HISTORIA DE DOS CIUDADES
Charles Dickens
LIBRO
PRIMERO.— RESUCITADO
Capítulo
I.— La época
Era el mejor
de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también
de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz
y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación.
Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada; caminábamos en derechura al cielo y
nos extraviábamos por el camino opuesto. En una palabra, aquella época era tan
parecida a la actual, que nuestras más notables autoridades insisten en que,
tanto en lo que se refiere al bien como al mal, sólo es aceptable la
comparación en grado superlativo.
En el trono de
Inglaterra había un rey de mandíbula muy desarrollada y una reina de cara
corriente; en el trono de Francia había un rey también de gran quijada y una reina
de hermoso rostro. En ambos países era más claro que el cristal para los
señores del Estado, que las cosas, en general, estaban aseguradas para siempre.
Era el año de Nuestro Señor, mil setecientos setenta y cinco. En período tan
favorecido como aquél, habían sido concedidas a Inglaterra las revelaciones
espirituales. Recientemente la señora Southcott había cumplido el vigésimo
quinto aniversario de su aparición sublime en el mundo, que fue anunciada con
la antelación debida por un guardia de corps, pronosticando que se hacían
preparativos para tragarse a Londres y a Westminster.
Incluso el
fantasma de la Callejuela del Gallo había sido definitivamente desterrado,
después de rondar por el mundo por espacio de doce años y de revelar sus
mensajes a los mortales de la misma forma que los espíritus del año anterior,
que acusaron una pobreza extraordinaria de originalidad al revelar los suyos.
Los únicos mensajes de orden terrenal que recibieron la corona y el pueblo
ingleses, procedían de un congreso de súbditos británicos residentes en
América, mensajes que, por raro que parezca, han resultado de mayor importancia
para la raza humana que cuantos se recibieran por la mediación de cualquiera de
los duendes de la Callejuela del Gallo.
Francia, menos
favorecida en asuntos de orden espiritual que su hermana, la del escudo y del
tridente, rodaba con extraordinaria suavidad pendiente abajo, fabricando papel
moneda y gastándoselo. Bajo la dirección de sus pastores cristianos, se
entretenía, además, con distracciones tan humanitarias como sentenciar a un
joven a que se le cortaran las manos, se le arrancara la lengua con tenazas y
lo quemaran vivo, por el horrendo delito de no haberse arrodillado en el fango
un día lluvioso, para rendir el debido acatamiento a una procesión de frailes
que pasó ante su vista, aunque a la distancia de cincuenta o sesenta metros. Es
muy probable que cuando aquel infeliz fue llevado al suplicio, el leñador
Destino hubiera marcado ya, en los bosques de Francia y de Noruega, los añosos
árboles que la sierra había de convertir en tablas para construir aquella
plataforma movible, provista de su cesta y de su cuchilla, que tan terrible
fama había de alcanzar en la Historia. Es también, muy posible que en los
rústicos cobertizos de algunos labradores de las tierras inmediatas a París,
estuvieran aquel día, resguardadas del mal tiempo, groseras carretas llenas de
fango, husmeadas por los cerdos y sirviendo de percha a las aves de corral, que
el labriego Muerte había elegido ya para que fueran las carretas de la
Revolución. Bien es verdad que si el Leñador y el Labriego trabajaban
incesantemente, su labor era silenciosa y ningún oído humano percibía sus quedos pasos, tanto más cuanto que abrigar el
temor de que aquellos estuvieran despiertos, habría equivalido a confesarse
ateo y traidor.
Apenas si
había en Inglaterra un átomo de orden y de protección que justificara la
jactancia nacional. La misma capital era, por las noches, teatro de robos a
mano armada y de osados crímenes. Públicamente se avisaba a las familias que no
salieran de la ciudad sin llevar antes sus mobiliarios a los guardamuebles,
únicos sitios donde estaban seguros.
El que por la
noche ejercía de bandolero, actuaba de día de honrado mercader en la City, y si
alguna vez era reconocido por uno de los comerciantes a quienes asaltaba en su
carácter de capitán, le disparaba atrevidamente un tiro en la cabeza para huir
luego; la diligencia correo fue atacada por siete bandoleros, de los cuales
mató tres el guarda, que luego, a su vez, murió a manos de los otros cuatro, a
consecuencia de haber fallado sus municiones, y así la diligencia pudo ser
robada tranquilamente; el magnífico alcalde mayor de Londres fue atracado en
Turnham Green por un bandido que despojó al ilustre prócer a las barbas de su
numerosa escolta. En las cárceles de Londres se libraban fieras batallas entre
los presos y sus carceleros y la majestad de la Ley los arcabuceaba
convenientemente. Los ladrones arrebataban las cruces de diamantes de los
cuellos de los nobles señores en los mismos salones de la Corte; los
mosqueteros penetraron en San Gil en busca de géneros de contrabando, pero la
multitud hizo fuego contra los soldados, los cuales replicaron del mismo modo
contra el populacho, sin que a nadie se le ocurriese pensar que semejante
suceso no era uno de los más corrientes y triviales. A todo esto el verdugo
estaba siempre ocupadísimo, aunque sin ninguna utilidad. Tan pronto dejaba
colgados grandes racimos de criminales, como ahorcaba el sábado a un ladrón que
el jueves anterior fue sorprendido al entrar en casa de un vecino, o bien
quemaba en Newgate docenas de personas o, a la mañana siguiente, centenares de
folletos en la puerta de Westminter-Hall; y que mataba hoy a un asesino atroz y
mañana a un desgraciado ratero que quitó seis peniques al hijo de un
agricultor.
Todas estas
cosas y otras mil por el estilo ocurrían en el bendito año de mil setecientos
setenta y cinco. Rodeados por ellas, mientras el Leñador y el Labriego
proseguían su lenta labor, los dos personajes de grandes quijadas y las dos
mujeres, una hermosa y la otra insignificante, vivían
complacidos y llevaban a punta de lanza sus divinos derechos. Así el año mil
setecientos setenta y cinco conducía a sus grandezas y a las miríadas de
insignificantes seres, entre los cuales se hallan los que han de figurar en
esta crónica, a lo largo de los caminos que se abrían ante sus pasos.
Capítulo
II.— La diligencia
El camino que
recorría el primero de los personajes de esta historia, la noche de un viernes
de noviembre, era el de Dover.
El viajero seguía a la diligencia mientras ésta avanzaba lentamente por la
pendiente de la colina Shooter.
El viajero
subía caminando entre el barro, tocando a la caja desvencijada del carruaje,
igual como hacían sus compañeros de viaje, no por deseo de hacer ejercicio,
sino porque la pendiente, los arneses y el fango, así como la diligencia, eran
tan pesados, que los pobres caballos se habían parado ya tres veces, y una de
ellas atravesaron el coche en el camino con el sedicioso propósito de volverse
a Blackheath. Las riendas y el látigo, el cochero y el guarda, combinándose,
dieron lectura al artículo de las ordenanzas que asegura que nunca, en ningún
caso, tendrán razón los animales, y gracias a eso el tiro volvió al
cumplimiento de su deber.
Con las
cabezas bajas y las colas trémulas procuraban abrirse paso por el espeso barro
del camino, tropezando y dando tumbos de vez en cuando. Y cuando el mayoral les
daba algún descanso, el caballo delantero sacudía violentamente la cabeza como
si quisiera negar la posibilidad de que el vehículo pudiese nunca alcanzar lo
alto de la colina.
Cubrían las
hondonadas y se deslizaban pegadas a la tierra nubes de vapores acuosos,
semejantes a espíritus malignos que buscan descanso y no lo encuentran. La
niebla era pegajosa y muy fría y avanzaba por el aire formando rizos y
ondulaciones, que se perseguían y alcanzaban, como las olas de un mar agitado.
Era lo bastante densa para encerrar en estrecho círculo la luz que derramaban
los faroles del carruaje, hasta impedir que se viesen los chorros de vapor que
despedían los caballos por las narices.
Dos pasajeros,
además del que se ha mencionado, subían trabajosamente la pendiente, al lado de
la diligencia. Los tres llevaban subidos los cuellos de sus abrigos y usaban
botas altas. Ninguno de ellos hubiera podido decir cómo eran sus compañeros de
viaje, tan cuidadosamente recataban todas sus facciones y su carácter a los
ojos del cuerpo y a los del alma de sus compañeros. Por aquellos tiempos los
viajeros se mostraban difícilmente comunicativos con sus compañeros, pues
cualquiera de éstos pudiera resultar un bandolero o un cómplice de los
bandidos. En cuanto a éstos, abundaban extraordinariamente en tabernas o
posadas, donde se podían hallar numerosos soldados a sueldo del capitán, y
entre ellos figuraban desde el mismo posadero hasta el
último mozo de cuadra. En esto precisamente iba pensando el guarda de la
diligencia la noche de aquel viernes del mes de noviembre de mil setecientos
setenta y cinco, mientras penosamente subía el vehículo la pendiente de
Shooter, y él iba sentado en la banqueta posterior que le estaba reservada y en
tanto que daba vigorosas patadas sobre las tablas, para impedir que sus pies se
transformaran en bloques de hielo. Llevaba la mano puesta en un cofre en que
había un arcabuz cargado, y un montón de seis o siete pistolas de arzón sobre
una capa inferior de sables.
En este viaje
de la diligencia de Dover ocurría como en todos los que hacía, es decir, que el
guarda sospechaba de los viajeros, éstos recelaban uno de otro y del guarda, y
unos a otros se miraban con desconfianza. En cuanto al cochero, solamente
estaba seguro de sus caballos; pero aun con respecto a éstos habría jurado, por
los dos Testamentos, que las caballerías no eran aptas para aquel viaje.
—¡Arre!
—gritaba el cochero.— ¡Arriba! ¡Un esfuerzo más y llegaréis arriba! ¡Oye, José!
—¿Qué quieres?
—contestó el guarda.
—¿Qué hora es?
—Por lo menos,
las once y diez.
—¡Demonio!
—exclamó el cochero.— Y todavía no hemos llegado a lo alto de esa maldita
colina. ¡Arre! ¡Arre! ¡Perezosos!
El caballo
delantero, que recibió un latigazo del cochero, dio un salto y emprendió la
marcha arrastrando a sus tres compañeros. La diligencia continuó avanzando
seguida por los viajeros, que procuraban no separarse de ella y que se detenían
cuando el vehículo lo hacía, pues si alguno de ellos hubiese propuesto a un
compañero avanzar un poco entre la niebla y la obscuridad, se habría expuesto a
recibir un tiro como salteador de caminos.
El último
esfuerzo llevó el coche a lo alto de la colina, y allí se detuvieron los tres
caballos para recobrar el aliento, en tanto que el guarda bajó con objeto de
calzar la rueda para el descenso y abrir la puerta del coche para que los
viajeros montasen.
—¡José! —dijo
el cochero desde su asiento.
—¿Qué quieres,
Tomás?
Los dos se
quedaron escuchando.
—Me parece que
se acerca un caballo al trote.
—Pues yo creo
que viene al galope —replicó el guarda encaramándose a su sitio.— ¡Caballeros,
favor al rey!
Y después de
hacer este llamamiento, cogió su arcabuz y se puso a la defensiva. El pasajero
a quien se refiere esta historia estaba con el pie en el estribo, a punto de
subir, y los dos viajeros restantes se hallaban tras él y en disposición de
seguirle. Pero se quedó con el pie en el estribo y, por consiguiente, sus
compañeros tuvieron que continuar como estaban. Todos miraron al cochero y al
guarda y prestaron oído. En cuanto al cochero y al guarda miraron hacia atrás y
hasta el mismo caballo delantero enderezó las orejas y miró en la misma
dirección.
El silencio
resultante de la parada de la diligencia, añadido al de la noche, se hizo
impresionante. ¡La respiración jadeante de los caballos hacía retemblar el
coche, y los corazones de los viajeros latían con tal
fuerza, que tal vez se les habría podido oír.
Por fin resonó
en lo alto de la colina el furioso galopar de un caballo.
—¡Alto! —gritó
el guarda.— ¡Alto, o disparo!
Inmediatamente
el jinete refrenó el paso de su cabalgadura y a poco se oyó la voz de un hombre
que preguntaba:
—¿Es ésta la
diligencia de Dover?
—¡Nada os
importa! —contestó el guarda.— ¿Quién sois vos?
—¿Es ésta la
diligencia de Dover?
—¿Para qué
queréis saberlo?
—Si lo es,
debo hablar con uno de los pasajeros.
—¿Cuál?
—El señor
Jarvis Lorry.
El pasajero
que ya hemos descrito manifestó que éste era su nombre, y el guarda, el cochero
y los otros dos pasajeros le miraron con la mayor desconfianza.
—¡Quedaos
donde estáis! —exclamó el guarda entre la niebla— porque si me equivoco nadie
sería capaz de reparar el error en toda vuestra vida. Caballero que os llamáis
Lorry, contestad la verdad.
—¿Qué ocurre?—
preguntó el pasajero con insegura voz. —¿Quién me llama? ¿Sois Jeremías?
—No me gusta
la voz de Jeremías, si éste es Jeremías gruñó el guarda para sí.
—Sí, señor
Lorry.
—¿Qué ocurre?
—Un despacho
que os mandan desde allí T. y Compañía.
—Conozco a
este mensajero, guarda —dijo el señor Lorry bajando al camino, a lo que los
otros viajeros no pusieron el más pequeño inconveniente, pues se apresuraron a
entrar en el coche y cerrar la puerta.— Puede acercarse, no hay peligro alguno.
—Así lo creo,
pero no estoy seguro –murmuro el guarda.— ¡Eh, el jinete!
—¿Qué pasa?
—exclamó el interpelado con voz más bronca que antes.
—Podéis
acercaros al paso. Y procurad no llevar la mano a las pistoleras porque me
equivoco con la mayor rapidez y mis errores toman la forma de plomo. Avanzad
despacio para que os veamos.
Lentamente
aparecieron las figuras del jinete y del caballo y fueron a situarse junto a la
diligencia, donde estaba el viajero. Se detuvo el jinete y con los ojos fijos
en el guarda entregó al pasajero un papel plegado. Fatigados estaban el jinete
y su caballo y ambos cubiertos de barro, desde los cascos del último al
sombrero del primero.
—Guarda
—exclamó el viajero.
—¿Qué deseáis?
—preguntó el guarda dispuesto a disparar a la menor señal de peligro.
—No hay nada
que temer. Pertenezco al Banco Tellson. Seguramente conocéis el Banco Tellson,
de Londres. Voy a París en viaje de negocios. Tomad esta corona para beber.
¿Puedo leer esto?
—Hacedlo
rápidamente.
Abrió el
pliego y lo leyó a la luz del farol de la diligencia, primero para sí y luego
en voz alta: “Esperad en Dover a la señorita.” —Ya veis que no es largo, guarda
—dijo— Jeremías, decid que mi respuesta es: “Resucitado”.
—¡Vaya una
extraña respuesta! —exclamó Jeremías sobresaltado.
—Llevad esta
respuesta y por ella sabrán que he recibido el mensaje. Buen viaje, ¡adiós!
Diciendo estas
palabras, el viajero abrió la portezuela y entró en el vehículo, sin ser
ayudado por los dos que ya estaban en él, quienes se habían ocupado en esconder
sus relojes y su dinero en las botas y fingían, en aquel momento, estar
dormidos.
El coche
prosiguió la marcha, envuelto en más espesa bruma al iniciar el descenso.
El guarda
volvió a guardar en la caja el arcabuz, no sin mirar a las pistolas que
colgaban de su cinturón y luego examinó una caja que estaba debajo de su
asiento, en la que había algunas herramientas, un par de antorchas y una caja
con pedernal y yesca, para encender los faroles del
carruaje, cosa que tenía que hacer varias veces de noche, cuando los apagaba el
viento, y que lograba, si estaba de suerte, en cosa de cinco minutos.
—¡Tomás!
—exclamó el guarda llamando al cochero.
—¿Qué quieres,
José?
—¿Oíste el
mensaje?
—Sí.
—¿Qué te
parece?
—Nada, José.
—Pues es una
coincidencia —murmuró el guarda— porque a mí me ocurre lo mismo.
Jeremías, ya
solo en la niebla y en la obscuridad, echó pie a tierra, no solamente para
descansar su caballo, sino que, también, para limpiarse el barro del rostro y secarse
un poco el sombrero. Y cuando ya dejó de oír el ruido de las ruedas de la
diligencia, emprendió el descenso de la colina.
—Después de
galopar desde Temple Bar, amiga —dijo a la yegua, no me fiaré de tus patas
hasta que estemos en terreno llano. “Resucitado”. Resulta un mensaje muy raro.
Y eso no lo entiende Jeremías. Y, amigo Jeremías, si se
pusiera de moda resucitar, tal vez te vieras en un serio compromiso.
Capítulo
III.— Las sombras de la noche
Es un hecho
maravilloso y digno de reflexionar sobre él, que cada uno de los seres humanos
es un profundo secreto para los demás. A veces, cuando entro de noche en una
ciudad, no puedo menos de pensar que cada una de aquellas casas envueltas en la
sombra guarda su propio secreto; que cada una de las habitaciones de cada una
de ellas encierra, también, su secreto; que cada corazón que late en los
centenares de millares de pechos que allí hay, es, en ciertas cosas, un secreto
para el corazón que más cerca de él late.
Y así, por lo
que a este particular se refiere, tanto el mensajero que regresaba a caballo,
como los tres viajeros encerrados en el estrecho recinto de una diligencia,
eran cada uno de ellos un profundo misterio para los demás, tan completo como
si separadamente hubiesen viajado en su propio coche y una comarca entera
estuviese entre uno y otro.
El mensajero
tomó el camino de regreso al trote, deteniéndose con la mayor frecuencia en las
tabernas que hallaba en su camino, para echar un trago, pero sin hablar con
nadie y conservando el sombrero calado hasta los ojos, que eran negros, muy
juntos y de siniestra expresión. Aparecían debajo de un sombrero que, más que
tal, semejaba una escupidera triangular y sobre un tabardo que empezaba en la
barbilla y terminaba en las rodillas del individuo.
—¡No, Jeremías,
no! —murmuraba el mensajero fija la mente en el mismo tema —Eso no puede
convenirte. Tú, Jeremías, eres un honrado menestral, y de ninguna manera
convendría eso a tu negocio. “Resucitado.” ¡Que me maten si no estaba borracho
al decirme eso!
Tan preocupado
le traía el mensaje, que varias veces se quitó el sombrero para rascarse la
cabeza, la cual, a excepción de la coronilla, que tenía calva, estaba cubierta
de pelos gruesos y ásperos que le caían casi hasta la altura de la nariz.
Mientras
regresaba al trote para transmitir el mensaje al vigilante nocturno de la Banca
Tellson, en Temple Bar, quien había de pasarlo a sus superiores, las sombras de
la noche tomaban tales formas que le recordaban constantemente el mensaje, al
paso que para la yegua constituían motivos de inquietud, y sin duda alguna
debía de tenerlos a cada paso, porque se manifestaba bastante intranquila.
Mientras tanto, para los viajeros que iban en la diligencia que corría dando
tumbos, aquellas sombras tomaban las formas que sus semicerrados ojos y
confusos pensamientos les prestaban.
Parecía que el
Banco Tellson se hubiera trasladado a la diligencia. El pasajero que al
establecimiento pertenecía, con el brazo pasado por una de las correas, gracias
a lo cual evitaba salir disparado contra su vecino cuando el coche daba uno de
sus saltos, cabeceaba en su sitio con los ojos medio cerrados. Creía ver que
las ventanillas del coche, el farol que los alumbraba débilmente y el bulto que
hacía el otro pasajero, eran el mismo Banco y que en aquellos momentos él mismo
realizaba numerosos negocios.
El ruido de
los arneses era el tintineo de las monedas, y pagaba más letras en cinco
minutos, de lo que el Banco Tellson, a pesar de sus relaciones nacionales y
extranjeras, había pagado nunca en tres veces en el mismo tiempo. Luego, ante
el adormilado pasajero se abrieron los sótanos del Banco, sus valiosos
almacenes, sus secretos, de los que conocía una buena parte, y él circulaba por
allí con sus llaves y alumbrándose con una vela, viendo que todo estaba
tranquilo, seguro y sólido como lo dejara.
Pero aunque el
Banco estaba siempre con él y aunque también le acompañaba el coche, de un modo
confuso, como bajo los efectos de un medicamento opiado, había en su mente
otras ideas que no cesaron durante toda la noche. Su viaje tenía por objeto
sacar a alguien de la tumba.
Pero lo que no
indicaban las sombras de la noche era cuál de los rostros que se le presentaban
pertenecía a la persona enterrada. Todas, sin embargo, eran las faces de un
hombre de unos cuarenta y cinco años, y diferían principalmente por las
pasiones que expresaban y por su estado de demarcación y de lividez. El
orgullo, el desdén, el reto, la obstinación, la sumisión y el dolor se sucedían
unos a otros y también, sucesivamente, se presentaban rostros demacrados, de
pómulos hundidos, y de color cadavérico. Pero todos los rostros eran de un tipo
semejante y todas las cabezas estaban prematuramente canas. Un centenar de
veces el pasajero medio adormecido preguntaba a aquel espectro:
—¿Cuánto tiempo
hace que te enterraron?
—Casi
dieciocho años —contestaba invariablemente el espectro.
—¿Habías
perdido la esperanza de ser desenterrado?
—Ya hace mucho
tiempo.
—¿Sabes que
vas a volver a la vida?
—Así me dicen.
—¿Te interesa
vivir?
—No puedo
decirlo.
—¿Querrás que
te la presente? ¿Quieres venir conmigo a verla?
Las respuestas
a esta pregunta eran varias y contradictorias. A veces la contestación era:
“¡Espera! Me moriría si la viera tan pronto.” Otras salía la respuesta de entre
un torrente de lágrimas, para decir: “¡Llévame junto a ella!” Otras se quedaba
el espectro admirado y maravillado y luego exclamaba: “No la conozco. No te
entiendo.”
Y después de
estos discursos imaginarios, el viajero, en su fantasía, cavaba la tierra sin
descanso, ya con la azada, con una llave o con sus manos, a fin de desenterrar
a aquel desgraciado. Por fin lo lograba, y con el pelo y el rostro sucios de
tierra se caía de pronto. Entonces, al tocar el suelo se sobresaltaba y,
despertando, bajaba la ventanilla para sentir en su mejilla la realidad de la
bruma y de la lluvia.
Pero aun
entonces, con los ojos abiertos y fijos en el movedizo rastro de luz que en el
camino iba dejando el farol del vehículo, veía cómo las sombras del exterior
tenían el mismo aspecto que las del interior del coche.
Veía nuevamente la casa de banca en Temple Bar, los negocios realizados en el
día anterior, las cámaras en que se guardaban los valores, el mensajero que le
mandaron. Y entre todas aquellas sombras surgía la cara espectral y se acercaba
a él de nuevo.
—¿Cuánto
tiempo hace que te enterraron?
—Casi
dieciocho años.
—Supongo que
querrás vivir.
—No lo sé.
Y cavaba,
cavaba, cavaba, hasta que el impaciente movimiento de uno de los pasajeros le
indicó que cerrara la ventanilla. Entonces, con el brazo pasado por la correa se fijó en las formas de aquellos dos dormidos, hasta que su mente
perdió la facultad de fijarse en ellos y de nuevo fantaseó acerca del Banco y
de la tumba.
—¿Cuánto
tiempo hace que te enterraron?
—Casi
dieciocho años.
—¿Habías
perdido la esperanza de ser desenterrado?
—Hace mucho
tiempo.
Las palabras
estaban aún en su oído, tan claras como las más claras que oyera en su vida,
cuando el cansado viajero se despertó a la realidad del día, y vio que se
habían alejado ya las sombras de la noche.
Bajó la
ventanilla y miró al exterior, al sol naciente. Había un surco y un arado
abandonado la noche anterior al desuncir los caballos; más allá vio un
bosquecillo, en el cual había aún muchas hojas amarillentas y rojizas. Y aunque
la tierra estaba húmeda y fría, el cielo era claro, el sol nacía brillante,
plácido y hermoso.
—¡Dieciocho
años! —exclamó el pasajero mirando al sol. — ¡Dios mío! ¡Estar enterrado en vida durante dieciocho años!.
Capítulo
IV.— La preparación
Cuando la
diligencia hubo llegado felizmente a Dover, a media mañana, el mayordomo del
Hotel del Rey Jorge abrió la portezuela del coche, como tenía por costumbre. Lo hizo con la mayor ceremonia, porque un viaje en
diligencia desde Londres, en invierno, era una hazaña digna de loa para el que
la emprendiera.
Pero en
aquellos momentos no había más que un solo viajero a quien felicitar, porque
los dos restantes se habían apeado en sus respectivos destinos. El interior de
la diligencia, con su paja húmeda y sucia, su olor
desagradable y su obscuridad, parecía más bien una perrera de gran tamaño. Y el
señor Lorry, el pasajero, sacudiéndose la paja que llenaba su traje, su
sombrero y sus botas llenas de barro, parecía más bien un perro de gran tamaño.
—¿Habrá mañana
barco para Calais, mayordomo?
—Sí, señor, si
continúa el buen tiempo y no arrecia el viento. La marca sube a las dos de la
tarde. ¿Quiere cama el señor?
—No pienso
acostarme hasta la noche, pero deseo una habitación y un barbero.
—¿Y el
almuerzo a continuación, señor? Perfectamente. Por aquí, señor. ¡La Concordia
para este caballero! ¡El equipaje de este caballero y agua caliente a la Concordia! ¡Que vayan a quitar las botas del caballero a la Concordia!
Allí encontrará el señor un buen fuego. ¡Que vaya en seguida un barbero a la Concordia!
El dormitorio
llamado “La Concordia” se destinaba habitualmente al viajero de la diligencia y
ofrecía la particularidad de que, al entrar, siempre parecía el mismo
personaje, pues todos iban envueltos de pies a cabeza de igual manera; en
cambio, a la salida era incontable la variedad de los personajes que se veían.
Por consiguiente otro criado, dos mozos, varias muchachas y la dueña se habían
estacionado al paso, del viajero, entre la Concordia y el café, cuando apareció
un caballero de unos sesenta años, vestido con un traje pardo en excelente uso
y luciendo unos puños cuadrados, muy grandes y enormes carteras sobre los
bolsillos, y que se dirigía a almorzar.
Aquella mañana
el café no tenía otro ocupante que el caballero vestido de color pardo. Se le
puso la mesa junto al fuego; al sentarse quedó iluminado por el resplandor de las llamas y se quedó tan inmóvil como si quisiera que le hiciesen
un retrato.
Se quedó
mirando tranquilamente a su alrededor, en tanto que resonaba en su bolsillo un
enorme reloj. Tenía las piernas bien formadas y parecía envanecerse de ello,
porque las medias se ajustaban perfectamente a ellas y
eran de excelente punto. En cuanto a los zapatos y a las hebillas, aunque de
forma corriente, eran de buena calidad. Ajustada a la cabeza llevaba una peluca
rizada, que, más que de pelo, parecía de seda o de cristal hilado. Su camisa,
aunque no tan buena como las medias, era tan blanca como la cresta de las olas
que rompían en la cercana playa. El rostro, habitualmente tranquilo, y apacible,
se animaba con un par de brillantes ojos, que sin duda dieron mucho que hacer a
su propietario en años juveniles para contenerlos y darles la expresión serena
y tranquila propia de los que pertenecían a la Banca Tellson. Tenía sano color
en las mejillas, y su rostro, aunque reservado, expresaba cierta ansiedad.
Y como los que
se sientan ante el pintor para que les haga el retrato, el señor Lorry acabó
por dormirse. Le despertó la llegada del almuerzo y dijo al criado que le
servía:
—Deseo que
preparen habitación para una señorita que llegará hoy. Preguntará por el señor
Jarvis Lorry, o, tal vez, solamente por un caballero del Banco Tellson. Cuando
llegue, haced el favor de avisarme.
—Perfectamente,
señor. ¿Del Banco Tellson, de Londres, señor?
—Sí.
—Muy bien,
señor. Tenemos el honor de alojar a los caballeros del Banco Tellson en sus
viajes de ida y vuelta de Londres a París. Se viaja mucho, en el Banco Tellson,
señor.
—Sí. Somos una
casa francesa y también inglesa.
—Es verdad.
Pero vos, señor, no viajáis mucho.
—En estos
últimos años, no. Han pasado ya quince años desde que estuve en Francia por
última vez.
—¿De veras?
Entonces no estaba yo aquí todavía. El Hotel estaba en otras manos entonces.
— Así lo creo.
—En cambio, me
atrevería a apostar que una casa como el Banco Tellson ha venido prosperando,
no ya desde hace quince años sino, tal vez, desde hace cincuenta.
—Podríais
decir ciento cincuenta sin alejaros de la verdad.
—¿De veras?
Y abriendo a
la vez la boca y los ojos, al retirarse de la mesa, el criado se quedó
contemplando al huésped mientras comía y bebía.
Cuando el
señor Lorry hubo terminado su almuerzo, se dirigió a la playa para dar un
paseo. La pequeña e irregular ciudad de Dover quedaba oculta de la playa y
parecía esconder su cabeza en los acantilados calizos, como avestruz marina. La
playa parecía un desierto lleno de piedras y escollos en que la mar hacía lo
que le venía en gana, y lo que le venía en gana era destruir, pues rugía y
bramaba por doquier. Algunas personas, muy pocas, estaban entregadas a la pesca
en la playa, pero en cambio, por las noches, eran numerosos los que
frecuentaban aquel lugar, mirando con ansiedad al mar, especialmente cuando
subía la marca. Y algunos comerciantes, que apenas realizaban operaciones, ganaban, de pronto, enormes fortunas, y lo más notable era
que nadie, en la vecindad, podía soportar siquiera a un farolero.
A medida que
avanzaba la tarde y empezaban las sombras, se cubría el cielo de nubes y las
ideas del señor Lorry parecían obscurecerse también. Cuando ya fue de noche y
se sentó nuevamente ante el fuego, en espera de la cena,
su imaginación cavaba, cavaba sin cesar, mientras, distraídamente, miraba los
carbones encendidos.
Una botella de
clarete a la hora de la cena no perjudica ningún cavador, y cuando ya el señor
Lorry se disponía beber el último vaso, resonó en el exterior un ruido de
ruedas que avanzaba por la calle para entrar, por fin, en el patio de la casa.
—Debe de ser
la señorita —se dijo dejando sobre la mesa el vaso que iba a llevar a sus
labios.
Pocos minutos
después, llegó el camarero a anunciarle que la señorita Manette acababa de
llegar de Londres y que, con el mayor gusto, vería al caballero de la casa Tellson.
El caballero
se bebió el vaso de vino, y después de ajustarse la peluca siguió al camarero,
a la habitación de la señorita Manette. Esta era sombría y tétrica, pues sus
paredes estaban tapizadas de color muy obscuro, tono que también tenían los
muebles.
Las tinieblas
de la estancia eran tan densas que, al principio, el señor Lorry no creyó que
allí estuviera la señorita a quien debía ver, hasta que la divisó ante él,
junto al fuego y débilmente alumbrada por dos velas. La
joven parecía no tener más de diecisiete años, tenía el rostro muy lindo, los
cabellos dorados, unos hermosos ojos azules y la frente despejada e
inteligente. Y cuando el caballero fijó sus ojos en ella, pareció recordar a la
niñita a quien llevara en sus brazos muchos años antes, en un viaje a través de
aquel mismo Canal. Pero la imagen mental que acudiera a su memoria se
desvaneció en seguida y el caballero se inclinó ante la señorita.
—Tened la
bondad de sentaros, caballero —exclamó ella con voz armoniosa y de ligero acento extranjero.
—Os beso la
mano, señorita —exclamó el señor Lorry haciendo nueva reverencia y sentándose
en el lugar que le indicaran.
—Ayer, caballero, recibí una carta del Banco, informándome de que se había
sabido… o descubierto...
—La palabra es
lo de menos, señorita.
—Algo acerca
de los escasos bienes que dejó mi padre... al que nunca conocí... ¡Hace tantos
años que murió!...
El señor Lorry
se revolvió inquieto en la silla.
—Y que hace
necesario mi viaje a París, donde había de ponerme en relación con un caballero
del Banco, enviado allí con este objeto.
—Soy yo mismo.
La joven le
hizo una reverencia y el caballero se inclinó a su vez.
—Contesté al
Banco, caballero, que si se consideraba necesario mi viaje a Francia, toda vez
que soy huérfana y no tengo quien me acompañe, por lo menos, deseaba estar bajo
la protección de este caballero. Según supe, él había salido ya de Londres,
pero creo que le mandaron un mensajero para rogarle que me esperase.
—Me considero
feliz de haber sido honrado con el encargo y más me complacerá llevarlo a cabo.
—Os doy las
gracias, caballero —contestó la joven.— Os estoy muy agradecida. Me anunciaron
en el Banco que el caballero me explicaría todos los detalles del asunto y que
debo prepararme para oír noticias sorprendentes. Desde luego he hecho todo lo
posible para prepararme y os aseguro que siento deseos de saber de qué se
trata.
—Naturalmente
—contestó el señor Lorry.— Yo...
Después de
ligera pausa añadió, ajustándose mejor la peluca:
—Es muy
difícil empezar.
Y se quedó
silencioso en tanto que la joven arrugaba la frente.
—¿No nos
habremos visto antes, caballero? —preguntó la joven.
—¿Lo creéis
así? —exclamó sonriendo el señor Lorry.
Ella
permaneció silenciosa, sin contestar y el caballero añadió:
—En vuestra
patria de adopción, señorita, supongo que desearéis que os trate como si
fueseis inglesa.
—Como gustéis,
caballero.
—Señorita
Manette, yo soy hombre de negocios y con respecto a vos he de llevar a cabo un
negocio. Cuando oigáis de mis labios lo que voy a decir, tened la bondad de no
ver en mi otra cosa que una máquina que habla, porque, en realidad, no seré otra
cosa. Con vuestro permiso, pues, voy a referiros ahora, señorita, la historia
de uno de nuestros clientes.
—¿Una
historia?
—Sí, señorita,
de uno de nuestros clientes. En nuestros negocios bancarios llamamos clientes a
todas nuestras relaciones. Se trataba de un caballero francés; un hombre de
ciencia, de grandes dotes intelectuales. Un doctor.
—¿De Beauvais?
—Sí, señorita,
precisamente de Beauvais. Como el doctor Manette, vuestro padre, este caballero
era de Beauvais. Y, también como el señor Manette, vuestro padre, el caballero en cuestión era muy conocido en París. Tuve el honor de
conocerlo allí.
Nuestras
relaciones eran puramente comerciales, aunque de carácter confidencial. En
aquel tiempo estaba yo en nuestra casa francesa, y de ello hace... ¡oh, por lo
menos, veinte años!
—¿En aquel
tiempo? ¿Puedo preguntar qué tiempo era?
—Hablo,
señorita, de veinte años atrás. Se casó con una dama inglesa... y yo era uno de
sus fideicomisarios. Sus asuntos, como los de muchos otros caballeros
franceses, estaban por completo en manos del Banco Tellson. De la misma manera
soy y he sido fideicomisario de veintenas de nuestros
clientes. Estas son relaciones de negocios, señorita; no hay en ellas amistad
alguna, interés particular, ni nada que se parezca a sentimiento. En el curso
de mi vida comercial, he pasado de uno a otro, de la misma manera como durante
el día paso de un cliente a otro; en una palabra, no tengo sentimientos. Soy
una máquina y nada más. Y continuando mi relación...
—Pero,
caballero, me estáis refiriendo la historia de mi padre, y ahora se me ocurre
que cuando murió mi madre, que solamente sobrevivió a mi padre dos años, vos
fuisteis quien me llevó a Inglaterra. Estoy casi segura de ello.
El señor Lorry
tomó la manecita que avanzaba hacia él y respetuosamente la llevó a los labios.
Luego, tras de arrellanarse en su silla, añadió:
—Sí, señorita,
fui yo. Y eso os convencerá de que realmente no tengo sentimientos y que todas
mis relaciones con los clientes son puramente de negocios. Desde entonces
habéis sido la pupila del Banco Tellson y yo no he procurado siquiera veros de
nuevo, ocupado como estaba en otros asuntos. ¡Sentimentalismos! No, no tengo
tiempo para ello, pues me paso la vida ocupado en mover inmensas sumas de
dinero.
El señor Lorry
volvió a alisarse la peluca, por más que no era necesario, y continuó:
—Así, pues,
señorita, lo que acabo de referir es la historia de vuestro padre. Pero ahora
vienen las diferencias. Si vuestro padre no hubiese muerto cuando murió... ¡No
os asustéis!
En efecto, la joven
se había sobresaltado.
—Os ruego
—prosiguió el señor Lorry —que moderéis vuestra agitación. Aquí no se trata más
que de negocios. Como iba diciendo...
Pero la mirada
de la joven lo descompuso de tal manera, que, tartamudeando, prosiguió:
—Como iba diciendo...
Si el señor Manette no hubiese muerto, y si en vez de morir, hubiese
desaparecido silenciosa y misteriosamente; si no hubiera sido muy difícil adivinar a qué temible lugar había ido a parar; sí no hubiese existido
algún compatriota suyo tan temible que resultara
peligroso hablar aún en voz baja de vuestro padre, es decir, sin correr el
peligro de verse encerrado para siempre más en alguna olvidada prisión; si su
esposa hubiera implorado del mismo rey, de la reina, de la corte y hasta de las
mismas autoridades eclesiásticas, que le dieran noticias del desaparecido,
aunque siempre en vano... entonces la historia de vuestro padre habría sido la
misma de ese infortunado caballero, el doctor de Beauvais.
—¡Continuad,
caballero, os lo ruego!
—Voy a proseguir,
pero ¿no os faltará valor?
—Cualquier
cosa es preferible a la incertidumbre en que me habéis dejado.
—Habláis con
calma y seguramente, estáis ya tranquila. Así me gusta —añadió, aunque su
actitud parecía menos complacida que sus palabras.— Se trata solamente de un
negocio... de un negocio que hay que llevar a cabo. Ahora bien; si la esposa
del doctor, aunque era una dama de gran valor y muy animosa, sufrió tanto por
esta causa antes de que naciera su hijo...
—No fue un
hijo, caballero, sino una niña.
—Bien, una
niña. Esto no altera el negocio. Así, pues, señorita, la pobre dama sufrió
tanto antes de nacer su hija, que se resolvió ahorrarle la herencia del dolor
que ella había sufrido, y le hizo creer que su padre había muerto. ¡No, no os
arrodilléis! ¿Por qué os arrodilláis?
—Para
suplicaros que me digáis la verdad. ¡Oh, caballero, compadeceos de mí y decidme
la verdad!
—Ya lo haré...
pero esto no es más que un negocio. Me aturrulláis y no podré seguir. Si, por
ejemplo, me decís cuánto suman nueve veces nueve peniques o los chelines que hay en veinte guineas, me dejaréis más tranquilo.
Sin contestar
a esta pregunta, la joven hizo un esfuerzo por dominarse, y advirtiéndolo su interlocutor, exclamó:
—Bien,
perfectamente. Cobrad ánimo. Se trata solamente de un negocio y de un buen
negocio. Señorita Manette, vuestra madre tomó la resolución que he indicado, y
cuando murió, con el corazón destrozado por el dolor, y
sin haber dejado ni un momento de hacer indagaciones con respecto a vuestro
padre, os dejó a los dos años de edad en camino de crecer hermosa, feliz y sin
penas, y libre de la obscura nube que habría representado para vos la
incertidumbre de no saber si vuestro padre continuaba encerrado en un calabozo
y seguía sufriendo las torturas de estar enterrado en vida.
Miró compasivo
a los dorados cabellos de la joven, como si hubiese temido verlos con algunas
hebras de plata.
—Ya sabéis que
vuestros padres no tenían gran fortuna —añadió— y que cuanto poseían fue
debidamente asegurado en favor de vuestra madre y de vos misma. No sé han hecho
nuevos descubrimientos de dinero, pero...
Se detuvo sin
valor para continuar y después de ligera pausa, añadió:
—Pero él, en
cambio, ha sido encontrado. Vive. Muy cambiado, probablemente, y convertido en
una ruina, pero debemos tener esperanzas de algo mejor. Lo esencial es que
vive. Vuestro padre ha sido llevado a la casa de un antiguo criado en París, y
allí vamos a dirigirnos. Yo para identificarle, si me es posible; y vos para
devolverlo a la vida, al amor, al deber, al descanso y al bienestar.
La joven se
estremeció, y luego en voz baja exclamó:
—¡Voy a ver a
su espectro! ¡Será su espectro, pero no él!
El señor Lorry
acarició las manos de la joven y dijo:
—Tranquilizaos,
señorita. Ahora ya conocéis todo lo bueno y todo lo malo. Vamos al encuentro
del desdichado caballero, y después de un feliz viaje por mar y por tierra, os encontraréis a su lado.
La joven, en
el mismo tono de voz, exclamó:
—Yo he sido
feliz y he gozado de libertad y nunca me ha perseguido su fantasma.
—He de deciros
algo más —prosiguió el señor Lorry, tratando de fijar la atención de la joven.—
Cuando le encontraron llevaba otro nombre, pues el suyo o se olvidó o alguien
tuvo interés en que permaneciera ignorado. No hay por qué tratar ahora de
averiguarlo, ni tampoco hay razón para indagar el por qué
durante tantos años estuvo preso, ya porque se olvidaran de él o porque
quisieran tenerlo encerrado hasta su muerte. Estas indagaciones serían
peligrosas. Es mejor no hablar de nada de eso, por lo menos mientras estemos en
Francia. Yo mismo, aunque soy súbdito inglés y empleado en el Banco Tellson,
con toda la importancia que en Francia tiene la casa, evito hablar del asunto y
no llevo conmigo ni un papel que a ello se refiera. Todos los poderes que me
acreditan para resolver este asunto, se comprenden tan sólo en una palabra: “Resucitado”, lo cual no significa nada. Pero,
¿qué es eso? La pobrecilla, no me oye siquiera. ¡Señorita Manette!
La joven
estaba inmóvil y silenciosa, privada de sentido, con los ojos abiertos y fijos
en él, como si fuese una estatua. El caballero no se atrevió a tocarla,
temiendo hacerle daño, pero se apresuró a gritar pidiendo
socorro.
Apareció una
mujer de aspecto bravío y el señor Lorry observó que era roja de cabeza a pies,
pues rojo era su gorro, rojos sus cabellos y su rostro y rojo su vestido.
Entró
corriendo en la estancia, precediendo a los criados de la posada y sin pensarlo gran cosa dio un empujón al caballero, mandándolo a
la pared más cercana.
—¡Eso no es
una mujer! —pensó el señor Lorry. — Más bien parece un hombre.
—¿Qué hacéis
ahí mirando? —exclamó aquella mujer dirigiéndose a las criadas. — ¿Por qué no
vais en busca de lo necesario en vez de quedaros mirándome así? ¡Traedme en
seguida sales, agua iría y vinagre! Y en cuanto a vos —añadió dirigiéndose al
señor Lorry:— ¿No podíais decirle todo eso sin asustarla? ¡Mirad cómo la habéis
dejado! ¡Pálida como una muerta y sin sentido! ¿A eso llamáis ser banquero?
El señor Lorry
no supo qué contestar y se quedó humildemente junto a la pared, sin atreverse
casi a mirar, y la mujer tomó los remedios que habían traído los criados,
ordenándoles luego que se marcharan si no querían que les dijese algo
desagradable.
—Espero que
pronto recobrará el sentido —observó el señor Lorry.
—No por lo que
hayáis hecho —contestó la mujer.— ¡Pobrecilla mía!
—Espero
—añadió el señor Lorry después de nueva pausa y con la misma humildad— que
acompañaréis a la señorita Manette en su viaje a Francia.
—¡Sois un
tonto! —exclamó la mujer.— ¿Creéis que si la Providencia hubiese dispuesto que
había de viajar por mar, me habría hecho nacer en una isla?
Y como esto
era de difícil contestación, el señor Jarvis Lorry se retiró para meditar.
Capítulo
V.— La taberna
Una gran
barrica de vino se cayó en la calle y se rompió. Ocurrió el accidente al
descargarla de un carro; rodó el barril y al tropezar con el suelo se le
soltaron los cercos y se desparramó el vino, en tanto que las duelas quedaban
frente a una taberna, como enorme nuez rota.
Cuanta gente
había por allí suspendió su trabajo o su pereza para ir a beberse el vino
derramado. Las piedras irregulares y salientes de la calle, destinadas, al
parecer, a lisiar a cuantos se acercaran a ellas, fueron
la causa de que se formasen varios pequeños estanques, cada uno de los cuales
se vio rodeado por algunos individuos que, arrodillados y con el hueco de sus
manos, recogían y se bebían el líquido. Otros lo recogían con vasijas de barro
y hasta empapando los pañuelos que las mujeres llevaban en la cabeza, para
retorcerlos luego incluso sobre la abierta boca de los niños, y los que no
pudieron coger el precioso líquido, se entretenían en lamer las duelas
cubiertas interiormente de heces. Y tanto fue el afán de todos para que, no se
escapara una sola gota del líquido y tanto barro tragaron al mismo tiempo que
ingerían el vino, que la calle quedó limpísima, como si por allí hubieran
pasado los barrenderos, si por milagro hubieran aparecido estos personajes
desconocidos en aquella época.
Mientras duró
el vino hubo la mayor alegría en la calle, pero en cuanto no quedó una gota
cesaron, como por ensalmo, las manifestaciones de júbilo. Todos volvieron a sus
ocupaciones y los cadavéricos rostros que salieran de las obscuras cuevas desaparecieron nuevamente en ellas.
Como el vino
derramado era rojo, tiñó el suelo de la estrecha calleja del barrio de San
Antonio, de París. Había manchado también muchas manos y muchos rostros, y los
que se entretuvieron en lamer las duelas, quedaron con manchas rojas en torno
de la boca, como tigres ahítos de carne, y hasta hubo un bromista que con los
dedos bañados en barro rojizo, escribió en la pared la palabra: “Sangre”.
Día llegaría
en que este vino fuera también derramado por las calles y cuyo color rojo
manchara asimismo a muchos de los que allí estaban.
Nuevamente la
calle volvió a su estado habitual, de que saliera un momento, y quedó triste,
fría, sucia, llena de enfermedades y de miseria, de ignorancia y de hambre. En todas partes se veían pobres individuos envejecidos, debilitados y
hambrientos. Los niños tenían caras de viejo y hablaban con gravedad. El Hambre
reinaba en el barrio como dueña y señora y sus manifestaciones se advertían por
doquier. Las calles eran tortuosas y estrechas, amén de sucias como muladares y
las casas de que se componían estaban habitadas por gente sumida en la más
negra miseria. Mas aun a pesar de todo, no faltaban ojos brillantes, labios
contraídos y frentes arrugadas. En las mismas tiendas se advertía también la
necesidad general, pues en las carnicerías se veían tan sólo piltrafas de carne
y en las panaderías panes pequeños y groseros. Los concurrentes a las tabernas
bebían sus minúsculos vasos de vino o de cerveza y se hablaban
confidencialmente. Nada estaba allí representado en estado floreciente, a
excepción de las armerías y las tiendas en que se vendían herramientas. Los
instrumentos o armas de acero eran brillantes, estaban afilados y en
abundancia. La calle de piso desigual carecía de aceras y estaba llena de
baches. Los faroles, a grandes intervalos, colgaban de cuerdas que atravesaban
de un lado a otro de la calle y por las noches apenas bastaban para disipar las
sombras.
La taberna
ante la cual se rompió el barril estaba en un rincón de la calle y tenía mejor
aspecto que los demás establecimientos. El tabernero contempló la lucha por
beberse el vino derramado, sin importársele gran cosa, porque como el
estropicio fue causado por los que descargaban el vino, de su cuenta corría
proporcionarle otro barril.
De pronto sus
ojos sorprendieron al bromista que escribía en la pared con los dedos y se
acercó airado a él, borrando con las manos la terrible palabra que el otro
trazara.
El tabernero
era un hombre de aspecto marcial, de cuello de toro y de unos treinta años.
Debía de ser de ardiente temperamento, porque a pesar de que el día era muy
frío llevaba la chaqueta colgada del hombro y las mangas de la camisa
arremangadas hasta el codo. La cabeza estaba cubierta solamente por su cabello
negro y rizado. Por lo demás era moreno, tenía buenos ojos y la mirada
decidida. Parecía de buen humor, pero de carácter implacable, resuelto y de
firme voluntad.
La señora
Defarge, su esposa, estaba sentada en la tienda, detrás del mostrador, cuando
aquél entró. Era una mujer corpulenta, de la misma edad que su marido, con ojos
observadores que no parecían fijarse en nada, de manos grandes, adornadas por
sortijas, rostro de facciones enérgicas y expresión de perfecta compostura.
Parecía muy friolera y estaba envuelta en pieles, incluso la cabeza, aunque
dejando al descubierto los pendientes. Tenía delante su labor de calceta, pero
la había dejado a un lado para limpiarse los dientes con una astillita. Así
ocupada, la señora Defarge no dijo nada al entrar su marido, sino que se limitó
a toser ligeramente, y esto unido a un leve movimiento de sus cejas, indicó a
su esposo la conveniencia de vigilar a sus clientes, pues entre ellos
encontraría a alguno que había entrado mientras él estaba en la calle.
En efecto, el
tabernero descubrió muy pronto a un caballero de alguna edad, acompañado de una
señorita, que estaban sentados en un rincón. Otros clientes estaban allí jugando, y mientras el tabernero pasaba por detrás del mostrador
observó que el caballero decía refiriéndose a él:
—Este es
nuestro hombre.
Diciéndose que
no los conocía, el tabernero se detuvo para hablar con los tres parroquianos
que bebían junto al mostrador.
—¿Cómo va,
Jaime? —preguntó uno al tabernero.— ¿Ya se han bebido todo el vino derramado?
—Hasta la
última gota, Jaime —contestó el señor Defarge.
En cuanto
hubieron hecho el intercambio de su nombre, la señora Defarge tosió de nuevo y
arqueó nuevamente las cejas.
—Pocas veces
—observó el segundo de los tres, dirigiéndose al señor Defarge— tienen ocasión
esas bestias de probar el gusto del vino ni otra cosa que no sea el pan negro y
la muerte. ¿No es así, Jaime?
—Tienes razón,
Jaime —replicó el señor Defarge.
Después de
este segundo intercambio del nombre de pila, la señora Defarge tosió otra vez y
nuevamente arqueó las cejas. El último de los tres dejó el vaso vacío y se limpió los labios, diciendo:
—Esos pobres
animales tienen siempre en la boca otro sabor muy amargo y una vida muy dura,
Jaime. ¿No digo bien?
—Tienes razón,
Jaime —contestó el señor Defarge.
En aquel
momento, después de este tercer intercambio del nombre de pila, la señora
Defarge dejó el mondadientes, arqueó las cejas y se revolvió en su asiento.
—Es verdad
—murmuró su marido.— Señores... mi mujer.
Los tres
parroquianos se descubrieron ante la señora Defarge y le hicieron una
reverencia, a la que ella contestó inclinando la cabeza y examinándolos
rápidamente.
Luego miró
indiferentemente hacia la taberna y reanudó su labor de calceta.
—Señores —dijo
su marido que la había observado con la mayor atención: —La habitación
amueblada que deseabais ver está en el quinto piso. La escalera parte del
patio, a la izquierda... Pero ahora recuerdo que uno de vosotros ya la conoce y
puede guiar a los demás. Adiós, señores.
Ellos pagaron
el vino que habían bebido y salieron, y mientras el tabernero observaba a su
mujer, el caballero de alguna edad avanzaba desde su rincón y manifestaba
deseos de hablar a solas con el tabernero.
—Con el mayor
gusto, señor —contestó Defarge llevándolo hacia la puerta.
La conferencia
fue muy corta, pero de efectos decisivos. Casi a la primera palabra el
tabernero se sobresaltó y manifestó la mayor atención. No había transcurrido un
minuto cuando hizo una señal afirmativa y salió a la
calle. Entonces el caballero llamó a la joven con la mano y los dos salieron
también. La señora Defarge seguía haciendo calceta y no vio nada.
El señor
Jarvis Lorry y la señorita Manette salieron así de la taberna y alcanzaron al
tabernero ante la escalera a la que mandó a los tres parroquianos. En la
obscura entrada de la negra escalera el tabernero hincó
una rodilla y llevó a sus labios la mano de la hija de su antiguo amo. Era una
delicadeza, pero realizada de manera que nada tenía de delicada. En pocos
segundos sufrió una gran transformación, pues en su rostro ya no había
expresión alguna de buen humor ni de franqueza, sino de reserva, de cólera y de
hombre peligroso.
—Está bastante
alto —dijo secamente al señor Lorry.
—¿Está solo?
—murmuró éste.
—¿Quién
queréis que esté con él? —exclamó el tabernero.
—¿Está siempre
solo?
—Sí.
—¿Por su
deseo?
—Por su
necesidad. Tal como estaba cuando le vi y me preguntaron si quería tenerlo en
mi casa. Así está ahora.
—¿Está muy
cambiado?
—¡Cambiado!
El tabernero
dio un puñetazo en la pared y profirió una blasfemia, lo cual fue más elocuente
para el señor Lorry que una respuesta clara.
Penoso sería
subir la escalera de una casa vieja de París en nuestros tiempos, pero entonces
lo era todavía más. En cada uno de los rellanos había un montón de basura
depositado por los vecinos, y aquella masa en descomposición viciaba de tal
manera el ambiente que apenas se podía respirar. El señor Lorry tuvo que
detenerse dos veces junto a unas ventanas provistas de rejas que daban salida
al mefítico ambiente; mas, por fin, llegaron a lo alto y el tabernero que los
precedía sacó una llave del bolsillo.
—¿Está
encerrado con llave? —Pregunto el señor Lorry.
—Sí —contestó
Defarge secamente.
—¿Creéis
necesario tener tan recluido a ese pobre caballero?
—Considero
necesario abrir con llave.
—¿Por qué?
—Porque ha
vivido tanto tiempo encerrado, que asustaría de muerte si esta puerta quedara
abierta.
—¿Es posible?
—Así es.
Tal diálogo,
tuvo lugar en voz tan baja, que ni una de las palabras llegó a oídos de la
joven que estaba temblorosa de emoción y su rostro expresaba tal terror que el
señor Lorry creyó necesario dirigirle algunas palabras para darle ánimo.
—¡Valor,
querida señorita, valor! Lo peor habrá pasado dentro de un momento. Una vez
hayamos pasado esta puerta. Luego empezará todo el bien que le lleváis y toda
la dicha que ofreceréis al desgraciado. Nuestro buen amigo
Defarge nos ayudará. Vamos.
Al doblar una
de las vueltas de la escalera hallaron a tres hombres que estaban ante una
puerta y mirando por el ojo de la llave. Al oír los pasos de los que subían
volvieron la cabeza y mostraron ser los tres parroquianos del mismo nombre que
habían estado bebiendo en la taberna.
—Me olvidé de
ellos con la sorpresa de vuestra visita —explicó el señor Defarge. —Dejadnos,
amigos. Tenemos que hacer.
Los tres
emprendieron el descenso y desaparecieron.
No había ya
otra puerta y el tabernero se disponía a abrirla, cuando el señor Lorry le
preguntó:
—¿Habéis hecho
al señor Manette objeto de exhibición?
—Lo dejo ver,
según habréis observado, pero tan sólo a unos cuantos escogidos.
—¿Creéis que
está bien?
—Sí, lo creo.
—¿Quiénes son
esos pocos? ¿Cómo los elegís?
—Escojo a los
que son hombres verdaderos y se llaman como yo, Jaime. Por otra parte vos sois
inglés y no me entenderíais.
Miró luego por
un agujero de la pared y levantando la cabeza, llamó dos o tres veces en la
puerta, sin otro objeto aparente que el de hacer ruido. Con la misma intención
metió la llave ruidosamente en la cerradura y, por fin, abrió. Antes de entrar
dijo algo y le contestó una voz débil desde el interior. Entonces el tabernero
hizo seña a sus compañeros para que entraran y el señor Lorry cogió el brazo de
la joven, pues observó que le faltaban las fuerzas.
—Entrad
conmigo —dijo.— Todo eso no es más que... cuestión de negocio.
—Estoy
asustada —contestó ella temblando.
—¿De qué?
—Quiero decir
de él. De mi padre.
Apurado por el
estado de la joven y por las señas que le hacía el tabernero, el señor Lorry
levantó a su compañera y en brazos la hizo entrar en la habitación. Defarge
quitó la llave, cerró por dentro, todo eso con tanto ruido
como le fue posible, y, finalmente, echó a andar despacio hasta llegar a la
ventana junto a la cual se detuvo.
El lugar,
evidentemente destinado a leñera, era muy obscuro, pues solamente había una
ventanilla en el techo y estaba medio cerrada. Era, pues, difícil avanzar a la
escasa luz reinante, pero allí, sin embargo y de espalda a la puerta, estaba un
hombre de blancos cabellos, sentado en una banqueta muy baja, muy atareado en
hacer zapatos.
Capítulo
VI.— El zapatero
—Buenos días
—exclamó el señor Defarge mirando al hombre de cabellos blancos que tenía la
cabeza inclinada sobre su trabajo.
El interpelado
levantó la cabeza y en voz baja, como distante, contestó a la salutación:
—Buenos días.
—Siempre
trabajando, ¿eh?
Después de
largo silencio, la blanca cabeza se levantó de nuevo y dijo:
—Sí, estoy
trabajando.
Y aquella vez,
antes de inclinar de nuevo la cabeza, el anciano miró al tabernero con sus
trastornados ojos.
La debilidad
de la voz causaba compasión y temor a un tiempo. No era la debilidad resultante
de la pérdida de fuerzas, sino que, indudablemente, se debía en gran parte al encierro y a la falta de uso. Era como débil eco de un sonido muy
antiguo.
Hubo una pausa
y luego el tabernero dijo:
—Deseo abrir
un poco la ventana para que entre más luz. ¿Podréis resistirla?
El zapatero
interrumpió su labor y preguntó:
—¿Qué decís?
—Que si
podréis resistir un poco más de luz.
—Tendré que
resistirla si la dejáis entrar.
El tabernero
abrió la ventana y el rayo de luz que entró dejó ver al viejo zapatero que
tenía sobre las rodillas un zapato a medio terminar. Sobre la banqueta y en el
suelo estaban sus herramientas. Tenía la barba blanca, mal cortada, la cara
chupada y los ojos muy brillantes. Llevaba la camisa abierta por el pecho,
dejando al descubierto su piel blanca y flácida. Y tanto él como los andrajos
que vestía, a causa del largo encierro habían adquirido el color amarillento
del pergamino.
Puso una mano
ante los ojos para resguardarlos de la luz y entonces se vio que los huesos de
aquélla se transparentaban. No miraba al tabernero, sino que apenas dirigía los
ojos a uno y otro lado, como si hubiese perdido el hábito, de asociar el
espacio con el sonido.
—¿Vais a
terminar hoy este par de zapatos? —preguntó Defarge al tiempo que hacía señas
al señor Lorry para que se acercara.
—¿Qué decís?
—Si vais a
terminar hoy este par de zapatos.
Esta pregunta
le recordó su labor y se inclinó nuevamente sobre ella. Mientras tanto avanzó
el señor Lorry llevando de la mano a la joven, y cuando ya hacia cosa de un
minuto que estaban al lado de Defarge, el zapatero levantó la vista. No dio
muestras de sorpresa al ver a otra persona, sino que se llevó la mano a los
labios y luego reanudó el trabajo.
—Tenéis una
visita —le dijo Defarge.
—¿Qué decís?
—Que hay una
visita. Mirad, este caballero es muy inteligente en calzado. Mostradle el
zapato que estáis haciendo. Tomad —dijo a Lorry dándole el zapato.— Ahora
—añadió dirigiéndose al zapatero —decid a este señor qué
clase de calzado es éste y el nombre del que lo hace.
Hubo una larga
pausa y luego el pobre hombre dijo:
—He olvidado
ya lo que me decíais. Repetídmelo.
—¿Podéis
describir este calzado?
—Es un zapato
de señora. A la moda, aunque nunca he visto la moda.
—¿Y el nombre
del zapatero?
—¿Preguntáis
mi nombre? —exclamó después de largo silencio.
—Precisamente.
—Ciento cinco,
Torre del Norte.
—¿Nada más?
—Ciento cinco,
Torre del Norte.
Y dando un
suspiro se absorbió nuevamente en su trabajo.
—¿Sois
zapatero de oficio? —le preguntó el señor Lorry.
El interpelado
miró a Defarge, como invitándole a contestar, mas en vista de que no lo hacía,
lo hizo él diciendo:
—No,
no es mi oficio. He aprendido aquí. Lo aprendí yo solo. Pedí permiso...
Hizo una pausa
como si no estuviera resuelto a continuar y luego añadió:
—Pedí permiso
para aprender yo solo. Lo conseguí al cabo, después de muchas dificultades y desde entonces hago zapatos.
Y mientras
tendía la mano en espera de que le devolvieran su labor, el señor Lorry le
preguntó, mirándolo con fijeza:
—¿No
os acordáis de mí, señor Manette?
El zapato cayó
al suelo, en tanto que el pobre zapatero miraba al que le preguntaba.
—¿No recordáis
tampoco a este hombre, señor Manette? —preguntó el señor Lorry, apoyando la
mano en el brazo de Defarge. —Miradlo bien. Miradme también. ¿No vuelven a
vuestra memoria las imágenes de los que fueron vuestro antiguo banquero y
vuestro criado, ni recordáis vuestros antiguos negocios, señor Manette?
El cautivo de
tantos años miró fijamente al señor Lorry a Defarge y sus ojos dejaron asomar
algunos destellos de la antigua inteligencia, pero quedaron pronto nublados.
Y eso ocurrió
nuevamente cuando los ojos del desgraciado se fijaron en el hermoso rostro de
la joven que, deslizándose junto a la pared avanzaba tendiéndole las manos, en
su deseo de estrechar contra su pecho aquella cabeza de espectro.
Pero
nuevamente quedó apagado el destello de inteligencia. Dando un suspiro, el zapatero reanudó su labor.
—¿Lo habéis
reconocido, caballero? —preguntó Defarge en voz baja.
—Sí, por un
momento. Al principio no lo creí posible, mas luego, por un instante, he
reconocido perfectamente el rostro que tan familiar me fue. Pero retirémonos un
poco.
La joven,
mientras tanto, se había acercado más a su padre y se situó a su lado, en tanto
que él estaba absorto en su labor. Por fin, tuvo necesidad de cambiar de
herramienta y al hacerlo sus ojos se fijaron en el extremo de la falda de su
hija.
Entonces
levantó los ojos y vio su rostro. Los dos hombres se sobresaltaron, temiendo
que el desgraciado pudiera herirla con su cuchilla, pero la joven les hizo seña
de que permanecieran quietos y ellos la obedecieron.
Se quedó
mirándola, asustado, y pareció como si sus labios quisieran articular algunas
palabras, aunque permanecieron mudos. Luego, tras unos momentos en que su
respiración fue jadeante por la emoción que sentía, exclamó:
—¿Qué es esto?
La joven llevó
sus propias manos a los labios, y seguidamente cruzó los brazos sobre el pecho, como si en él se apoyara la querida cabeza del
anciano.
—¿No eres la
hija del carcelero? —preguntó él.
—No —contestó
la joven dando un suspiro.
—¿Quién sois,
pues?
Sin atreverse
a contestar, la joven se sentó en la banqueta, al lado de su padre, el cual
retrocedió, pero ella le puso la mano sobre el brazo. Extraña conmoción se
apoderó de él, y dejando a un lado la cuchilla se quedó mirando a la aparición.
El dorado cabello de la joven, peinado en largos tirabuzones, caía sobre su
esbelto cuello y el anciano, adelantando despacio la mano, tocó suavemente las
doradas hebras, pero se apagó la luz que por un momento acababa de brillar en
su inteligencia, y dando un suspiro, volvió a engolfarse en su labor.
Mas no por
mucho tiempo. La joven le puso la mano sobre el hombro y él, después de dudar
de que, en efecto, la aparición fuese real, dejó a un lado la labor, se llevó
la mano al cuello y sacó un cordón ennegrecido, del
que pendía una vieja bolsita de paño.
La abrió con
el mayor cuidado, sobre la rodilla, y entonces se vio que contenía algunos
cabellos; solamente dos o tres hebras doradas, que en más de una ocasión
rodeara a sus dedos.
Tomó
nuevamente los cabellos de la joven y murmuró:
—¿Cómo es
posible? Son los mismos. ¿Cuándo ocurrió? ¿Cómo?
En su frente
se advertía la concentración de sus ideas.
De pronto,
tomó la cabeza de la niña, la volvió a la luz y la miró con la mayor atención.
—Aquella noche
en que me llamaron, ella apoyó la cabeza en mi hombro... Tenía miedo de que
saliera, aunque yo no temía nada... y cuando me encerraron en la Torre del
Norte, me encontraron esto escondido en la manga. ¿Me dejáis que lo conserve?
No puede ayudarme a facilitar la fuga de mi cuerpo, pero permitirá que mi
espíritu pueda marcharse. Les dije estas mismas palabras, me acuerdo.
perfectamente.
Estas palabras
las formó varias veces en sus labios antes de poder pronunciarlas, mas cuando las emitió lo hizo de un modo coherente, aunque
despacio.
—¿Cómo puede
ser eso? ¿Eraís vos?
Nuevamente se
alarmaron los espectadores de aquella escena, pues él se había vuelto hacia la
joven con extraordinaria rapidez. Pero la niña estaba tranquilamente sentada y en voz baja les dijo:
—Os ruego,
señores, que no os acerquéis y que no os mováis siquiera.
—¿Qué voz es
ésta? —exclamó el anciano.
Al pronunciar
estas palabras la soltó y se mesó los blancos cabellos, pero tranquilizándose
luego, guardó su bolsita, aunque sin dejar de mirar a la joven.
—No, no,
—dijo, —sois demasiado joven y bonita. No puede ser. Mirad cómo está el
prisionero. Estas no son las manos que ella conocía, ni la voz que estaba
acostumbrada a oír. No, no. Ella era, y él también...
antes de los larguísimos años pasados en la Torre del Norte... hace ya de eso
mucho, muchísimo tiempo. ¿Cómo te llamas, ángel mío?
La joven se
dejó caer de rodillas ante su padre, con las manos plegadas sobre el pecho.
—Oh, señor, ya
conoceréis cuál es mi nombre, y sabréis quiénes fueron mi madre y mi padre, así
como su triste, tristísima historia. Pero ahora no puedo decíroslo. Lo que os
ruego ahora, es que me toquéis con vuestras manos y me bendigáis. Besadme,
besadme.
La blanca
cabeza del anciano se puso en contacto con los dorados cabellos de la joven,
que parecían prestarle nueva vida, como si sobre él brillase la luz de la
libertad.
—Si oís en mi
voz, y no sé si será así, aunque lo espero, si oís en mi voz algún parecido con
la que en un tiempo fue dulce armonía en vuestros oídos, llorad, llorad por
ella. Si al tocar mis cabellos algo os recuerda una adorada cabeza que un día
reposó en vuestro pecho cuando erais joven y libre, llorad, llorad por ella. Si
cuando, os nombre el hogar que nos espera, y en el cual me esforzaré en haceros
feliz, con mi amor y mis cuidados, os recuerdo un hogar que quedó desolado
mientras vuestro pobre corazón lo echaba de menos, llorad, llorad también por
él.
Y rodeando el
cuello del anciano con los brazos, lo meció sobre su pecho, como si fuese un niño.
—Si os digo,
querido mío, que ya ha terminado vuestra agonía y que he venido para llevaros
conmigo a Inglaterra, para gozar de la paz y de la tranquilidad, y eso os hace
recordar que vuestra vida se malogró cuando tan útil pudiera haber sido, y que
vuestra patria, Francia, fue tan cruel para vos, llorad también, llorad. Y si
cuando os diga mi nombre y el de mi padre, que aun vive, y el de mi madre, que
murió ya, sabéis que habré de caer de rodillas ante mi querido padre para
pedirle perdón, por haber dejado de procurar su libertad y por no haber llorado
por él noche y día, porque el amor de mi pobre madre alejo de mí esta tortura,
llorad también por ello, llorad por mí y por ella. Buenos
señores, demos gracias a Dios, pues siento que sus lágrimas corren por mi
rostro y sus sollozos tiemblan sobre mi corazón. ¡Mirad! ¡Gracias, Dios mío!
El pobre
anciano se había refugiado en los brazos de la joven y apoyaba la cabeza en su
pecho. Y aquella escena era tan conmovedora que los dos testigos se cubrieron
los rostros con las manos.
Cuando reinó
nuevamente la tranquilidad en aquel lóbrego lugar, los dos hombres se acercaron
para levantar al padre y a la hija, pues, insensiblemente, se habían deslizado
al suelo..
—Si fuera
posible —dijo la joven— que, sin molestarlo, se pudiera disponer todo para salir cuanto antes de París...
—¿Creéis que
estará en condiciones de soportar el viaje? —preguntó el señor Lorry.
—Más que de
continuar en esta ciudad tan funesta para él.
—Es verdad
—dijo Defarge que se había arrodillado para oír y ver mejor.— Más que para
quedarse. El señor Manette estará siempre mejor lejos de Francia. ¿Queréis que
vaya a alquilar un carruaje y caballos de posta?
—Esto es ya un
negocio —contestó el señor Lorry recobrando en el acto sus maneras metódicas,—
y si ha de terminarse un negocio es mejor que yo me ocupe en ello.
—Entonces
haced el favor de dejarnos solos —rogó la señorita Manette.— Ya veis qué
tranquilo se ha quedado; no temáis dejarme a solas con él. Cerrad la puerta al
salir, para que no nos interrumpan, y, sin duda alguna, lo hallaréis tranquilo
al volver.
Poco acertada
parecía a los dos hombres esta proposición, y por lo menos quería quedarse uno
de ellos, pero como, además, había que arreglar los papeles necesarios y el
tiempo urgía, se repartieron las gestiones necesarias y salieron
apresuradamente.
Mientras las
sombras se acentuaban, la joven permaneció al lado de su padre, sin dejar de
mirarlo. Ambos permanecían quietos y, por fin, se filtró un rayo de luz por un
agujero de la pared.
El señor Lorry
y Defarge lo habían preparado todo para el viaje y consigo llevaban, además de
algunas prendas de abrigo, pan, carne, vino y café caliente. Defarge dejó las
provisiones sobre la banqueta de zapatero, así como la lámpara que llevaba y
ayudado por el señor Lorry levantó al cautivo.
Nadie habría
sido capaz de darse cuenta, por la expresión de su rostro, de las misteriosas
ideas de su mente. Era imposible comprender si se había dado cuenta de lo
sucedido o del hecho de que ya estaba libre. Probaron de hablarle, mas el
desgraciado parecía estar tan confuso y respondía con tanta lentitud, que
creyeron mejor no molestarle con nuevas observaciones. A veces se cogía la
cabeza entre las manos, pero siempre parecía experimentar placer al oír la voz
de su hija, hacia la cual se volvía invariablemente cuantas veces hablaba.
Con la
obediencia peculiar de los que están acostumbrados a someterse a la fuerza,
comió, bebió y se abrigó con las prendas que le dieron. Con agrado se dejó
llevar por su hija, que lo cogió del brazo y hasta tomó entré las suyas las
manos de la joven. Entonces empezaron a bajar la escalera; Defarge iba delante
con la lámpara y el señor Lorry iba detrás. Pocos escalones habían bajado
cuando la joven se detuvo y le preguntó:
—¿Os acordáis,
padre mío, de haber venido aquí?.
—No, no me
acuerdo —contestó.— Hace de eso demasiado tiempo.
No tenía
memoria de haber sido sacado de su prisión para llevarlo a aquella casa. Los
que lo acompañaban le oyeron murmurar: “Ciento cinco, Torre del Norte”, y observaron
que miraba a su alrededor, como si buscara los muros de piedra de la fortaleza. Al llegar al patio, instintivamente aminoró el
paso, como si esperase cruzar el puente levadizo, pero como no lo viera y en su
lugar encontrase un carruaje que lo esperaba en la calle, cogió la mano de su
hija e inclinó la cabeza.
Reinaba el
mayor silencio en la calle y en ella no vieron a nadie más que a la señora
Defarge que, reclinada en la jamba de la puerta, seguía haciendo calceta y no
vio nada.
El prisionero
entró en el coche con su hija, pero, inmediatamente, rogó que le entregasen sus
herramientas de zapatero y el calzado a medio terminar. La señora Defarge, que
oyó su ruego, se apresuró a complacerlo; poco después regresó trayendo lo
pedido y volvió a enfrascarse en su labor de calceta, pero, aparentemente, sin
haber visto nada.
—¡A la
Barrera! —exclamó Defarge entrando en el coche. El postillón hizo restallar el látigo y el vehículo se puso en marcha.
Por fin los
detuvieron unos soldados, provistos de linternas, y uno de ellos exclamó:
—Vuestros
papeles, caballeros.
—Aquí están,
señor oficial —contestó Defarge bajando y llevándose aparte al militar.— Estos
son los papeles de este caballero que va en el coche, el del cabello blanco. Me
han sido consignados, con su persona, por...— Bajó la voz antes de terminar la
frase y el oficial, después de dirigir una mirada al pasajero en cuestión,
contestó:
—Perfectamente.
Adelante.
—Adiós
—exclamó Defarge.
El coche
reanudó la marcha y se aventuró en las negras sombras de la noche. Y durante el
frío y obscuro intervalo hasta la madrugada, resonaban en los oídos del señor
Jarvis Lorry, que se sentaba enfrente del desenterrado, las mismas palabras:
—Espero que os
gustará volver a la vida.
Y la
contestación era la misma de siempre.
—No puedo
decirlo.
FIN
DEL PRIMER LIBRO.
LIBRO
SEGUNDO.— EL HILO DE ORO
Capítulo
I.— Cinco años después
El Banco
Tellson era un lugar de viejísimo aspecto en el año mil setecientos ochenta. El
local era muy pequeño, obscuro, feo e incómodo. Todo respiraba antigüedad, pero
los socios de la casa estaban orgullosos de la pequeñez del local, de la
obscuridad reinante, de su fealdad y hasta de su incomodidad. Y no solamente
estaban orgullosos, sino que, muchas veces, hacían gala de todos estos
inconvenientes, convencidos de que si la casa no los tuviera, seria menos
respetable. Tellson no necesitaba grandes habitaciones, ni abundante luz, ni
mayor embellecimiento. Otras casas de banca podían tener necesidad de tales
ventajas, pero, a Dios gracias, a Tellson no le hacían ninguna falta.
Cualquiera
de los socios habría sido capaz de desheredar a su propio hijo que le
propusiera la atrevida idea de reconstruir el establecimiento. Y así había sido
como Tellson fue el triunfo de toda incomodidad. Después de abrir una puerta
que se obstinaba en permanecer cerrada, aparecían dos escalones y el visitante
se encontraba en una tiendecita provista de dos mesas, en donde los empleados
más viejos examinaban minuciosamente el cheque que se les presentaba y la
legitimidad de la firma, a la luz de las ventanitas, siempre cubiertas de barro
por la parte exterior y provistas de rejas, que contribuían a impedir el paso
de la luz escasa que consentía la proximidad y la sombra del Tribunal del
Temple. Si los negocios del visitante le obligaban a entrevistarse con “La
Casa”, se le conducía a una especie de mazmorra situada en la parte posterior,
en donde sentía tentaciones de emprender serias reflexiones acerca de la vida,
hasta que la misma Casa se presentaba con las manos en los bolsillos, sin que
el visitante fuese capaz de divisarla en los primeros momentos.
El
dinero entraba y salía de cajones medio comidos por la polilla y hasta los
mismos billetes salían penetrados de un olor especial, producido por la
humedad, como sí estuvieran a punto de descomponerse y de convertirse
nuevamente en trapos. Las alhajas se guardaban en lugares que más bien merecían
el nombre de letrinas, y en pocos días perdían su brillo característico. Los
valores y los papeles de familia se guardaban en una especie de cocina, donde
nunca se guisó nada, y al salir de allí parecían sentir todavía el horror de
haber estado encerrados en tal lugar, desde el cual podían divisar las cabezas
expuestas en el Tribunal del Temple, con una ferocidad digna de los abisinios o
de los aschantis.
En
aquella época era cosa muy corriente la sentencia de muerte. La muerte es un
remedio de la Naturaleza para todas las cosas y la Ley no tenía razón para ser
distinta.
Por
eso se condenaba a muerte al falsificador, al poseedor de un billete falso, al
que estafaba cuarenta chelines y seis peniques, al que robaba un caballo y al
que acuñaba un chelín falso; en realidad las tres cuartas partes de los
delincuentes eran condenados a muerte, lo cual tenía la ventaja de simplificar
considerablemente los procedimientos legales.
El
Banco Tellson también había contribuido, como otras casas de negocios, a la
muerte de muchos de sus semejantes, y no hay duda de que si las cabezas que
hizo caer estuvieran aún expuestas en el Tribunal del Temple, en vez de haber
sido enterradas, habrían sido bastantes para interceptar la poca luz que
recibía la casa de banca.
En
los más obscuros rincones, los viejos empleados del Banco Tellson trabajaban en
los negocios de la casa, En la calle y nunca dentro, a no ser que se llamara
especialmente, estaba siempre un hombre que, a la vez, hacía de mozo y de
mensajero.
Nunca
estaba ausente durante las horas de oficina, a no ser que se le mandara a un
recado, y aun en tales casos quedaba representado por su hijo, feo engendro de
doce años, que era su vivo retrato. El apodo de este mozo era el de Roedor y como nombre de pila tenía el de
Jeremías.
La
escena ocurría en la vivienda particular del señor Roedor, a las seis y media
de la mañana de un ventoso día de marzo. Las habitaciones de la vivienda eran
dos, contando como una un pequeño retrete separado, de la otra por una
vidriera, y aunque era muy temprano, la estancia había sido perfectamente
barrida y limpiada y las vasijas dispuestas ya para el desayuno aparecían sobre
un blanco mantel. El señor Roedor estaba durmiendo todavía; pero, por fin,
empezó a surgir de la cama hasta que sus acerados pelos parecieron a punto de
convertir la sábana en tiras, y al mirar al exterior exclamó exasperado:
—¡Demonio!
¿no ha vuelto otra vez?
Una
mujer muy limpia y aseada, que estaba arrodillada en el rincón, se levantó
apresuradamente, demostrando así que la exclamación del señor Roedor se refería
a ella.
—¿Qué
haces? —exclamó el señor Roedor buscando a tientas una bota para tirársela por
la cabeza. —¿Ya estás otra vez con lo mismo?
Y
habiendo encontrado lo que buscaba, tiró a la mujer una bota llena de barro. Y
hemos de llamar la atención acerca de la particularidad de que aun cuando el
señor Roedor regresaba, por las tardes, del Banco con las botas limpias, por la
mañana las tenía siempre llenas de barro.
—¿Se
puede saber lo que estabas haciendo?
—Estaba
rezando mis oraciones —contestó la pobre mujer.
—¿Conque
rezando, eh? ¿Se puede saber qué te propones pasando el tiempo de rodillas y
rezando contra mí?
—No
rezaba contra ti, sino por ti.
—No
es verdad, y, por otra parte, no quiero consentírtelo. Mira, hijo, aquí tienes
a tu madre rezando contra la prosperidad de tu padre. ¡A fe que tienes suerte,
hijo mío, de que tu religiosa madre se pase el día entero rezando para que no
puedas llevarte a la boca tu pan de cada día!
El
joven Roedor, que iba en mangas de camisa, miró a su madre muy disgustado.
—Te
repito —insistió el señor Roedor —que no quiero que reces más. No quiero que
venga la mala suerte por tu causa. Si fueras otra y no llamaras la desgracia
contra tu marido y contra tu hijo, tendríamos ya buenos cuartos. Levántate,
chico, y mientras yo me limpio las botas, vigila a tu madre y si ves que vuelve
a arrodillarse me lo dices.
Obedeció
el chico y fijó sus ojos en su madre, a la que, de vez en cuando, asustaba
fingiendo que iba a llamar a su padre, el cual volvió al poco rato para tomar
su desayuno. Hacia las nueve de la mañana se arregló convenientemente y salió
para desempeñar sus deberes diarios.
A
pesar de que se llamaba a sí mismo “un honrado menestral” nada podía justificar
esta denominación. Sus herramientas de trabajo consistían en un taburete de
madera, que en otros tiempos fue una silla, taburete que su hijo llevaba cada
mañana junto a la puerta de la casa de banca inmediata al Tribunal del Temple.
Allí, con el auxilio de algunos puñados de paja, que arrebataba a cualquier
carro que pasara, podía guarecerse del frío y de la humedad que, de otra
manera, habría sufrido en su campamento.
Aquella
mañana ventosa de marzo, Jeremías se instaló en su sitio, cuando, al poco rato,
apareció uno de los empleados de la casa, exclamando:
—¡Que
entre el mozo!
—Ya
tenemos qué hacer, padre —exclamó el muchacho sentándose en el taburete que el
autor de sus días acababa de dejar desocupado.
—¿Por
qué tendrá mi padre los dedos siempre cubiertos de orín? —se preguntó el
chico.— Porque aquí no hay hierro ninguno que tocar.
Capítulo
II.— La vista de una causa
—¿Conocéis Old
Bailey, verdad? — preguntó uno de los empleados más antiguos a Jeremías.
—Sí señor, lo
conozco.
—Perfectamente.
¿Conocéis, también al señor Lorry?
—Mejor todavía
—contestó Jeremías.
—Muy bien.
Entrad por la puerta de ingreso de los testigos y enseñad al portero esta nota
para el señor Lorry. Os dejará entrar.
—¿Al patio,
señor?
—Al patio.
—¿He de
esperar en el patio?
—Ahora os diré
lo que debéis ha esta nota al señor Lorry y vos, mientras tanto, haced alguna
señal a este último para que os vea y sepa dónde estáis, Luego os quedáis allí,
por si acaso él os necesita.
—¿Nada más?
—Nada más.
Quiere tener un mensajero a su disposición. Por esto se le avisa de que
estaréis allí.
El empleado
dobló la nota y el señor Roedor, tomándola, preguntó:
—¿Se juzga
algún caso de falsificación de esta mañana?
—De traición.
—Pues en tal
caso habrá descuartizamiento. Esto es muy bárbaro.
—Es la Ley
—observó el viejo empleado.
—Por más que
sea la Ley, ya basta con matar a un hombre. No hay necesidad de descuartizarlo.
—Tened cuidado
de cómo habláis de la Ley. No os metáis en lo que no os importa. Recordad este buen consejo. Tomad la nota y marchad en
seguida.
Jeremías tomó
el papel, saludó y, al pasar por delante de su hijo, le avisó del lugar adonde iba y se alejó.
La prisión era
un lugar infame, en el cual se desarrollaban las enfermedades con una facilidad
pasmosa y, a veces, no solamente hacían presa de los encarcelados, sino que,
incluso, se adueñaban del mismo presidente del Tribunal. Más de una vez el juez
pronunciaba su propia sentencia y moría mucho antes que el pobre hombre a quien
acababa de condenar a muerte. Por lo demás la prisión de Old Bailey era famosa
por un patio que tenía y del cual salían continuamente numerosos viajeros,
pálidos y demacrados, en carros y coches, en dirección al otro mundo, y atravesando
por entre el numeroso público que iba a presenciar tales espectáculos. Era
también famosa por el pilorí, antigua y sabia institución que infligía un
castigo cuya extensión no era posible mover y, también, por la pena de azotes
que allí se aplicaba, muy humanitaria y reformadora.
Abriéndose
camino por entre la multitud que siempre rodeaba la cárcel, el mensajero del
Banco Tellson halló la puerta que buscaba y entregó la carta a través de un
ventanillo. Después de ligera demora se abrió la puerta un poco y el señor
Jeremías Roedor pudo penetrar en el patio.
—¿Qué juicio
se está celebrando? —preguntó a un empleado.
—Uno de
traición.
—Entonces lo
descuartizarán si lo encuentran culpable.
—¡Oh, no hay
cuidado! —replicó el otro, —será culpable.
La atención
del señor Roedor fue solicitada entonces por el portero, que se dirigía hacia
el señor Lorry para entregarle el papel que acababa de recibir. El señor Lorry
estaba sentado a una mesa, en compañía de otros señores que llevaban pelucas, y
no muy lejos se veía al defensor del reo, con un gran montón de papeles ante
él. Enfrente estaba otro caballero, también con peluca, con las manos metidas
en los bolsillos y mirando al techo con la mayor atención. Jeremías procuró con
señas y con algunas toses significativas que el señor
Lorry le mirase.
Entró,
por fin, el juez y, a poco, dos carceleros introdujeron al acusado. Todos los
que estaban en la sala miraron al desgraciado, a excepción del personaje que
tenía los ojos fijos en el techo. Jeremías miró como todos los demás y vio que
era un hombre joven, de unos veinticinco años, de excelente aspecto, de noble
apostura, moreno y de ojos negros. Parecía un caballero. Vestía de negro o de
gris muy obscuro, y su cabello, que era largo y negro, estaba recogido y atado con
una cinta en el cogote, más, tal vez, para evitar que le molestase, que por
adorno. Por lo demás parecía muy tranquilo, y después de hacer una reverencia
ante el juez se quedó inmóvil.
Empezó
la acusación. Según ella, Carlos Darnay era reo de traición a nuestro sereno,
ilustre, excelente, etc., y amado rey, por haber, en diversas ocasiones y de
varios modos, auxiliado a Luis, rey de Francia, en sus guerras contra nuestro
sereno, ilustre, excelente, etc., Señor; es decir, yendo y viniendo entre los
dominios de nuestro sereno, ilustre, excelente, etc., Señor y los del rey
francés, y revelando, falsa y traidoramente a dicho rey de Francia, cuáles eran
las fuerzas que nuestro sereno, ilustre, excelente, etc., Señor tenía
preparadas para mandar al Canadá y a Norte América.
El
acusado, a quien todos consideraban ya ahorcado, decapitado y descuartizado, no
parecía impresionarse gran cosa ante aquella horrenda acusación. Permanecía
inmóvil y estaba atento; escuchaba con el mayor interés y tan quieto estaba que
no había, siquiera, apartado una de las hojas de que estaba cubierto el suelo,
el cual se regaba, también, con vinagre como precaución contra la fiebre que
hacía estragos en la cárcel.
El
acusado paseó luego su mirada alrededor de la sala y observó que en un rincón,
inmediato al asiento de sus jueces, había dos personas, una de ellas una
señorita de poco más de veinte años y la otra un caballero, que, evidentemente,
era su padre; hombre notable por el hecho de tener el cabello absolutamente
blanco. A veces se le habría creído muy viejo, pero cuando dirigía la palabra a
su hija, parecía rejuvenecerse y hallarse en la primera parte de su vida.
Su
hija estaba sentada junto a él y cogía la mano de su padre como atemorizada por
la escena que presenciaba y llena de compasión hacia el acusado, y tan vivo fue
este sentimiento, que se traslució en su rostro, y todos los circunstantes, se
preguntaban quiénes serían el padre y la hija.
Jeremías,
el mensajero, que también se había fijado en ello, oyó cómo alguien preguntaba:
—¿Quiénes
son?
—Testigos.
—¿En
favor del acusado?
—No,
sino de la acusación.
El
juez, que también se había fijado en aquellos dos personajes, volvió a mirar al
acusado, mientras el fiscal se levantaba para retorcer la cuerda, afilar el
hacha y clavar los clavos en el catafalco.
Capítulo
III.— Decepción
El
fiscal informó al Jurado de que el acusado que estaba ante ellos, a pesar de su
juventud era ya muy viejo en las prácticas de la traición; que su
correspondencia con el enemigo público no databa de un día ni de un año, sino
que el prisionero tenía la costumbre, ya muy antigua, de ir desde Francia a
Inglaterra, para realizar negocios de que no le habría sido posible dar honrada
cuenta. La Providencia, sin embargo, había puesto en el corazón de una persona,
sin miedo y sin reproche, el deseo de descubrir la naturaleza de las
ocupaciones del acusado, y, lleno de horror, las reveló al secretario de Estado
de Su Majestad. Aquel patriota iba a ser presentado al Tribunal. Fue amigo del
acusado, pero, una vez estuvo convencido de su infamia, resolvió sacrificar su
amistad en aras del patriotismo. El testigo pudo examinar los papeles de su
amigo, gracias a los buenos oficios de un criado, también digno de honor, y
así, por la conducta sublime de aquellos dos hombres, conducta que el fiscal
recomendaba al jurado, pudo descubrirse la criminal ocupación del acusado. El
examen de aquellos papeles demostraba que el acusado poseía la lista de las
fuerzas de mar y tierra de Su Majestad y también de su disposición y de su preparación.
Cierto era que no se podía probar el hecho de que aquellas listas fuesen de
puño y letra del acusado, pero eso no importaba nada, y más bien era un indicio
acusador, pues probaba que el prisionero había tomado toda clase de
precauciones. Estos documentos probaban que se dedicaba a tan criminal oficio
desde hacía, por lo menos, cinco años. Así, pues, no dudaba de que el jurado,
obrando lealmente, consideraría culpable al acusado y lo condenaría a muerte.
Cuando
cesó el fiscal en su discurso, la impresión general fue la de que el acusado
podía considerarse ya como hombre muerto.
Se
presentó entonces el patriota acusador, Juan Barsad, caballero, el cual
habiendo ya librado a su noble pecho del peso que hasta entonces lo oprimiera,
se habría retirado modestamente, pero el caballero que tenía delante un montón
de papeles quiso dirigirle algunas preguntas. En cuanto al que se sentaba
enfrente del defensor, continuaba con la mirada fija en el techo.
El
defensor preguntó si el testigo había sido alguna vez espía, pero esta
acusación fue rechazada desdeñosamente. Le preguntó, luego, de qué vivía y al
contestarle que de sus propiedades, quiso saber cuáles eran, pero el testigo no
recordaba bien dónde las tenía y acabó afirmando que había heredado de un pariente
lejano. Le preguntó también si había estado en la cárcel, a lo cual el testigo
contestó negativamente, pero ante las insistentes preguntas del defensor, acabó
confesando que estuvo dos o tres veces encarcelado por deudas. A la pregunta de
cuál era su profesión, contestó que la de caballero, y cuando el defensor quiso
saber si alguna vez le habían arrojado a puntapiés de alguna parte, lo negó
primero, mas, luego, acabó confesando que, en una ocasión, le dieron un
puntapié y él, por su propia voluntad, bajó rodando por la escalera. Entonces
el defensor quiso averiguar si aquello fue la consecuencia de haber hecho
trampas en el juego, pero el testigo replicó que así se dijo, pero que no era
verdad. También le preguntó si vivía del juego, y si había pedido dinero
prestado al acusado. Ambas respuestas fueron afirmativas y cuando se inquirió
la razón de que se hubiese apoderado de aquellas listas, para entregarlas a la
justicia, tal vez con la esperanza de lograr alguna recompensa, contestó
negativamente, asegurando que lo había hecho por puro patriotismo.
El
criado, Roger Cly, el virtuoso patriota, dijo que había entrado al servicio del
acusado cosa de cuatro años antes y que empezó a sentir sospechas de su amo y
por consiguiente vigiló sus actos. Muchas veces encontró listas semejantes a
las presentadas al Tribunal, mientras arreglaba los trajes de su amo y en las
manos de éste las vio también en Calais y en Boulogne. Y como amaba a su patria
no pudo consentir aquella traición y por esta razón ayudó al descubrimiento del
crimen.
El
fiscal se volvió entonces hacia el señor Lorry y le preguntó:
—Señor
Jarvis Lorry, ¿estáis empleado en el Banco Tellson?
—Sí,
señor.
—¿No
hicisteis un viaje, cierto viernes de noviembre del año entre Londres y Dover?
—Sí,
señor.
—¿Había
otros viajeros en la diligencia?
—Dos.
—¿Descendieron
de la diligencia antes de llegar a Dover?
—Sí,
señor.
—Mirad
ahora al acusado. ¿Era uno de los dos viajeros?
—No
puedo asegurarlo.
—¿Se
parece a alguno de ellos?
—Iban
los dos tan abrigados y estaba la noche tan obscura que no puedo asegurarlo.
—Miradlo
de nuevo, señor Lorry. Suponiendo que ese hombre estuviera tan abrigado como
aquellos dos viajeros, ¿os parece que sería semejante a uno de ellos?
—Lo
ignoro.
—¿Estaríais
dispuesto a jurar que no era uno de ellos?
—Tampoco.
—¿De
manera que consideráis posible que fuese uno de ellos?
—Posible,
sí. Excepto, tal vez, por la circunstancia de que mis compañeros de viaje
parecían gente timorata y el acusado no parece hombre que se asuste fácilmente.
—Mirad
nuevamente al prisionero, señor Lorry. ¿Lo conocíais ya o lo habíais visto
anteriormente?
—Sí,
señor.
—¿Cuándo
lo visteis?
—Pocos
días después de mi viaje volvía de Francia y en Calais el acusado tomó el mismo
barco que yo e hizo conmigo el viaje de regreso.
—¿A
qué hora llegó a bordo?
—Un
poco después de medianoche.
—¿Fue
el único pasajero que llegó a aquella hora?
—Sí,
señor, el único.
—¿Viajabais
solo, señor Lorry, o iba con vos algún compañero?
—Me
acompañaban dos personas. Un caballero y una señorita. Están aquí.
—¿Conversasteis
con el acusado?
—Muy
poco. El tiempo era malo y casi durante todo el viaje estuve tendido en el
sofá.
—¡Señorita
Manette!
La
joven, hacia quien se volvieron todos los ojos, se puso en pie y su padre la
imitó.
—Señorita
Manette, mirad al acusado.
Este
pareció intranquilo al ser contemplado por aquella graciosa joven.
—¿Habíais
visto ya anteriormente al acusado, señorita Manette?
—Sí,
señor.
—¿Dónde?
—A
bordo del barco a que acaba de referirse el señor Lorry.
—¿Erais
vos la señorita a quien acaba de referirse este caballero?
—Sí,
desgraciadamente soy yo.
—Contestad
a las preguntas que se os dirijan, sin hacer observación alguna —exclamó el
fiscal.— ¿Conversasteis con el acusado durante el viaje?
—Sí,
señor.
—Referid
la conversación.
En
medio de la atención general y del silencio reinante, la joven empezó a decir:
—Cuando
este caballero llegó a bordo...
—¿Os
referís al prisionero? —preguntó el fiscal frunciendo las cejas.
—Sí,
señor.
—Entonces
llamadle acusado.
—Pues,
cuando el acusado llegó a bordo, se fijó enseguida en mi padre y vio que estaba
fatigado y enfermo. Mi padre estaba tan mal que yo temí exponerle al aire y por
esto le arreglé su lecho en la cubierta, cerca de la escalera de los camarotes
y me senté a su lado para cuidarlo. Aquella noche no había más pasajeros que
nosotros cuatro. El acusado fue tan amable que me aconsejó cómo podría guarecer
mejor a mi padre del viento y del mal tiempo, y, en general, se portó con la
mayor bondad y cortesía. Así empecé a hablar con él.
—¿Os
fijasteis si llegó solo a bordo?
—No
llegó solo.
—¿Cuántos
le acompañaban?
—Dos
caballeros franceses.
—¿Observasteis
si conferenciaban secretamente?
—Estuvieron
hablando hasta el último momento, cuando los franceses se vieron obligados a
bajar al bote.
—¿Visteis
si, entre ellos, se cambiaron algunos papeles semejantes a estas listas?
—Vi
que tenían algunos papeles en las manos, pero no sé cuáles.
—Ahora
contadnos cuál fue la conversación del acusado, señorita Manette.
—Se
mostró muy amable conmigo, y bondadoso y útil para mi padre. Espero —exclamó
entre lágrimas— que mi declaración no va a perjudicarle y a pagar mal los
favores que me hizo.
—No
os ocupéis de esto, señorita Manette —replicó el juez,— estáis en la obligación
de decir la verdad y el acusado lo sabe. ¡Continuad!
—Me
dijo que viajaba a causa de unos negocios de naturaleza delicada y difícil, que
podían poner en situación apurada a algunas personas, y que viajaba bajo nombre
supuesto. Añadió que aquellos negocios lo habían llevado a Francia pocos días
antes y que, de vez en cuando, le obligaban a dirigirse tan pronto a Francia
como a Inglaterra.
Entonces
el fiscal llamó al doctor Manette para que declarara y le dijo:
—Doctor
Manette, servíos mirar al acusado. ¿Lo habíais visto anteriormente?
—Una
vez tan sólo, cuando me visitó en mi casa de Londres. Hará de eso tres años o
tres y medio.
—¿Sabéis
si es la misma persona que viajaba a bordo del barco que os llevaba a vos y a
vuestra hija y el mismo que conversó con ésta?
—Lo
ignoro, señor.
—¿Hay
alguna razón especial que explique la imposibilidad en que os halláis de
contestar a mi pregunta?
—Sí,
señor, existe.
—¿No
tuvisteis la desgracia de permanecer largos años preso, sin haber sido juzgado
ni acusado, en vuestro país natal, doctor Manette?
—En
efecto, estuve preso mucho tiempo.
—¿Acababais
de ser puesto en libertad, cuando hicisteis aquel viaje?
—Así
me lo dijeron.
—¿No
recordáis nada?
—Nada
absolutamente. En mi memoria hay un vacío por espacio de no sé cuánto tiempo,
es decir, desde que en mi cautiverio me dediqué a hacer zapatos hasta el tiempo
en que me encontré viviendo en Londres con mi querida hija. Esta me era ya muy
querida cuando Dios misericordioso me devolvió mis facultades, pero no sé
cuándo empecé a conocerla, pues no me acuerdo.
Se
presentaba, entonces, una cuestión muy importante y era la de saber si el
acusado había visitado, en aquella noche de noviembre, cinco años atrás, una
ciudad en la que había un arsenal de guerra y una importante guarnición, para
adquirir datos. Se presentó un testigo, quien declaró que reconocía en el
acusado a un hombre que estuvo aquella noche en el café de dicha ciudad
esperando a otra persona.
En
aquel momento el caballero de la peluca, que, hasta entonces había estado
mirando al techo, escribió una o dos palabras en un pedazo de papel, y, después
de arrollarlo, lo entregó al defensor. Este lo leyó, miró al acusado con la
mayor atención y se volvió para preguntar al testigo:
—¿Estáis
seguro de que era este mismo hombre?
—Completamente
—contestó el testigo.
—¿No
pudisteis ver a otra persona que se le pareciera mucho?
—Habría
tenido que ser tan parecido a él, que casi es imposible que pudiera darse el
caso.
—Pues,
entonces, hacedme la merced de mirar a este caballero —dijo el defensor
señalando al que acababa de entregarle el papel,— y luego mirad al preso. ¿No
creéis que se parecen como dos gotas de agua?
En
efecto, aquellos dos hombres no podían ser más parecidos.
Inmediatamente
el fiscal preguntó al defensor, señor Stryver, si con esto quería acusar de
traición al señor Carton, que era el caballero de la peluca, pero el defensor
contestó que no se proponía nada de esto, sino, tan sólo, señalar la
posibilidad de que se tratara de una persona tan parecida al acusado como la
que tenían a la vista.
A
continuación el defensor, señor Stryver, se esforzó en demostrar que Barsad era
un espía a sueldo y un traidor, un traficante en sangre humana y uno de los más
perfectos sinvergüenzas que existieron en la tierra después del traidor judas;
que el virtuoso criado Cly era su amigo y consocio, y digno de él. Que aquellos
dos bandidos y perjuros habían acusado falsamente al prisionero, francés de
nacimiento, que por asuntos de familia se veía obligado a ir con frecuencia a
Francia, aunque estos asuntos, por ser de naturaleza especialísima y personal,
no podían ser revelados. Demostró que la declaración de la señorita Manette no
tenía importancia alguna ni demostraba nada contra su defendido.
Declararon,
entonces, algunos testigos de la defensa y nuevamente hablaron el fiscal y el
presidente para rebatir cuanto dijera el defensor, de modo que para nadie
parecía dudosa la muerte que esperaba al desgraciado preso.
Mientras
tanto el señor Carton, y a excepción del momento en que tendió el papel al
defensor del acusado, no había separado sus ojos del techo, ni siquiera,
tampoco, cuando todo el mundo se fijó en él para comparar sus facciones con las
del acusado. Sin embargo, veía mucho mejor que otros lo que ocurría a su
alrededor, hasta el punto de que fue el primero en advertir que la señorita
Manette caía desfallecida en brazos de su padre, y, ordenó a un guardia que
acudiese a socorrerla.
La
concurrencia demostró su simpatía a la joven y a su padre y apenas se fijó en
que el jurado se retiraba a deliberar. Al poco rato se presentaba nuevamente
manifestando que no se habían puesto de acuerdo y que deseaban tratar de nuevo
acerca del caso.
Esto
causó, naturalmente, la mayor sorpresa, pues no era cosa que ocurriese con
frecuencia. La vista había durado todo el día y fue preciso encender las luces
de la sala.
Circularon
rumores de que el jurado tardaría en tomar un acuerdo y muchos espectadores se
retiraron para comer algo, en tanto que el acusado fue llevado al extremo de la
barra, donde tomó asiento.
Entonces
el señor Lorry se acercó a donde estaba Jeremías, diciéndole:
—Podéis
ir a tomar alguna cosa, si queréis. Cuidad de volver cuando regrese el jurado,
porque entonces es cuando os necesitaré.
Al
mismo tiempo le dio un chelín y en aquel momento el señor Carton, que había
abandonado su asiento, tocó en un hombro al señor Lorry.
—¿Cómo
se encuentra la señorita?
—Está
muy angustiada —contestó el señor Lorry,— pero parece que está mejor.
—Voy
a decírselo al prisionero, pues no está bien que le hable un caballero tan
respetable como vos.
En
efecto, el señor Carton se acercó al preso y lo llamó.
—Señor
Darnay, espero que deseará usted tener noticias de la señorita Manette. Se
encuentra mejor.
—Siento
mucho haber sido la causa de su indisposición. ¿Tendrá usted la bondad de
decírselo así? —contestó el preso.
—No
hay inconveniente.
—Muchas
gracias —le contestó el acusado.
—¿Qué
espera usted, señor Darnay? —le preguntó Carton.
—Lo
peor.
—Hace
usted bien, puesto que será lo más probable. Sin embargo, parece dar alguna
esperanza el hecho de que el jurado no se haya puesto todavía de acuerdo.
Jeremías
Roedor, que había estado escuchando la conversación con el mayor interés, se
alejó extrañado de que aquellos dos hombres fuesen tan absolutamente parecidos.
El
mensajero del Banco, después de tomar su refrigerio, se sentó en un banco y
estaba ya a punto de dormirse cuando entró el público en la sala y oyó una voz
que le llamaba.
—¡Jeremías!
—Aquí
estoy, señor —contestó a su principal.
El
señor Lorry extendió el brazo y le entrego un papel.
—Id
a llevarlo volando. ¿Lo tenéis?
—Sí,
señor.
En
el papel había escrito una sola palabra. “Absuelto.”
—Si
esta vez hubiese escrito “Resucitado” lo entendería mejor que la otra —murmuró
Jeremías, y se alejó apresuradamente en dirección a la casa de banca.
Capítulo
IV.— Enhorabuena
En torno de
Carlos Darnay había varias personas que le felicitaban por haber salido
absuelto. Estas eran el abogado defensor, su procurador, el doctor Manette y su
hija.
La luz era muy
escasa, pero aun a la del sol habría sido muy difícil de reconocer en el
inteligente rostro del doctor al zapatero de la buhardilla de París. Sin
embargo, en sus facciones había siempre algunas arrugas, hijas de sus pasadas
agonías, y únicamente su hija conseguía ahuyentar los negros recuerdos que con
tanta insistencia le perseguían.
Lucía era el
hilo de oro que le unía a un pasado, anterior a sus miserias y a un presente,
posterior a sus desgracias. La dulce música de su voz y la alegría que
reflejaba su hermoso rostro o el contacto de su mano, ejercían casi siempre
sobre él una influencia beneficiosa, y decimos casi siempre, porque, en algunas
ocasiones, el poder de la niña se estrellaba contra su tristeza, aunque la
joven abrigaba la esperanza de que esos casos no se repetirían.
Darnay besó la
mano de la joven, con fervor y gratitud y luego se volvió a su abogado, señor
Stryver, para darle efusivamente las gracias. El abogado contaba apenas treinta
años de edad, pero parecía tener veinte más por su corpulencia, por el color
rojo de su rostro y por su aspecto fanfarrón y refractario a todo impulso
delicado; pero era hombre que sabía franquearse el paso y adaptarse a toda
clase de compañías y conversaciones para salir adelante en el camino que se
había trazado.
Aun llevaba la
toga y la peluca, y al ir a contestar a su defendido giró sobre sus tacones de
manera que eliminó del grupo al inocente señor Lorry y dijo:
—Celebro
haberos sacado del trance con honor, señor Darnay. Habéis sido víctima de una
infame persecución que, sin embargo, pudo haber tenido el mayor éxito.
—Me habéis
dejado agradecido para toda la vida —le dijo su cliente estrechándole la mano.
—Hice cuanto
pude en vuestro favor, señor Darnay. Y creo que, por lo menos, puedo haber
hecho tanto como otro.
Naturalmente,
estas palabras tendían a que alguien le contestase: “Mucho más que otro”, y el
señor Lorry fue quien se lo dijo.
—¿Lo creéis
así? —exclamó el señor Stryver.— En fin, habéis estado presente durante todo la
vista y, al cabo, sois hombre de negocios.
—Y en calidad
de tal —replicó el señor Lorry, —ruego al doctor Manette que ponga fin a esta
conferencia y nos retiremos todos a nuestras casas. La señorita no parece
encontrarse muy bien, y en cuanto al señor Darnay ha de haber sufrido mucho.
—¿Podemos
marcharnos, padre mío? —preguntó la joven al anciano.
—Sí, vámonos
—contestó dando un suspiro.
Se marcharon
bajo la impresión de que el señor Darnay no sería libertado todavía aquella
noche. El lugar estaba casi desierto y se apagaban ya las luces; se cerraban
las puertas de hierro con gran ruido y la prisión quedaba vacía de público,
hasta que al día siguiente volviera a poblarse y se
celebrara nueva vista. El señor Stryver fue el primero en alejarse hacia el
vestuario para cambiar de traje y Lucía y su padre salieron y tomaron un
carruaje.
El señor Lorry
y Darnay estaban juntos cuando se les acercó el señor Carton, en quien nadie
había reparado hasta entonces, y dirigiéndose a los dos, les dijo:
—Ahora, señor
Lorry, los hombres de negocios ya pueden hablar con el señor Darnay.
El señor Lorry
se ruborizó al oír aquella alusión y contestó:
—Los hombres
de negocios, que pertenecemos a una casa, no somos nuestros propios dueños,
sino que hemos de pensar en ella constantemente.
—Ya lo sé
—contestó el señor Carton.— No os apuréis, señor Lorry, pues sois tan buena persona
como el que más y hasta mejor que muchos.
—En realidad,
caballero —contestó el señor Lorry algo molesto,— no llego a comprender por qué
os interesa esto. Y hasta si me permitís que haga uso de mi autoridad, como más
viejo que vos, os diré que no sé a qué negocios os dedicáis.
—¡Oh, yo no
tengo negocios de ninguna clase! —contestó Carton.
—Pues creed
que es una lástima, porque si los tuvierais cuidaríais de ellos.
—Os equivocáis
—le contestó Carton.
—Bien, hacéis
mal, porque los negocios son cosa seria y respetable. Ahora, señor Darnay,
permitidme que os felicite y espero que Dios os ha salvado este día para que
llevéis una vida feliz y dichosa. ¡Adiós!
Y más irritado
de lo que solía estar, el señor Lorry se alejó en su carruaje.
Carton que
olía a vino y cuya cualidad no parecía ser la sobriedad, se echó a reír y se
volvió hacia Darnay.
—Es una
extraña casualidad la que nos ha puesto juntos —observó, —dado nuestro
extraordinario parecido.
—Apenas me doy
cuenta de nada —contestó Darnay, pues me resulta difícil comprender que aun
pertenezco al mundo de los vivos.
—No es
extraño. No hace mucho que estabais bastante más cerca del otro. Pero habláis
con voz débil.
—Creo que, en
efecto, estoy algo débil.
—¿Por qué,
pues, no vais a comer? Por mi parte, mientras aquellos zoquetes deliberaban
acerca del mundo a que habríais de pertenecer, me fui a cenar. Permitidme ahora que os lleve a la taberna más próxima en donde
podréis comer.
Y, tomándolo
del brazo, lo llevó a una taberna cercana, en Fleet-street. Allí pidieron un
cuartito reservado, en donde Carlos Darnay restauró sus fuerzas con una modesta
cena, en tanto que Carton, sentado ante él, se bebía
tranquilamente una botella de Oporto.
—¿Empezáis a
creer en la realidad de vuestra existencia en este mundo? —le preguntó.
—Todavía me
siento extraordinariamente confuso por lo que respecta al tiempo y al lugar,
mas empiezo a darme cuenta de que existo.
—Debe de ser
una satisfacción inmensa.
Dijo esto con
cierta amargura, mientras llenaba nuevamente su vaso que no tenía nada de pequeño.
—En cuanto a
mí –añadió —mi mayor deseo es olvidar que pertenezco a este mundo.
Nada tiene el
mundo bueno para mí, excepto el vino, y nada tengo yo bueno para el mundo. En
eso somos tal para cual. Y hasta creo que vos y yo somos también parecidos en esto.
Darnay, que
aun experimentaba los efectos de la emoción del día, y que estaba algo confuso
por hallarse en aquel lugar con su Sosías, no encontró respuesta a aquella
observación.
—Ahora que ya
habéis, terminado de cenar —exclamó Carton, ¿por qué no brindáis, señor Darnay?
—¿Por quién?
—Pues por la
persona cuyo nombre tenéis en la punta de la lengua. Estoy seguro de no
equivocarme.
—¡Brindo,
pues, por la señorita Manette!
—¡Por la
señorita Manette! —exclamó Carton.
Y mirando a su
compañero mientras bebía su vaso de vino, estrelló el suyo contra la pared.
Luego agitó la campanilla y pidió otro.
—Es una niña
deliciosa, con la que se haría muy a gusto un viaje en coche y a obscuras.
—Sí —contestó
Darnay frunciendo las cejas.
—Vale la pena
de compadecerse y de llorar por ella, y hasta la de que le juzguen a uno y de
correr el peligro de ser condenado a muerte, sólo por ser objeto de su
simpatía.
Darnay no
contestó una sola palabra.
—Le complajo
mucho escuchar el mensaje que por mi conducto le mandasteis. Desde luego no lo
dio a entender, pero comprendí que era así.
La alusión
sirvió para recordar a Darnay que su desagradable compañero le había salvado en
el momento más difícil del día. Por eso dirigió en este sentido la conversación
y le dio las gracias.
—No necesito
el agradecimiento de nadie ni ello tiene mérito alguno —contestó Carton.— En
primer lugar no tenía nada que hacer y luego no sé siquiera por qué lo hice.
Permitidme
ahora, señor Darnay, que os haga una pregunta.
—Con mucho
gusto, pues os estoy obligado.
—¿Creéis serme
simpático?
—En realidad,
señor Carton —contestó Darnay,— no me había preguntado tal cosa.
—Pues
preguntáoslo.
—Habéis obrado
como si os fuera simpático, pero creo que no os lo soy.
—Creo lo mismo
y he de añadir que tengo formada excelente opinión de vuestra inteligencia.
—A pesar de
ello —añadió Darnay agitando la campanilla,— nada de eso ha de impedir que os
esté muy agradecido y que nos separemos como buenos amigos.
—Desde luego.
¿Y me estáis agradecido? —preguntó Carton. Y al ver que el otro contestaba
afirmativamente, dijo al mozo que acudió al llamamiento de Darnay: —Tráeme otra
pinta de este mismo vino y ven a despertarme a las diez.
Una vez pagada
la cuenta, Carlos Darnay se puso en pie y le deseó buena noche. Sin devolverle
el saludo, Carton se levantó exclamando:
—Una palabra
más, señor Darnay. ¿Creéis que estoy borracho?
—Creo que
habéis bebido, señor Carton.
—¿Lo creéis?
Ya sabéis que he bebido.
—Puesto que me
lo decís, he de confesar que habéis bebido.
—Pues ahora
vais a saber por qué. Soy un desilusionado, señor. No me importa nadie en el
mundo y a nadie le importo yo.
—Es una
lástima. Podríais haber hecho mejor uso de vuestro talento.
—Es posible,
señor Darnay, pero tal vez no. A pesar de todo no tengáis demasiadas
esperanzas, porque aun no sabéis lo que puede reservaros la suerte. Buenas
noches.
Al quedarse
solo, aquel hombre raro tomó una vela, se acercó a un espejo que colgaba de la
pared y se observó minuciosamente.
—¿Me es
simpático ese hombre? —murmuró ante su propia imagen.— ¿Por qué ha de serme
simpático un hombre que se me parece tanto? No hay en mí nada que me guste. Y
no comprendo por qué has cambiado así. ¡Maldito seas! A fe que merece simpatía
el hombre que me demuestra lo que yo podría haber sido y no soy. Si fuera él
podría haber sido objeto de la mirada de aquellos ojos azules y compadecido por
aquel lindo rostro.
Pero vale más
ser franco y decirlo claro. Odio a ese hombre.
Recurrió a su
pinta de uno, en busca de consuelo, se lo bebió en pocos minutos y se quedó
dormido con la cabeza sobre los brazos, con el cabello tendido sobre la mesa y
mientras la cera de la vela caía sobre él.
Capítulo
V.— El chacal
En aquel
tiempo se bebía mucho, y tanto es lo que el tiempo ha mejorado las costumbres,
que si ahora diese una moderada cuenta de la cantidad de vino y de ponche que
un hombre podía ingerir en una noche, sin detrimento de su cualidad de perfecto
caballero, en nuestros días parecería ridícula exageración. Los que se
dedicaban al foro, así como los de cualquiera otra profesión liberal, no
estaban exentos de tal inclinación a los placeres de Baco; y ni siquiera el
señor Stryver, que avanzaba muy aprisa en el camino de su lucrativa profesión,
estaba por debajo de otros compañeros de carrera, por lo que se refiere a la
afición a la bebida, como tampoco de cualquiera otro de sus amigos.
Favorito como
era en Old Bailey y en los juicios que allí se celebraban, el señor Stryver
destruía los peldaños inferiores de la escalera por la que se encaramaba
rápidamente en su aspiración de ocupar los más altos puestos. Se había notado
en el foro, que así como Stryver era hombre suelto de lengua, nada escrupuloso
y atrevido, le faltaba, en cambio, la cualidad de extraer la quinta esencia de
los asuntos que se le confiaban, condición imprescindible en un buen abogado,
pero, inesperadamente, mejoró mucho acerca del particular y se pudo observar
que a medida que iba teniendo más asuntos, mejor los resolvía, y aunque se
pasaba las noches de claro en claro, bebiendo con su amigo Sydney Carton, no
por eso dejaba de recordar a la mañana siguiente todos los puntos que le
convenía conservar en la memoria.
Carton, el más
perezoso de los hombres y el más incapaz de llegar a ser algo, resultaba el
mejor aliado de Stryver. En el líquido que llegaban a beber los dos en un año,
habría podido flotar un navío real. Ambos llevaban la misma vida y prolongaban
sus orgías hasta altas horas de la noche; incluso se decía que, más de una vez,
se vio a Carton en pleno día, dirigiéndose a su casa con paso vacilante, como
gato calavera. Y por fin, los que podían sentir interés por aquellos dos
hombres, convinieron en que si Carton no podía llegar
a ser un león, por lo menos quedaba reducido a chacal y que en este carácter
prestaba excelentes servicios a Stryver.
—Son las diez,
señor —dijo el mozo de la taberna, a quien Carton encargara despertarle.— Las
diez, señor.
—¿Qué hay?
—Son las diez,
señor.
—¿Qué quieres
decirme con eso? ¿Las diez de la noche?
—Sí, señor.
Vuestro honor me ordenó despertarle.
—Es verdad. Ya
me acuerdo. Muy bien.
Después de
hacer algunos esfuerzos por dormirse otra vez, esfuerzos que contrarrestó el
mozo removiendo el fuego por espacio de cinco minutos, se levantó, se puso el
sombrero y salió. Se dirigió hacia el Temple y después de haberse refrescado
con un ligero paseo, se dirigió a casa de Stryver.
El oficial de
Stryver, que nunca asistía a estas conferencias, se había marchado ya a su
casa, y el mismo Stryver acudió a abrir la puerta. Iba en zapatillas, se cubría
con una bata y, para mayor comodidad, llevaba el cuello desabrochado. En sus
ojos se veían dos círculos amoratados, propios de los que llevan una vida
disipada.
—Llegas un
poco tarde —dijo Stryver.
—A la hora de
costumbre. Tal vez un cuarto de hora más tarde.
Se dirigieron
a una habitación algo obscura, cuyas paredes estaban cubiertas de libros y con
papeles por todas partes. El fuego estaba encendido y junto a él hervía una
tetera; y en medio de la balumba de papeles se veía una mesa, en la que había
algunas botellas de vino, de aguardiente y de ron, y también azúcar y limones.
—Veo que ya te
has bebido tu botella correspondiente, Sydney.
—Esta noche me
parece que han sido dos. He cenado con el cliente de hoy, o, mejor dicho, he
visto como cenaba. Es lo mismo.
—Me sorprendió,
Sydney, tu intervención acerca de la identificación del individuo. ¿Cómo te
fijaste en el parecido?
—Me fijé en
que era un hombre guapo y me dije que yo habría podido ser lo mismo si la
suerte me hubiese favorecido.
El señor
Stryver se echó a reír hasta el punto de que se movió su desarrollada panza.
—¡Tu suerte!
—exclamó.— Pero ¡ea! Vamos a trabajar.
De mala gana
el chacal se quitó algunas prendas de su vestido y, dirigiéndose luego a una
habitación vecina, regresó con un cubo de agua fría, una palangana y una o dos
toallas. Empapó éstas en el agua, las retorció para quitarles el exceso de
líquido y se envolvió la cabeza con ellas, cosa que le dio feísimo aspecto, y
sentándose a la mesa, exclamó:
—Estoy
dispuesto.
—Esta noche no
hay mucho que hacer, Sydney —exclamó Stryver mirando complacido los papeles.
—¿Cuánto?
—Dos procesos.
—Dame antes el
peor.
—Aquí está,
Sydney. Despáchalo pronto.
El león se
sentó en un sofá, a un lado de la mesa, en tanto que el chacal se aposentaba en
una silla, ante la mesa cargada de papeles y con las botellas y vasos al
alcance de su mano. Ambos hacían frecuentes libaciones, pero cada uno a su
modo, porque mientras el león estaba con las manos apoyadas en la cintura,
mirando al fuego, o bien consultando distraídamente un documento, el chacal,
por su parte, con las cejas fruncidas, estaba tan absorto en su tarea, que sus
ojos no seguían los movimientos de la mano y a veces tanteaba con ella por
espacio de un minuto, antes de hallar el vaso que llevar a los labios. Dos o
tres veces el asunto le pareció tan enrevesado, que el chacal halló necesario
levantarse y humedecer de nuevo sus toallas. Y de esos viajes en busca de agua
volvía de un modo tan excéntrico, que no hay palabras para describirlo y
resaltaba más aún por la gravedad que se pintaba en su rostro.
Por fin, el
chacal terminó la minuta para el león y se la ofreció. El león la tomó con
precaución, la leyó con cuidado, hizo algunas observaciones y el chacal las
tomó en cuenta. Cuando el asunto quedó suficientemente discutido, el león
volvió a apoyar las manos en la cintura y se quedó meditabundo. El chacal se
dio nuevos bríos con algunos tragos y nuevas aplicaciones de agua fresca a la
cabeza, y se dedicó a la confección de la segunda minuta, que entregó al león
de la misma manera, cuándo ya daban las tres de la madrugada.
—Ahora que
hemos terminado, Sydney, vamos a tomar un ponche —dijo Stryver.
El chacal se
quitó las toallas de la cabeza, que ya estaban casi secas, se desperezó,
bostezó y empezó a preparar el ponche.
—Tenías razón,
Sydney, por lo que se refiere a los testigos de hoy.
—Siempre la
tengo.
—No lo niego.
Pero, ¿qué te pasa que vienes tan malhumorado? Tómate un vaso de ponche y te
alegrarás.
El chacal
profirió un gruñido e hizo lo que su amigo le indicaba.
—Siempre ha
sido lo mismo —exclamó Stryver.— Tan pronto estás arriba como abajo; a veces
lleno de entusiasmo y a los dos minutos desesperado.
—Sí —contestó
el aludido dando un suspiro.— Soy el mismo Sydney, con la misma suerte. Ya
cuando estudiaba me dedicaba a hacer los temas y los ejercicios de los demás
muchachos y descuidaba los míos.
—Y ¿por qué?
—Sólo Dios lo
sabe. Porque era así.
—La verdad es,
Sydney —le dijo Stryver,— siempre has llevado mal camino. Careces de energía y
de voluntad. Mírame a mí.
Lo menos que
puedo pedirte —contestó Sydney— es que no me vengas con sermones.
—¿Cómo he
logrado lo que tengo? —exclamó Stryver. —¿Cómo hago lo que hago?
—En parte,
porque me pagas para que te ayude, supongo. Pero no hay necesidad de que me
dirijas reproches. La verdad es que siempre has hecho lo que has querido.
—Cuando
estudiábamos eras siempre el primero y yo el último.
—Porque me lo
proponía. Ya comprenderás que no nací en primera fila.
—Yo no estaba
presente en la ceremonia, pero creo que sí —exclamó Carton riéndose.— Pero
dejemos esta conversación y hablemos, si quieres, de otra cosa…
—Pues
hablaremos de la linda testigo...
—¿Quién es?—
preguntó Sydney malhumorado.
—La hermosa
hija del doctor Manette.
—¿Te parece
bonita?
—¿No lo es?
—No.
—¡Pero si fue
la admiración de toda la sala!
—¿Y quién ha
hecho de Old Bailey juez de belleza? ¡Aquella muchacha no era más que una
muñeca rubia!
—¿Sabes,
Sydney, que empiezo a sospechar que simpatizaste más de la cuenta con aquella
muñeca rubia y por eso viste en seguida que se ponía mala?
—Me parece que
no se necesita un anteojo para darse cuenta de que se desmaya una muchacha a
una yarda de distancia. Pero conste, por eso, que niego que aquella muchacha
fuese hermosa. Y si no tenemos nada más que beber me iré a la cama.
Stryver
acompañó a su amigo hasta la escalera, llevando una vela en la mano para
alumbrarle, pero ya se filtraba la luz del día a través de las sucias ventanas.
Cuando Sydney salió de la casa el aire era fresco, el cielo estaba sombrío, el
río tenebroso y la calle desierta. El aire de la mañana levantaba nubes de
polvo, como si a lo lejos estuvieran las arenas del desierto.
Lleno de
fuerzas que despilfarraba y en medio de un desierto como parecía la ciudad a
aquella hora, ante aquel hombre se ofreció el espejismo de honrosa ambición,
austeridad y perseverancia. En la encantada ciudad de su visión había hermosas
galerías espléndidas, desde las cuales lo miraban los amores y las gracias, y
había también jardines en que maduraban los frutos de la vida, y las aguas de la
esperanza brillaban ante sus ojos. Pero un momento después la visión
desapareció, y encaramándose a su alta habitación en una especie de pozo de
viviendas de casas, se echó sin desnudarse en la descuidada cama y mojó la
almohada con sus lágrimas.
El sol se
levantó tristemente, pero salió sobre una noche no más triste que aquel hombre
dotado de talento y de buen corazón, incapaz de dirigir convenientemente sus
cualidades, incapaz de ayudarse a sí mismo y de conquistar la felicidad, aunque
se daba cuenta de que cada vez se hundía más y más y por fin se abandonaba a su
lamentable destino.
Capítulo
VI.— Centenares de personas
La tranquila
vivienda del doctor Manette estaba situada en un rincón de una calle no muy
alejada de la plaza de Soho. Una tarde de domingo, cuando ya las oleadas de
cuatro meses habían pasado sobre la causa por traición, y se la llevaron mar
adentro, adonde ya no alcanzaba el interés ni el recuerdo de la gente, el señor
Jarvis Lorry recorría las calles llenas de sol desde Clerkenwell, donde vivía,
para ir a cenar en casa del doctor. Después de varias recaídas en la enfermedad
de sus negocios, que lo absorbían a veces por completo, el señor Lorry trabó
estrecha amistad con el doctor, y el tranquilo rincón de la calle en que vivía
fue, desde entonces, el rincón lleno de sol de su vida.
Aquella tarde
de domingo el señor Lorry se dirigía a Soho, muy temprano, por tres razones
habituales. La primera porque los domingos en que hacía buen tiempo, salía
muchas veces antes de cenar con el doctor y Lucía; la segunda porque, en los
domingos en que hacía mal tiempo, tenía la costumbre de permanecer con ellos
como amigo de la familia, conversando, leyendo, mirando por la ventana y, en
una palabra, pasando el día; y, tercera, porque tenía algunas dudas que le
interesaba resolver, y sabía que en ninguna parte
podría hallar la solución como en casa del doctor.
Habría sido
difícil encontrar en Londres un rincón más bonito que aquél en que vivía el
doctor. No lo atravesaba calle alguna y desde las ventanas de la parte
delantera de la vivienda se gozaba de la hermosa vista de la calle, que tenía
aspecto tranquilo y reposado. Entonces había pocos edificios al norte del
camino de Oxford y por allí cerca había bosquecillos y flores silvestres. A
consecuencia de eso, el aire era puro en los alrededores de Soho y cerca de
allí había una pared muy abrigada y soleada, junto a la cual maduraban los melocotones en su tiempo.
En la primera
parte del día aquel rincón estaba alumbrado por la luz del sol, pero cuando se
caldeaban las calles, el rinconcito quedaba en la sombra y era como un remanso
fresco y agradable, y excelente refugio de las ruidosas vías de la ciudad.
El doctor
ocupaba dos pisos de una casa grande y tranquila. En la vecindad, separado por
un patio en donde había un hermoso plátano, había un taller de órganos de
iglesia y además se cincelaba plata y batía oro un misterioso gigante, cuyo
brazo parecía brotar de la pared y ser también de oro, como él mismo se hubiese
convertido en este precioso metal y amenazara con igual suerte a todos los que
se acercaran. Estas industrias ocasionaban muy poco ruido y salvo el rumor
producido por algún vecino o por un guarnicionero que estaba en la tienda, nada
venía a turbar la paz y el silencio. De vez en cuando se veía un obrero que
cruzaba la calle, a un paseante que descubría aquel rincón o se oía el eco
lejano de algún martillazo. Estas eran las excepciones, para probar que la
regla era que allí se oyera solamente el piar de algunos gorriones y los ecos
que iban a morir en aquel rincón.
El doctor
Manette recibía a los enfermos que le habían proporcionado su antigua
reputación y el rumor de las desgracias que lo afligieran. Sus conocimientos
científicos, su cuidado y habilidad en los ingeniosos experimentos que llevaba
a cabo, le dieron cierta fama y ganaba lo bastante para cubrir sus necesidades.
Todo esto lo
sabía perfectamente el señor Jarvis Lorry, cuando tiró del cordón de la
campanilla de la casa del doctor en aquella hermosa tarde de domingo.
—¿Está en casa
el doctor Manette?
—No, señor.
—¿Y la
señorita Lucía?
—Tampoco.
—¿Y la
señorita Pross?
—Tal vez sí
—contestó la criada que, ignorante de las intenciones de la señorita Pross, no
se atrevió a contestar afirmativamente.
—Bueno, pues,
como me creo en mi casa, subiré.
A pesar de que
la hija del doctor nada conocía de la patria de su nacimiento, parecía haber
heredado de ella la habilidad de hacer mucho con pocos medios, lo cual es muy
útil y agradable. A pesar de que el mobiliario era muy sencillo, estaba
adornado por algunas chucherías, pero de muy buen gusto y el conjunto resultaba
muy lindo.
En el piso
bajo había tres habitaciones, cuyas puertas estaban abiertas para que por ellas
circulara el aire. El señor Lorry las recorría, mirando satisfecho su aspecto.
La primera era la mejor y en ella estaban los pájaros de Lucía, flores, libros,
una mesa escritorio, una mesa de trabajo y una caja de pinturas a la aguada; la
segunda era la sala de consulta del doctor, que también se utilizaba como,
comedor, y la tercera, junto a la cual se veían las ramas del plátano del
patio, era el dormitorio del doctor, y allí, en un rincón, se veía la banqueta
de zapatero y las herramientas que estuvieran en el quinto piso de la casa de
París en cuyos bajos tenía la taberna el señor Defarge.
—Es raro
—murmuró el señor Lorry— que conserve estas cosas que han de recordarle
inevitablemente sus sufrimientos pasados.
—Y ¿por qué os
extrañáis? —preguntó a su lado una voz que le sobresaltó.
Procedía de la
señorita Pross, la mujer de rostro colorado y de ligera mano con la que trabara
conocimiento en el Hotel del Rey Jorge, en Dover.
—Me
figuraba...— balbució el señor Lorry.
—¿Os
figurabais?...— replicó desdeñosamente la señorita Pross. Y en vista de que el
caballero no le decía nada más, le preguntó: —¿Cómo estáis?
—Muy bien,
muchas gracias —contestó suavemente el señor Lorry. ¿Y vos?
—Nada bien.
—¿De veras?
—De veras
—contestó la señorita Pross.— Estoy muy disgustada con lo que ocurre con la
señorita Lucía.
—¿De veras?
—¡Por Dios!
¿No sabéis contestar otra cosa que esas dos palabras? ¡Me estáis sacando de
quicio!
—¡Es posible!
—exclamó el señor Lorry.
—También me
fastidia eso, pero ya está algo mejor —exclamó la señorita Pross.— Pues, sí,
estoy muy disgustada.
—¿Se puede
saber el motivo?
—Pues que me
irrita sobremanera que docenas de personas, indignas de nuestra señorita,
vengan a cada momento a visitarla.
—Pero ¿son
tanto como docenas?
—¡Centenares!
—contestó la señorita Pross, una de cuyas características era la de exagerar
cualquiera de sus asertos si advertía que se ponía en duda la afirmación
original.
—¡Dios mío!
—dijo el señor Lorry.
—He vivido con
la señorita, o ella conmigo, desde que mi querida niña tenía diez años y me ha
pagado, cosa que yo habría rechazado, de haber hallado el modo de vivir sin
gastar. Y es verdaderamente muy duro.
Como no
advirtiera claramente qué cosa era dura, el señor Lorry se limitó a menear la
cabeza.
—Y toda clase
de gente, indigna de la pobre señorita, la están rondando continuamente. Cuando
vos empezasteis...
—¿Que yo
empecé, señorita Pross?
—¡Claro! ¿No
fuisteis vos el que devolvió a su padre a la vida?
—Bien, si esto
se puede llamar empezar...
—Creo que no
pretenderéis que fuese terminar. Pues bien; cuando empezasteis vos ya era
bastante duro; no porque haya observado ningún defecto en el doctor Manette, a
excepción de que no merece tener una hija como la que tiene, y eso no es falta
en él, porque en el mundo no existe quien sea digno de tal felicidad. Pero,
realmente, es muy duro tener aquí multitudes y extraordinario gentío, que andan
siempre en torno del padre, para robarme el afecto de la hija.
El señor Lorry
sabía que la señorita Pross era muy celosa, pero no ignoraba tampoco que bajo
tal capa de su excentricidad era una de las criaturas más generosas que se encuentran
solamente entre las mujeres capaces, por puro amor y admiración, de
constituirse en esclavas de la juventud cuando ellas ya la han perdido, de la
belleza que nunca poseyeron, de dones que jamás tuvieron la fortuna de alcanzar
y de las esperanzas que nunca brillaron en sus vidas sombrías. El señor Lorry
conocía bastante el mundo para saber que ningún servicio es mejor que el hecho
por amor, y que no está inspirado en ningún interés
mercenario, y por esta razón sentía tal respeto por la señorita Pross, que la
consideraba mucho más cerca de los ángeles que a muchas de las damas
favorecidas por la belleza y el arte y que tenían grandes sumas depositadas en
las cajas del Banco Tellson.
—No hay, ni
habrá nunca, un hombre digno de mi querida niña —dijo la señorita Pross.—
Solamente habría podido serlo mi hermano Salomón, si no hubiera tenido un
pequeño desliz en la vida.
El señor Lorry
tuvo ocasión de informarse acerca de la señorita Pross y así supo que su
hermano Salomón era un perfecto sinvergüenza, que le robó cuanto poseía, con
excusa de realizar un negocio y que luego, sin compasión alguna, la abandonó,
dejándola en la miseria más completa. Y aquella buena opinión de la señorita
Pross acerca de su hermano, deducción hecha de su pequeño desliz, era un motivo
más que contribuía a aumentar la buena opinión del señor Lorry sobre ella.
—Ya que se da
la feliz casualidad de que estamos solos y ambos somos personas de negocios
—dijo el señor Lorry,— permitidme preguntaros si el doctor se ha referido
alguna vez, hablando con Lucía, al tiempo en que se dedicaba a hacer zapatos.
—Nunca.
—Pues ¿por qué
conserva esa banqueta y las herramientas?
—Tal vez trata
de ello consigo mismo —replicó la señorita Pross.
—¿Creéis que
piensa en ello alguna vez?
—Sí, lo creo.
—¿Imagináis?...—
empezó a decir el señor Lorry, pero la señorita Pross lo interrumpió diciendo:
—No imagino
nada. No tengo imaginación.
—Bueno, lo
diré de otra manera. ¿Suponéis... porque espero que alguna vez llegaréis a
suponer?
—A veces.
—Pues bien.
¿Suponéis si el doctor tiene opinión formada acerca de la causa de su prisión o
de quién tuvo la culpa de ella?
— En este
asunto no supongo más de lo que me dice mi niña.
—¿Y es...?
—Que se figura
que su padre sabe todo eso.
—No os enoje
porque no soy otra cosa que un hombre de negocios, y vos también sois mujer que
entiende en ellos. Encuentro muy raro que el doctor Manette, inocente como es
él de todo crimen, no quiera hablar nunca de este asunto. Y no ya conmigo, a
pesar de que estuvimos antiguamente en relaciones de negocios, sino con su
hermosa hija, a quien tanto quiere. Creedme, señorita Pross, si os hablo de eso
no es por curiosidad, sino por el interés que el doctor me inspira.
—Lo que me
figuro es que si el doctor no habla de ello, es porque tiene miedo.
—¿Miedo?
—Sí, miedo. El
recuerdo es, realmente, espantoso y, además, porque durante su prisión perdió
la conciencia de sí mismo. Y como no sabe cómo perdió la inteligencia, ni cómo
la ha recobrado, no puede tener la seguridad de que no la perderá otra vez. Y
ya comprendéis que el asunto no es nada agradable.
—Es verdad
—contestó el señor Lorry después de admirar la profunda observación de su
interlocutora.— Pero me temo que no sea muy conveniente para el doctor Manette
guardar en su interior estos recuerdos y estos temores.
—No se puede
evitar — replicó la señorita Pross.— Y es mejor no hablarle de ello.
Muchas veces,
a altas horas de la noche, le oigo pasear por su cuarto, arriba y abajo. Su
hija ya sabe que, cuando eso ocurre, su pobre padre pasea mentalmente de un
lado a otro de su calabozo. Entonces acude a su lado y lo acompaña en su paseo,
hasta que se tranquiliza. Pero él no dice nunca una palabra acerca de su
agitación y la pobre niña cree mejor no hablarle tampoco de ello. Y
silenciosos, pasean los dos, hasta que el amor y la compañía de su hija hacen
que el doctor se calme.
Mientras
estaban así hablando, se oyeron pasos y la señorita Pross exclamó:
—Aquí vienen,
y pronto vamos a tener centenares de visitas.
Aparecieron
pronto el padre y la hija, y la señorita Pross acudió a su encuentro. En cuanto
llegó Lucía, la buena señorita Pross le quitó el sombrero, lo golpeó con su
pañuelo para quitarle el polvo, y ahuecó el dorado cabello de la joven, tan
satisfecha como si fuera el suyo propio y ella fuese la mujer más hermosa del
mundo. Lucía la abrazó, protestando de tales cuidados, pero no se opuso a ello
para que la pobre mujer no se retirara llorando a su habitación. El doctor
miraba sonriendo a las dos mujeres, diciendo que la señorita Pross echaba a perder
a Lucía, en tanto que el señor Lorry contemplaba la escena y daba gracias a la
Providencia de los solterones por haberle deparado un hogar en los últimos años
de su vida. Pero por el momento no se presentaban los centenares de visitantes
y el señor Lorry esperaba en vano que se cumpliese la predicción de la señorita
Pross.
Llegó la hora
de la cena y los centenares de visitantes sin dejarse ver. La señorita Pross
gobernaba la casa, y las cenas que preparaba, aunque modestas, estaban
exquisitamente guisadas y no se podía pedir nada mejor.
El día era muy
caluroso y, después de comer, Lucía propuso ir a tomar el vino bajo el plátano.
Lo hicieron así, pero los centenares de visitantes no daban señales de vida. A
poco, sin embargo, llegó el señor Darnay, pero éste no era más que uno.
El doctor
Manette lo recibió con la mayor bondad y también Lucía lo acogió con la mayor
amabilidad. La señorita Pross se sintió algo indispuesta y se retiró a su
habitación. El doctor estaba muy bien y parecía más joven de lo que era en
realidad, y en tales ocasiones la semejanza que tenía con su hija se acentuaba
considerablemente.
Habían estado
hablando de diversos asuntos, cuando Darnay preguntó de pronto:
—Decidme,
doctor, ¿habéis tenido ocasión de visitar la Torre?
—Con Lucía la
visitamos una vez, pero sin fijarnos gran cosa.
—Ya sabéis que
estuve allí —dijo Darnay sonriendo y ruborizándose ligeramente, —aunque no como
visitante y desde luego sin facilidades para verlo todo. Pero mientras estuve
allí me refirieron una cosa curiosa.
—¿Qué es ello?
—preguntó Lucía.
—En cierta
ocasión en que se hicieron algunas obras, unos obreros llegaron a un antiguo
calabozo, que permaneció olvidado durante muchos años. Todas las piedras de las
paredes estaban cubiertas de inscripciones grabadas por los presos y que se
referían a fechas, a nombres, a quejas y a plegarias. En un ángulo un preso
que, probablemente, fue ejecutado, esculpió cuatro letras, desde luego con un
instrumento poco apropiado, con alguna prisa y con manos poco hábiles. Al principio
se leyeron como G. A. V. A., pero examinándolo mejor, se advirtió que la
primera letra era una C. No había rastro de ningún preso a cuyo nombre pudieran
corresponder estas iniciales y se hicieron muchas conjeturas para explicar el
significado de aquellas letras, hasta que alguien dijo que no eran iniciales,
sino que formaban una palabra: “Cava”. Entonces se examinó cuidadosamente el
suelo, al pie de la inscripción, y en la tierra, debajo de una losa o de un
ladrillo se encontraron restos de papel juntamente con los restos de un saquito
de cuero. No se pudo leer lo que escribiera el desconocido preso, que sin duda
escribió algo y lo enterró para que el carcelero no se enterase.
—¡Padre mío!
—exclamó en aquel momento Lucía. ¿Estáis enfermo?
En efecto, el
doctor se puso repentinamente en pie y el aspecto de su rostro asustó a todos.
—No, querida
mía, no estoy enfermo. Han caído algunas gotas de lluvia y me he sobresaltado.
Mejor sería que entrásemos.
Casi enseguida
se repuso. En efecto, caían gruesas gotas de lluvia, pero el doctor no hizo el
más pequeño comentario acerca de la historia que acababa de referir Darnay, y
aunque, de momento, el señor Lorry se alarmó, al observar su aspecto, pudo
creer que se había engañado.
Llegó la hora
del té, que sirvió la señorita Pross, y a todo eso no se habían presentado aún
los centenares de personas que parecían empeñados en no darse a conocer. Es
verdad que llegó Carton, pero sumándolo a Darnay, solamente eran dos personas.
La noche era
tan calurosa que, a pesar de tener abiertas todas las ventanas, los reunidos
estaban bañados en sudor.
Mientras
tanto, como era evidente que se acercaba la tormenta, aprovechando aquellos
momentos de relativa calma, pues apenas llovía, se oyó el rumor de numerosos
pasos de las personas que echaban a correr en busca de cobijo.
—Parece como
si contra nosotros viniese una multitud —observó Lucía a sus compañeros.— Como
si amenazasen a mi padre y a mí.
—Que vengan
contra mí — dijo Carton.— En este momento está dispuesta a venir contra nosotros
una muchedumbre... la veo a la luz del rayo —añadió en el momento en que un
rayo teñía el firmamento de viva luz.— Y ahora me parece que la oigo —añadió en
cuanto resonó el trueno. Aquí viene toda esa gente, a toda prisa, furiosa...
En aquel
momento empezó a diluviar de tal manera que el ruido casi apagó la voz de
Carton. A la lluvia se mezclaron los relámpagos y los truenos, de manera que el
estruendo era ensordecedor, y así continuó largo rato hasta que salió
nuevamente la luna.
Resonó en San
Pablo la una de la madrugada, cuando el señor Lorry salía escoltado por
Jeremías que llevaba un farol encendido.
—¡Vaya una
noche! —exclamó el anciano dirigiéndose al señor Roedor.— ¡Como para que
salieran los muertos de sus tumbas!
—No he visto
nunca una noche así, señor —replicó Jeremías,— ni que sea capaz de hacer eso
que decís.
—Buenas
noches, señor Carton —dijo el anciano banquero.— Buenas noches, señor Darnay.
¿Volveremos a ver juntos una noche como ésta?
Tal vez.
Quizás, también, verían cómo la multitud feroz y rugidora se arrojaría sobre
ellos.
Capítulo
VII.— Monseñor en la ciudad
Monseñor, uno
de los grandes señores que gozaban del favor de la Corte, daba su reunión
quincenal en su hermoso hotel de París. Monseñor estaba en su habitación
particular, el sagrario para la multitud de adoradores que esperaba en las
habitaciones exteriores. Monseñor se disponía a tomar el chocolate. Con la
mayor facilidad, Monseñor podía tragar infinidad de cosas, y hasta algunos
maliciosos lo suponían capaz de tragarse a Francia entera y con la mayor
rapidez; pero el chocolate que tomaba por las mañanas no podía pasar por el
gaznate de Monseñor sin el auxilio de cuatro hombres vigorosos, además del
cocinero.
Sí, en eso
empleaba cuatro hombres, todos ellos adornados con muchas condecoraciones, y el
jefe de ellos no habría podido vivir sin llevar dos relojes de oro en su
bolsillo, impulsado por la emulación, y los cuatro eran necesarios para que el
feliz chocolate llegase a los labios de Monseñor. Un lacayo llevaba la
chocolatera hasta la sagrada presencia; otro picaba el chocolate con un
instrumento expresamente reservado para este menester; el tercero presentaba la
favorecida servilleta y el cuarto (el de los dos
relojes) vertía el chocolate en la taza. Le habría sido imposible a Monseñor
prescindir de uno sólo de aquellos hombres para tomarse el chocolate y así
ocupaba su alto sitio bajo la admiración de los cielos. Sin duda alguna habría
caído una gran mancha en el blasón del señor si tomara el chocolate servido
solamente por tres hombres, pero de haber sido servido solamente por dos, no
hay duda de que ello hubiese sido causa de su muerte.
Monseñor
asistió la noche anterior a una cena de confianza, en la que estaban
representadas, de un modo encantador, la Comedia y la Opera. Muchas noches
cenaba Monseñor en agradable compañía, y Monseñor era tan exquisitamente amable
y tan fino, que la Comedia y la Opera tenían en él más influencia en los
engorrosos asuntos y secretos de Estado que las necesidades de Francia.
Monseñor tenía
una noble idea de los negocios públicos, que consistía en dejar que cada cosa
siguiera su natural curso. En cuanto a los, negocios particulares, Monseñor
tenía también la noble idea de que todo debía seguir su camino corriente, es
decir, que habían de redundar en beneficio de la autoridad y del bolsillo de
Monseñor. Con respecto a sus placeres, generales y particulares, Monseñor tenía
otra noble idea y era la de que el mundo se había hecho para ellos. Su divisa,
era la siguiente: “La tierra y todo lo que contiene
es mía.”
Sin embargo,
Monseñor se había percatado de que en sus negocios, tanto públicos como
particulares, surgían las dificultades cada vez mayores; por eso, aunque a
regañadientes, no tuvo otro remedio que aliarse con un Arrendatario General que
debía cuidar de la hacienda pública, porque Monseñor no entendía nada de ello,
y para que cuidase de su hacienda particular, porque los Arrendatarios
Generales eran ricos, y Monseñor, después de varias generaciones de antepasados
que vivieron con el mayor lujo, se estaba
empobreciendo. Por eso Monseñor saco a una hermana suya del convento, antes de
que profesara y la dio como premio a un riquísimo Arrendatario General de
humilde familia. El cual, empuñando un bastón adornado por una manzana de oro,
se hallaba con los demás en las habitaciones exteriores, mirado con el mayor
desprecio por todos, incluyendo a su propia esposa.
El
Arrendatario General era un hombre muy suntuoso. Tenía treinta caballos en las
cuadras, veinte criados estaban desparramados por sus antesalas y seis
doncellas atendían a su esposa. Y en su calidad de hombre que pretendía no
dedicarse más que a pillar y saquear donde podía, el Arrendatario General, a
pesar de que sus relaciones matrimoniales debían de haberlo conducido a la
moralidad social, era, por lo menos, el más real y sincero entre los personajes
que aquel día habían acudido al hotel de Monseñor.
Aquellos
salones, a pesar de que ofrecían un aspecto magnífico y digno de ser
contemplado, pues estaban espléndidamente decorados y alhajados con todo el
gusto y el arte de la época, en aquellos salones los asuntos no andaban bien,
como habrían opinado los desarrapados que no estaban muy lejos. En efecto,
había allí militares que no tenían el más pequeño conocimiento militar; marinos
que ignoraban por completo lo que era un barco; empleados civiles que carecían
de la menor noción de los negocios; eclesiásticos
desvergonzados, de ojos sensuales, sueltas lenguas y costumbres muy liberales;
todos ellos inútiles para los cargos que desempeñaban. Abundaban también las
personas que desconocían los caminos honrosos en la vida, los doctores que
hacían fortunas curando imaginarios males a sus pacientes, arbitristas que
tenían remedios para todos los pequeños males que sufría la nación, filósofos
ateos que trataban de arreglar el mundo con palabras y que conversaban con
químicos también ateos, que perseguían la transmutación de los metales.
Exquisitos caballeros de la mejor cuna se daban a conocer por la indiferencia
que demostraban por todo asunto de interés humano. Y en los hogares que dejaran
las notabilidades que llenaban los salones, los espías de Monseñor, que por lo
menos eran la mitad de los concurrentes, no habrían podido hallar una mujer
digna de ser madre. En realidad, a excepción de poner una criatura en el mundo,
cosa que no da casi derecho al título de madre, poco más conocían aquellas
mujeres de tan sagrado ministerio. Las campesinas conservaban a su lado a sus
hijitos desprovistos de elegancia y los criaban y educaban, pero en la Corte
las encantadoras abuelas de sesenta años se vestían y bailaban como si tuviesen
veinte años.
La lepra de la
ficción desfiguraba a todos los que acudían a hacer la corte a Monseñor. En una
de las estancias más retiradas había, tal vez, media docena de individuos excepcionales,
que, durante unos años sintieron el temor de que las cosas no marchaban bien. Y
con el deseo de ver si las mejoraban, la mitad de ellos habían ingresado en la
secta fantástica de los convulsionistas, y deliberaban entre sí acerca de la
conveniencia de echar espumarajos por la boca, rabiar, rugir y ponerse
catalépticos, para ofrecer así a Monseñor un indicio
que pudiera guiarle en lo futuro. Además de estos derviches había otros tres
que ingresaron en otra secta, que arreglaba todos los asuntos hablando
confusamente de un “Centro de la Verdad” y sosteniendo que el Hombre había
salido de este Centro de la Verdad, pero que no había salido de la
circunferencia, y que debía tenderse a que no saliera de ella y regresara al
Centro, por medio del ayuno y de las visitas de los espíritus.
Pero había el
consuelo de que todas las personas que concurrían a los salones de Monseñor
vestían admirablemente. Si el Día del Juicio debiera ser una exposición de
trajes, todos los concurrentes al hotel de Monseñor habrían alcanzado premio.
Aquellos cabellos rizados, empolvados y engomados, aquellos cutis tan retocados
y compuestos, aquellas magníficas espadas y el honor que se hacía al sentido
del olfato, eran más que suficientes para que las cosas marchasen siempre por
los mismos derroteros. Los exquisitos caballeros de
las mejores casas llevaban dijes de toda clase que resonaban agradablemente a
cada uno de sus lánguidos pasos, como si fueran áureas campanillas, y aquel
delicado sonido, el roce de la seda, del brocado y del finísimo lino, eran
bastantes para que los miserables hambrientos del barrio de San Antonio se
alejaran precipitadamente.
El traje era
el infalible talismán y el encanto que se utilizaba para que todas las cosas
siguieran en sus sitios. Todos parecían vestir para concurrir a un baile de
máscaras interminable. Y aquel baile de trajes empezaba en las Tullerías y en
Monseñor, pasando por la Corte entera, por las das Cámaras, los Tribunales de
justicia y, toda la sociedad, a excepción de los de sarrapados, hasta llegar al
verdugo, a quien se exigía que oficiara con el cabello rizado, empolvado, con
una casaca llena de galones dorados y con las piernas cubiertas por medias de
seda blanca. Y el señor París, como le llamaban sus hermanos de profesión, el señor
Orleáns y los demás de provincias, presidía espléndidamente vestido. Nadie,
pues, en aquella recepción de Monseñor, del año de Nuestro Señor mil
setecientos ochenta, podría haber dudado de un sistema que contaba con un
verdugo rizado, empolvado y magníficamente vestido.
Una vez
Monseñor hubo liberado de sus cargas a los cuatro hombres que le servían el
chocolate, mandó abrir las puertas del santuario y salió. Entonces tuvo lugar
una verdadera lucha de sumisión, de adulación y de servilismo y hasta de humillación
abyecta. En sus manifestaciones de respeto y de afecto hicieron tanto que ya no
quedó, nada para los mismos cielos, pero de ello no se preocupaban los
adoradores de Monseñor.
Pronunciando a
veces una palabra de promesa, dirigiendo una sonrisa hacia un feliz esclavo y
haciendo una seña con la mano a otro, el señor pasó afable a través de aquellos
salones. Luego Monseñor dio media vuelta y regresó por el mismo camino y así se
encerró nuevamente en su santuario y ya no se le vio más.
Una vez
terminada la recepción todos los cortesanos se marcharon y por las escaleras
resonaban los dijes y cadenas. Solamente quedó una persona de entre todos, la
cual, con el sombrero bajo el brazo y la caja de rapé en la mano, pasaba
lentamente mirándose a los espejos.
—¡Así te vayas
al diablo!— exclamó aquella persona deteniéndose ante la última puerta y
mirando en dirección al santuario.
Dicho esto se
sacudió el rapé de los dedos y bajó apresuradamente la escalera.
Era un hombre
de unos sesenta años, magníficamente vestido, de modales altaneros y con rostro
que más parecía una finísima careta, pues era de palidez transparente y de
facciones claramente definidas y expresivas. La nariz, muy bien formada,
mostraba una ligera depresión en cada una de sus ventanas y en las que
radicaba, precisamente, la única alteración visible en su rostro. A veces
cambiaban de color al contraerse o dilatarse y, en general, el rostro expresaba
la crueldad y la perfidia. Pero no podía negarse que
era hermoso. Su propietario bajó las escaleras, desembocó en el patio, subió a
su carroza y salió. Pocas personas hablaron con él durante la recepción;
permaneció algo alejado de los demás y Monseñor podía haberle demostrado un
poco más de afecto al pasar. Y en aquellos momentos, ya dentro de su carroza,
le parecía agradable que la gente se dispersara apresuradamente ante sus
caballos, escapando por milagro de ser atropellada.
El cochero
guiaba como si quisiera cargar contra un enemigo, pero ello no pareció importar
gran cosa al señor. A veces se oían en el interior de la carroza los gritos de
los que, aun en aquella época sorda y muda protestaban de aquel modo de
recorrer las calles que ponía en peligro la vida de los que iban a pie, pero
nadie se impresionaba por eso y los pobres desgraciados habían de evitar el
peligro del mejor modo posible.
Con al mayor
estruendo y una falta de consideración que apenas se puede comprender, recorría
la carroza las calles, rodeada casi siempre por un coro de gritos de mujeres y
de exclamaciones de los hombres que se guarecían y apartaban a los niños del
camino del vehículo. Por último, al volver una esquina, junto a una fuente, una
de las ruedas dio un salto sobre algo que se interpuso en su camino y en el
acto resonó un grito de muchas voces y los caballos retrocedieron asustados.
A no ser por
eso, la carroza habría continuado el camino, como hacían siempre aunque
quedaran atrás los pobres atropellados, pero el lacayo echó pie a tierra y en
el acto veinte manos se apoderaron de las riendas.
—¿Qué ocurre?
—preguntó el señor mirando tranquilamente a la calle.
Un hombre
alto, con un gorro de dormir que le cubría la cabeza, recogió algo de entre las
patas de los caballos, lo depositó en la pila de la fuente e inclinado sobre el
barro aullaba como un animal.
—Perdón, señor
marqués —contestó humildemente un desgraciado vestido de harapos.— Es, un niño.
—¿Por qué
grita de tal modo ese hombre? ¿Es su hijo?
—Perdonad,
señor marqués... es una desgracia... sí.
La fuente
estaba algo apartada de la carroza, por que allí la calle formaba una especie
de plazuela. De pronto el hombre que gritaba junto a la fuente, se levantó y,
corriendo, se acercó a la carroza. El marqués llevó la mano a la empuñadura de
su espada.
—¡Muerto!—
gritó el pobre hombre, presa de la desesperación, con los brazos extendidos
sobre su cabeza y mirando al señor.— ¡Muerto!
La gente se
congregó en torno del vehículo y miraba al marqués y en los ojos de todos no se
advertía más que ansiedad y temor, pero no cólera ni amenaza. Ninguna de
aquellas personas dijo nada y después de aquel primer grito reinó el silencio.
La voz de aquel hombre humilde que habló con el marqués era sumisa y queda. El
señor marqués paseó sus miradas por todos ellos, como si fueran ratas que
salieran de sus escondrijos.
Sacó la bolsa
y exclamó:
—Es
extraordinario que no sepáis cuidar de vuestros hijos y de vosotros mismos.
Siempre hay
alguno en el camino de mi carroza. ¿Cómo puedo estar seguro de que no habéis
hecho daño a mis caballos? ¡Dadle eso!
Sacó una
moneda de oro que entregó al criado, y todas las miradas estuvieron atentas
cuando caía. El hombre alto gritó nuevamente con voz que nada tenía de humana:
“¡Muerto!”
Lo detuvo un
hombre que llegaba entonces, y a quien los demás dejaron libre paso.
Al verlo, el
desgraciado se echó en sus brazos, llorando y señalando a la fuente en donde
algunas compasivas mujeres se inclinaban sobre el cadáver del desgraciado niño;
aquéllas, como los hombres, guardaban silencio.
—¡Ya lo sé!
¡Ya lo sé! —exclamó el recién llegado.— ¡Sé hombre, Gaspar! Mejor es para tu
pobre hijo haber muerto que llevar la vida que le esperaba. Ha muerto en un
instante, sin sufrir.
—Eres un
filósofo —dijo el marqués sonriendo.— ¿Cómo te llamas?
—Defarge.
—¿Qué haces?
—Soy vendedor de vino, señor marqués.
—Toma,
filósofo y vendedor de vino –dijo entregándole una moneda de oro,— y gástatela
en lo que quieras. ¿No les ha ocurrido nada a los caballos?
Y sin dignarse
mirar por segunda vez a la gente que se había reunido, el señor marqués se
reclinó de nuevo en su asiento y se alejó, como si hubiera causado un ligero
estropicio y lo pagara generosamente. De pronto se sobresaltó al ver que algo
entraba por la ventanilla de su carruaje e iba a caer al suelo.
—¡Para! —gritó
el marqués.— ¡Para! ¿Quién ha tirado eso?
Miraba al
lugar en que momentos antes viera a Defarge, el vendedor de vino; pero allí
estaba el desgraciado padre inclinado, al suelo y a su lado había una mujer
haciendo calceta.
—¡Perros!—
exclamó el marqués sin que su rostro se alterase en lo más mínimo, a excepción
de que las ventanas de su nariz estaban contraídas.— ¡Con gusto os atropellaría
a todos y os exterminaría! Si conociera al canalla que arrojó la moneda contra
mí, capaz sería de hacer pasar la carroza sobre su cuerpo.
Pero tan
atemorizados estaban ya y tan convencidos de que aquel hombre podría llevar a
cabo sus amenazas, que no se levantó una voz ni una mirada, por lo menos entre
los hombres. Pero una mujer, que estaba haciendo calceta, miró al marqués en el
rostro.
La dignidad
del potentado no le permitió fijarse en ello y su olímpica y desdeñosa mirada
pasó sobre ella y sobre las demás ratas, y, reclinándose de nuevo en su
asiento, ordenó:
—¡Adelante!
Pasó la
carroza y rápidamente pasaron otras, por el mismo sitio, en desenfrenada
carrera; pasaron el ministro, el arbitrista del Estado, el Arrendatario
General, el doctor, el abogado, el eclesiástico, los artistas de la Opera, de
la Comedia y, en una palabra, todos los que tomaban parte en el baile de
máscaras. Las ratas salían a veces de sus agujeros para mirar y durante horas
enteras se quedaban mirando, aunque a veces los soldados y la policía se
interponían entre ellos y el espectáculo que contemplaban. El desgraciado padre
se había llevado el triste bulto, y se escondió con él, y solamente quedó la
mujer que hacía calceta con la rapidez de la Parca. Allí estaba observando cómo
corría el agua de la fuente y cómo el día corría hacia la tarde, así como la
vida de la ciudad corría a la muerte que a nadie espera, y mientras tanto las
ratas estaban durmiendo en sus agujeros y el baile de máscaras continuaba entre
luces y las cosas seguían su curso.
Capítulo
VIII.— Monseñor en el campo
Un paisaje
encantador, en el que brillaba el trigo aunque no abundante. En algunos campos
se cultivaba el centeno, aunque habrían podido dedicarlos a trigo, y en otros
se veían guisantes y habas, pobres sustitutivos del trigo. El señor marqués iba
en su carroza de viaje (que podría haber sido más ligera) tirada por cuatro
caballos de posta; la guiaban dos postillones y subía entonces una cuesta. El
color que se veía entonces en las mejillas del marqués nada decía contra su
buena cuna, pues se debía a una circunstancia externa, a la que no alcanzaba su
autoridad, pues era el sol que se ponía.
Tan rojos eran
los resplandores que el astro derramaba sobre la carroza, cuando llegaba a lo
alto de la colina, que su ocupante estaba rodeado de rojiza luz.
—Pronto se
pondrá —dijo el señor marqués mirándose las manos.
En efecto, el
sol estaba tan bajo que se ocultó enseguida. Cuando se hubieron apretado los frenos
sobre las ruedas y la carroza emprendió el descenso, desapareció en el acto el
rojizo resplandor. Se ofreció a los ojos del marqués un terreno quebrado, una
aldea al pie de la colina, una llanura que terminaba en un altozano, la torre
de una iglesia, un molino de viento, un bosque para la caza y una fortaleza que
se usaba como prisión, situada junto a un despeñadero. Miraba el marqués todas
esas cosas a la luz del crepúsculo con la expresión de quien llega a su país.
El pueblo
tenía solamente una pobre calle, en la que había una pobre taberna, una tenería
muy pobre, una cervecería pobre, una cuadra pobre para los relevos de caballos,
una fuente pobre y la gente pobre. Muchos de los habitantes del pueblo estaban
sentados a la puerta de sus casas, aderezando cebollas de desecho y otras cosas
por el estilo para la cena, en tanto que otros, junto a la fuente, lavaban
hojas y hierba y los míseros productos comestibles que producía la tierra. No
faltaban señales de lo que hacia pobres a aquella gente desgraciada: los
impuestos del Estado, los diezmos para la iglesia, los impuestos para el señor,
los impuestos locales y generales, habían de ser pagados sin remedio, de
acuerdo con un cartel fijado en el pueblo de modo visible, y lo que más raro
parecía es con todos esos impuestos estuviera el pueblecillo todavía en pie.
Pocos niños se
veían y ningún perro. En cuanto a los hombres y a las mujeres, sus esperanzas
en esta tierra se comprendían o en vivir de la manera más mísera en el pueblo,
a la sombra del molino, o gemir en la prisión de la fortaleza que dominaba el
despeñadero.
Anunciado por
un correo que lo precedía y por el restallar de los látigos de los postillones
que ondulaban como sierpes por encima de sus cabezas, como si llegase servido
por las furias, el señor marqués llegó en su carroza a la puerta del relevo.
Estaba cerca de la fuente y los campesinos interrumpieron sus ocupaciones para
mirarlo. El también los miró y vio en ellos, aunque sin darse cuenta, la
miseria que se pintaba en sus rostros y que hizo proverbial la delgadez de los
franceses e ingleses por espacio de más de un siglo,
cuando ya las cosas habían cambiado.
El señor
marqués posó la mirada sobre los humildes rostros que se inclinaban ante él,
así como él se inclinó ante Monseñor en la Corte —aunque la diferencia estaba
en que los que tenía delante se inclinaban para sufrir y no para hacerse
gratos— cuando un peón caminero vino a reunirse con el grupo.
—Tráeme a ese
hombre —ordenó el marqués al correo.
Se acercó el
peón caminero gorro en mano y los demás campesinos se aproximaron deseosos de
ver y de oír, de la misma manera que lo hicieran los parisienses.
—¿Te pasé en
el camino?
—Es verdad,
Monseñor. Tuve el honor de que pasarais a mi lado.
—¿Tanto al
subir como al bajar la colina?
—En efecto,
Monseñor.
—¿Qué mirabas
con tanta atención?
—Monseñor,
miraba al hombre.
Hizo una pausa
y con la punta de su gorro azul señalaba la parte inferior de la caja de la
carroza y todas sus paisanos se inclinaron para mirar.
—¿Qué hombre,
animal? ¿Y por qué miras ahí?
—Perdonad,
Monseñor, iba colgado de la cadena del freno.
—¿Quién?
—preguntó el viajero.
—El hombre,
Monseñor.
—¡Así se os
lleve el diablo, idiotas! ¿Cómo se llama ese hombre? Tú conoces a toda la gente
de por aquí. ¿Quién era?
—Piedad,
Monseñor. No era de este país y no lo había visto en los días de mi vida.
—¿Colgado de
la cadena? ¿Ahorcado?
—Con vuestro
permiso, Monseñor, eso era lo más maravilloso. Llevaba la cabeza colgando...
así.
Se volvió
hacia el carruaje, se tendió de espalda con la cara vuelta al cielo y la cabeza
colgando. Luego se puso en pie de nuevo e hizo una reverencia.
—¿Cómo era?
—Monseñor, más
blanco que el molinero. Iba todo cubierto de polvo, blanco como un espectro y
alto como un aparecido.
Tal retrato
produjo inmensa sensación en los oyentes, pero todos los ojos miraban al
marqués, tal vez para observar si tenía algún espectro en la conciencia.
—La verdad es
que obraste perfectamente— exclamó el marqués. Ves a un ladrón que acompaña mi
carroza y no eres capaz de abrir la boca para gritar. ¡Bah! Soltadlo, señor
Gabelle.
El señor
Gabelle era el maestro de postas y desempeñaba otros cargos oficiales, como el
de recaudador de impuestos, y se había presentado obsequiosamente para ayudar
en el interrogatorio y se apresuró a agarrar por el brazo al peón caminero.
—Prended a ese
desconocido si se acerca esta noche al pueblo y cercioraos de que es un hombre
honrado.
—Monseñor, me
cabrá el honor de obedecer vuestras órdenes.
—¿Huyó
aquel?... ¿Pero dónde está ese maldito?
El maldito
estaba nuevamente bajo el carruaje con medía docena de amigos particulares,
señalando la cadena con su puntiagudo gorro azul. Pero otra media docena de
amigos se apresuraron a sacarlo y lo presentaron jadeantes, al señor marqués.
—¿Viste si
aquel hombre huyó cuando nos detuvimos para apretar los frenos?
—Monseñor, vi
que se arrojaba por la pendiente de la colina, de la misma manera como cuando
alguien se arroja al río.
—Está bien.
Gabelle, averiguadme eso. ¡En marcha!
La media
docena de campesinos estaba aún entre las ruedas, mirando la cadena, y la
carroza echó a correr tan impensadamente que por milagro salvaron la piel y los
huesos.
La velocidad
de la carroza, bastante grande al salir del pueblo, fue aminorando a medida que
ascendía por la pendiente que tenía delante, hasta que llegó al paso. La noche
de verano era hermosa y los postillones, asaltados por los mosquitos,
procuraban ahuyentarlos con las cuerdas de los látigos; el lacayo iba andando
al lado de los caballos y a corta distancia se oía el trote del caballo que
llevaba al correo.
En el punto
más alto de la colina había un pequeño cementerio, con una cruz y la imagen del
Crucificado. Era obra de algún artista rústico; pero la figura, tallada en
madera, era copiada de la realidad. Por eso el Cristo estaba tan flaco.
Junto al
Crucifijo estaba arrodillada una mujer y cuando la carroza llegó junto a ella
volvió la cabeza y se acercó a la portezuela.
—¡Monseñor!
—exclamó.— ¡Monseñor, he de haceros una súplica!
—¡Qué hay!
—exclamó el marqués con impaciencia.— ¿Una petición?
—¡Por el amor
de Dios, Monseñor! ¡Mi marido, el guardabosque...!
—¿Qué le pasa
a tu marido? ¡Siempre lo mismo con esta gente! ¿Que no puede pagar?
—Ya no ha de
pagar nada, Monseñor. Ha muerto.
—Perfectamente.
Ya tiene paz. ¿Puedo devolvértelo?
—¡Por
desgracia no, Monseñor! ¡Pero está enterrado ahí, bajo la hierba!
—¿Y qué?
Miró a la
mujer que parecía vieja, pero era joven. La pobre retorcía sus manos nudosas y
luego puso una sobre la portezuela que acariciaba como si fuera un pecho humano
y quisiera ablandarlo.
—¡Monseñor,
oídme! Mi marido murió de hambre; muchos morimos de lo mismo.
—¿Qué quieres?
¿Puedo alimentarlos a todos?
—Dios lo sabe,
Monseñor, pero no pido nada de eso. Lo que os pido, Monseñor, es un trozo de
piedra o de madera que lleve el nombre de mi marido, pues de otra manera se
olvidará pronto en qué lugar reposa. ¡Os lo ruego, Monseñor!
El lacayo
separó a la mujer y el carruaje avanzó al trote de los caballos, de manera que
la pobre se quedó muy pronto atrás. Monseñor, mientras tanto, escoltado
nuevamente por las furias, recorría rápidamente la legua que lo separaba de su
castillo.
A su alrededor
estaban los dulces aromas de la noche estival y lo perfumaban todo de la misma
manera como la lluvia cae imparcialmente sobre los que están sucios de polvo,
sobre los miserables cubiertos de harapos y sobre el grupo agobiado por el
trabajo que estaba en la fuente no lejana; y a quienes el peón caminero, con
ayuda de su gorro azul, sin el cual no era nada, les hablaba aún de aquel
hombre parecido a un espectro que iba debajo de la carroza de monseñor el
marqués. Gradualmente desertó el auditorio y parpadearon algunas luces en las
casuchas, luces que, en vez de apagarse, no parecía sino que habían huido al
cielo para convertirse en estrellas.
Mientras tanto
a los ojos del señor marqués se presentó la sombría masa de una enorme casa, de
alto tejado y rodeada de árboles; de pronto la sombra desapareció ante la
claridad despedida por una antorcha. Luego se detuvo la carroza y se abrió ante
él la gran puerta del castillo.
—¿Ha llegado
ya de Inglaterra el señor Carlos, a quien espero?
—Todavía no,
Monseñor.
Capítulo
IX.— La cabeza de la gorgona
El castillo
del señor marqués era un gran edificio; tenía un vasto patio enlosado, del que
partían dos escaleras para reunirse en una terraza ante la puerta principal.
Todo era de piedra, las balaustradas, las urnas, las flores y unos rostros
humanos, y unas cabezas de leones esculpidos en la fachada, por todas partes.
Exactamente igual como si la cabeza de la Gorgona hubiese mirado el castillo
después de terminadas las obras dos siglos antes.
El señor
marqués subió la escalera alumbrado por una antorcha. La noche era tan
tranquila que la llama de la antorcha que llevaba el criado y de la que estaba
fija en la puerta, ardían como si estuvieran en una estancia cerrada y no al
aire libre. Se oían los chillidos de un búho a quien molestó la luz y el ruido
del agua de una fuente que caía en su recipiente de piedra. Por lo demás
reinaba el silencio.
Se cerró la
puerta tras el señor marqués y este cruzó una antesala obscura, en cuyas
paredes había diversas armas de caza y algunos látigos que más de un campesino
había probado cuando su señor estaba irritado.
Evitando las
grandes salas que estaban obscuras, el señor marqués, alumbrado por el criado,
subió una escalera y se detuvo en una puerta que se abría a un corredor. Cruzó
el umbral y se halló en sus habitaciones particulares, compuestas de tres
estancias, o sea el dormitorio y dos más. Aquellas habitaciones eran altas de
techo y tenían los suelos desnudos. En los hogares había grandes morrillos para
sostener la leña en invierno y, en una palabra, todos los refinamientos del
lujo que correspondían a un hombre de la fortuna y de la posición del marqués.
El estilo de los muebles era de Luis XV, pero se veían
también numerosos objetos de otras épocas y que eran como las ilustraciones de
viejas páginas de la historia de Francia.
Estaba servida
una mesa con dos cubiertos en la tercera habitación, que era redonda,
correspondiendo a una de las cuatro torres que tenía el castillo en las
esquinas. Era una habitación de techo alto, que tenía abierta la ventana de par
en par, aunque estaban cerradas las celosías.
— Según me han
dicho no ha llegado mi sobrino —exclamó el marqués fijándose en el servicio de
la mesa.
No había
llegado, en efecto pero los servidores esperaban que llegase juntamente con el
marqués.
—No es
probable que llegue esta noche —dijo,— pero, sin embargo, dejad la mesa tal
como está. Cenaré dentro de un cuarto de hora.
Pasado este
tiempo el señor marqués ya estaba listo y se sentó solo para tomar la suntuosa
y escogida cena. Su asiento estaba de espaldas a la ventana y había tomado ya
la sopa y se disponía a beber un vaso de Burdeos, cuando dejó el vaso sobre la
mesa.
—¿Qué es eso?
—preguntó tranquilamente mirando con atención a las líneas horizontales y
negras de la celosía.
—¿Qué,
Monseñor?
—Fuera. Abre
las celosías.
El servidor
obedeció.
—¿Qué hay?
—Nada, señor.
No se ve más que las copas de los árboles y las sombras de la noche.
El criado se
quedó esperando nuevas órdenes.
—Perfectamente.
Cierra —ordenó imperturbable su amo.
El marqués
continuó la cena. Mediada estaría, cuando volvió a interrumpir la bebida de un
vaso de vino, por haber oído ruido de ruedas.
—Pregunta
quién ha llegado— ordenó
Era el sobrino
del señor. Se había retrasado ligeramente en su viaje y aunque procuró alcanzar
a su tío no le fue posible lograrlo, pero le informaron de él en la casa de
posta.
El señor
marqués dio órdenes para que le dijesen que la cena lo estaba aguardando y que
acudiera cuanto antes. Dentro de poco entró el viajero. En Inglaterra se había
dado a conocer por el nombre de Carlos Darnay.
Monseñor lo
recibió con bastante amabilidad, pero no se estrecharon la mano.
—¿Salísteis ayer
de París, señor?— preguntó en el momento de sentarse a la mesa.
—Ayer. ¿Y vos?
—Vengo
directamente.
—¿De Londres?
—Sí.
—Bastante os
ha costado llegar —observó el marqués sonriendo.
—Por el
contrario, he venido directamente.
—Perdón, no
quiero decir que hayáis empleado mucho tiempo en el viaje, sino que os ha
costado decidiros.
—Me han
detenido —y el sobrino hizo una pausa, para añadir— varios asuntos.
—No hay duda
—observó cortésmente el marqués.
Mientras el
criado estuvo presente no se cruzaron otras palabras entre ellos, pero en
cuanto les hubieron servido el café y se vieron solos, el sobrino, mirando al
tío, empezó la conversación.
—He regresado,
tío, persiguiendo el mismo fin que me obligó a marchar. Me he visto en grandes
peligros; pero se trata de un propósito sagrado, y creo que de haberme
acarreado la muerte ello me diera suficiente valor.
—La muerte, no
—dijo el tío.— No es necesario nombrarla siquiera.
—Estoy
persuadido —continuó el sobrino —de que si me hallara en trance de muerte vos
no haríais nada para salvarme.
El tío hizo un
gracioso movimiento de protesta, que no logró, sin embargo, tranquilizar a su
interlocutor.
—En realidad,
señor, y a juzgar por los datos que tengo, tal vez os habríais apresurado a
hacer más sospechosas las apariencias que me rodeaban.
—¡No, no, no!
—replicó el tío amablemente.
—Sea lo que
fuere —dijo el sobrino mirando a su tío con la mayor desconfianza,— se que con
vuestra diplomacia os esforzaréis en detenerme en mi camino y me consta
también, que no sois muy escrupuloso en los medios.
—Amigo mío, ya
os lo dije —dijo el tío.— ¿Me haréis el favor de recordar lo que os advertí
hace ya mucho tiempo?
—Lo recuerdo.
—Gracias
—contestó el marqués suavemente.
—En efecto,
señor —prosiguió el sobrino,— creo que vuestra mala fortuna y mi buena estrella
me han evitado verme encerrado en una prisión de Francia.
—No os
entiendo —replicó el tío sorbiendo su café.— ¿Me queréis hacer el favor de
explicaros?
—Creo que si
no estuvierais en desgracia en la corte, y no os vierais rodeado de una nube
hace ya algunas años, una carta de cachet
me habría mandado a una fortaleza por tiempo indefinido.
—Es posible
—contestó el tío con la mayor tranquilidad. —Por el honor de la familia es
posible que me hubiera decidido a molestaros hasta ese punto. Os ruego que me
perdonéis.
—Advierto que,
felizmente para mí, la recepción del otro día fue, como de costumbre, muy fría
para vos.
—No creo que
debáis decir que esa circunstancia es feliz para vos, sobrino —dijo el tío con
la mayor cortesía.— En vuestro lugar no estaría seguro de ello. Una excelente
oportunidad para reflexionar, rodeado por las ventajas que da la soledad,
podría tener en vuestro destino una influencia mayor de la que vos mismo os
procuráis. Como decíais, he caído en desgracia. Esos pequeños instrumentos de
corrección, estos pequeños auxilios para el poder y el honor de las familias,
estos ligeros favores que podrían haberos causado alguna incomodidad, sólo se
obtienen ahora con la mayor dificultad. ¡Son tantos los que los pretenden y se
conceden, comparativamente, a tan pocos! Antes no era así, pero Francia, en
algunas cosas, ha empeorado mucho. Nuestros antepasados, no muy remotos,
ejercían el derecho de vida y muerte sobre el vulgo. Desde esta habitación han
salido muchos villanos para ser ahorcados; en la estancia vecina, mi
dormitorio, fue apuñalado un rústico por haber expresado algunas delicadezas
insolentes con respecto a su hija. Hemos perdido muchos privilegios; se ha
puesto de moda una nueva filosofía y la afirmación de nuestros derechos, en los
tiempos que corremos, es posible que ofreciera algunos inconvenientes. ¡Todo
está muy malo!.
El marqués
tomó un polvo de su tabaquera y meneó la cabeza.
—Hemos
reivindicado nuestros derechos tanto en los tiempos antiguos como en los modernos
de tal manera —observó el sobrino con acento sombrío— que no dudo de que
nuestro nombre es uno de los más detestados en Francia.
—Esperémoslo
así —dijo el tío.— Si nos detestan, ello es un homenaje involuntario que nos
tributan los pequeños.
—No hay un
solo rostro —añadió el sobrino— en toda esta comarca, que me mire con
deferencia, si no es la deferencia del miedo y de la esclavitud.
—Es un
cumplido hacia la grandeza de la familia —dijo el marqués;— grandeza merecida
por la nobleza con que la ha sostenido.
El marqués
tomó otro polvo y cruzó las piernas. Pero cuando su sobrino apoyó la cabeza en
las manos Y los codos sobre la mesa, el rostro de su tío expresó tal rencor que
se compadecía muy mal con su indiferencia anterior.
—La represión
es la única filosofía de efectos duraderos. La gran deferencia del miedo y de
la esclavitud, amigo —dijo el marqués,— conservará a los perros obedientes al
látigo mientras este techo —añadió mirando al techo— nos proteja del cielo.
Tal vez ello
no sería tan largo como suponía el marqués. De haberse podido ver un cuadro de
lo que sería del castillo pocos años después, y como él de otros cincuenta
castillos que estaban en las mismas condiciones, apenas habría reconocido su
propiedad entre el montón de ruinas medio abrasadas. En cuanto al techo, tal
vez habría visto que protegía de un modo insospechado a los que cayeron bajo el
plomo de numerosos mosquetes.
—Mientras
tanto —dijo el marqués— no tomaré ninguna medida para proteger el honor y la
tranquilidad de la familia, ya que no queréis. Pero sin duda estáis fatigado.
¿Damos por terminada nuestra conferencia de la noche?
—Un momento
más.
—Una hora si
queréis.
—Señor —dijo
el sobrino,— hemos obrado mal y ahora recogemos los frutos.
—¿Hemos obrado mal? —repitió el marqués sonriendo y
señalando a su sobrino y a sí mismo.
—Nuestra
familia; nuestra noble familia, cuyo honor tanto nos importa a vos y a mí,
aunque de un modo distinto. Aun en los tiempos de mi padre, cometíamos grandes
desafueros injuriando a cualquier ser humano que se interpusiera entre nosotros
y nuestros placeres. ¿Por qué he de hablar del tiempo de mi padre que también
era vuestro tiempo? ¿Puedo separar a mi padre de su hermano gemelo de su
coheredero y de su sucesor?
—La muerte fue
la causante.
—Y me ha
dejado —contestó el sobrino— sujeto a un sistema que me parece espantoso, y me
hace responsable de él, aunque no me deja corregirlo, tratando de cumplir la
última recomendación de mi madre que me rogó ser misericordioso y reparar los
males cometidos, pero en vano busco apoyo para llevarlo a cabo.
—Si buscáis mi
apoyo, sobrino —le dijo el marqués,— siempre buscaréis en vano, podéis, estar
seguro.
Su cara
expresaba decisión y crueldad. Tocó a su sobrino en el pecho con la punta del
dedo, y como si éste fuese una espada hizo que el joven se estremeciera.
—Moriré, amigo mío, perpetuando el sistema bajo el cual he vivido— dijo.
Tomó otro
polvo de rapé y guardó la caja en el bolsillo.
—Es mejor
escuchar la voz de la razón. Pero vos, señor Carlos, estáis perdido, lo veo.
—Estas
propiedades y Francia están perdidas para mí —dijo tristemente el sobrino.—
Renuncio a ellas.
—¿Creéis poder
renunciar a las dos? Podéis renunciar a Francia, pero no todavía a las
propiedades.
—No tuve
intención de reclamar la posesión de estas propiedades. Pero si pasaran mañana
a mi poder...
—Lo que tengo,
la vanidad de creer improbable.
—O dentro de
veinte años...
—Me honráis
mucho —dijo el marqués,— pero prefiero esta suposición.
—Las
abandonaría para ir a vivir a otra parte y por mis propios medios. No sería
renunciar a mucho, porque todo eso, creedme, no es más que un desierto de
miseria y de ruina.
—¿Sí?— exclamó
el marqués paseando la mirada por la lujosa habitación.
—Aquí no se
puede negar que todo resulta agradable para la vista; pero viendo las cosas a
la luz del sol, no se ve más que un montón desordenado, un despilfarro
horroroso, violencias por todas partes, deudas, opresiones, hambre, desnudez y
sufrimiento.
—¿Lo creéis
así? —exclamó el marqués.
—Si alguna vez
esta propiedad llega a ser mía, la dejaré en manos más competentes para que
poco, a poco (y suponiendo que llegue a tiempo) vayan liberando a los pobres
vasallos de las cargas que los oprimen y que los han llevado al hambre y a la
ruina, a fin de que la siguiente generación tenga que sufrir menos. Pero ya sé
que no podré hacerlo, porque pesa una maldición sobre esta tierra y sobre este
sistema.
—¿Y de qué
viviréis? —preguntó el tío.— Perdonad mi curiosidad, pero me gustaría saber si
viviréis a la sombra de vuestra nueva filosofía.
—Viviré como
vivirán otros compatriotas, aun los nobles, en los tiempos venideros, es decir,
de mi trabajo.
—¿En
Inglaterra?
—Sí. El honor
de la familia, señor, está a salvo en ese país y en cuanto al nombre de la
familia, no ha de sufrir por mí, porque no lo llevo en Inglaterra.
El marqués
llamó para ordenar que alumbraran el dormitorio inmediato. Prestó oído para
advertir la retirada del criado, y en cuanto hubo salido añadió:
—Parece que
Inglaterra es un país muy atractivo para vos y veo que allí habéis prosperado.
—Ya os dije
antes, señor, que de mi prosperidad allí debo estaros agradecido. Por lo demás,
es mi refugio.
—Los
fanfarrones ingleses aseguran que su país es el refugio de muchos. ¿Conocéis a
un compatriota que ha buscado refugio allí? Es un doctor.
— Sí.
—¿Que tiene
una hija?
—Ya veo que
estáis fatigado –dijo el marqués.— Buenas noches.
E inclinando
cortésmente la cabeza, sonrió con expresión enigmática que no dejó de llamar la
atención de su sobrino.
—Sí —repitió
el marqués.— Un doctor con una hija. Sí. Así comienza la nueva filosofía. Pero
estáis fatigado. Buenas noches.
Habría sido
igual interrogar a los rostros de piedra que adornaban a la fachada que al
marqués cuando pronunció estas últimas palabras y el sobrino le dirigió en vano
una mirada interrogadora.
—Buenas noches
—dijo el tío.— Espero tener el placer de veros nuevamente mañana por la mañana.
¡Descansad bien! ¡Que alumbren a mi señor sobrino y lo conduzcan a su
habitación! Y, si queréis, incendiad la cama con mi sobrino en ella —añadió en
voz baja.
El marqués
empezó a pasear, en su traje de dormir, dispuesto a acostarse en aquella
calurosa noche de estío, y mientras andaba con los pies descalzos no producía
más ruido que si hubiese sido un tigre; y casi se le habría podido creer un
marqués encantado impenitente y maligno, que, periódicamente, se transformaba
en tigre, cambio que iba a tener o que ya había tenido lugar en aquellos
momentos.
Mientras
paseaba recordaba los incidentes de la jornada; a su mente se presentaba
nuevamente la puesta del sol, el descenso de la colina, el molino, la cárcel en
el despeñadero, el pueblecito en la hondonada, los campesinos en la fuente, el
peón caminero que con su gorro azul señalaba la parte inferior del carruaje y
también el pobre hombre que con los brazos en alto gritaba: “¡Muerto!”
—Tengo frío
—murmuró el señor marqués,— y lo mejor será que me acueste.
Dejó una luz
encendida sobre la chimenea, hizo caer entorno de la cama las cortinas de gasa
y, al disponerse a dormir, dio un suspiro que alteró el absoluto silencio de la
noche.
Durante tres
largas horas los rostros de piedra de la fachada estuvieron mirando la noche;
durante aquellas mismas horas los caballos en las cuadras manoteaban ante sus
pesebres, ladraron los perros y el búho profirió un sonido muy distinto del que
le prestan los poetas.
Por espacio de
tres horas los rostros de piedra de hombres y leones, miraron ciegos a la
noche. La obscuridad más completa envolvía el paisaje y no se habría podido
distinguir una de otra las tumbas del cementerio, cubiertas por la hierba. En
la aldea los contribuyentes y los cobradores de contribuciones dormían
profundamente. Tal vez soñaban en banquetes, como les suele ocurrir a los que
sufren hambre, o bien, que vivían cómoda y tranquilamente, como sueñan los
esclavos y los bueyes uncidos al yugo.
Corría el agua
de la fuente del pueblo, así como la fuente del castillo, sin que nadie la
viera o la oyera, perdiéndose a lo lejos como se pierden los minutos que manan
de la fuente del Tiempo. Luego las aguas de ambas fuentes empezaron a ser
débilmente visibles y se abrieron los ojos de las caras de piedra de la fachada
del castillo.
La luz
aumentaba por momentos, hasta que apareció el sol, alumbrando las copas de los
árboles y la cima de la colina, y a su luz el agua de las fuentes parecía
sangre y se tiñeron de rojo las mejillas de los rostros de piedra. Empezó el
canto de los pájaros y uno de ellos fue a entonar su canción en el alféizar de
la ventana del marqués. Al oírlo el rostro de piedra más cercano, pareció quedarse
asombrado y con la boca abierta por el pasmo, miró.
El sol ya
estaba en el cielo, y empezó el movimiento en la aldea. Se abrieron las
ventanas, se quitaron las trancas de las puertas y salieron los moradores,
estremeciéndose al recibir el fresco aire de la mañana. Y empezó el trabajo
diario; algunos se encaminaron a la fuente, otros a los campos a cavar; otros
se ocuparon en el mísero ganado y llevaron a las flacas vacas a apacentarse en
el mísero alimento que podían hallar a lo largo del camino. En la iglesia
estaban dos o tres personas arrodilladas ante la Cruz, en tanto que fuera
esperaba una vaca a que su amo terminara las oraciones, tratando de hallar el
desayuno entre las hierbas que tenía a sus pies.
El castillo
despertó más tarde, cual correspondía a su jerarquía, pero lo hizo de un modo
gradual y seguro. Primero el sol tiñó de rojo las armas de caza que colgaban de
las paredes y luego brillaron los filos de acero a la luz del sol matinal; se
abrieron puertas y ventanas, los caballos en sus cuadras empezaron a mirar por
encima del hombro al advertir la luz del nuevo día; brillaron y se agitaron las
hojas de los árboles ante las ventanas enrejadas y tiraron los perros de sus
cadenas impacientes por recobrar la libertad.
Todos esos
incidentes triviales pertenecían a la rutina de la vida y a la vuelta de cada
mañana. Pero en cambio, ya no era acostumbrado el repicar de la campana del
castillo, ni las carreras que dieron los criados por las escaleras y por las
terrazas, así como tampoco la prisa con que se ensillaron algunos caballos. No
se sabe cómo pudo el peón caminero enterarse de todo eso, cuando se disponía a
empezar su trabajo en lo alto de la colina inmediata a la aldea, en tanto que
había dejado sobre un montón de piedras el paquete que contenía su comida y que
no valía la pena de que una garza se molestara en arrebatárselo. ¿Acaso se lo
habían dicho los pájaros? Pero fuese quien fuese, lo cierto es que el peón
caminero corría con toda su alma y no se detuvo hasta llegar a la fuente.
Todos los
aldeanos estaban allí, hablando en voz baja y sin mostrar otro sentimiento que
curiosidad y sorpresa. Las flacas vacas trabadas a cuanto pudiera retenerlas,
miraban con estupidez o masticaban cosas que no valía la pena de mascar y que
hallaran en su interrumpido pasto. Algunos hombres del castillo y de la casa de
postas, así como los perceptores de impuestos, estaban más o menos armados, y
se agrupaban en el extremo de la calle, aunque sin objeto alguno. En cuanto al
peón caminero, se había metido ya en el grupo de aldeanos y se golpeaba el
pecho con su gorro azul. ¿Qué significaba todo aquello? ¿Por qué el señor
Gabelle iba montado a la grupa de un caballo que guiaba un servidor del
castillo?
Significaba
que en el castillo había aumentado en uno el número de los rostros de piedra.
Nuevamente la Gorgona había mirado durante la noche y añadió la cara de piedra
que faltaba, la que las demás estuvieron aguardando por espacio de doscientos
años.
La cara de
piedra reposaba sobre la almohada del señor marqués. Parecía una fina careta,
repentinamente sobresaltada, encolerizada y petrificada. Y en el corazón de
aquella figura de piedra estaba clavado un cuchillo. Alrededor del mango se
veía un trozo de papel, en el que estaba escrito: “Llévalo aprisa a su tumba. De parte de Jaime.”
Capítulo
X.— Dos promesas
Habían llegado
y pasado algunos meses, en número de doce, y el señor Carlos Darnay estaba
establecido en Inglaterra como maestro de francés y de literatura francesa. En la actualidad se le habría llamado profesor,
pero entonces no era más que tutor. Daba lecciones a jóvenes que sentían
interés en aprender una lengua viva hablada en todo el mundo. Tales maestros no
se hallaban fácilmente en aquella época. Los príncipes que fueron y los reyes
que habían de ser, no tenían aptitudes para enseñar a nadie y la nobleza
arruinada no se dedicaba aún a los libros de comercio ni a ejercer de cocineros
o de carpinteros. Y como maestro, cuyo sistema hacía agradable el estudio a sus
discípulos y como traductor elegante que podía hacer algo más de lo que resulta
de la ayuda del diccionario, pronto llegó Darnay a ser conocido y apreciado.
Estaba al corriente de los sucesos de su país, sucesos cada día más
interesantes. Y así con la mayor perseverancia y actividad iba prosperando.
No había
esperado poder alcanzar la riqueza en Londres, pues, de haberse hecho tales
ilusiones no habría llegado a prosperar. Esperaba tener que trabajar, encontró trabajo y lo llevaba a cabo. En eso consistía su
prosperidad. Desde los tiempos en que era siempre verano en el Edén, hasta los
actuales en que casi puede decirse que el invierno es perpetuo, la vida del
hombre siempre ha tomado el mismo camino, que también tomó Carlos Darnay, es
decir, el que conduce al amor de una mujer.
Desde que la
vio por primera vez en aquella hora peligrosa para su vida, se dijo que la
amaba y le pareció que nunca había oído música más deliciosa que su voz llena
de compasión y nunca vio rostro tan tiernamente hermoso como el de la joven
cuando la vio ante la tumba que ya habían excavado para él. Pero no había
hablado con ella del asunto; el asesinato cometido en el desierto castillo, más
allá de las aguas, del mar y los largos caminos llenos de polvo, tuvo lugar
hacía más de un año, y el joven no había pronunciado
una sola palabra que diera a entender el estado de su corazón.
Tenía para
ello muy buenas razones, Nuevamente era un día de verano cuando llegó a Londres
y se dirigió al tranquilo rincón de Soho, en busca de una oportunidad para abrir su corazón al doctor Manette. Era por la tarde y
sabía ya que Lucía había salido con la señorita Pross.
Halló al
doctor leyendo en su sillón junto a la ventana. Había recobrado ya la energía
que le permitió resistir sus antiguos dolores. Era ahora un hombre muy
enérgico, de gran firmeza de carácter, de fuerte
resolución y de acción vigorosa. Estudiaba mucho, dormía poco, soportaba
fácilmente la fatiga y era de carácter alegre. Se presentó a él Carlos Darnay
y, al verlo, el doctor dejó el libro a un lado y le tendió la mano.
—Me alegro de
veros, señor Darnay —exclamó.— Desde hace algunos días esperaba vuestro
regreso. Ayer estuvieron aquí el señor Stryver y el señor Carton y ambos
dijeron que estabais ausente más de lo debido.
—Les agradezco
mucho su interés —contestó con cierta frialdad para con los dos personajes
nombrados, aunque con amabilidad para el doctor.— ¿Cómo está la señorita Manette?
—Bien
—contestó el doctor,— y estoy seguro de que se alegrará de vuestro regreso. Ha ido de compras, pero pronto estará de vuelta.
—Ya sabía que
no está en casa, doctor, y he aprovechado la oportunidad para hablar
reservadamente con vos.
—Tomad una
silla y sentaos –dijo el doctor con cierta ansiedad.
Carlos se
sentó, pero no encontró tan fácil empezar a decir lo que se proponía.
—He tenido la
suerte, doctor, de llegar a ser amigo de la casa, desde ya hace un año y medio,
y espero que el asunto de que voy a tratar, no... Se detuvo al ver que el
doctor adelantaba la mano para interrumpirle. Luego
el doctor dijo:
—¿Se trata de
Lucía?
—En efecto.
—Me afecta
hablar de ella en cualquier ocasión, pero más cuando oigo hablar de mi hija en
el tono que lo hacéis.
—Es el de mi
ferviente admiración, de mi homenaje sincero y de profundo amor, doctor Manette
—contestó el joven.
Hubo un
silencio, tras el cual el padre dijo:
—Lo creo. Os
hago justicia y lo creo.
Era tan
evidente su contrariedad, que Carlos Darnay vaciló en proseguir:
—¿Puedo
continuar, señor?
—Sí,
proseguid.
—Seguramente
habéis adivinado lo que quiero decir, aunque no podéis imaginaros cuán profundo
es mi sentimiento. Querido doctor Manette, amo profundamente a vuestra hija, la
amo con toda mi alma, desinteresadamente. La amo como muy pocos han amado en el
mundo. Y como vos también habéis amado, dejad que por mí hable el amor que
sentisteis.
El doctor escuchaba
con el rostro vuelto y los ojos fijos en el suelo. Y al oír las últimas palabras, extendió apresuradamente la mano y
exclamó:
—¡No! ¡No me
habléis de eso! ¡No me lo recordéis!
Su exclamación
expresaba tanto dolor, que Darnay se calló.
—Os ruego que me
perdonéis —añadió el doctor.— No dudo de que amáis a Lucía.
Volvió el
sillón hacia el joven y sin mirarlo le preguntó:
—¿Habéis
hablado a mi hija de vuestro amor?
—No, señor.
—¿No le habéis
escrito?
—Jamás. —Sería
injusto no reconocer que vuestra delicadeza es motivada por la consideración
que, me habéis tenido. Y por ello os doy las gracias.
Le ofreció la
mano, aunque sus ojos no la acompañaron.
—Sé —dijo
Darnay respetuosamente —y no puedo ignorarlo, pues os he visto un día tras
otro, que entre vos, doctor Manette, y vuestra hija hay un afecto tan poco
corriente, tan tierno y tan en armonía con las circunstancias en que se ha
desarrollado, que difícilmente se hallaría otro caso igual. Sé, doctor, qué,
confundido con el afecto y el deber de una hija que ha llegado a la edad de la
mujer, existe en su corazón todo el amor y la confianza hacía vos, propios tan
sólo de la infancia. Sé que en su niñez no tuvo padres, y por eso está unida a
vos con toda la constancia y fervor de sus años presentes y la confianza y amor
de los días en que estuvisteis perdido para ella. Sé que si hubieseis sido
devuelto a ella después de vuestra muerte, difícilmente tendríais a sus ojos un
carácter más sagrado que el que ahora tenéis para ella. Sé que cuando os abraza
os rodean los brazos de la niña, de la joven y de la mujer a un tiempo. Sé que
al amaros, ve y ama a su madre cuando tenía su propia edad, y os ve y os ama a
mi edad; que ama a su madre cuyo corazón fue destrozado por el dolor, y que os
ama en vuestro espantoso destino y en vuestra bendita liberación. Todo esto lo
sé, pues lo he estado viendo noche y día en vuestro hogar.
El padre
estaba silencioso, con la frente inclinada. Su respiración era agitada, pero
contuvo toda otra señal de la emoción que lo embargaba.
—Y como sé
todo esto, querido doctor Manette —añadió el joven, por eso me he contenido
cuanto me ha sido posible. Comprendo que tratar de introducir mi amor entré el del padre y de la hija es, tal vez, querer participar de
algo superior a mí. Pero amo a vuestra hija, y el cielo me es testigo de que la
adoro.
—Lo creo
—contestó el padre tristemente.— Ya me lo figuraba. Lo creo.
—Pero no
creáis —se apresuró a decir Darnay— que si la suerte me fuese tan favorable
como para poder hacer de vuestra hija mi esposa, tratara, ni por un momento, de
establecer la más pequeña separación entre ella y vos, pues eso, además de ser
una acción baja, no podría, tal vez, lograrlo. Si tuviera, hubiera tenido o
pudiera tener tal intento oculto en mi ánimo, no sería digno de tocar esta mano.
Y diciendo
estas palabras puso su mano sobre la del doctor.
— No, querido
doctor Manette. Como vos soy un desterrado voluntario de Francia; como vos, he
salido de mi patria a causa de sus desaciertos, de sus opresiones y de sus miserias; como vos vivo de mi trabajo, esperando tiempos
mejores. Solamente aspiro a la felicidad de compartir vuestra suerte, vuestra
vida y vuestro hogar, y a seros fiel hasta la muerte. No para participar del
privilegio de Lucía de ser vuestra hija, vuestra compañera y vuestra amiga;
sino para ayudarla y para unirla más a vos si ello fuese posible.
El padre miró
al joven por vez primera desde que éste hablaba. Evidentemente en su ánimo había una lucha de ideas y de sentimientos.
—Habláis, mi
querido Darnay con tanta ternura y con tanta entereza, que os doy las gracias
con todo mi corazón y en recompensa voy a abriros el mío. ¿Tenéis alguna razón
para creer que Lucía os ama?
—Ninguna
todavía.
—¿El objeto de
la confidencia que me habéis hecho es cercioraros de ello con mi consentimiento?
—No. Creo que
el averiguarlo me costará algunas semanas.
—¿Deseáis que
os aconseje y guíe?
—Nada pido,
señor. Pero creo que podéis hacerlo y no dudo de que lo haréis.
—¿Deseáis que
yo os haga alguna promesa?
—Sí, señor.
—¿Cuál?
—Estoy
persuadido de que sin vuestro auxilio no puedo esperar nada, pues aun cuando
tuviese la inmensa dicha de que la señorita Manette guardase mi imagen en su
puro corazón, no podría continuar en él contra el
amor de su padre.
—Siendo así,
ya advertiréis lo que puede ocurrir en caso contrario.
—Me doy cuenta
de que una palabra de su padre, en favor de un pretendiente, puede hacer que se
incline la balanza hacia él. Por eso precisamente, doctor Manette —dijo Darnay con la mayor firmeza,— no os pido que digáis esta
palabra ni lo pediría aunque de ello dependiese mi vida.
—Estoy seguro
de ello. Ya sabéis, Darnay, que de los amores profundos, así como de las
disensiones intensas surgen los misterios. Por eso mi hija Lucía es para mí un misterio en ciertas cosas y no sé cuál pueda ser el estado
de su corazón.
—¿Podéis
decirme, señor, si…?
—¿Si la
pretende alguien más? —dijo el padre terminando la frase.
—Eso es lo que
quería decir.
El padre hizo
una pausa antes de contestar:
—Vos mismo
habéis visto aquí al señor Carton. A veces también viene el señor Stryver. En
todo caso los posibles pretendientes a la mano de mi hija son ellos dos.
—O los dos
—contestó Darnay.
—No había
pensado en ambos, y no me parece probable. Pero deseabais una promesa de mí.
Decidme cuál.
—La de que si
la señorita Manette, en alguna ocasión os hiciera, por su parte, alguna
confidencia semejante a la mía, le deis testimonio de lo que os he dicho,
expresando que creéis en la sinceridad de mis
palabras. Espero merecer de vos tan buen concepto como para no hacer uso de
vuestra influencia contra mí.
—Os lo prometo
—contestó el doctor.— Creo que vuestro objeto es el que leal y honradamente
habéis expuesto. Creo que vuestra intención es perpetuar y no debilitar los lazos que me unen con mi hija, que me es más querida
que mi propia vida. Si me dijera algún día que sois necesario a su felicidad,
os la daría en seguida. Y sí hubiera... Darnay, si hubiera...
El
joven le estrechaba la mano agradecido, y el doctor continuó:
—Si hubiera
caprichos, razones, temores u otra cosa cualquiera, antigua o reciente, contra
el hombre que mi hija amase, siempre que no fuese él personalmente responsable,
todo lo daría al olvido por amor a mi hija. Ella lo es todo para mí; más que el sufrimiento, más que el tormento, más que... Pero dejemos
eso.
El doctor hizo
una pausa y luego añadió:
—Me he
desviado de la cuestión sin darme cuenta. Me pareció que queríais decirme algo
más.
—Quería
deciros que vuestra confianza en mí debe ser correspondida con la mía. Mi
nombre actual, aunque ligeramente distinto que el que me corresponde por mi
madre, no es, como recordaréis, el mío verdadero. Voy a deciros cuál es y por
qué estoy en Inglaterra.
—Callad —dijo
el doctor.
—Deseo
decíroslo, para merecer mejor vuestra confianza, pues me disgusta tener secretos
para vos.
—Callad
—repitió el doctor —Me lo diréis cuando os lo pregunte, pero no antes. Si Lucía
acepta vuestro amor, si corresponde a él, me lo diréis en la mañana de vuestra boda. Ahora idos y que Dios os bendiga.
Era ya de
noche cuando Darnay salió de la casa y transcurrió aún una hora antes del
regreso de Lucía. Esta fue directamente a ver a su padre, pues la señorita
Pross se encaminó al piso superior, pero experimentó
la mayor sorpresa al ver desocupado el sillón de su padre.
—¡Padre!
—llamó.— ¡Padre mío!
No recibió
respuesta, pero llegaron a sus oídos algunos martillazos procedentes del
dormitorio. La joven atravesó la habitación central y llegando ante la puerta
del dormitorio miró y retrocedió asustada.
—¿Qué haré,
Dios mío? ¿Qué haré?
Duró poco su
incertidumbre, porque se acercó a la puerta, golpeó en la madera y llamó
suavemente a su padre. Cesó el ruido en cuanto resonó su voz y salió su padre,
que empezó a pasear por la estancia. Lucía paseaba con él. Aquella noche Lucía
saltó de la cama para ir a visitar a su padre. Vio que dormía profundamente y
que la banqueta de zapatero y las herramientas, así como el trabajo a medio
terminar estaban como siempre.
Capitulo
XI.— Una conversación de amigos
—Sydney —dijo
Stryver aquella misma noche, o, mejor dicho, a la madrugada a su chacal—prepara
otro ponche. Tengo que decirte algo.
Sydney había
estado trabajando con ardor durante aquella noche y las anteriores para dejar
limpia de papeles, antes de las vacaciones, la mesa de Stryver. Dejó resueltos,
por fin, todos los asuntos y ya estaba todo listo hasta que llegara noviembre
con sus nieblas atmosféricas y sus nieblas legales, y la ocasión de poner
nuevamente el molino en marcha.
Sydney no
había dado muestras de sobriedad durante aquellas noches, y en la que nos ocupa
tuvo necesidad de utilizar mayor número de toallas mojadas para seguir
trabajando, porque las precedió una cantidad extraordinaria de vino, y se
hallaba en condición bastante deplorable cuando se quitó definitivamente su
turbante y lo echó a la jofaina en que lo humedeciera de vez en cuando durante
las seis últimas horas.
—¿Estás
preparando el ponche? —preguntó el majestuoso Stryver con las manos apoyadas en
la cintura y mirando desde el sofá en donde estaba echado.
—Sí.
—Pues fíjate,
Voy a decirte una cosa que te sorprenderá y que tal vez te incline a
conceptuarme menos listo de lo que parezco. Me quiero casar.
—¿Tú?
Y lo más;
grande es que no por dinero. ¿Qué me dices ahora?
—No tengo
ganas de decir nada. ¿Quién es ella?
—Adivínalo.
—¿La conozco?
—Adivínalo.
— No estoy de
humor para adivinar nada a las cinco de la madrugada, cuando tengo la cabeza
que parece una olla de grillos. Si quieres que me esfuerce en adivinar,
convídame antes a cenar.
—Ya que no
quieres esforzarte, te lo diré —contestó Stryver acomodándose —Aunque no tengo
esperanzas de que me comprendas, Sydney, porque eres un perro insensible.
—Tú, en cambio
—exclamó Sydney ocupado en hacer el ponche, eres un espíritu sensible y
poético.
—¡Hombre!
—exclamó Stryver riéndose.— No pretendo ser la esencia de la sensibilidad, pero
soy bastante más delicado que tú.
—Eres más
afortunado solamente.
—No es eso.
Quiero decir, más... más...
—Digamos
galante —sugirió Carton.
—Bien. Digamos
galante. Lo que quiero decir es que soy un hombre —contestó Stryver
contoneándose mientras su amigo hacía el ponche —que procura ser agradable, que
se toma algunas molestias para ser agradable, que sabe ser más agradable que tú
en compañía de una mujer.
— ¡Sigue! —le
dijo Carton.
—Antes de
pasar adelante —dijo Stryver,— he de decirte una cosa. Has estado en casa del
doctor Manette tantas veces como yo, o más tal vez. Y siempre me ha avergonzado
tu aspereza de carácter. Tus maneras han sido siempre las de un perro huraño y
de mal genio, y, francamente, me he avergonzado de ti, Sydney.
—Pues para un
hombre como tú, ha de resultar altamente beneficioso avergonzarse de vez en
cuando, y por lo tanto deberías estarme agradecido.
—No lo tomes a
broma —replicó Stryver.— No, Sydney. Es mi deber decirte, y te lo digo, a la cara
por tu bien, que eres un hombre que no tiene condiciones para estar en
sociedad. Eres un hombre desagradable.
Sydney se tomó
un vaso del ponche que acababa de hacer y se echó a reír.
—¡Mírame!
—exclamó Stryver pavoneándose. —Tengo menos necesidad de hacerme agradable que
tú, pues me hallo en una posición mucho más independiente. ¿Por qué, pues, me
hago agradable?
—Nunca he
visto que lo fueras —murmuró Sydney.
—Lo hago por
deber y porque lo siento.
—Mejor sería
que prosiguieras con tu cuento acerca del matrimonio. Ya sabes que soy
incorregible.
—No tienes
bastantes asuntos para poder ser incorregible —repuso malhumorado Stryver.
—Es verdad, no
tengo asuntos que yo sepa —contestó Sydney.— ¿Y quién es la dama?
—No quisiera
que la mención de su nombre te produjera disgusto, Sydney —dijo Stryver
preparándose con exagerada cordialidad para pronunciar el nombre de la dama,—
porque me consta que no sientes la mitad de lo que dices; pero si lo sintieras,
todo sería igual porque no tiene importancia. Hago este ligero exordio porque
una vez me hablaste de esta dama en términos bastante ligeros.
—¿Yo?
—Sí, y
precisamente en esta habitación.
Sydney Carton
miró el ponche y a su amigo; luego bebió y volvió a mirarlo.
—Al hablar de
esta dama dijiste que era una muñeca de dorado cabello. Esta joven dama es la
señorita Manette. Si fueras hombre dotado de alguna sensibilidad y delicadeza,
ciertamente me habría ofendido la expresión que usaste, pero ya sé que careces
de todo eso. Por lo tanto, no me molesta, como no me molestaría la opinión de
un hombre que juzgara un cuadro mío, si carecía de gusto artístico o que
censurase una composición musical mía si no tuviese oído.
Sydney Carton
seguía bebiendo el ponche en grandes cantidades, pero sin dejar de mirar a su
amigo.
—Ahora ya lo
sabes todo, Sydney —dijo Stryver.— Nada me importa el dinero; se trata de una
muchacha encantadora y me he propuesto darme a mí mismo esta satisfacción.
Creo tener
bastante dinero para proporcionarme un placer. Ella tendrá en mí un hombre
agradable, que prospera rápidamente y un hombre de alguna distinción; para ella
soy un buen partido, aunque es merecedora de una fortuna. ¿Estás asombrado?
Carton que
continuaba bebiendo ponche, contestó:
—¿Por qué?
—¿Apruebas mi
idea?
—¿Por qué no
he de aprobarla?
—Perfectamente
—le dijo a su amigo —veo que tomas el asunto mejor de lo que me figuraba y que
con respecto a mí eres menos mercenario de lo que creía. Aunque ya sabes,
porque te consta, que tu antiguo compañero es hombre de gran fuerza de
voluntad. Sí, Sydney, estoy ya cansado de esta vida y creo que debe de ser
agradable para un hombre tener un hogar, cuando se inclina a poseerlo; estoy
persuadido de que la señorita Manette ocupará dignamente la posición que voy a
ofrecerle y que siempre será una buena compañera para mí. Así, pues, estoy
decidido. Y ahora, Sydney, amigo mío, he de decirte algo acerca de tu situación
y tu porvenir. Llevas muy mal camino, ya lo sabes. Ignoras el valor del dinero,
llevas una vida desagradable y un día vas a tener un tropiezo serio y te
hundirás en la enfermedad y en la miseria. Creo que harías bien buscándote una
enfermera.
El énfasis con
que había pronunciado estas palabras lo hicieron parecer de doble estatura y
cuatro veces más ofensivo.
—Ahora déjame
que te recomiende —prosiguió Stryver —examinar seriamente el asunto. Cásate.
Búscate alguien que pueda cuidarte. No te importe si no te gustan las mujeres,
si no las entiendes o no tienes tacto para tratar con ellas. Busca una mujer
respetable, que tenga algunas propiedades, algo así como una propietaria de
casas o patrona de casa de huéspedes y cásate con ella para evitarte futuras
calamidades. Este es mi consejo. Y ahora reflexiona sobre él, Sydney.
—Ya pensaré en
eso —dijo Sydney.
Capítulo
XII.— El caballero delicado
Resuelto ya Stryver
a ofrecer aquella fortuna a la hija del doctor, decidió labrar su felicidad
antes de salir de la ciudad para disfrutar de las vacaciones. Después de
discutir el asunto mentalmente, llegó a la conclusión de que seria preferible
llevar a cabo los preliminares cuanto antes y que luego habría tiempo más que
sobrado para disponer la boda en Navidad.
No tenía
ninguna duda de que tenía ganado el pleito. Era un asunto claro, sin el menor
punto débil. Lo expuso ante el jurado, y como la parte contraria no tenía nada
que alegar, ni siquiera se retiró el jurado a deliberar, de manera que se dictó
sentencia de acuerdo con lo solicitado por el señor Stryver, C. J.
El señor
Stryver inauguró sus vacaciones invitando a la señorita Manette a llevarla a
los jardines de Vauxhall; habiendo sido rechazada la invitación, le ofreció ir
a Ranelagh y como quiera que tampoco fue aceptada esta proposición, se resolvió
a presentarse en Soho y allí declarar sus nobles aspiraciones.
Así, pues,
salió un día del Temple en dirección a Soho, animado por la alegría infantil
que le producían las vacaciones. Como quiera que en su camino se encontró ante
el Banco Tellson, y recordando que el señor Lorry era íntimo amigo de los
Manette, resolvió entrar en el Banco y revelar al señor Lorry la felicidad que
iba a descender sobre Soho. Abrió, pues, la puerta del establecimiento,
descendió los dos escalones, pasó por delante de los dos viejos cajeros y se
dirigió al despacho del señor Lorry que se sentaba ante una mesa cargada de
libros rayados, alumbrado por la luz que pasaba por la ventana enrejada.
—¡Hola!
—exclamó el señor Stryver.— ¿Cómo estáis?
Una de las
peculiaridades de Stryver era la de parecer demasiado corpulento en todas
partes, de manera que los dos viejos empleados lo miraron con celo, como si
estuviera empujando las paredes.
Contestó el
señor Lorry apaciblemente y le estrechó la mano.
—¿Puedo
serviros en algo? —añadió en tono oficial.
—¡Oh, no,
gracias! Mi visita es puramente particular. Desearía hablaros de un asunto
personal.
—¿De veras?
—exclamó el señor Lorry.
—Estoy
decidido —dijo el señor Stryver apoyando los brazos sobre la mesa,— estoy
decidido a hacer una proposición de matrimonio a su encantadora amiguita, la
señorita Manette.
—¡Caramba!
—exclamó el señor Lorry frotándose al mismo tiempo la barbilla y mirando con
desconfianza a su interlocutor.
—¿Qué queréis
decir con eso? —exclamó Stryver.
—¿Qué quiero
decir? —contestó el señor Lorry.— Nada que tenga importancia. Mi exclamación ha
sido amistosa y puede significar lo que deseéis. Pero, en realidad, ya sabéis,
señor Stryver...— y movió la cabeza de extraño modo, sin atreverse a terminar
la frase.
—¡Si os
entiendo que me ahorquen! —exclamó Stryver dando un golpe en la mesa con su
mano.
El señor Lorry
se ajustó bien la peluca y se entretuvo en morder el extremo de una pluma.
—¿Creéis,
acaso, que... no soy elegible?— preguntó Stryver mirándolo con fijeza.
—¡Oh, sí! ¡Ya
lo creo!
—¿No soy buen
partido?
—No hay duda.
—Entonces,
¿qué demonio queréis decir?
—Pues... yo...
¿Adónde ibais ahora? —preguntó el señor Lorry.
—Directamente
allí —contestó Stryver dando un puñetazo en la mesa.
—Si yo
estuviese en vuestro lugar no lo haría.
—¿Por qué?
—preguntó Stryver.— Y os advierto que voy a acorralaros. Sois hombre de
negocios y como tal estáis obligado a no hablar con ligereza. Decidme, pues,
qué razón os mueve a decirme eso.
—Porque yo no
daría semejante paso sin saber positivamente que iba a lograr el éxito.
—¡Vaya una
razón! –exclamó el abogado, en tanto que el señor Lorry lo miraba atentamente.—
¡Que un hombre de negocios como vos, un hombre de edad y de experiencia que
ocupa un alto cargo en un Banco, se atreva a decir que no tengo probabilidades
de éxito, cuando él mismo ha reconocido la existencia de tres razones, cada una
de las cuales basta para asegurarlo! ¡Y es capaz de decirlo con la cabeza sobre
sus hombros! —exclamó Stryver como si hubiera sido más natural que lo dijera
desprovisto de la cabeza.
—Cuando hablo
del éxito, me refería al que podéis lograr con la señorita Manette; y al tratar
de las causas y razones que hacen probable este éxito, me refiero a las que
pueden influir sobre la señorita Manette. Hay que tener en cuenta a la
señorita. A la señorita ante todo.
—Con lo cual
me dais a entender que, en vuestra opinión, la señorita no es más que una
tonta.
—No es así. Lo
que quiero deciros —añadió el anciano ruborizándose —que no consentiré a nadie
que pronuncie una palabra irrespetuosa contra esa señorita, y que si existiera
un hombre tan grosero, tan mal educado y de tan mal genio que no pudiera
contenerse y hablara con poco respeto de esta señorita en mi presencia, ni
siquiera Tellson seria capaz de impedir que yo le diera una lección.
La necesidad
de hablar en voz baja, a pesar de su cólera, había puesto las venas del señor
Stryver en estado peligroso, y no era mejor el de las venas del señor Lorry al
pronunciar las últimas palabras.
—Esto es lo
que debo deciros, señor —exclamó el señor Lorry,— y os ruego que lo tengáis en
cuenta.
Stryver estaba
chupando el extremo de una regla y luego se golpeó los dientes con ella. Por
fin interrumpió el silencio, diciendo:
—Esto que me
decís es nuevo para mí, señor Lorry. ¿De manera que me aconsejáis
deliberadamente que no vaya a Soho y ofrezca en persona mi mano?
—¿Me pedís
consejo, señor Stryver?
—Sí, señor.
—Perfectamente.
Pues ya os lo he dado y vos mismo lo acabáis de repetir correctamente.
—Y yo os
contesto —exclamó Stryver riéndose forzadamente —que eso es una ridiculez que
sobrepasa a todas las que oí en mi vida.
—Ahora
escuchadme —añadió el señor Lorry. —Como hombre de negocios nada puedo decir
acerca del asunto, porque en tal carácter, nada sé. Pero como antiguo amigo que
ha llevado en sus brazos a la señorita Manette, que goza de la confianza de
ella y de su padre y que tiene un grande afecto por ambos, puedo hablar.
¿Creéis que estoy equivocado?
—No sé
—contestó Stryver; —suponía que había sentido común en cierta casa; pero, según
parece, allí están algo chiflados. Podría ser, pues, que tuvierais razón,
aunque, a decir verdad, no lo sospechaba.
—Lo que antes
os dije no pasa de ser mi opinión personal —dijo el señor Lorry enrojeciendo de
nuevo —pero no permitiré que nadie emita palabras ofensivas para mis amigos, ni
aún en estas oficinas.
—Perdonadme
—dijo Stryver.
—Queda todo
olvidado. Gracias. Iba a deciros, señor Stryver, que sería muy desagradable
para vos ver que os habíais equivocado, y para el mismo doctor sería penoso
verse obligado a ser explícito con vos, sin contar el rato desagradable que
daríais a la señorita Manette si tuviera que contestaros negativamente. Ya
conocéis los términos en que tengo el honor y la dicha de ser contado entre los
amigos de la familia. Si os place, pues, sin el carácter de representante
vuestro y sin mezclaros en nada, puedo hacer algunas observaciones que
confirmen o rectifiquen mi juicio. Si el resultado no es agradable para vos,
siempre os queda el recurso de juzgar por vos mismo, y si, por el contrario,
mis observaciones están de acuerdo con vuestros deseos, habremos logrado evitar
posibles situaciones desagradables para ambas partes. ¿Qué os parece?
—¿Cuánto
tardaréis en averiguarlo?
—Es cuestión
de pocas horas. Esta noche iré a Soho y luego os haré una visita en vuestra
casa.
—Pues estamos
de acuerdo —contestó Stryver.— Esperaré hasta la noche.
El señor
Stryver salió del Banco tan aprisa que creó una corriente de aire difícil de
resistir para los dos débiles empleados, entre los cuales tuvo que pasar. El
abogado era lo bastante listo para darse cuenta de que el banquero no se habría
atrevido a expresar hasta tal punto su opinión adversa, si no hubiese tenido
más que presunciones, y aunque estaba mal preparado para tragarse aquella
píldora, comprendió que no tenía otro remedio que resignarse y se la tragó,
aunque resuelto a conducir el asunto de tal manera que el ridículo fuese a caer
sobre la parte contraria.
De acuerdo con
ello, cuando aquella noche, a las diez, el señor Lorry llegó a su casa,
encontró al abogado rodeado de papeles y de libros y al parecer sin recordar
casi el asunto que por la mañana le llevara a su despacho. Y hasta llegó al
extremo de demostrar sorpresa al ver al señor Lorry, como si sus preocupaciones
hubiesen borrado el asunto de su mente.
—Pues bien
—dijo el bondadoso emisario después de largos esfuerzos por traer a Stryver a hablar
del asunto. —He estado en Soho.
—¿En Soho?
—repitió fríamente el abogado.— ¿Querréis creer que ya no me acordaba de eso?
—Y no tengo
duda alguna —añadió el señor Lorry— de que estuve acertado esta mañana al
hablaros como lo hice. Se ha confirmado mi opinión y os reitero mi consejo.
—Os aseguro
—replicó Stryver con amistoso acento— que lo siento mucho por vos y también por
el pobre padre. Comprendo que eso ha de haberle causado disgusto, y por
consiguiente, será mucho mejor que no hablemos de ello.
—No os
entiendo —exclamó el señor Lorry.
—No me atrevo
a decir lo contrario, pero no importa, no importa.
—Al contrario
—replicó el señor Lorry.
—No, os
aseguro que no. Suponiendo que había sentido común donde no existe y una
ambición laudable donde no la hay, he salido de mi error y no se ha perjudicado
nadie. No es la primera vez que las mujeres jóvenes cometen esas tonterías y
luego se arrepienten amargamente de ellas al verse hundidas en la pobreza.
Mirando el asunto sin el menor egoísmo, siento que la cosa no haya pasado
adelante, aunque desde el punto de vista mundano habría sido para mí un negocio
desastroso; ahora, consultando mi egoísmo, me alegro de que haya fracasado,
porque para mí habría sido un negocio francamente malo, y es evidente que yo no
habría ganado nada con ello. Pero, en fin, no hay perjuicio para nadie. No he
ofrecido mi mano a esa señorita, y, entre nosotros, tengo casi la seguridad de
que no habría llegado mi sacrificio hasta ese punto. No es posible, señor
Lorry, corregir las frivolidades y locuras de esas cabezas huecas, y si os lo
proponéis quedaréis arrepentido. Pero ahora no hablemos más de ello. Ya os he
dicho que lo siento por los demás, pero me alegro por lo que a mí se refiere.
Os estoy altamente reconocido por el consejo que me disteis; conocéis mejor que
yo a esa señorita; teníais razón y no debía de haber cometido esa tontería.
El señor Lorry
estaba estupefacto y miraba asombrado a Stryver, que lo conducía hacia la
puerta como si estuviera animado por la mayor generosidad, nobleza y buenos
sentimientos.
—Creedme,
señor Lorry. No os preocupéis más por este asunto. Os doy las gracias por todo.
Buenas noches.
Y el señor
Lorry se vio en la calle antes de que se diera cuenta de ello, en tanto que
Stryver se dejaba caer en su sofá mirando al techo.
Capítulo
XIII.— Un sujeto nada delicado
Si Sydney
Carton brilló en alguna ocasión o en alguna parte, seguramente no fue en casa
del doctor Manette. Durante un año entero visitó la casa con frecuencia, pero siempre parecía pensativo y triste. Cuando se lo proponía
hablaba bien, pero su indiferencia por todo lo rodeaba de una nube que raras
veces atravesaba la luz de su inteligencia.
Sin embargo,
sentía atractivo especial por las calles que rodeaban la casa y hasta por las
piedras de la calle, y muchas noches, cuando el vino no había conseguido
alegrarle, se iba a rondar por ella y a veces lo
sorprendía la aurora y hasta los primeros rayos del sol dando vueltas por aquel
lugar. Ultimamente su abandonado lecho lo echaba de menos con mayor frecuencia,
y en algunas ocasiones, después de tenderse en él, se levantaba a los pocos
minutos y se iba a rondar por las cercanías de Soho.
Un día, en
agosto, después que Stryver notificó a su chacal que lo había pensado mejor y
que ya no se casaba, Sydney andaba rondando el lugar, cuando, de pronto, se sintió animado por una resolución y se encaminó en línea
recta a la casa del doctor.
Subió la
escalera y encontró a Lucía ocupada en sus quehaceres. La joven nunca se había
sentido a gusto en compañía de Carton y por consiguiente lo recibió con cierto embarazo, pero él se sentó a la mesa, cerca de ella. La
joven miró el rostro de Carton después de cambiar algunas palabras sin
importancia y observó que en él había un gran cambio.
—Me temo que
no andéis bien de salud, señor Carton —dijo.
—No. La vida
que llevo, señorita Manette, no es la más apropiada para gozar de buena salud.
Pero, ¿qué se puede esperar de los libertinos?
—¿Y no es una
lástima, os ruego que me perdonéis, no llevar una vida mejor?
—¡Dios sabe
que es una vergüenza!
—¿Por qué,
pues, no cambiáis de modo de vivir?
La joven lo
miró afectuosamente y se sorprendió y entristeció al ver que los ojos de Carton
estaban mojados de lágrimas. Y con insegura voz contestó:
—Ya es
demasiado tarde. No puedo ser mejor de lo que soy. Por el contrario, me hundiré
más y seré aún peor.
Carton apoyó
un codo en la mesa y la cabeza en la mano y luego dijo:
—Os ruego que
me perdonéis, señorita Manette. Me conmoví antes de deciros lo que deseo.
¿Queréis escucharme?
—Estoy dispuesta
a hacer cualquier cosa beneficiosa para vos y si consiguiera haceros más feliz
sentiría una grande alegría.
—¡Dios os
bendiga por vuestra dulce compasión!
Descubrió el
rostro y empezó a hablar con mayor firmeza:
—No temáis
escucharme ni os molesten mis palabras, cualesquiera que sean. Soy como un
hombre que hubiese muerto muy joven. Toda mi vida ha sido un fracaso.
—No, señor
Carton. Estoy segura de que aun podría desarrollarse lo mejor de ella. Estoy
segura de que podríais ser mucho más digno de vos mismo.
—Decid digno
de vos, señorita Manette, y aunque estoy seguro de lo contrario, nunca olvidaré
vuestras bondadosas palabras.
La joven
estaba pálida y temblorosa y él prosiguió diciendo:
—Si hubiera
sido posible, señorita Manette, que correspondierais al amor del hombre que
tenéis delante —de este hombre degradado, fracasado, borracho y completamente
inútil,— él se diera cuenta de que, a pesar de su felicidad, no os habría
acarreado más que la miseria, la tristeza y el arrepentimiento, pues os habría hecho
desgraciada y os arrastrara en su caída. Sé perfectamente que vuestro corazón
no puede sentir ternura alguna hacia mí y no solamente no la pido, sino que doy
gracias al cielo de que eso no sea.
—¿No podría
salvaros a pesar de eso, señor Carton? ¿No podría hacer que os inclinarais a
seguir un camino mejor? ¿No puedo recompensar así vuestra confianza? —dijo ella después de alguna vacilación y muy conmovida.
Él meneó
negativamente la cabeza.
—No es
posible. Si os dignáis escucharme todavía, veréis que eso sería imposible.
Solamente deseo deciros que habéis sido el último sueño de mi alma. Aun en mi
degradación, vuestra imagen y la de vuestro padre, así como este hogar, han
despertado en mí sentimientos que creía desaparecidos. Desde que os conocí, me
turba el remordimiento que no creí ya vivo y he oído voces, que creía
silenciosas, que me incitan a recobrar el ánimo. He tenido ideas vagas de
volver a esforzarme, de empezar de nuevo la vida, de arrojar de mí la pereza y
la sensualidad y volver a la abandonada lucha. Pero todo eso no es más que un
sueño, que no conduce a nada y que deja al dormido donde estaba, aunque deseo
deciros que estos sueños los inspirasteis vos.
—¿Y no queda
nada de ellos? ¡Oh, señor Carton, pensad nuevamente en todo eso! ¡Probadlo otra
vez!
—No, señorita
Manette, me conozco bien y sé que no merezco nada. Pero todavía siento la
debilidad de desear que sepáis con qué fuerza encendisteis en mí algunas
chispas a pesar de no ser yo más que ceniza, chispas que se convirtieron en
fuego, aunque a nada conduce, pues arde inútilmente.
—Ya que tengo
la desdicha de haberos hecho más desgraciado de lo que erais antes de
conocerme...
—No digáis
eso, señorita Manette, porque de ser posible, únicamente vos podríais haber
hecho el milagro. No sois la causa de que mi desgracia sea mayor.
—Ya que he
sido la causa del estado actual de vuestra mente, ¿no podría usar de mi
influencia en vuestro favor? ¿No tendré para con vos la facultad de haceros
algún bien, señor Carton?
—Lo mejor que
puedo hacer ahora, señorita Manette, he venido a hacerlo aquí. Dejad que en mi
desordenada y extraviada vida me lleve el recuerdo de que vos hayáis sido la
última persona del mundo a quien he abierto mi corazón y de que en él haya
todavía algo que podáis deplorar y compadecer.
—Aunque sigo
creyendo, con toda mi alma, que sois capaz de mejores cosas.
—Es inútil,
señorita Manette. Me he probado a mí mismo y me conozco mejor. Sé que os apeno
y por eso voy a terminar. ¿Queréis prometerme que cuando recuerde este día
pueda estar seguro de que la última confidencia de mi vida reposa en vuestro
puro e inocente pecho, y que está ahí solo y no será compartido por nadie?
—Si esto ha de
serviros de consuelo, os lo prometo.
—¿No lo daréis
a conocer ni a la persona más querida para vos y a quien habéis de conocer
todavía?
—Señor Carton
—contestó la joven emocionada,— este secreto es vuestro y no mío y os prometo
respetarlo.
—Gracias, Dios
os bendiga.
Llevó a sus
labios las manos de la joven y se dirigió hacia la puerta.
—No tengáis
ningún temor, señorita Manette, de que jamás haga alusión a esta conversación,
ni siquiera con una palabra. Nunca más me referiré a ella y si estuviera ya
muerto no podríais estar más segura de ello. Y en la hora de mi muerte
conservaré como recuerdo sagrado, recuerdo que bendeciré con toda mi alma, el
de que mi última confesión fue hecha a vos y que mi nombre, mis faltas y mis
miserias quedan guardados en vuestro corazón. ¡Y Dios quiera que seáis feliz de
otra manera!
Era entonces
Carton tan distinto de lo que había parecido siempre, y tan triste pensar lo
mucho que podía haber sido y cuantas excelentes cualidades había malgastado y
malgastaba aún, que Lucía Manette se puso a llorar por él mientras Carton la
miraba.
—Consolaos
—dijo él; —no merezco vuestra compasión. Dentro de una o dos horas los malos
compañeros y los perniciosos hábitos que desprecio harán nuevamente presa en mí
y me harán todavía menos digno de esas puras lágrimas. Pero en mi interior seré
siempre para vos lo que soy ahora. Prometedme que creeréis eso de mí.
—Os lo
prometo.
—He de pediros
el último favor. Por vos y por los que os sean caros, sería capaz de hacer
cualquier cosa. Si mi vida fuese mejor y en ella hubiese alguna capacidad de
sacrificio, me sacrificaría con gusto por vos o por los que os fueran queridos.
Tiempo vendrá, y no ha de tardar mucho, en que os sujetarán a este hogar, que
tanto queréis, otros lazos más fuertes y más tiernos, y entonces, señorita
Manette, cuando veáis las felices miradas de un padre fijas en vuestros ojos o
que vuestra belleza renace más brillante a vuestros pies, pensad en que hay un
hombre que daría su vida para conservar la de un ser que os fuese querido.
Dijo “adiós” y
“Dios os bendiga” y salió de la estancia.
Capítulo
XIV.—El honrado menestral
Todos los días
se ofrecían a las miradas del señor Jeremías Roedor y su feo hijo numerosos y
variados objetos en la calle Fleet, mientras el padre estaba sentado en su taburete. Con una paja en la boca el señor Jeremías
observaba la corriente humana que iba en dos direcciones, con la esperanza de
que se presentara la ocasión de realizar algún negocio, pues una parte de los
ingresos del señor Jeremías la ganaba sirviendo de piloto a algunas tímidas
mujeres, muchas de ellas en la segunda mitad de su vida, para atravesar la calle
de una parte a otra. Mas a pesar de que aquellas relaciones habían de ser
forzosamente de breve duración, nunca el señor Roedor dejaba de expresar su
ardiente deseo de tener el honor de beber a la salud de la mujer que
acompañaba. Y los regalos que recibía con motivo de este benévolo propósito,
constituían una parte de sus ingresos, como ya se ha dicho.
Estaba un día
el señor Roedor en uno de los momentos más desagradables, pues apenas pasaban
mujeres y sus negocios tomaban tan mal cariz, que llegó a sospechar que su
esposa estuviera rezando contra él, según tenía por costumbre, cuando le llamó
la atención numeroso gentío que seguía por la calle Fleet hacia el oeste.
Mirando en aquella dirección el señor Roedor se dio cuenta de que era la
comitiva de un entierro y que, al parecer, los ánimos estaban excitados contra
él, pues se oían numerosas protestas.
—Un entierro,
pequeño —dijo a su retoño.
—¡Viva!
—exclamó el joven Roedor.
El muchacho
dio a este “viva” un significado misterioso, pero ello sentó tan mal al autor
de sus días, que dio a su hijo un papirotazo en la oreja.
—¿Qué es eso?
—exclamó el padre.— ¿Por qué das un viva? ¡Que no vuelva a oírte, porque, de lo
contrario, nos veremos las caras!
—No hice nada
malo —protestó el joven Roedor frotándose la mejilla.
—Mejor es que
te calles. Súbete al taburete y mira.
Obedeció el
hijo mientras se acercaba la multitud silbando y gritando en torno de un mal
ataúd en un coche fúnebre bastante destartalado, y al que seguía un solo
plañidor vestido con el traje del oficio, nada nuevo, que se consideraba
indispensable para la dignidad de su posición. De todos modos esta posición no
parecía agradarle, en vista de que la multitud lo rodeaba gritando, burlándose
de él, haciéndole muecas y exclamando a cada momento: “¡Espías! ¡Mueran los
espías!” y otros cumplidos por el estilo, aunque imposibles de repetir.
Los
entierros habían tenido siempre especial atractivo para el señor Roedor, quien
parecía excitarse cuando una de las fúnebres comitivas pasaba ante el Banco
Tellson. Y como es natural un entierro con tan extraño acompañamiento como
aquél, despertó aún más su interés y preguntó al primer hombre que pasó por su
lado:
—¿Qué
ocurre?
—No
lo sé —le contestó el interpelado.— ¡Espías! ¡Mueran los espías!
En vista de
que no le habían contestado lo que deseaba, el señor Roedor preguntó a otro
hombre quién era el muerto.
—Lo ignoro
—contestó éste. Y en seguida se llevó las manos a la boca a guisa de bocina y
gritando con el mayor entusiasmo: —¡Espías! ¡Mueran los espías!
Por fin pasó
una persona mejor informada acerca del caso y por ella el señor Roedor averiguó
que el entierro era el de un tal Roger Cly.
—¿Era un
espía? —preguntó el señor Roedor.
—Sí, de Old
Bailey —le contestó su informador.— ¡Espías! ¡Mueran los espías de Old Bailey!
—Sí, es verdad
—exclamó el señor Roedor recordando el juicio a que asistiera.— Lo vi una vez.
¿Ha muerto?
—No puede
estar más muerto. ¡Sacadlo de ahí! ¡Fuera los espías! ¡Que lo saquen del coche!
La idea fue
tan del gusto de la multitud, que se encariñó inmediatamente con ella y ante
todo se dedicó a interrumpir la marcha del vehículo. Se apoderaron del
plañidor, pero éste anduvo tan listo, que se deslizó de entre las manos que lo
sujetaban y huyó por una calleja cercana, aunque no sin abandonar en el camino
el sombrero, con su gasa fúnebre, el manto, el pañuelo blanco y otras lágrimas
simbólicas.
Estos trofeos
fueron inmediatamente destrozados por la muchedumbre, en tanto que los tenderos
cerraban a toda prisa las puertas de sus establecimientos, porque en aquellos
tiempos la multitud no se paraba en barras y era de temer. Se disponía ya a
sacar el féretro del coche, cuando otro genio expuso la idea de dejarlo allí
como estaba y conducirlo a su destino entre el regocijo general. Los consejos
oportunos eran muy necesarios y éste fue admirablemente acogido. Enseguida
montaron ocho individuos en el coche y entre ellos se hallaba el señor Roedor
que con la mayor modestia escondía su cabeza para no
ser observado desde el Banco.
Los empleados
de la funeraria protestaron contra aquella modificación en las ceremonias, pero
como el río se hallaba a muy poca distancia y algunas voces estaban ya haciendo
observaciones acerca de la eficacia de un baño frío para ahogar ciertas
protestas, aquéllos no persistieron en ellas. Reanudó la marcha el modificado
cortejo, conducido por un deshollinador, asesorado por un cochero de profesión
y ayudado por un pastelero. Pero se juzgó también muy apropiado que figurase en
la comitiva un húngaro con su oso, tipo muy popular
en aquellos tiempos, y el pobre oso que era negro y flaco, armonizaba
perfectamente con la procesión en que tomaba parte.
Así, bebiendo
cerveza, fumando, gritando y burlándose de todas maneras, prosiguió la marcha
aquella procesión desordenada, reclutando más gente a medida que avanzaba y
haciendo cerrar todas las tiendas que hallaba al paso. Su destino era la
iglesia de San Pancracio, situada en pleno campo y allí llegó la comitiva a su
debido tiempo. Se hizo el enterramiento en el cementerio, aunque rodeando la
ceremonia de prácticas completamente caprichosas, con la mayor satisfacción del
numeroso cortejo.
Una vez
enterrado el cadáver de Roger Cly, la muchedumbre se vio en la necesidad de
buscar alguna otra distracción. Uno propuso la idea de acusar a los transeúntes
de espías de Old Bailey y vengarse en ellos. Se dio, pues, caza a una veintena
de personas inofensivas que nunca se habían acercado siquiera a Old Bailey, y
se las hizo objeto de insultos y malos tratos. Luego, la transición de empezar
a romper vidrios de las ventanas y saquear las tiendas fue naturalísima. Por
fin, tras algunas horas, cuando ya se habían saqueado
algunas casas de campo y destruido numerosas verjas de hierro que
proporcionaron armas a los ánimos más exaltados, empezó a circular el rumor de
que venían los guardias; entonces la multitud empezó a disolverse aunque tal
vez los guardias no pensaran siquiera en acercarse a aquel lugar.
El señor
Roedor no tomó parte en las diversiones finales, sino que se quedó en el
cementerio hablando con los empleados de la funeraria. Aquel lugar tenía cierto
encanto melancólico para él. Se procuró una pipa de una taberna vecina, y
mientras fumaba se quedó mirando la verja y haciendo algunas consideraciones.
—Jeremías —se
dijo,— aquel día viste con tus ojos a ese pobre Roger Cly. Era un hombre joven,
robusto, y ahora...
Después de
fumar la pipa y de reflexionar un poco más, se volvió para estar de regreso al
Banco antes de la hora de cerrar. Y ya fuese porque lo hubiesen conmovido mucho
sus meditaciones acerca de la muerte, porque su salud no anduviese bien o
porque deseara dispensar un honor a su consejero médico, lo cierto es que fue a
visitar a un distinguido cirujano en su camino de regreso.
El joven
Jeremías substituyó a su padre durante su ausencia, y al verlo se dio cuenta de
que no había tenido nada que hacer. Cerró el Banco sus puertas, salieron los
viejos dependientes, se estableció la acostumbrada guardia y el señor Roedor y
su hijo se dirigieron a su casa a tomar el té.
—Ahora te
prevengo —dijo a su mujer al entrar— de que si yo, como honrado menestral,
estoy de malas esta noche, será porque habrás estado rezando contra mí y a mi
regreso te arreglaré las cuentas, lo mismo que si te hubiera estado viendo.
La pobre
señora Roedor meneó la cabeza.
—¿Te atreves a
hacerlo en mi cara? —exclamó el señor Roedor con indicios manifiestos de
cólera.
—No digo nada.
—Pues no
pienses tampoco. El mismo mal puedes hacerme hablando como pensando. Créeme,
vale más que dejes de hacer una cosa y otra.
—Está bien,
Jeremías.
Esta expresión
de conformidad a sus órdenes no calmó al señor Roedor, el cual, refunfuñando,
tomó un poco de pan y manteca.
—¿Sales esta
noche? —preguntó la pobre mujer.
—Sí.
—¿Puedo ir
contigo, padre? —preguntó el chico.
—No, no puede
ser. Voy, como sabe tu madre... a... a pescar. Eso es. Voy a pescar.
—Y la caña
debe estar oxidada, ¿verdad, padre?
—No te
importa.
—¿Traerás
pescado, padre?
—Si no traigo,
mañana tendrás poco que comer —contestó el padre meneando la cabeza— Y no
preguntes más. No saldré hasta que te hayas acostado.
Durante el
resto de la velada el señor Roedor se ocupó en vigilar a su mujer y en hablar
con ella para evitar que pudiera meditar siquiera algunas oraciones en su
perjuicio. Pero no cesaba, en sus quejas contra su mujer, haciéndola
responsable de cuanto malo le ocurría y acusándola de que, por su causa, estaba
tan delgado el joven Jeremías.
Por fin el
padre mandó a éste que se acostara y después de hacerse repetir la orden,
obedeció. El señor Jeremías pasó las primeras horas de la noche fumando algunas
pipas y no salió hasta la una de la madrugada. A tal hora se levantó, sacó una
llave del bolsillo y abrió un armario del que extrajo un saco, una barra de
hierro de tamaño conveniente, una cuerda y una cadena, así como otros avíos de
pesca parecidos. Dispuso hábilmente estos objetos, dirigió una mirada
desconfiada hacia su mujer y salió.
El joven
Jeremías, que había estado fingiendo que dormía, no tardó en salir tras de su
padre, al que siguió al amparo de la obscuridad. Impelido por la noble ambición
de estudiar el arte de la pesca, echó a andar siguiendo a su padre, el cual se
alejó rápidamente hacia el norte. Al poco rato se le reunió otro discípulo de
Isaac Walton, y los dos prosiguieron su camino.
Al cabo de
media hora de marcha habían dejado atrás las luces de la ciudad y se hallaban
en un camino solitario. Allí encontraron a otro pescador y se les reunió tan
silenciosamente que si Jeremías el chico hubiera sido supersticioso, más le
habría parecido que el segundo personaje se había dividido en dos.
Continuaron la
marcha los tres hombres, seguidos por el joven Jeremías, hasta llegar a un
talud que se elevaba a un lado del camino. Sobre lo alto del talud había una
pared de ladrillo, coronada por una verja de hierro. Los tres hombres se
deslizaron cautelosamente y subieron lo necesario para situarse al pie de la
pared de ladrillo, y entonces el muchacho pudo ver que su padre se encaramaba
para saltar la verja, ejercicio en el cual lo
siguieron sus dos compañeros. Luego se quedaron acurrucados en el suelo, como
escuchando y a los pocos instantes prosiguieron su camino andando sobre las
manos y las rodillas.
Llegó el turno
al muchacho para escalar la verja. Lo hizo con el corazón palpitante, y una vez
dentro del recinto vio que los tres hombres avanzaban arrastrándose por entre
la hierba y las losas sepulcrales. Las cruces blancas semejaban fantasmas y la
torre de la iglesia parecía el fantasma de un gigante monstruoso. No anduvieron
mucho los tres hombres, pues a poco se detuvieron y empezó la pesca. Al
principio empezaron a pescar con una azada. Luego el señor Roedor se dedicó a
preparar un instrumento semejante a un enorme sacacorchos y los tres hombres
trabajaban afanosamente con aquellas extrañas herramientas. De pronto resonaron
las lentas campanadas del reloj de la iglesia y aquel ruido aterrorizó tanto a
Jeremías el chico, que huyó con el cabello erizado como el de su padre.
Pero la
curiosidad que sentía no solamente le hizo cesar en su fuga, sino que lo indujo
a volver. Los tres hombres seguían pescando con la mayor perseverancia. Por fin
pareció haber picado algún pez. Se oyó el ruido quejumbroso de algo y los tres
se inclinaron y hacían esfuerzos como agobiados por gran peso que, finalmente,
dejaron sobre el suelo. El joven Jeremías sabía bien lo que era aquello, mas al
ver que su venerado padre se inclinaba para abrirlo, se horrorizó tanto, que
echó a correr sin detenerse, esta vez hasta que se halló a una o dos millas de
distancia.
No se habría
detenido si no fuera por la necesidad que tenía de recobrar el aliento, pues
deseaba terminar cuanto antes con la pesadilla que lo agobiaba. Le parecía que
lo perseguía el ataúd que viera y al correr le parecía que a cada momento
estaba a punto de apoderarse de él. Y lo acosaba de tal manera, se le echaba
delante para hacerlo caer o lo cogía por el brazo con tal fuerza, que cuando el
muchacho llegó a su casa estaba medio muerto de miedo. Y ni aun entonces lo
dejó el maldito ataúd, sino que subió la escalera, se metió en la cama con él y
se echó sobre su pecho cuando el pobre muchacho se quedó
dormido.
De su agitado
sueño, el joven Jeremías fue despertado al salir el sol por su padre que estaba
en la casa. Evidentemente algo malo le había ocurrido, pues el muchacho vio que
su padre agarraba a su madre por las orejas y la sacudía contra la cabecera de
la cama.
—¡Te dije que
te acordarías! —exclamaba el padre.— ¡Y ahora vas a verlo!
—¡Jeremías!
¡Jeremías! —imploraba la pobre mujer.
—Te empeñas en
estropearme los negocios —dijo— y yo y mis socios lo pagamos. Tu obligación era
obedecerme. ¿Por qué no lo has hecho?
—¡Hago todo lo
que puedo por ser una buena mujer! —gemía la infeliz entre lágrimas.
—¿Acaso es ser
buena mujer oponerse a los negocios del marido? ¿Es honrar al marido oponerse
constantemente a sus negocios?
—¡No deberías
dedicarte a negocios tan horribles, Jeremías!
—No es de tu
incumbencia decirme lo que debo hacer o lo que dejo de hacer. La mujer honrada
deja que su marido se desenvuelva como quiera. ¿Y tienes el valor de llamarte
una mujer piadosa? ¡Mejor preferiría una que no creyera en nada!
Prosiguió el
altercado en voz baja y terminó cuando el honrado menestral se quitó sus botas
llenas de barro y se tendió en el suelo, con las manos cruzadas debajo de la
cabeza a guisa de almohada.
No hubo
pescado para el almuerzo, que fue muy escaso. El señor Roedor estaba de un
humor de perros y se puso al alcance de la mano una tapadera de hierro para
tirársela por la cabeza a su mujer a la menor sospecha de que se dispusiera a
rezar una oración.
Por fin se
cepilló el traje y se lavó y acompañado de su hijo se marchó a cumplir sus
deberes.
El muchacho,
que andaba al lado de su padre, con el taburete bajo el brazo, era muy distinto
de cuando, la noche anterior, iba tras los tres pescadores. Ya no tenía tanto
miedo y sus terrores se habían disipado con la noche.
—Padre —le
dijo alejándose un poco e interponiendo el taburete para mayor precaución,—
¿qué es un desenterrador?
—¿Cómo quieres
que lo sepa? —contestó el señor Roedor.
—Creí que lo
sabías todo, padre.
—Pues bien, es
—contestó después de quitarse el sombrero para dejar libres por un momento las
púas de sus cabellos— es un menestral.
—¿Y en qué
comercia, padre?
—Los artículos
que vende —dijo el padre después de ligera reflexión— son de naturaleza
científica.
—¿Cadáveres
humanos, verdad?
—Creo que es
algo de eso.
—¡Oh, padre!
¡Cuánto me gustaría ser desenterrador cuando tenga más años!
El señor
Roedor se sintió complacido, pero meneó la cabeza y dijo:
—Eso depende
de cómo desarrolles tu talento. Procura desarrollar tu talento y no ser
hablador. Ahora no puede decirse todavía para qué cosa llegarás a servir.
Y mientras el
joven Jeremías dejaba el taburete ante la puerta del Banco y a la sombra del
Tribunal, el señor Roedor se decía:
—Jeremías,
honrado menestral, puedes abrigar la esperanza de que ese muchacho será una
bendición para ti y una compensación por la mujer que tienes.
Capítulo
XV.— Haciendo calceta
Aquella
mañana, temprano, hubo más parroquianos que de costumbre en la taberna del señor
Defarge. A las seis de la mañana los rostros pálidos de los que miraban a
través de las rejas de las ventanas, pudieron ver dentro otros rostros
inclinados sobre los vasos de vino. Usualmente el señor Defarge vendía el vino
aguado, pero aquella mañana, además de tener mayor cantidad de agua que de
costumbre, el vino era agrio, o parecía tener la propiedad de agriar el humor
de los madrugadores. Ninguna llama alegre y báquica
parecía surgir de las prensadas uvas del señor Defarge, sino que entre las
heces parecía estar escondido un fuego de brasas que ardía en la obscuridad.
Era aquella la
tercera mañana en que hubo libaciones muy tempranas en la taberna del señor
Defarge. Empezaron en lunes y había llegado el miércoles. Verdad es que se
hablaba más que se bebía, porque muchos de los concurrentes no habrían podido
dejar una moneda sobre el mostrador, aunque dependiera de ello la salvación de
su alma. Pero parecían tan satisfechos como si hubiesen pedido barricas enteras
de vino y se deslizaban de un asiento a otro y de uno a otro rincón, tragando
con voraces miradas conversación en lugar de bebida.
A pesar de la
numerosa concurrencia el amo de la taberna no se dejaba ver, pero nadie lo
echaba de menos y nadie se fijaba tampoco en su mujer que, sentada detrás del
mostrador, presidía la distribución del vino. A su lado estaba un cuenco lleno
de monedas de cobre de las que habían desaparecido las efigies y que estaban
tan desgastadas como pobres los bolsillos de que salieran.
Tal vez los
espías que vigilaban la taberna, como vigilaban todo lugar alto o bajo, desde
la prisión hasta el mismo palacio real, observaron que la concurrencia parecía
aburrirse mucho. Languidecían los juegos de naipes y los jugadores de dominó se
entretenían en hacer castillos con las fichas, en tanto que otros trazaban
extrañas figuras sobre las mesas con las gotas de vino que cayeran en ellas y
mientras la señora Defarge seguía con su mondadientes la muestra del tejido en
la manga de su traje, aunque indudablemente veía y
oía cosas invisibles y lejanas.
Así siguieron
las cosas en la taberna durante todo el día. Al atardecer dos hombres cubiertos
de polvo entraron en la calle que apenas alumbraban sus vacilantes faroles.
Uno de ellos
era el señor Defarge y el otro el peón caminero del gorro azul. Sucios de polvo
y muertos de sed entraron en la taberna y su llegada pareció despertar el
interés y entusiasmo en todos los rostros que se asomaron a puertas y ventanas
al verlos pasar.
Nadie los
siguió, sin embargo, y nadie habló en la taberna cuando entraron, a pesar de
que todas las miradas estaban fijas en ellos.
—Buenos días
—exclamó el señor Defarge.
Aquello
pareció una señal para que se soltaran todas las lenguas, pues se oyó un coro
de voces que contestaba —Buenos días.
—Mal tiempo
hace, señores —observó Defarge meneando la cabeza.
Entonces cada
uno de los concurrentes miró a su vecino y luego se quedaron con los ojos fijos
en el suelo, exceptuando un hombre que se levantó y salió.
—Esposa mía
—dijo Defarge en voz alta, —he caminado algunas leguas con este buen peón
caminero que se llama Jaime. Lo encontré por casualidad a una jornada y media
de París. Es un buen muchacho. Dale de beber, mujer.
Otro hombre se
levantó y salió a su vez. La señora Defarge sirvió un vaso de vino al peón
caminero, llamado Jaime, el cual saludó a la concurrencia con su gorro azul y
bebió. Llevaba en el pecho un mendrugo de pan moreno y empezó a comerlo entre
trago y trago, al lado del mostrador de la señora Defarge. Entonces se levantó
otro hombre y salió.
Defarge se bebió
un vaso de vino, menor que el servido al peón caminero, y se quedó, esperando a
que éste terminara su refrigerio, pero sin mirar a nadie, ni siquiera a su
mujer, que había reanudado su labor.
—¿Has
terminado de comer, amigo? —preguntó.
—Sí, gracias.
—Entonces ven.
Verás la habitación que, según te dije, puedes ocupar.
Salieron de la
taberna, y entrando en un patio subieron por una escalera hasta lo alto de la
misma, y por allí llegaron a una buhardilla ocupada en otro tiempo por un
hombre de cabellos blancos que pasaba el tiempo haciendo zapatos.
Entonces ya no
había ningún hombre de blancos cabellos, sino, en su lugar, los tres hombres
que un día miraron por el agujero de la llave y por unos agujeros en la pared.
Defarge cerró
cuidadosamente la puerta y habló en voz baja:
—Jaime Uno,
Jaime Dos, Jaime Tres. Este es el testigo que he encontrado yo, Jaime Cuatro.
Habla, Jaime Cinco.
El peón
caminero, con el gorro azul en una mano, se limpió la morena frente y dijo:
—¿Por dónde he
de empezar?
—Por el principio
—contestó Defarge.
—Lo vi
entonces, señores —empezó diciendo el peón caminero— hace un año, debajo del
carruaje del marqués, colgado de la cadena. Yo dejé mi trabajo en el camino a
la puesta del sol mientras el carruaje del marqués subía despacio la colina. Él
iba colgado de la cadena... así.
Nuevamente el
peón caminero imitó la postura extraña de aquel hombre. Entonces Jaime Uno le
preguntó si había visto antes a aquel hombre.
—Nunca
—contestó el peón caminero recobrando la posición natural. Jaime Tres le
preguntó cómo lo había reconocido —Por su elevada estatura —contestó el peón
caminero.
—Cuando, el
señor marqués me preguntó cómo era, le contesté: “Alto como un espectro.”
—Habrías
debido decir que parecía un enano —observó Jaime Dos.
—¿Qué sabía
yo? Ni la cosa se había hecho ni él se confió a mí. Pero a pesar de todo nada
declaré, puedo asegurarlo.
—Tiene razón
—murmuró Defarge— Adelante.
—Bueno
—prosiguió el peón caminero con misterio.— Se ha perdido la pista del hombre
alto y lo buscan por espacio de muchos meses. ¿Cuántos?
—Nada importa
eso —dijo Defarge— Estuvo bien oculto, mas, por desgracia, lo encontraron.
Adelante.
—Estaba
trabajando de nuevo en la ladera de la colina y se ponía el sol. Recogía mis
herramientas para volver a mi casa, cuando levanté la mirada y vi que seis
soldados subían la colina. Entre ellos iba el hombre alto con los brazos
atados... así.
Y asumió la
posición de un hombre que está atado codo con codo.
—Me situé a un
lado, junto a un montón de piedras, para ver cómo pasaban los seis soldados y
el preso. Vi a los seis hombres llevando al preso, y a la luz del crepúsculo
parecían todos negros a mis ojos. Al pasar por mi lado reconocí al que iba
atado y él a mí. ¡Cuánto habría preferido el pobre arrojarse por la vertiente
de la colina como la otra vez, cuando lo encontré en aquel mismo sitio!
Desde luego no
dejé comprender a los soldados que había reconocido a aquel hombre y él, por su
parte, tampoco lo dio a entender. Nuestras miradas se encontraron, sin embargo,
y se comprendieron. Los seguí y pude observar que los brazos del preso estaban
hinchados por las ligaduras, y como el pobre andaba cojeando, lo empujaban con
sus mosquetes, así.
Imitó la
acción y continuó:
—Cuando
descendían por la colina, el preso cayó y, riéndose, los soldados lo hicieron
levantar. El pobre tenía la cara ensangrentada y llena de polvo, pero no podía
acercar las manos a ella. Lo llevaron al pueblo y la gente salió a mirarlos y
entonces lo encerraron en la cárcel.
Hizo una pausa
y Defarge exclamó:
—Prosigue.
—Toda la gente
del pueblo se retiró, pero durante la noche pensaban en aquel pobre hombre que
estaba en la cárcel, de la que no saldría sino para morir. Por la mañana cuando
salí al trabajo, di una vuelta para pasar por la prisión. Entonces lo vi asomado
a las rejas de una ventana. No pudo libertar sus manos para decirme adiós y yo
no me atreví a llamarlo.
Los oyentes se
miraron sombríos uno a otro. Parecían los jueces de un tribunal y escuchaban la
historia con el corazón lleno de ansias de venganza.
—Estuvo en la
cárcel algunos días —continuó el peón caminero— y la gente del pueblo lo miraba
recatándose, porque tenía miedo. Pero siempre miraba hacia la cárcel y cuando
se terminaba el trabajo del día, todos los rostros se volvían hacia la prisión.
Y junto a la fuente se murmuraba que a pesar de haber sido, condenado a muerte
no lo ejecutarían, porque se han presentado algunas peticiones en París,
diciendo que se volvió loco a consecuencia de la muerte de su hijo; decían que
se había solicitado el perdón al mismo rey. Es posible, aunque no lo sé. Puede
ser que sí o quizás no.
—Oye bien,
Jaime —dijo el número Uno de este nombre.— Sabe que se ha pedido el perdón al
rey y a la reina. Todos nosotros vimos que el rey tomaba la solicitud cuando
paseaba en su carruaje por las calles, en compañía de la reina. Fue Defarge
quien, poniendo en peligro la vida, se arrojó a la cabeza de los caballos para
entregar la solicitud.
—Y ahora
escucha bien, Jaime —dijo el número Tres. —Los guardias, tanto a pie como a
caballo, se arrojaron sobre el peticionario y lo molieron a golpes.
¿Comprendes?
—Sí, señores.
—Prosigue
—dijo Defarge.—También se decía junto a la fuente que lo habían llevado al
pueblo para ser ejecutado en el mismo lugar en que cometió el crimen y que lo
ejecutarían sin duda alguna. Añadían que como mató a Monseñor y éste era el
padre de sus vasallos, lo condenaban por parricida. Un hombre anciano dijo que
su mano derecha, armada de un cuchillo, sería quemada en vida; luego que en
heridas hechas en sus brazos, en su pecho y en sus piernas, derramarían aceite
hirviendo, plomo fundido, resina caliente, cera y azufre, y finalmente que
sería descuartizado por cuatro vigorosos caballos. Así se hizo, según decía el
viejo, con uno que atentó contra la vida de Luis XV.
—Escucha,
Jaime —dijo el mismo que antes lo interrumpiera.— El hombre a quien te refieres
se llamaba Damiens y se ejecutó todo a la luz del sol, en las calles de París;
y lo más notable en la gran multitud que lo presenció, fue el gran número de
damas de calidad que estuvieron atentas hasta el final, hasta el final, Jaime,
que se prolongó hasta el crepúsculo, cuando el desgraciado había ya perdido las
dos piernas y un brazo, y aun respiraba. Eso ocurrió... ¿Cuántos años tienes
ahora?
—Treinta y
cinco —contestó el peón caminero que parecía tener sesenta.
—Pues ocurrió
cuando tenías diez años. Podías haberlo visto.
—Pues bien,
uno decía una cosa y otros otra —continuó el peón. No se hablaba de otra cosa.
Por fin el domingo, cuando el pueblo dormía, salieron unos soldados de la
cárcel y sus armas de fuego golpeaban las piedras de la calle. Unos obreros
empezaron a trabajar y los soldados a cantar y a reír y a la mañana siguiente
estaba levantado el patíbulo junto a la fuente alta, de cuarenta pies, y
envenenando el agua.
Se
interrumpieron todos los trabajos y nadie llevó las vacas a pacer. A mediodía
se oyó el redoblar de los tambores y apareció él entre un grupo de soldados que
salían de la prisión. Iba atado como antes y en la boca llevaba una mordaza
atada de tal manera, que no parecía sino que se riese. En lo alto del patíbulo
se fijó un cuchillo con la punta en alto. Y allí lo ahorcaron a cuarenta pies
de altura y lo dejaron colgado, envenenando el agua.
Los oyentes se
miraron uno a otro mientras el peón caminero se enjugaba el sudor del rostro al
recordar el espectáculo.
—Aquello era
espantoso. ¿Cómo habían de ir a buscar agua las mujeres y los niños? ¿Quién
podía permanecer allí al anochecer bajo tal sombra? Cuando el lunes, por la
tarde, dejé el pueblo, se estaba poniendo el sol y anduve toda aquella noche y
medio día siguiente, hasta que encontré a este compañero. Con él he venido,
unas veces a pie y otras a caballo, durante el resto del día de ayer y toda la
noche pasada. Y aquí me tenéis.
—Perfectamente
—dijo Jaime Uno.— Lo has relatado todo perfectamente. ¿Quieres esperar un poco
ahí fuera?
—Con mucho
gusto —contestó el peón caminero a quien acompañó Defarge hasta lo alto de la
escalera para volver a reunirse con sus compañeros.
Estos se
habían levantado y hablaban con las cabezas muy juntas.
—¿Qué dices,
Jaime? ¿Hemos de anotarlo en nuestro registro?
—Regístralo
como condenado a la destrucción —contestó Defarge.
—¿El castillo
y toda la raza?
—El castillo y
toda la raza. Hay que exterminarlos.
—¿Estás seguro
de que no ha de resultar ningún inconveniente de nuestro sistema de llevar el
registro? Sin duda alguna está seguro, porque nadie más que nosotros puede
descifrarlo. Pero ¿podremos descifrarlo siempre...? Mejor dicho, ¿podrá ella?
—Jaime
—contestó Defarge.— Si mi mujer tomase a su cargo conservar el registro en su
memoria, no olvidaría una palabra ni una sílaba, pero si lo teje en su labor de
calceta, con sus señales particulares, siempre le resultará tan claro como el
sol. Confiad en la señora Defarge, pues nadie es capaz de borrar una letra de
los nombres que ella inscribe en su labor.
—Perfectamente
—dijo el que antes hablara.— En cuanto a ese hombre, ¿no será mejor que lo
mandemos, de nuevo a su pueblo? Parece algo tonto y tal vez resulte peligroso.
—No sabe nada
—dijo Defarge,— por lo menos nada que pueda conducirlo a la horca.
Me encargaré
de él. Lo tendré a mi lado y ya lo despediré. Tiene deseos de ver el mundo de
la gente distinguida... al rey, a la reina y la corte. Se lo dejaremos ver el
domingo.
—¡Cómo!
—exclamó Jaime Tres.— ¿No es mala señal que desee ver al rey y la nobleza?
—Jaime
—contestó Defarge,— si quieres que un gato tenga ganas de leche, muéstrasela
antes. Y si quieres que un perro se arroje sobre su presa, conviene que antes
se la dejes ver.
Nada más se
trató entonces, y como encontraron al peón caminero dando cabezadas en lo alto
de la escalera, lo invitaron a acostarse en el jergón de la buhardilla y al
poco rato estaba profundamente dormido.
A peor sitio
podía haber ido a parar el peón caminero, y a no ser por cierto miedo que le
inspiraba la señora, que, en apariencia, no se daba siquiera cuenta de su
presencia, lo habría pasado bastante bien. Por esta razón al domingo siguiente
el peón caminero no sintió ninguna alegría al ver que había de acompañarlo la
señora Defarge quien, en unión de su marido, se disponía a llevarlo a
Versalles. Pero lo que más desconcertó al peón caminero fue que la señora no
abandonara su labor de costura ni por la calle ni cuando por la tarde estaban
contemplando el paso de los reyes.
—Trabajáis
mucho, señora —le dijo un hombre que tenía al lado.
—Sí —contestó
la señora Defarge,— tengo mucho que hacer.
—¿Y qué
hacéis, señora?
—Muchas cosas.
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo
—replicó la señora Defarge,— mortajas.
Pronto
aparecieron los reyes rodeados de un enjambre de cortesanos de ambos sexos,
vestidos con el mayor esplendor. Aquel brillante espectáculo entusiasmó al peón
caminero que, sin poderlo remediar, empezó a dar vivas al rey, a la reina y a
todo y a todos. Luego pudo visitar patios, jardines, terrazas, fuentes,
arriates de flores, y ver de nuevo a los personajes reales y a la corte entera,
hasta que el pobre hombre acabó llorando emocionado.
Cuando la
fiesta hubo terminado, Defarge se dirigió a él exclamando:
—¡Bravo! ¡Eres
un buen muchacho!
El peón
caminero acababa de volver de aquella especie de borrachera y temió haberse
excedido en sus últimas demostraciones de entusiasmo, pero no había nada de
eso.
—Eres,
precisamente, el hombre que necesitamos —le dijo Defarge al oído;— has hecho
creer a esa gente que esta situación va a durar siempre. Así se harán más
insolentes y llegarán más pronto a su fin.
—¡Caramba!
—exclamó el peón.— ¡Es verdad!
—Estos
imbéciles no se dan cuenta de nada. Así como te desprecian y preferirían que
murieses tú y hasta cien como tú antes que uno de sus caballos o de sus perros,
oyen con gusto lo que tu voz les grita. Dejémosles que se engañen un poco más,
que ya no puede ser por mucho tiempo.
Capítulo
XVI.— Más calceta
La señora
Defarge y su esposo regresaron en amigable compañía hacia el corazón de San
Antonio, en tanto que un gorro azul avanzaba por entre las tinieblas en
dirección a la aldea inmediata al castillo del marqués, quien, en su sepultura,
gozaba del reposo eterno.
Los Defarge llegaron
de noche, en el carruaje público a la puerta de París en que terminaba su
viaje. Hubo la acostumbrada parada en el cuerpo de guardia de la barrera y
avanzaron los faroles para examinar a los viajeros. El señor Defarge echó pie a
tierra, pues conocía a uno o dos de los soldados y a uno de la policía. Y como
de este último era amigo íntimo, se dieron un abrazo.
Cuando San
Antonio volvió a cobijar a los Defarge en sus obscuras alas y ellos
descendieron del coche ya cerca de su domicilio, se encaminaron a su casa por
las calles obscuras y llenas de barro. Entonces la señora Defarge preguntó a su
marido:
—¿Qué te dijo
Jaime, el de la policía?
—Esta noche
muy poco, pero es todo lo que sabe. Han nombrado a otro espía para nuestro
barrio.
—Será
necesario inscribirlo en el registro —dijo la señora Defarge. ¿Cómo se llama?
—Es inglés.
—Mejor. ¿Cómo
se llama?
—Barsad.
—¿Y de nombre
de pila?
—Juan.
—Juan Barsad
—repitió la mujer.— Muy bien. ¿Se conocen sus señas?
—Es hombre de
unos cuarenta años, de cinco pies nueve pulgadas de estatura, cabello negro,
moreno, de rostro agradable, ojos negros, rostro delgado, nariz aguileña, pero
no recta y ligeramente inclinada hacia la mejilla izquierda, y por lo tanto, su
expresión es siniestra.
—Buen retrato
—dijo la señora Defarge riendo.— Mañana quedará inscrito.
Una vez en la
taberna, que estaba cerrada a causa de la hora, pues eran las doce de la noche,
la señora Defarge se dirigió al mostrador, contó las monedas recaudadas durante
su ausencia, examinó las entradas en el libro y las existencias, comprobó de
todas las maneras posibles las cuentas de su empleado y finalmente lo mandó a
la cama. Luego volvió a tornar el dinero y lo guardó en varios nudos de su
pañuelo para mayor seguridad, en tanto que Defarge, con la pipa en la boca,
admiraba a su mujer aunque nunca se entrometía en tales cuentas.
La noche era
calurosa y la tienda cerrada; sin contar con que estaba rodeada por numeroso
vecindario, olía muy mal. El olfato del señor Defarge no era muy delicado, pero
el vino, el ron y el aguardiente olían más que de costumbre y él trataba de
alejar sus emanaciones a fuerza de manotadas en el aire.
—Estás cansado
—le dijo la señora Defarge.— Todo huele como de costumbre.
—Sí, estoy
fatigado —contestó Defarge.
—Y también un
poco deprimido. ¡Oh, qué hombres!
—¡Tarda tanto!
—exclamó Defarge.
—¿Y qué cosa
es la que no tarda? La venganza y la justicia siempre necesitan mucho tiempo.
—No tarda
tanto el rayo en herir a un hombre —observó el marido.
—Pero ¿cuánto
tiempo —replicó la mujer— se necesita para acumular la electricidad del rayo?
Dímelo.
Defarge
levantó la cabeza, pero no contestó.
—No tarda
mucho un terremoto en tragarse una ciudad —dijo la señora.— ¿Sabes, por
ventura, cuánto tiempo es necesario para que se prepare un terremoto?
—Bastante
tiempo, me parece.
—Pero cuando
está preparado y se produce, reduce a polvo todo lo que encuentra. Y en la
actualidad se está preparando, aunque nadie lo vea o lo oiga. Este es tu
consuelo. Recuérdalo.
Y ató un nudo,
con los ojos brillantes, como si estuviera estrangulando a un enemigo.
—Te aseguro
—añadió extendiendo la mano,— que si bien el camino es largo, está ya en él y
en marcha. Te digo que nunca retrocede ni se detiene. Siempre avanza. Mira a tu
alrededor y examina las vidas de toda la gente que conocemos. ¿Crees que eso
puede durar?
—No lo dudo,
querida mía —contestó Defarge con la humildad de un escolar ante su maestro.—
No niego nada de eso, pero ya es antiguo y es posible que no llegue en nuestros
días.
—¿Y qué?—
exclamó la esposa.
—Pues
—contestó tristemente Defarge— que no veremos el triunfo.
—Pero habremos
ayudado para que llegue —contestó la mujer.— Nada de lo que hacemos se pierde.
Con toda mi alma creo que veré el triunfo, pero aunque así no fuera, mientras
exista un cuello de aristócrata y tirano, no dejaré de...
Entonces la
mujer con los dientes apretados hizo un terrible nudo en el pañuelo.
—Tampoco me
detendré yo por nada —contestó el marido.
—Sí, pero
víctimas. Y es preciso que conserves el ánimo sin necesidad de esto. Cuando llegue
el tiempo suelta las fieras y el diablo mismo, pero hasta entonces tenlos
encadenados, y, aunque no a la vista, siempre dispuestos.
La señora
Defarge reforzó su argumento golpeando el mostrador con los nudos llenos de
dinero de su pañuelo y luego, observando que ya era hora de acostarse, se fue a
la cama.
Al día
siguiente la admirable mujer estaba nuevamente sentada junto a su mostrador en
la taberna, haciendo calceta con la mayor asiduidad. Tenía una rosa al alcance
de la mano y de vez en cuando le dirigía una mirada. Había pocos parroquianos,
ocupados en beber o en hablar. El día era muy caluroso. De pronto entró un
nuevo personaje y, por la sombra que proyectó en la señora Defarge, ésta vio
que se trataba de una persona desconocida. Inmediatamente dejó a un lado la
labor y antes de mirar al recién llegado se puso la rosa en el cabello.
Lo que ocurrió
fue una cosa curiosa. En cuanto la señora Defarge tomó la rosa los parroquianos
dejaron de hablar y gradualmente fueron saliendo de la taberna.
—Buenos días,
señora —dijo el recién llegado.
—Buenos días,
señor —contestó la señora Defarge, fijándose, al mismo tiempo, en que las señas
de aquel individuo correspondían exactamente con las del espía que le indicara
su marido la noche anterior.
—Os ruego que
tengáis la bondad de darme un vasito de coñac y un poco de agua fresca.
La señora
Defarge lo sirvió cortésmente.
—¡Vaya un buen
coñac éste, señora!
Era la primera
vez que el coñac merecía tal alabanza, como le constaba perfectamente a la
señora Defarge, conocedora como era de sus antecedentes. Dio las gracias, sin
embargo, y continuó trabajando. El visitante observó unos momentos los
movimientos de sus dedos y exclamó:
—Sois muy
hábil en labores, señora.
—Estoy ya
acostumbrada.
—Y el dibujo
es muy lindo.
—¿Os gusta?
—contestó la señora mirándolo sonriente.
—Mucho. ¿Puede
saberse a qué lo destináis?
—No es más que
para pasar el rato.
—¿No usaréis
esa labor?
—Eso depende.
Tal vez un día encuentre el modo de utilizarla.
Era notable el
hecho de que San Antonio pareciera poco complacido de que la señora Defarge
llevase una rosa en el cabello. Entraron dos hombres en la taberna y se
disponían a pedir algo que beber, cuando, al ver la rosa, fingieron buscar a un
amigo y se marcharon enseguida. Por otra parte, no se había quedado ni uno solo
de los que se hallaban en el establecimiento cuando llegó el visitante, pues
desfilaron uno tras otro. El espía tenía los ojos muy abiertos, pero no pudo
observar cosa alguna, pues todos se alejaron del modo más natural del mundo.
—Juan —pensaba
la señora haciendo calceta y con los ojos fijos en el desconocido,— permanece
un poco más aquí y escribiré tu apellido antes de que te marches.
—¿Sois casada,
señora?
—Sí.
—¿Tenéis
hijos?
—No.
—¿Va bien el
negocio?
—No, porque la
gente es muy pobre.
—¡Pobre gente!
—exclamó el espía.— ¡Pobre gente! Es miserable y está tan oprimida, como
decís...
—Como decís
vos —replicó la señora corrigiéndole y anotando algo en la calceta después del
nombre del espía, que no le auguraba nada bueno.
—Perdonad. Ciertamente
lo dije yo, pero vos lo pensáis también. Es muy natural.
—¿Que yo lo
pienso? —contestó la señora en alta voz.— Yo y mi marido tenemos bastante que
hacer para tener abierta esta taberna, y no nos sobra tiempo para pensar. Todo
lo que pensamos es cómo hemos de vivir, y eso nos da bastante que hacer de la
mañana a la noche, sin que nos ocupemos de cosas que no nos importan.
El espía, que
fue allí a recoger cuanto le fuera posible, hizo un esfuerzo para que su rostro
no tradujera su desencanto y se quedó apoyado en el mostrador tomando algunos
sorbos dé coñac.
—Esa ejecución
del pobre Gaspar —exclamó luego— ha sido digna de compasión. ¡Pobrecillo!
—A fe mía
—contestó fríamente la señora,— si un hombre emplea en eso su cuchillo, justo
es que pague luego. De antemano conocía el precio a que se paga ese lujo, y ha
pagado.
—Creo —dijo el
espía bajando la voz e invitando a la confidencia que en este barrio se
compadecen mucho de ese pobre desgraciado y que la gente está muy encolerizada
por su desgraciado fin. Aquí para entre los dos...
—¿De veras?
—preguntó la señora.
—¿No es así?
—Aquí está mi
marido —exclamó la señora Defarge.
Cuando entró
el tabernero, lo saludó el espía tocando su sombrero y diciendo con insinuante
sonrisa:
—Buenos días,
Jaime.
Defarge se
detuvo como asombrado y lo miró.
—Buenos días,
Jaime —repitió el espía con menos seguridad en la voz.
—Os engañáis,
señor —contestó el tabernero.— Me confundís con otro. No me llamo así, sino
Ernesto Defarge.
—Es lo mismo
—exclamó el otro— Buenos días.
—Buenos días
—contestó el otro secamente.
—Decía a la
señora, con quien tuvo el gusto de conversar cuando entrasteis, que, según me
han dicho, reina, y no es extraño, mucha compasión y cólera en el barrio por la
triste suerte del pobre Gaspar.
—Nadie me ha
dicho eso —dijo Defarge moviendo la cabeza.— No sé nada de lo que me contáis.
Dichas estas
palabras pasó a la parte opuesta del mostrador, junto a su mujer. El espía
vació su vasito de coñac y pidió otro. Se lo sirvió la señora Defarge y reanudó
la labor tarareando una canción.
—Parece que
conocéis este barrio mejor que yo —observó Defarge.
—No, pero
deseo conocerlo, pues me inspiran mucha lástima sus míseros habitantes.
—¡Ya! —murmuró
Defarge
—El placer de
conversar con vos, señor Defarge, me recuerda —prosiguió el espía— qué he
tenido el honor de conocer algunos hechos con los cuales estáis relacionado.
—¿De veras?
—preguntó Defarge con indiferencia.
—Así es.
Cuando pusieron en libertad al doctor Manette, vos, antiguo criado suyo, os
hicisteis cargo de él. Os fue confiado. Ya veis que estoy informado de ello.
—Es verdad
—contestó Defarge, avisado por un ligero codazo de su mujer de que liaría mejor
en contestar aunque fuese brevemente.
—A vos acudió
su hija y de vuestra casa se llevó a su padre, acompañada por un caballero...
uno que llevaba peluca. Sí, se llamaba Lorry... del Banco Tellson y Compañía,
de Londres.
—Así fue, en
efecto.
—Son recuerdos
muy interesantes —prosiguió el espía.— Yo he conocido en Inglaterra al doctor
Manette y a su hija.
—¿Sí?
—¿No tenéis
noticias de ellos?
—No, ninguna
–contestó Defarge.
—Pues ahora la
señorita está a punto de casarse.
—Es raro que
no se haya casado antes —observó la señora Defarge. Era bastante bonita para
eso. Pero los ingleses sois muy fríos.
—¿Cómo sabéis
que soy inglés?
—Por vuestro
acento —contestó la señora.
El espía no
pareció muy satisfecho, pero sin embargo se rió. Y después de beber el segundo
vaso de coñac, añadió:
—Pues sí, la
señorita Manette está a punto de casarse, pero no con un inglés, sino con uno,
que como ella es francés de nacimiento. Y volviendo a Gaspar ¡pobrecillo! Fue
una muerte cruel la suya. Es curioso que la señorita se case con un sobrino del
señor marqués, por quien Gaspar fue izado a tanta altura. En otras palabras, se
casa con el marqués actual. Pero vive desconocido en Inglaterra y allí no es
marqués. Es, tan sólo, el señor Carlos Darnay. El nombre de la familia de su
madre es D'Aulnais. La señora Defarge hacía calceta con la mayor rapidez, pero
la noticia produjo un efecto palpable en su marido, y a pesar de sus esfuerzos,
cuando trató de encender la pipa, le temblaba la mano. El espía no habría sido
digno de su empleo si hubiese dejado de advertirlo o de grabarlo en su mente.
Después de
haber logrado este resultado, aunque sin saber si podría serle de utilidad y en
vista de que no llegaban nuevos clientes en quienes pudiera hacer otras
observaciones, el señor Barsad pagó su consumación y se marchó, pero no sin
decir antes que se prometía el placer de ver con alguna frecuencia al señor y a
la señora Defarge. Y hasta que hubieron transcurrido algunos minutos desde su
partida, el matrimonio permaneció en la misma actitud
para evitar ser sorprendidos si regresaba.
—¿Crees que
será verdad —preguntó el marido— lo que acaba de decir ése acerca de la
señorita Manette?
—Probablemente,
no —contestó la mujer;— pero puede ser cierto.
—Si lo
fuera...
—¿Qué?
—Si ha de
llegar el triunfo a tiempo de que lo veamos... espero; por bien de ella, que el
Destino retenga a su marido lejos de Francia.
—El destino de
su marido —dijo la señora Defarge — lo llevará adonde deba ir y al fin que le
esté reservado. Esto es todo lo que sé.
—Pero es muy
extraño que dada nuestra simpatía hacia ella y hacia su señor padre, el nombre
de su marido deba quedar proscrito en este instante bajo tu mano, al lado del
de ese perro infernal que acaba de dejarnos.
—Más extrañas
cosas veremos cuando llegue el momento. Tengo a los dos aquí y aquí están por
sus méritos. Eso basta.
Dichas estas
palabras arrolló la labor que estaba haciendo y se quitó la rosa del cabello; y
o bien San Antonio tuvo el presentimiento de que acababa de quitarse aquel
adorno tan poco de su gusto o estaba observando su desaparición, porque poco
después el Santo se atrevió a entrar y a los pocos instantes la taberna había
recobrado su acostumbrado aspecto.
Por la noche,
hora en que los habitantes del barrio de San Antonio salían de sus casas y se
sentaban delante de las puertas, para respirar un poco, la señora Defarge, con
su labor en la mano, solía ir de puerta en puerta y de grupo en grupo. Había
muchas misioneras como ella que el mundo no volverá a ver. Todas las mujeres
hacían calceta, procurando distraer el hambre con esta ocupación, pues de haber
estado quietos aquellos flacos dedos, no hay duda de que los estómagos
sentirían el hambre con mayor intensidad.
Al mismo
tiempo que se movían los dedos, se movían los ojos y los pensamientos. Y a
medida que la señora Defarge pasaba de un grupo a otro, trabajaban los dedos de
las mujeres con mayor ardor. El señor Defarge estaba sentado a su puerta y
miraba a su mujer con admiración.
—Es una mujer
fuerte —se decía,— una gran mujer.
Llegó la
obscuridad y se oyeron las campanas de las iglesias y el redoblar de los
tambores en el patio del Palacio, pero las mujeres seguían haciendo calceta. La
obscuridad las acompañaba, pero otra obscuridad se avecinaba, en que las
campanas de las iglesias, que entonces resonaban alegremente, serían fundidas
para convertirlas en cañones; en que los tambores redoblarían para ahogar una débil
voz, aquella noche tan potente como la voz del Poder, de la Abundancia, de la
Libertad y de la Vida. Todo eso empezaba a rodear a
las mujeres que, sentadas, se ocupaban en hacer calceta, así como ellas
rodearían una estructura no construida todavía, y junto a la cual harían
calceta sin parar, en tanto que contaran las cabezas que iban cayendo.
Capítulo
XVII.— Una noche
Nunca se puso
el sol con más brillante gloria en el rincón de Soho que una tarde memorable en
que el doctor y su hija estaban sentados bajo el plátano, ni la luna se levantó
más brillante que aquella noche, para encontrarlos sentados debajo del árbol.
Lucía iba a
casarse al día siguiente y se disponía a pasar aquella última noche de soltera
al lado de su padre.
—¿Sois feliz,
padre mío?
—Completamente,
hija mía.
Poco se habían
dicho, aunque hacía ya rato que estaban allí. Mientras hubo luz para trabajar,
Lucía no se dedicó a sus labores ni leyó para su padre, como solía hacer, pues
aquel día no era como los demás y no podía dedicarse a las mismas cosas.
—Yo también
soy feliz esta noche, padre querido. Soy feliz con el amor que el Cielo ha
bendecido... el mío por Carlos y el de Carlos por mí. Mas si mi vida no hubiera
de ser consagrada a vos y mi casamiento hubiese de separarnos, aunque no mediaran
entre ambos más que algunas calles, me sentiría en extremo desdichada.
Y a la luz de
la luna, la joven apoyó su cabeza en el pecho de su padre.
—¡Querido
padre! —exclamó.— ¿Estás seguro de que los nuevos afectos que voy a crearme no
se interpondrán entre nosotros?
—Completamente,
hija mía. Por el contrario, creo que el porvenir será más feliz para todos.
—Si pudiera
esperarlo así, padre...
—Puedes estar
segura, hija querida. Es lo más natural. Tú, que eres joven aún, no puedes
formarte idea de la ansiedad que ha de sentir un padre por el porvenir de su
hija. Y aunque viviéramos como hasta aquí, dedicados el uno para el otro, no
podría yo ser feliz si sabía que la dicha de mi hija no era completa.
—Habría
continuado siendo feliz, padre, si nunca en la vida hubiese visto a Carlos.
—En eso te
equivocas. De no haber sido Carlos, sería otro. Y si no hubiese sido otro, la
culpa la tendría yo y, en tal caso, el período sombrío de mí vida habría
proyectado su sombra más allá de mí mismo, cayendo sobre ti.
Dichas estas
palabras abrazó a su hija y poco después entraron en la casa. A la boda no
asistirían más invitados que el señor Lorry, y la única doncella de honor que
tendría Lucía era la flaca señorita Pross. El casamiento no había de ocasionar
cambio alguno en su residencia, pues se limitaron a alquilar el piso superior,
que hasta entonces había ocupado un vecino invisible.
Aquella noche,
mientras cenaban, el doctor estuvo bastante alegre. A la mesa eran tres: él, su
hija y la señorita Pross. El doctor lamentó que Carlos no estuviese con ellos,
pero bebió cordialmente a su salud.
Llegó la hora
de dar las buenas noches a Lucía y se separaron, pero en el silencio de las
tres de la madrugada la joven, sintiendo ciertos temores, descendió nuevamente
la escalera y entró en la habitación de su padre. Pero todo estaba en su sitio
y el doctor dormía tranquilo; la joven observó unos instantes aquel hermoso
rostro surcado por las arrugas de los sufrimientos y rogó fervientemente que le
fuera concedido ser tan fiel a su padre como deseaba. Luego lo besó en los
labios y salió de la estancia.
Capítulo
XVIII.— Nueve días
Brillaba
esplendoroso el día de la boda, y todos estaban aguardando en la parte exterior
de la estancia en que se había encerrado el doctor para hablar con Carlos
Darnay. Estaban preparados para ir a la iglesia, la hermosa novia, el señor
Lorry y la señorita Pross, la cual no podía dejar de pensar que el novio no
debía de haber sido Carlos Darnay, sino su hermano Salomón.
—¿Para esto
—exclamó el señor Lorry después de dar vueltas en torno de la hermosa novia
para verla por todos lados,— para esto os traje a través del Canal? ¡Dios mío!
¡Cuán poco pude adivinar lo que estaba haciendo! ¡Y qué poco valor daba al
favor que hacía a mi amigo Carlos Darnay!
—¿Cómo podíais
figurároslo?— exclamó la señorita Pross.— No digáis tonterías.
—¿De veras?
Bueno, no lloréis —contestó el cariñoso señor Lorry.
—No lloro
—contestó la señorita Pross.— Vos sí que lloráis.
—¿Yo?
—Hace poco que
estabais llorando, no lo neguéis —contestó la señorita Pross.—
Además, el
regalo de un servicio de plata como el que habéis hecho, es capaz de hacer
llorar a cualquiera. No hay una sola cuchara o tenedor en la colección sobre
los que yo no haya derramado lágrimas.
—Lo agradezco
mucho —contestó el señor Lorry— aunque nunca tuve la intención de que nadie se
conmoviera a tal extremo al ver ese regalo modesto. Y esta ocasión me hace
pensar en lo que he perdido. ¡Dios mío! ¡Cuando pienso en que hace cincuenta
años, por lo menos, que podría haber una señora Lorry!
—De ninguna
manera —contestó la señorita Pross.
—¿Por qué?
—¡Bah!, Cuando
estabais en la cuna ya erais un solterón.
—Es muy
probable —contestó el señor Lorry arreglándose y ajustándose la peluca.
—Y ya fuisteis
cortado en el patrón de los solterones.
—Es verdad,
aunque tendrían que haberme consultado antes. Pero no hablemos más de eso.
Ahora, mi querida Lucía —dijo rodeando el talle de la joven con su brazo,— oigo
movimiento en la estancia vecina, y tanto la señorita Pross como yo, que somos
personas de negocio, queremos deciros algo que conviene que sepáis. Dejáis a
vuestro padre en manos tan cariñosas como las vuestras propias. Se le cuidará
extremadamente; durante la próxima quincena, mientras estaréis en vuestro viaje
de boda, hasta el mismo Banco Tellson será olvidado, si es preciso, para que
nada falte a vuestro padre. Y cuando éste vaya a reunirse con vos y con vuestro
marido, para viajar durante otra quincena por el País de Gales, veréis que
llega a vuestro lado en perfecto estado Y feliz. Dejadme, querida, que os bese
y que os dé la bendición de un solterón, antes de que alguien venga a reclamar
lo suyo.
Por un momento
miró el lindo rostro y luego aproximó la dorada cabeza a su peluca con tal
delicadeza y cariño, que si estas cosas eran pasadas de moda, por lo menos eran
tan antiguas del tiempo de Adán.
Se abrió la
puerta de la vecina estancia y salieron el doctor y Carlos Darnay. El primero
estaba mortalmente pálido, al revés de cuando entró en la estancia, pero la
expresión de su rostro no parecía haber sufrido alteración alguna. Dio el brazo
a su hija y con ella bajó la escalera para subir al carruaje que alquilara el
señor Lorry en honor de la fiesta. Los demás siguieron en otro vehículo, y en
breve, en una iglesia del barrio, sin ojos extraños que los miraran, Carlos
Darnay y Lucía Manette quedaron unidos en matrimonio.
Además de las
lágrimas que brillaban en los ojos de algunos de los circunstantes, en la mano
de la novia resplandecían algunos brillantes magníficos que salieron de la obscuridad
de los bolsillos del señor Lorry. Todos los concurrentes a la boda volvieron a
la casa para almorzar y la fiesta transcurrió apacible. También, a su debido
tiempo, el cabello dorado que se confundiera con los blancos mechones en la
buhardilla de París, se confundieron nuevamente con ellos en el umbral de la
puerta y en el momento de la despedida.
Fue muy
triste, aunque no larga. Pero el padre dio ánimos a su hija, y desprendiéndose
de sus brazos dijo al novio:
—Llévatela,
Carlos. Es tuya.
Y su temblorosa
mano hizo un ademán de despedida a los novios que se alejaron en una silla de
posta.
Solos se
quedaron el doctor, la señorita Pross y el señor Lorry, y entonces fue cuando
éste observó un gran cambio en el rostro del primero. Como se comprende, el pobre
hombre se había contenido mucho, y ahora exteriorizaba la emoción que
experimentara aquel día; pero lo que alarmó al señor Lorry fue advertir en su
amigo la antigua mirada que animó sus ojos en la buhardilla de París, cuando
estaba ocupado en hacer zapatos.
—Lo mejor será
que no le digamos nada —observó el señor Lorry a la señorita Pross.— Yo he de
marcharme ahora al Banco; en cuanto vuelva lo sacaremos a dar un paseo para que
se distraiga y luego cenaremos juntos.
El señor Lorry
tuvo que pasar dos horas en el Banco, y cuando regresó a la casa del doctor le
sorprendió un ruido extraño que oyó en la habitación de su amigo.
—¡Dios mío!
—exclamó alarmado.— ¿Qué es eso?
—¡Estamos
perdidos! —le contestó la señorita Pross— ¿Cómo lo diremos a mi niña? El pobre
no me conoce y está haciendo zapatos.
El señor Lorry
trató de tranquilizarla y entró en la estancia del doctor, el cual trabajaba
con el mayor entusiasmo en su labor de zapatero.
—¡Doctor
Manette! ¡Mi querido doctor Manette.
El doctor lo
miró un momento, extrañado y con mal humor por haber sido molestado, y luego se
volvió a su trabajo.
Se había
despojado de su levita y del chaleco y llevaba la camisa entreabierta.
Trabajaba
aprisa, con el mayor entusiasmo y disgustado, al parecer, por haber sido
interrumpido. El señor Lorry observó que el zapato que tenía en a mano era del
mismo tamaño y forma que otras veces. El banquero tomó otro que estaba en el
suelo, y preguntó para quién era.
—Es un zapato
de paseo para una señorita —murmuró el doctor sin levantar los ojos.— Ya hace
mucho tiempo que debería estar listo.
—Pero, doctor
Manette, miradme.
El desgraciado
obedeció sumiso, pero sin interrumpir su trabajo.
—¿Me conocéis,
querido amigo? Pensadlo bien. Esta no es vuestra ocupación, la ocupación que os
es propia. ¡Pensad un poco, querido amigo!
Pero nada lo
sacó de su mutismo ni lo apartó de su trabajo. Siguió silencioso, dedicado a su
labor, sin hacer caso de nada que le dijeran. El único rayo de esperanza que
atisbó el señor Lorry fue que el doctor miraba a veces sin que nadie se lo
rogara.
Era una mirada
perpleja, como si quisiera aclarar algunas dudas.
Desde luego el
señor Lorry comprendió que debía ocultarse la desgracia a Lucía y también a
todas las personas que conocían al doctor. Y así, de acuerdo con la señorita
Pross, tomó las necesarias precauciones para dar a entender que el doctor no
estaba bien del todo y que necesitaba unos días de completo descanso. Y para
tranquilizar a la hija, la señorita Pross le escribiría diciéndole que habían
llamado al doctor para asuntos profesionales, y haría alusión a una carta
imaginaria que su padre le escribía apresuradamente por el mismo correo.
Estas medidas
eran, desde luego, elementales; pero en caso de que el doctor recobrara en
breve su inteligencia, el señor Lorry se disponía a tomar otra y era la de
averiguar cuál era el verdadero estado del ánimo de su amigo.
Con el deseo y
la esperanza de que el doctor recobrara su verdadera personalidad, el señor
Lorry resolvió observarlo con la mayor atención, aunque sin darlo a entender.
Arregló lo
necesario para poder estar ausente del Banco y ocupó su puesto junto a la
ventana de la habitación del doctor. No tardó en darse cuenta de que era tan
inútil como perjudicial hablarle, pues cuando lo hacía le excitaba aún más.
Durante el primer día desistió, pues, de ello y resolvió limitarse a estar a su
lado como protesta viviente y silenciosa del estado en que se hallaba su amigo.
Se quedó junto a la ventana, leyendo o escribiendo y tratando de dar a entender
al doctor, de cuantos modos pudo, que aquel era un lugar perfectamente libre y
no un calabozo.
El doctor
Manette tomó lo que le dieron para comer y para beber y siguió trabajando aquel
primer día mientras se lo permitió la luz natural, aunque continuó en su labor
por espacio de media hora después que el señor Lorry ya no fue capaz de leer
una sola línea.
Cuando dejó a
un lado la banqueta y las herramientas, el señor Lorry lo interpeló diciendo:
—¿Queréis
salir?
El doctor miró
al suelo, y después de unos momentos repitió en voz baja:
—¿Salir?
—Sí, a dar un
paseo conmigo. ¿Por qué no?
El doctor no
contestó, pero el señor Lorry pudo advertir que al sentarse con la cabeza entre
las manos y los codos sobre las rodillas, parecía preocupado.
El y la
señorita Pross estuvieron velándolo durante toda la noche. El doctor estuvo
paseando algún tiempo antes de acostarse, mas, finalmente, se durmió. Por la
mañana, no bien se hubo levantado, se dirigió a la banqueta y reanudó su
trabajo.
El señor Lorry
lo saludó alegremente y le habló de asuntos que el doctor conocía muy bien. No
contestó, pero era evidente que escuchaba y que todo lo que oía lo dejaba muy
preocupado. Luego, en presencia de la señorita Pross, habló de Lucía y de los
asuntos corrientes de la familia, como si nada hubiese ocurrido, pero el doctor
no tomó parte en la conversación.
Cuando
obscureció de nuevo, el señor Lorry le preguntó como el día anterior: —¿Queréis
salir conmigo, querido doctor?
—¿Salir?
—repitió el pobre hombre.
— Sí, a dar un
paseo conmigo. ¿Por qué no?
En vista de
que no lograba arrancarle una respuesta, el señor Lorry fingió ausentarse y
volvió al cabo de una hora, Mientras tanto el doctor había trasladado su sillón
junto a la ventana y se quedó allí mirando al plátano, pero en cuanto volvió el
señor Lorry se dirigió nuevamente a su banqueta.
El tiempo
transcurría lentamente y desaparecía la esperanza del señor Lorry. Día tras día
estaba más triste. Después del tercero pasó el cuarto y luego el quinto. Y
siguieron los días, unos tras otros, hasta que llegó el noveno.
Menos
esperanzado cada día, el señor Lorry se sentía muy triste y apesadumbrado.
El secreto
estaba bien guardado y Lucía era feliz, sin sospechar el estado de su padre,
pero el banquero no dejó de observar que el doctor, que había reanudado su
trabajo con torpe mano, era cada día más diestro y que nunca, como en el noveno
día, había trabajado con tanto entusiasmo.
Capítulo
XIX.— Una opinión
Derrengado por
su vigilancia llena de ansiedad, el señor Lorry se quedó dormido en su puesto
de observación, y a la décima mañana se sintió despertado por un rayo de sol
que entraba en la estancia.
Se restregó
los ojos y se puso en pie, pero creyó que aun dormía, porque al mirar a la
habitación del doctor vio que la banqueta y las herramientas estaban en un
rincón. El doctor leía atentamente junto a la ventana, vestido como de
costumbre, y a excepción de que su rostro estaba muy pálido, nadie hubiese
advertido ninguna cosa extraña en él.
Pero las dudas
que sintiera el buen señor Lorry quedaron disipadas por la presencia de la
señorita Pross, la cual le dirigió algunas palabras en voz baja referentes al
cambio que había experimentado el doctor. Y así convinieron en que no le dirían
una palabra hasta que llegase la hora de la comida y que entonces el banquero
se presentaría al doctor como si nada hubiera ocurrido.
En efecto, el
señor Lorry se presentó a la hora de comer; llamaron al doctor como de
costumbre y éste acudió al comedor.
El señor
Lorry, deseoso de no alarmar a su amigo, dio a entender en la conversación que
el matrimonio de Lucía había tenido lugar el día anterior, pero luego hizo una
ligera alusión al día en que se hallaban de la semana, y eso pareció
intranquilizar al doctor.
Pero, por lo
demás, estuvo tan sereno y apacible como de costumbre y el señor Lorry resolvió
llevar a cabo el plan que se había trazado.
Una vez se
quedaron solos, el banquero dijo a su amigo:
—Mi querido
Manette, deseo conocer vuestra opinión confidencial acerca de un caso muy
curioso que me interesa sobremanera.
El doctor miró
sus manos, manchadas por su reciente trabajo, y pareció dispuesto a escuchar
con la mayor atención.
—Se trata de
un querido amigo mío, doctor Manette— continuó el señor Lorry.— Por eso busco
vuestro consejo en beneficio de él y de su hija... pues tiene una hija, querido
doctor.
—Si no me
equivoco —dijo el doctor en voz baja — se trata de algún choque mental...
—Precisamente.
—Haced el
favor de darme toda clase de detalles.
El señor Lorry
observó que su amigo le entendía perfectamente y continuó diciendo:
—En efecto, mi
querido Manette, mi amigo sufrió un choque mental hace ya mucho tiempo, choque
que afectó su mente. No sé cuánto tiempo estuvo sufriendo su desgracia; porque
mi amigo lo ignora por completo. El caso es que se repuso, aunque mi amigo
ignora cómo, pero ha llegado a ser un hombre normal, inteligente, capaz, de
dedicarse a trabajos intelectuales y de aumentar sus conocimientos, que ya eran
notables. Pero, por desgracia, ha habido... una ligera recaída.
—¿De qué
duración? —preguntó el doctor en voz baja.
—De nueve días
con sus noches.
—¿Qué hizo
vuestro amigo en ese tiempo? Si no me equivoco haría lo mismo que cuando había
perdido su inteligencia.
—Precisamente.
—¿Lo visteis,
antiguamente, dedicado a la misma ocupación?
—Una vez tan
sólo.
—¿Observasteis
si hacía lo mismo en su recaída?
—Creo que
obraba exactamente de la misma manera.
—Me habéis
hablado de su hija. ¿Está enterada de la recaída?
—No. Se le ha
ocultado por completo y creo que no lo sabrá nunca. Solamente estamos enterados
yo y una persona en la que puedo fiar por completo.
—Habéis obrado
perfectamente —dijo el doctor estrechando la mano de su amigo.
—Ahora bien,
mi querido Manette, ya sabéis que soy hombre de negocios y, por lo tanto,
incapaz de ver claro en asuntos tan difíciles. Necesito vuestro consejo y
vuestra opinión acerca de las causas que originaron esta recaída. ¿Creéis que
haya peligro de que sobrevenga otra? ¿Podría evitarse? ¿En caso de que
ocurriera a pesar de todo, cómo puede tratarse? ¿Qué puedo hacer en obsequio de
mi amigo? Probablemente con vuestra sagacidad,
vuestros conocimientos y vuestra inteligencia, podréis darme el remedio que
busco.
—Creo muy
probable —dijo el doctor después de ligera pausa —que vuestro amigo temía ya la recaída.
—¿Lo creéis
así?
—En efecto. No
podéis tener idea del peso que en la mente del enfermo tienen esos temores y de
cuán difícil es obligarles a hablar del motivo de su preocupación.
—¿No creéis
que sería para él un alivio confiarse en otra persona?
—Es probable,
pero ya os he dicho que casi no es posible que se decida a ello.
—¿Y a qué
podéis atribuir su ataque? —preguntó el señor Lorry.
—Desde luego
se puede atribuir a que despertaron los recuerdos que fueron causa de su
enfermedad. El paciente trataría de resistir, pero no le fue posible
conseguirlo.
—¿Creéis que
mi amigo puede recordar lo que hizo durante su recaída?
El doctor
meneó la cabeza y miró a su alrededor. Luego contestó:
—Absolutamente
nada.
—Veamos ahora,
mi querido doctor, cuál es vuestra opinión acerca del porvenir.
—Tengo las más
firmes esperanzas acerca de él. Ya que el Cielo quiso que recobrase la lucidez
tan pronto, crea que ha pasado lo peor para él.
—Perfectamente.
No sabéis cuánto me contenta eso. Pero quisiera conocer vuestra opinión acerca
de otros dos puntos.
—Os escucho.
—El primero es
el siguiente: Mi amigo es hombre muy estudioso, enérgico y trabaja
constantemente para adquirir nuevos conocimientos en su carrera. ¿No creéis que
trabaja demasiado?
—No lo creo.
Probablemente es mejor que su mente esté siempre ocupada. Y creo que más bien
le conviene el estudio y el trabajo.
—El segundo
punto que deseo consultaros es éste: La ocupación que reanudó mi amigo en su
ataque, del que felizmente se ha repuesto, es... la de herrero, eso es, de
herrero. En sus tiempos de desgracia tenía la costumbre de trabajar en una
pequeña forja, y mientras duró su recaída volvió, a trabajar en ella. ¿No
creéis que hace mal conservándola a su lado?
El doctor no
contestó, pero se pasó la mano por la frente.
—Siempre la ha
tenido en su habitación —continuó el señor Lorry. ¿No sería mejor que la tirase
de una vez?
El doctor no
contestó inmediatamente, pero luego dijo:
—Es muy
difícil explicar ciertas cosas. El pobre enfermo había deseado tanto, en un
tiempo, que se le dejara trabajar, para olvidar con el trabajo el dolor que lo
agobiaba, que, sin duda, no se ha resuelto a alejar de sí lo que tanto consuelo
le dio durante largos años de dolor. Y aun ahora, ya restablecido, al pensar en
la posibilidad de que necesitara ocuparse en el mismo trabajo sin hallar las
necesarias herramientas, siente terror comparable solamente al que causaría a
cualquiera el verse separado de su hija.
—Perdonadme si
insisto, pero ¿no creéis que la conservación de esas herramientas contribuye al
recuerdo de las ideas con ella relacionadas?
El doctor
guardó silencio, pero a los pocos instantes dijo:
—Haceos cargo
de que se trata de un antiguo amigo.
—A pesar de
eso, creo que mi amigo hace muy mal en conservar esos objetos —exclamó el señor
Lorry con mayor firmeza al advertir que se debilitaba la resolución del
doctor.— Estoy seguro de que le es perjudicial y que por el amor de su hija
debería separarse de ellos.
—Por el amor
de su hija puede autorizarse que se los quiten —contestó el doctor después de
dudar un poco;— pero yo, en vuestro lugar, no me llevaría la fragua y las
herramientas mientras él estuviera presente. Quitadlo todo cuando él no esté.
El señor Lorry
se conformó y así terminó la conferencia. Pasaron un día en el campo y el
doctor acabó de restablecerse. Pasó muy bien los tres días siguientes y al
cuarto marchó a reunirse con Lucía y su marido. El señor Lorry le había
explicado ya las precauciones que se tomaron para ocultar su estado, y así
Lucía no pudo sospechar cosa alguna.
Por la noche
del día en que el doctor salió de Londres, el señor Lorry se encaminó a la
habitación del padre de Lucía, provisto de una cuchilla, de una sierra, de un
formón y de un martillo, escoltado por la señorita Pross que llevaba una luz. Y
allí, después de haber cerrado la puerta y con el mayor misterio, como si se
dispusieran a cometer un crimen, el señor Lorry destrozó la banqueta, alumbrado
por la señorita Pross. Luego quemaron las astillas en la cocina y las
herramientas y los zapatos fueron enterrados en el jardín. Y tanto el señor
Lorry como la señorita Pross, mientras estaban ocupados en su tarea, llegaron a
creerse, y casi a parecer cómplices de un crimen horrible.
Capítulo
XX.— Una súplica
Cuando
regresaron los recién casados de su viaje, la primera persona que acudió a
felicitarles fue Sydney Carton. No parecía haber mejorado de traje, de ademanes
ni de aspecto, pero se advertía en él cierta expresión de fidelidad que llamó
la atención de Carlos Darnay.
Sydney
aprovechó la primera oportunidad para hablar a solas con Carlos, y en cuanto lo
hubo llevado al hueco de una ventana le dijo:
—Señor Darnay,
tengo los mayores deseos de que seamos amigos.
—Me parece que
lo somos ya contestó Darnay.
—Sois lo
bastante amable para contestarme así, pero no deseo oír de vuestros labios
palabras de pura fórmula. Lo que deseo es lograr vuestra amistad sincera y
verdadera.
—Casi no os
comprendo —le contestó Carlos sonriendo.
—Es difícil
darme a entender —dijo Sydney,— pero voy a intentarlo. ¿Os acordáis de cierta
ocasión en que yo estaba más borracho que de costumbre?
—Recuerdo una
ocasión en que me obligasteis a confesar que habíais bebido algo más de la
cuenta.
—También yo me
acuerdo. Pues bien, en aquella ocasión estuve insufrible acerca de si me erais
simpático o no. Quisiera rogaros que olvidarais todo aquello.
—Hace tiempo
que lo olvidé.
—¡Vuelta a las
amabilidades de pura fórmula! Yo no me olvido con esa facilidad, y una
respuesta ligera como la que acabáis de darme no ha de contribuir a que olvide.
—Os ruego que
me perdonéis si mi respuesta os pareció ligera —contestó Carlos Darnay— Creo
que es una cuestión que no vale la pena, aunque a vos parece importaros mucho.
Os repito, a fe de caballero, que hace mucho tiempo que había olvidado tal
cosa, lo cual no tiene gran mérito, porque aquel día me prestasteis un favor
inmenso.
—En cuanto a
ese favor inmenso —replicó Carton— debo confesaros que lo hice tan sólo para
lucirme profesionalmente, pero nada me importaba lo que pudiera ser de vos.
—Hacéis ligera
mi obligación —dijo Darnay,— pero no vamos a disputar acerca de vuestra
respuesta ligera.
—Es la verdad,
señor Darnay. Os lo aseguro. Pero me he desviado de mi propósito. Hablaba de mi
deseo de que seamos amigos. Ya me conocéis; sabéis que soy incapaz de
cualquiera cosa noble y elevada, y si lo dudáis preguntad a Stryver.
—Siempre he
preferido formar mis opiniones por mí mismo.
—Perfectamente.
Ya sabéis que soy un perro vicioso que jamás ha hecho bien alguno ni lo hará.
—No estoy muy
seguro de que “no lo haréis”.
—Os lo
aseguro. Pero vamos al asunto. Si podéis soportar a una persona tan indigna
como yo y permitís que venga a vuestra casa de vez en cuando, para entrar y
salir cuando me convenga y que se me considere sencillamente como un mueble o
algo por el estilo, me consideraré feliz. Puedo añadir que no abusaré de
vuestro permiso y estoy seguro de que no os molestaré cuatro veces por año,
aunque me gustaría saber que abuso.
—Probadlo.
—Es un modo de
decirme que me concedéis lo que pido. Muchas gracias, Darnay. ¿Me permitís que
use de ese permiso?
—Desde ahora
estáis autorizado.
Se estrecharon
las manos y Sydney se alejó de Darnay.
Un minuto
después era, exteriormente, tan insubstancial como siempre.
Cuando estuvo
Carlos Darnay habló al doctor, al señor Lorry y a la señorita Pross, de su
conversación con Sydney, al que calificó de indiferente y de atolondrado y
aunque no se refirió a él con amargura ni con dureza, expresó el sentir de cada
uno acerca de aquel hombre. Desde luego Darnay no tenía idea de que Sydney
pudiera existir en la mente de su joven y bella esposa, pero cuando se reunió
con ella en sus habitaciones particulares, la encontró, en apariencia,
preocupada.
—¿Qué tienes?
—le preguntó Darnay, rodeándole el talle con su brazo.— ¿Estás preocupada?
—Sí, querido
Carlos —contestó la joven.— Tengo algo que decirte.
— ¿Qué es
ello?
— ¿Quieres
prometerme no preguntarme si te ruego que no lo hagas?
—Te lo
prometo.
—Creo, Carlos,
que el pobre señor Sydney Carton merece más consideración y respeto del que has
expresado esta noche.
—¿De veras,
querida mía? ¿Por qué?.
—Te ruego que
no me lo preguntes, pero te aseguro que es así como te digo.
—Si lo sabes
ya es bastante. ¿Qué quieres que haga, vida mía?
—Te ruego que
seas siempre generoso, con él y que disculpes sus faltas cuando no esté con
nosotros. Te ruego que creas que posee un corazón que pocas veces se revela y
que está cubierto de profundas heridas. Créeme, querido mío, que lo he visto
sangrando.
—Me duele
—contestó Carlos asombrado— haberle tratado mal. Pero nunca me figuré eso de
él.
—Pues así es.
Temo que no hay esperanza de que pueda corregirse, pero estoy segura de que es
capaz de hacer cosas nobles, buenas y hasta magnánimas.
Estaba tan
hermosa en la pureza de su fe en aquel hombre perdido, que su marido no se
habría cansado de contemplarla.
—Y además,
amor mío —añadió reclinando su hermosa cabeza en el pecho de su marido,— piensa
en cuánta es nuestra felicidad y cuán desgraciado es él en su miseria.
Esta súplica
llegó al corazón de Carlos, que exclamó:
—Siempre me
acordaré de eso, amor mío. Lo tendré presente mientras viva.
Se inclinó
sobre la dorada cabeza, besó los labios rosados de su esposa y la estrechó
entre sus brazos. Y si un paseante nocturno, que recorría entonces las obscuras
calles, pudiera haber sido testigo de aquella inocente súplica, o viera las
lágrimas de conmiseración que besaba su marido en los suaves y azules ojos tan
amantes, habría exclamado —y tales palabras no saldrían por vez primera de sus
labios:
—¡Dios la
bendiga por su dulce compasión!.
Capítulo
XXI.— Pasos que repite el eco
El rincón de
la calle en que vivía el doctor era maravilloso por los ecos que repetía.
Mientras se ocupaba activamente en retorcer el hilo de oro que unía a su
marido, a su padre, a sí misma y a su antigua ama y compañera, en una vida
dichosa y tranquila, Lucía estaba sentada en el sonoro rincón escuchando el eco
de los pasos del tiempo.
Al principio,
a pesar de ser una esposa feliz, muchas veces se le caía la labor del regazo y
se nublaban sus ojos. Porque algo llegaba a sus oídos con los ecos, algo ligero
y muy lejano, apenas audible, que estremecía su corazón. Eran esperanzas y
dudas, dudas de permanecer en la tierra, de gozar de aquella nueva delicia.
Entre los ecos oía, a veces, el ruido de pasos sobre su temprana tumba y
pensaba en el esposo que se quedaría desolado y que tanto la lloraría. Y estas
ideas hacían que el llanto acudiese a sus ojos y se
echaba a llorar.
Pasó aquel
tiempo y en su regazo descansaba la pequeña Lucía. Luego entre los ecos se oían
los pasos de sus piececitos y el rumor de sus balbuceos infantiles. Y Lucía
siempre ocupada en retorcer el hilo de oro que los reunía a todos, en los ecos
de los años oía solamente sonidos amistosos. El paso de su marido era fuerte y
próspero; el de su padre firme e igual y el de la señorita Pross despertaba los
ecos como un indómito corcel que sufre el castigo de la fusta y que relincha y
patea.
Y hasta cuando
se oían ruidos tristes, no eran crueles ni despiadados. Cuando una cabellera
dorada, como la suya propia, descansaba en una almohada, en torno del rostro
pálido de un niño que con radiante sonrisa dijo: “Querido papá y querida mamá,
mucho siento tener que dejaros a vosotros y a mi hermanita; pero me llaman y he
de marcharme”, no fueron lágrimas de agonía las que mojaron las mejillas de la
madre cuando de entre sus brazos huyó el alma que le había sido confiada. Con
el rumor de las alas de un ángel se confundieron otros que no eran por completo
terrestres, pues contenían un aliento celestial. Suspiros de los vientos que
soplaban sobre una pequeña tumba llegaban a oídos de Lucía, en tanto que su
hijita estudiaba con seriedad cómica las lecciones de la mañana o vestía una
muñeca charloteando en la lengua de las dos ciudades que se habían combinado en
su vida.
Raras veces
repetían los ecos los pasos reales de Sydney Carton. A lo sumo seis veces al
año iba a ejercitar su derecho de llegar a la casa sin ser invitado y sentarse
entre ellos en la velada. Nunca llegó allí cargado de vino.
En cuanto al
señor Stryver, se franqueaba el paso a través de las leyes, como poderosa nave
de vapor que cruza por las turbias aguas y arrastraba a su amigo en su camino
como aquélla arrastra un bote por la estela que va dejando.
Stryver era
rico; se había casado con una hermosa viuda que tenía extensas propiedades y
tres hijos, que no tenían de particular otra cosa que las púas aceradas que
cubrían sus cabezas a guisa de cabello.
Esos tres
personajes echaron a andar ante Stryver, que exudaba la más ofensiva protección
por todos sus poros, en dirección a la casita de Soho, donde fueron ofrecidos
al esposo de Lucía como discípulos, en tanto que Stryver decía con la mayor
delicadeza:
—Aquí os
traigo tres pedazos de pan con queso para aumentar el almuerzo matrimonial,
Darnay.
La cortés
negativa a aceptarlos irritó sobremanera al señor Stryver, quien, en adelante,
contribuyó a la educación de aquellos caballeritos, poniéndoles en guardia
contra el orgullo de los mendigos como aquel profesor. También tenía la
costumbre de referir a su esposa, cuando estaba cargado de vino, las artimañas
de que se valió la señora Darnay para “pescarle” y de las habilidades de que
tuvo que valerse para no ser “pescado”. Algunos de sus compañeros de profesión
le excusaban diciendo que lo había referido tantas
veces que acabó por creerlo. Estos eran, entre otros, los ecos que Lucía
escuchaba, a veces pensativa y otras divertida, hasta que su hija tuvo seis
años. Inútil es decir cuán cerca de su corazón resonaban los ecos de los pasos
de su hija, de su padre y de su marido.
Pero había
otros ecos distintos que rugían amenazadores. En el sexto cumpleaños de Lucía
empezaron a ser espantosos, como si se desencadenara una gran tempestad en
Francia y los mares se alborotaran.
Una noche, a
mediados de julio de mil setecientos ochenta y nueve, el señor Lorry llegó algo
tarde, desde el Banco Tellson, y se sentó al lado de Lucía y de su marido,
junto a la obscura ventana. Hacía mucho calor, la noche era pesada y todos
recordaron la de aquel domingo en que vieran relampaguear desde el mismo sitio.
—Empiezo a
creer —dijo el señor Lorry echándose la peluca hacia atrás — que pronto tendré
que pasar la noche en el Banco. Tenemos tanto que hacer que no sabemos siquiera
por dónde empezar. Parece que en París cunde la intranquilidad y que todo el
mundo se apresura a testimoniar su confianza en nosotros. Nuestros clientes
parece que no vean el momento de confiarnos su fortuna. Positivamente, entre
muchos de ellos reina la manía de mandar dinero a Inglaterra.
—Esto es un
mal síntoma —dijo Darnay.
—Es cierto,
aunque no conocernos la causa. La gente apenas raciocina.
—Sin embargo,
ya sabéis cuán cargado y amenazador está el cielo.
—Lo sé.
Naturalmente —dijo el señor Lorry tratando de convencerse a sí mismo de que
estaba de mal humor,— pero deseo pelearme con alguien después de trabajar tanto.
¿Dónde está Manette?
—Aquí —dijo el
doctor entrando.
—Me complace
que estéis en casa, porque las prisas y los presentimientos de todo el día me
han puesto nervioso sin motivo. ¿Vais a salir?
—No, pero voy
a jugar al chaquete con vos, si queréis —contestó el doctor.
—No tengo
ganas esta noche. ¿Está el té dispuesto, Lucía? No puedo verlo con tan poca
luz.
—Se os ha
guardado.
—Gracias,
querida. ¿Está dormida la niña?
—Profundamente.
—Así me gusta,
que todos estén en casa y en buena salud. Estoy preocupado, a causa del mucho
trabajo del día. Ya no soy joven.
Mientras
aquellos amigos estaban sentados en la casa de Soho, resonaban en París y en el
barrio de San Antonio ruido de pies alocados y peligrosos que penetran a la
fuerza en la vida de cualquiera y que son difíciles de limpiar si alguna vez se
tiñen de rojo.
Aquella mañana
San Antonio se vio invadido por una masa de gente miserable que iba de una
parte a otra, sobre cuyas cabezas ondulantes brillaba, a veces, la luz al
reflejarse en los sables y las bayonetas. Tremendo rugido surgía de la garganta
de San Antonio, y se agitaba en el aire un verdadero bosque de armas desnudas,
como ramas de árboles sacudidas por el viento invernal; todos los dedos
oprimían con fuerza un arma o cualquier cosa que sirviera de tal.
Nadie habría
podido decir quién se las daba ni de dónde procedían; pero en breve se
distribuyeron mosquetes, cartuchos, pólvora y balas, barras de hierro y de
madera, cuchillos, hachas, picas y toda arma que se pudiera encontrar o
imaginar. Y los que no tenían otra cosa se dedicaban con ensangrentadas manos a
sacar de las paredes las piedras y los ladrillos. Todos los corazones, en San
Antonio, latían con el apresuramiento de la fiebre, y todo ser que tenía vida
estaba dispuesta a sacrificarla.
Así como un
remolino de agua hirviente tiene su vorágine, así aquel remolino humano tenía
su centro en la taberna de Defarge, y cada una de las gotas humanas que había
en el monstruoso caldero mostraba tendencia a dirigirse hacia el punto en que
se hallaba Defarge, sucio de sudor y de pólvora, que daba órdenes, entregaba
armas, hacía avanzar a unos y retroceder a otros, desarmaba a uno para armar a
otro y trabajaba como un endemoniado en lo más espeso de aquella confusión.
—¡Ponte cerca
de mí, Jaime Tres! —gritó Defarge;— y vosotros, Jaime Uno y Jaime Dos, separaos
o poneos a la cabeza de tantos patriotas como os sea posible. ¿Dónde está mi
mujer?
—¡Aquí! —le
gritó su esposa siempre tranquila aunque sin estar entregada a su labor de
calceta. La decidida mano derecha de aquella mujer tenía asida un hacha y en su
cintura llevaba una pistola y un cuchillo.
—¿Adónde vas,
mujer?
—Ahora contigo
—le contestó ella.— Luego ya me verás a la cabeza de las mujeres.
—¡Ven, pues!
—exclamó Defarge con fuerte voz.— ¡Ya estamos listos, patriotas y amigos! ¡A la
Bastilla!
Con un rugido
como si, al oír la detestada palabra, resonaran todas las voces de Francia, se
levantó aquel mar viviente, y sus numerosas oleadas se extendieron por parte de
la ciudad. Se oían campanadas de alarma, redoblar de tambores y aquel mar
alborotado empezó el ataque.
Profundos
fosos, doble puente levadizo, macizos muros de piedra, ocho enormes torres,
cañones, mosquetes, fuego y humo... A través del fuego, y del humo, en el fuego
y en el humo, porque aquel mar lo arrojó contra un cañón, y en un instante se
convirtió en artillero, Defarge, el tabernero, trabajó como valeroso soldado
por espacio de dos horas. Profundo foso, un solo puente levadizo, macizos muros
de piedra, ocho grandes torres, cañones, mosquetes, fuego y humo... Cae un
puente levadizo. ¡Animo, camaradas! ¡Animo, Jaime Uno, Jaime Dos, Jaime Mil,
Jaime Dos Mil, Jaime Veinticinco Mil! ¡En nombre de los ángeles o de los
diablos, como queráis! ¡Animo! Así gritaba Defarge, el tabernero, junto a su cañón,
que estaba ya rojo.
—¡A mí las
mujeres!— gritaba Madame Defarge: ¡Cómo! ¿No podremos matar como los hombres
cuando haya caído la plaza?
Y acudían a su
lado gritando numerosas mujeres diversamente armadas, pero todas iguales por el
hambre y la sed de venganza que las animaba.
Cañones,
mosquetes, fuego y humo... pero aun resistían el profundo foso, el puente
levadizo, los macizos muros de piedra y las ocho enormes torres. En el mar que
atacaba se veían pequeños desplazamientos originados por los heridos que caían.
Chispeantes armas, antorchas ardientes, carros humeantes llenos de paja húmeda,
enormes esfuerzos junto a las barricadas, gritos, maldiciones, actos de valor,
estruendos, chasquidos y los furiosos rugidos del viviente mar; pero aun
resistían el profundo foso, el puente levadizo, los macizos muros de piedra y
las ocho enormes torres; no obstante, Defarge, el tabernero, seguía disparando
su cañón doblemente enrojecido por el incesante fuego de cuatro horas.
Una bandera
blanca desde dentro de la fortaleza y un parlamentario... apenas visible entre
aquella tempestad y por completo inaudible. De pronto el mar se encrespó y
arrastró a Defarge, el tabernero, sobre el tendido puente levadizo, lo hizo
pasar más allá de los macizos muros de piedra, entre las ocho enormes torres
que se habían rendido.
Tan
irresistible era la fuerza del océano que lo arrastraba, que, para él, era tan
impracticable respirar como volver la cabeza, como si hubiera estado luchando
contra la resaca del mar del Sur, hasta que, por fin, se vio dentro del patio
exterior de la Bastilla.
Allí, apoyado
en una pared, hizo un esfuerzo para mirar a su alrededor. Cerca de él, estaba
Jaime Tres, y la señora Defarge, capitaneando a algunas mujeres, se hallaba a
poca distancia empuñando el cuchillo. El tumulto era general, reinaba la
alegría, la estupefacción y se oía un ruido espantoso.
—¡Los presos!
—¡Los
registros!
—¡Los
calabozos secretos!
—¡Los
instrumentos de tortura!
—¡Los presos!
Entre estos
gritos y otras mil incoherencias, el grito más general entre aquel mar de
cabezas era el de: “¡Los presos!” Cuando penetraron los más en el interior de
la fortaleza, llevando consigo a los oficiales, y amenazándolos de muerte
inmediata si dejaban de mostrarles el más pequeño rincón, Defarge dejó caer su
fuerte mano sobre el pecho de uno de aquellos hombres, ya de alguna edad, que
sostenía una antorcha encendida, lo separó del resto y lo acorraló contra la
pared.
—¡Llévame a la
Torre del Norte! —ordenó.— ¡Vivo!
—Con mucho
gusto —contestó el hombre,— si queréis acompañarme. Pero no hay nadie allí.
— ¿Qué
significa “Ciento cinco, Torre del Norte? —preguntó Defarge— ¡Contesta!
—¿Que qué
significa?
—¿Se refiere a
un hombre o a un calabozo? ¿Quieres que te mate?
—¡Mátale!
—gritó Jaime Tres que se había acercado.
—Señor, es un
calabozo.
—¡Enséñamelo!
—Venid por
aquí.
Jaime Tres,
evidentemente desilusionado por el giro que tomaba, el diálogo y que no hacía
presumir que hubiera sangre, cogió el brazo de Defarge mientras éste asía al
carcelero. En aquellos momentos los tres habían estado con las cabezas juntas,
pero ni aun así habrían podido oírse, tan tremendo era el ruido de aquel océano
viviente cuando hizo irrupción en la fortaleza e inundó los patios, los
pasadizos y las escaleras. Pero fuera el escándalo era también formidable y a
veces entre los clamores de todos surgían algunos
gritos más fuertes que se elevaban en el aire como chorros de agua.
A través de
lóbregos corredores en que nunca había brillado la luz del día, pasando ante
las horribles puertas de obscuras mazmorras y jaulas, bajando cavernosas
escaleras o subiendo pendientes ásperas de piedra y de ladrillo, más semejantes
a cascadas secas que a escaleras, Defarge, el carcelero y Jaime Tres, cogidos
del brazo, iban con toda la rapidez posible. De vez en cuando, especialmente al
principio, la inundación les cerraba el paso o los arrastraba, pero en cuanto
empezaron a subir una torre se vieron solos.
Cercados
entonces por el macizo, espesor de los muros y de las arcadas, se oía muy
débilmente la tempestad que se desarrollaba dentro y fuera de la fortaleza,
como si el ruido que antes tuvieron que soportar les hubiese destrozado los
oídos.
Se detuvieron,
por fin, ante una puerta baja, el carcelero puso una llave en la cerradura, se
abrió la puerta lentamente y dijo cuando sus compañeros inclinaban la cabeza
para entrar:
—¡Ciento
cinco, Torre del Norte!
Había en lo
alto de la pared una ventanita enrejada y con una especie de pantalla de piedra
ante ella, de manera que solamente se pudiera ver el cielo después de echarse
casi al suelo. A poca distancia había una chimenea, también cerrada por espesa
reja y en el hogar se veían los restos carbonizados de un poco de leña. Había
un taburete, una mesa y un lecho de paja. Las paredes estaban ennegrecidas y en
una de ellas se veía una anilla de hierro oxidado.
—Pasa la
antorcha, despacio, a lo largo de estas paredes, porque quiero verlas —ordenó
Defarge al carcelero.
Este obedeció
y Defarge siguió atentamente la luz que proyectaba sobre las paredes.
—¡Alto! ¡Mira
aquí, Jaime!
—¡A. M.!
—exclamó Jaime leyendo estas iniciales.
—¡Alejandro
Manette! —le dijo Defarge al oído, siguiendo con el dedo el dibujo de las
letras.— Y aquí escribió: “Un pobre médico.” Él fue, sin duda, el que grabó un
calendario en la piedra. ¿Qué llevas en la mano? ¿Una barra de hierro? ¡Dámela!
Defarge tenía
aún en la mano el botafuego del cañón. Cambió este instrumento por el otro y
derribando la mesa y el taburete los redujo a astillas de unos cuantos golpes.
—¡Levanta la
luz! —gritó enojado al carcelero.— Mira con cuidado entre las astillas, Jaime.
Toma, ahí va mi cuchillo —dijo entregándoselo.— Abre ese jergón y busca entre
la paja. ¡Levanta la luz, tú! Dirigiendo una mirada amenazadora al carcelero,
se echó al suelo y con la barra de hierro empezó a hacer fuerza en las rejas de
la chimenea. Poco después cayó algo de mortero, y entre los huecos que
aparecieron y hasta en la ceniza buscó con el mayor cuidado.
—¿No hay nada
entre la madera ni entre la paja, Jaime?
—Nada.
—Hagamos un
montón con todo en el centro del calabozo. Tú préndele fuego. El carcelero
prendió fuego al montón, que ardió perfectamente. Luego, dejando aquella
hoguera encendida, los tres hombres salieron y regresaron por el mismo camino;
les parecía que iban recobrando gradualmente el sentido del oído a medida que
bajaban al nivel del suelo, hasta que, por fin, se hallaron, una vez más, entre
las turbulentas olas de la multitud.
Las
encontraron revueltas en busca de Defarge. San Antonio gritaba y profería
clamores en su deseo de que su tabernero fuese el jefe de la guardia del
gobernador que defendiera la Bastilla y ordenara disparar contra el pueblo. De
otra manera el gobernador no podría ir al Hôtel
de Ville para ser juzgado. De otra suerte se escaparía, y la sangre del
pueblo (que de pronto había adquirido algún valor, después de muchos años de no
valer nada) no podría ser vengada.
Entre aquellos
gritos apasionados y airados que cercaban a aquel severo y anciano oficial, a
quien hacía más visible su casaca gris con adornos rojos, sólo había una
persona que estuviera tranquila y era una mujer.
—¡Aquí está mi
marido! —dijo señalándolo.— Este es Defarge.
Estaba inmóvil
al lado del severo oficial y no se separó de él cuando ya se encontraba cerca
de su destino, ni cuando las turbas empezaron a herirlo por la espalda;
permaneció a su lado mientras sobre el desgraciado empezaba a caer una lluvia
de cuchilladas y de golpes y a su lado continuaba cuando el pobre cayó muerto.
Entonces pareció animarse, y poniéndole el pie sobre el cuello le cortó la
cabeza con su cruel cuchillo. Había llegado la hora en que San Antonio se
disponía a ejecutar la terrible idea de colgar
hombres de los faroles para mostrar quién era él y lo que podía hacer. La
sangre de San Antonio se calentaba a medida que se enfriaba la de la tiranía y
del despotismo, ante los golpes asestados por el hierro, y corría por los
escalones del Hôtel de Ville, en
donde yacía el cuerpo del gobernador, bajo la suela del zapato de la señora
Defarge mientras lo tuvo aprisionado para mutilarlo.
—¡Bajad aquel
farol! —exclamó San Antonio después de mirar a su alrededor en busca de nuevos
instrumentos de muerte.— ¡Aquí hay uno de sus soldados que se quedará de
guardia en él! —Y el centinela se quedó balanceándose mientras el mar viviente
se alejaba.
Pero en el
océano de caras, en las que se representaba vívidamente toda la furia de que es
capaz el hombre, había dos grupos de rostros —siete en cada uno— que
contrastaban de tal manera con los restantes, que nunca el mar arrastró otros
más tétricos y demacrados. Eran los rostros de siete presos, de pronto
libertados por la tempestad que abrió sus tumbas, y que eran llevados a cierta
altura sobre los demás.
Todos estaban
atónitos, espantados y aturdidos, como si ya hubiese llegado el Día del juicio
y los que los rodeaban fuesen espíritus perdidos. Otros siete rostros se veían
también, a mayor altura que los de los presos, siete rostros muertos, cuyos
párpados caídos y ojos medio cerrados esperaban el Día del juicio. Eran rostros
impasibles, en los que la vida parecía suspendida solamente y no extinguida;
rostros sumidos en temible duda, como si fueran a levantar los caídos párpados
de sus ojos y se dispusieran a prestar testimonio con
los exangües labios, exclamando: “¡Tú lo hiciste!”
Siete presos
libertados, siete cabezas ensangrentadas, las llaves de la maldita fortaleza,
de las ocho fuertes torres, algunas cartas y memoriales de antiguos presos, ya
muertos o desaparecidos... y algo más por el estilo, todo eso iba con los
sonoros pasos de la escolta de San Antonio a través de las calles de París, a
mediados de julio de mil setecientos ochenta y nueve. ¡Quiera el Cielo alejar
de la vida de Lucía Darnay el eco de aquellos pies! Porque son pies alocados y
peligrosos; y como en los años tan lejanos ya, cuando se rompió un barril de
vino ante la taberna de Defarge, no se limpiaban fácilmente cuando una vez se
habían teñido de rojo.
Capítulo
XXII.— La marea sube todavía
Solamente
durante una semana de triunfo pudo el terrible San Antonio ablandar el pan duro
y amargo que se comía, en la medida que le fue posible, con la alegría de
abrazos fraternales y de felicitaciones, cuando ya la señora Defarge estaba
sentada como de costumbre junto a su mostrador, presidiendo la reunión de los
parroquianos. La señora Defarge no llevaba ya rosa alguna en el peinado, porque
en una semana la gran hermandad de los espías se había vuelto muy circunspecta
y no se atrevía a confiarse a la merced del santo.
Los faroles que colgaban a través de las calles tenían para ellos un balanceo
siniestro.
La señora
Defarge, cruzada de brazos, estaba sentada, vigilando la taberna y la calle. En
ambas había algunos grupos de holgazanes, escuálidos y miserables, pero en su
miseria se advertía la expresión del poderío que habían conquistado. Todas las
débiles manos, que hasta entonces carecieran de trabajo, tenían ya ocupación
constante en herir y matar. Los dedos de las mujeres que se dedicaran a hacer
calceta, estaban ya aficionados a otra cosa, desde que sabían que podían
desgarrar, Hubo un gran cambio en el aspecto de San Antonio, que permaneció
invariable durante muchos siglos, pero últimamente había alterado por completo
su expresión.
Todo lo
observaba la señora Defarge con la complacencia propia del jefe de las mujeres
de San Antonio. Una de ellas, que formaba parte de la hermandad, hacía calceta
a su lado. Era gruesa y rechoncha, esposa de un tendero medio muerto de hambre
y madre de dos hijos, y se había constituido en teniente de la tabernera,
conquistando el halagüeño nombre de “La Venganza”.
—¡Escuchad!
—dijo La Venganza.— ¿Quién llega?
Como reguero
de pólvora llegaron los rumores a la taberna.
—¡Es Defarge!
—dijo su mujer.— ¡Silencio, patriotas!
Llegó Defarge
jadeando, se quitó el gorro encarnado que llevaba y miró a su alrededor, en tanto
que su mujer exclamaba:
—¡Escuchad,
todos! ¡Habla, marido! ¿Qué ocurre?
—Hay noticias
del otro mundo.
—¡El otro
mundo! —exclamó la mujer con acento burlón.
—¿Se acuerda
alguno del viejo Foulon, que dijo al pueblo hambriento que comiera hierba y que
luego se murió y fue al infierno?
—Sí, lo
recordamos.
—Pues hay
noticias de él. Está entre nosotros.
—¿Entre
nosotros? ¿Muerto?
—No está
muerto. Nos temía tanto... y con razón..., que se hizo pasar por muerto y se
celebró su entierro y su funeral. Pero lo han encontrado vivo, escondido en el
campo, y lo han traído. Acabo de verlo en el Hôtel de Vílle. Está preso. Tengo razón al decir que nos temía.
Decid, ¿tenía razón?
Habríase
muerto de terror aquel desgraciado pecador, de más de setenta años si hubiese
podido oír el grito general que contestó a las palabras del tabernero.
Hubo un
momento de silencio. Se miraron marido y mujer, La Venganza se inclinó y se oyó
el redoblar de un tambor.
—¿Estamos
listos, patriotas? —exclamó el tabernero.
Instantáneamente
apareció el cuchillo de la señora Defarge; el tambor redoblaba por las calles
como si él y quien lo tocaba hubiesen aparecido por arte de magia; y La
Venganza, profiriendo espantosos gritos y levantando los brazos, semejante, no
a una, sino a cuarenta Furias, iba de casa en casa para excitar a las mujeres.
Terribles eran
los hombres que, animados por la cólera, asomaban sus rostros por las ventanas
asiendo las armas que estaban a su alcance, salían a la calle; pero el aspecto
de las mujeres bastaba para helar la sangre del más valiente. Iban con el
cabello suelto, excitándose unas a otras, hasta que enloquecían profiriendo
salvajes gritos y se agitaban con descompuestos ademanes.
—¡Muera el
villano Foulon que me robó a mi hermana!
—¡Maldito sea,
que me robó a mi madre!
—¡A mí me
quitó a una hija!
—¡El asesino
que dijo al pueblo que comiera hierba!
Y, gritando y
pidiendo a los hombres que les dieran la sangre del malvado Foulon, se ponían
frenéticas, y después de aullar como fieras y de arañar a sus mismos amigos,
rodaban por el suelo presa de convulsiones y desmayos, costando no poco a los
suyos salvarlas de ser pisoteadas.
Mas no se
perdió un sólo instante. Foulon estaba en el Hôtel de Ville y capaces eran de dejarlo en libertad, pero eso no
sería si San Antonio podía impedirlo y vengar sus sufrimientos, insultos e
injusticias. Hombres y mujeres armados salieron tan aprisa del barrio que, al
cabo de un cuarto de hora, no había nadie en San Antonio, excepción hecha de
los viejos y de los llorosos niños.
Pronto
llegaron a la sala del Hôtel de Ville
en que se hallaba aquel viejo, feo y malvado. Los Defarge, marido y mujer, La
Venganza y Jaime Tres estaban en primera fila y a poca distancia del objeto de
sus iras.
—Mirad —dijo
la tabernera señalando al viejo con la punta de su cuchillo.— Mirad al viejo
villano atado con cuerdas. Lo mejor sería atarle a la espalda un haz de hierba.
¡Ja, ja! ¡Que se la coma ahora!
Estas palabras
corrieron de boca en boca y fueron del gusto general, porque todos aplaudieron.
Casi inmediatamente Defarge saltó la barrera que lo separaba del viejo y lo
estrechó en mortal abrazo, en tanto que su mujer, que lo había seguido, agarró
una de las cuerdas que sujetaban al preso.
Enseguida se
oyeron gritos de: “¡Sacadlo! ¡Colgadlo de un farol!” El desgraciado fue
arrastrado hasta la calle. A veces se veía obligado a seguir de cabeza y otras
se arrastraba sobre las rodillas. Numerosas manos lo golpeaban y le llenaban la
boca de hierba y de paja; y así arrastrado, desgarrado, herido, jadeante y
ensangrentado, aunque siempre pidiendo misericordia, fue izado al farol más
cercano.
Rompióse la
cuerda y cayó al suelo; por segunda vez lo izaron y nuevamente se rompió la
cuerda. Lo recogieron gemebundo y la tercera vez la cuerda fue compasiva y
resistió su peso; poco tardó su cabeza en ser clavada a una pica, con
suficiente hierba en la boca para que San Antonio pudiera bailar de contento.
Pero la tarea
del día no acabó aquí, porque tanto bailó y gritó San Antonio, que empezó a
hervir su sangre, y al oír que un yerno del muerto, otro enemigo del pueblo,
estaba a punto de entrar en París, escoltado por quinientos jinetes armados,
fue a su encuentro, se apoderó de él, clavó su corazón y su cabeza en otras
tantas picas y, llevando los tres trofeos de la jornada, organizó una alegre
procesión por las calles.
Poco antes de
cerrar la noche hombres y mujeres volvieron al lado de sus hijos llorosos y
privados de pan. Entonces las tiendas de los panaderos se vieron sitiada por
largas filas de gente que esperaba pacientemente turno para comprar pan; y
mientras esperaban con los estómagos débiles y vacíos, engañaban el tiempo
abrazándose unos a otros para celebrar las victorias del día y sin cesar de
hablar. Gradualmente se acortaron las filas y se disiparon; entonces empezaron
a brillar pobres luces en las altas ventanas y en la calle se encendieron
míseras hogueras en las que los vecinos guisaban en común, para ir después a
cenar ante sus puertas respectivas.
Pobres e
insuficientes eran aquellas cenas, limpias de carne y de salsas que pudieran
acompañar al mísero pan, mas la fraternidad humana había infundido mejor sabor
en aquellas pobres viandas y encendió en ellos algunos destellos de alegría.
Padres y madres que tomaron parte activa en lo peor de la jornada jugaban
cariñosamente con sus desnutridos hijos, y los enamorados, a pesar del mundo
que les rodeaba, se amaban y esperaban.
Era ya casi de
día cuando se retiraron de la taberna de Defarge los últimos parroquianos, y
mientras el señor Defarge cerraba, la puerta, dijo a su mujer:
—¡Por fin
llegó, querida!
—Sí... casi
—contestó su mujer.
San Antonio
dormía, los Defarge dormían y hasta La Venganza dormía al lado de su tendero
medio muerto de hambre y el tambor callaba. La de éste era la única voz en San
Antonio que no cambiara a pesar de la sangre y de la violencia.
Capítulo
XXIII.— Estalla el incendio
Algún cambio
hubo en la aldea de la fuente, de la que salía todos los días el peón caminero
para sacar de las piedras de la carretera los pedazos de pan que le servían
para mantener su pobre vida. La prisión del tajo ya no era tan temible como
antes; la guardaban soldados, aunque no muchos y algunos oficiales tenían la
misión de guardar a los soldados, pero ninguno de ellos sabía lo que harían
éstos..., a excepción de que no obedecerían lo que se les ordenase.
La comarca
estaba arruinada por completo. Todo era miserable, desde las cosechas hasta la
gente. Monseñor, a veces dignísimo como persona, era una bendición nacional y
daba un tono caballeresco a las cosas, pero como clase social era la causa de
aquel estado de ruina, y no encontrando ya nada que morder, Monseñor se alejaba
de un fenómeno tan desagradable como inexplicable.
Pero éste no
era el cambio ocurrido en aquel pueblecillo y en otros muchos que se le
parecían. Durante muchos años Monseñor apenas se dignaba favorecer a sus
vasallos con su presencia, excepto cuando iba a cazar... animales u hombres. El
cambio consistía en la aparición de rostros de baja estofa, más que en la
desaparición de los de casta distinguida.
El peón
caminero mientras trabajaba solo en el arreglo de los caminos preocupado con lo
poco que tenía para cenar y en lo mucho que comería si lo tuviese, levantaba a
veces los ojos de su trabajo, y veía acercarse a pie a un hombre de rudo
aspecto, cosa antes desusada, pero entonces muy corriente. Al aproximarse, el
peón caminero advertía que se trataba de un individuo de bárbara expresión, de
revuelto cabello, alto, calzado con zuecos, de siniestra mirada, ennegrecido
por el sol y lleno de polvo y barro de pies a cabeza.
Un día del mes
de julio se le presentó un hombre de éstos mientras él estaba sentado en un
montón de grava junto a un talud, abrigándose lo mejor que podía de una
granizada que estaba cayendo.
El hombre lo
miró, miró al pueblo en la hondonada, al molino y a la prisión del tajo.
Cuando hubo
mirado todo eso dijo en un dialecto casi ininteligible:
—¿Cómo va,
Jaime?
—Bien, Jaime.
—¡Chócala,
pues!
Se estrecharon
las manos y el hombre se sentó en el montón de grava.
—¿Hay comida?
—Nada más que
cena —contestó el peón caminero con cara de hambre.
—Es la moda
—contestó el hombre.— No puedo encontrar comida en ninguna parte.
Sacó una pipa
ennegrecida, la llenó, la encendió con el eslabón y empezó a chupar; luego, de
pronto la separó de sí y echó algo en la brasa, que ardió produciendo una
pequeña columna de humo.
—¡Chócala!
—exclamó al verlo el peón caminero. Y se dieron nuevamente la mano. —¿Esta
noche? —preguntó.
—Esta noche
—contestó el otro llevándose la pipa a la boca.
—¿Dónde?
—¡Aquí!
Se quedaron
silenciosos, mirándose hasta que el cielo empezó a aclarar por encima del
pueblo.
—Dame detalles
—dijo el desconocido mirando hacia la colina.
—Mira
—contestó el peón caminero extendiendo el dedo. Bajas por ahí, pasas a lo largo
de la calle y de la fuente...
—¡Llévese el
diablo la calle y la fuente! —exclamó el otro. — No quiero pasar junto a
fuentes ni entrar en ninguna calle.
—Pues a cosa
de dos leguas más allá de la loma que se alza sobre el pueblo...
—¡Perfectamente!
¿Cuándo acabas el trabajo?
—A la puesta
del sol.
—¿Quieres
despertarme antes de marcharte? Hace dos días con sus noches que voy andando
sin descansar. Voy a terminar la pipa y luego me dormiré como un leño. ¿Me
despertarás?
—Sin duda.
El caminante
acabó de fumar la pipa, la guardó en el pecho, se quitó los zuecos y se echó
sobre el montón de grava. Inmediatamente se durmió.
El peón
caminero, cuyo gorro era ahora rojo en vez de azul, como en otro tiempo,
parecía fascinado por la figura del desconocido. Iba, como ya se ha dicho,
cubierto de un traje destrozado y, a juzgar por el estado lastimoso de sus pies
debía de haber andado mucho. Era evidente que, para hombres de aquel temple,
nada valían las ciudades fortificadas, con sus barreras, cuerpos de guardia,
puertas, trincheras y puentes levadizos.
El hombre
dormía indiferente al granizo, a la luz del sol y a las sombras. Cuando llegó
la hora de la puesta del sol el peón caminero lo despertó, después de haber
recogido sus herramientas.
—Bien —dijo el
desconocido levantándose.— ¿Dices que dos leguas más allá de esa colina?
—Más a menos.
—Está bien.
El peón
caminero regresó a su casa y pronto se halló ante la fuente, abriéndose paso
entre las flacas reses que habían sido llevadas a beber y murmuró algo a los
aldeanos.
Cuando éstos
hubieron comido su pobre cena, no se marcharon a la cama como de costumbre,
sino que salieron a las puertas de sus casas y se quedaron allí. Todos hablaban
en voz baja y todos miraban ansiosos en la misma dirección. El señor Gabelle,
el primer funcionario de la localidad, sintió cierta inquietud; se subió él
solo al tejado y miró en la misma dirección que los demás. Luego bajó los ojos
para contemplar los sombríos rostros de los aldeanos y mandó aviso al
sacristán, que guardaba las llaves de la iglesia, acerca de la posibilidad de
que aquella noche fuese necesario tocar a rebato.
Cerró la
noche. Los árboles que rodeaban el viejo castillo se balanceaban a impulsos del
viento, como si amenazaran a la maciza construcción. Batía la lluvia las dos
escalinatas que conducían a la terraza y algunas ráfagas de viento penetraban
en el castillo, fingiendo quejumbrosos gritos y moviendo las cortinas de la
habitación en que durmiera el marqués.
De los cuatro
puntos cardinales avanzaban cuatro desgreñadas figuras hollando la hierba y
haciendo crujir las ramitas, en dirección al patio del castillo. Brillaron
luego cuatro luces, se movieron en direcciones diferentes y todo quedó
nuevamente obscuro.
Pero no por
mucho tiempo, porque pronto empezó el castillo a hacerse visible, con luz
propia, como si se hiciera luminoso. Se elevó luego una llamarada por detrás de
la fachada, apareciendo en los sitios abiertos de la misma y en breve, por
todos los huecos de la construcción, empezaron a salir llamas.
Se oyó ruido
en torno de la casa y de pronto alguien ensilló un caballo que empezó a correr
a través de las tinieblas, hacia el pueblo, y el corcel con su jinete se detuvo
ante la puerta de la casa del señor Gabelle.
—¡Socorro,
Gabelle! ¡Auxilio, todos!
La campana
tocaba a rebato, pero fuera de esta ayuda, si lo era, nadie acudió para prestar
la que se pedía. El peón caminero, que se hallaba con doscientos cincuenta
amigos en torno de la fuente, miraba con los brazos cruzados la columna de
fuego que se elevaba hacia el cielo.
El jinete
volvió a montar en su caballo y al galope se dirigió hacia la prisión, ante
cuya puerta un grupo de oficiales miraba el fuego y a poca distancia de ellos
estaban algunos soldados.
—¡Auxilio,
caballeros oficiales! El castillo está ardiendo y aun se podrían salvar muchos
objetos de valor.
Los oficiales
miraron a los soldados que contemplaban el fuego, pero no dieron orden alguna y
contestaron encogiéndose de hombros:
—¡Que arda!
Mientras el
mensajero regresaba al pueblo, los aldeanos, como un solo hombre, se habían
metido en sus casas respectivas y encendían luces junto a todas las ventanas,
pero como las velas escaseaban, fue preciso pedirlas prestadas, aunque de
manera perentoria, al señor Gabelle; y al observar un momento de vacilación del
funcionario, el peón caminero, antes tan sumiso a su autoridad, hizo observar,
que los coches serían un excelente combustible y que los caballos de posta
estaban en la mejor disposición para ser asados.
El castillo
fue abandonado a sí mismo y ardió por completo. Los árboles inmediatos fueron
pasto de las llamas y los que se hallaban a mayor distancia, incendiados
también por los cuatro terribles personajes, enviaban nubes de humo al castillo
ardiente. En la fuente de mármol hervían el plomo y el hierro fundidos y el
agua había cesado de correr. Las cúpulas de plomo de las torres se fundieron
como hielo ante el calor y resbalaron hacia el suelo, convertidas en chorros de
fuego. Algunas aves asustadas, revoloteaban de un lado a otro, y acababan por
caer en el enorme brasero y mientras tanto los cuatro terribles personajes se
alejaban hacia los cuatro puntos cardinales, a lo largo de los caminos llenos
de sombra, guiados por la hoguera que habían encendido, hacia su nuevo destino.
En cuanto a la campana del pueblo, se apoderaron de ella los aldeanos y empezaron
a tocarla en expresión de júbilo.
Y no solamente
eso, sino que el pueblo excitado por el hambre, por el fuego y por el campaneo,
se dijo, que el señor Gabelle podía tener algo que ver con el cobro de
impuestos, a pesar de que el pobre hombre no había cobrado otra cosa que
algunas pequeñas rentas, y se mostró impaciente de celebrar con él una
entrevista. Rodeó, pues, su casa, lo invitó a salir para celebrar una
conferencia; pero lejos de acceder el señor Gabelle, se fortificó en su casa
para celebrar consejo consigo mismo. Y el resultado de esta conferencia privada
fue que el señor Gabelle se retiró a reflexionar a lo alto de su tejado, detrás
de las chimeneas, bien resuelto a que si lograban abrir la puerta, él se
arrojaría de cabeza a la calle para aplastar a uno o dos de sus asaltantes.
Es probable
que el señor Gabelle pasara allí la noche, con el distante castillo sirviéndole
de fuego y de bujía y los golpes a su puerta, combinados con el alegre
campaneo, de música. Eso sin tener en cuenta que había un maldito farol
oscilante frente a su casa, que el pueblo se mostraba muy inclinado a bajarlo
en su favor. Fue una noche bastante desagradable, mas, por fin, apareció la
aurora, se dispersó el pueblo y el señor Gabelle pudo descender de su observatorio.
En el radio de
un centenar de millas y a la luz de otras hogueras hubo aquella noche y otras
noches otros funcionarios menos afortunados, a quienes el sol naciente encontró
colgados en las calles, antes apacibles, en que habían nacido y vivido; y
también hubo otros pueblos y aldeanos menos afortunados que el peón caminero y
sus amigos, pues perecieron a manos de los soldados. Pero los cuatro terribles
personajes recorrían rápidamente la comarca, hacia los cuatro puntos cardinales
y por donde pasaban dejaban un rastro de llamas. Y no había funcionario capaz
de calcular, gracias a las matemáticas, la altura de los patíbulos necesarios
para apagar aquel incendio.
Capítulo
XXIV.— Atraído por la montaña imantada
Tres años se
consumieron en tales tempestades de fuego y de agua, mientras la tierra se
estremecía ante los embates de un mar que no tenía ya marcas, sino que siempre
estaba en pleamar y cada vez más alta, con gran terror de los que contemplaban
el cataclismo desde la orilla. Tres cumpleaños más de la pequeña Lucía, en cuya
vida familiar no cesó su madre de tejer el hilo de oro.
Muchos días y
muchas noches los moradores de la casa de Soho escucharon los ecos que hasta
ellos llegaban y se estremecían sus corazones, porque los pasos que oían eran
los de un pueblo, tumultuoso bajo una bandera roja, y mientras su patria era
declarada en peligro, se convertía en fieras bajo el influjo de terrible y
largo encantamiento.
Monseñor, como
clase social, no podía comprender la razón de no ser apreciado y de que se le
necesitara tan poco en Francia, hasta el punto de correr peligro de ser
arrojado de ella y de la vida a un tiempo. Y así Monseñor en cuanto vio al
diablo que tantas veces invocara, se apresuró a enseñarle sus nobles talones.
Se habían
desvanecido los brillantes cortesanos, pues, de lo contrario, no hay duda de
que hubieran sido blanco de un huracán de balas nacionales. La corte se había
marchado, la realeza también; sitiada en su palacio, quedó “en suspenso” cuando
hasta ella llegó la tempestad.
Había llegado
el mes de agosto del año mil setecientos noventa y dos, y la raza de Monseñor
estaba dispersa por el mundo.
Como era
natural, el punto de reunión de los nobles en Londres era la Banca Tellson.
Se dice que
los espíritus frecuentan los lugares que más visitaron sus cuerpos, y Monseñor,
que no tenía una guinea, visitaba el lugar en que las había. Además, el Banco
Tellson era una casa generosa y daba pruebas de liberalidad a los antiguos
clientes que se hallaban en mala situación. Por otra parte, algunos que vieron
llegar la tempestad, hicieron previsoras remesas de fondos a Tellson. Por eso
todos se reunían allí y allí acudían los que llegaban de Francia portadores de
noticias.
En una
calurosa tarde el señor Lorry estaba sentado a su mesa y Carlos Darnay se
apoyaba en ella, hablando en voz baja al banquero. Era casi la hora de cerrar
el Banco.
—A pesar de
que sois el hombre más joven que he conocido —decía Darnay,— debo
aconsejaros...
—Ya os
entiendo. Queréis decir que soy demasiado viejo.
—El mal
tiempo, un largo viaje, inciertos medios de viajar, país desorganizado, una
ciudad que tal vez no sea segura para vos.
—Mi querido
Carlos —contestó el señor Lorry con acento de confianza,— estas razones que
mencionáis son las que me obligan a ir y no a quedarme. Habrá bastante
seguridad para mí. Nadie irá a meterse con un pobre viejo, que está cerca de
los ochenta años, cuando hay tanta gente de que ocuparse. En cuanto a que la
ciudad está desorganizada, si no lo estuviera no habría razón alguna para que
me mandasen a nuestra casa de allí, pues conozco París y los negocios desde
hace mucho tiempo, y Tellson tiene confianza en mí. En cuanto a las
incomodidades, si no me resigno a sufrirlas en beneficio de Tellson después de tantos años de estar en la casa, ¿quién
tendría motivos para ello?
—Me gustaría
poder ir en vuestro, lugar —dijo Carlos Darnay.
—Buen
consejero sois, a fe mía. ¿De modo que os gustaría ir? ¿No sois francés de
nacimiento?
—Precisamente
porque soy francés he pensado en ello muchas veces. No puedo dejar de sentir
simpatía por el mísero pueblo, cuando he abandonado en su beneficio algo que me
pertenecía. Creo que me escucharían y que tal vez lograría contenerlos un poco.
La noche pasada, cuando nos dejasteis, hablaba a Lucía...
—Me parece
imposible que no os dé vergüenza de nombrar ahora a Lucía, cuando deseáis
marchar a Francia.
—¡Pero si no
me voy! —contestó Darnay sonriendo. Hablo más bien a causa del viaje que tenéis
proyectado.
—Iré. La
verdad es, mi querido Carlos —dijo el señor Lorry bajando la voz,— que no
podéis formaros idea de las dificultades con que tropezamos en nuestros
negocios y del peligro que corren allí nuestros libros y nuestros papeles. Dios
sabe las terribles consecuencias que tendría para mucha gente, si nos
arrebataran o destruyeran algunos de nuestros documentos. Nadie puede asegurar
si hoy arderá París o será saqueado mañana. Se impone, por consiguiente,
hacerse cuanto antes de esos documentos y enterrarlos
o ponerlos en seguridad y eso no puede hacerlo nadie más que yo. ¿Puedo negarme
cuando Tellson necesita de mí, después de haber comido su pan por espacio de
sesenta años, porque mis articulaciones estén un poco envaradas? Además, soy un
chiquillo comparado con medía docena de vejestorios que hay aquí mismo.
—Admiro
vuestro ánimo juvenil, señor Lorry.
—Además, no
debéis olvidar que hoy en día es punto menos que imposible sacar cosas de
París. Hoy nos han traído algunos documentos y objetos de valor, y os hablo
reservadamente, y los hemos recibido de manos de los más extraños personajes
imaginables, de gente cuya vida pende de un cabello. En otros tiempos
circulaban nuestros paquetes desde París a Londres sin el menor inconveniente,
pero ahora todo está paralizado.
—¿Y os
marcháis esta noche?
—Esta misma
noche, porque el caso es ya demasiado urgente para que haya la menor demora.
—¿No lleváis a
nadie con vos?
—Se me han
ofrecido varias personas, pero no quiero tener que revelar nada a nadie. Me
llevaré a Jeremías, quien ha sido mi guardia de corps los domingos por la noche
durante mucho tiempo y ya estoy acostumbrado a él. Nadie verá en Jeremías más
que un bull-dog inglés, capaz de
echarse encima de quien toque a su amo.
—Repito que
admiro vuestro ánimo juvenil.
—No vale la
pena. Cuando haya llevado a cabo esta pequeña comisión, es posible que acepte
la proposición de Tellson y me retire para vivir a mi gusto. Aun me queda
bastante tiempo para hacerme viejo.
En aquel
momento la Casa se acercó al señor Lorry y dejando ante él un pliego algo sucio
aunque cerrado, le preguntó si había descubierto el paradero de la persona a
quien estaba dirigido. La Casa dejó el pliego a tan poca distancia de Carlos
que éste pudo leer las señas, y con tanta mayor rapidez cuanto que aquel era su
propio nombre. La dirección decía:
“Muy urgente.
Al ci- devant Marqués de St.
Evremonde, de Francia. Confiado a los cuidados de los Sres. Tellson y Compañía,
banqueros, de Londres. Inglaterra.”
En la mañana
de su boda, el doctor Manette pidió a Carlos Darnay que guardara estrictamente
el secreto de su nombre hasta que él mismo, el doctor, lo relevara de esta
obligación. Nadie, pues, conocía el verdadero nombre de Carlos y ni siquiera su
esposa tenía sospecha alguna de ello. Mucho menos podía el señor Lorry abrigar
ninguna duda.
—No —contestó
el señor Lorry a la Casa.— He preguntado a todo el mundo, pero nadie puede
decirme dónde se halla este caballero.
El señor Lorry
preguntó a varios nobles que estaban en el establecimiento por el paradero del
Marqués de St. Evremonde. “Es sobrino, aunque degradado, del noble marqués que
murió asesinado”, dijo uno. “Por suerte no lo he conocido”, dijo otro. “Un
cobarde que abandonó su puesto.” “Envenenado por las nuevas doctrinas”, dijeron
otros.
Estas fueron
las respuestas y los comentarios que motivó la pregunta. Por fin, cuando Darnay
se quedó nuevamente solo con el señor Lorry, dijo:
—Conozco a
este caballero.
—¿De veras?
¿Queréis haceros cargo de la carta?
—Sí. ¿Os
marcháis ahora ya?
—Saldré a las
ocho de la noche.
—Pues volveré
para despediros.
Darnay se
alejó y en cuanto se vio solo abrió la carta y la leyó. Decía así:
“Prisión de la
Abadía, París 21 de junio de 1792.
”Señor ci- devant marqués:
”Después de
haber corrido peligro de perder la vida a manos del pueblo, se apoderaron
violentamente de mí y me trajeron a París. Por el camino sufrí mucho, pero hay
más, porque mi casa ha quedado destruida, arrasada hasta los cimientos.
”El crimen por
el cual estoy preso, señor marqués, y por el cual he de comparecer ante el
tribunal que me condenará a muerte (de no valerme vuestra generosa ayuda) es,
según me dicen, de traición hacia la majestad del pueblo, contra el cual he
obrado en beneficio de un emigrado. Es en vano que haya dicho que obré en
beneficio del pueblo y no contra él, de acuerdo con vuestras órdenes. En vano
dije que antes de la incautación de los bienes de los emigrados, los vasallos
ya no pagaban impuestos y que yo no cobraba renta alguna, pues se limitan a
contestarme que obré en cumplimiento de las órdenes de un emigrado y quieren
saber dónde está.
”¿Dónde está
ese emigrado, mi buen señor marqués? Pido día y noche al cielo que venga a
librarme de la suerte que me espera y mando esta súplica a través del mar,
esperando que, tal vez, llegue a vuestros oídos por medio del gran Banco
Tellson.
”Por amor de
Dios, de la justicia, de la generosidad, del honor de vuestro noble nombre, os
suplico, señor marqués, que vengáis a socorrerme y a libertarme. Mi pecado es
haberos sido fiel. A vuestra vez, señor marqués, corresponded a mi fidelidad.
”Desde esta
prisión horrible, en la que, a cada hora que pasa, me acerco más a mi muerte,
os envío, señor marqués, la seguridad de mi dolorosa y desdichada lealtad.
“Vuestro afligido”
”GABELLE.”
La
intranquilidad latente que había en la mente de Darnay recibió un torrente de
vida vigorosa al leer esta carta. El peligro de un buen servidor, cuyo crimen
no era otro que la fidelidad que testimonió siempre a él y a su familia, le
avergonzó de tal manera que sentía tentaciones de esconder el rostro a los
transeúntes.
Bien conocía
que al renunciar al puesto que le correspondía ocupar en la sociedad, se había
precipitado y que cometió una ligereza. Su conciencia le decía que varias veces
decidió obrar personalmente para oponerse al torrente arrollador que devastaba
a Francia, pero siempre desistió, dominado por el amor que profesaba a su nueva
familia y obligado otras veces por el curso de los acontecimientos. En cambio
se constaba que a nadie había oprimido, que a nadie llevó a la cárcel y que
lejos de obligar cruelmente a que se le pagaran sus
rentas e impuestos, había abandonado sus derechos por voluntad propia. El mismo
Gabelle tenía instrucciones escritas suyas, en las que le mandaba tratar bien
al pueblo y darle cuanto fuera posible. Todo esto era público y notorio y nada
más fácil que demostrarlo ante quien fuese.
Estas
consideraciones robustecieron la resolución desesperada que Carlos Darnay había
empezado a tomar de ir a París cuanto antes.
En efecto.
Como el marino del cuento, los vientos y las corrientes lo habían arrastrado
hasta la zona de influencia de la Montaña Imantada, que lo atraía, sin que él
tuviera más remedio que ir. Todos sus pensamientos lo empujaban hacia el centro
de aquella atracción irresistible. Su primera inquietud obedecía a la
consideración de que su desdichada patria era guiada por algunos malvados y que
él, que se consideraba mejor que ellos, no estaba allí para hacer algo que
pudiera impedir la efusión de sangre y contribuir a sostener los derechos a la
piedad y a la humanidad, que entonces parecían completamente desconocidos. Y
por si faltara algo para acabar de resolverlo, allí tenía el ejemplo del
anciano Lorry, a quien hablaba con tal fuerza la voz del deber, sin contar con
la carta de Gabelle, preso inocente que se hallaba en peligro de muerte y que
hacía un llamamiento a su justicia, a su honor y a su buen nombre.
Estaba
resuelto. Iría a París.
La montaña
imantada lo atraía y no tenía más remedio que navegar con rumbo a ella, hasta
que la encontrase. No conocía los obstáculos y apenas advertía peligros. La
intención con que hizo lo que hizo, aun dejándolo incompleto, le prestaba bajo
un aspecto que sería reconocido en la misma Francia cuando se presentara para
probarlo. Y así la visión de obrar bien que con tanta frecuencia es el
sangriento espejismo de mucha gente buena, se ofreció a él y hasta llegó a
concebir la ilusión de poder ejercer alguna influencia en la dirección de
aquella rabiosa Revolución que tan terribles derroteros seguía.
Una vez tomada
su resolución, se dijo que ni Lucía ni su padre habían de enterarse hasta que
se hubiese marchado. Era preciso evitar a Lucía la pena de la separación y en
cuanto a su padre, que no gustaba de recordar los lugares en que tanto había
sufrido, tampoco debía enterarse hasta que ya hubiese realizado su propósito.
Llegó el momento
de volver al Banco Tellson para despedirse del señor Lorry. Se dijo que en
cuanto llegara a París se presentaría a aquel viejo amigo, pero de momento no
le comunicaría sus intenciones.
Delante de la
puerta de la casa de Banca había una silla de postas, y Jeremías estaba ya
preparado para la marcha.
—Ya entregué
aquella carta —dijo Carlos al señor Lorry. —No quiero molestaros con una
contestación escrita, pero quizás no tendréis inconveniente en aceptar un
mensaje verbal.
—Con mucho
gusto —contestó el señor Lorry— si no es peligroso. —De ninguna manera, aunque
hay que hacerlo llegar a un preso en la Abadía.
—¿Cómo se
llama? —preguntó el señor Lorry supuesto a tomar nota.
—Gabelle.
—Perfectamente.
¿Que he de decirle?
—Sencillamente
que ha recibido la carta.
—¿No hay que
mencionar la fecha?
—Emprenderá el
viaje mañana por la noche.
—¿Hay que
mencionar el nombre de alguien?
—No hay
necesidad.
Carlos ayudó
al anciano a envolverse en algunas capas y mantas, y lo acompañó desde la
cálida atmósfera del Banco hasta la humedad ambiente en la calle.
—Hacedme el
favor de expresar mi cariño a Lucía y a la niña —dijo el señor Lorry al
despedirse— y cuidádmelas mucho hasta que regrese.
Carlos Darnay
meneó la cabeza y sonrió con equívoca expresión hasta que desapareció el
carruaje. Aquella noche del catorce de agosto, veló hasta hora bastante
avanzada y escribió dos cartas fervientes; una para Lucía, en la que le
explicaba la ineludible obligación en que se hallaba de ir a Paris, añadiendo
las razones que tenía para confiar en que no se vería expuesto a peligro
alguno. La otra era para el doctor, confiando a su cuidado a Lucía y a la niña
y aduciendo las mismas razones que en la dirigida a su esposa. Y terminaba
diciendo a ambos que les escribiría en cuanto llegara a su destino.
El día
siguiente fue muy penoso para Carlos Darnay, que tuvo que disimular por vez
primera el estado de su mente. Le fue muy difícil evitar que salieran del
inocente engaño en que se hallaban. Pero una cariñosa mirada a su espesa, tan
feliz y tan atareada, le dio fuerzas para disimular, pues más de una vez estuvo
a punto de contárselo todo, de tal modo estaba acostumbrado a no ocultarle
nada. Por fin terminó el día. Al obscurecer abrazó a su esposa y a la no menos
querida niña que llevaba su nombre y fingiendo un que hacer que lo retendría un
rato, salió llevándose su maleta que había preparado previamente, y se sumergió
en la niebla de las calles, con el corazón apesadumbrado.
Dejó las dos
cartas en manos de un mensajero de su confianza, que debía entregarlas a las
once y media de la noche, pero no antes, y montando a caballo, emprendió el
viaje a Dover.
Recordó las
palabras del pobre preso, que apelaba a él por amor de Dios, por la justicia,
por la generosidad y por el honor de su noble nombre, y ellas fortalecieron su
apenado corazón, y dejando a su espalda cuanto amaba en la tierra, enderezó el
rumbo hacia la Montaña Imantada.
FIN DEL SEGUNDO LIBRO
LIBRO
TERCERO.— EL CURSO DE UNA TORMENTA
Capitulo
I.— En secreto
El viajero
avanzaba lentamente en su camino hacia París, desde Inglaterra, en el otoño,
del año mil setecientos noventa y dos. Aunque hubiera seguido reinando en toda
su gloria el destronado y desdichado rey de Francia, habría encontrado peores
caminos, malos carruajes y pésimos caballos de lo que era necesario para
dificultar su marcha, pero aquellos nuevos y revueltos tiempos habían traído
otros obstáculos peores. Toda puerta de ciudad y toda oficina de impuestos
contaba con su banda de patriotas, que con las armas preparadas para usarlas a
la primera señal, detenían a todos los que pasaban, los interrogaban,
inspeccionaban sus papeles, miraban en sus propias listas buscando sus nombres,
los hacían retroceder o les ordenaban avanzar, o bien los detenían y los
prendían, según su juicio o capricho les indicara como más conveniente para la
República Una e Indivisible, de Libertad, Igualdad y Fraternidad, o Muerte.
Había
recorrido ya algunas leguas en su viaje por Francia, cuando Carlos Darnay
empezó a darse cuenta de que no podría regresar por aquellos caminos hasta que
no hubiera sido declarado buen ciudadano en París. Pero cualquiera que fuese la
suerte que lo aguardaba, ya no podía retroceder. No había obstáculos materiales
que le impidiesen el regreso, pero comprendía perfectamente que a su espalda se
había cerrado una puerta mil veces más infranqueable que si fuera de hierro. La
vigilancia de todos lo rodeaba como si se hallara en el centro de una red o
fuese llevado a su destino dentro de una jaula.
Aquella
vigilancia no solamente lo, detenía veinte veces en cada jornada, sino que
retrasaba su camino veinte veces al día, haciéndole retroceder, deteniéndole y
acompañándole. Y cuando ya hacía algunos días que viajaba por Francia, se
acostó una noche en una población de poca importancia, inmediata a la
carretera, pero aun a buena distancia de París.
A la carta del
afligido Gabelle debía el haber llegado tan lejos, pero las dificultades que le
opuso el guarda de aquella población fueron tantas, que no dudó de que su viaje
se hallaba en un momento crítico. Por esta razón no se sorprendió mucho al ser
despertado a medianoche en la posada en que se alojara por un tímido
funcionario local, acompañado por tres patriotas armados, cubiertos con el
gorro rojo y con las pipas en la boca que, sin ceremonia alguna, se sentaron en
el borde de su cama.
—Emigrado
—dijo el funcionario,— voy a mandarte a París bajo escolta.
—No deseo otra
cosa sino llegar a París, ciudadano, aunque prescindiría a gusto de la escolta.
—¡Silencio!
—exclamó uno de los gorros colorados, dando un golpe en el cobertor de la cama
con la culata de su arma.— ¡Calla, aristócrata!
—Tiene razón
este buen patriota —observó el tímido funcionario. Eres un aristócrata y has de
ir con escolta, pero a tu costa.
—No está en mi
mano la elección —dijo Carlos Darnay.
—¡La elección!
¡Oídle! —exclamó un gorro colorado.— ¡como si no fuese un favor el protegerle
para que no acabe colgado de un farol!
—Este patriota
tiene siempre razón —observó el funcionario.— Levántate y vístete, emigrado.
Darnay obedeció
y lo llevaron al puesto de guardia, en donde otros patriotas, también con gorro
colorado, fumaban, bebían y dormían junto a la lumbre. Allí tuvo que pagar una
buena suma por la escolta, e inmediatamente tuvo que reanudar su viaje a las
tres de la madrugada, por los húmedos caminos.
La escolta la
componían dos patriotas montados a caballo, cubiertos con el indispensable
gorro colorado y adornados por escarapelas tricolores. Iban armados con
mosquetes y sables y se situaron uno, a cada lado de Darnay. Este guiaba su
propio caballo, pero le ataron una cuerda a la brida, cuyo extremo opuesto iba
sujeto a la muñeca de uno de los patriotas. Así partieron mojados por la lluvia
y, saliendo de la ciudad, se aventuraron por la carretera; de la misma manera,
a excepción de los necesarios cambios de cabalgaduras y de marcha, recorrieron
las leguas que los separaban de la capital.
Viajaban de
noche, deteniéndose una o dos horas después de salir el sol, y dormían hasta el
crepúsculo de la tarde. La escolta iba tan mal vestida que se veían obligados a
rodearse las piernas desnudas con paja y cubrir con ella sus hombros mal
defendidos, por andrajos de la humedad. Y Carlos, aparte de la molestia que
suponía ir custodiado de aquella manera, no sentía grandes temores.
Pero cuando
llegaron a la ciudad de Beauvais y vio que las calles estaban llenas de gente,
no pudo ocultarse a sí mismo que el aspecto de su asunto empezaba a ser
alarmante. Lo rodeó una turba enfurecida cuando iba a echar pie a tierra en el
patio de la casa de postas y muchas voces gritaron:
—¡Muera el
emigrado!
Se detuvo en
el acto de desmontar, y desde la silla exclamó:
—¿Emigrado,
amigos? ¿No me veis en Francia por mi propia voluntad?
—Eres un
maldito emigrado —exclamó el herrador acercándose a él con el martillo en alto—
y eres un maldito aristócrata.
Se interpuso
el dueño de la casa de postas, diciendo:
—¡Dejadlo!
¡Dejadlo! ¡Ya lo juzgarán en París!
—¿Lo juzgarán?
—repitió el herrador blandiendo el martillo. — ¡Ya lo creo! ¡Y lo condenarán
por traidor!
La multitud
rugió entusiasmada.
—Os engañáis,
amigos, u os engañan. Yo no soy traidor.
—¡Miente!
—exclamó el herrero. —Es un traidor según el decreto. Su vida pertenece al
pueblo. Su maldita vida no es suya.
En el instante
en que Darnay leyó su sentencia en las miradas de la multitud, el dueño de la
casa de postas hizo entrar el caballo en el patio, seguido por la escolta y en
el acto se cerraron y atrancaron las puertas. El herrador asestó sobre ellas un
martillazo y rugió la multitud, pero no ocurrió nada más.
—¿Qué decreto
es ese de que hablaba el herrador? —preguntó Darnay al dueño de la casa de
postas, después de darle las gracias.
—Es un decreto
que autoriza la venta de los bienes de los emigrados.
—¿Cuándo se ha
promulgado?
—El día
catorce.
—¡El día en
que salí de Inglaterra!
—Todos dicen
que es uno de los muchos decretos que van a promulgarse, por los cuales se
desterrará a los emigrados y se condenará a muerte a los que regresen. Por eso
os dijeron que vuestra vida no os pertenecía.
—¿Pero todavía
no existen tales decretos?
—¿Cómo queréis
que lo sepa? —contestó el interpelado encogiéndose de hombros.— Tal vez sí o
tal vez no.
Darnay y sus
guardianes descansaron sobre la paja hasta la noche y salieron cuando la ciudad
estaba dormida. Una de las cosas que más asombraba a Darnay era lo poco que se
dormía. Muchas veces llegaban a una aldea en plena noche, y en vez de encontrar
a los habitantes acostados los hallaban bailando cogidos de la mano en torno de
algún árbol de la Libertad o cantando en honor de la misma. Felizmente aquella
noche hubo sueño en Beauvais, y gracias a eso pudieron salir sin ser
molestados, para proseguir su viaje por caminos llenos de barro y por entre
campos incultos que no habían producido ninguna cosecha aquel año, y entre
casas incendiadas y ennegrecidas que constituían excelentes emboscadas para
cualquier patrulla de patriotas que recorrían los caminos.
La luz del día
los encontró ante las murallas de París. La barrera estaba cerrada y bien
guardada cuando se acercaron a ella.
—¿Dónde están
los papeles de este preso? — preguntó en tono autoritario un hombre a quien
llamó un centinela.
Desagradablemente
impresionado por el calificativo, Darnay quiso alegar que era un viajero libre
y un ciudadano francés, protegido por una escolta que el estado inseguro de la
comarca hacía necesaria, y por la cual había pagado de su bolsillo.
—¿Dónde están
los papeles del preso? —repitió el hombre sin hacer ningún caso de sus
palabras.
Uno de la
escolta los sacó de su gorro. Al ver la carta de Gabelle, aquel hombre mostró
alguna sorpresa y miro a Darnay con la mayor atención.
Sin decir
palabra dejó a la escolta y al escoltado y se metió en el cuerpo de guardia.
Carlos Darnay,
mirando a su alrededor, vio que la puerta estaba custodiada por soldados y
patriotas, éstos en mayor número que aquéllos y que así como era fácil la
entrada en la ciudad para los campesinos que llevaban comestibles, la salida
era más difícil para todo el mundo. Numerosos hombres y mujeres esperaban para
poder salir, pero era tan rigurosa la previa identificación, que con dificultad
y muy lentamente se iban filtrando por la barrera. Algunos, sabiendo que había
de tardar en llegarles la vez, fumaban, dormían o charlaban; y el gorro
colorado y la escarapela tricolor eran prenda y adorno obligado de todos.
Después de
esperar por espacio de media hora, que empleó en fijarse en esas cosas, Darnay
se vio de nuevo ante el hombre autoritario, que ordenó a la guardia que abriese
la barrera. Dio a la escolta un recibo del escoltado y ordenó a éste que
desmontara. Lo hizo así y los dos patriotas que lo habían acompañado se
llevaron su caballo y partieron sin entrar en la ciudad.
Acompañó a su
guía al cuerpo de guardia que olía a vino ordinario y a tabaco. Allí había
numerosos patriotas dormidos, despiertos, borrachos y serenos y algunos en un
estado intermedio entre el sueño y la vigilia o la sobriedad y la borrachera.
Iluminaban el cuerpo de guardia unas lámparas de aceite y los primeros rayos
del sol. En una mesa había varios registros abiertos y un oficial de aspecto
ordinario estaba ante ellos.
—Ciudadano
Defarge —dijo, el guía de Darnay, tomando un trozo de papel para escribir. —¿Es
éste el emigrado Evremonde?
—El mismo.
—¿Tu edad,
Evremonde?
—Treinta y
siete años.
—¿Casado,
Evremonde?
—Sí.
—¿Dónde?
—En
Inglaterra.
—Naturalmente.
¿Dónde está tu esposa?
—En
Inglaterra.
—Es natural.
—Vas
consignado, Evremonde, a la prisión de La Force.
—¡Dios mío!
—exclamó Darnay.— ¿En virtud de qué ley y por qué delito?
El oficial
miró un momento el trozo de papel.
—Tenemos
nuevas leyes, Evremonde, y nuevos delitos desde que llegaste —dijo sonriendo
con dureza.
—Debo haceros
observar que he venido voluntariamente a Francia, para acudir al llamamiento de
un paisano mío que me escribió esa carta que tenéis. Solamente os pido que me
permitáis acudir en su auxilio. ¿No estoy en mi derecho?
—Los emigrados
no tienen derechos, Evremonde —fue la estúpida respuesta. El oficial siguió
escribiendo unos momentos, lo leyó para sí, le echó arenilla y lo entregó a
Defarge, diciendo: —Secreto.
Defarge hizo
con el papel una seña al preso para que lo siguiera. Darnay obedeció y encontró
a una guardia de dos patriotas armados que los esperaban.
—¿Eres tú
—preguntó Defarge en voz baja cuando bajaban la escalera del cuerpo de guardia
y tomaban la dirección de París— el que se casó con la hija del doctor Manette,
ex prisionero de la Bastilla, que ya no existe?
—Sí —contestó
Darnay mirándole sorprendido.
—Me llamo
Defarge y tengo una taberna en el barrio de San Antonio. Es posible que haya
oído hablar de mí.
—Mi mujer fue
a vuestra casa en busca de su padre... Sí...
La palabra
“mujer” pareció despertar sombríos recuerdos en Defarge que exclamó impaciente:
—En nombre de
esa terrible hembra recién nacida y llamada “La Guillotina”, ¿para qué has venido,
a Francia?
—Ya oísteis
hace un momento la causa. ¿No creéis que sea verdad?
—Es una mala
verdad para ti —dijo Defarge con las cejas fruncidas y mirando ante sí.
—La verdad es
que me encuentro perdido aquí. Todo eso está tan cambiado y tan alarmante, que
me siento extraviado. ¿Queréis hacerme un pequeño favor?
—Ninguno
—contestó Defarge mirando siempre ante sí.
—¿Queréis
contestar a una sola pregunta?
—Tal vez.
Según sea. Dime cuál.
—En la prisión
en que tan injustamente me vais a encerrar, ¿podré comunicar libremente con el
mundo exterior?
—Ya lo verás.
—¿Voy a quedar
encerrado, sin ser juzgado y sin medios de defenderme?
—Ya lo verás.
Pero aunque así fuera, otros han sido enterrados en prisiones peores antes de
ahora.
—Nunca por mi
culpa, ciudadano Defarge.
Defarge le
dirigió una sombría mirada por toda respuesta y siguió andando en silencio.
Darnay comprendió que cada vez era más difícil ablandar a aquel hombre.
—Es de la
mayor importancia para mí, y vos mismo lo sabéis tan bien como yo, ciudadano,
que pueda comunicar con el señor Lorry, del Banco Tellson, un caballero inglés
que está en París, para darle cuenta de que he sido encerrado en la prisión, de
La Force. ¿Queréis ordenar que me hagan ese favor?
—No haré —dijo
Defarge— nada por ti. Me debo a mi patria y al pueblo. A ambos juré servirlos
contra ti. No haré nada en tu obsequio.
Carlos Darnay
consideró inútil seguir rogándole, sin contar que le repugnaba humillarse más.
Mientras pasaban por la calle pudo observar que nadie se fijaba en el hecho de
que condujeran un preso, ni siquiera los niños, prueba de que estaban muy
acostumbrados a tal espectáculo. En una calle por la que pasaron oyó a un
orador callejero que refería a la multitud los crímenes del rey, de la familia
real y de los nobles.
Y por algunas
palabras más que llegaron a sus oídos, Darnay pudo comprender que el rey estaba
preso y que los embajadores extranjeros habían abandonado en masa la capital de
Francia.
Eso le dio a
entender que corría peligros gravísimos, que no pudo sospechar siquiera al
salir de Inglaterra. Luego se dijo que, en resumidas cuentas, lo harían víctima
de una prisión injusta, pero que fuera de eso no había de temer nada.
Llegó a la
prisión de La Force y abrió el fuerte postigo un hombre mal encarado, a quien
Defarge presentó: “El emigrado Evremonde.”
—¡Demonio!
¡Todavía más! —exclamó el alcaide dirigiéndose a su mujer.
Defarge tomó
el recibo del preso y se alejó con los dos patriotas.
—¡A ver cuándo
acabará eso! —dijo el carcelero a su esposa.
—Hay que tener
paciencia, amigo mío —replicó ella.
Y la mujer
hizo sonar entonces una campana, a cuyo llamamiento acudieron tres carceleros,
uno de los cuales, al entrar, gritó:
—¡Viva la
Libertad!
Grito que, en
aquel lugar, sonaba con cierta impropiedad. La prisión de La Force era en
extremo sombría y maloliente. Es extraordinario cómo se advierte enseguida, el
olor desagradable de gente aprisionada y más cuando carecen de todo cuidado.
—Y además, en
secreto —gruñó el carcelero mirando el documento,— Como si ya no estuviera
lleno a rebosar.
Ensartó el
papel en un clavo, malhumorado, y Carlos Darnay tuvo que esperar su buen placer
por espacio de media hora. Por fin el alcaide tomó un manojo de llaves y le
ordenó que lo siguiera.
Lo llevó por
varias escaleras y corredores, abrió y cerró algunas puertas y por fin llegaron
a una estancia abovedada, baja de techo y bastante grande, que estaba ya llena
de presos de ambos sexos. Las mujeres estaban sentadas a una larga mesa,
leyendo, escribiendo, haciendo calceta, cosiendo y bordando; y los hombres, en
su mayor parte estaban en pie tras ellas o paseaban por la estancia.
El recién
llegado se sintió poco inclinado a confundirse con los presos a quienes suponía
instintivamente cargados de toda clase de crímenes, pero ellos, en cambio, al
verlo, se levantaron para recibirlo con todo refinamiento, de la cortesía de la
época y con toda la gracia que podía haber apetecido.
Pero aquel
refinamiento y aquella cortesía armonizaban tan mal con la lobreguez de la
prisión y tan pálidos y escuálidos estaban los presos, que Darnay pudo sentir
por un momento la ilusión de que se hallaba en presencia de cadáveres o de
espectros. Vio allí los espectros de la belleza, de la majestad, del orgullo,
de la frivolidad, de la inteligencia, de la juventud, de la ancianidad, todos
esperando que llegase la hora de abandonar la desolada orilla, cuando volvían
hacia él ojos que ya alteró la muerte en cuanto penetraron en aquel lugar.
—En nombre de
todos mis compañeros de infortunio —dijo un caballero de elegante aspecto avanzando
hacia Darnay— tengo el honor de expresaros que sois bienvenido a La Force, al
mismo tiempo que lamentarnos la desgracia que os ha traído aquí. ¡Ojalá termine
pronto y afortunadamente! En otro lugar pudiera parecer una impertinencia, pero
no lo será aquí, si os pregunto vuestro nombre y condición.
Carlos Darnay
se apresuró a contestar a lo que de él se solicitaba, en los términos más
amables que pudo encontrar.
—Espero —dijo
el caballero siguiendo al alcaide con la mirada— que no estaréis “en secreto”.
—No comprendo
el significado de tales palabras, pero así he oído decir.
—¡Qué lástima!
¡Creed que lo sentimos mucho! Sin embargo no desmayéis. Varios miembros de
nuestra comunidad estuvieron “en secreto” al principio, pero duró poco.
Siento tener
que manifestar a la comunidad —añadió levantando la voz— que este caballero
está “en secreto”.
Hubo un largo
murmullo de conmiseración mientras Carlos Darnay cruzaba la estancia hacia una
puerta enrejada, junto a la cual lo esperaba un carcelero; muchas voces, especialmente
de mujeres, le dirigieron palabras para darle ánimos. Se volvió para dar las
gracias y luego se cerró la puerta tras él, desvaneciéndose aquellas
apariciones para siempre.
Subieron por
una escalera de piedra, y en cuanto Darnay hubo contado cuarenta escalones, el
carcelero abrió una puerta negra y entraron en un calabozo solitario.
Parecía frío y
húmedo, pero, no estaba obscuro.
—Este es el
tuyo —dijo el carcelero.
—¿Por qué se
me encierra solo?
—¡Qué sé yo!
—¿Puedo
comprar pluma, tinta y papel?
—No tengo
órdenes de permitírtelo. Cuando te visiten podrás pedirlo. Por ahora puedes
comprar la comida y nada más.
En el calabozo
había una silla, una mesa y un jergón de paja. El carcelero, después de
inspeccionarlo todo de una mirada, dejó solo al preso, que se dijo:
—Aquí me han
dejado como si estuviera muerto. Y empezó a pasear monótonamente por el
calabozo.
Capítulo
II.— La piedra de afilar
El Banco
Tellson, establecido en el barrio de San Germán, de París, ocupaba un ala de
una casa muy grande y estaba separado de la calle por una pared alta y una
fuerte reja. La casa había pertenecido a un poderoso noble que tuvo que huir
disfrazado con la ropa de su cocinero, y aunque quedó reducido a la condición
de pieza de caza que persiguen los cazadores, continuaba siendo el mismo
Monseñor, que en la preparación de su chocolate necesitaba de los servicios de
tres hombres vigorosos, sin contar el cocinero.
Sus servidores
huyeron también y, naturalmente, la casa fue confiscada. Y los decretos se
sucedían uno a otro con tal rapidez, que en la tercera noche de septiembre los
patriotas, emisarios de la ley, habían tomado posesión de la casa de Monseñor,
la señalaron con la bandera tricolor y estaban bebiendo aguardiente en los
majestuosos salones.
La instalación
del Banco Tellson en París habría parecido tan extraordinaria y poco respetable
a sus clientes londinenses, que muy pronto le habrían retirado su confianza,
porque ¿qué respetabilidad podrían haber indicado unos naranjos en el jardín y
un cupido presidiendo las operaciones? Es verdad que lo habían blanqueado con
cal, pero aun era visible. Mas en París, Tellson podía permitirse eso sin que
nadie se escandalizara ni se resintiera el crédito de la casa.
¿Cuánto dinero
quedaría allí perdido y olvidado, cuántas cuentas corrientes sin saldar y
cuántas joyas olvidadas en las cámaras secretas de la casa? El señor Jarvis
Lorry no podía contestar a esta pregunta, que se había formulado varias veces y
su rostro honrado tenía una expresión que solamente podía infundir el horror.
El anciano
ocupaba algunas habitaciones en la misma casa, que resultaba más segura
precisamente por la vecindad de la ocupación patriótica, aunque él nunca estuvo
convencido de ello. Pero todo eso le era indiferente, absorbido como estaba en
el cumplimiento de su deber. En el lado opuesto del Patio, bajo una columnata,
se veían todavía algunos de los carruajes de Monseñor Y en dos de las columnas
estaban sujetas otras tantas antorchas, a cuya luz se divisaba una piedra de
afilar de gran tamaño tal vez procedente de alguna herrería Cercana. El señor
Lorry, mirando aquellos objetos inofensivos, sintió un estremecimiento y se
retiró junto al fuego después de cerrar la ventana.
Llegaban a la
estancia los confusos ruidos de la ciudad, destacándose a veces uno, extraño y
fantástico y aparentemente terrible, que parecía subir al cielo.
—Gracias a
Dios —se dijo el señor Lorry —no hay nadie que me sea querido esta noche en
París. ¡Dios tenga piedad de los que se hallan en peligro!
Poco después
resonó la campana, de la puerta principal y murmuró:
—Sin duda
vuelven.
Y se quedó
escuchando, pero no oyó ruido alguno en el patio, como esperara, y después de
cerrarse la puerta reinó nuevamente el silencio.
La inquietud
que se había apoderado de él le hizo sentir ciertos temores por el Banco.
Estaba bien guardado y confiaba en las fieles personas a quien es encomendara
la vigilancia, cuando, de pronto, se abrió repentinamente la puerta y entraron
dos personas cuya aparición le causó indecible asombro.
¡Lucía y su
padre! ¡Lucía que le tendía los brazos con la mayor ansiedad reflejada en el
rostro!
—¿Qué ocurre?
—preguntó el señor Lorry alarmado.
—¿Qué pasa?
¡Lucía, Manette! ¿Qué ha ocurrido? ¿Por qué habéis venido?
Con la mirada
fija en él, pálida y asustada, la joven se echó en sus brazos, exclamando:
—¡Oh, mi
querido amigo! ¡Mi marido!
—¿Vuestro
marido, Lucía?
—Sí, Carlos.
—¿Qué le pasa?
—Está aquí.
—¿En París?
—Hace ya
algunos días que está, tres o cuatro, no sé cuántos, pues apenas puedo
coordinar mis ideas, Un acto generoso lo trajo aquí sin saberlo nosotros; fue
detenido en la Barrera y encarcelado.
El anciano dio
un grito. Casi en el mismo instante resonó nuevamente la campana de la puerta y
en el patio se oyeron numerosas voces.
—¿Qué es eso?
—preguntó el doctor volviéndose hacia la ventana.
—¡No miréis!
—exclamó el señor Lorry. — ¡No miréis, Manette, por lo que más queráis!
El doctor se
volvió con la mano puesta en la falleba de la ventana y dijo tranquilamente:
—Mi querido
amigo, mi vida es sagrada en esta ciudad. Fui un preso de la Bastilla y no hay
patriota en París y aun en toda Francia que, sabiéndolo, se atreva a tocarme, a
no ser para abrazarme y llevarme en triunfo. Mis antiguas desgracias nos han
permitido atravesar la Barrera, nos proporcionaron noticias de Carlos y nos han
permitido llegar aquí. Yo lo sabía ya y estaba convencido, como le dije a
Lucía, de que podría librar a Carlos de todo peligro. Pero ¿qué es este ruido?
—¡No miréis!
—exclamó de nuevo el señor Lorry viendo que se disponía a abrir la ventana.—
¡No miréis vos tampoco, Lucía! Pero no os asustéis. Os doy mi palabra de que no
sé que haya sucedido nada malo a Carlos, pues no sospechaba siquiera que
estuviese en París. ¿En qué prisión está encerrado?
—En La Force.
—¿En La Force?
Escuchad, Lucía, habéis de recobrar el ánimo y hacer exactamente lo que yo os
diga. Nada se puede hacer esta noche. Lo mejor es obedecerme ahora y
tranquilizaros. Dejadme que os instale en mi habitación. Luego dejaréis que
vuestro padre y yo hablemos unos momentos. Os ruego que me obedezcáis sin
tardanza en beneficio del mismo Carlos.
—Os obedeceré.
Veo, por vuestro rostro, que no puedo hacer otra cosa. Sé que sois sincero.
El anciano la
besó y la llevó a su propia habitación, encerrándola con llave. Luego volvió al
lado del doctor, abrió parcialmente la ventana y apoyando la mano en el brazo
de su compañero, miró al exterior.
Vio un grupo
de hombres y mujeres, aunque no bastante numerosos para llenar el patio. Los
habían dejado entrar y todos esperaban su turno para trabajar afanosos con la
piedra de afilar.
—¡Qué
horribles obreros y qué espantosa tarea!
Dos hombres,
de rostros manchados, ensangrentados y de bestial expresión, accionaban las
manivelas de la piedra de afilar y sin duda para que tuvieran fuerza suficiente
para llevar a cabo su tarea, algunas mujeres les daban a beber vino de vez en
cuando. Habría sido imposible descubrir en el grupo una sola persona que no
estuviera manchada de sangre, y otros hombres, desnudos de cintura arriba, o
cubiertos de destrozados harapos, acudían a afilar en la muela toda clase de
armas blancas, entonces teñidos de rojo. Algunas de estas armas estaban atadas
a las muñecas de los que las llevaban y aunque variaban las ligaduras, igual
era el color de todas: rojo. Todo esto vieron el doctor y el señor Lorry en un
momento, y, horrorizados, se retiraron de la ventana, en tanto que el primero
leía en los ojos del anciano la explicación de la escena.
—Están
asesinando a los prisioneros —dijo el banquero en voz baja y mirando a su
alrededor. — Si estáis seguro de lo que habéis dicho, si realmente tenéis el
ascendiente que os figuráis y que, efectivamente, creo que tenéis, presentaos a
esos demonios y llevadlos a La Force. Puede que ya sea tarde, lo ignoro, pero
no os retraséis ni un solo minuto.
El doctor
Manette le estrechó la mano, salió de la estancia con la cabeza descubierta y
ya estaba en el patio cuando el señor Lorry se asomó de nuevo a la ventana.
El cabello
blanco del doctor, su inteligente y notable rostro y la impetuosa confianza que
se advertía en él, le permitieron llegar en un momento al centro del grupo. Por
unos momentos se oyó su voz y luego el señor Lorry vio cómo todos lo rodeaban y
gritaban entusiasmados:
—¡Viva el
preso de la Bastilla!
—¡Vayamos a
ayudar a su pariente que está en La Force!
—¡Paso al
prisionero de la Bastilla!
—¡A salvar a
Evremonde!
Cerró el señor
Lorry la ventana, y yendo al lado de Lucía le dijo que su padre, ayudado por el
pueblo, acababa de salir en busca de su marido. Vio que Lucía estaba en
compañía de su hijita y de la señorita Pross, pero no se le ocurrió asombrarse
de ello hasta mucho tiempo después.
Lucía pasó la
noche presa de doloroso estupor, y la señorita Pross, después de acostar a la
niña, se quedó dormida junto a ella. La noche pareció interminable y durante
sus largas horas Lucía no dejó de llorar.
Dos veces más,
durante la noche, resonó la campana de la puerta principal y nuevamente se oyó
chirriar la piedra de afilar. Lucía se sobresaltó, pero la tranquilizó el señor
Lorry diciéndole que los soldados estaban afilando sus armas.
Pronto nació
el día y el anciano pudo desprender sus manos de las de la joven. Mientras
tanto, un hombre, cubierto de sangre como el soldado herido que recobra el
conocimiento en el campo de batalla, se levantó del suelo, al lado de la muela
y miró a su alrededor con ojos extraviados, Inmediatamente aquel asesino, que
estaba derrengado, divisó los carruajes de Monseñor a la escasa luz reinante, y
dirigiéndose a uno de ellos abrió la portezuela y se encerró dentro para
descansar en los blandos almohadones. Había dado una parte de su vuelta la gran
muela, la Tierra, cuando el señor Lorry miró de nuevo y vio que el sol
alumbraba con luz roja el patio. Pero la muela más pequeña estaba allí, en el
aire de la mañana, cubierta de un color rojo que no procedía del sol y que el
sol no le quitaría nunca.
Capítulo
III.— La sombra
Una de las
primeras cosas que se presentaron a la mente habituada a los negocios del señor
Lorry, fue la de que no tenía derecho a poner en peligro al Banco dando
albergue a la mujer de un preso emigrado en el mismo edificio destinado a la
oficina. Con gusto, habría arriesgado cuanto poseía y la misma vida para salvar
a Lucía y a su hija, sin vacilar un solo momento; pero los intereses que se le
habían confiado no le pertenecían y por lo que se refería a los negocios había
de obrar como hombre de negocios.
Primero pensó
en Defarge y en ir a su encuentro para consultarle acerca del lugar más seguro
en que podría alojarse Lucía, pero luego pensó en que el tabernero vivía en uno
de los barrios más peligrosos de la ciudad y que sin duda debía de ser
personaje influyente en ellos y que andaría metido en peligrosas tareas.
Al mediodía el
doctor no había regresado aún y como cada momento que pasaba era un peligro más
para el Banco, el señor Lorry consultó con Lucía. Esta le dijo que su padre le
había dado cuenta de su deseo de alquilar una vivienda cerca del Banco y tomo
en eso no había inconveniente alguno y, por otra parte, el anciano comprendía
que aun en el caso de ser libertado Carlos, no podría, en algún tiempo, pensar
en marcharse de la ciudad, salió en busca de una habitación conveniente y la
encontró en una callejuela algo aislada y cuyas casas parecían en su mayor
parte deshabitadas.
Inmediatamente
trasladó allí a las dos mujeres y a la niña, proporcionándoles cuantas
comodidades le fue posible, desde luego superiores a las suyas propias. Les
dejó a Jeremías y volvió a sus ocupaciones.
Pasó
lentamente el día, triste y preocupado, hasta que llegó la hora de cerrar el
Banco. Se hallaba el anciano en su habitación, como el día anterior y se
preguntaba qué podría hacer, cuando oyó unos pasos que subían la escalera Poco
después estaba un hombre en su presencia que, mirándolo fijamente, se le
dirigió por su nombre.
—Soy vuestro
servidor, señor Lorry. ¿Me conocéis?
Era un hombre
de aspecto vigoroso, con el cabello rizado y de cuarenta y cinco a cincuenta
años de edad.
—¿Me conocéis?
—repitió.
—Os he visto
en alguna parte.
—Tal vez en mi
taberna.
—¿Venís de
parte del doctor Manette? —preguntó el señor Lorry en extremo agitado.
—Sí, de su
parte vengo.
—Y ¿qué dice?
¿Me envía algo?
Defarge le
entregó un trozo de papel, en el cual había escrito el doctor Manette:
“Carlos sin
novedad, pero no puedo abandonar el lugar en que me hallo. He obtenido el favor
de que el portador de estas líneas lleve una nota de Carlos para su mujer.
Permitidle que la vea.”
Esta misiva
estaba fechada en La Force una hora antes.
—¿Queréis
acompañarme —dijo el señor Lorry muy satisfecho después de leer en voz alta
estas líneas— a donde vive su esposa?
—Sí —contestó
Defarge.
Sin fijarse en
el extraño tono de reserva de Defarge, el señor Lorry se puso el sombrero y
ambos salieron al patio. Allí encontraron a dos mujeres, una de las cuales
hacía calceta.
—Seguramente
es la señora Defarge, —dijo el señor Lorry que la viera del mismo modo veinte
años antes.
—Es ella
—contestó su marido.
—¿Nos acompaña
la señora? —preguntó el anciano viendo que ella se disponía a salir también.
—Sí. Para
observar sus rostros y conocer luego a las personas. Es en beneficio de su
seguridad.
Notando ya el
tono sospechoso del tabernero, el señor Lorry lo miró con alguna desconfianza,
pero empezó a andar. Las dos mujeres los seguían; una era la esposa de Defarge
y la otra La Venganza.
Franquearon
tan aprisa como les fue posible las calles inmediatas, subieron la escalera del
nuevo domicilio de Lucía, Jeremías los dejó entrar y encontraron a Lucía
llorando. Se puso muy contenta al recibir las noticias que le dio el señor
Lorry y estrechó la mano que le entregaba a misiva de su marido, sin sospechar
lo que estuvo haciendo la noche pasada cerca de Carlos y lo que hubiese hecho
de no mediar una feliz casualidad.
“Querida mía:
Cobra valor. Estoy bien y tu padre tiene alguna influencia sobre los que me
rodean. No puedes contestarme. Besa a nuestra hija por mí.”
Esto era todo,
pero para Lucía era mucho. Se volvió hacia la esposa de Defarge y besó aquellas
manos ocupadas en hacer calceta. Fue un acto cariñoso, apasionado y agradecido,
propio de una mujer, pero la mano besada no contestó, sino que cayó fría y
pesadamente para reanudar la labor.
Algo hubo en
aquel contacto que hizo estremecer a Lucía y miró asustada a la señora Defarge,
la cual le contestó con una mirada fría e impasible.
—Querida mía
—le dijo el señor Lorry,— son muy frecuentes las conmociones populares, y
aunque nadie ha de molestaros, la señora Defarge desea conocer a las personas
sobre las cuales puede hacer valer su protección.
La Defarge no
contestó a estas palabras y el señor Lorry prosiguió:
—Creo
conveniente que vengan la querida niña y la señorita Pross.
Se presentaron
las dos en la estancia y en cuanto la señora Defarge vio a la niña, la señaló
con el dedo e hizo la siguiente pregunta:
—¿Es esta la
niña?
—Sí, señora
—contestó el señor Lorry— es la adorada hijita de nuestro pobre preso.
La mirada que
la señora Defarge y su compañera fijaron en la criatura fue tan amenazadora,
que la madre, dándose cuenta, estrechó instintivamente a su hija contra el
pecho.
—Ya las he
visto —dijo la señora Defarge a su marido.— Podemos marcharnos.
Era tan
evidente la amenaza que había en las palabras y las maneras de la tabernera que
Lucía, alarmada, exclamó cogiéndose a su vestido:
—¿Tratarán con
bondad a mi pobre marido? ¿No le harán daño? ¿Podrán proporcionarme el medio de
que le vea, si les es posible?
—No se trata
aquí de tu marido —contestó la señora Defarge mirándola con la mayor calma.— Me
ha traído tan sólo la hija de tu padre.
—Entonces, por
mí, sed compasiva para mi marido exclamó Lucía uniendo las manos en actitud de
súplica. Más temo de vos que de cualquier otra persona.
Estas palabras
las recibió la señora Defarge cual si fuesen un cumplido y miró a su marido
cuyo rostro adquirió severa expresión.
—Algo dice tu
marido en la carta acerca de influencia...
—Sí —contestó
Lucía sacando el papel del pecho;— dice que mi padre tiene alguna influencia en
los que le rodean.
—Pues que
cuide él de que lo pongan en libertad. Dejémosle hacer.
—¡Como esposa
y como madre —exclamó Lucía suplicante — os ruego que tengáis piedad y no
ejerzáis contra mi inocente marido el poder de que gozáis, sino que lo empleéis
en favorecerle! ¡Oh, hermana mía, hacedlo por mí! ¡Hacedlo por una esposa y una
madre!
La señora
Defarge la miró tan fríamente como antes y dijo volviéndose a su amiga La
Venganza:
—Las esposas y
las madres que hemos visto, desde que éramos niñas, no gozaban de muchas
consideraciones. Hemos visto que sus maridos y sus padres eran encarcelados y
separados de ellas para siempre. Durante toda nuestra vida hemos visto a
nuestras hermanas sufriendo en sus personas y en sus hijos la pobreza, la
desnudez, el hambre, la sed, la enfermedad, la miseria, la opresión y los
desprecios de toda clase.
—No hemos
visto otra cosa —dijo La Venganza.
—Todo eso lo
hemos soportado mucho tiempo —añadió la señora Defarge volviéndose a Lucía.—
Juzga por ti misma y mira si ha de importarnos mucho una esposa y una madre.
Reanudó su
labor y salió, seguida por La Venganza y por Defarge que cerró la puerta.
—¡Valor, mi
querida Lucia! —dijo el señor Lorry levantándola. ¡Valor! ¡Hasta ahora todo va
bien... mucho mejor de lo que les ha ido a otros muchos desgraciados!
¡Reanimaos y demos gracias a Dios!
—No dejo de
dar gracias al cielo —exclamó ella,— pero las sombras de esas mujeres han
obscurecido todas mis esperanzas.
—¿Qué es ese
desaliento? —exclamó el señor Lorry.— ¡No es más que una sombra que carece de
la menor consistencia!
Pero la sombra
que proyectaran los Defarge parecía pesar también sobre él, porque todo aquello,
en su interior, lo turbaba extraordinariamente.
Capítulo
IV.— Calma en la tormenta
El doctor
Manette no regresó hasta la mañana del cuarto día de su ausencia, y todo lo que
había ocurrido durante aquellos días se ocultó de tal manera a Lucía, que ésta
no llegó a saber, hasta que se halló muy lejos de Francia, que mil cien
indefensos prisioneros de ambos sexos y de todas edades, fueron muertos por el
populacho, que cuatro días con sus noches fueron obscurecidos por aquellos
horrorosos hechos y que hasta el mismo aire que la rodeaba estaba saturado de
matanza. Unicamente supo que se dio un ataque contra las prisiones, que todos
los presos políticos estuvieron en peligro y que algunos fueron sacados de sus
calabozos y asesinados.
El doctor
comunicó al señor Lorry, con el mayor secreto, que la multitud lo arrastró
hasta la escena de la matanza en la prisión de La Force. Allí encontró un
tribunal, cuyos miembros se habían nombrado a sí mismos, ante el cual eran
llevados los presos, e inmediatamente eran condenados a muerte o a ser
encerrados de nuevo en sus calabozos. El se presentó al tribunal con su
verdadero nombre y profesión, haciendo constar que, sin haber sido juzgado,
estuvo durante dieciocho años encerrado en la Bastilla, y uno de los miembros
del tribunal, Defarge, se levantó para identificarlo.
Por los
registros que había sobre la mesa, vio que su yerno figuraba aún entre los
presos vivos y pidió al tribunal la vida y la libertad de Carlos. En el primer
momento de entusiasmo que ocasionó su presencia, como antigua víctima del
sistema de la situación derribada, se le concedió que Carlos Darnay
compareciese inmediatamente ante el tribunal para ser juzgado. Añadió que
estuvo a punto de ser puesto en libertad, pero que se tropezó con un obstáculo
que el doctor no pudo comprender, y que originó una conferencia
secreta entre los jueces. Entonces el presidente le informó de que el
prisionero debía continuar custodiado, pero que su persona sería inviolable.
Inmediatamente
se volvió a encerrar al preso, pero el doctor pidió que, en evitación de que,
por error o malicia, se entregara a su yerno a las turbas, se le permitiera
acompañarlo, cosa que hizo durante los cuatro días hasta que hubo pasado el
peligro.
No referiremos
los terribles espectáculos de que fue testigo y que relató al señor Lorry, el
cual le escuchaba horrorizado.
Afortunadamente
aquella espantosa situación que parecía renovar los sufrimientos del doctor, le
daba, al mismo tiempo, ánimos para seguir luchando en favor de la libertad y de
la vida de su yerno. Prestaba sus cuidados médicos a todos, ricos y pobres,
buenos y malos y creció tanto su influencia, que en breve fue el médico
inspector de tres prisiones, y entre ellas La Force. Pudo, gracias a eso,
asegurar a Lucía que Carlos ya no estaba encerrado solo en una celda, sino que
permanecía con los demás presos. Lo veía todas las
semanas y llevaba dulces mensajes a Lucía y a veces ésta recibía una carta,
aunque nunca por mano de su padre, pero ella no podía contestar, porque nada
era más perjudicial a los presos que el tener relaciones con el exterior.
A pesar de que
el caso de Darnay estaba en buenas manos, los esfuerzos del doctor por
devolverle la libertad no obtenían éxito, a causa de la situación en que
estaban las cosas. Empezaba la nueva era; el rey había sido juzgado, condenado
y decapitado, la República de Libertad, Igualdad y Fraternidad o Muerte,
declaró que obtendría la victoria contra el mundo entero, alzado en armas
contra ella, o moriría en su empeño.
Trescientos
mil combatientes se levantaron en armas para combatir a los tiranos de la
tierra, y en tales condiciones, ¿qué esfuerzo particular podía luchar contra el
diluvio del año Uno de la Libertad, diluvio que surgía de la tierra y no caía
del cielo cuyas compuertas estaban cerradas?
En la capital
había un tribunal revolucionario y en la nación cuarenta y cinco mil comités
revolucionarios; una ley de Sospechosos, que hizo desaparecer toda clase de
seguridades en que descansan la libertad y la vida y que ponía a las personas
inocentes a merced de cualquier malvado; las cárceles estaban repletas de gente
que no había cometido delito alguno y que no podían hacer valer su inocencia;
todo eso llegó a ser un orden social y antes de muchas semanas pudo parecer un
uso ya muy antiguo. Y por encima de todo descollaba
una figura horrible, que llegó a ser tan familiar como si fuera cosa corriente
desde los primeros tiempos del mundo; la figura de la aguda hembra llamada La
Guillotina.
Era el tema
popular de toda clase de bromas; era el mejor remedio para el dolor de cabeza,
lo que impedía que el cabello encaneciera, y lo que daba al cutis una
delicadeza especial. Era la Navaja nacional que afeitaba excelentemente, y el
que besaba la Guillotina miraba a través del ventanillo y estornudaba dentro
del cesto. Era el signo de la regeneración de la raza humana y substituía a la
Cruz. Y muchos eran los que llevaban a guisa de dije modelitos de la
Guillotina, en el mismo lugar en que antes llevaran
la Cruz, a la que desdeñaban para creer en aquélla.
Tantas eran las
cabezas que cortaba, que tanto ella como la tierra que la sustentaba estaban
llenas de sangre. En cierta ocasión llegó a segar veintidós cuellos en otros
tantos minutos, y el funcionario que la hacía funcionar había recibido el
nombre del hombre fuerte del Antiguo Testamento; pero armado como estaba era
más fuerte que el héroe bíblico, aunque más ciego, pues cada mañana arrancaba
las puertas del Templo de Dios.
El doctor
caminaba con firmeza por entre todos estos horrores, confiado en su poder y
persuadido de que acabaría por salvar al marido de su hija. Sin embargo, hacía
ya quince meses que éste se hallaba en la prisión cuando la Revolución llegó a
adquirir tal violencia que los ríos llegaron a estar llenos de los cadáveres de
los presos que ahogaban por la noche, sin contar con los que eran arcabuceados
en masa. Pero el doctor seguía animoso. Nadie era más conocido que él y tan
útiles y humanitarios eran sus servicios con todos, que casi parecía un hombre
aparte de todos los demás.
Capítulo
V.— El aserrador
Un año y
quince meses. Lucía no sintió un momento de tranquilidad durante este tiempo y
a cada momento temía que la Guillotina cercenara la cabeza de su marido.
Todos los días
pasaban por las calles las carretas llenas de condenados, entre los cuales
había lindas jóvenes, hermosas mujeres, cabezas de cabello negro, castaño, y
blanco; aristócratas y gente del pueblo, todos proporcionaban vino rojo a la
Guillotina y aplacaban su inextinguible sed. Libertad, Igualdad y Fraternidad o
Muerte... esto último mucho más fácil de conceder, ¡oh, Guillotina! Si Lucía
hubiese permanecido ociosa, no hay duda de que habría ido a parar a la tumba o
al manicomio, pero en cuanto estuvieron establecidos en su nueva vivienda y su
padre entró de lleno en el ejercicio de su profesión, Lucía se ocupaba en los
quehaceres de la casa, exactamente de la misma manera que si su marido viviera
con ella. La pequeña Lucía recibía sus acostumbradas lecciones igual que en su
casa de Inglaterra y la ilusión que se forjaba la
madre de que en breve estarían todos reunidos y las preces ardientes que
dirigía al cielo especialmente por su querido preso, eran casi los únicos
consuelos de que disfrutaba.
En apariencia
no había cambiado gran cosa. El traje negro que ella y su hija llevaban estaban
tan cuidados como otros más alegres que llevaran en tiempos felices. Perdió
algo su color, pero siguió siendo tan linda y agradable como siempre. A veces
cuando por las noches besaba a su padre, dejaba correr las lágrimas que
contuviera durante todo el día, pero él le aseguraba que nada podía ocurrir a
Carlos sin que lo supiera y que nadie más que él sería capaz de salvarlo.
No habían
transcurrido muchas semanas cuando una tarde, al llegar a casa, le dijo su
padre:
—Querida mía,
hay en la prisión una ventanilla alta, a la que Carlos puede llegar a veces,
hacia las tres de la tarde. Cuando tal cosa ocurra, y ello depende de muchas
incidencias imposibles de prever, cree que podría verte en la calle, si te
situabas en determinado lugar que yo te indicaría. Pero tú no podrás verle,
pobre hija mía, y aunque pudieses sería imprudente hacer la menor señal o
saludo al preso.
—¡Oh, padre
mío, indícame el lugar; quiero ir allí cada día!
Desde aquel
día y cualquiera que fuese el tiempo, esperaba allí dos horas. Estaba ya en su
sitio, al dar las dos y se volvía resignadamente a las cuatro. Cuando el tiempo
lo permitía se llevaba consigo a la niña, pero nunca dejaba de ir a la hora
indicada.
El lugar era
una callejuela sin salida y la única puerta que tenía pertenecía al taller de
un aserrador de madera. Este, al tercer día de ir Lucía, la vio.
—Buenos días,
ciudadana.
—Buenos días,
ciudadano.
—¿Paseando,
ciudadana?
—Ya lo ves,
ciudadano.
El aserrador,
que había sido peón caminero, miró hacia la prisión, se cubrió el rostro con
los dedos, cual si fueran los hierros de una reja y fingió mirar burlonamente.
—De todas
maneras no es asunto mío —dijo. Y continuó su labor.
Al día
siguiente esperaba ya a Lucía y se le acercó en cuanto apareció.
—¿Otra vez por
aquí, ciudadana?
—Sí,
ciudadano.
—¿Traes a tu
hija?
—Sí,
ciudadano.
—Bueno. Es
igual. Al cabo no es asunto mío. Lo que me importa es mi trabajo. ¡Mira, mi
sierra pequeña! La llamo mi pequeña Guillotina. Y mira, ya cae una cabeza. Me
doy el nombre de Sansón de la Guillotina de la leña. Mira, ahora cae otra
cabeza. Esta es la de una niña. Ya ves, ya ha caído también. Ya he terminado
con toda la familia.
Lucía se
estremeció mientras caían los trozos de leña en el cesto, pero como no era
posible evitar su presencia, en adelante fue la primera en dirigirle la palabra
para congraciarse con él y hasta le daba algunas monedas para beber, que él
tomaba con el mayor gusto.
Todos los
días, sin faltar uno, Lucía iba al mismo sitio y pasaba allí dos horas y todos
los días, antes de marcharse, besaba la pared de la prisión. Sabía por su padre
que Carlos la veía, aunque ignoraba con cuanta frecuencia, pero eso ya le
bastaba, y para que su querido esposo no perdiera ninguna ocasión acudía allí
con la mayor constancia.
En eso llegó
diciembre. Una tarde en que había nevado ligeramente llegó al sitio
acostumbrado. Aquel día era de regocijo popular y Lucía pudo ver que las casas
estaban adornadas con pequeñas picas, cuya punta sostenía un gorro colorado;
también vio cintas tricolores y la inscripción, asimismo en letras tricolores
(que estaban de moda), de República Una e Indivisible, Libertad, Igualdad y
Fraternidad, o Muerte.
La mísera
tienda del aserrador era tan pequeña, que apenas ofrecía sitio suficiente para
esta inscripción, pero de un modo u otro la había hecho pintar sobre la puerta.
Además, junto
a la ventana había colocado su sierra, bajo la cual se leía la inscripción
siguiente: “Pequeña y Santa Guillotina.” Por lo demás la tienda estaba cerrada,
cosa que contentó a Lucía que así estaba sola.
Pero no por
mucho tiempo, porque de pronto oyó gritos de numerosas personas que se
acercaban, cosa que la llenó de temor. Un momento después entró en la
callejuela un numeroso grupo, en el centro del cual estaba el aserrador dando
la mano a La Venganza.
Seguramente no
bajarían de quinientos los que allí aparecieron en la callejuela y estaban
bailando como otros tantos demonios. No tenían música ni la necesitaban, pues
les bastaban sus propias voces. Cantaban el himno popular de la Revolución y
bailaban al mismo tiempo de un modo tan desordenado y feroz, que llenaron de
pavor a Lucía que había quedado envuelta entre aquella legión de demonios.
Era la
Carmañola. Por fin se alejaron dejando a Lucía temblorosa y asustada en el
hueco de la puerta del aserrador y la nieve volvió a caer tranquilamente como
si nada hubiera ocurrido.
—¡Oh, padre
mío! —exclamó al verlo aparecer inopinadamente. ¡Qué espectáculo tan horrible!
—¡Ya lo sé,
hija mía, ya lo sé! Lo he presenciado muchas veces. No te asustes. Nadie te hará
daño alguno.
—No estoy
asustada por mí, padre. Pero cuando pienso que Carlos puede hallarse a merced
de esa gente...
—Muy pronto lo
libertaremos. Le he dejado cuando se dirigía a la ventanita y he venido a
prevenirte. No hay nadie que pueda verte. Puedes mandarle un beso.
—Lo haré,
padre, y con él le mandaré mi alma.
—¿No puedes
verle, pobrecilla?
—No, padre
—dijo Lucía mientras se besaba la mano y lloraba al mismo tiempo.— No puedo.
Se oyó un paso
en la nieve y apareció la señora Defarge.
—Salud, ciudadana
—dijo el doctor.
—Salud,
ciudadano —contestó la tabernera pasando de largo.
—Dame el
brazo, hija. En obsequio a él, muestra un semblante alegre. Perfectamente.
Carlos ha de
presentarse mañana ante el tribunal.
—¡Mañana!
—No hay tiempo
que perder. Estoy preparado, pero hay precauciones que no podía tomar hasta el
momento en que Carlos tuviera que ser juzgado. El todavía no lo sabe, pero me
consta que lo llamarán mañana y lo llevarán a la Conserjería. Estoy bien
informado. ¿No tienes miedo?
—Confío en vos
—contestó Lucía.
—Hazlo sin
reservas. Ya ha terminado tu ansiedad. Dentro de pocas horas te será devuelto.
Lo he rodeado de toda clase de protecciones. Ahora he de ver a Lorry.
Se interrumpió
al oír el paso de varias carretas. Ambos conocían perfectamente el significado
de aquel ruido. Eran tres carretas que pasaban cargadas de condenados.
—He de ver a
Lorry —repitió el doctor volviéndose de espaldas a las carretas.
El anciano
caballero seguía desempeñando las mismas funciones. Él y sus libros eran objeto
de frecuentes registros, en calidad de bienes confiscados y propiedad de la
nación. Él salvó cuanto le fue posible y nadie habría sido capaz de desempeñar
mejor el cometido que le confiara Tellson.
Anochecía ya y
casi era de noche cuando el padre y la hija llegaron al Banco.
¿Con quién
estaría hablando el anciano? ¿Quién sería aquel hombre en traje de viaje y que
al parecer no quería dejarse ver? ¿A quién acababa de despedir cuando salió
agitado y sorprendido para estrechar en sus brazos a su querida niña? ¿A quién
repitió las temblorosas palabras de la joven cuando, levantando la voz y
volviendo la cabeza hacia la puerta de la estancia de que acababa de salir,
dijo: “Trasladado a la Conserjería y citado para mañana?”
Capítulo
VI.— Triunfo
Todos los días
actuaba el temible tribunal de los Cinco. Las listas de los acusados que habían
de comparecer ante él se formaban a última hora y la misma noche eran leídas
por los carceleros a los presos. Y los carceleros, en son de broma, decían a
los desgraciados: “Venid a enteraros de las noticias del diario de la noche.”
Carlos
Evremonde, llamado Darnay.
Este era el
primer nombre de la lista correspondiente a La Force.
Cuando se
pronunció este nombre, el llamado se dirigió al lugar reservado para los que
habían de comparecer ante el tribunal al día siguiente. Tenía motivos para
conocer esta costumbre, pues había presenciado la escena centenares de veces.
Aquella tarde
había veintitrés nombres en la lista, pero solamente contestaron veinte a la
llamada, porque uno había muerto en la prisión y los otros dos habían sido
guillotinados ya y olvidados. La lista se leyó en la misma estancia donde
Darnay viera a los presos que le dieron la bienvenida el día de su prisión,
pero todos ellos habían sido asesinados ya y los que escaparon a la matanza
murieron en la guillotina.
Se oyeron
varias despedidas y algunas frases de aliento, y los presos que se quedaban se
ocuparon inmediatamente en la organización de algunos festejos que tenían
proyectados, de manera que apenas hicieron caso de los que se marchaban, no
porque careciesen de sensibilidad, sino porque ya estaban acostumbrados.
Los presos
nombrados fueron trasladados a la Conserjería, en donde pasaron una mala noche
y al día siguiente comparecieron quince de ellos antes de que Carlos fuese
llamado ante sus jueces. Los quince fueron condenados a muerte y en juzgarlos
solamente se tardó una hora y media.
—Carlos
Evremonde, llamado Darnay.
Sus jueces
estaban sentados y sus cabezas se cubrían con sombreros adornados de plumas,
pero todos los demás se tocaban con el gorro rojo, en el cual llevaban la
escarapela tricolor. Al mirar al tribunal y a los asistentes, se podría haber
creído que se había alterado el orden natural de las cosas y que los criminales
juzgaban a los hombres honrados. La hez de la ciudad, los individuos más
bestiales y crueles eran los que inspiraban las resoluciones del tribunal,
haciendo comentarios, aplaudiendo o desaprobando e imponiendo su voluntad. Los
hombres estaban armados en su inmensa mayoría y las mujeres, algunas llevaban
cuchillos y puñales, y comían y bebían, en tanto que otras hacían calceta. Una
de éstas mientras trabajaba, sostenía bajo el brazo una labor ya terminada.
Estaba en primera fila, al lado de un hombre en quien Carlos reconoció a
Defarge. Observó que una o dos veces ella le habló al oído, pero lo que más le
llamó la atención fue que aquella pareja no lo mirasen ni por casualidad.
Parecían estar esperando algo, y solamente dirigían miradas hacia el jurado.
Debajo del Presidente se sentaba el doctor Manette, vestido como siempre, y a
su lado estaba el señor Lorry. Carlos observó que estas eran las dos únicas
personas que no se adornaban con los atributos soeces de la Carmañola.
Carlos
Evremonde, llamado Darnay, era acusado por el fiscal de emigrado, y su vida
pertenecía a la República, según el decreto que desterraba a todos los
emigrados bajo pena de muerte. Nada importaba que este decreto llevara una
fecha posterior a la llegada de Carlos a Francia. Existía el decreto, fue preso
en Francia y por lo tanto pedía su cabeza.
—¡A muerte!
—gritó el público.— ¡Muera el enemigo de la República!
El residente
agitó la campanilla para acallar aquellos gritos y preguntó al preso si era
cierto que había vivido varios años, en Inglaterra.
Darnay
contestó afirmativamente.
—¿No eres,
pues, un emigrado? ¿Qué te consideras, pues?
—De acuerdo
con el sentido y el espíritu de la ley no me tengo por tal.
—¿Por qué no?
—preguntó el presidente.
—Porque
voluntariamente renuncié a un título que me era odioso y a una situación que me
desagradaba. Dejé mi país para vivir de mi trabajo en Inglaterra, antes que del
trabajo de los agobiados y desgraciados franceses.
—¿Qué pruebas
tienes de eso?
Darnay dio el
nombre de dos testigos: Teófilo Gabelle y Alejandro Manette.
—¿Te casaste
en Inglaterra? —le preguntó, luego, el presidente.
—Sí, pero no
con una inglesa, sino con una francesa de nacimiento.
—¿Cómo se
llama? ¿A qué familia pertenece?
—Lucía
Manette, hija única del doctor Manette, el excelente médico aquí presente.
Esta contestación
ejerció muy buen efecto sobre el público, que, caprichoso como suelen ser las
turbas, empezó a gritar vitoreando al doctor y algunos, tal vez los que con
mayor ferocidad pidieron la cabeza del preso, derramaron lágrimas de emoción,
Carlos Darnay había contestado siguiendo las instrucciones que le diera el
doctor que previó todas las contingencias del interrogatorio.
El presidente
le preguntó, entonces, por qué regresó a Francia cuando lo hizo y no antes.
—Sencillamente
porque no tenía medios de vivir en Francia, exceptuando los que había
renunciado, en tanto que en Inglaterra vivía dando lecciones de francés y de
literatura francesa. Volví para responder al llamamiento que me dirigió un
ciudadano francés, cuya vida ponía en peligro mi ausencia. ¿Hay en todo eso
algo delictivo a los ojos de la República?
—¡No! —gritó
entusiasmado el populacho. El presidente agitó la campanilla para imponer
silencio, sin lograrlo, porque siguieron gritando hasta que se cansaron.
—¿Cómo se
llama el ciudadano a que te refieres? —preguntó el presidente.
El acusado
explicó que este ciudadano era su primer testigo y expresó la esperanza de que
su carta, que le quitaron al prenderle, figuraría entre los documentos que el
presidente tenía delante.
El doctor
había cuidado de que estuviera la carta en cuestión y el presidente la leyó
inmediatamente. Llamó luego al ciudadano Gabelle para que ratificase su
contenido y el testigo lo hizo.
Enseguida se
llamó a declarar al doctor Manette. Su popularidad y la claridad de sus
respuestas produjeron grande impresión. Demostró que el acusado fue su amigo
antes de ser su yerno, que había residido siempre en Inglaterra y que lejos de
gozar del favor del gobierno aristocrático de aquel país, estuvo a punto de ser
condenado a muerte, como enemigo de Inglaterra y amigo de los Estados Unidos.
Desde aquel momento se identificaron el jurado y el pueblo, y cuando el doctor
apeló al testimonio del señor Lorry, allí presente, el jurado declaró que se
daba por satisfecho y que estaban dispuestos a votar si el presidente lo
consentía.
A cada voto
(los jurados lo hacían en voz alta e individualmente) el populacho aplaudía
entusiasmado. Todas las voces resonaban en favor del preso y el presidente lo
declaró libre.
Entonces se
vio una de aquellas escenas extraordinarias en las que el populacho demuestra
su inclinación hacia los sentimientos generosos. Tan pronto como se pronunció
el fallo absolutorio, muchos de los asistentes empezaron a derramar lágrimas y
a abrazar al preso, hasta el punto de que éste corrió peligro de perecer
asfixiado, lo que no impedía que aquel mismo populacho se hubiera echado sobre
él para destrozarlo si hubiese sido declarado culpable.
Gracias a que
tuvo que salir para que pudieran continuar la tarea del tribunal, se vio libre,
momentáneamente, de aquellas caricias. Llegó la vez de que fueran juzgados
cinco acusados como enemigos de la República, por el delito de no haber
expresado su entusiasmo por ella con hechos o con palabras. Y tan rápido anduvo
el tribunal en compensar a la nación por aquella vida que había salvado, que
los cinco desgraciados fueron condenados a muerte antes de que Carlos saliera
de la sala. El primero de ellos comunicó la sentencia a Carlos levantando un
dedo, señal de muerte acostumbrada en la prisión y luego todos gritaron
irónicamente:
—¡Viva la
República!
Aquellos cinco
desdichados no tuvieron público que hiciera durar el juicio, porque en cuanto
Darnay salió en compañía del doctor Manette, lo rodeó una multitud en la que le
pareció reconocer a todos los asistentes al juicio, exceptuadas dos personas a
las que en vano buscó con la mirada. La multitud lo hizo objeto de sus
aclamaciones y abrazos; luego lo sentaron en un sillón y lo llevaron en triunfo
a su casa.
El doctor se
adelantó a aquella procesión con el fin de preparar a su hija, y cuando ésta
vio a Carlos cayó desvanecida en sus brazos. Mientras él sostenía a Lucía sobre
su pecho, el populacho empezó a bailar la Carmañola. Luego sentaron en el
sillón a una joven, proclamándola diosa de la Libertad y se la llevaron en
hombros entre gritos y cánticos.
Después de
estrechar la mano del doctor que, orgulloso de sí mismo estaba a su lado y la
del señor Lorry que, jadeante, se había abierto paso por entre la multitud, y
después de besar a la pequeña Lucía y de abrazar a la buena señorita Pross,
tomó a la esposa en sus brazos y se la llevó a sus habitaciones.
—¡Lucía! ¡Amor
mío! ¡Ya estoy libre!
—¡Oh, querido
Carlos, déjame que dé gracias a Dios!
Los dos
inclinaron reverentemente la cabeza y cuando ella estuvo de nuevo en sus
brazos, Carlos le dijo:
—Ahora,
querida, da las gracias a tu padre. Nadie más en Francia podría haber hecho lo
que él ha hecho por mí.
Lucía reclinó
la cabeza en el pecho de su padre, el cual se sintió feliz de haber podido
pagar la deuda de gratitud que con su hija tenía.
Y
considerándose recompensado de sus antiguos dolores y orgulloso de su fuerza,
le dijo:
—Sé fuerte,
querida mía. No tiembles así. Yo lo he salvado.
Capítulo
VII.— Llaman a la puerta
“Yo lo he
salvado.” No era uno de tantos sueños antiguos que volvía, sino que Carlos
estaba realmente allí. Y, sin embargo, su mujer temblaba y sentía un temor vago
pero intenso.
Era imposible,
en efecto, olvidar que otros tan inocentes como su esposo habían muerto en
aquellos tiempos en que el pueblo se mostraba tan cruel y vengativo. Su padre,
en cambio, le daba ánimos y se sentía satisfecho de haber logrado el éxito en
su empeño de salvar a Carlos.
El menaje de
la casa era sumamente sencillo, no solamente porque eso era lo más prudente,
sino que también porque no eran ricos, y Carlos, durante su largo encierro,
había tenido que pagar bastante caro el mal alimento que le vendían. Por estas
razones y para evitarse un espía doméstico, no tenían criada; los ciudadanos
que hacían de porteros les prestaban algunos servicios, y Jeremías, que el
señor Lorry les había cedido casi por completo, dormía en la casa todas las
noches.
La República
Una e Indivisible de Libertad, Igualdad y Fraternidad o Muerte, había ordenado
que sobre las puertas de todas las casas se inscribiera el nombre de sus
habitantes. Por consiguiente en casa del doctor figuraba también el nombre de
Jeremías Roedor, y cuando se acentuaron ya las sombras de la tarde, el posesor
de este nombre regresó de llamar a un pintor que había de añadir a la lista el
nombre de Carlos Evremonde, llamado Darnay.
En aquellos
tiempos en que reinaba la desconfianza y el temor, la familia del doctor, como
muchas otras, adquirían todos los días los comestibles y artículos necesarios,
en pocas cantidades y en diversas tiendas. Desde hacía algún tiempo la señorita
Pross y el señor Roedor llenaban las funciones de proveedores; la primera
llevaba el dinero y el segundo el cesto. Todas las tardes, al encenderse el
alumbrado público, salían en cumplimiento de sus deberes y compraban lo que se
necesitaba en la casa. A pesar de que la señorita Pross pudiera haber conocido
el francés perfectamente, aprendiéndolo en los largos años que llevaba viviendo
con una familia francesa, no conocía más este idioma que el mismo señor Roedor,
es decir, nada absolutamente. Por eso sus compras las hacía pronunciando un
nombre ante el vendedor y si no había acertado agarraba lo que quería comprar y
no lo soltaba hasta haber cerrado el trato. Y el regateo lo llevaba a cabo
señalando siempre con un dedo menos que el vendedor, cualquiera que fuese el
precio.
—Señor Roedor
—dijo la señorita Pross con los ojos encarnados por haber llorado de felicidad—
yo estoy dispuesta. Si queréis podemos salir.
Jeremías se
puso a la disposición de su compañera.
—Hoy
necesitamos muchas cosas, pero tenemos tiempo. Entre otras cosas hemos de
comprar vino. Adonde vayamos encontraremos a esos gorros colorados brindando y
emborrachándose.
—¡Cuidado,
querida! —exclamó Lucía.— Tened cuidado.
—Seré prudente
—contestó la señorita Pross.— Vos quedaos junto al fuego, cuidando de vuestro
marido que habéis recobrado y no os mováis hasta que regrese.
Salieron
dejando a la familia junto al fuego. Esperaban que llegase de su Banco el señor
Lorry y estaban todos tranquilos, gozando de la dicha de verse reunidos.
De pronto
Lucía preguntó:
—¿Qué es eso?
—Hija mía,
cálmate —le dijo el doctor.— Cualquier cosa te sobresalta.
—Me pareció
haber oído un ruido en la escalera —contestó Lucía.
—No se oye
nada.
Apenas acababa
de decir el doctor estas palabras, cuando se oyó llamar a la puerta.
—¿Qué será,
padre? ¡Escóndete, Carlos! ¡Salvadlo, padre mío!
—Ya lo he
salvado —contestó el doctor levantándose.— Déjame ahora que vaya a ver quién
llama.
Tomó una
lámpara de mano, cruzó las dos estancias vecinas y abrió. Se oyó enseguida cómo
unos rudos pies pisaban el suelo y al mismo tiempo entraron en la estancia
cuatro hombres cubiertos con el gorro rojo y armados de sables y pistolas.
—¿El ciudadano
Evremonde, llamado Darnay?
—¿Quién le
busca? —preguntó Darnay.
—Nosotros. Te
conozco, Evremonde. Hoy te vi en el tribunal. Vuelves a ser prisionero de la
República.
Y los cuatro
hombres lo rodearon mientras su esposa y su hija se abrazaban a él.
—¿Por qué se
me prende de nuevo?
—Ven con
nosotros a la Conserjería y mañana lo sabrás. Mañana mismo has de ser juzgado.
El doctor
Manette, que se había quedado como petrificado, con la lámpara en la mano, cual
si se hubiese convertido en estatua, dejó la lámpara, dio un tirón de la camisa
del que acababa de hablar y le dijo:
—Acabas de
asegurar que le reconoces. ¿Me conoces a mí?
—Sí, eres el
ciudadano doctor.
—Todos te
conocemos —dijeron los otros tres.
—¿Queréis
contestarme a mí la pregunta que os ha hecho? ¿Qué sucede?
—Ciudadano
doctor —contestó el primero de mala gana,— ha sido denunciado a la Sección de
San Antonio.
—¿De qué se le
acusa?
—No me
preguntes más, ciudadano doctor —contestó el otro.— Si la República te pide un
sacrificio, sin duda tú, como buen patriota, te sentirás feliz haciéndolo. La
República antes que todo El Pueblo es soberano. Evremonde, tenemos prisa.
—Una palabra —
rogó el doctor.— ¿Queréis decirme quién lo ha denunciado?
—Es contra mi
deber —dijo el interpelado,— pero, en fin, ha sido denunciado por el ciudadano
y la ciudadana Defarge y, además, por otro.
—¿Quién?
—¿Tú lo
preguntas, ciudadano doctor?
—Sí.
—Pues lo
sabrás mañana. Ahora he de ser mudo.
Capítulo
VIII.— Una partida de naipes
Ignorante de
la nueva calamidad que acababa de caer sobre la familia, la señorita Pross
seguía su camino por las estrechas calles y cruzó el río por el Puente Nuevo,
reflexionando acerca de las compras que tenía que hacer. A su lado iba el señor
Roedor con el cesto. Después de adquirir algunos comestibles y un poco de
aceite para la lámpara, la señorita Pross se dispuso a comprar el vino que
necesitaba, y pasando de largo por delante de alguna tabernas se detuvo,
finalmente, ante una de ellas en cuya muestra se leía: “Al Buen Republicano
Bruto, de la Antigüedad” y que no estaba lejos del Palacio Nacional, antes de
las Tullerías. Parecía más tranquila que las demás y aunque no faltaban los
patriotas cubiertos de gorro rojo, no había tantos como en otros
establecimientos similares. Y así la señorita Pross entró en la taberna,
seguida de su caballero.
Sin hacer caso
de la concurrencia, que fumaba, jugaba, bebía o escuchaba la lectura del
periódico, y sin fijarse en algunos que estaban dormidos, se acercó al
mostrador y con el dedo indicó lo que necesitaba.
Mientras
median el vino que pidiera, un hombre se levantó de un rincón y se dispuso a
salir. Pero para hacerlo tenía que ponerse frente a frente de la señorita
Pross, la cual, apenas hubo fijado los ojos en aquel hombre, dio un grito y
pareció que iba a desvanecerse.
En un momento
todos se pusieron en pie, persuadidos de que se asesinaba a alguien o de que se
estaba solventando una ligera diferencia, pero no vieron más que un hombre y
una mujer que se miraban con la mayor atención. Él parecía francés y ella
inglesa.
Las frases con
que expresaron su desencanto los parroquianos no llegaron a oídos de la
señorita Pross y del hombre que ante ella estaba, pues la sorpresa que sentían
les impedía fijarse en nada más. En cuanto al señor Jeremías, estuvo a punto de
caerse de espaldas de puro asombro.
—¿Qué hay?
—exclamó en inglés y con rudeza el hombre cuya aparición hiciera gritar a la
señorita Pross.
—¡Oh, Salomón,
querido Salomón! —exclamó la señorita Pross. ¡Después de un siglo que no te veo
te encuentro aquí!
—No me llames
Salomón. ¿Quieres mi muerte? —exclamó el hombre con cierto temor.
—¡Hermano mío!
—exclamó ella derramando lágrimas.— ¿Cuándo he sido tan mala para ti que me
hagas esta pregunta?
—Entonces
contén la lengua —dijo Salomón— y ven si quieres hablar conmigo. ¿Quién es ese
hombre?
—Es el señor
Roedor —contestó la señorita Pross entre lágrimas.
—Pues que
venga con nosotros —dijo Salomón— ¿Me habrá tomado por un fantasma?
Eso parecía, a
juzgar por las miradas del señor Roedor. Sin embargo, no dijo una palabra y la
señorita Pross, haciendo esfuerzos por serenarse, pagó el vino. Mientras tanto
su hermano se volvió a los bebedores y en francés les dijo algunas palabras
para explicar el suceso.
—Ahora ¿qué
quieres? —preguntó Salomón deteniéndose en un rincón obscuro de la calle.
—¡Qué mal me
recibes a pesar de que nunca he dejado de quererte!
—Toma —dijo su
hermano rozando con sus labios los de ella — ¿Estás contenta ahora?
Ella no
contestó, pues seguía llorando.
—Si te figuras
que me has dado una sorpresa, te engañas —dijo Salomón.— Sabía que estabas en
París. Si, verdaderamente, no quieres poner en peligro mi vida, cosa que
empiezo a dudar, sigue tu camino y déjame que vaya por el mío. Tengo mucho que
hacer. Soy un oficial.
—Mi hermano
Salomón, inglés, que habría podido ser uno de los hombres más grandes en su país,
empleado de unos extranjeros ¡y qué extranjeros! Preferiría verte muerto en
tu...
—¡Ya lo
suponía! Estás deseando mi muerte. Me haré sospechoso gracias a mi hermana.
—¡Dios no lo
quiera! —exclamó la señorita Pross.— Pero preferiría no haberte vuelto a ver, a
pesar de lo que te quiero. Dime una palabra cariñosa y no te detendré más.
El hermano
estaba pronunciando la palabra cariñosa que se le pedía, cuando el señor
Roedor, tocándole en el hombro, lo interrumpió con esta extraña pregunta:
—¿Me hacéis el
favor de decirme si vuestro nombre es Juan Salomón o Salomón Juan?
El interpelado
lo miró con desconfianza.
—Contestadme.
Ella os llama Salomón y debe de conocer vuestro nombre, pero yo sé que os
llamáis Juan. ¿Cuál de los dos nombres va primero? En Inglaterra no os
llamabais Pross.
—¿Qué queréis
decir?
—No lo sé muy
bien, pero no recuerdo cómo os llamabais en Inglaterra, aunque juraría que el
apellido que llevabais era de dos sílabas.
—¿De veras?
—Sí. El otro no tiene más que una. Os conozco. Erais entonces un espía de Old
Bailey. ¿Cómo os llamabais entonces?
—Barsad —dijo
una voz desconocida tomando parte en la conversación.
—¡Eso es!
—exclamó Jeremías.
El personaje
que acababa de hablar era Sydney Carton. Tenía las manos a la espalda, y estaba
al lado del señor Jeremías, tan tranquilamente como si se hallara en Old
Bailey.
—No os
alarméis, mi querida señorita, Pross —dijo.— Ayer noche llegué y me presenté al
señor Lorry. Convinimos en que no me dejaría ver hasta que todo estuviera
arreglado o en caso de que pudiera ser útil. Y ahora me presento aquí, deseoso
de conversar un poco con vuestro hermano. Yo habría deseado para vos un hermano
más digno que el señor Barsad y también que no fuese espía de las cárceles.
El espía
estaba pálido, pero, recobrando el ánimo, protestó de aquellas palabras.
—Hace una hora
que os vi, señor Barsad, mientras salíais de la Conserjería. Tenéis una de esas
caras que se recuerdan siempre y yo soy muy buen fisonomista. Y al veros se me
ocurrió relacionar vuestro indigno oficio con las desgracias que sufre un amigo
mío. Por eso os he seguido y me senté a vuestro lado en la taberna. No me costó
nada averiguar vuestra profesión por las palabras que cruzasteis con vuestros
admiradores. Y así, lo que al principio fue una sospecha, quedó completamente
confirmado, señor Barsad.
—¿Qué os
proponéis?— preguntó el espía.
—Sería molesto
y peligroso explicarlo en la calle. Por eso os rogaré que me favorezcáis con
vuestra compañía... hasta el Banco Tellson, por ejemplo.
—¿Bajo
amenaza?
—¿Acaso he dicho
tal cosa?
—¿Entonces
para qué voy a ir?
—No puedo
decíroslo, señor Barsad.
—¿Queréis
indicarme que no os viene en gana?
—Me habéis
entendido muy bien, señor Barsad. No quiero.
La
tranquilidad e indiferencia de Carton impresionó extraordinariamente al espía y
su mirada práctica advirtió enseguida la ventaja que acababa de obtener.
—Fíjate en lo
que te digo —exclamó el espía mirando torvamente a su hermana;— si me sucede
algo malo, tuya será la culpa.
—Vamos, señor
Barsad, no seáis ingrato — exclamó Sydney. — Si no fuera por el respeto que me
merece vuestra hermana, no os habría hecho con tanta amabilidad una proposición
que ha de resultar en beneficio mutuo. ¿Me acompañáis al Banco?
—Sí, os
acompaño. Deseo conocer lo que tenéis que decirme.
—Ante todo acompañaremos
a vuestra hermana hasta la esquina de su calle. Dadme el brazo, señorita Pross.
Esta ciudad no está tranquila para que vayáis, sin protección de nadie y como
vuestro compañero conoce al señor Barsad, le invito a que nos acompañe a casa
del señor Lorry. ¡Vamos!
Dejaron a la
señorita Pross en la esquina de su calle y entonces Carton se dirigió con
Barsad y Jeremías a casa del señor Lorry, adonde llegaron a los pocos minutos.
El señor Lorry
acababa de cenar y estaba sentado ante el fuego. Volvió la cabeza al oír a los
que llegaban y demostró su sorpresa al ver a un desconocido.
—Es el hermano
de la señorita Pross. El señor Barsad.
—¿Barsad?
—repitió el anciano— ¿Barsad? Me parece recordar el nombre y el rostro.
—Ya os dije
que tenéis una cara que no se despinta, señor Barsad —observó fríamente
Carton.— Sentaos.
Mientras él
mismo tomaba una silla, se volvió hacia el señor Lorry y le dijo:
—Testigo de
aquella causa.
El anciano
recordó inmediatamente y miró al recién llegado con mirada en que expresaba
claramente su antipatía.
—La señorita
Pross ha reconocido en el señor Barsad al hermano de quien tanto le habéis oído
hablar. Pero ahora pasemos a noticias peores. Darnay ha sido preso nuevamente.
—¡Qué me
decís! —exclamó el anciano consternado. —Hace apenas dos horas que lo he dejado
libre y feliz.
—Pues está
preso. ¿Cuándo lo prendieron, Barsad?
—Habrá sido
hace un momento.
—El señor
Barsad es digno de crédito en estos asuntos —dijo Sydney— y conozco el hecho
por una conversación que ha tenido con otro espía, mientras se bebían ambos una
botella de vino. Dejó a los encargados de prenderle en la puerta de su casa, de
manera que la desgracia es cierta.
El señor Lorry
lo comprendió así y se dispuso a escuchar en silencio.
—Espero, sin
embargo —continuó Carton,— que el nombre y la influencia del doctor puedan
serle tan útiles mañana... ¿dijisteis que lo juzgarían mañana, Barsad?
—Así lo creo.
—Tan útiles
mañana como lo han sido hoy. Pero tal vez no sea así. He de confesaros, sin
embargo, que me da qué pensar el hecho de que el doctor no haya podido impedir
la prisión...
—Tal vez no la
sospechaba siquiera —dijo el señor Lorry.
—Precisamente
esta circunstancia es alarmante.
—Es verdad
—contestó el señor Lorry.
—En resumen
—dijo Sydney— en casos desesperados es cuando se juegan las partidas
desesperadas por puestas desesperadas. Dejemos que el doctor juegue la partida
de ganar; yo voy a jugar la de perder. Aquí no tiene valor la vida de ningún
hombre, pues el que hoy ha sido llevado en triunfo a su casa por el pueblo,
puede ser condenado mañana. Ahora, la puesta que he decidido jugar, en el peor
de los casos, es un amigo en la Conserjería. Y el amigo a quien me propongo
ganar, señor Barsad, sois vos.
—Preciso será
que tengáis muy buenas cartas, señor —dijo el espía.
—Vamos a
verlas. Pero ya sabéis, señor Lorry, lo torpe que soy. Os ruego que me deis un
poco de brandy.
Bebió una
copita y otra y dejó a un lado la botella.
—El señor
Barsad —dijo, como si, realmente, estuviera examinando sus naipes,— espía de
las cárceles, emisario de los comités republicanos, carcelero y prisionero
alternativamente, siempre espía e informador secreto, mucho más apreciado por
su condición de inglés, se presenta a sus jefes bajo un nombre falso. Esta es
una buena carta. El señor Barsad, empleado del gobierno republicano francés,
estuvo antes a sueldo del gobierno aristocrático inglés, enemigo de Francia y
de la libertad. Esta es también otra carta excelente. De lo que se infiere
fácilmente, que el señor Barsad continúa a sueldo del gobierno inglés
aristocrático, como espía de Pitt, y es el traidor enemigo que reposa en el
regazo de la República, el traidor inglés y agente de todas esas indignidades
de que tanto se habla y que tan difícil es probar. Esta carta no se falla
fácilmente. ¿Vais siguiendo mi juego, señor Barsad?
—No entiendo
cómo jugaréis estas cartas —contestó el espía algo intranquilo.
—Juego mi as,
denunciando al señor Barsad ante el Comité de la Sección más próxima. Mirad
vuestro juego, señor Barsad, y ved qué cartas tenéis. No hay prisa.
Acercó
nuevamente la botella y bebió otra copa de licor. Vio que el espía parecía
tener miedo de que si continuaba bebiendo saliera a denunciarlo inmediatamente
y por esta razón se bebió otra copa.
—Mirad
cuidadosamente vuestro juego, señor Barsad —repitió. Tomaos el tiempo que
queráis.
El juego de
Barsad era mucho peor de lo que se había podido figurar. El señor Barsad sabía
que todas sus cartas le harían perder el juego, pero Sydney Carton las
ignoraba. Despedido de su honorable empleo en Inglaterra, a causa de torpezas
cometidas, cruzó el Canal y aceptó el servicio en Francia, primero como espía
de los ingleses. Fue luego espía de San Antonio y trató de ejercer su oficio
contra los Defarge, gracias a unas informaciones que le diera la policía acerca
del doctor Manette, que habían de servirle de excusa para trabar conversación,
pero fracasó en su empeño y recordaba con terror a la señora Defarge que no
cesó en su labor mientras le hablaba y que le miró tan airada. Luego la vio
exhibir sus registros tejidos en la labor de calceta y denunciar a las personas
que se tragaba la Guillotina. Le constaba que nunca estaba seguro, como no lo
estaba ninguno de los que se dedicaban a su mismo oficio; que la fuga era
imposible y que a pesar de los servicios prestados al régimen que imperaba,
bastaba una sola palabra para perderlo. Una vez denunciado por los delitos que
acababa de mencionar Carton, no tenía la más pequeña duda de que estaría
perdido. Además, todos los hombres que viven de denunciar a los demás son
cobardes y se comprenderá el efecto que en él ejerció la mención de las cartas
del juego de Carton.
—Parece que no
os gusta vuestro juego —dijo tranquilamente Sydney.— ¿Jugáis?
—Creo, señor
—dijo el espía humildemente volviéndose hacia el señor Lorry,— que puedo apelar
a un caballero de vuestros años y de vuestra benevolencia, para que haga
desistir a este otro caballero de jugar la carta de que acaba de hablar. Admito
que soy espía y que no es oficio digno, aunque alguien ha de desempeñarlo; pero
ese caballero no lo es y no ha de descender hasta convertirse en tal.
—Jugaré mi
carta, señor Barsad —dijo Carton mirando su reloj —sin el menor escrúpulo,
dentro de muy pocos minutos.
—Había
esperado, señores —dijo el espía tratando de envolver en la conversación al
señor Lorry,— que por respeto a mi hermana...
—Lo mejor que
puedo hacer en favor de vuestra hermana —dijo Sydney Carton— es librarla cuanto
antes de semejante hermano.
—¿Lo creéis
así, señor?
—Estoy
perfectamente convencido de ello.
Era evidente
que el espía estaba asustado y, notándolo Carton, añadió:
—Y ahora que
me lo mejor, tengo la impresión de que en mi juego hay otra carta excelente,
que todavía no he nombrado. ¿Quién era el individuo que hablaba con vos en la
taberna y que también parece ser espía?
—Francés, No
le conocéis.
—Francés, ¿eh?
—dijo Carton como para, sí mismo.— Es posible.
—Os lo
aseguro, aunque eso es lo de menos —añadió el espía.
—Aunque eso es
lo de menos —repitió Carton maquinalmente, aunque eso es lo de menos. No, no
tiene importancia alguna. Sin embargo, conozco aquella cara.
—Estoy seguro
de que no. No puede ser —replicó el espía.
—No puede ser
—repitió distraídamente Carton, llenando nuevamente la copa que, por fortuna,
era pequeña.— Habla bien el francés, pero con acento extranjero.
—Es de
provincias —insinuó el espía.
—¡No, es
extranjero! —exclamó Carton convencido ya.
—¡Es Cly!
Desde luego disfrazado, pero él sin duda alguna. Lo vi hace ya algún tiempo en
Old Bailey.
—Os engañáis
completamente, señor —dijo el espía sonriendo,— y eso me da alguna ventaja
sobre vos. Cly, que fue mi compañero, murió hace ya algunos años. Lo cuidé en
su última enfermedad. Fue enterrado en Londres, en la parroquia de San
Patricio. La impopularidad de que gozaba me impidió asistir a su entierro, pero
ayudé a meterlo en el ataúd.
En aquel
momento el señor Lorry observó una sombra que se movía a lo largo de la pared,
y, buscando su origen, vio que era la del señor Roedor, cuyo cabello estaba más
erizado que nunca.
—Vamos a
ponernos en razón —dijo el espía.— Para demostraros cuán equivocado andáis, voy
a mostraros el certificado de defunción del pobre Cly, que, por casualidad,
llevo conmigo —dijo apresurándose a sacar el documento.— Aquí está. Miradlo
bien, que no es falso.
El señor Lorry
observó que se alargaba la sombra de la pared y el señor Roedor se levantó y se
acercó a los que hablaban. Tocó al espía en el hombro y dijo secamente:
—¿De manera
que fuisteis vos quien puso en el ataúd a maese Roger Cly?
— Sí.
—¿Quién lo
sacó, pues, del ataúd?
—¿Qué queréis
decir? —preguntó el espía tartamudeando.
—Quiero decir
que no estuvo nunca en el ataúd. ¡No! ¡Me apuesto la cabeza a que nunca estuvo
allí encerrado!
El espía se
volvió hacia los dos caballeros, que estaban muy asombradas por las palabras de
Jeremías Roedor.
—Os, digo
–prosiguió éste— que el ataúd solamente contenía piedras y tierra, pero no un
cadáver. ¡No me vengáis a mí con la historia de que enterrasteis a Cly! Fue un
engaño. Lo sé yo y lo saben dos amigos míos.
—¿Cómo lo
sabéis?
—¡Qué os importa!
¡Hace tiempo que os la tengo jurada por el engaño de que hicisteis víctimas a
unos honrados menestrales! ¡Por menos de media guinea sería capaz de
estrangularos!
Sydney Carton
que, como el mismo señor Lorry, estaba asombradísimo ante la intervención de
Jeremías, rogó a éste que se moderase y que se explicara.
—Ya lo haré en
otra ocasión, señor —contestó evasivamente.— Lo que repito que ese Cly no
estuvo nunca enterrado. ¡Que se atreva ese tuno a repetirlo y le quitaré las
ganas de mentir!
—¡Caramba! — exclamó
Carton.— Aquí tengo otro triunfo, señor Barsad. Os será imposible en una ciudad
que se halla en circunstancias tan especiales como ésta, sobrevivir a mi
denuncia, toda vez que estáis en relación con otro espía aristocrático, de los
mismos antecedentes vuestros y que, por colmo, está rodeado del misterio de
haber fingido su muerte o de haber resucitado. Eso se parece a una conspiración
de dos extranjeros contra la República. Es un triunfo magnífico... que equivale
a la Guillotina. ¿Jugáis?
—No —contestó
el espía.— Me rindo. Confieso que llegué a ser tan odiado por las turbas que me
vi obligado a salir de Inglaterra para no morir ahorcado y que Cly estaba en
tan crítica situación que no habría salido con vida a no ser por este engaño.
Lo que me maravilla es que ese hombre esté enterado de ello.
—No os
preocupéis de mí —contestó el señor Roedor.— Bastante tenéis que hacer
prestando atención a este caballero.
El espía se
volvió a Sydney Carton y le dijo:
—He de volver
a prestar mi servicio y no puedo entretenerme. Me anunciasteis una proposición.
¿Cuál es? Os advierto que será inútil pedirme demasiado. Si me exigís algo que
ponga en peligro mi cabeza, preferiré correr los riesgos de la denuncia antes
que consentir en lo que me pidáis. No olvidéis que si creo que me conviene os
denunciaré, tratando de librarme de mi perdición como pueda, sin reparar en los
medios. ¿Qué queréis de mí?
—Poca cosa.
¿Sois carcelero en la Conserjería?
—Tomad nota de
que es completamente imposible facilitar una evasión.
—No necesitáis
advertirme acerca de una cosa que no os he pedido. ¿Sois carcelero en la
Conserjería?
—A veces.
—¿Podéis serlo
en el momento en que os convenga?
—Puedo entrar
y salir cuando quiero.
—Hasta ahora
hemos hablado en presencia de estos señores, para que no quedase ignorado de
ellos el valor de las cartas que poseo. Venid ahora a esa habitación y
cambiaremos unas palabras a solas.
Capítulo
IX.— Hecho el juego
Mientras
Sydney Carton y Barsad estaban en la vecina estancia hablando tan quedo, que no
se oía una sola de sus palabras, el señor Lorry miraba a Jeremías con la mayor
desconfianza. El señor Roedor no estaba tranquilo, pues se daba cuenta de la
aproximación de la tormenta.
—Venid aquí,
Jeremías —ordenó el señor Lorry.
El llamado
obedeció y el anciano le preguntó:
—¿Qué más
habéis sido, aparte de mensajero del Banco?
Después de
alguna vacilación, el señor Roedor pareció haber hallado la respuesta y dijo:
—Me dedicaba a
trabajos agrícolas.
—Me parece
—replicó el señor Lorry— que habéis usado de la respetabilidad del Banco
Tellson como de una pantalla para ocultar ocupaciones criminales e infames. Si
no me equivoco, no esperéis el perdón cuando regresemos a Inglaterra ni que
guarde el secreto, pues Tellson no debe ser engañado.
—Espero, señor
—contestó avergonzado el señor Roedor,— que después de haber envejecido a
vuestro servicio, no os resolveréis a perjudicarme, aunque fuese cierto lo que
sospecháis. ¿Creéis que un hombre podría enriquecerse aprovechando los
desperdicios de los empresarios de pompas fúnebres, o con lo que no querrían
los sacristanes ni los vigilantes de los cementerios, todos ellos capaces de
cualquier cosa para ganar algo? No, no, señor Lorry, es un oficio que no da
nada.
—¡Uf! —exclamó
el señor Lorry —Me da horror el veros.
—Lo que quisiera
rogaros, señor Lorry —replicó el señor Roedor con mayor humildad todavía,— lo
que quiero pediros, por lo que más queráis, es que, si habéis de destituirme,
deis el cargo que yo desempeñaba en el Banco a mi hijo para que pueda cuidar de
su madre, y dejadme a mí que excave cuanto quiera. Esto es lo que quiero
pediros, y debo añadir que si antes hablé, lo hice en favor de una causa buena.
—Eso es verdad
— contestó el señor Lorry.— Callad ahora. Aun es posible que siga siendo
vuestro amigo si me mostráis vuestro arrepentimiento con actos, no con
palabras.
En aquel
momento entraron nuevamente en la estancia Sydney Carton y el espía.
—Adiós, señor
Barsad —dijo el primero. — Quedamos de acuerdo. No debéis temer nada de mí.
Se sentó al
lado del señor Lorry, el cual le preguntó qué había hecho.
—Poca cosa. Si
las cosas se ponen malas para nuestro amigo, podré ir a verle una vez.
El señor Lorry
mostró su desencanto.
—No he podido
hacer más. Pedir demasiado sería poner en peligro a ese hombre y, como antes ha
dicho, ya no podría ocurrirle nada peor si le denunciara. Este es el punto
flaco de la cuestión.
—Pero el poder
verle —observó el señor Lorry— no servirá para salvarle.
—Nunca dije
que lo conseguiría.
El señor Lorry
miró al fuego. Aquella nueva desgracia acaecida a Carlos lo había anonadado. El
pobre hombre no era ya más que un anciano agobiado por el pesar.
—Sois un
hombre excelente y un verdadero amigo —dijo Carton con alterada voz.—
Perdonadme si he observado que estáis afectado. No habría podido ver llorar a mi
padre y permanecer indiferente, y os aseguro que no respeto menos vuestro dolor
de lo que habría respetado el suyo.
Era tal la
emoción que traicionaban sus palabras, que el señor Lorry, que desconocía su
lado bueno, se asombró. Le tendió la mano y Carton la estrechó afectuosamente.
—Volviendo
ahora al pobre Carlos —dijo Carton,— creo que no debéis decir a su esposa lo
que hemos tratado aquí. No le habléis tampoco de mí, pues dadas las
circunstancias ni siquiera iré a verla y lo que pueda hacer por ella lo
realizaré mejor no viéndola. ¿Vais a visitarla ahora?
—Sí.
—Me alegro. Os
quiere mucho. ¿Cómo está la pobre?
—Desde luego
se siente muy desgraciada, pero está tan hermosa como siempre.
Carton
profirió una exclamación que más bien parecía un sollozo y se quedó mirando el
fuego tristemente.
—¿Habéis
terminado ya vuestra misión, señor? —preguntó Sydney Carton.
—Sí. Como os
decía ayer noche, cuando llegó tan inesperadamente Lucía, he hecho ya cuanto
podía hacerse. Esperaba dejar a nuestros amigos sanos y salvos y marcharme.
Tengo el pasaporte despachado y ya estaba dispuesto a volver a Inglaterra.
Hubo un
silencio entre ellos y Carton dijo luego:
—Larga ha sido
ya vuestra vida, señor Lorry.
—En efecto,
voy a cumplir setenta y ocho años.
—Habéis sido
siempre útil, siempre estuvisteis ocupado y gozasteis de la confianza y del
respeto de todos.
—Me dediqué a
los negocios desde mi primera juventud.
—Y ahora
ocupáis un lugar envidiable. ¡Cuántos os echarán de menos cuando lo dejéis
vacante!
—Soy un
solterón —contestó el señor Lorry meneando la cabeza— y nadie llorará por mí.
—¿Cómo podéis
decir eso? ¿No llorará ella?
—Sí, a Dios
gracias. Es verdad.
—Si esta noche
pudierais deciros que en vuestra larga vida no pudisteis conquistar el amor, el
afecto o la gratitud de nadie y que nada hicisteis bueno o servicial digno de
ser recordado, vuestros setenta y ocho años os parecerían setenta y ocho
maldiciones, ¿verdad?
—Eso sería,
efectivamente.
Sydney volvió
nuevamente los ojos al fuego y después de corto silencio, añadió:
—Deseo
preguntaros otra cosa. ¿Os parece muy lejana vuestra infancia?
—Hace veinte
años, sí —contestó el señor Lorry,— pero ahora, no. A medida que me acerco al
final de mi vida, me parece como si estuviera a punto de terminar el recorrido
de un círculo y que estoy más cerca del principio. Con frecuencia me parece ver
de nuevo a mi pobre madre, ¡tan linda y tan joven! y me acuerdo de cosas
ocurridas en mi vida, cuando el mundo no me parecía tan verdadero ni habían
arraigado en mí las faltas.
—Os comprendo
perfectamente —dijo Carton,— y estos recuerdos seguramente os hacen mejor de lo
que sois.
Ayudó al señor
Lorry a ponerse el gabán, en tanto que éste le decía:
—Vos, en
cambio, sois muy joven.
—Sí, pero el
camino de mi juventud va la ancianidad.
—¿Vais a salir?
—Os acompañaré
hasta su casa. Ya sabéis que soy un vagabundo y me gusta andar errante por las
calles. Pero no hay cuidado. Mañana por la mañana me dejaré ver de nuevo.
¿Iréis al tribunal?
—Sí, por
desgracia.
—Yo asistiré
también, pero confundido entre él público. Mi espía me reservará sitio. Dadme
el brazo.
Salieron a la
calle y pocos minutos después el anciano llegaba a su destino. Carton lo dejó y
se alejó unos pasos, mas cuando la puerta de la casa estuvo nuevamente cerrada,
se acercó a ella para tocarla.
—Muchas veces
ha salido por ella para ir a la prisión y habrá pisado estas piedras.
Voy a seguir
sus pasos.
Eran las diez
de la noche cuando llegó ante la prisión de La Force, donde ella estuvo
centenares de veces. Un aserrador, después de cerrar su tienda, estaba fumando
una pipa ante la puerta.
—Buenas
noches, ciudadano —dijo Carton deteniéndose ante él.
—Buenas
noches, ciudadano.
—¿Cómo marcha
la República?
—Si te
refieres a la Guillotina, no va mal. Hoy, sesenta y tres. Pronto llegaremos al
centenar. A veces Sansón y sus hombres se quejan de estar derrengados. Es un
tipo muy curioso ese Sansón ¡un barbero estupendo!
—¿Vas con
frecuencia a ver...?
—¿Afeitar?
Siempre. Todos los días. ¡Vaya un barbero! ¿Le has visto trabajar?
—Nunca.
—Pues no dejes
de hacerlo un día en que haya trabajo. Figúrate que hoy ha despachado a sesenta
y tres en menos tiempo del que tardo en fumarme dos pipas.
Carton,
sintiéndose inclinado a acogotarlo, se volvió de espaldas.
—Pero tú no
eres inglés —dijo el aserrador,— aunque vistas como los ingleses.
—Sí, soy
inglés.
—Pues hablas
como si fueras francés.
—Fui
estudiante aquí.
—Bueno, pues,
buenas noches, inglés.
—Buenas
noches, ciudadano.
Poco se había
alejado Sydney, cuando se detuvo junto a un farol para escribir en un papel
algunas palabras con su lápiz. Luego tomando un camino determinado, se dirigió
a una farmacia, cuyo dueño estaba cerrando la puerta. Carton le dio las buenas
noches y luego le tendió el papel.
—¡Caramba!
—exclamó el farmacéutico.— ¿Es para ti, ciudadano?
—Para mí.
—Ten cuidado
de conservarlos por separado, ciudadano. ¿Conoces las consecuencias que
produciría el mezclarlos?
—Perfectamente.
Le entregó
algunos paquetitos y Carton se los guardó uno por uno. Luego pagó y se marchó,
diciéndose:
—No se puede
hacer nada más de momento hasta mañana. No tengo sueño.
El tono con
que pronunció estas palabras era el de un viajero fatigado que se ha
extraviado, pero que por fin encuentra su camino y ve el fin a poca distancia.
Mucho tiempo
antes, cuando le auguraban un brillante porvenir, acompañó a su padre al
cementerio y de pronto, mientras iba por las obscuras calles, recordó las
solemnes palabras que el sacerdote leyó sobre la tumba de su padre: “yo soy la
resurrección y la Vida; aquel que cree en Mí, aunque haya muerto vivirá; y el
que vive y cree en Mí, no morirá jamás.”
Sydney Carton,
mientras en su mente resonaban estas palabras, empezó a pasear por las calles
de París. Recorrió primero las más extraviadas, pero luego se dirigió a las más
céntricas, cruzándose con la gente que alegremente salía de los teatros y se
dirigía a sus casas para olvidar en unas horas de sueño los horrores del día.
Más avanzada la noche, se dirigió al río e inclinado sobre la baranda del
puente miraba pasar la corriente mientras en su mente resonaban las santas
palabras; luego contempló la pintoresca confusión de edificios envueltos por
las sombras de la noche, sobre las cuales se elevaba la cúpula de la catedral
bañada por la plateada luz de la luna. Por fin llegó el día. Carton reanudó su
paseo a lo largo de las orillas del río, alejándose de la ciudad, y, al
regresar a casa, Lorry había salido ya de ella. Era fácil adivinar adónde había
ido. Carton tomó una taza de café y un poco de pan, y después de lavarse y
cambiarse de ropa, se encaminó hacia el tribunal, en donde encontró, ya
sentados, al señor Lorry, al doctor Manette y a ella junto a su padre.
Cuando se
presentó su esposo, Lucía le dirigió una mirada tan alentadora y tan llena de
amor y de conmiseración, aunque tan valiente por lo que se refería a la suerte
que le esperaba, que él se reanimó inmediatamente. Y si alguien hubiese tenido
ojos para observar el efecto que tal mirada ejerció en Sydney Carton, habría
visto que fue exactamente el mismo que en el acusado.
El tribunal
era el mismo, así como el jurado, entre cuyos individuos se destacaba por su
crueldad aquel Jaime Tres, de San Antonio. En cuanto a los demás, parecían una
jauría de perros que se dispusieran a juzgar a un venado.
Todas las
miradas estaban fijas en el fiscal, y en el ambiente parecía flotar la
convicción de que el acusado sería condenado a muerte. Carlos Evremonde,
llamado Darnay. Libertado el día anterior y nuevamente acusado y preso. Había
sido denunciado como sospechoso, aristócrata, individuo de una familia de
tiranos, de la raza proscrita, por haber usado de sus infames privilegios para
oprimir infamemente al pueblo. Carlos Evremonde, llamado Darnay, era, en virtud
de esos crímenes, hombre muerto a los ojos de la Ley.
Estas y no más
fueron las palabras del fiscal. El presidente preguntó si se le había acusado
secreta o públicamente.
—Públicamente,
presidente.
—¿Por quién ha
sido acusado?
—Por tres
votos: Ernesto Defarge, tabernero, de San Antonio; Teresa Defarge, su mujer, y
Alejandro Manette, médico.
Resonó un
rugido en la audiencia y entre la concurrencia se vio al doctor Manette en pie,
pálido y tembloroso, que exclamó en cuanto pudo hacerse oír:
—Presidente,
protesto con indignación de este fraude y de semejante embuste. Ya sabes que el
acusado es mi yerno, y mi hija y todos los que ella quiere, me son más queridos
que la misma vida. ¿Dónde está el impostor que se atreve a decir que he
denunciado al marido de mi hija?
—Cálmate,
ciudadano Manette. De rebelarte contra el tribunal te situarías fuera de la
Ley. Y ya que hay algo que quieres más que a la misma vida, para un buen
patriota solamente puede tratarse de la República.
Una salva de
aplausos coronó esta respuesta.
—Y si la
República te pidiese el sacrificio de tu hija, tendrías el deber de
sacrificarla. Ahora escucha y calla.
Frenéticas
aclamaciones acogieron estas palabras, en tanto que el doctor se sentaba
mirando airado a su alrededor. Cuando se calmó el entusiasmo público apareció
Defarge, quien refirió la historia de la prisión del doctor Manette, que conocía
muy bien por haber servido a éste en su primera juventud. Dio cuenta de su
liberación y de que le fue entregado para que lo cuidase.
—¿Tomaste
parte en el ataque a la Bastilla, ciudadano?
—Sí.
—Informa al
tribunal de lo que hiciste dentro de la prisión, ciudadano.
—Yo sabía
—dijo Defarge — que el preso estuvo encerrado en un calabozo conocido por
Ciento Cinco, Torre del Norte, y él mismo se daba este nombre cuando le
preguntaba al ser libertado. Al hallarme en la prisión quise visitar ese
calabozo, guiado por un carcelero. Lo examiné todo con el mayor cuidado y en un
agujero de la chimenea había una piedra que fue quitada y vuelta a colocar en
su sitio. En el hueco que dejaba al descubierto encontré un rollo de papeles
escritos, que está aquí. Conocí que la letra era del doctor Manette. Confío el
documento en manos del presidente.
El presidente
dio orden de que se leyeran aquellos papeles, y mientras en la sala reinaba el
más absoluto silencio, el preso miraba amorosamente a su mujer y al padre de
esta.
El doctor
tenía los ojos fijos en el lector, la señora Defarge en el preso y todos los
demás en el doctor, que no veía a nadie.
Capítulo
X.— La substancia de la sombra
El documento
decía así:
“Yo, Alejandro
Manette, desgraciado médico, natural de Beauvais y residente luego en París,
escribo este documento en mi triste calabozo de la Bastilla, en el último mes
de… Lo ocultaré luego en un agujero practicado en la chimenea, y tal vez lo
encuentre un hombre compasivo cuando yo no exista ya.
”Escribo con
un clavo y con hollín y polvo de carbón por tinta, a la que mezclo algo de
sangre. Este es mi décimo año de cautiverio y ya he perdido toda esperanza.
Además, me doy cuenta de que pronto me abandonará la razón, pero declaro
solemnemente que todavía estoy en posesión de mi entero juicio y que mi memoria
es exacta, así como que escribo la verdad.
”Una noche de
diciembre de…, paseaba yo junto al muelle del Sena, a bastante distancia de mi
residencia, cuando llegó junto a mí un carruaje que iba bastante aprisa. Me aparté
para no ser atropellado y entonces uno de sus ocupantes sacó la cabeza por la
ventanilla Y ordenó parar.
”El coche se
detuvo casi inmediatamente y la misma voz me llamó por mi nombre.
Cuando llegué
junto al coche ya habían bajado las dos personas que lo ocupaban y que iban
envueltas en capas, como si quisieran ocultarse. Ambos eran jóvenes, de mi
edad, y se parecían bastante.
”Se
cercioraron de que yo era el doctor Manette y luego me dijeron que después de
haber estado en mi casa y de averiguar que, probablemente, estaría paseando
junto al río, acudieron a mi encuentro. Dicho esto me invitaron a subir al
carruaje de modo que más parecía una orden. Me resistí tratando de averiguar
qué deseaban y me contestaron que se trataba de prestar mis auxilios médicos a
un enfermo. No tuve más remedio que obedecer y al poco rato el carruaje había
salido de la ciudad para detenerse ante una casa solitaria que se hallaría a
cosa de media legua de París. Bajamos los tres a un jardín algo abandonado y
entramos en la casa.
”A la luz
reinante comprendí que aquellos hombres eran hermanos y tal vez gemelos, pero
inmediatamente solicitaron mi atención unos gritos que procedían,
aparentemente, de una habitación situada en el primer piso. Me condujeron allí
y a la habitación en que se hallaba la paciente, pues era una mujer joven, de
gran belleza. Tendría veinte años, estaba despeinada y tenía los brazos atados
a los costados. Inmediatamente vi que la pobre mujer sufría una fiebre
cerebral. Me acerqué a ella, le puse la mano en el pecho tratando de calmarla,
en tanto que ella, con los ojos desorbitados, pronunciaba a gritos las siguientes palabras: “Mi marido, mi padre, mi hermano.”
Luego contaba hasta doce y volvía a pronunciar las mismas palabras, sin la
menor variación.
”Pregunté por
la duración del ataque, y el que parece mayor de los dos hermanos me contestó
que desde la noche anterior a la misma hora.
”Indagué,
entonces, si la desgraciada mujer tenía padre, hermano y marido. Me contestaron
que tenía hermano y que el hecho de que la desgraciada contara hasta doce, sin
parar, podía relacionarse con la hora de las doce de la noche.
”Como nada me
habían advertido acerca de la naturaleza de la dolencia, yo estaba desprovisto
de los medios de aliviar a la enferma, y al hacerlo constar me ofrecieron una
caja en que había algunas medicinas; escogí las que me parecieron apropiadas y
conseguí que la paciente tragara cierta cantidad de ellas. Como era preciso
observar el efecto que producían en la enferma, me senté a su lado, en tanto que
ella seguía gritando las mismas palabras.
”Mientras
estaba así, al lado de la desgraciada mujer, uno de los dos hermanos me dijo
que había otro enfermo, y dándome cuenta de que, probablemente, se trataría de
un caso también urgente, seguí a los dos jóvenes, que me llevaron a una especie
de buhardilla, donde, tendido en el suelo y con una almohada bajo la cabeza,
estaba un muchacho campesino, que no contaría arriba de diecisiete años. Estaba
echado de espaldas, con una mano, en el pecho y los ojos mirando al techo. Me
di cuenta de que estaba herido y de muerte, y arrodillándome a su lado, le dije
que era médico y que acudía a cuidarlo.
”Al principio
se negó a dejarse examinar, pero luego consintió y vi que tenía una herida en
el pecho, producida por una espada, tal vez el día anterior, pero no era
posible salvarlo. Se moría y al volver los ojos hacia los dos hermanos, observé
que contemplaban al pobre muchacho con la misma indiferencia que si fuese un
conejo o un pájaro moribundo.
”Pregunté cómo
fue herido el muchacho, y uno de los hermanos me contestó que aquel siervo le
había obligado a desenvainar la espada, pero que cayó muerto en duelo, cual si
fuese un caballero. En sus palabras no pude advertir la menor emoción ni
sentimiento humanitario.
”Entonces el
herido se volvió hacia mí y me dijo:
”—Estos nobles
son muy orgullosos, doctor, pero también nosotros, los perros, lo somos a
veces. Nos roban, nos ultrajan, nos pegan y nos matan, pero a veces tenemos un
poco de orgullo. ¿La habéis visto, doctor?
”Desde allí se
oían los gritos de la desgraciada. Yo le contesté afirmativamente y él me dijo
entonces que era su hermana y que estaba prometida a un vasallo de los mismos
nobles, con el que se casó, aunque estaba enfermo y delicado, pero cuando hacía
pocas semanas de su boda, uno de los dos nobles, que vio a su hermana, quiso
hacerla suya y para lograr que su propio marido la convenciera de que
consintiese en tal infamia, cogieron al desgraciado y lo uncieron a un carro y
le obligaron a tirar de él. Luego, por la noche, lo pusieron de centinela para
que acallara el canto de las ranas, a fin de que no turbasen el sueño de los
señores. Y así, tirando de un carro de día y de noche cuidando de que las ranas
no cantaran, el pobre hombre, un día en que le soltaron para que se fuera a
comer, si encontraba qué, exhaló doce sollozos, uno por cada campanada del
reloj y murió en los brazos de su esposa.
”El moribundo
se sostenía tan sólo por su deseo de referir aquel tremendo drama y continuó:
”—Una vez
muerto mi cuñado se apoderaron de mi pobre hermana. Yo lo supe y llevé la
noticia a nuestro padre, cuyo corazón se quebrantó al oírla. Luego acompañé a
mi hermana menor hasta un sitio donde no la encontrarán y en donde ya no será
nunca más la vasalla de ese hombre. Hecho eso fui al encuentro de ese noble, y
aunque soy un perro despreciable, empuñaba una espada... Pero, ¿dónde está la
ventana? ¿No había una ventana? —preguntó— Me oyó mi hermana y acudió
corriendo, pero le dije que no se acercara hasta que uno de los dos estuviera
muerto. El raptor empezó tirándome algunas monedas y luego me pegó con su
látigo, pero yo, a pesar de ser un perro y nada más le abofeteé hasta obligarle
a sacar la espada. Puede romper ahora la que manchó con la sangre de un
villano, pero lo cierto es que tuvo que desenvainarla para defender su vida.
El moribundo
hizo una pausa y luego rogó:
—Incorporadme,
doctor. ¿Dónde está ese hombre que no le veo? Volvedme el rostro hacia él, que
quiero verle.
”Hice lo que
me pedía y él, entonces, encarándose con el hermano menor, gritó:
—Día llegará,
marqués, en que será preciso dar cuenta de todas estas cosas y para entonces te
emplazo a ti y a todos los de tu raza maldita para que respondáis de vuestros
crímenes y como testimonio de ello te marco con esta cruz.
“Llevó los
dedos a su pecho y retirándolos mojados en sangre, trazó una cruz en el aire.
Luego se quedó rígido y cayó muerto.
”Cuando volví
junto a la enferma, la encontré de la misma manera. Comprendí que podía
continuar de igual modo por espacio de muchas horas, aunque no dudaba de que
moriría. Repetí el medicamento y me senté a su lado hasta que la noche estuvo
muy avanzada. La desgraciada seguía gritando las mismas palabras que antes.
”Pasaron
treinta y seis horas más, sin que variase su estado, hasta que el ataque empezó
a ceder y se calló, quedándose como muerta.
”Entonces fue
cuando pude darme cuenta de que la pobre estaba encinta y eso me hizo perder
las pocas esperanzas que tenía de salvarla.
”En aquel
momento entró en la estancia el marqués y me preguntó si había muerto.
“Contesté
negativamente, añadiendo que sin duda moriría muy pronto. El marqués se acercó
a mí y en voz baja me indicó la conveniencia de que en cuanto hubiese terminado
todo, yo olvidara aquellos hechos.
”No le
contesté fingiendo que estaba examinando a la enferma y al levantar los ojos me
vi frente a frente de los dos hermanos. A partir de entonces y durante la
semana que tardó en morir la desgraciada mujer, cuando iba a visitarla, siempre
me encontraba con uno de los dos hermanos. Evidentemente estaban disgustados
porque el menor hubiese tenido necesidad de desenvainar la espada contra un
villano y hasta pude advertir que me miraban con poca simpatía, aunque,
ostensiblemente, me trataban con la mayor cortesía.
”Una noche
murió la enferma, sin que me hubiera sido posible obtener noticias de ella
acerca de su nombre o de las circunstancias en que se desarrollaron los hechos.
Los dos hermanos me esperaban en la planta baja cuando me disponía a marcharme
y me preguntaron si había muerto. Contesté que sí y ellos respiraron aliviados
de un gran peso. Luego me pusieron en las manos un cartucho de monedas de oro,
pero lo dejé sobre la mesa y me negué a aceptarlo; en vista de eso, me hicieron
un grave saludo y se marcharon.
“A la mañana
siguiente llevaron a mi casa el mismo cartucho de monedas de oro. Mientras
tanto, yo había decidido ya lo que debía hacer. Escribiría aquel mismo día al
ministro, refiriéndole los dos casos en que había intervenido, pues aunque no
ignoraba la influencia de que gozaban los nobles, quería dejar mi conciencia
tranquila.
”Había
terminado casi la carta en cuestión, cuando recibí la visita de una señora
joven, simpática y hermosa, que parecía estar muy agitada. Se presentó como
esposa del marqués de Saint Evremonde; parece que tenía sospechas del suceso a
que vengo refiriéndome, de la parte que en él tuvo su esposo y de mi
intervención. Ignoraba que la pobre joven hubiese muerto y su propósito era
acudir en su auxilio para alejar de su esposo la cólera de Dios. Tenía razones
para creer que existía otra hermana más joven y manifestó deseos de protegerla,
pero yo, además de asegurarle que, en efecto, existía, nada más pude decirle
acerca de su paradero, porque lo ignoraba.
”La pobre
señora tenía muy buenos sentimientos y no era feliz en su matrimonio. Cuando la
acompañé hasta su carruaje, vi a su hijito, niño de dos a tres años que la
esperaba en el coche.
”—Por amor de
mi hijo —dijo entre lágrimas— he de reparar, en cuanto me sea posible, todo el
mal que se ha hecho. Temo que mi hijo pague las culpas de su padre si yo no
procuro hacer algún bien, y mi primer cuidado será hacer que mi hijo llegue a
ser un hombre bueno y compasivo y que procure hacer todo el bien que pueda a
esa hermana si es posible hallarla.
”Se marchó y
ya no la volví a ver. Luego sellé mi carta y no atreviéndome a confiarla a
manos extrañas la llevé en persona a su destino.
”Aquella
noche, la última del año, hacia las nueve, llegó a mi casa un hombre vestido de
negro, solicitando verme. Mi criado, Ernesto Defarge, lo introdujo a mi
presencia.
”—Un caso
urgente en la calle de San Honorato —me dijo.
”Tenía ya un
carruaje dispuesto ante la puerta y en él me trajeron aquí, a mi tumba. A poca
distancia de mi casa me amordazaron y me ataron los codos. De un rincón obscuro
de la calle salieron el marqués y su hermano para identificarme. El marqués me
mostró la carta que escribiera al ministro y la quemó con ayuda de una linterna
que le ofrecieron. No me dijeron una palabra. Fui transportado aquí, y
enterrado en vida.
”Si Dios
hubiese permitido que cualquiera de los dos hermanos me trajera noticias de mi
esposa adorada, aunque no fuese más que para decirme si vive o ya ha muerto,
creería que no los ha abandonado por completo. Pero ahora creo que la cruz de
sangre que trazó aquel pobre muchacho ha sido fatal para ellos. Y a ellos y a
sus descendientes, hasta el último de su raza, yo, Alejandro Manette,
desgraciado preso, en esta noche, última del año …, los denuncio al cielo y a
la tierra.”
Terribles
clamores se levantaron en la sala del tribunal en cuanto se hubo acabado la
lectura. Aquel drama excitaba las pasiones vengadoras de la época y no había
cabeza alguna en la nación que no hubiese caído ante tan tremenda acusación.
Era inútil,
ante aquel tribunal y ante aquel auditorio, tratar de averiguar por qué los
Defarge se habían quedado con aquel documento, en vez de entregarlo con los
demás que encontraran en la Bastilla, ni tampoco demostrar que el nombre de
aquella odiada familia figuraba ya anteriormente en los registros de San
Antonio, porque no había hombre capaz de defender a Darnay después de haber
sido objeto de semejante acusación.
Y lo peor para
el pobre acusado era que lo había denunciado nada menos que un excelente
ciudadano muy conocido, su mejor amigo, el padre de su mujer. Una de las más
caras aspiraciones del populacho era imitar las discutibles virtudes públicas
de la antigüedad en sus sacrificios e inmolaciones ante el altar del pueblo.
Por consiguiente cuando el presidente dijo que el buen médico de la República,
merecería bien de ella por haber contribuido a destruir una odiosa familia de
aristócratas y que sentiría una alegría sagrada al dejar viuda a su hija y
huérfana a su nieta, su voz quedó cubierta por las aclamaciones y los rugidos
de entusiasmo.
—¿Tiene mucha
influencia a su alrededor, ese doctor? —preguntó la señora Defarge, sonriendo,
a La Venganza. — ¡Sálvalo ahora, doctor, sálvalo! A medida que los jurados
votaban, resonaban los rugidos de la multitud. Votaron por unanimidad contra
aquel aristócrata de nacimiento y de sentimientos, enemigo de la República y
notorio opresor del pueblo. Debía volver a la Conserjería para morir dentro de
las veinticuatro horas siguientes.
Capítulo
XI.— Crepúsculo
La desgraciada
esposa de aquel hombre inocente condenado a muerte se sintió agobiada bajo la
sentencia como si hubiera sido herida de muerte. Pero no profirió un lamento,
pues comprendió que ella era la única persona en el mundo que tenía que
sostener a su esposo en su desgracia y no aumentarla todavía, de modo que
haciendo un esfuerzo sobrehumano se levantó para resistir aquel terrible
choque.
Como los
jueces tenían que tomar parte en la manifestación pública, levantaron la sesión
y aun no había cesado el ruido que hacían los que se marchaban cuando Lucía,
tendiendo los brazos hacia su marido, le mostraba en su rostro su amor y su
deseo de consolarle.
—¡Si pudiera
llegar hasta él! ¡Si pudiera darle un solo abrazo! ¡Oh, buenos ciudadanos, si
quisierais tener compasión de nosotros!
En la sala
solamente quedaba un carcelero, con los cuatro hombres que prendieran la noche
anterior a Carlos, y Barsad. La gente estaba ya en la calle y Barsad propuso a
sus compañeros que les dejaran darse un abrazo, pues era cosa de un momento.
Los demás asintieron e hicieron pasar a la pobre mujer por encima de los
asientos hasta un lugar elevado, en donde él, inclinándose sobre la barandilla,
pudo estrecharla entre sus brazos.
—¡Adiós,
querida alma mía! Con mi despedida y con mi amor recibe mi bendición. Ya
volveremos a encontrarnos, en donde podremos descansar de nuestras fatigas.
—Tengo fuerzas
para resistir mi desgracia y la tuya, querido Carlos. Dios me presta ánimo. No
sufras por mí. Bendice a nuestra hija antes de separarnos.
—Contigo le
envío mi bendición, y mis besos. Dile adiós por mí.
—Un momento,
Carlos mío —exclamó al ver que trataba de alejarse.— No estaremos separados
mucho tiempo, pues conozco que esto va a destrozarme el corazón. Mientras viva
haré cuanto pueda, pero quiera Dios dar a nuestra hija amigos fieles, corno me
los ha dado a mí cuando me vea obligada a dejarla.
El doctor la
había seguido y estaba a punto de caer de rodillas ante ellos, pero Darnay lo
impidió, exclamando:
— ¡De ninguna
manera! Ninguna falta habéis cometido para que os arrodilléis ante nosotros.
Sabernos ahora cuánto sufristeis al conocer mi origen y que tuvisteis que
vencer vuestra antipatía por mi nombre, en obsequio de vuestra hija. Os damos
las gracias de todo corazón y con todo el amor que os profesamos.
El anciano no
pudo contestar y Carlos añadió:
—No podía
ocurrir otra cosa. De tantos crímenes no podía resultar nada bueno. Consolaos y
perdonadme. ¡Dios os bendiga!.
Cuando ya se
alejó, su esposa se quedó mirándole con ojos radiantes y acariciadores, en
tanto que le sonreía amorosamente. Luego, cuando desapareció el preso se volvió
hacia su padre y cayó desmayada a sus pies.
Apareció
entonces Carton, que había permanecido oculto y la levantó tembloroso de
emoción y orgulloso de la carga que llevaba. La trasladó al carruaje que la
esperaba y la dejó cuidadosamente sobre el asiento. A su lado se sentaron su
padre y el señor Lorry, y Carton tomó asiento al lado del cochero.
Al llegar a la
casa volvió a tomar a Lucía en brazos y la subió a su habitación, dejándola en
un sofá, en tanto que su hija y la señorita Pross se quedaban llorando al lado
de la pobre Lucía.
—¡Oh, querido
Carton! —exclamó la niña abrazándole apasionadamente.— ¡Ahora que has venido sé
que harás algo para ayudar a mamá y salvar a papá!
Él se inclinó
hacia la niña, la besó y luego miró a la madre.
—Antes de que
me vaya —preguntó,— ¿puedo besarla?
Se recordó
luego que después de rozar con sus labios la mejilla de Lucía murmuró algunas
palabras. La niña que estaba cerca de él, les refirió luego y repitió a sus
nietos cuando era ya una vieja, que le oyó decir: “Una vida que amas.”
Luego Carton
se dirigió a la habitación cercana, se volvió al señor Lorry y al doctor
Manette y dijo a éste:
—Ayer teníais grande
influencia, doctor. Es preciso emplearla nuevamente.
—Ayer pude
salvarle —contestó el doctor.
—Probadlo otra
vez. Pocas horas quedan hasta mañana, pero habéis de probar. Sé que habéis
hecho grandes cosas, aunque ninguna tan grande como la que os propongo, pero es
preciso probar. Bien merece este esfuerzo una vida.
—Iré a ver
—dijo Manette— al fiscal y al presidente y a otros, que mejor es no nombrar
siquiera. Les escribiré también... pero no. Nada puede hacerse. Hoy es día de
festejos y no podré ver a nadie hasta que anochezca.
—Es verdad. Se
trata únicamente de una remota esperanza y poco se pierde con aguardar hasta la
noche. Desde luego poco espero. ¿Cuándo podréis ver a esos hombres poderosos,
doctor Manette?
—En cuanto
anochezca. Dentro de una hora o dos.
—Perfectamente.
Iré a visitar al señor Lorry a las nueve y así sabré el resultado de vuestras
gestiones. ¡Os deseo completo éxito!
El señor Lorry
siguió a Sydney Carton a la habitación exterior y le dijo:
—No tengo ya
ninguna esperanza.
—Ni yo. Pero
no os dejéis abatir. Di ánimos al doctor Manette solamente por saber que un día
será un consuelo para Lucía saber que su padre lo intentó todo.
—Tenéis razón
—contestó el señor Lorry enjugándose las lágrimas. Pero morirá, porque no hay
esperanza alguna.
—Sí. Morirá.
No hay esperanza —repitió Carton antes de marcharse.
Capítulo
XII.— Tinieblas
Sydney Carton
se detuvo en la calle, indeciso acerca de lo que debía hacer.
—A las nueve
en el Banco Tellson —se dijo,— pero hasta entonces conviene dejarme ver, para
que esa gente sepa que existe un hombre como yo. Es una buena precaución y una
excelente preparación. Pero hay que andar con pies de plomo y pensarlo muy
bien.
Reflexionó
unos instantes y se decidió por seguir su primera idea. Y de acuerdo con ella
tomó la dirección de San Antonio.
No le fue
difícil encontrar la taberna de Defarge. Después de haberla visto, se fue a
cenar y se quedó dormido. Por primera vez en muchos años, no bebió en
abundancia. A cosa de las siete de la tarde se despertó con la cabeza clara y
se dirigió de nuevo hacia San Antonio, no sin haberse arreglado ligeramente el
cabello, la corbata y el cuello de su traje. Hecho, esto se encaminó
directamente hacia la taberna de Defarge y entró.
Estaba casi
desocupada. En un extremo Jaime Tres estaba bebiendo y hablando, al mismo
tiempo, con el matrimonio, y La Venganza también tomaba parte en la
conversación.
Cuando Carton,
en mal francés, pidió que le sirvieran vino, la señora Defarge lo miró
distraídamente al principio, pero luego con la mayor atención, hasta que acudió
a su lado y le preguntó qué deseaba. Él repitió su petición y tan pronunciado
era su acento, que la tabernera le preguntó:
—¿Sois inglés?
—Sí, señora,
inglés —contestó en francés malísimo y después de escuchar con la mayor atención
a su interlocutora como si le costase entender lo que decía.
La señora
Defarge se alejó para servirle, en tanto que él se aplicaba a leer un periódico
jacobino, como si tratara de descifrar lo que allí estaba impreso. Entonces oyó
que ella decía:
—Se parece
extraordinariamente a Evremonde.
Defarge le
sirvió el vino y dio las buenas noches al parroquiano, el cual fingió que
apenas entendía lo que le decían, aunque luego correspondió al saludo.
—Sí, se le
parece algo —dijo Defarge junto al mostrador.
—Te digo que
mucho.
—¡Bah, es que
lo recuerdas tanto!...— observó La Venganza.— Y esperas el día de mañana para
verlo de nuevo.
Carton fingía
leer con la mayor aplicación y dificultad, en tanto que el matrimonio, Jaime
Tres y La Venganza lo miraban desde el mostrador con la mayor atención. Luego
reanudaron la conversación en voz baja.
—Tiene razón
tu mujer —decía Jaime Tres.— ¿Por qué detenernos?
—Está bien
—replicó Defarge,— pero hemos de detenernos en alguna parte.
—Cuando
hayamos logrado el exterminio.
—Nada tengo
que decir en contra —observó el tabernero,— pero ese pobre doctor ha sufrido ya
mucho.
—Estoy segura
de que si de ti dependiera, serias capaz de salvar a ese hombre —dijo la
tabernera a su marido.
—Nada de eso
—le contestó Defarge,— pero me daría por satisfecho y consideraría acabada mi
obra.
—¡Ya lo oís!
—exclamó airada la tabernera.— Esa raza maldita ya hace tiempo que figura en
mis registros por crímenes que nada tienen que ver con la tiranía y la
opresión.
—Es verdad
—dijo Defarge.
—Cuando, después
de la toma de la Bastilla, encontramos el documento del doctor, lo leímos aquí
una noche y, terminada que fue la lectura, revelé un secreto a mi marido. Le
dije que me había criado entre pescadores y que la familia tan ultrajada por
los Evremonde era mi propia familia. Que la pobre muchacha y el desgraciado
joven que cuidó el doctor Manette eran mis hermanos y el padre muerto de dolor
era mi padre. Ya veis, pues, que tengo motivos más qué sobrados para vengarme y
para procurar el exterminio de todos ellos.
La entrada de
algunos bebedores interrumpió aquella conversación. Sydney Carton pagó el vino
y salió de la taberna.
A la hora
convenida se presentó en casa del señor Lorry, que lo esperaba lleno de
ansiedad. Le dijo que acababa de dejar a Lucía y que no había vuelto a ver al
doctor, pero seguía desconfiando de que sus gestiones condujeran a un feliz
resultado. Hacía ya más de cinco horas que estaba ausente. ¿Dónde se hallaría?
El señor Lorry
se volvió al lado de Lucía, en tanto que Carton se quedaba esperando, al doctor
junto al fuego. Dieron las doce, pero no compareció y cuando volvió el señor
Lorry, los dos amigos estaban ya muy preocupados acerca de aquella ausencia
inexplicable.
De pronto
oyeron pasos en la escalera y poco después entró el doctor; no tuvo necesidad
de decir una sola palabra, pues por su aspecto se comprendía que todo estaba
perdido.
No se supo si
había visitado a alguien o si anduvo errante por las calles. Se quedó mirando
fijamente a sus amigos y con apurada expresión les dijo:
—No puedo
encontrarla. ¿Dónde está? ¿Dónde está mi banqueta de zapatero? ¿Qué ha sido de
mí trabajo? Me queda poco tiempo y he de terminar los zapatos.
En vista de
que no recibía respuesta de los dos amigos, que se miraban apesadumbrados,
volvió a insistir, suplicante, en que se le diera su banqueta, sus herramientas
y su labor.
Era evidente
que todo estaba perdido. El anciano y Carton se acercaron a él y hablándole
suavemente le obligaron a que se sentara ante el fuego.
—Ha
desaparecido nuestra última esperanza –dijo Sydney Carton. Lo mejor será llevar
a ese pobre hombre con su hija, pero antes os ruego que me prestéis un momento
de atención. No me preguntéis las razones que me mueven a poneros ciertas
condiciones, ni el por qué de la promesa que he de pediros. Os ruego que
cumpláis exactísimamente mis instrucciones, pues para ello tengo algunas
razones y de mucho peso.
—No lo dudo.
Hablad —dijo el banquero.
Carton hizo
una pausa para recoger el abrigo del doctor que estaba a sus pies y, al
hacerlo, cayó al suelo una cartera en que éste solía poner la lista de sus
quehaceres diarios. Carton la abrió y vio que dentro había un papel doblado.
—Creo que
podemos ver qué es eso —dijo. Y después de pasar la vista por el papel exclamó:
—¡Gracias,
Dios mío!
—¿Qué es? —preguntó
el señor Lorry.
—Un momento..
Ya os lo diré. Ante todo —dijo echando mano a su bolsillo y sacando, un papel—
aquí tengo un certificado que me permite salir de la ciudad. Miradlo. Está
extendido a nombre de Sydney Carton, inglés.
El señor Lorry
lo miró y Carton añadió:
—Hacedme el
favor de guardarlo hasta mañana. Ya sabéis que iré a ver a Carlos y prefiero no
llevar conmigo este documento. Ahora tomad también este papel del doctor
Manette; es un certificado parecido, que le permite salir de la ciudad y de
Francia en unión de su hija y de su nieta. ¿Lo veis?
—Sí.
—Probablemente
se lo había proporcionado por precaución. Guardad esos dos papeles. Ahora es
preciso tener en cuenta que pueden anular de un momento a otro este permiso
para el doctor Manette y su familia. Tengo razones para creerlo.
—¿Corren
peligro, acaso?
—Sí, y muy
grande. La tabernera Defarge se propone denunciarlos. Lo he oído de sus propios
labios. Cuenta con el testimonio de un aserrador que vio a Lucía haciendo
señales a los presos. Eso puede ser la perdición de Lucía, de su hija y de su
padre. Pero no me miréis con esa cara, porque vos podéis salvarlos.
—¡Dios lo
quiera, Carton! Pero, ¿cómo?
—Voy a
decíroslo. Depende exclusivamente de vos, y de nadie me fiaría con mayor
tranquilidad. Esta nueva denuncia la harán probablemente pasado mañana o más
tarde, tal vez. Ya sabéis que es delito grave llorar a los condenados a muerte.
Lucía y su padre serán culpables de ello y esa mujer esperará a que ocurra eso
para que la acusación sea más grave. ¿Seguís mi razonamiento?
—Con tanta
atención y confianza —dijo el señor Lorry— que casi había llegado a olvidar a
este desgraciado.
—Tenéis dinero
y podéis comprar los medios de viajar con rapidez. Hace ya algunos días que
teníais hechos los preparativos para la marcha. Tened los caballos preparados
para mañana por la mañana, temprano, a fin de que puedan salir a las dos de la
tarde.
—Así lo haré.
—Sois un noble
corazón. No habría sido posible poner el asunto en mejores manos.
Esta noche
decid a Lucía cuanto teméis y el peligro que corren ella, la niña y su padre.
Insistid en
eso, pues ella con gusto dejaría caer su hermosa cabeza junto a la de su
marido. Por la seguridad de su hija y de su padre hacedle comprender la
necesidad de salir de París con vos, a la hora indicada. Añadid que estas
fueron las últimas instrucciones de su marido y que del exacto cumplimiento de
estas instrucciones depende mucho más de lo que se atreva a creer o a esperar.
Creo que su padre, aun en el estado en que se halla, hará lo que su hija le
indique.
—Estoy seguro.
—Tened, pues,
hechos todos estos preparativos, en este patio, de manera que incluso todos
ocupen ya su correspondiente asiento. En el momento en que yo llegue, me dejáis
subir y emprendemos la marcha.
—¿Debo
entender que he de esperaros suceda lo que suceda?
—Tenéis en
vuestro poder mi certificado y me reservaréis mi sitio. No esperéis más sino a
que yo llegue. Y luego a Inglaterra.
—Entonces
—observó el señor Lorry estrechando la mano de Sydney— ya no dependerá todo de un
hombre viejo como yo, pues a mi lado irá un hombre joven y decidido.
—Con la ayuda
de Dios lo tendréis. Prometedme, tan sólo, que nada os hará cambiar en lo más
mínimo lo que acabamos de convenir.
—Os lo
prometo, Carton.
—Recordad
estas palabras mañana. El más ligero cambio o retraso, cualquiera que sea la
razón, puede comprometer la salvación de nuestras vidas y ocasionar el
sacrificio inevitable de otras.
—Me acordaré
de todo. Espero cumplir fielmente mi misión.
—Y yo la mía.
Ahora, ¡adiós!
Llevó a sus
labios la mano del anciano, pero no se marchó aún. Ayudó a levantar al doctor,
le puso una capa sobre los hombros, diciéndole que iban en busca de la banqueta
y de las herramientas. Acompañó luego a los dos ancianos hasta el patio de la
casa en que estaba el corazón lacerado de ella, corazón tan feliz cuando él le
abriera el suyo propio, y se quedó mirando la casa y la ventana de su cuarto,
por la que se escapaba un hilo de luz. Y antes de alejarse le dirigió su
bendición y su despedida.
Capítulo
XIII.— Cincuenta y dos
Esperaban su
terrible suerte en la obscura prisión de la Conserjería los condenados de aquel
día. Eran cincuenta y dos. Antes de que sus calabozos quedasen libres, ya se
habían nombrado a los que debían ocuparlos al día siguiente. Los había de toda
condición, desde el rico propietario de setenta años, a quien no podían salvar
sus riquezas, hasta la costurera de veinte, cuya pobreza y obscuridad no podían
evitarle la terrible muerte.
Carlos Darnay,
encerrado en su calabozo, no se hacía ilusiones acerca de su suerte, pues sabía
que estaba condenado y que nada podría salvarlo. Sin embargo, con el reciente
recuerdo del rostro de su esposa, no le resultaba fácil prepararse para morir.
Su vitalidad era fuerte y los lazos que le unían a la vida duros de romper.
Además, tanto en su cerebro como en su corazón, sus tumultuosas ideas parecían
unirse para impedirle la resignación. Y si, en algunos momentos, lograba
resignarse, su mujer y su hija, que habían de vivir más que él, parecían
protestar y hacer egoísta su renunciamiento.
Pero luego se
dijo que en la muerte que le aguardaba no había nada de deshonroso y que, cada
día, personas tan dignas como él la sufrían de la misma manera y así,
gradualmente, se calmaba y podía elevar sus pensamientos en busca de consuelo.
Corno se le
había permitido comprar recado de escribir, tomó la pluma y no la dejó hasta la
hora en que se vio obligado a apagar la luz.
Escribió una
larga carta a Lucía, diciéndole que nada había sabido de la prisión de su padre
hasta que lo oyó de sus propios labios y que de la misma manera estuvo
ignorante de los crímenes de su padre y de su tío, hasta que se leyó el
documento del doctor Manette. Le explicaba, también, que la ocultación de su
verdadero nombre fue condición impuesta por el doctor, condición que ahora
comprendía perfectamente. Le rogaba luego que no intentase averiguar nunca si
su padre recordaba o no la existencia de aquel documento en el escondrijo de la
Bastilla y le recomendaba que consolase al pobre viejo, dándole a entender que
nada tenía que reprocharse. Le hacía, además, protestas de amor y le rogaba que
venciera su dolor dedicándose a su hija.
Escribió luego
al doctor acerca de lo mismo y le recomendaba que cuidase de su mujer y de su
hija, pues esto, indudablemente, contribuiría a levantar su ánimo y alejaría de
su mente otros pensamientos retrospectivos que sin duda tratarían de recobrar
su imperio en él.
Al señor Lorry
le recomendaba a su familia y le explicaba el estado de sus asuntos, y después
de algunas palabras de sincera amistad y de cariño, terminó. No se acordó de
Carton, pues su mente estaba ocupada por el recuerdo de su familia.
Se tendió en
la cama y pasó la noche muy, agitado, entre pesadillas. Al despertar no
recordaba el lugar en que se hallaba, pero muy pronto se presentó a su mente la
idea de que aquél era el día de su muerte.
Así había
llegado al día en que habían de caer cincuenta y dos cabezas. Y esperaba y
deseaba poder ir al encuentro de su fin con tranquilo heroísmo. Entonces empezó
a preguntarse cómo sería la Guillotina, que nunca había visto; cómo se
acercaría a ella y cómo pondría la cabeza; si las manos que lo tocarían,
estarían teñidas en sangre...
Pasaban las
horas que ya no volvería a oír. Sabía que su última hora serían las tres de la
tarde, y, por consiguiente, se figuró que lo llamarían a las dos, pues las
carretas de la muerte recorrían lentamente el camino hasta la Guillotina. Así,
mientras estaba esperando su hora postrera, oyó la una, y dio gracias a Dios
por el tranquilo valor que lo sostenía.
De pronto oyó
pasos en el exterior y se detuvo. Una llave entró en la cerradura y dio la
vuelta. Mientras se abría la puerta un hombre dijo en inglés y en voz baja:
—Él no me ha
visto nunca. Entrad, Yo esperaré junto a la puerta. No perdáis tiempo.
Se abrió la
puerta, se cerró rápidamente y apareció ante su asombrada mirada el rostro
sonriente de Svdney Carton que se llevaba el dedo a los labios.
—Seguramente
soy la última persona a quien esperábais ver —le dijo.
—Apenas creo
que seáis vos —contestó Carlos,— ¿Estáis... preso? —añadió con cierta
aprensión.
—No.
Accidentalmente tengo cierto poder sobre uno de los carceleros y por eso he
llegado hasta vos. Vengo de parte de ella... de vuestra mujer, Darnay.
El preso hizo
un gesto de dolor.
—Y os traigo
una petición de su parte. Atendedla, pues me fue hecha con el más patético tono
de la voz que tanto amáis.
El preso
inclinó la cabeza.
—No tenéis
tiempo de preguntarme nada ni yo lo tengo de explicaros nada tampoco.
Limitaos a
obedecerme. Quitaos vuestras botas y poneos las mías.
Carton hizo
sentar al preso en una silla y se descalzó.
—No es posible
una evasión, Carton —dijo Carlos— .Solamente conseguiréis morir conmigo. Es una
locura lo que intentáis.
—Sería un loco
si os recomendara escapar, pero no os he dicho tal cosa. Cambiemos de corbata y
de levita. Mientras tanto os quito esa cinta que lleváis en el cabello y os lo
desordenaré también.
Con
maravillosa rapidez hizo lo que decía, en tanto que el preso, sin saber la
razón de todo aquello, le dejaba hacer.
—¡Es una
locura, querido Carton! —repetía.— Os ruego que no aumentéis con vuestra muerte
la amargura de la mía.
—¿Os he
pedido, acaso, que salgáis por la puerta? Cuando os lo diga, negaos, si
queréis, Aquí veo papel y pluma. Escribid.
El preso se
dispuso a obedecer sin conciencia de lo que hacía.
—Escribid
exactamente lo que voy a dictaros. ¡Aprisa!
—¿A quién he
de dirigir lo que escriba?
—A nadie.
—¿No he de
poner fecha?
—No. Ahora
escribid: “Si recordáis la conversación que tuvimos, hace ya mucho tiempo,
comprenderéis fácilmente lo ocurrido. Sé que entonces recordaréis lo que os
dije, pues vos no sois de las personas que olvidan pronto.
Al mismo
tiempo, Carton retiró la mano de su pecho y, advirtiéndolo, Carlos preguntó:
—¿Tenéis
alguna arma?
—No.
—¿Qué tenéis
en la mano?
—Ya lo veréis
enseguida. Seguid escribiendo, pues ya falta poco: “Doy gracias a Dios de que
se haya presentado la ocasión de probar la sinceridad de mis palabras. Lo que
hago no ha de ser causa de dolor ni de pesadumbre.”
Y cuando pronunciaba
estas palabras, que el preso escribía, se acercaba cada vez más su mano al
rostro de Carlos, de cuya mano se cayó la pluma.
—¿Qué vapor es
éste? —preguntó.
—No sé a qué
queréis referiros. Aquí no hay tal vapor. Tomad la pluma y acabad. ¡Aprisa!
El preso se
inclinó nuevamente sobre el papel.
—“De haber
sido de otra suerte...” —dictó Carton.
Pero ya la
pluma se había caído de manos de Carlos, ante cuya nariz estaba la mano de
Carton. El preso le dirigió una mirada cargada de reproches y por espacio de
algunos segundos luchó con Carton, hasta que se quedó sin sentido.
Sydney Carton
se vistió apresuradamente la ropa que el preso dejara a un lado, se peinó el
cabello y lo sujetó con una cinta. Luego se acercó a la puerta y, en voz baja,
dijo:
—Entrad.
Inmediatamente
se presentó el espía y, al verlo, Carton le dijo: —Ya veis cómo el peligro que
habéis de correr es muy pequeño.
—Mi peligro,
señor Carton —contestó el otro,— está en que a última hora no os arrepintáis de
lo hecho.
—Nada temáis.
Cumpliré lo prometido.
—Es preciso
que así sea para que no se descomplete el número de cincuenta y dos. Y vestido
como estáis no tengo miedo alguno.
—Nada temáis.
Pronto no estaré ya en situación de perjudicaros. Ahora llevadme al coche.
—¿A vos?
—preguntó asustado el espía.
—A él, hombre.
Sacadlo por la misma puerta por la que entré.
—Naturalmente.
—Al entrar yo
estaba débil y angustiado. Es natural que la entrevista con mi amigo, que va a
morir, me haya afectado extraordinariamente. Eso ha ocurrido ya muchas veces,
demasiadas. Ahora pedid que os ayuden a sacarme.
—¿No me haréis
traición?
—¿No os he
jurado ya que no? —exclamó impaciente Carton.— Idos y no me hagáis perder estos
momentos preciosos. Lleváoslo al patio, metedlo en el coche y entregádselo al
señor Lorry, diciéndole que no le dé nada para hacerle recobrar el sentido,
pues bastará el aire puro. Decidle que recuerde mis palabras de ayer noche y
que no deje de hacer lo que le encargué.
Se retiró el
espía y Carton se sentó a la mesa con la cabeza entre las manos. A poco regresó
el espía con dos hombres.
—¡Caramba!
—exclamó uno de ellos.— ¿Tanto le ha impresionado que su amigo haya sacado el
premio gordo en la lotería de la santa Guillotina?
Levantaron el
inanimado cuerpo, lo pusieron en una litera y salieron
—Poco falta
ya, Evremonde —dijo el espía a Carton. —Ya lo sé. Tened cuidado con mi amigo y
dejadme.
Se cerró la
puerta y Carton se quedó solo, prestando atento oído a los ruidos que llegaban
hasta él. Así permaneció sentado a la mesa hasta que fueron las dos.
Entonces oyó
rumores que no le asustaron, porque ya conocía su significado. Oyó que se
abrían sucesivamente varias puertas y finalmente la suya. Un carcelero, con una
lista en la mano, la miró y dijo:
—Sígueme,
Evremonde.
Él obedeció y
pasó juntamente con otros, a una sala grande y obscura. Sus compañeros
condenados estaban con las manos atadas a la espalda, algunos en pie, con las
cabezas bajas, y otros paseando nerviosos. Pocos se quejaban, pues la mayoría
guardaban silencio.
Pasó un hombre
junto a él y lo abrazó. Carton temió un momento que pudiera reconocerlo, pero
el otro se alejó. Poco después una muchacha, casi una niña, de dulce rostro
pálido y grandes ojos pacientes, se acercó a él y le dijo:
—Ciudadano
Evremonde. Soy la costurera que estaba contigo en la prisión de La Force.
—Es verdad
—contestó él— aunque no recuerdo, de qué te acusaban.
—De
conspiración. ¡Dios sabe cuán falso es eso!... ¿Qué conspirador iría a contar
sus secretos a una pobre niña como yo?
La triste
sonrisa de la pobrecilla afectó tanto a Carton, que por sus mejillas resbalaron
algunas lágrimas.
—No tengo
miedo a la muerte, pero no he hecho nada, ciudadano. No me sabe mal morir si
ello ha de ser beneficioso a la República, aunque no comprendo cómo mi muerte
puede ser útil para nadie. Soy una pobrecilla débil e impotente.
En las últimas
horas de su vida, el corazón de Carton se enternecía.
—Me dijeron
que te habían puesto en libertad, ciudadano Evremonde.
—Así fue, pero
luego me prendieron otra vez y me condenaron.
—¿Querrás
permitirme, ciudadano, que tenga tu mano entre la mía cuando salgamos? No me
falta valor, pero eso me daría mucho ánimo.
Y mientras los
ojos pacientes de la niña se fijaban en él, observó que en ellos se pintaba
primero la duda y luego el asombro. Carton oprimió los flacos dedos,
estropeados por el trabajo y por la miseria, y los llevó a sus labios.
—¿Vas a morir
por él? —murmuró ella.
—Y por su
mujer y su hija.
—¿Me dejarás
tener entre las mías tu mano, valeroso desconocido?
—¡Calla! Sí,
pobre hermana mía. Hasta el último momento.
Las mismas
sombras que empezaban a rodear la prisión caían a la misma hora de la tarde en
la Barrera y sobre la multitud que allí había, cuando un carruaje procedente de
París se detuvo para ser registrado.
—¿Quién va ahí
dentro? ¡Los papeles!
—Alejandro
Manette —dijo leyéndolos el funcionario,— médico. Francés. ¿Quién es?
Aparentemente
la fiebre de la Revolución ha sido excesiva para él —comentó el oficial
viéndolo postrado en su asiento. Lucía, su hija. Francesa. ¿Quién es?. Esta sin
duda. ¿Es Lucía de Evremonde, no? Su hija, inglesa. ¿Es esa? Bien, dame un
beso, hija de Evremonde. Ahora has besado a un buen republicano, cosa nueva en
tu familia. Sydney Carton. Abogado. Inglés. ¿Es ese?
Estaba
inanimado, en el fondo del carruaje.
—Parece que el
abogado está desmayado.
—Creemos que
se pondrá bueno con el aire libre. No tiene muy buena salud y acaba de
separarse de un amigo que ha incurrido en el desagrado de la República.
—¡Bah! Por
poco se impresiona. Jarvis Lorry, banquero. Inglés, ¿Quién es?
—Soy yo.
Necesariamente puesto que no hay nadie más.
Jarvis Lorry
había contestado a las preguntas que iba dirigiendo el funcionario. Este
examinó exteriormente el coche y dio una ojeada al reducido equipaje que iba
encima.
Luego tendió
los papeles al señor Lorry, debidamente contraseñados, y les deseó buen viaje.
—¿Podemos
marchar, ciudadano?
—Sí.
¡Adelante, postillones!
El primer
peligro estaba ya evitado. En el interior del carruaje reinaba el miedo.
Lucía
sollozaba y el desvanecido suspiraba profundamente.
—¿No podríamos
ir más aprisa? —preguntó Lucía al anciano banquero.
—No,
despertaríamos sospechas.
—Mirad si nos
persiguen —rogó la atemorizada Lucía.
—Nadie viene
tras de nosotros, querida.
Prosiguieron
el viaje sin accidente alguno. Al llegar a un pueblo los detuvieron algunos
campesinos preguntando:
—¿Cuántos han
sido hoy?
—No os
entiendo —contestó el señor Lorry.
—¿Cuántos han
guillotinado hoy?
—Cincuenta y
dos.
—¡Buen número!
Podéis seguir. Buen viaje.
Llegó la
noche, y el hombre que estaba desvanecido en el fondo del carruaje empezaba a
revivir y a hablar de un modo inteligible. Se figuraba estar aún en compañía de
Carton y le preguntaba qué tenía en la mano.
Lucía se
volvía, de vez en cuando, al señor Lorry y con angustiada voz le rogaba que viera
si eran perseguidos. Pero tras ellos no iban más que las nubes de polvo que
levantaba el carruaje.
Capítulo
XIV.— Fin de la calceta
Mientras los
cincuenta y dos desgraciados esperaban la muerte, la señora Defarge celebraba
consejo con La Venganza y con Jaime Tres, acerca de la Revolución y el jurado.
La conferencia tenía lugar, no en la taberna, sino en la tienda del aserrador
que en un tiempo fue peón caminero. Este no participaba en la conferencia, sino
que estaba un poco alejado en espera de que se le dirigiera la palabra.
—No hay duda
de que Defarge es un buen republicano —decía Jaime Tres.
—Es verdad.
Pero tiene debilidad por ese doctor. A mí, él me importa poco, pero, en cambio,
no descansaré hasta el exterminio total de la familia de Evremonde. Hasta que
mueran su mujer y su hija —dijo la señora Defarge.
Hubo una pausa
y añadió:
—Acerca de
este asunto, no me atrevo ya a confiar en mi marido, y como por otra parte no
hay tiempo que perder, pues hay peligro de que alguien los ponga sobre aviso,
tendré que obrar yo sola. Ven aquí, ciudadano —dijo al aserrador.
Este acudió
respetuosamente y la tabernera le dijo:
—Con respecto
a las señales que les viste hacer a los presos, espero que no tendrás
inconveniente en prestar testimonio.
—Ninguno
—contestó el aserrador.— Todos los días venía aquí, a veces sola y otras con la
niña. Lo he visto con mis propios ojos.
—Claramente se
trata de una conspiración —observó Jaime Tres.
—¿Respondes
del Jurado? —le preguntó la señora Defarge.
—Completamente.
—Me gustaría salvar
al doctor en obsequio de mi marido...
—Sería perder
una cabeza —objetó Jaime Tres.
—También hacía
señas —añadió la señora Defarge.— No puedo acusar a ella sin envolver a él en
la misma acusación. No, no me es posible salvarlo. Ahora todos tenéis que hacer
allí, a las tres de la tarde. Cuando haya terminado, pongamos a cosa de las
siete, iremos a San Antonio a acusar a esa gente ante la Sección.
Dichas estas
palabras, la señora Defarge llamó a La Venganza y a Jaime Tres para que se
acercaran a la puerta y les dijo en voz baja:
—Ahora ella
estará en su casa, llorando, en la hora de la muerte de su marido. Sentirá odio
hacia sus enemigos y maldecirá la justicia de la República. Yo iré a verla.
La Venganza,
entusiasmada, la besó en la mejilla.
—Toma mi labor
de calceta —le dijo la tabernera entregándosela— y guárdame mi sitio
acostumbrado. Estoy segura de que hoy asistirá más público a la ejecución.
—¿No llegarás
después de comenzado el espectáculo?
—No. Estaré
allí antes de que empiece.
La señora
Defarge se alejó moviendo la mano en señal de despedida y no tardó en perderse
de vista.
Entre las
muchas mujeres de aquella época que dieron muestras de sus feroces
sentimientos, ninguna, tal vez, fue tan terrible, inhumana y feroz como la
señora Defarge. No conocía la piedad y nada le importaba dejar viuda a una
desgraciada o huérfana a una pobre niña, y si la suerte le hubiese sido adversa
y se viera a punto de ser guillotinada, no habría sentido miedo alguno, sino
solamente el deseo rabioso de cambiar de lugar con el hombre que fuera causa de
su muerte.
Oculta en el
pecho y debajo de su grosero traje llevaba una pistola y en el cinto un afilado
puñal. Así armada y con la soltura de quien ha pasado la niñez en el campo y
está acostumbrada a ir descalza, la señora Defarge siguió su camino hacia la
casa del doctor Manette.
Ahora bien; la
noche anterior el señor Lorry, al tomar las últimas disposiciones para el
viaje, creyó conveniente no cargarlo de más peso que el necesario, y por eso
propuso a la señorita Pross y a Jeremías que salieran de París ellos dos solos,
en otro carruaje, a las tres de la tarde, y como no tenían que llevar equipaje
alguno, podrían alcanzar fácilmente al primer coche.
Ambos
aceptaron con el mayor gusto, a fin de facilitar la salida de los demás. Vieron
partir el primer carruaje y pasaron diez minutos de ansiedad, temiendo alguna
desgracia; luego reanudaron sus preparativos para la marcha, precisamente
cuando la señora Defarge se dirigía hacia la casa con las intenciones que ya
conocemos.
—Creo —dijo la
señorita Pross— que la salida de dos carruajes de esta casa puede dar lugar a
sospechas. ¿No os parece, señor Jeremías?
—Opino como
vos, señorita.
—Me parece que
sería acertado dar la orden de que el coche vaya a esperarnos a alguna
distancia de la casa. ¿No sería mejor?
El señor
Roedor lo creía.
—Pues en tal
caso, hacedme el favor de ir a dar la orden. ¿Dónde me esperaréis?.
Al señor
Roedor no se le ocurrió en aquel momento más que la Prisión del Temple, pero
dándose cuenta de que estaba muy lejos, se calló.
—Junto a la
puerta de la catedral —dijo la señorita Pross después de breve reflexión.
—Perfectamente.
Pero no me atrevo a dejaros sola, pues nadie sabe lo que puede ocurrir.
—Es verdad,
pero no temáis nada por mí. Esperadme junto a la catedral, a las tres en punto,
y tened la seguridad de que eso será mejor que salir los dos de aquí. Además,
señor Roedor, no os preocupéis por mí, sino por las vidas queridas de los que
nos preceden y que pueden depender de lo que nosotros hagamos.
Estas palabras
decidieron al señor Roedor, quien, después de hacer un ademán de despedida,
salió para cambiar la orden que tenía el carruaje, dejando sola a la señorita
Pross.
Esta,
satisfecha de la precaución tomada, miró el reloj viendo que eran las dos y
veinte minutos. No tenía tiempo que perder para estar dispuesta a la hora
indicada.
Asustada al
verse sola en la casa, tomó una jofaina llena de agua para lavarse los ojos, en
los que había aún huellas de lágrimas, y al levantar el rostro para mirar a su
alrededor, retrocedió y dio un grito viendo que una persona estaba en la
habitación.
La señora
Defarge la miró fríamente y preguntó:
—¿Dónde está
la mujer de Evremonde?
La señorita
Pross se dio inmediata cuenta de que las puertas de las vecinas habitaciones
estaban abiertas y por ello se podría colegir la fuga de los habitantes de la
casa, de manera que su primer pensamiento fue cerrarlas. Había cuatro en la
estancia y fue cerrándolas todas, situándose luego ante la puerta de la
habitación que había sido de Lucía.
Se quedó
mirándola la señora Defarge, pero eso no asustó a la señorita Pross, que fijó
sus ojos en aquélla valientemente.
—Por tu
aspecto, cualquiera te tomaría por la mujer del diablo —dijo,— pero no por eso,
te tengo miedo. Soy inglesa.
Se miraron
mutuamente y la señora Defarge comprendió que se encontraba ante una mujer
decidida y peligrosa. Sabía que era amiga incondicional de la familia, y la
señorita Pross no ignoraba tampoco que aquella mujer era la enemiga de los que
amaba.
—Antes de ir
allá —dijo la señora Defarge señalando hacia el lugar en que se hallaba la
Guillotina,— he querido saludarla. Deseo verla.
—Sé que tus
intenciones son malas —replicó, en inglés la señorita Pross— y puedes estar
segura de que me opondré a cuanto intentes.
Cada una
hablaba en su propia lengua, sin entender a la otra, pero se observaban con la
mayor atención para adivinarse mutuamente las intenciones
—¿No has oído
que quiero verla? ¡Haces mal en ocultarla! ¡Imbécil! —añadió la tabernera.— ¿No
me contestas? ¡Te digo que quiero verla!
—No sé lo que
me dices —contestó la otra,— pero daría cuanto tengo por saber si sospechas la
verdad. Y como sé que cuanto más tiempo te retenga aquí, mejor podrán salvarse
los que amo, te aseguro que te voy a arrancar los pelos si te atreves a tocarme
siquiera.
La señora
Defarge, en vista de que la inglesa no la comprendía, llamó a gritos al doctor
y a Lucía. Tal vez el silencio que siguió o la expresión del rostro de la
inglesa le dio a entender que aquéllos se habían marchado, porque apresuradamente
abrió las tres puertas que la inglesa no guardaba.
—No hay nadie
—dijo— y todo está en desorden. ¿Tampoco hay nadie en esa habitación? —añadió
señalando la que se hallaba a espaldas de la señorita Pross.
—Déjame ver.
—¡Nunca!
—Si se han
marchado será fácil hacerles volver —dijo la señora Defarge para sí.
—Como ignoras
si están en este cuarto, no sabes qué hacer y no te permitiré que lo veas.
Además, no te marcharás mientras pueda impedirlo.
—No estoy
acostumbrada a detenerme por obstáculos tan débiles como tú, y voy a
destrozarte si no te apartas de esta puerta.
—Estamos en lo
alto de una casa solitaria y nadie puede oírnos. Vas a quedarte aquí, porque
cada minuto que pase tiene incalculable valor para mí, palomita.
La señora
Defarge se dirigió hacia la puerta, pero la señorita Pross la cogió
estrechamente por la cintura y en vano la tabernera luchó para soltarse. En
vista de que no lo conseguía, empezó a arañar el rostro de su antagonista, pero
la inglesa bajó la cabeza y siguió agarrada a ella con más tenacidad que una
persona que se ahoga.
La tabernera
quiso llevar la mano al cinto para coger el puñal, pero no le fue posible
llegar allí, pues lo impedía uno de los brazos de la inglesa, y en vista de
ello buscó en su pecho. Inmediatamente se dio cuenta la señorita Pross, y
viendo lo que la tabernera sacaba, le dio un golpe, surgió un fogonazo, se oyó
una detonación tremenda y, de pronto, se vio sola y rodeada de humo.
Todo eso
ocurrió en un segundo. Se disipó el humo, llevado por una corriente de aire, como
el alma de aquella terrible mujer, cuyo cuerpo yacía en el suelo sin vida.
De momento la
señorita Pross, asustada, se disponía a salir a la escalera para pedir socorro,
pero, pensándolo mejor, retrocedió e hizo un esfuerzo por tranquilizarse. Tomó
su gorro y otras cosas que debía llevarse y luego cerró la puerta de la casa y
se llevó la llave, Hecho esto se sentó en la escalera para recobrar el aliento
y para llorar, y ya más calmada se apresuró a alejarse.
Por suerte
llevaba un velo que le cubría el rostro y también por suerte para ella, era tan
fea que no la desfiguraban los arañazos recibidos. Al pasar por el puente tiró
la llave al río y pudo llegar a la catedral unos momentos antes de la hora
señalada. Mientras esperaba empezó a temblar, temiendo que hubiesen pescado la
llave con una red, que con ella hubiesen abierto la puerta del piso,
descubriendo el cadáver que allí quedara.
Entonces la
prenderían en la Barrera y la mandarían a la cárcel, acusada de asesinato.
Cuando estaba más atemorizada por estas negras ideas, apareció el señor Roedor
y la acompañó hasta el coche.
—¿Cómo es que
no hay ruido alguno en la calle? —le preguntó.
—Hay el mismo
ruido de siempre —replicó el señor Roedor mirándola sorprendido.
—No os oigo.
¿Qué decís? —exclamó la señorita Pross.
En vano
Jeremías le repitió sus palabras, pues la señorita Pross no lo oyó y en vista
de ello se resolvió a hablarle por señas.
—¿No hay ruido
en las calles? —preguntó nuevamente la señorita Pross.
Jeremías movió
afirmativamente la cabeza.
—Pues no lo
oigo…
—¿Se ha
quedado sorda en una hora? —se preguntó el señor Roedor extrañado.— ¿Qué le
habrá sucedido?
—Sentí —dijo
ella— un estampido tremendo. Esto fue lo último que oí.
—Pues si no
oye el ruido de esas horribles carretas —se dijo el señor Roedor— opino que no
volverá a oír nada más en este mundo.
Y en efecto,
la señorita Pross se quedó sorda para siempre.
Capítulo XV.— Los pasos se apagan para siempre
A lo largo de
las calles de París daban tumbos las carretas de la muerte. Seis de ellas
llevaban la provisión de vino del día a la Guillotina. Las seis carretas
parecían gigantescos arados que abrieran enormes surcos entre la gente que se
apartaba a ambos lados para dejarles paso. Y tan acostumbrados estaban todos a
semejante espectáculo, que era frecuente ver personas que no suspendían sus
ocupaciones al paso de aquella triste comitiva.
Entre los que
montan las carretas, en aquel último viaje, algunos observan las cosas que los
rodean con mirada impasible, otros con el mayor interés. Algunos, sentados y
con la cabeza entre las manos, parecen desesperados, y otros dirigen a la
multitud miradas semejantes a las que han visto en teatros y en cuadros. Varios
tienen los ojos cerrados y reflexionan o tratan de coordinar sus ideas.
Solamente uno, de mísero aspecto, está tan trastornado por el terror, que va
cantando y hasta trata de bailar. Pero nadie, con sus miradas o con sus gestos,
apela a la compasión del pueblo.
Preceden a las
carretas algunos guardias a caballo, y la gente les dirige preguntas que ellos
contestan de la misma manera: señalando a la tercera carreta y a un hombre que,
con la espalda apoyada en la parte posterior de la carreta y la cabeza
inclinada, habla con una muchacha sentada en un lado que le coge la mano.
Parece no importarle nada de lo que le rodea, pues sigue hablando con la
jovencita. A veces se oyen algunos gritos contra él, pero en tales casos se
limita a levantar la cabeza y a sonreír.
Ante una
iglesia, esperando la llegada de las carretas, está el espía. Mira al primer
vehículo y ve que no está. Mira al segundo y tampoco. Entonces se pregunta:
“¿Me habrá engañado?”, cuando al mirar a la tercera se tranquiliza.
—¿Quién es
Evremonde? —le pregunta un hombre que está a su lado.
—Ese que va en
la parte posterior de la tercera carreta.
—¿Ese a quien
la muchacha le coge la mano?
—Sí.
—¡Muera
Evremonde! —grita el hombre.— ¡A la Guillotina los aristócratas!
—¡Calla! —le
dice tímidamente el espía.— Va a pagar sus culpas de una vez. Déjale morir en
paz.
El hombre no
le hace ningún caso y sigue gritando. Evremonde lo oye y al volverse vio al
espía, lo mira atentamente y pasa de largo. A las tres en punto llegaban las
carretas al lugar de la ejecución. La gente rodeaba el siniestro aparato, en
torno del cual, y sentadas en primera fila, como si estuvieran en el teatro,
había numerosas mujeres ocupadas en hacer calceta. Una de ellas era La
Venganza, que miraba a todos lados en busca de su amiga.
—¡Teresa!
—gritó con su voz más aguda.— ¿Quién ha visto a Teresa?
—Nunca había
dejado de venir —dijo otra.
—¡Teresa!
—repitió La Venganza.
—Grita más —le
recomendó otra.
—¡Grita,
Venganza, grita, porque por más que grites y aunque profieras alguna
interjección malsonante Teresa no te oirá!
—¡Qué mala
suerte! —exclama La Venganza pateando.— ¡Ya están aquí las carretas! ¡Evremonde
será despachado sin que ella esté aquí!
Mientras tanto
las carretas empezaban a dejar su carga.
Los ministros
de la Santa Guillotina estaban vestidos y dispuestos. Se oyó un chasquido y en
el acto una mano empuñó una cabeza que mostró al público; las calceteras apenas
levantaron los ojos y se limitaron a exclamar a coro: “¡Una!”
Se vació la
segunda carreta y se acercó la tercera. Nuevamente se repitió el chasquido y
las mujeres contaron: “¡Dos!”. Descendió el supuesto Evremonde e inmediatamente
la costurera, que seguía estrechando entre las suyas la mano de su compañero,
el cual colocó a la joven de espalda al mortífero aparato que funcionaba sin
descanso. Ella le dirigió una mirada de agradecimiento.
—A no ser por
ti, mi querido desconocido, no estaría yo tan tranquila, porque soy
naturalmente medrosa, ni habría sido capaz de elevar mis pensamientos hacia
Aquél que murió para darnos esperanza y consuelo. Creo que el Cielo te ha
enviado a mi lado.
—O tú al mío
—contestó Sydney Carton.— No apartes tu mirada de mí, querida hija mía, y no te
ocupes de nada más.
—Así lo haré
mientras estreche tu mano, y trataré de no pensar en nada más cuando la deje,
si el golpe es rápido.
—Será rápido.
No tengas miedo.
Los dos
estaban confundidos con los demás condenados, pero hablaban como si estuvieran
solos. Con las manos cogidas y los ojos fijos uno en otro, aquellos dos hijos
de la Madre Universal, tan distintos, iban a emprender juntos el viaje eterno.
—Quisiera
preguntarte una cosa —dijo ella.
—Pregunta lo
que quieras, dulce hermana mía.
¿Crees que
tendré que aguardar mucho la llegada de las personas que me son queridas, en el
mundo mejor en que muy pronto nos hallaremos tú y yo?
—No, querida
mía. Allí no existe el tiempo, ni se conocen los dolores o las pesadumbres.
—¡Cuánto me
consuelan tus palabras! ¿He de besarte ahora? ¿Ha llegado el momento?
—Sí.
Ella lo besa
en los labios y él la besa también. Solemnemente se bendicen una a otro y la
mano de ella no tiembla cuando ha de soltar la de su amigo. La niña es la
primera en acercarse a la Guillotina... y ya ha emprendido el viaje eterno. Las
calceteras cuentan: “¡Veintidós!”
“Yo soy la
Resurrección y la Vida; aquel que cree en Mí, aunque haya muerto vivirá; y el
que vive y cree en Mí no morirá jamás.”
Cae nuevamente
la cuchilla y las calceteras cuentan: “¡Veintitrés!” Aquella noche, en la
ciudad, dijeron que el rostro de aquel hombre fue el más tranquilo de cuantos
habían visto en el mismo lugar. Muchos añadieron que su aspecto era sublime y
profético.
Una de las más
notables víctimas de la Guillotina, una mujer, solicitó, al pie del catafalco,
que le permitieran consignar por escrito las ideas que le inspiraba. Si Carton
hubiese podido consignar las suyas y éstas hubieran sido proféticas, habría
escrito:
“Veo a Barsad,
a Cly, a Defarge, a La Venganza, a los jurados, al juez, a la larga fila de
opresores de la humanidad, que se han alzado para destruir a los antiguos, caer
bajo esta misma cuchilla, antes de que deje de emplearse en su actual función.
”Veo las vidas
de aquellos por quienes doy la mía, llenas de paz, útiles a sus semejantes,
prósperas y felices, en aquella Inglaterra que no veré ya más. La veo a ella con un niño en su regazo, que lleva mi nombre. Veo a su padre, anciano
y encorvado, pero con la mente despierta y útil a todos los hombres. Veo al
bondadoso anciano, su amigo desde hace tantos años, enriqueciéndoles, dentro de
diez más, con cuanto posee e ir tranquilo a recibir su recompensa.
”Veo que en
los corazones de todos ellos tengo un santuario, y también en los de sus
descendientes, durante varias generaciones. La veo a ella, ya anciana, llorando por mí en el aniversario de este día.
Veo a ella y a su marido, terminado
ya su paso por el mundo, descansando uno al lado de otro en un lecho de tierra,
y sé que cada uno de ellos no fue tan reverenciado como yo en el corazón del
otro.
”Veo que el
niño que ella tenía en su regazo y que llevaba mi nombre es ya un hombre que
con su talento se abre paso en la carrera que fue mía. Le veo alcanzar tantos
éxitos, que mi nombre, ya limpio de las manchas que sobre él arrojé, se hace
ilustre gracias a él. Le veo convertido en el más justo de los jueces, honrado
por los hombres y educando a un niño de cabellos rubios, que también llevará mi
nombre, al que referirá mi historia con alterada voz.
”Esto que hago
ahora, es mejor, mucho mejor que cuanto hice en la vida; y el descanso que voy
a lograr es mucho más agradable que cuanto conocí anteriormente.”
F I N
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