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miércoles, 5 de enero de 2011

PRÍNCIPE Y MENDIGO -- MARK TWAIN -- 1ªparte



PRÍNCIPE Y MENDIGO

MARK TWAIN

 1ªparte

Voy a contaros un cuento, tal como me fue relatado por cierta persona que lo sabía por su padre, el cual, a su vez, se lo había oído igualmente explicar a su progenitor... y así sucesivamente, de generación en generación, durante más de trescientos años, los padres lo transmitían a los hijos, y éstos lo conservaban en la memoria. Tal vez se trata de una historia, quizá únicamente de una leyenda o de una tradición, pero pudo haber ocurrido. Es posible que los sabios y los perspicaces lo creyeran cierto, pero también puede ser que únicamente los ignorantes y los ingenuos lo encontraran agradable y lo creyeran real.
  1. Nacimiento del príncipe y del Mendigo

En la antigua ciudad de Londres, cierto día de otoño del segundo cuarto del siglo m, nació un niño en el hogar de una familia pobre, apellidada Canty, que no lo deseaba. El mismo día nació otro niño inglés en una familia acaudalada conocida por el nombre de Tudor, que sí lo deseaba. Y no lo esperaba con menos anhelo todo Inglaterra. Gran Bretaña lo había ansiado y lo había pedido a Dios durante tanto tiempo, que el pueblo, al ver su ilusión realizada, se volvió medio loco de alegría. Durante varios días y varias noches, personas que apenas se conocían, se abrazaban y se besaban llorando, todo el mundo se tomó un día de jubilosa holganza, aristócratas y vasallos, ricos y pobres lo celebraron con festines, con danzas, canciones y borracheras. De día, Londres ofrecía un espectáculo digno de verse: alegres ondeaban las banderas en balcones y azoteas, y espléndidos desfiles recorrían las calles. Por la noche, había otro espectáculo no menos digno de admiración: grandes hogueras en todas las esquinas, rodeadas de gentío que armaba gran algazara. No se hablaba en toda Inglaterra más que del recién nacido Eduardo Tudor, príncipe de Gales, que se hallaba tendido entre sedas y rasos, ignorante de todo aquel bullicio y de las atenciones y cuidados que le prodigaban grandes lores y distinguidas damas, ajenos por esta razón a la diversión general. Pero no se hablaba en absoluto del otro pequeño, Tom Canty, envuelto en miserables andrajos, excepto entre sus familiares mendigos, a quienes venía a perturbar con su presencia.
  1. La infancia de Tom

Pasemos por alto unos cuantos años.
Londres contaba ya mil quinientos de existencia y era una gran ciudad, al menos para aquella época. Tenía cien mil habitantes, y según algunos, el doble de esta cifra. Las calles eran muy angostas, sinuosas y sucias, particularmente en el barrio donde vivía Tom Canty, no lejos del Puente de Londres. Las casas eran de madera, con el segundo piso más saliente que el primero, y el tercero asomando los codos por encima del segundo. Cuanto más altas, más anchas eran las casas. Eran esqueletos de gruesas vigas entrecruzadas, con sólido material intermedio, revestido de yeso. Dichas vigas estaban pintadas de rojo, de azul o de negro, según el gusto del dueño, y esto daba a aquellas casas un aspecto muy pintoresco. Las ventanas, pequeñas y con vidrieras formadas por cristalitos en forma de rombo, se abrían hacia el exterior, sobre goznes, como las puertas.
La casa en que vivía el padre de Tom estaba situada en un inmundo callejón sin salida, llamado Offal Court, cercano a Pudding Lane. Era pequeña, vetusta y destartalada, pero albergaba numerosas familias indigentes que vivían en ella lamentablemente hacinadas. La tribu de Canty ocupaba una habitación en el tercer piso. La madre y el padre tenían una especie de camastro en un rincón, pero Tom, la abuela de éste y sus dos hermanas, Bet y Nan, no sufrían tal restricción, pues disponían de todo el cuarto y podían dormir donde mejor les parecía. Había allí los restos de una o dos, mantas y algunos haces de paja vieja y sucia, pero a aquello no podía llamársele propiamente camas, porque no estaban dispuestas debidamente; eran montones de paja, acumulada por la mañana a puntapiés y repartida por la noche en pilas para que sirviera de lecho.
Bet y Nan eran gemelas y tenían quince años. Dos muchachitas de buen corazón, desaseadas, harapientas y muy ignorantes. Su madre se parecía a ellas, pero el padre y la abuela eran un par de demonios que se embriagaban siempre que tenían ocasión de hacerlo, y entonces se pegaban o dirigían sus golpes al primero que se interponía entre ellos; borrachos o serenos blasfemaban y echaban maldiciones sin parar. Juan Canty era ladrón y su madre pordiosera. Convirtieron en mendigos a sus hijos, pero no lograron que fueran ladrones. Entre la horrible chusma que vegetaba en aquella morada se hallaba un bondadoso sacerdote anciano, a quien el rey había dejado sin casa ni hogar, con sólo una pensión de unos cuantos peniques; éste solía preocuparse de los niños y les enseñaba en secreto a encaminarse por la senda del bien. El padre Andrés enseñó también a Tom algo de latín y a leer y escribir; y lo mismo hubiera hecho con las niñas si éstas no hubieran temido la burla de sus jóvenes amigas, que no habrían podido sufrir un beneficio moral tan peligroso para ellas.
Todo Offal Court era una colmena en todo igual a la casa de Canty. Las borracheras, las peleas y los altercados estaban, no a la orden del día, sino de toda la noche. Las cabezas rotas eran, en aquel lugar, cosa tan corriente como el hambre. Sin embargo, el pequeño Tom no era desdichado. Lo pasaba muy mal, pero no se daba cuenta de su situación. Todos los muchachos de Offal Court se hallaban en idénticas circunstancias y, por lo tanto, suponía que aquella vida era normal y agradable. Cuando por la noche volvía a su casa con las manos vacías, sabía que su padre le maldeciría y le propinaría una paliza en concepto de bienvenida, y cuando él se hubiese cansado de azotarle, su repulsiva abuela repetiría el vapuleo corregido y aumentado; no ignoraba tampoco que en el silencio de la noche, su madre hambrienta se acercaría cautelosamente a él para darle a escondidas algún miserable mendrugo que hubiera podido guardarle, aunque hambre no le faltaba para comérselo ella misma y a pesar de que era con frecuencia descubierta al llevar a cabo aquella especie de traición y brutalmente golpeada por su marido.
No, la vida de Tom transcurría bastante bien, particularmente en verano. Mendigaba únicamente lo necesario para comer, pues las leyes contra la mendicidad eran muy severas y las penas muy graves, y pasaba largas horas escuchando las encantadoras leyendas y los viejos cuentos y fábulas que le relataba el buen padre Andrés, pobladas de gigantes, hadas, enanos, genios, castillos encantados, y fastuosos reyes y príncipes. Su cabeza se fue llenando de visiones fantásticas, y más de una noche, tendido en su yacija inmunda, en plena oscuridad, fatigado, hambriento y dolorido por la acostumbrada paliza, daba rienda suelta a su imaginación infantil y, olvidando su sufrimiento y sus pesares, pronto se representaba deliciosas escenas de la vida regalada de un príncipe mimado. Entonces comenzó a sentirse dominado, noche y día, por el deseo de ver por sus propios ojos un príncipe de carne y hueso. Comunicó una vez su ardiente anhelo a uno de sus compañeros de Offal Court, pero éstas le hicieron objeto de tal rechifla, que desde entonces Tom decidió guardar para sí el secreto de sus sueños.
Leía con frecuencia los viejos libros del sacerdote, y conseguía que éste se los explicara detalladamente. Poco a poco, los sueños y las lecturas produjeron un cambio en su temperamento. Los personajes que veía en sueños eran tan elegantes que empezó a lamentar su propio modo de vestir tan harapiento y desaseado, y al compararse con ellos sintió el deseo de verse limpio y mejor trajeado. Pero siguió jugando y divirtiéndose en el lodo. Sin embargo, en vez de echarse al Támesis únicamente para solazarse braceando, como solía hacerlo, empezó ahora a considerar el baño como un medio de aseo muy apreciable.
Tom podía, pues, ir ahora a las ferias y fiestas de mayo de Cheapside y de otros distritos, y de cuando en cuando, entre los habitantes de Londres, tenía ocasión de ver alguna parada militar, cuando algún personaje caído en desgracia era llevado a la Torre, prisionero, por tierra o en bote. Cierto día de verano vio quemar a la pobre Ana Askew y a tres hombres en una hoguera en Smithfield. Y oyó el sermón de un antiguo obispo, que no le interesó en absoluto. Sí, en conjunto, la vida de Tom era variada y bastante agradable.
Poco a poco, las lecturas y los sueñas de Tom sobre la vida principesco produjeron a éste un efecto tan profundo que comenzó, inconscientemente, a actuar como un príncipe. Su manera de hablar y sus modales se volvieron curiosamente corteses y ceremoniosos, lo cual produjo sorpresa e hilaridad entre sus familiares. Pero la influencia de Tom entre aquellos jovenzuelos iba en aumento de día en día, y con el tiempo acabaron por mirarle con cierto temor respetuoso, como a un ser superior. ¡Parecía tan instruido! ¡Y hablaba y obraba tan admirablemente! Y, además, ¡era tan reflexivo y sabio! Los consejos, advertencias y actos de Tom eran comunicados por los niños a sus padres, y éstos comenzaron a contar todo lo que se refería al muchacho, considerando a Tom Canty como una criatura extraordinaria y prodigiosa. Las personas mayores sometían sus dificultades al juicioso criterio de Tom, y quedaban con frecuencia asombradas ante el acierto de sus sabias decisiones. Por ello se convirtió en un héroe para todos los que le conocían, excepto para su propia familia, porque ésta no sabía descubrir en él nada extraordinario.
Por su cuenta, al cabo de algún tiempo, Tom organizó una corte figurada, en la que él era el príncipe, y sus compañeros más apreciados actuaban de guardias de palacio, de escuderos, de cortesanos y de familia real. Diariamente el supuesto príncipe era recibido con muy estudiada ceremonia, que Tom había copiado de sus lecturas novelescas. También eran debatidos, cada día, los problemas de aquel reino de pantomima en real consejo, y cotidianamente Su Alteza fingida, dictaba decretos a sus ejércitos, a su marina y a sus virreyes imaginarios. Después de todo lo cual se escabullía con sus andrajos para ir a pedir limosna, para lograr algunos peniques y comer su acostumbrado mendrugo, seguido de las consabidas maldiciones y de la paliza, para echarse, finalmente, encima del montón de paja nauseabunda donde, en sueños, volvía a repetirse su delirio de grandezas.
Y día tras día, fue aumentando su deseo ansioso de ver un príncipe verdadero, de carne y hueso, hasta que llegó a absorber todos sus demás anhelos y se convirtió en la única aspiración de su vida.
Cierto día de enero, en su habitual recorrido de pordiosero, vagabundeando melancólicamente por el distrito de Mincing Lane y de Little East Cheap, descalzo y aterido, contemplaba los escaparates de un fonducho y se extasiaba ante las empanadas de cerdo y otros manjares torturadores, puesto que todas aquellas cosas exquisitas estaban, indudablemente, destinadas a los ángeles, a juzgar por su delicioso aroma, y él nunca había tenido la suerte de poder comer ninguna. Caía una lluvia helada, la atmósfera era sombría y el día en extremo desapacible; Tom, por la noche, llegó a su casa tan empapado, abatido y hambriento, que su padre y su, abuela no pudieron contemplar su deplorable estado sin sentirse conmovidos, aunque a su manera, y se apresuraron a propinarle una gran paliza y le mandaron a la cama. Durante largo rato, el hambre, el dolor que le producían los golpes recibidos y las blasfemias que oía resonar en el edificio, le impidieron conciliar el sueño. Pero, por fin, sus pensamientos se elevaron, muy lejos, hacia países imaginarios y se durmió en compañía de jóvenes príncipes y soñó que vivían en vastos palacios, atendidos por criados que les halagaban constantemente o iban volando a ejecutar sus órdenes; y entonces, como de costumbre, soñó que él era también príncipe, y durante toda la noche se meció en el deleite esplendoroso de su condición regia; se hallaba rodeado de encopetados caballeros y de distinguidas damas, en un ambiente de luz, de perfumes y de música religiosa, y correspondiendo con sonrisas y ligeras reverencias principescas a las respetuosas cortesías de que le hacía objeto aquella multitud de cortesanos que se apartaba ceremoniosamente para permitirle el paso.
Y cuando se despertó por la mañana y se dio cuenta de la miseria que le rodeaba, su sueño principesco produjo el efecto habitual: intensificó mil veces la sordidez de todo lo que le rodeaba. Y entonces vino la amargura, el tormento del corazón y las lágrimas.
  1. El encuentro de Tom con el príncipe

Tom se levantó hambriento, y hambriento abandonó también su pocilga, pero con el pensamiento acariciado por los esplendores de sus dulces sueños nocturnos. Vagabundeó de un lado a otro de la ciudad, sin fijarse apenas hacia dónde se dirigía o en lo que ocurría a su alrededor. La gente le daba empujones y le prodigaba insultos, pero todo pasaba desapercibido para aquel muchacho meditabundo. Poco a poco se fue alejando hasta llegar a Temple Bar, el distrito más apartado de su casa, que alcanzaba la primera vez en aquella dirección. Se detuvo y reflexionó un momento, y sumido de nuevo en sus fantasías franqueó las murallas de Londres. Strand, en aquella época, había dejado de ser una carretera y se consideraba como una calle, pero de construcción muy irregular, pues aunque tenía una hilera bastante compacta de casas en uno de sus lados, en el otro sólo había unos cuantos grandes edificios muy distanciados, palacios de nobles acaudalados, con hermosos parques anchurosos que se extendían hasta el río, parques que actualmente se hallan cubiertos de vulgares casuchas de piedra y ladrillo.
Allí divisó Tom el villorio de Charing, y se quedó contemplando la espléndida cruz que hizo instalar en aquel lugar un amargado soberano de tiempos antiguos. Luego siguió lentamente por una agradable carretera que, dejando atrás el majestuoso palacio del gran cardenal, llevaba a otro palacio todavía mayor y más imponente, que se alzaba más allá de Westminster. Tom quedó asombrado ante aquella mole gigantesca de mampostería, con sus extensas alas, los amenazadores bastiones y torrecillas, la gran entrada de piedra con sus rejas doradas, magníficamente ornamentada con colosales leones de granito y otros símbolos y emblemas de la realeza inglesa. ¿Iba por fin a ver realizado el anhelo que atormentaba su alma? Aquello era, en efecto, el palacio de un rey. ¿ No le cabía ahora la esperanza de ver a un príncipe de carne y hueso, si tenía a bien concedérselo la Providencia?
A cada lado de aquella verja dorada había una estatua viviente, es decir, un hombre en armas, tieso, erguido, majestuoso e inmóvil, cubierto dé pies a cabeza por una armadura de bruñido acero. A respetuosa distancia se hallaban numerosos campesinos y gente de la ciudad, esperando la ocasión de ver Fugazmente a algún personaje regio. Espléndidos carruajes con personas de calidad en el interior y elegantes lacayos llegaban y salían por otras varias puertas suntuosas que daban paso al real recinto.
El pobre Tom, con su aspecto harapiento, se acercó allí y, con el corazón palpitante, se deslizaba poco a poco, tímidamente y con esperanza creciente, por delante de los centinelas, cuando de pronto vio a través de las doradas rejas un espectáculo que casi le hizo prorrumpir en gritos de júbilo. Dentro del real recinto había un muchacho esbelto, de tez morena, curtida por los ejercicios deportivos y los juegos al aire libre cuyo traje de seda y raso resplandecía cubierto de joyas. Llevaba espada y daga al cinto, calzaba lindas zapatillas con tacones rojos y ostentaba en la cabeza un elegante sombrerito carmesí con graciosas plumas colgantes sujetadas por relucientes gemas. Junto a él había varios caballeros que lucían vistosos trajes... y que, indudablemente, eran sus criados. ¡Oh! ¡Era un príncipe, un príncipe de veras, vivo, real..., no cabía duda! ¡Por fin había escuchado la Providencia la plegarla de un desdichado niño mendigo!
Tom no podía apenas respirar a causa de su extrema excitación y en sus ojos brillaban destellos de admiración y de delicia. En su espíritu sólo quedó lugar para un único deseo, el de acercarse al príncipe y contemplarlo con mirada devoradora. Antes de darse cuenta de lo que hacía, tenía ya la cara pegada a los barrotes de la reja, pero inmediatamente uno de los centinelas le apartó de allí con violencia y, de un empujón, lo mandó dando tumbos contra la multitud de aldeanos babiecas y de ociosos ciudadanos londinenses.
¡Ten cuidado con lo que haces, mocoso pordiosero!
La muchedumbre hizo muecas y prorrumpió en carcajadas, pero el joven príncipe se precipitó hacia la verja con el rostro encendido y los ojos echando chispas de indignación y exclamó:
¡Cómo te atreves a tratar de esta manera a un pobre muchacho! ¡Cómo te atreves, aunque fuese el más insignificante de los vasallos de mi padre! ¡Abre la verja y déjale entrar!
Entonces habríais visto cómo aquella multitud voluble se descubrió respetuosamente y comenzó a aplaudir con gritos Tic: «¡Viva el príncipe de Gales!»
Los soldados presentaron armas con sus al bardas, abrieron la verja y volvieron a presentar armas cuando el pequeño príncipe de la pobreza, cubierto de harapos, entró y estrechó la mano al príncipe de la abundancia ilimitada.
Eduardo Tudor dijo:
Me parece que estás fatigado y hambriento y que sufres malos tratos. Ven conmigo.
Media docena de criados se abalanzaron para... ignoro para qué; indudablemente para interponerse, pero el príncipe los hizo a un lado con un gesto verdaderamente regio que les dejó clavados en el sitio donde se hallaban, como si de otras estatuas se tratara. Eduardo acompañó a Tom a una rica estancia de palacio, que dijo era su gabinete, y, por orden suya trajeron manjares como Tom no había saboreado ni visto jamás, a no ser en los libros que leía. El príncipe, con delicadeza y educación principescas, mandó a los criados que se retiraran con objeto de que su humilde huésped no se sintiera avergonzado por sus miradas de reprobación; luego se sentó a su lado y empezó a hacer preguntas a Tom mientras éste comía:
¿Cómo te llamas, muchacho?
Tom Canty, para serviros, señor.
Tienes un nombre extraño. ¿Dónde vives?
En la ciudad, con vuestra venia, señor. En Offal Court, cerca de Pudding Lane.
¿Offal Court? Este nombre también es raro. ¿Tienes padres?
Tengo padre y madre, señor, y, además, una abuela que no me merece el menor aprecio, y Dios me perdone si cometo pecado al decir tal cosa... Tengo también dos hermanas gemelas, Nan y Bet.
Entonces, por lo que veo, tu abuela no se muestra muy bondadosa para contigo...
Ni para con nadie, y perdone Vuestra Alteza. Tiene un corazón perverso y no pasa un momento sin planear alguna fechoría.
¿Te maltrata?
A veces no, porque está ebria o dormida, pero cuando recobra el juicio me lo compensa con tremendas palizas.
Los ojos del príncipe brillaron de indignación, al mismo tiempo que exclamaba:
¡Cómo! ¿Palizas?
En efecto, señor.
¡Propinarte palizas a ti, que eres tan pequeño y tan débil! Te aseguro que antes de anochecer esa vieja estará encerrada en la Torre. Mi padre, el rey...
Perdonad, señor, pero olvidáis su baja condición. La Torre es sólo para los grandes.
Es verdad. No he caído en eso. Meditaré otro castigo. ¿Y tu padre te trata con cariño?
Ni más ni menos que mi abuela, señor.
Por lo visto, todos los padres se parecen. El mío, por ejemplo, tampoco se queda manco. Corrige con mano dura, pero a mí no me castiga, aunque, a decir verdad, a veces me dedica epítetos atroces. ¿Y tu madre, cómo te trata?
Es muy buena, señor, y no me da disgustos ni me causa penas de ninguna clase. Y en esto Nan y Bet son como ella.
¿Qué edad tienen?
Quince arios, señor.
La princesa Isabel, mi hermana, tiene catorce años, y mi prima Juana Grey tiene la misma edad que yo. Es muy bonita y graciosa. En cambio, mi hermana María, con su aspecto taciturno y... Escucha. ¿Prohíben tus hermanas a sus criados que sonrían para que el pecado no corrompa sus almas?
¿Mis hermanas? ¡Oh, señor! Pero ¿creéis que mis hermanas tienen criados?
El príncipe se quedó contemplando al pequeño mendigo y luego le dijo:
¿Y por qué no he de creerlo? ¿Quién las desnuda al acostarse y quién las viste cuando se levantan?
Nadie señor. ¿Os parece que tendrían que quitarse su vestido y dormir desnudas como las bestias?
¿Su vestido? Pero ¿es que no tienen más que uno?
¡Oh, Alteza! ¿Qué harían con más de uno? La verdad es que cada una de ellas no tiene más que un cuerpo.
¡Vaya idea curiosa y sorprendente! Dispensa, chico, no lo he dicho en tono de mofa. Pero tu buena Nan y tu Bet tendrán en breve excelentes trajes y lacayos; yo haré que mi mayordomo se cuide de ello. Y no me des las gracias, porque no vale la pena. Té expresas con corrección y con gracia. ¿Estás bien instruido?
Ignoro si lo estoy o no lo estoy, señor. Un buen sacerdote, a quien llaman el padre Andrés, tuvo la bondad de enseñarme lo que explican sus libros.
¿Sabes latín?
Sí, pero muy poco, señor.
Apréndelo, muchacho. Es difícil solamente al principio. El griego es más complicado, pero ni éste ni ningún otro idioma son difíciles, creo yo, para la princesa Isabel y para mi prima. ¡Ya oirás cómo hablan! Pero explícame lo de Offal Court. ¿Llevas allí una vida agradable?
Sí, en verdad, señor, excepto cuando paso hambre. Se dan representaciones de títeres y de monos... ¡Qué animalitos estrafalarios pero qué bien vestidos van! Además, hay comedias en las que los actores vociferan y se pelean hasta matarse todos... Es un espectáculo muy bonito y no cuesta más que un cuarto de penique, aunque muchas veces uno no puede disponer de esta moneda.  
Cuéntame más cosas.
De vez en cuando los chicos de Offal Court nos liamos a palos con una estaca, a la manera de principiantes, señor.
Los ojos del príncipe centellearon.
¡Caramba! Pues eso no me desagradaría –contestó. Continúa, continúa.
Nos desafiamos a correr, señor, para ver cuál de nosotros es el más veloz.
Eso también me gustaría mucho. Ve diciendo.
En verano, señor, vadeamos y nadamos en los canales y en el río, y nos chapuzamos y nos remojamos los unos a los otros a manotazos, sumergiéndonos entre gritos y piruetas, y...
Daría yo todo el reino de mi padre para poder disfrutar ahora mismo de todo eso. Continúa, continúa.
Bailamos y cantamos en torno de la alegoría de mayo en Cheapside; jugamos en la arena, cubriendo cada cual con ella a su vecino, y a veces hacemos tortas de barro. ¡Oh, qué barro delicioso, no hay otro igual en el mundo para divertirse jugando! Nos revolcamos casi en él, y perdone Vuestra Alteza.
¡Cállate, por favor! ¡Qué delicioso! Si yo pudiera vestirme con unos harapos como los tuyos, descalzarme y chapotear en el barro, aunque no fuera más que una sola vez, una sola, sin que nadie me regañase, creo que sería capaz de renunciar a la corona.
Y si yo pudiera vestirme como vos, señor, únicamente una vez...
¡Ah! ¿Te gustaría? Pues lo lograrás. Quítate tus andrajos y ponte mi ropa esplendoroso. Será una felicidad muy pasajera, pero no por ello dejaremos de disfrutarla menos. Nos divertiremos los dos tanto como nos sea posible durante unas horas, y volveremos a cambiarnos los trajes antes de que venga alguien a molestarnos.
Pocos minutos más tarde, el joven príncipe de Gales se había ataviado con los lamentables harapos de Tom y el pequeño príncipe de la pobreza vestía el lujoso traje y ostentaba las plumas de la realeza. Los dos fueron a contemplarse ante un espejo y, ¡oh, milagro!, no parecía haber cambio ni diferencia alguna entre ambas. Se miraron uno a otro, dirigieron luego la vista al cristal, y se miraron de nuevo. Por fin, el príncipe, asombrado, dijo:
¿Qué te parece?
¡Ah, generoso señor, no me pidáis que conteste! Un muchacho de mi condición no debe ni puede decir lo que piensa.
Pues ya te lo diré yo. Tienes el mismo cabello, los mismos ojos, la misma voz, idénticas maneras e igual perfil, estatura y rostro que yo. Si saliésemos por ahí desnudos, nadie sería capaz de reconocer cuál de los dos es el príncipe de Gales. Y ahora que llevo puesta tu ropa me parece que mis sentimientos concuerdan más con los tuyos cuando aquel soldado bruto... Pero ¿qué es eso? Tienes una contusión en la mano...
Sí, pero no tiene importancia, y Vuestra Alteza ya sabe que el pobre soldado...
¡Nada, nada! ¡Ha sido un gesto vergonzoso y cruel! exclamó el joven príncipe, golpeando el suelo con el pie descalzo. Si el rey... Bueno, no des un paso hasta que yo vuelva. ¡Es una orden!
En un abrir y cerrar de ojos cogió un pliego de importancia nacional que había encima de la mesa, lo guardó, cruzó el umbral, y echando a correr por los jardines, salió de palacio cubierto con sus guiñapos, con el rostro encendido y los ojos brillantes. Al llegar a la verja, asió los barrotes de la misma y, pretendiendo moverlos violentamente, gritó:
¡Abrid, abrid la verja!
El soldado que había maltratado a Tom obedeció inmediatamente, y al cruzar el príncipe la puerta, muy sofocado de indignación, el soldado le dio un pescozón contundente, que le hizo rodar dando tumbos hasta la carretera, al mismo tiempo que le decía:
Toma eso, demonio de mendigo, por lo que por tu culpa me ha reprochado Su Alteza.
La multitud prorrumpió en una estrepitosa risotada. Entonces el príncipe se levantó del barro donde había ido a caer y abalanzándose furioso contra el centinela, gritó:
¡Soy el príncipe de Gales, mi persona es sagrada, y te van a ahorcar por haberte atrevido a ponerme la mano encima!
El soldado presentó armas con la alabarda y con tono de mofa exclamó:
Saludo a Vuestra Alteza. Y en seguida añadió, irritado: ¡Largo de ahí, rufián inmundo!
En aquel momento la multitud se congregó con bulliciosa hilaridad en torno del príncipe y comenzó a darle empellones, carretera abajo, al mismo tiempo que gritaba burlonamente: «¡Paso a Su Alteza! ¡Paso al príncipe de Gales!»
  1. Las primeras tribulaciones del príncipe

Después de varias horas de persecución y hostigamiento, el joven príncipe se vio por fin libre de la turba y quedó solo. Mientras pudo aplacar su cólera contra el populacho dirigiéndole amenazas de soberano y órdenes que provocaban la hilaridad general, el príncipe refociló extraordinariamente a la multitud, pero cuando al fin la fatiga le obligó a guardar silencio, ya no sirvió de diversión a sus atormentadores, que fueron en busca de recreo a otra parte. El príncipe, entonces, miró a su alrededor, pero no consiguió reconocer el distrito en que se encontraba; únicamente sabía que estaba en Londres. Continuó andando sin rumbo, y al cabo de un rato, las casas y los transeúntes empezaron a escasear. Bañó sus pies ensangrentados en el arroyo que había en aquella época en el lugar que ocupa hoy la calle de Farringdon, descansó luego unos momentos, volvió después a andar y no tardó en llegar a una gran explanada donde sólo había unas cuantas casas diseminadas aquí y allí y una iglesia que era un verdadero prodigio. El jovencito reconoció aquel templo. Estaba ahora rodeado de andamios, por los que pululaban una multitud de obreros que estaban procediendo a reparar el edificio cuidadosa y minuciosamente. El príncipe se animó en seguida, pensando que se habían acabado sus contratiempos, y dijo para sus adentros: «Esta es la antigua iglesia de los monjes franciscanos, que el rey, mi padre, tomó a los referidos frailes para destinarla a asilo de niños pobres y abandonados, y que ahora es conocida por Hospicio de Cristo. Supongo que acogerán muy gustosamente al hijo del rey que tan generosamente se portó con ellos..., tanto más cuanto q e ese hijo se ve tan pobre y abandonado como cualquiera de los que alberga hoy este asilo, o de os que pueda albergar en lo sucesivo. »
No tardó en hallarse en medio de una multitud de muchachos que corrían y brincaban jugando a la pelota y a saltacabrillas, y se entregaban a otras diversiones en extremo ruidosas. Todos iban vestidos de la misma manera y según la moda de aquellos tiempos entre los criados y aprendices: se cubrían con gorra plana, del tamaño de un plato salsero, que no servía para taparse, dadas sus escasas dimensiones, ni tampoco; de adorno; por debajo de ella les pendía el cabello hasta mitad de la frente, sin raya, y cortado alrededor; llevaban una cinta monacal a manera de cuello, una falda corta azul, muy ceñida que llegaba sólo hasta las rodillas, mangas completas, un ancho cinturón rojo, medias de color chillón, sujetadas por encima de las rodillas, y zapatos bajos con grandes hebillas de metal. Era un uniforme de bastante mal gusto.
Los muchachos interrumpieron sus juegos y se agruparon en torno del príncipe que, con su innata dignidad, dijo:
Escuchad, buenos chicos, decid al director que Eduardo, príncipe de Gales, desea hablarle.
Hubo una risotada general estentóreo, y uno de aquellos mozalbetes, de aspecto rudo, exclamó:
¿Vas a ser tú, quizá, pobre mendigo, mensajero de Su Alteza?
El rostro del príncipe se puso encendido de indignación, y su mano hizo el gesto de empuñar la espada que, naturalmente, no llevaba. Se produjo de nuevo una tempestad de risas y otro de aquellos muchachos dijo:
¿No os habéis fijado? Se figuraba que ceñía espada... Tal vez sea verdaderamente el príncipe.
Estas palabras provocaron nuevas risotadas. Entonces el pobre Eduardo se irguió muy altanero y dijo:
Soy el príncipe, y hacéis muy mal en tratarme de esta vergonzosa manera, precisamente vosotros que vivís de la bondadosa compasión de mi padre.
Lo dicho por el príncipe provocó nueva hilaridad demostrada por repetidas carcajadas. El muchacho que había hablado primeramente vociferó a sus compañeros:
¡Vamos a ver, cerdos esclavos, pensionistas del padre de Su Alteza! ¿Qué hicisteis de vuestros modales? ¡Postraos todos de rodillas y haced completa reverencia a su aspecto regio y a sus reales andrajos!
Con gran bullicio burlesco cayeron a un tiempo todos de rodillas y rindieron a su víctima burlona pleitesía. El príncipe dio un puntapié al muchacho más próximo y gritó, iracundo:
Toma eso de momento, mientras llega el día de mañana en que te haré preparar la horca.
¡Ah! Aquello no era, pues, ya una chanza... e iba perdiendo el carácter de diversión. La risa cesó instantáneamente para dar paso a la furia.
Una docena de muchachos gritaron: «¡Cogedle! ¡Al abrevadero de los caballos! ¿Dónde están los perros? ¡Búscalo, "León"! ¡Búscalo, "Colmillos"! »
Y a estos gritos siguió un espectáculo nunca visto hasta entonces en Inglaterra: la sagrada persona del heredero del trono maltratada por manos plebeyas y atacada y mordida por los perros.
Cuando fue negra noche, el príncipe se encontró muy en el interior de la parte populosa de la capital. Tenía el cuerpo magullado, las manos ensangrentadas y sus andrajos con múltiples salpicaduras de lodo. Siguió vagabundeando, cada vez más desorientado y rendido por la fatiga, tan débil que apenas podía dar un paso. Había cesado de hacer preguntas a los transeúntes, pues con ellas no conseguía más que insultos en lugar de información. No cesaba de repetir, muy quedo: «¡Offal Court! Este es el nombre. Si puedo llegar allí antes de que mis fuerzas estén completamente agotadas y me desplome al suelo, estaré salvado, porque la familia de Tom me llevará a palacio y demostrará que no soy de los suyos, sino el verdadero príncipe, y recobraré lo que me pertenecen Y de vez en cuando volvía a pensar en los malos tratos de que le habían hecho objeto los muchachos salvajes del Hospicio de Cristo, y se decía: «Cuando yo sea rey, no solamente se les dará pan y albergue, sino también enseñanza, porque de poco sirve tener la tripa llena cuando el cerebro y el corazón están hambrientos. No se borrará nunca de mi memoria lo que me ha ocurrido hoy; será una lección que jamás olvidaré. Mi pueblo sufre las consecuencias de su ignorancia, y la instrucción enternece el corazón e induce al hombre a ser noble y caritativo. »
Las luces de la ciudad comenzaron a parpadear, se puso a llover, sopló el viento y la noche se volvió cruda y tormentosa. El príncipe sin hogar, el desamparado heredero del trono de Inglaterra continuaba andando, hundiéndose más y más en el laberinto de destartalados callejones en que se apiñaba un hormiguero de pobreza y de miseria.
De repente, un rufián robusto, borracho, le asió por el cuello y le dijo:
¡Otra vez por la calle a estas horas y sin traer ni un céntimo a casa! ¡Ya me lo figuro! ¡Si es así, y no te rompo todos los huesos de tu cuerpo mezquino, es que no soy Juan Canty!
El príncipe se desprendió de sus garras de un tirón, y frotándose instintivamente su hombro profanado, exclamó con angustiosa impaciencia:
¡Ah! ¿Sois verdaderamente su padre? ¡Dios quiera que sea así, pues entonces iréis por él y me restituiréis a mi palacio!
¿Su padre? ¿Qué quieres decir con eso? Lo que sí sé es que so tu padre, como vas en seguida a comprobar...
¡Oh, no os burléis, no hagáis chanzas, ni os entretengáis! Estoy muy cansado y herido. No puedo resistir más. ¡Conducidme ante el rey, mi padre, y él os recompensará enriqueciéndoos como nunca pudisteis soñar! ¡Creedme, no miento, digo la verdad! ¡Ayudadme y salvadme! Soy el príncipe de Gales.
El hombre le miró asombrado, movió la cabeza y masculló:
Se ha vuelto loco.
Y cogiéndole otra vez por el cuello, con una carcajada sarcástica y una blasfemia, añadió:
¡Pero loco o cuerdo, yo y tu abuela Canty encontraremos los sitios más blandos donde tienes los huesos, o no soy un hombre!
Dicho esto arrastró al príncipe, que no dejaba de resistirse frenéticamente, y desapareció en un patio, seguido por una caterva de sabandijas humanas que expresaba su regocijo bulliciosamente.
  1. Tom en palacio

Tom Canty, al quedar solo en el gabinete del príncipe, supo aprovechar la ocasión. Comenzó a contemplarse por un lado y por otro delante de un gran espejo, admirando su esbeltez y su elegancia. Luego anduvo de un lado para otro imitando al distinguido porte innato del príncipe y sin dejar de observar el efecto que producía en el cristal. Desenvainó después la preciosa espada, hizo una reverencia, besó la hoja de acero y se la puso sobre el pecho, como había visto hacer a un caballero noble, que saludó al lugarteniente de la Torre, hacía unas cinco o seis semanas, cuando puso en sus manos a los grandes lores de Norfolk y Surrey en calidad de prisioneros. Tom se puso a juguetear con la daga adornada con piedras preciosas que pendía de su cinto, examinó los fastuosos adornos de la estancia, probó uno por uno todos los lujosos sillones, y pensó cuán orgulloso se sentiría si la grey de Offal Court pudiera asomarse y verle rodeado de todas aquellas grandezas. Se preguntaba si al volver a su casa creerían el relato de aquella maravillosa circunstancia, o si moverían la cabeza dudando, y dirían quizá que su imaginación exaltada había al final turbado su razón.
Al cabo de media hora se dio cuenta súbitamente de que hacía ya mucho rato que el príncipe estaba ausente, y en el mismo instante empezó a sentirse solo. No tardó en ponerse a escuchar ansioso y dejó de jugar con las bonitas cosas que le rodeaban. Se iba sintiendo cada vez más inquieto, más a disgusto y más desesperado. Si alguien se presentara en aquel momento pensaba y lo encontrara allí ataviado con los trajes del príncipe, sin que éste se hallara presente para explicar lo ocurrido, ¿no le ahorcarían inmediatamente, sin contemplaciones, para averiguar después lo sucedido? Había oído decir que los grandes tenían procedimientos muy expeditivos en los asuntos de poca importancia. Sus temores fueron en aumento, y, tembloroso, abrió cautelosamente la puerta de la antecámara, decidido a huir para ir en busca del príncipe y hallar con él protección y libertad. Seis criados distinguidos y lujosamente trajeados y dos pajes de alto rango, vestidos como mariposas, se pusieron instantáneamente de pie y le hicieron grandes reverencias. Entonces el muchacho retrocedió precipitadamente y cerró la puerta, diciéndose:
«¡Oh! Se están burlando de mí. Ahora irán a contarlo todo. ¿Por qué vine aquí a perder la vida?»  
Se puso a andar por el aposento, dominado por indecibles temores, escuchando y sobresaltándose al más ligero rumor. De pronto se abrió la puerta y un paje vestido de seda anunció:
La princesa Juana Grey.
Se cerró de nuevo la puerta al mismo tiempo que una linda joven, ricamente vestida, se dirigió hacia Tom saltando alegremente, pero se detuvo de pronto, con acento compungido, preguntó:
¡Oh! ¿Qué es lo que os entristece, mi señor?
A Tom le faltó casi el aliento, pero hizo un esfuerzo para balbucear:
¡Oh! ¡Tenedme compasión! No soy señor, sino únicamente el pobre Tom Canty del barrio de Offal Court. Os suplico que me permitáis ver al príncipe, que tendrá a bien devolverme mis andrajos y me dejará salir de aquí indemne. ¡Tened piedad y salvadme!
Y en esta imploración fervorosa, el muchacho se postró de rodillas ante la joven, con los ojos y las manos levantadas a tono con la vehemencia de sus palabras, La joven pareció horrorizada y exclamó:
¡Oh, mi señor! ¡De rodillas... y a mis pies!
Dicho esto, huyó, asustada. Y Tom, anonadado por la desesperación, se desplomó al suelo, murmurando:
Nadie me ayuda, estoy perdido. Ahora vendrán y se me llevarán preso.
Mientras yacía allí, paralizado por el terror, corrían por el palacio muy alarmantes noticias. El susurro (porque era siempre susurro) volaba de criado en criado, de dama a caballero, por los largos corredores, de piso en piso y de salón en salón. «¡El príncipe se ha vuelto loco!. » Pronto, en cada salón, en cada vestíbulo de mármol formaron grupos los caballeros y las señoras encopetados y también las personas de menor rango, igualmente elegantes, conversando afanosamente, pero muy quedo, con aire de desaliento.
En aquel momento apareció por entre los grupos un pomposo oficial que pronunció la solemne proclama:
¡En nombre del Rey! ¡Que nadie dé crédito y divulgue o hable de esa torpe suposición, bajo pena de muerte! ¡En nombre del rey!
Los cuchicheos cesaron instantáneamente como si los murmuradores hubieran quedado mudos.
Poco después hubo un murmullo general a lo largo de los corredores:
¡El príncipe! ¡Mirad, viene el príncipe!
El pobre Tom avanzó lentamente por entre los grupos de palaciegos que le saludaban con respetuosas reverencias, mientras él trataba de corresponder a la atención contemplando con humildad aquella extraña escena con ojos lánguidos y llenos de asombro. A ambos lados de él iban grandes caballeros nobles que le ofrecían el brazo para sostener sus pasos. Tras del muchacho venían los médicos de la corte y algunos criados.
Luego Tom entró en una suntuosa sala del palacio, cuya puerta se cerró así que hubo atravesado el umbral con sus acompañantes. A poca distancia, delante de él, había un hombre recostado muy alto y obeso, con cara ancha y abotargada y expresión severa. El pelo de su voluminosa cabeza era completamente gris, y la barba, que le ceñía el rostro como un marco, era también canosa. Vestía traje de rica tela, pero vieja y algo deshilachado en alguno de sus pliegues. Una de sus piernas hinchadas descansaba apoyada sobre un almohadón y estaba envuelta con vendas. Reinaba el silencio y no hubo cabeza que no se inclinara con reverencia, excepto la de aquel hombre. Aquel inválido de rostro sereno era el temido Enrique VIII. Tomó, al empezar a hablar, una expresión afable y dijo:
¿Cómo va mi señor, mi príncipe Eduardo? ¿Te has propuesto engañarme, burlar a tu padre, el buen rey, que tanto te quiere y tan bien te trata, con una lamentable chunga?
El pobre Tom prestó al comienzo de aquella peroración toda la atención que le permitió la turbación de sus sentidos, pero al oír las palabras de «el buen rey», palideció y cayó instantáneamente de rodillas, como alcanza o por un disparo. Entonces, alzando las manos, exclamó:  
¿Sois vos el rey? ¡Así pues, estoy perdido!
Estas palabras parecieron desconcertar al monarca. Sus ojos comenzaron a vagar de rostro en rostro, extraviados, y luego, atontado, se quedó mirando fijamente al muchacho, y dijo por fin, con tono de profunda decepción:
¡Ay! Me figuraba que el rumor no tenía visos de verosimilitud, pero temo que no es así.
Y con un profundo suspiro y voz afable, prosiguió:
Acércate a tu padre, muchacho, no te encuentras bien.
Sostenido por algunos de los presentes, Tom pudo levantarse y se acercó, humilde y tembloroso, a Su Majestad de Inglaterra. El rey cogió entre sus manos la cabeza de rostro asustado del muchacho, la contempló un momento con fijeza y cariño, como si buscara en ella alguna señal de que recobraba la razón, y estrechándola después tiernamente contra su pecho, dijo:
¿No conoces a tu padre, hijo mío? No destroces el corazón de este anciano; di que me conoces, ¿no es verdad?
Sí, vos sois mi temido señor rey, que Dios guarde.
Es cierto, es cierto..., está muy bien..., cálmate, no tiembles de esta manera. No hay nadie aquí que pretenda hacerte daño. Todos te queremos... ¿Te encuentras mejor? Ha pasado ya la pesadilla, ¿verdad? Y sabes también quién eres tú, ¿no es eso? ¿No volverás a olvidar quién eres como dicen que te ha ocurrido hace poco rato?
Suplico a Vuestra Majestad que me crea. He dicho la pura verdad, mi muy temido señor, pues soy el más insignificante de tus súbditos. Nací mendigo y me hallo aquí por casualidad y por una muy sensible desgracia en la que nada hay que reprocharme. Soy demasiado joven para morir, y vos, señor, podéis salvarme con una sola palabra. ¡Pronunciadla, señor!
¿Morir? Pero no digas eso, mi querido príncipe... ¡Cálmate, tranquiliza tu corazón trastornado, no morirás!
Tom volvió a caer de rodillas con un grito de alegría.
¡Dios os premie vuestra bondad, oh, rey mío, y os salve para bien de vuestro reino!
Entonces se puso de pie de un brinco, miró con cara, jubilosa a los dos palaciegos que le acompañaban y exclamó:
¿Lo habéis oído? No me matarán. Lo ha dicho el rey.
Nadie hizo más movimiento que el de una respetuosa reverencia, ni fue pronunciada una sola palabra. El muchacho vaciló, algo turbado, y volviéndose tímidamente hacia el monarca, le preguntó:
¿Me puedo marchar ahora?
¿Marcharte? Naturalmente, si éste es tu deseo... Pero ¿por qué no te quedas aquí un momento? ¿Adónde quieres ir?
Tom, entornando los párpados, contestó humildemente
Quizá no he comprendido bien, pero me creía libre y me disponía a ir en busca de la pocilga donde nací y fui criado en la más completa miseria, pero alberga a mi madre y a mis hermanas, y por eso es mi hogar, mientras que toda esta fastuosidad a la que no estoy acostumbrado... ¡Oh, señor, dejadme marchar!
El rey guardó silencio y estuvo largo rato taciturno. Sus facciones dejaban traslucir la inquietud creciente. Por fin dijo con tono esperanzado:
Quizá su locura se reduce a este punto, y en todo lo demás razona cuerdamente. ¡Dios lo haga! Tendremos que hacer la prueba.
Seguidamente hizo una pregunta a Tom en latín y el muchacho le contestó débilmente en la misma lengua. El rey expresó su satisfacción y lo mismo hicieron los lores y los médicos. El monarca dijo:
No lo ha hecho con la perfección que exigen su instrucción y su talento, pero la respuesta demuestra que su cerebro está enfermo, pero no completamente desquiciado. ¿Qué os parece a vos, doctor?
El médico a quien el soberano consultaba hizo una gran reverencia y contestó:
Estoy plenamente convencido, señor, de que habéis adivinado la verdad.
Esta declaración alentadora pareció dejar al monarca muy complacido, oída de boca de autoridad tan competente, y prosiguió, muy animado:
Ahora fijaos bien todos; vamos a hacer otra prueba.
Dirigió a Tom una pregunta en francés. El muchacho guardó silencio un momento, turbado al ver todos los ojos que le tenían fija la mirada, y luego dijo con timidez:
No tengo la menor noción de este idioma, Majestad.
El monarca se dejó caer de espalda en el sofá.
Los criados corrieron en su auxilio, pero apartándolos, dijo:
No me molestéis. No es más que un desfallecimiento sin importancia. Levantadme y nada más. Acércate, pequeño. Apoya tu pobre cabeza perturbada sobre el corazón de tu padre y cálmate. Pronto te repondrás. Esto no es más que un ligero desvarío. No tengas miedo. Pronto recobrarás la salud.
Y volviéndose hacia los presentes, cambié su bondadosa actitud, y con ojos que lanzaban chispas de mal presagio, exclamó:
¡Oídme todos! Mi hijo está loco, pero su demencia no es permanente. Es el resultado de un exceso de estudio y también, tal vez, de su vida de confinamiento. ¡Basta, pues, de libros y de profesores! Que cada cual cuide de lo que ordeno. Solazadle con juegos deportivos y entretenedle con toda clase de distracciones amenas, para que pueda recobrar la salud.
Luego, irguiéndose aún con más arrogancia, prosiguió, enérgico:
Está loco, pero es mi hijo y el heredero del trono de Inglaterra. ¡Loco o cuerdo, reinará! Es más, y oíd bien mis palabras y proclamadlas por doquier: ¡todo el que comente su enfermedad labora contra la paz y el orden de mis dominios y será condenado a las galeras! Dadme de beber..., que me estoy abrasando. Esta pena agota mis fuerzas. Retirad la copa..., aguantadme. Así está bien. ¿Conque está loco? Pues aunque lo estuviera de remate, mil veces, no dejaría de ser el príncipe de Gales, y yo el rey lo confirmaré. Mañana mismo será consagrado en su dignidad de príncipe con el ceremonial tradicional. Dad las órdenes oportunas inmediatamente, caballero Hertford.
Uno de los nobles palaciegos hincó la rodilla ante el regio diván, y dijo:
Vuestra Majestad sabe que el gran heraldo hereditario de Inglaterra se halla encarcelado en la Torre, y no conviene que un prisionero...
¡Silencio! ¡No ofendáis mis oídos con ese nombre odioso! ¿Por ventura ese hombre ha de vivir eternamente? ¿Se han de poner obstáculos a mi voluntad? ¿Y tiene que verse el príncipe privado de su dignidad porque, ¡maldita sea!, no hay en el reino un heraldo sin la mácula de la traición para investirle de sus honores? ¡No, por la gloria de Dios! Ordenad a los miembros de mi Parlamento que antes de la nueva aurora me traigan la sentencia de muerte de Norfolk, pues de lo contrario recaerá sobre ellos la sentencia.
La voluntad del rey es ley declaró lord Hertford, y, levantándose, volvió a ocupar su puesto.
Gradualmente, la expresión de ira del viejo monarca se fue disipando y dijo:
Dame un beso, querido príncipe. Vamos, ¿qué temes? ¿No soy tu padre cariñoso?
Sois demasiado bueno para conmigo y no soy digno de vuestra generosidad. ¡Oh, poderoso y magnánimo señor! Conozco vuestra benevolencia, pero... pero... me horroriza pensar en el que va a morir, y...
¡Ah! Esos son tus sentimientos, que dicen mucho en tu favor. Sé que tu corazón continúa siendo el mismo, aunque tu espíritu se haya perturbado, porque siempre tuviste un temperamento muy bondadoso, pero ese duque se interpone entre tú y los honores que te corresponden. Pondré en su lugar otro que no deshonre su elevado cargo. Consuélate, príncipe mío, no tortures más tu cerebro con este asunto.
Pero ¿no soy yo el que precipita su muerte, señor? A no ser por mí, ¿cuánto tiempo hubiera vivido?
No te preocupes por él, príncipe mío, que no lo merece. Bésame otra vez, y ve a jugar y a divertirle, porque mi enfermedad me hace padecer. Ve con tu tío Hertford y tu séquito, y vuelve a mi lado cuando mi cuerpo sienta algún alivio.
Llevaron a Tom fuera de la presencia del monarca con el corazón oprimido, porque la última frase fue un golpe mortal para la esperanza de verse libre que tenía momentos antes. Nuevamente oyó murmurar: «¡Viene el príncipe, viene el príncipe! »
Y su ánimo fue decayendo a medida que iba avanzando entre las dos flamantes hileras de respetuosos cortesanos que le hacían reverencia, pues se dio cuenta de que ahora era verdaderamente un cautivo, y de que podía quedar para siempre encerrado en su dorada jaula, como un príncipe abandonado y sin amigos, a no ser que Dios, siempre bondadoso, se apiadara de él y le dejara en libertad.
Y hacia dondequiera que se volviese le parecía ver flotando en el aire el rostro conocido del gran duque de Norfolk en la cabeza cortada del tronco, con los ojos mirándole fijamente con expresión de profundo reproche.
¡Sus antiguos sueños habían sido muy agradables, pero la realidad era tan lúgubre!
  1. Tom recibe instrucciones

Tom fue conducido al aposento principal de una serie de estancias fastuosas, donde le hicieron sentar, lo cual le repugnaba en gran manera, puesto que se hallaban en presencia de caballeros ancianos y de personas de alto rango. El muchacho les suplicó que se sentaran también, pero todo el mundo permaneció de pie, limitándose a expresar las gracias muy quedo y con repetidas reverencias. Se disponía a insistir, pero su «tío» el conde de Hertford susurró a su oído:
No insistáis, señor, la etiqueta cortesana no admite que se sienten en vuestra presencia.
Anunciaron a lord Saint John, quien, después de rendir pleitesía a Tom, dijo:
Vengo por mandato del rey para un asunto privado. ¿Quiere Su Alteza real dignarse despedir a los presentes, excepto mi señor el conde de Hertford?
Observando que Tom parecía no saber cómo salir del paso, Hertford le dijo en voz baja que hiciera una seña con la mano y no se molestase en hablar a menos que le pareciera bien hacerlo. Cuando se hubieron retirado los allí presentes, lord Saint John dijo:
Su Majestad ordena que, por poderosas razones de Estado, Vuestra Alteza tiene que ocultar su enfermedad por todos los medios que se hallen a su alcance, hasta que recobre la salud y Vuestra Alteza vuelva a ser el mismo de antes. Por lo tanto, Vuestra Alteza no negará a nadie que es el verdadero príncipe y heredero de la grandeza de Inglaterra, mantendrá alta su dignidad principesco, y acogerá sin palabra ni ademán de protesta, la reverencia y pleitesía que se le deben por derecho y por antigua costumbre; no habrá de hacer mención a nadie de ese origen y de esa vida miserables que su dolencia ha creado falsamente en su imaginación sobrecargada; tendrá, además, que procurar urgentemente recordar los rostros conocidos, y cuando no lo consiga, guardará silencio, sin descubrir con expresión de sorpresa o en cualquiera otra forma que los ha olvidado; y en las ceremonias de Estado, siempre que ignore lo que tiene que hacer o decir, no demostrará la menor inquietud a los espectadores curiosos, sino que habrá de pedir consejo sobre el particular a lord Hertford o a mí mismo, vuestro humilde servidor, que tenemos mandato del rey para tal servicio y que habremos de estar siempre al lado de Vuestra Alteza hasta que quede anulada la presente orden. Así lo dispone Su Majestad el rey, que envía sus saludos a Vuestra Alteza Real y ruega a Dios que le conceda la gracia de devolver la salud prontamente a Vuestra Alteza y de teneros ahora y siempre bajo su santa protección.
Lord Saint John hizo una reverencia y se apartó a un lado. Tom contestó resignadamente:
El rey lo ha ordenado. Nadie puede desobedecer los mandatos del soberano, ni ajustarlos a su propia conveniencia, como tampoco puede burlarlos con pícaras evasivas cuando éstos le resultan enojosos. El rey será obedecido.
Entonces lord Hertford dijo:
Respecto a lo que acaba de ordenar Su Majestad el rey sobre los libros y otras cosas serias, ¿le sería W vez grato a Vuestra Alteza pasar el tiempo con tranquilas diversiones, con objeto de que al asistir al banquete no se sienta fatigado?
Las facciones de Tom expresaron extrañeza y cierto rubor al ver que los ojos de lord Saint John se fijaban en él, apesadumbrados. Su Excelencia dijo:
La memoria os es todavía infiel, pues habéis demostrado sorpresa, pero no os preocupéis, porque es un defecto que quedará corregido tan pronto como hayáis mejorado vuestra dolencia. Milord de Hertford se refiere al banquete de la ciudad, al cual Su Majestad el rey prometió que asistiría Vuestra Alteza, hará cosa de dos meses... ¿No os acordáis ahora?
Lamento tener que confesar que lo he olvidado contestó el muchacho, vacilando y poniéndose colorado.
En aquel preciso momento fue anunciada la presencia de la princesa Isabel y de la princesa Juana Grey. Los dos lores cambiaron una mirada significativa y Hertford avanzó rápidamente hacia la puerta. Cuando las jóvenes pasaron por delante de él, les dijo muy quedo:
Os ruego, altezas, que no hagáis caso de su estado de ánimo y de sus extravagancias, pues os dolerá notar que tropieza con toda clase de futilezas.
Mientras tanto, lord Saint John susurraba al oído a Tom:
Os suplico, señor, que no olvidéis el deseo de Su Majestad. Haced lo posible para recordarlo todo... y fingid recordar lo que no os venga a la memoria. Procurad que no se den cuenta de cuán cambiado estáis comparado con vuestro modo de ser de antes, pues ya sabéis cuán tiernamente os tienen en su corazón vuestros antiguos compañeros de juegos y cuál sería la pesadumbre que les causaríais. ¿Queréis, señor, que me quede a vuestro lado... y vuestro tío también?
Tom expresó su asentimiento con un ademán y una palabra murmurada muy quedo, pues iba aprendiendo ya lo que tenía que hacer, y su corazón ingenuo estaba decidido a salir lo más airosamente posible en lo que el rey le había ordenado.
A pesar de todas las precauciones, la conversación entre los jóvenes fue en algunos momentos bastante embarazoso. En efecto, en más de una ocasión, Tom estuvo a punto de confesar su incapacidad para representar aquel papel terrible, pero le salvó el tacto de la princesa Isabel o una simple palabra de uno u otro de los dos lores vigilantes, pronunciada, aparentemente, como por casualidad. Una de las veces, la princesita Juana se volvió de cara a Tom y le aturrulló con esta pregunta:
¿Habéis presentado ya hoy vuestros respetos a Su Majestad la reina, señor?
Tom vaciló, se mostró apurado, y estaba a punto de decir cualquier cosa, fuere o no acertada, cuando lord Saint John tomó la palabra para contestar por él, con la soltura del cortesano acostumbrado a afrontar situaciones delicadas y a saber salir del paso.
Sí, en efecto, señora, y Su Majestad la reina le ha animado mucho respecto al estado de salud de Su Majestad el rey. ¿Verdad, señor?
Tom barboteó unas palabras muy confusas que fueron interpretadas como una aquiescencia a lo dicho por el cortesano, pero comprendió que iba por un terreno peligroso. Poco después se habló de que Tom abandonaría interinamente sus estudios, y la princesita exclamó:
¡Qué lástima! ¡Qué lástima! ¡Tantos progresos que hacíais! Pero tened paciencia, porque esto no durará mucho tiempo. No tardaréis en tener tantos conocimientos como vuestro padre y en dominar tantos idiomas como él, mi buen príncipe.
¡Mi padre! exclamó Tom, que estaba en aquel instante distraído. Estoy seguro que no sabe hablar ni su propia lengua más que para que le entiendan únicamente los cerdos que hay en el cuchitril. Y en lo tocante a otra clase de instrucción...
Alzó los ojos y vio una solemne advertencia en la mirada de milord Saint John.
Guardó silencio, se sonrojó, y luego prosiguió lenta y tristemente:
¡Ah, vuelve a perseguirme mi dolencia y mi espíritu desvaría! No he pretendido manifestar irreverencia para con Su Majestad el rey.
Ya lo sabemos, señor repuso la princesa Isabel, cogiendo entre las suyas la mano de su «hermano», respetuosamente, pero con cariño. No os turbéis por eso. La culpa no es vuestra, sino de la enfermedad que sufrís.
Sois muy amable al consolarme de esta manera, encantadora joven contestó Tom, agradecido, y mi corazón me induce a daros las gracias, si es que puedo ser tan atrevido.
Una vez la atolondrada princesita Juana dijo a Tom una sencilla frase en griego. La perspicacia de la princesa Isabel comprendió en seguida por la serena impasibilidad de la frente de Tom que la flecha no había dado en el blanco, y soltó tranquilamente una verdadera andanada de griego a favor de Tom y en seguida desvió la conversación hacia otro tema.
En general, el tiempo transcurrió agradablemente y sin dificultades. Los escollos y los arrecifes fueron cada vez menos frecuentes, y Tom se sintió poco a poco más a sus anchas al ver que todos estaban tan cariñosamente dispuestos a auxiliarle y a pasar por alto sus equivocaciones. Cuando se traslució que las damitas le acompañarían por la noche al banquete ofrecido al alcalde de la ciudad, el corazón le dio un salto de consuelo y de alegría, pues pensó que ahora, entre toda aquella multitud de extranjeros, no se hallaría falto de amigos, mientras que una hora antes, la sola idea de que las dos princesas iban a acompañarle le hubiera causado un terror insoportable.
Los ángeles guardianes de Tom, los dos lores, habían estado menos tranquilos durante la entrevista que los demás personajes que a ella asistieron. Les parecía que estaban gobernando el timón de una gran embarcación por un canal muy peligroso. Estaban ojo avizor constantemente y se daban cuenta de que su misión no era un juego de niños. Por consiguiente, cuando la visita de las jóvenes tocaba ya a su fin, y fue anunciada la presencia de lord Guilford Dudley, no sólo pensaron que habían llevado a cabo su cometido suficientemente, sino que, además, no se hallaban en la mejor de las disposiciones para poner su barco rumbo al punto de partida y emprender de nuevo una angustiosa travesía. Por lo tanto, aconsejaron respetuosamente a Tom que se excusara, lo que éste hizo de muy buena gana, aunque habría podido observarse una leve sombra de decepción en el semblante de la princesa Juana, cuando oyó que le era negada la admisión al elegante joven.
Hubo una pausa, un silencio expectante, que Tom no acertó a comprender. Miró a lord Hertford, y éste le hizo una seña, pero tampoco logró entenderla. Isabel acudió en su auxilio con su despejada donosura habitual. Hizo una reverencia y dijo:
¿Tenemos permiso de Su Alteza, mi hermano, para marcharnos?
Tom contestó:
Vuestras señorías pueden obtener de mí todo cuanto gusten con sólo pedirlo, pero preferiría concederos cualquier otra cosa que estuviera en mis pobres atribuciones antes que autorizaros para privarme de la luz y el deleite bienhechor de vuestra presencia. ¡Dios os guíe y esté siempre con vosotras!
Dicho esto, sonrió, pensando:
«No en vano viví únicamente entre príncipes en mis lecturas y aprendí en ellas el florido léxico de la realeza. »
Cuando las ilustres damitas se hubieron retirado, Tom se volvió con aire fatigado a sus guardianes, y dijo:
¿Tendrán vuestras señorías la amabilidad de permitirme que me vaya a descansar en cualquier rincón?
A Vuestra Alteza le corresponde mandarnos a nosotros obedecer. En efecto, es necesario que descanséis, puesto que muy en breve tenéis que emprender el viaje a la ciudad.
Tocó una campanilla y se presentó un paje, a quien se dio orden de llamar a sir William Herbert. Este caballero apareció inmediatamente y condujo a Tom a un aposento interior. El primer gesto de Tom fue alcanzar un vaso de agua, pero antes que él, lo cogió un criado vestido de seda y terciopelo que, hincando la rodilla, se lo ofreció en una bandeja de oro.
Luego, el fatigado cautivo se dispuso a quitarse las zapatillas, después de pedir permiso con una mirada tímida, pero otro criado, igualmente vestido de seda y terciopelo, se arrodilló también ante él y le ahorró aquella molestia. El muchacho intentó dos o tres veces más servirse a sí mismo, pero como siempre se le anticipaban con presteza, acabó por ceder con un suspiro de resignación y murmuró:
¡Me asombra que no se empeñen también en respirar por mi cuenta!
En babuchas y envuelto en lujosa bata, se tendió por fin para descansar, pero no pudo dormir, porque su cabeza bullía de pensamientos y la habitación estaba demasiado llena de gente. Como no podía librarse de los primeros, éstos continuaron en su cerebro, y no teniendo bastante tacto para despedir a los segundos, también éstos se quedaron allí con gran contrariedad del príncipe... y de ellos mismos.
Al retirarse Tom habían quedado solos sus dos guardianes, que estuvieron durante un momento meditabundos, paseando por la estancia, moviendo repetidamente sus respectivas cabezas, y, de pronto, lord Saint John dijo:
Francamente, ¿qué estáis pensando?
Pues francamente estoy pensando que el rey se halla en el umbral de la muerte. Mi sobrino está loco..., loco subirá al trono, y continuará demente. ¡Dios proteja a Inglaterra, que mucho lo necesitará!
Así parece, en verdad, pero... ¿no os asaltan las dudas sobre si..., no presentís que... ?
El personaje vacilaba y acabó por guardar silencio. Evidentemente, se daba cuenta de que pisaba un terreno resbaladizo. Lord Hertford se quedó parado delante de él, le miró el rostro fijamente, con ojos de franqueza, y dijo:
Proseguid..., nadie puede oírnos..., ¿dudáis respecto a qué?
Me repugna manifestar lo que estoy pensando, mucho más, puesto que vos sois de su misma sangre, milord... pero después de pediros disculpa, si es que os ofendo, me permitiré preguntamos: ¿no os parece extraño que la demencia pueda haber cambiado hasta tal punto su porte y sus modales? No es que su actitud y sus palabras no corresponden a las de un príncipe, pero difieren siempre en una u otra cosa insignificante de las que le eran peculiares al príncipe anteriormente. ¿No os parece inexplicable, por ejemplo, que la locura haya borrado de su memoria las inconfundibles facciones de su padre, las costumbres y las observancias que a éste le deben todos los que le rodean, y que, dejándole el latín, le haya hecho olvidar el griego y el francés? No os ofendáis, milord, pero calmad mi inquietud y recibid ya por ello mis más expresivas gracias. No puedo olvidar su insistente afirmación de que no es el príncipe y, naturalmente...
Callad, milord, porque vuestras palabras indican traición. ¿Olvidasteis el mandato del rey? Recordad que al escuchaos me hago cómplice de vuestro crimen.
Saint John palideció y se apresuró a añadir:
He faltado, lo confieso. Pero que vuestra cortesía me conceda la gracia de no delatarme. No volveré a hablar de eso, ni siquiera a pensarlo. No os mostréis inclemente para conmigo, milord, pues de lo contrario estoy perdido.
Estoy satisfecho, milord, y si no faltáis de nuevo, aquí o en presencia de otras personas, será como si no hubierais dicho ni una palabra. Pero no debéis sentir recelos; es hijo de mi hermana. ¿No me son familiares desde que nació, su voz, sus facciones y toda su figura? La locura puede producir esos extraños fenómenos que notáis en él y muchos más todavía. ¿Por ventura habéis olvidado que el viejo barón Marley, al volverse loco, olvidó su propio modo de ser, al que estaba acostumbrado desde hacía sesenta años, hasta el extremo de creer que sus maneras eran las de otra persona? Como sabéis, afirmaba que era el hijo de María Magdalena, y que su cabeza era de vidrio español. Por cierto que no podía sufrir que nadie le tocara, por temor de que una mano atolondrada pudiera romperle la cabeza por inadvertencia. Dejaos de presunciones y de sospechas, mi buen milord. Este es el príncipe auténtico... le conozco perfectamente, y no tardará en ser vuestro rey. Os conviene pensar más en esto que en lo otro...
Después de un rato más de conversación, durante la cual lord Saint John enmendó su yerro lo mejor, que pudo con repetidas protestas de que su fe quedaba desde aquel momento completamente arraigada y que, por lo tanto, no podría sentir nuevos recelos, lord Hertford relevó a su compañero de custodia, y continuó la vigilancia solo. No tardó en quedar sumido en una profunda meditación, y era evidente que, cuanto más reflexionaba, más aturrullado se sentía. De pronto, comenzó a pasear por la estancia y a murmurar para sí:
¡Ah, sí, debe ser el príncipe! ¿Puede haber en el reino alguien capaz de sostener la posibilidad de que existan dos seres tan maravillosamente iguales sin haber nacido en la misma cuna ni ser le la misma sangre? Y aunque fuera así, resultaría aún milagro más extraño que la casualidad hubiese puesto el uno en el lugar del otro. No, ¡es locura, locura, locura!
Y luego siguió diciendo para sus adentros:
Porque si fuese un impostor y se llamara príncipe, sería cosa muy natural, muy lógica, pero ¿hubo por ventura alguna vez en que alguien, al ser llamado príncipe por el rey, por toda la corte y por todo el mundo, negara su dignidad y suplicase que prescindieran de su exaltación? ¡No! ¡Ni pensarlo! Decididamente, éste es el verdadero príncipe que se ha vuelto loco.
  1. La primera comida regia de Tom

Poco después de la una de la tarde, Tom sufrió resignadamente la tradicional costumbre palaciega de que le vistieran para comer. Se vio cubierto de ropas tan ricas como las que llevaba momentos antes, pero todas distintas, todas cambiadas, desde la golilla hasta las medias. Luego fue conducido pomposamente a una sala espaciosa decorada con gran fastuosidad, en la que había ya una mesa preparada para una sola persona. El servicio era de oro macizo, embellecido con dibujos que le daban un valor incalculable, puesto que eran obra del famoso Benvenuto Cellini. La estancia estaba medio llena de nobles servidores. Un capellán bendijo la mesa, y Tom se disponía a caer sobre ella con avidez, impulsado por el hambre, que era crónica en él desde hacía mucho tiempo, cuando fue retenido por milord el conde de Berkeley, que le sujetó una servilleta alrededor del cuello, porque el elevado cargo de Mantelero de Su Alteza el Príncipe de Gales era hereditario en la familia de aquel noble. Se hallaba allí presente el copero del príncipe que se anticipaba solícito a todas las tentativas de Tom de servirse vino. También estaba allí el catador de Su Alteza el Príncipe de Gales, dispuesto a probar, si así se lo ordenaban, cualquier manjar que pareciera sospechoso, corriendo el riesgo de envenenarse. En la referida época no era más que un apéndice decorativo, y eran muy raras las veces que tenía que cumplir el cometido que le imponía su profesión; pero había habido épocas, y no precisamente muy remotas, en que el oficio de catador tenía sus peligros y no era un alto cargo muy envidiable. Parece extraño que no echaran mano de un perro o de un plebeyo cualquiera, pero todas las costumbres de la realeza son singulares. Milord d'Argy, primer paje de cámara, también se hallaba en la sala, Dios sabrá el porqué de su presencia, pero allí estaba, y esto basta. El lord jefe despensero estaba igualmente allí, de pie detrás de la silla que ocupaba Tom, vigilando el servicio, bajo las órdenes del lord primer mayordomo y del lord cocinero-jefe, también de pie a poca distancia. Además de éstos, Tom tenla a su servicio trescientos ochenta y cuatro criados, que no estaban, naturalmente, todos presentes en la sala, ni siquiera la cuarta parte, de los mismos y cuya existencia Tom ignoraba.
Todos los que se hallaban allí presentes habían sido severamente advertidos de que no tenían que olvidar que el príncipe sufría demencia temporal y no debían demostrar sorpresa ante sus antojos extravagantes. Estos antojos no tardaron en ponerse de manifiesto a los criados, en quienes no despertaron hilaridad, sino compasión y pesadumbre. Se sintieron profundamente afligidos al ver a su amado príncipe en tan lamentable estado.
El pobre Tom comía casi siempre con los dedos, pero sus modales vulgares no hacían sonreír a nadie y todos fingían no verlos. Se quedó observando con interés y curiosidad su servilleta, porque era una pieza de tejido muy hermoso y fino y dijo con ingenuidad:
Lleváosla, os lo ruego, porque tengo miedo de mancharla distraídamente.
El mantelero hereditario retiró la servilleta con actitud respetuosa sin pronunciar palabra u objeción de ninguna clase.
El muchacho examinó con mucho interés los nabos y la lechuga y preguntó qué era aquello y si era comestible; y su ignorancia no era de extrañar, porque hacía poco tiempo que se había comenzado a cultivar aquella especie de vegetales en Inglaterra, en vez de importarlos de Holanda1 como artículo de lujo. La pregunta de Tom fue contestada con profundo respeto y sin demostrar sorpresa. Cuando hubo terminado los postres, el muchacho llenó sus bolsillos de nueces, pero nadie pareció prestar atención a lo que estaba haciendo. Pero unos momentos después, fue él quien se mostró contrariado, porque se dio cuenta de que aquél había sido el único servicio que durante la comida le hablan permitido llevar a cabo por sus propias manos, y no le cabía duda de que acababa de cometer una incorrección impropia de un príncipe. En aquel preciso instante, su nariz tuvo un temblor nervioso, y en esta situación Tom comenzó a dar señales de hallarse muy apurado. Miró con aire suplicante primero a uno y después a otro de los lores que se hallaban a su lado, y asomaron lágrimas en sus ojos. Los lores, acercándose más a él con la ansiedad pintada en el rostro, le rogaron que les indicara cuál era el motivo de su disgusto. Tom dijo con verdadera angustia:
Pido vuestra indulgencia, pero la nariz me pica a rabiar... ¿Cuáles son los usos y costumbres en este caso? ¡Contestad pronto, porque no voy a poder aguantarlo mucho rato!
Nadie sonrió. Todos se quedaron perplejos y se miraron unos a otros pidiéndose consejo, atribulados. No hay que olvidar que aquella circunstancia era algo así como un muro enorme y la historia inglesa no explicaba la manera de franquearlo. No se hallaba presente el maestro de ceremonias y no había nadie que se aventurara a meterse en aquel mar inexplorado o se atreviera a correr el riesgo de intentar solucionar un problema de tal trascendencia. ¡Ay, no había rascador hereditario! Entretanto, las lágrimas habían desbordado su dique y empezaban a deslizarse por las mejillas de Tom. La nariz contraída de éste estaba pidiendo auxilio con más urgencia que nunca. Por fin, la Naturaleza derribé las barreras de la etiqueta. Tom elevó mentalmente una plegaria de perdón por si estaba obrando mal, y tranquilizó los angustiosos corazones de sus cortesanos decidiéndose a rascarse la nariz por sí mismo.
Al terminar la comida, se presentó un lord con una ancha jofaina de oro que contenía fragante agua de rosas, para que el príncipe se enjuagara la boca y se lavara los dedos, y milord el mantelero hereditario se acercó y le ofreció una servilleta para secarse. Tom miró intrigado la jofaina durante unos dos segundos, y luego la cogió, y, acercándola a sus labios, bebió gravemente un sorbo. Pero se la devolvió en seguida al lord y le dijo:
No me gusta, milord. Tiene un aroma agradable, pero le falta fuerza.
Esta nueva extravagancia de la mente perturbada del príncipe dejó muy apesadumbrados los corazones de todos los presentes, y el triste espectáculo, a la vez grotesco, no despertó la hilaridad de nadie.
La siguiente torpeza inconsciente de Tom fue levantarse y abandonar la mesa en el preciso momento en que el capellán se situaba detrás de la silla del príncipe, y con las manos levantadas y los ojos en alto, pero con los párpados medio entornados, se disponía a comenzar la acción de gracias. Sin embargo, nadie pareció darse cuenta de que el príncipe acababa de cometer un acto indebido.
A petición suya, nuestro amigo fue conducido a su gabinete particular, donde le dejaron solo y a sus anchas. De unos garfios que había en el friso de madera pendían varias piezas de una bruñida armadura de acero, toda cubierta de hermosos dibujos exquisitamente incrustados de oro. Aquella panoplia marcial pertenecía al verdadero príncipe, y era un regalo reciente de madame Parr, la reina. Tom se puso las grebas, los guanteletes, el yelmo empenachado y todas las demás piezas de que pudo revestirse sin valerse de nadie y hubo un momento en que sintió la tentación de llamar para que le ayudaran a completar su singular atavío. Pero de pronto se acordó de las nueces que se había reservado durante la comida, y pensó con alegría que iba a poder comérselas sin que nadie le estuviera contemplando y sin grandes hereditarios que le importunaran con sus atenciones oficiosas que él no requería. Volvió, pues, a colocar las flamantes piezas en su lugar respectivo, y en seguida se puso a cascar nueces, sintiéndose, naturalmente, feliz por primera vez desde que Dios le había convertido en príncipe como castigo por sus pecados. Cuando hubo terminado de comerse las nueces, se fijó en unos libros llamativos que había en una estantería, y entre los cuales figuraba uno relativo a la etiqueta en la corte de Inglaterra. Aquello era un hallazgo afortunado. El muchacho cogió el volumen, se tendió en un suntuoso diván y comenzó a hojearlo para instruirse con honrada intención y muy fervoroso celo. Dejémosle, pues, ahí por ahora.
  1. La cuestión del sello

A eso de las cinco, Enrique VIII despertó después de una siesta agitada, y murmuró para sí:
«¡Pesadillas, pesadillas! Mi fin se acerca. Así lo anuncian esas advertencias de mal presagio y mi pulso débil lo confirma. »
Y con ojos que lanzaban chispas de perversidad, añadió:
«Sin embargo, no moriré antes de que él me preceda. »
Al observar sus servidores que el monarca estaba despierto, uno de ellos le preguntó qué se debía hacer con el lord canciller que estaba esperando.
¡Que pase, que pase! exclamó el rey, con vehemencia.
El lord canciller entró y fue a arrodillarse ante el lecho del soberano, diciendo:
He dado las órdenes oportunas y, cumpliendo los mandatos de Su Majestad, los pares del reino, en traje de ceremonia, se hallan en estos momentos en los estrados de la Cámara, donde después de confirmar la sentencia contra el duque de Norfolk, esperan humildemente lo que se digne disponer Su Majestad.
En las facciones del monarca se reflejó una alegría feroz. Este dijo:
¡Levantadme! Quiero ir al Parlamento para sellar allí con mi propia mano la orden que ha de librarme de
Su voz se fue apagando y una palidez cenicienta borró el color de sus mejillas. Sus servidores se apresuraron a recostarle cómodamente sobre sus almohadas y le administraron diversos reconstituyentes.
Al cabo de un rato, el monarca, apesadumbrado, dijo:
¡Ay! ¡Con qué impaciencia he estado esperando este momento delicioso! Y ahora llega demasiado tarde y me veo privado de aprovechar una ocasión tan anhelada. ¡Pero no tengo tiempo que perder! ¡Que cumplan otros el feliz cometido que yo no puedo realizar! Voy a entregar mi gran sello a la comisión, y a elegir los lores que han de formarla para que actúen inmediatamente. ¡Pronto, pronto! Antes de que el sol salga y se ponga de nuevo, que me traigan su cabeza para que yo pueda verla.
Todo se hará de conformidad con lo que Su Majestad ordena dijo el lord canciller. Pero ¿os dignaréis ordenar que me sea devuelto el sello para que yo pueda resolver el asunto?
¡El sello! ¿Quién guarda el sello sino vos?
Recuerde Vuestra Majestad que me lo quitó hace dos días y me dijo que no haría falta para nada hasta que la propia mano de Vuestra Majestad lo empleara para sellar la sentencia contra el duque de Norfolk.
Sí, en efecto, así lo hice, lo recuerdo. Pero ¿dónde guardé el sello? Estoy muy débil... Estos últimos días la memoria me falla muy a menudo. Es extraño, muy extraño...
El rey se puso a balbucear vocablos inarticulados, moviendo de vez en cuando ligeramente su cabeza canosa, esforzándose en recordar qué había hecho del sello. Por fin milord Hertford se aventuró a arrodillarse y a ofrecer detalles informativos.
Perdonad mi atrevimiento, señor, pero varios de los presentes recordarán, sin duda, como yo mismo, que pusisteis el gran sello en manos de Su Alteza el príncipe de Gales para que lo guardase hasta el día en que...
¡Es verdad, muy cierto! interrumpió el rey. ¡Id por él, corred, que el tiempo pasa volando!
Lord Hertford salió aceleradamente en busca de Tom, pero no tardó en volver a presentarse ante el rey, turbado y con las manos vacías, y explicó lo siguiente:
Lamento profundamente, señor mío y rey, traeros tan malas noticias, pero la voluntad de Dios es que la dolencia del príncipe subsista todavía, y Su Alteza no puede recordar que le fue entregado el sello. Por eso he venido inmediatamente a comunicároslo, pues creí que sería perder un tiempo precioso intentar registrar la larga serie de gabinetes, dormitorios y salones que pertenecen a Su Alteza...
Un quejido del rey vino a interrumpir al lord en este punto, y al cabo de un rato Su Majestad dijo, con tono de profunda melancolía:
¡No le molestéis más, pobre muchacho! La mano de Dios pesa con fuerza sobre él, mi corazón se deshace en cariñosa compasión y sufro horriblemente al pensar que no me es posible librarle de esa carga poniéndola sobre mis viejos hombros agobiados para devolverle la paz.
Cerró los ojos, se puso a murmurar y acabó guardando silencio. Al cabo de un rato volvió a abrirlos, miré vagamente a su alrededor, y al vean que el lord canciller estaba todavía allí arrodillado, su rostro se encendió de cólera y gritó:
¿Aún estáis aquí? Por la gloria de Dios, que si no vais a escape a solventar el asunto de ese traidor, vuestra mitra holgará mañana por no tener cabeza que ceñir.
El canciller contestó temblando:
Imploro el perdón de Vuestra Majestad, pero estaba esperando el sello.
¿Habéis perdido el juicio? El sello pequeño que yo acostumbraba antes a llevar conmigo cuando me ausentaba, está en mi tesoro, y puesto que el gran sello se ha perdido, ¿no bastará el pequeño? ¿Habéis perdido el juicio? Idos y no olvidéis... que no tenéis que volver aquí hasta que me traigáis su cabeza.
El pobre canciller no tardó en alejarse de aquella peligrosa vecindad. Tampoco perdió tiempo la comisión en dar el beneplácito real a la obra del Parlamento esclavizado y en fijar la fecha del día siguiente para la decapitación del primer par de Inglaterra, el infortunado duque de Norfolk.
  1. El festival en el río

A las nueve de la noche, toda la extensa ribera del Támesis frente al palacio resplandecía con vivos fulgores de iluminación fastuosa. El mismo río, en toda la distancia que podía alcanzar la vista en dirección a la ciudad, estaba tan lleno de botes y barcas de recreo, adornados con farolillos de colores y movido suavemente por las olas, que parecía un inmenso jardín de flores mecidas por el aire estival. La gran terraza, cuya escalinata de peldaños de piedra servía de embarcadero, era lo bastante espaciosa para dar cabida a todo el ejército de un principado alemán, era un espectáculo digno de verse, con sus filas de alabarderos que ostentaban sus bruñidas armaduras y toda una pléyade de servidores lujosamente trajeados, que iban de un lado a otro con la presteza de los preparativos urgentes.
De pronto se dio una orden e inmediatamente no quedó ni un alma en los peldaños de la escalinata. Había gran expectación. Hasta donde alcanzaba la vista, se observaba que los ocupantes de los botes se levantaban, y, protegiendo sus ojos contra el excesivo resplandor de faroles y antorchas, dirigían la mirada hacia palacio.
Una hilera de unas cuarenta a cincuenta barcas vino a atracar en el embarcadero de la terraza. Iban ricamente adornadas y sus proas y popas encasilladas lucían primorosas esculturas. Algunas iban empavesadas con banderas y gallardetes, otras lucían brocados y tapices con escudos de armas, y en muchas flotaban banderolas de seda con innumerables campanillas de plata, formando una cascada de sones armoniosos, y otras, en fin, de mayores pretensiones, pues pertenecían a nobles al servicio inmediato del príncipe, tenían sus costados pintorescamente protegidos por flamantes escudos fastuosamente blasonados de armas e insignias. Cada una de estas suntuosas barcas iba remolcada por un bote. Además de los remeros, iban en el bote cuatro hombres con cascos, corazas y armas relucientes y también una banda de música.
Apareció luego un grupo de alabarderos, vanguardia del esperado desfile, que se situó en el amplio portal de la terraza. Formaban dos largas hileras que llegaban hasta el borde del agua. Luego fue extendida una grueso alfombra de rayas entre las dos referidas hileras de alabarderos, colocada allí cuidadosamente por criados que iban ataviados con libreas escarlata y oro, colores distintivos del príncipe. Una vez hecho esto, resonó un toque armonioso de trompetas y siguió en seguida un alegre preludio ejecutado por los músicos de las barcas. Dos ujieres con sendas varas blancas salieron del anchuroso portal con paso lento y solemne. Iban seguidos por un oficial que llevaba la maza cívica, detrás del cual iba otro con la espada de la ciudad. Luego varios sargentos de la guardia de la villa y el rey de armas, seguidos de varios caballeros de la Orden del Baño, que ostentaban un lazo blanco en la manga, y tras de ellos sus escuderos, después los jueces con sus togas escarlata y sus pelucas, el lord gran canciller de Inglaterra, una comisión de regidores y, finalmente, los jefes de las distintas compañías cívicas en traje de ceremonia. Bajaron después por la escalinata doce caballeros franceses que vestían ricos jubones de damasco blanco listado de oro y capas cortas de terciopelo carmesí, forradas de tafetán violeta. Constituían el séquito del embajador de Francia e iban seguidos por doce caballeros del sé quito del embajador de España, con traje de terciopelo negro sin el menor adorno. Detrás de éstos venían varios grandes nobles ingleses con toda su servidumbre.
Se dejó oír nuevamente el toque de las trompetas, y el tío del príncipe, el futuro gran duque de Somerset, salió de la verja ataviado con un jubón negro bordado de oro y una capa de raso carmesí con flores también de oro, ribeteada de redecilla de plata y, quitándose su sombrero de plumas, se volvió, hizo una muy parsimonioso reverencia, y empezó a bajar de espaldas; saludando a cada paso. Siguió un prolongado y muy sonoro toque de trompetas, y una voz gritó, « ¡Paso a Su Alteza Real, el lord Eduardo, príncipe de Gales! » En lo alto de los muros de palacio se vio en seguida una larga hilera de rojas lenguas de fuego y, simultáneamente, se dejó oír un estruendo atronador; la multitud apiñada en el río prorrumpió en un griterío de bienvenida entusiasta Y ensordecedora; y Tom Canty, el admirado personaje objeto de todo aquel júbilo ruidoso, apareció a la vista de todos e hizo con su cabeza principesco una ligera reverencia.
Iba magníficamente ataviado, con un justillo de raso blanco, pechera de púrpura y oro con diamantes y ribetes de armiño. Sobre el justillo llevaba una capa de blanco brocado de oro, cubierto con un sombrero rematado por un penacho de tres plumas, forrado de raso azul y adornado con perlas y piedras preciosas, y sujetado con un broche de brillantes. De su cuello pendía la insignia de la Orden de la Jarretera y ostentaba también varias condecoraciones extranjeras, y cada vez que le daba la luz, las joyas resplandecían con deslumbrantes destellos. ¡Oh, Tom Canty, nacido en una pocilga, criado en el arroyo de Londres y familiarizado con los andrajos, la inmundicia y la miseria! ¿Qué espectáculo es ése?
  1. Los apuros del príncipe

Dejamos a Juan Canty arrastrando al verdadero príncipe a Offal Court, seguido por la plebe entregada al bullicio y a la hilaridad. No hubo entre la turba más que una persona que elevara la voz en favor del cautivo, pero no fue escuchada, ni apenas pudo oírse en medio de aquel enorme barullo. Continuó el príncipe luchando por su libertad y protestando por el brutal trato de que se le hacía objeto, hasta que Juan Canty perdió la poca paciencia que le quedaba y con repentino furor levantó su estaca de roble sobre la cabeza del príncipe, disponiéndose a asestarle un golpe. El único defensor del muchacho dio un salto para detener el brazo de aquel bruto y recibió el golpe en su propia muñeca. Canty refunfuñó:
¿Pretendes entrometerte? ¡Pues ahí tienes tu recompensa!
La estaca cayó sobre la cabeza del mediador. Se oyó un gemido, y un cuerpo se desplomó al suelo entre los pies de la multitud, y pocos momentos después yacía allí solo en la oscuridad. La turba siguió dándose empellones sin que su algazara fuese interrumpida por aquel incidente.
Poco después, el príncipe se hallaba en la morada de Juan Canty, con la puerta cerrada para alejar a los curiosos. A la tenue luz de una bujía de sebo ajustada en una botella, contempló los detalles del inmundo cubinche y sus moradores. Dos muchachas desgreñadas y una mujer de edad madura estaban acurrucados en un rincón, apoyadas en la pared, con el aspecto de animales acostumbrados a los malos tratos, que están siempre esperando con temor. En otro rincón había una bruja cubierta de harajos, con cabello enmarañado y mirada maligna.
Juan Candy, dirigiéndose a ésta, dijo:
¡Espera! Vamos a divertirnos de lo lindo. No lo vayas a echar a perder antes de empezar; después deja caer tu mano pesada tanto como te plazca. Ven aquí, pilluelo; repite tus majaderías, si no las has olvidado. Dime cómo te llamas. ¿Quién eres?
El insulto a su dignidad hizo subir la sangre a las mejillas del príncipe, que miró con fijeza e indignación el semblante de aquel rufián y dijo:
La mala crianza propia de los individuos de tu calaña se demuestra aquí en que me mandes a mí que hable. Te repito ahora, como ya te dije antes, que soy Eduardo, príncipe de Gales, y basta.
El asombro que causó a la bruja esta contestación le dejó los pies clavados en el suelo y el pecho casi sin aliento. Se quedó contemplando al príncipe con tal estupefacción, que el bergante de su hijo prorrumpió en una risotada estrepitosa. Pero el efecto fue distinto en la madre y en las hermanas de Tom Canty. Su temor a los daños corporales dio paso a una angustiosa preocupación de distinta índole. Se abalanzaron sobre el príncipe con semblante compungido y exclamaron, lastimeras:
¡Oh, Pobre Tom! ¡Pobre muchacho!
La madre cayó de rodillas ante el príncipe, le puso las manos sobre los hombros y le miré la cara con fijeza, con los ojos llenos de lágrimas.
¡Oh, pobre hijo mío! –exclamó. ¡Tus descabelladas lecturas te han llevado al final a esta desgracia! ¡Te han perturbado la razón! ¿Por qué no escuchaste mis advertencias? ¡Has destrozado el corazón de tu madre!
El príncipe la miró a la cara y le dijo cariñosamente:
Tu hijo goza de perfecta salud, no ha perdido el juicio, buena mujer. Tranquilízate. Llévame a palacio, donde se halla ahora, y el rey mi padre te lo devolverá inmediatamente.
¡El rey tu padre! ¡Oh, hijo mío! No repitas estas palabras, que pueden acarrear tu muerte y la de todos los que te rodean. Aparta de tu mente esa pesadilla horrible y, recobra tu perdida memoria. Mírame. ¿No soy yo tu madre, la que te dio la vida y que tanto te quiere?
El príncipe movió ligeramente la cabeza y dijo, apesadumbrado:
Dios sabe cuánto lamento afligir tu corazón, pero la verdad es que nunca había visto tus facciones.
La mujer se desplomó sobre el suelo, sentada, y ocultando los ojos entre sus manos, prorrumpió en llanto desgarrador.
¡Siga la comedia! exclamó Canty. ¡A ver, Nan! ¡A ver, Bet! ¡Tías groseras! ¿Os atrevéis a permanecer de pie en presencia del príncipe? ¡De rodillas, miserables pordioseras! ¡Hacedle reverencia!
Dicho esto, Canty soltó una carcajada. Las muchachas comenzaron tímidamente a intervenir en favor de su «hermano».
Como quieras, padre dijo Nan, pero déjale que se acueste, que descanse, y el sueño curará su locura. Te lo suplico, déjale dormir.
¡Oh, sí, padre! intervino Bet. Está más fatigado que de costumbre. Mañana volverá a ser el mismo, mendigará con diligencia y no volverá a casa con las manos vacías.
Esta observación detuvo la hilaridad del padre y le indujo a meditar sobre lo positivo. Entonces, volviéndose, indignado, de cara al príncipe, le dijo:
Mañana tendremos que pagar dos peniques al dueño de este cubinche, óyelo bien, ¡dos peniques! Y todo ese dinero únicamente para el alquiler de medio año, de lo contrario nos echarán de aquí. ¡A ver, enséñame lo que has logrado reunir con tu manera perezosa de mendigar!
El príncipe contestó:
No me ofendáis con vuestras sórdidas elucubraciones. Os vuelvo a repetir que soy el hijo del rey.
Un manotazo brutal dado por Canty al hombro del príncipe hizo caer a éste, tambaleando, en brazos de la bondadosa mujer del bárbaro atropellador, que lo estrechó contra su pecho y lo defendió cuanto pudo de una verdadera lluvia de puñetazos y pescozones interponiendo su propia persona. Las muchachas, asustadas, fueron a acurrucarse en su acostumbrado rincón, pero la abuela se apresuró, rabiosa, a ir a ayudar a su hijo en el vapuleo. Entonces el príncipe se separó de la madre de Tom y dijo:
No habéis de sufrir por mi culpa, señora. Dejadme solo que esos cochinos hagan conmigo lo que se les antoje.
Estas palabras irritaron de tal manera a los aludidos cochinos, que, enfurecidos, pusieron manos a la obra sin pérdida de tiempo. Entre ambos zarandearon y golpearon a más y mejor al pobre muchacho, luego dieron también una tunda a las dos chicas y a su madre por haber demostrado simpatía por la víctima.
Ahora dijo Canty ¡todo el mundo a la cama! La diversión me ha cansado.
Apagaron la luz y todos se acostaron. Tan pronto como los ronquidos del cabeza de familia y de la abuela demostraron que los dos estaban durmiendo, las muchachas se deslizaron sigilosamente hacia el rincón donde yacía el príncipe y le resguardaron tiernamente del frío con paja y pingajos. También la madre llegó furtivamente hasta él, le acarició el cabello y vertió lágrimas sobre su cuerpo, al mismo tiempo que le susurraba al oído palabras entrecortadas de compasión y de consuelo. Le había guardado, además, un bocado para que se lo comiera, pero los dolores que sentía el muchacho habían dejado a éste sin apetito..., por lo menos para comer mendrugos negros y sosos. Se sintió conmovido por la valiente y sufrida actitud de aquella buena mujer al defenderle y por la conmiseración que le demostraba, y le testimonió su gratitud con palabras nobles y principescas, rogándole luego que se fuera a dormir y olvidara sus sinsabores. Añadió que el rey su padre no dejaría sin recompensa su bondadosa abnegación y su lealtad. Esta vuelta a su «demencia» desgarró de nuevo el corazón de la buena mujer, que estrechó repetidamente al muchacho contra su pecho y, por fin, volvió a su yacija sumida en lágrimas.
Mientras se hallaba tendida meditando con tristeza, empezó a sentir su espíritu atormentado por la idea de que aquel muchacho tenía algo indefinible que no era por cierto lo que distinguía a Tom Canty, loco o cuerdo. No le era posible determinar de qué se trataba y, sin embargo, su inteligente instinto maternal lo observaba y parecía descubrirlo. ¿Y si el muchacho no fuese realmente su hijo?. Pero no, ese pensamiento era absurdo. Y esta idea casi le hizo sonreír, a pesar de su aflicción y de sus penas. Pero aquel pensamiento no se desvanecía y persistía en atormentarla. La perseguía continuamente, la acosaba, se pegaba a ella, la dominaba y se negaba a alejarse de su cerebro y a ser olvidado. Al fin comprendió que su espíritu no podría calmarse hasta que pudiera hacer una prueba con la cual le fuese dable comprobar de una manera que no dejase lugar a dudas si aquel muchacho era o no su hijo. Ah, sí, éste era el mejor modo de salir del atolladero. Se puso, pues, a reflexionar cuál sería la mejor manera de llevar a cabo la prueba. Pero resultaba más difícil el proyecto que la realización. Iba meditando distintas formas, pero se veía obligada a desecharlas todas, pues ninguna ofrecía una seguridad completa, y una prueba imperfecta no podía satisfacerle. Evidentemente estaba atormentando en vano su cabeza y parecía indudable que iba a tener que desistir de su propósito. Pero mientras se sentía desanimada por esta preocupación, llegó hasta sus oídos la acompasado respiración del muchacho, que venía a anunciarle que éste se había dormido. Luego, al escuchar su regular resoplido, el niño exhaló un grito tenue de espanto, como el suspiro que interrumpe, a veces, la pesadilla de un sueño agitado. Este hecho casual sugirió a la buena mujer una idea luminosa, mil veces mejor que todos los planes que hasta entonces habíase forjado. Se puso, pues, en seguida febril y silenciosamente manos a la obra: encendió de nuevo la vela y dijo para sí: «Si entonces le hubiese visto, le habría reconocido. Desde aquel día, cuando era tan pequeño, en que se inflamó la pólvora en su cara, no se sobresaltó, tanto en sueños como despierto, sin taparse los ojos con las manos, como lo hizo aquel día, y no precisamente como lo harían otros chiquillos, con las palmas de la mano hacia dentro, sino siempre con las palmas de la mano hacia fuera. Lo observé centenares de veces y nunca dejó de hacerlo de la misma manera. Sí, ahora podré comprobarlo. »
Y con este pensamiento se deslizó hasta llegar junto al muchacho dormido, ocultando con la mano la llama de la bujía que llevaba en la otra. Se inclinó sobre él muy cautelosamente, conteniendo la respiración y la angustiosa excitación que lo dominaba y, súbitamente, acercó la luz a la cara del muchacho, al mismo tiempo que daba un golpe suave en el suelo con los nudillos de sus dedos. Los ojos del príncipe se abrieron completamente y dirigieron la mirada a su, alrededor, pero no hizo ningún gesto singular con sus manos.
La pobre mujer se quedó anonadada de sorpresa y de dolor, pero logró disimular sus emociones y tranquilizar al muchacho hasta hacerle nuevamente conciliar el sueño. Luego se apartó y se puso a meditar muy afligida sobre el desastroso resultado de su experimento. Procuraba convencerse de que la locura de Tom había disipado en éste su gesto habitual, pero no conseguía admitir esta posibilidad.
«No decía para sus adentros, sus manos no están locas y no pueden haberse desacostumbrado en tan poco tiempo a un gesto que le era habitual desde hacía tantos años. ¡Oh, qué día aciago para mí!» Pero la esperanza era tan persistente en la pobre mujer como lo había sido antes la duda. No podía resignarse a admitir el veredicto de aquella prueba. Tendría que hacer otro ensayo porque tal vez el fracaso era debido a un accidente. Despertó, pues, al muchacho segunda y por tercera vez, a intervalos, con idéntico resultado, y al fin se arrastró hasta su yacija y, profundamente afligida, acabó por dormirse, diciendo:
¡No puedo renunciar a él! ¡Tiene que ser mi hijo!
Habiendo cesado las interrupciones de la pobre madre y también, gradualmente, el dolor de su cuerpo vapuleado, el príncipe, con extrema facilidad, quedó sumido en un profundo sueño tranquilo. Transcurrió una hora tras otra y el muchacho seguía tan inmóvil como si estuviera muerto.
Pasaron así cuatro o cinco horas y, al fin, su estupor comenzó a aligerarse. De pronto, medio dormido y medio despierto, murmuró:
¡Sir William!
Y al cabo de un rato, añadió:
¡Hola, sir William Herbert! ¿Estáis ahí?. Venid y escuchad el sueño más raro que... ¿Me oís, sir William?. He soñado que me convertía en mendigo y que... ¡Hola, guardias! ¡Sir William! ¿Cómo? ¿No hay aquí ningún caballero de servicio? ¡Ay! ¡Qué fastidio!
¿Qué te pasa? susurró una voz junto a su lecho. ¿A quién estás llamando?
A sir William Herbert. ¿Quién eres tú?
¿Quién voy a ser sino tu hermana Nan? ¡Oh, Tom ¡Se me había olvidado! ¡Todavía estás loco! ¡Pobre chico! ¡Ojalá no hubiera despertado nunca más para no verte en este estado! Pero te suplico que domines tu lengua para que no nos azoten a todos hasta matamos.
El príncipe, estupefacto, se incorporó de un salto, pero el vivo dolor de sus contusiones le hizo darse cuenta de la realidad, y entonces, hundiéndose en el montón de paja inmunda en que descansaba, exclamó con un gemido:
¡Ay! ¡Entonces no era un sueño!
Inmediatamente todo el pesar y la miseria que el sueño había disipado volvieron a anonadarle, y comprendió que no era ya un príncipe mimado en su palacio, con los ojos adoradores de todo un pueblo fijos en él, sino un simple pordiosero, un paria cubierto de pingajos, prisionero en una guarida propia sólo para bestias y en compañía de mendigos y de ladrones.
En medio de su aflicción empezó a notar gran barullo y voces de hilaridad que resonaban, al parecer, a una o dos travesías de distancia. En aquel preciso momento se oyeron varios golpes dados a la puerta, y Juan Canty, cesando de roncar, preguntó:
¿Quién llama? ¿Qué quieres?
Una voz contestó:
¿Sabes quién es la persona contra la cual descargaste el golpe con tu estaca?
No lo sé ni me importa saberlo.
Es posible que pronto cambies de parecer. Y sólo con la fuga podrás salvar tu gañote. En este momento el agredido está entregando el alma a Dios. ¡Es el cura, el padre Andrés!
¡Válgame Dios! exclamó Canty.
Despertó en seguida a su familia y ordenó, bruscamente:
¡Levantaos todos y huyamos! ¡A no ser que queráis quedaros aquí para que nos maten a todos!
Apenas habían transcurrido cinco minutos que ya toda la familia Canty se hallaba en la calle huyendo para salvar su vida. Juan llevaba al príncipe de la mano y, haciéndole correr por los callejones sombríos, le iba diciendo, muy quedo:
¡Cuidado con tu lengua, maldito loco, y no pronuncies tu nombre! Yo tomaré otro nombre para despistar a los sabuesos de la ley. ¡Cuidado con tu lengua! ¡Y que, no tenga que repetírtelo!
Y dirigiéndose a los demás de su familia, añadió, refunfuñando:
Si por casualidad llegamos a separarnos, que cada cual vaya al puente de Londres, y el que se encuentre primero frente a la última tienda de lencería que se ve desde el puente, que espere allí hasta que aparezcan los demás, para podernos escapar todos juntos hacia Southwark.
En aquel momento, la atolondrada familia salió de la oscuridad a la luz, y no sólo a la luz, sino en medio de una multitud que, en la orilla del río, cantaba, bailaba y vociferaba jubilosamente. Una línea interminable de hogueras se extendía a uno y otro lado del Támesis hasta perderse de vista. El puente de Londres y el de Southwark estaban iluminados. Todo el río resplandecía con el fulgor continuamente variable de los farolillos de colores y de los fuegos artificiales que esparcían por el firmamento su complicada luminosidad multicolor entre una copiosa lluvia de chispas deslumbrantes. Una inmensa muchedumbre invadía las calles.
Juan Canty lanzó una furiosa maldición y ordenó retirada, pero era demasiado tarde. El y su tribu fueron engullidos por aquel inmenso océano humano y separados irremediablemente en un abrir y cerrar de ojos.
No incluimos, naturalmente, al príncipe al hablar de «tribu», pues Canty no lo soltaba ni un momento. En aquellos instantes, el corazón del muchacho latía vivamente con la esperanza de poder escapar. Un barquero robusto que a la sazón se hallaba muy exaltado por el exceso de licor, se vio rudamente empujado por Canty, que se esforzaba en abrirse paso entre la multitud, y poniendo su manaza sobre el hombro de éste, dijo:
¿Adónde vamos con tanta prisa, amigo? ¿Está quizá tu alma gangrenándose por sórdidas preocupaciones mientras los hombres leales expresan su sincera alegría?
Mis preocupaciones son cosa mía y nada te importan a ti contestó Canty, con aspereza. Quita tu mano de mi hombro y déjame pasar.
Pues ya que demuestras tan mal humor, no pasarás hasta que hayas bebido y brindado a la salud del príncipe de Gales replicó el barquero, cerrándole el paso resueltamente.
¡Venga, pues, la copa, pero deprisa, de prisa!
Esta escena había llamado la atención de varios curiosos, que exclamaron:
¡La copa de los brindis! ¡La copa de los brindis! ¡Que beba ese rufián con la copa de dos asas, si no quiere que le echemos al río para que sea pasto de los peces!
Trajeron la copa tradicional de dos asas, con la cual en la antigüedad se obligaba al bebedor a emplear sus dos manos, impidiendo así a éste que pudiera llevar a cabo alguna añagaza con una mano mientras bebía con la otra. El barquero, cogiendo la enorme copa por una de sus asas y fingiendo sostener con la otra mano el extremo de una servilleta imaginaria, se la ofreció a Canty en la forma empleada en otros tiempos. Este tuvo que coger la otra asa y quitar la tapa, como se hacía en la antigüedad, lo cual dejó libre al príncipe durante un segundo, y éste, sin perder tiempo, se sumergió en el mar de piernas que le rodeaba y desapareció. Un momento después no habría resultado más difícil encontrar una moneda de seis peniques perdida en el fondo del Atlántico que hallar al muchacho en medio de aquel enorme torbellino humano.
El príncipe se dio pronto cuenta de esta circunstancia, y olvidando en seguida a Juan Canty, se puso a reflexionar sobre su propia situación. Inmediatamente pensó en otra cosa: que en toda la ciudad, y en su lugar, se estaba festejando a un falso príncipe de Gales, y dedujo de ello que, sin duda, el golfillo pordiosero Tom Canty había aprovechado deliberadamente aquella preciosa ocasión para convertirse en usurpador. Por lo tanto, no había más que un camino a seguir, y éste era el que conducía al Ayuntamiento, donde él podría darse a conocer y denunciaría al impostor. También resolvió que concedería a Tom un tiempo prudencial para que pudiera pedir perdón a Dios y arrepentirse, y luego sería ahorcado, arrastrado y descuartizado, como era costumbre para los casos de alta traición en aquella época.
  1. En el Ayuntamiento

La gran barcaza real, remolcada y custodiada por su fastuosa flotilla se encaminó por el Támesis hacia abajo entre la espesura de botes iluminados. Resonaba en el aire la música, y toda la orilla del río resplandecía con el reflejo de alegres llamaradas. La ciudad se veía a la lejos envuelta en una nube suavemente luminosa producida por sus innumerables fogatas invisibles. Por encima de ella se elevaban hasta el cielo finas espirales incrustadas de brillantes lucecitas, que, a lo lejos, producían el efecto de enhiestas lanzas cubiertas de joyas. La suntuosa flotilla era continuamente saludada con vítores entusiásticos y salvas de artillería.
Para Tom Canty, medio enterrado en almohadones de seda, aquellos sonidos y aquel espectáculo eran una sorprendente maravilla sublime e indecible, pero para las dos amiguitas que tenía a su lado, la princesa Isabel y Juana Grey, todo aquello no tenía nada de particular.
Al llegar a Dowgate, la flotilla subió por el límpido Walbrook (cuyo canal, durante dos siglos, ha ido quedando invisible entre una larga extensión de compactos edificios) hasta Bucklers-bury, dejando atrás una casa tras otra y pasando por debajo de puentes repletos de público bullicioso y espléndidamente iluminados. Por fin se detuvo en una ensenada, conocida hoy por Barge Yard (recinto de gabarras), que se halla en el centro de la antigua ciudad de Londres. Allí desembarcó Tom, y seguido de su fastuosa comitiva atravesó Cheapside y anduvo poco trecho a través de la Old Jewry (Vieja Judería) y la Basinghall Street hasta el Guilhall.
Tom y las jóvenes damas que le acompañaban fueron recibidos con la debida ceremonia por el alcalde y los patricios de la villa, que lucían sus cadenas de oro y sus lujosas vestiduras escarlata. Fueron conducidos hasta un dosel instalado en lo alto del gran salón, precedidos por heraldos que iban dando voces para abrir paso, y por el portador de la maza y de la espada de la ciudad.
Los lores y las damas que hablan de atender a Tom y a sus dos amiguitas se situaron detrás de sus señores. Ante una mesa más baja tomaron asiento los grandes de la Corte y otros huéspedes de alto rango y los magnates de la ciudad. Los parlamentarios ocuparon una porción de mesas en el piso principal del vestíbulo. Desde su elevado puesto, los gigantes Gog y Magog, antiguos guardianes de la villa, contemplaban aquel espectáculo al cual estaban ya acostumbrados los ojos de muchas generaciones. Hubo un toque de clarín, y después de anunciarlo el heraldo, apareció el despensero, seguido de sus ayudantes transportando solemnemente un regio solomillo de buey, humeante y preparado para el cuchillo.
Después de la oración de acción de gracias, Tom, que había sido ya oportunamente instruido, se levantó, y toda la concurrencia se puso también en pie. Bebió con la princesa Isabel en una espléndida copa de oro de dos asas. Luego la copa pasó de ellos a Juana Grey y después fue pasando por todas las manos de los allí reunidos. Así comenzó el banquete.
A medianoche el festín alcanzó su punto álgido. Entonces tuvo lugar uno de aquellos pintorescos espectáculos tan admirados antiguamente. Así lo describe en singulares palabras, el cronista que lo presenció:
«Se despejó el centro de la sala, e hicieron su entrada un barón y un conde ataviados a la turca, con largas túnicas bordadas en oro, turbantes de terciopelo carmesí con rodetes de oro, y que ceñían dos cimitarras. Detrás de ellos venían otro barón y otro conde, vestidos con trajes de satén amarillo cruzados por franjas de satén blanco, al estilo ruso. Se tocaban con gorros de piel gris, llevaban un hacha y calzaban botas con una larga punta vuelta hacia arriba. Les seguía un caballero, y el lord almirante acompañado de cinco nobles con escotados jubones de terciopelo carmesí abrochados en el pecho con cadenas de plata; sobre ellos llevaban cortas capas del mismo color, y en la cabeza, sombreros adornados con plumas de pavo real, como los danzarines. Estos iban ataviados al estilo de Prusia. Los portadores de antorchas, que serían unos cien, iban vestidos de satén rojo y verde, como los moros, y sus rostros estaban ennegrecidos.
Después apareció una mommarye y luego los juglares, también disfrazados, ejecutaron una danza. Las damas y caballeros se pusieron asimismo a bailar con tal frenesí, que era un placer contemplarlos. »
Y mientras Tom presenciaba desde su elevado sitial aquellas danzas «salvajes», admirando el destello deslumbrador de los colores calidoscópicos de aquel impetuoso torbellino de figuras llamativas y vistosas, el harapiento, pero verdadero príncipe de Gales estaba exponiendo sus derechos y sus agravios en el umbral del Ayuntamiento, denunciando al impostor y rogando a gritos qué se le dejara franquear la verja de Guildhall. La multitud, extraordinariamente divertida con este episodio, se apretujaba afanosamente y estiraba el cuello hasta desnudarse para ver al pequeño alborotador. Los curiosos empezaron en seguida a dirigirle improperios y a burlarse de él con objeto de exasperarle todavía más, lo cual aumentaba la hilaridad de aquella gente. Lágrimas de mortificación asomaron a los ojos del muchacho, pero se mantuvo firme y adoptó ante la plebe una actitud regia muy retadora. Pero continuaron las mofas, y el príncipe, cada vez, más ofendido, exclamó:
¡Os repito, manada de perros de mala ralea, que soy el príncipe de Gales! Y a pesar de verme desamparado y sin amigos, sin ni siquiera alguien que pronuncie una sola palabra de compasión o de auxilio hacia mí, nadie me hará abandonar mi puesto, que conservaré a toda costa.
Tanto si eres príncipe como si no lo eres, pues lo mismo me da, me resultas un muchacho valiente y no te han de faltar amigos. Aquí estoy yo a tu lado para demostrarlo. Y he de decirte que por más que anduvieras buscando llegarías a cansar tus piernas sin encontrar mejor amigo que Miles Hendon. No te esfuerces en convencerles con tu palabrería, hijo mío. Yo sé hablar perfectamente el lenguaje de esa repugnante jauría.
El que se expresaba en estos términos era una especie de hidalgo castellano, tanto por su traje corno por su porte y todo su aspecto. Era alto, esbelto y musculoso. Su jubón y sus calzones eran de tela rica, pero pelada y descolorida, y sus adornos de encaje de oro estaban lastimosamente desastrados, Su golilla estaba estropeada, y la pluma de su chambergo estaba rota y tenia un aspecto lamentable de suciedad y de abandono. Llevaba al costado un largo estoque en una vaina de hierro oxidada, y tenía en conjunto la apariencia inmediata e inconfundible de un espadachín pendenciero.
Las palabras de aquel individuo estrafalario fueron acogidas por un estallado de exclamaciones burlescas y carcajadas. Hubo alguien que gritó: «¡Es otro príncipe disfrazados «¡Domina tu lengua, amigo! ¡Parece ser peligroso!... ¡Mira qué ojos tiene!» «¡Apartad al muchacho!» «¡Llevemos al zopenco al abrevadero!. »
Al instante, inducida por esta luminosa idea, una mano cayó sobre el príncipe, pero al propio tiempo el forastero desenvainó la espada y el mal intencionado instigador cayó al suelo a consecuencia de un fuerte golpe de plano con la hoja de acero. Inmediatamente se oyeron muchas voces que gritaban a coro: «¡Matad a ese perro! ¡Matadlo, matadlo!» Y la turba se abalanzó sobre el valiente que, poniéndose de espaldas a una tapia, comenzó a blandir la espada como un loco. Sus víctimas caían aquí y allí, pero la turba se precipitaba contra el campeón con furia incesante. Los momentos de vida de éste eran contados, su muerte cierta, cuando, inesperadamente, sonó un toque de clarín y una voz gritó: «¡Paso al mensajero del rey!», y dicho esto se presentó en seguida un grupo de jinetes que realizando una carga contra la muchedumbre, la dispersó en un instante, pues todo el mundo corría a más y mejor para ponerse a salvo. El intrépido desconocido tomó al príncipe en sus brazos y pronto se halló lejos del peligro y de la multitud.
Volvamos al interior del Ayuntamiento. De repente, dominando la estrepitosa alegría popular y el bullicio atronador del festival, se dejó oír la nota aguda del clarín. Hubo un momento de silencio, un prolongado siseo, y luego una sola voz, la del mensajero de palacio, comenzó a pronunciar una proclama que fue escuchada de pie por toda la muchedumbre.
El mensajero anuncié solemnemente:
¡El rey ha muerto!
Todo aquel gentío inclinó la cabeza sobre su pecho y así permaneció unos momentos en silencio, hasta que todo el mundo cayó simultáneamente de rodillas, y tendiendo las manos hacia Tom resoné un grito estruendoso que pareció hacer estremecer al edificio:
¡Viva el rey!
Los ojos asombrados del pobre Tom vagaron de una a otra parte ante el sorprendente espectáculo y, finalmente, se fijaron, soñadores, en las dos princesas que tenia junto a él, arrodilladas, y luego en el conde de Hertford. Sus facciones revelaron una intención repentina. Y acercándose al oído del conde le susurró muy quedo:
Contéstame lealmente, por tu fe y por tu honor. Si yo diera ahora aquí una orden que sólo un rey pudiera tener el privilegio de dictar, ¿sería obedecido mi mandato sin que nadie opusiera objeciones?
Nadie en todo este reino las opondría, señor. En vuestra persona reside la Majestad de Inglaterra. Sois el rey y vuestra palabra es ley.
Tom contestó en voz alta, con energía y vivacidad:
Entonces, en lo sucesivo, la ley del rey será ley de perdón y nunca más ley de sangre. ¡Levantaos! Id a la Torre y anunciad que el rey ha decretado que el duque de Norfolk no sea ejecutado.
Estás palabras pasaron rápidamente de boca en boca de un extremo a otro del salón, y cuando Hertford salió a toda prisa para cumplir la orden, estalló otro grito unánime de entusiasmo:
¡El reinado sangriento ha terminado! ¡Viva el rey Eduardo de Inglaterra!
  1. El príncipe y su libertador

Tan pronto como Miles Hendon y el joven príncipe se vieron libres de la turba se dirigieron hacia el río por callejones angostos. No hallaron obstáculos en el camino hasta que estuvieron cerca del puente de Londres, y entonces volvieron a meterse entre la multitud, pero Hendon no soltó todavía al príncipe, es decir, al rey, que llevaba cogido de la mano. La gran noticia se había divulgado ya por doquier, y Eduardo se enteré de ella por millares de voces que exclamaban al unísono «¡El rey ha muerto!» El anuncio de este importante suceso hizo estremecer el corazón, del pobre muchacho desamparado, que comenzó a temblar por efecto de la intensa emoción. Dándose cuenta de su pérdida incalculable, se sintió dominado por un muy profundo pesar, porque el tirano cruel que había aterrorizado a todo su pueblo le había demostrado siempre a él generosidad y cariño. Asomaron las lágrimas a sus ojos y le turbaron la vista. Durante unos instantes se juzgó la más abandonada e infeliz de las criaturas de Dios. Poco después resonó en la noche hasta muchas millas a la redonda otro grito atronador de «¡Viva el rey Eduardo! » y esto hizo centellear los ojos del muchacho y le estremeció de orgullo hasta las yemas de los dedos.
¡Ah! pensó. ¡Cuán extraordinario e inexplicable parece! ¡ Soy rey! »
Nuestros héroes se abrieron paso lentamente por entre la multitud que ocupaba por completo el puente. Aquella construcción, que contaba seiscientos años de existencia y había sido durante todo ese tiempo un lugar muy frecuentado y ruidoso, era curioso, porque había en él toda una hilera de tiendas y de almacenes, con habitaciones para las familias en su piso superior, que se extendía a ambas orillas del río. Aquel puente constituía, por sí solo una especie de ciudad, con sus hosterías, sus mercados, sus cervecerías y panaderías, sus manufacturas e incluso su iglesia. Se hallaba entre los dos distritos vecinos que ponía en comunicación, Londres y Southwark, a los que parecía considerar sus propios suburbios, sin concederles, desde luego, particular importancia. Era una especie de sociedad cerrada, por así decirlo; era una ciudad estrecha, de una sola calle de una quinta parte de milla de largo; su población no era más que la de un simple villorrio, y todo el mundo en ella conocía íntimamente a sus conciudadanos, y había tratado con igual intimidad a sus padres antes que a ellos, perfectamente enterado de los más ínfimos asuntos familiares del prójimo. Tenía, naturalmente, también su aristocracia, sus distinguidas y viejas familias de carniceros, panaderos y otros comerciantes por el estilo que venían ocupando aquellos mismos locales desde hacía quinientos o seiscientos años, y conocían de cabo a rabo la gran historia del puente, con todas sus extrañas leyendas. Aquella gente había acabado por hablar un lenguaje particular creado en el puente, y hasta sus pensamientos y su afición peculiar a mentir eran también propias del puente. Era una especie de población que por fuerza tenía que ser tan jactancioso como ignorante. Los niños nacían en el puente, se criaban en él Y allí llegaban a viejos sin haber puesto los pies en ninguna parte del mundo que no fuera el Puente de Londres. La vecindad en cuestión se imaginaba, naturalmente, que la interminable procesión bulliciosa que circulaba por su calle noche y día, con su confuso barullo de voces, gritos, relinchos y pateos, era la cosa más grande del mundo, y que ella, en cierto modo, era la dueña de aquel lugar. Y así lo era, en efecto... o por lo menos como tales podían considerarse sus moradores desde sus ventanas, particularmente cuando un rey o un héroe que regresaban daban motivo a algunos festejos, pues no había mejor sitio que aquél para poder presenciar perfectamente el desfile de las largas y pomposas comitivas.
Los que habían nacido en el puente, cuando se alejaban de él, encontraban la vida aburrida e insoportable. La historia nos habla de uno de esos habitantes del puente que lo abandonó a la edad de setenta y un años para ir a vivir retirado en el campo, pero el silencio de la campiña le puso nervioso, y como por la noche le impedía conciliar el sueño, desesperado y casi enfermo, decidió por fin volver a su antiguo hogar. Su carácter se había vuelto intratable y se había convertido en un espectro macilento. Cuando se halló de nuevo en Londres, se entregó al descanso reparador y a los sueños deliciosos, mecido por el agradable rumor de las aguas y por el bullicio atronador del Puente de Londres.
Por aquel entonces, el puente suministraba «lecciones prácticas» de historia de Inglaterra a los niños, al permitirles contemplar las lívidas y putrefactas cabezas de los hombres famosos, hincadas en las afiladas puntas de sus portalones de hierro. Pero me estoy apartando de mi narración.
Hendon se hospedaba en la pequeña posada del puente. Al acercarse, pues, al umbral de ésta, acompañado de su amiguito, se oyó una voz bronca que decía:
¡Ah! ¡Por fin has vuelto! ¡Ahora ya no vas a escaparte más! ¡Te lo aseguro! Y ten por cierto también que voy a machacarle los huesos hasta hacerlos papilla para que aprendas a no hacerme esperar en otra ocasión cualquiera.
Y dicho esto, Juan Canty alargó la mano con intención de agarrar al muchacho, pero Miles Hendon se interpuso, diciendo:
No tan de prisa, amigo. Me parece que no tienes necesidad de ser tan brusco. ¿Qué te importa a ti este muchacho?
Si tu ocupación es meterte en los asuntos de los demás, te diré que este chico es mi hijo.
¡Es mentira! exclamó, indignado, el reyecito.
Muy bien dicho y te creo, hijo mío, tanto si tu cabecita está sana como si la tienes trastornada. Pero poco importa que ese rufián sea o no sea tu padre, pues no te entregaré a él para que te pegue y te maltrate como amenaza, si es que prefieres quedarte conmigo.
¡Sí quiero quedarme con vos! ¡No conozco a ese hombre, me repugna, y antes que ir con él prefiero morir!
Entonces, asunto concluido. No hay más que hablar.
¡Eso ya lo veremos! vociferó Juan Canty, acercándose a Hendon con intención de coger al muchacho. De buen grado o por la fuerza.
Si te atreves a tocarlo, desperdicio viviente, te ensartaré como a un pato repuso Hendon, cerrándole el paso y empuñando la espada.
Canty retrocedió y Hendon continuó diciendo
Te advierto que he tomado a este muchacho bajo mi protección cuando una turba de individuos de tu calaña pretendía maltratarlo y quizá lo habría matado. ¿Te figuras, pues, que ahora voy a entregarlo a un destino peor? Porque tanto si eres su padre como no... y me permito decir y creer que eso es una mentira, una muerte decorosa e instantánea sería mucho mejor para él que la vida en manos tan brutales como las tuyas. Sigue, pues, tu camino y pronto, porque no me gusta hablar en vano ni me sobra la paciencia.
Juan Canty optó por alejarse refunfuñando maldiciones y amenazas hasta que desapareció entre la muchedumbre. Hendon subió tres tramos de escalera hasta llegar a su habitación acompañado del chiquillo, después de ordenar que les sirvieran de comer. Era un cuarto pobre con una cama destartalada y alguna que otra pieza suelta de mobiliario viejo. Estaba muy tenuemente iluminado por dos cabos de vela. El reyecito se arrastró hasta la cama y se tendió en ella, casi exhausto de hambre y de fatiga. Había estado de pie una gran parte del día y de la noche, pues eran entonces las dos o las tres de la madrugada y además, no habla probado bocado. Soñoliento, murmuró:
Os ruego que me llaméis cuando esté puesta la mesa. Y dicho esto se quedó profundamente dormido.
Hendon, con una sonrisa en los labios, murmuró para sí:
¡Vaya con el pordioserillo ese! Se mete en el aposento del prójimo y le usurpa la cama con una graciosa desenvoltura tan natural como si fuese el dueño, sin ni siquiera decir «con permiso», «dispensadme» o algo por el estilo. En el desvarío de su demencia, ha afirmado que era el príncipe de Gales, y lo cierto es que sostiene gallardamente su rango. ¡Pobre ratoncillo sin amigos! Sin duda los malos tratos han perturbado su cerebro. Pues bien, yo seré su amigo. Le he salvado y hay en él algo que me atrae irresistiblemente. Siento cariño por ese golfillo procaz. ¡Con qué actitud marcial ha hecho frente a la chusma y le ha lanzado su reto arrogante! ¡Y qué cara tan bonita, tan dulce y fina tiene ahora que el sueño ha disipado sus contratiempos y sus pesares! Yo le educaré, curaré su enfermedad... Sí, seré su hermano mayor, le cuidaré y velaré por él constantemente. ¡Y quien pretenda avergonzarse o hacerle algún daño, ya puede encargar su propia mortaja, porque la necesitará, aunque por ello me condenen a ser quemado vivo!
Se inclinó sobre el chiquillo, le contempló con interés bondadoso y compasivo, le dio unos suaves golpecitos en la mejilla, y le desenmarañó cuidadosamente los rizos con su manaza de piel morena. Un ligero escalofrío recorrió el cuerpo del joven, y Hendon dijo para sus adentros: «¡Vaya torpeza la mía! ¡Dejarlo yacer aquí sin taparlo, para que el reuma se apodere de su cuerpo! ¿Qué voy a hacer ahora? Si lo cojo y lo meto dentro de la cama, se despertará; y necesita, indudablemente, descansar. » Miró a su alrededor en busca de ropa para cubrirlo, y no encontrando nada, se quitó el jubón y envolvió con él al muchacho, diciendo para sí: «Como estoy acostumbrado a las punzadas del viento y a la falta de abrigo, no sufriré mucho por el frío. » Y se puso a andar por el cuarto con objeto de mantener su sangre en continua moción, mientras seguía su monólogo.
«Su mente perturbada le hace creer que es el príncipe de Gales. Será algo muy original continuar teniendo aquí a un príncipe de Gales ahora que el que era príncipe ha dejado de serio, para convertirse en rey. Porque su pobre cerebro tiene sólo una idea fija, y en su desvarío no razonará que ahora tiene que dejar de llamarse príncipe y considerarse rey. Si mi padre vive todavía, después de estos siete años en que no he sabido nada de mi casa en mi mazmorra extranjera, acogerá bien al infeliz muchacho, y en atención a mí, consentirá en albergarlo en casa. Lo mismo hará mi buen hermano mayor, Arturo. Mi otro hermano, Hugo..., pero si se interpone le voy a romper la crisma, por zorro y mal intencionado. Sí, hacia allí nos iremos, y más que de prisa. »
Entró un criado con comida humeante; la colocó encima de una mesita, arrimó a ésta las sillas y se retiró, dejando que los modestos huéspedes se sirvieran ellos mismos. Cerré la puerta tras de él con tal estrépito, que el muchacho se sentó en la cama y miró alegremente a su alrededor. Pero en seguida sus facciones expresaron una profunda aflicción y sus labios murmuraron:
¡Ay! ¡No era más que un sueño! ¡Qué desgraciado soy!
Se fijó luego en el jubón de Miles Hendon que le cubría, y mirando al dueño de la prenda, comprendió e sacrificio que éste había hecho por él, y le dijo, cariñosamente
Sois muy bueno para conmigo, sí, muy bueno. Tomad esto y ponéoslo, yo ya no lo necesito.
Entonces se levantó, y dirigiéndose a un rincón donde había un palanganero, se quedó allí esperando. Hendon, muy animado, le dijo:
Bien, ahí tenemos una sopa sabrosa y un buen bocado, todo humeante y oloroso. Eso y tu sueño reparador volverán a hacer de ti un hombrecito intrépido.
El muchacho no contestó y sólo dirigió una mirada de sorpresa y de cierta impaciencia al alto caballero de la espada. Hendon preguntó extrañado:
¿Qué te pasa?
Buen señor, quisiera lavarme.
¡Ah! ¿Nada más que eso? No pidas permiso a Miles Hendon para nada que te apetezca. Bienvenido a esta casa. Puedes hacer lo que te convenga con entera libertad.
Pero el muchacho seguía inmóvil, es más: una o dos veces pateó ligeramente con impaciencia. Hendon, perplejo, preguntó:
Pero ¿qué esperas?
Os ruego que echéis el agua en el palanganero y no gastéis tantas palabras.
Hendon contuvo una risotada y dijo para sus adentros: «¡Por todos los santos del cielo, eso es admirable!» Se adelantó presuroso y cumplió la orden del pequeño insolente. Luego se quedó como atontado por una especie de estupefacción, hasta que una nueva orden le despertó de su azoramiento.
¡La toalla... pronto!
Cogió la toalla bajo las mismas narices del muchacho y se la entregó sin chistar. Después procedió a lavarse, a su vez, la cara, y mientras lo estaba haciendo, su hijo adoptivo se sentó a la mesa y se dispuso a comer. Hendon terminó su aseo con presteza y luego, cogiendo otra silla, se disponía a sentarse también cuando el muchacho, indignado, le advirtió:
¿Qué es eso? ¿Te atreves a sentarte en presencia del rey?
Este golpe llegó hasta lo más hondo del alma de Hendon, pero pensó: «La locura de este pobre chiquillo está a la altura de las circunstancias actuales. Ha variado con el gran cambio habido en el reino, y ahora se le antoja que es el monarca... Pero le seguiremos la corriente, puesto que no hay más remedio... ¡no vaya a ser que me mande a la Torre!»
Y encontrando esta broma agradable, apartó la silla de la mesa, se situó detrás del rey y se dispuso a servirle con los modales más cortesanos de que se viera capaz.
Mientras el rey comía, el rigor de su real dignidad disminuyó un poco, y con una satisfacción que iba en aumento, sintió el deseo de hablar y dijo.
Si no me equivoco, tengo entendido que os llamáis Miles Hendon.
Sí, señor repuso Miles mientras iba pensando: «Para seguirle la corriente a este muchacho loco tendré que llamarle "señor" y "majestad". No conviene hacer las cosas a medias y no he de detenerme ante nada de lo que se refiere al papel que estoy representando, pues, de lo contrario, cumpliré mal mi cometido y no serviré bien esta causa bondadosa y caritativas
El rey se reanimó con un nuevo vaso de vino, y dijo:
Me gustaría saber quién eres. Cuéntame tu historia. Tienes un carácter generoso e hidalgo. ¿Naciste noble?
Nos hallamos en la cola de la nobleza, Majestad. Mi padre es barón, uno de los lores de menor importancia que obtuvo el título por servicios caballerescos. Se llamaba Ricardo Hendon, de Hendon Hall, junto a Monk's Holm, en el condado de Kent.
No recuerdo tal nombre. Continúa. Cuéntame tu historia.
No es muy larga, Majestad, pero tal vez os pueda distraer, a falta de otra. Mi padre, sir Ricardo era muy rico, y de carácter en extremo generoso. Mi padre falleció cuando yo era todavía un niño. Tengo dos hermanos: Arturo, el mayor, con un alma igual a la del padre, y Hugo, menor que yo, que es un espíritu mezquino, codicioso, traidor, vicioso, astuto... un verdadero reptil. Así nació en su cuna, y tal vez era hace diez años, cuando le vi por última vez: un rufián de diecinueve años. En aquel entonces yo tenía veinte y Arturo veintidós. No tengo más familia, exceptuando a mi prima lady Edith, que a la sazón era una joven de dieciséis abriles, hermosa y muy buena muchacha. Es hija de un conde, la última de su estirpe, heredera de una gran fortuna y de un título prescrito. Mi padre era su tutor. Yo le amaba y ella también me quería, pero quedó prometida a Arturo desde la cuna; y sir Ricardo no consintió que se deshiciera el contrato. Arturo estaba enamorado de otra joven, y nos alentaba con dulces esperanzas, prediciendo que con el tiempo la suerte favorecería nuestros propósitos. Hugo codiciaba la fortuna de lady Edith, pero fingía amar a mi prima. Siempre tuvo la costumbre de decir lo contrario de lo que pensaba. Pero su picardía no consiguió burlar a la doncella. Pudo engañar a mi padre, pero a nadie más. Mi padre le quería más a él que a los demás, y le tenía una confianza ciega, porque era el hijo menor y los demás le odiaban, circunstancias éstas que en todas las épocas fueron siempre suficientes para granjearse el amor de un padre. Hugo tenía una manera de hablar muy afable y persuasiva y una disposición extraordinaria para la mentira, cualidades que constituyen una buena ayuda para conseguir el más acendrado de los afectos. Yo estaba furioso..., podría decir más que furioso, furiosísimo, aunque era un furor salvaje, pero ingenuo, puesto que a nadie perjudicaba como no fuera a mí mismo, ni trajo baldón ni pérdida, ni germen alguno de crimen o de bajeza que no alcanzara a mi noble condición.
»Sin embargo, mi hermano Hugo supo sacar partido de estos defectos y de mi indignación, al ver que la salud de nuestro hermano Arturo dejaba mucho que desear, pues esperaba que su muerte podría beneficiarle si yo le dejaba el camino expedito, de manera que..., pero éste sería un relato demasiado largo que no vale la pena explicar. Diré, pues, brevemente, que mi hermano procuró exagerar mis defectos hasta convertirlos en crímenes y terminó su labor miserable y calumniosa fingiendo haber hallado en mi habitación una escalera de seda, que él mismo puso en mi dormitorio, y convenció a mi padre con ella y con la falsa declaración de algunos criados sobornados y otros villanos, de que yo proyectaba raptar a Edith para casarme con ella, en manifiesto desacato a la voluntad paterna.
»Como consecuencia de todo eso, mi padre dijo que tres años de destierro lejos de mi hogar y de Inglaterra podrían convertirme en un soldado, en un hombre entero y al mismo tiempo prudente. Sufrí duras pruebas en las guerras continentales, durante las cuales aprendí lo que eran los rudos golpes, las terribles privaciones y las arriesgadas aventuras, pero en la última batalla fui hecho prisionero, y durante los siete años que han transcurrido desde entonces, he vivido en tierra extraña encerrado en una mazmorra. Con ingenio e intrepidez logré evadirme y vine directamente aquí, donde acabo de llegar falto de recursos, y de ropa, y más falto todavía de noticias relativas a Hendon Hall, de cuyos moradores no he sabido nada durante esos siete años sombríos. Y con esto, señor, queda explicada mi insignificante historia.
Os hicieron víctima de un vergonzoso ultraje exclamó el pequeño monarca, con ojos centelleantes. Pero yo os vengaré... ¡Os lo juro por la cruz! ¡Lo ha dicho el rey!
Entonces, enardecido por el relato de los agravios de Miles, dio rienda suelta a su lengua y se vertió la historia de sus recientes desgracias en los oídos de su atónito interlocutor. Cuando hubo acabado, Miles se dijo para sus adentros:
«¡Caramba, qué imaginación tiene el muchacho! Decididamente no es un espíritu vulgar, pues si lo fuera, loco o cuerdo, no le sería posible pintar un cuadro tan real y pintoresco, ni representar una escena tan original. ¡Pobre cabecita enferma! ¡No te faltará un amigo y un amparo mientras yo figure entre los vivos! Te tendré siempre a mi lado. Serás mi niño mimado, mi pequeño compañero... Y recobrarás la salud. Entonces se hará un nombre y yo podré decir: Sí, este muchacho es mío, yo lo recogí cuando era un miserable golfillo sin hogar, pero comprendí que anidaban en su alma ideas muy elevadas y que llegaría un día en que seria famoso... Miradle, observadle... ¿Tuve o no tuve razón?»
El rey habló con voz mesurada y semblante pensativo:
Me habéis librado de la injuria y de la vergüenza y, tal vez, me habéis salvado también la vida, y con ello mi corona. Un favor como éste merece muy espléndida recompensa. Dime qué deseas, y tu pretensión está al alcance de mis atribuciones reales, será complacida.
Esta proposición fantástica sacó a Hendon de sus meditaciones. Estaba ya a punto de dar gracias al rey y dejar la cuestión de lado, manifestando que no había hecho más que cumplir con su deber y que no anhelaba recompensa, cuando, de pronto, acudió a su mente una idea más sensata, y pidió permiso para guardar silencio durante unos momentos y reflexionar la generosa oferta, a lo cual accedió gravemente el monarca, considerando que era mejor no precipitarse en un asunto de tanta importancia.
Miles meditó durante breves instantes y dijo para sus adentros: «Sí, ese es. Por cualquier otro medio me sería imposible lograrlo... y por cierto que la experiencia de estas últimas horas pasadas me ha demostrado que sería penosísimo e inconveniente seguir como ahora. Sí, lo propondré... Fue una casualidad afortunada que no dejara perder la ocasión. »
Después de pensado esto, Miles hincó la rodilla y dijo:
Mi pobre servicio no ha llegado a más que al simple deber de un vasallo y, por lo tanto, no tiene ningún mérito; pero puesto que Vuestra Majestad considera que merece una recompensa, voy a permitirme hacer una petición a tal efecto: Hará cosa de unos cuatrocientos años, como Vuestra Majestad no ignora, estando enemistados Juan, rey de Inglaterra, y el rey de Francia, se decretó que dos campeones; tendrían que combatir en el palenque con objeto de poner fin a la disputa con lo que se dio en llamar juicio de Dios. Reunidos, pues, los dos mencionados monarcas y el rey de España para ser testigos del combate y juzgarlo, apareció el campeón francés, tan temible, que nuestros caballeros ingleses se negaron a medir sus armas con él. Por ello, aquella cuestión, por cierto muy grave, estuvo a punto de ser fallada en contra del soberano inglés por falta de contrincante en la lucha decisiva. Lord de Courcy, el más potente brazo de Inglaterra, se hallaba a la sazón en la Torre, despojado de sus honores y de sus posesiones y consumiéndose en largo cautiverio. Se recurrió, pues, a el, que accedió y se presentó armado de punta en blanco para el combate, y apenas contempló el francés su cuerpo hercúleo y oyó su famoso nombre, huyó más que de prisa, y el rey de Francia perdió su causa. Entonces el rey Juan restituyó a De Courcy sus títulos y sus posesiones y le dijo: «Dime lo que deseas y te lo concederé, aunque haya de costarme la mitad de mi reino. » A lo cual De Courcy, hincando la rodilla como ahora yo estoy haciendo, contestó a su soberano: «Pido una sola cosa, señor, y es que yo y mis sucesores tengamos y conservemos el privilegio de permanecer cubiertos delante del rey de Inglaterra mientras perdure el trono. », Como Vuestra Majestad no ignora, la merced fue concedida, y como en estos cuatrocientos años a la familia nunca le ha faltado hasta el día de hoy el jefe de la antigua casa lleva ante la majestad del rey la cabeza cubierta con el sombrero o el yelmo, sin la menor dificultad y sin que nadie más pueda hacerlo. Invocando, pues, este precedente, en apoyo de mi petición, suplico a Vuestra Majestad que me otorgue esta gracia y privilegio... como más que suficiente recompensa para mí... y ninguna otra cosa más, sino sólo que yo y mis herederos tengamos para siempre autorización para sentarnos en presencia del rey de Inglaterra.
Levantaos, sir Afiles Hendon, caballero dijo gravemente el rey, dando a aquél el espaldarazo con su propia espada. Levantaos y sentaos. Vuestra petición queda concedida. Mientras Inglaterra exista y continúe su corona, vuestro privilegio no desaparecerá.
Su Majestad se apartó y comenzó a andar por la habitación, cavilando, y Hendon, dejándose caer en una silla, se quedó contemplándole, pensando: «Ha sido una idea acertada que me ha procurado un gran consuelo, porque mis piernas están fatigadísimas. De no habérseme ocurrido, indudablemente habría tenido que estar de pie durante semanas enteras, hasta que el cerebro del pobre muchacho hubiera recobrado la salud... ¡Y heme aquí convertido en un caballero del reino de los sueños y de las sombras! Para un hombre tan realista como yo, esta situación es, en verdad, muy particular y extraña. No quiero reírme, ¡Dios me libre!, porque esto que para mí es tan inverosímil, tan insustancial, para el muchacho es real. Y para mí, de cierto modo, tampoco es una falsedad, porque refleja fielmente el espíritu dulce y generoso de este jovencito.
Y después de una pausa, reflexionó finalmente: ¡Ah, si me llamara con mi elevado título delante de la gente! ¡Vaya contraste entre mi gloria y mis pobres prendas de vestir! Pero no importa, llámeme como quiera, si éste es su gusto, estaré muy contento. »
  1. La desaparición del príncipe

Una profunda modorra adormecía ahora a los dos compañeros.
Quitadme esos harapos dijo el reyecito, refiriéndose a su lamentable atavío.
Hendon desnudó al muchacho sin objetar nada, sin pronunciar palabra, le tendió en la cama, lo arropó y, mirando en torno de la habitación, dijo para sus adentros, tristemente:
«¡Otra vez me vuelve a quitar mi cama! ¿Y qué hago yo ahora?»
El reyecito se dio cuenta, de su perplejidad y la disipó con la siguiente indicación que pronunció soñoliento:
Tú dormirás atravesado en la puerta y la guardarás celosamente.
Poco después se hallaba ya libre de sus desazones, sumido en un profundo sueño.
«¡Caramba con el muchacho! ¡Decididamente habría tenido que nacer rey se dijo Hendon, admirado, pues representa su papel a las mil maravillas! »
Y se tendió en el suelo de parte a parte de la puerta, pensando con alegre resignación: «Peor cama tuve durante siete años. Encontrar esto insoportable sería una ingratitud hacia el Altísimo. »
No concilió el sueño hasta el amanecer. Hacia el mediodía se levantó, destapó muy cautelosa mente a su protegido y tomó la medida de su cuerpo con un cordel. Pero no había terminado todavía la operación cuando el rey se despertó, se quejó de frío y le preguntó qué estaba haciendo.
Ya he terminado, señor, repuso Hendon. Y ahora tengo que ir a hacer alguna diligencia, pero vuelvo en seguida. Dormid de nuevo, que bien lo necesitáis. Permitidme que os tape también la cabeza y así entraréis más pronto en calor.
No había Hendon terminado de hablar que el rey vagaba ya por la región de los sueños. Entonces aquél salió silenciosamente y volvió, a entrar con gran sigilo al cabo de unos treinta o cuarenta minutos, con un traje completo de niño adquirido en una tienda de saldos: era de tela de baja calidad y mostraba señales patentes de haber sido usado, pero limpio y apropiado a la estación del año. Se sentó y se puso a examinar su compra, al mismo tiempo que se decía:
Una bolsa más repleta habría comprado cosa mejor, pero cuando uno no dispone de buen caudal se ha de contentar con lo que le permiten obtener sus medios...

»Había una mujer en nuestra ciudad
En nuestra ciudad habitaba...

Parece que se ha movido. Tendré que cantar más quedo. No conviene turbar el sueño cuando le espera un viaje tan pesado y, además, el pobre chico está excesivamente cansado… Esta prenda está bastante bien; con un remiendo aquí y otro allí, quedará magnífica. Esta otra es mejor, pero no estará de más un pequeño repaso. Estos zapatos están en buen estado, y con ellos tendrá sus pies secos y calientes. Serán algo nuevo para él, porque, indudablemente, está acostumbrado a ir descalzo en verano y en invierno... ¡Ah, si el hilo fuese pan! ¡Con qué poco dinero se compra lo que se necesita para un año! Y, además, regalan una aguja tan linda como ésta. Pero ahora me va a costar una eternidad enhebrarla.
Y, en efecto, así fue. Como les ha ocurrido siempre a los hombres y probablemente les seguirá ocurriendo por los siglos y los siglos. Pero al cabo de muchas pruebas logró enhebrarla y cogiendo la prenda se la puso encima de las rodillas y comenzó a coser.
La posada está pagada, incluido el desayuno que nos han de traer y, aún me queda bastante dinero para comprar un par de borricos y sufragar los pequeños gastos de viaje durante los dos o tres días de camino que nos separan de la abundancia que nos está esperando en Hendon Hall.

»Amaba a su es..

»¡Uy! Me he clavado la aguja en la uña..., pero no importa; no me viene de nuevo, aunque no por eso me hace mucha gracia... ¡Allí seremos muy felices! No te quepa duda, pequeño... Tus desazones se habrán acabado y tu malhumor también.

»Amaba a su esposo con pasión,
pero otro hombre...

»¡Eso sí que son puntadas magníficas! exclamó, admirando la prenda que remendaba.
Tiene una grandeza majestuosa a cuyo lado esos puntos mezquinos del sastre tienen un aspecto desdeñable y plebeyo...

»Amaba a su esposo con pasión,
pero otro hombre la amaba a ella…

»¡Vamos, ya está! No puede negarse que ha sido un remiendo rápido y perfecto. Ahora voy a despertar al pequeño, le vestiré, le refrescaré, le daré de comer y nos dirigiremos al mercado que hay cerca de la posada del Tabardo, en Southwark y... Dignaos levantaros, señor... ¡No contesta! ¿Qué es eso? Tendré forzosamente que profanar su sagrada persona con mi tacto, puesto que su sueño le ha vuelto sordo... ¡Cómo!
Apartó la ropa... ¡El muchacho había desaparecido!
Hendon miró a su alrededor, anonadado y durante unos momentos no pudo expresar en palabras su estupefacción. Notó también entonces que faltaban las ropas harapientas de su protegido y entonces comenzó a echar maldiciones y a llamar furioso al posadero. En aquel preciso momento se presentó un criado con el desayuno.
¡Habla, aborto de Satanás! ¡Habla o ha llegado tu hora! ­rugió Hendon, al mismo tiempo que daba tan salvaje salto hacia el camarero, que éste quedó mudo de sorpresa y de espanto durante unos momentos ¿Dónde está el muchacho?
Balbuceando sílabas confusas y entrecortadas, el criado dio con voz temblorosa la información que se le exigía.
Apenas habíais salido de aquí, señor, cuando se presentó un muchacho corriendo y dijo que vuestra voluntad era que el pequeño que dormía aquí fuese a reunirse con vos en el extremo del puente, por el lado de Southwark. Yo lo traje aquí, y cuando, el pequeño se despertó y le di el recado, se mostró algo contrariado por haber sido despertado «tan temprano», según dijo, pero se puso precipitadamente sus andrajos y se marchó con el muchacho desconocido, murmurando que mejor hubiera sido que vos hubierais venido en persona en lugar de enviar a un extraño..., de modo que...
¡De modo que eres un necio, un insensato, un bobo que se deja engañar fácilmente! ¡Maldita sea toda tu casta! Pero quizá no le han hecho daño... Voy en su busca. Mientras tanto, prepara la mesa. Pero, espera... La ropa de la cama estaba puesta en forma que pareciera tapar a alguien. ¿Fue casualidad o está hecho adrede?
Lo ignoro, señor. Yo he visto que el muchacho desconocido revolvía la ropa de la cama.
¡Rayos y truenos! Lo hicieron sin duda para engañarme, y procuraron ganar tiempo. Oye, ¿iba solo el rapaz en cuestión?
Completamente solo, señor.
¿Estás seguro?
Segurísimo.
Reflexiónalo bien, procura recordar..., tómalo con calma.
Después de meditar un momento, el criado declaró:
Cuando ha llegado no iba nadie con él, pero ahora recuerdo que al salir los dos, antes de confundirse entre la multitud que había en el puente, un hombre con aspecto de rufián ha salido de un sitio próximo y en el preciso momento en que se reunía con ellos...
¿Y qué ha ocurrido entonces? ¡Acaba de una vez! gritó Hendon, interrumpiéndole, con voz de trueno.
Pues que en aquel momento la multitud les ha rodeado y no me ha sido posible ver nada más, porque me ha llamado mi amo, furioso al darse cuenta de que había olvidado un cuarto de pollo encargado por el escribano, aunque yo tomo a todos los santos por testigos de que regañarme por tal distracción es como llevar a juicio a un niño antes de nacer por sus futuros pecados...
¡Quítate de mi vista, idiota! ¡Tu charla estúpida me vuelve loco! Pero espera... ¿Adónde vas tan de prisa? ¿No puedes aguardar un instante? ¿Se fueron hacia Southwark?
En efecto, señor..., pues como iba diciendo, respecto a aquel maldito cuarto de pollo, el niño que no ha nacido no tiene ni más ni menos culpa que. ..
¿Aún estás aquí? ¡Y todavía charlando! ¡Procura desaparecer si no quieres que te estrangule!
El criado se retiró. Y tras de él salió Hendon, que pasó por su lado y le adelantó bajando los escalones de dos en dos, al mismo tiempo que refunfuñaba:
¡Ha sido ese villano ruin que lo reclamaba cómo hijo suyo! ¡Te he perdido, mi pequeño señor demente... y ése es un pensamiento muy amargo! ¡Con lo que me había encariñado ya contigo! Pero, ¡no! ¡Por los clavos de Cristo! ¡No te he perdido! No te he perdido porque voy a registrar cada rincón de Inglaterra hasta encontrarte... ¡Pobre muchacho! Allí ha quedado su almuerzo... y el mío, pero ya no tengo apetito... que se lo coman los ratones... ¡De prisa, de prisa! ¡Esta es la palabra!
Mientras se abría paso hacia el puente entre la multitud tumultuosa, dijo varias veces para sí, aferrándose a este pensamiento como si le resultara agradable:
«Regañó, se quejó, pero si se ha marchado es porque ha creído que Miles Hendon le llamaba... ¡Simpático muchacho! Estoy seguro que no hubiera obedecido la indicación de nadie más... »
  1. «¡El rey ha muerto! ¡Viva el rey! »

Aquella misma mañana, al amanecer, Tom Canty despertó pesadamente de un profundo sueño y abrió los ojos en las tinieblas. Permaneció en silencio unos momentos, tratando de analizar sus ideas confusas y sus impresiones y de encontrarles relación. De pronto, exclamó, con voz de exaltación feliz, pero contenida:
¡Ahora lo veo todo claro! ¡Lo veo todo claro! ¡Por fin desperté, gracias a Dios! ¡Ven, alegría! ¡Márchate, pesadumbre! ¡Oh, Nan, Bet! Abandonad vuestra yacija y venid a mi lado para que pueda hacer llegar a vuestros oídos incrédulos el sueño más fantástico que forjaron jamás los espíritus de la noche para dejar asombrada la mente humana. ¡Nan, Bet!
Una forma confusa apareció a su lado, y una voz dijo:
¿Os dignáis darme vuestras órdenes?
¿Mis órdenes? ¡Oh, desdichado de mí! Conozco vuestra voz. ¡Hablad! ¿Quién soy yo?
¿Vos, señor? En verdad que ayer erais el príncipe de Gales, pero hoy sois mi magnánimo y muy venerado rey Eduardo de Inglaterra.
Tom hundió su cabeza en la almohada y exclamó con voz lastimera:
¡Ay! ¡No era un sueño! Id a descansar y dejadme con mis penas.
Tom se durmió nuevamente, y al cabo de un rato tuvo el siguiente sueño agradable: Su fantasía le transportó a la hermosa pradera llamada Goodman's Fields donde se le antojó estar jugando en pleno verano. De pronto vio aparecer un enano de sólo unos dos palmos de estatura, con larga barba y muy jorobado.
Cava junto a este tronco le dijo.
Así lo hizo Tom y encontró doce peniques nuevos y relucientes. ¡Una gran fortuna! Pero no fue esto lo mejor, pues el gnomo prosiguió:
Te conozco. Eres un buen muchacho y mereces ser dichoso. Tu existencia desgraciada ha terminado. Ha llegado el día de la recompensa. Ven a cavar aquí cada siete días, y siempre encontrarás el mismo tesoro: doce peniques nuevos, y brillantes. No lo digas a nadie... guarda el secreto.
Cuando hubo desaparecido el enano, Tom fue volando a Offal Court con su premio, diciendo para sus adentros: «Daré cada noche un penique a mi padre. Se figurará que lo he ganado pidiendo limosna, estará contento y no recibiré más palizas. Cada semana daré un penique al buen sacerdote que se dedicó a instruirme, y los otros cuatro peniques serán para mi madre, Bet y Nan, ¡Basta ya de sufrir hambre y de llevar andrajos! ¡Se acabaron los temores, los apuros y las brutalidades!
Llegó en sueños a su sórdido hogar, jadeante, pero con los ojos centelleantes de entusiasmo y de gratitud. Echó cuatro de sus peniques en el halda de su madre y dijo:
Todos son para ti y para Nan y Bet... obtenidos honradamente, sin pedir limosna ni robarlos.
La madre, feliz y asombrada, le estrechó contra su pecho y exclamó:
Se está haciendo tarde. ¿Quiere levantarse Vuestra Majestad?
¡Ah, no era ésta la contestación que Tom esperaba! El sueño se había disipado, estaba despierto... estaba despierto.
Abrió los ojos y vio al primer lord de cámara arrodillado junto a su lecho, y ricamente vestido. El encanto del delicioso sueño se desvaneció y el pobre muchacho se dio cuenta de que todavía era cautivo y monarca. La estancia estaba llena de cortesanos que lucían capas de púrpura, el color del luto en la corte, y de nobles servidores del soberano. Tom se sentó en la cama, y por entre las gruesas cortinas de seda, observó el lujo de las personas allí reunidas.
Comenzó la complicada operación de vestir al rey, y mientras tanto uno tras otro, los cortesanos fueron hincando la rodilla para rendir homenaje y testimoniar al joven monarca el pésame por la irreparable pérdida sufrida. Al principio, el primer escudero del servicio tomó una camisa, que pasó al primer lord de las jaurías, éste la entregó al segundo caballero de cámara, quien, a su vez, la pasó al guarda mayor del bosque de Windsor, y éste al canciller real del ducado de Lancaster, quien la entregó al jefe del guardarropa, quien la pasó a uno de los heraldos jefes, y éste, al condestable de la Torre, quien la pasó al mayordomo jefe de servicio, que, a su vez, la entregó al gran mantelero hereditario, quien la pasó al lord gran almirante de Inglaterra, y éste al arzobispo de Canterbury, el cual la pasó al primer lord de cámara, que tomó lo que quedaba de la prenda y se la puso a Tom. Al pobre muchacho esta escena le hizo pensar en el caso del cubo que pasa de mano en mano cuando se pretende apagar un incendio.
Cada prenda tuvo que sufrir este solemne proceso lento, inacabable, y Tom se aburrió de lo lindo con aquella fastidiosa ceremonia. Tal era su tedio, que llegó a experimentar casi un sentimiento de gratitud cuando al fin vio que aparecían las largas medias de seda y supuso que tocaba ya a su fin toda aquella mojiganga. Pero se alegró demasiado pronto, pues el primer lord de cámara recibió las medias y se disponía ya a ponerlas en las piernas de Tom, cuando súbitamente su semblante se puso colorado, y devolviéndolas, avergonzado, al arzobispo de Canterbury, murmuró: «Mirad, señor. » Este palideció y pasó las medias al lord gran almirante, cuchicheando: «Fijaos, milord. » A su vez, el gran almirante las entregó al gran mantelero hereditario que, lleno de asombro, apenas le quedó aliento para decir: «¡Mirad, milord!», y de este modo, las medias, como había ocurrido con la camisa, comenzaron a desfilar por las manos de todos aquellos personajes, hasta que llegaron a manos del primer escudero del servicio, quien, contemplándolas, anonadado, balbució: «¡Cielo santo! ¡Se ha escapado un punto! ¡A la Torre con el custodio mayor de las medias del rey!» Y dicho esto, se apoyó en el hombro del primer lord de las jaurías, mientras recobraba fuerzas y traían otras medias sin ningún defecto.
Pero todas las cosas tienen su fin, y por ello Tom, Canty, después de tan engorrosa circunstancia, pudo abandonar el lecho. Entonces, el funcionario encargado del servicio echó agua al palanganero, otro funcionario de igual categoría presentó la toalla, después de lo cual, Tom se halló preparado para recibir los servicios del peluquero real. Cuando por fin el muchacho salió de las manos de aquel maestro del tocado, presentaba una bella figura, tan fina que parecía una niña, con su capa y su pantaloncito corto de raso púrpura y su sombrero con plumas del mismo color. Se dirigió fastuosamente al comedor del desayuno, entre dos hileras de cortesanos que, a su paso, hincaban la rodilla. Después del desayuno fue conducido con toda pompa al salón del trono, donde comenzó a despachar los asuntos de Estado. Su «tío», lord Hertford, se situó junto al trono para ayudar a la mente real con prudentes consejos.
Se presentaron los ilustres magnates nombrados albaceas por el difunto rey, para solicitar, por pura fórmula, la aprobación de Tom sobre determinados actos. El arzobispo de Canterbury se refirió al decreto del consejo de albaceas relativo a las exequias de Su difunta Majestad, y acabó por dar lectura a las firmas de los albaceas que eran: el arzobispo de Canterbury; el lord Canciller de Inglaterra; lord William Saint John; lord John Rusell; conde Eduardo de Hertford; vizconde John Lisle y el obispo de Durham, Cuthbert.
Tom no prestaba atención, porque estaba absorto reflexionando una de las primeras cláusulas del documento que le indujo a preguntar, muy intrigado y en voz baja a lord Hertford:
¿Qué día han dicho que ha quedado fijado para el entierro?
El 16 del mes próximo, señor.
¡Qué desatino! Pero ¿va a conservarse el cadáver?
El pobre muchacho desconocía las costumbres de la realeza. Sólo sabía que en Offal Court los muertos eran sacados de allí en forma sencilla y extraordinariamente expedita. Sin embargo, lord Hertford le hizo comprender las cosas con dos palabras. Un secretario de Estado presentó una orden del Consejo señalando el día siguiente, a las once de la mañana, para la recepción de los embajadores extranjeros, y solicitó la conformidad del rey.
Tom dirigió una mirada interrogadora a Hertford, v éste le susurró al oído:
Vuestra Majestad tiene que dar su consentimiento. Vienen a testimoniar el dolor de sus respectivos monarcas por el gran infortunio que aflige a Vuestra Majestad y a Inglaterra.
Así lo hizo Tom.
Otro secretario de Estado expuso los gastos de la casa del difunto monarca, que durante los seis meses anteriores, ascendieron a veintiocho mil libras esterlinas, cantidad fabulosa que dejó a Tom con la boca abierta, y más asombrado quedó todavía cuando oyó declarar que veinte mil libras esterlinas estaban aún pendientes de pago, pero su pasmo aumentó, si cabe, al enterarse de que las arcas estaban vacías y de que los mil doscientos criados de la familia real se hallaban en grave apuro por falta de pago de sus salarios.
Tom, muy preocupado dijo:
No cabe duda que iremos a parar a la más absoluta miseria. Conviene, pues, alquilar una casa más pequeña y despedir a la servidumbre, porque los criados no sirven más que para demorarlo todo y para fastidiarle a uno con servicios aparatosos e interminables, como si uno fuese un muñeco con cabeza y manos, pero que no pudiera servirse de ellas. Ahora recuerdo una casita en Billingsgate, situada frente al mercado de pescado...
Una fuerte presión en el brazo de Tom obligó a éste a interrumpir sus palabras y le hizo sentirse avergonzado, pero ninguno de los presentes pareció haberse dado cuenta de las extrañas consideraciones del joven soberano.
Un secretario dio cuenta de que, en atención a que el difunto rey había dispuesto en su testamento que fuese conferido el título de duque al conde de Hertford y se elevara a su hermano sir Thomas Seymour a la dignidad de par, y al hijo de Hertford a la de conde, junto con similares concesiones a otros grandes servidores de la corona, el Consejo había decidido celebrar, sesión el 16 de febrero para la confirmación y entrega de dichos honores, y que, por lo tanto, no habiendo fijado el difunto rey, por escrito, cláusulas convenientes para el sostenimiento de las referidas dignidades, el Consejo, que sabía cuáles eran los deseos del monarca fallecido sobre este particular, había resuelto conceder a Seymour terrenos por valor de quinientas libras esterlinas, y al hijo de Hertford terrenos por valor de ochocientas libras, y trescientas libras del terreno del primer obispado que quedaría vacante..., si Su Majestad se dignaba dar su real conformidad.
Tom se disponía a decir algo relativo a la conveniencia de empezar por el pago de las deudas del difunto rey antes de malgastar todo aquel dinero, pero un suave golpecito oportuno dado al brazo del muchacho por el previsor Hertford evitó esta indiscreción; por consiguiente, Tom dio el asentimiento real sin comentarios, aunque muy contrariado. Mientras se hallaba sentado meditando sobre la facilidad con que estaba realizando extraños milagros sorprendentes, cruzó por su cerebro una idea luminosa. ¿Por qué no nombrar a su madre duquesa de Offal Court y darle la correspondiente hacienda? Pero instantáneamente un pensamiento triste borró esta idea. El no era rey más que de nombre, y aquellos sesudos ancianos y nobles encopetados eran sus amos. Como para ellos su madre no era más que la criatura imaginaria de una mente perturbada, escucharían simplemente su proposición con incredulidad y mandarían llamar al médico inmediatamente.
La aburrida labor prosiguió con tedio exasperante. Se dio lectura a peticiones, proclamas, patentes y a toda clase de fastidioso papelamen relativo a asuntos públicos, y por fin Tom suspiró patéticamente diciendo para sus adentros: «¿Qué pecado habré cometido para que Dios haya decidido privarme de los campos, del aire libre y de la luz del sol, encerrándome aquí para convertirme en rey y desesperarme de esta manera?»
Su pobre cabeza trastornada se movió un momento y acabó por inclinarse dormida sobre un hombro. Y los asuntos del reino quedaron en suspenso por falta del augusto factor: el poder que tenía que ratificarlos. Se hizo el silencio en torno del jovencito dormido, y los sabios del reino interrumpieron sus deliberaciones.
Antes del mediodía, Tom pasó una hora deliciosa, con el consentimiento de sus guardianes Hertford y Saint John, en compañía de la princesa Isabel y la princesa Juana Grey, aunque el ánimo de las dos muchachas estaba bastante decaído por el gran infortunio que acababa de caer sobre la casa real. Al final de la visita, su «hermana mayor», que fue posteriormente «María la sanguinaria», de la cual nos habla la historia, le dejó perplejo con una solemne entrevista que, a sus ojos, no tenía más que un mérito: la brevedad. Tom permaneció unos instantes solo y luego fue admitido a su presencia un niño de unos doce años, cuyo traje, excepto la nívea golilla y los encajes de las mangas, era negro; con su jubón, sus medias v demás. No ostentaba más señal de luto que un lazo de cinta morada en el hombro. Avanzó, vacilando, con la cabeza descubierta e inclinada en reverencia. Hincó la rodilla delante de Tom. Este le contempló un momento y le dijo:
Levántate, muchacho. ¿Quién eres y qué deseas?
El niño se levantó con graciosa desenvoltura, pero con semblante temeroso, y contestó:
Por fuerza debéis acordaros de mí, señor. Soy vuestro «niño de azotes».
¿Mi «niño de azotes»?
El mismo, señor. Soy Humphrey... Humphrey Marlow.
Tom pensó que aquel muchacho era alguien respecto al cual sus guardianes habrían tenido que darle instrucciones. La situación era, pues, delicada. ¿Qué hacer? ¿Fingir que le conocía para luego demostrar ya con las primeras palabras que no le había visto jamás? No, no resultaba conveniente. Pero una idea vino a ayudarle. Trances como aquél le ocurrirían probablemente muy a menudo, cuando asuntos perentorios apartaran de su lado a Hertford y a Saint John, que eran miembros del Consejo de albaceas. Por lo tanto, lo mejor sería quizá que preparara él mismo un plan para salir airoso de tales apuros. Iba a probarlo ya con aquel muchacho. Se pasó, pues, la mano por la frente con aire de perplejidad y al cabo de un momento dijo:
Ahora creo acordarme algo de ti..., pero el sufrimiento anubla mi memoria.
¡Ah, mi pobre señor! exclamó el «niño de azotes» con sentimiento compasivo. Y añadió para sus adentros: «Entonces es verdad lo que dicen... ¡Se ha vuelto loco! Pero ¡desgraciado de mí! ¡Olvidaba que me han indicado que está absolutamente prohibido demostrar que uno se ha dado cuenta de su demencia!»
Es extraño cómo me falla la memoria estos días dijo Tom. Pero no hagas caso..., ya voy corrigiéndome..., y a veces, con un pequeño indicio cualquiera consigo recordar de nuevo las cosas y los nombres que había olvidado. (Y no sólo ésos pensó Tom, sino hasta los que nunca oí... como podrá ver este muchacho.) Dime qué motivo te trae aquí.
Es asunto de poca importancia, señor, pero lo expondré a Vuestra Majestad si os dignáis escucharme. Hace dos días, cuando Vuestra Majestad se equivocó tres veces en sus lecciones matinales de griego... ¿Se acuerda Vuestra Majestad?
Sí..., me pa...rece que sí. (Y no miento mucho, porque si me llego a meter con el griego, no me habría equivocado sólo tres veces, sino cuarenta.) Sí, sí, ahora me acuerdo... Continúa.
El profesor, indignado por lo que él llamaba vuestra desidia estúpida, dijo que me azotaría de lo lindo, y...
¿Azotarte a ti? exclamó Tom, asombrado hasta perder su presencia de ánimo. ¿Por qué te han de azotar a ti por faltas mías?
¡Ah! Vuestra Majestad olvida nuevamente... Cuando no sabéis la lección me propinan una gran paliza
Cierto, cierto..., lo había olvidado. Tú me das lecciones particulares y, claro, si luego me equivoco, deducen que no tienes aptitud para instruirme, y...
¡Oh, Majestad! ¿Qué palabras son ésas? ¿Yo, el más humilde de vuestros criados, iba a atreverme a educaros a vos?
Entonces, ¿qué te pueden reprochar? ¿Qué enigma es éste? ¿Me he vuelto loco de veras o eres tú el que ha perdido la razón? Explícate..., explícate.
Pero, Majestad, huelga toda explicación... Nadie puede poner la mano en la sagrada persona del príncipe de Gales; por lo tanto, cuando él comete una falta, los golpes impuestos como castigo los recibo yo, y así ha de ser y me conviene a mí que así sea, porque éste es mi oficio y mi medio de vida2.
Tom se quedó contemplando al muchacho, pensando:
«Este es un caso extraordinario, una profesión singular y muy curiosa; me extraña que no hayan contratado también un muchacho para que se peine y se vista por mí... ¡Ojalá lo hagan! Si así fuese, sería capaz de aceptar los azotes en mi cuerpo y daría gracias a Dios por el cambio. »
Y prosiguió, en voz alta:
¿Y te han pegado, pobre amigo mío, de conformidad con la promesa?
No, señor. Mi castigo fue fijado para hoy, y tal vez será anulado en atención a los días de luto que atravesamos. Lo ignoro, y por esto me he permitido venir para recordar a Vuestra Majestad su generosa promesa de interceder en mi favor...
¿Con el maestro, para librarte de los azotes?
¡Ah, Vuestra Majestad lo recuerda!
Como puedes ver, mi memoria se enmienda
Puedes estar tranquilo... Ya me preocuparé de que tu espalda quede sana y salva.
¡Oh, gracias, mi buen señor! exclamó el chiquillo, hincando nuevamente la rodilla. Tal vez me he excedido en mi atrevimiento y, sin embargo...
Tom, al ver que Humphrey vacilaba, le animó para que continuara hablando, diciéndole que se sentía «inclinado a las concesiones».
Entonces voy a hablar sinceramente porque se trata de algo que me interesa en gran manera. Puesto que no sois ya príncipe de Gales, sino rey, podéis ahora ordenarlo todo a vuestro capricho y voluntad, sin que nadie se pueda oponer a vuestros deseos... Por lo tanto, no hay motivo para que, en lo sucesivo, os toméis la molestia de estudiar fastidiosamente... Quemad, pues, los libros y dejad que vuestro cerebro piense cosas más divertidas. Pero entonces, naturalmente, yo quedaré en la miseria, y mis pobres hermanas, huérfanas igualmente, en la indigencia conmigo.
¿En la miseria? ¿Por qué?
Porque mi espalda es mi pan. ¡Oh, generosa Majestad! Si quedo sin empleo voy a morir de hambre. Si vos dejáis de estudiar, perderé mi ocupación, puesto que no necesitaréis «niño de azotes». ¡No me despidáis!
Tom se sintió conmovido por esta súplica patética, y con un arranque de regia generosidad, dijo:  
No te preocupes por eso, muchacho. Tu oficio será permanente y seguirá siendo siempre tu especialidad.
Dicho esto, dio al muchacho el espaldarazo con la parte plana de su espada y exclamó:
¡Levántate, Humphrey Marlow, gran «niño de azotes» hereditario de la casa real de Inglaterra! Cierra el paso a tus penas.. . Yo volveré a hojear mis libros, pero estudiaré tan mal, que tendrán, muy merecidamente, que triplicar tu salario, pues procuraré que tengas mucho trabajo.
El agradecido Humphrey contestó fervorosamente:
¡Gracias, oh, nobilísimo señor! Vuestra magnanimidad de príncipe viene a cumplir sobradamente mis anhelos y ensueños de fortuna. Ahora voy a ser dichoso durante toda mi vida y también, después de mí, la casa de Marlow.
Como Tom tenía suficiente perspicacia para comprender que aquel muchacho podía serle útil, incitó a Humphrey a que siguiera hablando, a lo cual, el pobre chico no tenía el menor reparo que oponer, pues sentía una gran satisfacción al figurarse que contribuía a que el rey recobrara la salud, pues siempre al acabar de relatar a éste los diversos detalles de su experiencia y aventuras en la regia sala de clase o en cualquier otro lugar de palacio, observaba que Su Majestad, a pesar de su mente perturbada, recordaba todas las circunstancias con perfecta clarividencia. Al cabo de una hora, Tom se halló perfectamente informado respecto a los personajes y a los asuntos de la Corte y, por consiguiente, decidió enterarse cada día por medio de la misma fuente. Y con este objeto dio orden de que Humphrey fuera admitido a la regia presencia siempre que lo deseara, excepto en las ocasiones en que Su Majestad de Inglaterra se encontrara, ocupada con otras personas. Pero apenas había despedido a Humphrey, cuando entró lord Hertford con nuevas molestias para Tom.
Venía a comunicarle que los lores del Consejo, temiendo que algún informe exagerado sobre la mente perturbada del rey hubiera trascendido al exterior y se hubiera divulgado, estimaban conveniente que Su Majestad empezara a comer en público uno e dos días después... ya que su aspecto sano y su paso firme, añadido a un talante sereno, a unos modales estudiados y a una actitud gentil, tranquilizarían seguramente la opinión general, en caso de que hubiesen circulado graves rumores, mucho mejor que de cualquier otra manera que pudiera imaginarse.
Luego, el conde, muy discreta y delicadamente, procedió a instruir a Tom sobre el modo de comportarse en esta clase de ceremonias regias, con el pretexto bastante vulgar de «recordarle» cosas que él de sobra sabía. Pero, con gran satisfacción, se dio cuenta de que Tom, sobre este punto, necesitaba muy pocas instrucciones... Se había valido de Humphrey, que le comunicó que dentro de pocos días iba a tener que comenzar a comer en público, pues lo había oído murmurar por la Corte. Y Tom conservó estos datos para su gobierno.
Al ver la memoria del rey tan mejorada, el conde se aventuró a hacer algunas pruebas, fingiendo no hacerlo adrede, con objeto de observar hasta qué grado alcanzaba su mejoría. Los ensayos tuvieron un resultado feliz en los puntos en que subsistían las huellas de Humphrey, y en conjunto el conde se sintió muy satisfecho y animado, hasta el extremo de exclamar, con acento de completa confianza:
Ahora estoy persuadido de que si Vuestra Majestad se digna poner un poco más a prueba su memoria conseguirá descubrir el enigma del gran sello, una pérdida de gran importancia en días pasados, aunque no la tenga ahora porque sus servicios terminaron al fallecer nuestro hoy difunto rey. ¿Quiere Vuestra Majestad dignarse hacer la prueba?
Tom se encontraba entre la espada y la pared, porque el gran sello era para él un objeto completamente desconocido. Después de estar un momento vacilando, levantó inocentemente la vista, y preguntó:
¿Cómo era, milord?
El conde se estremeció casi imperceptiblemente y dijo para su adentros:
¡Ay! ¡Su juicio ha vuelto a abandonarle! Ha sido un desatino ponerlo a prueba.
Y hábilmente encauzó la conversación hacia otros asuntos, con el propósito de borrar el desdichado sello de los pensamientos de Tom..., lo cual consiguió fácilmente.
  1. Tom actúa como rey

Al día siguiente se presentaron los embajadores extranjeros con sus fastuosas comitivas, y Tom, despavorido, les recibió sentado en su trono. Sin embargo, el esplendor de la escena deleitó sus ojos y exaltó su imaginación, pero como la audiencia fue larga y fastidiosa, con sus interminables discursos y demás, lo que al principio resultaba agradable acabó poco a poco por trocarse en extremo aburrimiento y profunda nostalgia. Tom, de vez en cuando, repetía las palabras que le dictaba Hertford, y procuraba salir del aprieto lo más airosamente posible; pero en tales cuestiones era un verdadero novato, y estaba, además, demasiado desconcertado para conseguir siquiera un éxito regular. Su aspecto era bastante regio, pero en su fuero interior no lograba sentirse rey. Su corazón experimentó un gran alivio cuando hubo terminado la engorrosa ceremonia.
El tercer día del reinado de Tom transcurrió muy parecidamente a los demás, pero en cierto modo se disipó algo la nube que envolvía al muchacho, y éste se sintió menos molesto y apurado que al principio, pues, poco a poco, iba acostumbrándose a las circunstancias y al ambiente que le rodeaba. Le dolían aún las posaderas, pero no continuamente, y encontraba que la presencia y el homenaje de los grandes le contrariaba y apuraba menos a cada hora que pasaba.
A no ser por cierto acto que temía, habría podido ver acercarse el cuarto día de su reinado sin gran sobresalto... : la comida en público fijada para dicho día. Figuraban en el programa graves asuntos: iba a tener que presidir un consejo para exponer su parecer respecto a la política a seguir con las naciones extranjeras. Luego, Hertford tendría que ser elegido oficialmente para el importante cargo de lord protector. Pero todo lo que había de llevarse a cabo aquel día no tenía gran importancia comparado con el engorro de tener que comer solo, ante una multitud de curiosos que tendrían los ojos fijos en él mientras andarían cuchicheando comentarios respecto a sus actos y a sus errores, si por desgracia llegaba a cometerlos.
Y como nada podía detener el cuarto día, éste, naturalmente, llegó y encontró al pobre Tom cabizbajo y abstraído, y sin poder dominar su malhumor. Los deberes ordinarios de la mañana le aburrieron extraordinariamente, y volvió a sentir la pesadumbre de su cautiverio.
Unas horas más tarde estuvo en la sala de la audiencia conversando con el conde Hertford y esperando que sonara la hora señalada para una visita de ceremonia de gran número de cortesanos y de altos funcionarios de palacio.
Al cabo de un rato, Tom, que se había asomado a una ventana y contemplaba con interés la vida v el movimiento de la carretera real que pasaba junto a las puertas de palacio (y no con interés ocioso, sino con ferviente anhelo de tomar parte en aquel bullicio en plena libertad), observó la vanguardia de una turba alborotada de hombres, mujeres y chiquillos de la más pobre y baja ralea, que iba aproximándose por la carretera.
Quisiera saber qué ocurre exclamó con la curiosidad de un niño ante tal suceso.
Sois el rey repuso solemnemente el conde con una reverencia. ¿Puedo contar con vuestra venia para actuar?
¡Oh, si, encantado! exclamó Tom con exaltación, añadiendo para sí con viva satisfacción: «Verdaderamente, ser rey no significa siempre aburrimiento, pues tiene sus compensaciones y sus ventajas. »
El conde llamó a un paje y le encargó que llevara al capitán de la guardia la siguiente orden:
Que se cierre el paso a la muchedumbre y se pregunte el motivo de ese barullo. ¡De orden del rey!
Unos segundos más tarde, una larga procesión de guardias reales, cubiertos de bruñido acero, salió al exterior de las verjas, y quedaron formados a través de la carretera frente a la multitud. Volvió un mensajero para anunciar que aquel gentío venía siguiendo a un hombre, a una mujer y a una niña que iban a ser ejecutados por delitos cometidos contra la paz y la dignidad del reino.
¡La muerte... y una muerte violenta... para aquellos desgraciados! Esta idea conmovió las fibras del corazón de Tom Se sintió dominado por un sentimiento de piedad, con exclusión de toda otra clase de consideraciones. No pensó en la ley quebrantada, ni en el daño que aquellos tres criminales habían causado a sus víctimas. No le era posible pensar en nada más que en la horca y en el horrendo destino que pendía sobre las cabezas de los condenados. Su interés le hizo olvidar durante unos momentos que no era más que la falsa sombra de un rey, no su esencia, y sin darse cuenta de lo que hacía dio la orden vociferando:
¡TraedIos aquí!
Luego se sonrojó. Iba a brotar de sus labios cierta excusa, pero al observar que su orden no había sorprendido al conde ni al paje que estiba esperando, contuvo las palabras que se disponía a pronunciar. El paje, de la manera más natural, hizo una profunda reverencia y salió de la sala para dar la orden. Tom experimenté entonces un sentimiento emocionado de orgullo, y meditando sobre las ventajas compensadoras que ofrecía la profesión de monarca, se dijo:
«Realmente es lo que yo acostumbraba a figurarme cuando leía los cuentos del viejo sacerdote y se me antojaba que era príncipe y que dictaba leves y daba órdenes a todo el mundo, diciendo: Hágase esto, hágase lo otro, sin que nadie opusiera objeciones a mi voluntad. »
Se abrieron las puertas de par en par, y, uno tras otro, fueron, anunciándose varios títulos altisonantes, a medida que iban entrando los personajes que los ostentaban. El aposento quedó pronto lleno de gente noble y distinguida. Pero Tom apenas se dio cuenta de la presencia de aquellas personas encopetadas; tan abstraído estaba en aquel otro asunto más interesante. Tomó asiento en su regio sillón, con aire distraído, y dirigió la mirada a la puerta con muestras de expectación e impaciencia, en vista de lo cual los allí presentes no se atrevieron a molestarle, y optaron por iniciar una charla entre si, que era una mezcla de chismes y de consideraciones sobre los asuntos públicos.
Al cabo de poco rato se dejaron oír unos pasos mesurados de hombres de armas que iban acercándose, y los reos entraron a presencia del rey, custodiados por un alguacil y un piquete de la guardia real. El funcionario civil hincó la rodilla ante el monarca y se apartó a un lado. Los tres delincuentes se arrodillaron también y así permanecieron mientras la guardia se situaba detrás del sillón de Tom. Este contempló con mirada escudriñadora a los prisioneros. En el traje y en la apariencia del condenado había algo que despertó en él algún recuerdo, «Me parece haber visto a ese hombre en otra ocasión, pero no viene a mi memoria cómo ni cuándo», pensaba Tom.
En aquel preciso momento el reo levantó la vista y volvió a bajar los ojos rápidamente, avergonzado de hallarse en presencia del monarca, pero aquel vistazo fugaz a su rostro fue suficiente para que Tom le reconociera. Este dijo para sus adentros: «¡Ahora me acuerdo! ¡Es el desconocido que en aquel día crudo y ventoso de Año Nuevo se echó al Támesis y salvó la vida a Giles Witt! Fue un acto humanitario y valeroso. ¡Lástima que haya ahora cometido alguna acción tan baja que le ha conducido a esta triste situación! No he olvidado nunca ni el día ni la hora en que llevó a cabo aquel acto heroico, porque, un poco más tarde, al dar las once, la abuela Canty me propinó una paliza de tal magnitud, que todas las que me había dado antes y las, que me dio después, comparadas con aquélla, resultaban tiernos mimos y caricias. »
Tom ordenó, pues, que la mujer y la niña se retiraran un momento y, dirigiéndose al alguacil, dijo:
¿Qué delito ha cometido este hombre?
El alguacil hincó la rodilla y contestó:
Señor, ha envenenado a un súbdito de Vuestra Majestad.
La compasión de Tom por el preso y la admiración que le inspiraba éste por el abnegado arrojo que demostró al salvar al muchacho que se ahogaba experimentaron los lamentables efectos de la decepción.
¿Se ha comprobado su culpabilidad? preguntó.
Con la mayor evidencia, señor. Tom suspiró y dijo:
Llévatelo, porque se ha hecho merecedor de la pena capital. Es una lástima, porque tenía un corazón valeroso... bueno..., quiero decir que parece ser intrépido.
El preso juntó repentinamente las manos con energía y, retorciéndolas con desesperación extrema, imploró al rey con frases de espanto, entrecortadas:
¡Oh, señor, mi rey! ¡Si podéis apiadaros de los perdidos, tened compasión de mí! ¡Soy inocente! Se me acusa de un crimen del que no existe la menor prueba. Pero no me refiero a eso. Se ha dictado sentencia contra mí, y ésta no puede ser alterada. Pero en los últimos momentos de mi destino aciago, os suplico una gracia, porque esto excede de lo que puede soportarse. ¡Uña gracia, una gracia, oh, mi señor y rey! ¡Que vuestra piedad regia acceda a mi ruego! ¡Dad orden de que me ahorquen!
Tom quedó perplejo. No era esto ni mucho menos lo que esperaba.
Por mi vida que es bien extraña la gracia que pides. ¿No era, pues, ésta la muerte que te estaba reservada?
¡Oh, mi señor! ¡No era ésta! Se ha ordenado que me hiervan vivo.
La sorpresa, que le causó esta declaración horrible casi hizo saltar a Tom de su asiento. Tan pronto como pudo serenarse, exclamó:
¡Se cumplirá tu deseo, pobre desdichado! Aunque hubieras envenenado a cien hombres, no tendrías que sufrir una muerte tan espantosa.
El prisionero se inclinó hasta dar con el rostro en tierra, y prorrumpió en apasionadas exclamaciones de gratitud, que terminaron con estas palabras: ,
Si alguna vez, ¡Dios no lo quiera!, llegarais s a sufrir una desdicha, ¡ojalá el Todopoderoso recuerde vuestra buena acción para conmigo en el día de hoy y os recompense vuestra bondad!
Tom, dirigiéndose al conde Hertford, le dijo:
Milord, ¿puede creerse que se haya dictado una sentencia tan cruel contra ese hombre?.
Así lo ordena la ley contra los envenenadores, señor. En Alemania los falsificadores de moneda son hervidos en aceite hasta que mueren, pero no echándolos de repente dentro de la caldera, sino sumergiéndolos poco a poco con una cuerda. Primeramente los pies, luego las piernas, luego.
¡Basta, milord! ¡Os ruego que no prosigáis! No puedo seguir escuchándoos exclamó Tom, tapándose los ojos con las manos, como para borrar la visión de aquella horrible escena. Os ruego que deis orden de que se cambie esta ley... ¡Que no haya más infelices criaturas que puedan sufrir semejante tortura!
Las facciones del conde expresaron una profunda satisfacción, porque era hombre de instintos generosos y compasivos, cualidad poco corriente en su clase social en aquella época de costumbres feroces.
Vuestras nobles palabras, señor dijo Hertford, han sellado la derogación de esta ley. La historia lo recordará en honor de vuestra real casa.
El alguacil se disponía a llevarse al preso, pero Tom le hizo una señal de que esperara, y le dijo:
Quiero cerciorarme mejor sobre los detalles de este asunto. El acusado afirma que no existen pruebas del crimen que se le imputa. Cuéntame lo que sepas sobre el particular.
Con la venia de Vuestra Majestad: En el juicio quedó demostrado que ese hombre penetró en una casa de la aldea de Islington, en la que había un enfermo. Hay tres testigos que declaran que entró allí a las diez de la mañana, y otros dos afirman que fue unos minutos más tarde. El paciente se hallaba a la sazón solo y durmiendo. El acusado no tardó en salir de la casa y en proseguir su camino. Al cabo de una hora, el enfermo falleció entre horribles espasmos y violentas convulsiones.
¿Vio alguien el líquido ponzoñoso? ¿Se encontró el veneno?
No, señor.
Entonces ¿cómo se sabe que murió intoxicado?
Porque los doctores certificaron que nadie muere con esos síntomas si no es por el veneno.
En aquella época de credulidad esto equivalía a la evidencia. Tom comprendió el carácter extraordinario de la declaración, y dijo:
Los doctores saben su oficio y, por consiguiente, deben tener razón. El asunto se presenta mal para este hombre.
Pero no fue eso todo, señor. Hay algo más y peor. Muchas personas declararon que una bruja, que después desapareció de la aldea y cuyo paradero se ignora, predijo que el enfermo moriría envenenado, es más: indicó que el envenenador sería un desconocido de pelo castaño que vestiría ropa vulgar muy usada, y no cabe duda que esas señas coinciden exactamente con las del preso. Dígnese Vuestra Majestad reconocer el valor que tiene esta circunstancia, puesto que fue predicha por la bruja.
Era éste un argumento de gran consistencia en aquellos tiempos de superstición. Tom consideró que el asunto estaba resuelto y que si para algo servían las pruebas, la culpabilidad de aquel hombre quedaba bien demostrada. Sin embargo, ofreció al prisionero una esperanza de salvación, diciéndole:
Si puedes alegar algo en defensa propia, habla.
Es inútil, mi rey y señor. Soy inocente, pero no puedo demostrarlo. No tengo amigos; si los tuviera podría probar que no estuve el día del crimen en Islington. También podría probar que a la hora citada me hallaba a más de una legua de distancia: estaba en la Antigua Escalera de Wapping. Es más señor: me sería dable probar que cuando dicen que estaba quitando una vida, estaba, al contrario, salvándola a un, muchacho que se ahogaba...
¡Calla! Alguacil, decidme en qué día se cometió el delito.
El día primero de año, señor. A las diez de la mañana o unos minutos más tarde...
Sí es así, el preso queda libre. ¡Lo manda el rey!
Un nuevo sonrojo de Tom siguió a estas palabras tan impropias de un monarca, pero el muchacho disimuló su indiscreción lo mejor que pudo, añadiendo:
¡Me indigna que se pueda ahorcar a un hombre con pruebas de su culpa tan poco convincentes!
Un murmullo de admiración corrió por el auditorio. No era precisamente admiración por el decreto dictado por el «soberano», pues la necesidad o la inconveniencia de perdonar a un preso convicto y confeso era cosa que ninguno de los presentes se habría creído con derecho a discutir o a admirar, no. La admiración de los allí presentes era debida a que se daban cuenta de la inteligencia y el ánimo que Tom acababa de demostrar. Algunos de los comentaristas decían muy quedo:
Este rey no está loco; está en su perfecto juicio
¡Con qué acierto ha hecho las preguntas!
¡Y qué propia de su peculiar modo de ser ha sido esta manera brusca e imperiosa de solventar el asunto!
¡Alabado sea Dios! ¡Su enfermedad se ha curado! Este no es un ser débil, sino un rey enérgico. Ha obrado a semejanza de su difunto padre.
Como reinaba en el ambiente una absoluta aprobación, forzosamente tuvieron que llegar algunas de las ponderaciones a oídos de Tom, lo cual le tranquilizó y le causó una satisfacción inmensa. Sin embargo, su curiosidad infantil dominó pronto su satisfacción y sus agradables pensamientos, y le indujo a enterarse de qué clase de delito podían haber cometido la mujer y la niña, también presas, y, por orden suya, trajeron a las dos desventuradas criaturas aterrorizadas y llorosas.
Y estás, ¿qué has hecho? – preguntó al alguacil.
Se les acusa, señor, de un crimen tenebroso y bien probado, por lo cual los jueces, con arreglo a la ley, las han condenado a la horca. Se han vendido al diablo. Este es su crimen.
Tom se estremeció. Le habían enseñado a aborrecer a todos aquellos que cometían acción tan depravada. Pero como no quería privarse del gusto de satisfacer su curiosidad, preguntó:
¿Dónde fue eso... y cuándo?
En una noche de diciembre, señor, y en una iglesia en ruinas.
Tom se estremeció nuevamente.
¿Quién estaba presente? preguntó.
Unicamente esas dos, señor..., y el otro.
¿Se han confesado culpables?
No, señor. Lo niegan.
Entonces ¿cómo se sabe?
Porque varios testigos las vieron encaminarse hacia allá, señor. Esto despertó sospechas, y los hechos las han confirmado y justificado. En particular, es evidente que, con el maligno poder que de este modo obtuvieron, invocaron y consiguieron provocar una tormenta que devastó toda la comarca. Más de cuarenta testigos han declarado que hubo, en efecto, tempestad, y se hubieran podido encontrar fácilmente, mil, porque todos tuvieron motivo para recordarla, puesto que fueron víctimas de la misma.
Verdaderamente es un caso muy grave.
Tom estuvo meditando durante unos momentos aquel caso de truhanería y luego preguntó:
¿Y no fue también esa mujer víctima de la tormenta?
Varias cabezas de personas ancianas allí presentes se movieron indicando que aprobaban aquella pregunta juiciosa, pero el alguacil, que no acertó a comprender la importancia que tenía, contestó sin vacilar:
Sí, ciertamente, Majestad, y más que nadie. Su casa fue barrida por el agua y el viento, de modo que tanto ella como la niña quedaron sin albergue.
A mi modo de ver las cosas, considero que le costó muy cara la facultad de poder provocar la tormenta. Por poco que pagara para tener dicha facultad, le engañaron, y si pagó nada menos que con su alma y la de su hija, esto demuestra que está loca, y estando loca no sabe lo que hace, y por lo tanto no comete crimen ni pecado.
Los ancianos aprobaron de nuevo con la cabeza la sensatez de Tom, y uno de ellos dijo:
Si el rey está loco, como dicen, su demencia me resulta de tal especie que la considero más apreciable que la cordura de algunos que, si Dios lo permitiera, podrían mejorar su cerebro cambiándolo con el de Su Majestad.
¿Qué edad tiene la niña? preguntó Tom.
Nueve años, señor.
Según las leyes de Inglaterra, ¿puede una niña realizar pactos y venderse a sí misma, milord? preguntó Tom a un juez competente. .
La ley no permite que una niña establezca ningún convenio importante ni intervenga en el mismo, señor, pues considera que su juicio no está capacitado para tratar con un cerebro maduro ni puede ser capaz de entender las intenciones perversas de los mayores. El diablo puede comprar una niña, si así se le antoja, y ella accede, pero no un inglés, pues en este último caso el trato no tendría ningún valor, sería nulo.
Parece una cosa impía y desatinada replicó Tom, con exaltación honesta que la ley de Inglaterra niegue a los ingleses privilegios que concede al diablo.
Esta nueva apreciación acertada del asunto hizo sonreír a muchos de los presentes y quedó grabada en su memoria para ser repetida después en la corte como prueba de la originalidad de Tom y de los progresos de su mente, que iba recobrando la razón.
La mujer culpable había dejado de llorar y estaba ahora pendiente de, la palabra de Tom con excitado interés y esperanza creciente. El muchacho lo notó en seguida y sintió una irresistible simpatía hacia aquella mujer indefensa y en situación muy peligrosa. De pronto, preguntó:
¿Cómo consiguieron provocar la tormenta? Quitándose las medias, señor.
Esto dejó intrigado a Tom y aumentó su curiosidad febril.
¡Esto es prodigioso! exclamó con vehemencia. ¿Y produce siempre tan terribles efectos?
Siempre, señor. Por lo menos, si la mujer lo desea y pronuncia las imprescindibles palabras con la lengua o sólo con el pensamiento.
Tom se volvió de cara a la mujer y le ordenó con tono de imposición absoluta:
¡Ejerce tu poder!... ¡Quisiera ver una tempestad!
Las mejillas de los supersticiosos circunstantes palidecieron súbitamente, y hubo entre éstos un deseo general muy vivo, aunque inexpresado, de huir de allí más que de prisa. Pero a Tom todo esto le pasó desapercibido, porque sólo pensaba en él cataclismo que acababa de proponer. Al ver el asombro de la pobre mujer, añadió, excitado:
No temas..., nadie te va a regañar. Además, quedarás libre y nadie te tocará... No sufrirás ningún daño. ¡Demuestra tu poder!
¡Oh, señor, mi rey! ¡No tengo tal poder, se me ha acusado falsamente!
Tienes miedo. Anímate. Te repito que no sufrirás ningún daño. Haz estallar la tormenta..., por pequeña que sea..., ¡no importa! No deseo una tempestad devastadora, más bien prefiero lo contrario. Hazlo y salvarás tu vida; quedaréis en libertad tú y tu hija, con el perdón, del rey y a salvo de toda violencia o malignidad de quienquiera que sea del reino.
La mujer se prosternó ante Tom y protestó, sollozando, de que no tenía poder para producir el milagro, pues de no ser así, salvaría anhelosamente la vida de su hija, resignándose a perder la suya, si por su obediencia al mandato del rey, pudiera alcanzar tan preciada gracia.
Tom insistió con impaciencia, pero la mujer repitió de nuevo su declaración de impotencia. Al fin el muchacho dijo:
Me parece que esta mujer ha dicho la verdad. Si mi madre estuviera en su lugar y asumiera funciones del diablo, no habría vacilado ni un momento en desencadenar la tempestad y en dejar todo el país desolado, con tal de lograr la salvación de mi vida. Nadie ignora que todas las madres fueron hechas con el mismo molde. Quedas libre, buena mujer..., y también tu hija, porque te creo inocente... Ahora ya no tienes nada que temer, una vez perdonada. ¡Quítate las medias, y si puedes provocar una tormenta, serás rica!
La perdonada expresó su gratitud con voz de exaltación jubilosa y se dispuso a obedecer, mientras Tom la contemplaba con expectación ansiosa y cierto temor. Al mismo tiempo, los cortesanos demostraban una intranquilidad perfectamente visible. La mujer desnudó sus pies y los de la niña e hizo cuanto pudo con fervor para recompensar la generosidad del rey con un terremoto, pero todo resultó un fracaso y una decepción completa. Entonces, Tom suspiró y dijo:
No te molestes más, buena mujer. Está visto que tu poder te ha abandonado. Vete en paz, y si alguna vez vuelvo a verte, no me olvides y provócame una tempestad.

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