Hada sonrió y lo condujo a otra vasta
estancia, de altísimo techo, cuyas paredes eran como
transparentes retratos, de rostros a cuál más
hermoso. Había allí millones de bienaventurados
que sonreían y cantaban, y todos sus himnos se
confundían en una sola melodía perfecta. Los que
estaban situados más altos se veían tan diminutos
como el más pequeño pimpollo de rosa. En el
centro de aquel salón se veía un gran árbol, de
airoso ramaje colgante, por entre cuyas hojas verdes
pendían hermosas manzanas de oro. Era el árbol de
la Ciencia, de cuyo fruto habían comido Adán y
Eva. De cada hoja pendía una brillante gota de
rocío, de color rojo, que hacía parecer como si el
árbol llorara lágrimas de sangre.

-Ahora vamos a subir a la barca -propuso el
Hada- y en las ondulantes aguas hallaremos descanso.
La barca se mece, pero sin moverse de su
lugar, y sin embargo veremos pasar ante nuestros
ojos todos los países de la tierra.

Y fue en verdad una curiosa visión la de la costa
entera que se movía. Vieron pasar los altísimos Alpes
cubiertos de nieve, con sus oscuros pinos y sus
nubes blancas. Por entre los árboles se oía el
quejumbroso eco de un cuerno de caza, y el dulce
canturreo de los pastores en los valles. En las aguas
bogaban cisnes negros; en las orillas se veían las más
extrañas flores y raros animales. Ahora era Nueva
Holanda, la quinta parte del mundo, lo que pasaba
deslizándose ante ellos y exhibiendo sus montañas
azules. Se oían los cánticos de los hechiceros, el sonido
de los tambores y flautas de hueso, y se veían
las danzas de los salvajes. Luego pasaron ante ellos
las pirámides de Egipto, altas hasta las nubes, y las
esfinges medio sepultadas en la arena, entre
columnas caídas. Vino después la Aurora Boreal,
como una brasa entre las montañas del Norte,
inimitable fuego de artificio. Todo eso y muchísimo
más vio el Príncipe, que desbordaba de satisfacción.
-¿No podría quedarme siempre aquí? -preguntó
al Hada.

-De ti sólo depende. Si no cedes a la tentación y
haces lo que te está prohibido, como Adán, podrías
quedarte para siempre.

-No tocaré los frutos del árbol de la Ciencia.
Hay por aquí millares de otros frutos tan hermosos
como ellos.

-Pruébate a ti mismo, y si no te sientes con
fuerzas suficientes, vuélvete con el Viento del Este
que te trajo. Él está por partir ahora, y no regresará
en otros cien años. Ese tiempo pasará volando en
este lugar como si no fuera más de cien horas, pero
eso basta para la tentación y el pecado. Todas las
tardes cuando yo me retire te diré “Sígueme”, pero
no lo hagas. No te muevas, pues a cada paso que
des tu deseo de avanzar será más intenso, hasta que
llegues al recinto donde está el árbol de la Ciencia.

Yo duermo al pie de ese árbol, bajo sus fragantes
ramas colgantes. Te inclinarás sobre mí, y yo te
sonreiré, pero si te atreves a darme un beso el Edén
se hundirá profundamente en la tierra, y todo se
habrá perdido para ti. Sólo el viento helado girará
silbando a tu alrededor, y la fría lluvia te correrá
sobre la cara. Y sólo te quedarán por herencia
trabajos y dolores.

-Me quedaré aquí -afirmó el Príncipe.
El Viento Este se despidió diciendo:
-Sé fuerte, pues, y los dos nos encontraremos
otra vez dentro de cien años. ¡Adiós!

Y el Viento extendió sus grandes alas, que fulguraron
como amapolas en el tiempo de la cosecha, o
como las estrellas del norte en una fría noche invernal.

-¡Adiós, adiós! -susurraron las flores, mientras
las cigüeñas y los pelícanos volaban en línea como
cintas ondulantes, escoltando al Viento hasta el límite
del jardín.

-Ahora empezaremos nuestra danza -dijo el
Hada-. Al final, después que hayamos danzado
juntos, y el sol baje en el horizonte, me oirás decirte:
“Sígueme”. Ya lo sabes: no vengas. Tendré que
repetirte esa palabra cada noche durante cien años.

Cada vez que resistas, tu voluntad se hará más
fuerte, hasta que al fin ya ni siquiera se te ocurrirá la
idea de seguirme. Esta noche será la primera vez, de
manera que recuerda mi aviso.

Y el Hada lo condujo a un amplio recinto lleno
de lirios blancos y transparentes, cuyos estambres
dorados formaban en cada una de ellas una
diminuta arpa en que resonaba el sonido de las
flautas y los instrumentos de cuerda. Hermosas y
ágiles jóvenes bailaban allí una armoniosa danza,
que continuó hasta que el sol descendió al horizonte
y el cielo quedó bañado en un resplandor rojizo que
hizo a los lirios asemejarse a las rosas. El Príncipe
bebió del vino espumoso que le ofrecieron las
doncellas, experimentando una alegría tal como
nunca había sentido antes. Vio entonces cómo se
abría el fondo del recinto, y más allá el árbol de la
Ciencia, erguido entre un resplandor que cegaba. El
canto que procedía de aquel lugar era suave y
amable como la voz de su madre, y parecía decir:
“¡Hijo mío! ¡Mi querido hijo!”

Entonces vio al Hada que alzaba la mano como
en una señal y le decía con ternura: “Sígueme”. Y
corrió hacia ella, olvidando la promesa, olvidando
todo, en aquella primera vez que ella le había
sonreído y llamado.

La fragancia del aire se hizo más intensa; el
sonido de las arpas más dulce; no parecía sino que
los millones de sonrientes rostros que llenaban el
espacio donde estaba el árbol estuvieran cantando a
coro: “Hay que saber de todo. El hombre es el
señor de la tierra”. Al Príncipe le parecían otras
tantas brillantes estrellas.

-Ven, ven -insistían aquellos temblorosos tonos,
y a cada paso las mejillas del Príncipe ardían más y
su pulso latía con más fuerza.

“Tengo que ir -se decía-. No es pecado. Nada se
perderá si no la beso, y eso no lo haré. Mi voluntad
es fuerte”.

El Hada apartó las ramas del árbol y un
momento después había desaparecido en el interior
de la fronda.

“No he pecado todavía -se repetía-, ni he de hacerlo”.
E hizo a un lado las ramas. Vio al Hada ya dormida,
tan hermosa como sólo el Hada del Jardín del
Edén podía serlo. Ella le sonreía en su sueño, pero
cuando el joven se inclinó advirtió que por entre las
delicadas pestañas brotaban lágrimas.

-¿Es que lloras por mí? -susurró-. No llores,
hermosa doncella. Sólo ahora comprendo la plena
felicidad del Edén; siento la energía de los ángeles y
la vida eterna en mis miembros mortales. Y aunque
caiga sobre mí la noche sin fin, estoy seguro de que
un momento como éste vale la pena.

Y enjugó con los labios las lágrimas que
humedecían las mejilas del Hada.
Entonces se oyó un estruendo como el de un
trueno, pero más intenso y espantoso que ningún
otro oído jamás por el Príncipe, y todo cuanto
circundaba al joven se derrumbó. La hermosa Hada,
el florido Edén se hundieron y se hundieron, más y
más, en tierra, entre la oscuridad de la noche, hasta
que el Príncipe sólo distinguió su esplendor allá
muy lejos, como una tenue y titilante estrella. El
joven sintió que le corría por las venas el frío de la
muerte, cerró los ojos y cayó al suelo desmayado.

La lluvia fría le corrió por la cara; el viento
helado sopló alrededor de su cabeza. Por último, el
Príncipe recobró el sentido.

“¿Qué he hecho? -suspiró-. He pecado como
Adán; he pecado tan gravemente que el Paraíso se
ha hundido a mis pies, hasta el mismo fondo de la
tierra”.

Abrió los ojos, y logró distinguir aún la estrellita,
la lejana estrella que titilaba como el Jardín del
Edén. Pero se trataba del lucero de la mañana en el
cielo. Cuando se levantó se encontró en la caverna
de los vientos, y vio a la anciana madre de los cuatro
vientos a su lado.

-¡En la primera noche! -exclamó la vieja-. Lo que
yo pensaba. Si fueras mi hijo, te metería directamente
en la bolsa.

-¡Ah, pues no tardará en ir a algo semejante!
-exclamó la Muerte. Era una mujer grande y robusta,
aunque muy anciana, que tenía dos vastas alas
negras y llevaba una guadaña en la mano-. Lo
meterán en un ataúd, pero no ahora. Yo me limitaré
a marcarlo y dejarlo andar por algún tiempo sobre la
tierra para expiar su pecado y perfeccionarse.

Cuando él menos lo espere regresaré, lo extenderé
en un ataúd negro y volaré con él a los cielos. El
Jardín del Paraíso florece allí también, y si él es
bueno y santo, podrá entrar. Pero si sus
pensamientos son perversos y su corazón sigue
lleno de pecado, se hundirá en su ataúd mucho más
profundamente aún que lo que se hundió el Paraíso.

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