Charles Dickens
OLIVER TWIST
CAPÍTULO UNO
LOS PRIMEROS AÑOS
DE OLIVER TWIST
Una fría
noche de invierno, en una pequeña ciudad de Inglaterra, unos transeúntes
hallaron a una joven y bella mujer tirada en la calle. Estaba muy enferma y
pronto daría a luz un bebé. Como no tenía dinero, la llevaron al hospicio, una
institución regentada por la junta parroquial de la ciudad que daba cobijo a
los necesitados. AE día siguiente nació su hijo y, poco después, murió ella sin
que nadie supiera quién era ni de dónde venía. Al niño lo llamaron Oliver
Twist.
En aquel hospicio pasó Oliver los
diez primeros meses de su vida. Transcurrido este tiempo, la junta parroquial
lo envió a otro centro situado fuera de la ciudad donde vivían veinte o treinta
huérfanos más. Los pobrecillos estaban sometidos a la crueldad de la señora
Mann, una mujer cuya avaricia la llevaba a apropiarse del dinero que la
parroquia destinaba a cada niño para su manutención. De modo, que aquellas
indefensas criaturas pasaban mucha hambre, y la mayoría enfermaba de privación
y frío.
El día de su noveno cumpleaños,
Oliver se encontraba encerrado en la carbonera con otros dos compañeros. Los
tres habían sido castigados por haber cometido el imperdonable pecado de decir
que tenían hambre. El señor Blumble, celador de la parroquia, se presentó de
forma imprevista, hecho que sobresaltó a la señora Mann. El hombre tenía por
costumbre anunciar su visita con antelación, tiempo que la señora Mann
aprovechaba para limpiar la casa y asear a los niños, ocultando así las malas
condiciones en las que vivían los pobres muchachos.
‑¡Dios mio! ¿Es usted, señor Bumble?
‑exclamó horrorizada la señora Mann.
Y, dirigién se en voz baja a la
criada, ordenó:
‑Susan, sube a esos tres mocosos de
la carbonera y lávalos inmediatamente.
‑Vengo a llevarme a Oliver Twist ‑dijo
el celador‑. Hoy cumple nueve años y ya es mayor para permanecer aquí.
‑Ahora mismo lo traigo ‑dijo la
señora Mann saliendo de la habitación.
Oliver llegó ante el señor Bumble
limpio y peinado; nadie hubiera dicho que era el mismo muchacho que poco antes
estaba cubierto de suciedad. Al poco rato, el celador y el niño abandonaban
juntos el miserable lugar
Oliver miró por última vez hacia
atrás; a pesar de que allí nunca había recibido un gesto cariñoso ni una
palabra bondadosa, una fuerte congoja se apoderó de él. “¿Cuándo volveré a ver
a los únicos amigos que he tenido nunca?”, se preguntó. Y, por primera vez en
su vida, sintió el niño la sensación de su soledad.
Nada más llegar al nuevo hospicio,
Oliver fue llevado ante la junta parroquial y allí, el señor Limbkins, que era
el director, se dirigió a él.
‑¿Cómo te llamas, muchacho?
Oliver, asustado, no contestó; de
repente, sintió un fuerte pescozón que le hizo echarse a llorar, había sido el
celador que se encontraba detrás de él.
‑Este chico es tonto ‑dijo un señor
de chaleco blanco.
‑¡Chist! ‑ordenó el primero. Y,
dirigiéndose a Oliver, dijo‑: Hasta ahora, la parroquia te ha criado y
mantenido, ¿verdad? Bien, pues ya es hora de que hagas algo útil. Estás aquí
para aprender un oficio. ¿Entendido?
‑Sí. Sí, señor‑contestó Oliver entre
sollozos.
En el hospicio, el hambre seguía
atormentando a Oliver y a sus compañeros: sólo les daban un cacillo de gachas
al día, excepto los días de fiesta en que recibían, además de las gachas, un
trocito de pan. Al cabo de tres meses, los chicos decidieron cometer la osadía
de pedir más comida y, tras echarlo a suertes, le tocó a Oliver hacerlo.
Aquella noche, después de cenar, Oliver se levantó de la mesa, se acercó al director
y dijo:
‑Por favor, señor, quiero un poco
más.
‑¿Qué? ‑preguntó el señor Limbkins
muy enfadado.
‑Por favor, señor, quiero un poco
más ‑repitió el muchacho.
El chico fue encerrado durante una
semana en un cuarto frío y oscuro; allí pasó los días y las noches llorando
amargamente. Sólo se le permitía salir para ser azotado en el comedor delante
de todos sus compañeros. El caso del “insolente muchacho” fue llevado a la
junta parroquial; ésta decidió poner un cartel en la puerta del hospicio
ofreciend c¡nco libras a quien aceptara hacerse cargo de Oliver.
El señor Gamfield era un hombre de
rasgos groseros y gestos rudos, deshollinador de profesión. Una mañana iba
paseando por la calle, pensaba cómo podría pagar sus deudas; al pasar frente
al hospicio, sus ojos se clavaron en el cartel recién colocado.
‑¡Sooo! ‑ordenó el señor Gamfield
azotando a su burro.
El hombre del chaleco blanco estaba
en la puerta, y al momento entendió que Gamfield era el tipo de amo que le
hacía falta a Oliver; de modo que fue a llamar al señor Limbkins. Éste salió
inmediatamente y, al ver el interés que manifestaba el deshollinador por el
muchacho, se frotó las manos y dijo con aire apesadumbrado:
‑Usted quiere al chico para realizar
un oficio peligroso; así que cinco libras nos parece mucho dinero.
‑Entonces, ¿cuánto me darán si me lo
quedo? ‑preguntó Gamfield.
‑Tres libras y diez chelines ‑contestó
el director.
‑No seas tonto ‑dijo el señor del
chaleco blanco‑, llévatelo. Es exactamente el muchacho que necesitas. Unos
cuantos palos le vendrán bien y no te preocupes por su manutención: no está
acostumbrado a llenar su estómago, ¡ja, ja, ja!
El trato quedó inmediatamente
cerrado. A continuación, se ordenó al señor Bumble que llevara aquella misma
tarde a OI¡ver ante el juez para que aprobara y firmara el contrato. El
magistrado se encontraba en una estancia enorme sentado detrás de un escitorio.
Bumble colocó a Oliver frente a él y dijo:
‑Éste es el muchacho, señoría.
El anciano se puso las gafas y sus
ojos toparon con el rostro pálido y aterrorizado de Oliver.
‑¡Muchachito! ‑dijo el anciano‑.
¿Por qué estás asustado?
Oliver, desconcertado por el tono
suave y benévolo del juez, cayó de rodillas y, juntando las manos, suplicó:
‑¡Por favor, señor! Mándeme al
cuarto oscuro... máteme de hambre si quiere...; pero no me obligue a it con este hombre.
Tras
unos instantes de silencio, el juez dijo en tono solemne:
‑Me
niego a firmar este contrato. Llévese al muchacho de nuevo al hospicio, y
trátelo bien. Creo que lo necesita.
A la
mañana siguiente, el cartel en el que se ofrecían cinco libras a quien quisiera
llevarse a Oliver, estaba otra vez colocado en la puerta del hospicio. El
primero en interesarse por el negocio fue el señor Sowerberry, encargado de la
funeraria parroquial. Era un hombre escuálido que siempre vestía un traje negro
y raído. Después de revisar minuciosamente al muchacho, decidió quedárselo.
La junta
parroquial decidió que Oliver se fuera con él aquella misma noche. Pero de
camino a casa de su nuevo amo, el chico no pudo reprimir las lágrimas.
‑Eres el
muchacho más desagradecido que he visto en mi vida ‑le dijo el señor Bumble.
‑No, no
señor No soy desagradecido; pero es que me siento tan solo ‑contestó Oliver
entre sollozos‑. Por favor, señor, no se enfade conmigo.
Cuando
llegaron a la funeraria del señor Sowerberry, Bumble ordenó a Oliver que se
secara las lágrimas.
‑Aquí
estoy con el muchacho.
‑¡Dios
mío! ‑exclamó la señora Sowerberry‑. s muy pequeño.
‑Sí, es
bastante pequeño, pero no se preocupe, señora ‑dijo el señor Bumble‑, ya
crecerá.
‑¡Claro
que crecerá! ‑contestó la mujer malhumorada‑. ¿Y quién lo va a pagar? Mantener
a los niños de la parroquia cuesta más de lo que se obtiene de ellos. ¡Menudo
ahorro!
Y
dirigiéndose a Oliver añadió:
‑¡Venga,
talego de huesos.
La mujer
del dueño de la funeraria abrió una pequeña puerta y empujó a Oliver por una
empinada escalera. Al final de ella, se encontraba la cocina, que era un sótano
de piedra húmeda y oscura. Allí sentada estaba una muchacha sucia y desastrada.
‑Charlotte
‑ordenó la señora Sowerberry‑, dale a este muchacho algunas de las sobras que
hemos apartado para Trip.
Los ojos
de Oliver se iluminaron al ver llegar el cuenco de comida y se lanzó sobre unos
restos que hasta el perro habná desdeñado, Cuando hubo acabado de comer, la
señora Sowerberry llevó a Oliver hasta la tienda bajo cuyo mostrador había
puesto un viejo colchón.
‑Dormirás
aquí. Supongo que no te molestará estar entre ataúdes. Y si te molesta, te
aguantas. No hay otro sitio.
Solo ya en la funeraria, Oliver sintió
un escalofrío, el hueco donde estaba el colchón también parecía un sepulcro.
Oliver lo miró y, por un momento, deseó que aquélla fuera de verdad su tumba;
así podría dormir eternamente y descansar en el camposanto, con la hierba
acariciando su cabeza.
CAPÍTULO DOS
EN LA FUNERARIA
Por la
mañana, unas violentas patadas en la puerta de la tienda despertaron a Oliver
‑¡Abre
de una vez! ‑gritó una voz detrás de la puerta.
‑Ya voy,
señor ‑contestó Oliver vistiéndose a toda prisa.
‑Supongo
que eres el mocoso del hospicio ‑siguió la voz‑. ¿Cuántos años tienes?
‑Tengo
diez, señor
Oliver
abrió la puerta con manos temblorosas, pero sólo vio a un muchacho de la
inclusa que estaba sentado en un mojón comiendo una rebanada de pan con
mantequilla.
‑Perdone
‑dijo sliver‑, ¿es usted el que ha llamado?
‑Soy el
que ha dado patadas ‑rectificó el muchacho‑. Veo que no sabes con quién estás
hablando. Soy el señor Noah Claypole, y tú eres mi subordinado.
Diciendo
esto, propinó a Oliver una patada, y entró en la tienda pavoneándose. Y es
que, Noah era un acogido de la inclusa, pero tenía padre y madre conocidos.
Llevaba años aguantando sin replicar los insultos de los muchachos del barrio,
y ahora que la fortuna había puesto en su camino a un huérfano sin nombre,
pensaba tomarse la revancha.
Llevaba
Oliver casi un mes en la funeraria, cuando al señor Sowerberry se le ocurrió
una idea:
‑Querida
‑le dijo a su mujer‑, he pensado que Oliver sería perfecto para acompañar los
entierros de los niños. Con la edad aproximada del muerto, causará una gran
sensación.
A la
mañana siguiente, el señor Bumble entró en la tienda.
Vengo a
encargar un ataúd y un funeral para una pobre mujer de la parroquia. Aquí tiene
la dirección.
‑Ahora
mismo voy ‑contestó el de la funeraria‑. Oliver, ponte la gorra y ven conmigo.
Caminaron
por calles sucias y miserables. Cuando llegaron a la casa indicada, subieron
hasta el primer piso y el señor Sowerberry llamó con los nudillos. Una
muchacha de unos trece años abrió la puerta y ambos entraron. Dentro de la
casa, el espectáculo era estremecedor: agachado frente a una chimenea sin
lumbre, había un hombre flaco y pálido; a su lado, una vieja sentada en un
taburete; más allá, unos niños harapientos mirando hacia el cadáver que yacía
en el suelo cubierto con una manta. Cuando el señor Sowerberry hizo intención
de acercarse al cuerpo sin vida para realizar su trabajo, el hombre flaco se
levantó como una centella gritando:
‑¡Que
nadie se acerque a mi esposa!
No
obstante, el encargado de la funeraria sacó de su bolsillo una cinta métrica y
se arrodilló junto al cuerpo sin vida.
‑¡Ah! ‑gimió
el hombre hincándose de rodillas junto a la difunta‑. ¡La han matado de hambre!
Fui a mendigar para ella y me metieron en la cárcel.
Al día
siguiente, se celebró el entierro. Cuando el señor Sowerberry y Oliver, volvían
a la funeraria, el hombre preguntó:
‑Bueno,
muchacho, ¿te gusta este oficio?
‑La
verdad es que no mucho, señor‑contestó.
‑Ya
verás, todo es cuestión de acostumbrarse.
Transcurrido
el mes de prueba, Oliver pasó a ser aprendiz oficialmente. A Noah le corroía la
envidia de ver ascendido al pequeño Oliver y desde entonces, se propuso hacerle
la vida imposible. Cierto día en que ambos se encontraban en la cocina, el
jovenzuelo empezó a tirarle del pelo y, al no conseguir sacarle una sola
lágrima, recurrió al insulto.
‑Hospiciano
‑dijo Noah‑, ¿y tu madre?
‑Murió ‑contestó
Oliver un poco crispado‑. Preferiná que no hablaras de ella delante. de mí.
‑¿De qué
murió?
‑De pena
‑respondió Oliver con los ojos cargados de lágrimas‑. No me hables más de
ella, será mejor para ti.
‑¿Mejor
para m? Seguro que tu madre era una cualquiera.
Rojo de
furia, Oliver agarró a Noah por el cuello, lo zarandeó violentamente y le
asestó un puñetazo con tanta fuerza que lo derribó al suelo.
‑¡Charlotte!
¡Ama! ‑se puso a gritar Noah‑. ¡El nuevo me está matando! ¡Socorro!
Las dos
mujeres acudieron inmediatamente a la cocina. Entre los tres propinaron a
Oliver una buena paliza: Noah lo inmmovilizó, la criada lo golpeó y el ama le
arañó la cara. Luego lo encerraron en el sotanillo de la basura.
‑Noah ‑ordenó
la señora Sowerberry‑, corre a buscar al señor Bumble y dile que venga de
inmediato.
Obedeciendo
las órdenes de su ama, Noah echó a correr y no paró hasta llegar a la puerta
del hospicio.
‑¡Señor
Bumble! ¡De prisa, venga a la tienda! Oliver Twist se ha vuelto loco. Intentó
matarme, y luego intentó matar a Charlotte y también a la señora Sowerberry.
‑Me
ocuparé de ello ‑dijo el señor Bumble.
Cuando
él y Noah llegaron a la funeraria, Oliver seguía dando patadas a la puerta del
sotanillo.
‑¡Oliver!
‑llamó el celador en voz baja.
‑¡Sáquenme
de aquiil ‑gritó Oliver.
‑Soy el
señor Bumble. ¿Es que no tiemblas al oír mi voz?
‑No ‑respondió
Oliver valientemente.
‑Debe
haberse vuelto loco ‑intervino la señora Sowerberry‑. Ningún muchacho en su
sano juicio se atrevená a contestarle de ese modo.
‑No es
locura, señora‑dijo el celador‑, es comida.
‑¿Cómo? ‑exclamó
la señora Sowerberry.
‑Comida,
señora, comida. Usted le ha dado demasiado de comer, y ahora tiene fuerza y
energía.
‑Esto me
pasa por ser tan generosa ‑dijo hipócritamente.
Cuando
llegó el señor Sowerberry, le contaron lo ocurrido con tantas exageraciones,
que el hombre, indignado, abrió la puerta del sotanillo y sacó a rastras a su
rebelde aprendiz agarrándole por el cuello de la camisa. Oliver tenía las
ropas desgarradas, el pelo revuelto y la cara amoratada y arañada. Pero, a
pesar de todo, seguía mostrando indignación en su rostro, y miró valientemente
a Noah.
‑Dijo
cosas de mi madre ‑explicó Oliver a su amo.
‑¿Y qué,
si lo que dijo es cierto? ‑repuso la señora Sowerberry.
‑No lo
es ‑contestó Oliver rabioso.
‑Sí, sí
lo es.
El niño
pasó todo el día arrinconado, sin más comida que una rebanada de pan. Al llegar
la noche, lo mandaron subir a su cama; entonces Oliver rompió a llorar Cuando
se calmó, envolvió lo poco que poseía en un pañuelo y se sentó a esperar el
amanecer
Con los
primeros rayos de sol, escapó calle arriba. Pasó por delante del hospicio y vio
a uno de sus antiguos compañeros trabajando en el jardín.
‑¡Hola,
Dick! ‑susurró Oliver‑. ¿Hay alguien levantado?
‑Sólo yo
‑contestó el niño.
‑No
digas que me has visto. Me he escapado porque me odian y me maltratan. ¡Y tú
qué pálido estás, amigo!
‑He oído
decir al médico que me voy a morir, Oliver ‑dijo el niño con una leve sonrisa‑.
Estoy muy contento de verte, pero no te entretengas. ¡Vete ya!
‑Quería
decirte adiós, Dick. ¡Deseo que seas feliz!
‑Cuando
muera, lo seré. Dame un beso ‑pidió el niño trepando sobre la puerta y echando
a Oliver los brazos alrededor del cuello‑. ¡Que Dios te bendiga!
CAPÍTULO TRES
FAGIN Y COMPAÑÍA
Oliver
decidió ir Londres, aunque la gran ciudad se encontraba a más de setenta
millas. Anduvo una semana sin comer apenas, al cabo de la cual, llegó al pequeño
pueblo de Barnet, cubierto de polvo y con los pies ensangrentados. Agotado, se
sentó a descansar en un portal, y allí permaneció inmóvil y silencioso. De
pronto se fijó en muchacho de su misma edad, sucio y desaseado, que no paraba
de mirarle desde el otro lado de la calle. El desconocido, con las manos
metidas en los bolsillos de su pantalón, cruzó y, plantándose delante de
Oliver, le dijo:
‑¿Qué
haces aquí, coleguilla? ¿Tienes
problemas?
‑Tengo
hambre y estoy muy cansado ‑contestó Oliver sin poder contener el llanto‑.
Llevo siete días andando.
‑¡Siete
días o pata! ‑exclamó el jovencito‑.
¡Madre mía! Tú lo que necesitas es una buena jola. Yo también ando pelao pero algo conseguiré.
El
muchacho compró jamón y pan en una tienducha y Oliver hizo una larga y
abundante comida.
‑Me
llamo Jack Dawkins, pero todos me llaman et P¡llastre. Seguro que vas a
Londres, ¿a que sí?
‑Eso
pretendo ‑contestó Oliver‑, pero no tengo dinero, ni sé dónde me podré alojar.
‑No te
comas el coco con eso, sé dónde te darán alojamiento gratis. Si te parece,
haremos el resto del camino juntos.
‑¡Sería
estupendo! ‑exclamó Oliver sorprendido‑. Llevo sin dormir bajo techo desde que
salí de la casa de mi amo.
Jack y
Oliver llegaron a Londres avanzada la noche. Caminaron por calles sucias y
miserables hasta una casa donde el P¡llastre entró con decisión..
‑¿Quién
es? ‑gritó una voz desde el interior.
Jack
dijo algo parecido a una contraseña. En ese momento, la cabeza de un hombre
asomó por la barandilla.
‑Vengo
con un nuevo compinche ‑anunció.
‑¡Sube,
anda! Dime, ¿de dónde lo has sacado?
‑De la
inopia ‑contestó Jack mientras subían la escalera.
Los dos
entraron en una habitación de paredes negras y sucias donde un viejo judío de
aspecto repugnante estaba friendo salchichas. Alrededor de la mesa estaban
sentados varios muchachos que tendrían más o menos la edad del P¡llastre. Todos
fumaban en pipa y bebían cerveza,
‑Este es
Fagin ‑dijo Jack Dawkins señalando al anciano‑; y éste, mi amigo Oliver Twist.
‑Espero
que seamos amigos ‑dijo el hombre estrechándole la mano‑. Siéntate a cenar con
nosotros.
Oliver
no salió de aquella habitación durante varios días. Observaba lo que sucedía a
su alrededor con gran extrañeza y, por más que lo intentaba, no lograba
comprender cómo se ganaban la vida aquellos chicos; por qué salían por la
mañana y regresaban por la noche con carteras, pañuelos de seda o joyas que
entregaban a su protector. Tampoco entendía por qué Fagin los mandaba a la cama
sin cenar cuando volvían a casa con las manos vacías. Ni se podía explicar el
motivo por el cual vivía en aquel antro sucio y desolado un hombre tan rico.
Un día,
el señor Fagin reunió al P¡llastre, a uno de los chicos llamado Charley Bates y
a Oliver, y les dijo:
‑Este
jovencito saldrá hoy a trabajar con vosotros. Es hora de que vaya aprendiendo
el oficio.
Iban los
tres caminando por la calle cuando, de pronto, el P¡llastre se paró en seco y
dijo en voz baja:
‑¿Veis
al viejo que está en el puesto de libros? ¡A por él!
Oliver
observó horrorizado cómo sus compañeros se colocaban detrás del respetable
anciano; luego, el P¡llastre le metía la mano en el bolsillo y le robaba un
pañuelo, para desaparecer finalmente, en un abrir y cerrar de ojos. Fue
entonces cuando Oliver entendió que había estado viviendo con una pandilla de
ladrones. El terror y la confusión se apoderaron de él y no supo hacer otra
cosa que echar a correr. La mala suerte quiso que, en aquel momento, el anciano
se diera cuenta del hurto y, al ver a Oliver corriendo, lo tomó por el ratero.
Así es que salió en su persecución gritando: “¡Al ladrón! ¡Al ladrón!” Pronto,
decenas de personas empezaron a perseguirlo y, aunque OI¡ver corrió y corrió,
finalmente lograron alcanzarlo.
‑¿Es
éste el muchacho? ‑preguntaron al caballero.
‑Sí, me
temo que sí ‑contestó el anciano.
En aquel
momento, llegó un agente y agarró a Oliver por e¡ cuello de la camisa.
‑¡No he
sido yo! ¡Se lo prometo! ‑dijo Oliver juntando las manos en tono suplicante.
‑¡Levántate
de una vez, demonio! ‑ordenó el agente.
Oliver
se incorporó a duras penas a inmediatamente se vio arrastrado por el policía.
‑Aquí
traigo a un joven cazapañuelos ‑dijo el agente al entrar a la comisaría.
‑Señores
‑dijo el caballero víctima del robo‑, no estoy seguro de que este muchacho haya
sido el ladrón. Yo prefiriría dejar este asunto...
Sin
hacer caso de sus argumentos, el anciano fue conducido a una sala donde se
encontraba el juez Fang. Tenía aspecto de hombre autoritario y estaba sentado
detrás de una mesa situada sobre un estrado. Al lado de la puerta, había una
jaula de madera y, en ella, estaba encerrado Oliver.
‑¿Quién
es usted? ‑preguntó el señor Fang.
‑Mi
nombre es Brownlow, señor ‑contestó el anciano‑. Y antes de prestarjuramento
roganá a su señoná que me permitiera decir algo...
‑¡Cállese!
‑ordenó bruscamente el juez.
‑¿Cómo? ‑preguntó
el señor Brownlow rojo de ira. Pero comprendió que se tenía que dominar para no
perjudicar al pobre Oliver Cuando llegó su turno, expuso su caso y concluyó
diciendo:
‑Ruego a
su señoría que traten a este muchacho con indulgencia. Me temo que se
encuentra muy mal.
‑¿Cómo
te llamas, pequeño ratero? ‑preguntó el juez Fang.
Oliver
se sentía incapaz de responder porque todo le daba vueltas y más vueltas.
Entonces, Fang se dirigió a un anciano que estaba de pie junto al estrado y
preguntó:
‑Oficial,
¿cómo se llama este pilluelo?
Éste, al
ver que iba a ser imposible sacarle una palabra al muchacho, improvisó un
nombre:
‑Se
llama Tom White.
En aquel
punto del interrogatorio, Oliver, con un hilo de voz, suplicó que le dieran un
poco de agua.
‑¡Cuidado,
se va a caer! ‑gritó el señor Brownlow al ver a Olivertambalearse. Al instante,
Oliver cayó al suelo.
‑Ya se
levantará cuando se canse ‑dijo el juez‑. Queda condenado a tres meses de
trabajos forzados. ¡Despejen la sala!
De
repente, un anciano, de digna aunque pobre apariencia, irrumpió en la sala y
avanzó hasta el estrado.
‑¡No se
lleven al muchacho! ‑gritó‑. Yo soy el dueño del puesto de libros donde sucedió
el robo. Lo vi todo y juro que él no es el ladrón.
El juez
miró con cara de desconfianza a todos los que se encontraban en la sala y dijo
con indiferencia:
‑El muchacho queda absuelto.
El señor
Brownlow, ayudado por el librero, montó a OI¡ver en su coche y lo llevó a su
casa; allí, por primera vez, el muchaco fue cuidado con cariño y bondad.
CAPÍTULO CUATRO
EN LA CASA DEL SEÑOR BROWNLOW
Mientras
Oliver era llevado a casa del señor Brownlow, el Pillastre y Charley Bates
regresaban a casa de Fagin.
‑¿Dónde
está Oliver? ‑preguntó el hombre.
Como no
recibió respuesta, cogió al P¡llastre por el cuello de la camisa y,
zarandeándolo, gritó:
‑¡Habla
o te ahorco!
‑La pasmo
lo ha trincao ‑contestó el P¡llastre asustado.
En aquel
momento, entró gruñendo un hombre corpulento, mal vestido y de sucia
apariencia, llamado Bill Sikes.
‑¿Qué
mosca te ha picado? ‑gritó dirigiéndose a Fagin‑. ¿Qué es eso de maltratar a
los muchachos, bellaco avaricioso?
Los
chicos le contaron el relato de la captura de Oliver Entonces, Sikes dijo con
aire preocupado:
‑Alguien
debería averiguar lo que ha pasado en esa comisaría.
Entre
todos decidieron encargarle la misión a Nancy, una de las muchachas que vivía
también bajo la “protección” de Fagin.
Nancy
salió de la casa y, al rato, regresó diciendo:
‑Se lo
ha llevado un viejales a su queli de Petonville.
‑Hay que
encontrarlo como sea ‑dijo Fagin preocupado.
Mientras
tanto, en otra zona de la ciudad, Oliver se reponía al cuidado de una viejecita
maternal y muy dulce, la señora Bedwin, que era el ama de llaves del señor
Brownlow. A los tres días, Oliver, aunque seguía muy débil, pudo levantarse de
la cama y pasar un rato en un sillón junto al fuego. Fue entonces cuando los
ojos del chico se clavaron en un retrato que estaba colgado en la pared.
‑¡Qué
cara más bonita y más dulce tiene esa señora! ‑exclamó el muchacho!‑. ¿Quién
es?
‑No lo
sé, querido ‑contestó la viejecita‑. Nadie que tú y yo conozcamos.
‑¡Es tan
hermosa! Parece que me está mirando. Al mirarla, siento cómo mi corazón palpita
más rápido.
‑¡Dios
mío! No hables así, querido. Deja que le dé la vuelta al sillón para que no la
veas. No te conviene nada alterarte en tu estado.
En aquel
momento, entró el señor Brownlow.
‑¡Pobre
muchachito! ‑dijo mirando a Oliver con ternura‑. ¿Cómo te encuentras hoy?
‑Muy
feliz, señor ‑contestó Oliver‑. Nunca nadie me había tratado tan bien. Le estoy
de veras muy agradecido, señor
‑¡Buen
chico, Tom!
‑No me
llamo Tom, señor, me llamo Oliver, Oliver Twist.
‑¿Por
qué dijiste entonces que te llamabas Tom White?
‑Yo
nunca dije tal cosa, señor‑contestó Oliver perplejo.
‑Bueno,
habrá sido algún error... ¡Dios mío! ¡Mire eso, señora Bedwin! ‑exclamó muy
agitado el señor Brownlow señalando el retrato y luego, la cara del muchacho.
Y es
que, el parecido entre la señora del retrato y Oliver era impresionante. Pero
Oliver no llegó a saber la causa de aquella súbita exclamación porque, segundos
antes, se había desmayado.
A la
mañana siguiente, el muchacho se despertó, restablecido de su desvanecimiento.
Después de desayunar, se sentó de nuevo en el sillón y vio, decepcionado, que
se habían llevado el cuadro.
‑¿Dónde
está el retrato? ‑preguntó a la señora Bedwin.
‑El
señor Brownlow se lo llevó para que no te alteraras, Pero te prometo que en
cuanto te pongas bien lo volveremos a colgar
Los días
de su recuperación fueron para Oliver los más felices de su vida. Se
encontraba rodeado de atenciones, dulzura y buenas palabras. Aquella casa le
parecía el paraíso. Una tarde, el señor Brownlow lo llamó a su despacho.
‑Acércate
a la mesa y siéntate ‑pidió el caballero‑. Quiero que prestes mucha atención a
lo que te voy a decir
‑¡Por
favor, señor Brownlow! ‑exclamó horrorizado Oliver‑. No me diga que me va a
echar de su casa. Le suplico que no me envíe de nuevo a vagabundear por las
calles. Déjeme ser su criado.
‑¡Querido
chiquillo! ‑dijo el señor Brownlow enternecido por el pánico que advertía en el
muchacho‑. No te vamos a abandonar; sólo quiero que me cuentes la verdadera
historia de tu vida; te aseguro que no te faltará mi amistad.
Cuando
el chico estaba a punto de empezar su relato, llegó el señor Grimwig, un viejo
amigo del señor Brownlow. Era un anciano de gestos duros pero de corazón muy
noble.
‑¿Quién
es este jovencito? ‑preguntó mirando a Oliver
‑Es
Oliver Twist, el muchacho del que estuvimos hablando ‑contestó el señor
Brownlow‑. Es muy guapo, ¿no te parece?
‑¿Qué
sabes tú de él? ¿De dónde ha salido? ¿Quién es?
El señor
Grimwig estaba dispuesto a admitir que la apariencia y las maneras de Oliver
eran enormemente atractivas, pero a él le gustaba llevar la contraria, y había
decidido desde un principio no dar la razón a su amigo.
La
fortuna quiso que la señora Bedwin apareciera en aquel momento. Traía un
paquetito de libros encargados por el señor Brownlow al librero que había
salvado a Oliver de tres meses de trabajos forzados.
‑¡Llame
al chico que ha traído los libros! ‑ordenó el señor Brownlow‑. Hay que pagarle
éstos y devolverle los que nos dejó la semana pasada.
‑¡Oh! Ya
se ha marchado ‑‑contestó la señora Bedwin.
‑Si
usted quiere ‑intervino Oliver‑, se los puedo llevar yo mismo. Iré corriendo,
señor Me gustaría mucho ser útil.
‑Está
bien, amiguito. Tienes que devolverle estos libros ‑contestó el señor Brownlow
tendiéndole un paquete‑ y pagarle las cuatro libras y diez chelines que le
debo. Aquí tienes cinco libras.
‑Confíe
en mí. No tardaré ni diez minutos, se lo prometo.
Mientras
tanto, en un tugurio llamado Los Tres Patacones, que estaba en la zona más
sucia de la ciudad, Fagin entregaba a Bill Sikes un puñado de monedas envuettas
en un viejo pañuelo.
‑Esto es
más de lo que te debo ‑le dijo‑, pero sé que me devolverás el favor en otra
ocasión...
‑Corto
el rollo ‑replicó el ladrón‑ y llama al camarero.
Fagin
obedeció la orden de Sikes, a inmediatamente apareció el tabernero, un judío
llamado Barney, más joven que Fagin pero con un aspecto igual de repugnante y
ruin. Sikes se limitó a señalar su jarra vacía, y el joven la llenó de
inmediato. Al poco rato, Nancy llegó a la taberna, se sentó con los dos hombres
y los tres bebieron unos tragos. Después, Nancy salió a la calle acompañada de
Sikes.
Muy
cerca de allí, Oliver caminaba sin imaginar que se encontraba a dos pasos de
toda aquella gente. De pronto, a pocos metros, escuchó unos gritos que lo
sobresaltaron:
‑¡Ay,
hermanito mío! ¡Por fin te encuentro!
Inmediatamente
dos brazos lo agarraron por el cuello.
‑¿Qué
ocurre? ‑preguntó Oliver‑. ¿Por qué me detienen?
‑¡Bendito
sea Dios! ‑siguió diciendo la joven entre lágrimas‑. ¿Dónde te habías metido,
granuja?
‑No sé
quién es usted. Yo no tengo hermanas, ni padre, ni madre ‑gritaba Oliver
debatiéndose torpemente.
Entonces,
reconoció a Nancy, y vio cómo Sikes intervenía en su secuestro.
‑¡Socorro!
¡Ayúdenme! ‑gritaba Oliver haciendo grandes esfuerzos por soltarse de las
poderosas garras de aquel hombre.
‑¡Yo sí
que te voy a ayudar! ‑dijo Sikes‑. ¿Qué son estos libros? ¡Dámelos! ‑ordenó,
arrancándoselos y pegándole un fuerte golpe en la cabeza.
Débil
por la reciente enfermedad y atontado por los golpes, Oliver comprendió que era
inútil resistirse, y un momento después se vio arrastrado por un laberinto de
callejuelas estrechas y oscuras.
CAPÍTULO CINCO
DE NUEVO ENTRE LADRONES
edia
hora después, Oliver y los dos delincuentes entra‑ ‑ ron en una casa en
ruinas. El P¡llastre los recibió con una vela de sebo en la mano y los condujo
hasta un cuarto bajo que olía a tierra, donde se encontraban Charley Bates y
Fagin.
‑¡Buenas
noches, amiguito ‑dijo éste a Oliver, haciendo una serie de reverencias a modo
de burla.
‑¡Caramba!
‑exclamó el P¡llastre sacando del bolsillo de OI¡ver el billete de cinco
libras‑. ¡Si hasta trae pasta a casa!
‑Eso es
mío ‑dijo Fagin cogiendo el dinero.
‑¡Que te
lo has creído! ‑contestó Bill Sikes arrancándole el billete de las manos.
‑Ese
dinero es del anciano que me cuidó ‑se atrevió a decir Oliver retorciéndose las
manos con nerviosismo‑. Déjenme aquí encerrado toda la vida si quieren, pero,
por favor, devuélvanle el dinero y los libros. No me gustaría que pensara que
yo se los he robado.
‑Eso es exactamente lo que va a pensar
todo el mundo ‑dijo el anciano judío.
Al oír
aquellas palabras, Oliver se puso de pie de un salto, miró como enloquecido a
derecha a izquierda, y salió disparado de la habitación lanzando gritos de
socorro. Al instante, el perro de Sikes, llamado Certero, echó a correr detrás
de Oliver
‑¡Sujeta
a ese perro, B¡ll! ‑gritó Nancy, cerrando el paso a Sikes y al chucho‑. ¡Va a
despedazar al muchacho!
‑Le
estaría bien empleado ‑contestó él‑. ¡Quítate de en medio, maldita, si no
quieres que te rompa el cráneo!
‑Pues
tendrás que matarme si quieres que tu perro acabe con el muchacho.
El
ladrón mandó de un empujón a Nancy al otro lado de la habitación, justo cuando
el judío y los dos muchachos volvían arrastrando a Oliver
‑De modo
que quenías escaparte, ¿eh? ‑dijo el judío agarrando un garrote de la chimenea‑.
Si no me equivoco, hasta llamabas a la policía, ¿no es cierto?
Y en ese
momento, le asestó un garrotazo en la espalda que hizo desplomarse a Oliver
Nancy arrancó al judío el garrote de la mano cuando estaba a punto de lanzar el
segundo golpe.
‑Ya
tenéis al chico. ¿Qué más queréis? ‑gritó la joven‑. ¡Ojalá que me hubiera
caído muerta esta noche antes de traerlo de nuevo aquil A partir de ahora, el
pobre está condenado a ser un ladrón y un mentiroso. ¿No te basta, Fagin? Yo he
robado para ti cuando no era la mitad de pequeña que Oliver y llevo doce años a
tus órdenes. Tú me arrojaste a las calles frías y miserables, y tú me vas a
mantener en ellas día y noche hasta que me muera. Esto mismo es lo que le
espera al chico. ¿No tienes bastante?
La
muchacha, en un arrebato de cólera, se lanzó contra el judío. Sikes la agarró
las muñecas y ella, agotada por la tensión, se desmayó.
‑Es lo
malo de tener que tratar con mujeres ‑dijo Fagin‑. En fin, Charley, enséñale a
Oliver su cama.
Charley
Bates condujo a Oliver a una cocina contigua, le quitó la ropa nueva y se la
cambió por unos viejos harapos. Al rato, Oliver se quedó dormido, terriblemente
triste, no tanto por verse otra vez atrapado entre indeseables, como por la
idea que el señor Brownlow se estaría forjando de él.
Oliver
no podía imaginar siquiera lo que estaba sucediendo en casa de su protector. El
señor Bumble había tenido que venir a la capital para arreglar unos asuntos de
la parroquia y el destino había querido que, al abrir un periódico, sus ojos
toparan con el siguiente anuncio:
“CINCO
GUINEAS DE RECOMPENSA.”
“Se
ofrecen cinco guineas a quien ofrezca noticias
acerca
de Oliver Twist, en paradero desconocido desde
el
pasado jueves, así como a quienquiera que facilite
datos
sobre su pasado, por el que el anunciante siente
gran interés.”
El señor
Bumble, movido por posibilidad de ganarse las cinco guineas, se presentó en
casa del señor Brownlow.
‑¿Qué
sabe usted de él? ‑le preguntó sin más introducción el anciano caballero.
‑No sé
qué interés tiene usted en ese muchacho, pero sí le quiero advertir que tenga
cuidado con él. Ese chico nació en el hospicio de la parroquia del que yo soy
celador; es hijo de unos padres ruines y despreciables, como se puede usted
figurar Durante los años que pasó con nosotros, no tuvo ni un gesto de agradecimiento,
y sólo demostró maldad y falsedad. Más tarde se le dio la oportunidad de
aprender un oficio en una casa de pompas fúnebres, pero no se le ocurrió nada
mejor que atacar violentamente a toda la familia que amablemente le había
acogido. Tras lo cual, desapareció sin más ni más, y no hemos vuelto a tener
noticias suyas.
‑Me temo
que lo que dice es verdad ‑dijo apesadumbrado el señor Brownlow.
Cuando
el señor Bumble se hubo marchado con su recompensa en el bolsillo, el señor
Brownlow llamó a la señora Bedwin y le contó todo lo que le había dicho el
celador
‑No
puede ser ‑dijo la viejecita‑, nunca lo creeré. Yo sé mucho de niños, y le
puedo asegurar que Oliver Twist es un muchacho agradecido y cariñoso.
‑No
vuelva a pronunciar nunca más su nombre delante de mí, ¿me oye? No quiero
volver a saber de él.
Hubo
muchos corazones tristes aquella noche, y entre ellos el de Oliver que, en la
otra punta de la ciudad, dormía en su miserable cuartucho. Allí permaneció
encerrado durante una semana, al cabo de la cual Fagin le permitió salir y
hablar con los demás muchachos.
A ti te
han criado mal, colega ‑le dijo un día el Pillastre‑. Deja que lo eduque Fagin.
Lo quieras o no, terminarás siendo ladrón.
‑¡Muy
cierto! ‑lijo el judío, que entraba en aquel preciso momento. Iba acompañado de
Nancy y de un muchacho de unos dieciocho años llamado Tom Chitling, recién
salido de la cárcel y al que Oliver no había visto nunca.
Los
siguientes días, los ocuparon todos los miembros de la banda en aleccionar a
Oliver, dándole instrucciones sobre su futuro trabajo a intentando que se
familiarizara con su nueva condición. Una noche estaban reunidos Nancy, Fagin y
Bill Sikes en casa de éste, discutiendo de negocios.
‑¿Qué
pasa con esa queli de Chertsey? ‑dijo el anciano judio‑. ¿Cuándo será el robo?
Una vajilla como la que hay en esa casa no se encuentra todos los días.
‑Toby
Crackit lleva quince días intentando camelar al mayordomo y a la criada ‑respondió
Sikes‑, pero no hay nada que hacer, no se quieren pringar O sea, que desde dentro
es imposible. Pero podríamos hacerlo desde fuera...
‑¡Trato
hecho! ‑concluyó él judío.
‑Pero
necesitamos un muchacho que sea pequeño.
‑¿Qué te
parece Oliver Twist? ‑propuso Fagin.
‑¿Ése? ‑preguntó
Sikes sorprendido.
‑Acéptalo,
Bill ‑intervino Nancy‑. Para abrir una puerta no necesitas a un experto, y ese
muchacho es de fiar.
‑Está
bien. Pero como haga algo chungo durante
el robo, no volverás a verlo vivo. ¿Entendido?
‑No te preocupes, Bill: en cuanto
consigamos convencerlo de que es un ladrón, será nuestro. ¡Nuestro para
siempre!
En
aquella reunión, decidieron que el robo se haría dos días más tarde.
CAPÍTULO
SEIS
EL ROBO
Cuando
Oliver se despertó a la mañana siguiente, vio, sorprendido, que sus viejos
zapatos habían desaparecido y que, en su lugar, se encontraban otros nuevos y
lustrosos. No tardó mucho en entender tal cambio.
‑Esta
noche irás a casa de Sikes ‑le dijo Fagin.
No le
dio ninguna explicación más y Olivertampoco se atrevió a hacer preguntas. Pero
antes de marcharse dejando de nuevo a Oliver solo en la casa, el ladrón le
dijo:
‑Ahí
tienes un libro para que lo leas mientras vienen a buscarte.
Oliver
cogió el libro; en él se contaban las vidas de grandes malhechores; eran
relatos de espantosos crímenes que helaban la sangre, de asesinatos secretos y
cadáveres escondidos. En un ataque de pavor, arrojó el libro lejos de él, se
hincó de rodillas y empezó a rezar
‑¡Oh,
Dios mío! ¡Líbrame de ser autor o víctima de crímenes tan espantosos!
Estaba
todavía en aquella postura, con la cabeza hundida entre las manos, cuando se sobresaltó
al oír un leve ruido.
‑Tranquilo,
Oli, soy yo, Nancy ‑dijo la muchacha con un susurro.
‑¿Qué te
pasa, Nancy? Estás muy pálida.
‑¡Esta
habitación es tan húmeda! ‑disimuló la muchacha, abrigándose con su manto‑.
Vamos. Te tengo que llevar a casa de B¡ll.
Sin
decir una palabra, Oliver se cogió de su mano y, tras un breve pero profundo
silencio, Nancy respiró hondo y dijo:
‑Mina,
Oliver, he intentado hacer algo por ti, pero ha sido en vano. Ahora no es el
momento de escapar Te libré una vez de ser maltratado, y lo volveré a hacer
pero esta vez debes portarte bien. Si no, sólo conseguirás perjudicarte a ti
mismo, y también a mí.
Luego,
enseñándole unos cardenales que tenía en el cuello y en los brazos, añadió en
voz muy baja:
‑¡Mira,
Oliver! Todo esto lo he pasado por ti. Si pudiera ayudarte, lo haría, pero no
tengo los medios.
Nancy
apretó con fuerza la mano de Oliver y salieron juntos. Se subieron a un coche
de alquiler y pronto llegaron a casa de Sikes.
‑¡Buenas
noches! ‑saludó Sikes, que había salido a recibirles con una vela en la mano.
Una vez
dentro de la casa, el hombre se acercó a Oliver y, apoyándose en el hombro del
muchacho como si estuviera muy cansado, tomó una silla y se sentó. A
continuación, atrajo al muchacho hacia sí y, mostrándole una pistola, le
preguntó:
‑iSabes
qué es esto?
‑Sí,
señor‑contestó Oliver.
‑Bien ‑dijo
el ladrón, apoyando el cañón de la pistola en la sien del muchacho‑. Pues si
dices una sola palabra, una bala entrará en tu cabeza sin previo aviso.
¿Entendido?
‑Sí,
señor‑contestó Olivertemblando como una hoja.
A las
cinco y media de la mañana, Sikes despertó a Oliver
‑¡Arriba!
‑le gritó el ladrón‑. Es tarde y no hay tiempo que perder O espabilas o te
quedas sin desayunar ¡Elige!
Oliver
se arregló y desayunó en un momento. Luego, se agarró de la mano del ladrón y
juntos salieron a la calle.
Las
calles estaban desiertas y las ventanas de las casas permanecían cerradas.
Pero conforme se acercaban al centro de la ciudad, el bullicio se iba haciendo
cada vez mayor. Era día de mercado: campesinos, carniceros, verduleros,
charlatanes, mirones, ladrones y maleantes se mezclaban en aquel lugar Sikes
fue abriéndose paso a codazos entre la gente, hasta que dejaron atrás aquel
tumulto. Poco después, habían salido de la ciudad.
Caminaron
durante casi todo el día. A veces, un carretero amable les subía en su carro y
les ahorraba un buen trecho. Cayó la noche y, cuando dieron las siete, Oliver
divisó las luces de un pueblo cercano; pero no llegaron a entrar en él y se
detuvieron frente a una casa en ruinas que estaba aparentemente deshabitada.
Oliver y Sikes avanzaron sigilosamente haste el portal; el hombre levantó el
picaporte y la puerta cedió.
En el
interior, los recibió Barney, el camarero judío de Los Tres Patacones, que los
condujo a una habitación baja, oscura y destartalada. Sobre un sofá estaba
tumbado un hombre alto y pelirrojo llamado Crackit que llevaba un montón de
vulgares sortijas en sus mugrientos dedos.
‑¿Quién
es éste? ‑preguntó sorprendido al ver a Oliver.
‑Es uno
de los muchachos de Fagin.
‑¡Pues
menuda facha tiene!‑ exclamó Crackit.
Descansaron
un poco y, a la una y media de la madrugada, los hombres empezaron a
prepararse: se cubrieron con grandes bufandas oscuras y enormes abrigos.
‑¿Lo
lleváis todo? ‑preguntó Sikes‑. ¿Las pipas, los verdugos, las llaves, los
taladros, los garrotes?
‑Está
todo ‑contestó Barney.
Salieron
de la casa y, en poco tiempo, atravesaron el pueblo que habían visto antes. A
esas horas y con la niebla espesa que lo invadía todo, la aldea estaba
completamente desierta. Tan sólo algún ladrido rompía de cuando en cuando el
silencio de la noche. Subieron por un camino y se detuvieron frente a una casa
aislada rodeada por una gran tapia. Toby Crackit trepó a ella en un abrir y
cerrar de ojos.
‑Ahora,
que suba el muchacho ‑dijo desde lo alto.
Sikes
aupó a Oliver, y pronto se encontraron los tres al otro lado del muro. Se
deslizaron cautelosamente hacia la entrada de la casa y fue entonces cuando
Oliver comprendió, con angustia y pavor, que iba a participar en un robo y,
quizá, en un crimen. Un sudor frío empezó a caer por sus sienes y un grito se
escapó de su boca. Cayó al suelo de rodìllas a imploró:
‑¡Por el
amor de Dios, tengan piedad de mil Déjenme marchar. ¡Les juro que no diré
nada!
‑¡Arriba!
‑gritó S¡Ikes sacando la pistola de su bolsillo y apuntando al muchacho‑.
Levántate si no quieres que tus sesos queden ahora mismo desparramados por el
suelo.
En aquel
momento, Toby Crackit le arrancó a su compañero la pistola de las manos y,
tapándole a Oliver la boca, lo arrastró hasta la entrada de la casa.
‑¡Venga,
B¡ll! ‑dijo‑. Fuerza el postigo.
Sikes
obedeció y pronto se abrió un ventanuco con celosía que se encontraba a unos
cinco pies del suelo. El hueco era muy pequeño, pero Oliver podía entrar de
sobra por allí.
‑Ahora
escucha, granuja ‑le ordenó Sikes enfocándole la cara con una linterna‑ vas a
entrar por este hueco y nos vas a abrir la puerta de entrada de la casa.
En el
poco tiempo que tuvo para reaccionar, Oliver había decidido que, aunque le
costara la vida, daná la voz de alarma. Pero cuando ya se había metido por el
hueco y estaba dispuesto a llevar a cabo su plan, oyó a Sikes gritar:
‑¡Vuelve!
¡Vuelve!
Sorprendido
y asustado por los gritos, Oliver dejó caer la linterna al suelo y se quedó
paralizado. Una luz se dirigía hacia él; vio las siluetas de dos hombres medio
desnudos en lo alto de la escalera; sonó un disparo; se produjo una nube de
humo y el muchacho retrocedió tambaleándose. Sikes lo agarró por el cuello,
disparó y tiró para arriba de él.
‑¡Rápido,
dame una bufanda! ‑gritó Sikes : ¡Le han dado, le han dado! ¡Dios mío, cómo
sangra!
Oliver
oyó luego el repiqueteo de una campanilla, disparos y gritos. Sintió que se lo
llevaban a paso rá.pido. Poco a poco, los ruidos fueron haciéndose cada vez más
lejanos, y una sensación de frío mortal se apoderó de él. Luego, ya no vio ni
oyó nada.
CAPÍTULO SIETE
UN EXTRAÑO PERSONAJE
Al día
siguiente, en casa de Fagin, estaban el P¡llastre y sus colegas rateros, absortos
en una larga y controvertida partida de naipes. El judío permanecía inmóvil,
sentado frente al fuego, cabizbajo y visiblemente preocupado. Había leído en
los periódicos que el robo había fallado, pero no tenía noticias de Sikes, ni
de Toby, ni, sobre todo, de su estimado pupilo.
‑¡Han
llamado a la puerta! ‑gritó de pronto el P¡llastre.
Cogió la
luz y fue a ver quién era.
‑Es Toby
Crackit ‑susurró al oído de su amo.
‑¿Qué? ‑gritó
el judío‑. ¿Está solo?
‑Si ‑contestó
el P¡llastre.
‑D¡le
que entre ‑ordenó Fagin‑. Los demás, ya os podéis largar de aquí discretamente.
La orden
fue obedecida por todos, de modo que cuando el P¡llastre volvió con Crackit,
Fagin se encontraba solo en la habitación.
‑¿Qué
tall ‑saludó Toby Crackit con aire desenvuelto.
Fagin no
decía nada. Miraba ansioso al ladrón, a la espera de alguna noticia.
‑No me
mires así, hombre ‑lijo Toby‑. ¿Crees que puedo hablarte del curro con el
estómago vacío?
Toby se
puso entonces a comer y a beber, aparentemente sin prisa por iniciar la
conversación; sólo cuando se sintió satisfecho, preguntó:
‑¿Cómo
está Bill?
‑¿Qué? ‑gritó
Fagin sin dar crédito a lo que estaba oyendo‑. ¿Qué cómo está Bill?
‑No me
digas que no sabes nada de... ‑respondió el otro con aire misterioso.
‑No sé
nada de nada ‑gritó Fagin pateando furioso el suelo‑. Así es que ya puedes
empezar a contármelo todo.
‑Nos
falló el golpe ‑dijo Toby con voz tenue y cabizbajo.
‑Eso ya
lo he leído en los periódicos. Quiero saber más.
‑Dispararon
y un tiro alcanzó al chico ‑siguió Toby‑. Todo el vecindario salió armado
detrás de nosotros, con perros y todo. Escapamos campo a través como pudimos.
‑¿Y
Oliver?
‑Bill lo
llevaba a cuestas. Nos pisaban los talones y el chico estaba frío como un
témpano. Así es que nos separamos y dejamos al muchacho en una zanja. No sé si
estaba vivo o muerto.
El judío
no quiso escuchar más y, lanzando un grito que hizo temblar las paredes, salió
de su casa como una exhalación. Anduvo largo rato por estrechas a inmundas
callejuelas hasta llegar a Los Tres Patacones.
‑¿Está
él aquí? ‑susurró of oído del dueño del local.
‑¿A
quién se refiere? ¿A Monks? ‑preguntó el tabernero.
‑Sí ‑contestó
Fagin‑, pero hable más bajo.
‑Todavía
no ‑contestó el hombre‑, pero ya tenía que haber llegado. Si se espera diez
minutos..
‑No, no ‑contestó
Fagin aliviado‑. Dígale que venga a mi casa mañana. He de hablar con él.
El judío
salió de aquel antro y, sin más, cogió un coche de alquiler y se dirigió a casa
de Bill Sikes y Nancy. Fagin súbió las escaleras de la casa y, sin demasiados
miramientos, irrumpió en la habitación de la joven, que se encontraba
visiblemente borracha con la cabeza apoyada sobre la mesa. El ruido que hizo
Fagin al entrar la sobresaltó por un instante, circunstancia que aprovechó el
judío para explicarle lo sucedido con el pequeño Oliver y Sikes. Cuando hubo
terminado, Nancy retomó su postura inicial, sin decir una sola palabra.
‑¿Dónde
crees que podná estar Bill? ‑preguntó Fagin.
‑¡Y qué
sé yo! ‑dijo ella llorando.
‑¡Pobre
chiquillo! ‑suspiró Fagin mirando a Nancy, al acecho de cualquier cambio en su
rostro que la pudiera delatar
Fagin
había comprendido que la muchacha sentía simpatía y compasión por el pequeño
Oliver; por eso pensó que quizá sabría algo de él. Pero ella tan sólo exclamó:
‑¿Pobre
chiquillo? Está mucho mejor ahora que cuando estaba entre nosotros. ¡Ojalá se
haya muerto!
‑¿Pero
qué estás diciendo? ¿Te has vuelto loca?
‑En el
fondo me alegro de lo que le ha ocurrido. Lo peor ya ha pasado para él. Además,
no podía soportarlo cerca de mí.
Me hacía
sentir asco de mí misma y de todos nosotros; de todo lo que somos...
‑¡Bah! ‑dijo
el judío‑. ¡Estás borracha! Ahora, déjate de tonterías y escucha bien: si tu
Bill vuelve y ha dejado atrás al muchacho, si él ha salido vivo de esto y no me
devuelve a Oliver, mátalo tú misma si quieres evitarle la horca.
‑¿A qué
viene esto? ‑gritó ella.
‑Mira,
pellejo ‑continuó Fagin furioso‑, Oliver es mi mejor negocio, y no lo voy a
perder por culpa de los caprichos de una pandilla de borrachos. Además, ese
hijo de Satán al que estoy atado tiene suficiente poder para... para...
En aquel
instante, el judío comprendió que había hablado demasiado a hizo un esfuerzo
por contener su ira. Sin decir ni una palabra más, se dejó caer, exhausto, en
una silla, temblando ante el temor de haber revelado parte de su secreto. No
tardó en comprobar que Nancy se encontraba tan borracha que seguramente no se
había enterado de nada. Entonces salió de aquella casa, dejando a la muchacha
tal y como la había encontrado en el momento de su llegada.
Al
llegar a la esquina de su calle, se detuvo unos instantes para buscar la llave
de la puerta. De pronto, una sombra salió de la profunda oscuridad de un porche
cercano y se acercó sigilosamente hasta él.
‑¡Fagin!
‑le susurró una voz cerca de la oreja.
‑¡Ah! ‑gritó
el judío, sobresaltado‑. ¿Eres Monks?
‑Sí ‑le
contestó la sombra‑. Llevo dos horas esperándote. ¿Dónde te habías metido?
‑Entremos
en mi casa. Hablaremos más tranquilos.
Cuando
aquel extraño personaje se quitó el embozo que le cubría parte de la cara, dejó
ver un rostro lleno de maldad; una mirada profunda y negra de crueldad que
revelaba un egoísmo sin límites.
‑El
chico ‑dijo él‑ tenía que haberse quedado aquí, con los demás. ¿Por qué no
haber hecho de él un simple ratero? Dentro de unos meses lo habrían cogido y
lo habrían expulsado de! país para toda la vida. Para eso lo contraté.
‑Escucha,
Monks ‑dijo Fagin‑, a ese muchacho era imposible convertirlo en un ladrón. En
todo el tiempo que ha estado aquí, no he conseguido ennegrecer su alma ni un
poquito siquiera.
‑¡Maldito
antro! ‑gritó Monks‑, ¿qué es eso?
‑¿Qué es
qué?
‑¡Allí! ‑gritó
el hombre, señalando la pared opuesta‑. ¡Una sombra! ¡He visto la sombra de una
mujer!
Los dos
hombres salieron de la habitación a toda prisa y recorrieron la casa de arriba
abajo. Pero no vieron ni oyeron nada; reinaba un profundo silencio.
‑Es sólo
tu imaginación ‑lijo Fagin despectivamente.
‑Te juro
que la vi ‑insistió Monks.
‑Pues ya
ves que no hay nadie en la casa, excepto los muchachos, y ellos están bien
seguros. Mira ‑dijo sacando una llave de su bolsillo‑, los encerré para que no
hubiera intromisiones inesperadas en nuestra entrevista.
Aquel testimonio consiguió hacer
vacilar a Monks. Pero, a pesar de todo, se negó a seguir hablando aquella noche
y se marchó.
CAPÍTULO OCHO
EN CASA DE LA
SEÑORA MAYLIE
Toby
Crackit no mentía: él y Bill Sikes habían abandonado a Oliver, herido, en una
zanja. Al amanecer, el niño seguía allí, inconsciente. Se despertó sobresaltado
al oír un quejido que salió de sus propios labios y reunió las pocas fuerzas
que le quedaban para incorporarse. Temblando de frío y de dolor, se puso en pie
y comenzó a caminar lentamente, con la cabeza caída sobre el pecho.
Llegó a
un camino. Al fondo había una casa y hacia ella dirigió sus pasos. Sólo cuando
la tuvo delante, se dio cuenta de dónde se encontraba. “¡Dios mío!”, pensó, “¡Es
la casa de anoche!” El miedo se apoderó de él y decidió huir Pero no sabía a
dónde dirigirse y se encontraba muy débil. Entonces, atravesó el jardín de la
casa sin a penas tenerse en pie, subió los escalones y, en un último esfuerzo,
llamó a la puerta. En aquel momento, se derrumbó contra una de las columnas del
porche.
Dentro
de la casa reinaba una gran tensión. La noche había sido larga y agitada. El
mayordomo, el señor G¡les, se sentía ya un gran héroe, y así lo hacía saber a
todo el personal de aquella mansión. ¿Quién, sino él, había tenido el coraje de
enfrentarse a los ladrones?
Así
estaban los ánimos cuando oyeron llamar a la puerta Nadie se atrevió a moverse.
Se miraban los unos a los otros preguntándose quién iná a abrir Finalmente,
Brittles, el mozo de la casa, se dirigió a la puerta. Todos, mayordomo,
cocinera y doncella, lo acompañaron. Cuál sená su sorpresa cuando, al abrir la
puerta, tan sólo vieron a un pobre niño enfermo que pedía ayuda.
‑¡Tengan
piedad de mil ‑suplicó con voz entrecortada.
Sin
mucha delicadeza, G¡les agarró a Oliver por una pierna y un brazo, lo arrastró
hasta el salón y allí lo dejó tendido en el suelo. Después, se puso a gritar:
‑¡Señora!
¡Señorita! ¡Hemos cogido a uno de los ladrones! ¡Yo le disparé! ¡Yo le
disparé!
En medio
de aquel bullicio, se oyó una voz femenina tan suave, que al instante hizo
reinar la paz.
‑¡G¡les!
‑Aquí
estoy, señorita Rose. No se preocupe, no estoy herido, el ladrón no opuso gran
resistencia.
Aquella
dama de voz delicada tenía un rostro angelical. Contaba tan sólo dieciséis
años pero, a pesar de su juventud, la inteligencia brillaba en sus ojos
azules. Todo en ella era dulzura y buen humor.
‑¡Pobrecillo!
‑exclamó‑. ¿Está herido?
‑Herido
de gravedad ‑contestó el mayordomo.
‑Llévenlo
con mucho cuidado a la habitación de arriba, y que Brittles vaya a buscar a un
médico.
Más
tarde, en el comedor, G¡les servía el desayuno a la señorita y a su tía, la
señora Maylie. Era ésta una persona ya mayor; sin embargo, mantenía su erguida
figura, y los años no habían apagado el brillo de sus ojos. De repente, se oyó
frente a la entrada de la casa un cabriolé que se detenía. De él, se bajó el
señor Losberne, cirujano de la vecindad y amigo de la señora Maylie. Era un
solterón gordo y famoso por su buen humor. El doctor irrumpió en el comedor
exclamando:
‑¡Dios
mío! Querida señora Maylie, ¿cómo ha podido suceder? En fin, ¿se encuentran
ustedes bien?
‑Bien,
muchas gracias, señor Losberne ‑contestó Rose‑. Pero hay
un herido arriba que requiere sus cuidados.
‑¡Oh, claro! ‑contestó el doctor‑.
Obra suya, G¡les, según me han contado. Vamos, indíqueme el camino.
El doctor pasó largo rato en la
habitación con Oliver y, cuando volvió a bajar, se presentó ante las damas con
aire circunspecto.
‑¿Qué ocurre? ‑preguntó Rose
ansiosa.
El doctor adoptó una actitud de
misterio y, antes de contestar, cerró cuidadosamente la puerta.
‑¿Han visto ustedes al ladrón? ‑preguntó.
‑No ‑contestó la señora Maylie‑. Aún
no.
En efecto, el mayordomo no se había
atrevido a confesar que su víctima era tan sólo un muchacho indefenso.
‑Creo que deben ustedes verlo. Les
aseguro que su aspecto les va a sorprender ‑dijo el doctor, subiendo las
escaleras hacia el dormitorio donde se encontraba Oliver.
Cuando entraron en la habitación,
vieron, asombradas, que en la cama yacía un muchachito agotado por el dolor, en
vez de un peligrosísimo delincuente como ellas esperaban.
‑¿Qué es esto? ‑preguntó la señora
Maylie‑. Este chiquillo no puede ser el ladrón.
‑Los seres más jóvenes y más bellos ‑repuso
el doctor‑ son a veces las víctimas preferidas del crimen y del vicio.
‑Suponiendo que tenga usted razón ‑dijo
la señorita Rose‑, es también posible que este muchachito no haya conocido
nunca el amor de una madre ni el calor de un hogar y que el hambre le haya
forzado a asociarse con lo peor de la sociedad. Y tú, querida tía, considera
todo esto antes de permitir que se lleven a este pobre niño a la cárcel.
Gracias a ti, jamás he echado de menos el amor de unos padres, pero podná
haberme ocurrido, y hoy estaría tan desamparada como este niño. ¡Oh, tía! ¡Ten
piedad de él!
‑Cariño ‑contestó la anciana
abrazando a Rose‑, yo ya soy mayor y mis días tocan a su fin. Espero que, a la
hora de mi muerte, Dios se apiade de mí como yo me he apiadado del prójimo.
¿Qué puedo hacer para salvar a este niño, doctor?
‑Si permite usted asustar un poco a
G¡les y a Brittles, creo que podré arreglarlo ‑contestó el señor Losberne‑.
Pero con una condición: cuando el muchacho despierte, yo mismo lo interrogaré.
Y si de lo que él diga, deducimos que es un malvádo irreductible, lo
entregaremos a la justicia.
Era ya de noche cuando Oliver por
fin despertó. Se encontraba débil, pero estaba tan ansioso por revelar su
secreto, que el médico le dio la oportunidad de satisfacer su deseo. Así fue
cómo Oliver pudo contar su triste historia.
Entonces, llamaron a la puerta.
‑¿Quién será a estas horas? ‑preguntó
el doctor.
‑Son agentes del cuerpo especial de
policía‑dijo Brittles.
‑¿Qué? ‑gritó el doctor aterrado.
‑Sí ‑contestó Brittles‑, yo mismo
los llamé para que vinieran.
Gracias al señor Losberne y al
testimonio de G¡les quien, aleccionado por el doctor, negó que Oliver fuera el
muchacho contra el que había disparado, los policías hicieron su trabajo de
investigación rutinaria, pero se marcharon al cabo de unas horas sin sospechar
del muchacho.
Durante los días que siguieron,
Oliver fue recuperándose gracias a los cuidados de la señora Maylie, de Rose y
del doctor Losberne. Estaba aún muy débil, pero no dejaba de manifestar su
agradecimiento a las dos damas, con las que se sentía profundamente unido. Un
día, Rose le dijo:
‑Oliver, vamos a it a pasar una temporada al campo y mi tía quiere
que vengas con nosotros. El aire puro te pondrá bien.
‑¡Oh,
muchas gracias, señorita Rose! Allí podré trabajar para ustedes. ¡Tengo tantas
ganas de corresponder a su bondad!
En el
campo, todo fue calma y paz para Oliver Acudía todas las mañanas a casa de un
entrañable anciano que le ayudaba a progresar en la lectura y la escritura. El
resto del día lo pasaba al aire libre, disfrutando de la naturaleza. Para él,
que había vivido siempre en casas inmundas, aquellos tres meses pasados en e!
campo, rodeado de cariño y comprensión, supusieron el descubrimiento de la
auténtica dicha. Había entrado en el paraíso.
CAPÍTULO NUEVE
LA ENFERMEDAD DE ROSE
Una
tarde de verano, tras un largo paseo, Rose manifestó sentirse mal.
‑¿Qué te
ocurre, Rose? ‑le preguntó preocupada la señora Maylie.
‑Creo que
estoy enferma, tía ‑contestó ella llorando.
Rose se alejó, pálida como el mármol,
hacia su dormitorio. La anciana señora, cuando se encontró a solas con Oliver,
no pudo reprimir su angustia
‑¡Oh,
Oliver! ‑exclamó sollozando‑. Me temo lo peor ¡Mi querida Rose! ¿Qué haría yo
sin ella?
‑Estoy
convencido de que Dios no la dejará morir‑dijo Olives entre sollozos.
A la
mañana siguiente, Rose tenía una fiebre muy alta.
‑Olives ‑dijo
la señora Maylie‑, hay que mandar urgentemente esta carta al doctor Losberne.
Llévala a la posada de la aldea y échala al correo.
Oliver
corrió hasta llegar a la posada. Una vez enviada la carta, salió del
establecimiento y tropezó con un hombre de ojos grandes y negros que iba
envuelto en una capa.
‑Perdone,
señor‑se disculpó el muchacho.
‑Pero,
¿qué es esto? ‑gritó el hombre‑. ¡Serás capaz de salir de tu tumba para ponerte
en mi camino!
Oliver,
asustado por la loca mirada de aquel individuo, salió corriendo. Cuando llegó a
casa, Rose estaba delirando.
‑Sería
milagroso que se recuperara ‑le confesó en voz baja el médico del lugar a la
señora Maylie.
Aquella
noche, nadie durmió y, a la mañana siguiente, llegó el doctor Losberne, quien
confirmó la gravedad de la muchacha.
‑Es muy
duro y muy cruel ‑dijo‑. Tan joven y tan querida por todos... pero hay muy
pocas esperanzas.
Rose se
sumió después en un profundo sueño del que saldría, bien para vivir, bien para
decirles adiós. Oliver y la señora Maylie permanecieron inmóviles durante
varias horas a la espera de que el doctor Losberne les diera la tan temida
noticia. Éste salió por fin de la habitación y se acercó a ellos.
‑¿Cómo
está Rose? ¡Dígamelo enseguida! ‑gritó la señora Maylie‑. ¡Déjeme verla, por
Dios! ¿Ha muerto?
‑¡No! ‑exclamó
el doctor‑. ¡Cálmese, por favor! Rose vivirá para hacernos felices muchos años.
La
anciana cayó de rodillas llorando de emoción. También Oliver quedó como
atontado al recibir la feliz noticia. No podía ni hablar, ni llorar, ni
expresar lo que sentía en aquellos momentos. Aturdido, salió a pasear
Cuando volvía a la casa cargado de
flores para la enferma, un coche pasó como un rayo junto a él y se detuvo de
golpe. Por la ventanilla asomó la cabeza del señor Giles y Oliver corrió hasta
el coche. Abrió la portezuela para saludar al mayordomo y vio, sentado junto a
él, a un caballero de unos veinticinco años que preguntó ansioso:
‑¿Cómo está la señorita Rose?
‑¡Mejor, mucho mejor! ‑se apresuró a
responder Oliver‑. El doctor Losberne dice que ya está fuera de peligro.
El caballero se bajó entonces del
coche y ordenó:
‑G¡les, sigue tú hasta casa de mi
madre. Yo prefiero caminar
Al llegar a la casa, la señora
Mayl¡e y el joven caballero, madre a hijo, se fundieron en un fuerte abrazo.
‑¡Madre! ‑dijo el joven‑. ¡Gracias a
Dios! Si Rose hubiera muerto, yo no habría vuelto a ser feliz.
‑No empieces otra vez con eso, Harry
‑contestó su madre‑. Ella necesita un amor profundo y duradero y tú...
‑¿Todavía crees que soy un niño
caprichoso?
‑Creo que eres joven, y que los
jóvenes suelen tener impulsos ciertamente generosos pero poco duraderos. Creo,
además, que tienes delante de ti un porvenir brillante que los oscuros
orígenes de Rose podrían echar por tierra. En un futuro se lo podrías
reprochar.
‑Pero entonces yo sería un egoísta ‑replicó
Harry‑. ¡Por el amor de Dios, madre! Te estoy confesando una pasión muy
profunda. ¿Por qué no dejas que sea Rose la que decida?
‑Como quieras ‑aceptó la madre‑.
Ahora debo volver junto a ella. ¡Qué Dios lo bendiga, hijo!
A medida que pasaban los días, Rose
se recuperaba con asombrosa rapidez. Pero un extraño acontecimiento vino a
romper la tranquilidad que se vivía en la casa.
Oliver se encontraba haciendo los
deberes en un cuartito de la planta baja que daba al jardín. Llevaba allí mucho
rato, se encontraba cansado y se quedó medio dormido. Durante su duermevela, el
aire se volvió de repente denso, y Oliver, horrorizado, creyó encontrarse de
nuevo en casa de Fagin.
‑¡Mira! ‑oyó decir al judío‑. ¡Es
él!
‑¡Ya te lo había dicho! ‑ respondió
otro hombre.
Fue entonces cuando Oliver despertó,
sobresaltado y presa del pánico. Miró por la ventana y allí, muy cerca de él,
estaba el judío mirándole fijamente. La sangre se le heló, se vio momentáneamente
paralizado de espanto. Junto a él se encontraba, además, aquel hombre violento
que le había abordado a la salida de la posada. La visión duró tan sólo unos
instantes, y los dos hombres desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos.
Aterrorizado, Oliver saltó al jardín por la ventana y se puso a gritar pidiendo
soconro.
Los habitantes de la casa corrieron
al jardín, donde encontraron al muchacho muy agitado, que señalaba hacia los
prados y gritaba: “¡Era el judío!” Harry, a quien su madre había contado la
historia de Oliver, saltó por encima del seto y salió en su persecución a gran
velocidad. Pero la búsqueda resultó inútil.
Tiene que haber sido un sueño ‑dijo
Harry a Oliver cuando estuvieron de vuelta.
‑¡Oh, no, señor! ‑insistió Oliver‑.
De veras que yo los vi.
De nada sirvieron los rastreos que
se hicieron en la zona hasta el anochecer. A los dos hombres se los había
tragado la tierra. El susto le duró a Oliver unos días más y, poco a poco, se
fue olvidando de aquel espantoso episodio.
Mientras tanto, Rose se había
recuperado del todo y ya salía de su habitación. Una mañana, Harry Maylie entró
en el comedor donde Rose se encontraba sola.
‑¿Puedo hablar contigo unos minutos?
‑le preguntó.
Rose palideció pero no dijo nada.
Así que Harry continuó:
‑Llegué aquí hace unos días
angustiado ante la idea de perderte sin que supieras que te amo. Te he visto
pasar de la muerte a la vida y, ahora, quiero ganar tu corazón. Rose, dime que
mis esfuerzos por merecerte no son vanos.
‑Harry ‑contestó ella llorando‑,
debes tratar de olvidarme. Seré tu más fiel amiga, pero no debo ser el objeto
de tu amor.
‑¿Por qué?
‑No tengo amigos, Harry, no tengo
dote, pero sí tengo una mancha sobre mi nombre. Os debo demasiado a tu madre y
a ti como para obstaculizar con mis orígenes tu brillante carrera.
‑Deja el deber a un lado y
contéstame: ¿me amas?
Te habría amado si no... pero,
¡basta ya! ¡Adiós, Harry! Nunca más nos volveremos a ver como nos hemos visto
hoy.
‑Sólo una palabra más, Rose.
Contéstame: si yo fuera pobre, enfermo y desvalido, ¿me querrías?
‑Sí, Harry ‑contestó Rose con un
hilo de voz.
El joven tomó entonces la mano de su
amada, se la llevó al pecho y, tras darle un beso en la frente, salió del
comedor
Al día siguiente, por la mañana
temprano, Harry se marchó a Londres, no sin antes encargarle a Oliver que le
escribiera con frecuencia contándole cosas de su madre y de Rose.
CAPÍTULO
DIEZ
EL
MATRIMONIO BUMBLE
El
señor Bumble estaba sentado en un salón del hospicio donde nació Oliver Twist.
Se encontraba pensando con melancolía lo mucho que había cambiado su vida desde
hacía dos meses: había ascendido a superintendente y se había casado con la
gobernanta del hospicio; aunque esto no había sido precisamente por amor Dada
su pasión por el dinero, se había dejado deslumbrar por algunas de las
pertenencias de la que entonces todavía se llamaba señora Corney y por la
posibilidad de tener vivienda y calefacción gratis.
Recordaba perfectamente la tarde en
que había decidido pedirle que se casara con él. Estaban los dos coqueteando en
la habitación de ella, cuando una anciana vino a anunciar que la vieja Sally
se estaba muriendo. La pobre moribunda aseguraba que no se iná tranquila de
este mundo sin revelar un secreto a la gobernanta. Ésta salió entonces
maldiciendo a los pobres del hospicio, que no la dejaban nunca en paz. El señor
Bumble aprovechó entonces su ausencia para registrar cajones, armarios y
alacenas ya que deseaba asegurarse de que la señora Corney era un buen partido.
Sumido en sus recuerdos, el séñor
Bumble, creyendo que estaba solo, dijo en voz alta:
‑Mañana hará dos meses que estamos
casados, y me parece un siglo. Reconozco que me vendí, aunque demasiado barato.
‑¿Barato? ‑gritó una voz al oído del
superintendente.
El señor Bumble se dio la vuelta y
se encontró con el poco agraciado rostro de su esposa, que seguía gritando:
‑¿Piensas quedarte ahí roncando todo
el día?
‑Pienso hacer lo que me dé la gana,
señora Bumble ‑contestó el hombre envalentonado.
El señor Bumble se colocó entonces
su sombrero y su abrigo con la intención de salir, pero la señora Bumble le
quitó el sombrero de un manotazo, lo agarró por el cuello, lo golpeó, lo arañó
y lo sentó en una silla de un empujón.
‑No me vuelvas a contestar de ese
modo ‑gritó‑. Ahora levántate y lárgate de aquí.
El señor Bumble recogió su sombrero
del suelo y salió a la calle como una flecha. Iba tan enfadado, que tardó un
rato en darse cuenta de que estaba lloviendo con fuerza; entonces decidió
refugiarse en una taberna. Allí había sólo un cliente; era un forastero alto y
moreno que llevaba una amplia capa negra sobre los hombros. Ambos se miraron
varias veces de reojo. Pero el forastero, de repente, rompió el silencio.
‑No sé si se acordará de mí, pero
usted y yo nos conocemos. He venido hasta aquí buscándole y, por una de esas
casualidades de la vida, he dado con usted a la primera. ¿Continúa usted con su
acostumbrado amor por el dinero?
El señor Bumble hizo intención de
hablar, pero el forastero, haciendo un gesto con la mano, prosiguió.
‑No, no diga nada, ya ve que te
conozco bien. Además, comprendo que el sueldo de los funcionarios parroquiales
no es muy alto; seguro que le vendrá bien una propinilla.
‑¿En qué puedo ayudarle? ‑preguntó
el superintendente.
‑Voy a ser muy claro: necesito
información. Por supuesto, no pretendo que me la dé a cambio de nada; para
demostrar mi buena fe, aquí tiene un adelanto ‑dijo, poniendo un par de
soberanos delante de su interlocutor‑. Veamos, haga memoria: un invierno de
hace doce años nació en el hospicio un muchacho paliducho que más tarde fue
aprendiz de un fabricante de ataúdes y que luego se fugó a Londres...
‑¡Oliver Twist! No he conocido un
muchacho más terco.
‑No es él quien me interesa. Me
gustaná saber algo sobre la vieja que atendió a su madre la noche en que murió.
‑Sí, la vieja Sally... Murió el
invierno pasado.
El forastero enmudeció como hundido
por aquella inesperada noticia, pero pronto salió de su ensimismamiento. Luego
hizo ademán de levantarse, pero el señor Bumble lo retuvo.
‑Sé que antes de morir, la vieja
Sally se encerró en una habitación con una mujer para revelarle un secreto.
Con la intención de sacar provecho
de la información de que disponía, el señor Bumble continuó:
‑Tengo motivos para pensar que ella
le puede ayudar en sus pesquisas ‑concluyó el señor Bumble.
‑¿Cómo? ¿Cuándo podná verla?
‑¿Le parece bien mañana?
‑Bien, a las nueve de la noche,
vayan a esta dirección ‑dijo, entregándole un pedazo de papel‑. Pregunten por
el señor Monks.
Al día siguiente, el matrimonio
Bumble se encaminó al lugar que Monks había indicado. Era un pequeño barrio a
orillas del río, famoso por ser refugio de ladrones y criminales. Estaba formado
por unas cuantas casas en ruinas, entre las cuales se elevaba un edificio
grande, cuyos pilares estaban muy deteriorados por las ratas, la carcoma y la
humedad. Frente a él se detuvieron los Bumble.
‑¡Hola! ‑gritó una voz procedente
del segundo piso‑. Esperen, ahora mismo les abro.
Instantes después, Monks les abrió
la puerta. Subieron hasta una estancia del piso superior y cerraron tras de sí.
A continuación, los tres se sentaron alrededor de una mesa.
‑Dígame, señora ‑dijo Monks‑,
¿estaba usted con la tal Sally cuando murió? ¿Le dijo algo acerca de la madre
de Oliver?
‑Sí. Pero yo no he venido aquí para
dar información gratis. Déme veinticinco libras en oro y le diré todo lo que
sé.
‑Aquí las tiene ‑repuso Monks,
poniendo las monedas una a una encima de la mesa‑. Ahora, dígame lo que sabe.
‑Cuando la vieja Sally murió,
estábamos ella y yo solas en la habitación. Me habló de una joven que había
dado a luz un niño hacía doce años y que, al día siguiente, había muerto en la misma
cama en la que ella estaba agonizando.
‑¡Dios mío! ‑exclamó Monks.
‑Parece ser que la joven, antes de
morir, le entregó a Sally algo con el encargo de dárselo al niño cuando llegara
a la edad adulta; pero ella se lo quedó. La vieja no dijo nada más, cayó para
atrás y murió.
‑¿Eso es todo? Creo que me está
ocultando algo.
‑No dijo más ‑contestó la gobernanta
impasible‑. Solamente me agarró del vestido con una mano. Cuando cayó muerta,
retiré su mano con fuerza y vi que en ella guardaba un viejo trozo de papel.
Era una papeleta de empeño.
‑¿Y cuál era el objeto empeñado? ‑interrogó
Monks.
‑Era una alhaja. Así que fui y la
desempeñé.
‑¿Y dónde se encuentra ahora esa
joya? ‑preguntó el hombre inmediatamente.
‑¡Aquil ‑contestó la mujer,
arrojando sobre la mesa una bolsita.
La bolsa contenía un pequeño
guardapelo de oro. En su interior, había dos mechoncitos y una alianza. La
sortija tenía grabado el nombre de “Agnes” y una fecha correspondiente al año
anterior del nacimiento de Oliver
‑¿Qué se propone hacer con eso? ¿Va
a utilizarlo contra m? ‑preguntó la señora Bumble.
‑Ni contra usted ni contra nadie ‑contestó
Monks, arrastrando la mesa a un lado y abriendo una trampilla que se
encontraba junto a los pies del señor Bumble‑. Miren ahí abajo.
Las turbias aguas del río corrían
velozmente bajo ellos. Monks sacó la bolsita, la ató a un pequeño peso de plomo
que estaba en el suelo y la tiró al agua.
‑¡Hecho! ‑exclamó Monks aliviado‑.
¡Prueba destruida! Ahora, lárguense de aquí cuanto antes.
CAPÍTULO
ONCE
EL CORAJE DE
NANCY
Al día siguiente, Nancy fue a casa
de Fagin para recoger un dinero que el judío le debía a Bill Sikes. Allí,
coincidió con Monks.
‑He de decirte algo a solas ‑le dijo
Monks a Fagin.
Los dos hombres subieron a una
habitación de la planta superior y se encerraron para hablar en privado. Nancy,
con la intención de espiar la conversación, se quitó los zapatos, subió de
puntillas las escaleras y se plantó en la puerta del cuarto donde Monks y Fagin
se habían reunido. Al rato, la muchacha volvió a bajar con aspecto de
encontrarse fuertemente impresionada. Segundos más tarde, Monks se marchó. A
continuación, Fagin le entregó a Nancy el dinero que había venido a buscar y
ambos se despidieron.
Ya en la calle, Nancy se sentó en un
portal, incapaz de seguir caminando, y rompió a llorar. Finalmente, cuando se
encontró más tranquila, volvió a su casa. Había tomado una decisión: iba a dar
un gran paso aquella misma noche, en cuanto Sikes, que estaba enfermo, se
hubiese dormido.
A la hora en la que el ladrón debía
tomar su medicina, Nancy la preparó como siempre y añadió un potente somnífero.
En breves instantes, el enfermo cayó en un profundo sueño, momento que la
muchacha aprovechó para marcharse.
Después de andar más de una hora,
llegó al barrio más rico de la ciudad y se dirigió a un pequeño hotel. Cuando
llegó a la puerta, vaciló un momento y entró.
‑Quiero ver a la señorita Maylie ‑dijo
Nancy al recepcionista,
‑iQué puedes querer tú de una dama? ‑preguntó
en tono despectivo el empleado al ver su aspecto‑. ¡Vamos, lárgate!
‑¡Tendrán que sacarme a la fuerza! ‑gritó
la muchacha‑. Necesito dar un mensaje con urgencia a la señorita Maylie.
El recepcionista subió a
regañadientes; le preocupaba tener un problema si el mensaje era en realidad
algo importante. Al poco rato, volvió a hizo una seña con la cabeza a Nancy
para que lo siguiera. El hombre la acompañó hasta una pequeña antecámara donde
se encontraba Rose. La joven había adelantado unos días su regreso del campo y
esperaba la llegada de su tía y de Oliver de un momento a otro.
Rose miró a la muchacha que se
encontraba frente a ella y le dijo dulcemente:
‑Soy Rose Maylie. ¿Deseaba usted
verme?
Nancy, ante tanta dulzura, rompió a
llorar
‑¡Ay, señorita! ‑exclamó‑. ¡Cuánto
le agradezco que haya querido recibirme! Mi nombre es Nancy.
‑¿En qué puedo ayudarla? ‑prosiguió
la joven dama.
‑Supongo que Oliver les habrá
contado su historia.
‑Por supuesto. ¿Y bien?
‑Les habrá dicho también que fue
raptado mientras hacía un recado para el señor Brownlow, con quien vivía en
Petonville. Bueno, pues yo soy la persona que lo raptó.
‑¿Usted? ‑exclamó Rose.
‑Sí y lo llevé a casa de un
miserable, llamado Fagin, que obliga a muchachos indefensos a robar para él ‑gimió
Nancy‑. Y si ellos se enteraran de que he venido, me matarán.
‑No se preocupe, querida, no
sucederá nada ‑dijo Rose, mientras estrechaba dulcemente la mano de la afligida
muchacha.
‑¿Conoce usted a un tal Monks? ‑continuó
Nancy.
‑No, no lo conozco ‑contestó Rose.
‑Pues él a usted sí la conoce ‑repuso
Nancy‑. Y sabe que está hospedada aquí. Yo he podido localizarla porque he escuchado
una conversación entre ese hombre y Fagin en la que se nombraba este lugar y se
mencionaba su nombre.
‑¿Y de qué hablaron? ‑preguntó
interesada Rose.
‑Las primeras palabras que le oí
decir a Monks fueron: “Las únicas pruebas de la identidad del muchacho están en
el fondo del río, y la vieja que las recibió de la madre está criando malvas”.
Parece ser que Monks vio a Oliver por casualidad el día que lo capturó la
policía. Enseguida se dio cuenta de que era el muchacho que él mismo andaba
buscando. Le propuso entonces a Fagin que recuperara al chico a hiciera de él
un ladrón; a cambio, recibiná una sustanciosa recompensa.
Rose, sorprendida por la historia,
preguntó a Nancy:
‑¿Y qué interés puede tener un
hombre como Monks en un desvalido muchacho?
‑Eso es lo más sorprendente: Monks
dijo que si Olivertrataba de aprovecharse de su nacimiento, lo mataría. Y, al
final, muy satisfecho, le preguntó a Fagin: “¿Qué te parece la trampa que le he
preparado a mi hermanito Oliver?”
‑¡Su hermano! ‑exclamó Rose‑. ¿Y qué
puedo hacer yo?
‑No lo sé. No puedo ayudarla más;
ahora tengo que marcharme. Si necesita algo de mí, podrá encontrarme cada
domingo por la noche, entre las once y las doce, en el puente de Londres.
La muchacha se marchó llorando,
mientras Rose, abrumada por aquellas revelaciones, buscaba el modo de ayudar a
Oliver
A la mañana siguiente, Rose decidió
consultar a Harry. Se disponía a escribirle cuando Oliver, que llegaba en ese
momento de la mansión del campo, entró en la habitación.
‑¡He visto al señor Brownlow!
¡Bendito sea Dios!
‑¿Dónde lo has visto? ‑preguntó
Rose.
‑Bajaba de un coche ‑contestó Oliver
llorando de alegría‑. Él no me vio a mí, y yo no me atreví a acercarme. Pero G¡les
ha averiguado su dirección. Mire, aquí está.
‑¡Vamos para allá inmediatamente! ‑le
dijo Rose.
Cuando llegaron a la casa del señor
Brownlow, Rose pidió a Oliver que esperara en el coche mientras ella preparaba
al anciano para que lo recibiera. La joven entró y contó en pocas palabras todo
lo que le había ocurrido a Oliver.
Cuando el señor Brownlow se enteró
de que Oliver se encontraba fuera, salió y, lleno de alegría, se precipitó
hacia el interior del coche para abrazar al muchacho. Cuando entraron en la
casa, el señor Brownlow llamó a la señora Bedwin. Y cuando ésta entró en el
salón, Oliver se echó a sus brazos entre lágrimas:
‑¡Bendito sea Dios! ‑dijo la anciana‑.
¡Si es Oliver Tw¡st!
El señor Brownlow condujo entonces a
Rose a otra sala y allí escuchó el relato de la entrevista con Nancy.
‑En este asunto hay que ser
extremadamente prudente ‑dijo pensativo el anciano caballero.
‑Yo quisiera que el doctor Losberne,
el médico de mi tía, supiera todo esto. Seguro que nos podná ayudar
‑Déjeme que yo esté presente cuando
hable usted con él. Esta noche, a las nueve, podemos vernos en el hotel. Su tía
tiene que estar al tanto de todo lo ocurrido.
Tal y como habían convenido, el
señor Brownlow y Rose revelaron la historia de Nancy al doctor.
‑¿Qué diablos hay que hacer
entonces? ‑gritó el doctor Losberne lleno de ira.
‑Debemos proceder con mucho cuidado ‑contestó
el señor Brownlow‑. Lo importante es descubrir quién es realmente Oliver y
devolverle la herencia de la que ha sido despojado. Pero antes, debemos
averiguar de Nancy los nombres de los lugares donde suele it ese tal Monks.
Aquella noche, convinieron poner al
tanto de lo ocurrido al señor Grimwig y a Harry Maylie y, sobre todo, dejar a
Oliver al margen. También decidieron no hacer nada hasta el domingo siguiente,
cuando se reunirían con Nancy.
CAPÍTULO
DOCE
UN ESPÍA A LAS ÓRDENES DE FAGIN
La misma noche en que Nancy se había
entrevistado con Rose, Noah Claypole y su amiga Charlotte llegaron a Londres.
Ambos jóvenes eran perseguidos por la justicia ya que habían robado de la caja
del señor Sowerberry una importante cantidad de dinero.
Los dos fugitivos caminaron por
calles recónditas, hasta llegar frente a Los Tres Patacones.
‑Aquí pasaremos la noche ‑anunció
satisfecho Noah.
Cuando entraron, vieron a Barney que
estaba con los codos apoyados en el mostrador leyendo un mugriento periódico.
‑Queremos dormir aquí esta noche ‑dijo
Noah.
‑Esperen un momento ‑contestó Barney‑,
voy a preguntar si hay sitio.
‑Mientras tanto, dinos dónde está el
comedor y tráenos cerveza y fiambre.
Barney los condujo hasta un
cuartucho que estaba en la parte de atrás. Al cabo de un rato, les sirvió lo
que habían pedido y les informó de que podían alojarse allí.
Poco más tarde, llegó Fagin a la
taberna preguntando por alguno de sus discípulos.
‑No ha venido ninguno de tus amigos ‑dijo
Barney‑, pero hay dos forasteros que yo creo que te van a gustar
El judío escuchó a través del
tabique la conversación que mantenían Noah y Charlotte:
‑Vamos a vivir como señores ‑decía
Noah.
‑¿Y cómo? ‑preguntó ella‑. ¿Vaciando
cajas fuertes?
‑¿Cajas? ‑exclamó Noah‑. Se pueden
vaciar cosas más interesantes, como por ejemplo: bolsillos, bolsos, bancos,
diligencias... Se trata de encontrar al compañero adecuado. Con las veinte
libras que robamos, todo será más fácil.
‑No será tan fácil que alguien como
nosotros se pueda deshacer de un billete tan grande ‑dijo Charlotte
preocupada.
Aquel descubrimiento provocó un vivo
interés en Fagin, que entró en la sala saludando a la pareja y los invitó a
beber
‑¡Esta cerveza es de buena calidad! ‑exclamó
Noah.
‑¡Sí, pero es cara, muy cara! ‑contestó
Fagin‑. Hay que andar todo el día vaciando bolsillos, bolsos, bancos y
diligencias para poder comprarla.
Noah palideció al oír sus propios
comentarios en boca de aquel hombre.
‑No te preocupes ‑dijo Fagin riendo
a carcajadas‑. Has tenido suerte de que sea yo quien te haya oído. También soy
del oficio, has ido a dar en el clavo, amigo.
Noah se relajó y el judío siguió:
‑Tengo un amigo que te puede ayudar
¡Anda, vamos a hablar ahí fuera!
‑No creo que sea preciso movernos de
aquí para hablar en privado ‑repuso Noah‑. Ella ‑dijo señalando a Charlotte‑,
subirá el equipaje mientras nosotros hablamos de negocios.
Charlotte salió inmediatamente de la
habitación cargada de bultos y cuando se encontraba suficientemente alejada,
Noah preguntó:
‑¿Cuánto hay que aflojar?
‑Veinte
libras.
‑Pero
eso es mucho dinero ‑saltó el joven.
‑No
cuando se trata de un billete del que no te puedes deshacer.
‑¿Y qué
obtendré yo?
‑Conseguirás
vivir como un señor Tendrás comida, cama, tabaco y alcohol gratis, además de la
mitad de las ganancias.
‑Me
parece bien.
‑Mañana,
a las diez, vendré con mi amigo. Pero aún falta un último detalle: no me has
dicho cómo te llamas...
‑Bolter,
Morris Bolter ‑respondió inmediatamente Noah, ocultando su verdadero nombre.
Después
de brindar por su recién creada sociedad, Fagin se despidió.
Al día
siguiente, el judío se presentó solo en la posada y acompañó a Noah y a
Charlotte a su propia casa.
‑¿De
modo que no existe el tal amigo? ‑le dijo Noah a Fagin.
‑No, en
efecto, no existe. Pero os he traído aquí para que veáis cómo vivimos. En esta
casa somos como una gran familia. Ahora estamos muy preocupados por uno de los
nuestros, el P¡llastre, que fue capturado ayer
‑¿Por
algo serio? ‑preguntó asustado Noah.
‑Lo
pillaron tratando de limpiar un bolsillo y le encontraron además una caja de
rapé de plata. Aunque le puede caer una buena condena, no ha dicho nada. ¡Bueno
es él para cantad
‑Bueno,
ya lo conoceré.
‑No
estoy tan seguro. Si encuentran pruebas, es un caso de “deportación de por
vidá.
En ese
momento, entró Charley Bates con cara compungida y dijo:
‑Se
acabó todo, Fagin. Han encontrado al dueño de la caja y a dos o tres testigos.
Lo mandarán al extranjero. ¡Y todo por una cajucha de rapé que no vale más de
tres peniques!
‑Piensa
en el honor, la distinción, de ser deportado a tan corta edad ‑ contestó Fagin
para consolarlo.
El
domingo, Nancy estaba en su casa. Cuando dieron las once de la noche, se puso
su gorrito y su abrigo para salir
‑¿A
dónde vas? ‑le preguntó Sikes.
‑A dar
una vuelta ‑contestó ella‑. No me encuentro demasiado bien y necesito tomar el
aire.
‑Pues te
vas a conformar con sacar la cabeza por la ventana ‑le contestó el ladrón‑. Tú
no vas a ninguna parte.
El
hombre se levantó, le quitó el gorro de un manotazo y la arrojó sobre la cama.
‑¡Déjame
salir, Bill, te lo suplico! ‑imploró Nancy.
Fagin,
que estaba en casa de Bill en aquel momento, no movió un dedo por la muchacha.
Bill Sikes la agarró con fuerza, la sentó en una silla y allí la mantuvo
inmóvil durante un buen rato.
Cuando
dieron las dote, la muchacha se dio por vencida y, con los ojos hinchados y
rojos, empezó a mecerse hasta quedar completamente dormida. Fagin cogió
entonces su sombrero y se despidió.
De
camino hacia su casa, Fagin empezó a pensar qué le podía pasar a Nancy. Quizá
se hubiera cansado de Bill Sikes, que la trataba peor que a un perro, y se
hubiera enamorado de otro hombre. Pensó que si era así, el nuevo amor de Nancy
podría ser una buena adquisición, y aun más con una consejera lista y
experimentada como ella.
‑Habrá
que echarle el guante ‑se dijo Fagin a sí mismo‑. Sería una buena manera de
quitarme de en medio a ese odioso Sikes. Y además, mi influencia sobre la
muchacha sería ilimitada si me convierto en cómplice de su infidelidad.
Fue
entonces cuando el judío se dirigió a la posada para proponerle a Noah
Claypole que fuera su espía.
Te
necesito ‑le dijo‑, para un trabajo que requiere discreción y cautela. Sólo se
trata de seguir a una mujer y de saber dónde va, a quién ve y lo que dice. Te
daré una libra.
‑tA
quién hay que seguir? ‑preguntó Noah.
‑Es una
de las nuestras ‑contestó el judío‑. Se ha echado nuevos amigos y he de saber
quiénes son. Ella no te conoce, por eso eres mi hombre.
‑¡Trato hecho! ‑concluyó Noah.
CAPÍTULO TRECE
TERRIBLES CONSECUENCIAS
Había
pasado una semana, llegó el domingo y Nancy consiguió por fin acudir al puente
de Londres. A las doce en punto, llegaron Rose Maylie y el señor Brownlow.
‑Aléjemonos
de aquí ‑dijo Nancy en voz baja‑. Hablaremos más tranquilos abajo, al pie de la
escalera.
Lo que
ella no sabía es que cualquier precaución era inútil porque Noah Claypole
seguía sus pasos y oía sus palabras.
‑Siento
no haber podido venir la otra noche, pero Bill Sikes me retuvo en casa por la
fuerza...
‑Conozco
el contenido de la entrevista que mantuvo el otro día con esta señorita‑dijo el
señor Brownlow señalando a Rose‑, y creemos que debemos arrancarle a ese Monks
su secreto como sea. De no ser así, habná que entregar a Fagin a la policía, ya
que él es el único que conoce la verdad.
‑¡Nunca!
‑exclamó Nancy‑. Yo jamás me volveré contra mis compañeros, porque ninguno de
ellos se ha vuelto contra mí.
‑Entonces
díganos al menos dónde podemos encontrar a Monks ‑repuso el señor Brownlow.
‑Darán
con él en una taberna llamada Los Tres Patacones.
‑¿Cómo
reconoceremos a ese criminal?
‑Es
moreno, alto y fuerte; parece mayor, aunque no tiene más de veintiocho años y
tiene los ojos negros y muy hundidos. Sufre frecuentes ataques de nervios que
le hacen tirarse al suelo y morderse las manos y los labios hasta hacerse
sangre. Ah, y otra cosa: tiene en la garganta...
‑¿Una
mancha roja como una quemadura? ‑interrumpió el señor Brownlow.
‑Sí ‑contestó
Nancy sorprendida‑. ¿Lo conoce?
‑Creo
que sí. Pero ya veremos, puede que no sea el mismo. En cualquier caso, nos ha
dado una información valiosísima. ¿Cómo podríamos agradecérselo?
‑Ya nada
pueden hacer por mí, he perdido toda esperanza. Soy esclava de mi propia vida,
y es muy tarde para dar marcha atrás. Ahora, por favor, márchense, es lo mejor
que pueden hacer.
‑Déjenos
ayudarla: aún está a tiempo de cambiar su vida...
‑No
insistan, se lo ruego. Buenas noches, señor Buenas noches, señorita Maylie.
Rose y
el señor Brownlow se alejaron y Nancy marchó a su casa. Cuando los tres estaban
ya lejos, Noah echó a correr para contar a Fagin lo que había descubierto.
Antes de
que amaneciera, Fagin ya estaba al tanto de todo lo ocurrido. Se encontraba en
su casa, preso del pánico, acurrucado ante la chimenea, con el corazón lleno
de odio. Llegó entonces Bill Sikes a entregarle un paquete.
‑¿Qué te
pasa? ‑le preguntó éste al verle la cara completamente desencajada.
Fagin le
contó lo que había descubierto Noah. Sikes, entonces, fuera de sí, salió a la
calle; caminó a paso rápido hasta su casa, sin pararse ni un momento a pensar
en lo que iba a hacer. Subió de prisa las escaleras, entró en la habitación,
cerró la puerta con llave y fue hacia la cama donde Nancy estaba durmiendo.
‑¡Arriba!
‑la despertó Sikes a gritos.
‑¿Qué te
pasa? ‑le preguntó ella, todavía medio dormida.
Sin
decir una palabra, el ladrón la agarró por el cuello y la arrastró hasta el
centro de la habitación.
‑¡Bill!
¡Bill! ‑gritó la muchacha‑. ¿Qué he hecho?
‑Anoche
lo espiaron. Ahora lo sé todo.
‑Entonces,
perdóname la vida como yo he perdonado que tú me hayas arrastrado a mí a esta
existencia infame ‑dijo la muchacha aferrándose a él‑. Piensa un poco, Bill.
Ahórrate este crimen. ¡Juro que te he sido fiel, Bill!
El
ladrón, sordo ante las súplicas de Nancy, agarró una pistola y golpeó con ella
a la muchacha una y otra vez hasta que ésta cayó al suelo cegada por la sangre,
que fluía de una profunda brecha en su cabeza. La muchacha consiguió no
obstante ponerse de rodillas y, juntando las manos, se puso a rezar El ladrón
cogió entonces un garrote y la remató de un solo golpe en la cabeza.
Cuando
los primeros rayos de sol iluminaron la habitación donde yacía el cadáver de
Nancy, Sikes quemó las ropas que llevaba, ya que estaban manchadas de sangre.
Luego, escapó de allí con su perro; una sola idea ocupaba su mente: huir Anduvo
tan rápido que, al cabo de una hora, estaba fuera de Londres.
Caminó
durante todo el día por campos, prados y bosques sin hallar un lugar seguro
donde esconderse, porque en todas partes se hablaba del horrible crimen. Al
anochecer, tomó la decisión de volver a la ciudad.
‑No hay
mejor lugar para esconderse. Mis amigos me ayudarán ‑pensó.
Mientras
tanto, en una chabola de un mísero barrio a orillas del Támesis estaban
escondidos Toby Crackit, Chitling y un expresidiario llamado Kags.
‑¿Es
cierto que han cogido a Fagin? ‑preguntó Toby Crackit.
‑Sí,
esta tarde ‑contestó Chitling‑. Charley Bates y yo conseguimos escapar por la
chimenea; a Bolter lo trincaron a
la vez que a Fagin. Imagino que Charley estará a punto de llegar Ya no hay
lugar donde esconderse; de todos los que acudíamos a Los Tres Patacones, no ha
quedado nadie a salvo. ¡Menuda redada!
Al caer la noche, los tres hombres
seguían sentados, silenciosos, a la espera de alguna noticia. Un fuerte golpe
en la puerta rompió de pronto aquel denso silencio; después, los pasos de
alguien que subía las escaleras y, por fin, los tres hombres vieron entrar a
Bill Sikes. Se quedaron boquiabiertos; no les dio tiempo a reaccionar y, al
instante, entró también Charley Bates quien, al reconocer a Sikes, dio un paso
atrás.
‑¡Vamos, Charley! Soy yo ‑dijo Sikes
yendo hacia él.
‑No te acerques ‑contestó el otro‑.
Me das... asco.
Y, dirigiéndose a los demás, se puso
a gritar:
‑¡Mirad a este monstruo! ¡Miradlo
bien! Merecería ser quemado a fuego lento por el crimen que ha cometido. Voy a
entregarlo a la policía y vosotros me vais a ayudar
Llevado por su rabia, Charley Bates
se abalanzó contra Sikes, lo derribó, y ambos rodaron por el suelo. Pero Sikes
era más fuerte que el muchacho, y consiguió inmovilizarlo sin demasiado
esfuerzo. Estaba a punto de darle el golpe final, cuando se oyó un tumulto de
gente que se acercaba a la chabola; el rumor de que el asesino estaba allí, se
había extendido por el barrio y una multitud se acercaba para lincharlo. Toby
Crackit sugirió a Sikes que escapara por una de las ventanas.
El asesino soltó a su víctima y miró
a su alrededor desconcertado. Charley Bates se incorporó, corrió hacia la otra
ventana, la abrió y se puso a gritar:
‑¡Socorro! ¡El asesino está aquiil
¡Suban, suban rápido!
Bill Sikes agarró al muchacho, lo
arrastró hasta la habitación contigua y allí lo dejó encerrado con llave.
Luego, cogió una larga cuerda, subió al desván y, tras levantar un tragaluz,
salió al tejado. Desde arriba, vio a la multitud encolerizada que gritaba
exigiendo su muerte, y oyó cómo la gente intentaba entrar en la casa. Ató un
extremo de la cuerda a una chimenea y en el otro hizo un nudo corredizo para
intentar descender hasta la calle. Pero en el mismo instante en que se pasaba
el lazo por la cabeza para deslizarlo luego hasta las axilas, algo extraño le
ocurrió: levantó la vista al cielo y creyó ver el rostro ensangrentado de su
víctima. El pánico se apoderó de él, lanzó un grito de terror y perdió el
equilibrio cayendo al vacío, donde quedó colgando sin vida.
CAPÍTULO
CATORCE
LA CONFESIÓN DE EDWARD LEEFORD
Aquella
misma tarde, Monks fue llevado a la fuerza a casa A del señor Brownlow.
‑¿Cómo
es posible que el mejor amigo de mi padre me trate de esta manera? ‑gritó el
canalla, enfadado.
‑Sí,
Edward ‑lijo en tono triste el señor Brownlow‑, tu padre era mi mejor amigo y
era, además, el hermano de la mujer con la que me iba a casar si la muerte no se
la hubiera llevado inesperadamente la misma mañana de nuestra boda. Pero no es
de mí de quien quiero hablar, sino de tu hermano.
‑¡Yo no
tengo ningún hermano!
‑¡Sabes
que sib Es cierto que tú eres el único hijo del infeliz matrimonio que formaron
tu padre y tu madre. Cuando tus padres se separaron, tu padre conoció a un
oficial de marina, retirado y viudo, que vivía en el campo con sus dos hijas.
Una de ellas se enamoró de tu padre, y él de ella; al cabo de año y medio,
estaban prometidos. Fue entonces cuando tu padre recibió la herencia de un
pariente que vivía en Roma y tuvo que marcharse para allá; pero la fatalidad
quiso que él cayera gravemente enfermo. Tu madre y tú acudisteis inmediatamente
a su lado y, al día siguiente de vuestra llegada, él murió sin dejar
testamento, de modo que todos sus bienes fueron a parar a vuestras manos.
Monks,
que había estado reteniendo el aliento durante todo este tiempo, suspiró
entonces profundamente, manifestando un gran alivio.
‑Antes
de marchar al extranjero ‑siguió el señor Brownlow‑, tu padre vino a verme y me
entregó un retrato de su hermana, la que iba a ser mi esposa. También me habló
atropelladamente de la deshonra que él mismo había provocado a su joven prometida.
Cuando él murió, fui a visitar a esa muchacha que iba a ser madre, con el fin
de acogerla en mi propio hogar, pero llegué demasiado tarde porque la familia
había abandonado la región.
Monks
miró entonces alrededor con una sonrisa de triunfo.
‑Cuando
tu hermano se cruzó en mi camino y lo rescaté de una vida de crimen y miseria,
su gran parecido con el retrato del que te he hablado me dejó impresionado.
Desgraciadamente, lo secuestraron antes de que pudiera contarme su historia.
Sospechando que tú podías estar detrás de todo esto, lo busqué por todas partes,
pero no lo encontré hasta hace dos horas... Tienes un hermano, Edward, tú lo
sabes y lo conoces. Había pruebas de ello, pero tú mismo las destruiste. Así
que, si no quieres que te haga detener por cómplice del asesinato de Nancy,
tendrás que contarlo todo ante testigos y devolverle a tu hermano lo que le
corresponde.
‑Haré lo
que usted me pida ‑aceptó Monks, viéndose sin escapatoria.
Dos días
más tarde, Oliver viajaba, junto con la señora Maylie, Rose y el doctor
Losberne, hacia su ciudad natal. Detrás, seguía el señor Brownlow, acompañado
de Monks.
Se
instalaron en un hotel de la ciudad donde les estaba esperando el señor
Grimwig. Pasadas las primeras horas de ajetreo, el señor Brownlow los reunió a
todos, incluyendo a Oliver, quien no pudo reprimir un grito de terror al ver
entrar a Monks.
‑Este
niño ‑dijo el señor Brownlow a Monks atrayendo a Oliver hacia sí‑ es tu
hermanastro, fruto de la unión entre tu padre, mi amigo Edwin Leeford, y Agnes
Fleming, que murió en el hospicio de esta ciudad al dar a luz. Ahora, Edward,
quiero que cuentes, delante de todo el mundo, lo que tan cuidadosamente has
ocultado durante estos años.
‑Está
bien ‑contestó Monks‑. Cuando mi padre murió en Roma, mi madre encontró, entre
sus papeles, dos documentos: el primero era una carta de amor dirigida a Agnes
Fleming; el otro era un testamento.
‑¿Y qué
decía? ‑preguntó el señor Brownlow.
Como
Monks no contestaba, fue el propio señor Bronwlow quien lo hizo:
‑Os
dejaba a ti y a tu madre una renta de ochocientas libras. El grueso de su
fortuna lo dividía en dos partes: una para Agnes Fleming y otra para el hijo de
ambos, es decir, para Oliver
‑Mi
madre hizo entonces lo que tenía que hacer ‑gritó Monks‑: quemó el testamento y
guardó la carta como prueba de la falta de mi padre. Cuando Agnes Fleming le
contó la verdad a su padre, éste, avergonzado, huyó con sus hijas. Poco
después, la muchacha abandonó el hogar, y aunque el padre la buscó por todas
partes, no pudo dar con ella. Convencido de que su hija se había suicidado para
ocultar su vergüenza, el hombre volvió a su casa y, a la mañana siguiente,
apareció muerto en su cama.
‑¿Y qué
pasó con el guardapelo y la alianza? ‑preguntó el señor Brownlow.
‑Los
compré ‑contestó Monks‑ a un matrimonio. Ellos los habían recibido de la vieja
que atendió a Agnes Fleming en el hospicio. Luego, tiré los dos objetos al río.
Fue
entonces cuando el señor Grimwig salió de la habitación para volver instantes
después empujando a la señora Bumble, que tiraba de su cobarde cónyuge.
‑¿Conocen
ustedes a este hombre? ‑les preguntó el señor Brownlow.
‑No lo
hemos visto en nuestra vida ‑contestó impasible la señora Bumble.
‑Él
mantiene que les compró a ustedes unas alhajas...
‑Está
bien ‑dijo la señora Bumble‑: si ese cobarde ha confesado, yo no tengo nada más
que decir. Sí, le vendimos el guardapelo y la alianza de Agnes Fleming. ¿Y
qué?
‑Y nada ‑repuso
el señor Brownlow‑, sólo que me voy a ocupar personalmente de que no vuelvan a
tener un puesto de trabajo relacionado con niños.
Después,
cuando los Bumble se hubieron marchado, el señor Brownlow cogió la mano de Rose
y dijo:
‑Edward
Leeford, ¿conoces a esta señorita?
‑Sí ‑contestó
Monks‑. Agnes Fleming tenía una hermana pequeña que fue recogida por unos
humildes labradores. La niña llevó una vida miserable hasta que una viuda que
vivía en Chester se apiadó de ella y se la llevó a su casa. Hoy está aquí, en
esta habitación. Es la señorita Rose.
‑¡Pero
no por eso va a dejar de ser mi sobrina! ‑exclamó la señora Maylie abrazando a
la desfallecida muchacha.
‑¡Ahora
todo será mucho más fácil! ‑intervino el señor Brownlow dirigiéndose a Rose.
Aquella
noche, Rose y Oliver hallaron un padre, una hermana y una madre y, así, cada
uno se encontró con su destino. Inclusive Fagin, quien aquella noche pasaba las
últimas horas de su vida en una celda, a la espera de que lo ejecutaran al
alba.
Rose y
Harry se casaron tres meses después en una pequeña iglesia. La señora Maylie
se fue a vivir con ellos y vivió dichosa los últimos años de su vida.
El señor
Brownlow adoptó a Oliver y ambos se fueron a vivir, con la señora Bedwin, a un
lugar cercano a aquél donde vivían los Maylie.
Monks,
tras derrochar su parte de la herencia en América, volvió a las andadas y pasó
largas temporadas en la cárcel, donde finalmente murió, víctima de uno de sus
habituales ataques.
El señor
y la señora Bumble, privados de sus cargos, fueron sumiéndose poco a poco en la
miseria y murieron en el mismo hospicio donde una vez habían reinado
despiadadamente sobre otros.
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