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miércoles, 17 de febrero de 2010

EL AMIGO FIEL

El amigo fiel
Oscar Wilde
Una mañana, la vieja rata de agua sacó la cabeza por su agujero.
Tenía unos ojos redondos muy vivarachos y unos tupidos bigotes grises. Su
cola parecía un largo elástico negro.
Unos patitos nadaban en el estanque semejantes a una bandada de
canarios amarillos, y su madre, toda blanca con patas rojas, esforzábase
en enseñarles a hundir la cabeza en el agua.
-No podréis ir nunca a la buena sociedad si no aprendéis a meter la
cabeza -les decía.
Y les enseñaba de nuevo cómo tenían que hacerlo. Pero los patitos no
prestaban ninguna atención a sus lecciones. Eran tan jóvenes que no sabían
las ventajas que reporta la vida de sociedad.
-¡Qué criaturas más desobedientes! -exclamó la rata de agua-
¡Merecían ahogarse verdaderamente!
-¡No lo quiera Dios! -replicó la pata-. Todo tiene sus comienzos y
nunca es demasiada la paciencia de los padres.
-¡Ah! No tengo la menor idea de los sentimientos paternos -dijo la
rata de agua- No soy padre de familia. Jamás me he casado, ni he pensado
en hacerlo. Indudablemente el amor es una buena cosa a su manera; pero la
amistad vale más. Le aseguro que no conozco en el mundo nada más noble o
más raro que una fiel amistad.
-Y, digame, se lo ruego, ¿qué idea se forma usted de los deberes de
un amigo fiel? -preguntó un pardillo verde que había escuchado la
conversación posado sobre un sauce retorcido.
-Sí, eso es precisamente lo que quisiera yo saber -dijo la pata, y
nadando hacia el extremo del estanque, hundió su cabeza en el agua para
dar buen ejemplo a sus hijos.
-¡Necia pregunta! -gritó la rata de agua-. ¡Como es natural, entiendo
por amigo fiel al que me demuestra fidelidad!
-¿Y qué hará usted en cambio? -dijo la avecilla columpiándose sobre
una ramita plateada y moviendo sus alitas.
-No le comprendo a usted -respondió la rata de agua.
-Permitidme que les cuente una historia sobre el asunto -dijo el
pardillo.
-¿Se refiere a mí esa historia? -preguntó la rata de agua- Si es así,
la escucharé gustosa, porque a mí me vuelven loca los cuentos.
-Puede aplicarse a usted -respondió el pardillo.
Y abriendo las alas, se posó en la orilla del estanque y contó la
historia del amigo fiel.
-Había una vez -empezó el pardillo- un honrado mozo llamado Hans.
-¿Era un hombre verdaderamente distinguido? -preguntó la rata de
agua.
-No -respondió el pardillo-. No creo que fuese nada distinguido,
excepto por su buen corazón y por su redonda cara morena y afable.
Vivía en una pobre casita de campo y todos los días trabajaba en su
jardín.
En toda la comarca no había jardín tan hermoso como el suyo. Crecían
en él claveles, alelíes, capselas, saxifragas, así como rosas de Damasco y
rosas amarillas, azafranadas, lilas y oro y alelíes rojos y blancos.
Y según los meses y por su orden florecían agavanzos y cardaminas,
mejoranas y albahacas silvestres, velloritas e iris de Alemania, asfodelos
y claveros.
Una flor sustituía a otra. Por lo cual había siempre cosas bonitas a
la vista y olores agradables que respirar.
El pequeño Hans tenía muchos amigos, pero el más allegado a él era el
gran Hugo, el molinero. Realmente, el rico molinero era tan allegado al
pequeño Hans, que no visitaba nunca su jardín sin inclinarse sobre los
macizos y coger un gran ramo de flores o un buen puñado de lechugas
suculentas o sin llenarse los bolsillos de ciruelas y de cerezas, según la
estación.
-Los amigos verdaderos lo comparten todo entre sí -acostumbraba decir
el molinero.
Y el pequeño Hans asentía con la cabeza, sonriente, sintiéndose
orgulloso de tener un amigo que pensaba tan noblemente.
Algunas veces, sin embargo, el vecindario encontraba raro que el rico
molinero no diese nunca nada en cambio al pequeño Hans, aunque tuviera
cien sacos de harina almacenados en su molino, seis vacas lecheras y un
gran número de ganado lanar; pero Hans no se preocupó nunca por semejante
cosa.
Nada le encantaba tanto como oír las bellas cosas que el molinero
acostumbraba decir sobre la solidaridad de los verdaderos amigos.
Así, pues, el pequeño Hans cultivaba su jardín. En primavera, en
verano y en otoño, sentíase muy feliz; pero cuando llegaba el invierno y
no tenía ni frutos ni flores que llevar al mercado, padecía mucho frío y
mucha hambre, acostándose con frecuencia sin haber comido más que unas
peras secas y algunas nueces rancias.
Además, en invierno, encontrábase muy solo, porque el molinero no iba
nunca a verle durante aquella estación.
-No está bien que vaya a ver al pequeño Hans mientras duren las
nieves -decía muchas veces el molinero a su mujer-. Cuando las personas
pasan apuros hay que dejarlas solas y no atormentarlas con visitas. Ésa es
por lo menos mi opinión sobre la amistad, y estoy seguro de que es
acertada. Por eso esperaré la primavera y entonces iré a verle; podrá
darme un gran cesto de velloritas y eso le alegrará.
-Eres realmente solícito con los demás -le respondía su mujer,
sentada en un cómodo sillón junto a un buen fuego de leña-. Resulta un
verdadero placer oírte hablar de la amistad. Estoy segura de que el cura
no diría sobre ella tan bellas cosas como tú, aunque viva en una casa de
tres pisos y lleve un anillo de oro en el meñique.
-¿Y no podríamos invitar al pequeño Hans a venir aquí? -preguntaba el
hijo del molinero- Si el pobre Hans pasa apuros, le daré la mitad de mi
sopa y le enseñaré mis conejos blancos.
-¡Qué bobo eres! -exclamó el molinero-. Verdaderamente, no sé para
qué sirve mandarte a la escuela. Parece que no aprendes nada. Si el
pequeño Hans viniese aquí, ¡pardiez!, y viera nuestro buen fuego, nuestra
excelente cena y nuestra gran barrica de vino tinto, podría sentir
envidia. Y la envidia es una cosa terrible que estropea los mejores
caracteres. Realmente, no podría yo sufrir que el carácter de Hans se
estropeara. Soy su mejor amigo, velaré siempre por él y tendré buen
cuidado de no exponerle a ninguna tentación. Además, si Hans viniese aquí,
podría pedirme que le diese un poco de harina fiada, lo cual no puedo
hacer. La harina es una cosa y la amistad es otra, y no deben confundirse.
Esas dos palabras se escriben de un modo diferente y significan cosas muy
distintas, como todo el mundo sabe.
-¡Qué bien hablas! -dijo la mujer del molinero sirviéndose un gran
vaso de cerveza caliente. Me siento verdaderamente como adormecida, lo
mismo que en la iglesia.
-Muchos obran bien -replicó el molinero-, pero pocos saben hablar
bien, lo que prueba que hablar es, con mucho, la cosa más difícil, así
como la más hermosa de las dos.
Y miró severamente por encima de la mesa a su hijo, que sintió tal
vergüenza de sí mismo, que bajó la cabeza, se puso casi escarlata y empezó
a llorar encima de su té.
¡Era tan joven, que bien pueden ustedes dispensarle!
-¿Ése es el final de la historia? -preguntó la rata de agua.
-Nada de eso -contestó el pardillo-. Ése es el comienzo.
-Entonces está usted muy atrasado con relación a su tiempo -repuso la
rata de agua- Hoy día todo buen cuentista empieza por el final, prosigue
por el comienzo y termina por la mitad. Es el nuevo método. Lo he oído así
de labios de un crítico que se paseaba alrededor del estanque con un
joven. Trataba el asunto magistralmente y estoy segura de que tenía razón,
porque llevaba unas gafas azules y era calvo; y cuando el joven le hacía
alguna observación contestaba siempre: «¡Psé!» Pero continúe usted su
historia, se lo ruego. Me agrada mucho el molinero. Yo también encierro
toda clase de bellos sentimientos: por eso hay una gran simpatía entre él
y yo.
-¡Bien! -dijo el pardillo brincando sobre sus dos patitas-. No bien
pasó el invierno, en cuanto las velloritas empezaron a abrir sus estrellas
amarillas pálidas, el molinero dijo a su mujer que iba a salir y visitar
al pequeño Hans.
-¡Ah, qué buen corazón tienes! -le gritó su mujer-. Piensas siempre
en los demás. No te olvides de llevar el cesto grande para traer las
flores.
Entonces el molinero ató unas con otras las aspas del molino con una
fuerte cadena de hierro y bajó la colina con la cesta al brazo.
-Buenos días, pequeño Hans -dijo el molinero.
-Buenos días -contestó Hans, apoyándose en su azadón y sonriendo con
toda su boca.
-¿Cómo has pasado el invierno? -preguntó el molinero.
-¡Bien, bien! -repuso Hans- Muchas gracias por tu interés. He pasado
mis malos ratos, pero ahora ha vuelto la primavera y me siento casi
feliz... Además, mis flores van muy bien.
-Hemos hablado de ti con mucha frecuencia este invierno, Hans
-prosiguió el molinero-, preguntándonos qué sería de ti.
-¡Qué amable eres! -dijo Hans-. Temí que me hubieras olvidado.
-Hans, me sorprende oírte hablar de ese modo -dijo el molinero-. La
amistad no olvida nunca. Eso es lo que tiene de admirable, aunque me temo
que no comprendas la poesía de la amistad... Y entre paréntesis, ¡qué
bellas están tus velloritas!
-Sí, verdaderamente están muy bellas -dijo Hans-, y es para mí una
gran suerte tener tantas. Voy a llevarlas al mercado, donde las venderé a
la hija del burgomaestre y con ese dinero compraré otra vez mi carretilla.
-¿Qué comprarás otra vez tu carretilla? ¿Quieres decir entonces que
la has vendido? Es un acto bien necio.
-Con toda seguridad, pero el hecho es -replicó Hans- que me vi
obligado a ello. Como sabes, el invierno es una estación mala para mí y no
tenía ningún dinero para comprar pan. Así es que vendí primero los botones
de plata de mi traje de los domingos; luego vendí mi cadena de plata y
después mi flauta. Por último vendí mi carretilla. Pero ahora voy a
rescatarlo todo.
-Hans -dijo el molinero-, te daré mi carretilla. No está en muy buen
estado. Uno de los lados se ha roto y están algo torcidos los radios de la
rueda, pero a pesar de esto te la daré. Sé que es muy generoso por mi
parte y a mucha gente le parecerá una locura que me desprenda de ella,
pero yo no soy como el resto del mundo. Creo que la generosidad es la
esencia de la amistad, y además, me he comprado una carretilla nueva. Sí,
puedes estar tranquilo... Te daré mi carretilla.
-Gracias, eres muy generoso -dijo el pequeño Hans. Y su afable cara
redonda resplandeció de placer-. Puedo arreglarla fácilmente porque tengo
una tabla en mi casa.
-¡Una tabla! -exclamó el molinero-. ¡Muy bien! Eso es precisamente lo
que necesito para la techumbre de mi granero. Hay una gran brecha y se me
mojará todo el trigo si no la tapo. ¡Qué oportuno has estado! Realmente es
de notar que una buena acción engendra otra siempre. Te he dado mi
carretilla y ahora tú vas a darme tu tabla. Claro es que la carretilla
vale mucho más que la tabla, pero la amistad sincera no repara nunca en
esas cosas. Dame en seguida la tabla y hoy mismo me pondré a la obra para
arreglar mi granero.
-¡Ya lo creo! -replicó el pequeño Hans.
Fue corriendo a su vivienda y sacó la tabla.
-No es una tabla muy grande -dijo el molinero examinándola- y me temo
que una vez hecho el arreglo de la techumbre del granero no quedará madera
suficiente para el arreglo de la carretilla, pero claro es que no tengo la
culpa de eso... Y ahora, en vista de que te he dado mi carretilla, estoy
seguro de que accederás a darme en cambio unas flores... Aquí tienes el
cesto; procura llenarlo casi por completo.
-¿Casi por completo? -dijo el pequeño Hans, bastante afligido porque
el cesto era de grandes dimensiones y comprendía que si lo llenaba, no
tendría ya flores para llevar al mercado y estaba deseando rescatar sus
botones de plata.
-A fe mía -respondió el molinero-, una vez que te doy mi carretilla
no creí que fuese mucho pedirte unas cuantas flores. Podré estar
equivocado, pero yo me figuré que la amistad, la verdadera amistad, estaba
exenta de toda clase de egoísmo.
-Mi querido amigo, mi mejor amigo -protestó el pequeño Hans-, todas
las flores de mi jardín están a tu disposición, porque me importa mucho
más tu estimación que mis botones de plata.
Y corrió a coger las lindas velloritas y a llenar el cesto del
molinero.
-¡Adiós, pequeño Hans! -dijo el molinero subiendo de nuevo la colina
con su tabla al hombro y su gran cesto al brazo.
-¡Adiós! -dijo el pequeño Hans.
Y se puso a cavar alegremente: ¡estaba tan contento de tener una
carretilla!
A la mañana siguiente, cuando estaba sujetando unas madreselvas sobre
su puerta, oyó la voz del molinero que le llamaba desde el camino.
Entonces saltó de su escalera y corriendo al final del jardín miró por
encima del muro.
Era el molinero con un gran saco de harina a su espalda.
-Pequeño Hans -dijo el molinero-, ¿querrías llevarme este saco de
harina al mercado?
-¡Oh, lo siento mucho! -dijo Hans-; pero verdaderamente me encuentro
hoy ocupadísimo. Tengo que sujetar todas mis enredaderas, que regar todas
mis flores y que segar todo el césped.
-¡Pardiez! -replicó el molinero-; creí que en consideración a que te
he dado mi carretilla no te negarías a complacerme.
-¡Oh, si no me niego! -protestó el pequeño Hans-. Por nada del mundo
dejaría yo de obrar como amigo tratándose de ti.
Y fue a coger su gorra y partió con el gran saco sobre el hombro.
Era un día muy caluroso y la carretera estaba terriblemente
polvorienta. Antes de que Hans llegara al mojón que marcaba la sexta
milla, hallábase tan fatigado que tuvo que sentarse a descansar. Sin
embargo, no tardó mucho en continuar animosamente su camino, llegando por
fin al mercado.
Después de esperar un rato, vendió el saco de harina a un buen precio
y regresó a su casa de un tirón, porque temía encontrarse a algún
salteador en el camino si se retrasaba mucho.
-¡Qué día más duro! -se dijo Hans al meterse en la cama- Pero me
alegra mucho no haberme negado, porque el molinero es mi mejor amigo y,
además, va a darme su carretilla.
A la mañana siguiente, muy temprano, el molinero llegó por el dinero
de su saco de harina, pero el pequeño Hans estaba tan rendido, que no se
había levantado aún de la cama.
-¡Palabra! -exclamó el molinero-. Eres muy perezoso. Cuando pienso
que acabo de darte mi carretilla, creo que podrías trabajar con más ardor.
La pereza es un gran vicio y no quisiera yo que ninguno de mis amigos
fuera perezoso o apático. No creas que te hablo sin miramientos. Claro es
que no te hablaría así si no fuese amigo tuyo. Pero, ¿de qué serviría la
amistad sino pudiera uno decir claramente lo que piensa? Todo el mundo
puede decir cosas amables y esforzarse en ser agradable y en halagar, pero
un amigo sincero dice cosas molestas y no teme causar pesadumbre. Por el
contrario, si es un amigo verdadero, lo prefiere, porque sabe que así hace
bien.
-Lo siento mucho -respondió el pequeño Hans, restregándose los ojos y
quitándose el gorro de dormir-. Pero estaba tan rendido, que creía haberme
acostado hace poco y escuchaba cantar a los pájaros. ¿No sabes que trabajo
siempre mejor cuando he oído cantar a los pájaros?
-¡Bueno, tanto mejor! -replicó el molinero dándole una palmada en el
hombro-; porque necesito que arregles la techumbre de mi granero.
El pequeño Hans tenía gran necesidad de ir a trabajar a su jardín
porque hacía dos días que no regaba sus flores, pero no quiso decir que no
al molinero, que era un buen amigo para él.
-¿Crees que no sería amistoso decirte que tengo que hacer? -preguntó
con voz humilde y tímida.
-No creí nunca, a fe mía -contestó el molinero-, que fuese mucho
pedirte, teniendo en cuenta que acabo de regalarte mi carretilla, pero
claro es que lo haré yo mismo si te niegas.
-¡Oh, de ningún modo! -exclamó el pequeño Hans, saltando de su cama.
Se vistió y fue al granero.
Trabajó allí durante todo el día hasta el anochecer, y al ponerse el
sol, vino el molinero a ver hasta dónde había llegado.
-¿Has tapado el boquete del techo, pequeño Hans? -gritó el molinero
con tono alegre.
-Está casi terminado -respondió Hans, bajando de la, escalera.
-¡Ah! -dijo el molinero- No hay trabajo tan delicioso como el que se
hace por otro.
-¡Es un encanto oírte hablar! -respondió el pequeño Hans, que
descansaba secándose la frente- Es un encanto, pero temo no tener yo nunca
ideas tan hermosas como tú.
-¡Oh, ya las tendrás! -dijo el molinero-; pero habrás de tomarte más
trabajo. Por ahora no posees más que la práctica de la amistad. Algún día
poseerás también la teoría.
-¿Crees eso de verdad? -preguntó el pequeño Hans.
-Indudablemente -contestó el molinero-. Pero ahora que has arreglado
el techo, mejor harás en volverte a tu casa a descansar, pues mañana
necesito que lleves mis carneros a la montaña.
El pobre Hans no se atrevió a protestar, y al día siguiente, al
amanecer, el molinero condujo sus carneros hasta cerca de su casita y Hans
se marchó con ellos a la montaña. Entre ir y volver se le fue el día, y
cuando regresó estaba tan cansado, que se durmió en su silla y no se
despertó hasta entrada la mañana.
-¡Qué tiempo más delicioso tendrá mi jardín! -se dijo, e iba a
ponerse a trabajar; pero por un motivo u otro no tuvo tiempo de echar un
vistazo a sus flores; llegaba su amigo el molinero y le mandaba muy lejos
a recados o le pedía que fuese a ayudar en el molino. Algunas veces el
pequeño Hans se apuraba grandemente al pensar que sus flores creerían que
las había olvidado; pero se consolaba pensando que el molinero era su
mejor amigo.
-Además -acostumbraba a decirse- va a darme su carretilla, lo cual es
un acto de puro desprendimiento.
Y el pequeño Hans trabajaba para el molinero, y éste decía muchas
cosas bellas sobre la amistad, cosas que Hans copiaba en su libro verde y
que releía por la noche, pues era culto.
Ahora bien; sucedió que una noche, estando el pequeño Hans sentado
junto al fuego, dieron un aldabonazo en la puerta.
La noche era negrísima. El viento soplaba y rugía en torno de la casa
de un modo tan terrible, que Hans pensó al principio si sería el huracán
el que sacudía la puerta.
Pero sonó un segundo golpe y después un tercero más violento que los
otros.
-Será de algún pobre viajero -se dijo el pequeño Hans y corrió a la
puerta.
El molinero estaba en el umbral con una linterna en una mano y un
grueso garrote en la otra.
-Querido Hans -gritó el molinero-, me aflige un gran pesar, mi chico
se ha caído de una escalera, hiriéndose. Voy a buscar al médico. Pero vive
lejos de aquí y la noche es tan mala, que he pensado que fueses tú en mi
lugar. Ya sabes que te doy mi carretilla. Por eso estaría muy bien que
hicieses algo por mí en cambio.
-Seguramente -exclamó el pequeño Hans-; me alegra mucho que se te
haya ocurrido venir. Iré en seguida. Pero debías dejarme tu linterna,
porque la noche es tan oscura, que temo caer en alguna zanja.
-Lo siento muchísimo -respondió el molinero-,pero es mi linterna
nueva y sería una gran pérdida que le ocurriese algo.
-¡Bueno, no hablemos más! Me pasaré sin ella -dijo el pequeño Hans.
Se puso su gran capa de pieles, su gorro encarnado de gran abrigo, se
enrolló su tapabocas alrededor del cuello y partió.
¡Qué terrible tempestad se desencadenaba!
La noche era tan negra, que el pequeño Hans no veía apenas, y el
viento tan fuerte, que le costaba gran trabajo andar.
Sin embargo, él era muy animoso, y después de caminar cerca de tres
horas, llegó a casa del médico y llamó a su puerta.
-¿Quién es? -gritó el doctor, asomando la cabeza a la ventana de su
habitación.
-¡El pequeño Hans, doctor!
-¿Y qué deseas, pequeño Hans?
-El hijo del molinero se ha caído de una escalera y se ha herido y es
necesario que vaya usted en seguida.
-¡Muy bien! -replicó el doctor.
Enjaezó en el acto su caballo, se calzó sus grandes botas, y,
cogiendo su linterna, bajó la escalera. Se dirigió a casa del molinero,
llevando al pequeño Hans a pie, detrás de él.
Pero la tormenta arreció. Llovía a torrentes y el pequeño Hans no
podía ni ver por dónde iba, ni seguir al caballo.
Finalmente, perdió su camino, estuvo vagando por el páramo, que era
un paraje peligroso lleno de hoyos profundos, cayó en tino de ellos el
pobre Hans y se ahogó.
A la mañana siguiente, unos pastores encontraron su cuerpo flotando
en una gran charca y le llevaron a su casita.
Todo el mundo asistió al entierro del pequeño Hans porque era muy
querido. Y el molinero figuró a la cabeza del duelo.
-Era yo su mejor amigo -decía el molinero-; justo es que ocupe el
sitio de honor.
Así es que fue a la cabeza del cortejo con una larga capa negra; de
cuando en cuando se enjugaba los ojos con un gran pañuelo de hierbas.
-El pequeño Hans representa ciertamente una gran pérdida para todos
nosotros -dijo el hojalatero una vez terminados los funerales y cuando el
acompañamiento estuvo cómodamente instalado en la posada, bebiendo vino
dulce y comiendo buenos pasteles.
-Es una gran pérdida, sobre todo para mí -contestó el molinero-. A fe
mía que fui lo bastante bueno para comprometerme a darle mi carretilla y
ahora no se qué hacer de ella. Me estorba en casa, y está en tal mal
estado, que si la vendiera no sacaría nada. Os aseguro que de aquí en
adelante no daré nada a nadie. Se pagan siempre las consecuencias de haber
sido generoso.
-Y es verdad -replicó la rata de agua después de una larga pausa.
-¡Bueno! Pues nada más -dijo el pardillo.
-¿Y qué fue del molinero? -dijo la rata de agua.
-¡Oh! No lo sé a punto fijo -contesto el pardillo y verdaderamente me
da igual.
-Es evidente que su carácter de usted no es nada simpático -dijo la
rata de agua.
-Temo que no haya usted comprendido la moraleja de la historia
-replicó el pardillo.
-¿La qué? -gritó la rata de agua.
-La moraleja.
-¿Quiere eso decir que la historia tiene una moraleja?
-¡Claro que sí! -afirmó el pardillo.
-¡Caramba! -dijo la rata con tono iracundo- Podía usted habérmelo
dicho antes de empezar. De ser así no le hubiera escuchado, con toda
seguridad. Le hubiese dicho indudablemente: «¡Psé!», como el crítico. Pero
aun estoy a tiempo de hacerlo.
Gritó su «¡Psé!» a toda voz, y dando un coletazo, se volvió a su
agujero.
-¿Qué le parece a usted la rata de agua? -preguntó la pata, que llegó
chapoteando algunos minutos después- Tiene muchas buenas cualidades, pero
yo, por mi parte, tengo sentimientos de madre y no puedo ver a un solterón
empedernido sin que se me salten las lágrimas.
-Temo haberle molestado -respondió el pardillo-. El hecho es que le
he contado una historia que tiene su moraleja.
- ¡Ah, eso es siempre una cosa peligrosísima! -dijo la pata.
-Y yo comparto su opinión en absoluto.

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