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domingo, 16 de diciembre de 2012

UN FIN DE SEMANA DE LOS CINCO - ENID BLYTON



UN FIN DE SEMANA DE LOS
CINCO
ENID BLYTON

CAPÍTULO PRIMERO
UNA CARTA DE JULIÁN
—¡Ana! —gritó Jorgina corriendo tras de su prima cuando ésta se dirigía a su
clase—. ¡Ana! He bajado a recoger el correo y había una carta para ti de tu hermano
Julián. Te la he traído.
Ana se detuvo.
—¡Gracias! —exclamó—. ¿Qué querrá Julián? Hace pocos días que me ha escrito y
no es corriente en él esto de volver a hacerlo tan pronto. Debe de tratarse de algo
importante.
—Pues abre la carta y míralo —le urgió Jorgina—. Date prisa porque tengo que ir a
clase de "Mate".
Ana abrió el sobre. Extrajo de él un fragmento de papel escrito y leyó con rapidez.
Después miró a Jorgina con ojos relucientes.
¡Jorge! Julián y Dick tendrán unos días libres, un fin de semana, a medio
trimestre. Alguien ha ganado algún premio de escolaridad o algo por el estilo y por eso
les han dado a los chicos un par de días para celebrarlo durante este fin de semana.
Quieren que nos unamos a ellos para hacer una marcha todos juntos.
—¡Qué magnífica idea! —se entusiasmó Jorgina—. ¡Qué bueno es Julián! Estoy
segura de que ha sido a él a quien se le ha ocurrido. Leamos la carta, Ana.
Antes de que pudieran leerla, una maestra pasó junto a ellas.
-¡Jorgina! —la reprendió—. Deberías de estar ya en clase. Y tú también, Ana.
Jorgina frunció el ceño. No le gustaba que la llamaran por su nombre entero. Se fue
sin decir una palabra. Ana guardó la carta en el bolsillo de su bata y se marchó corriendo
alegremente. Pasar aquellos días con sus hermanos, Julián y Dick, con Jorge y
con Tim, su perro. ¿Podía existir algo mejor?
Ella y Jorgina comentaron de nuevo el asunto cuando se hubieron acabado las clases
de la mañana.
—Tendremos libre desde el viernes por la mañana hasta el martes —dijo Jorgina—.
Los niños tienen los mismos días ¡Qué suerte! No suelen tener vacaciones dentro del
trimestre de invierno.
—No podemos ir a mi casa porque tenemos a los pintores —explicó Ana—. Por eso
iba a ir yo a la tuya. Pero estoy segura de que a tu madre no le importará que vengan los
chicos con nosotros. Y total, a tu padre no le gusta que vayamos nunca durante la época
de clases.
—No, no le gusta —asintió Jorgina—. Siempre anda metido de lleno en alguna idea
magnífica y le molesta mucho que le estorben. Será mejor para todos que nos vayamos a
hacer una marcha.
—Julián dice que nos llamará por teléfono esta noche y que nos pondremos de
acuerdo —dijo Ana—. Estoy segura de que va a ser un maravilloso fin de semana.
Todavía estamos en el mes de octubre, así que, con suerte, aún podremos disfrutar de un
buen sol.
—Los bosques estarán muy hermosos —comentó Jorgina—. ¡Y cómo disfrutará Timl
Vamos a darle la noticia.
El pensionado en que se encontraban las dos niñas pertenecía al tipo de los que
permiten a sus pensionistas tener con ellas a sus animales favoritos.
En el patio había perreras para varios perros y Tim vivía allí durante el curso. Las dos
niñas fueron a verle.
El perro reconoció sus pasos y empezó a ladrar enseguida con alegría. Se dedicó a
arañar la puerta del patio, intentando abrirla por centesima vez.
En cuanto le abrieron, se lanzó sobre las niñas, lamiéndolas y acariciándolas con sus
patas y ladrando desesperadamente.
—Eres un perro tonto. ¡No seas loco! —decía Jorgina al tiempo que golpeaba su
lomo con cariño—. Oye, Tim, nos vamos a pasar el fin de semana con Julián y Dick,
¿qué te parece? Vamos a hacer una marcha, así es que te gustará. Atravesaremos
bosques y colinas y Dios sabe adonde llegaremos.
Tim parecía entender todas sus palabras. Enderezó las orejas, ladeó la cabeza y
escuchó con atención todo lo que Jorgina hablaba.
—¡Guau! —ladró al fin, como si asintiera. Luego siguió a las niñas en su paseo
diario. Su espesa cola se balanceaba alegremente. No le gustaba la vida que llevaba
durante la época de clases. No obstante, se mostraba dispuesto a aceptar la vida de la
perrera con la condición de permanecer cerca de su amada Jorge.
Por la noche, tal como había prometido, Julián telefoneó. Ya lo había planeado todo.
Ana le escuchaba con emoción.
—¡Parece magnífico! —exclamó—. Sí. Podemos reunirnos donde vosotros decís.
Procuraremos ser todo lo más puntuales posible. De todas formas, si aún no habéis
llegado os esperaremos. Y si vosotros llegáis primero nos esperáis a nosotras. Sí,
llevaremos todo lo que decís. ¡Oh, Julián, qué divertido va a ser!
—¿Qué ha dicho? —preguntó Jorgina con impaciencia cuando por fin Ana colgó el
receptor—. Podías haberme dejado hablar unas palabras con Julián. Quería contarle
cosas de Tim.
—No creo que le apetezca malgastar una llamada telefónica para oírte explicar
monerías de Tim —replico Ana—. Me ha preguntado cómo estaba y yo le he dicho muy
bien. Y eso es lo único que él quería saber de Tim. Ya lo ha arreglado todo. Ya te diré de
qué se trata.
Las niñas se sentaron en una esquina del dormitorio que compartían. Tim también
estaba con ellas. Se íe permitía la entrada a determinadas horas, lo mismo que a otros
tres perros que pertenecían a otras niñas. Todos los perros se portaban bien. Sabían que,
de no hacerlo, se les devolvería al punto a su perrera.
—Julián dice que él y Dick podrán salir inmediatamente después del desayuno —
prosiguió Ana—. Nosotras también podemos hacer lo mismo. Dice que nos hemos de
llevar muy pocas cosas: solamente el pijama, el cepillo de dientes, el peine, alguna
prenda de abrigo y un saco de dormir. Y todos los bizcochos y chocolate que podamos
comprar. ¿Te queda algún dinero?
—Algo —respondió Jorgina—, pero no mucho. Creo que tengo suficiente para
comprar algunas tabletas de chocolate. De todas formas, tú tienes aún todos los
bizcochos que te mandó tu madre la semana pasada. Podemos llevarnos unos cuantos.
—Y los terrones de azúcar que me mandó una de las tías —añadió Ana—. Pero
Julián dice que no debemos llevar mucho equipaje, porque esto va a ser una auténtica
marcha y nos cansaremos si tenemos que soportar una carga demasiado pesada. Ha
dicho que nos llevemos dos pares de calcetines.
—Está bien —asintió Jorgina, acariciando a Tim, que estaba tendido junto a ella—.
Vamos a hacer una larga caminata, querido Tim. ¡Cómo te gustará eso!
Tim gruñía feliz. Pensaba, seguramente, si encontraría conejos por el camino. Para él,
una marcha no tenía la menor emoción a menos que de cuando en cuando encontrara
algún conejo. Tim pensaba que era una lástima que se permitiera a los conejos vivir en
madrigueras bajo tierra. Siempre desaparecían como por encanto en el momento en que
él estaba a punto de atraparlos.
Ana y Jorgina fueron a visitar a la directora para decirle que no irían por fin a "Villa
Kirrin" porque se irían a hacer una marcha.
—Mi hermano dice que ya le ha escrito a usted —dijo Ana—. Así es que usted estará
enterada de todo mañana, señorita Peters. También le escribirá la madre de Jorge.
Podremos irnos, ¿verdad?
—¡Claro que sí! ¡Será un hermoso fin de semana para vosotras! —exclamó la
señorita Peters—. Sobre todo si estos días soleados continúan. ¿Adonde pensáis ir?
—Hacia los páramos —respondió Ana—. Hacia los lugares más solitarios y desiertos
que Julián sea capaz de hallar. Es posible que veamos algún ciervo, caballos salvajes y
quizás incluso tejones. Andaremos mucho.
—Pero ¿donde pensáis dormir si es tan desierto el lugar adonde vais? —preguntó la
señorita Peters.
—Julián ya lo ha planeado todo —contestó Jorgina—. Ha buscado albergues y casas
de campo en el plano y nos dirigiremos hacia ellas cuando llegue la noche. Hace ya
demasiado frío para dormir al aire libre.
—Efectivamente, hace demasiado frío —confirmó la señorita Peters—. Sobre todo,
sed prudentes. Ya sé de lo que sois capaces cuando estáis los cinco juntos. Porque me
imagino que Tim irá con vosotros.
—¡Claro que sí! —exclamó Jorgina—. Yo no iría si él no viniera también. No podría
dejarlo aquí solo.
Las dos niñas se dedicaron a preparar sus cosas, porque el viernes se aproximaba.
Sacaron los bizcochos de la lata que los contenía y los pusieron en bolsas de papel.
También llenaron una bolsa con terrones de azúcar y otra con pastillas de chocolate.
Ambas niñas tenían mochilas. Lo empaquetaron todo varias veces y cada vez añadían
más cosas. A Ana le pareció que sería conveniente llevarse un libro para leer. Jorgina
dijo que necesitarían una linterna cada una y una pila de repuesto.
—También tendremos que meter bizcochos para Tim —añadió—. Y algo más para
él. Le gustará que nos llévennos un hueso, uno grande que pueda roer durante mucho
tiempo y que se pueda volver a guardar luego para dárselo de nuevo más tarde.
—Está bien, pero deja que yo guarde entonces los bizcochos y el chocolate si tú vas a
meter en tu mochila un mueso maloliente —dijo Ana—. No sé para qué quieres llevarle
comida a Tim. Siempre encontraremos algo que darle en los sitios en que nos
detengamos para comer.
Jorgina decidió, por tanto, no llevarse el hueso. Había recogido uno de la perrera y
resultaba grande y pesado y, como había dicho Ana, olía bastante mal. Volvió a dejarlo,
pues, en su sitio. Tim le seguía muy extrañado. ¿Por qué andaba la niña con aquel hueso
de un lado para otro? El no aprobaba aquella maniobra.
El tiempo resultó largo hasta el viernes; mas, por fin, llegó el día. Las dos niñas se
despertaron muy temprano. Jorgina bajó a las perreras antes del desayuno y cepilló y
peinó a Tim para que éste se presentara reluciente y aseado ante Julián y Dick. El perro
sabía que era el día de la marcha y estaba tan excitado como las niñas.
—Será mejor que nos desayunemos bien —-dijo Ana—. Es posible que pase mucho
tiempo antes de que comamos de nuevo. Después del desayuno nos escaparemos
enseguida.
—Es hermoso sentirse libre del colegio, de los timbres y de las horas de las comidas,
pero no me sentiré verdaderamente libre hasta que me vea fuera de los jardines de la
escuela.
Se desayunaron abundantemente, aunque, en verdad, estaban tan emocionadas que
no sentían mucho apetito, luego se colocaron las mochilas que habían dejado ya
preparadas la noche anterior, se despidieron de la señorita Peters y fueron a buscar a
Tim.
El perro las esperaba con impaciencia y comenzó a ladrar como un loco tan pronto
como vio que se acercaban.
En un santiamén salió del patio y empezó a dar vueltas junto a ellas, metiéndose casi
entre las piernas.
—¡Buen viaje, Ana y Jorge! —gritó una de sus amigas—. ¡Que os divirtáis mucho
en vuestra marcha! Y cuando regreséis el martes no se os ocurra contarnos que habéis
tenido una de vuestras acostumbradas aventuras tan espeluznantes, porque no lo
creeremos.
—¡Guau! —contestó Tim—. ¡Guau, guau! —Lo que significaba que pensaba tener
muchas aventuras y que encontraría centenares de conejos.


CAPÍTULO II
LA MARCHA
Julián y Dick se habían puesto también en camino, muy satisfechos de poder
disfrutar de un tan inesperado fin de semana.
—A mí, Willis y Johnson nunca me han gustado mucho —comentaba Julián
mientras salían del jardín del colegio—. Son unos "empollones". Nunca tienen tiempo
para jugar y divertirse. Pero hoy no me ha quedado más remedio que hacerles una
reverencia, porque, gracias a su "empollancia", han ganado medallas y méritos escolares
y no sé cuántas cosas más, y por eso hemos conseguido este fin de semana. ¡Bravo por
Willis y Johnson!
—¡Bravo! —asintió Dick—. Aunque estoy seguro de que ellos dos están en este
momento sentados en un rincón con sus libros y así se pasarán todo el fin de semana.
No se enterarán ni de que hace un día tan hermoso como el de hoy. ¡Bah! Tampoco se
darían cuenta si estuviera lloviendo a cántaros como ayer. ¡Pobres sosos!
—Les parecía horrible salir de marcha —dijo Julián—. Para ellos sería lo más
desagradable del mundo. ¿Te acuerdas de lo malo que era Johnson jugando al rugby?
Nunca sabía cuál era el gol del bando contrario y siempre corría en dirección opuesta.
—Sí, pero, en cambio, debe tener una inteligencia enorme —replicó Dick—. Oye,
¿por qué estamos hablando de Willis y Johnson? Me parece que hay cosas mucho más
interesantes en que pensar. Por ejemplo, en Ana y Jorge, y en el viejo Tim. Espero que
se las arreglen para ser puntuales.
Julián había estudiado atentamente un plano a escala de los páramos que se extendían
entre la escuela de las niñas y la suya propia. Eran amplias franjas de tierra solitaria
cubiertas de matorrales, con algunas casas de campo dispersas y un pequeño número de
chalés y albergues.
—Seguiremos por la carretera y luego por caminos de segundo y tercer orden —
decidió—. Iremos por caminos y senderos. Me gustaría saber qué diría Tim si vemos
algún ciervo. No ha visto nunca ninguno.
—A él sólo le interesan los conejos —respondió Dick—. Supongo que no estará tan
gordo como durante las vacaciones pasadas. Creo que le dimos demasiados helados y
demasiado chocolate.
—Es verdad, pero no tiene nada de eso durante el curso —dijo Julián—. Las niñas no
disponen de tanto dinero como nosotros. ¡Corre! ¡Ya viene el autobús!
Corrieron tras el pequeño autobús rural que recogía a la gente que iba al mercado y
servía de enlace entre los pequeños pueblos esparcidos por los páramos. Se detuvo
amablemente para recogerlos y ellos se apresuraron a subir.
—¡Ah! ¿Os escapáis del colegio? —comentó el conductor—. Ya sabéis que tendré
que delataros.
—¡Qué gracia! —replicó Julián, a quien había fastidiado la broma, porque el
conductor la repetía regularmente cada vez que uno de los pensionistas subía al autobús
con una gran mochila colgada a su espalda.
Tuvieron que descender en el próximo pueblo y caminar a campo traviesa hasta
hallar otra línea de autobuses. Fácilmente lo alcanzaron, montaron en él y se instalaron
confortablemente en los asientos. Había media hora de trayecto desde allí hasta el lugar
en donde habían convenido encontrarse con las niñas.
—Ya han llegado, señoritos —gritó el conductor cuando el autobús se detuvo en un
pueblo. En él había un gran prado verde en donde los patos cloqueaban, y un pequeño
estanque con cisne— Me habían preguntado ustedes por el pueblo de Pifpin, ¿verdad?
No seguimos más adelante. Aquí se acaba el trayecto.
—Gracias —contestaron los chicos. Y descendieron del coche.
—Bien, véanos si ya están aquí las niñas —dijo Julián . Tienen que andar unos tres
kilómetros y medio desde la estación de ferrocarril.
Las niñas no habían llegado aún. Julián y Dick entraron en un bar y pidieron una
naranjada. En el momento en que acababan de beberla, descubrieron a las dos niñas que
se asomaban a la puerta.
—¡Julián! ¡Dick! Adivinamos que estaríais comiendo o bebiendo —dijo Ana, y
corrió hacia sus hermanos—. Hemos venido lo antes que nos ha sido posible. El carromato
ha tenido uan avería. Es un tren pequeñito y muy antiguo. Todos los pasajeros se
han apeado y le daban consejos al conductor y le explicaban lo que debía hacer.
—¡Hola! —exclamó Julián dando un empujón a Ana. Quería mucho a suu hermana
menor—. ¡Hola, Jorgel ¡Como has engordado!
—¡Si no he engordado! —protestó Jorgina—-. Tampoco Tim ha engordado, así es
que no se lo digáis.
Julián se está burlando, como de costumbre —explicó Dick dando a Jorgina una
amistosa palmada es la espalda—. Pero, de todos modos, yo también encuentro que has
crecido. Pronto serás tan alta como yo. ¡Hola, Tim! ¡Mi querido perro, preciosidad de
perro! Veamos. ¿Tienes la lengua húmeda como siempre? Sí, sí. Nunca he conocido un
perro con una lengua mejor que la tuya.
Tim se volvía loco de alegría al verse con sus cuatro amigos, Brincaba alrededor de
ellos, ladraba, balanceaba su larga cola y babeaba de puro placer.
—¡Vaya, vaya! —exclamó la tendera, emergiendo de la oscuridad—. ¡Llevaos a ese
perro en seguida! ¡Está como loco!
—Y vosotras, niñas, ¿no queréis tomar algún refresco? —preguntó Julián, sujetando
a Tim por el collar—. Mejor será que toméis algo, porque no estamos dispuestos a
acarrear botellas de bebidas. Son muy pesadas.
—¿Queréis que nos sentemos? —preguntó Jorgina—. Yo voy a tomar cerveza de
jengibre. Estáte quieto, Tim. Parece que hayas estado separado de Julián y de Dick
durante diez años.
—Probablemente a él le han parecido diez años —repuso Ana— ¿Verdad que eso
son bocadillos?
Al decir esto señalaba una fuente depositada sobre el mostrador. En ella había
algunos bocadillos de aspecto muy apetitoso.
—Sí, señorita, son bocadillos —confirmó la tendera, descorchando dos botellas de
cerveza de jengibre—. Los he preparado para mi hijo, que trabaja en la granja de Black
-bush. Pronto vendrá a recogerlos.
—¿No podría disponer algunos para nosotros? —preguntó Julián—. Así no
tendríamos que preocuparnos de llegar al próximo pueblo a la hora de la comida. Tienen
muy buen aspecto.
—Sí, os haré todos los que deseéis —respondió la tendera colocando dos vasos
delante de las niñas—. ¿De qué los preferís? ¿Queso, huevos, jamón o tocino?
—Bueno. Pues nos gustaría uno de cada clase —resolvió Julián—. El pan también
parece bueno.
—Yo misma lo he amasado —dijo la mujer, complacida—. Ahora mismo voy a
prepararlos. Por favor, avisadme si alguien entra en la tienda mientras no estoy aquí.
La mujer desapareció.
—¡Esto está bien! —comentó Julián—. Si nos hace muchos podremos pasar sin
entrar en los pueblos durante todo el día y aprovechar todo el tiempo para la
exploración, internándonos por donde ningún pie haya pisado antes que los nuestros y
todas esas cosas que se dicen.
—¿Cuántos os comeréis cada uno de vosotros? —preguntó la mujer, que había
reaparecido de repente—. Mi hijo se come seis, es decir, doce rebanadas de pan.
—Bueno, ¿puede usted prepararnos ocho para cada uno? —preguntó Julián. La
mujer pareció asombrada—. Nos han de durar todo el día —explicó Julián.
Ella asintió con la cabeza y desapareció otra vez.
—Esto debe de representar para ella un pequeño capital —comentó Ana—. Ocho
bocadillos para cada uno son dieciséis rebanadas de pan. Y luego hay que multiplicarlo
por cuatro.
—Esperemos que tenga una máquina para cortar el pan —dijo Dick—. Si no, vamos
a pasarnos aquí todo el día. ¡Hola! ¿Quién es ése?
En la puerta de la tienda había aparecido un hombre muy alto, que llevaba una
bicicleta en la mano.
—¡Madre! —gritó.
Los niños comprendieron en seguida de quién se trataba: era el hijo de la tendera,
que trabajaba en la granja de Blackbush. Venía a recoger sus bocadillos.
—Su madre tiene mucho trabajo. Está cortando sesenta y cuatro rebanadas de pan —
dijo Dick—. ¿Quiere que la llame?
—No. Tengo mucha prisa —repuso el hombre apoyando la bicicleta junto a la
puerta. Entró, alcanzó los bocadillos que estaban en el mostrador y montó rápidamente
en su bicicleta. Sin embargo, antes de salir les dijo—: Decid a mi madre que he estado
aquí y que vendré tarde esta noche. Tengo que ir a la cárcel a recoger material.
Al cabo de unos segundos se hallaba ya muy lejos. La mujer regresó. Traía un
cuchillo en la mano y una hogaza de pan en la otra.
—Me ha parecido oír a Jim —dijo—. Sí, ya veo que ha recogido los bocadillos. ¿Por
qué no me habéis avisado?
—Dijo que tenía mucha prisa —explicó Julián—. También nos pidió que la
informáramos de que llegaría tarde, porque debía ir a la cárcel a buscar material.
—Tengo allí a otro hijo —dijo la mujer.
Los cuatro la miraron. ¿Significaba eso que tenía un hijo encarcelado? ¿En qué
cárcel? Ella adivinó sus pensamientos y sonrió.
—Mi hijo Tom no es un preso —aclaró—. Trabaja allí como guardián. Es muy
buena persona, aunque su oficio no resulta agradable. A mí me dan mucho miedo los
que están encarcelados. Son personas crueles y malas.
—Sí. He oído decir que hay una gran cárcel en esta región —respondió Julián—.
Está señalada en el mapa. Procuraremos no aproximarnos.
—No, mejor será que no vayas cerca de ella con las niñas —asintió la mujer, que
volvió a entrar en el interior de la tienda—. Si no me apresuro en haceros los bocadillos,
no los tendréis antes de mañana.
Durante el tiempo que los niños permanecieron en la tienda sólo entró un
parroquiano. Era un viejo ceremonioso, que fumaba una pipa de arcilla. Miró a su
alrededor y, al no ver a la tendera, depositó tres peniques sobre el mostrador y cogió un
paquete de almendra molida, que introdujo en su bolsillo.
—Se lo diréis cuando regrese —dijo entre dientes, conservando aún su pipa en la
boca.
Y se fue como había venido. Tim gruñó. El viejo olía a sucio y a Tim no le había
gustado.
Por fin, los bocadillos estuvieron preparados y la mujer regresó. Los había envuelto
cuidadosamente en papel impermeable y había hecho cuatro paquetes. Sobre cada
paquete había escrito en lápiz lo que contenía. Julián leyó lo que había escrito e hizo un
guiño a los demás.
—¡Vaya, vamos a divertirnos, de lo lindo! —exclamó—. Queso, tocino, jamón y
huevos. ¿Y qué es esto?
—¡Ah! Eso son cuatro pedazos de un pastel de frutas que yo misma hago —dijo la
mujer—. No pienso cobrároslo. Quisiera que lo probaseis.
—¡Pero si nos ha dado la mitad del pastel! —dijo Julián, emocionado—. Se lo
pagaremos y, además, se lo agradecemos mucho ¿Qué vale todo esto?
La mujer se lo dijo; Julián entregó el dinero y añadió un chelín por el pastel.
—Aquí lo tiene, y muchas gracias —dijo—. Ahí hay tres peniques que ha dejado un
viejo que llevaba una pipa de arcilla y que ha tomado un paquete de almendra molida.
—Sin duda era el viejo Gupps —dijo la mujer—. Deseo que disfrutéis mucho.
Volved por aquí si deseáis que os prepare más bocadillos. Si os los coméis todos hoy,
quedaréis bien alimentados.
—¡Guau! —ladró Tim.
Esperaba que también él participaría en el festín. La mujer le tiró un hueso y él lo
cazó en el aire.
—¡Muchas gracias! —dijo Julián—. Bueno, pongámonos ya en marcha.


CAPÍTULO III
A CAMPO TRAVIESA
Se pusieron por fin en marcha, con Tim corriendo delante de ellos. La escuela les
parecía una cosa muy lejana. El sol de octubre era cálido y los árboles del pueblo,
revestidos de su colorido otoñal, relucían en tonos amarillos, rojos y dorados. El aire
arrastraba algunas hojas caídas, pero éstas se harían numerosas después de la primera
helada.
—¡Es un día celestial! —exclamó Jorgina—. Hubiese sido preferible no ponerme la
chaqueta. Me estoy asando.
—Pues quítatela y échatela sobre los hombros —dijo Julián—. Yo haré lo mismo.
Nuestros jerseys abrigan lo suficiente en un día como hoy.
Todos se despojaron de sus recias chaquetas. Cada uno de ellos cargaba sobre su
espalda una mochila, un saco de dormir y ahora también una chaqueta. Pero ninguno de
ellos notaba el peso al iniciarse el día.
—Me alegro, niñas, de que me hayáis hecho caso y llevéis zapatos fuertes —
comentó Julián mirando aprobatoriamente hacia sus botas—. Es posible que andemos
por sitios húmedos. ¿Lleváis calcetines de repuesto?
—Sí. Hemos metido todo lo que nos dijiste —repuso Ana—. ¡Vuestras mochilas
parecen bastante más cargadas que las nuestras!
—Es que yo llevo en ella los mapas y algunos utensilios —dijo Julián—. Estos
páramos son muy extraños: se extienden durante kilómetros y kilómetros. Y hay en
ellos nombres raros: el Valle Ciego, la Colina del Conejo, el Lago Perdido, la Mata del
Conejo...
—¡La Colina del Conejo! A Tim le va a gustar —intervino Jorgina.
Y Tim enderezó al punto sus orejas. ¿Conejos? ¡Ah!, lugares como ése eran los que
le gustaban.
—Ahora vamos en dirección hacia allí —prosiguió Julián—. Luego encontraremos la
Mata del Conejo. También ese sitio le agradará.
—¡Guau! —ladró Tim alegremente, y salió disparado.
Se sentía muy feliz. Sus cuatro amigos estaban con él y llevaban mochilas repletas de
bocadillos, que olían estupendamente. Para colmo, tenían por delante un largo día de
marcha, que él imaginaba repleto de conejos.
Era hermoso caminar al sol. Pronto dejaron atrás el pucblccito y se adentraron por un
sendero ondulante. Las márgenes del camino se volvían cada vez más elevadas y pronto
los cuatro dejaron de ver lo que había por encima de ellas.
—¡Qué camino más hundido! —dijo Dick—. Parece que andamos por un túnel. ¡Y
qué estrecho es! No me gustaría conducir un automóvil por él. Si topara con otro coche,
tendría que hacer marcha atrás durante varios kilómetros.
—No es probable que tropecemos con ninguno por aquí —replicó Julián—.
Solamente en verano andan los coches por estos caminos. Gente que viene de
vacaciones y hace el turista por el campo. Este camino que cogemos ahora conduce a la
Colina del Conejo, según indica el plano.
Subieron por un portillo hacia lo alto del margen y caminaron a través de un campo,
hacia una pequeña colina.
De repente, Tim se puso excitadísimo. Olía los conejos e incluso los veía.
—No es frecuente que se vean tantos conejos durante el día —dijo Jorgina con
sorpresa—. Los hay grandes y pequeños. ¡Qué estampida!
Llegaron a la colina y se sentaron tranquilamente para contemplar los conejos. Pero
fue imposible conseguir que Tim hiciera lo mismo. La vista y el olor de los animales lo
transformaron en un salvaje. Se soltó de la mano de Jorgina y salió como un loco
husmeando por la colina, persiguiendo a los conejos por docenas.
¡Tim! —gritaba Jorgina.
Pero, por esta vez, el perro no le hacía el menor caso. Corría de aquí para allá y se
enfurecía cuando primero un conejo y luego otro desaparecían por la boca de una
madriguera.
—No te molestes en llamarle —recomendó Dick a su prima—. No atrapará ninguno.
Fíjate lo listos que son. Yo creo que están jugando con Tim.
Al menos, eso parecía. Tan pronto como Tim había perseguido a dos o tres conejos
hasta su madriguera, otros aparecían a su espalda. Los niños se reían. Era tan gracioso
como una pantomima.
—¿Dónde comeremos? —preguntó Ana—. Si permanecemos aquí mucho más
tiempo, yo necesitaré comer algo y aún no es la hora. Siempre me siento hambrienta
cuando estoy al aire libre.
—Será mejor que prosigamos —contestó Julián—. Hemos de andar un trecho más
antes de llegar al sitio de la comida. He preparado un horario para nuestra excursión.
Rodearemos todos los páramos y, al final, regresaremos al mismo punto de partida. Lo
he organizado cuidadosamente.
—¿Dormiremos en alguna granja? —preguntó Jorgina—. Me gustaría. ¿Creéis que
nos lo permitirán? ¿O será mejor que vayamos a alguna hostería?
—Iremos a casas de campo dos de las noches, y las otras dos, a hosterías —resolvió
Julián—. Lo tengo todo previsto.
Subieron por la Colina del Conejo y descendieron por el lado opuesto. Allí también
había muchos conejos. Tim los persiguió hasta que terminó por jadear como un coche
que avanza cuesta arriba. Su lengua colgaba húmeda y chorreante.
—Ya es bastante, Tim —le reprochó Jorgina—. Sé razonable.
Sin embargo, Tim no podía serlo en un lugar en que existían tantos conejos. Así es
que hubieron de consentir en que los persiguiese a todo correr hasta quedar sin aliento,
mientras ellos descendían la colina. Cuando llegaron abajo, Tim descendió apresurado
detrás de ellos.
—Ahora quizá dejes de corretear como un loco y andes con nosotros —le riñó
Jorgina.
Había hablado demasiado pronto, porque en seguida llegaron a un bosquecillo y
Julián les anunció que se trataba de la Mata del Conejo.
—Y como este lugar debe de estar también cuajado de conejos, no tengáis la
esperanza de que Tim deje de hacer el loco por ahora —terminó Julián.
En la Mata del Conejo casi perdieron a Tim. Uno de los animalitos desapareció por
un agujero muy grande y el perro también se coló por él. No obstante, pronto se quedó
atascado. Escarbó violentamente con sus patas, pero de nada le sirvió. Se quedó
completamente atascado.
Al momento se dieron cuenta los niños de que el perro no estaba con ellos y
volvieron hacia atrás para llamarle. Casualmente llegaron hasta el agujero en que estaba
hundido y oyeron su respiración jadeante y el ruido que hacía al escarbar. Una lluvia de
arena salió del agujero.
—¡Aquí está! ¡Qué idiota, se ha metido en un hoyo! —dijo Jorgina, alarmada—
.¡Tim! ¡Tim! ¡Sal de ahí!
Nada en el mundo hubiese agradado más al perro, pero la verdad es que no conseguía
salir por mucho que lo intentaba. La raíz de un árbol se había atravesado detrás de él y
le cerraba la salida.
A los niños les costó veinte minutos conseguir liberar a Tim. Ana se tumbó en el
suelo y se arrastró por la boca del agujero hasta alcanzar al perro. Era la única lo
bastante pequeña como para poder introducirse en el hoyo.
Asió las patas traseras de Tim y tiró de ellas con fuerza. La raíz resbaló sobre su
espalda y, por fin, el perro pudo salir. Gemía fuertemente.
—¡Ana, le estás haciendo daño! ¡Que le haces daño! —gritaba Jorgina—. ¡Suéltalo
ya!
—¡No puedo! —respondía Ana—. Se hundirá más todavía si le suelto las patas. ¿No
podéis tirar de mí? Así Tim saldría conmigo, porque le tengo agarrado por las patas.
La pobre Ana fue arrastrada hacia fuera tirando de sus piernas, y con ella salió
también Tim. Continuaba gimiendo y se dirigió inmediatamente a Jorgina.
—¿Se habrá herido en algún sitio? —preguntó Jorgina con ansiedad—. Seguramente
se ha hecho daño. No gemiría así si no estuviese herido.
Examinó atentamente sus patas y sus garras y le miró la cabeza. El perro no cesaba
en sus lamentos. ¿En dónde podía haberse lastimado?
—Déjale ya —dijo por fin Julián—. No veo que tenga daño por ninguna parte. Son
sólo sus sentimientos los que han quedado heridos.
—Quizá se ha ofendido porque Ana ha tenido que salvarle tirando de sus patas
traseras. Su dignidad se habrá sentido herida —añadió Dick.
Pero Jorgina no estaba conforme. A pesar de que no podía encontrar ninguna señal
de ello, no conseguía tranquilizarse y creía que Tim se había lesionado en alguna parte.
—Quizá sería conveniente llevarlo al veterinario —empezó.
—Pero, Jorge, no seas tonta —dijo Julián—. No encontraremos ningún veterinario
en la copa de un árbol esperando nuestra visita en esta tierra de páramos. Sigamos
adelante. Verás como Tim puede seguir perfectamente y pronto deja de gemir. Estoy
seguro de que está herido en sus sentimientos perrunos y nada mas. Se ha lastimado su
vanidad.
Dejaron atrás la Mata del Conejo y prosiguieron su camino. Jorgina avanzaba en
silencio; Tim andaba a su lado y también se mantenía silencioso. De todas formas, no
aparentaba dolerle nada, aunque de cuando en cuando lanzaba pequeños gemidos.
—Hemos llegado al sitio en donde he pensado que podíamos comer —dijo de pronto
Julián—. ¡Es la Colina Abrupta! El nombre le va muy bien, porque está cortada a pico,
y allí la vista es maravillosa.
Y lo era. Habían llegado a la cima de una escarpada colina y no se daban cuenta de
que estaba cortada en seco por el otro lado. Se sentaron en la cima y miraron el sol que
relucía sobre una gran llanura solitaria, poblada de brezos. Cabía en lo posible que, a
distancia, consiguieran ver algún tímido cervatillo o caballos salvajes jóvenes.
—¡Es un lugar celestial! —comentó Ana, sentándose junto a una gran mata de
brezo—. Hace tanto calor como en verano. Espero que siga así durante todo el fin de
semana. ¡Nos tostaremos de lo lindo!
—También será celestial comer alguno de esos deliciosos bocadillos —opinó Dick,
buscando asimismo un lugar donde sentarse—. ¡Qué asientos más confortables se encuentran
por aquí! Me llevaré una mata de brezo al colegio para ponerla en mi silla, que
es tan dura.
Julián sacó los cuatro paquetes de bocadillos. Ana los desenvolió. ¡Qué buen aspecto
tenían!
—¡Esto es superior! —exclamó Ana—. ¿Qué queréis comer primero?
—Yo, personalmente, comeré uno de cada clase. Pon uno encima del otro y morderé
a la vez el queso, el jamón, el tocino y el huevo —dijo Dick.
Ana se echó a reír.
—Tienes la boca grande, pero no será suficiente para todo eso —dijo.
Sin embargo, Dick se las compuso para conseguirlo, aunque en verdad fue una
empresa difícil.
—Me comporto como un mal educado —dijo cuando consiguió engullir el primer
bocado—. Me parece que de uno en uno va a resultar de más provecho. ¡Eh, Tim!
¿Quieres un pedazo?
Tim pareció dar las gracias. Estaba aún muy callado y quieto, y Jorgina seguía
preocupada por él. No obstante, el apetito del perro se mostró inmejorable, de manera
que ninguno, excepto Jorgina, sentía el menor temor por él. Estaba tendido junto a su
ama, y de cuando en cuando ponía su pata sobre las rodillas de la niña, como pidiendo
un poco más de bocadillo.
Tim sabe arreglárselas muy bien —dijo Dick con la boca llena—. Consigue
pedazos de cada uno de nosotros. Estoy seguro de que traga más él solo que todos
nosotros juntos. ¿No os parece que son los bocadillos más "aplastantes" que hemos
comido en nuestra vida? ¿Habéis probado el tocino? ¡Debe de proceder de un cerdo de
clase superior!
Era muy hermoso estar allí sentados, a pleno sol, contemplando la amplia campiña y
comiendo con apetito. Todos se sentían muy felices, excepto Jorgina. ¿Le ocurriría algo
malo a Tim? Si fuera así, esto echaría a perder aquel hermoso fin de semana.


CAPÍTULO IV
JORGINA ESTÁ PREOCUPADA
Durante un rato, después del almuerzo, permanecieron tumbados al sol
perezosamente. Habían quedado tres bocadillos para cada uno y medio pedazo de pastel.
Nadie había sido capaz de comerse la ración entera, a pesar de que les apetecía mucho.
Tim hubiera estado dispuesto a terminar todo lo que quedaba de pastel, pero Julián se
negó rotundamente.
—Es un pastel estupendo y sería malgastarlo dárselo todo a Tim —dijo—. Ya has
comido bastante, Tim. ¡Eres un perro muy goloso!
—¡Guau! —contestó Tim moviendo la cola y mirando atentamente el pastel. Lo
siguió con la vista cuando vio que lo empaquetaban. A él sólo le había tocado un
pedacito de la porción de Jorgina. ¡Y era un pastel tan bueno!
—Cada uno de nosotros guardará sus tres bocadillos y la media porción de pastel en
su mochila —dijo Julián—. Cada cual puede comer su ración cuando mejor le apetezca.
Espero que nos den bien de comer en la alquería donde he decidido que pasemos la
noche. Así es que podéis comer lo que queda cuando os venga en gana.
—Me parece que no podré comer nada más hasta mañana —respondió Ana
guardando su paquete de comida en la mochila—. Es extraño que uno pueda sentirse
hambriento incluso sabiendo que no le será posible tragar otro bocado durante mucho
tiempo.
—No te preocupes, Tim puede engullir todo lo que te sobre —replicó Julián—. No se
desperdicia nada cuando Tim anda cerca. ¿Estáis preparados para la marcha? Pronto
atravesaremos un pueblo y allí nos detendremos para beber. Me apetece una cerveza de
jengibre. Desde allí nos dirigiremos hacia la granja. Nos convendría llegar hacia las
cinco, porque ahora ya oscurece muy pronto.
—¿Cómo se llama la granja? —preguntó Ana.
—Alquería de la Laguna Azul. Un nombre muy bonito, ¿no es verdad? Espero que
todavía haya una laguna azul.
—¿Y si no hubiera lugar para nosotros? —se alarmó Ana.
—Bueno, siempre podrán encontrar un rinconcito para dos niñas —contestó Julián—
. Dick y yo podemos dormir en el granero, si es necesario. ¡No tenemos manías!
—También a mí me gustaría dormir en un granero —dijo Ana—. Me gustaría
mucho. No pidamos un dormitorio; pidamos sólo que se nos permita dormir en el
granero, sobre la paja, o el heno, o lo que sea.
—No —rechazó Julián—. Las niñas debéis dormir en el interior de la casa. Por la
noche hace frío y no llevamos mantas. Los chicos estaremos suficientemente bien en
nuestros sacos de dormir, pero no permitiré que dos niñas hagan lo mismo.
—¡Qué cosa más estúpida es ser una niña! —exclamó Jorgina por millonésima vez
en su vida—. Siempre tenemos que tener cuidado. En cambio, los chicos hacen lo que
les place. De todos modos, yo pienso dormir en el granero. No me importa lo que tú
digas, Julián.
—Sí que te importa —replicó Julián—. Sabes muy bien que si te rebelas contra las
órdenes del jefe (y ése soy yo, mi querida niña, por si no lo sabías), otra vez no te llevaremos
con nosotros. Puedes parecer un chico y comportarte como si lo fueses, pero, de
todos modos, eres una chica. Y tanto si te gusta como si no, las chicas deben ser
protegidas.
—Yo creía que a los chicos les molestaba mucho tener que preocuparse de las niñas
—dijo Jorgina con desprecio—. Sobre todo cuando se trata de chicas como yo, a
quienes no les agrada eso.
—A los chicos bien educados les gusta preocuparse de sus primas o de sus hermanas
—repuso Julián—. Y, cosa rara, a las chicas bien educadas eso les gusta también. Sin
embargo, no voy a tratarte como a una niña, Jorge, educada o no. Tan sólo voy a tratarte
como un chico al que es preciso vigilar, ¿entiendes? Así es que cambia de cara y no te
pongas más pesada de lo que ya eres.
Jorgina no pudo contener la risa, y la mirada feroz desapareció de sus ojos. Dio un
empujón a Julián.
—Está bien, me has vencido. Te comportas de un modo tan dominante en estos
últimos tiempos, que casi me das miedo.
—Tú no le tienes miedo —intervino Dick—. Eres la chica más valiente que he
conocido. ¡Vaya, vaya! Mis elogios han hecho enrojecer a Jorge como si fuera una
niñita tímida. Deja que caliente mis manos en tus mejillas, Jorge.
Y Dick acercó sus manos a la cara enrojecida de su prima, simulando calentárselas
con el fuego que desprendían. La niña no sabía si enfadarse o sentirse complacida.
Apartó las manos de él y se levantó; parecía más que nunca un muchacho, con su pelo
tan corto y su cara llena de pecas.
Los demás se levantaron también y se desperezaron. Volvieron a colocar las
mochilas sobre sus hombros, después de sujetar en ellas sus sacos de dormir y sus
chaquetas, y empezaron a descender por la Colina Abrupta.
Tim les seguía, aunque sin corretear como de costumbre. Caminaba despacio y con
precaución. Jorgina se volvió para mirarle y frunció el ceño.
—¡Algo le pasa a Tim! —exclamó—. ¡Fijaos en él! No salta ni brinca.
Todos se detuvieron y lo miraron. El perro se llegó hasta ellos. Entonces se dieron
cuenta de que cojeaba un poco de la pata trasera izquierda. Jorgina se agachó junto a él
y se la palpó con cuidado.
—Se la debe de haber torcido o dislocado cuando se ha metido por aquella
madriguera —dijo. Le acarició suavemente y el perro se estremeció—. ¿Qué te pasa,
Tim? —preguntó Jorgina, separando el pelo de su espalda y examinando la blanca piel
que quedaba por debajo para ver por qué se había estremecido cuando ella le acariciaba.
—Tiene un gran cardenal aquí —descubrió por fin. Sus primos se inclinaron para
verlo—. Seguro que algo le hizo daño cuando se metió en la madriguera. Además, Ana
debió de herirle en la pata al tirar de él. Ya te dije que no lo agarraras por las patas, Ana.
—¿Pues cómo querías que lo sacara? —preguntó Ana, que se sentía a la vez muy
enfadada y muy culpable—. A lo mejor hubieras preferido que se quedara allí días y
más días...
—No creo que el daño sea grave —las calmó Julián. Tentó la pata del perro y dijo—:
Creo que se trata de una simple torcedura. Mañana se encontrará perfectamente bien.
Estoy seguro de ello.
—Pero yo quiero estar completamente segura —protestó Jorgina—. ¿Has dicho que
pronto encontraríamos un pueblo?
—Sí, el pueblo de Beacon —respondió Julián—. Podemos preguntar si hay algún
veterinario en este distrito, si eso ha de tranquilizarte. Puede mirar la pata de Tim y
decirte si tiene algo grave. Sin embargo, yo estoy convencido de que no es nada.
—Vayamos, pues, al pueblo —dijo Jorgina—. Las únicas veces en que desearía que
Tim fuese un perrito pequeño es cuando veo que se ha hecho daño, porque ahora es muy
grande y muy pesado para llevarlo en brazos.
—No sueñes por ahora en llevarle a cuestas —dijo Dick—. Es capaz de andar
perfectamente con tres patas si no puede utilizar las cuatro. No está tan mal como todo
eso, ¿verdad, Tim?
—¡Guau! —contestó Tim tristemente.
Estaba disfrutando con toda aquella preocupación. Jorgina acariciaba su cabeza.
—Ven —le dijo—. Pronto conseguiremos que te curen esa pata. Sigue, Tim.
Todos continuaron adelante, volviendo la cabeza continuamente para comprobar
cómo marchaba el perro. Éste avanzaba muy despacio. Al cabo de un rato cojeaba
mucho más aún. Por fin, mantuvo la pata izquierda encogida y caminó sobre las otras
tres.
—¡Pobrecillo! —se condolió Jorgina—. ¡Mi querido Tim!Espero que su pata esté
perfectamente mañana. Si no se cura, yo no podré proseguir la excursión.
El grupo que llegó al pueblo de Beacon presentaba un lamentable aspecto. Julián se
dirigió a una pequeña posada que se encontraba en medio del pueblo y se llamaba "Los
Tres Pastores". Una mujer sacudía una alfombra en la ventana, Julián la llamó.
—Oiga, por favor, ¿hay algún veterinario en este distrito? Quisiéramos que visitara a
nuestro perro.
—No. No hay veterinario aquí —contestó la mujer—. El más cercano vive en
Marlin, que está a once kilómetros de aquí.
Jorgina se sintió desesperada. Tim no podría andar once kilómetros.
—¿Hay algún coche de línea? —preguntó.
—No. No hay ninguno que vaya a Marlin —respondió la mujer—. No hay coche de
línea en esa dirección. Pero si queréis que miren la pata de vuestro perro, id a casa de
Spiggy, que está por ese lado. El señor Gastón vive allí con sus tres caballos y sabe
mucho acerca de perros. Llevad el vuestro. El sabrá lo que le ocurre.
—¡Muchas gracias! —dijo Jorgina, agradecida—. ¿Está muy lejos?
—A unos ochocientos metros —dijo la mujer—. ¿Veis aquella colina? Subid por
ella, volved hacia la derecha y veréis una casa muy grande. Es la casa de Spiggy. No
podéis equivocaros, porque está rodeada de establos. Preguntad por el señor Gastón. Es
muy amable. Quizá tengáis que esperar un poco, si ha salido con sus caballos. A veces
no regresa hasta que oscurece.
Los cuatro niños parlamentaron.
—Lo mejor será que vayamos a casa de ese señor Gastón —decidió al fin Julián—.
Pero me parece que tú, Ana, y tú, Dick, deberíais adelantaros hacia la alquería en que
hemos de pasar la noche para hacer el trato. Será mejor que no esperemos hasta el
último momento. Yo me quedaré con Jorge y Tim.
—Está bien —asintió Dick—. Me iré con Ana. Va a oscurecer muy pronto. ¿Llevas
linterna, Julián?
—Sí. Además, no me cuesta trabajo orientarme, como ya sabéis. Volveré al pueblo
cuando hayamos hablado con el señor Gastón y me dirigiré en línea recta hacia la
alquería. Está aproximadamente a dos kilómetros y medio de distancia.
—Te agradezco que vengas conmigo, Julián —dijo Jorgina—. Vamonos ya. ¡Hasta
luego, Dick y Ana!
Julián se puso en marcha con Jorgina y Tim hacia la casa de Spiggy. Tim utilizaba
sólo tres de sus patas y parecía muy apenado.
Ana y Dick le contemplaban y también se sentían muy tristes.
—Supongo que mañana estará bien del todo —comentó Dick—. En caso contrario,
¡adiós nuestro fin de semana! No hay duda.
Se separaron y caminaron a través del pueblo de Beacon.
—En marcha hacia la alquería de la Laguna Azul—dijo Dick—. Julián no me ha
dado muchas instrucciones. Preguntaré al primero que pase.
Pero no encontraron a nadie, si se exceptuaba a un hombre que conducía un carrito.
Dick le hizo gestos para "que se detuviera y el hombre tiró de las riendas del caballo.
—¿Vamos bien para dirigirnos a la alquería de la Laguna Azul? —gritó Dick.
—Sí —contestó el hombre, al tiempo que movía la cabeza afirmativamente.
—¿Se va recto por este camino o debemos coger algún desvío? —continuó Dick.
—Sí —contestó el hombre, volviendo a asentir con la cabeza.
—¿Qué querrá decir? ¿Que se va recto o que hay que desviarse? —comentó Dick en
voz baja. Y volvió a preguntar en voz alta—: ¿Es por aquí? —Señalaba la dirección de
la mano.
—Sí —volvió a decir el hombre.
Con el látigo les indicó el camino por donde los dos andaban en dirección hacia el
Oeste.
—¡Ah!, ya veo. ¿Hemos de doblar hacia la derecha al llegar allí? —le interrogó Dick
a gritos.
—Sí —dijo el hombre.
Y, asintiendo una vez más con la cabeza, puso su carro en marcha de una manera tan
súbita, que el caballo casi pisó el pie de Dick.
—¡Vaya! Si encontramos la granja después de todos estos "síes", es que somos muy
listos —comentó Dick a su hermana—. Pero ¡sigamos adelante!


CAPÍTULO V
ANA Y DICK
De repente empezó a oscurecer. El sol había desaparecido y una gran nube negra se
deslizó por el firmamento.
—Va a llover —exclamó Dick—. ¡Sopla! Y yo que pensaba que iba a ser un
atardecer muy hermoso.
—Démonos prisa —urgió Ana—. No me gusta nada tener que refugiarme en un
margen cuando llueve a cántaros mientras siento el agua escurrirse por mi espalda y
noto los charcos bajo mis pies.
Se apresuraron. Siguieron por el camino que conducía a las afueras del pueblo y
dieron la vuelta hacia la derecha. ¿Sería por allí por donde el hombre les había
indicado? Se pararon un momento y miraron hacia todos los lados. Parecía uno de
aquellos caminos hundidos por donde habían andado por la mañana. Estaba oscuro y se
había transformado casi en un túnel ahora que iba anocheciendo.
—Espero que éste sea el buen camino —dijo Dick—. Preguntaremos a la primera
persona que encontremos.
—¡Si es que topamos con alguna! —respondió Ana. A su entender, nadie que
estuviera en sus cabales escogería aquel extraño y profundo camino. Se metieron por él.
El sendero serpenteaba y luego descendía por un lugar muy fangoso. Ana advirtió que
chapoteaba en el espeso barro—. Por aquí cerca debe de pasar algún riachuelo
omunicó a Dick—. ¡Ay! Me ha entrado agua en los zapatos. No creo que debamos
seguir por aquí, Dick. Estoy segura de que cada vez hay más agua. Ahora ya me llega a
los tobillos.
Dick escrutaba el camino a través de la oscuridad, que cada vez se hacía más densa.
Descubrió algo que corría por encima del elevado margen.
—Mira, ¿no te parece que eso es un portillo? —dijo—. ¿Dónde está mi linterna?
¡Naturalmente! Debe de estar en el fondo de la mochila. ¿Podrás encontrarla, Ana, y así
no tendré que quitarme la mochila?
Ana localizó la linterna y se la entregó a Dick. Éste la encendió. Al punto, las
tinieblas que les rodeaban se hicieron más densas y el camino cobró todavía en mayor
grado el aspecto de un túnel. Dick dirigió la linterna hacia lo que había creído que era
un portillo.
—Sí, es un portillo —confirmó—. Confío en que conduzca a la granja. Quizá sea un
atajo. No dudo de que éste sea el camino que usan los carros y probablemente va directo
a la alquería, pero, si esto es un atajo, también nosotros podemos ir por él. A alguna
parte nos conducirá.
Se encaramaron por el elevado margen hasta el portillo. Dick ayudó a Ana y por fin
ambos se encontraron en un campo muy extenso. Frente a ellos había un camino
estrecho que corría entre mieses.
—Sí, con toda seguridad es un atajo —exclamó Dick, satisfecho—. Espero que
dentro de pocos minutos veremos las luces de la alquería.
—Bueno. Puede que primero nos caigamos en la laguna azul —replicó Ana con
desánimo.
Estaba empezando a llover. Ana pensó si le serviría de algo cubrirse con la chaqueta,
pero acaso la alquería se encontrase muy cerca. Julián había dicho que no distaba
mucho del pueblo.
Caminaron por medio del campo y llegaron a otro portillo. Ahora la lluvia caía muy
densa. Ana decidió cubrirse con su chaqueta. Se detuvo debajo de una mata muy espesa
y Dick la ayudó. Llevaba en el bolsillo una capucha y también se la puso. Dick se
colocó la suya y emprendieron de nuevo el camino. El segundo portillo conducía a otro
campo interminable. Por último, el camino llegaba a una gran verja. Se encaramaron por
ella y se hallaron en lo que parecía un páramo lleno de brezos: era un terreno salvaje y
sin cultivar. Por ninguna parte se veía la granja, aunque, de todos modos, no lograrían
ver cosa alguna a no ser que se encontraran muy cerca, porque la noche ya había
cerrado y era oscura y lluviosa.
—Si al menos divisáramos una luz por algún lado —suspiró Dick. Dirigió la luz de
su linterna hacia el páramo que se extendía frente a ellos—. No sé qué hacer. No parece
que haya camino por aquí y no me gusta la idea de volver atrás por esos campos
mojados hacia aquel camino profundo y oscuro.
—¡Oh, no, no vayamos! —exclamó Ana, temblorosa—. Aquel camino hundido no
me gustaba. Por aquí hallaremos algún sendero. No creo que haya nadie tan tonto como
para abrir una verja sobre un descampado.
Estaban allí parados, sin percibir más sonido que la lluvia que caía sobre ellos,
cuando otro ruido muy distinto llegó a sus oídos.
Era algo tan inesperado y sobrecogedor que se abrazaron el uno al otro, llenos de
pánico. Era un ruido muy extraño para ser oído en aquel páramo desierto.
¡Campanas! Eran campanas que sonaban de un modo salvaje y metálico, sin cesar,
discordantes en aquel oscuro paisaje, armando un gran revuelo. Ana se mantenía fuertemente
asida a Dick.
—¿Qué es eso? ¿Dónde están esas campanas? ¿Por qué tocan? —susurró Ana.
Dick no tenía la menor idea. Estaba tan asustado como su hermana al oír aquel
extraño ruido. Sonaba bastante distante, pero, de cuando en cuando, el viento soplaba
con fuerza y su repiqueteo semejaba muy cercano.
—Quisiera que se parara. Quisiera... quisiera que dejasen de tocar de una vez
—dijo Ana. Su corazón latía rápidamente—. No me gusta. Me asusta. No son campanas
de iglesia.
—No, no son campanas de iglesia —asintió Dick—. Son un aviso, aunque no sé de
qué. Estoy seguro de que se trata de un aviso. ¿Anunciarán un fuego? No. Veríamos su
resplandor si hubiera alguno cerca de aquí. ¿O será la guerra? Imposible. Hace mucho
tiempo que ya no se usan campanas para avisar que hay guerra.
—Sí, pero el pueblo se llama Beacon1 —dijo Ana recordándolo de pronto—. ¿Crees
tú que se llama así —continuó— porque en otro tiempo la gente encendía una fogata en
alguna colina cercana para advertir a las otras ciudades de que venía el enemigo? Quizá
tocasen las campanas. ¿Crees que estamos oyendo las campanas de otros tiempos? No
suenan como ninguna de las campanas que he oído hasta ahora.
—¡Dios mío! Ten la seguridad de que no se trata de campanas fantasmales —la
tranquilizó Dick, que hablaba animadamente a pesar de que se sentía tan atemorizado y
alarmado como Ana—. Esas campanas las están tocando ahora, en este mismo instante.
De repente, las campanas cesaron y un gran silencio sucedió al furioso sonido. Los
dos niños se mantuvieron quietos, escuchando durante algunos minutos.
—Por fin se han detenido —exclamó Ana—. ¡Eran odiosas! ¿Para qué tocarían en
esta noche tan, tan oscura? ¡Ay! A ver si encontramos la alquería de la Laguna Azul lo
más rápidamente posible. No me gusta estar perdida en la oscuridad de este modo ni oír
campanas que tocan como locas sin ningún motivo.
—Ven —dijo Dick—. Caminaremos junto al margen. Mientras sigamos por aquí, a
1 Beacon: fogata (N.del T.)
alguna parte llegaremos. No me apetece dar vueltas por el páramo.
Se cogió al brazo de Ana y ambos anduvieron sin apartnrse del margen. Llegaron a
otro camino y tomaron por él. liste les condujo a otro camino más ancho, pero que no se
hundía, y por fin, ¡oh visión maravillosa!, no muy lejos vieron relucir una luz.
—Debe de ser la alquería de la Laguna Azul —exclamó Dick con alivio—. Vamos,
Ana, ahora ya no estamos lejos.
Descubrieron una pared de piedras no muy alta y se guiaron por ella hasta alcanzar
una puerta que estaba rota. Se abrió con un crujido. Pasaron por ella y se encontraron en
un lugar completamente encharcado.
—¡Sopla! —exclamó la niña—. Ahora estoy más mojada que nunca. Por un
momento he creído que me había metido en la laguna azul.
Sin embargo, no era más que un charco. Lo contornearon y descubrieron un camino
fangoso, que conducía a una pequeña puerta, abierta en un blanco muro de piedra. Dick
pensó que sin duda sería la puerta trasera. Muy cerca estaba la ventana en que lucía la
luz cuya vista tanto les había alegrado.
Junto a la luz estaba sentada una vieja, con la cabeza inclinada sobre su costura. Los
niños la distinguían muy bien mientras se mantenían junto a la puerta. Dick buscó
alguna campanilla o un llamador, pero no halló nada por el estilo. Golpeó la puerta con
los nudillos. Nadie contestó. La puerta siguió cerrada. Miraron a la mujer: seguía
cosiendo.
—Debe de ser sorda —comentó Dick. Volvió a golpear la puerta mucho más fuerte,
pero la mujer continuó tranquilamente con su labor. Sí, con toda seguridad era sorda. —
¡No vamos a poder entrar! —exclamó Dick con impaciencia. Movió el pomo de
la puerta y ésta se abrió. —Entraremos y nos presentaremos —decidió Dick. Dio un
paso hacia la desgastada alfombrilla que cubría el suelo al otro lado de la puerta. Se
había introducido en un pasadizo estrecho, que se extendía hasta una escalera de piedra,
muy empinada y estrecha, que se alzaba en el otro extremo.
A su derecha había una puerta entreabierta. Daba a la habitación en que la mujer
estaba sentada. Los dos niños podían ver un rayo de luz que pasaba por la abertura.
Dick abrió la puerta y entró seguido por Ana. La mujer no se molestó siquiera en
levantar la cabeza. Clavaba y estiraba la aguja, aparentando no ver otra cosa. Dick tuvo
que colocarse frente a ella para que se enterara de que estaba en la habitación. Entonces
se puso en pie, tan asustada que su silla se volcó con gran estruendo.
—Lo siento —se disculpó Dick. Estaba disgustado por haber asustado a la vieja—.
Hemos llamado, pero usted no nos ha oído.
La vieja les miró. Tenía la mano apoyada sobre el corazón.
—Me habéis asustado muchísimo —dijo—, ¿De dónde salís en una noche tan
oscura?
Dick recogió su silla y ella volvió a sentarse.
—Buscábamos este lugar —aclaró Dick—. Ésta es la alquería de la Laguna Azul,
¿verdad? Deseamos saber si podemos pasar la noche aquí, con dos amigos nuestros.
La mujer movió la cabeza y señaló sus oídos.
—Soy sorda como una tapia. De nada sirve que me habléis. Os habéis extraviado,
según parece.
Dick movió la cabeza afirmativamente.
—Pues no podéis quedaros aquí —continuó la mujer—. Mi hijo no quiere que nadie
se quede en casa. Mejor será que os vayáis antes de que él venga. Tiene muy mal
carácter.
Dick asintió con la cabeza. Luego señaló la noche oscura y lluviosa y luego a Ana,
que chorreaba de pies a cabeza. La mujer entendió lo que el niño quería decirle.
—Os habéis extraviado, estáis cansados y mojados y no queréis que os eche —dijo—
. Lo malo es que mi hijo, no quiere extraños por aquí.
Dick volvió a señalar a Ana y luego a un sofá que estaba en la esquina de la
habitación. Después se señalo a sí mismo y a continuación a la salida. La mujer le comprendió
en el acto.
—Deseas que dé asilo a tu hermana y tú te irás, ¿verdad? —preguntó.
Dick asintió con la cabeza. Pensó que le sería fácil encontrar para él algún cobijo.
Pero opinaba que Ana estaría mejor bajo techado.
—Mi hijo no debe veros a ninguno de los dos.
Diciendo esto, la vieja empujó a la niña hacia lo que ésta creyó que era un armario.
No obstante, cuando la puerta estuvo abierta, comprobó que se trataba de una pequeña
escalera, muy empinada, que conducía hacia el tejado.
—Sube por aquí —recomendó la vieja a Ana—. Y no aparezcas de nuevo hasta que
yo te llame mañana por la mañana. Tendré un disgusto si mi hijo se entera de que estás
aquí.
—Sube, Ana —ordenó Dick, que estaba muy preocupado—. No sé qué encontrarás
ahí arriba. Si el lugar es demasiado malo, desciende de nuevo. Mira primero si hay una
ventana o algo por donde puedas comunicarte con el exterior. Entonces yo sabré que
estás bien.
—Sí —asintió Ana con voz temblorosa.
Ascendió por la sucia y empinada escalera de madera. Comunicaba ésta con un
pequeño desván. Allí había un colchón relativamente limpio y una silla. Sobre ésta
aparecía una manta doblada y en una estantería se veía un jarrón de agua. La habitación
no contenía nada más.
A uno de los lados del cuarto había una pequeña ventana. Ana se dirigió a ella y
llamó:
—¡Dick! ¿Estás ahí? ¡Dick!
—Sí, aquí estoy —contestó Dick—. ¿Qué hay por ahí, Ana? ¿Se está bien? Oye,
buscaré algún sitio cerca de aquí donde refugiarme y podrás llamarme si me necesitas.


CAPÍTULO VI
EN MEDIO DE LA NOCHE
—No está mal —explicó Ana a su hermano—. Hay un colchón bastante limpio y una
manta. Estaré bien. Pero, ¿qué pasará si llegan los otros? ¿Los esperarás tú? Pienso que
Jorge tendrá que dormir en el pajar contigo y con Julián. La vieja no va a dejar entrar a
nadie más, ¡tenlo por seguro!
—Les aguardaré y ya organizaremos algo —afirmó Dick—. Cómete los bocadillos
que te quedan y el pastel y procura que se te sequen los pies. Ponte lo más cómoda que
puedas. Aquí muy cerca hay un cobertizo o algo por el estilo. Estaré bien. Llámame si
me necesitas.
Ana volvió a meterse en la habitación. Estaba mojada y exhausta y tenía hambre y
sed. Se comió todos los bocadillos y bebió un trago de la jarra. Luego se sintió
soñolienta y se tendió sobre el colchón, cubriéndose con la manta. Pretendió mantenerse
atenta para oír cuando los demás llegaran, pero estaba demasiado cansada. Se durmió en
seguida.
Abajo, Dick rondaba de aquí para allá. Lo hacía con precaución, porque no quería
toparse con el hijo de la vieja. No le gustaba lo que había oído acerca de él. Llegó junto
a un cobertizo donde había montones de paja. Con precaución, encendió su linterna y
miró en derredor.
"Este sitio me servirá —pensó—. Tendido en la paja estaré bien. ¡Pobre Ana!
Desearía que Jorge estuviese con ella. Mejor será que me mantenga atento para vigilar
si ella y Julián llegan, porque, si no, me dormiré y no me daré cuenta de que ya están
aquí. Son sólo las seis, pero el dia ha sido muy largo. Me gustaría saber cómo está Tim.
Desearía tenerlo aquí conmigo."
Dick pensaba que probablemente Jorge y Julián pasarían a través de la misma verja
que habían cruzado ellos, líl cobertizo medio derruido que había encontrado se hallaba
cerca de aquella verja, y se sentó allí sobre un cajón para esperar a que apareciesen sus
compañeros.
Mientras aguardaba, se comió sus bocadillos. ¡Qué reconfortantes le parecieron! Los
despachó todos y, por último, hizo lo mismo con el pastel. Luego bostezó. Tenía mucho
sueño y sus pies estaban mojados y le pesaban mucho.
Nadie llegó. Ni siquiera el hijo de la vieja. Aún podía ver cómo la mujer seguía
cosiendo junto a la lámpara. Al cabo de dos horas, cuando ya casi eran las ocho y Dick
empezaba a sentirse muy preocupado por Jorgina y Julián, la vieja se levantó y guardó
su cesta de labor.
Desapareció de la vista de Dick y no volvió a aparecer. Sin embargo, la luz
continuaba encendida y se veía brillar a través de la ventana. Dick pensó que sin duda la
había dejado encendida para su hijo.
De puntillas se acercó a la ventana. Había cesado de llover y la noche era mucho más
clara. En el cielo habían aparecido estrellas y la luna iba subiendo. Dick se sintió más
tranquilo.
Miró al interior de la habitación iluminada. Entonces vio que la vieja se había
acostado en el sofá desvencijado que ocupaba un rincón de la estancia. Una sábana la
cubría hasta la barbilla y aparentaba dormir. Dick volvió al cobertizo. Comprendió que
ya no era necesario esperar por más tiempo a Jorge y Julián. Debían de haberse
extraviado por completo. O quizás el señor Gastón, o como se llamase, hubiese tenido
que hacer alguna cura especial a la pata de Tim, y Julián habría decidido quedarse en la
hospedería del mismo pueblo para pasar la noche.
Bostezó de nuevo.
"Estoy demasiado adormilado para seguir aguardando —pensó—. Me caeré del
cajón si no voy ahora mismo a tenderme en la paja, porque me estoy quedando dormido.
De todas formas, si los otros vienen, les oiré llegar."
Usando con precaución su linterna, se dirigió hacia el interior del cobertizo. Cerró la
puerta tras de sí y la aseguró con una viga que corría entre dos anillas a modo de
rudimentario cerrojo. El mismo ignoraba por qué estaba haciendo aquello. Acaso fuese
porque seguía pensando en el mal genio del hijo de la vieja.
Se tendió en la paja e instantáneamente se quedó dormido. Por la parte de fuera, el
cielo era cada vez más claro. La luna había ascendido ya en el cielo. No era llena, pero
sí lo bastante crecida como para iluminarlo todo. Lucía sobre la desolada casita de
piedra y los cobertizos.
Dick dormía profundamente. Estaba tendido sobre la paja blanda y soñaba con Tim,
Jorge, con la laguna azul y las campanas. Especialmente con las campanas.
Se despertó súbitamente y, por un instante, no supo dónde se encontraba. ¿Qué era
aquello que le rodeaba? Luego lo recordó. Claro, era paja. Estaba en un cobertizo. Iba a
dormirse de nuevo cuando percibió un ruido.
Era un pequeño ruido como si algo rascara las paredes de madera del cobertizo. Dick
se sentó. ¿Habría ratas por allí? ¡Esperaba que no!
Escuchó atentamente. El ruido parecía provenir del exterior. Se detuvo un momento
y después de un intervalo se reanudó. Luego oyó golpear suavemente en la pequeña
ventana que estaba sobre su cabeza.
Estaba muy asustado. Las ratas rascan y corren, pero no golpean las ventanas.
¿Quién estaría haciéndolo tan suavemente en la ventana? Contuvo la respiración y
escuchó atentamente.
Entonces oyó una voz, un susurro asustado.
—¡Dick! ¡Dick!
Dick estaba muy sorprendido. ¿Sería Julián? Si lo era, ¿cómo podía saber que él
estaba en aquel cobertizo? Se sentó y siguió escuchando, rígido por la sorpresa.
Los golpes se repitieron, y luego la voz de antes dijo más fuerte:
—¡Dick! Sé que estás ahí. Te he visto entrar. Ven a la ventana. ¡Pero, por Dios, no
hagas ruido!
Dick no lograba reconocer la voz. No era la de Julián, ni tampoco la de Jorge, ni la
de Ana. Entonces, ¿cómo podía saber el que hablaba que él estaba allí? Era muy
extraño. Dick no sabía qué hacer.
—¡Date prisa! —urgió la voz—. Tengo que irme dentro de un segundo y traigo un
mensaje para ti.
Dick decidió por fin acercarse a la ventana. Estaba seguro de no desear que el que
estaba fuera penetrara en el cobertizo. Con precaución, se arrodilló sobre un montón de
paja y habló desde debajo de la ventana.
—Aquí estoy —dijo intentando hacer que su voz pareciera grave y de persona adulta.
—Has tardado mucho en venir —refunfuñó el que estaba fuera.
En aquel momento, Dick le vio a través de la ventana. Sólo podía divisar su cara
flaca y de ojos salvajes, con una cabeza pelada como una bola.
Se agachó de nuevo, contento de que la cara no pudiese verle a él dentro de la
oscuridad del cobertizo.
—Aquí va el mensaje de Nailer —prosiguió la voz—. Dos árboles, agua triste, Juan
el Descarado. Y dice que Maggie lo sabe. Te manda eso. Maggie tiene otro igual.
Un pedazo de papel entró volando a través del cristal roto de la ventana.
Dick lo recogió. Estaba maravillado. ¿Qué significaba todo aquello? ¿Estaría
soñando?
La voz volvió a sonar, insistente y llena de urgencia.
—¿Has oído todo eso, Dick? Dos árboles. Agua triste. Juan el Descarado. Y Maggie
también lo sabe. Me voy ya. Se oyó el leve ruido de alguien que se arrastraba con
precaución alrededor del cobertizo y luego se hizo el silencio. Dick permanecía sentado,
lleno de extrañeza y miedo. ¿Quién sería aquella persona de ojos salvajes que le había
llamado por su nombre en medio de la noche y le había dado aquellos mensajes que
nada significaban para la mente de un niño soñoliento? No obstante, Dick ahora se
sentía completamente despierto. Se puso en pie y miró por la ventana. Por allí no había
nada ni nadie. Sólo se veía la casa solitaria y el cielo despejado.
Dick volvió a sentarse y meditó. Encendió la linterna con cuidado y examinó el
pedazo de papel que había recogido. Era una media cuartilla sucia, con unas marcas en
lápiz que no tenían la menor significación para él. De cuando en cuando había una
palabra impresa, pero tampoco éstas tenían sentido para el niño. No veía pies ni cabeza
en todo aquello, ni en el visitante, ni en el mensaje, ni en el pedazo de papel.
"Debo de estar aún soñando", pensó. Y guardó el papel en el bolsillo. Se tumbó de
nuevo en la paja y procuró hundirse en ella, porque había cogido frío al acercarse a la
ventana. Permaneció acostado, y, durante algún tiempo, siguió pensando en las cosas
extrañas y emocionantes que le habían ocurrido, pero luego notó que sus ojos se
cerraban.
No obstante, antes de que estuviera completamente dormido, oyó de nuevo pasos
cautelosos. ¿Es que regresaba aquel individuo? Esta vez alguien intentó abrir la puerta.
El rudimentario cerrojo se lo impidió; mas el que estaba fuera sacudió la puerta y pronto
el pedazo de madera se cayó. El intruso volvió a sacudir la puerta, como si creyera que
ésta se había atascado, y luego la abrió.
Entró y la cerró detrás de él.
Dick pudo entreverle. No era el mismo hombre que antes se había acercado a la
ventana. Éste poseía una espesa cabellera. Dick esperaba, rogando por que el hombre no
se acercara a la paja.
No se acercó. Se sentó sobre un saco y aguardó en silencio. Al cabo de un rato
comenzó a pensar en voz alta, aunque Dick no consiguió entender más que una o dos
palabras.
—¿Qué habrá ocurrido? —oyó—. ¿Tendré que esperar mucho más?
Después murmuró algo que Dick no alcanzó a entender.
—Esperad, esperad, eso haré —farfullaba el hombre.
Se puso en pie y se estiró. Luego se dirigió hacia la puerta y miró al exterior. Volvió
a entrar y se aproximó de nuevo al saco. Se sentó y permaneció quieto, mientras Dick
notaba que sus ojos se cerraban de nuevo. ¿Formaría esto también parte de su sueño?
No tuvo tiempo de averiguarlo, porque, de repente, se encontró realmente soñando.
Paseaba por un lugar donde había muchas campanas que no cesaban de sonar, y parejas
de árboles alrededor suyo.
Durmió pesadamente durante toda la noche. Cuando se hizo de día se despertó
súbitamente y se sentó de un salto. Estaba solo en el cobertizo. ¿Adonde se había ido el
segundo visitante? ¿O quizá lo había soñado todo?
CAPÍTULO VII
POR LA MAÑANA
Dick se levantó y se desperezó. Se sentía sucio y desaliñado, y también muy
hambriento. Pensaba que quizá la mujer accediese a venderle pan y queso y un vaso de
leche.
"También Ana debe de tener hambre —se dijo—. Espero que por lo menos esté
bien." Con precaución salió al exterior y miró hacia la ventanita del desván en el que
Ana había pasado la noche.
A través de su cristal podía verse la angustiada cara de Ana, buscando a Dick con la
mirada.
—¿Estás bien, Ana? —gritó Dick con voz ahogada.
Ana abrió la ventanita y sonrió al muchacho.
—Sí, pero no me atrevo a bajar, porque el hijo de la vieja sorda está en la habitación.
Le oigo gritar a su madre de cuando en cuando. Tiene bastante mal genio.
—Entonces, aguardaré a que salga para irse al trabajo antes de entrar a hablar con la
vieja —decidió Dick—. Tengo que pagarle por haberte permitido dormir en el desván y
quizá pueda convencerla para que nos venda algo de comida.
—Me gustaría que lo hiciese —replicó Ana—. Ya me he comido todo el chocolate
que tenía en la mochila. Esperaré hasta que me llames.
Dick le hizo una seña y desapareció en el cobertizo. ¡Había oído pasos!
Apareció un hombre, un hombre bajo y fornido, un poco encorvado, con el pelo
revuelto. Era el hombre que Dick había visto en el cobertizo durante la noche. Refunfuñaba
y parecía de muy mal humor. Dick decidió permanecer oculto. Se agazapo en el
cobertizo.
Pero el hombre no entró allí. Pasó de largo sin cesar de refunfuñar. Dick escuchó
atentamente hasta que se desvaneció el sonido de sus pasos. Oyó que abría una verja y
que ésta volvía a cerrarse detrás de él.
"Mejor será que aproveche esta ocasión", pensó Dick. Salió precipitadamente del
cobertizo y se dirigió a la casa. El edificio se hallaba casi en ruinas y se veía muy
abandonado a la luz del día. Ofrecía un aspecto desolador.
Dick sabía que de nada le serviría llamar, porque la vieja tampoco le oiría. Por eso
entró en la casa y encontró a la mujer fregando los platos en un resquebrajado barreño.
Ella le miró con cara de susto.
—¡Ya no me acordaba de ti! ¡Ni tampoco de la niña! ¿Está aún arriba? Hazla bajar
rápidamente, antes de que mi hijo regrese, y marchaos en seguida.
—¿Podría usted vendernos pan y queso? —le gritó Dick, pero la vieja era sorda
como una tapia y lo único que hizo fue empujar al niño hacia la puerta. Mientras le
hablaba sostenía en la mano el paño mojado. Dick se apartó y señaló el pan que había en
la mesa.
—No, no. Ya te he dicho que debéis iros en seguida —insistió la mujer, que parecía
aterrorizada ante la idea de que su hijo pudiese regresar—. ¡Apresúrate a bajar a la niña!
Pero, antes de que Dick pudiera hacerlo, se oyeron pasos y entró aquel personaje
encorvado de extraño aspecto. Ya estaba de regreso trayendo en la mano algunos
huevos que había ido a recoger.
Entró en la cocina y miró a Dick.
—¡Fuera! —exclamó con enfado—. ¿Qué buscas aquí?
Dick pensó que sería mejor no decir que había pasado la noche en el cobertizo.
Habían ocurrido en él cosas extrañas y quizás el hombre se enfurecería más si sabía que
él había permanecido allí la noche anterior.
—Estaba preguntando a su madre si podría vendernos un poco de pan —dijo, y en
seguida lamentó no haberse mordido la lengua. ¡Había dicho vendernos! Por lo cual, el
hombre podría adivinar que había alguien más con él.
—¿Quiénes sois? ¿Con quién vas? —preguntó el hombre mirando a todas partes—.
Ve a buscar al otro y os contaré a ambos lo que suelo hacer con los chicos que vienen a
robar mis huevos.
—¡Voy a buscarle! —repuso Dick.
Aprovechó la ocasión para irse y corrió hacia la puerta. El hombre le amenazó con el
puño y casi le dio, pero Dick ya había salido y avanzaba velozmente por el camino. Se
escondió detrás de una pequeña construcción. Su corazón latía fuertemente. No podía
marcharse sin Ana. Tenía que arreglárselas para regresar y rescatarla.
El hombre se quedó de pie junto a la puerta, gritando furiosamente. Sin embargo, no
salió en persecución del muchacho. Volvió a entrar en la casa y al cabo de un momento
salió de nuevo con un cubo lleno de comida para los animales. Dick comprendió que iba
a dar de comer a las gallinas.
Era necesario que aprovechara aquella ocasión para ir en busca de Ana. Esperó hasta
que oyó el chasquido de la verja lejana y entonces se apresuró hacia la casa. En la
ventanita del desván se veía la cara de Ana muy asustada. Había oído lo que el hombre
había dicho a Dick y luego a su madre, ordenándole que no permitiera a los muchachos
entrar en la casa.
—¡Ana! Baja rápidamente. Ya se ha marchado —gritó Dick—. ¡Rápido!
La cara de Ana desapareció de la ventana. Se dirigió a (oda prisa a la puerta,
descendió las escaleras de dos en dos y atravesó corriendo la cocina. La vieja la
ahuyentó con el paño que llevaba en la mano, riñéndola a gritos.
Dick entró en la cocina y dejó un chelín sobre la mesa. Cogió a Ana por el brazo y
ambos salieron de la casa y huyeron por el camino. No se detuvieron hasta que llegaron
a la pared que habían seguido la noche anterior.
Ana estaba muy asustada.
—¡Qué hombre más horrible! —se lamentó—. ¡Oh, Dick, y qué lugar tan horroroso!
Me parece que Julián estaba loco cuando eligió un lugar como éste para pasar la noche.
¡Qué casucha! No parecía una granja. No hay en ella ni vacas ni cerdos. Al menos yo no
los he visto, y ni siquiera tienen un perro pastor.
—Mira, Ana, yo no creo que esto sea la alquería de la Laguna Azul —le contestó
Dick mientras andaban junto a la tapia, en busca de la verja por donde habían entrado la
noche anterior—. Nos hemos equivocado. Era otra alquería. Si no nos hubiésemos
extraviado, habríamos llegado a la alquería de la Laguna Azul.
—¿Qué pensarán Jorge y Julián? —preguntó Ana—. Sin duda, estarán muy
preocupados pensando qué nos habrá ocurrido. ¿Crees tú que ellos habrán llegado sin
extraviarse?
—Tendremos que investigarlo —respondió Dick—. Debo de tener un aspecto muy
sucio y desaliñado, ¿verdad, Ana? Me siento bastante mal.
—Sí. ¿No tienes un peine? Llevas los pelos revueltos y llenos de paja y la cara muy
sucia. Mira, por aquí cerca corre un riachuelo. Cogeremos nuestros pañuelos y nos
lavaremos las manos y la cara.
Se lavaron un poco en el agua fría del riachuelo y Dick se peinó.
—Así estás mucho mejor —dijo Ana—. ¡Cuánto desearía tener algo para comer! Me
estoy muriendo de hambre. No he dormido muy bien. ¿Y tú, Dick? Mi colchón era duro
y yo tenía miedo allí sola, en aquel extraño cuartucho.
Antes de que Dick pudiera contestar, un niño se acercó silbando y entró por la verja.
Pareció extrañado al ver a Dick y a Ana.
—¡Hola! —los saludó—. ¿Ya estáis levantados?
—Sí —contestó Dick—. ¿Puedes decirnos si este lugar se llama la alquería de la
Laguna Azul?
Y señala hacia la casa de la vieja.
El niño se echó a reír.
—Eso no es ninguna alquería. Es la barraca de la señora Taggart, un lugar sucio y
ruinoso. No os acerquéis a él, porque su hijo os echaría. Le llamamos Dick el Sucio. Es
el terror de estos contornos. La alquería de la Laguna Azul está por ese lado. Más allá
de la hostería de "Los Tres Pastores", hacia arriba, a la izquierda.
—Muchas gracias —dijo Dick, que se sentía muy enfadado con el hombre del carro
que les había indicado el camino equivocado.
El chico saludó con la mano y se apartó por el camino que se extendía entre los
brezos.
—La noche pasada nos equivocamos de camino —comentó Dick mientras
caminaban de regreso por los campos que habían atravesado la noche anterior—. ¡Pobre
Ana! Te he conducido por este largo camino a oscuras y bajo la lluvia hacia un lugar
horrible. No sé qué va a decirme Julián.
—Ha sido también culpa mía —le tranquilizó Ana—. Vayamos hacia la hostería de
"Los Tres Pastores" y llamemos desde allí por teléfono a la alquería de la Laguna Azul,
¿no te parece? Es decir, si es que hay teléfono. No tengo ningún deseo de seguir
andando durante kilómetros y kilómetros para, a lo mejor, no encontrar tampoco esa
famosa alquería.
—¡Bien pensado! —dijo Dick—. "Los Tres Pastores" es aquel lugar en que una
mujer sacudía una alfombra por la ventana, ¿lo recuerdas? Le indicó a Julián el camino
que debía seguir para ir a la casa de Spiggy. Me gustaría saber cómo está Tim. Espero
que se encuentre mejor. Esta marcha no va resultando tan bien como nos
imaginábamos.
—Pero aún queda tiempo para que todo se arregle —replicó Ana, que estaba más
contenta de lo que ella misma creía. Deseaba con toda su alma tener algo que comer.
—Llamaremos a Julián desde "Los Tres Pastores" para contarle lo que nos ha
ocurrido —dijo Dick cuando llegaron al camino en que se habían llenado de barro la
noche anterior. Ayudó a Ana a pasar por el portillo y saltaron al estrecho camino—. Y,
además, podemos desayunarnos allí. Estoy seguro de que comeremos más que los tres
pastores juntos, por más hambre que tuvieran.
Ana se sintió mucho más contenta todavía. Ya pensaba que tendrían que andar hasta
la alquería de la Laguna Azul sin desayunarse.
—Fíjate, un riachuelo cruza aquí el camino. No es extraño que me mojara ayer los
pies. Venga, date prisa. El pensar en el desayuno me da alas en los pies.
Por fin llegaron al pueblo de Beacon y se dirigieron a la hostería. En la enseña
aparecían pintados tres pastores con triste expresión.
—Su aspecto es tan malo como el mío —suspiró Ana—, aunque el mío cambiará
muy pronto. ¡Ah, Dick! Piensa en comer gachas, tocino con huevos fritos y tostadas con
mermelada. ¿Puedes imaginártelo?
—Primero telefonearemos —respondió Dick con firmeza. No obstante, se detuvo en
seco cuando comenzaba a subir los pocos escalones de la entrada de la hostería. Alguien
le estaba llamando.
—¡Dick! ¡Dick! ¡Ana! ¡Míralos, están allí! ¡Dick, Dick!
Era la poderosa voz de Julián. Dick dio la vuelta en redondo, con gran júbilo. Julián,
Jorgina y Tim corrían por la calle del pueblo gritando y haciéndoles señales. Tim fue el
primero en alcanzarlos y ya no cojeaba en absoluto. Se lanzó sobre ellos, ladrando como
un loco y lamiéndoles las manos y las piernas.
—Julián, ¡cuánto me alegro de verte! —exclamó Ana con voz temblorosa—. Anoche
nos perdimos. Jorge, ¿está ya Tim completamente bien?
—Sí, del todo —contestó Jorgina—. Ya lo veis.
—¿Os habéis desayunado? —interrumpió Julián—. Nosotros todavía no. Estábamos
tan preocupados que íbamos a ver a la policía, pero ahora ya no es necesario y
podremos desayunar juntos y contarnos nuestras respectivas aventuras.


CAPÍTULO VIII
DE NUEVO TODOS REUNIDOS
Era hermoso encontrarse de nuevo todos reunidos. Julián cogió el brazo de Ana y la
pellizcó.
—¿Te encuentras bien, Ana? —preguntó, preocupado por la palidez de la niña.
Ana asintió con la cabeza. Se sentía mucho mejor desde que tenía a su lado a Julián,
Jorge y Tim, además de Dick.
—Pero estoy muerta de hambre —dijo.
—Voy a pedir el desayuno en seguida —decidió Julián—. ¡Luego nos contaremos lo
ocurrido!
La mujer que la noche anterior estaba en la ventana sacudiendo la alfombra salió al
encuentro de los niños.
—Ya sé que es un poco tarde para pedir el desayuno —se excusó Julián—, pero
todavía estamos en ayunas. .¿Qué pueden prepararnos?
—Gachas y natillas —respondió la mujer—. Y tocino de nuestra matanza y huevos
de casa. También tenemos miel de nuestros panales y pan que yo misma amaso. ¿Os
conviene? También hay café con leche.
—Me gustaría abrazarla —exclamó Julián sonriendo.
Todos los demás sentían lo mismo. Entraron en un pequeño comedor confortable y
se sentaron para esperar.
—Ahora contadme lo que os ha ocurrido —dijo Dick acariciando a Tim—. ¿Fuisteis
a la casa de Spiggy? ¿Encontrasteis en ella al señor Gastón?
—No, no estaba allí —dijo Julián—. Había salido. Pero su esposa era muy amable y
nos rogó que le esperásemos. Nos aseguró que él miraría la pata de Tim en cuanto regresara.
—¡Esperamos hasta las siete y media! —intervino Jorgina—. Y nos sentíamos muy
preocupados porque pensábamos que ya era hora de la cena. Por fin llegó el señor
Gastón.
—Miró la pata de Tim y no sé qué le hizo —añadió Julián—. Seguramente la colocó
en su sitio. Tim dejó escapar un gemido y Jorge se lanzó sobre él. El señor Gastón se rió
mucho de Jorge.
—Es que se mostró muy brusco con la pata de Tim —se disculpó Jorgina—. Pero él
sabía lo que se hacía y ahora está completamente bien. Sólo le queda el cardenal en la
espalda y también éste se va reduciendo. Corre tan ágilmente como siempre.
—Me alegro —dijo Ana—. He pasado la noche pensando en el pobre Tim. —Le
acarició y él la lamió.
—¿Qué hicisteis luego? —preguntó Dick.
—El señor Gastón insistió para que nos quedáramos a cenar —explicó Julián—. No
quiso aceptar nuestra negativa y la verdad es que nosotros estábamos hambrientos. Nos
quedamos, pues, y la cena fue riquísima. También Tim tuvo una buena comida. Después
se quedó hinchado. Parecía un tonel. Menos mal que hoy ya no lo está.
—No nos fuimos de allí hasta cerca de las nueve —prosiguió Jorgina—. No
estábamos preocupados por vosotros porque creíamos que estabais en lugar seguro y
que ya adivinaríais que habíamos tenido que esperar por lo de Tim. Cuando llegamos
allí y nos enteramos de que vosotros no habíais llegado, nos sentimos desesperados.
—Pero pensamos que podíais haber encontrado algún lugar en que pasar la noche —
dijo Julián—. Sin embargo, decidimos que, si no sabíamos nada de vosotros a la
mañana siguiente, iríamos a la policía y le explicaríamos vuestra desaparición.
—Por eso esta mañana nos íbamos hacia allí antes del desayuno. Esto os dirá lo
preocupados que nos sentíamos por vosotros. La alquería de la Laguna Azul era muy
agradable. Nos proporcionaron una cama a cada uno, en dos pequeñas habitaciones muy
pulcras, y Tim se quedó a dormir conmigo.
Un olor delicioso se extendió por el pequeño comedor y en seguida entró la
mesonera con una gran fuente. En ella había una montaña de gachas, un tazón de jugo
dorado, un cuenco con natillas, un plato con tocino y huevos fritos y una gran pila de
tostadas, doradas y crujientes. También había un platito con setas.
—¡Oh! ¡Esto es una maravilla! —exclamó Ana al verlo—. ¡Son precisamente las
cosas que más me apetecen!
—Luego os traeré más pan, mermelada, mantequilla, el café y la leche caliente —
dijo la mujer, colocando las cosas sobre la mesa—. Y si deseáis más huevos o más
tocino, no tenéis más que llamar al timbre.
—¡Es demasiado hermoso para ser verdad! —dijo Dick, mirando la mesa—. Niñas,
servios un poco rápidamente; si no, olvidaré mi educación.
Fue un desayuno de maravilla, o mejor aún, porque todos ellos tenían muchísima
hambre. Nadie habló mientras comían las gachas y las natillas, endulzadas con el jugo
dorado. También a Tim le sirvieron un gran plato. Le gustaban las gachas. Sin embargo,
no quiso jugo porque se le pegaban los bigotes.
—Me siento mucho mejor —dijo al fin Ana, contemplando su plato de gachas—.
Pero estoy preocupada. No sé si tomar más gachas, corriendo el peligro de que luego no
me apetezcan el tocino y los huevos, o sí será mejor que me dedique a ellos desde ahora
mismo.
—Es un problema difícil de resolver. Yo estoy exactamente en la misma duda —
confirmó Dick—. De todos modos, me parece que voy a decidirme por los huevos fritos
y el tocino; siempre me quedará el recurso de repetir de las gachas si todavía me
apetecen. Además, estas setas me están haciendo la boca agua. ¡Qué golosos somos!
Pero no se puede evitar cuando uno está tan hambriento.
—No nos habéis contado lo que os ocurrió anoche —les recordó Julián repartiendo el
tocino y los huevos con mano generosa—. Ahora que ya tenéis algo dentro, quizás os
sea posible explicarnos con exactitud por qué desoísteis mis instrucciones y no os
dirigisteis adonde habíamos quedado.
—¡Vaya! Hablas exactamente como el profesor del colegio —dijo Dick—. Pues,
sencillamente, lo que sucedió fue que nos extraviamos. Y cuando por fin llegamos a
alguna parte, creímos que era la Laguna Azul y allí pasamos la noche.
—Ya veo —replicó Julián—. Pero la gente que allí estaba, ¿no os advirtió que aquél
no era el lugar que buscabais? Se os podía haber ocurrido que estaríamos preocupados
por vosotros.
—La vieja que estaba en la casa era sorda como una tapia —aclaró Ana, que, entre
tanto, se las entendía con el tocino y los huevos—. No consiguió oír nada de lo que le
preguntábamos, y como creíamos que habíamos llegado a la alquería de la Laguna Azul,
allí nos quedamos, a pesar de que era un lugar horrible. ¡Y, por otra parte, estábamos
muy preocupados porque no llegabais!
—Y aquí acaba el capítulo de sucesos —dijo Julián—. Bien está lo que bien acaba.
—¡No seas tan pedante! —protestó Dick—. La verdad es que pasamos un mal rato,
Julián. La pobre Ana durmió en un pequeño desván y yo en un cobertizo, tendido en la
paja. No es que esto me importe, pero es que pasaron cosas muy raras durante la noche.
Al menos a mí me pareció que lo eran. No estoy seguro de que no fuera todo un mal
sueño.
—¿Qué cosas ocurrieron? —preguntó Julián.
—Ya os lo contaré en el camino de regreso —contestó Dick—. Cuando pienso en
ello a la luz del día, me parece que, o bien se trataba de un sueño, o fue algo muy
extraño.
—¡No me lo habías contado! —dijo Ana.
—Si quieres que te diga la verdad, lo olvidé. ¡Han ocurrido tantas cosas desde
entonces...! Tuvimos que huir de aquel hombre. Nos sentíamos preocupados por Julián
y Jorge y, además, teníamos mucha hambre.
—Parece que no pasasteis buena noche —comentó Jorgina—. Debió de ser horrible
buscar el camino en la oscuridad. Y, encima, llovía a cántaros, ¿no es verdad?
—Sí —asintió Ana—. Pero lo que más me asustó fueron las campanas. ¿Las oíste,
Julián? Me daban mucho miedo. No sabía lo que significaban, ni por qué tocaban.
—¿De verdad no sabéis por qué tocaban? —preguntó Julián—. Pues repicaban desde
la cárcel, según nos ha contado esta buena mujer, para advertir a todo el mundo que un
prisionero se había escapado. Las campanas decían: "¡Cuidado! ¡Vigilad! ¡Se ha
escapado un prisionero! ¡Cerrad las puertas! ¡Estad en guardia!"
Ana miró a Julián en silencio. Ahora comprendía por qué las campanas habían
armado tanto ruido. Por su cuerpo corrió un escalofrío.
—Me alegro de no haberlo sabido —dijo al fin—. Hubiese preferido dormir en la
paja con Dick, de saber que un preso se había escapado. ¿Lo han capturado ya?
—No lo sé —respondió Julián—. Se lo preguntaremos a la mesonera.
Así lo hicieron, y ella negó con la cabeza.
—No, no lo han cogido aún, pero lo cogerán. Las salidas de los páramos están muy
bien guardadas y todo el mundo vigila. Era un ladrón que entraba en las casas y atacaba
a los que se resistían. ¡Un individuo peligroso!
—Julián, ¿te parece bien que sigamos nuestra marcha por los páramos ahora que
sabemos que anda por ellos un fugitivo? —preguntó Ana—. Yo no me sentiré a gusto.
Tim va con nosotros —la tranquilizó Julián—. Es lo bastante fuerte para
protegernos contra tres prisioneros, si fuera necesario. ¡No tengas miedo!
—¡Guau! —afirmó Tim. Y golpeó el suelo con su cola.
Por último, todos acabaron el desayuno. Incluso la hambrienta Ana no pudo acabar el
último mordisco de su tostada. Estaba radiante.
—Me siento a mis anchas —anunció—. No puedo decir que tenga muchas ganas de
andar, pero sé que eso me sentará bien después de un desayuno tan abundante.
—Bien o mal, tendremos que proseguir nuestro camino —dijo Julián, poniéndose en
pie—. De todas maneras, primero compraré unos cuantos bocadillos.
La mesonera estaba muy satisfecha por las sinceras alabanzas de los niños. Les
preparó algunos bocadillos.
—Volved por aquí siempre que lo deseéis —les invitó—. Siempre habrá algo bueno
para vosotros.
Los cuatro se fueron calle abajo y torcieron por una senda que encontraron al final.
Dicha senda serpenteaba durante un corto trecho y luego se internaba en un valle. Por el
centro de este valle corría un riachuelo. Los niños podían oír su murmullo.
—¡Qué lugar más hermoso! —se extasió Ana—. ¿Seguiremos junto al río? Me
gustaría mucho.
Julián consultó su plano.
—Sí, podemos seguirlo —accedió—. He señalado el sendero que hemos de tomar y
el riachuelo se cruza con él un poco más abajo. Así es que podemos andar junto a él,
aunque el camino por aquí será malo.
Bajaron hasta el riachuelo.
—Oye, Dick —dijo Julián cuando abandonaron el sendero—, ¿por qué no nos
cuentas las cosas raras que te han ocurrido esta noche? Nadie puede escucharte aquí. No
se ve ni un alma. Cuéntalo todo. Nosotros podremos juzgar si fue un sueño o una
realidad.
—Está bien —repuso Dick—. Ahí va mi historia. Es muy rara. Oíd...


CAPÍTULO IX
DICK LES DEJA SORPRENDIDOS
Dick empezó su historia. Sin embargo, era difícil oírle, porque no podían caminar los
cuatro juntos, ya que el camino era estrecho.
Al fin, Julián se detuvo y señaló una tupida mata de brezos.
—Sentémonos allí y escuchemos lo que Dick tenga que decirnos. No hay posibilidad
de atenderle tal como vamos. Aquí nadie nos oirá.
Se sentaron y Dick volvió a empezar desde el principio. Contó que la vieja temía que
su hijo se enfadara si les dejaba permanecer en su casa durante la noche. Les dijo
también que él había dormido en la paja.
—Y ahora voy a contaros lo que creo que tiene que haber sido un sueño —
continuó—. Me desperté al oír un ligero ruido, como si alguien rascara en las paredes de
madera del cobertizo.
—¿Eran ratas o ratones? —preguntó Jorgina. Tim enderezó al punto las orejas. Se
imaginó que estas palabras le iban dirigidas.
—Yo también pensé al principio que lo serían —afirmó Dick—, pero luego oí
golpecitos en el cristal de la ventana.
—¡Qué horror! —exclamó Ana—. Eso no me hubiese gustado.
—Tampoco a mí me gustó. Pero luego me llamaron por mi nombre "¡Dick! ¡Dick!",
eso decían.
—Debiste de soñarlo —dijo Ana—. Allí nadie sabía tu nombre.
Dick prosiguió su relato:
—Entonces la voz dijo: "¡Dick! Sé que estás ahí. ¡Te he visto entrar! Y por eso me
he acercado a la ventana."
—-Sigue contando —le apremió Julián.
Estaba muy intrigado. Nadie excepto Ana podía saber que Dick estaba en el
cobertizo, y era seguro que no había sido Ana la que le había llamado.
—Me aproximé a la ventana y vi, aunque desde luego muy confusamente, una
persona con unos ojos muy salvajes. Él no podía verme, debido a la oscuridad del
cobertizo. Yo contesté entre dientes: "Aquí estoy", con la esperanza de que creyera que
yo era la persona que él buscaba.
—¿Y qué más dijo? —preguntó Jorgina.
—Dijo algo muy raro y sin sentido alguno —contestó Dick—. Lo repitió. Dijo: "Dos
árboles, agua triste. Juan el Descarado. Y dice que Maggie ya lo sabe." Algo por el
estilo.
Todos permanecieron en silencio. Luego Jorgina se echó a reír.
—"¡Dos árboles! ¡Agua triste! ¡Juan el Descarado! ¡Y Maggie ya lo sabe!" Eso tiene
que haber sido un sueño. Sabes muy bien que lo ha sido. ¿Qué te parece a ti, Julián?
—No sé. No parece que tenga mucho sentido eso de que alguien llegue en medio de
la noche, que llame a Dick por su nombre y que le dé un extraño mensaje que nada
significa para él —opinó Julián—. Parece más un sueño que una realidad. Yo también
diría que has soñado.
Dick pensaba al principio que ellos tenían razón. De repente, le asaltó un
pensamiento. Se sentó muy tieso.
—¡Esperad un poco! —dijo—. ¡Ahora recuerdo algo! El hombre me lanzó un
pedacito de papel por el cristal roto tic la ventanilla y yo lo recogí.
—¡Ah, eso ya es otra cosa! —-exclamó Julián—. Veamos. Si no puedes hallar el
papel, todo ha sido un sueño, incluso lo del pedazo de papel, pero si está en tu bolsillo,
entonces la cosa es real. Será una cosa muy rara, pero cierta.
Dick rebuscó rápidamente por sus bolsillos. En seguida notó que en uno de ellos
había un trocito de papel. Lo sacó. Era un papel muy sucio y arrugado, que contenía
algunas palabras en muy pocas líneas. Se lo mostró a los demás en silencio. Sus ojos
relucían.
—¿Es éste el fragmento de papel? —preguntó Julián—. Es cierto. ¡No lo has soñado!
Cogió el papel. Cuatro cabezas se inclinaron sobre él para examinarlo. Cinco, mejor
dicho, porque Tim también quiso ver en qué estaban interesados. Introdujo su peluda
cabeza entre la de Julián y la de Dick.
—No entiendo nada de lo que hay en este papel —dijo Julián—. Es un plano o algo
por el estilo, pero no puedo saber adonde corresponde o de qué se trata.
—El individuo me dijo que Maggie tenía también un fragmento de este papel —
explicó Dick, que, poco a poco, lo iba recordando todo.
—¿Quién será esa Maggie? —intervino Jorgina—. ¿Y por qué lo ha de saber ella?
—¿Puedes decirnos algo más? —preguntó Julián, que ahora se sentía intensamente
interesado.
—Sí. El hijo de la vieja sorda entró más tarde en el cobertizo —añadió Dick—. Se
sentó allí y esperó durante mucho rato. Todo el tiempo se lo pasó rufunfuñando en voz
baja. Luego, cuando me desperté, él ya no estaba allí. Por eso pensé que también lo
había soñado. El a mí no me vio.
Julián frunció los labios y arrugó el entrecejo. Entonces, Ana habló, llena de
excitación.
—¡Dick! ¡Julián! Me parece que sé por qué entró ese hombre en el cobertizo.
Seguramente era a él a quien el de los ojos salvajes quería entregar el mensaje y el
fragmento de papel, y no a Dick. No quería dirigirse a Dick, pero le vio introducirse en
el cobertizo y creyó que Dick era el hombre que él buscaba y que estaba esperándole en
el cobertizo.
—Todo eso está muy bien. Pero, ¿cómo sabía mi nombre? —preguntó Dick.
—¡No lo sabía! No sabía que eras tú —siguió diciendo Ana, muy nerviosa—. El
hombre a quien él buscaba debía de llamarse también Dick. ¿No os dais cuenta? Seguramente
habían planeado que se encontrarían allí el hombre de los ojos salvajes y el hijo
de la vieja. El primero de ellos vio a Dick entrar y por eso espero un poco y luego se
dirigió a la ventana y golpeó en el cristal. Y cuando llamó: "¡Dick! ¡Dick!", pues claro,
Dick creyó que le buscaban a él y por eso recogió el mensaje y el papel. Luego llegó el
otro hombre, el que buscaba el primero, pero ya era demasiado tarde para que se
encontraran. Nuestro Dick había coincidido con él y había recibido el mensaje.
Ana quedó sin respiración, porque había pronunciado su discurso de un tirón.
Permanecía sentada y miraba a los demás con impaciencia. ¿No creían ellos que tenía
razón?
En efecto, todos creían que sí. Julián le dio una palmada en la espalda.
—¡Lo has solucionado muy bien, Ana! Yo creo que eso fue exactamente lo que
ocurrió.
De repente, Dick recordó al muchacho que habían encontrado cuando regresaban de
la casa de la vieja en dirección al pueblo de Beacon. Aquel muchacho que silbaba. ¿Qué
les había dicho acerca de la vieja y de su hijo?
—Ana, ¿qué fue lo que nos contó aquel chico que silbaba? Espera. Dijo que la señora
Taggart vivía allí y que era mejor que no anduviéramos rondando, porque su hijo nos
echaría. Y añadió, ¡Ah, sí! Ahora lo recuerdo... Añadió: "Le llamamos Dick el Sucio.
¡Es el terror de por aquí!" ¡Dick el Sucio! Así es que su nombre es Dick. ¿Cómo no lo
habré recordado antes?
—Esto es una prueba de que Ana tiene razón —afirmó Julián, satisfecho. Ana
parecía también complacida. Era poco frecuente que ella tuviera alguna idea sabia antes
que los demás.
Por un rato, todos se mantuvieron en silencio. Seguían pensando.
—¿Puede esto tener alguna relación con el preso que ha huido? —aventuró por fin
Jorgina.
—Es posible —replicó Julián—. Pudo ser el preso en persona el que dio el mensaje.
¿No dijo de quién procedía el mensaje?
—Sí —respondió Dick, que intentaba recordarlo—. Dijo que era de Nailer. Me
parece que ése era el nombre, aunque todo lo decía en voz muy baja,
—Un mensaje de Nailer —repitió Julián—. Quizá Nailer esté en la cárcel y sea
amigo del que ha huido. Puede que, cuando supo que el individuo iba a fugarse, le diera
un mensaje para alguien, para el hombre del caserón, el hijo de la vieja. Sin duda, tenían
un plan previamente combinado.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Dick.
—Creo que el hijo de la vieja: es decir, Dick el Sucio, estaba enterado de que cuando
sonaran las campanas, sería señal de que el hombre se habría fugado y vendría a
entregarle un mensaje. Cada vez que sonasen las campanas tendría que esperar en el
cobertizo durante la noche, por si era el amigo de Nailer el que se había escapado.
—Ya veo —asintió Dick—. Creo que tienes razón. Estoy seguro de que la tienes. Me
alegro de no haber sabido que el hombre que estaba en la ventana era un bandido que se
había fugado.
—¡Y has sido tú el que ha recibido el mensaje de Nailer! —exclamó Ana—. ¡Qué
cosa más rara! Nos equivocamos de camino y fuimos a parar por error a aquel lugar. Y
tú recibiste el mensaje de un prisionero y fue uno que se había fugado el que te lo dio.
Es lástima que no conozcamos el significado de ese mensaje ni el de lo que está escrito
en el pedazo de papel.
—-Mejor sería que avisáramos a la policía, ¿no os parece? —propuso Jorgina—. Yo
creo que todo esto puede ser importante. Puede ayudar para atrapar a ese hombre.
—Sí —confirmó Julián—. Yo también opino que debemos avisar a la policía.
Miremos el plano. ¿Dónde se halla el pueblo más cercano? —Examinó el plano durante
unos segundos—'. Me parece que lo mejor será que sigamos tal como habíamos
pensado —dijo al fin—. Yo había planeado que alcanzásemos este pueblo, ¿veis? Se
llama Reebles. Llegaremos allí a la hora de comer, si no hemos podido proporcionarnos
bocadillos. De todas formas, hubiésemos tenido que ir allí para obtener algo de beber.
Yo propongo que prosigamos la excursión y que en Reebles vayamos al puesto de
policía, si es que lo hay, y les contemos lo que sabernos.
Todos se pusieron en pie. Tim estaba muy alegre. No había encontrado bien eso de
permanecer quieto tanto rato después del desayuno. Cogió la delantera, lleno de gozo.
—Su pata está ya completamente curada —comentó Ana, muy satisfecha—. Espero
que esto le enseñará a no meterse en las madrigueras de los conejos.
Pero, naturalmente, no le enseñó. En media hora metió su cabeza en más de media
docena de madrigueras, aunque, por suerte, no consiguió adentrarse en ellas y pudo
sacarla con facilidad.
Los cuatro vieron caballitos salvajes durante la caminata de aquel día. Una vez
lograron acercarse a uno pequeño y de pelaje oscuro, con largas crines y una cola muy
larga, que parecía muy atareado. Los niños se detuvieron a contemplarlo. El caballito les
vio, enderezó la cabeza y se dio la vuelta, huyendo al galope, veloz como el viento.
Tim quería perseguirle, pero Jorgina lo sujetó estrechamente por el collar. Nadie debe
ahuyentar a los simpáticos caballitos salvajes.
—¡Qué hermoso es! —suspiró Ana—. Me gusta ver caballitos salvajes de cuando en
cuando. Espero que encontremos más.
La mañana era tan soleada y cálida como el día anterior. De nuevo los cuatro
tuvieron que quitarse las chaquetas, y la lengua de Tim colgaba de su boca húmeda y
sedienta. Caminaron junto al riachuelo. Les gustaba su tonalidad tostada y su murmullo
cantarín. Cuando se detuvieron un momento, hacia las once y media, para comer los
bocadillos, se bañaron en él los pies recalentados.
—¡Esto es la gloria! —dijo Jorgina, que se había tumbado sobre una mata de brezos
y tenía los pies metidos en el agua—. El arroyo acaricia mis pies y el sol me tuesta la
cara. ¡Qué bonito es esto! ¡Ah! ¡Vete ya, Tim, eres un idiota! Respiras sobre mi cuello y
me estás mojando la cara.
Un poco más allá, el arroyo cruzaba el camino que conducía al pueblo de Reebles.
Siguieron por él. Ya iban pensando en la hora de la comida. Sería muy divertido comer
en alguna pequeña hostería o quizás en una casa de campo. Guardarían los bocadillos
que les quedaban para la hora de la merienda.
—Pero lo primero que hemos de hacer es buscar el puesto de la policía —resolvió
Julián—. Les contaremos nuestro cuento y después podremos irnos a comer tranquilamente.


CAPÍTULO X
UN POLICÍA ENOJADO Y UNA BUENA COMIDA
Había, en efecto, un puesto de policía en Reebles. Era un puesto pequeño, situado
junto a la casa en que vivía el agente destinado allí. Mas como dicho agente tenía a su
cargo cuatro pueblos, se sentía un personaje importante.
Estaba comiendo cuando los niños entraron en el puesto. Allí no había nadie y
volvieron a salir de él. El policía les había visto desde la ventana de su casa y se dirigió
hacia ellos, secándose la boca. No le complacía tener que levantarse a la mitad de su
suculenta comida, que consistía en salchichas y cebollas.
—¿Qué queréis? —les interrogó con recelo.
No le gustaban los niños. Pensaba que eran unos bichos pesados, siempre dispuestos
a hacer travesuras y disparates. No sabía cuáles eran peores, si los pequeñitos o los
mayores. Julián se dirigió a él con educación.
—Hemos venido a contarle algo muy raro que creemos que la policía debe saber.
Probablemente eso pueda ayudarles a capturar el preso que huyó anoche.
—¡Ah! —dijo el policía con sorna—. ¿También vosotros lo habéis visto? ¡No sabéis
cuantísima gente se ha tropezado con él! Según ellos, ha estado en todos los lugares de
los páramos al mismo tiempo. Debe de ser un tío muy listo, para estar así en tantos
sitios a la vez.
—Uno de nosotros le vio la noche pasada —siguió Julián, manteniéndose aún muy
educado—. Por lo menos, nos parece que tuvo que ser él. Dio un mensaje a este chico,
que es mi hermano.
—¡Oh! ¿Conque se lo dio a él? —exclamó el policía, mirando a Dick con expresión
de incredulidad—. ¿Así es que ahora se dedica a dar mensajes a los colegiales? ¿Y qué
mensaje te ha dado, puedo saberlo?
El mensaje parecía muy tonto cuando Dick se lo transmitió al policía: "Dos árboles,
agua triste, Juan el Descarado y Maggie lo sabe."
—¿De veras? —comentó el policía en tono sarcástico—, ¿Maggie lo sabe, verdad?
Está bien, pues decidle a Maggie que me lo cuente a mí también. Me gustará conocer a
esta Maggie. Sobre todo si es amiga vuestra.
—No lo es —replicó Dick, que se sentía muy fastidiado—. Eso es lo que decía el
mensaje. ¡Yo no sé quién es Maggie! ¿Y cómo iba a saberlo? Creíamos que quizá la
policía sería capaz de descubrir el significado. Nosotros no lo hemos conseguido. Aquel
individuo me dio también este fragmento de papel.
Entregó al policía el pedazo de papel sucio y éste lo miró con una sonrisa burlona.
—¿Así es que también os dio esto? ¡Qué amable! ¿Y qué creéis que significa lo que
hay escrito en el papel?
—Lo ignoramos —contestó Dick—, pero hemos pensado que estos datos podían
ayudar a la policía a atrapar al prisionero, y no sabemos más.
—El preso ya ha sido capturado —les informó el agente, con una mueca—. Sabéis
tantas cosas y, sin embargo, no sabéis esto. Bueno, pues ya ha sido capturado. Hace
cuatro horas nada menos, y, a estas alturas, ya está de nuevo en la cárcel. De modo que,
muchachos, permitidme que os diga una cosa: a mí no me atrapa ningún escolar tonto
con ganas de divertirse.
—No son ganas de divertirse —protestó Julián en tono de persona mayor—. Debería
usted aprender a distinguir la diferencia entre la verdad y las bromas.
El agente le miró con seriedad. Se sentía un poco impresionado por el aire formal de
Julián. Esto le calmó.
—Ahora, marchaos ya —insistió con la voz más tranquila—. Por esta vez no voy a
hacer una investigación. Pero no vayáis contando tonterías como ésas, porque os
meteréis en un lío. En un lío muy gordo.
—Creo que no —contestó Julián—. De todas formas, como vemos que usted no va a
hacer caso de nuestra historia, ¿nos devuelve ese pedazo de papel, por favor?
El agente frunció el ceño. Hizo ademán de romper el papel y Dick se lanzó sobre él.
Era demasiado tarde. El agraviado policía lo había roto ya en cuatro pedazos y lo había
tirado al camino.
—¿No tienen ustedes ninguna ley contra los difamadores en su pueblo? —preguntó
Dick con seriedad, mientras recogía los cuatro pedazos de papel.
El policía miraba a Dick mientras éste metía los fragmentos en su bolsillo. Luego
giró sobre sus talones y se dirigió de nuevo a sus salchichas y a sus cebollas.
—Me alegraría de que su comida se hubiese enfriado —exclamó Jorgina—. ¡Qué
hombre más desagradable! ¿Por qué creerá que estamos contando mentiras?
—Es una historia extraña la que contamos —le defendió Julián—. A nosotros
mismos nos ha parecido difícil de creer cuando Dick nos la contó. No critico al policía
por no creerla. Le critico por sus malos modales. Afortunadamente, la mayor parte de
nuestros policías son gente educada. Si no, nadie iría a decirles lo que supiera.
—De todos modos, nos ha dado buenas noticias —dijo Ana—. El preso que había
huido está de nuevo en la cárcel. Me siento mucho más tranquila desde que sé eso.
—Y yo también —asintió Dick—. No me había gustado su aspecto. Bueno, Julián,
¿qué haremos ahora? ¿Olvidaremos todo este asunto? ¿O crees que sería importante
descubrir el significado del mensaje? Y en caso de que consiguiéramos descubrirlo,
¿podríamos hacer algo?
—No sé —respondió Julián—. Pensémoslo. Primero veamos si nos preparan algo de
comer en alguna casa de campo. Tiene que haber muchas por aquí.
Preguntaron a una niña si sabía de alguna casa de campo por allí cerca donde
pudieran prepararles algo para comer. Ella asintió, y, señalando hacia un lugar, dijo:
—¿Veis aquella casa de campo que está en lo alto de la colina? Es la casa de mi
abuela. Ella os dará de comer, creo yo. En verano se dedica a preparar comida para los
excursionistas, y creo que también ahora podrá prepararos algo si se lo pedís, por más
que ya la estación está muy avanzada.
—Muchas gracias —dijo Julián.
Se dirigieron hacia el camino que contorneaba la colina. Cuando se acercaron, los
perros se pusieron a ladrar fuertemente, y Tim enderezó las orejas. Gruñía.
—Son amigos, Tim, son amigos —le reprendió Jorgina—. Aquí tendrás comida. Te
darán de comer. Quizá tengan para ti un buen hueso. ¡Un hueso!
Tim lo comprendió. El pelaje de su espalda volvió a ponerse lacio y dejó de gruñir.
Empezó a balancear la cola como saludando a los dos perros que se hallaban junto a la
entrada y que husmeaban con recelo su olor perruno ya desde muy lejos.
Un hombre les interpeló.
—¿Qué queréis, muchachos? ¡No temáis a los perros!
—Quisiéramos saber si nos podrían preparar algo para comer —contestó Julián—.
Hemos encontrado a una niña que nos ha dicho que ustedes quizá se prestasen a prepararnos
algo.
—Se lo preguntaré a mi madre —dijo el hombre. Y con un gran vozarrón empezó a
gritar en dirección a la casa, que estaba muy cerca—: ¡Mamá! Aquí están cuatro niños
que quieren saber si puede usted darles de comer.
Apareció una señora vieja, muy gorda, de ojos vivarachos y mejillas rojas como una
manzana. Miró a los cuatro niños que estaban parados junto a la entrada y asintió con la
cabeza.
—Sí. Parecen buenos chicos. Diles que pasen, pero que sujeten al perro por el collar.
Los cuatro se dirigieron a la casa de campo, mientras Jorgina mantenía firmemente
sujeto a Tim. Los otros dos perros se acercaron, pero Tim, con la esperanza de obtener
un buen hueso, estaba decidido a hacer buenas migas y no gruñó ni una sola vez, a pesar
de que los otros dos perros sí que gruñían con recelo. El siguió moviendo el rabo, y la
lengua le colgaba por fuera de la boca.
Pronto los otros dos animales le imitaron y también balancearon el rabo. Entonces se
pudo soltar a Tim. Tim saltó sobre ellos y empezaron a jugar los tres alegremente.
—Entrad —les invitó la rolliza señora—. Tendréis que conformaros con lo que haya.
Estoy muy atareada y hoy no he tenido tiempo de guisar. Os daré un pedazo de pastel
casero de carne, o un par de lonchas de jamón o de lengua, o huevos duros y ensalada.
¡Vaya, ya veo que esto os satisface! Lo pondré todo sobre la mesa y vosotros os
apañaréis solos, ¿os parece bien? No tengo nada de verdura. Tendréis que conformaros
con repollo en adobo y remolachas en vinagre.
—Nos parece maravilloso —dijo Julián—. ¡Después de todo eso, no necesitaremos
tomar postres!
—Hoy no tengo ningún pastel —les informó la vieja—. Pero destaparé un bote de
frambuesas y podréis comerlas con nata, si os gusta. Y también hay queso fresco.
—¡No nos diga nada más! —suplico Dick—. Siento un hambre feroz. ¿Cómo es
posible que las personas que viven en las casas de campo tengan siempre cosas tan
buenas? Yo creo que la gente de la ciudad también podría conservar frambuesas y
adobar repollo y hacer quesos tiernos...
—O es que no pueden o es que no quieren —dijo Jorgina—. Mi madre prepara todas
esas cosas y lo ha hecho siempre, incluso cuando ha vivido en la ciudad. Yo también
pienso hacerlo cuando sea mayor. Debe de ser magnífico ofrecer cosas hechas en casa a
las personas que vienen a comer.
Es imposible imaginar que cuatro niños puedan comer en una sola comida lo que
comieron aquéllos, aún después de haber hecho ya un desayuno tan copioso. También
Tim comió bárbaramente. Luego se tendió a descansar. Hubiese deseado vivir en una
casa de campo. ¡Qué dichosos eran aquellos dos perros! Una niña pequeña entró
mientras comían.
—Soy Meg —dijo tímidamente—. Vivo con mi abuela. ¿Cómo os llamáis?
Se lo dijeron. De pronto, Julián tuvo una idea.
—Estamos haciendo una excursión por vuestros páramos —dijo—. Hemos estado en
muchos lugares hermosos, pero hay un lugar al que no hemos ido todavía; ¿lo conoces?
Se llama Dos Arboles.
La niña respondió que no con la cabeza.
—La abuela debe saberlo —dijo—. ¡Abuela! ¿Dónde está Dos Arboles?
La vieja miró por la puerta entreabierta.
—¿Qué es eso? ¿Dos Arboles? ¡Ay, ya! Ese fue un lugar muy hermoso en otro
tiempo, pero ahora está en ruinas. Fue construido al lado de un extraño lago oscuro, en
medio de los páramos. A ver, dejadme recordar... ¿cómo se llamaba?
—¿Agua Triste? —insinuó Dick.
—¡Sí! Eso es: Agua Triste —asintió la vieja—. ¿Pensáis ir allí? Tened cuidado,
encontraréis pantanos por donde menos lo esperéis. ¿Deseáis comer algo más?
—No, gracias —dijo Julián, aún sintiéndolo. Pagó la cuenta, que era bastante
módica—. Es la mejor comida que hemos hecho hasta ahora. Pero debemos
marcharnos.
—¡En marcha hacia Dos Árboles y Agua Triste! —susurró Jorgina a Dick—. Esto
promete ser emocionante.


CAPITULO XI
LA IDEA DE JULIÁN
Cuando hubieron salido de la granja, Julián se detuvo y miró a los demás.
—Vamos a averiguar si Dos Arboles está muy lejos y, si nos queda tiempo,
echaremos un vistazo por allá. Si podemos, nos daremos una vuelta esta misma tarde. Si
es demasiado lejos, lo dejaremos para mañana.
—¿Cómo podremos averiguar a qué distancia está? —preguntó Dick, interesado—.
¿Podremos encontrarlo en el mapa?
—Es posible que venga indicado si el lago es bastante grande —repuso Julián.
Descendieron por la colina y tomaron un sendero que se internaba por entre los
páramos. En cuanto estuvieron fuera del alcance de la vista y del oído de toda persona,
Julián se detuvo y sacó su plano. Lo desdobló, y los cuatro se inclinaron sobre él
mientras lo extendía sobre los brezos.
—Aquella amable señora ha dicho que estaba en medio de los páramos —les recordó
Julián—. Así, pues, sabernos que existe un lago, o, por lo menos, una gran laguna.
Con el dedo iba siguiendo por distintos lugares del plano. Jorgina lanzó un grito y
marcó un punto.
— ¡Mirad, aquí está! No está precisamente en el medio. ¿Lo veis? Dice Agua Triste.
Este debe de ser el lugar. ¿También está señalado Dos Arboles?
—No —contestó Julián—. Pero es posible que no lo esté si se trata sólo de ruinas.
Las ruinas no suelen venir marcadas en los planos, a no ser que sean importantes por
algo. Sin duda éstas no lo son. Sin embargo, Agua Triste sí que está señalado. ¿Qué os
parece? ¿Nos damos un paseo hasta allí esta tarde? Yo no sé con exactitud a qué
distancia queda eso.
—Podríamos preguntarlo en la oficina de Correos —aventuró Jorgina—.
Probablemente en otro tiempo el cartero llevaba cartas allí. Es posible que lo sepan y
que nos puedan indicar el camino que debemos seguir.
Regresaron al pueblo y localizaron la oficina de Correos. Era medio tienda y medio
oficina.
El viejo que despachaba allí miró a los niños por encima de sus lentes.
—¡Agua Triste! Pero, ¿para qué queréis ir allí? Es un lugar miserable y ruinoso, a
pesar de que en otro tiempo fue muy bonito.
—¿Qué ocurrió? —preguntó Dick.
—Se quemó —respondió el viejo—. El propietario se había marchado y solamente
residían en la casa un par de sirvientes. Una noche se incendió sin que se sepa por qué
ni cómo, y ardió hasta los cimientos. Lo único que se consiguió salvar fue el carro de
riego.
—¿Y nunca fue reconstruido? —preguntó Julián.
El viejo negó con la cabeza.
—No. No merecía la pena. El propietario dejó que acabara de caerse. Los pajarracos
y los buhos anidan allí ahora, y los animales salvajes se refugian en las ruinas. Es un
lugar extraño. Una vez fui hasta allí para verlo, porque se cuenta que algunas veces
aparecen luces. Pero no vi nada, excepto lo poco que queda del edificio en ruinas y el
agua de la laguna, que es de un azul oscuro. ¡El nombre de Agua Triste le sienta muy
bien!
—¿Puede usted indicarnos el camino? ¿Cuánto tiempo cree que nos llevará llegar?
—preguntó Julián.
—¿Para qué queréis ir a unas miserables ruinas? —insistió el viejo—. ¿O es que
queréis bañaros en el lago? No se os ocurra hacerlo, porque el agua está extremadamente
fría.
—Sólo queríamos ir hasta allí y ver Agua Triste —dijo Julián—. ¡Qué nombre tan
raro! ¿Por dónde se va?
—Os lo diré si estáis empeñados en ir. ¿Dónde tenéis el plano? ¿Es eso que lleváis en
la mano?
Julián lo abrió. El individuo sacó la pluma que llevaba en el bolsillo de la chaqueta y
empezó a trazar un camino a través del páramo. De cuando en cuando marcaba un punto
con una cruz.
—¿Veis estas cruces? Señalan lugares pantanosos. No os acerquéis, porque os
hundiríais hasta las rodillas en agua fangosa. Seguid por este camino que os he marcado
con tinta y llegaréis con toda seguridad. Pero, sobre todo, mantened los ojos bien
abiertos, porque hay muchos lugares peligrosos.
—Muchas gracias —dijo Julián volviendo a doblar el plano—. ¿Cuánto tiempo
tardaremos en llegar?
—Por lo menos dos horas —respondió el viejo—. No intentéis ir esta tarde. Al
regreso se os haría oscuro y sería peligroso a causa de los pantanos.
—Está bien —repuso Julián—. Muchas gracias. Pero estábamos pensando en
acampar por aquí cerca, puesto que el tiempo es tan hermoso. ¿No podría usted alquilarnos
una alfombra o un par de mantas?
Los otros tres le miraban muy extrañados. ¿Acampar? ¿Dónde? ¿Por qué? ¿Qué es lo
que pensaba Julián?
Julián les hizo un guiño. El viejo estaba revolviendo en un armario. Por fin halló dos
grandes alfombras de caucho y cuatro mantas muy raídas.
—¡Ya sabía yo que en algún sitio estaban! —exclamó—. Bien, mejor será que
acampéis vosotros al aire libre en octubre que no que lo haga yo. Pero tened cuidado.
¡No vaya a ser que cojáis un resfriado de muerte!
—¡Muchas gracias! Esto es precisamente lo que necesitábamos —dijo Julián muy
complacido—. Enrolladlas. Yo las llevaré.
Dick, Ana y Jorgina envolvieron las mantas y las alfombras. Estaban muy
extrañados. ¿Estaría Julián pensando de veras en acampar en Agua Triste? A lo mejor
creía que el mensaje que dieron a Dick era algo muy importante.
—¡Julián! —dijo Dick tan pronto como hubieron salido—. ¿Qué ocurre? ¿Para qué
nos va a servir todo esto?
Julián parecía un poco asustado.
—Mientras estábamos en la tienda se me ha ocurrido una idea —dijo, y miró a su
alrededor—. Me intrigó lo que nos contó ese hombre. Y he pensado que, como este fin
de semana va a ser tan corto, podíamos llevarnos lo necesario y acampar junto a las
ruinas para aprovechar mejor el poco tiempo que nos queda.
—¡Qué buena idea! —se entusiasmó Jorgina—. ¿Entonces es que no piensas que
prosigamos nuestra marcha?
—Bueno —repuso Julián—. Si no encontramos nada interesante, podemos continuar.
Pero si hay algo de interés, nos importa, desentrañarlo. Estoy seguro de que algo ocurre
en Dos Arboles.
—Es posible que encontremos allí a Maggie —dijo Ana con un leve
estremecimiento.
—¡Es posible! —asintió Julián—. Tengo ganas de ir y averiguar algo por nuestra
propia cuenta antes de informar a la policía. Así no se burlarán de nosotros otra vez.
Alguien ha de seguir las indicaciones del mensaje, además de Maggie.
—¡Querida Maggie! —exclamó Dick—. Estoy deseando saber quién es.
—Alguien que merece ser vigilado, puesto que es amiga de los presos —replicó
Julián con seriedad—. Mirad lo que pienso hacer: comprar algo más de comida y
dirigirnos hacia Agua Triste esta tarde, procurando llegar antes de que anochezca. Allí
buscaremos algún sitio donde protegernos. Algún fragmento de las viejas ruinas quedará
en pie. Luego reuniremos brezos u hojarasca para prepararnos un lecho. Así, mañana
por la mañana podremos levantarnos pronto y estaremos despejados para echar un
vistazo.
—Es un plan aplastante —exclamó Dick, muy satisfecho—. Es el tipo de aventuras
que nos gustan. ¿Qué te parece a ti, Tim?
—¡Guau! —ladró Tim con mucha seriedad, golpeando con su rabo las piernas de
Dick.
—Y si nos damos cuenta de que no hay nada interesante, podremos regresar y
devolver lo que el viejo nos ha prestado y seguir nuestra marcha —prosiguió Julián—.
Sin embargo, tendremos que pasar allí la noche, porque ya será oscuro cuando hayamos
dado una vuelta por aquellos parajes.
Compraron algunas rebanadas de pan, mantequilla, una lata de carne y un gran pastel
de fruta. También algo más de chocolate y bizcochos. Julián adquirió asimismo una
botella de naranjada.
—Es seguro que por allí habrá un pozo o alguna clase de manantial. Podremos diluir
la naranjada y bebería cuando tengamos sed. Me parece que ya tenemos todo lo que
necesitamos. ¡En marcha!
No caminaban tan de prisa como de costumbre, porque iban muy cargados.
Tim era el único que corría como siempre, porque no llevaba nada.
El paseo por entre los páramos era muy agradable. El camino se elevaba y les
proporcionaba hermosas perspectivas sobre la campiña otoñal. Volvieron a ver
caballitos salvajes, esta vez bastante alejados, y una manada de ciervos, que huyeron
veloces al verlos.
Julián ponía gran cuidado en no equivocarse de camino y seguir los puntos que había
señalado en el mapa el viejo de la oficina de Correos.
—Yo creo que conoce bien el camino. Sin duda, en otros tiempos fue cartero y habrá
llevado muchas veces el correo a Dos Arboles —-dijo Dick, inclinado sobre el plano—.
¿No te parece que estamos ya a medio camino, Julián?
El sol empezaba a descender en el cielo. Los niños se apresuraban tanto como podían
porque, cuando el sol se hubiera puesto, la oscuridad vendría en seguida. Por fortuna, el
cielo estaba muy claro y por eso el crepúsculo se retrasaría más que el día anterior.
—Parece que por aquí cerca los páramos están interrumpidos por el bosque, según
señala el plano —dijo Julián—. Hemos de encontrar un bosquecillo.
Al cabo de un rato señaló hacia la derecha.
—¡Mirad! Allí están los árboles. Hay bastantes. Es verdaderamente un bosquecillo.
—¿Y no os parece que allí se ve agua? —intervino Ana.
Todos se detuvieron y escrutaron el paisaje. ¿Sería aquello Agua Triste? Podía serlo.
Tenía un tono azul muy oscuro. Se apresuraron. Ahora ya no parecía hallarse muy lejos.
Tim corría delante y su larga cola se balanceaba en el aire.
Descendieron por un serpenteante sendero y llegaron a un camino de carros que
estaba recubierto por la hierba, tan recubierto que apenas se podía reconocer que fuera
un camino.
—Esto debe de conducir a Dos Arboles —opinó Julián—. Preferiría que el sol no se
pusiera tan rápidamente. Casi no podremos ver nada.
Entraron en un bosque. El camino lo atravesaba. Los árboles debían de haber sido
talados hacía tiempo para abrir paso a través del bosque. Y, de repente, se encontraron
frente a lo que en otro tiempo fue la hermosa casa de Dos Arboles.
Ahora era una desolada ruina, ennegrecida por el fuego. Las ventanas no tenían
cristales. El techo se había hundido, pero aún quedaban algunas vigas aquí y allá. Dos
pájaros salieron volando, lanzando estridentes chillidos cuando los niños se acercaron.
—¡Dos Maggies! —dijo Ana riendo. Eran garzas blancas y negras y sus largas colas
flotaban detrás de ellas—. Me gustaría saber si también ellas conocen el mensaje.
La casa estaba situada al lado del lago. El nombre de Agua Triste le sentaba en efecto
muy bien. Era un lago quieto y oscuro, de un intenso y profundo azul. No había
pequeñas olas que lamieran la orilla. Estaba tan quieto como si estuviera helado.
—No me gusta —se quejó Ana—. ¡Este lugar no me gusta nada! ¡Desearía no haber
venido!


CAPITULO XII
UN ESCONDITE EN DOS ARBOLES
A ninguno de ellos les gustaba mucho aquel lugar. Todos miraban a su alrededor, y
Julián les señaló algo en silencio. En cada esquina de la casa había el tronco carbonizado
de un gran árbol.
—Éstos deben de ser los dos árboles que dieron nombre a este lugar —dijo—. ¡Qué
horribles se ven ahora, tan tiesos y ennegrecidos! Dos Árboles y Agua Triste es ahora
un lugar muy solitario y desolado.
El sol desapareció y el viento se hizo más frío. Julián se puso a trabajar de repente.
—Vamos, hemos de ver si encontramos un lugar donde guarecernos en esa vieja
ruina.
Se acercaron a la casa silenciosa. Los pisos altos habían ardido completamente. La
planta baja estaba también muy quemada, pero Julián pensó que podrían encontrar en
ella algún rincón en donde cobijarse.
—Podríamos quedarnos aquí —dijo saliendo de una habitación ennegrecida y
haciendo seña a los demás para que se acercaran—. Ha quedado aún en el suelo una
mullida alfombra y también una gran mesa. Si comenzara a llover nos podríamos meter
debajo, pero no creo que llueva.
—¡Qué habitación tan espantosa! —se quejó Ana mirando a su alrededor—. No me
gusta ni siquiera como huele. ¡Yo no quiero dormir aquí!
—Entonces busca tú otro lugar, pero date prisa —respondió Julián—, porque pronto
anochecerá. Yo voy a coger brezos y hojarasca antes de que esté demasiado oscuro.
¿Venís conmigo, Dick y Jorge?
Los tres salieron y regresaron pronto con grandes brazadas de brezos y hojarasca.
Hallaron a Ana muy excitada.
—He encontrado un lugar muy apropiado. Algo que está mucho mejor que esta
habitación tan horrible. ¡Mirad!
Les condujo al lugar que en otro tiempo fue la cocina. Había una trampa en el suelo,
que se abría sobre una escalera de piedra, la cual conducía al sótano.
—Esta escalera baja hacia la bodega —explicó—. He venido hasta aquí y he visto
esta trampa en el suelo. Estaba cerrada y no pude abrirla. La he golpeado y por fin ha
cedido. Por poco me caigo por ella. Luego he visto que abajo estaba la bodega.
Ana miraba a Julián con aire de súplica.
—Sin duda, estará seca y no quemada y ennegrecida como todo lo demás —
continuó—. Será un buen refugio. ¿No crees que podemos dormir ahí? No me gusta la
sensación que producen estas horribles habitaciones quemadas.
—Es una buena idea —concedió Julián.
Encendió la linterna y dirigió el haz luminoso hacia el sótano. Parecía muy espacioso
y no olía mal.
Descendió los escalones, con Tim delante de él. En seguida los llamó muy
sorprendido.
—Aquí hay una habitación en buen estado y bodegas todo alrededor. Seguramente
servía como salita para el servicio. Hay en ella hilos eléctricos, lo más posible es que
tuvieran un transformador. Sí, sí, aquí estaremos muy bien.
Era en efecto una habitación pequeña y rara. En el suelo había alfombras
enmohecidas y los muebles estaban también enmohecidos y cubiertos de polvo. Las
arañas habían trabajado a conciencia y Jorgina rasgaba sus telas, que colgaban del techo
y la asustaban cuando inesperadamente le tocaban en el rostro.
—¡Mirad, aún hay velas en los candelabros de esta estantería! —exclamó Dick con
sorpresa—. Podemos encenderlas y así tendremos un poco de luz. No está mal. Estoy de
acuerdo con Ana. Hay algo detestable en esas habitaciones quemadas de arriba.
Apilaron los brezos y la hojarasca en el suelo de la bodega. Los muebles eran tan
viejos y carcomidos que cedían cuando se apoyaban en ellos y no podían aprovecharlos
como asientos. Pero la mesa todavía se conservaba bastante bien. En cuanto Jorgina
hubo limpiado el polvo que la recubría, colocaron sobre ella la comida. La operación de
limpieza fue la causa de que todos se pusieran a toser por la gran polvareda que se
levantó. Tuvieron que salir a la cocina hasta que el polvo se posó de nuevo.
Ahora ya había oscurecido. La luna no había salido todavía. El viento arrastraba las
hojas secas, pero no se percibía ningún ruido de agua. El lago permanecía tan quieto
como un cristal.
En la bodega había un armario, Julián lo abrió para ver qué había en él.
—¡Más velas! ¡Esto va bien! —Sacó un paquete—. Y aquí hay platos, vasos y más
utensilios. ¿Alguien ha visto un pozo por aquí? Si lo hubiese, podríamos diluir la naranjada
y bebería a la hora de cenar.
Nadie había visto un pozo, pero Ana recordó de súbito algo raro que había visto en
una esquina de la cocina, cerca de la trampa.
—Me parece haber visto una bomba allí —dijo—. Ve tú a verlo, Julián. Quizás aún
funcione.
Julián subió por las escaleras con una vela en la mano. Si, Ana tenía razón. Allí, en
una esquina, había una bomba. Probablemente conducía el agua a un depósito y luego
ésta manaba por el grifo de la cocina.
Dio la vuelta a un grifo que se encontraba cerca de la trampa. Luego empuñó el
mango de la bomba y lo movió vigorosamente de un lado para otro. Pronto el agua
brotó por aquel gran grifo y salpicó la trampa. La cosa iba perfectamente.
Julián siguió bombeando, mientras pensaba que sería mejor desperdiciar aquella
agua, que, probablemente, era la primera que caía en el depósito después de muchos
años. Seguramente el depósito estaría sucio y oxidado y era conveniente lavarlo con una
gran cantidad de agua.
El agua parecía limpia y clara y estaba tan fría como el hielo. Julián puso bajo el
grifo uno de los vasos que encontró en el armario de la bodega y luego la probó. Estaba
deliciosa.
—¡Bravo, Ana! —gritó descendiendo por las escaleras que conducían a la bodega
con un vaso lleno de agua—. Dick, busca más vasos o un jarro o algo por el estilo en
ese armario. Los lavaremos bien y los llenaremos de agua para preparar la naranjada.
La bodega pareció extraña a Julián cuando descendió la escalera. Jorgina y Ana
habían encendido seis velas más y las habían ido colocando aquí y allá. Difundían una
luz agradable e incluso daban un poco de calor a la habitación.
—Bien. Supongo que, como siempre, todos estamos deseando comer —comentó
Julián—. Ha sido una buena idea comprar pan y carne de lata y algo de postre. No
puedo decir que esté hambriento como a la hora del desayuno, pero casi, casi.
Los cuatro se sentaron en sus lechos de brezo y hojarasca. Habían extendido sobre
ellos las alfombras de caucho por si estaban aún húmedos, aunque no lo parecían.
Mientras comían pan con mantequilla y carne de lata, iban discutiendo sus planes.
Dormirían allí aquella noche y tendrían todo el día siguiente para explorar Dos Arboles
y el lago.
—Pero, ¿qué es lo que estamos buscando? —preguntó de pronto Ana—. ¿Crees que
hay algún secreto por aquí, Julián?
—En efecto, creo que lo hay —contestó Julián—. Y me parece saber de qué se trata.
—¿De qué? —preguntaron a la vez Jorgina y Ana. Dick creía saberlo también.
Julián se lo explicó.
—Pues bien, sabemos que un preso llamado Nailer envió un importante mensaje por
medio de un preso amigo suyo que había conseguido evadirse. Este mensaje iba dirigido
a dos personas: en primer lugar, quería que se enterara de él Dick el Sucio (pero éste no
lo recibió),y, por otra parte, Maggie, quienquiera que ésta sea. Ahora bien, ¿qué secreto
deseaba transmitirles en el mensaje?
—Creo adivinarlo —intervino Dick—, pero sigue.
—Suponed que Nailer haya llevado a cabo grandes robos —continuó Julián—. Yo
no sé qué, pero puede tratarse de joyas, porque es lo más frecuente entre los grandes
criminales. Bien. Ha cometido un gran robo. Esconde lo robado hasta que pase la
primera alarma. Pero entonces lo prenden y lo encarcelan durante varios años. Mas él no
confiesa dónde se encuentra lo robado. Ni se atreve siquiera a escribir una carta para
indicar a sus amigos que están fuera de la cárcel dónde ha escondido todo eso. Todas las
cartas se leen antes de que salgan de la cárcel. En ese caso, ¿qué puede hacer?
—Esperar a que alguien pueda huir y entregarle un mensaje —contestó Dick—.
Seguro que ha sido eso lo que ha ocurrido, ¿no crees, Julián? El hombre de la cabeza
pelada que yo vi era el preso que había huido y había sido enviado para indicar a Dick el
Sucio y a Maggie dónde estaba escondido lo robado, para que ellos pudieran obtenerlo
antes de que otra persona lo descubriera.
—Sí. Estoy seguro de que es así —confirmó Julián—. Su amigo, el prisionero que ha
huido, probablemente no entendió una palabra del mensaje, pero sí que lo entenderían
Dick el Sucio y Maggie, porque conocían todos los pormenores del robo. Y ahora,
Maggie intentará encontrar lo robado.
—¡Nosotros hemos de encontrarlo primero! —dijo Jorgina. Y sus ojos relucían de
excitación—. Hemos llegado aquí primero y mañana, lo antes posible, empezaremos a
investigar. ¿Qué decía el mensaje, Dick, además de los nombres de Dos Arboles y Agua
Triste?
—Juan el Descarado —contestó Dick.
—Parece una estupidez —comentó Ana—. ¿Crees que ese Juan está en el secreto
con Maggie?
Juan el Descarado parece más bien el nombre de una barca —aventuró Dick.
—¡Claro! ¡Eso es! —dijo Jorgina—. ¡Una barca! ¿Por qué no? Aquí hay un lago y
me imagino que la gente no construye una casa junto a un lago a no ser que les guste ir
en barca, bañarse y pescar. Estoy segura de que encontraremos la barca llamada Juan el
Descarado mañana por la mañana. Lo robado estará sin duda en su interior.
—¡Qué sencillo! —se burló Dick—. No me parece un lugar muy adecuado.
Cualquier persona puede hallar por casualidad los bienes escondidos en una barca. No,
Juan el Descarado es una pista, pero no encontraremos en ella los bienes robados. Y
además existe también el fragmento de papel. Debe de contener algún indicio sobre el
escondite.
—¿Dónde lo tienes? —preguntó Julián—. El policía lo partió en cuatro trozos. ¿Los
conservas, Dick?
—Claro que sí —dijo Dick. Rebuscó en sus bolsillos y los sacó—. ¡Cuatro trozos!
¿Tenéis papel engomado?
Nadie lo tenía, pero Jorgina sacó un rollo de celofán adherente. Cortaron unos
fragmentos y los pegaron detrás de los cuatro pedazos de papel, de manera que volvió a
aparecer entero. Entonces lo examinaron cuidadosamente.
—Fijaos. Aquí hay dibujadas cuatro líneas que se encuentran en el centro —dijo
Julián—. A cada extremo exterior de estas líneas hay una palabra escrita, pero está tan
borrosa que apenas puedo leer ninguna. ¿Qué dice ésta? "Colina de Tock". Y la
siguiente dice "Campanario". ¿Qué pone en las otras?
Por fin consiguieron entenderlas.
—"Chimenea" —descifró Ana—. Eso es lo que dice la tercera.
—Y "Piedra Alta" es la cuarta —dijo Jorgina—. ¿Qué significarán? ¡Nunca
podremos descubrirlo!
—Dormiremos pensando en ello —propuso Julián con jovialidad—. Es admirable
cómo se esclarecen las ideas durante la noche. Será un interesante problema para
resolverlo mañana.


CAPÍTULO XIII
UNA NOCHE EN LA BODEGA
Doblaron el pedazo de papel y esta vez lo guardó Julián.
—No sé lo que significa, pero seguro que se trata de algo importante —dijo—. Es
posible que, de repente, hallemos algo o pensemos alguna cosa que nos dé la clave de
estas palabras y de las líneas que se ven en el papel.
—No olvidemos que la querida Maggie tiene también una copia de este papel —
recordó Dick—. Probablemente, ella sabrá mejor que nosotros lo que quiere decir todo
esto.
—Si lo sabe, seguramente acudirá también a Dos Arboles —opinó Ana—. Si la
viésemos venir, ¿debemos escondernos?
Julián lo pensó por un momento.
—Me parece que no —dijo al fin—. Creo que no debemos hacerlo. Maggie no puede
adivinar que nosotros hemos recibido el mensaje de Nailer y que poseemos el papel
escrito. Mejor será que digamos que íbamos de marcha y que hemos encontrado este
lugar y nos hemos refugiado en él. Todo esto es perfectamente cierto.
—Podemos permanecer atentos a su llegada y ver qué es lo que hace —dijo Dick
sonriendo—. ¡Qué poco le gustará!
—No vendrá sola —replicó Julián, pensativo—. Me parece probable que venga
acompañada de Dick el Sucio. Él no recibió el mensaje, pero ella sí, y, probablemente,
en el suyo iba indicado que Dick el Sucio también lo sabía todo. Por eso se pondrá en
contacto con él.
—Sí, y se extrañará de que él no haya recibido ni el mensaje ni el papel —dijo
Jorgina—. De todas formas, pensarán que el preso fugado no había podido llegar hasta
Dick el Sucio.
—Todo esto es muy complicado —bostezó Ana—. Ya no puedo seguir vuestros
argumentos ni vuestras explicaciones. Estoy medio dormida. ¿Tardaréis mucho en acostaros?
Dick bostezó también.
—Yo me voy a acostar en seguida. Mi cama de heléchos y hojarasca tiene un aspecto
tentador. ¿Verdad que aquí no hace frío?
—La única cosa que no me gusta es pensar en las bodegas que existen detrás de esta
pequeña habitación subterránea —dijo Ana—. Maggie y sus amigos pueden estar
escondidos en ellas, esperando para lanzarse sobre nosotros cuando estemos dormidos.
—¡Qué boba eres! —se burló Jorgina—. ¡Verdaderamente eres tonta! ¿Crees tú que
Tim estaría aquí tranquilamente tumbado si hubiese alguien en las bodegas? Sabes muy
bien que estaría ladrando con todas sus fuerzas.
—Sí, ya lo sé —Ana se acomodó en su lecho—. Son ideas mías. Tú no tienes miedo,
Jorge, y por eso no puedes comprender los temores de los demás. No es que tenga
miedo mientras Tim esté aquí. Pero me choca que siempre nos metamos en aventuras
raras cuando andamos los cuatro juntos.
—Las aventuras siempre van al encuentro de determinadas personas —le explicó
Dick—. Lee las vidas de los exploradores y verás como continuamente se meten en
aventuras.
—Sí, pero yo no soy explorador —protestó Ana—. Soy una persona vulgar y me
sentiría satisfecha si no se me presentasen continuamente esta clase de aventuras.
Los demás se rieron.
—Me parece que esta vez no nos va a pasar mucho más —dijo Julián en tono
tranquilizador—. Tenemos que volver al colegio el martes próximo y ya no falta mucho.
No nos queda tiempo para que sucedan muchas cosas.
Desde luego, estaba en un error. Las cosas pueden ocurrir una detrás de otra y a
veces en el espacio de pocos minutos. Sin embargo, Ana se echó, sintiéndose más feliz
y tranquila. Esto era mejor que lo de la noche anterior, cuando ella se encontraba sola en
aquel cuartito horrible. Ahora, los demás estaban con ella, y también Tim.
Ana y Jorgina se habían preparado un gran lecho para las dos. Se cubrieron con las
dos mantas y, además, se colocaron encima las dos chaquetas. Nadie se había desnudado,
porque Julián dijo que era posible que cogieran frío si se ponían los pijamas.
Como siempre, Tim se instaló a los pies de Jorgina. La niña los apartó porque el
perro era pesado. El perro entonces se acurrucó confortablemente entre las rodillas de
las dos niñas. Exhaló un gran suspiro.
—Esto significa que se va a dormir —dijo Jorgina—. ¿Te sientes cómoda, Ana?
—Sí —respondió Ana, medio dormida—. Me gusta que Tim esté aquí. Me da
sensación de seguridad.
Julián apagó las velas. Dejó una encendida. Luego se echó en su lecho, al lado de
Dick. Se sentía cansado.
Los cuatro se quedaron dormidos como troncos. Nadie se movía, excepto Tim, que
durante la noche se puso en pie un par de veces y olfateó por toda la habitación con
desconfianza. Había oído ruido en las bodegas. Se quedó inmóvil junto a la puerta
cerrada que daba paso a las bodegas y escuchó atentamente con la cabeza ladeada.
Husmeó por una rendija. Luego regresó a su sitio. Parecía satisfecho. ¡Era tan solo un
sapo! Tim conocía bien el olor de los sapos y no le importaba que los sapos rondaran
por allí de noche.
La segunda vez que se despertó creyó haber oído un ruido en la cocina, que estaba
encima. Ascendió por las escaleras y sus patas producían un repiqueteo suave mientras
subía. Se detuvo silenciosamente en medio de la cocina. Sus ojos relucían como
lamparitas verdes al ser iluminados por la luna.
Un animal de cola larga y espesa empezó a deslizarse por fuera de la casa. Era un
hermoso zorro.
Había olfateado olores desacostumbrados cerca de las viejas ruinas: notaba el rastro
de las personas y del perro y había ido hasta allí para averiguar lo que ocurría.
Se había introducido en la cocina y había notado el fuerte olor de Tim, que estaba en
la habitación de abajo. Tan silenciosamente como si fuera un gato, se había deslizado de
nuevo fuera de la cocina. ¡Pero Tim ya estaba despierto!
Ahora el perro se mantenía alerta y vigilante, mas el zorro ya se había ido. Tim
husmeaba su rastro y le siguió hasta la puerta. No sabía si ponerse a ladrar o irse tras el
zorro.
El rastro se iba extinguiendo y Tim decidió no darle importancia. Regresó hacia las
escaleras que conducían a la habitación interior y volvió a acurrucarse a los pies de
Jorgina. El pesaba mucho, pero Jorgina estaba demasiado cansada para despertarse y
apartarle.
Tim se tumbó, pero siguió con la oreja levantada durante un rato. Luego se durmió de
nuevo. Sin embargo, sus orejas continuaban enderezadas. ¡Era un buen centinela!
Cuando la vela se consumió, la bodega quedó muy oscura. Allí no entraba la luz del
día, ni el sol, que pudiera despertar a los niños, y éstos durmieron hasta bien entrada la
mañana.
Julián se despertó el primero. Notó que su cama era muy dura y se volvió para
encontrar una posición más confortable. Los heléchos y la hojarasca se habían aplastado
bajo su peso y se notaba que el suelo era duro. Este movimiento le despertó totalmente y
abrió los ojos, intentando ver en la oscuridad. ¿Dónde se encontraba?
En seguida lo recordó. Luego despertó a Dick y empezó a bostezar.
—¡Dick! Ya son las ocho y media —dijo, mirando las manecillas fosforecentes de su
reloj—. Hemos dormido muchas horas.
Se levantaron. Tim se puso en pie y vino hacia ellos, moviendo el rabo alegremente.
Hacía ya bastante tiempo que estaba despierto y se puso muy contento al ver que Julián
y Dick se habían levantado. Estaba sediento.
Las niñas se despertaron también y pronto todo el mundo se puso en actividad y se
armó mucho ruido. Ana y Jorgina se lavaron en la pila y el agua fría las hizo chillar. Tim
se bebió encantado un gran tazón de agua. Entre tanto, los chicos discutían si se
bañarían o no en el lago. Se sentían muy sucios. Dick temblaba ante la idea de meterse
en el agua helada.
—Sin embargo, creo que deberíamos decidirnos —dijo—. ¡Vamos, Julián!
Los dos muchachos corrieron hacia la orilla del lago y se metieron en él. ¡Estaba frío
como el hielo! Dieron unas cuantas brazadas y volvieron a salir, temblando y gritando.
Cuando regresaron, las niñas habían preparado ya el desayuno. En la habitación
subterránea había menos luz que en la cocina, pero a los niños les desagradaba la visión
de los muros quemados.
Se tragaron muy a gusto el pan con mantequilla, la carne de lata, el pastel y el
chocolate.
Mientras se desayunaban, se oyó de pronto el eco de un sonido: eran campanas. Ana
dejó de comer y su corazón se puso a latir con fuerza.
No obstante, no se trataba del son de alerta de las campanas que habían oído
anteriormente.
—Son campanas de iglesia —dijo en seguida Julián viendo que Ana parecía
asustada—. ¡Es un bonito repique!
—Sí —se tranquilizó Ana—. Lo es. Y la gente va a la iglesia. A mí también me
gustaría ir en este hermoso día soleado de octubre.
—Si quieres podemos caminar por el páramo hasta el pueblo más cercano —Dick
consultó su reloj—, pero llegaremos tarde.
En efecto, se decidió que era demasiado tarde. Recogieron los platos y planearon lo
que harían durante el día.
—Lo primero que hemos de hacer es buscar si hay algún cobertizo para guardar las
barcas y comprobar si hay alguna que se llame Juan el Descarado —resolvió Julián—.
Luego lo mejor será que intentemos descubrir lo que significa el plano. Podemos ir de
aquí para allá, para ver si hallamos "Piedra Alta", y yo miraré en el plano si está
señalada la Colina de Tock. También estaba en el dibujo, ¿verdad?
—Chicos, por favor, id a buscar más heléchos y hojarasca mientras nosotras
ordenamos y fregamos lo del desayuno —pidió Ana—. Supongo que pensáis pasar aquí
una noche más.
—Sí, creo que será lo mejor —repuso Julián—. Me parece que podemos hallar aquí
cosas muy interesantes.
Julián salió con Dick y pronto regresaron con un gran brazado de heléchos y
hojarasca. Todos se habían quejado de que, a través del tenue lecho, se notara el suelo
tan duro. La pobre Jorgina estaba aún envarada.
Las niñas se llevaron los utensilios sucios del desayuno a la fregadera para
limpiarlos. No tenían nada con que secarlos, pero esto no importaba. Los dejaron
colocados en el borde de la fregadera para que se fueran secando por sí mismos.
Ellas se restregaron las manos en los pañuelos y ya se sintieron dispuestas a explorar
todo aquello. También los chicos se hallaban ya a punto.
Tim correteaba de un lado para otro y todos descendieron hasta el lago.
Antiguamente había existido un camino bordeado por cada lado por una pared baja.
Pero ahora la pared estaba medio derruida y el musgo lo recubría todo. El camino estaba
medio borrado por las hierbas, por las matas de heléchos y por otros arbustos.
El lago aparecía tan quieto y oscuro como siempre. Algunos patos silvestres lo
atravesaban nadando velozmente y hundían la cabeza bajo el agua cuando veían a los
niños.
—¿Dónde estará la casa en que se guardan los botes? —preguntó Dick—. ¿Veis
alguna por ahí?


CAPÍTULO XIV
¿DÓNDE ESTÁ JUAN EL DESCARADO?
Anduvieron por el borde del lago con bastante dificultad. Los arbustos y los árboles
crecían en profusión junto a la orilla. Parecía que allí no pudiese existir ningún cobertizo
donde se guardaran las barcas.
Al fin Jorgina llegó junto a un riachuelo que se iniciaba en el lago.
—¡Mirad! —gritó—. Aquí hay un pequeño río que sale del lago.
—No es un río. Es sólo un desagüe —repuso Dick—. Es posible que por aquí cerca
encontremos el cobertizo que guarda los botes.
Siguieron el desagüe por un corto trecho y pronto Julián lanzó una exclamación.
—¡Aquí está! Pero está tan recubierto de hiedra y de lianas que casi no se ve.
Todos miraron hacia donde él señalaba. Vieron una construcción alargada sobre el
canal de desagüe, que allí se hacía más estrecho, hasta desaparecer. Casi no podía
adivinarse que aquello fuera un edificio porque estaba totalmente oculto por la
vegetación.
—¡Lo hemos hallado! —exclamó Dick muy satisfecho— ¡Ahora, a buscar a Juan el
Descarado!
Se colaron por entre las ramas y lianas para alcanzar la entrada del cobertizo. Había
que entrar por la parte de delante, encarada hacia el canal y totalmente abierta. Un
amplio reborde adosado a la pared recorría el interior del cobertizo, y los escalones que
conducían hasta él estaban rotos y desgastados.
—Tendremos que pasar por aquí con mucho cuidado —recomendó Julián—.
Dejadme ir delante.
Puso el pie en los viejos escalones de madera, pero éstos cedieron bajo su peso al
instante.
—¡Es imposible! —se lamentó—. Hemos de ver si hay algún otro sitio por donde
entrar en el cobertizo.
No había ninguno, pero, a un lado, una de las paredes de madera de la construcción
estaba tan desgastada que pudieron apartar las tablas y colarse por allí. Julián se deslizó
a través de la estrecha abertura hacia el interior del cobertizo, que estaba oscuro y lleno
de moho.
Pronto se encontró dentro, sobre el amplio reborde que rodeaba el cobertizo. Por
debajo divisaba el agua oscura y quieta, sin ninguna ondulación. Llamó a los demás.
—¡Venid! Aquí hay un reborde de madera por el que podemos pasar y no está nada
estropeado. Debe de estar hecho con una madera de mejor calidad.
Todos penetraron por la abertura y se quedaron en el reborde, mirando hacia el agua.
Al principio no vislumbraban nada. Sus ojos tenían que acostumbrarse primero a la
oscuridad, porque la única luz que penetraba allí era la de la entrada, que se encontraba
en el extremo contrario y estaba oscurecida por ramas de hiedra y otras plantas
trepadoras, que colgaban desde el tejado hasta el agua.
—¡Hay barcas! —exclamó Dick muy excitado—. Están atadas a unos postes.
¡Fijaos! Hay una aquí mismo, junto a nuestros pies. Esperemos que una de ellas sea
Juan el Descarado.
En efecto, había tres barcas. Dos de ellas aparecían medio llenas de agua y las
cuerdas estaban sumergidas.
—Deben de estar agujereadas por el fondo —dijo Julián, mirando atentamente.
Había encendido la linterna e inspeccionaba todo el cobertizo.
Adosados a las paredes se erguían los remos. También se veían amasijos de algo
podrido y blando, probablemente viejos cojines. El mástil de una barca se encontraba en
un rincón. En una estantería descubrieron montones de cuerda. Todo ello ofrecía
aspecto de abandono y desolación, y a Ana no le gustaba el extraño eco que formaban
sus voces en aquel lugar extraño, húmedo y solitario.
—Veamos si alguna de estas barcas se llama Juan el Descarado —dijo Dick, y
dirigió la linterna hacia la más cercana. El nombre estaba casi borrado—. ¿Qué dice
aquí? —Dick intentó descifrar las borrosas letras—. Dice Merry y algo más.
Meg —le ayudó Ana—. Merry Meg2 . Quizá sea la hermana de Juan el
Descarado. ¿Cómo se llama la otra barca?
Enfocaron hacia ella la linterna. El nombre era más fácilmente legible. Todos lo
leyeron a la vez.
Cheeky Charlie3.
—¡Otro hermano de Merry Meg! —comentó Dick—. Estas pobres barcas tan viejas
lo parecen todo menos alegres y desvergonzadas.
—Seguro que aquella otra debe ser Juan el Descarado —exclamó Ana, excitada—.
¡Espero que lo sea!
Recorrieron el reborde y se acercaron a la otra barca, intentando leer su nombre.
—Empieza por C —dijo Jorgina, desencantada—. Estoy segura que es una C.
Julián cogió su pañuelo y lo metió en el agua. Luego frotó con él el borroso nombre
intentando limpiarlo y que se viera más claro. Se llamaba Carolina la Cuidadosa. Los
cuatro lo leyeron a la vez con desaliento.
Meg la Alegre, Charlie el Desvergonzado y Carolina la Cuidadosa —leyó
Julián—. Se ve claro que Juan el Descarado pertenece a la familia de estas barcas, pero,
¿dónde se habrá metido?
—A lo mejor está hundida —sugirió Dick.
—Ni pensarlo —replicó Julián—. El agua es muy poco profunda aquí. Estas barcas
casi tocan el fondo. Me parece que descubriríamos en seguida una barca hundida. Si
enfocamos las linternas hacia el agua se puede ver el fondo arenoso de este remanso.
Para estar completamente seguros, anduvieron con cuidado por el reborde de madera
que circundaba el cobertizo y enfocaron sucesivamente las linternas hacia diversos
puntos del agua. Allí no había ninguna barca hundida.
—Bueno, esto es lo que hay —dijo Dick al fin—. Juan el Descarado ha
desaparecido. ¿Por qué? ¿Adonde? ¿Cuándo?
Volvieron a dirigir el haz de luz de las linternas a las viejas paredes. De repente, los
ojos de Jorgina se detuvieron en una amplia superficie de madera, apoyada en el
reborde, a uno de los lados de la casa.
—¿Qué es aquello? —preguntó—. Es una balsa, ¿verdad? A ella deben de pertenecer
los remos que hemos visto adosados a la pared.
Se acercaron para examinar la balsa.
—Está en muy buenas condiciones —dijo Julián—. Sería divertido ir con ella por
encima del agua.
—¡Ooooh, sí! —exclamó Ana, muy emocionada—. Sería estupendo. Siempre me
han gustado las balsas. Prefiero ir en esta balsa que en cualquiera de las barcas.
—De todas formas, sólo una de las barcas podría utilizarse —asintió Julián—. Las
demás parecen inservibles. Seguro que están agujereadas. En caso contrario, no estarían
llenas de agua.
2 Merry Meg: Meg la alegre. Meg es diminutivo de Margarita (N.del T.)
3 Cheeky Charlie: Charlie el Desvergonzado. Charlie, diminutivo de Carlos (N.del T)
—Pero ¿no sería mejor que las inspeccionáramos cuidadosamente, no fuera a ser que
en alguna de ellas hubiese algo escondido? —preguntó Dick.
—Podemos hacerlo —consintió Julián—, aunque me parece que, sea lo que sea lo
que está oculto, se encuentra en Juan el Descarado. De no ser así, ¿para qué iban a
poner su nombre en el mensaje?
Dick pensó que Julián tenía razón. A pesar de todo, examinó metódicamente las tres
barcas, pero no halló en ellas nada más que viejos cojines deteriorados y pedazos de
cuerda.
—Bien. ¿Dónde estará Juan el Descarado? —dijo, intrigado—. Todas están aquí,
excepto ésa. Acaso se encuentre escondida por ahí fuera, en los alrededores del lago.
—¡Es posible! —Julián intentaba poner a flote la gran balsa—. ¡Es una buena idea!
Opino que debemos explorar los alrededores del lago y ver si podemos hallarla.
—Entonces, dejemos la balsa por ahora —dijo Jorgina, muy emocionada ante la idea
de descubrir a Juan el Descarado escondida por alguna parte y todo lo que en ella
estuviera oculto—. ¡Vayamos ahora mismo!
Regresaron por el reborde de madera hasta la abertura que habían hecho en la pared y
saltaron afuera. Tim salió el primero alegremente. No le había gustado aquel lugar
oscuro y húmedo. Se puso a correr por el tibio sol, moviendo su cola gozosamente.
—¿Por qué lado empezamos? —preguntó Ana—. ¿Por la izquierda o por la derecha?
Descendieron hasta el borde del agua y miraron a ambos lados. Las dos direcciones
se mostraban igualmente recubieras de maleza.
—Será difícil seguir junto al borde del agua —opinó Julián—. Vamos a intentarlo. El
lado izquierdo parece algo más fácil. ¡Empecemos por aquí!
Al principio fue muy fácil mantenerse junto al agua y examinar cada ensenada y
mirar bajo todas las matas. Sin embargo, al cabo de unos doscientos metros, el matorral
se hizo tan espeso y llegaba hasta tal punto el agua, que fue imposible proseguir el
camino sin que sus vestidos se desgarraran.
—¡Me doy por vencido! —declaró por fin Julián—. En menos de un minuto me
quedaría sin jersey. Hay tantas ramas llenas de pinchos... Ya tengo las manos completamente
destrozadas.
—Sí, está todo lleno de pinchos —confirmó Ana—. Yo también lo noto. ¡Mirad mis
piernas!
Tim era el único que disfrutaba de veras. No podía comprender por qué los cuatro
niños se metían por aquel lugar tan enredado, pero esto era lo que a él le gustaba. Se
sintió muy defraudado cuando sus amigos decidieron abandonar la búsqueda y volver
sobre sus pasos.
—¿Qué os parece? ¿Intentamos por el lado derecho? —les interrogó Julián mientras
regresaban muy descorazonados.
—¡No, por favor! No sigamos —suplicó Ana—. El otro lado aún parece peor que
éste. Perderíamos el tiempo. Será mejor que demos un paseo en la balsa.
—Es cierto. Será una manera más cómoda de explorar los bordes del lago. Siempre
será preferible que meterse por entre esta maleza infranqueable —la apoyó Jorgina—.
Podemos remar lentamente, manteniéndonos junto a la orilla y deteniéndonos en cada
ensenada para mirar atentamente bajo las ramas colgantes. Así será mucho más fácil.
—Claro —dijo Dick—. Hemos sido unos tontos al no haberlo pensado antes. Y,
además, será una hermosa manera de pasar la tarde.
Regresaron a través de los árboles, viendo a lo lejos la casa en ruinas. De pronto, Tim
se detuvo. Dejó escapar un gruñido. Todos los demás se pararon también.
—¿Qué ocurre, Tim? —preguntó Jorgina en voz baja—. ¿Qué es lo que pasa?
Tim gruñó de nuevo. Los niños se ocultaron cautelosamente detrás de las matas y
miraron fijamente hacia la casa. En el camino no se veía nada. Nadie parecía andar por
allí. Entonces, ¿por qué gruñía Tim?
De pronto apareció una mujer, y junto a ella venía un hombre. Hablaban muy
seriamente.
—¡Maggie! ¡Estoy segura de que es Maggie! —exclamó Julián.
—Y el otro es Dick el Sucio —añadió Dick—. Lo reconozco. ¡Es Dick el Sucio!


CAPÍTULO XV
MAGGIE Y DICK EL SUCIO
Los niños observaban a aquella pareja y sus pensamientos corrían velozmente. Julián
esperaba encontrarlos allí y por eso no se sorprendió. Dick miraba a su tocayo, Dick el
Sucio, y reconocía a aquel hombre bajo y fuerte, de hombros encorvados y de pelo
hirsuto. No le gustaba su aspecto, como no le había gustado tampoco cuando lo vio por
primera vez en aquella vieja granja.
Tampoco a Ana ni Jorgina les agradaba el aspecto de la mujer. Era alta y llevaba el
pelo recogido dentro de un turbante de lana. Vestía pantalones, un jersey recio y un
chaquetón. Andaba rápidamente y podían oír su voz, que era áspera y resuelta.
"¡Vaya, ésta debe de ser Maggie! —pensaba Julián—. No me gusta. Parece tan dura
como un clavo. Una buena compañera para Nailer"4.
Con precaución se acercó a los otros tres. Jorgina tenía la mano puesta sobre el collar
de Tim, temiendo que éste se dejara ver.
—Oídme —cuchicheó Julián—. Todos nosotros somos muchachillos inocentes.
Vamos a mostrarnos paseando por el espacio abierto y hablando descuidadamente, de
manera que ellos nos vean. Si nos preguntan qué estamos haciendo aquí, ya sabéis lo
que hemos de contestar. Decid todas las tonterías que se os ocurra. Así les
despistaremos, de manera que pensarán que somos un grupo de niños inofensivos. Si
nos preguntan alguna cosa embarazosa, dejad que yo conteste, ¿comprendido?
Todos asintieron. Julián salió de entre las matas y llamó a Dick.
—¡Mira! —gritó—. Ya estamos en el mismo sitio. Veo la casa incendiada. Esta
mañana tiene peor aspecto que ayer.
A continuación aparecieron Jorgina y Tim, brincando de aquí para allá. Ana les
seguía mientras su corazón latía rápidamente. Ella no era valiente como los demás en
estas aventuras.
El hombre y la mujer se detuvieron en seco cuando descubrieron a los niños. Se
comunicaron rápidamente en voz baja. El hombre les llamó a gritos, con voz amenazadora.
Los niños se dirigieron hacia ellos, charlando alegremente, tal como Julián les había
ordenado. La mujer les interpeló con dureza.
—¿Quiénes sois? ¿Qué hacéis aquí?
—Vamos de marcha —respondió Julián deteniéndose—. Nos han dado unos días de
vacaciones.
—¿Y para qué venís aquí? —insistió la mujer—. Esto es una propiedad privada.
—¡Qué va! —rechazó Julián—. Es la ruina de una casa incendiada. Todo el mundo
puede entrar. Además, no hacemos ningún mal. Queremos explorar este curioso lago.
Nos gusta esto.
El hombre y la mujer se miraron.
Se vio claramente que la idea de que los niños explorasen el lago les sorprendía y
molestaba. La mujer volvió a hablarles.
—No podéis explorar este lago. Es peligroso. Se prohibe a la gente bañarse en él o
pasear en barca.
—Pues no nos lo han dicho —contestó Julián, que parecía muy extrañado—. Nos
han indicado el camino para llegar hasta aquí, pero nadie nos ha advertido de que
4 Nailer: Fabricane de clavos (N.del T)
estuviera prohibido. Me parece que les han engañado a ustedes.
—Queríamos ver los patos salvajes —interrumpió Ana, viendo que un pato se posaba
en el agua—. Nos gusta la Naturaleza.
—Nos han dicho que por aquí cerca hay ciervos —añadió Jorgina.
;Y también caballitos salvajes —dijo Dick—. Ayer vimos unos cuantos. Eran muy
hermosos. ¿Han visto ustedes alguno?
Todos estos comentarios parecieron preocupar al hombre y a la mujer mucho más
que las respuestas de Julián. El hombre habló con dureza.
—¡Basta de tonterías! Las personas no pueden pasear por aquí. Marchaos de aquí
antes de que os echemos.
—¿Y ustedes por qué han venido si no se permite estar en este lugar? —preguntó
Julián con una entonación dura en su voz—. No nos hablen ustedes de ese modo.
—Largaos de aquí, os digo —gritó el hombre, enfurecido, perdiendo su compostura.
Dio dos o tres pasos hacia ellos con aspecto muy amenazador. Jorgina aflojó la mano
que sostenía el collar de Tim.
Tim también se adelantó dos o tres pasos. Sus pelos estaban tiesos y profirió un
gruñido espantoso. El hombre se detuvo en seco y se retiró hacia atrás.
—Coged al perro —ordenó—. Parece muy fiero.
—Es que lo es —aclaró Jorgina—. No pienso sujetarle por el collar mientras ustedes
anden rondando por aquí.
Tim avanzó dos o tres pasos más; gruñía cada vez con más fuerza, andaba muy tieso
y su aspecto era amenazador. La mujer se atrevió a decir:
—Está bien, niños. Mi amigo se ha enfadado un poco, pero llamad a vuestro perro.
—No pienso llamarle mientras ustedes estén aquí —repitió Jorgina—. ¿Cuándo han
venido?
—¿Qué os importa? —gruñó el hombre.
No añadió nada más, porque Tim se puso a gruñir también.
—Vayamos a comer algo —propuso Julián dirigiéndose a los demás—. Tenemos
tanto derecho a permanecer aquí como esta gente. No hemos de preocuparnos por ello,
ni les molestaremos.
Los cuatro niños siguieron su camino. Tim iba suelto. Ladraba fieramente cuando se
acercaba a aquella pareja desagradable, y ellos se apartaban en seguida. Tim era un
perro muy grande y aparentaba tener mucha fuerza. Ellos observaban a los niños con
enfado y vieron como penetraban en la casa en ruinas.
—Ponte en guardia, Tim —ordenó Jorgina tan pronto como se encontraron dentro.
Le señaló la ruinosa puerta. Tim lo comprendió muy bien y se paró junto a la puerta
con aspecto amedrentador, con el pelo hirsuto y gruñendo por lo bajo. Los niños
descendieron a la bodega.
Miraron por todas partes para ver si alguien había estado allí mientras ellos
permanecieron fuera, pero todo estaba en su sitio.
—Quizá no sepan que existe esta bodega —comentó Julián—. Creo que nos quedó
pan. Yo tengo hambre. Me gustaría hacer una comilona como la de ayer. ¿No os ha
parecido una pareja muy desagradable la de Maggie y Dick?
—Sí, mucho —confirmó Dick—. No puedo sufrir a Maggie. ¡Qué voz más dura y
desagradable y qué cara más antipática!
—Pues a mí Dick el Sucio me parece peor —dijo Ana—. Parece un gorila con su
ancha espalda encorvada. ¿Por qué no se cortará el cabello?
—Le gustará así, creo yo —respondió Jorgina, cortando una rebanada de pan—.
Debería llamarse Tarzán de sobrenombre. Estoy contenta de que Tim esté con nosotros.
—Y yo también —corroboró Ana—. ¡Mi buen Tim! Les odia, ¿no os parece? Estoy
segura de que no se atreverán a acercarse mientras Tim ande por aquí.
—Quisiera saber dónde están ahora —Dick cogió un gran pedazo de pan con
mantequilla y carne de lata—. Voy a ver.
Volvió al cabo de medio minuto.
—Han ido al cobertizo de las barcas, creo. Me ha parecido ver el bulto de uno de
ellos moviéndose en esa dirección. Estarán buscando a Juan el Descarado.
—Sentémonos, comamos y pensemos qué es lo que vamos a hacer —dijo Julián—.
Y también qué es lo que creemos que harán ellos. Esto es muy importante. Es posible
que ellos puedan leer los enigmas del papel mucho mejor que nosotros. Si observamos
lo que ellos hacen, esto pueden orientarnos sobre lo que debemos hacer nosotros.
—Es verdad —dijo Dick—. Me imagino que el plano que Nailer ha mandado debe
de significar algo para Dick el Sucio y para Maggie, así como también el mensaje
significó algo para ellos.
En tanto masticaba su pan, Dick cavilaba, intentando una vez más hallar el
significado de aquel misterioso fragmento de papel.
—Me parece que lo mejor será que esta tarde prosigamos con nuestro plan original
—decidió Julián, al cabo de un momento de silencio—. Podemos sacar la balsa y dar
una vuelta por el lago en ella. Esto parecerá una cosa inofensiva. Entre tanto, podremos
examinar los bordes del lago, y si Maggie y Dick también han salido en barca, de paso,
podremos también vigilarlos.
—Sí, buena idea —asintió Jorgina—. Hace una tarde muy hermosa. Me gustará
mucho remar por el lago en esa balsa. Espero que esté en buen estado.
—Sí que lo está —afirmó Dick—. La madera con que ha sido construida es duradera.
Dame un poco de pastel, Jorge, y no le des ni siquiera un poco a Tim. Es una lástima
desperdiciarlo en él.
—¡Ni pensarlo! —contestó Jorgina—. Sabes muy bien que a él le gusta mucho.
—Sí, pero, a pesar de todo, sigo creyendo que es desperdiciarlo dárselo al perro —
protestó Dick—. ¡Qué suerte que este pastel fuese tan grande! ¿Quedan aún galletas?
—Sí, hay muchas —respondió Ana—. Y también queda chocolate.
—Eso es bueno. Espero que la comida que tenemos sea suficiente, aunque no lo será
si Jorge tiene el apetito desmesurado de siempre.
—¿Y qué diremos del tuyo? —exclamó Jorgina con indignación.
—Callaos vosotros dos —ordenó Julián—. Voy a llenar la jarra de agua y preparar
un poco de naranjada. Dadme algo para llevárselo a Tim.
Se pasaron alrededor de media hora comiendo. Luego decidieron dirigirse al
cobertizo, sacar la balsa y ver si lograban ponerla a flote en el lago. No ignoraban que
pesaría mucho.
Abandonaron la casa en ruinas y se encaminaron al cobertizo. De repente, Julián se
dio cuenta de que había algo en el lago.
—¡Mirad! Han sacado uno de los botes, el que no estaba lleno de agua, creo yo. Dick
el Sucio rema con fuerza. Estoy seguro de que están buscando a Juan el Descarado.
Todos se pararon y observaron. El corazón de Dick se puso a latir velozmente. ¿Era
posible que Maggie y Dick el Sucio llegaran primero y encontraran lo que él y sus tres
compañeros trataban de localizar? ¿Es que ellos sabían dónde estaba Juan el
Descarado?
—Venid —dijo Julián—. Mejor será que sigamos adelante si no queremos
perderlos de vista. Es posible que remen hacia donde se encuentra Juan el Descarado.
Treparon por el costado del cobertizo y se dirigieron a la balsa. Julián vio en seguida
que la barca que faltaba era Meg la Alegre, el único bote que podía navegar.
Los cuatro empezaron a mover la gran balsa. La arrastraron hasta la orilla del
reborde. Tenía asideros de cuerda a cada lado y los chiquillos la agarraron por allí.
—Ahora alzadla con cuidado —recomendó Julián—. Hacedlo lentamente y dejadla
caer.
La balsa descendió lentamente sobre el agua, salpicándoles al caer, y allí se quedó
balanceándose suavemente. Era una balsa fuerte y segura y parecía deseosa de marchar
por el agua.
—Alcanzad los remos —ordenó Julián—. Nos vamos en seguida.


CAPITULO XVI
EN LA BALSA
Había cuatro pequeños remos. Dick entregó uno a cada uno. Tim miraba la balsa con
desconfianza. ¿Qué era aquello? ¿No esperarían que él montara en aquella cosa flotante
y movediza?
Julián ya estaba en la balsa, procurando mantenerla inmóvil para que los otros
pudiesen descender. Primero hizo bajar a Ana y luego a Jorgina. Por fin entró Dick,
pero todavía Tim no lo había hecho.
—¡Ven, Tim! —le llamó Jorgina—. Es muy segura. No es la clase de barca a la que
tú estás acostumbrado, pero sirve como si lo fuera. ¡Entra ya, Timl
Tim saltó y la balsa se balanceó con violencia. Ana se cayó sentada y se echó a reír.
—¡Pero qué violento es este Timl Estáte quieto, Tim, no hay bastante espacio en la
balsa para que tú te muevas arriba y abajo.
Julián empujó la barca hacia la salida del cobertizo. Ésta chocó contra el reborde de
madera y luego flotó hacia el canal de salida. Se deslizaba con suavidad.
—¡Ya estamos fuera! —exclamó Julián remando con afán—. Yo la gobernaré. Dick,
no es necesario que reméis hasta que yo os lo diga. De momento, yo gobernaré y remaré,
hasta que estemos en el lago.
Todos estaban sentados en el suelo de la balsa, excepto Tim, que permanecía de pie.
Le interesaba mucho ver como el agua se deslizaba velozmente. ¿Conque aquello era de
verdad una barca? El estaba acostumbrado a las barcas, pero no a aquella clase en que el
agua se veía tan cerca. Sacó la pata y la mojó en el agua. Estaba agradablemente fresca
y le hacía cosquillas. Se tumbó, y su hocico casi tocaba el agua.
—¡Qué perro más extraño eres, Tim! —le dijo Ana—. No te vayas a levantar de
repente, porque me darás un empujón y puedes tirarme por la borda.
Julián remó por el estrecho canal y la balsa desembocó en el lago. Los niños echaron
una ojeada a su alrededor para tratar de ver a Maggie y Dick el Sucio por alguna parte.
—¡Allí están! —los descubrió Julián—. En medio del lago y remando con fuerza.
¿Les seguimos? Si ellos saben dónde se encuentra Juan el Descarado, nos conducirán a
él.
—Sí, sigámosles —aceptó Dick—. ¿Remamos todos ahora? Sino nos apresuramos,
les perderemos de vista.
Todos remaron con fuerza. La balsa se balanceaba de un modo alarmante.
—¡Deteneos! —gritó Julián—. Estáis remando todos en desacuerdo. No hacemos
más que dar vueltas sobre el mismo lugar. Que Dick y Ana se pongan a un lado y Jorge
en el otro. Así será mejor y que cada uno de vosotros vigile la marcha y que deje de
remar durante un instante si la balsa se balancea demasiado.
Pronto cogieron el ritmo y la balsa avanzó en línea recta. Era muy divertido. Estaban
acalorados y deseaban quitarse los jerseys. El sol calentaba y no hacía viento. Una tarde
perfecta del mes de octubre.
—Han dejado de remar —anunció Jorgina—. Están mirando algo; quizá sea un
pedazo de papel como el que tenemos nosotros y con los mismos signos. Sin duda lo
están estudiando. ¡Cuánto me gustaría ver lo que tienen!
Dejaron de remar y miraron hacia la barca en que Maggie y Dick el Sucio estaban
sentados. En efecto, contemplaban algo con gran atención. Sus cabezas se hallaban
juntas, pero estaban demasiado lejos para que los niños pudieran ver si lo que miraban
era o no un pedazo de papel.
—¡Vamos a acercarnos a ellos tanto como sea posible! —decidió Julián poniéndose
de nuevo a remar—. Creo que se pondrán furiosos en cuanto nos vean tan próximos,
pero ¡qué le vamos a hacer!
De nuevo se pusieron a remar con ardor y por fin llegaron muy cerca de la barca. Tim
comenzó a ladrar. Maggie y Dick el Sucio se dieron la vuelta y vieron la balsa con los
cuatro niños. Los miraron con furia.
—¡Hola! —gritó Dick agitando un remo—. Hemos sacado la balsa. Va muy bien. Y
la barca de ustedes, ¿cómo marcha?
Maggie había enrojecido de rabia.
—Os costará caro el haber sacado esa balsa sin permiso —les gritó.
—¿A quién han pedido ustedes permiso para coger la suya? —le respondió Julián—.
Si nos lo dicen, iremos a pedírselo también para utilizar esta balsa.
Jorgina se echó a reír. Maggie gritaba y parecía que Dick el Sucio estuviera tentado
de tirarles un remo a la cabeza.
—¡Apartaos de nosotros! —chilló—. No queremos que estropeéis nuestro paseo.
—¡Pero si venimos en son de paz! —contestó Dick, y Jorgina se rió de nuevo.
Maggie y Dick el Sucio sostuvieron entre ellos una breve y airada conversación.
Miraban hacia la balsa. De repente, Maggie dio una orden a Dick el Sucio. Éste cogió de
nuevo los remos y empezó a remar con aire malicioso.
—¡Sigámosles! --dijo Julián. Y los cuatro se pusieron de nuevo a remar siguiendo la
barca—. Quizás ahora nos enteremos de algo.
Pero no fue así. Dick el Sucio dirigió la barca hacia el reborde oeste. Los niños le
siguieron. Luego volvió a navegar hacia el medio del lago y ellos le siguieron también,
jadeantes por el gran esfuerzo que hacían para no separarse demasiado.
Dick el Sucio navegó entonces hacia la orilla este y allí permaneció hasta que los
niños le alcanzaron. Luego volvió a iniciar la marcha.
—Estáis haciendo un poco de ejercicio, ¿verdad? —les gritó la mujer con su áspera
voz—. ¡Que os aproveche!
La barca volvió a navegar hacia el medio del lago. Dick gruñó:
—¡Sopla! Tengo los brazos tan cansados que casi no puedo remar ya. ¿Qué estarán
haciendo?
—Temo que nos estén tomando el pelo —comentó Julián con precaución—. Parecen
decididos a no buscar a Juan el Descarado mientras nosotros estemos por aquí. Intentan
que nos cansemos.
—Pues si hacen eso, yo no juego —protestó Dick.
Dejó el remo y se tumbó boca arriba. Jadeaba.
Los demás le imitaron. Todos se sentían muy cansados. Tim les lamió uno a uno con
simpatía y luego se tumbó sobre Jorgina. Ella le empujó con tal violencia que por poco
se cae al agua.
—¡Tim! ¿Qué es eso de sentarte sobre mi barriga? —gritó Jorgina con indignación—
. ¡Eres un animalazo!
En respuesta, Tim la lamió. Estaba muy extrañado de que Jorgina le riñera, pero la
niña se encontraba demasiado cansada para apartarle de nuevo.
—¿Qué está haciendo ahora la barca? —preguntó Ana por último—. Yo estoy
demasiado cansada para sentarme y ver lo que pasa.
Julián se incorporó refunfuñando.
—¡Cómo me duele la espalda! ¿Dónde diablos está esa dichosa barca? ¡Oh! Allí está.
En la otra punta del lago, junto al desembarcadero que hay al lado de la casa. Quizá
pretendan dirigirse al cobertizo. Me parece que de momento han abandonado la
búsqueda de Juan el Descarado.
—¡Por fin! —suspiró Ana—. Así también nosotros podemos abandonarla, por lo
menos hasta mañana. Deja ya de resollar en mi espalda, Tim. ¿Qué quieres que
hagamos, Julián?
—Creo que será mejor que regresemos —contestó Julián—. Es demasiado tarde para
rebuscar por las orillas del lago y, de todas formas, no creo que encontrásemos nada por
allí. Esos individuos no aparentaban tener la intención de acercarse a las orillas, excepto
cuando han organizado aquel juego para burlarse de nosotros y conseguir que nos
cansáramos.
—Está bien, regresemos, pues —dijo Jorgina—. Pero primero tengo que descansar
un poco. Tim, te tiraré al agua si sigues sentándote sobre mis piernas.
De repente se oyó un chapoteo. Jorgina se enderezó, alarmada. Tim ya no estaba en
la balsa!
Nadaba por el agua y se mostraba muy satisfecho.
—¡Ya ves, ha pensado que prefería tirarse él que no que le echemos! —-dijo Dick,
mirando burlonamente a Jorgina.
—¡Tú le has empujado! —replicó Jorgina muy enfadada.
—No he sido yo —protestó Dick—. Ha sido él el que se ha zambullido. Está
disfrutando mucho. Podríamos poner una cuerda alrededor de su cuerpo y que él nos
arrastrara hasta la orilla. Nos ahorraríamos mucho trabajo.
Jorgina estaba a punto de dar su opinión respecto a esta idea, cuando advirtió la
sonrisa burlona de Dick. Le dio un empujón.
—No me hostigues, Dick; si no, te tiraré al agua en menos de un minuto.
—¿Quieres intentarlo? —le preguntó Dick—. Pues hazlo. Me gustaría saber quién
caería primero al agua.
Jorgina no se resistía nunca a un desafío. Se levantó en el acto y cayó sobre Dick,
que casi se salió fuera de la balsa.
—¡No os peleéis! —exclamó Julián con enfado—. No tenemos nada para
cambiarnos, bien lo sabéis, y no deseo que regresemos con bronquitis o con una
pulmonía. Basta ya, Jorge.
Jorgina se dio cuenta de la autoridad que había en la voz de Julián y no continuó. Se
pasó la mano por su corto cabello rizado y sonrió.
—¡Está bien, maestro! —dijo. Y se sentó con aire bondadoso. Cogió su remo.
Julián también cogió el suyo.
—Regresemos —resolvió—. El sol ya desciende. En el mes de octubre parece que se
deslice por el cielo mucho más velozmente.
Recogieron a Tim, que estaba muy mojado, y empezaron a remar hacia atrás. Ana
pensaba que aquel atardecer era hermoso. Contemplaba el panorama que los rodeaba
mientras iba remando. El lago era de un maravilloso azul oscuro y la estela que eíios
dejaban se iba tornando plateada. Dos patos salvajes chillaban y nadaban en torno a la
balsa, llenos de curiosidad, y sus cabezas se balanceaban como un péndulo.
Ana miraba por encima de la copa de los árboles que bordeaban el lago. El cielo se
volvía rosa. A lo lejos, en un elevado talud que estaba como a kilómetro y medio de
distancia, descubrió algo que llamó su atención.
Parecía una piedra alta. Ana la indicó a los demás.
—Mira, Julián —dijo—. ¿Es una piedra aquello? ¿Será un mojón o qué? Debe de ser
muy grande.
Julián miró hacia donde la niña señalaba.
—¿Dónde? —preguntó—. ¡Ah! ¿Aquello? No sé lo que será.
—Parece una piedra muy alta —intervino Dick, que también se había dado cuenta de
ello.
—Una piedra alta —repitió Ana, que intentaba recordar dónde había oído antes estas
palabras—. Una piedra. ¡Oh, ya sé! Estaba indicado en el plano. Es decir, en el
fragmento que entregaron a Dick. ¡Piedra Alta! ¿No lo recordáis?
—Sí. Eso era —confirmó Dick.
Miró con interés hacia aquel lejano monumento, pero como la balsa avanzaba, los
árboles taparon la visión de la piedra. Había desaparecido.
Piedra Alta —repitió Julián—. Puede ser una simple coincidencia, pero creo que
hemos de meditar sobre todo esto. Sería gracioso poder descifrarlo.
—Es posible que el botín esté oculto allí —aventuró Jorgina en tono de duda.
Julián denegó con la cabeza.
—No —dijo—. Probablemente estará escondido en algún lugar que indica ese plano
misterioso. Remad de prisa. Es necesario que regresemos pronto.


CAPÍTULO XVII
UNA SORPRESA
Cuando llegaron al cobertizo no vieron rastro de Maggie ni de Dick el Sucio. Pero
allí se encontraba la barca que ellos habían usado, atada frente a las otras dos como
antes.
—Han regresado ya —dijo Julián—. Me encantaría saber dónde están ahora. No
vamos a arrastrar esta pesada balsa hasta el interior del cobertizo. Ya no tengo fuerzas
en los brazos. La amarraremos simplemente a alguna mata cercana.
Todos opinaron que era buena idea. Empujaron la balsa hasta unos densos matorrales
y la ataron firmemente a unas raíces que sobresalían del suelo. Luego se encaminaron a
la casa en ruinas, mirando a todas partes por si veían a Maggie o Dick. Pero no los
descubrieron por ninguna parte.
Entraron. Tim iba delante, el perro no gruñó y por esto supieron que el camino estaba
libre. Él les condujo hasta las escaleras de la bodega. Entonces comenzó a gruñir.
—¿Qué ocurre? —preguntó Julián—. ¿Están ahí abajo, Tim?
Tim descendió corriendo las escaleras y se dirigió a la bodega. Gruñó de nuevo, pero
no con aquel fiero gruñido que lanzaba cuando quería advertirles de que cerca había
algún enemigo o un extraño. Era un gruñido de enfado y preocupación, como si algo no
marchara bien.
—Seguramente, la querida Maggie y Dick el Sucio han estado por aquí y han
descubierto nuestro cuartel general —dijo Julián, siguiendo a Tim escaleras abajo y
encendiendo la linterna.
Allí estaban los lechos de hojarasca tal como los habían dejado al marchar, y también
sus mantas y mochilas. Todo parecía intacto. Julián encendió las velas que estaban
sobre la repisa, y la pequeña habitación oscura cobró vida.
—¿Qué querrá decirnos Tim? —preguntó Jorgina, descendiendo a su vez—. Sigue
gruñendo. Tim, ¿qué te ocurre?
—Creo que su olfato le dice que aquellos individuos han estado por aquí —aventuró
Dick—. Fijaos cómo olfatea por todas partes. Seguro que alguien ha venido.
—¿Tenéis hambre? —preguntó Ana—. Yo podré pasar con un poco de pastel y
algunas galletas.
—Está bien —Julián abrió el armario en que habían guardado la comida que traían.
¡No quedaba nada! Excepto la loza y dos o tres utensilios que ya estaban antes allí,
no había nada dentro. Había desaparecido el pan, los bizcochos, el chocolate. ¡Todo!
—¡Sopla! —exclamó Julián con enfado—. ¡Mirad! ¡Qué animales! Se han llevado
toda nuestra comida, hasta la última migaja. No han dejado ni una galleta. Hemos sido
tontos al no pensar que se les podría ocurrir esto.
—Ellos sí que han sido listos —dijo Dick—. Saben que no podemos permanecer
aquí por mucho tiempo sin comida. Es una buena manera de expulsarnos. Hoy ya es
demasiado tarde para ir a buscar algo y, de todas formas, si mañana vamos en busca de
alimento, ellos tendrán tiempo de hacer lo que pretenden con toda libertad, mientras...
mientras nosotros estemos ausentes.
Todos se notaban el estómago vacío. Se sentían hambrientos y cansados y una buena
comida les hubiese aliviado mucho. Ana se tumbó en su lecho y suspiró.
-—¡Ojalá hubiese dejado un poco de chocolate en mi bolsa! Pero no guardé nada. Y
el pobre Tim también tiene hambre. Fijaos cómo olfatea el armario y mira a Jorge con
ojos suplicantes. Tim, no hay nada para ti. ¡El armario está vacío!
—¿Dónde se habrán metido esos dos malditos individuos? —dijo Julián con rabia—.
¡Les pegaría! Les diría de buena gana lo que pienso de las personas que vienen a
curiosear en los armarios y a llevarse toda la comida.
—¡Guau! —corroboró Tim, que asentía plenamente.
Julián, enfadado, subió escaleras arriba. Deseaba averiguar dónde estaban ahora
Maggie y Dick el Sucio. Se dirigió a la puerta de entrada y miró hacia fuera. Pronto los
descubrió.
Dos pequeñas tiendas de campaña habían sido colocadas bajo unos árboles de espeso
follaje. Así, pues, en aquel lugar era donde pensaban pasar la noche aquellos individuos.
Estaba indeciso. No sabía si dirigirse hacia ellos y decirles lo que pensaba de los
ladrones de comida. Por fin, se decidió por esta idea.
Sin embargo, cuando llegó junto a las tiendas acompañado por Tim, se encontró con
que allí no había nadie. En el suelo, dentro de las tiendas, vio un montón de mantas y en
una de ellas un hornillo de petróleo, un cazo y algunos utensilios más. Detrás de una de
las tiendas, algo yacía apilado y cubierto con una lona.
Julián registró ambas tiendas y luego fue en busca de Maggie y Dick el Sucio. Los
encontró por fin deambulando por entre los árboles. Pensó que estarían disfrutando de
un paseo nocturno.
No regresaron hacia las tiendas, si no que se sentaron junto al lago. Julián abandonó
la idea de interpelarlos y regresó hacia donde le aguardaban los otros. Tim se quedó
atrás, correteando alegremente.
—Han instalado tiendas de campaña —informó Julián a los demás cuando hubo
regresado a la bodega—. Se ve que están decididos a permanecer aquí hasta que
consigan lo que han venido a buscar. Ahora no están dentro de las tiendas, sino sentados
junto al lago.
—¿Dónde está Tim? —preguntó Jorgina—. No debías haberlo dejado atrás, Julián.
Pueden hacerle daño.
—¡Aquí está! —respondió Julián, oyendo el ruido familiar de las patas del perro en
los escalones.
Tim descendió por las empinadas escaleras y corrió hacia Jorgina.
—¡Lleva algo en la boca! —exclamó Jorgina con sorpresa.
Tim depositó algo en sus rodillas. La niña lanzó un grito.
—¡Es un pedazo de pastel! ¿De dónde lo habrá sacado?
Julián se echó a reír.
—Sin duda, lo ha cogido de una de las tiendas. He visto algo tapado con una lona en
una de ellas. Debía de ser su comida. Bien, bien. Estamos en paz. Ellos nos han quitado
la comida y ahora Tim les quita la suya.
—El intercambio es de ley, no supone un robo —sonrió Dick—. ¡Que les sirva de
lección! ¡Un momento! Tim ha vuelto a marcharse.
Al poco tiempo estaba de vuelta con algo muy grande, recubierto de papel. ¡Era una
enorme tarta! Los cuatro se desternillaban de risa.
—¡Tim! ¡Eres una maravilla! ¡De veras que lo eres!
Tim se mostró muy satisfecho por la alabanza. Volvió a salir y regresó en seguida
con una fiambrera que contenía un hermoso pastel de cerdo. Los niños no podían creer
lo que veían sus ojos.
—¡Esto es un milagro! —dijo Ana—. Y precisamente cuando me había hecho el
ánimo de pasar varias horas muriéndome de hambre. Y un pastel de cerdo, además, con
lo riquísimo que es. Vamos a probarlo.
—Está bien. No voy a tener remordimientos —se expresó Julián con firmeza—.
Ellos nos han quitado nuestra comida y bien nos merecemos una parte de la suya.
¡Vaya! ¡Tim ha vuelto a marcharse!
¡Se había marchado de nuevo! Se estaba divirtiendo de lo lindo. Esta vez regresó con
un gran pedazo de jamón y los niños no entendían cómo no se lo había comido ya por el
camino.
—Es raro que lo lleve en la boca y no le haya dado ni un mordisco —dijo Dick—.
Tim es mejor que yo. Yo, en su lugar, lo hubiese probado.
—Bueno. No podemos permitir que vuelva a marcharse —dijo Julián, mientras Tim
subía ya las escaleras y su cola se balanceaba alegremente—. El intercambio ya no sería
justo.
—Deja que veamos lo que trae ahora —suplicó Ana—, y luego no le consentiremos
que se vaya otra vez.
Regresó trayendo un viejo saco de harina, en el cual venía algo empaquetado. Tim lo
transportaba sabiamente, cogido por la parte de arriba, de manera que nada había podido
caerse. Jorgina abrió el paquete.
—Empanadas y bollos caseros —se entusiasmó—. Tim, eres muy, muy listo y te
vamos a dar una cena magnífica. Pero no debes volver allí y apoderarte de más cosas,
porque ahora ya tenemos suficiente. ¿Lo ves? No cojas nada más. Túmbate, sé un perro
bueno y come tu cena.
Tim lo hizo de buen grado. Engulló las empanadas y la jalea y un pedazo de pastel.
Luego subió a la cocina, saltó sobre la fregadera y lamió el agua que había quedado en
ella. A continuación, fue hasta la puerta para mirar hacia fuera. De pronto comenzó a
ladrar. Después, a gruñir fuertemente.
Los niños subieron apresuradamente por los escalones de piedra y salieron al
exterior. A respetable distancia estaba Dick el Sucio.
—¿Nos habéis quitado algo? —les gritó.
—No más de lo que ustedes nos han quitado a nosotros —le respondió Julián—. Ojo
por ojo y diente por diente.
—¿Cómo os habéis atrevido a entrar en nuestras tiendas? —gritó el hombre,
enfurecido. A la luz del atardecer, su hirsuta cabellera le daba un aspecto muy peculiar.
—No hemos entrado. Ha sido el perro el que nos lo ha traído —replicó Julián—. Y
no se acerque más, porque el perro está deseando lanzarse sobre usted. Le prometo que
esta noche se quedará de vigilancia. De manera que no intenten ustedes ninguna
jugarreta. Es tan fuerte y salvaje como un león.
—¡Grrr!—corroboró Tim.de una manera tan fiera, que el hombre, asustado, dio un
brinco hacia atrás. Se fue sin decir una palabra y temblando de rabia.
Julián y los otros regresaron para concluir su deliciosa cena. Tim fue con ellos, pero
se quedó parado en lo alto de las escaleras que conducían a la bodega.
—No es mal sitio para que pase la noche —convino Julián—. No confío nada en esa
pareja. Podemos darle una de nuestras chaquetas para que se acueste sobre ella. ¡Vaya!
Esto se ha convertido en una verdadera aventura, ¿no os parece? Me asusta pensar que
hemos de estar de nuevo en el colegio el martes.
—¡Pero primero tenemos que hallar el botín! —le recordó la pequeña Ana—. Hemos
de encontrarlo. Julián, saca de nuevo el plano. ¿Estás seguro de que Piedra Alta está
señalado en él?
Sacaron el plano y lo extendieron sobre la mesa, y, una vez más, todos se inclinaron
sobre él.
—Sí. Piedra Alta está marcada al fin de una de estas líneas —dijo Julián—. La
Colina de Tock figura en el extremo opuesto de ella. Ahora comprobemos en el mapa si
existe una Colina de Tock.
Cogieron el mapa y lo estudiaron. De repente Ana colocó su dedo en un punto.
—Aquí. Al lado opuesto del lago desde donde veíamos Piedra Alta. La Colina de
Tock está a un lado, Piedra Alta, en el otro. Es seguro que esto significa algo.
—Claro que sí —afirmó Julián—. Son puntos de referencia dados para indicar el
emplazamiento del botín escondido. Hay cuatro puntos de referencia indicados: Piedra
Alta, la Colina de Tock, la Chimenea y el Campanario.
—¡Escuchad! —le interrumpió Dick de repente—. ¡Escuchad! Ya he descifrado el
plano. Es muy sencillo.
Los otros le miraron con aire de duda y sorpresa.
—Descífralo, pues —le invitó su hermano—. Dinos lo que todo eso significa. No
creo que puedas hacerlo.


CAPITULO XVIII
UN MOMENTO MUY EMOCIONANTE
—Reunamos todos los datos que conocemos —Dick se mostraba muy excitado—.
Dos Árboles. Eso está aquí. Agua Triste es donde ha de estar escondido el botín. Juan el
Descarado es la barca que lo contiene y que ha sido ocultada en algún lugar de Agua
Triste.
—Sigue —le apremió Julián al ver que Dick se detenía para pensar.
—El dato siguiente es Maggie, que está enterada de todo y probablemente es una
vieja amiga de Nailer —prosiguió Dick—. Ella conoce todos los datos —garabateó con
su dedo sobre el pedazo de papel—. Ahora intentemos aclarar estos datos. ¡Oídme!
Hemos visto Piedra Alta mientras remábamos por el lago, ¿no es cierto? Bien, tiene que
haber algún punto del lago desde el cual se pueda ver no sólo Piedra Alta, sino también
la Colina de Tock, la Chimenea y el Campanario, estén donde estén. Debe existir un
sólo punto desde el cual estas cuatro cosas se puedan ver a la vez. Hay que buscar dicho
punto para dar con el tesoro.
Después de esto se produjo un admirativo silencio. Julián lanzó un largo suspiro y
dio una palmada en la espalda de Dick.
—¡Claro! Qué idiotas hemos sido al no haberlo visto antes. Juan el Descarado estará
escondida, sin duda, sobre el lago o dentro de él y tiene que ser por fuerza en aquel
punto del lago desde el cual se puedan ver los cuatro lugares clave. Lo que nos toca
hacer es explorar y hallarlo.
—Sí. Pero no olvides que Maggie y Dick el Sucio conocen también lo que estos
datos significan. Ellos llegarán allí primero si les es posible —dijo Dick—. Y lo que es
más, si obtienen el botín, nosotros no podremos hacer absolutamente nada. ¡No somos
policías! Se irán con lo que hayan cogido y desaparecerán por completo.
Todos empezaban a sentirse intensamente excitados.
—Creo que lo mejor será que mañana nos levantemos pronto —resolvió Julián—.
Tan pronto como haya luz. Si no lo hacemos así, Maggie y Dick llegarán allí antes que
nosotros. Desearía con toda mi alma tener un despertador.
—Navegaremos en la balsa hasta que veamos Piedra Alta. Luego intentaremos no
perderla de vista hasta que descubramos la Colina de Tock —dijo Dick—. Cuando
hayamos conseguido esto, no perderemos de vista ni Piedra Alta ni la Colina de Tock
hasta conseguir ver un campanario y luego una chimenea. Supongo que se tratará de la
única chimenea que hay en la casa de Dos Arboles. ¿Os habéis dado cuenta de que sólo
queda una y de que es bastante alta?
—Sí. Yo me he dado cuenta —contestó Ana—. ¡Qué manera más inteligente de
esconder las cosas, Dick! Nadie podría entender lo que significan esos datos a no ser
que sepa algo del secreto. ¡Esto es muy, muy emocionante!
Siguieron hablando de ello durante algún rato y luego Julián dijo que creía que
debían intentar dormir, porque, si no, a la mañana siguiente les sería imposible
despertarse suficientemente pronto.
Se acomodaron en sus lechos de hojarasca. Tim se acostó sobre la chaqueta de Julián,
en lo alto de la escalera que conducía a la bodega. Parecía pensar que era muy buena
idea pasar allí aquella noche.
Todos estaban cansados y se durmieron rápidamente. Durante la noche, nada les
molestó. El zorro regresó de nuevo y husmeó hacia el interior de la vieja casa, pero Tim
no se movió. Se limitó a soltar un ligero gruñido y el zorro huyó, moviendo su tupida
cola detrás de él.
Llegó la mañana y ía luz se posó sobre las ventanas quemadas y la vieja puerta. Tim
se levantó y se dirigió hacia la puerta. Miró hacia las dos tiendas. Por allí no había
nadie. Regresó a las escaleras de la bodega y descendió por ellas, despertando en
seguida a Dick y a Julián.
—¿Qué hora es? —preguntó Julián, recordando inmediatamente que tenía que
haberse despertado pronto.
—¡Las siete y media! —contestó Dick—. ¡Levantaos todos! Ya es de día. Tenemos
muchas cosas que hacer.
Se lavaron a toda prisa, se peinaron, se frotaron los dientes e intentaron cepillar sus
ropas. Ana les preparó un ligero desayuno: mermelada, empanadas y un pedazo de pan
para cada uno. Bebieron un sorbo de agua y ya estuvieron dispuestos para la marcha.
No se veía ningún signo de vida en torno a las tiendas de campaña.
—Esto va bien —dijo Julián—. ¡Llegaremos los primeros!
Sacaron la balsa y montaron sobre ella, cogiendo además los remos. Comenzaron a
bogar y Tim los ayudaba. Todos se sentían tremendamente excitados.
—Remaremos hacia donde nos parece que la noche pasada vio Ana la Piedra Alta —
dijo Julián.
Así, pues, remaron valientemente, a pesar de que tenían los brazos rígidos a causa de
haber remado tanto el día anterior y les costaba un gran esfuerzo hacer uso de sus
músculos ya cansados.
Avanzaron hacia el centro del lago buscando la Piedra Alta. No se veía por ninguna
parte. Sus ojos se esforzaban tratando de localizarla, pero, durante largo tiempo, no la
divisaron por ningún sitio. De repente, Dick lanzó un grito:
—¡Ahora empieza a verse! ¡Mirad! Cuando pasamos junto a esos altos árboles
fue cuando la Piedra Alta empezó a verse.
Y, en efecto, se alzaba frente a ellos.
—Está bien —asintió Julián—. Ahora dejaré de remar y no la perderé de vista. Si
desaparece, os avisaré y entonces deberéis remar hacia atrás. Dick, ¿podrás remar y
vigilar al mismo tiempo si ves en la orilla opuesta la Colina de Tock? Yo no me atrevo a
apartar la vista de Piedra Alta, no vaya a ser que desaparezca.
—De acuerdo —contestó Dick.
Y mientras remaba, miraba intensamente en busca de la Colina de Tock.
—¡Ya la veo! —exclamó de repente—. ¡Debe ser aquello! Mirad hacia allí; una
curiosa colina muy puntiaguda. Julián, ¿ves aún la Piedra Alta?
—Sí —replicó Julián—. No pierdas de vista la Colina de Tock. Ahora son las niñas
las que han de vigilar. Jorge, rema tú y mira si puedes ver el campanario.
—¡Ya lo veo! —anunció Jorgina.
Por un instante, los chicos apartaron la vista de Piedra Alta y de la Colina de Tock y
miraron hacia donde Jorgina indicaba. Vieron el campanario de una lejana iglesia, que
relucía bajo el sol matinal.
—Bien, bien, bien —dijo Julián—. Ahora, Ana, tú busca la chimenea. Mira hacia la
punta del lago, en dirección a la casa. ¿No puedes ver su única chimenea?
—No del todo —respondió Ana—. Remad un poco hacia la izquierda. ¡He dicho a la
izquierda, Jorge! Sí, sí, ya puedo ver la chimenea. Dejad de remar. ¡Ya hemos llegado!
Abandonaron los remos. La balsa fue a la deriva y Ana perdió de vista otra vez la
chimenea. Tuvieron que remar de nuevo un poco para volver a verla. Pero entonces fue
Jorgina quien dejó de ver el campanario. Por fin consiguieron ver las cuatro cosas a la
vez y la balsa permaneció quieta e inmóvil sobre las tranquilas aguas del lago.
—Voy a poner algo para marcar el lugar —dijo Julián, manteniendo aún sus ojos
dirigidos hacia la Piedra Alta—. Jorge, ¿no podrías arreglártelas para vigilar a la vez la
Piedra Alta y el Campanario? Necesito en este momento fijar toda mi atención en lo que
voy a hacer.
—Lo intentaré —convino Jorgina.
Y se dedicó a vigilar primero la Piedra Alta, luego el Campanario y de nuevo la
Piedra Alta, esperando y rogando para que ninguno de los dos escapara a su vista si la
balsa hacía algún movimiento en el agua.
Julián, entre tanto, se mantenía muy ocupado. Había sacado su linterna y su navaja
del bolsillo y las había atado juntas con un cordel.
—No tengo suficiente cordel, Dick. ¿No llevas tú también un poco?
Naturalmente, Dick lo tenía. Metió su mano en el bolsillo, conservando su vista fija
en la Colina de Tock, y entregó su cordel a Julián.
Este lo ató al cabo de cordel que conservaba unidos la navaja y la linterna y, a
continuación, las dejó caer en el agua soltando poco a poco el cordel de manera que
fueran hundiéndose con su peso. El cordel se deslizaba entre sus manos. Al cabo de un
corto tiempo se detuvo, y el muchacho supo que la navaja y la linterna habían alcanzado
el fondo del lago.
Volvió a rebuscar en su bolsillo. Recordaba que, por algún sitio, debía de tener un
corcho que había recortado en forma de cabeza de caballo. Lo halló y lió a su alrededor
el cordel, de un modo muy seguro. Luego, ya satisfecho, dejó caer el corcho en el agua.
Este se balanceó sin moverse de aquel lugar, mantenido por el cordel, que a su vez
quedaba fijado por la navaja y la linterna que estaban en el fondo del agua.
—¡Ya está! —exclamó, aliviado—. Podéis apartar la vista de todo eso. Ya he
marcado el lugar. No es necesario que peguemos nuestros ojos a esos objetos por más
tiempo.
Les contó cómo había atado juntas la navaja y la linterna y las había dejado caer
hasta el fondo del lago y luego había atado un corcho al otro extremo, de manera que
flotara sobre el agua y les indicara el lugar. Todos miraron hacia allí.
—Has sido muy listo, Julián —le ensalzó Dick—. Pero cuando nos hayamos
apartado de este lugar, y esto es fácil que suceda, nos resultará difícil encontrar de
nuevo el corcho. ¿No sería mejor que atáramos también algo más visible?
—Yo no tengo nada más que pueda flotar —dijo Julián, pesaroso—. ¿Lo tenéis
vosotros?
—Yo sí —contestó Jorgina. Le entregó una cajita de madera—. Guardo en ella las
monedas de diez céntimos que recojo. —Metió en su bolsillo algunos céntimos que sacó
de la caja—. Pon esta caja. Será mucho más fácil de ver que el corcho.
Julián ató la caja al corcho. Ciertamente, aquello era mucho más visible.
—¡Está muy bien! —exclamó—. Ahora ya no hay problema. Sin duda, nos hallamos
justamente sobre el lugar indicado.
Todos se inclinaron sobre el borde de la balsa y miraron hacia el fondo. Vieron algo
muy sorprendente. Por debajo de ellos, reposando sobre el fondo del lago, ¡había un
bote! Estaba allí en las sombras del agua y las líneas de su contorno aparecían borrosas
por las ondas que formaba la balsa sobre el agua, pero se veía muy claramente que se
trataba de un bote.
—¡Es Juan el Descarado! —dijo Julián mirando hacia el fondo. Se sentía a la vez
extrañado y satisfecho al pensar que habían sabido leer tan correctamente los datos y
que se encontraban en aquel momento precisamente en el lugar en donde estaba el
bote—. Yo creo que Nailer vino por aquí con los bienes robados, sacó el bote y remó
hacia este punto. Debió de fijarse muy -bien en los cuatro puntos de referencia y luego
hundió la barca con el botín dentro. Después regresaría nadando hacia la orilla.
—Es muy ingenioso —opinó Dick—. Debe de ser un tipo listo. Pero dime, Julián,
¿cómo nos las arreglaremos para sacar el bote a flote?
—No tengo ni idea —-repuso Julián—. No se me ocurre nada. No lo había pensado
siquiera.
De repente, Tim empezó a gruñir. Inmediatamente, los cuatro levantaron la cabeza
para ver por qué lo hacía.
Vieron que por el agua avanzaba un bote hacia ellos. Era Meg la Alegre y en ella
venían Maggie y Dick el Sucio. Los niños estaban seguros de que ambos habían
descifrado los datos del pedazo de papel de la misma manera que ellos mismos lo
habían hecho.
Estaban tan preocupados buscando la Piedra Alta, la Colina de Tock, la Chimenea y
el Campanario que no advirtieron la presencia de los niños.
—No creo que adivinen ni remotamente que hemos descifrado los datos y señalado
el lugar —opinó Julián—. ¡Cómo se enfurecerán cuando descubran que estamos en el
lugar que ellos buscan! Habrá jaleo.


CAPÍTULO XIX
MAGGIE Y DICK SE SIENTEN MOLESTOS
El bote en el que bogaban Maggie y Dick el Sucio fue de un lado para otro, puesto
que los dos estaban buscando los mismos objetos que los niños ya habían descubierto.
Los cuatro permanecían observando en silencio y Jorgina puso su mano sobre Tim para
impedir que éste ladrara.
El bote se fue acercando. Maggie intentaba ver a la vez dos o tres de los puntos de
referencia y su cabeza daba vueltas de un lado a otro continuamente. Los chicos se
miraban entre sí y sonreían. Había sido bastante difícil para ellos, que eran cuatro,
conservar a la vista simultáneamente los puntos de referencia. Mucho más arduo resultaría
para Maggie, sobre todo porque Dick el Sucio no parecía ayudar mucho.
Oían que Maggie daba órdenes tajantes para que el bote se dirigiera hacia un lado o
hacia otro. Luego viraron en dirección a ellos. Dick el Sucio refunfuñó algo a Maggie,
que estaba de espaldas a ellos, y ésta se volvió en redondo, perdiendo de vista las
señales que buscaba.
Su cara se cubrió de ira cuando vio la balsa tan cerca y en el mismo lugar en que
deseaba tener su bote. Asustada y temiendo perder de vista los puntos de referencia, se
volvió otra vez de espaldas y comprobó con afán si la Colina de Tock, la Piedra Alta y
el Campanario se podían ver aún conjuntamente. En tono enfurecido, murmuró algo a
Dick el Sucio y él asintió con cara de pocos amigos.
El bote se acercó más y entonces oyeron a Maggie:
—Me parece que ahora ya puedo verlo. Sí, es un poco más allá, hacia la derecha, por
favor.
—Ahora está viendo la Chimenea —susurró Ana—. Me parece que ya han reunido
todos los puntos de referencia. ¡Oh, el bote se echará encima de nosotros!
¡Y lo hizo! Dick el Sucio remó fuertemente hacia ellos y las olas que el bote
promovía les propinaron una terrorífica sacudida. Ana se hubiese caído al agua si Julián
no se hubiese apresurado a sujetarla.
—¡Mira lo que haces! —gritó el muchacho a Dick el Sucio—. ¡Casi nos vuelcas!
¿Quién te figuras que eres?
—¡Pues apartaos del paso! —vociferó Dick el Sucio.
Tim empezó a ladrar salvajemente y en seguida el bote se apartó de la balsa.
—Hay mucho sitio en este lago —les gritó Julián—. ¿Por qué venís a estorbarnos?
No os hacemos ningún mal.
—Os denunciaremos a la policía —chilló la mujer, con la cara enrojecida por la
cólera—. Habéis cogido una balsa que no os pertenecía, habéis dormido en una casa a la
que no teníais derecho a entrar y nos habéis robado la comida.
—No diga usted tonterías —rechazó Julián, siempre a gritos—. Y no intente de
nuevo volcarnos. Si lo hacen, les enviaré a mi perro. Está deseando echarse sobre
ustedes.
—¡Grrrrr! —Tim mostró su magnífica hilera de fuertes y brillantes dientes blancos.
Dick el Sucio murmuró algo a Maggie en voz baja. Ella se volvió de nuevo y les
llamó.
—Bueno, niños, no hagáis tonterías. Mi amigo y yo hemos venido a este lugar para
pasar un fin de semana tranquilo y no nos resulta agradable encontraros por dondequiera
que vayamos. Marchaos ya de una vez y no os pongáis más en nuestro camino.
Nosotros no os delataremos. Es un buen negocio. Ni siquiera diremos que nos habéis
robado la comida.
—Nos iremos cuando nos parezca —contestó Julián—. Y ningún trato ni negocio
nos hará cambiar de parecer.
A esto siguió un silencio. Luego Maggie habló apresuradamente a Dick y éste asintió
con la cabeza.
—¿Estáis de vacaciones? —les gritó—. ¿Cuándo tenéis que regresar al colegio?
—Mañana —respondió Julián—. Entonces se librarán de nosotros. Pero, entre tanto,
pensamos disfrutar de la balsa tanto como podamos.
De nuevo los otros dos conferenciaron. Entonces Dick el Sucio remó por allí cerca y
Maggie empezó a examinar el fondo del agua. De repente, levantó la cabeza, hizo una
señal a Dick y éste remó de nuevo hacia el final del lago. La pareja no pronunció ni una
palabra más.
—Ya me imagino lo que han decidido hacer —explicó Julián en tono complacido—.
Piensan que nos iremos antes de mañana. Esperarán a que no haya moros en la costa.
Entonces vendrán ellos y podrán recoger el botín y en paz. ¿Os habéis fijado en que
Maggie miraba hacia el fondo para ver donde estaba el bote? Por un momento temí que
viera también nuestra señal: el corcho y la caja. Pero'no la descubrió.
—No sé por qué estás tan satisfecho —protestó Jorgina—. No podremos sacar el
bote y no me gusta la idea de que tengamos que marcharnos mañana y dejar que esa
horrible pareja se lleve el botín. Me imagino que conocerán algún sabio sistema propio
de personas mayores para sacar el bote a flote. Lo harán mañana, en cuanto nosotros nos
hayamos ido.
—No tienes ideas muy brillantes hoy, Jorge —repuso Julián en tanto contemplaba
como el bote se alejaba cada vez más y más—. Les he dicho que mañana ya no
estaríamos aquí con la esperanza de que ellos se sintieran dispuestos a esperar y se
marcharan. De este modo nos dejarán tiempo para sacar el paquete nosotros mismos.
¡Me parece que va a sernos posible!
—Pero, ¿cómo? —exclamaron a la vez tres voces.
—No me parece imprescindible que saquemos el bote a flote. Puesto que sólo
queremos el botín, ¿qué nos impide bajar y obtenerlo? Estoy dispuesto a desnudarme y
bucear hasta el fondo y palpar hasta dar con algún saco, bolso o caja. Si lo hallo, volveré
a la superficie para tomar aire, cogeré un pedazo de cuerda de la balsa y volveré a
descender. Ataré la cuerda a lo que sea y vosotros tiraréis del otro cabo para hacerlo
subir.
—¡Oh, Julián, todo eso me parece muy fácil! Pero, ¿lo es realmente? —preguntó
Ana.
Jorgina y Dick, por su parte, meditaron cuidadosamente lo que Julián acababa de
exponer. La idea de su compañero les impresionaba.
—Es posible que resulte mucho más difícil de lo que parece a primera vista —
confesó Julián mientras se quitaba el jersey-—, pero quiero intentarlo.
Ana tocó el agua. Le pareció extremadamente fría sobre su mano, que estaba
caliente.
—¡Brrrr! Me horrorizaría bucear hasta el fondo en este horrible lago, tan frío y tan
oscuro —dijo—. Me pareces muy valiente, Julián.
—¡No digas bobadas! —la regañó Julián.
Estaba ya dispuesto para hundirse en el agua. Se tiró suavemente al lago, casi sin
levantar salpicaduras. Los otros tres se agarraron al borde de la balsa para contemplarle.
Podían verle hundirse cada vez más en el agua, como una figura fantasmagórica.
Permaneció tanto tiempo en el fondo que Ana comenzó a angustiarse.
—¡No es posible que esté tanto tiempo sin respirar! —gimió—. ¡No es posible!
Pero era posible. Era una estrella de la natación y del buceo en la escuela y esto le
parecía algo muy sencillo. Por fin volvió a la superficie. Jadeaba fuertemente,
intentando recuperarse del largo rato que había permanecido sin respirar. Los otros
esperaban pacientemente. Por fin, su respiración se fue calmando y les sonrió.
—¡Ah, esto va mejor! Bien. ¡Allí está! —anunció en tono de triunfo.
—¿Está allí? —dijeron todos, temblando de emoción—. ¡Oh, Julián!
—Sí. He buceado en línea recta hacia el fondo. Casi he llegado al bote de un solo
impulso. Quizás haya dado un par de brazadas más y allí estaba el pobre viejo bote, que
se está ya descomponiendo. En uno de sus extremos hay un bolso impermeable. Es casi
un saco por su tamaño. He pasado mis manos por encima y, en efecto, es impermeable.
Así es que el botín debe de estar en su interior.
—¿Parecía pesado? —preguntó Dick.
—He tirado de él y no logré moverlo —contestó Julián—. O está fijado a algún sitio
o es que es muy pesado. De todas formas, no podré arrastrarlo yo solo. Volveré a
sumergirme y ataré a él una cuerda. Luego volveré a salir y juntos tiraremos de él y lo
sacaremos a la superficie.
Julián temblaba. Ana recogió su chaqueta y se la tendió para que se secara. Dick
rebuscó por la balsa. Encontró varios cabos de cuerda atados aquí y allá, algunos de
ellos medio podridos. Un trozo corto se hundía en la madera, atando juntas dos tablas de
la balsa.
Pero era corto. Incluso uniendo aquellos cabos, nunca serían suficientes para formar
una cuerda bastante larga.
—Los pedazos de cuerda que tenemos no servirán, Julián —dijo.
Julián se estaba secando y a la vez miraba hacia el extremo del lago, donde se hallaba
situado Dos Arboles. Tenía el entrecejo fruncido. Los otros miraron en la misma
dirección. El bote había llegado a la orilla por aquel lado y había sido izado fuera del
agua. Uno de los dos individuos —los niños no consiguieron distinguir cuál era—
estaba de pie junto a la orilla y el sol hacía relucir algo que él o ella tenían en la mano.
—¿Veis el resplandor? —preguntó Julián—. O Maggie
o Dick el Sucio están utilizando unos prismáticos. Al parecer piensan vigilarnos
mientras estemos aquí, para asegurarse de que por casualidad no descubramos el bote,
me imagino. No pueden adivinar que ya lo hemos localizado. Estoy seguro de que les ha
preocupado ver que yo me he hundido en el agua justamente en el lugar en que está el
bote hundido.
—¡Ah! ¿Conque eso es lo que reluce? —exclamó Jorgina—. ¿Es el reflejo de las
lentes? Sí. Nos están vigilando. ¡Sopla! Esto supondrá un obstáculo para nuestro intento
de sacar el botín. Lo verán y nos esperarán.
—Sí, será mejor que no lo intentemos —decidió Julián—. De todas formas, tal como
dice Dick, no tenemos suficiente cuerda. Hemos de ir a buscarla al cobertizo.
—Pero ¿cuándo piensas que podremos obtener el saco que está en el bote hundido?
—preguntó Dick—. Mantendrán sus anteojos fijos en nosotros, aunque nos vayamos de
aquí de momento y regresemos después.
—Hay una sola ocasión en que podemos hacerlo sin que nos miren con sus anteojos
—dijo Julián, empezando a vestirse con gran rapidez—. Será esta noche. ¡Lo haremos
esta noche! ¡A fe mía, qué aventura!
—¿Por qué no lo dejamos? —suplicó Ana con un tenue hilo de voz.
—Habrá luna —dijo Jorgina con gran excitación.
—¡Es una idea aplastante! —exclamó Dick dando un gran golpe en la espalda a
Julián—. Regresemos ahora a fin de que no sospechen, y planeemos las cosas para esta
noche. Y será mejor que les vigilemos, no vaya a ser que se les ocurra navegar hasta
aquí esta tarde.
—No lo harán —replicó Julián—. No querrán correr el riesgo de que descubramos lo
que están haciendo. Es seguro que esperarán a que nos hayamos ido.
—¡Y a que el botín se haya ido también! —añadió Jorgina riendo—. Espero que esos
malvados no hayan ido a quitarnos la comida de nuevo.
—La he escondido en las bodegas que hay por debajo de nuestra habitación y he
cerrado la puerta que conduce a ella. Aquí tengo la llave —Julián sonrió con
satisfacción y les mostró una gran llave.
—¡Y no nos lo habías dicho! —se exaltó Jorgina—. ¡Julián, eres genial! ¿Cómo te
las arreglas para pensar en cosas como éstas?
—Pues, ¡es que soy muy inteligente! —contestó Julián con aspecto de modestia.
Luego se echó" a reír—. Vamonos ya. Si no me caliento inmediatamente, me entrará un
temblor muy fuerte.


CAPÍTULO XX
AL CLARO DE LUNA
Remaron velozmente, alejándose de aquel lugar. Dick se volvió para echar un último
vistazo al corcho y a la caja que seguían allí balanceándose suavemente en el agua y
señalaban el lugar en que se había hundido el bote.
—Será desesperante si esta noche hay nubes y no sale la luna —comentó Jorgina
mientras remaban—. No veríamos la Colina de Tock, la Piedra Alta, ni todo lo demás.
Incluso sería posible que nos pasáramos horas y horas en la oscuridad, sin poder
encontrar la marca de la caja y el corcho.
—No te adelantes a los acontecimientos —le recomendó Dick.
—No lo hago —contestó Jorgina—. Me limitaba a desear que no ocurriera eso.
—No ocurrirá —respondió Julián, mirando hacia el cielo—. El tiempo vuelve a ser
bueno.
Tan pronto como Maggie vio que los niños regresaban, desapareció en el interior de
la tienda, juntamente con Dick el Sucio. Julián sonrió.
—Habrán suspirado aliviados y han entrado a tomar un bocado. Yo también me
comería uno con mucho gusto.
Todos se sintieron identificados con él. Remar suponía un trabajo muy duro y el aire
del lago era fino y estimulante, como para abrir el apetito a cualquiera.
Empujaron la balsa hacia el lugar en que solían ocultarla. Luego se dirigieron a la
casa. Descendieron a la bodega. Tim gruñó y olfateó por todas partes.
—Juraría que Maggie y Dick el Sucio han estado por aquí curioseando —dijo
Jorgina—. Sin duda, buscaban su pastel de cerdo y la mermelada. Has tenido una buena
idea al esconderlo, Julián.
Julián abrió la puerta que conducía a la bodega interior y trajo la comida.
—Un gran sapo la estaba examinando con gran interés —dijo mientras depositaba las
cosas—. También Tim miraba al sapo con el mismo interés.
Salieron a comer fuera, a la luz del sol, y esto les gustó mucho.
Habían terminado ya la naranjada y bebieron agua clara y fresca, que sacaron del
pozo.
—¿Sabéis que son ya las tres menos cuarto? —dijo Julián, extrañado—. ¡Cómo ha
pasado el tiempo! Dentro de un par de horas, poco más o menos, empezará a oscurecer.
Dejadme pensar... La luna estará en el cielo alrededor de las once. Entonces será el
momento oportuno.
—¡Por favor, no vayamos! —repitió Ana su ruego.
Julián la rodeó con un brazo.
—Ana, sabes que no es eso lo que deseas. Sabes muy bien que disfrutarás cuando
llegue el momento. No podrías soportar que te excluyéramos. ¿Crees que eso te
gustaría?
—No, me parece que no —capituló Ana—. Pero temo a Maggie y a Dick el Sucio.
—¡También nosotros! —asintió Julián con animación—. Pero hemos de derrotarlos
en el juego. Estamos del lado de la ley y vale la pena correr un cierto riesgo para
conseguirlo. Veamos, quizá sea mejor que vigilemos un poco a esa pareja hasta que se
haga de noche, no vaya a ser que intenten hacer alguna jugarreta. Luego echaremos una
siestecita, si podemos, para estar bien despiertos por la noche.
—¡Miradlos! —exclamó Ana.
Mientras hablaban, Maggie y su compañero habían salido de la tienda. Cambiaron
entre sí unas palabras y luego anduvieron hacia el terreno pantanoso.
—Me imagino que estarán dando su caminata habitual —aventuró Dick—. Juguemos
un poco al criquet. Aquí hay un bastón que puede servirnos de palo y yo llevo una
pelota en mi mochila.
—Es una buena idea —corroboró Julián—. Siento un poco de frío a causa del baño.
¡Brrrr! ¡Qué fría estaba el agua! No me entusiasma en absoluto la idea de zambullirme
en ella esta noche.
—Lo haré yo —propuso Dick en el acto—. Esta noche me toca a mí.
—No. Yo con exactitud dónde se encuentra el botín. Yo tengo que bajar por
fuerza. Pero tú puedes bajar también y ayudarme a atar la cuerda.
—De acuerdo. Empiezo a jugar yo.
Se divirtieron mucho con el juego. El sol descendía lentamente y, por fin,
desapareció por completo. En el cielo apareció una nube y la oscuridad vino muy
rápidamente. Jorgina miró hacia arriba con inquietud.
—No pasa nada —la tranquilizó Julián—. Ya aclarará. ¡No te preocupes!
Antes de regresar a la casa, Julián y Dick se deslizaron dentro del cobertizo de las
barcas para recoger el pedazo de cuerda que necesitarían por la noche. Lo hallaron con
facilidad y regresaron muy satisfechos. Era una cuerda gruesa y fuerte y solamente se
veía rozada en un lugar.
En cuanto al tiempo, Julián tuvo razón. Al cabo de una hora, el cielo se vio limpio de
nubes y las estrellas quedaron al descubierto. ¡Todo iba bien!
Julián apostó a Titn en la puerta. Luego él y los demás entraron en la bodega y
encendieron un par de velas. Todos se acostaron en sus lechos de hojarasca.
—No podré dormir —se quejó Ana—. Estoy demasiado excitada.
—Pues no duermas —le contestó Dick—. Descansa un poco y despiértanos cuando
sea la hora.
Ana fue la única en no quedarse dormida. Permaneció desvelada, pensando en
aquella nueva aventura. Algunos niños siempre tienen aventuras y otros no las tienen
nunca. Ana pensaba que debía de ser mucho más agradable "leer" las aventuras que
sufrirlas. Pero, sin duda alguna, los que sólo las leen estarán deseando vivirlas por sí
mismos. Todo aquello era muy complicado.
Ana despertó a los otros a las once menos diez. Primero sacudió a Jorgina y luego a
los chicos. Todos dormían tan a gusto que fue difícil despabilarlos.
Mas pronto se encontraron levantados y empezaron a cuchillear entre sí. "¿Dónde
está la cuerda?" "Aquí está." "Mejor será que nos pongamos las chaquetas y las mantas.
En el lago debe de hacer mucho frío." "¿Estáis todos preparados? En marcha, que no se
oiga ni el más leve ruido."
Tim había descendido a la bodega en cuanto les oyó moverse. Sabía que no debía
hacer ruido, así que no dejó escapar ni el más pequeño ladrido. Estaba entusiasmado al
ver que salían de noche.
La luna ya se había levantado y, aunque no era llena, lucía con gran claridad. Por el
cielo corrían pequeñas nubes y, de cuando en cuando, la luna se ocultaba detrás de una
de ellas y el mundo se volvía muy oscuro. Pero esto duraba tan sólo uno o dos minutos,
y luego aparecía de nuevo, tan brillante como siempre.
—¿Veis a los otros por alguna parte? —susurró Dick. Julián se detuvo en la puerta y
miró hacia la tienda. No. Todo estaba tranquilo. De todas formas, sería preferible que se
deslizaran por detrás de la casa y se mantuvieran en la sombra.
—No debemos correr el riesgo de que nos descubran ahora —murmuró Julián. Y a
continuación les dio estas ordenes—: Hagáis lo que hagáis, quedaos siempre fuera de
la luz de la luna. Y vigila que Tim no se separe de tus talones, Jorge.
Manteniéndose siempre en las sombras, los Cinco se acercaron cautelosamente a la
orilla del lago. El agua relucía a la luz de la luna y trazaba un brillante sendero sobre el
lago, que era hermoso de veras. El resto de él era muy oscuro y silencioso.
Ana hubiese deseado que tuviera alguna clase de sonido, aunque fuera tan sólo el
chapoteo de las olas sobre la orilla. Pero no se oía el menor ruido.
Bajaron la balsa y depositaron sobre ella el cabo de cuerda. Después montaron todos.
Era agradable el suave balanceo con que se mecía, mientras ellos remaban hacia el
centro del lago.
¡Había comenzado la aventura!
Tim estaba muy nervioso. Lamía primero a uno y luego a otro. Le gustaba salir de
noche. La luna brillaba sobre el pequeño grupo, plateando las pequeñas olas que el
balanceo de la balsa producía,
—¡Es una noche magnífica! —exclamó Ana, mirando hacia los silenciosos árboles
que rodeaban la orilla—. Este lugar es muy tranquilo y pacífico.
Un buho chilló muy alto desde los árboles y Ana dio un violento brinco.
—Bueno, no hagas que todos los buhos se pongan a chillar al hablar de que esto está
tranquilo —se burló Julián—. De todas formas, estoy de acuerdo en eso de que la noche
es magnífica. Este lago es tranquilo y parece un espejo. Me gustaría saber si alguna vez
hay en él oleaje. ¿Creéis que sigue así incluso cuando hay tormenta?
—Es un lago extraño —repuso Dick—. Cuidado, Tim, esa oreja es mía. No vayas a
desgastármela de tanto lamerla. ¿Hay alguien que esté al tanto de los cuatro puntos de
referencia?
—Más o menos sabemos hacia dónde hemos de dirigir la balsa —contestó Julián—.
Iremos en esa dirección y
luego buscaremos los puntos de referencia. De momento, estoy seguro de que vamos
por buen camino.
Y en efecto, lo iban. Pronto Jorgina descubrió la Piedra Alta y luego se divisó la
Colina de Tock. No tardó mucho en verse también el Campanario, que relucía a la luz
de la luna.
—Juraría que Nailer escondió su botín en una noche de luna—dijo Julián—. Los
puntos de referencia se ven claramente, incluso Piedra Alta. Me gustaría llegar a saber
algún día lo que es. Parece un puntero de piedra levantado en memoria de alguien o de
algo.
—Ahí está también la Chimenea —intervino Ana—.. Ya lo tenemos todo. Debemos
de estar cerca del lugar que hemos señalado.
—¡Sí que estamos! —corroboró Dick señalando una cosa oscura que se balanceaba
allí cerca—. La caja y el corcho. ¡Somos de lo más listo! Admiro a los Cinco con toda
mi alma.
—Desnúdate ya, Dick —ordenó Julián—. Pongámonos al trabajo inmediatamente.
¡Brrr! ¡Qué frío hace!
Los dos chicos se desnudaron rápidamente y apilaron sus ropas en medio de la balsa.
—Vigílalas, Ana —recomendó Julián—. ¿Tienes la cuerda, Dick? Pues
sumerjámonos ya. No se ve el bote, y el agua está muy oscura, pero, por lo menos,
sabemos que está justo por debajo del corcho y de la caja.
Los chicos se zambulleron uno después del otro. ¡Puff! ¡Puff! Ambos buceaban muy
bien. La balsa se movió violentamente cuando ellos se zambulleron y Tim por poco se
cae al agua.
Julián buceó el primero. Abrió los ojos dentro del agua y divisó el bote hundido,
justo por debajo de( él. Con dos fuertes brazadas lo alcanzó y tocó la bolsa
impermeable. En seguida llegó Dick a su lado con la cuerda en las manos. Los chicos la
enroscaron fuertemente alrededor de la parte superior de la bolsa.
Antes de poder acabar su trabajo tuvieron que salir a la superficie para respirar. Dick
no podía contener su respiración bajo el agua tanto tiempo como Julián y salió el
primero, respirando con dificultad. Luego emergió Julián y la noche se llenó del ruido
de la fuerte y penosa respiración de los dos muchachos.
Las niñas sabían que no debían preguntar nada en aquel momento. Aguardaron con
ansiedad hasta que la respiración de los muchachos se tornó más fácil. Julián les sonrió.
—¡Todo va bien! —les anunció—. ¡Nos hundimos de nuevo!

CAPÍTULO XXI
¡CONSIGUEN LA BOLSA!
Los chicos volvieron a sumergirse y de nuevo la balsa se balanceó con violencia. Las
niñas miraron con ansiedad por encima del borde, esperando a que ellos regresaran.
Julián y Dick llegaron junto al bote hundido en cosa de uno o dos segundos. Acabada
la tarea de atar la cuerda a la bolsa impermeable, Julián dio un fuerte tirón, con la esperanza
de liberarla, si es que estaba muy fijada al bote. Cogió el resto de la cuerda en
sus manos para llevarla hacia la superficie.
Los dos chicos emergieron junto a la balsa y salieron del agua, respirando con fuerza.
Subieron a bordo.
Esperaron cosa de un minuto para que su respiración se calmara y, luego, Dick y
Julián tiraron a la vez de la cuerda. Las niñas les observaban y sus corazones latían
rápidamente. ¡Aquello era la prueba definitiva! ¿Saldría la bolsa impermeable, o no?
Los chicos tiraban enérgicamente, pero sin dar sacudidas. La balsa se inclinó y Ana
hubo de sujetar la pila de ropa que estaba en medio. Dick se cayó de nuevo al agua.
Volvió a subir temblando.
—Tenemos que tirar con más suavidad —dijo—. Me ha parecido sentir que la bolsa
cedía un poco, ¿a ti no?
Julián asintió con la cabeza. Temblaba de frío, pero sus ojos relucían de excitación.
Ana puso una toalla sobre sus hombros y otra sobre los de Dick.¡Ellos ni lo notaron!
—Va, tiremos otra vez —dijo Julián—. Hazlo despacio, despacio, ¡despacio! ¡Ya
sube! ¡Caramba, sube de veras! ¡Tira, Dick, tira!
Cuando la pesada bolsa salió al extremo de la cuerda, la balsa volvió a inclinarse y
los niños se retiraron apresuradamente hacia el otro lado de ella, temiendo ir todos a
parar al agua. Tim empezó a ladrar, excitado.
—¡Calla, Tim! —ordenó Jorgina en voz baja.
Sabía muy bien que el sonido se propaga muy fácilmente sobre el agua y temía que
la pareja que estaba en la tienda le oyera.
—¡Ya sube, ya está aquí, mirad, ya toca la superficie! —exclamó Ana—. ¡Un tirón
más, muchachos! : Pero era imposible subir a bordo la pesada bolsa sin poner en peligro
la balsa. Por más que procuraron hacerlo con cuidado, las niñas quedaron,
completamente mojadas, porque el agua salpicó toda la balsa, que brincaba y se
balanceaba locamente.
—¿Sabéis qué haremos? Remaremos hasta la orilla y arrastraremos el saco detrás de
nosotros —decidió por fin Julián—. Si nos empeñamos en subirla a bordo, volcaremos
la balsa. Vístete de nuevo, Dick. Cuando lleguemos, volveremos a la vieja casa y allí
abriremos la bolsa. Ahora tengo tanto frío que mis dedos se han entumecido.
Los chicos se vistieron tan rápidamente como les fue posible, Temblaban y les
resultó muy agradable ponerse a remar con fuerza para llevar la balsa hasta la orilla.
Pronto sintieron un agradable calor correr por todo su cuerpo y, al cabo de diez minutos,
el temblor había cesado. Estaban muy satisfechos de sí mismos.
Miraban al gran objeto que les seguía a ras de la superficie. ¿Qué habría dentro de la
bolsa? La excitación se apoderó nuevamente de todos ellos y los remos batían el agua a
gran velocidad, porque los cuatro se esforzaban en regresar lo más rápidamente posible.
También Tim sentía la excitación general y meneaba su largo rabo sin cesar.
Permanecía de pie en medio de la balsa, vigilando aquel objeto que se movía detrás
de ellos.
Por fin llegaron a la orilla del lago y, haciendo tan poco ruido como les fue posible,
escondieron la balsa junto a la mata de costumbre. No querían dejarla abandonada junto
a la orilla, no fuese caso de que Maggie y Dick el Sucio descubrieran que había sido
usada de nuevo.
Dick y Julián arrastraron la bolsa impermeable hasta fuera del agua. La llevaban
entre los dos, mientras se dirigían con precaución hacia la casa. Ésta tenía un aspecto
miserable y grotesco, con su tejado quemado y sin ventanas ni puertas, pero los niños no
se daban cuenta de ello porque estaban demasiado excitados.
Avanzaron lentamente por el camino hacia los quebrados muros, y sus pies no hacían
el menor ruido al pisar sobre la hierba suave y húmeda. Llegaron hasta la entrada y
arrastraron el fardo hacia el interior de la cocina.
—Id a encender las velas de la bodega —ordenó Julián a Jorgina—. Quiero
asegurarme de que esa pareja no anda por aquí fisgoneando.
Jorgina y Ana descendieron para encender las velas, iluminando los escalones con la
luz de sus linternas. Julián y Dick se quedaron en la entrada mirando el claro de la luna
y escuchando atentamente. No se oía n¿ el más leve sonido, no se movía ni una sombra.
Dejaron a Tim de guardián y arrastraron su pesado fardo a través del enlosado de la
cocina. Lo hicieron rodar por los escalones que conducían a la bodega y por ultimo lo
tuvieron delante de ellos, dispuesto para ser abierto.
Los dedos de Julián intentaron deshacer los nudos. Pero Jorgina no podía soportar
por más tiempo la espera. Tendió a Julián su cortaplumas.
—¡Por Dios! No nos hagas esperar más, ¡corta la cuerda! —pidió—. No puedo
esperar ni un momento más.
Julián sonrió. Cortó la cuerda y luego miró cómo podía desenvolver la tela
impermeable.
—Ya lo veo —dijo—. El botín ha sido enrollado varias veces en la tela y luego han
hecho con la misma tela una especie de nudo. Esto habrá servido para conservar las
cosas completamente secas.
—¡Acaba ya! —gritó Jorgina—. Si no, lo haré yo de cualquier manera.
Julián cortó las recias tiras que cerraban el paquete y empezaron a deshacerlo.
Parecía que los metros de tela impermeable no iban a acabarse nunca.
Mas al fin aparecieron en medio de los montones de tela impermeable gran cantidad
de pequeñas cajas. Eran estuches recubiertos de piel que todo el mundo reconoció como
los que se emplean para guardar joyas.
—¡Así, pues, son joyas! —dijo Ana, y abrió una caja.
Un precioso collar relucía sobre el terciopelo negro. A la luz de las velas, brillaba y
lanzaba destellos como si fuera de fuego. Incluso los dos chicos quedaron mudos de
admiración. ¡Pero si aquello era digno de una reina!
—Este debe de ser el magnífico collar que fue robado a la reina de Fallonia —dijo
Jorgina por fin—. Lo vi retratado en los periódicos. ¡Qué diamantes!
—¡Oooh! ¿Esto son diamantes? —exclamó Ana en éxtasis—. Oh, Julián, ¿cuánto
valdrán? Más de un millón de pesetas, ¿no crees?
—Es más verosímil que sean diez millones de pesetas, Ana —respondió Julián con
seriedad—. No me maravilla que Nailer escondiera con tanto cuidado este botín y
eligiera un lugar tan ingenioso. Tampoco me extraña que Maggie y Dick el Sucio estén
deseando hallarlo. Veamos qué más hay.
Cada caja contenía piedras preciosas de una u otra clase: brazaletes de zafiros, anillos
con rubíes o diamantes, un extraño y precioso collar de ópalos y pendientes con unos
diamantes tan grandes que Ana estaba segura que nadie podría soportar su peso en las
orejas.
—Nunca me atrevería a lucir joyas como estas —comentó—. Siempre estaría
temiendo que me fueran robadas. ¿Todo pertenece a la reina de Fallonia?
—No. Algunas cosas eran de una princesa que había ido a visitarla —contestó
Julián—. Estas joyas son dignas del rescate de un rey. No me gusta la idea de tenerías a
mi cargo aunque sea por poco tiempo.
—Pues es mejor que las tengamos nosotros que Maggie o Dick el Sucio —adujo
Jorgina. Sostenía un collar de diamantes en sus manos y dejaba rodar las piedras entre
sus dedos. ¡Como brillaban! Nadie hubiese podido imaginar que habían permanecido en
el fondo de un lago durante un año o más.
—Veamos —dijo Julián, sentándose en el borde de la mesa—. Tenemos que volver
al colegio mañana por la tarde. Mañana es martes. ¿O es que estamos ya a martes? Ya
debe de ser más de medianoche. ¡Claro que lo es! Son casi las dos y media. ¿Verdad
que parece imposible?
—A mí ya nada me parece imposible —replicó Ana, mientras sus ojos parpadeaban
al mirar los tesoros extendidos sobre la mesa.
—Lo mejor será que mañana por la mañana nos pongamos en marcha muy temprano
—resolvió Julián—. Hemos de entregar estas cosas a la policía.
—¡Pero no será a aquel policía que vimos el otro día! —protestó Jorgina, alarmada.
—Claro que no. Me parece que lo mejor sería que llamásemos al amable señor
Gastón y que le dijéramos que tenemos importantes noticias para la policía. A ver qué
puesto de policía nos aconseja él —opinó Julián—. Es posible que incluso nos preste un
coche, a fin de que no tengamos que ir en autobús con todo eso. No me apetece en
absoluto pasearme con este tesoro a cuestas.
—¿Será necesario que nos llevemos todas estas cajas?
—No. Eso significaría buscarnos complicaciones si alguien se diera cuenta —dijo
Julián—. Me temo que tendremos que empaquetar las joyas en nuestros pañuelos y
meterlas en el fondo de nuestras mochilas. Dejaíemos aquí las cajas. Después, la policía
podrá recogerlas si le interesa..
Se decidió por fin hacerlo así. Los cuatro se repartieron las relucientes joyas y las
envolvieron en sus respectivos; pañuelos. Luego hundieron los pañuelos en sus
mochilas.
—Será mejor que las utilicemos como almohadas —propuso Dick—. Así estarán
seguras.
—-Pero, ¡qué dices! ¡Estas mochilas tan rugosas e incómodas! —se horrorizó Ana—.
Además, ¿por qué? ¿No está Tim dé guardia? Yo pondré la mía junto a mí, debajo de la
manta, pero no pienso apoyar en ella mi cabeza.
Dick se echó a reír.
—Está bien, Ana. Tim no dejará entrar a ningún ladrón. Estoy seguro de eso. Y, tal
como hemos dicho, nos iremos mañana muy temprano, ¿verdad, Julián?
—Sí. Tan pronto como nos despertemos. No tendremos gran cosa para comer.
Quedan solamente algunas galletas y un pedazo de chocolate.
—No me importa —dijo Ana—. En este momento estoy taiv emocionada, que me
parece que nunca más necesitaré comer.
—Mañana habrás cambiado de opinión —se rió Julián—. Y, ahora, ¡todos a la cama!
Se tumbaron en sus lechos de hojarasca. Estaban contentos y emocionados. ¡Qué fin
de semana! Y todo porque Dick y Ana se. habían extraviado y Dick, gracias a su equivocación,
había dormido en un cobertizo.
—¡Buenas noches! —dijo Julián bostezando— Me siento muy, muy rico, más rico
de lo que seré jamás en mi, vida. Bueno. ¡Voy a disfrutar de este sentimiento mientras
pueda!


CAPTULO XXII
UN EMOCIONANTE FINAL
Se despertaron al oír ladrar a Tim. Ya era de día. Julián subió velozmente las
escaleras para ver qué ocurría. Vio que Maggie rondaba por allí cerca.
—¿Por qué tenéis un perro tan fiero? —le gritó—. He venido para ver si queríais
algo de comida para llevaros. Si lo deseáis os podemos dar algo.
—Se muestra usted demasiado amable, así, de repente —contestó Julián.
¡Qué impaciente estaba Maggie por verlos alejarse! Incluso era capaz de ofrecerles
comida para liberarse pronto de ellos. Pero Julián no quería aceptar comida de Maggie
ni de Dick el Sucio.
—¿Queréis que os demos algo? —repitió la mujer.
No acababa de comprender a Julián. Le parecía un niño y, sin embargo, su manera de
obrar no era nada infantil.
—No, muchas gracias —denegó Julián—. Nos marchamos ahora mismo. Debemos
estar de vuelta en el colegio hoy mismo.
—Entonces será mejor que os apresuréis —le recomendó la mujer—. Va a llover.
Julián le dio la espalda sonriendo. No iba a llover, pero Maggie era capaz de decir
cualquier cosa con tal que se marcharan más de prisa. Casualmente, eso también era lo
que Julián deseaba: ¡marcharse lo antes posible!
Al cabo de diez minutos, los niños estaban dispuestos para la marcha. Cada uno
había colgado a su espalda su mochila y en su pañuelo llevaba joyas por valor de
muchos miles de pesetas. ¡Qué cosa más extraordinaria!
—Será un agradable paseo a través de los páramos —dijo Ana cuando se
marchaban—. Me entran ganas de cantar, ahora que todo se ha resuelto tan bien. Lo
único que siento es que nadie nos creerá cuando Jorge o yo contemos en el colegio lo
que nos ha pasado.
—Seguramente nos pondrán como tema de redacción: "¿Qué han hecho ustedes
durante sus vacaciones?" —suspiró Jorgina—. Y cuando la señorita Peters lea la
nuestra, dirá: "Está bien escrito, pero muy rebuscado, ¿no les parece?"
Todos se rieron. Tim miraba a un lado y a otro, con la lengua colgando y la expresión
que Jorgina llamaba de "cara sonriente". De repente, su "sonrisa" se desvaneció y
empezó a ladrar con gran furia, mirando hacia el camino que dejaban atrás.
—¡Vaya! ¡Son Maggie y Dick el Sucio que vienen corriendo como unas furias! —
exclamó Dick—. ¿Qué les ocurre ahora? ¿Es que sienten que nos hayamos ido y desean
que regresemos?
—Pretenden cortarnos el paso —contestó Julián—. Fijaos, han dejado el camino y
van por un atajo para intentar cerrarnos el paso. Por aquí hay mucho terreno pantanoso,
así es que no podemos salir del camino ¡Qué idiotas son! A menos que conozcan bien
esta parte del pantano por donde se meten.
Maggie y Dick el Sucio voceaban y hacían gestos enfurecidos. Dick el Sucio saltaba
de mata en mata como si fuera una cabra.
—Parece que se han vuelto completamente locos —dijo Ana, que, de pronto, se
sintió invadida por el pánico—. ¿Qué les ocurre?
—¡Ya lo sé! —dijo Jorgina—. Han entrado en nuestra bodega y han encontrado la
tela impermeable y las cajas vacías. ¡Han descubierto que nos llevamos el botín!
—¡Claro! —asintió Julián—. Teníamos que haber escondido las cajas en las bodegas
inferiores. No me extraña que estén furiosos. Han perdido una fortuna por causa nuestra.
—Pero, ¿qué creen que pueden hacer ahora? —preguntó Dick—. Tenemos a Tim,
que se lanzará sobre ellos si se acercan. Aunque Dick el Sucio parece suficientemente
furioso como para luchar incluso contra Tim. Me parece que se ha vuelto loco.
—También a mí me lo parece —corroboró Julián, asustado por los gritos y el
comportamiento enloquecido de aquel hombre.
Miró a Ana, que había palidecido. Julián estaba seguro de que Tim se lanzaría sobre
Dick el Sucio y lo haría caer, y no quería que Ana presenciase la lucha feroz entre el
perro y el hombre. No había duda de que Dick el Sucio estaba fuera de sí a causa de la
rabia y el desengaño.
Tim empezó a ladrar fieramente. Gruñía y tenía un aspecto muy salvaje. Se daba
cuenta de que el hombre estaba dispuesto a luchar con cualquiera. Bien. ¡A Tim no le
importaba!
—Apresurémonos —urgió Julián a sus compañeros—. Sin embargo, no cogeremos
ningún atajo. Seguiremos por el camino; Maggie ya ha tropezado con dificultades.
Era verdad. Se estaba hundiendo hasta los tobillos en el terreno pantanoso y gritaba a
Dick el Sucio que le ayudara. Mas éste estaba demasiado decidido a atrapar a los niños.
De súbito, también él empezó a hundirse. El fango le cubrió rápidamente hasta las
rodillas. Intentó salir de allí y alcanzar alguna mata donde agarrarse, pero le falló el pie
y volvió a caer. Lanzó un grito angustiado.
—¡Ay! ¡Me he roto el tobillo! ¡Maggie, date prisa, ven a ayudarme!
Pero Maggie tenía sus propias dificultades y no le hizo caso. Los niños se detuvieron
y miraron a Dick el Sucio, Se había sentado en una mata y se daba masaje al pie. Incluso
desde donde se encontraban los niños se podía ver que estaba pálido como un muerto.
Con toda seguridad, se había hecho mucho daño en el tobillo,
—¿Debemos ayudarle? —preguntó Ana,temblando.
—¡Eso sí que no! —contestó Julián—. Puede ser que esté fingiendo, a pesar de que
creo que no. De todas formas, la caza ya está concluida. Y si, como creo, Dick el Sucio
se ha roto el tobillo, no podrá alejarse mucho del, pantano, ni tampoco Maggie por lo
que veo, porque ya vuelve a hundirse. ¡Mirad! Me parece que a la policía les resultara
muy fácil pescar a esta pareja de indeseables cuando vengan por aquí en su busca.
—Los encontrarán enfangados en el pantano —asintió Dick—.Personalmente, no lo
siento por ninguno de los, dos. Son mala gente.
Prosiguieron su camino. Tim estaba muy triste porque a fin de cuentas no había
podido luchar con Dick el Sucio. Se encaminaron hacia Reebles. Tardaron casi dos
horas en cubrir la distancia que los separaba del pueblo.
—Iremos a Correos y desde allí llamaremos a. la policía —dijo Julián.
El viejo se alegró de verlos de nuevo.
—¿Lo habéis pasado bien? —preguntó—.¿Habéis hallado Dos Arboles?
Julián le dejó hablando con los demás y él fue a mirar el número de teléfono del
señor Gastón. Lo encontró y, con la esperanza de que él se prestase a ayudarlos, le
llamó.
El señor Gastón en persona contestó a la llamada.
—¿Diga? ¿Quién es? ¡Ah!, sí, ya me acuerdo. ¿Deseáis que os ayude? Está bien,
¿qué puedo hacer por vosotros?
Julián se lo dijo. El señor Gastón le escuchaba sin poder dar crédito a lo que oía.
Pero, ¿qué dices? ¿Que habéis encontrado las joyas de Fallonia? ¡No puedo
creerlo! ¿Que ahora las tenéis en las mochilas, dices? ¡Cielo santo! No os estaréis
burlando de mí ¿verdad?
Julián le aseguró que no lo hacia. El señor Gastón no alcanzaba a convencerse.
—¡Está bien, está bien! Claro que os pondré en comunicación con la policía. Será
mejor que vayamos a Gathecombe. Conozco al inspector de allí. Es buena persona.
¿Dónde estáis ahora? Sí, sí, ya lo conozco. Esperadme. Voy a buscaros en mi coche.
Estaré ahí dentro de media hora.
Colgó, y Julián fue a reunirse con los demás, muy satisfecho de que se le hubiese
ocurrido ponerse en relación con el señor Gastón. Había personas mayores que eran
muy decentes y sabían lo que debía hacerse en cada ocasión. Sus compañeros también
se alegraron mucho cuando les contó cómo estaban las cosas.
—Bien, debo decir que, a pesar de que es agradable que nos ocurran aventuras,
también produce una sensación de bienestar y de tranquilidad cuando los mayores se
hacen responsables de las consecuencias —dijo Jorgina—. Ahora sólo quiero una cosa:
¡el desayuno!
—Será mejor que hagamos a la vez un desayuno comida —opinó Julián—. Es ya
muy tarde.
—Sí, sí, hagamos un desayuno comida—sie entusiasmó Ana—. Eso me gusta.
Por lo tanto, comieron abundantemente bocadillos, pasteles y bizcochos, que
compraron en una pequeña tienda que había allí cerca. En el momento en que acababan
llegó el señor Gastón en un gran coche.
Los cuatro niños le sonrieron con deleite. Julián le presentó a Ana y a Dick. Tim
estaba muy emocionado de volver a verle y, con gran corrección, le ofreció la pata, que
el señor Gastón sacudió de buen grado.
—Vuestro perro es muy educado —comentó al tiempo que ponía en marcha el
motor.
Arrancaron a toda velocidad, y Tim sacaba la cabeza por la ventanilla, tal como hacía
siempre.
Mientras el coche avanzaba, los niños le relataron su extraordinario cuento. El señor
Gastón estaba admirado de lo que aquellos niños habían sido capaces de hacer.
—¡Sois unos chicos muy valientes! —repetía de cuando en cuando—. ¡Me gustaría
que fuerais mis hijos!
Llegaron al puesto de policía. El señor Gastón había avisado ya al inspector su
llegada y éste ya les estaba esperando.
—Pasen ustedes a mi despacho particular —les invitó—. Y ahora, en primer lugar,
¿dónde están esas joyas? ¿Es cierto que las lleváis encima? Dejad que las vea antes de
contarme la historia.
Los niños desataron sus mochilas y sacaron del interior sus pañuelos. Al abrirlos, las
relucientes y centelleantes joyas quedaron en el centro de la mesa.
El inspector lanzó un silbido y miró al señor Gastón. Cogió el collar de diamantes.
—¡Es cierto! ¡Las han encontrado! —exclamó—. Son las joyas que tanto hemos
buscado. ¡Y pensar que la policía ha rebuscado por todas partes durante meses y meses!
¿Dónde las habéis encontrado, pequeños?
—Es una historia muy larga —dijo Julián. Y empezó a relatarla. La contó muy bien,
ayudado por los demás cuando se le olvidaba algo. El señor Gastón y el inspector le
escuchaban tremendamente asombrados. Cuando Julián llegó a la parte en que habían
dejado a Dick el Sucio y a Maggie intentando salir del pantano, el inspector le
interrumpió.
—¡Un momento! ¿Creéis que aún estarán allí? ¿Sí? Está muy bien. Permitidme un
minuto.
Tocó un timbre y en seguida se presentó un agente.
—Diga usted a Johns que coja el coche con sus tres hombres y que se dirija a los
pantanos verdes, cerca de Agua Triste —ordenó el inspector—. Han de apresar a dos
personas que hallarán medio hundidas en el fango: un hombre y una mujer. Se trata de
nuestros viejos amigos Dick el Sucio y Maggie Martin. ¡Han de ir a toda velocidad!
El agente desapareció en el acto. Ana se sintió muy aliviada. Aquella terrible pareja
quedaría custodiada en lugar seguro durante algún tiempo. Y durante este tiempo, ella
podría olvidarlos. ¡Qué alivio! A la niña no le gustaban en absoluto.
Julián acabó de narrar su historia. El inspector miraba el sucio y desaliñado grupo
que formaban los niños. Les tendió la mano.
—¡Chocadla! —dijo—. Quiero estrecharos la mano a todos. Sois la clase de
muchachos que necesitamos en este país: valientes, razonables y responsables, que
utilizan su inteligencia y que no se desalientan. Me satisface conoceros.
Todos le dieron la mano con solemnidad. También Tim le tendió la pata y el
inspector se la estrechó sonriente.
—Y, ahora, ¿qué pensáis hacer? —preguntó el señor Gastón levantándose.
—Pues debemos estar en el colegio hacia las tres —respondió Julián—, aunque
supongo que no podemos presentarnos con este aspecto. Nos la cargaríamos. ¿Hay por
aquí algún hotel donde bañarnos y arreglarnos un poco?
—Lo podéis hacer aquí mismo —contestó el inspector—. Y, si lo deseáis, yo mismo
puedo conduciros hasta la escuela en el coche de la policía. Nunca haremos demasiado
por los que han hallado las joyas de Fallonia y las han traído hasta aquí en sus mochilas.
¡Benditos seáis! ¡Casi no puedo creerlo!
El señor Gastón se despidió de ellos y se marchó asegurándoles que estaba muy
satisfecho de haberlos conocido.
—¡Y no te metas nunca más en la madriguera de un conejo! —recomendó a Tim, que
se despedía de él con alegres ladridos.
Se lavaron de pies a cabeza. Encontraron que sus ropas habían sido cepilladas y
planchadas y se sintieron muy agradecidos. Se cepillaron también el pelo y, cuando
volvieron a entrar en el despacho particular del inspector, tenían un aspecto muy aseado
y limpio. Allí encontraron a un hombre que inspeccionaba cuidadosamente las joyas y
las iba clasificando, antes de guardarlas en unas cajas.
—Os interesará saber que ya hemos prendido a vuestra famosa pareja —les dijo el
inspector—. El hombre se había roto el tobillo y no podía dar ni un paso. En cuanto a la
mujer, estaba profundamente hundida en el pantano cuando la hemos hallado. Casi les
ha aliviado ver llegar a la policía, porque ya no podían más.
—¡Cuánto nos alegramos! —dijeron los cuatro a la vez, y Ana sonrió, tranquilizada.
Esto solucionaba por completo el asunto de Maggie y Dick el Sucio.
—Y éstas son, en efecto, las joyas de Fallonia —continuó el inspector—. No lo he
dudado ni por un momento. Ahora las estamos valorando y clasificando. Estoy seguro
de que la reina de Falíonia y su ilustre amiga se sentirán muy dichosas al conocer
vuestra pequeña aventura.
Un reloj dio las dos y media. Julián lo miró. Sólo les quedaba media hora para llegar
puntuales al colegio. ¿Lo conseguirían? ,
—Está bien —dijo el inspector con una amplia sonrisa en su amable rostro—. El
coche os espera en la puerta. Os acompaño hasta él. Estaréis de regreso en el colegio a
la hora exacta, y si alguien cree vuestra historia rae extrañará muchísimo. ¡Venid!
Les ayudó a instalarse en el coche, y también a Tim.
—¡Hasta la vista! —les dijo haciéndoles con la mano un gesto de despedida—. Estoy
muy satisfecho de haberos conocido. ¡Buena suerte a los "Cinco Famosos"!
Sí, que tengáis buena suerte, "Cinco Famosos",y deseo que os ocurran muchas,
muchas aventuras más.

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