Hans Cristian Andersen
Cuentos V
La pareja
de enamorados
El elfo
del rosal
El hada
del saúco
El hada
del saúco
Continuación
Es la
pura verdad
El pacto
de amistad
El pacto
de amistad
Continuación
Las
cigüeñas
más allá del valle y de la alta sierra.
Tu mujer se está quieta en el nido,
y todos sus polluelos se han dormido.
El primero morirá colgado,
el segundo chamuscado;
al tercero lo derribará el cazador
y el cuarto irá a parar al asador.
- ¡Escucha lo que cantan los niños! -exclamaron los polluelos-. Cantan que nos van a colgar y a chamuscar.
- No os preocupéis -los tranquilizó la madre-. No les hagáis caso, dejadlos que canten.
Y los rapaces siguieron cantando a coro, mientras con los dedos señalaban a las cigüeñas burlándose; sólo uno de los muchachos, que se llamaba Perico, dijo que no estaba bien burlarse de aquellos animales, y se negó a tomar parte en el juego. Entretanto, la cigüeña madre seguía tranquilizando a sus pequeños:
- No os apuréis -les decía-, mirad qué tranquilo está vuestro padre, sosteniéndose sobre una pata.
- ¡Oh, qué miedo tenemos! -exclamaron los pequeños escondiendo la cabecita en el nido.
Al día siguiente los chiquillos acudieron nuevamente a jugar, y, al ver las cigüeñas, se pusieron a cantar otra vez.
El primero morirá colgado,
el segundo chamuscado.
- ¿De veras van a colgarnos y chamuscamos? -preguntaron los polluelos.
- ¡No, claro que no! -dijo la madre-. Aprenderéis a volar, pues yo os enseñaré; luego nos iremos al prado, a visitar a las ranas. Veréis como se inclinan ante nosotras en el agua cantando: «¡coax, coax!»; y nos las zamparemos. ¡Qué bien vamos a pasarlo!
- ¿Y después? -preguntaron los pequeños.
- Después nos reuniremos todas las cigüeñas de estos contornos y comenzarán los ejercicios de otoño. Hay que saber volar muy bien para entonces; la cosa tiene gran importancia, pues el que no sepa hacerlo como Dios manda, será muerto a picotazos por el general. Así que es cuestión de aplicaros, en cuanto la instrucción empiece.
- Pero después nos van a ensartar, como decían los chiquillos. Escucha, ya vuelven a cantarlo.
- ¡Es a mí a quien debéis atender y no a ellos! -regañóles la madre cigüeña-. Cuando se hayan terminado los grandes ejercicios de otoño, emprenderemos el vuelo hacia tierras cálidas, lejos, muy lejos de aquí, cruzando valles y bosques. Iremos a Egipto, donde hay casas triangulares de piedra terminadas en punta, que se alzan hasta las nubes; se llaman pirámides, y son mucho más viejas de lo que una cigüeña puede imaginar. También hay un río, que se sale del cauce y convierte todo el país en un cenagal. Entonces, bajaremos al fango y nos hartaremos de ranas.
- ¡Ajá! -exclamaron los polluelos.
- ¡Sí, es magnífico! En todo el día no hace uno sino comer; y mientras nos damos allí tan buena vida, en estas tierras no hay una sola hoja en los árboles, y hace tanto frío que hasta las nubes se hielan, se resquebrajan y caen al suelo en pedacitos blancos. Se refería a la nieve, pero no sabía explicarse mejor.
- ¿Y también esos chiquillos malos se hielan y rompen a pedazos? -, preguntaron los polluelos.
- No, no llegan a romperse, pero poco les falta, y tienen que estarse quietos en el cuarto oscuro; vosotros, en cambio, volaréis por aquellas tierras, donde crecen las flores y el sol lo inunda todo.
Transcurrió algún tiempo. Los polluelos habían crecido lo suficiente para poder incorporarse en el nido y dominar con la mirada un buen espacio a su alrededor. Y el padre acudía todas las mañanas provisto de sabrosas ranas, culebrillas y otras golosinas que encontraba. ¡Eran de ver las exhibiciones con que los obsequiaba! Inclinaba la cabeza hacia atrás, hasta la cola, castañeteaba con el pico cual si fuese una carraca y luego les contaba historias, todas acerca del cenagal.
- Bueno, ha llegado el momento de aprender a volar -dijo un buen día la madre, y los cuatro pollitos hubieron de salir al remate del tejado. ¡Cómo se tambaleaban, cómo se esforzaban en mantener el equilibrio con las alas, y cuán a punto estaban de caerse- ¡Fijaos en mí! -dijo la madre-. Debéis poner la cabeza así, y los pies así: ¡Un, dos, Un, dos! Así es como tenéis que comportaros en el mundo -. Y se lanzó a un breve vuelo, mientras los pequeños pegaban un saltito, con bastante torpeza, y ¡bum!, se cayeron, pues les pesaba mucho el cuerpo.
- ¡No quiero volar! -protestó uno de los pequeños, encaramándose de nuevo al nido-. ¡Me es igual no ir a las tierras cálidas!
- ¿Prefieres helarte aquí cuando llegue el invierno? ¿Estás conforme con que te cojan esos muchachotes y te cuelguen, te chamusquen y te asen? Bien, pues voy a llamarlos.
- ¡Oh, no! -suplicó el polluelo, saltando otra vez al tejado, con los demás.
Al tercer día ya volaban un poquitín, con mucha destreza, y, creyéndose capaces de cernerse en el aire y mantenerse en él con las alas inmóviles, se lanzaron al espacio; pero ¡sí, sí...! ¡Pum! empezaron a dar volteretas, y fue cosa de darse prisa a poner de nuevo las alas en movimiento. Y he aquí que otra vez se presentaron los chiquillos en la calle, y otra vez entonaron su canción:
¡Cigüeña, cigüeña, vuélvete a tu tierra!
- ¡Bajemos de una volada y saquémosles los ojos! -exclamaron los pollos- ¡No, dejadlos! -replicó la madre-. Fijaos en mí, esto es lo importante: -Uno, dos, tres! Un vuelo hacia la derecha. ¡Uno, dos, tres! Ahora hacia la izquierda, en torno a la chimenea. Muy bien, ya vais aprendiendo; el último aleteo, ha salido tan limpio y preciso, que mañana os permitiré acompañarme al pantano. Allí conoceréis varias familias de cigüeñas con sus hijos, todas muy simpáticas; me gustaría que mis pequeños fuesen los más lindos de toda la concurrencia; quisiera poder sentirme orgullosa de vosotros. Eso hace buen efecto y da un gran prestigio.
- ¿Y no nos vengaremos de esos rapaces endemoniados? -preguntaron los hijos.
- Dejadlos gritar cuanto quieran. Vosotros os remontaréis hasta las nubes y estaréis en el país de las pirámides, mientras ellos pasan frío y no tienen ni una hoja verde, ni una manzana.
- Sí, nos vengaremos -se cuchichearon unos a otros; y reanudaron sus ejercicios de vuelo.
De todos los muchachuelos de la calle, el más empeñado en cantar la canción de burla, y el que había empezado con ella, era precisamente un rapaz muy pequeño, que no contaría más allá de 6 años. Las cigüeñitas, empero, creían que tenía lo menos cien, pues era mucho más corpulento que su madre y su padre. ¡Qué sabían ellas de la edad de los niños y de las personas mayores! Este fue el niño que ellas eligieron como objeto de su venganza, por ser el iniciador de la ofensiva burla y llevar siempre la voz cantante. Las jóvenes cigüeñas estaban realmente indignadas, y cuanto más crecían, menos dispuestas se sentían a sufrirlo. Al fin su madre hubo de prometerles que las dejaría vengarse, pero a condición de que fuese el último día de su permanencia en el país.
- Antes hemos de ver qué tal os portáis en las grandes maniobras; si lo hacéis mal y el general os traspasa el pecho de un picotazo, entonces los chiquillos habrán tenido razón, en parte al menos. Hemos de verlo, pues.
- ¡Si, ya verás! -dijeron las crías, redoblando su aplicación. Se ejercitaban todos los días, y volaban con tal ligereza y primor, que daba gusto.
Y llegó el otoño. Todas las cigüeñas empezaron a reunirse para emprender juntas el vuelo a las tierras cálidas, mientras en la nuestra reina el invierno. ¡Qué de impresionantes maniobras!. Había que volar por encima de bosques y pueblos, para comprobar la capacidad de vuelo, pues era muy largo el viaje que les esperaba. Los pequeños se portaron tan bien, que obtuvieron un «sobresaliente con rana y culebra». Era la nota mejor, y la rana y la culebra podían comérselas; fue un buen bocado.
- ¡Ahora, la venganza! -dijeron.
- ¡Sí, desde luego! -asintió la madre cigüeña-. Ya he estado yo pensando en la más apropiada. Sé donde se halla el estanque en que yacen todos los niños chiquitines, hasta que las cigüeñas vamos a buscarlos para llevarlos a los padres. Los lindos pequeñuelos duermen allí, soñando cosas tan bellas como nunca mas volverán a soñarlas. Todos los padres suspiran por tener uno de ellos, y todos los niños desean un hermanito o una hermanita. Pues bien, volaremos al estanque y traeremos uno para cada uno de los chiquillos que no cantaron la canción y se portaron bien con las cigüeñas.
- Pero, ¿y el que empezó con la canción, aquel mocoso delgaducho y feo -gritaron los pollos-, qué hacemos con él?
- En el estanque yace un niñito muerto, que murió mientras soñaba. Pues lo llevaremos para él. Tendrá que llorar porque le habremos traído un hermanito muerto; en cambio, a aquel otro muchachito bueno - no lo habréis olvidado, el que dijo que era pecado burlarse de los animales -, a aquél le llevaremos un hermanito y una hermanita, y como el muchacho se llamaba Pedro, todos vosotros os llamaréis también Pedro.
Y fue tal como dijo, y todas las crías de las cigüeñas se llamaron Pedro, y todavía siguen llamándose así.
El cerro
de los elfos
El cerro
de los elfos
Continuación
La pareja
de enamorados
Un trompo y una
pelota yacían juntos en una caja, entre otros diversos juguetes, y el trompo
dijo a la pelota:
- ¿Por qué no nos
hacemos novios, puesto que vivimos juntos en la caja?
Pero la pelota, que
estaba cubierta de un bello tafilete y presumía como una encopetada señorita,
ni se dignó contestarle.
Al día siguiente
vino el niño propietario de los juguetes, y se le ocurrió pintar el trompo de
rojo y amarillo y clavar un clavo de latón en su centro. El trompo resultaba
verdaderamente espléndido cuando giraba.
- ¡Míreme! -dijo a
la pelota-. ¿Qué me dice ahora? ¿Quiere que seamos novios? Somos el uno para el
otro. Usted salta y yo bailo. ¿Puede haber una pareja más feliz?
- ¿Usted cree?
-dijo la pelota con ironía-. Seguramente ignora que mi padre y mi madre fueron
zapatillas de tafilete, y que mi cuerpo es de corcho español.
- Sí, pero yo soy
de madera de caoba -respondió la peonza- y el propio alcalde fue quien me
torneó. Tiene un torno y se divirtió mucho haciéndome.
- ¿Es cierto lo que
dice? -preguntó la pelota.
- ¡Qué jamás reciba
un latigazo si miento! -respondió el trompo.
- Desde luego, sabe
usted hacerse valer -dijo la pelota-; pero no es posible; estoy, como quien
dice, prometida con una golondrina. Cada vez que salto en el aire, asoma la
cabeza por el nido y pregunta: «¿Quiere? ¿Quiere?». Yo, interiormente, le he
dado ya el sí, y esto vale tanto como un compromiso. Sin embargo, aprecio sus
sentimientos y le prometo que no lo olvidaré.
- ¡Vaya consuelo!
-exclamó el trompo, y dejaron de hablarse.
Al día siguiente,
el niño jugó con la pelota. El trompo la vio saltar por los aires, igual que un
pájaro, tan alta, que la perdía de vista. Cada vez volvía, pero al tocar el
suelo pegaba un nuevo salto sea por afán de volver al nido de la golondrina,
sea porque tenía el cuerpo de corcho. A la novena vez desapareció y ya no
volvió; por mucho que el niño estuvo buscándola, no pudo dar con ella.
- ¡Yo sé dónde
está! -suspiró el trompo-. ¡Está en el nido de la golondrina y se ha casado con
ella!
Cuanto más pensaba
el trompo en ello tanto más enamorado se sentía de la pelota. Su amor crecía
precisamente por no haber logrado conquistarla. Lo peor era que ella hubiese
aceptado a otro. Y el trompo no cesaba de pensar en la pelota mientras bailaba
y zumbaba; en su imaginación la veía cada vez más hermosa. Así pasaron algunos
años y aquello se convirtió en un viejo amor.
El trompo ya no era
joven. Pero he aquí que un buen día lo doraron todo. ¡Nunca había sido tan
hermoso! En adelante sería un trompo de oro, y saltaba que era un contento.
¡Había que oír su ronrón! Pero de pronto pegó un salto excesivo y... ¡adiós!
Lo buscaron por
todas partes, incluso en la bodega, pero no hubo modo de encontrarlo. ¿Dónde
estaría?
Había saltado al
depósito de la basura, dónde se mezclaban toda clase de cachivaches, tronchos
de col, barreduras y escombros caídos del canalón.
- ¡A buen sitio he
ido a parar! Aquí se me despintará todo el dorado. ¡Vaya gentuza la que me
rodea!-. Y dirigió una mirada de soslayo a un largo troncho de col que habían
cortado demasiado cerca del repollo, y luego otra a un extraño objeto esférico
que parecía una manzana vieja. Pero no era una manzana, sino una vieja pelota,
que se había pasado varios años en el canalón y estaba medio consumida por la
humedad.
- ¡Gracias a Dios
que ha venido uno de los nuestros, con quien podré hablar! -dijo la pelota
considerando al dorado trompo.
- Tal y como me ve,
soy de tafilete, me cosieron manos de doncella y tengo el cuerpo de corcho
español, pero nadie sabe apreciarme. Estuve a punto de casarme con una
golondrina, pero caí en el canalón, y en él me he pasado seguramente cinco
años. ¡Ay, cómo me ha hinchado la lluvia! Créeme, ¡es mucho tiempo para una
señorita de buena familia!
Pero el trompo no
respondió; pensaba en su viejo amor, y, cuanto más oía a la pelota, tanto más
se convencía de que era ella.
Vino en éstas la
criada, para verter el cubo de la basura.
- ¡Anda, aquí está
el trompo dorado! -dijo.
El trompo volvió a
la habitación de los niños y recobró su honor y prestigio, pero de la pelota
nada más se supo. El trompo ya no habló más de su viejo amor. El amor se
extingue cuando la amada se ha pasado cinco años en un canalón y queda hecha
una sopa; ni siquiera es reconocida al encontrarla en un cubo de basura.
El elfo
del rosal
En el centro de un
jardín crecía un rosal, cuajado de rosas, y en una de ellas, la más hermosa de
todas, habitaba un elfo, tan pequeñín, que ningún ojo humano podía
distinguirlo. Detrás de cada pétalo de la rosa tenía un dormitorio. Era tan
bien educado y tan guapo como pueda serlo un niño, y tenía alas que le llegaban
desde los hombros hasta los pies. ¡Oh, y qué aroma exhalaban sus habitaciones,
y qué claras y hermosas eran las paredes! No eran otra cosa sino los pétalos de
la flor, de color rosa pálido.
Se pasaba el día gozando
de la luz del sol, volando de flor en flor, bailando sobre las alas de la
inquieta mariposa y midiendo los pasos que necesitaba dar para recorrer todos
los caminos y senderos que hay en una sola hoja de tilo. Son lo que nosotros
llamamos las nervaduras; para él eran caminos y sendas, ¡y no poco largos!
Antes de haberlos recorrido todos, se había puesto el sol; claro que había
empezado algo tarde.
Se enfrió el
ambiente, cayó el rocío, mientras soplaba el viento; lo mejor era retirarse a
casa. El elfo echó a correr cuando pudo, pero la rosa se había cerrado y no
pudo entrar, y ninguna otra quedaba abierta. El pobre elfo se asustó no poco.
Nunca había salido de noche, siempre había permanecido en casita, dormitando
tras los tibios pétalos. ¡Ay, su imprudencia le iba a costar la vida!
Sabiendo que en el
extremo opuesto del jardín había una glorieta recubierta de bella madreselva
cuyas flores parecían trompetillas pintadas, decidió refugiarse en una de ellas
y aguardar la mañana.
Se trasladó volando
a la glorieta. ¡Cuidado! Dentro había dos personas, un hombre joven y guapo y
una hermosísima muchacha; sentados uno junto al otro, deseaban no tener que
separarse en toda la eternidad; se querían con toda el alma, mucho más de lo
que el mejor de los hijos pueda querer a su madre y a su padre.
- Y, no obstante,
tenemos que separarnos -decía el joven Tu hermano nos odia; por eso me envía
con una misión más allá de las montañas y los mares. ¡Adiós, mi dulce
prometida, pues lo eres a pesar de todo!
Se besaron, y la muchacha,
llorando, le dio una rosa después de haber estampado en ella un beso, tan
intenso y sentido, que la flor se abrió. El elfo aprovechó la ocasión para
introducirse en ella, reclinando la cabeza en los suaves pétalos fragantes;
desde allí pudo oír perfectamente los adioses de la pareja. Y se dio cuenta de
que la rosa era prendida en el pecho del doncel. ¡Ah, cómo palpitaba el corazón
debajo! Eran tan violentos sus latidos, que el elfo no pudo pegar el ojo.
Pero la rosa no
permaneció mucho tiempo prendida en el pecho. El hombre la tomó en su mano, y,
mientras caminaba solitario por el bosque oscuro, la besaba con tanta
frecuencia y fuerza, que por poco ahoga a nuestro elfo. Éste podía percibir a
través de la hoja el ardor de los labios del joven; y la rosa, por su parte, se
había abierto como al calor del sol más cálido de mediodía.
Acercóse entonces
otro hombre, sombrío y colérico; era el perverso hermano de la doncella.
Sacando un afilado cuchillo de grandes dimensiones, lo clavó en el pecho del
enamorado mientras éste besaba la rosa. Luego le cortó la cabeza y la enterró,
junto con el cuerpo, en la tierra blanda del pie del tilo.
- Helo aquí
olvidado y ausente -pensó aquel malvado-; no volverá jamás. Debía emprender un
largo viaje a través de montes y océanos. Es fácil perder la vida en estas
expediciones, y ha muerto. No volverá, y mi hermana no se atreverá a
preguntarme por él.
Luego, con los
pies, acumuló hojas secas sobre la tierra mullida, y se marchó a su casa a
través de la noche oscura. Pero no iba solo, como creía; lo acompañaba el
minúsculo elfo, montado en una enrollada hoja seca de tilo que se había
adherido al pelo del criminal, mientras enterraba a su víctima. Llevaba el
sombrero puesto, y el elfo estaba sumido en profundas tinieblas, temblando de
horror y de indignación por aquel abominable crimen.
El malvado llegó a
casa al amanecer. Quitóse el sombrero y entró en el dormitorio de su hermana.
La hermosa y lozana doncella, yacía en su lecho, soñando en aquél que tanto la
amaba y que, según ella creía, se encontraba en aquellos momentos caminando por
bosques y montañas. El perverso hermano se inclinó sobre ella con una risa
diabólica, como sólo el demonio sabe reírse. Entonces la hoja seca se le cayó
del pelo, quedando sobre el cubrecamas, sin que él se diera cuenta. Luego salió
de la habitación para acostarse unas horas. El elfo saltó de la hoja y,
entrándose en el oído de la dormida muchacha, contóle, como en sueños, el
horrible asesinato, describiéndole el lugar donde el hermano lo había perpetrado
y aquel en que yacía el cadáver. Le habló también del tilo florido que crecía
allí, y dijo: «Para que no pienses que lo que acabo de contarte es sólo un
sueño, encontrarás sobre tu cama una hoja seca».
Y, efectivamente,
al despertar ella, la hoja estaba allí.
¡Oh, qué amargas
lágrimas vertió! ¡Y sin tener a nadie a quien poder confiar su dolor!
La ventana
permaneció abierta todo el día; al elfo le hubiera sido fácil irse a las rosas
y a todas las flores del jardín; pero no tuvo valor para abandonar a la
afligida joven. En la ventana había un rosal de Bengala; instalóse en una de
sus flores y se estuvo contemplando a la pobre doncella. Su hermano se presentó
repetidamente en la habitación, alegre a pesar de su crimen; pero ella no osó
decirle una palabra de su cuita.
No bien hubo
oscurecido, la joven salió disimuladamente de la casa, se dirigió al bosque, al
lugar donde crecía el tilo, y, apartando las hojas y la tierra, no tardó en
encontrar el cuerpo del asesinado. ¡Ah, cómo lloró, y cómo rogó a Dios Nuestro
Señor que le concediese la gracia de una pronta muerte!
Hubiera querido
llevarse el cadáver a casa, pero al serle imposible, cogió la cabeza lívida,
con los cerrados ojos, y, besando la fría boca, sacudió la tierra adherida al
hermoso cabello.
- ¡La guardaré!
-dijo, y después de haber cubierto el cuerpo con tierra y hojas, volvió a su
casa con la cabeza y una ramita de jazmín que florecía en el sitio de la
sepultura.
Llegada a su
habitación, cogió la maceta más grande que pudo encontrar, depositó en ella la
cabeza del muerto, la cubrió de tierra y plantó en ella la rama de jazmín.
- ¡Adiós, adiós!
-susurró el geniecillo, que, no pudiendo soportar por más tiempo aquel gran
dolor, voló a su rosa del jardín. Pero estaba marchita; sólo unas pocas hojas
amarillas colgaban aún del cáliz verde.
- ¡Ah, qué pronto
pasa lo bello y lo bueno! -suspiró el elfo. Por fin encontró otra rosa y
estableció en ella su morada, detrás de sus delicados y fragantes pétalos.
Cada mañana se
llegaba volando a la ventana de la desdichada muchacha, y siempre encontraba a
ésta llorando junto a su maceta. Sus amargas lágrimas caían sobre la ramita de
jazmín, la cual crecía y se ponía verde y lozana, mientras la palidez iba
invadiendo las mejillas de la doncella. Brotaban nuevas ramillas, y florecían
blancos capullitos, que ella besaba. El perverso hermano no cesaba de reñirle,
preguntándole si se había vuelto loca. No podía soportarlo, ni comprender por
qué lloraba continuamente sobre aquella maceta. Ignoraba qué ojos cerrados y qué
rojos labios se estaban convirtiendo allí en tierra. La muchacha reclinaba la
cabeza sobre la maceta, y el elfo de la rosa solía encontrarla allí dormida;
entonces se deslizaba en su oído y le contaba de aquel anochecer en la
glorieta, del aroma de la flor y del amor de los elfos; ella soñaba dulcemente.
Un día, mientras se hallaba sumida en uno de estos sueños, se apagó su vida, y
la muerte la acogió, misericordiosa. Encontróse en el cielo, junto al ser
amado.
Y los jazmines
abrieron sus blancas flores y esparcieron su maravilloso aroma característico;
era su modo de llorar a la muerta.
El mal hermano se
apropió la hermosa planta florida y la puso en su habitación, junto a la cama,
pues era preciosa, y su perfume, una verdadera delicia. La siguió el pequeño
elfo de la rosa, volando de florecilla en florecilla, en cada una de las cuales
habitaba una almita, y les habló del joven inmolado cuya cabeza era ahora
tierra entre la tierra, y les habló también del malvado hermano y de la
desdichada hermana.
- ¡Lo sabemos
-decía cada alma de las flores-, lo sabemos! ¿No brotamos acaso de los ojos y
de los labios del asesinado? ¡Lo sabemos, lo sabemos! -. Y hacían con la cabeza
unos gestos significativos.
El elfo no lograba
comprender cómo podían estarse tan quietas, y se fue volando en busca de las
abejas, que recogían miel, y les contó la historia del malvado hermano, y las
abejas lo dijeron a su reina, la cual dio orden de que, a la mañana siguiente,
dieran muerte al asesino.
Pero la noche
anterior, la primera que siguió al fallecimiento de la hermana, al quedarse
dormido el malvado en su cama junto al oloroso jazmín, se abrieron todos los
cálices; invisibles, pero armadas de ponzoñosos dardos, salieron todas las
almas de las flores y, penetrando primero en sus oídos, le contaron sueños de
pesadilla; luego, volando a sus labios, le hirieron en la lengua con sus
venenosas flechas. - ¡Ya hemos vengado al muerto! -dijeron, y se retiraron de
nuevo a las flores blancas del jazmín.
Al amanecer y
abrirse súbitamente la ventana del dormitorio, entraron el elfo de la rosa con
la reina de las abejas y todo el enjambre, que venía a ejecutar su venganza.
Pero ya estaba
muerto; varias personas que rodeaban la cama dijeron: - El perfume del jazmín
lo ha matado.
El elfo comprendió
la venganza de las flores y lo explicó a la reina de las abejas, y ella, con
todo el enjambre, revoloteó zumbando en torno a la maceta. No había modo de
ahuyentar a los insectos, y entonces un hombre se llevó el tiesto afuera; mas
al picarle en la mano una de las abejas, soltó él la maceta, que se rompió al
tocar el suelo.
Entonces
descubrieron el lívido cráneo, y supieron que el muerto que yacía en el lecho
era un homicida.
La reina de las
abejas seguía zumbando en el aire y cantando la venganza de las flores, y
cantando al elfo de la rosa, y pregonando que detrás de la hoja más mínima hay
alguien que puede descubrir la maldad y vengarla.
El hada
del saúco
Érase una vez un
chiquillo que se había resfriado. Cuando estaba fuera de casa se había mojado
los pies, nadie sabía cómo, pues el tiempo era completamente seco. Su madre lo
desnudó y acostó, y, pidiendo la tetera, se dispuso a prepararle una taza de té
de saúco, pues esto calienta. En esto vino aquel viejo señor tan divertido que
vivía solo en el último piso de la casa. No tenía mujer ni hijos pero quería a
los niños, y sabía tantos cuentos e historias que daba gusto oírlo.
- Ahora vas a
tomarte el té -dijo la madre al pequeño- y a lo mejor te contarán un cuento,
además.
- Lo haría si
supiese alguno nuevo -dijo el viejo con un gesto amistoso-. Pero, ¿cómo se ha
mojado los pies este rapaz? -preguntó.
- ¡Eso digo yo!
-contestó la madre-. ¡Cualquiera lo entiende!
- ¿Me contarás un
cuento? -pidió el niño.
- ¿Puedes decirme
exactamente - pues debes saberlo - qué profundidad tiene el arroyo del callejón
por donde vas a la escuela?
- Me llega justo a
la caña de las botas -respondió el pequeño-, pero sólo si me meto en el agujero
hondo.
- Conque así te
mojaste los pies, ¿eh? -dijo el viejo-. Bueno, ahora tendría que contarte un
cuento, pero el caso es que ya no sé más.
- Pues invéntese
uno nuevo -replicó el chiquillo-. Dice mi madre que de todo lo que observa saca
usted un cuento, y de todo lo que toca, una historia.
- Sí, pero esos
cuentos e historias no sirven. Los de verdad, vienen por sí solos, llaman a la
frente y dicen: ¡aquí estoy!
- ¿Llamarán pronto?
-preguntó el pequeño. La madre se echó a reír, puso té de saúco en la tetera y
le vertió agua hirviendo.
- ¡Cuente, cuente!
- Lo haré, si el
cuento quiere venir por sí solo, pero son muy remilgados. Sólo se presentan
cuando les viene en gana. ¡Espera! -añadió-. ¡Ya lo tenemos! Escucha, hay uno
en la tetera.
El pequeño dirigió
la mirada a la tetera; la tapa se levantaba, y las flores de saúco salían del
cacharro, tiernas y blancas; proyectaron grandes ramas largas, y hasta del
pitorro salían, esparciéndose en todas direcciones y creciendo sin cesar.
Era un espléndido
saúco, un verdadero árbol, que llegó hasta la cama, apartando las cortinas. Era
todo él un cuajo de flores olorosas, y en el centro había una anciana de
bondadoso aspecto, extrañamente vestida. Todo su ropaje era verde, como las
hojas del saúco, lleno de grandes flores blancas. A primera vista no se
distinguía si aquello era tela o verdor y flores vivas.
- ¿Cómo se llama
esta mujer? -preguntó el niño.
«Verás: los romanos
y griegos -respondió el viejo- la llamaban Dríada, pero esta palabra no la
entendemos nosotros. Allá en Nyboder le damos otro nombre mejor; la llamamos
"mamita saúco", y has de fijarte en esto. Escucha y contempla el
espléndido saúco. Hay uno como él, florido también, allá abajo; crecía en un
ángulo de una era pequeña y humilde. Un mediodía dos ancianos se habían sentado
al sol, bajo aquel árbol. Eran un marino muy viejo y su mujer, que no lo era
menos. Tenían ya bisnietos, y pronto celebrarían las bodas de oro, aunque
apenas se acordaban ya del día de su boda; el hada, desde el árbol, parecía tan
satisfecha como esta de aquí.
- Yo sé cuándo son
vuestras bodas de oro -dijo; pero los viejos no la oyeron; hablaban de tiempos
pasados.
- ¿Te acuerdas?
-decía el viejo marino-. ¿Te acuerdas de cuando éramos niños y corríamos y
jugábamos en esta misma era? Plantábamos tallitos en el suelo y hacíamos un
jardín.
- Sí -replicó la
anciana-, lo recuerdo bien. Regábamos los tallos; uno e ellos era una rama de
saúco, que echó raíces y sacó verdes brotes y se convirtió en un árbol grande y
espléndido; este mismo bajo el cual estamos.
- Sí, esto es -dijo
él-; y allí en la esquina había un gran barreño; en él flotaba mi barca. Yo
mismo me la había tallado. ¡Qué bien navegaba! Pero pronto lo haría yo por
otros mares.
- Sí, pero antes
fuimos a la escuela y aprendimos unas cuantas cosas -prosiguió ella - Y luego
nos prometieron. Los dos llorábamos, pero aquella tarde fuimos, cogidos de la
mano, a la Torre Redonda, para ver el ancho mundo que se extiende más allá de
Copenhague y del océano. Después nos fuimos a Frederiksberg, donde el Rey y la
Reina paseaban por los canales en su embarcación de gala.
- Pero pronto me
tocó a mí navegar por otros lugares, durante muchos años. Fui lejos, muy lejos,
en el curso de largos viajes.
- Sí, ¡cuántas
lágrimas me costaste! -dijo ella-. Creí que habías muerto; te veía en el fondo
del mar, sepultado en el fango. ¡Cuántas noches me levanté para ver si la
veleta giraba! Sí, giraba, pero tú no volvías. Me acuerdo de un día que estaba
lloviendo a cántaros, el basurero se paró frente a la puerta de la casa donde
yo servía. ¡Era un tiempo espantoso! Yo salí con el cubo de basura y me quedé
en la puerta, y mientras aguardaba allí se me acercó el cartero y me dio una
carta, una carta tuya. ¡Dios mío, lo que había viajado aquel sobre! Lo abrí y
leí la carta, llorando y riendo a la vez. ¡Estaba tan contenta! Decía el papel
que te hallabas en tierras cálidas, donde crecía el café. ¡Qué país más
maravilloso debe ser! ¡Me contabas tantas cosas! Y yo las estaba viendo
mientras la lluvia caía sin cesar, de pie yo con mi cubo de basura. Alguien me
cogió por el talle...
- Pero tú le
propinaste un buen bofetón, muy sonoro por cierto.
- No sabía que
fueses tú. Habías llegado junto con la carta y ¡estabas tan guapo! - y todavía
lo eres -. Llevabas en el bolsillo un largo pañuelo de seda amarillo, y un
sombrero nuevo. ¡Qué elegante ibas! ¡Dios mío y qué tiempo hacía, y cómo estaba
la calle!
- Entonces nos
casamos -dijo él-, ¿te acuerdas? ¿Y de cuándo vino el primer hijo, y después
María y Niels, y Pedro, y Juan, y Cristián?
- Sí, y todos
crecieron y se hicieron personas como Dios manda, a quienes todo el mundo
aprecia.
- Y sus hijos han
tenido ya hijos a su vez -dijo el viejo-. Nuestros bisnietos; hay buena
semilla. ¿No fue en este tiempo del año cuando nos casamos?
- Sí, justamente es
hoy el día de vuestras bodas de oro -intervino el hada del sabucal, metiendo la
cabeza entre los dos viejos, los cuales pensaron que era la vecina que les
hacía señas. Miráronse a los ojos y se cogieron de las manos.
Al poco rato se
presentaron los hijos y los nietos; todos sabían muy bien que eran las bodas de
oro; ya los habían felicitado, pero los viejos se habían olvidado, mientras se
acordaban muy bien de lo ocurrido tantos años antes. El saúco exhalaba un
intenso aroma, y el sol, cerca ya de la puerta, daba a la cara de los abuelos.
Los dos tenían rojas las caras, y el más pequeño de sus nietos bailaba a su
alrededor, gritando, alegre, que habría cena de fiesta: comerían patatas
calientes. Y el hada asentía desde el árbol y se sumaba a los hurras de los
demás».
- Pero esto no es
un cuento -observó el chiquillo, que escuchaba la narración.
- Tú lo sabrás
mejor -replicó el viejo señor que contaba-. Lo preguntaremos al hada del saúco.
- No fue un cuento
-dijo ésta-; el cuento viene ahora. Las más bellas leyendas surgen de la
realidad; de otro modo, mi hermoso saúco no podría haber salido de la tetera -.
Y, sacando de la cama al chiquillo, lo estrechó contra su pecho, y las ramas
cuajadas de flores se cerraron en torno a los dos. Quedaron ellos rodeados de
espesísimo follaje, y el hada se echó a volar por los aires. ¡Qué indecible
hermosura!
El hada se había
transformado en una linda muchachita, pero su vestido seguía siendo de la misma
tela verde, salpicada de flores blancas, que llevaba en el saúco. En el pecho
lucía una flor de saúco de verdad, y alrededor de su rubia cabellera
ensortijada, una guirnalda de las mismas flores. Sus ojos eran grandes y
azules, y era maravilloso mirarlos. Ella y el chiquillo se besaron, y entonces
quedaron de igual edad, sintiendo las mismas alegrías.
El hada
del saúco
Continuación
Cogidos de la mano
salieron de entre el follaje, y de pronto se encontraron en el espléndido
jardín de la casa paterna; en medio del verde césped, el bastón del padre
aparecía atado a una estaquilla. Para los pequeñuelos había vida en aquel
bastón; no bien se hubieron montado en él, el reluciente pomo se convirtió en
una magnífica cabeza de caballo, con larga y negra melena ondulante, y de la
caña salieron cuatro patas esbeltas y vigorosas; el animal era robusto y
valiente. Se echaron a cabalgar a galope por el césped.
- ¡Olé!, correremos
muchas millas -dijo el muchacho-; iremos a la finca donde estuvimos el año
pasado.
Y venga cabalgar
alrededor del césped, mientras la muchacha, que, como sabemos, era el hada del
saúco, gritaba:
- Ya estamos
llegando. ¿Ves la casa de campo, con el gran horno que parece un gigantesco
huevo que sale de la pared y da al camino?
El saúco extiende
sus ramas por encima, y el gallo va de un lado a otro, escarbando el suelo para
sus gallinas. ¡Mira cómo se pavonea! Ahora estamos cerca de la iglesia, en la
cumbre de la colina, entre corpulentos robles, uno de los cuales está medio
muerto. Y ahora llegamos a la herrería, donde arde el fuego, y los hombres,
medio desnudos, golpean con sus martillos esparciendo una lluvia de chispas.
¡Adelante, camino de la casa de los señores!
Y todo lo que iba
nombrando la chiquilla montada en el bastón, lo veía el niño, a pesar de que no
se movían del prado. Jugaron luego en el camino lateral y plantaron un
jardincito en la tierra; ella se sacó una flor de saúco del cabello y la
plantó; y creció como hiciera aquel que habían plantado los viejos cuando niños
ya. Iban cogidos de la mano, como los abuelos hicieron de pequeños, pero no se
encaminaron a la Torre Redonda ni al jardín de Frederiksberg, sino que la muchacha
sujetó al niño por la cintura y se echaron a volar por toda Dinamarca; y llegó
la primavera, y luego el verano, el tiempo de la cosecha y, finalmente, el
invierno; y miles de imágenes se pintaban en los ojos y el corazón del niño,
mientras la muchachita cantaba: - ¡Jamás olvidarás esto!
En todo el curso
del vuelo, el saúco estuvo exhalando su aroma suave y delicioso. Bien observaba
el niño las rosas y las hayas verdes, pero el sabucal olía con mayor intensidad
aún, pues sus hojas pendían del corazón de la niña, y sobre él reclinaba el
pequeño a menudo la cabeza durante el vuelo.
- ¡Qué hermoso es
esto en primavera! -exclamó la muchacha; y se encontraron en el bosque de hayas
en pleno reverdecer, con olorosas asperillas al pie de los árboles y rosados anemones
entre la hierba-. ¡Ah!, ¿por qué no será siempre primavera en los perfumados
hayales de Dinamarca?
- ¡Qué espléndido
es aquí el verano! -exclamó ella, mientras pasaban por delante de viejos
castillos del tiempo de los caballeros, cuyos rojos muros y recortados
frontones se reflejaban en los canales donde nadaban cisnes, y a lo largo de
los cuales extendíanse antiguas y frescas avenidas. En los campos, las mieses
ondeaban como el mar; en los ribazos crecían flores rojas y amarillas, y en los
setos prosperaba el lúpulo silvestre y la florida enredadera. Al anochecer se
remontó la luna, grande y redonda; los montones de heno de los prados esparcían
su agradable fragancia-. ¡Esto no se olvida nunca!
- Es magnífico aquí
el otoño -volvió a exclamar la muchachita. El aire era aún más alto y más azul,
y el bosque presentaba una bellísima combinación de tonos rojos, amarillos y
verdes. Pasaban corriendo perros de caza, grandes bandadas de aves salvajes
volaban gritando por encima de los sepulcros megalíticos, recubiertos de
zarzamoras, que proyectaban sus sarmientos en torno a las vetustas piedras. El
mar era de un azul negruzco y aparecía salpicado de barcos de vela, y en la era
mujeres maduras, doncellas y niños, recogían lúpulo y lo metían en un gran
tonel; los jóvenes cantaban canciones, mientras los viejos narraban cuentos de
duendes y gnomos. ¿Dónde podía estarse mejor?
¡Qué hermoso es
aquí el invierno! -repitió la niña. Todos los árboles estaban cubiertos de
escarcha, como blancos corales; la nieve crepitaba bajo los pies, como si se
llevasen siempre zapatos nuevos, y en el cielo se sucedían las lluvias de
estrellas. En la sala estaba encendido el árbol de Navidad; había regalos y
buen humor; en las casas de labranza resonaba el violín, y rebanadas de manzana
caían a la sartén. Hasta los niños más pobres decían: - ¡Qué hermoso es el
invierno!
Y sí, era hermoso;
y la muchachita enseñaba al niño todas las cosas; el saúco seguía exhalando su
fragancia, y la bandera roja con la cruz blanca seguía ondeando; aquella
bandera bajo la cual había navegado el viejo marino de Nyboder.
El niño se hizo un
mozo y tuvo que salir al ancho mundo, lejos, a las tierras cálidas, donde crece
el café. Pero al despedirse, la muchacha se desprendió del pecho una flor de
saúco y se la dio como recuerdo. Él la puso cuidadosamente en su libro de
cánticos, y siempre que lo abría en tierras extrañas, hacíalo en la página
donde guardaba la flor; y cuanto más la contemplaba, más verde se ponía ella.
Parecíale al mozo respirar el aroma de los bosques patrios, y veía claramente a
la muchacha que lo miraba por entre los pétalos con aquellos ojos suyos azules
y límpidos; y susurraba:
- ¡Qué hermosos son
aquí la primavera, el verano, el otoño y el invierno! -. Y centenares de
imágenes cruzaban su mente.
Así transcurrieron
muchos años; el muchacho era ya un anciano, y estaba sentado con su anciana
esposa bajo un árbol en flor. Se habían cogido de las manos, como el bisabuelo
y la bisabuela de Nyboder, y, lo mismo que ellos, hablaban de los tiempos pretéritos
y de las bodas de oro. La muchachita de ojos azules y de las flores de saúco en
el pelo, desde lo alto del árbol, inclinaba la cabeza con gesto de aprobación y
decía: - Hoy celebráis vuestras bodas de oro -. Sacándose luego dos flores de
su corona, las besó, y ellas relucieron primero como plata y después como oro;
y cuando las puso en las cabezas de los ancianos, cada flor se transformó en
una áurea corona. Y allí seguían los dos, semejantes a un rey y una reina, bajo
el árbol fragante; y él contaba a su anciana esposa la historia del hada del
sabucal, igual que se la habían contado antes a él, cuando era un chiquillo; y
los dos convinieron en que en aquella historia había muchas cosas que corrían
parejas con la propia; y lo que más se parecía era lo que más les gustaba.
- Así es -dijo la
muchachita del árbol- Algunos me llaman hada, otros Dríada, pero en realidad mi
nombre es Recuerdo. Yo soy la que vive en el árbol, que crece y crece
continuamente. Puedo pensar en lo pasado y contarlo. Déjame ver si conservas
aún tu flor.
El viejo abrió su
libro de cánticos, y allí estaba la flor de saúco, fresca y lozana como si
acabase de cogerla; y el Recuerdo hizo un gesto de aprobación, y los dos
ancianos. con las coronas de oro en la cabeza, siguieron sentados al sol
poniente. Cerraron los ojos y... bueno, el cuento se ha terminado.
El chiquillo yacía
en su cama; ¿había sido aquello un sueño, o realmente le habían contado un
cuento? Sobre la mesa veíase la tetera, pero de ella no salía ningún saúco, y
el anciano señor del piso alto se dirigía a la puerta para marcharse.
- ¡Qué bonito ha
sido! -dijo el pequeñuelo-. ¡Madre, he estado en las tierras cálidas!
- No me extraña
-respondió la madre-. Cuando uno, se ha tomado un par de tazas de infusión de
flor de saúco, no hay duda de que se encuentra en las tierras cálidas-. Y lo
arropó bien, para que no se enfriara-. Estuviste durmiendo mientras yo y él
discutíamos sobre si era un cuento o una historia.
- ¿Y dónde está el
hada del saúco? -preguntó el niño.
- En la tetera
-replicó la mujer-, y puede seguir en ella.
Es la
pura verdad
- ¡Es un caso
espantoso! -exclamó una gallina del extremo opuesto del pueblo, donde el hecho
no había sucedido-. ¡Ha pasado algo espantoso en el gallinero de allá! Lo que
es esta noche, no duermo sola. Menos mal que somos tantas -. Y les contó el
caso, y a las demás gallinas se les erizaron las plumas, y al gallo se le cayó
la cresta. ¡Es la pura verdad!
Pero empecemos por
el principio, pues la cosa sucedió en un gallinero del otro extremo del pueblo.
Se ponía el sol, y las gallinas se subían a su percha; una de ellas, blanca y
paticorta, ponía sus huevos con toda regularidad y era una gallina de lo más
respetable. Una vez en su percha, se dedicó a asearse con el pico, y en la
operación perdió una pluma.
- ¡Ya voló una!
-dijo-. Cuanto más me desplumo, más guapa estoy -. Lo dijo en broma, pues de
todas las gallinas era la de carácter más alegre; por lo demás, como ya
dijimos, era la respetabilidad personificada. Y luego se puso a dormir.
El gallinero estaba
a oscuras; las gallinas estaban alineadas en su percha, pero la contigua a la
nuestra permanecía despierta. Aquellas palabras las había oído y no las había
oído, como a menudo conviene hacer en este mundo, si uno quiere vivir en paz y
tranquilidad. Con todo, no pudo contenerse y dijo a la vecina del otro lado:
- ¿No has oído? No
quiero citar nombres, pero lo cierto es que hay aquí una gallina que se
despluma para parecer más hermosa. Si yo fuese gallo, la despreciaría.
Pero he aquí que más
arriba de las gallinas vivía la lechuza, con su marido y su prole; todos los
miembros de la familia tenían un oído finísimo y oyeron las palabras de la
gallina, y, oyéndolas, revolvieron los ojos, y la madre lechuza se puso a
abanicarse con las alas.
- ¡No escuchéis
esas cosas! Pero habéis oído lo que acaban de decir, ¿verdad?. Yo lo he oído
con mis propias orejas; ¡lo que oirán aún, las pobres, antes de que se me
caigan! Hay una gallina que hasta tal punto ha perdido toda noción de decencia,
que se está arrancando todas las plumas a la vista del gallo.
- Prenez garde aux
enfants! -exclamó el padre lechuza-. Estas cosas no son para que las oigan los
niños.
- Pero voy a
contárselo a la lechuza de enfrente. Es la más respetable de estos alrededores
-. Y se echó a volar.
- ¡Jujú, ujú! -y
las dos se estuvieron así comadreando sobre el palomar del vecino, y luego
contaron la historia a las palomas: - ¿Habéis oído, habéis oído? ¡Ujú! Hay una
gallina que por amor del gallo se ha arrancado todas las plumas. ¡Y se morirá
helada, si no lo ha hecho ya! ¡Ujú!
- ¿Dónde, dónde?
-arrullaron las palomas.
- En el corral de
enfrente. Es como si lo hubiese visto con mis ojos. Es un caso tan indecoroso,
que una casi no se atreve a contarlo, pero es la pura verdad.
- ¡La purra, la
purra verrdad! -corearon las palomas, y, dirigiéndose al gallinero de abajo: -
Hay una gallina -dijeron-, y hay quien afirma que son dos, que se han arrancado
todas las plumas para distinguirse de las demás y llamar la atención del gallo.
Es el colmo... y peligroso, además, pues se puede pescar un resfriado y morirse
de una calentura... Y parece que ya han muerto, ¡las dos!
- ¡Despertad,
despertad! -gritó el gallo subiéndose a la valla con los ojos soñolientos, pero
vociferando a todo pulmón: - ¡Tres gallinas han muerto víctimas de su
desgraciado amor por un gallo!. Se arrancaron todas las plumas. Es una historia
horrible, y no quiero guardármela en el buche. ¡Pasadla, que corra!
- ¡Que corra!
-silbaron los murciélagos, y las gallinas cacarearon, y los gallos cantaron: -
¡Que corra, que corra! -. Y de este modo la historia fue pasando de gallinero
en gallinero, hasta llegar, finalmente, a aquel del cual había salido.
- Son cinco
gallinas -decían- que se han arrancado todas las plumas para que el gallo viera
cómo habían adelgazado por su amor, y luego se picotearon mutuamente hasta
matarse, con gran bochorno y vergüenza de su familia y gran perjuicio para el
dueño.
Como es natural, la
gallina a la que se la había soltado la plumita no se reconoció como la protagonista
del suceso, y siendo, como era, una gallina respetable, dijo:
- Este tipo de
gallinas merecen el desprecio general. ¡Desgraciadamente, abundan mucho! Éstas
cosas no deben ocultarse, y haré cuanto pueda para que el hecho se publique en
el periódico; que lo sepa todo el país. Se lo tienen bien merecido las
gallinas, y también su familia.
Y la cosa apareció
en el periódico, en letras de molde, y es la pura verdad: «Una plumilla puede
muy bien convertirse en cinco gallinas».
El pacto
de amistad
No hace mucho que
volvimos de un viajecito, y ya estamos impacientes por emprender otro más
largo. ¿Adónde? Pues a Esparta, a Micenas, a Delfos. Hay cientos de lugares
cuyo solo nombre os alboroza el corazón. Se va a caballo, cuesta arriba, por
entre monte bajo y zarzales; un viajero solitario equivale a toda una caravana.
Él va delante con su «argoyat», una acémila transporta el baúl, la tienda y las
provisiones, y a retaguardia siguen, dándole escolta, una pareja de gendarmes.
Al término de la fatigosa jornada, no le espera una posada ni un lecho mullido;
con frecuencia, la tienda es su único techo, en medio de la grandiosa
naturaleza salvaje. El «argoyat» le prepara la cena: un arroz pilav; miríadas
de mosquitos revolotean en torno a la diminuta tienda; es una noche lamentable,
y mañana el camino cruzará ríos muy hinchados. ¡Tente firme sobre el caballo,
si no quieres que te lleve la corriente!
¿Cuál será la
recompensa para tus fatigas? La más sublime, la más rica. La Naturaleza se
manifiesta aquí en toda su grandeza, cada lugar está lleno de recuerdos
históricos, alimento tanto para la vista como para el pensamiento. El poeta
puede cantarlo, y el pintor, reproducirlo en cuadros opulentos; pero el aroma
de la realidad, que penetra en los sentidos del espectador y los impregna para
toda la eternidad, eso no pueden reproducirlo.
En muchos apuntes
he tratado de presentar de manera intuitiva un rinconcito de Atenas y de sus
alrededores, y, sin embargo, ¡qué pálido ha sido el cuadro resultante! ¡Qué
poco dice de Grecia, de este triste genio de la belleza, cuya grandeza y dolor
jamás olvidará el forastero!
Aquel pastor
solitario de allá en la roca, con el simple relato de una incidencia de su
vida, sabría probablemente, mucho mejor que yo con mis pinturas, abrirte los
ojos a ti, que quieres contemplar la tierra de los helenos en sus diversos
aspectos.
- Dejémosle, pues,
la palabra -dice mi Musa-. El pastor de la montaña nos hablará de una
costumbre, una simpática costumbre típica de su país.
Nuestra casa era de
barro, y por jambas tenía unas columnas estriadas, encontradas en el lugar
donde se construyó la choza. El tejado bajaba casi hasta el suelo, y hoy era
negruzco y feo, pero cuando lo colocaron esta a formado por un tejido de
florida adelfa y frescas ramas de laurel, traídas de las montañas. En torno a
la casa apenas quedaba espacio; las peñas formaban paredes cortadas a pico, de
un color negro y liso, y en lo más alto de ellas colgaban con frecuencia
jirones de nubes semejantes a blancas figuras vivientes. Nunca oí allí el canto
de un pájaro, nunca vi bailar a los hombres al son de la gaita; pero en los
viejos tiempos, este lugar era sagrado, y hasta su nombre lo recuerda, pues se
llama Delfos. Los montes hoscos y tenebrosos aparecían cubiertos de nieve; el más
alto, aquel de cuya cumbre tardaba más en apagarse el sol poniente, era el
Parnaso; el torrente que corría junto a nuestra casa bajaba de él, y antaño
había sido sagrado también. Hoy, el asno enturbia sus aguas con sus patas, pero
la corriente sigue impetuosa y pronto recobra su limpidez. ¡Cómo recuerdo aquel
lugar y su santa y profunda soledad! En el centro de la choza encendían fuego,
y en su rescoldo, cuando sólo quedaba un espeso montón de cenizas ardientes,
cocían el pan. Cuando la nieve se apilaba en torno a la casuca hasta casi
ocultarla, mi madre parecía más feliz que nunca; me cogía la cabeza entre las
manos, me besaba en la frente y cantaba canciones que nunca le oyera en otras
ocasiones, pues los turcos, nuestros amos, no las toleraban. Cantaba:
«En la cumbre del
Olimpo, en el bajo bosque de pinos, estaba un viejo ciervo con los ojos llenos
de lágrimas; lloraba lágrimas rojas, sí, y hasta verdes y azul celeste: Pasó
entonces un corzo:
- ¿Qué tienes, que
así lloras lágrimas rojas, verdes y azuladas? - El turco ha venido a nuestra
ciudad, cazando con perros salvajes, toda una jauría.
- ¡Los echaré de
las islas -dijo el corzo-, los echaré de las islas al mar profundo!-. Pero
antes de ponerse el sol el corzo estaba muerto; antes de que cerrara la noche,
el ciervo había sido cazado y muerto».
Y cuando mi madre
cantaba así, se le humedecían los ojos, y de sus largas pestañas colgaba una
lágrima; pero ella la ocultaba y volvía el pan negro en la ceniza. Yo entonces,
apretando el puño, decía: -¡Mataremos a los turcos!-. Mas ella repetía las
palabras de la canción: «- ¡Los echaré de las islas al mar profundo! -. Pero
antes de ponerse el sol, el corzo estaba muerto; antes de que cerrara la noche,
el ciervo había sido cazado y muerto».
Llevábamos varios
días, con sus noches, solos en la choza, cuando llegó mi padre; yo sabía que
iba a traerme conchas del Golfo de Lepanto, o tal vez un cuchillo, afilado y
reluciente. Pero esta vez nos trajo una criaturita, una niña desnuda, bajo su
pelliza. Iba envuelta en una piel, y al depositarla, desnuda, sobre el regazo
de mi madre, vimos que todo lo que llevaba consigo eran tres monedas de plata
atadas en el negro cabello. Mi padre dijo que los turcos habían dado muerte a
los padres de la pequeña; tantas y tantas cosas nos contó, que durante toda la
noche estuve soñando con ello. Mi padre venía también herido; mi madre le vendó
el brazo, pues la herida era profunda, y la gruesa pelliza estaba tiesa de la
sangre coagulada. La chiquilla sería mi hermana, ¡qué hermosa era! Los ojos de
mi madre no tenían más dulzura que los suyos. Anastasia -así la llamaban- sería
mi hermana, pues su padre la había confiado al mío, de acuerdo con la antigua
costumbre que seguíamos observando. De jóvenes habían trabado un pacto de
fraternidad, eligiendo a la doncella más hermosa y virtuosa de toda la comarca
para tomar el juramento. Muy a menudo oía yo hablar de aquella hermosa y rara
costumbre.
Y, así, la pequeña
se convirtió en mi hermana. La sentaba sobre mis rodillas, le traía flores y
plumas de las aves montaraces, bebíamos juntos de las aguas del Parnaso, y
juntos dormíamos bajo el tejado de laurel de la choza, mientras mi madre seguía
cantando, invierno tras invierno, su canción de las lágrimas rojas, verdes y
azuladas. Pero yo no comprendía aún que era mi propio pueblo, cuyas innúmeras
cuitas se reflejaban en aquellas lágrimas.
Un día vinieron
tres hombres; eran francos y vestían de modo distinto a nosotros. Llevaban sus
camas y tiendas cargadas en caballerías, y los acompañaban más de veinte
turcos, armados con sables y fusiles, pues los extranjeros eran amigos del bajá
e iban provistos de cartas de introducción. Venían con el solo objeto de
visitar nuestras montañas, escalar el Parnaso por entre la nieve y las nubes, y
contemplar las extrañas rocas negras y escarpadas que rodeaban nuestra choza.
No cabían en ella, aparte que no podían soportar el humo que, deslizándose por
debajo del techo, salía por la baja puerta; por eso levantaron sus tiendas en
el reducido espacio que quedaba al lado de la casuca, y asaron corderos y aves,
y bebieron vino dulce y fuerte; pero los turcos no podían probarlo.
Al proseguir su
camino, yo los acompañé un trecho con mi hermanita Anastasia a la espalda,
envuelta en una piel de cabra. Uno de aquellos señores francos me colocó
delante de una roca y me dibujó junto con la niña, tan bien, que parecíamos
vivos y como si fuésemos una sola persona. Nunca había yo pensado en ello, y,
sin embargo, Anastasia y yo éramos uno solo, pues ella se pasaba la vida
sentada en mis rodillas o colgada de mi espalda, y cuando yo soñaba, siempre
figuraba ella en mis sueños.
El pacto
de amistad
Continuación
Dos noches más
tarde llegaron otras gentes a nuestra choza, armadas con cuchillos y fusiles.
Eran albaneses, hombres audaces, según dijo mi padre. Permanecieron muy poco
tiempo; mi hermana Anastasia se sentó en las rodillas de uno de ellos, y cuando
se hubieron marchado, la niña no tenía ya en el cabello las tres monedas de
plata, sino únicamente dos. Ponían tabaco en unas tiras de papel y lo fumaban;
el más viejo habló del camino que les convenía seguir; sobre él no estaban aún
decididos.
- Si escupo arriba
-dijo-, me cae a la cara; si escupo abajo, me cae a la barba.
Pero había que
elegir un camino; y al fin se fueron, acompañados por mi padre. Al poco rato
oímos disparos, otros les respondieron, unos soldados entraron en la choza y se
nos llevaron presos a mi madre, a Anastasia y a mí. Los bandidos se habían
cobijado en nuestra choza, y mi padre los había seguido; por eso se nos llevaban.
Vi los cadáveres de los bandidos, vi el cadáver de mi padre, y lloré hasta que
me quedé dormido. Al despertar me encontré en la cárcel, cuyo recinto no era
más miserable que nuestra casucha. Me dieron cebollas y vino resinoso, que
vertieron de un saco embreado: no comamos mejor en casa.
Ignoro cuánto
tiempo permanecimos encarcelados, pero sí sé que transcurrieron muchos días y
muchas noches. Al salir de la prisión era la Santa Pascua, y yo llevé a
Anastasia a cuestas, pues mi madre estaba enferma, no podía caminar sino muy
despacio, y tuvimos que andar mucho antes de llegar al mar, al Golfo de
Lepanto. Entramos en una iglesia, toda ella un reflejo de imágenes sobre fondo
dorado; había ángeles, ¡oh, tan preciosos!, aunque Anastasia no me parecía menos
bonita que ellos. En el centro del templo, sobre el suelo, había un ataúd lleno
de rosas; era Nuestro Señor Jesucristo -dijo mi madre -, que yacía allí en
forma de bellas flores. El sacerdote anunció: «¡Cristo ha resucitado!». La
gente se besaba. Todos tenían una vela encendida en la mano; también a mí me
dieron una, y otra a Anastasia, aun siendo tan pequeña. Resonaban las gaitas,
los hombres salían de la iglesia bailando cogidos de la mano, y fuera las
mujeres asaban el cordero pascual. Nos invitaron; yo me senté junto al fuego;
un muchacho mayor que yo me rodeó el cuello con el brazo y, besándome, dijo:
«¡Cristo ha resucitado!». De este modo nos conocimos Aftánides y yo.
Mi madre sabía
remendar redes de pesca; era una ocupación lucrativa allá en el Golfo, y, así,
nos quedamos largo tiempo en la orilla del mar, aquel mar tan hermoso que sabía
a lágrimas, y que por sus colores recordaba las del ciervo, pues tan pronto era
rojo como verde o azul.
Aftánides sabía
guiar el bote, yo me embarcaba en él con mi pequeña Anastasia, y la embarcación
se deslizaba por el agua, rauda, como una nube a través del cielo. Luego,
cuando el sol se ponía, las montañas se teñían de azuloscuro, una sierra
asomaba por encima de la otra, y al fondo quedaba el Parnaso, con su manto de
nieve; al sol poniente, la cumbre relucía como hierro al rojo vivo. Hubiérase
dicho que la luz venía de su interior, pues al cabo de largo rato de haberse
ocultado, el sol seguía aún brillando en el aire azul y radiante. Las blancas
aves marinas azotaban con las alas la superficie del agua; de no ser por ellas,
la quietud habría sido tan absoluta como entre las negras peñas de Delfos. Yo
me estaba tendido de espalda en el bote, con Anastasia sentada sobre mi pecho,
y las estrellas del cielo brillaban más claras que las lámparas de nuestra
iglesia. Eran las mismas estrellitas, y se hallaban en el mismo lugar sobre mí
que cuando me encontraba yo en Delfos delante de la choza. Al fin acabó
pareciéndome que estaba todavía en Delfos. De súbito se oyó un chapoteo en el
agua y lancé un grito, pues Anastasia había caído al mar; pero Aftánides saltó
rápidamente tras ella, y pocos instantes después la levantaba y me la
entregaba. Le quitamos los vestidos, exprimimos el agua que los empapaba y
volvimos a vestirla. Aftánides hizo lo mismo con sus ropas y nos quedamos en el
mar hasta que todo se hubo secado; y nadie supo una palabra del susto que
habíamos pasado por causa de mi hermanita adoptiva, en cuya vida, desde
entonces, Aftánides, tuvo parte.
Llegó el verano. El
sol era tan ardiente, que secaba las hojas de los árboles. Me acordaba yo de
nuestras frescas montañas, con sus aguas límpidas; y también mi madre sentía la
nostalgia de ellas; y así, un atardecer emprendimos el regreso a aquella tierra
nuestra. ¡Qué silencio y que paz! Pasamos por entre altos tomillos, que olían
aún a pesar de que el sol había chamuscado sus hojas. Ni un pastor encontramos,
ni una choza en nuestro camino. Todo estaba silencioso y solitario; sólo una
estrella fugaz nos dijo que todavía quedaba vida allá en el cielo. No sé si era
el propio aire diáfano y azul el que brillaba, o si eran rayos de las
estrellas; pero distinguíamos bien todos los contornos de las montañas. Mi
madre encendió fuego y asó cebollas que traía consigo, y mi hermanita y yo
dormimos entre los tomillos, sin temor al feo smidraki , que despide
llamas por las fauces, ni tampoco al lobo ni al chacal; mi madre estaba sentada
junto a nosotros, y esto, creía yo, era suficiente.
Llegamos a nuestra
vieja tierra; pero de la choza quedaba sólo un montón de ruinas; había que
construir otra nueva. Unas mujeres ayudaron a mi madre, y en pocos días
estuvieron levantadas las paredes y cubiertas con otro tejado de adelfa. Con
piedras y corteza de árbol, mi madre trenzó muchas fundas de botellas, mientras
yo guardaba el pequeño hato de los sacerdotes. Anastasia y las tortuguitas eran
mis compañeras de juego.
Un día recibimos la
visita de nuestro querido Aftánides. Tenía muchos deseos de vernos, dijo, y se
quedó dos días enteros.
Al cabo de un mes
volvió nos contó que pensaba ir en barco a Patras y Corfú, pero antes había
querido despedirse de nosotros; a mi madre le trajo un pescado muy grande. Nos
contó muchas cosas, no solamente acerca de los pescadores de allá abajo, en el
Golfo de Lepanto, sino también de los reyes y los héroes que en otros tiempos
habían reinado en Grecia como ahora los turcos.
Muchas veces he
visto brotar una yema en el rosal y desarrollarse al cabo de días y semanas
hasta convertirse en flor, y hacerse flor antes de que yo me hubiese detenido a
pensar en lo grande, hermoso y, roja que era; pues lo mismo me ocurrió con
Anastasia. Era una bella moza, y yo un robusto muchacho. Las pieles de lobo de
los lechos de mi madre y Anastasia, yo mismo las había arrancado a los animales
cazados con mi propia escopeta. Los años se habían ido corriendo.
Un atardecer se
presentó Aftánides, esbelto como una caña, fuerte y moreno; nos besó a todos y
nos habló del mar inmenso, de las fortificaciones de Malta y de las extrañas
sepulturas de Egipto. Nos parecía estar escuchando una leyenda de los
sacerdotes; yo lo miraba con una especie de veneración.
- ¡Cuántas cosas
sabes -le dije-, y qué bien las cuentas!
- Un día me
contaste tú la más hermosa de todas -respondió-. Me contaste algo que nunca más
se ha borrado de mi memoria: lo de la antigua y bella costumbre del pacto de
amistad, costumbre que yo quisiera seguir también. Hermano, vámonos los dos a
la iglesia, como un día lo hicieron tu padre y el de Anastasia. La doncella más
hermosa y más inocente es Anastasia, tu hermana: ¡que ella nos consagre! No hay
ningún pueblo que tenga una costumbre tan bella como nosotros, los griegos.
Anastasia se
sonrojó como un pétalo de rosa fresca, y mi madre besó a Aftánides.
A una hora de
camino de nuestra choza, allí donde tierra mullida cubre las rocas y algunos
árboles dan sombra, se levantaba la pequeña iglesia; una lámpara de plata
colgaba delante el altar.
Yo me había puesto
mi mejor vestido: la blanca fustanela me bajaba, en abundantes pliegues, por
encima de los muslos; el jubón encarnado quedábase ceñido y ajustado; en la
borla del fez relucía la plata, y del cinturón pendían el cuchillo y las
pistolas. Aftánides llevaba el traje azul propio de los marinos griegos,
exhibiendo en el pecho una placa de plata con la imagen de la Virgen; su faja
era preciosa, como las que sólo llevan los ricos. Bien se veía que nos
preparábamos para una fiesta. Entramos en la solitaria iglesita, donde el sol
poniente, penetrando por la puerta, enviaba sus rayos a la lámpara encendida y
a los policromos cuadros de fondo, de oro. Nos arrodillamos en las gradas del
altar, y Anastasia se colocó delante de nosotros; un largo ropaje blanco,
holgado y ligero, cubría sus hermosos miembros; tenía el blanquísimo cuello y
el pecho cubierto con una cadena de monedas antiguas y nuevas, y resultaba un
magnífico atavío. El cabello negro recogido; en un moño, estaba sujeto por una
diminuta cofia, adornada con monedas de plata y oro encontradas en los templos
antiguos. Ninguna muchacha griega habría podido soñar un tocado más precioso.
En su rostro radiante los ojos brillaban como dos estrellas.
Los tres orábamos,
y ella nos preguntó:
- ¿Queréis ser
amigos en la vida y en la muerte?
- ¡Sí!
-respondimos.
- ¿Pensaréis,
suceda lo que suceda: mi amigo es parte de mí; mi secreto es su secreto, mi
felicidad es la suya: el sacrificio, la constancia, cuanto en mí hay le
pertenece como a mí mismo?
Y repetimos:
- ¡Sí!
Juntándonos las
manos, nos besó en la frente, y volvimos a rezar en voz queda. Entró entonces
el sacerdote por la puerta del presbiterio, nos bendijo a los tres, y un canto
de los demás religiosos resonó detrás del altar. El pacto de eterna amistad
quedaba sellado. Cuando nos levantamos, vi a mi madre que, en la puerta de la
iglesia, lloraba vehementemente.
¡Qué alegría,
luego, en nuestra casita y en la fuente de Delfos! La velada que precedió al
día de la partida de Aftánides, estábamos él y yo sumidos en nuestros
pensamientos, sentados en la ladera de la peña, su brazo en torno a mi cuerpo,
el mío rodeándole el cuello. Hablábamos de la miseria de Grecia, de los hombres
en quien podía confiar. Cada pensamiento de nuestras almas aparecía claro, ante
los dos; yo le cogí la mano.
- ¡Una cosa debes
saber, una cosa que hasta este momento, sólo Dios y yo sabemos! Mi alma entera
es amor. Un amor más fuerte que el que siento por mi madre y por ti.
- ¿A quién amas,
pues? -preguntó Aftánides, y su rostro y cuello enrojecieron.
- Amo a Anastasia
-dije, y sentí su mano temblar en la mía, y lo vi palidecer como un cadáver. Lo
vi, lo comprendí, y, pareciéndome que también mi mano temblaba, me incliné
hacia él y, besándole en la frente, murmuré:
- Nunca se lo he
dicho; tal vez ella no me quiere. Hermano: piensa en que la he estado viendo
todos los días, ha crecido junto a mí, y dentro de mi alma.
- Y tuya ha de ser
-respondió él-, ¡tuya! No puedo mentirte, ni quiero. Yo también la amo. Pero
mañana me marcho. Dentro de un año volveremos a vernos; para entonces estaréis
casados, ¿verdad?. Tengo algo de dinero, quédate con él, debes aceptarlo, debes
aceptarlo -. Seguimos errando por entre las rocas; cerraba la noche cuando
llegamos a la choza de mi madre.
Anastasia salió a
recibirnos con la lámpara; cuando entramos, mi madre no estaba allí. La
muchacha miró a Aftánides con expresión de maravillosa melancolía.
- ¡Mañana te vas de
nuestro lado! -dijo-, ¡cuánto lo siento!
- ¡Te apena!
-exclamó él, y me pareció observar en sus palabras un dolor tan intenso como el
mío. No pude hablar, pero él, cogiéndome la mano, dijo: - Nuestro hermano te
ama; ¿lo quieres tú a él? En su silencio se expresa su amor.
Anastasia,
temblando, rompió a llorar; yo la veía sólo a ella, sólo en ella pensaba, y,
pasándole el brazo alrededor del cuerpo, le dije:
- ¡Sí, te amo! -.
Oprimió ella su boca contra la mía, y me rodeó el cuello con las manos; pero la
lámpara se había caído al suelo, y la habitación quedó oscura, como el corazón
de nuestro pobre y querido Aftánides.
Antes de rayar el
alba levantóse, se despidió de todos besándonos y emprendió el camino. Había
entregado a mi madre todo su dinero para nosotros. Anastasia era mi novia, y
pocos días más tarde se convirtió en mi esposa.
Las
cigüeñas
Sobre el tejado de
la casa más apartada de una aldea había un nido de cigüeñas. La cigüeña madre
estaba posada en él, junto a sus cuatro polluelos, que asomaban las cabezas con
sus piquitos negros, pues no se habían teñido aún de rojo. A poca distancia,
sobre el vértice del tejado, permanecía el padre, erguido y tieso; tenía una
pata recogida, para que no pudieran decir que el montar la guardia no resultaba
fatigoso. Se hubiera dicho que era de palo, tal era su inmovilidad. «Da un gran
tono el que mi mujer tenga una centinela junto al nido -pensaba-. Nadie puede
saber que soy su marido. Seguramente pensará todo el mundo que me han puesto
aquí de vigilante. Eso da mucha distinción». Y siguió de pie sobre una pata.
Abajo, en la calle,
jugaba un grupo de chiquillos, y he aquí que, al darse cuenta de la presencia
de las cigüeñas, el más atrevido rompió a cantar, acompañado luego por toda la
tropa:
Cigüeña, cigüeña, vuélvete a tu
tierra más allá del valle y de la alta sierra.
Tu mujer se está quieta en el nido,
y todos sus polluelos se han dormido.
El primero morirá colgado,
el segundo chamuscado;
al tercero lo derribará el cazador
y el cuarto irá a parar al asador.
- ¡Escucha lo que cantan los niños! -exclamaron los polluelos-. Cantan que nos van a colgar y a chamuscar.
- No os preocupéis -los tranquilizó la madre-. No les hagáis caso, dejadlos que canten.
Y los rapaces siguieron cantando a coro, mientras con los dedos señalaban a las cigüeñas burlándose; sólo uno de los muchachos, que se llamaba Perico, dijo que no estaba bien burlarse de aquellos animales, y se negó a tomar parte en el juego. Entretanto, la cigüeña madre seguía tranquilizando a sus pequeños:
- No os apuréis -les decía-, mirad qué tranquilo está vuestro padre, sosteniéndose sobre una pata.
- ¡Oh, qué miedo tenemos! -exclamaron los pequeños escondiendo la cabecita en el nido.
Al día siguiente los chiquillos acudieron nuevamente a jugar, y, al ver las cigüeñas, se pusieron a cantar otra vez.
El primero morirá colgado,
el segundo chamuscado.
- ¿De veras van a colgarnos y chamuscamos? -preguntaron los polluelos.
- ¡No, claro que no! -dijo la madre-. Aprenderéis a volar, pues yo os enseñaré; luego nos iremos al prado, a visitar a las ranas. Veréis como se inclinan ante nosotras en el agua cantando: «¡coax, coax!»; y nos las zamparemos. ¡Qué bien vamos a pasarlo!
- ¿Y después? -preguntaron los pequeños.
- Después nos reuniremos todas las cigüeñas de estos contornos y comenzarán los ejercicios de otoño. Hay que saber volar muy bien para entonces; la cosa tiene gran importancia, pues el que no sepa hacerlo como Dios manda, será muerto a picotazos por el general. Así que es cuestión de aplicaros, en cuanto la instrucción empiece.
- Pero después nos van a ensartar, como decían los chiquillos. Escucha, ya vuelven a cantarlo.
- ¡Es a mí a quien debéis atender y no a ellos! -regañóles la madre cigüeña-. Cuando se hayan terminado los grandes ejercicios de otoño, emprenderemos el vuelo hacia tierras cálidas, lejos, muy lejos de aquí, cruzando valles y bosques. Iremos a Egipto, donde hay casas triangulares de piedra terminadas en punta, que se alzan hasta las nubes; se llaman pirámides, y son mucho más viejas de lo que una cigüeña puede imaginar. También hay un río, que se sale del cauce y convierte todo el país en un cenagal. Entonces, bajaremos al fango y nos hartaremos de ranas.
- ¡Ajá! -exclamaron los polluelos.
- ¡Sí, es magnífico! En todo el día no hace uno sino comer; y mientras nos damos allí tan buena vida, en estas tierras no hay una sola hoja en los árboles, y hace tanto frío que hasta las nubes se hielan, se resquebrajan y caen al suelo en pedacitos blancos. Se refería a la nieve, pero no sabía explicarse mejor.
- ¿Y también esos chiquillos malos se hielan y rompen a pedazos? -, preguntaron los polluelos.
- No, no llegan a romperse, pero poco les falta, y tienen que estarse quietos en el cuarto oscuro; vosotros, en cambio, volaréis por aquellas tierras, donde crecen las flores y el sol lo inunda todo.
Transcurrió algún tiempo. Los polluelos habían crecido lo suficiente para poder incorporarse en el nido y dominar con la mirada un buen espacio a su alrededor. Y el padre acudía todas las mañanas provisto de sabrosas ranas, culebrillas y otras golosinas que encontraba. ¡Eran de ver las exhibiciones con que los obsequiaba! Inclinaba la cabeza hacia atrás, hasta la cola, castañeteaba con el pico cual si fuese una carraca y luego les contaba historias, todas acerca del cenagal.
- Bueno, ha llegado el momento de aprender a volar -dijo un buen día la madre, y los cuatro pollitos hubieron de salir al remate del tejado. ¡Cómo se tambaleaban, cómo se esforzaban en mantener el equilibrio con las alas, y cuán a punto estaban de caerse- ¡Fijaos en mí! -dijo la madre-. Debéis poner la cabeza así, y los pies así: ¡Un, dos, Un, dos! Así es como tenéis que comportaros en el mundo -. Y se lanzó a un breve vuelo, mientras los pequeños pegaban un saltito, con bastante torpeza, y ¡bum!, se cayeron, pues les pesaba mucho el cuerpo.
- ¡No quiero volar! -protestó uno de los pequeños, encaramándose de nuevo al nido-. ¡Me es igual no ir a las tierras cálidas!
- ¿Prefieres helarte aquí cuando llegue el invierno? ¿Estás conforme con que te cojan esos muchachotes y te cuelguen, te chamusquen y te asen? Bien, pues voy a llamarlos.
- ¡Oh, no! -suplicó el polluelo, saltando otra vez al tejado, con los demás.
Al tercer día ya volaban un poquitín, con mucha destreza, y, creyéndose capaces de cernerse en el aire y mantenerse en él con las alas inmóviles, se lanzaron al espacio; pero ¡sí, sí...! ¡Pum! empezaron a dar volteretas, y fue cosa de darse prisa a poner de nuevo las alas en movimiento. Y he aquí que otra vez se presentaron los chiquillos en la calle, y otra vez entonaron su canción:
¡Cigüeña, cigüeña, vuélvete a tu tierra!
- ¡Bajemos de una volada y saquémosles los ojos! -exclamaron los pollos- ¡No, dejadlos! -replicó la madre-. Fijaos en mí, esto es lo importante: -Uno, dos, tres! Un vuelo hacia la derecha. ¡Uno, dos, tres! Ahora hacia la izquierda, en torno a la chimenea. Muy bien, ya vais aprendiendo; el último aleteo, ha salido tan limpio y preciso, que mañana os permitiré acompañarme al pantano. Allí conoceréis varias familias de cigüeñas con sus hijos, todas muy simpáticas; me gustaría que mis pequeños fuesen los más lindos de toda la concurrencia; quisiera poder sentirme orgullosa de vosotros. Eso hace buen efecto y da un gran prestigio.
- ¿Y no nos vengaremos de esos rapaces endemoniados? -preguntaron los hijos.
- Dejadlos gritar cuanto quieran. Vosotros os remontaréis hasta las nubes y estaréis en el país de las pirámides, mientras ellos pasan frío y no tienen ni una hoja verde, ni una manzana.
- Sí, nos vengaremos -se cuchichearon unos a otros; y reanudaron sus ejercicios de vuelo.
De todos los muchachuelos de la calle, el más empeñado en cantar la canción de burla, y el que había empezado con ella, era precisamente un rapaz muy pequeño, que no contaría más allá de 6 años. Las cigüeñitas, empero, creían que tenía lo menos cien, pues era mucho más corpulento que su madre y su padre. ¡Qué sabían ellas de la edad de los niños y de las personas mayores! Este fue el niño que ellas eligieron como objeto de su venganza, por ser el iniciador de la ofensiva burla y llevar siempre la voz cantante. Las jóvenes cigüeñas estaban realmente indignadas, y cuanto más crecían, menos dispuestas se sentían a sufrirlo. Al fin su madre hubo de prometerles que las dejaría vengarse, pero a condición de que fuese el último día de su permanencia en el país.
- Antes hemos de ver qué tal os portáis en las grandes maniobras; si lo hacéis mal y el general os traspasa el pecho de un picotazo, entonces los chiquillos habrán tenido razón, en parte al menos. Hemos de verlo, pues.
- ¡Si, ya verás! -dijeron las crías, redoblando su aplicación. Se ejercitaban todos los días, y volaban con tal ligereza y primor, que daba gusto.
Y llegó el otoño. Todas las cigüeñas empezaron a reunirse para emprender juntas el vuelo a las tierras cálidas, mientras en la nuestra reina el invierno. ¡Qué de impresionantes maniobras!. Había que volar por encima de bosques y pueblos, para comprobar la capacidad de vuelo, pues era muy largo el viaje que les esperaba. Los pequeños se portaron tan bien, que obtuvieron un «sobresaliente con rana y culebra». Era la nota mejor, y la rana y la culebra podían comérselas; fue un buen bocado.
- ¡Ahora, la venganza! -dijeron.
- ¡Sí, desde luego! -asintió la madre cigüeña-. Ya he estado yo pensando en la más apropiada. Sé donde se halla el estanque en que yacen todos los niños chiquitines, hasta que las cigüeñas vamos a buscarlos para llevarlos a los padres. Los lindos pequeñuelos duermen allí, soñando cosas tan bellas como nunca mas volverán a soñarlas. Todos los padres suspiran por tener uno de ellos, y todos los niños desean un hermanito o una hermanita. Pues bien, volaremos al estanque y traeremos uno para cada uno de los chiquillos que no cantaron la canción y se portaron bien con las cigüeñas.
- Pero, ¿y el que empezó con la canción, aquel mocoso delgaducho y feo -gritaron los pollos-, qué hacemos con él?
- En el estanque yace un niñito muerto, que murió mientras soñaba. Pues lo llevaremos para él. Tendrá que llorar porque le habremos traído un hermanito muerto; en cambio, a aquel otro muchachito bueno - no lo habréis olvidado, el que dijo que era pecado burlarse de los animales -, a aquél le llevaremos un hermanito y una hermanita, y como el muchacho se llamaba Pedro, todos vosotros os llamaréis también Pedro.
Y fue tal como dijo, y todas las crías de las cigüeñas se llamaron Pedro, y todavía siguen llamándose así.
El cerro
de los elfos
Varios lagartos
gordos corrían con pie ligero por las grietas de un viejo árbol; se entendían
perfectamente, pues hablaban todos la lengua lagarteña.
- ¡Qué ruido y
alboroto en el cerro de los ellos! -dijo un lagarto-. Van ya dos noches que no
me dejan pegar un ojo. Lo mismo que cuando me duelen las muelas, pues tampoco
entonces puedo dormir.
- Algo pasa allí
adentro -observó otro-. Hasta que el gallo canta, a la madrugada, sostienen el
cerro sobre cuatro estacas rojas, para que se ventile bien, y sus muchachas han
aprendido nuevas danzas. ¡Algo se prepara!
- Sí -intervino un
tercer lagarto-. He hecho amistad con una lombriz de tierra que venía de la
colina, en la cual había estado removiendo la tierra día y noche. Oyó muchas
cosas. Ver no puede, la infeliz, pero lo que es palpar y oír, en esto se pinta
sola. Resulta que en el cerro esperan forasteros, forasteros distinguidos,
pero, quiénes son éstos, la lombriz se negó a decírmelo, acaso ella misma no lo
sabe. Han encargado a los fuegos fatuos que organicen una procesión de
antorchas, como dicen ellos, y todo el oro y la plata que hay en el cerro - y
no es poco - lo pulen y exponen a la luz de la luna.
- ¿Quiénes podrán
ser esos forasteros? -se preguntaban los lagartos-. ¿Qué diablos debe suceder?
¡Oíd, qué manera de zumbar!
En aquel mismo
momento se partió el montículo, y una señorita elfa, vieja y anticuada, aunque
por lo demás muy correctamente vestida, salió andando a pasitos cortos. Era el
ama de llaves del anciano rey de los elfos, estaba emparentada de lejos con la
familia real y llevaba en la frente un corazón de ámbar. ¡Movía las piernas con
una agilidad!: trip, trip. ¡Vaya modo de trotar! Y marchó directamente al
pantano del fondo, a la vivienda del chotacabras.
- Están ustedes
invitados a la colina esta noche -dijo-. Pero quisiera pedirles un gran favor,
si no fuera molestia para ustedes. ¿Podrían transmitir la invitación a los
demás? Algo deben hacer, ya que ustedes no ponen casa. Recibimos a varios
forasteros ilustres, magos de distinción; por eso hoy comparecerá el anciano
rey de los elfos.
- ¿A quién hay que
invitar? -preguntó el chotacabras.
- Al gran baile
pueden concurrir todos, incluso las personas, con tal que hablen durmiendo o
sepan hacer algo que se avenga con nuestro modo de ser. Pero en nuestra primera
fiesta queremos hacer una rigurosa selección; sólo asistirán personajes de la
más alta categoría. Hasta disputé con el Rey, pues yo no quería que los
fantasmas fuesen admitidos. Ante todo, hay que invitar al Viejo del Mar y a sus
hijas. Tal vez no les guste venir a tierra seca, pero les prepararemos una
piedra mojada para asiento o quizás algo aún mejor; supongo que así no tendrán
inconveniente en asistir, siquiera por esta vez. Queremos que vengan todos los
viejos trasgos de primera categoría, con cola, el Genio del Agua y el Duende y,
a mi entender, no debemos dejar de lado al Cerdo de la Tumba, al Caballo de
los Muertos y al Enano de la Iglesia, todos los cuales pertenecen
al elemento clerical y no a nuestra clase. Pero ése es su oficio; por lo demás,
están emparentados de cerca con nosotros y nos visitan con frecuencia.
- ¡Muy bien! -dijo
el chotacabras, emprendiendo el vuelo para cumplir el encargo.
Las doncellas elfas
bailaban ya en el cerro, cubiertas de velos, y lo hacían con tejidos de niebla
y luz de la luna, de un gran efecto para los aficionados a estas cosas. En el
centro de la colina, el gran salón había sido adornado primorosamente; el
suelo, lavado con luz de luna, y las paredes, frotadas con grasa de bruja, por
lo que brillaban como hojas de tulipán. En la colina había, en el asador, gran
abundancia de ranas, pieles de caracol rellenas de dedos de niño y ensaladas de
semillas de seta y húmedos hocicos de ratón con cicuta, cerveza de la
destilería de la bruja del pantano, amén de fosforescente vino de salitre de
las bodegas funerarias. Todo muy bien presentado. Entre los postres figuraban
clavos oxidados y trozos de ventanal de iglesia.
El anciano Rey
mandó bruñir su corona de oro con pizarrín machacado (entiéndase pizarrín de
primera); y no se crea que le es fácil a un rey de los elfos procurarse
pizarrín de primera. En el dormitorio colgaron cortinas, que fueron pegadas con
saliva de serpiente. Se comprende, pues, que hubiera allí gran ruido y
alboroto.
- Ahora hay que
sahumar todo esto con orines de caballo y cerdas de puerco; entonces yo habré
cumplido con mi tarea -dijo la vieja señorita.
- ¡Dulce padre mío!
-dijo la hija menor, que era muy zalamera-, ¿no podría saber quiénes son los
ilustres forasteros?
- Bueno -respondió
el Rey, tendré que decírtelo. Dos de mis hijas deben prepararse para el
matrimonio; dos de ellas se casarán sin duda. El anciano duende de allá en
Noruega, el que reside en la vieja roca de Dovre y posee cuatro palacios
acantilados de feldespato y una mina de oro mucho más rica de lo que creen por
ahí, viene con sus dos hijos, que viajan en busca de esposa. El duende es un
anciano nórdico, muy viejo y respetable, pero alegre y campechano. Lo conozco
de hace mucho tiempo, desde un día en que brindamos fraternalmente con ocasión
de su estancia aquí en busca de mujer. Ella murió; era hija del rey de los
Peñascos gredosos de Möen. Tomó una mujer de yeso, como suele decirse. ¡Ah, y
qué ganas tengo de ver al viejo duende nórdico! Dicen que los chicos son un
tanto mal criados e impertinentes; pero quizás exageran. Tiempo tendrán de
sentar la cabeza. A ver si sabéis portaros con ellos en forma conveniente.
- ¿Y cuándo llegan?
-preguntó una de las hijas.
- Eso depende del
tiempo que haga -respondió el Rey. Viajan en plan económico. Aprovechan las
oportunidades de los barcos. Yo habría querido que fuesen por Suecia, pero el
viejo se inclinó del otro lado. No sigue las mudanzas de los tiempos, y esto no
se lo perdono.
En esto llegaron
saltando dos fuegos fatuos, uno de ellos más rápido que su compañero; por eso
llegó antes.
- ¡Ya vienen, ya
vienen! -gritaron los dos.
- ¡Dadme la corona
y dejad que me ponga a la luz de la luna! -ordenó el Rey.
Las hijas,
levantándose los velos, se inclinaron hasta el suelo. Entró el anciano duende
de Dovre con su corona de tarugos de hielo duro y de abeto pulido. Formaban el
resto de su vestido una piel de oso y grandes botas, mientras los hijos iban
con el cuello descubierto y pantalones sin tirantes, pues eran hombres de pelo
en pecho.
- ¿Esto es una
colina? -preguntó el menor, señalando el cerro de los elfos-. En Noruega lo
llamaríamos un agujero.
- ¡Muchachos! -les
riñó el viejo-. Un agujero va para dentro, y una colina va para arriba. ¿No
tenéis ojos en la cabeza?
Lo único que les
causaba asombro, dijeron, era que comprendían la lengua de los otros sin
dificultad.
- ¡Es para creer
que os falta algún tornillo! -refunfuñó el viejo. Entraron luego en la mansión
de los elfos, donde se había reunido la flor y nata de la sociedad, aunque de
manera tan precipitada, que se hubiera dicho que el viento los habla
arremolinado; y para todos estaban las cosas primorosamente dispuestas. Las
ondinas se sentaban a la mesa sobre grandes patines acuáticos, y afirmaban que
se sentían como en su casa. En la mesa todos observaron la máxima corrección,
excepto los dos duendecitos nórdicos, los cuales llegaron hasta poner las
piernas encima. Pero estaban persuadidos de que a ellos todo les estaba bien.
- ¡Fuera los pies
del plato! -les gritó el viejo duende, y ellos obedecieron, aunque a
regañadientes. A sus damas respectivas les hicieron cosquillas con piñas de
abeto que llevaban en el bolsillo; luego se quitaron las botas para estar más
cómodos y se las dieron a guardar. Pero el padre, el viejo duende de Dovre, era
realmente muy distinto.
El cerro
de los elfos
Continuación
Supo contar bellas
historias de los altivos acantilados nórdicos y de las cataratas que se
precipitan espumeantes con un estruendo comparable al del trueno y al sonido
del órgano; y habló del salmón que salta avanzando a contracorriente cuando el
Nöck toca su arpa de oro. Les habló de las luminosas noches de invierno, cuando
suenan los cascabeles de los trineos, y los mozos corren con antorchas
encendidas por el liso hielo, tan transparente, que pueden ver los peces
nadando asustados bajo sus pies. Sí, sabía contar con arte tal, que uno creía
ver y oír lo que describía. Se oía el ruido de los aserraderos y los cantos de
los mozos y las rapazas mientras bailaban las danzas del país. ¡Ohó! De pronto,
el viejo duende dio un sonoro beso a la vieja señorita elfa. Fue un beso con
todas las de la ley, y eso que no eran parientes.
A continuación las
muchachas hubieron de bailar, primero bailes sencillos, luego zapateados, y
bien que lo hacían; finalmente, vino el baile artístico. ¡Señores, y qué manera
de extender las piernas, que no sabía uno dónde empezaban y dónde terminaban,
ni lo que eran piernas y lo que eran brazos! Era aquello como un revoltijo de
virutas, y metían tanto ruido, que el Caballo de los Muertos se mareó y hubo de
retirarse de la mesa.
- ¡Brrr! -exclamó
el viejo duende-, ¡vaya agilidad de piernas! Pero, ¿qué saben hacer, además de
bailar, alargar las piernas y girar como torbellinos?
- ¡Pronto vas a
saberlo! -dijo el rey de los elfos, y llamó a la menor de sus hijas. Era ágil y
diáfana como la luz de la luna, la más bonita de las hermanas. Metióse en la
boca una ramita blanca y al instante desapareció; era su habilidad.
Pero el viejo
duende dijo que este arte no lo podía soportar en su esposa, y que no creía que
fuese tampoco del gusto de sus hijos.
La otra sabía
colocarse de lado como si fuese su propia sombra, pues los duendes no la
tienen.
Con la hija tercera
la cosa era muy distinta. Había aprendido a destilar en la destilería de la
bruja del pantano y sabía mechar nudos de aliso con gusanos de luz.
- ¡Será una
excelente ama de casa! -dijo el duende anciano, brindando con la mirada, pues
consideraba que ya había bebido bastante.
Acercóse la cuarta
elfa. Venía con una gran arpa, y no bien pulsó la primera cuerda, todos
levantaron la pierna izquierda, pues los duendes son zurdos, y cuando pulsó la
segunda cuerda, todos tuvieron que hacer lo que ella quiso.
- ¡Es una mujer
peligrosa! -dijo el viejo duende; pero los dos hijos salieron del cerro, pues
se aburrían.
- ¿Qué sabe hacer
la hija siguiente? -preguntó el viejo.
- He aprendido a
querer a los noruegos, y nunca me casaré si no puedo irme a Noruega.
Pero la más pequeña
murmuró al oído del viejo:
- Esto es sólo
porque sabe una canción nórdica que dice que, cuando la Tierra se hunda, los
acantilados nórdicos seguirán levantados como monumentos funerarios. Por eso
quiere ir allá, pues tiene mucho miedo de hundirse.
- ¡Vaya, vaya!
-exclamó el viejo-. ¿Esas tenemos? Pero, ¿y la séptima y última?
- La sexta viene
antes que la séptima -observó el rey de los elfos, pues sabía contar. Pero la
sexta se negó a acudir.
- Yo no puedo decir
a la gente sino la verdad -dijo-. De mí nadie hace caso, bastante tengo con
coser mi mortaja.
Presentóse entonces
la séptima y última. Y, ¿qué sabía? Pues sabía contar cuentos, tantos como se
le pidieran.
- Ahí tienes mis
cinco dedos -dijo el viejo duende-. Cuéntame un cuento acerca de cada uno.
La muchacha lo
cogió por la muñeca, mientras él se reía de una forma que más bien parecía
cloquear; y cuando ella llegó al dedo anular, en el que llevaba una sortija de
oro, como si supiese que era cuestión de noviazgo, dijo el viejo duende:
- Agárralo fuerte,
la mano es tuya. ¡Te quiero a ti por mujer!
La elfa observó que
faltaban aún los cuentos del dedo anular y del meñique.
Los dejaremos para
el invierno -replicó el viejo-. Nos hablarás del abeto y del abedul, de los
regalos de los espíritus y de la helada crujiente. Tú te encargarás de
explicar, pues allá arriba nadie sabe hacerlo como tú. Y luego nos entraremos
en el salón de piedra, donde arde la astilla de pino, y beberemos hidromiel en
los cuernos de oro de los antiguos reyes nórdicos. El Nöck me regaló un par, y
cuando estemos allí vendrá a visitarnos el diablo de la montaña, el cual te
cantará todas las canciones de las zagalas de la sierra. ¡Cómo nos vamos a
divertir! El salmón saltará en la cascada, chocando contra las paredes de roca,
pero no entrará. ¡Oh, sí, qué bien se está en la vieja y querida Noruega! Pero,
¿dónde se han metido los chicos?
Eso es, ¿dónde se
habían metido? Pues corrían por el campo, apagando los fuegos fatuos que
acudían, bonachones, a organizar la procesión de las antorchas.
- ¿Qué significan
estas corridas? -gritó el viejo duende-. Acabo de procuraros una madre, y
vosotros podéis elegir a la que os guste de las tías.
Pero los jóvenes
replicaron que preferían pronunciar un discurso y brindar por la fraternidad.
Casarse no les venía en gana. Y pronunciaron discursos, bebieron a la salud de
todos e hicieron la prueba del clavo para demostrar que se habían zampado hasta
la última gota. Quitándose luego las chaquetas, se tendieron a dormir sobre la
mesa, sin preocuparse de los buenos modales. Mientras tanto, el viejo duende
bailaba en el salón con su joven prometida e intercambiaba con ella los
zapatos, lo cual es más distinguido que intercambiar sortijas.
- ¡Que canta el
gallo! -exclamó la vieja elfa, encargada del gobierno doméstico- ¡Hay que
cerrar los postigos, para que el sol no nos abrase!
Y se cerró la
colina.
En el exterior, los
lagartos subían y bajaban por los árboles agrietados, y uno de ellos dijo a los
demás.
- ¡Cuánto me ha
gustado el viejo duende nórdico!
- ¡Pues yo prefiero
los chicos! -objetó la lombriz de tierra; pero es que no veía, la pobre.
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