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lunes, 6 de mayo de 2013

Hans Cristian Andersen - Cuentos - XVI


Hans Cristian Andersen
Cuentos  XVI





Pedro, Perico y Pedrín

¡Es asombroso lo que saben los niños hoy en día! Uno ya casi no sabe qué es lo que ellos no saben. Eso de que la cigüeña los sacó muy pequeños del pozo o de la balsa del molino y los llevó a sus padres, es una historia tan anticuada, que ya ninguno la cree, a pesar de que es la verdad pura.
Pero, ¿cómo van a parar los pequeñuelos a la balsa o al pozo? Eso no lo saben todos, pero algunos sí. Si en una noche estrellada te has entretenido en contemplar el cielo, habrás visto caer estrellas fugaces. Parece exactamente como si una estrella cayera y desapareciese. Ni los hombres más sabios son capaces de explicar lo que no saben; pero cuando uno lo sabe, puede explicarlo. Es como si una velilla del árbol de Navidad cayese del cielo y se apagase; es un alma fulgurante de Dios Nuestro Señor que baja a la Tierra, y al llegar a nuestra atmósfera, pesada y densa, se extingue su brillo, quedando solamente lo que nuestros ojos no pueden ver, pues es mucho más sutil que nuestro aire. Es una criatura del cielo enviada acá abajo, un angelito, aunque sin alas, pues está destinado a ser un hombre; se desliza por el espacio, y el viento lo lleva a una flor, a un dondiego de noche, a una margarita, a una rosa o a una lucérnula; allí se queda y se recoge. Es vaporoso y ligero, una mosca podría llevarlo, y mucho más una abeja; y éstas acuden por turno en busca del néctar de las flores. Si el «bebé» les estorba, no lo arrojan al suelo, no tienen tan mal corazón, sino que lo depositan al sol sobre un pétalo de nenúfar, y en él es mecido suavemente en el agua, durmiendo y creciendo hasta que la cigüeña lo ve y puede llevarlo a una familia humana de las muchas que están suspirando por un dulce pequeñuelo como él. Pero el que sea o no dulce depende de que haya bebido en la clara fuente o se le haya atragantado barro y alguna lenteja de agua, que ésas son cosas que agrian el humor. La cigüeña carga con el primero que ve, sin hacer distingos. Un día irá a una casa buena, donde moran padres excelentes, otro dejará al pequeño en el hogar de gentes duras que viven en plena miseria, y entonces más le hubiera valido al chiquitín seguir en la balsa del molino.
Los pequeños no se acuerdan de lo que soñaron bajo el pétalo del nenúfar, donde al anochecer les cantaban las ranas su «croac, croac», lo cual, en lengua humana, significa: «¡Dormíos y tened dulces sueños!». Ni pueden tampoco acordarse de la flor en que estuvieron, ni de cómo olía; pero cuando ya son mayores hay algo en su interior que les dice: «¡Esta es la flor que más me gusta!». Pues es aquélla que les sirvió de cuna cuando eran criaturas del aire.
La cigüeña tiene una vida muy larga y siempre se preocupa de saber qué tal les va a los niños que llevó y cómo se despabilan en el mundo. Claro que nada puede hacer por ellos, ni cambiar sus circunstancias, pues bastante tiene con cuidar de su propia familia; pero sus pensamientos los acompañan siempre.
Yo conozco a una anciana cigüeña, muy respetable y sabihonda. Ha traído unos cuantos niños y conoce sus historias, en las cuales hay invariablemente un poquitín de fango y una que otra lenteja de la balsa del molino. Le pedí que me diera una pequeña biografía de uno de ellos, y he aquí que se ofreció a contarme no una, sino tres vidas de la casa Peitersen.
Era una familia simpatiquísima la de los Peitersen. El marido figuraba entre los treinta y dos prohombres de la ciudad, lo cual no dejaba de ser una distinción. En éstas llegó la cigüeña y le trajo un hijo, al que llamaron Pedro. Al año siguiente volvió el ave con otro niño, y le pusieron por nombre Perico, y al presentarse con el tercero, lo bautizaron Pedrín, pues en esos tres nombres, Pedro, Perico y Pedrín está el nombre de Peitersen.
Fueron, pues, tres hermanos, tres estrellas fugaces, cada uno mecido en su flor, depositados en la balsa del molino bajo la hoja de nenúfar y recogidos por la cigüeña y por ella llevados a la familia Peitersen, aquellos que viven en la esquina, como bien sabes.
Crecieron de cuerpo y de alma, y por eso quisieron ser algo más que los treinta y dos prohombres.
Pedro dijo que quería ser bandido. Había visto «Fra Diavolo», y sacó en consecuencia que la profesión de bandolero era la más hermosa del mundo. Perico quiso ser basurero, y Pedrín, que era un muchacho cariñoso y formal, mofletudo y regordete, y cuyo único defecto era el de comerse las uñas, pensó en ser «padre». Claro que esto es lo que dicen todos cuando se les pregunta qué quieren ser.
Fueron a la escuela; uno fue el primero, otro el último, y uno quedó en medio, pero los tres venían a ser iguales de buenos y listos, y, efectivamente, lo eran, según sus perspicaces y juiciosos padres.
Asistieron a bailes infantiles, fumaban cigarros cuando nadie los veía, y crecían en ciencia y experiencia.
Desde chiquillo Pedro era ya muy pendenciero, como debe ser todo bandido. Era muy travieso, lo cual, según, su madre, era debido a que padecía de lombrices. Los chicos traviesos tienen siempre lombrices: barro en el estómago. Su testarudez y mal carácter se manifestaron un día en el vestido de seda nuevo de la madre.
- ¡No des contra la mesa del café, corderillo mío! - le había dicho la mujer -. Podrías tirar la mantequera y mancharme el vestido de seda.
El «corderillo», agarrando con mano firme la mantequera, vertió toda la crema en el regazo de mamá. Ésta dijo, por todo comentario: - Corderillo, corderillo, ¡qué atolondrado eres, corderillo mío! ­ Pero lo que es voluntad, el niño la tenía, y su madre lo reconocía. Voluntad demuestra carácter, y para una madre esto es muy prometedor.
Indudablemente hubiera podido ser bandolero, pero todo quedó en palabras. Sólo por su exterior lo parecía, pues usaba un sombrero abollado, cuello abierto, y largo pelo suelto. Quería ser artista, pero no tenía de ello más que el traje, y encima parecía un malvavisco. Todas las figuras que dibujaba parecían otros tantos malvaviscos, de puro larguiruchas. Le gustaba mucho aquella flor; según la cigüeña, había yacido en ella.
A Pedro le había tocado por lecho un botón de oro. Tenía tan pringosas las comisuras de la boca y tan amarilla la piel, que se hubiera dicho que haciéndole un corte en la mejilla, saldría mantequilla. Parecía nacido para mantequera, y habría podido ser su propio anuncio; pero en el fondo, en lo más íntimo de su ser, era basurero; era también el talento musical de la familia Peitersen, «y se bastaba por todos los demás juntos», decían los vecinos. En una semana compuso diecisiete polcas, y luego las reunió en una ópera para trompeta y carraca. ¡Señores, qué hermosura!
Pedrín era blanco y rojo, menudo y ordinario; procedía de una margarita. Nunca se defendía cuando los demás chicos le zurraban; decía que era el más juicioso, y el juicioso siempre cede. Primero coleccionó pizarrines, luego sellos y, finalmente, se organizó un pequeño gabinete de naturalista que contenía el esqueleto de un gasterósteo, tres ratones ciegos de nacimiento guardados en alcohol, y un topo disecado. Pedrín tenía aptitudes para la Ciencia y ojo para la Naturaleza, lo cual era muy satisfactorio para sus padres y para él. Prefería ir al bosque antes que a la escuela. Sus hermanos estaban ya prometidos, cuando él no vivía sino por completar su colección de huevos de aves acuáticas. Pronto supo más de los animales que de las personas, y sostenía que nosotros no podemos alcanzar al animal en lo que consideramos más noble y elevado: el amor. Veía que el ruiseñor macho, cuando la hembra incubaba, permanecía toda la noche a su lado, cantándole: «¡cluc, cluc si, lo, lo, li!». Nunca Pedrín habría sido capaz de tamaña abnegación. Cuando la madre cigüeña estaba en el nido con sus pequeños, el padre permanecía de pie sobre una pata en la parhilera del tejado, sin moverse en toda la noche. Pedrín no lo habría resistido ni una hora. Y un día que examinó una tela de araña con lo que había en ella, decidió renunciar para siempre al matrimonio. El señor araña vive única y exclusivamente para atrapar moscas descuidadas, ya sean jóvenes o viejas, hinchadas de sangre o secas como un huso; atento sólo a tejer y a nutrir a su familia, mientras la señora vive nada más que para el padre. Lo devora de puro enamorada, se zampa su corazón, su cabeza y abdomen; sólo sus largas y delgadas patas quedan en la tela, en aquella tela en que él vivió sin más preocupación que la de alimentar a la familia. Es la pura verdad, extraída directamente de la Historia Natural. Pedrín lo vio, y la cosa le dio que pensar: «¡Ser amado hasta tal extremo por su esposa, ser por ella devorado, víctima de una pasión tan ardiente! ¡No! Hasta eso no llega ningún ser humano. Por lo demás, ¿sería de veras deseable?».
Pedrín resolvió no casarse nunca, nunca dar ni recibir un beso, pues ello habría podido tomarse por el primer paso conducente al matrimonio. Y, sin embargo, recibió un beso, el que recibimos todos, el fuerte ósculo de la muerte. Cuando hemos vivido el tiempo asignado, la Muerte recibe la orden: «¡Llévatelo de un beso!». Y ¡adiós el hombre! De Dios Nuestro Señor nos baja un rayo de sol tan intenso, que nos ciega los ojos. El alma humana, que llegó en forma de estrella fugaz, emprende el vuelo en la misma forma, pero no para ir a descansar en una flor o a soñar bajo un pétalo de nenúfar. Cosas más importantes tiene que hacer. Vuela al gran país de la Eternidad. Cómo es aquel país y qué aspecto tiene, nadie sabría decirlo, pues nadie lo ha visto, ni siquiera la cigüeña, por muy lejos que alcance su vista y por muchas cosas que sepa. Así, nada más podía decir de Pedro, Perico y Pedrín; bien es verdad que ya tenía bastante de ellos, y tú seguramente también. De modo que por esta vez le daremos muchas gracias a la cigüeña. Pero ella, en pago de esta historieta, que nada tiene de particular, pide tres ranas y una culebrina. Por lo visto, cobra en especies. ¿Quieres pagarle tú? Yo no, pues no tengo ni ranas ni culebras.




Guardado en el corazón, y no olvidado

Érase una vez un viejo castillo, con su foso pantanoso y su puente levadizo, el cual estaba más veces levantado que bajado, pues no todas las visitas son deseables. Había troneras bajo el tejado, y mirillas a lo largo de los muros; por ellos podía dispararse al exterior o arrojar agua hirviendo o plomo derretido sobre el enemigo, cuando se acercaba demasiado. Los aposentos interiores eran de alto techo, y así convenía que fuesen, por el mucho humo que salía del fuego del hogar, alimentado con troncos húmedos. De la pared colgaban retratos de hombres con sus armaduras, y de altivas damas en sus pesados ropajes. La más altiva de todas vivía y deambulaba por los recintos del castillo; era su dueña y se llamaba Mette Mogens.
Una noche vinieron bandidos. Mataron a tres de los servidores del castillo y al perro mastín, ataron luego a Dama Mette a la perrera con la cadena del animal e, instalándose en la gran sala, se bebieron el vino de la bodega y la buena cerveza.
Dama Mette permanecía encadenada en la caseta; ni siquiera podía ladrar.
En éstas se le acercó el más joven de los bandidos, deslizándose de puntillas para no ser oído, pues los demás lo hubieran asesinado.
- Señora Mette Mogens - dijo el mozo -, ¿te acuerdas de que un día mi padre, en vida aún de tu esposo, fue condenado a montar en el potro del tormento? Tú pediste piedad para él, pero en vano; hubo de cumplirse la sentencia. Pero tú te acercaste a hurtadillas como lo hago yo ahora, y le pusiste una piedra debajo de cada pie para procurarle un punto de apoyo. Nadie lo vio, o por lo menos hicieron como si no lo vieran; por algo eras la señora. Mi padre me lo contó, y yo he guardado el relato en mi corazón, mas no lo he olvidado. ¡Ahora te devuelvo la libertad, señora Mette Mogens!
Poco después los dos galopaban, bajo la lluvia y la tempestad, en busca de ayuda.
- Ha sido un pago espléndido por el pequeño favor que presté al viejo - dijo Dama Mogens.
- Lo que se guarda en el corazón no se olvida - respondió el joven.
Los bandidos fueron ahorcados.
En una región solitaria se alzaba un viejo castillo; todavía hoy existe. No era el de Dama Mette Mogens, sino de otra noble familia.
La historia sucede en nuestros tiempos. El sol brilla en la punta dorada de la torre; pequeñas manchas de bosque destacan como ramilletes entre el agua, y en derredor nadan cisnes salvajes. En el jardín crecen rosas; la castellana es la rosa más preciosa, radiante de alegría, la alegría de una buena acción. El rayo de gozo no se proyecta hacia fuera, hacia el mundo, sino que penetra profundamente en el corazón; en él permanece bien guardado, no olvidado.
La señora viene del castillo y se dirige a la cabaña de unos jornaleros que viven en el campo. En ella yace una pobre muchacha paralítica. La ventana del reducido cuartucho da al Norte, y nunca entra por ella el sol. La inválida sólo puede ver un pedacito de campo, cerrado por el alto borde del foso. Pero hoy luce allí el sol, el hermoso y confortador sol de Dios, que entra desde el Sur por la nueva ventana, que antes era toda ella pared. La enferma está sentada al sol, ve el bosque y la orilla del mar; el mundo se ha vuelto para ella inmenso y bello, y todo gracias a una sola palabra de la bondadosa castellana.
- ¡La palabra fue tan sencilla, la acción tan insignificante! - dijo -, pero la alegría que sentí fue inmensamente grande y bienhechora.
Y por eso practica tantas buenas obras, piensa en todos los hogares humildes y también en los ricos, cuando pasan por alguna tribulación. Lo hace todo sin ostentación, en secreto; pero Dios no lo olvida.
Hay una antigua casa patricia en la ciudad grande y laboriosa. No entraremos en sus aposentos y salones, sino que nos quedaremos en la cocina. Está clara y caldeada, limpia y aseada. La batería de cobre reluce como espejos, la mesa parece pulimentada, el vertedero está como una tabla acabada de fregar. Es una sola criada la que ha hecho todo el trabajo, y aún ha tenido tiempo de vestirse primorosamente, como para ir a la iglesia. Lleva en la cofia un lazo, un lazo negro, señal de luto. Y, sin embargo, no tiene a nadie por quien llevar luto, ni padre ni madre, ningún pariente, ni novio; es una pobre doncella. En tiempos estuvo prometida, con un hombre pobre también; se querían entrañablemente. Un día él le dijo:
- No poseemos nada. La rica viuda que es dueña de la bodega me ha dirigido palabras cariñosas y quiere proporcionarme el bienestar; pero tú sola vives en mi corazón. ¿Qué me aconsejas?
- Lo que tú creas que haya de hacer tu felicidad - respondió la muchacha -. Sé bueno y afectuoso con ella; pero piensa que no volveremos a vernos desde el momento en que nos separemos.
Transcurrieron unos años. Un día ella se encontró en la calle con su antiguo amigo y novio. Su aspecto era triste y enfermo, y la joven no pudo por menos de preguntarle:
- ¿Qué tal estás?
- Muy bien, no me falta nada - respondió el -. La mujer es buena y honrada, pero tú llenas mi corazón. He sostenido una terrible batalla, que pronto terminará. ¡No volveremos a vernos sino ante el trono de Dios!
Transcurrió otra semana, y en el periódico de hoy viene la noticia de su muerte; pero eso se ha puesto luto la doncella. El que un día fue su novio ha fallecido - dice la esquela -, dejando esposa y tres hijastros. La campana tañe con un son quebrado; y, sin embargo, el metal es puro.
El lazo negro indica el luto, el rostro de la joven lo indica aún más. Vive oculto en el corazón, pero no olvidado.
¿Ves? Son tres historias, tres hojas de un tallo. ¿Quieres más hojas de trébol? Hay muchas guardadas en el libro del corazón; guardadas, pero no olvidadas.



El hijo del portero

El general vivía en el primer piso, y el portero, en el sótano. Había una gran distancia entre las dos familias: primero las separaba toda la planta baja, y luego la categoría social.
Pero las dos moraban bajo un mismo tejado, con la misma vista a la calle y al patio, en el cual había un espacio plantado de césped, con una acacia florida, al menos en la época en que florecen las acacias. Bajo el árbol solía sentarse la emperejilada nodriza con la pequeña Emilia, la hijita del general, más emperejilado todavía. Delante de ellas bailaba, descalzo, el niño del portero. Tenía grandes ojos castaños y oscuro cabello y la niña le sonreía y le alargaba las manitas. Cuando el general contemplaba aquel espectáculo desde su ventana, inclinando la cabeza con aire complacido, decía:
- ¡Charmant!
La generala, tan joven que casi habría podido pasar por hija de un primer matrimonio del militar, no se asomaba nunca a la ventana a mirar al patio, pero tenía mandado que, si bien el pequeño de «la gente del sótano» podía jugar con la niña, no le estaba permitido tocarla, y el ama cumplía al pie de la letra la orden de la señora.
El sol entraba en el primer piso y en el sótano; la acacia daba flores, que caían, y al año siguiente daba otras nuevas. Florecía el árbol, y florecía también el hijo del portero; habríais dicho un tulipán recién abierto.
La hijita del general crecía delicada y paliducha, con el color rosado de la flor de acacia. Ahora bajaba raramente al patio; salía a tomar el aire en el coche, con su mamá, y siempre que pasaba saludaba con la cabeza al pequeño Jorge del portero. Al principio le dirigía incluso besos con la mano, hasta que su madre le dijo que era demasiado mayor para hacerlo.
Una mañana subió el mocito a llevar al general las cartas y los periódicos que habían dejado en la portería. Mientras estaba en la escalera oyó un leve ruido en el cuarto donde guardaban la arena blanca empleada para la limpieza de los suelos. Pensando que sería un pollito allí encerrado, abrió la puerta y se encontró ante la hijita del general, vestida de gasas y encajes.
- No lo digas a mis papás; se enfadarían.
- Pero, ¿qué pasa? ¿Qué sucede, señorita? - preguntó Jorge.
- Todo está ardiendo - respondió ella -. ¡Llamas y llamas!
Jorge abrió la puerta de la habitación de la niña. La cortina de la ventana estaba casi completamente quemada, y el barrote ardía. El niño lo hizo caer de un salto y pidiendo socorro a gritos. De no haber sido por él, la casa entera se hubiera incendiado.
El general y la generala interrogaron a Emilita.
- Sólo cogí una cerilla - dijo la niña -; prendió enseguida, y la cortina también. Escupí para apagar el fuego, escupí cuanto pude, pero no tenía bastante saliva, y entonces salí corriendo de la habitación, pues pensé que mis papás se enfadarían.
- ¡Escupir! - dijo el general -, ¿Qué palabrota es esa? ¿Cuándo la oíste a tu papá o a tu mamá? La aprendería ahí abajo.
A Jorgito, empero, le dieron una moneda de cuatro chelines, que no fue a parar a la pastelería, no, sino a la hucha. Y pronto hubo en ella los chelines suficientes para comprar una caja de lápices de colores, con los cuales pudo iluminar sus numerosos dibujos. Éstos fluían materialmente de los lápices y los dedos. Los primeros los regaló a Emilita.
- ¡Charmant! - exclamó el general. Hasta la generala admitió que se veía perfectamente la idea del chiquillo -. Tiene talento -. Estas palabras fueron comunicadas, para su satisfacción, a la mujer del portero.
El general y su esposa eran personas de la nobleza; tenían sus escudos de armas, cada cual el propio, en la portezuela del coche. La señora había hecho bordar el suyo en todas sus piezas de tela, tanto exteriores como interiores, así como en su gorro de dormir y en el bolso de cama. Era un escudo precioso, y sus buenos florines había costado a su padre, pues no había nacido con él, ni ella tampoco. Había venido al mundo demasiado pronto, siete años antes que el blasón. La mayoría de las personas lo recordaban; sólo la familia lo había olvidado. El escudo del general era antiguo y de gran tamaño; llevarlo encima habría sido como para que rechinaran los huesos, y ahora se le había añadido otro. Y a la señora generala parecía que se le oyeran rechinar los huesos cuando se dirigía en su carroza al baile de la Corte, toda tiesa y envarada.
El general era ya viejo y de cabello entrecano, pero montado en su caballo, hacía aún buena figura. Como estaba convencido de ello, salía todos los días a caballo, con su ordenanza a la distancia conveniente. Cuando entraba en una reunión parecía también hacerlo a caballo, y tenía tantas condecoraciones, que resultaba casi increíble. Pero, ¿qué iba a hacerle? Había entrado muy joven en la carrera militar, y había participado en muchas maniobras, todas en otoño y en tiempo de paz. De aquellos tiempos recordaba una anécdota, la única que sabía contar. Su suboficial cortó una vez la retirada a un príncipe, haciéndolo prisionero, por lo que éste hubo de entrar en la ciudad en calidad de cautivo, junto con un grupo de soldados, detrás del general.
Había sido un acontecimiento inolvidable, que el general narraba año tras año con regularidad, repitiendo siempre las memorables palabras que habla pronunciado al restituir el sable al príncipe:
«Sólo un suboficial pudo hacer prisionero a Vuestra Alteza; yo nunca». Y el príncipe había respondido: «Es usted incomparable». Jamás el general había tomado parte en una campaña de verdad. Cuando la guerra asoló el país, él entró en la carrera diplomática, y fue acreditado, sucesivamente, en tres Cortes extranjeras. Hablaba el francés tan a la perfección, que por esta lengua casi había olvidado la propia; bailaba bien, montaba bien, y las condecoraciones se acumulaban en su pecho en número incontable. Los centinelas le presentaban armas; una lindísima muchacha lo hizo también, y ello le valió ser elevada al rango de generala y tener una hijita encantadora, que parecía caída del cielo. Y el hijo del portero bailaba ante ella en el patio, y le regalaba todos sus dibujos y pinturas, que ella miraba complacida antes de romperlos. ¡Era tan delicada y tan linda!
- ¡Mi pétalo de rosa! - decíale la generala -. ¡Naciste para un príncipe!
El príncipe estaba ya en la puerta, pero nadie lo sabía. Las personas no ven nunca más allá del umbral.
- Hace poco nuestro pequeño partió su merienda con ella - dijo la mujer del portero -. No tenía ni queso ni carne, y, sin embargo, le gustó como si fuese buey asado. Se habría armado la gorda si llegan a verlo los generales; pero no se enteraron.
Jorge había compartido su merienda con Emilita, y muy a gusto habría compartido también su corazón si ello hubiese podido darle gusto. Era un buen muchacho, listo y despierto. A la sazón concurría a la escuela nocturna de la Academia, para perfeccionarse en el dibujo. Emilita también progresaba en sus conocimientos; hablaba francés con su ama, y tenía profesor de baile.
* * *
- Jorge va a recibir la confirmación para Pascuas - dijo la mujer del portero. Tan mayor era ya.
- Convendría ponerlo de aprendiz - observó el padre -. Habría que darle un buen oficio; y sería una carga menos.
- Pero tendrá que venir a dormir a casa - respondió la madre.
No es cosa fácil encontrar un maestro que disponga de dormitorio para aprendices. Igualmente tendremos que vestirlo, y, en cuanto a la comida, no supone un gran sacrificio, ya sabes que se contenta con unas patatas hervidas. Su instrucción no nos cuesta nada; déjalo que siga su camino. No nos pesará, ya lo verás. Lo dice su profesor.
El traje de confirmación estaba listo. La propia madre lo había confeccionado. Se lo había cortado un sastre de la vecindad, que tenía muy buenas manos. Como decía la portera, si hubiese dispuesto de medios y tenido un taller con oficiales, habría sido sastre de la Corte.
Los vestidos estaban listos, y el confirmando también. El día de la ceremonia, uno de los padrinos de Jorge, el más rico de todos un ex-mozo de almacén de edad ya avanzada, regaló a su ahijado un gran reloj de metal barato. Era un reloj viejo y muy usado que siempre adelantaba, pero mejor era eso que atrasar; fue un regalo espléndido. El obsequio de la familia del general consistió en un devocionario encuadernado en tafilete; se lo envió la señorita, a quien Jorge había regalado tantos dibujos. En la portada se leía su nombre y el de ella, con la expresión «afectuosa protectora». Lo había escrito la muchacha al dictado de la generala, y su marido, al leerlo, lo había encontrado charmant
- Verdaderamente es una gran atención, de parte de personas tan distinguidas - dijo la mujer del portero; y Jorge hubo de vestir su traje de confirmación, y, con su devocionario, subir a dar las gracias.
La generala estaba sentada, muy arropada, pues padecía jaqueca siempre que se aburría. Recibió a Jorge muy amablemente, lo felicitó y le deseó que nunca tuviera que sufrir aquel dolor de cabeza. El general iba en bata de noche, gorra de borla y botas rusas de caña roja. Por tres veces recorrió la habitación sumido en sus pensamientos y recuerdos; finalmente, se detuvo y pronunció el siguiente discurso:
- Así ya tenemos al pequeño Jorge hecho un cristiano. Sé también un hombre bueno y respeta a tus superiores. Cuando seas viejo, podrás decir: ¡Lo aprendí del general!
Fue sin duda el discurso más largo de cuantos el bravo militar habla pronunciado en toda su vida; luego volvió a reconcentrarse y adoptó un aire de gran dignidad. Pero de todo lo que Jorge oyó y vio en aquella casa, lo que más se grabó en su recuerdo fue la señorita Emilia. ¡Qué encantadora! ¡Qué dulce, vaporosa y distinguida! Si tuviera que pintarla, tendría que hacerlo en una pompa de jabón. Un fino perfume se exhalaba de todos sus vestidos y de su ensortijado cabello rubio. Habríase dicho un capullo de rosa recién abierto. ¡Y con aquella criatura había partido él un día su merienda! Ella se la había comido con verdadera voracidad, con un gesto de aprobación a cada bocado. ¿Se acordaría aún de aquello? Sí, seguramente; y en recuerdo le había regalado el hermoso devocionario.
A la primera luna nueva del año siguiente, siguiendo una vieja tradición, salió a la calle con un trozo de pan y un chelín, y abrió el libro al azar, buscando una canción que le descubriera su porvenir. Salió un cántico de alabanza y de gracias. Preguntó luego al oráculo por el destino de Emilita. Procedió con extremo cuidado, para no dar con un himno mortuorio, y, a pesar de todo, el libro se abrió en una página que hablaba de la muerte y de la sepultura; pero, ¡quién cree en esas tonterías! Y, sin embargo, experimentó una angustia infinita cuando, poco más tarde, la encantadora muchachita cayó enferma, y el coche del doctor se paraba cada mediodía delante de la puerta.
- No conservarán a la niña - decía la portera -. El buen Dios sabe bien a quién debe llamar a su lado.
No murió, sin embargo, y Jorge siguió componiendo dibujos y enviándoselos. Dibujó el palacio del Zar y el antiguo Kremlin tal y como era, con sus torres y cúpulas, que, en el dibujo del muchacho, parecían enormes calabazas verdes y doradas por el sol. A Emilita le gustaban mucho estas composiciones, y aquella misma semana Jorge le envió otras, representando también edificios, para que la niña pudiera fantasear acerca de lo que había detrás de las puertas y ventanas.
Dibujó una pagoda china, con campanillas en cada uno de sus dieciséis pisos, y dos templos griegos con esbeltas columnas de mármol y grandes escalinatas alrededor. Dibujó asimismo una iglesia noruega de madera; se veía que estaba construida toda ella de troncos y vigas, muy bien tallados y modelados, y encajados unos con otros con un arte singular. Pero lo más bonito de la colección fue un edificio, que él tituló «Palacio de Emilita», porque ella debía habitarlo un día. Era una invención de Jorge y contenía todos los elementos que le habían gustado más en las restantes construcciones. Tenía la viguería de talla, como la iglesia noruega; columnas de mármol, como el templo griego; campanillas en cada piso, y en lo alto, cúpulas verdes y doradas, como el Kremlin del Zar. Era un verdadero palacio infantil, y bajo cada ventana se leía el destino de la sala correspondiente: «Aquí duerme Emilia, aquí Emilia baila y juega a "visitas"». Daba gusto mirarlo, y causó la admiración de todos.
- ¡Charmant! - exclamó el general.
Pero el anciano conde - pues había un conde anciano, más distinguido aún que el general y propietario de un palacio propio y una gran hacienda señorial - no dijo nada. Enteróse de que lo había imaginado y dibujado el hijo del portero. Ya no era un niño, pues había recibido la confirmación. El anciano conde examinó los dibujos y se guardó su opinión.
Una mañana en que hacía un tiempo de perros, gris, húmedo, en una palabra, abominable, significó, sin embargo, para Jorge el principio de uno de los días más radiantes y bellos de su vida. El profesor de la Academia de Arte lo llamó.
- Escucha, amiguito - le dijo -, tenemos que hablar tú y yo. Dios te ha dotado de aptitudes excepcionales, y ha querido al mismo tiempo que no te faltase la ayuda de personas virtuosas. El anciano conde que vive en esta calle ha hablado conmigo. He visto tus dibujos, pero ahora no hablemos de ellos, pues tienen demasiado que corregir. Desde ahora podrás asistir dos veces por semana a mi escuela de dibujo y aprenderás a hacer las cosas como se debe. Creo que es mayor tu disposición para arquitecto que para pintor. Pero tienes tiempo para pensarlo. Preséntate hoy mismo al señor conde de la esquina, y da gracias a Dios por haber puesto a este hombre en tu camino.




El hijo del portero

Continuación

Era una hermosa casa la del conde, allá en la esquina de la calle. Las ventanas estaban enmarcadas con relieve de piedra, representando elefantes y dromedarios, todo del tiempo antiguo, pero el anciano conde vivía de cara al nuevo y a todo lo bueno que nos ha traído, lo mismo si ha salido del primer piso como del sótano o de la buhardilla.
- Creo - observó la mujer del portero - que cuanto más de veras son nobles las personas, más sencillas son. Mira el anciano conde, ¡qué llano y amable! Y habla exactamente como tú y como yo; no lo hacen así los generales.
No estaba poco entusiasmado anoche Jorge, después de visitar al conde. Pues lo mismo me ocurre hoy a mí, después de haber sido recibida por este gran señor. ¿Ves lo bien que hicimos al no poner a Jorge de aprendiz? Tiene mucho talento.
- Pero necesita apoyo de los de fuera ­ observó el padre.
- Ya lo tiene - repuso la madre -. El conde habló con palabras muy claras y precisas.
- Pero la cosa salió de casa del general - opinó el portero y también a él debemos estarle agradecidos.
- Desde luego - respondió la madre -, aunque no creo yo que les debamos gran cosa. Daré las gracias a Dios, y se las daré también por el restablecimiento de Emilita.
La niña salía adelante, en efecto, y lo mismo hacía Jorge. Al cabo de un año ganó la segunda medalla de plata, y después, la primera.
* * *
- ¡Más nos hubiera valido ponerlo de aprendiz! - exclamaba llorando la mujer del portero -; así lo hubiéramos tenido a nuestro lado. ¿Qué se le ha perdido en Roma? No volveré a verlo, aunque regrese algún día. ¡Pero nunca volverá mi hijo querido!
- ¡Pero si es por su bien, si es un gran honor para él! - la consolaba el padre.
- Gracias por tus consuelos - protestó la mujer -, pero ni tú mismo crees lo que estás diciendo. ¡Estás tan triste como yo!
La aflicción de los padres era justificada, pero no lo era menos el viaje. Para el muchacho era una gran suerte, decía la gente.
Llegó la hora de despedirse, incluso de la familia del general. La señora no salió, pues sufría de fuerte jaqueca. El general le repitió su única anécdota, lo que había dicho al príncipe y la respuesta de éste: «Es usted incomparable». Luego le tendió la blanda mano. Emilia se la estrechó a su vez, parecía afligida, pero Jorge estaba aún más triste.
* * *
El tiempo pasa deprisa cuando se trabaja; pero también cuando no se hace nada. El tiempo es igual de largo, pero no de útil. Para Jorge era provechoso, pero no largo ni mucho menos, excepto cuando pensaba en los seres queridos que había dejado en casa. ¿Qué tal irían las cosas en el primer piso y en el sótano? Se escribían, naturalmente. ¡Cuántas cosas puede reflejar una carta! Días de sol y otros turbios y difíciles. Así llegó una anunciando que su padre había muerto y que la madre quedaba sola. Emilia se había portado como un ángel de consuelo. Había bajado al sótano, escribía la madre, añadiendo que le permitían continuar de portera.
* * *
La generala llevaba su diario, en el que registraba cada baile y cada tertulia a que había concurrido, así como las visitas de todos los forasteros. El diario estaba ilustrado con las tarjetas de los diplomáticos y de la alta nobleza; la dama estaba orgullosa de su diario. Había ido creciendo a lo largo del tiempo, a costa de horas, bajo fuertes jaquecas, pero también como fruto de claras noches, es decir, de bailes cortesanos. Emilia había asistido ya al primer baile; su madre llevaba un vestido rojo brillante, con encajes negros: traje español. La hija iba de blanco, fina y exquisita. Cintas de seda verde ondeaban como juncos entre sus dorados rizos, coronados por una guirnalda de lirios de agua. Sus ojos despedían un brillo azul y límpido, su boca era roja y delicada; toda ella era comparable a una sirena, hermosa hasta lo indecible. Tres príncipes bailaron con ella, uno tras otro, naturalmente. La generala estuvo luego ocho días sin que le doliera la cabeza.
Mas aquel baile no fue el único, en perjuicio de la salud de Emilia. Por eso fue una suerte que llegase el verano, con su descanso y su vida al aire libre. El anciano conde invitó a la familia a su palacio.
Este palacio tenía un parque admirable. Una parte de él se conservaba como en sus tiempos primitivos, con espesos setos verdes, que no parecía sino que uno anduviese entre verdes mamparas interrumpidas por mirillas. Bojes y tejos estaban cortados en figura de estrellas y pirámides, y el agua brotaba de grutas de concha; en derredor había estatuas de mármoles rasos, de bellos rostros y nobles ropajes. Cada arriate tenía una forma distinta; uno figuraba un pez, otro un escudo de armas, otro unas iniciales. Ésta era la parte francesa del parque. Desde ella se penetraba en el bosque fresco y verde, donde los árboles crecían en plena libertad; por eso eran tan grandes y tan magníficos. El césped era verde y mullido y le pasaban con frecuencia el rodillo, lo segaban y cuidaban para que se pudiera andar sobre él como sobre una alfombra. Era la parte inglesa del jardín.
- La época antigua y la nueva - decía el conde -. Aquí al menos se armonizan, y la una valoriza a la otra. Dentro de dos años el palacio tendrá su auténtico carácter. Van a embellecerlo y mejorarlo a fondo. Les mostraré los dibujos y les presentaré al arquitecto, a quien he invitado a comer.
- ¡Charmant! - respondió el general.
- ¡Un verdadero paraíso! - exclamó la generala -; y allí tiene además un castillo medieval.
- Es mi gallinero - replicó el conde -. Las palomas viven en la torre, los pavos, en el primer piso; pero abajo reina la vieja Elsa. En todos lados tiene habitaciones para huéspedes; las cluecas viven independientes, las gallinas con sus polluelos, también, y los patos tienen una salida especial al agua.
- ¡Charmant! - repitió el general.
Y todos se dirigieron a ver aquella maravilla.
En el centro de la habitación estaba la vieja Elsa, y a su lado su hijo, el arquitecto Jorge. Él y Emilita se volvían a encontrar al cabo de bastantes años, y el encuentro ocurría en el gallinero. Sí, allí estaba él, y de verdad que era un apuesto mozo. Abierta y resuelta era la expresión de su rostro, brillante su negro cabello, y en sus labios se dibujaba una sonrisa, como queriendo significar: a mí no me las dais, os conozco a fondo. La anciana no llevaba zuecos; se había puesto medias en honor de los distinguidos visitantes. Las gallinas cloqueaban, y el gallo cacareaba, y los patos anadeaban con su «rap, rap» camino del agua. Pero la fina muchacha, la amiga de su niñez, la hija del general, permanecía de pie, con un rubor en sus mejillas, de ordinario tan pálidas, los grandes ojos abiertos, la boca tan elocuente, a pesar de que no salía de ella ni una palabra. Y el saludo que él recibió fue el más amable que un joven pudiera esperar de una damita que no perteneciese a una encumbrada familia o hubiese bailado más de una vez con él. Pues ella y el arquitecto nunca habían bailado juntos.
El conde tomó la mano del joven y lo presentó:
- No les es del todo desconocido nuestro joven amigo, don Jorge.
La generala correspondió con una inclinación, la hija estuvo a punto de ofrecerle la mano, pero se retuvo.
- ¡Nuestro pequeño amigo Jorge! - dijo el general -. Viejos amigos de casa. ¡Charmant!
- Viene usted hecho un perfecto italiano - le dijo la generala. - Hablará la lengua como un nativo, ¿verdad?
- Mi señora no habla el italiano, pero lo canta - explicó el general.
En la mesa, Jorge se sentó a la derecha de Emilia; el general había entrado del brazo de ella, mientras el conde lo daba a la generala.
Don Jorge habló y contó, y lo hizo bien; él fue quien ayudado por el anciano conde, animó la mesa con sus relatos y su ingenio. Emilia callaba, atento el oído, la mirada brillante. Pero no dijo nada.
Ella y Jorge se reunieron en la terraza, entre las flores; un rosal los ocultaba. De nuevo Jorge tenía la palabra; fue el primero en hablar.
- Gracias por su amable conducta con mi anciana madre - le dijo -. Sé que la noche en que falleció mi padre, usted bajó a su casa y permaneció a su lado hasta que se cerraron sus ojos. ¡Gracias! -. Y cogiendo la mano de Emilia, la besó; bien podía hacerlo en aquella ocasión. Un vivo rubor cubrió las mejillas de la muchacha, que le respondió apretándole la mano y mirándole con sus expresivos ojos azules.
- Su madre es tan buena persona... ¡Cómo lo quiere! Me dejaba leer todas sus cartas; creo que lo conozco bien. ¡Qué bueno fue usted conmigo cuando yo era niña! Me daba dibujos...
- Que usted rompía - interrumpió Jorge.
- No, conservo aún una obra suya, en mi palacio.
- Ahora voy a construirlos de verdad - dijo Jorge, entusiasmándose con sus propias palabras.
El general y la generala discutían en su habitación acerca del hijo del portero, y convenían en que sabía moverse y expresarse. - Podría ser preceptor - dijo el general.
- Tiene ingenio - se limitó a observar la generala.
* * *
Durante los dulces días de verano, don Jorge iba con frecuencia al palacio del conde. Lo echaban de menos si no lo hacía.
- Cuántos dones le ha hecho Dios, con preferencia a nosotros, pobres mortales - le decía Emilia .- ¿No le está muy agradecido?
A Jorge le halagaba oír aquellas alabanzas de labios de la hermosa muchacha, en quien encontraba altísimas aptitudes.
El general estaba cada vez más persuadido de la imposibilidad de que Jorge hubiese nacido en un sótano.
- Por otra parte, la madre era una excelente mujer - decía -. He de reconocerlo, aunque sea sobre su tumba.
Pasó el verano, llegó el invierno y nuevamente se habló de don Jorge. Era bien visto, y se le recibía en los lugares más encumbrados; el general hasta se encontró con él en un baile de la Corte.
Organizaron otro en casa en honor de la señorita Emilia. ¿Sería correcto invitar a don Jorge?
- Cuando el Rey invita, también puede hacerlo el general - dijo éste, creciéndose lo menos una pulgada.
Invitaron a don Jorge, y éste acudió; y acudieron príncipes y condes, y cada uno bailaba mejor que el anterior. Pero Emilia sólo bailó el primer baile; le dolía un pie, no es que fuera una cosa de cuidado, pero tenía que ser prudente, renunciar a bailar y limitarse a mirar a los demás. Y se estuvo sentada, mirando, con el arquitecto a su lado.
- Parece usted dispuesto a darle la basílica de San Pedro toda entera - dijo el general, pasando ante ellos con una sonrisa, muy complacido de sí mismo.
Con la misma sonrisa complaciente recibió a don Jorge unos días más tarde. Probablemente el joven venía a dar las gracias por la invitación al baile. ¿Qué otra cosa, si no? Pero, no: era otra cosa.
La más sorprendente, la más extravagante que cupiera imaginar: de sus labios salieron palabras de locura; el general no podía prestar crédito a sus oídos. «¡Inconcebible!», una petición completamente absurda: don Jorge solicitaba la mano de Emilita.
- ¡Señor mío! - exclamó el general, poniéndose colorado como un cangrejo -. No lo comprendo en absoluto. ¿Qué dice usted? ¿Qué quiere? No lo conozco. ¿Cómo ha podido ocurrírsele venir a mi casa con esta embajada? No sé si debo quedarme o retirarme ­ y andando de espaldas, se fue a su dormitorio y lo cerró con llave, dejando solo a Jorge. Éste aguardó unos minutos y luego se retiró.
En el pasillo estaba Emilia.
- ¿Qué contestó mi padre? - dijo con voz temblorosa.
Jorge le estrechó la mano.
- Me dejó plantado. ¡Otro día estaré de mejor suerte!
Las lágrimas asomaron a los ojos de Emilia. En los del joven brillaban la confianza y el ánimo; el sol brilló sobre los dos, enviándoles su bendición.
Entretanto el general seguía en su habitación, fuera de sí por la ira. Su rabia le hacía desatarse en improperios:
- ¡Qué monstruosa locura! ¡Qué desvaríos de portero!.
Menos de una hora después, la generala había oído la escena de boca de su marido. Llamó a Emilia a solas.
- ¡Pobre criatura! ¡Ofenderte de este modo! ¡Ofendernos a todos!
Veo lágrimas en tus ojos, pero te favorecen. Estás encantadora llorando. Te pareces a mí el día de mi boda. ¡Llora, llora, Emilia querida!
- Sí, habré de llorar - replicó la muchacha - si tú y papá no decís que sí.
- ¡Hija! - exclamó la generala -. Tú estás enferma, estás delirando, y por tu culpa voy a recaer en mi terrible jaqueca. ¡Qué desgracia ha caído sobre nuestra casa! ¿Quieres la muerte de tu madre, Emilia? Te quedarás sin madre.
Y a la generala se le humedecieron los ojos; no podía soportar la idea de su propia muerte.




Día de mudanza

¿Te acuerdas del torrero Ole, verdad? Ya te conté que le hice dos visitas. Pues ahora te contaré una tercera, y no es la última.
Por lo regular voy a verlo a su torre el día de Año Nuevo, pero esta vez fue el día de mudanza general, en que no se está a gusto en las calles de la ciudad, pues están llenas de montones de basura, cascos rotos y trastos viejos, y no hablemos ya de la paja vieja de los jergones, por la cual hay que pasar casi a vado. Siguiendo por entre aquellas pilas de desperdicios, vi a unos niños que estaban jugando con la paja. Jugaban a acostarse, encontrando que todo allí convidaba a este juego. Se metían en la paja viva, y se echaban encima, a guisa de cubrecama, una vieja cortina rota.
- ¡Se está muy cómodo! - decían. Aquello ya era demasiado ­ y me alejé, en dirección a la morada de Ole.
- ¡Es día de mudanza! - dijo -. Calles y callejones están convertidos en cubos de basura; unos cubos de basura grandiosos. A mí me basta con un carro lleno. Siempre puedo sacar algo de él, y así lo hice, poco después de Navidad. Bajé a la calle; el tiempo era rudo, húmedo, sucio, muy a propósito para enfriarse. El basurero se había parado con su carro lleno, una especie de muestrario de las calles de Copenhague en día de mudanza. En la parte posterior del carro había un abeto, verde todavía y con oropeles en las ramas; había estado en una fiesta de Nochebuena, y luego lo habían arrojado a la calle; el basurero lo había cargado encima de la basura, en la parte trasera del carro. Lo mismo parecía alegre que lloroso, cualquiera sabe. Todo depende de lo que esté uno pensando en aquel momento, y yo estaba pensando, y los objetos amontonados en el carro, de seguro que también pensaban; pensaban o habrían podido pensar, que viene a ser lo mismo. Había allí un guante de señora, roto. ¿Qué pensaría? ¿Quiere que se lo diga? Allí estaba quieto, señalando con el dedo meñique el abeto. «¡Me emociona este árbol! - pensaba -. También yo he estado en una fiesta iluminada con grandes lámparas. Mi vida propiamente dicha fue una noche de baile; un apretón de manos, y reventé. Aquí me abandonan mis recuerdos, no tengo otra cosa de que poder vivir». Esto era lo que pensaba el guante, o lo que hubiera podido pensar. «Es un tonto ese abeto», dijeron los cascos de loza rota. Esos cascos todo lo encuentran siempre tonto. «Una vez se está en el carro de la basura - decían ­ hay que dejar de hacerse ilusiones y de llevar oropeles. Yo sé que he sido útil en este mundo, más útil que un palo verde como ése». ¿Ve usted? Esto es sólo una opinión personal, que acaso compartan muchos. Y, sin embargo, el abeto hacía bonito, era un poco de poesía entre la basura, y de ésta las calles están llenas los días de mudanza. El camino se me hacía pesado y fatigoso, y ya tenía ganas de llegar a la torre y quedarme en ella. Sentado en su altura, contemplo de buen humor lo que ocurre abajo.
Las buenas gentes están jugando a las «cuatro esquinas». Se arrastran y atormentan con sus trastos, y el duende, sentado en la cuba, se muda con ellas; chismes domésticos, comadrerías de familia, cuidados y preocupaciones, todo abandona la casa vieja para trasladarse a la nueva. Y, ¿qué sacan en claro ellos y nosotros de todo aquel ajetreo? ¡Oh! Tiempo ha lo escribieron en aquel antiguo verso del «Noticiero»: «¡Piensa en el día de la muerte, la gran mudanza!».
Éste es un pensamiento muy serio, pero imagino que no le gustará que se lo recuerden. La muerte es y será siempre el funcionario más concienzudo, a pesar de sus numerosos empleos accesorios. ¿No ha pensado usted en ella?
La Muerte es conductora de ómnibus, expedidora de pasaportes, estampa su nombre al pie de nuestro boletín de conducta y es directora de la gran caja de ahorros de la vida. ¿Comprende? Todas las acciones que realizamos en el curso de nuestra existencia terrena las llevamos a la caja de ahorros, y cuando la muerte se detiene ante nuestra puerta con su carro de mudanzas y montamos en él con destino a la Eternidad, al llegar a la frontera nos da como pasaporte nuestro boletín de comportamiento. Como viático saca de la caja de ahorros tal o cual de nuestras acciones, la más típica de nuestro proceder. Esto puede resultar agradable, pero a lo mejor es espantoso.
Nadie ha escapado todavía a este ómnibus. Cierto que se cuenta de un individuo que no pudo subir: el zapatero de Jerusalén; hubo de echar a correr detrás. De haberlo alcanzado, habría escapado al trato de que le han hecho objeto los poetas. Dirija usted mentalmente una mirada a aquel gran ómnibus de mudanzas. Verá qué sociedad tan abigarrada. Juntos van sentados un rey y un mendigo, un genio y un idiota; deben viajar sin más dinero ni bienes que su boletín de conducta y el viático de la caja de ahorros. ¿Cuál de sus acciones habrán sacado? Tal vez una muy pequeña, del tamaño de un guisante; pero de un guisante se puede hacer un zarcillo florido.
La pobre Cenicienta, que se había pasado la vida sentada en el taburete del rincón, sin conocer más que golpes y palabras duras, recibirá tal vez como viático y distintivo su roto asiento, el cual, en el país de la Eternidad, es muy posible que se transforme en litera o se eleve a la categoría de un trono, reluciente como el oro, florido como una glorieta.
Quien siempre anduvo por ahí sorbiendo la espaciosa bebida del placer para olvidar los errores que cometía, recibirá su barrilito de madera y tendrá que beber de su contenido en el curso del viaje, y la bebida será pura y sin mezcla, por lo que sus ideas se volverán claras, y se despertarán todos los buenos y nobles sentimientos; verá y comprenderá lo que antes no supo o no quiso ver, y de este modo llevará en sí mismo el castigo, el gusano roedor que no muere en toda la eternidad. Si en las copas había grabada la palabra «olvido», en el barrilito hay la de «recuerdo».
Si leo un buen libro, una obra histórica, pongamos por caso, siempre me imagino al protagonista en el momento de subir al ómnibus de la muerte, y me pregunto cuáles de sus acciones sacaría la Descarnada de la caja de ahorros, qué viático le dieron para su viaje al país de la Eternidad. Hubo una vez un rey de Francia, cuyo nombre he olvidado - los nombres de los buenos se olvidan algunas veces, hasta yo los olvido, pero volverán a brillar -, que en ocasión de una carestía fue el bienhechor de su pueblo, y éste le erigió un monumento de nieve, con esta inscripción: «Más rápido de lo que tarda ésta en fundirse, acudiste tú en nuestra ayuda». Imagino que la muerte, al ver el monumento, le dio un solo copo, que nunca se derretirá y que en figura de blanca mariposa echó a volar encima de su cabeza hacia el país de la inmortalidad. Hubo también Luis XI; he retenido su nombre, pues de los malos es fácil acordarse. Uno de sus actos me viene con frecuencia a la memoria, y me gustaría que alguien demostrara que es falso. Mandó ejecutar a su condestable; podía hacerlo, justa o injustamente. Pero a sus dos hijitos inocentes, de 8 años el uno y de 7 el otro, mandó conducirlos al cadalso, donde fueron rociados con la sangre, aún caliente, de su padre, y luego los hizo encerrar en la Bastilla, en una jaula de hierro, sin darles una mala manta que les sirviera de lecho; y el rey Luis mandaba cada ocho días al verdugo para que les arrancase un diente a cada uno, así que no lo pasaban muy bien los pobrecillos. Y dijo el mayor: «Mi madre moriría de pena si supiera que mi hermanito ha de sufrir tanto. ¡Sácame dos dientes a mí y déjalo a él en libertad!». Hasta al verdugo le acudieron las lágrimas a los ojos; pero la voluntad del Rey fue más fuerte que las lágrimas, y cada ocho días presentaban al Rey dos dientes de niño en una bandeja de plata: los había exigido y los tuvo. Y creo que la muerte sacaría de la caja de ahorros aquellos dos dientes y se los entregaría a Luis XI para el viaje al país de la inmortalidad. Aquellos inocentes dientes infantiles volarían como dos moscas de fuego delante de él, brillando, quemando, torturándolo.
Sí, es un viaje muy serio el que se efectúa en el ómnibus el día de la gran mudanza. ¿Y cuándo será?
Esto es lo grave, que puede presentarse cualquier día, a cualquier hora, en cualquier minuto. ¿Cuál de nuestras acciones sacará la muerte de la caja de ahorros para entregárnosla? ¡Pensemos en ello! Esta fecha de la gran mudanza no está señalada en el calendario.



Rompenieves

Era invierno, el aire frío, el viento cortante, pero en el hogar se estaba caliente y a gusto, y la flor yacía en su casita, encerrada en su bulbo, bajo la tierra y la nieve.
Un día llovió, las gotas atravesaron la capa de nieve y penetraron en la tierra, tocaron el bulbo y le hablaron del luminoso mundo de allá arriba; poco después, un rayo de sol taladró a su vez la nieve y fue a llamar a la corteza del bulbo.
- ¡Adelante! - dijo la flor.
- No puedo - respondió el rayo de sol -. No tengo bastante fuerza para abrir. Hasta el verano no seré fuerte.
- ¿Cuándo llegará el verano? - preguntó la flor, y fue repitiendo la misma pregunta cada vez que llegaba un nuevo rayo de sol. Pero faltaba aún mucho para el verano. El suelo estaba cubierto de un manto de nieve, y todas las noches se helaba el agua.
- ¡Cuánto tarda, cuánto tarda! - se lamentaba la flor -. Siento un cosquilleo, no puedo estar quieta, necesito estirarme, abrir, salir afuera, ir a dar los buenos días al verano. ¡Qué tiempo más feliz será!
Y la flor venga agitarse y estirarse contra la delgada envoltura, que el agua reblandecía desde fuera y la nieve y la tierra calentaban, aquella tierra en la que el sol ya había penetrado. Iba encaramándose bajo la nieve, con una yema verde y blanquecina en el extremo del verde tallo, con hojas estrechas y jugosas que parecían querer protegerla. La nieve era fría, pero estaba bañada de luz; por eso era fácil atravesarla, y la flor sintió que el rayo de sol tenía más fuerza que antes.
- ¡Bienvenida, bienvenida! - cantaban y decían todos los rayos, mientras la flor se elevaba por encima de la nieve, asomando al mundo luminoso. Los rayos la acariciaban y besaban, impulsándola a abrirse del todo, blanca como la nieve y adornada con fajas verdes. Inclinó la cabeza, gozosa y humilde.
- ¡Magnífica flor! - cantaban los rayos del sol -. ¡Qué pura y delicada! Eres la primera, la única. ¡Eres nuestro amor! Tú anuncias el verano, el verano espléndido, que llega a los campos y a las ciudades. Toda la nieve se fundirá, y los vientos fríos serán expulsados. Nosotros seremos los reyes. ¡Todo reverdecerá! Y tú tendrás compañeras: lilas, codesos y rosas. Pero tú eres la primera, pura y delicada.
Reinaba una gran alegría. Era como si el aire cantase y vibrase, como si los rayos de luz penetrasen en sus hojas y en su tallo. Ella se levantaba fina y ligera, frágil y, no obstante, vigorosa en su joven belleza; vestida de blanco con franjas verdes, cantaba los loores del verano. Y, sin embargo, faltaba aún mucho tiempo; espesas nubes ocultaban el sol, y soplaban vientos acerados.
- ¡Viniste demasiado pronto! - decían el viento y el tiempo -. Todavía dominamos nosotros. Sentirás nuestro poder y te someterás a él. Debieras haberte quedado en casita, sin apresurarte a lucir tus galas. ¡No es hora todavía!
El frío era cortante. Los días que siguieron no aportaron ni un rayo de sol. Menuda como era la florecilla, corría peligro de helarse; pero tenía fuerzas, más de las que ella misma pensaba. Era fuerte en su alegría y su fe en el verano, que un día u otro tenía que llegar; se lo anunciaba una honda inquietud, y se lo había pronosticado aquel sol primero. Por eso seguía confiada, vestida de blanco en medio de la blanca nieve, doblando la cabeza cuando caían los copos, espesos y pesados, y soplaban sobre ella los gélidos vientos.
- ¡Te quebrarás! - decían éstos -, ¡te perderás, morirás! ¿Qué viniste a buscar aquí fuera? ¿Por qué cediste a la tentación? El sol se ha burlado de ti. ¡Mal vas a pasarlo, loca de verano!.
- ¡Loca de verano! - repitió ella bajo el frío de la mañana. - ¡Loca de verano! - exclamaron jubilosos unos chiquillos que acudieron al jardín -. ¡Miradla qué bonita, qué hermosa; la primera, la única!
Aquellas palabras hicieron un gran bien a la flor; fueron como cálidos rayos de sol. En su alegría, ni siquiera se dio cuenta de que la cortaban. Quedó en una mano infantil, besáronla unos labios de niña. Llevada a una habitación caliente, la contemplaron unos ojos dulces y fue puesta en agua, un agua reconfortante y vivificadora. La flor creyó que la habían transportado al pleno verano. La hija de la casa, una niña encantadora, acababa de recibir la confirmación. Tenía un amiguito muy simpático, recién confirmado también y que iba ya al colegio. «¡Será mi loca de verano!», dijo la pequeña, y, cogiendo la florecilla, la envolvió en un papel perfumado que tenía escritos unos versos sobre la flor. Empezaban con loca de verano y terminaban con loca de verano; y luego decía: «¡Amigo mío, sé un loco de invierno!». Todo estaba puesto en verso; doblaron el papel en forma de carta, con la flor dentro. La envolvía la oscuridad, una oscuridad semejante a la del interior del bulbo. La flor se fue de viaje, en un saco postal, comprimida y apretada. No era agradable, pero todo tiene su fin.
Efectuado el viaje, la carta fue abierta y leída por el amigo, cuya alegría fue tal, que besó la flor y la depositó luego, junto con el papel, en un cajón que contenía otras varias cartas muy hermosas, aunque sin flores. Ella era la primera, la única, como la habían llamado los rayos del sol; y era un placer recordarlo.
Tuvo mucho tiempo para entregarse a aquel recuerdo, mientras pasaba el verano y después el largo invierno. Al llegar el nuevo verano fue sacada a la luz. Pero el humor del muchacho había cambiado: cogió las cartas con rudeza y tiró los versos, con lo que la flor se vino al suelo. Cierto que estaba aplastada y marchita, pero esto no era motivo para que la trataran así. Pero mejor era aquello que ir a parar al fuego, como les sucedió a los versos y a los cartas. ¿Qué había ocurrido? Lo de siempre. La flor se había burlado de él, era una broma; y la muchacha se había burlado de él, pero eso no era una broma. Al llegar el verano había elegido a otro amigo.
Por la mañana el sol brilló sobre la campanilla comprimida, que parecía pintada en el suelo. La criada la recogió al barrer y la puso en uno de los libros de encima de la mesa, creyendo que se habría caído al cambiarlos de sitio. Y otra vez se encontró la flor entre versos impresos, más distinguidos todavía que los manuscritos; por lo menos se pagan más.
Pasaron años, y el libro siguió en su anaquel. Un día lo sacaron, abrieron y leyeron. Era un buen libro: poemas y canciones del poeta danés Ambrosio Stub, muy digno de ser conocido. Y el hombre que lo leía, al volver una página dijo:
- ¡Toma, aquí hay una flor! Una loca de verano. Sin duda la pusieron aquí adrede. ¡Pobre Ambrosio Stub! También él fue un loco de verano, un poeta antes de tiempo. Se anticipó a su época, y hubo de aguantar nevadas y frías ventoleras, yendo de cortijo en cortijo por tierras de Fionia, como flor en florero, flor en carta rimada. Loco de verano, loco de invierno, broma y bufonada, y, no obstante, el primero, el único, el poeta danés que más frescor juvenil respira. Sigue como señal en el libro, pequeña campanilla blanca; con intención te pusieron en él.
Y la campanilla fue dejada en el libro, y se sintió honrada y contenta, sabiendo que era una señal en el hermoso volumen de poesías, y que aquel que por primera vez la había cantado y escrito sobre ella, había sido también un loco de verano, e incluso en invierno había pasado por loco. La flor lo comprendía a su manera, como todos comprendemos las cosas a la nuestra.
Y éste es el cuento del rompenieves, de la campanilla blanca, de la loca de verano.




La tía

Tendrías que haber conocido a mi tía. Era encantadora. No quiero decir encantadora en el sentido que se suele dar a la palabra, sino buena y cariñosa, divertida a su modo, dispuesta siempre a charlar sobre sí misma, cuando uno tenía ganas de charlar y reírse a propósito de alguien. Sin dificultad te la imaginabas en una comedia, entre otras cosas, porque sólo vivía para el teatro y la vida de la escena. Era una mujer muy respetable, pero el agente Fabs, a quien tía llamaba Flabs, decía que estaba loca por el teatro.
- El teatro es mi escuela - afirmaba -, la fuente de mis conocimientos. En él he refrescado mi Historia Sagrada: «Moisés», «José y sus hermanos»; eso son óperas. Al teatro debo mis conocimientos de Historia Universal, Geografía y Psicología. Por las obras francesas conozco la vida de París, equívoca, pero interesantísima. ¡Cómo he llorado con la «Familia Riquebourg» porque el marido ha de matarse bebiendo para que el joven amante pueda casarse con ella! Sí, he derramado muchas lágrimas en los cincuenta años que he estado abonada.
Mi tía conocía todas las obras teatrales, todos los decorados, todos los personajes que salían o habían salido a escena. Puede decirse que sólo vivía durante los nueves meses de la temporada. El verano, sin teatro, era para ella un tiempo vacío, que sólo servía para envejecer, mientras que una sola noche de espectáculo alargada hasta la madrugada, constituía una verdadera prolongación de su vida. No decía, como tantas otras personas: «Ya viene la primavera; ha llegado la cigüeña», o bien «ya están en el mercado las primeras fresas». Lo que ella anunciaba era la proximidad del otoño: «¿Ha visto que ya se ha abierto el abono a los palcos? Van a empezar las representaciones».
Estimaba la situación de una vivienda sólo por la distancia a que se encontraba del teatro. Vivió durante muchos tiempo en una calleja de detrás de la sala de espectáculos, y tuvo un gran disgusto cuando se vio obligada a trasladarse a otra calle.
- En casa quiero que mi ventana sea mi palco. No puede una permanecer sentada y encerrada en sí misma. Necesito ver a la gente. Ahora vivo como si me hubiese trasladado al campo. Si quiero ver gente, he de ir a la cocina a sentarme en el vertedero; sólo allí tengo a alguien delante. En cambio, cuando vivía en el callejón veía el interior de la tienda de telas y sólo estaba a trescientos pasos del teatro, mientras que ahora me separan de él tres mil, y de soldado.
A veces la tía se sentía enferma, pero muy mal tenía que estar para perderse una comedia. Una vez el médico le ordenó que se pusiera una cataplasma en las plantas de los pies. Ella lo hizo, pero se fue al teatro en coche y siguió la función con la cataplasma en su sitio. Morir en el teatro, ésta hubiera sido su ilusión. Thorwaldsen murió en el teatro. A eso le llamaba ella una «muerte venturosa».
No podía imaginar un cielo sin teatro. Cierto que nada de ello se dice en los libros sagrados, pero todos esos excelentes actores y actrices que nos han precedido, en algo tendrán que ocuparse en la eternidad.
Mi tía tenía su hilo telegráfico desde el teatro a su casa; el telegrama llegaba cada domingo a la hora del café. Este hilo telegráfico ,era el «tramoyista señor Sivertsen», el encargado de dar las señales de subir y bajar el telón, de colocar o retirar los decorados y cortinas. Él le anticipaba una breve explicación del argumento y circunstancias de la obra. A «La Tempestad», de Shakespeare, la llamaba la «maldita pieza». «Hay tanto y tanto que cambiar, y desde la primera escena está uno metido en agua». Quería decir, desde luego, que había que poner en primer término las «olas rodantes». En cambio, cuando la decoración no variaba en los cinco actos, el hombre decía que era una obra razonable y bien escrita, una obra tranquila, que discurre sola, sin complicaciones escenográficas.
En aquellos tiempos, como decía la tía hablando de treinta años atrás, ella y el mentado señor Sivertsen eran jóvenes. El hombre trabajaba ya de tramoyista, y ella lo llamaba su «bienhechor». Entonces era costumbre, en la función nocturna que se daba en el único y espacioso teatro de la ciudad, admitir espectadores en el telar, y todos los ayudantes tramoyistas disponían de dos o tres entradas gratuitas. Con frecuencia se llenaba aquel lugar de gente muy distinguida. Decíase que allí habían estado incluso generales y esposas de consejeros. Era muy interesante presenciar el espectáculo desde lo alto de los bastidores y ver moverse a los cómicos cuando había bajado el telón.
Mi tía estuvo allí varias veces viendo tragedias y «ballets», pues cuanto más personajes participaban en una obra, tanto más le interesaba verla desde el telar. Allá arriba se estaba casi a oscuras, y la mayoría de los concurrentes se traían la cena. Una vez cayeron tres manzanas y un bocadillo de salchichón precisamente en el calabozo de Ugolino, aquel infeliz condenado a morir de hambre, lo cual provocó una carcajada general en el público. Aquel salchichón fue uno de los principales motivos que indujeron a la dirección a suprimir los puestos del telar.
- Pero yo estuve treinta y siete veces - decía la tía -, y eso nunca dejaré de agradecérselo al señor Sivertsen.
Justamente la última noche que se permitió la entrada al telar se representaba el «Juicio de Salomón»; la tía se acordaba muy bien. Por mediación de su benefactor, el señor Sivertsen, había procurado una entrada al agente Fabs, a pesar de que no se lo merecía, porque continuamente se burlaba del teatro y gastaba bromas a la tía. No obstante, ella le había conseguido un puesto. El hombre deseaba ver la comedia «del revés», tales habían sido sus palabras, muy propias de él, como decía la tía.
Vio «El Juicio de Salomón» desde arriba y se durmió como si viniera de un gran banquete y hubiera brindado de lo lindo. Quedóse, pues, dormido y encerrado, y se pasó la noche durmiendo en el teatro. Luego explicó sus experiencias, pero la tía se negó a creerlo. Según dijo, una vez terminado «El Juicio de Salomón», cuando todas las luces estaban apagadas y el público se había marchado, entonces empezó la verdadera comedia, el sainete, que fue lo mejor de la velada. ¡Cómo se animó todo! No era ya el «Juicio de Salomón» lo que se representaba, sino el «Juicio final». Y el agente Fabs tuvo la frescura de pretender que la tía se tragase aquello; ésas fueron las gracias por haberle procurado una entrada gratis.
Lo que contó el agente tenía su gracia, pero enturbiada por un fondo de malicia y de burla.
- Desde arriba todo se veía oscuro - dijo el agente -. Pero luego empezó el hechizo, la gran representación: «El Juicio final en escena». Los acomodadores se presentaron en las puertas, y todos los espectadores hubieron de exhibir su certificado de conducta, a la vista del cual se decidía si entrarían con las manos libres o atadas, con mordaza o sin ella. Los caballeros y damas que llegaban una vez empezada la función, así como los jóvenes que nunca sabían ser puntuales, fueron atados fuera de la sala y se les pusieron zapatillas de fieltro; con ellas y con una mordaza se les permitiría entrar antes de que comenzase el siguiente acto. Y entonces se representa el Juicio final.
- ¡Pura bellaquería! - dijo la tía -. Que Dios no se la tome en cuenta.
El pintor, si quería subir al cielo, tenía que subir por una escalera pintada por él mismo y en la que no se sostenía un pie humano. Era un pecado contra la perspectiva. Todos los edificios y plantas que el tramoyista había situado con gran sudor y esfuerzo en países que no les correspondían, hubo de trasladarlos el pobre hombre a los lugares debidos, y eso antes de que cantara el gallo, si quería entrar en el cielo. Mejor haría el señor Fabs en preocuparse de que lo dejaran entrar a él, en lugar de contar tantos chismes de los personajes de la tragedia y de la comedia, del canto y del baile. No era digno de ir al telar, y la tía no repetiría nunca sus palabras. Fabs decía que lo había anotado todo, pero que no lo imprimirían hasta que estuviese muerto y enterrado, pues no quería que lo desollaran vivo.
Una sola vez pasó la tía un gran miedo y angustia en su templo de la bienaventuranza. Fue un día de invierno, uno de esos días en que no hay más que dos horas de luz bajo el cielo gris. El frío era horrible, con una ventisca atroz; pero la tía no pudo faltar a la función. Representaban «Hermann von Unna», con una breve ópera y un «ballet»; un prólogo y un epílogo; la cosa terminaría tarde. La tía pidió prestados a su patrona unos zapatos de piel: piel por fuera y por dentro, que le subían hasta las pantorrillas.
Llegó a la sala, entró en su palco; los zapatos eran calientes, y no se los quitó. De pronto se oyó la voz de «¡fuego!». Salía humo de uno de los bastidores y bajaba del telar. Originóse una alarma espantosa; la gente se echó a correr hacia las puertas, y la tía se quedó la última en el palco.
- Segunda fila izquierda, desde allí es de donde mejor se ven las decoraciones - decía -; las colocan de manera que produzcan el mejor efecto vistas desde el palco real.
La tía quiso salir, pero los que la precedían, en su miedo y atolondramiento habían dejado cerrarse la puerta. Y allí quedó la mujer sin poder ir hacia fuera ni hacia dentro, es decir, que tampoco podía pasar al palco vecino, pues la mampara intermedia era demasiado alta. Gritó, pero no la oyeron; miró a la fila inferior de palcos; estaba desierta, era baja, y la separaba de ella muy poca distancia. El terror la volvió joven y ágil; se dispuso a saltar, puso una pierna encima de la barandilla, la otra sobre el banco y allí se quedó a horcajadas, con el vestido de flores y una pierna tambaleándose, calzada con el enorme zapato de piel. ¡Un espectáculo digno de ver! Al final la vieron y la oyeron, y se salvó del fuego, que, por lo demás, no pasó a mayores.
Aquella noche fue la más memorable de su vida; y estaba contenta de no haberse visto a sí misma, pues se habría muerto de vergüenza.
Su protector, el señor Sivertsen, acudía a su casa con toda regularidad los domingos. Pero de domingo a domingo van muchos días, y se estableció la costumbre de que a mitad de semana una niña iba «para los restos», o sea, para comer lo que había sobrado de la comida del domingo. Era una muchacha del «ballet», que pasaba bastante hambre y actuaba de duendecillo o de paje. Su papel más difícil era el de pata trasera del león en la «Flauta encantada»; poco a poco fue ascendiendo hasta el de pata delantera, por lo que cobraba no más de tres marcos, mientras que por las traseras pagaban un escudo, pero en cambio el actor tenía que andar encorvado y no respiraba aire puro. Saber todo eso resultaba muy interesante, en opinión de la tía.
Valía la pena vivir mientras existiese el teatro, pero no le fue concedido este privilegio. Ni tampoco el de morir en el teatro, sino que cerró los ojos digna y decentemente en su propio lecho. Sin embargo, sus últimas palabras fueron muy significativas, pues preguntó:
- ¿Qué representan mañana?
A su muerte dejó unos quinientos escudos; lo deducimos de los intereses, que se elevaban a veinte escudos. La tía los había dejado en herencia a una respetable solterona sin familia, a condición de invertirlos en el abono anual a una butaca de la segunda fila izquierda y en funciones de sábado noche, que era cuando se daban las mejores obras. Una sola obligación se estipulaba para la heredera: que cada sábado por la noche recordase a la tía que reposaba en la sepultura.
Tal era la religión de mi tía.




El sapo

Érase un pozo muy profundo, y la cuerda era larga en proporción. La polea giraba pesadamente cuando había que subir el cubo lleno de agua; apenas si a uno le quedaban fuerzas para acabar de levantarlo sobre el pretil. Los rayos del sol nunca llegaban a reflejarse en el agua, con ser ésta tan clara; pero hasta donde llegaba el sol, crecían plantas verdes entre las piedras.
En el fondo vivía una familia de sapos; la madre era la primera que llegó allí, bien a pesar suyo, pues se cayó de cabeza en el pozo; era ya muy vieja, pero aún vivía. Las verdes ranas, establecidas en el lugar desde mucho antes y que se pasaban la vida nadando por aquellas aguas, reconocieron el parentesco y llamaron a los nuevos residentes los «huéspedes del pozo». Éstos llevaban el firme propósito de quedarse, vivían muy a gusto en el seco, como llamaban a las piedras húmedas.
Madre sapo había efectuado un viaje; una vez estuvo en el cubo cuando lo subían, y llegó hasta muy cerca del borde, pero el exceso de luz la cegó, y suerte que pudo saltar del balde. Se pegó un terrible batacazo al caer abajo, y tuvo que permanecer tres días en cama con dolores de espalda. No pudo contar muchas cosas del mundo de allá arriba, pero sabía, como ya lo sabían todos, que el mundo no terminaba en el pozo. La señora sapo podría haber explicado algunas cositas, pero nunca contestaba cuando le dirigían preguntas; por eso no le preguntaban nunca.
- Es gorda, patosa y fea - decían las verdes ranillas -. Sus hijos serán tan feos como ella.
- A lo mejor - dijo la madre sapo -, pero uno de ellos tendrá en la cabeza una piedra preciosa, a no ser que la tenga yo misma ya. - Las verdes ranas todo eran ojos y oídos, y como aquello no les gustaba, desaparecieron en las honduras con muchas muecas. En cuanto a los sapos hijos, de puro orgullo estiraron las patas traseras; cada uno creía tener la piedra preciosa, y por eso mantenían la cabeza quieta. Finalmente, uno de ellos preguntó qué había de aquella piedra preciosa de la que estaban tan orgullosos.
- Es algo tan magnífico y valioso - dijo la madre -, que no sabría describíroslo. El que la luce experimenta un gran placer, y es la envidia de todos los demás. Pero no me preguntéis, porque no os responderé.
- Bueno, pues lo que es yo, no tengo la piedra preciosa - dijo el más pequeño de los sapos, el cual era tan feo como sólo un sapo puede ser -. ¿A santo de qué habría de tener yo una cosa tan preciosa? Además, si causa enfado a los otros, no puede alegrarme a mí. Lo único que deseo es poder subir un día al borde del pozo y echar una ojeada al exterior. Debe ser hermosísimo.
- Mejor será que te quedes donde estás - respondió la vieja -. Aquí los conoces a todos y sabes lo que tienes. De una sola cosa has de guardarte: del cubo. Podría aplastarte. Nunca te metas en él, que a lo mejor te caes. No siempre se tiene la suerte que tuve yo, que pude escapar sin ningún hueso roto y con los huevos sanos.
- ¡Croac! - exclamó el pequeño, lo cual equivale, poco más o menos, al «¡ay!» de las personas.
Tenía unas ganas locas de subir al borde del pozo para ver el vasto mundo; lo devoraba un gran anhelo de hallarse en aquel verde de allá arriba. Al día siguiente fue elevado el cubo lleno de agua, y casualmente se paró un momento frente a la piedra donde se encontraba el sapo. El animalito sintió que un estremecimiento recorría todo su cuerpo, y, sin pensarlo dos veces, saltó al recipiente y se sumergió hasta el fondo. El cubo llegó arriba, y fue vertida el agua y el sapo.
- ¡Diablos! - exclamó el mozo al descubrirlo -. ¡Qué bicho tan feo! -. Y lanzó violentamente el zueco contra el sapo, que habría muerto aplastado si no se hubiese dado maña para escapar, ocultándose entre unas ortigas. Formaban éstas una espesa enramada, pero al mirar a lo alto se dio cuenta de que el sol brillaba en las hojas y las volvía transparentes. El sapo experimentó una sensación comparable a la que sentimos nosotros al entrar en un gran bosque, donde los rayos del sol se filtran por entre las ramas y las hojas.
- Esto es mucho más hermoso que el fondo del pozo. Me pasaría aquí la vida entera - dijo el sapito. Y se estuvo allí una hora, dos horas -. ¿Qué debe de haber allá fuera? Ya que he llegado hasta aquí, es cosa de ver si voy más lejos -. Y, arrastrándose lo más rápidamente posible, salió a la carretera, donde lo inundó el sol y lo cubrió el polvo al atravesarla.
- Esto sí es estar en seco - dijo el sapo -. Casi diría que lo es demasiado; siento un cosquilleo en el cuerpo que me molesta.
Llegó a la cuneta, donde crecían nomeolvides y lirios; muy cerca había un seto de saúcos y oxiacantos, con enredaderas cuajadas de flores blancas, que eran un encanto de ver. También revoloteaba una mariposa; el sapo la tomó por una flor que se había desprendido de la planta para poder ver mejor el mundo; lo encontraba muy natural.
«¡Quién pudiera volar tan rápidamente como ella! - pensó el sapo -. ¡Croac! ¡qué maravilla!».
Permaneció en la cuneta por espacio de ocho días con sus noches; la comida era buena y abundante. Al día noveno dijo: «¡Adelante, adelante!». ¿Qué podía esperar mejor que aquel paraíso? En realidad, lo que deseaba era encontrar compañía, una familia de sapos o, cuando menos, de ranas verdes. La noche anterior había resonado aquello de lo lindo, como si habitasen «primos» por aquellos alrededores.
«Aquí se vive muy bien, fuera del pozo. Puedes yacer entre ortigas, arrastrarte por el camino polvoriento y descansar en la húmeda cuneta. Pero sigamos adelante, a ver si damos con ranas y con un sapito. Echo de menos la compañía. La Naturaleza sola acaba aburriéndome». Y con este pensamiento continuó su peregrinación.
Llegó, en plena campiña, a una charca muy grande, cubierta de cañaverales y se dio un paseo por ella.
- ¿No es demasiado húmedo para usted? - le preguntaron las ranas -. Sin embargo, sea bienvenido. ¿Es usted sapo o sapa? Pero es igual, sea lo que fuere, ¡bienvenido!
Y aquella noche lo invitaron al concierto familiar: gran entusiasmo y voces débiles, ya las conocemos. Banquete no hubo, sólo bebida gratis; toda la charca, si a uno le apetecía.
- Seguiré adelante - dijo el sapito; lo dominaba el afán de descubrir cosas cada vez mejores.
Vio centellear las estrellas, grandes y límpidas; vio brillar la Luna, y salir el Sol, y remontarse en el cielo.
- Por lo visto, sigo estando en un pozo, sólo que mucho mayor. Me gustaría subir más arriba. Este anhelo me corroe y devora -. Y cuando la Luna brilló llena y redonda, el pobre animal pensó: «¿Será acaso el cubo? Si lo bajaran podría saltar en él para, seguir remontándome. ¿O tal vez es el Sol el gran cubo? ¡Qué enorme y brillante! Todos cabríamos en él. Sólo es cuestión de aguardar la oportunidad. ¡Oh, qué claridad se hace en mi cabeza! No creo que pueda brillar más la piedra preciosa. Pero no la tengo y no lloraré por eso. Quiero seguir subiendo, hacia el esplendor y la alegría. Tengo confianza, y, sin embargo, siento miedo. Es un paso difícil, pero no hay más remedio que darlo. ¡Adelante, de cabeza a la carretera!».
Avanzó a saltitos, como hacen los de su especie, y se encontró en una gran calle habitada por hombres. Había allí jardines y huertos, y el sapo se quedó a descansar en uno de éstos.
- ¡Cuántas cosas nuevas voy descubriendo! ¡Qué grande y hermoso es el mundo! Tengo ganas de verlo todo, darme una vuelta por él, en vez de quedarme quieto en un solo lugar. ¡Qué verdor y qué hermosura!
- ¡Y usted que lo diga! - exclamó la oruga de la col desde la hoja -. Mi hoja es la más grande de todas. Me tapa la mitad del mundo, pero con el resto me basta.
«¡Cloc, cloc!». Eran los pollos que llegaban al huerto, con su menudo trote. La primera gallina tenía muy buena vista; descubrió la oruga en la rizada hoja, y de un picotazo la hizo caer al suelo, donde el bicho empezó a volverse y retorcerse. La gallina la miró primero con un ojo y luego con el otro, insegura de lo que saldría de tanto meneo.
- No lleva buenas intenciones - pensó la gallina, y levantó la cabeza, dispuesta a zampársela. El sapo, lleno de compasión, pegó un saltito hacia la gallina.
- ¡Ah!, ¡conque tienes guardianes! - dijo la gallina -. ¡Qué bicho tan feo! -. Y le volvió la espalda -. Bien pensado ese animalito verde no vale la pena. Es peludo y me haría cosquillas en el cuello -. Las demás gallinas pensaron que tenía razón, y se alejaron presurosas.
- ¡Por fin libre! - suspiró la oruga -. Lo importante es no perder la presencia de ánimo. Pero ahora queda lo más difícil: volver a subirme a la hoja de col. ¿Dónde está?
El sapito se le acercó para expresarle su simpatía, contento de haber asustado a las gallinas con su fealdad.
- ¿Qué se cree usted? - dijo la oruga -. Yo sola me basté para salir de apuros. ¡Uf, qué mala facha tiene usted! ¿Permite que me retire a mi propiedad? Huelo a col. Estoy cerca de mi hoja. Nada hay tan hermoso como estar en casa. Voy a ver si puedo subirme.
- Sí, arriba - dijo el sapo -, siempre arriba. Ésta piensa como yo. Sólo que hoy está de mal temple; será seguramente por el susto que se ha llevado. Todos queremos subir, siempre subir -. Y levantó la mirada hasta donde podía alcanzar.
La cigüeña estaba en su nido, en el tejado de la casa de campo; castañeteó con el pico, y la hembra le respondió en el mismo lenguaje.
«¡Qué altos viven! - pensó el sapo -. ¡Quién pudiera llegar hasta allá».
En la granja vivían dos jóvenes estudiantes, uno de ellos poeta, el otro naturalista. El primero cantaba con alegría todas las maravillas de la Creación; en versos sonoros y armoniosos describía las impresiones que las obras de Dios dejaban en su corazón. El segundo iba a las cosas en sí, cortaba por lo sano cuando era necesario. Consideraba la creación divina como una gran operación de cálculo, restaba, multiplicaba, quería conocerlo todo por dentro y por fuera y hablar de todo con justo criterio, y hacíalo con alegría y talento. Uno y otro eran hombres buenos y piadosos.
- Ahí tenemos un bonito ejemplar de sapo - dijo el naturalista. Voy a ponerlo en alcohol.
- Pero si tienes ya dos - protestó el poeta -. ¿Por qué no lo dejas tranquilo, que goce de su vida?
- ¡Pero es horriblemente feo! - dijo el otro.
- Si pudiésemos dar con la piedra preciosa en su cabeza - observó el poeta -, también yo sería del parecer de abrirlo.
- ¡Una piedra preciosa! - replicó el sabio -. Parece que sabes muy poco de Historia Natural.
- Pues yo encuentro un bello y profundo sentido en la creencia popular de que el sapo, el más feo de todos los animales, a menudo encierra un valiosísimo diamante en la cabeza. ¿No ocurre lo mismo con el hombre? ¿Qué piedra preciosa encerraba en sí Esopo? ¿Y Sócrates?
No oyó más el sapo, y aun de todo aquello no entendió ni la mitad. Los dos amigos siguieron su paseo, y él se libró de ir a parar a un frasco con alcohol.
«Hablaban también de la piedra preciosa - pensó el sapo ¡Qué suerte que no la tenga! ¡Menudos disgustos me produciría el poseerla!».
Oyóse un castañeteo en el tejado de la granja. Era el padre cigüeña que dirigía un discurso a su familia, la cual miraba de reojo a los dos jóvenes del huerto.
- El hombre es la más presuntuosa de las criaturas - decía la cigüeña -. Fijaos cómo mueve la boca, y ni siquiera sabe castañetear como es debido. Se jactan de sus dotes oratorias, de su lenguaje. ¡Valiente lenguaje! Una sola jornada de viaje y ya no se entienden entre sí. Nosotros, con nuestra lengua, nos entendemos en todo el mundo, lo mismo en Dinamarca que en Egipto. Además de que tampoco saben volar. Para correr se sirven de un invento que llaman «ferrocarril», pero con frecuencia se rompen la crisma con él. Me dan escalofríos en el pico sólo de pensarlo. El mundo puede prescindir de los hombres; a nosotros no nos hacen ninguna falta. Mientras tengamos ranas y lombrices...
«Prudente discurso - pensó el sapito -. Es un gran personaje, y está tan alto como no había visto aún a nadie. ¡Y cómo nada!» - añadió al ver a la cigüeña volar por los aires con las alas desplegadas.
Y madre cigüeña se puso a contar en el nido, hablando de Egipto, de las aguas del Nilo y del cieno inolvidable que había en aquel lejano país. Al sapito le pareció todo aquello nuevo y maravilloso.
- Tendré que ir a Egipto - dijo para sí -. Si quisieran llevarme con ellos la cigüeña o uno de sus pequeños... Procuraría agradecérselo el día de su boda. Estoy seguro de que llegaré a Egipto; la suerte me es favorable. Este anhelo, este afán que siento, valen mucho más que tener en la cabeza una piedra preciosa.
Y justamente era aquélla la piedra preciosa: aquel eterno afán y anhelo de elevarse, de subir más y más. En su cabeza brillaba una mágica lucecita.
De repente se presentó la cigüeña. Había descubierto el sapo en la hierba, bajó volando y cogió al animalito sin muchos miramientos. El pico apretaba, el viento silbaba; no era nada agradable, pero subía arriba, hacia Egipto; de ello estaba seguro el sapo; por eso le brillaban los ojos, como si despidiesen chispas.
- ¡Croac! ¡Ay!
El cuerpo había muerto, había muerto el sapo. Pero, ¿y aquella chispa de sus ojos, dónde estaba?
Se la llevó el rayo de sol, se llevó la piedra preciosa de la cabeza del sapo. ¿Adónde?
No lo preguntes al naturalista; mejor será que te dirijas al poeta. Él te lo contará como si fuese un cuento; y figurarán en él la oruga de la col y la familia de las cigüeñas. ¡Imagínate! La oruga se transforma, se metamorfosea en una bellísima mariposa. La familia de las cigüeñas vuela por encima de montañas y mares hacia la remota África desde donde volverá por el camino más corto a su casa, la tierra danesa, al mismo lugar y el mismo tejado. Parece un cuento, y, sin embargo, es la verdad pura. Pregúntalo al naturalista; verás cómo te lo confirma. Y tú lo sabes también, pues lo has visto.
- Pero, ¿y la piedra preciosa de la cabeza del sapo?
Búscala en el Sol. Vela si puedes.
El resplandor es demasiado vivo. Nuestros ojos no tienen aún la fuerza necesaria para mirar la magnificencia que Dios ha creado, pero un día la tendrá, y aquél será el más bello de los cuentos, pues nosotros figuraremos en él.




El libro de estampas del padrino

El padrino sabía contar historias, muchas y muy largas. Y sabía también recortar estampas y dibujar figuras. Cuando se acercaban las Navidades cogía un cuaderno de hojas blancas y limpias, y en ellas pegaba ilustraciones, recortadas de libros y periódicos; si no bastaban para su propósito, las dibujaba con su propia mano. De niño yo fui obsequiado con muchos de aquellos libros de estampas, pero el más hermoso de todos fue uno acerca del «Año memorable en que el gas sustituyó en Copenhague a los viejos faroles de aceite de pescado», título que figuraba en primera página.
- Hay que guardar muy bien este libro - me dijeron mis padres -; sólo lo sacaremos en ocasiones solemnes -. El padre había anotado en la tapa:
Si rompes el libro, no será un gran delito.
Peor habrá obrado más de un amiguito.
Lo mejor era cuando el padrino, sacando el cuaderno, leía en alta voz los versos y demás cosas escritas en él, y luego se ponía a contar. ¡Entonces sí que la historia se volvía una verdadera historia!
En la primera página había una estampa recortada del «Correo Volante», donde aparecía Copenhague con la Torre Redonda y la iglesia de Nuestra Señora. A la izquierda había pegado un dibujo que representaba una vieja linterna, con el letrero «Aceite», y a la derecha estaba un candelabro, con la palabra «Gas».
Fíjate en la portada - dijo el padrino -. Es la introducción a la historia que vas a oír. También podría haber servido para una comedia, que habría podido titularse: «Aceite y gas, o la vida de Copenhague». Es un título sensacional. Al pie de la página aparece todavía otro grabado, que no es muy fácil de interpretar; por eso te lo descifraré: es un caballo infernal. Debiera figurar al fin del libro, pero se ha adelantado para advertir que ni la introducción ni el cuerpo de la obra, ni su desenlace valen gran cosa. Él lo habría hecho mejor si hubiera podido hacerlo. Como te digo, el caballo infernal, durante el día, va enganchado al periódico; está en las columnas, como dicen, pero al anochecer se escapa y se sitúa ante la puerta del poeta, y relincha para que el hombre que está dentro se muera en seguida; pero no muere si hay en él vida verdadera. El caballo infernal es casi siempre un pobre diablo que anda desorientado, pero necesita aire y alimento para correr y relinchar. El libro del padrino no le gusta ni pizca, de eso estoy seguro; razón de más para creer que no es tan malo.
Mira, ahí tienes la primera página, la portada.
Era precisamente la última noche que se encendían las viejas linternas de aceite. Habían instalado gas en la ciudad, y daba una luz tan viva, que aquellos pobres faroles quedaban casi eclipsados por completo.
- Aquella noche yo salí a la calle - dijo el padrino -. La gente circulaba en todas direcciones para ver la nueva iluminación. Había un gran gentío, casi doble número de piernas que de cabezas. Los vigilantes estaban tristes, pues presentían que los despedirían como a los faroles de aceite. Éstos recordaban sus tiempos pasados, ya que no podían pensar en los venideros. ¡Recordaban tantas y tantas cosas de las veladas silenciosas y de las noches oscuras! Me apoyé en el poste del farol, y oí chisporrotear el aceite y el pabilo; oí también lo que decía la linterna y te lo repetiré.
«Hemos hecho cuanto hemos podido - decía -. Servimos a nuestra época, la alumbramos en las horas de alegría y en las de pena. Hemos presenciado muchas cosas notables, podríamos decir que hemos sido los ojos nocturnos de Copenhague. Ahora, las nuevas luces vienen a ocupar nuestros puestos y desempeñar nuestras funciones. Cuántos años van a brillar y para qué lo harán, es cosa que aún está por ver. Son más luminosas que nosotras, hay que reconocerlo, pero qué tiene eso de particular, cuando lo funden a uno en forma de poste con tantas conexiones. Todos se ayudan entre sí. Tienen cañerías en todos los sentidos y pueden procurarse fuerzas dentro y fuera de la ciudad. En cambio, nosotras, las linternas de aceite, hemos de alumbrar con lo que llevamos dentro, sin poder contar con los parientes. Nosotras y nuestras abuelas hemos estado alumbrando Copenhague durante un tiempo larguísimo, inacabable. Mas, puesto que ésta es la última noche que nos encienden, como si fuéramos vuestros ayudantes, no queremos murmurar ni mostrarnos envidiosas, brillantes compañeros; por el contrario, estaremos alegres y complacientes. Somos las viejas centinelas a quienes relevan alabarderos de nuevo cuño, vestidos con mejor uniforme. Os contaremos lo que nuestro linaje ha visto y vivido, remontándonos hasta los abuelos: toda la historia de Copenhague. ¡Ojalá vosotros y vuestros descendientes podáis presenciar y narrar, hasta el último poste de gas, acontecimientos tan memorables el día en que, como hoy nosotras, tengáis que despediros; día que os llegará sin duda. Debéis estar preparados para cuando venga. Los hombres inventarán seguramente una iluminación más intensa que el gas; yo he oído decir a unos estudiantes que algún día se llegará a quemar agua del mar». La mecha chisporroteó al decir esto la linterna; tenía la sensación de que ya la estaban empapando de agua.
El padrino escuchaba con atención, y pensó que la vieja linterna había tenido una excelente idea al aprovechar aquella noche de cambio del aceite por el gas, para pasar revista a toda la historia de Copenhague.
Jamás hay que desperdiciar una buena idea - dijo el padrino -. Yo la adopté enseguida; me fui a casa y confeccioné este libro de estampas. Se remonta aún a tiempos anteriores al de las linternas.
He aquí el libro, y aquí va la historia: «La vida de Copenhague». Empieza con unas tinieblas absolutas, una hoja negra como el carbón; es la época de la oscuridad.
Volvamos ahora la página - dijo el padrino -. ¿Ves este grabado? Sólo se ve el mar embravecido y el furioso viento Nordeste. Bloques de hielo por doquier; nadie navega por sus aguas, aparte las enormes piedras que, allá en Noruega, se precipitan de las rocas sobre los hielos. El viento impele los témpanos, como empeñado en enseñar a las montañas germanas los peñascos que hay en el Norte. La flota de hielo ha llegado ya al estrecho de la costa zelandesa, donde se levanta hoy Copenhague, ciudad que entonces no existía. Bajo el agua se extendían grandes bancos de arena; los bloques de hielo, cargados con las enormes piedras, chocaron contra uno de ellos, y toda la helada flota se detuvo, sin que el viento pudiera despegarla del fondo. Por eso, henchido de cólera, maldijo el banco de arena, el «fondo de los ladrones», como lo llamó, jurando que si algún día se elevaba por encima de la superficie marina, desembarcarían allí ladrones y bandidos.
Pero mientras maldecía y protestaba, salió el sol, y en sus rayos se columpiaban radiantes espíritus buenos, hijos de la luz, que bailaban por encima de los frígidos bloques de hielo y los derretían, por lo que las grandes piedras que estaban presas en ellos, se precipitaron al fondo, sobre el banco de arena.
«¡Chusma del sol! - gritaba el viento Nordeste -. ¿Es esto camaradería y parentesco? Ya me acordaré para vengarme. ¡Lo maldigo!».
«Nosotros lo bendecimos - respondieron los hijos de la luz -. El banco emergerá, y nosotros lo protegeremos. Sobre él se levantarán la Bondad, la Verdad y la Belleza».
«¡Estúpidos!», gritó el viento.
- ¿Ves? De todo esto nada sabían las linternas - dijo el padrino pero yo sí lo sé, y es de gran importancia en la vida de Copenhague -. Volvamos ahora la página - añadió -. Han pasado muchos años, y el banco de arena se ha elevado. Un ave marina se ha posado sobre la mayor de las piedras, la que más sobresalía del agua. Puedes verla en la estampa. Corrieron los años. El mar arrojaba peces muertos a la arena; brotaron tenaces carrizos, se marchitaron y pudrieron, y abonaron el suelo. Nacieron otras especies de hierbas, y el banco de arena se transformó en una isla verdeante. Desembarcaron los vikingos; estallaron reyertas y desafíos, que fueron otras tantas avenidas de la muerte. En el Holm de Seeland había un buen fondeadero. Ardió la primera linterna de aceite; creo que asaron pescado sobre ella; abundaba bastante. Los arenques circulaban en enormes bandadas por el Sund, hasta el extremo de dificultar las maniobras de las embarcaciones. Brillaban las aguas como si en su seno estallaran relámpagos de calor; el fondo relucía como una aurora boreal. El Sund era rico en peces; por eso se fue poblando la costa de Seeland. Las paredes de las casas eran de roble, y los tejados, de corteza; no eran árboles lo que faltaba. Los barcos entraban en el puerto; la linterna de aceite ardía balanceándose en las jarcias, mientras el viento Nordeste soplaba, cantando: «¡hu­u-ui!». Si en el Holm brillaba una linterna, era de bandidos. Contrabandistas y bandidos prosperaban en la «Isla de los ladrones».
- Creo que la maldad va extendiéndose, tal como yo quería - dijo el viento Nordeste -. No tardará en venir el árbol del que pueda sacudir el fruto.
- Y aquí tenemos el árbol - continuó el padrino -. ¿Ves la horca en la Isla de los ladrones? De ella cuelgan ladrones y asesinos, tal y como se hacía entonces. El viento soplaba haciendo chocar entre sí los largos esqueletos, y la luna brillaba satisfecha sobre ellos, como brilla hoy sobre una fiesta campestre. También el sol enviaba contento sus rayos, ayudando a que se pudriesen las colgantes osamentas, y desde sus rayos cantaban los hijos de la luz: «¡Lo sabemos, lo sabemos! En tiempos venideros, esto será hermoso. Será una tierra bella y feliz».
- ¡Necias palabras! - refunfuñaba el viento.
- Volvamos otra página - dijo el padrino -. Doblaban las campanas en la ciudad de Roeskilde, residencia del obispo Absalón, hombre que lo mismo leía la Biblia que blandía la espada. Tenía poder y voluntad, y se había propuesto proteger contra el pillaje a los laboriosos pescadores del puerto de aquella ciudad, que entretanto había crecido y convertido en centro comercial. Mandó rociar con agua bendita aquel suelo infame: restituyóse la honra a la Isla de los ladrones. Albañiles y carpinteros pusieron manos a la obra; por iniciativa del obispo, pronto se levantó un edificio. Los rayos del sol besaron sus rojos muros.
Así surgió la Casa de Axel.
Castillo con torreones,
firme en la tormenta;
muros que desafían los siglos.
¡Hu-u-uh!
Vino el viento Norte
con su hálito helado.
Sopló,
arremetió,
mas el castillo no cedió.
Y en el lugar levantóse «Copenhague», el puerto de los comerciantes.
Morada de sirenas, entre lagos brillantes,
Construida en la verde floresta.
Acudieron los extranjeros a comprar pescado, levantaron tiendas y casas, en cuyas ventanas las vejigas de cerdo hacían de cristales, pues el vidrio era muy caro; surgieron graneros, con pináculos y poleas. ¿Ves? En estas tiendas están los solterones, los que no pueden casarse, comercian con jengibre y pimienta: son los «pimenteros».
El viento Nordeste pasea sus ráfagas por las calles y callejas, arremolina el polvo, arranca algún que otro tejado de paja. Vacas y cerdos se meten en el arroyo.
- ¡A puñadas y empujones me llevaré las casas en torno al castillo de Axel! No puedo equivocarme. La llaman Steileborg de Tyvsö.
Y el padrino me mostró un dibujo hecho por él mismo. Junto al muro se alineaban los palos, de cada uno de los cuales pendía la cabeza de un pirata capturado, regañando los dientes.
- Esto ha sucedido de verdad - afirmó el padrino -; conviene saberlo y comprenderlo. El obispo Absalón estaba en el baño, y a través de la delgada pared oyó que se acercaba un barco corsario. Salió inmediatamente, subió a su barco y tocó el cuerno, a cuyo son acudió la tripulación, y las flechas volaron, y se clavaron en las espaldas de los piratas. Éstos trataron de huir, remando con todas sus fuerzas; las flechas les herían en las manos, pero no había tiempo para arrancarlas. El obispo capturó a todos los que habían quedado con vida y mandó decapitarlos y exhibir las cabezas en la muralla del castillo. El viento Nordeste soplaba con toda la fuerza de sus carrillos hinchados, con mal tiempo en la boca, como dice el marino.
- Me estiraré aquí - dijo el viento -. Echado en este lugar veré todo este negocio -. Se quedó encalmado varias horas, soplando luego durante días y noches. Transcurrieron años.
Salió el guardián de la torre del castillo y miró al Este, al Oeste, al Norte y al Sur.
- Ahí lo tienes en esta estampa - dijo el padrino, señalándolo -. Ahí está, y ahora te diré lo que vio.
Ante las murallas de Steileborg se despliega al mar hasta el Golfo de Kjöge; el canal que sigue hasta la costa de Seeland es muy ancho. Frente a Serritslev Mark y Solbjerg Mark, donde están los grandes poblados, prospera la nueva ciudad, con sus casas de paredes entramadas y fachadas en hastial. Hay callejones enteros ocupados por zapateros y curtidores, abaceros y cerveceros; hay una plaza-mercado, una casa gremial, y junto a la playa, donde anteriormente había una isla, se levanta la magnífica iglesia de San Nicolás. Tiene una torre y una espira altísima; una y otra se reflejan bellamente en las aguas límpidas. No lejos de allí se encuentra la iglesia de Nuestra Señora, donde rezan y cantan misas, huele el incienso y arden los cirios. Copenhague es ahora la sede del obispo; el obispo de Roeskilde la rige y gobierna.
Otro prelado llamado Erlandsen, ocupa la casa de Axel. En la cocina están asando, se sirve cerveza y vino especiado, mientras suenan violines y timbales. Arden cirios y lámparas, el palacio reluce como una linterna, encendida para iluminar todo el país y todo el reino. El viento Nordeste sopla a Poniente en torno a las fortificaciones de la ciudad, que no son sino un vallado de planchas. ¡Con tal que resista! Fuera está el rey de Dinamarca, Cristóbal I.
Los sublevados lo derrotaron en Skjelskör, y ahora busca refugio en la ciudad del obispo.
El viento silba, diciéndole, como el prelado:
- ¡Quédate fuera! ¡Quédate fuera! La puerta está cerrada para ti.
Atravesamos una época de descontento; los días son difíciles. Todos quieren gobernar. La bandera del Holstein ondea en la torre del castillo; hay privaciones y sufrimientos, es la noche del terror: guerra en el país y la muerte negra, una noche tenebrosa, pero luego vino Waldemar Atterdag.
La ciudad del obispo es ahora la ciudad del Rey. Tiene casas de hastial y estrechos callejones, tiene guardas y una casa consistorial; en la puerta de Poniente se alza una horca amurallada. Ningún forastero puede ser ahorcado en ella. Hay que ser ciudadano de la capital para tener el privilegio de colgar allí, tan alto, dominando Kjöge y sus pollos.
- ¡Magnífica horca! - exclamó el viento Nordeste -. Es un adorno para el paisaje -. Y venga soplar y arremeter.
De Alemania llegan la aflicción y la miseria.
- Vinieron las Hansas - dijo el padrino -; vinieron de Rostock, Lubeck y Brema; pretendían algo más que apoderarse del ganso de oro de la torre de Waldemar. En la capital de Dinamarca mandaban más que el mismo Rey; vinieron en barcos armados. Nadie estaba preparado, y, por otra parte, el rey Erich no deseaba pelearse con sus primos alemanes; eran muchos y muy fuertes. El Monarca y sus cortesanos se precipitaron por la puerta de Poniente, dirigiéndose a Sorö, junto al lago tranquilo y los verdes bosques, entre canciones de amor y chocar de copas.




El libro de estampas del padrino

Continuación

Sin embargo, se había quedado en Copenhague un corazón real, una verdadera cabeza de rey. ¿Ves esta figura, esta mujer joven, delicada y fina, de ojos azules y cabello de lino? Es la reina de Dinamarca, Felipa, princesa de Inglaterra. Ella se quedó en la aterrorizada ciudad, en cuyos angostos callejones y calles de empinadas escaleras y cerrados tenduchos, los ciudadanos corrían a la desbandada, totalmente desorientados. Ella tiene el valor y el corazón de un hombre: llama a los ciudadanos y a los campesinos, los anima, los estimula. Se aparejan las naves, se equipan los fortines; los cañones retumban, vomitando fuego y humo. Vuelven los ánimos. Dios no abandona a Dinamarca, y el sol brilla en todos los corazones, mientras el júbilo de la victoria ilumina los ojos. ¡Bendita sea Felipa! La bendición en las chozas, en los hogares, en el palacio real, donde son atendidos los heridos y enfermos. He recortado una corona para ponerla como marco a esta estampa. ¡Bendita sea la reina Felipa!
- Saltemos ahora algunos años - continuó el narrador -. Copenhague salta con ellos. El rey Cristián I ha estado en Roma, el Papa le ha dado su bendición, y en todo el largo camino ha sido objeto de homenajes y honores. En su país levanta una casa de piedras cocidas; en ella prosperará la Ciencia, que será difundida en latín. Los hijos de las familias humildes, del terruño y del taller, podrán venir también, abriéndose paso a fuerza de mendigar, llevando el largo y amplio manto negro, cantando frente a las puertas de los ciudadanos.
Junto a la casa de la Ciencia, donde todo se dice en latín, hay otra casita en la que reinan la lengua y las costumbres danesas. Para desayuno se sirve sopa de cerveza, y se almuerza a las diez de la mañana. A través de los pequeños cristales brilla el sol en la alacena y en la librería, en la cual se guardan tesoros literarios, como el «Rosario» y «Comedias piadosas» del Señor Miguel, el «Recetario de Henrik Harpenstren» y la «Crónica rimada danesa» de los hermanos Niels de Sorö. Todo danés debiera conocerla, dice el dueño de la casa, y éste es el hombre llamado a divulgarla. Es el primer impresor de Dinamarca, el holandés Godofredo de Gehmen. Practica el bendito arte negro: la imprenta.
Y los libros llegan al real palacio y a las casas de los burgueses. Proverbios y canciones adquieren vida imperecedera. Lo que el hombre no sabe expresar en poemas y canciones lo canta el pájaro de la canción popular con palabras floridas pero claras. Vuela libre y vuela lejos, a los aposentos del servicio y al castillo señorial; gorjeando, se posa como el halcón en la mano de la amazona; se desliza como un ratoncillo y se pone a piar ante el siervo campesino en la perrera.
- ¡Charla vacía! - exclama el acerado viento Nordeste.
- ¡Es primavera! - replican los rayos del sol -. Mira cómo asoma la verde hierba.
- Sigamos hojeando en nuestro libro de estampas - dijo el padrino -. ¡Cómo resplandece Copenhague! Torneos y juegos, magníficos desfiles. ¡Mira los nobles caballeros en sus armaduras, las encopetadas damas vestidas de seda y oro! El rey Hans otorga al Elector de Brandeburgo la mano de su hija Isabel. ¡Qué joven es, y qué contenta está! Anda sobre terciopelo; en sus ojos brilla el porvenir, la felicidad de la vida doméstica. A su lado avanza su real hermano, el príncipe Cristián, de ojos melancólicos y sangre ardiente y alborotada. Los burgueses lo quieren; él conoce sus cuitas, el futuro de los pobres vive en su pensamiento. ¡Sólo Dios concede la felicidad!
- ¡Adelante con nuestro libro de estampas! - prosigue el padrino -. El viento sopla furioso, cantando las agudas espadas, los tiempos difíciles y sin paz. Es un día gélido de mediados de abril. ¿Por qué la multitud se apretuja frente al palacio, frente a la vieja aduana, donde está anclada la nave real, izadas las banderas y las velas extendidas? Se ve gente en las ventanas y los tejados. Reinan el dolor y la aflicción, la incertidumbre y el miedo. Todas las miradas se concentran en el castillo, en cuyas doradas salas se bailó otrora la danza de las antorchas, mientras hoy aparecen silenciosas y desiertas. Miran a la ventana del torreón, desde la cual el rey Cristián tantas veces siguió con la vista, al otro lado del Puente de la Corte y del estrecho callejón, a su palomita, la muchacha holandesa que había traído de la ciudad de Bergen. Los postigos están cerrados, la multitud mira al palacio; he aquí que se abre la puerta y se baja el puente levadizo. Ahí viene el rey Cristián con su fiel consorte Isabel, que se niega a abandonar a su real esposo en la hora de la desgracia.
Había fuego en su pecho, fuego en su pensamiento. Quiso romper con los viejos tiempos, romper el yugo del campesino, favorecer al burgués, cortar las alas a los «voraces cernícalos». Pero eran demasiados. Helo ahí abandonando su patria y su reino, para ganarse en el extranjero amigos y parientes. Su esposa y sus leales lo acompañan, todos los ojos están húmedos a aquella hora de la separación. Mézclanse las voces que entonan la canción del tiempo, en su favor, en su contra; un triple
coro. Escucha las palabras de
la nobleza; pues han quedado escritas e impresas:
- ¡Maldición sobre ti, Cristián el Malvado! La sangre vertida en el mercado de Estocolmo clama venganza contra ti y te maldice. - También el coro de los monjes expresa la misma sentencia:
- ¡Repudiado seas por Dios y por nosotros! Trajiste a esta tierra la doctrina luterana, le entregaste la Iglesia y el púlpito, permitiste que hablase la lengua del demonio. ¡Maldición sobre ti, Cristián el Malvado!
Pero los campesinos y los burgueses lloraban:
- ¡Cristián, rey bondadoso! El campesino no ha de ser vendido como ganado ni trocado por un perro de caza. ¡Esta ley es tu ejecutoria! -. Pero las palabras de los humildes son como paja al viento.
Pasa ahora el barco por delante del palacio, y los ciudadanos corren a lo alto de la muralla para decir un último adiós a la real nave.
Largo es el tiempo, y tenebroso. ¡No te fíes de los amigos, no te fíes de los parientes!
Tío Federico, del castillo de Kiel, ambiciona el trono.
El rey Federico está ante Copenhague. ¿Ves esta estampa: «Copenhague la Leal»? Ciérnense sobre ella negros nubarrones, grabado tras grabado; fíjate en cada uno. En una estampa ruidosa; resuena todavía en la leyenda y en la canción: el tiempo es duro, difícil, amargo.
- ¿"Qué fue del rey Cristián, el ave sin rumbo? Lo han cantado los pájaros, que vuelan lejos, allende las tierras y los mares. La cigüeña llegó pronto, en primavera, procedente del Sur, a través del país germano. Había visto lo que vamos a contar.
- Vi al fugitivo rey Cristián cruzando el erial. Lo esperaba allí un mísero carruaje tirado por un caballo. Iban en el vehículo su hermana la margravesa de Brandeburgo, que su marido expulsó por haberse mantenido fiel a la doctrina luterana. En el oscuro páramo se encontraron los proscritos hijos del Rey. ¡Largo es el tiempo, y angustioso; no confíes en tus amigos y parientes!
La golondrina llegó del castillo de Sönderborg, entonando una canción plañidera:
- ¡El rey Cristián ha sido traicionado!
Yace allí encerrado en la profunda torre; sus graves pasos dejan huellas en el pavimento de piedra, su dedo graba signos en el duro mármol:
¡Ah! ¿Qué dolor halló palabras
como las que oyó la dura piedra?
Del mar embravecido vino el quebrantahuesos. El mar es amplio y libre, y lo surca un barco, tripulado por el valeroso fionés Sören Nordby. La fortuna lo acompaña; pero la fortuna es veleidosa como el viento y el tiempo.
En Jutlandia y en Fionia gritan el cuervo y la corneja:
- ¡Avanzamos! ¡Las cosas van bien, muy bien! Yacen allá cadáveres de caballos y de hombres.
Es una época de inquietud, con las querellas de los condes. El campesino empuñó su maza, el comerciante su cuchillo, y todos echaron a gritar:
- ¡Degollaremos los lobos, hasta que no quede ni un lobezno!
Nubes y humo suben de las ciudades incendiadas.
El rey Cristián está prisionero en el castillo de Sönderborg; no puede escapar, no ve Copenhague ni su extrema miseria. En el herbazal al norte de la ciudad está Cristián III, allí donde estuvo su padre. En la capital reinan el terror, el hambre y la peste.
Apoyado contra la pared de la iglesia, yace el cadáver de una mujer, vestida de harapos; dos criaturas vivas, sentadas en su regazo, chupan sangre del pecho de la muerta. El valor ha cedido, cede la resistencia. ¡Oh, tú, leal Copenhague!
Resuenan clarines. ¡Escuchan los timbales y las trompetas!
En ricos trajes de seda y terciopelo, con plumas ondeantes, se acercan los nobles montados en caballos guarnecidos de oro, cabalgando hacia el Altmark. ¿Hay allí algún torneo, alguna lucha a la antigua usanza? Burgueses y campesinos endomingados se encaminan también allí. ¿A ver qué? ¿Acaso han erigido una pira para quemar imágenes papistas, o está allí el verdugo, como estaba en la pira de Slaghoek? El Rey, señor del país, es luterano; hay que reconocerlo y proclamarlo en toda forma.
Distinguidas damas y nobles doncellas, con altos cuellos y, luciendo perlas en las cofias, están sentadas detrás de las abiertas ventanas, contemplando aquel esplendor. Sobre un paño extendido, y bajo un dosel, se sienta el Consejo del Reino, en sus trajes antiquísimos, cerca del trono real. El Monarca permanece silencioso. Su voluntad y la del Consejo son leídas en alta voz y en lengua danesa; burgueses y campesinos han de oír palabras duras, duras reconvenciones por la resistencia que opusieron a la alta nobleza. El ciudadano es humillado, el campesino se convierte en esclavo. Luego se alzan voces de condenación contra los obispos del país. Su poder ha terminado. Todos los bienes de la Iglesia y de los conventos pasan al Rey y a la nobleza.
Reinan la soberbia y el odio, reina la ostentación, reina la desolación.
Ave pobre va cojeando, cojeando.
Ave rica rauda va, rauda va.
Los tiempos de transformación traen consigo negras nubes, pero también sol. Hay luz ahora en la casa de la Ciencia, en el hogar del estudiante, y nombres de entonces brillan aún hoy. Hans Tausen, el pobre hijo del herrero de Fionia:
Fue aquel mozo de la ciudad de Birken.
Su nombre pervive en la memoria danesa.
Lutero danés, luchó con la espada del verbo
y venció con el espíritu en el corazón del pueblo.
Brilla allí el nombre de Petrus Palladius, latinizado del danés Peter Plade, obispo de Roeskilde, hijo asimismo de un pobre herrero de la tierra jutlandesa. Y entre los apellidos nobiliarios destaca el de Hans Friis, canciller del reino. Sentó a los estudiosos a su mesa, cuidó de ellos y de los alumnos. Uno, por encima de todos, es objeto de un hurra y de una canción:
Mientras moje un estudiante
su pluma en el puerto de Axel,
la obra del rey Cristián
será saludada con hurras.
En aquellos tiempos de transformación los rayos del sol atravesaron las tupidas nubes.
Ahora volvamos la página.
¿Qué es lo que silba y canta en el Gran Belt, junto a la costa de Samsö? Emerge del mar una sirena de cabellera verde como las algas y predice al campesino: Nacerá un príncipe que será un rey poderoso y grande.
Nació en el campo, bajo el oxiacanto florido.
Hoy su nombre brilla en leyendas y canciones, en torno a los castillos feudales y los palacios. Surgió la Bolsa, con su torre y su espira, levantóse Rosenborg muy por encima de la muralla; el estudiante tuvo su casa propia, junto a la cual se alza la Torre Redonda señalando al cielo, una columna de Urania que domina la Isla de Hveen, donde yace Uranienborg; sus doradas cúpulas brillaban a la luz de la luna, y las sirenas cantaban acerca del hombre que moraba en él, el genio de noble sangre, Tycho Brahe, a quien visitaban reyes y hombres ilustres. A tal altura llevó el nombre de Dinamarca, que él y el cielo estrellado son conocidos en todos los países civilizados del Globo. Mas Dinamarca lo repudió.
En su dolor, consolóse con una canción:
¿No está el cielo por doquier?
¿Qué más necesito entonces?
Su canción tiene la vida de la canción popular, como la de la sirena de Cristián IV.
- Viene ahora una página que debes considerar con atención - dijo el padrino -. Las estampas siguen las estampas como los versos en la canción popular. Es una poesía tan alegre en su comienzo, como triste en el final.
Una princesita danza en el palacio real: ¡qué preciosa está! ¡Mírala sentada en las rodillas de Cristián IV!; es su hija querida, Leonor.
Crece en las virtudes y cualidades que adornan a una mujer. El hombre más ilustre de la poderosa nobleza, Korfitz Ulfeldt, es su prometido. Ella es una niña todavía, sometida a los azotes de su severa aya; ella se queja a su amado, y hace bien. ¡Qué lista es, qué cortés e instruida! Sabe griego y latín, canta en italiano al son de su laúd, es capaz de hablar acerca del Papa y de Lutero.
El rey Cristián yace de cuerpo presente en la capilla de la catedral de Roeskilde; el hermano de Leonor sube al trono. En el palacio de Copenhague todo es esplendor y magnificencia, belleza y talento, y por encima de todos destaca la Reina, Sofía Amalia de Luneburgo. ¿Quién sabe como ella dominar el caballo? ¿Quién es tan elegante en el baile? ¿Quién habla con tanta erudición e ingenio como la reina de Dinamarca?
- ¡Leonor Cristina Ulfeldt! - así dice el embajador francés -: Ésta supera a todas en belleza e inteligencia.
En el suelo liso del palacio crecía el cardo de la maldad. Fuertemente agarrado, propagaba a su alrededor el sarcasmo y la injuria:
- ¡La bastarda! Su coche siempre parado junto al puente de palacio; donde vaya la Reina, allí debe ir ella -. La calumnia, la invención, la mentira dieron sus frutos.
Y, en la noche silenciosa, Ulfeldt coge la mano de su esposa.
Tiene las llaves de las puertas de la ciudad y abre una de ellas. Los caballos aguardan al exterior. Galopan a lo largo de la orilla, camino de la tierra de Suecia.
- Volvamos la página, del mismo modo que la suerte vuelve la espalda a los dos.
Es otoño, con sus días cortos y sus largas noches; gris está el
cielo, y húmedo. El viento sopla frío aumentando por momentos su violencia. Ruge entre el follaje del bosque, las hojas vuelan al interior de la mansión de Peder Oxe, desierta y abandonada por su dueño. Y el viento silba sobre Chistianshavn, en torno a la morada de Kai Lykke; ahora es una cárcel. Él ha sido proscrito, infamado; su escudo de armas aparece roto, y su efigie cuelga de la horca más alta. De este modo han sido castigadas sus petulantes y ligeras palabras sobre la venerada reina del país. Aúlla el viento, volando por el solar abandonado donde se levantó la mansión del mayordomo imperial; hoy sólo queda de ella una piedra.
«Lo arrojé como un guijarro sobre los hielos flotantes - dice el viento -; la piedra quedó varada en el lugar donde un día surgiera la Isla de los ladrones, maldita por mí; después vino a parar al palacio del señor de Ulfeldt, donde la castellana cantaba al son del laúd, leía en griego y en latín y llevaba erguida la cabeza. Ahora queda sólo la piedra con su inscripción:
Para eterno ludibrio y vergüenza del traidor Corfitz Ulfeldt».
¿Dónde está ahora, la noble dama? ¡Hu-ui­hu-ui! - silba el viento con voz de nieve -. Lleva ya muchos años en la «Torre azul», detrás del castillo, donde las olas se estrellan contra la muralla cenagosa. En el recinto hay más humo que calor; la ventanita queda muy alta, junto al techo. La niña mimada del rey Cristián, la distinguida señorita, la noble dama, ¡qué pobre y miserable vive ahora! El recuerdo extiende cortinas y tapices sobre las paredes ennegrecidas de la cárcel. La mujer piensa en los tiempos felices de su juventud, en los rasgos bondadosos y radiantes de su padre; piensa en su magnífico viaje de bodas, en los días de su encumbramiento, en los de miseria en Holanda, Inglaterra y Bornholm.
¡Nada es demasiado gravoso para el amor verdadero!
Pero entonces estaba él a su lado, y ahora está sola, sola para siempre. No sabe dónde está su tumba, nadie lo sabe.
Lealtad al hombre fue todo su crimen.
Pasó allí muchos y largos años, mientras fuera bullía la vida.
Nunca se detiene, pero nosotros nos pararemos un instante a pensar en aquella mujer y en lo que dice la canción:
Fui fiel al esposo en el honor,
en la desgracia y en el gran dolor.
- ¿Ves este grabado? - dijo el padrino -. Estamos en invierno; el hielo tiende un puente entre Laaland y Fionia, un puente para Carlos Gustavo, que avanza arrollador. El pillaje y el incendio, el terror y la miseria reinan en todo el país.




Los trapos viejos

Frente a la fábrica había un montón de balas de harapos, procedentes de los más diversos lugares. Cada trapo tenía su historia, y cada uno hablaba su propio lenguaje, pero no nos sería posible escucharlos a todos. Algunos de los harapos venían del interior, otros de tierras extranjeras. Un andrajo danés yacía junto a otro noruego, y si uno era danés legítimo, no era menos legítimo noruego su compañero, y esto era justamente lo divertido de ambos, como diría todo ciudadano noruego o danés sensato y razonable.
Se reconocieron por la lengua, a pesar de que, a decir del noruego, sus respectivas lenguas eran tan distintas como el francés y el hebreo.
- Allá en mi tierra vivimos en agrestes alturas rocosas, y así es nuestro lenguaje, mientras el danés prefiere su dulzona verborrea infantil.
Así decían los andrajos; y andrajos son andrajos en todos los países, y sólo tienen cierta autoridad reunidos en una bala.
- Yo soy noruego - dijo el tal -, y cuando digo que soy noruego creo haber dicho bastante. Mis fibras son tan resistentes como las milenarias rocas de la antigua Noruega, país que tiene una constitución libre, como los Estados Unidos de América. Siento un escozor en cada fibra cuando pienso en lo que soy, y me gustaría que estas palabras mías resonaran como bronce en palabras graníticas.
- Pero nosotros poseemos una literatura - replicó el trapo danés -. ¿Comprende usted lo que esto significa?
- ¡Claro que lo comprendo! - respondió el noruego -. ¡Pobre habitante del llano! Quisiera llevarlo a lo alto de las rocas y hacer que lo iluminase la aurora boreal, ¡pedazo de trapo! Cuando el hielo se funde bajo el sol noruego, vienen a nuestro país barcas danesas cargadas de mantequilla y queso, productos realmente suculentos. Y como lastre, llevan literatura danesa. ¡No nos hace maldita la falta! Uno renuncia gustoso a la insípida cerveza allí donde mana la fuente pura, y en nuestro país hay un manantial virgen, no pregonado en toda Europa por periódicos, compadrerías y los viajes al extranjero. Hablo sin remilgos, sin pelos en la lengua, y el danés tendrá que habituarse a este tono franco y llano, y lo hará, gracias a su arraigo escandinavo, por su vinculación a nuestra altiva tierra rocosa, raíz del mundo.
- Nunca un andrajo danés podría hablar así - dijo el otro -. No está en nuestra naturaleza. Me conozco, y como yo son todos nuestros andrajos daneses: bonachones, modestos, con muy poca fe en nosotros mismos, y así no se gana nada, ciertamente. Pero no me importa; al menos lo encuentro simpático. Por lo demás, puedo asegurarle que conozco perfectamente mi propio valor, aunque no hable de él. No podrán reprocharme este defecto. Soy blando y dúctil, lo sufro todo, no envidio a nadie, hablo bien de todo el mundo, con lo difícil que muchas veces es hacerlo. Pero dejemos esto. Yo me tomo las cosas con buen humor; esta cualidad si la tengo.
- No me hables en este tono blanducho de la tierra llana; me da asco - dijo el noruego, y, aprovechando una ráfaga de viento, se soltó del fardo para trasladarse a otro.
Los dos fueron transformados en papel, y quiso el azar que el andrajo noruego pasara a ser una hoja en la que un joven de su país escribió una carta de amor a una muchacha danesa, mientras el trapo danés se convirtió en el manuscrito de una oda danesa en alabanza de la fuerza y la grandeza noruegas.
También de los andrajos puede salir algo bueno una vez han salido del fardo de trapos viejos y se han transformado en verdad y en belleza; brillan en buena armonía y encierran bendiciones.
Ésta es la historia, muy regocijante y no ofensiva para nadie, salvo para los andrajos.


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