Hans Cristian Andersen
Cuentos XIV
Dos
hermanos
En una de las islas
danesas, cubierta de sembrados entre los que se elevan antiguos anfiteatros, y
de hayedos con corpulentos árboles, hay una pequeña ciudad de bajas casas
techadas de tejas rojas. En el hogar de una de aquellas casas se elaboran cosas
maravillosas; hierbas diversas y raras eran hervidas en vasos, mezcladas y
destiladas, y trituradas en morteros. Un hombre de avanzada edad cuidaba de
todo ello.
- Hay que atender
siempre a lo justo - decía -; sí, a lo justo, lo debido; atenerse a la verdad
en todas las partes, y no salirse de ella.
En el cuarto de
estar, junto al ama de casa, estaban dos de los hijos, pequeños todavía, pero
con grandes pensamientos. La madre les había hablado siempre del derecho y la
justicia y de la necesidad de no apartarse nunca de la verdad, que era el
rostro de Dios en este mundo.
El mayor de los
muchachos tenía una expresión resuelta y alegre. Su lectura referida eran
libros sobre fenómenos de la Naturaleza, del sol y las estrellas; eran para él
los cuentos más bellos. ¡Qué dicha poder salir en viajes de descubrimiento, o
inventar el modo de imitar a las aves y lanzarse a volar! Sí, resolver este
problema, ahí estaba la cosa. Tenían razón los padres: la verdad es lo que
sostiene el mundo.
El hermano menor
era más sosegado, siempre absorto en sus libros. Leía la historia de Jacob, que
se vestía con una piel de oveja para confundirse con Esaú y quitarle de este
modo el derecho de primogenitura; y al leerlo cerraba, airado, el diminuto
puño, amenazando al impostor. Cuando se hablaba de tiranos, de la injusticia y
la maldad que imperaban en el mundo, asomábanle las lágrimas a los ojos. La
idea del derecho, de la verdad que debía vencer y que forzosamente vencería, lo
dominaba por entero. Un anochecer, el pequeño estaba ya acostado, pero las
cortinas no habían sido aún corridas, y la luz penetraba en la alcoba. Se había
llevado el libro con el propósito de terminar la historia de Solón.
Los pensamientos lo
transportaron a una distancia inmensa; parecióle como si la cama fuese un barco
con las velas desplegadas. ¿Soñaba o qué era aquello? Surcaba las aguas
impetuosas, los grandes mares del tiempo, oía la voz de Solón. Inteligible,
aunque dicho en lengua extraña, resonaba la divisa danesa: «Con la ley se
edifica un país».
El genio de la
Humanidad estaba en el humilde cuarto, e, inclinándose sobre el lecho,
estampaba un beso en la frente del muchacho: «Hazte fuerte en la fama y fuerte
en las luchas de la vida. Con la verdad en el pecho, vuela en busca del país de
la verdad».
El hermano mayor no
se había acostado aún; asomado a la ventana, contemplaba cómo la niebla se
levantaba de los prados. No eran los elfos los que allí bailaban, como le
dijera una vieja criada, bien lo sabía él. Eran vapores más cálidos que el
aire, y por eso subían. Brilló una estrella fugaz, y en el mismo instante los
pensamientos del niño se trasladaron desde los vapores del suelo a las alturas,
junto al brillante meteoro. Centelleaban las estrellas en el cielo; habríase
dicho que de ellas pendían largos hilos de oro que llegaban hasta la Tierra.
«Levanta el vuelo
conmigo», pareció cantar y resonar una voz en el corazón del muchacho. El
poderoso genio de las generaciones, más veloz que el ave, que la flecha, que
todo lo terreno capaz de volar, lo llevó a los espacios, donde rayos, de
estrella a estrella, unían entre sí los cuerpos celestes; nuestra Tierra giraba
en el aire tenue, y aparecía una ciudad tras otra. En las esferas se oía: «¿Qué
significa cerca y lejos, cuando te eleva el genio poderoso del espíritu?».
Y el niño seguía en
la ventana, mirando al exterior, y su hermanito leía en la cama, y su madre,
los llamaba por sus nombres:
- ¡Anders y Hans
Christian!
Dinamarca los
conoce.
El mundo conoce a
los dos hermanos Örsted.
La vieja
campana de la iglesia
(Escrita
para el Álbum de Schiller)
En el país alemán
de Württemberg, con sus carreteras bordeadas de magníficas acacias y donde en
otoño los manzanos y perales doblan sus ramas bajo la bendición de sus frutos
maduros, hay una ciudad llamada Marbach. Es una de las ciudades mas pequeñas de
la región, pero está bellamente situada a orillas del Neckar, que discurre al
pie de poblaciones, antiguos castillos señoriales y verdes viñedos antes de
mezclar sus aguas con las del soberbio Rin.
El año estaba ya
muy avanzado, los pámpanos, teñidos de rojo, pendían marchitos. Caían
chubascos, y el viento frío arreciaba por momentos; no es ésta la estación más
agradable para los pobres. Los días se hacían oscuros, y más aún en el interior
de las viejas y angostas casas.
Había una de éstas,
de aspecto mísero y exiguo, con hastial que daba a la calle y bajas ventanas.
Tan pobre como la casa era la familia que la habitaba; pero era honrada y
laboriosa, y en el tesoro de su corazón se guardaba el temor de Dios. Nuestros
Señor se disponía a enviarles un hijo más. Sonó la hora, y la madre yacía en
cama, presa de los temores y dolores del parto; y he aquí que de la iglesia
próxima le llegaron, profundos y solemnes, los sones de una campana. Era una
hora solemne, y el tañido de la campana llenó a la piadosa mujer de fervor y
confianza. Sus pensamientos se elevaron a Dios, en el mismo momento dio a luz a
su hijito, y se sintió inmensamente feliz. La campana de la torre parecía
comunicar su regocijo a toda la ciudad y a la campiña. La miraban dos claros
ojos infantiles, y el cabello del niño brillaba cual si fuese de oro.
En aquel tenebroso
día de noviembre, el pequeño entraba en el mundo saludado por los sones de la
campana. Los padres lo besaron, y luego anotaron en su Biblia: «El 10 de
noviembre de 1759, Dios nos ha concedido un hijo». Y más tarde añadieron que en
el acto del bautismo se le
habían impuesto los
nombres de Juan, Cristóbal, Federico.
¿Qué sería de aquel
niño, aquel pobrecito hijo de la pequeña villa de Marbach? Nadie lo sabía
entonces, ni siquiera la vieja campana de la iglesia, a pesar de estar colgada
a tanta altura y de haber sido la primera en tañer y cantar por aquel que,
andando el tiempo, había de componer el magnífico poema titulado «La Campana».
El pequeño creció,
y creció el mundo que lo rodeaba. Sus padres se trasladaron a otra ciudad, pero
dejaron buenas amistades en la pequeña Marbach; por eso, un día madre e hijo
volvieron a visitarla. El niño no contaba más que seis años, pero ya sabía
algunos pasajes de la Biblia, y varios salmos piadosos. Desde su sillita de
mimbre, muchas veladas había escuchado a su padre leyendo las fábulas de
Gellert y el «Mesías», de Klopstock. El y su hermanita, dos años mayor que él,
habían vertido ardientes lágrimas al oír la historia de Aquél, que para
redimirnos había sufrido la muerte en la cruz.
Poco había cambiado
la ciudad de Marbach, cuando aquella primera visita. En realidad, había
transcurrido poco tiempo. Las casas seguían con sus agudos hastiales, sus
paredes torcidas y sus bajas ventanas. En el cementerio se veían algunas
sepulturas nuevas, y allí, junto al muro, yacía la vieja campana en medio de la
hierba, que, caída de la torre y hendida, no podía ya tocar. La habían
sustituido por otra nueva.
Madre e hijo
entraron en el camposanto. Detuviéronse delante de la vieja campana, y la madre
contó a su hijito cómo aquélla había servido durante varios centenares de años,
pregonando bautizos y bodas y llamando a los entierros. Había anunciado fiestas
e incendios, y había cantado durante la vida entera de muchas personas. Y el
niño no olvidó nunca lo que su madre le contara; aquél fue el relato que
revivió en su pecho cuando, hombre ya, compuso la canción. Y la mujer le contó
también cómo aquella campana había llevado confianza y alegría a su corazón, en
la hora angustiosa en que Dios le concediera su hijito. Y el niño contemplaba
la gran campana vieja con devoción; inclinándose sobre ella la besó, aunque
yacía abandonada entre la hierba y las ortigas, rota e inútil para siempre.
La campana siguió
viviendo en el recuerdo del chiquillo, que creció en el seno de la pobreza. Era
alto y flacucho, pelirrojo y pecoso, pero tenía los ojos claros y límpidos como
las aguas profundas. ¿Qué fue de él? Pues tuvo suerte, una suerte envidiable.
El favor del príncipe le valió el ingreso en la sección de la Escuela Militar,
donde se educaban los hijos de las familias distinguidas, y aquello fue no sólo
suerte, sino un honor. Calzaba botines y llevaba corbata almidonada y empolvada
peluca. Le proporcionaron conocimientos, a las voces de «¡Marchen!», «¡Alto!»,
«¡De frente!». Algo podía salir de todo aquello.
La vieja campana de
la iglesia iría a parar seguramente al horno de fundición. ¿Qué saldría luego
de ella? Era imposible decirlo, como también era imposible decir qué saldría,
en años venideros, de la campana cuyo recuerdo se guardaba en el pecho del
joven cadete. Había en él un metal que resonaba potente, que se haría oír en
todos los ámbitos del mundo. Cuanto más enrarecida se volvía la atmósfera tras
los muros de la escuela, y más ensordecedoras tronaban las voces de mando:
«¡Marchen!», «¡Alto!», «¡De frente!», tanto más fuertes eran los ecos que
repercutían en el pecho del mozo, el cual cantaba sus experiencias y
sentimientos en el círculo de sus compañeros, y aquellos sones traspasaban las
fronteras del país. Mas no era para eso para lo que le proporcionaban escuela
gratuita, vestido y alimentos. Estaba ya numerado como una piececita de la gran
máquina de relojería de la que todos debemos ser unas piezas. ¡Qué poco nos
comprendemos a nosotros mismos! Y, ¿cómo van a comprendernos los demás, incluso
los mejores? Pero es justamente la presión lo que hace nacer un diamante. La
presión existía. ¿Reconocería el mundo la piedra preciosa, al correr de los
años?
Celebrábase una
gran fiesta en la capital del principado. Brillaban millares de lámparas, y
elevábanse al cielo los cohetes. Aquel esplendor no se borra del recuerdo de
quien, por aquellos días, lloroso y dolorido, trataba de llegar, sin ser visto,
a tierra extranjera. Tenía que alejarse de la patria, del lado de su madre, de
todos los seres queridos, so pena de naufragar en la corriente de la
vulgaridad.
La vieja campana
era afortunada, protegida por el muro del cementerio de Marbach. El viento
pasaba por encima de ella, y habría podido contarle algo del que vino al mundo
mientras ella tañía; contarle lo frío que había soplado sobre él cuando, poco
antes, se había dejado caer, completamente agotado, en el bosque del país
vecino, llevando por toda riqueza y como única esperanza el manuscrito del
«Fiesco». El viento habría podido hablarle de sus primeros protectores,
artistas todos ellos, que durante la lectura de estas hojas se habían ido
escurriendo uno tras otro para ir a jugar a bolos. Y el viento habría podido
hablarle también del pálido jovenzuelo que durante semanas y meses vivió en una
mísera posada, cuyo dueño no hacía sino echar pestes, enfurecerse y
emborracharse, y donde reinaba una continua francachela, mientras él se
concentraba en sus ideales. ¡Duros y tenebrosos días! El corazón ha de
participar en aquel dolor y sentir en sí mismo lo que un día será cantado a la
faz del mundo.
Por encima de la
vieja campana, pasaron, sin que ella los sintiera, días oscuros y frías noches.
Pero la campana que se encierra en el humano pecho, ésa sí siente los malos
tiempos. ¿Qué fue del joven? ¿Qué fue de la vieja campana? Ésta llegó muy
lejos, mucho más lejos de lo que habrían llegado sus sones desde la alta torre.
¿Y el joven? La campana de su pecho resonó a distancia mucho mayor de lo que
jamás pisaron sus pies o vieron sus ojos; resonó y sigue resonando, allende el
océano, por toda la redondez de la Tierra. Pero oigamos primero qué fue de la
campana de la iglesia. Lleváronsela de Marbach, vendiéronla por bronce viejo y
fue a parar a los hornos de fundición de Baviera. ¿Cómo y cuándo fue a parar a
ellos? Cuéntelo la propia campana, si puede; no tiene gran importancia. Lo que
sí ha podido averiguarse es que llegó a la capital de Baviera. Habían
transcurrido muchos años desde que cayera del campanario; ahora iba a ser
fundida, y su metal formaría parte de un monumento destinado a perpetuar la
memoria de un héroe del espíritu alemán. Oíd ahora cómo sucedieron las cosas.
¡Qué maravillosos son los sucesos del mundo! En una de las verdes islas de
Dinamarca, donde crece el haya y se levantan numerosos monumentos megalíticos, vivía
un muchacho muy pobre. Había calzado zuecos y llevado a su padre, que era
leñador, la comida envuelta en un viejo paño. Aquel pobre muchacho llegó a ser
el orgullo de su país; creó magníficas obras de mármol que causaron la
admiración del mundo entero, y fue él precisamente quien recibió el honroso
encargo de modelar en arcilla la figura que había de ser luego fundida en
bronce, la efigie de aquel otro muchacho cuyo nombre anotara su padre en la
Biblia: Juan, Cristóbal, Federico.
Y en el molde se
vertió el bronce derretido, la vieja campana de la iglesia; nadie pensó en su
patria, nadie en su extinto tañido. La campana fundida fue vertida en el molde
y formó la cabeza y el pecho de la estatua que hoy se levanta frente al gran
palacio de Stuttgart, en el mismo lugar donde el personaje que representa hubo
de sostener en vida una dura lucha bajo la opresión del mundo. Él, el
adolescente de Marbach, el alumno de la Karlschule, el fugitivo, el grande e
inmortal poeta de Alemania, que cantó al libertador de Suiza y a la santa
doncella liberadora de Francia.
Brillaba el sol,
ondeaban banderas en las torres y los tejados de la real ciudad de Stuttgart,
las campanas de los templos tocaban en son de fiesta y de alegría; sólo una
callaba, brillando a la radiante luz del sol, convertida en el rostro y el
pecho de la nueva estatua. Cien años justos habían transcurrido desde el día en
que la campana de la torre de Marbach había llevado la alegría y la confianza a
la madre doliente que daba a luz a su hijo, pobre en una casa pobre, pero
llamado a ser el hombre rico cuyos tesoros son una bendición del mundo. Cien
años habían transcurrido desde el nacimiento del poeta de los nobles corazones
femeninos, el cantor de lo grande y lo sublime; desde el nacimiento de Juan
Cristóbal Federico Schiller.
El
escarabajo
Al caballo del
Emperador le pusieron herraduras de oro, una en cada pata.
¿Por qué le
pusieron herraduras de oro?
Era un animal
hermosísimo, tenía esbeltas patas, ojos inteligentes y una crin que le colgaba
como un velo de seda a uno y otro lado del cuello. Había llevado a su señor
entre nubes de pólvora y bajo una lluvia de balas; había oído cantar y silbar
los proyectiles. Había mordido, pateado, peleado al arremeter el enemigo. Con
su Emperador a cuestas, había pasado de un salto por encima del caballo de su
adversario caído, había salvado la corona de oro de su soberano y también su
vida, más valiosa aún que la corona. Por todo eso le pusieron al caballo del
Emperador herraduras de oro, una en cada pie.
Y el escarabajo se
adelantó:
- Primero los
grandes, después los pequeños - dijo - aunque no es el tamaño lo que importa -.
Y alargó sus delgadas patas.
- ¿Qué quieres? -
le preguntó el herrador.
- Herraduras de oro
- respondió el escarabajo.
- ¡No estás bien de
la cabeza! - replicó el otro -. ¿También tú pretendes llevar herraduras de oro?
- ¡Pues sí, señor!
- insistió, terco, el escarabajo -. ¿Acaso no valgo tanto como ese gran animal
que ha de ser siempre servido, almohazado, atendido, y que recibe un buen
pienso y buena agua? ¿No formo yo parte de la cuadra del Emperador?
- ¿Es que no sabes
por qué le ponen herraduras de oro al caballo? - preguntó el herrador.
- ¿Que si lo sé? Lo
que yo sé es que esto es un desprecio que se me hace - observó el escarabajo -,
es una ofensa; abandono el servicio y me marcho a correr mundo.
- ¡Feliz viaje! -
se rió el herrador.
- ¡Mal educado! -
gritó el escarabajo, y, saliendo por la puerta de la cuadra, con unos aleteos
se plantó en un bonito jardín que olía a rosas y espliego.
- Bonito lugar,
¿verdad? - dijo una mariquita de escudo rojo punteado de negro, que volaba por
allí.
- Estoy
acostumbrado a cosas mejores - contestó el escarabajo -. ¿A esto llamáis
bonito? ¡Ni
siquiera hay
estercolero!
Prosiguió su camino
y llegó a la sombra de un alhelí, por el que trepaba una oruga.
- ¡Qué hermoso es
el mundo! exclamó la oruga -. ¡Cómo calienta el sol! Todos están contentos y
satisfechos. Y lo mejor es que uno de estos días me dormiré y, cuando
despierte, estaré convertida en mariposa.
- ¡Qué te crees tú
eso! - dijo el escarabajo -. Somos nosotros los que volamos como mariposas.
Fíjate, vengo de la cuadra del Emperador, y a nadie de los que viven allí, ni
siquiera al caballo de Su Majestad, a pesar de lo orondo que está con las
herraduras de oro que a mí me negaron, se le ocurre hacerse estas ilusiones.
¡Tener alas! ¡Alas! Ahora vas a ver cómo vuelo yo -. Y diciendo esto, levantó
el vuelo -. ¡No quisiera indignarme, y, sin embargó, no lo puedo evitar!
Fue a caer sobre un
gran espacio de césped, y se puso a dormir.
De repente se
abrieron las espuertas del cielo y cayó un verdadero diluvio. El escarabajo
despertó con el ruido y quiso meterse en la tierra, pero no había modo. Se
revolcó, nadó de lado y boca arriba - en volar no había ni que pensar -;
seguramente no saldría vivo de aquel sitio. Optó por quedarse quieto.
Cuando la lluvia
hubo amainado algo y nuestro escarabajo se pudo sacar el agua de los ojos, vio
relucir enfrente un objeto blanco; era ropa que se estaba blanqueando. Corrió
allí y se metió en un pliegue de la mojada tela. No es que pudiera compararse
con el caliente estiércol de la cuadra, pero, a falta de otro refugio mejor,
allí se estuvo un día entero con su noche, sin que cesara la lluvia. Por la
madrugada salió afuera; estaba indignado con el tiempo.
Dos ranas estaban
sentadas sobre la tela; sus claros ojos brillaban de puro embeleso.
- ¡Qué tiempo tan
maravilloso! - exclamó una -. ¡Qué frescor! ¡Y esta tela que guarda tan bien el
agua! ¡Siento un cosquilleo en las patas traseras como si fuera a nadar!
- Me gustaría saber
- dijo la otra - si la golondrina, que vuela tan lejos, en el curso de sus
viajes por el extranjero ha encontrado un clima mejor que el nuestro. ¡Estas
lloviznas, estas humedades! Es como estar en un foso lleno de agua. Poco ama a
su patria el que no se alegra y goza de todo esto.
- Bien se ve que no
habéis estado nunca en la cuadra del Emperador - interrumpió el escarabajo -.
Allí la humedad es caliente y aromática a la vez. A aquello estoy yo
acostumbrado; es el clima que más me conviene; desgraciadamente, uno no puede
llevárselo consigo cuando va de viaje. Y a propósito: ¿no hay en este jardín un
estercolero donde puedan alojarse personas de mi categoría y sentirse como en
casa?
Pero las ranas no
lo entendieron o se hicieron el sueco.
- No suelo
preguntar una cosa dos veces -dijo el escarabajo, después de haber repetido su
pregunta por tercera vez sin obtener respuesta.
Algo más lejos
topóse con un casco de maceta; no tenía por qué estar allí en verdad, pero ya
que estaba le sirvió de refugio. Vivían bajo el casco varias familias de
tijeretas; son unos animalitos que no necesitan mucho espacio, con tal de que
puedan estar bien juntos. Las hembras sienten para su prole un amor maternal
sin límites, y creen que sus hijos son las criaturas más hermosas y listas del
mundo.
- ¿Sabes? Nuestro
hijo se ha prometido - dijo una madre ¡Pobre inocente! Su máxima ilusión es
llegar algún día a instalarse en la oreja de un párroco. Es muy cariñoso, un
niño todavía, y el tener novia lo tiene alejado de toda clase de vicios. ¡Qué
mayor satisfacción para una madre!
- Pues el nuestro -
dijo otra - apenas salido del huevo se puso a jugar, ¡si vierais con qué
alegría! Es de lo más vivaracho; hay que dejarle que se expansione. ¡Qué gozo
para una madre! ¿Verdad, señor escarabajo?
Reconocieron al
forastero por su figura.
- Las dos tienen
razón - respondió el escarabajo; y así lo invitaron a meterse bajo el casco
todo lo que su volumen le permitiese.
- Le presentaremos
a nuestros hijitos - dijeron otras dos madres -. ¡Son monísimos, y tan
graciosos! Y se portan como unos angelitos, a no ser que les duela la barriga,
pero a su edad ya se sabe.
Y a continuación
cada una de las madres se puso a hablar de sus hijos, mientras éstos charlaban
entre sí, y con las pinzas de la cola se dedicaban a pellizcar las antenas del
escarabajo.
- ¡Qué traviesos!
¡No dejan a uno en paz! - exclamaban las madres, y no cabían en sí de orgullo
maternal. Pero al escarabajo le disgustaba aquella familiaridad, y preguntó si
por casualidad no había un estercolero por las inmediaciones.
- ¡Uf! Está lejos,
muy lejos, del otro lado de aquel foso - dijo una tijereta -. Tan lejos, que
espero que a ninguno de mis hijos se le ocurrirá ir nunca hasta allí. Me
moriría de angustia.
- Voy a ver si lo
encuentro - contestó el escarabajo, y se marchó sin despedirse. Es lo más
distinguido.
En la zanja se
encontró con varios individuos de su especie, es decir, escarabajos peloteros.
- Vivimos aquí -
dijeron -. Estamos muy bien. ¿Sería tomarnos excesiva libertad invitarlo a
nuestro substancioso fango? De seguro que estará fatigado del viaje.
- Lo estoy, en
efecto - respondió el recién llegado -. La lluvia me obligó a refugiarme en una
sábana recién lavada, y la limpieza siempre me ha dado escalofríos. Luego he
cogido reuma en un ala, mientras me cobijaba bajo un casco de maceta abarrotado
de gente. Es un verdadero alivio encontrarse de nuevo entre paisanos.
- ¿Viene acaso del
estercolero? - preguntó el más viejo.
- ¡De mucho más
alto! - repuso el escarabajo -. Vengo de la cuadra del Emperador, donde nací
con herraduras de oro. Viajo en misión secreta, y así les ruego que no me
pregunten, pues no les diré nada.
Con ello nuestro
escarabajo bajó al lodo, donde había tres señoritas de la familia que lo
recibieron con risitas ahogadas, porque no sabían qué decir.
- Es usted aún
soltero - observó la madre, a lo cual las jovencitas volvieron con sus risitas,
pero esta vez muy turbadas.
- ¡Ni en la cuadra
imperial he visto muchachas tan hermosas! - dijo, galante, el escarabajo
viajero.
- ¡Cuidado! No vaya
a pervertir a mis hijas. Y no les hable, si no viene con buenas intenciones;
pero si las tiene, le doy mi bendición.
- ¡Hurra! -
gritaron los presentes, y con ello quedó prometido el escarabajo. Primero el
noviazgo, luego la boda; ningún motivo había para retrasarla.
El día siguiente
transcurrió muy bien, el otro se hizo ya un poco más largo, el tercero fue
cuestión de pensar en la comida de la mujer y, posiblemente, de los niños.
- Me cogieron de sorpresa
- se dijo para sus adentros -; por lo tanto, tengo derecho a pagarles con la
misma moneda.
Y así lo hizo. Tomó
las de Villadiego. No compareció en todo el día ni en toda la noche... y la
mujer se quedó viuda. Los demás escarabajos afirmaron que habían cometido la
torpeza de admitir a un vagabundo en la familia; la mujer les resultaba una
carga.
- Que se venga a
vivir conmigo como si fuese soltera - dijo la madre -, es mi hija, y como tal
estará en mi casa. ¡Vaya con ese asqueroso bribón, que la ha plantado!
Mientras tanto el
escarabajo proseguía sus andanzas; había cruzado, el foso navegando en una hoja
de col. Por la mañana se presentaron de improviso dos hombres, uno ya mayor y
otro jovencito, divisaron al animalito, lo cogieron y, dándole vueltas de todos
lados, se pusieron a hablar con una ciencia sorprendente, en particular el
muchacho. - Alá, decía, descubre el negro escarabajo en la piedra negra de la
negra roca. ¿No dice así el Corán? - preguntó, y tradujo al latín el nombre del
insecto, describiendo su especie y su naturaleza. El mayor de los hombres no
era partidario de llevárselo a casa; tenían ya bastantes buenos ejemplares,
decía. Al escarabajo le parecieron estás palabras muy descorteses, y,
desplegando las alas, se escapó de la mano del muchacho; voló un buen trecho,
pues tenía ya secas las alas, y fue a aterrizar en un invernadero, en el que
pudo entrar sin dificultad por una ventana abierta; encontró allí un montón de
estiércol fresco y se hundió en él.
- ¡Esto es
suculento! - exclamó.
No tardó en
dormirse, y soñó que el caballo del Emperador había sido derribado, y que al
Señor Escarabajo Pelotero le habían dado sus herraduras de oro y la promesa de
otras dos. ¡Qué agradable y delicioso es un sueño así! Al despertarse salió
afuera y miró en derredor. El invernadero era magnífico. Grandes palmeras se
alzaban esbeltas hasta el techo; el sol parecía hacerlas transparentes, y a sus
pies crecía una rica vegetación con flores rojas como fuego, amarillas como
ámbar y blancas como nieve recién caída.
- ¡Es de una
magnificencia incomparable! ¡Qué olor más delicioso debe reinar aquí, cuando
todas estas plantas entren en putrefacción! - dijo el escarabajo -. Jamás se ha
visto tal despensa. Aquí viven congéneres míos. Voy a dar una vueltecita por si
me topo con alguien con quien se pueda alternar. Soy persona respetable, éste
es mi orgullo -. Y anduvo buscando por todas partes, sin dejar de pensar en su
sueño del caballo muerto y las herraduras de oro.
De repente, una
mano rodeó el escarabajo, lo apretó y le dio la vuelta.
El hijo del
jardinero y uno de sus amiguitos estaban en el invernadero, y al ver al insecto
quisieron divertirse con él. Envuelto en una hoja de vid, fue a parar a un
caliente bolsillo del pantalón. Allí venga cosquillear, por lo que el chiquillo
lo obsequió con un recio manotazo. Llegaron entretanto a una gran balsa que
había en el extremo del jardín. Lo metieron en un viejo zueco roto, al que
faltaba la parte superior. Plantaron en él una estaquilla a modo de mástil y le
ataron el escarabajo con un hilo de lana. El zueco haría de barco, y el
escarabajo sería su patrón.
La balsa era muy
grande; el escarabajo la tomó por un océano, y quedó tan asombrado, que se cayó
boca arriba y se puso a agitar las patas.
El zueco se
alejaba, pues la corriente era bastante fuerte. Si el barquito se apartaba
demasiado de la orilla, uno de los chiquillos se arremangaba los pantalones, se
metía en el agua, y lo volvía al borde. Pero sucedió que, estando el
barquichuelo en plena navegación, alguien llamó a los niños, y ellos se echaron
a correr sin preocuparse de la suerte del zueco, el cual siguió alejándose de
tierra; el escarabajo estaba de verdad aterrorizado. No podía volar, pues lo
habían atado al mástil.
En éstas recibió la
visita de una mosca.
- ¡Un día
espléndido - dijo la mosca, iniciando la conversación -. Aquí podré descansar y
tomar el sol. ¡Qué bien lo pasa usted, y qué cómodo debe estar ahí!
- ¡No diga
tonterías! ¿No se da cuenta de que estoy atado?
- ¡Pues yo no! -
replicó la mosca, y se echó a volar.
- Ahora veo lo que
es el mundo - dijo el escarabajo -. Lleno de gente ordinaria; no hay sitio, en
él para una persona decente como yo. Primero me niegan las herraduras de oro,
luego tengo que echarme en una tela mojada, después me apretujan en una maceta
atestada de gente y, finalmente, me cargan una mujer. Se me ocurre luego darme
un paseo por esas tierras para ver cómo andan las cosas y viene un bribonzuelo
y me abandona atado en medio del mar. Y mientras tanto el caballo del Emperador
va luciendo las herraduras de oro. Esto es lo que más me indigna. ¡Pero no hay
que esperar compasión en este mundo! Mi vida ha sido de veras accidentada e
interesante; mas, ¿de qué sirve todo eso si nadie la conoce? Por otra parte, el
mundo no merece conocerla; de otro modo, me habría puesto herraduras de oro
como al caballo, allí en la cuadra imperial. Ahora sería yo una honra para el
establo. Pero me he perdido, y el mundo me ha perdido también, y todo ha
terminado.
Mas, contra lo que
él creía, aún no había terminado todo, pues se acercó un bote ocupado por
varias niñas.
- ¡Mirad! ¡Ahí
flota un zueco! exclamó una de ellas.
- Hay un animalito
atado - dijo otra.
Se acercaron al
zueco, lo pescaron, y, con unas tijeras, una de las chiquillas cortó el hilo de
lana sin hacer daño al escarabajo, al que depositó en la hierba cuando
desembarcaron.
- ¡Corre, corre!
¡Vuela, vuela si puedes! - gritó -. ¡Goza de la libertad!
No tuvieron que
decírselo dos veces: el escarabajo se echó a volar, y por una ventana abierta
entró en un gran edificio, para ir a caer, rendido de fatiga, en la larga crin,
fina y suave, del caballo del Emperador; pues sin darse cuenta había vuelto a
dar en el establo donde antes vivía. Agarróse fuertemente a la crin y se repuso
poco a poco.
- ¡Heme aquí montado
en el caballo del Emperador, como un jinete! ¿Qué digo? ¡Claro que sí! Ya me lo
preguntaba el herrador: «¿Por qué le pusieron herraduras de oro al caballo?».
¡Naturalmente! Se las pusieron por mí: para hacerme honor, cuando me dignara
montarlo.
Y este pensamiento
lo puso de excelente humor.
«¡Hay que ver lo
que el viajar aguza el entendimiento!», pensó.
Los rayos del sol
caían directamente sobre él, y el sol le parecía hermoso.
- ¡Pues no está tan
mal el mundo! - dijo -. Sólo hay que sabérselo tomar -. El mundo volvía a ser
hermoso, pues al caballo del Emperador le habían puesto herraduras de oro
porque el escarabajo debía montar en él. ¡Parecía mentira que tal honor hubiese
estado reservado para él!
- Ahora me apearé
para explicar a mis parientes lo mucho que han hecho por mí. Les contaré todas
las amenidades de mi viaje al extranjero y les diré que sólo voy a permanecer
en casa mientras el caballo no haya gastado las herraduras de oro.
El hombre
de nieve
- ¡Cómo cruje
dentro de mi cuerpo! ¡Realmente hace un frío delicioso! - exclamó el hombre de
nieve -. ¡Es bien verdad que el viento cortante puede infundir vida en uno! ¿Y
dónde está aquel abrasador que mira con su ojo enorme? -. Se refería al Sol,
que en aquel momento se ponía -. ¡No me hará parpadear! Todavía aguanto firmes
mis terrones.
Servíanle de ojos
dos pedazos triangulares de teja. La boca era un trozo de un rastrillo viejo;
por eso tenía dientes.
Había nacido entre
los hurras de los chiquillos, saludado con el sonar de cascabeles y el chasquear
de látigos de los trineos.
Acabó de ocultarse
el sol, salió la Luna, una Luna llena, redonda y grande, clara y hermosa en el
aire azul.
- Otra vez ahí, y
ahora sale por el otro lado - dijo el hombre de nieve. Creía que era el sol que
volvía a aparecer -. Le hice perder las ganas de mirarme con su ojo
desencajado. Que cuelgue ahora allá arriba enviando la luz suficiente para que
yo pueda verme. Sólo quisiera saber la forma de moverme de mi sitio; me
gustaría darme un paseo. Sobre todo, patinar sobre el hielo, como vi que hacían
los niños. Pero en cuestión de andar soy un zoquete.
- ¡Fuera, fuera! -
ladró el viejo mastín. Se había vuelto algo ronco desde que no era perro de
interior y no podía tumbarse junto a la estufa -. ¡Ya te enseñará el sol a
correr! El año pasado vi cómo lo hacía con tu antecesor. ¡Fuera, fuera, todos
fuera!
- No te entiendo,
camarada - dijo el hombre de nieve -. ¿Es acaso aquél de allá arriba el que
tiene que enseñarme a correr?
Se refería a la
luna -. La verdad es que corría, mientras yo lo miraba fijamente, y ahora
vuelve a acercarse desde otra dirección.
- ¡Tú qué sabes! -
replicó el mastín -. No es de extrañar, pues hace tan poco que te amasaron.
Aquello que ves allá es la Luna, y lo que se puso era el Sol. Mañana por la
mañana volverá, y seguramente te enseñará a bajar corriendo hasta el foso de la
muralla. Pronto va a cambiar el tiempo. Lo intuyo por lo que me duele la pata
izquierda de detrás. Tendremos cambio.
«No lo entiendo -
dijo para sí el hombre de nieve -, pero tengo el presentimiento de que insinúa
algo desagradable. Algo me dice que aquel que me miraba tan fijamente y se
marchó, al que él llama Sol, no es un amigo de quien pueda fiarme».
- ¡Fuera, fuera! -
volvió a ladrar el mastín, y, dando tres vueltas como un trompo, se metió a
dormir en la perrera.
Efectivamente,
cambió el tiempo. Por la mañana, una niebla espesa, húmeda y pegajosa, cubría
toda la región. Al amanecer empezó a soplar el viento, un viento helado; el
frío calaba hasta los huesos, pero ¡qué maravilloso espectáculo en cuanto salió
el sol! Todos los árboles y arbustos estaban cubiertos de escarcha; parecían un
bosque de blancos corales. Habríase dicho que las ramas estaban revestidas de
deslumbrantes flores blancas. Las innúmeras ramillas, en verano invisibles por
las hojas, destacaban ahora con toda precisión; era un encaje cegador, que
brillaba en cada ramita. El abedul se movía a impulsos del viento; había vida
en él, como la que en verano anima a los árboles. El espectáculo era de una
magnificencia incomparable. Y ¡cómo refulgía todo, cuando salió el sol! Parecía
que hubiesen espolvoreado el paisaje con polvos de diamante, y que grandes
piedras preciosas brillasen sobre la capa de nieve. El centelleo hacía pensar
en innúmeras lucecitas ardientes, más blancas aún que la blanca nieve.
- ¡Qué incomparable
belleza! - exclamó una muchacha, que salió al jardín en compañía de un joven, y
se detuvo junto al hombre de nieve, desde el cual la pareja se quedó
contemplando los árboles rutilantes -. Ni en verano es tan bello el espectáculo
- dijo, con ojos radiantes.
- Y entonces no se
tiene un personaje como éste - añadió el joven, señalando el hombre de nieve -
¡Maravilloso!
La muchacha sonrió,
y, dirigiendo un gesto con la cabeza al muñeco, se puso a bailar con su
compañero en la nieve, que crujía bajo sus pies como si pisaran almidón.
- ¿Quiénes eran
esos dos? - preguntó el hombre de nieve al perro -. Tú que eres mas viejo que
yo en la casa, ¿los conoces? - Claro - respondió el mastín -. La de veces que
ella me ha acariciado y me ha dado huesos. No le muerdo nunca. - Pero, ¿qué
hacen aquí? - preguntó el muñeco. - Son novios - gruñó el can -. Se instalarán
en una perrera a roer huesos. ¡Fuera, fuera!
- ¿Son tan
importantes como tú y como yo? - siguió inquiriendo el hombre de nieve.
- Son familia de
los amos - explicó el perro -. Realmente saben bien pocas cosas los recién
nacidos, a juzgar por ti. Yo soy viejo y tengo relaciones; conozco a todos los
de la casa. Hubo un tiempo en que no tenía que estar encadenado a la
intemperie. ¡Fuera, fuera!
- El frío es
magnífico - respondió el hombre de nieve -. ¡Cuéntame, cuéntame! Pero no metas
tanto ruido con la cadena, que me haces crujir.
- ¡Fuera, fuera! -
ladró el mastín -. Yo era un perrillo muy lindo, según decían. Entonces vivía
en el interior del castillo, en una silla de terciopelo, o yacía sobre el
regazo de la señora principal. Me besaban en el hocico y me secaban las patas
con un pañuelo bordado. Me llamaban «guapísimo», «perrillo mono» y otras cosas.
Pero luego pensaron que crecía demasiado, y me entregaron al ama de llaves. Fui
a parar a la vivienda del sótano; desde ahí puedes verla, con
el cuarto donde yo
era dueño y señor, pues de verdad lo era en casa del ama. Cierto que era más
reducido que arriba, pero más cómodo; no me fastidiaban los niños arrastrándome
de aquí para allá. Me daban de comer tan bien como arriba y en mayor cantidad.
Tenía mi propio almohadón, y además había una estufa que, en esta época
precisamente, era lo mejor del mundo. Me metía debajo de ella y desaparecía del
todo. ¡Oh, cuántas veces sueño con ella todavía! ¡Fuera, fuera!
- ¿Tan hermosa es
una estufa? - preguntó el hombre de nieve ¿Se me parece?
- Es exactamente lo
contrario de ti. Es negra como el carbón, y tiene un largo cuello con un cilindro
de latón. Devora leña y vomita fuego por la boca. Da gusto estar a su lado, o
encima o debajo; esparce un calor de lo más agradable. Desde donde estás puedes
verla a través de la ventana.
El hombre de nieve
echó una mirada y vio, en efecto, un objeto negro y brillante, con una campana
de latón. El fuego se proyectaba hacia fuera, desde el suelo. El hombre
experimentó una impresión rara; no era capaz de explicársela. Le sacudió el
cuerpo algo que no conocía, pero que conocen muy bien todos los seres humanos
que no son muñecos de nieve.
- ¿Y por qué la
abandonaste? - preguntó el hombre. Algo le decía que la estufa debía ser del
sexo femenino -. ¿Cómo pudiste abandonar tan buena compañía?
- Me obligaron -
dijo el perro -. Me echaron a la calle y me encadenaron. Había mordido en la
pierna al señorito pequeño, porque me quitó un hueso que estaba royendo. ¡Pata
por pata!, éste es mi lema. Pero lo tomaron a mal, y desde entonces me paso la
vida preso aquí, y he perdido mi voz sonora. Fíjate en lo ronco que estoy:
¡fuera, fuera! Y ahí tienes el fin de la canción.
El hombre de nieve
ya no lo escuchaba. Fija la mirada en la vivienda del ama de llaves,
contemplaba la estufa sostenida sobre sus cuatro pies de hierro, tan
voluntariosa como él mismo.
- ¡Qué manera de
crujir este cuerpo mío! - dijo -. ¿No me dejarán entrar? Es un deseo inocente,
y nuestros deseos inocentes debieran verse cumplidos. Es mi mayor anhelo, el
único que tengo; sería una injusticia que no se me permitiese satisfacerlo.
Quiero entrar y apoyarme en ella, aunque tenga que romper la ventana.
- Nunca entrarás
allí - dijo el mastín -. ¡Apañado estarías si lo hicieras!
- Ya casi lo estoy
- dijo el hombre -; creo que me derrumbo.
El hombre de nieve
permaneció en su lugar todo el día, mirando por la ventana. Al anochecer, el
aposento se volvió aún más acogedor. La estufa brillaba suavemente, más de lo
que pueden hacerlo la luna y el sol, con aquel brillo exclusivo de las estufas
cuando tienen algo dentro. Cada vez que le abrían la puerta escupía una llama;
tal era su costumbre. El blanco rostro del hombre de nieve quedaba entonces
teñido de un rojo ardiente, y su pecho despedía también un brillo rojizo.
- ¡No resisto más!
- dijo -. ¡Qué bien le sienta eso de sacar la lengua!
La noche fue muy
larga, pero al hombre no se lo pareció. Pasóla absorto en dulces pensamientos,
que se le helaron dando crujidos.
Por la madrugada,
todas las ventanas del sótano estaban heladas, recubiertas de las más hermosas
flores que nuestro hombre pudiera soñar; sólo que ocultaban la estufa. Los
cristales no se deshelaban, y él no podía ver a su amada. Crujía y rechinaba;
hacía un tiempo ideal para un hombre de nieve, y, sin embargo, el nuestro no
estaba contento. Debería haberse sentido feliz, pero no lo era; sentía
nostalgia de la estufa.
- Es una mala
enfermedad para un hombre de nieve - dijo el perro -. También yo la padecí un
tiempo, pero me curé. ¡Fuera, fuera! Ahora tendremos cambio de tiempo.
Y, efectivamente,
así fue. Comenzó el deshielo.
El deshielo
aumentaba, y el hombre de nieve decrecía. No decía nada ni se quejaba, y éste
es el más elocuente síntoma de que se acerca el fin.
Una mañana se
desplomó. En su lugar quedó un objeto parecido a un palo de escoba. Era lo que
había servido de núcleo a los niños para construir el muñeco.
- Ahora comprendo
su anhelo - dijo el perro mastín -. El hombre tenía un atizador en el cuerpo.
De ahí venía su inquietud. Ahora la ha superado. ¡Fuera, fuera!
Y poco después
quedó también superado el invierno.
- ¡Fuera, fuera! -
ladraba el perro; pero las chiquillas, en el patio, cantaban:
Brota, asperilla, flor mensajera;
cuelga, sauce, tus lanosos mitones;
cuclillo, alondra, enviadnos
canciones;
febrero, viene ya la primavera.
Cantaré con vosotros
y todos se unirán al jubiloso coro.
¡Baja ya de tu cielo, oh, sol de
oro!
¡Quién se acuerda hoy del hombre de
nieve!
En el
corral
Había llegado un
pato de Portugal; algunos sostenían que de España, pero da lo mismo, el caso es
que lo llamaban «El portugués». Era hembra: puso huevos, lo mataron y lo
asaron. Ésta fue su historia. Todos los polluelos que salieron de sus huevos
heredaron el nombre de portugueses, con lo cual se ponía bien en claro su
nobleza. Ahora, de toda su familia quedaba sólo una hembra en el corral,
confundida con las gallinas, entre las cuales el gallo se pavoneaba con
insoportable arrogancia.
- Me hiere los
oídos con su horrible canto - decía la portuguesa -. No se puede negar que es
hermoso, aunque no sea de la familia de los patos. ¡Sólo con que supiera
moderarse un poco! Pero la moderación es virtud propia de personas educadas.
Fíjate en estos pajarillos cantores que viven en el tilo del jardín vecino.
¡Eso sí que es cantar! Sólo de oírlos me conmuevo. A su canto lo llamo
Portugal, como a todo lo exquisito. ¡Cuánto quisiera tener un pajarito así a mi
lado! Sería para él una madre, tierna y cariñosa. Lo llevo en la sangre, en mi
sangre portuguesa.
Y mientras decía
esto llegó uno de aquellos pájaros cantores; cayó de cabeza, desde el tejado, y
aunque el gato estaba al acecho, logró escapar con un ala rota y se metió en el
corral.
- ¡El gato tenía
que ser, esta escoria de la sociedad! - exclamó el pato -. Bien lo conozco de
los tiempos en que tuve patitos. ¡Que un ser de su ralea tenga vida y pueda
correr por los tejados! No creo que esto se permita en Portugal.
Y compadecía al
pajarillo, y compadecíanlo también los demás patos, que no eran portugueses.
- ¡Pobre animalito!
- decían, acercándose a verlo uno tras otro -. Es verdad que no sabemos cantar
- confesaban -, pero sentimos la música y hay algo en nosotros que vibra al
oírla. Todos nos damos cuenta, aunque no queramos hablar de ello.
- Pues yo sí quiero
hablar de ello - declaró la portuguesa -, y haré algo por el pajarillo; es un
deber que tenemos -. Al decir esto, se subió de un aletazo al abrevadero y se
puso a chapotear en el agua con tal furia, para remojar la avecilla, que por
poco la ahoga. Pero la intención era buena. - Es una buena acción - dijo -, y
los demás deberían tomar ejemplo.
- ¡Pip! - dijo el
pajarillo, intentando sacudirse el agua del ala rota. Le era difícil mover el
ala, pero comprendía que el pato lo había remojado con buena intención.
- ¡Es usted muy
buena señora! - dijo, temblando ante la idea de recibir una segunda ducha.
- Nunca he
reflexionado sobre mis sentimientos - dijo la portuguesa -, pero sé que amo a
todos mis semejantes menos al gato; eso nadie puede exigírmelo: ¡devoró a dos
de mis pequeñuelos! Pero acomódese como si estuviera en su casa. También yo soy
oriundo de un país lejano; ya lo habrá notado usted en mi porte y en mi
plumaje. Mi marido no es de mi casta; es del país. Mas no crea que yo sea
orgullosa. Si alguien en este corral puede compararse con usted, ese soy yo, se
lo aseguro.
- Se le ha metido
Portugal en la mollera - dijo un patito ordinario, que era muy chistoso; y los
otros de su clase celebraron mucho su ocurrencia y se acercaron
atropelladamente, gritando: «¡guac!». Enseguida trabaron amistad con el
pajarillo.
- La portuguesa
habla bien, hay que reconocerlo - dijeron -. A nosotros las palabras nos salen
con dificultad del pico, pero interés sí tenemos. Y si nada podemos hacer por
usted, al menos no lo aturdiremos con nuestra cháchara; y eso nos parece lo
mejor de todo.
- Tiene usted una
voz deliciosa - observó uno de los más viejos -. Debe de ser una gran dicha el
poder hacer disfrutar a tantos. Yo confieso que el canto no es mi fuerte; por
eso estoy con el pico cerrado, lo cual siempre vale más que decir tonterías,
como tantos hacen.
- No lo molestes -
dijo la portuguesa -. Necesita descanso y cuidados. - Pajarillo, ¿quiere que
vuelva a remojarlo?
- ¡Oh no, gracias,
deje que me seque! - suplicó el interpelado.
- Pues, para mí, la
hidroterapia es lo mejor - observó la portuguesa -. La distracción es también
un buen remedio. No tardarán en venir a visitarnos las gallinas de al lado; hay
entre ellas dos chinas que llevan pantalones; son muy cultas y distinguidas, y
además son importadas, lo cual las eleva mucho en mi concepto.
Llegaron las
gallinas, y con ellas el gallo, el cual estuvo muy cortés y no dijo groserías.
- Es usted un
excelente cantor - dijo, iniciando la conversación - y sabe sacar de su voz
todo el partido posible, habida cuenta de lo débil que es. Ahora, que, para
revelar la virilidad mediante la potencia del canto, le haría falta una fuerza
de locomotora.
Las dos chinas, al
ver al pajarillo, quedaron embelesadas. Por efecto de la ducha recibida estaba
el pobrecillo tan desgreñado, que se parecía mucho a un pollito chino.
- ¡Es encantador! -
exclamaron, acercándose para entrar en relación con él. Hablaban cuchicheando y
en la lengua de la «p», que es la usada por los chinos distinguidos.
- Nosotras
pertenecemos a su especie. Los patos, incluso la portuguesa, son aves
acuáticas; seguramente ya lo habrá observado. Usted no nos conoce todavía,
pero, ¡cuántas relaciones tenemos y cuántos están impacientes por conocernos!
Vivimos entre las gallinas, aunque nacimos para ocupar una barra más alta que
la mayoría de las demás. Pero dejemos esto. Convivimos con las otras, cuyos
principios no son los nuestros, sin meternos con nadie; procuramos ver sólo el
lado bueno de las cosas, y hablamos únicamente de las acciones virtuosas, por
difícil que sea encontrarlas donde no las hay. Mas hablando con franqueza,
aparte nosotras dos y el gallo, no hay nadie en el gallinero que valga nada ni
sea honorable. En cuanto a los habitantes del corral de patos, ándese con
cuidado. Se lo advertimos, pajarito. ¿Ve aquel derrabado de allá? No se fíe: es
falso e insidioso. Aquel de plumas de colores, con un lunar en el ala, es
pendenciero, y siempre quiere llevar la razón, a pesar de que no la tiene
nunca. Aquel pato gordo de allá habla mal de todo el mundo, lo cual es
contrario a nuestro temperamento. Si uno no tiene nada bueno que decir, debe
cerrar el pico. La portuguesa es la única que posee cierta cultura y con quien
se puede alternar, pero es muy apasionada y habla demasiado de Portugal.
-¡Vaya modo de
cuchichear esas chinas! - decían algunos patos -. Son unas pesadas; nunca hemos
hablado con ellas.
En esto llegó el
marido de la portuguesa, quien cometió la indelicadeza de tomar al pájaro
cantor por un gorrión.
- No veo la
diferencia - dijo, cuando se le sacó de su error pero me importa un bledo. Es
una niñería; ¡qué más da!
- No tome a mal sus
palabras - le cuchicheó la portuguesa -. En su profesión es apreciable, y esto
es lo principal. Ahora me retiro a descansar; es nuestra obligación, engordar
hasta que suene la hora de ser embalsamados con manzanas y ciruelas.
Así diciendo, se
echó al sol, guiñando el ojo. ¡Estaba tan bien y tan cómoda! Y durmió a sus
anchas. El pajarillo se le acercó a saltitos, estirada el ala herida, y se
instaló al lado de su protectora. El sol enviaba su calor confortante; era un
lugar ideal. Las gallinas del vecino gallinero, que habían venido de visita,
todo era corretear y escarbar; al fin y a la postre, lo que las había traído,
era la esperanza de llenarse el buche. Las chinas fueron las primeras en
marcharse, y poco después las siguieron las otras. El patito chistoso dijo de
la portuguesa que pronto volvería a ser «mamaíta», al oír lo cual los demás
soltaron la carcajada.
- ¡Es para reventar
de risa! - dijeron, y aprovecharon la ocasión para repetirse los chistes
anteriores. ¡Qué gracioso era aquel pato! Finalmente, los demás se echaron
también a dormir.
Llevaban un rato
descansando cuando de pronto alguien tiró al corral un cubo de mondaduras. Al
ruido que hizo, toda la compañía despertó sobresaltada, con un estrepitoso
batir de alas. También la portuguesa despertó, y en su precipitación por poco
aplasta al pajarillo.
- ¡Pip! - gritó
éste -. ¡No me pise de este modo, buena señora! - ¿Por qué se pone en medio del
camino? - replicó la otra -. ¡No hay que ser tan melindroso! También yo tengo
nervios, y, sin embargo, nunca he dicho ¡pip!
- ¡No se enoje! -
excusóse la avecilla -. Se me escapó el ¡pip! de la boca.
La portuguesa, sin
hacerle caso se precipitó sobre las mondaduras y se zampó su buena parte.
Cuando ya hubo comido y vuelto a echarse, el pajarillo, queriendo mostrarse cariñoso,
se le acercó y le cantó una cancioncita:
¡Tilelelit!
¡Quivit, quivit!
De todo corazón te
voy a cantar
Cuando por esos
mundos vuelva a volar.
¡Quivit, quivit!
¡Tilelelit!
- Después de comer
suelo echar una siestecita - dijo la pata -. Conviene que se acostumbre usted a
nuestro modo de vivir. ¡Ahora duermo!
El pajarillo quedó
la mar de confuso, pues había obrado con buena intención. Cuando la señora se
despertó, le ofreció un granito de trigo que había encontrado. Pero la dama
había dormido mal, y, por consiguiente, estaba de mal humor.
- ¡Esto ofrézcaselo
a un polluelo! - gruñó -. No se quede ahí parado y no me fastidie.
- Está enojada
conmigo - se lamentó el pájaro -. ¡Debo haber hecho algún disparate!
- ¿Disparate? -
refunfuñó la portuguesa -. Es una palabra de muy mal gusto, y le advierto que
no tolero las groserías.
- Ayer lucía el sol
para mí - dijo el pajarillo -, pero hoy hace un día oscuro y gris. ¡Qué triste
estoy!
- Usted no sabe
nada del tiempo - replicó el pato -. El día aún no ha terminado; y no ponga esa
cara de tonto.
- ¡Me mira usted
con unos ojos tan airados como los que me acechaban cuando caí al corral!
- ¡Sinvergüenza -
gritó la portuguesa -. Compararme con el gato, ese animal de rapiña! Ni una
gota de su mala sangre corre por mis venas. Me hice cargo de usted y pretendo
enseñarle buenos modales.
Y le dio un
picotazo en la cabeza, con tal furia, que lo mató.
- ¿Cómo? - dijo -.
¿Ni un picotazo pudo soportar? Ahora veo que nunca se hubiera adaptado a
nuestro modo de vivir. Me porté con él como una madre, eso sí, pues corazón no
me falta.
El gallo vecino,
metiendo la cabeza en el corral, cantó con su estrépito de locomotora.
- ¡Usted será causa
de mi muerte, con su eterno griterío! - dijo la pata -. De todo lo ocurrido
tiene la culpa usted. Él ha perdido la cabeza, y ha faltado poco para que yo
pierda también la mía.
- ¡No ocupa mucho
espacio el pajarito! - dijo el gallo.
- ¡Hable de él con
más respeto! - replicó la portuguesa -. Tenía voz, sabía cantar y era muy
ilustrado. Era cariñoso y tierno, y esto conviene tanto a los animales como a
esos que llaman personas humanas.
Todos los patos se
congregaron en torno al pobre pajarillo muerto. Los patos tienen pasiones
violentas; o los domina la envidia o son un dechado de piedad, y como en aquella
ocasión no existía ningún motivo de envidia, sintiéronse compasivos; y lo mismo
les sucedió a las dos gallinas chinas.
- ¡Jamás tendremos
un pájaro cantor como éste! ¡Era casi chino! - y se echaron a llorar de tal
forma que no parecía sino que cloqueaban, y las demás gallinas cloquearon
también, mientras a los patos se les enrojecían los ojos.
- Lo que es
corazón, tenemos - decían -; nadie puede negárnoslo.
- ¡Corazón! -
replicó la portuguesa -; sí, en efecto, casi tanto como en Portugal.
- Bueno, hay que
pensar en meterse algo en el buche - observó el pato marido -, esto es lo que
importa. Aunque se rompa un juguete, quedan muchos.
La Musa
del nuevo siglo
¿Cuándo se revelará
la Musa del nuevo siglo, tal como la conocerán los hijos de nuestros nietos, o
quizá la generación que les siga, pero no nosotros? ¿Qué aspecto tendrá? ¿Qué
cantará? ¿Qué cuerdas del alma hará vibrar? ¿A qué altura levantará su época?
Cuántas preguntas
en nuestro atareado tiempo, en que la Poesía es casi un estorbo y sabemos de manera
cierta que muchas cosas «inmortales» escritas por los poetas actuales sólo
existirán en lo futuro reproducidas al carbón en los muros de algunas cárceles,
y serán leídas por contados curiosos.
Pero la Poesía debe
intervenir; por lo menos ayudar a cargar el fusil en las luchas de partidos, en
las que corre la sangre o la tinta.
Ésta es una opinión
parcial, dicen algunos; en nuestro tiempo, la Poesía no está olvidada ni mucho
menos.
No; todavía hay
personas que en su «lunes azul» se sienten atraídas por ella, y entonces, al
experimentar este prurito en las partes más nobles de su ser, envían un criado
a la librería a comprarles cuatro chelines de poesía, con recado de que les
sirvan la más recomendada. Algunos se contentan con la que reciben de regalo, o
se dan por satisfechos con la lectura de un trozo de bolsa de la tienda. Es
mucho más barato, y en nuestra ajetreada época hay que pensar en la economía.
Sólo es necesario lo positivo, conservar lo que tenemos, y con esto basta. La
poesía futurista, como la música del porvenir, son quijotismos; es como
proyectar viajes de descubrimiento al planeta Urano.
El tiempo es
demasiado breve y valioso para gastarlo en fantasías. Pongámonos en razón: ¿qué
es Poesía? Estas explosiones de la mente y la sensibilidad no son sino
expansiones y vibraciones de los nervios. El entusiasmo, la alegría, el dolor,
incluso la ambición material, son, según los sabios, vibraciones nerviosas.
Todos somos instrumentos de cuerda. Pero, ¿quién toca estos instrumentos?
¿Quién los hace vibrar y estremecerse? El espíritu, el espíritu invisible de la
divinidad, que se manifiesta por sus sentimientos y pensamientos, y que es
comprendido por los demás instrumentos, los cuales funden con ellos sus propias
notas, y suenan en fuertes disonancias y contrastes. Así fue y así sigue siendo
en el gran progreso que la Humanidad hace en su conciencia de libertad.
Cada siglo, o
también cabría decir cada milenio, tiene su punto culminante de expresión
poética; nacida dentro de su propio período, se ve destacar y dominar desde el
nuevo que empieza.
Así pues, en
nuestra época atareada, dominada por el estrépito de las máquinas, ha nacido ya
la Musa del nuevo siglo. ¡Vaya a ella nuestro saludo! Que ella la oiga o la lea
algún día, tal vez en aquellos garabatos al carbón de que hablamos antes.
Los cercos de su
cuna alcanzan desde el punto extremo pisado por el pie humano en los viajes al
Polo, hasta donde el ojo viviente penetra en el «negro saco de carbón» del
cielo polar. El trepidar de las máquinas, el silbar de las locomotoras, la
voladura de rocas materiales y de viejos prejuicios espirituales, nos ha
ensordecido, ahogando con su estrépito sus primeros vagidos.
Ha nacido en
nuestra gran fábrica de hoy, donde el vapor emplea su fuerza, donde el «maestro
sin sangre» y sus operarios se afanan día y noche.
Posee el gran
corazón amoroso de la mujer, con la llama de la vestal y el fuego de la pasión.
Recibió el rayo de la inteligencia en todos los colores del prisma, cambiantes
al correr de los milenios y apreciarlos según la moda. Su magnificencia y su
fuerza es el poderoso plumaje de cisne de la fantasía, tejido por la Ciencia,
impulsado por «las fuerzas elementales».
Es hija del pueblo
por línea paterna, sana en sus sentidos y pensamientos, grave de mirada, con el
humor en los labios. Su madre es hija de emigrantes, de alta cuna y educada
según las normas académicas, mecida en los dorados recuerdos del rococó. La
Musa del nuevo siglo lleva en sí sangre y alma de los dos.
Sus padrinos
depositaron en su cuna magníficos presentes. A modo de golosinas, esparcieron
sobre ella, en cantidades enormes, los ocultos enigmas de la Naturaleza, cada
uno con su solución. La campana del buzo vertió sus maravillosos juguetes
sacados del fondo del mar. El mapa del cielo, este tranquilo océano suspendido
con sus miríadas de islas, cada una un mundo, fue colocado como un manto en su
cuna; el sol pinta sus imágenes; la fotografía le regala juguetes. La nodriza
le ha cantado canciones acerca de Eyvind Skaldespiller y de Firdusi, de los
trovadores y de lo que Heine, en su orgullo juvenil, le cantó con su auténtica
alma de poeta. Muchas cosas, demasiadas, le ha cantado la nodriza. Conoce los
Eddas, las leyendas horribles de los antepasados, en que las maldiciones se
precipitan con sangrientos aletazos. Se ha tragado en un cuarto de hora las
«Mil y una noches» del Oriente.
La Musa del nuevo
siglo es aún niña, y, sin embargo, ha saltado de la cuna, es voluntariosa sin
saber lo que quiere.
Juega todavía en el
espacioso cuarto del ama, donde abundan los tesoros artísticos del barroco. La
tragedia griega y la comedia romana están allí cinceladas en mármol; las
canciones populares de las naciones cuelgan de las paredes como plantas secas:
un beso, y se hinchan, frescas y perfumadas. Mécenla los acordes eternos de
Beethoven, Gluck, Mozart, y los pensamientos de todos los grandes maestros
expresados en notas. Al borde están todos aquellos libros que en su tiempo
fueron inmortales, y aún queda espacio para muchos otros, cuyos nombres
resonarán a través del hilo telegráfico de la inmortalidad y que, sin embargo,
morirán con el telegrama.
Ha leído
enormemente, demasiado; ha nacido en nuestro tiempo; muchísimo habrá de ser
olvidado, y la musa aprenderá a olvidar.
No piensa en su
canto, que vivirá en un nuevo milenio, como viven los libros de Moisés y las
doradas fábulas de Bidpai sobre la astucia y la suerte de la zorra. No piensa
aún en su mensaje, en su vibrante futuro; sigue jugando mientras la lucha de
las naciones, que sacude el aire, da figuras sonoras de plumas y cañones sin
orden ni concierto, runas de difícil interpretación.
Lleva un gorro
garibaldino, de vez en cuando lee su Shakespeare, y por un momento piensa que
tal vez lo representen aun cuando ella sea mayor. Que Calderón repose en el sarcófago
de sus obras con la leyenda de su fama. A Holberg - pues la Musa es cosmopolita
-, lo tiene encuadernado en un tomo con Molière, Plauto y Aristófanes, pero lee
sobre todo a Molière.
No tiene la
inquietud que da alas a los gamos de los Alpes, y, no obstante, su alma busca
la sal de la vida como los gamos buscan la de la montaña. Hay en su corazón una
placidez como la de los hebreos de las leyendas antiguas, esta voz de los
nómadas en las verdes llanuras durante las silenciosas noches estrelladas, y, sin
embargo, en su canto late el corazón con más fuerza que el del exaltado
guerrero heleno de las montañas de Tesalia.
¿Y qué hay del
Cristianismo?
Ha aprendido la
tabla grande y la pequeña de la Filosofía; las materias primeras le han roto
uno de los dientes de leche, pero le han salido otros. Y en la cuna mordió en
la fruta del conocimiento, la comió y adquirió inteligencia; y su
«inmortalidad» fulguró como el pensamiento más genial de la Humanidad.
¿Cuándo brotará el
nuevo siglo de la Poesía? ¿Cuándo se dará a conocer su Musa? ¿Cuándo se oirá?
Una bella mañana de
primavera llegará montada en el dragón de la locomotora, avanzando a través de
túneles y viaductos, o navegando por el anchuroso mar sobre el lomo del delfín,
o por los aires en el ave de Montgolfier, y se posará sobre el suelo, desde el
que su voz divina saludará a la familia humana. ¿Dónde? ¿Desde el mundo
descubierto por Colón, la tierra de libertad donde los indígenas se
convirtieron en piezas de caza y los africanos en bestias de trabajo? ¿De la
tierra que nos ha enviado la canción de «Hiawatha»?. ¿Del continente de los
antípodas, donde nuestro día es noche y donde cisnes negros cantan en los
bosques de mimosas? ¿O del país donde las columnas de Memnon resonaron y siguen
resonando, sin que hayamos comprendido el canto de la esfinge del desierto? ¿De
la isla del carbón de piedra, donde Shakespeare domina desde el tiempo de
Isabel? ¿De la patria de Tycho Brahe, que nada quiso saber de él, o de la
tierra aventuresca de California, donde el árbol de Wellington alza su copa
como rey de los bosques del mundo?
¿Cuándo brillará la
estrella, la estrella en la frente de la Musa, la flor en cuyos pétalos esté
escrita en forma, color y fragancia, la expresión de la belleza de este siglo?
- ¿Qué programa trae
la Musa nueva? - preguntan nuestros expertos diputados en la Dieta -. ¿Qué
quiere?
Mejor es que
preguntéis qué no quiere.
No quiere
presentarse como un fantasma de tiempos pasados. No quiere recomponer obras
dramáticas con éxitos teatrales ya olvidados, ni disimular con deslumbrantes
ropajes líricos los fallos de la arquitectura teatral. Su vuelo será desde el
carro de Tespis hacia el anfiteatro de mármol. No hará pedazos el sano discurso
de los hombres, volviendo a pegarlos para formar un juego artificioso de
címbalos chinos, con las resonancias halagadoras de los torneos trovadorescos.
No quiere entronizar el verso como gentilhombre y constituir la prosa en
personaje burgués. Juntos están y a igual altura en sonoridad, plenitud y
vigor. No quiere esculpir los antiguos dioses en los bloques de las sagas de
Islandia. Están muertos; la nueva época no siente por ellos simpatía ni
afinidad. No quiere invitar a sus contemporáneos a alojar sus pensamientos en
las tabernas de la novela francesa. No quiere aturdir con el cloroformo de las
historias cotidianas. Un elixir de vida es lo que quiere traer. Su canto en
versos y en prosa será breve, claro y rico. Cada latido del corazón de los
pueblos es sólo una letra en el gran alfabeto del proceso evolutivo, pero acoge
cada letra con el mismo amor, las reúne formando palabras y junta éstas en
rimas, con las cuales compone un himno a lo presente.
¿Y cuándo llegará
esta época a su plenitud?
Para nosotros, para
los que estamos rezagados, tardará mucho, pero muy poco para los que nos
avancen en su vuelo.
Pronto caerá la
muralla china. Los ferrocarriles de Europa llegarán al cerrado archivo de las
culturas asiáticas, las dos corrientes culturales se encontrarán. Retumbará tal
vez la cascada con su rumor profundo, los viejos del presente temblaremos a sus
fuertes acordes, sintiendo en ellos un Ragnarok, el derrumbamiento de los
antiguos dioses; olvidaremos que acá abajo los tiempos y los pueblos deben
desaparecer, y sólo una pequeña imagen de cada uno, encerrada en la cápsula de
la palabra, flotará como flor de loto en el río de la eternidad y nos dirá que
todos son y fueron carne de nuestra carne, aunque en ropajes distintos. La
imagen de los judíos irradia de la Biblia, la de los griegos lo hace de la
Ilíada y la Odisea. ¿Y la nuestra...? Pregúntalo a la Musa del nuevo siglo, en
el Ragnarok, cuándo el nuevo Gimle se levantará transfigurado e inteligible.
¡Que todo el poder
del vapor, todo el peso de lo presente no sean sino palancas! El «maestro sin
sangre» y sus operarios, que parecen los amos poderosos de nuestra época, no
son sino criados, esclavos negros que adornan la sala de fiestas, aportan
tesoros, ponen las mesas para el gran banquete donde la Musa, con la inocencia
del niño y el entusiasmo de la doncella, con la serenidad y la ciencia de la
matrona, alzará la lámpara maravillosa de la Poesía, este corazón humano, rico
y pleno con su llama divina.
¡Bienvenida, Musa
de la Poesía, al nuevo siglo! Nuestro saludo se eleva y será oído como lo es el
himno de gracias del gusano, el gusano que es triturado por las reja del arado
mientras brilla una nueva primavera y el arado abre surcos, destrozándonos a
nosotros, los gusanos, a fin de que la cosecha bendita pueda crecer para la
nueva generación que viene.
¡Salud, Musa del
nuevo siglo!
La Virgen
de los Ventisqueros
1. El pequeño Rudi
Os voy a llevar a Suiza. Ved estas
magníficas montañas, con los sombríos bosques que se encaraman por las abruptas
laderas; subid a los deslumbrantes campos de nieve y bajad a las verdes
praderas, cruzadas por impetuosos torrentes, que corren raudos como si temiesen
no llegar a tiempo para desaparecer en el mar. El sol quema en el fondo de los
valles, centellea también en las espesas masas de nieve, que con los años se
solidifican en deslumbrantes bloques de hielo, se desprenden vertiginosos
aludes, y se amontonan en grandes ventisqueros. Dos de éstos se extienden por
las amplias gargantas rocosas situadas al pie del Schreckhorn y del Wetterhorn,
junto a la aldea de Grindelwald. Su situación es tan pintoresca, que durante
los meses de verano atrae a muchos forasteros, procedentes de todos los países
del mundo. Suben durante horas y horas desde los valles profundos, y, a medida
que se elevan, el valle va quedando más y más al fondo, y lo contemplan como
desde la barquilla de un globo. En las cumbres suelen amontonarse las nubes,
como gruesas y pesadas cortinas que cubren la montaña, mientras abajo, en el
valle, salpicado de pardas casas de madera, brilla todavía algún rayo de sol
que hace resplandecer el verdor del prado como si fuera transparente. El agua
se precipita, rugiendo, monte abajo, o desciende mansa, con un leve murmullo;
diríanse ondeantes cintas de plata prendidas a la roca.
A ambos lados del camino se alzan
casas de troncos, cada una con su pequeño campo de patatas, bien necesario por
cierto, pues detrás de la puerta hay muchas bocas, un tropel de chiquillos que
las comen con excelente apetito. Salen a montones de todas las casas, y rodean
a los viajeros, ya lleguen a pie o en coche. Ejércitos de niños se alinean en
los caminos para ofrecer a los forasteros lindas casitas talladas en madera,
reproducción en miniatura de las que se encuentran en aquellas montañas. Llueva
o luzca el sol, jamás falta el enjambre de niños con sus mercancías.
Hace cosa de treinta años se veía
por allí de vez en cuando un niño, siempre aislado de los otros, que, como
ellos, ofrecía sus productos a los turistas. Su rostro era extraordinariamente
serio, y sus manitas agarraban con fuerza su caja de madera, como dispuesto a
no soltarla jamás. Mas precisamente la gravedad del rapaz, llamaba a menudo la
atención de los turistas, y no era raro que realizara buenos negocios, sin
saber él mismo por qué. Monte arriba vivía su abuelo materno, artífice de
aquellas primorosas casitas, y en su cuarto había un viejo armario repleto de
obras de talla de todas clases.
Había allí cascanueces, cuchillos,
tenedores y estuches con bonitos adornos de hojas y animales...; en fin, había
cuanto puede deleitar a los ojos infantiles; pero lo que con mayor avidez
miraba el pequeño Rudi - que tal era su nombre - era la vieja escopeta que
colgaba de las vigas y que, según decía el abuelo, algún día sería suya; pero
antes debía crecer y hacerse fuerte y robusto.
Pese a su poca edad, confiábase ya
al niño el cuidado de las cabras, y si una de las cualidades de un buen cabrero
consiste en competir con las reses en el arte de trepar, no cabe duda de que
Rudi era un buen pastor. Incluso las aventajaba, pues una de sus diversiones
consistía en cazar nidos de aves en las copas de los altos árboles. Era
atrevido y resuelto, pero sólo se le veía sonreír cuando se hallaba ante la
rugiente catarata o cuando oía rodar el alud. Nunca jugaba con los demás niños;
sólo se reunía con ellos cuando su abuelo lo enviaba abajo a vender, ocupación
que no era muy de su agrado. Prefería vagar sin rumbo fijo por las montañas o
permanecer sentado junto al abuelo, escuchando sus narraciones de los tiempos
pasados y de las gentes del país de Meiringen, donde el viejo había nacido.
Según se decía, esas gentes no eran nativas del país, sino que habían inmigrado
en época relativamente reciente. Habían venido de allá del Norte, del país
donde viven los suecos. Oyendo al abuelo contar estas cosas, Rudi se iba
instruyendo; pero aún era más valioso lo que aprendía de los animales
domésticos que compartían su vivienda. Había en la casa un gran perro, llamado
Ayola, que había sido del padre de Rudi, y un gato. Por éste último sentía el
niño un afecto particular, pues él era quien le había enseñado a trepar por las
rocas.
- Vente conmigo al tejado - le
había dicho el gato, en lenguaje perfectamente claro e inteligible; pues cuando
se es niño y no se sabe hablar todavía, se entiende a los pollos y a los patos,
a los gatos y a los perros; se les entiende con la misma claridad que al padre
y a la madre; sólo que hace falta ser muy pequeñín. Hasta el bastón del abuelo
puede entonces relinchar y transformarse en caballo, con cabeza, patas y cola.
Algunos niños tardan más que los otros en perder esta facultad, y se dice de
ellos que son muy atrasados, que su desarrollo es muy lento. ¡Tantas cosas se
dicen!
- ¡Ven conmigo, Rudi, ven conmigo
al tejado! - fue una de las primeras cosas que dijo el gato, y que Rudi
entendió -. El peligro de caerse es pura imaginación. Nunca se cae si no se
tiene miedo. Ven, pon una patita así, la otra así. Pon las patitas delanteras
una delante de la otra. Abre bien los ojos y sé ligero. Si hay una grieta,
salta por encima y agárrate fuerte; mira cómo lo hago yo.
Y Rudi le imitaba. Por eso estaban
con frecuencia juntos en el tejado, y él se subía a las copas de los árboles y
los altos bordes de las peñas, adonde no iba el gato.
- ¡Más arriba, más arriba! - decían
los árboles y los arbustos -. ¡Mira cómo nos encaramamos nosotros, y a qué
altura llegamos, y con qué seguridad nos sostenemos en las puntas más empinadas
de las rocas!
Y Rudi trepaba a la cumbre de la
montaña, muchas veces antes de que le dieran los primeros rayos del sol, y allí
tomaba su primer refrigerio matinal, el aire puro y confortante de la montaña,
una bebida que sólo Dios sabe preparar.
He aquí la receta: mézclese el
fresco aroma de las hierbas de montaña con la menta y el tomillo de los valles.
Lo que el aroma tiene de pesado, lo absorben las nubes suspendidas en la
atmósfera para verterlo luego sobre los bosques vecinos; pero la esencia sutil
del perfume se convierte en aire, ligero y puro, cada vez más puro. Aquélla era
la bebida matinal de Rudi.
Los rayos del sol, los hijos del
astro que nos traen sus bendiciones, besaban las mejillas del niño, y el
vértigo, que merodeaba por aquellos parajes acechándolo, no se atrevía a
acercarse a él. Las golondrinas de la casa del abuelo, que formaban allá abajo
no menos de siete nidos, volaban hasta él y las cabras, trinando alegremente:
«¡A mí y a ti, a ti y a mí!». Traían saludos de la casa, incluso de las dos
gallinas, las únicas aves con quien Rudi no mantenía relaciones.
Aunque era muy pequeño, había
corrido ya bastante mundo. Nacido en el cantón de Wallis, lo habían traído del
lado de acá de las montañas. Más tarde había ido a pie hasta la cascada
cercana, que, bajando de la Jungfrau, ese pico deslumbrante cubierto de nieves
perpetuas, flota en el aire como un velo de plata. También había estado en el
gran glaciar de Grindelwald, pero ésta fue una triste historia, pues su madre
había encontrado allí la muerte. - Allí terminó la alegría de Rudi - decía el
abuelo - En sus primeros años estaba siempre sonriente, y no sabía lo que era
llorar, según escribía su madre, pero desde el día en que cayó en la grieta del
glaciar, su carácter había cambiado. Por lo demás, al abuelo no le gustaba
hablar de aquel episodio, pero todas las gentes de la montaña lo conocían. He
aquí cómo fue:
El padre de Rudi era postillón; el
perrazo de la casa lo había acompañado regularmente en sus viajes al lago de
Ginebra pasando por el Simplón. En el Valle del Ródano, en el Valais, vivía aún
la familia de Rudi por línea paterna. El hermano de su padre era un gran
cazador de gamos y un guía muy conocido. Rudi tenía un año cuando perdió a su
padre, y su madre decidió volverse con su hijito al Oberland bernés, a vivir
con su padre, que habitaba a unas horas de Grindelwald; era tallista de madera,
y con su trabajo se ganaba lo suficiente para sustentarse. En junio partió la
madre con su pequeño, en compañía de dos cazadores de gamos, tomando por la
ruta del Gemmi, la distancia más corta hasta su tierra. Habían recorrido ya la
mayor parte del camino y salvado la cresta de la montaña eternamente nevada;
veían ya el valle natal y distinguían sus diseminadas casas de madera, tan
conocidas; sólo faltaba salvar un gran ventisquero. Estaba cubierto de nieve
recién caída y debajo de ésta se ocultaba una grieta, que aunque no era muy
profunda, pues le faltaba mucho para llegar hasta el suelo, donde se oye
murmurar el agua, bastaba para cubrir a un hombre. La joven mujer, con su hijo
en brazos, resbaló y desapareció en la grieta. Al principio no se oyó ni un
grito, ni un suspiro; pero pronto pudo percibirse el llanto de un niño. Pasó
más de una hora antes de que los dos acompañantes pudieran traer cuerdas y
pértigas de la casa más próxima, para intentar el salvamento; y después de
ímprobos esfuerzos izaron a la superficie dos cuerpos al parecer, cadáveres. Los
hombres hicieron cuanto pudieron, y lograron reanimar al niño, mas no a la
madre. Llevaron al pequeño a su abuelo, el cual lo crió lo mejor que supo: pero
el muchacho ya no era alegre y risueño, como había dicho su madre. Sin duda su
carácter había cambiado en la grieta, aquel maravilloso mundo de hielo donde,
según cree el campesino suizo, están encerradas las almas de los condenados
hasta el día del juicio.
Este mundo es como un río
impetuoso, que hubiera quedado petrificado y comprimido en verdes bloques de
cristal, con las masas de hielo amontonadas unas sobre otras. Por el fondo
fluye precipitadamente la corriente originada por la fusión de la nieve y el
hielo. En la superficie hay profundos agujeros y enormes grietas, y el conjunto
forma un encantado palacio de cristal en cuyo interior mora la Virgen de los
Ventisqueros, la reina de este mundo helado. Esta reina, que se goza en matar y
destruir, es hija del aire y señora poderosa del río; por eso puede subir con
la rapidez del gamo a las cumbres más altas de la nevada sierra, donde los más
audaces montañeros, para afianzar el pie, tienen que excavar peldaños en el
hielo. Flota por encima de las finas ramas de los abetos, baja veloz hasta el
río y salta en él de roca en roca, envuelta en su ondeante y nívea cabellera y
en su manto verdeazulado, que brilla y centellea como las aguas de los
profundos lagos.
«¡Detente, déjalo, es mío! -
gritaba cuando sacaban al niño de la hendidura -. Me han robado un hermoso
niño, un niño al que había besado, pero aún no con el beso de la muerte. Ahora
vuelve a estar entre los hombres, guardando las cabras en la montaña, arriba,
siempre arriba. Se aparta de los demás, pero no de mí. ¡Es mío y lo cogeré! ».
Y pidió al Vértigo que le trajera
al muchacho: Era verano, y allá en los prados, donde crece la menta crespa, el
aire era demasiado bochornoso para la Virgen de los Ventisqueros. El Vértigo
obedeció. Vino uno, o, mejor dicho, tres, pues el Vértigo tiene una caterva de
hermanos: unos viven al aire libre, en plena Naturaleza, y otros en los
edificios; se sientan en las barandillas de las escaleras y en las balaustradas
de las torres, corren como ardillas por los bordes de las rocas, saltan desde
allí al vacío, flotan en el aire como el nadador en el agua y atraen a sus víctimas,
situadas a un paso del abismo. Tanto la Virgen de los Ventisqueros como el
Vértigo atacan a los humanos, del mismo modo que el pólipo se agarra a todo lo
que se mueve a su alcance. Entre la multitud de Vértigos, la Virgen eligió al
más fuerte para que se apoderase de Rudi.
- ¡No es poco lo que me pides! -
dijo el Vértigo -. A éste no puedo cogerlo, ese maldito gato lo adiestró en sus
artes. Además, este hijo de los hombres parece estar protegido por un poder que
me rechaza. No consigo alcanzar al chiquillo por mucho que, cogido de una rama,
se columpie sobre el abismo, aunque, le haga cosquillas en las plantas de los
pies o le envíe mi aliento al rostro. ¡No puedo con él!
- Pues podremos - dijo la Virgen -,
tú o yo; ¡si, yo, yo!
- ¡No, no! - se oyó, como si fuera
el eco de las campanas de la iglesia. Pero era un canto, eran palabras
verdaderas, era el coro armonioso de otros espíritus naturales más clementes,
amorosos y bondadosos; las hijas de los rayos del sol. Todas las noches se
disponen en círculo en las cumbres montañosas y extienden sus rosadas alas,
cuyo rojo resplandor va intensificándose a medida que el astro se oculta bajo
el horizonte. Los altos prados naturales brillan con el «arrebol alpestre», que
así lo llaman los hombres. Luego, cuando el sol se ha puesto, se refugian en
las puntas de las rocas y en la blanca nieve, donde se echan a dormir, hasta
que reaparecen con la aurora. Sienten particular preferencia por las flores,
las mariposas y los seres humanos, y entre éstos habían hecho a Rudi objeto de
especial predilección. «¡No lo cogeréis, no lo cogeréis!», cantaban.
- ¡Otros mayores y más fuertes han
caído en mis manos! - respondía la Virgen de los Ventisqueros.
Cantaron entonces las hijas del sol
una canción acerca del caminante a quien el huracán había arrebatado el manto y
lo arrastraba a velocidad vertiginosa. «El viento se llevó la envoltura, mas no
al hombre. Podréis cogerlo, hijos de la fuerza bruta, pero no retenerlo; es más
fuerte, más espiritual que nosotras mismas. Sube a mayor altura que el sol,
nuestro padre; conoce la palabra mágica que ata al viento y al agua y hace que
lo sirvan y obedezcan. Vosotros no hacéis sino disolver el elemento que lo
atrae hacia abajo, y así sólo conseguís que se eleve cada vez más alto.
Tal era lo que cantaba el dulce
coro, cuya voz resonaba como el eco de las campanas.
Y cada mañana los rayos del sol
llegaban hasta el niño a través de la única ventanuca de la choza del abuelo, y
lo besaban para derretir, caldear y destruir aquellos otros besos que le había
dado la Virgen de los Ventisqueros cuando lo tuvo en el regazo de su madre
muerta, en la profunda sima, de la que sólo un milagro pudo salvarlo.
La Virgen
de los Ventisqueros
Continuación
2. Viaje a la nueva
patria
Rudi tenía ya 8 años. Su tío del
Valle del Ródano, allá en la vertiente opuesta de la cordillera, llamó al
muchachito, diciendo que él tenía más posibilidades de instruirlo y abrirle
camino en la vida. El abuelo comprendió la verdad de aquellas razones y no se
opuso al proyecto.
Rudi tenía que partir; y no sólo
debía despedirse del abuelo,
sino también de Ayola, el viejo
perro.
Tu padre fue postillón, y yo, perro
de postas - dijo Ayola -. Mucho viajamos por esos mundos de Dios, y yo conozco
a los perros y los hombres de allende las montañas.
Nunca he sido muy hablador, pero
como ésta es nuestra última conversación, quiero decirte algunas cosas y
contarte una historia que desde hace mucho tiempo llevo en el estómago. No la
comprendo, ni tú la comprenderás tampoco, pero no importa, puesto que de ella
he sacado una cosa en claro: que en este mundo los destinos de los perros, como
los de los hombres, no están muy bien repartidos. No todos han sido creados
para reposar en un regazo o para saborear leche. A mi no me acostumbraron a
ello, pero he visto un perrito que viajaba en la diligencia ocupando el sitio
de una persona. La señora, que era su ama - suponiendo que no fuera el perrito
el amo de la señora -, llevaba consigo una botella de leche, que le daba a
beber. Ofrecióle también mazapán, pero el animalito no se lo podía tragar, por
lo que se limitaba a husmearlo, y entonces se lo comía la señora. Yo corría
junto al coche, bajo el ardor del sol, hambriento como sólo puede estarlo un
perro y rumiando mis propios pensamientos. Aquello no era justo, pero ¡cuántas
otras cosas hay que no son justas! ¡Ah, si hubiese podido sentarme en el regazo
de una señora y viajar en el coche! Pero eso no depende de uno, o por lo menos
yo no lo logré, pese a todos mis ladridos y aullidos.
Tal fue el discurso de Ayola, y
Rudi cogió al perro por el cuello y le dio un beso en el húmedo hocico. Después
levantó en brazos al gato, pero éste se sustrajo a sus caricias.
- Eres demasiado fuerte para mí, y
contra ti no quiero emplear mis garras. Trepa a las montañas, ya te enseñé a
hacerlo. Si nunca piensas en que puedes caerte no hay peligro de que lo hagas
-. Dichas estas palabras, el gato echó a correr; no quería que Rudi notara que
sus ojos brillaban de emoción.
Las dos gallinas correteaban por el
aposento; una había perdido la cola. Un viajero que se las daba de cazador la
tomó por un ave de rapiña y disparó sobre ella.
- ¡Rudi se va al otro lado de las
montañas! - dijo una de las gallinas.
- ¡Siempre tiene prisa! - respondió
la otra -, y no me gustan las escenas de despedida -. Y las dos se alejaron con
sus saltitos ligeros y apresurados.
Dijo también adiós a las cabras, y
ellas gritaron: - ¡Ven, ven! - y su acento era realmente triste.
Dos comarcanos, que eran unos guías
excelentes, se disponían a pasar la montaña y habían elegido el camino del
Gemmi. Rudi los acompañó a pie, aunque era una marcha agotadora para un
chiquillo de su edad; pero se sentía con fuerzas, y nada lo desanimaba.
Las golondrinas lo acompañaron un
trecho. «¡A mí y a ti, a ti y a mí!», cantaban. El camino cruzaba el Lütschine,
que brota, en numerosos arroyuelos, de la negra garganta del glaciar de
Grindelwald. Troncos de árboles derribados, que se balanceaban inseguros, y
desmoronados bloques de rocas, servían de puente en aquel lugar. Se encontraban
encima del bosquecillo de alisos y comenzaban a subir la montaña muy cerca del
punto donde el glaciar se desprende de ella. Luego penetraron en el propio
ventisquero, caminando por encima de bloques de hielo o contorneándolos. Rudi
tan pronto andaba como avanzaba a gatas, y sus ojos brillaban arrobados. Con
sus botas claveteadas pisaba tan firme y recio como si quisiera dejar marcadas
sus huellas en el camino recorrido.
Arriba, siempre arriba; en las
alturas, el glaciar se extendía como un mar de témpanos superpuestos y
aprisionados entre las rocas cortadas a pico. Rudi pensó por un momento en lo
que le habían contado, en que había estado con su madre en una de aquellas
gélidas hendeduras, pero no tardó en dirigir sus pensamientos hacía otros
objetos. Para él, aquel relato era uno de tantos entre los muchos que había
oído. De vez en cuando, los hombres pensaban que aquella incesante subida era
demasiado fatigosa para el chiquillo y le tendían la mano, pero él seguía
incansable, sosteniéndose sobre el liso hielo tan seguro como un gamo. Llegaron
a un terreno rocoso; ora avanzaban por entre desnudas piedras, ora lo hacían
por entre bajos abetos, para salir de nuevo a verdes pastizales. El camino
variaba a cada momento, ofreciendo siempre nuevas perspectivas a la mirada. En
derredor se alzaban cumbres nevadas cuyos nombres Rudi conocía, como los
conocían todos los niños de la comarca: Jungfrau, Mönch, Eiger.
Jamás había subido tan alto Rudi. A
sus pies se extendía un inmenso mar de nieve con sus olas inmóviles, cuyos
copos desprendidos se llevaba el viento, lo mismo que se lleva la espuma de las
olas del mar. Podría decirse que un glaciar da la mano a otro; cada uno es un
palacio de cristal de la Virgen de los Ventisqueros, aquella virgen que se
complace en apresar y sepultar. El sol quemaba, y la nieve deslumbrante parecía
sembrada de un azulado polvo de diamantes.
Innúmeros insectos, principalmente
mariposas y abejas, yacían muertas sobre la nieve, en verdaderas masas; habían
osado remontarse a excesiva altura, o bien habían sido arrastrados hasta allí
por el viento, y habían sucumbido víctimas del intenso frío. Rodeaba al
Wetterhorn una nube amenazadora, semejante a un mechón de negra lana, que se
hinchaba por momentos y descendía pesadamente: era la precursora del terrible
«föhn», el viento que abate todo lo que encuentra por delante. Cuando
estallase, pondría de manifiesto su fuerza destructora. Pero Rudi no pensaba en
ello: su memoria estaba ocupada por las incidencias del viaje, el campamento
donde pernoctaron, el camino del siguiente día, las profundas grietas abiertas
por el agua desde mucho atrás en los duros bloques de hielo.
Una construcción de piedra,
abandonada, que se alzaba en el lado opuesto del mar de nieve, ofrecióles un
cobijo seguro para la noche. En ella encontraron carbón y ramas de abeto;
pronto ardió un buen fuego, y los hombres se sentaron junto a la hoguera,
fumando sus pipas y reparando las fuerzas con una bebida caliente y picante que
prepararon. Rudi recibió la ración que le correspondía. La conversación giró en
torno a la misteriosa naturaleza de las tierras alpinas, de las gigantescas
serpientes que pueblan los profundos lagos, de las apariciones nocturnas, los
fantasmas que arrebatan a un hombre dormido y lo llevan por el aire, hasta la ciudad
de Venecia, que flota milagrosamente sobre el agua; del pastor salvaje que
conduce sus negras ovejas a pastar en las cumbres más altas. Nadie lo había
visto, es verdad, pero sí se había oído el son de sus cencerros, el lúgubre
balar de su rebaño. Rudi escuchaba lleno de curiosidad, pero sin temor alguno,
pues no lo conocía; y mientras escuchaba parecíale percibir aquel bramar hueco
y fantasmal. Sí, se oía cada vez más fuerte y distinto, los hombres lo oían
también; interrumpieron la charla y recomendaron a Rudi que no se durmiese.
Era el «föhn», que se acercaba por
momentos, el terrible viento tempestuoso que de las montañas se precipita a los
valles, arrancando a su paso los árboles cual si fuesen débiles cañas, y
transporta las casas de una orilla del río a la opuesta, como nosotros movemos
las piezas en un tablero de ajedrez.
Hasta una hora más tarde no dijeron
a Rudi que había pasado el peligro y podía echarse a dormir, y el chiquillo,
fatigado de la jornada, se quedó dormido inmediatamente.
A la mañana siguiente partieron de
madrugada. El sol mostró al pequeño Rudi nuevas montañas, nuevos glaciares y
campos de nieve. Habían franqueado el límite del Valais, y ahora se encontraban
en la vertiente opuesta de la montaña que se veía desde Grindelwald; pero aún
faltaba mucho para llegar al pueblo a donde iba el pequeño. Otras gargantas,
otros prados, otros bosques y rocosos senderos fueron desfilando ante ellos.
Pronto encontraron seres humanos, pero, ¡qué hombres eran aquéllos! Todos eran
deformes, con caras repugnantemente abultadas y amarillentas, y cuellos que
parecían pedazos de carne colgante, pesados y horribles. Eran cretinos, que
arrastraban su vida miserable, mirando con ojos inexpresivos a los forasteros
que iban de paso. Las mujeres eran las más repulsivas. ¿Serían así los
habitantes de la nueva patria de Rudi?
3. El tío
En la casa del tío de Rudi las
personas - ¡loado sea Dios! eran como las que el niño estaba acostumbrado a
ver y tratar. Un solo cretino residía en ella temporalmente; un pobre muchacho
idiota, uno de esos pobres abandonados que las familias del Valais mantienen
alternativamente, unos meses cada una. El pobre Saperli estaba allí
precisamente cuando llegó Rudi.
El tío era todavía un robusto
cazador, y, además, experto en el oficio de tonelero. Su mujer era una
personita vivaracha, de cara de pájaro, ojos de águila y cuello cubierto de
vello en toda su longitud.
Todo era nuevo para Rudi: vestidos,
usos y costumbres, incluso la lengua, si bien su oído infantil tardó muy poco
en hacérsela suya. En comparación con la casa del abuelo, veíase en todo un
cierto bienestar. El aposento de estar era más espacioso, las paredes estaban
adornadas con cuernos de gamo y relucientes escopetas, y sobre la puerta
colgaba la imagen de la Virgen María, con frescos rododendros y una lamparilla
encendida.
Como ya dijimos, el tío era uno de
los más diestros cazadores de gamos de la comarca, y, además, el mejor y más
experto de sus guías. Todo hacía pensar que Rudi se convertiría muy pronto en
el favorito de la casa. Cierto es, empero, que tenía un rival: un viejo perro
de caza ciego y sordo, incapaz ya de prestar servicio, pero que en otros
tiempos había sido un fiel y activo servidor. Nadie había olvidado el buen
comportamiento del animal en sus años jóvenes; por eso seguía formando parte de
la familia y tenía el pan asegurado. Rudi acariciaba al perro, pero éste rehuía
a los extraños, y el niño lo era aún. Mas no iba a serlo por mucho tiempo, pues
muy pronto echó firmes raíces en la casa y en el corazón de sus habitantes.
No se está mal aquí en el Valais -
decía el tío -. Gamos no faltan; la raza no se extingue, como la de las cabras
monteses; y ahora lo pasamos mucho mejor que antaño. Digan lo que quieran del
tiempo pasado, el nuestro es mejor. Antes vivíamos como en un saco. Ahora en el
saco se ha abierto un boquete, y una corriente de aire fresco sopla en el
cerrado valle. Cuando se derrumba lo viejo, siempre aparece algo que es mejor.
Los días que le daba por charlar
contaba cosas de su juventud, ocurridas cuando su padre estaba aún en posesión
de todas sus facultades, cuando el Valais era todavía, como decía él, un saco
cerrado y poblado por pobres cretinos.
- Pero vinieron los soldados
franceses, y éstos eran los médicos que necesitábamos, pues las emprendieron
contra los hombres, pero también contra las enfermedades. Son gente entendida
en eso de batirse, los franceses. No hay quien los gane; ¡y tampoco las
francesas son mancas! - añadía el tío, riendo y haciendo un guiño a su mujer,
francesa de nacimiento -. Cuando hubieron terminado con los hombres, los
franceses atacaron a las piedras; cortaron la carretera del Simplón en las
rocas, y abrieron un camino, tal, que hoy puedo yo decirle a un niño de tres
años: «Vete a Italia sin dejar la carretera». Y el pequeño llegará a Italia si
no se separa del camino. Luego entonaba el tío una canción francesa y gritaba
un hurra a Napoleón Bonaparte.
En casa de su tío, Rudi oyó hablar
por vez primera de Francia, de Lyón, la gran ciudad a orillas del Ródano, que el
tío había visitado.
- Me parece - decía a Rudi - que en
pocos años llegarás a ser un buen cazador de gamos; aptitudes no te faltan; y
le enseñó a apuntar con la escopeta y a disparar. Durante la estación de caza
se lo llevaba a la montaña y le daba a beber sangre caliente de gamo - lo cual,
según creencia general en el país, inmuniza a los cazadores contra el vértigo
-. Con el tiempo lo fue instruyendo acerca de las laderas por donde suelen
producirse aludes, a mediodía o al anochecer, según la acción de los rayos del
sol. Lo estimuló a observar bien los gamos y a aprender de ellos la manera de
caer de pie y sostenerse después del salto. Cuando en la grieta de la roca no
se encontraba un apoyo para el pie, había que utilizar el codo, agarrarse con
los músculos de las pantorrillas y los muslos. En caso de necesidad, incluso la
cerviz podía servir de punto de apoyo. Los gamos eran listos y colocaban
centinelas, pero el cazador debía ser más listo que ellos y tratar de acercarse
a ellos a contraviento. Sabía engañarlos de una manera muy divertida: colgaba
del bastón su sombrero y su chaqueta, y los animales tomaban el vestido por el
hombre. El tío les gastó esta broma un día que salió de caza con Rudi.
El rocoso sendero era tan angosto,
que apenas podía decirse que existiera, pues se reducía a un reborde casi
imperceptible junto al vertiginoso abismo. La nieve estaba allí medio fundida,
y la piedra tan desgastada por la erosión, que se desmenuzaba bajo los pies;
por eso el tío se tendió cuan largo era y empezó a avanzar a rastras. Cada
piedra que se desprendía caía, rebotaba, rodaba y pegaba muchos saltos de roca
en roca antes de detenerse en el fondo del tenebroso abismo. A cien pasos
detrás del tío estaba Rudi en lo alto de la peña, viendo cómo en el aire, encima
del lugar donde se hallaba su tío, un buitre describía lentos círculos, pegando
aletazos como para precipitar al abismo aquel gusano que se arrastraba, ávido
de convertirlo en carroña para su pitanza. El hombre sólo tenía ojos para el
gamo con su cabritilla, visible al otro lado de la sima. Rudi no perdía de
vista al ave de rapiña, sabiendo perfectamente lo que quería, el dedo en el
gatillo, dispuesto a disparar en el momento crítico. Aprestóse el gamo a
saltar, hizo fuego el tío, y el animal cayó mortalmente herido, mientras el
cabrito huía a grandes saltos por entre las peñas. La siniestra ave, asustada
por el disparo, cambió de dirección, sin que el tío supiera el riesgo que había
corrido; después se lo contó Rudi.
Iban de regreso contentos como unas
Pascuas, cantando el tío una canción de sus años infantiles, cuando de repente
se oyó un extraño ruido a no mucha distancia. Miraron a todos lados, y al
levantar los ojos vieron que allá en lo alto, en la inclinada ladera rocosa, se
alzaba una masa de nieve ondeante, como un lienzo extendido, por debajo del
cual sopla el viento. De pronto, aquellas levantadas olas se desplomaron y
descompusieron en un torrente de blanca espuma, y se precipitaron con el fragor
de un trueno lejano. Era un alud, que bajaba, no sobre Rudi y su tío, pero sí a
muy poca distancia de ellos, demasiado poca.
- ¡Agárrate firme, Rudi! - gritó el
hombre -. ¡Agárrate con todas tus fuerzas!
Rudi se abrazó al árbol más
cercano; el tío trepó por él hasta las ramas y se agarró a ellas, mientras el
alud pasaba rodando a muchos metros de los dos; pero la tempestad por él
provocada, el torbellino que lo acompañó, quebraba y desgajaba en derredor
árboles y arbustos cual si fuesen cañas secas, esparciéndolos en todas
direcciones. Rudi fue arrojado violentamente al suelo; el tronco al que se
agarró parecía aserrado, y la copa había sido proyectada a un buen trecho de
allí.
Entre las ramas rotas yacía el tío
con la cabeza abierta; la mano estaba aún caliente, pero la cara era
irreconocible. Rudi lo miraba, lívido y tembloroso; fue el primer espanto de su
vida, la primera vez que conoció lo que era el miedo.
Llegó a casa ya bien anochecido con
la trágica noticia. Su tía no dijo una palabra ni derramó una lágrima: su dolor
no estalló hasta que trajeron el cadáver. El pobre cretino se acostó y no se le
vio en todo el día; al atardecer fue en busca de Rudi.
- Escríbeme una carta. Saperli no
sabe escribir. Pero Saperli puede llevar la carta a correos.
- ¿Quieres mandar una carta? -
preguntó Rudi -. ¿A quién?
- A Nuestro Señor Jesucristo.
- ¿Qué estás diciendo?
El idiota, al que llamaban cretino,
dirigió al muchacho una mirada conmovedora, y, doblando las manos, dijo con
acento solemne y piadoso:
- A Jesucristo. ¡Saperli quiere
mandarle una carta, quiere pedirle que el muerto en esta casa sea Saperli y no
aquel hombre.
Rudi le estrechó la mano.
- La carta no llegaría. ¡La carta
no nos lo puede devolver!
Le resultaba difícil al niño
explicar a Saperli por qué era imposible aquello.
- ¡Ahora eres tú el apoyo de esta
casa! - le dijo su madre adoptiva. Y Rudi aceptó la carga.
La
mariposa
La mariposa iba en
busca de novia, y, naturalmente, pensaba en una linda florecilla. Las estuvo
examinando. Todas permanecían calladas y discretas en su tallo, como es propio
de las doncellas no prometidas. Pero había tantas, que la elección resultaba
difícil, y no sabiendo la mariposa qué partido tomar, voló hacia la margarita.
Los franceses han descubierto que esta flor posee el don de profecía; por eso
la consultan los novios, arrancándole hoja tras hoja y dirigiéndole cada vez
una pregunta relativa a la persona amada: «¿De corazón?», «¿Por encima de
todo?», «¿Un poquito?», «¿Nada en absoluto?», etc. Cada cual pregunta en su
lengua, y la mariposa acudió a interrogar a su vez, pero en vez de arrancar las
hojas las besaba, creyendo que como se llega más lejos es con el empleo de
buenos modales.
- ¡Dulce Margarita!
- dijo - Es usted la señora más inteligente de todas las flores, y puede
predecirme lo por venir. Dígame, por favor, ¿cuál será mi novia? ¿Cuál me
querrá? Cuando lo sepa, podré volar directamente a ella y solicitarla.
Pero Margarita no
respondió. Se había molestado al oírse tratar de «señora», cuando era una joven
doncella, y entonces no se es señora. La mariposa repitió su pregunta por
segunda y tercera vez, pero viendo que obtenía la callada por respuesta,
emprendió el vuelo, resuelta a buscar novia por su cuenta.
La primavera se
hallaba en sus comienzos; en gran profusión florecían las campanillas blancas y
los azafranes. «Son muy lindas - dijo la mariposa -, unas pequeñas preciosas,
pero demasiado pollitas». Se había fijado en que los mozos las preferían
mayores.
Voló entonces a las
anémonas, pero las encontró un tanto secas, y luego a las violetas, que le
resultaron demasiado románticas. Los tulipanes eran orgullosos; los narcisos,
plebeyos; las flores del tilo, demasiado pequeñas y con excesiva parentela. Las
del manzano, si bien es cierto que parecían rosas, florecían hoy y se caían
mañana, según soplara el viento; sería un matrimonio muy breve, pensó. La flor
del guisante fue la que estimó más apropiada; era roja y blanca, fina y
delicada, y pertenecía a la clase de las doncellas caseras, que son guapetonas
y, al mismo tiempo, saben desenvolverse en la cocina. Iba ya a declarársele,
cuando de pronto vio a su lado una vaina con una flor marchita en la punta.
- ¿Quién es esa? -
preguntó. - Es mi hermana - respondió la flor de guisante.
- ¡Caramba, así es
como será usted más tarde! -. La mariposa se asustó y siguió volando.
La madreselva
florida colgaba sobre la valla. Eran muchas señoritas de caras largas y piel
amarilla; no le gustó la especie. ¿Qué le gustaba, pues? Pregúntaselo a ella.
Pasó la primavera,
pasó el verano y vino el otoño, y la mariposa seguía sin decidirse.
Las flores llevaban
entonces magníficos ropajes; pero, ¿qué se sacaba con eso? Faltábales el
espíritu juvenil, fresco y fragante. El corazón, cuando envejece, quiere aroma,
y ésta no se encuentra precisamente en las dalias y las alteas. Por eso la mariposa
se dirigió a la menta crespa.
- Verdad es que no
tiene flores, pero en realidad toda ella es una flor, huele de pies a cabeza,
hay fragancia en cada una de sus hojas. ¡Me quedaré con ella!
Y, finalmente, la
solicitó.
Pero la menta
permanecía tiesa y callada, hasta que, al fin, dijo: - Amigos, bueno, pero nada
más. Yo soy vieja, y usted también; podemos perfectamente vivir el uno para el
otro, pero casarnos, de ningún modo. No cometamos sandeces a nuestra edad.
Y así fue cómo la
mariposa se quedó sin mujer. Se había pasado demasiado tiempo buscando, y esto
no debe hacerse. Acabó siendo lo que se dice un solterón.
Otoño estaba muy
avanzado, con lluvias y tiempo turbio. Un viento frío soplaba sobre los viejos
sauces, cuyo interior crujía. No daba ya gusto salir de paseo en traje de
verano; pronto se le quitaban a uno las ganas. Pero la mariposa no revoloteaba
ya por el campo; por casualidad había encontrado un refugio, con estufa
encendida. Reinaba allí una temperatura veraniega, y se podía vivir muy bien. «Pero
no basta con vivir - decía -. ¡Hacen falta el sol, la libertad y una
florecilla!».
Y de un vuelo se
fue al cristal de la ventana. La vieron, la admiraron y, traspasándola con una
aguja, la depositaron en el cajón de las cosas raras. Más no habrían podido
hacer por ella.
- Ahora estoy en un
tallo, como una flor - dijo la mariposa aunque, bien mirado, no resulta muy
agradable. Viene a ser como el matrimonio, uno está bien asentado -. Y con esto
se consoló.
- ¡Pobre consuelo!
- observaron las flores de la maceta del cuarto.
- No hay que fiarse
mucho de las flores de tiesto - dijo la mariposa -; alternan demasiado con las
personas.
Psiquis
En el rosado
horizonte del crepúsculo matutino brilla una gran estrella, la más clara de la
mañana. Sus rayos tiemblan sobre el blanco muro, como si en él quisieran
escribir lo que en miles de años ha visto en las diversas latitudes de nuestra
inquieta Tierra.
Escucha una de sus
historias:
- No hace mucho -
para una estrella, «no hace mucho» significa lo mismo que «varios siglos» para
nosotros, los hombres -, mis rayos acompañaban a un joven artista. Ocurría la
cosa en los Estados Pontificios, en la ciudad de Roma. Al correr de los tiempos
han cambiado allí muchas cosas, aunque no tan de prisa como pasa el hombre de la
infancia a la vejez. El palacio de los Césares era, como hoy, una ruina; la
higuera y el laurel crecían entre las derrumbadas columnas de mármol, y por
encima de las destruidas termas, cuyas paredes conservaban aún sus estucos
dorados. El Coliseo era otra ruina. Sonaban las campanas de las iglesias y,
entre nubes de incienso, recorrían las calles procesiones con cirios y ricos
palios. Era la ciudad de la Religión y del Arte.
Vivía a la sazón en
Roma el más grande de los pintores del mundo: Rafael, y vivía también allí el
primero de los escultores de su época: Miguel Ángel. El Papa los admiraba a los
dos y los honraba con su visita; el Arte era reconocido, honrado y premiado.
Sin embargo, no todo lo grande y valioso era visto y estimado.
En un angosto callejón
se levantaba una casa muy vieja, edificada sobre un antiguo templo, y en ella
vivía un joven artista, pobre y desconocido. Tenía, sí, bastantes amigos,
jóvenes artistas como él, jóvenes de ánimo, de esperanzas y de ideas. Decíanle
que era rico en talento y aptitudes, y que hacía mal en no creer en ellas.
Continuamente rompía lo que había moldeado en arcilla. Nunca se mostraba
satisfecho, nunca terminaba sus obras; y es necesario hacerlo si se quiere
adquirir estima y prestigio y ganar dinero. Es algo de toda evidencia.
- ¡Eres un soñador
- le decían -, ésta es tu desgracia. Todo porque aún no has entrado en la vida,
no la has gozado en lo que tiene de grande y de sana, como cumple a la
juventud. Cuando se es joven hay que abrazar la vida, fundirse con ella de modo
que vida y persona se vuelvan una sola y misma cosa. Mira al gran maestro
Rafael, a quien el Papa honra y el mundo admira. Ése no desprecia el vino y el
pan.
- ¡Qué ha de
despreciar! Dígalo la panadera, la linda Fornarina, interpuso Angelo, uno de
los amigos más alegres. Todos hablaban, cada cual según su edad y juicio.
Pretendían arrastrar al artista a que compartiera su existencia regocijada y
bulliciosa, a la vida loca, como podía llamársele; y, por un momento, él se
sintió inclinado a ceder. Tenía la sangre ardiente, y la imaginación viva;
gustábale tomar parte en las regocijadas charlas, reír sonoramente con los
demás. Y, no obstante, los atractivos de lo que los demás llamaban «la vida
alegre de Rafael», se le desvanecían como la niebla matinal cuando contemplaba
el resplandor divino que brillaba en las obras del excelso maestro. Y cuando en
el Vaticano estaba en presencia de aquellas bellezas que los grandes artistas
habían plasmado milenios atrás en el bloque de mármol, henchíase su pecho,
sentía bullir en su interior algo de sublime, santo, noble, grande y bueno, y
deseaba poder a su vez crear y tallar en mármol otras figuras dignas de
aquéllas. Buscaba la forma de aquel ardor que de su corazón se elevaba al
infinito; pero, ¿cómo encontrarla, y bajo qué rasgos? La blanca arcilla se
moldeaba en sus dedos en bellas formas, pero cada día destruía lo que hiciera
la víspera.
En cierta ocasión
pasó por delante de uno de los ricos palacios que tanto abundan en Roma. Se
detuvo frente a la gran puerta principal, que estaba abierta, y vio en el
interior un jardincito rodeado de arcadas, adornadas con pinturas. El jardín
estaba lleno de bellísimas rosas; grandes calas blancas, de verdes hojas
jugosas, surgían de la fuente de mármol, en la que chapoteaba el agua límpida.
Y delante parecía flotar una figura, una muchacha, hija de la familia patricia,
indeciblemente exquisita, vaporosa y bella. Jamás había visto el artista una
forma de mujer como aquélla; pero sí, la había visto, pintada por Rafael, en la
figura de Psiquis, en uno de los palacios de Roma. Sí, allí estaba pintada, mas
aquí aparecía animada y viva.
Con la figura de la
joven grabada en sus pensamientos y en su corazón regresó a su casa, y en su
mísera habitación moldeó una estatua de arcilla: una Psiquis. Era la rica joven
romana, la noble doncella, y por primera vez se sintió el artista satisfecho de
su obra. Para él tenía una especial significación: era «ella». Los amigos,
cuando la vieron, estallaron en gritos de admiración: allí se revelaba por fin
el talento que desde hacía tanto tiempo pregonaban. El mundo entero se
percataría ahora de él.
La arcilla es
plástica y viva, ciertamente, pero no tiene la blancura y firmeza del mármol.
En mármol iba a hacer su Psiquis. Piedra no le faltaba: en el patio tenía un
bloque ennegrecido por el tiempo, que había sido ya de sus padres, sucio y
abandonado bajo un montón de cascotes y basura. Mas por dentro era como la
nieve de las cumbres. De ella saldría Psiquis.
Un día - esto no lo
vio la clara estrella, pero nosotros lo sabemos -, un grupo de personas de la
alta sociedad romana se presentó en la estrecha y humilde calleja. El coche se
detuvo a cierta distancia, y sus ocupantes se acercaron para ver el trabajo del
joven artista, del que oyeron hablar por casualidad. ¿Quiénes eran los nobles
visitantes? ¡Pobre muchacho! O feliz muchacho, como se quiera. Era ella, la
propia joven, la que estaba en su humilde estudio; y qué expresión se reflejó
en su mirada cuando su padre dijo:
- ¡Eres
verdaderamente tú, en cuerpo y vida!
¡Ay!, no era
posible cincelar la sonrisa ni reproducir la mirada que la muchacha dirigió al
artista: una mirada que trastornaba, que daba vida... y mataba a la vez.
- Hay que llevar al
mármol esta Psiquis - dijo el opulento caballero. Y aquéllas fueron palabras de
vida para la inerte arcilla y para el pesado bloque de mármol, como lo fueron
también para el joven artista -. Cuando tengáis la obra terminada, os la
compraré - dijo el noble señor.
Fue como si en el
mísero taller empezara una nueva época. En la casa todo era vida, alegría y
actividad. El fulgurante lucero de la mañana vio cómo avanzaba el trabajo. La
propia arcilla parecía haberse animado desde el día en que «ella» entró en la
casa. Bajo los dedos del artista, los conocidos rasgos se hacían aún más
hermosos. «¡Ahora sé lo que es vivir! - pensaba el artista alborozado ¡Es amor!
Es elevación a lo sublime, entrega a la Belleza. Lo que los amigos llaman vida
y placer es caducidad, son burbujas de las heces en fermentación, no el vino puro
del altar celestial que inicia a la vida».
Trajeron el bloque
de mármol al taller; el cincel hizo saltar grandes pedazos. Después se tomaron
medidas, se trazaron puntos y signos, procedióse a la labor mecánica, hasta que
poco a poco la piedra fue transformándose en un cuerpo, en la estatua de la
Belleza, en Psiquis, hermosa y majestuosa como la imagen de Dios en la
doncella. La pesada piedra se hizo vaporosa, ligera, casi aérea: una Psiquis
con su celestial sonrisa de inocencia, tal como estaba grabada en el corazón
del joven escultor.
La estrella de la
rosada aurora lo vio, y sin duda comprendió lo que se agitaba en el joven;
comprendió el cambio de color de sus mejillas, la centelleante luz de su
mirada, mientras creaba y reproducía lo que Dios había formado.
¡Es una obra digna
de los griegos! - exclamaban sus arrobados amigos -. Pronto el mundo entero
admirará tu Psiquis.
- ¡Mi Psiquis! -
repetía él -. Mía... mía será. También yo soy un artista, como aquellos grandes
que ya murieron. Dios me ha concedido su gracia, me ha elevado entre los
grandes.
Y, postrándose de
rodillas, elevó a Dios, llorando, una plegaria de acción de gracias, y volvió a
olvidarse de Él para absorberse en ella, en su estatua en mármol, aquella
figura de Psiquis que parecía plasmada con nieve, teñida por los rayos
encendidos del sol de la mañana.
Por fin pudo ir a
verla, en su persona real, su Psiquis viva, aquella cuyas palabras sonaban como
música. Podía ya llevar al rico palacio la noticia de que la Psiquis de mármol
estaba terminada. Cruzó el patio abierto, donde el agua que proyectaban los
delfines caía rumoreante en la marmórea concha, cuajada de calas y de frescas
rosas. Penetró en el espacioso y alto vestíbulo, cuyas paredes y techo se
hallaban decorados con escudos de armas y cuadros multicolores. Criados con
lujosas libreas se pavoneaban, orgullosos como caballos de trineo con sus
cascabeles, paseando arriba y abajo del vestíbulo; algunos incluso estaban
tendidos cómoda e insolentemente en los tallados bancos de madera, como si
fuesen los dueños de la casa. Les dio su recado y fue conducido al piso
superior por la reluciente escalera de mármol, cubierta de mullidas alfombras.
A uno y otro lado se levantaban estatuas. Nuestro amigo atravesó lujosas salas,
adornadas con cuadros y brillantes pavimentos de mosaico. Toda aquella
magnificencia y suntuosidad le hacía contener la respiración; pero no tardó en
volver a sentirse aligerado. El anciano príncipe lo recibió amablemente, casi
con cordialidad, y, terminada la conversación lo invitó, antes de despedirse, a
que pasara a saludar a la joven «signora», que deseaba verlo también. Los
criados lo condujeron, a través de nuevos aposentos y salones, tan suntuosos
como los anteriores, a las habitaciones de la joven, de las cuales era ella el
máximo adorno y belleza.
Ella le habló.
Ninguna armonía, ningún canto religioso habría podido conmover su corazón tanto
como el discurso de la joven. Él le cogió la mano y se la llevó a los labios.
Ninguna rosa podía tener aquella suavidad, y, sin embargo, irradiaba fuego. Un
noble sentimiento recorrió todo su ser, y de su lengua brotaron palabras, él
mismo no sabía cuales. ¿Acaso sabe el cráter que lanza lava ardiente? Le
confesó su amor. Ella se irguió, ofendida, altiva, con expresión de escarnio y de
repugnancia, como si acabase de tocarla un sapo frío y viscoso. Enrojeciéronse
sus mejillas, sus labios palidecieron; sus ojos despedían fuego, aun siendo
negros como las tinieblas de la noche.
- ¡Insensato! -
exclamó -. ¡Fuera de aquí! -. Y le volvió la espalda. El rostro de la beldad
había adquirido una expresión comparable al de la cabeza de piedra con
serpientes por cabellos.
El artista salió a
la calle como un objeto desmoronado e inerte; como un sonámbulo llegó a su
casa, donde despertó presa de furia y dolor, y, empuñando un martillo y
blandiéndolo en el aire, se lanzó contra la hermosa estatua de mármol. Pero en
su estado no había advertido la presencia de su amigo Angelo, quien, con gesto
vigoroso, le detuvo el brazo.
- ¿Te has vuelto
loco? ¿Qué te propones?
Entablóse una
lucha. Angelo era el más fuerte, y el joven artista se desplomó jadeando en una
silla.
- ¿Qué ha ocurrido?
- preguntó Angelo -. Explícate, habla.
Pero, ¿qué podía
decir el artista? Angelo, al ver que no obtendría nada de él, no insistió.
- Te pondrás
enfermo con tus fantasías. Sé de una vez un hombre como los demás y deja de
vivir en las nubes. Acabarás chiflado. Emborráchate un poquitín y verás lo bien
que duermes. Búscate una chica guapa, que te haga de médico. Las muchachas de
la Campagna son tan hermosas como la princesa del palacio de mármol; todas son
hijas de Eva, y no se distinguirán entre sí en el paraíso. Sigue a tu Angelo, a
tu ángel, que soy yo, un ángel de la vida. Día vendrá en que serás viejo, y tu
cuerpo se desmoronará, y un bello día soleado, cuando todos rían y gocen, tú
serás como un tallo marchito que ha dejado de crecer. No creo en la otra vida
que nos prometen los curas; es una hermosa fantasía, un cuento para niños, muy
agradable para quien es capaz de imaginarlo. Pero yo no vivo de imaginaciones,
sino de realidades. ¡Vente conmigo y sé un hombre!
El joven escultor
se fue con él; no se sentía con ánimos para resistir. En su sangre ardía un
fuego extraño; algo había cambiado en su alma. Sentía la necesidad de evadirse
de la existencia antigua, de la costumbre de su propio y viejo yo; y siguió a
Angelo.
Psiquis
Continuación
En las afueras de
Roma había una hostería, entre las ruinas de unas termas antiguas, muy
frecuentada por artistas. Los grandes limones dorados colgaban entre el oscuro
y brillante follaje, cubriendo parte de los viejos y rojizos muros. La hostería
era una bóveda profunda, casi una cueva excavada en la ruina. En el interior
lucía una lámpara ante la imagen de la Madonna; un gran fuego ardía en el
hogar, que servía de cocina. Fuera, bajo los limoneros y laureles, había
algunas mesas.
Los amigos los
recibieron con regocijo y jolgorio. Se comió poco y se bebió mucho, lo cual
aumentó el júbilo. Cantaron al son de la guitarra, resonó el «saltarello» y
empezó el baile. Unas jóvenes romanas, modelos de los artistas, se mezclaron
con los bailadores, participando en el animado bullicio. Dos deliciosas
bacantes. No tenían figura de Psiquis, ni eran rosas delicadas y lozanas, sino
frescos claveles, robustos y ardientes.
¡Qué calor hacía,
incluso después de ponerse el sol! Fuego en la sangre, fuego en el aire, fuego
en las miradas. El aire fluctuaba entre oro y rosas, toda la vida era rosas y
oro.
- ¡Por fin te
decidiste! Déjate llevar por la corriente que te rodea y que hay en ti.
- Nunca me había
sentido tan sano y alegre - dijo el joven artista -. Tienes razón, todos tenéis
razón. Era un loco, un sonador. El hombre se debe a la realidad y no a la
fantasía.
Al son de cantos y
guitarras, salieron los jóvenes de la hostería al anochecer claro y estrellado,
desfilando por los callejones en compañía de los dos ardientes claveles, las
hijas de la Campagna.
En la morada de
Angelo, entre esbozos dispersos, estudios tirados y cuadros lascivos y
ardientes, resonaban las voces más apagadas pero no menos fogosas. En el suelo
se veían algunas hojas muy parecidas a las hijas de la Campagna, de belleza
robusta y ,cambiante, y, sin embargo, ellas eran mucho más hermosas. El
candelabro de seis brazos tenía las seis velas encendidas; y de su seno se
proyectaba, luminosa y flameante, la figura humana representando a una
divinidad.
- ¡Apolo! ¡Júpiter!
¡Me siento elevado a vuestro cielo y a vuestra grandeza! Me parece como si en
este momento se abriera en mi corazón la flor de la vida.
Sí, se abrió - se
dobló y se desplomó -, y un vaho repugnante y estupefaciente se arremolinó,
cegando la vista y turbando el pensamiento; extinguiéronse los fuegos
artificiales de los sentidos, y todo quedó en tinieblas.
Llegó a su casa, y,
sentándose sobre la cama, trató de concentrar sus pensamientos. Del fondo de su
pecho salió una voz que le gritaba: «¡qué asco!». Y luego: «¡Insensato!
¡Fuera!». Y exhaló un
profundo y doloroso
suspiro.
- ¡Fuera de aquí!
-. Estas palabras, las palabras de la Psiquis viviente, resonaron en su alma y
asomaron a sus labios. Oprimió la cabeza contra la almohada, extraviáronse sus
pensamientos y se quedó dormido.
Despertóse
sobresaltado al amanecer y volvió a concentrarse. ¿Qué había pasado? ¿Sería un
sueño? ¿Un sueño las palabras de la muchacha, la visita a la hostería, la noche
con los purpúreos claveles de la Campagna? No, todo era real, una realidad que
hasta entonces no conocía.
En el aire rojo
brillaba la clara estrella; uno de sus rayos cayó sobre él y sobre la Psiquis
de mármol. El joven sintió un estremecimiento al contemplar la imagen de la
inmortalidad; parecióle que sus ojos eran demasiado impuros para mirarla.
Cubrió la estatua con un lienzo, la tocó otra vez para descubrirla, pero ya no
pudo mirar su obra.
Permaneció todo el
día inmóvil, sombrío, ensimismado; no se dio, cuenta de nada de lo que se movía
en el exterior; nadie supo lo que ocurría en el alma de aquel hombre.
Transcurrieron días
y semanas; las noches se hacían interminables. La rutilante estrella lo vio una
mañana levantarse del lecho, pálido, calenturiento. Acercándose a la estatua de
mármol, le quitó la envoltura, contempló su obra con mirada dolorosa y férvida,
y luego, cediendo casi bajo la carga, arrastróla hasta el jardín. Había allí un
pozo seco y decaído, que mejor podía llamarse un hoyo; a él echó la Psiquis,
cubriéndola después con tierra y esparciendo por encima de la tumba ramillas y
ortigas. - ¡Fuera de aquí! - ésta fue la oración fúnebre de la estatua.
La estrella lo
presenció desde los espacios rosados, y su rayo tembló en dos gruesas lágrimas
que rodaron por las mejillas lívidas del joven devorado por la fiebre (enfermo
de muerte, dijeron, cuando yacía en su lecho).
El hermano Ignacio
acudió a su vera, como amigo y médico, aportándole las consoladoras palabras de
la religión. Le habló de la serenidad y la dicha de la Iglesia, del pecado de
los hombres, de la gracia y la paz de Dios.
Sus palabras
cayeron como cálidos rayos de sol sobre un suelo húmedo; igual que de éste, de
su alma se levantaban caudales de nieblas, imágenes mentales, imágenes que
tenían su realidad; y desde aquellas islas flotantes contempló la existencia
humana: errores, engaños, desilusión, eso era la vida, eso había sido para él.
El Arte era una sirena que nos arrastra a la vanidad y a las concupiscencias de
la carne. Somos falsos con nosotros mismos, con nuestros amigos, con Dios. La
serpiente habla siempre en nosotros: «¡Come y serás como Dios!».
Sólo entonces le
pareció que se comprendía a sí mismo, que acababa de descubrir el camino que
lleva a la verdad y a la paz. En la Iglesia había la luz y la claridad de Dios;
en la celda monacal, la paz necesaria al árbol humano para crecer en la
eternidad.
El hermano Ignacio
fortaleció su propósito, y el artista adoptó una resolución firme. Un hijo del
mundo pasó a ser criado de la Iglesia; el joven escultor renunció al mundo e
ingresó en el convento.
Sus hermanos de
religión lo recibieron amorosamente, y su ordenación fue una verdadera fiesta.
Parecíale que Dios se le revelaba en los rayos de sol que inundaban el templo,
reflejándose en las santas imágenes y en la reluciente cruz. Y cuando, a la
hora del crepúsculo vespertino, se encontró en su diminuta celda y, abriendo la
ventana, se asomó a contemplar la vieja Roma, con sus destruidos templos, el
Coliseo, poderoso y muerto, el aire primaveral con las acacias floridas, la
fresca siempreviva, las rosas recién abiertas, los dorados limones y naranjas y
los abanicos de las palmeras, sintió una emoción como nunca había experimentado.
La vasta y apacible Campagna se extendía ante sus ojos hasta las montañas
azules y coronadas de nieve, que parecían pintadas sobre el horizonte; todo
fusionándose, respirando paz y belleza, todo tan flotante, tan fantástico...
todo como un sueño.
Sí, un sueño es el
mundo de aquí abajo; pero el sueño dura sólo unas horas, mientras la vida del
claustro dura muchos y largos años.
Muchas de las cosas
que hacen impuro al hombre, surgen de su propia alma, tenía que confesárselo.
¿Qué llama era aquélla que a veces se encendía en él? ¿Qué poder oculto
rebullía en él, y, aunque rechazado, volvía a brotar constantemente? Castigaba
su cuerpo, pero el mal venía del interior. ¿Qué parte de su espíritu,
escurridizo como la serpiente, se enroscaba bajo el manto del amor universal y
lo consolaba diciendo: los santos rezan por nosotros, la Madre ruega por
nosotros, el mismo Jesús dio su sangre por nosotros? Era un sentimiento
infantil o la ligereza de la juventud, lo que hacía que se entregase a la
gracia y se sintiera elevado por encima de muchos? ¿Y por qué no? ¿No había
arrojado de sí la vanidad del mundo, no era hijo de la Iglesia?
Un día, al cabo de
muchos años, encontróse con Angelo, que lo reconoció al instante.
- ¡Hombre! -
exclamó éste -. ¡Con que eres tú! ¿Eres feliz ahora? Pecaste contra Dios, al
despreciar su don y renunciar a tu misión en el mundo. Lee la parábola del
dinero prestado. El Maestro que la contó dijo la verdad. ¿Qué has ganado y
hallado? ¿No te has forjado tú mismo una vida de ensueño, una religión a tu
gusto, como hacen todos? Como si todo no fuese más que un sueño, una fantasía,
bellos pensamientos y nada más.
- ¡Aléjate de mí,
Satanás! - dijo el monje, volviendo la espalda a Angelo.
- ¡Existe un
demonio, un demonio de carne y hueso! Hoy lo he visto - murmuró -. Una vez le
alargué un dedo y me cogió toda la mano. Pero, no - suspiró -, el maligno vive
en mí, y vive también en aquel hombre, pero a él no lo doblega; va con la
frente alta y disfruta de sus comodidades, mientras yo busco mi bienestar en
los consuelos de la religión. ¡Si al menos fuese un consuelo! ¿Y si todo lo de
aquí no fueran más que bellas imaginaciones, como en el mundo que abandoné?
Ilusión, como la belleza de las rojas nubes del ocaso, como el ondeante azul de
las montañas lejanas. ¡Qué distintas son de cerca! Eternidad, eres como el
océano inmenso y encalmado, que nos hace señas y nos llama y nos llena de
presentimientos; y cuando nos adentramos en él es para hundirnos, desaparecer,
morir, dejar de ser! ¡Ilusión! ¡Fuera!.
Y sin lágrimas,
absorto en sí mismo, sentóse en su duro lecho y luego se postró de rodillas.
¿Ante quién? ¿Ante la cruz de piedra de la pared? No; la costumbre hacía que el
cuerpo tomara aquella postura.
Cuanto más
penetraba en las honduras de su alma, más tenebrosa le parecía ésta. - ¡Nada
dentro, nada fuera! Una vida desperdiciada y vacía -. Y este pensamiento
creció, como una bola de nieve, hasta anonadarle.
- No puedo
confiarme a nadie, a nadie puedo hablar de este gusano interior que me corroe.
Mi secreto es mi prisionero; si lo dejo escapar, yo seré el suyo.
Y la fuerza divina
que había en él sufría y luchaba.
- ¡Señor, Dios mío!
- gritaba en su desesperación -. Apiádate de mí, dame la fe. Arrojé de mí el
don de tu gracia, dejé incumplida mi misión. Me faltaron las fuerzas. ¿Por qué
no me las diste? La inmortalidad, la Psiquis que había en mi pecho... ¡fuera de
aquí! Sea sepultada como aquella otra Psiquis, el mejor rayo de mi vida. Nunca
saldrá de su tumba.
La estrella
brillaba en el aire rosado, la estrella que con toda certidumbre se extinguirá
y consumirá mientras las almas vivirán y brillarán. Su rayo tembloroso se posó
sobre la blanca pared, pero ningún signo dejó en ella de la grandeza de Dios,
de la gracia, del amor universal que resuena en el pecho del creyente.
- La Psiquis que
mora aquí dentro ¡nunca morirá! ¿Vivirá en la conciencia? ¿Puede suceder lo
incomprensible? ¡Sí, sí! Incomprensible es mi yo. Incomprensible Tú, Señor.
Todo tu universo es incomprensible; una obra milagrosa de poder, magnificencia,
amor.
Sus ojos se
iluminaron y se tornaron vidriosos. El son de las campanas del templo fue el
último que percibieron sus oídos. Murió, y depositaron su cuerpo en tierra, en
tierra traída de Jerusalén y mezclada con polvo de reliquias.
Años después exhumaron
el esqueleto, igual que hicieran con los monjes muertos antes que él. Lo
vistieron con un hábito de color pardo, le pusieron un rosario en la mano y lo
depositaron en un nicho que contenía otros huesos humanos, tal y como fue
encontrado en la cripta del convento. Al exterior brillaba el sol, el interior
olía a incienso; se rezaron misas.
Pasaron más años.
Los huesos se
desprendieron y cayeron confundidos. Las calaveras fueron recogidas, y con
ellas se revistió toda una pared exterior de la iglesia; entre ellos estaba
también el suyo, al sol abrasador - ¡eran tantos y tantos muertos cuyos nombres
nadie conocía! -. Ni tampoco el suyo. Y he aquí que, bajo la luz del sol, algo
de vivo se movió en las cuencas de los ojos. ¿Qué podía ser? Un lagarto de vivos
colores saltó al cráneo hueco y se deslizó rápidamente por las grandes órbitas.
Era la vida de aquella cabeza que en otros tiempos albergara altos
pensamientos, luminosos sueños, el amor del Arte y de la grandeza; de aquellos
ojos habían fluido ardientes lágrimas, y en ellos se había reflejado la
esperanza en la eternidad. El lagarto pegó un salto y desapareció; el cráneo se
desmenuzó, se hizo polvo en el polvo.
Han pasado siglos.
La clara estrella seguía brillando como siempre, como lo hará por espacio de
milenios y milenios; el aire tenía un tinte carmesí, fresco como rosas y
ardiente como sangre.
Donde antaño había
un callejón con los restos de un antiguo templo, había ahora un convento de
monjas. En su jardín excavaron una sepultura, destinada a una joven religiosa
fallecida, que iba a ser enterrada aquella mañana. La pala chocó contra una
piedra de un blanco deslumbrante; apareció el mármol, el cual adquirió la forma
de un hombro, que fue saliendo a la luz poco a poco. Con gran cuidado manejaban
el azadón. Mirad... una cabeza de mujer... alas de mariposa... y de la fosa
destinada a sepultura de la monja extrajeron, a los rayos rosados de la mañana,
una maravillosa estatua de Psiquis, cincelada en mármol blanco.
- ¡Qué hermosa, qué
perfecta! Una verdadera obra maestra de la mejor época - dijo la gente. ¿Quién
pudo ser su autor? Nadie lo sabía, nadie lo conocía, excepto la clara estrella
que lleva milenios brillando. Sólo ella conoció el curso de su vida terrena, su
prueba, sus flaquezas; supo que había sido «sólo un hombre». Pero estaba
muerto, había pasado, como es ley y condición de todo polvo. Mas el fruto de u
mayor afán, lo más sublime que la divinidad puso en él, la Psiquis que jamás
morirá, que perpetuará su gloria póstuma, su reflejo acá en la Tierra, ése
quedó y fue reconocido, admirado y amado.
La rutilante
estrella matutina, desde el rosado horizonte envió su rayo purísimo a la
Psiquis y a los labios y los ojos de cuantos la contemplaban arrobados y veían
el alma tallada en el bloque de mármol.
Lo terreno se
consume y es olvidado; sólo la estrella de la inmensidad guarda recuerdo de
ello. Lo que es celestial, irradia incluso en la gloria póstuma, y cuando ésta
se apaga, Psiquis continúa viviendo.
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