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sábado, 25 de septiembre de 2010

UN CUENTO DE VAMPIROS



VAMPIROS COTIDIANOS

Laura Michel Sandoval




Los dos muchachos estaban sentados, muy quietos, en el sitio más escondido de la cafetería del centro comercial.
El joven tenía ojos y cabellos oscuros; su amiga era más bien rubia.
Estaba sorbiendo lentamente los últimos restos de su malteada de fresa, y no despegaba los ojos del vaso.
Él miró su reloj, con aire inquieto. La amiga dio un sorbido demasiado fuerte.
- ¿Entonces? - dijo.
El se frotó las manos.
- A partir de las siete, no salimos de aquí - murmuró, hablando como consigo mismo.
La amiga frunció el cejo e hizo a un lado su vaso.
- Mira - dijo él, poniéndose todavía más nervioso -, no creas que no me importa que... bueno, que... digo, bueno, que... que... que... no te la estás pasando bien, pero... tú sabes... es por el horario social, y...
- El horario social, que bien - repuso la amiga -. Que si no te vas a tales horas, te multan y todo eso. Ya se.
- Eh... no, no es cierto - replicó él, sin decirse que ella no entendía en lo absoluto -. No te multan. Lo que pasa es que... digo, si nos dan las siete, vamos a... a tener que quedarnos aquí toda la noche.
- Ah, sí; para que luego me regañen a mí; que bien -. El muchacho intentó, sin éxito, un cruce de miradas -. Por cierto, ¿que horas tienes?
Él volvió a mirar el reloj.
- Ya faltan veinte. Mira, si quieres, te llevo a tu casa y nos vemos mañana, te parece?
- ¿Faltan veinte? Que raro; mi hermanita y sus cuates ya deberían estar aquí.
Él se frotó los nudillos, sin saber que decir, sin saber que hacer. En definitiva, esa era la cita más espantosa que hubiera podido tener.
Nunca más, se dijo; nunca más volvería a salir con una chica que todavía viviera con su familia, que tuviera que pasear a un montón de chiquillos por un centro comercial y, mucho menos, que no conociera las reglas del horario social. Y encima...
- ¿Y si vamos a Mentgar? ¿Y si nos damos una vueltecita por la plaza? - murmuró ella.
El casi saltó.
- ¿¿¿Que???
- Le dije a mi hermanita que íbamos a ir a Mentgar. Ah, que bueno - dijo la amiga, mirando hacia afuera -. Creo que ya llegaron.
Él siguió la mirada de la chica, y fue a dejar los ojos en el aparador del frente. Se puso pálido.
- A Mentgar, ¿por qué no? - dijo, con la voz más firme que pudo hacer.
Tomó de la mano a su amiga y la arrastró hacia la cocina.
¡Una puerta trasera; tenía que haber una puerta trasera...! Se cruzó con la mesera que los había atendido, le arrojó un billete a la cara y se metió a la cocina.
- Oye - comenzó a protestar la amiga, pero él estaba lejos de hacerle caso. Se había puesto a revolver en los grandes especieros -. Hay que esperar a mi hermani...
Por fin dio con lo que buscaba. Se llenó los bolsillos de dientes de ajo y condujo a su amiga a la puerta trasera.
Maldita costumbre, los hijos mayores teniendo que cuidar a los menores.
Como si los padres no se dieran cuenta de que lo que más les gustaba a los chiquitos era irse en pandillas al piso alto del centro comercial.
Grandioso.
Una vez fuera, él se dio tiempo de aspirar un poco de aire. La amiga se le quedó viendo, tratando de componer la expresión más desagradable posible. Él se perdió el principio del sermón. Estaba muy concentrado en el ruido de la cafetería. Como ya lo esperaba, unos segundos después se oyó un estrépito de cristales rotos y el lugar se llenó de oscuridad y gritos.
- Qué sitio más escandaloso - comentó la muchacha, con el gesto torcido
- Y encima les dejaste todo el billete.
- Por la propina - se excusó él rápidamente, mientras la volvía a tomar de la mano e intentaba echar a correr. Los grandes almacenes Mentgar no quedaban muy lejos, y se le había ocurrido una idea. La amiga, por supuesto, no se dejó llevar por la paz, y él tuvo que inventarle unas cuantas mentiras sobre cómo, al principio de la cita, había quedado de verse con la hermanita en el departamento de juguetes.
Siempre se había jactado de ser un chico de mente abierta y buen sentido de la tolerancia. Siempre, hasta que ellos se presentaron. Comenzaron por poner anuncios en los periódicos para anunciar la formación de su club. Una vez organizados, se dedicaron a promover eventos culturales y deportivos a la luz de la luna; más tarde abrieron una discoteque y pronto tuvieron un órgano de difusión propio. Su último paso fue construir ese dichoso centro comercial, lo que todo el pueblo acogió con gusto, y tuvieron el descaro de contratar vecinos locales para este último proyecto.
Él los conocía, y, sinceramente, los odiaba. No tanto, aunque algo había de eso, porque hubieran llegado con su imperio social y financiero a trastornar la tranquila vida de la pequeña población, sino por las cosas horribles que le hacían a la gente. Y lo peor era que nadie, por lo visto, parecía darse cuenta. O bien, si se daban cuenta y se lo tomaban como una ventaja a su favor. Para los adultos, quizás era muy interesante formar parte de una sociedad prestigiosa. Y los niños... los niños simplemente no podían resistir las maquinitas en el piso de arriba. Un lugar al que solo le faltaba tener un letrero que indicara que ahí era la base de los trabajos sucios, y tan ominosos que ni siquiera él se hubiera atrevido a entrar.
Los odiaba. Pero no podía acusarlos de deshonestidad. Nunca habían ocultado que eran ni a que habían llegado. Fueron ellos mismos los que establecieron el horario social para la protección del ciudadano y fijaron carteles con el estatuto en todas las avenidas y los edificios importantes. Los ciudadanos pasaban delante de los carteles, les echaban una ojeada, y seguían de largo como si nada.
Él hubiera preferido incredulidad, burla, cualquier otra reacción a esa estúpida indiferencia. Junto con unos amigos, se propuso hacer frente a la nueva amenaza, y, pese a ser ateo por moda, se convirtió en asiduo visitante de la iglesia, de donde siempre salía con un frasco de agua de la pila bautismal, y le dio por llevar un crucifijo enorme colgado del cuello. Detalles como estos desagradaron tanto a sus amigos que acabaron por hacerlos a un lado junto con los palos de escoba puntiagudos y los collares de ajo, y lo dejaron solo. Muchos prefirieron unirse a los recién llegados a hacer el ridículo. Pero lo peor fue en el trato con las chicas. Generalmente a las chicas el crucifijo y los ajos no les hacían la más mínima gracia.
Con el abandono de sus amigos y la renuencia de las muchachas a salir con él, estaba sintiéndose muy solo. Nadie quería estar con un muchacho que respetara el horario social tan estrictamente y estuviera en casa a las siete de la noche. La noche se había hecho para pasarla bien, para ir a la disco y quedarse ahí hasta la madrugada. Todos lo hacían. Y, muy poco a poco, iban desapareciendo. En números pequeños, nunca más de tres por fin de semana. Nadie volvía a verlos a la luz del día, y solo a unos pocos podía encontrárseles de noche, emborrachándose en la disco o merodeando el local de las maquinitas en el centro comercial.
Los grupos en las escuelas comenzaron a mermar. La soledad psicológica del muchacho se hizo física también: de los treinta condiscípulos con los que había comenzado el semestre quedaban solo dieciocho. Pero el cielo se le abrió al conocer a la bonita muchacha provinciana. Sus padres se habían mudado a la ciudad hacía ya dos meses, pero nadie quería salir con ella porque los papás siempre la obligaban llevar con ella a la hermana de diez años. Ésta, cabe decirlo, se había hecho enormemente popular apenas llegara, y siempre cargaba con cinco o seis amigos. Él se dijo que aceptaría este inconveniente, con tal de que ella aceptara su invitación.
- ¿A donde quieres que vayamos? - le había preguntado.
- Al centro comercial - había contestado ella, sonriendo. Y él se forzó a corresponder a su sonrisa, aunque el alma se le había caído al piso.
Pero acabaron yendo. Les resultó imposible controlar a los chiquillos, que solo querían corretear de un lado a otro y meterse en todos los rincones. Finalmente, la amiga tomó a la hermana de una oreja y le dijo que se fuera a dar la vuelta, pero que a las seis y media fueran a la cafetería para ir todos juntos a los grandes almacenes Mentgar. Con el alma en un hilo, él vio a los felices niños abordaban el ascensor panorámico y oprimir el botón de la planta alta. Desde entonces, su mente había estado un tanto nublada, y con seguridad no había resultado una buena compañía ni mucho menos para la chica, que, a los pocos minutos, comenzó a dar señales de aburrimiento.
De camino a los almacenes Mentgar, él se echó un diente de ajo a la boca. Lo masticó un poco, escupió en la palma de su mano y untó la saliva en los hombros de la amiga en un momento que ella se había detenido a contemplar un aparador. Ella interpretó el gesto como una caricia y sonrió levemente. Para entonces, el ruido de la cafetería ya había quedado lejos.
- ¿No te gusta ese pantalón? - preguntó la amiga -. Creo que lo tienen en oferta... ¿Habrá de mi talla?
Por dentro del aparador, estaba pegado con cinta adhesiva uno de los anuncios del horario social.
HORARIO SOCIAL
Estimados clientes y amigos: Les suplicamos retirarse a sus hogares antes de las siete de la noche. No nos hacemos responsables de su seguridad en las calles después de esa hora. Sentimos las molestias que esto les ocasione.
El cartel fue un recurso horrendo e inoportuno. Aunque la amiga deseaba entrar a la tienda a probarse el pantalón, él tuvo que pedirle que se apresuraran a ir a Mentgar, ya que la hermanita y los amigos podrían estar aburriéndose ahí. Aunque muy contrariada, ella aceptó. Apenas se hubieron marchado, el local quedó a oscuras y en el cristal aparecieron tres inverosímiles rostros de niños.
Él miró, una vez más, su reloj; Pero si apenas eran las seis y cincuenta y cinco. Evidentemente, a los propietarios del centro comercial se les estaba olvidado respetar las reglas que ellos mismos habían impuesto. Solo cuando vio el cielo, muy nublado, comprendió.
¿Desde cuando respetaban las reglas los niños? Se metió la mano a la chamarra, cerró el puño sobre el crucifijo, que había guardado toda la tarde, y palpó un objeto del que ya casi nunca se separaba: su pistola de agua.
Los grandes almacenes Mentgar, con tres pisos de alto, eran el punto focal del lugar. Estaban iluminados por fuera con una luz ligeramente amarillenta, y el nombre de la tienda y el de la compañía resaltaban en rosados letreros de neón. Él se adelantó para abrir la elegante puerta de cristal. Cuando su amiga, asombrada ante la cortesía, pasó, él entró a su vez, y cerró la puerta con la rapidez y fuerza suficientes para estrellándosela en la cabeza a un niño que había saltado tras ellos. La sangre tiño las resquebrajaduras del vidrio, como si fueran pequeñas venas en un modelo anatómico.
La amiga, mientras tanto, ya se había adelantado al departamento de ropa y accesorios. Estaba inclinada sobre un brillante mostrador de joyera de fantasía. Él se echó varios dientes de ajo a la boca y corrió a alcanzarla.
- Mira estos collares - estaba comentando ella -. Tengo una amiga que tiene unos parecidos, pero que son de lo más corriente.
Él percibió un movimiento bajo el mostrador.
- Mira los sombreros - gritó -. ¿No dijiste que querías un sombrero? - e hizo un ademan hacia atrás. Cuando la amiga se volvió para mirar, escupió en la cara de la niñita que acababa de saltar sobre el mostrador.
Se introdujeron, los dos, en el laberinto que era la sección de ropa.
Ella no dejaba de mirar y admirar los diferentes modelos mientras él permanecía vigilando sobre sus hombros. Se consoló pensando que, por primera vez en toda la tarde, ella parecía contenta.
El reloj marcaba ya las siete y cuarto. Departamento por departamento, la tienda iba oscureciéndose y llenándose de gritos de clientes que no habían respetado el horario social. Él, con muchas dificultades, convenció a su amiga de que fueran a la sección deportiva, que aún estaba iluminada. Ella, un poco renuente, accedió.
La sección deportiva, a esas horas, estaba prácticamente abandonada. El muchacho vio, a lo lejos, una tienda de campaña armada en exhibición.
Mientras la amiga se quedaba leyendo las etiquetas de las fajas reductoras, él descolgó de la pared un arco de poleas y un carcaj con flechas de madera. Los introdujo como al descuido en la tienda y comprobó, con alivio, que alguien había puesto dentro una bolsa de dormir.
Llamó a la amiga, la hizo meterse en la tienda, y mientras ella veía con curiosidad el arco y las flechas corrió el cierre de la puerta. Ella se volvió al oír el ric-rac.
- Aquí... - intentó explicar él -, eh... aquí... aquí si quieres... podemos pasar la noche.
La amiga chilló.
- ¿Y mi hermanita? ¡Me van a regañar en mi casa!
Él, que había hecho un gesto impotente para que guardara silencio, intentó calmarla.
- Acabo de verla en la ropa. Me dijo que los papás de uno de sus amigos iban a venir por todos ellos - mintió -. Le dije que le avisara a tus papás que nos íbamos a ir a la disco.
Ella lo miró a los ojos, por primera vez, y se ruborizó.
- ¿Es en serio?
- En serio.
La amiga bajó los ojos.
- Bueno, si quieres... - y se lanzó a sus brazos y lo besó con intensidad. No había tenido el tiempo de recuperarse del inesperado pero agradable desconcierto, cuando ella se retiró llena de asco.
- ¡Oye! - protestó -. ¿Qué nunca te lavas los dientes?
Él no tuvo tiempo de contestar. El techo de la tienda se rajó a la mitad, y dos sonrientes caritas aparecieron a la vista. Uno de los niños intentó morderle el hombro, y para esquivarlo y al mismo tiempo sacar la pistola de de agua tuvo que arrojar a su amiga al suelo. La muchacha gritó, lo suficientemente alto para ahogar los chillidos de los niños al recibir sendos chorros de agua a la altura de los ojos.
Él se quitó de encima los restos de la tienda. La expresión de su rostro revelaba una furia que ya no podía contener. Tras verificar la carga de su pistola de agua, se inclinó, y, sin hacer caso de la amiga que intentaba levantarse por entre la lona y los barrotes, recogió el arco y se echó el carcaj a la espalda. De tirón, arrancando incluso algunos botones, se abrió la camisa, dejando al descubierto su enorme crucifijo.
Estaba harto.
- El horario social - masculló.
Revisó por última vez su reloj. Marcaba las siete cincuenta.
El horario social... Ellos habían cumplido su parte al avisar al público que era peligroso salir de casa al anochecer. Era una medida necesaria de convivencia, que él, hasta entonces, había respetado. Pero, ahora suponía, como el error ya se había cometido, poco quedaba por hacer, salvo esperar una larga noche y abrirse paso a punta de flecha y con las pocas reservas de agua bendita que le quedaban, hasta su casa. O esperar a que amaneciera, sin dormir. Para empezar, tendría que hacerse cargo de la hermana de su amiga y de sus compañeritos, que, en ese momento (uno con la frente descalabrada y otros tres con los rasgos faciales a medio derretir) le cerraban el paso, jadeando expectantes por entre los colmillos.
Colocó una flecha en el arco y apuntó. La amiga, por fin de pie, lo miró con los ojos llenos de lágrimas y dio patadas en el suelo como un chiquillo malcriado.
- ¡Jamás vuelvo a salir contigo! - gritó.
En ese momento, se apagaron las luces de la sección deportiva.

FIN

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