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domingo, 5 de mayo de 2013

Hans Cristian Andersen - Cuentos - XIII


Hans Cristian Andersen
Cuentos  XIII







Ana Isabel


Ana Isabel era un verdadero querubín, joven y alegre: un auténtico primor, con sus dientes blanquísimos, sus ojos tan claros, el pie ligero en la danza, y el genio más ligero aún. ¿Qué salió de ello? Un chiquillo horrible. No, lo que es guapo no lo era. Se lo dieron a la mujer del peón caminero. Ana Isabel entró en el palacio del conde, ocupó una hermosa habitación, adornóse con vestidos de seda y terciopelo... No podía darle una corriente de aire, ni nadie se hubiera atrevido a dirigirle una palabra dura, pues hubiera podido afectarse, y eso tendría malas consecuencias. Criaba al hijo del conde, que era delicado como un príncipe y hermoso como un ángel. ¡Cómo lo quería! En cuanto al suyo, el propio, crecía en casa del peón caminero; trabajaba allí más la boca que el puchero, y era raro que hubiera alguien en casa. El niño lloraba, pero lo que nadie oye, a nadie apena; y así seguía llorando hasta dormirse; y mientras se duerme no se siente hambre ni sed; para eso se inventó el sueño. Con los años - con el tiempo, la mala hierba crece - creció el hijo de Ana Isabel. La gente decía, sin embargo, que se había quedado corto de talla. Pero se había incorporado a la familia que lo había adoptado por dinero. Ana Isabel fue siempre para él una extraña. Era una señora ciudadana, fina y atildada, lo pasaba bien y nunca salía sin su sombrero. Jamás se le ocurrió ir a visitar al peón caminero, vivía demasiado lejos de la ciudad, y además no tenía nada que hacer allí. El chico era de ellos y consumía lo suyo; algo tenía que hacer para pagar su manutención, por eso guardaba la vaca bermeja de Mads Jensen. Sabía ya cuidar del ganado y entretenerse.
El mastín de la hacienda estaba sentado al sol, orgulloso de su perrera y ladrando a todos los que pasaban; cuando llueve se mete en la casita, donde se tumba, seco y caliente. El hijo de Ana Isabel estaba sentado al sol en la zanja, tallando una estaca; en primavera había tres freseras floridas que seguramente darían fruto. Era un pensamiento agradable; mas no hubo fresas. Allí estaba él, expuesto al viento y a la intemperie, calado hasta los huesos; para secarse las ropas que llevaba puestas no tenía más fuego que el viento cortante. Si trataba de refugiarse en el cortijo, lo echaban a golpes y empujones; era demasiado feo y asqueroso, decían las sirvientas y los mozos. Estaba acostumbrado a aquel trato. Nunca lo había querido nadie.
¿Qué fue del hijo de Ana Isabel? ¿Qué podría ser del muchacho? su destino era éste: jamás sentiría el cariño de nadie.
Arrojado de la tierra firme, fue a remar en una mísera lancha, mientras el barquero bebía. Sucio y feo, helado y voraz, habríase dicho que nunca estaba harto; y, en efecto, así era.
El año estaba ya muy avanzado, el tiempo era duro y tempestuoso, y el viento penetraba cortante a través de las gruesas ropas. Y aún era peor en el mar, surcado por una pobre barca de vela con sólo dos hombres a bordo, o, mejor, uno y medio: el patrón y su ayudante. Durante todo el día había reinado una luz crepuscular, que en el momento de nuestra narración se hacía aún más oscura; el frío era intensísimo. El patrón sorbió un trago de aguardiente para calentarse por dentro. La botella era vieja, y también la copa, cuyo roto pie había sido sustituido por un tarugo de madera, tallado y pintado de azul; gracias a él se sostenía. «Un trago reconforta, pero dos reconfortan más todavía», pensó el patrón. El muchacho seguía sentado al remo, que sostenía con su mano dura y embreada. Realmente era feo, con el cabello hirsuto y el cuerpo achaparrado y encorvado. Según la gente, era el chico del peón caminero mas de acuerdo con el registro de la parroquia, era el hijo de Ana Isabel.
El viento cortaba a su manera, y la lancha lo hacía a la suya. La vela, que había cogido el viento, se hinchó, y la embarcación se lanzó a una carrera velocísima; todo en derredor era áspero y húmedo, pero las cosas podían ponerse aún peores.
¡Alto! ¿Qué ha pasado? ¿Un choque? ¿Un salto? ¿Qué hace la barca? ¡Vira de bordo! ¿Ha sido una tromba, una oleada? El remero lanzó un grito:
- ¡Dios nos ampare!
La embarcación había chocado contra un enorme arrecife submarino, y se hundía como un zapato viejo en la balsa del pueblo, se hundía con toda su tripulación, hasta con las ratas, como suele decirse. Ratas sí había, pero lo que es hombres, tan sólo uno y medio: el patrón y el chico del peón caminero. Nadie presenció el drama aparte las chillonas gaviotas y los peces del fondo, y aún éstos no lo vieron bien, pues huyeron asustados cuando el agua invadió la barca que se hundía. Apenas quedó a una braza de fondo, con los dos tripulantes sepultados, olvidados. Únicamente siguió flotando la copa con su pie de madera azul, pues el tarugo la mantenía a flote; marchó a la deriva, para romperse y ser arrojada a la orilla, ¿dónde y cuándo? ¡Bah! ¡Qué importa eso! Había prestado su servicio y se había hecho querer. No podía decir otro tanto el hijo de Ana Isabel. Pero en el reino de los cielos, ningún alma podrá decir: «¡Nadie me ha querido!».
Ana Isabel vivía en la ciudad desde hacía ya muchos años. La llamaban señora, y erguía la cabeza cuando hablaba de viejos recuerdos, de los tiempos del palacio condal, en que salía a pasear en coche y alternaba con condesas y baronesas. Su dulce condesito había sido un verdadero ángel de Dios, la criatura más cariñosa que imaginarse pueda. La quería mucho, y ella a él. Se habían besado y acariciado; era su alegría, la mitad de su vida. Ahora era ya mayor, con sus catorces años, muy instruido y muy guapo. No lo había vuelto a ver desde que lo llevara en brazos. Hacía muchos años que no iba al palacio de los condes. Era todo un viaje ir hasta allí.
- Tendré que decidirme - dijo Ana Isabel -. He de ir a ver a mis señores, a mi precioso condesito. Seguramente me echa de menos, se acuerda de mí me quiere como entonces, cuando me rodeaba el cuello con sus bracitos de ángel y me decía « An-Lis». Parecía la voz de un violín. Sí, he de ir a verlo.
Partió en la carreta de bueyes e hizo parte del camino a pie. Llegó al palacio condal, espacioso y brillante; y, como antes, se quedó en el jardín. Todo el servicio era nuevo; nadie conocía a Ana Isabel, nadie sabía el cargo que en otros tiempos había desempeñado en la casa. Ya se lo dirían la señora condesa y su hijo. De seguro que ellos la echaban de menos.
Y allí estaba Ana Isabel. Tuvo que esperar largo rato, y quien espera desespera. Antes de que los señores pasaran al comedor fue recibida por la condesa, que le dirigió palabras muy amables. A su pequeño no lo vería hasta después de comer; ya la llamarían entonces.
¡Qué alto, espigado y esbelto estaba! Conservaba aquellos ojos preciosos y su boquita de ángel. La miró sin decirle una palabra; seguramente no la había reconocido. Volvióse para marcharse, pero entonces ella le cogió la mano y se la llevó a sus labios. - ¡Está bien! - dijo él, y salió de la habitación; él, el objeto de todo su cariño, a quien había querido y seguía queriendo por encima de todo, su orgullo en la Tierra.
Ana Isabel partió del palacio, y se alejó por el camino vecinal. Sentíase muy triste. Se le había mostrado tan extraño, sin un pensamiento, sin una palabra para ella. Y pensar que lo había llevado en brazos día y noche, y que seguía llevándolo en el pensamiento.
En esto pasó volando sobre el camino, a poca altura, un gran cuervo negro, que graznaba incesantemente.
- ¡Pajarraco de mal agüero! - exclamó ella.
Llegó frente a la casa del peón caminero, y, como la mujer se hallara en la puerta, entablaron conversación.
- ¡Cómo te luce el pelo! - dijo la mujer del peón -. Estás rolliza y redonda. Parece que te van bien las cosas.
- Desde luego - respondió Ana Isabel.
- La barca se fue a pique con ellos - dijo la mujer -. Se ahogaron, el patrón Lars y el chico. Todo terminó. Yo había esperado que el muchacho me ayudase algún día, y trajera unos chelines a casa. ¡A ti nada te costó, Ana Isabel!
- ¡Ahogados! - exclamó Ana Isabel, y ya no pronunció una palabra más sobre el drama. Estaba afligida porque su condesito no le había dirigido la palabra, con lo que ella lo quería, y después de haber recorrido aquel largo camino para llegar al palacio. Y el dinero que le había costado, y todo inútilmente. Pero nada dijo de lo ocurrido. No quería abrir su corazón a la mujer del peón caminero. A lo mejor habría pensado que ya no tenía prestigio en el palacio. El cuervo volvió a graznar encima de su cabeza.
- ¡Maldito pajarraco! - exclamó -. Bastante me ha asustado hoy.
Llevaba café en grano y achicoria. Sería una buena acción dárselo a la mujer para que preparase unas tazas de café caliente. También a ella le sentaría bien. Y la mujer salió a preparar la infusión, mientras Ana Isabel se sentaba en una silla y se quedaba dormida. Y he aquí que soñó con él; nunca le había ocurrido, ¡qué cosa más rara! Soñó con su propio hijo, que había llorado y sufrido hambre en aquella casa; nadie había cuidado de él, y ahora estaba en el fondo del mar, Dios sabía dónde. Soñó que se le presentaba allí, mientras la mujer del peón salía a preparar café; llegábale incluso el aroma de los granos. Y en la puerta, de pie, había un mozo hermosísimo, tanto como el condesito, que le decía:
- ¡Se hunde el mundo! ¡Cógete fuertemente a mí, que después de todo eres mi madre! Tienes un ángel en el cielo. ¡Cógete a mí, cógete fuertemente!
En esto se produjo un gran estruendo; seguramente era el mundo que se salía de quicio. Pero el ángel la levantó, sosteniéndola tan firmemente por las mangas que a ella le pareció que la levantaban de la Tierra. Pero algo muy pesado se había agarrado a sus piernas y la sujetaba por la espalda, como si centenares de mujeres la agarrasen, diciendo: «¡Si tú has de salvarte, también hemos de salvarnos nosotras! ¡Tente firme, tente firme!». Y todas se colgaban de ella. Aquello era demasiado. Se oyó un ¡ris, ras!, la manga se desgarró, y Ana Isabel cayó desde una altura enorme. La despertó la sacudida y estuvo a punto de irse al suelo con la silla en que se sentaba. Sentíase tan trastornada, que no recordaba siquiera lo que había soñado: indudablemente había sido algo malo.
Tomaron el café y hablaron, y luego Ana Isabel se encaminó a la ciudad próxima, para ver al carretero, con el que debía regresar a su tierra aquella misma noche. Mas el hombre le dijo que no podía emprender el regreso hasta la tarde del día siguiente. Calculó ella entonces lo que le costaría quedarse allí, así como la distancia, y le pareció que la abreviaría cosa de dos millas si, en vez de seguir la carretera, tomaba por la costa. El tiempo era espléndido, y brillaba la luna llena. Ana Isabel decidió marcharse a pie; al día siguiente podría estar en casa.




Ana Isabel

Continuación

El sol se había puesto y las campanas vespertinas doblaban aún; pero no, eran las ranas de Peder Oxe, que croaban en el cenagal. Cuando se callaron, todo quedó silencioso; no se oía ni un pájaro, todos se habían acostado, y la lechuza aún no había salido. Reinaba un gran silencio en el bosque y en la orilla, por la que andaba; sólo percibía el rumor de sus propios pasos en la arena. No se oía ni el chapoteo del agua; del mar no llegaba ni un rumor. Todo estaba mudo, los vivos y los muertos.
Ana Isabel seguía caminando sin pensar en nada. Había abandonado sus pensamientos, pero sus pensamientos no la abandonaban a ella. No nos dejan nunca, yacen como adormecidos, tanto los vivos, que se han echado un momento a descansar, como los que no se han despertado aún. Pero acuden, siempre; ora se agitan en el corazón o en la cabeza, ora nos acometen impensadamente. «Toda buena acción lleva su bendición», está escrito allí; y también: «En el pecado está la muerte». Muchas cosas hay allí escritas, muchas se dicen, sólo que se ignoran, no se piensa en ellas. Esto le ocurría a Ana Isabel. Mas pueden presentarse de repente, pueden acudir.
En nuestro corazón - el tuyo, el mío - hay los gérmenes de todos los vicios y de todas las virtudes. Están en él como diminutas e invisibles semillas. Un día llega del exterior un rayo de sol, el contacto de una mano perversa. Vuelves una esquina, a derecha o a izquierda, pues un detalle así puede ser decisivo, y la minúscula semilla se agita, se hincha, estalla y vierte su jugo en la sangre. Y ya estás en camino. Hay pensamientos angustiosos, que uno no advierte cuando está ,sumido en sueños, pero que se agitan. Ana Isabel andaba como en sueños y sus pensamientos se movían. De una Candelaria a la siguiente, el corazón registra muchas cosas en su tablilla, el balance de todo un año. Muchas cosas han sido olvidadas: pecados de pensamiento y de palabra contra Dios, contra nuestros prójimos y contra nuestra propia conciencia. No pensamos en ellos, como tampoco pensó Ana Isabel; nada de malo había cometido contra la ley y el derecho de su país, era bien considerada, honrada y respetable lo sabía bien. Y seguía avanzando por la orilla... ¿Qué era aquello que yacía en el suelo? Se detuvo. ¿Qué había arrojado el mar? Un sombrero viejo de hombre. ¿Se habría caído por la borda? Acercóse a la prenda, volvió a detenerse y miró: ¿Qué era aquello? Asustóse mucho, y, sin embargo, nada había allí que pudiese asustarla. Sólo un montón de algas y juncos enredados en torno a una piedra alargada, que parecía un cuerpo humano. No eran sino algas y juncos, y, sin embargo, ella se asustó. Y al proseguir su camino viniéronle a la mente muchas cosas que oyera de niña. Aquellas supersticiones acerca del «fantasma de la costa», el espectro de los cuerpos insepultos arrojados por las olas a la playa. El cuerpo muerto, que nada hacía, pero cuyo espectro, el fantasma de la playa, seguía al caminante solitario, se agarraba fuertemente a él y le pedía que lo llevase al cementerio y le diese cristiana sepultura. «¡Tente firme, tente firme!», decía. Y al repetir para sí estas palabras Ana Isabel, se le presentó de repente todo su sueño, con las madres cogidas a ella y exclamando: «¡Tente firme, tente firme!». Y luego el mundo se había hundido, y se le habían desgarrado las mangas, y se había desprendido de su hijo, que se esforzaba por llevarla consigo al juicio final. Su hijo, el hijo de su carne y de su sangre, al que nunca quisiera, en quien nunca había pensado, aquel hijo estaba ahora en el fondo del mar. Podía aparecérsele en figura de espectro y gritarle: «¡Cógeme fuerte, cógeme fuerte! ¡Llévame a tierra cristiana!». Y al pensar en esto, la angustia le espoleó los talones, obligándola a apresurar el paso. El miedo, como una mano fría y húmeda, le apretaba el corazón. Se sintió a punto de desmayarse, y al mirar a lo lejos, mar adentro, vio que el aire se volvía más denso y espeso. Descendía una pesada niebla, envolviendo árboles y matas, y dándoles un aspecto maravilloso. Volvióse ella a mirar la luna, que quedaba a su espalda y parecía un disco pálido, sin rayos, y sintió como si algo muy pesado se posara sobre sus miembros. «¡Tente firme, tente firme!», pensó, y al volverse a mirar a la luna parecióle como si su blanca cara estuviese junto a ella, y como si la niebla colgara sobre sus hombros a modo de blanco sudario: «¡Cógeme fuerte! ¡Llévame a tierra cristiana!», creyó oír, y le pareció percibir también un sonido hueco y extraño, que no venía ni de las ranas del pantano, ni de los cuervos, ni de las cornejas, pues no veía ninguna. «¡Entiérrame, entiérrame!», decía una voz gritando. Sí, era el espectro de su hijo, yacente en el fondo del mar, y que no encontraba reposo mientras no fuera llevado al cementerio y depositado en tierra cristiana. Quiso ir allí y darle sepultura, y tomó la dirección de la iglesia. Le pareció entonces como si la carga se hiciera más liviana y desapareciera; reemprendió su camino anterior, el más corto para ir a su casa. Pero de nuevo oyó: «¡Cógeme fuerte, cógeme fuerte!». Resonaba como el croar de las ranas, como el grito de un ave quejumbrosa, pero ahora se entendía claramente: «¡Entiérrame, por amor de Dios, entiérrame!».
La niebla era fría y húmeda; la mano y el rostro de la mujer lo estaban también, pero de terror. Sentía la presencia de algo, y en su mente se había hecho espacio para pensamientos que nunca había tenido antes.
En las tierras del Norte, los hayedos pueden abrirse en una noche de primavera, y presentarse en su juvenil magnificencia bajo el sol del día siguiente. También en un segundo, la semilla del pecado que hay latente en nuestra vida puede germinar y desarrollarse. Y así lo hace cuando despierta la conciencia, que Dios despabila cuando menos lo esperamos. No hay disculpa posible, el hecho está allí, testificando en contra de nosotros; los pensamientos se tornan palabras, y éstas resuenan en los espacios. Nos espantamos de lo que hemos estado llevando dentro sin conseguir sofocarlo; nos espantamos de lo que hemos propagado en nuestra presunción y ligereza. El corazón encierra en sí todas las virtudes, pero también todos los vicios, los cuales pueden germinar y crecer, hasta en la tierra más estéril.
Todo esto estaba encerrado en los pensamientos de Ana Isabel. Anonadada, cayó al suelo y continuó un trecho a rastras. «¡Entiérrame, entiérrame!», oía; y habría querido enterrarse a sí misma si la tumba hubiese significado eterno olvido. Era la hora tremenda de su despertar, con toda su angustia y su horror. Un supersticioso terror le producía escalofríos; acudían a su mente muchas cosas de las que nunca hubiera querido acordarse. Silenciosa, como la sombra de una nube a la luz de la luna, caminaba delante de ella una aparición de la que oyera hablar en otros tiempos. Junto a ella pasaban galopando cuatro jadeantes corceles, despidiendo fuego por los ojos y los ollares, tirando de un coche ardiente ocupado por el perverso señor que más de un siglo atrás había vivido en aquella comarca. Decíase que cada media noche recorría su propiedad y se volvía enseguida. No era blanco, como parece que son los muertos, sino negro como carbón, como carbón consumido. Hizo un gesto con la cabeza dirigiéndose a Ana Isabel, y, guiñándole el ojo le dijo: «¡Cógete firme, cógete firme! ¡Aún podrás montar en el coche de los condes y olvidar a tu hijo!».
Ella apretó el paso y llegó al cementerio; pero las cruces negras y los negros cuervos flotaban, confundiéndose ante sus ojos. Los cuervos gritaban como el que había oído antes, pero ahora comprendía su lenguaje: «¡Soy un cuervo madre, soy un cuervo madre!», decían todos, y Ana Isabel sabía que aquel nombre se aplicaba a ella. Tal vez sería transformada en uno de aquellos negros pajarracos y condenada a gritar incesantemente lo que ellos gritaban si no conseguía cavar la tumba.
Arrojóse al suelo, y con las manos cavó un hoyo en la dura tierra; y la sangre le manaba de los dedos.
«¡Entiérrame, entiérrame!», resonaba la voz sin cesar. Ella temía oír el canto del gallo y ver la primera luz de la aurora; pues si no había terminado su trabajo antes, estaba perdida. Y cantó el gallo, y el cielo levantino se tiñó de rojo. La tumba estaba sólo medio abierta. Una mano gélida le resbaló por la cabeza y el rostro, hasta el corazón. «¡Sólo media tumba!», oyóse en el aire como en un suspiro, y algo pasó flotando en dirección al mar. Sí, era el fantasma de la orilla. A su contacto, Ana Isabel se desplomó, rendida y desmayada.
Era ya pleno día cuando volvió en sí. Dos hombres la levantaron. No estaba en el cementerio, sino en la playa, donde había excavado un profundo hoyo en la arena, cortándose los dedos con una copa rota que tenía por pie un tarugo de madera pintado de azul. Ana Isabel estaba enferma; la conciencia había mezclado las cartas de la superstición, y, al cortarlas, había descubierto que sólo tenía media alma; la otra mitad se la había llevado consigo su hijo al fondo del mar. Nunca obtendría ya la gracia del cielo, mientras no recuperase aquella mitad de alma que retenían las aguas profundas. Ana Isabel llegó a su casa, mas ya no era la que había sido. Sus ideas se embrollaban como una madeja enredada; sólo una hebra quedaba desenmarañada: debía llevar al cementerio el fantasma de la orilla y darle sepultura; con ello recuperaría su alma entera.
Muchas noches notaron los vecinos que se ausentaba de su casa; siempre la encontraban en la playa, esperando la aparición del espectro. Así transcurrió un año entero; luego desapareció una noche y ya nada supieron de su paradero. Pasáronse todo el día siguiente buscándola sin resultado.
Al atardecer, cuando el sacristán llegó a la iglesia para tocar a vísperas, vio a Ana Isabel tendida delante del altar. Llevaba allí desde la mañana, casi exhausta, pero con los ojos luminosos y un brillo rojizo en la cara, producido por los últimos rayos del sol, que le daban en pleno rostro y se reflejaban también en las relucientes abrazaderas de la Biblia; ésta aparecía abierta en la página donde se leen aquellas palabras del profeta Joel: «¡Rasgad vuestros corazones y no vuestros vestidos, convertios al Señor!». «Casualidad - dijo la gente -. ¡Hay tantas casualidades!».
En la cara de Ana Isabel, iluminada por el sol, se leía la paz y la gracia. Había sido mejor así para ella, dijeron; había superado la crisis. Por la noche se le había aparecido el espectro de la playa, su hijo, diciéndole: «Cavaste sólo media tumba para mí, pero durante mucho tiempo me tuviste sepultado en tu corazón, y éste es el mejor refugio de una madre para su hijo». Y devolviéndole la mitad del alma, la condujo hasta la iglesia.
- Ahora estoy en la casa de Dios - dijo ella -. Y aquí se está a salvo.
Cuando se acabó de poner el sol, el alma de Ana Isabel estaba en lo alto, allí donde no existe el temor cuando uno ha luchado. Y Ana Isabel había luchado hasta el fin.




Chácharas de niños

En casa del rico comerciante se celebraba una gran reunión de niños: niños de casas ricas y familias distinguidas. El comerciante era un hombre opulento y además instruido; a su debido tiempo había sufrido los exámenes. Así lo había querido su excelente padre, que no era más que un simple ganadero, pero honrado y trabajador. El negocio le había dado dinero, y el hijo lo supo aumentar con su trabajo. Era un hombre de cabeza y también de corazón, pero de esto se hablaba menos que de su riqueza.
Frecuentaba su casa gente distinguida, tanto de «sangre», que así la llaman, como de talento. Los había que reunían ambas condiciones, y algunos que carecían de una y otra. En el momento de nuestra narración había allí una reunión de niños, que hablaban y discutían como tales; y ya es sabido que los niños no tienen pelos en la lengua. Figuraba entre los concurrentes una chiquilla lindísima, pero terriblemente orgullosa; los criados le habían metido el orgullo en el cuerpo, no sus padres, demasiado sensatos para hacerlo. El padre era chambelán, y éste es un cargo tremendamente importante, como ella sabía muy bien.
- ¡Soy camarera del Rey! - decía la muchachita. Lo mismo podría haber sido camarera de una bodega, pues tanto mérito hace falta para una cosa como para la otra. Después contó a sus compañeros que era «bien nacida», y afirmó que quien no era de buena cuna no podía llegar a ser nadie. De nada servía estudiar y trabajar; cuando no se es «bien nacido», a nada puede aspirarse.
- Y todos aquellos que tienen apellidos terminados en «sen» - prosiguió -, tampoco llegarán a ser nada en el mundo. Hay que ponerse en jarras y mantener a distancia a esos «¡-sen, -sen!» y puso en jarras sus lindos brazos de puntiagudos codos, para mostrar cómo había que hacer. ¡Y qué lindos eran sus bracitos! Era encantadora.
Pero la hijita del almacenista se enfadó mucho. Su padre se llamaba Madsen, y no podía sufrir que se hablara mal de los nombres terminados en «sen». Por eso replicó con toda la arrogancia de que era capaz:
- Pero mi padre puede comprar cien escudos de bombones y arrojarlos a los niños. ¿Puede hacerlo el tuyo?
- Mi padre - intervino la hija de un escritor - puede poner en el periódico al tuyo, al tuyo y a los padres de todos. Toda la gente le tiene miedo, dice mi madre, pues mi padre es el que manda en el periódico.
Y la chiquilla irguió la cabeza, como si fuera una princesa y debiera ir con la cabeza muy alta.
En la calle, delante de la puerta entornada, un pobre niño miraba por la abertura. El pequeño no tenía acceso en la casa, pues carecía de la categoría necesaria. Había estado ayudando a la cocinera a dar vueltas al asador, y en premio le permitían ahora mirar desde detrás de la puerta a todos aquellos señoritos acicalados que se divertían en la habitación. Para él era recompensa bastante y sobrada.
«¡Quién fuera uno de ellos!», pensó, y al oír lo que decían, seguramente se entristeció mucho. En casa, sus padres no tenían ni un mísero chelín para ahorrar, ni medios para comprar un periódico; y no hablemos ya de escribirlo. Y lo peor de todo era que el apellido de su padre, y también el suyo, terminaba en «sen». Nada podría ser en el mundo, por tanto. ¡Qué triste! En cuanto a nacido, creía serlo como se debe, pues de otro modo no es posible.
Así discurrió aquella velada.
Transcurrieron muchos años, y aquellos niños se convirtieron en hombres y mujeres.
Levantábase en la ciudad una casa magnífica, toda ella llena de preciosidades. Todo el mundo deseaba verla; hasta de fuera venía gente a visitarla. ¿A cuál de aquellos niños pertenecía? No es difícil adivinarlo. Pero tampoco es tan fácil, pues la casa pertenecía al chiquillo pobre, que llegó a ser algo, a pesar de que su nombre terminaba en «sen»: se llamaba Thorwaldsen.
¿Y los otros tres niños, los hijos de la sangre, del dinero y de la presunción? Pues de ellos salieron hombres buenos y capaces, ya que todos tenían buen fondo. Lo que entonces habían pensado y dicho no era sino eso, chácharas de niños.




Un tramo de la sarta de perlas

I
El ferrocarril va de Copenhague hasta Korsör. Es un tramo de la sarta de perlas que hacen la riqueza de Europa; las más preciosas son París, Londres, Viena, Nápoles. Pero hay quien no tiene a estas grandes ciudades como las perlas más hermosas, sino una pequeña ciudad casi desconocida, que es su pequeña patria natal, donde residen sus seres queridos. A menudo es un simple cortijo, una casita oculta entre verdes setos, un punto que se desvanece rápidamente al paso del tren.
¿Cuántas perlas hay en el tramo de Copenhague a Korsör? Vamos a fijarnos sólo en seis, y muchos aprobarán nuestra elección. Los viejos recuerdos, e incluso la Poesía, realzan estas perlas.
En las proximidades de la colina donde se alza el palacio de Federico VI, hogar de la infancia de Oehlenschläger, reluce, sobre el fondo del bosque de Söndermarken, una de estas perlas, llamada «Choza de Filemón y Baucis», es decir, el hogar de dos ancianos venerables. Allí vivió Rahbek, con su esposa Kamma; allí, bajo su hospitalario techo, se congregaron durante una generación entera los mayores ingenios de la laboriosa Copenhague. Fue un hogar del espíritu. Y hoy ¿qué? No digas: ¡Qué cambio! No, aún sigue siendo el hogar del espíritu, un invernáculo para plantas marchitas. La yema que carece de vigor para desarrollarse, oculta sin embargo todos los gérmenes que han de dar las flores y los frutos. Aquí brilla el sol de la inteligencia en un bien cuidado hogar del espíritu, que da vida. El mundo entorno penetra por los ojos en las profundidades inescrutables del alma: la mansión del débil mental, rodeado de caridad, es un santo lugar, una estufa para las plantas atrofiadas que un día serán trasplantadas y florecerán en el jardín de Dios. Las mentes más débiles se reúnen aquí, donde otrora se reunieron los más grandes y fuertes, intercambiaron ideas y se sintieron exaltados. La llama del alma sigue todavía ardiendo en la «Choza de Filemón y Baucis».
Ante nosotros está la ciudad de las tumbas reales, junto a la fuente de Hroar, la vetusta Roeskilde. Las esbeltas espiras de sus campanarios se alzan sobre la baja ciudad, reflejándose en el fiordo de Ise. Nos limitaremos a buscar una tumba y a contemplarla en el crisol de las perlas. No es la de la poderosa reina de la Unión, Margarita, no; la sepultura está en el interior del cementerio, ante cuyos blancos muros pasamos volando. Encima hay una sencilla losa, y allí descansa el rey de la canción, el renovador del romance danés. Las antiguas sagas se convierten en melodías en nuestras almas; percibimos adónde «ruedan las claras ondas», «En Leire vivía un rey». Roeskilde, ciudad de las tumbas reales, de tus perlas sólo contemplaremos la más humilde sepultura, en cuya piedra están grabadas la lira y el nombre de Weyse
Llegamos luego a Sigersted, cerca de la ciudad de Ringsted. Las aguas del río son someras, la mies crece en el lugar donde fondeó la embarcación de Hagbarth, a poca distancia del aposento de Signe. ¿Quién no conoce la leyenda de Hagbarth, que fue ahorcado en un roble, y de la casa de Signelil, destruida por las llamas, la leyenda del gran amor?
Sorö magnífica, rodeada de bosque, tu silenciosa ciudad claustral se entrevé a través de los árboles cubiertos de musgo. Los ojos jóvenes desde la Academia ven, por encima del mar, la ruta del universo; se oye el resoplido del dragón de la locomotora al atravesar, rauda, el bosque. ¡Sorö, perla de la Poesía, que guardas el polvo de Holberg! Cual poderoso cisne blanco en la margen del profundo lago del bosque, yace tu palacio de la Ciencia, y muy cerca de él brilla - y eso es lo que busca nuestro ojo curioso -, como el blanco narciso de la floresta, una casita, de la que llegan piadosas canciones que resuenan por todo el campo, con palabras que el propio
labrador escucha y por las que conoce los tiempos pretéritos de Dinamarca. El verde bosque y el canto de los pájaros se complementan, como se complementan los nombres de Sorö e Ingemann
¡Vamos a Slagelse! ¿Qué se refleja allí, en el espejo de la perla? Desapareció el convento de Antvorskov, lo mismo que los ricos salones del palacio, incluso su ala solitaria y abandonada. Mas sigue allí un viejo signo, constantemente renovado, una cruz de madera en la cumbre de la colina, donde, en tiempos de la leyenda, San Andrés , el apóstol de Slagelse, despertó, después de ser transportado en una noche desde Jerusalén hasta allí.
Korsör: aquí nació el que nos dio:
Bromas y veras mezcladas
en melodías de Canuto Själlandsfar.
¡Oh, maestro de la palabra y de la gracia! Las ruinosas y viejas paredes de la fortaleza abandonada son el postrer testimonio visible del hogar de tu niñez. Cuando se pone el sol, sus sombras muestran el lugar donde se levantó la casa donde naciste; desde estos muros, que miraban a las alturas de la Isla de Sprogö, viste, de niño, «descender la luna tras la Isla», y la inmortalizaste con tu canto, como más tarde cantarías las montañas de Suiza, tú, que habiéndote aventurado en el laberinto del mundo, encontraste que
en ningún lugar las rosas son tan rojas,
en ningún lugar son las espinas tan pequeñas
y en ningún lugar son tan blandas las plumas
como allí donde, niño inocente, reposaste.
¡Agudísimo cantor de la jovialidad! Trenzamos para ti una corona de aspérulas, la arrojamos al mar, y las olas la llevarán al Golfo de Kiel, en cuyas orillas reposan tus cenizas. Te traerá un saludo de la joven generación, un saludo de tu ciudad natal, Korsör, término de la sarta de perlas.
II
Verdaderamente es un trozo de sarta de perlas el camino entre Copenhague y Korsör - dijo la abuela, que había oído lo que acabamos de leer -. Es una sarta de perlas para mí, y lo fue hace ya más de cuarenta años - añadió -. No teníamos entonces máquinas de vapor, y para recorrer aquel trecho necesitábamos tantos días como hoy horas. Era esto el año 1815; tenía yo a la sazón 21 años, ¡hermosa y bendita edad! En mi juventud era mucho más raro que ahora hacer un viaje a Copenhague, que para nosotros era la ciudad de las ciudades. Mis padres quisieron volver a visitarla tras una ausencia de veinte años, y yo debía ir con ellos. Llevábamos años hablando de aquel viaje, y por fin llegaba la hora de realizarlo. Tenía la impresión de que iba a empezar para mí una vida nueva, y hasta cierto punto así fue.
Cosimos y empaquetamos, y cuando llegó el momento de partir, ¡Dios mío, y cuántos buenos amigos acudieron a despedirnos! Era un largo viaje el que emprendíamos. Por la mañana salimos de Odense en el coche de mis padres, y a lo largo de toda la calle nos acompañaron, desde las ventanas, los saludos de las personas conocidas, casi hasta que hubimos salido por la puerta de Sankt-Jürgens. El tiempo era espléndido, cantaban los pájaros, todo nos resultaba delicioso; el largo y pesado camino hasta Nyborg se nos hizo corto. Entramos en esta ciudad hacia el anochecer. La diligencia no llegaba hasta la noche, y el barco no salía hasta después de su llegada. Subimos a bordo; hasta donde alcanzaba la vista se extendía el mar inmenso, completamente encalmado. Nos echamos sin desnudarnos, y nos dormimos. Cuando me desperté por la mañana y subí a cubierta, no se veía absolutamente nada a mi alrededor, tal era la niebla que nos envolvía. Oí cantar los gallos, tuve la sensación de que salía el sol, las campanas tocaban; ¿dónde estaríamos? Disipóse la niebla y resultó que aún nos hallábamos frente a Nyborg. Entrado el día sopló una ligera brisa, pero contraria; dimos bordadas y bordadas, y al fin tuvimos la suerte de llegar a Korsör poco después de las once de la noche: habíamos invertido veintidós horas para recorrer cuatro millas.
Nos vino muy a gusto volver a pisar tierra. Pero estaba oscuro, las lámparas ardían mal, y todo me resultaba extraño. En mi vida no había visto más ciudad que Odense.
Mira, aquí nació Baggesen - dijo mi padre -, y aquí vivió Birckner. Parecióme entonces como si la antigua ciudad de las pequeñas casas se volviera mayor y más luminosa. Además estábamos contentos de volver a pisar tierra firme. Las emociones en mí suscitadas por todo lo visto y vivido desde que salí de casa, no me dejaron pegar un ojo aquella noche.
A la mañana siguiente tuvimos que madrugar, pues nos aguardaba un mal camino, con horribles cuestas y molestos baches, hasta Slagelse; y no es que pasada esta localidad mejorara gran cosa la ruta. Suspirábamos por estar ya en la «Casa del Cangrejo», para poder entrar en Sorö con luz de día y visitar a Möllers Emil, como lo llamábamos; era vuestro abuelo, mi difunto esposo, el pastor, que entonces estudiaba en Sorö y acababa de sufrir sus segundos exámenes.
Llegamos por la tarde a la «Casa del Cangrejo», una posada muy renombrada en aquellos tiempos, la mejor de todo el viaje, situada en una campiña preciosa. Y hoy lo es todavía, no podréis negarlo. La patrona era una mujer muy dispuesta, llamada Madam Plambek; todo en la casa relucía como un sol. De la pared, enmarcada y protegida con un cristal, colgaba la carta que le había escrito Baggesen. Era una cosa digna de ver, y me interesó enormemente. Después subimos a Sorö y vimos a Emilio; ya podéis figuramos que se alegró mucho de nuestra visita, y nosotros también de verlo, siempre tan bueno y atento. Nos acompañó a visitar la iglesia, con la tumba de Absalón, el sarcófago de Holberg y las antiguas inscripciones monacales. Luego cruzamos por mar al «Parnaso». Fue la tarde más maravillosa que recuerdo. Si había en el mundo un lugar digno de inspirar a un poeta, éste me parecía Sorö, en medio de aquel paisaje sereno y grandioso. Luego, a la luz de la luna, seguimos el «Paseo de los Filósofos», como lo llaman, el magnífico y solitario sendero que discurre junto al mar y el Flammen, y desemboca en el camino que conducía a la «Casa del Cangrejo». Emilio se quedó a cenar con nosotros; mis padres lo encontraron muy inteligente y bien parecido. Nos prometió que para Pascua, o sea, dentro de cinco días, estaría en Copenhague, con su familia y con nosotros. Aquellas horas de Sorö y de la «Casa del Cangrejo» figuran entre las perlas más bellas de mi vida.
También madrugamos mucho el día siguiente, pues la jornada era larga antes de llegar de Roeskilde; queríamos visitar la iglesia, y por la tarde mi padre pensaba ir a ver también a un antiguo condiscípulo. Cumplido el programa, dormimos en Roeskilde, y al otro día llegamos a Copenhague, aunque no hasta el mediodía; fue el trecho peor por lo intenso del tránsito. Habíamos empleado unos tres días para ir de Korsör a la capital; hoy se cubre la misma distancia en tres horas. No es que las perlas se hayan vuelto más preciosas, esto sería imposible; pero el cordón es nuevo y maravilloso. Yo permanecí con mis padres tres semanas en Copenhague. Emilio estuvo ocho días con nosotros, y, al regresar a Fionia, él nos acompañó hasta Korsör. Allí, antes de separarnos, nos prometimos; comprenderéis, pues, que el trayecto de Copenhague a Korsör sea también para mí un fragmento de la sarta de perlas, una verdadera página de felicidad en el libro de mi vida.
Más adelante, cuando Emilio obtuvo un empleo en Assens, nos casamos. A menudo hablábamos de aquel viaje a Copenhague y hacíamos proyectos para repetirlo; mas entonces vino al mundo primero vuestra madre, y luego sus hermanos, con mil cosas a las que atender; después vuestro abuelo fue ascendido a propósito. La vida era toda alegría y bendición, pero nunca volvimos a Copenhague. No he vuelto a estar allí, a pesar de haberlo proyectado tantas veces; y ahora soy demasiado vieja y no me siento con fuerzas para viajar en tren. Pero me alegro de que exista el ferrocarril; es una gran ventaja. Gracias a él, llegáis antes a mi casa. Ahora Odense no está más lejos de Copenhague que lo estaba de Nyborg en mi juventud. Hoy os plantáis en Italia en el mismo tiempo que nosotros empleábamos para ir a Copenhague. ¡Es un progreso, no hay duda! Sin embargo, yo me quedo en casita. Que viajen los otros, que vengan a verme los demás. Pero no os sonriáis porque me esté tan quietecita aquí; me espera otro viaje muy largo y mucho más rápido que en tren. Cuando Dios Nuestro Señor lo disponga, iré a reunirme con abuelito, y vosotros, una vez terminada vuestra tarea en este mundo bendito, vendréis también a nuestro lado y hablaremos de los días de nuestra existencia terrena. No lo dudéis, chiquillos. Allí os diré lo que os digo ahora. El trecho de Copenhague a Korsör es realmente una sarta de perlas.




Pluma y tintero

En el despacho de un escritor, alguien dijo un día, al considerar su tintero sobre la mesa:
- Es sorprendente lo que puede salir de un tintero. ¿Qué va a darnos la próxima vez? Es bien extraño.
- Lo es, ciertamente - respondió el tintero -. Incomprensible. Es lo que yo digo - añadió, dirigiéndose a la pluma y demás objetos situados sobre la mesa y capaces de oírlo -. ¡Es sorprendente lo que puede salir de mí! Es sencillamente increíble. Yo mismo no podría decir lo que saldrá la próxima vez, en cuanto el hombre empiece a sacar tinta de mí. Una gota de mi contenido basta para llenar media hoja de papel, y, ¡cuántas cosas no se pueden decir en ella! Soy verdaderamente notable. De mí salen todas las obras del poeta, estas personas vivientes que las gentes creen conocer, estos sentimientos íntimos, este buen humor, estas amenísimas descripciones de la Naturaleza. Yo no lo comprendo, pues no conozco la Naturaleza, pero lo llevo en mi interior. De mí salieron todas esas huestes de vaporosas y encantadoras doncellas, de audaces caballeros en sus fogosos corceles, de ciegos y paralíticos, ¡qué sé yo! Les aseguro que no tengo ni idea de cómo ocurre todo esto.
- Lleva usted razón - dijo la pluma -. Usted no piensa en absoluto, pues si lo hiciera, se daría cuenta de que no hace más que suministrar el líquido. Usted da el fluido con el que yo puedo expresar y hacer visible en el papel lo que llevo en mi interior, lo que escribo. ¡Es la pluma la que escribe! Nadie lo duda, y la mayoría de hombres entienden tanto de Poesía como un viejo tintero.
- ¡Qué poca experiencia tiene usted! - replicó el tintero -. Apenas lleva una semana de servicio y está ya medio gastada. ¿Se imagina acaso que es un poeta? Pues no es sino un criado, y antes de llegar usted he tenido aquí a muchos de su especie, tanto de la familia de los gansos como de una fábrica inglesa. Conozco la pluma de ganso y la de acero. He tenido muchas a mi servicio y tendré aún muchas más, si el hombre de quien me sirvo para hacer el movimiento sigue viniendo a anotar lo que saque de mi interior. Me gustaría saber qué voy a dar la próxima vez.
- ¡Botijo de tinta! - rezongó la pluma.
Ya anochecido, llegó el escritor. Venía de un concierto, donde había oído a un excelente violinista y había quedado impresionado por su arte inigualable. El artista había arrancado un verdadero diluvio de notas de su instrumento: ora sonaban como argentinas gotas de agua, perla tras perla, ora como un coro de trinos de pájaros o como el bramido de la tempestad en un bosque de abetos. Había creído oír el llanto de su propio corazón, pero con una melodía sólo comparable a una magnífica voz de mujer. Diríase que no eran sólo las cuerdas del violín las que vibraban, sino también el puente, las clavijas y la caja de resonancia. Fue extraordinario. Y difícil; pero el artista lo había hecho todo como jugando, como si el arco corriera solo sobre las cuerdas, con tal sencillez, que cualquiera se hubiera creído capaz de imitarlo. El violín tocaba solo, y el arco, también; lo dos se lo hacían todo; el espectador se olvidaba del maestro que los guiaba, que les infundía vida y alma. Pero el escritor no lo había olvidado; escribió su nombre y anotó los pensamientos que le inspirara:
«¡Qué locos serían el arco y el violín si se jactasen de sus hazañas! Y, sin embargo, cuántas veces lo hacemos los hombres: el poeta, el artista, el inventor, el general. Nos jactamos, sin pensar que no somos sino instrumentos en manos de Dios. Suyo, y sólo suyo es el honor. ¿De qué podemos vanagloriarnos nosotros?».
Todo esto lo escribió el poeta en forma de parábola, a la que puso por título: «El maestro y los instrumentos».
- Le han dado su merecido, caballero - dijo la pluma al tintero, una vez volvieron a estar solos -. Supongo que oiría leer lo que ha escrito, ¿verdad?
- Claro que sí, lo que le di a escribir a usted - replicó el tintero -. ¡Le estuvo bien empleado por su arrogancia! ¡Cómo es posible que no comprenda que la toman por necia! Mi invectiva me ha salido desde lo más hondo de mi entraña. ¡Si sabré yo lo que me llevo entre manos!
- ¡Vaya con el tinterote! - rezongó la pluma.
- ¡Barretintas! - replicó el tintero.
Y los dos se quedaron convencidos de que habían contestado bien; es una convicción que deja a uno con la conciencia sosegada. Así se puede dormir en paz, y los dos durmieron muy tranquilos. Sólo el poeta no durmió; fluíanle los pensamientos como las notas del violín, rodando como perlas, bramando como la tempestad a través del bosque. Sentía palpitar en ellos su propio corazón, un vivísimo rayo de luz del eterno Maestro.
Sea para Él todo el honor.




El niño en la tumba

Había luto en la casa, y luto en los corazones: el hijo menor, un niño de 4 años, el único varón, alegría y esperanza de sus padres, había muerto. Cierto que aún quedaban dos hijas; precisamente aquel mismo año la mayor iba a ser confirmada. Las dos eran buenas y dulces, pero el hijo que se va es siempre el más querido; y ahora, sobre ser el único varón, era el benjamín. ¡Dura prueba para la familia! Las hermanas sufrían como sufren por lo general los corazones jóvenes, impresionadas sobre todo por el dolor de los padres; el padre estaba anonadado, pero la más desconsolada era la madre. Día y noche había permanecido de pie, a la cabecera del enfermo, cuidándolo, atendiéndolo, mimándolo. Más que nunca sentía que aquel niño era parte de sí misma. No le cabía en la mente la idea de que estaba muerto, de que lo encerrarían en un ataúd y lo depositarían en una tumba. Dios no podía quitarle a su hijo, pensaba; y cuando ya hubo ocurrido la desgracia, cuando no cabía incertidumbre, exclamó la mujer en la desesperación de su dolor:
- ¡Es imposible que Dios se haya enterado! ¡En la Tierra tiene servidores sin corazón, que obran a su capricho, sin atender a las oraciones de una madre!
Así perdió su confianza en Dios; en su mente se filtraron pensamientos tenebrosos, pensamientos de muerte, miedo a la muerte eterna, temor de que el hombre fuese sólo polvo y de que en polvo terminase todo. Con estas ideas no tenía nada a que asirse, y así iba hundiéndose en la nada sin fondo de la desesperación.
En la hora más difícil no podía ya llorar, ni pensaba en las dos hijas que le quedaban; las lágrimas de su esposo le caían sobre la frente, pero no levantaba los ojos a él. Sus pensamientos giraban constantemente en torno al hijo muerto; su vida ya no parecía tener más objeto que evocar las gracias de su pequeño, recordar sus inocentes palabras infantiles.
Llegó el momento del entierro. Ella llevaba varias noches sin dormir, y por la madrugada la venció el cansancio y quedó sumida en breve letargo. Entretanto llevaron el féretro a una habitación apartada, para que no oyera los martillazos.
Al despertarse quiso ver a su hijito, pero su marido le dijo llorando:
- Hemos cerrado el ataúd. ¡Había que hacerlo!
- Si Dios se muestra tan duro conmigo - exclamó ella amargamente -, ¿por qué han de ser más piadosos los hombres? - y prorrumpió en un llanto desesperado.
Llevaron el féretro a la sepultura, mientras la desconsolada madre permanecía junto a sus hijas, mirándolas sin verlas, siempre con el pensamiento lejos del hogar. Abandonábase a su dolor, y éste la sacudía como el mar sacude la embarcación cuando ha perdido la vela y los remos. Así pasó el día del entierro, y siguieron otros, igualmente tristes y sombríos. Las niñas y el padre la miraban con ojos húmedos y expresión desolada, pero ella no oía sus palabras de consuelo. Por otra parte, ¿qué podían decirle cuando a todos les alcanzaba la misma desgracia?
Sólo el sueño hubiera podido consolarla, mitigar en algo su pena, restituir las fuerzas a su cuerpo y la paz a su alma. Pero diríase que ya no lo conocía; a lo sumo, consentía en echarse en la cama, donde quedaba inmóvil como si durmiese. Una noche, su esposo, escuchando su respiración, creyó que por fin había encontrado alivio y reposo, por lo que, juntando las manos, rezó una oración y se quedó profundamente dormido. Por eso no se dio cuenta de que ella se levantaba y, después de vestirse, salía sigilosamente de la casa para dirigirse al lugar donde de día y de noche tenía fijo el pensamiento: junto a la tumba de su hijo. Atravesó el jardín que rodeaba la casa, salió al campo y tomó un sendero que, dejando a un lado la ciudad, conducía al cementerio. Nadie la vio, ni ella vio a nadie.
Era una bella noche estrellada, con el aire aún cálido y suave, pues corría el mes de septiembre. La mujer entró en el cementerio y se encaminó hacia la pequeña sepultura, que parecía un enorme y fragante ramo de flores. Sentóse e inclinó la cabeza sobre la losa, como si a través de aquella delgada capa de tierra le fuese dado ver a su hijito, cuya cariñosa sonrisa guardaba grabada en la mente. No se le había borrado tampoco la hermosa expresión de sus ojos, incluso cuando el niño yacía en su lecho de muerte. ¡Qué expresiva había sido su mirada, cuando ella se agachaba sobre el pequeño y le cogía la manita, aquella manita que él no podía ya levantar! Como había permanecido sentada a la cabecera del lecho, así velaba ahora junto a su tumba; pero aquí las lágrimas fluían copiosas, cayendo sobre la sepultura.
- ¡Quisieras ir con tu hijo! - dijo de pronto una voz a su lado, una voz que sonó clara y grave y le penetró en el corazón. La mujer alzó la mirada y vio junto a ella a un hombre envuelto en un amplio manto funerario, con la capucha bajada sobre la cara. Pero ella le vio el rostro por debajo; era severo, y, sin embargo, inspiraba confianza; los ojos brillaban como si su dueño estuviese aún en los años de juventud.
- ¡Ir con mi hijo! - repitió ella, con acento de súplica desesperada.
- ¿Te atreverías a seguirme? - preguntó la figura -. ¡Soy la Muerte!
La mujer inclinó la cabeza en señal de asentimiento, y de repente le pareció que todas las estrellas brillaban sobre su cabeza con el resplandor de la luna llena; vio la magnificencia de colores de las flores depositadas en la tumba, la tierra se abrió lenta y suavemente cual un lienzo flotante y la madre se hundió, mientras la figura extendía a su alrededor el negro manto. Se hizo la noche, la noche de la muerte; ella se hundió a mayor profundidad de la que alcanza la pala; el cementerio quedaba allí arriba, como un tejado sobre su cabeza.
Corrióse de un lado la punta del manto, y la madre se encontró en una inmensa sala, enorme y acogedora. Aunque reinaba la penumbra, vio ante ella a su hijo, que en el mismo momento se arrojó a sus brazos. Le sonreía, irradiando una belleza superior aún a la que tenía en vida. Ella lanzó un grito que no pudo oírse, pues muy cerca de ella sonaba una música deliciosa, primero muy cerca, más lejana después, y que volvió a aproximarse. Nunca habían herido sus oídos sones tan celestiales; le llegaban del otro lado de la espesa cortina negra que separaba la sala del inmenso ámbito de la eternidad.
- ¡Mi dulce, mi querida madre! - oyó que exclamaba el niño. Era su voz, tan conocida; y ella lo devoraba a besos, presa de una dicha infinita. El niño señaló la oscura cortina.
- ¡No es tan bonito allá en la Tierra! ¿Ves, madre, ves a todos estos? ¡Mira qué felices somos!
Pero la madre nada veía, ni allá donde le indicaba su hijo; nada sino la negra noche. Veía con sus ojos terrenales, pero no como veía el niño a quien Dios había llamado a sí. Oía los sones, la música, mas no la palabra en la que hubiera podido creer.
- ¡Ahora puedo volar, madre! - dijo el pequeño -, volar con todos los demás niños felices, directamente hacia Dios Nuestro Señor. ¡Me gustaría tanto hacerlo! Pero cuando tú lloras como lo haces en este momento, no puedo separarme de ti. ¡Y me gustaría tanto! ¿No me dejas? Pronto vendrás a reunirte conmigo, madre mía.
- ¡Oh, quédate, quédate aún un instante, sólo un instante! - le rogó ella -. ¡Deja que te mire aún otra vez, que te bese y te tenga en mis brazos!
Y lo besó y estrechó contra su corazón. Desde lo alto, alguien pronunció su nombre, y los sones llegaban impregnados de una tristeza infinita. ¿Qué era?
- ¿Oyes? - dijo el niño -. ¡Es el padre, que te llama!
Y un momento después se escucharon profundos sollozos, como de niños que lloraban.
- ¡Son mis hermanas! - dijo el niño -. ¡Madre, no las habrás olvidado! Entonces ella se acordó de los que quedaban; sobrecogióla una angustia indecible. Miró ante sí y vio unas figuras flotantes, algunas de las cuales creyó reconocer. Avanzaban en el aire por la sala de la Muerte hacia la oscura cortina y desaparecían detrás de ella. ¿No se le aparecerían su marido, sus hijas? No, su llamada, sus suspiros, seguían llegando de lo alto. Había faltado poco para que se olvidase de ellos, absorbida en el recuerdo del muerto.
- ¡Madre, ahora suenan las campanas del cielo! - dijo el niño - Madre, ahora sale el sol.
Y sobre ella cayó un torrente de cegadora luz; el niño se había ido, y ella sintió que la subían hacia las alturas. Hacía frío a su alrededor, y al levantar la cabeza se dio cuenta de que estaba en el cementerio, tendida sobre la tumba de su hijo. Pero Dios, en su sueño, había sido un apoyo para su cuerpo y una luz para su entendimiento. Doblando la rodilla, dijo:
- ¡Perdóname, Señor, Dios mío, por haber querido detener el vuelo de un alma eterna, y por haber olvidado mis deberes con los vivos, que confiaste a mi cuidado!
Y al pronunciar estas palabras, un gran alivio se infundió en su corazón. Salió el sol, un avecilla rompió a cantar encima de su cabeza, y las campanas de la iglesia llamaron a maitines. Un santo silencio se esparció en derredor, santo como el que reinaba ya en su corazón. Reconoció nuevamente a su Dios, reconoció sus deberes y volvió presurosa a su casa. Inclinóse sobre su marido, despertólo con sus besos y le dijo palabras que le salían del alma. Volvía a ser fuerte y dulce como puede serlo la esposa, y de sus labios brotó una rica fuente de consuelo.
- ¡Bien hecho está lo que hace Dios!
Preguntóle el marido:
- ¿De dónde has sacado de repente esta virtud de consolar a los demás?
Ella lo abrazó y besó a sus hijas.
- ¡La recibí de Dios, por mediación de mi hijo muerto!



El gallo de corral y la veleta

Éranse una vez dos gallos: uno, en el corral, y el otro, en la cima del tejado; los dos, muy arrogantes y orgullosos. Ahora bien, ¿cuál era el más útil? Dinos tu opinión; de todos modos, nosotros nos quedaremos con la nuestra.
El corral estaba separado de otro por una valla. En el segundo había un estercolero, y en éste crecía un gran pepino, consciente de su condición de hijo del estiércol.
«Cada uno tiene su sino - decíase para sus adentros -. No a todo el mundo le es concedido nacer pepino, forzoso es que haya otros seres vivos. Los pollos, los gansos y todo el ganado del corral vecino son también criaturas. Levanto ahora la mirada al gallo que se ha posado sobre el borde de la valla, y veo que tiene una significación muy distinta del de la veleta, tan encumbrado, pero que, en cambio, no puede gritar, y no digamos ya cantar. No tiene gallinas ni polluelos, sólo piensa en sí y cría herrumbre. El gallo del corral, ¡ése sí que es un gallo! Miradlo cuando anda, ¡qué garbo! Escuchadlo cuando canta, ¡deliciosa música! Dondequiera que esté se oye, ¡vaya corneta! ¡Si saltase aquí y se me comiese troncho y todo, qué muerte tan gloriosa!», suspiró el pepino.
Aquella noche estalló una terrible tempestad; las gallinas, los polluelos y hasta el propio gallo corrieron al refugio; el viento arrancó la valla que separaba los dos corrales. Total, un alboroto de mil diablos. Volaron las tejas, pero la veleta se mantenía firme, sin girar siquiera; no podía hacerlo, a pesar de que era joven y recién fundida; pero era prudente y reposada como un viejo. No se parecía a las atolondradas avecinas del cielo, gorriones y golondrinas, a las cuales despreciaba («¡esos pajarillos piadores, menudos y ordinarios!»). Las palomas eran grandes, lustrosas y relucientes como el nácar; tenían algo de veleta, más eran gordas y tontas. Todos sus pensamientos se concentraban en llenarse el buche - decía la veleta -; y su trato era aburrido, además. También la habían visitado las aves de paso, contándole historias de tierras extrañas, de caravanas aéreas y espantosas aventuras de bandidos y aves rapaces. La primera vez resultó nuevo e interesante, pero luego observó la veleta que se repetían, qué siempre decían lo mismo, y todo acaba por aburrir. Las aves eran aburridas, y todo era aburrido; no se podía alternar con nadie, todos eran unos sosos y unos estúpidos. No valía la pena nada de lo que había visto y oído.
- ¡El mundo no vale un comino! - decía -. Todo es absurdo.
La veleta era eso que solemos llamar abúlica, condición que, de haberla conocido, seguramente la habría hecho interesante a los ojos del pepino. Pero éste sólo tenía pensamientos para el gallo del corral, que era su vecino.
El viento se había llevado la valla, y los rayos y truenos habían cesado.
- ¿Qué me decís de este canto? - preguntó el gallo a las gallinas y polluelos -. Salió un tanto ronco, sin elegancia.
Y las gallinas y polluelos se subieron al estercolero, y el gallo se acercó a pasos gallardos.
- ¡Planta de huerto! - dijo al pepino, la cual, en esta única palabra, se dio cuenta de su inmensa cultura y se olvidó de que la arrancaba y se la comía.
¡Qué gloriosa muerte!
Acudieron las gallinas, y tras ellas los polluelos, y cuando uno corría, corría también el otro, y todos cacareaban y piaban y miraban al gallo, orgullosos de pertenecer a su especie.
- ¡Quiquiriquí! - cantó él. - ¡Los polluelos serán muy pronto grandes pollos, si yo lo ordeno en el corral del mundo!
Y las gallinas y los polluelos venga cacarear y piar. Y el gallo comunicó una gran novedad.
- Un gallo puede poner un huevo. Y, ¿sabéis lo que hay en el huevo? Pues un basilisco. Nadie puede resistir su mirada. Bien lo saben los hombres, y ahora vosotros sabéis lo que hay en mí; sabéis que soy el rey de todos los gallineros.
Y el gallo agitó las alas, irguió la cresta y volvió a cantar, paseando una mirada escrutadora sobre todas las gallinas y todos los polluelos, los cuales se sentían orgullosísimos de que uno de los suyos fuese el rey de los gallineros. Y arreciaron tanto los cacareos y los píos, que llegaron a oídos del gallo de la veleta; pero no se movió ni impresionó por eso.
«¡Todo es absurdo! - repitió para sus adentros -. El gallo del corral no pone huevos, ni yo tampoco. Si quisiera, podría poner uno de cáscara blanda, pero ni esto se merece el mundo. ¡Todo es absurdo! ¡Ni siquiera puedo seguir aquí!».
Y la veleta se desplomó, y no aplastó al gallo del corral, «aunque no le faltaron intenciones», dijeron las gallinas. ¿Y qué dice la moraleja?
«Vale más cantar que ser abúlico y venirse abajo».




¡Qué hermosa!

El escultor Alfredo - seguramente lo conoces, pues todos lo conocemos - ganó la medalla de oro, hizo un viaje a Italia y regresó luego a su patria. Entonces era joven, y, aunque lo es todavía, siempre tiene unos años más que en aquella época.
A su regreso fue a visitar una pequeña ciudad de Zelanda. Toda la población sabía quién era el forastero. Una familia acaudalada dio una fiesta en su honor, a la que fueron invitadas todas las personas que representaban o poseían algo en la localidad. Fue un acontecimiento, que no hubo necesidad de pregonar con bombo y platillos. Oficiales artesanos e hijos de familias humildes, algunos con sus padres, contemplaron desde la calle las iluminadas cortinas; el vigilante pudo imaginar que había allí tertulia, a juzgar por el gentío congregado en la calle. El aire olía a fiesta, y en el interior de la casa reinaba el regocijo, pues en ella estaba don Alfredo, el escultor.
Habló, contó, y todos los presentes lo escucharon con gusto y con unción, principalmente la viuda de un funcionario, ya de cierta edad. Venía a ser como un papel secante nuevecito para todas las palabras de don Alfredo: chupaba enseguida lo que él decía, y pedía más; era enormemente impresionable e increíblemente ignorante: un Kaspar Hauser femenino.
Supongo que visitaría Roma - dijo -. Debe ser una ciudad espléndida, con tanto extranjero como allí acude. ¡Descríbanos Roma! ¿Qué impresión produce cuando se llega a ella?
- Es muy fácil describirla - dijo el joven escultor -. Hay una gran plaza, con un obelisco en el centro, un obelisco que tiene cuatro mil años.
- ¡Un organista! - exclamó la mujer, pues no había oído nunca aquella palabra. Algunos estuvieron a punto de soltar la carcajada, y también el escultor, pero la sonrisa que apuntaba se transformó en ensimismamiento, al ver junto a la señora un par de grandes ojos azules: era la hija de la dama que acababa de hablar, y cuando se tiene una hija como aquélla, no cabe ser tonto. La madre era una fuente inagotable de preguntas, y de esta fuente la hija era la hermosa náyade. ¡Qué preciosa! Para un escultor resultaba un objeto digno de admiración, aunque poco apropiado para entablar un coloquio; la verdad es que hablaba poco o nada.
- ¿Tiene una gran familia el Papa? - preguntó la señora. El joven interpretó la pregunta del mejor modo posible, y contestó:
- No, no es de una gran familia.
- No es eso lo que quiero decir - repuso la señora -. Me refiero a si tiene muchos hijos.
- El Papa no puede casarse - respondió él.
- Pues eso no me gusta - dijo la viuda.
Hablaba sin ton ni son, pero, quién sabe si, de no haberlo hecho, su hija hubiera permanecido apoyada en su hombro, mirándola con aquella sonrisa casi conmovedora.
Y don Alfredo habla que te habla: de la magnificencia de colores de Italia, de las azuladas montañas, del azul Mediterráneo, del azul meridional, una belleza que en las tierras nórdicas sólo es superada por los ojos azules de sus mujeres. Y lo dijo con toda intención, pero la que debía entenderlo no se dio por aludida, o por lo menos no lo dejó ver. Y también esto era hermoso.
- ¡Italia! - suspiraron algunos -. ¡Viajar! - suspiraron otros-. ¡Qué hermoso, qué hermoso!
- Bueno, cuando saque cincuenta mil escudos a la lotería, viajaremos - dijo la viuda -. Yo y mi hija, y usted, don Alfredo, nos hará de guía. Nos iremos los tres juntos. Y vendrán también algunos buenos amigos -. Y dirigió una sonrisa a todos los concurrentes, para que todos pensaran que aludía a ellos -. Iremos a Italia. Pero no a los lugares donde hay bandidos -, no nos moveremos de Roma y de las grandes carreteras; allí se está más seguro.
La hija dejó escapar un leve suspiro. ¡Cuántas cosas se pueden contener en un leve suspiro! El joven le puso muchas. Los dos ojos azules ocultaban tesoros, tesoros del alma y del corazón, ricos como todas las magnificencias de Roma. Y cuando abandonó la fiesta, quedó con un aire ausente: su corazón estaba con la damita.
De todas las casas de la ciudad, la de la viuda fue la única que visitó don Alfredo. Todo el mundo se dio cuenta de que no era por la madre, a pesar de lo mucho que habían hablado los dos. Saltaba a la vista que iba por la hija. Ésta se llamaba Kala (propiamente, Karen Malene, y los dos nombres se habían contraído en Kala). Era hermosa, pero un tanto dormilona, decían algunos; por la mañana solían pegársele las sábanas.
- La viciamos de niña - decía la madre -. Siempre ha sido una joven Venus, y éstas se fatigan pronto. Se levanta algo tarde, pero gracias a eso tiene esos ojos tan límpidos.
¡Qué poder había en aquellos límpidos ojos! ¡Aquellas aguas azul marino! Aguas tranquilas, pero profundas. Bien lo sentía el joven, que estaba preso en su hondura. Hablaba y contaba sin parar, y mamá no se cansaba de preguntarle, desenvuelta y despreocupada como el día en que se conocieron.
Daba gusto oír contar a don Alfredo. Hablaba de Nápoles, de sus excursiones al Vesubio, y pintaba con brillantes colores algunas erupciones del volcán. La viuda nunca había oído hablar de aquello, ni lo había pensado.
- ¡Dios nos libre! - exclamó -. ¡Una montaña que escupe fuego! ¿No puede hacer daño a nadie?
- Ha destruido ciudades enteras - respondió el artista -. Pompeya y Herculano.
- ¡Desventurados habitantes! ¿Y usted estaba allí?
- No, no he presenciado ninguna de las erupciones, que tengo reproducidas en estas estampas; pero les voy a mostrar, en un dibujo de mi mano, una que vi con mis propios ojos.
Sacó un esbozo a lápiz y la mamá, que estaba aún impresionada por las imágenes en color, miró el pálido apunte a lápiz y exclamó con sorpresa:
- ¿Lo vio escupir fuego blanco?
Por un instante, don Alfredo sintió que se desvanecía su respeto por la señora, pero bastó una mirada a Kala para comprender que su madre no poseía el sentido del color. En cambio, tenía lo mejor, lo más hermoso: tenía a Kala.
Y con Kala se prometió Alfredo, de lo cual nadie se extrañó. Y su compromiso se publicó en el diario de la ciudad. Mamá encargó treinta ejemplares del número, para recortar el suelto y enviarlo en cartas a amigos y conocidos. Y los novios se sintieron felices, y la suegra también. En cierto modo había entrado a formar parte de la familia de Thorwaldsen.
- Es usted su continuación - dijo.
Y Alfredo encontró que había dicho algo muy ingenioso. Kala permaneció callada, pero sus ojos se iluminaron, y una sonrisa se dibujó en su boca. Realmente era hermosa, no nos cansaremos de repetirlo.
Alfredo modeló el busto de Kala y el de su suegra; ellas posaron, mirando cómo sus dedos alisaban y amasaban la blanda arcilla.
- Esto lo hace sólo por nosotras - dijo la viuda -. Es una atención por su parte el hacer personalmente este trabajo tan basto, en vez de encargarlo a su ayudante.
- La arcilla no tengo más remedio que moldearla yo - dijo él.
- Usted siempre tan galante - contestó mamá, mientras Kala apretaba la mano del artista, sucia de arcilla.
Luego explicó a las dos la belleza que la Naturaleza ha dado a los seres creados: cómo la vida está por encima de la arcilla, la planta sobre el mineral, el animal sobre la planta, el hombre sobre el animal; cómo el espíritu y la belleza se manifiestan por la forma, y cómo el escultor reproduce en la figura terrena lo más sublime de su revelación.
Kala reflexionaba en silencio sobre las ideas que él iba sugiriendo, pero su madre lo interrumpió:
- Es difícil seguirlo. Pero poco a poco voy cogiendo sus pensamientos, y aunque se me lían y enmarañan en la cabeza, no los suelto por eso.
Y la belleza lo sujetaba a él, lo llenaba y dominaba. Aquella belleza que irradiaba de toda la persona de Kala, de su mirada, de sus labios, incluso de los movimientos de sus dedos. Así lo decía Alfredo, y el escultor lo comprendía muy bien; hablaba sólo de ella, y en ella pensaba tan sólo; los dos se habían identificado, y así también ella habló mucho, pues él lo hacia muchísimo.
Fue aquél el día de la petición de mano, y después vino el de la boda, con las doncellas de honor y los obsequios, y se pronunció el sermón nupcial.
La suegra había colocado en el extremo superior de la mesa, en casa de la novia, el busto de Thorwaldsen en bata de noche. Se le había ocurrido que debía figurar entre los invitados. Cantáronse canciones y se pronunciaron brindis; resultó una boda muy alegre, y los novios formaban una bella pareja. «Pigmalión ha logrado su Galatea», decía una de las canciones.
- Ésta es otra mitología - observó la mamá política.
Al día siguiente, la joven pareja partió para Copenhague, donde iban a establecerse. La suegra los acompañó para hacerse cargo de lo prosaico, decía ella, o sea, para cuidar del gobierno de la casa. Kala debía vivir como en una casa de muñecas. Todo era nuevo, reluciente y hermoso. Allí los tenemos a los tres, y Alfredo, para servirnos de una frase proverbial, que aquí viene como al dedillo, estaba como un obispo en un nido de gansos.
El encanto de la forma lo había ofuscado. Había visto el envoltorio y no lo que contenía, lo cual es una desgracia, y no pequeña, en el matrimonio. Pues cuando la funda se despega y el oropel se cae, uno deplora la transacción. En la vida de sociedad resulta enormemente desagradable observar que uno ha perdido los botones de sus tirantes, y saber que no puede confiar en la hebilla por la sencilla razón de que no la tiene; pero es mucho peor aún oír, en las tertulias sociales, que la esposa y la suegra dicen tonterías, y no poder confiar en una ocurrencia aguda que borre el efecto de la estupidez.
Con mucha frecuencia se estaban los recién casados cogidos de la mano, hablando él e interponiendo ella una palabrita de tarde en tarde, siempre la misma melodía, las mismas dos o tres notas cristalinas. No se animaba la cosa hasta que llegaba Sofía, una de las amigas.
Sofía no era lo que se dice bonita, pero tampoco tenía ninguna falta; un poco torcida tal vez, decía Kala, pero no más de lo que pueden parecerlo las amigas. Era una muchacha muy juiciosa, y nadie pensaba que pudiese llegar a constituir un peligro. Venía a traer un poco de aire fresco a aquella casa de muñecas, y, realmente, todos se daban cuenta de que hacía falta renovar el aire. Por eso se marcharon, con deseos de airearse; la suegra y la joven pareja partieron para Italia.
- ¡Gracias a Dios que estamos de nuevo en casa! - exclamaron madre e hija al regresar con Alfredo al año siguiente.
- No es ningún placer viajar - dijo la suegra -. Resulta de lo más aburrido, y perdona que te lo diga. Me aburrí a pesar de tener conmigo a mis hijos, y además es caro, muy caro, eso de viajar. ¡Todas esas galerías que hay que visitar! ¡Tantas cosas que hay que ir a ver! Y no hay más remedio, pues al volver os preguntarán por todo. Y luego habréis de escucharos, para colmo, que os olvidasteis de visitar lo más hermoso de todo. Al final, ya me fastidiaban aquellas eternas madonas; una acaba por volverse madona.
- ¡Y las comidas! - intervino Kala.
- ¡Ni una sopa de caldo como Dios manda! - añadió mamá ¡Y qué mala es su cocina!
Kala volvió del viaje muy fatigada; aquello fue lo peor. Se presentó Sofía en la casa y se mostró útil y capaz.
Hay que reconocer - decía la suegra - que Sofía entiende de economía doméstica y de arte; y que suple muy bien a la enferma; además es muy honesta y fiel. - Buenas pruebas dio de todo ello durante la enfermedad de Kala, una dolencia consuntiva que se la llevó.
Donde la funda lo es todo, hay que guardarla, de lo contrario se pierde todo; y en nuestro caso se perdió la funda: Kala murió.
- ¡Tan hermosa como era! - dijo su madre -. Realmente era muy distinta de las clásicas, tan averiadas. Kala estaba entera, y eso sí es una belleza.
Lloró Alfredo, lloró la madre, los dos se pusieron de luto. A mamá el negro le sentaba muy bien, y siguió llevándolo mucho tiempo, lamentándose sin cesar, y más aún cuando Alfredo volvió a casarse, y con Sofía precisamente, que por el físico no valía nada.
- Le gustan los extremos - decía la suegra -. Ha pasado de lo más hermoso a lo más feo; ha sido capaz de olvidarse de su primera esposa. Los hombres no tienen constancia. Mi marido era distinto. ¡Se murió antes que yo!
- Pigmalión logró su Galatea - dijo Alfredo -. Es verdad lo que decía la canción nupcial. Me enamoré de una hermosa estatua que cobró vida en mis brazos. Pero el alma afín que el cielo nos envía, uno de sus ángeles, capaz de pensar y sentir con nosotros, capaz de alentarnos cuando estamos abatidos, ésta no la he encontrado y conquistado hasta ahora. ¡Llegaste tú, Sofía! No con belleza de formas, con un brillo radiante, sino como debías venir, más bonita de lo que era necesario. Lo principal es lo principal. Viniste a enseñar al escultor que su obra es sólo arcilla y polvo, y que en ella sólo expresa el núcleo más interior, el que debemos buscar.
¡Pobre Kala! Nuestra vida sobre la Tierra fue como un viaje. Allá arriba, donde se encuentran los que verdaderamente son afines, tal vez nos sintamos medio extraños.
- Has hablado sin caridad - replicó Sofía -, no como cristiano. Allá arriba, donde no hay matrimonio pero donde, como dijiste, se encuentran las almas afines; allí, donde todo lo sublime se despliega y realza, su alma resonará tal vez con tanta fuerza, que apagará el son de la mía, y tú volverás a prorrumpir en aquel grito de tu primer amor: ¡Qué hermosa, qué hermosa!




Una historia de las dunas

Es ésta una historia de las dunas de Jutlandia, pero no comienza allí, no, sino muy lejos de ellas, mucho más al Sur; en España. El mar es un gran camino para ir de un país a otro. Trasládate, pues, con la imaginación, a España. Es una tierra espléndida, inundada de sol; el aire es tibio y del suelo brotan las flores del granado, rojas como fuego, entre los oscuros laureles. De las montañas desciende una brisa refrescante a los naranjales y a los magníficos patios árabes, con sus doradas cúpulas y sus pintadas paredes. Los niños recorren en procesión las calles, con cirios y ondeantes banderas, y sobre sus cabezas se extiende, alto y claro, el cielo cuajado de estrellas rutilantes. Suenan cantos y castañuelas, los mozos y las muchachas se balancean bailando bajo las acacias en flor, mientras el mendigo, sentado sobre el bloque de mármol tallado, calma su sed sorbiendo una jugosa sandía y se pasa la vida soñando. Todo es como un hermoso sueño. ¡Ay; quién pudiera abandonarse a él! Pues eso hacían dos jóvenes recién casados, a los que la suerte había colmado con todos sus dones: salud, alegría, riquezas y honores.
- ¿Quién ha sido nunca más feliz que nosotros? - decían desde el fondo del corazón. Sólo un último peldaño les faltaba para alcanzar la cumbre de la dicha: que Dios les diese un hijo, parecido a ellos en cuerpo y alma.
¡Con qué júbilo lo habrían recibido! ¡Con qué amor lo cuidarían! Para él sería toda la felicidad que pueden dar el dinero y la distinción.
Pasaban para ellos los días como una fiesta continua.
- La vida es, de suyo, un don inestimable de la gracia divina - decía la esposa -; y esta bienaventuranza, el hombre la quiere mayor todavía en una existencia futura, y que dure toda la eternidad. No llego a comprender este pensamiento.
- El orgullo humano jamás se da por satisfecho - respondió el marido -. Es un temible orgullo creer que viviremos eternamente, que seremos como Dios. Éstas fueron también las palabras de la serpiente, que era el espíritu de la mentira.
- No dudarás, sin embargo, de la vida futura, ¿verdad? - preguntó la joven, y le pareció cómo si por primera vez una sombra enturbiara la luminosidad de sus pensamientos.
- La fe la promete, la iglesia la afirma - contestó el hombre -, mas precisamente en la plenitud de esta dicha de que gozo, siento y comprendo que es orgullo, una tentación de la soberbia humana, pedir otra vida después de ésta, una continuación de la felicidad. ¿No nos basta lo que se nos da aquí abajo? ¿Por qué no hemos de sentirnos satisfechos?
- Nosotros sí - dijo la joven -. Mas, ¡para cuántos miles de seres no es esta vida sino una dura prueba! ¡Cuántos son los condenados a la pobreza, a la ignominia, a la enfermedad y a la desgracia! No; de no haber otra vida después de la terrena, los bienes estarían muy mal repartidos, y Dios sería injusto.
- Aquel pordiosero de la calle siente goces tan intensos como los del Rey en su palacio - replicó el joven -. Y aquella acémila que es tratada a latigazos, que pasa hambre y se fatiga hasta reventar, ¿crees que no se da cuenta de la dureza de su vida? Siguiendo tu razonamiento, tendría también derecho a reclamar otra existencia, y decir que ha sido una injusticia el colocarla tan abajo del reino animal.
Cristo ha dicho: «en el reino de mi Padre hay muchas moradas» - contestó ella -. El reino de los cielos es infinito, tanto como el amor de Dios. También el animal es una criatura y - ésta es por lo menos mi creencia -, ninguna vida se perderá, antes todas obtendrán la bienaventuranza apropiada y suficiente a sus respectivas naturalezas.
- Pues, de momento, me basta con este mundo - exclamó el marido, abrazando a su linda mujercita. Y salió a fumar un pitillo al abierto balcón, donde el aire estaba impregnado del aroma de los naranjos y los claveles. Llegaban de la calle sones de música y castañuelas, las estrellas titilaban en el cielo y dos tiernos ojos, los de su esposa, lo miraban encendidos de amor.
- Para un momento como éste - dijo sonriendo - merece la pena nacer, gozarlo y desaparecer -. Su esposa levantó la mano con gesto de dulce repulsa. Pero se disipó la nube que había enturbiado su mente; eran demasiado dichosos.
Todas las cosas parecían porfiar en aumentarles los honores, las alegrías, la felicidad. Un cambio hubo, pero sólo de lugar, y en nada había de afectar a su fortuna y bienandanza. El joven fue nombrado embajador en la Corte imperial de Rusia; era un puesto de honor, al que le daban derecho su nacimiento y sus conocimientos. Poseía una gran fortuna, y su joven esposa le había aportado en dote otra no menos cuantiosa, pues era hija de una de las familias más acaudaladas del comercio. Precisamente aquel año, uno de sus mejores barcos zarparía con rumbo a Estocolmo; en él efectuarían la travesía la hija y el yerno del armador, para proseguir luego hasta San Petersburgo. A bordo, todo fue dispuesto con el lujo propio de un rey; blancas alfombras, seda y magnificencia por doquier.
Todo el mundo conoce una antigua balada, llamada «El príncipe de Inglaterra». También éste navegaba en un barco espléndido; sus áncoras estaban guarnecidas de oro, y las cuerdas, forradas de seda. Esta nave podía hacer pensar en la que iba a zarpar de España. También ésta era fastuosa, y fue despedida con el mismo pensamiento: «¡Quiera Dios volvernos a unir en paz y alegría!».
El viento soplaba favorable desde la costa española, y los adioses fueron breves. Con buen tiempo rendirían viaje en unas pocas semanas. Pero una vez en alta mar amainó el viento, y el mar quedó en calma; rielaban sus aguas bajo las centelleantes estrellas. Las veladas eran maravillosas en el lujoso camarote.
Al fin, todo el mundo a bordo empezó a suspirar por la llegada de un viento propicio, pero inútilmente. Cuando soplaba, era siempre contrario. Así pasaron semanas y hasta dos meses enteros. Al fin se levantó viento de Sudoeste. Y he aquí que, cuando estaban entre Escocia y Jutlandia, arreció como en la vieja canción del «Príncipe de Inglaterra»:
Rugió la tempestad, se agolparon las nubes;
y el navío, no encontrando puerto ni abrigo
echó al mar su ancla de oro; mas el huracán
lo arrojó hacia las costas de Dinamarca.
Hace ya mucho tiempo de lo que os vengo contando. El rey Cristián VII ocupaba el trono de Dinamarca, y era aún muy joven. ¡Cuántas cosas han ocurrido desde entonces! Lagos y pantanos han sido transformados en exuberantes prados, y eriales desérticos, en tierras feraces. Resguardados por las casas, manzanos y rosales crecen incluso en la costa oeste de Jutlandia; hay que buscarlos bien, de todos modos, pues, huyendo de los fuertes vientos de Poniente, se refugian en lugares protegidos. A pesar de los cambios habidos, no es difícil imaginar cómo sería aquella región en tiempos de Cristián VII y aún mucho antes. Como entonces, también ahora en Jutlandia el erial se extiende durante millas enteras, con sus monumentos megalíticos, sus laberínticos caminos accidentados y arenosos. Al Oeste, donde caudalosos riachuelos se vierten en las bahías, hay praderas y cenagales limitados por altas dunas, que, con sus montañas de arena acumulada, se elevan frente al mar. Sólo de trecho en trecho son cortadas por laderas fangosas, de las que un año sí y otro también el mar se traga trozos enormes con su boca gigantesca, derribando colinas y faldas como haría un terremoto. Tal es el aspecto que presentan aún hoy día y que presentaban muchos años ha, cuando los felices esposos navegaban por aquellos mares a bordo de la rica nave.
Era un soleado domingo de últimos de septiembre. Llegaba hasta ellos el son de las campanas desde los pueblos de la bahía de Nissum. Las iglesias de aquellas tierras están construidas a modo de bloques graníticos; cada una es una peña, capaz de resistir impávida los embates del mar del Norte. La mayoría no tienen campanario; las campanas cuelgan al aire libre, entre dos vigas. En conjunto ofrecen una sensación de fría soledad.
Había terminado el servicio divino. Los fieles salían de la casa de Dios y se dirigían al cementerio. Lo mismo que ahora, no crecían en él árboles ni arbustos, y en las tumbas no había flores ni coronas. Montículos informes señalan las sepulturas. Una hierba hirsuta, azotada por el viento, invade todo el camposanto. A guisa de monumento, alguna que otra tumba está adornada con un tronco desgastado por la intemperie, tallado en forma de ataúd. ¿De dónde procede? Lo trajeron del bosque de Poniente, del mar. De él extraen los moradores de la costa las vigas trabajadas, las tablas y los troncos. El viento y las nieblas marinas no tardan en corroer las maderas de acarreo. Una de éstas yacía sobre una tumba infantil, a la que se dirigió una de las mujeres que salían del templo. Quedóse de pie contemplando la talla medio carcomida; junto a ella, a su espalda, estaba su marido. No cambiaron ni una palabra. Él la cogió de la mano, y así enlazados se alejaron de la sepultura, saliendo al pardo erial y caminando en silencio largo rato por el suelo pantanoso en dirección a las dunas.
- Ha sido un buen sermón el de hoy - dijo al fin el hombre -. Si no tuviésemos a Dios Nuestro Señor, no tendríamos nada.
- Sí - respondió la mujer -. Él manda las alegrías y las penas. Tiene derecho a hacerlo. Mañana nuestro hijito cumpliría cinco años, si lo hubiéramos podido conservar.
- No te abandones a la tristeza - le dijo él -. Se ha salvado de las penas de este mundo. Ahora está allí donde rogamos a Dios que un día nos deje llegar.
Callaron de nuevo y avivaron el paso hacia su casa, entre las dunas. De repente, de una de ellas, donde la avena loca no conseguía fijar las arenas, se elevó como una columna de humo. Era una ráfaga de viento que, al dar contra el montículo, arremolinaba en el aire las finísimas partículas de arena. Siguió un segundo embate, que lanzó contra la pared de la casa el pescado puesto a secar y colgado de una cuerda. Luego todo quedó en calma; el sol ardía.
Los dos esposos entraron en la casa. Se quitaron a toda prisa los vestidos de fiesta y corrieron hacia las dunas que parecían enormes ondas de arena paralizadas bruscamente. La hierba y la avena loca, con sus rudos tallos verdeazulados, contrastando con el blanco del suelo, ponían una nota de color en el paisaje. Acudieron algunos vecinos y se ayudaron mutuamente a retirar más adentro los botes. El viento arreciaba, y el frío se hacía más intenso. Al regresar por entre las dunas, las arenas y piedrecitas les azotaban el rostro. Las olas encrespadas avanzaban cubiertas de blanca espuma. Y el viento, al barrer sus crestas, enviaba a gran distancia el agua pulverizada.
Llegó el crepúsculo; un silbido, que crecía por momentos, llenó el aire; parecía un aullido, el lamento de mil demonios desesperados. Este horrible ruido dominaba el del mar, aunque la casa estaba muy cerca de la playa. La arena tamborileaba en los cristales de las ventanas y de vez en cuando llegaba una ráfaga que estremecía la casa hasta sus cimientos. La oscuridad era absoluta, pero a medianoche salió la luna.
El cielo se fue aclarando, sin que en el mar profundo y negruzco cediera la tempestad. Los pescadores se habían acostado temprano, pero no había manera de pegar un ojo, con aquel tiempo abominable. De pronto, alguien golpeó en la ventana, se abrió la puerta y una voz gritó:
- ¡Un gran barco ha encallado en el último arrecife!
Todos los pescadores saltaron del lecho y se vistieron rápidamente.
La luz de la luna hubiera bastado para hacer visibles todas las cosas, de no haber sido por los torbellinos de arena que cegaban los ojos. Había que agarrarse, para no ser arrastrado por el viento; había que avanzar a rastras, aprovechando el intervalo entre dos ráfagas. Del otro lado de las dunas, la espuma y el agua pulverizada se elevaban en el aire como plumas de cisne, mientras las olas se precipitaban contra la costa en furiosa catarata. Sólo un ojo muy avezado podía descubrir el barco encallado. Era un magnífico velero de tres palos. En aquel preciso momento, el mar lo levantó por encima del arrecife, a tres o cuatro brazos de tierra; arrojado hacia la orilla, quedó embarrancado en el segundo escollo. No se podía pensar en auxiliarlo, el mar estaba demasiado embravecido. Las olas batían el navío y barrían su cubierta, saltando por la banda opuesta. Los aldeanos creyeron oír voces de socorro, gritos de mortal angustia; veían ajetrearse a los tripulantes, en inútil actividad. De súbito, llegó una oleada gigantesca que, cual peñasco asolador, se precipitó contra el bauprés, y lo arrancó de cuajo, levantando la popa a gran altura sobre el agua. Se entrevió entonces cómo dos personas saltaban al mar, cogidas del brazo. Unos minutos después, una de las olas más furiosas que fue a romper en las dunas, arrojó a la playa un cuerpo: una mujer. La dieron por muerta. Unas mujeres la recogieron y creyeron observar en ella un soplo de vida. Por encima de las dunas la llevaron a la casa de los pescadores. Era hermosa y delicada; seguramente una dama de alcurnia.
La depositaron sobre el pobre lecho. Las sábanas eran toscas, y para abrigo había un basto paño de lana.
Volvió en sí, aunque presa de una delirante calentura. No sabía nada de lo ocurrido, ni dónde se encontraba, afortunadamente para ella, pues lo que tenía de más querido estaba ahora en el fondo del mar. Era como en la antigua balada:
El barco, todo en pedazos, que partía el corazón.
Restos del naufragio, maderos y astillas, fueron arrojados a tierra; de todos los viajeros, ella era la única superviviente. El viento seguía aullando y barriendo la costa. La infeliz tuvo unos instantes de reposo, pero muy pronto empezó a sentir dolores que la forzaron a gritar angustiosamente. Abrió sus hermosos ojos y pronunció unas palabras que nadie pudo comprender.




Una historia de las dunas

Continuación

Y he aquí que, en premio a sus sufrimientos y luchas, vióse con un niño recién nacido en brazos. Debía de haber reposado en la lujosa mansión, en una soberbia cama con cortinas de seda. Habría sido recibido con júbilo, destinado a una vida rica y gozosa, pero Dios Nuestro Señor lo hizo venir al mundo en aquel rincón oscuro. Ni un beso recibió de su madre.
La mujer del pescador puso a la criatura en el pecho de la madre, sobre un corazón que había dejado de latir: la dama había muerto. El niño, llamado a crecer entre la dicha y las riquezas, había sido arrojado por el mar a las dunas, para compartir el destino y los duros días de los pobres pescadores.
Y otra vez nos vuelve a la memoria la vieja canción del príncipe, pues también él hubo de pasar por la vida afrontando sus rudos combates.
El barco había naufragado al sur del fiordo de Nissum. Hacía ya mucho tiempo que no se practicaba en Jutlandia la bárbara costumbre de saquear a los náufragos. En lugar de ello, eran auxiliados con amor y espíritu de sacrificio, sentimientos que en nuestra época
se han manifestado de manera patente y nobilísima. La madre moribunda y el infeliz recién nacido habrían sido objeto de cuidados y atenciones dondequiera que los hubiese arrojado el mar; pero en ninguna parte hubieran encontrado la cordial acogida que les dispensó la pobre mujer del pescador, que aún la víspera visitara con el corazón dolorido la tumba donde reposaba el hijito que aquel día habría cumplido cinco años, si Dios le hubiese concedido más larga vida.
Nadie sabía quién era la mujer muerta, ni de dónde venía. Los restos del naufragio no arrojaron ninguna luz.
En España, la noble mansión no recibió jamás cartas ni noticias acerca de la hija y el yerno. No habían llegado al puerto de destino. En las últimas semanas se habían desencadenado fuertes tempestades. Esperaron durante meses y meses. «¡Perdidos! ¡Todos muertos!». Esto era lo que sabían.
Y, sin embargo, allá en las dunas danesas, en la casa de los pescadores, vivía un retoño de los españoles.
Donde Dios da de comer para dos, siempre quedan migajas para un tercero, y en la costa hay siempre un plato de pescado para llenar una boca hambrienta. Al pequeño lo llamaron Jorge.
- Debe de ser judío - decían -, ¡es tan moreno! -. También podría ser italiano, o español - opinó el párroco.
Para la mujer del pescador, los tres pueblos venían a confundirse en uno mismo, y se contentó con hacerlo bautizar. Creció el niño, la sangre noble cobró energías a pesar de la humilde comida; se hizo un muchacho robusto, en la mísera casita. Fue su lengua la danesa, tal como la hablan los jutlandeses. La semilla del granado español se transformó en un tallo de ballueca en la costa de Jutlandia. ¡A tanto puede llegar un hombre! Con todas las fibras de su infantil corazón agarróse a la nueva patria. Hubo de sufrir hambre y frío, la opresión y las privaciones de la pobreza, pero también experimentó sus goces y alegrías.
La infancia tiene sus puntos luminosos, cuyos rayos iluminarán toda la vida posterior. ¡Cómo jugó el niño, y cómo se divirtió! Por espacio de millas y millas se extendía ante él la playa, cubierta de juguetes: guijarros de todos los colores: unos, rojos como corales, amarillos otros como ámbar, o blancos y redondos como huevos de pájaro; los había de todos los colores, limados y pulimentados por el agua. Y, además, esqueletos de peces, plantas acuáticas secadas por el viento, varecs de un blanco reluciente, largos y estrechos como cintas: todo era un goce para los ojos y un instrumento para el juego. El muchacho era despierto y avispado, en él dormitaban muchas y grandes aptitudes. ¡Qué bien recordaba las historias y las canciones que había oído, y qué diestras eran sus manos! Con piedras y conchas construía barcos completos, así como cuadros dignos de servir de adorno a las paredes de la casa. A pesar de ser aún tan pequeño, sabía expresar sus ideas transportándolas a una madera tallada, como decía su madre adoptiva. Poseía además una hermosa voz, y las melodías acudían espontáneamente a su lengua. Muchas cuerdas resonaban en su pecho, cuyos sones habrían encontrado eco en el mundo, de haberse criado el niño en un lugar distinto de la casa de pescadores del Mar del Norte.
Un día encalló un barco, y las olas arrojaron a la orilla una caja llena de exóticos bulbos de tulipanes. Algunos fueron recogidos y plantados en un tiesto, creyendo que serían comestibles; otros quedaron en la playa, donde se pudrieron. Ninguno llegó a desplegar la magnificencia de colores, la belleza que encerraba. ¿Sería más afortunado el pequeño Jorge? Las plantas pronto terminaron su carrera, pero él tenía por delante muchos años de lucha.
Ni a él ni a ninguno de sus compañeros se les ocurría jamás pensar que su jornada fuera monótona; ¡había tantas cosas que hacer, que ver y que oír! El mar era un gran libro abierto, que cada día presentaba una página distinta: calma, marejada, viento y tormenta; los naufragios señalaban los momentos culminantes. La ida a la iglesia equivalía a una visita dominguera, pero, entre los concurrentes a la casa del pescador había uno particularmente simpático, que se presentaba con toda regularidad dos veces al año: el hermano de la madre, un pescador de anguilas que residía a unas millas más al Norte. Llegaba con un carro pintado de rojo, cargado de anguilas; el vehículo parecía una caja cerrada, adornada con tulipanes pintados en azul y blanco. Era arrastrado por dos bueyes overos, en los que Jorge podía montar.
El vendedor de anguilas era un guasón, un alegre huésped que siempre llegaba provisto de una enorme botella de aguardiente. Cada uno era obsequiado con una copa, o, a falta de ésta, con una taza; el propio Jorge, a pesar de su corta edad, recibía un dedalito de licor. Era necesario para poder digerir la grasa anguila, decía el pescador; y contaba la historia, siempre la misma, y si el auditorio se reía, repetíala enseguida a los mismos oyentes. Es ésta una costumbre de todas las personas parlanchinas, y como Jorge, tanto de niño como luego de hombre, solía contarla también y le hallaba muchas aplicaciones; bueno será que la oigamos.

Nadaban en el río las anguilas, y la madre dijo a sus hijas, un día que le pidieron permiso para remontar solas la corriente un breve trecho: «No os alejéis demasiado, que si lo hacéis, vendrá el horrible pescador de anguilas y os cogerá a todas». Pero ellas se alejaron demasiado, y de las ocho hijas sólo tres regresaron a casa, lamentándose:

«Estábamos a unos pasos de la puerta, cuando se ha presentado el feo pescador y ha ensartado a nuestras cinco hermanas». «¡Ya volverán!», las consoló la madre. «No - contestaron las hijas -, pues les arrancó la piel, las cortó a pedazos y las frió». «¡Ya volverán! - repitió tercamente la madre -. ¡Pero es que después de comérselas bebió aguardiente!», exclamaron las hijas. «¡Ay, ay! ¡Entonces no volverán jamás! - aulló la madre -. ¡El aguardiente entierra a las anguilas!».

- Y por eso hay que beber siempre un vasito de aguardiente, después de comer anguilas - terminaba el comerciante.
Este cuento tuvo una especial significación y trascendencia en la vida de Jorge. También él deseaba «remontar el río un breve trecho», es decir, irse por esos mundos en un barco, y su madre le decía, como la madre anguila:
- ¡Hay muchos hombres perversos, muchos malos pescadores!
Pero alejarse un poquitín del otro lado de las dunas, adentrarse un poquitín en el erial, eso sí podía hacerlo. En su vida infantil había cuatro días felices y alegres que proyectaban en su recuerdo una luz maravillosa. Toda la belleza de Jutlandia, todo el gozo, todo el sol de la patria se contenían en ellos. Iba a asistir a un convite, aunque fuera un convite fúnebre.
Había fallecido un pariente acomodado de la familia del pescador; su finca estaba en el interior, «al Este, rumbo al Norte», como se dice en la jerga marinera. Habían de asistir el padre y la madre, y Jorge los acompañaría. Partiendo de las dunas, a través de eriales y turberas, llegaron a los verdes prados por los que abre su cauce el río Skjärum, aquel río tan rico en anguilas donde vivía la anguila madre con sus hijas, aquellas mismas que los hombres malos ensartan y cortan a pedazos. Sea como fuere, a menudo los hombres no proceden mucho mejor con sus semejantes. Allí mismo, al borde del río, se levantaban las ruinas del castillo que, hace más de quinientos años, hizo construir el caballero Bugge, mencionado por una vieja canción popular. Fue asesinado por unos bandidos; y él mismo, a pesar de hacerse llamar «El Bueno», ¿no había intentado dar muerte al arquitecto que le edificara su castillo, con la torre y sus gruesos muros? El muro podía verse aún, pero alrededor todo eran escombros. Allí había dicho el caballero Bugge a su escudero, cuando el arquitecto acababa de despedirse: - Síguelo y dile: «¡Maestro, la torre se cae!». Si se vuelve, lo matas y le quitas el dinero que le di; pero si no se vuelve, déjalo que se marche en paz -. Obedeció el criado, y el arquitecto no se volvió, sino que dijo: La torre no se cae, pero un día vendrá del Oeste un hombre envuelto en un manto azul, que la derribará -. Y, en efecto, así sucedió cien años después, cuando irrumpió el Mar del Norte y echó la torre abajo. Pero el que a la sazón era dueño del castillo, Predbjörn Gyldenstjerne, construyó otro más arriba, al final de la pradera, y éste aún sigue en pie y se llama Nörre-Vosborg.
Por allí hubo de pasar Jorge con sus padres adoptivos. Durante las veladas invernales había oído contar muchas cosas sobre aquellos lugares, y ahora podía contemplar con sus ojos el castillo con su doble foso, los árboles y arbustos del jardín. Majestuoso alzábase el muro, cubierto de helechos, pero lo más hermoso eran los altos tilos, que, esbeltos y elegantes, alcanzaban hasta el remate del tejado, impregnando el aire de suavísimos aromas. Del lado de Noroeste había en un ángulo del jardín un gran arbusto con flores blancas como nieve en medio del verdor estival. Era un saúco, el primero que Jorge veía. El saúco y los tilos siguieron vivos en su recuerdo, evocando el perfume y la belleza de Dinamarca, que persistieron ya en su alma para siempre.
El viaje prosiguió sin interrupción y con comodidades cada vez mayores, pues justo frente al castillo, allí donde estaba el florido saúco, encontraron acomodo en un coche. Coincidieron en aquel lugar con otros invitados, quienes los admitieron en su carruaje; cierto que hubieron de sentarse en la parte trasera y sobre una caja de madera con aplicaciones de hierro, pero mejor es esto que ir a pie. El camino cruzaba el escabroso erial. Los bueyes que tiraban del vehículo se paraban cada vez que un manchón de hierba fresca asomaba entre los brezos. El sol calentaba, y resultaba maravilloso ver, a gran distancia, una nube de humo que se balanceaba de arriba abajo y, sin embargo, era más diáfana que el aire. Era como si los rayos de luz, en constante movimiento, bailasen encima del erial.
- Es Lokemann, que apacienta sus rebaños - dijeron; y bastó aquello para que Jorge creyera entrar en el encantado país de las aventuras; y, sin embargo, estaba en el mundo real.
¡Qué calma reinaba allí! Grande, inmenso, extendiese el erial, semejante a una preciosa alfombra. Los brezos se hallaban en plena floración, los enebros, con su verde de ciprés, y los tiernos vástagos del roble sobresalían como grandes ramilletes. Todo invitaba a revolcarse por el suelo, de no haber sido por las muchas víboras ponzoñosas que tenían allí sus madrigueras. Hablóse de ellas y de los numerosos lobos que en otros tiempos pululaban en aquellos parajes; de ahí le venía al condado el nombre de Wolfsburg. El viejo que llevaba las riendas contó escenas de la época de su padre, cuando los caballos tenían que sostener con frecuencia duras luchas con los toros salvajes, hoy extintos. Una mañana había visto allí un lobo al que un caballo hirió mortalmente a patadas; pero el vencedor había salido del lance con la carne de las patas hecha jirones.
Avanzaban rápidamente por la pedregosa landa y las espesas arenas, y así llegaron a la casa mortuoria, llena ya de forasteros, por dentro y por fuera. Había muchos carruajes alineados, y caballos y bueyes pacían en buena paz y compañía en el magro pastizal. Altas dunas se elevaban, exactamente como al borde del Mar del Norte, detrás de los cortijos, extendiéndose en todas direcciones. ¿Cómo habían llegado hasta allí, a tres millas tierra adentro, tan altas y pujantes como las de la costa? El viento las había levantado y arrastrado; también ellas tenían su historia.
Se cantaron himnos fúnebres, y algunos de los presentes derramaron lágrimas. Aparte este detalle, parecióle a Jorge que todo discurría muy alegremente. Fueron servidas en gran abundancia comidas y bebidas, aquellas magníficas y grasas anguilas que requerían un vaso de aguardiente.
Ayuda a la digestión - había dicho el pescador. Y todos estaban de acuerdo en que la buena digestión es una gran cosa.
Jorge entraba y salía sin cesar. Al tercer día se movía allí tan a sus anchas como en la casa del pescador, allá en las dunas, donde había pasado toda su vida. El erial tenía también sus tesoros, aunque distintos de los de la playa: una orgía de brezos, fresas y arándanos, que lo invadían todo; tan espesos estaban, que por mucho cuidado que uno pusiera, los pisaba, por lo que el rojo jugo goteaba de las plantas.
Alzábase aquí un túmulo, allí otro; columnas de humo se encaramaban en el aire. Era el «incendio de hierbas», como lo llamaban, que al atardecer se veía a gran distancia.
Llegó el cuarto día, y con él terminó el festín funerario. Era hora de volverse desde las dunas del interior a las de la costa.
- Las nuestras son las verdaderas - dijo el padre -. Éstas no tienen fuerza.
Trataron de cómo se habrían trasladado hasta allí, y se vio que la cosa era perfectamente comprensible. En la orilla había sido hallado un cadáver, los campesinos lo habían transportado al cementerio, y desde aquel momento empezaron las ventoleras y las irrupciones del mar. Un entendido en la materia aconsejó que abriesen la tumba y viesen si el sepultado se chupaba el pulgar; si era así, se trataría de un hombre del mar, y el océano embestía para llevarse lo que era suyo. Abrieron la tumba y, efectivamente, el muerto se chupaba el dedo; lo cargaron, pues, enseguida en una carreta tirada por dos bueyes, que, como picados de tábanos, echaron a andar hacia el mar, a través del erial y las tierras pantanosas. Entonces cesaron las irrupciones del mar y de la arena, pero las dunas se quedaron allí. Todo esto lo escuchó Jorge y lo guardó en la memoria, como recuerdo de los más bellos días de su infancia, los días de la fiesta funeraria.




El titiritero

A bordo del vapor se hallaba un hombre de edad ya avanzada y con cara de Pascuas, tan de Pascuas que, si no engañaba, debía de ser el hombre más feliz del mundo. Y, efectivamente, lo era, según él; se lo oí de su boca. Era danés, compatriota mío y director de teatro ambulante. Llevaba consigo a todo su personal, en una gran caja, pues era titiritero. Su buen humor, que era innato, decía, había sido además refinado por un estudiante de politécnico, y en el experimento se había vuelto completamente feliz. Yo no lo entendí de buenas a primeras, y entonces él me aclaró toda la historia, que es la siguiente:
- Fue en Slagelse - comenzó el hombre -. Daba yo una representación en la «Fonda del Correo», y la sala estaba brillantísima, atestada de público; era un público que aún no había hecho la primera comunión, si se exceptúan dos o tres señoras ancianas. De pronto se presentó un personaje vestido de negro con aspecto de estudiante, tomó asiento y, en el curso de la función, se río sonoramente en los pasajes donde había que reír, y aplaudió con toda justicia. Era un espectador excepcional. Quise saber de quién se trataba, y me dijeron que era un estudiante de último año de la escuela Politécnica enviado para enseñar a las gentes de las provincias. Mi espectáculo terminó a las ocho, pues los pequeños deben acostarse temprano, y hay que pensar en las conveniencias del público. A las nueve empezó el profesor sus conferencias y experimentos, y yo acudí a oírlo. Era algo que valía la pena ver y escuchar. La mayoría de las cosas que decía quedaban por encima de mis horizontes, como suele decirse, pero yo pensé para mis adentros: puesto que los hombres somos capaces de descubrir todo esto, también deberíamos poder alargar un poco más nuestra vida, antes de que nos entierren. Lo que hacía eran pequeños milagros, y, sin embargo, todo salía tan llano, tan natural. En tiempos de Moisés y de los profetas, aquel politécnico habría sido uno de los grandes sabios del país, y en la Edad Media habría muerto en la hoguera. En toda la noche no dormí, y cuando, al atardecer del siguiente día, hubo nueva representación, a la cual asistió también el estudiante, yo me sentí en plena forma. He oído decir de un comediante que, cuando interpretaba papeles de enamorado, pensaba sólo en una espectadora; actuaba para ella, olvidándose del resto de la sala. El estudiante se convirtió en mi «ella», mi único espectador, y trabajé para él. Terminada la representación, fueron llamados a escena todos los personajes, y el estudiante me hizo llamar y me invitó a tomar un vaso de vino. Habló de mi comedia, y yo hablé de su ciencia, y creo que los dos disfrutamos por igual; pero yo quedé con la última palabra, pues en su esfera había muchísimas cosas que no sabía explicar satisfactoriamente, por ejemplo, el hecho de que un trozo de hierro que cae por una espiral quede magnetizado. ¿Qué significa esto? Viene el espíritu sobre él, pero, ¿de dónde le viene? Es lo mismo que ocurre con los seres humanos, pienso yo. El buen Dios les hace dar volteretas a través de la espiral del tiempo, y el espíritu baja sobre ellos, y de este modo sale un Napoleón, un Lutero u otro personaje por el estilo. «El mundo entero es un montón de obras milagrosas - dijo el estudiante -, pero estamos tan acostumbrados, que las consideramos ordinarias». Y siguió hablando y explicando, hasta que al fin me daba la impresión de que se me abría el cráneo, y le confesé sinceramente que, de no sentirme tan viejo, enseguida me habría ido a estudiar a la Escuela Politécnica para aprender cómo está hecho el mundo, a pesar de ser, como soy, uno de los hombres más felices. «¡Uno de los más felices! - repitió él, como si lo saborease -. ¿Es usted feliz?», preguntó. «Sí - respondí -, soy feliz y bien recibido en todas las ciudades donde me presento con mi compañía». Cierto que hay un deseo que a veces me acosa como un duende, una pesadilla que reprime mi buen humor: quisiera ser director de teatro de una compañía de carne y hueso, de una verdadera compañía de personas. «¿Desea usted infundir vida a sus marionetas? ¿Desea que se conviertan en cómicos de verdad y usted en su director? - dijo -. ¿Cree que entonces sería completamente feliz?». Él no lo creía, pero yo sí. Seguimos hablando sin llegar a ponernos de acuerdo, pero chocamos los vasos, y el vino era excelente, sólo que debía estar embrujado, pues de otro modo la historia terminaría en que yo me emborraché. Y, sin embargo, no fue así; conservaba la cabeza clara. En la habitación parecía como si diera el sol; de los ojos del estudiante emanaba un resplandor que me hizo pensar en los dioses antiguos, eternamente jóvenes, cuando peregrinaban aún por la Tierra. Se lo dije y se sonrió; yo habría jurado que era un dios disfrazado o un miembro de su familia, y, en efecto, lo era. Mi mayor deseo iba a verse realizado; las marionetas cobrarían vida, y yo sería director, de una compañía de comediantes de carne y hueso. Chocamos los vasos y los vaciamos por la realización del milagro. Él cogió todos los muñecos de la caja, me los ató a la espalda y me lanzó luego por una espiral. Todavía siento las volteretas que daba, hasta que llegué al suelo, y toda la compañía saltó fuera de la caja. El espíritu había bajado sobre todos los personajes; las marionetas se habían transformado en excelentes artistas, ellas mismas lo decían, y yo era su director. Todo estaba dispuesto para la primera representación: la compañía entera quería hablar conmigo, y el público, también. La bailarina dijo que si no se sostenía sobre una pierna, la casa se vendría al suelo, que ella era la primera figura y quería ser tratada como tal. La que representaba el papel de emperatriz se empeñó en ser tratada de majestad incluso fuera de la escena, pues de otro modo perdería la práctica. El que no tenía más misión que la de salir con una carta en la mano, se daba tanta importancia como el primer galán, pues, decía, todos intervienen por igual en el conjunto artístico, tanto los pequeños como los grandes. Después el héroe exigió que todo papel se compusiera de escenas finales, pues entonces era cuando lo aplaudían. La «prima donna» se negaba a salir como no fuera con luz roja, alegando que ésta le sentaba bien, al contrario de la azul. Aquello parecía una botella llena de moscas, y yo, el director, me encontraba en medio de ellas. Faltábame aire, perdí la cabeza, me sentía tan miserable como pueda ser una criatura humana. Estaba entre una nueva especie de seres, deseaba volver a tenerlos a todos en la caja, y maldecía la hora en que había querido ser director. Les dije, sin rodeos, que en el fondo todos eran títeres, y entonces arremetieron contra mí y me mataron.
Desperté tendido en mi cama, en mi habitación. Cómo fui transportado allí, y si lo hizo el estudiante, es cosa que él debe saberlo; lo que es yo, lo ignoro. La luna brillaba en el suelo, donde aparecía volcada la caja, con todos los muñecos revueltos, grandes y pequeños, la compañía entera. Yo, ni corto ni perezoso, salté del lecho, y en un momento todos volvieron a estar en la caja, unos de cabeza, otros de pie. Puse la tapa y me senté encima; era digno de pintarlo. ¿Se imaginan ustedes el cuadro? Yo sí. «Ahora os vais a quedar todos aquí - dije -, y nunca más desearé que seáis de carne y huesos». Sentíame aliviadísimo, el más feliz de los hombres. El estudiante politécnico me había iluminado; completamente dichoso, me quedé dormido sobre la caja. A la mañana siguiente - en realidad, a mediodía, pero es que me desperté muy tarde - seguía aún allí, feliz, porque había comprendido que mi antiguo y único deseo era una estupidez. Pregunté por el estudiante, pero se había marchado, lo mismo que hacían los dioses griegos y romanos. Y desde aquel día soy el hombre más venturoso de la Tierra. Soy un director feliz, mi personal no discute, y el público tampoco, pues se divierte con toda el alma. Puedo hilvanar mis obras como se me antoja; de cada comedia saco lo mejor, según me parece, y nadie se molesta por ello. Me sirvo de obras que están ya desechadas en los grandes teatros, pero que hace treinta años el público corría a verlas y lloraba con ellas a moco tendido. Las presento a los pequeños, los cuales lloran como antaño lo hicieron sus padres. Represento «Johanna Montfaucon» y «Dyveke», aunque abreviadas, porque los chiquillos no aguantan los largos coloquios amorosos; lo quieren desgraciado, pero rápido. He recorrido toda Dinamarca, conozco a sus gentes y soy e ellas conocido. He pasado ahora a Suecia, y si aquí me acompaña la suerte y me saco mis buenas perras, me haré escandinavo y nada más; se lo digo como compatriota.
Y yo, como compatriota, lo cuento, naturalmente, sólo por contarlo.

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