Hans Cristian Andersen
Cuentos XII
« Algo »
e ir levantando casas por doquier,
cruzar tierras, pasar el mar profundo,
confiado en mi arte y mi valer.
Y si a mi tierra regresara un día
atraído por el amor que allí dejé,
alárgame la mano, patria mía,
y tú, casita que mía te llamé.
Y así lo hizo. Regresó a la ciudad, ya en calidad de maestro, y contruyó casas y más casas, una junto a otra, hasta formar toda una calle. Terminada ésta, que era muy bonita y realzaba el aspecto de la ciudad, las casas edificaron para él una casita, de su propiedad. ¿Cómo pueden construir las casas? Pregúntaselo a ellas. Si no te responden, lo hará la gente en su lugar, diciendo: « Sí, es verdad, la calle le ha construido una casa ». Era pequeña y de pavimento de arcilla, pero bailando sobre él con su novia se volvió liso y brillante; y de cada piedra de la pared brotó una flor, con lo que las paredes parecían cubiertas de preciosos tapices. Fue una linda casa y una pareja feliz. La bandera del gremio ondeaba en la fachada, y los oficiales y aprendices gritaban « ¡Hurra por nuestro maestro! ». Sí, señor, aquél llegó a ser algo. Y murió siendo algo.
Vino luego el arquitecto, el tercero de los hermanos, que había empezado de aprendiz, llevando gorra y haciendo de mandadero, pero más tarde había ascendido a arquitecto, tras los estudios en la Academia, y fue honrado con los títulos de Señoría y Excelencia. Y si las casas de la calle habían edificado una para el hermano albañil, a la calle le dieron el nombre del arquitecto, y la mejor casa de ella fue suya. Llegó a ser algo, sin duda alguna, con un largo título delante y otro detrás. Sus hijos pasaban por ser de familia distinguida, y cuando murió, su viuda fue una viuda de alto copete... y esto es algo. Y su nombre quedó en el extremo de la calle y como nombre de calle siguió viviendo en labios de todos. Esto también es algo, sí señor.
Siguió después el genio, el cuarto de los hermanos, el que pretendía idear algo nuevo, aparte del camino trillado, y realzar los edificios con un piso más, que debía inmortalizarle. Pero se cayó de este piso y se rompió el cuello. Eso sí, le hicieron un entierro solemnísimo, con las banderas de los gremios, música, flores en la calle y elogios en el periódico; en su honor se pronunciaron tres panegíricos, cada uno más largo que el anterior, lo cual le habría satisfecho en extremo, pues le gustaba mucho que hablaran de él. Sobre su tumba erigieron un monumento, de un solo piso, es verdad, pero esto es algo.
El tercero había muerto, pues, como sus tres hermanos mayores. Pero el último, el razonador, sobrevivió a todos, y en esto estuvo en su papel, pues así pudo decir la última palabra, que es lo que a él le interesaba. Como decía la gente, era la cabeza clara de la familia. Pero le llegó también su hora, se murió y se presentó a la puerta del cielo, por la cual se entra siempre de dos en dos. Y he aquí que él iba de pareja con otra alma que deseaba entrar a su vez, y resultó ser la pobre vieja Margarita, la de la casa del malecón.
- De seguro que será para realzar el contraste por lo que me han puesto de pareja con esta pobre alma - dijo el razonador -. ¿Quien sois, abuelita? ¿Queréis entrar también? - le preguntó.
Inclinóse la vieja lo mejor que pudo, pensando que el que le hablaba era San Pedro en persona.
- Soy una pobre mujer sencilla, sin familia, la vieja Margarita de la casita del malecón.
- Ya, ¿y qué es lo que hicisteis allá abajo?
- Bien poca cosa, en realidad. Nada que pueda valerme la entrada aquí. Será una gracia muy grande de Nuestro Señor, si me admiten en el Paraíso.
- ¿Y cómo fue que os marchasteis del mundo? - siguió preguntando él, sólo por decir algo, pues al hombre le aburría la espera.
- La verdad es que no lo sé. El último año lo pasé enferma y pobre. Un día no tuve más remedio que levantarme y salir, y me encontré de repente en medio del frío y la helada. Seguramente no pude resistirlo. Le contaré cómo ocurrió: Fue un invierno muy duro, pero hasta entonces lo había aguantado. El viento se calmó por unos días, aunque hacía un frío cruel, como Vuestra Señoría debe saber. La capa de hielo entraba en el mar hasta perderse de vista. Toda la gente de la ciudad había salido a pasear sobre el hielo, a patinar, como dicen ellos, y a bailar, y también creo que había música y merenderos. Yo lo oía todo desde mi pobre cuarto, donde estaba acostada. Esto duró hasta el anochecer. Había salido ya la luna, pero su luz era muy débil. Miré al mar desde mi cama, y entonces vi que de allí donde se tocan el cielo y el mar subía una maravillosa nube blanca. Me quedé mirándola y vi un punto negro en su centro, que crecía sin cesar; y entonces supe lo que aquello significaba - pues soy vieja y tengo experiencia, - aunque no es frecuente ver el signo. Yo lo conocí y sentí espanto. Durante mi vida lo había visto dos veces, y sabía que anunciaba una espantosa tempestad, con una gran marejada que sorprendería a todos aquellos desgraciados que allí estaban, bebiendo, saltando y divirtiéndose. Toda la ciudad había salido, viejos y jóvenes. ¡Quién podía prevenirlos, si nadie veía el signo ni se daba cuenta de lo que yo observaba! Sentí una angustia terrible, y me entró una fuerza y un vigor como hacía mucho tiempo no habla sentido. Salté de la cama y me fui a la ventana; no pude ir más allá. Conseguí abrir los postigos, y vi a muchas personas que corrían y saltaban por el hielo y vi las lindas banderitas y oí los hurras de los chicos y los cantos de los mozos y mozas. Todo era bullicio y alegría, y mientras tanto la blanca nube con el punto negro iba creciendo por momentos. Grité con todas mis fuerzas, pero nadie me oyó, pues estaban demasiado lejos. La tempestad no tardaría en estallar, el hielo se resquebrajaría y haría pedazos, y todos aquéllos, hombres y mujeres, niños y mayores, se hundirían en el mar, sin salvación posible. Ellos no podían oírme, y yo no podía ir hasta ellos. ¿Cómo conseguir que viniesen a tierra? Dios Nuestro Señor me inspiró la idea de pegar fuego a mí cama.
Más valía que se incendiara mi casa, a que todos aquellos infelices pereciesen. Encendí el fuego, vi la roja llama, salí a la puerta... pero allí me quedé tendida, con las fuerzas agotadas. Las llamas se agrandaban a mi espalda, saliendo por la ventana y por encima del tejado. Los patinadores las vieron y acudieron corriendo en mi auxilio, pensando que iba a morir abrasada. Todos vinieron hacia el malecón. Los oí venir, pero al mismo tiempo oí un estruendo en el aire, como el tronar de muchos cañones. La ola de marea levantó el hielo y lo hizo pedazos, pero la gente pudo llegar al malecón, donde las chispas me caían encima. Todos estaban a salvo. Yo, en cambio, no pude resistir el frío y el espanto, y por esto he venido aquí, a la puerta del cielo. Dicen que está abierta para los pobres como yo. Y ahora ya no tengo mi casa. ¿Qué le parece, me dejarán entrar?
Abrióse en esto la puerta del cielo, y un ángel hizo entrar a la mujer. De ésta cayó una brizna de paja, una de las que había en su cama cuando la incendió para salvar a los que estaban en peligro. La paja se transformó en oro, pero en un oro que crecía y echaba ramas, que se trenzaban en hermosísimos arabescos.
- ¿Ves? - dijo el ángel al razonador - esto lo ha traído la pobre mujer. Y tú, ¿qué traes? Nada, bien lo sé. No has hecho nada, ni siquiera un triste ladrillo. Podrías volverte y, por lo menos, traer uno. De seguro que estaría mal hecho, siendo obra de tus manos, pero algo valdría la buena voluntad. Por desgracia, no puedes volverte, y nada puedo hacer por ti.
Entonces, aquella pobre alma, la mujer de la casita del malecón, intercedió por él:
- Su hermano me regaló todos los ladrillos y trozos con los que pude levantar mi humilde casa. Fue un gran favor que me hizo. ¿No servirían todos aquellos trozos como un ladrillo para él? Es una gracia que pido. La necesita tanto, y puesto que estamos en el reino de la gracia...
- Tu hermano, a quien tú creías el de más cortos alcances - dijo el ángel - aquél cuya honrada labor te parecía la más baja, te da su óbolo celestial. No serás expulsado. Se te permitirá permanecer ahí fuera reflexionando y reparando tu vida terrenal; pero no entrarás mientras no hayas hecho una buena acción.
- Yo lo habría sabido decir mejor - pensó el pedante, pero no lo dijo en voz alta, y esto ya es algo.
El último
sueño del viejo roble
(Cuento
de Navidad)
Vamos ya a bajar anclas.
Nuestra alegría es sin par.
¡Aleluya, aleluya!
Así decía el himno religioso, y todos los tripulantes se sentían elevados a su manera por el canto y la oración, como el viejo roble en su último sueño, el sueño más bello de su Nochebuena.
El
abecedario
¡Esto es el colmo! Adelante.
Ahí debe haber mucho fondo - observó el gallo -, pero no doy con él, por mucho que trato de profundizar.
Los libros y el armario permanecieron quietos, mientras el gallo volvía a situarse bajo su A, muy orondo.
- He hablado bien, y cantado mejor. Esto no me lo quitará el nuevo abecedario. De seguro que fracasa. Ya ha fracasado. ¡No tiene gallo!.
La hija
del rey del pantano
La hija
del rey del pantano
Continuación
Los
corredores
El
principe malvado
(leyenda)
Lo que el
viento cuenta
de
Valdemar Daae y de sus hijas
y se fueron las dos por el mundo.
¿Pensaba en aquella canción? Ellas eran tres y su padre. Siguieron a pie el camino que otrora recorrían en coche. Hubiérase dicho una familia de mendigos. Iban a Smidstrup Mark, una casa de barro alquilada por tres marcos al año, la nueva mansión señorial de paredes vacías y vacíos platos. Las cornejas y los grajos volaban sobre ellos, gritando en son de burla: «¡Fuera del nido, fuera del nido, fuera, fuera!», como habían gritado las aves del bosque de Borreby cuando derribaron sus árboles.
El caballero Daae y sus hijas tal vez los oyeron. Yo les soplé a los oídos. ¡De qué les serviría oírlo!
Fuéronse a la casa de barro de Smidstrup Mark, y yo proseguí mi camino, por pantanos y campos, por setos pelados y bosques desnudos, hacia el mar abierto, hacia otras tierras. ¡Huuui! ¡Huye, huye! Y así año tras año.
La última que vi de las tres, por última vez, fue a Ana Dorotea, el pálido jacinto, vieja ya y encorvada; había transcurrido medio siglo. Vivió más que las otras, y conocía toda la historia.
Allá en el erial, cerca de la ciudad de Viborg, alzábase la nueva y espléndida casa del preboste, de roja piedra y recortado frontón; un humo espeso salía de la chimenea. La señora y sus hermosas hijas, sentadas en el mirador, miraban, por encima del espino colgante del jardín, hacia el pardo erial del fondo. ¿Qué miraban? Un nido de cigüeñas en el techo de una casa ruinosa. El techo, si así puede llamarse, era de musgo y paja, aunque la mayor parte lo cubría el nido. Era lo único que aún quedaba firme; la cigüeña lo mantenía en pie.
Era una casa para ser vista, no para ser tocada; yo tenía que pasar con cuidado - dijo el viento -. No la habían derribado en consideración a la cigüeña, y, por otra parte, servía de espantapájaros. El preboste no quería echar a la cigüeña; por eso la choza fue respetada, y por eso la infeliz que la ocupaba pudo seguir habitándola. Debía agradecérselo al ave de Egipto - ¿o quizás a aquella vez que, en el bosque de Borreby, intercedió por su silvestre hermano negro? -. Entonces era una niña, un delicado y pálido jacinto del noble jardín. Bien se acordaba de aquellos días Ana Dorotea.
¡Oh, oh! - los hombres pueden suspirar, como suspira el viento entre los juncos y cañas. ¡Ay, no doblaron las campanas sobre tu sepultura, Valdemar Daae! No cantaron los pobres escolares cuando fue depositado en la tierra el ex-señor de Borreby. A todo le llega su fin, hasta a la miseria. La hermana Ida casó con un labriego, y aquélla fue para el padre la prueba más dura de todas. ¡Marido de su hija, un mísero siervo al que su señor habría podido condenar al potro! Y ahora, pudriéndose bajo tierra. ¿Y tú también, Ida? ¡Oh, sí, oh, sí! ¡Soy yo, pobre vieja, la que estoy aún aquí! ¡Mísera de mí, mísera de mí! ¡Ácórreme, Jesús mío!
Ésta era la plegaria de Ana Dorotea en la ruinosa choza donde la dejaban vivir por consideración a la cigüeña.
A la más animosa de las hermanas la adopté yo - dijo el viento -. Púsose el vestido apropiado y se contrató como remero con un patrón de barco. Era parca de palabras, dura de gesto, pero presta al trabajo. Sin embargo, no sabía trepar; por eso la arrojé por la borda antes de que descubriesen que era mujer; y obré muy sensatamente - añadió el viento.
Una mañana de Pascua, como aquella en que Valdemar Daae había creído encontrar el oro, oí debajo del nido de cigüeñas, entre las ruinosas paredes, un canto religioso: el último que salía de los labios de Ana Dorotea.
No había ni un cristal, y sí sólo un agujero en la pared; el sol entraba por él, como un ascua de oro. ¡Aquello sí era brillo! ¡Quebráronse sus ojos y quebróse su corazón! Pero también lo habrían hecho, aunque no hubiese brillado el sol.
La cigüeña le proporcionó un techo hasta la hora de su muerte. Yo canté junto a su tumba - dijo el viento -. Canté también junto a la de su padre, sé dónde están las dos, no lo sabe nadie sino yo.
¡Nuevos tiempos, otros tiempos! Antiguos caminos se convierten en campos abiertos, fosos cercados pasan a ser carreteras, y pronto llega la locomotora, con su hilera de vagones rodando estruendosamente sobre aquellos fosos colmados, de los que no quedan ni los hombres. ¡Huuui! ¡Huye, huye!
Ésta es la historia de Valdemar Daae y de sus hijas. Contadla mejor vosotros, si podéis - dijo el viento, volviendo la espalda.
Ya está fuera.
La niña
que pisoteó el pan
El
torrero Ole
- Son unos verdaderos matusalenes esos sílices - dijo -, y pasamos junto a ellos sin prestarles la menor atención. También yo lo he hecho en el campo y en la playa, donde están a montones. Caminamos sobre los adoquines, sin pensar en que son vestigios de la más remota antigüedad. Yo mismo lo he hecho. Pero desde ahora, cada losa puede contar con todos mis respetos. Gracias por el libro, que me ha enriquecido, me ha librado de mis viejas ideas y costumbres y me ha hecho venir ganas de enterarme de más cosas. La novela de la Tierra es la más notable de todas, no cabe duda. Lástima que no podamos leer los primeros capítulos, por no conocer el lenguaje. Hay que leer en todos los estratos de la Tierra, en los guijarros, en los diversos períodos geológicos, y sólo en la sexta parte aparecen los personajes humanos, el señor Adán y la señora Eva. Muchos lectores encuentran que vienen algo tarde; preferirían que salieran desde el principio, pero a mí me da igual. Es una novela llena de aventuras, en la que todos desempeñamos un papel. Nos movemos y ajetreamos, y, sin embargo, estamos siempre en el mismo sitio; pero la esfera gira sin abocarnos encima el océano. La corteza que pisamos se aguanta firme, no nos hundimos en ella; y todo esto en un proceso que viene durando desde hace millones de años. ¡Gracias por el libro sobre los guijarros! ¡Lo que nos contarían, si pudiesen hablar! ¿No es una satisfacción convertirme por un momento en un cero, aunque se esté tan alto como yo estoy, y que de repente os recuerden que todos, incluso los más lustrosos, no somos en esta Tierra más que hormigas efímeras, incluso las hormigas llenas de condecoraciones, las hormigas de primera clase? ¡Se siente uno tan ridículamente joven, frente a esas piedras venerables, que cuentan millones de años! La víspera de Año Nuevo estuve leyendo este libro, y me enfrasqué tanto en él, que me olvidé de ir a ver mi espectáculo habitual en esta fecha: «La salvaje tropa de Amager». Claro, usted no sabe lo que es eso.
Todo el mundo ha oído hablar de la cabalgata de las brujas sobre sus palos de escoba. Se celebra en el Blocksberg, la noche de San Juan. Pero tenemos otra cabalgata, no menos salvaje, aunque más nacional y moderna, que acude a Amager la noche de Año Nuevo. Todos los malos poetas, poetisas, actores, periodistas y artistas de la publicidad, verdadera hueste de gente inútil, se congregan en Amager en dicho día, montados a horcajadas sobre sus pinceles o plumas de ganso; las de acero no pueden llevarlas, son demasiado rígidas. Como ya dije, presencio este espectáculo cada Nochevieja. Podría dar el nombre de la mayoría de los concurrentes, pero es gente con la que no interesa entablar relaciones. Además, tampoco a ellos les gusta mucho que el público se entere de su viaje a Amager, montados en sus plumas de ganso. Tengo una especie de prima, una vendedora de pescado, que, según ella dice, suministra tres hojas de palabras malévolas, muy acreditadas por lo demás; estuvo allí como invitada, pero la echaron, pues ni maneja la pluma de ganso ni sabe montar. Ella lo ha contado. La mitad de lo que dice es mentira, pero nos basta con el resto. La ceremonia empezó con cantos: cada invitado había compuesto su canción, y cada uno cantó la suya, que a su juicio era la mejor. Pero todo venía a ser lo mismo. Luego desfilaron en corrillos los que se imponen por su mucha labia; eran los que dan las grandes campanadas. Siguiéronles los tamborileros menores, que lo pregonan todo en las familias. Allí se daban a conocer los que escriben sin dar su nombre, es decir, los que hacen pasar betún ordinario por crema brillante. Allí estaban el verdugo y su asistente, y éste era el más entusiasta, pues de otro modo no le habrían hecho caso. Y también estaba el buen basurero, que vierte el cubo y lo califica de «bueno, muy bueno, excelente».
En medio de tanta diversión, pues todo el mundo debía divertirse, salió del pozo un tallo, un árbol, una flor monstruosa, un gran hongo, tan ancho como un tejado; era la cucaña de la respetable asamblea, de la que colgaba todo lo que había dado al mundo en el curso del año que acababa de transcurrir. De ella saltaban chispas como llamaradas; eran todos los pensamientos e ideas ajenos que ellos se habían apropiado, y que ahora se desprendían y salían despedidos como un castillo de fuegos artificiales. Representóse una mascarada, y los poetastros recitaron sus producciones. Los más graciosos hicieron juegos de palabras, pues no se toleraban cosas de menor categoría. Los chistes resonaban como si fueran golpes de ollas vacías contra la puerta. Según mi prima, fue divertidísimo. En realidad dijo muchas cosas más, tan maliciosas como entretenidas, pero me las callo, pues hay que ser buena persona, pero no charlatán. Por lo dicho se habrá hecho cargo de que, sabiendo lo que allí ocurre, es más que natural que cada noche de Año Nuevo uno esté atento para presenciar el desfile de la tropa salvaje. Si un año echo de menos algunos, otros ocupan su puesto. Pero esta vez no vi a ninguno de los invitados; los guijarros me transportaron a muchas leguas de ellos, a millones de años de distancia, contemplando cómo las piedras se soltaban con estrépito y marchaban a la deriva arrastradas por los hielos, mucho antes de que se hubiese construido el arca de Noé. Las veía caer al fondo y emerger de nuevo sobre un banco de arena que, sobresaliendo del agua, decía: «¡Esto será Zelanda!». Las vi convertirse en refugios de aves de especies desconocidas y de caudillos salvajes que aún conocemos menos, hasta que el hacha imprimió sus runas en algunas piedras, que luego pudieron servir para el cómputo del tiempo. Pero yo me había esfumado por completo, convertido en nada. Cayeron entonces tres, cuatro estrellas fugaces, magníficas y brillantes, y los pensamientos tomaron otra dirección. Usted sabrá seguramente lo que es una estrella fugaz. Pues los sabios no lo saben. Yo tengo mis ideas acerca de ellas, y de mis ideas parto. ¡Cuántas veces se pronuncia, con íntimo sentimiento de gratitud, el nombre del que ha creado cosas tan buenas y admirables! Con frecuencia la gratitud es silenciosa, pero no se pierde por ello. Yo imagino que la recoge el sol, y uno de sus rayos lleva el sentimiento hasta el bienhechor. Si es un pueblo entero el que envía su agradecimiento a lo largo de los años, entonces éste llega como un ramillete, que se deposita sobre la tumba del bienhechor. Para mí resulta un verdadero placer el contemplar el paso de una estrella fugaz - especialmente en la noche de Año Nuevo -, conjeturar a quién irá dirigido aquel ramillete de gratitud. Hace poco cayó una brillantísima, hacia el Sudoeste, una acción de gracias de muchas y muchas personas ¿A quién iría destinada? Sin duda cayó en la ladera del fiordo de Flensburg, donde el Darebrog acaricia con su hálito la tumba de Schleppegrell, Lässöe y sus compañeros. Una cayó en el centro del país, cerca de Sorö, un ramo sobre la tumba de Holberg, expresión de gratitud de tantos y tantos por sus bellas obras teatrales.
Es un magnífico pensamiento, y reconfortante, el de saber que una estrella fugaz caerá sobre nuestra sepultura. No será sobre la mía, es cierto, ningún rayo de sol me traerá palabras de gratitud, pues no habrá motivo. Yo no daré lustre a nada - terminó Ole -, mi sino en el mundo ha sido el servir de betún ordinario.
Cuando el reloj da las doce campanadas en la última noche del año, las gentes, reunidas en torno a la mesa, levantan las copas y brindan por el año que empieza. Se entra en él con el vaso en la mano; buen principio para los bebedores. Si se inicia yéndose a la cama, entonces es buen principio para los holgazanes. En el transcurso del año, el sueño desempeñará, indudablemente un importante papel, pero las copas también. ¿Sabe usted quién habita en las copas? - me preguntó -. Pues moran en ellas la salud, la alegría y el desenfreno, y también el enojo y la amarga desventura. Cuando cuento las copas, cuento, naturalmente, los brindis que se hacen para las distintas personas.
¿Ves? La primera copa es la de la salud. En ella crece la hierba salutífera. Si la fijas en las vigas, al término del año podrás estar en la glorieta de la salud.
Toma ahora la segunda copa. De ella volará un pajarito, piando ingenua y alegremente, por lo que el hombre aguzará el oído, y tal vez cantará con él: «¡La vida es bella! ¡No agachemos la cabeza! ¡Valor y adelante!».
De la tercera copa saldrá un mocito alado; no se le puede llamar un ángel, pues tiene sangre y mentalidad de duende, no por malicia, sino por pura travesura. Si se coloca detrás de la oreja, nos inspira una alegre ocurrencia. Si se instala en nuestro corazón, éste se calienta tanto que uno se siente retozón, se vuelve una buena cabeza a juicio de las demás cabezas.
En la cuarta copa no hay hierbas, ni pájaros, ni chiquillos; en ella se encuentra la norma del entendimiento, y nunca hay que salirse de la norma.
Si tomas la quinta copa, llorarás sobre ti mismo, sentirás una alegría interior o te desahogarás de una manera u otra. Saltará de la copa, con un chasquido, el príncipe Carnaval, locuaz y travieso; te arrastrará y te olvidarás de tu dignidad, suponiendo que la tengas. Olvidarás más cosas de las que debieras. Todo será baile, canto y bullicio; las máscaras te llevarán con ellas; las hijas del diablo, vestidas de seda y terciopelo, vendrán con el pelo suelto y los hermosos miembros - ¡huye de ellas si puedes!
La sexta copa... ¡Oh!, en ella está Satán en persona, un hombrecillo bien vestido, elocuente, agradable, amabilísimo, que te comprenderá perfectamente, te dará siempre la razón, será todo tu YO. Acudirá con una linterna y te guiará a casa. Existe una vieja leyenda acerca de aquel santo que debía elegir uno entre los siete pecados capitales, y, pareciéndole que sería el menor, escogió la embriaguez, y de este modo se quedó con los seis restantes. El hombre y el diablo mezclan su sangre, ésta es la sexta copa, y entonces proliferan todos los gérmenes del mal, cada uno de los cuales se alza con una fuerza semejante a la de la semilla de mostaza de la Biblia, que crece hasta convertirse en un árbol y se extiende por el mundo entero; y a la mayoría no les queda entonces más remedio que ir a parar al crisol para ser refundidos.
- Ésta es la historia de las copas - dijo el torrero Ole -. Y puede contarse junto con la de la crema brillante y el betún. Yo le pongo las dos a su disposición.
Tal fue la segunda visita a Ole. Si te apetece saber más de él, habrá que menudear esas visitas.
« Algo »
- ¡Quiero ser algo!
- decía el mayor de cinco hermanos. - Quiero servir de algo en este mundo. Si
ocupo un puesto, por modesto que sea, que sirva a mis semejantes, seré algo.
Los hombres necesitan ladrillos. Pues bien, si yo los fabrico, haré algo real y
positivo.
- Sí, pero eso es
muy poca cosa - replicó el segundo hermano. - Tu ambición es muy humilde: es
trabajo de peón, que una máquina puede hacer. No, más vale ser albañil. Eso sí
es algo, y yo quiero serlo. Es un verdadero oficio. Quien lo profesa es
admitido en el gremio y se convierte en ciudadano, con su bandera propia y su
casa gremial. Si todo marcha bien, podré tener oficiales, me llamarán maestro,
y mi mujer será la señora patrona. A eso llamo yo ser algo.
- ¡Tonterías! -
intervino el tercero. - Ser albañil no es nada. Quedarás excluido de los
estamentos superiores, y en una ciudad hay muchos que están por encima del
maestro artesano. Aunque seas un hombre de bien, tu condición de maestro no te
librará de ser lo que llaman un « patán ». No, yo sé algo mejor. Seré
arquitecto, seguiré por la senda del Arte, del pensamiento, subiré hasta el
nivel más alto en el reino de la inteligencia. Habré de empezar desde abajo,
sí; te lo digo sin rodeos: comenzaré de aprendiz. Llevaré gorra, aunque estoy
acostumbrado a tocarme con sombrero de seda. Iré a comprar aguardiente y
cerveza para los oficiales, y ellos me tutearán, lo cual no me agrada, pero
imaginaré que no es sino una comedia, libertades propias del Carnaval. Mañana,
es decir, cuando sea oficial, emprenderé mi propio camino, sin preocuparme de
los demás. Iré a la academia a aprender dibujo, y seré arquitecto. Esto sí es
algo. ¡Y mucho!. Acaso me llamen señoría, y excelencia, y me pongan, además,
algún título delante y detrás, y venga edificar, como otros hicieron antes que
yo. Y entretanto iré construyendo mi fortuna. ¡Ese algo vale la pena!
- Pues eso que tú
dices que es algo, se me antoja muy poca cosa, y hasta te diré que nada - dijo
el cuarto. - No quiero tomar caminos trillados. No quiero ser un copista. Mi
ambición es ser un genio, mayor que todos vosotros juntos. Crearé un estilo
nuevo, levantaré el plano de los edificios según el clima y los materiales del
país, haciendo que cuadren con su sentimiento nacional y la evolución de la
época, y les añadiré un piso, que será un zócalo para el pedestal de mi gloria.
- ¿Y si nada valen
el clima y el material? - preguntó el quinto. - Sería bien sensible, pues no
podrían hacer nada de provecho. El sentimiento nacional puede engreírse y
perder su valor; la evolución de la época puede escapar de tus manos, como se
te escapa la juventud. Ya veo que en realidad ninguno de vosotros llegará a ser
nada, por mucho que lo esperéis. Pero haced lo que os plazca. Yo no voy a
imitaros; me quedaré al margen, para juzgar y criticar vuestras obras. En este
mundo todo tiene sus defectos; yo los descubriré y sacaré a la luz. Esto será
algo.
Así lo hizo, y la
gente decía de él: « Indudablemente, este hombre tiene algo. Es una cabeza
despejada. Pero no hace nada ». Y, sin embargo, por esto precisamente era algo.
Como veis, esto no
es más que un cuento, pero un cuento que nunca se acaba, que empieza siempre de
nuevo, mientras el mundo sea mundo.
Pero, ¿qué fue, a
fin de cuentas, de los cinco hermanos? Escuchadme bien, que es toda una
historia.
El mayor, que
fabricaba ladrillos, observó que por cada uno recibía una monedita, y aunque sólo
fuera de cobre, reuniendo muchas de ellas se obtenía un brillante escudo. Ahora
bien, dondequiera que vayáis con un escudo, a la panadería, a la carnicería o a
la sastrería, se os abre la puerta y sólo tenéis que pedir lo que os haga
falta. He aquí lo que sale de los ladrillos. Los hay que se rompen o
desmenuzan, pero incluso de éstos se puede sacar algo.
Una pobre mujer
llamada Margarita deseaba construirse una casita sobre el malecón. El hermano
mayor, que tenía un buen corazón, aunque no llegó a ser más que un sencillo
ladrillero, le dio todos los ladrillos rotos, y unos pocos enteros por
añadidura. La mujer se construyó la casita con sus propias manos. Era muy
pequeña; una de las ventanas estaba torcida; la puerta era demasiado baja, y el
techo de paja hubiera podido quedar mejor. Pero, bien que mal, la casuca era un
refugio, y desde ella se gozaba de una buena vista sobre el mar, aquel mar
cuyas furiosas olas se estrellaban contra el malecón, salpicando con sus gotas
salobres la pobre choza, y tal como era, ésta seguía en pie mucho tiempo
después de estar muerto el que había cocido los ladrillos.
El segundo hermano
conocía el oficio de albañil, mucho mejor que la pobre Margarita, pues lo había
aprendido tal como se debe.
Aprobado su examen
de oficial, se echó la mochila al hombro y entonó la canción del artesano:
Joven yo soy, y quiero correr
mundo, e ir levantando casas por doquier,
cruzar tierras, pasar el mar profundo,
confiado en mi arte y mi valer.
Y si a mi tierra regresara un día
atraído por el amor que allí dejé,
alárgame la mano, patria mía,
y tú, casita que mía te llamé.
Y así lo hizo. Regresó a la ciudad, ya en calidad de maestro, y contruyó casas y más casas, una junto a otra, hasta formar toda una calle. Terminada ésta, que era muy bonita y realzaba el aspecto de la ciudad, las casas edificaron para él una casita, de su propiedad. ¿Cómo pueden construir las casas? Pregúntaselo a ellas. Si no te responden, lo hará la gente en su lugar, diciendo: « Sí, es verdad, la calle le ha construido una casa ». Era pequeña y de pavimento de arcilla, pero bailando sobre él con su novia se volvió liso y brillante; y de cada piedra de la pared brotó una flor, con lo que las paredes parecían cubiertas de preciosos tapices. Fue una linda casa y una pareja feliz. La bandera del gremio ondeaba en la fachada, y los oficiales y aprendices gritaban « ¡Hurra por nuestro maestro! ». Sí, señor, aquél llegó a ser algo. Y murió siendo algo.
Vino luego el arquitecto, el tercero de los hermanos, que había empezado de aprendiz, llevando gorra y haciendo de mandadero, pero más tarde había ascendido a arquitecto, tras los estudios en la Academia, y fue honrado con los títulos de Señoría y Excelencia. Y si las casas de la calle habían edificado una para el hermano albañil, a la calle le dieron el nombre del arquitecto, y la mejor casa de ella fue suya. Llegó a ser algo, sin duda alguna, con un largo título delante y otro detrás. Sus hijos pasaban por ser de familia distinguida, y cuando murió, su viuda fue una viuda de alto copete... y esto es algo. Y su nombre quedó en el extremo de la calle y como nombre de calle siguió viviendo en labios de todos. Esto también es algo, sí señor.
Siguió después el genio, el cuarto de los hermanos, el que pretendía idear algo nuevo, aparte del camino trillado, y realzar los edificios con un piso más, que debía inmortalizarle. Pero se cayó de este piso y se rompió el cuello. Eso sí, le hicieron un entierro solemnísimo, con las banderas de los gremios, música, flores en la calle y elogios en el periódico; en su honor se pronunciaron tres panegíricos, cada uno más largo que el anterior, lo cual le habría satisfecho en extremo, pues le gustaba mucho que hablaran de él. Sobre su tumba erigieron un monumento, de un solo piso, es verdad, pero esto es algo.
El tercero había muerto, pues, como sus tres hermanos mayores. Pero el último, el razonador, sobrevivió a todos, y en esto estuvo en su papel, pues así pudo decir la última palabra, que es lo que a él le interesaba. Como decía la gente, era la cabeza clara de la familia. Pero le llegó también su hora, se murió y se presentó a la puerta del cielo, por la cual se entra siempre de dos en dos. Y he aquí que él iba de pareja con otra alma que deseaba entrar a su vez, y resultó ser la pobre vieja Margarita, la de la casa del malecón.
- De seguro que será para realzar el contraste por lo que me han puesto de pareja con esta pobre alma - dijo el razonador -. ¿Quien sois, abuelita? ¿Queréis entrar también? - le preguntó.
Inclinóse la vieja lo mejor que pudo, pensando que el que le hablaba era San Pedro en persona.
- Soy una pobre mujer sencilla, sin familia, la vieja Margarita de la casita del malecón.
- Ya, ¿y qué es lo que hicisteis allá abajo?
- Bien poca cosa, en realidad. Nada que pueda valerme la entrada aquí. Será una gracia muy grande de Nuestro Señor, si me admiten en el Paraíso.
- ¿Y cómo fue que os marchasteis del mundo? - siguió preguntando él, sólo por decir algo, pues al hombre le aburría la espera.
- La verdad es que no lo sé. El último año lo pasé enferma y pobre. Un día no tuve más remedio que levantarme y salir, y me encontré de repente en medio del frío y la helada. Seguramente no pude resistirlo. Le contaré cómo ocurrió: Fue un invierno muy duro, pero hasta entonces lo había aguantado. El viento se calmó por unos días, aunque hacía un frío cruel, como Vuestra Señoría debe saber. La capa de hielo entraba en el mar hasta perderse de vista. Toda la gente de la ciudad había salido a pasear sobre el hielo, a patinar, como dicen ellos, y a bailar, y también creo que había música y merenderos. Yo lo oía todo desde mi pobre cuarto, donde estaba acostada. Esto duró hasta el anochecer. Había salido ya la luna, pero su luz era muy débil. Miré al mar desde mi cama, y entonces vi que de allí donde se tocan el cielo y el mar subía una maravillosa nube blanca. Me quedé mirándola y vi un punto negro en su centro, que crecía sin cesar; y entonces supe lo que aquello significaba - pues soy vieja y tengo experiencia, - aunque no es frecuente ver el signo. Yo lo conocí y sentí espanto. Durante mi vida lo había visto dos veces, y sabía que anunciaba una espantosa tempestad, con una gran marejada que sorprendería a todos aquellos desgraciados que allí estaban, bebiendo, saltando y divirtiéndose. Toda la ciudad había salido, viejos y jóvenes. ¡Quién podía prevenirlos, si nadie veía el signo ni se daba cuenta de lo que yo observaba! Sentí una angustia terrible, y me entró una fuerza y un vigor como hacía mucho tiempo no habla sentido. Salté de la cama y me fui a la ventana; no pude ir más allá. Conseguí abrir los postigos, y vi a muchas personas que corrían y saltaban por el hielo y vi las lindas banderitas y oí los hurras de los chicos y los cantos de los mozos y mozas. Todo era bullicio y alegría, y mientras tanto la blanca nube con el punto negro iba creciendo por momentos. Grité con todas mis fuerzas, pero nadie me oyó, pues estaban demasiado lejos. La tempestad no tardaría en estallar, el hielo se resquebrajaría y haría pedazos, y todos aquéllos, hombres y mujeres, niños y mayores, se hundirían en el mar, sin salvación posible. Ellos no podían oírme, y yo no podía ir hasta ellos. ¿Cómo conseguir que viniesen a tierra? Dios Nuestro Señor me inspiró la idea de pegar fuego a mí cama.
Más valía que se incendiara mi casa, a que todos aquellos infelices pereciesen. Encendí el fuego, vi la roja llama, salí a la puerta... pero allí me quedé tendida, con las fuerzas agotadas. Las llamas se agrandaban a mi espalda, saliendo por la ventana y por encima del tejado. Los patinadores las vieron y acudieron corriendo en mi auxilio, pensando que iba a morir abrasada. Todos vinieron hacia el malecón. Los oí venir, pero al mismo tiempo oí un estruendo en el aire, como el tronar de muchos cañones. La ola de marea levantó el hielo y lo hizo pedazos, pero la gente pudo llegar al malecón, donde las chispas me caían encima. Todos estaban a salvo. Yo, en cambio, no pude resistir el frío y el espanto, y por esto he venido aquí, a la puerta del cielo. Dicen que está abierta para los pobres como yo. Y ahora ya no tengo mi casa. ¿Qué le parece, me dejarán entrar?
Abrióse en esto la puerta del cielo, y un ángel hizo entrar a la mujer. De ésta cayó una brizna de paja, una de las que había en su cama cuando la incendió para salvar a los que estaban en peligro. La paja se transformó en oro, pero en un oro que crecía y echaba ramas, que se trenzaban en hermosísimos arabescos.
- ¿Ves? - dijo el ángel al razonador - esto lo ha traído la pobre mujer. Y tú, ¿qué traes? Nada, bien lo sé. No has hecho nada, ni siquiera un triste ladrillo. Podrías volverte y, por lo menos, traer uno. De seguro que estaría mal hecho, siendo obra de tus manos, pero algo valdría la buena voluntad. Por desgracia, no puedes volverte, y nada puedo hacer por ti.
Entonces, aquella pobre alma, la mujer de la casita del malecón, intercedió por él:
- Su hermano me regaló todos los ladrillos y trozos con los que pude levantar mi humilde casa. Fue un gran favor que me hizo. ¿No servirían todos aquellos trozos como un ladrillo para él? Es una gracia que pido. La necesita tanto, y puesto que estamos en el reino de la gracia...
- Tu hermano, a quien tú creías el de más cortos alcances - dijo el ángel - aquél cuya honrada labor te parecía la más baja, te da su óbolo celestial. No serás expulsado. Se te permitirá permanecer ahí fuera reflexionando y reparando tu vida terrenal; pero no entrarás mientras no hayas hecho una buena acción.
- Yo lo habría sabido decir mejor - pensó el pedante, pero no lo dijo en voz alta, y esto ya es algo.
El último
sueño del viejo roble
(Cuento
de Navidad)
Había una vez en el
bosque, sobre los acantilados que daban al mar, un vetusto roble, que tenía
exactamente trescientos sesenta y cinco años. Pero todo este tiempo, para el
árbol no significaba más que lo que significan otros tantos días para nosotros,
los hombres.
Nosotros velamos de
día, dormimos de noche y entonces tenemos nuestros sueños. La cosa es distinta
con el árbol, pues vela por espacio de tres estaciones, y sólo en invierno
queda sumido en sueño; el invierno es su tiempo de descanso, es su noche tras
el largo día formado por la primavera, el verano y el otoño.
Aquel insecto que
apenas vive veinticuatro horas y que llamamos efímera, más de un caluroso día
de verano había estado bailando, viviendo, flotando y disfrutando en torno a su
copa. Después, el pobre animalito descansaba en silenciosa bienaventuranza
sobre una de las verdes hojas de roble, y entonces el árbol le decía siempre:
- ¡Pobre pequeña!
Tu vida entera dura sólo un momento. ¡Qué breve! Es un caso bien triste.
- ¿Triste? -
respondía invariablemente la efímera -. ¿Qué quieres decir? Todo es tan
luminoso y claro, tan cálido y magnífico, y yo me siento tan contenta...
- Pero sólo un día
y todo terminó.
- ¿Terminó? -
replicaba la efímera -. ¿Qué es lo que termina? ¿Has terminado tú, acaso?
- No, yo vivo miles
y miles de tus días, y mi día abarca estaciones enteras. Es un tiempo tan
largo, que tú no puedes calcularlo.
- No te comprendo,
la verdad. Tú tienes millares de mis días, pero yo tengo millares de instantes
para sentirme contenta y feliz. ¿Termina acaso toda esa magnificencia del
mundo, cuando tú mueres?
- No - decía el
roble -. Continúa más tiempo, un tiempo infinitamente más largo del que puedo
imaginar.
- Entonces nuestra
existencia es igual de larga, sólo que la contamos de modo diferente.
Y la efímera
danzaba y se mecía en el aire, satisfecha de sus alas sutiles y primorosas, que
parecían hechas de tul y terciopelo. Gozaba del aire cálido, impregnado del
aroma de los campos de trébol y de las rosas silvestres, las lilas y la
madreselva, para no hablar ya de la aspérula, las primaveras y la menta rizada.
Tan intenso era el aroma, que la efímera sentía como una ligera embriaguez. El
día era largo y espléndido, saturado de alegría y de aire suave, y en cuanto el
sol se ponía, el insecto se sentía invadido de un agradable cansancio,
producido por tanto gozar. Las alas se resistían a sostenerlo, y, casi sin
darse cuenta, se deslizaba por el tallo de hierba, blando y ondeante, agachaba
la cabeza como sólo él sabe hacerlo, y se quedaba alegremente dormido. Ésta era
su muerte.
- ¡Pobre, pobre
efímera! - exclamaba el roble -. ¡Qué vida tan breve!
Y cada día se
repetía la misma danza, el mismo coloquio, la misma respuesta y el mismo
desvanecerse en el sueño de la muerte. Repetíase en todas las generaciones de
las efímeras, y todas se mostraban igualmente felices y contentas.
El roble había
estado en vela durante toda su mañana primaveral, su mediodía estival y su
ocaso otoñal. Llegaba ahora el período del sueño, su noche. Acercábase el
invierno.
Venían ya las
tempestades, cantando: «¡Buenas noches, buenas noches! ¡Cayó una hoja, cayó una
hoja! ¡Cosechamos, cosechamos! Vete a acostar. Te cantaremos en tu sueño, te
sacudiremos, pero, ¿verdad que eso le hace bien a las viejas ramas? Crujen de
puro placer. ¡Duerme dulcemente, duerme dulcemente! Es tu noche número
trescientos sesenta y cinco; en realidad, eres docemesino. ¡Duerme dulcemente!
La nube verterá nieve sobre ti. Te hará de sábana, una caliente manta que te
envolverá los pies. Duerme dulcemente, y sueña».
Y el roble se quedó
despojado de todo su follaje, dispuesto a entregarse a su prolongado sueño
invernal y soñar; a soñar siempre con las cosas vividas, exactamente como en
los sueños de los humanos.
También él había
sido pequeño. Su cuna había sido una bellota. Según el cómputo de los hombres,
se hallaba ahora en su cuarto siglo. Era el roble más corpulento y hermoso del
bosque; su copa rebasaba todos los demás árboles, y era visible desde muy adentro
del mar, sirviendo a los marinos de punto de referencia. No pensaba él en los
muchos ojos que lo buscaban. En lo más alto de su verde copa instalaban su nido
las palomas torcaces, y el cuclillo gritaba su nombre. En otoño, cuando las
hojas parecían láminas de cobre forjado, acudían las aves de paso y descansaban
en ella antes de emprender el vuelo a través del mar. Mas ahora había llegado
el invierno; el árbol estaba sin hojas, y quedaban al desnudo los ángulos y
sinuosidades que formaban sus ramas. Venían las cornejas y los grajos a posarse
a bandadas sobre él, charlando acerca de los duros tiempos que empezaban y de
lo difícil que resultaría procurarse la pitanza.
Fue precisamente en
los días santos de las Navidades cuando el roble tuvo su sueño más bello. Vais
a oírlo.
El árbol se daba
perfecta cuenta de que era tiempo de fiesta. Creía oír en derredor el tañido de
las campanas de las iglesias, y se sentía como en un espléndido día de verano,
suave y caliente. Verde y lozana extendía su poderosa copa, los rayos del sol
jugueteaban entre sus hojas y ramas, el aire estaba impregnado del aroma de
hierbas y matas olorosas. Pintadas mariposas jugaban a la gallinita ciega, y
las efímeras danzaban como si todo hubiese sido creado sólo para que ellas
pudiesen bailar y alegrarse. Todo lo que el árbol había vivido y visto en el
curso de sus años desfilaba ante él como un festivo cortejo. Veía cabalgar a
través del bosque gentileshombres y damas de tiempos remotos, con plumas en el
sombrero y halcones en la mano. Resonaba el cuerno de caza, y ladraban los
perros. Vio luego soldados enemigos con armas relucientes y uniformes
abigarrados, con lanzas y alabardas, que levantaban, sus tiendas y volvían a
plegarlas; ardían fuegos de vivaque, y bajo las amplias ramas del árbol los
hombres cantaban y dormían. Vio felices parejas de enamorados que se
encontraban a la luz de la luna y entallaban en la verdosa corteza las
iniciales de sus nombres. Un día - habían transcurrido ya muchos años -, unos
alegres estudiantes colgaron una cítara y un arpa eólica de las ramas del
roble; y he aquí que ahora reaparecían y sonaban melodiosamente. Las palomas
torcaces arrullaban como si quisieran contar lo que sentía el árbol, y el
cuclillo pregonaba a voz en grito los días de verano que le quedaban aún de
vida.
Fue como si un
nuevo flujo de vida recorriese el árbol, desde las últimas fibras de la raíz
hasta las ramas más altas y las hojas. Sintió el roble como si se estirara y
extendiera. Por las raíces notaba, que también bajo tierra hay vida y calor.
Sentía crecer su fuerza, crecía sin cesar. Elevábase el tronco continuamente,
ganando altura por momentos. La copa se hacía más densa, ensanchándose y
subiendo. Y cuanto más crecía el árbol, tanto mayor era su sensación de
bienestar y su anhelo, impregnado de felicidad indecible, de seguir elevándose
hasta llegar al sol resplandeciente y ardoroso.
Rebasaba ya en
mucho las nubes, que desfilaban por debajo de él cual oscuras bandadas de aves
migratorias o de blancos cisnes.
Y cada una de las
hojas del árbol estaba dotada de vista, como, si tuviese un ojo capaz de ver.
Las estrellas se hicieron visibles de día, tal eran de grandes y brillantes;
cada una lucía como un par de ojos, unos ojos muy dulces y límpidos. Recordaban
queridos ojos conocidos, ojos de niños, de enamorados, cuándo se encontraban
bajo el árbol.
Eran momentos de
infinita felicidad, y, sin embargo, en medio de su ventura sintió el roble un
vivo afán de que todos los restantes árboles del bosque, matas, hierbas y
flores, pudieran elevarse con él, para disfrutar también de aquel esplendor y
de aquel gozo. Entre tanta magnificencia, una cosa faltaba a la felicidad del
poderoso roble: no poder compartir su dicha con todos, grandes y pequeños, y
este sentimiento hacía vibrar las ramas y las hojas con tanta intensidad como
un pecho humano.
Movióse la copa del
árbol como si buscara algo, como si algo le faltara. Miró atrás, y la fragancia
de la aspérula y la aún más intensa de la madreselva y la violeta, subieron
hasta ella; y el roble creyó, oír la llamada del cuclillo.
Y he aquí que
empezaron a destacar por entre las nubes las verdes cimas del bosque, y el
roble vio cómo crecían los demás árboles hasta alcanzar su misma altura. Las
hierbas y matas subían también; algunas se desprendían de las raíces, para
encaramarse más rápidamente. El abedul fue el más ligero; cual blanco rayo
proyectó a lo alto su esbelto tronco, mientras las ramas se agitaban como un
tul verde o como banderas. Todo el bosque crecía, incluso la caña de pardas
hojas, y las aves seguían cantando, y en el tallito que ondeaba a modo de una
verde cinta de seda, el saltamontes jugaba con el ala posada sobre la pata.
Zumbaban los abejorros y las abejas, cada pájaro entonaba su canción, y todo
era melodía y regocijo en las regiones del éter.
- Pero también
deberían participar la florecilla del agua - dijo el roble -, y la campanilla
azul, y la diminuta margarita -. Sí, el roble deseaba que todos, hasta los más
humildes, pudiesen tomar parte en la fiesta.
- ¡Aquí estamos,
aquí estamos! - se oyó gritar.
- Pero la hermosa
aspérula del último verano (el año pasador hubo aquí una verdadera alfombra de
lirios de los valles) y el manzano, silvestre, ¡tan hermoso como era!, y toda
la magnificencia de años atrás... ¡qué lástima que haya muerto todo, y no
puedan gozar con nosotros!
- ¡Aquí estamos,
aquí estamos! - oyóse el coro, más alto aún que antes. Parecía como si se
hubiesen adelantado en su vuelo.
- ¡Qué hermoso! -
exclamó, entusiasmado, el viejo roble ¡Los tengo a todos, grandes y chicos, no
falta ni uno! ¿Cómo es posible tanta dicha?
- En el reino de
Dios todo es posible - oyóse una voz.
Y el árbol, que
seguía creciendo incesantemente, sintió que las raíces se soltaban de la
tierra.
- Esto es lo mejor
de todo - exclamó el árbol -. Ya no me sujeta nada allá abajo. Ya puedo
elevarme hasta el infinito en la luz y la gloria. Y me rodean todos los que
quiero, chicos y grandes.
- ¡Todos!
Éste fue el sueño
del roble; y mientras soñaba, una furiosa tempestad se desencadenó por mar y
tierra en la santa noche de Navidad. El océano lanzaba terribles olas contra la
orilla, crujió el árbol y fue arrancado de raíz, precisamente mientras soñaba
que sus raíces se desprendían del suelo. Sus trescientos sesenta y cinco años
no representaban ya más que el día de la efímera.
La mañana de
Navidad, cuando volvió a salir el sol, la tempestad se había calmado. Todas las
campanas doblaban en son de fiesta, y de todas las chimeneas, hasta la del
jornalero, que era la más pequeña y humilde, elevábase el humo azulado, como
del altar en un sacrificio de acción de gracias. El mar se fue también calmando
progresivamente, y en un gran buque que aquella noche había tenido que capear
el temporal, fueron izados los gallardetes.
- ¡No está el
árbol, el viejo roble que nos señalaba la tierra! - decían los marinos -. Ha
sido abatido en esta noche tempestuosa. ¿Quién va a sustituirlo? Nadie podrá
hacerlo.
Tal fue el
panegírico, breve pero efusivo, que se dedicó al árbol, el cual yacía tendido
en la orilla, bajo un manto de nieve. Y sobre él resonaba un solemne coro
procedente del barco, una canción evocadora de la alegría navideña y de la
redención del alma humana por Cristo, y de la vida eterna:
Regocíjate, grey cristiana. Vamos ya a bajar anclas.
Nuestra alegría es sin par.
¡Aleluya, aleluya!
Así decía el himno religioso, y todos los tripulantes se sentían elevados a su manera por el canto y la oración, como el viejo roble en su último sueño, el sueño más bello de su Nochebuena.
El
abecedario
Érase una vez un
hombre que había compuesto versos para el abecedario, siempre dos para cada
letra, exactamente como vemos en la antigua cartilla. Decía que hacía falta
algo nuevo, pues los viejos pareados estaban muy sobados, y los suyos le
parecían muy bien. Por el momento, el nuevo abecedario estaba sólo en
manuscrito, guardado en el gran armario-librería, junto a la vieja cartilla
impresa; aquel armario que contenía tantos libros eruditos y entretenidos. Pero
el viejo abecedario no quería por vecino al nuevo, y había saltado en el anaquel
pegando un empellón al intruso, el cual cayó al suelo, y allí estaba ahora con
todas las hojas dispersas. El viejo abecedario había vuelto hacia arriba la
primera página, que era la más importante, pues en ella estaban todas las
letras, grandes y pequeñas. Aquella hoja contenía todo lo que constituye la
vida de los demás libros: el alfabeto, las letras que, quiérase o no, gobiernan
al mundo. ¡Qué poder más terrible! Todo depende de cómo se las dispone: pueden
dar la vida, pueden condenar a muerte; alegrar o entristecer. Por sí solas nada
son, pero ¡puestas en fila y ordenadas!... Cuando Nuestro Señor las hace
intérpretes de su pensamiento, leemos más cosas de las que nuestra mente puede
contener y nos inclinamos profundamente, pero las letras son capaces de
contenerlas.
Pues allí estaban,
cara arriba. El gallo de la A mayúscula lucía sus plumas rojas, azules y
verdes. Hinchaba el pecho muy ufano, pues sabía lo que significaban las letras,
y era el único viviente entre ellas.
Al caer al suelo el
viejo abecedario, el gallo batió de alas, subióse de una volada a un borde del
armario y, después de alisarse las plumas con el pico, lanzó al aire un
penetrante quiquiriquí. Todos los libros del armario, que, cuando no estaban de
servicio, se pasaban el día y la noche dormitando, oyeron la estridente
trompeta. Y entonces el gallo se puso a discursear, en voz clara y perceptible,
sobre la injusticia que acababa de cometerse con el viejo abecedario.
- Por lo visto
ahora ha de ser todo nuevo, todo diferente - dijo -. El progreso no puede
detenerse. Los niños son tan listos, que saben leer antes de conocer las
letras. «¡Hay que darles algo nuevo!», dijo el autor de los nuevos versos, que
yacen esparcidos por el suelo. ¡Bien los conozco! Más de diez veces se los oí
leer en alta voz. ¡Cómo gozaba el hombre! Pues no, yo defenderé los míos, los
antiguos, que son tan buenos, y las ilustraciones que los acompañan. Por ellos
lucharé y cantaré. Todos los libros del armario lo saben bien. Y ahora voy a
leer los de nueva composición. Los leeré con toda pausa y tranquilidad, y creo
que estaremos todos de acuerdo en lo malos que son.
A. Ama
Sale el ama
endomingada
Por un niño ajeno
honrada.
B. Barquero
Pasó penas y fatigas
el barquero,
Mas ahora reposa
placentero.
- Este pareado no puede ser más
soso. - dijo el gallo - Pero sigo leyendo.
C. Colón
Lanzóse Colón al mar
ingente,
y ensanchóse la
tierra enormemente.
D. Dinamarca
De Dinamarca hay más
de una saga bella,
No cargue Dios la
mano sobre ella.
- Muchos encontrarán hermosos estos
versos - observó el gallo - pero yo no. No les veo nada de particular. Sigamos.
E. Elefante
Con ímpetu y arrojo
avanza el elefante,
de joven corazón y
buen talante.
F. Follaje
Despójase el bosque
del follaje
En cuanto la tierra
viste el blanco traje.
G. Gorila
Por más que traigáis
gorilas a la arena,
se ven siempre tan
torpes, que da pena.
H. Hurra
¡Cuántas veces,
gritando en nuestra tierra,
puede un «hurra» ser
causa de una guerra!
- ¡Cómo va un niño a comprender
estas alusiones! - protestó el gallo -. Y, sin embargo, en la portada se lee:
«Abecedario para grandes y chicos». Pero los mayores tienen que hacer algo más
que estarse leyendo versos en el abecedario, y los pequeños no lo entienden.¡Esto es el colmo! Adelante.
J. Jilguero
Canta alegre en su
rama el jilguero,
de vivos colores y
cuerpo ligero.
L. León
En la selva, el león
lanza su rugido;
vedlo luego en la
jaula entristecido.
Mañana (sol de)
Por la mañana sale
el sol muy puntual,
mas no porque cante
el gallo en el corral.
Ahora las emprende conmigo -
exclamó el gallo -. Pero yo estoy en buena compañía, en compañía del sol.
Sigamos.
N. Negro
Negro es el hombre
del sol ecuatorial;
por mucho que lo
laven, siempre será igual.
O. Olivo
¿Cuál es la mejor
hoja, lo sabéis? A fe,
la del olivo de la
paloma de Noé.
P. Pensador
En su mente, el
pensador mueve todo el mundo,
desde lo más alto
hasta lo más profundo.
Q. Queso
El queso se utiliza
en la cocina,
donde con otros
manjares se combina.
R. Rosa
Entre las flores, es
la rosa bella
lo que en el cielo
la más brillante estrella.
S. Sabiduría
Muchos creen poseer
sabiduría
cuando en verdad su
mollera está vacía.
- ¡Permitidme que cante un poco! -
dijo el gallo -. Con tanto leer se me acaban las fuerzas. He de tomar aliento
-. Y se puso a cantar de tal forma, que no parecía sino una corneta de latón.
Daba gusto oírlo - al gallo, entendámonos -. Adelante.
T. Tetera
La tetera tiene
rango en la cocina,
pero la voz del
puchero es aún más fina.
U. Urbanidad
Virtud indispensable
es la urbanidad,
si no se quiere ser
un ogro en sociedad.
Ahí debe haber mucho fondo - observó el gallo -, pero no doy con él, por mucho que trato de profundizar.
V. Valle de lágrimas
Valle de lágrimas es
nuestra madre tierra.
A ella iremos todos,
en paz o en guerra.
- ¡Esto es muy crudo! - dijo el
gallo.
X. Xantipa
- Aquí no ha sabido encontrar nada
nuevo:
En el matrimonio hay
un arrecife,
al que Sócrates da
el nombre de Xantipe.
- Al final, ha tenido que
contentarse con Xantipe
Y. Ygdrasil
En el árbol de
Ygdrasil los dioses nórdicos vivieron,
mas el árbol murió y
ellos enmudecieron.
- Estamos casi al final - dijo el
gallo -. ¡No es poco consuelo! Va el último:
Z. Zephir
En danés, el céfiro
es viento de Poniente,
te hiela a través
del paño más caliente.
- ¡Por fin se acabó! Pero aún no
estamos al cabo de la calle. Ahora viene imprimirlo. Y luego leerlo. ¡Y lo
ofrecerán en sustitución de los venerables versos de mi viejo abecedario! ¿Qué
dice la asamblea de libros eruditos e indoctos, monografías y manuales? ¿Qué
dice la biblioteca? Yo he dicho; que hablen ahora los demás.Los libros y el armario permanecieron quietos, mientras el gallo volvía a situarse bajo su A, muy orondo.
- He hablado bien, y cantado mejor. Esto no me lo quitará el nuevo abecedario. De seguro que fracasa. Ya ha fracasado. ¡No tiene gallo!.
La hija
del rey del pantano
Las cigüeñas
cuentan muchísimas leyendas a sus pequeños, y todas ellas suceden en el pantano
o el cenagal. Generalmente son historias adaptadas a su edad y a la capacidad
de su inteligencia. Las crías más pequeñas se extasían cuando se les dice:
«¡Cribel, crabel, plurremurre!». Lo encuentran divertidísimo, pero las que son
algo mayores reclaman cuentos más enjundiosos, y sobre todo les gusta oír
historias de la familia. De las dos leyendas más largas y antiguas que se han
conservado en el reino de las cigüeñas, todos conocemos una, la de Moisés, que,
abandonado en las aguas del Nilo por su madre, fue encontrado por la hija del
faraón. Diósele una buena educación y llegó a ser un gran personaje, aunque
nadie conoce el lugar de su sepultura. Pero esta historia la sabe todo el
mundo.
La otra apenas se
ha difundido hasta la fecha, acaso por tener un carácter más local. Durante
miles de años, las cigüeñas se la han venido transmitiendo de generación en
generación, cada una contándola mejor que la anterior, y así nosotros damos
ahora la versión más perfecta.
La primera pareja
de cigüeñas que la narró, y que había desempeñado personalmente cierto papel en
ella, tiene su residencia veraniega en la casa de madera del vikingo, en el
pantano de Vendsyssel. Está en el departamento de Hjörring, cerca de Skagen, en
Jutlandia, para expresarnos científicamente. Todavía hoy existe allí un pantano
enorme, según puede comprobarse leyendo la geografía de la región. Dicen los
libros que en tiempos muy remotos aquello era el fondo del mar, que luego se
levantó. Se extiende millas y millas en todas direcciones, rodeado de prados
húmedos y de suelo movedizo, con turberas, zarzales y árboles raquíticos. Casi
siempre flota sobre él una densa niebla, y setenta años atrás se encontraban
aún lobos en aquellos parajes. Tiene bien merecido el nombre de «Pantano
salvaje», y es fácil imaginar lo inaccesible que debió de ser hace mil años,
todo él lleno de ciénagas y lagunas. Cierto que, mirado en conjunto, ya
entonces ofrecía el aspecto actual: los cañaverales tenían la misma altura, con
las mismas largas hojas y las flores pennadas de color pardomorado. Crecía, lo
mismo que hoy, el abedul de blanca corteza y finas hojas sueltas y colgantes. Y
en cuanto a los animales que moraban en la región, diremos que la mosca
llevaba, su vestido de tul de idéntico corte que ahora, y que el color de la
cigüeña era blanco y negro, con medias rojas. En cambio, el atuendo de los
hombres era de distinto modelo que el nuestro. Eso sí, los que se aventuraban
en aquel suelo pantanoso, ya fuesen siervos o cazadores libres, acababan hace
mil años tan miserablemente como en nuestros días: quedaban presos en el fango
y se hundían en la mansión del rey del pantano, como era llamado el personaje
que reinaba en el fondo de aquel gran imperio. Aunque lo llamaban Rey del
pantano, a nosotros nos parece más apropiado decir Rey de la ciénaga, que era
el título que le daban las cigüeñas. De su modo de gobernar muy poco se sabía,
y tal vez sea mejor así.
En las proximidades
del pantano, junto al fiordo de Lim, alzábase la casa de madera del vikingo,
con bodega de mampostería, torre y tres pisos. En el tejado, la cigüeña había
establecido su nido, donde la madre empollaba tranquilamente sus huevos, segura
de que los pequeños saldrían con toda felicidad.
Un anochecer, el
padre llegó a casa más tarde que de costumbre, desgreñado y con las plumas
erizadas. Venía muy excitado.
- Tengo que
contarte algo espantoso - dijo a su esposa.
- ¡No me lo
cuentes! - replicó ella -. Piensa que estoy incubando. A lo mejor recibo un
susto, y los huevos lo pagarían.
- Pues tienes que
saberlo - insistió el padre -. Ha llegado la hija de aquel rey de Egipto que
nos da hospedaje. Se ha arriesgado a emprender este largo viaje, y ahora está
perdida.
- ¿Cómo? ¿La de la
familia de las hadas? ¡Cuéntame, deprisa! Ya sabes que no puedo sufrir que me
hagan esperar cuando estoy empollando.
- Pues la niña ha
dado fe a lo que dijo el doctor y que tú misma me explicaste. Que la flor de
este pantano podía curar a su padre enfermo, y por eso se vino volando en
vestido de plumas, acompañada de las otras dos princesas, vestidas igual, que
todos los años vienen al Norte para bañarse y rejuvenecerse. Ha llegado y está
perdida.
- Cuentas con tanta
parsimonia - dijo la madre cigüeña -, que los huevos se enfriarán. Estoy
impaciente y no puedo soportarlo.
- He aquí lo que he
visto - prosiguió el padre -. Cuando me hallaba esta tarde en el cañaveral,
donde el suelo es bastante firme para sostenerme, llegaron de pronto tres
cisnes. En su aleteo había algo que me hizo pensar: «Cuidado, ésos no son
cisnes de verdad; de cisnes sólo tienen las plumas». En estas cosas, a nosotros
no nos la pegan. Tú lo sabes tan bien como yo.
- Desde luego -
respondió ella -. Pero háblame de una vez de la princesa. ¡Dale que dale con
los cisnes y sus plumas!
- Como sabes muy
bien, en el centro del cenagal hay una especie de lago - prosiguió la cigüeña
padre -. Si te levantas un poquitín, podrás ver un rincón de él. Allí, en el
suelo pantanoso y junto al cañaveral, crece un aliso. Los tres cisnes se
posaron en él y miraron a su alrededor aleteando. Uno de ellos se quitó la piel
que lo cubría, y entonces reconocí a la princesa de nuestra casa de Egipto. Se
sentó, sin más vestido que su larga y negra cabellera. La oí decir a sus dos
compañeros que le guardasen el plumaje, mientras ella se sumergía en el agua
para coger la flor que creía ver desde arriba. Los otros asintieron con un
gesto de la cabeza y se elevaron por los aires, llevándose el vestido de
plumas. «¿Qué se llevan entre manos?», pensé yo, y probablemente la princesa
pensaría lo mismo. La respuesta me la dieron los ojos, y no los oídos: se
remontaron llevándose el vestido de plumas mientras gritaban: «¡Échate al agua!
Nunca más volarás disfrazada de cisne, ni volverás a ver Egipto. ¡Quédate en el
pantano!». Y diciendo esto, hicieron mil pedazos el vestido de plumas y lo
dispersaron por el aire como si fuesen copos de nieve. Luego, las dos perversas
princesas se alejaron volando.
- ¡Es horrible! -
exclamó la cigüeña madre -. ¡No puedo oírlo..! Pero sigue, ¿qué sucedió
después?
- La princesa se
deshacía en llanto y lamentos. Sus lágrimas caían sobre el aliso, el cual de
pronto empezó a moverse, pues era el rey del cenagal en persona, el que vive en
el pantano. Vi cómo el tronco giraba y desaparecía, y unas ramas largas
cubiertas de lodo se levantaban al cielo como si fuesen brazos. La pobre niña,
asustada, saltó sobre la movediza tierra del pantano. Pero si a mí no puede
sostenerme, ¡imagina si podía soportarla a ella! Hundióse inmediatamente, y con
ella el aliso; fue él quien la arrastró. En la superficie aparecieron grandes
burbujas negras, y luego desapareció todo rastro. Ha quedado sepultada en el
pantano, y jamás volverá a Egipto con la flor. ¡Se te hubiera partido el
corazón, mujercita mía!
- ¿Por qué vienes a
contarme esas cosas en estos momentos? Los huevos pueden salir mal parados. Sea
como fuere, la princesa se salvará; alguien saldrá en su ayuda. Si se tratase
de ti o de mí, la cosa no tendría remedio, desde luego.
- Sin embargo, iré
todos los días a echar un vistazo - dijo el padre, y así lo hizo.
Durante mucho
tiempo no observó nada de particular. Mas un buen día vio que salía del fondo
un tallo verde, del cual, al llegar a la superficie del agua, brotó una hoja,
que se fue ensanchando a ojos vistas. Junto a ella formóse una yema, y una
mañana en que la cigüeña pasaba volando por encima, vio que, por efecto de los
cálidos rayos del sol, se abría el capullo, y mostraba en su cáliz una
lindísima niña, rosada y tierna como si saliera del baño.
Era tan idéntica a
la princesa egipcia, que la cigüeña creyó al principio que era ella misma
vuelta a la infancia. Mas pensándolo bien, llegó a la conclusión de que debía
ser hija de ella y del rey del pantano. Por eso estaba depositada en un lirio
de agua.
«Aquí no puede
quedarse - pensó la cigüeña -. En mi nido somos ya demasiados, pero se me
ocurre una idea. La mujer del vikingo no tiene hijos, y ¡cuántas veces ha
suspirado por tener uno! Dicen de mí que traigo los niños pequeños; pues esta
vez voy a hacerlo en serio. Llevaré la niña a la esposa del vikingo. ¡Qué
alegría tendrá!».
Y la cigüeña cogió
la criatura y se echó a volar hacia la casa de madera. Con el pico abrió un
agujero en el hueco de la ventana y depositó la pequeñuela en el regazo de la
mujer del vikingo. Seguidamente, regresó a su nido, donde explicó a madre
cigüeña lo sucedido. Las crías escucharon también el relato, pues eran ya lo
bastantes crecidas para comprenderlo.
- ¿Sabes? la
princesa no está muerta. Ha enviado arriba a su hijita, y ella habita allá
abajo.
- ¿No te lo dije
yo? - exclamó mamá cigüeña -. Pero ahora piensa en ocuparte un poco de tus
propios hijos. Se acerca el día de la marcha. Siento ya una especie de
cosquilleo debajo de las alas. El cuclillo y el ruiseñor han partido ya, y, por
lo que oigo, las codornices pronostican un viento favorable. O mucho me engaño,
o mis hijos están en disposición de comportarse bravamente durante el viaje.
¡Qué alegría la de
la mujer del vikingo cuando, al despertarse por la mañana, encontró a la
hermosa niña sobre su pecho! La besó y la acarició, pero ella no cesaba de
gritar con todas sus fuerzas y de agitar manos y piernas. Parecía estar de un
pésimo humor. Finalmente, a fuerza de llorar, se quedó dormida, y estaba
lindísima en su sueño. La mujer estaba loca de contenta. Sólo deseaba que
regresara su marido, que había salido a una expedición con sus hombres.
Creyendo próximo su
retorno, tanto ella como todos los criados andaban atareados poniendo orden en
la casa.
Los largos tapices
de colores que ella misma tejiera con ayuda de sus doncellas, y que
representaban a sus divinidades principales - Odin, Thor y Freia -, fueron
colgados de las paredes. Los siervos pulieron bien los escudos que adornaban
las estancias. Sobre los bancos se colocaron almohadones, en el hogar del
centro del salón se amontonó leña seca para encender fuego al primer aviso. El
ama tomó parte activa en los preparativos, por lo que al llegar la noche se
sentía muy cansada y durmió profundamente. Al despertarse, hacia la madrugada,
experimentó un terrible sobresalto: la niña había desaparecido. Saltó de la
cama, encendió una tea y buscó por todas partes. Y he aquí que al pie del lecho
encontró, en vez de la niña, una fea y gorda rana. Su visión le produjo tanto
enojo, que, cogiendo un palo, se dispuso a aplastarla. Pero el animal la miró
con ojos tan tristes, que la mujer no se sintió con fuerzas para darle muerte. Siguió
mirando por la habitación, mientras la rana croaba angustiosamente, como
tratando de estimular su compasión.
Sobresaltada, la
mujer se fue a la ventana y abrió el postigo. En el mismo momento salió el sol
y lanzó sus rayos sobre la gorda rana. De repente pareció como si la bocaza del
animal se contrajese, volviéndose pequeña y roja, los miembros se estirasen y
tomasen formas delicadas. Y la mujer vio de nuevo en el lecho a su linda
pequeñuela, en vez de la fea rana.
- ¿Qué es esto? -
dijo -, ¿Acaso he soñado? Sea lo que sea, el hecho es que he recuperado a mi
querida y preciosa hijita-. Y la besó y estrechó contra su corazón, pero ella
le arañaba y mordía como si fuese un gatito salvaje.
El vikingo no llegó
aquel día ni al siguiente, aunque estaba en camino. Pero tenía el viento
contrario, pues soplaba a favor del vuelo de las cigüeñas, que emigraban hacia
el Sur. Buen viento para unos, es mal viento para otros.
Al cabo de varios
días con sus noches, la mujer del vikingo había comprendido lo que ocurría con
su niña. Un terrible hechizo pesaba sobre ella. De día era hermosa como un hada
de luz, aunque su carácter era reacio y salvaje. En cambio, de noche era una
fea rana, plácida y lastimera, de mirada triste. Conjugábanse en ella dos
naturalezas totalmente opuestas, que se manifestaban alternativamente, tanto en
el aspecto físico como en el espiritual. Durante el día, la chiquilla que
trajera la cigüeña tenía la figura de su madre y el temperamento de su padre;
de noche, en cambio, su cuerpo recordaba el rey de la ciénaga, su padre,
mientras el corazón y el sentir eran los de la madre. ¿Quién podría deshacer
aquel embrujo, causado por un poder maléfico? Tal pensamiento obsesionaba a la
mujer del vikingo, que, a pesar de todo, seguía encariñada con la pobre
criatura. Lo más prudente sería no decir nada a su marido cuando llegase, pues
éste, siguiendo la costumbre del país, no vacilaría en abandonar en el camino a
la pobre niña, para que la recogiera quien se sintiese con ánimos. La bondadosa
mujer no podía resignarse a ello. Era necesario que su esposo sólo viese a la
criaturita a la luz del día.
Una mañana pasaron
las cigüeñas zumbando por encima del tejado. Durante la noche se habían posado
en él más de cien parejas, para descansar después de la gran maniobra. Ahora
emprendían el vuelo rumbo al mediodía.
- Preparados todos
los machos - sonó la orden -. ¡Mujeres y niños también!
- ¡Qué ligeras nos
sentimos! - decían las cigüeñas jóvenes -. Las patas nos pican y cosquillean,
como si tuviésemos ranas vivas en el cuerpo. ¡Qué suerte poder viajar por el
extranjero!
- Manteneos dentro
de la bandada - dijeron el padre y la madre - y no mováis continuamente el
pico, que esto ataca el pecho.
Y se echaron a
volar.
En el mismo momento
se oyó un sonido de cuernos en el erial; era el vikingo, que desembarcaba con
sus hombres. Volvía con un rico botín de las costas de Galia, donde las
aterrorizadas gentes cantaban, como en Britania: «¡Líbranos, Señor, de los
salvajes normandos!».
¡Qué vida y qué
bullicio empezó entonces en el pueblo vikingo del pantano! Llevaron el barril
de hidromiel a la gran sala, encendieron fuego y sacrificaron caballos. Se
preparaba un gran festín. El sacrificador purificó a los esclavos, rociándolos
con sangre caliente de caballo. Chisporroteaba el fuego, esparcíase el humo por
debajo del techo, y el hollín caía de las vigas, pero todos estaban
acostumbrados. Los invitados fueron obsequiados con un opíparo banquete.
Olvidándose intrigas y rencillas, bebióse copiosamente, y en señal de franca
amistad se arrojaban mutuamente a la cabeza los huesos roídos. El bardo - una
especie de juglar, que también era guerrero y había tomado parte en la campaña
en la que había presenciado los acontecimientos que ahora narraba - entonó una
canción en la que ensalzó los hechos heroicos llevados a cabo por cada uno.
Todas las estrofas terminaban con el estribillo: «La hacienda se pierde; los
linajes se extinguen; los hombres perecen también, pero un nombre famoso no
muere jamás».
Entonces todos
golpeaban los escudos y martilleaban con un cuchillo o con un hueso sobre la
mesa, provocando un ruido infernal.
La esposa del
vikingo permanecía sentada en el banco transversal de la gran sala de fiestas;
llevaba vestido de seda, brazaletes de oro y perlas de ámbar. Se había puesto
sus mejores galas, y el bardo no dejó de mencionarla en su canto. Habló del
tesoro que había aportado a su opulento marido, el cual estaba encantado con la
hermosa niña que había visto a la luz del día, en toda su belleza. Le había
gustado el carácter salvaje que se manifestaba en la criatura. Pensaba que la
pequeña sería, andando el tiempo, una magnífica walkiria, capaz de competir con
cualquier héroe; no parpadearía cuando una mano diestra le afeitara en broma
las cejas con su espada.
Vacióse el primer barril
de hidromiel y trajeron otro. Se bebía de firme, y los comensales eran gentes
de gran resistencia. Sin embargo, ya entonces corría el refrán: «Los animales
saben cuándo deben salir del prado; pero un hombre insensato nunca conoce la
medida de su estómago». No es que no la conocieran, pero del dicho al hecho hay
un gran trecho. También conocían este otro proverbio: «La amistad se enfría
cuando el invitado tarda demasiado en marcharse». Y, sin embargo, no se movían;
eran demasiado apetitosos la carne y el hidromiel. La fiesta discurrió con gran
bullicio. Por la noche, los siervos durmieron en las cenizas calientes; untaron
los dedos en la grasa mezclada con hollín y se relamieron muy a gusto. Fue una
fiesta espléndida.
La hija
del rey del pantano
Continuación
Aquel año, el
vikingo se hizo otra vez a la vela, pese a que se levantaban ya las tormentas
otoñales. Dirigióse con sus hombres a las costas británicas, lo cual, según él,
era sólo «atravesar el charco». Su mujer quedó en casa con la niña. Ahora la
madre adoptiva quería ya más a la pobre rana de dulce mirada y hondos suspiros,
que a la belleza que arañaba y mordía.
Bosques y eriales
fueron invadidos por las espesas y húmedas nieblas de otoño, que provocan la
caída de las hojas. El «pájaro sin plumas», como llaman allí a la nieve, llegó
volando en nutridas bandadas; se acercaba el invierno. Los gorriones se
incautaron del nido de las cigüeñas, burlándose, a su manera, de las
propietarias ausentes. ¿Dónde pararían éstas, con su prole?
Pues a la sazón estaban
en Egipto, donde el sol calienta tanto en invierno como lo hace en nuestro país
en los más hermosos días del verano. Tamarindos y acacias florecían por
doquier. La media luna de Mahoma brillaba radiante en las cúpulas de las
mezquitas. Numerosas parejas de cigüeñas descansaban en las esbeltas torres
después de su largo viaje. Grandes bandadas habían alineado sus nidos sobre las
poderosas columnas, las derruidas bóvedas de los templos y otros lugares
abandonados. La palma datilera proyectaba a gran altura su copa protectora,
como formando un parasol. Las grises pirámides se dibujaban como siluetas en el
aire diáfano sobre el fondo del desierto, donde el avestruz hacía gala de la
ligereza de sus patas, y el león contemplaba con sus grandes y despiertos ojos
la esfinge marmórea, medio enterrada en la arena. El agua del Nilo se había
retirado; en el lecho del río pululaban las ranas, las cuales ofrecían al
pueblo de las cigüeñas el más sublime espectáculo que aquella tierra pudiera
depararles. Los pequeños creían que se trataba de un engañoso espejismo, de tan
hermoso que lo encontraban.
- Así van las
cosas, aquí. Ya os lo dije yo que en nuestra tierra cálida se está como en
Jauja - dijo la madre cigüeña; y los pequeños sintieron un cosquilleo en el
estómago.
- ¿Queda aún mucho
por ver? - preguntaron ¿Tenemos que ir más lejos todavía?
- No, ya no hay más
que ver - respondió la vieja -. Después de esta bella tierra viene una selva
impenetrable, donde los árboles crecen en confusión, enlazados por espinosos bejucos.
Es una espesura inaccesible, a cuyo través sólo el elefante puede abrirse
camino con sus pesadas patas. Las serpientes son allí demasiado gordas para
nosotras, y las ardillas, demasiado rápidas y vivarachas. Por otra parte, si os
adentráis en el desierto, se os meterá arena en los ojos; y esto en el mejor de
los casos, es decir, si el tiempo es bueno; que si se pone tempestuoso, seréis
engullidos por una tromba de arena. No, aquí es donde se está mejor. Hay ranas
y langostas. Aquí nos quedaremos.
Y se quedaron. Los
viejos se instalaron en su nido, construido en la cúspide del esbelto minarete,
y se entregaron al descanso, aunque bastante tenían que hacer con alisarse las
plumas y rascarse las rojas medias con el pico. De vez en cuando extendían el cuello,
y, saludando gravemente, levantaban la cabeza, de frente elevada y finas
plumas. En sus ojos pardos brillaba la inteligencia. Las jovencitas paseaban
con aire grave por entre los jugosos juncos, mirando de reojo a sus congéneres.
De este modo se trababan amistades, y a cada tres pasos se detenían para
zamparse una rana. Luego cogían una culebrina con el pico, la balanceaban de un
lado a otro, con movimientos de la cabeza que ellas creían graciosos; en todo
caso, el botín les sabía a gloria. Los jóvenes petimetres armaban mil
pendencias, golpeándose con las alas, atacándose unos a otros con el pico hasta
hacerse sangre. Y así se iban enamorando y prometiendo los señoritos y las
damitas. Al fin y al cabo, éste era el objetivo de su vida. Entonces cada pareja
pensaba en construir su nido, lo cual daba pie a nuevas contiendas, pues en
aquellas tierras cálidas todo el mundo es de temperamento fogoso. Pero, con
todo, reinaba la alegría, y los viejos, sobre todo, estaban muy satisfechos. A
los ojos de los padres está bien cuanto hacen los hijos. Salía el sol todos los
días abundaba la comida, sólo había que pensar en divertirse y pasarlo bien.
Pero al rico palacio del que las cigüeñas llamaban su anfitrión, no había
vuelto la alegría.
El poderoso y
opulento señor, con todos los miembros paralizados, yacía cual una momia en un
diván de la espaciosa sala de policromas paredes. Habríase dicho que reposaba
en el cáliz de un tulipán. Rodeábanlo parientes y amigos. No estaba muerto,
pero tampoco podía decirse que estuviera vivo. Seguía sin llegar la salvadora
flor del pantano nórdico, en cuya busca había partido aquella que más lo
quería. Su joven y hermosa hija, que había emprendido el vuelo hacia el Norte
disfrazada de cisne, cruzando tierras y mares, no regresaría nunca. «Ha
muerto», habían comunicado a su vuelta las doncellas-cisnes. He aquí la
historia que se habían inventado:
Íbamos las tres
volando a gran altura, cuando nos descubrió un cazador y nos disparó una
flecha, que hirió a nuestra amiguita. Ésta, entonando su canción de despedida,
cayó lentamente como un cisne moribundo al lago del bosque. La enterramos en la
orilla, bajo un aromático abedul. Pero la hemos vengado. Pusimos fuego bajo el
ala de la golondrina que construía su nido en el techo de cañas del cazador. El
fuego prendió, y toda la casa fue pasto de las llamas. El cazador murió
abrasado, y la hoguera brilló por encima del lago, hasta el abedul a cuyo pie
habíamos sepultado a nuestra amiga. Allí reposa la princesa, tierra que ha
vuelto a la tierra. ¡Jamás regresará a Egipto! -. Y las dos se echaron a
llorar.
La cigüeña padre, a
quien contaron aquella fábula, castañeteó con el pico con tanta fuerza, que el
eco resonó a lo lejos.
- ¡Mentira y
perfidia! - exclamó -. Me entran ganas de traspasarles el pecho con el pico.
- ¡Sí, para
rompértelo! - replicó la madre -. ¡Lo guapo que quedarías! Mejor será que
pienses en ti y después en tu familia. ¿Qué te importan los demás?
- Sin embargo,
mañana me pondré al borde del tragaluz de la cúpula, cuando se reúnan los
sabios y eruditos para tratar del estado del enfermo. Tal vez de este modo se
acercarán algo a la verdad.
Y los sabios y
eruditos se congregaron. Hubo muchos y elocuentes discursos. Extendiéronse en
mil detalles; pero la cigüeña no sacó nada en limpio, ni tampoco salió de la
asamblea nada que pudiera aprovechar al enfermo ni a la hija perdida en el
pantano. Sin embargo, bueno será que oigamos algo. ¡Tantas cosas hay que oír en
este mundo!
Para entender lo
ocurrido, conviene ahora que nos remontemos a los principios de esta historia.
Así la podremos comprender bien, o al menos tanto como papá cigüeña.
«El amor engendra
la vida. El amor más alto engendra la vida más alta», había dicho alguien. Y
era una idea muy inteligente y muy bien expresada, al decir de los sabios.
- Es un hermoso
pensamiento - afirmó enseguida papá cigüeña. - No acabo de entenderlo bien -
replicó la madre -, y la culpa no es mía, sino del pensamiento. Pero me importa
un comino, otras cosas tengo en que pensar.
Los sabios se
extendieron luego en largas disquisiciones sobre las distintas clases de amor.
Hay que distinguir el amor que los novios sienten uno hacia el otro, del amor
entre padres e hijos; y también es distinto el amor de la luz por las plantas -
y los sabios describieron cómo el rayo del sol besa el cieno y cómo de este
beso brota el germen -. Todo ello fue expuesto con grandes alardes de
erudición, hasta el extremo de que la cigüeña padre fue incapaz de seguir el
hilo del discurso, y no digamos ya de repetirlo. Quedó muy pensativo y,
entonando los ojos, pasóse todo el día siguiente de pie sobre una pata. Aquello
era demasiado para su inteligencia.
Pero una cosa
entendió papá cigüeña, una cosa que había oído tanto de labios de los
ciudadanos inferiores como de los signatarios más encopetados: que para miles
de habitantes y para la totalidad del país era una gran calamidad el hecho de
que aquel hombre estuviese enfermo sin esperanzas de restablecerse. Sería una
suerte y una bendición el que recuperase la salud. «Pero, ¿dónde crece la flor
que posee virtud para devolvérsela?». Todos lo habían preguntado, consultado
los libros eruditos, las brillantes constelaciones, los vientos y las
intemperies. Habían echado mano de todos los medios posibles, y finalmente la
asamblea de eminencias había llegado, según ya se dijo, a aquella conclusión:
«El amor engendra vida, vida para el padre», con lo cual dijeron más de lo que
ellos mismos comprendían. Y lo repitieron por escrito, en forma de receta: «El
amor engendra vida». Ahora bien, ¿cómo preparar aquella receta? Ahí estaba el
problema. Por fin convinieron unánimemente en que el auxilio debía partir de la
princesa, que amaba a su padre con todo el corazón y toda el alma. Tras muchas
discusiones, encontraron también el medio de llevar a cabo la empresa. Hacía
ahora exactamente un año que la princesa, una noche de luna creciente, a la
hora en que ya el astro declinaba, se dirigió a la esfinge de mármol del
desierto. Llegada frente a ella, hubo de quitar la arena que cubría la puerta
que había a su pie, y seguir el largo corredor que llevaba al centro de la
enorme pirámide, en que reposaba la momia de uno de los poderosos faraones de
la Antigüedad, rodeada de pompa y magnificencia. Debería apoyar la cabeza sobre
el muerto, y entonces le sería revelada la manera de salvar la vida de su
padre.
Todo lo había
cumplido la princesa, y en sueños se le había comunicado que debía partir hacia
el Norte en busca de un profundo pantano situado en tierra danesa. Le habían
marcado exactamente el lugar, y debía traer a su país la flor de loto que
tocara su pecho en lo más hondo de sus aguas. Así es como se salvaría su padre.
Por eso había
emprendido ella el viaje al pantano salvaje, en figura de cisne. De todo esto
se enteraron la pareja de cigüeñas, y ahora también nosotros estamos mucho
mejor enterados que antes. Sabemos que el rey del pantano la había atraído
hacia sí, y que los suyos la tenían por muerta y desaparecida. Sólo el más
sabio de los reunidos añadió, como dijera ya la madre cigüeña: «Ella encontrará
la manera de salvarse», y todos decidieron esperar a que se confirmara esta
esperanza, a falta de otra cosa mejor.
- Ya sé lo que voy
a hacer - dijo cigüeña padre -. Quitaré a las dos malas princesas su vestido de
cisnes. Así no podrán volver al pantano y cometer nuevas tropelías. Guardaré
los plumajes allá arriba, hasta que les encuentre alguna aplicación.
- ¿Dónde los vas a
esconder? - preguntó la madre.
- En nuestro nido
del pantano - respondió él -. Yo y nuestros pequeños podemos ayudarnos
mutuamente para su transporte, y si resultasen demasiado pesados, siempre habrá
algún lugar en ruta donde ocultarlos hasta el próximo viaje. Un plumaje de
cisne sería suficiente para la princesa, pero si hay dos, mejor que mejor. Para
viajar por el Norte hay que ir bien equipado.
- Nadie te lo
agradecerá - dijo la madre -. Pero tú eres el que mandas. Yo sólo cuento
durante la incubación.
En el pueblo del
vikingo, a orillas del pantano salvaje, donde en primavera vivían las cigüeñas,
habían dado nombre a la niña. La llamaron Helga, pero aquel nombre era
demasiado dulce para el temperamento que se albergaba en su hermosa figura. Mes
tras mes iba la niña creciendo, y así pasaron varios años, en el curso de los
cuales las cigüeñas repitieron regularmente su viaje: en otoño rumbo al Nilo, y
en primavera, de vuelta al pantano. La pequeña se había convertido en una
muchacha, y, antes de que nadie se diese cuenta, en una hermosísima doncella de
16 años. Pero bajo la bella envoltura ocultábase un alma dura e implacable. Era
más salvaje que la mayoría de las gentes de aquellos rudos y oscuros tiempos.
Su mayor placer era bañar las blancas manos en la sangre humeante del caballo
sacrificado. En sus accesos de furor mordía el cuello del gallo negro que el
sacerdote se disponía a inmolar, y a su padre adoptivo le decía muy en serio:
- Si viniese tu
enemigo y atase una soga a las vigas de nuestro tejado, y lo levantase
justamente encima de la habitación donde duermes, yo no te despertaría aunque
pudiera hacerlo. No oiría nada, pues aún zumba en mi oído la sangre desde aquel
día en que me pegaste una bofetada. ¡Tengo buena memoria!
Pero el vikingo no
prestaba crédito a sus palabras; como todos los demás estaba trastornado por su
hermosura, y tampoco conocía la transformación interior y exterior que la
pequeña Helga sufría todos los días. Montaba a caballo sin silla, como formando
una sola pieza con su montura, y partía al galope tendido. No se apeaba cuando
el animal se batía con otros de igual fiereza. Completamente vestida se
arrojaba a la violenta corriente de la bahía y salía nadando al encuentro del
vikingo, cuando el bote de éste avanzaba hacia la orilla. De su largo y hermoso
cabello se cortó el rizo más largo, para trenzar con él una cuerda de arco. -
Lo mejor es lo que se hace uno mismo - decía.
La mujer del
vikingo, que, como correspondía a la época y a las costumbres, era de voluntad
firme y carácter recio, en comparación con su hija adoptiva era un ser dulce y
tímido. Por otra parte, sabía que aquella criatura terrible era víctima de un
embrujo.
Cuando la madre
estaba en la azotea o salía al patio, muchas veces Helga se sentía acometida
del perverso capricho de sentarse sobre el borde del pozo y, agitando brazos y
piernas, precipitarse por el angosto y profundo agujero. Impelida por su
naturaleza de rana, se zambullía hasta el fondo. Luego volvía a la superficie,
trepaba como un gato hasta la boca del pozo y, chorreando agua, entraba en la
sala, donde las hojas verdes que cubrían el suelo eran arrastradas por el
arroyuelo.
Pero había un
momento en que Helga aceptaba el freno: el crepúsculo vespertino, durante el
cual se volvía apacible y pensativa, dejándose guiar y conducir. Entonces, un
sentimiento íntimo la acercaba a su madre, y cuando el sol se ponía y se
producía su transformación interior y exterior, se quedaba quieta y triste,
contraída en su figura de rana. Su cuerpo era entonces mucho más voluminoso que
el de este animal, y precisamente esta circunstancia aumentaba su fealdad.
Parecía una enana repugnante, con cabeza de rana y manos palmeadas. Una
infinita tristeza se reflejaba en sus ojos, cuya mirada paseaba en derredor; en
vez de voz emitía un croar apagado, como un niño que solloza en sueños. La
mujer del vikingo la tomaba entonces en su regazo, olvidándose de su horrible
figura, y mirando únicamente a sus tristes ojos. Y muchas veces le decía:
- Casi preferiría
que fueses siempre mi ranita muda. Peor es tu aspecto cuando por fuera pareces
tan bella.
Y escribía runas
contra los hechizos y las enfermedades, y las echaba sobre la infeliz, pero no
lograba ninguna mejoría.
- ¡Quién creería
que fue tan pequeña y que reposó en el cáliz de un lirio de agua! - dijo un día
la cigüeña padre -. Ahora es toda una moza, fiel retrato de su madre egipcia.
Nunca hemos vuelto a verla desde aquel día. No ha conseguido salvarse, como
creísteis tú y el sabio. Año tras año he volado sobre el pantano, pero jamás ha
dado señal de vida. Te lo voy a confesar: aquellos años en que llegaba unos
días antes que tú, para arreglar el nido y poner en orden las cosas, me pasé
cada vez una noche entera volando, como una lechuza o un murciélago por encima
del pantano, y siempre sin resultado. Hasta ahora los dos plumajes de cisne que
traje del Nilo con ayuda de mis pequeños, siguen allí sin servir para nada. Y
tanto como costó el transporte: tres viajes completos hubimos de invertir.
Ahora llevan ya años en el fondo del nido, y si un día hay un incendio y la
casa se quema, se consumirán ellos también.
- Y también nuestro
buen nido - suspiró la cigüeña madre -. Tú piensas menos en él que en los
plumajes y en tu princesa egipcia. ¿Por qué no bajas al pantano y te quedas a
su lado?. Para tu propia familia eres un mal padre; te lo tengo dicho varias
veces, desde que empollé por primera vez. ¡Con tal que esa salvaje chiquilla
del vikingo no nos largue una flecha a las alas! No sabe lo que hace. Y, sin
embargo, esta casa fue nuestra mucho antes que suya, debería tenerlo en cuenta.
Nosotros no nos olvidamos nunca de pagar nuestra deuda; cada año traemos
nuestra contribución: una pluma, un huevo y una cría, como es justo y
equitativo. ¿Crees acaso que cuando la chica ronda por ahí me atrevo a salir
como antes y como acostumbro hacer en Egipto, donde estoy en trato de igualdad
con las personas, sin privarme de nada, metiendo el pico en escudillas y
pucheros? No, aquí me estoy muy quietecita, rabiando por aquella mocosa.
Y rabiando también
por su causa. ¿Por qué no la dejaste en el lirio de agua? No nos veríamos ahora
en estos apuros.
- Bueno, bueno;
eres mejor de lo que harían creer tus discursos - respondió papá cigüeña -. Te
conozco mejor de lo que tú misma puedes conocerte.
Y pegando un salto
y un par de aletazos y estirando las patas hacia atrás, se puso a volar, o,
mejor diríamos, a nadar, sin mover siquiera las alas. Cuando estuvo alejado un
buen trecho dio otro vigoroso aletazo, el sol brilló en sus blancas plumas, y
cuello y cabeza se alargaron hacia delante. ¡Qué fuerza y qué brío!
- Es el más guapo
de todos, esto no hay quien lo niegue - dijo mamá cigüeña -. Pero me guardaré
bien de decírselo.
Los
corredores
Se había concedido
un premio o, mejor dicho, dos premios: uno, pequeño, y otro, mayor, para los
corredores que fueran más veloces; pero no en una sola carrera, sino en el
transcurso de todo un año.
- Yo he ganado el
primer premio dijo la liebre -. Es natural que se imponga la justicia, cuando
en el jurado hay parientes y buenos amigos. Pero eso de que el caracol
obtuviera el segundo premio resulta casi ofensivo para mí.
- De ningún modo -
contestó la estaca, que había actuado como testigo en el acto de la
distribución premios -. También hay que tener en cuenta la diligencia y la
buena voluntad.
Así dijeron muchas
personas de peso, y estuve de acuerdo con ellas. Cierto que el caracol necesitó
medio año para salvar el dintel de la puerta, pero con las prisas se fracturó
el muslo, pues para él aquello era ir deprisa. Ha vivido única y exclusivamente
para su carrera, y además llevaba la casa a cuestas. Todo esto merecía ser
tenido en cuenta. Por eso le dieron el segundo premio.
- También habrían
podido fijarse en mí - dijo la golondrina -. Creo que nadie me ha superado en
velocidad de vuelo e impulso. ¿Dónde no he llegado yo? Lejos y cada vez más
lejos.
- Sí, y ahí está su
desgracia - replicó la estaca -. Da usted demasiadas vueltas. Siempre se marcha
a otras tierras cuando aquí empieza el frío. No demuestra el menor patriotismo.
No se puede tomar en consideración.
- ¿Y qué ocurriría
si durante todo el invierno me quedara en el cenagal? Si me lo pasase todo él
durmiendo, ¿me tomarían en cuenta? - preguntó la golondrina.
- Procúrese un
certificado de la señora del pantano, acreditando que se ha pasado la mitad del
tiempo durmiendo en la patria, y será admitida al concurso.
- Yo merecía el
primer premio, y no el segundo - protestó el caracol -. Sé de buena tinta que
la liebre corrió siempre por miedo, creyendo que había peligro. Yo, en cambio,
hice de la carrera el objetivo de mi vida y me costó quedar inválido, en acto
de servicio. Si alguien mereció el primer premio, ése fui yo. Pero no voy a
armar conflictos ahora; va en contra de mi carácter. - Y escupió su baba.
- Yo doy mi
palabra, y puedo defenderla, de que los premios, al menos por lo que se refiere
a mi voto, se concedieron teniendo en cuenta todas las circunstancias
concurrentes - afirmó el viejo mojón del bosque, que era miembro del colegio de
árbitros -. Yo procedo siempre con el debido orden, con reflexión y
circunspección. Siete veces he tenido ya el honor de formar parte del jurado
dictaminador, pero hasta hoy no he logrado imponer mi criterio. En toda
distribución he partido siempre de algún hecho concreto. Cuando el primer
premio, partí del orden de las letras, empezando por la última, mientras que en
el segundo partí de la primera. Y ahora fíjense ustedes lo que resulta cuando
se parte de la primera: La letra decimoquinta después de la Z, es la L, por eso
voté en favor de la liebre para el primer premio, y la tercera empezando por la
primera es la C; de aquí que para el segundo premio diera mi voto en favor del
caracol. La próxima vez tocará el primer premio a la K, y el segundo a la D. Lo
importante, en todas las cosas, es proceder siempre con orden. Hay que partir
de una base firme.
- Si yo no hubiese
sido miembro del jurado, habría votado en mi favor - dijo el mulo, que había
actuado de juez -. No sólo hay que tener en cuenta la velocidad del avance,
sino también otras circunstancias, por ejemplo, el peso que se puede arrastrar.
No obstante, por esta vez no insistí en ello, ni tampoco hice observar la listeza
de la liebre en la fuga, el talento con que de repente da un salto a un lado
para desconcertar a sus perseguidores. Pero todavía hay otra cosa, que es de
mucho peso y que no debe dejarse de lado; me refiero a lo que llaman «belleza».
Yo lo he tomado en consideración, observando las bellas y desarrolladas orejas
de la liebre. ¡Da gusto ver lo largas que son! Diome la impresión de que me
veía a mí mismo cuando era pequeño. Por eso voté en su favor.
- ¡Bah! - exclamó
la mosca -. Yo sólo diré una cosa, y es que he alcanzado a más de una liebre.
Bien lo sé. No hace mucho que rompí las patas traseras de un lebrato. Me había
instalado sobre la locomotora de un tren; lo hago a menudo, pues es el mejor
modo de observar la propia velocidad. Un lebrato corría muy por delante, sin
sospechar que yo estaba allí; al fin hubo de desviarse, pero la locomotora le
partió las patas traseras, debido a que yo estaba posada encima. La liebre
quedó allí tendida, mientras yo seguía adelante. ¿No es una victoria, esto?
Pero no aspiro al premio; me da igual.
«Paréceme - pensó
la rosa silvestre, aunque se guardó el pensamiento para si, pues no está en su
naturaleza el expresarse de viva voz, aunque aquella ocasión hubiera estado muy
oportuna -, paréceme que el primer premio honorífico correspondería al Sol, y
hasta el segundo, por añadidura. En un santiamén recorre la inconmensurable
distancia que media entre el astro y la tierra, y llega con una fuerza capaz de
despertar a la Naturaleza entera. Y además tiene una belleza tal que nos hace a
las rosas sonrojarnos y perfumar el ambiente. Aquellos encopetados jueces no
parecen haberse dado cuenta de todo esto. Si yo fuese el rayo de sol, les
enviaría una insolación a todos; aunque lo único que conseguiría sería
volverlos locos, y para esto no necesitan ayuda. Mejor es que me calle.
Tengamos paz en el bosque. Es magnífico esto de poder florecer, perfumar y
refrescar, y vivir en la leyenda y en la canción. Pero el rayo de sol nos
sobrevive a todos».
- ¿Cuál es el
primer premio? - preguntó la lombriz de tierra, que se había pasado el tiempo
durmiendo y llegaba tarde.
- Consiste en tener
entrada libre a un huerto - dijo el mulo -; yo lo propuse.
Como forzosamente
tenía que ganarlo la liebre, yo, como miembro pensante y activo, tuve buen
cuidado de considerar la utilidad que reportaría al ganador. Ahora la liebre
está aprovisionada. El caracol puede subirse al muro a lamer el musgo y la luz
del sol; además, se le nombra árbitro para la próxima competición. En eso que
los hombres llaman un comité conviene mucho contar con un especialista. He de
decir que tengo grandes esperanzas en el futuro, pues el principio ha sido
realmente espléndido.
La hoya
de la campana
¡Ding, dang, ding,
dang!, óyese el tañido de la campana procedente del fondo de la selva cruzada
por el río de Odense. ¿Qué río es ése? Todos los niños de la ciudad de Odense
lo conocen; corre abajo, rodeando los jardines, desde la esclusa hasta el
molino, pasando el puente de madera. Crecen en él amarillos «botones de agua»,
cañaverales de hojas pardas y negras cañas aterciopeladas, altas y esbeltas.
Viejos sauces rajados, torcidos y contrahechos, inclinan sus ramas sobre el
«Pantano del monje» y junto al prado de Bleicher; pero enfrente se alinean los
jardines y huertos, todos distintos, ora plantados de hermosas flores y con
glorietas limpias y primorosas, como una casita de muñecas, ora sembrados sólo
de hortalizas.
A veces ni siquiera
se ve el jardín, por los grandes saúcos que allí crecen, al borde mismo de la
corriente, que en algunos es más profunda de lo que el remo puede alcanzar. Más
lejos, frente al convento de señoritas nobles, está el lugar más profundo,
llamado la «Hoya de la campana», y allí vive el genio de las aguas. De día,
cuando los rayos del sol hacen brillar las aguas, el genio duerme; pero sale a
la superficie en las noches estrelladas y de luna. Es muy viejo. Ya la abuela
sabía de él por lo que le había contado su abuela. Dice que lleva una
existencia solitaria, sin nadie con quien hablar, aparte la antigua gran campana.
Esta colgaba antaño del campanario, pero hoy no quedan rastros ni del
campanario ni de la iglesia de San Albani.
¡Ding, dang, ding,
dang!, sonaba la campana cuando la torre existía aún. Un anochecer, al ponerse
el sol y mientras la campana doblaba con todas sus fuerzas, soltóse y voló por
los aires. El bruñido bronce brillaba como carbón ardiente a los rojos rayos
del sol.
- ¡Ding, dang,
ding, dang! ¡Me voy a acostar! - cantó la campana saltando al río y clavándose
en el fondo de su cauce; por eso se ha dado al lugar el nombre de «Hoya de la
campana». Pero no encontró en él sueño ni reposo. En la mansión del genio de
las aguas sigue cantando y sonando. A veces se oye a través del agua, y muchos
dicen que anuncia la próxima muerte de alguna persona. Pero no es verdad; lo
que hace es tocar y narrar historias para el genio, el cual no se siente así
tan solo.
¿Y qué cuenta la
campana? Ya dijimos que es muy vieja, muy vieja; tanto, que ya estaba allí
antes de nacer la abuela de la abuela. Sin embargo, no es más que una niña en
comparación con el genio de las aguas, un individuo viejísimo, estrafalario y
taciturno, que viste calzones de piel de anguila y jubón de escamas de pez, con
botones de agua amarillos, juncos en el cabello y lentejas de agua en la barba,
lo cual no puede decirse que lo embellezca.
Reproducir aquí
todo lo que cuenta la campana nos llevaría muchísimo tiempo. Un año sí y otro
también relata las mismas cosas, de un modo ya conciso, ya prolijo, según el
humor. Habla siempre de los viejos tiempos, duros y tenebrosos.
- En la iglesia de
San Albani, en la torre donde colgaba la campana, el monje subía al campanario.
Era joven y apuesto, pero soñador como ninguno. Miraba por el portillo más allá
del río, cuyo cauce era entonces ancho, y más allá del cenagal, que era un
lago, por encima del verde muro, hasta la «Colina de las monjas», donde se
levantaba el convento, y la luz brillaba en la ventana de la religiosa. La
había conocido mucho - pensaba en ella, y su corazón palpitaba fuertemente
recordándola -, ¡ding, dang, ding, dang!
Así cuenta la
campana.
- Subía también a
la torre el bufón del obispo, y cuando yo, la campana, que soy de bronce,
oscilaba dura y pesadamente, podía haberle aplastado el cráneo. Él se sentaba
debajo de mí, casi tocándome, y se ponía a jugar con dos bastoncitos, como si
tocase la lira, y cantaba: «Aquí puedo cantar en voz alta lo que fuera de aquí
sólo me es dado susurrar. Cantar de todo lo que se encierra en la mazmorra.
Allí reina el frío y la humedad. Las ratas devoran los cuerpos vivos. Nadie lo
sabe. Nadie lo oye. Ni ahora tampoco, pues la campana dobla con gran estruendo:
¡ding, dang, ding, dang!».
- Hubo una vez un
rey - Canuto lo llamaban - que se inclinaba ante los obispos y los monjes, pero
oprimía y vejaba a sus vecinos con pesados tributos y duras palabras. Entonces
ellos se armaron de palos y otras armas y lo expulsaron como si fuese un animal
de la selva. Buscó refugio en el templo, cerrando puertas y portales. La
multitud, airada, se había reunido enfrente; yo la oía. Las urracas, las
cornejas y hasta los grajos se espantaron de tanto griterío y estrépito,
volaban a la torre y volvían a salir, mirando a la muchedumbre del fondo, y por
las ventanas de la iglesia veían también en su interior y decían a voz en grito
lo que veían. El rey Canuto estaba postrado ante el altar, rogando; sus
hermanos Erico y Benedicto montaban guardia con las espadas desnudas, pero el
criado del Rey, el falso Blake, traicionó a su señor. Los de fuera supieron
dónde tenían que disparar: uno arrojó una piedra por la ventana y mató al Rey.
Gritos y clamores se elevaron de la muchedumbre enfurecida y de las bandadas de
aves, y yo uní mi voz a las otras, cantando y tañendo: ¡ding, dang, ding, dang!
- La campana de la
iglesia cuelga a gran altura y ve muy lejos en derredor. La visitan las aves,
cuyo lenguaje entiende. El viento penetra silbando hasta ella, a través de
portillos y huecos y grietas; y el viento lo sabe todo, lo sabe por el aire, el
cual envuelve todo lo que tiene vida, penetra en los pulmones de los seres
humanos, percibe cada sonido, cada palabra, cada suspiro. El aire lo sabe, el
viento lo cuenta, la campana de la iglesia comprende su lenguaje y lo esparce
por el mundo entero: ¡ding, dang, ding, dang!
- Pero oía y sabía
demasiadas cosas. No alcanzaba a lanzarlas todas al espacio. Me fatigué tanto y
me volví tan pesada, que la viga que me sostenía se rompió, y salí volando por
el aire radiante, para precipitarme en el río, en su lugar más hondo, donde
mora el solitario genio de las aguas, y aquí le cuento, año tras año, las cosas
que oí y que sé: ¡ding, dang, ding, dang! - Todo eso dice la campana desde el
fondo del río; la abuela lo ha contado.
Pero nuestro
maestro replica:
- No hay tal
campana que toque allá abajo; no es posible. Ni tampoco hay ningún genio de las
aguas, pues tales seres no existen -. Y cuando todas las otras campanas doblan
alegremente, dice que no son las campanas, sino el aire que vibra, y que él es
quien produce los sonidos; lo curioso es que abuelita afirmaba también que así
lo había dicho la campana, de modo que en esto están de acuerdo; por
consiguiente, no puede caber duda alguna. - ¡Cuidado, cuidado! ¡Fíjate bien en
lo que haces! - decían los dos.
El aire lo sabe
todo. Nos rodea, está dentro de nosotros, habla de nuestros pensamientos y de
nuestras acciones, y lo hace mucho más que la campana de la hoya, donde mora el
genio de las aguas, y lo esparce a lo lejos, muy lejos, hasta los grandes
espacios celestiales, siempre, eternamente, hasta que las campanas del cielo
dan su ¡ding, dang, ding, dang!
El
principe malvado
(leyenda)
Érase una vez un
príncipe perverso y arrogante, cuya única ambición consistía en conquistar
todos los países de la tierra y hacer que su nombre inspirase terror. Avanzaba
a sangre y fuego; sus tropas pisoteaban las mieses en los campos e incendiaban
las casas de los labriegos. Las llamas lamían las hojas de los árboles, y los
frutos colgaban quemados de las ramas carbonizadas. Más de una madre se había
ocultado con su hijito desnudo tras los muros humeantes; los soldados la
buscaban, y al descubrir a la mujer y su pequeño daban rienda suelta a un gozo
diabólico; ni los propios demonios hubieran procedido con tal perversidad. El
príncipe, sin embargo, pensaba que las cosas marchaban como debían marchar. Su
poder aumentaba de día en día, su nombre era temido por todos, y la suerte lo
acompañaba en todas sus empresas. De las ciudades conquistadas se llevaba
grandes tesoros, con lo que acumuló una cantidad de riquezas que no tenía igual
en parte alguna. Mandó construir magníficos palacios, templos y galerías, y
cuantos contemplaban toda aquella grandeza, exclamaban: «¡Qué príncipe más
grande!». Pero no pensaban en la miseria que había llevado a otros pueblos, ni
oían los suspiros y lamentaciones que se elevaban de las ciudades calcinadas.
El príncipe
consideraba su oro, veía sus soberbios edificios y pensaba, como la multitud:
«¡Qué gran príncipe soy! Pero aún quiero más, mucho más. Es necesario que no
haya otro poder igual al mío, y no digo ya superior». Lanzóse a la guerra
contra todos sus vecinos, y a todos los venció. Dispuso que los reyes
derrotados fuesen atados a su carroza con cadenas de oro, andando detrás de
ella a su paso por las calles. Y cuando se sentaba a la mesa, los obligaba a
echarse a sus pies y a los de sus cortesanos, y a recoger las migajas que les
arrojaba.
Luego dispuso el
príncipe que se erigiese su estatua en las plazas y en los palacios reales.
Incluso pretendió tenerla en las iglesias, frente al altar del Señor. Pero los
sacerdotes le dijeron:
- Príncipe, eres
grande, pero Dios es más grande que tú. No nos atrevemos.
- ¡Pues bien! -
dijo el perverso príncipe -. Entonces venceré a Dios -. Y en su soberbia y
locura mandó construir un ingenioso barco, capaz de navegar por los aires.
Exhibía todos los colores de la cola del pavo real y parecía tener mil ojos,
pero cada ojo era un cañón. El príncipe, instalado en el centro de la nave,
sólo tenía que oprimir un botón, y mil balas salían disparadas; los cañones se
cargaban por sí mismos. A proa fueron enganchadas centenares de poderosas
águilas, y el barco emprendió el vuelo hacia el Sol. La Tierra iba quedando muy
abajo. Primero se vio, con sus montañas y bosques, semejante a un campo arado,
en que el verde destaca de las superficies removidas; luego pareció un mapa
plano, y finalmente quedó envuelta en niebla y nubes. Las águilas ascendían
continuamente. Entonces Dios envió a uno de sus innumerables ángeles. El
perverso príncipe lo recibió con una lluvia de balas, que volvieron a caer como
granizo al chocar con las radiantes alas del ángel. Una gota de sangre, una
sola, brotó de aquellas blanquísimas alas, y la gota fue a caer en el barco en
que navegaba el príncipe. Dejó en él un impacto de fuego, que pesó como mil
quintales de plomo y precipitó la nave hacia la Tierra con velocidad
vertiginosa. Quebráronse las resistentes alas de las águilas, el viento zumbaba
en torno a la cabeza del príncipe, y las nubes - originadas por el humo de las
ciudades asoladas - adquirieron figuras amenazadoras: cangrejos de millas de
extensión, que alargaban hacia él sus robustas pinzas, peñascos que se
desplomaban, y dragones que despedían fuego por las fauces. Medio muerto yacía
él en el barco, el cual, finalmente, quedó suspendido sobre las ramas de los
árboles del bosque.
- ¡Quiero vencer a
Dios! - gritaba -. Lo he jurado, debe hacerse mi voluntad - y durante siete
años estuvieron construyendo en su reino naves capaces de surcar el aire y
forjando rayos de durísimo acero, pues se proponía derribar la fortaleza del
cielo. Reunió un inmenso ejército, formado por hombres de todas sus tierras.
Era tan numeroso, que puestos los soldados en formación cerrada, ocupaban
varias millas cuadradas. La tropa embarcó en los buques, y él se disponía a
subir al suyo, cuando Dios envió un enjambre de mosquitos, uno sólo, y nada
numeroso. Los insectos rodearon al príncipe, le picaron en la cara y las manos.
Él desenvainó la espada, pero no hacía sino agitarla en el aire hueco, sin
acertar un solo mosquito. Ordenó entonces que tejiesen tapices de gran valor y
lo envolviesen en ellos; de este modo no le alcanzaría la picadura de ningún
mosquito; y se cumplió su orden. Pero un solo insecto quedó dentro de aquella
envoltura, e, introduciéndose en la oreja del príncipe, le clavó el aguijón,
produciéndole una sensación como de fuego. El veneno le penetró en el cerebro,
y, como loco, despojóse de los tapices, rasgó sus vestiduras y se puso a bailar
desnudo ante sus rudos y salvajes soldados, los cuales estallaron en burlas
contra aquel insensato que había pretendido vencer a Dios y había sido vencido
por un ínfimo mosquito.
Lo que el
viento cuenta
de
Valdemar Daae y de sus hijas
Cuando el viento
pasa veloz por las praderas, la hierba ondea como una cinta; si corre entre las
mieses, las agita como un mar. Es la danza del viento. Pero escúchale contar
sus historias: ¡cómo alza y modula su voz! Es muy distinto su modo de sonar
cuando pasa entre los árboles del bosque o cuando se introduce por los
orificios, huecos y grietas de un viejo muro. ¿Ves cómo allá arriba el viento
impulsa a las nubes cual si fuesen un rebaño de ovejas? ¿Lo oyes aullar aquí
abajo a través de la puerta abierta, como un centinela que toca su cuerno? ¡Qué
misterioso es su silbido cuando baja por la chimenea! En su presencia, el fuego
se aviva y despide chispas, e ilumina la habitación, donde uno se encuentra a
gusto, calentito y el oído atento. Dejadlo contar. Sabe muchas leyendas e
historias, más que todos nosotros juntos. Atiende a su relato: «¡Huuui! ¡Huye,
huye!». Tal es el estribillo de su canción.
- A orillas del
Gran Belt se alza un antiguo castillo de gruesos muros rojos - dice el viento.
- Lo conozco piedra por piedra. Las vi mucho antes, cuando constituían el
castillo de Mark Stig, en Nesset. Pero lo derribaron, y con sus materiales
levantaron otro, una nueva fortaleza situada en otro lugar: el castillo de
Borreby, que todavía sigue en pie.
Yo vi y conocí a
los nobles caballeros y damas, a las varias generaciones que allí vivieron. Voy
a hablaros ahora de Valdemar Daae y de sus hijas.
Iba siempre con la
frente muy erguida, pues era de sangre real. Sabía hacer algo más que cazar el
ciervo y apurar una jarra de vino; y si no, al tiempo, solía decir.
Su esposa andaba
con aire desdeñoso y rígida, vestida de brocado de oro, por los pavimentos de
madera encerada. Los tapices eran preciosos; los muebles, de alto precio y
tallados con arte. La vajilla era de oro y plata; en la bodega se guardaba
cerveza alemana, además de otras cosas. Fogosos corceles negros relinchaban en
la cuadra. Todo era espléndido en el castillo de Borreby cuando reinaba en él
la opulencia.
No faltaban tampoco
hijos: tres lindas muchachas: Ida, Juana y Ana Dorotea; todavía recuerdo sus
nombres.
Eran gente rica,
gente distinguida, nacida y criada en la opulencia. «¡Huuui! ¡Huye!», cantó el
viento, y luego reanudó su historia.
Nunca vi allí, como
en otros antiguos palacios, a la noble señora de la casa manejando el huso
sentada con sus doncellas en el salón. Cantaba, acompañándose con el armonioso
laúd, no sólo las viejas canciones danesas, sino también otras en lengua
extranjera. Todo eran fiestas y banquetes; acudían invitados de cerca y de
lejos; resonaba la música, chocaban los vasos con tanta fuerza, que apagaban mi
voz - decía el viento -. Había allí orgullo, fastuosidad y lujo, mucha
arrogancia; pero faltaba Dios.
- Era un atardecer
del mes de mayo - continuó el viento. - Venía yo de Poniente; en la costa
occidental de Jutlandia había presenciado el naufragio de varios barcos, y,
cruzando por los eriales y la costa cubierta de verdes bosques, atravesé la
Fionia y llegué, soplando furiosamente, al Gran Belt.
Amainé para tomarme
un descanso, en la costa de Zelanda, cerca del castillo de Borreby, rodeado aún
de magníficos robledales.
Los mozos habían
salido a recoger ramas tronchadas, llevándole las mayores y más secas que
encontraban. Con ellas volvían al pueblo, las apilaban y encendían hogueras, y
la juventud bailaba a su alrededor, cantando alegremente.
- Yo seguía
encalmado - prosiguió el viento -, pero muy quedamente soplé a una rama
depositada por el más apuesto de los mozos; prendió el fuego, y levantase una
altísima llama; fue el elegido, el rey de la fiesta, y se apresuró a nombrar a
su pequeña reina entre las muchachas. ¡Qué bullicio, qué alegría! Se estaba
mucho mejor allí que en el rico palacio de Borreby.
Entonces llegaron,
en una soberbia carroza dorada, tirada por seis caballos, la noble señora y sus
tres hijas, finas y delicadas como tres preciosas flores: la rosa, el lirio y
el pálido jacinto. La madre era un ostentoso tulipán; no saludó a nadie de la
alegre multitud, que interrumpió la fiesta para saludarla con reverencias y
acatamientos. Habríase dicho que la señora tenía un palo en el pescuezo.
La Rosa, el Lirio,
el pálido Jacinto, a las tres las vi. ¿Quién las elegiría por reina?, pensé.
Algún apuesto caballero, tal vez un príncipe. ¡Huuui! ¡Huye, huye!
Siguió el coche su
camino, con las ilustres damas, y los campesinos reanudaron sus danzas. Y por
el verano hubo paseos a caballo y excursiones a Borreby, a Tjereby, a todos los
pueblos circundantes.
Mas por la noche,
cuando me levanté - continuó el viento -, la noble señora se acostó para no
volver a levantarse. Ocurrióle lo que a todos los humanos, no es cosa nueva. Valdemar
Daae permaneció un rato a su vera grave y pensativo. El árbol más altivo puede
doblarse, pero nunca quebrarse, decía una voz en su interior. Las hijas
lloraban, y en el palacio todos se secaban los ojos. Dama Daae había huido, ¡y
yo también huí! ¡Huuui! - dijo el viento.
Volví, volví con
frecuencia, a través de Fionia y del Gran Belt, descansé en la orilla de
Borreby, junto al magnífico robledal, donde construían sus nidos el
quebrantahuesos, las palomas torcaces, los cuervos azules y hasta la cigüeña
negra. Era a la entrada la primavera, y unas aves tenían en sus nidos huevos, y
otras, ya pollos. ¡Dios mío, cómo volaban y cómo gritaban! Oíanse hachazos,
golpe tras golpe; iban a talar el bosque. Valdemar Daae quería construir un
barco soberbio, un navío de guerra de tres puentes, para vendérselo al Rey. Por
eso talaba el bosque, que servía a los marinos de señal, y a las aves, de
asilo.
El alcaudón se echó
a volar asustado, pues habían destruido su nido; el quebrantahuesos y las demás
aves del bosque perdieron sus moradas y levantaron el vuelo, sin rumbo,
chillando de angustia y de ira. Yo los comprendía muy bien. Las cornejas y los
grajos gritaban, en son de
burla: ¡Fuera del
nido, fuera del nido, fuera, fuera!
En el bosque, entre
el grupo de leñadores, estaban Valdemar Daae y sus tres hijas, riéndose de
aquel griterío de las aves. Sólo la menor, Ana Dorotea, sentía compasión en el
fondo de su alma; y cuando los hombres se dispusieron a cortar un árbol medio
podrido, en cuyas desnudas hojas anidaba una cigüeña negra, intercedió en favor
del animal y pidió con lágrimas en los ojos que respetasen aquel árbol con su
nido. ¡Era tan poca cosa!
Cortaron,
aserraron, construyeron un barco de tres puentes. El maestro que dirigía la
obra era de descendencia humilde, pero de noble porte y aspecto. En sus ojos y
en su frente se reflejaba la inteligencia, y Valdemar Daae gustaba de escuchar
sus explicaciones, lo mismo que Ida, su hija mayor, que ya contaba quince años.
Y mientras el hombre construía un barco para el padre, edificaba para sí mismo
un castillo de ensueño, donde residirían él y la pequeña Ida, convertidos en
marido y mujer. Y esto hubiera podido realizarse, si aquel castillo hubiese
sido de sillería, con murallas y fosos, con bosque y mar. Pero con todo su
talento, el maestro era un pobre diablo. ¿Qué buscaba el gorrión en la sociedad
de las grullas? ¡Huuui! Yo emprendí el vuelo, y él también, pues no le
permitieron continuar allí, y la pobre Ida hubo de consolarse. ¿Qué remedio le
quedaba?
En el establo
relinchaban los negros corceles; eran dignos de ver, y muy renombrados. El Rey
había enviado al almirante a inspeccionar el nuevo buque de guerra y negociar
su compra. El almirante se hizo lenguas de los fogosos caballos; yo lo oí
perfectamente - dijo el viento -. Seguí a los personajes a través de la puerta
abierta, esparciendo paja ante sus pies como si fuesen varillas de oro. Este
metal era lo que quería Valdemar Daae, mientras el almirante ambicionaba los
negros corceles; por eso los alababa tanto. Mas no lo comprendieron, y el barco
no fue adquirido, y se quedó anclado y reluciente en la orilla, cubierto de
tablas; una segunda arca de Noé destinada a no navegar nunca. ¡Huuui! ¡Huye,
huye! ¡Qué lástima!
En invierno, cuando
los campos estaban cubiertos de nieve, los hielos flotantes invadían el Gran
Belt y yo permanecía inmóvil en la costa - prosiguió el viento -; llegaron
grandes bandadas de cuervos y cornejas, si uno negro, el otro más. Posáronse
sobre el barco desierto, solitario, muerto, y se lamentaron a voz en grito por
el bosque desaparecido, por los muchos nidos de pájaros destruidos, por los
viejos y jóvenes que habían quedado sin hogar. Y todo ello por causa de aquel
enorme artefacto, de aquel altivo navío que jamás se haría a la mar.
Yo me puse a
arremolinar los copos de nieve que, en forma de grandes ondas, fueran
depositándose en torno al barco y encima del mismo. Hice que se oyera mi voz,
¡cuántas cosas tiene por decir la tempestad! Hice lo posible para que supiera
lo que ha de saber un barco. ¡Huuui! ¡Adelante!
Y pasó el invierno,
inviernos y veranos llegaron y se fueron como yo, como pasa rápidamente la
nieve, como se marchitan las flores del manzano y como caen las hojas de los
árboles. ¡Anda, anda, pasa! ¡Huuui! Los hombres pasan también.
Pero las hijas eran
aún jóvenes. Ida, una verdadera rosa, finísima como cuando la viera el
constructor del barco. Muchas veces me metía yo en su largo cabello castaño,
cuando ella estaba pensativa en el jardín junto al manzano, sin darse cuenta de
que yo esparcía las flores sobre su cabeza. Al notar que se le deshacía el
cabello, levantaba la mirada al sol ardiente y al fondo dorado del cielo, por
entre los oscuros arbustos y árboles.
Su hermana Juana
era como un lirio, lozana y erguida, orgullosa y arrogante y, como su madre,
con el cuello envarado. Le gustaba entrar en el gran salón, de cuyas paredes
colgaban los retratos de sus antepasados. Las señoras aparecían pintadas en
vestidos de terciopelo y seda, tocadas con pequeñas cofias bordadas de perlas.
¡Eran realmente bellas damas! Los hombres llevaban armaduras o preciosos mantos
de piel de ardilla y valonas azules. Llevaban la espada sujeta al muslo, no a
la cintura. ¿Dónde colocarían algún día el retrato de Juana, y qué tal
parecería su noble esposo? Sí, en esto pensaba y de esto hablaba en voz baja;
yo la oía cuando pasaba por el largo corredor y me daba la vuelta.
Ana Dorotea, el
pálido jacinto, una niña de catorce años, era reposada y soñadora. Sus grandes
ojos, azules como el mar, miraban con expresión pensativa, pero en torno a la
boca se dibujaba una sonrisa infantil. Yo no podía borrársela de un soplo, ni
tampoco lo quería.
Me la encontraba en
el jardín, en el valle y en los campos, recogiendo hierbas y flores que, como
yo sabía, utilizaba su padre para elaborar bebidas y gotas, pues conocía el
arte de destilar. Valdemar Daae era altivo y orgulloso, pero muy instruido;
sabia muchas cosas. Bien se veía, y se comentaba; incluso en verano el fuego
ardía en su chimenea, y la puerta de su habitación permanecía cerrada. Pasábase
día y noche encerrado en ella, mas casi nunca hablaba de lo que allí hacía: las
fuerzas de la Naturaleza deben ser dominadas en silencio; pronto descubriría lo
más valioso: el rojo oro.
Por eso ardía la
chimenea, por eso chisporroteaba la leña y levantaba llamas. Sí, allí estaba yo
también - seguía contando el viento -. ¡Huye, huye!, cantaba yo por la
chimenea. Y todo era humo, carbones y cenizas. ¡Te quemarás! ¡Huuui! ¡Huye,
huye!
Pero Valdemar Daae
no huyó.
Los magníficos
corceles del establo, ¿qué se hicieron? ¿La antigua vajilla de oro y plata del
armario y la vitrina, las vacas del prado, los bienes del castillo? ¡Pueden
fundirse! Fundirse en el crisol, y, sin embargo, no dan oro.
Fueron vaciándose
las eras y los graneros, las bodegas y los desvanes. Cuanto menos gente, más
ratones. Hendióse un cristal, otro se rompió; ya no necesitaba yo entrar por la
puerta - prosiguió el viento -. Dicen que donde humea la chimenea es que se
cuece la comida. Allí, empero, la chimenea echaba humo, pero se tragaba toda la
comida por el maldito oro.
Soplaba yo en la
puerta del castillo como un guardián que toca el cuerno, mas allí no había
ningún guardián. Hacía girar la veleta de la punta de la torre, y ella
rechinaba como si el vigilante estuviese roncando allá arriba; pero no había
ningún vigilante, sino sólo ratas y ratones. Pobreza en la mesa, pobreza en el
vestir, pobreza en la despensa. Las puertas se salían de sus goznes, en los
muros se abrían grietas y rajas. Yo entraba y salía - continuó el viento - por
eso entro en detalles.
Entre el humo y la
ceniza, las preocupaciones y las noches de insomnio, iba blanqueándose el pelo
de la barba y de las sienes; la piel se volvía rugosa y amarilla, y en los ojos
brillaba la llama de la codicia, en espera del oro.
Yo le soplaba el
humo y la ceniza de la cara y de las barbas; en vez de oro llegaban deudas. Yo
cantaba a través de los rotos cristales y de las abiertas grietas, entraba
soplando en los dormitorios de las hijas, donde los vestidos parecían descoloridos
y deshilachados, pues no podían renovarse. ¡No era aquella la canción que
oyeran las niñas en sus cunas! Tanta riqueza se había trocado en miseria. Sólo
yo seguía cantando en el castillo. Arremolinaba la nieve alrededor; dicen que
eso calienta. Leña no había, pues el bosque estaba talado; ¿de dónde sacarla?
El frío era terrible. Yo me metía por los portillos y corredores, por encima de
la fachada y de los muros, para no perder el buen humor. En la casa, el frío
obligaba a las nobles hijas a quedarse acostadas, y también el padre se
refugiaba bajo la manta de pieles. Nada en que hincar el diente, nada para
quemar. ¡Qué vida para unos grandes señores! ¡Huuui! ¡déjalo! Pero el señor
Daae yo no podía dejarlo.
Después del
invierno viene la primavera - decía -; tras los malos tiempos vendrán los
buenos... Pero, ¡cómo se hacen esperar! Toda la hacienda está hipotecada. Es el
último respiro... Luego vendrá el oro. ¡Para Pascua! Lo oí murmurar
dirigiéndose a un nido de arañas: «¡Oh, hábil tejedora! Tú me enseñas a
resistir. Cuando te desgarran el nido, vuelves a empezar hasta que lo terminas.
Una y otra vez pones manos a la obra, sin cansarte nunca. Así es como hay que
hacer. Y luego viene el premio».
Era la mañana de
Pascua. Doblaban las campanas, y el sol brillaba en el cielo. Él, consumido por
la fiebre, había estado velando, cociendo y enfriando, mezclando y destilando.
Lo oía suspirar como alma en pena, lo oía rogar y retener el aliento. La
lámpara se había apagado, pero él no se daba cuenta. Yo soplé en el rescoldo;
se reflejó en su cara macilenta, que cobró un vivo tinte, con los ojos hundidos
en las órbitas, pero agrandándose por momentos, como si fuesen a saltarle de
ellas.
- ¡Mirad el cristal
alquímico! - exclamó -. ¡Qué destellos lanza! ¡Es ígneo, puro y pesado! - Lo
levantó con mano temblorosa, gritando con lengua insegura: - ¡Oro, oro! -
Entróle vértigo; yo habría podido derribarlo - dijo el viento -, pero me limité
a soplar sobre las brasas y lo seguí, por la puerta, al aposento donde sus
hijas estaban helándose. Irguióse con toda su estatura y, levantando el rico
tesoro contenido en el crisol: - ¡Lo tengo, lo tengo! ¡Oro! - gritó, alzando al
mismo tiempo el recipiente que brillaba al sol; pero la mano le temblaba, y el
crisol se le cayó al suelo, rompiéndose en mil pedazos. Se había esfumado la
última burbuja de su felicidad. ¡Huuui! ¡Vete, vete! Me marché del palacio del
buscador de oro.
Ya muy avanzado el
año, cuando aquí los días son cortos, y la niebla húmeda exprime sus gotas
sobre las bayas rojas y las ramas desnudas, volví a estas tierras con nuevos
ánimos, aireándolo todo, barriendo con mis soplos las nubes del cielo y
quebrando las ramas secas. Es un trabajo vulgar, pero alguien tiene que
hacerlo. También limpiaban en el castillo de Borreby, de Valdemar Daae, pero de
un modo muy distinto. Su enemigo Ove Ramel, de Basnäs, había comprado en
pública subasta, el palacio con todo su ajuar. Yo tamborileaba contra los rotos
cristales, golpeaba con las carcomidas puertas, silbaba por entre las grietas y
hendeduras: ¡Huuui! Al señor Ove no le entrarían ganas de quedarse. Ida y Ana
Dorotea lloraban amargas lágrimas. Juana permanecía enhiesta y pálida,
mordiéndose al pulgar hasta hacerlo sangrar. ¡De poco le serviría! Ove Ramel
permitió al señor Daae seguir viviendo en el palacio hasta el fin de sus días,
sin que el otro le diera las gracias. Yo escuchaba. Vi al noble arruinado
erguir la cabeza con orgullo y enderezar el cuello, y entonces arremetí contra
el edificio y los viejos tilos, con tanta fuerza que rompí la más gruesa de las
ramas, aunque no estaba podrida; ante la puerta cayó, como una escoba, por si
alguien quería barrer. Y ¡vaya si barrieron! ¡Bien lo decía yo!
Fue un momento muy
duro. El tiempo parecía haberse detenido. Pero el hombre se mantenía terco, el
cuello tieso. Nada poseían ya, aparte los vestidos que llevaban puestos. ¡Ah,
sí! una retorta nueva que acababan de comprar y que habían llenado con los
restos barridos del suelo, el tesoro que tanto prometía y que no era nada.
Valdemar Daae se la escondió en el pecho, y, empuñando el bastón, el un día
opulento señor se marchó del castillo con sus tres hijas. Yo soplaba frío en
sus mejillas ardientes, le acariciaba la barba gris y el largo cabello blanco,
cantando con todas mis fuerzas: ¡Huuui! ¡Huye, huye, huye! Era el fin de toda
aquella opulencia y grandeza.
Ida y Ana Dorotea
iban una a cada lado de su padre. Juana se volvió al pasar bajo la puerta
principal. ¿Para qué? La fortuna no iba a volver. Miró los rojos sillares de
los muros del castillo de Mark Stig y se acordó de sus hijas:
La mayor tomó de la mano a la más
joven y se fueron las dos por el mundo.
¿Pensaba en aquella canción? Ellas eran tres y su padre. Siguieron a pie el camino que otrora recorrían en coche. Hubiérase dicho una familia de mendigos. Iban a Smidstrup Mark, una casa de barro alquilada por tres marcos al año, la nueva mansión señorial de paredes vacías y vacíos platos. Las cornejas y los grajos volaban sobre ellos, gritando en son de burla: «¡Fuera del nido, fuera del nido, fuera, fuera!», como habían gritado las aves del bosque de Borreby cuando derribaron sus árboles.
El caballero Daae y sus hijas tal vez los oyeron. Yo les soplé a los oídos. ¡De qué les serviría oírlo!
Fuéronse a la casa de barro de Smidstrup Mark, y yo proseguí mi camino, por pantanos y campos, por setos pelados y bosques desnudos, hacia el mar abierto, hacia otras tierras. ¡Huuui! ¡Huye, huye! Y así año tras año.
* * *
¿Qué fue de Valdemar Daae? ¿Qué fue
de sus hijas? Oigamos al viento:La última que vi de las tres, por última vez, fue a Ana Dorotea, el pálido jacinto, vieja ya y encorvada; había transcurrido medio siglo. Vivió más que las otras, y conocía toda la historia.
Allá en el erial, cerca de la ciudad de Viborg, alzábase la nueva y espléndida casa del preboste, de roja piedra y recortado frontón; un humo espeso salía de la chimenea. La señora y sus hermosas hijas, sentadas en el mirador, miraban, por encima del espino colgante del jardín, hacia el pardo erial del fondo. ¿Qué miraban? Un nido de cigüeñas en el techo de una casa ruinosa. El techo, si así puede llamarse, era de musgo y paja, aunque la mayor parte lo cubría el nido. Era lo único que aún quedaba firme; la cigüeña lo mantenía en pie.
Era una casa para ser vista, no para ser tocada; yo tenía que pasar con cuidado - dijo el viento -. No la habían derribado en consideración a la cigüeña, y, por otra parte, servía de espantapájaros. El preboste no quería echar a la cigüeña; por eso la choza fue respetada, y por eso la infeliz que la ocupaba pudo seguir habitándola. Debía agradecérselo al ave de Egipto - ¿o quizás a aquella vez que, en el bosque de Borreby, intercedió por su silvestre hermano negro? -. Entonces era una niña, un delicado y pálido jacinto del noble jardín. Bien se acordaba de aquellos días Ana Dorotea.
¡Oh, oh! - los hombres pueden suspirar, como suspira el viento entre los juncos y cañas. ¡Ay, no doblaron las campanas sobre tu sepultura, Valdemar Daae! No cantaron los pobres escolares cuando fue depositado en la tierra el ex-señor de Borreby. A todo le llega su fin, hasta a la miseria. La hermana Ida casó con un labriego, y aquélla fue para el padre la prueba más dura de todas. ¡Marido de su hija, un mísero siervo al que su señor habría podido condenar al potro! Y ahora, pudriéndose bajo tierra. ¿Y tú también, Ida? ¡Oh, sí, oh, sí! ¡Soy yo, pobre vieja, la que estoy aún aquí! ¡Mísera de mí, mísera de mí! ¡Ácórreme, Jesús mío!
Ésta era la plegaria de Ana Dorotea en la ruinosa choza donde la dejaban vivir por consideración a la cigüeña.
A la más animosa de las hermanas la adopté yo - dijo el viento -. Púsose el vestido apropiado y se contrató como remero con un patrón de barco. Era parca de palabras, dura de gesto, pero presta al trabajo. Sin embargo, no sabía trepar; por eso la arrojé por la borda antes de que descubriesen que era mujer; y obré muy sensatamente - añadió el viento.
Una mañana de Pascua, como aquella en que Valdemar Daae había creído encontrar el oro, oí debajo del nido de cigüeñas, entre las ruinosas paredes, un canto religioso: el último que salía de los labios de Ana Dorotea.
No había ni un cristal, y sí sólo un agujero en la pared; el sol entraba por él, como un ascua de oro. ¡Aquello sí era brillo! ¡Quebráronse sus ojos y quebróse su corazón! Pero también lo habrían hecho, aunque no hubiese brillado el sol.
La cigüeña le proporcionó un techo hasta la hora de su muerte. Yo canté junto a su tumba - dijo el viento -. Canté también junto a la de su padre, sé dónde están las dos, no lo sabe nadie sino yo.
¡Nuevos tiempos, otros tiempos! Antiguos caminos se convierten en campos abiertos, fosos cercados pasan a ser carreteras, y pronto llega la locomotora, con su hilera de vagones rodando estruendosamente sobre aquellos fosos colmados, de los que no quedan ni los hombres. ¡Huuui! ¡Huye, huye!
Ésta es la historia de Valdemar Daae y de sus hijas. Contadla mejor vosotros, si podéis - dijo el viento, volviendo la espalda.
Ya está fuera.
La niña
que pisoteó el pan
Seguramente habrás
oído hablar de la niña que pisoteó el pan para no ensuciarse los zapatos, y de
lo mal que lo pasó. La historia está escrita y anda por ahí impresa.
Era una niña hija
de padres pobres, pero orgullosa y altanera; tenía mal fondo, como suele
decirse. Ya de muy pequeña se divertía cazando moscas, arrancándoles las alas y
soltándolas luego. Cazaba también escarabajos y abejorros, los clavaba en una
aguja y los ponía sobre una hoja verde o un pedazo de papel; la bestezuela se
agarraba a él y hacia toda clase de contorsiones para librarse de la aguja.
¡El abejorro está
leyendo! - exclamaba la pequeña Inger, que así se llamaba -, fijaos cómo vuelve
la página.
A medida que fue
creciendo, en vez de mejorar puede decirse que se volvió peor. Hermosa sí lo
era, para su desgracia, pues de otro modo habría llevado buenos azotes.
- ¡Una buena
paliza, necesitarías! - decíale su propia madre -. De pequeña me has pisoteado
muchas veces el delantal; mucho me temo que de mayor me pisotees el corazón.
Y así fue.
Entró a servir en
una casa de personas distinguidas, que la trataron como a su propia hija,
vistiéndola como tal, con lo que creció aún su arrogancia.
Al cabo de un año
le dijo su señora:
- Deberías visitar
a tus padres, mi querida Inger.
Fue, pero solamente
para exhibirse. Quería que viesen lo guapa que se había vuelto. Mas al llegar a
la entrada del pueblo y ver a las muchachas y los mozos charlando en el
estanque, y a su madre descansando sentada en una piedra, pues venía cargada
con un haz de leña que había recogido en el bosque, Inger dio media vuelta. Se
avergonzaba de tener por madre a aquella tosca mujer cargada con un haz de
leña, ahora que iba tan lindamente vestida. No le remordió haberse vuelto; sólo
sentía enojo por haberse acicalado para nada.
Transcurrió otro
medio año.
- Deberías ir a tu
casa a ver a tus padres, querida Inger - volvió a decirle su señora -. Ahí
tienes un pan de trigo; puedes llevárselo. Estarán contentos de verte.
Inger se puso el
mejor vestido y los zapatos nuevos. Levantándose la bonita falda, caminaba con
gran precaución para no ensuciarse el calzado. Ningún mal había en ello, claro
está. Pero llegada al punto en que el sendero cruzaba un cenagal y el agua
formaba un gran charco, tiró el pan al suelo, en medio del barro, para poder
apoyar el pie sobre él y no mojarse los zapatos. Y mientras estaba con un pie
sobre el pan y con el otro levantado, hundióse el pan y la muchacha desapareció
en el agua. Un momento después sólo se veía una negra charca burbujeante.
Así dice la
historia.
Pero, ¿qué fue de
ella? Pues fue a parar a la mansión de la mujer del pantano, que habita en su
fondo. La mujer del pantano es la tía de las elfas. Éstas son muy conocidas,
pues andan por ahí en canciones y las han pintado muchas veces; pero de la
mujer la gente sólo sabe que cuando en verano salen de los prados vahos y
vapores, es que ella está preparando cerveza. Precisamente fue a parar Inger a
su destilería, donde no es posible aguantar mucho tiempo. Una cloaca cenagosa
es un aposento claro y lujoso en comparación con la destilería de la mujer del
pantano. Los barriles apestan de tal modo, que al olerlos uno cae sin sentido.
Estos barriles están apilados unos sobre otros, y por los pequeños espacios que
quedan entre ellos, y que podrían servir para escabullirse, asoman sapos
viscosos y gordas culebras que yacen allí en un revoltijo.
Pues allí fue a dar
con sus huesos la pequeña Inger. Y aquel repugnante hormiguero era tan
terriblemente helado, que la chica tiritaba de pies a cabeza y sentía que se
iba quedando aterida. Seguía aferrada al pan, el cual la atraía cada vez más
abajo, como un botón de ámbar atrae una pajuela.
La mujer estaba en
casa. Precisamente aquel día el diablo y su abuela habían ido a visitar la
destilería. Esta abuela es una bruja muy vieja y perversa, que nunca está
ociosa. Jamás sale sin llevarse su labor de costura; también la traía en
aquella ocasión. Estaba cosiendo insidias en el calzado de los hombres para
hacerles perder el sosiego; bordaba mentiras y palabras ponzoñosas, dejadas
caer por descuido, todo para daño y perdición de las personas. Sí, sabía coser,
bordar y hacer ganchillo, la vieja bruja.
Al ver a Inger,
calóse las gafas y la examinó con atención.
- Esta es una chica
que tiene buenas prendas - dijo -. Me gustaría que me la regalaras, como
recuerdo de esta visita. Puesta sobre un pedestal, será un buen adorno para el
vestíbulo de mi nieto.
Y se la dieron, con
lo cual la pequeña Inger fue a parar al infierno. No siempre se va
directamente a él; también se puede llegar por caminos indirectos, cuando uno
tiene disposición.
Era un vestíbulo
interminable; os entraría vértigo si lo miraseis hacia delante, y lo mismo si
lo miraseis hacia atrás. Se agolpaba en él una gran multitud, con el corazón
roído de angustia. Aguardaban a que les abriesen la puerta de la gracia. ¡Ya
podían esperar! Grandes arañas, gordas y tambaleantes, les rodeaban los pies
con telas milenarias, que les apretaban como torniquetes y les sujetaban como
cadenas de cobre; y sobre eso reinaba una eterna inquietud, la inquietud de la
pena de cada alma. El avaro se había olvidado la llave de su caja de caudales,
y sabía que la había dejado en la cerradura. Resultaría demasiado largo
enumerar todos los tormentos y penalidades que allí se sufrían. Inger, puesta
sobre un pedestal, con los pies clavados al pan, sufría indeciblemente.
- ¡Así le pagan a
una por haber procurado no ensuciarse los pies! - decía para sus adentros -
¡Oh! ¿Por qué me miran todos con esos ojos? -. Porque en efecto, todos la
miraban; sus malos pensamientos se les reflejaban en los ojos y hablaban sin
abrir la boca. Era espantoso verlos.
«¡Debe ser un
regalo mirarme - pensó Inger -, con mi bonita cara y mis buenos vestidos!»; y
volvió los ojos, pues no podía volver la cabeza, con lo rígida que tenía la
nuca. ¡Señor, y cómo se había emporcado en la destilería! En esto no había
pensado. Sus ropas aparecían como recubiertas de una gran mancha de barro; una
culebra se le había enroscado en el pelo y se columpiaba sobre su pescuezo, y
de cada pliegue del vestido salía un sapo, que ladraba como un perrillo
asmático. Resultaba muy molesto. «Cuantos están aquí tienen un aspecto tan
horrible como yo», se dijo para consolarse.
Mas lo peor era el
hambre espantosa que la atormentaba. ¿No podía bajarse a coger un poco del pan
que le servía de base? Pues no; tenía el dorso envarado, los brazos y manos
rígidos, todo el cuerpo como una columna de piedra. Solamente podía mover los
ojos, revolverlos del todo y hasta mirar a sus espaldas. Esto es lo que hizo;
pero, ¡qué horror! Vio subir por sus ropas una larga hilera de moscas, que
treparon hasta su cara, pasando y volviendo a pasar sobre sus ojos. Ella bien
parpadeaba, pero los insectos no se marchaban, pues no podían volar; les habían
arrancado las alas, y ahora sólo podían andar.
¡Qué tormento
aquél!, y por añadidura el hambre. Al fin parecíale que los intestinos se
devoraban a sí mismos, y se sintió vacía por dentro, terriblemente vacía.
Como esto se
prolongue, no podré resistirlo - dijo. Pero no había más remedio que aguantar,
y el tormento continuaba.
Cayó entonces sobre
su cabeza una lágrima ardiente, que, rodándole por la cara y el pecho, fue a
parar sobre el pan; y luego otras lágrimas, y otras muchas. ¿Quién lloraba por
la pobre Inger? ¿No tenía acaso una madre en la Tierra? Las lágrimas de dolor
que una madre derrama por sus hijos, alcanzan siempre a éstos, pero no los
redimen; queman y sólo contribuyen a aumentar sus sufrimientos. Y luego aquel
hambre insufrible, sin poder llegar al pan que tenía bajo el pie. Al fin
experimentó la sensación de tener consumidas todas las entrañas y ser como una
delgada caña hueca que captaba todos los sonidos. Oía claramente cuanto sobre
ella decían en la Tierra, y por cierto que todo eran palabras duras y de
censura. Su madre lloraba lágrimas salidas de su afligido corazón, pero
exclamaba al mismo tiempo:
- ¡La soberbia trae
la caída! Esta fue tu desgracia, Inger. ¡Cómo afligiste a tu madre!
Todos los de allá
arriba conocían su pecado, sabían que había pisoteado el pan y que se había
hundido y desaparecido. El pastor, que lo había visto todo desde una altura, lo
había contado.
- ¡Cuántas penas me
has causado, Inger! - se lamentaba la buena mujer-. ¡Bien me lo temía!
«¡Ay! ¡Mejor me
hubiera sido no nacer! - pensó Inger ¿De que pueden servirme ya las lágrimas de
mi madre?».
Oyó cómo sus
señores, aquellas gentes bondadosas que la habían tratado como a su propia
hija, decían:
- ¡Era una chica
perversa! En vez de respetar los dotes de Dios Nuestro Señor, los pisoteó.
Difícilmente se le abrirán las puertas de la gracia.
«Debieron de haberme
educado mejor - pensó Inger -. ¡Por qué no me corrigieron mis caprichos y
defectos, si es que los tenía!».
Oyó cantar una
canción que hablan compuesto sobre ella, y que se titulaba: «La muchacha
orgullosa que pisoteó el pan para no mancharse los zapatos», y que se difundió
por toda la comarca. «¡Tener que oír todo esto y padecer tanto, además! -
pensaba. ¿Por qué no se castiga a los demás por sus pecados? ¡Cuánto habría que
castigar! ¡Oh, qué sufrimiento!».
Y su alma se
endurecía más aún que su exterior.
- ¿Y en esta
compañía quieren que me mejore? ¡No quiero corregirme! ¡Uf, con qué ojos
desencajados me miran!
Y en su corazón
había sólo enojo y rencor hacia todos los hombres. - Así tienen allá arriba
algo de qué hablar. ¡Ay, cómo me atormentan!
Y después oyó cómo
contaban su historia a los niños, y los pequeños la llamaban la impía Inger.
- Era tan mala -
decían - y tan fea, que es de suponer que ha hallado el castigo, merecido.
De la boca de los
niños no salían sino palabras duras contra ella.
Sin embargo, un día
que la roían como de costumbre la ira y el hambre, oyó que pronunciaban su
nombre y contaban su historia a una criaturita inocente, una niña, la cual
prorrumpió en llanto al escuchar la narración sobre aquella Inger soberbia y
coqueta.
- ¿Y nunca más
volverá a la Tierra? - preguntó la chiquilla. Y le respondieron: - Nunca más.
- Pero, ¿y si
pidiese perdón y prometiese no volver a hacerlo?
- Pero es que no
quiere pedir perdón - contestaron.
- ¡Oh, yo quiero
que se arrepienta! - exclamó la pequeña, desconsolada -. Daría toda mi casa de
muñecas a cambio de que pudiese volver. ¡Debe ser tan horrible para la pobre
Inger!
Aquellas palabras
llegaron al corazón de Inger, que sintió un gran alivio. Era la primera vez que
alguien decía: «¡Pobre Inger!», sin añadir nada acerca de sus pecados. Una
niñita inocente lloraba y rogaba por ella; parecióle tan maravilloso, que
también ella habría llorado; pero no podía, y aquello fue un nuevo tormento.
En la Tierra iban
transcurriendo los años, pero allá abajo nada cambiaba. Sólo que cada día
llegaban a sus oídos menos conversaciones acerca de ella. Una vez distinguió un
suspiro:
- Inger, Inger,
¡cuántas penas me has costado! ¡Bien lo presentí! -. Era su madre moribunda.
Alguna que otra vez
pronunciaban su nombre sus antiguos señores, y la anciana solía exclamar con su
dulce acento habitual: ¡Quién sabe si algún día volveré a verte, Inger! Uno no
sabe nunca adónde va.
Pero Inger
comprendía perfectamente que su bondadosa ama no iría a parar nunca al sitio
donde estaba ella.
Y transcurrió otro
período de tiempo, largo y duro.
Y he aquí que Inger
oyó otra vez pronunciar su nombre, y al mismo tiempo vio que sobre ella
centelleaban dos límpidas estrellas. Eran dos ojos dulces, que se cerraban
sobre la Tierra. Habían pasado tantos años desde que la niñita había llorado
inconsolable por la suerte de la pobre Inger, que aquella criaturita se había
transformado en una anciana, a quien Dios se disponía a llamar a su seno. Y en
el preciso momento en que sus pensamientos se desprendían de toda la vida
terrena para elevarse al cielo, acordóse de que, siendo muy niña, había llorado
al oír la historia de Inger. Aquel tiempo y aquella impresión se presentaron
con tal intensidad en el alma de la anciana a la hora de la muerte, que, en voz
alta, rezó esta oración: «Señor, Dios mío, ¡cuántas veces no he pisoteado, como
Inger, los dones de Tu gracia sin detenerme a pensarlo! ¡Cuántas veces he
pecado de soberbia, y, sin embargo, Tú, en tu misericordia, no has permitido
que me perdiera, sino que me has sostenido! ¡No me abandones en mi última
hora!».
Los ojos corporales
de la anciana se cerraron, y los ojos de su espíritu se abrieron al mundo de
las cosas ocultas. Y como Inger había ocupado sus últimos pensamientos, la vio,
vio lo hondo que había caído, y ante el espectáculo, los ojos de la buena mujer
se llenaron de lágrimas. Se presentó en el reino de los cielos como un niño,
llorando por causa de Inger. Sus lágrimas y oraciones resonaban como un eco en
la hueca envoltura de allá abajo, que cubría el alma encadenada y atormentada;
y sintióse como vencida por aquel amor nunca soñado de que inesperadamente era
objeto: un ángel del Señor lloraba por ella. ¿Cómo había merecido aquella
piedad? El alma atormentada pasó revista a todas las acciones de su existencia
terrena, y la sacudió un torrente de lágrimas como jamás había derramado.
Invadiéronla una gran aflicción y tristeza, parecióle que nunca se abrirían
para ella las puertas de la gracia, y mientras así lo veía con un íntimo
sentimiento de contrición, de repente un rayo de luz penetró en los abismos
infernales. Aquel rayo se acercaba con una fuerza mayor que la del sol que
derrite el muñeco de nieve levantado por los niños en el patio; y con mayor
rapidez que se funde el copo de nieve que, cayendo en la boca del niño, se
convierte en una, gota de agua, fundióse también en vapor la figura petrificada
de Inger. Un pajarillo se elevó volando, con el zigzag del rayo, hacia el mundo
de los humanos, pero, temeroso y tímido, retrocedió ante el espectáculo que
veía. Sentía vergüenza de sí mismo y de todos los seres vivos, y apresuróse a
buscar un refugio en un agujero oscuro, que descubrió en un muro derruido.
Quedóse allí hecho un ovillo, temblando con todo el cuerpo, sin articular un
sonido, pues carecía de voz. Permaneció inmóvil largo rato antes de poder
acostumbrarse a toda aquella magnificencia y de ser capaz de comprenderla. Sí,
era magnífico lo que te rodeaba. ¡El aire era tan puro, tan claro el brillo de
la luna, tan dulce la fragancia de los árboles y plantas! Y, además, había
tanto silencio y tanto misterio en aquel lugar, y su plumaje era tan nítido y
tan lindo. ¡Cuánto amor y cuánta grandeza había en todo lo creado! Todos estos
pensamientos que se agitaban en el pecho del avecilla, habría querido
exteriorizarlos ella en un canto, pero no podía. ¡Cuán a gusto se habría echado
a cantar, como lo hacen en primavera el cuclillo y el ruiseñor! Dios Nuestro
Señor, que percibe incluso el mudo canto del gusano, oyó también aquél que se
elevaba en acordes mentales, como el salmo resonaba en el pecho de David antes
de ser expresado en palabra y en melodía.
Aquellas canciones
sin palabras fueron creciendo y madurando en el curso de las semanas. Romperían
al primer aletazo de una buena acción. Era necesario que esta buena acción se
realizase.
Acercábase la santa
fiesta de la Nochebuena. El campesino clavó una percha junto a la pared, y
sujetó en ella una gavilla de avena sin trillar para que también las avecillas
del cielo pudiesen celebrar las Navidades con una buena comida, en memoria del
advenimiento del Redentor.
Salió el sol la
mañana de Navidad e iluminó la gavilla de avena, y todos los pajarillos
acudieron piando a la percha cargada de comida. También en la pared resonó un
«¡pip, pip!». El pensamiento se manifestaba en sonidos, el débil piar era un
himno de alegría, la idea de una buena acción se había despertado, y el pájaro
salió de su agujero. Allá en el cielo sabían muy bien quién era aquel pájaro.
El invierno era
riguroso, las aguas estaban heladas, las aves y demás animales del bosque
apenas encontraban alimento. Nuestro pajarillo salió volando a la carretera y,
poniéndose a buscar, encontró un granito aquí y otro allí, por entre las
huellas de los trineos. Junto a la cuadra descubrió un mendrugo de pan, del
cual comió sólo unas miguitas, y fue a llamar a los demás gorriones hambrientos
para que participasen del festín. Después salió volando hacia las ciudades, y
donde quiera que descubría en una ventana migas de pan esparcidas por una mano
piadosa, comía unas pocas y daba el resto a los demás.
En el curso del
invierno, el pájaro había recogido y repartido una cantidad de migas
equivalente en peso al pan que un día pisoteara Inger para no ensuciarse los
zapatos. Y en el momento en que hubo encontrado y dado la última miguita, las
alas pardas de la avecilla se volvieron blancas y se extendieron.
- ¡Mirad la gaviota
que vuela sobre el mar! - exclamaron los niños al ver la blanca ave que tan
pronto se sumergía en el agua como se encontraba nuevamente a la luz del sol.
Tenía un brillo tan intenso, que era imposible seguirla, y se perdió de vista.
Los niños dijeron que se había ido al sol.
El
torrero Ole
- ¡En el mundo todo
es subir y bajar, y bajar y subir! Yo no puedo subir ya más arriba - dijo el
torrero Ole -. Arriba y abajo, abajo y arriba; la mayoría han de pasar por
ello. A fin de cuentas, todos acabamos siendo torreros, para ver desde lo alto
la vida y las cosas.
Así hablaba Ole en
su torre, mi amigo el viejo vigía, un hombre jovial, que parecía decir todo lo
que llevaba dentro, pero que, sin embargo, se guardaba muchas cosas y muy
serias en el fondo del corazón. Era hijo de buena familia, afirmaban algunos.
Según ellos, era hijo de un consejero diplomático o podía haberlo sido. Había
estudiado, había llegado a profesor auxiliar y a ayudante de sacristán, pero,
¿de qué servía todo eso? Cuando vivía en casa del sacristán, todo lo tenía
gratis. Era joven y guapo, según dicen. Quería limpiarse las botas con crema
brillante, pero el sacristán sólo le daba betún ordinario; por eso estalló la
desavenencia entre ellos. Uno habló de avaricia, el otro de vanidad, el betún
fue el negro motivo de la enemistad, y así se separaron. Pero lo que había
exigido al sacristán, lo exigía a todo el mundo: crema brillante; y le daban
siempre vulgar betún. Por eso huyó de los hombres y se hizo ermitaño; pero en
una ciudad, un puesto de ermitaño que al mismo tiempo permita ganarse la vida
sólo se encuentra en un campanario. A él se subió, pues, y se instaló, fumando
su pipa en su solitaria morada, mirando arriba y abajo, reflexionando sobre lo
que veía y contando a su manera lo que había visto y lo que no, lo que había
leído en los libros y dentro de sí mismo. Yo le prestaba con frecuencia algo
que leer, libros recomendables: «Dime con quién andas y te diré quién eres». No
daba un maravedí por las novelas para institutrices inglesas, ni por las
francesas, compuestas de una mezcla de aire y tallos de rosa; lo que quería
eran relatos vividos, libros sobre las maravillas de la Naturaleza. Yo lo
visitaba por lo menos una vez al año, generalmente los primeros días de enero;
el cambio de año siempre solía sugerirle algún pensamiento nuevo e interesante.
Os relataré dos de
mis visitas, y me atendré a sus palabras lo más fielmente que pueda.
Primera visita
Entre los libros que últimamente
había prestado a Ole, había uno sobre el sílice que le había interesado y
divertido de una manera especial.- Son unos verdaderos matusalenes esos sílices - dijo -, y pasamos junto a ellos sin prestarles la menor atención. También yo lo he hecho en el campo y en la playa, donde están a montones. Caminamos sobre los adoquines, sin pensar en que son vestigios de la más remota antigüedad. Yo mismo lo he hecho. Pero desde ahora, cada losa puede contar con todos mis respetos. Gracias por el libro, que me ha enriquecido, me ha librado de mis viejas ideas y costumbres y me ha hecho venir ganas de enterarme de más cosas. La novela de la Tierra es la más notable de todas, no cabe duda. Lástima que no podamos leer los primeros capítulos, por no conocer el lenguaje. Hay que leer en todos los estratos de la Tierra, en los guijarros, en los diversos períodos geológicos, y sólo en la sexta parte aparecen los personajes humanos, el señor Adán y la señora Eva. Muchos lectores encuentran que vienen algo tarde; preferirían que salieran desde el principio, pero a mí me da igual. Es una novela llena de aventuras, en la que todos desempeñamos un papel. Nos movemos y ajetreamos, y, sin embargo, estamos siempre en el mismo sitio; pero la esfera gira sin abocarnos encima el océano. La corteza que pisamos se aguanta firme, no nos hundimos en ella; y todo esto en un proceso que viene durando desde hace millones de años. ¡Gracias por el libro sobre los guijarros! ¡Lo que nos contarían, si pudiesen hablar! ¿No es una satisfacción convertirme por un momento en un cero, aunque se esté tan alto como yo estoy, y que de repente os recuerden que todos, incluso los más lustrosos, no somos en esta Tierra más que hormigas efímeras, incluso las hormigas llenas de condecoraciones, las hormigas de primera clase? ¡Se siente uno tan ridículamente joven, frente a esas piedras venerables, que cuentan millones de años! La víspera de Año Nuevo estuve leyendo este libro, y me enfrasqué tanto en él, que me olvidé de ir a ver mi espectáculo habitual en esta fecha: «La salvaje tropa de Amager». Claro, usted no sabe lo que es eso.
Todo el mundo ha oído hablar de la cabalgata de las brujas sobre sus palos de escoba. Se celebra en el Blocksberg, la noche de San Juan. Pero tenemos otra cabalgata, no menos salvaje, aunque más nacional y moderna, que acude a Amager la noche de Año Nuevo. Todos los malos poetas, poetisas, actores, periodistas y artistas de la publicidad, verdadera hueste de gente inútil, se congregan en Amager en dicho día, montados a horcajadas sobre sus pinceles o plumas de ganso; las de acero no pueden llevarlas, son demasiado rígidas. Como ya dije, presencio este espectáculo cada Nochevieja. Podría dar el nombre de la mayoría de los concurrentes, pero es gente con la que no interesa entablar relaciones. Además, tampoco a ellos les gusta mucho que el público se entere de su viaje a Amager, montados en sus plumas de ganso. Tengo una especie de prima, una vendedora de pescado, que, según ella dice, suministra tres hojas de palabras malévolas, muy acreditadas por lo demás; estuvo allí como invitada, pero la echaron, pues ni maneja la pluma de ganso ni sabe montar. Ella lo ha contado. La mitad de lo que dice es mentira, pero nos basta con el resto. La ceremonia empezó con cantos: cada invitado había compuesto su canción, y cada uno cantó la suya, que a su juicio era la mejor. Pero todo venía a ser lo mismo. Luego desfilaron en corrillos los que se imponen por su mucha labia; eran los que dan las grandes campanadas. Siguiéronles los tamborileros menores, que lo pregonan todo en las familias. Allí se daban a conocer los que escriben sin dar su nombre, es decir, los que hacen pasar betún ordinario por crema brillante. Allí estaban el verdugo y su asistente, y éste era el más entusiasta, pues de otro modo no le habrían hecho caso. Y también estaba el buen basurero, que vierte el cubo y lo califica de «bueno, muy bueno, excelente».
En medio de tanta diversión, pues todo el mundo debía divertirse, salió del pozo un tallo, un árbol, una flor monstruosa, un gran hongo, tan ancho como un tejado; era la cucaña de la respetable asamblea, de la que colgaba todo lo que había dado al mundo en el curso del año que acababa de transcurrir. De ella saltaban chispas como llamaradas; eran todos los pensamientos e ideas ajenos que ellos se habían apropiado, y que ahora se desprendían y salían despedidos como un castillo de fuegos artificiales. Representóse una mascarada, y los poetastros recitaron sus producciones. Los más graciosos hicieron juegos de palabras, pues no se toleraban cosas de menor categoría. Los chistes resonaban como si fueran golpes de ollas vacías contra la puerta. Según mi prima, fue divertidísimo. En realidad dijo muchas cosas más, tan maliciosas como entretenidas, pero me las callo, pues hay que ser buena persona, pero no charlatán. Por lo dicho se habrá hecho cargo de que, sabiendo lo que allí ocurre, es más que natural que cada noche de Año Nuevo uno esté atento para presenciar el desfile de la tropa salvaje. Si un año echo de menos algunos, otros ocupan su puesto. Pero esta vez no vi a ninguno de los invitados; los guijarros me transportaron a muchas leguas de ellos, a millones de años de distancia, contemplando cómo las piedras se soltaban con estrépito y marchaban a la deriva arrastradas por los hielos, mucho antes de que se hubiese construido el arca de Noé. Las veía caer al fondo y emerger de nuevo sobre un banco de arena que, sobresaliendo del agua, decía: «¡Esto será Zelanda!». Las vi convertirse en refugios de aves de especies desconocidas y de caudillos salvajes que aún conocemos menos, hasta que el hacha imprimió sus runas en algunas piedras, que luego pudieron servir para el cómputo del tiempo. Pero yo me había esfumado por completo, convertido en nada. Cayeron entonces tres, cuatro estrellas fugaces, magníficas y brillantes, y los pensamientos tomaron otra dirección. Usted sabrá seguramente lo que es una estrella fugaz. Pues los sabios no lo saben. Yo tengo mis ideas acerca de ellas, y de mis ideas parto. ¡Cuántas veces se pronuncia, con íntimo sentimiento de gratitud, el nombre del que ha creado cosas tan buenas y admirables! Con frecuencia la gratitud es silenciosa, pero no se pierde por ello. Yo imagino que la recoge el sol, y uno de sus rayos lleva el sentimiento hasta el bienhechor. Si es un pueblo entero el que envía su agradecimiento a lo largo de los años, entonces éste llega como un ramillete, que se deposita sobre la tumba del bienhechor. Para mí resulta un verdadero placer el contemplar el paso de una estrella fugaz - especialmente en la noche de Año Nuevo -, conjeturar a quién irá dirigido aquel ramillete de gratitud. Hace poco cayó una brillantísima, hacia el Sudoeste, una acción de gracias de muchas y muchas personas ¿A quién iría destinada? Sin duda cayó en la ladera del fiordo de Flensburg, donde el Darebrog acaricia con su hálito la tumba de Schleppegrell, Lässöe y sus compañeros. Una cayó en el centro del país, cerca de Sorö, un ramo sobre la tumba de Holberg, expresión de gratitud de tantos y tantos por sus bellas obras teatrales.
Es un magnífico pensamiento, y reconfortante, el de saber que una estrella fugaz caerá sobre nuestra sepultura. No será sobre la mía, es cierto, ningún rayo de sol me traerá palabras de gratitud, pues no habrá motivo. Yo no daré lustre a nada - terminó Ole -, mi sino en el mundo ha sido el servir de betún ordinario.
Segunda visita
Era Año Nuevo cuando me presenté en
la torre; Ole me habló de las copas que se vacían con ocasión del trasiego del
viejo goteo al nuevo goteo, como él llamaba al año. Luego me contó su historia
de las copas, que no dejaba de tener su miga.Cuando el reloj da las doce campanadas en la última noche del año, las gentes, reunidas en torno a la mesa, levantan las copas y brindan por el año que empieza. Se entra en él con el vaso en la mano; buen principio para los bebedores. Si se inicia yéndose a la cama, entonces es buen principio para los holgazanes. En el transcurso del año, el sueño desempeñará, indudablemente un importante papel, pero las copas también. ¿Sabe usted quién habita en las copas? - me preguntó -. Pues moran en ellas la salud, la alegría y el desenfreno, y también el enojo y la amarga desventura. Cuando cuento las copas, cuento, naturalmente, los brindis que se hacen para las distintas personas.
¿Ves? La primera copa es la de la salud. En ella crece la hierba salutífera. Si la fijas en las vigas, al término del año podrás estar en la glorieta de la salud.
Toma ahora la segunda copa. De ella volará un pajarito, piando ingenua y alegremente, por lo que el hombre aguzará el oído, y tal vez cantará con él: «¡La vida es bella! ¡No agachemos la cabeza! ¡Valor y adelante!».
De la tercera copa saldrá un mocito alado; no se le puede llamar un ángel, pues tiene sangre y mentalidad de duende, no por malicia, sino por pura travesura. Si se coloca detrás de la oreja, nos inspira una alegre ocurrencia. Si se instala en nuestro corazón, éste se calienta tanto que uno se siente retozón, se vuelve una buena cabeza a juicio de las demás cabezas.
En la cuarta copa no hay hierbas, ni pájaros, ni chiquillos; en ella se encuentra la norma del entendimiento, y nunca hay que salirse de la norma.
Si tomas la quinta copa, llorarás sobre ti mismo, sentirás una alegría interior o te desahogarás de una manera u otra. Saltará de la copa, con un chasquido, el príncipe Carnaval, locuaz y travieso; te arrastrará y te olvidarás de tu dignidad, suponiendo que la tengas. Olvidarás más cosas de las que debieras. Todo será baile, canto y bullicio; las máscaras te llevarán con ellas; las hijas del diablo, vestidas de seda y terciopelo, vendrán con el pelo suelto y los hermosos miembros - ¡huye de ellas si puedes!
La sexta copa... ¡Oh!, en ella está Satán en persona, un hombrecillo bien vestido, elocuente, agradable, amabilísimo, que te comprenderá perfectamente, te dará siempre la razón, será todo tu YO. Acudirá con una linterna y te guiará a casa. Existe una vieja leyenda acerca de aquel santo que debía elegir uno entre los siete pecados capitales, y, pareciéndole que sería el menor, escogió la embriaguez, y de este modo se quedó con los seis restantes. El hombre y el diablo mezclan su sangre, ésta es la sexta copa, y entonces proliferan todos los gérmenes del mal, cada uno de los cuales se alza con una fuerza semejante a la de la semilla de mostaza de la Biblia, que crece hasta convertirse en un árbol y se extiende por el mundo entero; y a la mayoría no les queda entonces más remedio que ir a parar al crisol para ser refundidos.
- Ésta es la historia de las copas - dijo el torrero Ole -. Y puede contarse junto con la de la crema brillante y el betún. Yo le pongo las dos a su disposición.
Tal fue la segunda visita a Ole. Si te apetece saber más de él, habrá que menudear esas visitas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario