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jueves, 18 de septiembre de 2008

CUENTOS CLASICOS II -- HANS CHRISTIAN ANDERSEN

Cuentos Clásicos II
HANS CHRISTIAN ANDERSEN



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INDICE
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1. Buen humor
2. Cinco en una vaina
3. Chácharas de niños
4. Desde una ventana de Vartou
5. Bajo el sauce
6. La espinosa senda del honor
7. La hija del rey del pantano
8. La familia feliz


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Buen humor
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Mi padre me dejó en herencia el mejor bien que se pueda imaginar: el buen humor. Y, ¿quién era mi padre? Claro que nada tiene esto que ver con el humor. Era vivaracho y corpulento, gordo y rechoncho, y tanto su exterior como su interior estaban en total contradicción con su oficio. Y, ¿cuál era su oficio, su posición en la sociedad? Si esto tuviera que escribirse e imprimirse al principio de un libro, es probable que muchos lectores lo dejaran de lado, diciendo: «Todo esto parece muy penoso; son temas de los que prefiero no oír hablar». Y, sin embargo, mi padre no fue verdugo ni ejecutor de la justicia, antes al contrario, su profesión lo situó a la cabeza de los personajes más conspicuos de la ciudad, y allí estaba en su pleno derecho, pues aquél era su verdadero puesto. Tenía que ir siempre delante: del obispo, de los príncipes de la sangre...; sí, señor, iba siempre delante, pues era cochero de las pompas fúnebres.
Bueno, pues ya lo sabéis. Y una cosa puedo decir en toda verdad: cuando veían a mi padre sentado allá arriba en el carruaje de la muerte, envuelto en su larga capa blanquinegra, cubierta la cabeza con el tricornio ribeteado de negro, por debajo del cual asomaba su cara rolliza, redonda y sonriente como aquella con la que representan al sol, no había manera de pensar en el luto ni en la tumba. Aquella cara decía: «No os preocupéis. A lo mejor no es tan malo como lo pintan».
Pues bien, de él he heredado mi buen humor y la costumbre de visitar con frecuencia el cementerio. Esto resulta muy agradable, con tal de ir allí con un espíritu alegre, y otra cosa, todavía: me llevo siempre el periódico, como él hacía también.
Ya no soy tan joven como antes, no tengo mujer ni hijos, ni tampoco biblioteca, pero, como ya he dicho, compro el periódico, y con él me basta; es el mejor de los periódicos, el que leía también mi padre. Resulta muy útil para muchas cosas, y además trae todo lo que hay que saber: quién predica en las iglesias, y quién lo hace en los libros nuevos; dónde se encuentran casas, criados, ropas y alimentos; quién efectúa «liquidaciones», y quién se marcha. Y luego, uno se entera de tantos actos caritativos y de tantos versos ingenuos que no hacen daño a nadie, anuncios matrimoniales, citas que uno acepta o no, y todo de manera tan sencilla y natural. Se puede vivir muy bien y muy felizmente, y dejar que lo entierren a uno, cuando se tiene el «Noticiero»; al llegar al final de la vida se tiene tantísimo papel, que uno puede tenderse encima si no le parece apropiado descansar sobre virutas y serrín.
El «Noticiero» y el cementerio son y han sido siempre las formas de ejercicio que más han hablado a mi espíritu, mis balnearios preferidos para conservar el buen humor.
Ahora bien, por el periódico puede pasear cualquiera; pero veníos conmigo al cementerio. Vamos allá cuando el sol brilla y los árboles están verdes; paseémonos entonces por entre las tumbas, Cada una de ellas es como un libro cerrado con el lomo hacia arriba; puede leerse el título, que dice lo que la obra contiene, y, sin embargo, nada dice; pero yo conozco el intríngulis, lo sé por mi padre y por mí mismo. Lo tengo en mi libro funerario, un libro que me he compuesto yo mismo para mi servicio y gusto. En él están todos juntos y aún algunos más.
Ya estamos en el cementerio.
Detrás de una reja pintada de blanco, donde antaño crecía un rosal - hoy no está, pero unos tallos de siempreviva de la sepultura contigua han extendido hasta aquí sus dedos, y más vale esto que nada -, reposa un hombre muy desgraciado, y, no obstante, en vida tuvo un buen pasar, como suele decirse, o sea, que no le faltaba su buena rentecita y aún algo más, pero se tomaba el mundo, en todo caso, el Arte, demasiado a pecho. Si una noche iba al teatro dispuesto a disfrutar con toda su alma, se ponía frenético sólo porque el tramoyista iluminaba demasiado la cara de la luna, o porque las bambalinas colgaban delante de los bastidores en vez de hacerlo por detrás, o porque salía una palmera en un paisaje de Dinamarca, un cacto en el Tirol o hayas en el norte de Noruega. ¿Acaso tiene eso la menor importancia? ¿Quién repara en estas cosas? Es la comedia lo que debe causaros placer. Tan pronto el público aplaudía demasiado, como no aplaudía bastante. - Esta leña está húmeda -decía-, no quemará esta noche -. Y luego se volvía a ver qué gente había, y notaba que se reían a deshora, en ocasiones en que la risa no venía a cuento, y el hombre se encolerizaba y sufría. No podía soportarlo, y era un desgraciado. Y helo aquí: hoy reposa en su tumba.
Aquí yace un hombre feliz, o sea, un hombre muy distinguido, de alta cuna; y ésta fue su dicha, ya que, por lo demás, nunca habría sido nadie; pero en la Naturaleza está todo tan bien dispuesto y ordenado, que da gusto pensar en ello. Iba siempre con bordados por delante y por detrás, y ocupaba su sitio en los salones, como se coloca un costoso cordón de campanilla bordado en perlas, que tiene siempre detrás otro cordón bueno y recio que hace el servicio. También él llevaba detrás un buen cordón, un hombre de paja encargado de efectuar el servicio. Todo está tan bien dispuesto, que a uno no pueden por menos que alegrársele las pajarillas.
Descansa aquí - ¡esto sí que es triste! -, descansa aquí un hombre que se pasó sesenta y siete años reflexionando sobre la manera de tener una buena ocurrencia. Vivió sólo para esto, y al cabo le vino la idea, verdaderamente buena a su juicio, y le dio una alegría tal, que se murió de ella, con lo que nadie pudo aprovecharse, pues a nadie la comunicó. Y mucho me temo que por causa de aquella buena idea no encuentre reposo en la tumba; pues suponiendo que no se trate de una ocurrencia de esas que sólo pueden decirse a la hora del desayuno - pues de otro modo no producen efecto -, y de que él, como buen difunto, y según es general creencia, sólo puede aparecerse a medianoche, resulta que no siendo la ocurrencia adecuada para dicha hora, nadie se ríe, y el hombre tiene que volverse a la sepultura con su buena idea. Es una tumba realmente triste.
Aquí reposa una mujer codiciosa. En vida se levantaba por la noche a maullar para hacer creer a los vecinos que tenía gatos; ¡hasta tanto llegaba su avaricia!
Aquí yace una señorita de buena familia; se moría por lucir la voz en las veladas de sociedad, y entonces cantaba una canción italiana que decía: «Mi manca la voce!» («¡Me falta la voz!»). Es la única verdad que dijo en su vida.
Yace aquí una doncella de otro cuño. Cuando el canario del corazón empieza a cantar, la razón se tapa los oídos con los dedos. La hermosa doncella entró en la gloria del matrimonio... Es ésta una historia de todos los días, y muy bien contada además. ¡Dejemos en paz a los muertos!
Aquí reposa una viuda, que tenía miel en los labios y bilis en el corazón. Visitaba las familias a la caza de los defectos del prójimo, de igual manera que en días pretéritos el «amigo policía» iba de un lado a otro en busca de una placa de cloaca que no estaba en su sitio.
Tenemos aquí un panteón de familia. Todos los miembros de ella estaban tan concordes en sus opiniones, que aun cuando el mundo entero y el periódico dijesen: «Es así», si el benjamín de la casa decía, al llegar de la escuela: «Pues yo lo he oído de otro modo», su afirmación era la única fidedigna, pues el chico era miembro de la familia. Y no había duda: si el gallo del corral acertaba a cantar a media noche, era señal de que rompía el alba, por más que el vigilante y todos los relojes de la ciudad se empeñasen en decir que era medianoche.
El gran Goethe cierra su Fausto con estas palabras: «Puede continuarse», Lo mismo podríamos decir de nuestro paseo por el cementerio. Yo voy allí con frecuencia; cuando alguno de mis amigos, o de mis no amigos se pasa de la raya conmigo, me voy allí, busco un buen trozo de césped y se lo consagro, a él o a ella, a quien sea que quiero enterrar, y lo entierro enseguida; y allí se están muertecitos e impotentes hasta que resucitan, nuevecitos y mejores. Su vida y sus acciones, miradas desde mi atalaya, las escribo en mi libro funerario. Y así debieran proceder todas las personas; no tendrían que encolerizarse cuando alguien les juega una mala pasada, sino enterrarlo enseguida, conservar el buen humor y el «Noticiero», este periódico escrito por el pueblo mismo, aunque a veces inspirado por otros.
Cuando suene la hora de encuadernarme con la historia de mi vida y depositarme en la tumba, poned esta inscripción: «Un hombre de buen humor».
Ésta es mi historia.

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Cinco en una vaina
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Cinco guisantes estaban encerrados en una vaina, y como ellos eran verdes y la vaina era verde también, creían que el mundo entero era verde, y tenían toda la razón. Creció la vaina y crecieron los guisantes; para aprovechar mejor el espacio, se pusieron en fila. Por fuera lucía el sol y calentaba la vaina, mientras la lluvia la limpiaba y volvía transparente. El interior era tibio y confortable, había claridad de día y oscuridad de noche, tal y como debe ser; y los guisantes, en la vaina, iban creciendo y se entregaban a sus reflexiones, pues en algo debían ocuparse.
- ¿Nos pasaremos toda la vida metidos aquí? -decían-. ¡Con tal de que no nos endurezcamos a fuerza de encierro! Me da la impresión de que hay más cosas allá fuera; es como un presentimiento.
Y fueron transcurriendo las semanas; los guisantes se volvieron amarillos, y la vaina, también.
- ¡El mundo entero se ha vuelto amarillo! -exclamaron; y podían afirmarlo sin reservas.
Un día sintieron un tirón en la vaina; había sido arrancada por las manos de alguien, y, junto con otras, vino a encontrarse en el bolsillo de una chaqueta.
- Pronto nos abrirán -dijeron los guisantes, afanosos de que llegara el ansiado momento.
- Me gustaría saber quién de nosotros llegará más lejos -dijo el menor de los cinco-. No tardaremos en saberlo.
- Será lo que haya de ser -contestó el mayor.
¡Zas!, estalló la vaina y los cinco guisantes salieron rodando a la luz del sol. Estaban en una mano infantil; un chiquillo los sujetaba fuertemente, y decía que estaban como hechos a medida para su cerbatana. Y metiendo uno en ella, sopló.
- ¡Heme aquí volando por el vasto mundo! ¡Alcánzame, si puedes! -y salió disparado.
- Yo me voy directo al Sol -dijo el segundo-. Es una vaina como Dios manda, y que me irá muy bien-. Y allá se fue.
- Cuando lleguemos a nuestro destino podremos descansar un rato -dijeron los dos siguientes-, pero nos queda aún un buen trecho para rodar-, y, en efecto, rodaron por el suelo antes de ir a parar a la cerbatana, pero al fin dieron en ella-. ¡Llegaremos más lejos que todos!
- ¡Será lo que haya de ser! - dijo el último al sentirse proyectado a las alturas. Fue a dar contra la vieja tabla, bajo la ventana de la buhardilla, justamente en una grieta llena de musgo y mullida tierra, y el musgo lo envolvió amorosamente. Y allí se quedó el guisante oculto, pero no olvidado de Dios.
- ¡Será lo que haya de ser! - repitió.
Vivía en la buhardilla una pobre mujer que se ausentaba durante la jornada para dedicarse a limpiar estufas, aserrar madera y efectuar otros trabajos pesados, pues no le faltaban fuerzas ni ánimos, a pesar de lo cual seguía en la pobreza. En la reducida habitación quedaba sólo su única hija, mocita delicada y linda que llevaba un año en cama, luchando entre la vida y la muerte.
- ¡Se irá con su hermanita! -suspiraba la mujer-. Tuve dos hijas, y muy duro me fue cuidar de las dos, hasta que el buen Dios quiso compartir el trabajo conmigo y se me llevó una. Bien quisiera yo ahora que me dejase la que me queda, pero seguramente a Él no le parece bien que estén separadas, y se llevará a ésta al cielo, con su hermana.
Pero la doliente muchachita no se moría; se pasaba todo el santo día resignada y quieta, mientras su madre estaba fuera, a ganar el pan de las dos.
Llegó la primavera; una mañana, temprano aún, cuando la madre se disponía a marcharse a la faena, el sol entró piadoso a la habitación por la ventanuca y se extendió por el suelo, y la niña enferma dirigió la mirada al cristal inferior.
- ¿Qué es aquello verde que asoma junto al cristal y que mueve el viento?
La madre se acercó a la ventana y la entreabrió.
- ¡Mira! -dijo-, es una planta de guisante que ha brotado aquí con sus hojitas verdes. ¿Cómo llegaría a esta rendija? Pues tendrás un jardincito en que recrear los ojos.
Acercó la camita de la enferma a la ventana, para que la niña pudiese contemplar la tierna planta, y la madre se marchó al trabajo.
- ¡Madre, creo que me repondré! -exclamó la chiquilla al atardecer-. ¡El sol me ha calentado tan bien, hoy! El guisante crece a las mil maravillas, y también yo saldré adelante y me repondré al calor del sol.
- ¡Dios lo quiera! -suspiró la madre, que abrigaba muy pocas esperanzas. Sin embargo, puso un palito al lado de la tierna planta que tan buen ánimo había infundido a su hija, para evitar que el viento la estropease. Sujetó en la tabla inferior un bramante, y lo ató en lo alto del marco de la ventana, con objeto de que la planta tuviese un punto de apoyo donde enroscar sus zarcillos a medida que se encaramase. Y, en efecto, se veía crecer día tras día.
- ¡Dios mío, hasta flores echa! -exclamó la madre una mañana­ y entróle entonces la esperanza y la creencia de que su niña enferma se repondría. Recordó que en aquellos últimos tiempos la pequeña había hablado con mayor animación; que desde hacía varias mañanas se había sentado sola en la cama, y, en aquella posición, se había pasado horas contemplando con ojos radiantes el jardincito formado por una única planta de guisante.
La semana siguiente la enferma se levantó por primera vez una hora, y se estuvo, feliz, sentada al sol, con la ventana abierta; y fuera se había abierto también una flor de guisante, blanca y roja. La chiquilla, inclinando la cabeza, besó amorosamente los delicados pétalos. Fue un día de fiesta para ella.
- ¡Dios misericordioso la plantó y la hizo crecer para darte esperanza y alegría, hijita! - dijo la madre, radiante, sonriendo a la flor como si fuese un ángel bueno, enviado por Dios.
Pero, ¿y los otros guisantes? Pues verás: Aquel que salió volando por el amplio mundo, diciendo: «¡Alcánzame si puedes!», cayó en el canalón del tejado y fue a parar al buche de una paloma, donde encontróse como Jonás en el vientre de la ballena. Los dos perezosos tuvieron la misma suerte; fueron también pasto de las palomas, con lo cual no dejaron de dar un cierto rendimiento positivo. En cuanto al cuarto, el que pretendía volar hasta el Sol, fue a caer al vertedero, y allí estuvo días y semanas en el agua sucia, donde se hinchó horriblemente.
- ¡Cómo engordo! -exclamaba satisfecho-. Acabaré por reventar, que es todo lo que puede hacer un guisante. Soy el más notable de los cinco que crecimos en la misma vaina.
Y el vertedero dio su beneplácito a aquella opinión.
Mientras tanto, allá, en la ventana de la buhardilla, la muchachita, con los ojos radiantes y el brillo de la salud en las mejillas, juntaba sus hermosas manos sobre la flor del guisante y daba gracias a Dios.
- El mejor guisante es el mío -seguía diciendo el vertedero.

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Chácharas de niños
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En casa del rico comerciante se celebraba una gran reunión de niños: niños de casas ricas y familias distinguidas. El comerciante era un hombre opulento y además instruido; a su debido tiempo había sufrido los exámenes. Así lo había querido su excelente padre, que no era más que un simple ganadero, pero honrado y trabajador. El negocio le había dado dinero, y el hijo lo supo aumentar con su trabajo. Era un hombre de cabeza y también de corazón, pero de esto se hablaba menos que de su riqueza.
Frecuentaba su casa gente distinguida, tanto de «sangre», que así la llaman, como de talento. Los había que reunían ambas condiciones, y algunos que carecían de una y otra. En el momento de nuestra narración había allí una reunión de niños, que hablaban y discutían como tales; y ya es sabido que los niños no tienen pelos en la lengua. Figuraba entre los concurrentes una chiquilla lindísima, pero terriblemente orgullosa; los criados le habían metido el orgullo en el cuerpo, no sus padres, demasiado sensatos para hacerlo. El padre era chambelán, y éste es un cargo tremendamente importante, como ella sabía muy bien.
- ¡Soy camarera del Rey! - decía la muchachita. Lo mismo podría haber sido camarera de una bodega, pues tanto mérito hace falta para una cosa como para la otra. Después contó a sus compañeros que era «bien nacida», y afirmó que quien no era de buena cuna no podía llegar a ser nadie. De nada servía estudiar y trabajar; cuando no se es «bien nacido», a nada puede aspirarse.
- Y todos aquellos que tienen apellidos terminados en «sen» - prosiguió -, tampoco llegarán a ser nada en el mundo. Hay que ponerse en jarras y mantener a distancia a esos «¡-sen, -sen!» y puso en jarras sus lindos brazos de puntiagudos codos, para mostrar cómo había que hacer. ¡Y qué lindos eran sus bracitos! Era encantadora.
Pero la hijita del almacenista se enfadó mucho. Su padre se llamaba Madsen, y no podía sufrir que se hablara mal de los nombres terminados en «sen». Por eso replicó con toda la arrogancia de que era capaz:
- Pero mi padre puede comprar cien escudos de bombones y arrojarlos a los niños. ¿Puede hacerlo el tuyo?
- Mi padre - intervino la hija de un escritor - puede poner en el periódico al tuyo, al tuyo y a los padres de todos. Toda la gente le tiene miedo, dice mi madre, pues mi padre es el que manda en el periódico.
Y la chiquilla irguió la cabeza, como si fuera una princesa y debiera ir con la cabeza muy alta.
En la calle, delante de la puerta entornada, un pobre niño miraba por la abertura. El pequeño no tenía acceso en la casa, pues carecía de la categoría necesaria. Había estado ayudando a la cocinera a dar vueltas al asador, y en premio le permitían ahora mirar desde detrás de la puerta a todos aquellos señoritos acicalados que se divertían en la habitación. Para él era recompensa bastante y sobrada.
«¡Quién fuera uno de ellos!», pensó, y al oír lo que decían, seguramente se entristeció mucho. En casa, sus padres no tenían ni un mísero chelín para ahorrar, ni medios para comprar un periódico; y no hablemos ya de escribirlo. Y lo peor de todo era que el apellido de su padre, y también el suyo, terminaba en «sen». Nada podría ser en el mundo, por tanto. ¡Qué triste! En cuanto a nacido, creía serlo como se debe, pues de otro modo no es posible.
Así discurrió aquella velada.
Transcurrieron muchos años, y aquellos niños se convirtieron en hombres y mujeres.
Levantábase en la ciudad una casa magnífica, toda ella llena de preciosidades. Todo el mundo deseaba verla; hasta de fuera venía gente a visitarla. ¿A cuál de aquellos niños pertenecía? No es difícil adivinarlo. Pero tampoco es tan fácil, pues la casa pertenecía al chiquillo pobre, que llegó a ser algo, a pesar de que su nombre terminaba en «sen»: se llamaba Thorwaldsen.
¿Y los otros tres niños, los hijos de la sangre, del dinero y de la presunción? Pues de ellos salieron hombres buenos y capaces, ya que todos tenían buen fondo. Lo que entonces habían pensado y dicho no era sino eso, chácharas de niños.


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Desde una ventana de Vartou
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Junto a la verde muralla que se extiende alrededor de Copenhague, se levanta una gran casa roja con muchas ventanas, en las que crecen balsaminas y árboles de ámbar. El exterior es de aspecto mísero, y en ella viven gentes pobres y viejas. Es Vartou.
Mira: En el antepecho de una de las ventanas se apoya una anciana solterona, entretenida en arrancar las hojas secas de la balsamina y mirando la verde muralla, donde saltan y corren unos alegres chiquillos. ¿En qué debe estar pensando? Un drama de su vida se proyecta ante su mente.
Los pobres pequeñuelos, ¡qué felices juegan! ¡Qué mejillas más sonrosadas y qué ojos tan brillantes! Pero no llevan medias ni zapatos; están bailando sobre la muralla verde. Según cuenta la leyenda, hace pocos años la tierra se hundía allí constantemente, y en una ocasión un inocente niño cayó con sus flores y juguetes en la abierta tumba, que se cerró mientras el pequeñuelo jugaba y comía. Allí se alzaba la muralla, que no tardó en cubrirse de un césped espléndido. Los niños ignoran la leyenda; de otro modo, oirían llorar al que se halla bajo la tierra, y el rocío de la hierba se les figuraría lágrimas ardientes. Tampoco saben la historia de aquel rey de Dinamarca que allí plantó cara al invasor y juró ante sus temblorosos cortesanos que se mantendría firme junto a los habitantes de su ciudad y moriría en su nido. Ni saben de los hombres que lucharon allí, ni de las mujeres que vertieron agua hirviendo sobre los enemigos que, vestidos de blanco para confundirse con la nieve, trepaban por el lado exterior del muro.
Los pobres chiquillos seguían jugando alegremente.
¡Juega, juega, chiquilla! Pronto pasarán los años. Los confirmandos irán cogidos de la mano a la verde muralla; tú llevarás un vestido blanco que le habrá costado mucho a tu madre, a pesar de estar hecho de otro viejo más grande. Te darán un pañuelo rojo, que te colgará muy abajo, demasiado; pero así se verá lo grande que es, ¡sí!, demasiado grande. Pensarás en tus galas y en Dios Nuestro Señor. ¡Qué hermoso es pasear por la muralla! Y los años transcurren, con muchos días sombríos, pero también con sus goces de juventud. Y tú encontrarás un amigo, sin saber cómo; os reuniréis, y al acercarse la primavera iréis a pasear por la muralla, mientras todas las campanas doblan llamando a la penitencia y a la oración. No habrán brotado todavía las violetas, pero frente al antiguo y bello palacio de Rosenborg lucirá un árbol sus primeras yemas verdeantes; os quedaréis allí. Todos los años da aquel árbol nuevas ramas verdes, cosa que no hace el corazón encerrado en el pecho humano, por el cual pasan nubes negras, más negras que las que conoce el Norte. ¡Pobre niña! La cámara nupcial de tu novio será el féretro, y tú te convertirás en una solterona. Desde Vartou mirarás, por entre las balsaminas, a los niños que juegan, y te darás cuenta de que se repite tu propia historia.
Y éste es justamente el drama de la vida que se despliega ante la anciana, que está mirando a la muralla, donde brilla el sol, y los niños de rojas mejillas, sin zapatos ni medias, juegan y gozan como las avecillas del cielo.

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Bajo el sauce
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La comarca de Kjöge es ácida y pelada; la ciudad está a orillas del mar, y esto es siempre una ventaja, pero es innegable que podría ser más hermosa de lo que es en realidad; todo alrededor son campos lisos, y el bosque queda a mucha distancia. Sin embargo, cuando nos encontramos a gusto en un lugar, siempre descubrimos algo de bello en él, y más tarde lo echaremos de menos, aunque nos hallemos en el sitio más hermoso del mundo. Y forzoso es admitir que en verano tienen su belleza los arrabales de Kjöge, con sus pobres jardincitos extendidos hasta el arroyo que allí se vierte en el mar; y así lo creían en particular Knud y Juana, hijos de dos familias vecinas, que jugaban juntos y se reunían atravesando a rastras los groselleros. En uno de los jardines crecía un saúco, en el otro un viejo sauce, y debajo de éste gustaban de jugar sobre todo los niños; y se les permitía hacerlo, a pesar de que el árbol estaba muy cerca del río, y los chiquillos corrían peligro de caer en él. Pero el ojo de Dios vela sobre los pequeñuelos - de no ser así, ¡mal irían las cosas! -. Por otra parte, los dos eran muy prudentes; el niño tenía tanto miedo al agua, que en verano no había modo de llevarlo a la playa, donde tan a gusto chapoteaban los otros rapaces de su edad; eso lo hacía objeto de la burla general, y él tenía que aguantarla.
Un día la hijita del vecino, Juana, soñó que navegaba en un bote de vela en la Bahía de Kjöge, y que Knud se dirigía hacia ella vadeando, hasta que el agua le llegó al cuello y después lo cubrió por entero. Desde el momento en que Knud se enteró de aquel sueño, ya no soportó que lo tachasen de miedoso, aduciendo como prueba al sueño de Juana. Éste era su orgullo, mas no por eso se acercaba al mar.
Los pobres padres se reunían con frecuencia, y Knud y Juana jugaban en los jardines y en el camino plantado de sauces que discurría a lo largo de los fosos. Bonitos no eran aquellos árboles, pues tenían las copas como podadas, pero no los habían plantado para adorno, sino para utilidad; más hermoso era el viejo sauce del jardín a cuyo pie, según ya hemos dicho, jugaban a menudo los dos amiguitos. En la ciudad de Kjöge hay una gran plaza-mercado, en la que, durante la feria anual, se instalan verdaderas calles de puestos que venden cintas de seda, calzados y todas las cosas imaginables. Había entonces un gran gentío, y generalmente llovía; además, apestaba a sudor de las chaquetas de los campesinos, aunque olía también a exquisito alajú, del que había toda una tienda abarrotada; pero lo mejor de todo era que el hombre que lo vendía se alojaba, durante la feria, en casa de los padres de Knud, y, naturalmente, lo obsequiaba con un pequeño pan de especias, del que participaba también Juana. Pero había algo que casi era más hermoso todavía: el comerciante sabía contar historias de casi todas las cosas, incluso de sus turrones, y una velada explicó una que produjo tal impresión en los niños, que jamás pudieron olvidarla;
por eso será conveniente que la oigamos también nosotros, tanto más, cuanto que es muy breve.
- Sobre el mostrador - empezó el hombre - había dos moldes de alajú, uno en figura de un hombre con sombrero, y el otro en forma de mujer sin sombrero, pero con una mancha de oropel en la cabeza; tenían la cara de lado, vuelta hacia arriba, y había que mirarlos desde aquel ángulo y no del revés, pues jamás hay que mirar así a una persona. El hombre llevaba en el costado izquierdo una almendra amarga, que era el corazón, mientras la mujer era dulce toda ella. Estaban para muestra en el mostrador, y llevaban ya mucho tiempo allí, por lo que se enamoraron; pero ninguno lo dijo al otro, y, sin embargo, preciso es que alguien lo diga, si ha de salir algo de tal situación.
«Es hombre, y por tanto, tiene que ser el primero en hablar», pensaba ella; no obstante, se habría dado por satisfecha con saber que su amor era correspondido.
Los pensamientos de él eran mucho más ambiciosos, como siempre son los hombres; soñaba que era un golfo callejero y que tenía cuatro chelines, con los cuales se compraba la mujer y se la comía.
Así continuaron por espacio de días y semanas en el mostrador, y cada día estaban más secos; y los pensamientos de ella eran cada vez más tiernos y femeninos: «Me doy por contenta con haber estado sobre la mesa con él», pensó, y se rompió por la mitad.
«Si hubiese conocido mi amor, de seguro que habría resistido un poco más», pensó él.
- Y ésta es la historia y aquí están los dos - dijo el turronero. - Son notables por su vida y por su silencioso amor, que nunca conduce a nada. ¡Vedlos ahí! - y dio a Juana el hombre, sano y entero, y a Knud, la mujer rota; pero a los niños les había emocionado tanto el cuento, que no tuvieron ánimos para comerse la enamorada pareja.
Al día siguiente se dirigieron, con las dos figuras, al cementerio, y se detuvieron junto al muro de la iglesia, cubierto, tanto en verano como en invierno, de un rico tapiz de hiedra; pusieron al sol los pasteles, entre los verdes zarcillos, y contaron a un grupo de otros niños la historia de su amor, mudo e inútil, y todos la encontraron maravillosa; y cuando volvieron a mirar a la pareja de alajú, un muchacho grandote se había comido ya la mujer despedazada, y esto, por pura maldad. Los niños se echaron a llorar, y luego - y es de suponer que lo hicieron para que el pobre hombre no quedase solo en el mundo - se lo comieron también; pero en cuanto a la historia, no la olvidaron nunca.
Los dos chiquillos seguían reuniéndose bajo el sauce o junto al saúco, y la niña cantaba canciones bellísimas con su voz argentina. A Knud, en cambio, se le pegaban las notas a la garganta, pero al menos se sabía la letra, y más vale esto que nada. La gente de Kjöge, y entre ella la señora de la quincallería, se detenían a escuchar a Juana. - ¡Qué voz más dulce! - decían.
Aquellos días fueron tan felices, que no podían durar siempre. Las dos familias vecinas se separaron; la madre de la niña había muerto, el padre deseaba ir a Copenhague, para volver a casarse y buscar trabajo; quería establecerse de mandadero, que es un oficio muy lucrativo. Los vecinos se despidieron con lágrimas, y sobre todo lloraron los niños; los padres se prometieron mutuamente escribirse por lo menos una vez al año.
Y Knud entró de aprendiz de zapatero; era ya mayorcito y no se le podía dejar ocioso por más tiempo. Entonces recibió la confirmación.
¡Ah, qué no hubiera dado por estar en Copenhague aquel día solemne, y ver a Juanita! Pero no pudo ir, ni había estado nunca, a pesar de que no distaba más de cinco millas de Kjöge. Sin embargo, a través de la bahía, y con tiempo despejado, Knud había visto sus torres, y el día de la confirmación distinguió claramente la brillante cruz dorada de la iglesia de Nuestra Señora.
¡Oh, cómo se acordó de Juana! Y ella, ¿se acordaría de él? Sí, se acordaba.
Hacia Navidad llegó una carta de su padre para los de Knud. Las cosas les iban muy bien en Copenhague, y Juana, gracias a su hermosa voz, iba a tener una gran suerte; había ingresado en el teatro lírico; ya ganaba algún dinerillo, y enviaba un escudo a sus queridos vecinos de Kjöge para que celebrasen unas alegres Navidades. Quería que bebiesen a su salud, y la niña había añadido de su puño y letra estas palabras: «¡Afectuosos saludos a Knud!».
Todos derramaron lágrimas, a pesar de que las noticias eran muy agradables; pero también se llora de alegría. Día tras día Juana había ocupado el pensamiento de Knud, y ahora vio el muchacho que también ella se acordaba de él, y cuanto más se acercaba el tiempo en que ascendería a oficial zapatero, más claramente se daba cuenta de que estaba enamorado de Juana y de que ésta debía ser su mujer; y siempre que le venía esta idea se dibujaba una sonrisa en sus labios y tiraba con mayor fuerza del hilo, mientras tesaba el tirapié; a veces se clavaba la lezna en un dedo, pero ¡qué importa! Desde luego que no sería mudo, como los dos moldes de alajú; la historia había sido una buena lección.
Y ascendió a oficial. Colgóse la mochila al hombro, y por primera vez en su vida se dispuso a trasladarse a Copenhague; ya había encontrado allí un maestro. ¡Qué sorprendida quedaría Juana, y qué contenta! Contaba ahora 16 años, y él, 19.
Ya en Kjöge, se le ocurrió comprarle un anillo de oro, pero luego pensó que seguramente los encontraría mucho más hermosos en Copenhague. Se despidió de sus padres, y un día lluvioso de otoño emprendió el camino de la capital; las hojas caían de los árboles, y calado hasta los huesos llegó a la gran Copenhague y a la casa de su nuevo patrón.
El primer domingo se dispuso a visitar al padre de Juana. Sacó del baúl su vestido de oficial y el nuevo sombrero que se trajera de Kjöge y que tan bien le sentaba; antes había usado siempre gorra. Encontró la casa que buscaba, y subió los muchos peldaños que conducían al piso. ¡Era para dar vértigo la manera cómo la gente se apilaba en aquella enmarañada ciudad!
La vivienda respiraba bienestar, y el padre de Juana lo recibió muy afablemente. A su esposa no la conocía, pero ella le alargó la mano y lo invitó a tomar café.
- Juana estará contenta de verte - dijo el padre -. Te has vuelto un buen mozo. Ya la verás; es una muchacha que me da muchas alegrías y, Dios mediante, me dará más aún. Tiene su propia habitación, y nos paga por ella -. Y el hombre llamó delicadamente a la puerta, como si fuese un forastero, y entraron - ¡qué hermoso era allí! -. Seguramente en todo Kjöge no había un aposento semejante: ni la propia Reina lo tendría mejor. Había alfombras; en las ventanas, cortinas que llegaban hasta el suelo, un sillón de terciopelo auténtico y en derredor flores y cuadros, además de un espejo en el que uno casi podía meterse, pues era grande como una puerta. Knud lo abarcó todo de une ojeada, y, sin embargo, sólo veía a Juana; era una moza ya crecida, muy distinta de como la imaginara, sólo que mucho más hermosa; en toda Kjöge no se encontraría otra como ella; ¡qué fina y delicada! La primera mirada que dirigió a Knud fue la de una extraña, pero duró sólo un instante; luego se precipitó hacia él como si quisiera besarle. No lo hizo, pero poco le faltó. Sí, estaba muy contenta de volver a ver al amigo de su niñez. ¿No brillaban lágrimas en sus ojos? Y después empezó a preguntar y a contar, pasando desde los padres de Knud hasta el saúco y el sauce; madre saúco y padre sauce, como los llamaba, cual si fuesen personas; pero bien podían pasar por tales, si lo habían sido los pasteles de alajú. De éstos habló también y de su mudo amor, cuando estaban en el mostrador y se partieron... y la muchacha se reía con toda el alma, mientras la sangre afluía a las mejillas de Knud, y su corazón palpitaba con violencia desusada. No, no se había vuelto orgullosa. Y ella fue también la causante - bien se fijó Knud - de que sus padres lo invitasen a pasar la velada con ellos. Sirvió el té y le ofreció con su propia mano una taza luego cogió un libro y se puso a leer en alta voz, y al muchacho le pareció que lo que leía trataba de su amor, hasta tal punto concordaba con sus pensamientos. Luego cantó una sencilla canción, pero cantada por ella se convirtió en toda una historia; era como si su corazón se desbordase en ella. Sí, indudablemente quería a Knud. Las lágrimas rodaron por las mejillas del muchacho sin poder él impedirlo, y no pudo sacar una sola palabra de su boca; se acusaba de tonto a sí mismo, pero ella le estrechó la mano y le dijo:
- Tienes un buen corazón, Knud. Sé siempre como ahora.
Fue una velada inolvidable. Son ocasiones después de las cuales no es posible dormir, y Knud se pasó la noche despierto.
Al despedirlo el padre de Juana le había dicho:
- Ahora no nos olvidarás. Espero que no pasará el invierno sin que vuelvas a visitarnos -. Por ello, bien podía repetir la visita el próximo domingo; y tal fue su intención. Pero cada velada, terminado el trabajo - y eso que trabajaba hasta entrada la noche -, Knud salía y se iba hasta la calle donde vivía Juana; levantaba los ojos a su ventana, casi siempre iluminada, y una noche vio incluso la sombra de su rostro en la cortina - fue una noche maravillosa -. A la señora del zapatero no le parecían bien tantas salidas vespertinas, y meneaba la cabeza dubitativamente; pero el patrón se sonreía:
- ¡Es joven! - decía.
«El domingo nos veremos, y le diré que es la reina de todos mis pensamientos y que ha de ser mi esposa. Sólo soy un pobre oficial zapatero, pero puedo llegar a maestro; trabajaré y me esforzaré (sí, se lo voy a decir). A nada conduce el amor mudo, lo sé por aquellos alajús».
Y llegó el domingo, y Knud se fue a casa de Juana. Pero, ¡qué pena! Estaban invitados a otra casa, y tuvieron que decirlo al mozo. Juana le estrechó la mano y le preguntó:
- ¿Has estado en el teatro? Pues tienes que ir. Yo canto el miércoles, y, si tienes tiempo, te enviaré una entrada. Mi padre sabe la dirección de tu amo.
¡Qué atención más cariñosa de su parte! Y el miércoles llegó, efectivamente, un sobre cerrado que contenía la entrada, pero sin ninguna palabra, y aquella noche Knud fue por primera vez en su vida al teatro. ¿Qué vio? Pues sí, vio a Juana, tan hermosa y encantadora; cierto que estaba casada con un desconocido, pero aquello era comedia, una cosa imaginaria, bien lo sabía Knud; de otro modo, ella no habría osado enviarle la entrada para que lo viera. Al terminar, todo el público aplaudió y gritó «¡hurra!», y Knud también.
Hasta el Rey sonrió a Juana, como si hubiese sentido mucho placer en verla actuar. ¡Dios mío, qué pequeño se sentía Knud! Pero la quería con toda su alma, y ella lo quería también; pero es el hombre quien debe pronunciar la primera palabra, así lo pensaba también la figura del cuento. ¡Tenía mucha enjundia aquella historia!
No bien llegó el domingo, Knud se encaminó nuevamente a casa de Juana. Su estado de espíritu era serio y solemne, como si fuera a recibir la Comunión. La joven estaba sola y lo recibió; la ocasión no podía ser más propicia.
- Has hecho muy bien en venir - le dijo -. Estuve a punto de enviarte un recado por mi padre, pero presentí que volverías esta noche. Debo decirte que el viernes me marcho a Francia; tengo que hacerlo, si quiero llegar a ser algo.
Knud sintió como si el cuarto diera vueltas a su alrededor, y le pareció que su corazón iba a estallar. No asomó ni una lágrima a sus ojos, pero su desolación no era menos visible.
- Mi bueno y fiel amigo... - dijo ella, y sus palabras desataron la lengua del muchacho. Le dijo cómo la quería y cómo deseaba que fuese su esposa. Y al pronunciar estas palabras, vio que Juana palidecía y, soltándole la mano, le dijo con acento grave y afligido:
- ¡No quieras que los dos seamos desgraciados, Knud! Yo seré siempre una buena hermana para ti, siempre podrás contar conmigo, pero nada más - y le pasó la mano suave por la ardorosa frente -. Dios nos da la fuerza necesaria, con tal que nosotros lo queramos.
En aquel momento la madrastra entró en el aposento.
- Knud está desolado porque me marcho - dijo Juana ¡Vamos, sé un hombre! - y le dio un golpe en el hombro; era como si no hubiesen hablado más que del viaje. - ¡Chiquillo! - añadió -. Vas a ser bueno y razonable, como cuando de niños jugábamos debajo del sauce.
Parecióle a Knud que el mundo se había salido de quicio; sus ideas eran como una hebra suelta flotando a merced del viento. Quedóse sin saber si lo habían invitado o no, pero todos se mostraron afables y bondadosos; Juana le sirvió té y cantó. No era ya aquella voz de antes, y, no obstante, sonaba tan maravillosamente, que el corazón del muchacho estaba a punto de estallar. Y así se despidieron. Knud no le alargó la mano, pero ella se la cogió, diciendo:
- ¡Estrecha la mano de tu hermana para despedirte, mi viejo hermano de juego! - y se sonreía entre las lágrimas que le rodaban por las mejillas; y volvió a llamarlo hermano. ¡Valiente consuelo! Tal fue la despedida.
Se fue ella a Francia, y Knud siguió vagando por las sucias calles de Copenhague. Los compañeros del taller le preguntaron por qué estaba siempre tan caviloso, y lo invitaron a ir con ellos a divertirse; por algo era joven.
Y fue con ellos al baile, donde había muchas chicas bonitas, aunque ninguna como Juana. Allí, donde había esperado olvidarse de ella, la tenía más que nunca presente en sus pensamientos. «Dios nos da la fuerza necesaria, con tal que nosotros lo queramos», le había dicho ella; una oración acudió a su mente y juntó las manos... los violines empezaron a tocar, y las muchachas a bailar en corro. Knud se asustó; le pareció que no era aquél un lugar adecuado para Juana, pues la llevaba siempre en su corazón; salió, pues, del baile y, corriendo por las calles, pasó frente a la casa donde ella habla vivido. Estaba oscura; todo estaba oscuro, desierto y solitario. El mundo siguió su camino, y Knud el suyo.
Llegó el invierno, y se helaron las aguas; parecía como si todo se preparase para la tumba.
Pero al venir la primavera y hacerse a la mar el primer vapor, entróle a Knud un gran deseo de marcharse lejos, muy lejos a correr mundo, aunque no de ir a Francia.
Cerró la mochila y se fue a Alemania, peregrinando de una población a otra, sin pararse en ninguna, hasta que, al llegar a la antigua y bella ciudad de Nuremberg, le pareció que volvía a ser señor de sus piernas y que podía quedarse allí.
Nuremberg es una antigua y maravillosa ciudad, que parece recortada de una vieja crónica ilustrada. Las calles discurren sin orden ni concierto; las casas no gustan de estar alineadas; miradores con torrecillas, volutas y estatuas resaltan por encima de las aceras, y en lo alto de los tejados, asombrosamente puntiagudos, corren canalones que desembocan sobre el centro de la calle, adoptando formas de dragones y perros de alargados cuerpos.
Knud llegó a la plaza del mercado, con la mochila a la espalda, y se detuvo junto a una antigua fuente, en la que unas soberbias figuras de bronce, representativas de personajes bíblicos e históricos, se levantan entre los chorros de agua que brotan del surtidor. Una hermosa muchacha que estaba sacando agua dio de beber a Knud, y como llevara un puñado de rosas, le ofreció también una, y esto lo tomó el muchacho como un buen agüero.
Desde la cercana iglesia le llegaban sones de órgano, tan familiares como si fueran los de la iglesia de Kjöge, y el mozo entró en la vasta catedral. El sol, a través de los cristales policromados, brillaba por entre las altas y esbeltas columnas. Un gran fervor llenó sus pensamientos, y sintió en el alma una íntima paz.
Buscó y encontró en Nuremberg un buen maestro; quedóse en su casa y aprendió la lengua.
Los antiguos fosos que rodean la ciudad han sido convertidos en huertecitos, pero las altas murallas continúan en pie, con sus pesadas torres. El cordelero trenza sus cuerdas en el corredor construido de vigas que, a la largo del muro, conduce a la ciudad, y allí, brotando de grietas y hendeduras, crece el saúco, extendiendo sus ramas por encima de las bajas casitas, en una de las cuales residía el maestro para quien trabajaba Knud. Sobre la ventanuca de la buhardilla que era su dormitorio, el arbusto inclinaba sus ramas.
Residió allí todo un verano y un invierno, pero al llegar la primavera no pudo resistir por más tiempo; el saúco floreció, y su fragancia le recordaba tanto su tierra, que le parecía encontrarse en el jardín de Kjöge. Por eso cambió Knud de patrón, y se buscó otro en el interior de la ciudad, en un lugar donde no crecieran saúcos.
Su taller estaba en las proximidades de un antiguo puente amurallado, encima de un bajo molino de aguas que murmuraba eternamente; por debajo fluía un río impetuoso, encajonado entre casas de cuyas paredes se proyectaban miradores corroídos, siempre a punto de caerse al agua. No había allí saúcos, ni siquiera una maceta con una planta verde, pero enfrente se levantaba un viejo y corpulento sauce, que parecía agarrarse a la casa para no ser arrastrado por la corriente. Extendía sus ramas por encima del río, exactamente como el del jardín de Kjöge lo hacía por encima del arroyo.
En realidad, había ido a parar de la madre saúco al padre sauce; especialmente en las noches de luna, aquel árbol le hacía pensar en Dinamarca. Pero este pensamiento, más que de la luz de la luna, venía del viejo sauce.
No pudo resistirlo; y ¿por qué no? Pregúntalo al sauce, pregúntalo al saúco florido. Por eso dijo adiós a su maestro de Nuremberg y prosiguió su peregrinación.
A nadie hablaba de Juana; guardábase su pena en el fondo del alma, dando una profunda significación a la historia de los pasteles de alajú. Ahora comprendía por qué el hombre llevaba una almendra amarga en el costado izquierdo; también él sentía su amargor, mientras que Juana, siempre tan dulce y afable, era pura miel. Tenía la sensación de que las correas de la mochila le apretaban hasta impedirle respirar, y las aflojó, pero inútilmente. A su alrededor veía tan sólo medio mundo, el otro medio lo llevaba dentro; tal era su estado de ánimo.
Hasta el momento en que vislumbró las altas montañas no se ensanchó para él el mundo; sus pensamientos salieron al exterior, y las lágrimas asomaron a sus ojos. Los Alpes se le aparecían como las alas plegadas de la Tierra, y como si aquellas alas se abrieran, con sus cuadros maravillosos de negros bosques, impetuosas aguas, nubes y masas de nieve.
«El día del Juicio Final, la Tierra levantará sus grandes alas, volará a Dios y estallará como una burbuja de jabón en sus luminosos rayos. ¡Ah, si fuera el día del Juicio!» - suspiró.
Siguió errando por el país, que se le aparecía como un vergel cubierto de césped; desde los balcones de madera lo saludaban con amables signos de cabeza las muchachas encajeras, las cumbres de las montañas se veían teñidas de rojo a los rayos del sol poniente, y cuando descubrió los verdes lagos entre los árboles oscuros, le vino a la mente el recuerdo de la Bahía de Kjöge, y sintió que su pecho se llenaba de melancolía, pero no de dolor.
En el lugar donde el Rin se precipita como una enorme ola y, pulverizándose, se transforma en una clara masa de nubes blancas como la nieve, como si allí se forjasen las nubes - con el arco iris flotando encima cual una cinta suelta -, pensó en el molino de Kjöge, con sus aguas rugientes y espumeantes.
Gustoso se habría quedado en la apacible ciudad del Rin; pero crecían en ella demasiados saúcos y sauces, por lo que prosiguió su camino, cruzando las poderosas y abruptas montañas, a través de desplomadas paredes de rocas y de senderos que, cual nidos de golondrinas, se pegaban a las laderas. Las aguas mugían en las hondonadas, las nubes se cernían sobre su cabeza; por entre cardos, rododendros y nieve fue avanzando al calor del sol estival, hasta que dijo adiós a las tierras septentrionales, y entró en una región de castaños, viñedos y maizales. Las montañas eran un muro entre él y todos sus recuerdos; y así convenía que fuese.
Desplegábase ante él una ciudad grande y magnífica, llamada Milán y en ella encontró a un maestro alemán que le ofreció trabajo; era el taller de un matrimonio ya entrado en años, gente honrada a carta cabal. El zapatero y su mujer tomaron afecto a aquel mozo apacible, de pocas palabras, pero muy trabajador, piadoso y buen cristiano. También a él le parecía que Dios le había quitado la pesada carga que oprimía su corazón.
Su mayor alegría era ir de vez en cuando a la grandiosa catedral de mármol, que le parecía construida con la nieve de su patria, toda ella tallada en estatuas, torres puntiagudas y abiertos y adornados pórticos; desde cada ángulo de cada espira, de cada arco le sonreían las blancas esculturas. Encima tenía el cielo azul; debajo, la ciudad y la anchurosa y verdeante llanura lombarda, mientras al Norte se desplegaba el telón de altas montañas nevadas... Entonces pensaba en la iglesia de Kjöge, con sus paredes rojas, revestidas de yedra, pero no la echaba de menos; quería que lo enterrasen allí, detrás de las montañas.
Llevaba un año allí, y habían transcurrido tres desde que abandonara su patria, cuando un día su patrón lo llevó a la ciudad, pero no al circo a ver a los caballistas, sino a la Ópera, la gran ópera, cuyo salón era digno de verse. Colgaban allí siete hileras de cortinas de seda, y desde el suelo hasta el techo, a una altura que daba vértigo, se veían elegantísimas damas con ramos de flores en las manos, como disponiéndose a ir al baile, mientras los caballeros vestían de etiqueta, muchos de ellos con el pecho cubierto de oro y plata. La claridad competía con la del sol más espléndido, y la música resonaba fuerte y magnífica, mucho más que en el teatro de Copenhague; pero allí estaba Juana y aquí... ¡Sí, fue como un hechizo! Se levantó el telón, y apareció también Juana, vestida de oro y seda, con una corona en la cabeza. Cantó como sólo un ángel de Dios sabría hacerlo, y se adelantó en el escenario cuanto le fue posible, sonriendo como sólo Juana sabía sonreír; y miró precisamente a Knud.
El pobre muchacho agarró la mano de su maestro y gritó:
- ¡Juana! - mas nadie lo oyó sino él, pues la música ahogó su voz. Sólo su amo hizo un signo afirmativo con la cabeza.
- Sí, en efecto, se llama Juana - y, sacando un periódico, le mostró su nombre escrito en él.
¡No, no era un sueño! Y todo el público la aclamaba, y le arrojaba flores y coronas, y cada vez que se retiraba volvía a aplaudir llamándola a la escena. Salió una infinidad de veces.
En la calle, la gente se agrupó alrededor de su coche, y Knud se encontró en primera fila, loco de felicidad, y cuando, junto con todo el gentío, se detuvo frente a su casa magníficamente iluminada, hallóse él a la portezuela del carruaje. Apeóse Juana, la luz le dio en pleno rostro, y ella, sonriente y emocionada, dio las gracias por aquel homenaje. Knud la miró a la cara, y ella miró a su vez a la del joven... mas no lo reconoció. Un caballero que lucía una condecoración en el pecho le ofreció el brazo... Estaban prometidos, dijo la gente.
Luego Knud se fue a su casa y se sujetó la mochila a la espalda. Quería volver a su tierra; necesitaba volver a ella, al saúco, al sauce - ¡ay, bajo aquel sauce! -. En una hora puede recorrerse toda una vida humana.
Instáronle a que se quedase, más ninguna palabra lo pudo retener. Dijéronle que se acercaba el invierno, que las montañas estaban ya nevadas; pero él podría seguir el rastro de la diligencia, que avanzaba despacio - y así le abriría camino -, la mochila a la espalda y apoyado en su bastón.
Y tomó el camino de las montañas, cuesta arriba y cuesta abajo. Estaba cansado, y no había visto aún ni un pueblo ni una casa; marchaba hacia el Norte. Fulguraban las estrellas en el cielo, le vacilaban las piernas, y la cabeza le daba vueltas; en el fondo del valle centelleaban también estrellas, como si el cielo se extendiera no sólo en las alturas, sino bajo sus pies. Sentíase enfermo. Aquellos astros del fondo se volvían cada vez más claros y luminosos, y se movían de uno a otro lado. Era una pequeña ciudad, en la que brillaban las luces, y cuando él se dio cuenta de lo que se trataba, hizo un último esfuerzo y pudo llegar hasta una mísera posada.
Permaneció en ella una noche y un día entero, pues su cuerpo necesitaba descanso y cuidados; en el valle deshelaba y llovía. A la mañana se presentó un organillero, que tocó una melodía de Dinamarca, y Knud ya no pudo resistir por más tiempo. Anduvo días y días a toda prisa, como impaciente por llegar a la patria antes de que todos hubiesen muerto; pero a nadie habló de su anhelo, nadie habría creído en la pena le su corazón, la pena más honda que puede sentirse, pues el mundo sólo se interesa por lo que es alegre y divertido; ni siquiera los amigos hubieran podido comprenderlo, y él no tenía amigos. Extranjero, caminaba por tierras extrañas rumbo al Norte. En la única carta que recibiera de su casa, una carta que sus padres le habían escrito hacia largo tiempo, se decía: «No eres un danés verdadero como nosotros. Nosotros lo somos hasta el fondo del alma. A ti te gustan sólo los países extranjeros». Esto le habían escrito sus padres. ¡Ay, qué mal lo conocían!
Anochecía; él andaba por la carretera, empezaba a helar, y el paisaje se volvía más y más llano, todo él campos y prados. Junto al camino crecía un corpulento sauce. ¡Parecía aquello tan familiar, tan danés! Sentóse al pie del árbol; estaba fatigado, la cabeza se le caía, y los ojos se le cerraban; pero él seguía dándose cuenta de que el sauce inclinaba las ramas hacia él; el árbol se le aparecía como un hombre viejo y fornido, era el padre sauce en persona, que lo cogía en brazos y lo levantaba, a él, al hijo rendido, y lo llevaba a la tierra danesa, a la abierta playa luminosa, a Kjöge, al jardín de su infancia. Sí, era el mismo sauce de Kjöge que se había lanzado al mundo en su busca; y ahora lo había encontrado y conducido al jardincito junto al riachuelo, donde se hallaba Juana en todo su esplendor, la corona de oro en la cabeza, tal y como la viera la última vez, y le decía: - ¡Bienvenido!
Y he aquí que vio delante de él a dos extrañas figuras, sólo que mucho más humanas que las que recordaba de su niñez; también ellas habían cambiado. Eran los dos moldes de alajú, el hombre y la mujer, que lo miraban de frente y tenían muy buen aspecto. - ¡Gracias! - le dijeron a la vez -. Tú nos has desatado la lengua, nos has enseñado que hay que expresar francamente los pensamientos; de otro modo nada se consigue, y ahora nosotros hemos logrado algo: ¡Estamos prometidos!
Y se echaron a andar cogidos de la mano por las calles de Kjöge; incluso vistos de espalda estaban muy correctos, no había nada que reprocharles. Y se encaminaron directamente a la iglesia, seguidos por Knud y Juana, cogidos asimismo de la mano; y la iglesia aparecía como antes, con sus paredes rojas cubiertas de espléndida yedra, y la gran puerta de doble batiente abierta; resonaba el órgano, mientras los hombres y mujeres avanzaban por la nave: «¡Primero los señores!», decían; y los novios de alajú dejaron paso a Knud y Juana, los cuales fueron a arrodillarse ante el altar; ella inclinó la cabeza contra el rostro de él, y lágrimas glaciales manaron de sus ojos; era el hielo que rodeaba su corazón, fundido por su gran amor; las lágrimas rodaban por las mejillas ardorosas del muchacho... Y entonces despertó, y se encontró sentado al pie del viejo sauce de una tierra extraña, al anochecer de un día invernal; una fuerte granizada que caía de las nubes le azotaba el rostro.
- ¡Ha sido la hora más hermosa de mi vida - dijo -, y ha sido sólo un sueño! ¡Dios mío, deja que vuelva a soñar! - y, cerrando los ojos, quedóse dormido, soñando...
Hacia la madrugada empezó a nevar, y el viento arrastraba la nieve por encima del dormido muchacho. Pasaron varias personas que se dirigían a la iglesia, y encontraron al oficial artesano, muerto, helado, bajo el sauce.


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La espinosa senda del honor
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Circula todavía por ahí un viejo cuento titulado: «La espinosa senda del honor, de un cazador llamado Bryde, que llegó a obtener grandes honores y dignidades, pero sólo a costa de muchas contrariedades y vicisitudes en el curso de su existencia». Es probable que algunos de vosotros lo hayáis oído contar de niños, y tal vez leído de mayores, y acaso os haya hecho pensar en los abrojos de vuestro propio camino y en sus muchas «adversidades». La leyenda y la realidad tienen muchos puntos de semejanza, pero la primera se resuelve armónicamente acá en la Tierra, mientras que la segunda las más de las veces lo hace más allá de ella, en la eternidad.
La Historia Universal es una linterna mágica que nos ofrece en una serie de proyecciones, el oscuro trasfondo de lo presente; en ellas vemos cómo caminan por la espinosa senda del honor los bienhechores de la Humanidad, los mártires del genio.
Estas luminosas imágenes irradian de todos los tiempos y de todos los países, cada una durante un solo instante, y, sin embargo, llenando toda una vida, con sus luchas y sus victorias. Consideremos aquí algunos de los componentes de esta hueste de mártires, que no terminará mientras dure la Tierra.
Vemos un anfiteatro abarrotado. Las Nubes, de Aristófanes, envían a la muchedumbre torrentes de sátira y humor; en escena, el hombre más notable de Atenas, el que fue para el pueblo un escudo contra los treinta tiranos, es ridiculizado espiritual y físicamente: Sócrates, el que en el fragor de la batalla salvó a Alcibíades y a Jenofonte, el hombre cuyo espíritu se elevó por encima de los dioses de la Antigüedad, él mismo se halla presente; se ha levantado de su banco de espectador y se ha adelantado para que los atenienses que se ríen puedan comprobar si se parece a la caricatura que de él se presenta al público. Allí está erguido, destacando muy por encima de todos. Tú, amarga y ponzoñosa cicuta, habías de ser aquí el emblema de Atenas, no el olivo.
Siete ciudades se disputan el honor de haber sido la cuna de Homero; después que hubo muerto, se entiende. Fijaos en su vida: Va errante por las ciudades, recitando sus versos para ganarse el sustento, sus cabellos encanecen a fuerza de pensar en el mañana. Él, el más poderoso vidente con los oídos del espíritu, es ciego y está solo; la acerada espina rasga y destroza el manto del rey de los poetas. Sus cantos siguen vivos, y sólo por él viven los dioses y los héroes de la Antigüedad.
De Oriente y Occidente van surgiendo, imagen tras imagen, remotas y apartadas entre sí por el tiempo y el espacio, y, sin embargo, siempre en la senda espinosa del honor, donde el cardo no florece hasta que ha llegado la hora de adornar la tumba.
Bajo las palmeras avanzan los camellos, ricamente cargados de índigo y de otros valiosos tesoros. El Rey los envía a aquel cuyos cantos constituyen la alegría del pueblo y la gloria de su tierra; se ha descubierto el paradero de aquel a quien la envidia y la falacia enviaron al destierro... La caravana se acerca a la pequeña ciudad donde halló asilo; un pobre cadáver conducido a la puerta la hace detener. El muerto es precisamente el hombre a quien busca: Firdusi... Ha recorrido toda la espinosa senda del honor.
El africano de toscos rasgos, gruesos labios y cabello negro y lanoso, mendiga en las gradas de mármol de palacio de la capital lusitana; es el fiel esclavo de Camoens; sin él y sin las limosnas que le arrojan, moriría de hambre su señor, el poeta de Las Lusiadas.
Sobre la tumba de Camoens se levanta hoy un magnífico monumento.
Una nueva proyección.
Detrás de una reja de hierro vemos a un hombre, pálido como la muerte, con larga barba hirsuta.
- ¡He realizado un descubrimiento, el mayor desde hace siglos - grita -, y llevo más de veinte años encerrado aquí!
- ¿Quién es?
- ¡Un loco! - dice el guardián -. ¡A lo que puede llegar un hombre! ¡Está empeñado en que es posible avanzar al impulso del vapor!
Salomón de Caus , descubridor de la fuerza del vapor, cuyas imprecisas palabras de presentimiento no fueron comprendidas por un Richelieu, murió en el manicomio.
Ahí tenemos a Colón, burlado y perseguido un día por los golfos callejeros porque se había propuesto descubrir un nuevo mundo, ¡y lo descubrió! Las campanas de júbilo doblan a su regreso victorioso, pero las de la envidia no tardarán en ahogar los sones de aquéllas. El descubridor de mundos, que levantó del mar la tierra americana y la ofreció a su rey, es recompensado con cadenas de hierro, que pedirá sean puestas en su ataúd, como testimonios del mundo y de la estima de su época.
Las imágenes se suceden; está muy concurrida la senda espinosa del honor.
He aquí, en el seno de la noche y las tinieblas, aquel que calculó la altitud de las montañas de la Luna, que recorrió los espacios hasta las estrellas y los planetas, el coloso que vio y oyó el espíritu de la Naturaleza, y sintió que la Tierra se movía bajo sus pies: Galileo. Ciego y sordo está, un anciano, traspasado por la espina del sufrimiento en los tormentos del mentís, con fuerzas apenas para levantar el pie, que un día, en el dolor de su alma, golpeó el suelo al ser borradas las palabras de la verdad: «¡Y, sin embargo, se mueve!».
Ahí está una mujer de alma infantil, llena de entusiasmo y de fe, a la cabeza del ejército combatiente, empuñando la bandera y llevando a su patria a la victoria y la salvación. Estalla el júbilo... y se enciende la hoguera: Juana de Arco, la bruja, es quemada viva.
Peor aún, los siglos venideros escupirán sobre el blanco lirio: Voltaire, el sátiro de la razón, cantará La pucelle .
En el Congreso de Viborg, la nobleza danesa quema las leyes del Rey: brillan en las llamas, iluminan la época y al legislador, proyectan una aureola en la tenebrosa torre donde él está aprisionado, envejecido, encorvado, arañando trazos con los dedos en la mesa de piedra; él, otrora señor de tres reinos, el monarca popular, el amigo del burgués y del campesino: Cristián II, de recio carácter en una dura época . Sus enemigos escriben su historia. Pensemos en sus veintisiete años de cautiverio, cuando nos venga a la mente su crimen .
Allí se hace a la vela una nave de Dinamarca; en alto mástil hay un hombre que contempla por última vez la Isla Hveen: es Tycho Brahe, que levantará el nombre de su patria hasta las estrellas y será recompensado con la ofensa y el disgusto. Emigra a una tierra extraña: «El cielo está en todas partes, ¿qué más necesito?», son sus palabras; parte el más ilustre de nuestros hombres, para verse honrado y libre en un país extranjero .
«¡Ah, libre, incluso de los insoportables dolores del cuerpo!», oímos suspirar a través de los tiempos. ¡Qué cuadro! Griffenfeld, un Prometeo danés, encadenado a la rocosa Isla de Munkholm .
Nos hallamos en América, al borde de un caudaloso río; se ha congregado una muchedumbre, un barco va a zarpar contra viento y marea, desafiando los elementos. Roberto Fulton se llama el hombre que se cree capaz de esta hazaña. El barco inicia el viaje; de pronto se queda parado, y la multitud ríe, silba y grita; su propio padre silba también: - ¡Orgullo, locura! ¡Has encontrado tu merecido! ¡Qué encierren a esta cabeza loca! -. Entonces se rompe un diminuto clavo que por unos momentos había frenado la máquina, las ruedas giran, las palas vencen la resistencia del agua, el buque arranca... La lanzadera del vapor reduce las horas a minutos entre las tierras del mundo.
Humanidad, ¿comprendes cuán sublime fue este despertar de la conciencia, esta revelación al alma de su misión, este instante en que todas las heridas del espinoso sendero del honor - incluso las causadas por propia culpa - se disuelven en cicatrización, en salud, fuerza y claridad, la disonancia se transforma en armonía, los hombres ven la manifestación de la gracia de Dios, concedida a un elegido y por él transmitida a todos?
Así la espinosa senda del honor aparece como una aureola que nimba la Tierra. ¡Feliz el que aquí abajo ha sido designado para emprenderla, incorporado graciosamente a los constructores del puente que une a los hombres con Dios!
Sostenido por sus alas poderosas, vuela el espíritu de la Historia a través de los tiempos mostrando - para estímulo y consuelo, para despertar una piedad que invita a la meditación -, sobre un fondo oscuro, en cuadros luminosos, el sendero del honor, sembrado de abrojos, que no termina, como en la leyenda, en esplendor y gozo aquí en la Tierra, sino más allá de ella, en el tiempo y en la eternidad.


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La familia feliz
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La hoja verde más grande de nuestra tierra es seguramente la del lampazo. Si te la pones delante de la barriga, parece todo un delantal, y si en tiempo lluvioso te la colocas sobre la cabeza, es casi tan útil como un paraguas; ya ves si es enorme. Un lampazo nunca crece solo. Donde hay uno, seguro que hay muchos más. Es un goce para los ojos, y toda esta magnificencia es pasto de los caracoles, los grandes caracoles blancos, que en tiempos pasados, la gente distinguida hacía cocer en estofado y, al comérselos, exclamaba: «¡Ajá, qué bien sabe!», persuadida de que realmente era apetitoso; pues, como digo, aquellos caracoles se nutrían de hojas de lampazo, y por eso se sembraba la planta.
Pues bien, había una vieja casa solariega en la que ya no se comían caracoles.
Estos animales se habían extinguido, aunque no los lampazos, que crecían en todos los caminos y bancales; una verdadera invasión. Era un auténtico bosque de lampazos, con algún que otro manzano o ciruelo; por lo demás, nadie habría podido suponer que aquello había sido antaño un jardín. Todo eran lampazos, y entre ellos vivían los dos últimos y matusalémicos caracoles.
Ni ellos mismos sabían lo viejos que eran, pero se acordaban perfectamente de que habían sido muchos más, de que descendían de una familia oriunda de países extranjeros, y de que todo aquel bosque había sido plantado para ellos y los suyos. Nunca habían salido de sus lindes, pero no ignoraban que más allá había otras cosas en el mundo, una, sobre todo, que se llamaba la «casa señorial», donde ellos eran cocidos y, vueltos de color negro, colocados en una fuente de plata; pero no tenían idea de lo que ocurría después. Por otra parte, no podían imaginarse qué impresión debía causar el ser cocido y colocado en una fuente de plata; pero seguramente sería delicioso, y distinguido por demás. Ni los abejorros, ni los sapos, ni la lombriz de tierra, a quienes habían preguntado, pudieron informarles; ninguno había sido cocido ni puesto en una fuente de plata.
Los viejos caracoles blancos eran los más nobles del mundo, de eso sí estaban seguros. El bosque estaba allí para ellos, y la casa señorial, para que pudieran ser cocidos y depositados en una fuente de plata.
Vivían muy solos y felices, y como no tenían descendencia, habían adoptado un caracolillo ordinario, al que educaban como si hubiese sido su propio hijo; pero el pequeño no crecía, pues no pasaba de ser un caracol ordinario. Los viejos, particularmente la madre, la Madre Caracola, creyó observar que se desarrollaba, y pidió al padre que se fijara también; si no podía verlo, al menos que palpara la pequeña cascara; y él la palpó y vio que la madre tenía razón.
Un día se puso a llover fuertemente.
- Escucha el rampataplán de la lluvia sobre los lampazos -dijo el viejo.
- Sí, y las gotas llegan hasta aquí -observó la madre-. Bajan por el tallo. Verás cómo esto se moja. Suerte que tenemos nuestra buena casa, y que el pequeño tiene también la suya. Salta a la vista que nos han tratado mejor que a todos los restantes seres vivos; que somos los reyes de la creación, en una palabra. Poseemos una casa desde la hora en que nacemos, y para nuestro uso exclusivo plantaron un bosque de lampazos. Me gustaría saber hasta dónde se extiende, y que hay ahí afuera.
- No hay nada fuera de aquí - respondió el padre -. Mejor que esto no puede haber nada, y yo no tengo nada que desear.
- Pues a mí -dijo la vieja- me gustaría llegarme a la casa señorial, que me cocieran y me pusieran en una fuente de plata. Todos nuestros antepasados pasaron por ello y, créeme, debe de
ser algo excepcional.
- Tal vez la casa esté destruida -objetó el caracol padre-, o quizás el bosque de lampazos la ha cubierto, y los hombres no pueden salir. Por lo demás, no corre prisa; tú siempre te precipitas, y el pequeño sigue tu ejemplo. En tres días se ha subido a lo alto del tallo; realmente me da vértigo, cuando levanto la cabeza para mirarlo.
- No seas tan regañón -dijo la madre-. El chiquillo trepa con mucho cuidado, y estoy segura de que aún nos dará muchas alegrías; al fin y a la postre, no tenemos más que a él en la vida. ¿Has pensado alguna vez en encontrarle esposa? ¿No crees que si nos adentrásemos en la selva de lampazos, tal vez encontraríamos a alguno de nuestra especie?
- Seguramente habrá por allí caracoles negros -dijo el viejo- caracoles negros sin cáscara; pero, ¡son tan ordinarios!, y, sin embargo, son orgullosos. Pero podríamos encargarlo a las hormigas, que siempre corren de un lado para otro, como si tuviesen mucho que hacer. Seguramente encontrarían una mujer para nuestro pequeño.
- Yo conozco a la más hermosa de todas -dijo una de las hormigas-, pero me temo que no haya nada que hacer, pues se trata de una reina.
- ¿Y eso qué importa? -dijeron los viejos-. ¿Tiene una casa?
- ¡Tiene un palacio! -exclamó la hormiga-, un bellísimo palacio hormiguero, con setecientos corredores.
- Muchas gracias -dijo la madre-. Nuestro hijo no va a ir a un nido de hormigas. Si no sabéis otra cosa mejor, lo encargaremos a los mosquitos blancos, que vuelan a mucho mayor distancia, tanto si llueve como si hace sol, y conocen el bosque de lampazos por dentro y por fuera.
- ¡Tenemos esposa para él! -exclamaron los mosquitos-. A cien pasos de hombre en un zarzal, vive un caracolito con casa; es muy pequeñín, pero tiene la edad suficiente para casarse. Está a no más de cien pasos de hombre de aquí.
- Muy bien, pues que venga -dijeron los viejos-. Él posee un bosque de lampazos, y ella, sólo un zarzal.
Y enviaron recado a la señorita caracola. Invirtió ocho días en el viaje, pero ahí estuvo precisamente la distinción; por ello pudo verse que pertenecía a la especie apropiada.
Y se celebró la boda. Seis luciérnagas alumbraron lo mejor que supieron; por lo demás, todo discurrió sin alboroto, pues los viejos no soportaban francachelas ni bullicio. Pero Madre Caracola pronunció un hermoso discurso; el padre no pudo hablar, por causa de la emoción. Luego les dieron en herencia todo el bosque de lampazos y dijeron lo que habían dicho siempre, que era lo mejor del mundo, y que si vivían honradamente y como Dios manda, y se multiplicaban, ellos y sus hijos entrarían algún día en la casa señorial, serían cocidos hasta quedar negros y los pondrían en una fuente de plata.
Terminado el discurso, los viejos se metieron en sus casas, de las cuales no volvieron ya a salir; se durmieron definitivamente. La joven pareja reinó en el bosque y tuvo una numerosa descendencia; pero nadie los coció ni los puso en una fuente de plata, de lo cual dedujeron que la mansión señorial se había hundido y que en el mundo se había extinguido el género humano; y como nadie los contradijo, la cosa debía de ser verdad. La lluvia caía sólo para ellos sobre las hojas de lampazo, con su rampataplán, y el sol brillaba únicamente para alumbrarles el bosque y fueron muy felices. Toda la familia fue muy feliz, de veras.


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La hija del rey del pantano
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Las cigüeñas cuentan muchísimas leyendas a sus pequeños, y todas ellas suceden en el pantano o el cenagal. Generalmente son historias adaptadas a su edad y a la capacidad de su inteligencia. Las crías más pequeñas se extasían cuando se les dice: «¡Cribel, crabel, plurremurre!». Lo encuentran divertidísimo, pero las que son algo mayores reclaman cuentos más enjundiosos, y sobre todo les gusta oír historias de la familia. De las dos leyendas más largas y antiguas que se han conservado en el reino de las cigüeñas, todos conocemos una, la de Moisés, que, abandonado en las aguas del Nilo por su madre, fue encontrado por la hija del faraón. Diósele una buena educación y llegó a ser un gran personaje, aunque nadie conoce el lugar de su sepultura. Pero esta historia la sabe todo el mundo.
La otra apenas se ha difundido hasta la fecha, acaso por tener un carácter más local. Durante miles de años, las cigüeñas se la han venido transmitiendo de generación en generación, cada una contándola mejor que la anterior, y así nosotros damos ahora la versión más perfecta.
La primera pareja de cigüeñas que la narró, y que había desempeñado personalmente cierto papel en ella, tiene su residencia veraniega en la casa de madera del vikingo, en el pantano de Vendsyssel. Está en el departamento de Hjörring, cerca de Skagen, en Jutlandia, para expresarnos científicamente. Todavía hoy existe allí un pantano enorme, según puede comprobarse leyendo la geografía de la región. Dicen los libros que en tiempos muy remotos aquello era el fondo del mar, que luego se levantó. Se extiende millas y millas en todas direcciones, rodeado de prados húmedos y de suelo movedizo, con turberas, zarzales y árboles raquíticos. Casi siempre flota sobre él una densa niebla, y setenta años atrás se encontraban aún lobos en aquellos parajes. Tiene bien merecido el nombre de «Pantano salvaje», y es fácil imaginar lo inaccesible que debió de ser hace mil años, todo él lleno de ciénagas y lagunas. Cierto que, mirado en conjunto, ya entonces ofrecía el aspecto actual: los cañaverales tenían la misma altura, con las mismas largas hojas y las flores pennadas de color pardomorado. Crecía, lo mismo que hoy, el abedul de blanca corteza y finas hojas sueltas y colgantes. Y en cuanto a los animales que moraban en la región, diremos que la mosca llevaba, su vestido de tul de idéntico corte que ahora, y que el color de la cigüeña era blanco y negro, con medias rojas. En cambio, el atuendo de los hombres era de distinto modelo que el nuestro. Eso sí, los que se aventuraban en aquel suelo pantanoso, ya fuesen siervos o cazadores libres, acababan hace mil años tan miserablemente como en nuestros días: quedaban presos en el fango y se hundían en la mansión del rey del pantano, como era llamado el personaje que reinaba en el fondo de aquel gran imperio. Aunque lo llamaban Rey del pantano, a nosotros nos parece más apropiado decir Rey de la ciénaga, que era el título que le daban las cigüeñas. De su modo de gobernar muy poco se sabía, y tal vez sea mejor así.
En las proximidades del pantano, junto al fiordo de Lim, alzábase la casa de madera del vikingo, con bodega de mampostería, torre y tres pisos. En el tejado, la cigüeña había establecido su nido, donde la madre empollaba tranquilamente sus huevos, segura de que los pequeños saldrían con toda felicidad.
Un anochecer, el padre llegó a casa más tarde que de costumbre, desgreñado y con las plumas erizadas. Venía muy excitado.
- Tengo que contarte algo espantoso - dijo a su esposa.
- ¡No me lo cuentes! - replicó ella -. Piensa que estoy incubando. A lo mejor recibo un susto, y los huevos lo pagarían.
- Pues tienes que saberlo - insistió el padre -. Ha llegado la hija de aquel rey de Egipto que nos da hospedaje. Se ha arriesgado a emprender este largo viaje, y ahora está perdida.
- ¿Cómo? ¿La de la familia de las hadas? ¡Cuéntame, deprisa! Ya sabes que no puedo sufrir que me hagan esperar cuando estoy empollando.
- Pues la niña ha dado fe a lo que dijo el doctor y que tú misma me explicaste. Que la flor de este pantano podía curar a su padre enfermo, y por eso se vino volando en vestido de plumas, acompañada de las otras dos princesas, vestidas igual, que todos los años vienen al Norte para bañarse y rejuvenecerse. Ha llegado y está perdida.
- Cuentas con tanta parsimonia - dijo la madre cigüeña -, que los huevos se enfriarán. Estoy impaciente y no puedo soportarlo.
- He aquí lo que he visto - prosiguió el padre -. Cuando me hallaba esta tarde en el cañaveral, donde el suelo es bastante firme para sostenerme, llegaron de pronto tres cisnes. En su aleteo había algo que me hizo pensar: «Cuidado, ésos no son cisnes de verdad; de cisnes sólo tienen las plumas». En estas cosas, a nosotros no nos la pegan. Tú lo sabes tan bien como yo.
- Desde luego - respondió ella -. Pero háblame de una vez de la princesa. ¡Dale que dale con los cisnes y sus plumas!
- Como sabes muy bien, en el centro del cenagal hay una especie de lago - prosiguió la cigüeña padre -. Si te levantas un poquitín, podrás ver un rincón de él. Allí, en el suelo pantanoso y junto al cañaveral, crece un aliso. Los tres cisnes se posaron en él y miraron a su alrededor aleteando. Uno de ellos se quitó la piel que lo cubría, y entonces reconocí a la princesa de nuestra casa de Egipto. Se sentó, sin más vestido que su larga y negra cabellera. La oí decir a sus dos compañeros que le guardasen el plumaje, mientras ella se sumergía en el agua para coger la flor que creía ver desde arriba. Los otros asintieron con un gesto de la cabeza y se elevaron por los aires, llevándose el vestido de plumas. «¿Qué se llevan entre manos?», pensé yo, y probablemente la princesa pensaría lo mismo. La respuesta me la dieron los ojos, y no los oídos: se remontaron llevándose el vestido de plumas mientras gritaban: «¡Échate al agua! Nunca más volarás disfrazada de cisne, ni volverás a ver Egipto. ¡Quédate en el pantano!». Y diciendo esto, hicieron mil pedazos el vestido de plumas y lo dispersaron por el aire como si fuesen copos de nieve. Luego, las dos perversas princesas se alejaron volando.
- ¡Es horrible! - exclamó la cigüeña madre -. ¡No puedo oírlo..! Pero sigue, ¿qué sucedió después?
- La princesa se deshacía en llanto y lamentos. Sus lágrimas caían sobre el aliso, el cual de pronto empezó a moverse, pues era el rey del cenagal en persona, el que vive en el pantano. Vi cómo el tronco giraba y desaparecía, y unas ramas largas cubiertas de lodo se levantaban al cielo como si fuesen brazos. La pobre niña, asustada, saltó sobre la movediza tierra del pantano. Pero si a mí no puede sostenerme, ¡imagina si podía soportarla a ella! Hundióse inmediatamente, y con ella el aliso; fue él quien la arrastró. En la superficie aparecieron grandes burbujas negras, y luego desapareció todo rastro. Ha quedado sepultada en el pantano, y jamás volverá a Egipto con la flor. ¡Se te hubiera partido el corazón, mujercita mía!
- ¿Por qué vienes a contarme esas cosas en estos momentos? Los huevos pueden salir mal parados. Sea como fuere, la princesa se salvará; alguien saldrá en su ayuda. Si se tratase de ti o de mí, la cosa no tendría remedio, desde luego.
- Sin embargo, iré todos los días a echar un vistazo - dijo el padre, y así lo hizo.
Durante mucho tiempo no observó nada de particular. Mas un buen día vio que salía del fondo un tallo verde, del cual, al llegar a la superficie del agua, brotó una hoja, que se fue ensanchando a ojos vistas. Junto a ella formóse una yema, y una mañana en que la cigüeña pasaba volando por encima, vio que, por efecto de los cálidos rayos del sol, se abría el capullo, y mostraba en su cáliz una lindísima niña, rosada y tierna como si saliera del baño.
Era tan idéntica a la princesa egipcia, que la cigüeña creyó al principio que era ella misma vuelta a la infancia. Mas pensándolo bien, llegó a la conclusión de que debía ser hija de ella y del rey del pantano. Por eso estaba depositada en un lirio de agua.
«Aquí no puede quedarse - pensó la cigüeña -. En mi nido somos ya demasiados, pero se me ocurre una idea. La mujer del vikingo no tiene hijos, y ¡cuántas veces ha suspirado por tener uno! Dicen de mí que traigo los niños pequeños; pues esta vez voy a hacerlo en serio. Llevaré la niña a la esposa del vikingo. ¡Qué alegría tendrá!».
Y la cigüeña cogió la criatura y se echó a volar hacia la casa de madera. Con el pico abrió un agujero en el hueco de la ventana y depositó la pequeñuela en el regazo de la mujer del vikingo. Seguidamente, regresó a su nido, donde explicó a madre cigüeña lo sucedido. Las crías escucharon también el relato, pues eran ya lo bastantes crecidas para comprenderlo.
- ¿Sabes? la princesa no está muerta. Ha enviado arriba a su hijita, y ella habita allá abajo.
- ¿No te lo dije yo? - exclamó mamá cigüeña -. Pero ahora piensa en ocuparte un poco de tus propios hijos. Se acerca el día de la marcha. Siento ya una especie de cosquilleo debajo de las alas. El cuclillo y el ruiseñor han partido ya, y, por lo que oigo, las codornices pronostican un viento favorable. O mucho me engaño, o mis hijos están en disposición de comportarse bravamente durante el viaje.
¡Qué alegría la de la mujer del vikingo cuando, al despertarse por la mañana, encontró a la hermosa niña sobre su pecho! La besó y la acarició, pero ella no cesaba de gritar con todas sus fuerzas y de agitar manos y piernas. Parecía estar de un pésimo humor. Finalmente, a fuerza de llorar, se quedó dormida, y estaba lindísima en su sueño. La mujer estaba loca de contenta. Sólo deseaba que regresara su marido, que había salido a una expedición con sus hombres.
Creyendo próximo su retorno, tanto ella como todos los criados andaban atareados poniendo orden en la casa.
Los largos tapices de colores que ella misma tejiera con ayuda de sus doncellas, y que representaban a sus divinidades principales - Odin, Thor y Freia -, fueron colgados de las paredes. Los siervos pulieron bien los escudos que adornaban las estancias. Sobre los bancos se colocaron almohadones, en el hogar del centro del salón se amontonó leña seca para encender fuego al primer aviso. El ama tomó parte activa en los preparativos, por lo que al llegar la noche se sentía muy cansada y durmió profundamente. Al despertarse, hacia la madrugada, experimentó un terrible sobresalto: la niña había desaparecido. Saltó de la cama, encendió una tea y buscó por todas partes. Y he aquí que al pie del lecho encontró, en vez de la niña, una fea y gorda rana. Su visión le produjo tanto enojo, que, cogiendo un palo, se dispuso a aplastarla. Pero el animal la miró con ojos tan tristes, que la mujer no se sintió con fuerzas para darle muerte. Siguió mirando por la habitación, mientras la rana croaba angustiosamente, como tratando de estimular su compasión.
Sobresaltada, la mujer se fue a la ventana y abrió el postigo. En el mismo momento salió el sol y lanzó sus rayos sobre la gorda rana. De repente pareció como si la bocaza del animal se contrajese, volviéndose pequeña y roja, los miembros se estirasen y tomasen formas delicadas. Y la mujer vio de nuevo en el lecho a su linda pequeñuela, en vez de la fea rana.
- ¿Qué es esto? - dijo -, ¿Acaso he soñado? Sea lo que sea, el hecho es que he recuperado a mi querida y preciosa hijita-. Y la besó y estrechó contra su corazón, pero ella le arañaba y mordía como si fuese un gatito salvaje.
El vikingo no llegó aquel día ni al siguiente, aunque estaba en camino. Pero tenía el viento contrario, pues soplaba a favor del vuelo de las cigüeñas, que emigraban hacia el Sur. Buen viento para unos, es mal viento para otros.
Al cabo de varios días con sus noches, la mujer del vikingo había comprendido lo que ocurría con su niña. Un terrible hechizo pesaba sobre ella. De día era hermosa como un hada de luz, aunque su carácter era reacio y salvaje. En cambio, de noche era una fea rana, plácida y lastimera, de mirada triste. Conjugábanse en ella dos naturalezas totalmente opuestas, que se manifestaban alternativamente, tanto en el aspecto físico como en el espiritual. Durante el día, la chiquilla que trajera la cigüeña tenía la figura de su madre y el temperamento de su padre; de noche, en cambio, su cuerpo recordaba el rey de la ciénaga, su padre, mientras el corazón y el sentir eran los de la madre. ¿Quién podría deshacer aquel embrujo, causado por un poder maléfico? Tal pensamiento obsesionaba a la mujer del vikingo, que, a pesar de todo, seguía encariñada con la pobre criatura. Lo más prudente sería no decir nada a su marido cuando llegase, pues éste, siguiendo la costumbre del país, no vacilaría en abandonar en el camino a la pobre niña, para que la recogiera quien se sintiese con ánimos. La bondadosa mujer no podía resignarse a ello. Era necesario que su esposo sólo viese a la criaturita a la luz del día.
Una mañana pasaron las cigüeñas zumbando por encima del tejado. Durante la noche se habían posado en él más de cien parejas, para descansar después de la gran maniobra. Ahora emprendían el vuelo rumbo al mediodía.
- Preparados todos los machos - sonó la orden -. ¡Mujeres y niños también!
- ¡Qué ligeras nos sentimos! - decían las cigüeñas jóvenes -. Las patas nos pican y cosquillean, como si tuviésemos ranas vivas en el cuerpo. ¡Qué suerte poder viajar por el extranjero!
- Manteneos dentro de la bandada - dijeron el padre y la madre - y no mováis continuamente el pico, que esto ataca el pecho.
Y se echaron a volar.
En el mismo momento se oyó un sonido de cuernos en el erial; era el vikingo, que desembarcaba con sus hombres. Volvía con un rico botín de las costas de Galia, donde las aterrorizadas gentes cantaban, como en Britania: «¡Líbranos, Señor, de los salvajes normandos!».
¡Qué vida y qué bullicio empezó entonces en el pueblo vikingo del pantano! Llevaron el barril de hidromiel a la gran sala, encendieron fuego y sacrificaron caballos. Se preparaba un gran festín. El sacrificador purificó a los esclavos, rociándolos con sangre caliente de caballo. Chisporroteaba el fuego, esparcíase el humo por debajo del techo, y el hollín caía de las vigas, pero todos estaban acostumbrados. Los invitados fueron obsequiados con un opíparo banquete. Olvidándose intrigas y rencillas, bebióse copiosamente, y en señal de franca amistad se arrojaban mutuamente a la cabeza los huesos roídos. El bardo - una especie de juglar, que también era guerrero y había tomado parte en la campaña en la que había presenciado los acontecimientos que ahora narraba - entonó una canción en la que ensalzó los hechos heroicos llevados a cabo por cada uno. Todas las estrofas terminaban con el estribillo: «La hacienda se pierde; los linajes se extinguen; los hombres perecen también, pero un nombre famoso no muere jamás».
Entonces todos golpeaban los escudos y martilleaban con un cuchillo o con un hueso sobre la mesa, provocando un ruido infernal.
La esposa del vikingo permanecía sentada en el banco transversal de la gran sala de fiestas; llevaba vestido de seda, brazaletes de oro y perlas de ámbar. Se había puesto sus mejores galas, y el bardo no dejó de mencionarla en su canto. Habló del tesoro que había aportado a su opulento marido, el cual estaba encantado con la hermosa niña que había visto a la luz del día, en toda su belleza. Le había gustado el carácter salvaje que se manifestaba en la criatura. Pensaba que la pequeña sería, andando el tiempo, una magnífica walkiria, capaz de competir con cualquier héroe; no parpadearía cuando una mano diestra le afeitara en broma las cejas con su espada.
Vacióse el primer barril de hidromiel y trajeron otro. Se bebía de firme, y los comensales eran gentes de gran resistencia. Sin embargo, ya entonces corría el refrán: «Los animales saben cuándo deben salir del prado; pero un hombre insensato nunca conoce la medida de su estómago». No es que no la conocieran, pero del dicho al hecho hay un gran trecho. También conocían este otro proverbio: «La amistad se enfría cuando el invitado tarda demasiado en marcharse». Y, sin embargo, no se movían; eran demasiado apetitosos la carne y el hidromiel. La fiesta discurrió con gran bullicio. Por la noche, los siervos durmieron en las cenizas calientes; untaron los dedos en la grasa mezclada con hollín y se relamieron muy a gusto. Fue una fiesta espléndida.

Aquel año, el vikingo se hizo otra vez a la vela, pese a que se levantaban ya las tormentas otoñales. Dirigióse con sus hombres a las costas británicas, lo cual, según él, era sólo «atravesar el charco». Su mujer quedó en casa con la niña. Ahora la madre adoptiva quería ya más a la pobre rana de dulce mirada y hondos suspiros, que a la belleza que arañaba y mordía.
Bosques y eriales fueron invadidos por las espesas y húmedas nieblas de otoño, que provocan la caída de las hojas. El «pájaro sin plumas», como llaman allí a la nieve, llegó volando en nutridas bandadas; se acercaba el invierno. Los gorriones se incautaron del nido de las cigüeñas, burlándose, a su manera, de las propietarias ausentes. ¿Dónde pararían éstas, con su prole?
Pues a la sazón estaban en Egipto, donde el sol calienta tanto en invierno como lo hace en nuestro país en los más hermosos días del verano. Tamarindos y acacias florecían por doquier. La media luna de Mahoma brillaba radiante en las cúpulas de las mezquitas. Numerosas parejas de cigüeñas descansaban en las esbeltas torres después de su largo viaje. Grandes bandadas habían alineado sus nidos sobre las poderosas columnas, las derruidas bóvedas de los templos y otros lugares abandonados. La palma datilera proyectaba a gran altura su copa protectora, como formando un parasol. Las grises pirámides se dibujaban como siluetas en el aire diáfano sobre el fondo del desierto, donde el avestruz hacía gala de la ligereza de sus patas, y el león contemplaba con sus grandes y despiertos ojos la esfinge marmórea, medio enterrada en la arena. El agua del Nilo se había retirado; en el lecho del río pululaban las ranas, las cuales ofrecían al pueblo de las cigüeñas el más sublime espectáculo que aquella tierra pudiera depararles. Los pequeños creían que se trataba de un engañoso espejismo, de tan hermoso que lo encontraban.
- Así van las cosas, aquí. Ya os lo dije yo que en nuestra tierra cálida se está como en Jauja - dijo la madre cigüeña; y los pequeños sintieron un cosquilleo en el estómago.
- ¿Queda aún mucho por ver? - preguntaron ¿Tenemos que ir más lejos todavía?
- No, ya no hay más que ver - respondió la vieja -. Después de esta bella tierra viene una selva impenetrable, donde los árboles crecen en confusión, enlazados por espinosos bejucos. Es una espesura inaccesible, a cuyo través sólo el elefante puede abrirse camino con sus pesadas patas. Las serpientes son allí demasiado gordas para nosotras, y las ardillas, demasiado rápidas y vivarachas. Por otra parte, si os adentráis en el desierto, se os meterá arena en los ojos; y esto en el mejor de los casos, es decir, si el tiempo es bueno; que si se pone tempestuoso, seréis engullidos por una tromba de arena. No, aquí es donde se está mejor. Hay ranas y langostas. Aquí nos quedaremos.
Y se quedaron. Los viejos se instalaron en su nido, construido en la cúspide del esbelto minarete, y se entregaron al descanso, aunque bastante tenían que hacer con alisarse las plumas y rascarse las rojas medias con el pico. De vez en cuando extendían el cuello, y, saludando gravemente, levantaban la cabeza, de frente elevada y finas plumas. En sus ojos pardos brillaba la inteligencia. Las jovencitas paseaban con aire grave por entre los jugosos juncos, mirando de reojo a sus congéneres. De este modo se trababan amistades, y a cada tres pasos se detenían para zamparse una rana. Luego cogían una culebrina con el pico, la balanceaban de un lado a otro, con movimientos de la cabeza que ellas creían graciosos; en todo caso, el botín les sabía a gloria. Los jóvenes petimetres armaban mil pendencias, golpeándose con las alas, atacándose unos a otros con el pico hasta hacerse sangre. Y así se iban enamorando y prometiendo los señoritos y las damitas. Al fin y al cabo, éste era el objetivo de su vida. Entonces cada pareja pensaba en construir su nido, lo cual daba pie a nuevas contiendas, pues en aquellas tierras cálidas todo el mundo es de temperamento fogoso. Pero, con todo, reinaba la alegría, y los viejos, sobre todo, estaban muy satisfechos. A los ojos de los padres está bien cuanto hacen los hijos. Salía el sol todos los días abundaba la comida, sólo había que pensar en divertirse y pasarlo bien. Pero al rico palacio del que las cigüeñas llamaban su anfitrión, no había vuelto la alegría.
El poderoso y opulento señor, con todos los miembros paralizados, yacía cual una momia en un diván de la espaciosa sala de policromas paredes. Habríase dicho que reposaba en el cáliz de un tulipán. Rodeábanlo parientes y amigos. No estaba muerto, pero tampoco podía decirse que estuviera vivo. Seguía sin llegar la salvadora flor del pantano nórdico, en cuya busca había partido aquella que más lo quería. Su joven y hermosa hija, que había emprendido el vuelo hacia el Norte disfrazada de cisne, cruzando tierras y mares, no regresaría nunca. «Ha muerto», habían comunicado a su vuelta las doncellas-cisnes. He aquí la historia que se habían inventado:
Íbamos las tres volando a gran altura, cuando nos descubrió un cazador y nos disparó una flecha, que hirió a nuestra amiguita. Ésta, entonando su canción de despedida, cayó lentamente como un cisne moribundo al lago del bosque. La enterramos en la orilla, bajo un aromático abedul. Pero la hemos vengado. Pusimos fuego bajo el ala de la golondrina que construía su nido en el techo de cañas del cazador. El fuego prendió, y toda la casa fue pasto de las llamas. El cazador murió abrasado, y la hoguera brilló por encima del lago, hasta el abedul a cuyo pie habíamos sepultado a nuestra amiga. Allí reposa la princesa, tierra que ha vuelto a la tierra. ¡Jamás regresará a Egipto! -. Y las dos se echaron a llorar.
La cigüeña padre, a quien contaron aquella fábula, castañeteó con el pico con tanta fuerza, que el eco resonó a lo lejos.
- ¡Mentira y perfidia! - exclamó -. Me entran ganas de traspasarles el pecho con el pico.
- ¡Sí, para rompértelo! - replicó la madre -. ¡Lo guapo que quedarías! Mejor será que pienses en ti y después en tu familia. ¿Qué te importan los demás?
- Sin embargo, mañana me pondré al borde del tragaluz de la cúpula, cuando se reúnan los sabios y eruditos para tratar del estado del enfermo. Tal vez de este modo se acercarán algo a la verdad.
Y los sabios y eruditos se congregaron. Hubo muchos y elocuentes discursos. Extendiéronse en mil detalles; pero la cigüeña no sacó nada en limpio, ni tampoco salió de la asamblea nada que pudiera aprovechar al enfermo ni a la hija perdida en el pantano. Sin embargo, bueno será que oigamos algo. ¡Tantas cosas hay que oír en este mundo!
Para entender lo ocurrido, conviene ahora que nos remontemos a los principios de esta historia. Así la podremos comprender bien, o al menos tanto como papá cigüeña.
«El amor engendra la vida. El amor más alto engendra la vida más alta», había dicho alguien. Y era una idea muy inteligente y muy bien expresada, al decir de los sabios.
- Es un hermoso pensamiento - afirmó enseguida papá cigüeña. - No acabo de entenderlo bien - replicó la madre -, y la culpa no es mía, sino del pensamiento. Pero me importa un comino, otras cosas tengo en que pensar.
Los sabios se extendieron luego en largas disquisiciones sobre las distintas clases de amor. Hay que distinguir el amor que los novios sienten uno hacia el otro, del amor entre padres e hijos; y también es distinto el amor de la luz por las plantas - y los sabios describieron cómo el rayo del sol besa el cieno y cómo de este beso brota el germen -. Todo ello fue expuesto con grandes alardes de erudición, hasta el extremo de que la cigüeña padre fue incapaz de seguir el hilo del discurso, y no digamos ya de repetirlo. Quedó muy pensativo y, entonando los ojos, pasóse todo el día siguiente de pie sobre una pata. Aquello era demasiado para su inteligencia.
Pero una cosa entendió papá cigüeña, una cosa que había oído tanto de labios de los ciudadanos inferiores como de los signatarios más encopetados: que para miles de habitantes y para la totalidad del país era una gran calamidad el hecho de que aquel hombre estuviese enfermo sin esperanzas de restablecerse. Sería una suerte y una bendición el que recuperase la salud. «Pero, ¿dónde crece la flor que posee virtud para devolvérsela?». Todos lo habían preguntado, consultado los libros eruditos, las brillantes constelaciones, los vientos y las intemperies. Habían echado mano de todos los medios posibles, y finalmente la asamblea de eminencias había llegado, según ya se dijo, a aquella conclusión: «El amor engendra vida, vida para el padre», con lo cual dijeron más de lo que ellos mismos comprendían. Y lo repitieron por escrito, en forma de receta: «El amor engendra vida». Ahora bien, ¿cómo preparar aquella receta? Ahí estaba el problema. Por fin convinieron unánimemente en que el auxilio debía partir de la princesa, que amaba a su padre con todo el corazón y toda el alma. Tras muchas discusiones, encontraron también el medio de llevar a cabo la empresa. Hacía ahora exactamente un año que la princesa, una noche de luna creciente, a la hora en que ya el astro declinaba, se dirigió a la esfinge de mármol del desierto. Llegada frente a ella, hubo de quitar la arena que cubría la puerta que había a su pie, y seguir el largo corredor que llevaba al centro de la enorme pirámide, en que reposaba la momia de uno de los poderosos faraones de la Antigüedad, rodeada de pompa y magnificencia. Debería apoyar la cabeza sobre el muerto, y entonces le sería revelada la manera de salvar la vida de su padre.
Todo lo había cumplido la princesa, y en sueños se le había comunicado que debía partir hacia el Norte en busca de un profundo pantano situado en tierra danesa. Le habían marcado exactamente el lugar, y debía traer a su país la flor de loto que tocara su pecho en lo más hondo de sus aguas. Así es como se salvaría su padre.
Por eso había emprendido ella el viaje al pantano salvaje, en figura de cisne. De todo esto se enteraron la pareja de cigüeñas, y ahora también nosotros estamos mucho mejor enterados que antes. Sabemos que el rey del pantano la había atraído hacia sí, y que los suyos la tenían por muerta y desaparecida. Sólo el más sabio de los reunidos añadió, como dijera ya la madre cigüeña: «Ella encontrará la manera de salvarse», y todos decidieron esperar a que se confirmara esta esperanza, a falta de otra cosa mejor.
- Ya sé lo que voy a hacer - dijo cigüeña padre -. Quitaré a las dos malas princesas su vestido de cisnes. Así no podrán volver al pantano y cometer nuevas tropelías. Guardaré los plumajes allá arriba, hasta que les encuentre alguna aplicación.
- ¿Dónde los vas a esconder? - preguntó la madre.
- En nuestro nido del pantano - respondió él -. Yo y nuestros pequeños podemos ayudarnos mutuamente para su transporte, y si resultasen demasiado pesados, siempre habrá algún lugar en ruta donde ocultarlos hasta el próximo viaje. Un plumaje de cisne sería suficiente para la princesa, pero si hay dos, mejor que mejor. Para viajar por el Norte hay que ir bien equipado.
- Nadie te lo agradecerá - dijo la madre -. Pero tú eres el que mandas. Yo sólo cuento durante la incubación.
En el pueblo del vikingo, a orillas del pantano salvaje, donde en primavera vivían las cigüeñas, habían dado nombre a la niña. La llamaron Helga, pero aquel nombre era demasiado dulce para el temperamento que se albergaba en su hermosa figura. Mes tras mes iba la niña creciendo, y así pasaron varios años, en el curso de los cuales las cigüeñas repitieron regularmente su viaje: en otoño rumbo al Nilo, y en primavera, de vuelta al pantano. La pequeña se había convertido en una muchacha, y, antes de que nadie se diese cuenta, en una hermosísima doncella de 16 años. Pero bajo la bella envoltura ocultábase un alma dura e implacable. Era más salvaje que la mayoría de las gentes de aquellos rudos y oscuros tiempos. Su mayor placer era bañar las blancas manos en la sangre humeante del caballo sacrificado. En sus accesos de furor mordía el cuello del gallo negro que el sacerdote se disponía a inmolar, y a su padre adoptivo le decía muy en serio:
- Si viniese tu enemigo y atase una soga a las vigas de nuestro tejado, y lo levantase justamente encima de la habitación donde duermes, yo no te despertaría aunque pudiera hacerlo. No oiría nada, pues aún zumba en mi oído la sangre desde aquel día en que me pegaste una bofetada. ¡Tengo buena memoria!
Pero el vikingo no prestaba crédito a sus palabras; como todos los demás estaba trastornado por su hermosura, y tampoco conocía la transformación interior y exterior que la pequeña Helga sufría todos los días. Montaba a caballo sin silla, como formando una sola pieza con su montura, y partía al galope tendido. No se apeaba cuando el animal se batía con otros de igual fiereza. Completamente vestida se arrojaba a la violenta corriente de la bahía y salía nadando al encuentro del vikingo, cuando el bote de éste avanzaba hacia la orilla. De su largo y hermoso cabello se cortó el rizo más largo, para trenzar con él una cuerda de arco. - Lo mejor es lo que se hace uno mismo - decía.
La mujer del vikingo, que, como correspondía a la época y a las costumbres, era de voluntad firme y carácter recio, en comparación con su hija adoptiva era un ser dulce y tímido. Por otra parte, sabía que aquella criatura terrible era víctima de un embrujo.
Cuando la madre estaba en la azotea o salía al patio, muchas veces Helga se sentía acometida del perverso capricho de sentarse sobre el borde del pozo y, agitando brazos y piernas, precipitarse por el angosto y profundo agujero. Impelida por su naturaleza de rana, se zambullía hasta el fondo. Luego volvía a la superficie, trepaba como un gato hasta la boca del pozo y, chorreando agua, entraba en la sala, donde las hojas verdes que cubrían el suelo eran arrastradas por el arroyuelo.
Pero había un momento en que Helga aceptaba el freno: el crepúsculo vespertino, durante el cual se volvía apacible y pensativa, dejándose guiar y conducir. Entonces, un sentimiento íntimo la acercaba a su madre, y cuando el sol se ponía y se producía su transformación interior y exterior, se quedaba quieta y triste, contraída en su figura de rana. Su cuerpo era entonces mucho más voluminoso que el de este animal, y precisamente esta circunstancia aumentaba su fealdad. Parecía una enana repugnante, con cabeza de rana y manos palmeadas. Una infinita tristeza se reflejaba en sus ojos, cuya mirada paseaba en derredor; en vez de voz emitía un croar apagado, como un niño que solloza en sueños. La mujer del vikingo la tomaba entonces en su regazo, olvidándose de su horrible figura, y mirando únicamente a sus tristes ojos. Y muchas veces le decía:
- Casi preferiría que fueses siempre mi ranita muda. Peor es tu aspecto cuando por fuera pareces tan bella.
Y escribía runas contra los hechizos y las enfermedades, y las echaba sobre la infeliz, pero no lograba ninguna mejoría.
- ¡Quién creería que fue tan pequeña y que reposó en el cáliz de un lirio de agua! - dijo un día la cigüeña padre -. Ahora es toda una moza, fiel retrato de su madre egipcia. Nunca hemos vuelto a verla desde aquel día. No ha conseguido salvarse, como creísteis tú y el sabio. Año tras año he volado sobre el pantano, pero jamás ha dado señal de vida. Te lo voy a confesar: aquellos años en que llegaba unos días antes que tú, para arreglar el nido y poner en orden las cosas, me pasé cada vez una noche entera volando, como una lechuza o un murciélago por encima del pantano, y siempre sin resultado. Hasta ahora los dos plumajes de cisne que traje del Nilo con ayuda de mis pequeños, siguen allí sin servir para nada. Y tanto como costó el transporte: tres viajes completos hubimos de invertir. Ahora llevan ya años en el fondo del nido, y si un día hay un incendio y la casa se quema, se consumirán ellos también.
- Y también nuestro buen nido - suspiró la cigüeña madre -. Tú piensas menos en él que en los plumajes y en tu princesa egipcia. ¿Por qué no bajas al pantano y te quedas a su lado?. Para tu propia familia eres un mal padre; te lo tengo dicho varias veces, desde que empollé por primera vez. ¡Con tal que esa salvaje chiquilla del vikingo no nos largue una flecha a las alas! No sabe lo que hace. Y, sin embargo, esta casa fue nuestra mucho antes que suya, debería tenerlo en cuenta. Nosotros no nos olvidamos nunca de pagar nuestra deuda; cada año traemos nuestra contribución: una pluma, un huevo y una cría, como es justo y equitativo. ¿Crees acaso que cuando la chica ronda por ahí me atrevo a salir como antes y como acostumbro hacer en Egipto, donde estoy en trato de igualdad con las personas, sin privarme de nada, metiendo el pico en escudillas y pucheros? No, aquí me estoy muy quietecita, rabiando por aquella mocosa.
Y rabiando también por su causa. ¿Por qué no la dejaste en el lirio de agua? No nos veríamos ahora en estos apuros.
- Bueno, bueno; eres mejor de lo que harían creer tus discursos - respondió papá cigüeña -. Te conozco mejor de lo que tú misma puedes conocerte.
Y pegando un salto y un par de aletazos y estirando las patas hacia atrás, se puso a volar, o, mejor diríamos, a nadar, sin mover siquiera las alas. Cuando estuvo alejado un buen trecho dio otro vigoroso aletazo, el sol brilló en sus blancas plumas, y cuello y cabeza se alargaron hacia delante. ¡Qué fuerza y qué brío!
- Es el más guapo de todos, esto no hay quien lo niegue - dijo mamá cigüeña -. Pero me guardaré bien de decírselo.
Aquella vez el vikingo llegó antes que de costumbre, en el tiempo de la cosecha, con botín y prisioneros. Entre éstos venía un joven sacerdote cristiano, uno de esos que perseguían a los antiguos dioses de los países nórdicos. En los últimos años se había hablado a menudo en la hacienda y en el aposento de las mujeres, de aquella nueva fe que se había difundido en todas las tierras del Mediodía, y que San Ansgario había llevado ya incluso hasta Hedeby, en el Schlei. Hasta la pequeña Helga había oído hablar de la religión del Cristo blanco, que, por amor a los hombres, había venido a redimirlos. Verdad es que la noticia, como suele decirse, le había entrado por un oído y salido por el otro. La palabra amor sólo parecía tener sentido para ella cuando, en el cerrado aposento, se contraía para transformarse en la mísera rana. Pero la mujer del vikingo no había echado la nueva en saco roto, y los informes y relatos que circulaban sobre aquel Hijo del único Dios verdadero, la habían impresionado profundamente.
Los hombres al volver de la expedición, habían hablado de los magníficos templos, construidos con ricas piedras labradas, en honor de aquel dios cuyo mandamiento era el amor. Habían traído varios vasos de oro macizo, artísticamente trabajados, y que despedían un singular aroma. Eran incensarios, de aquellos que los sacerdotes cristianos agitaban ante el altar, en el que nunca manaba la sangre, sino que el pan y el vino consagrados se transformaban en el cuerpo y la sangre de Aquel que se había ofrecido en holocausto para generaciones aún no nacidas.
El joven sacerdote cautivo fue encerrado en la bodega de piedra de la casa, con manos y pies atados con cuerdas de fibra. Era hermoso, «hermoso como el dios Baldur», había dicho la esposa del vikingo, la cual se compadecía de su suerte, mientras Helga pedía que le pasasen una cuerda a través de las corvas y lo atasen a los rabos de toros salvajes.
- Entonces yo soltaría los perros, y ¡a correr por el pantano y el erial! ¡Qué espectáculo, entonces, y aún sería más divertido seguirlo a la carrera!
Pero el vikingo se negó a someterlo a aquella clase de muerte, y lo condenó a ser sacrificado al día siguiente sobre la piedra sagrada del soto, como embaucador y perseguidor de los altos dioses. No sería la primera vez que se inmolaba allí a un hombre.
La joven Helga pidió que se le permitiese rociar con su sangre las imágenes de los dioses y al pueblo. Afiló su bruñido cuchillo, y al pasar sobre sus pies uno de los grandes y fieros perros, muy numerosos en la hacienda, le clavó el arma en el flanco.
- Esto es sólo un ensayo - dijo. La mujer del vikingo observó con gran pena la conducta de la salvaje y perversa muchacha. Cuando llegó la noche y se produjo la transformación en el cuerpo y el alma de la hermosa doncella, expresó, con el corazón compungido y ardientes palabras, todo el dolor que la embargaba.
La fea rana permanecía inmóvil, con el cuerpo contraído, clavados en la mujer los tristes ojos pardos, escuchándola y pareciendo comprender sus reproches con humana inteligencia.
- Nunca, ni siquiera a mi marido, dijo mi lengua una palabra de lo que por tu causa estoy sufriendo - exclamaba la esposa del vikingo -. Nunca hubiera creído que en mi alma cupiera tanto dolor. Grande es el amor de una madre, pero tu corazón ha sido siempre insensible a él. Tu corazón es como un frío trozo de barro. ¿Por qué viniste a parar a nuestra casa?
Un temblor extraño recorrió el cuerpo de la repugnante criatura, como si aquellas palabras hubiesen tocado un lazo invisible entre el cuerpo y el alma. Gruesas lágrimas asomaron a sus ojos.
- ¡Ya vendrán para ti tiempos duros! - prosiguió la mujer -. Pero también mi vida se hará espantosa. Mejor hubiera sido exponerte en el camino, recién nacida, para que te meciera la helada hasta hacerte morir -. Y la esposa del vikingo lloró amargas lágrimas, y se retiró, airada y afligida, detrás de la cortina de pieles que, colgando de la viga, dividía en dos la habitación.
La arrugada rana quedó sola en una esquina. Aun siendo muda, al cabo de un rato exhaló un suspiro ahogado. Era como si, sumida en profundo dolor, naciese una vida nueva en lo más íntimo de su pecho.
El feo animal avanzó un paso, aguzó el oído, dio luego un segundo paso y, con sus manos torpes, cogió la pesada barra colocada delante de la puerta. Sacóla sin hacer ruido y quitó luego la clavija de debajo de la aldaba. Después cogió la lámpara encendida que había en la parte delantera de la habitación; hubiérase dicho que una voluntad férrea le daba energías. Descorriendo el perno de hierro del escotillón, se deslizó escaleras abajo hasta el prisionero, que estaba dormido. Tocóle la rana con su mano fría y húmeda, y al despertar él y ver ante sí la repelente figura, estremecióse como ante una aparición infernal. El animal se sacó el cuchillo, cortó las ligaduras del cautivo y le hizo señas de que lo siguiera.
Él invocó nombres sagrados, trazó la señal de la cruz y, viendo que aquella figura seguía invariable, dijo:
- Bienaventurado el que tiene compasión del desgraciado. El Señor lo amparará en el día de la tribulación. ¿Quién eres? ¿Cómo tienes el exterior de un animal, y, sin embargo, realizas obras de misericordia?
La rana le hizo una seña y lo guió, entre corredores cerrados sólo por pieles de animales, hasta el establo, donde le señaló un caballo. Montó él de un saltó, pero la rana se subió delante, agarrándose a las crines. El prisionero comprendió su intención, y, emprendiendo un trote ligero, pronto se encontraron, por un camino que él no habría descubierto nunca, en el campo libre.
El hombre se olvidó de la repugnante figura de su compañera, sintiendo sólo la gracia y la misericordia del Señor, que obraba a través de aquel monstruo; y rezó piadosas oraciones y entonó canciones santas. La rana empezó a temblar: ¿se manifestaba en ella el poder de la oración y del canto, o era acaso el fresco de la mañana, que no estaba ya muy lejos? ¿Qué era lo que sentía? Incorporóse y trató de detener el caballo y saltar a tierra, pero el sacerdote la sujetó con todas sus fuerzas y entonó un canto para deshacer el hechizo que mantenía aquel ser en su repugnante figura de rana. El caballo se lanzó a todo galope, el cielo tiñóse de rojo, el primer rayo de sol rasgó las nubes, y el manantial de luz provocó la transformación cotidiana: nuevamente apareció la joven belleza con su alma demoníaca. Él, que tenía fuertemente asida a la hermosa doncella, espantóse y, saltando del caballo, lo detuvo, creyendo que tenía ante los ojos un nuevo y siniestro hechizo. Pero la joven Helga se había apeado también de un brinco; la breve falda sólo le llegaba hasta las rodillas. Sacando el afilado cuchillo del cinturón, arrojóse sobre su sorprendido compañero.
- ¡Deja que te alcance! - gritaba -. Deja que te alcance y te hundiré el cuchillo en el corazón. ¡Estás pálido como la cera! ¡Esclavo! ¡Mujerzuela!
Y se arrojó sobre él. Entablóse una ruda lucha. Parecía como si un poder invisible diese fuerzas al cristiano; sujetó a la doncella, y un viejo roble que allí crecía vino en su ayuda, trabando los pies de su enemiga con las raíces que estaban en parte al descubierto. Allí cerca manaba una fuente; el hombre roció con sus aguas cristalinas el pecho y el rostro de la muchacha, según costumbre cristiana; pero el bautismo no tiene virtud cuando del interior no brota al mismo tiempo el manantial de la fe.
Y, no obstante, este gesto surgió su efecto. En sus brazos obraban fuerzas sobrehumanas en lucha contra el poder del mal; y el cristiano pudo dominarla. Dejó ella caer los brazos, y se quedó contemplando con mirada de asombro las pálidas mejillas de aquel hombre que le parecía un poderoso mago, fuerte en sus artes misteriosas. Leía él en alta voz oscuras y funestas runas, trazando en el aire signos indescifrables. Ni ante el hacha centelleante ni ante un afilado cuchillo blandido ante sus ojos habría ella parpadeado; y, en cambio, lo hizo cuando él trazó la señal de la cruz sobre su frente. Permaneció quieta cual un ave amansada, reclinada la cabeza sobre el pecho.
Él le habló con dulzura de la caritativa acción que había realizado aquella noche cuando, presentándose en su prisión en figura de feísima rana, lo había desatado y vuelto a la luz y a la vida. También ella estaba atada, atada con lazos más duros que los de él, dijo, pero también llegaría, por su mediación, a la luz y la vida. La conduciría a Hedeby, a presencia del santo hombre Ansgario; en aquella ciudad cristiana se desharía el embrujo. Pero no debía llevarla montada delante de él, aunque se comportara con apacibilidad y mansedumbre.
- Montarás a la grupa, no delante. Tu beldad hechicera tiene un poder que procede del demonio, y lo temo. ¡Pero venceré, en el nombre de Cristo!
Hincóse de rodillas y rezó con piedad y fervor. Y fue como si la silenciosa naturaleza se trocase en un templo santo; los pájaros se pusieron a cantar, como si fueran el coro de los fieles, mientras la menta silvestre exhalaba un intenso aroma, como para reemplazar el de ámbar y el incienso. Él anunciaba en voz alta la palabra de las Escrituras: «La luz de lo alto nos ha visitado para iluminar a aquellos que se hallan sumidos en las sombras de la muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz».
Y habló del anhelo de la criatura, y mientras hablaba, el caballo, que en veloz carrera lo había llevado hasta allí, permanecía inmóvil, pataleando en los largos zarcillos de la zarzamora, de modo que los jugosos frutos caían en la mano de Helga, ofreciéndole algo con que calmar el hambre.
Dócilmente se dejó subir a las ancas del caballo y quedó sentada como una sonámbulo, que se está quieta pero no despierta. El cristiano ató dos ramas en forma de cruz, que sostuvo en la mano, y emprendieron la ruta a través del bosque, cada vez más espeso e impenetrable, por un camino que se iba estrechando progresivamente, hasta que se perdió en la maleza. Cada zarzal era una barrera que les cerraba el paso y había que rodear; las fuentes no se convertían en arroyuelos, sino en verdaderos pantanos, que obligaban a nuevos rodeos. Mas el aire puro del bosque proporcionaba a los caminantes fuerza y alivio, y un vigor no menos intenso brotaba de las dulces palabras del jinete, en las que resonaban la fe y la caridad cristianas, animadas por el afán de llevar a la embrujada doncella hacia la luz y la vida.
La gota de lluvia perfora, dicen, la dura piedra. En el curso del tiempo, las olas del mar pulimentan y redondean la quebrada roca esquinada; el rocío de la gracia, que por vez primera caía sobre la pequeña Helga, reblandecía la dureza, redondeaba la arista. Ninguna conciencia tenía ella de lo que en sí misma ocurría. ¡Qué sabe la semilla, hundida en la tierra, de la planta y la flor que hay encerradas en ella, y que germinarán con ayuda de la humedad y de los rayos del sol!
Semejante al canto de la madre, que se va insinuando imperceptiblemente en el alma del niño, de manera que éste va imitando poco a poco las palabras sin comprenderlas, así también obraba allí el verbo, esa fuerza divina que santifica a cuantos en ella creen.
Salieron del bosque, cruzaron el erial y se adentraron nuevamente por selvas intransitables. Hacia el anochecer, se toparon con unos bandoleros.
- ¿Dónde raptaste esta preciosa muchacha? ­ le preguntaron los bandidos. Cogieron el caballo por la brida y obligaron a apearse a los dos jinetes; formaban un grupo muy numeroso. El sacerdote no disponía de más arma que el cuchillo que había arrancado a Helga, y con él se defendió valerosamente. Uno de los salteadores blandió su hacha, pero el cristiano saltó de lado, esquivando la herida. El filo del hacha fue a clavarse en el cuello del caballo; brotó un chorro de sangre y el animal se desplomó. Entonces, Helga, como arrancada de un profundo ensimismamiento, se precipitó contra el gimiente caballo. El sacerdote se colocó delante de ella para protegerla, pero uno de los bandidos le asestó un mazazo en la frente, con tal violencia que la sangre y los sesos fueron proyectados al aire, y el cristiano cayó muerto.
Los bandoleros sujetaron a Helga por los blancos brazos, pero en el mismo momento se puso el sol, y la muchacha se transformó en una fea rana. La boca, de un verde blanquecino, se ensanchó hasta cubrir la mitad de su cara, los brazos se le volvieron delgados y viscosos, una ancha mano palmeada se extendió en abanico... Los bandoleros la soltaron, espantados. Ella, convertida en un monstruo repulsivo, empezó a dar saltos, como era propio de su nueva naturaleza, más altos que ella misma, y desapareció entre la maleza. Los bandoleros creyeron que se las habían con las malas artes de Loki o con algún misterioso hechizo, y se apresuraron a alejarse del siniestro lugar.
Salió la luna llena e inundó las tierras con su luz. Entre la maleza apareció Helga en su horrible figura de rana. Se acercó al cadáver del sacerdote cristiano, que yacía junto al caballo, y lo contempló con ojos que parecían verter lágrimas. Su boca emitió un sonido singular, semejante al de un niño que prorrumpe en llanto. Arrojábase ya sobre uno ya sobre el otro y, recogiendo agua en su ancha mano, la vertía sobre los cuerpos. Muertos estaban y muertos deberían quedar; bien lo comprendió ella. No tardarían en acudir los animales de la selva, que devorarían los cadáveres. ¡No, no debía permitirlo! Se puso a excavar un hoyo, lo más hondo posible. Quería prepararles una sepultura, pero no disponía de más instrumentos que sus manos y una fuerte rama de árbol. Con el trabajo se le distendía tanto la membrana que le unía los dedos de batracio, que se desgarró y empezó a manar sangre. Comprendiendo que no lograría dar fin a su tarea, fue a buscar agua, lavó el rostro del muerto, cubrió el cuerpo con hojas verdes y, reuniendo grandes ramas, las extendió encima, tapando con follaje los intersticios. Luego cogió las piedras más voluminosas que pudo encontrar, las acumuló sobre los cuerpos y rellenó con musgo las aberturas. Hecho todo esto, consideró que el túmulo era lo bastante fuerte y protegido. Pero entretanto había llegado la madrugada, salió el sol y Helga recobró su belleza, aunque tenía las manos sangrantes, y por primera vez las lágrimas bañaban sus mejillas virginales.
En el proceso de su transformación, pareció como si sus dos naturalezas luchasen por conquistar la supremacía; la muchacha temblaba, dirigía miradas a su alrededor como si acabase de despertar de un sueño de pesadilla. Corrió a la esbelta haya para apoyarse en su tronco, y un momento después trepaba como un gato a la cima del árbol, agarrándose fuertemente a él. Allí se quedó semejante a una ardilla asustada, casi todo el día, en la profunda soledad del bosque, donde todo parece muerto y silencioso. ¡Muerto! Verdad es que revoloteaban unas mariposas jugando o peleándose, y que a poca distancia se destacaban varios nidos de hormigas, habitados cada uno por algunos centenares de laboriosos insectos, que iban y venían sin cesar. En el aire danzaban enjambres de innúmeros mosquitos; nubes de zumbadoras moscas pasaban volando, así como libélulas y otros animalillos alados; la lombriz de tierra se arrastraba por el húmedo suelo, los topos construían sus galerías... pero todo lo demás estaba silencioso y muerto. Nadie se fijaba en Helga, a excepción de los grajos, que revoloteaban en torno a la cima del árbol donde ella se hallaba; curiosos, saltaban de rama en rama, hasta llegar a muy poca distancia de la muchacha. Una mirada de sus ojos los ahuyentaba, y ni ellos sacaban nada en claro de la doncella, ni ésta sabía qué pensar de su situación.
Al acercarse la noche y comenzar la puesta del sol, la metamorfosis la movió a dejar su actitud pasiva. Deslizóse del tronco, y no bien se hubo extinguido el último rayo, volvió ella a contraerse y a convertirse en rana, con la piel de las manos desgarrada. Pero esta vez sus ojos tenían un brillo maravilloso, mayor casi que en los de la hermosa doncella. En aquella cabeza de rana brillaban los ojos de muchacha más dulces y piadosos que pueda imaginarse. Eran un testimonio de los sentimientos humanos que albergaba en su pecho. Y aquellos hermosos ojos rompieron a llorar, dando suelta a gruesas lágrimas que aligeraban el corazón.
Junto al túmulo que había levantado estaba aún la cruz hecha con dos ramas, la última labor del que ahora reposaba en el seno de la muerte. Recogióla Helga y, cediendo a un impulso repentino, la clavó entre las piedras, sobre el sacerdote y el caballo muertos. Ante el melancólico recuerdo volvieron a fluir sus lágrimas, y trazó el mismo signo en el suelo, todo alrededor de la tumba, como si quisiera cercarla con una santa valla. Y he aquí que mientras trazaba con ambas manos la señal de la cruz, desprendiósele la membrana que le unía los dedos, como si fuese un guante, y cuando se inclinó sobre la fuente para lavarse, vio, admirada, sus finas y blancas manos, y volvió a dibujar en el aire la señal de la cruz. Y he aquí que temblaron sus labios, movióse su lengua y salió, sonoro, de su boca, el nombre que con tanta frecuencia oyera pronunciar y cantar en el curso de su carrera por el bosque: el nombre de Jesucristo.
Cayóle la envoltura de rana y volvió a ser una joven y espléndida doncella. Pero su cabeza, fatigada, se inclinó; sus miembros pedían descanso, y se quedó dormida.
Su sueño fue breve, pues se despertó a medianoche. Ante ella estaba el caballo muerto, radiante y lleno de vida; de sus ojos y del cuello herido irradiaba un brillo singular. A su lado había el sacerdote cristiano. «¡Más hermoso que Baldur!», habría dicho la mujer del vikingo, y, sin embargo, venía como rodeado de llamas.
El sacerdote la miraba con ojos graves, en los que la dulzura templaba la justicia. El alma de Helga quedó como iluminada por la luz de aquella mirada. Los repliegues más recónditos de su corazón quedaron al descubierto. Helga se estremeció, y su recuerdo se despertó con una intensidad como sólo se dará en el día del juicio. Su memoria revivió todas las bondades recibidas, todas las palabras amorosas que le habían dirigido. Comprendió que era el amor lo que la había sostenido en los días de prueba, en los que la criatura hecha de alma y cieno fermenta y lucha. Se dio cuenta de que no había hecho más que seguir los impulsos de sus instintos, sin hacer nada para dominarlos. Todo le había sido dado, todo lo había dirigido un poder superior. Inclinóse profundamente, llena de humildad y de vergüenza, ante Aquel que sabía leer en cada repliegue de su corazón. Y entonces sintió como una chispa de la llama purificadora, un destello del Espíritu Santo.
- ¡Hija del cenagal! - exclamó el sacerdote cristiano -. Saliste del cieno, de la tierra; de la tierra volverás a nacer. El rayo de sol encerrado en tu cuerpo te devolverá a su manantial primero. No el rayo procedente del cuerpo del sol, sino el rayo de Dios. Ningún alma se perderá, pero el camino a través del tiempo es largo, es el vuelo de la vida hacia la eternidad. Yo vengo de la mansión de los muertos; también tú habrás de cruzar los sombríos valles para alcanzar la luminosa región de las montañas, donde moran la gracia y la perfección. No te conduciré a Hedeby a que recibas el bautismo cristiano; antes debes romper el escudo de agua que cubre el fondo profundo del pantano, debes sacar a la superficie la viva raíz de tu vida y de tu cuna. Has de cumplir esta empresa antes de que descienda sobre ti la bendición.
Montó a Helga sobre el resplandeciente caballo. Puso en sus manos un incensario de oro igual al que había visto en casa del vikingo. Despedía un olor suave e intenso. La abierta herida de la frente del muerto brillaba como una radiante diadema. Cogió él la cruz de la tumba y, levantándola, emprendieron el vuelo por los aires, por encima del rumoroso bosque de las colinas. Cuando volaban sobre los montículos, llamados tumbas, de gigantes, los antiguos héroes que en ellos reposaban, salían de la tierra, vestidos de hierro, montados en sus corceles de batalla. Su casco dorado brillaba a la luz de la luna, y su largo manto flotaba al viento como una negra humareda.
Los dragones que guardaban los tesoros levantaban la cabeza para mirarlos. Los enanos se asomaron en las elevaciones de terreno y en los surcos de los campos, formando un revoltijo de luces rojas azules y verdes; parecían las chispas de las cenizas de un papel quemado.
Por bosques y eriales, a través de torrentes y pantanos, avanzaron volando hasta el cenagal, sobre cuya superficie se pusieron a describir grandes círculos. El sacerdote sostenía la cruz en alto, de la que irradiaba un dorado resplandor, mientras de sus labios salía el canto de la misa. Helga lo acompañaba, a la manera de un niño que imita el cantar de su madre, y seguía agitando el incensario, del que se desprendía un perfume tan fuerte y milagroso, que los juncos y las cañas echaban flores. Todos los gérmenes brotaban del profundo suelo, todo lo que tenía vida subía hacia arriba. Sobre las aguas se extendió un velo de lirios de agua, como una alfombra de flores, y sobre él descansaba dormida, una mujer joven y bella. Helga creyó ver su propio reflejo en la superficie del agua; pero era su madre la que veía, la esposa del rey del pantano, la princesa de las aguas del Nilo.
El sacerdote mandó a Helga que montara a la durmiente sobre el caballo. Éste cedió bajo la nueva carga como si su cuerpo no fuese otra cosa sino una mortaja que ondeaba al viento. Pero la señal de la cruz dio nuevas fuerzas al fantasma aéreo, y los tres siguieron cabalgando hasta llegar a la tierra firme.
Cantó el gallo en el castillo del vikingo. Sacerdote y caballo se disolvieron en niebla que arrastró el viento. La madre y la hija quedaron solas, frente a frente.
- ¿Es mi imagen, la que veo reflejada en estas aguas profundas? - preguntó la madre.
- ¿Es mi imagen la que veo reflejada en esta brillante superficie? - exclamó la hija. Y se acercaron, pecho contra pecho, brazo contra brazo. El corazón de la madre latía violentamente, y comprendió la verdad.
- ¡Hija mía, flor de mi alma! ¡Mi loto del fondo de las aguas!
Y abrazó a la doncella, llorando. Aquellas lágrimas fueron un nuevo bautismo de vida y de amor para Helga.
- Llegué aquí con plumaje de cisne y me despojé de él - dijo la madre -. Me hundí en el movedizo suelo del cenagal, hasta lo más profundo del pantano, que me rodeaba como un muro. Pronto noté la presencia de una corriente más fresca; una fuerza misteriosa me atraía hacia el fondo. Mis párpados experimentaban la opresión del sueño; me dormí y soñé. Parecióme como si estuviese dentro de la pirámide de Egipto, pero ante mí se alzaba aún el cimbreante aliso que tanto me había aterrorizado en la superficie del pantano. Miré las grietas de corteza, que resaltaban en brillantes colores y formaban jeroglíficos. Era la envoltura de la momia que yo buscaba. Desgarróse, y de su interior salió el rey milenario, la momia, negra como pez, reluciente como el caracol de bosque o como el suelo negro de la ciénaga. Era el rey del pantano o la momia de la pirámide, no podía decirlo. Me cogió en sus brazos y tuve la sensación de que iba a morir. No volví a sentir la vida hasta que me vino una especie de calor en el pecho, y un pajarillo me golpeó en él con las alas, piando y cantando. Desde mi pecho remontó el vuelo hacia el oscuro y pesado techo, pero seguía atado a mí por una larga cinta verde. Oí y comprendí las notas de su anhelo: «¡Libertad, sol, ir a mi padre!». Pensé entonces en el mío, allá en la soleada patria. Pensé en mi vida, en mi amor. Y solté el lazo, lo dejé flotar para que fuese a reunirse con el padre. Desde aquella hora no he vuelto a soñar; quedé sumida en un sueño largo y profundo, hasta este momento, en que me despertaron y redimieron unos cánticos y perfumes.
Aquella cinta verde que unía el corazón de la madre a las alas del pajarillo, ¿dónde estaba ahora? ¿Qué había sido de ella? Sólo la cigüeña lo había visto; la cinta era el tallo verde; el nudo, la brillante flor, la cuna de la niña que había crecido y que ahora volvía a descansar sobre el corazón de su madre.
Y mientras estaban así cogidas del brazo, papá cigüeña describía en el aire círculos a su alrededor y, volviendo a su nido, regresó con los plumajes de cisne que guardaba desde hacía tantos años. Los arrojó a las dos mujeres, las cuales se revistieron con las envolturas de plumas, y poco después se elevaban por los aires en figura de cisnes blancos.
- Hablemos ahora - dijo papá cigüeña -. Podremos entendernos, aunque tengamos los picos cortados de modo distinto. Ha sido una gran suerte que hayáis llegado esta noche, pues nos marchamos mañana mismo: la madre, yo y los pequeños. Nos vamos hacia el Sur. Sí, miradme. Soy un viejo amigo de las tierras del Nilo y la vieja lo es también, sólo que ella tiene el corazón mejor que el pico. Siempre creyó que la princesa se salvaría. Yo y los pequeños trajimos a cuestas los plumajes de cisne. ¡Ah, qué contento estoy y qué suerte que no me haya marchado aún! Partiremos al rayar el alba. Hay una gran concentración de cigüeñas. Nosotros vamos en vanguardia. Seguidnos y no os extraviaréis. Los pequeños y yo cuidaremos de no perderos de vista.
- Y la flor de loto que debía llevar - dijo la princesa egipcia ­ va conmigo entre las plumas del cisne; llevo la flor de mi corazón, y así todo se ha salvado. ¡A casa, a casa!
Pero Helga declaró que no podía abandonar la tierra danesa sin ver a su madre adoptiva, la amorosa mujer del vikingo. Cada bello recuerdo, cada palabra cariñosa, cada lágrima que había vertido aquella mujer se presentaba ahora claramente al alma de la muchacha, y en aquel momento le pareció que aquélla era la madre a quien más quería.
- Sí, pasaremos por la casa del vikingo - dijo la cigüeña padre-. Allí nos aguardan la vieja y los pequeños. ¡Cómo abrirán los ojos y soltarán el pico! Mi mujer no habla mucho, es verdad; es taciturna y callada, pero sus sentimientos son buenos. Haré un poco de ruido para que se enteren de nuestra llegada.
Y la cigüeña padre castañeteó con el pico, siguiendo luego el vuelo hacia la mansión de los vikingos, acompañado de los cisnes.
En la hacienda todo el mundo estaba sumido en profundo sueño. La mujer no se había acostado hasta muy avanzada la noche, inquieta por la suerte de Helga, que había desaparecido tres días antes junto con el sacerdote cristiano. Seguramente lo habría ayudado a huir, pues era su caballo el que faltaba en el establo. ¿Qué poder habría dictado su acción? La mujer del vikingo pensó en los milagros que se atribuían al Cristo blanco y a quienes creían en él y lo seguían. Extrañas ideas cobraron forma en su sueño. Parecióle que estaba aún despierta y pensativa en el lecho, mientras en el exterior una profunda oscuridad envolvía la tierra. Llegó la tempestad, oyó el rugir de las olas a levante, y a poniente, viniendo del Mar del Norte y del Kattegatt. La monstruosa serpiente que rodeaba toda la Tierra en el fondo del océano, se agitaba convulsivamente. Acercábase la noche de los dioses, Ragnarök, como llamaban los paganos al juicio final, donde todo perecería, incluso las altas divinidades. Resonaba el cuerno de Gjallar, y los dioses avanzaban montados en el arco iris, vestidos de acero, para trabar la última batalla. Ante ellos volaban las aladas Walkirias, y cerraban la comitiva las figuras de los héroes caídos. Todo el aire brillaba a la luz de la aurora boreal, pero vencieron las tinieblas; fue un momento espantoso.
Y he aquí que junto a la angustiada mujer del vikingo estaba, sentada en el suelo, la pequeña Helga en su figura de fea rana. También ella temblaba y se apretaba contra su madre adoptiva. Ésta la subió a su regazo y la abrazó amorosamente, a pesar de lo repulsiva que era en su envoltura de animal. Atronaba el aire el golpear de espadas y porras y el zumbar de las flechas, que pasaban como una granizada. Había sonado la hora en que iban a estallar el cielo y la Tierra y caer las estrellas en el fuego de Surtur, donde todo se consumiría, Pero sabía también que surgirían un nuevo cielo y una nueva tierra, que las mieses ondearían donde ahora el mar enfurecido se estrellaba contra las estériles arenas de la costa; sabía que el Dios misterioso reinaría, y que Baldur compasivo y amoroso, redimido del reino de los muertos, subiría a Él. Y vino; la mujer del vikingo lo vio y reconoció su faz: era el sacerdote cristiano que habían hecho prisionero.
«¡Cristo blanco!», exclamó; y al pronunciar el nombre estampó un beso en la frente de la rana. Cayó entonces la piel del animal y apareció Helga en toda su belleza, dulce como nunca y con mirada radiante. Besó las manos de su madre adoptiva, bendíjola por todos sus cuidados y por el amor que le mostrara en sus días de miseria y de prueba; diole las gracias por las ideas que había imbuido en ella y por haber pronunciado el nombre que ahora repetía ella: Cristo blanco. Entonces Helga se elevó en figura de un magnífico cisne blanco, y, desplegando majestuosamente las alas, emprendió el vuelo con un rumor parecido al que hacen las bandadas de aves migratorias.
Despertóse entonces la mujer y percibió en el exterior aquel mismo ruido de fuerte aleteo. Era - bien lo sabía - el tiempo en que las cigüeñas se marchaban; las había oído. Quiso verlas otra vez antes de su partida y gritarles adiós. Levantóse del lecho, salió a la azotea y vio las aves alineadas en el remate del tejado del edificio contiguo. Rodeando la hacienda y volando por encima de los altos árboles, se alejaban las bandadas en amplios círculos. Pero justamente delante de ella, en el borde del pozo donde Helga solía posarse y donde tantos sustos le diera, se habían posado ahora dos cisnes que la miraban con ojos inteligentes. Acordóse entonces de su sueño, que seguía viendo en su imaginación como si hubiese sido realidad. Pensó en Helga en figura de cisne, pensó en el sacerdote cristiano y de pronto sintió que una maravillosa alegría le embargaba el corazón. Era algo tan verdaderamente hermoso, que costaba trabajo creerlo.
Los cisnes agitaron las alas e inclinaron el cuello, como saludándola y la mujer del vikingo les tendió los brazos, como si lo entendiese, sonriéndoles entre las lágrimas, y agitada por mil encontrados pensamientos.
Entonces todas las cigüeñas levantaron el vuelo con gran ruido de alas y picos, para iniciar el viaje hacia el Sur.
- No aguardaremos a los cisnes - dijo la cigüeña madre -. Que vengan si quieren, pero no vamos nosotros a seguir aquí esperando la comodidad de esos chorlitos. Lo agradable es viajar en familia, y no como hacen los pinzones y los gallos de pelea, que machos y hembras van cada uno por su lado. Dicho sea entre nosotros, esto no es decente. ¡Toma! ¡Qué manera más rara de aletear la de los cisnes!
- Cada cual vuela como sabe - observó el padre -. Los cisnes lo hacen en línea oblicua; las grullas, en triángulo, y los chorlitos, en línea serpenteante.
- No hables de serpientes mientras estemos arriba - interrumpió la madre -. A los pequeños se les hará la boca agua, y como no podemos satisfacerlos, se pondrán de mal humor.
- ¿Son aquéllas las altas montañas de que oí hablar? - preguntó Helga, en su ropaje de cisne.
- Son nubes de tormenta que avanzan por debajo de nosotras - respondióle la madre.
- ¡Qué nubes más blancas las que se levantan allí! - exclamó Helga.
- Son montañas cubiertas de nieve - dijo la madre, y poco después pasaban por encima de los Alpes y entraban en el azul Mediterráneo.
- ¡África, la costa de África! - gritó alborozada la hija del Nilo en su figura de cisne cuando, desde las alturas, vislumbró una faja ondulada, de color blancoamarillento: su patria.
También las aves descubrieron el objetivo de su peregrinación y apresuraron el vuelo.
- ¡Huelo barro del Nilo y húmedas ranas! -dijo la cigüeña madre-. ¡Siento un cosquilleo y una comezón! Pronto podréis hartaros. Vais a ver también el marabú, el ibis y la grulla. Todos son de la familia, pero no tan guapos como nosotros, ni mucho menos. Se dan mucha importancia, especialmente el ibis. Los egipcios lo malcriaron; incluso lo rellenaban de hierbas aromáticas, a lo cual llaman embalsamar. Yo prefiero llenarme de ranas vivas, y pienso que también vosotros lo preferís; no tardaréis en hacerlo. Vale más tener algo en el buche mientras se está vivo, que servir al Estado una vez muerto. Tal es mi opinión, y no suelo equivocarme.
- ¡Han llegado las cigüeñas! - decían en la opulenta casa de la orilla del Nilo, donde, en la gran sala abierta, yacía, sobre mullidos almohadones y cubiertos con una piel de leopardo, el soberano, ni vivo ni muerto, siempre en espera de la flor de loto que crecía en el profundo pantano del Norte. Lo acompañaban parientes y criados.
Y he aquí que entraron volando en la sala los dos magníficos cisnes llegados con las cigüeñas. Despojáronse de los deslumbrantes plumajes y aparecieron dos hermosas figuras femeninas, parecidas como dos gotas de rocío. Apartándose los largos cabellos se inclinaron sobre el lívido y desfallecido anciano. Helga besó a su abuelo, y entonces se encendieron las mejillas de éste, y en sus ojos se reflejó un nuevo brillo, y nueva vida corrió por sus miembros paralizados. El anciano se incorporó, sano y rejuvenecido. Su hija y su nieta lo sostenían en sus brazos, como en un saludo matinal de alegría tras un largo y fatigoso sueño.
El alborozo se extendió por todo el palacio, y también en el nido de las cigüeñas, aunque en éste era provocado sobre todo por la buena comida y la abundancia de ranas. Y mientras los sabios se apresuraban a escribir a grandes rasgos la historia de las dos princesas y de la flor milagrosa - todo lo cual constituía un gran acontecimiento y una bendición para la casa y el país -, las cigüeñas padres la contaban a su familia a su manera. Naturalmente que esperaron a que todo el mundo estuviese harto, pues en otro caso no habrían estado para historias.
- Ahora vas a ser un personaje -dijo en voz baja la cigüeña madre.
- Es más que probable.
- ¡Bah, qué quieres que sea! - respondió el padre -. Además, ¿qué he hecho? Nada.
- Hiciste más que todos los restantes. Sin ti y sin nuestros pequeños, las dos princesas no habrían vuelto a ver Egipto, y seguramente no habrían podido devolver la salud al viejo. No pueden dejarte sin recompensa. Te otorgarán el título de doctor, y nuestros futuros hijos nacerán doctores, y los suyos aún llegarán más lejos. Siempre has tenido aire de doctor egipcio, al menos a mis ojos.
Los sabios y eruditos se reunieron y expusieron la idea fundamental, como ellos decían, que estaba en el fondo de todo lo sucedido: «El amor engendra la vida», y lo explicaron como sigue:
«El cálido rayo de sol era la princesa egipcia, la cual descendió al pantano, y de la unión con su rey habría nacido la flor...».
- No sé repetir exactamente sus palabras - dijo la cigüeña padre, que había asistido a la asamblea desde el tejado y ahora estaba informando en el nido -. Lo que dijeron era tan alambicado y complicado, tan enormemente talentudo, que en el acto se les concedieron dignidades y regalos. Hasta el cocinero de palacio obtuvo una gran condecoración; es de suponer que sería por la buena sopa.
- ¿Y qué te dieron a ti? - preguntó la cigüeña madre -. No podían dejar de lado al principal, y ese eres tú. A fin de cuentas, los sabios no han hecho sino charlar. Pero tu premio vendrá seguramente.
Ya entrada la noche, cuando la paz del sueño reinaba sobre la dichosa casa, había alguien que velaba aún, y no era precisamente la cigüeña padre, a pesar de que permanecía de pie sobre una pata en su nido y montaba la guardia durmiendo. No; quien velaba era Helga, que, desde la azotea, dirigía la mirada, a través de la diáfana atmósfera, a las grandes estrellas centelleantes, que brillaban con luz más límpida y más pura que en el Norte, a pesar de ser las mismas. Pensaba en la mujer del vikingo, allá en el pantano salvaje, en los dulces ojos de su madre adoptiva, en las lágrimas que había derramado por la pobre niña-rana, que ahora estaba, rodeada de magnificencia y bajo el resplandor de las estrellas, a orillas del Nilo, respirando el delicioso y primaveral aire africano. Pensaba en el amor contenido en el pecho de aquella mujer pagana, aquel amor que había demostrado a la mísera criatura, que en su figura humana era como un animal salvaje, y en su forma de animal era repugnante y repulsiva. Contemplaba las rutilantes estrellas, y entonces le vino a la memoria el brillo que irradiaba de la frente del muerto cuando cabalgaban por encima de bosques y pantanos. En su memoria resonaron notas y palabras que había oído pronunciar mientras avanzaban juntos, y que la habían impresionado hondamente, palabras de la fuente primaria del amor, del amor más sublime, que comprendía a todos los seres.
Sí, todo se lo habían dado, todo lo había alcanzado. Los pensamientos de Helga abarcaban de día y de noche la suma de su felicidad, en cuya contemplación se perdía como un niño que se vuelve presuroso del dador a la dádiva, a todos los magníficos regalos. Abríase al mismo tiempo su alma a la creciente bienaventuranza que podía venir, que vendría. Verdaderos milagros la habían ido elevando a un gozo cada vez mayor, a una felicidad cada vez más intensa. Y en estos pensamientos se absorbió tan completamente, que se olvidó del autor de su dicha. Era la audacia de su ánimo juvenil, a la que se abandonaban sus ambiciosos sueños. Reflejóse en su mirada un brillo inusitado, pero en el mismo momento un fuerte ruido, procedente del patio, la arrancó a sus imaginaciones. Vio dos enormes avestruces que describían rápidamente estrechos círculos. Nunca hasta entonces había visto aquel animal, aquella ave tan torpe y pesada. Parecía tener las alas recortadas, como si alguien le hubiera hecho algún daño. Preguntó qué le había sucedido.
Por primera vez oyó la leyenda que los egipcios cuentan acerca del avestruz.
En otros tiempos, su especie había sido hermosa y de vuelo grandioso y potente. Un anochecer, las poderosas aves del bosque le preguntaron:
- Hermano, mañana, si Dios quiere nos podríamos ir a beber al río.
El avestruz respondió:
- Yo lo quiero.
Al amanecer emprendieron el vuelo. Al principio se remontaron mucho, hacia el sol, que es el ojo de Dios. El avestruz iba en cabeza de las demás, dirigiéndose orgullosa hacia la luz en línea recta, fiando en su propia fuerza y no en quien se la diera. No dijo «si Dios quiere». He aquí que el ángel de la justicia descorrió el velo que cubre el flamígero astro, y en el mismo momento se quemaron las alas del ave, la cual se desplomó miserablemente. Jamás ha recuperado la facultad de elevarse. Aterrorizada, emprende la fuga, describiendo estrechos círculos en un radio limitado, lo cual es una advertencia para nosotros, los humanos, que, en todos nuestros pensamientos y en todos nuestros proyectos, nunca debemos olvidarnos de decir: «Si Dios quiere».
Helga agachó la cabeza, pensativa. Consideró el avestruz, vio su angustia y su estúpida alegría al distinguir su propia y enorme sombra proyectada por el sol sobre la blanca pared. El fervor arraigó profundamente en su corazón y en su alma. Había alcanzado una vida plena y feliz: ¿Qué sucedería ahora? ¿Qué le esperaba? Lo mejor: si Dios quiere.
***
En los primeros días de primavera, cuando las cigüeñas reemprendían nuevamente el vuelo hacia el Norte, Helga se sacó el brazalete de oro, grabó en él su nombre y, haciendo seña a la cigüeña padre, le puso el precioso aro alrededor del cuello y le rogó que lo llevase a la mujer del vikingo, la cual vería de este modo que su hija adoptiva vivía, era feliz y la recordaba con afecto.
«Es muy pesado», pensó la cigüeña al sentir en el cuello la carga del anillo. «Pero el oro y el honor son cosas que no deben tirarse a la carretera. Allá arriba no tendrán más remedio que reconocer que la cigüeña trae la suerte».
- Tú pones oro y yo pongo huevos - dijo la madre -; sólo que tú lo haces una sola vez y yo todos los años. Pero ni a ti ni a mí se nos agradece. Y esto mortifica.
- Uno tiene la conciencia de sus buenas obras, madrecita - observó papá cigüeña.
- Pero no puedes hacer gala de ellas - replicó la madre -. Ni te dan vientos favorables ni comida.
Y emprendieron el vuelo.
El pequeño ruiseñor que cantaba en el tamarindo no tardaría tampoco en dirigirse a las tierras septentrionales. Helga lo había oído con frecuencia en el pantano salvaje, y quiso confiarle un mensaje; comprendía el lenguaje de los pájaros desde los tiempos en que viajara en figura de cisne. Desde entonces había hablado a menudo con cigüeñas y golondrinas; sin duda entendería también al ruiseñor. Rogóle que volase hasta el bosque de hayas de la península jutlandesa, donde ella había erigido la tumba de piedras y ramas. Y le pidió solicitase de todas las avecillas que protegiesen aquella tumba y cantasen sobre ella sus canciones.
Y partió el ruiseñor, y transcurrió el tiempo.
En la época de la cosecha, el águila desde la cúspide de la pirámide, vio una magnífica caravana de cargados camellos y hombres armados y ricamente vestidos, que cabalgaban sobre resoplantes caballos árabes. Eran corceles soberbios, con los ollares en perpetuo movimiento, y cuyas espesas melenas les colgaban sobre las esbeltas patas.
Ricos huéspedes, un príncipe real de Arabia, hermoso como debe serlo todo príncipe, hacían su entrada en la soberbia casa donde la cigüeña tenía su nido, ahora vacío. Sus ocupantes se hallaban en un país del Norte, pero no tardarían en regresar. Y regresaron justamente el día en que mayor eran el regocijo y la alegría. Se celebraba una boda: Helga era la novia, vestida de seda y radiante de pedrería. El novio era el joven príncipe árabe; los dos ocupaban los sitios de honor en la mesa, sentados entre la madre y el abuelo.
Pero ella no miraba las mejillas morenas y viriles del prometido, enmarcadas por rizada barba negra, ni sus oscuros ojos llenos de fuego, que permanecían clavados en ella. Miraba fuera, hacia la centelleante estrella que le enviaba sus rayos desde el cielo.
Llegó del exterior un intenso ruido de alas; las cigüeñas regresaban. La vieja pareja, aunque rendida por el viaje y ávida de descanso, fue a posarse en la balaustrada de la terraza, pues se habían enterado ya de la fiesta que se estaba celebrando. En la frontera del país, alguien las había informado de que la princesa las había mandado pintar en la pared, y que las dos formaban parte integrante de su historia.
- Es una gran distinción - exclamó la cigüeña padre.
- Eso no es nada - replicó la madre -. Es el honor más pequeño que podían hacernos.
Al verlas, Helga se levantó de la mesa y salió a la terraza a su encuentro, deseosa de acariciarles el dorso. La pareja bajó el cuello, mientras los pequeños asistían a la escena, muy halagados.
Helga levantó los ojos a la resplandeciente estrella, cuyo brillo se intensificaba por momentos. Y entre las dos se movía una figura más sutil aún que el aire, y, sin embargo, más perceptible. Acercóse a ella flotando: era el sacerdote cristiano. También él acudía a su boda; venía desde el reino celestial.
- El esplendor y la magnificencia de allá arriba supera a cuanto la Tierra conoce - dijo.
Helga rogó con mayor fervor que nunca, pidiendo que se le permitiese contemplar aquella gloria siquiera un minuto, y ver por un solo instante al Padre Celestial.
Y se sintió elevada a la eterna gloria, a la bienaventuranza, arrastrada por un torrente de cantos y de pensamientos. Aquel resplandor y aquella música celeste no la rodeaban sólo por fuera, sino también interiormente. No sería posible explicarlo con palabras.
- Debemos volvernos, te echarán de menos - dijo el sacerdote.
- ¡Otra mirada! - suplicó ella -. ¡Sólo otro instante!
- Tenemos que bajar a la Tierra, todos los invitados se marchan.
- Una mirada, la última.
Y Helga se encontró de nuevo en la terraza... pero todas las antorchas del exterior estaban apagadas, las luces de la cámara nupcial habían desaparecido, así como las cigüeñas. No se veían invitados, ni el novio... todo se había desvanecido en aquellos tres breves instantes.
Helga sintió una gran angustia, y, atravesando la enorme sala desierta, entró en el aposento contiguo. Dormían en él soldados forasteros. Abrió la puerta lateral que conducía a su habitación y cuando creía estar en ella se encontró en el jardín. Toda la casa había cambiado. En el cielo había un brillo rojizo; faltaba poco para despertar el alba.
Sólo tres minutos en el cielo, y en la Tierra había pasado toda una noche.
Entonces descubrió a las cigüeñas, y, llamándolas, les habló en su lengua. La cigüeña padre, volviendo la cabeza, prestó el oído y se acercó.
- ¡Hablas nuestra lengua! - dijo ¿Qué quieres? ¿Qué te trae, mujer desconocida?
- Soy yo, Helga. ¿No me conoces? Hace tres minutos estuvimos hablando allá afuera en la terraza.
- Te equivocas - repuso la cigüeña -. Todo eso lo has soñado.
- ¡No, no! - exclamó ella, y le recordó el castillo del vikingo, el pantano salvaje, el viaje...
La cigüeña padre parpadeó.
- Es una vieja historia que oí en tiempos de mi bisabuela. Es verdad que hubo en Egipto una princesa oriunda de las tierras danesas, pero hace ya muchos siglos que desapareció, en la noche de su boda, y jamás se supo de ella. Tú misma puedes leerlo en este monumento del jardín. En él hay esculpidos cisnes y cigüeñas, y en la cúspide estás tú misma, tallada en mármol blanco.
Y así era. Helga lo vio, y, comprendiendo, cayó de rodillas.
Salió el sol, y como en otra ocasión se desprendiera bajo sus rayos la envoltura de rana dejando al descubierto a la bella figura, así ahora se elevó al Padre, por la acción del bautismo de luz, una figura bellísima, más clara y más pura que el aire: un rayo luminoso.
El cuerpo se convirtió en polvo, y donde había estado apareció una marchita flor de loto.
***
Es un nuevo epílogo de la historia - dijo la cigüeña padre -. Jamás lo habría esperado. Pero me gusta. -¿Qué dirán de él los pequeños? - preguntó la madre.
- Sí, claro, esto es lo principal - respondió el padre.

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