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lunes, 6 de mayo de 2013

Hans Cristian Andersen - Cuentos - XVII


Hans Cristian Andersen
Cuentos  XVII





Vänö y Glänö

Había en otros tiempos, junto a la costa de Seeland, frente a Holsteinborg, dos islas cubiertas de bosque: Vänö y Glänö; tenían un pueblo con iglesia y diversas granjas, todas cerca de la orilla y a muy poca distancia unas de otras. Hoy sólo hay una isla.
Una noche estalló una espantosa tempestad. El mar subió como no recordaba nadie. La borrasca adquiría violencia por momentos; parecía el Juicio Final, con un estruendo como si fuera a estallar la Tierra. Las campanas de la iglesia se pusieron a tocar sin que las impulsase mano humana.
En el curso de aquella noche desapareció Vänö, tragada por el mar, sin dejar huellas. Más tarde, empero, en alguna noche de verano, a la hora de la bajamar y cuando las aguas estaban encalmadas, los pescadores que habían salido a la pesca de la anguila con antorchas, veían en el fondo, si tenían buenos ojos, la Isla de Vänö, con su blanco campanario y el alto muro de la iglesia. - Vänö aguarda a Glänö - dice la leyenda. Veían la isla, oían tañer las campanas allá en el fondo del agua, pero sin duda se equivocaban; seguramente eran los gritos de los numerosos cisnes salvajes, que con frecuencia se posan en la superficie del mar en aquellos lugares; graznan y se quejan, y sus gritos suenan a lo lejos como doblar de campanas.
Era un tiempo en que muchos ancianos de Glänö se acordaban aún de aquella noche borrascosa, y también de que siendo niños habían pasado en carro, a la hora de la bajamar, de una a otra isla, del mismo modo que hoy se va de la costa de Seeland, cerca de Holsteinborg, a la Isla de Glänö; el agua llega sólo al eje de las ruedas. - Vänö aguarda a Glänö - decíase, y el dicho se convirtió en certidumbre.
Muchos niños y niñas yacían en cama desvelados en las noches tempestuosas, pensando: esta noche Vänö vendrá a buscar a Glänö. Temerosos, rezaban su padrenuestro, y al cabo se dormían y tenían dulces sueños; y a la mañana, Glänö seguía aún en su lugar, con sus bosques y campos de mieses, sus acogedoras granjas y sus huertos de lúpulo; cantaba el pájaro y saltaba el gamo; el topo no olía a agua de mar, lo cual quiere decir que tenía sitio sobrado para excavar sus galerías.
Y, sin embargo, los días de Glänö están contados. Imposible es decir cuántos son, pero contados lo están. Cualquier mañana, la isla habrá desaparecido.
Tal vez aún ayer estuviste en la orilla del mar y viste los cisnes salvajes flotando en el agua, entre Seeland y Glänö; una barca con las velas desplegadas pasaba rauda frente al bosque espeso; tú cruzaste el vado somero, pues otro camino no hay; los caballos chapoteaban en el agua, salpicando las ruedas del coche.
Te marchaste de allí; tal vez te fuiste a correr mundo y no regresarás hasta dentro de unos años. Entonces verás que el bosque rodea una gran pradera verde, donde el heno perfuma el aire frente a unas primorosas casas de campo. ¿Dónde estás? Holsteinborg sigue luciendo su dorado campanario puntiagudo, pero no ya junto al fiordo, sino más adentro; cruzas el bosque y unos campos para llegar a la orilla... ¿Dónde está Glänö? No ves ante ti ninguna isla selvática, sino el mar libre. ¿Acaso Vänö se llevó a Glänö, después de esperarla tanto tiempo? ¿En qué noche tempestuosa sucedió, cuándo tembló la tierra, y el viejo Holsteinsborg fue transportado tierra adentro tantos miles de pasos de ave?
Pues no; no hubo tal noche tempestuosa; la cosa ocurrió en pleno día de luz y de sol. La humana inteligencia domó el mar, la humana inteligencia hizo desaparecer el agua como por encanto, uniendo Glänö al Continente. El fiordo quedó transformado en un prado de hierba exuberante; Glänö ha quedado soldado a Seeland. La vieja granja está donde siempre. No fue Vänö la que se llevó a Glänö; fue Seeland la que, con los largos brazos que son los diques, sujetó la isla, y con la boca de las bombas achicó el agua y pronunció las palabras mágicas, las palabras del noviazgo, recibiendo en dote muchas toneladas de tierra. Es la verdad, puedes verlo confirmado oficialmente. Y lo ves con tus propios ojos: la Isla de Glänö ha desaparecido.




La más feliz

- ¡Qué rosas tan bellas! - dijo el Sol -. Y todas las yemas se abrirán, y serán tan hermosas como ellas. ¡Son hijas mías! Yo les he dado el beso de la vida.
- Son hijas mías - dijo a su vez el rocío -. Les he dado a beber mis lágrimas.
-Pues yo diría que su madre soy yo - exclamó el rosal -. Vosotros no sois sino los padrinos, que les ofrecisteis un regalo según vuestras posibilidades y vuestra buena voluntad.
- ¡Rosas, hermosas hijas mías! - dijeron los tres, y les deseaban a todas la mayor felicidad de que puede gozar una rosa. Sin embargo, una sola podía ser la más feliz; y otra debía ser la menos feliz de todas. Era inevitable. Pero, ¿cuál sería?
- Yo lo averiguaré - dijo el viento -. Voy volando hasta muy lejos y en todas direcciones, me meto en las rendijas más estrechas, sé lo que pasa en todas partes.
Todas las rosas abiertas oyeron la conversación, y los capullos henchidos, también.
En esto se presentó en el jardín una madre amorosa vestida de luto, con semblante triste, y cogió una rosa a medio abrir, fresca y lozana; la que le pareció más hermosa. Llevósela a su solitaria habitación, donde pocos días antes había estado brincando su hijita, enamorada de la vida, y que ahora yacía en el negro ataúd, dormida estatua de mármol. La madre besó a la muerta, y besando luego la rosa semiabierta, la depositó sobre el pecho de la muchacha, como esperando que su frescor y el beso de una madre pudieran hacer palpitar nuevamente el corazón.
Pareció como si la rosa se hinchara; cada uno de sus pétalos temblaba de gozo:
- ¡Qué destino de amor me ha sido concedido! He llegado a ser como una criatura humana, recibo el beso de una madre escucho palabras de bendición y me voy al reino desconocido, soñando junto al pecho de la muerta. Indudablemente he sido la más feliz de todas las hermanas.
Apareció luego en el jardín la vieja escardadera. Contempló a su vez la magnificencia del rosal y sus ojos se clavaron en la rosa mas grande, abierta del todo. «Otra gota de rocío y otro día ardoroso, y sus hojas caerán», pensó la mujer. La flor había dado ya el beneficio de su belleza, y debía dar ahora el de su utilidad. La cortó y guardó en un periódico; la pondría en casa junto a otras rosas marchitas, y, mezclándolas con esas otras pequeñas flores azules llamadas espliegos, las embalsamaría con sal. Hay que observar que sólo se embalsama a las rosas y a los reyes.
- ¡Qué honor el mío! - dijo la rosa al sentirse cogida por la escardadera -. Van a embalsamarme. Yo seré la más feliz.
Presentáronse luego en el jardín dos jóvenes; uno de ellos era poeta, el otro pintor, y cada uno de ellos cogió una rosa bellísima.
El pintor trasladó al lienzo una imagen de la flor abierta, con tal fidelidad que parecía su reflejo.
- De este modo - dijo el artista - viviré muchas generaciones, mientras millones y millones de su especie se marchitarán y morirán.
- Yo habré sido la más favorecida - dijo la rosa -; la suerte mejor habrá sido para mí.
El poeta contempló la flor que había cogido y compuso sobre ella un poema, en el que se expresaban todos los misterios que había leído en sus pétalos. Púsole por título «Libro de estampas del Amor» y pasó a la inmortalidad.
- ¡Me han hecho inmortal! - exclamó la rosa -. ¡Yo soy la más feliz de todas!
Entre la magnificencia del rosal florido había una rosa que quedaba casi oculta bajo las restantes. Casualmente, y por suerte tal vez para ella, tenía un defecto: estaba torcida en su tallo, y las hojas de un lado no eran simétricas a las del opuesto. Del centro de la flor salía una hojita verde deformada. Son esas miserias de las que no se libran ni las rosas.
- ¡Pobrecilla! - dijo el viento besándola en la mejilla. La rosa creyó que era un saludo, un homenaje; tuvo la impresión de ser distinta de las demás rosas, y parecióle una distinción la circunstancia de tener en el centro aquella hoja verde. Llegó volando una mariposa y besó sus pétalos; era un pretendiente, y ella lo dejó marchar. Vino después un saltamontes muy grandote, que se posó sobre otra rosa, se puso a frotarse la falsa pata, lo cual, en los saltamontes, es señal de amor. La flor en que se había posado no lo comprendió, pero la rosa deformada sí se dio cuenta de que el insecto miraba con ojos que decían: «Te comería de puro amor». ¿Y qué mayor signo de amor que el quererse comer al ser amado? Pero la rosa no quiso entregarse al saltamontes. El ruiseñor cantó en medio de la noche estrellada.
- Estoy segura de que lo hace para mí - dijo la rosa del defecto, o de la distinción -. Por qué me han distinguido así por encima de todas mis hermanas? ¿Por qué me dieron esta cualidad, que hace de mí la más feliz?
A continuación entraron en el jardín dos fumadores. Hablaban de rosas y de tabaco. Decíase que las rosas no soportaban el humo del tabaco, y que a su contacto la flor perdía su color y se volvía verde. Querían efectuar el experimento, pero les dolió echar a perder una de aquellas rosas tan bellas, y cortaron la defectuosa.
- ¡Una nueva distinción! - exclamó ésta -. ¡Qué ventura la mía! Soy la más feliz de todas.
Y se puso verde, de orgullo y del humo del tabaco.
Una rosa, semicapullo todavía, acaso la más bella del rosal, obtuvo el puesto de honor en un artístico ramillete que reunió el jardinero y que, llevado al señorito de la casa, salió con él en coche. La rosa brillaba como una perla entre otras flores, rodeadas de verdor. La llevaron a la esplendoroso fiesta, a la que asistían elegantes caballeros y damas, a la luz de mil lámparas. Sonó la música; sucedía aquello en el océano de luz del teatro, y cuando la joven y celebrada bailarina apareció, vaporosa, en escena, saludada por el general entusiasmo, los ramos volaron a sus pies como lluvia de flores. Entre ellos cayó el ramillete, en cuyo centro brillaba como piedra preciosa la bella rosa de nuestro jardín. Sintió la flor su inmensa e indecible felicidad, la gloria y el esplendor que la rodeaban, y al tocar el suelo lanzóse también a bailar, a saltar por las tablas, pues al caer se había quebrado su tallo. No fue a parar a manos de la agasajada, sino que rodó detrás del bastidor, donde la recogió un tramoyista. Vio éste que era bellísima y fragante, pero que carecía de tallo; se la metió en el bolsillo, y al llegar a su casa por la noche, púsola en una copita con agua. A la mañana siguiente la colocaron delante de la abuela, que, vieja e inválida, ocupaba el sillón. La mujer estuvo contemplando la magnífica rosa rota y recreándose en su aspecto y su perfume.
- No fuiste a parar a la mesa de la rica y linda señorita, sino a la de esta pobre vieja; pero aquí eres como un pomo de rosas. ¡Qué hermosa eres! -. Y miraba la flor con alegría infantil, pensando seguramente en su lejana juventud perdida.
- Entré por un agujero que tenía el cristal - dijo el viento ­ y vi los brillantes ojos juveniles de la anciana y la bella rosa quebrada en la copita. ¡La más feliz de todas! Lo sé. Puedo afirmarlo.
Cada una de las rosas del rosal de aquel jardín tenía su historia. Cada una creía ser la más feliz, y la fe da la ventura. La última de las flores estaba persuadida de ser la más dichosa de todas.
- He sobrevivido a las demás. Soy la última, la única, la hija predilecta de nuestra madre.
- Y yo soy su madre - dijo el rosal.
- ¡Yo lo soy! - replicó el sol.
- ¡Y yo! - afirmaron el viento y el tiempo.
-Todos tenemos nuestra parte - dijo el viento -. Y cada uno de nosotros participará de su belleza -. Y el viento esparció las hojas sobre la planta, donde yacían las gotas del rocío y brillaba el sol. - También yo he tenido mi parte - añadió el viento -. Yo he visto la historia de todas las rosas, y la contaré por todo el vasto mundo. Luego me dirás cuál de ellas fue la más feliz, esto debes decirlo tú; yo he hablado ya bastante.




La dríade

Estamos de camino hacia París, para ver la Exposición. Ya llegamos. ¡Vaya viaje! Fue volar sin arte de magia. Nos impulsó el vapor, lo mismo por mar que por tierra.
Sí, nos ha tocado vivir en la época de los cuentos de hadas.
Nos hallamos en el corazón de París, en un gran hotel. Flores adornan las paredes de la escalera, mullidas alfombras cubren los peldaños.
Nuestra habitación es cómoda. Por el balcón abierto se domina la perspectiva de una gran plaza. Allí está la primavera, ha llegado a París al mismo tiempo que nosotros. La vemos en figura de un joven y majestuoso castaño, con delicadas hojas recién brotadas. ¡Qué bello está, con sus galas primaverales, eclipsando todos los demás árboles de la plaza!. Uno de ellos ha sido borrado del número de los vivos; yace tendido en el suelo, arrancado de raíz. En su lugar será trasplantado y prosperará el joven castaño.
Éste se encuentra todavía en el pesado carro que, de madrugada, lo transportó desde el campo, a varias millas de París. Durante varios años había crecido al lado de un fornido roble, a cuya sombra solía sentarse el anciano y venerable párroco para contar sus cuentos a los niños. El castaño escuchaba también: la dríade que moraba en él era aún una niña. Acordábase todavía del tiempo en que el diminuto árbol sobresalía apenas de las hierbas y los helechos. Éstos habían alcanzado ya el límite de su desarrollo, mas no el árbol, que seguía creciendo año tras año, gozando del aire y del sol, bebiendo el rocío y la lluvia, sacudido y agitado por los fuertes vientos. Todo esto forma parte de la educación.
La dríade gozaba de su existencia, del sol y del gorjear de los pájaros. Pero lo que más le gustaba era la voz humana; comprendía su lenguaje, lo mismo que el de los animales.
La visitaban mariposas, libélulas y moscas, en una palabra, todos los insectos voladores. Le contaban cosas del pueblo, de los viñedos y el bosque, del viejo palacio y del parque, con sus canales y el estanque, en el fondo de cuyas aguas moraban también seres vivos que, a su manera, volaban de un punto a otro por debajo de la superficie; seres pensantes y muy ilustrados, y que siempre estaban callados, de puro inteligentes.
Y la golondrina que se había zambullido en el agua explicaba cosas de los lindos peces dorados, los gordos sargos, las voluminosas tencas y las viejas y musgosas carpas. La golondrina lo describía con mucha gracia, pero añadía que uno tenía que verlo con los propios ojos, para hacerse cargo. Mas ¿cómo podía esperar la dríade ver jamás aquellas maravillas? Tenía que contentarse con contemplar la hermosa campiña y observar el ajetreo de los seres humanos.
Todo era bello y espléndido, pero especialmente cuando el viejo sacerdote contaba cosas de Francia, de las hazañas de sus hijos e hijas, cuyos nombres son pronunciados con admiración en todos los tiempos.
Entonces supo la dríade los hechos de la pastora Juana de Arco, de Carlota Corday, y conoció tiempos antiquísimos, y los de Enrique IV y de Napoleón I, llegando hasta los actuales. Oyó hablar de grandes genios y talentos; oyó nombres cuyo eco resuena en el corazón del pueblo: Francia es un gran país, el suelo nutricio del genio, con el cráter de la libertad.
Los niños de la aldea escuchaban con unción, y la dríade también; era un escolar como ellos. En las formas cambiantes de las nubes que desfilaban por el cielo veía, una por una, todas las escenas que describía el párroco.
El cielo con sus nubes era su libro de estampas.
Se sentía feliz con su hermosa Francia, y, sin embargo, tenía la impresión de que el ave, como todos los animales voladores, era más favorecida que ella. Hasta la mosca podía darse una vueltecita por el mundo, volar lejos, mucho más lejos de lo que alcanzaba a ver la dríade.
Francia era grande y magnífica, pero ella veía sólo un pedacito insignificante. El país se extendía indefinidamente con sus viñedos, sus bosques y sus populosas ciudades, entre las cuales era París la más grandiosa y soberbia. Las aves podían volar hasta París, pero a ella le estaba vedado.
Entre los niños de la aldea había una chiquilla muy pobre y vestida de andrajos, pero de agradable aspecto. Cantaba y reía sin parar y llevaba siempre flores rojas en el negro cabello.
- ¡No vayas a París! - le decía el viejo señor cura -. Allí te perderías, pobrecilla.
Pero ella se fue a París.
La dríade pensaba a menudo en aquella niña. Las dos habían sentido el mismo embrujo de la gran ciudad.
Desfilaron la primavera, el verano, el otoño y el invierno; transcurrieron varios años.
El árbol de la dríade dio sus primeras flores, los pájaros gorjearon a su alrededor, bajo el tibio sol. Por el camino viose venir un lujoso coche ocupado por una distinguida señora, que con su mano guiaba los ágiles caballos, mientras un pequeño jockey, muy peripuesto, iba sentado en la parte posterior. La dríade la reconoció, y la reconoció también el anciano sacerdote, quien, sacudiendo la cabeza, dijo, afligido:
- ¡Fuiste a buscar tu perdición, pobre María!
«¿Pobre? - pensó la dríade -. ¡Qué ha de ser! ¡Si va vestida como una duquesa! ¡Cómo ha cambiado, en la ciudad de los hechizos! ¡Ay, si yo pudiese estar allí, entre tanta magnificencia! Su esplendor llega por la noche hasta las nubes; basta mirar al cielo para saber dónde está la ciudad».
Noche tras noche, miraba la dríade en aquella dirección. Veía la luminosa niebla en el horizonte; en las claras noches de luna echaba de menos las nubes viajeras que le ofrecían imágenes de la ciudad y de la Historia.
De igual forma que el niño hojea su libro de estampas, así la dríade consultaba las nubes.
El cielo de verano, sereno y sin nubes, era para ella una hoja en blanco; y ya llevaba varios días sin haber visto más que páginas vacías.
Era la calurosa estación veraniega, con días ardorosos, sin un hálito de brisa. Cada hoja, cada flor, vivía como aletargada, y los hombres también.
En esto se levantaron nubes en el punto donde la neblina luminosa anunciaba la presencia de París.
Las nubes se amontonaron, formaron como una cadena montañosa y se extendieron por toda la región, hasta donde alcanzaba la vista de la dríade.
Semejantes a enormes peñascos negruzcos, los nubarrones se acumulaban en las alturas, capa sobre capa. Empezaron a rasgarlas los relámpagos. «También ellos son servidores de Dios», había dicho el anciano sacerdote. Y de pronto brilló un rayo deslumbrante, vivísimo como el mismo sol, capaz de volar las rocas, y que al caer hirió el venerable roble, hendiéndolo hasta la raíz. Partióse la copa, partióse el tronco, que se desplomó en dos pedazos, como si extendiera los brazos para recibir al mensajero de la luz.
No hay cañones que, al nacer un príncipe real, puedan resonar con un fragor comparable al del trueno que acompañó la muerte del viejo roble. La lluvia caía a torrentes, empezó a soplar un viento fresco, y en un momento se calmó la tormenta; el aire quedó limpio y sereno, como en una tarde de domingo. Los aldeanos se congregaron en torno al roble abatido; el señor cura pronunció sentidas palabras de recuerdo, y un pintor dibujó el árbol para que quedase de él un testimonio duradero.
- Todo se va - dijo la dríade -, se va como la nube, para no volver jamás.
Tampoco volvió el anciano sacerdote. El tejado de su escuela se había hundido, y desaparecido la tarima desde la que él daba sus lecciones. Los niños no volvieron, pero vino el otoño, y el invierno, y luego también la primavera. Al cambiar la estación, la dríade dirigió la mirada hacia el punto del horizonte donde, todas las tardes y noches, París brillaba como una niebla luminosa. De allí salía locomotora tras locomotora. Los trenes se sucedían ininterrumpidamente, silbando, rugiendo, a todas las horas del día. Llegaban trenes al anochecer, a medianoche, por la mañana y en pleno día, y en cada uno de ellos viajaban hombres de todos los países del mundo. Una nueva maravilla los llamaba a París.
¿En qué consistía tal maravilla?
- Una prodigiosa floración del Arte y de la Industria - decían ­ ha brotado en la desierta arena del Campo de Marte. Un girasol gigantesco, en cuyas hojas puede aprenderse Geografía y Estadística, hasta llegar a ser docto como un decano, elevarse a las alturas del Arte y la Poesía, y reconocerse en ellas la grandeza y el poderío de los países.
- Una flor de leyenda - decían otros -, una flor de loto multicolor que despliega sus verdes hojas sobre la arena, a modo de alfombra de terciopelo; la temprana primavera la ha hecho germinar, el verano la verá en todo su esplendor, las tormentas de otoño se la llevarán y no dejarán de ella hojas ni raíces.
Frente a la Escuela Militar se extiende, en tiempo de paz, la arena de la guerra, un campo sin hierba ni planta alguna, un trozo de estepa arenosa arrancada al desierto de África, donde el espejismo exhibe sus fantásticos castillos aéreos y jardines colgantes. Pero en el Campo de Marte se alzaban éstos aún más hermosos y maravillosos, pues la humana inteligencia ha sabido trocar en realidad las mentidas imágenes atmosféricas.
Se ha construido el palacio del Aladino de la Era moderna - decíase -. Día tras día, hora tras hora, va desplegándose en toda su milagrosa magnificencia. Mármoles y colores realzan sus espaciosos salones. El «maestro sin sangre» mueve aquí sus miembros de hierro y acero en la gran sala circular de las máquinas. Verdaderas obras de arte, hechas en metal, en piedra, en fibras textiles, pregonan la vida del espíritu que anima todos los países del mundo. Salas de pinturas, el esplendor de las flores, todo cuanto el talento y la habilidad pueden crear en el taller del artesano, aparece aquí expuesto. Hasta los monumentos de la Antigüedad sacados de los viejos palacios y de las turberas se han dado cita en París.
El grandioso conjunto, abrumador en su riqueza, debe descomponerse en pequeños fragmentos, reducirse a un juguete, para que pueda ser abrazado y captado en su integridad.
Como una gran mesa navideña, el Campo de Marte albergaba un mágico palacio de la Industria y del Arte, y en torno a él se exponían envíos de todos los países; cada nación encontraba allí un recuerdo de la patria.
Aparecía aquí el palacio real de Egipto, y más allá la caravanera de las tierras desérticas. El beduino había abandonado su soleado país y paseaba por París montado en su camello. Las cuadras rusas cobijaban los fogosos y soberbios caballos de las estepas. La casita de campo danesa, con el techo de paja y la bandera de Danebrog, alzábase junto a la casa de madera de Gustavo Wasa de Dalarne, con sus primorosas tallas. Chozas americanas, «cottages» ingleses, pabellones franceses, quioscos, iglesias y teatros estaban dispuestos en derredor con arte y gracia exquisitos, y entre ellos había frescos céspedes, claras aguas fluyentes, floridos setos, árboles raros, invernaderos en cuyo interior creía uno hallarse en plena selva tropical; grandes rosaledas traídas de Damasco florecían bajo un tejado. ¡Qué riqueza de colores y perfumes!
Grutas artificiales con columnas estalactiticas encerraban aguas dulces y salobres, ofreciendo una vista panorámica del reino de los peces; estaba uno como en el fondo del mar, entre peces y pólipos.
- Todo eso - decían - contiene y exhibe el Campo de Marte, y en torno a la inmensa mesa del banquete, opíparamente servida, se mueve el enorme gentío como laborioso hormiguero, a pie o en diminutos carruajes, pues no todas las piernas resisten la agotadora peregrinación.
Acude la gente desde las primeras horas de la mañana hasta la noche cerrada. Un vapor tras otro, abarrotados de público, bajan por el Sena, el número de vehículos aumenta por momentos, los tranvías y ómnibus van hasta los topes. Todas esas riadas de gente confluyen hacia un mismo punto: la exposición de París. Las entradas del recinto están adornadas con banderas de Francia: alrededor del bazar de los países ondean los colores de todas las naciones; de la sala de maquinaria llega un fuerte zumbido, los campanarios envían las melodías de los carillones, el órgano suena en los templos, y a sus notas se mezclan, gangosos y enronquecidos, los cantos de los cafés orientales. Diríase un imperio babilónico, una lengua cosmopolita, una maravilla del Universo.




La dríade

Continuación

Así era, en efecto, decían las noticias que llegaban de allí. ¿Quién no las oía? La dríade sabía todo lo que acabamos de contar acerca del nuevo milagro de la ciudad de las ciudades.
- ¡Volad, aves! ¡Volad a verlo y volved a contármelo! - suplicaba la dríade.
Su deseo se convirtió en un anhelo ardiente, y he aquí que en la noche clara y silenciosa, a la luz de la luna, la dríade vio cómo del luminoso astro de la noche salía una chispa, que descendió como una estrella fugaz y se detuvo delante del árbol, cuyas ramas se estremecieron como al embate de una brusca ventolera. Apareció entonces una figura imponente y luminosa, y habló con voz suave y recia a la vez, como las trompetas que el día del Juicio Final nos llamarán a escuchar nuestra sentencia.
- Irás a la ciudad hechizada, echarás raíces en ella, gozarás de su vida bulliciosa, de su aire y de su sol. Pero tu vida se acortará, la serie de años que aquí en el campo te estaban destinados, se reducirá a una pequeña fracción. ¡Pobre dríade! ¡Ésta será tu perdición! Vivirás con el alma en un hilo, tus deseos se volverán tempestuosos. El árbol será para ti una cárcel, abandonarás tu envoltura, renunciarás a tu naturaleza, te escaparás para mezclarte con los humanos. Entonces tu vida se reducirá a la mitad de la de una efímera, pues vivirás una sola noche. Tu luz vital se extinguirá, las hojas del árbol se marchitarán y morirán, perdido el verdor para siempre.
Así dijo y la luminosa aparición se esfumó, pero no el anhelo de la dríade, que quedó temblando de expectación, dominada por la fiebre de tantas emociones. «¡Iré a la ciudad de las ciudades! - exclamó -. La vida empieza, crece como la nube, nadie sabe adónde va».
Al amanecer, cuando palideció la luna, y las nubes se tiñeron de grana, sonó la hora de la realización y se cumplieron las palabras de la promesa.
Presentáronse unos hombres provistos de palas y palancas. Cavaron hasta muy hondo, en torno a las raíces del árbol; adelantóse un carro tirado por caballos, levantaron el árbol con sus raíces y la tierra que las sujetaba y, después de envolverlas con esteras de juncos a modo de caliente saco de viaje, lo cargaron en el vehículo. Lo ataron sólidamente y emprendieron el viaje a París, la noble capital de Francia, la ciudad de las ciudades, donde el árbol debía crecer y medrar.
Las ramas y las hojas del castaño temblaron al ponerse el carro en movimiento; la dríade tembló a su vez de ardiente impaciencia.
- ¡Adelante, adelante! - decía a cada latido ¡Adelante! ¡adelante! - sonaba en palabras aladas y vibrantes -. La dríade ni se acordó de decir adiós a la tierra natal, a las ondeantes hierbas y a las candorosas margaritas que la habían mirado desde el nivel del suelo como a una gran dama del jardín de Nuestro Señor, como a una princesita que jugaba a pastora en el campo.
El castaño yacía en el carro, saludando con las ramas. Si quería decir «adiós» o «adelante», la dríade lo ignoraba; soñaba tan sólo en las maravillosas novedades, tan conocidas sin embargo, que iban a desplegarse ante ella. Ningún corazón infantil, inocente y alegre, ninguna sangre ansiosa de placeres había emprendido el viaje a Paris con tal exaltación.
Su «¡adiós!» fue un «¡adelante, adelante!».
Giraban las ruedas. La lejanía se aproximaba y pasaba, cambiaba el paisaje como las nubes; aparecían nuevos viñedos, bosques, pueblos, torres y jardines; se acercaban, desaparecían. El castaño seguía avanzando, y la dríade con él. Sucedíanse las estruendosas locomotoras y se cruzaban, enviando al aire nubes de humo que hablaban de París, de dónde venían y adónde se dirigía la dríade.
En derredor todos sabían o adivinaban su punto de destino; cada árbol del camino parecía extender hacia ella sus ramas, rogándole: «¡Llévame contigo, llévame contigo!». En cada uno moraba también una dríade anhelante.
¡Qué cambio! ¡Qué viaje! Parecía como si del suelo brotaran las casas, cada vez más numerosas y más espesas. Levantábanse las chimeneas como tiestos de flores, superpuestas o alineadas en los tejados; grandes letreros con letras gigantescas y figuras multicolores, que cubrían las paredes desde el zócalo a la cornisa, destacaban brillantes y luminosas.
- ¿Dónde empieza París? ¿Cuándo llegaré? - preguntábase la dríade. El hormiguero humano aumentaba, crecían el ruido y el ajetreo, sucedíanse los carruajes, peatones seguían a jinetes, y en torno se alineaban las tiendas y todo era música, canto, griterío y discursos.
La dríade, en el interior de su árbol, se encontraba en el centro de París.
El grande y pesado carro se detuvo en una plaza plantada de otros árboles y rodeada de altas casas que tenían balcones en vez de ventanas. La gente miraba desde ellos al joven castaño verde que acababa de llegar y que iba a ser plantado en el lugar del árbol muerto y arrancado, yacente en el suelo. Los transeúntes se paraban en la plaza a mirar con gozosa sonrisa el hermoso presagio de la primavera. Los árboles de más edad, cubiertos aún de yemas, saludaban con el murmullo de sus ramas: «¡Bienvenido, bienvenido!». Y el surtidor proyectaba al aire sus chorros de agua, que, al caer en la ancha pila, enviaban sus gotas al árbol recién venido, como para saludar su llegada invitándolo a un refresco.
La dríade sintió que descargaban su árbol del carro y lo colocaban en el hoyo que le tenían destinado. Las raíces fueron recubiertas con tierra, y encima plantaron fresco césped. Junto con el árbol fueron plantadas también matas y flores en macetas, quedando un jardincito en el centro de la plaza. El árbol muerto, víctima de las emanaciones del gas, de los vapores y del asfixiante aire ciudadano, fue cargado en el carro y retirado. Los transeúntes miraban, niños y viejos se sentaban en el banco, entre el verdor, alzando la vista para contemplar las hojas del árbol. Y nosotros, que relatamos la historia, veíamos desde un balcón aquel joven emisario de la primavera, venido de los puros aires campestres, y repetíamos las palabras del anciano sacerdote. «¡Pobre dríade!».
- ¡Qué feliz soy, qué feliz! - exclamaba ésta, jubilosa -. Pero no logro comprender ni expresar lo que siento. Todo es como me lo había imaginado, y al mismo tiempo muy distinto.
Las casas estaban allí, tan altas, tan cercanas. El sol brillaba solamente en una de las paredes, la cual se hallaba cubierta de rótulos y carteles, ante los que la gente se detenía, apretujándose. Circulaban carruajes, pesados y ligeros. Los ómnibus, esas abarrotadas casas ambulantes, corrían a gran velocidad. Entre ellos se deslizaban jinetes, y lo mismo trataban de hacer los carros y coches. La dríade se preguntó si acaso aquellas altísimas casas tan apiñadas no se esfumarían pronto como las nubes del cielo, cambiando de forma, apartándose para dejarle ver mejor la ciudad de París. ¿Dónde estaba Notre Dame, la columna Vendóme y aquella maravilla que había atraído y seguía atrayendo a tantos extranjeros?
Pero las casas no se movían de su sitio.
Había aún luz de día cuando encendieron los faroles; los mecheros de gas enviaban su resplandor desde el interior de los comercios, alumbrando hasta las ramas de los árboles; parecía el sol de verano. En lo alto fueron asomando las estrellas, las mismas que la dríade conocía del campo. Creyó sentir que venía de él una corriente de aire, puro y suave. Experimentó la sensación de ser levantada y fortalecida; veía por cada hoja del árbol, sentía por cada fibra de la raíz. En medio de aquel mundo de los humanos sentía que la miraban unos ojos dulces, mientras a su alrededor todo era confusión y ruido, colores y luz.
De las calles adyacentes llegaban sones de instrumentos musicales y las melodías del organillo que invitaban a la danza. ¡A bailar, a bailar! Convidaban a la alegría, a gozar de la vida. Era una música capaz de hacer danzar los caballos, coches, árboles y casas, si hubiesen sabido bailar. El pecho de la dríade rebosaba de entusiasmo y de júbilo.
- ¡Cuánta dicha y belleza! - exclamaba -. ¡Estoy en París!
El día y la noche que siguieron, y el otro día y la otra noche ofrecieron el mismo espectáculo: aquel movimiento, aquella animación, siempre distintos y, sin embargo, siempre iguales.
- Ya conozco a todos los árboles y a todas las flores de la plaza. Y conozco también las casas una por una, cada balcón y cada tienda de este retirado rincón donde me han plantado, y que me oculta la enorme y populosa ciudad. ¿Dónde están los arcos de triunfo, los bulevares, la maravilla del mundo? No veo nada. Estoy como encerrada en una jaula en medio de las altas casas que conozco ya de memoria, con sus letreros, rótulos y carteles; ya no me gusta este abigarramiento. ¿Dónde está todo aquello que me contaron, que sé que existe, que tanto anhelaba ver y que encendió en mí el deseo de venir a la ciudad? ¿Qué he conseguido, qué he encontrado? Sigo sintiendo aquel ansia de antes, siento que hay una vida que quisiera captar y vivir. Es necesario que salga de aquí y me mezcle entre los vivos, que me mueva con ellos, vuele como las aves, vea y sienta, me convierta en un ser humano, goce de la mitad de un día, en vez de esta existencia que discurre durante años y años en un estado de embotamiento y abulia, en el que me consumo y hundo, caigo como el rocío del prado y desaparezco. Quiero brillar como la nube, brillar al sol de la vida, contemplar el mundo como la nube, y, como ella, surcar el cielo sin rumbo conocido.
Así suspiraba la dríade:
- ¡Quítame mis años de vida - suplicó al fin -, concédeme la mitad de la existencia de la efímera! ¡Líbrame de mi prisión! Dame la vida humana, la dicha de los hombres, aunque sea por breve plazo, por esta única noche si no puede ser más, y castígame después por mi presunción, por mí anhelo de vivir. Extíngueme, seca mi envoltura, este árbol joven y lozano, conviértelo en cenizas que el viento dispersa.
Un rumor llegó por entre las ramas del árbol, cuyas hojas temblaron como agitadas por una corriente de fuego. Una ráfaga de viento azotó la copa, y de su centro surgió una figura femenina: era la propia dríade. Apareció entre las frondosas ramas alumbradas por el gas, joven y hermosa como aquella pobre María a quien habían dicho: «La gran ciudad será tu perdición».
La dríade se sentó al pie del árbol, a la puerta de su casa, que había cerrado, y luego tiró la llave. ¡Tan joven y tan bella! Las estrellas la veían, centelleando; las lámparas de gas la veían, brillando y haciéndole señas. ¡Qué delicada y, al mismo tiempo, qué lozana era: una niña y, sin embargo, ya una mujer! Su vestido era fino como la seda, verde como las hojas recién desplegadas de la copa del árbol. En su cabello castaño había una flor semiabierta; habríase dicho la diosa de la primavera.
Sólo un momento permaneció inmóvil. Enseguida se incorporó de un brinco, grácil y ligera como una gacela echó a correr, volviendo la esquina. Corría y saltaba como el reflejo que el sol envía a un cristal y que a cada movimiento es proyectado en una dirección distinta. Quien la hubiera podido seguir fijamente con la mirada, habría gozado de un maravilloso espectáculo: en cada lugar donde se detenía, según fuera la luz y el ambiente, cambiaban su vestido y su figura.
Llegó al bulevar, bañado por el río de luz que enviaban los faroles de gas y los mecheros de tiendas y cafés. Alinéabanse allí jóvenes y esbeltos árboles, cada uno protegiendo a su propia dríade de los rayos de aquel sol artificial. Toda la acera, interminable, era como una única y enorme sala de fiestas; había allí mesas puestas con toda clase de refrescos, desde el champaña y los licores hasta el café y la cerveza. Había también una exposición de flores, estatuas, libros y telas de todos los colores.
Por entre la multitud congregada entre las altas casas miró al otro lado de la pavorosa riada humana, más allá de las hileras de árboles. Avanzaba una oleada de coches, cabriolés, carrozas, ómnibus, caballeros montados y tropas formadas. Atravesar la calle suponía poner en peligro la vida. Ora lucían antorchas, ora dominaban las llamas del gas. De repente salió disparado un cohete. ¿De dónde salía? ¿Adónde iba?
Indudablemente era la avenida principal de la gran urbe.
Resonaban aquí suaves melodías italianas, allí canciones españolas con repiqueteo de castañuelas; pero todo lo dominaba la música de moda, el excitante ritmo del cancán, que jamás conoció Orfeo ni fue escuchada por la bella Elena. Hasta la carretilla de mano habría bailado a su compás si la hubieran dejado. La dríade danzaba, flotaba, volaba, cambiando de colores como el colibrí a los rayos del sol; cada casa, cada grupo de gente le enviaba su reflejo.
Como la radiante flor de loto arrancada de su raíz es arrastrada por el remolino de la corriente, así también iba ella a la deriva, cambiando de figura cada vez que se paraba; por eso nadie podía seguirla, reconocerla y contemplarla.
Tal como hicieran las visiones ofrecidas por las nubes, todo volaba ante ella, rostro tras rostro, pero no conocía ninguno, ni uno solo era de su tierra. En su pensamiento brillaban dos ojos radiantes: pensaba en María, la pobre María, aquella niña alegre y harapienta de la flor roja en el negro cabello. Allí estaba, en la gran urbe, rica y radiante como aquél día que había pasado en coche frente a la casa del señor cura y junto al árbol de la dríade y al viejo roble.
Seguramente estaba entre aquel ensordecedor bullicio; tal vez acababa de apearse de una magnífica carroza. Aparcaban en aquel lugar coches lujosísimos, de cocheros ricamente galoneados y criados con medias de seda. De los vehículos descendían damas brillantemente ataviadas. Entraban por la puerta de la verja y subían por la alta y ancha escalinata que conducía a un edificio de blancas columnas de mármol. ¿Sería aquello la maravilla universal? Seguramente allí estaba María.
«¡Santa María!», cantaban en el interior, mientras nubes de perfumado incienso salían por las altas arcadas, pintadas y doradas, debajo de las cuales reinaba la penumbra.
Era la iglesia de Santa Magdalena.
Las distinguidas damas vestidas con telas preciosas, confeccionadas a la última moda, avanzaban por el brillante pavimento. Los blasones lucían en los broches de plata de los devocionarios y en los finísimos pañuelos, perfumados y orlados con bellísimos encajes de Bruselas. Algunas se arrodillaban ante los altares y permanecían en silenciosa oración, mientras otras se encaminaban a los confesonarios.
La dríade sentía una especie de inquietud, una angustia, como si hubiese entrado en un lugar que le estaba vedado. Aquélla era la mansión del silencio, el recinto de los misterios; no se hablaba sino en susurros, en voz queda.
La dríade se vio a sí misma vestida de seda y cubierta con un velo, semejante, por su exterior, a las demás señoras de alta cuna y opulenta familia. ¿Serían todas, como ella, hijas del deseo?
Oyóse un suspiro, hondo y doloroso. ¿Vino de un confesonario o del pecho de la dríade? Ésta se cubrió mejor con el velo. Respiraba perfume de incienso y no aire puro. No era aquél el lugar de su anhelo.
¡Adelante, adelante sin descanso! La efímera no conoce la quietud; volar es su vida.
Volvió a encontrarse fuera, bajo los luminosos faroles de gas, junto a un surtidor magnífico. «Toda el agua que brota no podrá nunca lavar la sangre inocente que aquí se vertió».
Alguien pronunció estas palabras.
Unos extranjeros hablaban en voz alta, como nadie hubiera osado hacer en aquella gran sala de los misterios de donde la dríade acababa de salir.
Una gran losa de piedra giró y fue levantada. Ella no lo comprendía; vio un pasadizo abierto que conducía a las profundidades. Bajaron, dejando a sus espaldas la vivísima luz, la llama refulgente del gas y la vida al aire libre,
- ¡Tengo miedo! - exclamó una de las señoras que allí estaban -. No me atrevo a bajar. No me importan las maravillas que pueda haber allá abajo. ¡Quédate conmigo!
- ¿Volvernos a casa? - protestó el marido -. ¿Marcharnos de París sin haber visto lo más notable de la ciudad, la gran maravilla de nuestra época, obra de la inteligencia y la voluntad de un solo hombre?
- ¡Yo no bajo! - fue la respuesta.
- La maravilla de nuestra época - habían dicho. La dríade lo oyó y comprendió. Había alcanzado el objeto de su más ardiente deseo; por allí se iba a las regiones profundas, al subsuelo de París. Nunca se le habría ocurrido, pero viendo cómo los forasteros descendían, los siguió.
La escalera era de hierro fundido, de caracol, ancha y cómoda. Abajo brillaba una lámpara, y más al fondo, otra.
Halláronse en un laberinto de salas y arcadas interminables que se cruzaban entre sí. Todas las calles y callejones de París se veían como en un espejo empañado; leíanse los nombres, cada casa de la superficie tenía allá abajo su correspondiente número y extendía sus raíces por debajo de las aceras empedradas y desiertas, que se abrían a lo largo de un ancho canal por el que corría un agua fangosa. Encima, el agua pura fluía por sobre unas arcadas, y en la parte más alta pendía la red de las cañerías de gas y de hilos telegráficos. De distancia en distancia ardían lámparas, como un reflejo de la urbe que quedaba allá arriba. A intervalos se oía un ruido sordo; eran los pesados carruajes que circulaban por los puentes de la entrada. ¿Dónde se había metido la dríade?




La familia de Hühnergrete

Hühnergrete era la única persona que vivía en la espléndida casa que en el cortijo se había construido para habitación de los pollos y patos. Se alzaba en el lugar que antaño ocupara el viejo castillo con sus torres, hastiales, fosos y puente levadizo. Junto a ella había una verdadera selva de árboles y arbustos; allí había estado el parque que se extendía hasta un gran lago, convertido hoy en una turbera. Cuervos, cornejas y grajos volaban graznando y chillando por entre los viejos árboles. Era un hervidero de aves, y la caza no hacía mella en sus filas; antes bien su número crecía constantemente. Se oían desde el gallinero donde residía Hühnergrete, y donde los patitos se le subían a los zuecos. Conocía cada uno de los pollos y cada uno de los gansos a partir del día en que habían roto el cascarón, y estaba orgullosa de sus pupilos, así como de la magnífica casa que habían construido para ella. Su habitacioncita era limpia y bien cuidada; así lo exigía la propietaria del gallinero, la cual se presentaba a menudo en compañía de invitados de distinción, para enseñarles «el cuartel de los pollos y los patos», como lo llamaba.
Había allí un armario ropero y un sillón, e incluso una cómoda, y en lo alto se veía una bruñida placa de latón que llevaba grabada la palabra «Grubbe». Era el apellido de la antigua y noble familia que había vivido en el castillo señorial. La placa la habían encontrado al excavar los cimientos, y, en opinión del sacristán, no tenía más valor que el de un antiguo recuerdo. El sacristán estaba muy bien informado en todo lo concerniente al lugar y a su pasado; lo sabía por los libros, y guardaba muchos documentos en el cajón de su mesa. Conocía muchas cosas del tiempo antiguo, pero más sabía aún la vieja corneja, y las pregonaba en su lenguaje; sólo que el sacristán no lo entendía, con ser tan inteligente e instruido.
En los calurosos días estivales, el pantano exhalaba vapores como si fuese un auténtico lago, frente a los viejos árboles visitados por cuervos, cornejas y grajos. Así era cuando el hidalgo Grubbe residía en aquellos parajes, y se alzaba aún el antiguo castillo de espesos muros rojos. La cadena del mastín llegaba entonces hasta más allá de la puerta. Por la torre, un corredor empedrado conducía a los aposentos. Las ventanas eran estrechas, y los cristales, pequeños, incluso en el salón principal, donde se celebraban los bailes. Pero ya en tiempos del último Grubbe, nadie recordaba que se hubiese bailado allí, aun cuando se guardaba un viejo tambor que había formado parte de la orquesta. En un armario ricamente esculpido se conservaban raras plantas bulbosas, pues la señora Grubbe era muy aficionada a la jardinería. Su esposo prefería salir a cazar lobos y jabalíes, y su hijita María lo acompañaba siempre un buen trecho. A los cinco años montaba orgullosamente en su propia jaquita, mirando arrogante a su alrededor, con sus grandes ojos negros. Se divertía repartiendo latigazos entre los perros de caza, aunque más le gustaba al padre que los propinara a los hijos de los labriegos que se acercaban corriendo a ver a los señores.
El campesino que vivía en la choza de las inmediaciones del castillo tenía un hijo llamado Sören, de la misma edad que la noble muchacha. Sabía trepar ágilmente, y lo hacía buscando nidos de pájaros para la niña. Los pájaros chillaban alborotados, y uno ya bastante crecido le picó en un ojo con tal violencia que le salió mucha sangre, y pareció que iba a perderlo; pero no ocurrió nada, por suerte. María Grubbe lo llamaba «su» Sören, lo cual era una gran distinción y redundó en beneficio de su padre, el pobre Jön, un día en que habiendo cometido una falta por descuido, fue condenado al suplicio del potro. Estaba éste en el patio del castillo, con cuatro estacas por patas y una única y estrecha tabla por lomo. Sobre él debía montar Jön a horcajadas, con una pesada piedra en cada pie para que no le resultase tan ligera la montura. El hombre hacía muecas horribles; Sören, llorando, acudió suplicante a la niña María. Ésta ordenó que se liberara inmediatamente al padre del muchacho, y, al no ser obedecida, se puso a patalear en el puente de piedra y a tirar con tanta fuerza de la manga de su padre, que la desgarró. Estaba resuelta a salirse con la suya y lo consiguió: el padre de Sören fue soltado.
La señora Grubbe, que llegó en aquellos momentos, acarició el cabello de su hijita y la miró con ojos cariñosos. María no comprendió por qué lo hacía.
Gustaba de ir con los perros de caza, mas no con su madre, que bajaba al jardín y al lago, donde florecían los nenúfares y se mecían espadañas y juncos. Ella contemplaba la exuberante lozanía, y exclamaba: «¡Qué bonito!». En el jardín crecía un árbol entonces raro, que ella misma había plantado, al que llamaban haya roja, una especie de moro entre los demás árboles, tan negruzcas eran sus hojas. Necesitaba mucho sol, pues a la sombra se habría vuelto verde como los demás, perdiendo su cualidad característica. En los altos castaños abundaban los nidos, lo mismo que en los arbustos y las altas hierbas. Parecía como si estos animales supieran que allí estaban protegidos, que nadie podía disparar allí su escopeta.
La pequeña María frecuentaba aquel lugar con Sören, pues el niño sabía trepar, como ya dijimos, y cogía los huevos y las crías, cubiertas aún de vello. Las aves, grandes y chicas, echaban a volar asustadas y angustiadas. El frailecillo de los campos, los cuervos, grajos y cornejas de las altas copas, gritaban desesperadamente, como gritan aún hoy día sus descendientes.
- ¿Qué hacéis, niños? - les dijo un día la dama -. Estáis cometiendo una acción impía.
Sören se detuvo con aire compungido, la noble niña miró también un poco de soslayo, pero luego replicó, tajante y resuelta:
- En casa de mi padre puedo hacerlo.
- ¡Fuera, fuera! - gritaban las grandes aves negras, echando a volar; pero regresaron al día siguiente, pues aquélla era su casa.
No permaneció mucho tiempo en la suya la apacible y bondadosa señora. Nuestro Señor la llamó a su seno, donde encontró un hogar mejor que el del castillo. Las campanas de la iglesia doblaron solemnemente, cuando su cuerpo fue conducido al templo; en los ojos de los pobres brillaron las lágrimas, pues la castellana había sido siempre buena para ellos.
Desaparecida la señora, nadie se preocupó ya de sus plantas, y el jardín decayó.
El señor Grubbe era un hombre duro, pero su hija, aunque tan joven, sabía amansarlo; lo hacía reír y conseguía sus propósitos. No contaba más que doce años, pero era muy talludita; miraba a las gentes con sus ojos negros penetrantes, cabalgaba como un hombre y disparaba la escopeta como el más consumado cazador.
Un día llegaron a la comarca nobles visitantes: el joven Rey y su hermanastro y compañero, el señor Ulrico Federico Gyldenlöve. Iban a la caza del jabalí y querían pasar un día en el castillo de Grubbe.
Gyldenlöve se sentó a la mesa, al lado de María Grubbe. Cogiéndole la cabeza, le dio un beso, como si fuesen parientes; mas ella le respondió con un bofetón y le dijo que no lo podía soportar. El incidente provocó grandes risas, como si fuese muy divertido.
Tal vez sí lo fuera, pues cinco años más tarde, al cumplir María los diecisiete, llegó un mensajero con una carta: el señor de Gyldenlöve pedía la mano de la noble doncella. ¡Como si nada!
- Es el caballero más distinguido y galante de todo el reino - dijo el señor de Grubbe -. No es cosa de despreciarlo.
- ¡No me gusta! - dijo María. Pero no despreció al hombre más distinguido del país, que ocupaba el primer lugar al lado del Rey.
Platería, lanas y telas fueron embarcados con destino a Copenhague; ella efectuó el viaje por tierra, en diez días. El barco que conducía el ajuar no tuvo suerte con los vientos, y tardó cuatro meses en llegar a puerto; y cuando llegó, la señora de Gyldenlöve se había marchado.
- ¡Prefiero dormir sobre estopa a hacerlo en su cama de seda! - dijo -. ¡Antes iré a pie y descalza, que con él en carroza!
Una tarde de noviembre llegaron dos mujeres a la ciudad de Aarhuus. Iban a caballo, y eran la esposa de Gyldenlöve, María Grubbe, y su doncella. Venían de Veile, adonde habían llegado en barco desde Copenhague. Dirigiéronse al castillo del señor de Grubbe, al cual gustó muy poco la visita. La joven tuvo que escuchar palabras duras, pero le dieron una habitación donde dormir, y por la mañana le sirvieron la sopa de cerveza, aunque amenizada con un discurso lleno de reproches. El padre volvió contra ella su mal humor, cosa a la que la muchacha no estaba acostumbrada. Tampoco ella se dejaba achicar, y, según le hablan a uno, así replica. María habló de su marido con acrimonia y odio; se negaba a vivir con él, pues era demasiado honrada y decente para tolerarlo.
Pasó un año, nada agradable por cierto. Entre padre e hija cruzáronse muchas palabras rencorosas y esto es de mal augurio. Malas palabras dan malos frutos. ¿Cómo acabaría todo aquello?
- No podemos seguir los dos bajo un mismo techo - le dijo un día su padre -. Vete a vivir a nuestra vieja casa, pero muérdete la lengua antes de propagar mentiras entre la gente.
Y se separaron. Ella se retiró con su doncella a la vieja casa donde había nacido y crecido, y en la cripta de cuya capilla estaba enterrada su madre, aquella mujer piadosa y apacible. Residía en el edificio un viejo pastor; era toda la servidumbre. En las habitaciones colgaban telarañas, que el polvo había ennegrecido; en el jardín, todas las plantas crecían a su antojo; los lúpulos y las enredaderas formaban una red entre los árboles y las matas; la cicuta y las ortigas crecían sin estorbo. El haya roja estaba invadida de plantas parásitas, y ya no le daba el sol; sus hojas eran verdes como las de los restantes árboles y nada quedaba de su antigua belleza.
Cuervos, grajos y cornejas volaban en grandes bandadas encima de los altos castaños, con enorme griterío, como si tuviesen alguna gran novedad que contar. Había vuelto la pequeña que hacía robar sus huevos y sus crías; por su parte, el ladrón que se los llevaba estaba encaramado a un árbol sin hojas, al alto poste, donde recibía fuertes latigazos cuando se negaba a obedecer.
Todo esto relataba en nuestros tiempos el sacristán; lo había sacado de libros y dibujos, que había reunido y guardado, junto con muchos otros papeles escritos, en el cajón de su mesa.
- En el mundo todo son altibajos - decía -. ¡Maravilla oírlo!-. Y nosotros queremos saber qué fue de María Grubbe, sin olvidarnos por esto de Hühnergrete, que en nuestros tiempos reside en el espléndido corral donde estuvo María Grubbe, aunque con pensamientos muy distintos de los de la vieja Hühnergrete.
Pasó el invierno, pasaron la primavera y el verano, y volvió la época tormentosa de otoño, con sus nieblas marinas, húmedas y frías. Era una vida solitaria y monótona la del cortijo.
María Grubbe, armada de su escopeta, salía al erial a cazar liebres y zorros y todas las aves que se ponían a tiro. Más de una vez se encontró con un señor de familia noble, Palle Dyre de Nörrebäk, que solía también ir de caza, con su escopeta y sus perros. Era hombre alto y fornido, y se jactaba de ello cada vez que se paraban a hablar. Había podido medirse con el difunto señor de Brockenhuus de Egeskov, en Fionia, de cuya fuerza se hacía cruces la gente. Siguiendo su ejemplo, Palle Dyre había mandado colgar en su puerta una cadena de hierro con un cuerno de caza, y, cuando regresaba, cogía la cadena y, levantándose del suelo con el caballo, tocaba el cuerno.
- Venid a verlo, doña María - díjole -. En Nörrebäk soplan aires puros. Las crónicas no nos dicen cuándo fue ella a la casa señorial, pero en los candelabros de la iglesia de Nörrebäk puede leerse que fueron donativo de Palle Dyre y de María Grubbe, del castillo de Nörrebäk.
Fuerte y vigoroso era Palle Dyre; bebía como una esponja, y era un tonel sin fondo. Roncaba como una pocilga entera, y tenía la cara encarnada e hinchada.
- Es taimado y socarrón como un campesino - decía la señora Palle Dyre, la hija de Grubbe. No tardó en cansarse de aquella vida, pero no por ello mejoraron las cosas.
Estaba un día la mesa puesta, y los platos se enfriaban; Palle Dyre había salido a la caza del zorro, y la señora no aparecía por ninguna parte. Palle Dyre regresó a medianoche, mas la señora Dyre no compareció ni a medianoche ni a la mañana siguiente. Había vuelto la espalda a Nörrebäk, despidiéndose a la francesa.
El tiempo era gris y húmedo, con viento frío. Una bandada de chillonas aves negras pasó volando sobre su cabeza. Aquellos pájaros estaban menos desamparados que ella.




La familia de Hühnergrete

Continuación

Primero se dirigió hacia el Sur, hacia Alemania. Unas sortijas de oro con piedras preciosas le procuraron dinero. Luego tomó el camino del Este, para torcer después al Oeste. Iba sin rumbo fijo y se sentía descontenta de todo, incluso de Dios; a tal extremo de miseria moral había descendido. Pronto le fallaron también las fuerzas físicas; apenas podía arrastrar los pies. El avefría escapó de su nido en el suelo, al caer ella encima; el pájaro gritaba, como suele: «¡Du Dieb! ¡Du Dieb!», que significa: «¡Ladrón, ladrón!». Jamás la mujer había robado los bienes ajenos, pero de niña había hecho que le trajesen los huevos y los polluelos de los nidos; ahora se acordaba.
Desde el lugar donde yacía veíanse las dunas. En la orilla habitaban pescadores, pero estaba tan extenuada, que nunca podría llegar hasta allí. Las grandes gaviotas blancas describían círculos encima de su cabeza, chillando como lo hicieran los cuervos, grajos y cornejas por sobre el jardín del castillo paterno. Las aves pasaban volando a muy poca distancia, y al fin parecieron volverse negras; pero también se hizo la noche ante sus ojos.
Al abrirlos nuevamente, sintió que alguien la levantaba y la llevaba a cuestas. Un hombre alto y robusto la había cogido en brazos. Ella miró su cara barbuda; tenía una cicatriz encima de un ojo, que le partía la ceja en dos. El hombre la condujo al barco, donde el patrón le recibió con palabras brutales.
Al día siguiente zarpó el barco. María Grubbe no bajó a tierra, sino que partió en la nave. ¿Regresaría tal vez? ¡Ah! ¿Cuándo y dónde?
Pues también lo sabía el sacristán, y conste que no era un cuento que se hubiera inventado. Conocía toda la historia por un viejo libro que nosotros podemos también leer. El poeta danés Ludvig Holberg, autor de tantos y tantos libros interesantes y alegres comedias, por los cuales conocemos bien su época y sus hombres, habla en sus cartas de María Grubbe, dónde y cómo se encontró con ella en el mundo. Merece la pena escucharlo, aunque no por eso nos olvidamos de Hühnergrete, instalada en su magnífico corral, contenta y bonachona.
Estábamos en el momento de zarpar el barco, con María Grubbe a bordo. Pasaron años y años.
La peste hacía estragos en Copenhague; corría el año 1711. La reina de Dinamarca se retiró a su patria alemana, el Rey abandonó la capital. Todos los que pudieron se marcharon, hasta los estudiantes que gozaban de pensión gratuita. Uno de ellos, el último, que había permanecido en el llamado «Borchs-Kollegium», contiguo a la residencia estudiantil de Regentsen, partió a su vez. Eran las dos de la madrugada cuando emprendió el camino, cargado con su mochila, más llena de libros y manuscritos que de prendas de vestir. Flotaba sobre la ciudad una niebla, y en la calle no se veía un alma. Por todas partes había cruces pintadas en puertas y portales, señal de que en el interior reinaba la peste o de que sus moradores habían muerto de ella. Tampoco paraba nadie por la calle Ködmangergade, que iba de la Torre Redonda al palacio real. Pasó traqueteando una gran carreta fúnebre; el carretero chasqueó el látigo, y los caballos se lanzaron al galope; el carro iba cargado de cadáveres. El estudiante se cubrió el rostro con la mano, aspirando el fuerte alcohol que llevaba en una esponja, dentro de un estuche de latón. De una taberna situada en un callejón llegaban ruidosos cantos y lúgubres carcajadas; eran gentes que se pasaban la noche bebiendo para olvidarse de que el cólera llamaba a la puerta y los quería cargar en la carreta, junto con los muertos. El estudiante se encaminó al puente del palacio, donde se hallaban fondeadas algunas pequeñas embarcaciones; una de ellas estaba levando anclas para huir de la apestada ciudad.
- Si Dios nos conserva la vida y nos da viento favorable, iremos a Grönsund, cerca de Falster - dijo el patrón, preguntando su nombre al estudiante que solicitaba embarcar.
- Luis Holberg - respondió el joven, y su nombre sonó como otro cualquiera; hoy es uno de los más ilustres de Dinamarca, pero en aquellos días el que lo llevaba era un joven estudiante desconocido.
El barco se deslizó por delante del palacio, y salió a alta mar cuando aún no había amanecido. Soplaba una fresca brisa, hincháronse las velas, y el estudiante, tendiéndose cara al viento, se durmió, lo cual no era precisamente lo más aconsejable.
A la tercera mañana ancló el barco frente a Falster.
- ¿No sabríais de algún lugar en el que pudiese hospedarme por poco dinero? - preguntó Holberg al patrón.
- Tal vez os conviniera ver a la esposa de Möller, el barquero respondióle el marino -. Si queréis ser cortés, podéis llamarla madre Sören Sörensen Möller. Pero a lo mejor se enfada, si os mostráis demasiado fino. Su marido está en la cárcel, purgando un delito, y ella guía la barca. ¡Tiene buenos puños!
El estudiante se cargó la mochila y se dirigió a la casa del barquero. La puerta estaba entornada, el picaporte cedió, y nuestro amigo entró en una habitación empedrada, cuyo mueble principal era un camastro cubierto con una manta de piel. Una gallina blanca con polluelos estaba atada al camastro y había volcado el bebedero, por lo que el agua corría por el suelo. No había allí nadie, ni tampoco en la habitación contigua, aparte una criaturita en una cuna. Volvió la barca con una sola persona en ella. Habría sido difícil decir si hombre o mujer: iba envuelta en una amplia capa y se cubría la cabeza con una capucha. La barca atracó.
Entró en la casa una mujer. Al erguirse notábase de porte distinguido; dos altivos ojos brillaban bajo las negras cejas. Era la madre Sören, la mujer del barquero, aunque los cuervos, grajos y cornejas le habrían dado otro nombre, que nosotros conocemos muy bien.
Parecía malhumorada y no gastó muchas palabras, pero concertaron que el estudiante se quedaría a pensión en la casa por tiempo indeterminado, en espera de que mejorasen las cosas en Copenhague.
A la choza del barquero venía a menudo algún honrado ciudadano de la ciudad cercana. Presentáronse Franz, el cuchillero, y Sivert, el recaudador de aduanas, los cuales bebieron un jarro de cerveza y charlaron con el estudiante. Era éste un joven muy listo, que sabía muy bien su oficio, como ellos decían; leía en griego y en latín y conocía muchas cosas elevadas.
- Cuanto menos se sabe, menos oprimido se siente uno - dijo madre Sören.
- ¡Lleváis una vida bien dura! - le dijo Holberg un día que ella hacía colada y luego se puso a cortar un montón de leña.
- ¡Eso es cosa mía! - replicó la mujer.
- ¿Desde niña habéis ido siempre tan arrastrada?
- Eso podéis leerlo en mis puños - dijo ella mostrándole dos manos pequeñas, pero recias y endurecidas, con las uñas raídas -. Sois instruido y sabréis leerlo.
Al acercarse Navidad empezó a nevar intensamente; el frío era vivo, y el viento, cortante, como si quisiera lavar la cara de la gente con aguafuerte. Madre Sören no se arredró por eso; arrebujóse la capa y se caló la capucha. Ya a primeras horas de la tarde estaba oscuro en la casa; la mujer echó leña y turba al hogar y se sentó a zurcir las medias: no tenía a nadie que lo hiciera. Al atardecer dirigió al estudiante unas palabras, contra su costumbre; le habló de su marido.
- Sin querer, mató a un marino de Dragör. Por eso tiene que pasarse tres años encadenado a la barra, condenado a trabajos forzados. Como es un simple marinero, la Ley debe seguir su curso.
- La Ley alcanza también a las personas de alta clase - dijo Holberg.
- Eso creéis vos - replicó madre Sören, fijando la mirada en el fuego. Luego prosiguió -: ¿Habéis oído hablar de Kai Lykke, que mandó derribar una de sus iglesias? Cuando el párroco Mads protestó desde el púlpito, él lo hizo encadenar, lo sometió a juicio, lo condenó él mismo a muerte y lo mandó decapitar. No era una falta por imprudencia, y, sin embargo, Kai Lykke salió libre de costas.
- En aquella época estaba en su derecho - dijo Holberg - Pero aquellos tiempos han pasado.
- Esto es lo que decís los bobos - replicó madre Sören, y, levantándose, fue a la habitación donde yacía su hijita, una niña de poca edad. Levantóla y la acomodó, preparando luego el camastro del estudiante, al cual dio la manta de piel, pues era más friolero que ella, a pesar de haber nacido en Noruega.
El día de Año Nuevo amaneció soleado y magnífico. La helada había sido muy intensa, la nieve acumulada formaba una capa dura, por la que se podía andar sin hundirse. Las campanas de la ciudad llamaban a la iglesia; el estudiante Holberg se envolvió en su abrigo de lana y se dispuso a ir a la población.
Por sobre la casa del barquero volaban cuervos, grajos y cornejas con un griterío de todos los demonios, que ahogaba el son de las campanas. Madre Sören, en la calle, llenaba de nieve un caldero de latón para ponerlo al fuego y obtener agua. Levantó la mirada a las bandadas de aves y se sumió en sus pensamientos.
El estudiante Holberg fue a la iglesia, y tanto a la ida como a la vuelta pasó frente a la casa del aduanero Sivert, situada en la puerta de la ciudad. Lo invitaron a tomar un vaso de cerveza caliente con jarabe y jengibre, y la conversación recayó sobre madre Sören. Pero el perceptor de aduanas no sabía gran cosa sobre ella; eran muy pocos los que conocían su historia. No era de Falster, dijo; seguramente en tiempo pasado poseyó algunos bienes. Su marido era un sencillo marinero de genio vivo, y había matado a un patrón de Dragör.
- Zurra a su mujer, y, sin embargo, ella lo defiende.
- Yo no aguantaría semejante trato - dijo la esposa del aduanero -. También yo soy de buena casa. Mi padre fue calcetero real.
- Por eso os casasteis con un funcionario del Rey - contestó Holberg, haciendo una reverencia al matrimonio.
Era la noche de los Reyes Magos. Madre Sören encendió para Holberg las tres velas de sebo típicas de la fiesta, fabricadas por ella misma.
- Una luz para cada uno - dijo Holberg.
- ¿Cada uno? - preguntó ella lanzándole una mirada penetrante.
- Cada uno de los Magos de Oriente - dijo Holberg.
- ¡Eso pensáis vos! - replicó ella, y permaneció callada durante largo rato. Pero aquella noche su huésped se enteró de muchas cosas que hasta entonces ignoraba.
- Vos queréis a vuestro marido - dijo Holberg -, y, no obstante, la gente dice que os maltrata.
- ¡Eso no le importa a nadie más que a mí! - protestó ella -. Los golpes me hubieran sido de provecho cuando niña; ahora los recibo por mis pecados. Pero el bien que él me ha hecho es cosa que yo me sé. - Y se levantó -. Cuando yacía enferma en el erial, sin nadie que se preocupara de mí, a excepción tal vez de los cuervos y cornejas que esperaban devorarme, él me llevó en sus brazos y tuvo que oírse palabras duras por el botín que traía a bordo. Yo me repuse, pues no he nacido para estar enferma. Cada cual tiene su modo de obrar, y Sören también; no se debe juzgar el caballo por el cabestro. Con él lo he pasado mucho mejor que al lado del que llamaban al más galante y distinguido de los súbditos del Rey. Fue mi marido el Gobernador Gyldenlöve, hermanastro del Rey: y más tarde lo fue Palle Dyre. Tanto valía el uno como el otro, cada cual a su modo, y yo al mío. He hablado mucho, pero ahora lo sabéis todo -. Y salió del cuarto.
¡Era María Grubbe! ¡De qué extraña manera la había tratado el destino! Ya no vio muchas más veladas de los Reyes Magos; Holberg ha consignado que murió en junio de 1716, pero lo que no escribió, porque no lo supo, fue que una gran bandada de negras aves describía sus círculos en el aire el día en que madre Sören yacía de cuerpo presente en la casa del barquero. Mas los pajarracos no gritaban, como si supiesen que el silencio es propio de las ceremonias fúnebres. Tan pronto como la hubieron enterrado, desaparecieron las aves, pero aquella misma noche fue visto en Jutlandia, en las inmediaciones de la casa señorial, una enorme cantidad de cuervos, cornejas y grajos que graznaban excitados, como si tuvieran algo que comunicarse; tal vez hablaban del hombre que de niño había robado sus huevos y pollos, el hijo del labrador que había pasado tres años condenado en el presidio del Rey, y de la noble señora que acababa de morir en Grönsund siendo mujer del barquero. «¡Bravo, bravo!», gritaban.
Y toda la familia repitió. «¡Bravo, bravo!» cuando derribaron la vieja mansión señorial.
- Y todavía siguen gritando, a pesar de que ningún motivo tienen para hacerlo - dijo el sacristán al terminar su narración -. La familia se ha extinguido, el castillo fue derribado, y el lugar donde se levantó está hoy ocupado por la magnífica granja avícola con la dorada veleta, donde reside la vieja Hühnergrete. La mujer está muy contenta con su linda casita; si no hubiera venido aquí, hoy estaría en el hospicio.
Las palomas arrullaban sobre su cabeza, los pavos glogloteaban, y los patos graznaban.
- Nadie la conocía - decían -, no tiene familia. Está aquí por pura lástima. No tiene un pato padre ni una gallina madre; no tiene descendencia.
Familia la tuvo seguramente, sólo que no la conoció, ni tampoco el sacristán, a despecho de todos los papelotes escritos que guardaba en el cajón de la mesa. Pero una de las viejas cornejas la conocía y hablaba de ella. Habla oído cosas relativas a la madre y la abuela de Hühnergrete; también la conocemos nosotros, pues su abuela era la que de niña pasaba a caballo por el puente levadizo, mirando orgullosa a su alrededor como si fuese señora del mundo entero y de todos los nidos de aves; la encontramos en el erial cerca de las dunas, y, finalmente, en la casa del barquero. Su nieta, la última de la familia, había vuelto a la tierra de sus ascendientes, donde se había levantado el antiguo castillo y gritaban las aves salvajes. Mas ahora estaba entre otras aves domésticas, las conocía y era de ellas conocida. ¡Qué más podía desear Hühnergrete! No la asustaba la muerte, y era ya lo bastante vieja para esperarla.
-¡Grab, grab!, es decir, ¡tumba!, ¡tumba! - gritaban las cornejas.
Y le dieron una buena sepultura, que nadie conoce, aparte la vieja corneja, suponiendo que no haya muerto también.
Y ahora ya sabéis la historia de la antigua mansión señorial, el antiguo linaje de los Grubbe y toda la familia de Hühnergrete.




Las aventuras del cardo

Ante una rica quinta señorial se extendía un hermoso y bien cuidado jardín, plantado de árboles y flores raras. Todos los que visitaban la finca expresaban su admiración por él. La gente de la comarca, tanto del campo como de las ciudades, acudían los días de fiesta y pedían permiso para visitar el parque; incluso escuelas enteras se presentaban para verlo.
Delante de la valla, por la parte de fuera junto al camino, crecía un enorme cardo; su raíz era vigorosa y vivaz, y se ramificaba de tal modo, que él sólo formaba un matorral. Nadie se paraba a mirarlo, excepto el viejo asno que tiraba del carro de la lechera. El animal estiraba el cuello hacia la planta y le decía: «¡Qué hermoso eres! Te comería». Pero el ronzal no era bastante largo para que el pollino pudiese alcanzarlo.
Habían llegado numerosos invitados al palacio: nobles parientes de la capital, jóvenes y lindas muchachas, y entre ellas una señorita llegada de muy lejos, de Escocia. Era de alta cuna, rica en dinero y en propiedades, lo que se dice un buen partido. Así lo pensaba más de un joven soltero, y las madres estaban de acuerdo.
Los jóvenes salieron a correr por el césped y a jugar al «crocket»; pasearon luego entre las flores, y cada una de las muchachas cogió una y la puso en el ojal de un joven. La señorita escocesa estuvo buscando largo rato sin encontrar ninguna a su gusto, hasta que, al mirar por encima de la valla, se dio cuenta del gran cardo del exterior, con sus grandes flores azules y rojas. Sonrió al verlo y pidió al hijo de la casa que le cortase una de ellas.
- Es la flor de Escocia - dijo -. Figura en el escudo de mi país. Dámela.
El joven eligió la más bonita y se pinchó los dedos, como si la flor hubiese crecido en un espinoso rosal.
La damita puso el cardo en el ojal del joven, quien se sintió muy halagado por ello. Todos los demás habrían cedido muy a gusto la flor respectiva a cambio de aquélla, obsequio de las lindas manos de la señorita escocesa. Y si el hijo de la casa se sentía honrado, ¡qué no se sentiría la planta! Parecióle como si por todos sus tejidos corrieran rocío y rayos de sol.
«Resulta, pues, que soy mucho más de lo que pensaba - dijo el cardo para sus adentros -. Mi puesto era dentro del vallado, y no fuera. Es que a veces lo sitúan a uno de modo bien raro en el mundo. Pero ahora al menos tengo uno de los míos del otro lado de la valla, y en un ojal por añadidura».
La planta contaba aquel hecho a cada nueva yema que se abría y desplegaba, y no transcurrirían muchos días sin que el cardo se enterase, no por los hombres ni por el parloteo de los pájaros, sino por el propio aire - que recoge y propaga todos los rumores, tanto de las avenidas más apartadas del jardín como de los salones del palacio, cuyas ventanas y puertas están abiertas -, que el joven que recibiera de la linda escocesa la flor de cardo, se había ganado también su corazón y su mano. Formaban una magnífica pareja, y ella era un buen partido.
«Soy yo quien lo ha hecho» - pensó el cardo, refiriéndose a la flor que había dado para el ojal. Y cada nueva yema que se abría hubo de escuchar el acontecimiento.
«No hay duda de que me trasplantarán al jardín - decíase el cardo -. Tal vez me pongan en una maceta, bien apretadita. Eso sí que sería un gran honor».
Y la planta lo deseaba con tanto afán, que exclamó, persuadida:
- ¡Iré a una maceta!
Prometió a cada florecita que nacía de su pie, que iría también a la maceta y quizás al ojal, que es lo más alto a que se puede aspirar. Pero ninguna fue a parar al tiesto, y no digamos ya al ojal. Bebieron aire y luz, lamieron los rayos del sol durante el día y el rocío durante la noche, florecieron, recibieron la visita de abejas y tábanos que buscaban la miel contenida en la flor y se alejaban después de tomarla.
- ¡Banda de ladrones! - exclamó el cardo -. Si pudiese ensartaros... Pero no puedo.
Las flores agacharon la cabeza y se marchitaron, pero brotaron otras nuevas.
- Llegáis a punto - dijo el cardo -. Estoy esperando de un momento a otro que nos pasen al otro lado de la valla.
Unas margaritas inocentes y un llantén escuchaban atónitos y admirados, creyendo todo lo que decía.
El viejo asno de la lechera miraba furtivamente el cardo desde el borde del camino, pero la cuerda era demasiado corta para llegar hasta él.
El cardo estuvo tanto tiempo pensando en el de Escocia, a cuya familia pertenecía, que acabó creyendo que también él había venido de aquel país y que sus padres figuraban en el escudo del reino. Eran pensamientos elevados, como un gran cardo como aquél bien puede tener de cuando en cuando.
- A veces ocurre que uno es de buena familia sin saberlo - dijo la ortiga que crecía a su lado; también ella tenía cierto presentimiento de que, debidamente tratada, podía llegar a dar una fina muselina, de la que usan las reinas.
Pasó el verano y luego el otoño. Las hojas de los árboles cayeron, las flores adquirieron colores más brillantes, pero exhalaban menos aroma. El mozo jardinero cantaba en el jardín, por encima del vallado:
Cuesta abajo y cuesta arriba,
así es toda la vida.
Los tiernos abetos del bosque recibían las primeras visitas navideñas, a pesar de que faltaba aún mucho para Navidad. Aquello era desesperante.
- Y yo sin moverme de aquí - decía el cardo -. Diríase que nadie se acuerda de mí, y, sin embargo, ¿quién, sino yo, hizo el noviazgo? Se prometieron, y hoy hace ocho días se celebró la boda. Pero no voy a ser yo quien dé el primer paso; por lo demás, tampoco podría.
Transcurrieron varias semanas. El cardo seguía en el lugar con su última y única flor; era grande y llena, y había brotado muy cerca de la raíz. El viento soplaba ya muy fresco, los colores se esfumaron, la belleza se desvaneció. El cáliz de la flor, grande como una alcachofa, parecía un girasol marchito.
Presentóse en el jardín la joven pareja, convertidos ya en marido y mujer, y fueron paseando a lo largo de la valla. La esposa se asomó por encima.
- Ahí sigue aún el gran cardo - dijo -. Ya no tiene flores. - Mira, le queda el espectro de la última - observó él señalando el plateado resto de la flor.
- También así es bonita - exclamó ella -. Hay que cortarla, la colocaremos en el marco de nuestro retrato.
Y el joven tuvo que saltar nuevamente la valla y cortar el cáliz de la flor del cardo. Éste le pinchó el dedo, enfadado porque lo había llamado «espectro». Y la flor entró en el jardín, y luego en el salón del palacio, donde había un cuadro representando a la joven pareja. En el ojal del novio aparecía pintada una flor de cardo. Se habló mucho de esta flor, y también de la otra, la flor postrera de color de plata, cuya imagen sería tallada en el marco.
El aire difundió la conversación por toda la comarca.
- ¡Lo que es la vida! - exclamó el cardo -. Mi primogénita fue a parar al ojal, y la última, al marco. ¿Adónde iré yo?
Mientras tanto, el borriquillo, desde el borde del camino, seguía mirándolo de reojo.
- Acércate, golosina mía. No puedo ir hasta ti, el ronzal no alcanza.
Pero el cardo no respondió, sumido como se hallaba en sus pensamientos. Estuvo cavilando así hasta Navidad, y de su concentración mental nació una flor.
- Mientras los hijos lo pasaban bien allá dentro, su madre se resigna a permanecer en el exterior, frente al vallado.
- Es un noble pensamiento - dijo el rayo de sol -. También tú tendrás un buen sitio.
- ¿En la maceta o en el marco? - preguntó el cardo.
- ¡En un cuento! - respondió el rayo de sol.
Aquí lo tenéis.




Lo que se puede inventar

Érase una vez un joven que estudiaba para poeta. Quería serlo ya para Pascua, casarse y vivir de la poesía, que, como él sabía muy bien, se reduce a inventar algo, sólo que a él nada se le ocurría. Había venido al mundo demasiado tarde; todo había sido ya ideado antes de llegar él; se había escrito y poetizado sobre todas las cosas.
- ¡Felices los que nacieron mil años atrás! - suspiraba. ¡Cuán fácil les resultó ganar la inmortalidad! ¡Feliz incluso el que nació hace un siglo, pues entonces aún quedaba algo sobre que escribir. Hoy, en cambio, todo está agotado. ¿De qué puedo tratar en mis versos?
Y estudió tanto, que cayó enfermo y se encontró en la miseria. Los médicos nada podían hacer por él; tal vez la adivina lograse aliviarlo. Vivía en la casita junto a la verja, y cuidaba de abrir ésta a los coches y jinetes; pero sabía hacer algo más que abrir la verja: era más lista que un doctor, que viaja en coche propio y paga impuestos.
- ¡Tengo que ir a verla! - dijo el joven.
La casa donde residía era pequeña y linda, pero de aspecto tristón. No había ni un árbol ni una flor; junto a la puerta veíase una colmena, cosa muy útil, y un foso, donde crecía un endrino que había florecido ya y tenía ahora unas bayas de aquellas que no se pueden comer hasta que las han tocado las heladas, pues hacen contraer la boca.
«He aquí el símbolo de nuestra prosaica época», pensó el joven; aquello era al menos un pensamiento, un granito de oro encontrado a la puerta de la adivina.
- Anótalo - dijo ella -. Las migas también son pan. Sé para qué has venido: no se te ocurre nada, y, sin embargo, quieres ser poeta antes de Pascua.
- Ya lo han escrito todo - dijo él -. Nuestra época no es como antes.
- No - contestó la mujer -. En aquellos tiempos quemaban a las brujas, y los poetas paseaban con el estómago vacío y los codos rotos. Nuestra época es muy buena, la mejor de todas. Pero tú no sabes captar bien las cosas, no tienes el oído aguzado, y seguramente por la noche no rezas el Padrenuestro. Los temas son inagotables, si uno los sabe manejar. Puedes extraerlos de las plantas de la tierra, de las aguas fluyentes y de las estancadas, pero necesitas comprender, tienes que aprender a coger un rayo de sol. Prueba mis gafas, ponte al oído mi trompetilla, ruega a Dios y deja de pensar en ti mismo.
Esto último era muy difícil, más de lo que puede exigir una adivina.
Diole las gafas y la trompetilla, y lo condujo al centro del campo de patatas. La mujer le puso en la mano un grueso tubérculo, que resultó sonoro; salía de él una canción con palabras: la historia de las patatas. He ahí una cosa interesante: una historia cotidiana en diez líneas; diez líneas bastaban.
¿Y qué cantaba la patata?
Pues cantaba de sí misma y de su familia, de la llegada de las patatas a Europa, de los desprecios que habían debido sufrir antes de ser como son hoy, una bendición mayor que un terrón de oro.
- Por mandato del Rey fuimos distribuidas en las casas consistoriales de todas las ciudades y se publicaron bandos acerca de nuestro gran valor, pero la gente no les hizo caso, no sabían plantarnos. Uno abría un hoyo y metía en él toda una fanega de patatas; otro plantaba una aquí y otra allí y se quedaba esperando que saliera un árbol para sacudirle los frutos. Brotaron plantas, flores, tubérculos, pero todo se marchitó. Nadie adivinaba lo que podía haber en la tierra, en la bendición que eran las patatas. Sí, hemos resistido y sufrido; es decir, nuestros abuelos, pero ellos y nosotros somos una sola y misma cosa. ¡Qué historia la nuestra!
- Bueno, basta de esto - dijo la adivina -. Ahora mira el endrino.
- Tenemos también próximos parientes en la tierra de las patatas, sólo que más al Norte que ellas - dijeron las endrinas -. De Noruega vinieron unos normandos que, a través de la niebla y desafiando las tempestades, navegaban con rumbo a un país desconocido; allí, más allá del hielo y la nieve, encontraron hierbas y verdes prados, y unos arbustos que daban unas bayas de color azul negruzco: los endrinos. Los racimos maduraban al helarse, que es lo que hacemos también nosotras. A aquel país le pusieron por nombre Vinlandia, la tierra del vino, que es lo mismo que Groenlandia, o tierra verde, tierra del endrino.
- Es una narración muy romántica - dijo el joven.
- Lo es, en efecto, pero sígueme - dijo la adivina, conduciéndolo a la colmena. Él miró al interior. ¡Qué vida y qué ajetreo! Había abejas en todas las galerías, ocupadas en hacer aire con las alas para ventilar el edificio; aquélla era su misión. Luego llegaron otras abejas del exterior; habían nacido con cestitos en las patas y los traían llenos de polen, que una vez vaciado y separado, sería convertido en miel y cera. Entraban y salían, volando sin cesar; también la reina hubiera querido ir con ellas, pero entonces habrían tenido que marcharse todas las abejas. No era hora todavía. Ya le llegaría su turno. Y mordían las alas a Su Majestad para forzarla a quedarse.
- Súbete al borde del foso - dijo la adivina -. Echa una ojeada a la carretera; verás gente en ella.
- ¡Qué bullicio! - exclamó el joven -. ¡Esto es historia tras historia! ¡Qué manera de zumbar! Lo veo todo revuelto. ¡Me caigo de espaldas!
- Nada de eso, anda siempre derechito - dijo la mujer -. Métete entre el gentío, aguza el ojo, el oído y el corazón, y no tardarás en encontrar algo. Pero antes de que te marches devuélveme mis gafas y la trompetilla -. Y le quitó los dos objetos.
- Ahora no veo nada en absoluto! - dijo el joven -. Ni oigo nada.
- En tal caso, no serás poeta para Pascua - respondió la adivina.
- ¿Cuándo, pues?
- Ni la primera Pascua ni la segunda. No aprenderás a inventar nada.
- Entonces, ¿qué debo hacer para ganarme el pan con la poesía?
- ¡Oh, si sólo quieres eso, puedes conseguirlo antes de carnaval! Arremete contra los poetas. Si matas sus obras, los matarás a ellos mismos. Pero no te andes con miramientos. Duro con ellos, y tendrás bollos de carnaval para hartarte tú y tu mujer.
- ¡Lo que uno puede inventar! - dijo el joven, y arremetió contra todo poeta que encontraba, sólo porque él no podía serlo.
Lo sabemos por la adivina; ella sabe lo que se puede inventar.




El cometa

Y vino el cometa: brilló con su núcleo de fuego, y amenazó con la cola. Lo vieron desde el rico palacio y desde la pobre buhardilla; lo vio el gentío que hormiguea en la calle, y el viajero que cruza llanos desiertos y solitarios; y a cada uno inspiraba pensamientos distintos.
- ¡Salid a ver el signo del cielo! ¡Salid a contemplar este bellísimo espectáculo! - exclamaba la gente; y todo el mundo se apresuraba, afanoso de verlo.
Pero en un cuartucho, una mujer trabajaba junto a su hijito. La vela de sebo ardía mal, chisporroteando, y la mujer creyó ver una viruta en la bujía; el sebo formaba una punta y se curvaba, y aquello, creía la mujer, significaba que su hijito no tardaría en morir, pues la punta se volvía contra él.
Era una vieja superstición, pero la mujer la creía.
Y justamente aquel niño estaba destinado a vivir muchos años sobre la Tierra, y a ver aquel mismo cometa cuando, sesenta años más tarde, volviera a aparecer.
El pequeño no vio la viruta de la vela, ni pensó en el astro que por primera vez en su vida brillaba en el cielo. Tenía delante una cubeta con agua jabonosa, en la que introducía el extremo de un tubito de arcilla y, aspirando con la boca por el otro, soplaba burbujas de jabón, unas grandes, y otras pequeñas. Las pompas temblaban y flotaban, presentando bellísimos y cambiantes colores, que iban del amarillo al rojo, del lila al azul, adquiriendo luego un tono verde como hoja del bosque cuando el sol brilla a su través.
- Dios te conceda tantos años en la Tierra como pompas de jabón has hecho - murmuraba la madre.
- ¿Tantos, tantos? - dijo el niño -. No terminaré nunca las pompas con toda esta agua -. Y el niño sopla que sopla.
- ¡Ahí vuela un año, ahí vuela un año! ¡Mira cómo vuelan! - exclamaba a cada nueva burbuja que se soltaba y emprende el vuelo. Algunas fueron a pararle a los ojos; aquello escocía, quemaba; le asomaron las lágrimas. En cada burbuja veía una imagen de lo por venir, brillante, fúlgida.
- ¡Ahora se ve el cometa! - gritaron los vecinos -. ¡Salid a verlo, no os quedéis ahí dentro!
La madre salió entonces, llevando el niño de la mano; el pequeño hubo de dejar el tubito de arcilla y las pompas de jabón; había salido el cometa.
Y el niño vio la reluciente bola de fuego y su cola radiante; algunos decían que medía tres varas, otros, que millones de varas. Cada uno ve las cosas a su modo.
- Nuestros hijos y nietos tal vez habrán muerto antes de que vuelva a aparecer - decía la gente.
La mayoría de los que lo dijeron habían muerto, en efecto, cuando apareció de nuevo. Pero el niño cuya muerte, al creer de su madre, había sido pronosticada por la viruta de la vela, estaba vivo aún, hecho un anciano de blanco cabello. «Los cabellos blancos son las flores de la vejez», reza el proverbio; y el hombre tenía muchas de aquellas flores. Era un anciano maestro de escuela.
Los alumnos decían que era muy sabio, que sabía Historia y Geografía y cuanto se conoce sobre los astros.
- Todo vuelve - decía -. Fijaos, si no, en las personas y en los acontecimientos, y os daréis cuenta de que siempre vuelven, con ropaje distinto, en otros países.
Y el maestro les contó el episodio de Guillermo Tell, que de un flechazo hubo de derribar una manzana colocada sobre la cabeza de su hijo; pero antes de disparar la flecha escondió otra en su pecho, destinada a atravesar el corazón del malvado Gessler. La cosa ocurrió en Suiza, pero muchos años antes había sucedido lo mismo en Dinamarca, con Palnatoke. También él fue condenado a derribar una manzana puesta sobre la cabeza de su hijo, y también él se guardó una flecha para vengarse. Y hace más de mil años los egipcios contaban la misma historia. Todo volverá, como los cometas, los cuales se alejan, desaparecen y vuelven.
Y habló luego del que esperaban, y que él había visto de niño. El maestro sabía mucho acerca de los cuerpos celestes y pensaba sobre ellos, pero sin olvidarse de la Historia y la Geografía.
Había dispuesto su jardín de manera que reprodujese el mapa de Dinamarca. Estaban allí las plantas y las flores tal como aparecen distribuidas en las diferentes regiones del país.
- Tráeme guisantes - decía, y uno iba al bancal que representaba Lolland -. Tráeme alforfón - y el interpelado iba a Langeland. La hermosa genciana azul y el romero se encontraban en Skagen, y la brillante oxiacanta, en Silkeborg. Las ciudades estaban señaladas con pedestales. Ahí estaba San Canuto con el dragón, indicando Odense; Absalón con el báculo episcopal indicaba Söro; el barquito con los remos significaba que en aquel lugar se levantaba la ciudad de Aarhus. En el jardín del maestro se aprendía muy bien el mapa de Dinamarca, pero antes había que escuchar sus explicaciones, y ésta era lo mejor de todo.
Estaban esperando el cometa, y el buen señor les habló de él y de lo que la gente había dicho y pensado sobre el astro muchos años antes, cuando había aparecido por última vez.
- El año del cometa es año de buen vino - dijo -. Se puede diluir con agua sin que se note. Los bodegueros deben esperar con agrado los años del cometa.
Por espacio de dos semanas enteras el cielo estuvo nublado, y, a pesar de que el meteoro brillaba en el firmamento, no podía verse.
El anciano maestro estaba en su pequeña vivienda contigua a la escuela. El reloj de Bornholm, heredado de sus padres, estaba en un rincón, pero las pesas de plomo no subían ni bajaban, ni el péndulo se movía; el cuclillo, que antaño salía a anunciar las horas, llevaba ya varios años encerrado, silencioso, en su casita. Todo en la habitación permanecía callado y mudo; el reloj no andaba. Mas el viejo piano, también del tiempo de los padres, tenía aún vida; las cuerdas aunque algo roncas podían tocar las melodías de toda una generación. El viejo recordaba muchas cosas, alegres y tristes, sucedidas durante todos aquellos años, desde que, siendo niño, viera el cometa, hasta su actual reaparición. Recordaba lo que su madre había dicho acerca de la viruta de la vela, y recordaba también las hermosas pompas de jabón, cada una de los cuales era un año - había dicho la mujer -, y ¡qué brillantes y ricas de colores! Todo lo bello y lo agradable se reflejaba en ellas: juegos de infancia e ilusiones de juventud, todo el vasto mundo desplegado a la luz del sol, aquel mundo que él quería recorrer. Eran burbujas del futuro. Ya viejo, arrancaba de las cuerdas del piano melodías del tiempo pasado: burbujas de la memoria, con las irisaciones del recuerdo. La canción de su madre mientras hacía calceta, el arrullo de la niñera...
Ora sonaban melodías del primer baile, un minueto y una polca, ora notas suaves y melancólicas que hacían asomar las lágrimas a los ojos del anciano. Ya era una marcha guerrera, ya un cántico religioso, ya alegres acordes, burbuja tras burbuja, como las que de niño soplara en el agua jabonosa.
Tenía fija la mirada en la ventana; por el cielo desfilaba una nube, y de pronto vio el cometa en el espacio sereno, con su brillante núcleo y su cabellera.
Parecióle que lo había visto la víspera, y, sin embargo, mediaba toda una larga vida entre aquellos días y los presentes. Entonces era un niño, y las pompas le decían: «¡Adelante!». Hoy todo le decía: «¡Atrás!». Sintió revivir los pensamientos y la fe de su infancia, sus ojos brillaron, y su mano se posó sobre las teclas; el piano emitió un sonido como si saltara una cuerda.
- ¡Venid a ver el cometa! - gritaban los vecinos -. El cielo está clarísimo. ¡Venid a verlo!
El anciano maestro no contestó; había partido para verlo mejor; su alma seguía una órbita mayor, en unos espacios más vastos que los que recorre el cometa. Y otra vez lo verán desde el rico palacio y desde la pobre buhardilla, desde el bullicio de la calle y desde el erial que cruza el viajero solitario. Su alma fue vista por Dios v por los seres queridos que lo habían precedido en la tumba y con los que él ansiaba volver a reunirse.




Los días de la semana

Una vez los días de la semana quisieron divertirse y celebrar un banquete todos juntos. Sólo que los días estaban tan ocupados, que en todo el año no disponían de un momento de libertad; hubieron de buscarse una ocasión especial, en que les quedara una jornada entera disponible, y vieron que esto ocurría cada cuatro años: el día intercalar de los años bisiestos, que lo pusieron en febrero para que el tiempo no se desordenara.
Así, pues, decidieron reunirse en una comilona el día 29 de febrero; y siendo febrero el mes del carnaval, convinieron en que cada uno se disfrazaría, comería hasta hartarse, bebería bien, pronunciaría un discurso y, en buena paz y compañía, diría a los demás cosas agradables y desagradables. Los gigantes de la Antigüedad en sus banquetes solían tirarse mutuamente los huesos mondos a la cabeza, pero los días de la semana llevaban el propósito de dispararse juegos de palabras y chistes maliciosos, como es propio de las inocentes bromas de carnaval.
Llegó el día, y todos se reunieron.
Domingo, el presidente de la semana, se presentó con abrigo de seda negro. Las personas piadosas podían pensar que lo hacía para ir a la iglesia, pero los mundanos vieron en seguida que iba de dominó, dispuesto a concurrir a la alegre fiesta, y que el encendido clavel que llevaba en el ojal era la linternita roja del teatro, con el letrero: «Vendidas todas las localidades. ¡Que os divirtáis!».
Lunes, joven emparentado con el Domingo y muy aficionado a los placeres, llegó el segundo. Decía que siempre salía del taller cuando pasaban los soldados.
- Necesito salir a oír la música de Offenbach. No es que me afecte la cabeza ni el corazón; más bien me cosquillea en las piernas, y tengo que bailar, irme de parranda, acostarme con un ojo a la funerala; sólo así puedo volver al trabajo al día siguiente. Soy lo nuevo de la semana.
Martes, el día de Marte, o sea, el de la fuerza.
- ¡Sí, lo soy! - dijo -. Pongo manos a la obra, ato las alas de Mercurio a las botas del mercader, en las fábricas inspecciono si han engrasado las ruedas y si éstas giran; atiendo a que el sastre esté sentado sobre su mesa y que el empedrador cuide de sus adoquines. ¡Cada cual a su trabajo! No pierdo nada de vista, por eso he venido en uniforme de policía. - Si no os parece adecuado, buscadme un atuendo mejor.
- ¡Ahora voy yo! - dijo Miércoles -. Estoy en el centro de la semana. Soy oficial de la tienda, como una flor entre el resto de honrados días laborables. Cuando dan orden de marcha, llevo tres días delante y otros tres detrás, como una guardia de honor. Tengo motivos para creer que soy el día de la semana más distinguido.
Jueves se presentó vestido de calderero, con el martillo y el caldero de cobre; era el atributo de su nobleza.
- Soy de ilustre cuna - dijo -, ¡gentil, divino! En los países del Norte me han dado un nombre derivado de Donar, y en los del Sur, de Júpiter. Ambos entendieron en el arte de disparar rayos y truenos, y esto ha quedado en la familia.
Y demostró su alta alcurnia golpeando en el caldero de cobre.
Viernes venia disfrazado de señorita, y se llamaba Freia o Venus, según el lenguaje de los países que frecuentaba. Por lo demás, afirmó que era de carácter pacífico y dulce, aunque aquel día se sentía alegre y desenvuelto; era el día bisiesto, el cual da libertad a la mujer, pues, según una antigua costumbre, ella es la que se declara, sin necesidad de que el hombre le haga la corte.
Sábado vino de ama de casa, con escoba, como símbolo de la limpieza. Su plato característico era la sopa de cerveza, mas no reclamó que en ocasión tan solemne la sirviesen a todos los comensales; sólo la pidió para ella, y se la trajeron.
Y todos los días de la semana se sentaron.
Los siete quedan dibujados, utilizables para cuadros vivientes en círculos familiares, donde pueden ser presentados de la manera más divertida. Aquí los damos en febrero sólo en broma, el único mes que tiene un día de propina.




Historias del sol

- ¡Ahora voy a contar yo! - dijo el Viento.
- No, perdone - replicó la Lluvia -. Bastante tiempo ha pasado usted en la esquina de la calle, aullando con todas sus fuerzas.
- ¿Éstas son las gracias - protestó el Viento - que me da por haber vuelto en su obsequio varios paraguas, y aún haberlos roto, cuando la gente nada quería con usted?
- Tengamos la fiesta en paz - intervino el Sol -. Contaré yo-. Y lo dijo con tal brillo y tanta majestad, que el Viento se echó cuan largo era. La Lluvia, sacudiéndolo, le dijo:
- ¿Vamos a tolerar esto? Siempre se mete donde no lo llaman el señor Sol. No lo escucharemos. Sus historias no valen un comino.
Y el Sol se puso a contar:
- Volaba un cisne por encima del mar encrespado; sus plumas relucían como oro; una de ellas cayó en un gran barco mercante que navegaba con todas las velas desplegadas. La pluma fue a posarse en el cabello ensortijado del joven que cuidaba de las mercancías, el sobrecargo, como lo llamaban. La pluma del ave de la suerte le tocó en la frente, pasó a su mano, y el hombre no tardó en ser el rico comerciante que pudo comprarse espuelas de oro y un escudo nobiliario. ¡Yo he brillado en él! - dijo el Sol -. El cisne siguió su vuelo por sobre el verde prado donde el zagal, un rapaz de siete años, se había tumbado a la sombra del viejo árbol, el único del lugar. Al pasar el cisne besó una de las hojas, la cual cayó en la mano del niño; y de aquella única hoja salieron tres, luego diez y luego un libro entero, en el que el niño leyó acerca de las maravillas de la Naturaleza, de la lengua materna, de la fe y la Ciencia. A la hora de acostarse se ponía el libro debajo de la cabeza para no olvidar lo que había leído, y aquel libro lo condujo a la escuela, a la mesa del saber. He leído su nombre entre los sabios - dijo el Sol -. Entróse el cisne volando en la soledad del bosque, y paróse a descansar en el lago plácido y oscuro donde crecen el nenúfar y el manzano silvestre y donde residen el cuclillo y la paloma torcaz. Una pobre mujer recogía leña, ramas caídas, que se cargaba a la espalda; luego, con su hijito en brazos, se encaminó a casa. Vio el cisne dorado, el cisne de la suerte que levantaba el vuelo en el juncal de la orilla. ¿Qué era lo que brillaba allí? ¡Un huevo de oro! La mujer se lo guardó en el pecho, y el huevo conservó el calor; seguramente había vida en él. Sí, dentro del cascarón algo rebullía; ella lo sintió y creyó que era su corazón que latía.
Al llegar a su humilde choza sacó el huevo dorado. «¡Tic-tac!», sonaba como si fuese un valioso reloj de oro, y, sin embargo, era un huevo que encerraba una vida. Rompióse la cáscara, y asomó la cabeza un minúsculo cisne, cubierto de plumas, que parecían de oro puro. Llevaba cuatro anillos alrededor del cuello, y como la pobre mujer tenía justamente cuatro hijos varones, tres en casa y el que había llevado consigo al bosque solitario, comprendió enseguida que había un anillo para cada hijo, y en cuanto lo hubo comprendido, la pequeña ave dorada emprendió el vuelo.
La mujer besó los anillos e hizo que cada pequeño besase uno, que luego puso primero sobre su corazón y después en el dedo.
- Yo lo vi - dijo el Sol -. Y vi lo que sucedió más tarde.
Uno de los niños se metió en la barrera, cogió un terrón de arcilla y, haciéndolo girar entre los dedos, obtuvo la figura de Jasón, el conquistador del vellocino de oro.
El segundo de los hermanos corrió al prado, cuajado de flores de todos los colores. Cogiendo un puñado de ellas, las comprimió con tanta fuerza, que el jugo le saltó a los ojos y humedeció su anillo. El líquido le produjo una especie de cosquilleo en el pensamiento y en la mano, y al cabo de un tiempo la gran ciudad hablaba del gran pintor.
El tercero de los muchachos sujetó su anillo tan fuertemente en la boca, que produjo un sonido como procedente del fondo del corazón; sentimientos y pensamientos se convirtieron en acordes, se elevaron como cisnes cantando, y como cisnes se hundieron en el profundo lago, el lago del pensamiento. Fue compositor, y todos los países pueden decir: «¡Es mío!».
El cuarto hijo era como la Cenicienta; tenía el moquillo, decía la gente; había que darle pimienta y cuidarlo como un pollito enfermo. A veces decían también: «¡Pimienta y zurras!». ¡Y vaya si las llevaba! Pero de mí recibió un beso - dijo el Sol -, diez besos por cada golpe. Era un poeta, recibía puñadas y besos, pero poseía el anillo de la suerte, el anillo del cisne de oro. Sus ideas volaban como doradas mariposas, símbolo de la inmortalidad.
- ¡Qué historia más larga! - dijo el Viento.
- ¡Y aburrida! - añadió la Lluvia -. ¡Sóplame, que me reanime!
Y el Viento sopló, mientras el Sol seguía contando:
- El cisne de la suerte voló por encima del profundo golfo, donde los pescadores habían tendido sus redes. El más pobre de ellos pensaba casarse, y, efectivamente, se casó.
El cisne le llevó un pedazo de ámbar. Y como el ámbar atrae, atrajo corazones a su casa; el ámbar es el más precioso de los inciensos. Vino un perfume como de la iglesia, de la Naturaleza de Dios. Gozaron la felicidad de la vida doméstica, el contento en la humildad, y su vida fue un verdadero rayo de sol.
- ¡Vamos a dejarlo! - dijo el Viento -. El Sol ha contado ya bastante. ¡Cómo me he aburrido!
- ¡Y yo! - asintió la Lluvia.
¿Qué diremos nosotros, los que hemos estado escuchando las historias? Pues diremos:
¡Se terminaron!

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