Charles Dickens
Me gusta volver a casa en Navidad. Todos lo
hacemos, o deberíamos hacerlo.
Deberíamos volver a casa en vacaciones,
cuanto más largas mejor, desde el internado en el que nos pasamos la vida
trabajando en nuestras tablas aritméticas, para así descansar. Viajamos hasta
casa a través de un paisaje invernal; por campos cubiertos por una niebla baja,
entre pantanos y brumas, subiendo prolongadas colinas, que se van volviendo
oscuras como cavernas entre las espesas plantaciones que llegan a tapar casi
las estrellas chispeantes; y así hasta que estamos en las amplias mesetas y
finalmente nos detenemos, con un silencio repentino, en una avenida. En el aire
helado la campana de la puerta tiene un sonido profundo que casi parece
terrible; la puerta se abre sobre sus goznes y al llegar hasta una casa grande
las brillantes luces nos parecen más grandes tras las ventanas, y las filas de
árboles que hay frente a ellas parecen apartarse solemnemente hacia los lados,
como para dejarnos pasar. Durante todo el día, a intervalos, una liebre
asustada ha salido corriendo a través de la hierba cubierta de nieve; o el
repiqueteo distante de un rebaño de ciervos pisoteando el duro hielo ha acabado
también, por un minuto, con el silencio. Si pudiéramos verles sus ojos
vigilantes bajo los helechos, brillarían ahora como las gotas heladas de rocío
sobre las hojas; pero están inmóviles, y todo está callado. Y así, las luces se
van haciendo más grandes, y los árboles se apartan hacia atrás ante nosotros
para cerrarse de nuevo a nuestra espalda, como
impidiéndonos la retirada, y llegamos a la
casa.
Probablemente huele todo el tiempo a
castañas asadas y otras cosas buenas y reconfortantes, pues estamos contando
historias de Navidad, historias de fantasmas, o más vergonzosas para nosotros,
alrededor del fuego de Navidad, y no nos hemos movido salvo para acercarnos un
poco más a él. Pero dejemos eso.
Llegamos a la casa y es una casa antigua,
repleta de grandes chimeneas en las que la leña arde en el hogar sobre viejas
tenazas, y retratos horrendos (algunos
de ellos con leyendas también horrendas)
miran con saña y desconfianza desde el entablado de roble de las paredes. Somos
un noble de edad mediana y damos una generosa cena con nuestro anfitrión y
anfitriona y sus invitados, es Navidad y la vieja casa está llena de invitados,
y después nos vamos a la cama. Nuestra habitación es muy antigua. Está
recubierta de tapices. No nos gusta el retrato
de un caballero vestido de verde colocado
sobre la repisa de la chimenea. En el techo hay grandes vigas negras y para
nuestro acomodo particular contamos con una enorme cama negra a la que en los
pies le sirven de apoyo dos figuras negras también grandes que parecen salidas
de dos tumbas de la antigua iglesia que tenía el barón en el parque. Pero no
somos un noble supersticioso, y no nos
importa. ¡Todo v-, bien! Despedimos a
nuestro criado, cerramos la puerta y nos sentamos delante del fuego vestido:
con el camisón, meditando en muchas cosas.
Final mente, nos metemos en la cama. ¡Muy
bien! No podemos dormir. Damos vueltas y más vueltas, pero no podemos dormir.
Las ascuas de la chimenea arden bien y dan a la habitación un aspecto fantasmal
No podemos evitar escudriñar, por encima del cobertor, las dos figuras negras y
el caballero... ese caballero vestido de verde y de apariencia perversa Con la
luz parpadeante dan la
impresión de avanza y retroceder: lo cual,
a pesar de que no seamos et absoluto un noble supersticioso, no resulta
agradable. ¡Muy bien! Nos ponemos nerviosos... más y más nerviosos. Decimos:
«esto es una verdadera es tupidez, pero no podemos soportarlo; simularemos
estar enfermos y llamaremos a alguien».
¡Muy bien Precisamente vamos a hacerlo
cuando la puerta cerrada se abre y entra una mujer joven, de palidez mortal y
de cabellos rubios y largos que se desliza hasta la chimenea, y se sienta en la
silla que hemos dejado allí, frotándose las manos. Nos damos cuenta entonces de
que su ropa está húmeda. La lengua se nos pega al velo del paladar y no somos
capaces de hablar, pero la observamos con
precisión. Su ropa está húmeda, su largo
cabello está salpicado de barro húmedo, va vestida según la moda de hace do:
cientos años, y lleva en su ceñidor un manojo de 11, ves oxidadas. ¡Muy bien!
Se sienta allí y ni siquiera podemos desmayarnos del estado en el que no
encontramos. Entonces ella se levanta y prueba todas las cerraduras de la
habitación con las llaves oxidadas, sin que encuentre ninguna que vaya bien;
después fija la mirada en el retrato del caballero vestido de verde y con una
voz baja y terrible exclama:
«¡El hombre lo sabe!» Después se vuelve a
frotar las manos, pasa junto al borde de la cama y sale por la puerta. Nos
apresuramos a ponernos la bata, cogemos las pistolas (siempre viajamos con
ellas) y la seguimos, pero encontramos la puerta cerrada. Damos la vuelta a la
llave, miramos en el pasillo oscuro y no hay nadie. Lo recorremos tratando de
encontrar a nuestro criado. No es posible.
Recorremos el pasillo hasta que despunta el
día y luego regresamos a nuestra habitación vacía, caemos dormidos y nos
despierta nuestro criado (nunca hay nada que le hechice a él) y el sol
brillante. ¡Muy bien! Tomamos un desayuno terrible y todos dicen que tenemos un
aspecto extraño. Después del desayuno paseamos por la casa con nuestro
anfitrión, y le conducimos hasta el retrato del caballero vestido de verde, y
entonces se aclara todo. Se comportó con falsedad con una joven ama de llaves
unida en otro tiempo a esa familia, y famosa por su belleza, que se ahogó en un
lago y cuyo cuerpo fue descubierto al cabo de mucho tiempo porque los ciervos
se negaban a beber el agua. Desde entonces se ha dicho entre susurros que ella
atraviesa la casa a medianoche (pero que va especialmente a esa habitación, en
donde acostumbraba a dormir el caballero vestido de verde) probando las viejas
cerraduras con las llaves oxidadas. ¡Bien! Le contamos a nuestro anfitrión lo
que hemos visto, y una sombra cubre sus rasgos tras lo que nos suplica que
guardemos silencio; y así se hace. Pero todo es cierto; y lo contamos, antes de
morir (ahora estamos muertos) a muchas personas responsables.
Es infinito el número de casas antiguas con
galerías resonantes, dormitorios lúgubres y alas encantadas cerradas durante
muchos años, por las cuales podemos pasear, con un agradable hormigueo
subiéndonos por la espalda y encontrarnos algunos fantasmas, pero quizá sea
digno de mención afirmar que se reducen a muy pocos tipos y clases generales;
pues los fantasmas tienen poca originalidad y
«caminan» por caminos trillados. Sucede,
por ejemplo, que en una determinada habitación de un cierto salón antiguo en
donde se suicidó un malvado lord, barón, o caballero, hay en el suelo algunas
tablas de las que no se puede borrar la sangre. Raspas y raspas, como el actual
dueño ha hecho, o cepillas y cepillas; como hizo su padre, o friegas y friegas,
como hizo su abuelo, o quemas y quemas con ácidos fuertes, como hizo el
bisabuelo, pero la sangre seguirá estando allí, ni más roja ni más pálida, ni
en mayor ni en menor cantidad; siempre igual. En otra de esas casas hay una
puerta encantada que nunca se
abrirá; u otra que nunca se cerrará; o un
sonido de una rueda de hilar, o un martillo, o unos pasos, o un grito, o un
suspiro, un galope de caballos o el rechinar de unas cadenas. O hay un reloj
que a medianoche da trece campanadas cuando va a morir el cabeza de familia, o
un carruaje sombrío, negro e inmóvil que ve siempre en esos momentos alguien
que aguardaba cerca de las amplias puertas del patio del establo. O sucede,
como en el caso de Lady Mary, que fue a visitar una casa situada en los
Highlands escoceses, y como estaba fatigada por su largo viaje se retiró pronto
a la cama y a la mañana siguiente dijo con toda inocencia en la mesa del
desayuno:
-¡Me resultó muy extraño que celebraran una
fiesta a una hora tan tardía anoche en este remoto lugar y no me hablaran de
ella antes de que me acostara!
Entonces todos preguntaron a Lady Mary lo
que quería decir. Y ésta contestó:
-Bueno, anoche todo el tiempo oí carruajes
que daban vueltas y más vueltas alrededor de la terraza, bajo mi ventana.
Entonces el dueño de la casa se puso
pálido, lo mismo que su señora, y Charles Macdoodle de Macdoodle hizo señas a
Lady Mary de que no dijera más, y todos guardaron silencio. Tras el desayuno,
Charles Macdoodle le contó a Lady Mary que según una tradición de la familia
era un presagio de muerte que los carruajes dieran vueltas por la terraza. Y
así fue, pues dos meses más tarde moría la señora de la casa. Y Lady Mary, que
era doncella de honor en la Corte, contó a menudo esta historia a la Reina
Charlotte; y es por esto que el viejo rey decía siempre: «¿Cómo, cómo? ¿Qué,
qué? ¿Fantasmas, fantasmas? ¡No existen, no existen!» Y no dejaba de decir esa
frase hasta que se iba a la cama.
Y ahora bien, un amigo de alguien al que
casi todos conocemos, cuando era un joven que estaba cursando estudios tenía un
amigo especial con e que había hecho el pacto de que, si era posible que e
espíritu retornara a esta tierra después de separarse del cuerpo, aquel de los
dos que muriera primero se le aparecería al otro. Nuestro amigo se olvidó de
ese pacto con el curso del tiempo; los dos jóvenes habían progresado en la
vida, habían tomado camino; divergentes y se habían separado. Pero una noche
muchos años después, estando nuestro amigo en e norte de Inglaterra, y
quedándose a pasar la noche en una posada de Yorkshire Moors, miró desde la
cama hacia fuera; y allí, bajo la luz de la luna, apoyado en un buró cercano a
la ventana, y mirándole fijamente, vio a su antiguo compañero de estudios
Cuando éste se dirigió con solemnidad hacia la aparición, ésta respondió en una
especie de susurre pero bien audible:
-No te acerques a mí. Estoy muerto. He
venido aquí para cumplir mi promesa.
¡Vengo del otro mundo, pero no puedo
revelar sus secretos!
En ese momento empezó a volverse más pálido
y se fundió, por así decirlo, con la luz de la luna, desapareciendo en ella.
O está el caso de la hija del primer
ocupante de lo pintoresca casa isabelina, tan famosa en nuestra vecindad. ¿Ha
oído hablar de ella? ¿No? Bueno, la hija salió una noche de verano en el
momento del crepúsculo; era una joven muy hermosa, de diecisiete años de edad,
y se disponía a coger flores del jardín:
pero de pronto llegó corriendo, aterrada,
hasta el salón donde estaba su padre, a quien le dijo:
-¡Ay, querido padre, me he encontrado
conmigo misma!
Él la cogió en sus brazos y le dijo que
todo era una fantasía, pero ella replicó:
-¡Oh, no! Me encontré conmigo en el camino
ancho, y yo estaba pálida, y recogía flores marchitas, y giraba la cabeza y las
levantaba!
Y aquella noche murió la joven; y se empezó
a hacer un cuadro con su historia, pero no se terminó nunca, y dicen que ha
estado hasta hoy en algún lugar de la casa, con el rostro vuelto hacia la
pared.
O la historia del tío de la esposa de mi
hermano, que volvía a casa cabalgando al atardecer de un hermoso día y en una
calle arbolada cercana a su casa vio a un hombre de pie ante él en el centro
mismo de la estrecha calzada.
«¿Qué hace ese hombre del manto ahí
parado?», pensó. «¿Quiere que pase con el caballo por encima de él?» Pero la
figura no se movió. Al verlo tan quieto tuvo una sensación extraña, pero
siguió avanzando, aunque aflojando el
trote. Cuando estuvo tan cerca que llegó a tocarlo casi con el estribo el caballo
se asustó y la figura se deslizó hacia arriba, hasta la acera, de una manera
curiosa y nada natural: hacia atrás, sin que pareciera utilizar los pies, hasta
que desapareció. El tío de la esposa de mi hermano exclamó:
-¡Por el Dios de los cielos! ¡Si es mi
primo Harry, el de Bombay!
Espoleó el caballo, que de pronto se había
puesto a sudar profusamente, y extrañándose de tan rara conducta dio la vuelta
para dirigirse hacia la fachada de su casa. Cuando llegó allí vio la misma
figura, que pasaba en ese momento junto a la alargada ventana francesa de la
sala de estar, en la planta baja. Le pasó las bridas a un criado y se dirigió
presurosamente hacia la figura. Allí estaba sentada su hermana, a solas. Alice,
¿dónde está mi primo Harry?
-¿Tu primo Harry, John?
-Sí, el de Bombay. Acabo de encontrarme con
él ahora en la avenida, y le vi entrar aquí hace un instante.
Pero nadie había visto a nadie; y tal como
después se supo, en ese mismo instante moría en India aquel primo.
O está la historia de esa sensible y anciana
dama soltera que murió a los noventa y nueve años de edad manteniendo sus
facultades hasta el último momento y vio realmente al chico huérfano. Es una
historia que a menudo se ha -contado incorrectamente, pero de la que la verdad
auténtica es ésta, lo sé porque en realidad es una historia de nuestra familia,
y ella era amiga de la casa. Cuando tenía unos cuarenta años de edad, y seguía
poseyendo una hermosura poco común (su amado murió joven, razón por la cual
ella nunca se casó, a pesar de tener numerosas ofertas), fijó su residencia en
un lugar de Kent, que su hermano, un comerciante con India, había comprado
recientemente.
Se contaba la historia de que en otro
tiempo aquel lugar estuvo a cargo del tutor de un joven; que ese tutor sería el
segundo heredero y que mató al muchacho con su tratamiento duro y cruel. Ella
nada sabía de tales cosas. Se ha dicho que en el dormitorio de ella había una
jaula en la que el tutor solía encerrar al muchacho. Es falso. Sólo había un
gabinete. Ella se acostó, no hizo llamada alguna durante la noche, pero por la
mañana le dijo con toda tranquilidad a la doncella cuando ésta entró:
-¿Quién es ese guapo mocito de aspecto
abandonado que estuvo mirando hacia fuera desde el gabinete toda la noche?
La doncella contestó lanzando un fuerte
grito y echando a correr al instante. La dama se sorprendió de aquello, pero
era una mujer de notable fuerza mental, por lo que se vistió ella sola, bajó
las escaleras y acudió a reunirse con su hermano:
-Walter, toda la noche me ha estado inquietando
un guapo mocito de aspecto abandonado que constantemente miraba hacia fuera
desde el gabinete que hay en mi habitación, y que no puedo abrir. Ahí debe
haber algún truco.
-Me temo que no, Charlotte -contestó el
hermano-, pues es la leyenda de la casa.
Es el huérfano. ¿Qué es lo que hizo?
-Abrió la puerta con suavidad y miró hacia
fuera. A veces penetraba uno o dos pasos en la habitación. Entonces yo le
llamaba, para animarle, y él se encogía, se estremecía y volvía a meterse de
nuevo, cerrando la puerta.
-Charlotte, el gabinete no tiene
comunicación con ninguna otra parte de la casa, y está cerrado con clavos.
Aquello era indudablemente cierto y dos
carpinteros necesitaron una mañana entera para abrir la puerta y poder examinar
el gabinete. Sólo entonces Charlotte quedó convencida de que había visto al
huérfano. Pero lo terrible de la historia es que fue visto sucesivamente por
tres de los hijos de su hermano, todos los cuales murieron jóvenes. En cada
ocasión, el niño enfermaba, regresaba a casa con fiebre, doce horas antes de la
muerte, y le decía a su madre que había estado jugando bajo un cierto roble que
había en un prado con un chico extraño, un chico de buen aspecto, pero que
parecía abandonado, que era muy tímido y le hacía señas. A partir de esa
experiencia fatal los padres llegaron a saber que se trataba del huérfano, y
que el destino del niño al que había elegido como compañero de juegos estaba
seguramente fijado.
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