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domingo, 5 de octubre de 2008

SERIE : EL EXODO DE LOS GNOMOS - 1ªparte -- TERRY PRATCHERTT -- CAMIONEROS

SERIE

EL ÉXODO DE LOS GNOMOS

CAMIONEROS

TERRY PRATCHETT

nota: desde los intro y los index, se puede hacer un resumen de la historia, o si sabe leer el niño, dejr que lo lea; si las letras salen muy pequeñas, en los navegadores, hay un icono (dos A mayusculas, una mas grande que la otra), que hace las ltras o mas pequeñas o mas grandes, y otro truco es desde abajo, a la derecha, hay una lupa, que pone 100 %, lo puedes poner como quieras o mas de 100, o menos, asi hacer la lectura optima para adulto, o pequeños; esta serie consta de 3 libros, de los cuales, este, es el mas voluminoso, los otros dos, son juntos, mas pequeños que este, espero que lo disfruteis en familia, o como bien se pueda. ATENTAMENTE BLOGGER
_INTRO_
Acerca de los gnomos y del tiempo
Los gnomos son diminutos. Por norma general, las criaturas pequeñas no viven mucho tiempo. Pero, a cambio, tal vez viven más deprisa.
Permitid que os lo explique.
Una de las criaturas de vida más efímera en nuestro planeta es la cachipolla adulta, una mosca que sólo dura un día. Los seres de existencia más larga son unas secoyas, árboles emparentados con los pinos, que tienen 4700 años y aún siguen creciendo.
Esto puede parecer una considerable desventaja para la cachipolla, pero lo importante no es cuánto dura una vida, sino cómo percibe uno el paso del tiempo. Puede que una cachipolla anciana se siente a lamentarse de que la vida en ese minuto ya no sea tan maravillosa como en los viejos tiempos de minutos atrás, cuando el mundo era joven y el sol parecía mucho más luminoso y las larvas le tenían a una un poco de respeto. Los árboles, en cambio, que no son famosos por la rapidez de sus reacciones, tal vez apenas lleguen a percibir cómo parpadean los cielos antes de que la podredumbre seca alcance su madera y las carcomas se instalen en ella.
Todo se rige por una especie de relatividad. Cuanto más deprisa vive uno, más se prolonga el tiempo. Para un gnomo, un año dura lo que una década para un humano. Recordadlo. Y no dejéis que ello os inquiete. A ellos no les importa. Ni siquiera se dan cuenta.
_
INDEX i
I. En el principio era el Emplazamiento.
II. Y Arnold Bros (fund. en 1905) inspeccionó el solar del Emplazamiento, y Vio que tenía Posibilidades.
III. Porque estaba En la Calle Mayor.
IV. Sí, y también estaba Bien Comunicado por diversas Líneas de Autobús.
V. Y Arnold Bros (fund. en 1905) dijo: » Que se haga aquí una Tienda; Y Que sea una Tienda como no ha Visto el Mundo hasta hoy;
VI. »Que su Fachada se extienda desde la Calle Palmer hasta el Mercado del Pescado, y sus Escaparates desde la Calle Mayor hasta el Paseo Disraeli;
VII. »Que su Altura alcance Hasta Cinco Plantas más Sótano, y que esté llena de Ascensores; que ardan los Fuegos Eternos en la Sala de Calderas del Subsótano y que, en todas las demás plantas, haya Cuentas de Clientes para hacer Pedidos de Cualquier Artículo;
VIII. »Pues esto es lo que todos deberán saber de Arnold Bros (fund. en 1905): Todo bajo un solo Techo. Y que la Tienda se llame: Grandes Almacenes de Arnold Bros (fund. en 1905).»
IX. Y Así se Hizo.
X. Y Arnold Bros (fund. en 1905) dividió la Tienda en Departamentos de Ferretería, Corsetería, Modas y otros, según el Género, y creó Humanos que la llenaran de Todos los Artículos y dijo: «Sí, Todos los Artículos están aquí». Y Arnold Bros (fund. en J905) dijo: «Que haya Camiones, y que sus Colores sean el Rojo y el Dorado, y que circulen para que Todos sepan que Arnold Bros (fund. en 1905) lleva Todas las Compras A Domicilio.
XI. »Que haya Campaña de Navidad y Saldos de Invierno y Rebajas de Verano y Semana de Vuelta al Cole y todos los Artículos en su Temporada.»
XII. Y a los Grandes Almacenes llegaron los Gnomos, que los convertirían en su Mundo, para Siempre Jamás.

***


De EI libro de los gnomos, Sótanos, vs. I-XII

1
Éste es el relato del éxodo.
Es la historia de la Marcha Decisiva.
Ésta es la historia del camión que cruzó rugiendo la ciudad dormida y las carreteras de la comarca, aplastando farolas y zigzagueando de un lado a otro y destrozando escaparates, hasta detenerse cuando la policía le dio caza. Y de cómo, cuando los desconcertados agentes volvieron a su coche patrulla para informar: «¿Oiga? ¿Me escuchan bien? ¡No hay nadie al volante!», se convirtió en la historia del camión que se puso en marcha otra vez, se alejó de los pasmados policías y desapareció en la noche.
Pero la historia no terminó allí.
Ni se inició allí, tampoco.


Caía una lluvia deprimente. Una lluvia monótona. De esas que empapan mucho más que la lluvia normal, de esas que caen en grandes goterones con un chapoteo, de esas que no son sino un mar vertical con finas ranuras en su interior.
Las gotas tamboreaban sobre las viejas cajas de hamburguesas y las bolsas vacías de patatas fritas en la papelera de alambre que ofrecía un escondite provisional a Masklin.
Vedlo ahí, frío y calado hasta los huesos. Terriblemente inquieto. Y con sus diez centímetros de estatura.
La papelera solía ser un buen territorio de caza, incluso en invierno. A menudo había algunas patatas fritas frías en el envoltorio y, a veces, incluso algún hueso de pollo.
En un par de ocasiones había encontrado también una rata. La última vez, la presencia de la rata había sido una bendición, pues les había proporcionado comida para una semana; el problema era que uno podía quedar bastante harto de carne de rata al tercer día. Al tercer bocado, en realidad.
Masklin, estudió el aparcamiento de los camiones.
Y ahí llegaba el que esperaba, justo a tiempo, abriéndose paso entre los charcos, para detenerse al fin con un siseo de los frenos.
Masklin había observado la puntual llegada de aquel camión todos los martes y jueves por la mañana, durante las últimas cuatro semanas. Y había registrado meticulosamente el tiempo que empleaba el conductor en la parada.
Tenía exactamente tres minutos. Para alguien del tamaño de un gnomo, eso representaba más de media hora.
Gateó por el papel grasiento, se descolgó del fondo de la papelera y corrió hacia los arbustos del borde del parque, donde esperaban Grimma y los ancianos.
– ¡Ya está aquí! – dijo –. ¡Vamos!
Se pusieron en pie, gruñendo y protestando. Masklin ya los había visto en aquella actitud decenas de veces y sabía que de nada serviría gritar. Sólo conseguiría irritarlos y confundirlos, y que siguieran refunfuñando un rato más. Refunfuñaban por las patatas fritas frías, incluso cuando Grimma las calentaba. Refunfuñaban por la carne de rata. Masklin había considerado seriamente la posibilidad de marcharse solo, pero no había tenido fuerzas para hacerlo. Los ancianos lo necesitaban. Necesitaban alguien a quien gruñir.
Pero iban demasiado lentos.
Tuvo ganas de echarse a llorar, pero en lugar de ello se volvió hacia Grimma.
– ¡Vamos! – le dijo –. Haz algo, mételes prisa. ¡Que se muevan de una vez!
Ella le dio unas palmaditas en la mano.
– Tienen miedo – respondió –. Tú ve delante. Yo los haré salir.
No había tiempo para discusiones. Masklin echó a correr por el lodo encharcado del aparcamiento, mientras desataba la cuerda y el garfio. Había tardado una semana en preparar el gancho con un pedazo de alambre procedente de una valla y había pasado días entrenándose. Cuando llegó junto a la rueda del camión, ya lo hacia voltear sobre su cabeza.
EI garfio se enganchó en la lona, a considerable altura, al segundo intento. Probó la cuerda un par de veces y luego, buscando apoyo en el neumático con los pies, se encaramó por la cuerda.
Ya lo había hecho antes. Sí, lo había hecho tres o cuatro veces. Se escabulló bajo la pesada lona hasta el oscuro interior, soltó más cuerda y la ató lo más fuerte que pudo alrededor de una de las cuerdas de la cubierta del camión, que era más gruesa que su brazo.
Después volvió a asomarse bajo la lona y comprobó que, por fortuna, Grimma había logrado convencer a los ancianos y los conducía por el asfalto. Masklin los oyó quejarse de los charcos del suelo y dio unos saltitos de impaciencia.
Los minutos le parecieron horas. Masklin les había explicado el plan de acción un millón de veces, pero los ancianos no habían sido izados a la caja de un camión cuando eran jóvenes y no entendían por qué habían de empezar a hacerlo ahora. La abuela Morkie insistió en que todos los hombres miraran a otra parte para que no le vieran las piernas bajo la falda, por ejemplo, y el viejo Torrit se puso a gimotear de tal manera que Masklin tuvo que descenderlo otra vez para que Grimma le vendara los ojos. Cuando tuvo arriba a los primeros, las cosas mejoraron un poco al poder contar con su ayuda para tirar de la cuerda, pero el tiempo seguía echándose encima.
Grimma fue la última en subir y Masklin la notó bastante ligera. En realidad, ninguno del grupo estaba demasiado obeso, pues no todos los días había rata para comer.
«Es asombroso – pensó el gnomo –. Están todos a bordo.» Mientras se esforzaba por izarlos, Masklin había permanecido con el oído pendiente del sonido de unas pisadas sobre el asfalto y el estrépito de la puerta de la cabina del camión, pero ninguna de ambas cosas se había producido.
– Muy bien – murmuró, temblando tras eI esfuerzo –. Así pues, lo hemos conseguido. Y ahora, si vamos a...
– Se me ha caído la Cosa – lo interrumpió el viejo Torrit –. La Cosa. Se me ha caído, ¿veis? Me ha resbalado por la rueda cuando Grimma me ha puesto la venda. Ve a buscarla, muchacho.
Masklin lo miró, horrorizado. Después, asomó la cabeza por debajo de la lona y, en efecto, allí estaba: un pequeño dado negro en el suelo, junto a la rueda.
La Cosa.
Estaba en mitad de un charco, aunque eso no la dañaría. Nada afectaba a la Cosa. Ni siquiera el fuego.
Y entonces escuchó las calmosas pisadas sobre el asfalto mojado.
– No me da tiempo – susurró –. No me da tiempo, de verdad.
– No podemos irnos sin ella – dijo Grimma.
– Claro que sí. Sólo es una..., una cosa. Donde vamos, no necesitaremos el maldito dado.
Apenas terminó de decirlo, se sintió culpable. Le asombró que sus propios labios hubieran pronunciado tales palabras. Grimma parecía horrorizada. La abuela Morkie se irguió, temblorosa, lo más tiesa que pudo.
– ¡Que los Cielos te perdonen! – exclamó –. ¡Qué palabras más horribles! Díselo, Torrit – añadió, al tiempo que daba un codazo en las costillas al anciano.
– Sin la Cosa, no nos vamos – declaró Torrit, malhumorado –. No es...
– ¡Te está hablando el jefe! – lo cortó la abuela Morkie –. Haz lo que te ordena. ¡Abandonar la Cosa! No sería decente. No sería correcto. ¡Vamos, baja a buscarla inmediatamente!
Sin una palabra, Masklin observó el suelo empapado; luego, con un movimiento desesperado, arrojó la cuerda por el borde de la caja del camión y se deslizó por ella.
Ahora la lluvia caía con más fuerza, convertida casi en aguanieve. El viento lo azotó cuando descendió junto al gran arco de la rueda y aterrizó pesadamente en el charco. Alargó el brazo, recogió la Cosa...
Y el camión empezó a moverse.
Primero soltó un rugido, tan poderoso que dejó de ser un sonido para convertirse en un sólido muro de ruido. Enseguida surgió un chorro de aire hediondo y una vibración que hizo temblar el suelo.
Masklin tiró de la cuerda con urgencia y gritó a los de arriba que lo subieran, pero se dio cuenta de que ni siquiera podía oír su propia voz. No obstante, Grimma o alguno de los otros debía de haber caído en la cuenta pues, en el mismo momento en que la enorme rueda empezaba a dar vueltas, la cuerda se tensó y Masklin notó que sus pies se alzaban del suelo.
Colgado sobre el vacío, se balanceó de un lado a otro y bailó como una peonza en torno a la cuerda mientras desde arriba, con dolorosa lentitud, lo izaban por encima de la rueda. Ésta giraba a pocos centímetros de él como una sombra borrosa, negra y escalofriante, y un constante martilleo le taladraba los oídos.
«No tengo miedo – se dijo Masklin –. Esto es mucho peor que cualquier cosa que haya afrontado nunca, pero no me da miedo. Es demasiado terrible para que me asuste.»
Se sentía como si estuviera en un pequeño capullo acogedor, lejos del ruido y del viento. «Voy a morir – pensó –. Por culpa de esta Cosa que nunca nos ha ayudado lo más mínimo, que no es más que un pedazo de materia, ahora voy a morir y a subir a los Cielos. Me pregunto si el viejo Torrit tiene razón respecto a lo que sucede cuando uno muere. Me parece un poco exagerado tener que morir para averiguarlo. Llevo años observando el cielo todas las noches y jamás he visto un gnomo allá arriba...»
Pero, en realidad, nada de aquello le importaba; todo era ajeno a él, casi irreal...
Unas manos descendieron hasta él, lo asieron por las axilas y lo arrastraron hasta la estruendosa caja del camión, bajo la lona. Allí, con algunas dificultades, le quitaron la Cosa de sus ateridas manos.
Detrás del camión en marcha, la cortina de lluvia gris caía incansablemente sobre los campos vacíos.
Y, en todo su recorrido por aquella zona rural, no advirtieron la presencia de ningún otro gno-mo.


En otro tiempo, cuando las lluvias no eran tan abundantes, el grupo había sido mucho más nu-meroso. Masklin recordaba que lo formaban unos cuarenta miembros. Pero entonces había llegado la autopista; el riachuelo había sido encauzado por canalizaciones subterráneas y los setos más próximos habían sido arrancados. Los gnomos habían vivido siempre en los rincones del mundo y, de pronto, ya no parecían quedar muchos de tales rincones.
El número de gnomos empezó a mermar. En gran parte, ello se debió a causas naturales y, cuando uno mide diez centímetros de estatura, una causa natural puede ser cualquier cosa con dientes que tenga hambre y sea lo bastante rápida. Más adelante, Pyrrince, que tenía el carácter más aventure-ro de todo el grupo, condujo cierta noche una expedición desesperada a través de la autopista para investigar el bosque del otro lado. Ninguno de los exploradores regresó jamás. Algunos dijeron que los habían atrapado los halcones y otros aseguraron que los había aplastado un camión. Incluso hubo quien apuntó que habían conseguido llegar a la medianera de la autopista y estaban atrapados allí entre hileras interminables de coches que pasaban velozmente, cortando el aire.
Después, los humanos habían edificado la cafetería, un poco más allá y junto a la autopista. Ello había significado una cierta mejora, según se mirara. Si unas patatas fritas frías y unas hebras de pollo gris podían considerarse comida, de pronto pasó a haber suficiente para todos.
Cuando llegó la primavera, Masklin hizo el recuento y descubrió que sólo quedaban diez gno-mos en el grupo, y que ocho de ellos eran demasiado viejos para muchas cosas. El anciano Torrit tenía casi diez años.
El verano fue terrible. Grimma organizó a los que aún podían valerse y los llevaba de batida nocturna a los cubos de basura mientras Masklin trataba de cazar algo.
Cazar a solas era morir un poco cada vez. La mayoría de las presas que uno acosaba también podía cazarlo a uno y, aunque tuviera la fortuna de atrapar alguna, ¿cómo hacía para llevarla a casa? Con la rata había tardado dos días, incluyendo una noche en vela para ahuyentar a otros animales. Diez cazadores fuertes podían conseguir cualquier cosa -robar panales de miel, atrapar ratones, capturar topos, cualquier cosa-, pero un cazador solitario, sin nadie que le cubriera la retaguardia entre la hierba alta, no era más que un bocado apetitoso para cualquier animal que tuviera garras y espolo-nes.
Para conseguir suficiente comida era preciso gran número de cazadores sanos y robustos, pero para mantener a gran número de tales cazadores era preciso disponer de comida suficiente.
-En otoño, las cosas mejorarán -le había comentado Grimma mientras le vendaba el brazo donde lo había mordido un armiño-. Habrá setas y bayas y frutos secos de todas clases.
Sin embargo, ese otoño no había habido setas y había llovido tanto que la mayoría de las bayas se habían podrido antes de madurar. Con todo, había habido abundancia de frutos secos. El avellano más próximo estaba a medio día de camino y Masklin podía transportar una docena de frutos si les quitaba la cáscara y los arrastraba en una bolsa de papel encontrada entre los desperdicios. La expedi-ción le llevaba toda una jornada, arriesgándose a un encuentro con los halcones en cualquier momento, y el puñado de avellanas apenas alcanzaba para comer un día.
Y después se había hundido el fondo de su guarida, debido a las abundantes lluvias. Entonces, salir a cazar pasó a ser casi un placer para Masklin, pues lo prefería a las quejas de los ancianos de que no realizaba las reparaciones más urgentes. jAh!, y también ocurrió lo del fuego. Era preciso tener una hoguera encendida en la boca de la guarida, tanto para cocinar como para mantener a distancia a los merodeadores nocturnos. Pero, un día, la abuela Morkie se quedó dormida y dejó que se apagara. Incluso ella tuvo la decencia de sentirse avergonzada.
Cuando Masklin regresó esa noche, se quedó mirando largo rato el montón de cenizas frías y luego clavó la lanza en el suelo, estalló en una carcajada y continuó riéndose hasta que le saltaron las lágrimas. Fue incapaz de enfrentarse a los demás y tuvo que ir a sentarse fuera, donde Grimma terminó por llevarle un cuenco de té de ortiga. De té frío.
-Están todos muy trastornados -apuntó ella.
Masklin contestó con una risa hueca.
-Sí, me lo imagino. Ya los he oído: «Tendrías que traerme otra colilla, muchacho, me he queda-do sin tabaco», y, «Hace tiempo que no comemos pescado; deberías encontrar tiempo para bajar al río», y, «Yo, yo, yo..., eso es lo único que preocupa a los jóvenes de hoy; en mis tiempos...»
-Hacen todo lo que pueden -repuso Grimma con un suspiro-. Es sólo que no se dan cuenta. En su juventud, los gnomos eran cientos.
-Tardaremos días en volver a tener fuego -gruñó Masklin. Para encender la yesca usaban un cristal procedente de unas gafas y era preciso un día de mucho sol para conseguirlo.
Tanteó el cieno a sus pies con aire ausente y, por último, añadió con voz tranquila:
-Ya he tenido suficiente. Voy a marcharme.
-¡Pero si te necesitamos!
-Y yo también me necesito a mí. Quiero decir..., ¿qué clase de vida es ésta?
-Pero si te vas, ellos morirán.
-Morirán de todos modos -sentenció Masklin.

-¡Qué atrocidad!
-Pero es la verdad. Todo el mundo muere. Todos nosotros, por lo menos. Fíjate en ti. Te pasas el tiempo lavando, ordenando, cociendo y cuidando de ellos. ¡Y ya tienes casi tres años! Es hora de que tengas tu propia vida.
-La abuela Morkie fue muy buena conmigo cuando era pequeña -replicó Grimma, a la defensi-va-. Algún día, tú también serás viejo.
-¿Tú crees? ¿y quién se destrozará las manos para atenderme, cuando llegue ese día?
Masklin se sentía cada vez más furioso. Estaba seguro de tener razón, pero se sentía como si es-tuviera actuando mal, lo cual empeoraba aún más las cosas.
Había acariciado la idea muchas veces, y siempre terminaba enfadado e incómodo. Todos los gnomos más listos, atrevidos y valientes habían desaparecido hacía mucho, por una u otra causa. Todos le habían dicho: «Escucha, Masklin, tú eres un gnomo serio y valiente; quédate al cuidado de los ancianos y nosotros volveremos enseguida, tan pronto como encontremos otro lugar mejor». Cada vez que Masklin pensaba en ello, se sentía indignado: con ellos, por irse, y consigo mismo, por quedarse. Siempre acababa cediendo, ése era el problema. y Masklin lo sabía. Por mucho que se lo hubiera propuesto al principio, siempre acababa por aceptar la solución más fácil.
Grimma lo miraba con aire irritado y Masklin se encogió de hombros.

-Está bien, está bien. Pueden venir con nosotros -murmuró.
-Sabes que no querrán irse -objetó ella-. Son demasiado viejos y todos han crecido aquí. Les gusta el sitio.
-Les gusta mientras estemos nosotros para atenderlos -afirmó Masklin.
Dejaron el asunto allí. Para cenar, hubo avellana. La de Masklin tenía un gusano.
Cuando terminó, salió de la guarida y se sentó en lo alto del terraplén con la barbilla entre .las manos, contemplando una vez más la autopista.
Era un río de luces rojas y blancas. Dentro de las cajas que circulaban por ella viajaban huma-nos, dedicados a los misteriosos asuntos en que ocupaban su tiempo los humanos. Fueran cuales fuesen tales asuntos, siempre parecían tener prisa por llegar .
Masklin habría apostado algo a que los humanos no comían rata. Ellos tenían las cosas realmen-te fáciles. Eran grandes y lentos, pero no tenían que vivir en escondrijos húmedos esperando a que una vieja boba dejara apagarse el fuego. Y nunca encontraban gusanos en el té. Iban a donde querían y hacían lo que les daba la gana. Todo el mundo les pertenecía.
Y toda la noche circulaban arriba y abajo en aquellos camiones con las luces encendidas. ¿Aca-so no dormían nunca? Los humanos debían de ser cientos...
Había soñado muchas veces en marcharse a bordo de un camión. A menudo, éstos se detenían en la cafetería. Sería sencillo (bueno, relativamente sencillo) encontrar el modo de abordar alguno. Eran limpios y relucientes y tenían que ir a algún lugar mejor que aquél. Y, al fin y al cabo, ¿qué alternativa quedaba? Allí, ninguno de los gnomos vería el final del invierno y no cabía ni pensar en echarse a los campos, con el mal tiempo tan próximo.
Naturalmente, nunca lo había hecho. «Y jamás lo harás -se dijo-. Sólo sueñas en seguir aquellas luces centelleantes.»
Y, sobre las rápidas luces de la autopista, las estrellas. Una vez, Torrit había dicho que las estre-llas eran muy importantes. En aquel momento, Masklin no estaba de acuerdo. Las estrellas no se podían comer, ni servían apenas para iluminar el camino. Si uno lo pensaba bien, resultaban bastante inútiles...
Alguien soltó un grito.
El cuerpo de Masklin se puso en pie antes casi de que su mente diera la orden de hacerlo. Echó a correr con sigilo entre los arbustos hacia la guarida.
Allí, con el hocico introducido bajo el suelo y meneando excitadamente la cola en dirección a las estrellas, estaba el zorro. Masklin lo reconoció, pues ya había tenido un par de encuentros con él y había conseguido salvarse por los pelos.
En lo más hondo de la cabeza de Masklin, la parte más auténtica de su ser (sobre la cual el viejo Torrit habría tenido mucho que decir) se quedó horrorizada de ver cómo su mano recogía la lanza, que aún seguía clavada en el suelo donde la había arrojado, y la hundía con todas sus fuerzas en una de las patas traseras del zorro.
Con un gruñido sofocado, el animal retrocedió rápidamente y se volvió hacia su atormentador con aire malévolo e iracundo. Un par de ojos amarillos y brillantes se concentraron en Masklin, que se apoyaba sobre la lanza, jadeante. Aquélla era una de esas ocasiones en que el tiempo parecía detenerse y todo se hacía, de repente, más real. Tal vez sucedía que, si uno sabía que iba a morir, sus sentidos asimilaban hasta el menor detalle posible mientras aún tenían ocasión...
En torno al hocico del zorro había manchas de sangre.
Masklin se sintió enfurecer. La rabia crecía en su interior como una enorme burbuja. No tenía casi nada, y aquel bicho sonriente lo estaba dejando incluso sin ello.
Cuando vio la lengua encarnada colgar de sus belfos, el gnomo comprendió que tenía dos opor-tunidades: salir huyendo, o esperar a morIr.
Así pues, decidió una tercera opción: atacar . La lanza voló de su mano como una ave, hasta clavarse en el belfo inferior del zorro. Éste soltó un aullido y se llevó la pata a la herida. Masklin echó a correr, chapoteando en el barro e impulsado por la energía que le daba la cólera, y se encontró saltando y agarrándose con las manos al pelaje rojizo y tupido del flanco del zorro, y encaramándose por él hasta colocarse a horcajadas sobre el cuello del animal, donde sacó el cuchillo de piedra y lo descargó una y otra vez, como si lo clavara en cuanto de malo tenía el mundo.
El zorro soltó otro aullido y escapó de un salto. Si Masklin hubiera estado en condiciones de ra-zonar, habría sabido que el cuchillo apenas hacía otra cosa que molestar al animal, pero éste no estaba acostumbrado a que sus presas se resistieran con tanta saña y en lo único que pensó en ese instante fue en escapar. Subió laboriosamente el terraplén y se alejó a la carrera, en dirección a las luces de la autopista.
La mente de Masklin se puso a funcionar otra vez. El estruendo del tráfico le llenó los oídos. Se soltó y se dejó caer sobre la hierba alta mientras el animal seguía galopando hacia el asfalto.
El gnomo aterrizó pesadamente y rodó por el suelo, sin aliento debido al golpe. Sin embargo, vio muy bien lo que sucedió a continuación. El recuerdo permaneció en su memoria mucho tiempo, incluso después de haber visto tantas cosas extrañas que, en realidad, no habría debido quedar ya espacio para ello en su mente.
El zorro, quieto como una estatua bajo la luz de unos faros, soltó un gruñido desafiante mientras trataba de plantar cara a las diez toneladas de metal que se le echaban encima a cien kilómetros por hora.
Se oyó un golpe, un crujido, y se hizo la oscuridad.
Masklin permaneció largo rato tendido boca abajo sobre el frío musgo. Después, temeroso de lo que iba a encontrar e intentando no imaginarlo, se puso en pie y emprendió el regreso hacia lo que quedara de su hogar.
Grimma montaba guardia a la entrada de la guarida, blandiendo una ramita como si fuera un ga-rrote. Cuando Masklin surgió tambaleándose de la oscuridad y se apoyó en el terraplén, Grimma se volvió en redondo y estuvo apunto de descargarle un golpe en la cabeza. Con un gesto cansado, Masklin alzó la mano y desvió el palo.
-No sabíamos adónde habías ido -estalló ella, al borde de la histeria-. De pronto, hemos oído el ruido y ahí estaba ese animal. Deberías haber estado aquí. Ha cogido al señor Mert y a la señora Coom y ya estaba excavando en la...
Hizo una pausa, con gesto de profundo abatimiento.
-Sí, gracias -replicó Masklin fríamente-, yo estoy bien, muchas gracias.
-¿Qué..., qué ha sucedido?
Él no le hizo caso; se adentró en la oscuridad de la guarida y se acostó en un rincón. Mientras se sumergía en un sueño profundo y helado, oyó cuchichear a los ancianos.
«Debería haber estado aquí», pensó.
«Los viejos dependen de mí.»
«Tenemos que irnos. Todos juntos.»


En aquel momento había parecido una buena idea. Pero ahora las cosas se veían un poco distintas.
Ahora, los gnomos se apretujaban en un rincón del enorme espacio oscuro de la caja del camión. Estaban todos en silencio. No quedaba espacio para otro ruido que el rugido del motor, que llenaba totalmente el aire. A veces, el ruido tartamudeaba, para reanudarse de inmediato. En ocasiones, todo el camión se bamboleaba.
Grimma gateó hasta su lado sobre el piso tembloroso del vehículo.
-¿Cuánto tardaremos en llegar? -preguntó.
-¿Adónde? -replicó Masklin.
-Donde sea que vayamos.
-No lo sé.
-Tienen hambre, ¿sabes?
Siempre tenían hambre. Masklin contempló el grupo de ancianos con desesperación. Un par de ellos lo miraba con aire esperanzado.
-No puedo hacer nada -declaró-. Yo también estoy hambriento, pero aquí no hay nada que comer. Está vacío.
-La abuela Morkie se pone de muy mal genio cuando no come a su hora -apuntó Grim-ma.
Masklin la miró largo rato con aire inexpresivo. Después, avanzó a gatas hasta el grupo y se sentó entre Torrit y la anciana.
Se dio cuenta de que, en realidad, nunca había hablado con ellos. Cuando era pequeño, eran gigantes con los que no tenía ningún trato; después, Masklin había sido un cazador entre cazadores y, durante el último año, había pasado el tiempo buscando comida para todos o sumido en un profundo sueño, agotado. Sin embargo, sabía muy bien por qué Torrit era el líder de la tribu. Era lo razonable, ya que era el gnomo de más edad. El gnomo más viejo era siempre el líder; de este modo no había lugar a discusiones. No la gnoma más vieja, pues todo el mundo sabía que tal cosa era impensable; ni siquiera la abuela Morkie insistía en ello (lo cual era un tanto extraño, pues trataba a Torrit como si fuera idiota y él no tomaba nunca una decisión sin mirarla por el rabillo del ojo). Masklin soltó un suspiro y se miró las rodillas.
-Mirad, no sé cuánto tiempo estaremos... -empezó a decir.

-Por mí no te preocupes, muchacho -lo interrumpió la abuela Morkie, que parecía muy recupe-rada-. Todo esto es muy emocionante, ¿verdad?
-Pero podemos tardar mucho -insistió Masklin-. No sabía que íbamos a estar tanto tiempo. Ha sido una locura...
La anciana le clavó en el costado uno de sus dedos huesudos.
-Jovencito -le dijo-, yo he pasado el Gran Invierno de 1986. Eso sí que fue terrible. No me hables de lo que es pasar hambre. Grimma es una buena chica, pero se preocupa demasiado.

-¡Pero si ni siquiera sé adónde vamos! -estalló Masklin-. ¡Lo siento mucho...!
Torrit, sentado con la Cosa sobre sus rodillas flacas, volvió hacia él sus ojos miopes.
-Tenemos la Cosa -murmuró-. Ella nos mostrará el Camino, seguro.
Masklin asintió con aire sombrío. Era divertido comprobar que Torrit siempre sabía interpretar los deseos de la Cosa. Ésta era un simple dado negro, pero parecía tener unas ideas muy concretas acerca de la importancia de comer ala hora indicada y de cómo uno debía siempre prestar atención a lo que decían los ancianos. La Cosa parecía tener respuesta para todo.
-¿Y adónde nos llevará ese Camino? -inquirió Masklin.
-Lo sabes perfectamente. A los Cielos.
-¡Ah, sí! -respondió Masklin, al tiempo que lanzaba una mirada ceñuda a la Cosa. Estaba bas-tante seguro de que ésta no le decía a Torrit nada en absoluto; Masklin tenía muy buen oído y nunca había escuchado que aquel dado dijera una sola palabra. La Cosa nunca hacía nada, ni se movía; se limitaba a mostrar sus caras negras y cuadradas. Esto último sí lo hacía a conciencia.
-Sólo si seguimos estrictamente a la Cosa en todas sus indicaciones podremos estar seguros de ir a los Cielos -declaró Torrit con cierta vacilación, como si hubiera aprendido de memoria la frase mucho tiempo atrás y ni siquiera entonces la hubiera entendido.
-Sí, claro -contestó Masklin. Se incorporó sobre el piso bamboleante y se dirigió hacia la lona. Tras una pequeña pausa para darse ánimos, asomó la cabeza por una rendija.
No se percibían más que luces, olores extraños y cosas borrosas que desaparecían de la vista ve-lozmente.
Todo estaba saliendo mal. Una semana atrás, la noche que habían tomado la decisión, ésta había parecido muy razonable. Cualquier cosa era mejor que seguir como estaban. Entonces había parecido muy evidente, pero ahora sucedía algo extraño. Los ancianos siempre gruñían cuando las cosas no eran exactamente de su gusto, pero ahora, cuando todo parecía ir tan mal, se mostraban casi alegres.
La gente era mucho más complicada de lo que parecía. Un comentario que, probablemente, también haría la Cosa si uno supiera formularle la pregunta adecuada.
El camión dobló una esquina y descendió con estruendo hacia la oscuridad hasta que, sin el me-nor anuncio, se detuvo. Masklin se encontró mirando un enorme espacio iluminado, lleno de camiones y de humanos...
Volvió la cabeza rápidamente y cruzó corriendo el piso de la caja del camión hasta llegar junto a Torrit.
-El... -murmuró.
-¿Sí, muchacho?
-Respecto a ese Cielo..., ¿los humanos también van?
-Los Cielos -lo corrigió el viejo gnomo, sacudiendo la cabeza-. En plural, ¿entiendes? Sólo los gnomos ascienden a los Cielos.
-¿Estás totalmente seguro?
-Sí -Torrit lo miró con expresión rebosante de alegría-. Por supuesto, puede que tengan unos cielos para ellos -añadió-, pero no sé nada al respecto. En todo caso, puedes estar seguro de que no serán los mismos Cielos que los nuestros.
-jAh!
Torrit volvió a contemplar la Cosa.
-Nos hemos detenido -dijo a continuación-. ¿Dónde estamos?
Masklin oteó la oscuridad con gesto de cansancio.
-Creo que será mejor que vaya a averiguarlo -decidió.
Fuera del camión se escuchó un silbido y el rumor lejano de unas voces humanas. Se apagaron las luces y se oyó un ruido como el de una carraca, seguido de un chasquido. Después, todo quedó en silencio.
Al cabo de un rato, hubo un ligero movimiento en la parte trasera de uno de los silenciosos ca-miones. Una cuerda, no más gruesa que un hilo, cayó desde la caja hasta tocar el suelo aceitoso del garaje.
Transcurrió un minuto. Entonces, descendiendo con cautela a fuerza de manos, una silueta me-nuda y rechoncha se deslizó por la cuerda y saltó al suelo. Cuando estuvo en éste, la silueta permane-ció unos segundos quieta como una roca, moviendo sólo los ojos a un lado y otro.
La figura no era totalmente humana. Desde luego, tenía el mismo número de brazos y piernas, y los demás rasgos esenciales, como los ojos, estaban en los lugares habituales, pero la silueta que ahora avanzaba con cautela por el suelo en sombras con su capa de piel de rata producía el efecto de una pared de ladrillos con piernas. Los gnomos son tan rechonchos que, a su lado, un luchador de sumo japonés parecería al borde de la inanición y, por el modo de moverse, éste daba la impresión de ser considerablemente más fuerte que la mayoría.
En realidad, Masklin estaba más aterrado que nunca en su vida. Allí no había nada que él reco-nociera, salvo el olor a solina que había terminado por asociar mentalmente con los humanos y, en especial, con los camiones (Torrit le había dicho, con aire orgulloso, que la solina era una agua inflamable que bebían los camiones; al oírle decir aquello, Masklin había comprendido que el viejo gnomo se había vuelto loco. El agua no ardía en ninguna circunstancia).
Nada de cuanto vio le resultó familiar. Sobre él se cernían unas latas enormes y observó también unas piezas metálicas que tenían aspecto de haber sido fabricadas por los humanos. Sí; sin duda., aquello era parte de un cielo humano. A los humanos les gustaban los metales.
Rodeó con cautela una colilla y tomó nota mentalmente de llevársela a Torrit a la vuelta.
En aquel lugar había otros camiones, todos ellos silenciosos. Debía de hallarse en una guarida de camiones, se dijo Masklin. y ello significaba que la única comida que encontraría allí sería la solina.
Se relajó un poco y continuó avanzando bajo un banco que se alzaba contra una pared como una casa. En torno al banco había pedazos de papel usado y, guiándose por un olor que allí resultaba más fuerte que el de la propia solina, descubrió un corazón de manzana entero. Ya estaba casi marrón, pero era un buen hallazgo para el gnomo.
Se echó el corazón de manzana al hombro y se volvió.
Delante de él, una rata lo observaba con gran atención. El animal era bastante más grande y de pelambre más lisa y brillante que las ratas que disputaban a los gnomos las sobras de la papelera. El animal se colocó a cuatro patas y avanzó hacia Masklin con un trotecillo.
El gnomo se sentía ahora en un terreno más firme. Había dejado bien atrás las siluetas enormes y oscuras de las latas y recipientes y ya no captaba aquel hedor desagradable, pero sabía qué significa-ba una rata y qué hacer si se la encontraba.
Dejó caer el corazón de manzana, llevó la lanza hacia atrás con gesto lento y cauteloso, apuntó justo entre los ojos del animal y...
Dos cosas sucedieron a la vez.
Masklin advirtió que la rata llevaba un collar rojo.
Y una voz dijo:
-¡No! He tardado mucho en entrenarla. ¡Por las Grandes Rebajas! ¿De dónde sales tú?
El desconocido era un gnomo. Al menos, así tuvo que aceptarlo Masklin. Desde luego, tenía la talla de un gnomo, y se movía como tal.
Pero las ropas...
El color básico de la ropa de un gnomo juicioso es el pardo. Es lo más práctico. Grimma cono-cía cincuenta maneras de preparar tintes con plantas silvestres para conseguir unos tonos que, en el fondo, no eran sino variaciones del color del barro. A veces, barro amarillo; a veces, barro marrón o incluso verdoso, pero siempre barro. Y ello, porque cualquier gnomo que se aventurara a lucir alegres rojos y azules tendría una esperanza de vida de apenas media hora antes de que fuera a parar a las fauces de algún bicho.
En cambio, aquel gnomo parecía un arco iris. Llevaba ropas de brillantes colores y de un tejido tan fino que recordaba las bolsas de patatas fritas, un cinturón tachonado de fragmentos de cristal, excelentes botas de cuero y un sombrero con una pluma. Mientras hablaba, sacudió sobre su muslo con gesto ocioso una tira de cuero que resultó ser la rienda de la rata.
-Bueno, responde -lo conminó.
-He bajado del camión -se limitó a responder Masklin, sin perder de vista a la rata. Ésta dejó de rascarse las orejas, le dirigió una mirada y fue a esconderse tras su amo.
-¿Y qué hacías ahí? iResponde!
Masklin se detuvo.
-Viajaba -respondió.
-¿Qué es viajar? -replicó el gnomo, con una mirada aviesa.
-Desplazarse -explicó Masklin-. Trasladarse desde un lugar hasta otro.
Sus palabras parecieron ejercer un extraño efecto sobre el desconocido. Aunque su tono no llegó a ser amistoso, al menos desapareció de su voz la irritación.
-¿Pretendes decirme que vienes del Exterior?-dijo.
-Exacto.
-¡Pero eso es imposible!
-¿De veras? -Masklin puso cara de preocupación.
-¡En el Exterior no hay nada!
-¿De veras? -repitió Masklin-. Lo siento pero, digas lo que digas, de ahí vengo. ¿Hay algún pro-blema?
-Pero... ¿seguro que vienes del Exterior? -insistió el gnomo, acercándose tímidamente.
-Supongo que sí, aunque en realidad nunca lo había pensado de esa manera. ¿Qué proble...?
-¿Cómo es?
-¿El qué?
-¡El Exterior! ¿Cómo es?
Masklin lo miró desconcertado.
-Bien -respondió-, es muy grande...
-¿Sí?
-Y, hum, hay mucho...
-¿Sí? ¿Sí?
-Y está..., está lleno de cosas, ¿entiendes...?
-¿Es cierto que el techo es tan alto que no se alcanza a ver? -preguntó el gnomo, fuera de sí de excitación.
-No lo sé. ¿Qué es un techo? -replicó Masklin.
-Eso -indicó el gnomo, señalando un techo lóbrego de vigas y sombras.
-Pues no he visto nada parecido, ahí fuera -afirmó Masklin-. Fuera, el cielo es azul o gris, con cosas blancas que flotan por él.
-Y..., ¿las paredes están tan lejos que no se ven, y hay una especie de moqueta verde que crece en el suelo? -volvió a preguntar el gnomo, pasando el peso del cuerpo de una pierna a otra.
-No lo sé -respondió Masklin, aún más desconcertado-. ¿Qué es una alfombra?
-¡Vaya! -El gnomo se sobrepuso a la excitación y le tendió una mano temblorosa-. Me llamo Angalo -se presentó-. Angalo de Mercería, aunque probablemente esto no significará nada para ti. Y éste es Bobo.
La rata pareció sonreírle. Masklin no había oído llamar a una rata de ninguna manera excepto, tal vez, denominarla «la cena», si uno se veía forzado a ello.
-Yo me llamo Masklin -correspondió al saludo-, y no vengo solo. ¿Te parece bien si digo a los demás que bajen? El viaje ha sido largo.
-¿Venís más? ¿Todos del Exterior? ¡Sí, bajad todos! ¡Mi padre no va a creerlo!
-Lo siento, pero no lo entiendo -dijo Masklin-, ¿Qué tenemos de especial? Antes estábamos fue-ra y ahora estamos dentro, eso es todo.
Angalo no le hizo caso. Estaba mirando a los demás mientras descendían por la cuerda, refunfu-ñando.
-¡Viejos, incluso! -murmuró el gnomo de las ropas brillantes-. ¡Y son iguales a nosotros! ¡Ni si-quiera tienen la cabeza puntiaguda o algo así!
-¡Insolente! -exclamó la abuela Morkie, y Angalo dejó de sonreír.
-Señora -dijo con voz helada-, ¿sabe con quién está hablando?
-Con alguien que no tiene edad suficiente para librarse de unos buenos azotes en el trasero -replicó la abuela Morkie-. Y, si fuera vestida como tú, muchacho, tendría un aspecto mucho mejor. ¡Cabezas puntiagudas! ¡Bah!
Angalo abrió y cerró la boca sin articular sonido. Por fin, dijo:
-¡Es asombroso! Según Dorcas, aunque hubiera alguna posibilidad de vida fuera de la Tienda, no sería una vida como la que conocemos... Por favor, seguidme todos. Por favor...
El grupo intercambió miradas de cautela mientras Angalo se encaminaba hacia un rincón de la guarida de camiones, pero siguió al extraño gnomo. No tenían muchas alternativas.
-Recuerdo un día en que tu padre estuvo demasiado rato al sol. También balbucía tonterías, co-mo ese jovencito -comentó la abuela Morkie a Masklin. Torrit parecía estar llegando a alguna conclu-sión y todos esperaron cortésmente a que la proclamara.

-Supongo... -dijo al cabo-, supongo que deberíamos comernos esa rata.
-Cierra el pico -replicó la abuela al instante.
-Yo soy el jefe, ¿verdad? No tienes ningún derecho a hablarle así a tu jefe -protestó Torrit con voz lastimera.
-Por supuesto que eres el jefe -contestó la abuela Morkie-. ¿Quién ha dicho que no lo fueras? Yo nunca he dicho que no seas el jefe. Lo eres.
-Exacto -asintió Torrit con aire desdeñoso.
-Y, ahora, cierra el pico -repitió la anciana.
Masklin le dio unos golpecitos en el hombro a Angalo y le preguntó qué sitio era aquél. Angalo se detuvo junto a la pared, que se alzaba hasta perderse en la lejanía.
-¿No lo sabes? -preguntó. -Bueno, nosotros esperábamos... en fin, teníamos la esperanza de que el camión nos llevaría a..., a algún lugar donde pudiéramos estar bien -intervino Grimma.
-Pues habéis acertado de pleno -respondió Angalo con orgullo-. Éste es el mejor sitio donde se puede estar. ¡Esto es la Tienda!
***

INDEX II
XIII. Así pues, sucedió que en la Tienda no había Días ni Noches, sino sólo Hora de Apertura y Hora de Cierre. Y, además, allí no llovía, ni había Nieve.
XIV. Y los gnomos engordaron y se multiplicaron con el paso de los años, y dedicaron la mayor parte de su tiempo a alimentar Rivalidades y Pequeñas Guerras, un Departamento contra otro Departamento, y pronto olvidaron cuanto conocían del Exterior.
XV. De esta manera dijeron: «¿No es cierto que Arnold Bros (fund. en 1905) puso Todo bajo un solo Techo?».
XVI. Y quienes respondieron: «Quizá no Todo», sufrieron las crueles burlas y las pullas de los demás.
XVII. Y otros gnomos apuntaron con resolución: «Aunque existiera un Exterior, ¿qué cosas po-dría contener que necesitáramos? Pues aquí tenemos a nuestra disposición la energía de la Eléctrica, la Sección de Alimentación y Todo tipo de Diversiones».

XVIII. Y así, las Temporadas sofocaron los recuerdos como si fueran los almohadones de Com-plementos de Cama (3.a Planta).
XIX. Hasta que llegó de un lugar remoto un Extraño, anunciando a voz en grito: «¡Peligro y calamidad!».
De El libro de los gnomos, Primera planta, vv. XII-XIX



2

Los ancianos avanzaron tropezando unos con otros, caminando con la cabeza vuelta hacia arriba y la boca abierta, embobados. Angalo se había detenido junto a un agujero abierto en la pared y les indicaba con gestos que se apresuraran a entrar.
-Por aquí -murmuró.
La abuela Morkie lo miró con desdén.
-Esto es agujero de ratas -afirmó-. ¿No pretenderás que me meta en un agujero de rata? -Se vol-vió hacia Torrit-. ¡Me está pidiendo que me meta en un agujero de rata! ¡No pienso meterme en un agujero de rata!
-¿Por qué no? -quiso saber Angalo.
-¡Porque es un agujero de rata!
-jSolamente lo parece! -replicó Angalo-. Es una entrada disimulada, nada más.
-Tu rata acaba de entrar por ahí -insistió la abuela Morkie con aire triunfal-. ¡Tengo ojos en la cara! ¡Eso es un agujero de rata!
Angalo lanzó una mirada de súplica a Grimma y se coló en el agujero. Grimma introdujo la ca-beza tras él.
-A mí no me parece un agujero de rata, abuela -dijo a continuación con la voz un tanto hueca.
-¿Por qué lo dices?
-Porque dentro hay una escalera. ¡Oh!, y también distingo unas lucecitas.
La ascensión fue larga y tuvieron que detenerse varias veces para que los viejos no se retrasaran, y a Torrit hubo que ayudarlo la mayor parte del camino. En lo alto de la escalera, ésta cruzaba una especie de puerta más majestuosa que daba a...
Ni siquiera de joven, Masklin había visto juntos a más de cuarenta gnomos.
Allí había unos cuantos más y también había comida. No se parecía a nada que reconociera, pe-ro tenía que ser comida. Al fin y al cabo, los gnomos la estaban engullendo.
Tenía ante sí un espacio que se perdía en la distancia y cuya altura era más o menos el doble de la estatura de un gnomo. La comida formaba pilas ordenadas y entre ellas se abrían pasillos por los que deambulaba una muchedumbre de gnomos. Ninguno de ellos prestó mucha atención al grupito que avanzaba obedientemente tras Angalo, el cual había recobrado parte de su aire altivo y fanfarrón.
Algunos gnomos llevaban por las riendas a unas ratas de pelo liso y brillante. Varias de las gnomas llevaban ratones, que trotaban sumisamente tras ellas. Masklin captó con su fino oído los murmullos de desaprobación de la abuela Morkie.
También escuchó el comentario excitado de Torrit:
-¡Ya sé qué es eso! ¡Es queso! Una vez, en la papelera había un bocadillo de queso. Fue en el verano del ochenta y cuatro, ¿recuerdas?
La abuela Morkie respondió con un fuerte codazo en sus costillas escuálidas.
-Cierra el pico -lo conminó.. ¿Acaso quieres ponernos en evidencia delante de esta gente? Sé un jefe como es debido. Demuestra un poco de dignidad.
Sin embargo, apenas conseguían disimular su asombro y avanzaban maravillados y en silencio. Tras unos caballetes se amontonaban frutas y verduras, con las que trajinaban afanosamente grupos de gnomos. También había otras cosas que Masklin era incapaz de reconocer y, aunque no quería poner de manifiesto su ignorancia, la curiosidad acabó por vencerlo.


-¿Qué es eso de ahí? -preguntó, señalando un objeto alargado.
-Es una longaniza -le informó Angalo-. ¿La has probado alguna vez?
-No, últimamente -respondió Masklin con franqueza.
-Y eso son dátiles -continuó Angalo-. Y eso, un plátano. Supongo que no has visto nunca un plátano, ¿me equivoco?
Masklin abrió la boca, pero la abuela Morkie se le adelantó.
-Ése es un poco pequeño -comentó con un gesto de desprecio-. Muy pequeño, en realidad, com-parado con los que tenemos en nuestra tierra.
-¿Sí? ¿De veras? -inquirió Angalo con suspicacia.
-Claro que sí -replicó la abuela, empezando a entusiasmarse con el tema-. Minúsculo. Los que tenemos en nuestra tierra... -Hizo una pausa y contempló el plátano, colocado sobre dos caballetes como una canoa; movió los labios mientras su cerebro pensaba rápidamente cómo continuar y, por fin, añadió con aire triunfal-: ¡Allí, son tan grandes que a duras penas podemos desenterrarlos del suelo!
La abuela se volvió con expresión victoriosa a Angalo, que intentó sostenerle la mirada pero de-sistió.
-Bueno, en fin... -murmuró el gnomo vagamente, mientras apartaba los ojos-. Podéis serviros lo que queráis. Decidles a los gnomos encargados que lo carguen todo a la cuenta de Mercería, ¿de acuerdo? Pero no digáis que venís del Exterior. Me gustaría que fuese una sorpresa.
Se produjo un apresurado movimiento general hacia la comida. Incluso la abuela Morkie se di-rigió hacia allí como por casualidad y se mostró muy sorprendida al encontrarse cortado el avance por un pedazo de tarta.
Sólo Masklin permaneció donde estaba, pese a las urgentes protestas de su estómago. No estaba seguro de poder comprender nunca cómo funcionaban las cosas en la Tienda, pero tenía la vaga sensación de que, si no las afrontaba con dignidad, podía terminar haciendo cosas de las que no se sentiría completamente feliz.
-¿No tienes hambre? -preguntó Angalo.
-Sí -reconoció Masklin-, pero no voy a comer. ¿De dónde vienen todas estas cosas?
-¡Ah!, se las quitamos a los humanos -respondió Angalo sin dar importancia a lo que decía-. Son bastante tontos, ¿sabes?
-¿Y a ellos no les importa?
-Creen que son las ratas -le confió Angalo con una risilla-. Cuando les quitamos algo, les deja-mos un regalito de rata. Al menos, las familias de la Sección de Alimentación lo hacen -se corrigió-. A veces, esas familias permiten que otros gnomos las acompañen. y los humanos piensan que han sido las ratas.
Masklin frunció el entrecejo.
-¿Regalitos? -repitió.
-Sí, ya sabes: excrementos -explicó Angalo. Masklin asintió.
-Así los engañáis, ¿no es eso? -murmuró, no muy seguro de haber entendido.
-Te aseguro que son muy tontos. -El joven gnomo dio una vuelta en torno a Masklin y añadió-: Tienes que venir a ver a mi padre. Por supuesto, está fuera de discusión que os sumaréis ala tribu de Mercería, bajo el mando de mi padre.
Masklin observó a los suyos, repartidos por los aparadores de comida. Torrit sostenía un pedazo de queso del tamaño de su cabeza, la abuela Morkie investigaba un plátano como si fuera a estallar y ni siquiera Grimma le prestaba la menor atención.
Masklin se sentía perdido. En lo que él destacaba era en seguir a una rata a través de varios campos, abatirla con un solo golpe de lanza y arrastrarla luego hasta la guarida. Eso lo hacía realmente bien, y lo sabía.
Todos le decían luego cosas como «bien hecho, muchacho».
Ahora, en cambio, tenía la sensación de que a un plátano no se le seguía el rastro.
-¿Tu padre?
-Sí, el duque de Mercería -respondió Angalo, orgulloso-. Defensor del Entresuelo y autócrata de la Cantina de Empleados.
-¿Es pues tres personas? -dijo Masklin, perplejo.
-Son sus títulos; algunos de ellos. Es casi el gnomo más poderoso de la Tienda. ¿Tenéis padres, en el Exterior?
«Es curioso -pensó Masklin-. Este gnomo es un tipejo bastante grosero, menos cuando habla del Exterior; entonces, se transforma en un chiquillo ansioso.»
-Yo tenía uno, hace tiempo -respondió. No quería profundizar en el tema.
-¡Apuesto a que has vivido montones de aventuras!
Masklin recordó algunas de las cosas que le habían sucedido (o, más exactamente, que habían estado a punto de sucederle) en los últimos tiempos.
-Sí -dijo.
-¡Apuesto a que te divertiste de lo lindo!
Divertirse. Masklin pensó que nunca había oído esa palabra. Tal vez se refería a correr por ace-quias enfangadas con unos dientes hambrientos persiguiéndolo a uno.
-¿Vosotros cazáis? -preguntó.
-Ratas, a veces. En la sala de calderas. Hemos de controlar su número, por supuesto -explicó Angalo, al tiempo que rascaba a Bobo detrás de la oreja.
-¿Os las coméis?
-¿Comer rata? -Angalo lo miró con una mueca de asco.
Masklin volvió la cabeza hacia las pilas de comida.
-No, supongo que no -murmuró-. ¿Sabes una cosa? , no sabía que hubiera tantos gnomos en el mundo. ¿Cuántos vivís aquí?
Angalo se lo dijo.
-Dos ¿qué? -preguntó Masklin.
Angalo repitió la cifra.
-No pareces muy impresionado -añadió, al ver que Masklin no cambiaba de expresión.
Masklin concentró la mirada en la punta de la lanza. Era una lasca de pedernal que había encon-trado un día en el campo, y había pasado siglos trenzando unos palmos de bramante con unas hebras de la bala de heno para sujetar la piedra a un palo. En aquel instante, la lanza parecía la única cosa familiar en un mundo desconcertante.
-No sé -murmuró-. ¿Qué significa mil?


El duque Cido de Mercería, que también era señor protector de la Escalera Mecánica de Subida, defensor del Entresuelo y caballero del Mostrador, dio vueltas a la Cosa entre sus manos, muy lenta-mente. Después, la dejó aun lado.
-Muy divertido -murmuró.
Los gnomos formaban un grupo confuso en el palacio del duque, que se encontraba en aquel momento bajo las tablas del suelo del Departamento de Colchones y Almohadas. El duque aún llevaba la armadura y no parecía muy divertido.
-De modo que venís del Exterior, ¿no es eso? ¿De veras pensáis que me lo voy a tragar?
-Padre, yo... -empezó a decir Angalo.
-¡Silencio! ¡Conoces muy bien las palabras de Arnold Bros (fund. en 1905)! ¡Todo bajo un solo Techo! ¡Todo! Por tanto, no puede existir un exterior. Por tanto, vosotros no venís de ahí. Por tanto, sois de alguna otra parte de la Tienda. De Corsetería, o de Moda Joven, quizás. En realidad, nunca hemos explorado a fondo esa zona.
-No; venimos de... -inició una protesta Masklin.
El duque levantó las manos y lo interrumpió con gesto ceñudo.
-Escucha. No te echo la culpa a ti. Mi hijo es un muchacho muy impresionable y, sin duda, te habrá convencido para que digas estas cosas. Ya lo encuentro demasiado aficionado a ir a contemplar los camiones y sé que presta oído a estúpidos rumores y que se calienta demasiado la cabeza. No me tengo por un gnomo irrazonable -añadió, retando a los demás a decir lo contrario- y siempre hay un puesto para un joven fuerte como tú en la guardia de la Mercería, de modo que será mejor olvidar todas estas tonterías, ¿de acuerdo?
-¡Pero es que es verdad!¡Venimos del exterior! -insistió Masklin.
-¡No existe ningún Exterior! -replicó el duque-. Salvo, por supuesto, cuando muere un buen gnomo, si ha llevado una vida como es debido. Entonces sí que existe un Exterior, donde vivirá con esplendor para siempre. Vamos, muchacho -le dio una palmadita en el hombro a Masklin-, déjate de bobadas y ayúdanos en nuestra valiente tarea.
-Sí, pero ¿ayudaros en qué? -dijo Masklin.
-No querrás que Ferretería se apodere de nuestro departamento, ¿verdad? -contestó el duque. Masklin volvió los ojos hacia Angalo, que movió la cabeza en un apremiante gesto de negativa.
-Supongo que no, pero sois todos gnomos, ¿verdad? Y tenéis abundancia de todo. Pasar el tiem-po en rencillas parece un poco estúpido.
Por el rabillo del ojo, vio que Angalo se llevaba las manos a la cabeza. El duque enrojeció.
-¿Estúpido, has dicho?
Masklin deseó poder echarse atrás y retractarse, pero lo habían educado para ser siempre since-ro. Además, él mismo no se consideraba lo bastante listo como para salir adelante a base de mentiras.
-Bien... -empezó a decir.
-¿No has oído hablar del sentido del honor? -inquirió el duque.
Masklin sopesó la pregunta unos instantes y movió la cabeza en gesto de negativa.
-Los de Ferretería quieren adueñarse de toda la Tienda -se apresuró a explicar Angalo-. Eso se-ría terrible. Y los de Sombrerería son casi tan temibles como ellos.
-¿Por qué? -quiso saber Masklin.
-¿Por qué? -repitió el duque-. ¡Porque siempre han sido nuestros enemigos! Y ahora puedes irte -añadió.
-¿Dónde?
-Con los de Ferretería, o con los de Sombrerería. O con los de Artículos de Escritorio; serían la gente ideal para ti. Por lo que a mí respecta, como si te vuelves al Exterior -agregó el duque con sarcasmo.
-Queremos que nos devuelvas la Cosa -declaró Masklin, impertérrito. El duque volvió a cogerla y se la arrojó.
-Lo siento -se excusó Angalo cuando estuvieron lejos del duque-. Debería haberos explicado que mi padre tenía mucho genio.
-¿Por qué has tenido que molestarlo? -regañó Grimma a Masklin, irritada-. Si teníamos que unirnos a alguien, ¿por qué no a él? ¿Qué será de nosotros ahora?
-El duque ha sido muy desagradable -afirmó la abuela Morkie, obstinada.
-Y no ha oído hablar nunca de la Cosa -añadió Torrit-. Eso es terrible. Ni del Exterior. Bien, yo he nacido y vivido fuera. Y nunca he visto muertos vagando por ahí. Ni se lleva una vida de esplendor.
Como de costumbre, empezaron a discutir. Masklin los contempló. Luego, bajó los ojos al sue-lo. Avanzaban por una especie de hierba corta y seca que Angalo había denominado Moqueta. Otra cosa más robada de la Tienda de arriba.
Ardía en deseos de decir que aquello era ridículo. ¿Por qué sería que, tan pronto como un gno-mo tenía cubiertas sus necesidades de comida y bebida, empezaba a disputar con los otros gnomos? Con seguridad, un gnomo servía para algo más que eso.
Y hubiera querido añadir algo más: si los humanos eran tan estúpidos, ¿cómo era que habían construido aquella Tienda y todos aquellos camiones? Si los gnomos fueran tan sabios, se dijo, serían los humanos quienes les robarían cosas a ellos. Tal vez fueran grandes y lentos, pero aquellos huma-nos parecían muy listos, realmente.
«No me sorprendería -pensó por último- que fueran tan inteligentes como las ratas, por lo me-nos.»
No obstante, no comentó en voz alta ninguno de sus pensamientos porque, mientras estaba con-centrado en ellos, sus ojos se posaron en la Cosa, que Torrit sostenía entre sus brazos.
Masklin advirtió que estaba a punto de concebir una idea y le hizo espacio en su cabeza, aguar-dando con paciencia a descubrir de qué se trataba; y entonces, en el preciso instante en que la idea iba a tomar forma, Grimma le comentó a Angalo:
-¿Qué les sucede a los gnomos que no forman parte de ningún departamento?
-Llevan una vida triste -respondió Angalo-. Tienen que despabilarse lo mejor que saben. ¡Yo os creo! -exclamó a continuación. Parecía a punto de echarse a llorar-. Mi padre dice que está mal mirar los camiones. Dice que le pueden dar a uno malas ideas. Pues bien, yo he pasado meses mirándolos, ya veces entran chorreando agua. El Exterior no es ningún sueño; allí suceden cosas. Escuchad: vosotros seguid rondando por aquí un rato más y estoy seguro de que mi padre cambiará de parecer.


La Tienda era muy grande. A Masklin le había parecido grande el camión, pero la Tienda lo era mucho más. Se extendía en un laberinto infinito de plantas y paredes y largos tramos de peldaños agotadores. Los gnomos pasaban junto al grupo a toda prisa, concentrados en sus propios asuntos, y su número parecía inacabable. De hecho, la palabra «grande» se quedaba demasiado corta. La Tienda requería una palabra totalmente nueva para ser descrita.
En cierto modo, daba la extraña sensación de ser mayor que el Exterior. Éste era tan enorme que uno, en realidad, no lo podía apreciar. No tenía paredes ni techo y, por ello, nunca daba la impresión de tener tamaño. Sencillamente, estaba allí. En cambio, la Tienda tenía paredes y techo, y éstos estaban a tal distancia que producían el efecto de un lugar enorme.
Mientras avanzaban tras Angalo, Masklin tomó una decisión y resolvió comunicársela a Grim-ma, antes que a los demás.
-Me vuelvo -le dijo. Ella lo miró, asombrada.
-¡Pero si acabamos de llegar! ¿Qué diablos...?
-No lo sé. Aquí todo está mal. Se nota en el ambiente. No dejo de pensar que, si me quedo más rato aquí, también yo dejaré de creer que hay algo fuera, y de que he nacido allí. Cuando estéis todos instalados, me iré de la Tienda otra vez. Tú puedes venir conmigo si quieres -añadió-, pero no tienes por qué hacerlo.
-¡Pero si se está caliente y tenemos toda esa comida!
-Ya te he dicho que no puedo explicarlo. Pero tengo la sensación de que..., en fin, de que nos es-tán observando.
Grimma alzó involuntariamente la vista al techo, unos centímetros por encima de sus cabezas. En el lugar de donde procedían, la presencia de algo acechándolos significaba que ese algo estaba pensando comérselos. De inmediato, recordó dónde estaba y soltó una risilla nerviosa.
-No seas tonto -murmuró.
-Es que no me siento seguro -replicó Masklin, abatido.
-¿No será, más bien, que no te sientes apreciado? -dijo Grimma con suavidad.
-¿Qué?
-Vamos, vamos. ¿No tengo razón? Tú te pasas todo el tiempo cazando y luchando por los demás y ahora ya no es necesario que sigas haciéndolo. ¿No te produce una sensación rara?
Tras esto, Grimma se alejó. Masklin permaneció donde estaba, acariciando la cuerda que sujeta-ba la punta de su lanza. Era extraño, se dijo. Nunca había imaginado que nadie más viera las cosas de aquella manera. Sólo tenía unos contados y vagos recuerdos de Grimma en la guarida, dedicada siempre a hacer la colada, a organizar las actividades de las ancianas o a intentar cocinar las piezas de caza que él conseguía arrastrar hasta el refugio. Era muy extraño. Le sorprendía haber pasado por alto una cosa así.
Advirtió que los demás se habían detenido. El subterráneo se extendía ante ellos, débilmente iluminado por pequeñas lámparas sujetas a la madera aquí y allá. Angalo comentó que Ferretería cobraba un alto precio por las luces y no permitía que nadie más accediera al secreto del control del sistema eléctrico. Ésta era una de las cosas que hacían tan poderosos a los de Ferretería.

-Estamos en los límites del territorio actual de Mercería -explicó el gnomo-. Más allá está el pa-ís de Sombrerería. En este momento, nuestras relaciones con ellos son un poco frías. Bien, seguro que encontraréis algún departamento que os acoja... -murmuró Angalo, volviéndose hacia Grimma.
-Bien. Vamos a seguir todos juntos -dijo la abuela Morkie. Miró a Masklin con aire severo, le dio la espalda e hizo un gesto imperioso con la mano.
-Vete, muchacho -ordenó a Angalo-. y tú, Masklin, ponte erguido. y ahora, adelante.
-¿Quién eres tú para ordenar eso? -protestó Torrit-. Yo soy el jefe, sí, señor. Yo doy las órdenes. Es mi trabajo.
-Está bien -replicó la abuela Morkie-. Dalas, pues.
Torrit abrió la boca pero no salió de ella sonido alguno. Por fin, consiguió balbucear:
-De acuerdo. ¡Adelante!
Esta vez fue Masklin quien abrió la boca.
-¿Hacia dónde? -preguntó, mientras la anciana incitaba al grupo a continuar la marcha por el pa-sadizo apenas iluminado.
-Ya encontraremos dónde. Yo he sobrevivido al Gran Invierno de 1986, ¿recuerdas? -contestó la abuela Morkie con aire desdeñoso-. ¡Qué descaro el de ese estúpido duque! ¡He estado apunto de replicarle con malos modos! Te aseguro, Masklin, que no habría durado mucho en ese Gran Invierno.
-Mientras obedezcamos a la Cosa, nada malo nos sucederá -intervino Torrit, acariciando el dado con gran cuidado.
Masklin se detuvo. Ya tenía más que suficiente.
-¿Qué dice la Cosa, entonces? -preguntó con acritud-. ¿Qué dice, exactamente? ¿Qué ha de co-municarnos, en un momento como éste? ¡Vamos, cuéntame qué dice que debemos hacer ahora!
Torrit parecía algo nervioso.
-Mmm... Bueno, hum, la Cosa dice claramente que si todos nos mantenemos juntos y conser-vamos la debida...
-¡Lo estás inventando mientras hablas!
-¡Cómo te atreves a decirle tal cosa a...! -inició una protesta Grimma. Masklin arrojó al suelo la lanza.
-¡Bien, ya estoy harto! -masculló-. ¡La Cosa dice esto, la Cosa dice aquello, la Cosa habla de to-do lo que se le ocurre, pero no nos dice nada que pueda ser de utilidad!
-La Cosa ha sido transmitida de un gnomo a otro desde hace siglos -explicó Grimma-. Es muy importante.
-¿Por qué?
Grimma miró a Torrit, que se humedeció los labios con la lengua.
-Porque nos muestra... -empezó a decir, muy pálido.
Llévame más cerca de la electricidad.
-La cosa parece tener más importancia que... ¿Por qué habéis puesto todos esas caras? -preguntó Masklin.

Más cerca de la electricidad.
Torrit, con manos temblorosas, contempló la Cosa.
En lo que hasta entonces habían sido unas superficies lisas y negras, bailaban ahora unas luceci-tas. Cientos de ellas.«En realidad -pensó Masklin sintiendo un cierto orgullo de saber qué significaba la palabra-, debe de haber miles de ellas.»
-¿Quién ha dicho eso? -preguntó.
La Cosa cayó de los brazos de Torrit y chocó contra el suelo, donde sus lucecitas brillaron como un millar de autopistas por la noche. Los gnomos contemplaron la escena con pavor.
-Entonces, es cierto que la Cosa te habla... -murmuró Masklin.
Torrit agitó las manos frenéticamente y exclamó:
-¡Así, no! ¡Así, no! ¡Se supone que no tiene que hablar en voz alta! ¡Jamás lo había hecho hasta hoy!
¡Más cerca de la electricidad!
-Quiere la electricidad -dijo Masklin.
-¡Pues yo no pienso tocarla!
Masklin se encogió de hombros y, empleando la lanza con cautela, empujó la Cosa por el suelo hasta situarla bajo los cables.
-¿Cómo hace para hablar, si no tiene boca...? -musitó Grimma.
La Cosa emitió un chirrido. Unas formas de colores parpadearon en sus caras tan deprisa que los ojos de Masklin no pudieron seguirlas. La mayoría de ellas eran rojizas.
Torrit se postró de rodillas, murmurando:
-¡Está enfadada! ¡No deberíamos haber comido carne de rata, no deberíamos haber venido aquí, no deberíamos...!
Masklin también se arrodilló. Tocó las caras luminosas del cubo, con cuidado al principio, y comprobó que no estaban calientes. Volvió a acometerlo la extraña sensación de que su mente quería expresar .ciertas ideas pero no encontraba las palabras adecuadas.
-Cuando la Cosa te ha dicho cosas en otras ocasiones... -comentó Masklin a Torrit con voz cal-mada-, ya sabes, sobre cómo llevar una vida decente y...
Torrit le dirigió una mirada angustiosa.
-Nunca lo ha hecho -confesó.
-Pero siempre has dicho...
-Antes, lo hacía. Antes. Cuando el viejo Voozel me la confió, me dijo que antes la Cosa hablaba, pero que había dejado de hacerlo hacía muchos siglos.
-¿Cómo? -exclamó la abuela Morkie-. ¿Y todos estos años, querido Torrit, has estado contándo-nos que la Cosa decía tal cosa, tal otra y quién sabe qué más...?
Torrit tenía ahora la expresión de un animal acorralado y muy asustado.
-¿Y bien? -insistió la abuela en tono amenazador.

-Ejem... -respondió el jefe Torrit-. Hum... Lo que me dijo el viejo Voozel fue que pensara qué aconsejaría la Cosa, y lo dijera en su nombre. Normas para mantener a la gente en el buen camino y ese tipo de cosas. Ayudar a todos a subir a los Cielos. Es muy importante, pero que muy importante, esto de subir a los Cielos. La Cosa puede ayudarnos a llegar a ellos, me dijo Voozel. Es su función primordial.
-¿Cómo...? -estalló la abuela.
-Esto es lo que Voozel me dijo que hiciera. Y ha resultado, ¿no es cierto?
Masklin no les prestó atención. Las líneas de colores se movían en las superficies de la Cosa formando dibujos hipnotizadores. Tenía que descubrir su significado, se dijo. Estaba seguro de que tenían algún sentido.
A veces, durante los viejos tiempos, cuando no tenía que salir de caza todos los días, había ascendido por el terraplén más allá de lo habitual, hasta un lugar desde el que se podía contemplar desde arriba el aparcamiento de los camiones. Allí había un gran tablón azul con pequeños garabatos e imágenes. y las cajas y los papeles de las papeleras mostraban más dibujos y más líneas retorcidas. Masklin recordó la larga discusión que habían sostenido acerca de las cajas de pollo frito con la imagen del anciano de grandes bigotes. Algunos gnomos habían insistido en que era el dibujo de un pollo, pero Masklin estaba convencido de que los humanos no iban por ahí comiéndose a los viejos. Tenía que tratarse de otra cosa. Tal vez los viejos hacían los pollos.
La Cosa volvió a murmurar.
Han pasado quince mil años.
Masklin miró a los demás.
-Háblale tú -ordenó la abuela Morkie a Torrit. Éste retrocedió.
-¡Yo, no! ¡No sé qué decir! -balbuceó.
-¡Pues no voy a hacerlo yo! -replicó la abuela-. ¡Es un trabajo para el jefe, de modo que...!
Han pasado quince mil años, repitió la Cosa.
Masklin se encogió de hombros. La responsabilidad parecía recaer en él una vez más.
-¿Pasado... de qué? -preguntó. Dio la impresión de que la Cosa buscaba apresuradamente una respuesta hasta que, al fin, dijo:
¿Conocéis todavía el sentido de las palabras Navegación Aérea y Ordenador de Registro de Datos?
-No -respondió Masklin con franqueza-. Ninguna de ellas me suena.
El dibujo luminoso cambió de forma.
¿Tenéis algún conocimiento de los viajes interestelares?
-No.
A Masklin le dio la clara impresión de que el dado estaba muy decepcionado con él.
¿Sabéis que procedéis de un lugar muy remoto?, preguntó la Cosa.
-¡Oh, sí, eso lo sabemos!
¿De un lugar más allá de la Luna?
-Hum... -Masklin titubeó. El viaje en el camión había sido muy largo y cabía la posibilidad de que hubieran dejado atrás la luna. Él la había visto a menudo en el horizonte y estaba seguro de que el camión había ido más allá de ese horizonte. Así pues, añadió al cabo de un momento-: Sí, probable-mente.
El idioma cambia con el paso del tiempo, comentó la Cosa con aire pensativo.
-¿De veras? -dijo Masklin con cortesía.
¿Cómo llamáis a este planeta?
-No sé qué significa esa palabra, «planeta» -confesó Masklin.
Un cuerpo astronómico.
Masklin puso cara de ignorancia.
¿Cómo llamáis a este lugar?
-Se llama... la Tienda.
Latienda.
Las lucecitas volvieron a moverse, como si la Cosa estuviera meditando otra vez.
-Muchacho, no quiero pasarme aquí todo el día, intercambiando tonterías con la Cosa -intervino la abuela Morkie-. Lo que tenemos que hacer es decidir adónde vamos y qué hacemos.
-Exacto -asintió Torrit, desafiante.
¿Recordáis, al menos, que llegasteis aquí tras el naufragio?
-Llegamos en el camión -contestó Masklin-. Y no sé qué es el naufragio.
Las luces cambiaron de nuevo. Más adelante, cuando conoció mejor la Cosa, Masklin siempre consideró que el dibujo resultante era su manera de expresar un profundo suspiro.

Mi propósito es serviros y guiaros, declaró la Cosa.
-¿Lo veis? -dijo Torrit, que se sentía un poco desplazado-. ¡Yo tenía razón en eso!
-Entonces, no te has esforzado mucho en hacerlo, últimamente -dijo Masklin a la Cosa, empu-jándola de nuevo con la lanza. El dado emitió un murmullo.
Lo hacía para conservar la energía interna. En cambio, ahora puedo utilizar la electricidad ambiente.
-Estupendo -murmuró Grimma.
-O sea, que es como si te alimentaras absorbiendo las luces -comentó Masklin.
Por el momento, bastará con eso como explicación.
-Entonces, ¿por qué no has hablado antes? -quiso saber Masklin.
Estaba escuchando.
-¡Oh!
Y ahora aguardo instrucciones.
-¿Guardas? ¿Qué guardas? -dijo Grimma.
-Me parece que quiere que le digamos qué hacer -murmuró Masklin. Se puso en cuclillas y con-templó las luces.
-¿Qué sabes hacer? -preguntó.
Sé traducir, calcular, triangular, asimilar, correlacionar y extrapolar.
-No creo que queramos nada de eso. ¿Queremos algo de eso? -preguntó Masklin a los demás. La abuela Morkie pareció meditar el asunto antes de contestar.
-No. No creo que queramos nada de eso. En cambio, agradecería otro buen plátano.
-Me parece que nuestro único deseo es, en realidad, volver a casa y estar a salvo -apuntó Mas-klin.
Volver a casa.
-Exacto.
Y estar a salvo.
-Sí.
Más tarde, estas siete palabras se convertirían en una de las citas más famosas de la historia de los gnomos, se enseñarían en las escuelas y se grabarían en piedra. Por eso, resulta triste que, en el momento de pronunciarlas, nadie las considerara especialmente importantes.
Lo único que sucedió fue que la Cosa dijo:
Computando.
Entonces, todas las luces del cubo se apagaron, salvo un pequeño punto verde que empezó a destellar .
-¡Menos mal! -exclamó Grimma-. Qué voz más horrible. ¿Qué hacemos ahora?
-Según ese Angalo -respondió la abuela-, nos espera una vida muy triste.
***



INDEX III
I. Pues ellos no lo sabían, pero habían llevado consigo la Cosa, que despertó en presencia de la Electricidad, y sólo ella conocía la Historia de sus portadores;
II. Porque los gnomos tienen memorias de Carne y Hueso, pero la Cosa tenía memoria de Sili-cio, que es Piedra y no muere, mientras que la memoria de los gnomos se desvanece como el polvo.
III. Y ellos le dieron Instrucciones, aunque no lo sabían.
IV. Y sólo decían de ella: «Es una Caja con una Voz Curiosa».
V. Pero la Cosa empezó a Computar la tarea de mantener a todos los gnomos a salvo.
VI. Y la Cosa también empezó a Computar la tarea de llevar a todos los gnomos a casa.
VII. De llevarlos de vuelta a casa.
De El libro de los gnomos, Entresuelo, vv. I- VII



3

Era fácil perderse bajo el suelo. No costaba ningún esfuerzo. Era un laberinto de paredes y ca-bles, con montones de polvo en los rincones de los caminos. En realidad, como decía Torrit, no estaban perdidos, exactamente, sino más bien desorientados; había caminos por todas partes, entre paredes y vigas, pero no vieron indicación alguna de adónde conducían. De vez en cuando pasaba a toda prisa algún gnomo, concentrado en sus asuntos, pero ninguno de ellos prestó la menor atención al grupo.
Masklin y los suyos echaron una cabezada en un nicho formado por dos grandes muros de ma-dera y, al despertar, se encontraron con la misma luz mortecina de siempre. En la Tienda no parecía haber días ni noches. En cambio, parecía haber aumentado el ruido. En efecto, se escuchaba un murmullo distante que lo invadía todo.
En la Cosa titilaban unas cuantas lucecillas más y había aparecido una excrecencia en forma de plato que giraba lentamente.
-¿Por qué no buscamos de nuevo la Sección de Alimentación? -apuntó Torrit, esperanzado.
-Creo que hay que ser miembro de un departamento -contestó Masklin-. Pero no debe de ser el único lugar con comida, ¿verdad?
-Cuando llegamos no había tanto ruido -dijo la abuela-. ¡Vaya estrépito!
Masklin miró a su alrededor y localizó un resquicio entre la madera y un destello lejano de una luz muy brillante. Se dirigió hacia allí y acercó el ojo a la grieta.
-¡Oh! -exclamó débilmente.
-¿Qué sucede? -quiso saber Grimma.
-Son humanos. Hay más de los que has visto nunca.
La rendija se abría en la juntura del techo con la pared de un espacio casi tan grande como la madriguera de los camiones, y éste estaba, realmente, repleto de humanos. La Tienda había abierto.
Los gnomos siempre habían sabido que los humanos eran seres muy lentos. Masklin había esta-do apunto de tropezarse con ellos un par de veces durante sus cacerías y sabía que, antes de que sus enormes rostros de expresión estúpida pudieran volver los ojos hacia él, le daba tiempo a apartarse de en medio y ocultarse bajo cualquier cosa.
El espacio debajo de él estaba repleto de humanos que deambulaban con sus grandes zancadas, lentas y torpes, y charlaban con sus voces resonantes, confusas y graves.
Los gnomos los observaron fascinados durante un rato.
-¿Qué son esas cosas que sostienen en las manos? -preguntó Grimma-. Recuerdan un poco a la Cosa.
-No lo sé -respondió Masklin.
-Fijaos: los humanos las cogen y luego entregan algo a la otra humana; entonces, ponen esas co-sas en una bolsa y se marchan. Casi da la impresión de que..., en fin, de que saben lo que están haciendo.
-Nada de eso. Sucede como con las hormigas -intervino Torrit como si lo supiera de buena tinta-. Parecen inteligentes pero, si uno se fija bien, queda patente que no tienen nada de listos.
-Pero construyen cosas -protestó Masklin débilmente.
-También lo hacen los pájaros, muchacho.
-Sí, pero...
-Los humanos son un poco como las urracas, siempre lo he dicho. Sólo les gustan las cosas que brillan.
-Hum...
Masklin decidió no seguir discutiendo. No se podía discutir con el viejo Torrit, a menos que uno fuera la abuela Morkie, por supuesto. Torrit sólo tenía espacio en su cabeza para un limitado número de ideas y, una vez que alguna de ellas arraigaba en su mente, no había modo de moverlo de ella.
Con todo, Masklin deseaba replicar: «Si son tan estúpidos, ¿por qué no son ellos quienes se es-conden de nosotros?».
Lo asaltó una idea y alzó la Cosa.
-¿Cosa? -dijo.
Se produjo una pausa. Luego, la vocecilla respondió:
Operaciones en tarea principal suspendidas. ¿Qué es lo que solicitas?
-¿Sabes qué son los humanos? -preguntó Masklin.
Sí. Reanudando tarea principal.
Masklin miró a los demás con desconcierto.
-¿Cosa? -volvió a decir .
Operaciones en tarea principal suspendidas. ¿Qué es lo que solicitas?
-Te he pedido que me contaras cosas de los humanos.
No es cierto. Me has preguntado: ¿Sabes qué son los humanos? Mi respuesta ha sido absolu-tamente correcta.
-Bien, entonces dime qué son.
Los humanos son los habitantes indígenas del mundo que llamáis Latienda. Reanudando tarea principal.
-¡Ajá! -exclamó Torrit, asintiendo con aire de suficiencia-. ¿No os lo decía? Son indígenas. Despiertos, tal vez, pero sólo indígenas. Son unos seres pesados, torpes e indígenas.
-¿Nosotros somos indígenas? -preguntó Masklin.
Tarea principal interrumpida. No. Tarea principal reanudada.
-Claro que no -asintió Torrit, fulminando a Masklin con la mirada-. Nosotros tenemos un poco de orgullo.
Masklin abrió la boca para preguntar qué significaba «indígena». Él no conocía la palabra y es-taba seguro de que Torrit tampoco. Y, a continuación, quería hacer un montón de preguntas más, pero antes de hacerlas tendría que pensar muy bien las palabras que utilizaba.
«No conozco suficientes palabras -se dijo-. Y hay cosas que uno no puede pensar a menos que conozca las palabras correctas.»
Pero no le dio tiempo a darle vueltas a la idea, pues una voz dijo a su espalda:
-Unos seres extraños y poderosos, ¿verdad? Y muy atareados, últimamente. Me pregunto qué mosca los habrá picado.
Quien hablaba era un gnomo anciano, bastante grueso, y vestido con ropas pardas, lo cual era raro entre los gnomos de la Tienda. Su indumentaria consistía casi exclusivamente en un enorme delantal con los bolsillos misteriosamente abultados.
-¿Nos has estado espiando? -le preguntó la abuela Morkie.
El desconocido se encogió de hombros.
-Suelo venir a este lugar a observar a los humanos -explicó-. Es un buen sitio. Y, normalmente, no encuentro a nadie por aquí. ¿De qué departamento sois?
-No pertenecemos a ninguno -le informó Masklin.


-Sólo somos gnomos -añadió la abuela.
-Pero no somos indígenas -terció rápidamente Torrit.
El desconocido sonrió y saltó de la viga de madera en la que estaba sentado.
-Qué curioso -murmuró-. Vosotros debéis de ser ese grupo nuevo del que he oído hablar. Los del Exterior, ¿verdad?
Extendió la mano al frente y Masklin observó el gesto con cautela.
-¿Y? -dijo, con aire cortés. El desconocido exhaló un suspiro.
-Se supone que debes estrechármela -dijo.
-¿Estrecharla? ¿Por qué?
-Es la costumbre. Me llamo Dorcas de Embutidos, -El desconocido dirigió una sesgada sonrisa a Masklin-. ¿Y tú? ¿Tienes nombre?
Masklin no hizo caso de la pregunta y replicó con otra:
-¿A qué te refieres con eso de que vienes a observar a los humanos?
-Estudio sus movimientos, ¿sabes? Sí, eso es lo que hago. Se puede aprender mucho del futuro observando a los humanos.
-Un poco como el tiempo que va a hacer, ¿no? -dijo Masklin.
.-¡EI tiempo! ¡Sí, claro, el tiempo! -El gnomo le dirigió una sonrisa enorme-. Vosotros debéis de saberlo todo acerca del tiempo, la lluvia y esas cosas. Un elemento muy poderoso, el tiempo...
-¿Has oído hablar del tiempo? -inquirió Masklin.
-Sólo en las viejas leyendas. Hum... -Dorcas lo miró de arriba abajo-. Yo suponía que los seres del Exterior tendrían una forma distinta. Vida, sí, pero no como la conocemos. Venid conmigo y os enseñaré a qué me refiero.
Masklin observó con detenimiento el espacio polvoriento entre las dos plantas del edificio. Ya tenía suficiente. Estaba harto de aquel lugar. Hacía demasiado calor, el ambiente era demasiado seco, todo el mundo lo trataba como si fuera tonto y ahora pensaban que no era el más indicado para guiarlos.
-Bien... -inició una protesta, pero la Cosa que sostenía bajo el brazo lo interrumpió:
Necesitamos a esta persona.
-¡Vaya! -exclamó Dorcas-. Qué radio tan minúscula. Cada día las hacen más pequeñas, ¿ver-dad?


El lugar al que los condujo Dorcas era un simple pozo. Grande, cuadrado, profundo y oscuro. Varios cables, más gruesos que un gnomo, desaparecían en las profundidades.
-¿Vives aquí abajo? -preguntó Grimma a Dorcas. Éste manipuló algo en la oscuridad y se escu-chó un chasquido. En lo alto del pozo, a gran altura por encima de los gnomos, sonó una especie de estampido y, a continuación, un trueno lejano.
-¿Eh? ¡Oh, no! -respondió el aludido-. Me llevó muchísimo tiempo descubrir qué era esto y có-mo utilizarlo. Es una especie de suelo colgado de una cuerda, y sube y baja por el pozo transportando humanos. Cuando lo averigüé, pensé que ya no era joven y que todas esas escaleras estaban acabando con mis piernas, de modo que me interesé por su funcionamiento. y es sencillísimo. No podía ser de otro modo pues, de lo contrario, los humanos serían incapaces de aprender a usarlo. Echaos atrás, por favor.
Una cosa negra y enorme descendió por el pozo y se detuvo a unos centímetros por encima de sus cabezas. Tras unos chasquidos y siseos, escucharon el sonido, ya familiar, de unas torpes pisadas humanas caminando sobre su escondite.
Colgado bajo el piso del ascensor, vieron un pequeño cesto de alambre atado a él mediante fragmentos de cuerda.
-Si pensáis que voy a meterme en un..., en un nido de alambre colgado de una cuerda -protestó de inmediato la abuela Morkie-, será mejor que os busquéis a otra...
-¿Es seguro? -preguntó Masklin.
-Más o menos. Más o menos... -respondió Dorcas, saltando al cesto y manipulando otro peque-ño cuadro de interruptores-. Daos prisa, por favor. Por aquí, señora.
-Pero... ¿cuánto más que menos? -insistió Masklin al tiempo que la abuela, asombrada de que la llamaran señora, subía abordo.
-Verás: de lo que estoy seguro es del cesto que yo he montado -le replicó Dorcas-. Sin embargo, esa plataforma de arriba ha sido construida por los humanos y, en consecuencia, nunca se sabe lo que puede suceder. Sujetaos con fuerza, por favor. ¡Subimos!
Sobre sus cabezas sonó un chasquido y, con una ligera sacudida, empezaron a ascender.
-Está bien, ¿verdad? -comentó Dorcas-. He tardado siglos en hacer las conexiones oportunas en todos los interruptores. Cualquiera pensaría que los humanos se darían cuenta, ¿verdad? Pulsan el botón de bajada pero, si yo quiero subir, el ascensor me obedece. Me preocupaba la posibilidad de que a los humanos les extrañara que los ascensores parecieran subir y bajar por su propia voluntad, pero esos seres parecen profundamente estúpidos. Ya llegamos.
El ascensor se detuvo con otra sacudida y el cesto del gnomo quedó a la altura de otra rendija bajo el suelo de la planta.
-Electrodomésticos -anunció Dorcas-. Es uno de mis rincones favoritos. Aquí no me molesta nadie, ni siquiera el Abad. Soy el único que sabe cómo funcionan los aparatos, ¿sabéis?
Era un lugar lleno de cables que corrían por el suelo en todas direcciones formando grandes haces. Un grupo de gnomos jóvenes estaba desmontando un objeto en medio del lío de cables.
-Es una radio -informó Dorcas-. Un objeto fascinante. Esos muchachos están tratando de averi-guar cómo hace para hablar .
Revolvió en unas pilas de grueso papel, sacó una hoja y se la pasó a Masklin con gesto avergon-zado.
En el papel había un dibujo de un cono rosado y achatado con una mata de pelo en la punta. Masklin y los suyos no habían visto nunca una lapa. De lo contrario, habrían sabido que el dibujo representaba exactamente uno de estos animales. Salvo la mata de pelo.
-Muy bonito -comentó Masklin, dubitativo-. ¿Qué es?
-Hum... Es la idea que yo tenía del aspecto que podría tener un ser del Exterior, ¿sabes? -explicó Dorcas.
-¿Cómo? ¿Con cabezas puntiagudas?
-Por la Lluvia, ¿sabes? En las viejas leyendas del Tiempo de antes de la Tienda se habla de la Lluvia, del agua que cae sin cesar del cielo. Pensaba que los seres del Exterior deberían de tener la cabeza de esa forma para que el agua no se les encharcara encima. y la base muy ancha para que el Viento no los derribara constantemente. Mis únicas referencias eran las viejas leyendas, ¿entiendes?
-¡Pero si ni siquiera tiene ojos!
-Sí que tiene -Dorcas los señaló-. Pero muy pequeños, y ocultos bajo el cabello para que el Sol no los ciegue. El Sol es una luz grande y muy brillante en el cielo -añadió a modo de explicación.
-Ya lo sabemos -dijo Masklin.
-¿De qué estáis hablando? -inquirió Torrit.
-Dorcas dice que deberías tener ese aspecto -apuntó la abuela Morkie en tono sarcástico.
-¡Yo no tengo una cabeza tan puntiaguda!
-En esto, tienes toda la razón -asintió la abuela.
-Me temo que andas un poco equivocado -murmuró Masklin con voz pausada-. El exterior no se parece en absoluto al dibujo. ¿No ha salido nadie a mirar cómo era?
-Una vez, vi abierta la gran puerta -asintió Dorcas-. La del garaje, quiero decir. Pero fuera sólo se veía una luz blanca cegadora.
-Sí, claro. Como os pasáis todo el tiempo en esta penumbra, supongo que te deslumbraría.
Dorcas se encaramó aun carrete de hilo vacío.
-Tenéis que hablarme del Exterior. Tenéis que contarme todo lo que recordéis.
Una nueva lucecita verde empezó a titilar en la superficie de la Cosa, que descansaba de nuevo sobre los muslos de Torrit.


Al cabo de un rato, uno de los gnomos jóvenes trajo unos bocados y todos se pusieron a hablar, a discutir e incluso a contradecirse abiertamente, mientras Dorcas escuchaba y hacía preguntas.
Según contó, era inventor. En especial, de cosas que tenían que ver con la electricidad. En los viejos tiempos, cuando los gnomos empezaban a husmear en las instalaciones eléctricas de la Tienda, muchos habían muerto en sus investigaciones. Desde entonces habían encontrado métodos más seguros, pero la electricidad seguía siendo un misterio y no eran muchos los que tenían ganas de acercarse a ella. Por eso, los jefes de las grandes familias e incluso el propio Abad de Artículos de Escritorio lo dejaban en paz. Siempre era una buena idea, comentó, ser experto en algo que el resto de la gente no quería o no podía hacer. Gracias a ello los demás le toleraban que, a veces, se preguntara por el Exterior en voz alta. Siempre que no fuera demasiado alta.
-No podré acordarme de todo -suspiró-. ¿Y qué es esa otra luz, la que aparece a la Hora de Cie-rre? Lo siento, quiero decir, cuando llega la nacha.
-La noche -lo corrigió Masklin-. Se llama la Luna.
-Luna... -repitió Dorcas, paladeando la nueva palabra-. Pero no brilla tanto como el Sol, ¿ver-dad? Es muy raro. Sería más lógico que la luz más brillante se encendiera por la noche y no durante el día, cuando ya hay suficiente para ver las cosas. Supongo que no tenéis idea de a qué se debe eso, ¿verdad?
-Pues no. Sucede así, eso es todo -respondió Masklin.
-Daría cualquier cosa por verlo con mis propios ojos. Cuando era joven solía ir a contemplar los camiones, pero nunca tuve valor para subirme a uno de ellos. -Se inclinó hacia adelante, acercándose a Masklin, y continuó-: Supongo que Arnold Bros (fund. en 1905) nos puso en la Tienda para descubrir cosas, para conocerla. De lo contrario, ¿para qué tenemos un cerebro? ¿A ti qué te parece?
Masklin se sintió muy ufano de que le preguntara su opinión, pero se vio interrumpido cuando apenas había abierto la boca.
-Todo el mundo habla de ese Arnold Bros (fund. en 1905) -terció Grimma-, pero nadie cuenta quién es, en realidad.
Dorcas volvió a echarse hacia atrás sobre el carrete de hilo y contestó:
-¡Oh! Arnold Bros creó la Tienda. En 1905, ¿sabéis? El Sótano de Oportunidades, el Departa-mento de Préstamos y todo lo demás. Eso es innegable; me refiero a que alguien tiene que haberlo hecho. Pero yo siempre digo que eso no significa que no debamos pensar en...
La .lucecita verde de la Cosa se apagó. Su platillo giratorio desapareció. El dado emitió una li-gera crepitación, como haría una máquina para carraspear, y anunció:
Estoy registrando comunicaciones telefónicas.
Los gnomos se miraron unos a otros.
-Vaya, eso es estupendo -comentó Grimma-. ¿No es estupendo, Masklin?
Tengo una información urgente que comunicar a los líderes de esta comunidad. ¿Sois conscien-tes de que estáis viviendo en una entidad construida de duración limitada?
-Es fascinante -opinó Dorcas-. Qué palabras. Uno casi podría imaginar que entiende lo que dice. Ahí arriba -añadió, señalando con el pulgar los tablones que se extendían sobre sus cabezas- hay muchos aparatos como el vuestro. Radios, se llaman. Los hay que también muestran imágenes. Son asombrosos.
Es de vital importancia que comunique a los líderes de la comunidad una información de la máxima prioridad, que hace referencia a la inminente destrucción de esta estructura, proclamó la Cosa.
-Lo siento -dijo Masklin-. ¿Podrías explicar eso otra vez?
¿No has comprendido?
-No sé qué significa la mayoría de las palabras que has usado.
Evidentemente, el lenguaje ha cambiado en muchas cosas que no alcanzo a entender.
Masklin trató de mostrarse servicial.
Trataré de clarificar mi mensaje, añadió la Cosa, y varias luces parpadearon en su superficie.
-Estupendo -asintió Masklin.
El baranda del chabolo piensa volarlo ya mismo y tenéis que abriros, probó de nuevo la Cosa hablando en argot, pero el intento fue en vano. Los gnomos se miraron y ninguno de ellos pareció entender a qué se refería.
La Cosa carraspeó otra vez.
¿Conocéis el significado de la palabra «destrucción»?, inquirió.
-¡Oh, sí! -respondió Dorcas.
Pues eso es lo que va a suceder con la Tienda. Dentro de veintiún días.
***

INDEX IV
I. «Una calamidad se abate sobre vosotros, gnomos de Ferretería y de Mercería; corréis peli-gro, gentes de Sombrerería y de Embutidos; tened cuidado, los de Moda Joven, y también vosotros, bandidos de Corsetería. Estáis todos en grave riesgo; incluso vosotros, los de Artículos de Escritorio.
II. »Pues la Tienda no es más que un Lugar dentro del Exterior.
III. »Una gran calamidad os acecha, pues Arnold Bros (fund. en 1905) ha abierto la Liquida-ción Total por Cierre del Negocio.»
IV. Pero los gnomos se burlaron de él y le replicaron: «Tú dices que vienes del Exterior. Por lo tanto, ni siquiera Existes».
De El libro de los gnomos, Ropa Interior, vv. I-IV




4
Encima de sus cabezas, los humanos continuaban con sus vidas lentas e incomprensibles. Aba-jo, con el estrépito amortiguado por las moquetas y los tablones del suelo hasta convertirse en un rumor lejano, los gnomos avanzaron apresuradamente por sus polvorientos pasadizos.
-No puede decirlo en serio -murmuró la abuela Morkie-. Este lugar es demasiado grande. Un si-tio tan grande no puede ser destruido. Sed razonables.
-Os lo advertí, ¿no es cierto? -intervino entre jadeos el viejo Torrit, que siempre mostraba una alegría inmensa ante cualquier noticia de devastación y terror-. Siempre nos han dicho que la Cosa lo sabe todo. Y no me digas que cierre la boca, abuela.
-¿Por qué corremos tanto? -preguntó Masklin-. Veintiún días es mucho tiempo.
-En política, no -replicó Dorcas con aire sombrío.
-Yo creía que estábamos en la Tienda, no en Política -dijo Torrit.
Dorcas se detuvo tan de improviso que la abuela Morkie fue a topar con su espalda.
-Escuchad -apuntó el gnomo, con aire de paciente impaciencia-, ¿qué creéis que deberían hacer los gnomos, si la Tienda va a ser destruida de verdad?
-Salir afuera, por sup... -empezó a responder Masklin.
-¡Pero la mayor parte de ellos no cree siquiera que el Exterior exista! Ni siquiera yo estoy total-mente seguro de ello, y eso que tengo una mente extraordinariamente inteligente e inquisitiva. No hay ningún sitio adonde ir, ¿me entendéis?
-Hay montones de sitios ahí fuera...
-¡Si pudiera convencerme de veras!
-¡En serio, existe de verdad!
-Me temo que los gnomos son más complicados de lo que crees. De todos modos, creo que de-bemos ir a ver al Abad. Es un tirano viejo y desagradable, desde luego, pero muy inteligente, a su modo. Aunque es un modo bastante enrevesado. -Dirigió una mirada penetrante al grupo y añadió-: Será mejor que no atraigamos la atención. Normalmente, todo el mundo me deja en paz, pero no es recomendable andar vagando fuera del departamento de uno sin tener una buena razón para ello. Y, dado que vosotros no pertenecéis a ningún departamento...
Dorcas se encogió de hombros y, con aquel simple gesto, consiguió insinuar la cantidad de co-sas desagradables que podían sucederle a unos vagabundos sin departamento.
Se impuso utilizar de nuevo el ascensor, que los condujo a una zona bajo el piso de una planta, un lugar polvoriento y débilmente iluminado por unas bombillas mortecinas y bastante distanciadas. No parecía haber nadie cerca. Después del bullicio de otros departamentos, aquella tranquilidad resultaba casi desagradable. «El silencio es aún más acusado que en los campos abiertos», pensó Masklin. Al fin y al cabo, era lo que ellos pretendían: no hacer ruido. Por aquellos espacios bajo el piso debían de pulular los gnomos.
Todos se percataron de ello y el grupo estrechó filas.
-Qué lucecitas tan graciosas -comentó Grimma para romper el silencio-. A la medida de los gnomos, y todas de diferentes colores. y algunas se encienden y se apagan regularmente, mirad.
-Cada año robamos algunas cajas de esas lámparas, durante la Campaña de Navidad -explicó Dorcas sin volverse-. Los humanos las ponen en los árboles.
-¿Por qué?
-Ni idea. Para ver mejor, supongo. Con los humanos, nunca se sabe.
-Pero, entonces, sabes qué es un árbol -apuntó Masklin-. No pensaba que los hubiera en la Tien-da.
-Claro que sé qué son los árboles. Unas cosas grandes y verdes con pinchos de plástico en las puntas. Algunos son de metal reluciente. Cuando llega la Campaña de Navidad, uno casi no puede moverse con tantos malditos árboles por todas partes, os lo aseguro.
-Los árboles del Exterior son enormes -apuntó Masklin-. Y tienen unas cosas que se llaman hojas y que se le caen cada año.
Dorcas le lanzó una mirada de extrañeza.
-¿Qué quieres decir con que se le caen? -preguntó.
-Pues eso, que se enroscan y se le caen -insistió Masklin. Los demás asintieron. Última- mente había muchas cosas de las que no estaban seguros, pero eran auténticos expertos en lo que les sucedía a las hojas cada año.
-¿Y dices que eso sucede cada año? -repitió Dorcas.
-Sí, señor .
-¿De veras? Es fascinante. ¿Y quién vuelve a pegarlas en su sitio?
-Nadie -explicó Masklin-. Al cabo de un tiempo, vuelven a crecer.
-¿Ellas solas?
Todos asintieron. Cuando uno está seguro de una cosa, se mantiene en lo dicho.
-Eso parece -añadió Masklin-. En realidad, nunca hemos descubierto por qué, pero así sucede siempre.
El gnomo de la Tienda se rascó la cabeza.
-En fin, no sé... -dijo, vacilante-. Me parece que tenéis una administración de empresa bastante deficiente. ¿Estás seguro de que...?
De pronto, unas siluetas los rodearon. Un momento antes, eran unos montones de polvo; al ins-tante siguiente, se habían convertido en gnomos. El que iba al frente del grupo llevaba barba, un parche en un ojo y un cuchillo entre los dientes que daba un aire aún más horrible a su sonrisa.
-¡Oh, vaya! -exclamó Dorcas.
-¿Quiénes son? -le susurró Masklin.
-Bandidos. Siempre son un problema, en Corsetería -respondió Dorcas, levantando las manos.
-¿Qué son bandidos? -preguntó Masklin, perplejo.
-¿Qué es Corsetería? -quiso saber Grimma.
Dorcas señaló con el índice los tablones del piso de encima.
-Es el departamento de ahí arriba. Pero no le interesa a nadie porque no contiene nada de utili-dad. Casi todo lo que hay es rosado -añadió-. A veces las gomas, pero...
-¡Ozzotroz, a olza o a uida! -exclamó el bandido, impaciente.
-¿Perdón? -dijo Grimma.
-¡A olza o a uida! -repitió el bandido.
-Creo que es cosa del cuchillo -apuntó Masklin-. Me parece que te entenderíamos mejor si te quitaras el cuchillo de la boca.
El bandido les lanzó una mirada colérica con su único ojo sano, pero se sacó el cuchillo de entre los dientes.
-¡Digo que la bolsa o la vida!
Masklin dirigió una mirada de perplejidad a Dorcas y el viejo Dorcas agitó las manos.
-Quiere que le entreguéis todo lo que tenéis -explicó-. No es que piense mataros, por supuesto, pero pueden ponerse muy desagradables.
Los gnomos del Exterior formaron un corrillo. Aquello era totalmente inesperado para ellos. La idea de robar les era desconocida. En el sitio del que venían, nunca había habido nadie a quien robarle. En realidad, ni siquiera había habido nada que robar.
-¿Es que no entiendes lo que te digo? -se impacientó el bandido.
Dorcas le dirigió una tímida mirada y explicó:
-Tendrás que perdonarlos. Son nuevos aquí.
Masklin se volvió y declaró:
-Hemos decidido que, si te da igual, nos quedaremos con nuestras cosas. Lo siento.
A continuación, lanzó una radiante sonrisa a Dorcas y al bandido. Éste se la devolvió. Por lo menos, abrió la boca y enseñó un montón de dientes.
-Hum... -musitó Dorcas-, no puedes contestar eso, ¿sabes? ¡No puedes decir que no quieres que te roben! -Vio la expresión de absoluto desconcierto de Masklin y repitió-: Robar, muchacho, significa que te quiten tus cosas. ¡Uno no puede decidir sin más que no quiere que le roben!
-¿Por qué no? -quiso saber Grimma.
-Porque... -el viejo gnomo vaciló-. En realidad, no lo sé. Por tradición, supongo.
El jefe de los bandidos hizo saltar el cuchillo de una mano a otra e intervino en la conversación.
-Os diré qué haremos. Como sois nuevos y tal, apenas os haremos daño. ¡Cogedlos!
Dos bandidos cogieron a la abuela Morkie. Pero esto resultó un error de cálculo. La huesuda mano derecha de la abuela se movió como una centella y soltó un par de sonoros cachetes.
-¡Frescos! -exclamó, mientras los dos gnomos se apartaban tambaleándose y frotándose las ore-jas.
Un bandido que quiso agarrar al viejo Torrit recibió un codazo en la boca del estómago. Otro bandido blandió un cuchillo ante Grimma, que lo asió por la muñeca; el cuchillo saltó de la mano del bandido y éste cayó de rodillas, farfullando patéticos sonidos guturales.
Masklin se inclinó hacia adelante, agarró al jefe de los bandidos por el cuello de la camisa con una mano y lo levantó del suelo hasta tenerlo cara a cara.
-No estoy seguro de entender muy bien esta costumbre –dijo-, pero los gnomos no deben hacer daño a otros gnomos, ¿no crees?
-Ajajá -repuso el bandido, lleno de miedo e inquietud.
-Entonces, ¿no crees que sería mejor que os largarais?
Soltó la camisa. El bandido buscó el cuchillo por el suelo, lanzó otra sonrisa nerviosa a Masklin y salió huyendo. El resto de la banda corrió tras él o, al menos, se alejó cojeando lo más deprisa posible.
Masklin se volvió hacia Dorcas y lo encontró partido de risa.
-Bueno, explícame qué ha sucedido.
Dorcas tuvo que apoyarse en la pared.
-Realmente, no tienes idea, ¿verdad?
-No -dijo Masklin con paciencia-. Por eso te lo pregunto.
-Los Corseteros son bandidos. Cogen cosas que no son suyas. Se esconden en la Corsetería por-que sacarlos de ahí sería demasiado difícil y no merece la pena. Normalmente, sólo tratan de asustar a la gente. Pero la verdad es que son toda una molestia.
-¿Por qué su jefe llevaba el cuchillo en la boca? -preguntó Grimma.
-Se supone que para darle un aspecto feroz y temerario.
-Pues a mí me parece que le da un aspecto estúpido -afirmó Grimma con rotundidad.
-Si vuelve por aquí, le haré probar mi revés -afirmó la abuela.
-No creo que vuelvan. De hecho, me parece que estaban muy asombrados de que alguien los golpeara así -aseguró Dorcas, y soltó una carcajada-. ¿Sabéis? , estoy ansioso por ver qué efecto le hacéis al Abad. No creo que hayamos visto nunca a nadie como vosotros. Seréis como un..., un... ¿cómo se llama eso que decís que hay tanto en el Exterior?
-¿Aire fresco? -apuntó Masklin.
-Exacto. Como un soplo de aire fresco.
Y así llegaron, finalmente, al territorio de Artículos de Escritorio.


«Podéis iros a Artículos de Escritorio o al Exterior», había dicho el duque, dando a entender que no veía demasiadas diferencias entre ambas cosas. y no había duda de que las demás grandes familias desconfiaban de los gnomos de Artículos de Escritorio, a quienes atribuían poderes extraños y aterra-dores.
Al fin y al cabo, sabían leer y escribir, y cualquiera que pudiera interpretar lo que decía en un pedazo de papel tenía que ser, a la fuerza, un tipo extraño.
Y también entendían los mensajes en el cielo de Arnold Bros (fund. en 1905).
Pero resulta muy duro presentarse ante alguien que cree que uno no existe.
Masklin siempre había pensado que Torrit parecía un viejo, pero el Abad daba la impresión de tener tantos años como para haber ayudado a dar el empujón que puso en marcha el Tiempo. Camina-ba apoyado en dos bastones y llevaba un par de gnomos más jóvenes pisándole los talones por si necesitaba sostén. El rostro del viejo Abad era un saco de arrugas entre las cuales asomaban unos ojos como dos penetrantes agujeros negros.
El grupo de Masklin cerró filas detrás de éste, como solían hacer ahora cuando estaban preocu-pados.

La sala de audiencias del Abad era una zona con tabiques de tablero, próxima a uno de los as-censores. De vez en cuando, alguno de ellos pasaba arriba o abajo, levantando un poco de polvo con las vibraciones.
El Abad fue conducido a la silla y se instaló en ella lentamente, mientras sus ayudantes no deja-ban de revolotear a su alrededor. A continuación, se inclinó hacia adelante y murmuró:
-¡Ah! Dorcas de Embutidos, ¿verdad? ¿Has inventado algo, últimamente?
-No, mi señor. Últimamente, no -respondió el interpelado-. Mi señor, tengo el honor de presen-tarte a...
-No veo a nadie contigo -respondió el Abad.
-Debe de estar ciego -murmuró la abuela Morkie con un bufido.
-Y tampoco oigo a nadie -añadió el Abad.
-Silencio -indicó Dorcas al grupo, con un siseo-. Alguien debe de haberle hablado de vosotros y no está dispuesto a permitir que sus ojos os vean. Mi señor -continuó en voz alta, volviéndose hacia el Abad-, traigo malas noticias. ¡La Tienda va a ser demolida!
El anuncio no tuvo todo el efecto que Masklin había esperado. Los monjes de Artículos de Es-critorio que acompañaban al Abad soltaron unas risillas disimuladas y el propio Abad se permitió una leve sonrisa.
-¡Vaya! -se limitó a decir-. ¿Y cuándo va a tener lugar este terrible suceso?
-Dentro de veintiún días, mi señor .
-Muy bien -asintió el Abad en tono bondadoso-. Entonces, será mejor que vayas a observar y luego nos vengas a explicar cómo ha sido.
Esta vez, los monjes sonrieron abiertamente.
-Mi señor, no es ninguna...
El Abad alzó una de sus manos nudosas.
-Estoy seguro de que sabes mucho de electricidad, Dorcas, pero debes saber que cada vez que hay una Gran Venta Liquidación, sale algún gnomo exaltado anunciando: «El fin de la Tienda está próximo». Y, aunque parezca extraño, la vida sigue como antes.
Masklin notó la mirada del Abad, repasándolo de pies a cabeza. Para ser invisible, parecía atraer una atención considerable.
-Mi señor, esta vez se trata de algo más -insistió Dorcas.
-¡Ah! ¿Te lo ha contado la electricidad? -replicó el Abad en tono burlón.
Dorcas dio un codazo en las costillas a Masklin y le susurró:
-Ahora.
Masklin dio un paso adelante y depositó la Cosa en el suelo.
-Ahora -le susurró al dado metálico.
¿Estoy en presencia de los líderes de la comunidad?, preguntó la Cosa.
-No creo que nunca llegues a estar más cerca -respondió Dorcas mientras el Abad contemplaba el dado.
Utilizaré palabras sencillas, anunció la Cosa. Soy el ordenador de Navegaci6n y Registro de Vuelo. Un ordenador es una máquina que piensa. Piensa, ordenador, piensa. Y, para pensar, utilizo electricidad. A veces, la electricidad puede transportar mensajes. Yo puedo escuchar los mensajes, y puedo comprenderlos. A veces, los mensajes van por cables llamados cables telef6nicos. Otras veces, están en otros ordenadores. En la Tienda hay un ordenador que paga el sueldo a los humanos. Yo oigo sus pensamientos, y esto es lo que piensa: «Pronto ya no habrá tienda, ya no habrá n6minas, ya no habrá cuentas». y los cables telef6nicos dicen: «¿Es la compañía de demoliciones Grimethorpe? ¿Podemos estudiar los detalles finales para la de- molici6n? Todas las existencias estarán liquidadas para el veintiuno...».
-Muy curioso -comentó el Abad-. ¿Cómo lo has hecho?
-No lo he hecho yo, mi señor. Lo ha traído esta gente...
-¿Qué gente? -replicó el Abad, atravesando a Masklin con la mirada, como si no estuviera.
-¿Qué pasaría si fuera y le tirara de la nariz? -cuchicheó la abuela Morkie con voz áspera.
-Sería terriblemente doloroso -respondió Dorcas.
-Espléndido.
-Quiero decir, doloroso para ti.
El Abad se puso en pie a duras penas.
-Soy un gnomo tolerante -proclamó-. Tú conjeturas sobre las cosas del Exterior y no me impor-ta. Lo considero un buen ejercicio mental. No seríamos gnomos si no permitiéramos, a veces, que nuestras mentes vagaran a su antojo. Pero insistir en que todo eso es real ya resulta intolerable. Tú y tus juguetes truculentos... -Avanzó renqueante y descargó un bastonazo sobre la Cosa, que emitió un zumbido-. ¡IntolerabIe! ¡En el Exterior de la Tienda no hay nada, ni nadie que viva en él! ¡Vida en otras Tiendas...! ¡Bah! ¡La audiencia ha concluido! Puedes marcharte, Dorcas.
Puedo soportar un impacto de dos mil quinientas toneladas, anunció la Cosa con vanidosa satis-facción.
-¡Largo! ¡Fuera! -exclamó el Abad, y Masklin observó que el viejo estaba temblando.
Esto era lo más raro de la Tienda. Hacía apenas unos días, no había demasiadas cosas que nece-sitara conocer y, de éstas, casi todas tenían que ver con los animales grandes y hambrientos y el modo de evitarlos. Conocimiento del terreno, lo denominaba Torrit. Ahora, Masklin empezaba a. darse cuenta de que había otro tipo distinto de conocimiento que se refería a las cosas que uno debía enten-der para sobrevivir entre otros gnomos. Cosas como tener mucho cuidado al decirle a la gente lo que ésta no quería oír. O como que la idea de que pueden estar equivocados pone furiosos a muchos gnomos.
Algunos monjes de bajo rango los condujeron rápidamente a la salida. Lo hicieron con mucha habilidad, sin llegar a rozar a ninguno de los compañeros de Masklin o tan siquiera mirarlos a la cara. Varios de ellos se apresuraron a apartarse cuando Torrit recogió la Cosa y la sostuvo entre sus brazos con aire protector.
Al fin, el genio de la abuela Morkie, que nunca había sido especialmente dulce, se agrió hasta el punto de estallar. Agarró por la túnica negra al monje más próximo y lo sostuvo ante sí con las narices casi tocándose. El gnomo volvió los ojos en un esfuerzo frenético por no mirarla y la abuela golpeó con fuerza en el pecho con la punta del dedo.
-¿Notas el dedo? -exclamó-. ¿Lo notas? ¿Aún insistes en que no estoy aquí?
-¡Indígena! -se sumó Torrit.
El monje resolvió su problema más inmediato emitiendo un leve gemido y desmayándose.
-Vámonos de aquí -se apresuró a decir Dorcas-. Sospecho que sólo hay un pequeño paso entre no ver a alguien y asegurar que no existe.
-No lo entiendo -dijo Grimma-. ¿Cómo puede ser que no nos vean?
-Porque saben que venimos del Exterior -explicó Masklin.
-¡Pero otros gnomos sí que nos ven! -insistió Grimma, alzando la voz.
Masklin no la culpó, pues también él empezaba a sentirse un poco inseguro.
-Creo que se debe a que no lo saben -contestó-, o a que no creen que vengamos realmente del Exterior.
-¡Yo no soy del Exterior! -apuntó Torrit-. ¡Son ellos los que son del Interior!
-¡Pero eso significa que el Abad piensa que es verdad que venimos de ahí! -declaró Grimma-. ¡Significa que cree que estamos aquí y no puede vernos! ¿Qué sentido tiene todo esto?
-Rarezas que tienen los gnomos... -repuso Dorcas.
-No me parece que importe mucho -intervino la abuela Morkie con aire tétrico-. Dentro de tres semanas, todos se encontrarán en el Exterior. Así aprenderán. Tendrán que ir por ahí sin verse a sí mismos. Veremos si eso les gusta, ¿eh? -Fingió que chocaba con el aire y añadió-: ¡Ay!, qué tropezón. Discúlpeme, señor Abad, pero no lo había visto...
-Estoy seguro de que entenderían la situación si nos quisieran escuchar -declaró Masklin.
-Yo no lo estaría tanto -contestó Dorcas, dando una patada al polvo-. En realidad, ha sido una estupidez por mi parte pensar que lo harían. La gente de Artículos de Escritorio nunca hace caso de las ideas nuevas.
-Perdóname -dijo una voz detrás del grupo. Se volvieron y encontraron a uno de los monjes. Era joven y rechoncho, con el cabello rizado y una expresión preocupada en el rostro. Sus dedos retorcían el borde de la túnica con gesto nervioso.
-¿Te diriges a mí? -inquirió Dorcas.
-Hum... sí. Yo... quería hablar con los..., con los Exteriores -declaró el gnomo con cautela, al tiempo que hacía una leve reverencia en dirección a Torrit ya la abuela Morkie.
-Parece que tienes una vista más aguda que los demás -comentó Masklin.
-Yo... sí -respondió el monje. Volvió la cabeza para observar el pasadizo por el que había veni-do y añadió-: Me gustaría hablar con vosotros, en privado.
El grupo se ocultó tras una vigueta.
-¿Y bien? -lo apremió Masklin.
-Esa..., esa cosa que ha hablado... ¿Vosotros creéis lo que dice?
-Mi opinión es que no puede decir mentiras -contestó Masklin.
-¿Qué es, exactamente? ¿Una especie de radio?
Masklin dirigió una mirada a Dorcas, sin saber qué responder.
-Es una cosa para hacer ruido -explicó Dorcas con orgullo.
-¿De veras? -dijo Masklin, y se encogió de hombros-. No lo sé. Hace muchísimo tiempo que la tenemos. La Cosa dice que vino de muy lejos Con los gnomos, hace muchísimo tiempo. La hemos cuidado durante generaciones, ¿verdad, Torrit?
El viejo asintió enérgicamente.
-Antes que yo la guardó mi padre, y mi abuelo, y el padre de mi abuelo antes que él, y su her-mano al mismo tiempo, y antes que ellos su tío... -empezó a explicar.
-Estamos muy preocupados -lo interrumpió el monje de Artículos de Escritorio, rascándose la cabeza-. Los humanos se están comportando de una manera muy extraña. Los Artículos de la Tienda no se están reponiendo y hay Rótulos que no se habían visto nunca. Incluso el Abad está preocupado y no consigue averiguar qué espera de nosotros Arnold Bros (fund. en 1905). Por eso, yo... -El gnomo ya tenía la túnica hecha un lío; la desenredó rápidamente y continuó-: Veréis, yo soy el ayudante del Abad. Me llamo Gurder y me ocupo de las cosas que el Abad no puede hacer personalmente. Pues bien...
-¿Bien, qué? -dijo Masklin.
-¿Podríais venir conmigo, por favor?
-¿Habrá comida? -preguntó la abuela Morkie, que siempre sabía ocuparse de las cuestiones im-portantes.
-Desde luego. Haremos que nos traigan algo -se apresuró a asentir Gurder, mientras se adentra-ba en el laberinto de cables y viguetas-. Seguidme, por favor. Por aquí.
***

INDEX V
I. Pero hubo algunos que dijeron: «Hemos visto nuevos Rótulos de Arnold Bros (fund. en 1905) en la Tienda y estamos Preocupados porque no los Entendemos.
II. »Pues ésta es la época en que debería empezar la Campaña de Navidad, pero los Rótulos no son los de la Campaña de Navidad;
III. »Ni son de Rebajas de Otoño, ni de Semana de Vuelta al Cole, ni de Ya es Primavera, ni de Rebajas de Verano o de cualquier otro Rótulo que conozcamos,.
IV. »Pues el Rótulo dice Venta Liquidación. Estamos sumamente preocupados».
De El libro de los gnomos, Reclamaciones, vv. I-IV



5

Entre reverencias y gesticulaciones, Gurder los condujo al corazón del territorio de Artículos de Escritorio. Reinaba un olor rancio. Aquí y allá había pilas de unos objetos que Dorcas denominó libros.
Masklin no entendió muy bien para qué servían, pero era evidente que Dorcas los consideraba importantes.
-Míralos -le dijo-. Ahí dentro hay algo muy poderoso que podría resultarnos útil, pero los de Ar-tículos de Escritorio lo protegen como..., como... .
-¿... Como algo bien guardado? -apuntó Masklin.
-Sí, sí, exacto. Se pasan el tiempo mirando fijamente su contenido. Llaman a eso «leer». Pero no entienden nada de lo que leen.
La Cosa, en brazos de Torrit, emitió un zumbido y se encendieron varias luces.
¿Los libros son depósitos de conocimientos? , preguntó.
-Se dice que contienen muchos conocimientos, en efecto -asintió Dorcas.
Es vital que consigáis libros, añadió entonces la Cosa.
-Los de Artículos de Escritorio se los reservan para ellos -explicó Dorcas-. Dicen que los libros le hinchan a uno el cerebro, a menos que sepa leerlos como es debido.
-Venid por aquí, por favor -indicó Gurder, apartando un tabique de cartón. Al otro lado los aguardaba alguien, sentado rígidamente sobre una pila de almohadones, de espaldas a los recién llegados.
-¡Ah, Gurder! -dijo-. Espléndido. Entra. Era el Abad. No se volvió a observarlos.
Masklin le dio un codazo a Gurder .
-Ya ha habido suficiente con lo de antes -murmuró-. ¿Por qué tenemos que hacer todo esto otra vez?
Gurder le respondió con una mirada que parecía decir: «Confía en mí; éste es el único modo».
-¿Has pedido que traigan comida, Gurder? -preguntó el Abad.
-Mi señor, estaba a punto de...
-Ve a hacerlo enseguida.
-Sí, mi señor .
Gurder dirigió otra mirada desesperada a Masklin y abandonó el lugar. Los gnomos permanecie-ron agrupados con aire tímido, preguntándose qué sucedería a continuación.
Entonces, el Abad habló.
-Tengo casi quince años -declaró-. Soy más viejo que algunos departamentos de la Tienda, in-cluso. He visto muchas cosas extrañas y pronto voy a presentarme ante Arnold Bros (fund. en 1905) con la esperanza de haber sido un gnomo bueno y respetuoso. Soy tan viejo que algunos gnomos creen que, de algún modo, yo mismo soy la Tienda y temen que, cuando yo muera, la Tienda lo haga conmigo. Y, ahora, llegáis vosotros anunciando que así será. ¿Quién está al mando?
Masklin miró a Torrit. Pero todos los demás lo miraron a él.
-Bueno... -carraspeó-. Soy yo, supongo. De momento.
-Exacto -asintió Torrit, aliviado-. Le he cedido el mando sólo por el momento, ¿entendido? Por-que el jefe soy yo.
-Una decisión muy inteligente -asintió el Abad. Torrit puso una expresión radiante de satisfac-ción-. Quédate aquí con la caja que habla -pidió el Abad a Masklin-. Los demás marchaos, por favor. Ahora os traen algo de comer. Os ruego que esperéis fuera.
-Hum... -murmuró Masklin-. No.
Hubo un silencio y, por fin, el Abad murmuró con suavidad:
-¿Por qué no?
-Porque..., porque siempre vamos juntos -contestó Masklin-. Nunca nos separamos.
-Una costumbre encomiable, pero ya descubrirás que en la vida las cosas no funcionan así. Va-mos, ¿no pensarás que puedo hacerte daño, verdad?
-Será mejor que hables con él, Masklin -intervino Grimma-. No estaremos muy lejos.
Masklin asintió a regañadientes. Cuando los demás se hubieron ido, el Abad se volvió. De cer-ca, parecía aún más viejo que antes. No era que tuviese arrugas en el rostro, sino que todo éste era una gran arruga. Masklin pensó para sí que el Abad ya era un gnomo adulto cuando el viejo Torrit aún no había nacido. ¡Si podía ser el abuelo de la abuela Morkie!
El Abad sonrió. Era una sonrisa difícil. Como si alguien le hubiera explicado en qué consistía la mueca, pero no hubiera tenido ocasión de practicarla nunca.
-Creo que te llamas Masklin, ¿no es eso?
Masklin no podía negarlo.
-No lo entiendo -replicó-. ¡Ahora puedes verme! Hace diez minutos, insistías en que ni siquiera existíamos y ahora estás aquí, hablando conmigo.
-No tiene nada de extraño -respondió el Abad-. Hace diez minutos, estábamos en una audiencia oficial y, como es lógico, no puedo andar por ahí dejando que la gente crea que es falso todo lo que he dicho siempre, ¿no te parece? Desde hace generaciones, los Abades han venido negando que exista nada en el Exterior . No puedo declarar de pronto que tal cosa no era verdad. Todos pensarían que me he vuelto loco.
-¿Eso harían? -inquirió Masklin.
-Desde luego. Asuntos de política, ¿sabes? Los Abades no pueden ir por ahí cambiando de idea a cada momento. Ya lo descubrirás. Lo importante cuando eres un líder no es tener razón o estar equivocado, sino demostrar certeza. De lo contrario, nadie sabría qué pensar. Por supuesto, tener razón ayuda bastante -concedió el Abad, y se reclinó hacia atrás.
»Hubo un tiempo en que se libraron guerras terribles en la Tienda -explicó-. Unas guerras terri-bles. Una época espantosa. Gnomos luchando contra gnomos. De eso hace décadas, por supuesto. Siempre parecía haber algún gnomo que pensaba que su familia debía gobernar la Tienda. La batalla del Montacargas, la Campaña de Ropa Interior, las tremendas guerras del Entresuelo. Pero todo esto ya quedó atrás. ¿Y sabes por qué?
-No -dijo Masklin.
-Porque nosotros, los de Artículos de Escritorio, pusimos fin a la situación mediante la astucia, el sentido común y la diplomacia. Les hicimos ver a todos que Arnold Bros (fund. en 1905) desea que todos los gnomos convivan en paz. Supón, entonces, qué habría sucedido si antes os hubiera creído. Todos habrían pensado que este viejo había perdido un tornillo -el Abad soltó una risilla-. Y habrían dicho, ¿acaso Artículos de Escritorio ha estado equivocado desde el principio? y hubieran sido presas del pánico. Desde luego, algo así no nos llevaría a ninguna parte, y tenemos que mantener unidos a los gnomos. Ya sabes cómo les gusta pelearse por insignificancias a la menor ocasión.
-Es cierto -asintió Masklin-. Y siempre te echan la culpa de todo y te dicen: «¿Y qué piensas hacer al respecto?».
-Te has dado cuenta, ¿verdad? -dijo el Abad con una sonrisa-. Me parece que tienes las cualida-des necesarias para ser un buen líder .
-¡A mí no me lo parece!
-A eso me refiero. No quieres serIo. Yo tampoco quise ser Abad. -Tamborileó con las yemas de los dedos sobre el bastón y dirigió una mirada penetrante a su interlocutor-. La gente siempre resulta más complicada de lo que uno piensa -añadió-. Es muy importante que lo recuerdes.
-Lo haré -asintió Masklin, sin saber qué más decir .
-Tú no crees que exista Arnold Bros (fund. en 1905), ¿verdad? -dijo el Abad. Era más una afir-mación que una pregunta.
-Bien, yo...
-Yo lo he visto, ¿sabes? Una vez, cuando era joven, subí a solas hasta el Departamento de Prés-tamos, y me escondí, y lo vi tras su mesa de despacho, escribiendo.
-¡Oh!
-Tenía barba.
-¡Oh!
El Abad volvió a mover los dedos sobre el bastón. Parecía estar tomando alguna resolución. Al fin, preguntó:
-Hum... ¿Dónde estaba vuestro hogar?
Masklin se lo dijo. Curiosamente, ahora que volvía la vista atrás le parecía mucho mejor. Más veranos que inviernos, más nueces que ratas. Sin plátanos, sin electricidad ni moquetas, pero con mucho aire puro. y en sus recuerdos no parecía haber tanto hielo y aguanieve. El Abad de Artículos de Escritorio lo escuchó con cortesía.
-Era mucho mejor cuando éramos más -concluyó Masklin, y se quedó mirando las puntas de los pies-. Podrías venir con nosotros. Cuando la Tienda sea demo... no sé qué.
-No estoy seguro de que me gustara -respondió el Abad con otra risilla-. En realidad, no estoy seguro de que quiera creer en vuestro Exterior. Parece un lugar frío y peligroso. En cualquier caso, yo pronto emprenderé otro viaje bastante más misterioso. Y, ahora, haz el favor de disculparme. Tengo que descansar.
Golpeó el suelo con la punta del bastón y Gurder apareció como por arte de magia.
-Llévate a Masklin y edúcalo un poco -indicó el Abad-; luego, vuélvelo a traer. Pero deja esa ca-ja negra, por favor. Quiero aprender más cosas de ella. Déjala en el suelo.
Masklin así lo hizo y el Abad tocó la Cosa con el bastón.
-Caja negra -dijo-, ¿qué eres y cuál es tu propósito?
Soy el ordenador de Navegación y Registro de Vuelo de la nave estelar Cisne. Tengo muchas funciones. Mi principal tarea en estos momentos es guiar y aconsejar a los gnomos náufragos que se estrellaron aquí con su nave de exploración hace quince mil años.
-Se pasa el rato diciendo cosas así -explicó Masklin en tono de disculpa.
-¿Quiénes son esos gnomos de los que hablas? -preguntó el Abad.
Todos los gnomos.
-¿Es éste tu único propósito?
También se me ha encomendado la tarea de mantener a los gnomos a salvo y llevarlos a casa.
-Una tarea encomiable -asintió el Abad. Alzó la vista a sus dos acompañantes y ordenó-: Date prisa, pues, Gurder. Enséñale un poco de nuestro mundo; luego tendré una misión para vosotros dos.


«Edúcalo un poco», había dicho el Abad.
Eso significaba empezar por El libro de los gnomos, que constaba de hojas de papel cosidas en-tre sí y llenas de pequeñas marcas.
-Los humanos utilizan ese papel para liar cigarrillos -le explicó Gurder, y leyó los primeros doce versos.
Todos escucharon en silencio y, por fin, la Ii abuela Morkie comentó:
-Así que ese Arnold Bros...
-...(Fund. en 1905)... -añadió Gurder, puntilloso.
-Lo que sea -dijo la abuela-. ¿De modo que construyó la Tienda sólo para los gnomos?
-Hum... Sssí -contestó Gurder, no muy seguro.
-Entonces, ¿qué había aquí, antes?
-El Solar. -Gurder parecía incómodo-. Veréis, el Abad dice que no hay nada fuera de la Tienda. Hum...
-Pero nosotros hemos venido de ahí...
-Dice que los cuentos del Exterior no son más que sueños.
-Entonces, cuando le he contado todo eso del lugar donde vivíamos, ¿sólo se estaba burlando de mí? -preguntó Masklin.
-A veces resulta difícil saber qué piensa realmente el Abad -respondió Gurder-. Me parece que, por encima de todo, el Abad cree en los Abades.
-Tú sí nos crees, ¿verdad? -dijo Grimma, y Gurder asintió, con cierto titubeo.
-Muchas veces me he preguntado adónde iban los camiones y de dónde venían los humanos -explicó-. Pero, cada vez que se lo mencionaba al Abad, éste se ponía furioso. Sucede otra cosa, y es que ha aparecido una nueva estación. Eso significa algo. Algunos de nosotros hemos estado observan-do a los humanos y, si ha aparecido una nueva estación, es que sucede algo fuera de lo habitual.
-¿Cómo podéis tener estaciones, si no sabéis nada del tiempo? -se admiró Masklin.
-El tiempo no tiene nada que ver con las estaciones. Mira, mandaré a alguien que se ocupe de llevar a los viejos a la Sección de Alimentación y yo iré con vosotros dos para enseñároslo. Resulta todo muy extraño, pero... -y, en esta ocasión, el rostro de Gurder era la imagen misma de la aflicción- ...Arnold Bros (fund. en 1905) no destruiría la Tienda, ¿verdad?
***


INDEX VI
III. Y Arnold Bros (fund. en 1905) dijo: «Que haya Rótulos, para que Todos conozcan el Co-rrecto Funcionamiento de la Tienda;
IV. »Que en las Escaleras Automáticas, el Rótulo sea: Lleven sujetos los perros y las Sillas de Ruedas».
V. Pero Arnold Bros (fund. en 1905) se mostró irritado, pues en muchas Escaleras Automáticas no había perros ni sillas de ruedas.
VI. « Y que en los Ascensores, el Rótulo sea: Capacidad, diez personas.»
VII. Y Arnold Bros (fund. en 1905) siguió irritado, pues muchas veces los Ascensores sólo transportaban dos o tres Humanos.
VIII. Y Arnold Bros (fund. en 1905) dijo: « Verdaderamente, los Humanos son Estúpidos, pues no entienden unas palabras tan sencillas».
De El libro de los gnomos, Reglamento Interno, vv. 111- VIII



6

Hicieron un largo recorrido por el bullicioso mundo subterráneo y descubrieron que los gnomos de Artículos de Escritorio podían ir a donde les apeteciera. Los demás departamentos no los temían, puesto que no formaban un auténtico departamento. Por ejemplo, entre ellos no había mujeres ni niños.
-Entonces, ¿los miembros han de alistarse? -preguntó Masklin.
-Somos seleccionados -le precisó Gurder-. Cada año son escogidos varios muchachos inteligen-tes de cada departamento. Pero, cuando uno pasa a pertenecer a Artículos de Escritorio, tiene que olvidarse de su departamento de procedencia y ponerse al servicio del conjunto de la Tienda.
-¿Y cómo es que las mujeres no pueden formar parte de Artículos de Escritorio? -quiso saber Grimma.
-Es un hecho bien sabido que las mujeres no pueden leer -explicó Gurder-. No es culpa suya, por supuesto. Al parecer, se les calienta demasiado el cerebro debido a la tensión, ¿sabes? Es una de esas cosas raras que pasan...
-Curioso... -murmuró Grimma. Masklin la miró por el rabillo del ojo. Ya la había oído utilizar en alguna ocasión aquel tono de voz dulce e inocente, y significaba que muy pronto iba a haber problemas.
Pero, con problemas o sin ellos, era sorprendente el efecto que Gurder producía en los gnomos. A su paso, todos se apartaban de en medio y le hacían una ligera reverencia; un par de transeúntes llegó incluso a levantar en volandas a sus hijos pequeños para que lo vieran mejor. Hasta los guardia-nes de los puestos fronterizos se llevaban la mano al casco en gesto de respeto.
En torno al grupo seguía el permanente bullicio de la Tienda. Allí había miles de gnomos, se di-jo Masklin, quien ni siquiera había imaginado que pudiera existir una cifra tan grande. La Tienda era un mundo lleno de gente.
Evocó sus cacerías solitarias, corriendo por los profundos surcos de los extensos campos de la-bor al lado de la autopista. Muchas veces, allí no había otra cosa que tierra y piedras hasta donde abarcaba la vista. Entonces, Masklin veía el cielo como un cuenco invertido, en cuyo centro estaba él.
En la Tienda, en cambio, tenía la sensación de que, si daba media vuelta en redondo, tropezaría con alguien. Se preguntó cómo sería vivir allí dentro, sin conocer nunca otra cosa. Sin tener nunca frío, ni miedo, ni hambre. Seguro que cualquiera consideraría imposible vivir nunca de otra manera...
Advirtió vagamente que acababan de subir una pendiente y que habían salido, a través de una nueva grieta, a la inmensa extensión vacía de una de las plantas de la Tienda. Era de noche -Hora de Cierre-, pero unas luces potentes brillaban en el cielo, sólo que allí debían acostumbrarse a llamar a éste «techo».
-Éste es el Departamento de Mercería -explicó Gurder-. ¿Queréis ver el Rótulo que han colgado aquí?
Masklin escrutó la brumosa lejanía y asintió. Allí estaba el Rótulo, con unas enormes letras ro-jas sobre un fondo blanco.
-Debería decir «Campaña de Navidad» -dijo su guía-. Es la estación que toca, después de las «Rebajas de Otoño» y antes de «Ya es Primavera», pero, en lugar de eso, dice... -Gurder entrecerró los ojos y, por unos instantes, sus labios se movieron sin articular sonido alguno-. Dice: «Liquidación Definitiva». y todos nos preguntamos qué significarán esas palabras.
-Pero si es un pensamiento muy simple -comentó Grimma con sarcasmo-. Una idea pequeña, para entendernos. Yo esperaba grandes ideas que me harían estallar la cabeza. ¿No significará, sencillamente, que todo se liquida definitivamente?
-No, no puede ser nada tan sencillo. Hay que interpretar esos Rótulos -replicó Gurder-. Una vez hubo uno que decía «Oferta Bomba» y no vimos que ofrecieran ninguna bomba.
-¿Qué dicen los demás Rótulos? -preguntó Masklin. La idea de que Todo se Liquidara Definiti-vamente era demasiado horrible de considerar.
-Ése de ahí dice «Fin de Existencias» -dijo el ; guía-. Pero éste aparece cada año. Es el modo que tiene Arnold Bros (fund. en 1905) de decirnos que debemos llevar una vida virtuosa porque , todos hemos de morir algún día. Y esos dos de allá también están siempre. -Con aire solemne, añadió-: Pero ya nadie cree en ellos. Hace tiempo, su interpretación fue causa de guerras entre los gnomos. Supersticiones estúpidas, en realidad. No puedo creer que exista un monstruo llamado Recorte de Precios, que merodea de noche por la Tienda buscando a los gnomos malos. No es más que un invento para asustar a los niños que se portan mal.
Gurder se mordió el labio y agregó:
-También hay otra señal extraña. ¿Veis esas cosas junto a la pared? Se llaman estanterías. Unas veces, los humanos cogen cosas de ellas; otras, las ponen. Pues bien, en estos últimos tiempos, sólo se las llevan.
Algunas estanterías estaban vacías, en efecto. Masklin no estaba demasiado familiarizado con las sutilezas de la conducta humana. Los humanos eran humanos, igual que las vacas eran vacas. Evidentemente, cada individuo tenía algo que permitía que los demás humanos o vacas lo reconocie-ran, pero él nunca había conseguido saber qué era. Y, si algo de lo que hacían los humanos o las vacas tenía algún sentido, Masklin no había sido capaz de encontrárselo.
-«Fin de Existencias» -repitió.
-Sí, pero no de la existencia -replicó Gurder-. De la existencia, no. No pensarás que es realmente el final de la existencia, ¿verdad? Estoy seguro de que Arnold Bros (fund. en 1905) no lo permitiría. ¿Verdad que no?
-No te sabría decir -respondió Masklin-. Hasta que llegamos aquí, no había oído hablar de él.
-¡Ah, ya! -murmuró Gurder con voz paciente-. Del Exterior, ¿no es eso? Por lo que me contaste, un lugar muy..., muy interesante. y agradable.
Grimma tomó la mano de Masklin y la apretó suavemente.
-Esto también es muy agradable -aseguró. Masklin la miró, sorprendido-. Sí que lo es -insistió ella-. Y ya sabes que los demás también opinan lo mismo. Hace calor y hay una comida sorprendente, aunque tengan algunas ideas raras acerca de los cerebros de las mujeres -lanzó una mirada de reojo a Gurder-. ¿Por qué no le preguntáis a Arnold Bros (fund. en 1905) qué sucede?
-¡Oh!, no creo que debiéramos hacer eso -se apresuró a contestar Gurder.
-¿Por qué no? Es lo más razonable, si es él quien manda en la Tienda -opinó Masklin-. ¿Habéis visto alguna vez a Arnold Bros (fund. en 1905)?
-El Abad lo vio, en una ocasión. Cuando era joven hizo una ascensión hasta el Departamento de Préstamos. Pero nunca habla de ello.
Masklin le dio vueltas a estas palabras mientras volvían sobre sus pasos. En el Exterior no habí-an tenido nunca religiones ni política, pues el mundo era demasiado grande para preocuparse de cosas así. Con todo, tenía serias dudas acerca de Arnold Bros (fund. en 1905). Al fin y al cabo, si había construido la Tienda para los gnomos, ¿por qué no la había hecho a la medida de éstos?
En cualquier caso, se dijo, aquél no era el mejor momento para plantear preguntas de ese tipo. Masklin siempre había pensado que, si se analizaban suficientemente las cosas, se podía encontrar explicación a todo. El viento, por ejemplo. Siempre lo había desconcertado hasta que se había dado cuenta de que lo causaban los árboles al agitar sus ramas.
Encontraron al resto del grupo cerca de los aposentos del Abad, rodeados de comida que les habían ido a buscar. La abuela Morkie estaba explicando a un par de desconcertados gnomos de Artículos de Escritorio que las piñas tropicales no tenían comparación con las que ella solía capturar en el Exterior .
Torrit alzó la vista de detrás de una rebanada de pan.
-Todo el mundo anda buscándoos -dijo-. El Abad te reclama, Masklin. ¡Qué blando es este pan! No hay que echarle saliva, como al que tenemos en nuestra tierra...
-¡Haz el favor de no volver a decir una cosa así! -lo cortó la abuela, inesperadamente llena de lealtad para con su vieja guarida.
-¡Pero si es verdad! -murmuró Torrit-. Nunca hemos comido como aquí. Todos esos embutidos y esas lonchas de carne enormes, en lugar de tener que cazar una presa o ir a husmear en las papele-ras...
Vio que los demás lo miraban furiosos y cayó en un balbuceo avergonzado.
-Cierra el pico, viejo idiota -le ordenó la abuela Morkie.
-Tampoco teníamos zorros, ¿verdad? -continuó Torrit-. Así que la señora Coom y mi viejo ami-go Mert no...
La mirada airada de la abuela hizo efecto por fin. Torrit palideció. Después, sacudiendo la cabe-za, musitó:
-Lo único que digo es que no era todo un jardín de rosas.
-¿Qué significa eso? -inquirió Gurder con visible interés.
-No significa nada -replicó la abuela.
-¡Oh! -Gurder se volvió hacia Masklin-. Yo sé qué es un zorro. Sé leer los libros de los huma-nos, ¿sabes? Leo muy bien. y he leído un libro titulado..., titulado Nuestros amigos peludos, creo que era. El zorro, un cazador hermoso y ágil, se alimenta de carroña, fruta y pequeños roedores. Su... Lo siento, ¿sucede algo?
Torrit se había atragantado con el pan y los demás le estaban dando palmadas en la espalda. Masklin tomó del brazo al joven monje y lo alejó de allí rápidamente.
-¿He dicho algo inconveniente? -preguntó Gurder .
-En cierto modo -contestó Masklin-. Pero creo que el Abad quería vernos, ¿no?


El viejo Abad estaba sentado muy quieto, con la Cosa sobre los muslos y la mirada perdida en el vacío. Cuando entraron, no les prestó atención y se limitó a tamborilear con los dedos sobre la negra superficie de la Cosa.
-¿Señor? -musitó Gurder al cabo de un rato.
-¿Hum?
-¿Querías vernos, mi señor?
-¡Ah! -respondió vagamente el Abad-. Eres el joven Gurder, ¿no?
-En efecto, mi señor.
-¡Ah! Bien.
Se produjo otro silencio. Gurder carraspeó con cortesía.
-¿Querías vernos, mi señor? -repitió.
-¡Ah! -El.Abad asintió lentamente-. ¡Sí, sí! Tú, el joven de la lanza...
-¿Yo? -dijo Masklin.
-Sí, tú. ¿Has hablado alguna vez con esta..., esta cosa?
-¿Con la Cosa? En cierto modo, sí. Pero sólo dice cosas raras. Resulta difícil de entender.
-A mí también me ha hablado. Me ha dicho que fue hecha por los gnomos hace mucho tiempo. Come electricidad y dice que puede escuchar las cosas que dice esa electricidad. También ha dicho... -lanzó una torva mirada a la cosa que tenía sobre los muslos-, ha dicho que ha oído los planes de Arnold Bros (fund. en 1905) para demoler la Tienda. Habla de cosas sin sentido, de las estrellas; dice que los gnomos llegaron de una estrella, volando. Pero... también me ha hablado de unos sucesos extraños. Me pregunto si no será un mensajero de Dirección, enviado para advertirnos. ¿O tal vez es una trampa tendida por Recorte de Precios? ¡En resumen -añadió, descargando su puño lleno de arrugas sobre el dado de negro metal-, tenemos que ir a preguntarle a Arnold Bros (fund. en 1905)! Iremos a que nos revele la verdad.
-¡Pero, mi señor! -objetó Gurder-. ¡Estás demasiado...! Quiero decir que no estaría bien que tu-vieras que hacer de nuevo la ascensión hasta la Última Planta. ¡Es un viaje terriblemente peligroso!
-Tienes toda la razón, joven Gurder. Por eso irás tú en mi lugar. Sabes leer los libros de los humanos. Y tu bullicioso amigo de la lanza puede acompañarte.
Gurder cayó de rodillas.
-¿Señor? ¿A la Última Planta? No soy merecedor de ello... -musitó con un hilo de voz.
-Ninguno de nosotros lo es -asintió el Abad-. Todos estamos corrompidos. Y a todos nos espera el Fin de Existencias. Ahora, id los dos y que Última Oferta os acompañe.
-¿Quién es Última Oferta? -preguntó Masklin cuando salieron.
-Es una servidora de la Tienda -explicó Gurder, temblando todavía-. Y es enemiga del temible Recorte de Precios, que vaga de noche por los pasadizos con su luz de terrible resplandor, a la busca de los gnomos malos.
-Entonces, menos mal que dices no creer en él -apuntó Masklin.
-Claro que no creo -afirmó Gurder.
-Sin embargo, te castañetean los dientes.
-Es que mis dientes sí creen en él. y mis rodillas, también. Y mi estómago. Sólo mi cabeza se niega a aceptar su existencia y, además, los que creen en él son un montón de cobardes supersticiosos. Discúlpame, pero tengo que ir a recoger mis cosas. Es muy importante que emprendamos viaje enseguida.
-¿Por qué?
-Porque, si esperamos más, tendré demasiado miedo para marcharme.


El Abad volvió a tomar asiento.
-Cuéntame otra vez cómo llegamos aquí. Me has dicho que éramos nau..., nau...
Náufragos, lo ayudó la Cosa.
-Eso es. De algo que volaba...
Una nave galáctica de exploración.
-Y que se estropeó, ¿no es eso?
Sí. Hubo un fallo en uno de los motores principales y, como consecuencia de ello, no pudimos regresar hasta la nave nodriza. ¿Cómo puede haberse olvidado tal cosa? En los primeros tiempos conseguimos comunicarnos con los humanos pero, finalmente, las diferencias de velocidades metabó-licas y de sentido del tiempo lo hicieron imposible. Al principio existió la esperanza de poder enseñar a los humanos suficiente ciencia como para que nos construyeran una nueva nave, pero eran dema-siado lentos. Al final, tuvimos que conformarnos con enseñarles las habilidades básicas, como la metalurgia, con la esperanza de que terminaran de pelearse entre ellos el tiempo suficiente para interesarse por los viajes espaciales.
-Metal urgia... -El Abad repitió la palabra una y otra vez. Metal urgia. Urgencia por utilizar me-tales. Sí, aquello era propio de los humanos. Asintió e hizo otra pregunta-: ¿Qué era eso otro que decías que les enseñasteis? Algo que empezaba por «g».
La Cosa pareció titubear, pero ya iba acostumbrándose a la manera de hablar de los gnomos.
¿Agricultura?, apuntó.
-Exacto. La gricultura. Es importante, ¿verdad?
Es la base de la civilización.
-¿Qué significa eso?
Significa que sí.
El Abad se echó hacia atrás en el asiento mientras la Cosa seguía inundándolo con palabras ex-trañas como planetas y electrónica. No sabía qué significaban, pero le sonaban bien. Los gnomos habían enseñado a los humanos. Y procedían de muy lejos. De una estrella remota, al parecer.
Al Abad, esto último no le producía asombro. No estaba muy seguro de lo que sucedería esta vez, pero en su juventud había visto las estrellas muchas veces. Cada año, en torno a la Campaña de Navidad, empezaban a aparecer estrellas en la mayoría de los departamentos. Estrellas grandes, con muchas puntas y partículas brillantes, y montones de luces. Siempre le habían impresionado mucho. Resultaba muy coherente que en otro tiempo hubieran pertenecido a los gnomos. Por supuesto, las estrellas no estaban expuestas todo el tiempo, de modo que era probable la existencia, en alguna parte, de un gran depósito donde se guardaban.
La Cosa parecía estar de acuerdo con ello. Ese gran depósito se llamaba la galaxia, y quedaba en alguna parte por encima del Departamento de Préstamos.
Y luego estaba eso de los «años luz». El Abad había visto desfi1ar ante él casi quince años, y le habían parecido bastante sombríos, llenos de problemas y de oscuras responsabilidades. Hubiera sido preferible disfrutar de una época más luminosa.
Así pues, sonrió, asintió y continuó, escuchando, y cayó dormido mientras la Cosa hablaba y hablaba y hablaba...
***


INDEX VII
XXI. Pero Arnold Bros (fund. en 1905) dijo: «Éste es el Rótulo que os doy:
XXII. »Si No Encuentra Lo Que Busca, pregunte, Por Favor».
De El libro de los gnomos, Reglamento Interno, vv. XXI-XXII



7
-Ella no puede venir -dijo Gurder.
-¿Por qué no? -preguntó Masklin.
-Porque es peligroso.
-¿Y? -Masklin miró a Grimma, que los observaba con aire desafiante.
-Que no se debe llevar a las chicas a los lugares peligrosos -explicó Gurder con aire recatado.
De nuevo, Masklin notó aquella sensación que lo había asaltado repetidas veces desde que había llegado a la Tienda. Estaban hablando, abriendo y cerrando la boca, y cada palabra en sí resultaba perfectamente comprensible, pero todas juntas no tenían el menor sentido.
-Voy a ir con vosotros -insistió Grimma-. ¿Qué peligro puede haber ahí? Como mucho, ese Re-corte de Precios, y...
-Y el propio Arnold Bros (fund. en 1905) -añadió Gurder con nerviosismo.
-Bueno, voy a ir de todos modos. El grupo no me necesita y no tengo nada que hacer. ¿Qué puede sucederme? Nada demasiado terrible, como ponerme a leer algo y que se me caliente la cabeza, por ejemplo -añadió con ironía.
-Te aseguro que yo no... -protestó Gurder : débilmente.
-Apuesto a que en Artículos de Escritorio no os hacéis la colada -replicó Grimma-. Ni os zurcís los calcetines. Apuesto a que...
-Está bien, está bien -aceptó Gurder-. Pero no debes quedarte atrás, ni debes entrometerte. jNo-sotros tomaremos las decisiones, ¿estamos de acuerdo?
El gnomo lanzó una mirada desesperada a Masklin.
-Dile que no debe entrometerse -suplicó.
-¿ Yo? -respondió Masklin-. Yo no le digo nunca qué debe hacer .
El viaje fue menos aventurado de lo que había imaginado. El viejo Abad había hablado de esca-leras que se movían, de cubos con fuego y de largos pasadizos vacíos en los que no había dónde ocultarse.
Pero desde entonces, por supuesto, Dorcas había aprendido a utilizar los ascensores. Éstos sólo llegaban hasta Moda Infantil y Juguetes, pero el de Modas era un pueblo amistoso que se había adaptado bien a la vida en una planta alta y que siempre acogía bien a los escasos viajeros que llega-ban con noticias del mundo inferior.
-Ni siquiera bajan para utilizar la Sección de Alimentación -explicó Gurder-. Consiguen todo lo que necesitan en la Sala de Descanso de Personal. Viven de té y pastas, básicamente. y de yogur .
-Qué extraño... -comentó Grimma.
-Son muy amables -dijo Gurder-. Muy juiciosos y tranquilos. Un poco místicos, tal vez. Debe de ser por tanto té y yogur .
-De todos modos, sigo sin entender eso de los cubos de fuego -apuntó Masklin.
-Verás... -murmuró Gurder-, creemos que el viejo Abad tal vez..., en fin, pensamos que su me-moria... Al fin y al cabo, es tan anciano que...
-No tienes que explicarme más -lo interrumpió Grimma-. El viejo Torrit también se comporta así, en ocasiones.
-Es sólo que su cabeza ya no es tan aguda como antes -añadió el ayudante del Abad. Masklin no dijo nada. En su opinión, si bien la mente del Abad podía estar ahora un.poco roma, en otros tiempos debía de haber sido tan aguda que debía cortar la hierba.
Los de Moda Infantil les proporcionaron un guía que los condujera por las regiones extremas de su territorio. Allá arriba había pocos gnomos, pues la mayoría prefería las bulliciosas plantas inferio-res.
Los corredores bajo el suelo de la planta eran casi como estar en el exterior. Leves ráfagas de brisa levantaban el polvo en grises remolinos y no había más luz que la que se filtraba por las escasas grietas. En los lugares más oscuros, el guía tuvo que encender cerillas. Era un gnomo muy menudo, que no dejaba de sonreír tímidamente y que guardó silencio cuando Grimma quiso hablarle.
-¿Adónde vamos? -preguntó Masklin, volviendo la vista hacia las profundas pisadas que iban dejando.
-A la escalera que se mueve -le informó Gurder .
-¿Se mueve? ¿Cómo puede ser? ¿Acaso hay partes de la Tienda moviéndose por ahí?
Gurder se echó a reír, con aires de superioridad.
-Claro, claro, todo esto es nuevo para vosotros. No debéis preocuparos si no lo entendéis todo.
-Pero ¿se mueve o no? -quiso saber Grimma.
-Ya lo verás. Es la única que utilizamos, ¿sabes? Resulta un poco peligroso. Uno tiene que montar encima, ¿sabes? No es como en el ascensor.
El pequeño gnomo de Moda Infantil señaló al frente con el dedo, hizo una reverencia y se marchó a toda prisa por donde había venido.
Gurder los condujo a través de una estrecha grieta de los viejos tablones del suelo hasta el bri-llante vacío de un pasadizo. Y allí estaba.
La escalera que se movía.
Masklin la contempló como hipnotizado. Los peldaños surgían del suelo, emitiendo un chirrido espeluznante al hacerlo, y ascendían con una vibración hacia las remotas alturas.
-¡Vaya! -exclamó. No era gran cosa, pero no se le ocurrió nada más.
-La gente de Moda Infantil no se acerca nunca por aquí -explicó Gurder-. Creen que la escalera está hechizada por espíritus.
-No los culpo por ello -dijo Grimma con un escalofrío.
-¡Bah!, no es más que una superstición -replicó Gurder, muy pálido y con un acusado temblor en la voz-. No hay nada de qué asustarse -añadió con un gemido.
Masklin se volvió hacia él y preguntó:
-¿Has estado aquí alguna vez?
-¡Oh, sí! Millones de... Unas cuantas veces -respondió Gurder, cogiendo un pliegue de la túnica y retorciéndolo entre los dedos.
-Entonces ¿qué hacemos ahora?
Gurder trató de hablar de un modo pausado, pero su voz empezó a acelerarse inconteniblemente.
-Veréis: los de Moda Infantil dicen que Arnold Bros (fund. en 1905) espera en lo alto de la esca-lera y que, cuando un gnomo muere...
Grimma contempló la escalera mecánica con expresión meditabunda y, tras un nuevo escalo- frío, echó acorrer hacia adelante.
-¿Qué haces? -exclamó Masklin.
-¡Comprobar si tienen razón! -contestó ella-. ¡De lo contrario, nos pasaremos aquí todo el día!
Masklin corrió tras ella. Gurder tragó saliva, miró a su espalda y corrió también detrás de sus compañeros de aventura. .
Masklin vio que Grimma se acercaba al muro infranqueable que formaba el primer peldaño. En-tonces, el suelo bajo sus pies empezó a elevarse y, de pronto, Grimma se encontró transportada hacia lo alto, tambaleándose sobre la rejilla metálica y luchando por conservar el equilibrio. También el suelo sobre el que se hallaba Masklin empezó a moverse y lo llevó hacia arriba, un peldaño por debajo de donde se encontraba Grimma.
-¡Salta! -gritó a ésta-. ¡No se puede confiar en un suelo que se mueve solo!
Grimma asomó la cabeza, muy pálida, sobre el borde del escalón.
-¿De qué serviría? -la oyó exclamar.
-¡Deberíamos discutir la situación, antes de decidir qué hacemos!
-Ya no hay de qué discutir. ¿Has mirado a tu espalda?
Masklin se volvió. Ya se encontraba a varios peldaños de altura. La lejana figura de Gurder, con una intensa palidez en el rostro, encontró el valor suficiente y saltó a otro de los peldaños...
Masklin comprobó que Arnold Bros (fund. en 1905) no los estaba esperando en lo alto. Allí sólo había un largo pasillo marrón a cuyos lados se abría una serie de puertas.
Quien sí estaba esperándolo era Grimma. Masklin le hizo un gesto amenazador con el dedo mientras saltaba tambaleándose del peldaño, que desapareció misteriosamente bajo el suelo.
-¡No vuelvas a hacer nunca una cosa así! -le gritó.
-Si no lo hubiera hecho, aún estaríamos todos ahí abajo. ¡Era evidente que Gurder estaba muerto de miedo! -replicó ella.
-¡Pero aquí arriba podrías haberte encontrado con mil peligros!
-¿Como cuáles? -soltó ella con desdén.
-Bueno, podría haber habido... -Masklin vaciló antes de añadir-: Pero no se trata de eso. Se trata de que...
En aquel mismo instante, el peldaño donde venía Gurder expulsó a éste y lo hizo rodar casi has-ta los pies de la pareja, que lo ayudó a incorporarse.
-Bien -dijo Grimma en tono animado-, ya hemos llegado hasta aquí y todo sigue perfectamente, ¿verdad?
Gurder echó un vistazo a su alrededor, carraspeó y se arregló de nuevo la túnica.
-He tropezado aquí arriba -explicó-. Esa escalera que se mueve es muy traidora, pero uno termi-na acostumbrándose. -Volvió a carraspear y observó el pasillo-. Bien, será mejor que continuemos adelante -añadió.
Los tres gnomos avanzaron por el corredor, dejando atrás algunas de las puertas.
-¿Alguna de ellas pertenece a Recorte de Precios? -preguntó Grimma. Por alguna razón, el nombre sonaba mucho peor allá arriba.
-Hum, no -respondió Gurder-. Recorte de Precios vive entre los hornos del sótano. -Estudió el letrero de la puerta más próxima y les informó-: Ahí dice «Sueldos».
-¿Y eso es bueno o malo? -preguntó Grimma, mirando fijamente la palabra pintada sobre la ma-dera barnizada.
-No lo sé.
Masklin cubría la retaguardia, volviendo la cabeza de vez en cuando para tener a la vista todo el pasillo. Era un lugar demasiado abierto, sin posibles escondites, sin nada tras lo que ocultarse.
Indicó una hilera de grandes cosas rojas que colgaban a media altura en la pared de enfrente. Gurder le susurró que eran cubos.
-Los he visto en dibujos en Pedro y Susana van a la playa -agregó.
-Hay algo escrito en ellos. ¿Puedes leerlo?
-«Fuego» -leyó Gurder-. ¡Oh, vaya, el Abad tenía razón! ¡Cubos de fuego!
-¿Cubos con fuego? ¿Cubos de fuego? ¡No lo entiendo! -comentó Masklin-. No veo llamas por ninguna parte.
-Deben de estar dentro. Quizá tienen una tapa. Las latas de guisantes contienen guisantes y los tarros de mermelada contienen mermelada. Un cubo donde dice «fuego», seguramente contendrá fuego -murmuró Gurder vagamente-. Sigamos adelante.
Grimma también contempló la palabra escrita en el cubo y movió los labios en silencio, repi-tiendo la palabra para sí. Después, corrió a unirse a sus dos compañeros.
Por último, llegaron al fondo del pasillo. Allí había otra puerta con la mitad superior de cristal. Gurder la observó con atención.
-Veo que ahí también hay palabras -dijo Grimma-. Léelas en voz alta. Será mejor que yo no las mire -añadió con suavidad-, no sea que me estalle la cabeza.
Gurder tragó saliva. -El letrero dice: «Arnold Bros (fund. en 1905). D. H. K. Butterthwaite, Director Gene- ra1». Hum...
-¿Estará dentro? -preguntó Grimma.
-Bueno -declaró Masklin, servicial-, en las latas de guisantes hay guisantes, y fuego en los cubos de fuego... La puerta no está cerrada, ¿veis? ¿Qué os parece si entro a echar un vistazo?
Gurder asintió, temeroso. Masklin avanzó hasta la puerta, se apoyó en ella y la empujó hasta que le dolieron los brazos. Por fin, la hoja se abrió un poco.
Dentro no había luz, pero el leve resplandor que entraba por el cristal le permitió ver que había entrado en una gran estancia. Allí, la moqueta era mucho más gruesa y se abrió pasó por ella como si fuera hierba alta. A varios metros de distancia había una gran mole rectangular de madera y, al acercarse, comprobó que tras ella había una silla. Tal vez era allí donde se sentaba Arnold Bros (fund. en 1905).
-¿Dónde estás, Arnold Bros (fund. en 1905)? -susurró.
Momentos después, los otros dos oyeron que Masklin los llamaba y asomaron la cabeza por la puerta.
-¿Dónde estás? -susurró Grimma.
-Aquí -les llegó la voz de Masklin-. Encima de esta cosa de madera. Por debajo le salen unos palos por los que se puede subir. Aquí arriba hay un montón de objetos extraños. Tened cuidado con la moqueta, podría haber animales salvajes ocultos en ella. Si esperáis un minuto, os ayudaré a subir .
Gurder y Grimma atravesaron la espesura de la moqueta y aguardaron con impaciencia junto al acantilado de madera.
-Es un escritorio -apuntó Gurder, orgulloso de haberlo reconocido-. He visto muchos parecidos en Mobiliario. Precios Asombrosos en Escritorios de Auténtica Madera de Roble Ciento por Ciento.
-¿Qué anda haciendo Masklin ahí arriba? -preguntó Grimma-. Oigo unos ruiditos que...
-Imprescindible en Todos los Hogares -continuó Gurder, como si pronunciar aquellas palabras le proporcionara cierta tranquilidad-. Amplia Variedad de Estilos Para Todos los Bolsillos.
-¿Qué estás farfullando?
-Lo siento. Es el tipo de mensajes que Arnold Bros (fund. en 1905) escribe en los Rótulos. Re-petirlos me hace sentir mejor.
-¿Qué es eso otro, lo que está detrás del escritorio?
Gurder volvió la vista hacia donde ella señalaba.
-¿Eso? Es una silla. Anatómica y Giratoria, Diseñada para Ejecutivos.
-Yo diría que ahí cabe un humano -comentó Grimma, pensativa.
-Supongo que se sientan en ella cuando Arnold Bros (fund. en 1905) los llama para darles ins-trucciones -repuso Gurder .
-Hum...
En aquel instante, escuchó un sonido metálico a la altura de su cabeza.
-Lo siento -dijo Masklin desde arriba-. Me ha llevado un rato engancharlos.
Gurder volvió la cabeza hacia lo alto y observó la brillante cadena metálica que colgaba junto a él.
-¡Sujetapapeles! -exclamó, sorprendido-. Jamás se me habría ocurrido...
Cuando llegaron a lo alto, encontraron a Masklin deambulando sobre la reluciente superficie y tanteando con la punta de la lanza los objetos que había sobre ella. Era papel, explicó Gurder, y cosas para hacer marcas sobre éste.
-Bien, parece que Arnold Bros (fund. en 1905) no anda por aquí -declaró Masklin-. Quizá se ha ido a la cama, o algo así.
-El Abad dice que lo vio aquí una noche, sentado tras este mismo escritorio -explicó Gurder-. Vigilando la marcha de la Tienda.
-¿Cómo, sentado en esa silla? -preguntó Grimma.
-Supongo que sí.
-Entonces ¿tan grande es? -continuó Grimma, sin detenerse-. ¿Del mismo tamaño que los humanos?
-Más o menos -asintió Gurder a regañadientes.
-Hum...
Masklin descubrió un cable del grosor de su brazo que serpenteaba por la superficie del mueble y lo siguió.
-Si tiene forma humana y tamaño humano -prosiguió Grimma-, tal vez es que...
-Veamos qué más descubrimos aquí arriba, ¿de acuerdo? -se apresuró a interrumpirla Gurder .
Se acercó a una pila de papeles y empezó a leer la hoja de encima a la luz mortecina que entraba del pasillo. Leyó lentamente, en voz muy alta.
-«El grupo Arnco, que comprende Arnco Inversiones (R. U.), Unión Televisión, Arnco-Schultz (Hamburgo) AG, Arnco Líneas Aéreas, Grabaciones Arnco, Arnco Organización (Cine), Petróleos Arnco, Ediciones Arnco y Distribuciones Arnco R. U .»
-¡Ah! -se limitó a murmurar Grimma.
-Hay más -anunció Gurder con excitación-. Viene en letras mucho más pequeñas... Tal vez esto va dirigido a nosotros. Prestad atención a estos nombres: «Distribuciones, Arnco R. U. engloba a Servicio de Garantía, S. A., Compañía de Tintes y Pinturas Grimethorpe, Barredoras Mecánicas Rayo-Limp, S. A., y..., y...
-¿Sucede algo?
-«... y Arnold Bros (fund. en 1905).» -Gurder alzó la vista-. ¿Qué creéis que significa esto? ¡Que la Ultima Oferta nos proteja!
De pronto, se encendió una luz que bañó a los dos gnomos, blanca y cegadora, dejándolos al descubierto sobre las negras siluetas, como pozos, de sus propias sombras. Aterrado, Gurder levantó la cabeza hacia el globo brillante que había aparecido sobre ellos.
-Lo siento, creo que he sido yo -dijo la voz de Masklin desde las sombras-. He encontrado una especie de palanca y, al apoyarme en ella, ha hecho ¡clic! Lo siento.
-Ajajá -murmuró Gurder, abatido-. Una luz eléctrica. Claro, eso es. Por un momento, me ha da-do un buen susto.
Masklin apareció en el círculo de luz y echó un vistazo al papel.
-Te he oído leer -dijo-. ¿Algo interesante?
Gurder volvió a concentrarse en el texto.
-«Nota al personal» -leyó-. «Estoy seguro de que todos somos conscientes de la situación de progresiva falta de rentabilidad de este establecimiento durante los últimos años. Este viejo edificio, aunque muy adecuado para el sosegado comercio de 1905, no lo resultaba ya en el agitado mundo de los noventa y, como todos bien sabemos, se ha producido una desafortunada reducción de artículos y una pérdida general de clientes con la apertura de otras sucursales más modernas en la ciudad. Tengo el convencimiento de que nuestro pesar por la clausura de Arnold Bros, que, como sabrán, fue la primera empresa del Grupo Arnco, se verá amortiguado con la noticia de los proyectos del Grupo para reemplazarla por un Hipermercado Arnco en las Galerías Comerciales Neil Armstrong. Con este fin, la tienda cerrará sus puertas a fin de mes y el edificio será demolido poco después para dejar espacio a un nuevo y modernísimo Complejo Recreativo Arnco...»
Gurder enmudeció y hundió la cabeza entre las manos.
-Otra vez esas palabras -murmuró Masklin lentamente-. Clausura. Demolición.
-¿Qué es «recreativo»? -quiso saber Grimma.
El gnomo de Artículos de Escritorio hizo caso omiso de la pregunta. Masklin tomó suavemente del brazo a Grimma.
-Creo que quiere estar un rato a solas -le dijo. Pasó la punta de la lanza por la ancha hoja de pa-pel, dejando un surco en ella, y la dobló hasta que tuvo el tamaño suficiente para transportarla.
-Supongo que el Abad querrá ver esto. No nos creerá si no...
No terminó la frase. Algo, detrás de él, había llamado la atención de Grimma. Se volvió y miró hacia el cristal de la gran puerta que daba al pasillo. Al otro lado del cristal se veía una sombra. Una silueta humana. y se hacía cada vez mayor .
-¿Qué es? -preguntó Grimma.
-Me parece que puede tratarse del Recorte de Precios -contestó Masklin, empuñando la lanza.
Los dos dieron media vuelta y corrieron hacia Gurder .
-¡Viene alguien! -cuchicheó Masklin-. ¡Bajemos al suelo, deprisa!
-¡Demolición! -gimió Gurder, encogiéndose en cuclillas y meciéndose de un lado a otro-. ¡Li-quidación definitiva! ¡Remate Final! ¡Estamos perdidos!
-Sí, pero ¿no te importaría seguir con todo eso en el suelo? -sugirió Masklin.
-Está fuera de sí, ¿no te das cuenta? -le dijo Grimma-. Vamos -añadió en un tono de voz horri-blemente animoso-. ¡Upa!
Grimma levantó a pulso a Gurder y lo ayudó a llegar hasta la cadena de sujetapapeles. Masklin los siguió, caminando de espaldas con la vista en la puerta.
«Debe de haber visto la luz -pensó Masklin-. Aquí dentro debería estar a oscuras y ha visto la luz. De todos modos, ya es demasiado tarde para apagarla y tampoco importaría mucho que lo hiciera ahora. Yo no creo que exista ningún demonio llamado Recorte de Precios y, ahora, aquí se presenta. Qué mundo más extraño...»
Se movió sigilosamente a la sombra de una pila de papeles y esperó. Advirtió que las débiles protestas de Gurder, ya en el suelo enmoquetado de la planta, cesaban de pronto. Tal vez Grimma le había sacudido con algo. Su compañera solía recurrir a métodos contundentes cuando se enfrentaba a una situación crítica.
La puerta se abrió muy lentamente y, en efecto, apareció una figura. Parecía un humano con unas ropas azules. Masklin no era un gran conocedor de las expresiones humanas, pero el humano no parecía muy contento. En una mano sostenía un tubo metálico que despedía luz por uno de los extre-mos. «Con su terrible luz», recordó Masklin.
La figura se acercó con aquellos movimientos lentos, casi sonámbulos, que tenían los humanos. Masklin asomó los ojos por encima del papel, fascinado a pesar de sí mismo. Vio una cara redonda y enrojecida, notó su aliento y observó su sombrero con visera.
Le habían contado que los humanos de la Tienda llevaban su nombre en unas tarjetas prendidas a la ropa porque, según su informador, eran tan tontos que sin ellas no lo podían recordar. Aquel humano llevaba el nombre en la visera. Masklin forzó la vista y reconoció la forma de cada letra: S... E...G... U... R... I... D... A... D.
El humano, que lucía un bigote blanco, se enderezó y empezó a recorrer la sala. «No son tan tontos -se dijo Masklin-. Éste es lo bastante listo como para advertir que la luz no debería estar encendida y quiere averiguar por qué. Es probable que encuentre a Grimma y a Gurder, si mira en el sitio adecuado. Incluso un humano los vería.»
Empuñó la lanza. «Los ojos -pensó-; tengo que apuntar a los ojos...»
Seguridad deambuló pausadamente por la sala, examinando los armarios y mirando en los rin-cones. Después, volvió a encaminarse ala puerta.
Masklin se atrevió a respirar por fin y, en aquel preciso instante, la voz histérica de Gurder llegó a sus oídos desde algún punto del suelo.
-¡Ése es Recorte de Precios! ¡Oh, Última Oferta, sálvanos! ¡Estamos todos mmmf...!
Seguridad se detuvo y volvió la cabeza. En su rostro apareció lentamente una mueca de des- concierto.
Masklin se encogió aún más entre las sombras. «Ahora -se dijo-. Si pudiera lanzarle una buena estocada...»
Al otro lado de la puerta, algo empezó a rugir. Hacía casi tanto ruido como un camión, pero el súbito estruendo no pareció preocupar al hombre, que se limitó a abrir la puerta y asomar la cabeza.
En el pasillo había una mujer humana. Parecía bastante vieja, a juzgar por lo poco que Masklin sabía de aquellos seres, y llevaba un delantal rosado con unas flores bordadas y unas zapatillas parecidas a la moqueta. La humana tenía un trapo para limpiar en una mano y con la otra...
Bueno, con la otra parecía sujetar una especie de fiera rugiente, parecida a una bolsa con ruedas. La fiera no dejaba de moverse hacia adelante por la moqueta, pero la humana la mantenía agarrada por un palo y la obligaba a retroceder .
Bajo la atenta mirada de Masklin, la humana dio una patada al extraño ser. El rugido cesó y Se-guridad se puso a hablar con ella. Para los oídos de Masklin, la conversación fue como una competi-ción de roncas sirenas de niebla.
Aprovechó aquel momento para correr hasta el borde del escritorio y descender, casi cayéndose, por la cadena de sujetapapeles. Sus dos compañeros lo esperaban a la sombra del escritorio. Gurder tenía los ojos en blanco y Grimma le tapaba la boca enérgicamente con una mano.
-¡Vámonos de aquí mientras no mira! -indicó Masklin.
-¿Cómo? -respondió Grimma-. Sólo podemos salir por la puerta.
-Mmmf...
-Bueno, entonces busquemos otro sitio mejor que éste, por lo menos. -Masklin estudió la enor-me extensión de moqueta en sombras-. Por ahí hay uno de esos... aparadores, creo que los llaman.
-¡Mmmf...!
-¿Qué vamos a hacer con él? -preguntó Grimma.
-Escucha -Masklin se volvió hacia el rostro aterrado de Gurder-. Ni se te ocurra volver a hablar de si estamos perdidos o no, ¿entiendes? De lo contrario, tendremos que amordazarte. Lo siento.
-Mmmf...
-¿Lo prometes?
-Mmmf...
-Está bien. Puedes apartar la mano, Grimma.
-¡Ésa era Última Oferta! -se apresuró a cuchichear Gurder en tono excitado.
Grimma miró a Masklin.
-¿Quieres que lo haga callar otra vez? -preguntó.
-Que diga lo que le parezca, con tal que no grite -contestó Masklin-. Probablemente, así se senti-rá mejor. Está bastante confuso.
-Última Oferta ha venido a protegernos con su enorme y rugiente Aspirador de Almas... -Gurder se interrumpió a media frase y frunció el entrecejo, desconcertado. Después, añadió en voz baja-: Pero..., pero eso era un limpiamoquetas, ¿verdad? Siempre había pensado que era algún objeto mágico y resulta que se trata de un simple limpiamoquetas. Los haya montones en Electrodomésticos. Con Aspiración Extra para una Limpieza a Fondo de la Moqueta.
-Bien. Eso es estupendo. Y ahora, ¿cómo hacemos para salir de aquí?
Una breve búsqueda detrás de los archivadores los llevó a encontrar una rendija en los tablones del suelo, suficiente para permitirles pasar sin dificultades. El viaje de regreso les llevó medio día, en parte porque Gurder, de vez en cuando, se dejaba caer al suelo y se echaba a llorar y, sobre todo, porque tuvieron que descender por el interior de la pared. Ésta estaba hueca y en su interior había cables y alguno que otro pedazo de madera colocado en lugares estratégicos por los de Moda Infantil, pero, aun con ellos, el descenso fue una tarea fatigosa. Fueron a salir por debajo de Moda Infantil y Juguetes. Para entonces, Gurder ya había recuperado el dominio de sí mismo y empleó un aire altivo para pedir comida y escolta a los gnomos de aquel departamento.
Y así, por fin, completaron el viaje de vuelta hasta Artículos de Escritorio.


Llegaron justo a tiempo. La abuela Morkie levantó la cabeza cuando los expedicionarios fueron conducidos a la cámara del Abad. La abuela estaba sentada junto a la cama con las manos sobre las rodillas.
-No hagáis ruido -les ordenó-. El Abad está muy enfermo. Dice que se está muriendo y supongo que él debe de saberlo mejor que nadie.
-Muriendo, ¿de qué? -preguntó Masklin.
-De haber vivido tanto tiempo -respondió la abuela.
El Abad yacía entre los cojines, más arrugado y menudo de lo que el propio Masklin recordaba. Sostenía la Cosa entre sus dedos, largos y afilados como zarpas. Miró a Masklin y, con un gran esfuerzo, le indicó que se acercara.
-Tendrás que inclinarte -indicó la abuela-. El pobre viejo ya no puede hablar más que en susu-rros.
El Abad agarró suavemente a Masklin por la oreja y la acercó a su boca.
-Esa gnoma es todo un carácter -musitó-. Estoy seguro de que posee muchas cualidades pero, por favor, sácala de aquí antes de que me administre más medicinas.
Masklin asintió. Los remedios de la abuela, elaborados con hierbas y raíces, resultaban muchas veces casi venenosos y producían unos efectos asombrosos. Después de probar una sola dosis de su pócima para el dolor de estómago, nadie volvía a quejarse jamás de que le doliera la tripa. En cierto modo, era una manera de curarse.
-No puedo obligarla -respondió Masklin-, pero se lo pediré.
La abuela abandonó la estancia dando instrucciones a voz en grito para que empezaran a prepa-rar otro destilado.
Gurder se arrodilló junto al lecho.
-No vas a morirte, ¿verdad, mi señor? -murmuró.
-Claro que sí. Como todo el mundo. Para esto se vive -le susurró el Abad-. ¿Has visto a Arnold Bros (fund. en 1905)?
-Bueno, yo... -Gurder titubeó-. Encontramos un Escrito, mi señor. Es verdad; el Escrito también dice que la Tienda va a ser demolida. Esto significa que todo se acaba, mi señor. ¿Qué vamos a hacer?
-Tendréis que marcharos -contestó el Abad.
Gurder lo miró, horrorizado.
-¡Pero si tú siempre habías dicho que cualquier cosa fuera de la Tienda sólo podía ser un sueño!
-Y tú nunca me creíste, muchacho. Tal vez yo estaba equivocado. ¿Y el joven de la lanza? ¿Está aquí todavía? Casi no veo...
Masklin se adelantó.
-¡Ah, sí, aquí estás! Esta caja tuya...
-¿Sí?
-Me ha contado cosas. Me ha enseñado imágenes. La tienda es mucho mayor de lo que yo creía. Tiene una planta en la que guardan las estrellas; no sólo esas estrellas brillantes que cuelgan del techo en la Campaña de Navidad, sino cientos y cientos de ellas. La llaman el universo. Hubo un tiempo en que vivíamos en él, y casi todo lo que contenía nos pertenecía. Era nuestra casa. Entonces no vivíamos bajo la planta de nadie. Y ahora creo que Arnold Bros (fund. en 1905) nos está diciendo que volvamos allí.
El Abad alargó la mano y sus dedos blancos y fríos sujetaron del brazo a Masklin con una fuer-za sorprendente.
-No digo que estés dotado de mucho cerebro -añadió entonces-. En realidad, supongo que eres uno de esos gnomos estúpidos pero concienzudos que se convierten en líderes cuando ello no les va a proporcionar ninguna gloria. Eres de esos que saben solucionar las cosas. Llévalos a casa. Llévalos a todos a casa.
Volvió a derrumbarse sobre los cojines y cerró los ojos.
-Pero... ¿abandonar la Tienda, mi señor? -insistió Gurder-. Somos miles, hay viejos y niños y... ¿y adónde iremos? Ahí fuera hay zorros, dice Mask1in, y viento y hambre y agua que cae del cielo a gotas... ¡Señor! ¡Mi señor!
Grimma se inclinó sobre el Abad y lo tomó de la muñeca.
-¿Puede oírme? -preguntó Gurder .
-Tal vez -contestó Grima-. Tal vez. Pero no va a poder contestarte, porque ha muerto.
-¡Pero el Abad no puede morir! ¡Él ha estado siempre con nosotros! -exclamó Gurder, espanta-do-. ¡Seguro que te equivocas! ¡Mi señor! ¡Mi señor!
Masklin tomó la Cosa de las manos del Abad, que no ofrecieron la menor resistencia, mientras otros monjes de Artículos de Escritorio entraban apresuradamente, alarmados por los gritos de Gurder.
-¿Cosa? -murmuró, al tiempo que se alejaba de la multitud que se agolpaba en torno a la cama.
Te escucho.
-¿Ha muerto?
No detecto ninguna función vital.
-¿ Y eso qué significa?
Significa que sí.
-¡Ah! -Masklin reflexionó sobre el asunto-. Yo creía que, para morir, uno tenía que ser aplastado o devorado primero. No pensaba que pudiera suceder así, como si uno se parara, simplemente.
La Cosa no añadió ninguna otra información.
-¿Tienes alguna idea de qué debo hacer ahora? -preguntó Masklin-. Gurder tiene razón. No van a abandonar todo este calor y esta comida. Quiero decir que tal vez algunos de los jóvenes podrían hacerlo, para divertirse un poco. Pero si queremos sobrevivir en el exterior necesitaremos muchísima gente. Sé muy bien lo que me digo, créeme. ¿Y qué se supone que debo decirles: «Lo siento, tenéis que dejar atrás todo esto»?
Por fin, la Cosa respondió.
No, dijo.


Masklin no había asistido nunca a un funeral. En realidad, no había visto morir a ningún gnomo por haber vivido demasiado tiempo. No, señor: unos morían devorados, otros se marchaban y no volvían nunca más, pero ninguno había muerto en la cama, de viejo.
-¿Dónde enterráis a vuestros muertos? -le había preguntado Gurder .
-Muchas veces, en la panza de un tejón o de un zorro -había respondido, y no había podido re-sistir la tentación de añadir-: Ya sabes, el hermoso y ágil cazador .
Así era como los gnomos de la Tienda decían adiós a sus muertos: el cuerpo del viejo Abad fue vestido con una capa verde y un gorro rojo puntiagudo, le peinaron con sumo cuidado la larga barba blanca y luego lo acostaron en la cama mientras Gurder leía unas palabras:
-Y ahora que tú, Arnold Bros (fund. en 1905), has decidido llevarte a nuestro hermano a tu gran Departamento de Jardinería, más allá de Préstamos, donde están el Borde de Césped Ideal y la Magní-fica Exposición de Flores y la piscina de la vida eterna en Polietileno Fácil de Instalar con Márgenes de Pavimento de Excelente Calidad, le haremos entrega de los regalos que un gnomo debe llevar en su viaje.
El conde de Ferretería se adelantó y, dejando un objeto junto al cuerpo del Abad, proclamó:
-Le entrego la Pala de Trabajo Honrado.
-Y yo -dijo el duque de Mercería- pongo junto a él la Caña de Pescar de la Esperanza.
Otros gnomos destacados presentaron otros objetos: la Carretilla del Liderazgo, la Cesta de Compras de la Vida. La muerte en la Tienda era muy complicada, se dijo Masklin.
Grimma se sonó la nariz mientras Gurder terminaba su parlamento y unos porteadores se lleva-ban ceremoniosamente el cuerpo.
Al subsótano, según se enteraron más tarde. Y al incinerador, allá abajo en los dominios de Re-corte de Precios, el Seguridad, donde las leyendas decían que se sentaba durante las horas nocturnas a beber su horrible té.
-Todo esto me parece bastante engorroso -comentó la abuela Morkie después de la ceremonia, mientras permanecían en la sala sin nada que hacer-. En mi juventud, si alguien moría, lo metíamos en un hoyo, en la tierra.
-¿La tierra? -preguntó Gurder.
-Algo parecido a las plantas de la Tienda -explicó la abuela.
-Y entonces ¿qué sucedía? -pretendió saber Gurder .
-¿Suceder? -La abuela puso cara de desconcierto.
-¿Adónde iban después? -preguntó con paciencia el monje de Artículos de Escritorio.
-¿Ir? ¿Quiénes? ¿Los muertos? Supongo que a ninguna parte. Los muertos no se mueven mu-cho, ¿sabes?
-En la Tienda -explicó Gurder lentamente, como si estuviera hablando con un niño bastante re-trasado-, cuando muere un gnomo, si ha sido un buen gnomo, Arnold Bros (fund. en 1905) lo trae de vuelta para que nos vea antes de marcharse a un Lugar Mejor.
-¿Cómo puede...? -empezó a decir la abuela.
-Trae de vuelta su parte interior, quiero decir -aclaró Gurder-. Esa parte que está dentro de uno y que es realmente uno.
Los gnomos del Exterior lo miraron cortésmente, esperando a que diera un poco de sentido a to-do lo que estaba diciendo. Gurder exhaló un suspiro.
-Está bien -añadió a continuación-. Buscaré a alguien que os lo enseñe.


Un joven gnomo de Artículos de Escritorio los condujo al Departamento de Jardinería.
Masklin lo encontró muy extraño. Se parecía al mundo exterior, pero era como si todas las cosas que hacían a éste difícil o penoso hubieran sido eliminadas. La única luz era el débil resplandor de unos soles interiores que permanecían encendidos toda la noche. No había vientos ni lluvias, ni nunca los habría. Había hierba, pero sólo era arpillera pintada de verde con algunos rabos sobresaliendo aquí y allá. Vieron muros como montañas que sólo eran paquetes de semillas, cada uno de ellos con una imagen que Masklin sospechó que eran muy poco reales. Eran imágenes de flores, pero muy diferentes de las que él había visto nunca.
-¿El Exterior es así? -preguntó el joven gnomo que los guiaba-. Dicen..., dicen que vosotros, hum..., habéis estado allí. ¡Dicen que lo habéis visto! -Su voz sonaba llena de esperanza.
-Había más verde y marrón -se limitó a responder Masklin.
-¿Y flores? -insistió el joven.
-Sí, algunas -concedió Masklin-. Pero no como ésas.
-Una vez planté flores como ésas -dijo Torrit y luego, cosa extraña en él, volvió a callar.
Rodearon la mole de una gigantesca cortadora de césped y allí...
...allí estaban los gnomos. Unos gnomos altos, de caras mofletudas. Gnomos de mejillas pinta-das de rosado. Unos empuñaban cañas de pescar o palas. Otros empujaban carretillas. y absolutamente todos sonreían con idéntica mueca.
La tribu del Exterior permaneció en silencio unos instantes y, por fin, Grimma murmuró en un susurro:
-¡Qué horrible!
-¡Oh, no! -exclamó el joven fraile, espantado-. ¡Es maravilloso! Arnold Bros (fund. en 1905) nos vuelve a enviar aquí nuevos y relucientes, y después abandonamos la Tienda para ir a algún lugar maravilloso.
-No hay mujeres -apuntó la abuela-. Al menos, es un consuelo.
-¡Ah, bien! -dijo el guía, con cierto apuro-. Esta siempre ha sido una cuestión sometida a debate. No estamos muy seguros de la razón, pero pensamos que...
-Y todos tienen los mismos rasgos -añadió la abuela-. No hay modo de diferenciarlos.
-Bueno, veréis...
-Ojalá nunca tenga que volver con ese aspecto -declaró la abuela-. ¡Si es así como ha de volver una, no quiero ni ir!
El joven fraile estaba a punto de echarse a llorar .
-Pero si no...
-Una vez, yo vi a uno de ésos.
Era Torrit otra vez. Tenía el rostro casi ceniciento y estaba temblando.
-Cierra el pico -replicó la abuela-. Tú nunca has visto nada.
-¡Os digo que sí! -insistió Torrit-. Una vez, cuando era un niño, el abuelo Dimpo nos llevó a unos cuantos chicos de excursión por los campos y, al otro lado del bosque, vimos esas grandes casas de piedra donde viven los humanos; las casas tenían delante unos pequeños campos llenos de flores como las que hemos visto aquí, y una hierba muy corta, y estanques con pececillos anaranjados. Pues bien, allí vimos a uno de estos gnomos. Estaba sentado encima de una seta de piedra junto a uno de los estanques.
-No es verdad -declaró la abuela automáticamente.
-Sí que lo es -contestó Torrit, enfrentándose a ella-. y recuerdo que el abuelo dijo: «Ésta no es vida, siempre fuera, haga el tiempo que haga, con los pájaros dejándole sus regalitos en el gorro y los perros salpicándolo continuamente». Entonces nos explicó que era un gnomo gigante que se había convertido en piedra porque había pasado demasiado tiempo allí sentado sin pescar nada, y comentó: «Vaya un modo de morir. Eso no es para mí, muchachos; yo quiero morir deprisa, como...», y, en ese instante, un gato saltó sobre él. ¡Para que vayáis riéndoos!
-¿Y qué sucedió entonces? -preguntó Masklin.
-¡Ah! Plantamos cara al gato con nuestras lanzas, rescatamos al abuelo y, luego, todos echamos a correr como ba... a toda velocidad -explicó Torrit, sin dejar de observar la expresión severa de la abuela.
-¡No, no! -gimió el monje-. ¡No es eso en absoluto! -insistió, y rompió a sollozar. La abuela Morkie titubeó un momento y luego le dio unas suaves palmaditas en la espalda.
-Vamos, vamos -lo consoló-. No te preocupes. Ese viejo tonto dice siempre lo primero que le viene a la cabeza.
-¡Yo no...! -empezó una protesta Torrit, pero la mirada de advertencia de la abuela lo hizo dete-nerse.
Volvieron de la visita abrumados, intentando apartar de sus mentes las terribles imágenes de piedra. Torrit cerraba la marcha apartado del grupo, gruñendo como una tormenta ya desgastada.
-Os aseguro que lo vi -cuchicheaba-. La condenada figura era muy grande y sonriente, y estaba sentada sobre una seta de piedra con lunares. La vi muy bien. Pero nunca volví a acercarme por allí. Más vale prevenir que lamentar, siempre lo he dicho. Pero os aseguro que lo vi.


Todo el mundo pareció dar por sentado que Gurder sería el nuevo Abad. El viejo Abad había dejado instrucciones muy estrictas al respecto y no pareció haber la menor protesta.
De hecho, el único que estuvo en contra de la idea fue el propio Gurder .
-¿Por qué yo? -dijo-. ¡Yo nunca he querido dirigir a nadie! Además... -bajó la voz-, debéis saber que a veces tengo Dudas. El viejo Abad lo sabía, estoy seguro, y no logro imaginar por qué pudo pensar que yo sería de alguna utilidad.
Masklin no dijo nada. Se le ocurrió pensar que el Abad debía de tener en mente un propósito muy concreto. Tal vez era momento de dudar un poco. Quizás había llegado la hora de concebir a Arnold Bros (fund. en 1905) de una manera distinta.
El grupo de gnomos del Exterior se encontraba en uno de los ángulos de la gran explanada bajo el suelo de la primera planta, que los de Artículos de Escritorio utilizaban para las reuniones importan-tes; aquél era el único lugar de la Tienda, además de la Sección de Alimentación, donde las peleas estaban estrictamente prohibidas. Los cabezas de las familias, gobernantes de departamentos y subdepartamentos, se habían congregado en el lugar. No se les permitía portar armas, pero a la menor oportunidad se dirigían comentarios mordaces, afilados como cuchillos.
La mera idea de que pudieran colaborar en algo habría sido impensable de no existir Artículos de Escritorio. En realidad, era bastante extraño. Los monjes de Artículos de Escritorio no tenían ningún poder real, pero todas las familias los necesitaban y ninguna de ellas los temía, gracias a lo cual sobrevivían y, curiosamente, dirigían a la comunidad. Un gnomo de Mercería no escucharía a otro de Ferretería, por principio, aunque sus palabras estuvieran cargadas de sentido común; en cambio, prestarían atención si quien hablaba era un miembro de Artículos de Escritorio, porque todo el mundo sabía que aquel departamento no tomaba partido por nadie.
Masklin se volvió hacia Gurder y le indicó:
-Es preciso que hablemos con alguien de Ferretería. Ellos controlan la electricidad, ¿verdad? Y la madriguera de los camiones.
-Eso es cosa del conde de Ferretería, ése de ahí -respondió Gurder, señalando a uno de los re-unidos-. El gnomo delgado del bigote. No es demasiado religioso, ¿sabes? Y tampoco sabe gran cosa de electricidad.
-Creía que me habías dicho que...
-Sí, en Ferretería saben del sistema eléctrico. Los subordinados, sirvientes y demás, pero no la gente como el conde. ¡Por la Última Oferta! -Gurder ensayó una sonrisa y añadió-: No imagines que el duque de Mercería toca nunca un carrete de hilo, o que la baronesa de Embutidos se corta ella misma las lonchas de embutido para comer. -Miró de reojo a Masklin y murmuró-: Tienes un plan, ¿verdad?
-Sí, algo así.
-Entonces ¿qué vas a decirles?
Masklin acarició distraídamente la punta de la lanza.
-La verdad. Voy a decirles que pueden abandonar la Tienda y llevarse todas sus cosas consigo. Creo que podemos hacerlo.
-Hum... -Gurder se frotó la barbilla-. Supongo que es posible, en efecto, si todo el mundo trae toda la comida y las cosas que sea capaz de cargar. Pero, de todos modos, las provisiones durarían poco y no hay modo de llevarse la electricidad, pues ésta sólo vive en los cables, ¿sabes?
-¿Cuántos saben leer la escritura humana en Artículos de Escritorio? -preguntó Masklin, sin prestarle atención.
-Todos podemos leer un poco, naturalmente -explicó Gurder-, pero, para ser franco, sólo cuatro de nosotros lo dominamos de verdad.
-Me parece que no va a ser suficiente -dijo Masklin.
-Verás, aprender a leer tiene su truco y no todos llegan a descubrirlo. ¿Qué te propones?
-Encontrar un modo de sacar de aquí a los gnomos. A todos. Y de llevarnos todo lo que vaya-mos a necesitar en el futuro.
-¡El peso los aplastaría!
-Ya verás como no. En realidad, la mayor parte de lo que nos llevaremos no pesa en absoluto.
Gurder lo observó con preocupación.
-Esto no será algún plan desquiciado de Dorcas, ¿verdad?
-No.
Masklin se sentía a punto de estallar. No tenía la cabeza lo bastante grande como para retener todas las cosas que le había dicho la Cosa.
Y era el único que las entendía. Sí, el viejo Abad había llegado a enterarse y había muerto con los ojos llenos de estrellas, pero tampoco él había comprendido lo que oía. ¡La galaxia! El viejo gnomo la imaginaba como una gran planta más allá de la Tienda, como el mayor departamento que había existido nunca. Y quizá tampoco Gurder lo comprendería. El nuevo Abad había pasado toda su existencia bajo un techo y no podía hacerse idea de las dimensiones del Exterior.
Notó una punzada de orgullo al darse cuenta de ello. Los gnomos de la Tienda no podían enten-der lo que decía la Cosa, pues carecían de experiencias en las que basarse. Para ellos, la máxima distancia que podía existir en el mundo era la que iba de un extremo a otro de la Tienda.
Serían incapaces de asimilar el hecho de que las estrellas, por ejemplo, estaban muchísimo más lejos. Aunque uno quisiera recorrer todo el trecho que lo separaba de ellas, probablemente tardaría semanas en llegar a alcanzarlas.
Tendría que explicar todo aquello gradualmente, con mucho tiento.
¡Las estrellas! ¡Y pensar que, hacía tantísimo tiempo, los gnomos habían viajado por ellas en unos vehículos que dejaban pequeñísimos a los camiones... y que habían sido construidos por los propios gnomos! Una de aquellas grandes naves, que exploraba una pequeña estrella en los confines de una zona remota, había enviado otro vehículo más pequeño para que aterrizara en el mundo de los humanos.
Pero algo había salido mal. Masklin apenas había entendido nada de aquella parte, salvo que la cosa que impulsaba la nave era muy, pero que muy poderosa. Con todo, habían sobrevivido cientos de gnomos y uno de ellos, rebuscando entre los restos, había encontrado la Cosa. Ésta no funcionaba sin electricidad que comer, pero los gnomos la habían guardado a pesar de todo, porque había sido el mecanismo que pilotaba la nave.
Después, se habían sucedido las generaciones y los gnomos lo habían olvidado todo de sus orí-genes, salvo que la Cosa era muy importante.
Todo esto era más que suficiente para una cabeza, pensó Masklin. Pero no era la parte más im-portante del mensaje; no era la parte que le producía un hormigueo en las venas y en las puntas de los dedos.
Lo fundamental era esto: que la gran nave, la que podía volar entre las estrellas, estaba todavía allí arriba, en alguna parte. Máquinas como la Cosa se ocupaban de ella, esperando pacientemente el regreso de los gnomos.
Para llevarlos a Casa.
«Y mientras la nave espera -pensó Masklin-, nos hemos olvidado totalmente de ella, hemos ol-vidado todo lo referente a nuestros orígenes y hemos vivido en guaridas subterráneas.»
Ahora Masklin sabía qué debía hacer. Por supuesto, se trataba de una tarea imposible, pero ya estaba acostumbrado a ello. Arrastrar una rata desde el bosque hasta la guarida también había sido una tarea imposible, pero no era imposible arrastrarla un poco; uno lo hacía, y luego descansaba, y luego volvía a tirar un poco... La manera de afrontar una tarea imposible era dividirla en varias tareas sólo extremadamente difíciles, y dividir cada una de éstas en una serie de trabajos muy arduos, y cada uno de ellos en asuntos delicados, y éstos a su vez en...
Y, probablemente, la más ardua de todas las tareas sería hacer entender a los gnomos lo que habían sido una vez y podían volver a ser .
Tenía un plan, en efecto. Bueno, al principio había sido una propuesta de la Cosa, pero le había dado tantas y tantas vueltas que ya consideraba que le pertenecía. Tal vez era un plan imposible. Pero nunca lo sabría, a menos que lo intentara.
Gurder seguía observándolo con cautela.
-Bueno, el plan... -murmuró Masklin.
-¿Sí? -dijo Gurder.
-El Abad me contó que Artículos de Escritorio siempre ha intentado que los gnomos cooperasen y dejaran de pelearse.
-Éste ha sido siempre nuestro deseo, en efecto.
-Pues mi plan va a significar que tendrán que cooperar .
-Estupendo.
-Aunque me parece que no te va a gustar demasiado -añadió Masklin.
-¡Eres injusto! ¡No debes hacer conjeturas sin fundamento!
-Creo que te reirás de mí.
-Eso sólo lo sabrás si me lo cuentas -apostilló Gurder .
Masklin le explicó el plan. Cuando Gurder se hubo recuperado de la sorpresa, estalló en una carcajada incontenible.
Después, vio la expresión de Masklin y enmudeció.
-No hablarás en serio, ¿verdad? -Míralo de este modo -respondió Masklin-. ¿Tienes algún plan mejor? ¿Me apoyarás?
-Pero ¿cómo vas a...? ¿Cómo podrán los gnomos...? ¿Existe alguna posibilidad de que poda-mos...? -balbuceó Gurder.
-Ya encontraremos el modo -respondió Masklin-. Con la ayuda de Arnold Bros (fund. en 1905), por supuesto -añadió Masklin diplomáticamente.
-¡Oh, sí! Por supuesto -murmuró Gurder con un hilo de voz. Poco a poco, fue recuperándose-. En todo caso, si voy a ser el nuevo Abad tendré que pronunciar un discurso. Es la costumbre. Mensa-jes generales de buena voluntad y cosas así. Ya hablaremos de esto más tarde. Reflexionaremos con tiempo en el sobrio ambiente de...
Masklin movió la cabeza en gesto de negativa. Gurder tragó saliva.
-¿Quieres decir ahora?
-Sí. Ahora. Se lo diremos ahora.
***

INDEX VIII
I. Y se reunieron los líderes de los gnomos, y el Abad Gurder les dijo: «Escuchad las palabras del gnomo del Exterior»;
II. Y algunos se opusieron diciendo: «Es un intruso; ¿por qué, pues, hemos de escucharlo?»;
III. Pero el Abad Gurder respondió: «Porque así lo quería el viejo Abad. Sí, y porque también yo lo deseo».
IV. Ante lo cual, los demás refunfuñaron pero guardaron silencio.
V. Y el gnomo del Exterior dijo: «Respecto a los rumores de demolición, tengo un plan.
VI. »Ahora que llega el momento de tomar esta grave decisión, no nos portemos como cochini-llas que huyen cuando el tronco es derribado, sino como Valerosos Gnomos Libres»,
VII. Y los líderes lo interrumpieron para preguntar qué era una cochinilla, a lo cual respondió: «Está bien... Como ratas, para entendernos.
VIII. »Llevemos con nosotros lo que vamos a necesitar para iniciar una nueva vida en el Exte-rior, no en alguna otra Tienda, sino bajo el cielo. Conduzcamos a todos los gnomos, viejos y jóvenes, y llevemos toda la comida, todos los materiales y toda la información que vayamos a necesitar».
IX. Y los gnomos repitieron: «¿Todo?», y él asintió: «Todo». Y ellos declararon: «No podemos hacer una cosa así...».
De El libro de los gnomos, Tercera Planta, vv. I-IX



8
-Sí que podemos -dijo Masklin-. Robando un camión.
Se produjo un silencio absoluto.
El conde de Ferretería alzó una ceja.
-¿Esas cosas grandes y pestilentes con ruedas en las cuatro esquinas? -preguntó.
-Sí -respondió Masklin. Todas las miradas estaban concentradas en él y notó que empezaba a ruborizarse.
-¡Este gnomo está chiflado! -soltó el duque de Mercería-. Aunque la Tienda estuviera en peli-gro, y no veo ninguna razón... ninguna, repito, para creer tal cosa, me parece un plan descabellado.
-Mirad -explicó Masklin-, en un camión hay mucho espacio, podemos ir todos, podemos llevar-nos libros que nos expliquen cómo hacer cosas...
-Mueve la boca, agita la lengua, pero sus palabras no tienen sentido -declaró el duque. Algunos de los gnomos próximos a él soltaron unas risillas nerviosas. Por el rabillo del ojo, Masklin vio a Angalo, radiante, al lado de su padre.
-Sin ánimo de ofender al difunto Abad -intervino uno de los líderes menores, con un titubeo en la voz-, pero he oído que existen otras Tiendas Ahí Fuera. Quiero decir que..., que debemos de haber vivido en alguna parte, antes de la Tienda. -Tragó saliva-. Me refiero a que, si la Tienda fue construida en 1905, ¿dónde vivíamos en 1904? Sin ánimo de ofender, repito.
-No estoy hablando de ir a otra Tienda -respondió Masklin-. Hablo de vivir en libertad.
-Y yo no pienso seguir escuchando tonterías. El viejo Abad era un gnomo sensato, pero al final debió de empezar a fallarle la cabeza -soltó el duque. Dio media vuelta y abandonó la sala ruidosa-mente. La mayoría de los demás jefes de departamento lo siguieron. Algunos de ellos, bastante a regañadientes, según pudo apreciar Masklin; de hecho, algunos se quedaron remoloneando al fondo de la gran estancia de modo que, si alguien les preguntaba, pudieran decir que precisamente se disponían a salir.
Junto a Masklin y el nuevo Abad quedaron el conde, una mujer bajita y gruesa a quien Gurder había llamado baronesa de Embutidos, y un puñado de jefes menores de los subdepartamentos.
El conde volvió la vista aun lado y otro con gesto teatral.
-¡Ah! -exclamó-. Más espacio para respirar... Prosigue, muchacho.
-En realidad, eso es casi todo -reconoció Masklin-. No puedo planear nada más hasta que haya descubierto más cosas. Por ejemplo, si podéis hacer electricidad. No robarla de la Tienda, sino producirla.
El conde se frotó la barbilla.
-Me estás pidiendo que te revele un secreto de departamento...
-Mi señor -intervino Gurder oportunamente-, si tomamos este paso trascendental es imprescin-dible que seamos abiertos los unos con los otros y que compartamos nuestros conocimientos.
-Tiene razón -apuntó Masklin.
-Por supuesto -añadió Gurder con firmeza-. Debemos actuar por el bien de todos los gnomos.
-Bien dicho -lo aplaudió Masklin-. y por eso Artículos de Escritorio, por su parte, enseñará a to-dos los gnomos que lo soliciten... a leer.
Se produjo una pausa, que rompió el sonido sibilante de Gurder, tratando de recuperar la respi-ración.
-¡A leer...! -inició una protesta.
Masklin titubeó. Bien, ya que había llegado hasta allí, ¿por qué no continuaba hasta el final? Observó que Grimma lo miraba y añadió:
-A las mujeres también.
Esta vez fue el conde quien dio un respingo. La baronesa, por el contrario, sonrió. Gurder seguía con sus gimoteos.
-En las estanterías de Artículos de Escritorio hay muchísimos libros de todas clases –explicó Masklin-. ¡Para cualquIer cosa que queramos hacer, hay un libro que explica cómo! Pero vamos a necesitar a muchísimos gnomos para leerlos y encontrar lo que necesitemos.
-Creo que a nuestro amigo de Artículos de Escritorio le conviene tomar un poco de agua-apuntó el conde-: Me parece que está abrumado por este nuevo espíritu de ayuda y cooperación.
-Puede que sea cierto lo que dices, jovencito -intervino la baronesa-, pero ¿alguno de tus precia-dos libros nos dirá cómo se puede controlar uno de esos enormes camiones?
Masklin asintió. Venía preparado para aquella pregunta. Grimma se acercó arrastrando un libro delgado, casi tan grande como ella. Masklin la ayudó a ponerlo vertical para que todos pudieran verlo.
-Aquí lo tenéis, lleno de palabras -anunció con orgullo-. Yo ya las he aprendido. Dicen... -fue señalándolas con la lanza mientras las pronunciaba lentamente-: «Código... de... Circu... lación. Código de Circulación». Dentro vienen dibujos. Cuando uno conoce el Código de Circulación, puede conducir. Aquí lo dice. El Código de Circulación -añadió, no muy seguro.
-Y yo también he descifrado algunas palabras -declaró Grimma.
-Sí, ella ha leído conmigo varias palabras de este libro -asintió Masklin, sin dejar, de advertir el interes que despertaba la afirmación en la baronesa.
-¿Y eso es todo? -protestó el conde.
-Bien... -murmuró Masklin.
A él también le preocupaba el asunto. Tenía la lúgubre sensación de que las cosas no podían ser tan fáciles, pero aquél no era momento de preocuparse por detalles que podían resolverse más tarde. ¿Qué era lo que había dicho el Abad? Lo importante de ser un líder no era tanto tener razón o estar equivocado, sino estar seguro. Tener razón ayudaba, por supuesto.
-Veréis -dijo, pues-, esta mañana he ido a la madriguera de los camiones..., al garaje, quiero de-cir. Uno puede encaramarse a ellos e inspeccionar el interior. Tienen palancas, engranajes y otras cosas, pero supongo que ya descubriremos para qué sirven. -Exhaló un profundo suspiro y añadió-: No puede ser muy difícil; de lo contrario, los humanos no podrían hacerlo.
Los gnomos tuvieron que concederle la razón en este punto.
-Estoy muy intrigado -dijo el conde-. ¿Puedo preguntar qué quieres de nosotros, ahora?
-Gente -se limitó a responder Masklin-. Tantos gnomos como puedas permitirte. Especialmente, aquellos de los que no puedas prescindir. Y habrá que darles de comer.
La baronesa observó al conde. Éste asintió, de modo que ella hizo lo mismo.
-Me gustaría preguntarle a la muchacha si se siente bien -dijo-. Con esto de la lectura, me re- fiero.
-De momento, sólo entiendo algunas palabras -se apresuró a responder Grimma-. Como Iz-quierda, Derecha y Bicicleta.
-¿Y no has experimentado una sensación de presión en la cabeza? -preguntó con tiento la baro-nesa.
-En absoluto, señora.
-Hum... Esto es muy interesante -murmuró la baronesa, mirando fijamente a Gurder.
El nuevo Abad estaba tomando asiento.
-Yo..., yo... -tartamudeó.
Masklin se lamentó en silencio. Ya sabía que sería difícil: aprender a conducir, descubrir cómo funcionaba un camión, aprender a leer... pero, al fin y al cabo, sólo eran tareas. Antes de ponerse en marcha, uno sólo veía dificultades por todas partes. Pero si uno dedicaba a resolverlas el tiempo y el esfuerzo suficientes, podía terminar venciéndolas. Había acertado: lo más difícil iba a ser convencer a todos los gnomos.


Llegó el día veintiocho.
-No basta -dijo Grimma.
-Es un comienzo -respondió Masklin-. Creo que vendrán más con el tiempo. Hay que enseñarles a leer a todos. No bien, pero sí suficiente. Y, luego, a los cinco mejores habrá que enseñarles a ser maestros de los demás.
-¿Cómo se te ha ocurrido eso? -preguntó Grimma.
-Me lo ha dicho la Cosa. Es algo que se llama «análisis del camino crítico». Significa que siem-pre hay otra cosa que debes hacer antes. Por. ejejemplo, si quieres construir una casa, tienes que saber fabricar ladrillos, y para hacerlos tienes que saber qué clase de arcilla utilizar, etcétera.
-¿Qué es la arcilla?
-No lo sé.
-¿Y los ladrillos?
-No estoy seguro.
-Entonces ¿qué es una casa?
-Todavía no lo he averiguado del todo -respondió Masklin-. Pero, sea lo que sea, todo es muy importante. Análisis del camino crítico. Y hay otra cosa que se llama seguimiento de progresos.
-¿Y eso qué es?
-Me parece que significa gritarle a la gente: «¿Cómo es que todavía no has hecho eso?», y cosas así. -Masklin se miró los pies-. Creo que podemos encargar de eso a la abuela Morkie. Supongo que no le interesará demasiado aprender a leer pero, desde luego, es una experta en gritar .
-¿Y yo, qué?
-Quiero que aprendas a leer aún mejor.
-¿Por qué?
-Porque necesitamos aprender a pensar -explicó Masklin.
-¡Yo ya sé pensar!
-Quién sabe -respondió Masklin-. Quiero decir que sí, que sabes, pero hay cosas que no pode-mos pensar porque no conocemos las palabras. Fíjate, por ejemplo, en los gnomos de la Tienda. ¡Ni siquiera saben cómo son de verdad el viento y la lluvia!
-Es cierto. He intentado hablarle de la nieve a la baronesa y...
-Ahí lo tienes -asintió Masklin-. No la conocen, y ni siquiera saben que no la conocen. Por eso me pregunto qué será lo que nosotros no sabemos. Tenemos que leer todo lo que podamos. A Gurder no le gusta. Insiste en que sólo deberían leer los de Artículos de Escritorio. Pero el problema es que no intentan comprender lo que leen.
Gurder se había mostrado furioso.
-¡Leer! -había exclamado-. ¡Que se presente aquí hasta el gnomo más estúpido y estropee las le-tras de tanto mirarlas! ¿Por qué no descubres todos nuestros demás saberes reservados, ya que, estás en ello? ¿Por qué no enseñas a todo el mundo a escribir, también? ¿Eh?
-Eso lo dejaremos para más adelante.
-¡Qué!
-No es tan imprescindible, ¿sabes?
Gurder aporreó la pared.
-En nombre de Arnold Bros (fund. en 1905), ¿por qué no me pediste permiso antes?
-¿Me lo habrías dado?
-¡No!
-¡Pues por eso!- exclamó Masklin.
-¡Cuando te dije que te ayudaría, no esperaba algo así!- replicó Gurder, con el mismo tono de voz.
-¡Yo tampoco! -dijo Masklin.
El nuevo Abad hizo una pausa.
-¿Qué quieres decir?
-Pensaba que me ayudarías -explicó Masklin llanamente.
-Está bien, está bien -murmuró Gurder, abatido-. Ya sabes que ahora no puedo volverme atrás y prohibirlo; no puedo hacerlo, delante de todo el mundo. Haz lo necesario. Coge a la gente que necesi-tes.
-Estupendo -asintió Masklin-, ¿cuándo puedes empezar?
-¿Yo? Pero...
-Tú mismo has dicho que eras el mejor lector.
-Bueno, sí, es cierto, pero...
-Estupendo.
Con el tiempo, todos llegarían a acostumbrarse a aquella palabra. Masklin tenía una manera de pronunciarla que daba a entender que estaba todo decidido y que no tenía objeto añadir nada más. Gurder agitó las manos enérgicamente.
-¿Qué quieres que haga? -preguntó.
-¿Cuántos libros hay? -quiso saber Masklin.
-¡Cientos! jMiles!
-¿Sabes de qué tratan?
Gurder lo miró, desconcertado.
-¿Sabes qué estás diciendo? -murmuró.
-No, pero quiero saberlo.
-¡Tratan de todos los temas! ¡Ni lo imaginas! ¡Todos esos libros están llenos de palabras que ni siquiera yo entiendo!
-¿Podrías encontrar algún libro que explique cómo entender las palabras que uno no conoce? -preguntó Masklin. Aquello era un análisis del camino crítico, pensó para sí. ¡Vaya!, si estaba hacién-dolo sin pensar ...
-Es una idea fascinante -respondió Gurder, titubeante.
-Quiero aprender todo lo posible sobre los camiones, sobre la electricidad y sobre la comida -explicó Masklin-. Y también quiero que encuentres un libro acerca de..., de...
-¿Sí?
Masklin hizo una mueca de desesperación.
-¿Hay algún libro que explique cómo pueden los gnomos conducir un camión construido para humanos? -preguntó.
-¿Es que tú no sabes?
-No... exactamente. Tenía la esperanza de que podríamos averiguarlo mientras hacíamos los preparativos.
-¡Pero tú mismo dijiste que bastaba con aprender el Código de Circulación!
-Sssí -contestó Masklin, no muy seguro-. Es cierto que en sus páginas dice que uno tiene que saber el Código de Circulación para poder conducir, pero tengo la sensación de que las cosas no pueden ser tan sencillas.
-¡Que la Última Oferta nos proteja!
-Así lo espero -asintió Masklin-. ¡Que ella nos proteja!


Y llegó el momento de probarlo todo. En la madriguera de los camiones hacía frío y olía a soli-na. Los gnomos avanzaban sobre una viga, suspendidos a enorme altura sobre el suelo. Masklin intentó no mirar hacia abajo. Si alguien se caía...
Debajo de ellos se encontraba un camión. Dentro del garaje, parecía aún más grande. Enorme, rojo y terrible en la penumbra.
-Ya es suficiente -dijo por fin-. Estamos justo encima de esa parte que sobresale por delante, donde se sienta el conductor .
-La cabina -apuntó Angalo.
-Exacto. La cabina.
Angalo había constituido una sorpresa. Se había presentado en Artículos de Escritorio, jadeante y con el rostro congestionado, solicitando que le enseñaran a leer para aprender más cosas sobre los camiones, que lo tenían fascinado.
-Pero tu padre se opone a nuestro plan -le había dicho Masklin.
-No importa -había replicado Angalo-. ¡Tú has estado ahí fuera y no te ha sucedido nada! Quie-ro ver todas esas cosas, quiero salir al Exterior, quiero saber si existe de verdad.
No había sido un alumno brillante pero, cuando los de Artículos de Escritorio habían encontrado para él varios libros con grabados de camiones en la portada, se había esforzado en leerlos hasta el punto que la tensión le produjo dolor de cabeza. Con todo, a aquellas alturas Angalo era, probable-mente, el gnomo que más sabía sobre camiones. Aunque Masklin tenía que reconocer que tal vez no fuera gran cosa.
Escuchó a Angalo murmurando para sí mien- tras luchaba por ajustarse las correas. : -Cambio de marcha -decía-. Palanca de cambios. Volante. Limpiaparabrisas. Transmisión automática. Freno. Un Descanso para Estirar las Piernas. Humeante. Dos Huevos con Patatas y Alubias. Camioneros. -Alzó la vista y lanzó una tímida sonrisa a Masklin-. Preparado -anunció.
-Ahora, recuerda -le repitió Masklin-; las ventanillas no siempre están abiertas. Si las encuentras cerradas, da un tirón a la cuerda y te volveremos a subir, ¿de acuerdo?
-Okey.
-¿Qué?
-Es la palabra que usan los Camioneros para decir que sí -explicó Angalo.
-¡Ah! Estupendo. Sigamos: cuando estés dentro, busca algún escondite desde el que poder ob-servar al conductor...
-Sí, sí. Todo esto ya me lo has explicado antes -lo interrumpió Angalo, impaciente.
-Sí, claro. ¿Tienes los bocadillos?
Angalo dio unas palmaditas sobre la bolsa que llevaba en la cintura.
-Aquí los llevo, con el bloc de notas -respondió-. Bien, ya estoy preparado. Pisemos a fondo el Acelerador.
-¿Qué?
-Significa «vamos allá» en el idioma de los Camioneros.
-¿Y es preciso aprenderse todo eso para conducir un camión? -Masklin parecía desconcertado.
-Negativo -contestó Angalo con orgullo.
-¡Ah! En fin, lo principal es que tú lo entiendas...
Dorcas, que estaba al frente del grupo encargado de la cuerda, dio unos golpecitos en el hombro a Angalo.
-¿Seguro que no quieres llevar el traje para el Exterior? -insistió esperanzadamente.
El traje, de forma cónica, estaba confeccionado con una tela gruesa cosida a una especie de ar-mazón de varillas como el de un paraguas, que permitía extenderlo y recogerlo, y tenía una pequeña abertura a la altura de los ojos. Dorcas había insistido en confeccionarlo para proteger a los explorado-res del Exterior .
-Al fin y al cabo -le había explicado a Masklin-, es posible que vosotros estéis adaptados a la Lluvia y el Viento. Quizá vuestras cabezas se han vuelto especialmente duras. Toda precaución es poca.
-Prefiero no llevarlo, gracias -respondió Angalo a su ofrecimiento-. Pesa mucho y, además, no espero salir del camión en este primer viaje.
-Estupendo -asintió Masklin-. Bien, no perdamos más tiempo. ¿Preparados para sostener la cuerda, muchachos? Ahora es cosa tuya, Angalo. –Y a continuación, como merecía la pena tomar todas las precauciones necesarias y nunca se sabía de dónde podía venir la ayuda, añadió-: Que Arnold Bros (fund. en 1905) te proteja.
Angalo se deslizó desde el borde de la viga y, poco a poco, se convirtió en una pequeña silueta que daba vueltas en la penumbra mientras el grupo de Dorcas iba soltando cuerda. Masklin suplicó mentalmente que hubieran traído suficiente, pues no habían tenido ocasión de verificar cuánta necesi-tarían.
Notaron un tirón desesperado y Masklin se asomó al vacío. Angalo era una silueta minúscula a un metro, más o menos, por debajo de él.
-¡Si me sucede algo, que nadie se coma a Bobo! -gritó el gnomo.
-No te preocupes -respondió Masklin-. No te va a pasar nada.
-Sí, ya lo sé; pero, si no es así, buscadle a Bobo una buena casa -insistió Angalo.
-Desde luego. Una buena casa. Sí.
-Donde no coman rata, ¿me lo prometes?
-De acuerdo. Que no coman rata -dijo Masklin.
Angalo asintió. El grupo empezó a soltar cuerda de nuevo.
Finalmente, el explorador llegó a su destino y se deslizó a toda prisa por la pendiente del techo hasta el lateral de la cabina. Masklin se sintió mareado sólo de mirarlo.
La figura desapareció y, al cabo de un rato, notaron dos tirones. Habían convenido que esto sig-nificaría «soltad más cuerda», y así lo hicieron, poco a poco. Y, por fin, les llegaron de abajo tres tirones seguidos; débiles, pero inconfundibles. Unos segundos más tarde, la señal.se repitió. Masklin exhaló un sonoro suspiro.
-Angalo ha llegado a su destino -murmuró-. Subid la cuerda. La dejaremos aquí arriba por si... quiero decir, para cuando regrese.
Se atrevió a echar otro vistazo a la mole imponente del camión. Los camiones iban y venían y, según la autorizada opinión de gnomos como Dorcas, eran siempre los mismos. Salían cargados de artículos y volvían cargados, también, pero era un misterio incomprensible para todos por qué Arnold Bros (fund. en 1905) sentía la necesidad de llevar los artículos a pasar el día fuera. Lo único que se sabía con certeza era que los camiones siempre estaban de vuelta después de un día, o dos como mucho, en el Exterior .
Masklin contempló el vehículo en cuyo interior se encontraba el explorador. ¿Adónde iría? ¿Qué sería de él? ¿Qué vería Angalo, antes de volver a la Tienda? Y, si no regresaba, ¿qué les diría a sus padres? ¿Que alguien tenía que hacerlo, que su hijo había suplicado ir, que era preciso ver cómo se conducía un camión, que todo dependía de él? Masklin se dio cuenta de que, en tal circunstancia, sus argumentos no sonarían muy convincentes.
Dorcas se asomó a su lado.
-Nos costaría demasiado bajar a todo el mundo por este sistema -comentó.
-Ya lo sé. Tenemos que pensar otra manera mejor.
El inventor señaló otro de los silenciosos camiones.
-Allí, justo al lado de la puerta del conductor, hay un pequeño escalón, ¿lo ves? Si pudiéramos subir hasta allí y pasar una cuerda por el tirador de la puerta...
Masklin movió la cabeza.
-Queda demasiado alto -dijo-. Es un pequeño paso para un hombre, pero un paso de gigante para la especie gnoma.
***



INDEX IX
V. Y el gnomo del Exterior dijo a quienes no creían que existiera el Exterior: Enviemos a uno de nosotros, para que traiga Pruebas de que Hay un Mundo Fuera.

VI. De modo que uno subió a un Camión, y salió al Exterior para ver dónde podía haber una nueva Casa.

VII. y la espera fue muy larga, pues el gnomo no regresó.
De El libro de los gnomos, Expedición de Artículos, vv. V- VII


9

Masklin se había echado a dormir en una caja de zapatos vieja del departamento de Artículos de Escritorio, donde podía disfrutar de un poco de paz. Sin embargo, cuando despertó había una pequeña delegación de gnomos esperándolo. Entre todos transportaban un libro.
Masklin estaba un poco desilusionado con los libros. Era posible que todas las cosas que quería saber estuvieran escritas en alguna parte, pero el verdadero problema era encontrarlas. Los libros parecían pensados especialmente para dificultar la búsqueda de los datos. Su contenido no parecía tener sentido. O, más bien, tenía un sentido, pero carecía de lógica.
Reconoció entre el grupo a Vinto Pimmie, un jovenzuelo de Ferretería, y soltó un suspiro. Vinto era uno de los lectores más rápidos y dedicados, pero no era de los más precisos y solía dejarse llevar por su entusiasmo.
-¡Ya lo tengo! -afirmó el muchacho con or- gullo.
-¡Pues suéltalo! -replicó Masklin.
-¡Quiero decir que he averiguado cómo conseguir que un humano conduzca el camión por noso-tros!
-Ya hemos pensado en eso, pero no resultaría -contestó Masklin con un suspiro-. Si dejamos que un humano nos vea...
-¡No importa! ¡No importa! No nos hará nada porque nosotros llevaremos... Esto te va a gustar: ¡llevaremos un fosil!
Vinto le lanzó una mirada radiante, como un perro que acaba de hacer una gracia difícil.
-Un fosil -repitió Masklin débilmente.
–¡Sí! ¡Viene aquí!
Vinto exhibió el libro con gesto de orgullo. Masklin ladeó la cabeza para ver el título. Fue to-mando seguridad a medida que leía, poco a poco, pero lo único que descifró fue que el libro trataba de Secuestro a Doce Mil Pies.
-¿Tiene algo que ver con zapatos? -preguntó, esperanzado.
-¡No, no, no! Lo que hay que hacer es coger un fosil, apuntar con él al conductor y que alguien diga: «¡Cuidado, tiene un fosil!». Entonces, uno dice: «¡Llévanos a donde queremos o disparo el fosil!», y él...
-Está bien, está bien. De acuerdo -lo cortó Masklin, apartándose del libro-. Estupendo. Una idea espléndida. No te quepa duda de que la tendremos en cuenta. Bien hecho, muchacho.
-He sido muy listo, ¿verdad? -dijo Vinto, dando saltitos de un pie al otro.
-Sí, desde luego. Pero... ¿no crees que sería mejor si leyeras otro tipo de libros más prácti- cos...? -Masklin titubeó. ¿Quién sabía qué clase de libros era mejor?
Volvió a meterse en la caja de zapatos, cerró la abertura con la puerta de cartón y se apoyó en ella.
-¿Cosa?
Te escucho, Masklin, dijo la Cosa desde el lío de retales que servía de cama al gnomo.
-¿Qué es un fosil?
Hubo una breve pausa. A continuación, la Cosa recitó:
Fósil; dícese del resto orgánico o trazas de actividad orgánica que se han conservado en los es-tratos geológicos de este planeta, anteriores al período actual. Generalmente, sólo se conservan las partes duras, como huesos y conchas; en otras ocasiones, han podido conservarse intactos incluso los tejidos blandos, como en el caso del mamut lanudo encontrado en el hielo de las regiones árticas.
-¡Ah! ¿Se podría amenazar a alguien con uno de esos fósiles?
Es muy posible.
-¿Puede haber alguno en la Tienda?
Tras una nueva pausa, la Cosa preguntó: ¿Hay un Departamento de Geología?
Masklin no sabía qué significaba aquella palabra, ni recordaba haberla oído mencionar a los gnomos.
-Creo que no -aventuró.
Entonces, creo que las posibilidades son remotas.
-Bueno. En realidad, no importa mucho. -Masklin se tumbó en la cama y añadió-: Verás, es pre-ciso que tengamos una idea de adónde vamos. Tenemos que encontrar un lugar un poco apartado de los humanos. Pero no demasiado. Un lugar seguro.
Tienes que buscar un atlas o un mapa.
-¿Qué aspecto tienen?
Quizá lleven escrita en ellos la palabra «atlas» o «mapa».
-Le pediré al Abad que haga averiguaciones -asintió Masklin con un bostezo.
Tienes que dormir, dijo la Cosa.
-Todo el mundo me reclama continuamente para alguna cosa. Tú, en cambio, no duermes.
Mi caso es distinto.
-Lo que necesito -murmuró Masklin- es un medio. Lo del fosil queda descartado. Todos creen que yo sé la manera de conseguirlo, pero no tengo ni idea. Sabemos lo que necesitamos, pero no conseguiremos subir y meterlo todo en el camión en una noche. Todos creen que yo tengo las respues-tas, pero estoy tan confuso como ellos. No sé cómo lo haremos...
Se quedó dormido y soñó que tenía el tamaño de un humano. Cuando uno era así de grande, to-do resultaba muy fácil.


Pasaron dos días. Los gnomos montaron guardia en la viga del garaje y otro grupo instaló allí un pequeño telescopio de plástico procedente del Departamento de Juguetes, gracias al cual descubrieron que las grandes puertas metálicas del recinto se abrían cuando un humano pulsaba un botón rojo situado cerca de ellas. ¿Cómo podrían pulsar un botón que estaba tan alto para un gnomo? Una cuestión más en la lista de problemas a resolver de Masklin.
Gurder encontró un mapa. Estaba en un libro muy pequeño.
-No me ha costado ningún esfuerzo –explicó el Abad-.Cada año tenemos decenas de ellos. Se llaman... -leyó las letras doradas lentamente-...Agenda, y cada una lleva un mapa en las últimas hojas. Aquí lo tienes.
Masklin observó las pequeñas páginas con manchas azules y rojas. Algunas de las manchas te-nían nombres escritos, como África y Asia.
-Bien... Sssí... supongo que es esto -dijo-. Buen trabajo. ¿Dónde estamos nosotros, exacta-mente?
-En el centro -se apresuró a decir Gurder-.Es lo lógico.
Y entonces regresó el camión. Sin Angalo.
Masklin corrió por la viga sin pensar en el abismo que se abría a ambos lados. El reduci- do grupo de gnomos le reveló lo que no quería saber .
Un joven gnomo que acababa de ser izado desde el camión trataba de recobrar el aliento, senta-do en la viga.
-He probado todas las ventanillas -explicaba-, pero están cerradas. No he podido ver si había al-guien dentro. Está muy oscuro.
-¿Estás seguro de que es el mismo camión? -preguntó al jefe de los vigías.
-Cada uno lleva un número distinto en la parte de delante -le explicó el gnomo-. Tuve especial cuidado en recordar el del camión donde iba Angalo, así que hace un rato, cuando he visto que volvía...
-Tenemos que entrar a echar un vistazo -declaró Masklin con firmeza-. Que alguien vaya por la... No, tardaría demasiado. Bajadme.
-¿Qué?
-Bajadme -repitió Masklin-. Hasta el suelo.
-Está muy lejos -murmuró uno del grupo, dubitativo.
-Ya lo sé, pero tardaríamos más tomando el camino de la escalera. -Masklin tendió el extremo de la cuerda a una pareja de vigías y añadió-: Podría estar ahí abajo, herido o algo así.
-No es culpa nuestra -se excusó uno de los gnomos-. Cuando llegó el camión, había humanos por todas partes y hemos tenido que esperar.
-No es culpa de nadie. Que alguien vaya por la escalera y se reúna conmigo abajo. No pongáis. esas caras de preocupación. No es culpa de nadie repito.
«Si acaso, sólo mía», se dijo mientras daba vueltas en la oscuridad, colgado de la cuerda. Vio deslizarse a su lado la enorme mole en sombras del camión. De algún modo, fuera del garaje le habían parecido más pequeños.
El suelo estaba resbaladizo de grasa, pero corrió hasta llegar bajo el camión. Se encontró en un mundo con un techo lleno de cables y tubos, demasiado altos para alcanzarlos, pero rebuscó junto a uno de los travesaños y volvió arrastrando un trozo de cable. Con gran esfuerzo, consiguió doblar un extremo hasta darle forma de gancho.
Un momento después, se abría paso a gatas entre los tubos. No era difícil. Casi toda la parte in-ferior del camión parecía constar de cables y tubos y, al cabo de un par de minutos, encontró ante él un muro de metal con unos agujeros por los que pasaban los haces de cables. Vio uno por el que pudo colarse con alguna dificultad y se encontró...
Dentro. Allí había moqueta, cosa extraña de encontrar en un camión. También había varios en-voltorios de caramelos, grandes como periódicos para un gnomo. De unos orificios grasientos en el piso del camión salían unos objetos con forma de pedales. Más allá se alzaba un asiento, detrás de una rueda enorme que, pensó Masklin, probablemente, servía de asidero al humano que iba dentro.
-¿Angalo? -dijo sin alzar la voz.
No obtuvo respuesta. Pasó un rato buscando un poco al azar y casi se había dado por vencido cuando divisó algo entre los papeles de caramelo y el polvo debajo del asiento. Un humano lo habría tomado por un desperdicio más, pero Masklin reconoció el abrigo de Angalo.
Revisó meticulosamente la zona. Era posible imaginar que alguien hubiera estado tendido allí, observando. Revolvió los desperdicios y encontró el pequeño envoltorio de un bocadillo.
Abandonó el camión llevándose el abrigo. No parecía haber mucho más que hacer.
Una decena de gnomos lo esperaban con nerviosismo en el suelo aceitoso bajo el camión. Mas-klin enseñó el abrigo.
-Ni rastro -anunció-. Estuvo ahí, pero ya no está.
-¿Qué puede haberle sucedido? -murmuró uno de los gnomos más viejos.
A su espalda, alguien respondió:
-Quizá la Lluvia lo ha aplastado. O se lo ha llevado el Viento furioso.
-Es cierto -asintió otro de ellos-. En el Exterior podría haber cosas terribles.
-¡No! -exclamó Masklin-. Quiero decir que hay algunas cosas terribles...
-¡Ah! -dijeron los gnomos, asintiendo.
-Pero no ésas -terminó la frase Masklin-. ¡Si se hubiera quedado en el camión, seguro que no le habría pasado absolutamente nada! ¡Le dije que no saliera a explorar...!
De pronto, advirtió que se había hecho un profundo silencio. Los gnomos no lo miraban a él, si-no a algo o alguien situado a su espalda.
Se volvió y allí estaba el duque de Mercería, con algunos soldados. Miraba a Masklin con fac-ciones pétreas y, al cabo de un instante, extendió las manos hacia él sin pronunciar palabra.
Masklin le entregó el abrigo. El duque le dio vueltas y vueltas en sus manos, contemplándolo. El silencio fue perdiendo crispación hasta convertirse casi en un murmullo.
-Fue una estupidez por mi parte -declaró el duque en un susurro-. Le dije que era muy peligroso y le prohibí ir, pero con eso sólo aumenté su determinación...
Se volvió hacia Masklin y añadió:
-¿Y bien?
-¿Eh? -dijo Masklin.
-¿Crees que mi hijo sigue vivo?
-Hum... Puede ser. No hay razón para pensar lo contrario.
El duque asintió vagamente.
«Ya está -pensó Masklin-. Aquí se acaba todo.»
El duque estudió el camión y luego echó una ojeada a su guardia.
-Y estas cosas salen al Exterior, ¿no es eso? -preguntó.
-Sí. Continuamente -contestó Masklin.
El duque emitió un extraño carraspeo y aña- dió:
-Fuera de la Tienda no existe nada, de eso estoy seguro. Pero mi hijo pensaba de otro modo y tú crees que debemos salir al Exterior. Si lo hago, ¿podré encontrar a mi hijo?
Masklin miró al anciano duque a los ojos. Éstos eran como dos huevos aún no cocidos del todo. Después pensó en el tamaño del mundo exterior, comparándolo con el de un gnomo, y reflexionó para sí que un líder debería saberlo todo de la verdad y la sinceridad, y saber reconocer la diferencia entre ambas. Hablando con franqueza, había más posibilidades de encontrar a Angalo que de que a la Tienda le salieran alas y echara a volar pero, a decir verdad...
-Es posible -respondió por fin, sintiéndose terriblemente mal. Y, sin embargo, cabía la posi-bilidad...
-Muy bien -dijo entonces el duque, sin cambiar de expresión-. ¿Qué necesitas?
-¿Cómo? -balbuceó Masklin, boquiabierto.
-Digo que qué necesitas para sacar uno de estos camiones al Exterior -repitió el duque.
Masklin no supo qué responder y, titubeando, murmuró:
-Bueno... En fin, supongo que de momento necesitamos... más gente.
-¿Cuántos gnomos quieres? -inquirió el duque.
Masklin pensó apresuradamente antes de aventurar una respuesta:
-¿Cincuenta?
-Los tendrás.
-Pero... -Masklin inició una protesta. De pronto, el duque cambió de expresión. Ya no parecía desolado y totalmente perdido, sino que había recuperado su habitual genio irascible.
-Consíguelo -añadió en un siseo. Acto seguido, dio media vuelta sobre sus talones y se marchó con su guardia.
Esa tarde aparecieron cincuenta gnomos de Mercería, que contemplaron pasmados el garaje. Gurder protestó, pero Masklin apuntó a las clases de lectura a todos aquellos que parecían remotamen-te capaces de aprender.
-¡Son demasiados! -insistió Gurder-. ¡Y, además, son simples soldados, por el amor de Arnold Bros (fund. en 1905)!
-Yo esperaba que el duque diría que cincuenta eran demasiados y rebajaría el número a una veintena -explicó Masklin-. De todos modos, creo que pronto vamos a necesitarlos a todos.
El programa de lectura no estaba dando el resultado esperado. Era cierto que en los libros había cosas útiles, pero costaba mucho encontrarlas entre todo aquel extraño material.
Como lo de la chica y la madriguera del conejo.
De nuevo, fue Vinto quien apareció con aquello.
-«... Y cae por el agujero y encuentra a un conejo con un reloj de bolsillo (yo sé qué es un cone-jo), y luego descubre un frasco con un bebedizo que la hace GRANDE, enorme, y también hay otro frasco que la hace pequeña, diminuta» -explicó de carrerilla el joven gnomo-, de modo que lo único que tenemos que hacer es encontrar otro frasco de ese líquido que hace GRANDE, y entonces uno de nosotros podrá conducir el camión.
Masklin no se atrevió a desechar la propuesta. Si había modo de que un gnomo alcanzara el ta-maño de un humano, eso facilitaría sus planes. Él mismo había dado vueltas al asunto muchas veces. Merecía la pena intentarlo.
Así pues, pasaron casi toda la noche buscando botellas y frascos con la palabra BÉBEME por toda la Tienda. Pero, o bien no había ninguna en la Tienda (y Gurder no estaba dispuesto a aceptar tal cosa, ya que en la Tienda estaba Todo en un Mismo Establecimiento ), o aquel bebedizo no existía en realidad. Resultaba difícil de entender por qué Arnold Bros (fund. en 1905) había escrito tantas cosas irreales en los libros.
-Es para que los fieles puedan distinguir las que son verdad -contestó Gurder cuando Masklin hizo un comentario al respecto.
Masklin se había interesado especialmente por un libro titulado Manual astronómico para ni-ños, la mayor parte de cuyas hojas eran grabados del cielo nocturno. Era algo que él conocía bien y que, sin duda, era real.
Le gustaba contemplarlo en la intimidad de su caja cuando tenía demasiadas cosas en que pen-sar. Por eso se puso a mirarlo en aquel momento.
Las estrellas tenían nombres, como Sirio, Rigel, Wolf 359 o Ross 154. Citó algunos de ellos a la Cosa.
No conozco esos nombres, respondió.
-Pensaba que veníamos de alguna de ellas. Me dijiste que...
Los nombres son distintos. En este momento no puedo identificarlos.
-¿Cómo se llamaba la estrella de la que procedemos los gnomos? -preguntó Masklin, acostado en la oscuridad.
Se llamaba El Sol.
-¡Pero si el Sol está aquí!
Todos los pueblos llaman siempre El Sol a la estrella cerca de la cual viven. Lo hacen porque creen a su estrella única e importante.
-Y nosotros, los gnomos... ¿hemos visitado muchas?
Según mis registros, las estrellas exploradas o visitadas por los gnomos son 94.563.
Masklin abrió los ojos en la oscuridad. Le costaba asimilar las grandes cifras, pero se daba cuen-ta de que aquélla era una de las mayores que había oído nunca. «¡Última Oferta!», pensó, y de inme-diato se sintió avergonzado y cambió la exclamación por su habitual «¡caramba!».
«Tantísimos soles, a kilómetros y kilómetros de distancia, y yo sólo tengo que ocuparme de mover un camión...»
Vista así, su tarea parecía ridícula.
***



INDEX X
X. Cuando hete aquí que el gnomo volvió, y dijo: «He viajado sobre Ruedas y he Visto el Exte- rior».
XI. Y entonces le preguntaron: «¿Cómo es el Exterior?».
XII.Y él respondió: «Es Grande».
De El libro de los gnomos, Contabilidad, vv. X-XII



10

Angalo regresó, frenético y sonriendo como un loco, cuatro días después de su marcha.
El gnomo de guardia entró corriendo en el departamento seguido de Angalo, que caminaba dán-dose aires acompañado de un grupo de gnomos jóvenes que lo contemplaban, fascinados. El explora-dor venía sucio, con las ropas hechas harapos y aspecto de no haber dormido en muchas horas, pero avanzaba con gallardía y con un extraño vaivén.
Era un gnomo que se había atrevido a ir donde ningún gnomo había estado antes y se lo veía impaciente por explicarlo.
-¿Que dónde he estado? -dijo-. ¿Que dónde he estado? ¡Dónde no he estado, más bien! ¡Ten- dríais que ver lo que hay ahí fuera!
-¿Qué? -le preguntaron. -jDe todo! -respondió, con un destello en los ojos-. ¿ y sabéis qué?
-¿Qué? -corearon todos.
-¡He visto la Tienda desde el Exterior! Es... -bajó la voz-, ¡es hermosa! ¡Está llena de columnas y grandes cristaleras llenas de colores!
Para entonces, era el centro de una creciente multitud, pues la noticia ya había corrido.
-¿Has visto todos los departamentos? -preguntó uno de Artículos de Escritorio.
-¡No!
-¿Cómo es eso?
-¡Desde el Exterior no se pueden ver los departamentos! ¡La Tienda es una única cosa, muy grande! Y, y... -entre un repentino silencio, rebuscó en el bolsillo y sacó el cuaderno de notas, que ahora estaba bastante más abultado. Pasó unas hojas y continuó-: Y sobre la puerta hay un gran rótulo. Lo he copiado porque no está en el idioma de los Camioneros y no lo entiendo, pero esto es lo que dice.
Lo mostró en alto. El silencio se hizo más denso. Para entonces, ya eran unos cuantos los gno-mos que sabían leer.
Las palabras decían: VENTA FINAL POR CIERRE.
Después, Angalo fue a acostarse, sin dejar de parlotear con excitación acerca de camiones, mon-tañas y ciudades, fueran lo que fuesen, y durmió dos horas seguidas.
Más tarde, Masklin acudió a verlo. Angalo estaba sentado en la cama, con los ojos brillándole todavía como canicas relucientes sobre la palidez de su rostro.
-No lo fatigues -le aconsejó la abuela Morkie, que siempre atendía a todo aquel que se encon-traba demasiado enfermo para impedirlo-. Está muy débil y febril. Seguro que es culpa de tanto dar vueltas en esas cosas enormes y ruidosas; no es una cosa natural. Su padre acaba de estar aquí y he tenido que echarlo a los cinco minutos.
-¿Has echado al duque? -dijo Masklin-. ¿Cómo lo has hecho? ¡Si ese gnomo nunca escucha a nadie!
-Puede que sea un gnomo importante en la Tienda -dijo la abuela en tono satisfecho-, pero en la habitación de un enfermo no es más que una molestia.
-Tengo que hablar con Angalo -insistió Masklin.
-¡Y yo con él! -dijo el explorador, incorporándose en la cama-. ¡Quiero contárselo a todos! ¡Ahí fuera hay de todo! Algunas de las cosas que he visto...
-Tú, vuelve a acostarte -le ordenó la abuela, empujándolo con suavidad para que apoyara la ca-beza en la almohada-. Y tampoco me gusta nada tener ratas aquí.
-¡Pero si es muy limpia y amistosa! -protestó Angalo. Los bigotes de Bobo asomaban bajo las puntas de las sábanas-. Además, dijiste que te gustaban las ratas.
-¡Asadas, muchacho! ¡Asadas! -La abuela dio su consentimiento a la visita de Masklin-. Pero no lo excites demasiado -le ordenó.
Masklin se sentó en el borde de la cama mientras Angalo hablaba con inagotable entusiasmo del mundo del Exterior, como quien hubiera pasado la vida con una venda en los ojos y viera ahora por primera vez. Habló de la gran luz del cielo, de carreteras llenas de camiones y de grandes objetos que surgían del suelo y tenían cositas verdes en la parte superior...
-Árboles -dijo Masklin.
...y de grandes edificios donde cargaban o descargaban cajas en el camión. Fue en uno de éstos donde Angalo se perdió. Aprovechando una parada, bajó de la cabina para hacer sus necesidades y, cuando quiso subir otra vez, el conductor ya había vuelto y el camión se alejaba. Entonces, se subió a otro y, al cabo de un buen rato, su nuevo transporte se detuvo en un gran aparcamiento donde había más camiones. Allí se puso a buscar otro de Arnold Bros (fund. en 1905).
-Debía de ser un bar de carretera -comentó Masklin-. Nosotros vivíamos cerca de uno de ellos.
-¿Se llama así? -dijo Angalo, casi sin prestar atención-. Tenía un gran rótulo azul con un dibujo de tazas, tenedores y cuchillos. En cualquier caso...
...en el estacionamiento no había ningún camión de la Tienda. O tal vez sí, pero había tantos de otros tipos que no supo descubrirlo. Finalmente, se había instalado al borde del aparcamiento, vivien-do de desperdicios, hasta que tuvo la suerte de que apareciera uno. No había podido subir a la cabina, pero había conseguido escalar una de las ruedas y encontrar un rincón donde había tenido que agarrar-se con manos y pies a unos cables para no caer a la carretera, que pasaba a toda velocidad por debajo de él, muy lejos.
Angalo sacó el cuaderno de notas. Estaba tiznado, casi negro.
-Por poco lo pierdo -comentó-. Y una vez estuve apunto de comérmelo, de hambriento que me sentía.
-Sí, pero, ¿y la conducción? -preguntó Masklin con urgencia, bajo la impaciente mirada de la abuela Morkie-. ¿Cómo hacen para conducir el camión?
Angalo pasó unas hojas del cuaderno.
-Tomé unas notas en alguna parte -dijo-. ¡Ah, aquí! -Le pasó el bloc. Masklin se encontró con un complicado esquema de palancas, flechas y números.
-«Dar vuelta a la llave... uno, dos... Pulsar el botón rojo... uno, dos... Empujar pedal número 1 con pie izquierdo, empujar palanca grande a la izquierda y arriba... uno, dos... Soltar poco a poco el pedal número 1 y empujar el pedal número 2... -Masklin se dio por vencido-. ¿Qué significa todo esto? -preguntó, temiéndose la respuesta. Sabía cuál iba a ser .
-Es así como se conduce un camión -contestó Angalo.
-¡Oh! Pero, hum..., todos esos pedales y botones y palancas... -murmuró débilmente Masklin.
-Todos son necesarios -explicó Angalo, orgulloso-. Entonces, uno empieza a avanzar, y va cam-biando de marchas y...
-Sí. Ya veo -dijo Masklin, observando la hoja y preguntándose cómo.
Angalo había sido muy minucioso. En una ocasión, mientras el conductor estaba ausente, había medido la altura de lo que llamaba Palanca del Cambio, que parecía muy importante. Medía cinco veces la altura de un gnomo. Y la gran rueda que se movía y que también parecía muy importante tenía la anchura de ocho gnomos colocados uno al lado del otro.
Y había que tener unas llaves. Masklin no tenía idea de lo de las llaves. En realidad, no había tenido idea de nada, hasta aquel momento.
-Lo he hecho bien, ¿verdad, Masklin? -preguntó Angalo-. He tomado nota de todo.
-Sí, sí. Lo has hecho muy bien.
-Échale un buen vistazo. Está todo ahí. Lo de las luces destellantes para doblar las esquinas y lo del claxon -continuó Angalo, realmente entusiasmado.
-El claxon... Sí, claro. Seguro que está.
-¡Y el pedal de ir más deprisa, y el de ir más despacio, y todo lo demás! Pero no pareces muy satisfecho.
-Te aseguro que me has dado mucho en que pensar .
Angalo lo asió por la manga.
-Decían que sólo existía una Tienda -le confió con excitación-. Pues no es verdad. El Exterior es muy grande, muchísimo. Tiene otras Tiendas. Vi algunas. ¡Puede que otros gnomos vivan en ellas! ¡Vida en otras Tiendas! Pero, claro, tú ya lo sabías...
-Será mejor que duermas un poco más -sugirió Masklin con toda la calma de que fue capaz.
-¿Adónde iremos? -Queda mucho tiempo para pensar en eso, no te preocupes -lo tranquilizó-. Ahora, duér- mete.
Abandonó la habitación del enfermo y se dio de bruces con una discusión. El duque había vuel-to con algunos seguidores y quería llevarse a Angalo al Departamento de Artículos de Escritorio. Estaba discutiendo con la abuela Morkie. O tratando de hacerlo, por lo menos.
-Señora, os aseguro que estará bien atendido -decía el duque.
-¡Hum! ¿Qué sabréis vosotros de cuidar a alguien? ¡Si aquí casi no tenéis contratiempos! Donde vivíamos antes, no veía más que enfermos, enfermos y enfermos todo el año. Resfriados y torceduras y dolores de vientre y mordeduras, uno detrás de otro. A eso se lo llama tener experiencia. Supongo que he visto más gente enferma que vosotros comidas calientes, y ya se ve... -añadió, clavándole un dedo al duque en su voluminosa panza- que habéis tomado unas cuantas.
-¡Señora, podría hacer que os encarcelasen! -rugió el duque.
La abuela lo miró con desdén.
-¿Y eso a qué viene?
El duque abrió la boca para replicar a gritos, pero advirtió la presencia de Masklin y volvió a ce-rrarla.
-Está bien -asintió por fin-. En realidad, tenéis razón. Pero lo visitaré cada día.
-No más de dos minutos, te lo advierto -respondió la abuela.
-¡Cinco! -dijo el duque.
-Tres -replicó ella.
-Cuatro -acordaron al cabo.
El duque asintió e indicó a Masklin que se acercara.
-Has hablado con mi hijo...
-Sí, señor .
-Y te ha contado lo que ha visto, ¿verdad?
-Sí, señor .
El duque parecía ahora muy pequeño. Masklin siempre lo había considerado un gnomo de buen tamaño, pero en aquel momento se dio cuenta de que, en buena parte, aquella impresión procedía de una especie de ampulosidad interior, como si la autoridad y la importancia de su cargo lo hincharan cual un globo. Ahora, la pompa había desaparecido y el duque tenía un aspecto preocupado y dubitati-vo.
-¡Ah! -suspiró, mirando más o menos hacia la oreja izquierda de Masklin-. Creo que te he en-viado la gente que querías, ¿no?
-En efecto.
-¿Estás satisfecho con ellos?
-Sí, señor .
-Hazme saber si necesitas más ayuda, ¿de acuerdo? Toda la que precises.
La voz del duque de Mercería se perdió en un murmullo. Tras dar unas leves palmaditas en la espalda a Masklin, se marchó seguido por su guardia.
-¿Qué le sucede? -preguntó Masklin.
La abuela Morkie se puso a enrollar vendas con gesto experto. Nadie las necesitaba, pero a ella le parecía que debía tener una buena provisión. Suficiente para todo el mundo, a lo que se veía.
-Tiene cosas en que pensar -respondió, sin dejar de trabajar-. Y eso siempre preocupa a la gente.


-¡Jamás había imaginado que pudiera ser tan complicado! -se lamentó Masklin.
-¿Quieres decir que no tenías idea de cómo se conduce un camión? -replicó Gurder .
-¿Ni idea? -añadió Grimma.
-Yo... En fin, imaginaba que los camiones iban por sí solos donde uno quería -confesó Masklin-. Pensaba que, si lo hacían para los humanos, también lo harían para nosotros. ¡No me esperaba todo este lío de avanzar, uno-dos, frenar! ¡La rueda grande y los pedales y palancas son enormes, los he visto!
Sus ojos recorrieron distraídamente las facciones de Grimma y del Abad.
-He estado dándole vueltas al asunto muchísimo tiempo -afirmó. Tenía la impresión de que sólo podía confiar en ellos dos.
La puerta de cartón se abrió y asomó por ella un rostro animado.
-Esto te gustará, maestro Masklin -dijo el recién llegado-. He estado leyendo otra cosa.
-Ahora no, Vinto. Estamos bastante ocupados -respondió Masklin.
Vinto hundió la cabeza.
-¡Vamos, Masklin!, ¿por qué no lo escuchas? -intervino Grimma-. Tampoco tenemos mucho que hacer, ahora mismo.
En esta ocasión, fue Masklin quien hundió la cabeza.
-Está bien, muchacho -dijo Gurder con forzada jovialidad-, ¿qué idea has descubierto esta vez, eh? ¿Poner conejillos de Indias salvajes a tirar del camión?
-No, señor -respondió Vinto.
-¿Acaso piensas que podríamos ponerle alas y salir volando por los aires?
-No, señor. He descubierto en un libro la manera de capturar a los humanos, señor. Luego po-demos coger un fosil y...
Masklin lanzó una doliente sonrisa a sus compañeros. .
-Ya te he explicado que no podemos utilizar a los humanos. Te lo repito, Vinto. Y no estoy muy seguro de que podamos amenazar a los humanos con piedras de ésas...
El joven gnomo abrió el libro, jadeando debido al esfuerzo.
-Aquí hay un grabado, maestro.
Estudiaron el dibujo. Mostraba a un humano tendido en el suelo. Estaba cubierto de cuerdas y rodeado de gnomos.
-¡Cielos! -exclamó Grimma-. ¡Tienen libros con imágenes de nosotros!
-¡Ah!, ya conozco ese libro -intervino Gurder con aire de suficiencia-. Es Los viajes de Gulliver. Son sólo fantasías. Lo que relata no es verdad.
-¡Dibujos de gnomos en un libro! -repitió Grimma-. ¡Imagínate! ¿Los has visto, Masklin?
Masklin contempló fijamente el grabado.
-Sí, eres un buen chico, Vinto, bien hecho -dijo Gurder, y su voz sonó como si llegara de muy lejos-. Muchas gracias, jovencito. Y ahora, por favor, vete.
Masklin seguía absorto. Abrió la boca. Notaba un burbujeo de ideas dentro de él, inundando su mente.
-Las cuerdas -murmuró.
-Sólo es un dibujo -comentó Gurder.
-¡Las cuerdas, Grimma! ¡Las cuerdas!
-¿Las cuerdas?
Masklin levantó los puños y miró al techo. En momentos como aquél, pensó, uno casi podía creer que realmente había alguien allá arriba, encima de Moda Infantil.
-¡Ya veo la manera! -gritó, y los tres gnomos presentes lo miraron perplejos-. ¡Por Arnold Bros (fund.1905), ya veo la manera!


Esa noche, después de la Hora de Cierre, varias decenas de siluetas diminutas y sigilosas se des-lizaron cautelosamente por el suelo del garaje y desaparecieron bajo uno de los camiones aparcados. Quien hubiera prestado atención habría escuchado algún esporádico tintineo, algún golpe sordo o incluso algún juramento.
Diez minutos después, los gnomos estaban en la cabina y miraban a su alrededor, asombrados.
Masklin avanzó hasta uno de los pedales, más alto que él, y probó a empujarlo. Ni se movió. Varios de los gnomos que lo acompañaban acudieron a ayudarlo, pero entre todos apenas consiguieron desplazarlo unos milímetros.
Otro de los gnomos se quedó observando la escena con aire pensativo. Era Dorcas, el inventor. Llevaba un cinturón del que colgaba una serie de herramientas de confección casera y sus dedos jugaban distraídamente con la mina de lápiz que lucía siempre sobre la oreja, menos cuando la utilizaba para anotar algo.
Masklin retrocedió hasta Dorcas y le preguntó qué opinaba. El inventor se frotó la nariz.
-Todo es cuestión de palancas y poleas -declaró-. Aparatos asombrosos, las palancas. Dame una palanca lo bastante larga y un punto lo bastante firme donde apoyarla, y podría mover la Tienda entera.
-De momento, nos bastará con que muevas uno de esos pedales -contestó Masklin con deli-cadeza. Dorcas asintió.
-Vamos a probarlo -dijo-. Muy bien, muchachos. Subid eso.
A fuerzas de brazos, los gnomos subieron a la cabina un trozo de madera que habían transporta-do desde el Departamento de Bricolaje. Dorcas fue de un lado a otro de la cabina, midiendo distancias con un cordel, y finalmente les hizo encajar un extremo del palo en una rendija del suelo metálico. Cuatro gnomos se situaron en el otro extremo y tiraron de la madera hasta que quedó apoyada sobre la palanca.
-Muy bien, muchachos -aprobó Dorcas. Los gnomos empujaron hacia abajo y el pedal descen-dió a fondo, hasta tocar el suelo metálico de la cabina entre los vítores y gritos de alegría del resto del grupo.
-¿Cómo lo has hecho? -exclamó Masklin.
-Acabas de ver en acción una palanca -dijo Dorcas-. Muy bien... -Miró a su alrededor mientras se frotaba la barbilla y añadió-: Así pues, necesitaremos tres palancas. -Alzó la vista hacia el gran círculo del volante y preguntó a Masklin-: ¿Tienes alguna idea de qué hacer con eso?
-Había pensado en unas cuerdas...
-¿Cómo?
-Esa rueda tiene unos radios, ¿los ves? Si atamos unas cuerdas a éstos y organizamos grupos de gnomos para cada una de las cuerdas, podrían tirar de una o de otra y así el camión avanzaría en la dirección deseada -explicó Masklin.
Dorcas echó otro vistazo al volante. Dio unos pasos nerviosos por el suelo de la cabina. Levantó la cabeza. Volvió a bajarla. Movió los labios mientras estudiaba la propuesta.
-¡Pero no podrían ver adónde van! -dijo finalmente.
-He pensado que alguien podría colocarse ahí arriba, junto a la gran ventana de la parte delante-ra, y decirles de alguna manera lo que tienen que hacer.
-El joven Angalo ha dicho que estas cosas, los camiones, son muy ruidosas -replicó Dorcas, fro-tándose la barbilla de nuevo-. Pero supongo que podré hacer algo para resolver ese problema. También está esa gran palanca de ahí, la del Cambio de Manchas...
-De Marchas -lo corrigió Masklin.
-Ajá. ¿Cuerdas, también?
-Es lo que había pensado -respondió con franqueza Masklin-. ¿A ti qué te parece?
Dorcas hizo una profunda aspiración.
-Bien... -respondió por fin-, con tantos equipos tirando de la rueda, moviendo la Palanca del Cambio y accionando los pedales mediante palancas, y alguien diciéndoles desde arriba qué tiene que hacer cada cual, vamos a tener que hacer muchos ensayos. Suponiendo que montemos todo el equipo, las cuerdas y lo demás, ¿cuántas noches tendremos que entrenarnos? Para coger práctica, ¿entiendes?
-¿Incluida la noche en que... nos marchemos?
-Sí.
-Una -contestó Masklin.
Dorcas dio un respingo y alzó la cabeza hacia el techo durante unos instantes, murmurando algo inaudible.
-Es imposible -dijo por último.
-Sólo tendremos una oportunidad, ¿entiendes? -insistió Masklin-. Si hay algún problema con el equipo necesario...
-No, con eso no hay problema -respondió Dorcas-. Sólo se trata de cuerdas y trozos de madera y puedo tenerlo todo preparado para mañana. Estaba pensando en la gente, ¿entiendes? Vas a necesitar a muchísimos gnomos para manejar todo esto. Y habrá que entrenarlos.
-¡Pero si lo único que tienen que hacer es tirar y empujar cuando se lo digan!
Dorcas volvió a murmurar algo en voz baja. Masklin tuvo la impresión de que cada vez que lo hacía era para soltar a continuación una mala noticia.
-Verás, muchacho -dijo, en efecto, el inventor-. Yo tengo ya seis años; he conocido a mucha gente y te aseguro que, si pones en fila a diez gnomos y gritas «¡Tirad!», cuatro de ellos empujarán y otros dos preguntarán: «¿Cómo dices?». Los gnomos son así. Es cuestión de naturaleza. -Al ver la expresión abatida de Masklin, Dorcas sonrió y añadió-: Lo que tenemos que hacer es encontrar un camión pequeño para hacer prácticas.
Masklin asintió con gesto sombrío.
-Por cierto -dijo entonces Dorcas-, ¿has vuelto a pensar dónde vas a meter a todo el mundo? Dos mil gnomos, por lo menos. Más todas las cosas que vamos a llevarnos. No pretenderás que las abuelas y los niños pequeños se deslicen por unas cuerdas o pasen arrastrándose por unos agujeros, ¿verdad?
Masklin movió la cabeza en gesto de negativa. Dorcas lo observaba con su habitual media son-risa.
Aquel gnomo sabía lo que se hacía, pensó Masklin. Pero si le decía «déjamelo todo a mí», el in-ventor lo dejaría todo en sus manos, sólo para que aprendiera. ¡Ah, análisis del camino crítico! ¿Por qué la gente era siempre así?
-¿Tienes alguna idea? -preguntó, pues-. Agradecería mucho tu ayuda, de verdad.
Dorcas lo miró, pensativo, y luego le dio unas palmaditas en el hombro.
-He estado inspeccionando este lugar -respondió por fin-. Quizás haya un modo de hacer prácti-cas. Y de resolver el otro problema. Vuelve mañana por la noche y veremos, ¿de acuerdo?
Masklin asintió.
«El problema -pensó mientras regresaba con el grupo- es que no tengo suficiente gente.» Mu-chos gnomos de Ferretería y algunos de los demás departamentos se habían apuntado, y numerosos jóvenes venían a colaborar porque todo aquello resultaba emocionante e inusual. Sin embargo, para todo el resto de los gnomos, la vida seguía como siempre.
En realidad, la Tienda estaba, si acaso, más bulliciosa de lo habitual.
De todos los cabezas de familia, sólo el conde parecía dispuesto a tomarse algún interés por el asunto, y Masklin sospechaba que ni siquiera él estaba convencido de que la Tienda fuera a acabarse. Hasta el momento, sólo significaba que los de Ferretería estaban aprendiendo a leer y que tal cosa molestaba a los de Mercería, para regocijo del conde. Ni siquiera Gurder parecía tan seguro como antes.
Masklin volvió a su caja y se acostó.
Despertó al cabo de una hora. El terror había comenzado.
***

XI
Corred a los Ascensores.
Ascensores, ¿querréis llevarnos?
Corred a las Paredes.
Paredes, ¿querréis ocultarnos?
Corred al Camión.
Camión, ¿querrás llevarnos?
El Día Final.
De El libro de los gnomos, Salidas, Cap. 1, v. I


11
Empezó con un silencio cuando debería haber habido ruidos. Todos los gnomos estaban habi-tuados al lejano murmullo y la trepidación de los humanos durante las largas horas de Apertura al Público, de modo que apenas lo percibían. En cambio, ahora que el ruido había desaparecido, todos podían captar aquel silencio extraño y opresivo. Por supuesto, había días en que los humanos no llenaban la Tienda -por ejemplo, Arnold Bross (fund. en 1905) les permitía a veces casi una semana de ausencia entre la excitación de la Campaña de Navidad y el tumulto del Primer Día de Rebajas de Invierno-, pero los gnomos estaban acostumbrados a ello, pues formaba parte del suave ritmo de la vida en la Tienda. y aquel día no tocaba.
Al cabo de varias horas de silencio, dejaron de decirse unos a otros que no había de qué preocu-parse, que debía de ser un día especial o algo parecido, como la vez que la Tienda estuvo cerrada una semana para cambiar la decoración. Por fin, dos de los gnomos más valientes o más curiosos se arriesgaron a echar un breve vistazo por territorio de los humanos.
Entre las familiares estanterías se extendía el vacío. Y en los estantes parecían faltar muchos ar-tículos.
-Siempre sucede así después de una Venta Liquidación -dijeron algunos-, pero luego, antes de que uno se dé cuenta, todas las estanterías vuelven a llenarse. Una cosa así no tiene nada de preocu-pante. Todo forma parte del designio supremo de Arnold Bros (fund. en 1905).
Y se sentaron en silencio, o murmurando una tonadilla, o buscando algo en que ocupar sus men-tes para no pensar en cosas desagradables. Pero de nada sirvió.
Y luego, cuando se presentaron los humanos y empezaron a llevarse las pocas cosas que queda-ban en los estantes y mostradores, y a apilarlo todo en grandes cajas ya transportar estas al garaje y a cargarlas en los camiones...
Y después empezaron a arrancar los tablones del suelo...
Masklin despertó sobresaltado. Un montón de gnomos lo estaban zarandeando. A lo lejos se oía un griterío. El sonido le sonó familiar.
-¡Despierta, pronto! -exclamó Gurder.
-¿Qué sucede? -preguntó Masklin con un bostezo.
-¡Los humanos están llevándose la Tienda a pedazos!
Masklin se incorporó de un brinco.
-¡No puede ser! ¡Aún no es el momento!
–¡Pues lo están haciendo de todos modos!
Masklin saltó de la cama y se vistió apresuradamente. Cruzó la caja dando saltitos, con una pierna fuera de los pantalones, y aporreó la Cosa.
-¡Eh! -exclamó-. ¡Dijiste que aún faltaba mucho para la demolición!
Catorce días, respondió la Cosa.
-¡Pues ya ha empezado!
Probablemente se trata de llevar los artículos sobrantes a otro almacén, y de realizar algunos trabajos preliminares, informó la Cosa.
-¡Ah, bien! Así todo el mundo se sentirá mejor cuando lo sepa. ¿Por qué no nos lo habías dicho?
No sabía que no lo supierais.
-Pues no teníamos idea. Entonces, ¿qué sugieres que hagamos ahora?
Marchaos lo antes posible.
Masklin dio un respingo. Había contado con disponer de dos semanas más para solucionar todos los problemas. Habrían podido almacenar material para llevarlo con ellos. Habrían podido afinar los planes. Incluso con aquellas dos semanas, apenas les hubiera dado tiempo para todo. Y, ahora, incluso una semana era un lujo inalcanzable.
Salió de la caja y se encontró con una multitud que se arremolinaba desorganizadamente. Por fortuna, no se había arrancado ningún tablón en las zonas habitadas -algunos de los refugiados más juiciosos dijeron que los humanos sólo habían levantado unos cuantos en un rincón del Departamento de Jardinería para poder llegar hasta las conducciones de agua-, pero los gnomos que vivían en las proximidades no estaban dispuestos a correr el riesgo.
Se escuchó un estrépito encima de los congregados. Unos minutos después, apareció un gnomo jadeante e informó que los humanos estaban enrollando las moquetas y llevándoselas.
La noticia provocó un silencio de espanto. Masklin se dio cuenta de que todos lo estaban miran-do.
-Hum... -murmuró. Después, añadió-: Lo mejor será que cada uno recoja toda la comida que pueda llevar y baje con ella al sótano, cerca del garaje.
-¿Crees que debemos intentarlo, de todos modos? -preguntó Gurder, horrorizado.
-No tenemos muchas alternativas, ¿no te parece?
-Pero si... Dijiste que debíamos llevarnos todo lo que pudiéramos, cables y herramientas y de-más. Y libros -insistió Gurder.
-Tendremos suerte si conseguimos salir de aquí con lo puesto. ¡No queda tiempo!
Llegó corriendo otro mensajero. Era del grupo de Dorcas. El gnomo le cuchicheó algo a Mas-klin y en el rostro de éste apareció una extraña sonrisa.
-¿Es posible que Arnold Bros (fund. en 1905) nos haya abandonado en esta hora de necesidad? -clamó Gurder .
-Me parece que no. Quizá nos esté ayudando -repuso Masklin-. Porque..., en fin, ¿a que no adi-vináis adónde están llevando los humanos todas esas cosas...?
***


INDEX XII
I. Y el gnomo del Exterior exclamó: «Alabado sea el Nombre de Arnold Bros (fund. en 1905).»
II. »Porque nos ha enviado un Camión y los Humanos lo están cargando ahora con Toda Clase de Artículos necesarios para los gnomos. Ésta es una Señal. Todo tiene que abandonar la Tienda. También nosotros».
De El libro de los gnomos, Salidas, Cap. 2, vv. I-II



12

Media hora más tarde, Masklin estaba tumbado boca abajo sobre la viga, al lado de Dorcas, y ambos observaban el garaje.
Nunca lo había visto tan lleno de actividad. Los humanos deambulaban con su habitual aire so-námbulo, cargando rollos de moqueta en la caja de varios camiones. Unas cosas amarillas, una es- pecie de cruce entre un camión minúsculo y un sillón de grandes dimensiones, avanzaban lentamente entre los camiones cargando pilas de cajas.
Dorcas le pasó el telescopio.
-Están muy atareados, ¿lo ves? -comentó con voz tranquila-. Llevan toda la mañana así. Un par de camiones ha salido y ha vuelto ya, así que no pueden haber ido muy lejos.
-La carta que vimos hablaba de una nueva Tienda -apuntó Masklin-. Quizás están llevando allí todas esas cosas.
-Puede ser. De momento, sólo están cargan- do moqueta y algunos de esos grandes humanos pa-ralizados de Modas.
Masklin hizo una mueca. Según Gurder, los grandes humanos rosados que vivían en Confec- ción, en Moda Infantil y en Moda Joven, y que nunca se movían de donde estaban, eran los que ha- bían provocado el enojo de Arnold Bros (fund. en 1905). Éste los había convertido en un horrible material de color rosado que, según algunos, incluso podía desmembrarse y volverse a componer. En cambio, algunos filósofos de Moda Infantil afirmaban que, por el contrario, se trataba de humanos de excepcional bondad, a quienes se había concedido permanecer para siempre en la Tienda y no tener que abandonarla a la Hora de Cierre. La religión era un asunto muy difícil de entender.
Bajo la mirada de Masklin, la gran persiana metálica de la entrada se levantó con un chirrido y uno de los camiones próximos se puso en marcha con un rugido y empezó a avanzar lentamente hacia la cegadora luz del día.
-Lo que necesitamos -dijo- es un camión, con una buena carga de artículos del Departamento de Ferretería. Cables, herramientas y demás, ¿entiendes? ¿Has visto comida por alguna parte?
-En el primer camión me ha parecido ver muchas cajas de productos de la Sección de Alimenta-ción -asintió Dorcas.
-Entonces, tendremos que hacer un esfuerzo.
-¿Qué haremos si lo cargan todo en un camión y se marchan? Para ser humanos, están trabajan-do muy deprisa.
-Seguro que no pueden. vaciar la Tienda en un solo día -afirmó Masklin.
Dorcas se encogió de hombros.
-¿Quien sabe...? -murmuró.
-Tendrás que impedir que salga -decidió Masklin.
-¿Cómo? ¿Arrojándome bajo las ruedas?
-De la manera que se te ocurra -dijo Masklin.
-Encontraré esa manera -aseguró Dorcas con una sonrisa-. Los chicos ya conocen bastante bien este lugar.
De toda la Tienda llegaba al Departamento de Ferretería un flujo de refugiados que llenaba todo el espacio bajo el suelo con e.l zumbido asustado de sus cuchicheos. Muchos de ellos levantaron la vista al paso de Masklin ya éste lo aterró lo que vio en sus rostros.
«Creen que puedo ayudarlos -pensó-. Me miran como si fuera su única esperanza. Pero yo tam-poco sé qué hacer. Lo más probable es que nada funcione. Nos ha faltado tiempo.»
De todos modos, se obligó a exhibir un aire de confianza que pareció satisfacer a la multitud. Lo único que querían aquellos gnomos era saber que alguien, en alguna parte, sabía qué estaban haciendo. Masklin se preguntó quién; él, desde luego, no.
Llegaban malas noticias de todas partes. Gran parte del Departamento de Jardinería había que-dado vacía, igual que la mayoría de los departamentos de confección. En Cosmética habían arrancado los mostradores, aunque por fortuna no vivían allí demasiados gnomos. Incluso desde donde estaban, Masklin podía escuchar los golpes sordos y los crujidos de los trabajos en marcha.
Finalmente, no pudo soportarlo más. Allí había demasiada gente que no dejaba de mirarlo. Bajó de nuevo al garaje, donde Dorcas seguía vigilando desde su puesto de observación en lo alto de la viga.
-¿Qué ha sucedido? -preguntó Masklin.
El viejo gnomo señaló el camión situado justo debajo de ellos.
-Ése es el que queremos -anunció-. Lleva toda clase de cosas. Montones de artículos de la Sec-ción de Bricolaje. Incluso cosas de Mercería, agujas y demás. Todo lo que me dijiste que buscara.
-¡Entonces, tenemos que impedir que se lo lleven! -exclamó Masklin. Dorcas le respondió con una gran sonrisa.
-El mecanismo que levanta la puerta no funciona -anunció-. El fusible ha desaparecido.
-¿Qué es un fusible? -inquirió Masklin.
Dorcas levantó una barra larga y gruesa de color rojo que tenía junto a los pies y, mostrándola, contestó:
-Esto.
-¿Lo habéis sacado de su sitio?
-Ha sido un trabajo complicado. Hemos tenido que pasarle una cuerda alrededor. Al quitarlo, ha producido un tremendo chispazo.
-Pero... supongo que pueden poner otro en su lugar -apuntó Masklin.
-Sí, ya lo han hecho -explicó Dorcas con una expresión de autocomplacencia-. No son tan estú-pidos. Pero no les ha servido de mucho porque, después de quitar el fusible, los chicos han cortado los cables dentro de la pared, en un par de sitios. Un trabajo muy peligroso, pero a los humanos les costará una eternidad averiguar y localizar lo sucedido.
-Hum... Pero ¿y si consiguen levantar la puerta a base de palancas?
-No les servirá de mucho. Ése camión no va a marcharse a ninguna parte, de todos modos.
-¿Por qué lo dices?
Dorcas señaló hacia abajo. Masklin miró hacia donde le indicaba y, al cabo de un instante, vio dos siluetas diminutas que se escurrían de debajo del camión y echaban a correr hasta la protección de las sombras junto a la pared. Entre los dos, llevaban un par de alicates..
Un momento después, otra figura solitaria siguió los pasos de la pareja anterior, arrastrando un pedazo de cable.
-Esos camiones necesitan una cantidad de cable impresionante -explicó Dorcas-. Ahora, a éste le falta un poco. Es curioso, ¿verdad? Le quitas cualquier pequeñísima pieza y el camión ya no funciona. Pero no te preocupes: supongo que después sabremos dónde hay que poner cada cosa.
Escucharon un estrépito debajo de su posición. Uno de los humanos le acababa de dar un punta-pié a la puerta.
-Calma, calma -murmuró Dorcas en tono apaciguador.
-¡Has pensado en todo! -exclamó Masklin, admirado.
-Eso espero -asintió el inventor-. Pero será mejor que nos aseguremos, ¿no te parece?
Se puso en pie sobre la viga, sacó una gran bandera blanca y la hizo ondear sobre su cabeza. En-tre las sombras del otro extremo del garaje, algo blanco se agitó en respuesta.
Y, a continuación, todas las luces del garaje se apagaron.
-Una cosa muy útil, la electricidad -comentó Dorcas en la oscuridad. Entre los humanos de aba-jo se elevó un murmullo de queja y, momentos después, un estruendo y una exclamación cuando uno de ellos tropezó con algo. Tras algunos golpes y gruñidos más, uno de los humanos encontró una puerta que daba al sótano y los demás lo siguieron por ella.
-¿No crees que sospecharán algo? -apuntó Masklin.
-Hay otros humanos trabajando en la Tienda. Probablemente, pensarán que el causante es uno de ellos -respondió Dorcas.
-Esa electricidad es una cosa sorprendente -comentó Masklin-. ¿Sabes cómo se hace? El conde de Ferretería se mostró muy misterioso cuando le pregunté.
-¡Esos de Ferretería no saben nada! -exclamó el inventor con un gesto de desdén-. Lo único que hacen es robarla. Yo no soy muy hábil en eso de leer, pero el joven Vinto ha estado repasando algunos libros para mí y dice que fabricar electricidad es muy sencillo. Sólo hay que tener una cosa que llaman tu-ranio. Creo que es una especie de metal.
-¿Sabes si hay existencias de eso en el Departamento de Ferretería? -preguntó Masklin, espe- ranzado.
-Me parece que no.
La Cosa tampoco resultó de mucha ayuda.
Dudo mucho de que estéis preparados para la energía nuclear, todavía, fue su respuesta. Pro-bad con molinos de viento.
Masklin terminó de meter sus pertenencias, tal como estaban, en una bolsa.
-Cuando nos marchemos no podrás seguir hablando, ¿verdad? -dijo a la Cosa-. Para hacerlo, ne-cesitas beber esa electricidad, ¿no?
En efecto, así es.
-¿No puedes decirnos dónde tenemos que ir?
No. De todos modos, detecto ondas de radio indicativas de tráfico aéreo al norte de aquí. Mas-klin titubeó.
-¿Y eso es bueno?
Significa que existen máquinas voladoras.
-¿Y podemos ir volando directamente a casa?
No, pero éste podría ser el paso siguiente.Yy tal vez sea posible ponerse en comunicación con la nave. Pero, antes, tenéis que utilizar el camión.
-Después de esto, yo diría que cualquier cosa es posible -murmuró Masklin, abrumado. Con-templó la Cosa esperando a que añadiera algo y observó con horror que las luces de ésta iban apagán-dose una tras otra.
-¡Cosa!
Cuando lo hayáis conseguido, volveremos a hablar, fue su respuesta.
-¡Pero...! ¡Se supone que debes ayudarnos!
Sugiero que medites a fondo el verdadero significado de la palabra «ayudar», dijo el dado me-tálico. ¿Qué sois, gnomos inteligentes o simples animales listos? A vosotros os corresponde descubrir-lo.
-¿Qué?
La última luz se apagó.
-¿Cosa...?
Las luces siguieron apagadas. La cajita negra había adquirido un aspecto oscuro e insensible.
-¡Pero yo confiaba en que nos ayudaras a conducir el camión ya solucionar todo lo demás! ¿Y ahora vas a abandonarme así?
Si acaso, la Cosa se hizo aún más oscura. Masklin se quedó mirándola.
Luego pensó: «Hasta aquí me ha ayudado. Ahora, todo el mundo confía en mí y yo no tengo a nadie en quien apoyarme. ¿Se sentiría alguna vez así el viejo Abad? ¿Cómo pudo soportarlo tanto tiempo? Siempre soy yo el que debe hacerlo todo; nadie piensa nunca en mí, en lo que quiero.... »
La precaria puerta de cartón se abrió de pronto y entró Grimma. Su mirada fue de la Cosa apa-gada a Masklin.
-Ahí fuera piden que salgas -dijo sin alzar la voz-. ¿Por qué está tan oscura la Cosa?
-Acaba de despedirse. ¡Ha dicho que no nos va a ayudar más! -gimió Masklin-. ¡Ha dicho que tenemos que demostrar que podemos hacer algo por nosotros mismos y que volverá a hablarnos cuando lo hayamos conseguido! ¿Qué voy a hacer? ¿Cómo sabré si estoy haciendo bien?
«Lo que sí sé es qué me haría bien a mí -pensó-. Me harían bien unas cuantas lisonjas. Me haría bien un poco de comprensión. Me haría bien un poco de simpatía.» Querida Grimma. Uno podía apoyarse en ella.
-¡Lo que vas a hacer -respondió ella en tono severo- es dejar de compadecerte, salir ahí fuera y organizar las cosas!
-¿Qué...?
-¡Toma decisiones! ¡Haz nuevos planes! ¡Da órdenes! ¡Ponte manos a la obra!
-Pero...
-¡Hazlo inmediatamente! -lo cortó ella.
Masklin se puso en pie.
-No deberías hablarme así -murmuró, doli- do-. Soy el jefe, ¿sabes?
Grimma se plantó ante él con los brazos en jarras y un brillo de cólera en la mirada.
-¡Por supuesto que eres el jefe! ¿He dicho yo que no lo fueras? ¡Todo el mundo sabe que eres el jefe! ¡Y ahora, sal ahí fuera y ejerce como tal!
Masklin se dirigió hacia la puerta. Grimma le dio unos golpecitos en el hombro al pasar.
-Y aprende a escuchar -añadió.
-¿Eh? ¿Qué quieres decir con eso?
-La Cosa es una especie de máquina pensante, ¿no es eso? Al menos, es lo que dice Dorcas. Pues bien, las máquinas dicen exactamente lo que quieren decir, ¿verdad?
-Sí, supongo que sí, pero...
Grimma le lanzó una sonrisa radiante, triunfal. Luego, añadió:
-Pues bien, la Cosa ha dicho «cuando». Piensa en ello. Podría haber dicho «si»...


Llegó la noche. A Masklin le pareció que los humanos no terminarían nunca de irse. Uno de ellos, con una linterna y una caja de herramientas, pasó mucho rato examinando cajas de fusibles y repasando los cables del sótano. Finalmente, también él se marchó, gruñendo y dando un portazo al salir.
Poco después, se encendieron las luces del garaje.
Se escuchó un rumor junto a las paredes y, a continuación, una marea oscura se extendió desde debajo de unas plataformas. Algunos jóvenes gnomos que iban en vanguardia portaban unos garfios atados a cuerdas finas, y procedieron a arrojarlos hacia la lona del camión. Uno tras otro, fueron quedando enganchados y los gnomos se encaramaron por las cuerdas.
Otros gnomos traían cuerdas más gruesas, que fueron atadas al extremo de las primeras e izadas gradualmente...
Masklin corrió bajo la sombra interminable del camión hasta la aceitosa oscuridad bajo la cabi-na, donde los grupos de ayudantes de Dorcas ya estaban colocando en posición sus aparejos. El propio Dorcas estaba en la cabina, revolviendo entre los gruesos cables. Se oyó un chisporroteo y, acto seguido, se encendió la luz.
-¡Ahora! -exclamó Dorcas-. Por fin podemos ver lo que hacemos. ¡VamoS, muchachos! ¡Pon-gamos un poco de ánimo!
Cuando dio media vuelta y vio a Masklin, hizo ademán de ocultar las manos tras la espalda, pe-ro lo pensó mejor. Tenía las manos metidas en lo que Masklin reconoció como los dedos cortados de unos guantes de goma.
-¡Ah! -murmuró el inventor-. No sabía que estuvieras aquí. Esto es una especie de secreto del oficio, ¿sabes? La electricidad no soporta la goma y ésta impide que lo muerda a uno.
Encogió la cabeza mientras un grupo de gnomos movía una larga viga de madera dentro de la cabina y empezaba a atarla a la palanca del cambio de marchas.
-¿Cuánto tiempo tardarás? -gritó Masklin mientras otro grupo pasaba a toda prisa arrastrando un ovillo de cuerda. Reinaba en la cabina un gran estruendo mientras cuerdas, hilos y pedazos de madera se movían en todas direcciones organizadamente. Al menos, así lo esperaba.
-Una hora, quizás -contestó Dorcas, y añadió, sin rudeza-: Iremos más deprisa si no se mete gente por medio.
Masklin asintió y fue a explorar el fondo de la cabina. El camión era viejo y encontró otro agu-jero para un haz de cables por el que, en caso de apuro, podría pasar también un gnomo. Se escurrió por él hasta salir al aire libre y luego encontró otro agujero que lo condujo a la parte trasera del vehículo.
Los primeros gnomos en subir a bordo habían arrastrado una plancha delgada de madera que hacía las veces de pasarela. Los demás gnomos ascendían por ella.
Masklin había puesto al frente de la operación a la abuela Morkie. La anciana tenía un talento natural para obligar a actuar a la gente presa del miedo.
-¿Empinado? -le estaba gritando a un gnomo obeso, que había llegado a mitad de camino y se había quedado allí, paralizado de miedo-. ¿Que esto es empinado? ¡Si es un verdadero paseo! No querrás que baje yo a ayudarte, ¿verdad?
La mera amenaza hizo que el gordo se levantara e hiciera el resto del camino casi a la carrera, hasta refugiarse en las reconfortantes sombras de la caja del camión.
-Será mejor que todo el mundo busque algo blando donde acostarse -avisó Masklin-. Va a ser un viaje difícil. y es preciso enviar a todos los gnomos más fuertes a la cabina. Vamos a necesitar toda la ayuda que podamos, te lo aseguro.
La abuela asintió y le lanzó un grito a la familia que obstruía la pasarela. Masklin contempló el flujo interminable de gnomos que subía al camión, muchos de ellos tambaleándose bajo el peso de sus pertenencias.
Era curioso, pero en aquel momento sentía que había hecho todo cuanto había podido. Todo es-taba marchando como..., como un engranaje bien ajustado. Estaba todo decidido: o los planes funcio-naban, o fracasaban. O los gnomos eran capaces de actuar juntos, o no lo eran.
Le vino a la memoria el grabado de Gulliver. Gurder había dicho que probablemente no era real; muchas veces, en los libros había cosas que no existían de verdad, que no eran ciertas. Pero le ilusio-naba pensar que los gnomos pudieran ponerse de acuerdo en algo el tiempo suficiente para parecerse a la gente pequeña de aquel libro...
-Bueno, todo está saliendo bien, entonces -murmuró vagamente.
-Sí, bastante bien -corroboró la abuela.
-Sería buena idea averiguar qué contienen, exactamente, esas cajas y demás -apuntó Masklin-. Quizá tengamos que bajar a toda prisa cuando nos detengamos y...
-Le he dicho a Torrit que se encargara de ello -contestó la abuela Morkie-. No te preocupes por eso.
-¡Ah! Bien -asintió él, débilmente.
Se había quedado sin nada que hacer.
Volvió a la cabina por puro..., bien, no por aburrimiento, ya que el corazón le latía como un tambor, pero sí por puro desasosiego.
Los gnomos de Dorcas ya habían construido luna plataforma de madera por encima del volante y justo frente al enorme cristal delantero. El propio Dorcas estaba de nuevo en el suelo de la cabina, instruyendo a los grupos que se encargarían de la conducción.
-¡Muy bien! -lo oyó gritar-. ¡Poned... primera marcha!
-¡Pedal Abajo... dos, tres...! -cantó a coro el equipo del pedal del embrague.
-¡Pedal Arriba... dos, tres...! -gritó el grupo del acelerador .
-¡Palanca Arriba... dos, tres...! -lo siguió el grupo de la palanca del cambio.
-¡Pedal Arriba... dos, tres, cuatro! -El jefe del equipo del pedal del embrague se volvió hacia Dorcas.- ¡Marcha puesta, señor! -le dijo, haciéndole un saludo.
-Ha sido horroroso. Realmente horroroso -le contestó el inventor-. ¿Qué le sucede al equipo del acelerador, eh? ¡Ese pedal, abajo!
-Lo siento, señor .
Masklin le dio unos golpecitos en el hombro a Dorcas.
-¡Seguid con eso! -ordenó éste-. Quiero veros hacerlo sin un fallo hasta poner la cuarta. ¿Sí? ¿Qué? ¡Ah, eres tú!
-Sí, soy yo. Todo el mundo está casi preparado -le comunicó Masklin-. ¿Cuándo tendrás a punto a los tuyos?
-¡Esta gente no va a estar preparada jamás!
-¡Oh!
-Así que podemos ponernos en marcha cuando tú quieras -añadió Dorcas- y ya iremos cogiendo el truco sobre la marcha. Al fin y al cabo, tampoco podremos probar el volante hasta que estemos en movimiento.
-Vamos a enviar a un montón de gente más para ayudaros -dijo Masklin.
-¡Vaya! -protestó Dorcas-. ¡Precisamente lo que necesito, otro montón de gente incapaz de dis-tinguir la derecha de la izquierda!
-¿Cómo vas a saber en qué dirección debemos avanzar?
-Por el semáforo -explicó Dorcas con rotundidad.
-¿El semáforo?
-Y haciendo señales con unas banderas. Tú le dices al chico de la plataforma hacia dónde hemos de ir y yo interpreto sus señales. Si hubiéramos tenido una semana más, creo que podría haber impro-visado una especie de teléfono.
-Banderas... -murmuró Masklin-. ¿Crees que funcionará?
-Será mejor que así sea, ¿no te parece? Más tarde podemos hacer un ensayo.


Y ya era más tarde. Los últimos gnomos exploradores estaban a bordo. En la caja del camión, la mayoría de los refugiados se había acomodado lo mejor posible y todos esperaban acostados, pero muy despiertos, en la oscuridad.
Masklin estaba en la plataforma con Angalo, Gurder y la Cosa. Gurder sabía de camiones me-nos incluso que Masklin, pero parecía lo mejor tenerlo allí, por si acaso. Al fin y al cabo, le estaban robando un camión a Arnold Bros (fund. en 1905). Alguien iba a tener que dar muchas explicaciones. En cambio, se había negado en redondo a la propuesta de llevar a Bobo en la cabina. La rata estaba atrás, con todos los demás.
Grimma también estaba delante. Al verla, Gurder le había preguntado qué hacía ella allí. y ella le había replicado que lo mismo que él. Finalmente, los dos se habían vuelto hacia Masklin.
-Grimma puede ayudarme con la lectura -había dicho éste, secretamente aliviado. A pesar de to-dos sus esfuerzos, no era muy hábil con las letras. Éstas parecían tener algún truco que era incapaz de descubrir. Grimma, por el contrario, parecía leer sin el menor esfuerzo. Si su cerebro corría peligro de estallar, no mostraba ningún síntoma de ello.
La gnoma asintió con gesto presumido y abrió el Código de Circulación, colocándolo ante Masklin.
-Primero hay que hacer varias cosas -murmuró él, no muy seguro-. Antes de poner en marcha el motor hay que mirar el..., el...
-...el espejo -apuntó Grimma.
-El espejo, exacto. Aquí lo dice: espejo retro... visor -asintió Masklin, con más firmeza. Después dirigió una mirada inquisitiva a Angalo, quien se encogió de hombros.
-No sé nada de eso -dijo el joven gnomo-. El conductor de mi camión solía mirarlo, pero no sé por qué.
-¿Se ha de mirar por alguna razón especial? A lo mejor se ha de hacer alguna mueca o algo así... -comentó Masklin.
-Sea lo que sea, es mejor que hagamos las cosas como es debido -declaró Gurder con firmeza-. Ahí arriba veo un espejo -indicó-. Junto al techo.
-Un lugar estúpido para ponerlo -comentó Masklin. Consiguió engancharlo con un garfio y, con cierto esfuerzo, se encaramó por la cuerda hasta él.
-¿Ves algo? -preguntó Gurder.
-Sólo a mí.
-Bueno, vuelve a bajar. Ya has mirado, y eso es lo principal.
Masklin se deslizó de nuevo hasta la plataforma, que se bamboleó bajo sus pies.
Grimma echó otro vistazo al Código.
-Ahora, tienes que indicar lo que te dispones a hacer. ¡Encargado de señales!
Uno de los ayudantes de Dorcas dio un paso adelante con cierta vacilación, con sus dos bande-ras blancas cuidadosamente recogidas.
-¿Sí, señora? -dijo.
-Dile a Dorcas... -Grimma miró a los demás-. Dile que estamos dispuestos...
-¡Perdona un momento! -la interrumpió Gurder-. Si alguien debe decirles cuándo estamos pre-parados para empezar , ése soy yo. Quiero que quede claro que me corresponde a mí decir cuándo estamos preparados para empezar. -Lanzó una tímida mirada a Gnmma y, con un balbuceo, declaró-: Hum... Ya estamos preparados.
-Muy bien, señora. -El muchacho de las banderas movió los brazos brevemente. Desde abajo, la voz del inventor gritó:
-¡Preparados!
-Muy bien. Vamos allá, entonces -musitó Masklin.
-Sí -asintió Gurder, lanzando una mirada furibunda a Grimma-. ¿Nos habremos dejado algo?
-Montones de cosas, probablemente -repuso Masklin.
-En cualquier caso, ya es demasiado tarde -añadió Gurder .
-Sí.
-Sí.
-Muy bien, pues.
-Muy bien.
Todos permanecieron callados un instante.
-¿Das tú la orden, o la doy yo? -preguntó Masklin
-Estaba pensando en pedirle a Arnold Bros (fund. en 1905) que cuide de nosotros y nos salve de todo mal -dijo el Abad-. Al fin y al cabo, aunque abandonemos la Tienda, este camión sigue siendo suyo. -Sonrió miserablemente y exhaló un suspiro-. Ojalá nos hubiera enviado algún signo para demostrarnos que aprobaba nuestro plan.
-¡Los de arriba! ¡Preparados cuando queráis!
Masklin dio unos pasos hasta el borde de la plataforma y se asomó sobre el inestable andamio.
Todo el suelo de la cabina estaba cubierto de gnomos que sujetaban cuerdas o aguardaban junto a sus palancas y poleas. Permanecían en absoluto silencio en las sombras, pero todos los rostros estaban vueltos hacia arriba, de modo que Masklin encontró un mar de caras redondas, asustadas y nerviosas.
Hizo un gesto con la mano.
-Poned en marcha el motor -dijo, y su voz sonó con un efecto casi sobrenatural en aquel silencio expectante.
Retrocedió y se volvió hacia el brillante vacío del garaje. Había algunos camiones aparcados junto a la pared de enfrente y un par de carretillas de carga, inmóviles donde los humanos las habían dejado. ¡Pensar que una vez había llamado a aquello «madriguera de camiones»! Garaje, era el nombre correcto. Resultaba asombrosa la sensación que producía conocer las palabras apropiadas. Uno sentía que tenía el control. Era como si conocer el nombre preciso le proporcionara a uno una especie de palanca.
En alguna parte delante de ellos se produjo un ruido zumbante y, de inmediato, la plataforma se estremeció con el estruendo de un trueno. Pero, al contrario que el trueno, no se apagó. El motor se había puesto en marcha.
Masklin se agarró al pasamanos para no salir despedido y notó que Angalo le tiraba de la man-ga.
-¡Siempre suena así! -le gritaba el joven gnomo por encima del estrépito-. ¡Al cabo de un rato, uno se acostumbra!
-¡Estupendo! -Aquello no era un ruido. Era demasiado intenso para llamarlo así. Era más bien un muro de aire sólido.
-¡Creo que será mejor hacer unas prácticas, primero! ¡Para cogerle el truco! ¿Le digo al chico que haga señales para avanzar muy despacio?
Masklin asintió tétricamente. El muchacho reflexionó unos momentos y luego agitó las bande-ras.
Muy lejana, le llegó la voz de Dorcas gritando órdenes. Se oyó un sonido rechinante, seguido de una sacudida que casi lo derribó de la plataforma. A duras penas consiguió sujetarse con brazos y piernas y observó el rostro asustado de Gurder .
-¡Nos movemos! -exclamó el Abad de Artículos de Escritorio. Masklin se asomó al parabrisas.
-Sí, ¿y sabes qué? -preguntó, incorporándose como un resorte-. ¡Nos movemos hacia atrás!
Angalo se acercó a duras penas al chico de las señales, a quien se le había caído una de las ban- deras.
-¡Adelante despacio, te he dicho! ¡Adelante despacio! ¡No atrás! ¡Adelante!
-¡Es lo que he señalado! ¡Adelante!
-¡Pero vamos hacia atrás! ¡Diles que hemos de avanzar!
El muchacho se agachó a recoger la otra bandera y agitó las dos frenéticamente a los gnomos de abajo.
-No, no hagas señales para avanzar. Diles que detengan el ca... -Masklin no llegó a terminar la frase. Del extremo posterior del camión les llegó un crujido. La única palabra para describirlo sería un gran «crunch», pero tal onomatopeya se quedaría muy corta para describir aquel feo y complejo ruido metálico. Una nueva sacudida volvió a derribar de bruces a Masklin, y el motor dejó de funcionar.
Los ecos del choque se apagaron.
-¡Lo siento! -gritó Dorcas desde el suelo de la cabina. Masklin y sus compañeros lo oyeron hablar con los grupos de gnomos en voz baja y amenazadora-: ¿Qué? ¿Hemos de estar satisfechos? ¡Cuando he dicho mover la Palanca del Cambio arriba ya la izquierda, quería decir arriba ya la izquierda, no arriba y a la derecha! ¿De acuerdo?
-¿Tu derecha o la nuestra, Dorcas?
-¡La de quien sea!
-Pero...
-¡No hay pero que valga!
-Sí, pero...
Masklin y los demás se sentaron en la plataforma mientras, abajo, seguía desarrollándose la dis-cusión. Gurder seguía tumbado boca abajo sobre los tablones.
-¡Nos hemos movido de verdad! -susurraba-. Arnold Bros (fund. en 1905), protégenos. ¡Vamos a abandonar tu Tienda!
-Yo no sería tan optimista. Si Él no se lo toma a mal, claro... -respondió Angalo con aire lúgu-bre.
-¡Los de ahí arriba! -La voz de Dorcas resonó con desbordante jovialidad-. Era un pequeño pro-blema de engranajes, pero ya está todo aclarado. ¡Preparados cuando digáis!
-¿Qué te parece? ¿Tengo que mirar otra vez por el espejo ese? -preguntó Masklin a Grimma. Ella se encogió de hombros.
-Yo no me molestaría -respondió Angalo-. Avancemos de una vez. y lo antes posible. Huelo a solina por aquí. Debemos de haber volcado algún bidón, o algo así.
-Eso es muy peligroso, ¿verdad? -preguntó Masklin.
-Sí, la solina arde -explicó Angalo-. Sólo necesita una chispa para encenderse.
El motor cobró vida de nuevo con un rugido. Esta vez, el camión sí avanzó, tras unos cuantos ruidos chirriantes, y rodó por el garaje hasta quedar frente ala gran puerta metálica. Después, se detuvo con una ligera sacudida.
-Me gustaría probar unos cuantos giros para coger práctica -gritó Dorcas-. Quiero pulir algunos detalles.
-Insisto en que no debemos quedarnos ni un minuto más -dijo Angalo en tono apremiante.
-Tienes razón -asintió Masklin-. Cuanto antes salgamos de aquí, mejor. Hazle a Dorcas la señal para que abra la puerta.
El muchacho de las banderas titubeó.
-Me parece que no hemos acordado ninguna señal para eso -murmuró. Masklin se asomó sobre el borde de la plataforma.
-¡Dorcas!
-¿Sí?
-¡Abre la puerta! ¡Tenemos que salir enseguida!
La lejana y diminuta figura del inventor se llevó la mano al oído.
-¿Qué dices?
-¡Digo que abras la puerta! ¡Es urgente!
Dorcas pareció reflexionar unos instantes y luego alzó su megáfono.
-Os vais a reír cuando os lo diga... -anunció.
-¿Qué ha dicho? -inquirió Grimma.
-Que nos vamos a reír -explicó Angalo.
-¡Ah! iEstupendo!
-¡Vamos! -insistió Masklin. La respuesta de Dorcas se perdió bajo el estruendo del motor.
-¿Qué? -gritó Masklin. -¿Qué?
-¿Qué has dicho?
-¡Digo que, con las prisas, me he olvidado totalmente de la puerta!
-¿Qué ha dicho? -quiso saber Gurder .
Masklin volvió la cabeza y observó la puerta. Dorcas se había mostrado muy orgulloso del mo-do en que había impedido que volviera a abrirse. Ahora, la puerta parecía perfectamente cerrada. Si algo sin rostro podía dar un aire de suficiencia, la persiana metálica lo había conseguido.
Apartó la mirada, exasperado, justo a tiempo de ver cómo se abría lentamente la portezuela del fondo del garaje, que comunicaba con el resto de la Tienda. En el quicio había una figura, detrás de un pequeño círculo de intensa luz blanca.
«Su terrible luz», pensó Masklin una vez más.
Era Recorte de Precios.
Masklin notó que su cerebro se ponía a pensar muy clara y lentamente.
«Sólo es un humano -decía-. No hay de qué asustarse. Sólo un humano, con la tarjeta del nom-bre en el pecho por si se olvida de quién es, igual que todas esas mujeres humanas de la Tienda, con nombres como "Tracy", "Sharon" o "Sra. J. E. Williams, Supervisora". Vuelve a ser "Seguridad". El humano que vive en la sala de calderas y toma té. Sin duda, ha oído el estruendo del camión.»
«Y ha venido dispuesto a averiguar quién lo ha hecho.»
«Es decir, viene a buscarnos.»
-¡Oh, no! -susurró Angalo, mientras el humano avanzaba por el garaje-. ¿Ves lo que lleva en los labios?
-Es un cigarrillo. Ya he visto a otros humanos con ellos. ¿Qué tiene eso de especial? -preguntó Masklin.
-Lo lleva encendido -dijo Angalo-. ¿Es que no nota el olor a solina?
-¿Qué sucede si el cigarrillo toca la solina? -inquirió Masklin, sospechando cuál sería la res- puesta.
-Que hace ¡boom! -repuso Angalo.
-¿Sólo «¡boom!»?
-Con «¡boom!» es más que suficiente.
El humano se aproximó más. Masklin le podía ver los ojos, ya. Los humanos eran casi incapa-ces de ver aun gnomo aunque éste estuviera quieto y al descubierto, pero incluso un humano se preguntaría cómo era que un camión se movía sólo por el garaje en plena noche.
Seguridad llegó a la cabina y alargó la mano lentamente para asir el tirador de la portezuela. La luz de la linterna brilló a través del cristal de la ventanilla y, en aquel instante, Gurder se incorporó, temblando de furia.
-¡Vete, diablo abominable! -le gritó, iluminado por aquella suerte de foco-. ¡Obedece los Rótu-los de Arnold Bros (fund. en 1905)! ¡No fumar! ¡Salida de Emergencia!
El rostro de Seguridad se arrugó en una mueca de pesado asombro que a continuación, con la misma lentitud que el paso de las nubes, se convirtió en una expresión de pánico. Soltó el tirador de la portezuela, se volvió y se dirigió de nuevo hacia la puerta del fondo del garaje, a una velocidad extraordinaria para tratarse de un hu- mano. Mientras lo hacía, el cigarrillo le cayó de los labios y, girando en el aire, cayó lentamente hacia el suelo.
Masklin y Angalo se miraron el uno al otro y, al instante, los dos se volvieron hacia el mucha-cho de las banderas.
-¡Deprisa! ¡Vámonos enseguida! -gritaron. Un momento más tarde, todo el camión se estreme-ció mientras los grupos de gnomos realizaban el complicado proceso de poner la marcha. Por fin, el vehículo empezó a avanzar.
-¡Deprisa! ¡He dicho deprisa! -gritó Masklin.
-¿Qué sucede? -preguntó Dorcas-. ¿Y la puerta?
-¡La abriremos! ¡La abriremos! -exclamó Masklin.
-¿Cómo?
-Bueno... No parece muy gruesa, ¿verdad?
Para los humanos, el mundo de los gnomos es muy rápido. Los gnomos viven tan deprisa que las cosas que suceden a su alrededor les parecen muy lentas, de modo que les dio la impresión de que el camión se movía muy despacio cuando avanzó por el garaje, subió la rampa y golpeó la persiana metálica. Se escuchó un prolongado estrépito, el ruido de una lluvia de fragmentos metálicos y un chirrido a lo largo del techo de la cabina; a continuación, la puerta había desaparecido y sólo se distinguía una oscuridad tachonada de luces.
-¡A la izquierda! ¡Vuelta a la izquierda! -gritó Angalo.
El camión giró lentamente, rozó una pared y avanzó un breve trecho por la calle.
-¡Seguid así! ¡Seguid así! ¡Ahora, enderezad el volante!
Una luz deslumbrante brilló brevemente en la pared, al otro lado de los cristales de la cabina.
Y, entonces, detrás de ellos, se escuchó un potente ¡boom!
***

INDEX XIII
I. Arnold Bros (fund. en 1905) dijo: «Todo ha terminado:
II. »todas las Cortinas, Moquetas, Juegos de Cama, Lencería, Juguetes, Sombrerería, Mercería, F erretería, Electrodomésticos.
III. »todos los tabiques, techos, suelos, ascensores y escaleras mecánicas.
IV. »Todo ha de desaparecer. Liquidación Total ».
De El libro de los gnomos, Salidas, Cap. 3, vv. I-IV


13
Tiempo después, cuando fueron escritos los siguientes capítulos de El libro de los gnomos, se dijo en ellos que el final de la Tienda había empezado con un «bang». No era cierto, pero se escribió así porque «bang» producía más impresión. En realidad, la bola de fuego amarillo y anaranjado que surgió del garaje, llevando consigo los restos de la puerta metálica, hizo un ruido parecido al de un perro gigante carraspeando suavemente.
Hizo ¡brooum!


Los gnomos no estaban en situación de prestar demasiada atención a ello, en aquel momento. Estaban más preocupados con el ruido que producían otras cosas que parecían querer chocar contra el camión.
Masklin ya había previsto que encontrarían otros vehículos en la carretera. El Código de Cir- culación tenía mucho que decir al respecto. Era importante no golpearlos. Pero lo más preocupante era que parecían decididos a lanzarse contra el camión. Pasaban rozándolo y emitían unos prolongados bramidos, como vacas enfermas.
-¡Un poco a la izquierda! -gritó Angalo-. ¡Luego una pizca a la derecha, y luego recto al frente!
-¿Una pizca? -murmuró el muchacho de las banderas, titubeando-. Creo que no tenemos ningu-na senal para indicar «una pizca». ¿Podemos...?
-¡Despacio! ¡Ahora, un poco a la izquierda! ¡Hay que mantenerse en el lado derecho de la carre-tera!
Grimma asomó la nariz por encima del Código de Ctrculactón.
-Ya estamos en el lado derecho -dijo.
-¡Sí, pero la derecha debe ser la izquierda!
Masklin señaló enérgicamente la página del libro que tenían delante.
-Aquí dice que se debe mostrar cons..., consi...
-Consideración -murmuró Grimma.
-...consideración con los demás conductores -acabó la frase. Una sacudida lo lanzó hacia adelan-te-. ¿Qué ha sido eso? -preguntó.
-¡Nos hemos subido a la acera! ¡A la derecha! ¡Derecha! .
Masklin vio por unos instantes un escaparate brillantemente iluminado, antes de que el camión lo golpeara de costado y volviera rebotando a la calzada bajo una lluvia de cristales.
-¡Ahora izquierda, izquierda! ¡Ahora derecha, derecha! ¡Recto! ¡Izquierda! iHe dicho izquierda! -Angalo echó un vistazo al vértigo de luces y formas que apareció ante ellos-. ¡Ahí delante hay otra carretera! -anunció-. ¡Izquierda! ¡Más izquierda! ¡Aún más izquierda! ¡Mucho más...!
-Hay un rótulo -dijo Masklin, esperanzado.
-¡Izquierda! -chilló Angalo-. Ahora, derecha. ¡Derecha!
-Has dicho izquierda... -murmuró el muchacho de las banderas en tono acusador .
-¡Pues ahora digo derecha! ¡Más derecha! ¡Sujétate!
-No tenemos ninguna señal que...
Esta vez no pudo decirse que sonara un ¡broumm! Decididamente, fue un potente «bang». El camión chocó con una pared, se deslizó a lo largo de ella entre una rociada de chispas, se llevó por delante varios cubos de basura y, por fin, se detuvo.
Todo quedó en silencio, salvo unos siseos y unos ruiditos, ping, ping, del motor. Por fin, se alzó en la oscuridad la voz de Dorcas, pausada y amenazadora.
-¿Os importaría decirnos qué narices está pasando ahí arriba?
-Tendremos que pensar una manera mejor de dirigir el volante -declaró Angalo-. y las luces. Tiene que haber un interruptor para los faros en alguna parte.
Masklin se incorporó a duras penas. El camión parecía atascado en una carretera estrecha y os-cura. No se veían luces por ninguna parte.
Ayudó a Gurder a ponerse en pie ya asearse la túnica. El Abad de Artículos de Escritorio pare-cía desconcertado.
-¿Hemos llegado? -preguntó.
-Todavía no -respondió Masklin-. Hemos hecho un alto para..., para afinar algunas cosas. Mien-tras se ocupan de ello, creo que tú y yo, deberíamos ir atrás y Comprobar si todo el mundo está bien. Deben de estar bastante preocupados. Ven tú también, Grimma.
Descendieron de la plataforma y dejaron a Angalo y Dorcas discutiendo acaloradamente acerca del volante, los faros, la claridad de las instrucciones y la necesidad de una buena comumicación.
En la caja del camión reinaba una algarabía de voces, mezcladas con llantos de bebé. Unos cuantos gnomos tenían golpes como consecuencia de las sacudidas y la abuela Morkie estaba entabli-llándole la pierna a uno de ellos, al que le había caído encima una caja cuando habían chocado con la pared.
-Este viaje ha sido un poco más agitado que el último -comentó la abuela con voz seca, mientras anudaba las vendas-. ¿Por qué nos hemos detenido?
-Para afinar algunos detalles -repitió Masklin, tratando de sonar más optimista de lo que se sen-tía-. Pronto seguiremos la marcha. Ahora, todo el mundo sabe qué puede esperar.
Escrutó el oscuro fondo de la inmensa caja del camión, y la curiosidad lo venció.
-Mientras esperamos, voy a echar un vistazo al exterior -anunció.
-¿Para qué quieres hacerlo? -le preguntó Grimma.
-Sólo para eso: para echar un vistazo -contestó Masklin, incómodo. Dio un ligero codazo a Gur-der y lo conminó-: ¿Quieres venir?
-¿Qué? ¿Al Exterior? ¿Yo? -El Abad lo miró, aterrorizado.
-Tarde o temprano, tendrás que hacerlo. ¿Por qué no ahora?
Gurder titubeó un momento y, por último, se encogió de hombros.
-¿Podré ver la Tienda desde..., desde el Exterior? -inquirió, humedeciéndose los labios resecos con la punta de la lengua.
-Es probable. En realidad, no hemos ido muy lejos -respondió Masklin, con toda la diplomacia que pudo.
Un grupo de gnomos los ayudó a descolgarse por la parte posterior del camión y descendieron hasta lo que Gurder no habría dudado, seguramente, en llamar «La planta». El terreno estaba húmedo y el aire estaba impregnado de frías gotas de agua.
Masklin aspiró profundamente. Estaban al aire libre, sin duda. Aquello era aire puro, un poco helado para su gusto. Olía a fresco, no como si lo hubiera respirado un millar de gnomos antes que él.
-Han puesto en marcha los aspersores -comentó Gurder.
-¿Los qué?
-Los aspersores -repitió el Abad-. Están en el techo, ¿sabes?, por si... -Se detuvo y miró hacia arriba-. ¡Oh! -exclamó.
-Creo que te refieres a la lluvia -apuntó Masklin.
-¡Oh!
-Sólo es agua que cae del cielo -explicó Masklin. Luego, le pareció que se esperaba algo más de él-. Está mojada y se puede beber. Lluvia, se llama. y no hay que tener la cabeza puntiaguda. El agua resbala sin causar daño.
-¡Oh!
-¿Te encuentras bien? -preguntó. Gurder estaba temblando.
-¡No hay techo! -exclamó el Abad con un gemido-. ¡Y es enorme!
Masklin le dio unas palmaditas en el hombro.
-Claro, claro, todo esto es nuevo para ti. No te preocupes si no entiendes algo.
-Seguro que, por dentro, te estás burlando de mí, ¿verdad?
-Desde luego que no. Yo sé muy bien lo que es sentirse asustado.
Gurder recuperó el aplomo.
-¿Asustado, yo? No seas ridículo. Estoy perfectamente -declaró-. Sólo un poco... sorprendido. Yo... hum, no esperaba que fuera tan..., tan... exterior. Ahora que he tenido tiempo de hacerme a la idea, me siento mucho mejor. Bueno, bueno... De modo que éste es el aspecto que tiene el..., el Exterior -paladeó la palabra como si fuera un nuevo dulce-. Es muy grande... ¿Lo que vemos es todo, o hay más?
-Hay mucho más -explicó Masklin-. Donde vivíamos nosotros, no había más que exterior de un extremo a otro del mundo.
-¡Oh! -musitó Gurder débilmente-. En fin, me parece que con éste ya tengo bastante por el mo-mento. Estupendo.
Masklin dio media vuelta y contempló el camión. Estaba casi incrustado en un callejón lleno de basuras. En el extremo del vehículo había una profunda abolladura.
En la abertura al fondo del callejón se distinguía el brillo de las farolas bajo la lluvia. Mien- tras miraba, pasó a toda velocidad un vehículo con una luz azul destellando en el techo. El vehículo avanzaba cantando. A Masklin no se le ocurrió otra manera de describir el sonido.
-Qué extraño -murmuró Gurder. -A veces, también los veíamos pasar donde vivíamos antes. -A Masklin le producía un secreto placer el hecho de volver a ser, después de tanto tiempo, quien conocía las cosas que los rodeaban-. y las oíamos cantar por la autopista, así: pii-pa, pii-pa, PII-PA, PII-PA, pii-pa. Creo que lo hacen para advertir a la gente que deje paso libre.
Se deslizaron por la cuneta y asomaron la cabeza para observar la calzada desde la esquina, en el preciso instante en que pasaba como una exhalación otro vehículo ululante.
-¡Oh, Última Oferta! -exclamó Gurder, y se llevó las manos a la boca.
La Tienda estaba ardiendo.
De algunas ventanas superiores surgían llamas como cortinas agitadas por el viento. Un velo de humo se alzaba suavemente del tejado y formaba una columna más oscura contra el cielo lluvioso.
La Tienda estaba haciendo su última venta. Estaba realizando una Gran Liquidación Final de chispas especialmente seleccionadas y de llamas al alcance de todos los bolsillos.
Delante de ella, los humanos iban y venían apresuradamente por la calle. También había un par de camiones, con escaleras en la parte superior, que parecían rociar de agua el edificio.
Masklin miró de reojo a Gurder, preguntándose qué haría ante aquello. De hecho, el Abad se lo tomó bastante mejor de lo que Masklin hubiera esperado pero, cuando por fin habló, lo hizo con voz tensa, como si le costara esfuerzo mantenerla firme.
-No..., no es como la había imaginado -balbuceó con un gemido.
-No -coincidió Masklin.
-Y hemos..., hemos salido justo a tiempo.
Gurder carraspeó. Era como si hubiera sostenido una larga discusión consigo mismo y hubiera llegado a una decisión.
-Doy gracias a Arnold Bros (fund. en 1905) -añadió con firmeza.
-¿Cómo dices?
Gurder miró a Masklin a la cara.
-Si Él no te hubiera llamado a la Tienda, estaríamos todos ahí dentro, todavía -afirmó, con voz más firme a cada palabra que pronunciaba.
-Pero...
Masklin no terminó la frase. Aquello no tenía sentido. Si no se hubieran marchado, no habría habido ningún incendio. ¿O sí? Era difícil estar seguro. Quizás había saltado algún fuego de aquellos cubos de la planta superior. Era mejor no discutir. Había cosas que a la gente no le gustaba discutir, se dijo. Todo aquello resultaba muy desconcertante.
-Es curioso que permita que la Tienda arda -comentó, pues.
-Ya no la necesitaba -contestó Gurder-. Estaban los aspersores y todas esas puertas especiales para hacer salir el fuego. Puertas de Incendios, las llaman. Pero Él ha dejado arder la Tienda porque ya no la necesitamos.
Se produjo un gran estruendo cuando todo el techo se hundió sobre sí mismo.
-Se acabó el Departamento de Préstamos -dijo Masklin-. Espero que todos los humanos hayan salido.
-¿Quiénes?
-Ya sabes. ¿Recuerdas que vimos sus nombres en las puertas? Sueldos. Administración. Perso-nal. Director General...
-Estoy seguro de que Arnold Bros (fund. en 1905) dispuso lo necesario -afirmó Gurder .
Masklin se encogió de hombros. y entonces vio, recortada contra la luz de las llamas, la silueta de Recorte de Precios. Aquella gorra era inconfudible. Incluso sostenía aún la linterna y estaba enfrascado en una acalorada conversación con otros humanos. Cuando se volvió a medias, Masklin vio su rostro. Parecía muy enfadado.
Y también parecía muy humano. Sin la terrible luz, sin las sombras nocturnas de la Tienda, Re-corte de Precios era un humano más.
Por otra parte...
No, aquello era demasiado complicado. Y tenía cosas más importantes que hacer.
-Vamos -dijo-. Volvamos al camión. Creo que debemos darnos prisa y alejarnos de aquí todo lo posible.
-Le pediré a Arnold Bros (fund. en 1905) que nos guíe y nos proteja -declaró Gurder con firme-za.
-Sí, muy bien, buena idea -asintió Masklin-. ¿Por qué no? Pero ahora es preciso que...
-¿No decía su Rótulo -lo interrumpió Gurder-: «Si No Ve Lo Que Necesita, Pídalo, Por Favor»?
Masklin lo asió con fuerza por el brazo. «Todo el mundo necesita algo -pensó-. Y nunca se sa-be.»


-Cuando yo tire de esta cuerda -explicó Angalo, señalando el cable que sostenía sobre el hombro y se perdía en las profundidades de la cabina-, el jefe del grupo encargado de tirar del volante hacia la izquierda sabrá que quiero que gire en esa dirección, porque llevará la cuerda atada al brazo. Y esta otra va al grupo que ha de tirar hacia la derecha. De este modo, necesitaremos menos señales y Dorcas podrá concentrarse en las marchas y los pedales. Y en los frenos. Al fin y al cabo -añadió-, no pode-mos fiarnos de encontrar una pared cada vez que queramos detenernos.
-¿Qué hay de las luces? -preguntó Masklin. Angalo le lanzó una mirada radiante.
-Haz la señal para que enciendan los faros -indicó al muchacho de las banderas-. Verás, Mas-klin: hemos atado unas cuerdas a los interruptores y...
Se escuchó un clic y un gran brazo metálico barrió el parabrisas, eliminando las gotas de agua. Los ocupantes de la plataforma observaron su movimiento durante unos instantes.
-No parece que iluminen mucho, ¿verdad? -dijo Grimma por fin.
-Se han equivocado de interruptor -murmuró Angalo-. Indícales que dejen el limpiaparabrisas en movimiento y que enciendan los faros.
Les llegó de abajo una apagada discusión, seguida de otro clic. Al instante, la voz grave y tem-blorosa de un humano llenó la cabina.
-¡No sucede nada! -explicó Angalo-. Sólo es la radio. Pero dile a Dorcas que las luces siguen sin funcionar .
-Yo sé qué es una radio -afirmó Gurder-. No es preciso que me lo expliques.
-¿Qué es, pues? -preguntó Masklin, que no había visto ninguna.
-Veintinueve con Noventa y Cinco, Pilas Extras -dijo Gurder-. Con AM, FM y grabadora de do-ble cabezal. Gran Oferta Irrepetible.
-¿Aeme y efeme? ¿Doble cabezal? -repitió Masklin.
-Ajá.
La voz de la radio continuó parloteando:
«... mayor incendio en la historia de la ciudad, al que han acudido bomberos de refuerzo inclu- so desde Newtown. Mientras tanto, la policía busca uno de los camiones de la tienda, al que se vio abandonar el edificio justo antes de que...»
-Los faros. ¡Los faros! El tercer interruptor -indicó Angalo. Tras unos segundos de espera, el ca-llejón frente al vehículo quedó bañado de una luz blanca.
-Debería haber dos, pero uno se ha roto al salir de la tienda -continuó Angalo-. Así pues, ¿esta-mos preparados?
«... cualquier ciudadano que vea el camión debe ponerse en contacto con la policía de Grimet-horpe llamando al teléfono...»
-Y apagad la radio -añadió el joven gnomo-. Estos mugidos me ponen nervioso.
-Ojalá entendiéramos lo que dice -comentó Masklin-. Estoy seguro de que ese parloteo es una actividad humana inteligente. Si lo comprendiéramos... :-Volvió la vista hacia Angalo y asintió-: Muy bien, vámonos de una vez.
En esta ocasión, las cosas parecieron funcionar mucho mejor. El camión siguió rascando la pa-red unos momentos y por fin se separó de ella y avanzó pausadamente por el estrecho callejón hacia las luces del fondo. Cuando el vehículo asomó entre las oscuras paredes del callejón, Angalo mandó frenar y el camión se detuvo con una sacudida mucho menos brusca que las anteriores.
-¿Qué dirección tomamos? -preguntó el joven gnomo. Masklin lo miró, desconcertado. Gurder pasó rápidamente unas páginas del manual.
-Depende de adónde queramos ir -respondió-. Busca algún rótulo que indique «África», por ejemplo. O «Canadá», tal vez.
Angalo escrutó la oscuridad entre la lluvia.
-Ahí hay un rótulo que dice Centro Ciudad. y ahí veo una flecha que dice... -Forzó la vista y le-yó-: Sentido...
-Sentido Único -murmuró Grimma.
-Centro Ciudad no parece una buena idea -apuntó Masklin.
-Además, no consigo localizarlo en el mapa -añadió el Abad.
-Entonces, tomaremos hacia el otro lado -decidió Angalo, tirando de uno de los cables.
-Y tampoco estoy seguro de qué significa Sentido Único -continuó Masklin-. Me parece que eso quiere decir que sólo se debe ir en una dirección.
-Pues eso es lo que haremos -replicó Angalo con aire satisfecho-. ¡Ir sólo en esa dirección!
El camión salió del callejón y tomó limpiamente la calzada principal.
-Pongamos la segunda marcha -indicó Angalo-. Y vamos a apretar un poco más el pedal de ir deprisa.
Un coche se apartó del camino del camión con una lenta maniobra y su claxon sonó, a oídos de los gnomos, como el lamento perdido de un ternero.
-No deberían dejar salir a la calle a conductores así -masculló Angalo. Se escuchó un golpe sor-do y vieron salir rebotados los restos de una farola-. Y no entiendo por qué ponen todas esas cosas estúpidas en la calzada -añadió.
-Recuerda que debemos tener consideración con los demás usuarios de la vía -replicó Masklin con severidad.
-Bueno, pero yo la tengo, ¿no te parece? No soy yo quien se pone en medio, ¿verdad? -protestó Angalo-. ¿Qué ha sido ese golpe?
-Unos matorrales, supongo -apuntó Masklin.
-¿Ves a qué me refiero? ¿Por qué ponen todo eso en la calzada?
-Me parece que la calzada queda un poco más a la derecha -intervino Gurder.
-Y parece que se mueve también -dijo Angalo lúgubremente, al tiempo que daba un ligero tirón a la cuerda que sujetaba con la mano derecha.
Era casi medianoche y Grimethorpe no era una ciudad de vida nocturna muy activa. Por eso no apareció ningún vehículo que pudiera chocar con el camión mientras éste recorría el paseo Alderman Surley y tomaba la avenida John Lennon con un rugido. La carrocería del camión era una silueta enorme y bastante abollada bajo las luces de sodio amarillas. La lluvia había cesado pero sobre la calzada seguían apareciendo velos de niebla.
El viaje, por unos instantes, se hizo casi apacible.
-¡Derecha! ¡Poner tercera marcha! -indicó Gurder-. Un poco más deprisa. Veamos, ¿qué dice ese rótulo que se acerca?
-Parece que dice «Carretera en Obras» -leyó Grimma, con voz perpleja.
-Eso debe de ser bueno. Aceleremos un poco más, ahí abajo.
-¿Estás seguro, Angalo? -intervino Masklin-. No veo claro a qué se refiere.
-Seguramente, quiere decir que han de poner bordillos y farolas y matorrales por todas partes -apuntó Angalo-. Quizás...
Masklin se asomó por el borde de la plataforma.
-¡Alto! -gritó-. ¡Alto inmediatamente!
El grupo del pedal del freno lo miró con desconcierto, pero obedeció. Las ruedas chirriaron, se levantó un griterío entre los gnomos al ser arrojados hacia adelante y, a continuación, se escuchó una confusión de crujidos y sonidos metálicos en la parte delantera del camión, que patinó entre una serie de barreras y conos.
-Será mejor que tengas una buena razón para haber hecho eso -dijo Angalo cuando el vehículo se detuvo por fin.
-Me he hecho daño en la rodilla -se quejó Gurder .
-No hay más carretera -se limitó a informar Masklin.
-Claro que hay carretera -replicó Angalo-. Estamos en ella, ¿no es cierto?
-Mira ahí. Ya verás -insistió Masklin.
Angalo dirigió la vista hacia la calzada. Lo más interesante que observó fue que ésta había des-aparecido. Se volvió hacia el muchacho de las banderas.
-¿Podrías decirles que debemos retroceder un poquito, por favor? -le dijo sin alzar la voz.
-¿Una pizca? -contestó el muchacho.
-¡No me vengas con impertinencias! -lo amenazó Angalo.
Grimma también miraba el agujero de la carretera. Era grande y profundo. En su fondo acecha-ban varios conductos.
-A veces pienso que los humanos no saben utilizar las palabras como es debido.
Pasó unas hojas del Código mientras el camión retrocedía con cuidado, apartándose del hoyo, y avanzaba luego por la hierba, aplastando algunas cosas más, hasta encontrar de nuevo la calzada en condiciones.
-Ya es hora de aceptarlo de una vez -insistió Grimma-. No podemos seguir dando por sentado que cada cosa significa lo que parece. Por lo tanto, vayamos más despacio.
-¡Pero si estaba dirigiendo las maniobras con absoluta seguridad! -protestó Angalo, resentido-. ¡No es culpa mía que las cosas no estén donde es debido!
-Entonces, ve más despacio.
Todos contemplaron en silencio la carretera que pasaba ante sus ojos. A lo lejos apareció otro rótulo.
-«Cambio de sentido» -leyó Angalo-. Y el dibujo de un círculo. Bien, ¿alguna idea?
Grimma pasó desesperadamente las páginas del Código.
-¡Por supuesto! -contestó el Abad Gurder-. ¡Eso explica que no entendiéramos los otros rótulos! Ahora, todo será distinto.
-No estoy segura de que sea eso -murmuró Grimma, sin dejar de pasar las hojas-. Estoy conven-cida de que está aquí, en alguna parte...
-¡Muy bien! Entonces, ya podemos estar más tranquilos -asintió Angalo a las palabras de Gur-der-. Propongo -añadió, dirigiendo una mirada de cólera a Grimma- que probemos un poco la tercera marcha.
-¡Estoy contigo, Angalo! -le secundó el muchacho de las banderas.
-No lo veo muy claro -intervino Masklin-. No, estoy del todo seguro que...
Instantes después, se escuchó el prolongado gemido de la bocina de un coche. Y la carretera desapareció de la vista, reemplazada por un montículo cubierto de arbustos. El camión saltó la peque-ña pendiente con un rugido, quedó con las cuatro ruedas en el aire durante unos instantes, volvió a encontrar el asfalto al otro lado de la calzada circular y continuó un poco, bamboleándose de un arcén a otro, por la carretera del otro lado de la plaza.
Finalmente, se detuvo. En la cabina reinó de nuevo el silencio. Luego, alguien lanzó un gruñido.
Masklin se arrastró hasta el borde de la plataforma y se encontró con el rostro asustado de Gur-der, que colgaba sobre el vacío agarrado a un saliente.
-¿Qué ha sucedido? -volvió a gruñir el Abad.
Masklin lo alzó a la seguridad de la plataforma y lo ayudó a componerse la ropa.
-Me parece que, aunque los rótulos tienen algún significado, éste no tiene que ver con las pala-bras.
Angalo se liberó del lío de cuerdas y, cuando alzó la vista, se encontró de bruces con la mirada furiosa de Grimma, que acababa de aparecer bajo las páginas del Código.
-jEres un auténtico idiota! -le soltó la gnoma-. ¡Y un loco de la velocidad! ¿Por qué no me has hecho caso?
-¡No debes hablarme así! -replicó Angalo, retrocediendo un paso y encogiéndose, a la defensi-va-. ¡Gurder, dile que no me llame esas cosas!
El Abad Gurder se sentó en el borde de la plataforma, temblando.
-Por lo que a mí concierne en este momento -declaró-, Grimma puede llamarte lo que quiera. Puedes continuar, jovencita.
Angalo enrojeció de cólera.
-¡Un momento! -exclamó, volviéndose hacia los demás-. ¡Ha sido ese tipo quien me ha dicho que todo iba a salir bien! ¡Cambio de sentido!¡jHas sido tú quien me ha confundido!
-¡No me llames «ese tipo»...! -empezó a responder el Abad, con gesto amenazador
-¡Y tú no me llames «jovencita» en ese tono de voz! -chilló Grimma.
De las profundidades de la cabina surgió la voz de Dorcas.
-No quiero interrumpir vuestros asuntos -dijo-, pero si esto vuelve a suceder una sola vez más, los que estamos aquí abajo vamos a enfadarnos mucho, ¿queda entendido?
-Sólo se trata de un pequeño problema de conducción -contestó Masklin en tono jovial. Se vol-vió hacia los demás ocupantes de la plataforma y añadió, sin alzar la voz-: Ahora, mirad todos hacia aquí. Estas discusiones deben terminar. Cada vez que nos topamos con un problema, empezamos a pelearnos. Es una muestra de insensatez.
Angalo aún se atrevió a protestar, con voz desdeñosa:
-¡Pero si todo iba perfectamente hasta que ese tipo...!
-¡Cierra el pico! -lo interrumpió Masklin-. ¡Ya os he escuchado suficiente a todos! -exclamó-. ¡Estoy avergonzado de vosotros! ¡Con lo bien que íbamos! ¡No me he pasado siglos organizando todo esto para que un..., un comité de dirección lo eche por tierra! ¡Y ahora, ya podéis levantaros y poner este trasto en marcha! ¡Ahí detrás llevamos todo un cargamento de gnomos que dependen de vosotros! ¿Entendido?
Los demás se miraron y se incorporaron con aire avergonzado. Angalo se colocó de nuevo las cuerdas de la dirección y el muchacho preparó las banderas.
-Ejem... -dijo Angalo en voz baja-. Creo que... sí, creo que lo mejor será poner la primera mar-cha, si a todo el mundo le parece bien.
-Buena idea. Adelante -asintió Gurder.
-Pero con cuidado -añadió Grimma.
-Gracias -asintió Angalo educadamente-. ¿Te parece bien a ti, Masklin?
-¿Hum? Sí, sí, estupendo. Adelante.
Por fin, los edificios quedaron atrás. El camión avanzó traqueteante por la carretera solitaria y el único faro en funcionamiento iluminó la niebla con un resplandor lechoso. Por el otro lado de la carretera cruzó un par de coches.
Masklin se dio cuenta de que pronto tendrían que buscar algún sitio donde detenerse. Tendría que ser un lugar que les ofreciera un refugio, lejos de los humanos pero no demasiado, pues estaba totalmente seguro de que aún había muchas cosas que los gnomos iban a necesitar . Tal vez iban rumbo al norte pero, si así era, se debía a la pura suerte.
Fue en ese preciso instante -cansado, enfada do y con la cabeza no del todo pendiente de lo que tenía delante- cuando vio a Recorte de Precios.
El humano estaba en mitad de la calzada, agitando la linterna. Junto a él había un coche con las luces azules destellantes en el techo.
Los demás también lo habían visto.
-¡Recorte de Precios! -exclamó Gurder con voz desmayada-. ¡Ha llegado aquí antes que noso-tros!
-Más velocidad -sugirió Angalo en tono sombrío.
-¿Qué te propones? -le preguntó Masklin
-¡Veremos si esa linterna puede enfrentarse a un camión! -murmuró Angalo.
-¡No puedes hacer eso! ¡No se debe lanzar un camión sobre una persona!
-¡Ese es Recorte de Precios! -exclamó Angalo-. ¡No es ninguna persona!
-Angalo tiene razón -intervino Grimma, mirando a Masklin-. ¡Tú mismo acabas de decir que no debíamos detenernos!
Masklin agarró las cuerdas de conducción y tiró de una de ellas. El camión pasó rozando a Re-corte de Precios mientras éste soltaba la linterna y, con una agilidad considerable, saltaba al seto. Se escuchó un ruido sordo cuando la parte trasera del camión tocó el coche y, a continuación, Angalo se hizo cargo de las cuerdas otra vez y fue devolviendo el vehículo a una trayectoria más o menos recta.
-No era preciso que hicieras eso -protestó con gesto hosco-. No pasaba nada si arrollábamos a Recorte de Precios, ¿verdad, Gurder?
-Bueno, yo... -musitó Gurder, apurado, y se volvió hacia Masklin-. En realidad, no estoy seguro de que fuera Recorte de Precios. Por una parte, llevaba unas ropas más oscuras. Y, además, está ese coche con la luz en el techo.
-¡Sí, pero llevaba su gorra y la terrible linterna!
El camión rozó un arcén, levantando gran cantidad de tierra, y volvió a la calzada dando banda-zos.
-En cualquier caso -añadió Angalo en tono satisfecho-, todo eso ya queda atrás. Igual que hemos dejado a Arnold Bros (fund. en 1905) ahí atrás, en la Tienda. Ya no necesitamos todo eso. Aquí, en el Exterior, no lo necesitamos.
Pese al ruido permanente de la cabina, las palabras de Angalo produjeron una especie de silen-cio.
-¡Es verdad! -insistió el joven gnomo, a la defensiva-. Y Dorcas opina igual. Y muchos de los gnomos jóvenes.
-Ya veremos -respondió Gurder-. De todos modos, sospecho que si Arnold Bros (fund. en 1905) ha estado alguna vez en algún sitio, tiene que estar en todas partes.
-¿Qué pretendes decir con eso?
-Ni yo mismo estoy seguro. Necesito pensar poco en ello.
Angalo hizo un gesto de desdén.
-Piénsalo, pues. Pero yo no lo creo. No me interesa. ¡Que Última Oferta se vuelva contra mí si me equivoco! -añadió.
Masklin vio una luz azul por el rabillo del ojo. Sobre las ruedas del camión había unos espejos y, aunque uno de ellos estaba hecho pedazos y el otro estaba doblado, todavía se veía algo por ellos. La luz estaba detrás del camión.
-Sea quien sea, viene persiguiéndonos -apuntó con suavidad.
–Y emite ese ruido pii-pa, pii-pa -acotó Gurder .
-Creo que sería conveniente abandonar carretera -continuó Masklin. Angalo miró a un lado y a otro.
-Demasiados setos -respondió.
-No, quiero decir dejar ésta y tomar otra. ¿Podrías hacerlo?
-No hay problema. ¡Eh, mirad! ¡Trata de adelantarnos! ¡Qué descaro! ¡Ja! -el camión dio otro violento bandazo.
-Ojalá pudiéramos abrir las ventanillas -añadió-. Uno de los conductores que vi, cuando oía que alguien hacía sonar el claxon detrás de su camión, sacaba el puño por la ventanilla y le gritaba cosas. Supongo que eso es lo que debemos hacer.
Levantó el brazo y gritó: ¡etefurfan!
-No te preocupes de eso. Busca otra carretera, una que sea pequeña -le indicó Masklin en tono apaciguador-. Volveré enseguida.
Se descolgó por la cuerda bamboleante hasta el suelo de la cabina, donde estaban Dorcas y su gente. En aquel momento no había mucha actividad, sólo unos pequeños tirones en la gran rueda del volante por parte de los grupos de conducción y una presión constante sobre el pedal de ir más deprisa. Muchos de los gnomos estaban sentados, intentando relajarse. Cuando Masklin apareció entre ellos se alzaron unos vítores discordantes.
Dorcas, sentado aparte, estaba garabateando unas cosas sobre un pedazo de papel.
-¡Ah, eres tú! -murmuró-. ¿Todo funciona ya como es debido? ¿Se han acabado las cosas contra las que tropezar?
-Nos sigue alguien que quiere obligarnos a parar -explicó Masklin.
-¿Otro camión?
-Un coche, creo. Con humanos dentro.
Dorcas se acarició la barbilla.
-¿Qué quieres que haga con eso?
-Me dijiste que habías utilizado no sé qué para cortar los cables de un camión e impedir que se pusiera en marcha, ¿recuerdas? -comentó.
-Alicates. ¿Por qué?
-¿Los tienes todavía?
-Sí, pero son precisos dos gnomos para utilizarlos -explicó Dorcas.
-Entonces, necesitaré a otro gnomo. Masklin contó al inventor el plan que había ideado. El viejo Dorcas lo miró con algo parecido a la admiración y luego meneó la cabeza.
-No resultaría -sentenció-. No nos daría tiempo. Pero era una idea estupenda, en cualquier caso.
-¡Pero los gnomos somos mucho más rápidos que los humanos! ¡Podríamos hacerlo y estar de vuelta en el camión antes de que se dieran cuenta!
-Hum... -Dorcas le lanzó una malévola sonrisa-. ¿Tú vas a ir?
-Sí. Yo... bueno, no estoy seguro de que unos gnomos qur no han estado nunca fuera de la Tien-da pudieran arreglárselas.
Dorcas se incorporó y bostezó.
-Bueno, me gustaría probar un poco de ese «aire fresco». Dicen que le sienta muy bien a uno.


Si hubiera habido algún espectador contemplando por encima del seto la carretera rural envuelta en niebla, habría visto un camión avanzando con un ruido atronador y a una velocidad absolutamente inadecuada.
Y habría pensado: qué vehículo más extraño, parece haber perdido un montón de cosas que de-bería llevar, como uno de los faros, un parachoques y la mayor parte de la pintura de uno de los laterales, y en cambio lleva varias cosas que no debería tener, como unas ramas de arbusto y más abolladuras que una plancha de hierro acanalado.
Y se habría preguntado por qué llevaba una señal de tráfico de «Carretera en Obras» colgada del tirador de una de las portezuelas.
Y, sin duda, le habría sorprendido que se detuviera en mitad de la calzada.
El coche de policía que iba tras él se detuvo de forma bastante más espectacular, entre una ro-ciada de grava. Dos hombres salieron de él casi cayéndose, corrieron hasta el camión y abrieron las puertas enérgicamente.
Si el espectador hubiera entendido el idioma de los humanos, habría oído que una voz decía: «Muy bien, amigo, por esta noche ya basta» y «¿Dónde está? ¡Aquí sólo hay un montón de cuerdas!» Y, luego, otra voz añadía: «Apuesto a que se ha escurrido del asiento y se ha largado a campo travie-sa».
Y, mientras esto sucedía, mientras los policías inspeccionaban el seto sin mucho interés y diri- gían sus linternas hacia la niebla, el observador hubiera podido advertir un par de sombras diminutas que salían corriendo de debajo del camión y desaparecían bajo las ruedas del coche patrulla. Se movían muy deprisa, como ratones. E, igual que éstos, sus vocecillas eran muy agudas, veloces y chillonas.
Transportaban unos alicates. Unos segundos más tarde, las dos figuras hacían el camino de vuel-ta. Y, apenas desaparecieron de nuevo bajo el camión, éste se puso en marcha.
Los humanos lanzaron una exclamación y volvieron al coche.
Pero, en lugar de ponerse en acción con un rugido, el motor se limitó a toser varias veces entre la niebla nocturna.
Al cabo de un rato, uno de los humanos se apeó y levantó el capó.
Mientras el camión desaparecía en la bruma, con su única luz de posición convertida en un res-plandor mortecino, el humano se arrodilló, introdujo la máno bajo el coche y enseñó un haz de cables limpiamente cortados...
Esto es lo que habría visto un observador. Pero, en realidad, los únicos testigos fueron un par de vacas, y éstas no entendieron nada de lo que sucedía.


Tal vez la historia termina casi aquí.
Un par de días después, el camión fue encontrado en una zanja a cierta distancia de la ciudad. Lo más extraño de todo fue que le habían quitado la batería y todos los cables, bombillas e interrupto-res. Y también la radio.
La cabina estaba llena de pedazos de cuerda.
***


INDEX XIV
XV. Y los gnomos dijeron: Aquí tenemos un Nuevo Lugar, que nos pertenecerá para Siempre Jamás.
XVI. Pero el gnomo del Exterior permaneció Callado.
De El libro de los gnomos, Salidas, Cap.4, vv. XV-XVI



14

Resultó ser una cantera. Los gnomos lo supieron porque sobre la verja había un rótulo oxidado: «Cantera, Peligro. No Entrar».
Dieron con ella después de una huida enloquecida y aterrorizada por los campos. Gracias a la suerte, si uno prestaba oídos a Angalo. Gracias a Arnold Bros (fund. en 1905), si uno prefería creer a Gurder .
No importa cómo se instalaron, cómo descubrieron las escasas construcciones viejas y destarta-ladas, cómo exploraron las cuevas y los montones de rocas, cómo ahuyentaron las ratas. Todo eso no resultó difícil. Lo verdaderamente arduo fue convencer a los gnomos adultos para que salieran al exterior, pues se sentían mucho mejor con un techo sobre sus cabezas. La intervención de la abuela Morkie fue muy importante: hizo que la vieran caminar arriba y abajo, desafiando el terrible Aire Fresco.
Además, la comida que se habían llevado de la Tienda no duró eternamente. Había hambre y allá arriba, en los campos, había conejos. y verduras. No limpias y cortadas como Arnold Bros (fund. en 1905) había dispuesto que les llegaran hasta entonces, sino surgiendo del suelo y llenas de tierra. Hubo quejas por esto último. Las toperas que aparecieron en un campo cercano fueron, simplemente, las primeras búsquedas experimentales de patatas...
Tras un par de desagradables experiencias, los zorros aprendieron a mantenerse a una prudente distancia.
Y luego vino Dorcas y el descubrimiento de la electricidad, todavía a base de cables que con- ducían a una caja de una de las casetas desiertas. Utilizarla sin peligro pareció necesitar tanta pla- nificación como el Gran Viaje en Camión, y el empleo de incontables mangos de escoba y guantes de goma.
Después de mucho reflexionar, Masklin había colocado la Cosa cerca de los cables eléctricos. Aunque en su superficie habían parpadeado algunas luces, el dado metálico había permanecido silencioso. Masklin había notado que la Cosa estaba escuchando. Había podido oír cómo prestaba atención.
Entonces la había retirado de los cables y la había guardado en una rendija de una de las pare-des. Tenía la brumosa sensación de que todavía no era el momento de utilizar la Cosa. Cuanto más tiempo la dejaran tranquila, se dijo, más tendrían que ocuparse ellos mismos en resolver los asuntos que se presentaran. Le agradó la idea de despertarla algún día y decirle: «Mira todo lo que hemos hecho, nosotros solos».
Gurder ya había decidido que, probablemente, estaban en China.
Y, así, el invierno dio paso a la primavera, y llegó el verano...


Pero Masklin sabía que la historia no había terminado.
Estaba sentado en las rocas sobre la cantera, montando guardia. Ahora, siempre mantenían un centinela de guardia, por si acaso. Uno de los inventos de Dorcas, un interruptor conectado a un cable que encendería una bombilla bajo una de las cabañas, estaba oculto por una piedra, a su lado. Dorcas le había prometido una radio, para un día de aquellos. Un día de aquéllos que podía ser muy pronto, pues el inventor tenía ahora varios alumnos. Todos ellos parecían pasar mucho tiempo en una de las destartaladas cabañas, rodeados de fragmentos de alambre y con aire muy grave. .
Montar guardia era una tarea muy atractiva, al menos en los días soleados.
Aquél era su hogar, ahora. Los gnomos se instalaban, llenando los rincones, haciendo planes, esparciéndose, empezando a arraigar.
Sobre todo, Bobo. La rata había desaparecido el primer día y había reaparecido, gorda y orgu-llosa, como líder de las ratas de la cantera y padre de un montón de ratonzuelos. Quizá fue ésta la razón de que ratas y gnomos parecieran convivir sin problemas, evitándose unos a otros siempre que era posible, y no devorándose mutuamente.
«Las ratas pertenecen a este lugar más que nosotros -pensó Masklin-. Este lugar no es nuestro, en realidad. Pertenece a los humanos. Se han olvidado de él por un tiempo, pero algún día se acorda-rán de él. Volverán y tendremos que irnos a otra parte. Siempre tendremos que irnos. Siempre intenta-remos crear nuestro pequeño mundo dentro de este mundo enorme. Antes, todo él era nuestro, y ahora nos damos por afortunados con tener un rincón cualquiera.»
Contempló la cantera a sus pies y distinguió a duras penas a la abuela Morkie, sentada al sol en compañía de algunos jóvenes gnomos a los que enseñaba a leer.
Aquello estaba bien, al menos. Masklin no había sido muy bueno para la lectura, pero los niños parecían aprender con bastante facilidad.
Pero aún había problemas. Las familias de los departamentos. Al no tener departamento que go-bernar, se enzarzaban en continuas peleas. Las discusiones estallaban una tras otra y todo el mundo parecía esperar que fuera él quien las arreglara. Daba la impresión de que los gnomos sólo eran capaces de actuar juntos cuando tenían algo en que ocupar sus mentes...
«Más allá de la Luna -había dicho la Cosa-. Antes vivíais en las estrellas.»
Masklin se tumbó de espaldas y escuchó el zumbido de las abejas.
«Un día volveremos -se dijo-. Encontraremos el modo de subir a la gran nave del cielo y volve-remos. Pero todavía no. Será preciso trabajar y, de nuevo, lo más difícil será hacérselo entender a la gente. Cada vez que subimos un peldaño, nos instalamos y pensamos que hemos llegado a lo alto de la escalera. Y entonces empezamos a disputar .»
De todos modos, saber que existían las escaleras ya era un buen punto de partida.
Desde donde estaba, su vista abarcaba kilómetros y kilómetros de campo abierto. Por ejemplo, distinguía el aeropuerto.
El día que habían visto pasar el primer reactor, la experiencia había sido aterradora, pero algu-nos gnomos habían recordado que habían dibujos de aquellos objetos en algunos libros, y resultaron ser, simplemente, una especie camiones construidos para viajar por el aire.
Masklin no le había contado a nadie por qué creía que era una buena idea saber más cosas sobre el aeropuerto. Sabía que algunos lo sospechaban, pero había tantas cosas que hacer que no pensaban mucho en ello, por el momento.
Había presentado el asunto con mucho cuidado, limitándose a sugerir que era importante averi-guar cuanto fuera posible de aquel nuevo mundo, por si acaso. Lo había expresado de tal manera que no diera pie a nadie a preguntar «por si acaso, ¿qué?» y, al fin y al cabo, había gente de sobra y hacía buen tiempo.
Así pues, había conducido una expedición de gnomos hasta el aeropuerto, a través de los cam-pos. El viaje había durado una semana, pero eran treinta exploradores y no se habían presentado problemas. Incluso habían tenido que cruzar una autopista, pero habían encontrado un túnel construido para tejones, y uno de estos animales que venía por el otro lado dio media vuelta y echó a correr cuando los vio acercarse. Una mala noticia como un grupo de gnomos armados se extiende con rapidez.
Y luego habían encontrado la valla de alambre y se habían encaramado un poco a ella, y habían pasado horas observando el despegue y el aterrizaje de los aviones.
Masklin había intuido, como le había sucedido un par de veces anteriormente, que todo aquello tenía mucha importancia. Los reactores parecían grandes y terribles, pero también se lo habían parecido un día los camiones. Sólo era preciso conocerlos a fondo. Y, una vez que uno tenía el nombre, tenía algo a lo que agarrarse, como una especie de palanca. Un día, tal vez les fueran de utilidad. Un día, tal vez los gnomos los necesitaran.
Para dar otro paso. Para subir un nuevo peldaño.
Curiosamente, se sentía muy optimista al respecto. Durante un instante, había tenido la lumino-sa sensación de que, aunque discutieran y se pelearan e hicieran mal las cosas y se equivocaran, los gnomos terminarían por salirse con la suya. Porque Dorcas también estaba allí, subido en la valla y observando los aviones con un brillo calculador en la mirada. Y Masklin le había dicho:
-Supongamos... sólo por hacer un comentario, que quede claro... supongamos que necesitáramos robar uno de ésos. ¿Crees que podríamos hacerlo?
Y Dorcas se había acariciado la barbilla, pensativo-
-No debería ser demasiado difícil de conducir –había contestado con una sonrisa-. Sólo tienen tres ruedas...



FIN

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