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Periquín vivía con su madre, que era viuda, en una cabaña del bosque. Como con el tiempo fue empeorando la situación familiar, la madre determinó mandar a Periquín a la ciudad, para que allí intentase vender la única vaca que poseían. El niño se puso en camino, llevando atado con una cuerda al animal, y se encontró con un hombre que llevaba un saquito de habichuelas. -Son maravillosas -explicó aquel hombre-. Si te gustan, te las daré a cambio de la vaca. Así lo hizo Periquín, y volvió muy contento a su casa. Pero la viuda, disgustada al ver la necedad del muchacho, cogió las habichuelas y las arrojó a la calle. Después se puso a llorar.
Cuando se levantó Periquín al día siguiente, fue grande su sorpresa al ver que las habichuelas habían crecido tanto durante la noche, que las ramas se perdían de vista. Se puso Periquín a trepar por la planta, y sube que sube, llegó a un país desconocido. Entró en un castillo y vio a un malvado gigante que tenía una gallina que ponía un huevo de oro cada vez que él se lo mandaba. Esperó el niño a que el gigante se durmiera, y tomando la gallina, escapó con ella. Llegó a las ramas de las habichuelas, y descolgándose, tocó el suelo y entró en la cabaña.
La madre se puso muy contenta. Y así fueron vendiendo los huevos de oro, y con su producto vivieron tranquilos mucho tiempo, hasta que la gallina se murió y Periquín tuvo que trepar por la planta otra vez, dirigiéndose al castillo del gigante. Se escondió tras una cortina y pudo observar como el dueño del castillo iba contando monedas de oro que sacaba de un bolsón de cuero.
En cuanto se durmió el gigante, salió Periquín y, recogiéndo el talego de oro, echo a correr hacia la planta gigantesca y bajó a su casa. Así la viuda y su hijo tuvieron dinero para ir viviendo mucho tiempo. Sin embargo, llegó un día en que el bolsón de cuero del dinero quedó completamente vacío.
Se cogió Periquín por tercera vez a las ramas de la planta, y fue escalándolas hasta llegar a la cima. Entonces vió al ogro guardar en un cajón una cajita que, cada vez que se levantaba la tapa, dejaba caer una moneda de oro. Cuando el gigante salió de la estancia, cogió el niño la cajita prodigiosa y se la guardó. Desde su escondite vió Periquín que el gigante se tumbaba en un sofá, y un arpa, oh maravilla!, tocaba sóla, sin que mano alguna pulsara sus cuerdas, una delicada música. El gigante, mientras escuchaba aquella melodía, fue cayendo en el sueño poco a poco
Apenas le vio asi Periquín, cogió el arpa y echó a correr. Pero el arpa estaba encantada y, al ser tomada por Periquín, empezó a gritar: -Eh, señor amo, despierte usted, que me roban! Despertose sobresaltado el gigante y empezaron a llegar de nuevo desde la calle los gritos acusadores: -Señor amo, que me roban! Viendo lo que ocurría, el gigante salió en persecución de Periquín. Resonaban a espaldas del niño pasos del gigante, cuando, ya cogido a las ramas empezaba a bajar. Se daba mucha prisa, pero, al mirar hacia la altura, vio que también el gigante descendía hacia él.
No había tiempo que perder, y así que gritó Periquín a su madre, que estaba en casa preparando la comida: -Madre, traigame el hacha en seguida, que me persigue el gigante! Acudió la madre con el hacha, y Periquín, de un certero golpe, cortó el tronco de la trágica habichuela. Al caer, el gigante se estrelló, pagando así sus fechorías, y Periquín y su madre vivieron felices con el producto de la cajita que, al abrirse, dejaba caer una moneda de oro.
FIN
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EL SOLDADITO DE PLOMO
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Èrase una vez... un niño que tenía muchísimos juguetes. Los guardaba todos en su habitación y, durante el día, pasaba horas y horas felices jugando con ellos. Uno de sus juegos preferidos era el de hacer la guerra con sus soldaditos de plomo. Los ponía enfrente unos de otros, y daba comienzo a la batalla. Cuando se los regalaron, se dio cuenta de que a uno de ellos le faltaba una pierna a causa de un defecto de fundición. No obstante, mientras jugaba, colocaba siempre al soldado mutilado en primera línea, delante de todos, incitándole a ser el más aguerrido. Pero el niño no sabía que sus juguetes durante la noche cobraban vida y hablaban entre ellos, y a veces, al colocar ordenadamente a los soldados, metía por descuido el soldadito mutilado entre los otros juguetes. Y así fue como un día el soldadito pudo conocer a una gentil bailarina, también de plomo. Entre los dos se estableció una corriente de simpatía y, poco a poco, casi sin darse cuenta, el soldadito se enamoró de ella. Las noches se sucedían deprisa, una tras otra, y el soldadito enamorado no encontraba nunca el momento oportuno para declararle su amor. Cuando el niño lo dejaba en medio de los otros soldados durante una batalla, anhelaba que la bailarina se diera cuenta de su valor y por la noche , cuando ella le decía si había pasado miedo, él le respondía con vehemencia que no. Pero las miradas insistentes y los suspiros del soldadito no pasaron inadvertidos por el diablejo que estaba encerrado en una caja de sorpresas. Cada vez que, por arte de magia, la caja se abría a medianoche, un dedo admonitorio señalaba al pobre soldadito. Finalmente, una noche, el diablo estalló. "¡Eh, tú!, ¡Deja de mirar a la bailarina!" El pobre soldadito se ruborizó, pero la bailarina, muy gentil, lo consoló: " No le hagas caso, es un envidioso. Yo estoy muy contenta de hablar contigo." Y lo dijo ruborizándose. ¡Pobres estatuillas de plomo, tan tímidas, que no se atrevían a confesarse su mutuo amor! Pero un día fueron separados, cuando el niño colocó al soldadito en el alféizar de una ventana. "¡Quedate aquí y vigila que no entre ningún enemigo, porque aunque seas cojo bien puedes hacer de centinela!" El niño colocó luego a los demás soldaditos encima de una mesa para jugar. Pasaban los días y el soldadito de plomo no era relevado de su puesto de guardia. Una tarde estalló de improviso una tormenta, y un fuerte viento sacudió la ventana, golpeando la figurita de plomo que se precipitó en el vacío. Al caer desde el alféizar con la cabeza hacia abajo, la bayoneta del fusil se clavó en el suelo. El viento y la lluvia persistían. ¡Una borrasca de verdad! El agua, que caía a cántaros, pronto formó amplios charcos y pequeños riachuelos que se escapaban por las alcantarillas. Una nube de muchachos aguardaba a que la lluvia amainara, cobijados en la puerta de una escuela cercana. Cuando la lluvia cesó, se lanzaron corriendo en dirección a sus casas, evitando meter los pies en los charcos más grandes. Dos muchachos se refugiaron de las últimas gotas que se escurrían de los tejados, caminando muy pegados a las paredes de los edificios. Fue así como vieron al soldadito de plomo clavado en tierra, chorreando agua. "¡Qué lástima que tenga una sola pierna! Si no, me lo hubiera llevado a casa.", dijo uno . "Cojámoslo igualmente, para algo servirá", dijo el otro, y se lo metió en un bolsillo. Al otro lado de la calle descendía un riachuelo, el cual transportaba una barquita de papel que llegó hasta allí no se sabe cómo. "¡Pongámoslo encima y parecerá marinero!" Dijo el pequeño que lo había recogido. Así fue como el soldadito de plomo se convirtió en un navegante. El agua vertiginosa del riachuelo era engullida por la alcantarilla que se tragó también a la barquita. En el canal subterráneo el nivel de las aguas turbias era alto. Enormes ratas, cuyos dientes rechinaban, vieron como pasaba por delante de ellas el insólito marinero encima de la barquita zozobrante. ¡Pero hacía falta más que unas míseras ratas para asustarlo, a él que había arrastrado tantos y tantos peligros en sus batallas! La alcantarilla desembocaba en el río, y hasta él llegó la barquita que al final zozobró sin remedio empujada por remolinos turbulentos. Después del naufragio, el soldadito de plomo creyó que su fin estaba próximo al hundirse en las profundidades del agua. Miles de pensamientos cruzaron entonces por su mente, pero sobre todo, había uno que le angustiaba más que ningún otro: era el de no volver a ver jamás a su bailarina... De pronto, una boca inmensa se lo tragó para cambiar su destino. El soldadito se encontró en el oscuro estómago de un enorme pez, que se abalanzó vorazmente sobre él atraído por los brillantes colores de su uniforme. Sin embargo, el pez no tuvo tiempo de indigestarse con tan pesada comida, ya que quedó prendido al poco rato en la red que un pescador había tendido en el rió. Poco después acabó agonizando en una cesta de la compra junto con otros peces tan desafortunados como él. Resulta que la cocinera de la casa en la cual había estado el soldadito, se acercó al mercado para comprar pescado. "Este ejemplar parece apropiado para los invitados de esta noche.", dijo la mujer contemplando el pescado expuesto encima de un mostrador. El pez acabó en la cocina y, cuando la cocinera la abrió para limpiarlo, se encontró sorprendida con el soldadito en sus manos. "¡Pero si es uno de los soldaditos de...!", gritó, y fue en busca del niño para contarle dónde y cómo había encontrado a su soldadito de plomo al que le faltaba una pierna. "¡Sí, es el mío!", exclamó jubiloso el niño al reconocer al soldadito mutilado que había perdido. "¡Quién sabe cómo llegó hasta la barriga de este pez! ¡Pobrecito, cuantas aventuras habrá pasado desde que cayó de la ventana!" Y lo colocó en la repisa de la chimenea donde su hermanita había colocado a la bailarina. Un milagro había reunido de nuevo a los dos enamorados. Felices de estar otra vez juntos, durante la noche se contaban lo que había sucedido desde su separación. Pero el destino les reservaba otra malévola sorpresa: un vendaval levantó la cortina de la ventana y, golpeando a la bailarina, la hizo caer en el hogar. El soldadito de plomo, asustado, vio como su compañera caía. Sabía que el fuego estaba encendido porque notaba su calor. Desesperado, se sentía impotente para salvarla. ¡Qué gran enemigo es el fuego que puede fundir a unas estatuillas de plomo como nosotros! Balanceándose con su única pierna, trató de mover el pedestal que lo sostenía. Tras ímprobos esfuerzos, por fin también cayó al fuego. Unidos esta vez por la desgracia, volvieron a estar cerca el uno del otro, tan cerca que el plomo de sus pequeñas peanas, lamido por las llamas, empezó a fundirse. El plomo de la peana de uno se mezcló con el del otro, y el metal adquirió sorprendentemente la forma de corazón. A punto estaban sus cuerpecitos de fundirse, cuando acertó a pasar por allí el niño. Al ver a las dos estatuillas entre las llamas, las empujó con el pie lejos del fuego. Desde entonces, el soldadito y la bailarina estuvieron siempre juntos, tal y como el destino los había unido: sobre una sola peana en forma de corazón. FIN
Los músicos de Bremen
Había una vez un molinero que tenía un viejo burro. El pobre animal se había pasado largos años trabajando para el hombre, pero últimamente le empezaban a fallar las fuerzas.
–¡Este borrico cada vez está más inútil! –exclamó un día el molinero–.
Mejor será que me compre uno más joven y éste lo lleve al matadero. Algo me darán por él y, además, será una boca menos que alimentar.
El animal, al oír eso, abandonó rápidamente el molino donde había gastado toda su vida trabajando “como un burro” para un hombre ingrato y egoísta. Su idea era dirigirse a la ciudad de Bremen para ganarse la vida como músico callejero.
Por el camino, se encontró a un perro cazador que respiraba con dificultad:
–Estás muy cansado –dijo el burro.
–¡Cómo no! Huyo de mi amo, que quiere matarme porque soy viejo y no puedo cazar. No sé cómo voy a vivir ahora –le contó el perro.
–Yo estoy en la misma situación que tú y voy a Bremen porque quiero ser músico callejero. ¿Por qué no vienes? ¡Podemos formar un dúo musical!
Al perro le pareció una buena idea y juntos se fueron a Bremen. Iban contándose historias cuando vieron a un gato sentado en el camino.
–¿Qué te ocurre, gato, que tienes esa cara? –preguntó el burro.
–Como soy viejo y no puedo correr detrás de los ratones, mi ama no me quiere.
–Nosotros nos vamos a Bremen para ser músicos callejeros. ¿Te quieres venir con nosotros? Los gatos sois famosos por vuestras serenatas nocturnas. ¡Podemos formar un trío!
Al gato le pareció una buena idea y se fue con ellos. Esa tarde, cuando los tres animales pasaban por una granja escucharon a un gallo que cantaba con todas sus fuerzas. Se acercaron a él y el burro le preguntó:
–¿Qué te sucede?
–Mi ama tiene mañana invitados y he oído que ordenaba a la criada que cocinase al gallo más viejo del corral.
–¡Eso es horrible! –exclamaron a la vez el burro, el perro y el gato–.
¿Por qué no vienes con nosotros? ¡Podemos formar un cuarteto!
Y así fue como los cuatro animales se pusieron en camino. Andando, andando, vieron una luz:
–¡A lo mejor es una casa! –dijo el gallo a sus compañeros.
–¡Vamos! –contestó el burro–. Así podremos comer algo.
Se asomaron por la ventana y vieron una gran mesa con mucha comida y sacos repletos de monedas de oro que se estaban repartiendo tres individuos.
–Creo que se trata de unos ladrones que se están repartiendo un botín –informó el burro a sus amigos.
–Hay una forma de echarlos de la casa –dijo el gato–. Cada uno de nosotros, en solitario, no sería capaz de echarlos. Pero juntos podemos darle un susto.
Acto seguido, el burro apoyó sus patas delanteras en el borde de la ventana, luego el perro saltó y se colocó sobre el lomo del burro;
el gato trepó a su vez y se colocó sobre el perro, y, por último, el gallo alzó el vuelo y se posó sobre la cabeza del gato. Una vez lograda esta posición, los cuatro se pusieron a cantar a pleno pulmón.
El burro rebuznaba con todas sus fuerzas; el perro ladraba como si se hubiera vuelto loco; el gato maullaba como si le estuvieran pisando el rabo; y el gallo lanzaba unos kikirikíes tan potentes que habrían despertado a todo un pueblo. ¡Y todo al mismo tiempo!
Al oír tan espantoso griterío, los ladrones quedaron espantados. Vieron una monstruosa figura al otro lado de la ventana, en medio de la negrura de la noche, y creyeron que se trataba de un fantasma, un dragón o algo todavía peor. Así que huyeron y se perdieron en lo más profundo del bosque.
–¡Esto sí que ha sido debutar con éxito en nuestra profesión de músicos! –se decían unos a otros.
En cuanto a los cuatro amigos, se encontraron tan a gusto en aquella casa, que decidieron quedarse a vivir allí. Tal vez decidieran ir a Bremen de excursión y deleitar a sus habitantes con su canto.
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La Cenicienta
Había una vez un rico comerciante que tenía una hija dulce y bondadosa. Después de quedarse viudo, se casó por segunda vez con una mujer orgullosa y engreída. Esta mujer tenía dos hijas tan engreídas como ella.
Al poco tiempo de la boda, el comerciante murió y la madrastra cogió a la joven por el brazo y le dijo:
–Desde ahora, tú te encargarás de la limpieza de la casa.
La pobre muchacha se pasaba todo el día haciendo las tareas que le mandaban, y cuando quería descansar se tenía que esconder en un rincón de la chimenea. Solía tener su ropa manchada de ceniza y sus hermanas empezaron a llamarla Cenicienta.
Un día, el príncipe organizó un baile e invitó a las jóvenes distinguidas,
entre ellas a las hijas del comerciante.
–Yo pienso ponerme el vestido de terciopelo rojo –dijo la hermana mayor.
–Y yo el de flores de oro y el broche de diamantes –dijo la pequeña–.
¿Y tú, Cenicienta, qué te vas a poner?
–Pues yo… yo… –dijo Cenicienta, pero se acordó de que no tenía ningún vestido nuevo.
Entonces, la madrastra, mirándola con desprecio, dijo:
–Tú no irás al baile. ¿Qué iba a hacer una fregona en Palacio?
Llegó el gran día y un elegante carruaje las vino a buscar. Al ver-las partir, Cenicienta se echó a llorar. Era muy desgraciada. Le habría gustado tanto ir… De pronto, una dulce voz le preguntó:
–¿Qué te pasa? ¿Te gustaría ir al baile?
Cenicienta vio un hada madrina que le hablaba y contestó:
–¡Me gustaría muchísimo ir!
–Pues irás. Pero tienes que hacerme caso en lo que te diga.
El hada convirtió una calabaza en carroza y a unos ratones en preciosos caballos. Después el hada tocó con su varita la sucia ropa de Cenicienta y la convirtió en un hermoso vestido. Y haciendo juego, un par de zapatitos de cristal maravillosos.
Antes de partir, el hada le advirtió:
–Habrás de regresar antes de medianoche, porque a partir de esa hora la carroza, los caballos y el vestido volverán a ser lo que eran antes.
–Te lo prometo, madrina –dijo Cenicienta.
Y al momento, la carroza partió hacia el baile. Cenicienta iba feliz. Un gran revuelo se formó en Palacio cuando llegó. El príncipe se enamoró de ella nada más verla y no quiso bailar con nadie más. El tiempo se le pasó volando a Cenicienta. Cuando dieron las doce, se separó rápidamente del príncipe y salió corriendo del baile. Aunque él fue detrás de Cenicienta, no consiguió alcanzarla. Lo único que encontró fue un zapatito de cristal que Cenicienta había perdido en su carrera hacia la carroza.
Al día siguiente, el príncipe anunció que se casaría con la joven que pudiese calzarse el zapatito de cristal.
Todas las jóvenes del reino se fueron probando el zapato de cristal. Cuando les llegó el turno a las hermanas no pudieron meter en él sus grandes pies.
–¿Y si me lo probara yo? A lo mejor me está bien –dijo Cenicienta cuando llegaron los ayudantes del príncipe con el zapato.
Las hermanas se burlaron de ella. El paje le acercó el zapato y, para asombro de todos los que allí estaban, le encajaba en su pie perfectamente.
En ese momento, apareció el hada y, tocando con su varita las ropas de la joven, las volvió más hermosas aún que la otra vez.
Inmediatamente, llevaron a Cenicienta ante el príncipe. Éste la encontró bellísima, incluso más bella que en el baile. Después se casaron y fueron felices para siempre.
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Aladino y la lámpara maravillosa
Hace mucho tiempo vivió en Persia un muchacho llamado Aladino.
Un día se le acercó un desconocido.
–¿Eres el hijo de Mustafá? –le preguntó.
–Sí, Mustafá era mi padre, pero hace mucho tiempo murió.
–Soy tu tío. Te he reconocido porque eres idéntico a mi hermano.
Te pareces mucho a tu padre.
El hombre explicó que había pasado mucho tiempo en el extranjero y que se iba a ocupar de los dos, de él y de su madre.
–Mira, voy a mostrarte algo maravilloso –dijo el hombre.
Aladino y su tío se fueron a las montañas. El desconocido, de repente, dijo unas palabras mágicas. La tierra tembló y ante ellos se levantó una gran losa de piedra del suelo y apareció una cueva.
–Pero… ¡tú no eres mi tío! –exclamó Aladino–. ¡Eres un mago!
–Sí, pero… escucha atentamente. Ahí abajo hay numerosas riquezas. No las toques, porque si no morirás; sólo coge la lámpara.
Antes de bajar toma este anillo, que te ayudará a volver hasta mí si te pierdes ahí abajo. ¡Ahora, en marcha!
Así lo hizo Aladino. Cuando el mago le vio subir por la escalera le dijo impacientemente:
–¡Vamos, muchacho! ¡Dame esa lámpara!
A Aladino la impaciencia del mago le pareció sospechosa.
–Aún no –le dijo Aladino–; cuando haya salido de aquí.
El mago se puso furioso y como castigo cerró la cueva, dejando dentro al muchacho.
Aladino estaba aterrorizado pensando que no iba a poder salir de allí; sin embargo, buscando comida en la oscuridad, frotó sin darse cuenta la lámpara y surgió inmediatamente un enorme genio que le dijo:
–¿Qué es lo que deseas? Soy tu esclavo y haré lo que me pidas.
–¡Sácame de aquí cuanto antes!
La tierra se abrió y Aladino se encontró fuera de la cueva al instante.
A partir de ese momento, el joven y su madre no volvieron a pasar necesidad.
Mientras, el sultán de aquel país buscaba un marido para su hija Luna. Aladino, que estaba enamorado de Luna desde siempre, pidió al mago que construyera un palacio enorme, lleno de riquezas. Seguido por un ejército de esclavos se fue a ver al sultán. Éste le ofreció la mano de su hija y la boda se celebró en pocos días. El mago, desgraciadamente, se enteró de todo y comentó:
–¡Ah, miserable! ¡De modo que descubriste el secreto de la lámpara!
Pues ya puedes irte preparando. ¡Tengo un plan!
Un día, aprovechando que Aladino había salido de caza, el mago se presentó en el palacio con un cargamento de lámparas nuevas:
–¡Cambio viejas lámparas por lámparas nuevas!
Una doncella del palacio, que no conocía los poderes de la lámpara, la cambió pensando que a su amo le iba a encantar la idea. Así, la lámpara llegó a las manos del mago.
–Te ordeno llevar este palacio y todo lo que contiene, incluyendo a la princesa, muy lejos de aquí.
Cuando Aladino volvió, el palacio había desaparecido. Desesperado, comenzó a vagar por la ciudad. No sabía qué hacer ni dónde buscar. Ya de noche llegó a la orilla de un río, deseando casi que la corriente lo arrastrase, cuando se dio cuenta de que tenía el anillo que le dejó el mago y, de repente, recordó lo que le había dicho: «Este anillo te ayudará a volver hasta mí».
Frotó el anillo y apareció un genio.
–Quiero que me devuelvas mi palacio –exclamó Aladino.
–Eso no está en mi poder –dijo el genio–. Pero te puedo guiar hasta el mago si lo deseas.
Y, al momento, se encontró en el palacio. Allí estaban el mago durmiendo y la princesa en su cuarto.
–¿Sabes dónde está la lámpara? –le preguntó Aladino.
–¡Esa lámpara que dices debe de ser una que lleva siempre el mago metida entre sus ropas! –exclamó la princesa.
Aladino volvió a la habitación del mago y registró entre sus ropas hasta encontrar la lámpara. Cuando la tuvo en sus manos la frotó y dijo:
–¡Genio, devuelve este palacio al lugar donde se encontraba y, de camino, deja al mago en alguna isla desierta!
Una vez más el genio obedeció y, desde ese día, Aladino y la princesa vivieron felices y en paz.
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Rapunzel
En un lejano país vivían un hombre y una mujer que deseaban con todas sus fuerzas tener un hijo. Tenían una preciosa casa cerca de un jardín lleno de flores y frutos al que nunca se atrevían a pasar porque pertenecía a una bruja muy poderosa.
Un día, la mujer estaba mirando el jardín y vio unos hermosos melocotones que le apetecieron enseguida. Se lo dijo a su marido y éste fue a buscarle los melocotones. De repente oyó un grito:
–¡Atrevido! Te estás llevando mis mejores melocotones.
Era la bruja.
–Los cogí por pura necesidad. Son para mi pobre mujer, que está muy delicada.
–¡Bien, hombre, ya que tu mujer los desea tanto, puedes llevarte todos los melocotones que quieras de mi jardín. Pero has de prometerme que si algún día llegáis a tener un hijo, me lo entregaréis en el momento de nacer!
El hombre, como pensaba que no iba a poder tener hijos, accedió.
Sin embargo, al poco tiempo les nació una niña preciosa que llamaron Rapunzel. La bruja cumplió su promesa y se la llevó. El matrimonio se quedó tristísimo.
Pasó el tiempo y Rapunzel se convirtió en una guapísima joven con una preciosa melena rubia. Los cabellos de Rapunzel eran lo más hermoso que se haya visto jamás. Rubios como el oro, tan finos como la seda y muy, muy largos, puesto que no se los había cortado jamás. Era tan guapa que la bruja no quería que nadie la viera. Por
eso, la encerró en una torre. De vez en cuando le gritaba:
–¡Rapunzel, niña hechicera, échame tu cabellera!
Cuando la hermosa joven escuchaba la voz de la bruja echaba por la ventana su pelo dorado y por él subía la vieja.
Al cabo del tiempo un príncipe pasó por allí y al acercarse a la torre oyó cantar una voz. Le sorprendió lo dulce que era, tan dulce que se paró a escuchar. Era la voz de Rapunzel. Como estaba siempre sola, se entretenía cantando bonitas canciones.
El príncipe quería ver a la joven que tenía esa hermosa voz, pero no la encontraba. Decidió esconderse durante unos días a ver si descubría quién era la joven que cantaba tan bien. Un día, estando escondido, escuchó:
–¡Rapunzel, niña hechicera, échame tu cabellera!
Y así vio cómo la bruja subía por el pelo de la joven.
Al día siguiente, él hizo lo mismo y al ver a Rapunzel le prometió sacarla de allí. Al anochecer, la bruja volvió a subir y Rapunzel le preguntó:
–¿Por qué pesas tú más que el príncipe?
–¿Cómo puedes tú conocer al príncipe? –le preguntó enfadada–.
¡Ahora no volverás a verle! –exclamó.
Y, en ese momento, le cortó su preciosa melena y llevó a Rapunzel a un desierto donde no pudiese encontrarla nadie.
Esa noche el príncipe gritó:
–¡Rapunzel, niña hechicera, échame tu cabellera!
La bruja lo tenía todo preparado. Sacó la melena de Rapunzel por la ventana y el príncipe empezó a subir. Cuando iba por la mitad, la bruja soltó la melena y el príncipe cayó sobre unos espinos que le dejaron ciego.
El príncipe huyó como pudo. Empezó a vagar por el bosque, sin saber adónde iba.
Al cabo de mucho tiempo llegó al desierto donde vivía Rapunzel.
Ella le vio y le abrazó llorando. Dos de sus lágrimas humedecieron los ojos del príncipe y, al momento, quedaron curados. Entonces, el dolor se convirtió en alegría y felices y contentos llegaron al reino del príncipe, donde vivieron juntos muchos años.
La princesa y el guisante
Había una vez un príncipe que quería casarse con una princesa, pero con una verdadera princesa de sangre real. Viajó por todo el mundo buscando una, pero era muy difícil encontrarla, mucho más difícil de lo que había supuesto.
Las princesas abundaban, pero no era sencillo averiguar si eran de sangre real. Siempre acababa descubriendo en ellas algo que le demostraba que en realidad no lo eran, y el príncipe volvió a su país muy triste por no haber encontrado una verdadera princesa real.
Una noche, estando en su castillo, se desencadenó una terrible tormenta: llovía muchísimo, los relámpagos iluminaban el cielo y los truenos sonaban muy fuerte. De pronto, se oyó que alguien llamaba a la puerta:
–¡Toc, toc!
La familia no entendía quién podía estar a la intemperie en semejante noche de tormenta y fueron a abrir la puerta.
–¿Quién es? –preguntó el padre del príncipe.
–Soy la princesa del reino de Safí –contestó una voz débil y cansada–. Me he perdido en la oscuridad y no sé regresar a donde estaba.
Le abrieron la puerta y se encontraron con una hermosa joven:
–Pero ¡Dios mío! ¡Qué aspecto tienes!
La lluvia chorreaba por sus ropas y sus cabellos. El agua salía de sus zapatos como si de una fuente se tratase. Tenía frío y tiritaba.
En el castillo le dieron ropa seca y la invitaron a cenar. Poco a poco entró en calor al lado de la chimenea.
La reina quería averiguar si la joven era una princesa de verdad.
«Ya sé lo que haré –pensó–. Colocaré un guisante debajo de los muchos edredones y colchones que hay en la cama para ver si lo nota. Si no se da cuenta no será una verdadera princesa. Así podremos demostrar su sensibilidad.»
Al llegar la noche, la reina colocó un guisante bajo los colchones y después se fue a dormir.
A la mañana siguiente, el príncipe preguntó:
–¿Qué tal has dormido, joven princesa?
–¡Oh! Terriblemente mal –contestó–. No he dormido en toda la noche. No comprendo qué tenía la cama; Dios sabe lo que sería. Tengo el cuerpo lleno de cardenales. ¡Ha sido horrible!
–Entonces, ¡eres una verdadera princesa! Porque, a pesar de los muchos colchones y edredones, has sentido la molestia del guisante. ¡Sólo una verdadera princesa podía ser tan sensible!
El príncipe se casó con ella porque ya estaba seguro de que era una verdadera princesa. Después de tanto tiempo, al final encontró lo que quería.
Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado.
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Cuento: Alí Babá y los cuarenta ladrones
Hace mucho tiempo, en una ciudad de Persia, vivían dos hermanos:
uno se llamaba Kasim y el otro Alí Babá. Ambos eran muy pobres.
Kasim, que era el mayor, se casó con una mujer muy rica y se fue a vivir a uno de los palacios de la ciudad. En cambio, Alí Babá se quedó viviendo en una mísera cabaña.
Cierto día de primavera caminaba Alí Babá por el campo cuando oyó un ruido de galope de caballos. Se ocultó y vio a cuarenta jinetes armados que se detuvieron frente a una roca. Eran ladrones que iban a esconder lo que habían robado.
De pronto uno de ellos, que parecía el jefe, gritó:
–¡Ábrete, Sésamo!
Y, al momento, la roca se abrió. Todos los jinetes entraron y la roca se cerró. Al cabo de un rato los ladrones salieron de la cueva.
Alí Babá esperó un buen rato. Luego caminó hasta la roca y repitió:
–¡Ábrete, Sésamo!
Y, ante su asombro, la roca se abrió y aparecieron grandes tesoros de oro, plata y joyas.
–¡Qué maravilla! –exclamó Alí Babá–. Cogeré unas pocas riquezas, de forma que los ladrones no se den cuenta.
Alí Babá no respiró tranquilo hasta que llegó a la ciudad. Pero en lugar de ir a su cabaña se alojó en una posada cómoda y limpia. Allí vivía Zulema, la hija del dueño, de la que estaba enamorado.
Pero Kasim no tardó en enterarse y, oliéndose algo raro, fue a visitarle: –¿Cómo es que ahora vives en una posada si eres muy pobre? –le preguntó.
–Salud, hermano –dijo Alí Babá, que, pese a todo, no le guardaba rencor por no ocuparse de él.
–¿Es que no vas a contestar a mi pregunta? –insistió Kasim.
–Pues verás, he tenido un golpe de suerte –dijo Alí Babá.
Pero su hermano no le creyó y, como Alí Babá no sabía mentir, al final le contó la verdad.
Kasim, que era muy avaricioso, se fue a la cueva con todas sus mulas y al llegar allí gritó:
–¡Ábrete, Sésamo!
La cueva se abrió y, tras pasar Kasim con sus mulas, volvió a cerrarse a sus espaldas.
–¡Qué maravillas! –dijo al ver los tesoros–. Llenaré de riquezas los sacos y seré muy rico.
Una vez que cargó las mulas, los nervios le jugaron una mala pasada.
–¿Cuál era la palabra? –se preguntaba, cada vez más angustiado–.
¿Avena, cebada, cuál?
Y gritaba:
–¡Avena, ábrete! ¡Arroz, ábrete! ¡Trigo, ábrete! –pero ninguna era la fórmula buena.
En ese momento llegaron los ladrones. Al encontrar a Kasim en la cueva, quisieron matarle:
–¡Por favor, no me matéis! ¡Os diré quién me contó el secreto de vuestra cueva! Fue mi hermano Alí Babá; él es el verdadero culpable de todo.
–¡De modo que hay más gente que lo sabe! Lo mejor será ir a la ciudad y matar a todos sus habitantes por si acaso hay alguien más que conoce el secreto.
Los ladrones se ocultaron en unas tinajas y, cargados sobre las mulas de Kasim, entraron sin problemas en la ciudad. El jefe se dirigió a la posada donde vivía Alí Babá y llevó las mulas al establo.
–A medianoche –dijo a sus bandidos– vendré y haré una señal para que salgáis y matéis a todos.
Mientras, en la posada se quedaron sin aceite. Zulema, que había visto las tinajas, pensó que contenían aceite y que si cogía un poco no iba a pasar nada. Bajó a las cuadras. Uno de los ladrones, creyendo que se trataba del jefe, preguntó:
–Jefe, ¿es hora de atacar?
Ella se acercó a otras tinajas y escuchó lo mismo.
Con mucho cuidado salió del establo y corrió a avisar a Alí Babá. Éste bajó a las cuadras y, fingiendo la voz del jefe de los bandidos, dijo:
–Un poco de paciencia, muchachos; hay un pequeño cambio de planes.
Alí Babá sacó las mulas del establo y las llevó a los soldados del califa, que apresaron a los ladrones dentro de las tinajas.
Entretanto, Zulema había puesto unos polvos en el vino del jefe para que se durmiera y no fue difícil apresarlo.
–¡Ven conmigo! –le dijo Alí Babá a Zulema–. Quiero que veas una cosa.
Y condujo a Zulema hasta la cueva. Allí estaba Kasim, que, a causa del miedo, había perdido la razón.
–¡Esto es precioso! –exclamó Zulema al contemplar el oro y las joyas.
Pronto se casaron y, gracias a los tesoros de la cueva, no les faltó de nada, y con gran parte del dinero se dedicaron a atender a los pobres para que pudieran ser felices como ellos lo fueron.
Erase un principito curioso que quiso un día salir a pasear sin escolta. Caminando por un barrio miserable de su ciudad, descubrió a un muchacho de su estatura que era en todo exacto a él.
-¡Si que es casualidad! -dijo el príncipe-. Nos parecemos como dos gotas de agua.
-Es cierto -reconoció el mendigo-. Pero yo voy vestido de andrajos y tú te cubres de sedas y terciopelo. Sería feliz si pudiera vestir durante un instante la ropa que llevas tú.
Entonces el príncipe, avergonzado de su riqueza, se despojó de su traje, calzado y el collar de la Orden de la Serpiente, cuajado de piedras preciosas.
-Eres exacto a mi -repitió el príncipe, que se había vestido, en tanto, las ropas del mendigo.
Contó en la ciudad quién era y le tomaron por loco. Cansado de proclamar inútilmente su identidad, recorrió la ciudad en busca de trabajo. Realizó las faenas más duras, por un miserable jornal.
Era ya mayor, cuando estalló la guerra con el país vecino. El príncipe, llevado del amor a su patria, se alistó en el ejército, mientras el mendigo que ocupaba el trono continuaba entregado a los placeres.
Un día, en lo más arduo de la batalla, el soldadito fue en busca del general. Con increíble audacia le hizo saber que había dispuesto mal sus tropas y que el difunto rey, con su gran estrategia, hubiera planeado de otro modo la batalla.
-Cómo sabes tú que nuestro llorado monarca lo hubiera hecho así?
Pero en aquel momento llegó la guardia buscando al personaje y se llevaron al mendigo. El príncipe corría detrás queriendo convencerles de su error, pero fue inútil.
Aquella noche moría el anciano rey y el mendigo ocupó el trono. Lleno su corazón de rencor por la miseria en que su vida había transcurrido, empezó a oprimir al pueblo, ansioso de riquezas. Y mientras tanto, el verdadero príncipe, tras las verjas del palacio, esperaba que le arrojasen un pedazo de pan.
-Porque se ocupó de enseñarme cuanto sabía. Era mi padre.
El general, desorientado, siguió no obstante los consejos del soldadito y pudo poner en fuga al enemigo. Luego fue en busca del muchacho, que curaba junto al arroyo una herida que había recibido en el hombro. Junto al cuello se destacaban tres rayitas rojas.
-Es la señal que vi en el príncipe recién nacido! -exclamó el general.
Comprendió entonces que la persona que ocupaba el trono no era el verdadero rey y, con su autoridad, ciño la corona en las sienes de su autentico dueño.
El principe había sufrido demasiado y sabia perdonar. El usurpador no recibio mas castigo que el de trabajar a diario.
Cuando el pueblo alababa el arte de su rey para gobernar y su gran generosidad el respondia:
Es gracias a haber vivido y sufrido con el pueblo por lo que hoy puedo ser un buen rey.
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Había una vez un pobre leñador que regresaba a su casa después de una jornada de duro trabajo. Al cruzar un puentecillo sobre el río, se le cayo el hacha al agua. Entonces empezó a lamentarse tristemente: ¿Como me ganare el sustento ahora que no tengo hacha?
Al instante ¡oh, maravilla! Una bella ninfa aparecía sobre las aguas y dijo al leñador:
Espera, buen hombre: traere tu hacha.
Se hundio en la corriente y poco despues reaparecia con un hacha de oro entre las manos. El leñador dijo que aquella no era la suya. Por segunda vez se sumergió la ninfa, para reaparecer despues con otra hacha de plata.
Tampoco es la mia dijo el afligido leñador.
Por tercera vez la ninfa busco bajo el agua. Al reaparecer llevaba un hacha de hierro.
¡Oh gracias, gracias! ¡Esa es la mia!
Pero, por tu honradez, yo te regalo las otras dos. Has preferido la pobreza a la mentira y te mereces un premio.
Fin.
Las Tres hijas del Rey
Erase un poderoso rey que tenía tres hermosas hijas, de las que estaba orgulloso, pero ninguna podía competir en encanto con la menor, a la que él amaba más que a ninguna.
Las tres estaban prometidas con otros tantos príncipes y eran felices.
Un día, sintiendo que las fuerzas le faltaban, el monarca convocó a toda la corte, sus hijas y sus prometidos.
-Os he reunido porque me siento viejo y quisiera abdicar. He pensado dividir mi reino en tres partes, una para cada princesa. Yo viviré una temporada en casa de cada una de mis hijas, conservando a mi lado cien caballeros. Eso sí, no dividiré mi reino en tres partes iguales sino proporcionales al cariño que mis hijas sientan por mí.
Se hizo un gran silencio. El rey preguntó a la mayor:
¿Cuánto me quieres, hija mía?
-Más que a mi propia vida, padre. Ven a vivir conmigo y yo te cuidaré.
-Yo te quiero más que a nadie del mundo -dijo la segunda.
La tercera, tímidamente y sin levantar los ojos del suelo, murmuró:
-Te quiero como un hijo debe querer a un padre y te necesito como los alimentos necesitan la sal.
El rey montó en cólera, porque estaba decepcionado.
- Sólo eso? Pues bien, dividiré mi reino entre tus dos hermanas y tú no recibirás nada.
En aquel mismo instante, el prometido de la menor de las princesas salió en silencio del salón para no volver; sin duda pensó que no le convenía novia tan pobre.
Las dos princesas mayores afearon a la menor su conducta.
-Yo no sé expresarme bien, pero amo a nuestro padre tanto como vosotras -se defendió la pequeña, con lágrimas en los ojos-. Y bien contentas podéis estar, pues ambicionabais un hermoso reino y vais a poseerlo.
Las mayores se reían de ella y el rey, apesadumbrado, la arrojó de palacio porque su vista le hacía daño.
La princesa, sorbiéndose las lágrimas, se fue sin llevar más que lo que el monarca le había autorizado: un vestido para diario, otro de fiesta y su traje de boda. Y así empezó a caminar por el mundo. Anda que te andarás, llegó a la orilla de un lago junto al que se balanceaban los juncos. El lago le devolvió su imagen, demasiado suntuosa para ser una mendiga. Entonces pensó hacerse un traje de juncos y cubrir con él su vestido palaciego. También se hizo una gorra del mismo material que ocultaba sus radiantes cabellos rubios y la belleza de su rostro.
A partir de entonces, todos cuantos la veían la llamaban "Gorra de Junco".
Andando sin parar, acabó en las tierras del príncipe que fue su prometido. Allí supo que el anciano monarca acababa de morir y que su hijo se había convertido en rey. Y supo asimismo que el joven soberano estaba buscando esposa y que daba suntuosas fiestas amenizadas por la música de los mejores trovadores.
La princesa vestida de junco lloró. Pero supo esconder sus lágrimas y su dolor. Como no quería mendigar el sustento, fue a encontrar a la cocinera del rey y le dijo:
-He sabido que tienes mucho trabajo con tanta fiesta y tanto invitado. ¿No podrías tomarme a tu servicio?
La mujer estudió con desagrado a la muchacha vestida de juncos. Parecía un adefesio...
-La verdad es que tengo mucho trabajo. Pero si no vales te despediré, con que procura andar lista.
En lo sucesivo, nunca se quejó, por duro que fuera el trabajo. Además, no percibía jornal alguno y no tenía derecho más que a las sobras de la comida. Pero de vez en cuando podía ver de lejos al rey, su antiguo prometido cuando salía de cacería y sólo con ello se sentía más feliz y cobraba alientos para sopor-tar las humillaciones.
Sucedió que el poderoso rey había dejado de serlo, porque ya había repartido el reino entre sus dos hijas mayores. Con sus cien caballeros, se dirigió a casa de su hija mayor, que le salió al encuentro, diciendo:
-Me alegro de verte, padre. Pero traes demasiada gente y supongo que con cincuenta caballeros tendrías bastante.
-¿Cómo? exclamó él encolerizado-. ¿Te he regalado un reino y te duele albergar a mis caballeros? Me iré a vivir con tu hermana.
La segunda de sus hijas le recibió con cariño y oyó sus quejas. Luego le dijo:
-Vamos, vamos, padre; no debes ponerte así, pues mi hermana tiene razón. ¿Para qué quieres tantos caballeros? Deberías despedirlos a todos. Tú puedes quedarte, pero no estoy por cargar con toda esa tropa.
-Conque esas tenemos? Ahora mismo me vuelvo a casa de tu hermana. Al menos ella, admitía a cincuenta de mis hombres. Eres una desagradecida.
El anciano, despidiendo a la mitad de su guardia, regresó al reino de la mayor con el resto. Pero como viajaba muy despacio a causa de sus años, su hija segunda envió un emisario a su hermana, haciéndola saber lo ocurrido. Así que ésta, alertada, ordenó cerrar las puertas de palacio y el guardia de la torre dijo desde lo alto:
- ¡Marchaos en buena hora! Mi señora no quiere recibiros.
El viejo monarca, con la tristeza en alma, despidió a sus caballeros y como
nada tenía, se vio en la precisión de vender su caballo. Después, vagando por el bosque, encontró una choza abandonada y se quedó a vivir en ella.
Un día que Gorro de Junco recorría el bosque en busca de setas para la comida del soberano, divisó a su padre sentado en la puerta de la choza. El corazón le dio un vuelco. ¡Que pena, verle en aquel estado!
El rey no la reconoció, quizá por su vestido y gorra de juncos y porque había perdido mucha vista.
-Buenos días, señor -dijo ella-. ,Es que vivís aquí solo?
-Quién iba a querer cuidar de un pobre viejo? -replicó el rey con amargura.
-Mucha gente -dijo la muchacha-.
Y si necesitáis algo decídmelo.
En un momento le limpió la choza, le hizo la cama y aderezó su pobre comida.
-Eres una buena muchacha -le dijo el rey.
La joven iba a ver a su padre todos los domingos y siempre que tenía un rato libre, pero sin darse a conocer. Y también le llevaba cuanta comida podía agenciarse en las cocinas reales. De este modo hizo menos dura la vida del anciano.
En palacio iba a celebrarse un gran baile. La cocinera dijo que el personal tenía autorización para asistir.
-Pero tú, Gorra de Junco, no puedes presentarte con esa facha, así que cuida de la cocina -añadió.
En cuanto se marcharon todos, la joven se apresuró a quitarse el disfraz de juncos y con el vestido que usaba a diario cuando era princesa, que era muy hermoso, y sus lindos cabellos bien peinados, hizo su aparición en el salón. Todos se quedaron mirando a la bellísima criatura. El rey, disculpándose con las princesas que estaban a su lado, fue a su encuentro y le pidió:
-Quieres bailar conmigo, bella desconocida?
Ni siquiera había reconocido a su antigua prometida. Cierto que había pasado algún tiempo y ella se había convertido en una joven espléndida.
Bailaron un vals y luego ella, temiendo ser descubierta, escapó en cuanto tuvo ocasión, yendo a esconderse en su habitación. Pero era feliz, pues había estado junto al joven a quien seguía amando.
Al día siguiente del baile en palacio, la cocinera no hacía más que hablar de la hermosa desconocida y de la admiración que le había demostrado al soberano.
Este, quizá con la idea de ver a la linda joven, dio un segundo baile y la princesa, con su vestido de fiesta, todavía más deslumbrante que la vez anterior, apareció en el salón y el monarca no bailó más que con ella. Las princesas asistentes, fruncían el ceño.
También esta vez la princesita pudo escapar sin ser vista.
A la mañana siguiente, el jefe de cocina amonestó a la cocinera.
-Al rey no le ha gustado el desayuno que has preparado. Si vuelve a suceder, te despediré.
De nuevo el monarca dio otra fiesta. Gorra de Junco, esta vez con su vestido de boda de princesa, acudió a ella. Estaba tan hermosa que todos la miraban.
El rey le dijo:
-Eres la muchacha más bonita que he conocido y también la más dulce. Te suplico que no te escapes y te cases conmigo.
La muchacha sonreía, sonreía siempre, pero pudo huir en un descuido del monarca. Este estaba tan desconsolado que en los días siguientes apenas probaba la comida
Una mañana en que ninguno se atrevía a preparar el desayuno real, pues nadie complacía al soberano, la cocinera ordenó a Gorra de Junco que lo preparase ella, para librarse así de regañinas. La muchacha puso sobre la mermelada su anillo de prometida, el que un día le regalara el joven príncipe. Al verlo, exclamó:
- j Que venga la cocinera!
La mujer se presentó muerta de miedo y aseguró que ella no tuvo parte en la confección del desayuno, sino una muchacha llamada Gorra de Junco. El monarca la llamó a su presencia. Bajo el vestido de juncos llevaba su traje de novia.
-De dónde has sacado el anillo que estaba en mi plato?
-Me lo regalaron.
-Quién eres tú?
-Me llaman Gorra de Junco, señor.
El soberano, que la estaba mirando con desconfianza, vio bajo los juncos un brillo similar al de la plata y los diamantes y exigió:
-Déjame ver lo que llevas debajo.
Ella se quitó lentamente el vestido de juncos y la gorra y apareció con el maravilloso vestido de bodas.
-Oh, querida mía! ¿Así que eras tú? No sé si podrás perdonarme.
Pero como la princesa le amaba, le perdonó de todo corazón y se iniciaron los preparativos de las bodas. La princesa hizo llamar a su padre, que no sabía cómo disculparse con ella por lo ocurrido.
El banquete fue realmente regio, pero la comida estaba completamente sosa y todo el mundo la dejaba en el plato. El rey, enfadado, hizo que acudiera el jefe de cocina.
-Esto no se puede comer -protestó.
La princesa entonces, mirando a su padre, ordenó que trajeran sal. Y el anciano rompió a llorar, pues en aquel momento comprendió cuánto le amaba su hija menor y lo mal que había sabido comprenderla.
En cuanto a las otras dos ambiciosas princesas, riñeron entre sí y se produjo una guerra en la que murieron ellas y sus maridos. De tan triste circunstancia supo compensar al anciano monarca el cariño de su hija menor.
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Había una vez un molinero pobre que tenía una hija muy hermosa. Un día sucedió que tenía que ir a hablar con el rey, y para parecer más importante le dijo:
- Tengo una hija que puede hilar la paja y convertirla en oro.-
- Esa es una habilidad que me complace, - le dijo el rey al molinero - si tu hija es tan lista como dices, tráela mañana a mi palacio y lo comprobaremos. -
Cuando trajeron a la muchacha, el rey la llevó a una habitación llena de paja, le dio una rueca y una bobina y dijo:
- Ponte a trabajar, y si mañana por la mañana no has convertido toda esta paja en oro durante la noche, morirás. -
Entonces él mismo cerró la puerta con llave, y la dejó sola. La hija del molinero se sentó sin poder hacer nada por salvar su vida. No tenía ni idea de cómo hilar la paja y convertirla en oro, y se asustaba cada vez más, hasta que por fin comenzó a llorar.
Pero de repente la puerta se abrió y entró un hombrecillo:
- Buenas tardes señorita molinera, ¿por qué estás llorando tanto? -
- ¡Ay de mí!, - contestó la chica - tengo que hilar esta paja y convertirla en oro pero no sé como hacerlo.
- ¿Qué me darás - dijo el hombrecillo - si lo hago por ti? -
- Mi collar. - dijo ella.
El hombrecillo cogió el collar, se sentó en la rueca y whirr, whirr, whirr tres vueltas y la bobina estaba llena. Puso otra y whirr, whirr, whirr tres vueltas y la segunda estaba llena también. Y siguió así hasta el amanecer, cuando toda la paja estaba hilada, y todas las bobinas llenas de oro.
Al despertar el día el rey ya estaba allí, y cuando vio el oro quedó atónito y encantado, pero su corazón se volvió más avaricioso. Llevó a la hija del molinero a otra habitación mucho más grande y llena de paja, y le ordenó y le ordenó que la hilara en una noche si apreciaba su vida.
La chica no sabía que hacer, y estaba llorando cuando la puerta se abrió de nuevo. El hombrecillo apareció y dijo:
- ¿Qué me darás si hilo esta paja y la convierto en oro? - preguntó él.
- El anillo que llevo en mi dedo. - contestó ella.
El hombrecillo cogió el anillo, y empezó otra vez a hacer girar la rueca, y por la mañana había hilado toda la paja y la había convertido en brillante oro. El rey se regocijó más allá de toda medidas cuando lo vio. Pero como no tenía suficiente oro, llevó a la hija del molinero a otra sala llena de paja aun más grande que la anterior, y dijo:
- Tienes que hilar esto en el transcurso de esta noche, si lo consigues serás mi esposa. -
"A pesar de ser la hija de un molinero, " pensó, " no podré encontrar una esposa más rica en el mundo. "
Cuando la chica se quedó sola el hombrecillo apareció por tercera vez, y dijo:
- ¿Qué me darás si hilo la paja esta vez?. -
- No me queda nada que darte. - respondió la muchacha.
- Entonces prométeme, que si te conviertes en reina, me darás tu primer hijo. -
" Quién sabe si eso ocurrirá alguna vez. " pensó la hija del molinero. Y no sabiendo como salir de aquella situación le prometió al hombrecillo lo que quería. Y una vez más hiló la paja y la convirtió en oro.
Cuando el rey llegó por la mañana, y se encontró con todo el oro que habría deseado, se casó con ella y la preciosa hija del molinero se convirtió en reina.
Un año después, trajo un precioso niño al mundo y en ningún momento se acordó del hombrecillo. Pero de repente vino a su cuarto y le dijo:
- Dame lo que me prometiste. -
La reina estaba horrorizada y le ofreció todas las riquezas del reino si le dejaba a su hijo. Pero el hombrecillo dijo:
- No, algo vivo vale para mí más que todos los tesoros del mundo. -
La reina empezó a lamentarse y a llorar, tanto que el hombrecillo se compadeció de ella:
- Te daré tres días, - dijo - si para entonces has descubierto mi nombre, entonces conservarás a tu hijo. -
Entonces la reina pasó toda la noche pensando en todos los nombres que había oído, y mandó un mensajero a lo ancho y largo del país para preguntar por todos los nombres que hubiera. Cuando el hombrecillo llegó al día siguiente, empezó con Gaspar, Melchor, Baltazar... Dijo, uno tras otro, todos los nombres que sabía, pero en cada uno decía el hombrecillo:
- Ese no es mi nombre. -
En el segundo día había preguntado a los vecinos sus nombres, y ella repitió los más curiosos y poco comunes:
- Quizá tu nombre sea Pata de Cordero o Lazo Largo. -
Pero siempre contestó:
- No, ese no es mi nombre. -
Al tercer día el mensajero volvió y dijo:
- No he podido encontrar ningún nombre nuevo. Pero según subía una gran montaña al final de un bosque, donde el zorro y la liebre se desean las buenas noches. Allí vi aun hombrecillo bastante ridículo que estaba saltando. Dio un brinco sobre una pierna y gritó:
"Hoy hago el pan, mañana haré cerveza,
al otro tendré al hijo de la joven reina.
Ja, estoy contento de que nadie sepa
que Rumpelstiltskin me llamo."
Podéis imaginar lo contenta que se puso la reina cuando escuchó el nombre. Y cuando al poco rato llegó el hombrecillo y preguntó:
- Bien, joven reina ¿Cuál es mi nombre?. -
La reina primero dijo:
- ¿Te llamas Conrad? -
- No. -
- ¿Te llamas Harry? -
- No. -
- ¿Quizá tu nombre es Rumpelstiltskin? -
- ¡Te lo ha dicho el demonio! ¡Te lo ha dicho el demonio!, gritó el hombrecillo. Y en su enfado hundió el pie derecho en la tierra tan fuerte que entró toda la pierna. Y cuando tiró con rabia de la pierna con las dos manos se partió en dos.
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JUAN SIN MIEDO
Había una vez un padre que tenía dos hijos, el mayor de los dos era listo y prudente, y podía hacer cualquier cosa. Pero el joven, era estúpido y no podía aprender ni entender nada, y cuando la gente lo veía pasar decían:
- Este chico dará problemas a su padre. -
Cuando había que hacer algo, era siempre el hermano mayor el que tenía que hacerlo, pero si su padre le mandaba a traer algo cuando era tarde o en mitad de la noche, y el camino le conducía a través del cementerio o algún otro sombrío lugar, contestaba:
- ¡Oh no padre!, no iré, me causa pavor. - Ya que tenía miedo.
Cuando se contaban historias alrededor del fuego que ponían la carne de gallina, los oyentes algunas veces decían:
- ¡Me da miedo! -
El chico se sentaba en una esquina y escuchaba como los demás, pero no podía imaginar lo que era tener miedo:
- Siempre dicen: "Me da miedo" o "Me causa pavor". - pensaba -Esa debe ser una habilidad que no comprendo. -
Ocurrió que el padre le dijo un día al muchacho:
- Escúchame con atención, te estás haciendo grande y fuerte, y debes aprender algo que te permita ganarte el pan. -
- Bien padre, - respondió el joven - la verdad es que hay algo que quiero aprender, si se puede enseñar. Me gustaría aprender a tener miedo, no entiendo del todo lo que es eso.-
El hermano mayor sonrió al escuchar aquello y pensó: "Dios santo, que cabeza de adoquín es este hermano mío. Nunca servirá para nada.
El padre suspiró y le respondió: - pronto aprenderás a tener miedo, pero no vivirás de eso.-
Poco después el sacristán fue a la casa de visita y el padre le expuso su problema, contándole que su hijo menor estaba tan retrasado en cualquier cosa que no sabía ni aprendía nada. -Fíjate - le dijo el padre - cuando le pregunté cómo iba a ganarse la vida me dijo que quería aprender a tener miedo.-
- Si eso es todo. - respondió el sacristán - puede aprenderlo conmigo. Mándamelo y lo despabilaré pronto-
El padre estaba contento de enviar a su hijo con el sacristán por que pensaba que aquello serviría para entrenar al chico. Entonces el sacristán tomó al chico bajo su tutela en su casa y tenía que hacer sonar la campana de la iglesia. A los dos días el sacristán lo despertó a media noche, y lo hizo levantarse para ir a la torre de la iglesia y tocar la campana.
"Pronto aprenderás lo que es tener miedo" pensaba el sacristán. Este sin que el chico se diese cuenta, se le adelantó y subió a la torre. Cuando el chico estaba en lo alto de la torre y se dio la vuelta para coger la cuerda de la campana vio una figura blanca de pie en las escaleras al otro lado del pozo de la torre.
- ¿Quién está ahí?- gritó el chico, pero la figura no respondió ni se movió.
- Responde, - gritó el chico - o vete. No se te ha perdido nada aquí por la noche. -
El sacristán, sin embargo, continuó de pie inmóvil para que el chico pensara que era un fantasma. El chico gritó por segunda vez:
- ¿Qué haces aquí?. Di si eres honrado o de lo contrario te tiraré por las escaleras.-
El sacristán pensó que era un farol así que no hizo ningún ruido y permaneció quieto como una estatua de piedra. Entonces el chico le avisó por tercera vez y como no sirvió de nada, se lanzó contra él y empujó al fantasma escaleras abajo. El "fantasma" rodó diez escalones y se quedó tirado en una esquina. Entonces el chico hizo sonar la campana, se fue a casa, y sin decir una palabra se fue a la cama y se durmió. La esposa del sacristán estuvo esperando a su marido un buen rato, pero no regresó. Al rato se inquietó y despertó al chico. Le preguntó:
-¿Sabes donde está mi marido? Subió a la torre antes que tú. -
- No lo sé. - respondió el chico - Pero alguien estaba de pie al otro lado del pozo de la torre, y como no me respondía ni se iba, lo tomé por un ladrón y lo tiré por las escaleras. Ve a ver si era él, sentiría que así fuese.-
La mujer salió corriendo y encontró a su marido quejándose en la esquina con una pierna rota. Lo llevó abajo y luego llorando se apresuró a ver al padre del chico.
- Tu hijo, - gritaba ella - ha sido el causante de un desastre. Ha tirado a mi marido por las escaleras de forma que se ha roto una pierna. Llévate a ese inútil de nuestra casa. -
El padre estaba aterrado y corrió a regañar al muchacho: -¿Qué broma perversa es esta?, el Demonio debe habértela metido en la cabeza. -
- Padre, - respondió - escúchame. Soy inocente. Él estaba allí de pie en mitad de la noche como si fuese a hacer algo malo. No sabía quien era y le dije que hablara o se fuera tres veces. -
-¡Ah!- dijo el padre - sólo me traes disgustos. Vete de mi vista, no quiero verte más.-
- Sí padre, como desees, pero espera a que sea de día. Entonces partiré para aprender lo que es tener miedo, y entonces aprenderé un oficio que me permita mantenerme. -
- Aprende lo que quieras, - dijo el padre - me da igual. Aquí tienes cincuenta monedas para ti. Cógelas y vete por el mundo entero, pero no le digas a nadie de donde procedes, ni quién es tu padre. Tengo razones para estar avergonzado de ti. -
- Si, padre, se hará como deseas. Si no quieres nada más que eso, puedo recordarlo fácilmente. -
Así que al amanecer, el chico se metió las cincuenta monedas en el bolsillo y se alejó por el camino principal diciéndose continuamente: - Si pudiera tener miedo, si supiera lo que es temer...-
Un hombre se acercó y escuchó el monólogo que mantenía el joven, y cuando habían caminado un poco más lejos, donde se veían los patíbulos, el hombre le dijo: - Mira, ahí está el árbol donde siete hombres se han casado con la hija del soguero , y ahora están a prendiendo a volar. Siéntate cerca del árbol y espera al anochecer, entonces aprenderás a tener miedo.-
- Si eso es todo lo que hay que hacer, es fácil. - contestó el joven -Pero si aprendo a tener miedo tan rápido , te daré mis cincuenta monedas. Vuelve mañana por la mañana temprano. -
Entonces el joven se fue el patíbulo, se sentó al lado y esperó hasta el atardecer. Como tenía frío encendió un fuego , pero a media noche el viento soplaba tan fuerte que a pesar del fuego no podía calentarse. Y como el viento hacía chocar a los ahorcados entre sí y se balanceaban de un lado para otro, pensó: "Si yo tiemblo aquí junto al fuego, cuánto deben frío deben estar sufriendo estos que están arriba".
Como le daban pena, levantó la escalera, subió y uno a uno los fue desatando y bajando. Entonces avivó el fuego y los dispuso a todos alrededor para que se calentasen. Pero estuvieron sentados sin moverse y el fuego prendió sus ropas. Así que el muchacho les dijo: - Tened cuidado u os subiré otra vez.-
Los ahorcados no le escucharon y permanecieron en silencio dejando que sus harapos se quemaran.
Eso hizo que el joven es enfadara, y dijo: - si no queréis tener cuidado, no puedo ayudaros, no me quemaré con vosotros. - y volvió a subirlos a todos a su sitio. Después se sentó junto al fuego y se quedó dormido. A la mañana siguiente el hombre vino para obtener sus cincuenta monedas, le dijo: - Bien, ahora sabes lo que es tener miedo. -
- No, - contestó el muchacho - ¿cómo quiere que lo sepa si esos tipos de ahí arriba no han abierto la boca?, y son tan estúpidos que dejan que los pocos y viejos harapos que llevan encima se quemen. -
El hombre, viendo que ese día no iba a conseguir las cincuenta monedas, se alejó diciendo:- Nunca me había encontrado con un joven así. -
El joven continuó su camino y una vez más comenzó a mascullar: - Si pudiera tener miedo... -
Un carretero que andaba a grandes zancadas tras él lo escuchó y le preguntó: -¿quién eres?. -
- No lo sé. - respondió el joven.
Entonces el carretero preguntó: -¿De donde eres?. -
- No lo sé.- respondió el muchacho.
-¿Quién es tu padre?- insistió.
- No puedo decírtelo. - respondió el chico.
-¿qué es eso que estás siempre murmurando entre dientes?. - preguntó el carretero.
- Ah, - respondió el joven - me gustaría aprender a tener miedo, pero nadie puede enseñarme. -
- Deja de decir tonterías. - dijo el carretero -Vamos, ven conmigo y encontraré un sitio para ti. -
El joven fue con el carretero y al atardecer llegaron a una posada donde pararon a pasar la noche. A la entrada del salón el joven dijo en alto: - Si pudiera temer... -
El posadero lo escuchó y riendo dijo: - si eso es lo que quiere puede que aquí encuentres una buena oportunidad. -
- Cállate, - dijo la posadera - muchos entrometidos ya han perdido su vida, sería una pena y una lástima si unos ojos tan bonitos no volviesen a ver la luz del día. -
Pero el muchacho dijo: - No importa lo difícil que sea, aprenderé. Es por eso que he viajado tan lejos.- Y no dejó en paz al posadero hasta que al final le contó que no lejos de allí se levantaba un castillo encantado donde cualquiera podría aprender con facilidad lo que era tener miedo, si podía permanecer allí durante tres noches. El rey había prometido que cualquiera que lo consiguiese tendría la mano de su hija que era la mujer más hermosa sobra la que había brillado el Sol. Por otro lado en el castillo se encuentra un gran tesoro guardado por malvados espíritus. Ese tesoro sería liberado y harían rico a cualquiera. Algunos hombres ya lo han intentado, pero todavía ninguno ha salido.
A la mañana siguiente el joven fue a ver al rey y le dijo: - Si se me permite, desearía pasar tres noches en el castillo encantado. -
El rey le observó y como el joven le agradaba le dijo: - Puedes pedir tres cosas para llevarlas contigo al castillo, pero han de ser tres objetos inanimados. -
Entonces el chico contestó: - Pues quiero un fuego, un torno y una tabla para cortar con el cuchillo. - EL rey hizo llevar esas cosas al castillo durante el día. Cuando se acercaba la noche, el joven fue al castillo y encendió un brillante fuego en una de las salas, puso la tabla y el cuchillo a su lado y se sentó junto al torno. - Si pudiera tener miedo, - decía - pero tampoco lo aprenderé aquí. -
Hacia medianoche estaba atizando el fuego, y mientras le soplaba, algo gritó de repente desde una esquina: - Miau, miau. Tenemos frío. -
- Tontos, - respondió él - por qué os quejáis. Si tenéis frío venid a sentaros junto al fuego y calentaros. -
Cuando dijo esto dos enormes gatos negros salieron dando un tremendo salto y se sentaron cada uno a un lado del joven. Los gatos lo observaban con mirada fiera y salvaje. Al poco, cuando entraron en calor, dijeron: - Camarada, juguemos a las cartas. -
- ¿Por qué no?. - contestó el chico - Pero primero enseñadme vuestras zarpas. -
Los gatos sacaron las garras. -¡Oh!, - dijo él - tenéis las uñas muy largas. Esperad que os las corto en un momento. -
Entonces los cogió por el pescuezo los puso en la tabla para cortar y les ató las patas rápidamente.
- Después de veros los dedos, - dijo - se me han pasado las ganas de jugar a las cartas. -
Luego los mató y los tiró fuera al agua. Pero cuando se había desecho de ellos e iba a sentarse junto al fuego, de cada agujero y esquina salieron gatos y perros negros con cadenas candentes, y siguieron saliendo hasta que no se pudo mover. Aullaban horriblemente, desparramaron el fuego y trataron de apagarlo. El joven los observó tranquilamente durante unos instantes, pero cuando se estaban pasando de la raya, cogió el cuchillo y gritó:
- Fuera de aquí sabandijas. - y comenzó a acuchillarlos. Algunos huyeron, mientras que los que mató los lanzó al foso. Entonces volvió y atizó las ascuas del fuego y entró en calor. Cuando terminó no podía mantener los ojos abiertos y le entró sueño. Miró a su alrededor y vio una enorme cama en un rincón.
- Justo lo que necesitaba.- dijo y se metió en ella. Justo cuando iba a cerrar los ojos la cama empezó a moverse por sí misma y le llevó por todo el castillo.
- Esto está muy bien, - dijo - pero ve más rápido. - Entonces la cama rodó como si seis caballos tiraran de ella, arriba y abajo, por umbrales y escaleras. Pero de repente giró sobre sí misma y cayó sobre él como una montaña. Lanzando al aire edredones y almohadas salió y dijo: - Hoy en día dejan conducir a cualquiera. - Luego se tumbó junto a su fuego y durmió hasta la mañana siguiente.
A la mañana siguiente el rey fue a verle y cuando lo vio tirado en el suelo, pensó que los espíritus lo habían matado. Dijo: - Después de todo es una pena, un hombre tan apuesto... -
El joven lo escuchó, se levantó, y dijo: - No es para tanto. -
El rey estaba perplejo, pero muy feliz, y le preguntó cómo le había ido. - La verdad es que bastante bien. - dijo - Ya ha pasado una noche, las otras dos serán del mismo estilo.-
Fue a ver al posadero, quien poniendo los ojos como platos dijo: - Nunca esperé volverte a ver con vida. ¿Ya has aprendido a tener miedo?-
- No, - respondió - es inútil. Si alguien me lo pudiera explicar. -
La segunda noche volvió al viejo castillo, se sentó junto al fuego y una vez más comenzó su cantinela: - Si pudiera tener miedo, si pudiera tener miedo... -
A medianoche se escuchó alrededor un gran alboroto que parecía como si el castillo se viniera abajo. Al principio se escuchaba bajo, pero fue creciendo más y más. De repente todo quedó en silencio y al rato con un gran grito, medio hombre cayó por la chimenea justo delante de él.
- Hey, - gritó el joven - falta la mitad. Con esto no es suficiente.- Entonces el alboroto comenzó de nuevo, se escucharon rugidos y gemidos y la otra mitad cayó también.
- Tranquilo, - dijo el joven - voy a avivarte el fuego. -
Cuando había terminado y miró alrededor, las dos piezas se habían unido y hombre espantoso estaba sentado en su sitio.
- Eso no entraba en el trato, - dijo él - ese banco es mío. -
El hombre intentó empujarle, pero el joven no lo permitió, así que lo echó con todas sus fuerzas y se sentó en su sitio.
Más hombres cayeron por la chimenea uno detrás de otro, cogieron nueve piernas humanas y dos calaveras y las dispusieron para jugar a los bolos. El joven también quería jugar: - Escuchadme, ¿Puedo jugar? -
- Si tienes dinero, sí. - respondieron ellos.-
- Si que lo tengo. - respondió - Pero vuestras bolas no son demasiado redondas. -
Cogió las calaveras, las puso en el torno y las redondeó. -Así, - dijo - ahora rodarán mucho mejor.-
- Hurra, - dijeron los hombres - ahora nos divertiremos. -
Jugó con ellos y perdió algo de dinero, pero cuando dieron las doce todo desapareció de su vista. Se acostó y se quedó dormido. A la mañana siguiente el rey fue a ver como estaba: - ¿cómo te ha ido esta vez?- le preguntó.
- He estado jugando a los bolos, - respondió - y he perdido un par de monedas. -
- Entonces no has tenido miedo? - preguntó el rey.
-¿Qué?- dijo - Si me lo he pasado estupendamente. He hecho de todo menos saber lo que es tener miedo. -
La tercera noche se sentó en su banco y entristecido dijo: - Si pudiera tener miedo...-
Cuando se hizo tarde, seis hombres muy altos entraron trayendo consigo un ataúd. Le dijeron al joven:
- Ja, ja, ja. Es mi primo, que murió hace unos días.- y llamó con los nudillos en el ataúd - Sal, primo, sal. -
Pusieron el ataúd en el suelo, abrieron la tapa y se vio un cadáver tumbado en su interior. El joven le tocó la cara pero estaba fría como el hielo. - Espera, - dijo - te calentaré un poco- Se fue al fuego, se calentó las manos y las puso en la cara del difunto, pero esta continuó fría. Lo sacó del ataúd, lo sentó junto al fuego y lo apoyó en su pecho frotándole los brazos para que la sangre circulara de nuevo. Como esto tampoco funcionaba, pensó: " cuando dos personas se meten en la cama se dan calor mutuamente". Así que se lo llevó a la cama, lo tapó y se tumbó junto a él. Al rato el cadáver entró en calor y comenzó a moverse.
El joven el dijo:- ¿Ves primo como te he hecho entrar en calor?. -
Sin embargo el cadáver se levantó y dijo: - Te estrangularé. -
-¿Cómo?, - dijo el joven - ¿Así me lo agradeces? Pues te vas a ir a tu ataúd ahora mismo. -
Y lo cogió en volandas, lo tiró al ataúd y cerró la tapa. Entonces los seis hombres vinieron y se llevaron el ataúd.
- No puedo aprender a tener miedo. - dijo el muchacho - Nunca en mi vida aprenderé. -
Un hombre más alto que los demás entró y tenía un aspecto terrible. Era viejo y tenía una larga barba blanca.
- Pobre diablo,- gritó el viejo - pronto sabrás lo que es tener miedo, porque vas a morir.-
- No tan deprisa, . respondió el muchacho - que yo tendré algo que decir en eso de que voy a morir.-
- Pronto acabaré contigo.- dijo el demonio.
- Tómatelo con calma y no digas bravuconadas que soy tan fuerte como tú o quizá más. -
- Lo comprobaremos. - dijo el viejo - Si eres más fuerte, te dejaré ir. Ven y lo comprobaremos.-
Lo condujo a través de oscuros pasajes hasta una forja, allí el viejo cogió una enorme hacha y de un tajo partió un yunque en dos.
- Puedo mejorarlo. - dijo el muchacho y se fue a otro yunque. El viejo se acercó para observar con la barba colgando. El joven levantó el hacha, partió el yunque de un tajo y en el camino cortó la barba del viejo.
- Te he vencido. - dijo el joven - ahora te toca morir a ti.- Y con una barra de hierro golpeó al viejo hasta que empezó a llorar y a pedirle que parara, que si lo hacía le daría grandes riquezas.
El joven soltó la barra de hierro y le dejó libre. El viejo lo condujo de nuevo al castillo y en un sótano le mostró tres cofres llenos de oro.
- De todo esto, - dijo el viejo - uno es para los pobres, otro es para el rey y el tercero es para ti.-
Entretanto dieron las doce y el espíritu desapareció y el joven se quedó a oscuras.
- Creo que podré encontrar las salida. - dijo el joven. Y tanteando consiguió encontrar el camino hasta la sala donde estaba el fuego y durmió junto a él.
A la mañana siguiente el rey fue a verle y le dijo: - Ya tienes que haber aprendido lo que es tener miedo. -
- No, - contestó - vino un muerto y un hombre con barba me enseño un montón de dinero abajo, pero nadie me ha dicho lo que es tener miedo. -
- Entonces, - dijo el rey - has salvado el castillo y te casarás con mi hija. -
- Todo eso está muy bien, - dijo el joven - pero sigo sin saber lo que es tener miedo.-
Se repartió el oro y se celebró la boda. Pero por mucho que quisiese a su esposa y por muy feliz que fuese el joven rey siempre decía: - si pudiera tener miedo, si pudiera tener miedo... -
Eso acabó por enfadar a su esposa: "Encontraré una cura, aprenderá a tener miedo."
Fue al río que atravesaba el jardín y se trajo un cubo lleno de gobios. Por la noche, cuando el joven rey estaba dormido, su esposa le quitó las sábanas y le vació encima el cubo lleno de agua fría con los gobios, de manera que los pececitos se pusieron a dar saltos sobre él. El se despertó y gritó: - ¡Qué susto! , ahora sé lo que es asustarse. -
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El Gato con Botas
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Murió un molinero que tenía tres hijos, y no dejó más bienes que su molino, su borriquillo y un gato.
Se hicieron las particiones con gran facilidad, y ni el escribano ni el procurador, que se hubieran comido tan pobre patrimonio, tuvieron que entender en ellas.
El mayor de los tres hermanos se quedó con el molino.
El mediano fue dueño del borriquillo.
Y el pequeño no tuvo otra herencia que el gato.
El pobre chico se desconsoló al verse con tan pobre patrimonio.
-Mis hermanos -decía- podrán ganarse honradamente la vida trabajando juntos; pero después que me haya comido mi gato y lo poco que me den por su piel, no tendré más remedio que morir de hambre.
El gato, que escuchaba estas palabras, se subió de un salto sobre las rodillas de su amo, y acariciándole a su manera, le dijo:
- No os desconsoléis, mi amo; compradme un par de botas y un saco con cordones, y ya veréis como no es tan mala la parte de herencia que os ha tocado.
El chico tenía tal confianza en la astucia de su gato y le había visto desplegar tanto ingenio en la caza de pájaros y de ratones, que no desesperó de ser por él socorrido en su miseria. Reunió, pues, algún dinerillo, y le compró los objetos que pedía.
El gato se puso inmediatamente las botas, colgóse el saco al cuello, asiendo los cordones con sus patas de delante, y se fue a un soto donde había gran número de conejos.
Colocó de cierto modo el saco al pié de un árbol, puso en su fondo algunas yerbas de tomillo, y haciéndose el muerto, esperó a que algún gazapo, poco instruido en los peligros del mundo, entrase en el saco para regalarse con lo que en él había.
Pocos momentos hacía que estaba apostado, cuando un conejillo entró corriendo en el saco. El gato tiró de los cordones, cogiéndole dentro, y le dio muerte con la mayor destreza.
Orgulloso de su hazaña, se dirigió al palacio del rey de aquella tierra, y pidió hablar a S. M.
Condujéronle a la cámara real, y después de hacer una gran reverencia al monarca, le dijo presentándole el conejo:
-Señor, mi amo el señor marqués de Carabas tendrá un placer en que os dignéis probar su caza, y os envía este conejo que ha cogido esta mañana en sus sotos.
- Di a tu amo -respondió el rey- que lo acepto con mucho gusto, y que le doy las gracias.
El gato salió de palacio saltando de alegría, y fue a decir a su amo lo que había hecho.
Algunos días después volvió al bosque, armado con sus botas y su saco, y no tardó en apoderarse de un par de perdices.
Inmediatamente fue a presentarlas al rey, como había hecho con el conejo, y el monarca recibió con tanto gusto las dos perdices, que mandó a su tesorero diese al gato algún dinero para beber.
El gato continuó durante dos o tres meses llevando de tiempo en tiempo al rey una parte de su caza. Pero un día supo que el rey debía ir a pasear por la orilla del río con su hija, la princesa más hermosa del mundo, y entonces dijo a su amo:
- Si queréis seguir mis consejos, tenéis hecha vuestra fortuna: id a bañaros al río, en el sitio que yo os diga, y luego dejarme hacer.
El hijo del molinero hizo lo que el gato le aconsejaba, aunque no comprendía cuáles pudieran ser sus instintos.
Cuando se estaba bañando llegó el rey a la orilla del río, y entonces el gato se puso a gritar con todas sus fuerzas.
-¡Socorro! ¡Socorro! ¡El señor marqués de Carabas se está ahogando!
A este grito, el rey asomó la cabeza por la portezuela, y reconociendo al gato que tantas veces le había llevado caza, mandó inmediatamente a sus guardias que fuesen en socorro del marqués de Carabas.
En tanto que sacaban del río al pobre marqués, el gato, aproximándose a la carroza, dijo al rey, que mientras su amo se bañaba, unos ladrones le habían robado sus ropas, aunque él había llamado en su auxilio con todas sus fuerzas, y el rey mandó inmediatamente a los oficiales de su guardarropa que fuesen a buscar uno de sus más bellos trajes para el marqués de Carabas.
Después que estuvo vestido se presentó al rey, que le recibió con mucho agrado, y como las hermosas ropas que acababan de darle aumentaban mucho su natural belleza, la hija del monarca le encontró muy de su gusto y le dirigió una mirada tan tierna y cariñosa que dio algo que pensar a los cortesanos.
El rey invitó al marqués a subir en la carroza y a acompañarle en su paseo, y el gato, lleno de júbilo al ver que empezaban a realizarse sus designios, tomó la delantera.
No tardó en encontrar unos labriegos que segaban la yerba de un prado y les dijo:
- Buenas gentes, si no decís al rey que el prado que estáis segando pertenece al señor marqués de Carabas, seréis hechos pedazos tan menudos como las piedras del río.
El rey no dejó de preguntar a los segadores quién era el dueño de aquellos prados, y temerosos por la amenaza del gato, los labriegos contestaron a una voz:
- Es el señor marqués de Carabas.
- Tenéis unos terrenos magníficos -dijo el rey al hijo del molinero.
Sí, señor -respondió éste- este prado me da todos los años productos muy abundantes.
El gato, que iba siempre delante, encontró luego unos cavadores y les dijo:
- Buenas gentes, si cuando el rey os pregunte no le contestáis que estas tierras son del marqués de Carabas, os harán pedazos tan menudos como las piedras del río.
El rey, que pasó un momento después, quiso saber a quién pertenecían aquellas tierras, y preguntó a los labriegos.
- Nuestro amo -respondieron éstos- es el señor marqués de Carabas.
Y el rey felicitó de nuevo al hijo del molinero.
El gato, que iba siempre delante de la carroza, decía lo mismo a todas las gentes que encontraba en el camino, y el rey se admiró bien pronto de las grandes riquezas del marqués de Carabas.
El gato llegó, al fin, a un hermoso castillo, cuyo dueño era un ogro, el más rico de la comarca, pues le pertenecían todos los prados y bosques por donde el rey había pasado.
Después de informarse de las cualidades de este ogro, llegó el gato a su residencia y pidió hablarle, diciendo que no había querido pasar por sus dominios sin presentarle sus respetos.
El ogro le recibió con una gran amabilidad y le hizo reposar.
- Me han asegurado -le dijo el gato- que tenéis el don de poder convertiros en el animal que os parece; que podéis, por ejemplo, trasformaros en elefante, en león...
-Sí por cierto -respondió el ogro- y para probároslo, vais a verme convertido en león.
La trasformación se verificó instantáneamente, y el gato se eespantó tanto al ver un león ante sí, que saltó al alero del tejado, no sin alguna dificultad, a causa de sus botas, que no servían para andar por las tejas.
Algún tiempo después, viendo que el ogro había recobrado su forma primitiva, el gato descendió y le dijo:
- Me han asegurado también, pero no puedo creerlo, que tenéis asimismo la facultad de trasformaros en los animales pequeños; por ejemplo, que podéis tomar la forma de un ratón. Eso me parece imposible.
- ¡Imposible! -exclamó el ogro- ¡vais a convenceros! Y al mismo tiempo se trasformó en un ratón sumamente pequeño, y se puso a correr por la sala.
El gato no esperó más, y lanzándose ágilmente sobre él, le clavó las uñas y los dientes y le degolló.
En tanto, el rey, que al pasar vio el magnífico castillo del ogro, quiso entrar en él a descansar.
El gato, que oyó el ruido de la carroza al rodar sobre el puente levadizo, salió corriendo y dijo al rey: - ¡Bien venido sea V. M. al castillo de mi noble amo el marqués de Carabas!
-¡Cómo, señor marqués! -dijo el rey al hijo del molinero- ¡es vuestro este castillo! ¡No hay otro tan hermoso en mis estados! ¡Enseñádnoslo, si gustáis!
El marqués presentó el brazo a la joven princesa, y siguiendo al rey, que marchaba el primero, entraron en una gran sala, donde encontraron servida una opípara cena que el ogro había hecho preparar para sus amigos, que aquella noche debían ir a solazarse al castillo y que no se atrevieron a entrar cuando supieron que el rey estaba allí. El rey, encantado de las buenas cualidades del marqués, y viendo que a su hija no le había sido indiferente, le dijo, después de haber bebido cuatro o cinco copas de un excelente vino:
- Tendría mucho placer, amigo mío, si quisiérais ser mi yerno.
El hijo del molinero, haciendo grandes reverencias, aceptó la honrosa proposición del rey, y pocos días después dio la mano de esposo a la joven y bella princesa.
El gato fue todo un gran señor, y ya no corrió tras los ratones sino por pura diversión.
Nunca se separó de su amo, y algunas veces le decía con tono grato:
-Ya veis como el ingenio y la industria valen más que todas las herencias.
Aquel gato era un gran filósofo
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